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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato 1 LA PRODIGIOSA TARDE DE BALTAZAR (Los funerales de la Mamá Grande, 1962) Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014) LA JAULA ESTABA terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo. Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería. Tienes que afeitarte le dijo Úrsula, su mujer. Pareces un capuchino. Es malo afeitarse después del almuerzo dijo Baltazar. Tenía una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una expresión general de muchacho Pero era una expresión falsa. En febrero había cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera sabía que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo. Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido apenas un trabajo más arduo que los otros. Entonces repósate un rato dijo la mujer. Con esa barba no puedes presentarte en ninguna parte. Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varías veces para mostrar la jaula a los vecinos. Úrsula no le había prestado atención hasta entonces. Estaba disgustada porque su marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había puesto en un asiento junto a la hamaca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio. ¿Cuánto vas a cobrar? preguntó. No sé contestó Baltazar. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan veinte. Pide cincuenta dijo Úrsula. Te has trasnochado mucho en estos quince días. Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida. Baltazar empezó a afeitarse. ¿Crees que me darán los cincuenta pesos? Eso no es nada para don Chepe Montíel, y la jaula los vale dijo Úrsula. Debías pedir sesenta. La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor pa- recía menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el comedor.
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Selección de cuentos hispanoamericanos 2015 2016

Jan 24, 2017

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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LA PRODIGIOSA TARDE DE BALTAZAR (Los funerales de la Mamá Grande, 1962)

Gabriel García Márquez

(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)

LA JAULA ESTABA terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la

costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella

del mundo. Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo

que descolgarla y cerrar la carpintería.

—Tienes que afeitarte —le dijo Úrsula, su mujer—. Pareces un capuchino.

—Es malo afeitarse después del almuerzo —dijo Baltazar.

Tenía una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un

mulo, y una expresión general de muchacho Pero era una expresión falsa. En febrero había

cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida

le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera

sabía que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo.

Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido apenas un trabajo más arduo

que los otros.

—Entonces repósate un rato —dijo la mujer—. Con esa barba no puedes presentarte

en ninguna parte.

Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varías veces para mostrar la jaula a

los vecinos. Úrsula no le había prestado atención hasta entonces. Estaba disgustada porque su

marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y

durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había

vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando

Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había

puesto en un asiento junto a la hamaca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La

contemplaba en silencio.

—¿Cuánto vas a cobrar? —preguntó.

—No sé —contestó Baltazar—. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan veinte.

—Pide cincuenta —dijo Úrsula—. Te has trasnochado mucho en estos quince días.

Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida.

Baltazar empezó a afeitarse.

—¿Crees que me darán los cincuenta pesos?

—Eso no es nada para don Chepe Montíel, y la jaula los vale —dijo Úrsula—. Debías

pedir sesenta.

La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor pa-

recía menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió

la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el comedor.

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La noticia se había extendido. El doctor Octavio Gíraldo, un médico viejo, contento de

la vida pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de Baltazar mientras almorzaba con

su esposa inválida. En la terraza interior donde ponían la mesa en los días de calor, había

muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa le gustaban los pájaros, y le

gustaban tanto que odíaba a los gatos porque eran capaces de corriérselos. Pensando en ella, el

doctor Giraldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltazar a

conocer la jaula.

Había mucha gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cú-

pula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para

comer y dormir, y trapecios en el espacio reservado al recreo de los pájaros, parecía el modelo

reducido de una gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosamente, sin

tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio, y mucho más

bella de lo que había soñado jamás para su mujer.

—Esto es una aventura de la imaginación —dijo. Buscó a Baltazar en el grupo, y agre-

gó, fijos en él sus ojos maternales—: Hubieras sido un extraordinario arquitecto.

Baltazar se ruborizó.

—Gracias —dijo.

—Es verdad —dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer

que fue hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz parecía la de un cura

hablando en latín—. Ni siquiera será necesario ponerle pájaros —dijo, haciendo girar la jaula

frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo—. Bastará con colgarla entre los

árboles para que cante sola. —Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento, mirando la

jaula, y dijo:— Bueno, pues me la llevo.

—Está vendida —dijo Úrsula.

—Es del hijo de don Chopo Montiel —dijo Baltazar—. La mandó a hacer

expresamente.

El médico asumió una actitud respetable.

—¿Te dio el modelo?

—No —dijo Baltazar—. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja

de turpiales.

El médico miró la jaula.

—Pero ésta no es para turpiales.

—Claro que sí, doctor —dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodea-

ron—. Las medidas están bien calculadas —dijo, señalando con el índice los diferentes

compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acordes

profundos—. Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada

por dentro y por fuera —dijo.

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—Sirve hasta para un loro —intervino uno de los niños.

—Así es —dijo Baltazar.

El médico movió la cabeza.

—Bueno, pero no te dio el modelo —dijo—. No te hizo ningún encargo preciso,

aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?

—Así es —dijo Baltazar.

