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5/16/2018 seleccindecuentoslatinoamericanos-slidepdf.com http://slidepdf.com/reader/full/seleccion-de-cuentos-latinoamericanos 1/46  Colegio Palmarés Departamento de Letras Asignatura de Lengua Castellana y Comunicación Profesora Greta Montero Barra Nota: Selección realizada según las lecturas recomendadas en los Planes y Programas de 1 Medio del Ministerio de Educación del Gobierno de Chile.
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selección de cuentos latinoamericanos

Jul 19, 2015

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 Colegio Palmarés

Departamento de Letras

Asignatura de Lengua Castellana y Comunicación

Profesora Greta Montero Barra

Nota: Selección realizada según las lecturas recomendadas en los Planes y Programas

de 1 Medio del Ministerio de Educación del Gobierno de Chile.

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La autopista del sur

por Julio Cortázar (Argentino)

Gli automobilisti accaldati sembranonom avere storia… Come realtà, uningorgo automobilistico impressiona ma

non ci dice gran che.Arrigo Benedetti “L’Espresso”, Roma, 21/6/1964

Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunqueal ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero eracomo si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa,fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París por laautopista del sur un domingo de tarde y, apenas salidos de Fontainbleau, han tenido queponerse al paso, detenerse, seis filas a cada lado (ya se sabe que los domingos la autopistaestá íntegramente reservada a los que regresan a la capital), poner en marcha el motor,avanzar tres metros, detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con lamuchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por retrovisor al hombre pálido que conduce

un Caravelle, envidiar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio del Peugeot 203(detrás del Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y hace bromas y come queso,o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los dos jovencitos del Simca que precede alPeugeot 404, y hasta bajarse en los altos y explorar sin alejarse mucho (porque nunca sesabe en qué momento los autos de más adelante reanudarán la marcha y habrá que correrpara que los de atrás no inicien la guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la alturade un Taunus delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada momento la hora, ycambiar unas frases descorazonadas o burlonas con los hombres que viajan con el niñorubio cuya inmensa diversión en esas precisas circunstancias consiste en hacer correrlibremente su autito de juguete sobre los asientos y el reborde posterior del Taunus, oatreverse y avanzar todavía un poco más, puesto que no parece que los autos de adelantevayan a reanudar la marcha, y contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en

el ID Citroën que parece una gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos,él descansando los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ellamordisqueando una manzana con más aplicación que ganas.

A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero había decidido nosalir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna manera elembotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que lainmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos destemplados delos jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en los cristales y en los bordes cromados, ypara colmo sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas paracorrer. El 404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando desdela franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro autos a su derecha y siete

a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho coches que lorodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta cansarse. Había charlado con todos,salvo con los muchachos del Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se habíadiscutido la situación en sus menores detalles, y la impresión general era que hasta Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y Juvisy el ritmo iríaacelerándose una vez que los helicópteros y los motociclistas lograran quebrar lo peor delembotellamiento. A nadie le cabía duda de que algún accidente muy grave debía haberseproducido en la zona, única explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el gobierno,

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el calor, los impuestos, la vialidad, un tópico tras otro, tres metros, otro lugar común, cincometros, una frase sentenciosa o una maldición contenida.

A las dos monjitas del 2HP les hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret antes de lasocho, pues llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot 203le importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve y media; la muchachadel Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo mismo llegar más tarde a París peroque se quejaba por principio, porque le parecía un atropello someter a millares de personas aun régimen de caravana de camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero elcalor los hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio delingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar llevandode la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un plátano solitario y lamuchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era un castaño) había estado en lamisma línea que su auto durante tanto tiempo que ya ni valía la pena mirar el reloj pulserapara perderse en cálculos inútiles.

No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataba el vértigohasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, losrecursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas delos caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran objeto decomunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas, cambió unaspalabras con la pareja de aire campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas.Detrás del 2HP había un Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían reciéncasados. La tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido quealejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda,Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista opuesta, se tendía otramaleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que alfinal, después de charlar con los dos hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambiode impresiones con el solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al

404 y reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con lamuchacha del Dauphine.

A veces llegaba un extranjero, alguien que se deslizaba entre los autos viniendo desde el otrolado de la pista o desde la filas exteriores de la derecha, y que traía alguna noticiaprobablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de calientes kilómetros. El extranjerosaboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de las portezuelas cuando los pasajeros seprecipitaban para comentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o elarranque de un motor, y el extranjero salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autospara reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo largo de latarde se había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tresmuertos y un niño herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault que

había aplastado un Austin lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de Orly colmadode pasajeros procedentes del avión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo ocasi todo era falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e incluso en lasproximidades de París para que la circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Loscampesinos del Ariane, que tenían una granja del lado de Montereau y conocían bien laregión, contaban con otro domingo en que el tránsito había estado detenido durante cincohoras, pero ese tiempo empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia laizquierda de la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha de jalea anaranjada quehacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera

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del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara comopara poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera apenas,aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca dela primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al puntomuerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra.

En algún momento, harto de inacción, el ingeniero se había decidido a aprovechar un altoespecialmente interminable para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda elDauphine había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido junto a unDe Soto para cambiar impresiones con el azorado turista de Washington que no entendíacasi el francés pero que tenía que estar a las ocho en la Place de l’Opéra sin falta youunderstand, my wife will be awfully anxious, damn it, y se hablaba un poco de todo cuandoun hombre con aire de viajante de comercio salió del DKW para contarles que alguien habíallegado un rato antes con la noticia de que un Piper Club se había estrellado en plenaautopista, varios muertos. Al americano el Piper Club lo tenía profundamente sin cuidado, ytambién al ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a regresar al 404,transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del Taunus y al matrimonio del 203.Reservó una explicación más detallada para la muchacha del Dauphine mientras los cochesavanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba ligeramente retrasadocon relación al 404, y más tarde sería al revés, pero de hecho las doce filas se movíanprácticamente en bloque, como si un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenarael avance simultáneo sin que nadie pudiese obtener ventajas). Piper Club, señorita, es unpequeño avión de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo detarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los condenados autos, si esosárboles de la derecha quedaran por fin a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetrosacabara de caer en su agujerito negro en vez de seguir suspendida por la cola,interminablemente.

En algún momento (suavemente empezaba a anochecer, el horizonte de techos de

automóviles se teñía de lila) una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas delDauphine, y la muchacha y el ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfectasuspensión de su reposo; la vieron alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya invisible desde el 404, regresarhacia el Simca donde una mano cazadora trató inútilmente de atraparla, aletearamablemente sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar comiendo alguna cosa, yperderse después hacia la derecha. Al anochecer la columna hizo un primer avanceimportante, de casi cuarenta metros; cuando el ingeniero miró distraídamente elcuentakilómetros, la mitad del 6 había desaparecido y un asomo del 7 empezaba adescolgarse de lo alto. Casi todo el mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habíanpuesto a todo trapo y coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; lasmonjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido con la

cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún momento (ya era nochecerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan contradictorias como las otras yaolvidadas, No había sido un Piper Club sino un planeador piloteado por la hija de un general.Era exacto que un furgón Renault había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi enlas puertas de París; uno de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam dela autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían volcado al meter lasruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se propagó hasta elingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios. Más tarde, pensando en esasprimeras horas de oscuridad en que habían respirado un poco más libremente, recordó que

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en algún momento había sacado el brazo por la ventanilla para tamborilear en la carroceríadel Dauphine y despertar a la muchacha que se había dormido reclinada sobre el volante, sinpreocuparse de un nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas leofreció tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero loaceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para dividirlo con lamuchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el sándwich y la tableta dechocolate que le había pasado el viajante del DKW, su vecino de la izquierda. Mucha gentehabía salido de los autos recalentados, porque otra vez llevaban horas sin avanzar; seempezaba a sentir sed, ya agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta los vinos dea bordo. La primera en quejarse fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero abandonaronlos autos junto con el padre de la niña para buscar agua. Delante del Simca, donde la radioparecía suficiente alimento, el ingeniero encontró un Beaulieu ocupado por una mujermadura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero podía darle unos caramelos para la niña.El matrimonio del ID se consultó un momento antes de que la anciana metiera las manos enun bolso y sacara una pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber sitenían hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza, pero la mujerpareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin alejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos y losllevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo unalluvia de bocinas.

Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababanpor superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún momento el ingenieropensó en tachar ese día en su agenda y contuvo una risotada, pero más adelante, cuandoempezaron los cálculos contradictorios de las monjas, los hombres del Taunus y lamuchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las diarioslocales habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un aparato deondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias bursátiles.. Hacia las tres de lamadrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la

columna no se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas y setendieron al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 yofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingenieropensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darleimportancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó, alegandoque podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener demasiado calor. Las monjasrezaban todavía cuando el ingeniero se dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido,pero su sueño seguía demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse sudoroso einquieto, sin comprender en un primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó apercibir los confusos movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los autos, yvio un bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó las razones, y más tarde

también él salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no había setosni árboles, solamente el campo negro y sin estrellas, algo que parecía un muro abstractolimitando la cinta blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos, Casi tropezó con elcampesino del Ariane, que balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistenteen la autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y elingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía apoyada sobre elvolante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtióexplorando en la sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplabansuavemente. Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la muchacha,

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fumando en silencio.

Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de queesa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias:habían rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente. Los muchachos delSimca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del auto y gritó y cantó. El ingenierose dijo que la noticia era tan dudosa como las de la víspera, y que el extranjero habíaaprovechado la alegría del grupo para pedir y obtener una naranja que le dio el matrimoniodel Ariane. Más tarde llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada.El calor empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que seconcretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar otra vez, y lamuchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del matrimonio. Los del 203 notenían suerte; a su derecha estaba el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo queocurría en torno, y a su izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductorde un Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal.Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar con loscampesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de provisiones. Para susorpresa los campesinos se mostraron muy amables; comprendían que en una situaciónsemejante era necesario ayudarse, y pensaban que si alguien se encargaba de dirigir el grupo(la mujer hacía un gesto circular con la mano, abarcando la docena de autos que losrodeaba) no se pasarían apreturas hasta llegar a Paría. Al ingeniero lo molestaba la idea deerigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para conferenciar conellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después consultaron sucesivamente a todos losdel grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y elmatrimonio del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha delDauphine había conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba).Uno de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca,obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de hombros y dijoque le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor. Los ancianos del ID y la

señora del Beaulieu se mostraron visiblemente contentos, como si se sintieran másprotegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no hicieron observaciones, y el americano delDe Soto los miró asombrado y dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácilproponer que uno de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, seencargará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el momento, pero eranecesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del Simca llamaban Taunus a secaspara divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y a uno de los muchachos que exploraran lazona circundante de la autopista y ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, queevidentemente sabía mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de undía y medio como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de lasmonjas y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo, y silos exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero solamente el soldado

regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en cambio comida para dos personas.El ingeniero no encontró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertirque más allá de su grupo se estaban constituyendo otras células con problemas semejantes;en un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y ledijo que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma fila. Mástarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido conseguir agua, pero Taunuscalculó que ya tenían bastante para los dos niños, la anciana del ID y el resto de las mujeres.El ingeniero le estaba contando a la muchacha del Dauphine su circuito por la periferia (erala una de la tarde, y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un

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gesto y le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por el codo auno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a grandes tragos de lacantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A su gesto iracundo, el ingenierorespondió aumentando la presión en el brazo; el otro muchacho bajó del auto y se tiró sobreel ingeniero, que dio dos pasos atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya veníacorriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchólo sucedido, se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchachogritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a intervenir. Elingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus. Empezaban a sonar bocinas y cadacual regresó a su auto, por lo demás inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cincometros.

