Selección de cuentos de autores guatemaltecos (hombres) nacidos antes de 1950
Rafael Arévalo Martínez (1884-1974)
El hombre que parecía un caballo (http://www.literaturaguatemalteca.org/arevalo1.html)
Flavio Herrera (1895-1968)
SIMONA
Volvía de Europa Eduardo tras diez años de ausencia. Diez años en que su atolondrado
rastacuerismo rodó de país en país sin ningún objetivo edificante. Obseso únicamente por
moceriles aventuras y porque la paternal munificencia constante renovadora de los depósitos en
los bancos garantizando los despilfarros del granuja.
Apenas si, de tarde en tarde, presuroso garrapateaba dos lineas para la madre que, aquí en
América, languidecía en la ausencia. Eran dos lineas de un sentimentalismo forzado y ramplón en
que exaltaba el dolor de esta ausencia y columbraba la felicidad del retorno al regazo materno...
pero más tarde, cuando se concluyeran los estudios... que Eduardo seguía asiduamente por todos
los cabarets de Montmartre.
Pero un día salió de su atolondramiento sintiendo que el mundo se le desquiciaba. Un cable fatal
comentaba el fracaso de su vida holgazana y feliz. Su padre había muerto y la madre lo llamaba
recordándole su responsabilidad de único hijo varón en el hogar dolorido.
Streamer
Lloró. No tanto por el padre cuyo recuerdo le esfumaba la pátina de diez años de ausencia. Lloró
más por el sesgo que la fatalidad daba a su vida futura. Cuando, a bordo del Steamer que lo volvía
a América, oyó los pitazos de zarpe y sintió la pulsación sorda y profunda del vapor en marcha,
cuando se vio ondear melancólicamente cien pañuelos amigos que lo despedían en los muelles,
una sensación inenarrable, un dolor agudísimo le echó largo rato sobre la borda sollozando, como
si Europa se le hubiese corporizado en las entrañas y ahora se le arrancara bruscamente, y muchos
días, sin salir del camarote, pasose humedeciendo con besos y lágrimas el retrato de Nette, una
linda cocota de allá en París le chupaba el vigor y los bolsillos.
Hasta que en su mente obcecada la reflexión se fue filtrando como rayo a través de un nublado. Ya
pensaba en la madre. Un sentimiento filial y profundo surgía mitigándole la amargura del regreso.
La idea del ser débil a quien él fuera a amparar. Luego, la prole. Cuatro suaves hermanitas que le
esperarían... Y en las noches de a bordo, sobre el jadeo del mar iba su insomnio delirante forjando
planes grandiosos... Asumir la responsabilidad doméstica, aprestarse a la lucha con viril fortaleza,
redimir deudas y un día, rico, feliz y para siempre volver a Europa donde los brazos de la Nette le
esperarían para ceñirse a su cuello a guisa de guirnalda de triunfo.
*
Eduardo se convencía con tristeza de la situación económica de la casa. ¡Cómo él pudo ignorarla
tanto tiempo! y en silencio, con lágrimas profundas santificó y admiró la prodigalidad paterna que
durante diez años cubriera estoicamente sus excesos sin hablarle jamas de restricciones ni
penurias, Ahora sabía la dolorosa evidencia. Las sumas acrecían macabramente el pasivo y en
legajos de papeles y en los libros fue conociendo la historia de aquella decadencia. Las rentas,
ahora exiguas ya que los terremotos desplomaron las casas, las veinte casas de los abuelos. Volvió
la mente a las finas. Pensó que allá en las sierras quedaba algo: dos fincas en abandono y apenas
recordadas de tarde en tarde por algún informe de administradores rapaces que vivían
esquilmando los predios.
En los últimos años, el padre se marchó a las sierras. Levató créditos; renovó siembras: montó
trapiches y acopió colonos. Un fragor dinámico conmovía la paz agreste. Donde hubo antes
silencio y olvido luego zumbaba un rumor de enjambres. La familia toda fuese también a vivir a la
montaña, a Cuyulán, una de las fincas. Allá, medio derruido quedaba un chalet que el celo paternal
refaccionó con empeño y amor, porque allá vivió el padre veinte años atrás, al transcurrir su
inquieto mocerío. Cuando el abuelo adusto y educado en Inglaterra buscó para el hijo el consorcio
de la tierra por avezarlo a la rudeza de la vida agreste créandole la aptitud de presidir un día la
colonia y los cultivos.
Luego, tras efímera incremencia, la baja del café, del azúcar... La crisis. Y los créditos enormes; las
propiedades comidas de hipotecas; los intereses, el fantasma de los intereses creciendo, siempre
creciendo y devorando el capital inexorablemente. Era cardiaco y una mañana le encontraron
muerto sobre la carta de un acreedor que cobraba réditos con torpes amenazas de ejecución.
Eduardo calculó, liquidó mentalmente y sintióse un tanto feliz pensando que la mitad de los bienes
redimiría las deudas y que luchando, trabajando podía volverse a flote. Sentía despertársele algo
hasta entonces adormido en él; algo noble y recóndito, un sentimiento grato y solemne de
responsabilidad ante la madre aniquilada de dolor, medrosa ante la quiebra; ante las hermanas
inocentes del riesgo circulante y entonces el sentimiento de su juventud plena dábale una aptitud
total frente a las solicitaciones de la vida fecunda y muchas veces, a solas en su escritorio,
templaba los puños y adelantaba el pecho en gesto de eficiencia y decisión mientras ideaba
proyectos fabulosos.
