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DEL QUE NO SE CASA - Roberto Arlt Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy? Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse" o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale. Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima. A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno. Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía: -Vos tenés razón, pero cuándo nos casamos, querido? Mi suegra, en cambio: -Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar. Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se
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Selección Cuentos Autores Argentinos

Dec 19, 2015

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Cuentos de autores argentinos
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DEL QUE NO SE CASA - Roberto Arlt

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?

Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse" o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.

Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.

A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.

Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:

-Vos tenés razón, pero cuándo nos casamos, querido?

Mi suegra, en cambio:

-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.

Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. E1 estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.

Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, qué puesto ... ! ciento cincuenta pesos!

Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio

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hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.

Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas. claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.

Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.

Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: "Le llevaré flores". Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.

Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos.

Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:

-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.

Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.

Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.

Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:

-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso

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esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

Fuente: ARLT, ROBERTO, Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Futuro, 1950 (págs. 160-162)

EL FIN - Jorge Luis Borges

Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había el pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había desafiado a otro

forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la perta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.

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La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:

-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

El otro, con voz áspera, replicó:

- Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.

Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

-Me estoy esperando a esperar. He esperado siete años.

El otro explicó sin apuro:

-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.

El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

-Les di buenos concejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

Un lento acorde precedió la respuesta del negro:

-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.

El negro, como si no lo oyera, observó:

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-Con el otoño se van acortando los días.

-Con la luz que queda me basta - replicó el otro, poniéndose de pie.

Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

-Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

El otro contestó con seriedad:

-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.

Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:

-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora no era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

Fuente: BORGES, JORGE LUIS, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 3a. Edición, (págs. 177-180)

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PERO UNO PUDO - Antonio Di Benedetto

Sabemos de esto por la tradición oral que viene de nuestros remotos antepasados, pues ocurrió hace diez o más años.

Hemos de advertir, asimismo, que si al expresarnos prescindimos de todas las formas del singular no es porque asumamos rango de majestades, sino porque todo lo nuestro es plural. Por lo menos, así lo entendemos nosotros. Ésta es una diferencia con los hombres, porque, sin dejar de creer que sea posible, nos parece harto difícil la individualidad. El repetirse de las acciones y los pensamientos, el encontrar que ya hubo quien lo haga o en otra parte hay quien lo hace o puede hacerlo idénticamente es tan depresivo que sólo la vanidad puede impedir el suicidio. No negamos, no, que de esta manera constituimos lo que el hombre puede llamar una sociedad estacionaria o retrógrada; pero es que estamos cansados de seguir ciegamente su ejemplo. Eso conduce periódicamente a la muerte en masa, a la angustia constante de los esclarecidos y al dolor de los vencidos y los menos dotados. Nosotros sólo queremos vivir, vivir en paz.

Se nos dirá, tal vez, que nuestra paz viene a ser semejante a la de las araucarias petrificadas. Tal vez. Después de todo, nosotros somos animales. Ni siquiera sabemos nuestro nombre; no ya, por la abolición de lo personal, el de cada uno, sino el de la especie. Se nos llama, a veces, piojillos de las plantas, y éste no ha de ser el nombre científico, ni siquiera el que se nos dé en otros países. Pero tampoco eso puede preocuparnos. Ni aunque se nos llamase elefantes o monos sabios conseguirían algo de nosotros, ni siquiera una excitación orgullosa. El bien y el mal, lo bueno y lo malo son fatales e incontrastables. Distribuidos por partes iguales se sufren menos y se gozan más.

Lo único que deseamos es vivir, y no la muerte. Por eso somos tan diferentes de los seres humanos, claro está que no de todos, siendo como es posible que sólo seamos distintos de algunos determinados.

Algo de esto contiene, precisamente, lo que ocurrió en los lejanos tiempos.

Temblaban nuestros abuelos porque la dueña de casa anunciaba, de día en día, la desinsectización de las plantas. No lo hacía, no, pero al marido y a todas las visitas les decía que iba a hacerlo. Una corriente inmigratoria dotada de alguna experiencia de otros mundos nos hizo notar que, siendo para una mujer la desinsectización sinónimo de limpieza, no era preciso asustarse de esa mujer, por ser ella poco y nada higiénica. Como respondiéramos que mujeres hay que no son limpias ellas mismas pero sin embargo viven afanadas

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limpiando el hogar, la corriente inmigratoria -que a poco se asimilaría al nosotros genérico- nos hizo observar que esa mujer no sólo no se limpiaba ella sino que nunca limpiaba los pisos y que los pañales de la hija eran repugnantes.