A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más duro que la víspera, una de las monjas sequitó la toca y su compañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeresimprovisaban de a poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándosede los niños para que los hombres estuvieran más libres: nadie se quejaba pero el buenhumor era forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de palabras, en un escepticismode buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sentirse sudorosos y sucios erala vejación más grande; lo enternecía casi la rotunda indiferencia del matrimonio decampesinos al olor que les brotaba de las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o arepetir alguna noticia de último momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró casualmentepor el retrovisor y encontró como siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre delCaravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se había mantenido ajeno a todas lasactividades. Le pareció que sus facciones se habían afilado todavía más, y se preguntó si noestaría enfermo. Pero después, cuando al ir a charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasiónde mirarlo desde más cerca, se dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra cosa, unaseparación, por darle algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó más tarde que a sumujer le daba miedo ese hombre silencioso que no se apartaba jamás del volante y queparecía dormir despierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore para luchar contra la

inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se habían peleado y luegose habían reconciliado; sus padres se visitaban, y la muchacha del Dauphine iba cada tantoa ver cómo se sentían la anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atardecersoplaron bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que sealzaban al oeste, la gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas,coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta electricidad en la atmósfera que Taunus, con uninstinto que el ingeniero admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la noche, comosi temiera los efectos del cansancio y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron dedistribuir las provisiones; se había decidido que el Ariane de los campesinos sería el almacéngeneral, y que el 2HP de las monjas serviría de depósito suplementario. Taunus había ido enpersona a hablar con los jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del

soldado y el hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a los grupos, regresando conmás agua y un poco de vino. Se decidió que los muchachos del Simca cederían sus colchonesneumáticos a la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del Dauphine lesllevó dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que llamaba burlonamente elwagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha del Dauphine aceptó elofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404 con una de las monjas; la otra fue adormir al 203 junto a la niña y su madre, mientras el marido pasaba la noche sobre elmacadam, envuelto en una frazada. El ingeniero no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su amigo; en algún momento se les agregó el campesino del Ariane y hablaron de

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política bebiendo unos tragos del aguardiente que el campesino había entregado a Taunusesa mañana. La noche no fue mala; había refrescado y brillaban algunas estrellas entre lasnubes.

Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidad de estar a cubierto que nacía con lagrisalla del alba. Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero, su amigo y elingeniero descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño, el ingenierocreyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor indistinto; el jefe de otro grupo vino adecirles que treinta autos más adelante había habido un principio de incendio en unEstafette, provocado por alguien que había querido hervir clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido mientras iba de auto en auto para ver cómo habían pasadotodos la noche, pero a nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana la columnaempezó a moverse muy temprano y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones ylas mantas, pero como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie seimpacientaba ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de cincuentametros, y empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se envidiabala suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y aprovechar la frescura dela sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua potable. La muchacha del Dauphinecerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole por el cuello y la espalda, corriéndole por laspiernas; el ingeniero, que la miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por lasmejillas.

 Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a las mujeres más jóvenespara que atendieran a la anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer grupo a retaguardiacontaba con un médico entre sus hombres, y el soldado corrió a buscarlo. Al ingeniero, quehabía seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de los muchachitos del Simca parahacerse perdonar su travesura, entendió que era el momento de darles su oportunidad. Conlos elementos de una tienda de campaña los muchachos cubrieron la ventanilla del 404, y elwagon-lit se transformó en ambulancia para que la anciana descansara en una oscuridad

relativa. Su marido se tendió a su lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos con el médico.Después las monjas se ocuparon de la anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó latarde como pudo, visitando otros autos y descansando en el de Taunus cuando el solcastigaba demasiado; sólo tres veces le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecíandormir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los ganó la nochesin que hubiesen llegado a la altura del bosque.

Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura, y los que tenían mantas se alegraron depoder envolverse en ellas. Como la columna no se movería hasta el alba (era algo que sesentía en el aire, que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la noche) el ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del Ariane y el soldado. Loscálculos de Taunus no correspondían ya a la realidad, y lo dijo francamente; por la mañana

habría que hacer algo para conseguir más provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar alos jefes de los grupos vecinos, que tampoco dormían, y se discutió el problema en voz bajapara no despertar a las mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los gruposmás alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la seguridad de que lasituación era análoga en todas partes. El campesino conocía bien la región y propuso quedos o tres hombres de cada grupo saliera al alba para comprar provisiones en las granjascercanas, mientras Taunus se ocupaba de designar pilotos para los autos que quedaran sindueño durante la expedición. La idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre losasistentes; se decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y

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llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los otros gruposvolvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y al amanecer se explicó lasituación a las mujeres y se hizo lo necesario para que la columna pudiera seguir avanzando.La muchacha del Dauphine le dijo al ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistíaen volver a su ID; a las ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonioregresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría habilitadopermanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse, fabricaron un banderíncon una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto. Hacía ya rato que la gente prefería salirlo menos posible de sus coches; la temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron loschaparrones y se vieron relámpagos a la distancia. La mujer del campesino se apresuró arecoger agua con un embudo y una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachosdel Simca. Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto que nole interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los expedicionarios tardaban tantoen regresar; más tarde Taunus lo llamó discretamente a su auto y cuando estuvieron dentrole dijo que habían fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estabanabandonadas o la gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobreventas a particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de lascircunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer una pequeñacantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el soldado que sonreía sin entraren detalles. Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo sin que cesara elembotellamiento, pero los alimentos de que se disponía no eran los más adecuados para losdos niños y la anciana. El médico, que vino hacia las cuatro y media para ver a la enferma,hizo un gesto de exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y en todos losgrupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se había hablado de una operación deemergencia para despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que aparecióbrevemente al anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras hacía cada vezmenos calor, y la gente parecía esperar la llegada de la noche para taparse con las mantas yabolir en el sueño algunas horas más de espera. Desde su auto el ingeniero escuchaba lacharla de la muchacha del Dauphine con el viajante del DKW, que le contaba cuentos y la

hacía reír sin ganas. Lo sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi nunca abandonabasu auto, y bajó para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamente lasúltimas noticias y se puso a hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba sobre ellosal anochecer; se esperaba más del sueño que de las noticias siempre contradictorias odesmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar al ingeniero, al soldado y alhombre del 203. Taunus les anunció que el tripulante del Floride acababa de desertar; unode los muchachos del Simca había visto el coche vacío, y después de un rato se había puestoa buscar a su dueño para matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride,que tanto había protestado el primer día aunque después acabara de quedarse tan calladocomo el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó la menor duda deque Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del Simca, había desertado llevándoseun valija de mano y abandonando otra llena de camisas y ropa interior, Taunus decidió que

uno de los muchachos se haría cargo del auto abandonado para no inmovilizar la columna. Atodos los había fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hastadónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo demás parecíaser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del 404, al ingeniero le parecióoír un quejido, pero pensó que el soldado y su mujer serían responsables de algo que,después de todo, resultaba comprensible en plena noche y en esas circunstancias. Despuéslo pensó mejor y levantó la lona que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocasestrellas vio a un metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada alvidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió por el lado

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izquierdo para no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle. Después buscó a Taunus, yel soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego el hombre se había suicidado tomandoalgún veneno; las líneas a lápiz en la agenda bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette,alguien que lo había abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autosestaba bien establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera ocurridoquedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre los coches y sedeslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a un consejo deguerra, y el médico estuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el cadáver al borde de laautopista significaba someter a los que venían más atrás a una sorpresa por lo menospenosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía provocar la violenta repulsa de loslugareños, que la noche anterior habían amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupoque buscaba de comer. El campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesariopara cerrar herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo seles agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del ingeniero. Él leexplicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajócon scotch tape y tubos de cola líquida a la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del203 sabía conducir, Taunus resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que quedabaa la derecha del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papá tenía otroauto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a instalar parte de sus juguetes en elCaravelle.

Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno día, y nadie pensaba en quitarse laschaquetas. La muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el inventario de los abrigosdisponibles en el grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían por casualidad en losautos o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo ligero. Otra vez volvía a faltar elagua, y Taunus envió a tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que trataran deestablecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera saberse por qué, la resistenciaexterior era total; bastaba salir del límite de la autopista para que desde cualquier sitio

llovieran piedras. En plena noche alguien tiró una guadaña que golpeó el techo del DKW ycayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se movió de su auto, pero elamericano del De Soto (que no formaba parte del grupo de Taunus pero que todosapreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a la carrera y después de revolear laguadaña la devolvió campo afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible hacer unasalida en busca de agua.

Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese día o esos días; la muchacha delDauphine creía que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero era menos optimista perose divertía en prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado de a ratos enquitarle la compañía del viajante del DKW que le hacía la corte a su manera profesional. Esa

misma tarde el muchacho encargado del Floride corrió a avisar a Taunus que un FordMercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó, pero al anochecer una de las monjas lepidió al ingeniero un sorbo de agua para la anciana del ID que sufría sin quejarse, siempretomada de la mano de su marido y atendida alternativamente por las monjas y la muchachadel Dauphine. Quedaba medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a laseñora del Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el FordMercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio. Era difícil reunirsepara discutir, porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como no fuera por unmotivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar todo

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el tiempo la calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor equipados se reservaríanllegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas (los muchachos del Simca habíanarrancado el tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron aimitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las portezuelas para conservar el calor.En alguna de esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha delDauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozaruna mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la ayudó atenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima su gabardina. Laoscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las lomasde la rienda. En algún momento el ingeniero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído queantes de empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las luces de unaciudad.

Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte metros.Curiosamente ese día la columna avanzó bastante más, quizás doscientos o trescientosmetros. Coincidió con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo Taunusque se sentía obligado a mantenerse al corriente); los locutores hablaban enfáticamente demedidas de excepción que liberarían la autopista, y se hacían referencias al agotador trabajode las cuadrillas camineras y de las fuerzas policiales. Bruscamente, una de las monjasdeliró. Mientras su compañera la contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine lehumedecía las sienes con un resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del novenodía, de la cadena de cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la nieveque caía desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de unainyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle donde también estaba su amiguitadel 203; jugaban con sus autos y se divertían mucho porque eran los únicos que no pasabanhambre. Todo ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzabaunos metros había que despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas

entre los autos.

A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se obtenían las provisiones yel agua. Lo único que podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y tratar desacar el mejor partido posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un Porsche veníancada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el ingeniero se encargaban de distribuirlasde acuerdo con el estado físico de cada uno. Increíblemente la anciana del ID sobrevivía,perdida en un sopor que las mujeres se cuidaban de disipar. La señora del Beaulieu queunos días antes había sufrido de náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y era de lasque más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco extraviada.La mujer del soldado y del 203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizápara consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera preferido al ingeniero, pasaba

horas contándoles cuentos a los niños. En la noche los grupos ingresaban en otra vidasigilosa y privada; las portezuelas se abrían silenciosamente para dejar entrar o salir algunasilueta aterida; nadie miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la sombra misma. Bajomantas sucias, con manos de uñas crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo defelicidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había equivocado: a lo lejosbrillaba una ciudad, y poco y a poco se irían acercando. Por las tardes el chico del Simca setrepaba al techo de su coche, vigía incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopaverde. Cansado de explorar el horizonte inútil, miraba por milésima vez los autos que lorodeaban; con alguna envidia descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano

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acariciando un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora que había reconquistado laamistad del 404, les gritaba que la columna iba a moverse; entonces Dauphine tenía queabandonar al 404 y entrar en su auto, pero al rato volvía a pasarse en buscar de calor, y almuchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche a alguna chica de otrogrupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío y esa hambre, sin contar que el grupo demás adelante estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por una historia de untubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con Ford Mercury y conPorsche no había relación posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simcasuspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la nieve y el frío lo obligaban ameterse tiritando en su auto.