Para el éxito de sus planes, él mismo administraría las fincas saneadas. Iríase al campo. Presintió
muy hondo el golpe de esa trasposición tan ruda y triste. ¡París... La selva! Una finca perdida en las
montañas. Todo el cuadro salvaje. La vida criolla; los indios; la convivencia con gentes safias y
violentas; el contacto con la jayanería de los contornosen fin, ¡la muerte! y apenas si mitigaba el
ardor de esta vida la idea obsesora del viaje soñado, ¡el viaje definitivo que remataría sus éxitos
agrarios y hasta entonces vivir su vida otra vez!
Y fuese a Cuyulán. Atraíale el nombre sonoro y abierto como una clarinada, que, en sus sueños
agrarios había también un épico concurso de fuerza y de victoria. ¡Cuyulán! En un repecho de
montes dormidos entre el dinámico abrazo de dos ríos. En las noches oía rodar sobre las selvas la
serenata de las aguas meciendole el alma en una melancolía salvaje. Y fatigado, satisfecho tras un
día de acción fecunda, dormíase en alguna hamaca de los corredores, frente a la sierra maternal y
solemne hasta por la calvicie milenaria de las cúspides que besaban las nubes.
A la inconformidad de los primeros días, en el ánimo de Eduardo sucedía una resignada tristeza.
Lenta y suave conformidad le invadiera al interesarse por las cosas circulantes. Las siembras... el
augurio de cosechas felices... algún colono herido. Los mil incidentes cotidianos. Y sin sentirlo,
corridos unos meses, estaba Eduardo hallado en su nueva situación. Ya, se dijo: "En la vida todo es
asunto de costumbre... Y entonces Europa... París... el fausto pretérito... Los recuerdos felices...".
Las horas románticas perdían en su mente la fuerza punzadora suavizándose en una impresión
vaga y lejana como de cosas entrevistas en la palidez de una lectura o en el borroso limbo de algún
sueño.
Además, esta vida salvaje no carecía de atracciones. Las partidas de caza; las pesquerías fecundas
en la prodigalidad de los ríos y algo más que la aromaba la rusticidad de las horas. Los domingos
había dado en echarse por el pueblo. Aquel poblacho, nido de sordidez y chismorreos, escondía
para Eduardo una atracción romántica. Descubrió dos o tres bellezas silvestres que por verle pasar
en su jaca* mora, asomábanse a las ventanas con las caritas embobadas y el alma en las pupilas.
¡Pero si hasta en la propia finca había! Al pronto Eduardo no reparó en ellas. Las conoció en un
sábado cuando el pago de jornales congregó a la colonia en la finca central.
Fresca belleza, la cerril lozanía
Con ojos de pasmo, Eduardo contemplaba la fresca belleza, la cerril lozanía de Simona, hija del
tejedor; de Isabel y María que, como las vírgenes del cuento, eran, la una morena; rubia y exótica
la otra; de Candelaria: de veinte más. Todas frescas y agraciadas como frutas en sazón; pero de
todas, la suprema, la que sacudía los gastados nervios de Eduardo, era Simona. Oriunda de la
finca. Allí naciera veinte años atrás, cuando él, de fijo. entretenía sus ocios de rapaz jugando el
trompo y la pelota. ¡Simona! flor de la serranía. ¡Esbelta, blonda, felina y con el incendio del
trópico en las pupilas!
Eduardo comenzó a requebrar a Simona en cuanto la ocasión se la puso cerca, iba y venía de
Cuyulán al Pino para verla. Una cosa pueril, el más fútil motivo dábale pretexto para su viaje. El
deseo de la sierva obsedía al amo con ímpetu creciente. Un día ordenó a Tomás, el mayordomo,
la traslación del tejedor y su familia a Cuyulán. Allá en el Pino las viviendas eran sórdidas y viejas;
aquí nuevas y claras, para abrigo del cuerpo y efusión del ánimo.
Y así, se cercaba el buitre a la paloma, porque Eduardo, atisbándola, daba idea de esas aves de
presa que con voraz delectación vuelan sobre la víctima en grandes círculos antes de atraparla.
Ya el padre de Simona, caduco y cegatón, no trabajaba. Desde que vino Eduardo a la finca gozó de
privilegios cobrando méritos de antiguo servidor. Con los primeros colonos había llegado a
Cuyulán. Entonces no era tejedor. Desbrozó campos y sembró cafetos y fue después, cuando la
finca floreció, se pobló y urbanizose en la intensidad del vértigo agrícola, que el viejo, fatigado,
cambió el machete por el telar y las agujas, sintiéndose solidario del éxito y con derecho al reposo.
La madre de Simona conserva vestigios de hermosura pretérita. Era de tipo aquilino y señoril y
según ella, de niña, vistió seda y rozó con "gente", pero venida a menos, casó con un artesano sin
trabajo que un día desesperado se enroló en la colina de Cuyulán.