Quizás esto mismo fue lo que decidió al marido. Muchas veces escuchamos sus amenazas, sordas o francas, pero jamás nos atrevimos a contarlas en nuestro tesoro de esperanzas. Hasta que el marido procedió un día, memorable para nuestra familia, a la desinsectización de su matrimonio.

Después, con el consiguiente traslado de él a una casa inhabitable, porque es de piedra y carece de plantas, vino para la nuestra, aunque no el abandono total, un prolijo descuido a cargo de los parientes. De tal modo llegó para nosotros la era próspera.

* * *

Pero él ha vuelto y la hija, que ya, es claro, no usa pañales, también está aquí, de regreso del colegio religioso.

Ha vuelto hace días y está de reparaciones, de ordenamiento, denodada, fiera, egoístamente, con su concepción tan distinta de la nuestra, buscando por si solo, como olvidado de que no se puede y bien pudo aprenderlo cuando por sí mismo buscó mujer.

Ha vuelto y está allí, ahora, con unas piedras azules, engañosas como su aparente transparencia. Las coloca en la tierra de los cancos, las rocía con agual y va así de planta en planta, disponiendo la muerte para nosotros y conversando descuidadamente con la niña.

-Hago mi felicidad, hija. Así como curo las plantas, curé mi vida y la tuya. . .

Nosotros, sintiendo que el veneno viene, que la muerte viene, como un curso de lava ascendente, gritamos, le gritamos, despavoridos, enfrentándolo con su crimen de hoy y con su crimen del pasado:

-Asesino!

Pero él continúa, absorto y radiante a la vez, en su error, sin que, por suerte, para gloria de nuestro credo, generalice diciendo que todos, como él, pueden hacerlo:

-Hago, hija, la belleza de la vida; la belleza de nuestra vida.

Y nosotros, acusadores y clamantes:

-Asesino! Asesino! Asesino. . . !

Pero nuestra voz, quizás, se oye menos que el choque del viento en una nube.

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Fuente: DI BENEDETTO, ANTONIO, Mundo animal, Mendoza, 8a. Ed. 1953 (págs. 25-28)

EL VERDUGO - Silvina Ocampo

Como siempre, con la primavera llegó el día de los festivales. El Emperador, después de comer y de beber, con la cara recamada de manchas rojas, se dirigió a la plaza, hoy llamada de las Cáscaras, seguido por sus súbditos y por un célebre técnico, que llevaba un cofre de madera, con incrustaciones de oro.

-¿Qué lleva en esa caja? -preguntó uno de los ministros al técnico.

-Los presos políticos; más bien dicho los traidores.

-¿No han muerto todos? -interrogó el ministro con inquietud.

-Todos, pero eso no impide que estén de algún modo en esta cajita -susurró el técnico, mostrando entre los bigotes, que eran muy negros, largos dientes blancos.

En la plaza de las Cáscaras, donde habitualmente celebraban las fiestas patrias, los pañuelos de la gente volaban entre las palomas; éstas llevaban grabada en las plumas, o en un medallón que les colgaba del pescuezo, la cara pintada del Emperador. En el centro de la plaza histórica, rodeado de palmeras, había un suntuoso pedestal sin estatua. Las señoras de los ministros y los hijos estaban sentados en los palcos oficiales. Desde los balcones las niñas arrojaban flores. Para celebrar mejor la fiesta, para alegrar al pueblo que había vivido tantos años oprimido, el Emperador había ordenado que soltaran aquel día los gritos de todos los traidores que habían sido torturados. Después de saludar a los altos jefes, guiñando un ojo y masticando un escarbadientes, el Emperador entró en la casa Amarilla, que tenía una ventana alta, como las ventanas de las casas de los elefantes del Jardín Zoológico. Se asomó a muchos balcones, con distintas vestiduras, antes de asomarse al verdadero balcón, desde el que habitualmente lanzaba sus discursos. El Emperador, bajo una apariencia severa, era juguetón. Aquel día hizo reír a todo el mundo. Algunas personas lloraron de risa. El Emperador habló de las lenguas de los opositores: "que no se cortaron

-dijo- para que el pueblo oyera los gritos de los torturados". Las señoras, que chupaban naranjas, las guardaron en sus carteras, para oírlo mejor; algunos hombres orinaron involuntariamente sobre los bancos, donde había pavos, gallinas y dulces; alguno niños, sin que las madres lo advirtieran, se treparon a