Pero el frío empezó a ceder, y después de un período de lluvias y vientos que enervaron losánimos y aumentaron las dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y soleadosen que ya era posible salir de los autos, visitarse, reanudar relaciones con los grupos devecinos. Los jefes habían discutido la situación, y finalmente se logró hacer la paz con elgrupo de más adelante. De la brusca desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiemposin que nadie supiera lo que había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo ycontrolando el mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas, aunque losfondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban qué ocurriría el día enque no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un golpe de mano, de hacerloprisionero y exigirle que revelara la fuente de los suministros, pero en esos días la columnahabía avanzado un buen trecho y los jefes prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo deecharlo todo a perder por una decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado por ceder auna indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un momento el tímido anuncio de lamuchacha del Dauphine, pero después comprendió que no se podía hacer nada para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle tan natural como el reparto nocturno delas provisiones o los viajes furtivos hasta el borde de la autopista. Tampoco la muerte de laanciana del ID podía sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche,acompañar y consolar al marido que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de

vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver precariamente ladiferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios previsibles; lo más importanteempezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte habíacambiado (era el atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y quealgo inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientoscincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphine que se pasó rápidamente a suauto cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían corriendo y desde el techo delSimca el muchacho señalaba hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como siquisiera convencerse de que lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción,algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de uninterminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus

coches; el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso. Ahorael 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaban a moverse, y el muchacho del Simca,orgulloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientrasel 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todoestaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras semantenía a la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo. Detrás, el Volkswagen, elCaravelle, el 203 y el Floride arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primeravelocidad, después la segunda, interminablemente la segunda pero ya sin desembragar comotantas veces, con el pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el

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brazo izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vioen su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a París y que sebañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, abañarse interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles, habría undormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para afeitarse de verdad, yretretes, comida y retretes y sábanas, París era un retrete y dos sábanas y el agua calientepor el pecho y las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes debesarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entresábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber y entrar en lapeluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas y acariciarse entre las sábanas y amarseentre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer,en el hijo y los problemas y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que lacolumna continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así ensegunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás en elasiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra elSimca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que detrás veníael Caravelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que elmotor penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave y seaceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando losojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración las filas ya no se mantuvieranparalelas. Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le veía la nuca y apenas elperfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver queel 404 se retrasaba todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleróbruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca;le tocó secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo ungesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu pegado a su auto. ElDauphine iba tres metros más adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al nivel del404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertóal 404; en vez del 2HP de las monjas o del Volkswagen del soldado vio un Crevrolet

desconocido, y casi en seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por unRenault 8. A su izquierda se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro ametro, pero antes de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía enla delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no existía. Taunusdebía de estar a más de veinte metros adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo latercera fila de la izquierda se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzabaa ver la parte trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autoscorrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los ladosde la autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de niebla y elanochecer. Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el ejemplo de losque iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De cuando en cuando sonabanbocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez más, algunas filas corrían a setenta

kilómetros, otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía que elavance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cadaminuto lo iba convenciendo de que era inútil, que el grupo se había disueltoirrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mínimosrituales, los consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz dela madrugada, las risas de los niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasandolas cuentas del rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404redujo la marcha con un absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno demano saltó del auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás estaría

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el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a través de cristalesdiferentes lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros que no había visto nunca.Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su auto; el chico del Simca le hizo un gestoamistoso, como si comprendiera, y señaló alentadoramente en dirección de París. Lacolumna volvía a ponerse en marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si laautopista estuviera definitivamente libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por unsegundo al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el orden, que sepodría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante habíauna mujer con anteojos ahumados que miraba fijamente hacia adelante. No se podía hacerotra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de losautos que lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaquetade cuero. Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco delavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la manoderecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota. Absurdamente seaferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los alimentos, habría que visitar alos enfermos, examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería lanoche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida.Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez elsoldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas horas; de todosmodos se podía contar con Porsche, siempre que se le pagara el precio que pedía. Y en laantena de la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochentakilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien porqué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadiesabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante,exclusivamente hacia adelante.Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/autopist.htm

El almohadón de plumas

Por Horacio Quiroga (Uruguayo)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de sumarido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces conun ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtivamirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amabaprofundamente, sin darlo a conocer.Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva eincauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patiosilencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio

encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasoshallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado suresonancia.En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido porechar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin quererpensar en nada hasta que llegaba su marido.No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamentedías y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el

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brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, lepasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos alcuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa decaricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en sucuello, sin moverse ni decir una palabra.Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. Elmédico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una grandebilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,llámeme enseguida.Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a lamuerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala,también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansableobstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía sumudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en sudirección.Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y quedescendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, nohacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedóde repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios seperlaron de sudor.-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.-¡Soy yo, Alicia, soy yo!Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato deestupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobrelos dedos, que tenía fijos en ella los ojos.Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consultaAlicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñecainerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay quehacer...-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitíasiempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cadamañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la

vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomadaen la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no laabandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún quele arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruosque se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las lucescontinuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de lacasa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de loseternos pasos de Jordán.

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Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró unrato extrañada el almohadón.-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a amboslados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida ytemblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dioun grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós.Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animalmonstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciabala boca.Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casiimperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo,pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinconoches, había vaciado a Alicia.Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertascondiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmentefavorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/almohado.htm

El vaso de leche

Por Manuel Rojas (Chileno)

Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía enla mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con laotra mano atendía la pipa.Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar yavanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos, distraído opensando.Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:-I say; look here! (¡Oiga, mire!)El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:

-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso máscorto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al marinero unasonrisa triste:-No, I am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias, marinero.)-Very well. (Muy bien.)

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Sacose la pipa de la boca el marinero, escupió y colocándosela de nuevo entre los labios,miró hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos decaridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.Un instante después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandeszapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin llamarlopreviamente, le gritó:-Are you hungry?No había terminado aún su pregunta cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes elpaquete que el marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:-Yes, sir, I am very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)Sonrió el marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas delhambriento. Ni siquiera dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en elsuelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante depuerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el suficiente como parapedir de comer a uno que hable ese idioma.El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.Él también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y más portimidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de losvapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algún paqueteque contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría hacerlonunca. Y cuando, como es el caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazabaheroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allíun vapor inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un vaporen que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus ocupacionesa un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó hacia el norte embarcoseocultamente. Lo descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en lascalderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y allí quedó, comoun fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y

sin saber trabajar en oficio alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después...La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de tabernas y posadaspobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, oscura, sin esa grandezaamplia del mar, y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida porun tráfago angustioso.Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas como unbrazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios viajes por lascostas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos trabajos y faenas,faenas y trabajos que en tierra casi no tenían explicación.Después que se fue el vapor anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir de algúnmodo mientras volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía pocomovimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.

Ambulaban por allí infinidad de vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él,desertados de un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al ocio, que semantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los días como las cuentas deun rosario mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o no esperandonada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aun de aquellos en cuyaexistencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar.

*Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir acualquier medio para procurarse alimentos.

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Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que cargabatrigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desdelos vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega, donde losestibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta que atreviose a hablar con elcapataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte de la larga fila decargadores.Durante el tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y levinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro,viendo a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón del muelle, en elfondo de la cual, el mar, manchado de aceite y cubierto de desperdicios, glogloteabasordamente.A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a comer en losfigones cercanos y otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a descansar,disimulando su hambre. Terminó la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último.Mientras los trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz, ycuando se hubo marchado el último acercose a él y confuso y titubeante, aunque sincontarle lo que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posibleconseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.Contestole el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía seríanecesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otrolado, no adelantaban un centavo.-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo más.Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le acometió entonces unadesesperación aguda. ¿Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba comoun latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sinembargo, no había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y fatigante; noera dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un granpeso. Sintió de pronto como una quemadura en las entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando,

inclinando, doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En ese instante, como si unaventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde ella, el rostro desu madre y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba apareció y desapareció antesus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fueenderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se irguió, respirandoprofundamente. Una hora más y caería al suelo.Apuró el paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer acualquier parte, sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lomandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitiómentalmente esta palabra; comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido,dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con

qué pagar... Haga lo que quiera".Llegó hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería. Era unnegocio muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de unmostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.Eligió ese negocio. La calle era poco transitada. Habría podido comer en uno de los figonesque estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.En la lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz metidaentre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre lamesita había un vaso de leche a medio consumir. Esperó que se retirara, paseando por la

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acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la quemadura de antes, yesperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y parose a un lado de la puerta, desdedonde lanzaba al viejo una miradas que parecían pedradas.¿Qué diablos leería con tanta atención! Llegó a imaginarse que era un enemigo suyo, quien,sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar ydecirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le indicara queno tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto reducido.Por fin el cliente terminó su lectura, o por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un sorbo elresto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la puerta.Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador.Apenas estuvo en la calle, afirmose los anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas delperiódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con másdetenimiento.Esperó que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendodónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad de camino searrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la que senotaba un dejo de acento español, le preguntó:-¿Qué se va a servir?Sin mirarla, le contestó:-Un vaso de leche.-¿Grande?-Sí, grande.-¿Solo?-¿Hay bizcochos?-No; vainillas.-Bueno, vainillas.Cuando la señora se dio vuelta, él se restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, comoquien tiene frío y va a beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de

leche y un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su puesto detrás del mostrador.Su primer impulso fue beberse la leche de un trago y comerse después las vainillas, pero enseguida se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No seatrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de ánimo y sus propósitosvergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había pedido.Pausadamente tomó una vainilla, humedeciola en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbode leche y sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y deshacía.Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada surgió ante él y algo apretado ycaliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, asollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo rechazar nideshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más. Resistió, y mientras resistíacomió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer. Cuando

terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz,cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.Afirmó la cabeza en la manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, conganas de llorar, como si nunca hubiese llorado.

*Inclinado estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza yque una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:-Llore, hijo, llore...

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Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, peroahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo penetraba,apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba pareciole quesu vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando laclaridad y firmeza de otros días.Cuando pasó el acceso de llanto se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo.Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a unpunto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante él, había un nuevo vaso de leche yotro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada lehubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba detrásdel mostrador.Cuando terminó ya había oscurecido y el negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica.Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírselenada oportuno.Al fin se levantó y dijo simplemente:-Muchas gracias, señora; adiós...-Adiós, hijo... -le contestó ella.Salió. El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto. Caminó un ratosin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los muelles. La noche erahermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.Pensó en la señora rubia que tan generosamente se había conducido e hizo propósitos depagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estospensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no quedóninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando confirmeza y decisión.Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer,como si sus fuerzas interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo y se

sentó sobre un montón de bolsas.Miró el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un reguerorojizo y dorado, temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo largo rato. Notenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/rojas/vasolech.htm

AndamiosPor Mario Benedetti (Uruguayo)

“...Javier se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía no habíaasimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería evaluar conserenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar para sí mismo laimportancia de una imagen que le resultaba aterradora.No obstante, el dieciochoañero Braulio está allí, inoportuno pero ineludible, y no se sientecon ánimo de rechazarlo. Además, su presencia inopinada le despierta curiosidad.-Sentate. ¿Querés comer algo?-No. Ya almorcé. En todo caso, cuando termines de comer, a lo mejor te acepto un helado. Javier queda a la espera de una explicación. La presunta amistad con Diego no es suficiente.

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-Te preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice quesiempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste exiliado, enEspaña creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia. Javier calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.-Aquí los muchachos de mi edad estamos desconcertados, aturdidos, confusos, qué sé yo.Varios de nosotros (yo, por ejemplo) no tenemos padre. Mi viejo, cuando cayó, ya estababastante jodido y de a poco se fue acabando en la cafúa. Lo dejaron libre un mes antes delfinal. Murió a los treinta y ocho. No es demasiada vida, ¿no te parece? Otros tienen historiasparecidas. Mi viejo es una mujer vencida, sin ánimo para nada. Yo empecé a estudiar en elNocturno, pero sólo aguanté un año. Tenía que laborar, claro, y llegaba a las clases mediodormido. Una noche el profe me mandó al patio porque mi bostezo había sonado como unaullido. Después abandoné. Mi círculo de amigos boludos es muy mezclado. Vos diríasheterogéneo. Bueno, eso. Cuando nos juntamos, vos dirías que oscilamos entre la desdicha yel agobio. Ni siquiera hemos aprendido a sentir melancolía. Ni rabia. A veces otroscampeones nos arrastran a una discoteca o a una pachanga libre. Y es peor. Yo, por ejemplo,no soporto el carnaval. Un poco las Llamadas, pero nada más. El problema es que noaguanto ni el dolor ni la alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija. Por otraparte, el hecho de que seamos unos cuantos los que vivimos este estado de ánimo casi tribal,no sirve para unirnos, no nos hace sentir solidarios, ni entre nosotros ni con los otros; nonos convierte en una comunidad, ni en un foco ideológico, ni siquiera en una mafia. Somosalgo así como una federación de solitarios. Y solitarias. Porque también hay mujercitas, conlas que nos acostamos, sin pena ni gloria. Cogemos casi como autómatas, como en unacomunión de vaciamientos (¿qué te parece la figura poética?). Nadie se enamora de nadie.Cuando nos roza un proyecto rudimentario de eso que Hollywood llaman amor, entoncesalguien menciona el futuro y se nos cae la estantería. ¿De qué futuro me hablás?, decimoscasi a coro, y a veces casi llorando. Ustedes (vos, Fermín, Rosario y tantos otros) perdieron,de una u otra forma los liquidaron, pero al menos se habían propuesto luchar por algo,pensaban en términos sociales, en una dimensión nada mezquina. Los cagaron, es cierto.Quevachachele. Los metieron en cana, o los movieron de lo lindo, o salieron con cáncer, o

tuvieron que rajar. Son precios tremendos, claro, pero ustedes sabían que eran desenlacesposibles, vos dirías verosímiles. Es cierto que ahora están caídos, descalabrados, seequivocaron en los pronósticos y en la medida de las propias fuerzas. Pero están en sosiego,al menos los sobrevivientes. Nadie les puede exigir más. Hicieron lo que pudieron ¿o no?Nosotros no estamos descalabrados, tenemos los músculos despiertos, el rabo todavía se nospara, pero ¿qué mierda hicimos? ¿Qué mierda proyectamos hacer? Podemos darle que darleal rock o ir a vociferar al Estadio para después venir al Centro y reventar vidrieras. Pero alfinal de la jornada estamos jodidos, nos sentimos inservibles, chambones, somosadolescentes carcamales. Basura o muerte. Uno de nosotros, un tal Paulino, una noche enque sus viejos se habían ido a Piriápolis, abrió el gas y emprendió la retirada, una retiradamás loca, vos dirías hipocondríaca, que la de los Asaltantes con Patente, murga clásica si lashay. Te aseguro que el proyecto del suicidio siempre nos ronda. Y si no nos matamos es

sobre todo por pereza, por pelotudez congénita. Hasta para eso se necesita coraje. Y somosmuy cagones.-Vamos a ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿Él también anda en lo mismo?-No. Diego no. No integra la tribu. Yo lo conozco porque fuimos compañeros en primaria yademás somos del mismo barrio. Quizá por influencia de sus viejos, Diego es un tipo muchomás vital. También está desorientado, bueno, moderadamente desorientado, pero es taninocente que espera algo mejor y trata de trabajar por ese algo. Parece que Fermín le dijo quehay un español, un tal Vázquez Montalbán, que anuncia que la próxima revolución tendrá