Y este hogar minúsculo se instaló en una casa fresca y nuevecita, construida exprofeso frente al
chalet del amo, señor don Eduardo...
Sucedíanse a diario las concesiones y preferencias. Se disponía que el tejedor devengase doble
salario en premio a su añeja fidelidad. Se proveía al tejedor de los graneros. Cuanto en la finca se
mataba res, naturalmente las primicias eran de Simona.
Comenzaron rumores y bisbiceos. Algunos colonos rezongaban mirando con mal ojo a los
privilegiados. Corrían chismes, pero Eduardo, con la obsesión de la muchacha, no reparó en nada.
A menudo, pensando en ella, tenía íntimos azoramientos. ¡Aquella su timidez con una
campesina...! ¡El, todo un señor civilizado que en la supercivilizada Europa... que en los cabarets...!
Así, su gentil desenfado de otros días fracasaba cómicamente ante la rusticidad de una ardillita.
¿Amor? ¡Qué estupidez! Pero, ¿entonces...? Y resistía el análisis. ¿Qué iba a saber la causa? Mas
se iba convenciendo que nunca podría ser lo que pensara. Ante Simona sentíase tímido, débil, con
dulce timidez solo sentída allá en la ingenua adolescencia, cuando por vez primera oprimió la
mano a la primera novia.
Y, ¡cuántas ocasiones! A menudo la encontraba sola en algún paraje. en los cafetales..., en la vega
del río cuando Simona iba a lavar las ropas. Premeditaba el asalto, decidiase en ímpetu heroico,
aproximábase soltándole un requiebro... desgairada y gentil, la muchacha se le encaraba
sonriendo. Sucedía entonces algo ridículo. El se azoraba de súbito, sobrecogido de una vaga
emoción... de respeto... de éxtasis ante el garboso desenfado de Simona y se alejaba corrido, casi
humillado, sintiéndose torpe y repitiendo para sí, mentalmente el verso del clásico soneto: "fuese
y no hubo nada...".
Hizo un día en intento supremo. Tendido en la hamaca vio pasar a Simona rumbo al río Le hiciera
cobrar ánimos un vaso de whisky tomado al intento. Esperó unos instantes el efecto del alcohol y
presto echose al monte tras Simona. El incendio solar le encendía la sangre; zumbábale las sienes
con zumbido irónico y persistente. Sentía esponjamiento de sus fibras mordidas de lujuria.
Mientras ganaba el atajo del río imaginábase a Simona desnuda. Adivinaba vírgenes blancuras,
palpitantes morbideces ocultas siempre a sus ojos tras la procacidad de unas ropas baratas. A
menudo se detenía saboreando el triunfo, mientras dilataba las narices aspirando en el aire un
ilusorio aroma de mujer. Iba henchido de valor y audacia y ahora sería el lance. Llegóse junto a la
muchacha que, dándole espaldas lavaba en el río con las sayas remangadas y el agua hasta la
pantorrilla airosa y regordeta. Un instante tuvo impulso de asaltarla por detrás, sin palabras,
brutalmente como los sátiros en las selvas panidas. En eso Simona, sintiendo sus pasos, volviose
ágilmente y, erguida, sonreía enseñando los dientes purísimos.
Franca y provocativa
-Simona...
-Don Eduardo...
-¿Qué haces aquí...?
-Ya lo ve, lavando...
-¿Y no te da miedo?
-¿Miedo de qué...?
-De estar sola... Si alguno...
La muchacha le miraba confusa, sin comprender. Luego alzó los hombros desdeñosa y sonrió otra
vez.
El sesgó la plática.
-Dime Simona, ¿tienes novio?
-No don Eduardo, no tengo.
-Es raro. ¿No te enamora nadie de los alrededores? Por acá hay buenos muchachos. Aquí mismo
Benjamín... Ventura...
Ella soltó el trapo a reír y remató:
-¡Un par de zonzos!
Eduardo recordó los tufos de la madre viendo a Simona contraer el rostro en mohín de vanidad
ofendida.
Mientras hablaba, Eduardo sentía apagársele en las venas el ardor efímero del alcohol; humillarse
su lujuria ante aquella gracia pura, aquella ingenua sencillez que le exaltaba un sentimiento
delicado. ¡Su hidalga gentileza! La que en la vida hiciérale repudiar los gestos violentos, las
situaciones grotescas porque, hasta en el lecho de las mercenarias, su aristocracia espiritual
disfrazaba siempre la violencia del instinto, la brutalidad del macho con algún suave artificio. Aquí
renacería esta delicadeza sintiendo por Simona algo confuso... ternura... admiración... ¡tal vez
amor! Extático, sembrado en la arena, mirábala sonreir franca y provocativa. Mirábala ondular,
palpitar. El sol meridiano irradiaba en los negros ojazos de Simona y a él bullíale en la sangre, pero
ya en él se había despertado el esteta borrándole todo pensamiento lascivo. Imaginaba la gloria
del cuerpo trigueño y perfecto, preso en un corpiño y en unas sayas burdas, pero ya él era
impotente. ¡Ni el ánimo de insinuar una caricia! Sentía la inción del fanático ante el ídolo y por
extrañas cerebraciones iba de su ridícula situación del momento al recuerdo de audacias
pretéritas, ¡la cínica audacia de otros días que le decidiera el éxito en cien aventuras mujeriegas!
Mudo, inmóvil, veíala torcer la ropa, hacinarla en la palangana y por fin vila partir hacia el poblado
mientras, a guisa de broma, ella le dijo, subiendo el atajo:
-¿Se queda usted para bañarse?
¡Qué situación ridícula! estaba derrengado. Sentía el deseo punzante de arturdirse, de
emborracharse. En efímera rebeldía exclamó:
-Pero ¿seré tan bestia de enamorarme de Simona?
Luego pensó en el pueblo, en las muchachas que le sonreían viéndole rayar la jaca en las esquinas.
Subio el chalet. Montó y partió...
*
Anochecido ya, volvió a la finca. Cuando la laca traspuso la puerta de campo, los perros que
avizoraban en la sombra, cortaron el silencio con fieros ladridos.
El mayordomo sostuvo en estribo al amo que volvió borracho del pueblo. Cuando se hubo apeado
llamó aparte a Tomás.
-Ve Tomás, quiero hablarte.
-Voy, patrón.
Lo introdujo en su dormitorio, preguntándole
-¿Está el tejedor?
-No, señor, salió esta tarde y no ha vuelto. Lo vieron borracho con un caporal en la orilla de
pueblo.
-¿Y la madre?
-Tampoco está. Se iría a rezar a Remedios. Hoy acaba la novena y habrá fiesta.
-¿Y por qué no se llevo a Simona?
-Quién sabe... Estará allí José María que la corteja.
-Entonces, ¿Simona está sola?
-Sí señor...
Cruzaron amo y siervo una mirada en que se escudriñaban.
Eduardo, cohibido, no sabía cómo empezar. La borrachera le embrollaba la mente en que se
removían ondas de turbios deseos como las aguas de un légamo hediondo.
-Es que... Tú sabes... Simona... Es bonita, ¿verdad? y a mí me gusta. Ya te habrás dado cuenta...
pero no quiero ir al rancho. Anda tú a ver si está y le dices que venga... ¡que la llamo yo!
El mayordomo quedó sembrado en el sitio; el ebrio repetía:
-¿No óiste, Tomás? Qué borracho estoy, ¿verdad? -y se tambaleaba silabeando:
-Anda a llamar a Simona... que venga... te la traes si no quiere...
Tomás balbuceaba perplejo, indeciso. Algo quería decir y se le aturullaba en la garganta.
El amo le injurió:
-¡Bestia! ¿No has óido? ¿O es que no me obedeces? ¡An... da.... a... lla... mar... a... Si... mo...
naaa...!
Tomás aventuró con voz temblona y opaca:
-Pero señor, ¡la Simona! Pero ¿no sabe usted...? ¿Nunca le han contado?
Y el otro impaciente:
-Le han contado ¿qué?
-Nosotros, mi mujer y yo creímos que... que usted ya lo sabía... y como vemos las preferencias... y
el tejedor no trabaja y usted ordeno que se le diera carne y maíz de la finca...
-¿Y a qué viene todo esto?
-Viene, señor, a que... Perdóneme pero aquí se dice que... creí que usted ya lo había óido...
-¡Pero qué se dice, animal!
-Con perdón de usted, señor, pero se dice que... En fin, que la Simona es hermana de usted,
porque su papá, que en paz descanse... Dispense patrón pero ahora no hay más que decírselo...
Pensé que usted lo sabía... que las referencias...
Sintiéndose pequeño, mezquino...
Eduardo vibró como fulminado. Mordíase la lengua; hundíase en la carne las uñas para
convencerse de la realidad de la escena. ¡Simona su hermana! un puño le cerraba el cuello y le
cortaba la voz. El pasmo le inmovilizaba, Humillada la cabeza como una bestia rendida, sintiéndose
pequeño, mezquino, despreciable, Se palpaba creyéndose alucinado, mientras la imagen del
padre desfilaba en su memoria, grotesca y bestial. De pronto irguiose incrédulo y altanero y
encarándose al siervo, lo sondeó:
-Pero, ¿sabes tú que sea cierto?, ¿quiénes dicen eso?, ¿quién lo asegura?
-Señor, lo dicen todos, es público... Dispénseme señor, pero también yo creo... Por aquel tiempo
yo estaba en la finca... me acuerdo de muchas cosas. Su difunto padre... el tejedor iba siempre a
traer ganado a tierras fría, y... Cuando usted vino hasta dijeron que se parecía a Simona.
-¡Basta!
Las palabras, convincentes, fatales, caíanle en el alma como algo congelante. Alguien le habló
algún día de aquel parecido ¡y él, que nunca sospechara! pero escudriñaba en su memoria,
hilvanaba recuerdos y el indicio cobró matiz de evidencia... Simona tenía veinte años... Por aquel
tiempo su padre vivió en Cuyulán. Joven, lozano, como no sería entonces cuando la muerte le
halló mujeriego irredimible... Lo sabía por la madre, por muchos... recordaba escenas lejanas,
choques domésticos... nombres de mujeres, soltados por la madre, entre sollozos... y una
vergüenza ancestral lo aplastaba. ¡La Simona su hermana! al fin, ¿qué tenía aquello? ps... ¡lo más
corriente! Pero en su laberinto mental persistía obsesora la idea de que todo lo que óia, lo que
veía, era una ilusión, sin conformarse a la realidad grotesca, a la torpe situación de aquel
momento en que un siervo le había aplastado... Y esperaba algo, algo como el despertar de un
sueño; pero se había detenido el tiempo; los instantes se eternizaban...
Bajo los párpados caídos, los ojos del mayordomo acechaban la actitud del amo. Al fin Tomás,
obyecto, miserable, como una bestia, se arrastró hasta Eduardo, y le insinuó con voz casi muerta:
-Señor, dispénseme... Tal vez hice mal en decírselo, pero usted quería que la Simona... y era
preciso decírselo. No podía ser... Pero allí están las otras... la Julia, la Candelaria... Ellas también
son galanas...
Y Eduardo, con los ojos arrasados en llanto, repuso.
-No, Tomás... Ninguna... ¿Quién sabe si también ellas...?
Y la vergüenza le apagó la voz.
Miguel Ángel Asturias (1899-1974)
LA LEYENDA DE LA TATUANA
El Maestro Almendro tiene la barba rosada, fue uno de los sacerdotes que los hombres blancos
tocaron creyéndoles de oro, tanta riqueza vestían, y sabe el secreto de las plantas que lo curan
todo, el vocabulario de la obsidiana —piedra que habla— y leer los jeroglíficos de las
constelaciones.
Es el árbol que amaneció un día en el bosque donde está plantado, sin que ninguno lo sembrara,
como si lo hubieran llevado los fantasmas. El árbol que anda … El árbol que cuenta los años de
cuatrocientos días por las lunas que ha visto, que ha visto muchas lunas, como todos los árboles, y
que vino ya viejo del Lugar de la Abundancia.
Al llenar la luna del Búho-Pescador (nombre de uno de los veinte meses del año de cuatrocientos
días), el Maestro Almendro repartió el alma entre los caminos. Cuatro eran los caminos y se
marcharon por opuestas direcciones hacia las cuatro extremidades del cielo. La negra extremidad:
Noche sortílega. La verde extremidad: Tormenta primaveral. La roja extremidad: Guacamayo o
éxtasis de trópico. La blanca extremidad: Promesa de tierras nuevas. Cuatro eran los caminos.
—¡Caminín! ¡Caminito!… —dijo al Camino Blanco una paloma blanca, pero el Caminito Blanco no
la oyó. Quería que le dieran el alma del Maestro, que cura de sueños. Las palomas y los niños
padecen de ese mal.
—¡Caminín! ¡Caminito! … —dijo al Camino Rojo un corazón rojo; pero el Camino Rojo no lo oyó.
Quería distraerlo para que olvidara el alma del Maestro. Los corazones, como los ladrones, no
devuelven las cosas olvidadas.
—¡Caminín! ¡Caminito!… —dijo al Camino Verde un emparrado verde, pero el Camino Verde no lo
oyó. Quería que con el alma del Maestro le desquitase algo de su deuda de hojas y de sombra.
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
El más veloz, el Camino Negro, el camino al que ninguno hablo en el camino, se detuvo en la
ciudad, atravesó la plaza y en el barrio de los mercaderes, por un ratito de descanso, dio el alma
del Maestro al mercader de joyas sin precio.
Era la hora de los gatos blancos. Iban de un lado a otro. ¡Admiración de los rosales! Las nubes
parecían ropas en los tendederos del cielo.
Al saber el Maestro lo que el Camino Negro había hecho, tomó naturaleza humana nuevamente,
desnudándose de la forma vegetal de un riachuelo que nacía bajo la luna ruboroso como una flor
de almendro, y encaminóse a la ciudad.
Llegó al valle después de una jornada, en el primer dibujo de la tarde, a la hora en que volvían los
rebaños, conversando a los pastores, que contestaban monosilábicamente a sus preguntas,
extrañados, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.
En la ciudad se dirigió a Poniente. Hombres y mujeres rodeaban las pilas públicas. El agua sonaba a
besos al ir llenando los cántaros. Y guiado por las sombras, en el barrio de los mercaderes
encontró la parte de su alma vendida por el Camino Negro al Mercader de Joyas sin precio. La
guardaba en el fondo de una caja de cristal con cerradores de oro.
Sin perder tiempo se acercó al Mercader, que en un rincón fumaba, a ofrecerle por ella cien
arrobas de perlas.
El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Cien arrobas de perlas? ¡No, sus joyas no tenían
precio!
El Maestro aumentó la oferta. Los mercaderes se niegan hasta llenar su tanto. Le daría
esmeraldas, grandes como maíces, de cien en cien almudes, hasta formar un lago de esmeraldas.
El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Un lago de esmeraldas? ¡No, sus joyas no tenían
precio!
Le daría amuletos, ojos de namik para llamar el agua, plumas contra la tempestad, marihuana para
su tabaco…
El Mercader se negó.
¡Le daría piedras preciosas para construir, a medio lago de esmeraldas, un palacio de cuento!
El Mercader se negó. Sus joyas no tenían precio, y, además ¿a que seguir hablando?, ese pedacito
de alma lo quería para cambiarlo, en un mercado de esclavas, por la esclava más bella.
Y todo fue inútil, inútil que el Maestro ofreciera y dijera, tanto como lo dijo, su deseo de recobrar
el alma. Los mercaderes no tienen corazón.
Una hebra de humo de tabaco separaba la realidad del sueño, los gatos negros de los gatos
blancos y al Mercader del extraño comprador, que al salir sacudió sus sandalias en el quicio de la
puerta. El polvo tiene maldición.
Después de un año de cuatrocientos días —sigue la leyenda— cruzaba los caminos de la cordillera
el Mercader. Volvía de países lejanos, acompañado de la esclava comprada con el alma del
Maestro, del pájaro flor, cuyo pico trocaba en jacintos las gotitas de miel, y de un séquito de
treinta servidores montados.
—¡No sabes —decía el Mercader a la esclava, arrendando su caballería— cómo vas a vivir en la
ciudad! ¡Tu casa será un palacio y a tus órdenes estarán todos mis criados, yo el último, si así lo
mandas tú!
—Allá —continuaba con la cara a mitad bañada por el Sol— todo será tuyo.
¡Eres una joya, y yo soy el Mercader de joyas sin precio! ¡Vales un pedacito de alma que no cambié
por un lago de esmeraldas! … En una hamaca juntos veremos caer el sol y levantarse el día, sin
hacer nada, oyendo los cuentos de una vieja mañosa que sabe mi destino. Mi destino, dice, está
en los dedos de una mano gigante, y sabrá el tuyo, si así lo pides tú.
La esclava se volvía al paisaje de colores diluidos en azules que la distancia iba diluyendo a la vez.
Los árboles tejían a los lados del camino una caprichosa decoración de güipil. Las aves daban la
impresión de volar dormidas, sin alas, en la tranquilidad del cielo, y en el silencio de granito, el
jadeo de las bestias, cuesta arriba, cobraba acento humano.
La esclava iba desnuda. Sobre sus senos, hasta sus piernas, rodaba su cabellera negra envuelta en
un solo manojo, como una serpiente. El Mercader iba vestido de oro, abrigadas las espaldas con
una Manta de lana de chivo. Palúdico y enamorado, al frío de su enfermedad se unía el temblor de
su corazón. Y los treinta servidores montados llegaban a la retina como las figuras de un sueño.
Repentinamente, aislados goterones rociaron el camino percibiéndose muy lejos, en los
abajaderos, el grito de los pastores que recogían los ganados, temerosos de la tempestad. Las
cabalgaduras apuraron el paso para ganar un refugio, pero no tuvieron tiempo: tras los goterones,
el viento azotó las nubes, violentando selvas hasta llegar al valle, que a la carrera se echaba
encima las mantas mojadas de la bruma, y los primeros relámpagos iluminaron el paisaje, como
los fogonazos de un fotógrafo loco que tomase instantáneas de tormenta.
Entre las caballerías que huían como asombros, rotas las riendas, ágiles las piernas, grifa la crin al
viento y las orejas vueltas hacia atrás, un tropezón del caballo hizo rodar al Mercader al pie de un
árbol, que, fulminado por el rayo en ese instante, le tomó con las raíces como una mano que
recoge una piedra, y le arrojó al abismo.
En tanto, el Maestro Almendro, que se había quedado en la ciudad perdido, deambulaba como
loco por las calles, asustando a los niños, recogiendo basuras y dirigiéndose de palabra a los asnos,
a los bueyes y a los perros sin dueño, que para e1 formaban con el hombre la colección de bestias
de mirada triste.
—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos? … —preguntaba de puerta en puerta a las gentes,
que cerraban sin responderle, extrañadas, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba
rosada.
Y pasado mucho tiempo, interrogando a todos, se detuvo a la puerta del Mercader de Joyas sin
precio a preguntar a la esclava, única sobreviviente de aquella tempestad:
—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos? …
El sol, que iba sacando la cabeza de la camisa blanca del día, borraba en la puerta, claveteada de
oro y plata, la espalda del Maestro y la cara morena de la que era un pedacito de su alma, joya que
no compró con un lago de esmeraldas.
—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?.. .
Entre los labios de la esclava se acurrucó la respuesta y endureció como sus dientes. El Maestro
callaba con insistencia de piedra misteriosa. Llenaba la luna del Búho-Pescador. En silencio se
lavaron la cara con los ojos, al mismo tiempo, como dos amantes que han estado ausentes y se
encuentran de pronto.
La escena fue turbada por ruidos insolentes. Venían a prenderles en nombre de Dios y el Rey; por
brujo a él y por endemoniada a ella. Entre cruces y espadas bajaron a la cárcel, el Maestro con la
barba rosada y la túnica verde, y la esclava luciendo las carnes que de tan firmes parecían de oro.
Siete meses después, se les condenó a morir quemados en la Plaza Mayor. La víspera de la
ejecución, el Maestro acercóse a la esclava y con la uña le tatuó un barquito en el brazo,
diciéndole:
—Por virtud de este tatuaje, Tatuana, vas a huir siempre que te halles en peligro, como vas a huir
hoy. Mi voluntad es que seas libre como mi pensamiento; traza este barquito en el muro, en el
suelo, en el aire, donde quieras, cierra los ojos, entra en él y vete…
¡Vete, pues mi pensamiento es más fuerte que ídolo de barro amasado con cebollón!
¡Pues mi pensamiento es más dulce que la miel de las abejas que liban la flor del suquinay!
¡Pues mi pensamiento es el que se torna invisible!
Sin perder un segundo la Tatuana hizo lo que el Maestro dijo: trazó el barquito, cerró los ojos y
entrando en él —el barquito se puso en movimiento—, escapó de la prisión y de la muerte.
Y a la mañana siguiente, la mañana de la ejecución, los alguaciles encontraron en la cárcel un árbol
seco que tenía entre las ramas dos o tres florecitas de almendro, rosadas todavía.
Marco Augusto Quiroa (1937-2004)
Gato viejo (http://www.literaturaguatemalteca.org/quiroa1.htm)
Augusto Monterroso (1921-2003)
Te conozco mascarita
La vida en común
Alguien que a toda hora se queja con amargura de tener que soportar su cruz (esposo, esposa,
padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermano, hermana, hijo, hija, padrastro, madrastra,
hijastro, hijastra, suegro, suegra, yerno, nuera) es a la vez la cruz del otro, que amargamente se
queja de tener que sobrellevar a toda hora la cruz (nuera, yerno, suegra, suegro, hijastra, hijastro,
madrastra, padrastro, hija, hijo, hermana, hermano, tía, tío, abuela, abuelo, madre, padre, esposa,
esposo) que le ha tocado cargar en esta vida, y así, de cada quien según su capacidad y a cada
quien según sus necesidades.
Dejar de ser mono
El mundo
Dante Liano (1948)
El viaje de los mártires
El humor la timidez generalmente se dan juntos. Tú no eres una excepción. El humor es una
máscara y la timidez otra. No dejes que te quiten las dos al mismo tiempo.
EL espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han descubierto a
últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos capaces de expresarse por
escrito, réplicas quizá del mono diligente que a fuerza de teclear una máquina termina por escribir
de nuevo, azarosamente, los sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es natural, llena estas
buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos
que los compren, como antes compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace más de
cuatro siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los europeos de que éramos
humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo
porque escribimos.
Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.
El camino para llegar a Feltre puede ser, a veces, primordial y severo. Montañas en las que se
derrumba la lluvia en primavera; extensiones de silencio mientras cae la nieve y el mundo se
vuelve blanco y reservado. Ya casi al final, en un recodo, un monasterio medieval anuncia que la
ciudad está cerca, a un túnel y un puente de distancia. Al llegar, el convento se mira desde abajo e
impone una especie de respeto. Desde la ciudad, que está a unos cuatro kilómetros en linea de
aire, y a la misma altura, pierde majestad pero no misterio. Es el monasterio de San Víctor y Santa
Corona, Mártires.
Su historia es la historia del crimen sobre el que sólidamente se fundamenta, la historia del horror
antiguo de la sangre derramada.
En el año de gracia de 1354, Carlos IV de Bohemia cabalgaba, al frente de un numeroso séquito,
camino de Roma, en donde sería coronado Emperador. Había atravesado las altísimas montañas
del norte de Italia, que cierran el paso a los posibles invasores teutones. Fue así que entró en el
valle de Feltre, que desde esa parte se aparece como una llanura espigada de colinas y rodeada de
montañas, en cuyo centro, sobre un pequeño promontorio, se yergue la ciudad.
En las afueras existe una montaña llamada el Miesna. Allí, en el aula de Giovanni da Vidor, la
ciudad no supo encontrar mejor homenaje para el visitante que amputar la cabeza al cadáver del
mártir cristiano San Víctor y cortar el brazo de su compañera de muerte, que no de vida, Santa
Corona y ofrecerle ambas reliquias como espantoso regalo. El futuro emperador recibió con gran
complacencia ambas ofrendas y continuó su viaje hacia la urbe. Una vez llevada a cabo la
coronación, no olvidó la tétrica donación con que había sido festejado en la montaña véneta.
Subió de regreso a sus dominios sajones y dio hospitalidad, en Praga, a la cabeza y al brazo con
que lo habían honrado. Macabro destino el de los santos mártires: morir descuartizados a causa
de su fe, y, por esa misma fe, seguir siendo descuartizados a mil años de su muerte.
Víctor era un soldado romano, convertido al cristianismo, que servía al emperador en Alejandría
de Egipto. Corría el año 171 de nuestra era. Cuando le fue ordenado que ofreciera sacrificios a los
dioses, Víctor se negó, declarando que no reconocía más Dios que el de los cristianos. Sebastián,
su jefe, lo hizo capturar y lo sometió a una serie de elaboradas torturas. Recuerdo una, de
particular crueldad: le fueron ligadas las manos detrás de la espalda, se ató la cuerda en lo alto, y
poco a poco lo fueron izando, hasta que se descoyuntó, rompiéndosele ligamentos, articulaciones
y nervios. Pasaba por el lugar una joven mujer, casada desde hacía apenas un año. En el transcurso
de ese año, también ella se había convertido al cristianismo. Asistió al singular certamen: por cada
tortura que aplicaba, el verdugo hacía una pregunta al reo. Este, tocado por la gracia, respondía
como un doctor de la iglesia. Entonces crecía la tortura. Y aumentaba también la sabiduría del
santo.
La mujer se llamaba Estefanía, que significa Coronada, o Corona, más simplemente. Hay tantos
defectos en los seres humanos que resulta cansado decirlos. Además, todos los sabemos de
memoria. Pero de las pocas virtudes que se le pueden reconocer, existe la de rebelarse. Pueden
pasar años, decenas de años sufriendo la injusticia o viendo cómo ésta se comete. Pero llega un
día en que recuperan todo su estatuto, la erecta posición de los dos pies plantados sobre la tierra.
Cada generación tiene un momento y una oportunidad; cada hombre, una vez en la vida. Supongo
que eso le sucedió a Corona al ver sacrificar de tal manera a Víctor. Corona, en voz alta, encaró a
los verdugos y, con ello, se delató. La mataron peor que a un perro. Las crónicas no le reservan a
ella el certamen casi literario entre Víctor y su verdugo. Murió destroncada: el brazo izquierdo
atado a un árbol; el derecho, a otro. Cada árbol estaba doblado por la fuerza, de modo que, al
romper los lazos que lo sujetaban, se enderezaba con toda violencia. Un árbol tiraba hacia un lado;
el otro, al lado opuesto.
Víctor, entre tanto, murió a causa de las torturas recibidas. Ambas muertes eran necesarias para la
economía de la historia. Lo que sucede, sucede. Sin embargo, no se puede dejar de percibir lo
absurdo del suceder: el acto de dar la muerte, como también el acto de dar la vida.
Comenzaba el largo viaje de los mártires Víctor y Corona. Como juntos habían muerto, juntos
fueron enterrados. Sus despojos fueron trasladados a la Isla de Chipre, en donde fueron
sepultados en la ciudad de Ceronia. Un ataque de los árabes, en el año de 802, hizo que sus restos
fueran velozmente trasladados a Sicilia, en donde permanecieron dos años. Tampoco Sicilia iba a
dejar reposar a los dos mártires. Dos años después sus cuerpos partían hacia Venecia, en donde
fueron enterrados en la Iglesia de San Moisés. De allí, al poco tiempo, un prestigioso obispo quiso
dar lustre a la sede de Feltre, que está a pocos kilómetros de la laguna. Llevó, pues, los dos
cuerpos al Monte Miesna. Allí los encontró Carlos IV en su viaje a Roma y allí le regalaron, como ya
se ha dicho, la cabeza de San Víctor y el brazo de Santa Corona. Ahora, en donde reposan
definitivamente sus cuerpos, está el hermoso monasterio que se asoma peligrosamente al abismo.
Hay una roca y hay un árbol que crece perpendicular, con las ramas colgando hacia abajo, como
los árboles del martirio original. Hace siempre frío allí, aún en verano.
Más de una extrañeza convive con la historia de ambos santos. Ahora son los patronos de Feltre, y
el extranjero que por primera vez oye que se celebra la fiesta de San Víctor y Santa Corona, cree,
equivocándose, que ambos eran marido y mujer, o amigos, o compañeros o tal vez novios. En
cambio, ni siquiera se conocían. La mujer pudo haber pasado por otro lugar, cambiar calle , no salir
de su casa ese día, tropezar y herirse, enfermar, tener un impedimento. Por otra parte, también
pudo quedarse callada, ya lo he dicho. Mas reclamando la justicia reclamó la muerte.
Pudo haberse quedado en su casa y en cambio ese día inició un largo viaje que llevaría su cuerpo
destazado desde el calor africano de Egipto hasta los fríos implacables del monasterio feltrino, al
lado de un desconocido. ¿Reposan, descansan sus cenizas bajo la tierra helada, en Praga o en
Feltre? ¿O tiemblan todavía temiendo que, en los siglos, una nueva tortura, un nuevo
descuartizamiento se les imponga?
En 1943, debido a las disputas que cada tanto se establecían, principalmente con Otricoli
(Umbria), que reclama para sí el honor de recoger en su tierra los cuerpos de los mártires, fue
abierta la tumba de Feltre. Allí se encontró una tablilla en donde se testimoniaba que eran ellos,
que San Teodoro los había trasladado de Alejandría a Ceronia y que, luego, el obispo Solino los
había llevado de Ceronia a Sicilia. Eran ellos, los justos, los que no tienen paz, los que se
equivocaron de bando. En la tablilla había una inscripción: "No hay crimen que no tenga
precedentes; no hay crimen que no se repita".
(Ahora, cuando el tren pasa bordeando el río Sonna que corre al pie de las montañas feltrinas, y,
un instante antes de que aparezca Feltre en el horizonte --Feltre, con su torre y su castillo, con sus
altos picos nevados en la lejanía--, se ve el monasterio allá arriba, a punto de precipitarse al vacío,
y no se sabe, nadie sabe, que está construido sobre el sufrimiento. Y también sobre su contrario).