—Entonces no hay problema —dijo el médico—. Una cosa es una jaula grande para

turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.

—Es esta misma —dijo Baltazar, ofuscado—. Por eso la hice.

El médico hizo un gesto de impaciencia.

—Podrías hacer otra —dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el

médico—: Usted no tiene apuro.

—Se la prometí a mi mujer para esta tarde —dijo el médico.

—Lo siento mucho, doctor —dijo Baltazar—, pero no se puede vender una cosa que

ya está vendida.

El médico se encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un pañuelo, con-

templó la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto indefinido, como se mira

un barco que se va.

—¿Cuánto te dieron por ella?

Baltazar buscó a Úrsula sin responder.

—Sesenta pesos —dijo ella.

El médico siguió mirando la jaula.

—Es muy bonita —suspiró—. Sumamente bonita. —Luego, moviéndose hacia la

puerta, empezó a abanicarse con energía, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio

desapareció para siempre de su memoria.

—Montiel es muy rico —dijo.

En verdad, José Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz de todo

por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se

había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad de la

jaula. Su esposa, torturada por la obsesión de la muerte, cerró puertas. y ventanas después del

almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José

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Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces. Entonces abrió la

puerta de la sala y vio un tumulto frente a la casa, y a Baltazar con la jaula en medio del

tumulto, vestido de blanco y acabado de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con

que los pobres llegan a la casa de los ricos.

—Qué cosa tan maravillosa —exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión

radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior—. No había visto nada igual en mi vida —

dijo, y agregó, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta—: Pero llévesela para

adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.

Baltazar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su

eficacia y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos de carpintería menor.

Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y

conflictivas, en sus tremendas operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre un senti-

miento de piedad. Cuando entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar los pies.

—¿Está Pepe? —preguntó.

Había puesto la jaula en la mesa del comedir.

—Está en la escuela —dijo la mujer de José Montiel—. Pero ya no debe demorar. —Y

agregó:

— Montiel se está bañando.

En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una ur-

gente fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan

prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la

casa.

—Adelaida —gritó—. ¿Qué es lo que pasa?

—Ven a ver qué cosa maravillosa —gritó su mujer.

José Montiel —corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca— se asomó por la

ventana del dormitorio.

—¿Qué es eso?

—La jaula de Pepe —dijo Baltazar.

La mujer lo miró perpleja.

—¿De quién?

—De Pepe —confirmó Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel—: Pepe me la

mandó a hacer.

Nada ocurrió en aquel instante, pero Baltazar se sintió como si le hubieran abierto la

puerta del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.

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—Pepe —gritó.

—No ha llegado —murmuró su esposa, inmóvil.

Pepe apareció en el vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas pestañas

rizadas y el quieto patetismo de su madre.

—Ven acá —le dijo José Montiel—. ¿Tú mandaste a hacer esto?

El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a

los ojos.

—Contesta.

El niño se mordió los labios sin responder.

—Montiel —susurró la esposa.

José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.

—Lo siento mucho, Baltazar —dijo—. Pero has debido consultarlo conmigo antes de

proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. —A medida que hablaba, su rostro fue

recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar—. Llévatela en

seguida y trata de vendérsela a quien puedas —dijo—. Sobre todo, te ruego que no me

discutas. —Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:— El médico me ha prohibido coger

rabia.

El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró perplejo

con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y

se lanzó al suelo dando gritos.

José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.

—No lo levantes —dijo—. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le

echas sal y limón para que rabie con gusto.

El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.

—Déjalo —insistió José Montiel.

Baltazar observó al niño como hubiera observado la agonía de un animal contagioso.

Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua,

mientras cortaba rebanadas de cebolla.

—Pepe —dijo Baltazar.

Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto,

abrazó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltazar a través del

tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.

—Baltazar —dijo Montiel, suavemente—. Ya te dije que te la lleves.

—Devuélvela —ordenó la mujer al niño.

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—Quédate con ella —dijo Baltazar. Y luego, a José Montiel—: Al fin y al cabo, para

eso la hice.

José Montiel lo persiguió hasta la sala.

—No seas tonto, Baltazar —decía, cerrándole el paso—. Llévate tu trasto para la casa

y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.

—No importa —dijo Baltazar—. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No

pensaba cobrar nada.

Cuando Baltazar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José

Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a

enrojecer.

—Estúpido —gritaba—. Llévate tu cacharro. Lo último que faltaba es que un cualquiera

venga a dar órdenes en mi casa. ¡Carajo!

En el salón de billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese momento, pen-

saba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había tenido que regalársela al hijo de

José Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenía nada de

particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas

personas, y se sintió un poco excitado.

—De manera que te dieron cincuenta pesos por la jaula.

—Sesenta —dijo Baltazar.

—Hay que hacer una raya en el cielo —dijo alguien—. Eres el único que ha logrado

sacarle ese montón de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que celebrarlo.