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lugar en octubre del 2017, y Diego se da ánimos afirmando que para ese entonces él todavíaserá joven. ¡Le tengo una envidia!-¿Y se puede saber por qué quisiste hablar conmigo?-No sé. Vos venís de España. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles encontraronotro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos años en Madrid mesostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad, somos boludos y allá son gilipollas. Yen cuanto a las hembras, la diferencia es que aquí tienen tetas y allá tienen lolas. Y tambiénque aquí se coge y allá se folla. Pero tal vez es una interpretación que vas llamarías baladí,¿no?, o quizá una desviación semántica.-¿Querés hablar en serio o sólo joder con las palabras? Bueno, allá hay de todo. Para serocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen nivel. No esnecesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las tardes frente a un bar, enla calle, y zamparse litronas de cerveza, apoyándolas en los coches estacionados en segundafila, pero concurrir noche a noche a las discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta delbakalao”, nada de eso sale gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y lescompran motos (son generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores másencumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna Curva de laMuerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en sentido contrario).-Después de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.-No jodas. Y está la droga.-Ah no. Eso no va conmigo. Probé varias y prefiero el chicle. O el videoclip.-Quiero aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los drogadictos, son losescandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos, pero de todos modos son unaminoría. No la tan nombrada minoría silenciosa pos-Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que quieren vivir y no destruirse, que estudian otrabajan, o buscan afanosamente trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no esculpa de los jóvenes), que tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadíade tener hijos; que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de losculebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas que el

desencanto es una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo diría que más quedesencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar. Pero también hay jóvenes que viven y dejan vivir.-¡Ufa! ¡Qué reprimenda! Te confieso que hay tópicos de tu franja o de las precedentes o de lassubsiguientes, que me tienen un poco harto. Que el Reglamento Provisorio, que el viejoBatlle, que el Colegiado, que Maracaná, que tiranos temblad, que el Marqués de lasCabriolas, que el Pepe Schiaffino, que Atilio García, que el Pueblo Unido Jamás Será Vencido,que los apagones, que los cantegriles, que Miss Punta del Este, que la Ley de Caducidad dela Pretensión Punitiva del Estado, que la Vuelta Ciclista, que las caceroleadas, que la putamadre. Harto, ¿sabes lo que es harto?. Con todo te creía más comprensivo.-Pero si te comprendo. Te comprendo pero no me gusta. Ni a vos te gusta que te comprenda.No estoy contra vos, sino a favor. Me parece que en esta ruleta rusa del hastío, ustedes

tienden de a poco a la autodestrucción.-Quién sabe. A lo mejor tenés razón. Reconozco que para mí se acabaron la infancia y subobería, el día (tenía unos doce años) en que no lloré viendo por octava vez a Blanca Nieves ylos 7 enanitos. A partir de ese Rubicón, pude odiar a Walt Disney por el resto de mis días.¿Sabés una cosa? A veces me gustaría meterme a misionero. Pero eso sí, un misionero sinDios ni religión. También Dios me tiene harto.-¿Y por qué no te metes?

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-Me da pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer niñohambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y no sonlágrimas lo que ellos precisan.-Claro que no. Pero sería un buen cambio.-De pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la cuenta de cuánto se matahoy día en nombre de Dios, cualquier dios?-Quién te dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios. No estaríamal. Siempre que además fuera sin diablo.-¿Creés que algún día podré evolucionar de boludo a gilipollas?-Bueno, sería casi como convertir el Mercosur en Maastricht...”

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/benedett/mb.htm

Misa de réquiemPor Guillermo Blanco (Chileno)

UnoEsto es el fin, pensó el sacerdote, con una especie de escalofrío interior.Como independientes de él  — dos palomas — , sus manos revolotearon en el aire limpio de lamañana y fueron a juntarse sobre el misal. Había en ellas una suerte de nimbo blanco: elreverbero del sol recién amanecido, bajo cuyo toque se tornaban difusos los contornos,produciendo un eco de luz que traía a la memoria la imagen del Espíritu Santo.Pero el sacerdote no pensaba en el Espíritu Santo, ni en palomas.Pensaba: No tengo escapatoria. Y a medida que sus dedos operaban con mecánica eficacia, buscando la página del libro quecorrespondía a la misa de hoy; a medida, luego, que descendía las gradas del altar, trémulo

el cuerpo, la vista huida, el pie vacilante — vacilante por dentro, en cada músculo y cadanervio y cada articulación, aunque por fuera conservase el aspecto calmo y solemne de todoslos días — ; a medida que pronunciaba las primeras frases latinas, su mente, ajena a lasplegarias, martillaba con insistencia casi física, semejante a un latido: Es imposible. Es imposible. Oyó que su voz decía: — Introibo ad altare Dei.Y era una voz externa, remota.Le confortó, sin embargo, comprobar que sonaba como de costumbre impermeable a su jadeointerno. Revestida, gracias al hábito y al tiempo, por esa serena majestad profesional; ese

aplomo del actor experimentado, que conoce a sus personajes y no defrauda. Que en eldrama fingido sabe ser el Rey, o Pedro Crespo, o don Álvaro, sin flaquear  — perfectociudadano de las tablas — , aun cuando entre tanto le oprima por dentro un violento dramareal. Aun, se estremeció, cuando acabe de recibir el anuncio cierto de su propio fin. — A Deun qui latifica juventute mea — replicó el sacristán con mascullar monótono.(También el sacristán era, a su modo, un actor de experiencia. De más experiencia que él, enla profesión y en la vida. Años y años representando papeles similares en el ámbito de laliturgia y en el mundo. Frente a ambos era el perenne sancho irredimible. El ser prosaico

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cuyos pies se apegaban naturalmente a la tierra, intentado por el vago vuelo de la mística,inconmovido por el valor simbólico de los actos o los gestos que realizaba, distorsionando sinpiedad esos latines tras los cuales no conseguía divisar nada que no fuera el mecanismopreciso de su empleo.Su trabajo.

Otros sembraban papas o repartían leche o levantaban muros para ganarse el sustento:Lucho barría la iglesia y dialogaba los oficios. Así, en el mismo plano las papas y la escoba ylos adobes y la leche y las oraciones. Para él, pensaba el sacerdote a veces, sería unasorpresa mayúscula llegar a descubrir que Dios existía en realidad, y era algo más que unCristo de yeso. O un simple nombre vacío: las siglas de una abstracción patronal de dondeen forma indirecta emanaba su sueldo.)No, se dijo. El sacristán no había visto al hombre. Su tono era parejo; el inalterable tono de laindiferencia: — Adjutorium nostrum in nomine Domini. . .Pero ¿qué estaría esperando el Negro? ¿Por qué no disparaba de una vez? ¿O por qué no

venía, en fin, hasta él y lo acuchillaba?Le atenaceó un deseo casi invencible de volverse a la puerta. De averiguar si el bandidopermanecía allí, con su silueta — oscura como su apodo —  recortándose contra el paisajeexterior, en contraste con la luminosidad mansa de los lomajes costinos. Quizá hubierapenetrado en el recinto de la iglesia. O quizá hubiera resuelto marcharse.Sí: quizá... Trató de escuchar, de percibir algún indicio a través del Confiteor que chapurreaba elsacristán, mas no descubrió nada. Sólo el peso de la estolidez de sus feligreses y el densotedio que parecía flotar en el aire. No debe de haber entrado — pensó — . Seguirá en la puerta. La alternativa, antes deseo que esperanza, pugnaba por ahincarse en su mente:  ¿Se habrá ido?  Ah, si fuera verdad esto. Y si no, ¿por qué el Negro no disparaba? No podía detenerle uninimaginable temor a las mujeres y ancianos congregados allí. Ni siquiera a los escasoshombres jóvenes, tímidos todos y demasiado respetuosos de su prestigio de bandolero.Ninguno de ellos osaría interponerse. ¿Por qué, pues, no actuaba en cualquier forma? Eraabsurdo dudar de que había venido para matarle. Sin embargo... ¿Sería que aun para elNegro era pecado dar muerte a un sacerdote?No. Seguro que no.¿Entonces? ¿Entonces? De nuevo quiso girar hacia él, gritarle: ¿Entonces, Negro?¿Entonces?

Pero eso, claro, habría sido un disparate. — . . . Deun nostrum, amén — terminó el zumbar monocorde del sacristán.Hubo una pausa. Un breve instante de silencio. Ladró un perro, fuera. En la grava delcamino resonó el andar crujiente de una carreta. Algún chiquillo gritó algo. Otro lerespondió, más lejos. Era la vida.El sacerdote no pensó ahora que ni el carretero ni los chicos asistían a misa, sino sólo serepitió — fugazmente — que eso era la vida. Y amó fugazmente a los tres. Y a los bueyes. Y al

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perro que ladraba en la distancia. Amó el camino, que él ya no vería, y que se vería a esahora cubierto de sol; que era una imagen de la libertad, de ser, de andar, de ser, de ser. Elcamino, con su polvo sereno, suave, con sus baches y sus curvas y su modesto puente sobreel estero, con sus álamos alineados marcialmente pero no marciales. No duros y fríos:alineados a la fuerza. Llenos, diríase, de un deseo profundo de quebrar la fila y

desparramarse eglógicamente por el llano, a beber inclinados junto a los sauces.A beber la vida.En veloz remolino, ideas y recuerdos volaron por un instante en el alma del sacerdote. Enseguida tornó al miedo como a su estado natural, mientras sus labios pronunciaban, con laprodigiosa autonomía del hábito, cualquier frase breve del oficio: — Deus tu conversus vivificabis nos.O:-Domine, exaudi orationem meam.Y luego: — Oremus.

