Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
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LA PRODIGIOSA TARDE DE BALTAZAR (Los funerales de la Mamá Grande, 1962)
Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
LA JAULA ESTABA terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la
costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella
del mundo. Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo
que descolgarla y cerrar la carpintería.
—Tienes que afeitarte —le dijo Úrsula, su mujer—. Pareces un capuchino.
—Es malo afeitarse después del almuerzo —dijo Baltazar.
Tenía una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un
mulo, y una expresión general de muchacho Pero era una expresión falsa. En febrero había
cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida
le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera
sabía que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo.
Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido apenas un trabajo más arduo
que los otros.
—Entonces repósate un rato —dijo la mujer—. Con esa barba no puedes presentarte
en ninguna parte.
Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varías veces para mostrar la jaula a
los vecinos. Úrsula no le había prestado atención hasta entonces. Estaba disgustada porque su
marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y
durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había
vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando
Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había
puesto en un asiento junto a la hamaca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La
contemplaba en silencio.
—¿Cuánto vas a cobrar? —preguntó.
—No sé —contestó Baltazar—. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan veinte.
—Pide cincuenta —dijo Úrsula—. Te has trasnochado mucho en estos quince días.
Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida.
Baltazar empezó a afeitarse.
—¿Crees que me darán los cincuenta pesos?
—Eso no es nada para don Chepe Montíel, y la jaula los vale —dijo Úrsula—. Debías
pedir sesenta.
La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor pa-
recía menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió
la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el comedor.
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La noticia se había extendido. El doctor Octavio Gíraldo, un médico viejo, contento de
la vida pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de Baltazar mientras almorzaba con
su esposa inválida. En la terraza interior donde ponían la mesa en los días de calor, había
muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa le gustaban los pájaros, y le
gustaban tanto que odíaba a los gatos porque eran capaces de corriérselos. Pensando en ella, el
doctor Giraldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltazar a
conocer la jaula.
Había mucha gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cú-
pula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para
comer y dormir, y trapecios en el espacio reservado al recreo de los pájaros, parecía el modelo
reducido de una gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosamente, sin
tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio, y mucho más
bella de lo que había soñado jamás para su mujer.
—Esto es una aventura de la imaginación —dijo. Buscó a Baltazar en el grupo, y agre-
gó, fijos en él sus ojos maternales—: Hubieras sido un extraordinario arquitecto.
Baltazar se ruborizó.
—Gracias —dijo.
—Es verdad —dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer
que fue hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz parecía la de un cura
hablando en latín—. Ni siquiera será necesario ponerle pájaros —dijo, haciendo girar la jaula
frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo—. Bastará con colgarla entre los
árboles para que cante sola. —Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento, mirando la
jaula, y dijo:— Bueno, pues me la llevo.
—Está vendida —dijo Úrsula.
—Es del hijo de don Chopo Montiel —dijo Baltazar—. La mandó a hacer
expresamente.
El médico asumió una actitud respetable.
—¿Te dio el modelo?
—No —dijo Baltazar—. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja
de turpiales.
El médico miró la jaula.
—Pero ésta no es para turpiales.
—Claro que sí, doctor —dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodea-
ron—. Las medidas están bien calculadas —dijo, señalando con el índice los diferentes
compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acordes
profundos—. Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada
por dentro y por fuera —dijo.
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—Sirve hasta para un loro —intervino uno de los niños.
—Así es —dijo Baltazar.
El médico movió la cabeza.
—Bueno, pero no te dio el modelo —dijo—. No te hizo ningún encargo preciso,
aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?
—Así es —dijo Baltazar.
—Entonces no hay problema —dijo el médico—. Una cosa es una jaula grande para
turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.
—Es esta misma —dijo Baltazar, ofuscado—. Por eso la hice.
El médico hizo un gesto de impaciencia.
—Podrías hacer otra —dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el
médico—: Usted no tiene apuro.
—Se la prometí a mi mujer para esta tarde —dijo el médico.
—Lo siento mucho, doctor —dijo Baltazar—, pero no se puede vender una cosa que
ya está vendida.
El médico se encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un pañuelo, con-
templó la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto indefinido, como se mira
un barco que se va.
—¿Cuánto te dieron por ella?