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las palmeras. El Emperador bajó a la plaza. Subió al pedestal. El eminente Técnico se caló las gafas y lo siguió: subió las seis o siete gradas que quedaban al pie del pedestal, se sentó en una silla y se dispuso a abrir el cofre. En ese instante el silencio creció, como suele crecer al pie de una cadena de montañas al anochecer. Todas las personas, hasta los hombres muy altos, se pusieron en puntas de pie, para oír lo que nadie había oído: los gritos de los traidores que habían muerto mientras los torturaban. El Técnico levantó la tapa de la caja y movió los diales, buscando mejor sonoridad: se oyó, como por encanto, el primer grito. La voz modulaba sus quejas más graves alternativamente; luego aparecieron otras voces más turbias pero infinitamente más poderosas, algunas de mujeres, otras de niños. Los aplausos, los insultos y los silbidos ahogaban por momentos a los gritos. Pero a través de ese mar de voces inarticuladas, apareció una voz distinta y sin embargo conocida. El Emperador, que había sonreído hasta ese momento, se estremeció. El Técnico movió los diales con recogimiento: como un pianista que toca en el piano un acorde importante, agachó la cabeza. Toda la gente, simultáneamente, reconoció el grito del Emperador. ¡Como pudieron reconocerlo! Subía y bajaba, rechinaba, se hundía, par volver a subir. El Emperador, asombrado, escuchó su propio grito: no era el grito furioso o emocionado, enternecido o travieso, que solía dar en sus arrebatos; era un grito agudo y áspero, que parecía provenir de una usina, de una locomotora, o de un cerdo que estrangulan. De pronto algo, un instrumento invisible, lo castigó. Después de cada golpe, su cuerpo se contraía, anunciando con otro grito el próximo golpe que iba a recibir. El Técnico, ensimismado, no pensó que tal vez suspendiendo la transmisión podría salvar al Emperador. Yo no creo, como otras personas, que el Técnico fuera un enemigo acérrimo del Emperador y que había tramado todo esto para ultimarlo.

El Emperador cayó muerto, con los brazos y las piernas colgando del pedestal, sin el decoro que hubiera querido tener frente a sus hombres. Nadie le perdonó que se dejase torturar por verdugos invisibles. La gente religiosa dijo que esos verdugos invisibles eran uno solo, el remordimiento.

-¿Remordimiento de qué? -preguntaron los adversarios.

-De no haberles cortado la lengua a esos reos -contestaron las personas religiosas, tristemente.

Fuente: OCAMPO, SILVINA, La furia, y otros cuentos. Buenos Aires, Sur, 2a ed., 1960 (págs. 120-122)

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BOLETERÍA DE LA GRATUIDAD - Macedonio Fernández

No obstante lo muy concurrida que está siempre esta deliciosa boletería, he podido abrirme paso y he comprado, gratuitamente, la siguiente información, que os doy a precio de costo: en todas las ciudades, aunque nadie lo haya gestionado, hay un abogado más alto de estatura que los otros; pero en Buenos Aires, donde el suelo muy bajo favorece las estaturas, hay el abogado más alto del mundo, gran amigo mío y muy buen compañero, es decir, hasta la altura de los hombros, que es hasta donde lo conozco y soy su amigo. Es un caballero y debe ser bueno, aunque yo no lo acompañe en la demasía hacia arriba. Es tan alto que podría su cabeza tropezar con su propio sombrero puesto. Pero no se dude por esto de que con los pies llega hasta el suelo, como me lo han preguntado algunos; es allí donde comienza nuestra amistad y la posibilidad de entendernos.

Pues bien, en Córdoba, donde, por la elevación sobre el nivel del mar, a los viajeros de Buenos Aires el piso les llega hasta las rodillas, por falta de costumbre, no tenéis idea de la preocupación que pesaba sobre Buenos Aires cuando este abogado crecía (fue él quien me mandó a Córdoba en 1900, con una misión por dos días, los que yo le di a elegir, a mi vuelta, entre los treinta y dos que me había quedado) y no comprenderéis la emoción de alivio que corrió en nuestra capital cuando los telegramas de los diarios serios anunciaron que "el doctor N. ha cesado desde esta mañana de crecer". Esta noticia fue confirmada hasta la seguridad, y llegó a mí en Córdoba cuando yo me hallaba casi a punto de aprender a usar el suelo cerca de las suelas. Como yo vivía en la preocupación de que llegaría un momento en que se haría imposible escalar la amistad y el trato con mi amigo, mi alegría fue tan fuerte que cambié por séptima vez de hotel en Córdoba y me olvidé de diversos pagos prescriptibles. La línea de hoteles que yo había escogido para acreditar con sucesivas traslaciones mi propósito de regreso, partía del centro hacia la estación ferroviaria, pero como todos ellos estaban en Córdoba yo telegrafiaba: "No puedo regresar porque todavía estoy en Córdoba". Así que cuando me encontré con el doctor N. en Buenos Aires no necesité darle ninguna explicación. Por otra parte, al encontrarme de nuevo con un suelo tan bajo, mi fatiga para recobrar pie me hubiera impedido especificar explicaciones. Durante un mes no podía estar conversando con nadie sin hundirme en la conversación, empezada a nivel; y la tarea de bajarme las rodillas para no quedarme en el aire me imposibilitaba toda atención y cortesía.