Y sus pies, por sí solos, le llevaron de nuevo al altar, a través de tres gradas que fueron tressiglos de angustia: ¿Será ahora? ¿Será ahora? ¿Será ahora?  Comenzó a leer el Introito, intentando al mismo tiempo aclarar la nebulosa que había en sumente y analizar la situación. Buscar la posibilidad de una salida. Su cerebro, no obstante,era una suerte de masa informe. Una pulpa cálida y abigarrada y rotante, confusa, de la cualera imposible sacar nada en limpio. Sintió que el cuerpo entero se le estremecía con untemblor similar al de la fiebre, y el corazón le golpeaba dentro con ahogadora prisa. Trató dediscernir desde cuándo le ocurría eso, si recién o desde el principio, y no consiguió recordar.Podía ser una cosa u otra. En seguida le asaltó el temor de que su estado se manifestara alexterior, y el Negro lo percibiera y lo percibieran sus feligreses.  — No — se dijo — , por lo menos hay que salvar las apariencias. Su voz, siempre solemne y tranquila — como si fuese independiente, como si ella pertenecieraen forma exclusiva al rito, y sus sentimientos no poseyeran voz propia — , articuló con energíaun poco superior a la habitual los Kiries. Después entonó el Gloria con verdaderaostentación, henchido por un sentimiento casi de orgullo, plenamente. — Gloria in excelsis Deo, et in terra pax homínibus bonnae voluntatis. . .Había una vibración épica en las palabras latinas, que semejaban elevarse desde sus labios ala minúscula bóveda que cubría el altar, y expandirse en seguida por el aire, flotando sobrelas cabezas indiferentes de los fieles, repercutiendo en el eco de los muros: — . . . Deum de Deo, lumen de lúmine . . .El cántico de gloria era un grito, un alarde. Una bravata. Y a medida que la profería se iba

modulando oscuramente otro canto en su interior. Un himno soberbio, nada sacerdotal,nada cristiano. Un torrente indescriptible, en tropel, de imágenes que eran potros ciegoslanzados al galope, ebrios, flamígeros, ajenos a toda ley o razón:  que venga que dispare que aseste su golpe no importa aquí estoy aquí me tiene y si cree que 

voy a flaquear se engaña y aunque yo tiemble por dentro no lo sabrá él y aunque me aterre no 

lo sabrá  y caeré sin quejarme sin darle ese gusto como no se lo dio mi padre ni deben de 

habérselo dado mis hermanos no no anda negro atrévete de una vez y dispara negro no temas 

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estoy indefenso mi sotana es de género vulgar y corriente no oculta nada no detendrá la bala 

ni la hará rebotar contra ti no hay riesgo negro dispara  Y esto último suavemente, cual si la serenidad y la invitación contuvieran el íntegro vigor deldesafío:dispara no más negro  

Suave, suavemente: anda no temas  Pero terminó el Gloria, cesó en la iglesia el resonar sonoramente marcial de los versículos, yel sacerdote percibió de pronto, con toda su fuerza aplastadora, la impresión de la soledad enque se hallaba. Su desgarrada soledad en medio de tanta gente y sin embargo — o quizá poreso mismo — tan honda y sin remedio.Ahora la bravata murió en él, barrida por el brusco reflujo del miedo, que tornaba a cogerle.  solo estoy solo nadie puede ayudarme nadie me defenderá y este hombre quiere matarme ha 

venido a eso ha jurado que me mataría igual que ya mató a mi padre y a mis dos hermanos sin 

 piedad y a lo mejor incluso sin odio ya  

No. Sin odio. Eso era lo peor: el Negro iba ejecutando su serie de venganzas con una especiede frialdad judicial, aritmética, comparable a una resta en la cual cada uno de ellos: supadre, su hermano Carlos, su hermano Pedro, él, constituían otras tantas cifras que erapreciso ir descontando de una cifra mayor, hasta llegar a cero. Y en esta contabilidadmacabra no poseía la venganza mayor papel que el del móvil inicial. Era sólo el primerremoto impulso a la rueda. A estas alturas, ya el rencor del Negro sería no más que algofrío — no muerto, sino frío únicamente — . Un hielo oscuro en la mirada, en la mano, en elacero del puñal o del revólver; en los dientes apretados y la marcha inflexible, lenta, sorda,segura, áspera, con que avanzaba por el camino que se trazara — sin mirar hacia atrás, sinrecordar casi, sin decirse: Hago esto por tal o cual razón — , pensando apenas, si es quepensaba, si es que se detenía siquiera sobre eso: Le toca a éste. Debo eliminar a Fulano. No:Porque me hicieron aquello. No: Porque los detesto. Simplemente: Debo. Una sentencia. Unaespecie de fórmula judicial. Tampoco una sentencia grave. Tampoco. Nada que en su ánimorevistiera trascendencia esencial. Un simple fallo de menor cuantía, pero inapelable.

Dos En la memoria del sacerdote apareció la imagen de su padre. Era alto, duro. Tenía loshombros cuadrados de un atleta, las manos grandes y toscas los ojos azules. Hablaba convoz plena, en tono a la vez enérgico y profundo. Montado a caballo evocaba la sensación decentauro que a los indios produjeran los primeros jinetes de la conquista. Una unidadindestructible, superior a lo humano. Poseía la apostura de un conquistador, su padre; la

apostura de un Aries castellano, con sus botas, sus espuelas, su poncho marcial y su andarlleno de aplomo. Su risa bronca, su barba, sus puños.Cuando murió, él era niño aún.Desde la memoria, su retina de niño comenzó a devolverle ahora — en un torbellino veloz y sinorden, con el caprichoso deshilván del sueño —  las estampas trágicas de su infancia. Decuando no era todavía el padre, Miguel, sino sólo el manso Miguel de gestos apacibles y

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blanda sonrisa, que no galopaba casi nunca junto a sus hermanos y se iba, en cambio, alpaso de su montura, por esas quebradas y esos cerros y esos bosques, a divagar.Eran las suyas unas meditaciones difusas, y la vida constituía a sus ojos un espectáculo enel cual jamás se sintió con el deber o siquiera con el derecho de intervenir. La vida era loajeno, lo prohibido poco menos, o lo vagamente aterrador, y apenas si le estaba concedido

verla pasar desde una orilla. Si las vidas son ríos, él no era más que un muchacho sentadoen la ribera, disfrutando del eco, mirando, acariciando las imágenes, pero sin tocar jamás losobjetos que las provocaban.Su padre era el polo opuesto. Carlos y Pedro también.Rebosaban los tres una bravía, violenta virilidad de puño. Un vigor masculino que precisabamanifestarse chocando. La autoridad absoluta de que disfrutaban en el fundo, por ejemplo,era para ellos un atributo legítimo, connatural. En su concepto, los inquilinos les debíansujeción por la ley misma de las cosas. Una especie de vasallaje sin condiciones ni trabas nilímites, no ligado a principios o a rendición de cuentas.

A pesar de eso, eran en general buenos patrones, con la bondad caprichosa del monarca quecondesciende. Mano abierta, cordialidad, campechanía fácil desde la distancia. Aunquepudieran, en un rapto, llenar la mesa de uno de sus pobres, no llegaban nunca acompartirla. La normalidad  — su normalidad — perduraba mientras no descubrieran algúngesto rebelde, o siquiera digno, de parte de sus subalternos. A los campesinos de la Treilerano se les reconocía el lujo de la dignidad. Y, en su código, la rebeldía era un crimen para elcual no había atenuantes, y cuya comisión desencadenaba la ira irrestricta del monarcaconvertido en déspota.Rebeldía. Ira.La primera escena del drama pudo titularse así. Los personajes eran su padre, el Negro y él.O él no. El permanecía en un rincón, como de costumbre. Sin actuar. Hablaba su padre. Conira, pero aún no esa ira desbocada, gigante, que en él engendraba cualquier resistencia. Conuna ira normal todavía, dispuesto a perdonar, o a castigar sin alejarse demasiado de lo justo.Increpaba al Negro: — ¿Tú tomaste esa montura? ¿Es cierto?El Negro callaba, y en su rostro moreno se iba haciendo piedra el silencio. — ¿No me oyes? ¡Contesta!Y el Negro mudo. — Contéstame, hombre: es por tu bien.Nada. Las dos respiraciones silbaban con suavidad absurda al salir de las tensas narices.¿Por qué no responde, o por qué no huye? — se preguntaba Miguel — . ¿Por qué espera? ¿Qué

espera?Y el temor, la premonición, le atenaceaban ya, ahogándole. — ¿Tú tomaste esa montura? — repitió don Pedro.Cualquier espectador habría percibido calma en su tono. Pero Miguel y el Negro sabían queno. Sabían lo que ardía bajo ese aparente dominio de sí, lo que se estaba acumulando,apretando, en el interior del patrón. Y al fin toda esa explosiva energía contenida estalló,brusca:

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 — ¿No vas a contestar, ladrón?Era al crepúsculo. A la hora de las luces opacas, cuando las figuras adquieren contornosdifusos, de lo que no son, y el álamo es un monstruo sombrío, y el sauce una viejacurcuncha, y en el agua de los charcos se ocultan objetos de plata. Era el crepúsculo. Ahora,la estampa de don Pedro cobró en integridad su esplendor épico, revestida por una furia de

contorno imperial. Con cierta majestad espantosa, y a la vez en forma imperceptible — noimperceptible para él, ni para el Negro — , sus dedos atenacearon la fusta. Luego, en uninstante, a la velocidad del relámpago que apenas rasga la penumbra, un latigazo cruzó elrostro del joven inquilino con un son siseante.Fue un segundo.En el segundo siguiente, el Negro recogió del suelo un guijarro, lo arrojó a la cabeza de donPedro y le arrebató de un tirón la fusta, que partió en dos con la rodilla. No devolvió el golpe.No era ésa su intención todavía. Todavía no. Era más altivo, le igualaba más con el ofensordestruir el instrumento de la injuria, que era también el símbolo de la tiranía patronal.En seguida se fue. Mientras desaparecía — tranquilo ya, frío ya: yéndose, no huyendo — entre

los eucaliptos que rodeaban las casas, gritó: — Ehto no va'quear así, on Peiro. Noh vamoh a ver.Nos vamos a ver.Fue una tarde, también, también poco después de la puesta del sol. Venía don Pedro deregreso de San Millán, donde había dejado a los dos hermanos de Miguel, que ingresaban enel colegio, internos.Al llegar al jardín exterior, junto a la tranquera, el Negro emergió — quizá si en el puntopreciso por donde se marchara la otra vez — , más alto ahora, más hombre. Cargaba tres añosde correrías y odio encima. Tres años de monte y escaramuzas y sangre. Se veía siniestrobajo la semiluz del ocaso. — Güenah tardeh, patrón.Desde lo alto de su montura, por la postrera vez capitán, don Pedro no replicó.Espoleó su cabalgadura — ¿porque sabía, porque presentía, porque buscaba una posturaairosa para la muerte? —  y trató de seguir hacia adentro. Igual que si no hubiera un bandido,sino un simple mozo de cuadra frente a él. O igual que si le diera lo mismo una cosa u otra.Señor.Veloz, el Negro cogió el poncho que colgaba de sus hombros y golpeó con él los belfos delcaballo, que se encabritó y arrojó al suelo al desprevenido jinete. Allí, sin darle tiempo paralevantarse, sin emoción tampoco — veloz, veloz: todo era veloz y helado, con la heladaceleridad de la serpiente — , en la forma en que se ultima a una res, el Negro se inclinó sobredon Pedro y le hundió el corvo en el pecho. Una puñalada sola, certera, sin ensañamiento:

 justo lo necesario. Y antes de retirar su arma para que huyera del cuerpo del otro el postrersoplo de vida, pronunció en la penumbra de su agonía la sentencia: — Yo le 'ije, on Peiro. Y a los niñoh leh va' pasar lo mihmo cuando crehcan. Se lo juro.Ante el asombro estático de los peones y de Miguel, con sereno a la vez que ostentoso desafío,el Negro montó en la cabalgadura de su antiguo patrón, vuelta trofeo de venganza, y semarchó hacia los cerros.

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Miguel tenía doce años, entonces, y sus hermanos quince y diecisiete. Hacía tiempo que lamadre había muerto. Quedó, pues, solo en el caserón aquella noche. El viento y luego lalluvia, afuera, entonaron un largo canto de réquiem para su insomnio.

Tres 

 — Christum, Dominum nostrum — oyó que decían sus labios.¿Qué era esto? ¿Qué era? Ah, sí: terminaba la Epístola.La Epístola. La misa.Durante unos instantes permaneció inmóvil, paralizado por su repentino retorno a larealidad. ¿Qué venía ahora? De pronto todo el edificio de su hábito — la eficacia automática,acumulada a través de un lustro de sacerdocio — se fue derrumbando con la fragilidad delcastillo de arena que arrasa una ola. La ola hecha de miedo y de sorpresa y de la sostenidapregunta que martillaba en su inconsciente:qué espera qué espera lo hará en este momento o luego o espera a que concluya todo y por qué 

 por qué no lo hace de una vez.

De pronto recordó, y en forma simultánea comprendió, y para las dos preguntas hubocontestaciones yuxtapuestas, casi congruentes: corresponde el evangelio me matará en cuanto dé muestras de flaqueza debo leer el evangelio 

está esperando a que yo me vuelva y me aterre porque cree que no lo he visto hasta ahora y él 

no mata sin anunciarse sin su único goce de felino o de cuervo de mirar como muertos a los 

hombres que están aún vivos y hablarles tal vez igual que a mi padre cuando se apaga la 

existencia cuando existen sólo lo suficiente para entenderle y llevarse consigo sus frases 

heladas y crueles el broche de su venganza  Lentamente — debía mantenerse firme, no darle el gusto: que lo matara, pero sin disfrutar suagonía — pasó al centro del altar, pronunció con morosa meticulosidad la oración del rito,mientras el sacristán trasladaba el libro al costado izquierdo. — Munda cor meum. . .Hizo suya la plegaria en la mente. Sin formularla. Abstractamente. Desnuda de palabras: cambia mi corazón señor purifica mis labios dales tu ciencia dales elocuencia y dame valor 

 porque ahora en unos momentos más voy a precisarlos señor señor mío y dios mío dame la 

vida la llama de la vida para que en esta ocasión única en que no soy espectador sino actor 

 pueda desempeñarme en forma digna dame la serenidad que necesito para mirar hacia mis 

 feligreses y hacia el negro sin flaquear 

 — Dominus vobiscum — dijeron sus labios.Y por dentro: sí señor que sea digno de mi padre que no lo defraude al menos en la muerte con esa blandura 

que le era tan ajena   — E' cun espírito tuo — replicó el sacristán desde las gradas.Y él : — Sequentia Sancti Evangelii. . . no al contrario mostrarme fuerte y duro tal cual mi padre don pedro pedro-piedra habría hecho 

en lugar mío sólo que yo menos duro o duro con otra dureza y por lo mismo más fuerte  Comenzó a leer el Evangelio en latín. 

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voy a hacer mi defensa la prédica será mi alegato defensivo ante el tribunal que ha venido a 

erigir el negro ante el juez negro ante su conciencia negra debo prepararme debo meditar bien 

las palabras apropiadas las ideas que podrían influir en su ánimo tal vez salvar su alma y no 

 por qué me miento por qué trato de engañarme yo no estoy tratando de salvar su alma ojalá 

que la salvara ojalá que quisiera salvarla que pudiera querer algo más que salvarme yo y 

debería ser lo contrario primero su alma y después mi vida habrá más regocijo en el reino de los cielos por un pecador arrepentido que por cien justos o mil justos olvidé cuántos justos no 

importa y yo soy uno y tal vez no soy justo o por lo menos no tengo derecho a sentir que lo soy 

 porque ya eso me haría poco justo y poco digno señor que yo pueda desear la salvación de esta 

alma hundida en la sombra porque si no la deseo cómo podré salvar la mía yo que soy tu 

sacerdote   — . . .venit inimicus ejus. . .debo estar tranquilo venit inimicus meus pensar con lucidez preparar lo que voy a decir 

Pero la frente le ardía siempre con ese ardor insoportable de fiebre. Y nuevamente las ideasgiraban vertiginosas en su interior, ligadas unas a otras en una masa. Una espiral.

Redondas. Sin principio ésta ni término la anterior. En un delirio, un remolino de fiebre ymiedo y bravura, y otra vez el miedo y otra vez la fiebre y otra vez la bravura, y en medio unaveta amarilla, de esperanza; una borrosa ilusión de que quizás... De que a lo mejor a él. . . Deque. . .

 podría sí emplear el sermón para decir algo que le llegara a lo hondo sugerirle insinuarle algo 

igual que si hablara para todos pero dirigiéndome sólo a él apuntando a él y a su corazón que 

ha de tener su resquicio de bondad porque la perfidia absoluta no puede salir de un vientre de 

mujer hacer madre a una mujer 

Eso, la veta, y en seguida, atropellándose, el remolino oscuro y febril:qué digo cómo predico cómo aprovecho la parábola de la cizaña si parece que la hubiera 

elegido a propósito o que me la enviara dios parece demasiado buena o aprovecharé la epístola 

son más fogosas las frases de pablo 

Recordó el comienzo de la Epístola: "Revestíos de entrañas de compasión y benignidad". También parecía hecha aposta. Un mensaje dirigido al Negro. Su mensaje hacia él, supostrera apelación.leer quizá simplemente la epístola y explicar sus palabras que son las palabras de pablo o de 

cristo antes de pablo o de dios del dios que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos sin 

embargo él no entenderá o no le importará que las palabras sean de Pablo o de Pedro o Juan o 

Diego y será lo mismo y será inútil y habré perdido el tiempo y peor que eso me habré 

humillado y con ello habré perdido además mi causa en definitiva porque lo único que él desea 

es matar a uno siquiera de nosotros como a un perro en el suelo implorando quejándose y yo 

soy su última esperanza de conseguirlo 

Su voz sonaba tranquila, acorde con la serenidad de tiempo ido de los latines, y por dentro, jadeante, su pensamiento corría desatentado:o podría dejar de lado el evangelio y la epístola y dirigirme a él sin subterfugios decirle 

llanamente cordialmente has venido a vengarte a asesinarme a desquitarte en mí de un daño 

que no te hice y que no te habría hecho y tú lo sabes y además estás más que vengado de mi 

 padre en mi padre y en mis hermanos después si ellos eran iguales a él pero yo soy distinto 

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 pero quieres que alguno de nosotros te implore perdón quieres que me arrastre a tus pies y que 

lo haga delante de mis feligreses para mayor perfección 

La protesta:no eres tú quien puede recibir perdón de mi parte pues me has quitado a mi padre y a mis dos 

hermanos has deshecho mi hogar mi familia ya no habrá descendencia con el nombre que 

odias y bien negro yo te perdono yo te absuelvo vete tranquilo y busca si puedes la paz porque yo te perdono  Y con angustia ante el heroísmo imposible:no no esto no sirve sería ridículo no haría sino exacerbarlo y precipitar los hechos y además yo 

no soy capaz de hablarle así debo pensar debo pensar claramente debo discurrir una manera 

señor señor señor apiádate de mí  

Cuatro De pronto oyó que el sacristán decía, con su latín prosaico: — Lau tii Christe.

Y comprendió que el autómata exterior, el hijo del hábito, había terminado la lectura delEvangelio. Comenzó ahora a leerlo en castellano, vuelto hacia los fieles, aunque todavía sinmirar hacia el fondo de la iglesia, tratando empecinadamente de adivinar la presencia delNegro, de percibirla de algún modo ajeno a la visión, a los sentidos, mientras la maquinariaautomática continuaba su trabajo. Su oficio: — " . . . y recoged el trigo de mi granero . . . "Había concluido.Solemnemente, con una majestad que no venía de la costumbre, que era consciente,deliberada, desafiante aun, depositó el libro sobre el altar y alzó la vista, sí, solemne y sereno y deliberado, y muy, muy consciente de cada uno de sus gestos, aunque siempre pensando,siempre devanándose los sesos  — qué digo cómo hago cómo me dirijo a él sin interpelarlo 

abiertamente sin que mi apelación sea ostensible  — , y escuchó, igual que si las manejara elhábito pero ya no era el hábito, que de su garganta empezaban a salir unas palabras que nohabía elaborado y que no conocía, y prestó atención, perplejo.No era un milagro, desde luego. No era Dios quien predicaba a través de él, sino quizá elinconsciente, alguna potencia interior suya, hondamente suya, si bien en cierto modoindependiente. Libre. Ajena a su voluntad y más nítida que su entendimiento.Decía:  — . . .porque, hermanos — ¡y qué hondo era ahora este hermanos, hasta aquí vacío y sonorocomo un gongo! — , no debemos pensar sólo en el final de la historia. En la separación de lacizaña. No debemos vivir esperando para otros el momento del fuego, deseando que la cizaña,

la mala hierba, sea apartada de nosotros; que se nos libere de su contacto. No somos tanlimpios para eso, nosotros mismos. Ni es tan repudiable, quizá, la cizaña. Y en todo caso,¿podemos juzgarla? ¿Podemos trazar una línea y decir: aquí empieza el mal y aquí el bien, ynosotros estamos a este o aquel lado?El Negro se hallaba de pie al fondo de la iglesia, al centro. Dos de sus secuaces se habíancolocado a su izquierda y dos a su derecha: cinco estatuas silenciosas, inescrutables,observándole. El padre Miguel hablaba con los ojos clavados en los ojos del bandido, en esos

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ojos pequeños, metidos a tajo en el rostro sin afeitar, de hierro, de arcilla, de sombra: dospuntos que brillaban bajo el ala oscura del sombrero. — ...a echar raíces junto a las plantas venenosas? Yo diría que sí, que ésa es precisamentenuestra tarea en el mundo. Crecer codo a codo con la mala hierba y dar frutos, a pesar deella o con ella o para ella. No sólo para nosotros nuestros frutos. No se nos ha dado esa

seguridad. Trabajamos sin garantía. Sin saber para quién, ya lo afirma el adagio. Creemossembrar para nosotros, para la familia, para la mujer a quien amamos y los hijos queamamos, y no, y un día llega alguien y nos lleva todo, lo que no era suyo, lo que no merecíani tenía derecho a arrebatarnos. . . mi padre — pensaba — mi hermano pedro y mi hermano carlos negro me oyes negro lo que digo a 

ti te lo digo entiéndeme   — . . . y quedamos pobres o hambrientos, o peor: quedamos huérfanos, o sin hijos, o tal vezsin hermanos. Y nos preguntamos por qué y no descubrimos por qué. No entendemos quéhabíamos hecho para merecer aquello. Y quizá si nuestro dolor nos conduce a gritar o amaldecir a quien nos causó daño. O a increpar a Dios.

Hizo una pausa. Había hablado tan rápidamente, tan precipitadamente, que necesitódetenerse para cobrar aliento.Y ahora era también él, no su potencia interior, sino él, íntegro, con su voluntad y suinteligencia y su comprensión, quien predicaba. No para el Negro ya — aunque siempremirándolo, siempre sin apartarle la vista — , mas ahora para sus feligreses, para cada uno,con hondo afecto.(Para don Juan, el almacenero, que oraba con gran devoción exterior, aunque era un truhánredomado. Para doña Teresa, gorda y morena y buenamoza a pesar de sus años, queamasaba un pan exquisito, y unas deliciosas empanadas de horno. Para Esperanza, laadolescente de expresión triste y de rasgos tan finos, que siempre hacía de Virgen María enlos cuadros navideños de la parroquia. Para el viejo maestro Moreno, a quien el corazónhabía jugado una mala pasada y de un día a otro se puso pálido, y vagaba con expresión defantasma, perdidas la vitalidad y la sonrisa y la paz, con un remedo de paz demasiadosemejante a la muerte, medio muerto: andaba por el pueblo como quien camina en torno auna tumba. Para el Traro López, alegre como la chicha, optimista, dueño — diríase — del sol ydel agua que canta cerro abajo, dueño de las cosas sin dueño y sin valor, y por esodespreocupado y feliz. Para la Meche, tan trabajadora y tan llena de chiquillos y con unmarido borrachín sin remedio — don Juan le pagaba en vino los pocos trabajos que podíainducírsele a hacer — ; para ella y para sus hijos: el Lucho, la Mechita, el bufonesco Pancho, ylos otros, cuyos nombres se perdían, porque eran tantos y tan pequeños y tanindiferenciados en la edad. Para el padre de ellos, Antonio, que nunca venía a la iglesia

porque todo lo duro que allí se dijera semejaba dicho contra él. Para doña Matilde y doñaChepa, para la Clara y la Luisa y la Flor. . . Para el pueblo entero, pero no en bloque. No. Dea uno, uno a uno, individualmente. )Para cada uno siguió: — No hay que maldecir: hay que perdonar. Sí, cuesta. Sin embargo, es preciso hacerlo. Yconseguir algo más difícil todavía: sentir cariño, amor, por quien nos perjudica. . .  

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siento yo acaso amor por el negro acaso doy el ejemplo y sí y tal vez lo amo y tal vez esto que 

digo no es sino expresión de mi amor cristiano hacia él   — . . . amar la mala hierba. No apartarla de nuestro lado, no odiarla, no pagar su odio conodio. Porque si la odiamos, ¿qué diferencia habrá entre ella y nosotros? ¿Y para qué habríavenido Cristo a la tierra? Amemos y perdonemos, y aun esto hagámoslo con humildad, no de

la manera que perdona el monarca, sino de la manera que perdonaría el insecto al que seaplasta sin querer, si un insecto fuese capaz de perdón. Perdonemos a la cizaña su tristecondición de instrumento maligno. Perdonémosle su veneno y su naturaleza nefasta. Yamémosla, aunque nos cueste, aunque nos quite el alimento y el sol y la tranquilidad. Tratemos incluso de amarla por eso: porque nos ha privado del sol y del alimento y de la paz.. .Y de pronto, inquieto, angustiado: no no es esto no esto no me lo entienden ni ellos ni el negro es una tontería un disparate 

hablarles así es preciso que me explique mejor más al alcance de sus mentes no son 

catedráticos abiertos al sentido oculto o a la sutileza de las comparaciones  

Ante él, los rostros vacíos de expresión, con el tedio nadando en sus rasgos, cerniéndoseigual que una aureola, parecían decir: Es cierto, eso no nos llega; es un idioma diferente delnuestro.Su lengua, no obstante, continuaba pronunciando frases abstrusas, más allá del alcance delos fieles y más, mucho más allá del alcance del Negro. Frases casi místicas, nuevas, que a élmismo le habrían sonado distantes hacía una semana. O hacía menos: hacía un cuarto dehora, veinte minutos.Pensó: me alejo de ellos me pierdo estoy desperdiciando el tiempo que pude emplear en dejarles mi 

último mensaje mi única herencia un credo un arma un escudo para que afrontaran la vida y 

 por qué renuncio a convencer al negro a intentar siquiera una persuasión difícil de imaginar 

aunque no imposible porque en verdad lo único imposible lo único absurdo lo único que la 

mente se niega a aceptar es la muerte señor perdóname yo quiero salvarme yo siento la 

vitalidad correr a lo largo de mi cuerpo y tengo miedo tengo miedo soy joven  Y entre tanto seguía hablando — otro, el otro que había dentro de él — con tenacidad, noiluminado mas sí porfiado, y casi abruptamente se detuvo y dijo : — Hermanos, todo esto debe ser cosa de entrañas, como afirma San Pablo. Debemosrevestirnos de entrañas de bondad, de caridad, de amor, para alcanzar la vida eterna.Comprendía que no era posible terminar así, que debía decir algo más — su defensa — , y algo,también, que diese cabal sentido a su prédica. Permaneció helado, sin embargo, y luego deunos instantes de vana lucha interna articuló: — En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.En seguida se volvió al altar para rezar el Credo, preguntándose:  qué hará qué hará se decidirá ahora a disparar o prolongará la tortura  Solo de nuevo frente al muro y a los objetos del culto, se dio cuenta de que al hablar, alencarar a su asesino, había hallado una suerte de refugio contra su propio pavor, y ya notenía qué le escudara, y comenzó a sentir que el miedo se le iba metiendo otra vez por lasvenas, por los nervios, por los músculos, entre la piel y la carne, en las sienes, y palpitaba y

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latía y vivía en él igual que un cáncer, un monstruo, un animal monstruoso y cálido que seapoderaba paulatinamente de su ser. — Dominus vobiscum — murmuró, cara a los fieles, mas ahora sin mirar al Negro, ahora conla vista esquiva.Huyendo.

Cinco Sí, huyendo. Su vida había tenido siempre una tonalidad de fuga. No de la fuga desbocada, jadeante, sino de este dar vuelta la espalda, este cerrarse a los peligros o a la simpleaventura, este escabullirse quieta, inexpresivamente, frente a la realidad. Sin pronunciarse.Sin decir al mundo su palabra de hombre.Carlos se lo había enrostrado, cuando él anunció su propósito de hacerse sacerdote: — ¿Vocación? — gruñó — . No hables de vocación: habla de fuga. — No te entiendo — había objetado Miguel.

Sí me entiendes. Tú sabes mejor que nadie tu sacerdocio no va a ser otra cosa que seguirescabullendo el bulto a los problemas. ¿Recuerdas el año en que yo salí del colegio? Meconfesaste tu terror al pensar en que para ti también tendría que llegar ese momento. Lahora, dijiste, de abandonar el refugio de los muros escolares. ¿Te acuerdas? — Sí . . .Su hermano lo miró con una mezcla de intensidad triunfante y de vago menosprecio: — Ahora has hallado la solución. . . — ¿Crees que doy este paso con ese propósito enano y ridículo? — No. Conscientemente no. Aunque si te examinas a fondo descubrirás que, en realidad,reemplazas unos muros por otros. Y los de la iglesia son más altos, y son permanentes.¿Cómo es? "Sacerdos in aeternum"? Es una espléndida salida, Miguel. Y tienes derecho aelegirla. No seré yo quien te lo discuta. Con lo que nos dejó nuestro padre podrás costearteun sacerdocio holgado... Sí, tienes derecho, y es buena la idea. Pero no le llames vocación.Me desesperan esas palabras enormes y solemnes.A él también. A él también le desesperaban, de diversa manera, las palabras enormes ysolemnes. A diferencia de Carlos, a quien le provocaban cierta irritación de tosca virilidad,modularlas le dolía a él como una desnudez. Y, a pesar de que en ese instante no  abrigabaduda de ser vocación  y no temor lo que le empujaba, guardó silencio.¿Por qué?De pronto se encontró tratando de resolver este problema, cual si hacerlo fuese lo másurgente, ahora.

¿Por qué? ¿Por qué no había hablado entonces? En parte, claro, era precisamente por elpudor de las grandes palabras. Por no pronunciar frases como "la salvación de las almas", o"la búsqueda del bien", o "el camino de la verdad". Le sobrecogían esas expresiones deproporción ciclópea.En medio de su azoro, una pregunta surgió en su interior: ¿Era, en efecto, sobrecogimiento loque experimentaba? ¿No sería otra cosa?

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sí  — latió un pulso en su mente — no seria quizá algo diferente de eso menos noble menos 

 justificable y justificador no seria simple vergüenza vergüenza de manosear conceptos 

demasiado nobles o trascendentales a sabiendas o intuyendo que no los sentía de veras en 

mis adentros y que por eso equivalían a mentiras era como si engañara a los demás al 

enarbolarlas del modo que se enarbola una bandera cuando no cuando para mí no pasaban de 

ser unos paños de colores vistosos atrayentes o a lo más un intermedio entre la bandera y el  paño  Esto le había ocurrido en otras oportunidades. Cada vez más a menudo — pensó — . Hablar sinconvicción, con el humo de una duda vagando siempre en su espíritu mientras tocaba esostemas esenciales que son la salvación, la otra vida, el pecado, la eucaristía. Era unasensación extraña. No que no creyera en lo que salía de su boca. No que no sintiera el vigor yla verdad de las bienaventuranzas o de las epístolas de Pablo, por ejemplo, sino que depronto se le iba de adentro el fuego o la luz o el ardor, y la prédica se transformaba en untrámite de rutina.Era entonces cuando surgían las terribles zanjas entre la teoría del sacerdocio y la realidad

de su práctica. Cuando amar al prójimo era una cosa y soportar a doña Nieves con susañuñuques, otra. Cuando pensaba en el frío — como un cartero, como un basurero, como unempleado de banco —  y no en su misión sublime, al levantarse en invierno para la misa desiete. Cuando las confesiones idiotas, y la ignorancia de sus feligreses pueblerinos, y loserrores y las falsas concepciones del dogma no eran a sus ojos candor evangélico nisimplicidad primitiva, sino sólo un elemento tedioso, un irritante gaje del oficio. —  Te vas a aburrir ahí — le había dicho un compañero de seminario.Eso había sido al año de su ordenación, luego de obtener él que se le destinara acá, a sutierra. Y "aburrir" le sonó a profano. ¿Aplicar esa idea tan pedestre a su ministerio, sóloporque iba a ejercerlo entre campesinos y aldeanos, que eran los seres a quienes Cristo amócon su mayor ternura? — No — replicó — , no creo. Yo he vivido siempre en la zona, y entre su gente. Estaré en mielemento.En realidad, si había de hacerse justicia, en ocasiones lo había estado. En ocasiones habíalogrado sentir con ellos, identificarse con su sencillez. . . Pero esta misma expresión: "logradosentir", ¿no era un reconocimiento implícito de lo artificial de su adhesión?señor señor — se debatió — es acaso inevitable que mis últimos momentos se vean torturados por 

esta duda tan esencial  Quiso decir: aparta señor de mí este cáliz  Pero le brotó en cambio: señor señor yo quiero la verdad   — La verdad — había dicho el obispo en la ceremonia de su ordenación — exige valentía. Dar lacara a la verdad requiere mayor voluntad y mayor energía que sostener el más absurdo delos errores.Al oírlo, él había pensado que era una frase más, un recurso oratorio relativamente fácil. Yno. Tal vez el obispo la pronunció con frialdad — cumpliendo también una rutina — , mas a élla frase le quedó grabada en la memoria, y ahora volvía. No hueca, no mera música verbal,

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como la sintiera en aquella oportunidad, sino viva, honda, tangible. Volvía para perturbarle,para acusarle.Era su petición de cuentas, a un paso de la tumba.Diríase que el Miguel adolescente, el idealista de hacía cinco o diez años, venía a este altar,en este momento, y le exigía al actual que le explicara desde su agonía qué había hecho de

su hacienda. Del sueño mirífico, la generosidad de la primera entrega la fe incondicional.¿Dónde estaban? ¿No los había sepultado el hábito? Su anhelo de darse entero a la causa,¿no yacía ahogado bajo una verdadera montaña de bautizos y misas y confesiones que eranotros tantos actos mecánicos; o no: ni eso siquiera, porque ya era suficientemente grave queestuvieran desprovistos de unción, de ese sentido tibio y transfigurador de lo sobrenaturalque animara sus comuniones y sus meditaciones de adolescente?

 pero huir de qué — se preguntó — de un fundo próspero como el que teníamos con mis hermanos 

de una vida en que lo más duro era montar a caballo bajo la lluvia para traer unas reses 

extraviadas o para ver un desborde de canal  Por aquí brillaba una esperanza.

sí   — continuó en su interior, como increpándose a sí mismo, a la parte cruel o la parte deayer de su yo — quizá si la existencia de mis hermanos fuera hasta más suave que la mía 

 porque ellos no tenían que preguntarse nada más trascendental que si iría a llover a la semana 

siguiente o si sería preferible sembrar trigo o girasoles en tal sementera mientras yo me había 

echado encima la responsabilidad de lo mío y lo de muchos otros de las almas de muchos otros 

de la salvación o la condenación de muchos otros y el peso de la duda y el peso terrible de la 

 propia insuficiencia de la debilidad inevitable del hombre frente a una tarea sobrehumana  Sí, aquí había una esperanza. Pero aun mientras pensaba así, razonando vertiginosamentecontra su razón misma, aun mientras avanzaba corriente arriba del río de su propia lógica,algo surgía inconsciente o apenas consciente en su adentro, para decirle:  no no es eso la verdad es otra la única verdad es el miedo y la cobardía y la miseria humana y 

la inadecuación y la vida vana que ahora se extingue como una luz innecesaria y eso otro esas 

grandes palabras son ciertas pero no me pertenecen pertenecen a lo ajeno a lo que no se siente 

y no es de entraña y voy a morir y tengo miedo como tuve miedo de vivir sólo que este otro 

miedo es peor es activo me roe me está matando con una muerte previa con mil muertes a cada 

instante que pasa y dios y señor madre mía piedad piedad piedad 

Seis Ya no tornó a tener conciencia de lo que hacía. Notaba de vaga manera el movimiento de susmanos, y oía las fórmulas latinas que a la distancia profería su boca, en la misma formainerte en que podría oír y ver un feligrés distraído, presente sólo en lo físico. Por cumplir con

la letra del precepto.Mientras, en su interior, las imágenes del miedo se sucedían otra vez en galope de potrosdesbocados, potros desbocados en la noche, en el temporal — ruge el viento, llueve, haytruenos y relámpagos — , galopando, galopando, y era él galopando, y la noche era esa otranoche de hacía ocho, diez años, cuando recibió la noticia y corrió a los establos y montó sinsilla en un potro recién domado, para lanzarse al campo, al temporal, sin impermeable nimanta, a galopar empapado en medio de unas tinieblas wagnerianas, con los dientes

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apretados y las riendas apretadas en las manos, espoleando a su cabalgadura igual que siaún fuera tiempo, y él sabía que era tarde, que Pedro ya había muerto, pero le restaba ladesesperada esperanza del amor, la rebeldía que sigue siempre a la muerte del padre, delhermano, de la madre, de la novia, de la madre, porque lo lógico es la vida — lo natural, lo justo — , y la muerte es un absurdo espantoso que el hombre se niega a aceptar, que no

puede aceptar, ni siquiera cuando ha visto caer a su padre y va a buscar el cadáver de suhermano en una carrera de pesadilla, en la sombra, bajo un cielo cerrado y negro como unno....Había hallado desierto el Cruce, y colgado del travesaño del pozo el cuerpo de Pedro, elprimogénito, balanceándose a impulsos del vendaval, hinchado, mísero, grotesco; con losojos macabramente fuera de órbitas, y el rostro y la figura vejados a intervalos por lafantasmagórica luz de los relámpagos. Se enteró después de lo que ocurriera: el encuentro desu hermano con la banda la breve lucha, la captura, el suplicio: le ataron los pies a unapiedra y lo sumergieron una, dos tres veces, y diez y doce — ¿cuántas? — , sin decirle nada, sininsultarlo ni herirlo, esperando pacientemente a que se ahogara, deseando en silencio el

grito, la queja que no vino. — Orate, fratres.. . .Y el otro galope, solo también, en el mismo potro, aunque ahora de día, en la mañana, sí,en una grata mañana de septiembre, pasando por entre los pastizales y las vegas, a través delos bosquecillos de pinos donde se cobijaba el ganado cuando llovía o hacía demasiado calor,o en medio de los sauces que jalonaban los bajos: tacatac, tacatac, tacatac, y la luz solarrecién salida, fresca, haciendo reír a los álamos y los eucaliptos y, más lejos, a las casasblancas de los inquilinos, y más, más lejos, a los cerros de suave lomaje, a las nubes, al cieloclaro y transparente: tacatac, tacatac, por el vado, con el agua salpicando a diestro ysiniestro, mojándole el rostro y las manos, aunque sin vivificarlo, sin quitarle esa impresiónde fiebre: tacatac, tacatac, tacatac, tacatac, por el camino recovequeado que conducía albosque, y ya en el bosque — subiendo, arañando monte arriba — , los cascos del potro noresonaban sobre el suelo cubierto de hojas, y hubo de disminuir el ritmo de la marcha paraevitar las ramas inferiores, que podían azotarle, y a cada instante esperando el hallazgo,temiendo además — lo mismo que ahora — que en este momento o en éste, éste, este momento,despedazara el silencio el detonar de la bala que vendría a ultimarlo.Y no, lo mismo que ahora, el silencio, la quietud amenazadora, seguían con él, avanzandocon él, o bien avanzando él hacia ellos, y ellos aumentando de tamaño, creciendo, y al llegaral postrer rellano antes de la cumbre, allí, en lo alto, recortándose contra el ámbito celeste, elcadáver de Carlos pendía de un árbol, no balanceándose, sino quieto, petrificado, bañado enla sangre que manara de sus heridas, cubierto de polvo y de barro y con las facciones

deshechas y la ropa en jirones, porque lo habían arrastrado por el campo, quizá si antes,quizá si después de quitarle la vida.

Siete  — Sanctus, sanctus, sanctus. . .

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Esa sombra, ahora, en la ventana de la iglesia, que era la sombra de un olmo, él lo sabía, lepareció sin embargo la de un hombre colgado, balanceándose, y el hombre era su hermano,eran dos, eran Carlos y Pedro, y ya no era la sombra los cadáveres: eran los cirios del altar,las flores, las lámparas de ambos costados — una danza inmóvil de cadáveres — , y el Cristo noestaba crucificado, sino ahogado, apuñaleado, con el cuerpo cubierto de un barro hecho de

polvo y sangre, y lo miraba, lo perseguía, y detrás, a su espalda, no eran bandidos los que leaguardaban, ni feligreses, ni nada, sino sólo una horrible banda de fantasmas, un ejército demuertos que venían a conquistarlo para la muerte, y el corazón le latía con demasiada fuerza y se detenía y tornaba a latir, a galopar desbocado, para luego pararse de nuevo en unavorágine sin término. lo estaré haciendo bien lo estaré haciendo bien lo estaré haciendo bien  Sí, a través de su terror le preocupaba esto, y a través del terror notaba la calma de los fieles,que ni habían visto al Negro ni sabían lo que pasaba por su ánimo. Lo estaba haciendo bien.La maquinaria de la rutina funcionaba con normalidad. Con autonomía. Mientras, pordentro en la entraña, sí — , sus manos exteriormente firmes temblaban, y su garganta, que

tan nítidos profería los latines, se había hecho nudo, y su corazón era una piedra, o sehallaba oprimido entre piedras. Todo penetró en el vértigo ahora, ya sin recuerdos ni planes ni reflexiones, sino apenas,regresando, las estampas de pesadilla que giraban en su mente: el Negro, Carlos, Pedro, donPedro, y también, a ratos, la gente de San Millán, algún rostro modesto y amable hacia elcual — perforando el miedo o desde el miedo o mezclado con él — le impulsaba un chispazo deafecto, que luego desaparecía en la oleada del caos que dominaba su espíritu.No supo cómo pasaron la Consagración y la Comunión, cómo de repente se encontró con losbrazos en alto, pronto a dar la bendición final (pero voy a morir pero éstos son mis últimos 

momentos pero no he preparado nada ni pensado nada y a lo mejor pude).  — Benedicat vos. . . irá a esperar todavía y qué espera no entenderá que termina la misa  El Negro, no obstante, no daba señales de vida. Leyó el sacerdote el evangelio final, y cuandobajaba las gradas para rezar las postreras oraciones, miró de reojo al fondo de la iglesia.No. El Negro no estaba ahí. qué significa esto por qué se ha ido  Un torbellino nuevo, diverso, se apoderó de su ánimo mientras oraba, y ahora no era elmiedo solo  — pese a que continuaba presente, vivo — , sino también una especie de alegríainfantil, lo que daba vueltas en su interior: oh señor tal vez tal vez tal vez he vencido tal vez algo de lo que dije le ha llegado al alma o no 

tal vez tú has tenido misericordia  de mí simplemente  

Y luego, ya al retirarse, y cuando el sacristán comenzaba a mover ruidosamente las bancaspara hacer el aseo de la iglesia, una especie de decepción corroyó su dicha, porque habíaalgo de porfía, de duelo, en que el bandido llevase a cabo su venganza y él no flaqueara, omejor, en que él afrontara al Negro y éste no se atreviera a ultimarle. 

 perdóname dios mío es la sangre de mi padre que me hierve en las venas a ratos es su orgullo 

su fuego perdóname  

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Y en seguida un relámpago, una intuición que estalló en su mente y le hizo detenerse enmitad del pasillo: me espera en la sacristía  Eso era: no cabía duda. Pensó en volver atrás y huir por el portón de entrada, perocomprendió que los bandidos vigilarían ese acceso, y no conseguiría sino hacer un papel más

triste. No. Tenía que avanzar. Se dijo que avanzar no era un acto heroico. Que era cuestiónde tiempo.. De morir en una postura más digna o menos, de aguardar o no acurrucado en unrincón. Lo único difícil era el comienzo: llegar hasta la puerta de la sacristía y abrirla. Y niaun abrirla: bastaba con hacer girar la manilla, pues la hoja se iba sola hasta atrás, por elpropio peso de su vejez chirriante.Dio un paso, dos. Se preguntaba si sería capaz de mantenerse firme o si su valor sequebraría al final, cuando se encontrara ante el Negro y su revólver o su puñal o su hacha, olo que fuera a emplear para asesinarlo.Bruscamente: quizá después de todo no vigilen la entrada y quiera darme una oportunidad de escapar a mí 

al sacerdote sí a lo mejor es eso  Pero ya era tarde para retroceder: había puesto la mano sobre el picaporte, y la puertacomenzaba a abrirse lentamente.Fuente: luyohenriquez.files.wordpress.com/2010/10/misa-de-requiem.do

El árbol

Por María Luisa Bombal (Chilena)

A Nina Anguita, gran artista, mágica amiga que supo dar vida y 

realidad a mi árbol imaginado; dedico el cuento que, sin saber,

escribí para ella mucho antes de conocerla. 

El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo quealumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa,al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara,estrecha y juiciosamente caprichosa.

"Mozart, tal vez"  — piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir elprograma. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..." ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuvieseoído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó

imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahoracorrectamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella... Ella había abandonado losestudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla comovergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no mealcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su padre! "¡A cualquierale doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen!Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura".

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Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padrellegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras queprefería simplificarse el día declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla.Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos deánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue". Y Brígida había

conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer

sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar porél de la mano, como ahora.

Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalinaque corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol deencaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro. — Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia

el jardín de sus años juveniles.Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas quedesatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y comointerrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo másliviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Estan tonta como linda" decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni "planchar" 1 en losbailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.

¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre unadoble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas paraque ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña,cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello conlos brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparabaaturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca habíasido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar  — le decía Luis — . Eres como uncollar de pájaros".

Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno nose sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasadotantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina acomprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto...

Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en unritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a

retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado delquitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce yfirme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendomaquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de

primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar

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contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo,viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por laespalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándolaolvidada sobre el pecho de Luis.

 — No tienes corazón, no tienes corazón  — solía decirle a Luis. Latía tan adentro elcorazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado — . Nunca estásconmigo cuando estás a mi lado — protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abríaritualmente los periódicos de la tarde — . ¿Por qué te has casado conmigo?

 — Porque tienes ojos de venadito asustado  — contestaba él y la besaba. Y ella,súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, esepelo plateado y brillante de Luis!

 — Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas alos quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en

el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . . — Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante lanoche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo sualiento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un climapropicio.

Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado.Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que seobstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nadamás. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis".

Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero — era curioso — apenas pasaba asu cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.

Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese

circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitoriopor las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vistadescansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras comode agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban enun bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en unacuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero!2 Todos los pájaros del barrio venían arefugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un

costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.

 — Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegarpara el almuerzo... Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé.Más vale que no me esperes, Brígida.

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   — ¡Si tuviera amigas!  — suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Sitratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido?Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis  — ¿por quéno había de confesárselo a sí misma? —  se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su

timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lomenos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?

Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía,eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las queél estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vezpara estrechar la vieja relación de amistad con su padre.

 Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas ycontinuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, elfracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse enlos bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis,

por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlocomprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

 — Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis. — Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar. — Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre sumarido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis...

 — ¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres? — Nada. — ¿Por qué me llamas de ese modo, entonces? — Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis

ofrecerle el viaje prometido. — Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a

la estancia con tu padre? — ¿Sola? — Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras

hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar. — ¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?

Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejandopasar la hora de llegada a su despacho.

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   —  Tengo sueño... — había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara enlas almohadas.

Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella habíarehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado

sin pensarlo: el silencio.Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus

nervios. — ¿Todavía está enojada, Brígida?

Pero ella no quebró el silencio. — Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora.

Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.. . . — ¿Quieres que salgamos esta noche?.... . .

 — ¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?. . . — ¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?. . . — ¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...

Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento,

tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia.

"Y yo, y yo — murmuraba desorientada — , yo que durante casi un año... cuando por primeravez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisarnunca más esta casa..." Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tirabadesatinadamente la ropa al suelo.

Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había

abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con susramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hechouna impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.

Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durantetoda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como porlos canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo

tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamentefriolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.

Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios deFederico Chopin.

¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que sumarido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?

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El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando enaquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.

Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, yparece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.

¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto

fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Sehabía sentado muy tieso. Hubo un silencio.

 — Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; tequiero, Luis, te quiero", si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi deinmediato, con su calma habitual:

 — En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlomucho.

En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué

exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, laodiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frentecontra el vidrio glacial, Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que logolpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado ysilencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había ciertagrandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo delas cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedóescuchando: "Siempre". "Nunca"...

Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.¡Siempre! ¡Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras

como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos;caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que traeel "clavel del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.

Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas quelevantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entoncesella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sinreparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje — 

siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río — y

era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea.Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.

Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primeralámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como unaluciérnaga deseosa de precipitar la noche.

Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando sudolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo

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demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillashacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente dediscretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutileschasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomerosumido en las estrellas de una calurosa noche estival.

Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre laestera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.

Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolíatras otra, imperturbable.

Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el céspeddel estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían ycaían... La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, seensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahorasumido en una copa de oro triste.

Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada

improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo ysin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella unainesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que laverdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad.Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar porfin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás todatemblorosa.

¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron

muy de mañana."Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión

de vecinos..."Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y

mira a su alrededor. ¿Qué mira?¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de

vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieranarrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros,la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manosque surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.

Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobreuna calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de unrascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. Enla esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de serviciopintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio dela calzada.

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Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahorabalcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.

Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de lacalle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le habíadado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había

llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómopudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza dehombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.

¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes ylocuras, y amor, amor. . .

 — Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? — había preguntado Luis.Ahora habría sabido contestarle:

 — ¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.Fuente: redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/memorias/.../el%20arbol.doc