Baltazar buscó a Úrsula sin responder.
—Sesenta pesos —dijo ella.
El médico siguió mirando la jaula.
—Es muy bonita —suspiró—. Sumamente bonita. —Luego, moviéndose hacia la
puerta, empezó a abanicarse con energía, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio
desapareció para siempre de su memoria.
—Montiel es muy rico —dijo.
En verdad, José Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz de todo
por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se
había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad de la
jaula. Su esposa, torturada por la obsesión de la muerte, cerró puertas. y ventanas después del
almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José
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Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces. Entonces abrió la
puerta de la sala y vio un tumulto frente a la casa, y a Baltazar con la jaula en medio del
tumulto, vestido de blanco y acabado de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con
que los pobres llegan a la casa de los ricos.
—Qué cosa tan maravillosa —exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión
radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior—. No había visto nada igual en mi vida —
dijo, y agregó, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta—: Pero llévesela para
adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.
Baltazar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su
eficacia y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos de carpintería menor.
Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y
conflictivas, en sus tremendas operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre un senti-
miento de piedad. Cuando entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar los pies.
—¿Está Pepe? —preguntó.
Había puesto la jaula en la mesa del comedir.
—Está en la escuela —dijo la mujer de José Montiel—. Pero ya no debe demorar. —Y
agregó:
— Montiel se está bañando.
En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una ur-
gente fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan
prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la
casa.
—Adelaida —gritó—. ¿Qué es lo que pasa?
—Ven a ver qué cosa maravillosa —gritó su mujer.
José Montiel —corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca— se asomó por la
ventana del dormitorio.
—¿Qué es eso?
—La jaula de Pepe —dijo Baltazar.
La mujer lo miró perpleja.
—¿De quién?
—De Pepe —confirmó Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel—: Pepe me la
mandó a hacer.
Nada ocurrió en aquel instante, pero Baltazar se sintió como si le hubieran abierto la
puerta del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.
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—Pepe —gritó.
—No ha llegado —murmuró su esposa, inmóvil.
Pepe apareció en el vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas pestañas
rizadas y el quieto patetismo de su madre.
—Ven acá —le dijo José Montiel—. ¿Tú mandaste a hacer esto?
El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a
los ojos.
—Contesta.
El niño se mordió los labios sin responder.
—Montiel —susurró la esposa.
José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.
—Lo siento mucho, Baltazar —dijo—. Pero has debido consultarlo conmigo antes de
proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. —A medida que hablaba, su rostro fue
recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar—. Llévatela en
seguida y trata de vendérsela a quien puedas —dijo—. Sobre todo, te ruego que no me
discutas. —Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:— El médico me ha prohibido coger
rabia.
El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró perplejo
con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y
se lanzó al suelo dando gritos.
José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.
—No lo levantes —dijo—. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le
echas sal y limón para que rabie con gusto.
El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.
—Déjalo —insistió José Montiel.
Baltazar observó al niño como hubiera observado la agonía de un animal contagioso.
Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua,
mientras cortaba rebanadas de cebolla.
—Pepe —dijo Baltazar.
Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto,
abrazó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltazar a través del
tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.
—Baltazar —dijo Montiel, suavemente—. Ya te dije que te la lleves.
—Devuélvela —ordenó la mujer al niño.
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—Quédate con ella —dijo Baltazar. Y luego, a José Montiel—: Al fin y al cabo, para
eso la hice.
José Montiel lo persiguió hasta la sala.
—No seas tonto, Baltazar —decía, cerrándole el paso—. Llévate tu trasto para la casa
y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.
—No importa —dijo Baltazar—. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No
pensaba cobrar nada.
Cuando Baltazar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José
Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a
enrojecer.
—Estúpido —gritaba—. Llévate tu cacharro. Lo último que faltaba es que un cualquiera
venga a dar órdenes en mi casa. ¡Carajo!
En el salón de billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese momento, pen-
saba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había tenido que regalársela al hijo de
José Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenía nada de
particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas
personas, y se sintió un poco excitado.
—De manera que te dieron cincuenta pesos por la jaula.
—Sesenta —dijo Baltazar.
—Hay que hacer una raya en el cielo —dijo alguien—. Eres el único que ha logrado
sacarle ese montón de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que celebrarlo.