Le ofrecieron una cerveza, y Baltazar correspondió con una tanda para todos. Como era

la primera vez que bebía, al anochecer es taba completamente borracho, y hablaba de un

fabuloso proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos, y después de un millón de jaulas hasta

completar sesenta millones de pesos.

—Hay que hacer muchas cosas para vendérselas a los ricos antes que se mueran —

decía, ciego de la borrachera—. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo estarán de

jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.

Durante dos horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar.

Todos brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte de los

ricos, pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el salón.

Úrsula lo había esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de

rebanadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de billar, loco de

felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó porque Baltazar no se había

emborrachado jamás. Cuando se acostó, casi a la medianoche, Baltazar estaba en un salón

iluminado, donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile al

aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada de colorete, y

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como no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos mujeres en la misma

cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía, con el compromiso de

pagar al día siguiente. Un momento después, despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le

estaban quitando los zapatos, pero no quiso abandonar el sueño más feliz de su vida. Las

mujeres que pasaron para la misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba

muerto.

Un día de estos

Gabriel García Márquez

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen

madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada

aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de

mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada

arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido,

enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los

sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se

sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con

obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos

pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la

idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años

lo sacó de su abstracción.

-Papá.

-Qué.

-Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a

medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos

terminados, dijo:

-Mejor.

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Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un

puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-Papá.

-Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la

retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la

gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la

otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos

muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo

suavemente:

-Siéntese.

-Buenos días -dijo el alcalde.

-Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se

sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la

fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel

de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde

afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada,

ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo

la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin

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apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en

el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente.

El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío

helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor,

más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero

no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le

pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores.

Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas

el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el

cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El

dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El

alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta

estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-Me pasa la cuenta -dijo.

-¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.

-Es la misma vaina.

FIN

La noche boca arriba

Julio Cortázar Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la

calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la

joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde

iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir

pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba

entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

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Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes

vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero

paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban

venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído,

pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve

crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió

prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a

pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la

mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la

visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando

de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron

gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían

pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único

alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó

por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban

boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que

rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de

costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con

guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia

de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda

donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de

un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una

cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para

beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El

vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que

me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le

deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de

ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y

deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a

hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura.

Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el

tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien,

casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda

puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de

blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le

acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le

acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla

e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.

Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los

tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia

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compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan

natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad

era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha

calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño

algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del

juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su

ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando.

Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas

de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago,

debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido

no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él

del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí

como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de

la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más

duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales

palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada

del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,

amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.

Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la

pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si

hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse

los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra

vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el

diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio

llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con

alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que

subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal

y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba

arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de

teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película

aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un

trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo

no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una

punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul

oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al

pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de

felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante

embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó.

"Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar

un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante,

sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez

la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo

ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un

escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo

apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy

Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se

le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral

desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba

ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la

calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro.

Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el

tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo

tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se

incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a

guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en

hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres.

Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del

duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa.

Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía

toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin...

Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se

puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le

habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,

golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con

vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un

recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la

cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que

había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento

en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al

mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No,

ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o

recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas

maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban

del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla;

con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le

preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo

despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del

agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de

la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,

pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo

obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una

oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba

estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda

desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que

se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final.

Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo

habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un

quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se

defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que

llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de

nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez

como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de

los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las

cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el

dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las

antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los

acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en

los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo

aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba,

tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas

iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los

acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a

un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.

Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de

gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente

olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la

penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían

arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda

que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa

de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra

azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas

imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía

formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que

ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen

sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos

abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó

un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra

vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas,

y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como

una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó

en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando

pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza

colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado,

y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del

sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última

esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo

lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero

olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía

hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque

ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido

el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas

avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con

un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño

también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la

mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Continuidad de los parques

Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,

volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la

trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado

y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del

estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas

a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su

mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos

capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la

ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando

línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en

el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá

de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido

por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y

adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.

Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo

de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las

caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un

mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo

latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de

serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que

enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban

abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido

olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su

empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que

una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la

puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él

se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a

la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no

estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le

llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera

alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La

puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de

un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

FIN

¡Diles que no me maten!

Juan Rulfo -¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles

que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga

por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber

quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del

corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los

hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces

por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,

amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir

un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían

entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.

Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía

que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás,

como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él,

Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo

también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se

le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe

seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a

arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no

le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le

volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a

abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel

ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una

vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son

inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,

corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi

casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba

nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir

junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo

creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y

según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe

era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto

murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos

parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir

robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo

verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los

perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo

tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -

pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir

así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de

haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y

cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en

que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con

la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir

a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no

bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos.

Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar.

No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que

los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de

que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas,

acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de

pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le

hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa

cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba

con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal

vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio

Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura,

sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor

como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo

de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir

sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la

carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera

el último, sabiendo casi que sería el último.

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles

que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba

a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía.

Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía

quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por

dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo

parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a

eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse

escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a

bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran

venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en

estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un

agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la

cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se

puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos

pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran

venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún

otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de

aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por

respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba

frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de

la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es

algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está

muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el

estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado

en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a

saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la

vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya

puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo

perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de

viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de

muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre

con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame

que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles

que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

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-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga

por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber

quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del

corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los

hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces

por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,

amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir

un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No

tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían

entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.

Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía

que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás,

como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él,

Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo

también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se

le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe

seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a

arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no

le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le

volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a

abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel

ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

21

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una

vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son

inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,

corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi

casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba

nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir

junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo

creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y

según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe

era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto

murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos

parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir

robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo

verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los

perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo

tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -

pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir

así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de

haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y

cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en

que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con

la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir

a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no

bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos.

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar.

No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que

los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de

que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas,

acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de

pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le

hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa

cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba

con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal

vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio

Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura,

sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor

como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus

pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre

de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la

carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera

el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles

que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba

a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía.

Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía

quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por

dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo

parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a

eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse

escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a

bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran

venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en

estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un

agujero, para ya no volver a salir.

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la

cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se

puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos

pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran

venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún

otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de

aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por

respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de

la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es

algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está

muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el

estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado

en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a

saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la

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vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya

puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo

perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de

viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de

muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre

con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame

que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido

su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por

el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego

le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía

con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no

eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de

boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN

Nos han dado la tierra

Juan Rulfo

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una

semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después;

que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el

aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.

Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.

Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de

la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:

-Son como las cuatro de la tarde.

Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo

los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo:

"Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito

se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.

Faustino dice:

-Puede que llueva.

Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de

nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".

No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar.

Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta

trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le

resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a

nadie le da por platicar.

Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una

plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las

buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a

la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le

arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por

equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.

-¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?

Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora

volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos

andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo

sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.

No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser

unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas

enroscadas; a no ser eso, no hay nada.

Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada

una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.

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Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta

peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30"

amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos

probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que

se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que

teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.

Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a

uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar

la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a

esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí,

¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate

para que la sembráramos.

Nos dijeron:

-Del pueblo para acá es de ustedes.

Nosotros preguntamos:

-¿El Llano?

- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.

Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba

junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y

las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.

Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos

puso los papeles en la mano y nos dijo:

-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

-Es que el llano, señor delegado...

-Son miles y miles de yuntas.

-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.

-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí

llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.

- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en

esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para

sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.

- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no

al Gobierno que les da la tierra.

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- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es

contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho...

Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...

Pero él no nos quiso oír.

Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de

algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los

ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible

de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como

reculando.

Melitón dice:

-Esta es la tierra que nos han dado.

Faustino dice:

-¿Qué?

Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que

lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si

no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita

que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."

Melitón vuelve a decir:

-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.

-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.

Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un

gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.

Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos

y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:

-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?

-Es la mía- dice él.

-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?

-No la merqué, es la gallina de mi corral.

-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

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-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por

eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.

-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.

Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:

-Estamos llegando al derrumbadero.

Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca

y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada

rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.

Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo

de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de

venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en

aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.

Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas

verdes. Eso también es lo que nos gusta.

Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene

del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.

Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata

las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos

tepemezquites.

-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.

Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.

La tierra que nos han dado está allá arriba.

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Jorge Luis Borges

(1899–1986)

LA CASA DE ASTERIÓN

(El Aleph (1949)

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.

APOLODORO: Biblioteca, III, I.

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura.

Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad

que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es

infinito) [1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.

Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato

de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no

hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una

parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa.

Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay

una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún

atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me

infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano

abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas

plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se

prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros

juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. No en vano fue una reina mi

madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a

otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la

escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que

está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y

otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A

veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir,

corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la

sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay

azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora

puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A

veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he

abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo

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Cuentos hispanoamericanos. Selección 1º bachillerato

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que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le

digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en

otro patio o bien decía yo que te gustaría la canaleta o ahora verás una cisterna

que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco

y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas

las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un

aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los

pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor

dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y

polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de

las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló

que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está

muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar

una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las

estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de

todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro

alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen

sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres

ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno

de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor.

Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se

levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo, yo

percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos

puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre?

¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un

vestigio de sangre.

—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.

A Marta Mosquera Eastman

[1] El original dice catorce, pero sobran motivos para creer inferir que, en boca de asterión, el

número catorce vale por infinitos.