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UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO Facultad de Filosofía y Letras Cátedra de Filosofía Social y Política SELECCIÓN DE TEXTOS Dr. Carlos Diego Martínez Cinca Mendoza (Argentina) Marzo de 2013
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Selección de textos Filosofia Politica

Jul 13, 2016

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La filosofía política es una rama de la filosofía que estudia cuestiones fundamentales acerca del gobierno, la política, la libertad, la justicia, la propiedad, los derechos y la aplicación de un código legal por la autoridad.
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UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Facultad de Filosofía y Letras

Cátedra de Filosofía Social y Política

SELECCIÓN DE TEXTOS

Dr. Carlos Diego Martínez Cinca

Mendoza (Argentina)

Marzo de 2013

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Filosofía Social y Política

ÍNDICE

Introducción.............................................................................................................................. 3

Hannah Arendt. Entre el pasado y el futuro (Prefacio) ………………………………………4

Platón. República..................................................................................................................... 13

Aristóteles. Política.................................................................................................................. 24

Nicolás Maquiavelo. El Príncipe ............................................................................................ 35

Thomas Hobbes. Leviatán........................................................................................................ 48

John Locke. Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil............................................................ 68

Jean-Jacques Rousseau. El Contrato Social............................................................................ 82

Karl Marx. Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política......................... 95

Hannah Arendt. Tradición y Edad Moderna………………………………………….…………… 98

Fuentes................................................................................................................................... 113

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INTRODUCCIÓN

La presente selección de textos conforma el núcleo fundamental de la asignatura “Filosofía Social y Política (Módulo I-II)” que enseño en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo.

Por núcleo fundamental entiendo las obras clásicas del pensamiento político (antiguo y moderno), vale decir, aquellas obras y aquellos autores que constituyen las hebras esenciales del hilo de la tradición política de Occidente: Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau y Marx.

Podría discutirse si tal o cual texto merecía incluirse o no en la presente selección. Pero ciertamente no se podrá negar que están, al menos, los indispensables. La extensión del programa de cátedra, que arranca en la Antigüedad clásica y culmina en la Modernidad tardía, justifica una “selección” como la que presento aquí que, forzosamente, deja de lado otras importantes páginas del pensamiento político occidental. La inclusión de un texto capital de Hannah Arendt, al final de la selección, cumple la función de integrar de una sola mirada –la mirada de la genial filósofa judeo-alemana– la totalidad de los textos clásicos (antiguos y modernos).

Los textos han sido seleccionados en función de dos criterios básicos. Por un lado, he seguido el programa vigente de la asignatura, procurando allanarle al alumno –único destinatario de esta “selección”- una primera lectura esencial de las grandes obras del pensamiento político. Esta primera lectura no suple en modo alguno la ulterior lectura y análisis de la obra completa en cuestión. En efecto, por razones didácticas, la presente “selección” no constituye más que el material que el alumno debe “leer” antes de concurrir a clase. En la clase le será presentada la obra completa del autor en cuestión y se le explicarán los conceptos y categorías fundamentales que le ayudarán a comprender la totalidad de su obra, tomando como ejemplo y punto de partida los textos seleccionados.

En segundo lugar, cada párrafo seleccionado es, en sí mismo, un “ejercicio del pensar”, vale decir, una ocasión que nos permitirá reflexionar en clase en torno a la doctrina expresa y la doctrina tácita de un pensador. Esto último diferencia una Filosofía Política de una mera Historia de las Ideas Políticas (entre otras cosas). No pretendo “recopilar” información, compactarla, y proporcionarle al alumno un “archivo” para su memoria. Quiero que el alumno piense. Cada clase pretenderá ser un ejercicio dialéctico, una discusión en torno a qué es la justicia, la autoridad, el poder, la felicidad, el origen y el fin de la comunidad política, entre otros tópicos. Para ello, cada texto seleccionado será el punto de partida de semejante reflexión.

La restante bibliografía para el estudio de la materia (manuales, artículos especializados, fuentes indirectas, etc.) estará a disposición del alumno en los archivos de cátedra. Por consiguiente, la presente selección constituye sólo un material de clase.

Carlos Diego Martínez Cinca

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Hannah Arendt. Between Past and Future. New York, Penguin Books, 1993.(Traducción de Carlos Diego Martínez Cinca para uso de los alumnos)

PREFACIO: El resquicio1 entre el pasado y el futuro

Notre héritage n’est précédé d’aucun testament – “nuestra herencia nos fue entregada sin testamento alguno”- éste es quizás el más extraño de todos los aforismos extrañamente abruptos por medio de los cuales René Char, escritor y poeta francés, resumió el sentido de lo que cuatro años en la résistance habían llegado a significar para una generación entera de escritores y hombres de letras europeos.2 La caída de Francia, un evento absolutamente inesperado para ellos, había vaciado, de un día para el otro, la escena política de su país, entregándola a los espasmódicos movimientos de bribones o idiotas cual marionetas, y aquellos que de hecho jamás habían participado en los asuntos oficiales de la Tercera República fueron succionados hacia la política como con la fuerza de un vacío. De ese modo, sin advertencia y probablemente contra sus inclinaciones conscientes, vinieron a constituir, quiérase o no, un dominio público en el que, sin la parafernalia del oficialismo y ocultos a los ojos de amigos y enemigos- se acordaron en palabras y hechos todos los negocios relevantes en los asuntos del país.

No duró mucho. Luego de unos pocos años fueron liberados de lo que originalmente pensaron que era una “carga” y arrojados de nuevo a lo que entonces supieron que era la irrelevancia carente de peso de sus asuntos personales, una vez más separados del “mundo de la realidad” por un épaisseur triste, la “triste espesura” de una vida privada girando nada más que en torno a sí misma. Y en caso de haberse negado a “retornar a [sus] verdaderos comienzos, a [su] paupérrima conducta”, solamente habrían podido retornar a la lucha vacía de las ideologías en conflicto que luego de vencer al enemigo común ocuparon una vez más la arena política para dividir a los antiguos camaradas de armas en innumerables grupos que no eran ni siquiera facciones, y para involucrarlos en las interminables polémicas e intrigas de una guerra de papel. Lo que Char había entrevisto, claramente anticipado, mientras la lucha real todavía continuaba –“Si sobrevivo, sé que tendré que romper con la fragancia de estos años esenciales, rechazar en silencio (no reprimir) mi tesoro”- sucedió. Perdieron su tesoro.

¿En qué consistía dicho tesoro? Tal como ellos mismos lo entendieron, parece haber consistido en algo hecho, por decirlo de algún modo, de dos partes conectadas entre sí: habían descubierto que quien “se unía a la Resistencia se encontraba a sí mismo”, dejaba de estar en la “búsqueda de [sí mismo] sin guía alguna, en desnuda insatisfacción”, que ya no sospechaba más de sí mismo por “insinceridad”, por ser un “quejumbroso, sospechoso actor de la vida”, que podía tolerar el “ir desnudo”. En esta desnudez, despojado de todas las máscaras –tanto aquellas de que la sociedad provee a sus miembros como las que el individuo se fabrica por sí mismo en sus reacciones psicológicas contra la sociedad- fueron visitados por primera vez en sus vidas por una aparición de la libertad, ciertamente no porque lucharan contra la tiranía o cosas peores que la tiranía –esto fue cierto respecto de cada soldado de los ejércitos aliados-

1 Traduzco el término inglés gap por “resquicio” y no por “grieta”, como literalmente cabría traducir, por dos razones. La primera es que “resquicio” posee un campo semántico mucho más vasto y rico que su traducción rival. La segunda es que Hannah Arendt emplea el término no solamente en su acepción negativa de “hendidura” sino también en el sentido positivo de espacio o apertura desde donde es posible que acontezca el evento del pensar [N. del T.]. 2 Para esta cita y las siguientes, véase René Char, Feuillets d’Hypnos, Paris, 1946. Escritos durante el año final de la Resistencia, 1943 a 1944, y publicados en la Collection Espoir, editada por Albert Camus, estos aforismos, junto a otras piezas posteriores, aparecieron en inglés bajo el título Hypnos Waking; Poems and Prose, New York, 1956.

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sino porque llegaron a ser “desafiantes”, tomaron la iniciativa por sí mismos y por consiguiente, sin saberlo ni darse cuenta, comenzaron a crear ese espacio público cabe ellos mismos en que la libertad es posible que aparezca. “En cada banquete en el que tomamos parte juntos, la libertad es invitada a tomar asiento. La silla permanece vacía, pero el lugar está puesto”.

Los hombres de la Resistencia Europea no fueron ni los primeros ni los últimos en perder su tesoro. La historia de las revoluciones –desde el verano de 1776 en Filadelfia y el verano de 1789 en París hasta el otoño de 1956 en Budapest- que desgrana políticamente el relato más íntimo de la edad moderna, podría contarse en forma de parábola como la saga de un tesoro inmemorial que, bajo las más variadas condiciones, aparece abrupta, inesperadamente, y desaparece de nuevo en condiciones diferentes y misteriosas, como si se tratara de un hechizo de Morgana. Existen por cierto razones para creer que el tesoro jamás fue una realidad sino un espejismo, que tratamos aquí no con algo sustancial sino con una aparición, y la más poderosa de estas razones es que el tesoro ha permanecido hasta aquí innombrado. ¿Existe algo, no en el espacio exterior sino en el mundo y en los asuntos humanos sobre la tierra, cuando carece incluso de un nombre? Los unicornios y las hadas parecen tener más realidad que el tesoro perdido de las revoluciones. Sin embargo, si dirigimos nuestra mirada a los comienzos de esta era, y especialmente a las décadas que la precedieron, podremos descubrir que, para sorpresa nuestra, el siglo XVIII poseía a ambos lados del Atlántico un nombre para dicho tesoro, un nombre de largo alcance a causa del olvido y la pérdida –uno se ve tentado a decir- incluso anterior a la desaparición misma del tesoro. El nombre en América era “felicidad pública”, que, con sus acentos en la “virtud” y la “gloria”, apenas si entendemos mejor que su contrapartida francesa, la “libertad pública”; la dificultad para nosotros radica en que en ambos casos el énfasis estaba puesto en lo “público”.

Como quiera que sea, es la innombrabilidad del tesoro perdido a lo que el poeta alude cuando dice que nuestra herencia nos fue entregada sin testamento alguno. Un testamento, refiriendo al heredero lo que será suyo de pleno derecho, asigna posesiones del pasado para un futuro. Sin testamento, o para aclarar la metáfora, sin tradición –que selecciona y nombra, que entrega y preserva, que señala dónde se encuentran los tesoros y cuál sea su valor- parece no haber continuidad alguna de la voluntad en el tiempo y de allí, hablando humanamente, tampoco pasado ni futuro, solamente el cambio sempiterno del mundo y el ciclo biológico de las criaturas vivientes en él. Así, el tesoro se perdió no a causa de circunstancias históricas y la adversidad de la realidad sino porque ninguna tradición había entrevisto su aparición o su realidad, porque ningún testamento lo había asignado a un futuro. La pérdida, en todo caso, inevitable quizás en términos de realidad política, se consumó por medio del olvido, por una falta de memoria, que acaeció no sólo a los herederos sino también, por decirlo de algún modo, a los actores, a los testigos, a aquellos que por un breve instante habían sostenido el tesoro en la palma de sus manos, en suma, a los vivientes mismos. Puesto que la rememoración, que es sólo uno, aunque quizás uno de los más importantes, modos del pensar, carece de toda ayuda fuera de una estructura de referencia pre-establecida, y la mente humana es capaz solamente en muy raras ocasiones de retener lo que permanece por todos lados inconexo. De este modo los primeros que fallaron al recordar cómo era dicho tesoro fueron precisamente aquellos que lo poseyeron y lo descubrieron tan extraño que no supieron siquiera cómo llamarlo. Por el momento eso no les preocupó; aun cuando no conocieran su tesoro, conocían sin embargo de modo suficiente el sentido de lo que hacían, y ello residía más allá de la victoria o la derrota: “La acción que tiene un sentido para el que vive tiene valor sólo para los muertos, consumación sólo para quienes la heredan y la cuestionan”. La tragedia comenzó no cuando la liberación (independencia) del país como un todo arruinó, casi de manera automática, los pequeños islotes ocultos de libertad que de todas maneras estaban ya condenados, sino cuando resultó que ya no había espíritu alguno para heredar y cuestionar,

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para pensar y recordar. El meollo del asunto es que la “consumación”, que ciertamente cada evento actuado debe poseer en el espíritu de aquellos que luego habrán de contar la historia y extraer su sentido, los eludió; y sin este pensar consumante luego del acto, sin la articulación cumplida en la rememoración, simplemente no hubo una historia pasada que pudiese ser contada.

Nada hay en esta situación que sea completamente nuevo. Estamos demasiado familiarizados con las explosiones recurrentes de la exasperación apasionada contra la razón, el pensamiento y el discurso racional que son reacciones naturales de hombres que saben por experiencia propia que el pensamiento y la realidad no se hacen compañía, que la realidad ha llegado a ser espesa (oscura) para la luz del pensamiento y que el pensamiento, no atado ya más al evento como el círculo que se circunscribe al foco, tampoco es fiable al convertirse en algo completamente sin sentido o al refritar viejas verdades que han perdido ya toda relevancia concreta. Incluso el reconocimiento anticipante de la paradoja ha llegado a ser ahora familiar. Cuando Tocqueville regresó del Nuevo Mundo, al que supo describir y analizar de una manera tan soberbia que su obra ha permanecido como un clásico y ha sobrevivido a más de un siglo de cambios radicales, era plenamente consciente de que lo que Char llamó la “consumación” del hecho y el evento todavía lo eludía; y el “nuestra herencia nos fue entregada sin testamento alguno” de Char suena como una variación del “Desde que el pasado ha dejado de arrojar su luz sobre el futuro, el espíritu del hombre yerra en la oscuridad” de Tocqueville3. Sin embargo, la descripción exacta de esta paradoja debe buscarse, hasta donde yo sé, en una de esas parábolas de Franz Kafka que, probablemente únicas a este respecto en la literatura, son realmente parabolái, arrojadas a lo largo y a lo ancho del evento cual rayos de luz, que sin embargo, no iluminan la apariencia externa sino que poseen el poder de los rayos X de dejar al descubierto la estructura interna, y que en nuestro caso está hecha de los ocultos procesos del espíritu.

La parábola de Kafka dice lo siguiente:4

Él tiene dos antagonistas: el primero lo empuja desde atrás, desde el origen. El segundo le obstruye el camino por delante. Él les ofrece combate a ambos. Por cierto, el primero

3 La cita es del capítulo final de Democracy in America, New York, 1945, vol. II, p. 331. Allí se lee: “Aunque la revolución que está teniendo lugar en la condición social, las leyes, las opiniones, y los sentimientos de los hombres está todavía muy lejos de haber terminado, sin embargo sus resultados ya no admiten comparación alguna con nada que el mundo jamás antes haya presenciado. Retrocedo de edad en edad hasta la más remota antigüedad, pero no encuentro paralelo alguno con lo que está ocurriendo ante mis ojos; desde que el pasado ha dejado de arrojar su luz sobre el futuro, el espíritu del hombre yerra en la oscuridad”. Estas líneas de Tocqueville anticipan no solamente los aforismos de René Char; curiosamente, si uno los lee textualmente, también anticipan la intuición de Kafka (véase la siguiente nota) de que es el futuro quien envía al espíritu del hombre hacia el pasado “hasta la más remota antigüedad”.4 El relato es el último de una serie de “Notas del año 1920”, bajo el título “ÉL”. Traducidas del alemán por Willa y Edwin Muir, aparecieron en este país [Estados Unidos de América – N. del T.] en The Great Wall of China, New York, 1946. He seguido la traducción inglesa salvo en algunas ocasiones en que necesitaba una traducción más literal para mis propósitos. El original alemán –en el vol. 5 de los Gesammelte Schriften, New York, 1946, se lee como sigue:

Er hat zwei Gegner: Der erste bedrängt ihn von hinten, vom Ursprung her. Der zweite verwehrt ihm den Weg nach vorn. Er kämpft mit beiden. Eigentlich unterstützt ihn der erste im Kampf mit dem Zweiten, denn er will ihn nach vorn drängen und ebenso unterstützt ihn der zweite im Kampf mit dem Ersten; denn er treibt ihn doch zurück. So ist es aber nur theoretisch. Denn es sind ja nicht nur die zwei Gegner da, sondern auch noch er selbst, und wer kennt eigentlich seine Absichten? Immerhin ist es sein Traum, dass er einmal in einem unbewachten Augenblick –dazu gehört allerdings eine Nacht, so finster wie noch keine war- aus der Kampflinie ausspringt und wegen seiner Kampfeserfahrung zum Richter über seine miteinander kämpfenden Gegner erhoben wird.

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lo apoya en su lucha contra el segundo, pues quiere empujarlo hacia delante, y de la misma forma el segundo lo apoya en su lucha contra el primero, pues lo conduce hacia atrás. Pero esto es así sólo teoréticamente. Porque ¿no están solamente los dos antagonistas que hay allí, sino también él mismo, quien de verdad conoce sus intenciones? Su sueño, empero, es que algún día, en un momento inesperado –y ello requeriría de una noche más oscura aún que cualquiera otra noche que jamás haya sido- él saltará de la línea de combate y será promovido, tomando en cuenta su experiencia de combate, a la posición de árbitro sobre sus antagonistas en su lucha recíproca.

El evento que esta parábola relata y penetra, sigue, en la lógica interna del asunto, a los eventos cuyo sentido encontramos contenido en el aforismo de René Char. De hecho comienza en el punto preciso en que nuestro aforismo inicial dejó la secuencia de eventos suspendidos, por decirlo de algún modo, en el aire. El combate de Kafka empieza cuando el curso de acción se ha desarrollado en su forma normal y cuando la historia que de él ha resultado espera ser completada “en los espíritus que la heredan y la cuestionan”. La tarea del espíritu es comprender lo que pasó, y este comprender, según Hegel, es la forma humana de reconciliar la realidad consigo mismo; su término real es estar en paz con el mundo. El problema es que si el espíritu no es capaz de llevar paz e inducir a la reconciliación, se encuentra él mismo inmediatamente involucrado en una suerte de estado de guerra propio.

Sin embargo, históricamente hablando, este estadio en el desarrollo del espíritu moderno fue precedido, al menos en el siglo veinte, por dos actos previos, más bien que uno. Antes de que la generación de René Char, a quien hemos elegido aquí como su representante, se encontrase a sí misma arrojada a los compromisos de la acción y apartada de los propósitos literarios, otra generación, apenas un poco más vieja, se había vuelto hacia la política a fin de solucionar las perplejidades de la filosofía y había tratado de escapar del pensamiento por medio de la acción. Fueron los hombres de esa generación anterior que luego llegaron a ser voceros y creadores de lo que ellos mismos denominaron existencialismo; pues el existencialismo, al menos en su versión francesa, es ante todo una huida de las perplejidades de la filosofía moderna hacia el compromiso no cuestionante de la acción. Y puesto que, en las circunstancias del siglo veinte, los así llamados intelectuales –escritores, pensadores, artistas, hombres de letras, y demás- pudieron encontrar un acceso al dominio de lo público solamente en tiempos de revolución, la revolución vino a jugar, como Malraux alguna vez lo notó (en Destino del Hombre), “el papel que otrora jugó la vida eterna”: ella “salva a quienes la hacen”. El existencialismo, rebelión del filósofo contra la filosofía, no surgió cuando la filosofía acabó por ser incapaz de aplicar sus propias reglas al dominio de los asuntos políticos; este fracaso de la filosofía política tal como Platón lo habría entendido es casi tan antiguo como la historia de la filosofía occidental y la metafísica; y tampoco surgió siquiera cuando resultó que la filosofía era igualmente incapaz de llevar a cabo la tarea que Hegel y la filosofía de la historia le asignaran, a saber, comprender y asir conceptualmente la realidad histórica y los eventos que hicieron del mundo moderno lo que es. La cuestión llegó a ser desesperante, empero, cuando se vio que las viejas preguntas metafísicas carecían de sentido; es decir, cuando comenzó a ser claro para el hombre moderno que había llegado a vivir en un mundo en el que su espíritu y su tradición de pensamiento no eran siquiera capaces de plantear preguntas adecuadas, con sentido, y ni qué decir de dar respuestas a sus propias perplejidades. Esta acción paradojal, con su “comprometido comprometerse”5, su ser engagée, pareció mantener viva la esperanza no de solucionar los problemas, pero al menos de tornar posible el vivir con ellos sin llegar a ser, como Sartre alguna vez lo graficara, un salaud, un hipócrita. 5Traduzco involvement and commitment mediante este juego de palabras que intenta aproximarse al original inglés en su sentido de “ser deudor” (involvement) y “jugarse uno por algo” (commitment). [N. del T].

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El descubrimiento de que el espíritu humano, por alguna razón misteriosa, dejara de funcionar propiamente, forma, por así decir, el primer acto de esta historia que aquí nos ocupa. Lo menciono aquí, aunque sea de paso, porque sin él la peculiar ironía de lo que habría de venir luego pasaría desapercibida para nosotros. René Char, al escribir durante los últimos meses de la Resistencia, cuando la liberación –que en nuestro contexto quiere decir liberación de la acción- despuntaba en forma amplia, concluía sus reflexiones con un llamado a pensar dirigido a los futuros sobrevivientes no menos urgente ni apasionado que el llamado a la acción de aquellos que lo precedieron. Si uno tuviese que escribir la historia intelectual de nuestro siglo, no en la forma de sucesivas generaciones, en que el historiador debe ser literalmente fiel a la secuencia de teorías y actitudes, sino en la forma de la biografía de una sola persona, apuntando nada más que a una aproximación metafórica a lo que actualmente sucede en los espíritus de los hombres, en forma clara se mostraría que el espíritu de tal persona se habría visto forzado a realizar un giro completo no una sino dos veces: primero al escapar del pensamiento en dirección a la acción, y luego otra vez cuando la acción, o más bien el haber actuado, lo compeliesen de vuelta a pensar. De momento tendrá alguna importancia señalar que el llamado a pensar surgió en el singular período “inter-medio” que de tanto en tanto se introduce en un tiempo histórico en que no sólo los historiadores más recientes sino también los actores y testigos, los vivientes mismos, llegan a ser conscientes de un intervalo en el tiempo que yace completamente determinado por las cosas que ya no son más y por las que todavía no son. En historia, estos intervalos han mostrado más de una vez que ellos pueden contener el momento de la verdad.

Podemos ahora volver a Kafka, que en la lógica de estos asuntos, aunque no en su cronología, ocupa la última y, por así decir, más avanzada posición. (El enigma de Kafka, quien en más de treinta y cinco años de creciente fama post-mortem se ha colocado a la cabeza como uno de los escritores de vanguardia, permanece aún sin solución; consiste primariamente en una suerte de contracara sobrecogedora de la relación estatuida entre la experiencia y el pensamiento. Mientras que nosotros encontramos natural el asociar la riqueza del detalle concreto y la acción dramática con la experiencia de una realidad dada y el adscribir a los procesos mentales una palidez abstracta como un precio adecuado a su orden y precisión, Kafka, mediante la pura fuerza de la inteligencia y la imaginación del espíritu, creó a partir de un mínimo de experiencia “abstracto”, desnudo, una suerte de paisaje del pensamiento que, sin perder precisión, abriga todas las riquezas, variedades y elementos dramáticos que caracterizan la vida “real”. Porque pensar era para él la parte más vital y más viva de la realidad, desarrolló ese talento sobrenatural de la anticipación que incluso hoy, luego de casi cuarenta años llenos de sucesos sin precedentes e impredecibles, no deja de asombrarnos). El relato, en su más completa simplicidad y brevedad, registra un fenómeno mental, algo que podríamos llamar un evento-del-pensar. La escena es la de un campo de batalla en que chocan entre sí las fuerzas del pasado y del futuro; en medio de ellas encontramos al hombre que Kafka llama “él”, quien, si desea mantener su posición a toda costa debe dar batalla a ambas fuerzas. De aquí que haya dos o incluso tres combates desarrollándose en forma simultánea: la lucha entre “sus” antagonistas y la del hombre en el medio contra cada una de ellas. Sin embargo, el hecho de que exista un combate al menos parece que se debe exclusivamente a la presencia del hombre, sin el cual las fuerzas del pasado y del futuro, sospecha uno, se habrían neutralizado o destruido mutuamente largo tiempo atrás.

Lo primero a resaltar es que no solamente el futuro –“la ola del futuro”- sino también el pasado es visto como fuerza, y no, como casi en todas nuestras metáforas, como una carga que el hombre debe portar y de cuyo peso muerto los vivientes pueden o incluso deben liberarse en su marcha hacia el futuro. En plabras de Faulkner, “el pasado nunca muere, incluso no es pasado”. Este pasado, además, abarcando el camino entero de retorno al origen,

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no tira hacia atrás sino que empuja hacia adelante, y es, contrariamente a lo que uno podría esperar, el futuro quien nos conduce hacia el pasado. Visto desde la perspectiva del hombre, que vive siempre en el intervalo entre el pasado y el futuro, el tiempo no es un continuo, una corriente de sucesión ininterrumpida; está partido por el medio, en el punto en que “él” se encuentra; y “su” punto de encuentro no es el presente como normalmente lo entendemos, sino más bien un resquicio en el tiempo que “su” lucha permanente, “su” mantener posición contra el pasado y el futuro, conserva en el ser. Solamente porque el hombre está inserto en el tiempo y solamente en la medida en que mantiene su posición, la corriente indiferente del tiempo efectivamente se desintegra en “tiempos”; es esta inserción –el comienzo de un comienzo, para decirlo en términos agustinianos- la que disuelve el continuo del tiempo en las fuerzas que luego, a causa de tener su centro en la la partícula o cuerpo que les imprime su dirección, comienzan a luchar entre sí y a actuar sobre el hombre de la manera en que Kafka describe.

Sin distorsionar el sentido kafkiano, creo que uno puede ir un paso más allá. Kafka describe cómo la inserción del hombre desintegra la corriente unidireccional del tiempo pero, de manera bastante extraña, no cambia la imagen tradicional según la cual pensamos en el tiempo como moviéndose en una línea recta. Puesto que Kafka conserva la tradicional metáfora de un movimiento temporal rectilíneo, “él” apenas si tiene espacio suficiente para permanecer de pie y en todo momento en que “él” piensa en seguir su propio camino, “él” se sumerge en el sueño de una región sobre y por encima de la línea de combate -¿y qué otra cosa es este sueño y esta región sino el viejo sueño que la metafísica occidental ha soñado desde Parménides a Hegel en relación a un dominio intemporal, inespacial, suprasensible, en tanto región propia del pensar? Obviamente lo que está ausente en la descripción kafkiana de un evento del pensar es la dimensión espacial en la que el pensar pudiese ejercerse sin verse forzado a saltar enteramente fuera del tiempo humano. El problema con el relato de Kafka en todo su esplendor es que resulta apenas posible conservar la noción de un movimiento temporal rectilíneo si su corriente unidireccional se disuelve en fuerzas antagonistas dirigidas hacia y actuantes sobre el hombre. La inserción del hombre, en tanto que disuelve el continuo, no puede menos que causar la desviación, ligera por cierto, de las fuerzas respecto de su dirección original, y llegado el caso, no chocarán ya más de frente, sino que se encontrarán en un ángulo. En otras palabras, el resquicio en que “él” se yergue no es, al menos potencialmente, simple intervalo, sino que se asemeja a lo que los físicos llaman un paralelogramo de fuerzas.

Idealmente, la acción de las dos fuerzas que forman el paralelogramo de fuerzas en que el “él” de Kafka ha encontrado su campo de batalla, debería resultar en una tercera fuerza, la diagonal resultante cuyo origen sería el punto en que las fuerzas chocan y sobre el cual actúan. Esta fuerza diagonal diferiría en un aspecto respecto de las dos fuerzas de las que resulta. Las dos fuerzas antagonistas son ambas ilimitadas en cuanto a sus orígenes, la una procediendo desde un pasado infinito, la otra desde un futuro infinito; pero aunque no poseen un origen conocido, tienen un fin terminante, el punto en que chocan. La fuerza diagonal, por el contrario, sería limitada en cuanto a su origen, siendo su punto de partida el choque de las fuerzas antagonistas, pero sería infinita con respecto a su fin en virtud de haber resultado de la acción concertada de dos fuerzas cuyo origen es infinito. Esta fuerza diagonal, cuyo origen es conocido, cuya dirección está determinada por el pasado y el futuro, pero cuyo fin eventual yace en el infinito, es la metáfora perfecta para la actividad del pensar. Si el “él” de Kafka fuese capaz de ejercer sus fuerzas sobre esta diagonal, en equidistancia perfecta respecto del pasado y el futuro, caminando a lo largo de esta línea diagonal, por así decir, hacia delante y hacia atrás, con movimientos lentos, ordenados, que constituyen la moción adecuada al tren del pensar, no tendría que saltar fuera de la línea de combate ni estar por encima de la batahola como exige la parábola, porque esa diagonal, aunque apunte al infinito, permanece

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atada a y enraizada en el presente; pero habría descubierto –presionado como estaba por sus antagonistas en la única dirección desde la cual podía propiamente mirar e inspeccionar lo que le era lo más íntimo, lo que había venido al ser sólo con su propia y auto-insertante adveniencia- el enorme, siempre cambiante espacio-tiempo que es creado y limitado por las fuerzas del pasado y del futuro; habría descubierto el lugar en el tiempo lo suficientemente distante del pasado y del futuro como para ofrecer al “árbitro” una posición desde la cual juzgar las fuerzas en lucha mutua con un ojo imparcial.

Pero, uno se ve tentado a añadir, esto es “así sólo teoréticamente”. Lo que tiene muchas más probabilidades de ocurrir –y lo que Kafka en otros relatos y parábolas ha descripto con frecuencia- es que “él”, incapaz de encontrar la diagonal que lo conduzca fuera de la línea de combate y dentro del espacio idealmente constituido por el paralelogramo de fuerzas, “morirá exhausto”, desgastado por la presión de la constante lucha, olvidado de sus intenciones originarias, y consciente solamente de la existencia de este resquicio en el tiempo que, mientras vive, es el fundamento sobre el que permanece de pie, aunque parezca ser un campo de batalla y no un hogar.

Para evitar malos entendidos: el imaginario del que me sirvo aquí para indicar metafórica y tentativamente las condiciones contemporáneas del pensar solamente pueden ser válidas en el dominio de los fenómenos espirituales. Aplicadas al tiempo histórico o biográfico, posiblemente ninguna de estas metáforas pueda tener sentido porque los resquicios en el tiempo allí no acontecen. Sólo en la medida en que piensa, y esto en la medida en que no tiene edad -un “él” como Kafka tan certeramente lo llama, y no un “alguien”- el hombre en la entera actualidad de su ser concreto vive efectivamente en este resquicio del tiempo entre el pasado y el futuro. El resquicio, sospecho, no es un fenómeno moderno, quizás no sea ni siquiera un dato histórico, pero es coetáneo a la existencia del hombre sobre la tierra. Bien puede ser la región del espíritu o, más bien, el sendero apisonado por el pensar, esa pequeña huella de lo sin tiempo que la actividad del pensar abre en el espacio-tiempo de los mortales y en la que los pasos del pensar, de la rememoración y de la anticipación, dejan a salvo de la ruina del tiempo histórico y biográfico todo aquello que transitan. Este pequeño sin-espacio-tiempo en el corazón mismo del tiempo, a diferencia del mundo y la cultura en que nacemos, sólo puede ser señalado, pero no puede ser heredado ni entregado desde el pasado; cada nueva generación, por cierto cada nuevo ser humano en tanto él mismo se inserta entre un pasado infinito y un futuro infinito, debe descubrirlo y de nuevo apisonarlo con paciencia.

El problema, sin embargo, es que parecemos no estar equipados ni preparados para esta actividad del pensar, para establecernos en el resquicio entre el pasado y el futuro. Por muy largo tiempo en nuestra historia, en realidad todo a lo largo de los cientos de años que siguieron a la fundación de Roma y que fueron determinados por conceptos romanos, este resquicio fue superado por lo que desde los romanos hemos llamado tradición. Que esta tradición se ha tornado cada vez más y más delgada a medida que progresaba la edad moderna no constituye un secreto para nadie. Cuando el hilo de la tradición finalmente se quebró, el resquicio entre el pasado y el futuro dejó de ser una condición peculiar sólo para la actividad del pensar y restringida en tanto experiencia a aquellos pocos que hacían del pensar su primera ocupación. Llegó a ser una realidad palpable y una perplejidad para todos; es decir, llegó a ser un hecho de relevancia política.

Kafka menciona la experiencia, la experiencia combatiente ganada por “el” que afirma su posición entre las olas batientes del pasado y el futuro. Esta experiencia es una experiencia en el pensar –puesto que, como vimos, toda la parábola concierne a un fenómeno espiritual- y puede ganarse, como toda experiencia en el hacer algo, sólo a través de la práctica, por medio de ejercicios. (En éste, como en otros aspectos, esta clase de pensamiento difiere de otros procesos mentales tales como deducir, inducir, y extraer conclusiones cuyas reglas lógicas de no contradicción y consistencia interna pueden ser aprendidas de una vez para siempre y

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luego necesitan solamente que se las aplique). Los siguientes seis ensayos6 constituyen tales ejercicios, y su único objetivo es ganar experiencia en cómo pensar; no contienen reglas acerca de qué pensar o qué verdades sostener. En lo más mínimo pretenden reconstruir el hilo roto de la tradición ni inventar sustitutos aggiornados7 con los cuales rellenar el resquicio entre el pasado y el futuro. A lo largo de estos ejercicios el problema de la verdad es puesto en suspenso; el asunto únicamente tiene que ver con cómo moverse en este resquicio –la única región quizás donde la verdad eventualmente aparezca.

De un modo más específico, ellos son ejercicios del pensar político en cuanto surge a partir de la realidad de los eventos políticos (aunque tales eventos sólo sean mencionados ocasionalmente), y mi supuesto es que el pensamiento mismo surge a partir de los eventos de la experiencia vital y debe permanecer atado a ellos como a los únicos hitos por medio de los cuales orientarse. Puesto que estos ejercicios se mueven entre el pasado y el futuro, contienen tanto la crítica como el experimento, pero los experimentos no pretenden bosquejar alguna suerte de futuro utópico, y la crítica del pasado, de los conceptos tradicionales, no pretende “deconstruir”8. Además, las partes críticas y experimentales de los ensayos que siguen no están separadas con precisión, aunque, hablando toscamente, los primeros tres capítulos son más críticos que experimentales y los últimos cinco capítulos son más experimentales que críticos. Este cambio gradual del énfasis no es arbitrario, ya que existe un elemento experimental en la interpretación crítica del pasado, una interpretación cuyo principal objetivo es descubrir los orígenes auténticos de los conceptos tradicionales a fin de destilar nuevamente, a partir de ellos, el espíritu originario que tan penosamente se ha evaporado de verdaderas palabras claves del lenguaje político –tales como libertad y justicia, autoridad y razón, responsabilidad y virtud, poder y gloria- dejando en su lugar conchas vacías con las cuales saldar casi todas las cuentas, sin atender a sus realidades fenoménicas subyacentes.

Me parece, y espero que el lector estará de acuerdo, que el ensayo en tanto forma literaria posee una afinidad natural con los ejercicios que tengo en mente. Como toda colección de ensayos, este libro de ejercicios podría contener obviamente menos o más capítulos, sin perder su carácter por esa razón. Su unidad –que es para mí la única justificación de publicarlos en forma de libro- no es la unidad de un todo, sino la de una secuencia de movimientos que, como en una suite musical, son escritos en la misma clave o en claves afines. La secuencia misma está determinada por el contenido. En este sentido, el libro se divide en tres partes. La primera parte trata acerca de la ruptura moderna con la tradición y del concepto de historia con el cual la edad moderna esperaba remplazar los conceptos de la metafísica tradicional. La segunda parte discute dos conceptos políticos centrales e interrelacionados: autoridad y libertad; ello supone la discusión de la primera parte en el sentido de que preguntas tan elementales y directas como ¿Qué es la autoridad?, ¿Qué es la libertad? solamente pueden plantearse si ya no se dispone por más tiempo de respuestas válidas transmitidas por la tradición. Los cuatro ensayos de la última parte, finalmente, son francos intentos de aplicar la clase de pensamiento ensayado en las dos primeras partes del libro a problemas inmediatos, limitados, con los que estamos confrontando a diario, no, de seguro, para encontrar soluciones definitivas, sino en la esperanza de clarificar los temas y ganar alguna confianza en el cotejo de cuestiones específicas.

6 La autora hace referencia al contenido de la obra de la que solamente traducimos aquí su prefacio [N. del T.]7 Traduzco el inglés newfangled por este término italiano largamente usado ya en la lengua hispana a fin de no recargar el sentido del texto con una larga perífrasis [N. del T.]8 “Debunk” (también entre comillas en el original) es un término coloquial que podría traducirse por “desbancar” o “desenmascarar”; la versión del texto pone en evidencia la implícita referencia a Heidegger [N. del T.]

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La Tradición Clásica de la Filosofía Política

PLATÓN

REPÚBLICA

Libro I

Discusiones sobre la Justicia con Céfalo, Polemarco y Trasímaco

V (330d - 331d)[…] -Pero respóndeme otra cuestión: ¿Cuál es, a tu juicio, la mayor ventaja que procura

una gran fortuna?-Algo -replicó- que difícilmente aceptarían muchas gentes. Bien sabes, Sócrates, que cuando un hombre cree próximo el fin de su vida, siente temores e inquietudes ante lo divino que antes no le preocupaban. Y, sin duda, las fábulas que se cuentan acerca del Hades de que allí debemos pagar las injusticias que aquí cometimos, esas fábulas, de las cuales se burlaba hasta entonces, agitan su espíritu. Empiezan a temer que sean verdaderas; bien puede ser que su aprensión provenga de la debilidad consiguiente a la vejez, o de que las vea más claramente a causa de la proximidad de su fin. El hombre es presa entonces de dudas y temores y repasa en la memoria todos los actos de su vida para averiguar si ha hecho o no mal a nadie […] En eso radica, a mi juicio, el principal valor de las riquezas, y no para todos los hombres, sino para el hombre virtuoso. La posesión de riquezas ayuda a no engañar involuntariamente ni a mentir. Ella nos proporciona, además, la ventaja de salir de este mundo libre de todo temor de no haber hecho ciertos sacrificios a ningún dios, ni de haber pagado algunas deudas a ningún hombre […]-Es admirable, Céfalo, lo que acabas de decir –repliqué-. Pero ¿es propio definir la justicia haciéndola consistir simplemente y en devolver a cada cual lo que de él hemos recibido? ¿O no es ello justo o injusto según las circunstancias? Por ejemplo, si alguien en su sano juicio confiase a un amigo sus armas y pidiera su devolución después de haber enloquecido, todo el mundo convendría en que no sería conveniente devolvérselas y que habría injusticia en hacerlo. E igualmente en decirle la verdad al que se encuentra en tal situación. -Es cierto –dijo.-No consiste, pues, la justicia en decir la verdad y en devolver a cada uno lo suyo.-Consiste en eso, Sócrates –dijo Polemarco, interrumpiendo-, si hemos de dar crédito a Simónides […]

VI (331d - 332b)[…] -Y bien –continué yo-, ya que tomas el lugar de tu padre, infórmame acerca de lo que

dijo Simónides, acertadamente según afirmas, respecto de la justicia.-Que es propio de la justicia –contestó- devolver a cada uno lo suyo, y en este punto me parece que tiene razón.-Es bien difícil –repliqué-, no estar de acuerdo con Simónides, hombre sabio e inspirado sin duda. Pero quizá tú sabes, Polemarco, lo que quiso decir con ello […][…] – pues cree que uno debe hacer siempre el bien, y nunca el mal, a sus amigos.-Entiendo –dije yo-, porque no da lo debido el que devuelve un dinero si la devolución y aceptación resultan perjudiciales y son amigos el que lo devuelve y el que lo recibe. ¿No es ésta la interpretación que das a las palabras de Simónides?-Ciertamente.-¿Y qué? ¿A los enemigos se les ha de devolver lo que pueda debérseles?

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-Sin duda –dijo-, lo que se les debe. Y lo debido y conveniente, a mi juicio, de un enemigo a un enemigo es algún mal.

VII (332c - d)-Por lo tanto –dije yo-, Simónides envolvió poéticamente en un enigma lo que era la

justicia. Porque, como se deduce de sus palabras, opinaba que lo justo consiste en dar a cada uno lo que le conviene, y a esto llamó lo debido […] ¿Y a quiénes y qué puede dar el arte que llamaríamos justicia?-Si hemos de atenernos –contestó- a lo que dijimos antes, Sócrates, ha de dar provecho a los amigos y mal a los enemigos […]

VIII (334c - 335b)[…] -¿Pero qué entiendes tú por amigos? ¿Aquellos que parecen ser gente de bien, o los

que realmente lo son aunque lo parezcan? Lo propio digno de los enemigos.- Es natural –contestó- que cada uno ame a los que cree buenos, y odie a los que cree malos.-¿Y por ventura no se equivoca la gente en ellos, de forma que tiene por hombres de bien a muchos que no lo son, y juzga pícaros a muchos hombres de bien? […] Para esa gente, pues, ¿los buenos son los enemigos y los malos amigos?-Sin duda.-Para ellos, pues, ¿no consiste la justicia en hacer bien a los malos y mal a los buenos?-Así parece.-No obstante, ¿los buenos son justos e incapaces de hacer nada injusto? -Cierto es. […]-Entonces, Polemarco, para todos aquellos que se engañan en su apreciación de los hombres, será justo dañar a sus amigos, desde el momento en que pueden considerarlos malos, y beneficiar a sus enemigos, si los tienen, en efecto, por hombres de bien. Y así llegamos a una conclusión opuesta a la que habíamos atribuido a Simónides.-Es rigurosamente exacto –dijo-. Pero cambiemos en algo la definición de amigo y enemigo, pues me parece que no la hemos determinado correctamente.-¿Cómo lo definiríamos, Polemarco?-Que es amigo el que nos parece un hombre de bien. […]-Entonces, en virtud de tu definición, ha de ser amigo el bueno y enemigo el malo.-Sí.-¿Quieres, pues, que también modifiquemos en algo lo que antes decíamos de la justicia, al afirmar que lo justo era beneficiar al amigo y dañar al enemigo, agregando ahora que es justo hacer el bien al amigo que es bueno, y mal al enemigo que es malo?-Me parece una excelente definición. […]

XII (338c - e)[…] –Escucha, pues –dijo Trasímaco-. Sostengo yo que la justicia no es otra cosa que lo

que conviene al más fuerte. Y bien, ¿por qué no aplaudes? Te guardarás de ello-Espera, al menos, hasta que haya entendido tu pensamiento –repliqué- porque aún no lo entiendo. Sostienes que la justicia es lo que conviene al más fuerte. ¿Qué entiendes por esto, Trasímaco? […]-Pues bien, ¿no sabes tú que algunas ciudades –preguntó- se rigen por la tiranía, otras por la democracia y otras por la aristocracia?-Naturalmente, lo sé.-¿Y no es el gobierno el que tiene la fuerza en cada ciudad?-Sin duda.

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-¿Y no dicta cada gobierno las leyes que le conviene? ¿El democrático, democráticas, el tiránico, tiránicas, y así los demás? Establecidas las leyes, los gobernantes demuestran que para los gobernados es justo lo que a ellos les conviene. ¿No castigan a los que violan esas leyes como culpables de una acción injusta? Tal es, querido amigo, mi pensamiento: en todas las ciudades, la justicia no es sino la conveniencia del gobierno establecido. Y éste, de una u otra manera, es el que tiene poder. De modo que para todo hombre que razone sensatamente, lo justo es lo mismo en todas partes: lo que conviene al más fuerte. […]

XIII (339b - e)[…] –Y respóndeme: ¿no dices también que la justicia consiste en obedecer a los que

gobiernan?-Sí.-Y los que gobiernan en cada ciudad, ¿son infalibles o pueden equivocarse?-Bien puede suceder que se equivoquen –dijo.-Entonces, cuando dictan las leyes, unas podrán ser buenas y las otras no.-Así lo creo.-Al hacerlas buenas, dictan disposiciones convenientes para sí mismos, y al hacerlas malas, no convenientes. ¿O piensas de otro modo?-Tal como dices.-Sin embargo, las leyes que dictan son obligatorias para los gobernados. En eso consiste la justicia.-En efecto, no lo ignoro.-Por lo tanto, según tu razonamiento, la justicia es hacer lo más conveniente no sólo para el más fuerte, sino también lo contrario, lo no conveniente.-¿Qué es lo que dices? –preguntó.-Lo que tú mismo has dicho, me parece. Pero examinemos mejor la cuestión. ¿no estabas de acuerdo en que los que gobiernan se equivocan algunas veces sobre los verdaderos propósitos de las leyes que imponen al los gobernados, y que es justo que éstos últimos cumplan sin distinción cuanto se les ordena?-Esa es mi opinión –contestó.-Repara –dije yo- en que también estás de acuerdo en que justicia es hacer lo no conveniente para los gobernados y más fuertes, cuando ordena, involuntariamente, algo perjudicial en sus intereses. Y para los gobernados es justicia cumplir lo que aquellos dispongan. Luego, sutilísimo Trasímaco, ¿no sucede forzosamente en este caso que lo justo viene a consistir en hacer lo contrario de lo que dices? Porque, sin duda, se obliga a cumplir a los más débiles lo que no conviene para el más fuerte […]

XIV (340c - 341a)[…] –Dime, pues, Trasímaco, ¿es así como entiendes la definición de justicia, es decir, lo

que el más fuerte considera que le conviene, ya sea que se engañe o no?-De ninguna manera –respondió-. ¿Crees tú que yo llamo el más fuerte al que se engaña, en tanto que se engaña?-Eso era –contesté- lo que pensé que afirmabas cuando reconocías que los gobernantes no son infalibles y que también suelen equivocarse.-Eres un sicofante, Sócrates, y tergiversas mis palabras al argumentar –replicó-. ¿Llamas tú, por ejemplo, médico al que se equivoca con respecto a sus enfermos, precisamente en cuanto yerra en su diagnóstico? ¿O perito en cálculo al que se equivoca en ellos, en tanto y cuanto puede hacerlos mal? Verdad es que el médico, el perito en cálculos o el escriba pueden equivocarse, pero creo yo que ninguno de ellos se equivoca mientras sean lo que nosotros designábamos con sus respectivos títulos. Y para hablar de manera rigurosa, puesto que tú

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quieres que así se hable, ningún profesional se equivoca, porque cuando incurre en un error lo hace abandonado por su arte, y entonces no es profesional […] ahora te digo, con toda la exactitud posible, que el gobernante, en cuanto tal, no se equivoca, y que al no equivocarse establece como ley lo mejor para sus intereses, que es lo que debe cumplir el gobernado. Por tanto, como decía en un principio, afirmo que la justicia consiste en hacer lo conveniente para el más fuerte […]

XV (341c - 342e)[…] –Bueno –dije-, no disputemos de semejante manera, y respóndeme: el médico, en el

sentido riguroso de la palabra de que hace poco hablabas, ¿es un hombre que busca el dinero o la curación de sus enfermos? Entiende que me refiero al médico de verdad.-La curación de sus enfermos –respondió […]-¿Y no hay propia conveniencia para cada uno de esos hombres?-Sin duda.-¿Y el arte –dije yo- no existe precisamente para eso, para buscar y procurar lo conveniente a cada uno?- Sí.-¿Y acaso hay otra cosa conveniente para cada una de las artes que la de ser lo más perfecta posible?-¿Qué objeto tiene esa pregunta?-Por ejemplo –dije yo-, si tú me preguntaras si al cuerpo le basta ser cuerpo o si aún le falta alguna cosa, yo te contestaría afirmativamente, y agregaría que por esa razón se ha inventado la medicina, porque el cuerpo enferma algunas veces y el estado de enfermedad no le conviene. Es, por tanto, para procurar al cuerpo lo que es conveniente para lo que se ha inventado la medicina ¿Tengo o no razón?-La tienes –contestó.-¿Qué se deduce de ello? ¿Tiene acaso la medicina o cualquier otro arte, alguna imperfección y necesita de alguna otra virtud, como los ojos de la vista y las orejas del oído, que por eso requieren un arte que lo examine y procure lo que les conviene? El arte mismo ¿tiene acaso sus imperfecciones y precisa de otro arte que examine lo conveniente para aquél, y éste, a su vez, de otro arte que lo examine, y así indefinidamente? ¿O podrá cada una de las artes, por sí misma, examinar lo que constituye su conveniencia? ¿O no necesita de sí, ni de otro, para buscar remedio a su imperfección? ¿O bien no tiene defecto ni imperfecciones y solo busca por naturaleza lo conveniente para el sujeto al cual se aplica, y se conserva puro y sin mezcla mientras sea perfecta y rigurosamente lo que es? Examínalo con tu precisión acostumbrada. ¿Es o no así?-Así me parece –contestó.-En consecuencia –dije-, la medicina no busca lo conveniente para sí, pero busca, en cambio, lo conveniente para el cuerpo.-Efectivamente –dijo […]-Por consiguiente, Trasímaco –dije yo-, todo hombre que ejerce el gobierno, como gobierno, y cualquiera que sea el carácter de su autoridad, no examina y ordena lo conveniente para sí mismo, sino lo conveniente para el gobernado y sometido a su poder, y con este fin le procura cuanto le es conveniente y ventajoso, dice cuanto dice y obra cuanto obra.

XVI (343a - 344c)Habíamos llegado a este punto del debate y todos los presentes veían claramente que esta

definición de justicia era todo lo contraria a la de Trasímaco, cuando éste, en vez de contestar, me hizo la siguiente pregunta:-Dime, Sócrates, ¿tienes nodriza?

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-¿Qué dices? –repliqué-. ¿No sería mejor que respondieses en vez de hacer semejante pregunta?-Lo digo –respondió- porque no te limpia los mocos, que buena falta te hace, y ni siquiera sabes por ella lo que son las ovejas y el pastor.-Explícate –dije.-Tú crees que los pastores y vaqueros procuran el bien de las ovejas y las vacas, y las cuidan y engordan teniendo en cuenta muy otro fin que el interés de sus amos y el suyo propio, y de la misma manera imaginas que los que mandan en las ciudades, y me refiero a los gobernantes de verdad, tienen otros sentimientos con respecto a sus gobernados que los que inspiran los rebaños a sus pastores, y que día y noche andan buscando otra cosa que no sea su conveniencia personal. Te encuentras tan lejos de comprender la naturaleza de lo justo y la justicia y de lo injusto y la injusticia, que ignoras que lo justo y la justicia es un bien ajeno conveniente para el más fuerte y el que gobierna, y un daño para el que obedece y está sometido; y que la injusticia es lo contrario y ejerce su dominio sobre los verdaderamente sencillos y justos, que mandados hacen lo conveniente para el más fuerte y sirviéndole aseguran su felicidad y no la propia. Observa, candoroso Sócrates, que al hombre justo le va peor en todo lugar y circunstancias que al hombre injusto [...] En la vida ciudadana, cuando hay que abonar las contribuciones, el justo, en igualdad de fortuna con el injusto, paga más y el injusto menos; en cambio, cuando hay repartos públicos y se trata de recibir y no de dar, el injusto saca buen provecho y el justo nada. Cuando uno y otro ejercen una magistratura, el hombre justo, si es que no sufre además otros prejuicios, sufre al menos del obligado abandono en que deja sus asuntos privados, sin aprovecharse en nada de los bienes públicos por ser justo, y además se hace odioso a sus parientes y amigos al no querer favorecerlos en contra de la justicia. Con el hombre injusto ocurre todo lo contrario; y entiendo por injusto al hombre que, como ya lo he dicho antes, puede tener grandes ventajas sobre los demás. Ése es el hombre que precisas considerar si quieres aprender hasta dónde es más conveniente la injusticia que la justicia. Y todavía podrás comprenderlo mejor si consideras una injusticia llevada ya a su último grado, que hace en extremo feliz al que la comete y del todo desdichados a los que la sufren y no quieren cometerla. Me refiero a la tiranía que arrebata, mediante la fuerza y el fraude, y no en pequeñas partes sino en su totalidad, los bienes ajenos, ya sean sagrados o profanos, privados o públicos [...] cuando un gobernante se ha apoderado de los bienes de los ciudadanos y hasta de sus personas, reduciéndolos a la esclavitud, en vez de esos nombres injuriosos suele llamársele hombre feliz, hombre privilegiado, no solamente por los ciudadanos sino hasta por aquellos que saben que no ha habido injusticia que no haya consumado. Porque los que reprochan la injusticia no lo hacen por miedo de cometerla, sino por temor a sufrirla. De tal modo la injusticia, Sócrates, llevada hasta cierto punto, es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia, y lo justo como lo dije desde el principio, consiste en lo más conveniente para el más fuerte, y lo injusto en lo más conveniente y provechoso para uno mismo [...]

XXII (350d – 351a)[...] Cuando nos pusimos de acuerdo en que la justicia era virtud y sabiduría, y la injusticia

maldad e ignorancia, dije yo:-Bien, demos este punto por resuelto. Pero también dijimos que la injusticia tiene como aliada la fuerza. ¿Te acuerdas de ello, Trasímaco? -Me acuerdo de ello –contestó [...]-Una vez más te pregunto, para emprender ordenadamente la discusión, en qué consiste la injusticia comparada con la justicia. Se ha dicho, me parece, que la injusticia es más poderosa y fuerte que la justicia; pero si la justicia es sabiduría y virtud, como acabamos de afirmarlo,

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fácil será demostrar que es más fuerte que la injusticia, pues ésta última implica ignorancia [...]

XXIII (352b – d)[...] –Pues bien –dije yo-, completa mi festín respondiendo a mis preguntas como lo has

hecho hasta ahora. Acabamos de ver que los justos se nos revelan sabios, mejores y capaces de obrar, en tanto que los injustos, son incapaces de toda acción común, y cuando decimos que éstos han emprendido de consuno alguna acción duradera, no expresamos toda la verdad, porque si fueran completamente injustos no se respetarían entre sí; es evidente que hay entre ellos cierta justicia que les impide hacerse mutuamente daño, mientras se lo hacen a todos aquellos contra quienes se dirigen, y que esta justicia les ha servido para lograr sus propósitos; en realidad, se han lanzado a sus perversas empresas corrompidos sólo a medias por la injusticia, pues quienes son malos e injustos del todo son asimismo completamente impotentes para obrar. Es así como yo entiendo las cosas y no como tú decías al principio. Ahora es preciso que examinemos si la suerte del justo es mejor y más venturosa que la del injusto [...]

XXIV (353d – 354a)[...] –Adelante, pues, y examina ahora lo siguiente: ¿no tiene el alma una función que le es

propia y que no puede desempeñar sino por ella misma, como, por ejemplo, mandar, gobernar, deliberar y todas las acciones de la misma índole? ¿Podríamos atribuir estas acciones a otra cosa que no sea el alma, y no tenemos razón al decir que son propias de ella?-No, no se pueden atribuir a ninguna otra cosa.-¿Y de la vida? ¿No diremos que es una función propia del alma?-Sí, y la principal.-¿Diremos, en consecuencia, que el alma tiene una perfección propia? [...] Es, pues, inevitable que un alma mala gobierne y administre mal, y que un alma buena lo haga bien.-Ello es inevitable.-¿Y no quedamos de acuerdo en que la justicia es una virtud del alma y la injusticia un vicio?-Así convinimos, en efecto.-Por consiguiente, el alma justa y el hombre justo vivirán bien, y el hombre injusto vivirá mal.-Así parece –dijo-, según tu razonamiento.-Pero el que vive bien es feliz, y el que vive mal es desgraciado.-¿Quién lo duda?-De donde tenemos que el justo es feliz y el injusto desgraciado.-¡Sea! –dijo.-Pero no es en modo alguno ventajoso ser desgraciado, y ser feliz sí lo es.-¿Quién lo niega?-Por lo tanto, mi buen amigo Trasímaco, nunca la injusticia es más ventajosa que la justicia [...]

Libro IV

Idea de Sócrates sobre la Justicia

I Condiciones de una ciudad justa (419b- c)[...] –Replicaremos, Adimanto, que no sería nada extraño que la condición de los

guardianes, tal como la hemos establecido, pudiera ser muy dichosa. Pero, por otro lado, no hemos fundado la ciudad con el objetivo de que cierta clase de ciudadanos sea particularmente dichosa, sino con miras a que toda la ciudad sea lo más feliz posible,

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convencidos de que en una ciudad como ésta tendríamos las mayores posibilidades de hallar la justicia, y la injusticia, en cambio, en una ciudad mal organizada [...] Veamos, pues, si al instituir los guardianes queremos darles la mayor felicidad posible o si, teniendo en miras la felicidad de la ciudad entera, nos proponemos que ésta la consiga y comprometemos a los guardianes y auxiliares, por la persuasión o por la fuerza, a cumplir lo mejor posible las funciones que les corresponden, y de tal modo, cuando la ciudad entera se organiza en forma perfecta, dejaremos que cada clase participe de la felicidad que su naturaleza le procure [...]

II (419e- 422a)[...] –Hemos encontrado así dos cosas diferentes entre sí que los guardianes deben impedir

a toda costa que, sin ellos darse cuenta, se introduzcan en la ciudad.-¿Cuáles son?-La riqueza –contesté- y la pobreza, puesto que la primera engendra la ociosidad, la molicie y el afán de novedades, y la segunda, además de este afán de novedades, la vileza y el deseo de hacer el mal [...]

III (423b- 424b)[...] –De tal manera –proseguí-, nuestros gobernantes podrían fijar el límite más justo para

el crecimiento de la ciudad y la extensión de su territorio, después de lo cual renunciarían a toda anexión.-¿Qué límite es ese?-Que se agrande cuanto quiera mientras su desarrollo no comprometa la unidad de la ciudad, pero no más allá de ese punto [...] Prescribiremos, pues, a los guardianes que velen con el mayor cuidado porque la ciudad no sea pequeña ni grande en apariencia, sino para que se bastase a sí misma y sea una sola.-Es una prescripción –dijo- que quizá no tenga mucha importancia.-Aún menos importancia tenía la que señalamos antes –repliqué-, y era la de que regalaran a una clase inferior a los descendientes defectuosos de los guardianes y elevaran al rango de guardianes a los niños bien dotados nacidos en una clase inferior. Con ello queríamos hacerles comprender que es preciso dar a cada ciudadano la ocupación a la cual lo han destinado sus dotes naturales, a fin de que cada cual, aplicándose al trabajo que mejor le conviene, sea único, absolutamente único, y no múltiple y que de tal manera toda la ciudad resulte una sola ciudad unida, y no muchas.-En efecto -dijo-, esta prescripción es más sencilla que la otra.-En verdad, amigo Adimanto –continué-, todo esto que prescribimos a los gobernantes no es mucho ni muy importante, como podría parecer, sino poco y muy sencillo, mientras observen la única recomendación importante del proverbio, más que importante, suficiente.-¿Cuál es? –preguntó.-La educación de la niñez y de la juventud –contesté- [...] aquellos que estén al cuidado de la educación han de velar porque esta educación no se corrompa insensiblemente, y sobre todo porque no se introduzca innovación alguna en la gimnasia y en la música contra las normas establecidas [...]

V (427b – c)[...] -¿Qué nos correspondería, pues, en materia de legislación?

-A nosotros, nada –contesté-, pero a Apolo de Delfos le corresponde el cuidado de las leyes más importantes, de las más hermosas, y de las primeras entre todas.-¿Cuáles? –preguntó.-Las que conciernen a la construcción de templos, a los sacrificios y al culto de los dioses, démones y héroes; a las sepulturas y a los honores que debemos rendir a los muertos para que

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no sean propicios. No sabemos qué leyes dictar al respecto y, puesto que fundamos una ciudad, no debemos, si somos prudentes, consultar con otros hombres ni valernos de otro intérprete sagrado que no sea el que heredamos de nuestros antecesores; ese dios, guía divino de todos los hombres, es su intérprete natural, sentado en el ombligo y en el centro de la tierra [...]

VI Prudencia (427e – 428d)[...] –Pues bien -dije-, espero hallar lo que buscamos procediendo de la siguiente manera:

pienso que si nuestra ciudad está bien constituida, será perfecta.-Necesariamente –replicó Glaucón.-Ha de ser por fuerza prudente, valerosa, temperante y justa [...]-Pues bien, ante todo hay una que percibo a primera vista, y es la prudencia [...] Es la ciencia que se propone la salvaguardia de la ciudad y la encontramos en aquellos gobernantes a quienes llamábamos recientemente perfectos guardianes [...]

VII Valor (429a – c)-En cuanto a la cualidad que se llama valor, y a la parte de la ciudad en que reside, no me

parece difícil descubrirlo [...] La ciudad es, pues, valerosa porque le imprime ese carácter una de sus partes; es decir, porque posee en ella la virtud de preservar en todo momento, según el recto criterio, sobre las cosas que hay que temer, la opinión de que éstas son y han sido siempre las mismas, tal como el legislador las ha consignado en la educación [...]

VIII - IX Templanza (430e – 432b)[...] –La templanza es, de alguna manera, un orden que el hombre pone en ciertos placeres

y pasiones y un dominio que ejerce sobre ellos, si hemos de creer en la expresión, que no comprendo muy bien, “ser dueño de sí mismo” [...] no ocurre con esta lo que con el valor y la prudencia, que si bien sólo residen en una parte de la ciudad, la vuelven respectivamente valerosa y prudente, al paso que la templanza, extendida naturalmente por toda la ciudad, crea un acorde perfecto entre los ciudadanos, sean débiles, de mediana fortaleza o fuertes, tanto si queremos considerarlos por su inteligencia como por su fuerza, o por su número, o por su riqueza, o por cualquier otro aspecto semejante, de modo que puede decirse, con razón, que la templanza consiste en este acuerdo, en esta armonía entre lo menos bueno y lo mejor por naturaleza que hay en una ciudad o en una persona y que decide cuál de ellos ha de gobernar tanto en la una como en la otra [...]

X Justicia (433a – d)-Pues bien, oye si tengo o no razón. Me parece que cuando echábamos las bases de la

ciudad, aquello que dejamos establecido desde un principio, y que se debía observar en todo momento, era la justicia o una de sus formas. Y lo que determinamos y, si recuerdas, repetimos a menudo era que cada cual no debe tener sino una sola ocupación en la ciudad, ocupación para la cual su naturaleza lo haya dotado más convenientemente.-En efecto, eso decíamos-Y en verdad hemos oído decir a otros, y nosotros mismos lo hemos dicho, que la justicia consiste en hacer cada uno lo suyo y no ocuparse de muchas actividades [...] Me parece –continué- que si fuera preciso decidir cuál de éstas cualidades es la que más contribuye a la perfección de la ciudad, difícil sería decir si es la conformidad de opinión entre gobernantes y gobernados, o la preservación en los guerreros del criterio legítimo sobre las cosas que deben temerse o no temerse, o la sensatez y vigilancia de que han de dar prueba los gobernantes; o si, en fin, lo que más contribuye a la perfección de la ciudad es que tanto

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los niños como las mujeres, los esclavos como los hombres libres, los gobernantes como los gobernados, se limiten a hacer cada uno lo suyo en vez de practicar diversas actividades [...]

XVI (441c – e)-Hemos llegado, después de vencer muchas dificultades, a ponernos de acuerdo sobre este

punto –dije-, y es que en el alma del individuo hay las mismas partes que en la ciudad e iguales en su número.-Así es.-¿Y no será forzoso que si la ciudad es prudente, el individuo también lo sea de la misma manera y por la misma causa?-Sin duda.-¿Y es que si el individuo es valeroso, la ciudad lo sea de la misma manera y por la misma causa, y que igual cosa suceda con todo lo que en ambos se relaciona con la perfección?-Necesariamente.-Y a mi juicio, Glaucón, diremos que un hombre es justo de la misma manera en que es justa la ciudad [...] Pero no hemos olvidado, creo, que la ciudad era justa en virtud de que cada una de sus clases hacía en ella lo que le era propio.-No creo que lo hayamos olvidado –dijo.-Por tanto, es menester recordar que cada uno de nosotros será justo y hará también lo suyo propio si cada una de las partes que hay en él hace también lo que es propio de ella.-Sí –dijo-, es menester recordarlo.-¿Y no corresponde a la parte racional mandar, por el hecho de ser prudente y tener la misión de vigilar el alma entera, y a la parte irascible, en cambio, no le corresponde obedecer y secundar aquella? [...]

XVII (443c – e)[...] –La justicia, en efecto, consiste en algo parecido. No se limita a las acciones externas

del hombre sino que se aplica también a la acción interior del hombre sobre sí mismo y los principios que hay en él, sin permitir que ninguna de las tres partes de su alma haga cosa alguna que le sea extraña ni se inmiscuya en sus funciones recíprocas, estableciendo, por lo contrario, un orden verdadero en su interior, induciéndolo a gobernarse, a disciplinarse y a ser amigo de sí mismo, de forma que armonice las tres partes de su alma como los tres tonos extremos de la escala musical, el mas alto, el mas bajo y el medio, y los demás tonos intermedios si los hubiera, y ponga en perfecto acuerdo estos variados elementos y pase de la multiplicidad a la unidad, la templanza y la armonía. A partir de entonces, sea cual fuere la actividad que desarrolle, ya trabaje, por ejemplo, para adquirir riquezas, o se dedique al cuidado del cuerpo, o se ocupe de política, o haga convenios privados, ha de tener siempre por buena y por justa la acción que mantenga y contribuya a realizar ese estado de su alma y por prudencia el conocimiento que presida esa acción; por el contrario, tendrá por injusta la acción que destruyas ese estado, y por ignorancia la opinión que la presida [...]

Libro VIII

I Sobre las formas de Gobierno (544b – d)[...] Por mi parte –dijo Glaucón-, estoy deseoso de saber cuáles son esas cuatro formas de

gobierno a que te referías.-No es difícil complacerte –dije-, pues sus denominaciones son bien conocidas; la primera, tan alabada por el vulgo, es la de Creta y Lacedemonia, la segunda, y segunda también en el orden de alabanzas que de ella se hacen, es la llamada oligarquía, o sistema político harto

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Filosofía Social y Política

vicioso; a continuación viene la democracia, enteramente opuesta a la oligarquía; y después la noble tiranía, cuarta y última enfermedad de la ciudad, que supera a todas las demás [...]

II (544d – e)-¿Y no sabes –pregunté- que hay, necesariamente, tantas formas de gobierno como hay

caracteres diversos entre los hombres? ¿O crees tú que las formas de gobierno nacen de una encina o de una roca y no de las costumbres de los ciudadanos que la tomar una dirección determinada arrastran detrás de sí a los demás?-A mi juicio –dijo-, no pueden tener otro origen.-De suerte que si son cinco las formas de organización de las ciudades, habrá en los individuos cinco formas de almas que correspondan a aquellas [...]

III Sobre el origen de la corrupción (545c – 547a)[...] -¿No es evidente que todo cambio en la organización política procede de la parte que

gobierna, cuando en ella se origina la disensión, y que mientras en esa parte, por pequeña que sea, reine la armonía, es imposible que el régimen de la ciudad sea sacudido por innovación alguna?-Así es, en efecto.-Ahora bien, Glaucón -proseguí-, ¿cómo podrá una conmoción política producirse en nuestra ciudad y por dónde empezarán las disensiones entre la clase de los auxiliares y la de los gobernantes, o en cada clase contra sí mismo? ¿Quieres que, imitando a Homero, pidamos a las Musas que nos expliquen “cómo sobrevino por primera vez” la disensión y que haciéndolas jugar y divertirse con nosotros, como si fuéramos niños, nos figuremos que hablan con seriedad y les prestemos el lenguaje sublime de la tragedia?-¿Cómo?-Poco más o menos, de la siguiente manera: difícil es que en una ciudad, constituida como la nuestra, llegue a alterarse, pero como todo lo que nace está sujeto a corrupción, ese sistema de gobierno no durará siempre, sino que habrá de disolverse. Veréis cómo. No sólo para las plantas arraigadas en la tierra, sino para los animales que viven en su superficie hay alternativas de fecundidad y esterilidad que influyen sobre el alma y sobre el cuerpo, y estas alternativas se producen cada vez que los retornos periódicos cierran las circunferencias de los ciclos [...] Ahora bien, en lo que concierne a vuestra raza, aquellos a quienes educasteis para gobernantes no acertarán, por hábiles que sean y por mucho que se valgan del razonamiento auxiliado por los sentidos, con los momentos de fecundidad y esterilidad; como esos momentos habrán de escapárseles, engendrarán hijos cuando no debieran. Las generaciones divinas tienen un periodo determinado por un número perfecto; las generaciones humanas, en cambio, tienen otro número que es el primero en el cual las multiplicaciones de los cuadrados por las raíces, que comprenden tres distancias y cuatro límites, de los elementos que igualan y desigualan, y acrecientan y aminoran, establecen todas las cosas concordantes y racionales entre sí, la base epítrita de dichos elementos acoplada con la péntada y multiplicada tres veces proporciona dos armonías: la una, igual un número de veces igual tantas veces cien; y la otra equilátera en un sentido, pero rectangular en otro, por una parte determinada sobre cien números de las diagonales racionales de la péntada, disminuidos cada uno en una unidad, o de las diagonales irracionales, disminuidos en dos unidades, y, por otra parte, sobre cien cubos de la tríada. Ése es el número geométrico entero que tiene pleno dominio sobre las mejores y las peores generaciones. Y cuando nuestros guardianes, por ignorarlo, acoplen en momento inoportuno a las novias con los novios, nacerán hijos que no serán favorecidos por la naturaleza ni por la fortuna. Sus predecesores escogerán, es cierto, los mejores de entre ellos para que ocupen su lugar, pero, como no serán dignos de sucederles, apenas hayan sido elevados a los cargos de sus padres empezarán a despreocuparse de nosotros, a despecho de

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Filosofía Social y Política

su oficio de guardianes, considerando en menos la música y subordinándola a la gimnasia. Tendréis así una nueva generación ajena a las Musas, de la cual saldrán gobernantes poco aptos para desempeñarse como guardianes y discernir las razas de Hesíodo que se encuentran entre vosotros, es decir de oro, de plata, de bronce y de hierro. Y al mezclarse el hierro con la plata, y el bronce con el oro, resultará de esta mezcla una falta de conveniencia, de regularidad, y de armonía que siempre, dondequiera que aparece, engendra la guerra y el odio. “Sí, de esta raza”, forzoso es decirlo, surge siempre la discordia, en todo lugar y en todos los tiempos [...]

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Filosofía Social y Política

La Tradición Clásica de la Filosofía Política

ARISTÓTELES

POLÍTICA

Libro Primero: Familia y Economía

I Definición de la ciudadToda ciudad se ofrece a nuestros ojos como una comunidad; y toda comunidad se

constituye a su vez en vista de algún bien (ya que todos hacen cuanto hacen en vista de lo que estiman ser un bien). Si pues todas las comunidades humanas apuntan a algún bien, es manifiesto que al bien mayor entre todos habrá de estar enderezada la comunidad suprema entre todas y que comprende a todas las demás; ahora bien, ésta es la comunidad política a la que llamamos ciudad […]

La primera comunidad a su vez que resulta de muchas familias, y cuyo fin es servir a la satisfacción de necesidades que no son meramente las de cada día, es el municipio […]

La asociación última de muchos municipios es la ciudad. Es la comunidad que ha llegado al extremo de bastarse en todo virtualmente a si misma, y que si ha nacido de la necesidad de vivir, subsiste porque puede proveer a una vida cumplida […] Ahora bien, la naturaleza es fin […] Por otra parte, aquello por lo que una cosa existe y su fin es para ella lo mejor […] De lo anterior resulta manifiesto que la ciudad es una de las cosas que existen por naturaleza, y que el hombre es por naturaleza un animal político; y resulta también que quien por naturaleza y no por casos de fortuna carece de ciudad, está por debajo o por encima de lo que es el hombre […]

Es pues manifiesto que la ciudad es por naturaleza anterior al individuo, pues si el individuo no puede de por sí bastarse a sí mismo, deberá estar con el todo político en la misma relación que las otras partes lo están con su respectivo todo. El que sea incapaz de entrar en esta participación común, o que, a causa de su propia suficiencia, no necesite de ella, no es más parte de la ciudad, sino que es una bestia o un dios […]

II Relaciones familiares y esclavitudSiendo pues ahora manifiesto de qué elementos se compone la ciudad, es necesario hablar

en primer lugar del régimen familiar, ya que toda ciudad consta de familias. En el régimen familiar pueden distinguirse ciertas partes correspondientes a las partes de que consta la familia; ahora bien, la familia completa se compone de esclavos y libres […] Los primeros y más simples elementos de la familia son el señor y el esclavo, el marido y la mujer, el padre y los hijos. Debemos pues considerar qué es y cómo debe ser cada una de estas tres relaciones, digo la heril, la conyugal (aunque el vínculo mismo entre marido y mujer carece de nombre), y en tercer lugar la relación que resulta de la procreación (por más que tampoco haya sido designada con nombre especial) […]

Hablemos pues en primer lugar del señor y del esclavo, a fin de percibir las relaciones necesarias entre ambos, y ver si podemos alcanzar de estas cosas una noción mejor de las que son hoy comúnmente aceptadas. En concepto de algunos el señorío es una especie de ciencia; y además, según dijimos al principio, sostienen ser lo mismo el régimen familiar, el señorío sobre el esclavo, el poder político y el poder real. Otros, en cambio, sostienen ser contrario a la naturaleza el señorear a otros hombres, y que sólo por convención es uno esclavo y el otro libre, pero que por naturaleza es injusto, por estar basado en la fuerza […]

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Resulta claro cuál es la naturaleza del esclavo y cuál es su capacidad. El que, siendo hombre, no es por naturaleza de si mismo, sino de otro, éste es esclavo por naturaleza. Y es hombre de otro el que llega a ser su propiedad en tanto que hombre; y como objeto de propiedad es un instrumento de acción y con existencia independiente […]

Asimismo entre los sexos, el macho es por naturaleza superior y la hembra inferior; el primero debe por naturaleza mandar y la segunda obedecer. Pues de la misma manera es necesario que así sea con la humanidad en general. Aquellos hombres que difieren tanto de los demás como el cuerpo del alma o la bestia del hombre […] son por naturaleza esclavos, y para ellos es mejor ser mandados con este género de mando, puesto que así es en los demás casos que hemos dicho. Es pues esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro (y por esto es de otro) y que participa de la razón en cuanto puede percibirla, pero sin tenerla en propiedad […]

De lo anterior resulta manifiesto que no es lo mismo el señorío despótico que el político […] El señorío político se ejerce sobre hombres libres por naturaleza, el despótico sobre los naturalmente esclavos y el régimen familiar es una monarquía (pues toda casa está bajo un solo señor), mientras que el señorío político es el gobierno de hombres libres e iguales […]

III Economía y CrematísticaUna de las formas de adquisición es pues por naturaleza parte de la administración

doméstica, en cuanto que mediante dicha forma hemos de tener a nuestra disposición, o procurar tenerlos, aquellos bienes almacenados que son necesarios para la vida y útiles para la comunidad política o doméstica […]

Hay con todo otro género de adquisición al que llamamos de modo especial, y con razón es llamado así, crematística; y a él se debe el que no se crea que no hay límite ninguno de la riqueza y la propiedad. Por su afinidad con la forma de adquisición de que acabamos de hablar, piensan muchos ser idénticas una y otra. No son, sin embargo, idénticas, aunque tampoco muy distantes. Una de ellas, en efecto, es natural, en tanto la otra no es natural sino producto de cierta experiencia y del arte […] De todo objeto de posesión hay un uso doble, y uno y otro son inherentes al objeto, aunque no de la misma manera le son inherentes, sino que uno es propio de la cosa y el otro no […] De esta forma de cambio, sin embargo, nació aquella otra, y con razón, pues al depender más y más del extranjero la importación de artículos de que estaban menesterosos, y al exportar a su vez aquellos en que abundan, necesariamente hubo de introducirse el uso de la moneda, como quiera que no eran fácilmente transportables en cada caso los artículos naturalmente necesarios. De aquí que, para efectuar sus cambios, los hombres convinieran en dar y recibir entre ellos algo que, siendo útil de suyo, fuese de fácil manejo para los usos de la vida, como hierro, plata u otro metal semejante […] De aquí que se haya pensado que la crematística concierne especialmente a la moneda, y que su función consiste en poder indagar de dónde podrá haber abundancia de dinero, puesto que se la tiene por un arte productivo de riquezas y de bienes económicos […]

La crematística que es natural a todos es la que opera con los frutos de la tierra y con los animales. De ella hay, como hemos dicho, dos formas, una comercial, otra doméstica. Ésta última es necesaria y laudable, al paso que la primera, la que tiene que ver con los cambios, es justamente censurada […]

V Virtud en las relacionesEn lo que se ve en las relaciones entre el marido y la mujer, entre los hijos y el padre, la

virtud propia de cada uno de ellos, qué es lo que está bien y qué no está bien en el trato recíproco, y cómo hay que perseguir el bien y huir del mal, son tópicos que necesariamente habrán de examinarse al discutir las varias formas de gobierno. Toda familia, en efecto, es parte de la ciudad, y como aquellas relaciones pertenecen a la familia, y como además la

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virtud de la parte debe mirar a la del todo, menester es que la educación de los hijos y de las mujeres se haga mirando a la constitución política, si es que importa a la ciudad virtuosa que nuestros hijos sean virtuosos y el que sean virtuosas nuestras mujeres […]

Libro Segundo: Crítica de las Constituciones

I Crítica a la comunidad de bienes y familias de PlatónFuera de otras muchas dificultades que tiene la absoluta comunidad de mujeres, no se ve

claro porqué motivo afirma Sócrates, como conclusión de sus argumentos precedentes, que haya de establecerse así en la legislación […] Me refiero al ideal de que el supremo bien de una ciudad es su unidad absoluta, que es el supuesto asumido por Sócrates […]

Pero es claro que si una ciudad avanza indefinidamente en este proceso de unificación, acabará por no haber ciudad. La ciudad, en efecto, es por naturaleza una pluralidad de lo que resulta que al progresar hacia una extrema unidad, se convertirá de una ciudad en familia, y luego de familia en hombre, porque de la familia podemos predicar la unidad más que de la ciudad, y del individuo más que de la familia […]

A causa de ser todos los ciudadanos naturalmente iguales, y porque asimismo es justo que todos tengan parte en las ventajas y sinsabores del poder, el régimen que más puede acomodarse a estas exigencias es que los gobernantes, reconociéndose iguales a los gobernados, se retiren por turno en el poder en el que han sido desiguales […] Desde otro punto de vista puede mostrarse también que no es un beneficio para la ciudad el procurar excesiva unificación. La familia, en efecto, es más autosuficiente que el individuo, y la ciudad más que la familia; ahora bien, la ciudad asume su carácter de tal cuando llega a ser autosuficiente la comunidad de sus miembros. Si por tanto, lo más deseable está en razón directa de su autosuficiencia, más deseable será un grado menor de unidad antes que uno mayor […]

En conclusión, bella cosa sería, pero imposible, el que todos pudieran llamar ‘mío’ a lo mismo con atribución individual, y si lo dicen en otro sentido, no lleva en absoluto a la concordia. A más de esto, tiene otro inconveniente el sistema propuesto. lo que es común al mayor número es de hecho objeto de menor cuidado. De las cosas que les son propias se preocupan más que nada los hombres, y menos de las comunes, o sólo en la medida en que a cada cual le concierne, pues parte de otras consideraciones, cada uno propende a ver con negligencia un deber si cree que otro puede atenderlo, del mismo modo que en los servicios domésticos sirven a veces muchos criados que unos pocos […]

Por otra parte, es imposible evitar que ciertos ciudadanos no hagan conjeturas sobre quienes puedan ser sus hermanos o hijos, o padres y madres […] No será fácil, además, para quienes pretenden instaurar una comunidad semejante, precaverse contra otras contrariedades, y tales como injurias, homicidios, así involuntarios como voluntarios, riñas e insultos; delitos particularmente impíos cuando se cometen contra los padres, las madres o los parientes más inmediatos, a quienes se trata como si fuesen extraños. Pero necesariamente estas ofensas habrán de ocurrir más frecuentemente cuando se ignoran las relaciones familiares que cuando se conocen […]

Dos cosas hay, en efecto, que sobre todo mueven a los hombres a cuidar de algo y amarlo, y son el sentirlo como propio y como único […]

II Crítica a la propiedad comúnLa propiedad, en efecto, debe ser en cierto modo común, aunque, hablando en absoluto,

individual […] En estas ciudades cada ciudadano, sin dejar de tener su propiedad privada, comparte con sus amigos el usufructo y disfruta a su vez de otros bienes ajenos cuyo uso ha llegado a ser de este modo común […]

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La falacia de Sócrates hay que atribuirla, como a su causa, a la incorrecta noción de unidad de que parte. De algún modo debe ser una tanto la familia como la ciudad, pero no en todos los sentidos […] Es por la educación como hay que darle unidad y solidaridad; y es extraño que el mismo filósofo que se propone introducir un sistema educativo gracias al cual piensa hacer a la ciudad virtuosa, se imagine por otro lado enderezarla por medios como los que hemos dicho, y no por las costumbres, la filosofía y las leyes […]

III Crítica a Las LeyesEl sistema platónico en su conjunto no aspira a ser ni una democracia ni una oligarquía,

sino la forma intermedia entre una y otra, que se llama república, cuya clase directora son los ciudadanos armados […] En opinión de algunos, en efecto, la mejor constitución debe ser una combinación de todas las formas de gobierno, y por ello elogian la de los espartanos (que, según dicen, está hecha de oligarquía, monarquía y democracia) […] En las Leyes, por el contrario, se dice que la mejor constitución debe ser una amalgama de democracia y tiranía, las cuales no podría uno en absoluto clasificar como constituciones, o que en todo caso son las peores de todas […] A más de esto, la constitución de las Leyes no contiene evidentemente ningún elemento monárquico, sino sólo elementos oligárquicos y democráticos, y su tendencia es una marcada inclinación hacia la oligarquía […]

V Sobre las leyesNo faltan, en efecto, quienes ponen en duda si no será más bien nocivo que provechoso a

las ciudades el alterar sus leyes tradicionales, aun suponiendo que otra ley pueda de suyo ser mejor […] Podría parecer que también en esto es mejor la mudanza, dado que ciertamente ha sido de provecho en las demás disciplinas […] Si pues la política ha de ponerse entre estas disciplinas, es claro que también con respecto a ella debe necesariamente ocurrir otro tanto. Los mismos hechos históricos, puede sostenerse, son signo de que así ha ocurrido, ya que las leyes antiguas eran demasiado simples y bárbaras […] Por otra parte, ni siquiera las leyes escritas deben dejarse inmutables, pues no de otro modo que en las demás artes, es cosa imposible consignar con todo rigor por escrito todo cuanto atañe al orden de la ciudad, ya que la ley ha de estar necesariamente redactada en términos generales, mientras que los actos humanos versan sobre cosas concretas […] En los casos, en efecto, en que la reforma es de poca importancia, y siendo por otro lado un mal el acostumbrar a los hombres a derogar expeditamente las leyes, es claro que más bien debemos tolerar tales o cuales errores tanto en los legisladores como en los magistrados, pues el pueblo no se aprovechará tanto con la mudanza de la ley como se dañará al acostumbrársele a desconfiar de sus gobernantes […]

Libro Tercero: Teoría del Ciudadano y Clasificación de las Constituciones

I El ciudadanoLa ciudad, en efecto, es una colección de ciudadanos, y será menester por ende considerar

a quién hay que llamar ciudadano y cuál es la naturaleza del ciudadano […] Pues bien, el ciudadano en sentido absoluto por ningún otro rasgo puede definirse mejor que por su participación en la judicatura y en el poder […]

De aquí, por tanto, que el concepto del ciudadano sea necesariamente diferente en cada forma de gobierno […] Llamaremos, pues, ciudadano al que tiene el derecho de participar en el poder deliberativo o judicial de la ciudad; y llamaremos ciudad, hablando en general, al cuerpo de ciudadanos capaz de llevar una existencia autosuficiente […]

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II Virtud del buen hombre y del buen ciudadanoEn conexión con lo que hemos dicho está la cuestión de saber si es una y la misma la

virtud o excelencia del hombre bueno y del buen ciudadano [...] Pues del mismo modo, y no obstante lo desiguales que puedan ser, obra de todos los ciudadanos es la salvaguarda de la comunidad; y como la comunidad es la constitución, necesariamente la virtud del ciudadano habrá de ser relativa a la comunidad. Si, por tanto, hay varias formas de constitución, claro está que no podrá ser una sola la virtud perfecta del buen ciudadano; mas, por el contrario, del hombre bueno decimos que lo es por una sola y perfecta virtud. Es evidente, por tanto, que quien es buen ciudadano puede no poseer las virtud por la que se dice hombre de bien [...] Síguese que, no pudiendo ser iguales todos los ciudadanos, no podrá ser una y la misma la virtud del buen ciudadano y del hombre de bien. En todos debe estar por cierto la virtud del buen ciudadano (pues éste es el supuesto necesario de la ciudad perfecta); pero será imposible que todos posean la virtud del hombre de bien, a menos de suponer que necesariamente todos han de ser buenos en la ciudad perfecta [...]

Por otro lado, sin embargo, se elogia a quien sabe mandar y ser mandado, y es opinión común la de que la virtud del ciudadano consiste en poder hacer bien ambas cosas [...] Hay un mando propio del señor, y por él entendemos el que tiene que ver con las labores serviles [...] Hay, con todo, otro mando por el que se opera sobre los iguales en nacimiento y sobre los hombres libres (y es a éste al que llamamos mando político), que el gobernante debe aprender como gobernado, como se aprende a mandar la caballería sirviendo en la caballería, y a mandar como general sirviendo bajo el general y siendo jefe de un regimiento o de un escuadrón. De aquí que con razón se diga que no se puede mandar bien sin haber antes obedecido [...]

IV ConstitucionesAhora bien, la constitución es el ordenamiento de la ciudad, con respecto a sus diversas

magistraturas y señaladamente a la suprema entre todas. Dondequiera, en efecto, el gobierno es el titular de la soberanía y la constitución es, en suma, el gobierno [...]

Cuando la ciudad está constituida sobre la base de la igualdad y semejanza entre los ciudadanos, estos estiman que deben mandar por turno. Éste es el sistema natural que fue adoptado en los primeros tiempos, cuando cada uno pensaba deber servir por turno a la ciudad, y que después debía otro ver por su bien, así como él mismo, cuando gobernante, había visto por el bien de aquel. En la actualidad, por el contrario, a causa del provecho que se retira de los fondos públicos y del poder, quieren estar continuamente en el poder [...] Es claro, por consiguiente, que las constituciones que tienen en mira el interés público, resultan ser constituciones rectas de acuerdo con la justicia absoluta; y que aquellas, en cambio, que miran exclusivamente al bien particular de los gobernantes, son todas erradas [...]

V Formas de GobiernoCuando, por tanto, uno, los pocos, o los más gobiernan para el bien público, tendremos

necesariamente constituciones rectas, mientras que los gobiernos en interés particular de uno, de los pocos o de la multitud serán desviaciones [...] De las formas de gobierno unipersonales solemos llamar monarquía o realeza a la que tiene en vista el bien público; y al gobierno de más de uno, pero pocos, aristocracia (bien sea por ser el gobierno de los mejores, o porque éste régimen persigue lo mejor para la ciudad y sus miembros). Cuando, en cambio, es la multitud la que gobierna en vista del interés público, llámase este régimen con el nombre común a todos los gobiernos constitucionales, es decir, república o gobierno constitucional. (Y con razón se usa esta nomenclatura, ya que, si bien es posible que uno o pocos sobresalgan en virtud, es difícil, cuando son más, que todos ellos sean de consumada virtud bajo cualquier respecto. La virtud militar, por darse en la multitud, sería la que alcanzarían en grado

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máximo; y de aquí que en esta república la clase más poderosa sea la militar, y los ciudadanos armados son los que tienen parte en el gobierno). De las formas de gobierno mencionadas sus respectivas desviaciones son: de la monarquía, la tiranía; de la aristocracia, la oligarquía; de la república, la democracia. La tiranía, en efecto, es la monarquía en interés del monarca; la oligarquía, en interés de los ricos, y la democracia en el de los pobres, y ninguna de ellas mira a la utilidad común [...]

La ciudad existe no sólo por la simple vida, sino sobre todo por la vida mejor (pues de otro modo podría haber una ciudad de esclavos y aun de animales distintos del hombre, lo cual no puede ser, por no participar unos y otros de la vida de libre elección). Ni tampoco existe la ciudad por motivo de alianza militar, ni para protegerse contra toda injusticia, ni aún por causa del comercio y ayuda recíproca [...] Es por esto evidente que la ciudad que verdaderamente puede llamarse así, y no sólo de nombre, ha de tomar cuidado de la virtud, pues sin esto la comunidad se convierte en una alianza militar que apenas diferirá el lugar por otras alianzas cuyos miembros viven aparte. Sin esto igualmente la ciudad es una mera convención, o como decía el sofista Licofrón, una garantía de los derechos recíprocos, pero no será capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos [...] Es evidente, por tanto, que la ciudad no es la comunidad de lugar, con el fin de prevenir agravios recíprocos y fomentar el comercio [...] es la comunidad de familias y municipios para una vida perfecta y autosuficiente, es decir, en nuestro precepto, para una vida bella y feliz [...]

VI Importancia de las leyesPor ventura, podría decirse que en general es malo depositar el supremo poder no en la

ley, sino en el hombre que lleva en su alma las pasiones consiguientes a su condición [...] nada ha puesto tan en claro la necesidad de que las leyes rectamente establecidas sean soberanas, mientras que los gobernantes, trátese de uno o de más, deben serlo sólo en materias en que es imposible a las leyes expresarse con exactitud, a causa de no ser fácil dilucidar todos los casos particulares en una norma general [...]

VII Diversos y contrapuestos títulos de autoridadEl bien de la ciudad es la justicia, esto es el bienestar público. Ahora bien, la justicia es, en

la opinión común, cierta igualdad; y en cierta medida, además, todos están de acuerdo con los principios filosóficos que hemos precisado en la Ética, o sea que, a dicho de ellos, la justicia es algo objetivo en relación con las personas y que debe haber igualdad entre los iguales. Pero con respecto a qué cosas debe haber igualdad y con respecto a cuáles otras desigualdad, es algo que no debe ocultársenos, por ser punto difícil y que atañe a la filosofía política [...] Es evidente que hay un fundamento racional para que en política no se disputen las magistraturas sobre la base de cualquier desigualdad [...] la calificación para competir en los cargos públicos debe por fuerza fundarse en la posesión de elementos constitutivos de la ciudad. De aquí pues que estén calificados para aspirar a los honores públicos los bien nacidos y los libres y los ricos [...]

En orden pues a la existencia de la ciudad podrían exhibir justo título todos o algunos de esos factores, pero en lo que mira a la vida moralmente valiosa, según dijimos al principio, son la educación y la virtud las que podrían hacer valer las pretensiones más justas. De otra parte, y toda vez que no deben tener en todo parte igual quienes son iguales en sólo un aspecto, como tampoco tenerla en todo desigual quienes son desiguales en sólo un aspecto, la consecuencia forzosa es que todas las constituciones fundadas en semejante concepto de igualdad o desigualdad, serán desviaciones [...]

Todo esto, pues, parece tornar evidente que ninguno de los criterios con arreglo a los cuales unos hombres pretenden mandar, mientras que los demás han de obedecerles, es un criterio recto. Contra todos aquellos que aspiran a la soberanía en el gobierno en razón de su

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virtud, y contra aquellos que también apelan a su riqueza, podrán las masas hacer valer un título justo, desde el momento que nada impide que la masa sea mejor y más rica que la minoría, no individualmente, pero sí en conjunto [...]

Ahora bien, ciudadano en general es el que participa activa y pasivamente en el gobierno; y por más que su tipo es diferente en cada constitución, en la constitución mejor es el que puede y elige ser gobernado y gobernar con el ideal de una vida conforme a la virtud [...]

VIII El Ostracismo del virtuosoSi hay, con todo, un hombre tan sobresaliente por su extremada virtud, o más de uno pero

no en número suficiente para constituir la plenitud de la ciudad [...] ya no habrá que considerar a estos hombres como parte de la ciudad. Siendo ellos, en efecto, tan desiguales de los demás en virtud y capacidad política, recibirán injusticia al ser juzgados dignos de derechos apenas iguales. Semejantes hombre sería verdaderamente un dios entre los hombres. De aquí resulta claro que, así como es necesario que se legisle para los iguales en nacimiento y capacidad, así por el contrario no puede haber ley con respecto a tales hombres, pues ellos mismos son la ley [...] Por esta causa, pues, se ha establecido el ostracismo en las ciudades gobernadas democráticamente, en razón de que en ellas se considera que se persigue la igualdad por encima de todas las cosas, y así, a quienes parecen sobresalir excesivamente en poder, bien sea por su riqueza, por sus numerosas relaciones o por alguna otra influencia política, los condenan al ostracismo y los destierran de la ciudad por un tiempo determinado [...]

XI El gobierno de la LeyNo es justo que nadie gobierne o sea gobernado más bien que otro, sino que todo esto se

haga por turno. Mas esto es ya la ley, puesto que el orden es ley. Es preferible pues, conforme al mismo razonamiento, que gobierne la ley antes que uno solo de los ciudadanos; y aun en el caso de que fuera mejor el gobierno de algunos, habría que constituir a éstos en guardianes de la ley y subordinados a ellas [...] Así pues, quien recomienda el gobierno de la ley, parece recomendar el gobierno exclusivo de lo divino y lo racional, mientras que quien recomienda el gobierno de un hombre añade un elemento de impulso animal. No otra cosa, en efecto, es la concupiscencia, y el mismo apetito generoso extravía a los gobernantes y a los mejores entre los hombres. La ley es, por tanto, la razón sin apetito [...]

Es claro, pues, que quienes buscan lo justo buscan lo imparcial; ahora bien, la ley es lo imparcial. Por otra parte, las normas legales consuetudinarias tienen mayor autoridad y versan sobre materias de mayor importancia que las leyes escritas [...] Es en razón de que ciertas cosas pueden ser abrazadas por la ley, y otras no pueden serlo, por lo que, a causa de éstas últimas, viene la dificultad, y se indaga entonces si será mejor que gobierne la mejor ley o el mejor hombre, pues querer legislar sobre las cosas sujetas a deliberación es algo imposible [...]

Cuando acontezca, por tanto, que surja un linaje en su totalidad, o aún uno sólo entre los demás que sobresalga en virtud al punto de exceder la suya a la de todos los demás, en este caso será justo que este linaje sea investido de la realeza y la soberanía absoluta, y que este individuo sea rey [...]

Libro Cuarto: La Mejor Constitución Posible

IX La política como arte de lo posible. Gobierno de la clase mediaVeamos ahora cuál es la mejor constitución y la vida mejor para la mayoría de las

ciudades y el común de los hombres, no juzgando de acuerdo con un patrón de virtud que esté por encima del hombre medio, o por una educación que requiere dotes naturales y recursos de

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fortuna, ni con vistas a una constitución a la medida de nuestro deseo, sino con arreglo a un estilo de vida que pueda compartir la mayoría de los hombres, y a una constitución de que pueda participar la mayoría de las ciudades [...] Porque si en la Ética nos hemos expresado bien al decir que la vida feliz es la que se vive sin impedimento de acuerdo con la virtud, y que la virtud consiste en el término medio, síguese necesariamente que la vida media será la mejor, esto es, de acuerdo con el término medio al alcance de cada individuo. Y estos mismos conceptos se aplican necesariamente a la virtud o vicio de la ciudad y de su constitución, porque la constitución es como la vida de la ciudad. En todas las ciudades, pues, hay tres partes o clases de la ciudad: los muy ricos, los muy pobres, y en tercer lugar los intermedios entre unos y otros. Ahora bien, y toda vez que, según se reconoce, lo moderado y lo que está en el medio es lo mejor, es claro que una moderada posesión de bienes de fortuna es la mejor de todas [...] Ciertamente la ciudad aspira a componerse de elementos iguales y semejantes tanto como sea posible. Ahora bien, la clase media, más que otra alguna, tiene esta composición, por lo cual la ciudad fundada en dicha clase será la mejor organizada en lo que respecta a los elementos naturales que en nuestro concepto constituyen la ciudad. Y esta clase de ciudadanos es también la que tiene mayor estabilidad en las ciudades, pues ni codician como los pobres los bienes ajenos, ni lo suyo es codiciado por otros como los pobres codician los de los ricos [...] Es manifiesto, por tanto, que la comunidad política administrada por la clase media es la mejor, y que puedan gobernarse bien las ciudades en las cuales la clase media es más numerosa y más fuerte, si es posible, que las otras dos clases juntas [...] Que el régimen intermedio es el mejor, es así evidente. Es el único, en efecto, libre de facciones, ya que donde la clase media es numerosa, es ínfima la probabilidad de que se produzcan facciones y disensiones entre los ciudadanos [...]

IX División de poderesEn todas las constituciones hay tres elementos con referencia a los cuales ha de considerar

el legislador diligente lo que conviene a cada régimen. Si estos elementos están bien concentrados, necesariamente lo estará también la república, y como los elementos difieren entre sí, diferirán consiguientemente las constituciones. De estos tres elementos, pues, uno es el que delibera sobre los asuntos comunes, el segundo es el relativo a las magistraturas, o sea cuáles deben ser, cuál es su esfera de competencia, y cómo debe procederse a su elección, y el tercer elemento es el poder judicial [...]

Libro Quinto: Estudio de las Revoluciones

I Causas de las mudanzas políticasEn primer lugar, hemos de adoptar el principio de que (como hemos dicho antes) la

variedad de constituciones proviene de que aunque todos los hombres reconocen la justicia y la igualdad proporcional, yerran, con todo, en el modo de alcanzarlas. La democracia, en efecto, ha surgido de la noción de que, por ser iguales los hombres en algún aspecto, son iguales en absoluto (y así se piensa que por ser todos igualmente libres, han de ser en absoluto iguales). La oligarquía, por su parte, viene de suponer que por ser iguales en un respecto, han de ser desiguales en absoluto (porque son desiguales en cuanto a la propiedad, supónese que son desiguales en absoluto). Y después los unos, creyéndose iguales, pretenden participar en todo igualmente, mientras que los otros, creyéndose desiguales, procuran tener más que los otros, lo cual es una forma de desigualdad. Todas las constituciones, por tanto, tienen cierto elemento de justicia, pero son deficientes con arreglo a un patrón absoluto; y por esta causa, unos y otros, cuando no obtienen en la república la parte que estiman corresponder a las ideas que sustentan, promueven la revolución [...]

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Los motivos que impulsan a la revolución, por su parte, son el lucro, el honor y sus contrarios, pues también ocurren disturbios en las ciudades por escapar los sublevados a la deshonra o al castigo [...] Otras causas son la soberbia, el miedo, el afán de superioridad, el desprecio, el incremento desproporcionado de poder. En otro sentido aún, pueden ser causas la rivalidad electoral, la negligencia, la mediocridad y la disparidad [...]

IIIProdúcense las revoluciones políticas unas veces por fuerza y otras por engaño. Por la

fuerza, cuando los revolucionarios ejercen presión desde el principio mismo de la rebelión o posteriormente. El engaño, por su parte, puede ser también doble: unas veces los ciudadanos son engañados al principio para que con su asentimiento se lleve a efecto el cambio de gobierno, y posteriormente son sometidos por la fuerza contra su voluntad [...] Otras veces, después de persuadir al principio a los ciudadanos, se recurre de nuevo a la persuasión para gobernarlos con su consentimiento [...]

Libro Séptimo: La Constitución Ideal

I La eudaimonía como el ideal político de la ciudad perfecta[...] la vida mejor, así la particular del individuo como la vida pública en las ciudades, es

la vida virtuosa, pero con una virtud dotada de suficientes recursos para participar en las acciones virtuosas [...]

II [...] la mejor constitución será necesariamente aquella cuyo ordenamiento permita a

cualquier individuo el hallarse mejor y llevar la vida más feliz; pero lo que se discute, incluso por los que están de acuerdo en que la vida virtuosa es la más deseable, es si deberá preferirse la vida política y práctica, o no más bien una vida desligada de las cosas exteriores, como lo sería la vida contemplativa, de la que algunos dicen ser la única digna del filósofo [...]

III[...] si la felicidad ha de consistir en el bien obrar, la vida práctica será entonces la mejor,

así para la ciudad en general como para cada individuo. Sólo que la vida activa, contra lo que piensan algunos, no tiene necesariamente que ser con relación a otros, ni el pensamiento es práctico únicamente cuando se produce en vista de los resultados de sus ejercicio, sino que lo son mucho más el pensamiento y la contemplación que tienen su fin en sí mismo y se ejercitan por sí mismos, porque el fin es el obrar bien, y por tanto cierta forma de acción [...]

IV Los elementos del estado en la constitución mejor: la poblaciónNo es posible, en efecto, que pueda darse la mejor constitución sin los recursos adecuados.

Por eso tenemos que presuponer un buen número de condiciones ideales, ninguna de las cuales, sin embargo, debe ser imposible [...] El primer elemento, pues, del material político es la población, a cuyo respecto hay que considerar cuál debe ser su número y cuál su calidad natural; y otro tanto en lo tocante al territorio, su extensión y su cualidad. La mayoría son de opinión, en efecto, que la ciudad feliz debe ser grande; pero [...] la experiencia misma pone de manifiesto que es difícil, y tal vez imposible, que pueda legislarse bien la ciudad demasiado populosa [...] Pues del mismo modo la ciudad menguada de población no será autosuficiente [...] Es manifiesto, en consecuencia, que el límite perfecto de la ciudad consiste en la mayor población que pueda ser para la autosuficiencia de la vida, y tal que pueda fácilmente ser objeto de una visión sintética [...]

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Filosofía Social y Política

V El territorioLo mismo más o menos es aplicable al territorio. En lo que concierne a su calidad, es claro

que cualquiera aprobaría de preferencia el que más pueda bastarse a sí mismo ( y que éste será necesariamente el que produzca de todo, ya que la autosuficiencia consiste en tenerlo todo y no carecer de nada) [...] En cuanto a la configuración del terreno, si bien en ciertos puntos debe uno fiarse a los expertos en estrategia, no es difícil decir que debe ser de acceso penoso para el enemigo y de salida fácil para los ciudadanos [...] En cuanto al emplazamiento de la ciudad, si pudiéramos hacerlo a nuestro deseo, convendría situarlo en una posición conveniente tanto hacia el mar como hacia la tierra [...] no es difícil ver que tanto para su seguridad como para aprovisionarse abundantemente de todo lo necesario, es mejor para la ciudad y el país el acceso al mar [...]

VI Los guardianesEs manifiesto, por tanto, que para poder ser fácilmente guiado por el legislador hacia la

virtud, deben los ciudadanos ser a la vez de natural inteligente y animoso. Con respecto a la condición que, según afirman algunos, deben tener los guardianes, que es el ser afectuosos con los que conocen y fieros con los desconocidos, hay que decir que es el ánimo el que produce el afecto [...]

VII Funciones de la ciudad[...] la ciudad es una comunidad peculiar entre semejantes, y que tiene por fin la vida mas

perfecta posible. Ahora bien, como la felicidad es el mayor bien, y como ella consiste en el ejercicio y uso continuo de la virtud, y como por último, unos pueden participar de ella, y otros poco o nada, resulta de todo esto con evidencia que ésta es la causa de que existan formas distintas de ciudad y regímenes políticos varios [...]

Hemos de considerar cuántos son los elementos sin los cuales no podría existir la ciudad, pues entre ellos estarán las que llamamos partes de la ciudad, por ser necesaria su presencia [...] En primer lugar tiene que haber alimento; después, oficios (ya que la vida ha menester muchos instrumentos); en tercer lugar, armas (pues a los miembros de la comunidad les es necesario tener armas, ya para el ejercicio del gobierno en casos de insubordinación, ya también para emplearlas contra quienes intenten agredirles del exterior); después de esto, cierta abundancia de recursos de que pueda disponerse tanto para las necesidades domésticas como para los usos militares; en quinto lugar –y es una función primaria- el servicio divino al que llamamos culto; y en sexto lugar en la enumeración, pero de todo lo más necesario, la decisión judicial sobre los intereses y derechos recíprocos [...] De necesidad, por tanto, la ciudad tiene que organizarse de acuerdo con estas funciones. Debe haber una población agrícola que suministre el alimento, y artesanos, y una clase militar, y una propietaria, y sacerdotes, y jueces para decidir sobre los derechos y los intereses [...]

XII La ciudad virtuosaHemos de hablar ahora de la constitución en sí misma, es decir, de qué elementos y de qué

carácter debe constar la ciudad que ha de se feliz y bien gobernada. En dos cosas consiste el bienestar para todos los hombres: una en elegir acertadamente el blanco y fin de nuestros actos, y otra en encontrar los actos conducentes al fin [...] Ahora bien, lo que nosotros nos hemos propuesto es discernir la constitución mejor, o sea, aquella por la cual la ciudad estará mejor gobernada, y como no hay mejor gobierno que el que permite alcanzar la felicidad en mayor grado, resulta claro, por tanto, que debe sernos patente la noción de felicidad [...] y lo repetimos ahora, que la felicidad consiste en el ejercicio y práctica consumada de la virtud [...] Ahora bien, la ciudad es virtuosa cuando lo son los ciudadanos que participan del gobierno y de acuerdo con nuestro plan todos los ciudadanos participan del gobierno. El punto está, por

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Filosofía Social y Política

tanto, considerar cómo se hace al hombre virtuoso [...] los hombres llegan a ser buenos y virtuosos por tres cosas, que son la naturaleza, el hábito y la razón. En primer lugar, tiene uno que nacer con naturaleza humana [...] Ciertas disposiciones naturales, por otra parte, no son de ningún provecho, ya que nuestros hábitos las hacen cambiar [...] pero el hombre vive también por la razón, que sólo él posee, por lo que es preciso que en él guarden aquellas tres cosas una armonía recíproca [...]

XIII El legisladorEl político ha de legislar atendiendo a todo esto, es decir, a las partes del alma y a sus

actividades, y teniendo sobre todo en mira los bienes mayores y los fines. Y del mismo modo debe uno conducirse en la elección de vida y actividades consiguientes: el hombre, en efecto, debe ser capaz de llevar una vida laboriosa y hacer la guerra, pero más aún de vivir en paz y guardar reposo; y practicar los actos necesarios y útiles, pero más aún los bellos y nobles. Estos son pues los fines que debe perseguir la educación [...]

La experiencia atestigua con la teoría que el legislador debe esforzarse principalmente porque la legislación que promulgue sobre la guerra y sobre todo lo demás tenga por fin el reposo y la paz, pues la mayoría de las ciudades de tipo militarista permanecen incólumes mientras hacen la guerra, más perecen una vez que han conquistado el imperio. En la paz pierden su temple como el hierro, y el culpable es el legislador, por no haberlas educado para el empleo del ocio [...] Tanto más, pues, habrán menester estos hombres de filosofía, de templanza y de justicia, cuanto mayor sea el ocio que tengan en la abundancia de aquellos bienes. Es evidente, por tanto, que debe participar de estas virtudes la ciudad que haya de ser feliz y virtuosa [...]

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Filosofía Social y Política

La Tradición Moderna de la Filosofía Política

NICOLÁS MAQUIAVELO

EL PRÍNCIPE

Dedicatoria

Nicolás Maquiavelo al Magnífico Lorenzo de Medici

[...] Quienes desean conquistar el favor de un príncipe suelen salirle al encuentro, las más de las veces, con aquellas cosas a las que confieren más valor o ante las cuales le ven deleitarse en mayor medida [...] Deseando yo, por tanto, ofrecerme a Vuestra Magnificencia con algún testimonio de mi afecto y obligación hacia Vos, no he encontrado entre mis pertenencias cosa alguna que considere más valiosa o estime tanto como el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, adquirido por mi mediante una larga experiencia de las cosas modernas y una continua lectura de las antiguas: tras haberlas estudiado y examinado durante largo tiempo con gran diligencia, las envío ahora –compendiadas en un pequeño volumen- a Vuestra Magnificencia.

Y aunque juzgo que esta obra no merece ser presentada ante Vos, sin embargo, tengo plena confianza en que vuestra magnanimidad la aceptará, teniendo en cuenta que no puedo hacerle mejor ofrenda que darle la facultad de poder en brevísimo plazo de tiempo aprender todo aquello que yo he conocido y aprendido a lo largo de tantos años y con tantas privaciones y peligros. Esta obra no la he adornado ni hinchado con amplios periodos o con palabras ampulosas y solemnes, o con cualquier otro rebuscamiento u ornamento superfluo, recurso con los que muchos suelen describir y adornar sus obras. Yo, por mi parte, he querido o que nada la distinga o que tan solo la haga grata la singularidad de la materia y la importancia del tema [...]

Acoja, pues, Vuestra Magnificencia esta pequeña ofrenda con el mismo ánimo con que yo se la envío, pues si hace de ella un estudio y lectura diligente, reconocerá en su interior un profundo anhelo mío: que alcancéis esa grandeza que la fortuna y las restantes cualidades vuestras os prometen [...]

De los Principados

I. Cuántos son los géneros de principados y por qué modos se adquieren

[...] Todos los Estados, todos los dominios que han tenido y tienen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados. Los principados son o hereditarios, en aquellos casos en los que impera desde hace largo tiempo el linaje de su señor, o bien nuevos. Los nuevos, o son completamente nuevos [...] o son a modo de miembros añadidos al Estado hereditario del príncipe que los adquiere [...] Los dominios así adquiridos, o están acostumbrados a vivir bajo un príncipe, o acostumbrados a ser libres, y se adquieren con las armas de otros o con las propias, gracias a la fortuna o por medio de la virtud [...]

II. De los principados hereditarios

[...] Digo, pues, que en los Estados hereditarios y acostumbrados al linaje de su príncipe la dificultad de conservarlos es bastante menor que en el caso de los nuevos, puesto que es suficiente con respetar el orden de sus antepasados y, por lo demás, adaptarse a los

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Filosofía Social y Política

acontecimientos; de esta forma, si el príncipe en cuestión es de una habilidad normal, conservará siempre su Estado, a no ser que una fuerza extraordinaria y excesiva le prive de él. Incluso si es privado de él, lo recuperará a la mínima adversidad que sobrevenga al usurpador [...]

III. De los principados mixtos

[...] Las dificultades se encuentran, sin embargo, en el principado nuevo. Y, primeramente, cuando no es totalmente nuevo, sino un miembro añadido a un Estado anterior, lo cual origina un principado que podríamos denominar mixto. Los problemas que plantea emanan, en un principio, de una dificultad natural presente en todos los principados nuevos y consiste en que los hombres cambian de buen grado de señor con la esperanza de mejorar: esta esperanza les hace tomar las armas contra su señor, pero se engañan, pues después la experiencia les hace ver que han salido perdiendo. Ahora bien, todo esto viene determinado por otra necesidad, natural y ordinaria, la cual obliga inevitablemente a agraviar a los nuevos súbditos tanto por medio de las tropas como por las otras muchas violaciones de derechos que trae consigo la nueva adquisición. Así te encuentras con que son enemigos tuyos todos aquellos a quienes has lesionado al ocupar aquel principado, mientras no puedes conservar como amigos a aquellos que te introdujeron en él, por no poderles dar satisfacción en la medida en que se habían imaginado, y porque las obligaciones que con ellos has contraído te impiden usar en su contra medicinas fuertes, ya que para entrar en un país siempre se tiene necesidad, por más fuerte que sean los ejércitos propios, del favor de los habitantes [...]

[...] Digo, por tanto, que estos Estados que al adquirirlos se añaden a un Estado antiguo del que los adquiere, o son del mismo país y de la misma lengua o no lo son. En el primer caso es muy fácil conservarlos, sobre todo si no tienen la costumbre de vivir libres [...] El que adquiere territorios nuevos de estas características debe respetar dos principios si quiere conservarlos: el primero consiste en extinguir la familia del antiguo príncipe; el segundo en no alterar ni sus leyes ni sus tributos. El resultado será que el nuevo territorio formará en brevísimo tiempo un solo cuerpo con su antiguo principado.

Ahora bien, las dificultades aparecen cuando se adquieren Estados en un país de lenguas, costumbres e instituciones diferentes. En este caso es necesario tener gran fortuna y habilidad para conservarlos. Uno de los remedios mayores y más eficaces sería que quien los adquiere pasara a residir allí; esto hará más segura y más duradera su posición [...]

El otro gran remedio consiste en establecer en uno o dos lugares colonias que unan férreamente a ti dicho territorio, porque es necesario, o hacer esto, o mantenerlo ocupado militarmente con amplios contingentes de caballería e infantería. Con las colonias no se gasta mucho y sin gastos o con pocos se las envía y mantiene en el nuevo territorio; además perjudican a aquellos a quienes arrebatan los campos y las casa para entregarlos a los nuevos habitantes, los cuales solamente constituyen, por otro lado, una mínima parte de la población del Estado. Además, aquellos a quienes ha perjudicado, al quedar dispersos y empobrecidos, no le pueden nunca ocasionar daño alguno [...] Todo esto nos ha de hacer tener en cuenta que a los hombres se los ha de mimar o aplastar, pues se vengan de las ofensas ligeras ya que de las graves no pueden: la afrenta que se hace a un hombre debe ser, por tanto, tal que no haya ocasión de temer su venganza [...]

Quien, como se ha dicho, se encuentra en un país diferente, debe, además, convertirse en jefe y defensor de los vecinos menos poderosos, ingeniárselas para debilitar a los poderosos y guardarse de que, por cualquier contingencia, entre en dicho país un extranjero tan poderoso como él, pues ocurrirá siempre que lo llamarán aquellos que están descontentos o por demasiada ambición o por miedo [...]

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[...] Los romanos hicieron, por tanto, en estos casos, lo que todos los príncipes sabios deben hacer, los cuales no solamente han de preocuparse de los problemas presentes, sino también de los futuros, tratando de superarlos con todos los recursos de su habilidad; previstos con antelación, se les puede encontrar fácil remedio, pero si se espera a tenerlos encima, la medicina nunca está a tiempo al haberse convertido la enfermedad en incurable [...]

Verdaderamente es algo muy natural y ordinario el deseo de adquirir, y cuando lo hacen hombres que pueden, siempre serán alabados y nunca censurados; pero cuando no pueden y quieren hacerlo de cualquier manera, aquí está el error y las justas razones de censura [...]

V. De qué modo se han de gobernar las ciudades o principados que antes de su adquisición se regían por sus propias leyes

[...] Cuando, como decimos, se adquieren Estados que están acostumbrados a vivir con sus propias leyes y en libertad, el que quiera conservarlos dispone de tres recursos: el primero, destruir dichas ciudades; el segundo, ir a vivir allí personalmente; el tercero, dejarlas vivir con sus propias leyes, imponiéndoles un tributo o implantando en ellas un gobierno minoritario que te las conserve fieles [...]

En cambio, cuando las ciudades o países están acostumbrados a vivir bajo el dominio de un príncipe, si la familia de éste queda extinguida, dado que por un lado están acostumbrados a obedecer y por otro ya no tienen a su viejo príncipe, para elegir uno entre ellos no se ponen de acuerdo y vivir libres no saben; de forma que siempre son más lentos a la hora de tomar las armas y con tanta más facilidad se los puede un príncipe ganar y guardarse de ellos. Pero en las repúblicas hay mayor vida, mayor odio, más deseo de venganza; no les abandona ni muere jamás la memoria de la antigua libertad, de forma que el procedimiento más seguro es destruirlas o vivir en ellas [...]

VI. De los principados nuevos adquiridos por las propias armas y por la virtud

[...] un hombre prudente debe discurrir siempre por las vías trazadas por los grandes hombres e imitar a aquellos que han sobresalido extraordinariamente por encima de los demás, con el fin de que, aunque no se alcance su virtud, algo nos quede, sin embargo, de su aroma [...] Sostengo, pues, que en los principados completamente nuevos, en los que el príncipe es asimismo nuevo, se encuentran más o menos dificultades para conservarlos según sea más o menos virtuoso el que los adquiere. Y dado que el hecho de convertirse de particular en príncipe es fruto de la virtud o de la fortuna, parece, en principio, que la una o la otra de estas dos cosas mitigue en parte muchas de las dificultades; sin embargo, el que se ha abandonado menos a la fortuna se ha mantenido mejor. Constituye también un motivo de felicidad el hecho de que el príncipe se vea obligado, por no tener otros Estados, a ir allí a residir personalmente.

Pasando ya a aquellos que llegaron a ser príncipes por su propia virtud y no por fortuna, afirmo que los más notables son Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y semejantes [...]

Aquellos que, de manera semejante a ellos, alcanzan el principado por vías que exigen virtud, llegan a dicha situación con dificultad, pero se mantienen con facilidad. Las dificultades que encuentran en la adquisición del principado nacen en parte de las nuevas instituciones y modos que se ven forzados a introducir para fundamentar su Estado y su seguridad. Y a este respecto se debe tener en cuenta hasta qué punto no hay cosa más difícil de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligrosa de conducir, que hacerse promotor de la implantación de nuevas instituciones. La causa de tamaña dificultad reside en que el promotor tiene por enemigos a todos aquellos que sacaban provecho del viejo orden, y encuentra unos defensores tímidos en todos los que se verían beneficiados por el nuevo [...]

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Filosofía Social y Política

Es necesario, por tanto, si se quiere comprender bien esta parte, examinar si estos innovadores se valen por sí mismos o si dependen de otros, es decir, si para llevar adelante su obra necesitan predicar o, por el contrario, pueden recurrir a la fuerza. En el primer caso siempre acaban mal y no llevan adelante cosa alguna; pero cuando dependen de sí mismo y pueden recurrir a la fuerza, entonces sólo corren peligro en escasas ocasiones. Ésta es la causa de que todos los profetas armados hallan vencido y todos los desarmados perecido. Pues, además de lo ya dicho, la naturaleza de los pueblos es inconstante: resulta fácil convencerles de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos. Por eso conviene estar preparado, de manera que cuando dejen de creer se les pueda hacer creer por la fuerza [...]

VII. De los principados nuevos adquiridos con armas ajenas y por la fortuna

[...] Quienes de simple particulares se convierten en príncipes con la sola ayuda de la fortuna alcanzan dicho Estado con pocos esfuerzos, pero deben realizar muchos para mantenerse. En su camino al principado no encontraron ninguna dificultad, pues más bien volaban. Todas las dificultades aparecen cuando se encuentran allí. En esta situación se hallan aquellos a quienes es otorgado un estado o por dinero o por la voluntad de otra persona [...] Estos individuos dependen sencillamente de la voluntad y de la fortuna de quienes les ha concedido el Estado, dos cosas volubilísimas e inestables. Y no saben ni pueden conservar su puesto: no saben, porque, de no ser un hombre de gran ingenio y virtud, no es razonable que –habiendo vivido siempre en una condición meramente privada- sepan mandar; no pueden, porque no disponen de fuerzas que les puedan ser amigas y fieles. Además, al igual que todas las cosas de la naturaleza que nacen y crecen rápidamente, tampoco los Estados que surgen súbitamente pueden tener las raíces y sus ramificaciones firmes y asentadas, con lo cual la primera circunstancia adversa los destruye, a no ser que quienes tan repentinamente han pasado a ser príncipes posean –como se ha dicho- tanta virtud que sepan prepararse rápidamente a conservar lo que la fortuna ha puesto en sus manos y sean capaces de asentar después los cimientos que los otros pusieron antes de convertirse en príncipes [...]

VIII. De los que llegaron al principado por medio de crímenes

[...] un simple particular puede alcanzar el principado por medio de otros dos procedimientos que no se pueden identificar completamente con la fortuna y la virtud [...] Estas dos nuevas vías se presentan cuando se asciende al principado por medio de acciones criminales y contrarias a toda ley humana y divina, o bien cuando un ciudadano particular se convierte en príncipe de su patria por el favor de sus conciudadanos [...]

El siciliano Agatocles llegó a rey de Siracusa no sólo a partir de una condición privada, sino incluso ínfima y despreciable [...] no llegó al principado por los favores de nadie, sino a través de los grados militares, ganados además con mil molestias y peligros. Y alcanzado su objetivo, se mantuvo gracias a sus muchas decisiones animosas y arriesgadas. Sin embargo, no es posible llamar virtud a exterminar a sus ciudadanos, traicionar a sus amigos, carecer de palabra, de respeto, de religión. Tales medios pueden hacer conseguir poder, pero no gloria [...] Sin embargo, a pesar de todo, su feroz crueldad e inhumanidad, sus infinitas maldades, no permiten que sea celebrado entre los hombres más nobles y eminentes. No es posible, en conclusión, atribuir a la fortuna o la virtud lo que fue conseguido por él sin la una y sin la otra [...]

Podría alguno preguntarse la razón de que Agatocles y algún otro de la misma especie, tras infinitas traiciones y crueldades, pudieran vivir seguros en su patria durante tan largo tiempo y defenderse de los enemigos exteriores, sin que jamás tuvieran que enfrentarse a una conspiración interna promovida por los mismos ciudadanos; por el contrario, otros muchos no

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Filosofía Social y Política

han podido por la crueldad conservar el Estado ni siquiera en tiempos pacíficos, por no hablar ya de los dudosos y arriesgados tiempos de guerra. Creo que esto es debido al mal uso o al buen uso de la crueldad. Bien usadas se pueden llamar a aquellas crueldades (si del mal es lícito decir bien) que se hacen de una sola vez y de un golpe, por la necesidad de asegurarse, y luego ya no se insiste más en ellas, sino que se convierten en los más útiles posibles para los súbditos. Mal usadas son aquellas que, pocas en principio, van aumentando, sin embargo, con el curso del tiempo en lugar de disminuir [...] Por todo ello, el que ocupa un Estado debe tener en cuenta la necesidad de examinar todos los castigos que ha de llevar a cabo y realizarlos todos de una sola vez, para no tenerlos que renovar cada día y para poder –al no renovarlos- tranquilizar a los súbditos y ganárselos con favores. Quien procede de otra manera, ya sea por debilidad o por perversidad de ánimo, se verá siempre obligado a tener el cuchillo en la mano; jamás se podrá apoyar en sus propios súbditos, pues las injusticias –frescas y renovadas- impedirán que se sientan seguros con él. Porque las injusticias se deben hacer todas a la vez a fin de que, por gustarlas menos, hagan menos daño, mientras que los favores se deben hacer poco a poco con el objetivo de que se saboreen mejor [...]

IX. Del principado civil

[...] cuando un ciudadano privado se convierte en príncipe de su patria, no por medio de crímenes y otras violencias intolerables, sino por el favor de sus ciudadanos, surge así un principado al que podríamos llamar civil (para llegar al cual no es necesario basarse exclusivamente en la virtud o exclusivamente en la fortuna, sino más bien en una astucia afortunada), digo que se asciende a dicho principado o con el favor del pueblo o con el favor de los grandes [...]

El principado es promovido o por el pueblo o por los grandes, según sea una parte u otra la que encuentre la oportunidad; porque los grandes, viendo que no pueden resistir al pueblo, comienzan a aumentar la reputación de uno de ellos y lo hacen príncipe para poder a su sombra desfogar su apetito. El pueblo, por su parte, viendo que no puede defenderse ante los grandes, aumenta la reputación de alguien y lo hace príncipe a fin de que su autoridad lo mantenga defendido. El que llega al principado con ayuda de los grandes se mantiene con más dificultad que el que lo hace con la ayuda del pueblo, porque se encuentra –aún siendo príncipe- con muchas personas a su alrededor que se creen igual a él y a las cuales no puede ni mandar ni manejar a su manera.

Sin embargo, el que llega al principado por el favor popular se encuentra solo en su puesto y a su alrededor hay muy pocos o ninguno que no estén dispuestos a obedecer. Además de esto, no se puede –con honestidad y sin causar injusticias a otros- dar satisfacción a los grandes, pero si al pueblo, porque el fin del pueblo es más honesto que el de los grandes, ya que éstos quieren oprimir y aquel no ser oprimido [...]

XIV. De lo que corresponde al príncipe en lo relativo al arte de la guerra

[...] Un príncipe, pues, no debe tener otro objeto, ni otra preocupación, ni considerar competencia suya cosa alguna, excepto la guerra y su organización y dirección, porque éste es un arte que corresponde exclusivamente a quien manda. Y además comporta tanta virtud que no tan sólo mantiene en su lugar a quienes han nacido príncipes, sino que muchas veces eleva a ese rango a hombres de condición privada. En contrapartida, la experiencia muestra que, cuando los príncipes han pensado más en las exquisiteces que en las armas, han perdido su Estado [...]

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Por tanto, jamás deberá apartar su pensamiento del adiestramiento militar, y en época de paz se habrá de emplear en ello con más intensidad que durante la guerra, lo cual puede llevar a cabo de dos maneras; por un lado de obra, por otro mentalmente [...]

XV. De aquellas cosas por las que los hombres y sobre todo los príncipes son alabados o censurados

[...] Nos queda ahora por ver cuál debe ser el comportamiento y el gobierno de un príncipe con respecto a súbditos y amigos [...] Siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma. Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende antes su ruina que su preservación: porque un hombre que quisiera hacer en todos los puntos profesión de bueno labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello, es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad.

[...] sostengo que todos los hombres cuando se habla de ellos –y especialmente los príncipes por estar puestos en un lugar más elevado- son designados con algunos de los rasgos siguientes que les acarrean o censura o alabanza: uno es tenido por liberal, otro por tacaño [...] uno es considerado generoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno desleal, otro fiel; uno afeminado y pusilánime, otro fiero y valeroso; el uno humano, el otro soberbio; el uno lascivo, el otro casto; el uno íntegro, el otro astuto; el uno rígido, el otro flexible; el uno ponderado, el otro frívolo; el uno devoto, el otro incrédulo, y así sucesivamente. Yo sé que todo el mundo reconocerá que sería algo digno de los mayores elogios el que un príncipe estuviera en posesión de entre los rasgos enumerados, de aquellos que son tenidos por buenos. Pero, puesto que no se pueden tener y observar enteramente, ya que las condiciones humanas no lo permiten, le es necesario ser tan prudente que sepa evitar el ser tachado de aquellos vicios que le arrebatarían el Estado y mantenerse a salvo de los que no se lo quitarían, si le es posible; pero si no lo es, puede incurrir en ellos con menos miramientos. Y todavía más: que no se preocupe de caer en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podrían salvar su Estado, porque, si se considera como es debido, se encontrará alguna cosa que parecerá virtud, pero si se la sigue traería consigo su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si se la sigue garantiza la seguridad y el bienestar suyo [...]

XVI. De la liberalidad y la parsimonia

[...] Empezando, pues, por el primero de los rasgos mencionados, reconozco que sería bueno ser considerado liberal. No obstante, la liberalidad, usada de manera que seas tenido por tal, te perjudica porque –si se la usa con moderación y como es debido- no se deja ver y no te evitará ser tachado de la cualidad opuesta. Además, si se pretende conservar entre los hombres el título de liberal, es necesario no privarse de ninguno de los componentes de la suntuosidad, de manera que un príncipe de tal hechura consumirá siempre en actos de ese tipo toda su riqueza; al final se verá obligado –si desea seguir conservando la fama de liberal- a gravar a su pueblo más allá de toda medida y a hacerse enojoso, poniendo en práctica todos aquellos recursos que se pueden utilizar para sacar dinero [...] debe, si es prudente, no preocuparse por ser tachado de tacaño, porque con el tiempo siempre será considerado más liberal al ver sus súbditos que gracias a su parsimonia sus rentas le bastan, puede defenderse de quien le hace la guerra, puede acometer empresas sin gravar a sus pueblos [...]

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Filosofía Social y Política

[...] Solamente el gastar lo tuyo te perjudica, y no hay cosa que gaste a uno más que la liberalidad, pues mientras la usas pierdes la capacidad de usarla, y te haces o pobre y digno de desprecio o, por huir de la pobreza, rapaz y odioso. Y entre todas las cosas de las que un príncipe debe guardarse se encuentran el ser digno de desprecio y odioso. Ahora bien, la liberalidad te lleva a lo uno y a lo otro. Por tanto, es más sabio ganarse la fama de tacaño, que engendra un reproche sin odio, que por amor de la fama de liberal verse obligado a incurrir en la fama de rapaz, que engendra un reproche al que va unido el odio [...]

XVII. De la crueldad y de la clemencia, y si es mejor ser amado que temido y viceversa

[...] Descendiendo a los otros rasgos mencionados, digo que todo príncipe debe desear ser tenido por clemente y no por cruel, pero, no obstante, debe estar atento a no hacer mal uso de esta clemencia [...] Debe, por tanto, un príncipe no preocuparse de la fama de cruel si a cambio mantiene a sus súbditos unidos y leales. Porque, con poquísimos castigos ejemplares, será más clemente que aquellos otros que, por excesiva clemencia, permiten que los desórdenes continúen, de lo cual surgen siempre asesinatos y rapiñas [...]

Nace de aquí una cuestión ampliamente debatida: si es mejor ser amado que temido o viceversa. Se responde que sería menester ser lo uno y lo otro; pero, puesto que resulta difícil combinar ambas cosas, es mucho más seguro ser temido que amado cuando se haya de renunciar a una de las dos. Porque, en general, se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro, están ávidos de ganancia, y mientras les haces favores son todos tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos -como anteriormente dije- cuando la necesidad está lejos; pero cuando se te viene encima vuelve la cara. Además, los hombres vacilan menos en hacer daño a quien se hace amar que a quien se hace temer, pues el amor emana de una vinculación basada en la obligación, la cual (por la maldad humana) queda rota siempre que la misma utilidad da motivo para ello, mientras que el temor emana del miedo al castigo, el cual jamás te abandona. Debe, no obstante, el príncipe hacerse temer de manera que si le es imposible ganarse el amor, consiga evitar el odio, porque puede combinarse perfectamente el ser temido y el no ser odiado. Conseguirá esto siempre que se abstenga de tocar los bienes de sus ciudadanos y de sus súbditos, y sus mujeres [...] Pero, por encima de todas las cosas, debe abstenerse siempre de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio [...]

Concluyo, por tanto, volviendo a lo relativo de ser amado y temido, que –como los hombres aman según su voluntad y temen según la voluntad del príncipe- un príncipe prudente debe apoyarse en aquello que es suyo y no aquello que es de otros. Debe tan sólo ingeniárselas, como hemos dicho, para evitar ser odiado [...]

XVIII. De qué modo deben guardar los príncipes la palabra dada

[...] Cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y comportarse con integridad y no con astucia, todo el mundo lo sabe. Sin embargo, la experiencia muestra en nuestro tiempo que quienes han hecho grandes cosas han sido los príncipes que han tenido pocos miramientos hacia sus propias promesas y que han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres. Al final han superado a quienes se han fundado en la lealtad.

Debéis, pues, saber, que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre; la segunda, de las bestias; pero como la primera muchas veces no basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un príncipe saber utilizar correctamente la bestia y el hombre [...]

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Filosofía Social y Política

Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente la bestia, debe elegir entre el zorro y el león. Porque el león no se protege de las trampas ni el zorro de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorro para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente –ni debe- guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero –puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra- tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya. Además, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus promesas [...] quién ha sabido hacer mejor de zorro ha salido mejor librado. Pero es necesario saber colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar [...]

No es, por tanto, necesario a un príncipe poseer todas las cualidades anteriormente mencionadas, pero es muy necesario que parezca tenerlas. E incluso me atreveré a decir que si se las tiene y se las observa, siempre son perjudiciales, pero si se aparenta tenerlas, son útiles; por ejemplo, parecer clemente, leal, humano, íntegro, devoto, y serlo, pero tener el ánimo predispuesto de tal manera que, si es necesario no serlo, puedas y sepas adoptar la cualidad contraria. Y se ha de tener en cuentas que un príncipe –y especialmente un príncipe nuevo- no puede observar todas aquellas cosas por las cuales los hombres son tenidos por buenos, pues a menudo se ve obligado, para conservar su Estado, a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según le exigen los vientos y las variaciones de la fortuna, y, como ya dije anteriormente, no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado.

[...] Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo [...]

XIX. De qué modo se ha de evitar ser despreciado y odiado

[...] Como ya he hablado de las más importantes de aquellas cualidades mencionadas anteriormente, voy a examinar las demás brevemente a partir del siguiente principio general: el príncipe ha de pensar –como ya hemos dicho en parte más arriba- en evitar todo aquello que lo pueda hacer odioso o despreciado. Si lo consigue, habrá cumplido con la parte que le corresponde y no encontrará en los otros reproches o peligro alguno. Odioso lo hace, sobre todo –como ya he dicho- el ser rapaz y usurpar los bienes y las mujeres de sus súbditos. De todo ello debe abstenerse y siempre que al conjunto de los hombres no se les arrebata ni bienes ni honor, viven contentos y sólo se ha de luchar contra los bienes y la ambición de unos pocos, la cual puede ser refrenada de muchas maneras y con facilidad. Despreciable lo hace el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime, irresoluto. Un príncipe debe guardarse de estos reproches como un escollo e ingeniárselas para que en sus acciones se vea grandeza de ánimo, valor, firmeza y fortaleza [...]

El príncipe que da de sí esta imagen adquiere una reputación suficiente, y si alguien tiene buena reputación, difícilmente se conjura contra él, difícilmente se le asalta si se ve que es excelente y temido por los suyos. Porque un príncipe debe tener dos temores: uno hacia adentro, hacia sus súbditos; otro hacia fuera, ante los extranjeros poderosos. De los últimos se defiende con las buenas armas y con los buenos aliados, y siempre que tenga buenas armas tendrá buenos aliados [...] Uno de los más poderosos remedios de que dispone un príncipe contra las conjuras es no ser odiado por el conjunto del pueblo [...]

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Concluyo, por tanto, diciendo que un príncipe debe tener poco temor a las conjuras cuando goza del favor del pueblo; pero si éste es enemigo suyo y lo odia, debe temer de cualquier cosa y a todos. Los Estados bien ordenados y los príncipes sabios han buscado con toda su diligencia los medios para no reducir a la desesperación a los nobles y para dar satisfacción al pueblo y tenerlo contento [...]

Y aquí se debe señalar que el odio se conquista tanto mediante las buenas obras como mediante las malas; por eso, como ya he dicho con anterioridad, un príncipe que quiera conservar el Estado se ve forzado a menudo a no ser bueno, porque cuando aquella colectividad –sea el pueblo o los soldados, o los grandes- de la que estimas verte necesitado para mantenerte, está corrompida, te conviene seguir su humor para satisfacerla y entonces las buenas obras te son enemigas [...]

XX. Si las fortalezas y muchas otras cosas que los príncipes realizan cada día son útiles o inútiles

[...] Algunos príncipes han desarmado a sus súbditos para conservar su Estado sin riesgos; otros han mantenido divididas las ciudades conquistadas; otros han alimentado alguna oposición contra sí mismos; otros se han dedicado a ganarse a quienes les resultaban sospechosos al comienzo de su principado; unos han construido fortalezas, otros, en fin, las han demolido y destruido. Y aunque de todas estas cosas no sea posible dar una regla fija, a no ser que se descienda a los particulares de aquellos Estados en los que una decisión de ese tipo se ha de adoptar, sin embargo, hablaré de todo ello con la generalidad que la materia por si misma permite.

Jamás un príncipe nuevo desarmó a sus súbditos. Antes bien, si los halló desarmados, los armó siempre, porque al armarlos aquellas armas se hacen tuyas, los que te son sospechosos se vuelven fieles y los que ya te eran fieles lo siguen siendo. De esta manera de súbditos se vuelven partidarios tuyos [...] Por el contrario, si los desarmas, empiezas a ofenderlos, pues muestras que desconfías de ellos o por cobardía o por poca fe, y tanto la una como la otra de estas opiniones hacia ti te acarrea su odio [...]

Sin duda alguna, los príncipes se hacen grandes cuando superan las dificultades y los obstáculos que se les oponen. Por eso, la fortuna –especialmente cuando quiere ensalzar a un príncipe nuevo, que tiene necesidad de conquistar mayor reputación que un príncipe hereditario- hace que le nazcan enemigos, a quienes les lleva a realizar empresas en contra suya con el fin de que él encuentre medios de superarlas y por la escala que sus enemigos le han proporcionado ascienda todavía más alto. Por esta razón estiman muchos que un príncipe sabio debe, cuando tenga la oportunidad, fomentarse con astucia alguna oposición a fin de que una vez vencida brille a mayor altura su grandeza.

[...] Pero sobre este punto no es posible hablar de una manera general, porque varía según la situación. Solamente diré lo siguiente: el príncipe se podrá ganar siempre con grandísima facilidad a aquellos hombres que al comienzo de su principado le eran enemigos y que necesitan de un apoyo para mantenerse. Estas personas están más obligadas a servirle por cuanto que saben que les es más necesario borrar con sus actos la mala opinión que el príncipe tenía de ellos [...]

Los príncipes han tenido la costumbre, para conservar con mayor seguridad su Estado, de edificar fortalezas que actuarán como brida y freno para aquellos que planearan hacerles frente y al mismo tiempo representaran un refugio seguro ante un ataque imprevisto. Elogio este procedimiento porque está en uso desde los tiempos antiguos; sin embargo [...] las fortalezas son, pues, útiles o no según el momento, y si te favorecen en algún caso, te perjudican en otro. Se puede examinar este punto de la siguiente manera: el príncipe que tiene más miedo a los ciudadanos que a los extranjeros debe construir fortalezas, pero el que tiene

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más miedo a los extranjeros que a los ciudadanos debe prescindir de ellas [...] la mejor fortaleza es no ser odiado por el pueblo, porque por muchas fortalezas que tengas, si el pueblo te odia, no te salvarán, ya que jamás faltan a los pueblos, una vez que han tomado las armas, extranjeros que les presten ayuda [...]

XXI. Qué debe hacer un príncipe para distinguirse

[...] Nada proporciona a un príncipe tanta consideración como las grandes empresas y el dar de sí ejemplos fuera de lo común. En nuestros días tenemos a Fernando de Aragón, el actual rey de España, a quien casi es posible llamar príncipe nuevo, porque de rey débil que era se ha convertido por su fama y por su gloria en el príncipe de los cristianos. Si examináis sus acciones, encontraréis que todas son nobilísimas y algunas de ellas extraordinarias [...] para estar en condiciones de acometer empresas mayores –sirviéndose siempre de la religión- recurrió a una santa crueldad expulsando y vaciando su reino de marranos. No es posible encontrar una acción más triste y sorprendente que ésta [...]

Ayuda también bastante a un príncipe el dar de sí ejemplos sorprendentes en su administración de los asuntos interiores [...]

Un príncipe adquiere también prestigio cuando es un verdadero amigo y un verdadero enemigo, es decir, cuando se pone resueltamente a favor de alguien contra algún otro. Esta forma de actuar es siempre más útil que permanecer neutral, porque cuando dos Estados vecinos entran en guerra, o son de tales características que si vence uno de ellos hayas de temer al vencedor, o no ocurre así. En ambos casos siempre te será más útil alinearte con uno de ellos y hacer bien la guerra [...]

Siempre ocurrirá que el que no es tu amigo buscará la neutralidad, y el que es tu amigo te exhortará a que combatas a su lado. Los príncipes indecisos, por evitar los peligros presentes, siguen las más de las veces la vía neutral y las más de las veces se hunden. Por el contrario, cuando el príncipe se alinea valientemente con una de las partes, si vence tu aliado –por muy poderoso que sea y aunque permanezcas en sus manos-, habrá contraído una obligación hacia ti y unos vínculos de amistad contigo, y los hombres nunca son tan deshonestos como para actuar en contra tuya dando una muestra tan grande de ingratitud [...] En el segundo caso, cuando nada tienes que temer de los que se enfrentan, todavía es más inteligente unirse a uno de ellos, pues contribuyes a la ruina de uno con quien lo debería salvar si fuera sabio. En el caso de que tu aliado venza, queda en tus manos, y es imposible que no venza si tú le ayudas.

[...] Que nunca crea un Estado que va a poder tomar opciones seguras; ha de pensar, por el contrario, que todas las que habrá de tomar serán dudosas, porque el orden de las cosas trae siempre consigo que apenas se trata de evitar un inconveniente cuando ya se ha presentado otro. Ahora bien, la prudencia consiste en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y adoptar el menos malo por bueno.

Un príncipe debe mostrar también su aprecio por el talento y honrar a los que sobresalen en alguna disciplina. Además, debe procurar a sus ciudadanos la posibilidad de ejercer tranquilamente sus profesiones, ya sea el comercio, la agricultura o cualquier otra actividad, sin que nadie tema incrementar sus posesiones por miedo a que le sean arrebatadas, o abrir un negocio por miedo a los impuestos. Antes bien, debe incluso tener dispuestas recompensas para el que quiera hacer estas cosa y para todo aquel que piense por el procedimiento que sea engrandecer su ciudad o su Estado. Además de todo esto, debe entretener al pueblo en las épocas convenientes del año con fiestas y espectáculos [...] pero conservando siempre intacta la magnificencia de su dignidad, porque esto no puede faltar nunca en cosa alguna [...]

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XXII. De los secretarios de los príncipes

[...] No es asunto de poca importancia para un príncipe la elección de sus ministros. Éstos son buenos o malos según la prudencia del príncipe mismo; de ahí que el primer juicio que nos formamos sobre la inteligencia de un señor sea a partir del examen de los hombres que tiene a su alrededor: cuando son competentes y fieles se le puede tener siempre por sabio, puesto que ha sabido reconocer su competencia y mantenérselos fieles. Pero cuando son de otra manera, hay siempre motivo para formar un mal juicio de él, puesto que su primer error ha sido precisamente elegirlos [...]

XXIII. Cómo se ha de huir de los aduladores

[...] no hay otro medio de defenderse de las adulaciones que hacer comprender a los hombres que no te ofenden si te dicen la verdad; pero cuando todo el mundo puede decírtela, te falta el respeto. Por tanto, un príncipe prudente debe procurarse un tercer procedimiento, eligiendo en su Estado hombres sensatos y otorgando solamente a ellos la libertad de decirle la verdad, y únicamente en aquellas cosas de las que les pregunta y no de ninguna otra. Sin embargo, debe preguntarles de cualquier cosa y escuchar sus opiniones, pero después decidir por sí mismo y a su manera [...]

Un príncipe, por tanto, debe aconsejarse siempre, pero cuando él quiere y no cuando quieren los demás; debe incluso desanimar a los demás a aconsejarle sobre cualquier cosa si no se les pide consejo. Sin embargo, debe estar siempre preguntando y escuchar pacientemente la verdad sobre todo aquello que ha preguntado [...] porque hay una regla general que no falla nunca: un príncipe que por si mismo no sea sabio, no puede recibir buenos consejos, a no ser que se ponga enteramente en las manos de un hombre prudentísimo que lo gobierne en todo. En este caso podría ocurrir, pero duraría poco, ya que el que gobierna por él le arrebataría el Estado. Pero si se aconseja con más de uno, un príncipe que no sea prudente no recibirá jamás consejos coherentes, ni sabrá unificarlos [...] Por eso se ha de concluir que los buenos consejos, vengan de quien vengan, han de nacer de la prudencia del príncipe y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos [...]

XXIV. Por qué han perdido sus Estados los príncipes de Italia[...] La observación prudente de las reglas expuestas hasta aquí hace aparecer a un

príncipe nuevo antiguo y lo sitúa inmediatamente en su Estado en una posición más firme y segura que si estuviera asentado en él desde antiguo [...]

Si pasamos ahora a considerar a aquellos señores que en Italia han perdido sus Estados en nuestros días –el rey de Nápoles, el duque de Milán y otros-, encontraremos en ellos, en primer lugar, una debilidad común en lo que concierne a la organización militar por las causa que ya hemos examinado anteriormente. Pero, además, veremos que algunos de ellos o tenían al pueblo por enemigo o, si lo tenían de su parte, no han sabido guardarse de los grandes, pues sin estas limitaciones no se pierden Estado que tienen recursos suficientes para mantener un ejército en campaña [...]

Por tanto, estos príncipes nuestros que durante muchos años habían conservado sus principados, pero que han terminado por perderlos, no deben echar la culpa de ello a la fortuna, sino a su propia indolencia, porque no habiendo pensado nunca en tiempo de paz que podrían sobrevenir cambios (es un defecto común entre los hombres no tener en cuenta la tempestad cuando la mar está en calma), cuando después vinieron tiempos adversos sólo pensaron en huir y no en defenderse, pensando que el pueblo –alzado contra las afrentas del vencedor- terminaría por llamarles de nuevo. Este partido es bueno si fallan los otros, pero es absolutamente erróneo tomarlo a costa de abandonar los otros remedios, porque nadie desea

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nunca caer por la esperanza de encontrar quien lo levante. Esto, o no sucede o, si sucede, te ves enfrentado a un gran peligro, por tratarse de una forma de defensa cobarde que, además, no depende de ti. Solamente son buenas, solamente son seguras, solamente son duraderas aquellas formas de defensa que dependen de ti mismo y de tu propia virtud [...]

XXV. En qué medida están sometidos a la fortuna los asuntos humanos y de qué forma se les ha de hacer frente

[...] No se me oculta que muchos han tenido y tienen la opinión de que las cosas del mundo están gobernadas por la fortuna y por Dios hasta tal punto que los hombres, a pesar de toda su prudencia, no pueden corregir su rumbo ni oponerles remedio alguno. Por esta razón podrían estimar que no hay motivo para esforzarse demasiado en las cosas, sino más bien para dejar que las gobierne el azar [...] Yo mismo, pensando en ello de vez en cuando, me he inclinado en parte hacia esta opinión. No obstante, para que nuestra libre voluntad no quede anulada, pienso que puede ser cierto que la fortuna sea árbitro de la mitad de las acciones nuestras, pero la otra mitad, o casi, nos es dejada, incluso por ella, a nuestro control. Yo la suelo comparar a uno de esos ríos torrenciales que, cuando se enfurecen, inundan los campos, tiran abajo árboles y edificios, quitan terreno de esta parte y la ponen en aquella otra; los hombres huyen ante él, todos ceden a su ímpetu sin poder plantearle resistencia alguna. Y aunque su naturaleza sea ésta, eso no quita, sin embargo, que los hombres, cuando los tiempos están tranquilos, no puedan tomar precauciones mediante diques y espigones de forma que en crecidas posteriores, o discurrirían por un canal, o su ímpetu ya no sería ni tan salvaje ni tan perjudicial. Lo mismo ocurre con la fortuna: ella muestra su poder cuando no hay una virtud organizada y preparada para hacerle frente y por eso vuelve sus ímpetus allá donde sabe que no se han construido los espigones y los diques para contenerla.

[...] Creo, además, que prospera aquel que armoniza su modo de proceder con la condición de los tiempos y que, paralelamente, decae aquel cuya conducta entra en contradicción con ellos [...] De aquí nacen también los cambios de fortuna: si un hombre actúa con precaución y paciencia, y los tiempos y las cosas van de manera que su forma de proceder es buena, va progresando; pero si los tiempos y las cosas cambian, se viene abajo porque no cambia de manera de actuar. No existe hombre tan prudente que sepa adaptarse hasta este punto: en primer lugar, porque no puede desviarse de aquello a lo que le inclina su propia naturaleza, y, en segundo lugar, porque al haber prosperado siempre caminando por un único camino no se puede persuadir de la conveniencia de alejarse de él [...]

Concluyo, por tanto, que -al cambiar la fortuna y al permanecer los hombres obstinadamente apegados a sus modos de actuar- prosperan mientras hay concordancia entre ambos y vienen a menos tan pronto como empiezan a separarse. Sin embargo, yo sostengo firmemente lo siguiente: vale más ser impetuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario, si se quiere tenerla sumisa, castigarla y golpearla. Y se ve que se deja someter antes por éstos que por quienes proceden fríamente. Por eso siempre es, como mujer, amiga de los jóvenes, porque éstos son menos precavidos y sin tantos miramientos, más fieros y la dominan con más audacia [...]

XXVI. Exhortación a ponerse al frente de Italia y liberarla de los bárbaros

[...] Tras reflexionar, pues, sobre todas las cosas expuestas hasta aquí, y pensando conmigo mismo si en Italia, en el momento actual, corrían tiempos que permitieran a un nuevo príncipe obtener honor y si había aquí materia que diera a un hombre prudente y capaz la oportunidad de introducir en ella una forma que le reportara a él honor y bien a la totalidad de los hombres de Italia, me parece que concurren tantas cosas a favor de un príncipe nuevo

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que yo no sé si ha habido otro tiempo más propicio que el actual [...] Y aunque hasta el presente se ha mostrado en alguno cierto destello que permitía juzgar que había sido destinado por Dios para su redención, sin embargo, después se ha visto cómo, en el momento más álgido de sus acciones, era reprobado por la fortuna. Así que permanece sin vida, esperando quién podrá ser el que la cure de sus heridas [...] No se ve en el momento presente en quién pueda depositar mejor sus esperanzas que en vuestra ilustre casa, la cual, con su fortuna y virtud (favorecida por Dios y por la Iglesia, de la que ahora es príncipe) pueda ponerse a la cabeza de esta redención [...]

No se debe, en consecuencia, dejar pasar esta oportunidad para que Italia encuentre, después de tanto tiempo, su redentor. No puedo expresar con qué amor sería recibido en todos aquellos territorios que han padecido estos aluviones extranjeros, con qué sed de venganza, con qué firme lealtad, con que devoción, con qué lágrimas. ¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le negarían la obediencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué italiano le negaría su homenaje? A todos apesta esta bárbara tiranía. Asuma, pues, la ilustre casa vuestra esta tarea con el ánimo y con la esperanza con que se asumen las empresas justas, a fin de que bajo su enseñanza se vea ennoblecida la patria y bajo sus auspicios se haga realidad aquel dicho de Petrarca:

Virtud contra el furortomarás las armas y harás corto el combate:que el antiguo valoren el corazón italiano aún no ha muerto.

La Tradición Moderna de la Filosofía Política

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THOMAS HOBBES

LEVIATÁN O LA MATERIA, FORMA Y PODER DE UNA REPÚBLICA ECLESIÁSTICA Y CIVIL

Frontispicio

Introducción

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Filosofía Social y Política

[…] La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial […] El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder ejecutivo, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que han lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salutis populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquél fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación […]

[…] existe un dicho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo en los libros sino en los hombres […] Pero existe otro dicho más antiguo en virtud del cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente uno al otro si se toman la pena de hacerlo; es el nosce te ipsum, léete a ti mismo […] nos enseña que por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc., y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres […]

PRIMERA PARTE: DEL HOMBRE

Capítulo XI: De la diferencia de MANERAS

[…] Bajo la denominación de MANERAS no significo, aquí, la decencia de conducta […] sino más bien aquellas cualidades del género humano que permiten vivir en común una vida pacífica y armoniosa. A este fin recordemos que la felicidad en esta vida no consiste en la serenidad de una mente satisfecha; porque no existe el finis ultimus (propósitos finales) ni el summun bonum (bien supremo), de que hablan los libros de los viejos filósofos moralistas. Para un hombre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, resulta la vida tan imposible como para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior. La causa de ello es que el objeto de los deseos humanos no es gozar una vez solamente y por un instante, sino asegurar para siempre la vía del deseo futuro. Por consiguiente, las acciones voluntarias e inclinaciones de todos los hombres tienden no solamente a procurar, sino, también a asegurar una vida feliz […]

El afán de poder en los hombres[...] De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación general de la humanidad

entera, un perpetuo e incesante afán de poder, que cesa solamente con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacerse con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su voluntad actual, sino adquiriendo otros nuevos [...]

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La pugna de riquezas, placeres, honores u otras formas de poder, inclina a la lucha, a la enemistad y a la guerra. Porque el medio que un competidor utiliza para la consecución de sus deseos es matar y sojuzgar, suplantar o repeler a otro. [...]

El afán de tranquilidad y de placeres sensuales dispone a los hombres a obedecer a un poder común, porque tales deseos les hacen renunciar a la protección que cabe esperar de su propio esfuerzo o afán. El temor a la muerte y a las heridas dispone a lo mismo, y por idéntica razón [...]

De la ignorancia de las causas naturales y de la naturaleza de lo justo e injusto[...] La falta de ciencia, es decir, la ignorancia de las causas, dispone o, más bien,

constriñe a un hombre, a fiarse de la opinión y autoridad de otros. En efecto, todos los hombres a quienes interesa la verdad, cuando no confían en sí propios, deben apoyarse en la opinión de algún otro a quien juzgan más sabio que a sí mismos, y en quien no ven motivo alguno para ser defraudados [...]

La ignorancia de las causas y la constitución original del derecho, de la equidad, de la ley, de la justicia, disponen al hombre a convertir la costumbre y el ejemplo en norma de sus acciones, de tal modo que se considera injusto lo que por costumbre se ha visto castigar, y justo aquello de cuya impunidad y aprobación se puede dar algún ejemplo, o precedente, como dicen, de una manera bárbara los juristas, que usan solamente esta falsa medida de justicia. Son como los niños pequeños, que no tienen otra norma de las buenas y de las malas maneras, sino los correctivos que les imponen sus padres y maestros, con la diferencia de que los niños son fieles a su norma, mientras que los hombres no lo son, porque a medida que se hacen fuertes y tercos, apelan de la costumbre a la razón, y de la razón a la costumbre, según lo requiere su interés, apartándose de la costumbre cuando su interés lo exige, y situándose contra la razón tantas veces como la razón está contra ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo justo y de lo injusto sea objeto de perpetua disputa, por parte de la pluma y de la espada [...]

De la religión natural[...] La curiosidad o afición al conocimiento de las causas nos lleva de la consideración del

efecto a la investigación de la causa, y a su vez a la causa de la causa, hasta que necesariamente se llega, en definitiva, a pensar que hay alguna causa de la que no puede existir otra causa anterior si no es eterna: lo que los hombres llaman Dios. Así, es imposible hacer una investigación profunda en las leyes naturales, sin propender a la creencia de que existe un Dios Eterno, aun cuando en la mente humana no puede haber ninguna idea de Él, que responda a su naturaleza [...] este temor de las cosas invisibles es la semilla natural de que cada uno en sí mismo llama religión, y en quienes adoran o temen poderes diferentes de los propios, superstición.

Y habiéndose observado por muchos esta simiente de religión, algunos de quienes la observan propendieron a alimentarla, revestirla y conformarla a leyes, y añadir a ello, de su propia invención, alguna idea de las causas de los acontecimientos futuros, mediante las cuales podían hacerse más capaces para gobernar a los otros, haciendo, entre los mismos, el máximo uso de su poder [...]

Capítulo XII: De la RELIGIÓN

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Existencia de la religión en el hombre[...] Si tenemos en cuenta que no existen signos ni frutos de religión sino en el hombre, no

hay motivo para dudar de que sólo en el hombre existe la semilla de la religión, que consiste en cierta cualidad peculiar a él, por lo menos en un grado eminente que no se halla en otras criaturas vivas.

En primer término es peculiar a la naturaleza del hombre inquirir las causas de los acontecimientos por él contemplados [...]

En segundo lugar, considerando que cada cosa tuvo un comienzo, piensan también en la causa que determinó ese comienzo en un determinado instante [...]

En tercer término [...] observa el hombre cómo un acontecimiento ha sido producido por otro, y advierte en él lo que es antecedente y consecuente; y cuando no puede asegurarse por si mismo de las verdaderas causas de las cosas (porque las causas de la buena y de la mala fortuna son invisibles, la mayoría de las veces), imagina ciertas causas sugeridas por la fantasía, o confía en la autoridad de otros hombres que supone amigos suyos y más sabios que él mismo.

Los dos primeros motivos causan ansiedad. En efecto, cuando se está seguro de que existen causas para todas las cosas que han sucedido o van a suceder, es imposible para un hombre, que continuamente se propone asegurarse a sí mismo contra el mal que teme y procurarse el bien que desea, no estar en perpetuo anhelo del tiempo por venir [...]

Las cuatro cosas que son semilla natural de la religión[...] Pero el conocimiento de un Dios Eterno, Infinito y Omnipotente puede derivarse más

bien del deseo que los hombres experimentan de conocer las causas de los cuerpos naturales y de sus distintas virtudes y modos de operar, que no del temor de aquello que ha de ocurrirles en el tiempo venidero. Porque quien del efecto advertido quiera inferir la causa próxima e inmediata del mismo, y de ahí elevarse a la causa de esa causa, sumiéndose profundamente en la investigación de todas ellas, llegará en último término a la idea de que debe existir (como los mismos filósofos paganos manifestaban) un motor inicial, es decir, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es lo que los hombres significan con el nombre de Dios [...]

[...] Así los hombres que por meditación propia llegan al conocimiento de un Dios Infinito, Omnipotente y Eterno, propenden más bien a reputarlo incomprensible y situado por encima de su comprensión. Por consiguiente, definir su naturaleza como la de un espíritu incorpóreo y reputar luego su definición como ininteligible, o darle ese título, no es proceder dogmáticamente con la intención de hacer comprensible la naturaleza divina, sino comportarse piadosamente, es decir, honrarle con atributos de unas significaciones que se hallan lo más alejadas que cabe suponer de la grandeza de los cuerpos visibles.

Así, por el procedimiento mediante el cual piensan que estos agentes invisibles producen sus efectos, es decir, qué causas inmediatas usaron para hacer que las cosas ocurran, los hombres que ignoran (es decir, la mayor parte de los hombres) qué es lo causante, no tienen otro medio para inquirir dichas causas sino observar y recordar lo que han visto preceder al mismo efecto en otro tiempo o en tiempos anteriores, sin advertir entre el suceso antecedente y el consecuente ninguna dependencia o conexión, en absoluto [...]

En tercer lugar, la veneración que los hombres manifiestan, por naturaleza, a los poderes invisibles, no puede ser otra sino la que consiste en aquellas mismas expresiones de reverencia que suelen emplear con respecto a los hombres: donativos, peticiones, gracias, oblaciones, súplicas respetuosas, conducta sobria, palabras meditadas, juramentos (es decir, asegurarse uno a otro de sus promesas) al invocar dichos poderes [...]

Por último, en lo que concierne a cómo estos poderes invisibles declaran a los hombres las cosas que ocurrirán después, especialmente respecto a la buena o mala fortuna, en general, o al éxito feliz o desgraciado en una empresa particular, todos los hombres se hallan,

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naturalmente, en la misma perplejidad, salvo que acostumbrando a conjeturar del tiempo venidero por el tiempo pasado, no sólo propenden a tomar cosas casuales, después de uno o dos acontecimientos, como pronósticos de otras semejantes que ocurrirán después, sino a creer también pronósticos análogos de otros hombres, de los cuales tienen una buena opinión.

En estas cuatro cosas, idea de los espíritus, ignorancia de las causas segundas, devoción hacia lo que los hombres temen, y admisión de cosas casuales como pronóstico, consiste la semilla natural de la religión [...]

Política humana y política divina[...] En efecto, estas semillas han sido cultivadas por dos distintas especies de hombres.

Una de esas clases está constituida por quienes han nutrido y ordenado la materia religiosa de acuerdo con su propia invención. La otra lo ha hecho bajo el mando y dirección de Dios. Pero ambos grupos se propusieron que quienes confiaban en ellas fuesen más aptos para la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil. Así que la religión de la primera especie es una parte de la política humana, y enseña parte de los deberes que los reyes terrenales requieren de sus súbditos. La religión de la última especie es política divina, y contiene preceptos para quienes se han erigido a sí mismos en súbditos del reino de Dios. De la primera especie son todos los fundadores de Gobiernos y los legisladores de los paganos. De la última especie fueron Abraham, Moisés y Nuestro Señor, de quienes han derivado hasta nosotros las leyes del reino de Dios [...]

Por esa razón los primeros fundadores y legisladores de los Estados entre los gentiles, cuya finalidad era, simplemente, mantener al pueblo en obediencia y paz, se preocuparon en todos los lugares: primero de imprimir en sus mentes la convicción de que los preceptos promulgados concernían a la religión, y no podían considerarse inspirados por su propia conveniencia, sino dictados por algún dios u otro espíritu; o bien que siendo ellos mismos de una naturaleza superior a la de los meros mortales, sus leyes podían ser admitidas más fácilmente [...]

Pero allí donde Dios mismo, por revelación sobrenatural, instituyó una religión, se estableció para sí mismo un reino privativo, y dio leyes no solamente para la conducta de los hombres respecto a Él, sino para lo de uno respecto a otro. Por esta razón en el reino de Dios la política y las leyes civiles son una parte de la religión, y por ello no tiene lugar alguno la distinción de dominio temporal y espiritual. Ciertamente es Dios el rey de toda la Tierra, pero aun así puede ser, también, rey de una nación particular y elegida [...] Dios es rey de toda la tierra por su poder, pero de su pueblo escogido es rey en virtud de un pacto [...]

Capítulo XIII: De la CONDICIÓN NATURAL del género humano, en lo que concierne a su felicidad y su miseria

Igualdad del hombre por naturaleza[...] La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del

espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él [...]

De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro [...]

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Desconfianza y estado de guerra[...] Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable

existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente permitido [...]

Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo [...]

Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.

La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.

Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente [...] consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario [...]

[...] En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve […]

Justicia e injusticia en el estado de guerra[…] En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser

injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu […] Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón […]

Pasiones que inclinan a los hombres a la paz […] Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de

las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres

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por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza […]

Capítulo XIV: De la primera y de la segunda LEYES NATURALES, y de los CONTRATOS

Jus naturale y lex naturalis[…] El DERECHO DE NATURALEZA, lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale,

es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.

Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten.

Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada. Aunque quienes se ocupan de estas cuestiones acostumbran confundir ius y lex, derecho y ley, precisa distinguir esos términos, porque el DERECHO consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la LEY determina y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que son incompatibles cuando se refieren a una misma materia […]

Primera ley o ley fundamental de la naturaleza[…] La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo precedente) es

una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquiera cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra […]

Segunda ley de la naturaleza[...] De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los hombres que

tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo […] Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos. Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris […]

Renuncia y transferencia de un derecho[…] Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la libertad de

impedir a otro el beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión […] Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por transferencia a otra persona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la persona beneficiada por su renuncia. Por

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TRANSFERENCIA cuando desea que el beneficio recaiga en una o varias personas determinadas. Cuando una persona ha abandonado o transferido su derecho por cualquiera de estos dos modos, dícese que está OBLIGADO o LIGADO a no impedir el beneficio resultante a aquel a quien se concede o abandona el derecho […] El procedimiento mediante el cual alguien renuncia o transfiere simplemente su derecho es una declaración o expresión, mediante signo voluntario y suficiente, de que hace esa renuncia o transferencia, o de que ha renunciado o transferido la cosa a quien la acepta. Estos signos son o bien meras palabras o simples acciones; o (como a menudo ocurre) las dos cosas, acciones y palabras. Unas y otras cosas son los amos por medio de los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza (porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un ser humano), sino en el temor de alguna mala consecuencia resultante de la ruptura […]

Derechos inalienables del hombre[…] Existen, así ciertos derechos, que a nadie puede atribuirse haberlos abandonado o

transferido por medio de palabras u otros signos. En primer término, por ejemplo, un hombre no puede renunciar al derecho de resistir a quien le asalta por la fuerza para arrancarle la vida, ya que es incomprensible que de ello pueda derivarse bien alguno para el interesado. Lo mismo puede decirse de las lesiones, la esclavitud y el encarcelamiento, pues no hay beneficio subsiguiente a esa tolerancia, ya que nadie sufrirá con paciencia ser herido o aprisionado por otro, aun sin contar con que nadie puede decir, cuado ve que otros proceden contra él por medios violentos, si se proponen o no darle muerte. En definitiva, el motivo y fin por el cual se establece esta renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la seguridad de una persona humana, en su vida […]

El Contrato y el Pacto[…] La mutua transferencia de derechos es lo que los hombres llaman CONTRATO.[…] uno de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y dejar que el otro

realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado, durante el cual confía en él. Entonces, respecto del primero, el contrato se llama PACTO o CONVENIO. O bien ambas partes pueden contratar ahora para cumplir después: en tales casos, como a quien ha de cumplir una obligación en tiempo venidero se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama observancia de promesa, o fe […]

Cuando la transferencia de derecho no es mutua, sino que una de las partes transfiere, con la esperanza de ganar con ello la amistad o el servicio de otra, o de sus amigos […] entonces no se trata de un contrato, sino de DONACIÓN, LIBERALIDAD o GRACIA […]

Nulidad y liberación de un pacto[…] Cuando se hace un pacto en que las partes no llegan a su cumplimiento en el

momento presente, sino que confían una en otra, en la condición de mera naturaleza (que es una situación de guerra de todos contra todos) cualquiera sospecha razonable es motivo de nulidad. Pero cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente para obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En efecto, quien cumple primero no tiene seguridad de que el otro cumplirá después, ya que los lazos de las palabras son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres, si éstos no sienten el temor de un poder coercitivo; poder que no cabe suponer existente en la condición de mera naturaleza, en que todos los hombres son iguales y jueces de la rectitud de sus propios temores. Por ello quien cumple primero se confía a su amigo, contrariamente al derecho, que nunca debió abandonar, de defender su vida y sus medios de subsistencia […]

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De dos maneras quedan los hombres liberados de sus pactos: por cumplimiento o por remisión de los mismos. El cumplimiento es el fin natural de la obligación; la remisión es la restitución de la libertad, puesto que consiste en una retransferencia del derecho en que la obligación consiste.

Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera naturaleza, son obligatorios […] Porque todo cuanto yo puedo hacer legalmente sin obligación, puedo estipularlo también legalmente por miedo; y lo que yo legalmente estipule, legalmente no puedo quebrantarlo.

Un pacto anterior anula otro ulterior. En efecto, cuando uno ha transferido su derecho a una persona en el día de hoy, no puede transferirlo a otra, mañana; por consiguiente, la última promesa no se efectúa conforme a derecho; es decir, es nula.

Un pacto de no defenderme a mi mismo con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo, pues, tal como he manifestado anteriormente, ningún hombre puede transferir o despojarse de su derecho de protegerse a sí mismo de la muerte, las lesiones o el encarcelamiento. El anhelo de evitar esos males es la única finalidad de despojarse de un derecho, y, por consiguiente, la promesa de no resistir a la fuerza no transfiere derecho alguno, ni es obligatoria en ningún pacto […]

Finalidad del juramento[…] Como la fuerza de las palabras, débiles —como antes advertí— para mantener a los

hombres en el cumplimiento de sus pactos, es muy pequeña, existen en la naturaleza humana dos elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla. Unos temen las consecuencias de quebrantar su palabra, o sienten la gloria u orgullo de serles innecesario faltar a ella. Este último caso implica una generosidad que raramente se encuentra, en particular en quienes codician riquezas, mando o placeres sensuales; y ellos son la mayor parte del género humano. La pasión que mueve esos sentimientos es el miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno, el poder de los espíritus invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes con ello se perjudica. De estos dos poderes, aunque el primero sea más grande, el temor que inspira el último es, comúnmente, mayor. El temor del primero es, en cada ser humano, su propia religión, implantada en la naturaleza del hombre antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o, por lo menos, no es motivo bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque en la condición de mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la lucha. Así, en el tiempo anterior a la sociedad civil, o en la interrupción que ésta sufre por causa de guerra, nada puede robustecer un convenio de paz, estipulado contra las tentaciones de la avaricia, de la ambición, de las pasiones o de otros poderosos deseos, sino el temor de este poder invisible al que todos veneran como a un Dios, y al que todos temen como vengador de su perfidia. Por consiguiente, todo cuanto puede hacerse entre dos hombres que no están sujetos al poder civil, es inducirse uno a otro a jurar por el Dios que temen […]

Capítulo XV: De otras Leyes de Naturaleza

Tercera ley de naturaleza: Justicia. Injusticia[…] De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros

aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, los actos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.

En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un

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pacto, romperlo es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo.

[…] Por consiguiente, la justicia, es decir, la observancia del pacto, es una regla de razón en virtud de la cual se nos prohíbe hacer cualquiera cosa susceptible de destruir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza […]

Constitución del Estado […] Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un

incumplimiento por una cualquiera de las partes (como hemos dicho en el capítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la voluntad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad […]

Justicia de los hombres y justicia de las acciones. […] Los nombres de justo e injusto, cuando se atribuyen a los hombres, significan una

cosa, y otra distinta cuando se atribuyen a las acciones. Cuando se atribuyen a los hombres implican conformidad o disconformidad de conducta, con respecto a la razón. En cambio, cuando se atribuyen a las acciones, significan la conformidad o disconformidad con respecto a la razón, no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos particulares. En consecuencia, un hombre justo es aquel que se preocupa cuanto puede de que todas sus acciones sean justas, un hombre injusto es el que no pone ese cuidado. Semejantes hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como hombres rectos y hombres que no lo son, si bien ello significa la misma cosa que justo e injusto. Un hombre justo no perderá ese título porque realice una o unas pocas acciones injustas que procedan de pasiones repentinas, o de errores respecto a las cosas y personas; tampoco un hombre injusto perderá su condición de tal por las acciones que haga u omita por temor, ya que su voluntad no se sustenta en la justicia, sino en el beneficio aparente de lo que hace. Lo que presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir el bienestar de la vida al fraude o al quebrantamiento de una promesa. Esta justicia de la conducta es lo que se significa cuando la justicia se llama virtud, y la injusticia vicio […]

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Otras leyes de la naturaleza: Gratitud, Complacencia, Perdón, Venganza, contra la Contumelia, contra el Orgullo, contra la Arrogancia, Equidad, Uso igual de cosas comunes, Suerte, Primogenitura o primer establecimiento, Mediadores, Arbitraje, Nadie es juez de sí mismo, Imparcialidad, Testigos

[…] Del mismo modo que la justicia depende de un pacto antecedente, depende la GRATITUD de una gracia antecedente, es decir, de una liberalidad anterior. Esta es la cuarta ley de naturaleza, que puede expresarse en esta forma: Que quien reciba un beneficio de otro por mera gracia, se esfuerce en lograr que quien lo hizo no tenga motivo razonable para arrepentirse voluntariamente de ello. En efecto, nadie da sino con intención de hacerse bien a sí mismo, porque la donación es voluntaria, y el objeto de todos los actos voluntarios es, para cualquier hombre, su propio bien. Si los hombres advierten que su propósito ha de quedar frustrado, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, de mutua ayuda, ni de reconciliación de un hombre con otro […] El quebrantamiento de esta ley se llama ingratitud, y tiene la misma relación con la gracia que la injusticia tiene con la obligación derivada del pacto […]

[…] Una quinta ley de naturaleza es la COMPLACENCIA, es decir, que cada uno se esfuerzo por acomodarse a los demás. Para comprender esta ley podemos considerar que existe en los hombres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza que surge de su diversidad de afectos […] un hombre que, por su aspereza natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo son superfluas y para otros necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser abandonado o expulsado de la sociedad como hostil a ella […]

[…] Una sexta ley de naturaleza es la siguiente: Que, dando garantía del tiempo futuro, deben ser perdonadas las ofensas pasadas de quienes, arrepintiéndose, deseen ser perdonados. En efecto, el perdón no es otra cosa sino garantía de paz […]

[…] Una séptima ley es que en las venganzas (es decir, en la devolución del mal por mal) los hombres no consideren la magnitud del mal pasado, sino la grandeza del bien venidero . En virtud de ella nos es prohibido infligir castigos con cualquier otro designio que el de corregir al ofensor o servir de guía a los demás. Así, esta ley es consiguiente a la anterior a ella, que ordena el perdón a base de la seguridad del tiempo futuro […]

[…] en octavo lugar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto de que ningún hombre, por medio de actos, palabras, continente o gesto manifieste odio o desprecio a otro. El quebrantamiento de esta ley se denomina comúnmente contumelia […]

[…] Si la Naturaleza ha hecho iguales a los hombres, esta igualdad debe ser reconocida, y del mismo modo debe ser admitida dicha igualdad si la Naturaleza ha hecho a los hombres desiguales, puesto que los hombres que se consideran a sí mismos iguales no entran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales. Y en consecuencia como novena ley de naturaleza sitúo ésta: que cada uno reconozca a los demás como iguales suyos por naturaleza. El quebrantamiento de este precepto es el orgullo […]

[…] De esta ley depende otra: que al iniciarse condiciones de paz, nadie exija reservarse algún derecho que él mismo no se avendría a ver reservado por cualquier otro. Del mismo modo que es necesario para todos los hombres que buscan la paz renunciar a ciertos derechos de naturaleza, es decir, no tener libertad para hacer todo aquello que les plazca, es necesario también, por otra parte, para la vida del hombre, retener alguno de esos derechos, como el de gobernar sus propios cuerpos, el de disfrutar del aire, del agua, del movimiento, de las vías para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas otras cosas sin las cuales un hombre no puede vivir o por lo menos no puede vivir bien […] Quienes observan esta ley, los denominamos modestos, y quienes la infringen, arrogantes […]

[…] Por otra parte, si a un hombre se le encomienda juzgar entre otros dos, es un precepto de la ley de naturaleza que proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la guerra puede

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determinar las controversias de los hombres […] La observancia de esta ley que ordena una distribución igual, a cada hombre, de lo que por razón le pertenece, se denomina EQUIDAD y, como antes he dicho, justicia distributiva: su violación, acepción de personas […]

[…] De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas que no pueden ser divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la cantidad de la cosa lo permite, sin límite; en otro caso, proporcionalmente al número de quienes tienen derecho a ello […]

[…] Ahora bien, existen ciertas cosas que no pueden dividirse ni disfrutarse en común. Entonces, la ley de naturaleza que prescribe equidad, requiere que el derecho absoluto, o bien (siendo el uso alterno) la primera posesión, sea determinada por la suerte […]

[…] Existen dos clases de suerte: arbitral y natural. Es arbitral la que se estipula entre los competidores: la natural es o bien primogenitura […] o primer establecimiento. En consecuencia, aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas en común ni divididas, deben adjudicarse al primer poseedor, y en algunos casos al primogénito como adquiridas por suerte […]

[…] Es también una ley de naturaleza que a todos los hombres que sirven de mediadores en la paz se les otorgue salvoconducto. Porque la ley que ordena la paz como fin, ordena la intercesión, como medio, y para la intercesión, el medio es el salvoconducto […]

[…] mientras las partes en disputa no se avengan mutuamente a la sentencia de otro, no podrá haber paz entre ellas. Este otro, a cuya sentencia se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de naturaleza que quienes están en controversia, sometan su derecho al juicio de su árbitro […]

[…] Considerando que se presume que cualquier hombre hará todas las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es árbitro idóneo en su propia causa […]

[…] Por la misma razón, en una causa cualquiera nadie puede ser admitido como árbitro si para él resulta aparentemente un mayor provecho, honor o placer, de la victoria de una parte que de la otra; porque entonces recibe una liberalidad […]

[…] En una controversia de hecho, como el juez no puede creer más a uno que a otro (si no hay otros argumentos) deberá conceder crédito a un tercero; o a un tercero y a un cuarto; o más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda indecisa y abandonada a la fuerza, contrariamente a la ley de naturaleza.

Estas son las leyes de naturaleza que imponen la paz como medio de conservación de las multitudes humanas, y que sólo conciernen a la doctrina de la sociedad civil […]

Regla mediante la cual pueden ser fácilmente examinadas las leyes de naturaleza[…] Acaso pueda parecer lo que sigue una deducción excesivamente sutil de las leyes de

naturaleza, para que todos se percaten de ella; pero como la mayor parte de los hombres están demasiado ocupados en buscar el sustento, y el resto son demasiado negligentes para comprender, precisa hacer inexcusable e inteligible a todos los hombres, incluso a los menos capaces, que son factores de una misma suma; lo cual puede expresarse diciendo: No hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti […]

Leyes de la naturaleza y Filosofía moral[…] Las leyes de naturaleza, son inmutables y eternas, porque la injusticia, la ingratitud,

la arrogancia, el orgullo, la iniquidad y la desigualdad o acepción de personas, y todo lo restante, nunca pueden ser cosa legítima. Porque nunca podrá ocurrir que la guerra conserve la vida, y la paz la destruya.

Las mismas leyes, como solamente obligan a un deseo y esfuerzo, a juicio mío un esfuerzo genuino y constante, resultan fáciles de ser observadas. No requieren sino esfuerzo; quien se propone su cumplimiento, las realiza, y quien realiza la ley es justo.

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La ciencia de estas leyes es la verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la ciencia de lo que es bueno y malo en la conversación y en la sociedad humana. Bueno y malo son nombres que significan nuestros apetitos y aversiones, que son diferentes según los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres. Diversos hombres difieren no solamente en su juicio respecto a la sensación de lo que es agradable y desagradable, al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también respecto a lo que, en las acciones de la vida corriente, está de acuerdo o en desacuerdo con la razón […] Ahora bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de naturaleza es la verdadera Filosofía moral […]

SEGUNDA PARTE: DEL ESTADO

Capítulo XVII: De las Causas, Generación y Definición de un ESTADO

Seguridad como fin del Estado[…] La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el

dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas […]

[…] Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres […]

Generación de un Estado. Definición. Soberano y Súbdito[…] El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la

invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí derecho de gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la

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generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO suyo.

Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición […]

Capítulo XVIII: De los DERECHOS de los Soberanos por Institución

Estado por Institución. Facultades y derechos[…] Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y

pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.

De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.

En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente […]

En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión […]

En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes, quien disiente debe ahora consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer todos los actos que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto […]

En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos […]

En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de afirmar, ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o castigado de otro modo por sus súbditos […]

Como el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a les medios, corresponde de derecho a cualquier hombre o asamblea

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Filosofía Social y Política

que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos […]

En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz […]

En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad […]

En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con respecto a los hechos […]

En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados […]

En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra […]

En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarles de cualquier acto contrario al mismo.

Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes […]

Indivisibilidad e intransferencia de los derechos y facultades[…] Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los signos

por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables […]

Siendo derechos esenciales e inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya sido cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos, y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario, la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparablemente unido a ella […]

Capítulo XXVI: De las LEYES CIVILES

Ley civil[…] Entiendo por leyes civiles aquellas que los hombres están obligados a observar

porque son miembros no de este o aquel Estado en particular, sino de un Estado. En efecto, el conocimiento de las leyes particulares corresponde a aquellos que profesan el estudio de las leyes de diversos países; pero el conocimiento de la ley civil en general, a todos los hombres […]

Es evidente, en primer término, que la regla en general no es consejo, sino orden; y no orden de un hombre a otro, sino solamente de aquel cuya orden se dirige a quien

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Filosofía Social y Política

anteriormente está obligado a obedecerle. Y en cuanto a la ley civil, añade solamente al nombre de la persona que manda, que es la persona civitatis, la persona del Estado.

Teniendo esto en cuenta, yo defino la ley civil de esta manera: LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a la ley […]

[…] cualquier cosa que por necesaria consecuencia sea deducida de esta definición, debe ser reconocida como verdadera. Y así deduzco de ella lo que sigue.

1. El legislador en todos los Estados es sólo el soberano, ya sea un hombre como en la monarquía, o una asamblea de hombres como en una democracia o aristocracia. Porque legislador es el que hace la ley, y el Estado sólo prescribe y ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos leyes: por tanto, el Estado es el legislador […]

2. El soberano de un Estado, ya sea una asamblea o un hombre, no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo poder para hacer y revocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución, abrogando las leyes que le estorban y haciendo otras nuevas […]

3. Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad de una ley, no es la duración del tiempo lo que le da autoridad, sino la voluntad del soberano […]

4. La ley de naturaleza y la ley civil se contienen una a otra y son de igual extensión. En efecto, las leyes de naturaleza, que consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes morales que dependen de ellas en la condición de mera naturaleza (tal como he dicho al final del capítulo XV), no son propiamente leyes, sino cualidades que disponen los hombres a la paz y la obediencia. Desde el momento en que un Estado queda establecido, existen ya leyes, pero antes no: entonces son órdenes del Estado, y, por consiguiente, leyes civiles, porque es el poder soberano quien obliga a los hombres a obedecerlas […]

5. Si el soberano de un Estado sojuzga a un pueblo que ha vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y posteriormente lo gobierna por las mismas leyes con que antes se gobernaba, estas leyes son leyes civiles del vencedor y no del Estado sometido […]

6. Advirtiendo que todas las leyes, estén o no escritas, reciben su autoridad y vigor de la voluntad del Estado, es decir, de la voluntad del representante (que en una monarquía es el monarca, y en otros Estados la asamblea soberana) […]

7. […] no es esta jurisprudentia o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro hombre artificial, y sus mandamientos, lo que constituye la ley. Y siendo el Estado, en su representación, una sola persona, no puede fácilmente surgir ninguna contradicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es capaz, por interpretación o alteración, de eliminarla. En todas las Cortes de justicia es el soberano (que personifica el Estado) quien juzga […]

8. Del hecho de que la ley es una orden, y una orden consiste en la declaración o manifestación de la voluntad de quien manda, por medio de la palabra, de la escritura o de algún otro argumento suficiente de la misma, podemos inferir que la orden dictada por un Estado es ley solamente para quienes tienen medios de conocer la existencia de ella. Sobre los imbéciles natos, los niños o los locos no hay ley, como no la hay sobre las bestias; ni son capaces del título de justo e injusto, porque nunca tuvieron poder para realizar un pacto o para comprender las consecuencias del mismo, y, por consiguiente, nunca asumieron la misión de autorizar las acciones de cualquier soberano, como deben hacer quienes se convierten, a sí mismos, en un Estado […]

Interpretación de la leyes[…] ciertamente no es en la letra sino en la significación, es decir, en la interpretación

auténtica de la ley (que estriba en el sentido del legislador) donde radica la naturaleza de la ley. Por tanto, la interpretación de todas las leyes depende de la autoridad soberana, y los

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intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual deben los súbditos obediencia) […]

Todas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de interpretación. La ley no escrita de naturaleza, aunque sea fácil de reconocer para aquellos que, sin parcialidad ni pasión, hacen uso de su razón natural, y, por tanto, priva de toda excusa a quienes la violan, si se tiene en cuenta que son pocos, acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por su egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte en la más oscura de todas las leyes, y es, por consiguiente, la más necesitada de intérpretes capaces. Las leyes escritas, cuando son breves, fácilmente son mal interpretadas, por los diversos significados de una o dos palabras: si son largas, resultan más oscuras por las significaciones diversas de varias palabras; en este sentido, ninguna ley escrita promulgada en pocas o muchas palabras puede ser bien comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas finales para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas causas finales reside en el legislador […]

Distinción y división de las leyes[…] La distinción y división de las leyes ha sido hecha de diversas maneras, según los

diferentes métodos aplicados por quienes han escrito sobre ellas. En efecto, es una cosa que no depende de la naturaleza, sino del propósito del escritor, y es auxiliar de cualquier otro método del hombre. En la Instituta de Justiniano encontramos siete clases distintas de leyes civiles. Primera los edictos, constituciones y epístolas del príncipe, es decir, del emperador, puesto que el poder entero del pueblo residía en él […]

Otra división de las leyes es en naturales y positivas. Son leyes naturales las que han sido leyes por toda la eternidad, y no solamente se llaman leyes naturales, sino también leyes morales, porque descansan en las virtudes morales, como la justicia, la equidad y todos los hábitos del intelecto que conducen a la paz y a la caridad […]

Positivas son aquellas que no han existido desde la eternidad, sino que han sido instituidas como leyes por la voluntad de quienes tuvieron poder soberano sobre otros, y o bien son formuladas, escritas o dadas a conocer a los hombres por algún otro argumento de la voluntad de su legislador.

A su vez, entre las leyes positivas unas son humanas, otras divinas, y entre las leyes humanas positivas unas son distributivas, otras penales. Son distributivas las que determinan los derechos de los súbditos, declarando a cada hombre en virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras o bienes, y su derecho o libertad de acción: estas leyes se dirigen a todos los súbditos. Son penales las que declaran qué penalidad debe infligirse a quienes han violado la ley, y se dirigen a los ministros y funcionarios establecidos para ejecutarlas […]

Las leyes positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacer dicha declaración […]

Existe todavía otra distinción de las leyes, en fundamentales y no fundamentales; pero nunca pude comprender, en ningún autor, qué se entiende por ley fundamental. No obstante, con toda razón pueden distinguirse las leyes de esa manera.

Se estima como ley fundamental, en un Estado, aquella en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos cimientos se destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es aquella por la cual los súbditos están obligados a mantener cualquier poder que se dé al soberano, sea monarca o asamblea soberana, sin la cual el Estado no puede subsistir; tal es el poder de hacer la paz y la guerra, de instituir jueces, de elegir funcionarios y de realizar todo aquello que se considere necesario

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Filosofía Social y Política

para el bien público. Es ley no fundamental aquella cuya abrogación no lleva consigo la desintegración del Estado; tales son, por ejemplo, las leyes concernientes a las controversias entre un súbdito y otro […]

Diferencia entre ley y derecho[…] Encuentro que las palabras lex civilis y jus civile, es decir, ley y derecho civil, están

usadas de modo promiscuo para una misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no debería ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente, aquella libertad que la ley civil nos deja. Pero la ley civil es una obligación, y nos, arrebata la libertad que nos dio la ley de naturaleza. La naturaleza otorgó a cada hombre el derecho a protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a un vecino sospechoso, por vía de prevención; pero la ley civil suprime esta libertad en todos los casos en que la protección legal puede imponerse de modo seguro. En este sentido lex y jus son diferentes como obligación y libertad […]

Capítulo XXXI: Del REINO DE DIOS POR NATURALEZA

De las leyes divinas[…] Sólo necesitamos, para un perfecto conocimiento de los deberes civiles, saber cuáles

son esas leyes de Dios, porque sin esto, cuando a un individuo se le ordena una cosa por el poder civil no sabe si ello es o no contrario a la ley de Dios; con lo cual o bien ofende a la Divina Majestad por excederse en la obediencia civil, o por temor de ofender a Dios realiza una trasgresión de los preceptos del Estado. Para evitar estos dos inconvenientes es necesario saber qué son leyes divinas. Y teniendo en cuenta que el conocimiento de toda ley depende del conocimiento del poder soberano, a continuación voy a referirme al REINO DE DIOS.

[…] Quiéranlo o no los hombres, deben estar siempre sujetos al poder de Dios […] Quienes creen, por consiguiente, que existe un Dios gobernando el mundo, y que ha dado preceptos y señalado recompensas y castigos para la humanidad, son buenos súbditos; todos los demás deben ser considerados como enemigos. […]

Una triple palabra de Dios: razón, revelación y profecía […] Para gobernar por medio de palabras, es preciso que estas palabras se den a conocer

de modo manifiesto, pues de lo contrario no son leyes. Es, en efecto, consustancial a la naturaleza de las leyes una promulgación clara y suficiente, de tal índole que pueda eliminar toda excusa de ignorancia; en las leyes de los hombres esto ocurre de un solo modo, mediante proclamación o promulgación realizada por la voz del hombre mismo. Pero Dios declara sus leyes por tres conductos. Por los dictados de la razón natural, por revelación y por la voz de algún hombre que, por hacer milagros, adquiere crédito entre los demás. De aquí que tengamos una triple palabra de Dios: racional, sensible y profética; a lo cual corresponde una triple forma de escuchar: la razón auténtica, el sentido sobrenatural y la fe […]

Un doble reino de Dios: natural y profético […] En virtud de la diferencia que existe entre las dos especies de la palabra divina, la

racional y la profética, puede atribuirse a Dios un doble reino, natural y profético: natural en que gobierna a aquellos seres del género humano que reconocen su providencia, por los dictados de la razón auténtica; profético en cuanto que habiendo elegido como súbditos a los habitantes de una nación peculiar (la de los judíos) los gobernó, y a nadie sino a ellos, no sólo por la razón natural, sino por las leyes positivas que les fue comunicando por boca de sus santos Profetas […]

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Filosofía Social y Política

El derecho de la soberanía divina deriva de su omnipotencia […] El derecho de naturaleza, en virtud del cual Dios reina sobre los hombres y castiga a

quienes quebrantan sus leyes, ha de derivarse no del hecho de haberlos creado, y requerido de ellos una obediencia, motivada por la gratitud de sus beneficios, sino de su irresistible poder. He manifestado anteriormente cómo el derecho soberano deriva del pacto; para mostrar, ahora, cómo el mismo derecho puede derivar de la naturaleza, no se requiere otra cosa sino mostrar en qué casos no puede arrebatarse en modo alguno. Si consideramos que todos los hombres, por naturaleza, tienen derecho a todas las cosas, tendrán derecho, también, a reinar cada uno de ellos sobre todos los restantes. Pero como este derecho no puede ser obtenido por la fuerza, concierne a la seguridad de cada uno renunciar al derecho en cuestión y establecer, con autoridad soberana y por consentimiento común, hombres que los gobiernen y defiendan; de donde resulta que, si ha existido algún individuo con poder irresistible, no hay razón alguna para que, usando de ese poder, no gobernara y defendiera a sí mismo y a sus súbditos, a su propio arbitrio. Por consiguiente, aquellos cuyo poder es irresistible asumen naturalmente el dominio de todos los hombres, por la excelencia de su poder; e igualmente es por este poder que el reino sobre los hombres, y el derecho de afligir a los seres humanos a su antojo, corresponde naturalmente a la omnipotencia de Dios, no como creador y distribuidor de gracias, sino como Ser omnipotente […]

Leyes divinas […] Habiendo hablado del derecho de la soberanía de Dios como exclusivamente basado

en la naturaleza, tenemos que considerar, ahora, cuáles son las leyes divinas o los dictados de la razón natural; estas leyes conciernen o bien a los deberes naturales de un hombre con respecto a otro, o al honor naturalmente debido a nuestro Divino soberano. Son las primeras las mismas leyes de naturaleza a que me he referido en los capítulos XIV y XV de este tratado, particularmente la equidad, la justicia, la piedad, la humildad y las restantes virtudes morales […]

Todos los atributos dependen de las leyes civiles […] Y como las palabras (y, por consiguiente, los atributos de Dios) tienen su

significación por convencionalismo y acuerdo entre los hombres, esos atributos deben ser expresivos del honor que los hombres se proponen hacer; y cualquiera cosa que pueda ser realizada por las voluntades de los hombres particulares, donde no existe ley sino razón, puede ser hecha por la voluntad del Estado, por medio de leyes civiles. Y como un Estado no tiene voluntad ni hace otras leyes, sino aquellas que se estatuyen por la voluntad de quien detenta el poder soberano, resulta que aquellos atributos que el soberano ordena, en el culto a Dios, coma signos de honor, deben ser tomados y usados como tales, por los particulares, en su culto público […]

TERCERA PARTE: DE UN ESTADO CRISTIANO

Capítulo XXV: De la significación de REINO DE DIOS, de SANTO, SAGRADO y SACRAMENTO en la Escritura

Origen del reino de Dios[…] El reino de Dios en los escritos religiosos, y especialmente en los sermones y tratados

de devoción, se considera muy comúnmente como la felicidad eterna, después de esta vida, en el altísimo cielo, el cual se llama también reino de la gloria; a veces, como santificación (lo más serio de esta felicidad), que los religiosos denominan reino de la gracia; pero nunca se

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Filosofía Social y Política

considera como monarquía, es decir, como poder soberano de Dios sobre los súbditos, adquirido por su propio consentimiento, que es la auténtica significación de reino.

Por el contrario, encuentro que la frase REINO DE DIOS se emplea en varios papeles de la Escritura para significar un reino propiamente así llamado, constituido de manera peculiar por los votos del pueblo de Israel, donde fue elegido Dios como rey de ese pueblo por pacto hecho con él, al prometerle Dios la posesión de la tierra de Canaán […]

Esto es lo que se llamó el viejo pacto o testamento, y contiene un pacto entre Dios y Abraham, en virtud del cual Abraham se obliga por sí mismo y por su posteridad, a quedar sujeto a la ley positiva de Dios de una manera peculiar, ya que a la ley moral estaba obligado antes, por un juramento de alianza. Y aunque el nombre de rey no se da todavía a Dios, ni el de reino a Abraham y su semilla, la cosa es la misma, a saber: una institución por pacto de la propia soberanía de Dios sobre la descendencia de Abraham, que en la renovación del mismo pacto por Moisés en el monte Sinaí se llamó expresamente un peculiar reino de Dios sobre los judíos […]

A su vez, el título de nación santa confirma lo mismo, porque santo significa lo que es de Dios por derecho especial, no general. Toda la tierra (como se dice en el texto) es de Dios, pero no toda la tierra se llama santa, sino sólo aquélla que se destinó singularmente a su servicio especial, como fue la nación de los judíos. Es, por consiguiente, bastante manifiesto por este pasaje, que bajo la designación de reino de Dios se comprende propiamente un Estado instituido (por consentimiento de los que están sujetos a él) para su gobernación civil y para la regulación de su conducta, no sólo con respecto a Dios su rey, sino a cualquier otro punto de justicia, y hacia otras naciones, tanto en guerra como en paz, esto, propiamente, era un reino donde Dios aparecía como rey, y el Sumo Sacerdote había de ser (después de la muerte de Moisés) su único virrey o lugarteniente […]

Existen tantos otros pasajes que confirman esta interpretación, que sería extraño que no existiese una mayor noticia de ello, sino la abundante luz que se da a los reyes cristianos para advertir sus derechos al gobierno eclesiástico […]

En resumen, el reino de Dios es un reino civil, que consiste: primero, en la obligación del pueblo de Israel de observar aquellas leyes que Moisés les trajo del monte Sinaí, y que posteriormente el Sumo Sacerdote, en tiempo oportuno había de entregarles delante de los querubines en el sanctum sanctorum; y habiendo quedado interrumpido este reino en la elección de Saúl, predijeron los Profetas que sería restaurado por Cristo; y la restauración de este reino es la que a diario suplicamos cuando decimos en el Padre Nuestro Venga a nos tu reino; y el derecho a ello que reconocemos cuando agregamos: Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos, amén […] Si el reino de Dios (también llamado reino del cielo, por la gloria y admirable excelsitud de este trono) no fuera un reino que Dios ejerciere sobre la tierra por sus tenientes o vicarios que transmiten sus órdenes al pueblo, no hubiesen existido tantas disputas y guerras acerca de quién sea aquél por el cual Dios habla a nosotros; ni los diversos sacerdotes se hubieran conturbado ellos mismos con la jurisdicción espiritual, ni ningún rey se las hubiese denegado […]

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Filosofía Social y Política

La Tradición Moderna de la Filosofía Política

JOHN LOCKE

SEGUNDO ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL

Capítulo I: Del poder político

Refutación de la teoría del derecho divino de Filmer [...] 1. Habiendo demostrado en el discurso precedente:Primero, que Adán no tuvo, sea por derecho natural de paternidad o por donación positiva

de Dios, autoridad alguna sobre sus hijos ni dominio alguno sobre el mundo, como se pretende.

Segundo, que si los tuvo, sus herederos, sin embargo, no poseyeron derecho alguno sobre ellos.

Tercero, que si sus herederos los tuvieron, al no haber ley de naturaleza ni ley positiva de Dios que determine, en todos los casos que puedan plantearse, cuál es el heredero legítimo, no pudieron ser determinados con certeza el derecho de sucesión y, en consecuencia, el derecho a detentar el gobierno.

Cuarto, que aun si se hubieran determinado, hace ya tanto tiempo que se ha perdido por completo el conocimiento de cuál es la línea más antigua de la descendencia de Adán [...]

Como todas estas premisas, según pienso, han quedado claramente probadas, es imposible que quienes ahora gobiernan la tierra puedan sacar beneficio alguno o derivar la menor sombra de autoridad de aquello que se considera la fuente de todo poder: “el dominio privado y la jurisdicción paternal de Adán”. De manera que quien no considere justo pensar que todo gobierno en este mundo es producto exclusivo de la fuerza y la violencia, y que los hombres conviven sometidos a las mismas reglas que las bestias –según las cuáles los más fuertes detentan el gobierno-, sentando así los cimientos del perpetuo desorden, la malicia, el tumulto, la sedición y la rebelión –cosas contra las cuales los seguidores de tales hipótesis gritan estruendosamente-, por necesidad debe encontrar otra teoría sobre el surgimiento del gobierno, otro origen del poder político y otra forma de designar y conocer a las personas que lo detentan, diferente de lo que sir Robert Filmer nos ha enseñado [...]

Definición del poder político3. Considero, por lo tanto, que el poder político es el derecho de dictar leyes, incluida la

pena de muerte y, en consecuencia, todas las penas menores necesarias para la regulación y preservación de la propiedad, y el derecho de emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de tales leyes y en la defensa del Estado ante ofensas extranjeras. Y todo ello exclusivamente en pos del bien público [...]

Capítulo II: Del estado de naturaleza

Características del estado de naturaleza[...] 4. Para entender correctamente el poder político y deducirlo de su origen, debemos

considerar en qué estado se hallan naturalmente todos los hombres; éste es un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como les parezca adecuado, dentro de los límites de la ley de la naturaleza, sin pedir permiso o depender de la voluntad de ningún otro hombre.

Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recíprocos, pues nadie tiene más que otro. Nada hay más evidente que el hecho de que las criaturas de la

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Filosofía Social y Política

misma especie y rango, que nacieron promiscuamente para disfrutar de las mismas ventajas de la naturaleza y usar las mismas facultades, también deberían ser iguales entre sí, sin subordinación o sujeción, a menos que el señor y amo de todas ellas, por manifiesta declaración de su voluntad, pusiera a una por encima de la otra y le confiriera, por medio de una evidente y clara designación, un derecho indudable de dominio y soberanía.

5. El juicioso Hooker considera esta igualdad natural entre los hombres tan evidente en sí misma y tan incuestionable, que la hace el fundamento de esa obligación propia de los hombres de amarse mutuamente, sobre la cual basa los deberes que tienen unos respecto de los otros, y de la cual deduce las grandes máximas de la justicia y la caridad. Sus palabras son:

“[...] mi deseo de ser amado tanto como sea posible por quienes son naturalmente iguales a mi, me impone el deber natural de concederles el mismo afecto en plenitud. De tal relación de igualdad entre nosotros, la razón natural ha deducido diversas reglas y cánones para la dirección de la vida, que ningún hombre ignora”

Ley natural y razón6. Mas aunque sea éste un estado de libertad, no es, sin embargo, un estado de licencia;

pues, aunque el hombre en tal estado tenga una libertad incontrolable para disponer de su persona o de sus posesiones, no tiene, sin embargo, libertad para destruirse a sí mismo ni a ninguna criatura de su posesión, excepto cuando algún fin más noble que su mera preservación se lo demande. El estado de naturaleza está gobernado por una ley de la naturaleza que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones. Pues los hombres son todos obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, todos siervos de un Amo soberano y enviados a éste mundo por orden de Él y para cumplir Su encargo; en consecuencia, son de Su propiedad y han sido hechos para durar lo que a Él, y no a cualquiera de ellos, le plazca.

Y así, al haber sido todos dotados con iguales facultades y compartir una comunidad de naturaleza, no puede suponerse ninguna subordinación entre nosotros que nos autorice a destruirnos recíprocamente [...] Por la misma razón que cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no renunciar a su estado voluntariamente, y cuando su propia preservación no esté en juego, deberá, en la medida de lo posible, preservar el resto de la humanidad y no podrá, a menos que se trate de hacer justicia con quien ha cometido una ofensa, quitar una vida o dañarla, o menoscabar lo que tiende a la preservación de la vida, la libertad, la salud, los miembros o los bienes de otro.

Transgresión. Castigo. Reparación y restricción. Pena de muerte7. Y para que todos los hombres se abstengan de invadir los derechos de los demás y de

dañarse el uno al otro, y se observe esa ley de la naturaleza que se preocupa por la paz y la preservación de toda la humanidad, los medios para ejecutarla están en manos de todos los hombres, de modo que todos y cada uno tienen el derecho de castigar a quienes transgreden la ley en la medida en que ésta sea violada [...]

8. Y así, en el estado de naturaleza, un hombre tiene poder sobre otro, pero no un poder absoluto y arbitrario que le permita abusar de un criminal, cuando éste ha caído en sus manos, siguiendo el calor de su pasión o la ilimitada extravagancia de su propia voluntad, sino sólo para castigarlo, según lo dictan la serena razón y la conciencia, con penas proporcionales a su transgresión, de modo que sirvan como reparación y restricción. Pues éstas son las dos únicas razones por las cuales un hombre puede legalmente dañar a otro, es decir, castigarlo. Al transgredir una ley de la naturaleza, el ofensor declara que vive según otra regla [...] Y así, el ofensor se vuelve peligroso para la humanidad, pues ha ignorado y roto las ataduras que

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Filosofía Social y Política

protegían a los hombres del daño y la violencia. Lo cual, al ser una transgresión contra toda la especie y la paz y la seguridad garantizadas por la ley de la naturaleza, permitirá que cada hombre, según esta medida y en virtud del derecho que tiene de preservar al género humano en general, pueda poner límites o, cuando sea necesario, destruir cosas dañinas para la humanidad, y así castigar a cualquiera que haya transgredido esa ley, de modo que se arrepienta de haberlo hecho y se abstenga de cometerlo nuevamente y, mediante su ejemplo, disuada a otros de cometer el mismo delito. Y en este caso y sobre este fundamento, todo hombre tiene derecho de castigar al ofensor y ser ejecutor de la ley de la naturaleza [...]

10. [...] aquel que ha sufrido algún daño tiene -además del derecho de castigar que comparte con los otros hombres-, el derecho particular de buscar reparación por parte de aquél que lo ha cometido. Y cualquier otra persona que encuentre esto justo, también puede unirse a quien ha sido injuriado y ayudarlo a obtener del ofensor tanto como sea necesario para satisfacer el daño que ha sufrido.

11. De estos dos derechos diferentes –el de castigar el crimen, a fin de reprimir y prevenir una ofensa similar, derecho que tiene todo el mundo; y el de obtener reparación, que sólo corresponde a la parte dañada- surge que el magistrado, quien por ser tal tiene en sus manos el derecho común de castigar, pueda en muchas ocasiones, cuando el bien público no exige la ejecución de la ley, eximir de castigo por su propia autoridad a las ofensas criminales, si bien no podrá eximir de la satisfacción debida a cualquier persona privada por el daño que ha sufrido. Aquel que ha sufrido el daño tiene derecho a exigir una reparación en su propio nombre, y él y sólo él puede eximir de ella. La persona damnificada tiene el poder de apropiarse de los bienes o del servicio del ofensor, en virtud del derecho de autopreservación, como todo hombre tiene derecho a castigar el crimen para impedir que se cometa nuevamente, en virtud de su derecho de preservar a toda la humanidad y hacer todas las cosas que estime razonables para alcanzar dicho fin. Y así es como cada hombre, en el estado de naturaleza, tiene el poder de matar a un asesino [...]

Ley natural y ley positiva12. [...] cada transgresión debe castigarse en el grado y con la severidad suficiente para

convertirla en un mal negocio para el ofensor, darle motivo para arrepentirse y atemorizar a los otros hombres, de modo que se abstengan de hacer lo mismo. Toda ofensa que pueda cometerse en el estado de naturaleza, puede, allí mismo, ser castigada en la misma medida que en un Estado. Porque si bien iría más allá de mi presente propósito entrar en los aspectos particulares de la ley de la naturaleza o en sus grados de castigo, es evidente que existe dicha ley y también que es tan inteligible y clara para una criatura racional y un estudioso de esa ley, como las leyes positivas de los Estados, si no posiblemente más clara. Pues la razón es más fácil de ser entendida [...] [y las leyes] sólo resultan justas en la medida en que se basan en la ley de la naturaleza, por la cual han de regularse e interpretarse.

Gobierno civil y monarquía13. A esta extraña doctrina –es decir, que en el estado de naturaleza cada hombre tiene el

poder de ejecutar la ley natural- no dudo que se le objetará que no es razonable que los hombres sean jueces de sus propias causas; que el amor a sí mismos los hará parciales en su favor y en el de sus amigos. Y, por otro lado, que los defectos naturales, la pasión y la venganza los llevarán demasiado lejos en el castigo de otros hombres, de lo que no surgirá nada más que confusión y desorden, y que por lo tanto Dios ha designado al gobierno para restringir la parcialidad y la violencia de los hombres. Concedo sin reserva que el gobierno civil es el remedio apropiado para los inconvenientes del estado de naturaleza, los cuales por cierto han de ser grandes cuando los hombres pueden ser jueces en su propia causa [...]

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Filosofía Social y Política

Pero quisiera que quienes hacen esta objeción recuerden [...] que si el gobierno ha de ser el remedio de los males que necesariamente surgen del hecho de que los hombres sean jueces de sus propias causas, lo que hace del estado de naturaleza algo insoportable, desearía saber qué tipo de gobierno será y cuánto mejor resultará que el estado de naturaleza, aquél donde un hombre al mando de una multitud tiene la libertad de ser juez en su propia causa y puede hacer con sus súbditos lo que se le antoje, sin la menor cuestión o control por parte de quienes ejecuten su parecer, debiendo lo demás someterse a él en todo lo que haga, esté guiado por la razón, el error o la pasión. Mucho mejor es en el estado de naturaleza, donde los hombres no están obligados a someterse a la voluntad injusta del prójimo, y si aquél que juzga, juzga mal en su propia causa o en la de otro, es responsable por ello ante el resto de la humanidad.

Persistencia del estado de naturaleza en el pacto14. A menudo se pregunta, como una poderosa objeción: “¿Dónde hay, o hubo alguna

vez, hombres en semejante estado de naturaleza?” A lo cual por ahora debe bastar como respuesta que [...] en el mundo nunca faltaron, ni nunca faltarán, cantidades de hombres en ese estado [...] porque no todo pacto pone fin al estado de naturaleza entre los hombres, sino sólo aquél en el que acceden por mutuo acuerdo a entrar en comunidad y formar un cuerpo político [...]

15. A quienes dicen que nunca hubo hombres en este estado de naturaleza no sólo les opondré la autoridad del juicioso Hooker, cuando dice: “las leyes que han sido mencionadas hasta aquí –es decir, las leyes de la naturaleza- vinculan a los hombres de manera absoluta en la medida que son hombres, a pesar de que nunca hayan establecido asociación ni acuerdo solemne alguno entre ellos acerca de lo que deben o no deben hacer. Pues, además, no somos capaces por nosotros mismos de procurarnos las cosas necesarias para la vida que nuestra naturaleza desea, una vida adecuada a la dignidad del hombre. Por lo tanto, para compensar aquellos defectos e imperfecciones que hay en nosotros cuando vivimos en aislamiento y soledad, naturalmente nos vemos inducidos a buscar la comunicación y la compañía de otros. Ésta fue la causas de que los hombres se unieran entre sí en las primeras sociedades políticas”. Más aún, yo afirmo que todos los hombres se encuentran naturalmente en ese estado y permanecen en él hasta que, por su propio consentimiento, se hacen miembros de alguna sociedad política [...]

Capítulo V: De la propiedad

Propiedad por razón y revelación24. Tanto si consideramos la razón natural, la cual nos dice que los hombres, una vez

nacidos, tienen derecho a su preservación y, en consecuencia, a comer y a beber y a todas aquellas cosas que la naturaleza ofrece para su subsistencia, como en la “revelación” […] es en extremo evidente que Dios, como dice el rey David (Salmo 115. 16): “ha dado la tierra a los hijos de los hombres”, es decir, ha dado la tierra a la humanidad en común […]

Sobre el modo de apropiación25. Dios, que le dio el mundo a los hombres en común, también les dio la razón a fin de

que hagan uso de ella para mayor ventaja y beneficio de la vida. La tierra y todo lo que hay en ella fueron dados a los hombres para sustento y comodidad de su existencia. Y aunque todos los frutos que produce naturalmente, y las bestias que de ellos se alimentan, pertenecen a la humanidad en común, en tanto que son producto espontáneo de la naturaleza, y aunque nadie tiene originalmente un dominio privado sobre ninguno de ellos que excluya al resto de la humanidad, pues están en estado natural, sin embargo como fueron dados para el uso de los

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Filosofía Social y Política

hombres, necesariamente debe haber algún medio de apropiarse de ellos antes de que puedan ser utilizados, o resulten para algún hombre en particular […]

Fundamento del derecho de propiedad26. Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sean comunes a todos los hombres, sin

embargo, cada hombre tiene una “propiedad” en su propia “persona”, a quien nadie tiene derecho alguno sino él. La “labor” de su cuerpo y el “trabajo” de sus manos, podríamos decir que son suyos por propiedad. Cualquier cosa, entonces, que saque del estado en que la naturaleza la ha producido y dejado, modificándola por su labor y añadiéndole algo que le es propio, de tal forma se ha convertido en su propiedad […] Por ser este “trabajo” propiedad incuestionable del trabajador, ningún hombre excepto él tiene derecho a lo que una vez se le agregó a la cosa, al menos cuando queden bienes comunales suficientes, y de tan buena calidad, para los demás.

27. Quien se alimenta con bellotas que recogió bajo un roble, o con las manzanas que cosechó de los árboles de un bosque, sin duda se ha apropiado de ellas. Nadie puede negar que el alimento es suyo. Yo pregunto, entonces, ¿cuándo comenzaron a ser suyas? ¿cuando las digirió? ¿o cuando las comió? ¿o cuando las cocinó? ¿o cuando las llevó a su casa? ¿o cuando las recogió? Y es claro que si el hecho de recogerlas no las hizo suyas, ninguna otra cosa pudo hacerlo. Ese trabajo estableció una distinción entre las suyas y las comunales. El trabajo de recogerlos les agregó a los frutos algo más de lo que la naturaleza, madre común de todos, les había acordado, y así se convirtieron en su derecho privado. ¿Y si alguien dijera que él no tenía derecho a las bellotas o manzanas que de tal forma se apropió, porque no tenía el consentimiento de toda la humanidad para hacerlas suyas? ¿Fue un robo tomar para sí lo que pertenecía a todos en común? Si un consentimiento tal fuera necesario, el hombre se habría muerto de hambre, a pesar de la abundancia que Dios le había dado. Vemos en las tierras comunes, que siguen siendo tales en virtud de un pacto, que el hecho de tomar cualquier parte de lo que es común y sacarlo del estado en el que lo dejó la naturaleza, es lo que determina la propiedad, sin la cual las tierras comunales no tienen sentido. Y tomar esta o aquella parte no depende del consentimiento expreso de todos los miembros de la comunidad. Así, el pasto que mi caballo ha comido, el heno que mi siervo ha segado y el mineral que he extraído de algún lugar, al que tengo derecho compartido, se convierten en mi propiedad sin la concesión o consentimiento de nadie. El trabajo lo hice yo, sacarlos del estado común en el que estaban ha establecido mi propiedad sobre ellas […]

29. Así, esta ley de la razón, hace que el ciervo sea del indio que lo ha matado; está permitido que sea un bien propio de quien empleó su trabajo para cazarlo, aunque, antes, todos tenían un derecho común sobre él. Y entre aquellos que se consideran la parte civilizada de la humanidad, que han hecho y multiplicado leyes positivas para determinar la propiedad, esta ley original de la naturaleza relativa al establecimiento de la propiedad, sobre lo que antes era común, sigue teniendo vigencia […]

Límite natural de la propiedad30. Tal vez a esto se objete que si el hecho de recoger las bellotas u otros frutos de la

tierra, etc., confiere derecho a ellos, entonces cualquiera puede acumular tanto como quiera. A lo que respondo que no es así. La misma ley de la naturaleza que por este medio nos da la propiedad, también pone límites a ella. “Dios nos ha dado todas las cosas en abundancia”. ¿Es la voz de la razón confirmada por la inspiración? ¿Pero cuánto nos ha dado Él “para que lo disfrutemos”? Tanto cuanto cada uno pueda usar para beneficio de su vida antes de que se eche a perder, tanto cuanto pueda apropiarse por medio de su trabajo. Todo lo que excede la parte que puede utilizar pertenece a los demás. Nada fue creado por Dios para que el hombre lo eche a perder o lo destruya […]

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Propiedad de la tierra31. Más como la cuestión principal acerca de la propiedad no atañe hoy a los frutos de la

tierra ni a las bestias que subsisten en ella, sino a la tierra misma, por ser aquello que sostiene y lleva consigo todo lo demás, creo que es obvio que su propiedad también se adquiere como en el caso anterior. Tanta tierra cuanto un hombre labre, plante, mejore, cultive, y cuyo producto pueda usar, será de su propiedad. Es como si por su trabajo él pusiera cercas, separándola de las tierras comunales […]

35. La naturaleza ha dejado bien establecidos los límites de la propiedad, que dependen del trabajo humano y de lo que resulte conveniente para la vida […] Esta limitación confinaba la posesión de cada hombre a una proporción muy moderada y sólo a cuanto pudiera apropiarse para sí sin dañar a nadie; así ocurría en las primeras edades del mundo, cuando los hombres corrían más peligro de perderse, si se alejaban de su mutua compañía y vagaban por la vasta extensión de tierra desierta, que de estorbarse por falta de lugar donde afincarse.

36. La misma medida puede seguir aplicándose, sin prejuicio para nadie, por lleno que parezca estar el mundo […] lo que sí me atrevo a afirmar osadamente es que la misma regla de propiedad, a saber, que todo hombre debería tener tanto como lo que es capaz de utilizar, puede seguir aplicándose en el mundo sin prejuicio de nadie, dado que hay tierras suficientes en el orbe para abastecer al doble de habitantes, si la invención del dinero, y el tácito acuerdo de los hombres a atribuirle valor a la tierra, no hubiese dado lugar a apoderarse de extensiones más grandes de tierra y a tener derecho a ellas […]

Valor del trabajo40. Tampoco es tan extraño como tal vez parezca a primera vista, que el trabajo pueda dar

más valor a la tierra que cuando ésta era comunal, porque el trabajo sin duda es lo que introduce la diferencia de valor en todas las cosas [...] la mejora introducida por el trabajo es lo que constituye la mayor parte del valor. Creo que sería un cómputo muy modesto decir que los productos de la tierra útiles para la vida del hombre, nueve décimos son resultado del trabajo. No, si estimáramos rectamente las cosas tal y como llegan a nuestro uso y sumáramos los diversos gastos que en ella se han invertido –esto es, lo que en ellas se debe puramente a la naturaleza y a lo que obedece al trabajo-, encontraríamos que en la mayor parte de ellas el noventa y nueve por ciento debe atribuirse enteramente al trabajo.

43. Un acre de tierra que aquí produce veinte bushels de trigo y otro que en América, con el mismo cultivo, hiciera lo mismo, son, sin duda, del mismo valor natural e intrínseco. Sin embargo, el beneficio que la humanidad recibe de uno en un año tiene un valor de cinco libras y el otro posiblemente no valga un penique [...] Pues, lo que hace que la paja, el grano y el pan producidos por ese acre de trigo sea más valioso que un acre de tierra igualmente buena que permanece yerma es enteramente efecto del trabajo. Ya que no son sólo los esfuerzos del labrador, la labor del cosechador y el trillador y el sudor del panadero los que han de computarse en el pan que comemos, sino también el trabajo de quienes domesticaron los bueyes, los que extrajeron y forjaron el hierro y sacaron las piedras, los que derribaron y ensamblaron la madera empleada en el arado, el molino, el horno o cualquier otro de los utensilios, que son muy numerosos, utilizados desde que se sembró la semilla hasta que se hizo el pan, y que deben ser puestos en la cuenta del trabajo y percibidos como un efecto de él [...]

44. De todo lo cual resulta evidente que, si bien las cosas de la naturaleza son dadas en común, el hombre –al ser amo de sí mismo y propietario de su persona y de sus acciones y trabajo- tiene en sí mismo el gran fundamento de la propiedad [...]

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Teoría del comercio. Dinero y capitalismo46. La mayor parte de las cosas que realmente son útiles para la vida del hombre, y que la

necesidad de subsistencia hizo que los primeros comuneros del mundo buscaran –como hacen ahora los americanos- por lo general son cosas de corta duración, las cuales, si no se consumen, se deteriorarían y perecerían. El oro, la plata y los diamantes son cosas a las que el capricho o el acuerdo han acordado valor, pero que no sirven para cubrir las necesidades de la vida. Ahora bien, de las cosas buenas que la naturaleza había provisto comunalmente, cada uno tenía derecho a usar (como ya se había dicho) tanto cuanto pudiera y tenía propiedad sobre todo lo que pudiera afectar con su trabajo; todo lo que su industria pudiera alcanzar, para sacarlo del estado en el que la naturaleza lo había puesto, era suyo. Quien recogía cien bushels de bellotas o manzanas tenía propiedad sobre ellas; eran sus bienes apenas los recogía. Sólo tenía que preocuparse de usarlas antes de que se echaran a perder, pues si no, había tomado más de lo que le correspondía y les había robado a los demás. Y, por cierto, era algo insensato y deshonesto acumular más de lo que se podía usar. Si le regalaba una parte a cualquier otra persona, para que no se echara a perder inútilmente en su posesión, era un uso válido el que hacía. Y si trocaba ciruelas que se habrían echado a perder en una semana por nueces que podían comerse durante un año entero, no incurría en perjuicio pues no gastaba la provisión común ni destruía parte alguna de la porción de bienes que pertenecía a los otros, en la medida en que nada se echara a perder en sus manos sin ser utilizado. De nuevo, si quería cambiar sus nueces por una pieza de metal pues le gustaba a causa de su color, o intercambiar sus ovejas por conchillas o su lana por una gema resplandeciente o un diamante y guardárselos durante toda su vida, no invadía el derecho de los demás; podía acumular tantos bienes durables como se le antojara, pues lo que sobrepasaba los límites de su propiedad legítima no consistía en la cantidad de posesiones sino en dejar que se echara a perder lo que, teniendo en su poder, no usaba.

47. Y así se introdujo el uso del dinero, una cosa perdurable que los hombres pueden guardar sin que se arruine y, por mutuo consentimiento, pueden intercambiar por los productos verdaderamente útiles para la vida pero perecederos [...]

50. Pero, dado que el oro y la plata, al tener escasa utilidad para la vida del hombre, en comparación con la comida, el vestido y el transporte, sólo tiene valor a partir del consentimiento de los hombres –valor del que el trabajo, sin embargo, constituye una gran parte- es claro que los hombres han consentido una posesión desproporcionada y desigual de la tierra. Pues mediante voluntario consentimiento, han establecido la forma en que un hombre, rectamente y sin injuria, puede poseer más tierra de la que pueda utilizar, recibiendo oro y plata a cambio de la sobrante. Pues el oro y la plata pueden permanecer largo tiempo en posesión de su propietario, sin echarse a perder. Esta distribución realizada al margen de las reglas de la sociedad y del pacto, se ha logrado acordando que esos metales deben tener valor [...]

Capítulo VII: De la sociedad política o civil

Tipos de relaciones humanas77. Dios, al hacer del hombre una criatura que, según Su propio juicio, no era bueno que

estuviera sola, lo puso bajo fuertes obligaciones de necesidad, conveniencia e inclinación, que lo llevaron a vivir en sociedad, así como lo dotó de entendimiento y el lenguaje para continuar y disfrutar de dicha sociabilidad. La primera sociedad fue la del hombre y la mujer, que dio origen a la que se da entre padres e hijos, a la cual, en su momento, se sumó la sociedad entre amo y siervo [...]

78. La sociedad conyugal se forma mediante un pacto voluntario entre hombre y mujer. Y aunque consiste principalmente en una comunión de cuerpos y en el derecho recíproco al

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Filosofía Social y Política

cuerpo del cónyuge para alcanzar su fin principal, la procreación, también implica el mutuo apoyo y ayuda, así como una comunión de intereses, necesaria no sólo para unir su cuidado y afecto, sino también para la crianza de sus retoños en común, quienes tienen derecho de ser alimentados y mantenidos por los padres hasta que sean capaces de valerse por sí mismos [...]

85. Amo y siervo son nombres tan viejos como la historia, pero se ha dado a individuos de muy diferente condición. Pues un hombre libre se convierte en siervo de otro vendiéndole, por un cierto tiempo, el servicio que se compromete a hacer a cambio de un salario que ha de recibir. Y aunque, por el común, esta condición lo introduce en la familia de su amo y lo somete a la disciplina ordinaria que allí impera, sólo le da al amo un poder pasajero sobre él, y exclusivamente dentro de los límites del contrato establecido entre ambos. Pero hay otro tipo de siervos a los que llamamos esclavos, quienes, por ser cautivos tomados en una guerra justa, están, por derecho natural, sometidos al dominio absoluto y al poder arbitrario de sus amos. Como he dicho, al haber renunciado estos hombres a su vida y, junto con ella, a sus libertades; y habiendo perdido sus bienes al pasar a un estado de esclavitud, no son capaces de tener propiedad alguna y no pueden ser considerados parte de la sociedad civil, cuyo fin principal es la preservación de la propiedad [...]

Origen de la sociedad política87. Al nacer el hombre, como lo hemos demostrado, con derecho a la libertad perfecta y a

disfrutar sin límites de todos los derechos y privilegios que le otorga la ley de la naturaleza, y en igual medida que cualquier otro hombre o grupo de hombres en el mundo, tiene por naturaleza el poder no sólo de preservar su propiedad –es decir, su vida, su libertad y bienes- contra las injurias y atentados de otros hombres, sino de juzgar y castigar las transgresiones a esa ley cometidas por otros hombres, en el grado que la ofensa lo merezca; incluso podrá aplicar la pena de muerte en crímenes donde lo abominable del hecho, en su opinión, así lo requiera. Pero como ninguna sociedad política puede existir ni subsistir sin tener en sí misma el poder de preservar la propiedad y, a fin de lograrlo, el de castigar las ofensas de todos los miembros de esa sociedad, única y exclusivamente habrá una sociedad política allí donde cada uno de los miembros halla renunciado a su poder natural y lo haya dejado en manos de a comunidad en todos aquellos casos en que no esté imposibilitado para pedir la protección de la ley establecida por la comunidad. Y así, al estar excluido todo juicio privado de cada miembro en particular, la comunidad pasa a ser el árbitro que decide según las normas y reglas establecidas e imparciales, aplicables a todos, y administradas por hombres autorizados por la comunidad para que las ejecuten. Así, decide todas las diferencias que puedan surgir entre los miembros de esa sociedad en cuestiones de derecho, y castiga aquellas ofensas que cualquier miembro haya cometido contra la sociedad, con las penas que la ley ha establecido [...]

88. Y así, el Estado se origina mediante un poder que establece qué castigo se impondrá a las diversas transgresiones que considera merecedoras de tal, cometidas por los miembros de esa sociedad. Éste es el poder de hacer leyes, al que debe sumarse el poder de castigar cualquier injuria inferida a alguno de sus miembros por alguien que no pertenezca a ella. Éste es el poder de hacer la guerra y la paz. Ambos poderes se encaminan a la preservación de la propiedad de todos los miembros de esa sociedad tanto como sea posible. Mas aunque todo hombre que ha entrado a formar parte de una sociedad haya abandonado su poder de castigar las ofensas contra la ley natural según se lo dicte su juicio personal, ocurre que, junto con el poder de juzgar las ofensas que ha cedido al poder legislativo en todos aquellos casos en que puede apelar al magistrado, también le ha cedido al estado el derecho de emplear su propia fuerza personal para la ejecución de los juicios del Estado en todos los casos en que se recurra a él [...] Y aquí tenemos el origen del poder legislativo y ejecutivo de la sociedad civil [...]

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Contra la monarquía absoluta90. Y de esto resulta evidente que la monarquía absoluta que algunos hombres consideran

el único tipo de gobierno del mundo, es por cierto incompatible con la sociedad civil y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin de la sociedad civil es evitar y remediar aquellos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente surgen de que todo hombre sea juez en su propia causa, estableciendo una autoridad conocida a la cual todos los miembros de la sociedad deben obedecer. Dondequiera existan personas que no cuentan con una autoridad de ese tipo a la cual apelar, y que decida cualquier diferencia entre ellas, esas personas continúan en estado de naturaleza. Y en esta condición se halla todo príncipe absoluto con respecto a quienes están bajo su dominio.

91. Pues al suponerse que este príncipe absoluto tiene todo el poder en sí mismo, tanto el legislativo como el ejecutivo, no hay juez al cual recurrir ni persona ante la cual nadie puede apelar, que justa, imparcialmente y con autoridad decida y de cuya decisión pueda esperarse alivio y castigo de cualquier injuria o inconveniente sufrido a causa del príncipe o por su orden [...]

Capítulo VIII: Del origen de las sociedades políticas

Contractualismo 95. Al ser los hombres, como se ha dicho, libres por naturaleza, iguales e independientes,

nadie puede ser sacado de este estado y ser sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento, lo que se hace mediante acuerdo con otros hombres, a fin de unirse en una comunidad para vivir cómodos, seguros y en paz los unos con los otros, en un sereno disfrute de sus propiedades y protegidos contra cualquiera que no forme parte de ella. Esto puede hacerlo cualquier grupo de hombres, porque no lesiona la libertad de los demás; se los deja, por así decirlo, en la libertad del estado de naturaleza [...]

96. Pues, cuando un número cualquiera de hombres ha formado, por el consentimiento de cada individuo, una comunidad, por ese mismo acto ha constituido un solo cuerpo, con el poder de actuar corporativamente, lo cual sólo se consigue por la voluntad y determinación de la mayoría. Porque, como lo que hace actuar a cualquier comunidad es sólo el consentimiento de los individuos que forman parte de ella y, por ser un cuerpo, debe moverse en un mismo sentido, es necesario que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleva la fuerza mayor, que es el consentimiento de la mayoría [...]

Objeciones al contractualismo 100. A esto, que yo sepa, se han hecho dos objeciones:1. Que no se encuentran ejemplos en la historia de una agrupación de hombres

independientes e iguales entre sí, que se reunieran de esta forma para iniciar y establecer un gobierno.

2. Que es imposible que los hombres tengan derecho a hacerlo, porque todos los hombres, al haber nacido bajo un gobierno, deben someterse a él y no tienen libertad para iniciar uno nuevo.

101. A la primera objeción respondo lo siguiente: que en absoluto debe extrañarnos que la historia nos de escasa cuenta de hombres que vivieron juntos en estado de naturaleza. Los inconvenientes de esa condición, así como el deseo y necesidad de asociarse, muy pronto hicieron que muchos se unieran, pero se unían e incorporaban si estaban dispuestos a permanecer juntos [...] El gobierno en todas partes antecede a los documentos, y pocas veces las letras se dan en un pueblo hasta que un largo periodo de sociedad civil, sirviéndose de otras artes más necesarias, ha cubierto su seguridad, sosiego y abundancia. Y entonces los ciudadanos empiezan a preocuparse por la historia de sus fundadores y a indagar su origen,

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cuando han perdido memoria de ellos. Pues ocurre lo mismo con el Estado que con las personas particulares [...]

105. No negaré que, si miramos hacia atrás y repasamos la historia tan lejos como ésta nos lleve para encontrar el origen de los Estados, por lo general encontraremos que se erigieron bajo el gobierno y la administración de un solo hombre [...]

106. [...] Sin embargo, esto no contradice lo que afirmo, a saber que el comienzo de la sociedad política depende del consentimiento de los individuos que se unen y forman una sociedad, y cuando están así incorporados, pueden establecer qué sistema de gobierno les parece adecuado [...]

114. [...] “Todos los hombres –dicen- nacen bajo un gobierno y, por lo tanto, no pueden estar en libertad de empezar uno nuevo. Todo el que nace es súbdito de su padre o de su príncipe y, por lo tanto, está bajo la perpetua atadura de la sujeción y la fidelidad.” Es evidente que la humanidad nunca reconoció o tuvo en cuenta esa sujeción natural en la que nació y que la sometía a este o aquél hombre, sin que hubiesen dado su consentimiento de sujeción a esos hombres y sus herederos.

115. Pues no hay ejemplos más abundantes en la historia, tanto sagrada como profana, que los ejemplos de hombres que se apartaron de la jurisdicción en la que nacieron o de la familia o de la comunidad en la que fueron criados, negándoles su obediencia, y establecieron nuevos gobiernos en otros lugares. De ellos surgió toda esa multitud de pequeños Estados al comienzo de los tiempos, que se multiplicaron en la medida en que hubo espacio suficiente, hasta que el más fuerte o afortunado se tragó al más débil. Y esos grandes Estados, de nuevo rompiéndose en pedazos, se disolvieron en dominios más pequeños [...]

117. [...] Y así el consentimiento de los hombres libres que nacen bajo un gobierno, y que es lo único que los convierte en súbditos de éste, al darlo separadamente cada individuo cuando le llega el turno –es decir cuando llega a la mayoría de edad- y no todos juntos, la gente no repara en ello y piensa que dicho consentimiento no se ha dado o que no es necesario, por lo cual concluye que ser súbdito es algo tan natural como ser hombre [...]

Propiedad de la tierra en la sociedad política120. Para comprender esto mejor, conviene considerar que todo hombre, cuando por

primera vez se incorpora a un Estado, por el hecho de unirse a él, también une y somete a la comunidad aquellas posesiones que tiene o adquirirá, siempre y cuando no pertenezcan ya a otro gobierno [...] En consecuencia, por el mero acto de unirse una persona, que antes era libre, a cualquier Estado, también está vinculando sus posesiones, que antes eran libres, a dicho Estado. Y así, se convierten ambas, persona y posesiones, en súbditos del gobierno, y pasan a formar parte del dominio de ese Estado mientras continúe existiendo [...]

121. Pero dado que el gobierno tiene jurisdicción directa sobre la tierra y alcanza a quien la posee (antes de que se haya incorporado concretamente a la sociedad) sólo en la medida en que la habite y disfrute de ella, la obligación bajo la que uno está, en virtud de tal disfrute, de someterse al gobierno, empieza y termina con el disfrute mismo. De manera que cada vez que el dueño, que no ha dado nada más que un consentimiento tácito al gobierno, deje, por donación, venta u otro procedimiento, la susodicha posesión, está en libertad de ir e incorporarse en cualquier otro Estado, o acordar con otros hombres el comienzo de uno nuevo in vacuis locis, es decir en cualquier parte del mundo que encuentren libre y sin dueño. Mientras que aquél que una vez, por acuerdo formal y declaración expresa, ha dado su consentimiento para formar parte de cualquier Estado, está perpetua e indispensablemente obligado a ser y permanecer súbdito inalterable de él, y nunca vivirá de nuevo en la libertad propia del estado de naturaleza, a menos que el gobierno al que está sometido se disuelva por alguna calamidad [...]

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Capítulo IX: De los fines de la sociedad política y del gobierno

Causas de la sociedad política123. Si el hombre en estado de naturaleza fuera tan libre como se ha dicho, si fuera amo

absoluto de su propia persona y posesiones, igual al más grande y súbdito de nadie, ¿por qué renunciaría a su libertad y su imperio, y se sometería al dominio y control de otro poder? A esto la respuesta es obvia: aunque en el estado de naturaleza un hombre tiene semejante derecho, su posibilidad de disfrutarlo es muy incierta y está constantemente expuesta a la invasión de otros, pues al ser todos los hombres tan reyes como él, todo individuo su igual, y al no observar la mayor parte de ellos estrictamente la igualdad y la justicia, el disfrute de la propiedad que tiene el hombre en tal estado es sumamente insegura. Esto lo lleva a querer dejar una condición que, por libre que sea, está llena de temores y peligros continuos; y no sin razón busca y desea unirse en sociedad con otros hombres que ya se han unido o tienen intención de unirse para la preservación mutua de sus vidas, libertades y posesiones, es decir, de todo aquello a que doy el nombre general de “propiedad”.

124. Por lo tanto, el grande y principal fin para que los hombres se unan en Estados y se sometan a gobiernos es la preservación de su propiedad, hecho para el que faltan muchas cosas en el estado de naturaleza.

Primero, falta una ley establecida, fija y conocida, recibida y aceptada por consentimiento común para actuar como patrón de lo bueno y lo malo y como criterio para decidir en todas las controversias que surjan entre los hombres [...]

125. Segundo, en el estado de naturaleza falta un juez conocido e imparcial, con autoridad para decidir todas las diferencias según la ley establecida [...]

126. Tercero, en el estado de naturaleza a menudo falta poder para respaldar y apoyar la sentencia cuando es justa y para darle su debida ejecución [...]

128. Pues en el estado de naturaleza –omitiendo la libertad que tiene de disfrutar de placeres inocentes- el hombre posee dos poderes:

El primero es hacer lo que le parezca adecuado para la preservación de sí y de otros dentro de lo que permite la ley natural; por virtud de esa ley, común a todos, él y todo el resto del género humano son una comunidad, forman una sociedad diferente de la de todas las demás criaturas, y si no fuera por la corrupción y vicio de los hombres degenerados, no habría necesidad de ninguna otra, ninguna necesidad de que los hombres se separaran de esta grande y natural comunidad y se reunieran en asociaciones menores.

El otro poder que tiene el hombre en el estado de naturaleza es el de castigar los crímenes cometidos contra esa ley. A ambos poderes renuncia cuando se une a una sociedad política privada –si puedo llamarla así- o particular, y se incorpora a cualquier Estado separado del resto de la humanidad [...]

131. Pero aunque los hombres, cuando entran en sociedad, entregan la igualdad, la libertad y el poder ejecutivo que tenían en el estado de naturaleza a las manos de esa sociedad, para que el poder legislativo disponga de ellos según lo requiera el bien de la sociedad, tal renuncia cada uno la hace sólo con la intención de mejor preservarse a sí mismo, a su libertad y a su propiedad, pues no se puede suponer que ninguna criatura racional cambie su condición con la intención de estar peor. Por esto, no puede suponerse que el poder de la sociedad o legislatura por ellos constituida se extienda más allá del bien común [...]

Capítulo X: De los tipos de Estado

Clasificación de las formas de gobierno132. Como se ha mostrado, al unirse por primera vez los hombres en sociedad la mayoría

tiene naturalmente todo el poder de la comunidad, y puede emplear todo ese poder en hacer

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periódicamente las leyes para dicha comunidad y en ejecutar esas leyes por medio de funcionarios designados por ella. En ese caso, la forma de gobierno es una democracia perfecta. O puede depositar el poder de hacer leyes en manos de unos pocos hombres selectos y sus herederos o sucesores, y entonces es una oligarquía. O puede depositarlo en las manos de un solo hombre, y entonces es una monarquía [...] Y así, basándose en estas formas de gobierno, la comunidad puede mezclarlas y combinarlas según mejor le parezca [...]

Capítulo XI: Del alcance del poder legislativo

Supremacía del poder legislativo en el Estado134. Como la gran finalidad de los hombres al entrar en sociedad es disfrutar de sus

propiedades en paz y seguridad, y el gran instrumento y medio para ello son las leyes establecidas en dicha sociedad, la primera y fundamental ley positiva de todos los Estados es el establecimiento del poder legislativo. Y la primera y fundamental ley natural que ha de gobernar a la legislatura misma es la preservación de la sociedad –en la medida que sea compatible con el bien público- y de todas las personas que formen parte de ella. La legislatura no sólo es el poder supremo del Estado, sino que también es sagrada e inalterable, una vez que está en las manos donde la comunidad la ha depositado. Y ningún edicto de nadie, esté concebido en la forma que sea o respaldado por el poder que sea, tiene la fuerza y la obligación de una ley si no ha sido sancionada por la legislatura que el pueblo ha decidido y designado. Pues sin esto la ley no podría tener lo que es absolutamente necesario que tenga para ser una ley: el consentimiento de la sociedad, sobre la cual nadie tiene el poder de hacer leyes sino por su propio consentimiento y por autoridad recibida de ella. Y, por lo tanto, toda la obediencia, que es el vínculo más solemne que una persona se ve obligada a prestar, en última instancia termina en este poder supremo y está regida por las leyes que éste dicte [...]

Límites del poder legislativo142. Estos son los límites impuestos al poder legislativo de todo Estado por la misión que

la sociedad le encomendó y por la ley de Dios y la naturaleza, sea cual fuera la forma de gobierno:

Primero: Han de gobernar por medio de leyes establecidas y promulgadas, que no variarán en casos particulares, sino que habrá una misma ley para los ricos y los pobres, para el favorito de la Corte y el campesino que empuña el arado.

Segundo: Estas leyes no deben diseñarse para otro fin último que el bien del pueblo.Tercero: Los gobernantes no deben aumentar los impuestos sobre la propiedad del pueblo

sin el consentimiento dado por el pueblo o por sus diputados. Y esto es sólo aplicable a los gobiernos donde la legislatura existe de manera permanente, o por lo menos donde el pueblo no ha reservado ninguna parte de la legislatura para entregársela a sus diputados, que periódicamente serán elegidos por ellos.

Cuarto: La legislatura no debe ni puede transferir el poder de hacer leyes a nadie, o depositarlo en otro lugar diferente de aquél donde el pueblo lo ha depositado [...]

Capítulo XII: Del poder legislativo, ejecutivo y federativo

143. El poder legislativo es aquél que tiene derecho de determinar cómo se empleará la fuerza del Estado para preservar a la comunidad y a sus miembros. Porque aquellas leyes que constantemente tienen que ejecutarse y cuya fuerza siempre está en vigencia, pueden hacerse en escaso tiempo, por lo cual no hay necesidad de que el poder legislativo esté siempre activo [...] en los Estados bien ordenados, donde el bien de la totalidad es considerado como se debe, el poder legislativo es considerado en manos de diversas personas. Éstas, debidamente

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reunidas en asambleas, tienen por sí mismas, o junto con otros, el poder de dictar leyes, y una vez que las han hecho y habiéndose disuelto la legislatura, están ellos mismos sometidos a las leyes que han dictado, lo cual es un medio nuevo y seguro para garantizar que hacen las leyes para el bien público.

144. Pero como esas leyes que son hechas de una vez y en poco tiempo, tienen, no obstante, una vigencia constante y perdurable y necesitan una ejecución o un respeto perpetuo, es necesario que haya un poder siempre en vigencia que debe ocuparse de la ejecución de las leyes que se dictan y de que permanezcan en vigencia. De ahí que el poder legislativo y el ejecutivo a menudo estén separados [...]

146. [...] el poder de hacer la guerra y la paz, de establecer ligas y alianzas y todas las transacciones con todas las personas y comunidades fuera del Estado, y se lo puede llamar federativo, si resulta aceptable [...]

147. Estos dos poderes, el ejecutivo y el federativo, aunque son realmente diferentes el uno del otro –pues uno comprende la ejecución de las leyes municipales de la sociedad, dentro de ella y en referencia a todos los que la componen, y el otro la administración de la seguridad y el interés de los asuntos exteriores, con respecto a los beneficios o daños que la comunidad pueda recibir desde afuera-, ambos están siempre casi unidos [...]

Capítulo XIII: De la subordinación de los poderes del Estado

Salus populi suprema lex149. Aunque en un Estado constituido que está asentado en su propia base y actúa de

acuerdo con su propia naturaleza, es decir, que actúa para la preservación de la comunidad, puede haber un solo poder supremo, que es el legislativo, al que todos los demás están y deben estar subordinados; sin embargo, al ser el legislativo sólo un poder fiduciario encargado de actuar para ciertos fines, sigue permaneciendo en el pueblo un poder supremo para remover o alterar la legislatura, cuando encuentra que actúa de manera contraria a la misión confiada a ella. Pues como todo poder entregado con la función de alcanzar un fin, cada vez que éste se descuida o se contradice de manera manifiesta, la confianza necesariamente debe retirarse y el poder devolverse a las manos de quienes lo concedieron, los cuales pueden depositarlo nuevamente donde les parezca mejor para su seguridad. Y así la comunidad perpetuamente retiene el poder supremo de salvarse a sí misma de los intentos y designios de cualquiera, incluso de sus legisladores, cada vez que éstos sean tan necios o tan perversos como para plantear o llevar adelante designios contrarios a las libertades y propiedades de los súbditos.

Pues como ningún hombre o sociedad de hombres tiene el poder de renunciar a su propia preservación ni, consecuentemente, a los medios para protegerla, entregándola a la voluntad absoluta y dominio arbitrario de otro, cada vez que alguien se propone llevarlos a tal condición de esclavos, siempre tendrán el derecho de preservar aquello que no pueden compartir y de deshacerse de quienes invaden esta ley fundamental, sagrada e inalterable de la autoconservación, por la cual entraron en sociedad. Y así, a este respecto, puede decirse que la comunidad siempre es el poder supremo, pero no mientras se halle bajo alguna forma de gobierno, porque este poder del pueblo nunca puede tener lugar hasta que el gobierno sea disuelto.

150. En todos los casos en que el gobierno subsiste, el poder legislativo es el supremo [...]152. El poder ejecutivo, depositado en cualquier persona que no forma parte de la

legislatura, está visiblemente subordinado a ésta y le debe rendir cuentas y puede ser cambiado y desplazado a gusto [...]

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Filosofía Social y Política

Capítulo XIV: De la prerrogativa

159. Allí donde el poder legislativo y el ejecutivo están en manos diferentes, como ocurre en las monarquías moderadas y en los gobiernos bien estructurados, el bien de la sociedad requiere que varias cosas deban dejarse a discreción de aquél que ostenta el poder ejecutivo [...]

160. Este poder de actuar a discreción para el bien público, sin la prescripción de la ley y a veces hasta en contra de ella, es lo que se llama prerrogativa. Pues como en algunos gobiernos el poder que hace las leyes no siempre está en funcionamiento y por lo general es demasiado numeroso y demasiado lento para despachar sus decisiones al ejecutivo, y como también es imposible prever todos los accidentes y necesidades que puedan acechar al pueblo y dictar las leyes que lo regulen; o como asimismo es imposible hacer leyes tales que no causen ningún daño cuando son aplicadas con rigor extremo en todos los casos y para todas las personas que estén en su camino, hay por tanto un margen que se deja al poder ejecutivo para que tome decisiones que la ley no prescribe.

161. Este poder, cuando es empleado para el beneficio de la comunidad y en consonancia con los fines y misión del gobierno, es una prerrogativa indudable y que nunca se cuestiona. Porque el pueblo rara vez es escrupuloso o puntilloso sobre este particular y no se preocupa en cuestionar la prerrogativa cuando es empleada en un grado tolerable para el uso que se le pensó, es decir, el bien del pueblo y no su daño manifiesto. Pero si se plantea una disputa entre el poder ejecutivo y el pueblo sobre alguna cosa que se haga invocando al derecho de prerrogativa, la cuestión quedará fácilmente zanjada considerando si el ejercicio de tal prerrogativa redundó en un bien o en un daño para el pueblo [...]

Derecho de insurrección164. Pero dado que no se puede suponer que una criatura racional, cuando es libre, se

someta a otra para su propio daño (aunque cuando encuentra un gobernante bueno y sabio bien puede, tal vez, pensar que no es necesario o útil establecer límites precisos a su poder en todas las cosas), la prerrogativa no puede ser sino un permiso que el pueblo da a sus gobernantes para que hagan muchas cosas por su propia elección libre, en los casos en que la ley se ha mantenido callada, y a veces también directamente contra la letra de la ley, pero siempre para el bien público y con la aquiescencia del pueblo. Pues así como un buen príncipe, que es consciente de la confianza depositada en sus manos y cuidadoso en lo que atañe al bien del pueblo, no puede tener demasiada prerrogativa, es decir, poder para hacer el bien, tampoco un príncipe débil y malvado que reclama el mismo poder que ejercieron sus predecesores, sin la dirección de la ley, como una prerrogativa que le pertenece por derecho de oficio, y que puede ejercer a su gusto para realizar y promover un interés diferente del público, da al pueblo ocasión de reclamar su derecho y limitar ese poder, el cual, mientras fue ejercido para su bien, había acordado tácitamente concederle [...]

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Filosofía Social y Política

La Tradición Moderna de la Filosofía Política

JEAN-JACQUES ROUSSEAU

EL CONTRATO SOCIAL

LIBRO PRIMERO

[…] Quiero averiguar si, en el orden civil, puede haber alguna regla de administración legítima y segura, que tome a los hombres tal como son y las leyes tal como pueden ser. En esta búsqueda trataré de unir siempre lo que permite el derecho con lo que prescribe el interés, a fin de que la justicia y la igualdad no se encuentren separadas […]

Capítulo I: Materia de este primer libro

[…] El hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado. Alguno que se cree el dueño de los demás no es menos esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede volverlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.

Si considerara tan solo la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; pero si, no bien puede sacudir el yugo lo sacude, hace todavía mejor: pues al recuperar este pueblo su libertad por el mismo derecho que se la ha quitado, o bien tiene fundamentos para recuperarla, o no los había para quitársela. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Este derecho, sin embargo, no proviene de la naturaleza; está fundado por lo tanto, en convenciones […]

Capítulo VI: Del pacto social

[…] Supongo a los hombres llevados a un punto en que los obstáculos que perjudican su conservación en el estado de naturaleza triunfan, mediante su resistencia sobre las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. El estado primitivo no puede, entonces, subsistir más; y el género humano perecería si no se cambiara de manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tiene otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda superar cualquier resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil, y hacerlas actuar concertadamente.

Esta suma de fuerzas sólo puede nacer de la colaboración de muchos; pero, siendo la fuerza y libertad de cada hombre los primeros elementos de su conservación ¿cómo va a comprometerles sin perjudicarse y sin dejar de lado los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad, referida a mi tema, puede enunciarse en los siguientes términos:

“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, obedezca tan solo a sí mismo, y quede tan libre como antes.” Tal es el problema fundamental al cual el contrato social da solución.

Las cláusulas de ese contrato están de tal modo determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las tornaría vanas y de efecto nulo […]

Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen todas a una sola: a saber, la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad; pues, en primer lugar, al darse cada uno por entero, la condición es igual para todos y, siendo la condición la misma para todos, nadie tiene interés en volverla onerosa para los demás.

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Filosofía Social y Política

Es más: al hacer la enajenación sin reservas la unión es lo más perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar; pues si les quedaran algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y el público, siendo cada uno en algún punto su propio juez pretendería pronto serlo en todos; el estado de naturaleza subsistiría y la asociación se volvería necesariamente tiránica o inútil.

En suma, al entregarse cada uno a todos, no se entrega a nadie; y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se tiene.

Por lo tanto, si se descarta del pacto social lo que no es esencial para él se encontrará que se reduce a los términos siguientes: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo”.

Inmediatamente, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea y por este mismo acto ese cuerpo adquiere su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así por la unión de todas las demás, recibía en otro tiempo el nombre de ciudad y recibe ahora el de república o de cuerpo político, el cual es llamado por sus miembros Estado cuando es pasivo, soberano cuando es activo, potencia al compararlo con sus semejantes. Los asociados toman colectivamente el nombre de pueblo y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado […]

Capítulo VII: Del Soberano

[…] Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del público con los particulares y que cada individuo contratando por así decirlo consigo mismo, se encuentra comprometido por una doble relación, a saber: como miembro del soberano hacia los particulares, y como miembro del Estado hacia el soberano […]

Es necesario señalar, además, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos con respecto al soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, obligar al soberano para con él mismo y que, por consecuencia, contraría a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda violar. No pudiendo considerarse sino bajo una única y misma relación, está entonces en el caso de un particular que contrata consigo mismo: por lo cual se ve que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social […]

Pero el cuerpo político o el soberano, al derivar su existencia tan sólo de la santidad del contrato, no puede nunca obligarse, ni siquiera con respecto a otro, a nada que viole este acto primitivo […]

Una vez que esta multitud está así reunida en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los miembros sin atacar al cuerpo y, todavía menos, ofender al cuerpo sin que los miembros se resientan. Así, el deber y el interés obligan por igual a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben tratar de reunir bajo esa doble relación todas las ventajas que de ella surjan.

Ahora bien, el soberano, al no estar formado sino por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés alguno contrario al de ellos; por consecuencia, el poder soberano no tiene necesidad de ofrecer garantías a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y veremos luego que no puede perjudicar a nadie en particular. El soberano, por el solo hecho de serlo, es siempre todo lo que debe ser.

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Pero no sucede así con los súbditos con respecto al soberano, ante quien, pese al interés común, nada respondería de compromisos, si no encontrara medios de asegurarse su fidelidad.

En efecto: cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o no conforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular le puede hablar de modo muy diferente que el interés común; […] y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer cumplir los deberes de súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.

Por lo tanto, para que el pacto social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente este compromiso que por sí solo puede dar fuerza a los demás: que quienquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto significa tan sólo que se lo obligará a ser libre; pues esa es la condición que, entregando cada ciudadano a la patria, lo protege de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que vuelve legítimos los compromisos civiles […]

Capítulo VIII: Del Estado Civil

[…] Este pasaje del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, al sustituir en su conducta el instinto por la justicia, y al dar a sus acciones la moralidad de la que antes carecían. Tan sólo entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho, el apetito, el hombre que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve obligado a actuar según otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en este estado se prive de diversas ventajas provenientes de la naturaleza, gana en cambio muy grandes: sus facultades se ejercitan y se desarrollan, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva […]

Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar: lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que desea y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no equivocarse en estas compensaciones, hay que distinguir la libertad natural, cuyos únicos límites son las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general; y la posesión –que es tan sólo efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante- de la propiedad, que no puede fundarse sino en un título positivo.

Según lo precedente, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral, la única que vuelve al hombre realmente dueño de sí mismo; pues el impulso del exclusivo apetito es esclavitud y la obediencia a la ley que uno se ha prescripto es libertad […]

LIBRO SEGUNDO

Capítulo I: Que la soberanía es inalienable

[…] La primera y más importante consecuencia de los principios antes establecidos es que solamente la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin con que ha sido instituido, que es el bien común […] Lo que forma el vínculo social es lo que hay de común en estos diferentes intereses; y si no hubiera algún punto en el que todos los intereses se acordaran, ninguna sociedad podría existir. Ahora bien, únicamente sobre este interés común debe ser gobernada la sociedad.

Por lo tanto, digo que, siendo la soberanía tan sólo el ejercicio de la voluntad general, no puede nunca enajenarse, y que el soberano, que no es sino un ser colectivo tan sólo puede ser representado por sí mismo: el poder puede transmitirse, pero no la voluntad.

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Filosofía Social y Política

En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular coincida en algún punto con la voluntad general, al menos lo es que este acuerdo sea duradero y constante, pues la voluntad particular tiende, por su naturaleza, al privilegio, y la voluntad general a la igualdad […] si el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto y pierde su calidad de pueblo, en el momento mismo en que hay un señor no hay más soberano y, desde entonces, se destruye el cuerpo político.

Esto no significa decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntad general, en cuanto el soberano, con voluntad de oponerse, no lo hace. En tal caso, del silencio universal se debe presuponer el consentimiento del pueblo […]

Capítulo II: Que la soberanía es indivisible

[…] Por la misma razón que la soberanía es inalienable, es indivisible; porque la voluntad es general, o no lo es; es la del cuerpo del pueblo o solamente de una parte de él. En el primer caso, esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley; en el segundo, es tan solo una voluntad particular o un acto de administración; es, a lo sumo, un decreto.

Pero nuestros políticos, el no poder dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto; la dividen en fuerza y voluntad; en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derechos de impuestos, de justicia y de guerra; en administración interior y en poder de tratar con el extranjero: tan pronto confunden todas estas partes, como las separan […]

Este error proviene de no haberse formado nociones exactas de la autoridad soberana, y de haber tomado como partes de esta autoridad lo que eran tan solo emanaciones de ella […] se encontrará que todas las veces que se cree ver la soberanía dividida, uno se equivoca; pues los derechos que se toman como partes de esta soberanía le están todos subordinados y suponen siempre una voluntad suprema que estos derechos meramente ponen en ejecución […]

Capítulo III: Si la voluntad general puede errar

[…] De lo anterior se sigue que la voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública, pero no resulta que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma dirección justa. Siempre se quiere el propio bien, pero no siempre se lo ve, nunca se corrompe al pueblo, pero a menudo se lo engaña y tan sólo entonces parece querer lo malo.

Frecuentemente hay bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; ésta sólo tiene en cuenta el interés común; la otra mira el interés privado y no es sino una suma de voluntades particulares pero, sacad de esas mismas voluntades los más o los menos que se anulan mutuamente y, como suma de las diferencias queda la voluntad general.

Si un pueblo delibera, una vez suficientemente informado, y si los ciudadanos no mantienen ninguna comunicación entre ellos, del gran número de las pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general, y la deliberación sería siempre buena […]

Capítulo IV: De los límites del poder soberano

[…] Así como la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social le da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y es ese mismo poder el que, dirigido por una voluntad general, lleva, como ya he dicho, el nombre de soberanía.

Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la componen, y cuyas vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, y los deberes que tienen que cumplir los primeros en calidad de súbditos con respecto al derecho natural del que

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deben gozar en calidad de hombres […] pero el soberano, por su lado, no puede imponer a los súbditos cadena alguna que sea inútil a la comunidad, ni siquiera puede desearlo, pues, bajo la ley de la razón, tal como ocurre bajo la ley de la Naturaleza, nada se hace sin causa.

Los compromisos que nos ligan al cuerpo social son obligatorios tan solo porque son mutuos, y su naturaleza es tal que, al cumplirlos, no se puede trabajar para otro sin trabajar también para sí […]

Así, lo mismo que una voluntad particular no puede representar la voluntad general, ésta a su vez cambia de naturaleza, al tener un objeto particular, y no puede como general juzgar ni sobre un hombre, ni sobre un hecho […]

Se debe comprender de aquí que lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une, pues en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que le impone a los demás; acuerdo admirable del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad que se ve desvanecer en la discusión de todo asunto particular, por falta de un interés común que une e identifique la regla del juez con la de la parte […]

Así, por la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, es decir todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece por igual a todos los ciudadanos; de modo que el soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no distingue ninguno de quienes lo componen. ¿Qué es, pues, estrictamente un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros: convención legítima porque tiene como base el contrato social, equitativa porque es común a todos, útil porque no puede tener más objeto que el bien general, y sólida porque tiene como garante la fuerza pública y el poder supremo […]

De aquí se ve que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales y que todo hombre puede disponer plenamente de lo que le ha sido dado de sus bienes y de su libertad por esas convenciones; de modo que el soberano no tiene nunca el derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro porque entonces, al volverse particular el asunto, su poder ya no es competente.

Una vez admitidas estas distinciones, es falso que en el contrato social haya por parte de los particulares alguna renuncia verdadera puesto que su situación, por efecto de ese contrato, es preferible a la de antes: en lugar de una enajenación, no han hecho sino un cambio ventajoso, de una manera de ser insegura y precaria a otra mejor y más segura, de la independencia natural a la libertad, del poder de perjudicar a los demás a su propia seguridad y de su fuerza, que otros podían superar, a un derecho que la unión social vuelve invencible […]

Capítulo V: Del derecho de vida y muerte

[…] Se pregunta cómo no teniendo los particulares derecho a disponer de su propia vida, pueden transmitir al soberano ese mismo derecho que no poseen. Esta pregunta parece difícil de responder tan sólo porque está mal planteada […]

El contrato social tiene como fin la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin también quiere los medios, y esos medios son inseparables de algunos riesgos, incluso de algunas pérdidas. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe darla también por ellos, cuando sea necesario […]

La pena de muerte inflingida a los criminales puede ser considerada más o menos desde el mismo punto de vista […] todo malhechor, al atacar el derecho social, se vuelve por sus delitos, rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar sus leyes; e incluso le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es

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Filosofía Social y Política

necesario que uno de los dos perezca; y cuando se hace morir al culpable, es más como enemigo que como ciudadano […]

Con respecto al derecho de otorgar gracia o de exceptuar a un culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, no corresponde sino a quien está por encima del juez y de la ley, es decir, al soberano […]

Capítulo VI: De la ley

[…] Por el pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político: se trata ahora de darle movimiento y voluntad mediante la legislación.

[…] Toda justicia proviene de Dios, sólo Él es su origen; pero si supiéramos recibirla de tan alto no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Sin duda, existe una justicia universal que emana sólo de la razón; pero esta justicia, para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca […]

Pero ¿qué es, en esencia, una ley? […] cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, sólo se considera a sí mismo; y si se establece entonces una relación, es del objeto entero considerado desde un punto de vista, al objeto entero desde otro punto de vista, sin ninguna división en absoluto. Entonces, la materia sobre la cual se estatuye es general, al igual que lo es la voluntad que estatuye. Y este acto es lo que yo llamo una ley.

Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, quiero decir que la ley considera a los súbditos colectivamente y a las acciones en abstracto, nunca toma a un hombre como individuo, ni una acción particular […]

Se ve también que, al reunir la ley la universalidad de la voluntad y la del objeto, lo que un hombre, quienquiera fuere, ordena por su propia iniciativa no es una ley; lo que, incluso, ordena el soberano sobre un objeto particular tampoco es una ley, sino un decreto: no es un acto de soberanía, sino de gobierno.

Llamo, por lo tanto, república, a todo Estado regido por leyes, bajo cualquier forma de administración que fuere: pues, entonces, sólo el interés público gobierna y la cosa pública es una realidad […]

Las leyes no son estrictamente sino las condiciones de la asociación civil. El pueblo, sometido a las leyes, debe ser su autor; tan sólo corresponde a quienes se asocian regular las condiciones de la sociedad. Pero, ¿cómo las regularán? ¿Serán de común acuerdo, por una súbita inspiración? […] Una multitud ciega que, a menudo, no sabe lo que quiere porque ella sabe raramente lo que le conviene ¿cómo ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación? El pueblo por sí mismo quiere siempre el bien, pero por sí solo no siempre lo ve.

La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no es siempre esclarecido. Es necesario hacerle ver los objetos tal como son, a veces tal como deben parecerlo, mostrarle el buen camino que busca, protegerlo de la seducción de las voluntades particulares […] Los particulares ven el bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos por igual, necesitan guías. Es necesario obligar a uno, a conformar sus voluntades a su razón; es necesario enseñar al otro a conocer lo que quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad con el cuerpo social, de aquí, la concurrencia exacta de las partes y, por último, la mayor fuerza del todo. He aquí de donde nace la necesidad de un legislador […]

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Capítulo VII: Del legislador

[…] Para descubrir las reglas de la sociedad que mejor convienen a las naciones, se necesitaría una inteligencia superior que viera todas las pasiones de los hombres y que no experimentara ninguna; que no tuviera relación alguna con nuestra naturaleza y que la conociera a fondo; cuya felicidad fuera independiente de nosotros y que, sin embargo, quisiera ocuparse de la nuestra; finalmente que, preparándose una gloria lejana en el curso de los tiempos, pudiera trabajar en un siglo y gozar en otro. Se necesitarían dioses para dar leyes a los hombres.

[…] Quien osa emprender la tarea de instituir un pueblo debe sentirse en estado de cambiar, por así decirlo, la naturaleza humana, de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe, en cierto modo, su vida y su ser, de alterar la constitución del hombre para reforzarla, de sustituir por una existencia parcial y moral, la existencia física e independiente que hemos recibido todos de la Naturaleza. Es necesario, en una palabra, que él quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras que le sean extrañas, y que no puede utilizar sin la ayuda de otro. Cuanto más muertas y aniquiladas estén estas fuerzas naturales, más grandes y duraderas son las adquiridas y más sólida y perfecta es la institución; de modo que, si cada individuo no es nada, no puede nada sin todos los demás y, si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación ha logrado el mayor grado de perfección que es capaz de alcanzar.

El legislador es, en todos sus aspectos, un hombre extraordinario en el Estado. Si lo es por su genio, no lo es menos por su oficio. Este oficio, que establece la república, no entra en su constitución: es una función particular y superior que no tiene nada en común con el imperio sobre los hombres; pues quien manda a los hombres no debe mandar a las leyes, quien manda a las leyes no debe tampoco mandar a los hombres; de otro modo, estas leyes, hijas de sus pasiones, a menudo no harían sino perpetuar sus injusticias; nunca podría evitar que intenciones particulares alteraran la santidad de su obra.

[…] Quien redacta las leyes no tiene, entonces, o no debe tener, ningún derecho legislativo y el pueblo mismo no puede, aunque quisiera, despojarse de ese intransferible, porque según el pacto fundamental, tan sólo la voluntad general obliga a los particulares y no se puede nunca asegurar que una voluntad particular esté conforme con la voluntad general, sino después de haberla sometido a los sufragios libres del pueblo.

[…] Para que un pueblo que nace pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería necesario que el objeto pudiera devenir la causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera a la institución misma; y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que deben llegar a ser gracias a ellas. Así, por lo tanto, al no poder el legislador emplear ni la fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.

He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la intervención del cielo y atribuir a los dioses su propia sabiduría, a fin de que los pueblos, sometidos a las leyes del Estado como a las de la Naturaleza y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en la de la ciudad, obedezcan con libertad y lleven dócilmente el yugo de la felicidad pública.

Esta razón sublime, que se eleva por encima del alcance de los hombres vulgares, es la que induce al legislador a poner las decisiones en boca de los inmortales, para arrastrar por la autoridad divina, lo que no podría conmover la presencia humana […] De todo esto no hay que concluir con Warburton, que la política y la religión tengan entre nosotros un objeto común, sino que, en el origen de las naciones, una sirve de instrumento a la otra […]

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LIBRO TERCERO

Capítulo I: Del gobierno en general

[…] Toda acción libre tiene dos causas que contribuyen a producirla; una moral: a saber, la voluntad que determina el acto; la otra física: a saber, que la ejecuta […] El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad; ésta bajo el nombre de poder legislativo, la otra bajo el nombre de poder ejecutivo. Nada se hace, o no se debe hacer, sin el aporte de ambos.

Ya hemos visto que el poder legislativo pertenece al pueblo, y no puede pertenecer sino a él. Es fácil ver, por el contrario, por los principios antes establecidos, que el poder ejecutivo no puede pertenecer a la generalidad como legislador o soberano, ya que este poder consiste tan solo en actos particulares que no competen a la ley ni, en consecuencia, al soberano, cuyos actos no pueden ser sino leyes […]

¿Qué es entonces el gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su recíproca correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política.

Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe. De este modo, quienes se aseguran que el acto por el cual un pueblo se somete a jefes no es un contrato, tienen mucha razón. No es nada más que una comisión, un empleo, en el cual simples funcionarios del soberano ejercen en su nombre el poder del cual los ha hecho depositarios, y que él puede limitar, modificar y retomar cuando le plazca. Al ser incompatible la enajenación de un derecho tal con la naturaleza del cuerpo social, es contraria a la finalidad de la asociación.

Llamo, por lo tanto, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta administración.

En el gobierno es donde se hallan las fuerzas intermediarias cuyas relaciones componen la del todo con el todo, o la del soberano con el Estado […]

El gobierno es en pequeño lo que el cuerpo político que lo incluye es en grande. Es una persona moral, dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado y que se puede descomponer en otras relaciones semejantes; de lo cual nace, en consecuencia, una nueva proporción, y de ésta todavía otra, según el orden de los tribunales, hasta que se llegue a un término medio indivisible; es decir, a un solo jefe o magistrado supremo, que se puede representar, en el centro de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.

Sin complicarnos con esta multiplicación de términos, contentémonos con considerar al gobierno como un nuevo cuerpo en el Estado, distinto del pueblo y del soberano y como intermediario entre uno y otro.

Entre estos dos cuerpos hay esta diferencia esencial: que el Estado existe por sí mismo y el gobierno no existe sino por el soberano. Así, la voluntad dominante del príncipe no es, o no debe ser, sino la voluntad general o la ley […]

Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real, que lo distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan actuar de consuno y responder a la finalidad para la cual se lo instituye, necesita un yo particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propia que tienda a su conservación. Esta existencia particular presupone asambleas, consejos, un poder de deliberar, de resolver; derechos títulos, privilegios que pertenecen al príncipe exclusivamente y que vuelven la condición de magistrado más honorable a medida que es más penosa. Las dificultades están en la manera de ordenar en el todo, este todo subalterno, de modo que no altere la constitución general al afirmar la suya; que distinga siempre su fuerza particular destinada a su propia

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conservación, de la fuerza pública destinada a la conservación del Estado; y que, en una palabra, esté siempre dispuesto a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno […]

Capítulo II: Del principio que constituye las diversas formas de gobierno

[…] Para exponer la causa principal de estas diferencias hay que distinguir acá el príncipe y el gobierno, así como he distinguido antes el Estado y el soberano.

El cuerpo de la magistratura puede estar compuesto por un número mayor o menor de miembros […]

Ahora bien, la fuerza total del gobierno, al ser siempre la del Estado, no varía, de ahí se sigue que, cuanto más usa esta fuerza sobre sus propios miembros, menos le queda para obrar sobre todo el pueblo.

Entonces, cuanto más numerosos son los magistrados, más débil es el gobierno […]En la persona del magistrado podemos distinguir tres voluntades esencialmente distintas:

en primer lugar, la voluntad propia del individuo, que tiende tan sólo a su ventaja particular; segundo, la voluntad común de los magistrados, que se relaciona únicamente con la ventaja del príncipe y que se puede llamar voluntad de cuerpo, que es general con relación al gobierno; en tercer lugar, la voluntad del pueblo o voluntad soberana, que es general, tanto en relación con el Estado considerado como un todo, cuanto en relación con el gobierno, considerado como parte del todo.

En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad del cuerpo propia del gobierno, muy subordinada; y, en consecuencia, la voluntad general o soberana ha de ser siempre dominante y la única regulación de todas las demás.

Según el orden natural, por el contrario, estas diferentes voluntades se vuelven más activas a medida que se concentran. Así, la voluntad general es siempre la más débil, la voluntad del cuerpo ocupa el segundo lugar y la voluntad particular el primero de todos; de manera que, en el gobierno, cada miembro ante todo es él mismo, y luego, magistrado, y luego, ciudadano: gradación directamente opuesta a la que elige el orden social […]

Capítulo III: División de los gobiernos

[…] El soberano puede, en primer lugar, confiar las funciones del gobierno a todo el pueblo o a la mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos magistrados que simples ciudadanos particulares. A esta forma de gobierno se le da el nombre de democracia.

O bien puede el soberano entregar el gobierno en manos de un pequeño número, de modo que haya más simples ciudadanos que magistrados, esta forma de gobierno recibe el nombre de aristocracia.

Por último, puede concentrar todo el gobierno en las manos de un magistrado único, del cual todos los demás reciben su poder. Esta tercera forma es la más común y se llama monarquía o gobierno real.

Se debe señalar que todas esas formas o, por lo menos las dos primeras, pueden presentar variaciones, incluso bastante amplias. La democracia puede abarcar a todo el pueblo o limitarse a la mitad. La aristocracia, a su vez, puede extenderse a la mitad del pueblo o reducirse hasta un pequeño número indeterminado. La realeza misma es susceptible de cierta división […]

Siempre se ha discutido mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de estas formas es la mejor en ciertos casos y la peor en otros […]

Capítulo IV: De la democracia

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Filosofía Social y Política

[…] Tomando el término en su sentido estricto, no ha existido nunca verdadera democracia y no existirá jamás. Es contrario al orden natural que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada. Es imposible imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos y puede verse fácilmente que no podría establecer comisiones para ello, sin que cambiara la forma de la administración […]

Por otra parte, cuántas cosas difíciles de reunir supone este gobierno. En primer lugar, un Estado muy pequeño en que la gente sea fácil de congregar y en que cada ciudadano pueda conocer fácilmente a todos los demás; en segundo lugar una gran simplicidad de costumbres que impida multitud de cuestiones y discusiones espinosas. Luego, mucha igualdad en las categorías y en las fortunas, sin lo cual la igualdad no podría subsistir por mucho tiempo ni en los derechos ni en la autoridad. Por último, poco o ningún lujo; pues o bien el lujo es el efecto de las riquezas, o las vuelve necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre, a uno por la posesión, al otro por la envidia; vende la patria a la molicie y a la vanidad, quita al Estado todos sus ciudadanos para esclavizarlos unos a otros, y todos a la opinión.

He aquí por qué un autor célebre ha establecido la virtud como principio de la república, pues todas esas condiciones no podrían subsistir sin la virtud […]

Agreguemos que no hay gobierno más sometido a las guerras civiles y a las agitaciones intestinas que el democrático y el popular; porque ninguno tiene una tendencia tan fuerte y constante a cambiar de forma, ni exige más vigilancia y coraje para ser mantenido en ella […]

Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres […]

Capítulo V: De la aristocracia

[…] Las primeras sociedades se formaron aristocráticamente. Los jefes de las familias deliberaban entre sí acerca de los asuntos públicos. Los jóvenes cedían sin dificultad a la autoridad de la experiencia […]

Pero, a medida que la desigualdad de la institución superó a la desigualdad natural, la riqueza o el poder fueron preferidos a la edad, y la aristocracia se volvió electiva. Por último, el poder transmitido junto con los bienes del padre a los hijos, al volver patricias a las familias, convirtió al gobierno en hereditario y se vieron senadores de veinte años.

Hay, pues, tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La primera no conviene sino a pueblos simples; la tercera es la peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor; es la aristocracia propiamente dicha.

Además de la ventaja de la distinción de los dos poderes, tiene también la de elegir a sus miembros […] las asambleas se realizan más cómodamente, los asuntos se discuten mejor y se despachan con más orden y diligencia; el crédito del Estado ante el extranjero lo sostienen mejor venerables senadores que una multitud desconocida y despreciada.

En una palabra, el orden mejor y más natural es que los más sabios gobiernen a la multitud, cuando se está seguro de que lo hacen en provecho de ella y no en el propio […]

Pero si la aristocracia exige algunas virtudes menos que el gobierno popular, exige también otras que le son propias, como la moderación en los ricos y la conformidad en los pobres […]

Por otra parte, si esta forma de gobierno significa una cierta desigualdad de riqueza, es porque en general la administración de los asuntos públicos está confiada a quienes mejor pueden dedicarle todo su tiempo, pero no, como pretende Aristóteles, porque se prefiera siempre a los ricos. Al contrario, es importante que una elección opuesta enseñe algunas veces a la gente que en el mérito de los hombres hay razones de preferencia más importantes que la riqueza […]

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Filosofía Social y Política

Capítulo VI: De la monarquía

[…] Hasta acá hemos considerado el príncipe como una persona moral y colectiva unida por las fuerzas de las leyes y depositaria en el Estado del poder ejecutivo.

Ahora debemos considerar este poder reunido en las manos de una persona natural, de un hombre real, que sólo tiene derecho a disponer de él según las leyes. Es lo que se llama un monarca o un rey.

A diferencia de otras administraciones donde un ser colectivo representa a un individuo representa a un ser colectivo; de manera que la unidad moral que constituye el príncipe es, al mismo tiempo, una unidad física, en la cual todas las facultades que la ley reúne en la otra con tanto esfuerzo, se encuentran reunidas en ésta de un modo natural.

Así, la voluntad del pueblo, y la voluntad del príncipe, y la fuerza pública del Estado y la fuerza particular del gobierno, todo responde al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo se encamina al mismo fin; no hay movimientos opuestos que se destruyan mutuamente y no se puede imaginar ningún tipo de constitución en la cual un mínimo esfuerzo produzca una acción más considerable […]

Pero si no hay gobierno que tenga más vigor, tampoco lo hay en que la voluntad particular tenga más imperio y domine más fácilmente a los demás, todo se encamina al mismo fin, es verdad, pero ese fin no es el de la felicidad pública, y la fuerza misma de la administración se vuelve sin cesar en detrimento del Estado […]

Para que un Estado monárquico pudiera estar bien gobernado, sería necesario que su tamaño o su extensión fuera proporcionado a las facultades de quien gobierna […]

El mayor inconveniente del gobierno de uno solo es la falta de esta sucesión continua que forma en los otros dos una trabazón no interrumpida. Muerto un rey se necesita otro; las elecciones dejan intervalos peligrosos; son tormentosas, y a menos que los ciudadanos sean de un desinterés, de una integridad que este gobierno no suele llevar consigo, la intriga y la corrupción se introducen […]

¿Qué se ha hecho para prevenir estos males? Las coronas se han hecho hereditarias en algunas familias, y se ha establecido un orden de sucesión que evita toda disputa a la muerte de los reyes; es decir que, al sustituir el inconveniente de las regencias por el de las elecciones, se ha preferido una aparente tranquilidad a una prudente administración, y se ha preferido correr el riesgo de tener como jefes a niños, monstruos o imbéciles, a tener que discutir por la elección de buenos reyes […]

Todo contribuye a privar de justicia y de razón a un hombre educado para mandar a los demás. Se pone mucha diligencia, según se dice, en enseñar a los jóvenes príncipes el arte de reinar, pero no parece que esta educación les aproveche.

Sería mejor comenzar por enseñarles el arte de obedecer. Los más grandes reyes que haya celebrado la historia no han sido educados para reinar; es una ciencia que nunca se domina menos como después de haberla aprendido demasiado, y que se adquiere mejor obedeciendo que mandando […]

Capítulo VII: De los gobiernos mixtos

[…] Estrictamente hablando, no hay gobierno simple. Es necesario que un jefe único, tenga magistrados subalternos y que un gobierno popular tenga un jefe. Así, en el reparto del poder ejecutivo, hay siempre gradación desde el mayor número al menor, con la diferencia de que a veces el gran número depende del pequeño y, otras veces, el pequeño del grande […]

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Filosofía Social y Política

¿Es mejor un gobierno simple o un gobierno mixto? Es cuestión muy debatida entre los políticos y a la cual es preciso dar la misma respuesta que he dado antes con respecto a todas las formas de gobierno.

El gobierno simple es el mejor en sí mismo, por el solo hecho de ser simple. Pero, cuando el poder ejecutivo no depende lo suficiente del legislativo es decir, cuando la razón del príncipe al soberano es mayor que la del pueblo al príncipe, es necesario remediar esa falta de proporción dividiendo el gobierno, pues entonces cada una de sus partes no tiene menos autoridad sobre los súbditos, y su división los vuelve en conjunto más débiles con respecto al soberano […]

Se puede remediar por medios similares el inconveniente opuesto y, cuando el gobierno es demasiado laxo, erigir tribunales para concentrarlo: esto se practica en todas las democracias. En el primer caso se divide el gobierno para debilitarlo y en el segundo, para reforzarlo; pues tanto el máximo de fuerza como el de debilidad se encuentran por igual en los gobiernos simples y, en cambio, las formas mixtas ofrecen una buena medida […]

Capítulo IX: De los signos de un buen gobierno

[…] Cuando se pregunta de un modo absoluto cuál es el mejor gobierno, se formula una pregunta tan insoluble como indeterminada; o que, si se quiere, tiene tantas soluciones buenas cuantas combinaciones posibles hay en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.

[…] Los súbditos alaban la tranquilidad pública, los ciudadanos la libertad de los particulares; uno prefiere la seguridad de las posesiones, y otro, la de las personas; uno quiere que el mejor gobierno sea el más severo, otro sostiene que es el más suave; éste quiere que se castiguen los crímenes, y aquél que se los prevenga; uno encuentra bien ser temido por los pueblos vecinos, otro prefiere ser ignorado por ellos; uno está contento cuando el dinero circula, otro exige que el pueblo tenga pan. Incluso si se estuviera de acuerdo sobre esos puntos y otros similares ¿se habría adelantado algo? Al carecer las cualidades morales de medida exacta, aunque se estuviera de acuerdo acerca del signo ¿cómo estarlo en su estimación?

En lo que a mi respecta, me asombra siempre que se desconozca un signo tan simple, o que se tenga la mala fe de no convenir en él. ¿Cuál es el fin de la asociación política? La conservación y la prosperidad de sus miembros. ¿Y cuál es el signo más seguro de que ellos se conserven y prosperen? Su número y su población. No vayáis, pues, a otra parte a buscar este signo tan discutido. En igualdad de condiciones, el gobierno bajo el cual, sin medios extraños, sin naturalizaciones, sin colonias, los ciudadanos pueblan y se multiplican más, es infaliblemente el mejor. Aquél bajo el cual un pueblo disminuye y decae, es el peor.

¡Calculadores, ha llegado vuestro turno: contad, medid, comparad! […]

Capítulo XVI: Que la institución del gobierno no es un contrato

[…] Al ser todos los ciudadanos iguales por el contrato social, todos pueden prescribir lo que todos deben hacer, y, en cambio, nadie tiene derecho a exigir que otro haga lo que él mismo no hace. Ahora bien, es precisamente este derecho, indispensable para dar vida y movimiento al cuerpo político, al que el soberano le otorga al príncipe al instituir el gobierno.

Algunos han pretendido que el acto de esta institución era un contrato entre el pueblo y los jefes que éste se da, contrato por el cual se estipulaba entre las dos partes las condiciones según las cuales una se obligaba a mandar y la otra a obedecer. Se convendrá, estoy seguro, en que esta es una extraña manera de contratar. Pero veamos si esta opinión es sostenible.

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Filosofía Social y Política

En primer lugar, la autoridad suprema no puede ni modificarse ni enajenarse: limitarla es destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se adjudique un superior; comprometerse a obedecer a un señor es entregarse en plena libertad.

Además, es evidente que ese contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular; de donde se sigue que ese contrato no podría ser una ley ni un acto de soberanía y que, en consecuencia, sería ilegítimo.

Se ve también que las partes contratantes estarían, entre sí, sometidas a la ley de la naturaleza y no tendrían garantía alguna de sus compromisos recíprocos lo que repugna totalmente al estado civil […]

No hay más que un contrato en el Estado: el de la asociación, y éste excluye cualquier otro. No se podría imaginar ningún contrato público que no fuera una violación del primero […]

Capítulo XVII: De la institución del gobierno

[…] ¿Según qué idea es necesario pues, concebir el acto por el cual es instituido el gobierno? Señalaré, primero, que este acto es complejo o compuesto por otros dos: a saber, el establecimiento de la ley y la ejecución de la ley.

Por el primero, el soberano estatuye que habrá un cuerpo de gobierno instituido de tal o cual forma; y resulta claro que este acto es una ley.

Por el segundo, el pueblo nombra jefes que estarán encargados del gobierno establecido. Ahora bien, al ser este nombramiento un acto particular, no es una segunda ley, sino solamente una continuación de la primera y una función del gobierno.

La dificultad está en comprender cómo se puede tener un acto de gobierno antes de que el gobierno exista, y cómo el pueblo, que no es sino soberano o súbdito, puede llegar a ser príncipe o magistrado en ciertas circunstancias.

También acá se descubre una de esas notables propiedades del cuerpo político por las cuales concilia operaciones en apariencia contradictorias. Pues esta operación se hace por una conversión repentina de la soberanía en democracia, de manera que, sin ningún cambio sensible, y solo por una nueva relación de todos con respecto a todos, los ciudadanos, devenidos magistrados, pasan de los actos generales a los actos particulares y de la ley a la ejecución […]

Es la ventaja propia de un gobierno democrático: poder ser establecido de hecho por un simple acto de la voluntad general. Después de lo cual ese gobierno provisional continúa en posesión, si esa es la forma adoptada, o establece, en nombre del soberano, el gobierno prescripto por la ley: y todo se encuentra así conforme a la norma. No es posible instituir el gobierno de ninguna otra manera legítima y sin renunciar a los principios antes establecidos […]

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Filosofía Social y Política

La Tradición Moderna de la Filosofía Política

KARL MARX

PRÓLOGO A LA CONTRIBUCIÓN A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA

[…] Mis estudios profesionales eran los de jurisprudencia, de la que, sin embargo, sólo me preocupé como disciplina secundaria, junto a la filosofía y la historia. En 1842-1843, siendo redactor de Gaceta Renana1 me vi por primera vez en el trance difícil de tener que opinar sobre los llamados intereses materiales. Los debates de la Dieta renana sobre la tala furtiva y la parcelación de la propiedad de la tierra, la polémica oficial mantenida entre el señor von Schaper, por entonces gobernador de la provincia renana, y Gaceta Renana acerca de la situación de los campesinos de Mosela y, finalmente, los debates sobre el librecambio y el proteccionismo, fue lo que me movió a ocuparme por primera vez de cuestiones económicas. Por otra parte, en aquellos tiempos en que el buen deseo de “ir adelante” superaba en mucho el conocimiento de la materia, Gaceta Renana dejaba traslucir un eco del socialismo y del comunismo francés, tañido de un tenue matiz filosófico. Yo me declaré en contra de ese trabajo de aficionados, pero confesando al mismo tiempo sinceramente, en una controversia con la Gaceta General de Ausburgo2 que mis estudios hasta ese entonces no me permitían aventurar ningún juicio acerca del contenido propiamente dicho de las tendencias francesas. Con tanto mayor deseo aproveché la ilusión de los gerentes de Gaceta Renana, quienes creían que suavizando la posición del periódico iban a conseguir que se revocase la sentencia de muerte ya decretada contra él, para retirarme de la escena pública a mi cuarto de estudio.

Mi primer trabajo emprendido para resolver las dudas que me azotaban, fue una revisión crítica de la filosofía hegeliana del derecho3, trabajo cuya introducción apareció en 1844 en los Anales francoalemanes4, que se publicaban en París. Mi investigación me llevó a la conclusión de que, tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del espíritu humano, sino que, por el contrario, radican en las condiciones materiales de vida cuyo conjunto resume Hegel siguiendo el precedente de los ingleses y franceses del siglo XVIII, bajo el nombre de “sociedad civil”, y que la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política. En Bruselas a donde me trasladé a consecuencia de una orden de destierro dictada por el señor Guizot proseguí mis estudios de economía política comenzados en París. El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió de hilo conductor a mis estudios puede resumirse así: en la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian esas transformaciones hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de

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Filosofía Social y Política

producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en un a palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de transformación por su conciencia, sino que, por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos, podemos designar como otras tantas épocas de progreso en la formación económica de la sociedad el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por lo tanto, la prehistoria de la sociedad humana.

Federico Engels, con el que yo mantenía un constante intercambio escrito de ideas desde la publicación de su genial bosquejo sobre la crítica de las categorías económicas (en los Deutsch-Französische Jahrbücher5), había llegado por distinto camino (véase su libro La situación de la clase obrera en Inglaterra) al mismo resultado que yo. Y cuando, en la primavera de 1845, se estableció también en Bruselas, acordamos elaborar en común la contraposición de nuestro punto de vista con el punto de vista ideológico de la filosofía alemana; en realidad, liquidar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior. El propósito fue realizado bajo la forma de la crítica de la filosofía poshegeliana 6. El manuscrito –dos gruesos volúmenes en octavo- ya hacía mucho tiempo que había llegado a su sitio de publicación en Westfalia, cuando nos enteramos de que nuevas circunstancias imprevistas impedían su publicación.. En vista de eso, entregamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones, muy de buen grado, pues nuestro objeto principal: esclarecer nuestras propias ideas, ya había sido logrado. Entre los trabajos dispersos en que por aquel entonces expusimos al público nuestras ideas, bajo unos u otros aspectos, sólo citaré el Manifiesto del Partido Comunista escrito conjuntamente por Engels y por mí, y un Discurso sobre el librecambio, publicado por mí. Los puntos decisivos de nuestra concepción fueron expuestos por primera vez científicamente, aunque sólo en forma polémica, en la obra Miseria de la filosofía, etc., publicada por mí en 1847 y dirigida contra Proudhon. La publicación de un estudio escrito en alemán sobre el Trabajo asalariado7, en el que recogía las conferencias que había dado acerca de este tema en la Asociación Obrera Alemana de Bruselas8, que interrumpida por la revolución de febrero, que trajo como consecuencia mi alejamiento forzoso de Bélgica.

La publicación de la Nueva Gaceta Renana (1848-1849) y los acontecimientos posteriores interrumpieron mis estudios económicos, que no pude reanudar hasta 1850, en Londres. El enorme material sobre la historia de la economía política acumulado en el British Museum, la posición tan favorable que brinda Londres para la observación de la sociedad burguesa y, finalmente, la nueva etapa de desarrollo en que parecía entrar ésta con el descubrimiento del oro en California y en Australia, me impulsaron a volver a empezar desde el principio, abriéndome paso, de un modo crítico, a través de los nuevos materiales. Estos

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Filosofía Social y Política

estudios a veces me llevaban por sí mismos a campos aparentemente alejados y en los que tenía que detenerme durante más o menos tiempo. Pero lo que sobre todo reducía el tiempo de que disponía era la necesidad imperiosa de trabajar para vivir. Mi colaboración desde hace ya ocho años en el primer periódico anglo-americano, el New Yorker Daily Tribune, me obligaba a desperdigar extraordinariamente mis estudios, ya que sólo en casos excepcionales me dedico a escribir para la prensa correspondencias propiamente dichas. Sin embargo, los artículos sobre los acontecimientos económicos más salientes de Inglaterra y del continente formaba una parte tan importante de mi colaboración, que esto me obligaba a familiarizarme con una serie de detalles de carácter práctico situados fuera de la órbita de la verdadera ciencia de la economía política.

Este esbozo sobre la trayectoria de mis estudios en el campo de la economía política tiende simplemente a demostrar que mis ideas, cualquiera que sea el juicio que merezcan, y por mucho que choquen con los prejuicios interesados de las clases dominantes, son el fruto de largos años de concienzuda investigación. Pero en la puerta de la ciencia, como en la del infierno, debiera estamparse esta consigna:

Qui si convien lasciare ogni sospetto;Ogni viltá convien che qui sia morta9 […]

Londres, enero de 1859

Notas:

1 Gaceta renana (Rheinische Zeitung): diario radical que se publicó en Colonia en 1842 y 1843. Marx fue su jefe de redacción desde el 15 de octubre de 1842 hasta el 18 de marzo de 1843.2 Gaceta general (Allegemeine Zeitung): diario alemán reaccionario fundado en 1798; desde 1810 hasta 1882 se editó en Ausburgo. En 1842 publicó una falsificación de las ideas del comunismo y el socialismo utópicos y Marx lo desenmascaró en su artículo “El comunismo y el Allegemeine Zeitung de Ausburgo”, que fue publicado en Rheinische Zeitung en octubre de 1842.3 K. Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel.4 Deutsch-französische Jahrbücher (Anales franco-alemanes): órgano de la propaganda revolucionaria y comunista, editado por Marx en parís, en el año 1844.5 Anales franco-alemanes6 Marx y Engels, La ideología alemana.7 Marx, Trabajo asalariado y capital.8 La Asociación Obrera Alemana de Bruselas fue fundada por Marx y Engels a fines de agosto de 1847, con el fin de educar políticamente a los obreros alemanes residentes en Bélgica y propagar entre ellos las ideas del comunismo científico. Bajo la dirección de Marx, Engels y sus compañeros, la sociedad se convirtió en un centro legal de unión de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica y mantenía contacto directo con los clubes obreros flamencos y valones. Los mejores elementos de la asociación entraron luego en la organización de Bruselas de la Liga de los Comunistas. Las actividades de la Asociación Alemana en Bruselas se suspendieron poco después de la revolución burguesa de febrero de 1848 en Francia, debido al arresto y expulsión de sus miembros por la policía belga.9 Déjese aquí cuanto sea recelo;/ Mátese aquí cuanto sea vileza. (Dante, Divina Comedia)

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Filosofía Social y Política

El fin de la tradición política

HANNAH ARENDT

ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO

CAPÍTULO I: TRADICIÓN Y EDAD MODERNA

I

Nuestra tradición de pensamiento político tuvo su principio definitivo en las enseñanzas de Platón y Aristóteles. Yo creo que llegó a su no menos definitivo final en las teorías de Karl Marx. El principio tuvo lugar cuando, en la alegoría de la caverna de La República, Platón describió la esfera de los asuntos humanos –todo lo que pertenece a la vida en común de los hombres en un mundo en común- en términos de oscuridad, confusión y decepción de la que los aspirantes al ser verdadero deben apartarse y abandonar si quieren descubrir el claro cielo de las ideas eternas. El final sobrevino cuando Marx declaró que la filosofía y su verdad no están ubicadas fuera de los asuntos de los hombres y su mundo en común sino precisamente en ellos, y pueden ser “llevadas a su cumplimiento” solamente en la esfera de la vida en común, que llamó “sociedad”, a través de la emergencia de los “hombres socializados” (vergesellschaftete Menschen). La filosofía política entraña necesariamente la actitud del filósofo hacia la política; su tradición comenzó con el apartamiento del filósofo respecto de la política y su posterior retorno con el fin de imponer sus estándares en los asuntos humanos. El final sobrevino cuando un filósofo volvió la espalda a la filosofía para “llevarla a su cumplimiento” en la política. Tal fue el intento de Marx, expresado en primer lugar en su decisión (filosófica en sí misma) de abjurar de la filosofía, y en segundo lugar en su intención de “cambiar el mundo” y por consiguiente los espíritus filosofantes, la “conciencia” de los hombres.

El principio y el fin de la tradición poseen esto en común: que los problemas elementales de la política nunca llegaron a ser tan claros para iluminar en su inmediata y simple urgencia como cuando fueron formulados por vez primera y cuando enfrentaron su último desafío. El principio, en palabras de Jacob Burckhardt, es como una “cuerda fundamental” que suena en sus interminables tonos a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental. Sólo el principio y el fin son, por decirlo de alguna manera, puros o de un único tono; y por ello, la cuerda fundamental jamás impresiona a sus oyentes con más fuerza y con más belleza que cuando arroja al mundo su armónico sonido por vez primera, y nunca suena tan irritante y chirriante como cuando sigue oyéndose en un mundo con cuyos sonidos –y pensamiento- no puede armonizar. Una anotación casual de Platón en su última obra: “El principio es como un dios que mientras vive entre los hombres salva todas las cosas” -9- es verdadera respecto de nuestra tradición; en tanto y en cuanto su principio permaneció vivo, pudo salvar todas las cosas y reunirlas en armonía. En prueba de ello, el principio devino destructor en cuanto llegó a su fin –sin mencionar los frutos de confusión y desamparo que sobrevinieron con el fin de la tradición y entre los cuales vivimos hoy.

En la filosofía de Marx, que no invirtió tanto a Hegel como a la jerarquía tradicional de pensamiento y acción, de contemplación y trabajo10, y de filosofía y política, el principio forjado por Platón y Aristóteles prueba su vitalidad al conducir a Marx hacia afirmaciones

9 Las leyes, 775

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flagrantemente contradictorias, principalmente en sus enseñanzas llamadas por lo general utópicas. Las más importantes son sus predicciones de que bajo las condiciones de una “humanidad socializada” el “estado desaparecerá”, y que la productividad del trabajo llegará a ser tan grande que de alguna manera el trabajo se abolirá a sí mismo, garantizando así a cada miembro de la sociedad una casi ilimitada cantidad de tiempo para el ocio. Estas afirmaciones, además de ser predicciones, contienen, por supuesto, el ideal marxista acerca de la mejor forma de sociedad. En cuanto tal, no son utópicas, sino que más bien reproducen las condiciones políticas y sociales de la misma Ciudad-Estado de Atenas, que fue el modelo de la experiencia de Platón y Aristóteles, y por consiguiente el fundamento sobre el cual nuestra tradición descansa. La polis ateniense funcionaba sin una división entre gobernantes y gobernados y en este sentido no era un Estado si usamos este término, como lo hizo Marx, según las definiciones tradicionales de las formas de gobierno, es decir, el gobierno de un solo hombre o monarquía, el gobierno de unos pocos u oligarquía, y el gobierno de la mayoría o democracia. Además, los ciudadanos atenienses eran ciudadanos solamente en la medida en que disponían de tiempo para el ocio, teniendo aquella libertad respecto del trabajo que Marx predice del futuro. No solamente en Atenas sino a lo largo de toda la Antigüedad y hasta la Edad Moderna, los que trabajaban no eran ciudadanos, y ciudadanos eran, primero, aquellos que no trabajaban o quienes poseían algo más que su fuerza de trabajo. Esta similitud se hace mucho más evidente cuando echamos una mirada al contenido real de la sociedad ideal de Marx. El tiempo para el ocio se da bajo las condiciones de ausencia del Estado, o bajo las condiciones en que, según la famosa frase de Lenin que hace entera justicia al pensamiento de Marx, la administración de la sociedad ha llegado a simplificarse tanto que cualquier cocinera se encuentra calificada para entender sus mecanismos. Obviamente, bajo tales circunstancias, todos los asuntos de la política –la “administración de las cosas” en la expresión simple de Engels- interesarían únicamente a una cocinera, o en el mejor de los casos a esos “espíritus mediocres” de quienes Nietzsche pensaba que se encontraban mejor calificados para ocuparse de las cosas públicas11. Esto, por cierto, difiere bastante de las condiciones reales de la Antigüedad donde, por el contrario, los deberes políticos eran considerados tan difíciles y demandantes que a quienes se comprometían con ellos no les era permitido asumir ninguna otra actividad agotadora. (Así, por ejemplo, el pastor podía ser apto para la ciudadanía, no así el labriego; el pintor, pero no el escultor, era considerado como algo más que un simple s residiendo la diferencia en cada caso simplemente por el criterio del esfuerzo y de la fatiga). Fue contra la demandante vida política de ciudadano medianamente experimentado de la polis griega que los filósofos, especialmente Aristóteles, establecieron su ideal de , de tiempo para el ocio, que en la antigüedad nunca significó libertad respecto del trabajo ordinario, algo obvio de algún modo, sino tiempo libre respecto de la actividad política y de los asuntos del Estado.

En la sociedad ideal de Marx estos dos conceptos se encuentran combinados en forma inextricable: la sociedad sin clases y sin Estado de alguna manera lleva a su cumplimiento las antiguas condiciones generales de ocio respecto del trabajo, y al mismo tiempo, ocio respecto

10 Labor, en el original. En La Condición Humana H. Arendt ha señalado las diferencias entre Work y Labor. El término Labor tiene el significado más servil y animal que pueda dársele al trabajo humano, realizado en función de los principios y directivas emanadas de un “otro” distinto del que trabaja, y Work se refiere más bien al trabajo artístico y creador propio del ser libre. Sin embargo, traducimos aquí –y en lo que sigue- el término inglés labor simplemente como “trabajo”, aun cuando quizás fuese oportuno hacerle lugar al término lunfardo “laburo” cuya carga semántica denota con mayor claridad el sentido del inglés labor [N. del T.]11 En cuanto a Engels, véase su Anti-Dühring, Zürich, 1934, p. 275. En cuanto a Nietzsche, véase Morgenröte, Werke, München, 1954, vol. 1, aph. 179.

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de la política. Esto se supone que acontecerá cuando la “administración de las cosas” haya tomado el lugar del gobierno y de la acción política. Este doble ocio respecto del trabajo tanto como de la política había sido para los filósofos la condición de una , una vida dedicada a la filosofía y al conocimiento en el sentido más amplio de la palabra. La cocinera de Lenin, en otras palabras, vive en una sociedad que le provee de tanto ocio respecto del trabajo como el que los antiguos ciudadanos disfrutaban para consagrar su tiempo a , y de tanto ocio como el que respecto de la política los filósofos griegos habían exigido para los pocos que deseaban consagrar todo su tiempo al filosofar. La combinación de una sociedad sin clases (apolítica) y además sin trabajo surgió de manera tan amplia en la imaginación de Marx, como expresión misma de una humanidad ideal, a causa de la connotación tradicional del ocio como y como otium, esto es, como vida consagrada a objetivos más altos que el trabajo o la política.

El mismo Marx entrevió su así denominada utopía como una simple predicción, y es cierto que esta parte de sus teorías corresponde a determinados desarrollos que han conocido la luz plenamente sólo en nuestro tiempo. El gobierno, en el antiguo sentido de la expresión, ha cedido su lugar en muchos aspectos a la administración, y el continuo aumento de tiempo libre para las masas es una realidad en todos los países industrializados. Marx claramente percibió ciertas tendencias inherentes a la época inaugurada por la Revolución Industrial, aunque se equivocó al asumir que esas tendencias se afirmarían por sí mismas solamente bajo las condiciones de socialización de los medios de producción. La influencia que la tradición ejerció sobre él radica en su visión del desarrollo bajo una luz idealizante, y en su comprensión del mismo en términos y conceptos que tuvieron su origen en un período histórico completamente diferente. Esto cegó su mirada a los auténticos y muy complejos problemas inherentes al mundo moderno, y le otorgó a sus agudas predicciones una connotación utópica. Pero el ideal utópico de una sociedad sin clases, sin Estado y sin trabajo nació del maridaje de dos elementos absolutamente no utópicos: la percepción de ciertas tendencias en el presente que ya no podían ser comprendidas con el andamiaje de la tradición, y los ideales y conceptos tradicionales a través de los cuales Marx mismo los entendió y los integró.

La propia actitud de Marx hacia la tradición de pensamiento político fue de rebelión consciente. En una actitud cuestionadora y paradójica encuadró de ese modo ciertas proposiciones claves que, al contener su filosofía política, subyacían y trascendían la parte estrictamente científica de su obra (y como tales, curiosamente, permanecieron a lo largo de su vida, desde sus escritos tempranos hasta el último volumen de Das Kapital). Entre ellas son cruciales las siguientes: “El trabajo creó al hombre” (en una formulación hecha por Engels, quien, al contrario de la opinión corriente entre algunos estudiosos de Marx, generalmente reinterpretó el pensamiento de Marx de manera adecuada y sucinta)12. “La violencia es la partera de cada sociedad vieja preñada de una nueva” por consiguiente: la violencia es la partera de la historia (lo que aparece tanto en los escritos de Marx como en los de Engels con muchas variaciones)13. Finalmente, existe la famosa y última tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos solamente han interpretado el mundo de modo diferente; el punto es, sin embargo, transformarlo”, lo que, a la luz del pensamiento de Marx, se podría interpretar más adecuadamente como: los filósofos han interpretado el mundo lo suficiente; ha llegado la hora

12 La afirmación aparece en el ensayo de Engels “El rol del trabajo en la transición del mono al hombre”, en Marx y Engels, Selected Works, London, 1950, vol. II, p. 74. Para formulaciones similares del mismo Marx, véase especialmente “La Sagrada Familia” y “Economía Nacional y Filosofía”, en Jugendschriften, Stuttgart, 1953.13 Citado de Capital, Modern Library Edition, p. 824.

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de transformarlo. Pero esta última proposición es de hecho solo una variación de otra, presente en un manuscrito temprano: “no se puede aufheben (i.e. elevar, conservar y abolir en el sentido hegeliano) la filosofía, sin llevarla a su cumplimiento”. En su obra final aparece esta misma actitud, en la predicción de que la clase trabajadora será la única heredera de la filosofía clásica.

Ninguna de estas proposiciones puede ser entendida en y por sí misma. Cada una adquiere su significado en la contradicción con alguna verdad tradicionalmente aceptada cuya credibilidad estuvo, hasta el comienzo de la edad moderna, más allá de toda duda. “El trabajo creó al hombre” significa en primer lugar que el trabajo y no Dios creó al hombre; en segundo lugar, significa que el hombre, en tanto que es humano, se crea a sí mismo, que su humanidad es el resultado de su propia actividad; en tercer lugar, significa que lo que distingue al hombre del animal, su differentia specifica, no es la razón, sino el trabajo, que no es un animal rationale sino un animal laborans; en cuarto lugar, significa que no es la razón, hasta ese momento el más alto atributo del hombre, sino el trabajo, la actividad humana tradicionalmente más despreciada, la que contiene la humanidad del hombre. De este modo Marx desafía al Dios de la tradición, desafía la estimación tradicional del trabajo, y desafía la glorificación tradicional de la razón.

Que la violencia sea la partera de la historia, significa que las fuerzas de desarrollo ocultas de la productividad humana, en tanto dependen de la acción humana libre y consciente, salen a la luz solo a través de la violencia de las guerras y revoluciones. Solo en aquellos períodos violentos, la historia muestra su cara verdadera y dispersa la niebla de la mera verbosidad hipócrita e ideológica. Otra vez el cuestionamiento a la tradición es claro. La violencia es tradicionalmente la ultima ratio en las relaciones entre las naciones y la más desgraciada de las acciones domésticas, siendo siempre considerada la característica sobresaliente de la tiranía. (Los pocos intentos para salvar la violencia del descrédito, principalmente de Maquiavelo y Hobbes, son de gran relevancia para el problema del poder y bastante esclarecedores de la temprana confusión con la violencia, pero ejercieron marcadamente poca influencia en la tradición de pensamiento político previa a nuestro tiempo.) Para Marx, por el contrario, la violencia, o mejor dicho, la posesión de los medios de violencia es el elemento constitutivo de todas las formas de gobierno; el Estado es el instrumento de la clase gobernante por medio del cual oprime y explota, y toda la esfera de acción política se caracteriza por el uso de la violencia.

La identificación marxista de la acción con la violencia implica otro desafío fundamental para la tradición que puede ser más difícil de percibir, pero que Marx, que conocía a Aristóteles muy bien, tiene que haber advertido. La doble definición aristotélica del hombre como un y como un ser que alcanza su máxima posibilidad en la facultad del discurso y en la vida en la polis, estaba diseñada para distinguir los griegos de los bárbaros y al hombre libre del esclavo. La distinción estaba en que los griegos, que vivían juntos en la polis, conducían sus asuntos por medio del discurso, a través de la persuasión (, y no por medio de la violencia o a través de la muda coerción. Por consiguiente, cuando el hombre libre obedecía a su gobierno, o a las leyes de la polis, su obediencia se llamaba , una palabra que indica claramente que la obediencia se obtenía por la persuasión y no por la fuerza. Los bárbaros se gobernaban por la violencia y los esclavos eran forzados a trabajar, y porque la acción violenta y el trabajo forzado se asemejan en que ambos no necesitan del discurso para ser efectivos, los bárbaros y los esclavos eran , es decir que no convivían fundamentalmente unos con otros por medio del discurso. El trabajo era para los griegos esencialmente un asunto no político y

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privado, pero la violencia estaba relacionaba con -y establecía- un contacto, aunque de modo negativo, con los otros hombres. La glorificación de la violencia de Marx contiene entonces una negación específica del s, del discurso, lo diametralmente opuesto y tradicionalmente la forma más humana de intercambio. La teoría marxista de las superestructuras ideológicas en última instancia descansa en esta hostilidad anti-tradicional al discurso y la concomitante glorificación de la violencia.

Para la filosofía tradicional hubiera habido una contradicción en sus términos el “llevar a su cumplimiento la filosofía”, o el transformar el mundo según la filosofía -y la proposición de Marx indica que el cambio es precedido por la interpretación, de modo que la interpretación del mundo que hacen los filósofos ha indicado cómo éste debería ser cambiado. La filosofía pudo haber prescripto ciertas reglas para la acción, pero ningún gran filósofo tomó esto alguna vez como su preocupación más importante. Esencialmente, la filosofía desde Platón hasta Hegel no ha sido “de este mundo”, ya porque Platón describa al filósofo como el hombre cuyo solo cuerpo habita en la ciudad de sus congéneres los hombres, o porque Hegel admita que, desde el punto de vista del sentido común, la filosofía es el mundo parado sobre su cabeza, un Verkehrte Welt. El cuestionamiento a la tradición, esta vez no meramente implícito, sino directamente expresado en la proposición de Marx, yace en la predicción de que el mundo de los asuntos humanos comunes, en el cual nos manejamos y pensamos en términos de sentido común, será un día idéntico a aquel reino de las ideas donde se mueve el filósofo, o que la filosofía, que siempre ha sido “para pocos”, algún día será la realidad del sentido común para todos.

Estas tres afirmaciones se encuadran en términos tradicionales que, sin embargo, hacen estallar; están formuladas como paradojas, y pretenden sacudirnos. De hecho, son mucho más paradojales y conducen al propio Marx a perplejidades mayores aun de las que había entrevisto. Cada una contiene una contradicción fundamental que permanece insoluble en sus propios términos. Si el trabajo es la más humana y la más productiva de las actividades del hombre, ¿qué ocurrirá cuando, después de la revolución, “el trabajo sea abolido” en “el reino de la libertad”, cuando el hombre haya triunfado en su emancipación respecto del mismo? ¿Qué actividad productiva y esencialmente humana quedará? Si la violencia es la partera de la historia, y la acción violenta por consiguiente la más digna de todas las formas de acción humana, ¿qué ocurrirá cuando, luego de la conclusión de la lucha de clases y la desaparición del Estado, ninguna violencia sea siquiera posible? ¿Cómo serán capaces los hombres de actuar en absoluto de manera auténtica, plena de sentido? Finalmente, cuando la filosofía haya sido tanto llevada a su cumplimiento como abolida, ¿qué clase de pensamiento quedará?

Las inconsistencias de Marx son bien conocidas y advertidas por los estudiosos de Marx. Generalmente son reseñadas como discrepancias “entre el punto de vista científico del historiador y el punto de vista moral del profeta” (Edmund Wilson), entre el historiador que ve en la acumulación de capital “el medio material para el incremento de las fuerzas productivas” (Marx) y el moralista que denuncia a los que llevan a cabo “la tarea histórica” (Marx) como explotadores y deshumanizadores del hombre. Éstas y otras similares son inconsistencias menores si se las compara con la contradicción fundamental entre la glorificación del trabajo y de la acción (en contra de la contemplación y del pensamiento) y una sociedad sin Estado, o sea, sin acción y (casi) sin trabajo. Porque esto no puede justificarse sobre la base de las diferencias naturales entre el joven Marx revolucionario y las intuiciones más científicas del historiador y economista maduro, ni resolverse por medio de la

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aceptación de un movimiento dialéctico que necesita de lo negativo o lo malo para producir lo positivo o lo bueno.

Tales contradicciones flagrantes y fundamentales rara vez ocurren en escritores de segunda línea, entre los cuales podrían ser desestimadas. En la producción de los grandes pensadores conducen al centro mismo de su obra y constituyen la clave más importante para una comprensión verdadera de sus problemas y de nuevas intuiciones. En Marx, como en el caso de otros grandes autores del último siglo, semejante actitud juguetona, desafiante y paradojal oculta la perplejidad de tener que tratar con nuevos fenómenos en términos de una tradición antigua de pensamiento fuera de cuya estructura conceptual ningún pensamiento parece en absoluto posible. Parece como si Marx, no menos que Nietzsche y Kierkegaard, hubiesen tratado desesperadamente de pensar contra la tradición a la par que utilizaban sus mismas herramientas conceptuales. Nuestra tradición de pensamiento político comenzó cuando Platón descubrió que es en cierto modo inherente a la experiencia filosófica el volver la espalda al mundo común de los asuntos humanos; finalizó cuando no quedó de aquella experiencia más que la oposición entre el pensar y el actuar, la cual, despojando al pensamiento de realidad y a la acción de sentido, hace de ambas una insensatez.

II

La fuerza de esta tradición, su autoridad en el pensamiento del hombre occidental, nunca ha dependido de la conciencia que este hombre tenga de ella. Ciertamente sólo dos veces en nuestra historia encontramos períodos en que los hombres son conscientes y más que conscientes del hecho de la tradición, al identificar la época en cuanto tal con la autoridad. Esto sucedió, primero, cuando los romanos adoptaron el pensamiento y la cultura de la Grecia Clásica como su propia tradición espiritual y de este modo decidieron históricamente que la tradición tuviese una influencia formativa permanente en la civilización europea. Antes de los romanos, no se conocía una cosa tal como la tradición; comenzó con ellos y después de ellos permaneció como el hilo conductor a través del pasado y como la cadena a la que cada nueva generación estaba ataba, sabiéndolo o no, en su comprensión del mundo y de su propia experiencia. Hasta el período romántico no encontramos de nuevo una conciencia y glorificación exaltadas de la tradición. (El descubrimiento de la Antigüedad en el Renacimiento fue un primer intento por romper los cerrojos de la tradición y por establecer un pasado sobre el cual la tradición no tuviese autoridad al dirigirse a las fuentes mismas). Hoy, la tradición es considerada a veces un concepto esencialmente romántico, pero el Romanticismo no hizo más que ubicar la discusión acerca de la tradición en la agenda del siglo XIX; su glorificación del pasado sólo sirvió para marcar el momento en el que la Modernidad estaba a punto de cambiar nuestro mundo y circunstancias en general, hasta el punto en que una confianza incuestionable en la tradición ya no era posible.

El fin de la tradición no significa necesariamente que los conceptos tradicionales hayan perdido su poder sobre la mente de los hombres. Por el contrario, a veces parece que el poder de estas nociones y categorías gastadas se vuelve más tiránico a medida que la tradición pierde su fuerza vital y la memoria de su comienzo retrocede; incluso puede revelar su fuerza completamente coercitiva sólo después que su fin ha llegado y los hombres ya no se rebelan contra ella. Esta, al menos, parece ser la lección del pensamiento formalista y restrictivo resultante del siglo XX, que sobrevino luego de que Kierkegaard, Marx y Nietzsche desafiaran los supuestos básicos de la religión tradicional, del pensamiento político tradicional y de la metafísica tradicional al invertir deliberadamente la jerarquía tradicional de los

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conceptos. Sin embargo, ni los resultados del siglo XX ni la rebelión contra la tradición del siglo XIX causaron realmente la ruptura en nuestra historia. Ésta brotó del caos de masivas perplejidades en la escena política, y de las opiniones masivas en la esfera espiritual que los movimientos totalitarios cristalizaron en una nueva forma de gobierno y dominación a través del terror y la ideología. La dominación totalitaria como hecho establecido, que no puede ser comprendido por medio de categorías habituales del pensamiento político dada su ausencia de precedentes, y cuyos “crímenes” no pueden ser juzgados por parámetros morales tradicionales ni castigados dentro del marco legal de nuestra civilización, ha roto la continuidad de la historia occidental. La ruptura de nuestra tradición es ahora un hecho consumado. No es resultado de la decisión deliberada de nadie ni objeto de una decisión ulterior.

Los intentos de los grandes pensadores posteriores a Hegel por romper con los patrones de pensamiento que gobernaron Occidente por más de dos mil años pudieron haber presagiado este evento y ciertamente contribuido a iluminarlo, pero no lo causaron. El evento mismo marca la división entre la Edad Moderna -que emerge con las ciencias naturales el siglo diecisiete, alcanza su punto político culminante en las revoluciones del dieciocho y despliega sus consecuencias generales después de la Revolución Industrial del diecinueve- y el mundo del siglo veinte, mundo que vio la luz a partir de la cadena de catástrofes provocadas por la Primera Guerra Mundial. Sostener que los pensadores de la Modernidad, especialmente los que se rebelaron en el siglo XIX contra la tradición, han sido los responsables de la estructura y las condiciones del siglo veinte es todavía más peligroso que injusto. Las consecuencias que aparecen en el evento real de la dominación totalitaria van mucho mas allá de las ideas más radicales y arriesgadas de cualquiera de estos pensadores. Su grandeza yace en el hecho de que percibieron su mundo invadido por nuevos problemas y perplejidades que nuestra tradición de pensamiento no era capaz de abordar con éxito. En este sentido su propio distanciamiento de la tradición, sin importar cuán enfáticamente lo proclamaran (como niños silbando más y más fuerte porque están perdidos en la oscuridad), tampoco fue un acto deliberado de su elección. Lo que los aterraba de la oscuridad era su silencio, no la ruptura de la tradición. Esta ruptura, cuando realmente ocurrió, despejó la oscuridad; por eso ahora difícilmente podamos prestar atención por más tiempo al estilo estridente, “patético”, de sus escritos. Pero el estruendo de la eventual explosión también ha sofocado el siniestro silencio previo que aún nos contesta cada vez que nos atrevemos a preguntar no contra qué peleamos sino por qué peleamos.

Ni el silencio de la tradición ni la reacción de los pensadores contra ella en el siglo diecinueve puede siquiera explicar lo que realmente ocurrió. El carácter no deliberado de la ruptura le otorga una irrevocabilidad que, sólo los eventos y nunca los pensamientos, pueden tener. La rebelión contra la tradición en el siglo diecinueve permaneció estrictamente dentro de la estructura de la tradición; y en el nivel del mero pensamiento, que difícilmente podía entonces ocuparse de algo más que las experiencias esencialmente negativas de los malos presentimientos, la aprensión y el silencio siniestro, sólo la radicalización fue posible, y no un comienzo nuevo ni una reconsideración del pasado.

Kierkegaard, Marx y Nietzsche se ubican al final de la tradición, justo antes de la ruptura. Su predecesor inmediato fue Hegel. Fue él quien por primera vez vio la totalidad de la historia mundial como un desenvolvimiento continuo, y este logro formidable implicó que él mismo se colocase fuera de todos los sistemas y creencias del pasado que reclamaban autoridad, que se sostuviese en la historia misma sólo por el hilo de la continuidad. El hilo de continuidad histórica fue el primer sustituto de la tradición; a su través, la agobiante masa de los valores más divergentes, de los pensamientos más contradictorios y conflictivas

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autoridades, todos los cuales habían podido de alguna manera funcionar juntos, fueron reducidos a un desarrollo unidireccional, consistente dialécticamente y en realidad diseñado para repudiar no la tradición en cuanto tal, sino la autoridad de todas las tradiciones. Kierkegaard, Marx y Nietzsche permanecieron hegelianos en la medida en que vieron la historia de la filosofía pasada como un todo dialécticamente desarrollado; su grandioso mérito fue que radicalizaron este nuevo enfoque del pasado en la única dirección en que podía ser ser llevado aún más lejos, vale decir, cuestionando la jerarquía de los conceptos que había gobernado la filosofía occidental desde Platón y que todavía Hegel había considerado como auténtica.

Kierkegaard, Marx y Nietzsche son para nosotros como posteas guías hacia un pasado que ha perdido su autoridad. Ellos fueron los primeros que se atrevieron a pensar sin la guía de autoridad alguna; sin embargo, para bien o mal, todavía se sostenían de la estructura categorial de la gran tradición. En algunos aspectos nos hemos beneficiado. Ya no necesitamos ocuparnos más de su menosprecio por los «filisteos educados», quienes a lo largo de todo el siglo diecinueve intentaron remediar la pérdida de la auténtica autoridad con una glorificación espuria de la cultura. Para la mayoría de la gente hoy, dicha cultura se asemeja a un campo de ruinas que, lejos de poder reclamar autoridad alguna, a duras penas puede llamar su atención. Este hecho podrá ser deplorable, pero en él se encuentra implícita la gran oportunidad de echar una mirada al pasado sin que los ojos se distraigan por tradición alguna, con una rectitud que desapareció de la lectura y de la escucha de Occidente desde que la civilización romana se sometió a la autoridad del pensamiento griego.

III

Las distorsiones destructivas de la tradición fueron causadas, todas, por hombres que habían experimentado algo nuevo, algo que intentaron superar y resolver casi instantáneamente dentro de algo viejo. El salto de Kierkegaard de la duda a la fe fue una revuelta y una distorsión de la relación tradicional entre razón y fe. Fue la respuesta a la pérdida moderna de la fe, no sólo en Dios sino también en la razón, inherente al de omnibus dubitandum est de Descartes, con su sospecha subyacente de que las cosas pueden no ser lo que parecen y de que un genio maligno puede esconder la verdad ante la mente del hombre de manera intencionada y permanente. El salto de Marx de la teoría a la acción, y de la contemplación al trabajo, advino luego de que Hegel transformase la metafísica en una filosofía de la historia y cambiase al filósofo por el historiador a cuya mirada retrospectiva eventualmente, al final de los tiempos, le será revelado el sentido mismo no ya del ser ni de la verdad, sino del movimiento y del devenir. El salto de Nietzsche del reino trascendente y suprasensible de las ideas y las medidas a la sensibilidad de la vida, su “platonismo invertido” o “trans-mutación de los valores”, como él mismo lo llamase, fue el último intento por apartarse de la tradición, y sólo logró poner la tradición cabeza abajo.

Aun siendo diferentes estas rebeliones contra la tradición en cuanto a su contenido e intención, sus resultados tienen una similaridad nefasta: Kierkegaard, al saltar de la duda hacia la fe, llevó la duda a la religión, y transformó el ataque de la ciencia moderna a la religión en una lucha religiosa interna, de modo que desde entonces la experiencia religiosa auténtica parece posible sólo en la tensión entre la duda y la fe, atormentando las propias creencias con las propias dudas, y aliviando dicho tormento mediante la violenta afirmación de la absurdidad tanto de la condición humana como de la fe del hombre. No puede encontrarse síntoma más claro de esta situación religiosa moderna que el hecho de que Dostoievski, quizás el psicólogo más experimentado de las modernas creencias religiosas,

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retrate la fe pura en el personaje de Myshkin, “el idiota”, o en el de Alyosha Karamazov, puro de corazón a causa su ingenuidad.

Marx, al saltar de la filosofía a la política, llevó las teorías de la dialéctica a la acción, haciendo a la acción política más teórica, más dependiente de lo que hoy llamaríamos ideología, como nunca antes lo había sido. Además, puesto que su trampolín no había sido la filosofía en el viejo sentido metafísico, sino específicamente en el de la filosofía de la historia de Hegel, así como el trampolín de Kierkegaard había sido la filosofía de la duda de Descartes, Marx sobrepuso la “ley de la historia” a la política y terminó por perder el significado de ambas, de la acción no menos que del pensamiento, de la política no menos que de la filosofía, al insistir en que ambas eran meras funciones de la sociedad en la historia.

El platonismo invertido de Nietzsche, su insistencia en la vida y en lo dado material y sensible contra las ideas suprasensibles y trascendentes que a partir de Platón se supuso que medían, juzgaban y daban sentido a lo dado, culminó en el comúnmente llamado nihilismo. Sin embargo Nietzsche no fue nihilista sino que, por el contrario, fue el primero en tratar de superar el nihilismo inherente no a las nociones de los pensadores sino a la realidad de la vida moderna. Lo que descubrió en este intento de “trans-mutación” fue que dentro de este marco categorial lo sensible pierde su misma raison d’être cuando se lo priva del soporte suprasensible y trascendente. “Abolimos el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado? ¿Quizás el mundo de las apariencias? … ¡Pero no! Junto al mundo de lo verdadero abolimos el mundo de las apariencias”14. En su simplicidad elemental esta intuición es relevante para todas las operaciones de inversión en las cuales la tradición encontró su fin.

Kierkegaard quiso afirmar la dignidad de la fe contra la razón y el razonamiento modernos, así como Marx deseó afirmar nuevamente la dignidad de la acción humana contra la contemplación y relativización histórica moderna, y Nietzsche la dignidad de la vida humana contra la impotencia del hombre moderno. Las tradicionales oposiciones de fides e intellectus, y de teoría y práctica, se tomaron sus respectivas revanchas en Kierkagaard y Marx, así como la oposición entre lo trascendente y lo dado sensible se tomó su revancha en Nietzsche, no porque estas oposiciones tuvieran raíces en alguna experiencia humana todavía válida, sino porque, por el contrario, se habían vuelto meros conceptos, fuera de los cuales ningún pensamiento totalizante parecía en absoluto posible.

Que estas tres rebeliones sobresalientes y conscientes contra una tradición que había perdido su su principio y fin, hayan terminado en la propia derrota no es razón para cuestionar la grandeza de sus empresas ni su relevancia para comprender el mundo moderno. Cada intento, a su manera particular, tomó nota de esos rasgos de la modernidad que eran incompatibles con nuestra tradición, incluso antes de que la modernidad misma se hubiese revelado por completo en todos sus aspectos. Kierkegaard supo que la incompatibilidad de la ciencia moderna con la fe tradicional no residía en algún descubrimiento científico específico, todos los cuales pueden ser integrados en sistemas religiosos y absorbidos por creencias religiosas por la razón de que nunca serán capaces de responder las preguntas que la religión plantea. Supo que esta incompatibilidad yace, más bien, en el conflicto entre el espíritu de duda y desconfianza que en última instancia sólo puede confiar en lo que él mismo ha hecho, y la incondicional confianza de la tradición en lo dado que aparece en su verdadero ser a la razón del hombre y a sus sentidos. La ciencia moderna, en palabras de Marx, “sería superflua si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran15”. Porque nuestra religión tradicional es esencialmente una religión revelada y sostiene, en armonía con la filosofía antigua, que la

14 Véase Götzendämmerung, ed. K. Schlechta, München, vol. II, p. 963.

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verdad es lo que se revela por sí misma, que verdad es revelación (aun cuando los sentidos de esta revelación puedan ser tan diferentes como lo son la ys de los filósofos y las esperanzas escatológicas de los primeros cristianos de un s en la Segunda Venida)16, la ciencia moderna se ha convertido en un enemigo mucho más formidable de la religión que lo que jamás fue la filosofía tradicional, incluso en sus versiones más racionalistas. Sin embargo, el intento de Kierkegaard por salvar la fe del ataque de la modernidad modernizó incluso la religión, esto es, la sometió a la duda y la desconfianza. La fe tradicional se desintegró en el absurdo cuando Kierkegaard trató de reafirmarla en la presunción de que el hombre no puede confiar en la capacidad de su razón o de sus sentidos para recibir la verdad.

Marx supo que la incompatibilidad entre el pensamiento político clásico y las condiciones políticas modernas residía en el hecho consumado de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, las que elevaron en conjunto el trabajo, tradicionalmente la más despreciada de todas las actividades humanas, al rango más alto de la productividad, y pretendieron ser capaces de afirmar el entonces honorable ideal de la libertad bajo las condiciones nunca antes vistas de igualdad universal. Sabía que la cuestión estaba sólo superficialmente planteada en las afirmaciones idealistas de la igualdad del hombre, en la dignidad innata de cada ser humano, y sólo superficialmente resuelta en el otorgamiento del derecho a votar a los trabajadores. Este no era un problema de justicia que pudiera ser resuelto dándole a la nueva clase de trabajadores lo debido, luego de lo cual el antiguo orden del suum cuique sería restablecido y funcionaría como en el pasado. En un hecho la incompatibilidad básica entre los conceptos tradicionales que hacían del trabajo mismo el verdadero símbolo de la sujeción del hombre a la necesidad, y la edad moderna que veía el trabajo elevado hasta expresar la libertad positiva del hombre, la libertad de la productividad. Es a partir del impacto del trabajo, es decir, de la necesidad en el sentido tradicional, que Marx procuró salvar el pensamiento político, considerado por la tradición como la más libre de todas las actividades humanas. Sin embargo cuando proclamó que “no se puede abolir la filosofía sin consumarla”, comenzó a supeditar el pensamiento también al inexorable despotismo de la necesidad, a la “ley de hierro” de las fuerzas productivas en la sociedad.

La devaluación de los valores en Nietzsche, como la teoría del valor trabajo en Marx, surge de la incompatibilidad entre las “ideas” tradicionales que, como unidades trascendentes, habían sido utilizadas para reconocer y medir las acciones y los pensamientos humanos, y la sociedad moderna, que había disuelto todo ese tipo de estándares en relaciones entre sus miembros, estableciéndolos como “valores” funcionales. Los valores son herramientas sociales que no tienen significado por sí mismos pero, como otras herramientas, sólo existen en la siempre cambiante relatividad de las conexiones sociales y el comercio. A través de esta relativización, ambos, las cosas que el hombre produce para su uso y los estándares de acuerdo a los que vive, sufren un cambio decisivo: se vuelven entidades de intercambio, y el portador de su “valor” es la sociedad y no el hombre, que produce, usa y juzga. El “bien” pierde su carácter en tanto idea, estándar por el que el bien y el mal pueden ser medidos y reconocidos; se ha vuelto un valor que puede ser intercambiado por otros valores, tales como la conveniencia o el poder. Quien sostiene los valores puede rehusar este intercambio y volverse un “idealista”, que precie en más el valor del “bien” que el valor de la conveniencia; pero esto no hace del “valor” del bien algo menos relativo.

15 En Das Kapital, Zürich, 1933, vol. III, p. 870.16 Me refiero aquí al descubrimiento de Heidegger en torno a que la palabra griega para verdad significa literalmente “develación” (

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El término “valor” debe su origen a la tendencia sociológica que incluso antes de Marx era bastante manifiesta en la ciencia relativamente nueva de la economía clásica. Marx era todavía consciente del hecho, que las ciencias sociales han olvidado desde entonces, de que nadie “visto aisladamente produce valores”, pero que los productos “se vuelven valores sólo en su relación social”17. Su distinción entre “valor de uso” y “valor de cambio” refleja la distinción entre las cosas como el hombre las usa y las produce y su valor en la sociedad, y su insistencia en la gran autenticidad de los valores de uso, su descripción frecuente del aumento del valor de cambio como una suerte de pecado original al comienzo de la producción de mercado refleja su propio reconocimiento desvalido y, por decirlo de algún modo, ciego, de la inevitable e inminente “devaluación de todos los valores”. El nacimiento de las ciencias sociales puede ser ubicado en el momento en que todas las cosas, tanto las “ideas” como los objetos materiales, fueron equiparados a los valores, de modo que todo derivó su existencia de y se relacionó con la sociedad, el bonum y el malum no menos que los objetos tangibles. En la disputa acerca de si el capital o el trabajo es la fuente de los valores, generalmente se pasa por alto que en ningún momento anterior a la incipiente Revolución Industrial se sostuvo que los valores, y no las cosas, fuesen el resultado de la capacidad productiva del hombre, o que todo lo existente se relacionase con la sociedad y no con el hombre “visto aisladamente”. La noción de “hombres socializados”, cuya emergencia Marx proyectó hacia la futura sociedad sin clases, es de hecho una presunción subyacente tanto en la economía clásica como en la economía marxista.

Es entonces casi natural que el complejo interrogante que ha plagado todas las “filosofías de los valores” posteriores en torno a dónde encontrar el único valor supremo por el cual medir todos los otros, apareciese primero en las ciencias económicas, las que, en palabras de Marx, intentan “cuadrar el círculo -encontrar una herramienta de valor inmutable que sirviese como un estándar constante para los otros”. Marx creyó haber encontrado este estándar en el tiempo de trabajo, e insistió en que los valores de uso “que pueden ser adquiridos sin el trabajo no tienen valor de cambio alguno” (aunque conservan su “utilidad natural”), de modo que la tierra en sí misma es de “ningún valor”; no representa “trabajo objetivado”18. Con esta conclusión llegamos al umbral de un nihilismo radical, a aquella negación de todo lo dado, de la cual las rebeliones del siglo diecinueve contra la tradición hasta entonces poco supieron y que surge solamente en la sociedad del siglo veinte.

Nietzsche parece no haber sido consciente del origen como tampoco de la modernidad del término “valor” cuando lo tomó como una noción clave en su ataque a la tradición. Pero cuando comenzó a devaluar los valores corrientes de la sociedad, las implicancias de toda esta empresa rápidamente se volvieron manifiestas. Las ideas en el sentido de unidades absolutas habían llegado a identificarse con los valores sociales hasta el punto en que simplemente dejaron de existir una vez que su carácter de valores, su estatus social, fue desafiado. Nadie mejor que Nietzsche conoció su camino a través de los sinuosos senderos del moderno laberinto espiritual, donde las recolecciones e ideas del pasado son acopiadas como si siempre hubieran sido valores que la sociedad menospreció cada vez que necesitó mejores y más nuevas herramientas. Además, era muy consciente del profundo sinsentido de la nueva ciencia “avalorativa” que pronto iba a degenerar en cientificismo y superstición científica generalizada y que nunca, a pesar de todas las protestas en contrario, tuvo nada en común con la actitud de los historiadores romanos sine ira et studio. Porque mientras ésta exigía juicios sin desprecio y búsqueda de la verdad sin pasión, la wertfreie Wissenschaft, que no podía ya juzgar porque había perdido sus parámetros de juicio y no podía ya encontrar la verdad

17 Op. cit., Zürich, p.689.18 Ibid., pp. 697-698.

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porque dudaba de la existencia de la verdad, imaginó que podía producir resultados significativos si tan sólo abandonaba los últimos remanentes de aquellos estándares absolutos. Y cuando Nietzsche proclamó que había descubierto ”nuevos y más altos valores”, fue el primero en caer prisionero de los engaños que él mismo había contribuido a destruir, aceptando la antigua y tradicional noción de medida con unidades trascendentes en su más nueva y más espantosa forma, y por consiguiente acarreando nuevamente la relatividad e intercambiabilidad de los valores hacia las mismas materias cuya dignidad había querido afirmar -el poder, la vida y el amor del hombre por su existencia terrena.

IV

La auto-derrota, el resultado de los tres desafíos a la tradición en el siglo diecinueve, es la única cosa y quizás la más superficial que Kierkegaard, Marx y Nietzsche tiene en común. Más importante es el hecho de que cada una de sus rebeliones parece estar concentrada en un mismo y repetido tema: contra las abstracciones defendidas por la filosofía y su concepto de hombre como un animal rationale, Kierkegaard quiere afirmar al hombre concreto y sufriente; Marx confirma que la humanidad del hombre consiste en su fuerza productiva y activa, que en su aspecto más elemental llama fuerza de trabajo; y Nietzsche insiste en la productividad de la vida, en la voluntad del hombre y en la voluntad de poder. En completa independencia uno respecto de otro -ninguno de ellos supo siquiera de la existencia de los demás- llegaron a la conclusión de que tal empresa en los términos de la tradición sólo podía lograrse por medio de operaciones mentales descriptas mayormente con las imágenes y comparaciones de los saltos, inversiones y revuelta de los conceptos: Kierkegaard habla de su salto de la duda a la fe; Marx pone a Hegel, o más bien a “Platón y a toda la tradición platónica” (Sydney Hook), “de vuelta cabeza abajo”, saltando “del ámbito de la necesidad al ámbito de la libertad”; y Nietzsche entiende su filosofía como un “Platonismo invertido” y “transformación de todos los valores”.

Estas operaciones de inversión con las cuales termina la tradición traen a la luz el comienzo en un doble sentido. La afirmación misma de uno de los opuestos -fides contra intellectus, práctica contra teoría, vida sensitiva o perecedera contra verdad permanente, inmutable, suprasensible- necesariamente trae a la luz el opuesto repudiado y muestra que ambos tienen sentido y significación sólo en tal oposición. Más aún, pensar en términos de tales opuestos no es algo obvio, pero se fundamenta en una primera gran operación de inversión sobre la cual y en última instancia todas las otras se asientan, porque establece la oposición en cuya tensión se mueve la tradición. El primer giro19 es el s s de Platón, la inversión de todo el ser humano, narrada -como si fuese una historia con principio y final y no una mera operación mental- en la parábola de la caverna en La Republica.

La historia de la caverna se desenvuelve en tres estadios: el primer giro tiene lugar en la caverna misma cuando uno de los habitantes se libera de los grillos que encadenan “los pies y cuellos” de los moradores de la caverna de manera que “puedan mirar sólo delante de ellos”,

19 Hannah Arendt emplea aquí un nuevo giro lingüístico (turning-about) para designar de otro modo las operaciones de inversión mencionadas en el texto. La novedad de dicho empleo no es casual, como lo muestra la exégesis de la alegoría de la caverna que sigue a continuación. Se trata de una clara alusión a la interpretación heideggeriana de dicha alegoría, contenida en su célebre conferencia Platons Lehre vom Warheit (Pfulingen, Neske, 1943). En nuestra traducción empleamos, por consiguiente, el término español “giro” por ser éste el término “canonizado” en las traducciones hispanas de la obra del filósofo alemán (N. del T.)

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fijos los ojos en la pared en la que aparecen las sombras e imágenes de las cosas; luego gira hacia el fondo de la caverna donde un fuego artificial ilumina las cosas en la caverna como realmente son. En segundo lugar, se da el giro desde la caverna al cielo claro, donde las ideas aparecen como las esencias verdaderas y eternas de las cosas en la caverna, iluminadas por el sol, la idea de las ideas, permitiendo al hombre ver y a las ideas brillar. Finalmente hay una necesidad de retornar a la caverna, de abandonar el reino de las esencias eternas y moverse nuevamente en el reino de las cosas perecederas y de los hombres mortales. Cada uno de estos giros se consuma mediante una pérdida del sentido y de la orientación: los ojos acostumbrados a las apariencias penumbrosas en la pared son cegados por el fuego de la caverna; los ojos luego adaptados a la luz tenue del fuego artificial son cegados por la luz que ilumina las ideas; finalmente, los ojos adaptados a la luz del sol deben readaptarse a la penumbra de la caverna.

Detrás de estos giros que Platón exige solamente al filósofo, amante de la verdad y de la luz, yace otra inversión apuntada generalmente en la violentas polémicas de Platón contra Homero y la religión homérica, particularmente en la construcción de su relato como una suerte de réplica y reverso de la descripción que Homero hace del Hades en el libro decimoprimero de la Odisea. El paralelo entre las imágenes de la caverna y el Hades (el movimiento sombrío, insustancial y carente de sentido del alma en el Hades de Homero corresponde a la ignorancia y al sin sentido de los cuerpos en la caverna) es inconfundible porque está acentuado por el uso que hace Platón de las palabras imagen, y sombra, palabras claves de Homero mismo para la descripción de la vida después de la muerte en el inframundo. La reversión de la “posición” homérica es obvia; es como si Platón le estuviera diciendo: no es la vida de las almas sin cuerpo, sino la vida de los cuerpos la que tiene lugar en el inframundo; comparada con el cielo y el sol, la Tierra es como el Hades; las imágenes y sombras son el objeto de los sentidos corporales, pero no lo que rodea a las almas sin cuerpo; lo verdadero y real no es el mundo en que nos movemos y vivimos y que debemos dejar al morir, sino las ideas vistas y aprendidas por los ojos del espíritu. En un sentido, la e Platón fue un giro por medio del cual todo lo que se creía comúnmente en Grecia de acuerdo con la religión homérica vino a estar cabeza abajo. Es como si el inframundo del Hades hubiera aflorado a la superficie de la Tierra20. Pero esta reversión de Homero en realidad no lo dio vuelta de arriba hacia abajo ni de abajo hacia arriba, puesto que la dicotomía dentro de la cual tal operación sólo puede tener lugar es casi tan extraña al pensamiento de Platón, que aún no operaba con oposiciones predeterminadas, como lo es para el mundo homérico. (Ningún giro de la tradición puede entonces llevarnos a “la posición” homérica original, lo cual parece haber sido el error de Nietzsche; probablemente él pensó que su platonismo invertido podría llevarlo hacia atrás a los modos de pensamiento pre-platónicos). Fue solamente por fines políticos que Platón expresó su doctrina de las ideas en la forma de una reversión de Homero; pero a partir de allí estableció el marco dentro del cual tales giros no son posibilidades inverosímiles sino predeterminadas por la estructura conceptual en sí misma. El desarrollo de la filosofía en la antigüedad tardía en variadas escuelas, que lucharon entre sí con un fanatismo inigualado en el mundo precristiano, consiste en giros y cambios de énfasis en uno de los dos términos opuestos, hecho posible por la separación platónica del mundo de las meras apariencias sombrías y el mundo de las ideas eternamente verdaderas. Él mismo había dado el primer ejemplo en el giro de la caverna hacia el cielo. Cuando Hegel finalmente, en un último y gigantesco esfuerzo, hubo recolectado en un todo consistente y auto-desenvolvente las variadas corrientes de la filosofía tradicional tal como se habían desarrollado desde el concepto original platónico, tuvo lugar la misma

20 Que la “caverna es comparable al Hades” es sugerido también por F. M. Cornford en su traducción anotada de la República, New York, 1956, p. 230.

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división entre dos escuelas de pensamiento conflictivo, aunque en un nivel mucho menor, y la derecha y la izquierda, hegelianos idealistas y materialistas, pudieron dominar el pensamiento filosófico por un corto período.

La significación de los desafíos a la tradición de Kierkegaard, Marx y Nietzsche- aunque ninguno de ellos podría haber sido posible sin el logro sintetizador de Hegel y su concepto de historia- es que ellos constituyen un giro mucho más radical de lo que implican las meras operaciones de poner cabeza abajo, con sus extrañas oposiciones entre sensualismo e idealismo, materialismo y espiritualismo, e incluso inmanentismo y trascendentalismo. Si Marx hubiera sido meramente un “materialista” que bajó el “idealismo” de Hegel a la Tierra, su influencia hubiera sido tan corta como su vida y limitada a disputas escolares como la de sus contemporáneos. El supuesto básico de Hegel era que el movimiento dialéctico del pensamiento es idéntico al movimiento dialéctico de la materia misma. Así esperaba salvar el abismo que Descartes había abierto entre el hombre, definido como res cogitans, y el mundo, definido como res extensa, entre el conocimiento y la realidad, entre el pensar y el ser. El desamparo espiritual del hombre moderno encuentra sus primeras expresiones en esta perplejidad cartesiana y en la respuesta de Pascal. Hegel pretendía que el descubrimiento del movimiento dialéctico en tanto ley universal, que gobierna tanto la razón del hombre como los asuntos humanos y la “razón” intrínseca de los eventos naturales, se cumplía incluso más allá de una mera correspondencia entre intellectus y res, cuya coincidencia había definido como verdad la filosofía pre-cartesiana. Al introducir el espíritu y su autorrealización en el movimiento, Hegel creyó que había demostrado la identidad ontológica entre la materia y la idea. Para Hegel, entonces, no hubiera sido de gran importancia si se comenzara este movimiento desde el punto de vista de la conciencia, que en un momento comienza a “materializarse” , o si se eligiese como punto de partida la materia, la cual, moviéndose en la dirección de la “espiritualización”, se vuelve consciente de sí misma. (Cómo el pequeño Marx dudaba de estos fundamentos de su maestro surge del rol que le asignó a la autoconciencia en la forma de conciencia de clase en la historia). En otras palabras, Marx no fue más un “materialista dialéctico” de que lo que Hegel fue un “idealista dialéctico”; el concepto mismo de movimiento dialéctico, como Hegel lo concibió en cuanto ley universal, y como lo aceptó Marx, hace que los términos “idealismo” y “materialismo” como sistemas filosóficos carezcan de sentido. Marx, especialmente en sus primeros escritos, es bastante consciente de esto y sabe que su repudio de la tradición y de Hegel no yace en su “materialismo”, sino en su negativa a asumir que la diferencia entre la vida del hombre y la del animal sea la ratio, o el pensamiento, que, en palabras de Hegel, “el hombre sea esencialmente espíritu”; para el joven Marx el hombre es esencialmente un ser naturalmente dotado con la facultad de la acción (ein tätiges Naturwesen), y su acción permanece “natural” porque consiste en el trabajo, el metabolismo entre el hombre y la naturaleza21. Su giro, como el de Kierkegaard y el de Nietzsche, va hacia el centro del asunto; todos ellos cuestionan la jerarquía tradicional de las capacidades humanas, o, por decirlo de otra forma, preguntan nuevamente cuál es la cualidad específicamente humana; no intentan construir sistemas o Weltanschauungen sobre tal o cual premisa.

Desde el advenimiento de la ciencia moderna cuyo espíritu está expresado en la filosofía cartesiana de la duda y la desconfianza, el marco conceptual de la tradición no ha sido seguro. La dicotomía entre contemplación y acción, la jerarquía tradicional que reguló que la verdad sea lo percibido en última instancia sólo en la observación sin habla ni acción, no pudo ser sostenida bajo las condiciones en que la ciencia se volvió activa e hizo para saber. Cuando la confianza en que las cosas aparecen como realmente son se esfumó, el

21 Véase Jugendschriften, p. 274.

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concepto de verdad como revelación se volvió dudoso, y con él la fe incuestionable en un Dios revelado. La noción de “teoría” cambió su significado. Ya no significó un sistema de verdades conectadas razonablemente que como tal no había sido hecho sino dado a la razón y los sentidos. Más bien se volvió la teoría científica moderna, la cual es una hipótesis de trabajo, que cambia de acuerdo con los resultados que produce y que depende para su validez no de lo que “revela” sino de si “funciona” o no. Por el mismo proceso, las ideas de Platón perdieron su poder autónomo para iluminar el mundo y el universo. Primero se convirtieron en lo que habían sido para Platón sólo en relación al dominio de la política, estándares y medidas, o las fuerzas reguladoras y limitantes de la propia razón discursiva del hombre, como aparecen en Kant. Luego, después que la prioridad de la razón sobre el hacer, del espíritu que prescribe sus reglas a las acciones de los hombres, se hubiese perdido en la transformación del mundo entero por la revolución industrial -una transformación cuyo éxito pareció probar que los “quehaceres” del hombre y sus fabricaciones prescriben sus reglas a la razón- estas ideas, finalmente, se volvieron meros valores cuya validez se determina no por uno o muchos hombres sino por la sociedad como un todo en sus siempre cambiantes necesidades funcionales.

Estos valores en su extra- e inter-cambiabilidad son las únicas “ideas” que le quedan (y que entienden) “los hombres socializados”. Estos son hombres que han decidido no abandonar nunca lo que para Platón era “la caverna” de los asuntos humanos cotidianos, y nunca aventurarse solos en un mundo y una vida que, quizás, la ubicua funcionalización de la sociedad moderna ha privado de una de sus más elementales características -el surgir del asombro ante lo que es en cuanto que es. Este mismísimo y real desarrollo está reflejado y presagiado en el pensamiento político de Marx. Al dar vuelta la tradición de arriba hacia abajo dentro de su propia estructura, no se deshizo realmente de las ideas de Platón, aunque sí preservó el oscurecimiento del claro cielo en que estas ideas, así como muchas otras presencias, habían sido alguna vez visibles a los ojos de los hombres.

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FUENTES

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ARISTÓTELES, Política. México, Porrúa, 1994. (Versión española e introducción de Antonio Gómez Robledo).

MAQUIAVELO, Nicolás. El Príncipe. Buenos Aires, Alianza Editorial, 2007. (Prólogo, traducción y notas de Miguel Ángel Granada).

HOBBES, Thomas. Leviatán o la Materia, Forma y poder de una República Eclesiástica y Civil. México, Fondo de Cultura Económica, 2004.

LOCKE, John. Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil. Un ensayo sobre el verdadero origen, alcance y finalidad del gobierno civil. Buenos Aires, Losada, 2002. (Traducción y notas de Cristina Piña).

MARX, Karl. Zur Kritik der plitischen Oekonomie [Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política]. Berlín, Erstes Heft, 1859. (Traducción de Germán Zorba).

ROUSSEAU, Jean-Jacques. El Contrato Social. Buenos Aires, Losada, 1998.

ARENDT, Hannah. Between Past and Future. New York, Penguin Books, 1993. (Traducción y notas de Carlos Diego Martínez Cinca)

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