Le ofrecieron una cerveza, y Baltazar correspondió con una tanda para todos. Como era
la primera vez que bebía, al anochecer es taba completamente borracho, y hablaba de un
fabuloso proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos, y después de un millón de jaulas hasta
completar sesenta millones de pesos.
—Hay que hacer muchas cosas para vendérselas a los ricos antes que se mueran —
decía, ciego de la borrachera—. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo estarán de
jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.
Durante dos horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar.
Todos brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte de los
ricos, pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el salón.
Úrsula lo había esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de
rebanadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de billar, loco de
felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó porque Baltazar no se había
emborrachado jamás. Cuando se acostó, casi a la medianoche, Baltazar estaba en un salón
iluminado, donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile al
aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada de colorete, y
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como no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos mujeres en la misma
cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía, con el compromiso de
pagar al día siguiente. Un momento después, despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le
estaban quitando los zapatos, pero no quiso abandonar el sueño más feliz de su vida. Las
mujeres que pasaron para la misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba
muerto.
Un día de estos
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen
madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada
aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de
mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada
arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido,
enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los
sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se
sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con
obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos
pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la
idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años
lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a
medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos
terminados, dijo:
-Mejor.
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Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un
puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la
retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la
gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la
otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos
muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo
suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se
sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la
fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel
de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde
afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada,
ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo
la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin
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apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en
el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente.
El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío
helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor,
más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero
no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le
pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores.
Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas
el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el
cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El
dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El
alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta
estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
FIN
La noche boca arriba
Julio Cortázar Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la
calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la
joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde
iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir
pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
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Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes
vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero
paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban
venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído,
pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve
crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió
prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a
pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la
mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la
visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando
de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron
gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían
pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único
alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó
por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban
boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de
costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con
guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia
de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda
donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de
un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para
beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que
me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le
deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de
ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y
deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a
hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura.
Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el
tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien,
casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda
puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de
blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le
acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le
acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla
e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los
tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia
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compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad
era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha
calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño
algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del
juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su
ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando.
Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas
de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago,
debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido
no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él
del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí
como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de
la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más
duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada
del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,
amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la
pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si
hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse
los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra
vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio
llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que
subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal
y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba
arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película
aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo
no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una
punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul
oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al
pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de
felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque
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arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó.
"Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar
un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante,
sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez
la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo
ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un
escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo
apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy
Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se
le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba
ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la
calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro.
Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el
tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo
tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a
guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en
hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres.
Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa.
Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía
toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin...
Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se
puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le
habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un
recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la
cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que
había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento
en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al
mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No,
ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o
recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas
maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban
del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla;
con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo
despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del
agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de
la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
13
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo
obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba
estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda
desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que
se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final.
Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se
defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que
llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de
nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez
como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de
los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las
cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el
dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las
antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los
acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en
los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba,
tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas
iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los
acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a
un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de
gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente
olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la
penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían
arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda
que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa
de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra
azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas
imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía
formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que
ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen
sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos
abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó
un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra
vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas,
y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como
una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó
en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando
pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
14
abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza
colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado,
y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del
sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última
esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo
lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero
olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía
hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque
ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido
el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas
avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con
un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño
también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la
mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Continuidad de los parques
Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado
y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del
estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas
a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su
mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos
capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la
ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando
línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en
el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá
de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido
por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo
de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las
caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo
latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que
una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él
se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
15
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a
la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no
estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le
llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de
un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
FIN
¡Diles que no me maten!
Juan Rulfo -¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles
que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga
por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber
quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del
corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los
hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces
por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir
un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
16
tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían
entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.
Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía
que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás,
como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él,
Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo
también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se
le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe
seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a
arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no
le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le
volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a
abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel
ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una
vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son
inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,
corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi
casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba
nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir
junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo
creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y
según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe
era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto
murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos
parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
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"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo
verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los
perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo
tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -
pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir
así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de
haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y
cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en
que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con
la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir
a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no
bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos.
Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar.
No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que
los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de
que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas,
acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de
pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le
hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa
cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba
con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal
vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio
Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura,
sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor
como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo
de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir
sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la
carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera
el último, sabiendo casi que sería el último.
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
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Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles
que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba
a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía.
Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía
quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por
dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo
parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a
eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a
bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran
venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en
estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un
agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la
cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se
puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos
pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran
venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún
otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de
aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba
frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
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-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de
la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es
algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está
muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el
estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado
en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a
saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la
vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya
puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo
perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de
viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de
muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre
con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame
que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles
que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
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-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga
por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber
quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del
corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los
hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces
por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir
un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No
tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían
entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.
Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía
que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás,
como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él,
Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo
también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se
le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe
seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a
arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no
le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le
volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a
abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel
ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
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Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una
vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son
inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,
corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi
casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba
nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir
junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo
creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y
según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe
era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto
murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos
parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo
verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los
perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo
tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -
pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir
así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de
haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y
cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en
que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con
la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir
a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no
bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos.
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Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar.
No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que
los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de
que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas,
acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de
pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le
hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa
cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba
con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal
vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio
Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura,
sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor
como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus
pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre
de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la
carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera
el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles
que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba
a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía.
Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía
quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por
dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo
parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a
eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a
bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran
venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en
estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un
agujero, para ya no volver a salir.
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
23
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la
cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se
puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos
pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran
venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún
otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de
aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de
la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es
algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está
muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el
estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado
en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a
saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
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vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya
puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo
perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de
viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de
muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre
con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame
que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido
su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por
el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego
le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía
con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no
eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de
boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
FIN
Nos han dado la tierra
Juan Rulfo
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una
semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después;
que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
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arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el
aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de
la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
-Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo
los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo:
"Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito
se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:
-Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de
nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar.
Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta
trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le
resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a
nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una
plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las
buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a
la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le
arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por
equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
-¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora
volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos
andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo
sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser
unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas
enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada
una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
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Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta
peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30"
amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos
probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que
se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que
teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a
uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar
la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a
esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí,
¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate
para que la sembráramos.
Nos dijeron:
-Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
-¿El Llano?
- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba
junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y
las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos
puso los papeles en la mano y nos dijo:
-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
-Es que el llano, señor delegado...
-Son miles y miles de yuntas.
-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí
llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en
esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para
sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no
al Gobierno que les da la tierra.
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
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- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es
contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho...
Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de
algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los
ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible
de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como
reculando.
Melitón dice:
-Esta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:
-¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que
lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si
no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita
que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."
Melitón vuelve a decir:
-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un
gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos
y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
-Es la mía- dice él.
-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
-No la merqué, es la gallina de mi corral.
-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
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-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por
eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
-Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca
y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada
rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo
de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de
venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en
aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas
verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene
del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata
las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos
tepemezquites.
-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.
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Jorge Luis Borges
(1899–1986)
LA CASA DE ASTERIÓN
(El Aleph (1949)
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
APOLODORO: Biblioteca, III, I.
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura.
Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad
que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es
infinito) [1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.
Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato
de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no
hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una
parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa.
Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay
una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún
atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas
plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros
juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. No en vano fue una reina mi
madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a
otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la
escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que
está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y
otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A
veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir,
corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la
sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay
azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora
puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A
veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he
abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo
Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato
30
que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le
digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en
otro patio o bien decía yo que te gustaría la canaleta o ahora verás una cisterna
que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco
y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas
las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un
aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los
pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y
polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de
las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló
que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está
muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar
una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las
estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de
todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro
alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen
sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres
ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno
de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor.
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se
levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo, yo
percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos
puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre?
¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un
vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
A Marta Mosquera Eastman
[1] El original dice catorce, pero sobran motivos para creer inferir que, en boca de asterión, el
número catorce vale por infinitos.