Han dicho algunos que sólo una cabeza tan cerca de las nubes como la del doctor N. pudo concebir la idea de mandar abogados a Córdoba. Otros insinuaron aquí que yo tuve la habilidad de que mi último hotel fuera el más

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próximo a la estación y al agotamiento de mis recursos pecuniarios, coincidencia no casual.

Así se alteran las cosas con el tiempo; otro día tendremos para rebatir esto.

Fuente: FERNÁNDEZ, MECEDONIO, Papeles de Recienvenido. Poemas. Relatos, cuentos, miscelánea. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1966 (págs. 37-39)

Instrucciones para reír.

Olvidando los motivos, atengámonos a la forma correcta de poder reír, entendiendo por esto una risa

que no entre en un bochornoso escándalo pero sin llegar tampoco a ser una simple sonrisa. La risa

ordinaria consiste en una contracción del rostro involuntaria acompañado de un sonido gracioso que

varia según la persona y va acompañada en algunas ocasiones con lágrimas (No confundir con

lágrimas de tristeza. Véase “Manual de instrucciones para llorar”) .

Para reír, dirija su imaginación hacia alguien o algo mas, y su esto le resulta imposible por

haber contraído el habito del mundo interior, piense en la democracia o en el socialismo; o en su

defecto, imagine una imagen de usted en el espejo.

Llegada la risa, sentirá una contracción en su pecho, no debe alarmarse, es normal. Al empezar la

risa, deberá inclinar su cabeza ligeramente hacia arriba y continuar con la risa hasta la aparición de

las lágrimas, sentirá que se queda sin aire; no se preocupe, no corre riesgo de ahogarse. Procederá a

intercalar una inhalación de aire y la risa hasta que esta última termine. Duración media de la risa 3

minutos.

Julio Cortázar

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Casa tomada[Cuento. Texto completo.]

Julio Cortázar

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Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban

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LA GALLINA DEGOLLADA

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatrohijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entrelos labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con laboca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. Elbanco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se manteníaninmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultabatras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luzenceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojosse animaban, se reían al fin estrepitosamente, congestionados por lamisma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como sifuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitandoal tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia,y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor delpatio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo deidiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban

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colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, nueve. En todo su aspecto sucio ydesvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de suspadres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron suestrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenirmucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esahonrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de unmutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sinesperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a loscatorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. Lacriatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero enel vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a lamañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó conesa atención profesional que está visiblemente buscando la causa delmal, en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron elinstinto; pero la inteligencia, el alma, aún el instinto, se habíanido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante,muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

--¡Hijo, mi hijo querido!--sollozaba ésta, sobre aquella espantosaruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

--A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrámejorar, educarse en todo lo que permita su idiotismo, pero nomás allá.

--¡Sí!... ¡sí!...--asentía Mazzini.--Pero dígame: ¿Usted cree que esherencia, que...?

--En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi asu hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. Noveo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló su amor a suhijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban

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asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo másprofundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza deotro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron elporvenir extinguido. Pero a los diez y ocho meses las convulsiones delprimogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre,su amor estaba maldito! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él,veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear unátomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como enel primogénito; pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamadaras de dolorido amor, unloco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de suternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse elproceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta grancompasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la máshonda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. Nosabían deglutir, cambiar de sitio, ni aún sentarse. Aprendieron al fina caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de losobstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre elrostro. Animábanse sólo al comer, cuando veían colores brillantes uoían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba,radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultadimitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluído la aterradora descendencia.Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo,confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a lafatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que seexasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta esemomento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondíaen la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante lascuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosanecesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de loscorazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: _tus_ hijos. Y como a más del

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban

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insulto había le insidia, la atmósfera se cargaba.

--Me parece--díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y selavaba las manos--que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo, como si no hubiera oído.

--Es la primera vez--repuso al rato--que te veo inquietarte por elestado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

--De nuestros hijos, ¿me parece?

--Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así?--alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

--¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

--¡Ah, no!--se sonrió Berta, muy pálida--¡pero yo tampoco, supongo!...¡No faltaba más!...--murmuró.

--¿Qué no faltaba más?

--¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso eslo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

--¡Dejemos!--articuló, secándose por fin las manos.

--Como quieras; pero si quieres decir...

--¡Berta!

--¡Como quieras!

Este fué el primer choque y le sucedieron otros. Pero en lasinevitables reconciliciones, sus almas se unían con doble arrebato ylocura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los

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padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba alos más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, alnacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo lahorrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. AMazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición desu hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencoresde su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo paraque el vaso no quedara distentido, y al menor contacto el veneno severtía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdidoel respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado concruel fricción, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a unapersona. Antes se contenían aún por la común falta de éxito; ahora queéste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayorla infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzadoa crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayoresafecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, losacostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasabancasi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de todaremota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado delas golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, lacriatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir oquedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fué, como casi siempre,los fuertes pasos de Mazzini.

--¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...

--Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

--¡No, no te creo tanto!

--Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti...¡tisiquilla!

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--¡Qué! ¿qué dijiste?...

--¡Nada!

--¡Si, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro queprefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

--¡Al fin!--murmuró con los dientes apretados.--¡Al fin, víbora, hasdicho lo que querías!

--¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos!¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como losde todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez:

--¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de lameningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido deBertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana laligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente contodos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente, una vezsiquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientefueron los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba, escupiósangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, su granculpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloródesesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a deciruna palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas teníantiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo quemientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolacon parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo deconservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiracióntras ella. Volvióse, y vió a los cuatro idiotas, con los hombrospegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... rojo...

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--¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horasde pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esahorrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran losraptos de amor a su marido e hija, más irritable era su humor con losmonstruos.

--¡Que salgan, María! ¡Echelos! ¡Echelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron adar a su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fué a Buenos Aires,y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron,pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hijaescapóse en seguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco.El sol había transpuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y elloscontinuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta.Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar,eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, perofaltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instintotopográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermanalograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pieapoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manostirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie paraalzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luzinsistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de suhermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiandocada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. Lapequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar ahorcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida dela pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos ledieron miedo.

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--¡Soltáme! ¡dejáme!--gritó sacudiendo la pierna. Pero fué atraída.

--¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá!--lloró imperiosamente. Trató aún desujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

--Mamá, ¡ay! Ma...--No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó elcuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros laarrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana sehabía desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vidasegundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oir la voz de su hija.

--Me parece que te llama--le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momentodespués se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero,Mazzini avanzó en el patio:

--¡Bertita!

Nadie respondió.

--¡Bertita!--alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fué tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que laespalda se le heló de horrible presentimiento.

--¡Mi hija, mi hija!--corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero alpasar frente a la cocina vió en el piso un mar de sangre. Empujóviolentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oir el angustiosollamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero alprecipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, seinterpuso, conteniéndola:

--¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar susbrazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con unronco suspiro.

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Cuento de horror[Cuento. Texto completo.]

Marco Denevi

El Escuerzo 

de Leopoldo Lugones. 

Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapo me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo: 

-Thaddeus, voy a matarte. 

-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz. 

-¿Cuándo he bromeado yo? 

-Nunca, es verdad. 

-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio? 

-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson. 

-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos. 

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

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precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube comenzado la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo. 

-¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! -exclamó con muestras de la mayor alegría-, en este mismo instante vamos a quemarlo. 

-¿Quemarlo? -dije yo-; pero qué va a hacer, si ya está muerto... 

-¿No sabés lo que es un escuerzo -replicó en tono misterioso mi interlocutora- y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse. 

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo. 

¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso: ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera. 

-¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? -interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años. 

-De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. 

Julia sonrió. 

-No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla... 

-Será usted complacida, tanto más cuando que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. 

Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración, que es como sigue: 

Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando maderas en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha. 

La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal. 

-Has de saber -le dijo- que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto. 

El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja que aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la

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acompañara a quemar los restos del animal. 

Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que decidirse a acompañarla. 

No era tan distante, unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció. 

-¿No te dije? -exclamó ella echándose a llorar-. Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare! 

-Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo!. Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa. 

Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llora, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minuicioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí. 

La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas! 

Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro. 

Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel* de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia, 

Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Más el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente. 

Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa. 

Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en

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sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas. 

Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo. 

Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha.