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La Filosofia Politica en Perspectiva

Aug 16, 2015

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L A FILOSOFÍA POLÍTICA E N P E R S P E C T I V A

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PENSAMIENTO CRÍTICO/PENSAMIENTO UTÓPICO

Colección dirigida por José M . Ortega

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F e m a n d o Q u e s a d a ( E d . )

FILOSOFIA POLITICA E N PERSPECTIVA

Obra patrocinada por la UNED con motivo de su XXV aniversario

A IT

Page 4: La Filosofia Politica en Perspectiva

LA FILOSOFÌA política en perspectiva / Femando Quesada, E d . — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial, 1998

254 p. — 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 105)

ISBN 84-7658-540-3 1. Filosofía política - Filosofía práctica 2. Teoría del sujeto - Teoría política

3. Liberalismo, democracia (Teorías) I. Quesada, Fernando, ed. II. Colección 321.01 172.1

Primera edición: 1998

© Femando Quesada y otros, 1998 © Anüiropos Editorial, 1998 Edita: Anüiropos Editorial. Rubí (Barcelona) ISBN: 84-7658-540-3 Depósito legal: B. 38.056-1998 Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales

(Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y £ax 93 697 22 96 Impresión: Proyectos Gráficos. Bolivia, 333. Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otra, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

PRÓLOGO

Femando Quesada Castro (UNED, Madrid)

L A FILOSOFÍA POLÍTICA E N PERSPECTIVA es u n a obra compuesta de trabajos inéditos, escritos p a r a su publicación con m o t i vo del 25 cumpleaños de l a Univers idad N a c i o n a l de E d u c a ción a Distancia . E s t a causa inmediata de l a presente edición remite a u n a doble historia : a l a h is tor ia de l a U N E D que, en este caso se solapa en cierta m e d i d a con l a génesis de l a F i l o sofía Política como mater ia temáticamente formal izada, de modo obligatorio, en los planes de estudio y que, por obra azarosa de l a «astucia de l a razón», c omo he explicado en otros escritos, ha acabado p o r imponerse c o m o ta l materia obl igatoria en todas las Facultades de Filosofía de nuestro país. Pero, en segundo lugar, los trabajos aquí reunidos apun tan, igualmente, a l a constitución de l a nueva c o m u n i d a d de filósofos políticos que, en estos dos últimos decenios, h a ido cobrando cuerpo, n o sólo en nuestro país, s ino en l a «otra orilla», en Latinoamérica, en u n a entrelazada andadura c o m part ida que, en este caso, data de finales de los ochenta. S i los pr imeros contactos tuvieron lugar c o n nuestros colegas m e x i canos, poco a poco se h a n ido extendiendo y estrechando con profesores de distintas universidades de México, Venezuela, Chi le , Argent ina, C o l o m b i a , etc. E s t a reciente, pero intensa v ida teórica, a l a cual m e vengo refiriendo, se h a traducido ya ,

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de hecho, en u n a a m p l i a difusión de esta perspectiva teórico-práctica de l a filosofía, l a Filosofía Política. M a t e r i a que, al menos entre nosotros, h a tenido u n a rápida acogida en dist intos sectores del pensamiento. E s o sí, c on los avatares de tornarse a veces u n a reflexión academicista o l a de ser instrumen-ta l i zada gremialísticamente p o r parte de otras Facultades, como puede o suele suceder cuando se generan movimientos o corrientes de pensamiento c o m o el a lud ido .

L a colección de ensayos recogidos en esta oportunidad, a su vez, pertenece a l a que podríamos denominar «segunda generación» de entre aquellos profesores de Filosofía que vienen tra bajando en l a reconstitución de u n a filosofía política que había perdido gran parte de sus señas de identidad. Joven generación que, por otro lado, se h a insertado en l a investigación y el cult i vo de las dimensiones de l a filosofía práctica que nos h a n veni do preocupando desde el in i c i o de s u renacer entre nosotros: l a crítica política i lustrada de l a Ilustración, l a recuperación del sujeto, los problemas de leg i t imidad , las nuevas dimensiones inclusivas de l a «diferencia», c o n referencia c lara a l plural ismo, al mult icul tural ismo y a las cuestiones de género, l a relación entre ética y política y su derivación hac ia l a redefinición del poder, el sentido del f inal de l a histor ia y s u traducción en l a revisión de los l iberalismos, filosofía práctica y economía política, los problemas planteados p o r los movimientos sociales, etc. Y l o que es más importante: a l asumir , crítica e innovadora-mente, esta «segunda generación», parte de l a hermenéutica y de l a temática c o n que se inició l a reconstitución de l a filosofía política, se h a consolidado y re-situado l a filosofía práctica en u n a nueva dimensión reflexiva. E n p r i m e r lugar, porque el grupo de profesores más jóvenes se h a sentido interpelado p o r este quehacer filosófico emancipator io que viene de «antiguo» y que no se reduce a u n a mera tradición, p o r ut i l i zar términos arend-tianos. C o n ello se fortalece l a «memoria» de u n a forma de vida que se h a querido estil izar hasta s u casi total desaparición desde posiciones como l a defensa d e l ocaso de las ideologías hasta el supuesto de u n final de l a h i s tor ia .

E n med ida no menor , l a tesis de u n sujeto posmoderno l i gado a l a inmediatez de l a «invención» i n d i v i d u a l referida al contextualismo del presente, atenta contra l a pos ib i l idad de

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u n a filosofía política. Según criterios teóricos posmodernos sólo cabe fomentar «la act iv idad di fenciadora, o de i m a g i n a ción, o de paralogía», puesto que n o disponemos más que de u n a gran «heterogeneidad de reglas y búsqueda de l a disensión» (Lyotard). 1 P o r el contrario , L e Goff, c i tando a L e r o i -Gourhan , ha destacado l a constitución de u n aparato de l a m e m o r i a social que vendría a controlar todo el proceso y los problemas de l a evolución. «La memor ia , escribe, es u n elemento esencial de lo que hoy se estila l l a m a r l a " identidad", ind iv idua l o colectiva». 2 E n segundo lugar, l a cont inuidad en este modo de reflexión filosófico emancipator io n o sólo ayuda a l a permanenc ia de d i cha m e m o r i a , s ino que permite re-s i tuar d icho discurso en el ámbito público y en los ámbitos contra-públicos subalternos (Nancy Fraser) , propios de los grupos subordinados. D e este m o d o se tendería a r o m p e r el domin io de élites conformadas en las sociedades estratificadas como las nuestras, así c o m o a generar espacios paralelos discursivos que tratan de contrarrestar l a exclusión. Nuestras memorias históricas más próximas, a u n o y otro Ido de las oril las, nos h a n obligado a experimentar c ó m o l a sustración del discurso, del poder de l a palabra , provoca el «aterramiento» de l a v io lenc ia gratuita y el trans-terramiento (Sánchez Vázquez) de l a des-identificación, que pueden i r desde l a desaparición física a l desvanecimiento de l a idea de pertenencia a l o h u m a n o como grupo, c o m u n i d a d o nación. E n esta m i s m a línea, el propio L e Goff re toma los estudios de M a n s u e l l i p a r a mostrar u n hecho t a n sintomático como l a desaparición de los etruscos en cuan to nación. E n concreto, se sostiene que el contro l y domin io de l a m e m o r i a colectiva ejercidos p o r l a ar istocracia etrusca conllevó precisamente l a desaparición de los etruscos como n a ción autónoma, a l perder «parece, l a conciencia de su pasado, esto es, de sí mismos» . 3 L a cont inu idad de l a reflexión filosófi-co-política es, en este sentido, u n modo de sustraer a los gobernantes o a minorías imposit ivas el control del «imaginario

1. He expuesto y discutido con más detalle todos estos extremos en «Reconstrucción de la democracias, en F. Quesada, Filosofía política. I: Ideas políticas y movimientos sociales, Madrid, 1997, pp. 235-270.

2. J . Le Goff, El orden de la memoria, Barcelona, 1991, p. 181. 3. Ibid., p. 182.

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social colectivo», s ituando l a m e m o r i a y s u desarrollo colectivo dentro de l a pub l i c idad part ic ipat iva que define a l a filosofía política.

U n a dimensión especial, que se revela y a en l a pr imera conformación del grupo de filósofos políticos, cobra especial relevancia en l a cont inu idad que prestan las nuevas generaciones al t ipo de act i tud que se traduce en el cultivo de l a filosofía política. M e refiero a esa capac idad de sentirse interpelados p o r u n a herencia que «no proviene de mngún testamento», t omando las palabras de Rene C h a r que tanto impres ionaron a H a n n a h Arendt. Siguiendo a esta autora podríamos traducir filosófica y políticamente este extraño afor ismo como esa suerte de kairós en el cua l el ind iv iduo , abandonando «la irrelevan-c ia ingrávida de sus cuestiones personales», 4 se siente concern ido p o r l a necesidad, p o r l a imper iosa exigencia de combat ir los contextos de opresión, de negación de l ibertad. Así los «retadores» de l a situación dada apuntan a l a reinstauración de los contenidos posibles, no especificados de u n a vez, de ese testamento: desde¿el deseo de fe l ic idad a l orden de l a v ir tud , los derechos de l a persona, l a l ibertad o el espacio público. L a decisiva impor tanc ia de destacar estos componentes de l a acti t u d filosófico-política rad i ca en el contraste que supone con respecto a l contexto en que nos movemos actualmente. C o n texto dominado , p o r u n a parte, p o r esa extendida necrológica del sujeto i lustrado según l a c u a l estaríamos asistiendo a u n a entronización del mero ind iv idua l i smo puesto que «sólo qued a n mónadas silenciosas cuyas trayectorias aleatorias se c r u z a n en u n a dinámica de grupo amordazada p o r el hechizo de l a sonorización» (Lipovetsky). E s t a última afirmación, de u n narc is ismo retórico t a n enfático c o m o vacío, l leva a J u a n G. M o r a n , el p r i m e r o de los autores de L A FILOSOFÍA POLÍTICA E N PERSPECTIVA, a replantear justamente el t ema del sujeto más allá de l a evasión y de l a exculpación de responsabi l idad que pretende in t roduc i r el menc ionado ind iv idua l i smo narcisista tan en boga. Y n o por casual idad el l ibro se abre con los problemas en torno a l a intelección y recuperación del sujeto. Aunque, en verdad, n u n c a se haya ido , n i haya muerto, pese a

4. I-I. Arendt, Entre el pasado y el futuro, Barcelona, 1996, p. 10.

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los diversos avatares históricos a través de los cuales se h a ido art iculando l a idea de i n d i v i d u a l i d a d y l a conc ienc ia de subjetividad. E n definitiva, en este campo del sujeto se juega l a po s ib i l idad y el sentido de l a filosofía política. P o r ello habrá que precaverse contra el pre juic io de quienes todavía creen que es natural , que es algo evidente y que es algo dado desde siempre el hecho de l a política. P o r el contrario , «el hombre es a-político. L a política nace Stíre-los-hombres, p o r lo tanto completamente fuera del hombre . D e ahí que no haya n i n g u n a substanc ia propiamente política. L a política surge en e l entre y se establece como relación». 3 Así pues, frente al ind iv idua l i smo posmoderno de consumidor a l a carta el p r o b l e m a radica en l a impos ib i l idad en que se encuentran los indiv iduos de real izar precisamente los supuestos objetivos de l ibertad que preconi zan. E n segundo lugar, el pensamiento poKtico-filosófico hace presente esa herencia s i n testamento a l a que hemos venido haciendo referencia, no en cuanto trata de relevar el ámbito de las experiencias de opresión sustituyéndolo p o r u n a «construcción alternativa», del espacio de l o político, s ino en cuanto asume l a inmediatez , precar iedad y cont ingencia de las s i tuaciones y vivencias que hacen insoportables las vidas cotidianas de los individuos . L a «enormes Bewusstsein» que se deriva de tales situaciones a l u m b r a el pensamiento y f o r m a parte del comprender.

L o expuesto y comentado sintéticamente retrata, en parte, l a configuración de u n a nueva c o m u n i d a d filosófico-política que, surgida hace dos decenios, h a generado s u prop ia cont i n u i d a d aún en f o r m a crítica, di ferenciada e inc luso con u n a c lara inflexión en el orden de las preocupaciones teóricas c o n respecto a sus predecesores. A h o r a b ien , n a d a de ello podría explicarse s i n tener en cuenta el trabajo común, los seminarios y congresos de los profesores que hoy se reconocen teóricamente e n l a Revista Internacional de Filosofía Política (RIFP) , editada conjuntamente p o r l a U A M de México y l a U N E D de España, con l a colaboración especial del Instituto de Filosofía de l a U N A M y el Instituto de Filosofía del C S I C . E s t a pub l i ca ción semestral, que cumple ahora seis años, es u n a decanta-

5. H . Arendt, ¿Qué es política?, Barcelona, 1997, p. 46.

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ción de los trabajos realizados p o r los diferentes profesores; se estructura como parte de los seminarios llevados a cabo colectivamente con invitados de distintos países y enlaza con los proyectos de investigación evaluados y subvencionados p o r las instituciones oficiales. Todas estas actividades se h a n desarrol lado siempre en torno a problemas e intereses teóricos afi nes. E n esta m i s m a línea quis iera destacar l a celebración b ia -n u a l de congresos nacionales que a l ternan con los de carácter internacional . S i los pr imeros h a n tenido u n a sede i t inerante: M a d r i d , P a l m a de M a l l o r c a , Santiago de Compostela, G r a nada, Segovia... , los segundos se h a n celebrado alternativamente en Segovia o M a d r i d y en México capital . Así, se da l a c ircunstancia que l a presentación de l a P J F P , en el mes de abr i l de 1993, coincidió y a c o n e l segundo encuentro internac iona l celebrado en Segovia bajo el título de «La democracia y sus problemas, hoy». Después de éste se h a n celebrado tres más hasta e l momento . E l último (2-6 de noviembre de 1996), V Encuentro Internacional , tuvo su sede en México D F , bajo el epígrafe: «Perspectivas del Estado».

E l sub-texto de los trabajos aquí presentados que hemos hecho emerger se incard ina , y c o n ello quis iera t e rminar este prólogo, en u n a gramática pro funda que está en l a base de toda l a categorización de l a política, ta l c o m o aquí es entendida y ut i l i zada . N o h a dejado de prol i ferar en estos tiempos el tipo de análisis soc ia l que concluye en l a consabida crisis de «el hombre», en l a pérdida de sentido que le aqueja y en l a incapac idad del ámbito de l a política p a r a hacer frente a tales problemas de crisis epocal. Así, p o r ejemplo, Berger y L u c k -m a n n h a n situado en los procesos de modernización, seculari zación y p lura l i smo l a pérdida de u n i d a d de las experiencias que afectan tanto al orden constitutivo de l a subjetividad como a los procesos de socialización y de act iv idad de los i n d i v i duos. «El sentido, escriben, es conc ienc ia del hecho de que existe u n a relación entre las varias experiencias [...] l a causa de las incipientes crisis de sentido se encuentra en l a estructur a básica de las sociedades modernas». 6 E n esta línea de análi-

6. P.L. Berger y T. Luckmann, Modeniidad, pluralismo y crisis de sentido, Barcelona, 1997, pp. 32 y 115.

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sis, l a diversificación de las instituciones que estructuran l a actividad de los individuos (economía, poder político y r e l i gión), u n i d a a l carácter instrumental , en este caso, de l a política determinan que esta diferenciación se haga «incompatible c o n l a permanenc ia de sistemas de sentido y de valores supra -ordinales de val idez general». 7 E s t a crisis que afecta a los i n d i viduos tan profundamente, mot ivada p o r l a p l u r a l i d a d y diferenciación político-sociales, sólo encuentra u n paliativo en las denominadas «instituciones intermedias» que no e l i m i n a n las causas, pero «son capaces de ad immstrar dosis homeopáticas» de sentido que p e r m i t a n sortear l a enfermedad de l a pérd ida de sentido. Y entre estas «instituciones intermedias» las que ocupan u n lugar privi legiado son, s i n duda , las Iglesias. Éstas «permiten mantener l a estabil idad y l a credib i l idad de las "grandes" instituciones (pr incipalmente de l Estado) y dis m i n u y e n l a "alienación" de los indiv iduos en l a sociedad». 8 E l prob lema capital de las sociedades modernas se sitúa, pues, en el hombre, en l a «alienación» que sufre el ind iv iduo . L a so lu ción ideal se ubicaría en l a formación de «comunidades de v ida y fe». Beger y L u c k m a n n , ciertamente, rechazan el funda-mental ismo a que aboca esta última solución y sitúan en las Iglesias ese pal iat ivo homeostático que evitaría l a gran crisis de las sociedades modernas. Pero el p rob lema teórico sobre l a crisis de sentido, l a discusión académica sobre el desarrollo de las sociedades modernas, el proyecto de investigación en torno a l a quiebra de valores se sitúan fuera de l a política, fuera de ese carácter re lac ional que supone la política, y a que rechazan el p lura l i smo p o r entender que es l a causa in terna de las crisis señaladas. De este m o d o se opera u n desplazamiento desde l a esfera de la política y, p o r tanto, de l a p l u r a l i d a d hac ia u n «afuera» del m u n d o y hac ia u n ens imismamiento del i n d i v i duo. E n definitiva, se propone u n a solución a-política cuando n o claramente impolítica. C o n ello se abandona uno de los ejes cardinales de l a política: qu ien no vive en l a polis o es u n «idiota» o es u n dios. E l «espacio» de l a pol is , p o r su lado, nace de l a conciencia c lara de l a divers idad en l a p lura l idad .

7. Ibíd.,p. 110. 8. Ibid., p. 103.

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E l punto central, a f i rma Arendt , se encuentra en el hecho de que toda reunión de los hombres i m p l i c a l a apertura de u n mundo , de u n «espacio entre», en el cua l se or ig ina lo h u m a no, se constituye l a l ibertad. Frente a l a solución apolítica que busca l a solución «fuera» del m u n d o , más allá del ámbito político creado, nuestra autora advierte que: «El espacio entre los hombres, que es el m u n d o , n o puede existir s i n ello, p o r lo que u n m u n d o s i n hombres, a di ferencia de u n universo s i n h o m bres o u n a naturaleza s i n hombres , sería en sí m i s m o u n a contradicción [...] el punto central de l a política es siempre l a preocupación p o r el m u n d o y n o p o r e l hombre» . 9 E s t a gramát ica pro funda de intelección de l a política se encontrará en gran parte de los escritos de L A FILOSOFÍA POLÍTICA E N PERSPECTIVA. Y no cabe más que inv i tar a asistir a esta definición y a esta constitución de lo propiamente h u m a n o : la política.

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9. ¿Qué es política?, op. cit., pp. 57-58.

I

D E L SUJETO Y E L CIUDADANO E N E L O R D E N POLÍTICO

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R E T O R N O A L SUJETO

Juan G. Morón (UNED, Madrid)

Le sujet n'est pas de jpetour, parce qu'il n etait jamáis partí. II a toujours été la —certes non com-me substance, mais comme question et comme projet.

CASTORIADIS

S i algo parece haber dejado c laro el debate en torno a l a modernidad , o p o r mejor decir, en torno a l a crisis y crítica de la modernidad, s i n duda u n o de los temas más transitados p o r el pensamiento filosófico y científico-social de estos últimos años, es l a necesidad de someter a revisión aquellas nociones o conceptos centrales que ar t i cu laron el proyecto emancipatorio i lustrado, de cuya pérdida de legitimación histórica ya nadie parece dudar. Y a se trate de quienes l o dan p o r def init ivamente acabado aprestándose así a deconstruirlo y desenmascararlo, y a se trate de quienes se resisten a abandonarlo considerándolo u n proyecto inconc luso o inacabado, p o r decirlo en los conocidos términos de H a b e r m a s , el caso es que tanto unos como otros se h a n mostrado igualmente interesados p o r revisar y reinterpretar esas épocas pasadas que h a n condicionado nuestra actualidad. Interés cuya finalidad última no es otra que l a de seguir contr ibuyendo a l esclarecimiento de nuestra h is tor i c idad desde el único hor izonte en que esto es factible y puede hacerse real idad: el presente.

D e ahí que acuciados p o r esa sensación que experimentamos hoy de incert idumbre y contingencia ante l a entrada en crisis de aquellos conceptos que, a m o d o de puntos arquimédi-

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eos, avalaban nuestros programas de actuación teórica y práct ica , haya renacido el interés p o r desvelar nuestra genealogía, p o r buscar las luces y sombras, los tr iunfos y fracasos de ese proceso constitutivo de l a razón y el sujeto modernos. E n este sentido, el interés p o r l a cuestión del sujeto o de l a subjetividad moderna h a pasado a ocupar u n lugar central en los debates intelectuales de nuestro t iempo. D a r cuenta de ello es el objetivo de este trabajo, lo que además nos permitirá entrever c ómo l a modern idad es más p l u r a l y heterogénea de lo que sus críticos pretenden (p lural idad y heterogeneidad que t ienen que ver c o n esas ambigüedades y fragilidades que le son inhe rentes a l a modern idad desde su origen). 1

Nacimiento y crítica del sujeto moderno

L a p r i m e r a gran aparición pública del término «moderno» cabe s i tuarla en el Renac imiento , pues es entonces cuando se impone a l a época su p r o p i a denominación: E d a d M o d e r n a . Desde entonces, esa estructura paradigmática que denominamos «modernidad», va a presentar como núcleos esenciales de s u discursiv idad a l h o m b r e y l a razón, indisociables a su vez de l a idea de progreso, de ese pathos de l devenir que l a prop ia época m o d e r n a inaugura . E n otras palabras, l o moderno es consustancial c o n l a soberanía de lo h u m a n o . L a modernidad comienza realmente c o n l a irrupción de l a subjetividad, es decir , c on l a certeza de que sólo a par t i r del h o m b r e y para el hombre puede haber en el m u n d o sentido, verdad y valor. P o r expresarlo c o n palabras de Heidegger, q u i e n h a hecho del análisis de l a modern idad u n o de sus pr inc ipales temas —o anatemas, como ta l vez fuera más apropiado decir—: ese estadio de l a histor ia del ser dominado p o r l a «metafísica de l a subjetividad» a l que denominamos «modernidad», sólo adviene como tal cuando «el m u n d o se convierte en i m a g e n y el hombre en

1. Valgan meramente a título de ejemplo de esta preocupación por regresar a la gestación de la(s) discursividad(es) modema(s), las obras de J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989; A. Touraine, Crítica de la modernidad, Temas de Hoy, Madrid, 1993 y Ch. Taylor, Fuentes del yo, Paidós, Barcelona, 1997.

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subjectum».2 Para Heidegger, en efecto, l a transición a l a m o dernidad n o se llevó a cabo mediante l a sustitución de una imagen del m u n d o medieval p o r u n a moderna , «sino que es el propio hecho de que el m u n d o pueda convertirse en imagen lo que caracteriza l a esencia de l a E d a d Moderna». 3 E l m u n d o existe sólo en y a través de u n sujeto, e l c u a l cree que está produciendo el m u n d o al p r o d u c i r su representación. E s el hecho m i s m o de pensar l a representación como autorreflexiva, lo que acaba p o r convertir al sujeto en el fundamento de la inte l i g ib i l idad del m u n d o . H a s t a entonces, n i en el pensamiento antiguo n i en el medieval , habían definido el m u n d o como lo que está presente para u n sujeto en u n a representación. Así, l o que en l a Antigüedad (y más aún en el-medievo) era el «lugar de Dios», se hace en l a Época M o d e r n a el «lugar del hombre», que rec lama para sí los dos atributos tradicionales de aquél: l a omniescencia y l a omnipotencia . Este h u m a n i s m o que emerge c o n el SLu-girniento de l a modern idad , se caracteriza pues p o r subrayar l a capacidad del h o m b r e para concebirse como el autor consciente y responsable de sus pensamientos y de sus actos, capacidad que subyace a l a invitación «cartesiana» l a n zada a l m i s m o de pensarse « c o m o dueño y señor de l a naturaleza», esto es, c omo destinado a someter a l m u n d o a las exigencias de s u razón.

Ciertamente, l a figura de Descartes es u n a referencia ob l i gada a l a hora de señalar l a emergencia y central idad del sujeto moderno . 4 S u ind iscut ida relevancia en este punto viene además avalada p o r ese denodado esfuerzo que realiza H e i degger p o r «descentrar» (o p o r «deconstruir», de acuerdo con u n lenguaje hoy más a l uso) d i cho sujeto, cuyo origen ci fra precisamente —según u n a interpretación que se h a convertido en tópica— en el privi legio concedido p o r Descartes al sujeto a expensas del objeto, instaurando así el p r i m a d o de l a subjetividad respecto del m u n d o de los objetos. S iguiendo en ello a

2. Martin I-Ieideggen «La época de la imagen del mundo», en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 1995, p. 91.

3. Ibid., p. 89. 4. Cfr. al respecto para un detallado análisis de esta cuestión, Dalia Judovitz,

Subjectivity and Representation: The origins of Modem Thought in Descartes, Cambridge University Press, Cambridge, 1988.

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Hegel tanto c o m o oponiéndose a él, Heidegger presenta a Descartes como aquel que a l establecer l a «soberanía del sujeto» inaugura el discurso filosófico de l a modern idad . L a dif icultad, no obstante, de que el ego cartesiano p u e d a identificarse s i n más con el subjectum, t a l c omo hace Heidegger, no h a pasado desapercibida p a r a algunos. Así, E . B a l i b a r de paso que l l a m a l a atención sobre las matizaciones que e l prop io Heidegger se ve obligado a in t roduc i r en s u obra a este respecto — c o m o l a de llegar inc luso en algún momento a reconocer que dicha identificación está sólo implícita en Descartes y que debemos esperar a L e i b n i z p a r a ver la explícitamente f o rmulada («llamada p o r su prop io nombre» )—, acaba señalando que «es en cualquier caso impos ib le aplicar el nombre de subjectum a l ego cogito».5 Tendremos ocasión de anal izar c o n más detalle esta cuestión de hasta qué punto resulta o n o correcta l a interpretación heideggeriana de l a m o d e r n i d a d y s u sujeto. P o r de pronto, l o que m e interesa destacar es que el violento ataque contra l a metafísica cartesiana que recorre todo el quehacer intelectual de Heidegger —desde s u t e m p r a n a y más i m p o r tante obra. Ser y tiempo, hasta sus escritos más tardíos como el que he venido a ludiendo—, v a dir ig ido fundamentalmente a destronar a este sujeto de s u «soberanía». L o que explica, en definitiva, que n o pocos intérpretes de l a m o d e r n i d a d hayan acabado ci frando el i t inerar io biográfico del sujeto moderno entre l a par t ida de nac imiento cartesiana y el certificado de defunción heideggeriano.

E n cualquier caso, nadie dudaría hoy de que esa imagen de u n sujeto plenamente consciente de sí m i s m o , fundante, soberano, dueño de sí m i s m o , de l a naturaleza y de l a histor ia h a sido definitivamente arrumbada . Aque l la figura del sujeto, que de manera t a n r i t u a l c omo canónica solía ser identi f icada con el cogito cartesiano, se nos revela hoy día c o m o i lusor ia ; o más bien , como u n a ilusión puramente metafísica. Albrecht W e l l -m e r 6 h a señalado tres momentos estelares de esa crítica for-

5. E . Balibar, «Citizen Subject», .en E . Cadava, P., Connor y J.-L. Nancy: Who comes after the subject?, Routledge, Nueva York - Londres, 1991, pp. 33-57, p. 35.

6. A. Wellmer, «La dialéctica de la modernidad y postmodernidad», en J . Picó (comp.): Modernidad y postmodemidad, Alianza, Madrid, 1988, pp. 103-140, esp. pp. 117-130.

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m u l a d a a las i lusiones y autoengaños c o n que fue concebido el sujeto (y l a razón) modernos: a) l a crítica psicológica del sujeto; b) l a crítica de l a razón «instrumental» o de l a razón que opera en términos de «lógica de l a identidad»; y c) l a crítica de l a filosofía del lenguaje a l sujeto constituyente del sentido. Veámoslas con u n poco más de detenimiento.

a) La crítica psicológica del sujeto. F r e u d , c o n sus descubrimientos sobre el inconsciente, es l a figura central de este t ipo de crítica, que v a a mostrar l a inexistencia del sujeto autónom o y de l a autotrasparencia de s u razón. Se trata de nuestro descubrimiento como criaturas corporales, c o m o «máquinas deseantes» o también, en el sentido que le confiere su gran predecesor Nietzsche, c omo criaturas regidas p o r l a «voluntad de poder». E n este sentido, l a u n i d a d y autotrasparencia del sujeto devienen u n a ficción, pues éste, a los ojos de l a teoría psicoanalítica freudiana, lejos de ser el responsable de sus representaciones y deseos, resulta ser más b i e n u n punto de encuentro de «fuerzas psíquicas» y «relaciones sociales de poder» que escapan a s u control . E n última instancia , s i u n a vez desposeído de s u rac iona l idad y su autonomía y atravesado p o r el inconsciente este sujeto n o puede ser y a el señor o dueño de sí m i s m o , ¿ cómo habría de serlo de l a naturaleza o de l a historia?

b) La crítica de la razón «instrumentah o de la razón que opera en ténninos de lógica de la identidad. E s t a crítica aparece y a en Nietzsche y es r a d i c a l i z a d a p o r A d o r n o y H o r k h e i -m e r en s u Dialéctica de la Ilustración, adoptando p a r a ello l a dialéctica negativa de l a h i s tor ia weber iana . P a r a estos autores, l a represión de l a natura leza in terna del h o m b r e es el prec io que hay que pagar p o r l a formación de u n sí m i s m o uni tar io , necesario p a r a l levar a cabo el d o m i n i o de l a n a t u r a leza externa del sujeto. E l correlato de este «sí mismo» u n i t a rio es u n a razón objetivante conceb ida c o m o med io de d o m i nación: de l a dominación de l a natura leza in terna , externa y social . E l sujeto cognoscente (y actuante) se nos muestra ahor a c o m o u n ser ávido de d o m i n i o que acaba haciendo de l a razón s u «instrumento» de dominación. N o o t ra cosa revela el «triunfo» de l a c i enc ia y de l a técnica en el m u n d o moder -

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no sino ese carácter m a n i p u l a d o r y d o m i n a d o r que distingue a l a razón i lustrada, el cua l se expande a todos los ámbitos de l a v ida h u m a n a . H a s t a el punto de que es esta p r o p i a «razón» l a que, a l a postre, t e r m i n a imponiéndose a l hombre , opr i miéndole y sometiéndole.

c) La crítica de la fdosofía del lenguaje al sujeto constituyente del sentido. Se trata aquí de l a destrucción de l a idea de que el sujeto es l a fuente or ig inar ia de los significados lingüísticos. Wittgenstein —o para ser más precisos, el «segundo» W i t t -genstein— es l a f igura más representativa de este t ipo de crítica. Frente a l a idea de u n sujeto del que se presupone que tiene y a lenguaje y que a l asignar nombres a las «cosas», i m pone así u n signif icado y a dado de antemano, para el autor de las Investigaciones filosóficas el s ignif icado lingüístico se constituye en los «contextos de uso», en las «formas de vida» (o, como él m i s m o dice, en los «juegos de lenguaje»). ¿Qué es lo que se infiere y nos interesa destacar aquí de este descentra-miento que Wittgenstein rea l i za del sujeto solipsista del conocimiento? Pues ante todo que c o n ello pasamos del sujeto par t i cular y sus contenidos de conciencia, a las actividades públicas de u n colectivo o c o m u n i d a d de sujetos. L o s portadores de los signos lingtiísticos no son y a los sujetos individuales s ino l a c o m u n i d a d soc ia l de los usuarios del lenguaje. Entender , o h a cerse entender, es u n proceso de comunicación entre sujetos, de m a n e r a que el s ignif icado lingüístico pasa a depender ahor a de u n a práctica comunicat iva , esto es, de u n a práctica intersubjetiva. E n suma , l a crítica efectuada p o r Wittgenstein constituye u n claro exponente de l a destrucción del «subjetivismo lingüístico».

H a s t a aquí, pues, tres de las más importantes críticas de que h a sido objeto el concepto moderno «clásico» de sujeto, ta l como nos lo h a recordado Wel lmer . Pero junto a éstas no estaría de más evocar, p o r nuestra parte, t oda esa corriente de crítica a l a categoría del sujeto que v a desde el eslxucturalismo de los años sesenta hasta el postestructural ismo, deconstruc-c ionismo y postmodernismo contemporáneos, caracterizados sobre todo p o r su puesta en cuestión del h u m a n i s m o y de l a subjetividad.

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L u c Ferry y A l a i n Renaut , 7 en su empeño p o r reconstruir el «tipo ideal» característico del pensamiento francés de los años sesenta, h a n señalado c o n acierto c ó m o ese proceso efectuado contra el h u m a n i s m o y l a idea de sujeto p o r parte del pensamiento postestructuralista francés —que tanta inf luencia ulter i o r habría de tener en el pos tmodern i smo— hunde sus raíces en u n a part i cu lar y radica l izada lectura de Nietzsche y Heideg-ger (tachados no s i n razón de «profetas de l a postmoderni dad»). P o r lo que se refiere a Nietzsche, s u proc lamada «muerte de Dios» resuena claramente en l a provocadora «muerte del hombre» declarada p o r Foucault , c omo así h a reconocido éste, para quien el hombre —según sus y a célebres pa labras— n o sólo «es u n a invención reciente» que data de u n p a r de siglos atrás, s ino que m u y pronto «será borrado c o m o u n rostro d i bujado en l a arena a l a or i l la del mar» . 8 D e manera que a l disolver el concepto de Dios c o m o i m a aberración metafísica, Nietzsche habría preparado el c a m i n o p a r a i m destino s imi lar respecto del concepto de hombre . P o r lo que se refiere a H e i -degger, l a respuesta contundentemente ant ihumanis ta que dio con su Carta sobre el humanismo (1947) a l a conferencia de Sartre «El existencialismo es u n humanismo» suscitó en F r a n c ia tan vivo interés p o r s u pensamiento, que pronto se convirtió, d icho sea con l a habi tua l pompos idad francesa para estos casos, en todo u n mattre a penser para l a intelectualidad gala por entonces a la mode.9 L o que supuso, c laro está, u n a enorm e revalorización de su obra. U n a obra, apresurémonos a decir, que b ien puede verse como l a deconstrucción más rad i ca l

7. L . Feny y A. Renaut, La pensée 68. Essai sur l'anti-lmmanisme contemporain, Gallimard, París, 1985.

8. M . Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, 1984, p. 375. 9. Para la recepción de Heidegger en el pensamiento francés, véase asimismo el

muy documentado libro de T. Rockmore, Heidegger and French Philosophy: huma-nism, aníihumanisni and being, Routledge, Londres - Nueva York, 1995, quien llega a comparar el impacto de Heidegger en Francia a partir de la Segunda Guerra Mundial —y especialmente tras la publicación de su Carta sobre el humanismo—, a la que Kant ejerció en Alemania a finales del siglo XVIII con su Crítica de la razón pura.

Para una aproximación crítica y especialmente pertinente a esta cuestión del humanismo en Heidegger, cfr. Richard J. Betnstein, «El pensamiento de Heidegger sobre el humanismo», en Perfiles filosóficos, Siglo XXI, Madrid, 1991, pp. 224-252. E n nuestro ámbito Femando Savater ha prestado su atención a esta polémica Heidegger-Sar-tre sobre el humanismo en Humanismo impenitente, Anagrama, Barcelona, 1990.

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y vigorosa de los presupuestos filosóficos de l a modernidad, l a cual , a l dirigirse contra el postulado p r i n c i p a l de l a filosofía moderna, esto es, contra el «principio de razón» según el cua l l a real idad natura l e histórica se considera como íntegramente rac ional (explicable) p o r parte del sujeto (el cual , además, mediante el uso ontológico de d icho p r i n c i p i o aseguraría su dom i n i o sobre el m u n d o natura l e histórico), pretende señalar l a finitud radica l , insuperable, de nuestro saber y de nuestro poder respecto a l o real . U n a vez reconoc ida d i c h a finitud, H e i -degger cifrará en l a m i s m a el proyecto de u n a «superación metafísica de l a modernidad» y el p r o g r a m a de pensar «contra el humanismo» y «contra l a subjetividad». P r o g r a m a que enc ierra u n a «crítica totalizante» de l a época m o d e r n a y que, de acuerdo de nuevo c o n F e r r y y Renaut , acabaría haciendo suyo buena parte del pensamiento francés de los años sesenta, part icularmente deudor del devastador ataque heideggeriano a l subjetivismo moderno : L a c a n y s u afirmación del carácter «radicalmente antihumanista» del psicoanálisis; D e r r i d a y s u l l a m a d a a l u c h a r contra las «tinieblas de l a metafísica h u m a n i s -ta»; Althusser y su propuesta de u n «antihumanismo teórico» o su concepción de l a h is tor ia c omo «proceso s i n sujeto»; o Barthes y s u declarada «muerte del autor»... ejemplos concretos todos ellos, en definitiva, de ese leitmotiv elevado p o r aquel entonces a auténtica conc ienc ia epocal: l a proc lamada muerte del hombre como sujeto.

E n t r e el cortejo fúnebre que siguió a las exequias del sujeto aparece el pensamiento postmodemo. C o n él, el mencionado programa de deconstrucción de l a subjetividad adquiere u n a mayor radicalización, p o r cuanto v a a d i r i g i r sus críticas contra los propios fundamentos de l a modern idad , esto es: l a razón totalizante y su sujeto. L o que más c laramente define a l a postmodernidad, p o r decir lo c o n el comúnmente considerado «inventor» o introductor del término en el terreno del pensamiento , J . F . L y o t a r d , es l a pérdida de sentido o de f inal idad histórica que exper imentan hoy día nuestras sociedades, l a cual aparece v incu lada a «la inc redu l idad c o n respecto a los metarrelatos», 1 0 que habrían perdido así l a función legit imado-

10. J.F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1984, p. 10.

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r a que otrora desempeñaban. C o n ello se pretende ante todo dar cuenta del fracaso de cua lquier tentativa moderna por otorgar u n a finalidad a l a h is tor ia mediante u n proyecto gener a l de emancipación. D e ahí que, en última instancia , el discurso postmoderno acostumbre p o r l o general a hacer gala de cierta retórica necrológica, especialmente diseñada para pasar así del diagnóstico de l a crisis a l certificado de defunción s i n más de cuantos relatos igualitarios , emancipatorios y rac ionalistas conformaron el p a n o r a m a soc iocultural y político de l a modernidad .

E l f i n del «relato de l a emancipación» se traduce a su vez en el «fin del sujeto» portador de valores y prerrogativas u n i versales, y a se trate del sujeto -humanidad referido por l a I lustración o del sujeto-proletariado referido p o r el marx ismo . Pues u n a vez c lausurada toda perspectiva emancipatoria , ¿ cómo seguir sosteniendo l a idea de u n «sujeto de l a historia» entendido como «fuerza motriz» de l a revolución? De ahí que con l a desaparición del sujeto e n tanto que responsable del devenir desaparezcan también sus promesas redentoras, como l a de crear u n a sociedad totalmente transparente, reconci l iada consigo m i s m a . P o r l o demás, esta pérdida de l a responsabil i dad en el acontecer así c omo de l a proyección hac ia el futuro no hace s ino demostrar — p o r decir lo con V a t t i m o , 1 1 otro de los más conspicuos representantes del pos tmodern ismo— l a «vocación nihilista» del sujeto moderno . U n sujeto ya p u r a mente presentista, cada vez más encerrado en e l m u n d o de s u existencia o, lo que viene a ser lo m i s m o : cada vez menos inc l inado a tratar de s i tuar los acontecimientos de l a histor ia sobre u n fundamento que p e r m i t a explicar s u transcurso. P a r a Vat t imo , en último término, el desarrollo de l a modernidad y de sus crisis correría parejo c o n el proceso de «debilitamiento» del sujeto moderno ; valdría decir: c o n l a eliminación de todo sujeto «en sentido fuerte» (prometeico, heroico, etc.). Se colige

11. Cfr. al respecto Gianni Vattimo, Más allá del sujeto, Paidós, Barcelona, 1992 y Ética de ¡a interpretación, Paidós, Barcelona, 1991, esp. pp. 115-142. Sobre la reciente evolución del pensamiento de Vattimo en la que se aprecia ima mayor preocupación de la hermenéutica por las cuestiones de la praxis o ético-políticas, cfr. G. Vattimo, Filosofía, política, religión. Más allá del «pensamiento débil", introducción y edición de Lluis Álvarez, Ediciones Nobel, Oviedo, 1996.

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pues tras lo que l levamos dicho, a efectos de l o que nos interesa subrayar aquí, l a vinculación establecida p o r el pensamiento postmoderno entre el agotamiento de l parad igma de l a mo dernidad y el agotamiento del sujeto.

Antisubjetivismo versus protoindividualismo

U n a vez formuladas todas estas críticas relativas a las i l u siones y autoengaños metafísicos c o n que fue conformado el sujeto moderno, u n a vez, s i se quiere, desenmascarado el mis mo, ¿ cómo cont inuar pensando l a categoría de sujeto? Parece claro que cualquier tentativa de renovación de l a categoría de sujeto difícilmente podrá sustraerse y a a las mencionadas críticas. D e lo que se trataría más b ien es, p o r tanto, de tematizar éste a partir de dichas críticas en vez de contra las mismas . Pues, ciertamente, hoy y a n o parece posible pensar l a figura del sujeto e n los términos planteados p o r e l cogito cartesiano: centrado, fundante, constituyente, proveedor de cert idumbres . 1 2 D a d a entonces l a impos ib le vuelta a l sujeto cartesianamente entendido, l a r e m e m b r a n z a del m i s m o no debiera conducirnos a u n a especie de laudado temporis acti, a u n volver l a vista atrás con gesto de nostalg ia p o r los «buenos viejos tiempos» , cuyos efectos paral izadores semejarían a los sufridos por l a mujer de Lot . De n a d a vale tampoco en este caso, m e parece, enfrentarse a los corifeos de t a n var iado pelaje que proc la m a n l a «muerte del sujeto» con el consabido tópico según el cual «los muertos que vos matáis gozan de buena salud», hab i da cuenta de que el sujeto moderno habría fallecido a causa, precisamente, de sus excesos o abusos. Así pues, ¿despedida de l a f igura del sujeto, u n a vez despojada de toda virtualidad? ¿Requiescat in pace, c omo plantean los postmodernos?

M a s l o cierto es que... a pesar y más allá de las críticas de que ha sido objeto, puede apreciarse c ó m o «eZ tema del sujeto vuelve con fuerza renovada», hasta el p u n t o de que l a cuestión

12. Cfr. sobre el tema de la descentración del sujeto desde una perspectiva marcadamente comunitarista, F. Dallmayn Ttie Twilight of Subjectivity. Contribution to a Postindividualistic Theory of Politics, University of Massachusetts, Amherst, 1981.

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de repensar el sujeto parece haberse convertido en u n «nuevo imperativo». 1 3 Y a u n cuando el sujeto que vuelve ya no sea (ya no pueda ser, u n a vez puestas a l descubierto y criticadas sus imposturas fundacionistas) aquel co lumbrado en sentido «fuerte» por nuestra M o d e r n i d a d temprana, l a tarea de repensar a l m i s m o después de l a experiencia postmoderna no parece encerrar y a (como muchos creían) u n a di f icultad insuperable: «Como resultado de l a deconstrucción de l a metafísica y epistemología tradicionales, u n nuevo yo está emergiendo como el fénix de sus cenizas — u n yo orientado a l a praxis, definido p o r sus prácticas comunicat ivas , orientado hacia u n a comprensión del yo en s u discurso, s u acción, su existir c o n los demás y s u experiencia de l a transcendencia». 1 4

C o n todo, creo importante advertir que n o estaría de más u n a cierta cautela ante este «giro» que está teniendo lugar h a c ia l a recuperación de l a f igura del sujeto; que sería conveniente, en u n a palabra , prestar especial atención a algunas de sus supuestas manifestaciones, a sabiendas de que no todo el monte es orégano y de que es preciso apartar el grano de l a paja. M e refiero (y con ello ant ic ipo el asunto que centrará nuestra atención más adelante) a l a necesidad o conveniencia de evitar l a confusión — p o r más que el asunto se presente comple jo— entre este «renacer» de l a cuestión del sujeto y l a actual eclosión indiv idual is ta (celebrada p o r unos, denostada p o r otros) de nuestras sociedades tardomodernas. E n este sentido, l a advertencia de Castoriadis m e parece especialmente oportuna:

E l discurso sobre la muerte del hombre y el fin del sujeto nunca ha sido otra cosa más que la cobertura seudoteórica de

13. C6-. al respecto Jacobo Muñoz, «El sujeto de la vida dañada», en V. Sanfélix Vidarte (ed.): Las identidades del sujeto, Pre-Textos, Valencia, 1997, pp. 149-162, p. 152.

E n esta recuperación de la problemática del sujeto o de la subjetividad merece destacarse el trabajo llevado a cabo en nuestro ámbito por Manuel Cruz y su equipo. Desde su Narratividad: La nueva síntesis, Península, Barcelona, 1986 hasta su Filosofía de la historia, Paidós, Barcelona, 1991, pasando por las obras colectivas Individuo, modernidad, historia, Tecnos, Madrid, 1993 y Tiempo de subjetividad, Paidós, Barcelona, 1996, el esfuerzo de dicho trabajo ha alcanzado una considerable magnitud.

14. Calvin O. Schrag, The Self after Postmodernily, Yale University Press, New I-Iaven - Londres, 1997, p. 9.

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una evasión ante la responsabilidad —del psicoanalista, del pensador, del ciudadano. Del mismo modo, las ruidosas proclamaciones de hoy día sobre el retorno del sujeto, como el supuesto «individualismo», encubren la deriva de la descomposición bajo otra de sus formas. 1 5

E n efecto, a menudo se h a hecho co inc id i r —sobremanera en determinadas variantes de l pensamiento postmoderno— l a declarada «muerte del sujeto» c o n l a celebrada «apoteosis del individuo»; dando lugar, p o r decirlo así, a u n a tan paradójica como problemática coexistencia entre antisubjetivismo y pro -to indiv idual ismo. E s t a celebración de l a figura del indiv iduo alcanza u n a vigorosa expresión en l a bri l lante , estimulante y no menos inquietante obra de Gilíes Lipovetsky, La era del vacío.16 P a r a este autor es precisamente el ind iv idua l i smo l o que definiría l a era postmoderna; u n a era caracterizada p o r l a apoteosis del consumo de masas en l a que e l ind iv iduo «es el rey y maneja s u existencia a l a carta». V a l g a l a c i ta c omo botón de muestra de esta -efusión ind iv iduahsta que recoge, creo que bastante fielmente, el «distintivo aroma» del autor:

E l jerk es otro síntoma de esa emancipación: si, con el rock o el twist, el cuerpo estaba aún sometido a ciertas reglas, con el jerk caen todas las imposiciones de pasos codificados, el cuerpo no tiene más que expresarse y convertirse, al igual que el Inconsciente, en lenguaje singular. Bajo los spots de los night-clubs, gravitan sujetos autónomos, seres activos, ya nadie invita a nadie, las chicas ya no «calientan sillas» y los «tipos» ya no monopolizan la iniciativa. Sólo quedan mónadas süenciosas cuyas trayectorias aleatorias se cruzan en una dinámica de grupo amordazada por el hechizo de la sonorización.17

Nos hallaríamos así ante u n a verdadera «mutación antropológica» impuesta p o r ese proceso de «personalización del i n d i viduo» que, siguiendo en ello a l a sociología cultural angloame-

15. C. Castoriadis, «L'état du sujet aujourd'hui», en Le monde morcelé. Les carrefours du labyrinthe III, Seuil, Paris, 1990.

16. G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona, Anagrama, 1986.

17. Ibíd., p. 30.

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ricana,18 Lipovetsky denomina «narcisista». N o obstante, L i p o vetsky y B e l l extraen conclusiones sensiblemente diferentes de este nuevo estadio del ind iv idual i smo representado por el narc i s ismo: mientras que el pr imero celebra esa exacerbación del individuo como «consumidor gozoso», B e l l , en cambio, acaba haciendo responsable a este «hedonismo» individual ista (y a su vector: el consumo) de traer consigo u n a ineluctable pérdida de l a civitas, u n egocentrismo y u n a indiferencia hac ia el b ien común, capaces de provocar u n a crisis espiritual que puede llegar a desembocar en el hundimiento m i s m o de las instituciones liberales (de ahí su propuesta de volver a l a tradición, a los valores de l a fami l ia y de l a religión como med io de exorcizar esos riesgos). C o n todo, y a despecho de las apariencias, podría apreciarse u n punto de confluencia entre ambos, siempre y cuando n o perdamos de vista e l contexto en e l que se h a p r o d u cido l a exitosa recepción de sus respectivas obras: el ofrecido p o r el marco de las políticas neoliberales de desmantelamiento del Estado de bienestar que tuvieron lugar en los años ochenta (la era Reagan-Thatcher). Siendo así que tanto l a afirmación hiperbólica de l a ind iv idual idad que no ve en el Estado sino u n peligro para l a eudemonización del indiv iduo p o r parte de uno, como l a apelación a l a estructura ideológica tradic ional p o r parte del otro, podrían funcionar en real idad como elementos compensadores del abandono de los ámbitos institucionales que trae consigo l a renunc ia a l a política de protección social p rop ia del Estado de bienestar, sirviendo así en última instanc ia como criterios de legitimación ideológico-cultural de dichas políticas económicas.

E n el fondo, b i e n podría interpretarse que l o que late de

is . La influencia sobre todo de Daniel Bell, en particular de sus obras El advenimiento de la sociedad post-industrial, Alianza, Madrid, 1976, y Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid, 1977, así como la de Chr. Lasch, The Culture of Narcissism, Wamer Books, Nuera York, 1979, y R. Sennett, Narcisismo y cultura moderna, 1980 y The Fall of Public Man, A. Knoff, Nuera York, 1977 (trad. cast.. Península, Barcelona, 1978) es manifiesta y explícitamente reconocida en los análisis de Lipovetsky.

E n nuestro ámbito puede hallarse una preocupación por estos temas en Helena Béjar, El ámbito íntimo, Alianza, Madrid, 1988 y La cultura del yo: pasiones cokctivas y afectos propios en la teoría social, Alianza, Madrid, 1994. También V. Camps, Las paradojas del individualismo, Paidós, Barcelona, 1984.

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tras de los atrayentes (y en buena m e d i d a certeros) análisis de Lipovetsky es l a propuesta de u n a mperconcentración en l a esfera de l a v i d a pr ivada y el total abandono o deserción de l a pública, l a apatía c iudadana, l a r enunc ia del ind iv iduo a ejercitarse fuera del ámbito pr ivado y a preocuparse tan sólo por su propio interés y bienestar. E n u n a palabra : l a sa l ida del homo politicus y l a entronización del homo psychologicus, en forma de narc is ismo radical . L a substitución, c omo él m i s m o dice, de l a conc ienc ia política p o r l a conc ienc ia narcisista. C o n los riesgos que ello pud iera reportar, lo que h a l levado a algunos a ver en este advenimiento del «mdividualismo de l a autorreal iza-ción» u n a de las «formas de malestar de l a modernidad». 1 9

A l hi lo pues del análisis de l a obra de Lipovetsky, confío en que haya podido quedar mejor reflejada esa paradójica coexistencia entre antisubjetivismo y proto ind iv idual i smo a l a que aludíamos anteriormente. L o que n o es óbice, c laro está, para reconocer que t a n problemática cuestión exige a s u vez u n a mayor aclaración p o r m i parte. Aclaración que trataré de dar a continuación en l a última parte de m i trabajo.

Replanteamiento de l a problemática del sujeto

Llegados a este punto las siguientes preguntas se vuelven, en efecto, ineludibles: ¿representa realmente este énfasis en el indiv idual ismo u n giro hac ia l a subjetividad? ¿Designan ambos conceptos realidades plenamente equivalentes? ¿No nos hallaremos ante dos categorías distintas? ¿No existirá u n a dicotomía entre sujeto e individuo? L a di f icultad i n i c i a l para responder a estas preguntas ta l vez resida en las múltiples significaciones y sentidos que ambas palabras, «individuo» y «sujeto» (o s i se quiere: «individualismo» y «subjetivismo») suscitan, originando así n o pocas veces equívocos. Respecto a l término «individualismo» y a S. Lulces 2 0 señaló l a a m p l i a g a m a de acepciones que d i cha palabra encierra, distinguiendo así entre u n «individualis-

19. Cfr. al respecto Charles Taylor, La ética de la responsabilidad, Paidós, Barcelona, 1994.

20. Steven Lukes, Individualismo, Península, Barcelona, 1975.

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m o metodológico», u n «individualismo económico» , u n «individual ismo político», u n «individualismo ético», etc. P o r lo que hace al término «sujeto», A . He l l e r h a señalado a su vez l a enorme r iqueza «polisémica» del mismo , contando entre sus muchos significados con el de: ind iv iduo ; el sujeto hermenéuti-co (el significado constituyente del sujeto); el sujeto político (tanto como subjectum como subjectits); el sujeto mora l ; l a persona; el yo; l a autoconsciencia; o sujetos no personales como el Sujeto Transcendental kantiano, el Espíritu del m u n d o hegelia-no, e l Y o fichteano o incluso los l lamados Sujetos universales, como l a historia, el humanismo ; y u n largo etc. 2 1 Además, dentro incluso de l a prop ia tradición occidental estos conceptos h a n sido comprendidos de m u y dist inta m a n e r a a l o largo de l a historia, como h a n mostrado Foucaul t "en s u «rehabilitación» del sujeto emprendida en l a última parte de su o b r a 2 2 o t a m bién Taylor en su espléndido retrato acerca de las cambiantes concepciones de l a subjetividad h u m a n a . 2 3

A pesar de esta comple j idad y de l a subsiguiente di f icultad que entraña, p o r tanto, el tratar de dar u n a respuesta satisfactor ia a las preguntas arr iba planteadas concernientes a las relaciones y posibles distinciones entre los conceptos de sujeto e indiv iduo , lo cierto es que no h a n faltado esfuerzos dirigidos en ese sentido (¿un síntoma más, quizás, del creciente interés que nuestro t ema viene despertando?). A título meramente üustrativo ofreceré (con l a obl igada brevedad) algunas de las respuestas a m i parecer más pertinentes que se h a n dado al respecto. Así, para M . F r a n k que se h a ocupado m u y centralmente de esta cuestión «podemos decir que "sujeto" (y "yo") indican un universal, en tanto que "persona" indica un especial, un "individuo", un particular».24 P a r a M . Cruz , p o r s u parte, el

21. Agnes Heller, «¿Muerte del sujeto?», en Historia y futuro. ¿Sobrevivirá ¡a modernidad?, Península, Barcelona, 1991, pp. 181-182.

22. E l tópico obligado al respecto son sus tomos II y III sobre la Historia de ¡a sexualidad, Siglo XXI, México, 19S6 y 1987 respectivamente, donde lleva a cabo una reconstrucción histórica del sujeto a través de la «edad clásica», el cristianismo y el «universalismo moderno»; también en Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1990, se aproxima a la cuestión de la subjetividad desde una teoría de las narrativas del «yo».

23. Ch. Taylor, Fuentes del yo, op. cit. Continuando en este sentido lo ya apuntado en su muy celebrado Hegel, Cambridge University Press, Cambridge, 1975.

24. Manfred Frank: La piedra de toque de ¡a individualidad. Reflexiones sobre suje-

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sujeto sería el resultado de l a transformación p o r l a cua l «el indiv iduo concreto pasa a ser revestido de u n a cualificación superior que l o convierte en protagonista, en elemento alrededor del cua l g i ra l a acción, se define el acontecimiento». 2 5 Para P. Barceüona, cuya obra muestra u n interés creciente p o r el nac imiento y destino del sujeto moderno : «el ind iv iduo no se puede pensar como sujeto s ino c o n l a condición de poner la subjetividad en u n horizonte de trascendencia respecto de la ind iv iduahdad empírica». 2 6 P o r último, A . Toura ine desde u n a óptica más sociológica y u n tanto t r ibutar ia de s u preocupación p o r los movimientos sociales, e n s u m a g n a reconstrucción de l a histor ia de l a m o d e r n i d a d a l a que ve atravesada p o r l a cont inua tensión entre racionalización y subjetivación, sostiene que el sujeto consiste en l a vo luntad de actuar y llegar a ser reconocido como actor: «El Sujeto y a n o es l a presencia en nosotros de lo universal , se lo l l ame leyes de l a naturaleza, sentido de l a histor ia o creación d iv ina . E s el l lamamiento a l a transformación del Sí m i s m o en actor» . 2 7 Y c o n relación a l asunto del que ahora venimos ocupándonos y que nos interesa destacar aquí? «La idea de sujeto se destruye ella m i s m a s i se confunde con el individuahsmo», y a que el sujeto «no es n i u n pr inc ip io que planee p o r e n c i m a de l a sociedad n i el indiv iduo en s u part i cu lar idad ; es u n m o d o de construcción de l a experiencia social» . 2 8

C o n todo, este elenco de respuestas que acabamos de esbozar no inval ida , m e parece, l a p o r otro lado pertinente observación de F i n a Birulés — q u i e n entre nosotros h a hecho de estos temas u n a preocupación c e n t r a l — según l a cua l «parece que l a problemática del ind iv idua l i smo se solapa c o n el prob lema de l a val idez de l a categoría de sujeto, a pesar de que no sea claro que puedan identificarse del todo... [por l o que] parece conveniente señalar algunos usos de los términos " i n d i -

to, persona e individuo con motivo de su certificado de defunción posmoderno, Herder, Barcelona, 1995, p. 31.

25. Manuel Cruz, Narratividadt ¡a nueva síntesis, op. cit., p. 13. 26. Pietro Barcellona, El individualismo propietario, Trotta, Madrid, 1996, p. 42,

n.21. 27. Alain Touraine, Critica de la modernidad, op. cit., p. 269. 28. Ibíd,pp. 293 y 301.

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v idual i smo" y "sujeto" con el fin de mostrar que no hay sola-pamiento , sino, acaso, ocultación del sujeto en el tan traído triunfo del " ind iv idual i smo" contemporáneo» . 2 9

Ésta es básicamente l a tesis que v a a sostener A . Renaut en l a excelente reflexión que sobre l a histor ia filosófica de l a m o dernidad, centrada en l a cuestión del sujeto, h a plasmado en s u l i b ro La era del individuo.30 E n lo que sigue voy a t omar esta obra como h i l o conductor c o n el que gu iarme por el i n tr incado entramado de las relaciones conceptuales entre i n d i v iduo y sujeto, pues, a m i m o d o de ver, es l a que con mayor pro fundidad se h a aprox imado a l a cuestión que nos ocupa.

S i y a en su obra anter ior La Pensée 68, escrita a l alimón c o n Ferry , se había señalado que «el sujeto muere con el ad venimiento del individuo», 3 1 ahora se advierte sobre l a «desaparición del sujeto en provecho del ind iv iduo , y correlativamente de los valores del h u m a n i s m o en benefic io de los del individualismo». L o que conduce a Renaut a c onc lu i r que «no m e parece apenas posible p lantear hoy l a cuestión del sujeto s i n encontrar l a de su eventual disolución e n l a era del i n d i v i d u o » . 3 2 Podría p o r tanto af irmarse que el objetivo p r i n c i p a l de su l i b ro se dirige a deh'mitar con precisión las relaciones entre subjet ividad e ind iv idua l idad , c o n el fin de evitar l a pos i ble confusión entre ambas categorías. Pues es esta confusión l a que, a s u entender, está presente en esas dos grandes reconstrucciones de l a lógica de l a m o d e r n i d a d efectuadas, respectivamente, p o r Heidegger y D u m o n t . A l p r i m e r o le cr i t i ca p o r reduc i r toda l a h is tor ia de l a m o d e r n i d a d a l a «metafísica de l a subjetividad», a l «reino de l sujeto», s iendo así incapaz de perc ib i r el devenir individuo de este sujeto. A l segundo le cr i t i ca p o r ocultar a l sujeto en ese «triunfo del individuo» en el que c i f ra el desarrol lo de l a modern idad , s iendo así incapaz de perc ib i r las potencial idades inherentes a l a idea de sujeto.

29. Fina Birulés: «Micrologías. ¿Auge del individuo o muerte del sujeto?», en Manuel Cruz (ed.): Individuo, Modernidad, Historia, op. cit., p. 36.

30. Alain Renaut, La era del individuo, Destino, Barcelona, 1993. Ha vuelto a insistir en algunas de estas tesis en el sucinto, claro y ameno L'individu. Reflexions sur la philosophie du sujet, Hatier, París, 1995.

31. La Pensée 68, op. cit., p. 100. 32. La era del individuo, op. cit., pp. 30 y 31.

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De m a n e r a que tanto u n o como otro, c o n sus visiones inversas pero, a l fin y a l cabo, igualmente unilaterales y homogéneas acerca de l a modern idad , habrían descuidado interrogarse sobre las posibi l idades que encierra u n planteamiento dist into, más diferenciado, en u n a pa labra más «plural» de d i cha modern idad .

Este planteamiento distinto, encaminado a p lasmar u n a figura «inédita» de la subjetividad, es el que va a hacer suyo Renaut, para lo cua l va a part i r de l a hipótesis metódica de las caras plurales del sujeto. 3 3 E s t o contribuiría a u n a aprehensión más diferenciada de nuestra modern idad , a restituir en su d i versidad y en su comple j idad l a h is tor ia de l a subjetividad, s impl i f i cada con demasiada frecuencia. E n otras palabras, contribuye a plantear otra histor ia de l a subjetividad, viendo qué posibil idades y virtualidades de l a m i s m a son susceptibles de ser reactivadas hoy, aunque para ello sea preciso redefinir s u trazado y reorganizar profundamente su recorrido. Para ello, Renaut va a establecer a modo de pr inc ip io metódico una conexión entré los conceptos de sujeto e ind iv iduo y los valores u órdenes^axiológicos de l a autonomía y l a independencia . De manera que:

— A l humanismo (vale decir: a l sujeto), correspondería el valor de l a autonomía: esto es, l a subjetividad como fuente y pr inc ip io de normas y leyes, pues como y a hemos apuntado el hombre del h u m a n i s m o no espera y a rec ib i r sus normas y sus leyes n i de la naturaleza de las cosas n i de Dios , s ino que las funda él m i s m o a par t i r de su razón y de su voluntad. L a autonomía, p o r tanto, tiene aquí que ver con esa función legisladora del sujeto en l a que se autoinstituye y de l imi ta l a colect iv idad a l a que pertenece. L o que i m p l i c a , claro está, u n a esfer a de normat iv idad supraindiv idual , en torno a l a cual l a h u -

33. Desde una óptica distinta, pera que también insiste en destacar esta pluralidad de posiciones en que se manifiesta el sujeto moderno, cfr. Anthony J. Cascardi: The subject of modcmity, Cambridge University Press, Cambridge, 1992. E l sujeto se define aquí a través de su intersección en una serie de discursos o esferas culturales en conflicto (la filosofía, la literatura, la ciencia política, la religión y la psicología), cada uno de los cuales resulta esencial para una comprensión de la cultura moderna, aun cuando ninguno pudiera definir por sí mismo la modernidad en su conjunto.

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inan idad (vale decir aquí, el sujeto) se constituya y se reconozca en tanto que intersubjenvidad.

— A l individualismo correspondería, en cambio , el valor de la independencia que, lejos de admit i r u n a limitación del Yo como la que tenía lugar en l a autonomía al admi t i r la sumisión a u n a ley o n o r m a común l ibremente aceptada, apunta por el contrario a l a afirmación p u r a y s imple del Yo como valor i m prescriptible. E s t a independencia l leva en sí l a «desocialización» del hombre a l entender a éste como u n individuo que se concibe y se constituye independientemente de toda relación con l a sociedad, como u n a subjetividad sin intersubjetividad.

L a verdadera cuestión que entonces se plantea es: ¿ cómo se produce entonces en el seno de l a m o d e r n i d a d ese proceso de disolución del sujeto en favor del indiv iduo? O lo que para el caso vendría a ser lo m i s m o , ¿ cómo h a n sido eclipsados el sujeto y el valor de l a autonomía p o r el ind iv iduo y l a independencia?

L a respuesta a esta cuestión l a acomete Renaut en la reconstrucción de esa histor ia de l a subjetividad moderna que nos ofrece en su l ibro . Parte, de común acuerdo con Heidegger, de designar a l a monadología l e ibn iz iana como el verdadero comienzo filosófico de l a modernidad , y hace pivotar el devenir de toda l a filosofía m o d e r n a alrededor de l a idea m o -nadológica. E n efecto, para Heidegger (según hemos tenido ya ocasión de ver) l a emergencia cartesiana del sujeto encuentra su verdadero alcance en L e i b n i z . Éste es qu ien representa el verdadero momento inaugura l y decisivo de l a subjetividad como fundamento esencial de l a modernidad . ¿Por qué este privi legio otorgado a Le ibniz? Ante todo porque, de acuerdo con Heidegger, es «el pensador que ha descubierto el pr inc ip io de razón como principio» (es decir, l a subjetividad define l a estructura m i s m a de lo real).

Así pues, p a r a Heidegger es precisamente en L e i b n i z donde üene su origen esa «metafísica de l a subjetividad» o del h u m a n i smo que permeará toda l a modern idad hasta ha l lar su punto culminante en l a reducción hegel iana de lo rea l a lo racional . S i n embargo, y esto es lo que ahora nos interesa destacar, allá donde Heidegger no ve más que el tr iunfo incesante de l a sub-

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j envidad y del h u m a n i s m o que atraviesa toda l a modernidad, Renaut entrevé en cambio p o r s u parte el tr iunfo del ind iv i dual ismo en detrimento del sujeto y del h u m a n i s m o . (Hasta el punto de ver en el surgimiento de l a perspectiva monadológica u n a de las pr imeras prefiguraciones de l a lejana «muerte del hombre» . ) 3 4

Y es que para Renaut el sujeto le ibniz iano es l a mónada como ind iv iduo . E n L e i b n i z descansaría pues l a verdadera fundamentación filosófica del ind iv idua l i smo moderno . Este pr inc ip io de individuación (y s u va lor correspondiente, l a independencia) será puesto en práctica en otros órdenes, cada vez según u n t imbre propio , hasta p r o d u c i r nuevos y más acabados desarrollos. Veamos a título de ilustración, y con l a obligada brevedad, algunos de estos desarrollos ta l c omo nos los presenta Renaut . Más concretamente, los que nos ofrecen esa f i gura precursora del l ibera l i smo que es B . Constant y esa teoría que conocemos c o n el n o m b r e de «astucia de l a razón».

1°) Constant, en su obra La libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos subraya c ó m o en los ant i guos l a l ibertad se definía en términos de participación en los asuntos públicos y de ejercicio directo de l a soberanía, sólo que esta «libertad colectiva» se consideraba «compatible con l a servidumbre completa del ind iv iduo a l a l ibertad del conjunto», hasta el punto de que nada se concedía a l a independenc ia ind iv idua l . P a r a los modernos, en cambio , l a soberanía de cada u n o se h a restringido profundamente, y a que en tanto que «independiente en l a v i d a privada» es como el ind iv iduo se piensa como l ibre. D e manera , pues, que a l hacer equivaler el concepto moderno de l ibertad c o n l a independencia personal, en Constant emerge y a l a independencia como valor-clave del ind iv idual i smo moderno quedando l a valoración de l a autonomía relegada a u n segundo plano.

2.°) P o r l o que hace a l a teoría de l a «astucia de l a razón» se puede aprec iar a s i m i s m o l a fuerte i m p r o n t a del modelo monadológico, pues representa c laramente u n a derivación u l terior de l a teoría l e ibn iz iana de l a «armonía preestablecida»

34. Cfr. al respecto La era del individuo, op. cit., pp. 55-56.

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que subyace a l postulado del «mejor de los mundos posibles». Y a se trate de esa p r i m e r a aproximación a l o que serán las teorías del mercado y l a teoría l iberal de l a «mano invisible» representada p o r Mandev i l l e y s u Fábula de las abejas, y a se trate de l a concepción hegeliana que traslada a l terreno de l a histor ia el pr inc ip i o de l a intehgib i l idad absoluta de lo real , el caso es, en definitiva, que esta estructura de l a «astucia de l a razón» supone de hecho que lo rea l n o esté constituido más que de individuahdades incapaces de tejer u n orden entre ellas, incapaces de automstítuir este orden p o r medio de reglas prescritas p o r l a razón h u m a n a , incapaces de plantear u n orden que sea el producto de u n proyecto c omún consciente y voluntario . De ahí que en última instanc ia l a teoría de l a «astuc ia de l a razón» re curra a u n a supuesta reglamentación preestablecida o a u n a lógica inmanente , inseparable pues de l a instalación de u n verdadero pr inc ip i o de independencia entre los proyectos individuales c omo ley última de lo real.

E n definitiva, a través de estos ejemplos (y otros que n o hemos considerado) Renaut observa c ó m o todo el devenir de l a filosofía m o d e r n a correspondería en rea l idad menos a u n a consolidación cont inua de l a subjetividad y del h u m a n i s m o (como sostiene Heidegger), que a s u evaporación o eclipse e n provecho de l a ind iv idua l idad .

D e ahí que l a verdadera cuestión sea entonces: ¿cómo recomponer esta figura del sujeto (y de s u respectivo valor, l a autonomía) s i n que ello i m p l i q u e el regreso a u n a metafísica de l a subjetividad? ¿Cómo replantear l a cuestión del sujeto u n a vez que h a n sido deconstruidas sus i lusiones metafísicas? A ju i c i o de Renaut esta recomposición y replanteamiento p a sarían p o r «una teoría de la intersubjetividad como condición de la subjetividad»,25 p o r u n enraizamiento intersubjetivo de l a subjetividad. E n último término, p o r u n a apertura a l a i n tersubjetividad pensada como condición de l a subjetividad. Y entiende que l a p r o p i a m o d e r n i d a d nos proporc i ona asideros para ello s i captamos s u «pluralidad» y atendemos a l «mo mento» kant iano y fichteano, a l «cogito criticista». E s claro

35. Ibíd., p. 198.

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que en K a n t y en F ichte se desarrolla u n a crítica de las metafísicas de l a subjetividad, y esto en u n m a r c o filosófico que s i gue siendo el de u n a filosofía del sujeto. De ahí que, para Re-naut, l a obstinación heideggeriana a leer l a histor ia de l a subjet ividad como conducente de m a n e r a ineluctable al triunfo del sujeto metafísico, haya hipotecado p a r a l a reflexión contemporánea sobre el sujeto l a pos ib i l idad de seguir pistas más fecundas (como la abierta p o r K a n t y Fichte) .

Y es que así como l a modern idad h a sido el espacio donde se ha desarrollado el ind iv idua l i smo , así también h a sido el lugar de surgimiento de u n a concepción donde el hombre se h a pensado como el fundamento m i s m o de sus leyes y de sus normas, esto es, c o m o sujeto autónomo. L o que i m p l i c a u n espacio público de intersubjetividad. C o m o nos recuerda H . Arendt l a h u m a n i d a d no se adquiere en l a soledad. Sólo puede alcanzarla quien se expone a los riesgos de l a v i d a pública:

Una Cüosoñ'a de la humanidad se distingue de una filosofía del hombre por su insistencia en el hecho de que no es un Hombre,**hablándose a sí mismo en diálogo solitario, sino los hombres hablando y comunicándose entre sí, los que habitan la tierra. 3 6

Queda así establecida l a vinculación entre ese sujeto autón o m o y el espacio público (sustrato de toda política), lejos ya de aquella reducción a l espacio pr ivado, p o r decir así, á lo Lipovetsky. E s en este espacio público —político y jurídico— donde el sujeto puede inst i tu i r ese m u n d o institucionalmente compart ido , donde el destino de las instituciones políticas puede hacerse depender de l a actuación o participación conjunta de los sujetos en tanto que ciudadanos,

36. Hanna Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad, Gedlsa, Barcelona, 1990, p. 76.

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L O S U M B R A L E S D E L DEMOS: CIUDADANOS, TRANSEÚNTES Y M E T E C O S

Francisco Colom González (Instituto de Filosofìa, CSIC, Madrid)

L a ciudadanía puede describirse en sus rasgos esenciales como u n estatuto f o r m a l de pertenencia a u n a c o m u n i d a d política. Se trata, no obstante, de u n a categoría-multidimensional , pues es al m i s m o t iempo u n concepto legal, u n ideal político igualitario y u n a referencia emocional en l a que se recogen los derechos, las obligaciones y las lealtades de los i n d i v i duos hac ia u n a c o m u n i d a d política dada. L a ciudadanía posee, además, u n a proyección histórica, ya que el significado de las condiciones de membrecía en u n a c o m u n i d a d de derecho es el fruto de experiencias sociales y políticas específicas. E n su sentido puramente legal, el estatuto de ciudadanía se ad quiere y se pierde de acuerdo c o n las normas específicas de cada Estado. A su vez, l a ciudadanía funciona como i m a plataforma para el ejercicio de toda u n a gama de derechos ligados a la condición de m i e m b r o de u n a comunidad : constituye, en s u sentido más lato, el «derecho a tener derechos». E s t a d i mensión jurídica es inseparable de su estatuto político, pues así como los límites fronterizos demarcan el territorio, las leyes de ciudadanía de l imi tan los pueblos.

Desde sus orígenes en el siglo XVI el s i s tema de relaciones internacionales se h a perf i lado c o m o u n orden hobbesiano entre Estados potencialmente hostiles que c o m p i t e n entre sí a

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escala global. D e hecho, las políticas de inrnigración y de admisión a l a ciudadanía h a n estado tradic ionalmente someti das a l cr i ter io de l a «seguridad» y del «interés nacional». 1

Constituyen, en real idad, el último reducto de l a soberanía estatal en u n m u n d o crecientemente global izado. E l signif icado de l a ciudadanía trasciende p o r ello l a m e r a condición de u n a adscripción jurídica: ser c iudadano supone también l a pos ib i l idad de impl i carse o de verse competido a par t i c ipar en los conflictos que mantenga el Estado prop io c o n los demás Estados . L a s exigencias de lealtad política y de u n a disposi ción abnegada a l sacri f ic io en aras del b i e n común se h a n hecho así acompañar de u n a n o r m a t i v i d a d que concibe l a ciudadanía m o d e r n a c o m o igua l i tar ia , democrática, nac ional y única. Se trata, en def init iva, de u n a categoría que en su acepción t rad i c i ona l descarta gradaciones internas, exige sacrif icios de sus miembros , i m p o n e u n a homogeneidad cu l tu r a l , cana l i za l a participación política y excluye pertenencias duales. L o paradójico del caso es que s iendo en sus orígenes u n a concepción política esencialmente democrática y univer-sal izadora, l a ciudadanía ins t i tuc i ona l i za l a par t i cu lar idad y, a través del patr iot ismo, t rans forma l a abnegación i n d i v i d u a l en egoísmo colectivo:

L a lealtad a la nación es una elevada forma de altruismo cuando se compara con las lealtades menores y los intereses más parroquianos. De esta manera se convierte en el vehículo de todos los impulsos altruistas y se expresa en ocasiones con tal fervor que la actitud crítica del individuo hacia la nación y sus empresas se ve destruida casi por completo. L a naturaleza incualificada de esta devoción es la base del poder de la nación y de su libertad para usar tal poder sin restricciones morales. E l

1. Éste es también el caso de la más reciente legislación española sobre extranjería, como ha señalado Ricard Zapata en un excelente trabajo. Cfr. R. Zapata: «Demo-cracy, Citizenship and the Status of Foreigners in Spain», Working Paper del Centro de Teoría Política (UAM) presentado en el Seminario «Mulüculturalism in Comparative Perspective: United Kingdom and Spain», Miraflores, 20-21 de marzo de 1997. Sobre la teoría de la soberanía nacional con respecto a la regulación de las políticas migratorias, cfr. J.A. Scanlan y O.T. Kent: «The Force of moral Arguments for a Just Immigration Policy in a Hobbesian Universe», en M . Gibney (ed.): Open Borders? Closed Societies?: the Ethical and Political Issues, Nueva York, Greenwood, 1988, pp. 3-39.

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altruismo de los individuos contribuye así al egoísmo de las naciones.2

E n u n a c o m u n i d a d política radicalmente l ibera l parecería difícil justi f icar las barreras a l movimiento de las personas. Los criterios de inclusión y de exclusión basados en hechos accidentales y ajenos a l a vo luntad ind iv idua l , c omo el lugar de nacimiento , resultarían odiosos y anómalos, part icularmente en u n m u n d o en el que bienes como l a riqueza, l a seguridad y l a l ibertad se encuentran inic ia lmente distribuidos de forma tan desigual. S i n embargo, d ir ig iendo nuestra m i r a d a hac ia el p a sado, podemos ver y a que l a Declaración de Derechos del H o m bre y del Ciudadano nac ida de l a Revolución francesa proc la m a b a u n pr inc ip io de universa l idad cívica que debía realizarse en el seno de cada c o m u n i d a d política, n o en u n a imag inar ia cosmópolis. L a H u m a n i d a d era u n a , pero l a igualdad democrática que l a ciudadanía prometía debía encontrar aplicación concreta en cada país. E n nuestro siglo, y c o n l a experiencia del total itarismo a sus espaldas, H a n n a h Arendt advirtió sobre la p lura l idad de sujetos y las l imitac iones recíprocas que los conceptos políticos, a di ferencia de los puramente morales, presuponen. E n este sentido, u n a hipotética ciudadanía u n i versal, c on l a consiguiente desaparición del contro l recíproco entre los Estados, n o sólo significaría el ocaso de toda c iudadanía en su sentido estricto y de los atributos normativos que l a acompañan, s ino l a erradicación de l a v i d a política ta l y como l a conocemos. 3 Quizá también p o r ello K a n t , en su ensoñación de u n a «paz perpetua», postuló l a fundamentación del derecho de gentes en u n Völkerbund, no en u n Völkerstaat, esto es, en u n a l iga de naciones y no en u n Estado supranacional .

L o cierto es que el l ibera l i smo h a concebido tradic ional mente su típico armazón de derechos y libertades en el su puesto de u n a c o m u n i d a d política autocontenida. Esto es algo manifiesto desde las pr imeras formulaciones del contrato soc ia l en el siglo x v n hasta autores contemporáneos como Rawls . Sus pr inc ip ios de just i c ia se ub i can , en efecto, en u n a

2. R. Niebuhn Moral Man and Inmoral Society, Nueva York, Scribner's, 1949, p. 91. 3. H . Arendt: Men in Dark Times, Nueva York, Harcourt, 1968, p. 81.

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sociedad «cuyos miembros entran en ella p o r nac imiento y salen sólo con l a muerte [,..], u n a sociedad concebida a perpetuidad que produce y reproduce sus instituciones y su cultura p o r generaciones y en l a que no se espera momento alguno en que conc luyan sus asuntos». 4 L o que vale para el l iberal ismo cabe también apl icarlo a las concepciones socialdemócratas. De hecho, l a provisión de derechos sociales a lo largo de este siglo sólo fue posible en el seno de unas «comunidades de riesgo» sol idariamente reconfíguradas, E n u n m u n d o sometido a presiones demográficas, tensiones étnicas y corrientes migra torias, l a teoría m o r a l y política tiene que enfrentarse a l a difíc i l tarea de justi f icar los diseños institucionales que puedan dar respuesta a las demandas de l iber tad y de igualdad desde unas estructuras políticas que h a n perdido buena parte de los presupuestos históricos y nonnat ivos que les d ieron lugar. L a soberanía estatal, l a organización de sus poderes, los fundamentos de l a ciudadanía y l a integración de aquéllos que acceden a l a c o m u n i d a d desde el exterior o que exigen u n reconoc imiento diferenciado desde su inter ior constituyen los hitos fundamentales de esta tarea.

Las generaciones de derechos ciudadanos

Las revoluciones del siglo x v m modi f i caron radicalmente las connotaciones asociadas a las concepciones clásica y renacentista de l a ciudadanía. E n su descripción canónica de l a ciudadanía moderna , T h o m a s H u m p h r e y M a r s h a l l distinguió tres dimensiones de l a m i s m a configuradas p o r los respectivos conjuntos de derechos de carácter c iv i l , político y social . Estos derechos se encuentran de u n a u otra m a n e r a incorporados en las inst ituciones de los Estados demoliberales contemporáneos. L a dimensión c iv i l de l a ciudadanía recoge los derechos que protegen l a l ibertad ind iv idua l , esto es, «la l ibertad de l a persona y de expresión, l a l ibertad de conc ienc ia y de culto, el derecho a l a propiedad, a conc lu i r contratos válidos y a apelar

4. J . Rawls: Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, pp. 12 y 18.

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a l a justicia». 5 E n u n plano distinto, los derechos políticos garant izan l a pos ib i l idad de part i c ipar y de ejercer el poder en u n cuerpo jimdico-político investido de autor idad. Los derechos sociales, p o r último, están dixigidos a proporc ionar unos niveles mínimos de bienestar y de seguridad económica, de manera que resulte posible l levar u n a v ida d igna de acuerdo con los patrones vigentes en cada sociedad. Sus instituciones fundamentales son el s istema educativo y los servicios sociales públicos. Según M a r s h a l l , el desarrollo histórico de estos derechos respondía a u n a lógica de condensación geográfica y separación funcional . E l Estado moderno se caracteriza, en efecto, por disponer de u n conjunto f imcionalmente diferenciado de instituciones, por i r rad iar su poder desde u n centro político, ejercerlo territorialmente dentro de l indes claramente demarcadas y disponer de u n monopol io , en l a elaboración de decisiones vinculantes parejo a su contro l exclusivo de los medios de v io lenc ia . 6 Atendiendo a l esquema de M a r s h a l l , el desarrol lo de l a ciudadanía m o d e r n a es susceptible de ser descri to como u n proceso de inclusión. Durante su periodo format i -vo en el siglo x v m el desarrollo de los derechos civiles habría consistido en u n a agregación gradual de nuevos derechos a u n estatus que y a existía desde l a Revolución gloriosa de 1688 y que se tenía p o r propio de todos los miembros adultos de l a comunidad . P o r el contrario , los derechos políticos nacidos en el siglo XTX n o i m p l i c a r o n l a creación de u n a nueva tipología jurídica agregada a u n estatus cívico anterior, s ino l a extensión a nuevos segmentos de l a población de unos derechos y a existentes, pero l imitados hasta entonces por criterios elitistas. E l reconocimiento de tales derechos supuso, p o r tanto, u n desp lazamiento del centro de l a ciudadanía desde el substrato económico a l estatus personal , desde l a prop iedad al i n d i v i duo. Los derechos sociales, p o r último, no carecen de antecedentes históricos, como a m e n u d o se piensa. E n su origen se encontraban, eso sí, separados de los derechos políticos. L a s

5. T . H . Marshall: Citizenship and Social Class, Cambridge, Cambridge University Press, 1950, p. 10.

6. Cfr. M . Mann: «The Autonomous Power of the State: its Origins, Mechanisms and Results», en J.A. Hall (ed.): States in History, Oxford, Blackwell, 1986, p. 112.

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regulaciones de las «leyes de pobres» isabelinas constituían u n a alternativa a los derechos civiles y políticos, no u n complemento de los mismos : el acceso a l a beneficencia comportaba u n reconocimiento de l a condición de p a r i a soc ial y l a consiguiente ret irada del estatuto que cual i f i caba a l ind iv iduo como m i e m b r o competente de l a sociedad c iv i l . E l establecimiento de los derechos sociales en el siglo X X c omo u n componente de l a ciudadanía representa algo radicalmente mstinto: refleja u n compromiso p a r a l a provisión colectiva de los bienes i n d i v idualmente necesarios p a r a part i c ipar de f o r m a autónoma en l a v ida pública.

L a dinámica que impulsó este proceso inc lus ivo se debe fundamentalmente a las estrategias y correlaciones de fuerzas sociales que, en determinados momentos , concedieron a grupos previamente excluidos l a capac idad de quebrar las legit i maciones y restricciones impuestas a l a ciudadanía. L a c iudadanía democrática proporc i ona de hecho medios significativos para part i c ipar en l a t o m a de decisiones políticas e in f lu i r en los patrones de redistribución social . L o s derechos de c iudadanía son, en definitiva, t itularidades (entitlements) atribuidas bajo reglas impersonales y exigibles p o r todos los miembros de u n a m i s m a c o m u n i d a d política, independientemente de su estatus y condición personal . E s t o n o signif ica, s i n embargo, que sean irreversibles n i que gocen todos ellos del m i s m o grado de incondic ional idad . E l largo per iodo de expansión económica tras l a última guerra m u n d i a l llevó a considerar los derechos sociales en E u r o p a c o m o u n a conquista permanente. S i n embargo, su cont inuo reajuste a l a baja durante los últimos veinte años induce a l a sospecha de que l a ciudadanía soc ia l pudiera f inalmente n o ser más que el producto contingente de c ircunstancias económicas pasajeras.

E n cualquier caso, el esquema de M a r s h a l l y sus apreciaciones normativas estaban profundamente inf luidos p o r l a exper iencia británica y p o r el t r iunfo labor is ta de postguerra. Sus conclusiones son p o r ello demasiado específicas para serv i r como modelo genérico de l a evolución de l a ciudadanía. E n el p lano teórico su esquema puede aportar las referencias necesarias p a r a u n análisis comparat ivo de los derechos c iudadanos, pero n o constituye u n a descripción rea l de s u desarro-

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l io histórico, y a que sus raíces políticas e intelectuales poseen rasgos específicos en cada país. Resul ta sorprendente comprobar, p o r ejemplo, que l a noción legal de l a ciudadanía como condición homogénea de pertenencia a u n a c o m u n i d a d jurídica, política y territorialmente def in ida es e n rea l idad ajena a l a histor ia británica. 7 S i b i en su cuerpo normat ivo se desarrolló, como sostuvo M a r s h a l l , mediante u n proceso social de i n c l u sión, l a autodefinición política del Re ino U n i d o como u n E s t a do nac ional es relativamente reciente. H a s t a 1981 no existió u n a ciudadanía nac iona l británica como ta l y ésta, de hecho, aún convive c o n fórmulas jurídicas diversas l igadas a l part i cu l a r estatuto de los territorios residuales del Imper io . L a c iudadanía en F r a n c i a , en A l e m a n i a y en loS" Estados Unidos posee también u n a his tor ia compleja. L o s derechos políticos de f ranceses y americanos fueron el producto de u n a revolución e inic ialmente, a l i gua l que en Inglaterra, estuvieron vinculados al disfrute de propiedad. E n el caso alemán l a secuencia descrita p o r M a r s h a l l llegó a ser inversa, y a que los pr imeros derechos sociales fueron reconocidos p o r B i s m a r c k c o n el propósito explícito de bloquear las reformas democráticas. E s prec i so recordar también que l a legislación específica d ir ig ida a garant izar los derechos civiles de las minorías e n los Estados Unidos , y que t a n decisiva fue p a r a l a poster ior evolución de su cu l tura política, t a n sólo data de los años sesenta, a u n cuando su ideal igual itario se r emonta hasta los orígenes de l a constitución. E n España, p o r último, algunas de las estructuras de bienestar fueron creadas durante l a d i c tadura franquista, aunque s i n n i n g u n a intención de ligarlas, c o m o es obvio, a u n a ciudadanía social , u n a tarea que correspondió a l periodo democrático. 8

L o cierto es, en todo caso, que l a constitución de las c iuda danías nacionales comportó también u n a condición añadida: l a ciudadanía debía apoyarse en u n a sociedad cultural y l i n güísticamente homogénea. S iempre que fue posible, l a cons-

7. Cfr. R. Brubaken Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and North America, Lanham, University Press of America, 1989, p. 10.

8. Cfr. S. García: «Ciudadanía en España», en A. Alabart, S. García y S. Giner (eds.): Clase, poder y ciudadanía, Madrid, Siglo XXI, 1994, pp. 225-245.

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trucción de naciones se realizó bajo el imperat ivo de l a as imi lación cultural , pues sólo así el Estado nac iona l podía cumpl i r el dictado romántico y convertirse, en efecto, en el Estado de una nación. M a r s h a l l ignoró en su trabajo esta dimensión cu l tural , pero l a idea que latía en él era l a de que l a culminación de l a ciudadanía t e r m i n a b a p o r generar u n sentimiento de pertenencia común entre los miembros del Estado. Algunos años más tarde Ste in R o k k a n , u n o de los principales teóricos de l a escuela funcionalista, describió explícitamente l a c iudadanía social como el último capítulo de los procesos de Nation-building. E l avance de l a democrac ia en Occidente sería susceptible de ser descrito como...

[...] un proceso de innovación institucional dirigido a imponer obligaciones y derechos formalmente iguales sobre todos los adultos, independientemente de la diferente capacidad de influencia reflejada en los roles del sistema de parentesco, de la comunidad local o de otras formas corporativas. L a fiscalidad directa, él reclutamiento militar y la educación obligatoria constituyen Ja principal muestra de las obligaciones formalmente unlversalizadas con respecto al Estado-nación. L a igualdad ante los tribunales, las fórmulas de protección social y el sufragio universal ofrecen, por otro lado, el más claro ejemplo de los derechos nacionales de ciudadanía.9

E s t a tesis venía a con f i rmar el nexo entre los derechos sociales y l a ident idad nac ional . Puesto que l a provisión de seguros sociales se basa en criterios actuariales, los criterios para l a delimitación a gran escala de los grupos de riesgo y l a distribución social de los costes poseen u n a notable significación política. 1 0 E s a distribución de riesgos y costes debe arraigar en algún sentimiento de so l idar idad nac ido de u n a identidad co-

9. S. Rokkan: Cilizcns, Elections, Partios: Approaches to the Comparativa Sttidy of the Proccss ofDevelopmettt, Oslo, Universitíltsforlaget, 1970, p. 27.

10. Como recuerda Peter Baldwin, «los seguros sociales traducen los efectos del desuno, la suerte y las circunstancias sociales diabólicas al denominador común de dinero, prestaciones y servicios para redistribuirlos después de manera que los damnificados no soporten más de la carga media y los no afectados asuman su parte de responsabilidad por acontecimientos que no incidieron en ellos directamente», en La política de solidaridad social, Madrid, M . " de Trabajo y Seguridad Social, 1992, p. 18.

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mún o al menos de u n cálculo estratégico de beneficios basado sobre relaciones de conf ianza recíproca. H a s t a la fecha, esa identidad común se ha entendido fundamentalmente en términos de c o m u n i d a d nacional . L a sociología funcionalista, c on Parsons a l a cabeza, definió ta l sentimiento de pertenencia colectiva como l a «solidaridad difusa» que cohesiona u n a «co m u n i d a d social»:

La comunidad social presupone un conjunto relativamente definible de miembros que, en este nivel y para el caso moderno, denominamos ciudadanos. Supone también que la organización colectiva de referencia se encuentra políticamente articulada sobre una base territorial y que en algún punto se caracteriza por una tradición cultural común""

E s t a noción de l a so l idar idad no aludía en el funcional ismo a u n a v i r tud m o r a l comunalmente asumida , s ino a una «estructura cultural» consistente en u n a lengua común, una referenc ia cultural de carácter histórico y l a percepción de u n fu turo compartido. L a relación entre los procesos históricos de construcción estatal y de construcción nac iona l es, s in embargo, problemática. L a cuestión clave estriba en s i el p r i m e r proceso requiere el segundo, part icularmente cuando i m p l i c a l a creación de u n a nación a par t i r de u n a imútiplicidad de etnias preexistentes con sus correspondientes territorios. L o relevante aquí para nuestros intereses teóricos es l a función que l a c iu dadanía asume en l a regulación de los pr inc ip ios de adscripción étnica y política en cada país. Ésta es l a razón p o r l a que s u interpretación varía de Estado a Estado . L a ciudadanía n o comporta el m i s m o signif icado en países de inmigración que en países generadores de emigrantes, en las viejas que en las nuevas naciones, en los Estados nacionales homogéneos que en los Estados plurinacionales , en los de cu l tura política la i ca que en los confesionales.

11. T. Parsons: «Chango of Ethnicity», en N . Glazery P. Moynihan (eds.): Ethnicity, op. cil., p. 59.

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Etnicidad y parrones de ciudadanía

L a posición de los inmigrantes en l a estructura normat iva de los derechos de ciudadanía es u n tanto peculiar . Pese a ser miembros de hecho de sus sociedades de acogida y hacer sent i r su presencia de múltiples formas, los inmigrantes no son, en sentido estricto, sujetos de pleno derecho en las mismas. A u n así, el reconocimiento de sus derechos civiles y sociales en los países occidentales los aprox ima, que no equipara, a l a condición de los c iudadanos. E n este sentido, el esquema de M a r s h a l l se invierte u n a vez más: l a ciudadanía social de los inmigrantes antecede y se detiene en el u m b r a l de l a c iudadanía política. L a h is tor ia de los modernos movimientos migra torios h a estado condic ionada e n general p o r los cambios económicos y legislativos que acompañaron a l nac imiento de los Estados nacionales. E l Uberal ismo económico del siglo x r x el i minó las barreras mercantílistas que impedían el comercio i n ternac ional y , el flujo de poblaciones. Durante medio siglo, prácticamente hasta l a p r i m e r a guerra m u n d i a l , las salidas a l extranjero no^estuvieron reguladas en E u r o p a , salvo en el caso de l a R u s i a z a r i s t a . 1 2 E s t a desregulación de flujos i b a pareja a l a ausencia de garantías jurídicas p a r a los inmigrantes, s iempre supeditadas a l p r inc ip i o del «interés nacional» del Estado de acogida. E l periodo de entreguerras, en u n contexto de recesión económica m u n d i a l y de elevados niveles de desempleo, fue testigo de l a aparición de las pr imeras leyes nacionales que restringían l a admisión de nuevos inmigrantes . L a s necesidades de reconstrucción en l a última postguerra generaron en E u r o p a occidental u n a nueva d e m a n d a de fuerza de trabajo que fue canal izada a través de l a inmigración espontánea, de los flujos provenientes de l a descolonización y de acuerdos i n tergubernamentales p a r a l a importación de m a n o de obra «invitada» desde los países excedentarios. L a crisis energética y económica de 1973 m a r c a el ñn de esta época y el in i c i o de nuevas restricciones a l a inmigración. L a única excepción a esta regla debía const ituir la , en pr inc ip i o , l a reagrupación fa-

12. Para una historia de las migraciones internacionales contemporáneas, cfr. T. Hamman Democracy and the Nation-State, Avebuiy, Aldershot, 1990, pp. 41 y ss.

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m i l i a r y l a acogida de refugiados. E l inesperado vo lumen de los solicitantes de admisión bajo esta m t i m a categoría, part i cularmente tras el f ina l de l a guerra fría, h a l levado a i m incremento generalizado del contro l sobre las solicitudes de refugio y a u n a creciente sensibi l idad en l a opinión pública hac ia sus criterios de legit imidad.

L a üteratura sobre procesos migratorios tendió en su m o mento a defender l a func ional idad económica de l a contratación plani f i cada de trabajadores extranjeros atribuyéndoles a éstos u n papel amort iguador en el mercado laboral . E m p l e a dos p o r lo general en los sectores menos cualif icados y peor pagados del m i s m o y sometidos en m a y o r grado, por tanto, a los efectos de las recesiones económicas, se esperaba de ellos que regresasen a su lugar nata l en los periodos de crisis. L o cierto es que las estrategias vitales de los inmigrantes son más complejas de lo que permiten regular los mercados laborales. Así, tras l a crisis económica de 1973, u n a parte significativa de ellos permaneció en sus países de destino. P a r a los procedentes de naciones económicamente subdesarrolladas los subsi dios de desempleo, aunque l imitados , parecían ofrecer u n a a l ternativa mejor que el regreso a las inciertas condiciones de sus lugares de origen. Además, l a capacidad legal de los países de acogida para enviar de vuelta a sus inmigrantes se encontraba condic ionada p o r las protecciones jurídicas que los a m p a r a n y p o r sus respectivas políticas de ciudadanía y nac ionalización. U n enfoque coherente debería l levar a aceptar, pues, que muchos de los trabajadores extranjeros h a n arraigado en sus países de acogida y están en ellos para quedarse. S u p lena integración depende en buena m e d i d a de las facilidades que se ofrezcan para u n a ubicación soc ia l acorde c o n l a experiencia v i ta l de l a inmigración. L a cuestión cruc ia l aquí consiste en reconocer que l a integración de los inmigrantes difiere de los moldes tradicionales elaborados p o r l a teoría de l a ciudadanía. Las necesidades y obligaciones de los residentes extranjeros n o son idénticas a las de los c iudadanos, n i s iquiera necesitan ser las mismas en cada generación. L o s p r i m e r o s inmigrantes pueden estar sólo interesados en sus condiciones de trabajo y derechos sociales, quizá c o n l a esperanza puesta en u n retorno que en muchos casos n u n c a l lega a producirse , pero sus des-

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cendientes exigen cada vez más el reconocimiento de su ident idad étnica como estrategia para quebrar los estereotipos que i m p i d e n el ascenso social .

L a nueva real idad migrator ia , tanto como l a di f icultad para lograr este cambio en su percepción social , h a llevado a que los modelos de integración de los inmigrantes hayan cobrado u n creciente car iz público y puesto de manif iesto las di f icultades políticas y normativas que acompañan a l a legitimación de sus posibles alternativas. L a s migraciones de larga duración no c u l m i n a n necesariamente en l a ciudadanía, part i cu larmente en los países con u n a larga tradición de ¿1/5 sanguinis en esta materia . C o m o se h a observado, «el cambio de ciudadanía constituye l a etapa cu lminante del proceso migrator io : s ignif i ca despedirse de los planes o sueños de retornar a l país de origen, abandonar las lealtades de los años de formación y mostrar que las lealtades s o n para el nuevo país» . 1 3 E n el pasado, y careciendo de mayores alternativas, las comunidades i n migrantes solían asimilarse a l a cu l tura nac ional tras l a segunda o l a tercera generación. Ésta es u n a pauta que en l a actual idad h a comenzado a ser desafiada. P o r otro lado, en l a med i da en que l a doble ciudadanía n o sea reconocida p o r sus países de acogida o de procedencia, el interés de los inmigrantes por natural izarse tiende a decrecer. 1 4 L a ausencia de u n reconoc imiento cu l tura l específico, l a aproximación n o m i n a l de sus derechos a los de l a ciudadanía y las barreras a l a nacionalización definen, pues, l a part i cu lar condición foránea y, s in embargo, permanente de los últimos fenómenos migratorios en las sociedades occidentales.

13. Z. Layton-Henry: •Citizenship and Migrant Workers in Western Europe», en U, Vogel y M . Moran: The Frontiers ofCitizenship, Nueva York, StLMartin's Press, p. 117.

14. E n 1990, por ejemplo, el promedio anual de nacionalización de los residentes extranjeros en Europa occidental era del 1,9 % del total de la población extranjera. Suecia arroja la tasa más alta de nacionalizaciones, principalmente por su gran número de refugiados políticos, que tienden a naturalizarse en mayor medida que los inmigrantes. Holanda y Francia muestran asimismo cifras do naturalización considerablemente más altas que Alemania, Bélgica y Suiza. E l contraste con los Estados Unidos es enorme, donde el 37 % de los inmigrantes legales solicitan la ciudadanía, una cifra en cualquier caso menor que la del 67 % de 1946. E n términos generales, pues, la tendencia a naturalizarse está disminuyendo incluso en los paises tradicionales de inmigración. Cfr. Y .N . Soysal: Limits of Citizenship, Chicago, University of Chicago Press, 1994, pp. 24-26.

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E s t a pecul iar idad h a l levado a Thomas H a m m a r a acuñar el término de denizens para def inir a los residentes foráneos e inmigrantes de larga duración poseedores de u n conjunto de derechos que los distingue de los extranjeros, s i n llegar por ello a equipararlos a los c iudadanos del país . 1 5 Este rasgo viene a revelar l a pérdida p o r l a ciudadanía de s u antigua densidad como pr inc ip io regulador de derechos. P o r esta razón, más que como u n concepto cerrado, algunos autores h a n propuesto redefinirla como u n continuum de derechos que discurre entre aquellos indiv iduos privados casi p o r completo de ellos y los miembros de p leno derecho en u n a comunidad d a d a . 1 6 Desde este punto de vista, l a condición de denizenship constituiría más b ien u n subconjunto ele los derechos de c iu dadanía, no u n estatuto ajeno a ella. Aún más, en l a medida en que los convenios internacionales sobre derechos humanos y de los refugiados v incu lan , a l menos nominalmente , a todos los Estados, el «nivel cero» de derechos en cualquier país es en real idad inconcebible: apatridas, transeúntes y turistas gozan siempre de u n cierto grado de protección jurídica. P o r otro lado, l a incapac idad de coord inar a escala global las leyes de naturalización h a generado u n número n a d a despreciable de individuos con u n a doble e inc luso u n a múltiple nacional idad. L a residencia legal, pues, más que l a ciudadanía, se ha convertido en el núcleo que vehicu la l a adquisición de derechos en u n m u n d o crecientemente transnacional . D e todo lo visto se desprende l a necesidad de revisar desde u n punto de vista político y normativo el concepto tradic ional de ciudadanía y el conjunto de derechos que habitualmente se le asocian. Desde esta perspectiva, los derechos civiles, políticos y sociales que M a r s h a l l distinguió en términos históricos y conceptuales aparecen más b i en como umbrales de ciudadanía v inculados entre sí p o r unas determinadas reglas de transición y distribuidos desigualmente entre las diversas categorías legales de los hab i tantes de u n m i s m o Estado .

15. T. I-Iammai- oState, Nation and Dual Citizenship», en R. Bmbaker (ed.): Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and North America, op, cit., pp. 81-95.

16. R. Bauback: Immigration and the Boundaries of Citizenship, Warwick, Warwick PnntinR Ltd., 1992, p. 8.

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L a s políticas de integración dirigidas a los i i irnigrantes y los criterios que regulan l a adquisición de l a nac ional idad pon e n de manif iesto las distintas estrategias desarrolladas en cada país para regular su incorporación s o c i a l . 1 7 Este concepto pone el énfasis en los modelos institucionales mediante los que se organiza su inserción en l a sociedad y se abren espacios para su participación en ella. S i n embargo, algunos de los rasgos más conflictivos de las políticas de integración están directamente vinculados con l a dimensión de l a etnic idad y con el papel que ésta juega en las respectivas tradiciones nacionales desde las que se h a interpretado l a ciudadanía. S o n múltiples las tipologías elaboradas para catalogar los patrones c iudadanos, las actitudes políticas ante l a p l u r a l i d a d etnocultural , las reacciones institucionales a l a inmigración y los regímenes de incorporación diseñados a ta l efecto. 1 8 A u n q u e el distinto énfasis sobre cada uno de estos aspectos puede conduc i r a algunas disparidades, resulta posible entrecruzar sus criterios c on el fin de obtener, u n a i m a g e n de conjunto de l a ciudadanía y de sus relaciones con el p lura l i smo cul tural . E s t a imagen podría resumirse en l a siguiente tabla:

patrones de actitudes ante respuesta regímenes de ciudadanía la pluralidad institucional a incorporación

cultural la inmigración social

republicano homogeneizacióri liberal tolerancia etnocultural evitación multicultural promoción

asimilación estatalista pluralismo societario cívico-societario exclusión diferenciada disuasorio pluralismo corporativo

•intervencionista

17. «La incorporación alude a los macro-procesos mediante los cuales la población inmigrante se convierte en parte de la comunidad política del país de acogida. Independientemente de que se adapten o no al estilo de vida del país, los inmigrantes se ven de hecho incorporados en sus estructuras légales y organizativas», en Y.N. Soysal, op. cit., p. 30.

18. Sobre cada uno de estos puntos véase, respectivamente, F. Colom González: «Dimensions of Citizenship: Canada in Comparative Perspective", International Journal of Canadian Studies, n." 14 (otoño 1996), pp. 95-Í09; S. Collinson: Beyond Borders, Londres, Royal Institute of International Affairs, 1993, pp. 18 y ss.; S. Castles: «How Nation-States Respond to Immigration and Ethnic Diversity», New Community, n.° 21, vol. 3 (julio 1995), pp. 293-308 y Y .N. Soysal: Limits of Citizenship, op. cit., pp. 36 y ss.

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Ningún país responde de f o r m a exacta a u n a de estas t ipologías. E n algunos casos se h a produc ido u n tránsito histórico desde u n modelo a otro, c o m o ocurrió c o n el Re ino U n i d o , Austra l ia y Canadá. E n otros pueden observarse rasgos de p a trones ciudadanos distintos según sea el ámbito de las políticas de incorporación consideradas: el caso alemán refleja, por ejemplo, u n a asimilación de los inmigrantes a los programas de derechos sociales, u n incipiente p lura l i smo en los modelos de escolarización y u n a exclusión casi sistemática en el acceso a l a nac ional idad y a l a participación política. E n cualquier caso, tales patrones y sus respectivas políticas públicas están mt imamente l igados a las distintas tradiciones nacionales de interpretación de l a ciudadanía.

E l modelo republ icano suele identif icarse c o n las concepciones emanadas de l a Revolución francesa. A u n q u e su énfasis uni f i cador fuera in ic ia lmente político y n o étnico, sus efectos sobre l a diversidad cu l tura l in terna y l a generada p o r las corrientes migratorias del exterior cuajaron f inalmente en el objetivo de u n a sociedad francesa culturalmente homogénea. L a escuela pública y l a conscripción mi l i tar , verdaderos ins t ru mentos para l a forja de c iudadanos desde l a Tercera República, fueron puestos así a l servicio de l a asimilación nacional . E l ius solis vendría a completar este esquema p a r a l a integración social de los inmigrantes , de quienes se esperaba el abandono de sus rasgos socioculturales específicos p a r a desarrollar u n a v i r tud cívica (civisme) que los tornase indiscernibles del resto de l a población. E s t a incorporación estatalmente dir ig ida se caracteriza por t o m a r a los indiv iduos , y n o a los colectivos, como centro de referencia y p o r seguir unas pautas de intervención social que e m a n a n urñdireccionalmente de l a esfera de l a administración pública, s i n mayores intermediaciones asociativas.

Aunque F r a n c i a es el ejemplo que mejor encaja aquí, este modelo también fue parc ia lmente pract icado en su momento p o r países tradic ionales de inmigración, c o m o los Estados Unidos , Austra l ia y Canadá. Sus límites h a n s ido puestos de manifiesto p o r l a marginación socioeconómica y los brotes de rac ismo que h a n afectado a las minorías en F r a n c i a . A l m i s m o tiempo, l a movilización política de los inmigrantes es ya u n

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hecho, b ien a través de movimientos antirracistas, b ien como grupos de presión que persiguen lograr u n a voz específica en l a política francesa. Pese a sus fisuras, el modelo republicano parece haberse convertido en u n bastión de l a derecha francesa, inc luyendo l a democrática, que no obstante h a reaccionado con medidas de exclusión diferenciada, ta l y como demuestran las últimas modif icaciones introducidas en las leyes de naturalización.

Esas mismas fisuras fueron las que mov ieron a los gobiernos laboristas británicos a abandonar las actitudes abiertamente asimilacionistas a mediados de los años sesenta. E l mo delo l iberal de ciudadanía se caracteriza por establecer una distinción entre l a neutra l idad cul tural del Estado y las f i l iaciones étnicas de sus miembros . L a p lura l idad es así tolerada, pero no p r o m o v i d a n i integrada en el discurso público. E l mercado de trabajo y el asoc iac ionismo cívico son los p r i n c i pales responsables de l levar a cabo l a incorporación social de los inmigrantes. E l laissez faire del p lura l i smo norteamericano contrasta aquí con las inic iat ivas británicas para inst i tucional i zar a nivel lSca l las relaciones con los distintos colectivos a través de los «Consejos de Relaciones Comunitarias». E l caso británico ofrece l a pecul iar idad de que muchos de sus i n m i grantes entraron en el país hasta 1981 en condición de m i e m bros de l a Commonweálth, equiparados así formalmente a los naturales de las islas. E s t a igualdad n o m i n a l contrasta con l a naturaleza socioeconómica de las desigualdades que afectan a sus minorías y h a generado críticas contra el sesgo mera mente cul tural de las políticas interétnicas e laboradas . 1 9 E n los Estados Unidos , las lacras heredadas del esclavismo y del prolongado sistema segregacionista, tanto c o m o l a ausencia histór i ca de una tradición de política social que merezca ta l n o m bre, h a n impedido que su igual i tar ismo constitucional se traduzca en u n modelo social integrado. L a deprivación socioeconómica de las comunidades recién llegadas, así c omo l a creación de ghettos e infraclases de base étnica, caracterizan u n paisaje donde l a «política de l a identidad» encubre a menudo

19. Cfr. S. Vertovec: «Multiculturalism, Culturalism and Public Incorporation*, Elhnic and Racial Studies, n." 1, vol. 19 (enero 1996), pp. 49-69.

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la competencia interétnica entre las minorías y sirve tanto para rec lamar reconocimiento cu l tura l c omo para reivindicar recursos sociales y crear clientelas políticas.

A l e m a n i a y Japón suelen ser inc luidos bajo el epígrafe de l a ciudadanía etnocultural . Este patrón se asienta sobre el p r i n c i pio del ius sanguinis y es remiso p o r definición a asumir l a integración de l a heterogeneidad etnocultural . Consecuencia de ello h a n sido políticas de exclusión di ferenciada que se t ra ducen en u n modelo que disuade, más que promueve la incor poración social de los inmigrantes . L a s prácticas de exclusión, en este caso abiertamente racistas, fueron también aplicadas durante años por los Estados Unidos , Canadá y Austral ia en sus respectivas políticas de inmigración: 2 0 S i n embargo, el caso alemán exige matizaciones, ya que l a protección social que concede a sus inmigrantes es considerablemente más generosa que, p o r ejemplo, l a del p lura l i smo norteamericano y en los últimos años h a acogido más refugiados que el conjunto de los demás países europeos. L a expectativa, más b ien ficticia, que subyace a sus políticas de exclusión es l a del carácter tempora l de l a inmigración. E l bilingüismo que se comenzó a apl i car en la escolarización de los hijos de los inmigrantes tenía por ello el f in último de pos ib i l i tar su reinserción en los países de origen de sus padres. S i n embargo, p o r m u c h o que alguno de sus ministros insista en que «Alemania no es u n país de inmigración», como lo son los Estados Unidos o Austral ia , los hechos c o n f i m i a n en l a práctica que A l e m a n i a se ha convertido en u n país de p r i m e r orden en l a recepción de inmigrantes que más b ien se resiste a extraer las conclusiones oportunas respecto de su autopercepción tradic ional . P o r ello, las med i das destinadas a evitar el asentamiento definitivo de los i n m i grantes se h a n mostrado a largo plazo doblemente disfuncionales: no h a n impedido ta l asentamiento y h a n creado u n a fuerte segmentación entre el grueso de l a sociedad alemana y las comunidades de inmigrantes , part icularmente l a turca. L a reproducción intergeneracional de u n a casta étnica de cleni-

20. Sobre el caso australiano, el último en ser desmantelado, véase J.H, Carens: "Nationalism and the Exclusion of Immigrants: Lessons from Australian Immigration Policy», en M. Gibney (ed.): Open Borders? Closed Societies?, op. cit., pp. 41-60.

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zens los asemeja así, cada vez más, a los metecos de l a Atenas clásica y augura crecientes conflictos p a r a el futuro. Japón, por su parte, a l negarse a regular izar l a m a n o de obra poco cual i f icada que su economía de hecho demanda y no reconocer los derechos civiles y políticos de los inmigrantes que aun así acceden a l país y que en algunos casos, c omo el de los coreanos, l levan en él varias generaciones, está generando u n a bolsa de conflicto latente y apartando sus criterios políticos y sociales de las normas democráticas.

L a ciudadanía m u l t i c u l t u r a l constituye, p o r m t i m o , u n a exper iencia relativamente reciente que se propone conc i l iar l a promoción política de l a diversidad y de l a autonomía cultural c on su integración en u n sistema cívico igual i tario . Austral ia , Canadá y Suec ia desde los años setenta y H o l a n d a desde los ochenta encajan, con diversos matices, en esta tipología. E l mul t i cu l tura l i smo entendido en este sentido no descansa sobre ningún pr inc ip io de atribución de l a ciudadanía en particular . L a legislación canadiense a l respecto, p o r ejemplo, se basa en el ius solis, mientras que l a sueca l o hace en el ius sanguinis, s i b i en l a brevedad de los periodos de transición faci l i ta considerablemente el acceso a l a ciudadanía. 2 1 Más importante es s u asentamiento sobre unas estructuras institucionales que p e r m i t a n integrar a las asociaciones de inmigrantes en u n marco de negociación colectiva. L a función de tales organizaciones consiste en l a representación de intereses y en la formulación de políticas específicas c o n e l fin de p r o m o c i o n a r los derechos y el estatus de sus miembros . A cambio , este régimen de «incorporación vertical» i m p l i c a el reconocimiento a d m i nistrativo de las diversas categorías étnicas y religiosas por el Estado. N o es de sorprender p o r ello que s u implantación en E u r o p a haya tenido lugar en países c o n u n a fuerte tradición corporativa. E n H o l a n d a , p o r ejemplo, se h a intentado art icul a r u n pilar musulmán paralelo a l de las confesiones católica y protestante. E n Suecia , p o r el contrario , las políticas mul t i cu l -

21. Esta información se la debo a Ana López Sala y su ponencia «Inmigración y admisión a la ciudadanía: una visión comparada de las políticas europeas», presentada en el seminario Modelos políticos para el multiculturalismo del Instituto de Filosofia del CSIC en marzo de 1997.

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rurales se h a n guiado p o r el p r i n c i p i o más general de la «co rresponsabilidad». 2 2

Estas contrapartidas no carecen de riesgos, como son l a formulación aclministrativa, el encapsulamiento y l a jerarqui -zación de las categorías culturales, prop ic iando de paso l a figura de los vbrókers étnicos» que compiten p o r recursos y estatus para sus comunidades a l t i empo que rea f i rman su autor idad mediadora a expensas de sus m i e m b r o s . 2 3 P o r otro lado, l a consagración del p lura l i smo nac i ona l en el seno de u n E s t a do no constituye garantía a lguna sobre l a existencia de modelos de incorporación igualmente plural istas p a r a los residentes extranjeros. S u i z a ofrece el pecu l iar ejemplo de u n país art i culado según estmcturas cantonales etnplingüísticamente diferenciadas cuya fuerte tradición de participación cívica contrasta, s i n embargo, c o n l a i m p e r m e a b i l i d a d de s u ius sanguinis y con l a política excluyente que pract i ca c o n sus inmigrantes. E n cualquier caso, las inic iat ivas en favor del p lura l i smo cu l tu ra l no se l i m i t a n a los países del P r i m e r M u n d o . E n Lat inoa mérica, C o l o m b i a pr imero y México después h a n introducido modif icaciones en sus respectivos textos constitucionales con el fin de otorgar u n reconoc imiento político a sus minorías indígenas. L a s dificultades e n este caso se derivan, s i n embargo, de l a l i m i t a d a capacidad de sus Estados para poner en práctica los pr inc ip ios legalmente plasmados, part icularmente cuando el Estado de Derecho y s u monopo l i o de l a violencia es en ocasiones más u n deseo que u n a r e a l i d a d . 2 4

España, p o r su parte, n o se adapta b i en a n i n g u n a de las categorías anteriores. S u débil y tardía construcción como E s tado nac ional n o fue capaz de evitar l a aparición de unos n a cionalismos periféricos que continúan desafiando s u autocon-cepción como u n país uni tar io y homogéneo. E l nac ional ismo

22. Cfr. S. Collinson: Beyond Borders, op. cit.; A. Álund y C U . Schiemp: Paradoxes of Multiculturalism: Essays on Swedish Society, Aldershot, Avebury, 1991.

23. Sobre este aspecto de las políticas comunitarias británicas, véase S. Vertovec, op. cit.

24. He de agradecer la información y las perspectivas aportadas sobre Colombia a los trabajos de Alfonso Monsalve: «El multiculturalismo en Colombia» y de Gloria Isabel Ocampo: «Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena», presentados en el seminario internacional Liberalismo, multiculturalismo y derechos diferenciados celebrado en la Universidad de Antioquia, Medellín, en mayo de 1997.

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autoritario del régimen franquista y su apropiación de los símbolos nacionales h a desprestigiado cualquier lenguaje político que míente apelar de f o rma intensiva a l patr iot ismo español y, de paso, ha impedido l a pos ib i l idad de art icular u n a c iudadanía de inspiración republ icana. L a ciudadanía española constituye, p o r ello, u n a variante par t i cu lar de las «ciudadanías mestizas». 2 5 P o r otro lado, el p lura l i smo nac ional que ha condicionado l a política española durante el último siglo y h a encontrado finalmente u n inestable reconoc imiento en l a Constitución de 1978 n o parece capaz de i n s p i r a r u n a ciudadanía m u l t i cul tural de cara a los inmigrantes , todavía demasiado escasos para hacer sentir su peso político. L a s estadísticas reflejan una dual idad generalizada de lealtades entre los españoles hac ia su país y hac ia sus identidades regionales. S i n embargo, las d i f i cultades de integración c o n que se enfrentan los trabajadores africanos en el M a r e s m e catalán o los marroquíes en M a d r i d son sustancialmente las mismas . L a división administrat iva de los inmigrantes entre el Régimen C o m u n i t a r i o y el Régimen General , así c omo los criterios diferenciados para l a obtención de l a nac ional idad según l a af inidad cu l tura l de los solicitantes c o n l a v i d a española, repercuten inevitablemente sobre l a cohesión social . Además, l a permanente inseguridad jurídica a que conduce el Reglamento de l a L e y de Extranjería, un ida a l a discrecional idad administrat iva en l a concesión y prórroga de los permisos de residencia, d i f i cu l tan cualquier política seria de integración. C o m o denuncia Antonio Izquierdo, «no hay criterios, n i medidas concretas; n o se sabe s i son los ayuntamientos los puntales de l a política de integración, n i existe acuerdo sobre s i son los servicios comunitar ios o los especializados los que van a l levar el peso de l a tarea». 2 6 L a sociedad y l a clase política española no v a n a poder demorar p o r mucho más t iempo el debate sobre el modelo de incorporación que se desea para los inmigrantes en nuestro país. P a r a ello es preci so i n f o r m a r a l a población, evaluar las experiencias de otros

25. Debo este término a M . " Teresa Uribe y su ponencia «Comunidades, ciudadanos y derechos», presentado en el seminario Multiculturalisnto, liberalismo y derechos diferenciados; cfr. nota snpra.

26. A. Izquierdo: La inmigración inesperada; la población extranjera en España, Madrid, Trotta, 1996, p. 139.

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países y erradicar estereotipos sobre l a inmigración. L a i n m e n sa mayoría de los inmigrantes n o arr iba a l país en pateras, n i lo hace por «oleadas», como parecen dar a entender los medios de comunicación, s ino que se encuentran asentados y a en los barrios de las grandes ciudades y en zonas agrícolas con demanda de mano de obra poco especializada. P o r ello, tarde o temprano l a política de contro l de flujos tiene que dar lugar a u n modelo más consecuente c o n l a real idad social de la i n migración en España.

L a admisión a la comunidad política

E l debate normativo sobre los problemas que he descrito se ha centrado hasta l a fecha en d i r i m i r l a l eg i t imidad de los c r i terios que regulan el acceso a u n país con el f in de residir y trabajar en él, es decir, en el derecho a l a inmigración. L a teoría m o r a l de inspiración l ibera l se enfrenta c o n l a paradoja de que s i b ien l a pos ib i l idad de abandonar l a p r o p i a c o m u n i dad política es u n derecho inal ienable que afecta a l a l ibertad personal de los individuos , no se corresponde c o n u n derecho equivalente a ser aceptado en i m a c o m u n i d a d ajena. S i n e m bargo, en u n régimen estrictamente l iberal , más que el 'derecho de acceso, l o que precisaría u n a justificación m o r a l es l a denegación del m i s m o . E l demos l iberal , u n a vez más, muestra aquí los contradictorios efectos de su carencia de criterios de identificación sobre su prop io perímetro político. L a democracia, en definitiva, presupone, no crea u n demos.27 P o r ello, el derecho de sal ida depende moralmente de l a autonomía que se les reconoce a los miembros de toda c o m u n i d a d l iberal . E l de entrada, p o r el contrario, se encuentra supeditado al p r i n c i p io de autodeterminación colectiva de esa m i s m a comunidad . E l propio Rawls , a l par t i r del supuesto de u n a sociedad auto-contenida en l a que sus miembros desarrol lan u n a v ida c ompleta, h a tenido que elaborar f inalmente los criterios normat i -

27. Cfr. K. Hailbronner: 'Citizenship and Nationhood in Gcrmany», en R. Bruba-ker (ed.): Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and North America, op. cit.

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vos para u n derecho de gentes. Esos criterios se basan en l a Distinción entre «sociedades b i e n ordenadas», y a sean liberales o jerárquicas, «regímenes ilegales» y sociedades incapacitadas p o r sus propias condiciones socio-históricas p a r a adqu i r i r u n b u e n ordenamiento. U n a sociedad b i e n ordenada debe ser pacífica y n o expansionista, poseer u n s istema legal legítimo a los ojos de sus miembros y respetar los derechos humanos elementales. 2 8 L a mstinción fundamenta l estriba en que en las sociedades jerárquicas, a diferencia de las liberales, no se considera a los mdfviduos c o m o ciudadanos libres e iguales, pero aun así se les reconoce c o m o «sujetos responsables capaces de admit i r sus deberes y obligaciones morales y de jugar u n papel en l a v i d a social» . 2 9 Según Rawls , las relaciones entre sociedades b i en ordenadas son susceptibles de articularse de acuerdo con u n pr inc ip i o político de just i c ia aceptable por el ju ic io reflexivo de los pueblos y sus gobiernos. P o r otro lado, las sociedades incapacitadas p a r a el b u e n orden merecen toda l a ayuda que se les pueda ofrecer p a r a superar s u condición. C o n los regímenes ilegales, p o r el contrario , t a n sólo se puede llegar a u n modus vv&endi en el que p r i m e l a defensa de l a integridad de l a sociedades b i en ordenadas.

E s t a reflexión ofrece u n pr inc ip i o regulativo p a r a las relaciones internacionales y, debidamente mat izada , permitiría cuestionar l a potestad jur isdicc ional absoluta de los Estados sobre sus ciudadanos, pero sigue s i n aportar criterio alguno sobre l a admisión a l a c o m u n i d a d política, u n a cuestión tanto más urgente s i l a emigración es concebida, a l i gua l que l o hace Rawls , como u n derecho elemental de las personas. E n real idad es el p rob lema de l a inmigración, y no de l a emigración, e l que pone en evidencia las contradicciones de l modelo autocontenido de sociedad sobre el que se basa el esquema l iberal rawls iano . D e sus dos pr inc ip ios de- just ic ia parecería desprenderse, en u n p r i m e r momento , l a üegitimidad de cual -

28. Esos derechos son la seguridad personal y los medios necesarios para la subsistencia, la libertad frente a la esclavitud y la servidumbre, la propiedad privada, la igualdad formal en la aplicación de la ley y el derecho a la emigración. Cfr. J . Rawls: «The Law of Peoples», en S. Shute y S. Hurley (eds.): On Human Rights: the Oxford Amnesty Lectures, Nueva York, Basic Books, 1993, p. 62.

29. Ibid., p. 71.

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quier restricción en el acceso a u n a c o m u n i d a d l i b e r a l . 3 0 E n efecto, las posibles consecuencias de l a inmigración sobre el nivel de v ida de los naturales del país son moralmente i r re levantes si l a l ibertad de m o v i m i e n t o es considerada como u n a l ibertad básica. E s t a l ibertad sólo sena restringióle con el f in de asegurar el s istema global de libertades. P o r otro lado, l a desregulación de los flujos migrator ios podría interpretarse desde l a perspectiva de l a igua ldad de oportunidades a escala internacional . P o r último, en l a m e d i d a en que l a inmigración suponga i m a mejora de las condiciones de v i d a de los recién llegados, l a apertura de las fronteras respondería también a l «principio de l a diferencia». 3 1 F o r z a n d o l a interpretación de Rawls , sólo s i resultase evidente que l a inmigración fuera a saldarse con u n a disminución neta de las libertades y del b i en estar económico de todos, inmigrantes y naturales del país, estaría entonces l eg i t imada u n a regulación restrictiva de l a m i s m a .

L o s esquemas uti l itaristas, aplicados s i n matizaciones, pueden arrojar paradojas similares. E n efecto, s i el criterio m o r a l para juzgar l a función de las instituciones políticas debe guiarse umversalmente p o r el interés de todos los indiv iduos en exper imentar placer y evitar el sufr imiento , n o existiría justi f icación alguna para s i tuar el interés de los c iudadanos de u n país p o r enc ima del de los potenciales inmigrantes . Llevado a s u extremo, el p r inc ip i o de l a igua l consideración de los intereses induciría a conc lu i r que las políticas migratorias deben obedecer a l a lógica de todo o nada : o tenemos l a obligación m o r a l de admit i r a todos los inmigrantes y refugiados que l o sol ic iten o no tenemos l a obligación de a d m i t i r a n inguno . Este argumento puede matizarse l i m i t a n d o su aplicación a los intereses de aquéllos directa o indirectamente afectados p o r u n eventual

30. Como es sabido, estos dos principios son, en primer lugar, el derecho de toda persona a un esquema igualitario de libertades básicas; en segundo lugar, las desigualdades sociales y económicas están supeditadas a la condición de que los cargos y ocupaciones estén abiertos.a todos en igualdad de condiciones y de que operen en favor del máximo beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad. J. Rawls: Political Liberalism, op. cit., p. 291. Esta última condición era denominada «principio de la diferencia» en su anterior obra A Tlieory of Justice.

31. Cfr. F.G. Whelan: «Citizenship and Freedom of Movement: an Open Admission Policy?», en M . Gibney: Open Borders? Closed Societies?, op. cit., pp. 3-39.

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proceso migratorio . "Entre ellos podríamos identi f icar los de los potenciales inmigrantes y refugiados, los de los ciudadanos del país en cuestión e inc luso los de las futuras generaciones. 3 2

L a cuestión clave consiste aquí en determinar la naturaleza de tales intereses y el pr inc ip io para establecer u n equi l ibrio entre los mismos . E n efecto, los intereses de los que l l a m a n a las puertas de u n país pueden referirse a sus más elementales necesidades de subsistencia, mientras que los de los nacionales pueden a ludir a l a posible disminución de su n ive l de v ida por l a saturación del mercado laboral , l a perturbación de su entorno v i ta l p o r l a irrupción de l a mul t i cu l tura l idad o p o r los costes fiscales de l a integración de los inmigrantes .

L a apelación a l a so l idar idad tiene aquí u n límite. C u a l quier político sabe que l a f o r m a más segura de perder unas elecciones consiste en l l a m a r a apretarse el cinturón para que quepan más extranjeros o ped i r que todos tengamos menos para que sean más los que tengan algo. E s t o no supone, en absoluto, prejuzgar negativamente los efectos económicos de l a inmigración. S o n muchos los estudios empíricos que demuestran sus coyunturales efectos benéficos. E s más, los i n m i grantes arr iban porque existen nichos en el mercado de trabajo que los nacionales se niegan a ocupar. Sus propias c o m u n i dades t e r m i n a n as imismo p o r generar mía «economía étnica» en l a que muchos de ellos encuentran empleo. Tampoco hay que presuponer que los inmigrantes l legan necesariamente i m pulsados p o r condiciones desesperadas: los más desamparados se quedan en sus países de origen. L a s migraciones son, a fin de cuentas, u n fenómeno eminentemente económico. S u d i mensión nac ional , c omo v imos al tratar a Rawls , alude a l nivel de equi l ibr io entre las necesidades de quienes l legan y a l a percepción de sus consecuencias p o r parte de quienes arr ibar o n antes o son del lugar. E s e «nivel de saturación» comuni ta -

32. Algunos utilitaristas extienden la nómina hasta incluir los «intereses» de los animales y del medio ambiente que se verían afectados por un incremento de la presión demográfica. Cu\ P, y R. Singer: «The Ethics of Refugee Policy», en M . Gibney, op. cit., pp. 111-130. Aunque su artículo se centra en el caso de los refugiados, no se ve que su razonamiento pudiera ser distinto para los inmigrantes. Es más, en el mundo contemporáneo, la distinción entre inmigrantes y refugiados se hace cada vez más difícil.

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r ia es de índole política y no se deja d i l u i r p o r razonamientos puramente morales. E l fundamental ismo m o r a l huye por definición de las pedestres contingencias que constituyen l a real i dad de l a práctica política, juzgando así c on criterios ajenos a ella los conflictos c o n los que necesariamente h a de l idiar , aun a riesgo de convertir lo bueno en enemigo de lo óptimo. L a política se desenvuelve, s i n embargo, en el ámbito de l a conci liación de conflictos p o r recursos l imitados entre actores con intereses y valores plurales. Sus pr inc ip ios están teñidos por ello de consideraciones normativas y estratégicas. E l desencuentro de ambas dimensiones determina el m o m e n t o en que l a m o r a l se torna apolítica y l a política amoral . U n a aprox imación a l prob lema de l a inmigración desde planteamientos ajenos a fundamental ismos de u n o u otro signo debería comenzar p o r tomar en cuenta los ju ic ios morales, las concepciones políticas y los intereses materiales de los impl i cados en tales procesos.

M i c h a e l W a l z e r h a desarrollado u n a estrategia argumentat iva de este estilo p a r a anal izar el derecho de inmigración. 3 3

S u supuesto de parüda mantiene que las comunidades tienen derecho a decidir a quiénes admiten. T a l derecho no sólo se justificaría atendiendo a los sentimientos morales que dan preferencia a los intereses de l a c o m u n i d a d frente a los de los foráneos, s ino al deseo también de preservar l a homogeneidad que hace posible l a v ida c o m u n i t a r i a y el consiguiente disfrute de sus bienes sociales. E l acceso a u n a c o m u n i d a d política, pues, puede ser concebido según W a l z e r p o r analogía a u n vecindario, u n club o u n a fami l ia . E n el p r i m e r caso los extraños pueden ser b ien o m a l recibidos, pero n o resulta posible negarles el derecho de entrada. Obviamente, los Estados contemporáneos poseen l a capac idad de de tenn inar sus políticas de admisión. E n este sentido, l a analogía que más les cuadra es l a del c lub: sus socios pueden dec id ir sobre l a admisión de nuevos miembros con el f in de preservar u n a determinada ident idad asociativa, pero l a sa l ida del m i s m o n o está vetada. Los Estados pueden actuar, además, c omo famil ias , esto es, d iscr iminando el acceso según u n a detenninada relación de

33. M . Walzer: Spheres of Justice, Nueva York, Basic Books, 1983, pp. 9 y ss.

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af inidad o parentesco, y a sea ésta de índole cul tural , étnica o política. Éste es el p r inc ip i o que guía numerosos modelos de admisión, como reflejan las políticas de reagrupación famil iar , las de concesión de asilo para los perseguidos políticos o el reconocimiento de l a ciudadanía nac iona l en v i r tud de l a común ascendencia étnica con los solicitantes.

Este pr inc ip io de autonomía comuni tar ia requiere impor tantes matizaciones, y a que estrictamente aplicado podría serv i r para legit imar, p o r ejemplo, políticas de inmigración rac ia l -mente sesgadas como las que durante algún t iempo pusieron en práctica los Estados Unidos , Austra l ia y Canadá. S u p r i n c i p a l p r o b l e m a reside e n l a di f i cultad de establecer u n entendimiento común sobre lo que signif ica l a ident idad comunitar ia . E n efecto, en u n a c o m u n i d a d l iberal , l a u n i d a d de valores sobre l a que se asienta el régimen de libertades y derechos cívicos no i m p l i c a i m acuerdo s i m i l a r sobre el significado cultural o ideológico de lo que constituya el « m o d o de vida» de l a com u n i d a d . 3 4 E s a u n i d a d refleja más b i e n u n acuerdo m o r a l sobre la f o rma de las instituciones políticas que deben gobernar el país, no sobre los fines o el estilo part i cu lar que deban guiar el ejercicio del gobierno. L o s c iudadanos españoles pueden estar, y están de hecho, fundamentalmente de acuerdo con los pr inc ip ios democráticos que i n s p i r a n nuestra Constitución, pero no en lo que signifique «ser español», l a «justicia social» o el «equilibrio territorial», p o r t o m a r tres ejemplos. Semejante p lura l idad en l a f o rma de entender el modo de v ida deseable y l a definición de l a ident idad comuni tar ia que lo acompañe es precisamente l a que hace perentoria l a existencia de instituciones políticas organizadas según u n a concepción procedi -menta l de l a just ic ia . Ésta es l a di ferencia fundamental que aleja l a posible concepción del Estado como u n a t r i b u , u n club o u n a fami l ia .

34. Esta diferencia ha sido señalada por Dworkin en su debate sobre la inexistencia de una moral sexual pública que posea un significado político similar al que tiene el acuerdo sobre la forma de gobierno de un país democrático. Cfr. R. Dworkin: «Liberal Community», California Law Review, voi. 77, n." 3 (mayo 1989). Sobre su pertinencia para el derecho de inmigración, cfr. J.A. Scanlan y O.T. Kent: «The Force of Moral Arguments for a Just Immigration Policy in a Hobbesian Universe», en op. cit., p. 86.

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L a diferenciación entre l a esfera de las solidaridades c o m u nitarias y l a de los derechos individuales es también pertinente para d i luc idar moralmente el derecho a l a inmigración. E n efecto, el hecho de que los refugiados posean u n estatuto distinto a l de los inmigrantes refleja u n a mstínta concepción de las obligaciones morales que nos v i n c u l a n a las personas ajenas a nuestra comunidad . Quienes huyen de l a persecución política pueden apelar a l a so l idar idad en n o m b r e de los derechos cívicos que se les niega e n sus países de origen y que constituyen l a p iedra angular de los regímenes democráticos que los acogen. P o r el contrario , quienes b u s c a n l a mejora de sus condiciones materiales de v i d a mediante l a emigración pueden ver condic ionada l a so l idar idad que supone su a d m i sión en u n país a consideraciones de índole ut i l i tar ia : d isponi b i l i d a d de recursos, estabil idad económica nac ional , etc. E l asilo es, estrictamente hablando, u n o de los pocos casos en que puede concebirse l a so l idar idad como u n «derecho». L a so l idar idad constituye u n a f o r m a de reconocimiento que tiene lugar fundamentalmente en el entorno de las afinidades m o r a les comunitarias , n o en el ámbito jurídico-político de los derechos. S i n embargo, l a concesión de asilo político no está condic ionada a criterios de a f in idad étnica o cu l tura l prec isamente porque se concede apelando a los derechos y libertades de l a persona. L o que l a diferencia mora lmente de l a admisión de inmigrantes estriba en que l a concesión de asilo supone implícitamente u n reconocimiento de las libertades y derechos cívicos de los que debiera gozar todo ser h u m a n o e n cada país. L a aceptación de inmigrantes , s i n embargo, n o supone a f i rmar que las particulares condiciones sociales de l país de acogida deban representar u n estandard internac ional . Concebir a m bos fenómenos como u n a manifestación de l a so l idaridad genera l que se debe a l género h u m a n o no permitiría establecer ta l mstinción. Además, l a di ferencia de l a persecución política frente a las penurias materiales de los inmigrantes que huyen de l a pobreza se refleja también en los pal iativos imaginables en cada caso: frente a l atraso económico que genera emigración cabe l a ayuda a l desarrollo; frente a l a opresión política cabe l a defensa internac ional de los derechos humanos , pero l a intervención directa contra los regímenes dictatoriales es

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algo m u c h o más debatible en el derecho internacional . E s t a distinción es, p o r supuesto, puramente abstracta y trazar la en l a práctica resulta m u y difícil, pero permite defender l a relati va autonomía m o r a l de que gozan las políticas de asilo con respecto a su variable grado de popu lar idad entre l a opinión pública. E n cualquier caso, parece c laro que el imaginar io n i vel de saturación de extranjeros en u n país es fundamental mente político y está l igado, p o r u n lado, a l a capacidad objetiva del Estado p a r a proteger los derechos de las personas que y a residen en él y para mantener ios recursos sociales d isponi bles; p o r otro, está condic ionado a l a percepción subjetiva de ese grado de seguridad y de estabil idad soc ia l p o r parte de su opinión pública. Tanto los argumentos rawlsianos como los utilitaristas t e r m i n a n por converger en este caso en l a sujeción del derecho de inmigración a u n nive l de v iab i l idad social y política en las condiciones de v i d a de los ciudadanos, los resi dentes y los potenciales inmigrantes de u n país . 3 5

U n a cuestión dist inta es el n ive l de asimilación cu l tura l que pueda exigir u n país a sus inmigrantes y l a conveniencia de reconocerles^derechos políticos. A m b a s cuestiones remiten, en m t i m a instancia , a l a diferenciación entre l a esfera de l o jurídi-co-político y l a de las identif icaciones comunitar ias . L o s dist intos patrones de ciudadanía analizados p lantean u n a relación variable entre el étimos y el demos, pero parecería cuanto menos hipócrita pretender l a asimilación cu l tura l de los i n m i grantes s i n concederles u n ingreso paralelo en las estructuras democráticas de u n país. D e hecho, aunque los distintos regímenes de incorporación social mant ienen u n grado variable de correspondencia entre ethnos y demos, el reconocimiento de derechos políticos pasa en todos los casos p o r l a concesión del estatuto f o r m a l de ciudadanía a los inmigrantes . L a única excepción l a constituye en el seno de l a Unión E u r o p e a el derecho de voto en las elecciones locales p a r a los c iudadanos comunitar ios residentes en otro país custinto del propio . S i n embargo, s i l o que cohesiona fundamentalmente l a v i d a política

35. De hecho, el «principio de la diferencia» rawlsiano supone la introducción de un criterio utilitarista en una argumentación basada en la igualdad de derechos y oportunidades, tal y como se refleja en sus dos principios de justicia.

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de u n país democrático es u n consenso sobre las formas de gobierno, más que sobre el s ignif icado atr ibuido a l a forma de pertenecer a l país, no parece justif icable denegar l a part i c ipación política a quienes se encuentran sometidos a u n m i s m o pr inc ip io de jurisdicción terr i tor ial . L a admisión de i n m i g r a n tes s i n l a correspondiente pos ib i l idad de acceder a l a c iudadanía plantea a largo p lazo el p r o b l e m a de los metecos, de los extranjeros en el país de adopción de sus antepasados, m i e n tras que l a residencia de larga duración desprovista de voz en los asuntos públicos equipara políticamente a denizens y t ran seúntes, erosiona el sentido de l a democrac ia y m i n a sus pro pias condiciones sociales de v iab i l idad . Cuando u n a fracción significativa de l a población está const i tuida p o r seudotran-seúntes y metecos, sus intereses y puntos de vista dejan de ser tenidos en cuenta p o r los políticos y se produce u n parejo desinterés de aquélla p o r los asuntos nacionales. P o r lo demás, tampoco parecería razonable obl igar a los nuevos inmigrantes a abandonar p o r completo s u anterior ident idad cultural , sobre todo cuando l a clinámica de integración social sólo depende parcialmente de factores culturales. Las reivindicaciones sociales en nombre de l a ident idad cultural suelen reflejar en este caso demandas de u n calado más pro fundo sobre l a form a de inserción de los inmigrantes en l a sociedad. C o m o señal a Y a s e m i n Soysal ,

[...] la «política de la identidad», en la medida en que per-mea el repertorio de las organizaciones de inmigrantes, no supone una mera revitalización de las «identidades étnicas» o de las «tradiciones». Sirve más bien de medio para participar en política y negociar la pertenencia. Es una manera de vincularse a las condiciones de membrecía en los países de acogida sin la necesaria referencia a una nacionalidad compartida, tal y como reflejan las demandas de doble ciudadanía, de derechos de voto para los residentes extranjeros y de reconocimiento de las diferentes comunidades de inmigrantes. 3 6

Más que desafecto p o r el país de acogida, este t ipo de r e i vindicaciones demuestra que los modelos de incorporación so-

36. Limits of'Citizenship, op. cit.,p. 111.

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c ia l dependen tanto de diseños institucionales como de l a h a b i l idad política de los inmigrantes para defender sus intereses. L a doctr ina del p lura l i smo cul tural , ta l y como fue postulada por Horace K a l l e n , u n o de sus más tempranos defensores en los Estados Unidos , mantenía que l a cooperación y l a competencia amistosa y l ibre entre quienes s o n diferentes permite u n mayor grado de realización soc ia l que l a segregación y el aislac ion ismo entre los grupos cu l tura les . 3 7 E l mult i cu l tura l i s -m o contemporáneo corre e l riesgo de o lv idar estos pr inc ip ios y degenerar en diversidad programada o en u n a jerarquiza-ción etnocultural de los estratos socioeconómicos. L a integración r a r a vez es el resultado de l a ingeniería social , s ino de l a combinación de programas públicos adecuadamente or ientados y de l a presión política. P o r ello, l a concesión de derechos de participación a los inmigrantes atendiendo a s u grado de compromiso c o n e l país de acogida y l a relajación de los criterios de acceso a l a ciudadanía, junto c o n políticas sociales dirigidas a i m p e d i r l a superposición de cleavages étnicos y socioeconómicos, contribuiría a fortalecer l a cohesión social y a conceder una%mayor congruencia a l a relación entre el demos y el conjunto de l a población rea l en unas sociedades sometidas a crecientes flujos transnacionales.

37. H . Kallen: Cultural Pluralism and the American Idea, Philadelphia, Universit of Philadelphia Press, 1956.

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P L U R A L I S M O Y D E M O C R A C I A : L A FILOSOFÍA POLÍTICA A N T E L O S R E T O S

D E L P L U R A L I S M O SOCIAL

Roberto Rodríguez Guerra (Universidad de La Laguna, Tenerife)

Plura l i smo y democrac ia s o n conceptos que hoy consideramos prácticamente indisociables. D e hecho, nos mcl inamos a pensar que el u n o no puede existir s i n l a otra, .que el p lural is m o sólo es posible en democrac ia o que l a democrac ia i m p l i c a necesariamente p lura l i smo . G . Sar to r i (1996, 107) h a sintetizado recientemente ta l relación ind i cando que «la democracia como p lura l i smo resume l a concepción de l a democrac ia que tiene cualquier c iudadano occ idental normal». Pero este vínculo n o es tan poco problemático como en p r i n c i p i o puede parecer. Así, s i n necesidad de remontarnos a experiencias o contextos históricos pasados, acaso n o quede más remedio que reconocer que, en el m i s m o momento en que se proc lama el fin de la historia y el triunfo de la democracia liberal, se h a n hecho más que evidentes diversos desafíos a l a naturaleza y fundamentos de este específico modelo de organización política. B u e n a parte de esos desafíos prov ienen precisamente de las demandas que el prop io p lura l i smo plantea a l a democrac ia l iberal en este f in de siglo. E n el presente ensayo se ana l i zan algunas de sus expresiones más significativas durante las últimas décadas: el pluralismo posesivo, el pluralismo asociativo y el pluralismo cultural. N o s interesan, en consecuencia, re cientes expresiones del p lura l i smo desarrolladas en el ampl io y

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difuso ámbito de l a sociedad chai cuyos exponentes son grupos y movimientos sociales de diverso t ipo que poseen escasas o débiles relaciones con las instituciones formales del Estado. S i n embargo, estas formas de p lura l i smo no permanecen recluidas en el ámbito de l o privado. P o r el contrario, desean in f lu i r sobre l a distribución del poder, sobre l a orientación del devenir colectivo o sobre los pr inc ip ios fundamentales que insp i r a n l a democrac ia l ibera l establecida, l o cua l les otorga u n a c lara proyección política. E s más, ta l y c omo veremos, cada u n a de estas formas de p lura l i smo aporta distintas perspectivas y presenta diferentes retos que t ienen u n a relevancia cent ra l para el presente y futuro de l a democracia . N o obstante, el p lura l i smo social no es, n i m u c h o menos, u n fenómeno reciente. Podría decirse inc luso que, en cierto sentido, surge con l a democracia l iberal en los inic ios de l a modernidad , razón por l a cual es ineludible esbozar de f o r m a previa algunos rasgos diferenciales del pluralismo moderno.

I. E l pluralismo moderno

E n u n a pr imera aproximación cabría definir el pluralismo «como u n estado en el que en u n a m i s m a sociedad coexisten personas que viven sus vidas de diferentes maneras» (Berger y L u c k m a n n , 1997, 59). De t a n vaga definición acaso no quede más remedio que concluir —como así lo hacen los autores mencionados— que el plural ismo no es u n fenómeno específicamente moderno sino que, p o r el contrario, puede darse en toda sociedad más o menos compleja, independientemente de l a forma de gobierno que ésta posea y del tipo de relaciones que se establezcan entre los mdividuos, los grupos y el poder político. E s fácil mencionar diversas sociedades, pasadas y presentes, en las que las personas y los grupos poseen diferentes formas de relacionarse. Tales serían los casos, p o r ejemplo, de las sociedades estamentales medievales o del sistema de castas hindú, a las cuales consideramos sociedades plurales pero en modo alguno pluralistas. L a razón de dicha consideración reside en que el pluralismo alude, en el sentido moderno, a algo más que a l a posibil idad de conducir nuestras vidas de diferentes modos.

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Intentaré ofrecer u n a respuesta a esta cuestión destacando algunas de las características de l a prop ia modernidad . Ésta podría definirse como u n m o m e n t o histórico en el que diferentes sociedades se ven sometidas a u n pro fundo proceso de racionalización y/o secularización cuyos aspectos más sobresalientes sintetizaré recurriendo a las reflexiones de Habermas acerca de l a teoría weber iana de l a racionalización.

L a ampl ia , diversa y desordenada serie de fenómenos que Weber (1987, vo l . I, 11-24) nos ofrece en su conocido intento de interpretación de l a peculiaridad específica de l rac ional ismo occidental podría reinterpretarse según H a b e r m a s (1987, vo l . I, 214 y ss.) bajo l a perspectiva de tres formas o complejos de racionalización: 1) l a racionalización social, que alude a l a emergencia de l a empresa capital ista y el Es tado moderno como subsistemas independizados entre sí, guiados p o r l a acción rac ional con arreglo a fines y cuyo medio organizativo es el derecho; 2) l a racionalización cultural, que expresa la consti tución de l a c iencia, l a m o r a l y e l arte como esferas culturales autónomas y regidas cada u n a p o r s u p r o p i a lógica interna; y 3) l a racionalización del sistema de la personalidad que hace referencia a l modo metódico y racional de vida característico de l a ética protestante. E n lo que aquí nos interesa es preciso destacar brevemente algunas consecuencias del proceso de r a cionalización ctutural . Éste da cuenta de l a creciente diferenciación de distintas esferas culturales e i m p l i c a l a emergencia, ante l a conciencia de los sujetos, de l a legal idad propia de cada u n a de ellas. Expresa l a progresiva diferenciación de las esferas de valor cognit ivo- instrumental (ciencia), práctico-mor a l (moral) y expresivo-estética (estética), así c omo l a lucha o tensión entre sus respectivas pretensiones de val idez (la verdad, l a rect i tud normat iva y l a bel leza o autenticidad). A h o r a bien, estas pretensiones de val idez, a l entrar en juego en el p lano de l a sociedad como criterios para l a orientación de l a acción de los indiv iduos , pueden generar conflictos de acción y órdenes de v ida antagónicos. F u e precisamente Weber (1986, 216) quien indicó el alcance de ta l proceso a l señalar con toda c laridad: «si hay algo que hoy sepamos b i e n es l a verdad vieja y vuelta a aprender de que algo puede ser sagrado, no sólo aunque no sea bello, s ino porque n o lo es y en la medida en

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que no lo es [...] También sabemos que algo puede ser bello, no sólo aunque no sea bueno, s ino justamente p o r aquello que no lo es. [...] P o r último, pertenece a l a sabiduría cot idiana l a verdad de que algo puede ser verdadero aunque no sea n i bel lo , n i sagrado, n i bueno. N o obstante, éstos n o son sino los casos más elementales de esa cont ienda que entre sí sostienen los dioses y demonios de los distintos sistemas y valores». E l significado último del proceso de racionalización cul tural reside no sólo en esa diferenciación de las esferas culturales de valor s ino también, c omo señala W e b e r (1986, 200 y 223), en que «se h a excluido lo mágico del mundo» y, p o r tanto, en que «la v ida , en l a m e d i d a en que descansa en sí m i s m a y se c omprende p o r sí m i s m a , n o conoce s ino esa eterna l u c h a entre dioses y demonios. O d icho s i n imágenes, l a impos ib i l idad de uni f i car los distintos puntos de v ista que, en último término, pueden tenerse sobre l a v i d a y, en consecuencia, l a i m p o s i b i l i dad de resolver l a l u c h a entre ellos, y l a necesidad de optar por u n o u otro».

A diferencia de lo acontecido en el m u n d o moderno, en las sociedades premodernas l a u n i d a d y sentido del m u n d o estaba preservada p o r diversas cosmovisiones míticas o metafísico-re-ligiosas que i n u n d a b a n l a cul tura , l a v i d a soc ia l y l a conciencia de los individuos . Pero es precisamente esa capacidad uni f i ca -dora l a que queda puesta en cuestión p o r l a fragmentación y diferenciación de las esferas culturales a que condujo el proceso de racionahzación/secularización. A h o r a y a no es posible u n sistema único y común de valores que oriente el pensamiento y l a acción de los sujetos. E s p o r eso que W e b e r v io el signo de nuestro t iempo tanto en l a progresiva expansión-institucionali-zación de u n a rac iona l idad c o n arreglo a fines en todos los ámbitos de l a v ida (cuya ciúminación podría ser l a pérdida de l a l ibertad y l a jaula de hierro), c omo en el retorno de u n nuevo politeísmo en el que l a l u c h a entre dioses y demonios t o m a l a f o rma de u n conflicto entre órdenes de valores y órdenes de v ida irreconcil iables.

De ser cierto l o anterior, cabría señalar que el p lura l i smo moderno alude a l a proliferación de sistemas de valores que pretenden dar u n i d a d y sentido a l a v i d a de quienes los sustentan. S o n sistemas de valores alternativos, que l u c h a n entre sí

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en u n a batal la que no tiene f i n a raíz de s u posible incompat i b i l idad o inconmensurabi l idad . Y a n o hay u n a única y última instancia a l a cual recurr i r a f i n de establecer qué es lo que debemos hacer o en qué consiste el b ien o l a «vida buena». T a l es el p lura l pero, a l m i s m o tiempo, trágico y desencantado m u n d o moderno ant ic ipado p o r W e b e r y exacerbado por Schumpeter . Este creía que «los valores últimos —nuestras concepciones acerca de lo que deben ser l a v i d a y l a socied a d — están más allá de l a lógica», pues los individuos y los grupos que los defienden pueden estar «enfrentados por diferencias irreductibles de valores que u n compromiso sólo podría m u t i l a r o degradar» (1983, vo l . I, 323). Pero, s i n duda, s u mejor expresión actual acaso res ida en- el p lura l i smo agonista (Gray, 1995) de Isaiah Berlín, p a r a quien (1992, 29), «hay m u cho fines distintos que pueden perseguir los hombres y aún así ser plenamente racionales, hombres capaces de entenderse entre ellos y s impat izar y extraer l u z unos de otros». Y ello pese a que tales fines o valores p u e d a n ser incompatib les entre sí.

Pero el m u n d o moderno se caracteriza también por el desarrollo de u n proceso de democratización política s in el cua l no es posible entender el carácter específico del p lural i smo moderno. E n l a sociedad feudal l a estructura soc ia l poseía u n carácter jerárquico y autoritario. E n ella los indiv iduos estaban insertos, inc luso p o r nac imiento , en ciertas estructuras (corporaciones, estamentos, etcétera) que d o m i n a b a n y controlaban buena parte de l a v i d a de sus miembros , determinando incluso su posición, roles y expectativas sociales. E l proceso de democratización rompió progresivamente ta l estructura social. S i m pl i f icando en exceso, supuso l a consolidación de u n nuevo m o delo de democrac ia (la democrac ia l ibera l representativa) cuya base es el reconocimiento de l a l ibertad y l a igualdad de los individuos. E s aquí donde entra e n juego u n a de las pr inc ipa les diferencias entre los modelos clásico y moderno de democrac ia y, c on ello, otro de los rasgos básicos del p lura l i smo moderno. M e refiero, c omo no , a l a concepción de l a l ibertad que subyace a l modelo l ibera l de democracia . A este respecto cabe recordar el conocido discurso de B . Constant acerca De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos y s u insistencia en el valor de l a l ibertad individual como el t ipo

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de l ibertad que necesitan y a l a que son susceptibles los mo dernos. C o m o es sabido, para Constant l a l ibertad de los ant i guos consistía en el ejercicio colectivo «de muchas partes de l a soberanía entera». E r a u n a l ibertad de índole íundamental-mente política y se manifestaba en l a participación clirecta y cot idiana de los c iudadanos en l a t o m a de decisiones políticas. S i n embargo, tenía c o m o contrapart ida l a total sujeción del indiv iduo «a l a autor idad de l a m u l t i t u d reunida». Años más tarde, en s u ensayo sobre La ciudad antigua, Fouste l de C o u -langes extremaría tales consideraciones a l señalar que ésta ejercía «un imper i o absoluto sobre sus miembros». Constituía u n a sociedad en l a que l a l ibertad i n d i v i d u a l no podía existir, pues en ella el c iudadano «estaba sometido en todas las cosas y s in reserva alguna a l a sociedad». Pero l o que i m p o r t a destacar aquí es que, a l dec ir de Constant, el ind iv iduo moderno tiene necesidades m u y diferentes. L a p r i m e r a de ellas es l a libertad individual o, en l a tenninología de Berlín, l a libertad negativa, a saber: u n a esfera pr ivada de acción en l a que los individuos están exentos de toda interferencia externa, sea ésta de otros indiv iduos o del prop io Estado .

Pese a lo discutible de estas consideraciones, l o cierto es que expresan algunas de las bases sobre las que se construye u n a concepción de l a sociedad y l a democrac ia en l a que, a diferencia de l o ocurr ido en e l m u n d o antiguo, se establece u n a oistinción (siempre borrosa e históricamente variable) entre l a esfera pr ivada y l a esfera pública. C o m o y a se h a sugerido, el objeto de ta l distinción es preservar u n ámbito de acción para l a l ibertad e in i c ia t iva pr ivadas que está protegido y del i mitado p o r l a ley, así c omo p o r el reconocimiento de los derechos inalienables del ind iv iduo .

L a instauración de ese modelo l ibera l de.sociedad y democracia n o sólo supuso el establecimiento de l a to lerancia y, en algunos casos, el aprecio de l a divers idad (Humboldt ) , esto es, el reconocimiento de u n a p lura l idad de sistemas de valores que, a l menos en l a esfera pr ivada, debían ser tolerados. D i cho modelo de democracia , a través del reconocimiento de los derechos civiles y políticos de los c iudadanos, también h i zo posi ble que las mstintas y conflictivas concepciones del m u n d o a l canzaran u n a notable proyección pública y política. A h o r a los

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ciudadanos t ienen derecho a expresar y defender sus diferentes intereses o concepciones de l a «vida buena» s i n estar sometidos a los dictados de l a sociedad y s i n temer p o r sus vidas y su l ibertad. S i n embargo, a diferencia de las condiciones en las que se desenvuelven las democracias del m u n d o antiguo, y a no existe u n a única cosmovisión. P o r el contrario, existe más b ien u n a p lura l idad de sistemas de valores que, al proyectarse sobre el ámbito de lo político, d a n lugar a distintas concepciones acerca de c ó m o debemos regular l a v i d a colectiva y cuáles deben ser sus pr inc ip ios rectores. Concepciones que, de u n a u otra forma, p lantean diferentes desafíos a l a prop ia democrac ia l iberal .

U n examen detenido de estos desafíos requeriría, cuando menos, recuperar m u y distintas reflexiones teóricas a l respecto. Así, p o r menc ionar algunas de las más conocidas, cabe n o olvidar las aportaciones de M a d i s o n en torno a l p lura l i smo de facciones, las de Tocquevil le acerca del p l u r a l i s m o asociativo, las de Weber o Schumpeter sobre el p lura l i smo bajo las cond i ciones de l a democrac ia de masas, etcétera. T a l tarea sobrepasa las posibil idades del presente trabajo. E s p o r eso que, c omo y a se h a mencionado, nos l i m i t a m o s a ciertas expresiones sociales del p lura l i smo que h a n cobrado especial relevancia a part i r de l a Segunda G u e r r a M u n d i a l .

n . E l pluralismo posesivo

A part i r de l a década de los c incuenta del presente siglo se consol idan en el ámbito de l a c ienc ia y l a teoría políticas d i versas reflexiones que t ienden a poner de relieve l a creciente impor tanc ia de los grupos de interés o presión en l a v ida soc ia l y política. S u persistencia y dispersión, así c omo l a progresiva atención que recibían p o r parte de los gobiernos, obl igar o n a reconocer que s u in f luenc ia sociopolítica era apreciable-mente más signif icativa en las complejas e interdependientes sociedades de postguerra que e n las sociedades precedentes. Pese a que el or igen de estos grupos podría retrotraerse, cuan do menos, a pr inc ip ios de siglo, s u expansión y consolidación definitiva se sitúa en u n m o m e n t o histórico en que es patente

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el aumento de las tareas del Estado en l a regulación de l a v ida social y en l a asignación de recursos, a saber, en las sociedades posteriores a l a Segunda G u e r r a M u n d i a l y a l h i lo del desarrollo de los Estados de bienestar. E n d icho contexto surgen m u y diversos grupos que tratan de in f lu i r directamente sobre las tareas y l a t o m a de decisiones gubernamentales en beneficio de los intereses de sus respectivos miembros . S u actividad debía, p o r tanto, ser incorporada en el análisis del proceso político. T a l es, c omo se sabe, el objetivo básico que orienta l a teoría p lura l i s ta clásica de l a democrac ia . Ésta, en su intento de f ormular u n a teoría empírica, realista y descriptiva de l a democrac ia y el comportamiento político de los ciudadanos, a f i rma, frente a W e b e r y los teóricos de las élites, que l a política no está y a d o m i n a d a p o r u n a única élite, clase, oligarquía o centro de poder, n i tampoco se reduce a l a act ividad de los partidos políticos y el gobierno. E n las sociedades democráticas de postguerra el proceso político y gubernamental «no puede ser adecuadamente comprendido s i n los grupos, especialmente los* grupos organizados y los grupos potenciales de interés, que operan en u n m o m e n t o dado» (Truman , 1951, 502 y ss.). A h o r a es notable l a presencia y act iv idad de u n a m u l t i p l i c i d a d de grupos u organizaciones de carácter vo luntar io que defienden intereses materiales generalmente concretos y b i en definidos, surgen de f o r m a espontánea (no controlados o dirigidos p o r el Estado) , poseen u n a estructura organizativa más o menos formal izada , compi ten abiertamente entre sí y, f inalmente, aportan otras formas de participación e inf luencia políticas que se di ferencian de (y complementan a) las ofrecidas p o r los partidos políticos. L a participación política c iudadana también debía ser descrita, p o r tanto, en témanos de las actividades de estos grupos. P o r su parte, las decisiones políticas h a n de concebirse c o m o el fruto de u n a m u l t i p l i c i d a d de presiones heterogéneas y poco coordinadas; s o n el resultado de u n confl ictivo y complejo proceso de negociación entre las distintas demandas, preferencias y expectativas sustentadas p o r los grupos.

A diferencia de M a d i s o n , en qu ien encuentran u n a germina l y decisiva reflexión sobre los efectos de l a ac t iv idad de los grupos de interés en l a v i d a política, los plural istas no perc i -

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ben su existencia y act ividad como u n fenómeno problemático. P o r el contrario, para ellos l a p lura l idad de grupos es u n medio de contro l del poder político, u n a nueva f o r m a de separación y equi l ibrio de poderes. Creen (Dahl y L i n d b l o m , 1963, 302 y ss.; Kornhauser , 1969, 72 y ss.) que es necesaria y deseable porque i m p l i c a u n a diversidad de asociaciones intermedias. Éstas permiten defender c o n éxito los intereses y derechos de los individuos frente a l poderoso Estado , med ia t i zan y f i l tran l a participación política c iudadana, faci l i tan el surgimiento de líderes y l a competencia política entre ellos, aumentan l a pos i b i l idad de que los c iudadanos tengan fuentes alternativas de información, i m p i d e n l a atomización de los indiv iduos y, por último, favorecen l a descentralización del poder político.

Pero l a p lura l idad de grupos de interés aporta además u n a nueva perspectiva desde l a que anal izar l a dinámica política. Así, frente a l a tendencia de buena parte de l a teoría democrática clásica a descr ibir el proceso democrático en términos de las relaciones entre mayorías y minorías, l a nueva real idad democrática sugiere que las decisiones políticas n o son tomadas de acuerdo c o n los intereses o preferencias de u n a mayoría. P o r el contrario, l o único que podemos decir a este respecto es que «sólo podemos diferenciar grupos de varios tipos y t a m a ños, todos buscando de diversas maneras l a f o r m a de alcanzar sus metas, p o r lo general a expensas, en su m a y o r parte, de los demás» (Dahl, 1963, 172). R o t a p o r el p l u r a l i s m o l a contraposición entre mayorías y minorías nos quedamos, pues, ante u n a p lura l idad de minorías que l u c h a n p o r i m p o n e r sus intereses e inf luyen sobre las decisiones gubernamentales, s i n que n inguna de ellas sea hegemónica. L a s nociones de poder compensador (Galbraith) y poder de veto (Riesman), en tanto capacidades de veto o compensación que posee cada uno de los grupos frente a los demás, juegan aquí u n pape l fundamental .

Pero, desde l a perspectiva de l a teoría p lura l i s ta clásica, existe otro elemento decisivo a l a hora de interpretar el p l u r a l i smo de grupos de interés: las afiliaciones múltiples y las solidaridades cruzadas. «Ninguna persona tolerablemente n o r m a l — i n d i c a T r u m a n (1951, 508 y s.)— está totalmente absorbida p o r cualquier grupo en el que part ic ipe. L a var iedad de intereses de u n ind iv iduo y sus intereses concomitantes le i m p l i c a n

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en u n a variedad de grupos actuales y potenciales.» Este hecho signif ica que el ind iv iduo part i c ipa de diversas lealtades y sol i daridades que — e n palabras de K o r n h a u s e r (1969, 176)— «favorecen u n elevado nivel de l ibertad y de coincidencias», a l t iempo que «reducen l a emoción y l a agresividad en l a elección política». E s más, en situaciones de conflicto, obl iga a los individuos y a los grupos a elegir entre demandas alternativas y generalmente excluyentes, l o cua l reduce las tendencias a l a crisis del s istema p o r sobrecarga de demandas. P o r otra parte, l a pertenencia a diversos grupos sugiere que los compromisos que adquieren los indiv iduos deben ser más débñes a fin de poder conjugar sus distintas lealtades. Deb i l i dad de los compromisos que, p o r último, favorece los procesos de negociación y el establecimiento de acuerdos o compromisos . L a s afiliaciones múltiples y las solidaridades cruzadas constituyen, en suma, medios para l a estabil idad de l a democracia , pues l a adscripción a diferentes grupos no es considerada p o r los p l u ralistas como u n a acumulación de divisiones y tensiones sociales sino, p o r el^ contrario , c omo u n a f o r m a de atenuar las diferencias y reduc ir los conflictos.

E s t a f o r m a de p lura l i smo nos remite, en consecuencia, a l a idea de u n a sociedad fragmentada en múltiples grupos cuyo origen se debe a intereses contrapuestos. Desde esta perspectiva, l a l u c h a entre grupos es u n a rea l idad t a n inevitable como necesaria a fin de evitar l a concentración del poder y preservar l a l ibertad e in ic iat iva privadas. Pero ¿ c ó m o alcanzar el deseable equi l ibr io y estabi l idad políticas?

P a r a los pluralistas clásicos l a l u c h a entre grupos, pese a lo que pudiera parecer, n o supone más que u n a competencia que, a l a m a n e r a de l a mano invisible de l mercado, conduce al equi l ibrio y a l a estabil idad. D e hecho, acontece en el marco de u n consenso general sobre los valores y las instituciones típicas de l a democrac ia l iberal . T a l era l a tesis de D a h l (1963, 173 y s.) cuando a f i rmaba que «lo que generalmente describi mos como política es s implemente l a cascarilla. E s l a manifestación superficial , que representa conflictos superficiales. A n tes de l a política, debajo de ella, envolviéndola, restringiéndola y condicionándola, se encuentra el consenso subyacente sobre l a m i s m a que p o r l o general existe en l a sociedad entre u n a

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porción predominante de los miembros políticamente activos. S i n d icho consenso ningún sistema democrático sobreviviría m u c h o tiempo a las irr itaciones y frustraciones interminables de las elecciones y l a competencia entre los partidos». E s e consenso se remite en l a perspectiva p lura l i s ta a l acuerdo sobre los procesos básicos (elecciones periódicas, l ibertad de expresión, voto igual , regla de l a mayoría, formación de p a r t i dos) y sobre las políticas básicas (opciones y contenidos políticos legítimos y ámbito legítimo act ividad política). E s , además, u n consenso que debe darse entre los activistas o las élites políticas. E n todo caso, s iempre debe asegurar u n a lealtad al s istema político basada en u n a orientación afectiva equilibrada respecto de l a política, es decir, cuyo soporte sean no sólo orientaciones políticas de tipo instmmental (satisfacción y m a -ximización de los intereses materiales de los individuos o los grupos) sino también orientaciones políticas emotivas que revel en u n claro afecto y lealtad hac ia el sistema. Lea l tad que, por lo demás ( A l m o n d y Verba , 1970, 544 y s.), debe ser alentada, al t iempo que moderada, p o r l a subordinación de l a part i c ipación política «a u n conjunto más general y dominante de valores sociales». Así pues, l a act iv idad de los grupos queda c i r cunscr i ta a l conjunto de valores e instituciones generalmente aceptados. De ahí que las disputas se r eduzcan a l conflicto entre intereses y puedan ser resueltas p o r med io de diferentes procesos de negociación.

A l a l u z de lo señalado, pocas dudas caben de que l a teoría plural ista clásica representa u n a perspectiva elitista e ins t ru mental de la política en l a que ésta queda reduc ida a l a c o m petencia entre élites que representan (y l u c h a n por) intereses en conflicto. Y deben hacerlo — a l decir de K o r n h a u s e r (1969, 222)—• gozando- de gran autonomía para f o rmular políticas y desarrollar su actividad «sin excesivas interferencias ai hoc desde el exterior». Todo lo c u a l es corroborado p o r diversas sugerencias de otros plural istas clásicos acerca de l a part i c ipación política c iudadana. L a poliarquía, i n d i c a n D a h l y L i n d -b l o m (1963, 312 y ss.), requiere u n grado relativamente alto de act ividad política, pero —se apresuran a añadir seguidamente— «una considerable m e d i d a de inact iv idad política no es por sí misma signo de que no se esté logrando u n a aprox ima-

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ción general al fin democrático mediante u n a poliarquía». L a inact iv idad política es posible que n o exprese más que l a a m p l i a conf ianza que los c iudadanos tienen en sus gobernantes, y a sea porque saben que los líderes están sometidos a l control c iudadano o porque están ampl iamente de acuerdo con sus decisiones y gestión políticas. T a l es l a razón p o r l a que Lipset (1987, 30, nota 20) a f i rma que l a idea de que u n alto nivel de participación es s iempre bueno p a r a l a democrac ia es completamente errónea, pues «la apatía política puede reflejar l a sal u d de l a democracia». Después de todo — a p u n t a n A l m o n d y V e r b a (1970, 532 y 535)— es posible que «no valga l a pena ser u n c iudadano tan bueno» y que l a necesidad de autonomía que poseen las élites políticas exija «que el c iudadano ord inario sea relativamente pasivo, n o compromet ido y deferente con dichas élites». D e ahí que crean que l a cultura cívica es l a c u l t u r a política apropiada p a r a l a democrac ia en tanto que c ompensa las orientaciones a l a participación inherentes a l a cul tur a política part ic ipat iva c o n las orientaciones a l a pasividad propias de las culturas de subdito y parroquia l .

Este enfoque n o parece ajeno a los rasgos básicos de l mo mento histórico en el surge y se desarrol la. U n contexto de estabil idad social y crec imiento económico a l que Dahrendorf caracterizó como u n a etapa de consenso socialdemócrata. A l u día así a l ampl io acuerdo existente entre conservadores, l iberales, socialdemócratas y democrist ianos en torno a l desarrollo del Estado de bienestar. F o r m a de Es tado cuyos «éxitos» extendieron, a s u vez, el convencimiento de que el capital ismo había superado definitivamente sus crisis cíclicas y había sentado las bases p a r a u n crec imiento sostenido (Rostow). Pero esos «éxitos» también fueron el fundamento empírico de aquellas tesis según las cuales el t r iunfo de l a democrac ia l iberal y l a instauración del Estado de bienestar habían generado u n a sociedad opulenta (Galbraith) en l a que se había logrado reduc i r l a intensidad de l a l u c h a de clases (Aron, Touraine , Bel l ) y había acontecido el fin de las ideologías (Shils, A r o n , B e l l , L i p set) e, inc luso , l a muerte de l a filosofía política (Weldon). Así las cosas, poco sentido tenía l a discusión sobre las grandes cuestiones políticas e ideológicas. Éstas habían encontrado plena y adecuada expresión en las instituciones de l a democra-

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c ia l iberal . L o único que quedaba p o r resolver eran los conflictos en torno a los diferentes, concretos y generalmente contrapuestos intereses de los múltiples grupos, lo cua l siempre podría hacerse dentro del m a r c o de instituciones y valores establecidos. A ta l efecto bastaba c o n l a apertura de continuos procesos de negociación.

E l p lura l i smo de grupos de interés puede ser interpretado, p o r tanto, c omo u n a expresión posesiva de l p lura l i smo social de postguerra. E n real idad n o es más que l a extensión lógica del ind iv idual i smo posesivo (Macpherson) . L o s retos que p l a n tea a l orden político existente se reducen, en l a práctica, a l a necesidad de art icular procesos de resolución de conflictos entre intereses contrapuestos. S u objetivo no es auspic iar el auto-desarrollo ind iv idua l , fomentar l a participación política o p l a n tear conflictos en torno a valores alternativos. T a n sólo se l i m i ta a dar sal ida a u n a visión del c iudadano c o m o m a x i m i z a d o r de intereses y/o uti l idades privadas a través de u n a concepción de los grupos como meros agregados de intereses particulares. E s u n p lura l i smo, en suma, que en m o d o alguno desafía las bases de l a democrac ia l ibera l s ino que, m u y a l contrario, pretende consolidarlas pero, eso sí, tratando inc luso de recortar algunos de sus aspectos democráticos.

n i . E l pluralismo asociativo

E n el m i s m o momento en que el p lura l i smo posesivo teori zado p o r l a teoría p lura l i s ta clásica se ve contestado p o r diferentes reflexiones acerca de sus tendencias elitistas y neocor-poratistas acontece también l a quiebra de l a época de bonanza económica del capital ismo. L a crisis económica, cuyo in i c io se suele fechar en 1973, condujo a l a conc ienc ia de que l a euforia quizás había sido precipitada. L a agenda política, hegemoniza-da ahora p o r el l iberal ismo conservador (cf. Rodríguez Guerra , 1998), tiende a i n c l u i r estrictas medidas de ajuste, austeridad salarial , restricciones monetarias , reconversión industr ia l , cont ro l de l a inflación, reducción de l déficit o recortes de l a inversión pública. L a pro fund idad y l a larga duración de l a crisis (y de l a hegemonía Mberal-conservadora) i m p l i c a r o n el estanca-

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rniento del crecirmento económico y l a drástica reducción de las políticas benefactoras del Estado de bienestar. E l crecimiento del desempleo, el r ecmdec imiento de las tensiones y los conflictos socio-laborales y, en suma , l a pérdida de l a paz social eran ahora los problemas centrales.

S i n embargo, los desafíos a l orden social , político y económico establecido surgieron también de otros fenómenos que pus ieron de manifiesto l a creciente i m p o r t a n c i a de u n a nueva expresión del p lura l i smo social . B u e n a parte de estos fenómenos h a n sido considerados como u n a revolución silenciosa (In-glehart) cuyos sujetos fundamentales s o n los nuevos movimientos sociales. Desde u n a óptica conservadora, fueron descritos bajo l a tesis de l a extensión de u n a cultura adversaria (L. Tr i l l ing) que alentó — e n palabras del también conservador S.P. H u n t i n g t o n (1975, 60)— «una década de efervescencia democrática democratic surge) y de reafirmación del igualitarism o democrático». E n l a conoc ida interpretación de Inglehart (1977) lo que aconteció fue más b i e n u n cambio gradual en las prioridades valorativas de ampl ios sectores de las sociedades occidentales; cambio que Inglehart describió bajo l a tesis de u n tránsito desde el materialismo a l postmaterialismo, esto es, desde l a p r i o r i d a d que en los años precedentes se concedía a l a seguridad física y a l bienestar mater ia l a u n m a y o r énfasis en l a autoexpresión, el sentimiento de pertenencia a l a c omun i d a d y l a ca l idad de v ida .

L a perspectiva teórica y metodológica de Inglehart afronta no pocos problemas a los que aquí no podemos atender, pero tiene l a v i r tud de destacar que el centro de atención de u n a importante y activa capa de l a población se desplaza hac ia temas y valores m u y diferentes de los característicos del p l u r a l i smo posesivo. Todos ellos cobran especial relevancia pública y política a causa de las actividades de diferentes movimientos sociales cuya base rea l es u n a m u l t i p l i c i d a d de colectivos, asociaciones o redes de ciudadanía que aquí agrupamos bajo el ténnino pluralismo asociativo. E n u n a periodización histórica con pretensiones exclusivamente orientativas, cabe señalar que mientras l a década de los sesenta se v io m a r c a d a p o r el auge de los movimientos de derechos civiles, estudiantiles y pacif istas, las décadas de los setenta y ochenta asist ieron a l a consol i -

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dación de los movimientos feministas, ecologistas y ant inucleares que, finalmente, se v e n acompañados p o r l a relevancia social obtenida p o r los movimientos relacionados con el p l u r a l i smo cul tural y las identidades colectivas durante l a última década. Todos estos movimientos , pese a los flujos y reflujos en cuanto a su presencia y capac idad de movilización social y pese a su p lura l idad y diferenciación interna, representan l a aparición de u n nuevo agente colectivo que planteó diversos retos a l orden político establecido y que, a l a larga, h a mod i f i cado los parámetros habituales de análisis de l a v i d a social y política de las democracias liberal-representativas.

E l p lura l i smo asociativo se art i cula en torno a u n complejo y sumamente diverso conjunto de temas y valores que no sólo se alejan de l a perspectiva economic ista del p lura l i smo posesivo. También suponen u n a respuesta a otros significativos y graves problemas de las sociedades desarrolladas. Así, como sugiere Offe (1988, 177), sus temas centrales se refieren «al interés p o r u n terr i tor io (físico), u n espacio de actividad o " m u n d o de v ida" , como el cuerpo, l a sa lud e ident idad sexual; l a vecindad, l a c iudad y el entorno físico; l a herencia y l a iden tidad cultural , étnica, nac i ona l o lingüística; las condiciones físicas de v ida y l a supervivencia de l a h u m a n i d a d en general». P o r su parte, los valores a los que se remite s o n l a autonomía, l a identidad, l a participación, l a autorrealización, l a so l idar i dad o l a paz. Ciertamente, n o s o n valores nuevos, tan sólo cobran u n a especial i m p o r t a n c i a para ciertos sectores sociales que exigen l a satisfacción tanto de sus necesidades básicas como de otras necesidades sociales, intelectuales y culturales. E l p lura l i smo asociativo no. se despreocupa, p o r tanto, de los problemas clásicos relacionados con el bienestar mater ia l y l a seguridad física. T a n sólo exige que estas necesidades básicas sean complementadas c o n otras relacionadas c o n aquellos otros valores antes mencionados. Valores o pr inc ip ios que se consideran innegociables y suelen tener, aunque n o siempre, u n a orientación emancipator ia cuyo núcleo ideológico es «una crítica humanis ta de l s istema prevaleciente y de l a cul tura dominante , en par t i cu lar u n a pro funda preocupación p o r las amenazas que pesan sobre el futuro de l a especie h u m a n a , y u n a act i tud resuelta de l u c h a p o r u n m u n d o mejor aquí y aho-

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ra, c on escasa o n u l a propensión a h u i r hac ia algún refugio espiritual» (Kuechler y Da l ton , 1992, 377).

E l p lura l i smo asociativo se muestra, p o r otra parte, reacio a ser codificado en términos de los movimientos clásicos. A l t iempo que r o m p e con l a clásica división entre l o privado y lo público a través de u n a poMüzación de ciertos aspectos de l a v ida pr ivada ( R i e c h m a n n y Fernández Buey , 1994, 66), n o encuentra su base social en u n a clase, grupo o estrato social par t icular. P o r el contrario, se caracteriza p o r u n a composición social heterogénea que le permite aglut inar a personas de m u y diferentes procedencias e ideologías. L o s conflictos que p lan tean tampoco son definibles en términos de l a l u c h a de clases n i son resolubles en el espacio del trabajo. Sus objetivos y v a lores traspasan las fronteras de las clases y l a producción para asentarse en el ámbito del género, l a etnicidad, las tradiciones culturales, l a sociedad o l a h u m a n i d a d . E s más, a diferencia del p l u r a l i s m o posesivo, e l p l u r a l i s m o asociativo posee u n a orientación claramente crítica c o n l a estructura y sistema de valores existentes, aunque n o ostenta u n a concepción c lara y unívoca de l a sociedad que desea alcanzar. A l respecto, su act i t u d es más b ien negativa, de rechazo y rebeldía frente a l orden establecido.

Pero e l p l u r a l i s m o asociativo también pone en práctica nuevos modelos de organización y acción que cuestionan abiertamente las formas de representación de l a democracia l iberal . Generalmente orientados p o r l a aspiración a u n a m a y o r y mejor participación política, los c iudadanos y los grupos recurren ahora a los derechos democráticos para desarrollarlos, ampl iar los y ponerlos en práctica a par t i r de u n complejo y diversificado repertorio de formas convencionales y no convencionales de organización y acción. F r e n t e a los cerrados y jerárquicos grupos de interés, el p lura l i smo asociativo se estructura a par t i r de movimientos y asociaciones que poseen u n a f o r m a organizativa descentralizada, antijerárquica, democrática, hor izonta l y c o n escasa o rud imentar ia burocrat iza-ción interna ( R i e c h m a n n y Fernández Buey , 1994, 65). P o r otra parte, las insatisfacciones c o n (y las insufic iencias de) l a participación electoral o a través de los partidos políticos y los grupos de interés, i n d u c e n a los c iudadanos a recurr i r a otras

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formas de acción (desobediencia c iv i l ; cf. Achias , 1990) que suelen tener u n fuerte componente expresivo y que t oma la forma de protestas. A diferencia del p lura l i smo posesivo, cuyos grupos perseguían integrarse en los c ircuitos de l a política convencional y obtener p a r a sí formas de negociación más o menos estables entre sus representantes y el poder político, el p lura l i smo asociativo persigue abiertamente s u expresión púb l i ca en las calles y las plazas de l a c iudad. Se dirige fundamentalmente a l a opinión pública como f o r m a indirecta de presionar al gobierno y los part idos políticos.

Así m i s m o , las acciones que l leva a cabo son ocasionales y generalmente informales. A l margen de las diferentes acciones específicas que puede real izar cada u n o d e los grupos, las m o vil izaciones sociales que éstos promueven exigen l a presencia de u n ampl io número de personas y suelen contar con el apoyo de diversos colectivos que, pese a sus posibles diferencias en cuanto a objetivos y metas, se so l idar i zan c o n las concretas y peculiares reivindicaciones que plantea e l movimiento . A l m i s m o t iempo, l a movilización es autogenerada p o r los gru pos, no dir ig ida, guiada o mot ivada p o r las élites políticas. E x presa u n a protesta c iudadana ante problemas concretos que, pese a que también busca éxitos, parece más interesada en generar u n a discusión en torno a ciertos problemas y extender l a conciencia social sobre los mismos . Puede que éstos sean propios de u n a c o m u n i d a d part i cu lar (barrio, c iudad o n a ción), de u n conjunto de sujetos de esa c o m u n i d a d ( inmigrantes, minorías étnicas, mujeres, homosexuales) o de l a h u m a n i dad entera (medio ambiente, paz , armas nucleares). E n todo caso, expresan u n a perspectiva o punto de v ista que consider a n olvidado o relegado p o r las formas clásicas de representación política.

L o s agentes individuales del p l u r a l i s m o asociativo son personas que se sienten directa o indirectamente afectadas p o r los problemas en cuestión. Todas ellas par t i c ipan de múltiples formas (mil i tando en grupos, pegando carteles, real izando donativos, asistiendo a manifestaciones). Pero l o que pretenden n o es integrarse en el sistema político o r e c lamar u n a parte del poder. Tampoco desean m o n o p o l i z a r l a participación n i que se les otorgue capacidad de decisión política. T a n sólo persiguen

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conquistar formas y espacios de participación c iudadana para l a expresión de otras perspectivas y valores. N o intentan canal i z a r o f i l trar l a participación política c iudadana sino, p o r el contrario, ampl iar la , mejorar la a través de cauces no inst i tucionalizados. E n real idad, los grupos suelen surgir no sólo por l a creciente burocratización y jerarquización de los partidos políticos (Johnston, Laraña y Gusf ie ld , 1994, 9). También porque éstos se muestran incapaces de recoger y asumir l a m u l t i p l i c idad de perspectivas que es inherente a toda sociedad c iv i l democrática. S o n formas asociativas que pretenden ofrecer otros agentes, otros temas y otras formas de participación política, en suma, u n a nueva f o r m a de hacer política que, a l m i s m o t iempo, ofrece marcos de so l idar idad y ayuda m u t u a en las jerárquicas, frías y atomizadas sociedades del capital ismo tardío.

L a novedad del p lura l i smo asociativo n o reside, p o r tanto, e n plantear u n desafío g lobal a l o r d e n socio-político realmente existente. Pretende más b i e n que, dentro de aquel conjunto de valores que parece prop ia de l a tradición m o d e r n a y democrática, se reconozcan, satisfagan y amplíen algunos hasta ahora relegados a meras declaraciones de intenciones. Plantea, por tanto, u n importante desafío a l o r d e n político hegemónico en este f i n de siglo, pero ese desafío es interno. D e hecho, como señalan Da l ton , K u e c h l e r y Bürldin (1992, 19) respecto de los movimientos sociales, e l reto que éstos p lantean a las democracias liberales «surge del inter ior de éstas. N o se trata de u n ataque revolucionario contra el sistema, s ino de l a re iv indicación de que las democracias se t rans formen y se adapten. E l reto procede de indiv iduos y de nuevos grupos que rec laman de las democracias que abran l a v i d a política a u n conjunto de intereses más diversos y más vinculados a los ciudadanos». E n suma, su pretensión es aportar una nueva radicalidad emanci-patoría ( R i e c h m a n n y Fernández Buey , 1994, 47 y ss.), otra visión más h u m a n a , part ic ipat iva, so l idar ia y equitativa de l a v i d a e n las sociedades del capita l ismo tardío y l a democrac ia l iberal .

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IV. E l pluralismo cultural

E n las últimas décadas hemos asistido a u n conjunto de retos a l a democrac ia l ibera l que suelen articularse en torno a l p lura l i smo cultural y el reconocimiento de las identidades colectivas. Fenómenos como los fuertes flujos migratorios , el i n cremento de l a p lura l idad interna de las sociedades desarrolladas, el auge de los conflictos y movimientos nacionalistas, l a reivindicación de los derechos de las minorías étnicas o r e l i giosas, l a explosión de las tecnologías de l a información, el proceso de globalización, etcétera, h a n convertido a l p lural is m o cul tural en el centro del debate filosófico-político actual. V i v i m o s en sociedades en las que es evidente que coexisten diferentes colectivos o comunidades (nacionalidades, etnias, inmigrantes, grupos religiosos) cuyos valores, códigos morales, concepciones del b i en y formas de v ida s o n m u y diferentes entre sí. L a gran mayoría de ellos representan a minorías que, frente a l a cul tura of ic ial o hegemónica, p lantean lo que A . H o n n e t h (1994) h a denominado u n a lucha por el reconocimiento de sus identidades que parece derivarse de u n a doble convicción: 1) nuestra ident idad se mo ldea e n parte p o r el reconocimiento que los demás nos ofrecen; y 2) l a ausencia de reconocimiento o el falso reconocimiento pueden resultar u n a dolorosa e intolerable f o r m a de opresión (Taylor, 1994, 25 y ss.). Pero l o que estas minorías exigen n o es sólo que sus identidades sean toleradas c o m o algo digno de ser cultivado p o r cada sujeto en el ámbito pr ivado ; también demandan s u reconocimiento público y político a través de distintos disposi tivos políticos e, incluso, constitucionales destinados a proteger sus derechos. E s éste e l sentido en el que el p lura l i smo cu l tura l p lantea nuevos retos a l a democrac ia l ibera l pues, c omo sugiere A . G u t m a n n (1994, 8), el p leno reconocimiento público de los c iudadanos c o m o iguales puede requerir no sólo el respeto de las identidades únicas de cada ind iv iduo s i n considerar l a raza, el género o l a etnic idad de cada uno de ellos. Puede que también requiera el respeto de las actividades, prácticas y formas de ver el m u n d o que son part icularmente valoradas por, o que están asociadas con, los miembros de grupos marginados o desfavorecidos. S i éste fuera el caso, como creo

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que lo es, uno de los p rob lema básicos de l a filosofía política actual sería, ta l y como señala H a b e r m a s (1994, 107), d i luc i dar s i el reconocimiento ético-político y jurídico de las dist intas identidades colectivas y sus derechos es compatible con u n a teoría indiv idual is ta de los derechos como l a que subyace a los Estados democrático-constitucionales. Pero, desde l a perspectiva del p lura l i smo social que aquí nos interesa, el prob lema se centra en l a pos ib i l idad de art icular u n a forma democrática, justa y estable de convivencia en el marco de sociedades en las que es notor ia l a presencia de u n a p lura l idad de sistemas de valores o formas de v i d a incompatibles e, incluso, inconmensurables entre sí. A este respecto, aportaciones como las de R a w l s o A c k e r m a n (entre otros muchos) merecen algún comentario , p o r breve y esquemático que sea.

E n Political Liberálism R a w l s parte de l a constatación de que toda sociedad democrática m o d e r n a se caracteriza p o r él hecho del pluralismo, esto es, p o r l a coexistencia de u n a p l u r a l i d a d de doctrinas comprehensivas religiosas, morales y filosóficas que pueden ser razonables y, a u n así, incompatibles entre sí. E n ta l contexto, dado que el p lura l i smo de doctrinas sólo puede ser erradicado p o r u n empleo autocrático del poder estatal que es inaceptable en democracia , el prob lema básico es: « ¿ cómo es posible que persista a lo largo del t iempo u n a sociedad justa y estable de c iudadanos l ibres e iguales que se encuentran profundamente árvididos p o r doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?» (1993, 4). L a conoc ida propuesta de R a w l s a l respecto es elaborar u n a concepción política de l a just ic ia p a r a u n régimen const i tucional democrático art iculada en torno a u n conjunto de pr inc ip ios que puedan ser aceptados p o r l a p l u r a l i d a d de doctrinas razonables. Se t ra ta , en síntesis, de encontrar u n a perspectiva política, no metafísica, a saber: que no esté basada en a lguna" de las múltiples doctrinas comprehensivas o, c o m o sugiere L a r m o r e (1990, 341), que no recurra a las visiones controvertidas de l a v ida buena c o n las que estamos comprometidos . P o r el contrario, debe surgir de s u aceptación pública y razonada p o r parte de todas las personas, a pesar de sus contrapuestas doctrinas comprehensivas. E l objetivo es, en palabras de R a w l s (1993, xix) , encontrar «una base pública de justificación aceptable

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para todos los c iudadanos acerca de las cuestiones políticas fundamentales». L a estabil idad y just ic ia de l a sociedad p l u r a l ista vendría dada así p o r u n a concepción política de la just ic ia que es independiente de las distintas doctrinas comprehensi vas y a l a cual l legamos mediante u n consenso entrecruzado. A este respecto, el velo de ignorancia se pref igura como u n ins trumento básico diseñado p a r a hrnitar el conjunto de razones admisibles en u n diálogo público destinado a l establecimiento de los pr incipios de esa concepción política de l a justic ia. Así las cosas, en opinión de R a w l s , aquellos pr inc ip ios o convicciones que no sean compart idos p o r todos f o r m a n parte «de l o que podríamos l l a m a r el trasfondo cultural de l a sociedad c iv i l . Ésta es l a cul tura social , no l a cu l tura política. E s l a cul tura de l a v ida cot idiana, de sus varias asociaciones: iglesias y universidades, sociedades eruditas y científicas, clubes y equipos, por menc ionar unas pocas» (1993, 14), en síntesis, «son parte de l o que podríamos l l a m a r l a identidad no pública» (1996, 38).

S i m i l a r a l a de Rawls , aunque con matices diferenciales importantes, es l a posición de A c k e r m a n . Éste también propone u n enfoque que pretende a lcanzar pr inc ip ios políticos que sean independientes de cualquier doctr ina comprehensiva par ticular. Desde esta perspectiva l o que se i m p o n e es l a necesidad de u n diálogo público en el que los c iudadanos estén dispuestos a oír a los otros, a explicarse mutuamente sus posic iones, a respetar los diferentes puntos de vista, etcétera. Pero A c k e r m a n rechaza él velo de ignorancia propuesto por Rawls . A su ju ic io , para lograr u n consenso entre m u y diferentes sistemas de creencias no es necesario que restrinjamos las razo nes públicas admisibles s i tuando a los c iudadanos detrás del velo de igiwrancia. Ex i s t en otras formas de establecer d i cha restricción, en concreto propone su conoc ida interpretación del Pr inc ip i o de Neutra l idad , en l a que l a noc ión de límite conversacional juega u n papel decisivo. Ésta puede resumirse como sigue: «antes de que u n c iudadano l ibera l ofrezca u n a razón en u n diálogo público, no es suficiente que l a encuentre persuasiva. También debe convencerse de que otros c iudadanos l a encontrarían razonable a pesar del hecho de que m a n tendrán su desacuerdo sobre el s ignif icado último de l a v ida. De otra manera , debe aceptar l a necesidad de u n límite conver-

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sacional y negarse a i m p o n e r sus controvertidas nociones de razonabi l idad a sus conciudadanos» (1995, 29; 1990, 37). Para A c k e r m a n esto supondría evitar algunos de los serios compromisos que subyacen a l velo de ignorancia rawls iano , en espec ia l evita adoptar «un compromiso metafìsico c o n u n a noción neokant iana del yo» c omo l a que presupone l a propuesta r a w l -siana. A l m i s m o t iempo, aporta algunas ventajas, pues no exige a los c iudadanos interpretar el pape l de u n yo sin ataduras y «les inv i ta a enriquecer s u proyecto de constitución social agregando otro papel a su repertorio».

Pese a s u indudab le interés e i m p o r t a n c i a , este t ipo de perspectivas (a las que aquí no podemos prestar l a atención que s i n d u d a merecen) se enfrentan a ciertos problemas. Así, apunta Mouf fe (1996, 176), puesto que exigen que se retire al m u n d o pr ivado (a las identidades no públicas) todo aquello en lo que no estamos de acuerdo, deben afrontar el riesgo de «relegar el p lura l i smo y el disenso a l a esfera pr ivada p a r a asegurar el consenso en l a esfera pública» y, p o r tanto, de aceptar u n a concepción reduc ida y estrecha del d o m i n i o de l o político. E s más, parecen presuponer (Innerarity, 1997, 16) u n a dist inción entre l o público y l o pr ivado cuyo resultado es «que aquellas esferas de l a v i d a en que no sea posible el consenso deben ser excluidas de cualquier decisión pública y dejadas en manos de l a decisión pr ivada de los individuos», l o cua l alienta abiertamente las estrategias de privatización de cualquier interés para sustraerlo a discusión y decisión públicas.

E l liberalismo político de R a w l s y A c k e r m a n se enfrenta a este tipo de críticas. Pero también debe afrontar otras de no menor calado. Parece razonable suponer que, aunque algunos individuos estén de acuerdo c o n el reduc ido conjunto de p r i n cipios e instituciones comúnmente aceptados p a r a regir l a v ida social y política, s i n embargo se muestren en desacuerdo porque son insuficientes, porque defienden otros valores o p r i n c i pios que (aunque no sean compart idos p o r todos) los consider a n t a n fundamentales que s i n s u incorporación a l consenso político s u concepción de l a v i d a se vería ampl iamente mut i l a da. Algunos de estos problemas pueden relacionarse con las reflexiones de D w o r k i n (1993, 97 y ss.) acerca de los intereses críticos, es decir, aquellos intereses que tienen u n sentido c lara-

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mente normativo y que se re lac ionan c o n logros o experiencias que deseamos porque s i n ellos nuestra v i d a perdería parte de su valor, sería peor. Pero l a reflexión de D w o r k i n aporta otro aspecto sumamente interesante: s u tesis de que el liberalismo político podría i m p l i c a r u n a posición según l a cua l «sea lo que fuere lo que u n o pueda pensar respecto de l a estructura o el carácter de l a v ida buena, ello, de u n o u otro modo , sería senci l lamente irrelevante para l a p r o p i a act ividad política o para las propias decisiones políticas, porque l a perspectiva personal en l a que estas cuestiones juegan u n papel central debe considerarse desplazada, en política, p o r u n a perspectiva diferente y comúnmente compartida» (1993, 65). P a r a D w o r k i n esto no sólo i m p l i c a l a aceptación de u n a abierta chscontinuidad entre l a ética y l a política. E s , además, u n a concepción que no co in cide c o n nuestros comportamientos : «no somos neutrales e imparciales en l a v i d a cot idiana, s ino que estamos comprometidos y vinculados. N a d i e vivo puede ser neutra l respecto del éxito o el fracaso de l a empresa de v iv ir , acerca de qué acontecimientos, experiencias, logros y cosas p o r el estilo harán que l a v i d a valga l a pena, cuáles contribuirán a que se desperdicie o p ierda significado [...] Y n i remotamente somos imparciales en l a distribución de nuestros recursos emotivos, de tiempo y de dinero» (1993, 55). E n resumen, a l decir de D w o r k i n (1993, 57) el liberalismo político «parece u n a política de l a esquizofren i a ética y mora l ; parece pedirnos que nos convirtamos, en y para l a política, en personas incapaces de reconocernos como propias, en criaturas políticas especiales enteramente diferentes de las personas ordinarias que deciden p o r sí mismas, en sus vidas cotidianas, qué quieren ser, qué hay que alabar y a quién hay que querer».

Ante tales problemas parece que tomarse en serio el p l u r a l i smo acaso exija desarrol lar otras perspectivas más atentas al disenso y a l conflicto. E n concreto, es m u y probable que debamos aceptar que algunos de los más relevantes desafíos del p lura l i smo a l a democrac ia acaso n o tengan u n a solución defin i t iva , que los acuerdos o consensos políticos a los que podemos y debemos llegar quizá sean más frágiles y contingentes de lo que deseamos.

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V . Pluralismo, disenso y conflicto

Las diferentes expresiones del p lura l i smo social analizadas constituyen, s i n duda, u n a buena muestra de su diversidad y problematic idad. Ind i can que éste constituye u n fenómeno tan ubicuo como complejo, a saber: es promovido p o r distintos sujetos (individuales o colectivos), se basa en diferentes m o t i vaciones (económicas, religiosas, políticas, culturales), se expresa de múltiples maneras (protestas, medios de comunica ción, negociaciones), se organiza de diversas formas (partidos, grupos, asociaciones, colectivos, movimientos) y plantea m u y distintas demandas (económicas, políticas, culturales). Respecto de estas últimas puede decirse que buena parte de los desafíos planteados p o r el p lura l i smo posesivo son fácilmente resolubles s i n grandes alteraciones de l a democrac ia l iberal establecida. S i n embargo, n o parece que ta l sea el caso de los retos planteados p o r el p lura l i smo asociativo y, sobre todo, por el p lura l i smo cultural . C o m o quiera que sea, a tenor de l a u b i c u i dad y comple j idad del p lura l i smo social , nada extraño tiene concebirlo c omo l a fuente decisiva del disenso. D e hecho podría decirse c o n Sartor i (1996, 107) que el p lura l i smo moderno está directamente v inculado a l descubrimiento de que el disenso y l a diversidad son inherentes a l a democrac ia y, a l m i s m o tiempo, compatibles con el orden soc ia l y el bienestar del cuerpo político. Pero n o p o r ello podemos olvidar que, con frecuencia, también está relacionado c o n múltiples diferencias que provocan profundas divisiones y conflictos. D e ahí que, en ocasiones, sea perc ibido como u n factor profundamente desestabi l izador del s istema político democrático, como u n a puerta abierta a l todo vale (para u n a crítica a ta l perspectiva cf. Rodenas, 1997fc) o, en f in , c omo «la condición básica para l a pro l i feración de crisis subjetivas e intersubjetivas de sentido» en tanto que i m p l i c a l a pérdida de «valores comunes que determ i n e n l a acción en las distintas esferas de l a vida» (Berger y L u c k m a n n , 1997, 61). S i n embargo, el p lura l i smo n o siempre h a sido visto de ta l manera . E n real idad suele ser interpretado como u n aspecto tan inevitable como posit ivo de l a v ida política democrática. Inevitable porque sólo puede ser erradicado al precio de l a supresión de l a l ibertad o — c o m o nos recuerda

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Rawls (1993, 37 y 54 )— mediante «el uso opresivo del poder estatal». Positivo porque, pese a los problemas que plantea, constituye u n valor en sí que a l imenta y enriquece nuestras vidas y nuestra capacidad de experimentar, mejorar o mod i f i car las propias convicciones, identidades y formas de convi vencia soc ial (cf. Thiebaut, 1998, 276 y ss.). E n todo caso, a aquellos que añoran u n a c o m u n i d a d caracterizada por u n sofocante e i rrea l ident idad de valores y fines cabría recordarles con S i m m e l (1976, vo l . I, 266 y ss.) que «un grupo absolutamente centrípeto y armónico, u n a p u r a unión, n o sólo es e m píricamente i rrea l , s ino que en él no se daría ningún proceso vital propiamente dicho».

Frente a l a promesa de u n hipotético, y difícil consenso acaso debamos contemplar c o n mesura l a pos ib i l idad de que el conflicto entre l a p lura l idad de doctrinas n o tenga u n a so lución definitiva y que, precisamente p o r esto, el diálogo en torno a los pr inc ip ios de organización política de u n a sociedad es inacabable. E n suma, que l a l u c h a entre dioses y demonios, tanto en el ámbito pr ivado como en el público, probablemente sea — c o m o sugería W e b e r — u n proceso s i n f in . Pero, antes que experimentarla de f o r m a trágica, quizá debamos concebirl a como u n reto, c omo u n acicate que nos obl iga a pensar y repensar continuamente nuestras formas de organizar el desacuerdo. A l m i s m o t iempo, es m u y probable que u n a v ida política p lena no sea posible s i n l a presencia de nuestras convicciones éticas. E s cierto que esta vinculación entre l a ética y l a política abre las puertas a l disenso y a l conflicto, pero son éstos los que nos obl igan a entablar procesos públicos y deliberativos a fin de a lcanzar o revisar los acuerdos que pos ib i l i tan l a v i d a en común. S o n ellos los que nos previenen contra las tentaciones de c lausurar el diálogo público sobre los pr incipios de organización política. Ante tales tentaciones es preciso reconocer — c o n Quesada (1997, 2 5 0 )— que el establecimiento «de acuerdos contingentes, sujetos a l proceso histórico, que permi tan u n ejercicio real y crítico de los derechos democráticos en el espacio público» es m u c h o más acorde c o n el hecho del p lura l i smo. Pero, s i n o queremos engañarnos, debemos tener presente que esos m i s m o s acuerdos, precarios y tentativos, tan sólo dan lugar a «un inquieto equi l ibr io , constantemente

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amenazado que hay que restaurar constantemente» (Berlín, 1992, 37). S o n acuerdos que (de u n a u otra f o r m a y en mayor o m e n o r medida) pueden establecer exclusiones y, en consecuencia, ser desobedecidos p o r diferentes personas o c o m u n i dades. E s más, puede que sea l a conc ienc ia de s u contingencia y fragi l idad lo que nos p e r m i t a v i s l u m b r a r las exclusiones que imponen .

Contemplar c on mesura l a real idad del p lura l i smo , el d i senso y el conflicto es l o que, en último térrnino, abre las puertas a l a reflexión detenida sobre sus retos. Pero es m u y probable •—como sugería D a h l (1978, 191) hace y a algo más de dos décadas— que «aun cuando u n grado considerable de plural is m o es u n a condición necesaria, u n a característica esencial y u n a consecuencia de u n régimen democrático, el p lura l i smo también crea problemas p a r a los que n o parece haberse encontrado u n a solución general satisfactoria». Ésta sigue siendo u n a de las tareas políticas fundamentales de este fin de siglo. Pero l a política también tiene sus límites (cf. Rodenas, 1997a y 1991). Sabemos, entre otras muchas cosas, que y a no es pos i ble u n a fundamentación m t i m a o absoluta de nuestros p r i n c i pios. Todo lo más que cabe es u n a fundamentación negativa que podría tener su base, ta l y c o m o entre nosotros h a sugerido M u g u e r z a , en l a aceptación del kant iano imperat ivo categórico de los fines, esto es, en l a obligación de tratar a los demás como u n fin en sí, c omo personas que n o pueden ser usadas meramente como medios para l a satisfacción de otros fines. U n imperat ivo que — i n d i c a M u g u e r z a (1986, 37; cf. también 1998, 59 y ss.)— t a n sólo nos autor iza «a desobedecer cual quier regla que el ind iv iduo crea en conc ienc ia que contradice aquel pr inc ip io . E s t o es, l o que en definit iva fundamenta dicho imperativo es el derecho a decir No, y de ahí que lo más apropiado sea l lamar le [...] el imperat ivo de l a disidencia». T a l sería, a m i m o d o de ver, el límite ético de l a política (cf. Rodríguez Guerra , 1997). Respetado ta l imperat ivo , cabría s i n embargo proceder a l a determinación política de fines comunes. E s aquí donde emerge y cobra pleno sentido l a tarea de l a política, pues es a ésta a quien compete l a determinación de los fines socialmente deseables, de los acuerdos colectivos, a través de l a deliberación pública y democrática. A este respec-

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to, l a tarea de l a filosofía política crítica podría consistir, por su parte, no tanto en «aplaudir los acuerdos, que siempre serían sospechosos de d o m i n i o de unos sobre otros» como en «constatar y pro fundizar en los desacuerdos, puesto que, en el fondo de ellos, se encuentra u n yo que se resiste a perderse en l a ident idad colectiva» (Camps, 1988, 33). E n cualquier caso, parece obvio que los fines y objetivos colectivos siempre deben estar sujetos a l a dehberación interna y externa, a saben a l a aceptación tanto ind iv idua l c omo pública. Serían fines y objetivos sobre los que habría que dar razones que, ciertamente, no serían definitivas n i absolutas. Podrían ser, p o r el contrario, éticamente relevantes, históricamente situadas, democráticamente definidas e ind iv idua lmente formuladas o aceptadas. Razones que darían ocasión a l establecimiento de acuerdos contingentes que, insisto, «impiden pensar políticamente en términos de un final o reconciliación última» (Quesada, 1997, 258). Ciertamente, nada de l o d i cho presupone u n a clausura del conflicto n i carece de problemas. Pero quizá aporte u n a vía para u n a mejor comprensión de las impl icac iones y retos del p lura l i smo, a l t iempo que recupera aquella tensión entre l a ética y l a política que, del m i s m o m o d o que se niega a disolver l a u n a en l a otra, rechaza cualquier pretensión de escindirlas.

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L I B E R A L I S M O , C O M U N I T A R I S M O Y D E M O C R A C I A D E L I B E R A T I V A

Mito y realidad de l a participación en Colombia

Óscar Mejía Quintana Daniel Bonilla Maldonado

(Universidad de Los Andes, Bogotá)

Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan... Pues somos dos países a la vez: uno de papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en Amé-rica^ seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia; somos fanáticos de los legalismos, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas o para violarlas sin castigo... Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria y nos han fomentado una noción instantánea y resbaladiza de felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible: mucho más de lo que cabe dentro de la ley y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de si mismo. Razones de sobra para preguntarnos quiénes somos y con qué cara queremos ser reconocidos en el Tercer Milenio.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Un país al alcance de los niños

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I. LA TENSIÓN LIBERAL-COMUNITARISTA Y LA PROBLEMÁTICA MULTICULTURAL EN EL MARCO CONSTITUCIONAL COLOMBIANO

1. Introducción

Desde su nacimiento , C o l o m b i a h a sido construido a part i r de tres tradiciones culturales que se h a n entrecruzado a lo lar go de los siglos: l a indígena, l a negra y l a europea. N o obstante, el p lura l i smo cul tural que nos constituye h a sido negado o desvalorizado p o r l a tradición, u n a tradición que p o r múltiples y complejas razones que se entremezclan (la conquista y l a co lonia española, l a incapac idad de crear u n a identidad prop ia , l a utilización de herramientas jurídicas p a r a desestimular l a permanenc ia de tradiciones opuestas o paralelas a las mayo-ritarias, p. ej.) se convirtió y permanece hoy como hegemóni-ca: l a «blanca», l a europea, l a occidental .

C o n l a promulgación de u n a nueva Constitución se reconoció formalmente que el carácter pluriétnico y p lur i cu l tura l de nuestro país constituye u n va lor y desde entonces se h a n hecho algunos esfuerzos coordinados para rescatar para todos los co lombianos el patr imonio cu l tura l de las comunidades i n dígenas y negras que habi tan el territorio nac ional . Este reconoc imiento jurídico-político se h a convertido e n u n a herramienta que h a faci l itado los procesos de reivindicación de las culturas hasta hoy poco valoradas, así c omo p a r a l a defensa de sus derechos diferenciados en función del grupo y l a pro tección de los derechos individuales de los miembros que las componen. Pero también h a planteado grandes retos al gobierno, a las comunidades minor i tar ias y a l c iudadano común de l a cu l tura hegemónica. Retos que se incrementan debido a que l a Constitución, además del reconoc imiento de que Co lombia es u n país p lur i cu l tura l , consagra u n a a m p l i a g a m a de derechos para las comunidades minor i tar ias (en relación con l a lengua, l a propiedad de territorios tradicionales, el manejo de los mismos , l a educación, l a creación de jurisdicc iones autónomas, etc.) que parecerían pr iv i leg iar l a posición de que éstas deben gozar de u n alto nivel de autonomía, mientras que, p o r otra parte, p ro c lama que C o l o m b i a es u n a República unitaria .

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Los anteriores hechos son fuente de múltiples preguntas: ¿qué signif ica realmente que l a Carta const itucional declare que somos u n país p lur i cu l tura l teniendo en cuenta que nos encontramos en u n Estado social de Derecho que busca l a igualdad mater ia l de todos los c iudadanos? ¿Qué consecuencias políticas, económicas y sociales trae o debería traer para las comunidades minor i tar ias el anterior hecho? ¿Cuáles deben ser los criterios que guíen l a relación entre el Estado central y las mencionadas cuitaras? ¿Cuál es el grado de autonomía que deben tener estas comunidades? ¿Cuál el grado de intervención leg i t ima del Estado central en l a v ida de las culturas no hegemónicas? ¿Qué impl icac iones tiene para e l sistema educativo nac ional , si se tiene en cuenta que éste es u n o de los principales vehículos para l a transmisión de tradiciones y para l a supervivencia de las mismas? ¿Qué consecuencias tiene para el s istema jud i c ia l de l a mayoría «blanca» el que se reconozca l a pos ibi l idad de que las autoridades de culturas m i n o r i tarias ejerzan-jurisdicciones dentro de s u ámbito territorial?

Las causas de los citados problemas yacen n o sólo en l a nueva estructura jurídico-política (que reiteramos n o hace sino reconocer en este p lano l a real idad que h a constituido a nuestro país desde s u origen) o en las diversas tensiones que de hecho determinan las relaciones entre las diversas ciúturas que componen a C o l o m b i a . También surgen y se desarrollan por la falta de herramientas conceptuales, de modelos teóricos, de reflexión e investigación académica, que permi tan p o r un lado comprender lo que h a sido, es y puede ser l a convivencia de diversas culturas en nuestro país y, p o r el otro, n u t r a n las discusiones que en los cüstintos ámbitos (legislativo, ejecutivo, jud i c ia l , comunitar io , etc.) pretenden d a r respuesta a las preguntas expuestas y a las otras muchas que pueden brotar de la compleja real idad ind icada .

Este último punto merece especial atención en tanto que l a n o r m a t i v i d a d const i tuc ional en mater ia de p lur i cu l tara l i -dad, los fenómenos sociales, políticos y económicos que dina-m i z a y los prob lemas que or ig ina , v ienen siendo comprendidos a l a l u z de paradigmas desuetos y conceptos hoy poce útiles (como interpretaciones tradic ionales de nación, sobera nía, u n i d a d nac iona l , etc.). D e esta f o r m a es necesario, si real

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mente se desea mater ia l i zar los valores que l a Carta política i m p u l s a , crear o aprox imarse a nuevos parad igmas para d i r i m i r y or ientar a las distintas instancias del gobierno y de l a sociedad c i v i l y darle u n a solución coherente a las disímiles posiciones de los mismos .

C o n el f in de supl i r algunos de estos vacíos conceptuales, l a reflexión académica y const i tucional se ha acercado a las pro puestas teóricas que sobre el mmuculúiralismo se han desarrol lado en el ámbito norteamericano, específicamente en el contexto canadiense, dado que el Estado canadiense ha tenido que afrontar diversos retos políticos, jurídicos y sociales der i vados de l a pluricultxiral idad y l a p lur ie tn ic idad que lo conform a . Dichos fenómenos h a n sido causa-directa de l a creación de u n a ampl ia , rica y rigurosa reflexión filosófica que pretende aportar elementos para s u adecuada comprensión, así como para l a creación de caminos que permi tan afrontar satisfactoriamente los desafíos que de ellos se derivan.

Los cuerpos teóricos que Charles Tay lor y W i l l K y m l i c k a defienden son, ta l vez, los más fuertes y completos que aparecen e n e l p a n o r a m a de l a filosofía política norteamericana contemporánea. E l pr imero , part iendo del hor izonte c o m u n i -tarista, intenta explicar el origen, características y consecuencias de l a política del reconocimiento , así c o m o precisar u n modelo político que pueda defender y promover de manera más a m p l i a las diferencias culturales. E l segundo intenta crear u n a teoría l iberal que logre equi l ibrar los derechos humanos , irrenunciables para l a tradición l ibera l a l a que pertenece, y los derechos diferenciados en función del grupo, aquellos que penmtirían l a satisfacción de las exigencias y reivindicaciones de las minorías culturales que n o pueden abordarse a part i r de las categorías propias o de las categorías derivadas de los derechos individuales.

E n nuestro concepto, l a propuesta de K y m l i c k a en torno a los derechos diferenciados de grupo v a u n paso más allá que l a de Tay lor en cuanto provee herramientas concretas que perm i t e n a s u m i r adecuadamente los retos y problemas que surgen de l a pohetnic idad y rntútinacionalidad de las sociedades contemporáneas. E n efecto, los derechos grupales defendidos p o r K y m l i c k a son armas eficaces que se pueden esgr imir para

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proteger y perrmtir el florecimiento de las culturas minor i ta rias. M a s desde nuestra perspectiva, el hecho de que estos derechos sean configurados, desarrollados y sugeridos s i n tener en cuenta a los indiv iduos que v a n a afectar constituye u n prob lema serio que n o puede ser eludido. E s lo que trataremos de i lustrar enseguida.

2. Estudio de u n caso concreto

2.1. Hechos1

1. Desde hace aproximadamente cuarenta años se estableció en l a Sierra Nevada de Santa M a r t a , mediante l a fundación del corregimiento de Sabana de Jordán, l a Iglesia Pentecostal U n i d a de Co lombia — L P U C .

2. Desde que l a L P U C se estableció en l a S ierra Nevada de Santa M a r t a uñ grupo significativo de indígenas arhuacos se h a hecho m i e m b r o de ésta, convirtiéndose así a l a religión evangél i ca , algunos de los cuales se h a n formado como pastores.

3. E n 1991 se construye u n templo evangélico, a l inter ior del resguardo arhuaco y bajo el l iderazgo de u n pastor «blanco» , s i n el consentimiento de las autoridades tradicionales i n dígenas.

4. Desde s u l legada a l a S ierra N e v a d a de Santa M a r t a a l gunos miembros de l a L P U C h a n sido víctimas de acciones arbitrarias cometidas p o r autoridades tradicionales indígenas. E jemplos de dichas acciones arbitrarias son los siguientes: prohibición de real izar los ritos propios de l a religión evangélica bajo amenaza de detención, decomiso de textos bíblicos y detención, s i n fundamento alguno, de pastores indígenas.

5. Desde hace aproximadamente u n año los atropellos cometidos p o r las autoridades tradicionales arhuacas en contra de los indígenas evangélicos h a n aumentado. Ejemplos de este

1. Canadá está conformado por vina rica amalgama cultural constituida por diversos grupos indígenas, una provincia francófona: Quebec, una amplia comunidad de tradición anglosajona y por múltiples agrupaciones de inmigrantes provenientes de zonas tan disímiles como Asia y Latinoamérica.

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incremento son: l a expulsión del pastor «blanco» de l a zona (aquel que ayudó en l a construcción del templo) y l a p r o h i b i ción de s u reingreso; el sometimiento de dos indígenas evangélicos a castigos físicos (fueron colgados de los brazos durante u n periodo considerable): el p r i m e r o p o r defender al pastor — q u i e n i b a a ser detenido— y el segundo p o r p e r m i t i r que sus cuatro hijos pertenecieran a l a Iglesia Pentecostal; l a c lausura y sellamiento del templo fundado p o r el pastor «occidental».

6. E l pastor «blanco», junto c o n u n número considerable de indígenas evangélicos, recurre a las autoridades competentes de l a sociedad hegemónica en Va l l edupar (Defensoría del Pueblo, Personería M u n i c i p a l , O f i c ina de Asuntos Indígenas) para denunciar los abusos cometidos p o r parte de las autor i dades indígenas tradicionales, así c omo p a r a encontrar u n a a l ternativa que permi ta l a convivencia armónica entre los dos grupos.

7. C o m o consecuencia de l o inmediatamente anterior se llevó a cabo u n a reunión e n l a que p a r t i c i p a r o n indígenas miembros de l a L P U C , autoridades adscritas a l Departamento del Cesar y autoridades tradicionales arhuacas." E n d i cha reunión no se llegó a ningún acuerdo en razón de que las autor i dades tradicionales consideraron (y consideran) que las act i vidades de l a L P U C atentan contra las costumbres, tradiciones y jerarquías que definen l a ident idad de l a c o m u n i d a d arhuaca y que permiten s u desarrollo y proyección c o m o cultura d ist inta a l a hegemónica. 2 S i n embargo las autoridades tradicionales indígenas, ante las denuncias de arbitrariedades hechas p o r l a Iglesia Pentecostal en s u contra, propus ieron u n cese de toda actividad rel igiosa p o r parte de esta agrupación hasta tanto u n a instancia j u d i c i a l de l a sociedad hegemónica se pronuncie sobre el conflicto.

8. F inalmente , el representante de l a L P U C y 31 indígenas arhuacos interpusieron acción de tutela en contra de las autoridades de l a c o m u n i d a d indígena arhuaca.

2. Dicho argumento es fruto del acuerdo al que llegaron las comunidades arhuaco, kogi y arzaria en diversas asambleas generales en donde se discutió el papel que desempeñan las comunidades que profesan cultos distintos al tradicional en la descomposición y/o desarrollo de las culturas ancestrales.

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3. Análisis de los hechos

3.1. La comunidad arhuaca y la clasificación de las minorías culturales de Kynilicka

¿Qué tipo de minoría c id tara l es l a c o m u n i d a d arhuaca? L a respuesta a esta pregunta nos permitirá precisar l a manera como esta c o m u n i d a d entró a f o rmar parte del Estado co lombiano, l a relación que busca mantener c o n éste, así como precisar algunas de sus necesidades y reivindicaciones. E n nuestro concepto no habría n i n g u n a di f i cul tad en cal i f icar a los indígenas arhuacos como u n a minoría nac ional . E s t a c o m u n i dad cumple c laramente con todos los elementos necesarios para poder ser inc lu ida en l a menc ionada categoría. E n pr imer a instancia, habi ta u n territorio ancestral. E l territorio arhua-co está situado en l a S ie r ra Nevada de Santa M a i t a , a l norte de Co lombia , específicamente en l a vertiente sur de este m a c i zo montañoso (Departamentos del Cesar y del Magdalena) . Este territorio^és actualmente u n resguardo de propiedad colectiva de l a c o m u n i d a d y h a sido habitado p o r ésta c o n anterioridad a l a conquista española.

E n segunda instancia es u n a c o m u n i d a d histórica con u n a tradición c idtara l y u n a lengua comunes y c o n u n a serie de instituciones que guían su dinámica c i n t u r a ! E n efecto, los arhuacos, i jka o üca, son u n a c o m u n i d a d que pertenece a la fami l ia lingíiística chibcha, que según estadios arqueológicos y antropológicos desciende de l a c o m u n i d a d ta i rona (ya extinguida) y que posee u n a rica tradición cultural , contando con una organización política, económica y social part icular y con i m a religión, u n a arquitectura y unas expresiones artísticas propias. Así es como l a c o m u n i d a d arhuaca se caracteriza por tener u n a organización política teocrática que tiene como pr inc ipa l autor idad a l M a m a (quien es también líder religioso, médico y juez) y como p r i n c i p a l institución a los cabildos; u n sistema de producción agrícola basado en l a explotación de tierras ubicadas en diferentes pisos térmicos; u n a estructura social basada en linajes, así como u n a sofisticada cosmovisión que tiene como deidad p r i n c i p a l a l M a m a S e u k u n y en donde los puntos cardinales juegan u n papel explicativo fundamental .

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De igual f orma poseen u n a arquitectura y unas expresiones artísticas distintivas que tienen como principales expresiones l a construcción de casas rectangulares de bahareque y paja l a pr imera , y la cerámica y los tejidos las segundas. 3

Aunque desde l a conquista española la c o m u n i d a d arhuaca h a tenido intensos contactos con l a cul tura hegemónica en Col o m b i a y h a incorporado algunos de sus elementos a la cultura t radic ional , 4 n u n c a ha dejado de re iv indicar su diferencia y su deseo de permanecer como u n a sociedad distinta. Afortunadamente, la mayor parte de las reivindicaciones de autonomía hechas desde t iempos inmemoria les por los arhuacos y las otras múltiples minorías nacionales que c o m p o n e n a C o l o m b i a fueron a l f in oídas p o r los constituyentes que crearon la Constitución política de 1991. 5 E n esta-Constitución se reconoce y protege el carácter midtiétnico y p lur i cu l tara l de C o l o m b i a (art. 6), así como también múltiples derechos diferenciados en función del grupo. T a l vez algunos de los más i m p o r tantes sean los siguientes: el artículo 10 que reconoce el carácter of ic ial de los dialectos y lenguas de las minorías étnicas, así como el deber del bilingüismo en l a enseñanza que se imparte a las comunidades con tradiciones lingüísticas propias; el artículo 63 que reconoce el carácter inalienable, inembargable e imprescript ible de las tierras de resguardo y las tierras c o m u nales de los grupos culturales minor i tar ios ; el artículo 68 que

3. Aunque, sin duda, los elementos aquí expuestos sólo dan una visión superficial de la cultura arhuaca, resultan suficientes para sustentar el punto en discusión: que la comunidad arhuaca puede ser considerada una minoría nacional. La información reseñada tiene como fuente a G. Reichel-Dolmatoff, Los Ika, Centro Editorial Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1991 y A. Chávez y L. de Francisco, Los Ijca, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977.

4. Los arhuacos han incorporado diversos elementos de la cultura hegemónica a la tradicional. Entre otros, podríamos mencionar los siguientes: métodos de producción agrícola, herramientas para el campo y utensilios domésticos y en algunas zonas, la incorporación de manera más o menos profunda de ciertos componentes de la religión católica.

5. «En Colombia existen, en la actualidad, aproximadamente 700.000 indígenas, divididos en SI grupos étnicos, de los cuales un número importante —además del castellano— habla su propia lengua materna (64 lenguas). Estas agrupaciones son heterogéneas entre sí y ocupan diversos territorios, representan el 2 % de la población colombiana (estimada en 37.000.000) y están distribuidas en 27 de los 32 departamentos de la República», Roberto Pineda, La Constitución de 1991 y ¡a perspectiva del nudticulturalismo en Colombia, Bogotá, texto inédito, pp. 6-7.

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consagra el derecho de las c i i l turas minor i tar ias a u n a educación que respete y desarrolle su ident idad cmtural ; el artículo 70 que reconoce l a igualdad entre todas las culturas; los artículos 171 y 176 que garant izan l a participación especial de las minorías étnicas, en l a Cámara de Representantes y el Senado; el artículo 246 que consagra l a jurisdicción especial indígena; el 286 y e l 330 que reconocen a los territorios indígenas como entidades territoriales y les otorgan autonomía para el gobierno de los mismos .

3.2. Los conflictos

E n este segundo aparte l a pregunta que debemos responder es s i , luego del análisis de los hechos reseñados, se puede precisar l a existencia de algún tipo de conflicto jurídico-poKti-co en el inter ior de l a minoría nac iona l arhuaca y/o entre ésta y l a cu l tura hegemónica.

U n a vez se ' es tudian los hechos n o es difícil c onc lu i r que de ellos se desprenden dos prob lemas fundamentales : el p r i mero es in t ragrupa l y t iene que ver c o n l a limitación, p o r parte de las autoridades tradic ionales , de l a l iber tad de culto de algunos de los m i e m b r o s de l a c o m u n i d a d arhuaca que pertenecen a l a Iglesia Pentecostal U n i d a de C o l o m b i a . D i chas restricciones internas, supuestamente, se fundamentan en l a necesidad de proteger a l a c u l t u r a t rad i c i ona l arhuaca de s u desintegración.

E l segundo prob lema es intergrapal y t iene que ver con l a expulsión del pastor b lanco del resguardo indígena, c o n l a prohibición de que regrese a l m i s m o y p o r tanto con l a impos ib i l i dad de que ejerza en esta zona su labor evangelizadora. Así es como a u n m i e m b r o de l a c iutura hegemónica, las autoridades tradicionales de u n a minoría nac ional le i m p i d e n que en su territorio ejerza s u l ibertad de culto (que inc luye n o sólo el derecho a profesar u n a religión, s ino también a clifundirla).

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4. L a solución a los conflictos

4.1. Legitimidad de las restricciones internas

E n este acápite debemos afrontar y dar respuesta a l a s i guiente pregunta: ¿son o n o legítimas las restricciones inter nas implementadas p o r las autoridades tradic ionales arhua -cas? E s importante advert ir que las respuestas que se expon e n a continuación t ienen c o m o p r i n c i p a l base teórica a l l ibe ra l i smo , perspectiva que consideramos l a más plausible para expl icar y regular los fenómenos aquí anal izados.

4.1.1. Primera hipótesis

L a p r i m e r a hipótesis que podría plantearse para dar respuesta a l a pregunta anterior nos i n d i c a que las restricciones internas son legítimas, c omo ejercicio del derecho de autogobierno de l a cu l tura arhuaca , s i se puede p r o b a r que l a c o m u n i d a d en cuestión efectivamente corre el pel igro de desintegrarse s i sus autoridades tradicionales no h m i t a n l a expansión del culto que profesa l a Iglesia Pentecostal U n i d a de C o l o m b i a entre sus m i e m b r o s . 6 De i g u a l f orma, l a v iab i l idad de esta h i pótesis tiene como supuesto que sea posible probar que u n número notable de indígenas arhuacos desea proteger s u c u l tura tradic ional . E s decir, que el intento de proteger l a v i d a societal arhuaca está mot ivado en el genuino interés de u n número considerable de sus m i e m b r o s de que su cul tura sobreviva y no p o r el interés de u n a minoría in terna de mantener sus privilegios o p o r l a i m p o s i b i l i d a d de que u n grupo m i nor i tar io se adapte a las nuevas condic iones históricas que afectan a su comunidad .

E l p r i m e r argumento que fundamenta esta hipótesis es el

6. Este argumento parece razonable si tenemos en cuenta que la cultura societal arhuaca es teocéntrica. De esta manera si se cuestiona su religión no sólo se cuestiona un fragmento de su cultura, sino que se pone en duda la totalidad del ensamblaje social. Es como si se cuestiona la autoridad religiosa del Mama, al mismo tiempo se cuestiona su poder político y judicial, lo que trae como consecuencia el derrumbamiento del esquema comunitario y el resquebrajamiento de la cosmovisión que lo sustenta.

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de que no es justo que los miembros de l a c o m u n i d a d arhuaca que siguen aceptando l a cu l tura tradic ional a s u m a n los i n mensos costos de incorporarse a l a cu l tura hegemónica de m a nera invohintar ia . Tales costos se generan p o r el estrecho lazo que existe entre el ind iv iduo , el ejercicio de su l ibertad y su propia cultura. E n efecto, l a lengua y l a tradición cultural son fundamentales para el bienestar de las personas en tanto les otorga el abanico de posibi l idades sobre las cuales escogen su proyecto de v i d a y, p o r tanto, el marco que le da significado y valor al m i s m o . De esta f o r m a s i l a cu l tura t rad ic ional arhuaca desaparece, sus miembros verán notablemente reducidas sus oportunidades vitales, éstas se harán menos atractivas y tendrán menores posibi l idades de éxito. De igual manera , s i el pueblo arhuaco se ve en l a necesidad de integrarse a l a cmtura mayor i tar ia , sus miembros tendrán que enfrentar serias d i f i cultades para real izar l a evaluación de sus identidades, en tanto s u cul tura , que es u n referente ine ludib le para l a construcción de l a ident idad personal , habrá desaparecido. Así, s i el horizonte sobre el cua l el indígena genera y regenera su ident i dad se diluye, éste n o tendrá elementos p a r a s u autoidentif ica-ción y para l a valoración posit iva de s u proyecto vital .

E l anterior problema se agudiza cuando reconocemos que históricamente en Co lombia l a cultura hegemónica h a infravalorado y disci±ninado a las culturas indígenas y cuando, a l mismo tiempo, reconocemos que l a interpretación que hace el individuo dé sí mismo está estrechamente relacionada con l a valoración que hagan los otros de su cidtura. D e esta forma, es m u y posible que las opciones vitales de los indígenas arhuacos no tengan mayor valor en el contexto de l a cultura mayoritaria. Otros de los costos que tendrían que asumir los indígenas arhuacos si los fragmentos de su cultura se disgregan están relacionados con l a imposibi l idad de transrnitir a sus hijos u n a tradición cultural y, por tanto, crear vínculos intergeneracionales y sentir que se form a parte de u n proceso «atemporal» de creación y recreación de una cultura que engrandece a los sujetos partícipes. D e l mismo modo, l a desaparición de l a cultura arhuaca posiblemente traería como consecuencia el aislamiento social de sus anteriores m i e m bros, ya que los lazos de solidaridad y los proyectos comunes entre éstos (y entre los miembros de la sociedad mayoritaria y los

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anteriormente arhuacos) serían más difíciles de construir. L a comprensión mutua derivada de l a identidad cidtural compartida es tal vez el factor fundamental que facilita y fomenta los lazos de fraternidad entre las personas, así como el factor que posibil i ta la construcción de proyectos colectivos y el motor que aumenta y consolida l a participación en l a discusión y solución de los problemas comunitarios.

E l segundo argumento que sustenta la hipótesis antes reseñada está relacionado con l a defensa de u n valor fundamental para los Estados phiriétnicos: l a diversidad cultural . E n nuestro concepto u n a sociedad culturalmente diversa es especialmente valiosa en l a medida en que enriquece l a v i d a de todos sus miembros a l permitirles entrar e n contacto c o n perspectivas v i tales diferentes, con interpretaciones del m u n d o cüstintas que pueden ampl iar sus horizontes de conocimiento. D e esta forma, l a desaparición de l a minoría nac ional arhuaca es u n fenómeno que debe tratar de evitarse en tanto afecta negativamente l a cal idad de v ida del resto de colombianos, empobrece su experiencia y d isminuye sus recursos culturales. Así es como podemos decir que mientras el p r i m e r argumento que sustenta esta hipótesis es u n argumento de just ic ia que quiere evitar que los miembros de u n a minoría nac iona l asuman los altos costos que i m p l i c a su integración involuntar ia a l a sociedad hegemónica, el segundo es u n argumento subsidiario que protege el interés de l a mayoría de tener u n horizonte cul tural diverso. E n síntesis, podríamos decir que los anteriores argumentos permiten sustentar l a tesis de que l a tensión que se genera en el caso en cuestión entre l a diversidad grupal y l a diversidad intragrupal se debe resolver en favor de l a pr imera . E n las circunstancias anotadas se privi legia l a protección de l a nrinoría nacional como u n todo y, por tanto, l a diversidad grupal de Co lombia frente a l a diversidad en el inter ior de l a minoría nacional .

A h o r a bien, que en esta hipótesis se considere legítimo que las autoridades tradicionales indígenas implementen restricciones internas para i m p e d i r que s u cul tura t rad ic iona l desaparezca, no signif ica que se considere legítimo que éstas i m p o n gan a sus miembros cualquier t ipo de medidas p a r a lograr el fin anotado. E n pr inc ip io las autoridades tradicionales no podrían i m p o n e r restricciones que atenten contra el pr inc ip io de

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igualdad y contra l a d ignidad de los disidentes. Tampoco podrían poner e n práctica restricciones o límites que n o formen parte de sus usos y costumbres y que hagan más onerosa l a situación de los indígenas discrepantes. L a s autoridades indígenas excepcionalmente podrían implementar medidas ajenas a su cul tura cuando demuestren que es totalmente necesario para evitar l a desintegración de l a c o m u n i d a d o que resultan menos onerosas p a r a los disidentes y que no hay u n instrumento igualmente útil en el inter ior de l a tradición.

L o s anteriores criterios buscan evitar que las autoridades tradicionales abusen de sus derechos e i m p o n g a n cargas desproporcionadas a los miembros disidentes de l a cul tura ancestra l . L a p laus ib i l idad de esta p r i m e r a hipótesis aumentaría s i es posible prec isar que los indígenas evangélicos t ienen efectivamente l a pos ib i l idad de sa l i r de s u c o m u n i d a d y de incorporarse a l a sociedad hegemónica de m a n e r a más o menos fluida. T a l alternativa parte del supuesto de que los indígenas que profesan l a religión evangélica h a n dejado de ser, p o r l o menos en u n a porción importante, verdaderos indígenas arrúmeos y, p o r tanto, pueden fácilmente acoplarse y tener éxito en l a dinámica de l a c o m u n i d a d mayor i tar ia . D e esta f o rma s i tales individuos no están ya de hecho incorporados a l a cul tur a de l a mayoría, hacerlo n o les implicaría mayores costos.

F inalmente , para que el argumento de l a «salida» resulte sustentable, l a c o m u n i d a d t rad i c i ona l deberá entregar a los d i sidentes los recursos básicos p a r a que su incorporación a l a cul tura mayor i tar ia tenga u n mínimo éxito. Además de no h a cer excesivamente onerosa l a sa l ida de los indígenas evangélicos, el deber de proveer estos bienes se fundamenta en l a necesidad de compensar los aportes que tales indígenas h a n hecho para que l a economía comuni tar ia arhuaca florezca, así como el esfuerzo y el d inero que h a n invert ido en las tierras «individuales» que tendrían que abandonar . 7 Estos medios económicos podrían ser p o r ejemplo, e l equivalente a l valor de su trabajo comuni tar io o a l de las mejoras que h a n hecho a las

7. Es importante tener en cuenta que el resguardo es de propiedad colectiva de la comunidad. Por tanto, los indígenas que abandonan su cultura societal no pueden vender la(s) parcela(s) que trabajaron individual o familiarmente.

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parcelas de su «propiedad». E s importante precisar, para term i n a r c o n l a exposición de esta p r i m e r a hipótesis, que l a defensa de l a leg i t imidad de las restricciones internas en este caso y, por tanto, de l a protección de l a minoría cultural arhuaca se fundamenta en el reconocimiento del va lor que tiene la decisión consciente de los miembros de ésta de salvaguardar su tradición y n o en u n a perspectiva paternalista que quiere mantener aislados y puros a los indígenas.

4.1.2. Segunda hipótesis

L a segunda hipótesis que podría plantearse para dar respuesta a l a pregunta con l a que se i n i c i a este aparte nos indica que las restricciones internas implementadas p o r las autoridades arhuacas para supuestamente proteger de l a desintegración a su cultura, no son legítimas. E l p r i m e r argumento que fundamenta esta segunda hipótesis c o m b i n a u n razonamiento de orden fáctico y otro teórico. Estos argumentos a s u vez cuestion a n el centro del racioc inio que guía a l a p r i m e r a alternativa de solución al caso. E n efecto, en esta segunda alternativa se considera que l a p lausibi l idad de l a p r i m e r a hipótesis resulta cuestionable s i l a contrastamos con el hecho de que en el interior de l a comunidad arhuaca existe u n número considerable de indígenas que profesan l a religión católica y s i a l m i s m o tiempo reconocemos l a pro funda inf luencia que esta confesión ejerce, desde hace varios siglos, en l a menc ionada comunidad .

Tales hechos generan varias preguntas: ¿por qué consideran los indígenas tradicionales que l a religión evangélica pone en peligro l a supervivencia de sus tradiciones y n o a f i rman lo mis mo de l a religión catóüca?, ¿por qué es posible l a coexistencia más o menos pacífica de los indígenas tradicionales y los indígenas católicos y resulta imposible l a cohabitación de los p r i meros y los indígenas evangélicos? Las anteriores preguntas impheitamente sintetizan l a sospecha que surge en torno a la real leg i t imidad de las restricciones internas implementadas p o r las autoridades arhuacas u n a vez se reconoce l a veracidad de los mencionados hechos. A l demostrar que desde hace varios decenios los indígenas tradicionales coexisten con u n número notable de indígenas católicos s i n que l a cu l tura ancestral

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se desintegre, resulta poco plausible a f i rmar que su cohabitación con algunos indígenas evangélicos (que lleva ya cuarenta años) sí lo hará. De esta forma, el anterior argumento pone en duda la validez del supuesto que excepcionalmente hace posible que u n a perspectiva l iberal , que considere a l a l ibertad mdiv i -dual como su pr inc ip io fundamental (como es l a que determina la argumentación de l a pr imera hipótesis) acepte l a imposición de restricciones internas. E n efecto, s i no es posible comprobar que l a minoría nacional arhuaca corre el peligro de desaparecer si no se controla l a expresión y expansión del culto evangélico en su interior, no es posible sostener l a legi t imidad de las restricciones internas impuestas por las autoridades tradicionales para, en apariencia, lograr ta l objetivo.

N o hay que olvidar que una política l iberal del midt ic idmra-l ismo como la anotada considera que se debe promover el reconocimiento de derechos diferenciados que fomenten l a equidad entre los diversos grupos y los protejan de los ataques de la cultura hegemónica; pero no deberá reconocer derechos que promuevan las restricciones internas salvo que esté en entredicho la existencia misma*de una cultura minoritaria . Este último argumento se fundamenta en el profundo compromiso que tiene el liberalism o con l a libertad, entendida ésta como el derecho que deben tener todos los indir iduos para elegir su propio proyecto de buen \avir así como para cuestionarlo y transformarlo.

E s así como no puede perderse de vista que el t ipo de l iberal ismo anotado defiende los derechos diferenciados en función del grupo, como u n a herramienta que permite la defensa de las culturas societales en tanto éstas son el marco dentro del cua l los individuos pueden hacer u n a elección in fo rmada de sus proyectos vitales. Así, los derechos mencionados no son instrumentos para proteger a las culturas societales de las minorías en tanto tales, s ino u n a herramienta para proteger y promover indirectamente a l a l ibertad ind iv idua l . De esta form a podríamos decir que para l a menc ionada vertiente del l iberal ismo, dados los supuestos fácticos antes expuestos, no hay razón para que alguno de los indígenas arhuacos vea restringida s u l ibertad de escoger u n proyecto de buen viv ir , de cuest ionarlo y de transformarlo .

E l segundo argumento que fortalece el razonamiento de la

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hipótesis que venimos exponiendo va d ir ig ido a cuestionar el concepto de l a identidad personal que parece subyacer a la pr imera alternativa de solución del caso en cuestión. E n apariencia, l a ident idad personal es c omprend ida en l a argumentación que guía a l a pr imera hipótesis como u n fenómeno m o nolítico y atemporal . E s decir, como u n a construcción l inea l y estable que sólo tiene u n a cara, aunque compuesta por diversos elementos. De esta f o rma l a ident idad de t m individuo p a rece no admit i r contradicciones n i parece a d m i t i r la incorporación de nuevos elementos. Así es como los anteriores conceptos permiten decir que l a ident idad del pueblo arhuaco ha sido, es y será u n a y solo u n a . Incorporar elementos extraños a esa identidad i m p l i c a su tansformación absoluta.

E n esta segunda línea de argumentación se considera pro blemático el concepto de identidad antes expuesto en tanto que no tiene en cuenta los procesos reales a través de los cuales se construye l a identidad ind iv idual y colectiva. Desde este segundo punto de vista se considera que éstas son u n constructo, en constante cambio, que está compuesto por diversas facetas que en ocasiones se complementan, pero que en ocasiones también se contradicen. E s decir, que el yo es u n armazón híbrido y en constante devenir compuesto p o r diversos fragmentos.

E n l a actualidad, este constante proceso de generación y regeneración de l a identidad mdiv idual y colectiva se ve agudizado a partir de la intensidad y la facilidad con l a que se realizan los más diversos intercambios entre personas y grupos de diferentes tradiciones. De esta manera, af irmar hoy en día que existe u n a identidad cultural absolutamente pura es notablemente problemático. Como también lo es af irmar que l a cultura arhuaca ha sido y es una entidad monolítica que no ha incorporado elementos de otras tradiciones culturales. Contaaejemplo de este argumento es la existencia de indígenas arhuacos católicos. De esta forma nos podríamos preguntar por qué no pueden existir indígenas arhuacos evangélicos si , de hecho, existen indígenas arhuacos católicos. Ahora bien, u n a mirada reu-ospectiva a l a historia de l a relación entre los arhuacos y la sociedad mayoritaria puede darnos algunas claves para analizar desde otra perspectiva los supuestos fácticos que sostienen a l a argumentación de la segunda hipótesis. S i reconocemos que l a religión católica fue impues-

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ta a l a comunidad indígena arhuaca a través de l a violenta labor evangelizadora que in ic iaron los misioneros capuchinos en los primeros años de este siglo; 8 y si además evidenciamos que en tal época l a mencionada comunidad indígena no disponía de recursos jurídicos o de medios fácticos suficientes para oponerse a la mencionada intervención, podríamos razonablemente concluir que la aceptación e incorporación del catolicismo en su cultura era u n hecho ineludible.

De igual forma, s i reconocemos que en l a actual idad los indígenas arhuacos disponen de múltiples y fuertes instrumentos jurídicos p a r a l a protección de s u tradición; y s i aceptamos que el giro que se le da en l a Constitución de 1991 a l tema de l a p lur i cu l turahdad h a generado u n intenso proceso de auto-rreflexión, revaloración y reconstrucción de las tradiciones entre las comunidades indígenas y s i , además, aceptamos que hoy en día las comunidades indígenas están mejor organizadas y conocen de mejor m a n e r a los problemas que puede causarles el intercambio c o n el m u n d o «blanco», podríamos conc lu i r razonablemente que (dado que las condiciones h a n c a m biado) es comprensible y plausible l a oposición de los arhuacos a que l a labor evangelizadora de l a L P U C continúe.

4.1.3. Tercera hipótesis

L a tercera hipótesis que podría plantearse para dar .solución a l caso en cuestión nos i n d i c a que las restricciones internas impuestas p o r las autoridades de l a c o m u n i d a d arhuaca son legítimas. E s t a hipótesis se fundamenta en u n a vertiente del l iberal ismo, generalmente conoc ida como l iberal ismo del modus vivendi, que considera que l a to lerancia es s u pr inc ip io fundamental y que éste debe ser interpretado como respeto a l a diversidad grupa ! y no como l ibertad de conc ienc ia . 9 D e esta

8. Es necesario precisar que los intercambios entre los arhuacos y la iglesia católica se inician mucho antes de la llegada de las misiones capuchinas a la Sierra Nevada de Santa Marta. Sin embargo, parece ser que el trabajo pastoral de esta comunidad religiosa es el que hace que los arhuacos verdaderamente conozcan el catolicismo y lo incorporen a sus vidas.

9. Recuérdese que Kymlicka considera que la tolerancia liberal históricamente ha sido interpretada como libertad de conciencia.

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forma en l a jerarquía de los valores de l a menc i onada vertiente l iberal l a tolerancia se privi legia frente a l a l iber tad indiv idual .

Así, quienes defienden esta visión del l iberal ismo estiman que u n a consecuencia necesaria de l a valoración positiva de l a l ibertad ind iv idual o grupal es que l a elección que resulta del ejercicio de ésta sea respetada p o r los otros individuos o gru pos . 1 0 Tomarse en serio l a l ibertad y por tanto l a diversidad i m p l i c a asumir u n profundo compromiso con l a tolerancia. E s por ello que los autores que siguen esta corriente del l iberalism o consideran fundamental p a r a el respeto de l a diversidad cultural el reconocimiento del derecho a que los diferentes gru pos que conforman u n Estado organicen s u v i d a comunitar ia de acuerdo c o n las tradiciones que los constituyen. E l único límite a este derecho estaría fijado p o r los derechos de los otros grupos culturales. De esta manera, los grupos no liberales que no afectan negativamente los derechos de los grupos culturales con los que convive h a n de ser reconocidos y respetados.

Así es como para el l iberal ismo del modus vivendi l a comun idad arhuaca estaría leg i t imada para regular s u v ida comuni taria a part i r de los pr inc ip ios y valores tradicionales, s i n i m portar s i éstos i m p l i c a n l a violación de derechos y libertades liberales. De igual forma, esta corriente teórica considera que es potestad legítima de l a c o m u n i d a d indígena proteger l a integr idad de su cul tura a través de las medidas que considere necesarias no impor ta cual sea l a amenaza, cua l sea l a intensidad de l a m i s m a o s i se trata de acciones meramente preventivas.

5. A manera de conclusión provisional

L a p r i m e r a pregunta que debemos responder es s i es legítim o o no que las autoridades de l a minoría nac i ona l arhuaca expulsen de s u territorio a u n m i e m b r o de l a sociedad hege-mónica (el pastor blanco) que l o habi ta s i n s u consentimiento. E n nuestro concepto es legítimo que las autoridades tradic io -

10. Véase, por ejemplo, Ch. Kukathas, «Are there any cultural rights?». Political Theory, 20/1 (1992), pp. 105-139 y «Cultural rights again: a rejoinder to Kymlicka», Political Theory, 20/4 (1992), pp. 674-680.

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nales de una minoría nac ional t omen u n a decisión como la anotada. N o i m p o r t a cual sea l a labor o l a misión que el m i e m b r o de l a sociedad mayor i tar ia esté cumpl iendo , el derecho de autogobierno que en pr inc ip io ejerce l a minoría las ha bi l i ta para t o m a r ta l decisión. S i este derecho de autogobierno no existiera, l a minoría nac iona l no tendría l a efectiva pos ib i l i dad de regir sus destinos de m a n e r a que los intereses de sus miembros y de l a c o m u n i d a d como u n todo se v ieran promovidos y protegidos.

S i cualquier m i e m b r o de l a c o m u n i d a d mayor i tar ia pudiera asentarse en el territorio de u n a minoría nac ional s i n el consentimiento de sus autoridades y estuviera legit imado para actuar en éste de acuerdo con sus propias reglas, l a autonomía que se le reconoce a las minorías nacionales para modelar el camino de su cul tura se vería completamente desvirtuado. N o habría diferencia entre el hecho reseñado y el que ciudadanos extranjeros entraran a u n Estado s i n el consentimiento de sus autoridades, se d o m i c i l i a r a n en él y gu iaran s u actuar a part i r de las reglas y valores en los que c r e e n . " De esta forma, l a decisión de las' autoridades arhuacas de expulsar a l pastor blanco es plenamente legítima. 1 2

L a segunda pregunta que tenemos que contestar es s i ¿es legítimo o no que instancias judiciales de l a sociedad hegemó-n i ca co l ombiana (juzgados, tribunales y Corte Constitucional) intervengan a través de sus decisiones p a r a resolver el conflicto en cuestión? E n nuestro concepto es legítimo que instancias judiciales de l a sociedad hegemónica co l ombiana intervengan en este caso. E n p r i m e r a instancia , porque l a minoría nacional

11. Recuérdese que en este contexto y en el grado de abstracción que estamos argumentado no habría diferencia entre un tercer país y. una minoría nacional en cuanto al derecho de autogobierno que debe reconocérsele a cada uno.

12. Podría pensarse que la expulsión del pastor «blanco» es un hecho ilegítimo en la medida en que hace imposible para los indígenas evangélicos el ejercicio de su libertad de culto. E n efecto, resulta razonable pensar que si tales indígenas no tienen un guía que les conduzca a través de los ritos de su confesión (que por ejemplo les ayude en la lectura e interpretación de la Biblia, que tenga conciencia de la organización de su iglesia, etc.) no podrán continuar con su culto. Mas este argumento se desvirtúa cuando se evidencia que existen algunos indígenas que se han preparado como pastores. De esta forma la expulsión del pastor blanco no afecta a la posibilidad de que los miembros de la comunidad arhuaca que profesan el evangelio continúen con su práctica religiosa.

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arhuaca, de hecho, f orma parte del Estado co lombiano y por tal razón se le reconocen derechos y se le i m p o n e n obligaciones. Dentro de estas últimas se inc luyen el respeto a l a Const i tución política y a las instancias encargadas de velar por su acatamiento. E n segunda instancia , porque l a minoría arhuaca históricamente h a aceptado y re iv indicado su pertenencia al Estado co lombiano. E n efecto, aunque l a c o m u n i d a d mencio nada siempre h a defendido su autonomía frente a l a sociedad hegemónica, al m i s m o t iempo s iempre se h a reconocido parte de l a organización política global. Múltiples ejemplos de este último hecho pueden ser encontrados a lo largo de este siglo: participación política partidista, participación en el presupuesto nac ional y departamental , uso de los servicios públicos de salud y educación, etc. E n tercera instancia , porque las autor i dades tradicionales indígenas dec id ieron n o t o m a r medida a l guna en torno a l conflicto en cuestión mientras las instancias judiciales competentes de l a sociedad hegemónica n o se pro nunciasen sobre el conflicto. T a l decisión es u n claro ejemplo del reconocimiento de las instancias judiciales de l a sociedad hegemónica por parte de l a minoría arhuaca. E n cuarta ins tancia, porque no existe ningún acuerdo histórico que ex ima a l a minoría nac iona l arhuaca del cumpl imiento de l a Const i tución co lombiana o de algunos de sus apartes. E s importante precisar, para t e iminar , que l a intervención de las instancias judiciales de l a sociedad hegemónica en los asuntos internos de las minorías nacionales n o es a piiori legítima. Consideramos que l a leg i t imidad de cada caso h a de ser anal izado i n d i v idualmente teniendo en cuenta que l a Constitución de 1991 creó l a jurisdicción especial indígena y que u n a intervención indebida de las instancias judiciales de l a mayoría haría n u l a -tor io el derecho de autogobierno que debe tener (y tiene en Colombia) toda minoría nac ional .

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H . EL PARADIGMA CONSENSUAL-DISCURSIVO PARA LA SUPERACIÓN DE LA DICOTOMIA DILEMÁTICA ENTRE LIBERALISMO Y COMUNITARISMO

1. Evocación de u n mito

E n el congreso sobre «Liberalismo, Muluculüiralismo y Derechos Diferenciados» real izado en Medellín, Co lombia , en j u n io de 1997, el profesor José L u i s Villacañas recordó, de m a nera m u y sugestiva, e l m i t o de E c o y N a r c i s o cuya evocación produjo u n a especial expresión de aceptación entre el auditor i o allí reunido. N o es de extrañar, c o m o es obvio, que este t ipo de discursos sean t a n b i e n recibidos en sociedades como l a co l ombiana donde l a menta l idad arcaica , p r o p i a de las sociedades tradicionales, se encuentra más cerca de este t ipo de lógicas míticas que de l a r iguros idad del discurso rac ional m o derno-occidental. Pero n o sólo p o r esa razón tuvo acogida l a evocación de l mi to menc ionado . L o fue también porque, en l o fundamental , recogió u n a inquietud vibrante en el auditorio, y en C o l o m b i a e n general, pero no rac ional izada: el de que l a tragedia mítica de l a n i n f a E c o y el bello Narc i so reflejaba de alguna m a n e r a e l d r a m a y l a dicotomía entre e l l iberal ismo y el comuni tar i smo que recorre nuestra v i d a nac iona l e inst i tu c ional . E n efecto, E c o , enamorada de N a r c i s o pero vacía en su interior, s i n más contenido que l a voz lejanamente repetida de s u enamorado; y, p o r o t ra parte, N a r c i s o , enamorado del eco de su p r o p i a voz, repetida p o r l a n in fa , evoca el d r a m a y el divorcio del l iberal ismo y el c omuni tar i smo en nuestras tierras: el p r imero , haciendo eco de pr inc ip ios universales ideales pero irrealizables; y e l segundo enamorado de sí m i s m o , de sus propios valores y características, pero s i n u n punto de encuentro con el otro, s i n u n reconoc imiento auténtico de su semejante a quien sólo tiene en cuenta en l a med ida en que se recuerda a sí m i s m o .

E l d r a m a de ambas partes t e r m i n a como no podía dejar de terminar el mi to : E c o (el l iberal ismo) , sola, conocedora de su vaciedad, condenada a n o tener ident idad sino sólo a repetir las derivaciones potencia lmente comprensibles del discurso universal , tratando en vano de hacerlo coherente y, lo que es

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peor, de aplicarlo a unas condiciones para las que no fue hecho y n o se adapta. Y Narc i so , desi lusionado de s u propio eco, de saberse igualmente solo en el universo, enamorado de su prop ia figura que, reflejada en el agua, l o inv i ta a reconocerse en ella de l a única manera en que en ello podría hacerlo: ahogándose en l a contemplación de s u prop io rostro, reconociéndose sólo a través de su prop ia muerte.

2. Resolución del mito

L i b e r a l i s m o y c omuni tar i smo parecen ver así sellado su destino: l a impos ib i l idad de u n punto de contacto, l a m u t u a exclusión y desconocimiento de l otro c o m o igua l , l a soledad de dos discursos s i n lazos de encuentro, dos metanarraciones extrapoladas en l a m e d i d a en que n inguna posee u n referente externo desde donde reconstruirse como un idad , quizás con-flictiva pero actuante y viva. C o m o es obvio, l a razón mítica se resiste a reconocer este destino. Pero , ¿desde dónde resolver esta dicotomía, desde dónde res imbo l i zar el mi to y darle u n a solución esperanzadora? L a p r i m e r a mclinación se orienta a recuperar otro mi to griego: de repente Sísifo, en su interpretación camusiana, permitiría, a l menos, darle u n a sal ida p laus i ble: l a del sacrif ic io eterno pero pleno de sentido que real iza el héroe mítico l leno de dicha, en cuanto que s u destino — c r u e l y despiadado— es, a l fin y a l cabo, s u única v ida . Pero l a mi to logía caribeña posee sus propias soluciones. Podríamos encontrar la e n u n o de los cuentos p o r los que, precisamente, Gabr ie l García Márquez recibiera s u P r e m i o Nobe l , recuperando así u n a vieja pretensión del pensamiento lat inoamericano: el de que el pape l de l a filosofía estaría en dar razón del mito , en interpretar y res imbol izar los contenidos míticos de nuestra cu l tura y hacerlos comprensibles desde y p a r a l a filosofía.

L a solución eventual a l a dicotomía de E c o y Narciso podríamos inferir la del relato sobre «El ahogado más hermoso del mundo». E l cuento narra c ó m o u n grupo de niños que jugaba junto al m a r ve u n promontor io a lo lejos que lentamente se acerca a l a playa. A l l legar descubren que, tras las algas y flores marinas, se esconde u n ahogado, u n hombre inmenso que ja -

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más habían visto. Los habitantes del pueblo lo recogen, lo l i m p ian y empiezan a averiguar de cuál población cercana podría haber sido or iundo. Mientras los hombres se desplazan a otras poblaciones para inqu i r i r por ello, las mujeres comienzan a imaginar c ó m o hubiera sido l a v ida del pueblo s i ese muerto hubiera vivido con ellos. S u imponenc ia y hermosura seguramente hubieran sido excesivas para sus pequeñas casas, para sus feas calles. Poco a poco se dan cuenta cuan nistes eran sus vidas, cuan pequeñas y faltas de alegría eran sus calles, cuan poca proyección tenían sus existencias. E l muerto, entonces, produce u n fenómeno excepcional: bajo su sombra inerte el pueblo reconoce su f in i tud y rniriüriidad y aprende a reconocerse en sus potencialidades. E l muerto se convierte en u n ejemplo con el cual l a v ida toda se transforma: su evocación los hace reconstruir las calles, adornar las casas, vestirse mejor en su memoria . Todo adquiere u n a nueva l u z bajo su sombra y el pueblo t e m i h i a siendo reconocido por todos como el pueblo de Esteban, el ahogado más hermoso del mundo : el pueblo más bello y floreado de l a región. ¿Qué cosa en nuestra situación podría lograr rehacer nuestro mundo? ¿Qué puede perrmtrmos reconsni i i r el lazo social desintegrado y, desde l a sol idaridad común, reinventar u n a sociedad agotada? ¿Qué evoca l a figura de Esteban, ese hermoso muerto que logra unir los a todos y darles nuevos contenidos y horizontes a esos espacios march i tados y grises de u n a c o m u n i d a d mor ibunda? De repente en esa alucinada ficción de 1991, que pretendió inventar u n a nueva real idad jurídica, podamos encontrar u n a respuesta.

3. Mito y Constitución

L o s escépticos se preguntarán de inmediato qué tiene que ver todo esto con l a rea l idad co lombiana , en especial c o n este divorcio entre Uberal ismo y c omuni tar i smo que, además, no parece ubicarse en n i n g u n a parte. Pero l a dicotomía l iberal-co-munitar is ta atraviesa toda nuestra v ida nac iona l e instituciona l , desde el texto m i s m o const i tucional que en u n m i s m o artículo, reiteradamente a lo largo de todo él, trata de reconci l iar lo irreconci l iable: los derechos universales, ecos del discurso

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Liniversal, con los valores y tradiciones propias de una identi dad comunitar ia , absorta en sí m i s m a . Podemos ub icar esa tensión en toda u n a serie de artículos constitucionales, m u chos de ellos fundacionales — p r i n c i p i o s y derechos los l l a m a r o n los constituyentes. P o r ejemplo, el art. 2 que define como f in esencial del Estado el de servir a l a c o m u n i d a d para contradecirse enseguida cuando sostiene, en el art. 4, que l a Constitución es n o r m a de normas. O el art. 7 que establece l a divers idad étnica y cu l tura l de l a nación co l ombiana y, más abajo, en el art. 10, ac lara que el castellano es el i d i o m a oficial . O artículos que parecen ficciones alucinadas que declaran el derecho a l a v ida (art. 11) en u n país donde l a v i d a es lo menos protegido, inc luso p o r el m i s m o Estado , p r i m e r condenado p o r la violación sistemática de los derechos humanos . O, más adelante, el derecho al Ubre desarrollo de l a personal idad (art. 16) pero l imi tado p o r los derechos de los demás y del propio orden jurídico, como lo señala el m i s m o artículo enseguida. O el establecimiento del derecho y el deber a l a paz (art. 22) en u n país en guerra no declarada desde hace med io siglo.

N o se trata sino de m i r a r artículos como el 40 donde se explícita el derecho de participación que, posteriormente, en los artículos 103, 106 y 155 se ve recortada p o r el m i s m o texto constitucional c o n u n sinnúmero de condiciones procedimen-tales para ejercerla que, más tarde, l a ley a l regularlas se ha encargado de hacer casi irrealizables. Tendenc ia que se refuerza en los artículos que d isponen l a re forma de l a Constitución (375, 376, 377 y 378, part icularmente) donde las condiciones y exigencias procedimentales — u n a vez más— dif icultan, p o r no decir que impos ib i l i tan , u n derecho fundamental de l a c iudadanía que debería ser garantizado de l a m a n e r a más expedita y ágil.

De m a n e r a s imi lar , esta tensión entre los derechos de l a c o m u n i d a d y los límites que el m i s m o E s t a d o i m p o n e desde su perspectiva general izadora, ese ab ismo entre unos derechos, donde re tumba el eco de l a un iversa l idad i lustrada, para ser enseguida cuestionados p o r l a contundenc ia de los hechos o negados p o r el abarracamiento de los procedimientos der i vados de l a contextual idad de u n a c o m u n i d a d legalista (legu-leyista, l a l l a m a García Márquez), se hace más evidente cuan -

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do se abordan los artículos que consagran l a participación y autogestión económicas de las comunidades . E n éstos, las comunidades se convierten en los protagonistas de s u prop ia impotenc ia , a l serles reconocidos sus derechos a cogestionar el desarrollo económico de las regiones pero s i n tener voto y figuración efectiva en los organismos de planeación macro -económica manejados p o r l a tecnocrac ia (arts. 340, 341, 372, entre otros).

Los ejemplos se multipMcarían p a r a mostrar c ó m o esta tensión atraviesa letalmente nuestra inst itucionaHdad; unas veces dándole preeminencia a l a mclinación comunitar is ta sobre l a l iberal y otras a l a l ibera l sobre l a comunitar is ta con u n resultado idéntico: el entrabamiento del Es tado social de Derecho para lograr u n a participación a m p l i a y n o coaccionada de l a ciudadanía y l a realización de unos pr inc ip ios y derechos que tuvieran en esa m i s m a participación c iudadana l a garantía p r i mera de su efectividad y cumpl imiento . ¿Cuál podrá ser entonces el mecan ismo p a r a conc i l iar esas dos posiciones antagónicas que desgarran l a inst i tuc ionaHdad y l a nac iona l idad p l u -riétnica, mul t i cu l tura l y poüclasista co lombiana? S i n duda es l a Constitución pero a través de u n p a r a d i g m a del derecho que permita interpretarla desde l a ciudadanía, desde l a m u l t i p l i c i dad de discursos y posiciones de los diferentes sujetos colectivos que l a componen y que anhelan y quieren, como en el cuento de García Márquez, que l a letra m u e r t a del texto constitucional se convierta en l a música v iva y festiva que transform e y subvierta su gris cot id ianidad.

4. E l caso multicultural

Las debilidades del comunitar ismo y e l l iberal ismo se m a n i fiestan, particularmente, en s u consideración de l a problemática mmticu l tura l y las soluciones que proponen. E l pr imero , por reducir l a cuestión a l a necesidad de que sean reconocidos el marco cultural y las tradiciones constitutivas de u n a comuni dad dada, s i n aceptar que u n a resolución definitiva de l a problemática pasa p o r u n a positivización jurídica expresa de sus derechos étmco-culturales. U n caso patente sería, dentro del

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comunitar ismo, el de MacLntyre , 1 3 cuya reivindicación de l a com u n i d a d , pese a l a certitud de sus planteamientos, no desemboca en propuestas específicas que permi tan u n a mejora de l a situación social que padecen muchas de las minorías cobijadas bajo sus acertadas denuncias. Pero, s i n duda, más responsabili dad le cabría a l hberal ismo por creer que l a sola positivización de derechos individuales o colectivos o, en el mejor de los casos, étmco-culturales, s i n l a participación activa de las comuni dades afectadas en l a definición de los contenidos regulatorios e, incluso, l a redacción de éstos en los témiinos más satisfactorios a sus esquemas de rac ional idad práctica, puede ser p o r sí sola l a condición plena de u n a solución adecuada. T a l posición puede ilustrarse, p o r lo menos en su intención, a través del planteamiento de K y m l i c k a que muestra l a f o r m a en que el l iberalismo, incluso en su versión más benefactora, sigue pecando por exceso. E n su último l i b r o , 1 4 el mencionado autor plantea l a necesidad de considerar u n catálogo de derechos multiculturales tanto para las sociedades que denomina p o l i -étnicas como para las que define como mmticulturales. Las p r i meras compuestas p o r grupos inmigrantes, raciales y étnicos y las segundas p o r l a existencia de minorías con estatus semi-autónomos en su interior. De acuerdo c o n sus particulares condiciones, ambos tipos de sociedad serían susceptibles de contener, para sus respectivas minorías, u n catálogo de cinco tipos de derechos, a saber: derechos poliétnicos, derechos lingüísticos, derechos de representación, derechos de autogobierno y derechos de territorial idad, los cuales, en conjunto, definirían las características de u n a ciudadanía mmticu l tura l a l a que tendrían que aspirar el tipo de sociedades descritas.

S i n duda este catálogo, aunque dif iera en contenido del espectro de derechos formulados , p o r ejemplo, en l a Const i tución de 1991 en Co lombia , se identificaría c o n el la en u n m i s m o aspecto: quien eventualmente define tales derechos, y a sea desde l a academia o desde los ámbitos de poder, l o hace s i n a a i d i r a l a ciudadanía, a las visiones omni-comprehensivas

13. Alisdair Maclntyre, Whose Justice Which Rationality?, Notre Dame, Notre Dame University Press, 1988.

14. Will Kymlicka, Multicultural Citizenship, Oxford, Oxford University Press, 1995.

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que le darían contenidos concretos a tales derechos, a los sujetos colectivos que le d a n v ida desde sus tradiciones, símbolos y valores socioculü-irales particulares, a los marcos de rac ional i dad práctica desde donde cada minoría pueda interpretar y res imbol izar l a letra de tales derechos y conferirles el espíritu que sus específicas necesidades espirituales y materiales requieran. E s en ese sentido donde creemos que u n parad igma consensual-discursivo del derecho puede lograr lo que no a l canza l a mera denuncia de l a cüscrirninación de las comunidades núnoritarias o l a formulación paternalista de los derechos que éstas requerirían p a r a evitarla. E n ambos casos, p o r defecto o p o r exceso, las comunidades concretas y específicas quedan excluidas de l a discusión, formulación e, incluso, redacción de las disposiciones jmrdico-posit ivas que, posteriormente, pretenderán regular su v ida cot idiana.

Los casos de mul t i cu l tura l i smo en C o l o m b i a son u n a clara muestra de que, pr imero , los marcos de rac iona l idad práctica de las minorías se regulan legalmente y, p o r lo tanto, las discusiones sobre mul t i cu l tura l idad no se resuelven sólo filosófica

mi

s ino jurídicamente; y que, segundo, cuando las comunidades afectadas n o h a n sido tenidas en cuenta esiructuralmente en l a consideración de tales regulaciones legales, las disposiciones que éstas contienen, inc luso cuando def inen amplios catálogos de derechos individuales y colectivos como el de s u autonomía o el de l a obligación de consultarlas en casos especiales, se devuelve peligrosamente en su contra, desbordadas p o r una rac ional idad procedimental que no d o m i n a n y a las que son sometidas sut i l pero inmisericordemente , quedando después a merced de u n a adjudicación j u d i c i a l poco sensible a sus íntimas convicciones y requerimientos.

De allí l a necesidad, antes de quedarse solamente en las discusiones vacías sobre mul t i cu l turahsmo o en l a imposición o reconocimiento legal-patemalista de derechos positivos sobre los derechos multicultxurales, de evidenciar que esta tensión b izant ina sólo se supera c o n l a pos ib i l idad de que l a com u n i d a d codefina consensual-discursivamente sus propios derechos positivos desde u n a situación dialógica de simetría institucional — e n tanto actores Ubres e iguales— con otros actores sociales, estatales y legislativos, en el marco de espacios de

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concertación preestablecidos legalmente que permi tan u n a participación a m p l i a y no coacc ionada de las minorías de cualquier clase. Porque el p rob lema tampoco es solamente de comunidades étnicas d iscr iminadas sino de sujetos colectivos marginados de toda discusión inst i tuc ional , es decir, legal-po-sitiva, sobre su mundo-de-vida part icular . A m a s de casa, ancianos, homosexuales, prostitutas, estudiantes, hombres y m u jeres dedicados a oficios no convencionales, trabajadores informales, gremios periféricos de l a rac ionahdad labora l tradiciona l , niños trabajadores, enfermos de s ida o cualquier enfermedad de profi laxis general, enfermos terminales o cuadrapléji-cos, campesinos, colonos, en f in , sujetos colectivos que componen el variado e inf inito espectro de l a ciudadanía y l a opinión púbUca, con sus respectivas visiones omni-comprehensivas y marcos de rac ionahdad práctica, c on su part i cu lar visión y necesidades mundo-vitales, son a diar io ignorados sistemáticamente p o r todas las instancias de poder, legislativas, ejecutivas y judiciales, que desde el orden jurídico posit ivo pretenden regular sus vidas s i n escuchar sus voces, s i n x-econocerlos como interlocutores válidos, s i n preocuparse s iquiera en l a manifestación física de su presencia p a r a rati f icar o, inc luso , rectificar las normas que regulan su v ida .

E s allí donde el derecho se revela como u n medio de d o m i nación pero también como el único instrumento postconvenc ional capaz de reconcüiar consigo m i s m a a u n a sociedad desencantada y desgarrada intestinamente, dependiendo, claro está, de donde haya de in fer i r aquel sus impulsos normativos: s i de los subsistemas e intereses económicos o administrativos, o inc luso autopoiéticos y autorreferenciales del subsistema j u rídico, o, p o r el contrario, del m u n d o de l a v ida , del poder comunicativo de l a ciudadanía, del consenso de consensos de l a mult ipUcidad de sujetos colectivos que c o m p o n e n l a sociedad c iv i l , de l a voz de los s i n voz, de l a presencia de los hasta ahora ausentes en los espacios institucionales. Sólo entonces, los contenidos de los productos y procedimientos ju i id i cos , es decir, los derechos fundamentales, las leyes, los decretos, las reformas y las sentencias constitucionales, los conceptos y preceptos, las políticas púbUcas, todo lo que emane del Estado, de las ramas del poder público, todo estará mediado por l a v o l u n -

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tad de l a ciudadanía, del constituyente p r i m a r i o —esa entele-quia de los jurisconsultos s iempre n o m b r a d a pero n u n c a reconoc ida como otro.

U n a vo luntad conf igurada a part i r del marco de rac ional i dades prácticas de los diversos sujetos colectivos ciudadanos, es decir, de las tradiciones, símbolos y valores constitutivos de sus identidades colectivas concretas, desde las cuales insuflarle v ida y espíritu, no solamente a l derecho s ino, a través de él, a l a existencia social m i s m a . E l eterno c l a m o r insatisfecho de Antígona de que las leyes vuelvan a ser de l a h u m a n i d a d se habrá entonces p o r fin real izado.

5. E l paradigma Consensual-discursivo

L a tesis que quisiéramos defender es que esta tensión entre liberalismo y comunitarismo que atraviesa nuestra institucionali-dad puede encontrar u n a solución potencial en los paradigmas jurídico-políticos aue se infieren de los planteamientos de John Rawls y Jürgen Habermas. Planteamientos que no deben ser i n terpretados en témünos ontológicos, como u n factum dado y a seguir, sino —desde nuestro particular contexto— como una herramienta metodológico-heurística de análisis e interpretación, que nos sugiera los horizontes conceptuales y empíricos que permitan superar l a dicotomía dilemática planteada.

5.1. El paradigma coiisensual

5.1.1. El procedimiento de consensuálización

E l parad igma del derecho que se deduce de l a concepción política de l a just i c ia de J o h n R a w l s puede ser interpretado como l a propuesta de u n proced imiento ' consensual de construcción jurídica 1 5 en l a concepción, concreción y ejecución de

15. Sobre el concepto de constructivismo jurídico véase Jesús Martínez, «Constructivismo radical: la invención jurídica de los hechos», en La Imaginación Jurídica, Madrid, Debate, 1992, pp. 17-60 y Carlos Niño, «El constructivismo epistemológico:

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contenidos, instrumentos y productos jurídico-legales y políticos de todo o r d e n . 1 6 Desde l a Teoría de la Justicia11 Rawls ha concebido este procedimiento de argumentación consensual c omo el instrumento para garant izar que los pr inc ip ios de just i c ia social o cualquier t ipo de pr inc ip ios normativo-procedi -mentales que deban orientar l a sociedad sean escogidos dialó-gicamente, rodeando el proceso de las condiciones necesarias para que n o sea contaminado p o r intereses particulares y se garantice l a universal idad y val idez normat iva de los m i s m o s . 1 8

E l constructo que ut i l i za p a r a ello es el de l a posición or ig i na l , c on el cual se pretende descr ibir u n estado hipotético i n i c ia l que asegure l a neutral idad de los pr inc ip ios y l a simetría discursiva y, como consecuencia de ello, l a imparc ia l idad en su in te r i o r . 1 9 E l velo de ignoranc ia , p r inc ipa l mecan ismo metodológico, tendrá el propósito de representar l a potencial d iscusión simétrica pública sobre l a estructura básica de l a sociedad, asegurando l a l ibertad e igualdad argumentativas de los seres humanos y grupos sociales, c o n el fin de garantizar que l a concepción pública de l a just i c ia que se concerté sea el fruto de u n procedimiento dialógico ampl i o y partic ipativo. L a concepción de just ic ia pública que de ello se der iva no sólo constituye el fundamento dialógico-moral, extrasistémico, de todo el ordenamiento jurídico posit ivo, s ino que, simultáneamente, es u n criterio de interpretación y legitimación de todas las medi das que el Estado tome en torno a l a sociedad. D e allí se desprenden tanto las interpretaciones constitucionales como las interpretaciones c iudadanas sobre cualesquiera leyes y medi das que afectan el orden social , tanto en su esfera pública como privada.

entre Rawls y Habermas», en El constructivismo ético, Madrid, Centro de Estudios Internacionales, 1989, pp. 91-110.

16. Para mayor detalle véase Oscar Mejía, «El paradigma consensual del derecho en la teoría de la justicia de John Rawls» (estudio preliminar), en John Rawls, El Derecho de los pueblos, Bogotá, Facultad de Derecho (Universidad de Los Andes), 1996.

17. John Rawls, Teoría de la Justicia, México, F C E , 1978. 18. IbúL, pp. 35-40. 19. Ibid., p. 36.

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5.1.2. El consenso entrecruzado

Tres figuras complementan, en el p lano político especialmente, esta concepción consensual de los procedimientos jurí-dico-políticos. Pr imero , el del consenso entrecruzado o consenso de consensos, que sobre l a base de los pr inc ip ios de justic ia permite l legar a acuerdos políticos entre diferentes concepciones de v i d a buena o -v is iones omni-comprehensivas, como Rawls las d e n o m i n a . 2 0 E s , en otras palabras , l a pos ib i l idad de consensualización c iudadana en el manejo del Estado y l a concertación de políticas públicas. E s t o i m p l i c a , segundo, u n concepto de razón pública que reconoce en l a opinión púb l i ca de l a ciudadanía l a fuente p r i n c i p a l de l a interpretación constitucional : el T r i b u n a l Const i tuc ional interpreta l a constitución a l a l u z de lo que l a opinión pública discute y decanta sobre los diversos temas que l a afectan en torno a l desarrollo de l a estructura básica de l a sociedad, c omo veremos más abajo en l a teoría- del derecho de Habermas . L a razón pública c iudadana deviene fundamento incond i c i ona l de l a razón e i n terpretación pública inst i tuc ional . L o anterior es l a condición del p lura l i smo razonable a l que toda democrac ia part ic ipat i -va debe tender como ideal regulativo. P lura l i smo consensual que, de no cumplirse , puede ser directamente reivindicado poll a ciudadanía a través de figuras de resistencia cívica como la objeción de conciencia y l a desobediencia c iv i l .

5.1.3. El equilibrio reflexivo

Finalmente, el equilibrio reflexivo permite que l a racionalidad dialógico-moral y consensual-contractual de los momentos anteriores (procedimiento de consensualización y consenso entrecruzado) se convierta en racionalidad dehberativa, 2 ' ético-contextual. Esta figura se constituye en u n auditaje subjetivo desde el cual el individuo o sujeto colectivo asume los principios o decisiones concertados como propios, pero con l a posibil idad permanente

20. Véase, en general, John Rawls, Politicai Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993.

21. Iblei, pp. 460-469.

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de cuestionarlos y replantearlos de acuerdo con nuevas circunstancias. E l l o se convierte en u n recurso individual o colectivo que garantiza que l a ciudadanía, en tanto persona m o r a l o sujeto colectivo, pueda tomar distancia frente a las decisiones mayorita-rias que considere arbitrarias e inconvenientes para su sentido de justicia o sus esquemas de racionalidad práctica. 2 2 E l equilibrio reflexivo es l a polea que permite articular l a dimensión política con l a individual, dándole al ciudadano o a l sujeto colectivo l a posibil idad de replantear las decisiones mayoritarias cuando sus convicciones así se lo sugieran. L a voluntad general no puede ser impuesta con el argumento de ser moralmente legítima por ser mayoritaria: tiene que ser subsumida libremente por el ind iv i duo o el sujeto colectivo minoritar io en todo t iempo y lugar. E l contrato social o l a decisión consensúa! tienen que tener l a posi b i l idad de ser legitimados y relegitimados permanentemente, n o sólo desde el impulso del consenso mayoritario sino, también, desde el disenso, desde l a conciencia individual del ciudadano o l a visión omni-comprehensiva del sujeto colectivo que quieran cuestionar y replantear el contrato social y el orden jurídico-polí-tico existente. U n procedimiento de decisión es .tanto y más democrático no sólo por su capacidad de lograr consensos de consensos entre los diferentes sujetos colectivos que l a componen sino, también y ante todo, por l a posibil idad de respetar el disenso y saber integrar su fuerza crítica —e, incluso, disociadora— a l a dinámica institucional de l a m i s m a . 2 3

5.2. El paradigma discursivo

5.2.1. Derecho como integrador social

E n su último l ibro , Facticidad y validez: Apuntes para una teoría discursiva del Derecho y del Estado de Derecho democrático,24 Habermas h a planteado u n nuevo p a r a d i g m a discursivo-

22. Ibid., p. 623. 23. Véase, en general, Oscar Mejía, «El paradigma consensual del derecho en la

teoría de la justicia de John Rawls» (estudio preliminar), op. cit. 24. Jürgen Habermas, Faktizität und Geltung. Beiträge zur Diskurstheorie des

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procedimental del derecho , 2 5 así c omo u n modelo normativo de democrac ia radica l que en conjunto constituyen u n segundo instrumento de superación de l a tensión entre l iberal ismo y comunitar ismo. E l derecho como integrador social , l a democrac ia comprend ida discursivamente y el p a r a d i g m a discurs i -vo-procedimental del derecho const ituyen los medios de superación de l a tensión planteada en tres direcciones.

Pr imero , en l a m e d i d a en que las particulares concepciones de rac iona l idad práctica que constituyen l a ident idad de los diversos sujetos colectivos o étmco-culturales, es decir, s u espectro de símbolos, tradiciones, valores y normas de reconoci miento social que integran s u m u n d o de v i d a y que expresan s u poder comunicat ivo en el marco de los mecanismos de conformación de l a opinión pública, son traducidos p o r u n potenc ia l p a r a d i g m a discursivo del derecho en poder adrmnistrativo. D e esta manera , l a abstracción de los contenidos éticos de las respectivas autopercepciones práctico-racionales de los diferentes sujetos colectivos —étnicos, sociales o cul turales— ad-

Rechts und des Demokratischen Rechsstaats, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1992; traducción al inglés de William Rehg, Between Facts and Nonns. Contributions to a Discourse Tlieory of Law and Democracy, Cambridge, MIT Press, 1996. Las citas a la obra en este estudio son una traducción libre de la versión en inglés, con fines netamente expositivos, del autor de este ensayo. A partir de aquí los comentarios a esta obra se apoyarán también en apuntes y traducciones libres al español del profesor Guillermo Hoyos (Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia).

25. Sobre la última obra de Habermas consultar, en castellano en Colombia, a Guillermo Hoyos, «Ética discursiva, derecho y democracia», en Cristina Motta (ed.), Ética y conflicto, Bogotá, T M - UniAndes, 1995, pp. 49-80; así como, del mismo autor, Derechos Humanos, Ética y Moral, Bogotá, Viva L a Ciudadanía, 1994, pp. 69-81 y Óscar Mejía Quintana, «La teoría del derecho y la democracia en Jürgen Habermas: en tomo a Faktizitat und Geltung», Revista Ideas y Valores (Bogotá, Departamento de Filosofía [Universidad Nacional]) (1997). De España, José Estévez, La Constitución como Proceso, Madrid, Trotta, 1994. E n inglés véase William Outhwaite, «Law and the State», en Habermas: A Critical Introduction, Stanford, Stanford University Press, 1994, pp. 137-151; Kenneth Baynes, «Democracy and the Rechsstaat», en Stephen White (ed.), Habermas, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 201-232; James Bohman, «Complexity, pluralism, and the constitutional State», Law and Society Review, vol. 28, n." 4 (1994), pp. 897-930; Michel Rosenfeld, «Law as discourse: bridging the cap between democracy and right», Harvard Law Review, vol. 108 (1995), pp. 1.163-1.189 y Frank Michelman, «Between facts and norms» (Book reviews), The Journal of Philosophy (Nueva York, Columbia University), vol. XCHI, n." 6 (junio 1996), pp. 307-315. E n francés véase Philippe Gerard, Droit et Democratic. Reflexions sur la Legilimité dii Droit dans la Societé Démocratique, Bruselas, Publications de Facultes Universitaires Saint-Louis, 1995.

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quiere concreción inst i tuc ional frente al Es tado y a los otros sujetos colectivos sociales.

Esto supone, segundo, u n marco de deliberación política simétrica donde todos los actores sociales, en especial los afectados p o r l a positivización y desarrollo legal de determinados pr inc ip ios y derechos, tengan l a pos ib i l idad de conferirles contenidos concretos a aquellos desde sus particulares concepciones de rac iona l idad práctica. E l complejo par lamentar io deviene el medio p o r excelencia de ello —tanto c o m o las Cortes para el efecto de los contenidos y desarrollos constitucionales— pero sólo en cuanto sus resultados e interpretaciones estén derivadas, no de l a lógica autorreferente del sistema jurídico, económico y político, s ino desde los consensos normativos inínimos a que l a discusión pública sobre tales derechos haya podido llegar. E n u n m u n d o y u n a sociedad global desencantada como l a nuestra sólo u n a concepción y u n a estrategia tales podrían, en u n a tercera dirección, hacer del derecho el médium de integración social y no , c omo hasta el momento , u n dique contra los impulsos provenientes del m u n d o de l a v ida y, p o r lo tanto, u n factor más de deslegitimación inst i tu c ional y v io lenc ia confrontacional . L a democrac ia part ic ipativa sólo adquiere sentido a través de u n p a r a d i g m a discursivo del derecho p o r medio del cua l todos los actores sociales en conflicto real o potencial puedan conferirle contenidos específicos a las leyes, disposiciones y sentencias c o n las que se pretende regular, s i n s u participación, su v i d a pr ivada y pública. Sólo esto puede hacer del derecho, en sociedades tradicionales en transición estructural c omo l a nuestra, u n med io para rehacer el lazo social desintegrado y reconstruir comúnmente l a legit i m i d a d social y política en cuestión.

P o r su posición omni -med iadora en l a sociedad moderna, el derecho parece ser, hoy p o r hoy, el único instrumento y e l ámbito social exclusivo desde el cua l replantear l a integración social y reconstruir los presupuestos de leg i t imidad que fundamenten de nuevo el lazo soc ia l desintegrado. 2 6 Desde l a pers-

26. Véase, específicamente, Jürgen Habermas, «Law as a category of social mediation between facts and norms» y «The sociology of law versus the philosophy of justice», en op. cit., pp. 1-41 y 42-81.

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pectiva de Habermas , el derecho es concebido como l a esfera central de l a integración social , c o m o l a categoría de mediación social entre hechos y n o r m a s o, en otras palabras, entre el m u n d o de l a v i d a y los subsistemas funcionales económico y pohtíco-adnñnistrativo. L a tensión entre factícidad y validez, entre legalidad y leg i t imidad, entre los ámbitos mundo-vitales y sistémicos sólo puede resolverse, en u n m u n d o desencantado, a través del derecho, exc lus ivamente . 2 7

5.2.2. Reconstrucción discursiva del derecho

L o anterior supone u n a reconstrucción discursiva del derec h o 2 8 que logre captar l a dua l idad estructural que posee. L a validez legal re lac iona las dos caras de esta tensión en u n a interrelación que hace del derecho, p o r u n a parte, en tanto hecho social , forzosamente coercitivo a f i n de garantizar los derechos c iudadanos y, p o r otra, en tanto procedimiento para conformar l a ley, abierto a u n a rac i ona l idad discursiva legit i madora , democráticamente organizada. E l procedimiento legít i m o de hacer leyes es válido cuando convoca el acuerdo de los c iudadanos a través de procesos partic ipativos legalmente constituidos e inst i tuc ional izados . 2 9

L a reconstrucción del derecho exige l a diferenciación entre m o r a l y derecho. L a s normas morales y las normas legales, aunque diferentes, son complementarias, c omo complementaria es l a relación que puede establecerse entre l a ley natural y l a ley positiva. L a teoría del discurso, a través del Pr inc ip io D i s cursivo (Principio D) , concebido en s u grado más alto de abstracción, provee para los conflictos legales, morales y políticos u n procedimiento discursivo i m p a r c i a l que puede ofrecer soluciones legítimas para todos los participantes en u n discurso práctico. 3 0 Proceclimiento necesariamente crítico que se fundamenta en u n listado de derechos fundamentales —discurs iva-

27. Ibid., pp. 38-39. 28. Véase, especíBcamente, J . Habermas, «A reconstructive approach to law I: the

system of rights» y «A reconstructive approach to law II: the principles of the constitutional State», en ibid., pp. 82-131 y 132-193.

29. Ibií, pp. 83-84. 30. Ibid., p. 105.

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mente legitimados p o r l a ciudadanía— los cuales emergen como condiciones extrajurídicas jurídicamente inst imcional iza-das que hacen posible a l a ciudadanía l a conformación de l a ley. Habermas sintetiza así este catálogo de derechos básicos:

1. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamente autónoma del derecho a la más amplia expresión posible de iguales libertades individuales.

Estos derechos requieren los siguientes corolarios necesarios: 2. Derechos básicos que resultan de la elaboración política

mente autónoma del estatus de miembro en una asociación voluntaria de coasociados bajo la ley.

3. Derechos básicos que resultan inmediatamente de la apli-cabilidad de derechos y de la elaboración políticamente autónoma de la protección legal individual.

Estas tres categorías de derechos son el producto, simplemente, de la aplicación del principio discursivo al procedimiento del derecho como tal, esto es, a las condiciones de la forma legal de una asociación horizontal de personas libres e iguales... Los anteriores derechos básicos garantizan lo que se llama la autonomía privada de los sujetos legales, en el sentido de que esos sujetos recíprocamente reconocen a cada otro en su rol de destinatarios de leyes... Sólo con el siguiente paso pueden los sujetos legales convertirse en protagonistas de su orden legal, a través de lo siguiente:

4. Derechos básicos a igual oportunidad para participar en procesos de opinión y formación de voluntad en los cuales los ciudadanos ejerzan su autonomía política y a través de la cual generen derecho legítimo.

Esta categoría de derechos está reflexivamente aplicada a la interpretación constitucional y a concretar el desarrollo político o la elaboración de los derechos básicos abstractamente identificados de 1 a 4, en derechos políticos fundamentados en el estatus de ciudadanos activamente libres e iguales... Este estatus es autorreferente, hasta el punto de que capacita a los c iudadanos a cambiar y expandir su variedad de derechos y deberes, o «estatus legal material», así como a interpretar y desarrollar, simultáneamente, su autonomía privada y pública. Finalmente, con la mirada en ese objetivo, los derechos designados atrás implican los siguientes: derechos básicos a la provisión de condiciones de vida que sean social, tecnológica y ecológicamente seguras, hasta el punto de que las actuales circunstancias

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hagan ello necesario para que los ciudadanos estén en igualdad de oportunidades para utilizar los derechos chales consignados de 1 a 4.

5.2.3 Reconstrucción discursiva de la democracia

Habermas plantea u n a teoría normat iva de l a democrac ia 3 1

que integra, precisamente, las dos visiones antagónicas de l a democracia contemporánea: de u n a parte, l a perspectiva l ibera l , que reduce el proceso democrático a u n a negociación de intereses en el marco de procedimientos de voto y representa-tividad legislativa regulados p o r u n catálogo de derechos i n d i viduales; y, de otra, l a perspectiva republ icana, que le confiere a l proceso de formación de l a opinión pública u n carácter ético-político part icular , de l imitando l a deliberación c iudadana a u n marco cul tural compart ido . E l modelo de democrac ia r a d i ca l que de esto se infiere supone u n a síntesis entre las concepciones Mberal- individualista y republ icano-comunitar ista . L a razón pública no ' es ejercida p o r n i n g u n a r a m a de l poder, sino p o r l a esfera de<Ja opinión pública que conf igura el conjunto de c iudadanos y sujetos colectivos l ibres e iguales de u n a soc i edad . 3 2 P a r a ello concibe u n modelo de sociedad holística donde e l pape l card ina l de l Estado debe ser l a neutral idad frente al conjunto de formas de v i d a y visiones competitivas del mundo , l o c u a l i m p o n e l a necesidad de u n a reinterpretación discursiva del proceso democrático.

L a categoría central de esta reconstrucción discursiva de l a democracia viene a ser l a de u n a soberanía popu lar procedi -mental izada. E l núcleo de u n a política dehberativa reside no sólo en u n a ciudadanía colectivamente activa, s ino en u n a ins-titucionalización de los procedimientos y condiciones de comunicación públicas, así c o m o en l a interrelación de l a deliberación inst i tuc ionahzada con los procesos informales donde se crea y consol ida esa opinión c i u d a d a n a . 3 3 E s t o se logra a tra vés de u n modelo de política dehberativa de dos vías. L a esfera

31. Véase «Deliberative politics: a procedural concept of democracy* y «Civil society and the political public sphere», en ibid., pp. 287-328 y 329-387.

32. Ibid., pp. 297-298. 33. Ibid., p. 300.

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pública opera, p o r u n a parte, c o m o u n a red p l u r a l , abierta y espontánea de discursos entrecruzados de los diferentes actores c iudadanos, garant izada deliberativamente; y, por otra, gracias a u n marco de derechos básicos constitucionales. A m bas condiciones pos ib i l i tan l a regulación i m p a r c i a l de l a v ida común, respetando las diferencias individuales de los diferentes sujetos colectivos y l a integración social de u n a sociedad desencantada. 3 4 E l derecho opera como u n médium que pos i b i l i ta a l poder comunicat ivo convertirse en poder político y transformarse en poder administi-ativo, s iendo e l Estado de Derecho legit imado tanto p o r los procesos discursivos de conformación de l a opinión pública del p r i m e r o c o m o por los pro cedimientos de creación de leyes del segundo. E l poder c o m u nicativo se funda e n el s istema de derechos que garantiza, juríd i ca y extrajurídicamente, l a deliberación autónoma y l a s imetría discursiva, ind iv idua l y colectiva, de l a ciudadanía.

5.2.4. Paradigma discursivo del derecho

Todo l o expuesto anteriormente es expresión de u n conflicto de paradigmas del derecho . 3 5 L o s paradigmas jurídicos subyacentes a concepciones y prácticas legales def inen una perspectiva de abordaje part i cu lar de todo s istema jurídico-legal. Los paradigmas legales convencionales n o ofrecen nuevos ho rizontes a l a sociedad e n cuanto n o permi ten l a mediación del poder comunicat ivo de l a esfera de l a opinión pública. 3 6 Dos paradigmas jurídicos h a n determinado l a h is tor ia del derecho moderno: el parad igma burgués de derecho f o rmal y el p a r a d igma de Estado benefactor de derecho material izado. E l p r i mero , que puede denominarse p a r a d i g m a burgués-hberal, re duce l a ley a f o rmal idad legal y l a just ic ia a i g u a l distribución de derechos, mientras que el segundo, que puede designarse parad igma de bienestar social , reduce l a ley a políticas buro cráticas y l a just ic ia a just i c ia distr ibutiva. E n ambos casos, l a

34. Ibid., pp. 306-308. 35. Véase «The indeterminacy of law and the rationality of adjudication», «Judi-

ciary and legislature: on the role and legitimacy of constitutional adjudication» y •Paradigms of law», en ibid., pp. 194-237, 238-286 y 388-446.

36. Ibid., pp. 194-195.

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perspectiva del juez se h a sobreclimensioriahzado, de lo que l a figura del superjuez Hércules de R o n a l d D w o r k i n es u n ejemplo fehaciente, imposibüitanto a l a teoría legal de concebir a l a opinión pública como fuente de inspiración normat iva de los procedimientos legales. 3 7

L a disolución del p a r a d i g m a burgués-liberal y s u variante, l a del Estado de bienestar, se ve just i f i cada en ambos casos, en cuanto l a perspectiva c iudadana pretende ser reemplazada o por u n a separación inflexible de poderes (paradigma liberal) que le arrebata su soberanía s i n pos ib i l idad efectiva de recuperar la en el manejo de los asuntos públicos, pese a los diques de u n poder j u d i c i a l que p o r defenderla se extral imita, o en l a «materialización» del orden legal (paradigma de Estado de bienestar) que a l imponer le a l a administración pública u n contenido social específico «remoraliza», desde u n a determinada visión de bien, los contenidos de u n discurso legal que debía ser autónomo e i m p a r c i a l frente a l a p lura l idad de concepciones sociales de v i d a b u e n a . 3 8 D e ahí que las respuestas de ambos paradigmas, que en sus momentos históricos fueron acertadas, requieran hoy en día u n a reformulación diferente que le p e r m i t a a l discurso legal in fer i r contenidos normativos, discursiva y comunicat ivamente , desde l a esfera de l a opinión pública, s i n caer en l a d i c tadura del s istema legal o de las mayorías, o en l a «tiranía de valores» del superjuez, sucesiva o mdiscr iminadamente . E n este contexto, se impone l a necesidad de u n tercer p a r a d i g m a donde las «condiciones procedi -mentales p a r a l a génesis democrática de los estatutos legales sea garantizada p o r l a leg i t imidad de l a ley promulgada». 3 9

Todo esto se expresa y se resuelve, u n a vez más, en u n conflicto y controversia entre dos modelos democráticos de c iudadanía, que desgarran tanto l a filosofía política como l a teoría jurídica. 4 0 L a visión l ibera l p r o p i c i a u n modelo pasivo de c iu dadanía, reduciéndola a u n refrendador regular, a través del mecanismo de las elecciones, de las políticas públicas del E s t a -

37. Ibid., pp. 196-197. 38. Ibid., pp. 240-252 y ss. 39. Ibid., p. 263. 40. Véase «The role of the Supreme Court in the liberal, republican and procedu-

ralist models», en ibid., pp. 267-286.

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do de bienestar social y de l a administración estatal del m o mento, mientras que l a republ icana, de otra, a l forzar u n a moralización de l a política desde u n a determinada concepción de v i d a buena, pese a suponer u n concepto altamente protagonístico de ciudadanía, rompe l a necesaria autonomía e impar c ia l idad que el p lura l i smo de las sociedades complejas requiere para preservar el equi l ibrio y l a integración social de sus diferentes comunidades entre sí. E l p a r a d i g m a discursivo-pro-cedimental del derecho concierne, antes que todo, a l a cal idad de l a discusión y argumentación democráticas, l o cua l se ar t i cu la a través de u n modelo de democrac ia discursiva que se constituya en alternativa a l modelo Hberal-mdividualista y sus patologías inherentes de desinterés y pr ivat ismo c iv i l y al repu-bHcano-comunitarista y s u imposición de u n a visión mora l i za -dora uni lateral de l a v i d a política y legal de u n a sociedad.

6. Del mito de la participación a la democracia deliberativa

a) Bondades y debüidades del esquema rawlsiano

E l esquema rawlsiano tiene tres bondades de las que podríamos servirnos para superar l a dicotomía dilemática entre hberahsmo universalista y comuni tar i smo contextual que atraviesa nuestra v ida inst i tucional y colectiva. Pr imero , como c r i terio regulativo su esquema de consensualización permite, por u n a parte, incorporar a las comunidades o sujetos colectivos periféricos que n o hubieran part ic ipado o no hub ieran sido tenidos en cuenta en l a formulación or ig inal del contrato social o, p o r otra, que incluso habiendo part ic ipado quis ieran replantear los términos del contrato or ig inal p o r no adecuarse a u n nuevo cuadro de expectativas sociales. L o que l leva a considerar l a f igura del consenso de consensos como el instrumento procedimental clave de l a concertación política, en l a medida en que p o r s u intermedio encuentran los diferentes sujetos colectivos el medio concreto de su participación efectiva.

U n a segunda b o n d a d del esquema rawls iano viene dada porque, en consonancia con l o anterior, el p r i n c i p i o último de

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l eg i t imidad de u n orden jurídico-político es este proceso d-consensualización c iudadana s i n cuyo cumpl imiento e l conjunto de medidas que pretenden regular l a esfera pública de l a sociedad quedan inmediatamente deslegitimadas, l o que pone de presente l a participación simétrica, a m p l i a y no coactivads, que pueden tener todos los sujetos colectivos e n el manejo de! Estado y l a formulación de políticas sociales.

U n a tercera y última b o n d a d es l a de que todo esto desemboca en l a necesidad de que sean directamente los sujetos colectivos y las comunidades afectadas las que conf ieran contenidos concretos a los pr inc ip ios , derechos fundamentales y derechos legales que pretendan regular s u v i d a social . E l consenso de consensos debe atravesar l a redacción y concreción legislat iva de tales derechos e, inc luso , l a interpretación jur isprudenc ia l que de ella se pretenda hacer. Pero el esquema rawlsiano comporta, igualmente, toda u n a serie de marcadas debilidades en s u planteamiento. L a p r i m e r a que, pese a s u concepto de visiones omni^comprehensivas, l a var iedad de actores sociales y l a conf l ict ividad de sus relaciones recíprocas no es tenida en cuenta de m a n e r a adecuada. L o s sujetos colectivos y las c o m u nidades específicas quedan subsumidas tras l a noción, excesivamente general, de ciudadanía, c o n l o cua l se p ierden de vista las interacciones, mediaciones concretas, antagonismos de fracciones y conflictos de clase que se d a n en las sociedades, l o cua l oculta, en segundo lugar , tras l a entelequia abstracta y casi metafísica de este concepto, l a dimensión potencial y la participación p lura l i s ta rea l de las comunidades en el marco de contextos sociales altamente polarizados.

Finalmente , en tercer lugar, n o se determina el ins t rumento para lograr que l a participación p lura l i s ta sea garantizada. E l concepto de consenso entrecruzado define el medio político, pero n o a lcanza a prec isar las mediaciones específicas que u n proceso de reconstrucción de l a l eg i t imidad fracturada supondría en u n a sociedad con diferentes visiones de v i d a buena en conflicto. E l derecho no es contemplado, desde l a perspectiva de R a w l s , de m a n e r a sistemática, pese a que toda s u reflexión l o supone de m a n e r a implícita, y a que las etapas subsiguientes a l a posición or ig inal no pueden concebirse sino en el marco de procedimientos jtirídicos preestablecidos.

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b) Posibilidades de superación desde el esquema habermasiano

Frente a esto, l a propuesta de Habermas permite explorar interesantes alternativas que pos ib i l i tan superar algunas de las debilidades de Rawls . Pr imero , establece expresamente el derecho como instrumento de reconciliación soc ia l y reconoci miento inst i tuc ional de los diferentes sujetos colectivos, en espec ia l los minor i tar ios . Segundo, determina l a necesidad de simetría en procedimientos institucionales de concertación y consensualización discursiva de derechos básicos, t a l c omo lo hace Rawls , pero definiendo claramente tales derechos en sus marcos generales y precisando l a asimilación discursivo-argu-mentativa que de éstos debe hacerse 'para ser efectivamente substituidos p o r los diferentes sujetos colectivos y para que su definición taxativa integre realmente los presupuestos mínimos normativos de cada u n o de ellos.

Este concepto alcanza s u dimensión total , en tercer lugar, en el de procedimentalización de l a soberanía popular , que s i n duda m a r c a el giro jurídico de Habermas : c o n él l a opinión pública, es decir, el poder comunicat ivo de l a ciudadanía, de l a sociedad c iv i l , deviene el eje central y el al iento normat ivo del poder aciministrativo, de los procedimientos constitucionales y legales. E n este marco , el p a r a d i g m a discurs ivo del derecho constituye l a mediación específica para que el conjunto de s u jetos colectivos procedimentahcen l a soberanía popular y determinen los contenidos específicos de sus propios derechos, s i n caer en el reducc ionismo comunitar is ta n i en el impos ic io -n i s m o l iberal de aquéllos.

c) Del mito a la realidad de la participación

L a evocación mítica n o sólo se expresa e n l a conciencia arcaica de las comunidades: también lo hace en sus expresiones jurídicas y políticas, así c o m o en sus reflexiones filosóficas y sus propuestas conceptuales. L a Constitución de 1991 m a n tiene, todavía, esa tensión entre m i t o y real idad, entre ficción y pos ib i l idad . E l l o quedó p lasmado e n e l texto const itucional y desgarra hoy en día tanto nuestra v ida inst i tuc ional como n a -

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cional . E l mi to de E c o y Narc i so , s i n solución, puede encontrar esperanza en el cuento de García Márquez, pero no logra l a concreción requerida p o r u n país desgarrado — y desangrad o — p o r l a v io lenc ia y l a guerra n o declarada. L a única salida a este d i l ema es desmitologizar l a Constitución de 1991, es decir, procedimental izar l a soberanía popu lar y dejar que el pueblo, el conjunto de sujetos colectivos que l o componen, le den real idad a l espíritu part ic ipat ivo que alentó el texto, pero que quedó amarrado en l a tensión no resuelta de su letra. L a procedimentalización discurs iva de l a soberanía popu lar de l a Constitución de 1991 n o supone u n a nueva: t a n sólo l iberar la de las ataduras formal-procedimentales que el la m i s m a estableció p a r a as imi lar y t raduc i r el poder comunicat ivo de l a ciudadanía, de sus clases, fracciones, comunidades y minorías constitutivas. Liberación que debería c omenzar con los condic ionamientos p a r a l a participación p o p u l a r en figuras de participación inst i tuc ional c omo plebiscitos, referendos, consultas, etc., y l o más importante , en los procecUmientos m i s mos de reformaba l a Constitución, condic ionados p o r mecanismos que hacen l a participación y l a procedimentalización discursiva de l a soberanía prácticamente imposibles . Sólo soltando esas amarras tendrán las estirpes condenadas a c ien años de soledad, parafraseando de nuevo a l N o b e l co lombia no, u n a nueva oportunidad sobre l a t ierra .

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n E L L I B E R A L I S M O : F I N D E SIGLO

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E L L I B E R A L I S M O A N T E E L F I N D E SIGLO

José María Hernández (UNED, Madrid)

A philosopher is not, as such, a scholar, and philosophy, more often than not, has foundered in learning. There is no book which is indispensable for the study of philosophy. And to speak of a philosopher as ignorant is to cornrriint an ignoratio elenchi; an historian or a scientist may be ignorant, philosophers merely stupid.

MICHAEL OAKESHOTT, Experience and its Modes (1933)

I

U n a nueva generación de filósofos l iberales se ocupa hoy de l a defensa de nuestras instituciones democráticas de acuerdo con u n renovado postulado pragmático sobre los hmites de cualquier fundamentación filosófica de l a política. L a nueva posición es def inida como «post-liberal» en l a med ida en que rechaza toda aventura leg i t imadora de carácter universalista. E s t o signif ica que l a defensa del l ibera l i smo desarrollada en las últimas décadas de este siglo supone u n a c lara revisión de las consecuencias que u n b u e n l ibera l debe extraer de la aceptación del p lura l i smo . L a posición anter ior —ejemplarmente expresada en los trabajos de Isa iah B e r l i n — nos decía que aceptar l a verdad del p lura l i smo a n ive l filosófico s igni f i caba tener a l menos u n a b u e n a razón p a r a comprometerse con el l iberal ismo en el p lano político. L a tendencia actual parte de u n a premisa diferente. E n este caso se nos dice que l a aceptación de l a p lura l idad valorativa, en sí m i s m a , no proporc iona razón alguna para l a defensa y el desarrollo de u n régim e n l iberal . E n real idad, n o puede proporc i onar n inguna r a zón para preferir u n tipo par t i cu lar de arreglo político en lugar

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de otro. E l hecho de aceptar l a p l u r a l i d a d última de nuestros valores morales (suponiendo que esta aceptación llegue a darse de hecho) no i m p l i c a ningún compromiso con la cultura política que defiende esa p lura l idad . Más bien, s i el p lura l i smo de valores es en verdad asumido , el único dato relevante serán las hmitaciones que de jacto nuestra cu l tura política impone sobre nuestros compromisos morales. De ahí que l a mejor defensa del l iberal ismo sea l a que se apoya en sus propias l i m i t a ciones. D i c h o de otro modo , s i n o podemos fundamentar m o -ralmente nuestras instituciones democráticas, a l menos sí po demos mostrar l a i r rac iona l idad de ciertas opciones morales dentro de nuestra part i cu lar cmtura política.

N o es difícil ver en este postulado pragmático las huellas de l a vieja estrategia empleada p o r J o h n Locke e n l a defensa de l a tolerancia. E n especial, m e refiero a l a f o rma en que esta defensa aparece formulada en s u famosa Carta... de 1689. E s t a línea de pensamiento nos remite a l a tradición del p r i m e r libera l ismo europeo, nos acerca a u n a línea de pensadores comprometidos igualmente en l a defensa de las pr imeras instituciones políticas aunque s i n las preocupaciones p o r s u fundamentación mora l , t a n características de l a siguiente generación de filósofos liberales. Se h a dicho (y con razón) que ésta es u n a tradi ción l iberal pero n o democrática. N o i m p o r t a que l a intención del comentario sea poco halagadora. P o r el contrario, lo que sí impor ta es que l a idea clave del p r i m e r l iberal ismo europeo no es todavía el ind iv iduo m o r a l s ino el sujeto político. Desde este punto de vista, el l iberal ismo como filosofía política no debería renunciar a sus orígenes, y a que fueron los primeros teóricos de la modernidad quienes introdujeron esta imagen fuerte del sujeto político. Lamentablemente, esta i m a g e n se h a vuelto tan fami l iar para todos — e n v i r tud del propio éxito del individual is m o l i b e r a l — que hoy se hace m u y difícil recobrar su original sentido artificiahsta.

L a histor ia de l a filosofía m o r a l está cargada de lacónicas afirmaciones en las que se nos recuerda que los pr imeros l iberales no podía deduc ir el o rden m o r a l a par t i r de s u torpe idea de indiv iduo . E s t o es verdad, qué d u d a cabe, como lo es que estos pr imeros filósofos liberales no se propus ieron jamás h a cer ta l cosa. E s t a m i s m a his tor ia suele exhib ir el arquetipo

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hobbesiano del hombre en estado de naturaleza para denunc iar las insuficiencias del argumento indiv iduahsta . S i los i n d i viduos pueden (y deben) actuar sólo de acuerdo con sus derechos subjetivos, ¿qué nos garant iza que estos mismos i n d i v i duos l leguen a conocer sus obligaciones morales para con los otros miembros de l a comunidad? ¿Cómo podrían siquiera estos individuos l legar a reconocerse como miembros de u n a m i s m a comunidad?

E n real idad, estas preguntas n o representaban u n problem a t a n grave como parece p a r a los pr imeros teóricos del l ibera l i smo político. Autores c o m o Vázquez de M e n c h a c a , Groc i o o Hobbes asumían s i n más que los ind iv iduos estaban v i n c u lados mora lmente a través de l a cu l tura , l a h i s tor ia y l a r e l i gión. P o r esta razón, dado que estas d imensiones de l a v i d a m o r a l actuaban como el cemento soc ia l básico, l a idea de l a política que se basaba en el lenguaje de los derechos i n d i v i duales, l a idea de u n sujeto político, era u n recurso de l o más apropiado para avanzar en benefic io de l a convivencia y corregir así las desavenencias tanto entre ind iv iduos como entre grupos. P o r el contrario , el l i bera l i smo político contemporáneo, después de convert ir estos derechos indiv iduales en el símbolo de l a resistencia frente a l a cu l tura , l a histor ia y l a religión, se ve abocado a der ivar a par t i r de estos mismos derechos las obligaciones morales p a r a c o n los otros m i e m bros de l a c o m u n i d a d .

Agotados p o r el esfuerzo filosófico que esta deducción exige, los nuevos liberales huyen f inalmente de l a filosofía para refugiarse en l a cu l tura política. S i n embargo, e l prob lema es que el nuevo hberal ismo político sigue aspirando a convertirse en u n a filosofía pública. Ésta es l a di ferencia que les separa de los pr imeros teóricos de l a m o d e r n i d a d l iberal . P a r a estos últimos, el lenguaje de los derechos era sólo u n mstrumento para l a resolución pacífica del conflicto. Ciertamente, c on el paso del sujeto político a l ind iv iduo m o r a l también se produce el intento por transformar lo que sólo era u n a teoría jurídica de l a política en u n a filosofía que p u e d a dar razón de l a complej i dad de nuestra experiencia m o r a l en l a esfera pública. U n a vez aquí n o h a sido difícil l legar a l a situación actual . Después de l a quiebra del c o m u n i s m o histórico, el l ibera l i smo político no

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sólo se presenta como u n a filosofía pública sino como l a «única» filosofía política posible en u n a sociedad democrática.

Volveremos en otro momento sobre los aspectos históricos de este giro post-l iberal. A h o r a desearía detenerme u n poco más en su inmediatez política, dando p o r supuesto que u n buen análisis filosófico-político de las posiciones en juego debe tener en cuenta sus referentes históricos. Ésta es m i pr imera premisa metodológica. A u n q u e debo advertir que u n a tarea de esta naturaleza sobrepasa c o n m u c h o los límites de este trabajo. E n fin, dando l a razón a Oakeshott en que los filósofos sólo podemos acertar o equivocarnos a secas, en l a p r i m e r a parte de este artículo m e referiré a los acontecimientos que h a n despertado este entusiasmo p o r el l ibera l i smo como l a única filosofía política posible en este fin de siglo. Después m e centraré en los distintos usos del término Mberalismo y post-l iberalis-m o en l a teoría social , p a r a ocuparme f inalmente del lugar que ocupan en el debate de l a filosofía política contemporánea. Además, c omo digo, en todo momento trataré de explic itar lo mejor que pueda los referentes históricos de l a discusión.

n

P a r a empezar, c omo digo, desearía referirme a este deseo de anunc iar u n a nueva era para el l ibera l i smo. Se podría objetar que esto último no es nada nuevo. E l siglo X X h a sido el siglo de los nuevos l iberal ismos. L o más novedoso, en todo caso, es que estas previsiones l legan ahora de l a m a n o de sus defensores y críticos. Todos co inc iden en señalar dos cosas: que el siglo X X parece haberse consumido c o n u n a década de anticipación y que l a caída del m u r o de Berlín y el colapso del bloque socialista c ierra u n c ic lo histórico de trescientos años. 1

¿Quién no recuerda las pr imeras reacciones de las democracias occidentales ante l a extinción de l a Unión Soviética? (Esa extraña mezc la de t emor y triunfafismo.) N o obstante, lo ocurr ido también admite u n a interpretación que s i b i en aparece

1. Cfr. Sartori, 1993: 15-16; Ackerman, 1995: 8; Wallerscein, 1995: 1; Cooper, 1996: 16 y Quesada, 1997: 235.

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como antagonista de las profecías del «final de l a historia» no adolece de s u p r o p i a carga escatológica. P o r m i parte, he depositado l a suficiente fe en m i escepticismo c o m o para evitar pensar lo que n o se puede pensar. M i tempo en este trabajo no es l a profecía. T a n sólo pretendo averiguar s i es posible avanzar en l a difícil tarea de l a filosofía política sirviéndonos de nuestra imaginación histórica.

P a r a algunos filósofos de l a política c o n más sentido histórico, el derrumbe del soc ia l ismo significó que a part i r de entonces el l iberal ismo empezaba a compet ir consigo m i s m o . E n j u n i o de 1989 escribía Norberto B o b b i o con notable lucidez: «Ahora que y a n o hay bárbaros —di j o el poe ta— que será de nosotros s i n ellos». D i c h o de otro modo , u n a vez superado el desafío del c o m u n i s m o histórico, es preciso saber con qué ideales cuenta el l iberal ismo p a r a hacer frente a los mismos problemas que señalaba l a utopía comunista ; porque los pro blemas siguen ahí y m u y pronto existirán a escala m u n d i a l . L a respuesta implícita de B o b b i o era que el l ibera l i smo tendría que hacerse cargo de esta «sed de justicia» que representaba el c o m u n i s m o . L a conclusión parece lógica, el supuesto de l a m i s m a es algo más problemático. E n real idad, sólo es posible l legar a u n a conclusión de esta naturaleza en el entendido de que el l iberal ismo es l a única filosofía política posible para las sociedades democráticas. Dejaré p a r a otro m o m e n t o l a d iscusión de esta proposición. L o que quiero a f i rmar aquí es que el l iberal ismo n i s iquiera debería ser considerado como u n a filosofía pública. Soy consciente de que ésta es u n a f o r m a de pensar «contra l a corriente», pues tanto los defensores como los críticos del l iberal ismo se h a n empeñado s iempre en demostrar l a tesis contraria . Es to puede comprobarse de nuevo a part i r del debate sobre el hberahsmo y l a democrac ia que h a resurgido con l a caída del c o m u n i s m o histórico.

S o n cuatro los ámbitos de discusión en torno a l a teoría democrática en los que el post-hberal ismo h a i d o cobrando u n sentido emergente. E l p r i m e r ámbito es el de l a relación entre política y democracia. Aquí u n o de los problemas fundamentales es el de l a l l a m a d a crisis de l a representación política, u n a crisis derivada en gran parte de las transformaciones acometi das en l a esfera pública en las últimas décadas y que afecta, de

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modo especial, a los partidos, los agentes sociales y los medios de comunicación. U n segundo ámbito estaría definido p o r la relación entre economía y democracia. E n esta ocasión, e l pro b lema es l a globalización de l a economía junto con l a crisis que esta globalización provoca en el t rad i c iona l Estado l iberal . V incu lado a estos dos pr imeros ámbitos encontramos u n tercero, el ámbito def inido p o r l a relación entre ciudadanía y democracia. Quizá en razón de este doble vínculo, el debate se subdivide aquí en dos direcciones: b i e n hac ia u n a reintroducción del concepto de ciudadanía en l a teoría de l a just ic ia , b ien hac ia el reconocimiento de las identidades culturales y/o gru -pales en u n intento de redefinición de l a asociación política a sus diversos niveles. P o r último, tendríamos l a relación entre filosofía y democracia, esto es, el p r o b l e m a de l a fundamenta-ción del l iberal ismo como filosofía política. 2

Desde este último punto de vista, nuestro prob lema consiste en decidir en qué med ida l a crisis de l a filosofía exige pensar u n a nueva f o r m a de legitimación democrática. A h o r a bien, según lo dicho más arr iba , del m i s m o m o d o que sería inútil tratar de c lar i f icar qué está en juego p a r a el l iberaHsmo en este f i n de siglo s i n sus referentes históricos, pienso igualmente que sería vano u n enfoque que e luda sus dependencias con l a teoría social . L a segunda p r e m i s a metodológica de este t ra bajo es que l a evolución del debate filosófico en torno al l ibera l i smo debe considerarse, en cierto sentido, c omo u n a respuesta acompasada a los retos que l a teoría social h a ido p l a n teando en las últimas décadas a l a filosofía. P o r tanto, nuestro prob lema también consiste en dec id ir en qué m e d i d a los problemas de soberanía, representación y cu l tura política exigen pensar u n a nueva f o r m a de legitimación para l a democracia .

E n opinión de algunos analistas, las transformaciones que se h a n puesto en m a r c h a durante las últimas décadas y a n o se pueden expl icar c on las viejas categorías de cambio social . L a cuestión está en saber cuáles serán las nuevas formas de orga-

2. Una panorámica de las cuestiones que suscita el debate en tomo al post-liberalismo, al menos en sus tres primeras dimensiones, puede obtenerse a partir de la lectura de las contribuciones compiladas en Tezanos, 1996. M i propósito es examinar aquí la última dimensión: el sentido de la expresión «post-liberalismo» desde el punto de vista de las relaciones entre filosofía y democracia.

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nización y control de l a autor idad política y c ó m o podrán legi t imarse y consolidarse. Estas son algunas de las preguntas que Phüippe Schmit ter se p lantea en u n provocador ensayo de prospección política. E l objetivo de s u trabajo es expl icar l a emergencia de l a Unión E u r o p e a desde l a perspectiva de u n supuesto nuevo orden post-hobbesiano. 3 S i b i e n l a argumentación de Schmit te r se desarrol la a p a r t i r de u n a reflexión sobre las posibles formas de organización política post-nacional a las que podría acceder l a recién creada Unión E u r o p e a , no hay que olvidar que su tesis central es l a de u n verdadero cambio histórico en l a teoría política, u n cambio que h a sido i m p u l s a do p o r el nuevo curso de las relaciones internacionales. E l der r u m b e de l m u n d o socialista — d e nuevo representado p o r l a caída del m u r o de Berlín— nos obl iga a ref lexionar sobre las nuevas formas de dominación que están sustituyendo a l viejo Estado nac ional . H o y p o r hoy, concluye Schmitter , es necesar i o lanzarse a i m a g i n a r «sin miedo» las nuevas formas de legi timación simbólica p a r a l a defensa de ese nuevo Estado pos-tradic ional que s i no m e equivoco a l interpretar el sentir de Schmit ter y a n o se volverá a escr ib ir c o n mayúscula.

¿Significa esto que podremos contemplar u n a nueva etapa en l a histor ia de l a h u m a n i d a d ? 4

S i n negar los cambios ocurridos , algo m e dice que l a percepción hobbesiana de l a política n o está t a n alejada de nuestras actuales condiciones políticas. A pesar del empeño de a l gunos p o r hacernos pensar l o contrario , l a globalización de l a economía o l a revolución tecnológica también nos traen i m portantes disfunciones sociales. L a pobreza, el desempleo o l a marginación en las ciudades s o n algunos ejemplos. Sabemos que estos fenómenos y a h a n dado lugar a explosiones de v io lenc ia nada despreciables. Además, v iv imos en u n mundo donde son continuos los enfrentamientos armados; algunos vue l ven a estallar en clave de confl icto religioso, c omo sucede, p o r

3. Véase Schmitter, 1992. Aunque el artículo de Schmitter fue elaborado con anterioridad a la firma (1991) y posterior puesta en marcha (1993) del tratado de la Unión Europea, sus editores aclaran que «su planteamiento es válido, incluso podíamos pensar que con mayor razón, después de estos acontecimientos» (cfr. p. 158, nota).

4. Schmitter así lo cree y además también considera que esta etapa será una etapa post-liberal (Schmitter, 1995 y 1996).

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ejemplo, en los Balcanes o en el M e d i o Oriente. N o s enfrenta mos a u n m u n d o dividido, donde hay naciones que se encuentran asediadas p o r el hambre , las enfermedades, l a presión demográfica, l a falta de recursos o e l deterioro ecológico, donde individuos indefensos se encuentran a l borde del exterminio físico, l o cua l les empuja a buscar u n a sal ida a s u situaciór fami l iar e n los países privi legiados, a sabiendas de que n o podrán integrarse más que en u n a sociedad dual izada, siempre a l borde de l a ruptura . C o n todo, esto sólo es u n a opción para los más favorecidos.

E n m i opinión, muchos de estos contextos sí responden a las todavía n o superadas condiciones hobbesianas de l a política. Acontecimientos como los presenciados en R u a n d a , S o m a -h a o B u r u n d i nos demuestran que l a fa l ta de u n Estado nacion a l c laramente definido puede t e m i i n a r en u n a explosión de vio lencia s i n precedentes. Estos fenómenos son parte del fracaso de muchos Estados post-coloniales (especialmente en África, pero también en algunas partes de Asia) a l a hora de convertirse e n Estados nacionales. P o r otro lado, después de l a desintegración de l a Unión Soviética es obvio que el éxito de l a transición democrática en los países ex comunistas dependerá de l a hab i l idad de los gobiernos p a r a proporc ionar a sus c iudadanos u n mínimo de seguridad frente a las transformaciones económicas, las mafias organizadas y l a presión exterior. Cas i todos estos países cuentan c o n minorías étnicas que mant ienen u n a viva m e m o r i a de los atropellos sufridos en l a era stalinista. L a guerra e n los Balcanes y e n e l Cáucaso son buenos ejemplos del t ipo de conflicto que se puede desatar en l a zona. E n fin, nadie discute que en esta transición todos nos jugamos m u c h o : n o sólo porque de nuevo se pondrán a prueb a los pr inc ip ios éticos de so l idar idad en las relaciones internacionales, s ino también porque a todos i n c u m b e el futuro del lujoso arsenal nuc lear c o n que cuentan muchos de estos países en banca rota y s i n Estado .

P o r m a m o , n o debemos o lv idar el caso de América L a t i n a . E s curioso que América L a t i n a puede ser considerada como u n a zona de «paz relativa» en este siglo. E n relación con E u ropa, América L a t i n a es u n a «anomalía», nos dice K a l e v i H o l s -t i . E n el siglo x r x hubo múltiples conflictos territoriales entre

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los Estados post-coloniales, pero «desde finales del siglo x r x —nos recuerda— América L a t i n a h a sido u n a zona s i n guerra, caracterizada p o r el cambio pacífico, l a resolución no violenta de los conflictos y sólo c o n intervenciones ocasionales» (1996: 156). E s evidente que este análisis sólo t o m a en cuenta l a v io lenc ia entre los Estados nacionales. N o hace fa l ta recordar que no es éste el único factor de l a v io lenc ia hobbesiana, n i siquier a es el más relevante. L a guerra c iv i l declarada o encubierta es l a peor de todas las posibi l idades. E s cierto que en l a última década los grupos guerrilleros parecen haber entrado en la senda de l a negociación política (Castañeda, 1995). E l problem a es qué ocurrirá con quienes h a n hecho de l a guerra u n a f o r m a de vida: ¿irán a engrosar las filas de las mafias y l a v io lencia paraestatal o volverán a «rearmar» l a utopía allí donde quiera que ésta se presente?

M e atrevería a decir, p o r tanto, que l a descripción de Schmitter responde a ciertas modificaciones dentro del cuadro weberiano del Estado burocrático —especialmente aplicable a l a Unión E u r o p e a — que Schmit ter busca conectar con el mar co internacional . E n real idad, l a pregunta que Schmitter p lan tea, s i el Estado-nación como f o r m a de organización política sufre u n a crisis irreversible a nivel m u n d i a l , debe responderse con u n examen histórico y comparativo de m a y o r alcance. Puede que u n examen de estas características nos ayude a c o m prender que l a idea de «crisis», los síntomas aducidos y las salidas imaginadas f o r m a n parte de u n m i s m o y monótono dis curso sobre l a «moderna» teoría del Estado (cfr. Hont , 1994).

C o n esta crítica, entiéndase b ien , n o quiero quitar i m p o r tanc ia a las observaciones de Schmitter . S i n duda es posible hablar de u n a cierta transformación en las condiciones de l a política a nivel m u n d i a l . Además, es verdad que este avance ha s ido impulsado p o r las nuevas relaciones de producción e i n tercambio y no es menos cierto que conlleva u n reto ind iscut i ble en el terreno de las relaciones humanas . Después de todo, l o que Schmit ter pretende es recuperar a través del neo-corpo-rat ivismo y del post- l iberal ismo l a idea de u n a acción política significativa. Pero a pesar de m i s simpatías p o r el proyecto global de su trabajo, es legítima l a sospecha de que nuestros criterios de evaluación no se h a n transformado conforme a lo

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anunciado. L o que h a ocurr ido en este f i n de nrilenio en E u r o p a — y quizá sólo en E u r o p a — puede que sea l a caída de l sistema político de los últimos tres siglos, pero n o hay razón para conc lu ir que esto deba traducirse en u n a nueva imagen del mundo . E n real idad, ésa h a sido l a f o n d ó n del imaginar io político europeo en los últimos trescientos años: creer que l o que sirve para E u r o p a es bueno p a r a el resto del m u n d o .

m

C o m o hemos dicho al comienzo, u n a nueva generación de filósofos se ocupa hoy de l a defensa de las instituciones l iberales según u n nuevo —o quizá v ie jo— postulado pragmático sobre los límites de toda posible fundamentación de l a poh'tica. L a posición es definida c o m o «post-liberal» en l a medida en que rechaza toda aventura legit imadora de carácter universalista de l a mora l . D e ahí que l a justificación de las instituciones políticas dependa 1 de u n a narrativa histórica y n o de u n a me-tanarrativa fílosófíca (Rorty, 1985 y 1989). E n pocas palabras —se nos dice a h o r a — esto signif ica que el l iberal ismo es una doctrina política que trata de recuperar s u prop ia historia inst i tuc ional y no u n a doctr ina filosófica empeñada en l a búsqueda de sus propios fundamentos. S i el abanderado de esta nueva posición post-l iberal en el campo de l a ética h a sido R i c h a r d Rorty, J o h n G r a y lo h a sido en el de l a filosofía política.

Considerado como una posición en filosofía política [...] el liberalismo es un proyecto fallido. Nada se puede hacer [...] para rescatarlo: como perspectiva filosófica está muerto. ¿Qué es lo que pervive del liberalismo? E l aspecto del liberalismo que continúa vivo para nosotros [...] es la concepción y la realidad histórica de la sociedad civil que nos ha sido legada. Esta concepción y conjunto de prácticas da cuerpo (o ejemplifica), de manera históricamente contextualizada, a los cuatro rasgos constitutivos del liberalismo doctrinal. E l argumento correría de la siguiente forma: aunque no sea el casó que una sociedad civil liberal que posea estos rasgos sea la única sociedad, n i necesariamente la mejor desde el punto de vista del desarrollo humano, sin embargo, sí es el único tipo de régimen en el cual noso-

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tros —en nuestras circunstancias históricas de tardo modernos— podemos vivir en conformidad. E n otras palabras, existe un argumento histórico a favor del liberalismo que sostiene que una sociedad civil constituye el único tipo de sociedad a través de la cual una civilización moderna puede reproducirse a sí misma [...] E l valor de la sociedad civil para nosotros como modernos (o postmodernos) está en que permite la coexistencia pacífica en un modus vivendi de valores inconmensurables y perspectivas sobre el mundo [Gray, 1993: 287-288].

E l propio G r a y había caracterizado este «liberalismo doc-tiinal»5 a part i r de cuatro puntos básicos. E n p r i m e r lugar estaría l a idea de l a l ibertad de todo ind iv iduo p a r a definir y rea l izar s u p r o p i a idea del b ien ; en segundo lugar y como complemento de l o anterior, l a aceptación de los mismos derechos naturales en todo ser h u m a n o ; en tercer lugar, l a postulación de u n pr inc ip i o de igua ldad ante l a ley que pudiera ser invocado p a r a equi l ibrar l a di ferencia de oportunidades entre los individuos ; y, finalmente, u n a cierta dosis de opt imismo con respecto a las posibi l idades de mejora histórica de las ins tituciones humanas . C o m o sabemos, l a tensión pr inc ipa l se plantea entre los dos pr imeros pr inc ip ios : el p r inc ip i o i n d i v i dual ista y el p r inc ip i o universalista. E n u n caso se trata de l a aceptación de l a ^ c o n m e n s u r a b i l i d a d de los distintos valores humanos ; lo cual permite postular a l ind iv iduo como fuente última de toda valoración. E l posible efecto relativista del p l u ra l i smo se compensa mediante l a extensión de este valor a todo el género humano . Así pasamos de lo i n d i v i d u a l a lo u n i versal. E l delicado equi l ibr io que se requiere entre estos dos pr incipios es fundamental p a r a comprender u n a formulación l iberal clásica como l a representada p o r K a n t o M i l i .

L o s críticos del l ibera l i smo n u n c a dejaron de subrayar las clificultades que atraviesa u n a formulación que apele a u n equi l ibr io de este t ipo. N o sería difícil hacer u n a histor ia de l a modernidad siguiendo l a estela de estas críticas y réplicas. E l

5. Esta noción nada üene que ver con el «doctrinarismo liberal» del siglo XTX, popularizado entre nosotros por Luis Diez del Corral. La expresión se utiliza en Gray para denotar el afán «fundacionalista» de cierto liberalismo moral que se inspira en Kant y Mili.

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episodio más reciente dentro de esta histor ia l o constituye el debate entre liberales y comunitaristas . Este debate se inició a finales de los años setenta en el ámbito de discusión angloamericana y desde entonces h a ido ganando protagonismo. E l argumento p r i n c i p a l de críticos como M i c h a e l Sandel y Charles Tay lor era que no se podía presc indir de u n a idea de com u n i d a d ; p o r l a s imple razón de que es imposib le justi f icar el pr inc ip io l ibera l de l a neutra l idad s i n r e c u r r i r a alguna idea de bien. D i c h o de otro modo , l a intención de los críticos era mostrar que el ac lamado p r i n c i p i o de neutra l idad l ibera l presupone y a u n ideal de v i d a buena. H a y que decir que l a c lara disposición de los propios l iberales a a s u m i r esta crítica h a mar cado el desarrollo poster ior del m i s m o debate (cfr. Galston, 1991). P a r a otros, esto s ignif ica que las críticas comunitaristas son simples crisis endémicas del prop io l iberal ismo (Walzer, 1990). P o r m i parte, estoy convencido de que s i hay algo que puede mantener «vivo» a l l iberal ismo c o m o proyecto intelectual es precisamente esta capacidad de sentirse interpelado p o r sus críticos. •

E n todo casQ, las respuestas dadas a este reto pueden c las i ficarse en dos grandes líneas de defensa del l iberal ismo que aquí llamaré rac ional ista y pragmatista . E n el p r i m e r caso se argumenta que u n a mejor conexión entre l a noción de autonomía m o r a l y el resto de nuestros valores políticos solucionaría muchos problemas (Raz, 1986). E n el segundo, s i n embargo, se parte de u n supuesto m u c h o más l imi tado : dada l a diversid a d de concepciones del b i e n l o me jor que podemos hacer es defender las instituciones liberales de acuerdo con u n criterio menos filosófico. E n los dos casos se acepta l a crítica del co-muni tar i smo p a r a volverla en favor propio . E n el pr imero , se trata de fundamentar el l ibera l i smo e n términos de u n a concepción l ibera l del b ien , esto es, en términos de u n a defensa del valor de l a autonomía como núcleo impresc indib le de u n a vida buena; en el segundo, se parte del supuesto de que los pr incipios políticos del l ibera l i smo son l a mejor respuesta ante el grado de comple j idad y diversidad m o r a l de nuestras m o dernas comunidades (Larmore , 1990). Antes de ocuparme de esta última línea de argumentación — q u e es l a que m e interesa aquí— diré que ambas son compatibles cuando l a justi f ica-

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ción de l a m o r a l no se identi f ica c o n u n ideal teleológico de la imturaleza h u m a n a sino c o n u n idea l del desarrollo de l a prop i a identidad.

R i c h a r d Ror ty supo apreciar en u n artículo y a clásico el sentido filosófico (pragmático) de este giro político (cultural). E n consecuencia, el nuevo sujeto del l ibera l i smo político — a l decir de R o r t y — sería u n sujeto contextualizado desde l a perspectiva comuni tar ia pero s i n centro alguno, esto es: se trataría de u n a p u r a contingencia histórica (Rorty, 1990).

E n cierto modo , l a reconversión de l a filosofía m o r a l en términos de ident idad cu l tura l pasaba p o r u n a nueva relación con K a n t , u n a relación como l a in i c i ada y a p o r R a w l s (1972: 251, ss.). «Para desarrol lar u n a concepción k a n t i a n a de l a justicia que sea viable», había escrito Rawls , «la fuerza y el conten ido de l a doctr ina kant iana debe ser desposeída de sus p u n tos de apoyo en el ideal ismo trascendental»; l o cua l significaba, para decirlo con Sandel , qu ien no dejó pasar este punto desapercibido, que «el proyecto de R a w l s consiste en presentar las enseñanzas de l a m o r a l y l a política k a n t i a n a mediante l a sustitución de las opacidades germánicas p o r u n a metafísica domesticada, más adecuada a l temperamento americano» (Sandel, 1984: 85). C o m o sabemos, esta «dulce» metafísica también acabaría impor tunando a l proyecto rawls iano ; de form a que Rawls optó f inalmente p o r desarrol lar s u propia noción de «Hberahsmo político» p a r a dejar más claras las diferencias con el «hberahsmo comprehensivo» de filósofos como H u m e , K a n t o M i l i . E l segundo l ib ro de Rawls , Political Liberalism, no apareció hasta 1993, pero todos sabemos que este m a l l lamado «giro» rawls iano venía incubándose desde mediados de los ochenta.

C o m o señalaba Charles L a r m o r e en Patients of Moral Complexity, resulta obvio que «en los t iempos modernos hemos terminado p o r reconocer u n a m u l t i p h c i d a d de modos de v ida en los cuales u n a existencia p lena puede ser v iv ida , y no parece posible que podamos establecer i m a jerarquía entre estos m o dos. Además, también nos hemos visto forzados a reconocer que inc luso donde creemos posible d iscernir entre l a superioridad de u n m o d o de v i d a y otro, s iempre cabe l a pos ib i l i dad de que personas razonables puedan disentir de nuestra

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opinión. E l p lura l i smo y el desacuerdo razonable se h a n convertido para el pensamiento moderno en características ine lu dibles de l a idea de l a v i d a buena» (1987: 43). P a r a Larmore , esto signif icaba que era urgente ha l lar u n argumento en favor de u n modus vivendi entre las distintas concepciones del bien. Este argumento era el «liberalismo político» (Larmore , 1990). E n resumen: t omando como punto de par t ida el hecho innegable del p lura l i smo , los part idarios del HberaHsmo político conseguían dar u n vuelco a las acusaciones de los comuni ta -ristas. E l l iberal ismo c o m o modus vivendi de L a r m o r e presupone que los indiv iduos soportan restricciones históricas y c u l turales a l optar p o r u n a determinada orientación m o r a l . L a novedad fundamental es que estos límites y a no se just i f ican de f o rma comprehensiva s ino pragmática.

P o r otro lado, a l presc indir del concepto kant iano de «autonomía» y de l a noción de «individuo» en M i l i , L a r m o r e da u n paso hac ia atrás en l a h is tor ia intelectual del Hberal ismo y ve en los clásicos de l a «primera m o d e r n i d a d europea» u n ejemplo de coherencia y c lar idad a l a h o r a de def inir el domin io y los límites de Ib político frente a l ámbito de las teorías del b ien. L o s pr imeros liberales — L a r m o r e c i ta a B o d i n y Locke expresamente— habrían demostrado u n a mejor comprensión de l a articulación necesaria entre las dos esferas básicas de l a acción h u m a n a : l a esfera pública y l a esfera pr ivada. L a teoría política de los pr imeros l iberales aventajaría (en términos pragmáticos) a las formulaciones más complejas de autores como K a n t o M i l i , preocupados p o r fundamentar l a u n i d a d esencial entre l a filosofía m o r a l y l a filosofía política.

S i n embargo, a pesar de su rechazo a las concepciones comprehensivas del UberaHsmo, R a w l s se niega a ut i l i zar l a expresión modus vivendi p a r a caracterizar e l hberal ismo político (1993: 146, ss.). A di ferencia de l a propuesta de Larmore , R a w l s teme que este modus vivendi pueda corármdirse con u n mero «prudencialismo» hobbesiano. De.ahí que ambos traten de alejar cualquier asociación c o n l a filosofía política de H o b -bes (cfr. L a r m o r e , 1990: 346). L a razón de este rechazo no es otra que l a pésima «imagen» histórica de Hobbes ; o b ien , para decirlo de otra manera , l a ausencia de u n a v iva imaginación histórica que aumente l a reflexión filosófica sobre el l iberal is-

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mo. D e ahí que ambos sólo se preocupen p o r rechazar el incómodo parentesco c o n el monstruo de M a l m e s b u r y . Desde m i punto de vista, s i n embargo, l a host i l idad hac ia l a f igura histórica de Hobbes es lo que resulta más paradójico. Enseguida lo veremos.

I V

Thomas Hobbes formó parte de u n a generación de h o m bres que v iv ieron u n a época de grandes avances tecnológicos y transformaciones sociales. Todo parecía augurar u n bri l lante futuro para l a h u m a n i d a d . C o m o sabemos, ésta resultó ser u n a época de profundas desestabilizaciones, revueltas y, en especial , de sangrientas guerras de rehgión. U n a época que abrazaba l a razón y caía a l m i s m o t iempo en l a v io lenc ia más despreciable necesitaba u n serio correctivo. L a solución hobbesia-n a es b i en conocida: sólo u n Leviatán poderoso podía hacer que los hombres entraran en razón y asegurar u n a paz c iv i l duradera.

E n el terreno de las ideas, Hobbes se propuso mostrar c ó m o semejante solución era posible (y deseable) l levando al campo de l a filosofía política los logros que sus contemporáneos y a habían alcanzado en el de las ciencias naturales. N o pretendo entrar en detalles sobre este proyecto intelectual. L o que quiero es s i tuarlo en l a órbita de toda u n a generación de filósofos políticos que podríamos r e u n i r bajo el epígrafe de esa «primera modern idad europea» a l a que se ref ieren tanto L a r -more como Rawls . L a mayoría de estos autores h a n sido estudiados con l a exhaustividad p r o p i a de los historiadores de las ideas desde m u y distintos ángulos: jur isprudencia l ismo, neo-estoicismo, monarqu ismo , iusnaturahsmo, repubhcanismo, l i beral ismo, etc. A pesar de esta p l u r a l i d a d de enfoques, no sería difícil identif icar u n interés c omún p a r a todos. Se trataba de buscar l a fórmula adecuada p a r a def inir el concepto de autor i dad política y salvar así l a convivencia amenazada. E n términos políticos, p o r tanto, estos filósofos también se encontraban — c o m o nosotros— ante el reto de pensar las «nuevas» formas de dominación y legitimación del poder político (pace Schmit -

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ter). E n términos morales, los pr imeros filósofos del Estado l iberal estaban condic ionados p o r u n a p r i m e r a versión del relat iv ismo y el p lura l i smo , el l l amado reto de Carneades. Sobre estos antecedentes existen m u y buenos trabajos de histor ia i n telectual (e.g. Tuck , 1993).

E l caso es que esta redefinición de l a filosofía política se consumó en l a articulación de las categorías nucleadoras del nuevo sentir filosófico-pofítico. P o r supuesto, m e refiero aquí a las parejas conceptuales t a n comunes a l a teoría política l iber a l : público y privado, just i c ia y derecho, ind iv iduo y c o m u n i dad, ética y política, etc. Desde entonces nos hemos ocupado s i n interrupción de estas m i s m a s tensiones categoriales y del hecho innegable de s u p r o p i a permeabi l idad . D i c h o de otro modo , nos hemos enfrentado a s u evolución histórica buscando u n a definición p o r pr inc ip i o impos ib le de sus contornos y hmites. E n lo que sigue, propondré u n a f o r m a de explicitar estas dificultades basándome en las expectativas básicas con relación a l a filosofía política que encontramos en esta pr imer a generación ^de filósofos políticos. P a r a ello identificaré tres funciones básicas de l a filosofía política: a) creativa; b) expresiva; y c) formativa. L a concepción creativa responde a las necesidades de los nuevos sujetos políticos; l a concepción expresiva a sus preferencias; y l a concepción format iva atiende esencialmente a l p rob lema del reconocimiento .

M u y brevemente, pues soy consciente de que n o puedo extenderme demasiado, diré que l a p r i m e r a de estas funciones concibe l a política como u n proceso de creación de normas positivas que sirven p a r a a l iv iar los problemas prácticos de la v ida asociada. Se trata de u n a concepción más p r o p i a del derecho como instrumento del orden social . L a segunda función, l a función expresiva, busca incorporar los intereses de los i n d i viduos en l a esfera pública; digamos que se trata de representar sus deseos y se basa en u n a visión natural ista de l a política que choca c o n l a visión arti f ic ial ista de l a p r i m e r a concepción. P o r m t i m o , como decíamos, podemos hab lar de u n a función formativa que apunta hac ia el reconoc imiento entre los c iudadanos; u n a concepción que responde a las demandas de reconoc imiento dentro de l a c omunidad . A l i gua l que l a concepción expresiva, esta última concepción se basa en u n a visión

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de l a política de corte antropológico pues el reconocimiento se considera u n a demanda básica de todo ser humano , pero no debemos olvidar que en l a mayoría de los casos esta visión antropológica choca con el natura l i smo expresivista.

E n l a tradición anglosajona — l a única en l a que se reconoce alguien como R a w l s — estas tres concepciones de l a filosofía política podrían asociarse a las obras de algunos filósofos de esta p r i m e r a modern idad política. Hobbes podría ser u n b u e n representante de l a concepción creativa, mientras que H a r r i n g t o n y L o c k e podrían serlo de las concepciones formati v a y expresiva, respectivamente. C o n esto n o estoy diciendo que en l a obra de cada u n o de ellos no se aprecien las tensiones antes mencionadas. A l contrario , m i tesis es que es i m p o sible dejar de experimentarlas. E n todo caso, el prob lema está en c ó m o se resuelven. P o r a lguna razón, parece más fácil t ra tar de equi l ibrar l a teoría desde dos de sus extremos y dar u n valor meramente complementar io a l tercero. Ésta es l a solución clásica del Hberal ismo político y en este sentido debo dec i r que no hay muchas diferencias entre R a w l s y sus clásicos.

L a concepción creativa posee u n límite interno que resulta de especial interés para ac larar esta cuestión. E l Hmite podría ser el l lamado pr inc ip i o del «silencio de l a ley» (Hobbes, 1991: 152). Este pr inc ip io nos dice que donde no hay u n a n o r m a establecida los individuos son l ibres de actuar según s u propio criterio. Pero lo más importante de este pr inc ip i o es s u reverso político, esto es: que se debe evitar crear u n a n o r m a allí donde n o es estrictamente necesaria. E l m c u m p l i m i e n t o de esta cláusu la restrictiva hace que el derecho deje de ser u n instrumento al servicio de l a sociedad p a r a convertirse en u n fin en sí mis mo . L o fundamental es que este fímite permite compat ib i l i zar las concepciones creativa y expresiva de l a política. E n real i dad, l a concepción expresiva t rans forma l a cláusula restrictiva en u n pr inc ip io general: es preciso reduc i r a l mínimo l a intervención arti f ic ial en política porque l a experiencia demuestra que es innecesaria y puede causar más trastornos que beneficios. A su vez, l a concepción expresiva también posee u n límite interno: n o se puede entorpecer l a l ibertad colectiva para dotarse de los mstrumentos necesarios que resuelvan los pro -ilemas prácticos de l a v ida en sociedad. E n definitiva, no es

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difícil que artíficialismo y naúiralismo l leguen a complementarse creando u n equi l ibr io entre público y privado, just ic ia y derecho, ind iv iduo y comunidad .

A h o r a b ien , no es u n secreto que esta solución genera u n déficit expHcativo en torno a los problemas de reconocimiento cultural en el espacio público. E n el caso de Hobbes — u n héroe de l a concepción «creativa» de l a política que s i n embargo nos ofrece u n bri l lante cuadro «expresivo» a través de sus 19 leyes naturales— este déficit forzó l a introducción de u n lenguaje profético que supuestamente demostraría a l atr ibulado sujeto histórico l a compatibüidad entre l a razón natura l y l a h istor ia sagrada. U n a solución dudosamente efectiva para Hobbes y s i n duda impos ib le para nuestro moderno l iberal ism o político. D e todos modos , sorprende comprobar que en lo tocante a los problemas de reconoc imiento este déficit explicativo parece seguir acompañando a l hberahsmo.

V

E n este último sentido, son muchas las críticas tradic ional -mente lanzadas a l Hberahsmo desde los sectores intelectuales que se ident i f i can c o n u n a concepción formativa de l a política. U n gran número de estas críticas proceden ahora de sectores atraídos p o r el auge del pos tmodernismo (la crítica cmtural , el fenrinismo, l a sociología, l a histor ia , etc.). 6 N o obstante, uno de los últimos ataques h a llegado bajo l a f o r m a de u n postl iberal ismo de ra igambre conservadora (Gray, 1995 y 1996). E n cierto modo , esto nos ayuda a recordar que el pr inc ipa l argumento contra el l ibera l i smo político, u n argumento clásico, es que presupone u n m u n d o contrafáctico, u n m u n d o donde se conc iben las identidades como actos de-elección rac ional de los indiv iduos y donde se ignora que estas identidades surgen a través del reconocimiento y l a herencia. P o r el contrario, lo que nos d icen sus críticos — y no sólo los conservadores—

6. Sobre este particular pueden consultarse Nicholson y Seidman, 1995, donde se reúnen, entre otras, las contribuciones de Gyan Prakash, Iris Marión Young, Ali Rat-tansi, Nacy Fraser y Stanley Aronowitz.

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es que es l a herencia lo que confiere u n carácter agonista y a veces trágico a l a elección vo luntar ia , a l a elección significativa dentro del p lura l i smo mora l ; en definitiva, el hecho dado de l a identidad frente al hecho del p lura l i smo .

P o r ello, J o h n G r a y ve en el ejemplo de filósofos como M i -chael Oakeshott, Isaiah B e r l i n y Joseph R a z u n a barrera suf i ciente contra las tentaciones metafísicas del Hberahsmo doctr i nario . E n cada u n o de estos autores es posible encontrar u n a versión del «reafismo-pluralista» alejada de todo compromiso fundacionalista en filosofía m o r a l (1993: 297). Pero además, en s u última etapa, G r a y h a sentido l a necesidad de dar u n paso adelante en l a teorización de estas instituciones y prácticas del post-Hberafismo occidental como formas particulares y exclusivas de cul tura s i n n i n g u n a aspiración de lui iversal idad política.

E n resumen, el prob lema del Hberahsmo poHtico de Rawls y compañía — e l «nuevo Hberahsmo» en l a terminología de G r a y — es que es post-Hberal en aqueHo que debería seguir siendo l iberal , esto es, s u act i tud filosófica frente a l pluraHsmo valorativo, y, s i n embargo, continúa siendo Hberal en aquello que debería ser post-Hberal: s u renunc ia a l a defensa de nuestras instituciones democráticas c o m o las más perfectas hasta ahora conocidas p o r el género h u m a n o .

L a singularidad cultural del nuevo liberalismo, entendido como un fenómeno peculiar (cuando no grotesco) de los Estados Unidos, en ningún otro lado se vio más clara que en su adhesión aerifica al proyecto ilustrado; una adhesión por la que sigue inspirada la cultura estadounidense mucho más que cualquiera de las restantes culturas del mundo contemporáneo. Por muy metodológicamente relativizado que pueda estar su kantismo, el nuevo liberalismo suscribe de forma irreflexiva una versión de la filosofía de la historia para la cual la convergencia universal en una civilización cosmopolita y racionalista —en otras palabras, el modelo de los Estados Unidos, tal como es percibido a través de su fragmentado prisma de autoengaño— era dada por descontada como el telos de las especies [Gray, 1995: 121].

E l problema, p o r tanto, no es sólo el c itado déficit expHcativo del Hberahsmo con respecto a las identidades colectivas; el

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prob lema es que el l iberal ismo (incluso cuando es perfectamente consciente de su p r o p i a part i cu lar idad cultural) n o puede renunc iar a sus deseos de universal idad política; le resulta imposible abandonar el imag inar io político europeo de los últ imos trescientos años, esto es, dejar de pensar que —como decíamos más a r r i b a — s i algo sirve p a r a E u r o p a entonces es bueno para el resto del m u n d o . E s t o último se h a hecho especialmente evidente en el intento de R a w l s (y otros) por l levar s u teoría de l a just ic ia a l terreno de las relaciones internacionales. Se necesita, por tanto, u n a r u p t u r a definitiva con l a filosofía de l a histor ia de l a Ilustración que — e n opinión de G r a y — e l l iberal ismo político h a sido incapaz de consumar.

V I

E n este último contexto, Stanley H o f f m a n se preguntaba recientemente p o r l a sa lud del internacional ismo l iberal . «El comunismo ha .muerto , ¿pero qué pasa c o n l a otra gran ideología de posguerra, el internac ionahsmo l iberal ; está igualmente moribunda?» (1995: 159). A p r i m e r a vista, muchos diríamos que goza de buena salud. D e hecho, l a política del presidente C l i n t o n en el ámbito internac ional suele presentarse en sociedad como u n a suerte de neo-wi lsonismo pragmatista . Es to signi f ica que los principales objetivos s iguen siendo l a expansión de l a democrac ia y el mercado y l a protección de los derechos humanos en todo el m u n d o . S i n embargo, todo parece indicar que de nuevo el pragmat ismo se h a impuesto sobre el l iberal ismo, pues, c omo se h a demostrado en l a práctica, las intervenciones en defensa de estos derechos humanos sólo se producen de m o d o efectivo allí donde los intereses de los E E . U U . se ven amenazados. N o es u n a mera casual idad, p o r tanto, que junto a l a desaparición del c o m u n i s m o hayamos presenciado l a reactivación del debate entre realistas e idealistas en el campo del internac ional ismo l iberal .

S i n entrar ahora en los orígenes de este debate, podríamos decir que en este f in de siglo todos nos hemos hecho kantianos en dos sentidos paradójicamente realistas (cfr. Ho f fman, 1981: 36-37). E l pr imero es que sabemos que l a paz internacional no

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se realizará a través de l a «\drtud» de los seres humanos sino por el «temor» ante los conflictos y p o r l a sospecha de que las actuales instituciones nacionales son incapaces de atajar estos conflictos. E l segundo es que a todos parece improbable l a guer r a entre dos democracias. E n realidad, no contamos con u n a base m o r a l para justif icar este cálculo, pero, a l menos, sabemos que es más difícil u n a declaración de guerra entre gobiernos sujetos al escmtinio y aprobación de l a opinión pública.

¿Podemos a f i rmar a part i r de estos dos postulados que el internacionahsmo l iberal sigue gozando de buena salud?

E n su versión más idealista el l iberal ismo anunciaba el fin del conflicto entre los Estados en el momento en que se c ompletaran dos revoluciones básicas. L a pr imera era el triunfo del modelo de gobierno constitucional basado en el consentimiento y l a discusión rac ional (esto es, gobiernos que n o podrían recur r i r fácilmente a l a guerra como instrumento de s u política exterior). L a segunda era l a creación de u n a opinión pública m u n d i a l y de u n a economía transnacional que crearía fuertes lazos de cooperación entre los Estados. Estas dos revoluciones serían coronadas p o r l a creación de u n a federación de n a ciones que garantizaría l a paz , el bienestar y l a just ic ia a nivel mundia l . E l prob lema de este diseño es que responde a u n a visión del conflicto entre Estados nacionales que no coincide para nada con l a pr inc ipa l fuente de violencia política en este fin de siglo. Como hemos señalado antes, inc luso cuando esta hipótesis continúa siendo u n a amenaza, l a guerra entre los E s tados es sólo uno de los muchos peligros del sistema internac ional que ha sobrewvido a l a guerra fría (cfr. HalHday, 1991).

L a desintegración de l a Unión Soviética y el f ina l de l a guer r a fría nos h a devuelto a u n viejo escenario de l a política internacional . N o sabemos s i se trata de u n a vuelta ocasional o definitiva. D e momento , l o que sí sabemos es que los E s t a dos liberales —especialmente los Estados de l a Unión E u r o p e a — n o saben c ó m o reacc ionar ante l a atroc idad de estos fenómenos. E n real idad, cada u n o de estos fenómenos de v io lenc ia reaviva l a crisis m i s m a de l Estado l ibera l y de l a Unión. ¿Es posible reaccionar ante l a violación de los derechos h u m a nos en otros lugares s i n poner en cuestión el p r inc ip i o de soberanía que rec lama para sí m i s m o el Estado? ¿Cómo rec ib i r

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l a avalancha de refugiados que escapan de las masacres y l a pobreza s i n que esto afecte al bienestar que el Estado se ha comprometido a garantizar a sus poblaciones?

E n u n o de los capítulos más conmovedores de Los orígenes del totalitatismo, H a n n a h Arendt l l a m a b a precisamente nuestra atención sobre este fenómeno de los refugiados, de los apatridas en l a terminología de l a autora. Según nos recuerda Arendt, «de l a liquidación de los Estados mult inacionales de l a E u r o p a de l a preguerra, R u s i a y Austria-Hungría, emergieron dos grupos de víctimas, cuyos sufrimientos d i f i r ieron de los de todos los demás». «Habían perdido aquellos derechos que h a bían sido concebidos e inc luso definidos como inalienables, es decir, los Derechos del Hombre» (1982: 345). L a incapac idad de los Estados liberales p a r a garant izar los derechos humanos a aquellos que habían perdido los derechos nacionalmente garantizados, ant ic ipa las contradicciones básicas del Estado l i beral que acabamos de apuntar. Anc lados en los pr inc ip ios de soberanía y protección Mmitados a l terr i tor io nac iona l , los bienintencionados esfuerzos p o r art i cu lar u n a tutela jurídica —encargada entonces a l a Soc iedad de N a c i o n e s — sobre quienes por razones territoriales habían quedado s i n Estados n a cionales propios, sólo s irv ieron en l a práctica para aumentar las deportaciones. E n los años «engañosamente tranquilos» del período de entreguerras —nos dice A r e n d t — pronto se hizo evidente que «el único sustituto práctico de u n a patr ia inexistente era u n campo de internamiento» (362).

E n el análisis de Arendt , el fenómeno de los apatridas revela l a precar iedad del equi l ibr io entre l a nación y el Estado, entre el interés nac ional y las instituciones legales. A l a larga, «la nación conquistó a l Estado»; y c o n ello l a ley dejó de ser u n instrumento a l servicio del orden soc ia l para convertirse en u n instrumento al servicio de l a nación. L a diferencia puede parecer insignif icante pero n o lo es. E l cambio supone nada menos que l a transformación del p r i n c i p i o de obligación polít i ca en u n p r i n c i p i o de ident idad colectiva. L a teoría de l a ob l i gación política se basa en el establecimiento de u n gobierno constitucional , en el p r i n c i p i o de igualdad ante l a ley como garantía frente a l a administración arb i t rar ia y el despotismo. E l prob lema se plantea cuando l a legitimación del poder h a de

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ser derivada n o sólo del consentimiento rac iona l y l a separación entre público y privado, s ino que h a de intervenir t a m bién u n a «voluntad colectiva». E l nac ional ismo, en pocas pala bras, destruye el equi l ibr io logrado entre las concepciones creativa y expresiva de l a política.

v n

A h o r a bien, sería absurdo cu lpab i l i zar a l nac ional i smo por l a ruptura del equihbrio in ic ia lmente logrado entre el l iberal ism o y l a democracia ; sería t a n absurdo como despreciar l a real i d a d simbólica del hombre porque inva l ida l a teoría científica del derecho. E l prob lema está justamente en los h'mites del lenguaje de los derechos para hacerse cargo de nuestra rea l i dad política, empezando p o r las demandas de reconocimiento en l a esfera pública. Soy perfectamente conocedor de que este prob lema no ha escapado a l a atención de toda u n a tradición jurídica. De lo que se trata ahora es de subrayar su ausencia dentro de l a teoría jurídica que aspira a convertirse hoy por hoy en l a única filosofía pública posible en nuestras sociedades democráticas.

E n respuesta a sus críticos, R a w l s insiste en que el punto de arranque del hberahsmo político n o es l a idea atomista del mdiv iduo m o r a l , u n a idea contradictor ia en sus propios términos, s ino los conflictos emocionales que se producen cuando individuos diferentemente social izados tratan de coexistir en u n m i s m o espacio público. Históricamente, nos dice Rawls , el hberahsmo político nació a raíz de las guerras de religión. Dentro de esta tradición, en efecto, el lenguaje de los derechos llegó a ser considerado como u n a herramienta indispensable para alcanzar u n modus vivendi que preservara nuestros valores morales. Pero l a operación sólo podía llevarse a cabo mediante l a conceptualización de u n sujeto político autónomo que no se pliegue ante el ind iv iduo m o r a l . E s t o significa l a defensa de u n ámbito de normat iv idad específico para l a polít ica. Ante todo, es preciso recordar que autores como Vázquez de Menchaca , G r o c i o o Hobbes jamás l legaron a pensar que el lenguaje de los derechos pud iera convertirse en artículador de

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opciones morales sigmficatívas y m u c h o menos que pudiera agotar toda nuestra experiencia m o r a l . E n este sentido se diferenc iaban claramente de otra tradición de los derechos naturales que los consideraba c o m o herramientas p a r a el c u m p l i miento de u n orden m o r a l preestablecido. E n el mejor de los casos, pensaban estos autores, estos derechos eran condición necesaria pero n o suficiente p a r a l a articulación de l a experiencia m o r a l del ind iv iduo moderno . Quizá u n a de las pruebas más claras de esto último es que l a mayoría de estos teóricos no abandonaron el lenguaje de l a religión natural , l a poesía y l a historia .

¿Cómo llegó a integrarse l a idea del sujeto político en l a del indiv iduo moral?

L a respuesta a esta pregunta pertenece a l a histor ia de l a filosofía m o r a l y posiblemente comienza c o n el surgimiento del deísmo teológico. E s t a h is tor ia h a s ido contada en diversas ocasiones y c o n distintos propósitos. 7 P a r a los nuestros, conviene recordar que escritores como Groc io , Hobbes y Locke fueron precursores de los deístas, pero a diferencia de éstos no consideraron que había que reduc i r nuestra religión a u n núcleo básico de pr inc ip ios que serían aceptados p o r todos los hombres en v i r tud de l a razón natura l . E n el caso de Hobbes, parece más razonable pensar que, c o m o b u e n escéptico, a d m i tió l a p lura l idad irreduct ib le de religiones a través de las cuales los hombres seguirían buscando s u salvación personal . U n a ética mínima al estilo de las actuales como base p a r a l a negociación política era u n a idea absurda. E n el m u n d o de l a historia h u m a n a , l a idea de u n b i en común será s iempre mater ia de debate y de acuerdo inalcanzable . De f in i r c omo objetivo normativo de l a política l a consecución de este acuerdo es u n grave error. Ésta sería l a crítica vert ida c o n t r a d i rac ional ismo político en sus diversas formas. E n real idad, se trata de u n a

7. Véase, p. ej., Schneewind, 1998, que nos aporta una de las más recientes y objetivas. Por otro lado, una panorámica de la «cuestión del sujeto» en el debate de la filosofía contemporánea puede obtenerse a partir de la contribución de Juan García Moran en este mismo volumen, donde se hallarán referencias bibliográficas más amplias. E n mi opinión, este «retomo» al problema del sujeto refleja las perennes dificultades que atraviesa la filoso&'a cuando busca definir su objeto de estudio sin plegarse a los dictados de la filosofía moral y la filosofía del conocimiento.

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crítica tan vieja como el prop io rac ional i smo. Desde este punto de vista, no es extraño que tras el éxito del nuevo l iberal ismo se recuperen igualmente las obras de H a n n a h Arendt, L e o Strauss, M i c h a e l Oakeshott, I sa iah Berlín, C a r i Schmit t y H a n s Morgenthau.

Según l a crítica desarrollada p o r esta última generación, el rac ional ismo político moderno, a diferencia del clásico, sería incapaz de chstmguir entre conocimiento técnico y conoci miento práctico. Además, el p rob lema p r i n c i p a l es que el r a c ional ismo se siente hasta ta l punto orgulloso de n o pagar t r i buto a n inguna f o r m a de autor idad (a excepción de l a autor i dad de l a razón) que le ciega s u fe en l a resolución f inal del conflicto (Oakeshott, 1984). E n definit iva, el rac ional ismo polít ico como desiderátum no tiene competidor. E l pel igro es que para l legar hasta aquí se necesita u n a noción de b ien común tan abstracta que en real idad, u n a vez lograda, bastaría c o n ser apl icada p o r u n solo sujeto rac i ona l que dec ida en interés de todos. «De buenas intenciones kantianas —escribió José Bergamín— está empedrado el inf ierno hegeliano.» Esto es algo que n o p u d i e r o n o lv idar los testigos de l a - E u r o p a l ibera l de entreguerras. De nuevo, no es extraño que el p lura l i smo agonista de esta generación se revista de este inconfundible espíritu trágico. H a n s M o r g e n t h a u se h izo eco de este espíritu en l a que sigue siendo l a reacción más nítida frente a l rac ional i smo político internacional después de los desastres de l a segunda guerra m u n d i a l .

Ni la ciencia ni la ética ni la política pueden resolver de forma armoniosa el conflicto entre éüca y política. Estamos atrapados entre el poder y el bien común. L a sabiduría política consiste en actuar con acierto, esto es, de acuerdo a las reglas del arte político. E l coraje moral es actuar sabiendo con angustia que la acción política causará un daño inevitable. E l juicio moral significa elegir entre distintas acciones inmediatas la menos perjudicial de todas. E n la combinación de la sabiduría política, el coraje y el juicio moral el hombre reconcilia su naturaleza política con su destino moral. E l hecho de que esta conciliación no pase de ser un modxis vivendi, difícil, precario e incluso paradójico sólo puede conUariar a quienes prefieren disfrazar y desvirtuar las trágicas contradicciones de la existencia

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humana con la lógica tranquilizadora de una especiosa concordia [Morgenthau, 1946: 203].

E l l iberal ismo político moderno es presa fácil de esta mis m a crítica. «El prob lema c o n R a w l s —escr ibe Chanta l M o u f -fe— es que desde u n comienzo h a estado ut i l i zando u n modo de razonamiento propio del discurso m o r a l que aplicado a l campo de l a política queda reducido a u n proceso de negociación entre intereses privados sometidos a las exigencias de l a moral.» «No deberíamos apostar p o r l a ehminación del desacuerdo sino p o r su contención» (1993: 49 y 50). P o r otro lado, también según Mouf fe , en aras de l a contención del conflicto, sería bueno que se «respetara» l a existencia de las ins t i tuciones democráticas liberales; pero n o dice que l a «contención» dependa de l a existencia de estas instituciones. ¿Significa esto que las instituciones liberales son fruto de u n mero arreglo histórico de intereses entre los poderosos? ¿O quiere esto decir que el l iberal ismo es poco más que el espíritu conci l iador de u n a nueva clase que se encontró con el hecho del poder s i n u n a ^educación política adecuada? (cfr. Oakeshott, 1984: 23). P o r m i parte, n o creo que l a emergencia del l iberal i smo deba ser concebida de n inguna de las dos formas; b ien como el fruto de u n atajo de interesados b i e n como el discurso de u n a p a n d i l l a de inexpertos. N o creo que sea u n a imagen interesante por dos razones: p r i m e r o porque aporta m u y poco valor explicativo en términos históricos y segundo porque t a m poco lo aporta en términos conceptuales. Ensegu ida volveré sobre esta última cuestión.

VLTI

Antes quiero dar u n breve x-odeo p a r a recordar que J u d i t h S h k l a r quiso reconci l iar l a angustia de los testigos de las catástrofes c o n l a aspiración del l iberal ismo a intervenir en l a resolución de los conflictos, esto es, el espíritu conc i l iador de l l ibera l ismo y el espíritu de l a tragedia de sus críticos. A este enfoque integrador le llamó «el l ibera l i smo del miedo», porque el l iberal ismo es —según S h k l a r — u n a respuesta a estas real i -

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dades innegables; p o r ello se concentra en el control de los daños (1989: 27). P a r a el hbera l i smo del miedo no existe u n summun bonnun, s ino sólo u n summun malum. E l horror es u n a ofensa a Dios , a l a h u m a n i d a d o s implemente a nuestra idea de l a belleza. L a crueldad es el m a l absoluto que se h a de evitar sobre todos los males. E s t a aparente modest ia no i m p l i ca falta de contenido, o b i en sólo i m p l i c a falta de contenido utópico. L o que ocurre es que se trata de u n l iberal ismo de l a «memoria» antes que de u n l ibera l i smo de l a «esperanza» (1989: 26). P o r eso el hberahsmo del miedo coloca en p r i m e r término l a l u c h a contra l a crue ldad y sus héroes son M o n t a i g ne y Montesquieu (Shklar, 1984).

M e interesa subrayar que l a propuesta de S h k l a r h a despertado simpatías tanto entre los defensores de u n a ética post-libe-ra l (Rorty) como entre los partidarios de u n a política post-l i -beral (Gray). También podría despertar suspicacias entre quienes se sienten más mclinados a identif icar el pr inc ip io hobbe-siano del miedo con l a razón de Estado y l a política de la amenaza. N o es ésta l a intención de Shklar , desde luego. A h o r a bien, tanto s i lo queremos como s i no, l a redéfinición de los contenidos normativos de l a ética y de l a política de acuerdo con u n a nueva identidad f irmemente contextuahzada en nuestra m e m o r i a n o escapará a sus propias paradojas. E n este sentido, Gray tiene razón en denunciar que el post-hberalismo ético continúa siendo presa fácil de s u propio orgullo universahs-ta. L a cuestión es s i debemos renunc iar a este orgullo —como nos aconseja G r a y — o interpretarlo de otra forma.

P a r a empezar, debo decir que hay gran fuerza en l a crítica de G r a y a l proyecto r iniversal de homogeneización cultural presente en l a Ilustración y en especial en s u filosofía de l a historia . Encuentro aspectos m u y positivos en u n modus vi-vendi que se rec lama hobbesiano frente a los prejuicios de otros autores. A u n así, considero que u n a defensa del p lural is m o legal y de l a nueva igua ldad hobbesiana e n l a búsqueda de u n modo de v i d a alternativo, u n m o d o de v i d a que salve a l a h u m a n i d a d de su prop ia destrucción, necesita a l menos tantos buenos argumentos como fuerza retórica. E s t o es algo que n o pasó desapercibido para el prop io Hobbes . P o r el contrario, las reservas que mantengo h a c i a G r a y e m p i e z a n cuando veo

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c ó m o se desl iza p o r l a pendiente de l a crítica heideggeriana al humanismo . P a r a i lustrar estas dudas m e serviré de l a m u y oportuna observación que hace G r a y sobre l a tesis weberiana que asumía u n a correspondencia universa l entre moderniza ción económica y cu l tura mdiv idua l i s ta (1995: 168).

Evidentemente, en términos históricos, esta tesis sólo es vál i d a para E u r o p a y, en todo caso, para los países de l a l lamada cu l tura occidental. A nadie se le oculta que el éxito económico de países como Japón, C h i n a o I n d i a n o h a ido acompañado del desarrollo de u n a cu l tura indiv idual is ta . L o más dramático es que quizá ahora tengamos que enfrentarnos a s u reverso. Porque, s i b i e n l a tesis se h a probado falsa fuera del m u n d o occidental — c o m o insiste G r a y frente a R o r t y — s u contraria b i en podría resultar cierta. E l éxito económico a n ive l internac iona l de culturas no indiv iduahstas puede acarrear graves consecuencias p a r a los países que h a n hecho de l a l ibertad u n pr inc ip i o innegociable de s u cu l tura política. D i c h o de otro modo , s i l a economía se g lobal iza definitivamente, ¿qué pasará con aquellas culturas que son menos competitivas en términos de rentabi l idad económica? N o se trata a h o r a de sentir u n orgullo mjustifícado por l a b o n d a d de nuestra cul tura política, n i p o r l a democrac ia l iberal c omo l a f o r m a política más perfecta (una f o r m a que n o adrmtiría m a y o r evolución), s ino de l a defensa crítica de nuestra p r o p i a cu l tura política, algo que el prop io G r a y t a n ardientemente había abrazado en el pasado. S i n embargo, G r a y se siente ahora más próximo a l a crítica heideggeriana a l modo n ih i l i s ta de relación con l a tecnología (1995: 182-184 y 1996: 156-186).

Parece que tras l a qu iebra de l m u n d o socialista, «ahora que y a no hay bárbaros» — c o m o decía B o b b i o recordando a Cavaf is— siempre habrá qu ien esté dispuesto a seguir «esperando a los bárbaros». Considero u n error que l a crítica a l a tradic ional conf ianza del l ibera l i smo en s u super ior idad m o r a l se transforme en u n nuevo kulturpessimismus: como s i l a relación c o n l a técnica y e l poder fuese algo exclusivo de l a cu l tura occidental y el anhelo de l a experiencia de l o otro l a única vía para l a renovación de lo propio . E n todo caso, lo que sí creo es que p o r esta vía sólo se l lega a l abandono de l lenguaje de l a política. Esto m e devuelve a l a cuestión que dejé u n poco más

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atrás s i n resolver. ¿Cómo podemos interpretar l a herencia rec i b ida a través del lenguaje y las instituciones del l iberalismo?

L X

A pesar de los esfuerzos p o r def inir u n a ident idad cont ingente, histórica y cul tural c omo base de l a nueva normat iv idad ética y política, en el momento en que esta ident idad pasa de l a esfera pr ivada a l a esfera pública no podemos renunciar a nuestro orgullo con respecto a las otras identidades. Este orgul lo no debe ser interpretado como desprecio del otro o superioridad mora l . Pero tampoco debemos, o lv idar que s i ocultara m i horror ante l a violación de los derechos humanos y m e b l indara tras u n a calculada indi ferenc ia destruiría con ello m i prop ia identidad. N o se trata de ocultar el orgullo bajo u n a falsa modestia. E l conflicto de las identidades n o se resuelve en l a lógica de las identidades. D e nada servirá, p o r tanto, que nos apresuremos a contextual izar los sujetos de estas ident idades morales y políticas. E n l a práctica, l a supervivencia de m i ident idad m o r a l depende de m i orgullo político. E n este prec i so sentido, el momento de l a conc ienc ia es tanto posterior como anterior a l a acción, y, p o r l o que a mí respecta, es s i empre u n momento de soledad.

P o r el contrar io , se trata de defender ambas formas de n o r m a t i v i d a d (algo que a veces cuesta trabajo comprender) y p a r a ello n o deberíamos desechar los tesoros que esconde nuestra imaginación histórica. ¿Qué ganamos despreciando nuestra p r o p i a herencia intelectual? Tengo p a r mí que u n o de estos tesoros l o c on forma l a experiencia de los pr imeros liberales, p o r más que esta experiencia inte lectual haya sido tantas veces v i l ipend iada c o m o el parto indecoroso de u n a Ilustración insatisfecha, o c o m o l a «edad de piedra» del l ibera l i smo . A pesar de estas opiniones , creo que las expectativas h a c i a l a política y el m o d o de abordar sus funciones antes descritas, ta l c o m o he propuesto antes, quizá p u e d a n aportarnos u n a lección ul ter ior , u n a lección de incalculable va lor p a r a aprec iar l a di ferencia entre estas dos formas de n o r m a t i v i d a d modernas: l a ética y l a política.

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C o m o decíamos antes, el conflicto de las identidades no puede resolverse en l a lógica de las identidades. E l político piensa (quizá con poco fundamento) que s i las partes en conflicto aceptan redescribir sus posiciones en otros térrninos, entonces, quizá exista u n a oportunidad para el acuerdo. Esto exige, en p r i m e r lugar, t raduc i r las identidades culturales en intereses particulares y bienes comunes. A par t i r de estos últimos sería más fácil determinar las posibi l idades de resolución del conflicto a través de l a acción política. N o debemos olvidar que l a política, en sus tres funciones antes descritas, distribuye bienes, respeta intereses y reconoce identidades. P o r tanto, para d is tr ibuir bienes o respetar intereses en razón de las identidades (que suele ser l a única f o r m a de resolver los conflictos) es preciso real izar antes este ejercicio de traducción política. L a traducción también puede hacerse en sentido contrario, pa sando de los bienes y de los intereses a las identidades. D e esta f o rma él hberahsmo distingue entre gobernantes y gobernados, c iudadanos y hombres , público y pr ivado.

Abordar estas distinciones c o m o u n ejercicio de rac ional i zación política Significa aceptar su permeab i l idad básica y su mutab i l idad histórica. Propongo que l a normat iv idad específica de l a política sea descrita como l a respuesta permanente a estas demandas de traducción en l a esfera pública. Este punto de vista se distingue c laramente de l mode lo basado en el diálogo, y a que el posible acuerdo no es más que l a traducción rac ional del conflicto y en ningún caso supone l a búsqueda de u n criterio de objetividad entre los distintos intereses. D e ahí que l a idea de l a traducción sea u n modelo más adecuado para describir esta n o r m a t i v i d a d específica de l a política. P o r otro lado, esto permite t o m a r cierta d istancia c o n respecto a l a idea de u n diálogo basado en los ejemplos de l a investigación científica y l a ética d iscurs iva . 8 Se trataría de volver sobre otra tesis weber iana (tomada de l a sociología comprensiva y apl icada a l a histor ia intelectual) que nos muestra que tenemos u n a

8. Véase, p. ej., Larmore, 1987: 55-68 y Ackerman, 1989. También puede verse Benhabib, 1989, donde se encontrará una defensa de la superioridad de la ética discursiva frente al modelo del diálogo liberal, aunque la autora evita mencionar que este último se presenta como una aplicación política del primero.

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necesidad permanente de redescribir nuestra situación en términos explicativos, y nuestras prácticas en términos de legit i m i d a d .

P o r tanto, el modelo que tengo en mente es el de l a historia intelectual : el diálogo que establece el h is tor iador c o n el pasado. Este diálogo exige u n esfuerzo permanente de traducción porque los intereses y las identidades del pasado sólo pueden hacerse presentes a través de nuestros propios intereses e identidades como intérpretes. N a d a nos asegura que este diálogo pueda resolver nuestros conflictos; s i n embargo, con s u esfuerzo, el histor iador a l menos aprende algo sobre sí m i s m o . U n a vez más, l a histor ia y l a política aparecerían hermanadas ante l a m i r a d a del filósofo porque ambas nos recuerdan nuest ra condición h u m a n a .

E l arte es s iempre nuestra segunda mejor opción: l a p r ime r a es n o haber nac ido . E n l a traducción y comentario de los versos de Sófocles, en Edipo en Colona, l a obra de su vejez, l o expresa H a n n a h Arendt a l f ina l de s u ensayo On revolution (1963). «Not to be bom prevails ovar all meaning uttered in words.» «Después nos hace saber, p o r boca de Teseo, el legendario fundador de Atenas, que actúa como portavoz de l a c i u dad, l o que hacía posible a los hombres comunes, jóvenes y viejos, soportar l a carga de v iv ir : era l a polis, el espacio de las palabras vivas y de los actos l ibres del hombre , l a que podía dar algún esplendor a l a vida» (285).

E n conclusión, aunque no debemos hacemos muchas i l u siones pues l a política es sólo nuestra «segunda mejor opción» y todo acuerdo justamente negociado será, p o r pr inc ip io , par c ia l y perentorio, quisiera t e r m i n a r dic iendo que l a responsabil i d a d política así entendida es también u n a f o r m a de utopía; quizá u n a f o r m a más humi lde , pero desde luego l a única form a de utopía que pueden abrazar los part idarios del p lura l i s mo . S i l a política n o puede resolver nuestros problemas, n o debemos olvidar que l a h is tor ia se ocupa m u c h a s veces de h a cerlo, sustituyendo aquellos conflictos que nos parecían irresolubles p o r otros nuevos. Quizá esta lección nos debería enseñar a no trasladar los conflictos de l a teoría a l a v ida práctica.

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L I B E R A L I S M O M O R A L Y JUSTICIA ECONÓMICA

Luz Manna Bárrelo (Universidad Central de Venezuela)

1. Veinte en materialismo dialéctico; cero en ética

Cuando empecé a estudiar filosofía en Venezuela , a f inal de l a década de los setenta, las corrientes filosóficas dominantes eran l a filosofía de l a c iencia, l a ontología fenomenológica y el marx i smo . Este último se presentaba como l a única forma de reflexión que permitía temat izar los problemas sociales concernientes a u n a interacción intersubjetiva justa o mora l . N o es u n a casual idad que Sartre haya saltado de u n a reflexión de t ipo heideggeriano, centrada mayormente e n las angustias de u n ind iv iduo que, para parafrasear a Heidegger, se encontraba a sí m i s m o «arrojado en el mundo» y, aparentemente, s i n saber qué hacer, a u n a m i h t a n c i a marx is ta que no dudaba en tornar l a opción del ocultamiento ante el d i l e m a m o r a l que planteaba hacer públicos o no los crímenes de Sta l in . De hecho, n o parecía existir u n a vía de transición entre las angustias metafísicas y l a cuestión política. A h o r a sabemos que ese puente es la ética.

Creo que l a i n m e n s a i m p o r t a n c i a que l a filosofía marxista tuvo y sigue teniendo en Venezue la y en América L a t i n a expresa tanto l a preocupación p o r l a problemática ética, como u n a cierta inept i tud p a r a comprender en qué sentidos l a dimensión

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m o r a l decide y determina nuestros modos de relación con los otros y los ideales de just ic ia social y equidad a los que aspiramos en el inter ior de u n a práctica social . D a d o que el marxis m o constituyó para l a generación de m i s maestros l a única forma de reflexión disponible sobre estos temas, ahora nos encontramos bastante desasistidos para reflexionar sobre los problemas éticos que tocan l a práctica política. P o r u n lado, tenemos u n sector de los luchadores políticos de i zquierda en u n v ir tua l estado de schock que se encuentran o b i en enmudeci dos a casi diez años de l a caída del m u r o de Berlín, o b ien aferrados tercamente a lo que no pudo ser y cuyo fracaso atr i buyen a m i l teorías conspiratorias o a otros golpes de m a l a suerte. P o r otro lado, l a cuestión de c ó m o resolver los problemas éticos que se p lantean en el inter ior de sociedades l iberales y regidas p o r u n a economía de mercado no t e rmina de formularse como debe ser, es decir, c on coraje e imaginación, l o que nos deja a merced de lo que nuestros ni inistros de economía den om i n an «el paquete neoliberal».

Pero las dificultades que el pensador de i zquierda venezolan o enfrenta e n relación c o n conceptos éticos tales c omo equi dad o just ic ia social son inherentes, desde el pr inc ip io , a l pensamiento marxista . P o r ejemplo, se revelan a sí mismas de modo part icularmente agudo en l a típica imposición de fines, intereses, ideales e inic iat ivas económicas que caracteriza l a gestión política de inspiración socialista. N i s iquiera es necesario ins ist i r sobre el típico h is tor i c i smo marxista , que define el devenir h u m a n o de acuerdo con destinos inexorables; el social i smo realmente existente, que no estaba tampoco dispuesto a dejar a l azar el cumpl imiento del glorioso devenir, se encargó de imponer p o r l a fuerza l a única f o r m a de v ida que consideraba aceptable. H a y u n texto extraordinario de Milán K u n d e r a que expresa l a imposición de tales ideales políticos, imposición tanto más ridicula p o r cuanto sanc iona e l atropello c o n l o que se supone que son valores superiores:

Ustedes digan lo que quieran pero los comunistas eran más listos. Tenían un programa magnífico. U n plan para construir un mundo completamente nuevo en el que todos encontrarían su sitio. Los que estaban contra ellos no tenían ningún sueño gran-

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dioso sino tan sólo un par de principios morales, gastados aburridos, con los que se pretendían coser unos remiendos par, los pantalones rotos de la situación existente. Por eso no es ex traño que los entusiastas y los magnánimos hayan triunfado fácilmente sobre los conciliadores y los cautelosos y hayan comenzado rápidamente a realizar su sueño, aquel idilio justiciero para todos.

Lo subrayo una vez más: idilio y para todos, porque todas las personas desde siempre anhelan lo idílico, anhelan aquel jardín en el que cantan los ruiseñores, el territorio de la armonía en el que el mundo no se yergue como algo extraño contra el hombre n i el hombre contra los demás y todas las personas están hechas de una misma materia y el fuego que flamea en el cielo es el mismo que arde en las almas humanas. Todos son allí notas de una maravillosa fuga de Bach y los que no quieren serlo no son más que puntos negros, inútiles y carentes de sentido, a los que basta con coger y aplastar entre las uñas como una pulga [Kundera, 1988: 17].

Sería u n error, s i n embargo, pensar que l a imposición por l a fuerza del idiMo constituye u n desliz de dist into tenor a l a índole del id i l i o o a l a naturaleza altamente valorable del ideal . P o r el contrario, u n a reflexión más pro funda nos l leva a c omprobar que l a imposición y el atropello son inherentes a l id i l i o m i smo , es decir, a toda tendencia a ideal izar estados de cosas y a excluir l a agresión y l a fealdad, que s i n embargo f orman parte de l a v ida . Debemos a l g ran teórico del psicoanálisis, Otto K e m b e r g (por ejemplo en 1993), u n a definición de u n trastorno de personal idad que, s i n rayar en l a psicopatía, obl i ga a l paciente a escmclir todo l o bueno de todo lo malo , lo que lo ciega a u n a f o r m a de relación c o n el otro en l a que los necesarios aspectos negativos podrían haber s ido integrados y transcendidos en u n a f o r m a de a m o r que no teme a l odio, a l enfrentamiento y a l a competencia, y que, a l reconocerlos, es capaz de experimentar cu lpa m o r a l , preocupación y el deseo de reparación del daño inf l ig ido a l otro.

Leyendo a K e r n b e r g en t o m o a l narc is ismo, m e parece a mí encontrar l a m i s m a vo luntad de escisión narc is ista en ciertas formas de entender el m a r x i s m o y el idea l socialista. L a frase de K u n d e r a que acabo de t ranscr ib i r apunta evidente-

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mente en l a m i s m a dirección y la contraposición que hace entre ideales y pr inc ip ios morales es extraordinariamente aguda. Porque de eso se trata: u n a vez que se cree que hay u n a sola forma de v ida y de relación humanas aceptables, l o demás queda desvalorizado, en part i cu lar todo l o Otro. Aquellos que no se pl iegan a l a línea del part ido se hacen inmediatamente objeto de persecución, precisamente p a r a contrarrestar l a prop i a paranoia , ésa que tiene presos en cárceles chinas a cientos de disidentes, l a mayoría de los cuales realmente no h a n hecho algo demasiado m a l o n i son capaces de hacerlo, salvo protestar. E n el ind iv iduo , esa parano ia es típica de las personas que separan el a m o r (entendido no de u n m o d o maduro sino de forma infant i l , c omo idealización de u n ind iv iduo que no se puede aceptar plenamente), de l a agresión y l o negativo. L a incapac idad de resistir y aceptar l a agresión del otro degenera en paranoia y odio extremos, rasgos típicos de u n yo débil. D e l m i s m o modo , en el régimen totalitario, aquellos que ejercen el poder proyectan sobre los demás todas sus manías persecutorias, lo que los l leva a construir l a comple ja y absurda red de intel igencia qué en el total i tar ismo se usa para proteger los irreales ideales de las opiniones y puntos de vista contrarios que se perc iben como amenazadores.

K e r n b e r g (1993: 129 y ss.) señala que l a incapac idad de reconocer l a agresión y el odio implícitos en todas las relaciones humanas i m p i d e l a constitución de u n superyó integrado, complejo, y, p o r tanto, in terrumpe l a experimentación de cu l p a p o r l a agresión sentida y perc ib ida en el otro y el consiguiente deseo de reparación. Y o creo que es u n a intuición m u y importante , tanto más elusiva p o r l o obvia, aquella que relaciona l a capacidad de aceptar l a agresión y l a divergencia, c on l a preocupación p o r el otro (el deseo de reparación) y la culpa mora l . P o r esto es p o r lo que l a intención de i m p o n e r u n m u n d o idílico p o r l a fuerza es, en el fondo, i n m o r a l y narcisis-ta: el desconocimiento del malestar del otro está en sintonía con l a idealización extremada de los propios puntos de vista, mientras que u n a idealización de esa naturaleza estará s iempre amenazada p o r los puntos de vista divergentes. Éste es el motivo, también, p o r lo que los regímenes totalitarios exigen el aislamiento. Se trata de u n a vo luntad de ais lamiento que tuvo

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su parad igma en el m u r o de Berlín. Afuera queda todo lo que es distinto y no está de acuerdo c o n uno, que se experimenta como algo m u y malo , m u y amenazador y m u y despreciable.

Y o diría que, c omo lo ve K e r n b e r g , l a condición de l a constitución de u n a conciencia m o r a l pasa p o r l a aceptación plena del otro, tanto en sus aspectos buenos como en sus aspectos malos . Pasa, p o r tanto, p o r l a aceptación de l a diferencia. E l rechazo casi maniático del pensamiento marx i s ta a l l iberal ism o se explica p o r esta incapac idad de tolerar las diferencias humanas . Antes de explicar p o r qué y c ó m o debe el l iberal ism o entenderse como u n a filosofía política or ientada a a d m i nistrar las naturales diferencias entre seres humanos , permítaseme mostrar p o r qué l a filosofía marxis ta es ciega a estas cuestiones.

E n general, l a sensibi l idad marxis ta a cuestiones éticas es enormemente deficiente. Se sabe que M a r x consideraba los derechos humanos como derechos de l a burguesía, l o que ha pa sado a l pensamiento marxista contemporáneo y a l a ideología marxista vigente como u n profundo desconocimiento del i n d i v iduo y de toda voluntad de afirmación basada en l a autonomía del individuo. N o voy a c itar los textos que discurren en torno al «individuahsmo burgués»; es suficiente que recordemos l a predisposición a ver a l a filosofía kant iana como u n a expresión del «ascenso de l a burguesía a l poder» y como cristalización del aislamiento y atomización de los individuos en el capitalismo. L a tendencia a ver en l a filosofía kant iana una filosofía que refleja «ideológicamente», como se suele decir, los aspectos más característicos del capital ismo, es u n a tendencia aún m u y vigente en los círculos de izquierda venezolanos, y corre curiosamente paralela a l a tendencia, que se observa en otros países, de usar a K a n t para toda clase de fines terroristas (como en el caso del líder del Sendero L u m i n o s o , que obtiene su hcenciatura en filosofía c o n u n a tesis sobre K a n t , o en el caso del Unabomber , en E E . U U . , cuyos manifiestos justif icativos están teñidos de motivos de inspiración kantiana) . 1

1. E l uso de Kant para fines terroristas tiene algo que ver con la aspiración kantiana de encontrar principios a priori para la regulación de la voluntad. Para Kant, estos principios se apoyan en la capacidad de la Razón para regular a la voluntad

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P o r otro lado, el pensamiento de i zquierda desatiende la cuestión de l a just ic ia o l a trata de u n m o d o inadecuado debi do a su incapac idad de a d m i t i r l a existencia de lo que John Rawls , en s u A Theo¡y of Justice, l l a m a b a las «circunstancias de l a justicia». Engels , en s u Anticlühríng, consideraba que la sociedad comunis ta del m t u r o no necesitaba ser u n a sociedad justa porque habría u n a i n m e n s a abundanc ia de bienes. L a cuestión de l a escasez de recursos n o se plantea para muchos pensadores marxistas. A l contrario , consideran que hay y ha brá recursos básicos suficientes para u n a población que crece exponencialmente a r i t m o alarmante y que el asunto está en «repartirlos mejor». A l igual que el Santo Padre, creen que Dios (o el Estado) proveerá los bienes básicos que los ind iv i duos necesitan para l levar u n a v ida buena y que l a pobreza existente en el planeta deriva de u n a capacidad h u m a n a para l a malevolencia y el despojo que parecen, de algún modo, fáci lmente remediables o soslayables (de nuevo l a dañina ideal i zación). Pero u n a de las lecciones del fin de l a guerra fría (y uno de los grandes desafíos morales que se p lantean a l a economía m u n d i a l en el próximo siglo, como veremos) tiene que ver con el carácter de indiv iduos concretos, de aquellos que no se embarcarían en u n a empresa product iva s i n l a perspectiva de obtener ganancias colosales. Javier Sádaba, en su l ibro , El perdón. La soberanía del yo, h a sugerido que el pensamiento marx is ta proyecta sobre los hombres u n a visión ideal izada de lo h u m a n o en l a que l a obligación m o r a l (que, de acuerdo con K a n t , es de naturaleza negativa y protege libertades ind iv idua les) se confunde con el amor . E n efecto:

Algunas formas históricas del marxismo, del que nunca debemos olvidar su raíz feuerbachiana, son la expresión de hacer por obligación que los lazos sean fratemales,^amorosos totales.

libre y, por tanto, pueden escapar a la contaminación, que proviene de la afectividad o la contingencia de la situación concreta. Esta aspiración, que luce intransigente, puede usarse opoitunísticamente para justificar la imposición de imperativos morales que no expresan sensibilidad ante las particulares situaciones concretas de los individuos que deberían seguirlos. Por supuesto, no sugiero que en Kant se encuentre una justificación al terrorismo, pero sí que es susceptible una interpretación rígida de la naturaleza del imperativo moral. Esta rigidez, aunada a la típica rigidez paranoica del terrorista, es la que establece el lazo común.

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De hacer que la obligación moral se convierta en amor total [Sádaba, 1995: 67].

L a proyección sobre lo h u m a n o de u n a pretensión de este tipo, nos permite def inir l a filiación ética del marx i smo como, en definitiva, u n a f o rma de ut i l i tar ismo. L a comparación es interesante y tiene importantes consecuencias p a r a lo que nos preocupa en este ensayo, a saber, los desafíos éticos de las sociedades regidas (o supuestamente regidas) p o r leyes de mercado. Se trata de u n ut i l i tar i smo avant la lettre, en el que las diferencias entre los indiv iduos quedan completamente fuer a del foco de atención. E n esta f o r m a de ut i l i tar ismo, el pensador marxista confunde l a noción de just ic ia c o n l a igualdad de oportunidades y l a v i r t u d política con l a disposición, que expresaría u n a especie de a l t ru ismo supererogatorio, a sacri f i car el interés personal p o r el bienestar de l a mayoría.

E s t a f o rma de ut i l i tar i smo fue fatal para el marx i smo p o r dos razones: l a pr imera , porque a l no atender las diferencias entre individuos se desconoce l a diversidad de intereses, fines, preferencias y deseos que conf iguran lo h u m a n o . P o r esta r a zón, hay quienes prefieren correr el riesgo de m o r i r en u n a balsa que msfrutar de bienes básicos tales c o m o l a educación o l a salud. Pero éste es u n ejemplo inocuo . Más grave es l a invasión de l a pr ivac idad, l a prohibición que pesa sobre las preferencias eróticas, sobre qué leer, adonde i r , qué anhelar, todo l o que h a descrito Milán K u n d e r a con gran detalle en sus novelas. Más grave todavía es l o que V l a d i m i r V o i n o v i c h l l a m a «la paranoica soviética», que comportaba l a penalización y l a normalización de todo aquel que se distinguía de l a mayoría, ta l vez porque tenía el pelo largo o porque era u n escritor que dicta a u n grabador lo que los pasantes confundían con m e n sajes codificados a u n a potencia extranjera (Voinovich, 1998).

L a idealización del carácter h u m a n o y de las conductas económicas de l a especie h u m a n a es u n aspecto del pensamiento de i zquierda t rad ic ional de consecuencias desastrosas: se trata de l a renuencia que exhiben l a mayoría de las personas a invert ir en u n a empresa product iva que n o genere beneficios importantes susceptibles de ser disfrutados ind iv idua l mente p o r el inversor y su fami l i a inmediata . E s u n hecho de

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l a v ida que nadie, o casi nadie, v a a embarcarse en u n a empresa p o r nada, pero es u n a lección del f i n de l a utopía socialista que no hay inversiones importantes s i las ganancias no son, p o r lo menos, como y a lo he señalado, colosales. Todavía en los medios académicos venezolanos m e d r a n individuos que están convencidos de que el fin de l a guerra fría resultó de u n complot perpetrado en víctimas inocentes. Pero l o que no se t e rmina de decir c o n c lar idad es que l a economía centralizada, es decir, para decirlo c o n pelos y señas, l a economía cuyos beneficios generados se reparten entre aquellos que n o han contr ibuido directamente en l a producción, destruye los estímulos más importantes p a r a l a producción: a l drluir el valor de l o produc ido , desvanece el interés que alguien pudiera tener en produc i r el b ien. Éste es u n prob lema serio, no sólo para el social ismo s ino para l a economía de mercado en general, con consecuencias graves p a r a l a jus t i c ia soc ia l , c o m o veremos más adelante.

2. I g u a l d a d sí, d i f e r e n c i a s , n o

Cuando m e refería a K e r n b e r g en relación c o n algunas de las fantasmagorías de l a proyección narcis ista, m e importaba l l a m a r l a atención sobre l a idealización narc is ista que separa l o bueno de lo m a l o en las relaciones objétales internalizadas de u n ind iv iduo . D e l m i s m o modo , presupuestos n o tematiza-dos sobre l a naturaleza h u m a n a oscurecieron en el marx ismo l a rea l idad del ser h u m a n o . Éste es u n error fatal, porque l a economía consiste precisamente en l a administración de los intereses, deseos y preferencias de las personas. E l n o reconoc imiento de diferencias en las aspiraciones de. los individuos (que deberían i n c l u i r inc luso aquellas que el teórico social, marxis ta o no, considera triviales o tontas), conduce, en definit iva, a l a estructuración i n m o r a l de l a sociedad.

D e nuevo, debemos a J o h n R a w l s l o que m e parece a mí l a formulación más c lara de l a necesidad de concebir u n p r i n c i p io de reconocimiento de diferencias c o m o pr inc ip i o distr ibutivo. E n efecto, Rawls , en s u y a c i tada A Theory of Justice, desarrol la u n modelo p a r a el pensamiento que arroja los dos

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pr inc ip ios básicos de just ic ia d is t i ibut iva que debieran existir en u n a sociedad b i en ordenada. S u modelo p a r a el pensamiento es l a «posición original», en l a que mdiv iduos que no tienen interés en satisfacer los intereses de los otros, reflexionan acerca de c ó m o d is tr ibuir entre ellos los bienes básicos que necesitarían para l levar adelante sus respectivos planes racionales de vida. L a posición or ig inal exige que cada u n a de las personas impl icadas comprenda que los pr inc ip ios que resultarán del proceso reflexivo n o deben estar vic iados p o r l a posición de poder que cada i m o de ellos ocupa u ocupará en l a sociedad, dado que aquellos en posiciones ventajosas tenderán a elegir pr inc ip ios que preserven sus ventajas, de m o d o que Rawls s u giere que estos pr inc ip ios sean elegidos bajo «un velo de l a ignorancia» respecto de l a posición de poder de cada cual . E l criterio desde el cua l los impl i cados en l a posición or ig inal pueden reconocer los mejores candidatos a servir como p r i n c i pios de just ic ia distr ibut iva es que se alcance u n «equilibrio reflexivo» entre los candidatos y aquellas intuic iones sobre l a equidad distr ibutiva que los impl i cados traen a l a posición o r i g inal .

M u c h o se h a escrito sobre l a rac iona l idad del proced imiento sugerido p o r Rawls . Se h a d icho que l a apelación a u n equi l ib r i o reflexivo con intuic iones n o fundamentadas v i c ia todo el procedimiento, dado que exige l a presuposición de u n a m o t i vación a l a just ic ia que sería prev ia a l proceclimiento de elección mismo , es decir, a l modelo de l a posición original . R a w l s m i s m o h a reconocido esta objeción, l a cua l h a sido retomada p o r D a v i d Gauthier en su Moráis by Agreement, p o r ejemplo, para desarrollar u n modelo de elección de pr inc ip ios de jus t i c ia distr ibutiva que tendría en cuenta, desde el pr inc ip io , las util idades inic iales de los partic ipantes, inc luyendo las diferencias que dependen de l a lotería natura l .

L o cierto es que, en m i opinión, l a objeción que le reprocha a Rawls l a i r rac ional idad básica del procedimiento de elección es u n insulto a todos los esfuerzos p o r desarrol lar u n a teoría de l a rac ional idad a m p l i a y lo suficientemente flexible como para i n c l u i r l a solución de los problemas que plagan l a v ida social de l a especie h u m a n a . L a rac iona l idad de u n procedi miento como l a posición or ig ina l no descansa en s u concepto

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de equi l ibrio reflexivo entendido como criterio para l a elección, sino en e l hecho de que l a única opción que t ienen i n d i viduos obligados a conviv ir en conjunto es la de idear l i n a f orma de convivencia pacífica y razonable. D e esta manera, l a conciencia de las circunstancias de l a just i c ia es u n a mot ivación rac ional suficiente para pretender a lcanzar u n acuerdo mínimo y p a r a querer v iv i r en u n a sociedad b i en ordenada. Hobbes, en s u Leviathan, l l a m a p o r p r i m e r a vez l a atención sobre l a i r rac iona l idad básica de l a convivencia h u m a n a que n o se preocupa p o r encontrar u n a f o r m a de sociedad que sea aceptable p a r a todos e insiste sobre l a necesidad de encontrar pr inc ip ios de convivencia adecuados a hombres que, de otro modo, estarían dispuestos a destruirse mutuamente . Igualmente, el premio N o b e l en economía K e n n e t h A r r o w (1963), muestra que nuestra ignoranc ia básica de los asuntos humanos conduce a pueblos enteros a guerras que no se pueden detener, atravesadas p o r u n a dinámica ajena a toda capacidad de autocontrol y cálculo rac ional .

Y o creo, entonces, que en l a base del modelo rawls iano de l a posición or ig inal se encuentra l a conciencia, que es evidente para cualquier ind iv iduo rac ional , que los asuntos de uno no pueden dejarse a los sentimientos de afecto que los otros podrían o n o abrigar. E s t a conc ienc ia h a sido oscurecida por aquellos que ins isten e n que R a w l s únicamente intenta dar u n a apariencia rac ional a normas morales que t ienen u n fundamento mot ivac ional de or igen más b i e n incierto. Estos últimos insisten e n que l a disposición que debería tener cualquier indiv iduo rac ional a hacer t r a m p a y a engañar a los otros con el fin de a lcanzar l a satisfacción rac iona l de sus intereses i n d i viduales, es suficiente para socavar l a pretensión rawls iana de que podría resultar rac iona l d i s t r ibu ir bienes básicos con u n a regla justa o equitativa y que l o más «racional» (según ellos) sería más b i en actuar c o m o u n p i l lo o free-rider, admitiendo que se van a respetar los acuerdos mientras se desconocen o se dejan de honrar de m a n e r a clandestina.

A esto hay que objetar, c omo dice m i maestro E z r a Hey-m a n n , que u n ind iv iduo rac iona l n o es necesariamente u n estúpido. Robert Axe l rod h a demostrado que dado u n número suficiente de interacciones, las más ventajosas, desde el punto

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de vista rac ional , son aquellas que siguen u n a regla de interacción cooperadora y recíproca (1987). S u l i b ro La evolución de la cooperación recoge los resultados de sucesivas competic iones entre programas diseñados p a r a obtener e l mejor desempeño en dilemas del pris ionero. L a descripción clásica de los dilemas o paradojas del pr is ionero es l a siguiente: dos pr is io neros, que no pueden comunicarse entre sí, son interrogados por u n delito que el ind iv iduo que interroga no sabe si fue cometido realmente o no p o r los prisioneros. D e modo que para est imular u n a confesión, el interrogador propone a cada uno de los prisioneros que confiese, con l a p romesa de l iberarlo de los cargos y condenar sólo a l otro a doce años de prisión. E l interrogador supone que ambos prisioneros, tentados p o r l a perspectiva de sal ir l ibres p o r m e d i o de u n a confesión uni late r a l , acriminarán a l otro, c o n l o que se podrá condenar a los dos a diez años de prisión. Pero s i n inguno de los dos confiesa, sólo se podrá condenar a ambos a dos años de prisión por u n delito menor , p a r a el cua l l a policía o el detective interrogador sí tiene pruebas.

Claramente, l a mejor decisión para ambos és l a de no confesar. Pero no es l a más rac i ona l o «dominante», en el sentido clásico de u n a teoría de l a deliberación rac iona l ind iv idual , porque l a acción que m a x i m i z a mejor los resultados de cada u n o es aquella que l o deja l i b re e m c r i m i n a a l otro para que c u m p l a su condena de doce años de prisión. E l prob lema es que cada u n o de los prisioneros, que n o se c o m u n i c a n entre sí, sabe que el otro hará lo que más le conviene desde el punto de vista de l a teoría de l a decisión rac ional , y que confesará. Así que ambos confesarán y les tocará a cada u n o diez años de prisión, c o n lo que saldrán peor que s i hub ie ran guardado s i lencio.

¿Qué i m p l i c a l a mejor opción en esta situación? Supone colaborar con el otro. G u a r d a r si lencio conf iando en que el otro hará lo m i s m o . D e modo análogo, las fundamentaciones racionales de l a m o r a l explotan l a rac iona l idad de l a opción que opta p o r co laborar c o n e l otro p a r a suger ir que en decisiones que conciernen a los efectos que l a acción del otro tendrá sobre los resultados globales es necesario apelar a u n concepto de rac ional idad más ampl io que el concepto de l a rac ional idad

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ind iv idual . N o z i c k (1995), p o r ejemplo, señala que los dilemas del pris ionero exigen u n concepto de u t i l i d a d distinto a l hab i tual (que l l a m a «utilidad e\ddencialmente esperada») y u n a teoría de l a rac ional idad que se compadezca con el hecho de que l a mejor decisión, en los di lemas del pris ionero, dependerá de l a decisión de los demás. E n efecto:

L a teoría causal de la decisión recomienda ejecutar la acción dominante; la teoría evidencial de la decisión, recomienda ejecutar la acción cooperativa si ustedes creen que la otra parte es relevantemente parecida a ustedes. No es necesario que ustedes tengan la certeza de que los dos actuarán de modo parecido; basta con que las probabilidades condicionales de las acciones de la otra parte, dadas las de ustedes, varíen suficientemente [Nozick, 1995: 82].

Vo lv iendo a Axelrod : s u pregunta era cuál era l a estrategia o regla de interacción que permitiría obtener los mejores resultados en sucesivos di lemas del pris ionero. E l p r i m e r paso consistía en asignar a cada u n o de los posibles resultados del d i l ema u n valor numérico. C o m o y a hemos visto, las soluciones del d i l ema son tres: a) que u n o coopere (y no confíese) y el otro defraude (y confiese m c r i m i n a n d o a l otro); b) que a m bos defrauden (es decir, confiesen pensando que mcriminarán al otro idiota) y c) que n inguno confiese, cooperando así c on el otro. V i m o s que l a mejor solución p a r a ambos es l a últ ima . Axe l rod distribuye las puntuaciones del siguiente modo: 0 p a r a el que no confesó y fue mcr i rn inado p o r el otro (Axelr o d l l a m a a este 0 «el pago del idiota»), 1 punto p a r a los que confesaron simultáneamente, 5 puntos p a r a el que confesó cuando el otro guardó si lencio (se trata de l a puntuación más alta porque es l a mejor solución —recuérdese que son doce años para el otro y l a l ibertad total p a r a el que confesó—) y, f inalmente, 3 puntos para cada u n o s i n inguno confesó, cooperando así entre ellos (tres puntos porque se trata de l a segunda mejor opción, que es, en real idad, l a p r imera , dadas las pos ib i lidades de que el otro confiese también en l a mejor solución, es decir, en l a que invo lucra u n pago de 5 puntos) .

A h o r a se trata de poner a compet i r a diversos programas

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entre sí en sucesivos di lemas del pris ionero. E l ganador del certamen fue u n p r o g r a m a creado p o r e l matemático de l a Univers idad de Toronto , A n a t o l Rapoport , l l amado Tit for Tat (traducido a l castellano en l a edición de A l i a n z a como «Toma y daca»). Tit for Tat, que era en real idad el programa más s imple del concurso, empezaba real izando u n a jugada cooperativa y luego respondía a lo que el otro jugador hacía. C o m petían contra Tit for Tat programas con los nombres más exóticos, cada u n o de los cuales exhibía u n a regla o estrategia de interacción distinta. Ca da u n o de ellos trata, p o r supuesto, de sacar l a m a y o r puntuación posible . Así, p o r ejemplo, e l program a Joss c omenzaba cooperando y de m o d o absolutamente inesperado defraudaba a l contrincante cooperativo, obteniendo sus c inco puntos. Algunos de los programas reaccionaron a l a defección de Joss defraudando a s u vez (con l o cual se i n i c iaba u n a in f in i ta cadena de 1-1, 1-1, etc.). A u n así, s i n embargo, Tit for Tat ganó el certamen. L a razón es que, en vez de responder defraudando mdef inidamente a l a defección del otro (en u n a especie de estrategia in f in i ta de retaliación), Tit for Tat, eventualmente, comenzaba a cooperar o tra vez.

Axe lrod extrae de este resultado las consecuencias del caso. L a pr inc ipa l es más o menos obvia (en real idad, no era necesario hacer u n concurso para comprobarlo) : que en los di lemas del pris ionero l a mejor jugada es l a cooperativa, si los jugadores tienen que interactuar durante un período prolongado de tiempo o durante un cierto número de jugadas. Este es u n resultado que puede esgrimirse válidamente c o m o argumento contra los que a f i r m a n que, en las interacciones sociales, es más racional defraudar y que, por lo tanto, l a acción m o r a l n o tiene u n a base rac iona l . E s más rac i ona l defraudar s i uno no tiene que interactuar más c o n el que h a s ido defraudado. D e m o d o que, así c omo en sucesivas interacciones virtuales estrategias no cooperativas t e r m i n a n fracasando, así también en el m u n d o real , aquel que defrauda sistemáticamente no es el más rac ional , dado que se expone a l a exclusión de l a c o m u n i d a d m o r a l . E s t o no signif ica, c omo dice el m i s m o Axelrod, que l a evolución de l a cooperación sea necesaria, pero es s i n d u d a útil p a r a el ind iv iduo o conjunto de indiv iduos que aspi ren a u n a existencia rac ional .

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Simi larmente , no creo que l a así l l a m a d a «intuición» de la equidad sea tan i r rac iona l c omo l a disposición a colocar bajo u n velo de ignoranc ia las ventajas propias . H e tratado de argumentar que l a disposición p a r a someterse a u n procedimiento de elección que arrojaría reglas distributivas justas es rac ional s i los mdiv iduos se ven obligados, a causa de u n número elevado de interacciones mutuas , a l a rec iproc idad. D e u n modo análogo, mdiv iduos racionales podrían comprender que las d i ferencias entre los seres humanos que se d a n de u n modo n a tural , como l a lotería que otorga belleza, intel igencia, talento o suerte, son arbitrarias o gratuitas. E s t o s ignif ica que s i b ien podemos esperar que los indiv iduos favorecidos de este modo exploten estas ventajas en su beneficio, esto n o signif ica que estos ind iv iduos estén en mejor posición p a r a justificarlas. Puede ser que ellos mismos vean c o n c lar idad que no existe n inguna regla para l a distribución de ventajas que los h a favorecido (a menos, claro está, que abracen algún sistema religioso que l a explique p o r recurso, digamos, a l a teoría de l a reencamación). Yo^creo que es en este sentido que l a equidad es u n a «mtuición»: n o hay nada que explique p o r qué he tenido ta l accidente, p o r qué se t r u n c a r o n m i s posibi l idades, p o r qué alguien o u n o m i s m o no h a sido favorecido con belleza, talento o r iqueza. De nuevo: p o r supuesto que individuos dotados con ventajas pueden tender a formas de racionalización que las justi f iquen. N o obstante, no hay n a d a que sugiera que esta tendencia debe acompañar necesariamente a las ventajas mis mas, de m o d o que se puede argumentar que u n indiv iduo r a c ional será capaz de darse cuenta de que las ventajas obtenidas p o r l a lotería natura l son mjustif icadas. D e esta manera , podría sugerirse que l a comprensión de l a desigualdad básica que constituye lo h u m a n o es más oncológica que m o r a l y que l a intuición de l a equidad acompaña nuestra comprensión del hecho h u m a n o desde el pr inc ip io , es decir, de u n modo que es anterior a l desarrollo de u n a conc ienc ia m o r a l compleja (estoy hablando aquí en términos históricos y n o ontogenéticos).

Los dos pr inc ip ios de just ic ia que resultan del procedimiento propuesto p o r R a w l s d a n cuenta, de este modo , de algunos hechos básicos de l a existencia h u m a n a y de los problemas fundamentales a los cuales se enfrenta cualquier agencia r a -

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c ional y están orientados, básicamente, a l a coordinación inteligente de las diversas acciones autointeresadas de los ind iv i duos racionales. E s t o tampoco s ignif ica que los impl icados no posean algún t ipo de motivación altruista, pero R a w l s no hace pesar sobre su argumentación, p o r lo menos a l in i c i o de su trabajo, n inguna formulación fuerte a l respecto (que aparecerá más b i en en l a tercera parte de s u A Tlieory of Justice y que dará lugar, ulteriormente, a su construct ivismo moral ) .

E l p r i m e r p r i n c i p i o se conoce como e l pr inc ip io de l a igualdad y el segundo como el p r i n c i p i o de l a diferencia. E l pr inc ip io de l a igualdad sugiere que, en u n a sociedad b ien ordenada, todas las personas deberían gozar de igualdad de oportunidades para acceder a los bienes básicos que les p e r m i tirían, a cada u n o de ellos, l levar adelante s u p l a n rac ional de vida. Está orientado a contrarrestar l a lotería natura l , aunque n o a e l iminar sus efectos, l o cua l es imposib le , también por razones ontológicas. E l segundo pr inc ip io , el de l a diferencia, señala que aquellas diferencias que resultan de l a interacción entre individuos deberán ser distr ibuidas y/o aclministradas de modo que no desmejoren l a situación del menos -favorecido.

Y con esto podemos entrar en el p rob lema de este parágrafo: los críticos del pensamiento l ibera l no pueden entender que pr inc ip ios de just ic ia que ins isten en l a igualdad de las personas también p u e d a n pretender ocuparse de las diferencias, dado que, ellos creen, que l a atención a las diferencias las legi timaría. Pero esta ñusión proviene de u n a confusión, a saber, de creer que l a fundamentación de los pr inc ip ios de just ic ia que promueven l a igualdad de las oportunidades y l a adminis tración rac ional de las diferencias depende de pr inc ip ios substantivos de origen tradic ional , es decir, p o r ejemplo, de l a idea de que todos los hombres s o n iguales y de que hay que a m a r mmscr iminadamente a l prójimo, n o i m p o r t a quién.

P o r u n a parte es cierto, c o m o h a mostrado Tay lor en sus Sources of the Self que los valores éticos judeocristianos h a n inf lu ido considerablemente e n l a constitución de l a mora l idad moderna, con s u respeto a los intereses del otro y l a atención a su bienestar. L a idea de que l a naturaleza h u m a n a exige u n a f o rma especial de cuidado, respeto y consideración deriva i n dudablemente de ideas que g i r a n en t o m o a l a relación espe-

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c ial que el hombre tiene con Dios . P o r el otro lado, s i n embargo, el peso que t ienen estas ideas religiosas en nuestra comprensión del respeto m o r a l a l a autonomía del otro h a oscurecido completamente los aspectos de l a fundamentación de las normas morales modernas que podrían referirse a l a racional idad de l a acción que se real iza en contextos de interacción con los otros individuos . Porque u n a cosa es sentir que debemos respeto a l otro porque debemos o sentimos que debemos amar lo y otra, m u y m^tinta, respetar l a autonomía del otro para promover u n a cu l tura en l a que m i autonomía y m i derecho a ser feliz despierten l a debida atención.

L a falta de tematización de los modos como se fundamentan subjetivamente los valores morales modernos, en part i cular los pr inc ip ios de just ic ia que se refieren a l a igualdad y al respeto a l a diferencia, así como el confuso entrelazado de figuras de fundamentación tradicionales y modernas (de carácter rac ional o formal) , explican, me parece a mí, l a incapaci dad del pensamiento de i zquierda p a r a tematizar las diferencias entre individuos de manera adecuada. E s t a incapacidad tiene s u expresión más conspicua e n l a into leranc ia a las diferencias sociales y en l a obsesión p o r reducir las en lo posible, alegando que expresan «diferencias de clase», c on l o que todas las ventajas diferenciales entre indiv iduos o grupos quedan distorsionadas p o r l a sospecha, l a envidia y l a i leg i t imidad.

Es to signif ica que l a ausencia de u n a tematización adecuada de los modos como h a n de fundamentarse normas morales modernas, i m p i d e d i s c r iminar entre aquellas diferencias basadas en l a in just ic ia y l a explotación y que no contr ibuyen en absoluto o in c iden en desmedro de l a riqueza y bienestar de u n a sociedad, y las diferencias inevitables basadas en talentos señalados, golpes de suerte y adecuado aprovechamiento de l a oportunidad. E l p r i m e r t ipo de diferencias debe ser contrarrestado en u n a sociedad b i e n ordenada y justa. Pero el segundo tipo de diferencias no sólo no se puede e l iminar so pena de destruir todo eslímulo a l a producción, importantes fuentes de empleos y l a exploración de las posibi l idades de goce sensible y diversidad cu l tura l que dependen de l a indust r ia del lujo y de las fundaciones educativas y artísticas, s ino que e l intenso deseo de hacerlo, aunado a u n a envidia soc ia l explotada p o r l a

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izquierda radica l la t inoamer icana y anclada profundamente en nuestra idea de «democracia», h a n contr ibuido , a m i modo de ver, a nuestras miserias actuales, en especial en Venezuela, en donde u n a burguesía parasitar ia y exn-aordinariamente i m p r o duct iva se h a replegado y confronta el odio intenso de u n i n menso contingente de desposeídos que se sienten con derecho a exigir al Estado , de u n m o d o dependiente y promotor del paternal ismo, l a satisfacción incond i c i ona l de sus necesidades básicas.

Durante m u c h o t iempo, las políticas populistas del Estado democrático venezolano estuvieron en parte inf luidas, dada l a formación de los políticos del part ido que dominó el espectro político después de l a caída de l a d ic tadura en 1958 (me refiero a Acción Democrática), p o r el pensamiento marxista t rad i c ional . L a consecuencia funesta de este popu l i smo es que no se h izo ningún esfuerzo por fortalecer l a producción y el sector pr ivado de l a economía, sobre todo porque l a inmensa riqueza generada por los ingresos petroleros en l a década de los setenta volvió innecesario cualquier empeño en esta dirección, dado que el Estado podía proveer c o n ho lgura las necesidades de l a mayoría de los venezolanos. Aparte de esto, las obstrucciones a l a in ic iat iva pr ivada, producidas , s i n n inguna duda, p o r l a desconfianza que l a in i c ia t iva i n d i v i d u a l despierta en la ideología de izquierda, y l a inexistencia de u n s istema jurídico políticamente independiente, que debería haber estado allí para proteger precisamente los derechos de los individuos a disfrutar con seguridad de los beneficios que generaba su tra bajo, socavaron nuestra economía hasta e l cuadro actual: una inflación que el año antepasado ascendió a más del cien por ciento, u n porcentaje elevadísimo de l a población abandonado p o r el Estado proveedor y v iviendo e n niveles críticos de pobreza y u n sistema jurídico corrupto e ineficiente, en el que nada se mueve s i n onerosos sobornos.

Creo que este cuadro sólo puede producirse en u n sistema político en el que no existe u n respeto escrupuloso p o r el i n d i v iduo. De este modo , repito, l a irritación que produce el pensamiento l iberal que, precisamente, insiste sobre u n Estado que está a l servicio de los derechos mciividuales, deriva de f i guras tradicionales de fundamentación de l a m o r a l , en par t i -

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cular de l a idea cr ist iana de que todo el m u n d o es igual y que nadie debe exigir para sí nada que no esté dispuesto a compart i r con el otro. E s t o último se entiende c o m o egoísmo, las diferencias y las ventajas que prov ienen de ellas se perciben como despojo: «la prop iedad pr ivada es u n robo» , reza una conocida consigna de l a izquierda . Así, l a i zquierda populista no puede concebir que las diferencias deban respetarse y administrarse de m o d o que contr ibuyan a l a riqueza de l conjunto social ; p o r esta razón, los críticos del l iberal ismo se apoyan en l a idea rawls iana de u n pr inc ip i o de l a di ferencia para señalar que el pensamiento l ibera l no consiste sino en l a legitimación de las injusticias.

3. Por qué no hay que confundir el liberalismo moral con neoliberalismo y neoclasicismo económico

¿Hasta qué punto esta noción de just i c ia l iberal , que hemos desarrollado én l a sección anterior, just i f ica los sistemas económicos que*se conocen como sistemas neoliberales? H a y u n a p r i m e r a conexión que es evidente: todas las recetas del odiado F o n d o Monetar i o Internacional invo lucran fortalecimiento de l a producción pr ivada (liberalización de controles a l a producción, creación de estímulos a l a m i s m a y fortalecimiento de u n sistema de administración de just i c ia independiente). E l F M I propone, n o obstante, igualmente u n a dolorosa y e n términos sociales costosísima reducción del gasto público, que en Venezuela, dada l a dependencia de l a mayoría de los trabajadores a u n Estado r ico y sobredimensionado, implicaría arrojar a l a calle a miles de trabajadores, en u n sistema en el que n i s i quiera existe seguridad social y p r i m a el hambre y l a miser ia .

Pero n o hay nada en l a noción de just ic ia l iberal , ta l y como l a he definido, que sugiera que debemos contemplar i m potentes c ó m o u n mercado l iberal izado sigue su prop ia dinám i c a y arroja sus propios resultados. Así c o m o l a idea de just i c ia l ibera l n o debe s u fundamentación a l a noción judeocris-t iana del a m o r a l prójimo, así tampoco l a idea del l ibre mercado debe s u fundamentación a l respeto a l a autonomía ind iv i dual . L a noción de que u n mercado l ibre alcanzará natura]-

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mente u n punto de equi l ibr io en el que n i los vendedores n i los compradores saldrían perjudicados define más b ien l a idea de u n a «mano invisible» y n o l a idea de respeto a l a autonomía personal. Así, que u n a m a n o invis ible venga o no a instaurar u n a especie de just ic ia económica n o tiene nada que ver con el respeto a derechos privados que caracter iza al pensamiento l iberal , aunque no puede negarse que el recurso a l respeto puede ser ut i l izado (de m o d o ideológico y oportunista) para i m p e d i r l a intervención en mercados l iberal izados.

L a idea de u n a just ic ia económica, ta l y c o m o viene def ini da p o r l a concepción neoclásica de l a economía, sugiere que en u n mercado l ibre perfecto pueden establecerse o producirse naturalmente las condiciones p a r a u n intercambio perfectamente justo, o ético, de valores. U n mercado es u n espacio destinado a l intercambio de bienes considerados, p o r u n a u otra razón, valiosos. Típicamente, en u n mercado cualquiera pueden producirse dos anomalías que justificarían l a cal i f icación de «injusto» a l in tercambio : a) s i el c o m p r a d o r debe p a gar más p o r u n producto que, en condiciones de perfecta c o m -petit ividad, podría costarle menos y b) s i e l c o m p r a d o r puede pagar menos de lo que el producto le costó originalmente a s u productor (en u n a situación de dumping, p o r ejemplo).

E n u n mercado ideal , l a noc ión de punto de equilibrio i n d i c a u n a situación en l a que n i compradores n i vendedores pueden perjudicarse mutuamente . Este t ipo de mercado i n cluiría u n número grande de compradores y vendedores, en donde n inguno podría, en tanto ind iv iduo , in f luenc iar el va lor de los productos. Se trataría de u n mercado perfectamente competit ivo: todos los compradores y vendedores se encuent r a n simétricamente in formados y son múltiples e in te r cambiables, n i n g u n a ventaja debería d is tmgmrlos , los objetos de intercambio son divisibles p o r unidades también intercambia bles y las partes que n o apor tan n a d a a las transacciones o n o t ienen nada que in ter cambiar pueden ser excluidas de l a s i tuación de mercado s i n que el lo p r o d u z c a distorsiones. P o r que u n mercado perfectamente competi t ivo debe carecer de externalidades, es decir, de costos o beneficios que vayan a parar a aquellos que n o apor taron n a d a a las transacciones o que no tuv ieron n a d a que ver c o n ellas. S e t h i (1994) agrega,

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además, que en u n mercado perfectamente competit ivo las transacciones n o deben p r o d u c i r costos y n o deben existir b a rreras para par t i c ipar en él.

S i se c u m p l e n estas condiciones, el prec io y las cantidades de los productos alcanzarían u n punto de equi l ibrio , en donde l a cantidad de bienes que los compradores desean adquir i r es igual a l a cant idad de bienes que los vendedores desean vender y en donde el precio más alto que los compradores están dispuestos a pagar p o r los productos es i g u a l a l precio más bajo que los vendedores estarían dispuestos a aceptar p o r l a venta de los mismos (Velázquez, 1988, 182). De acuerdo c o n Veláz-quez, l a noción del punto de equi l ibr io sugiere que el intercambio puede a lcanzar resultados que s o n coherentes con l a m o r a l (o c o n l a justicia) , en el sentido de que conduce a u n intercambio de bienes eficiente y que n o les iona las aspiraciones o derechos (como diría Gauthier) de los actores i m p l i c a dos. Pero, en i m sentido, l a just ic ia de los mercados polipóli-cos o perfectamente competit ivos es perfectamente tr iv ia l : dado que nadie .tiene ventajas sobre los otros, es obvio que l a just ic ia o l a simetría en los costos y en los beneficios estaría servida desde el pr inc ip io .

¿Hay algún sentido en el que el p a r a d i g m a neoclásico de l a economía no involucre i m a concepción t r iv ia l de l a just ic ia que es posible en las transacciones económicas? E n l a medida en que el parad igma neoclásico sugiere que u n a «mano inv i s i ble» va a conduc i r las actuaciones de los impl i cados en el mercado hac ia u n punto de equi l ibr io , en esa m e d i d a se aleja de cualquier modelo realista de u n a sociedad jus ta o de las necesidades éticas de u n a sociedad cualquiera . Porque los mercados perfectamente competitivos no existen, n i pueden existir, mientras tengamos que l i d i a r con externalidades: son las exter-nalidades las que expl ican p o r qué los conflictos entre empresa pr ivada y sociedad c i v i l t ienen u n carácter endémico. L a s externalidades son los efectos de las transacciones que afectan o benefician a quienes no h a n formado parte de las mismas . E x ternalidades pueden ser también bienes que n o se pueden comerc ia l i zar o volver objeto de u n a transacción económica, como el agua o el aire (no vale decir que en el centro de Toldo se venden tanques de oxígeno a las horas punta , porque l a

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venta de los mismos n o afecta de m o d o significativo la economía nacional) .

L o s conflictos entre empresa pr ivada y sociedad c iv i l se producen porque en el p a r a d i g m a neoclásico todo tiene que poderse volver objeto de i m a transacción comerc ia l . P o r esta razón es p o r l o que el mov imiento económico típico de las economías que abandonan el modelo social ista o centralizado se dirige hacia l a paulat ina privatización de empresas que i n vo lucran bienes públicos que, a l menos inic ia lmente , no son rentables o son administrados s i n criterio de rentabi l idad. E l hecho de que existan externalidades y de que existan actores sociales que no son participantes en u n mercado (como los niños, los ancianos y los discapacitados, pasando p o r los desempleados o p o r los que no h a n podido o no podrán n u n c a conseguir u n empleo) establece, m e parece a mí, u n límite def inido a l a aspiración de rentab i l idad total de todas las t r a n sacciones entre los miembros de u n a sociedad c iv i l . Incluso s i se lograra hacer comercial izables todas las externalidades, el hecho de que existan actores que no poseen n a d a que intercambiar o m u y pocas ventajas, establece desigualdades crónicas en el intercambio de bienes y, en último término, distorsiones importantes en l a pretendida «justicia económica».

Volveremos sobre esto a propósito de l a globalización. A n tes, s i n embargo, permítaseme ins is t i r en este punto : como los mercados perfectamente competitivos son u n a ilusión, u n mero constructo teórico, a l a noción de just i c ia económica debe agregársele u n concepto de just ic ia substantivo que pueda servir como regulador de las injusticias y distorsiones de los que adolecen los sistemas económicos reales. Este concepto de just ic ia es supraeconómico y está en l a base de las sociedades que encarnan sistemas políticos l iberales. E l pensamiento neomarxista, ta l y como se encuentra aún vigente en L a t i noamérica, tiende a identificar- el idea l l ibera l como modelo societal con l a concepción neoclásica de l a «mano invisible» y l o h a denominado «neoliberalismo». L o m i s m o sucede con los tecnócratas económicos que asp i ran a conduc i r a nuestras economías hac ia el mi lagro : ellos también t ienden a identif icar l a promesa de just ic ia económica implícita en el modelo neoclásico con los ideales que caracter izan a l l iberal ismo, l o que

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los l leva también a autpdenominarse neoliberales. Pero esta identificación entre u n modelo y el otro confunde l a g imnasia con l a magnesia, de m a n e r a que l a pregunta p o r el papel que desempeñan las inquietudes éticas tradicionales en economías no controladas estatalmente tiene que plantearse hoy en día con más fuerza que antes s i no queremos colapsar bajo el peso de agudas tensiones sociales. L a cuestión esencial es cuál es el modelo de sociedad que expresa u n a preocupación genuina p o r los di lemas éticos que surgen naturalmente en l a convivenc ia h u m a n a .

A l in i c i o de estas páginas he insist ido en que éste no ha sido el modelo socialista y en que el f i n del soc ial ismo tiene que ser interpretado de m o d o responsable como l a crisis de u n a concepción de l a convivencia ética entre seres humanos . L a película a lemana de 1995 Nikolai Kirche, que reconstruye los sucesos de L e i p z i g que desembocaron en l a caída del m u r o de Berlín, muestra u n a sociedad c o r r o m p i d a p o r l a sospecha y el espionaje generalizado, l a exclusión y l a pérdida de oportunidades de los supuestos enemigos del sistema, l a duda y l a división entre famil ias , l a i m p o s i b i l i d a d de relaciones humanas y personales transparentes y signadas p o r l a confianza, y u n a gigantesca burocrac ia po l i c ia l y paras i tar ia en u n a sociedad increíblemente improduct iva , irresponsable en s u cuidado del ambiente y en ruinas . Se trata de u n a sociedad que, dominada por l a paranoia , reproduce todos los vic ios del total itarismo y todos los signos del fasc ismo ord inar io . L a tendencia de nuestros intelectuales de i zquierda , que ins isten u n a y otra vez que los males del soc ial ismo realmente existente n o pueden ser imputados a l a teoría o a l ideal , caen además demasiado frecuentemente en falacias del t ipo tu quoque, en las que se recr i m i n a a los que señalamos los horrores de los social ismos realmente existentes l a legitimación a u l t ranza de los horrores del capital ismo.

L o que quisiera proponer aquí sería, p o r el contrario, l a consideración desprejuiciada de lo que h a sucedido en el m u n do, y de l o que está sucediendo en él, es decir, de l a pobreza y de l a amenaza de exclusión permanente de amplios segmentos de l a sociedad c iv i l a causa de l a dinámica p r o p i a de l a producción capitalista, para pensar de nuevo l a inserción de

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l a ética en el m u n d o económico actual . Y , en este caso, yo diría que el t ipo de fundamentación l ibera l de categorías éticas como l a equidad y l a just ic ia soc ia l ofrece el m a r c o adecuado, precisamente porque el fracaso del modelo socialista dependió básicamente de l a supresión de libertades básicas individuales. E s t a supresión no sólo in f lama el descontento y l a desesperación de quienes, anteriormente imposibi l i tados de moverse c o n l ibertad, huyeron p o r las fronteras abiertas a Occidente. E l l a también expl ica p o r qué u n a sociedad improduct iva concentra su act ividad laboral en u n a gigantesca burocrac ia , dado que no son los méritos, el talento o los esfuerzos individuales los que conducen a u n ind iv iduo a u n a posición cualquiera, s ino sus contactos en el part ido , sus lazos famil iares o su fidel i d a d a l sistema. E n sociedades populistas c o m o l a venezolana esto, que se conoce como «clientelismo» (el c l ientelismo de los miembros del part ido de gobierno), es lo único que explica las miñosas actividades de las empresas gestionadas p o r el E s t a do. H a y que decir con c lar idad que l a cancelación del derecho a oportunidades iguales p a r a desplegar los propios talentos y disfrutar indiv idualmente de sus beneficios, así como el irrespeto a las diferencias en l a distribución de talentos y creatividad, es lo único que puede just i f icar l a observación de que a l a hora de competir con Occidente, el b loque social ista s iempre estaba en desventaja. E n Venezue la , p a r a dar u n ejemplo, aquellos que t ienen acceso a los créditos estatales para películas no son siempre, precisamente, los cineastas más talentosos, s ino l a mayoría de las veces los más hábiles en inc l inar el favor de los burócratas hac ia u n o u otro proyecto, ta l vez c ompartiendo con ellos innumerables cervezas en u n bar, en vez de i r más a ver b u e n cine.

E n u n sentido, l a líberalización de l a economía puede perm i t i r que u n a serie de valores humanos importantes adquieran preeminencia . E n efecto, c o n frecuencia se h a n esgrimido como justificativos para los tratados de l ibre comercio consi deraciones de just ic ia . Pero, c o m o y a hemos visto con el m o delo de l a just ic ia económica, también en el caso de l a global i -zación l a apariencia de just i c ia puede ser engañosa o directamente falsa s i no se l a cual i f i ca adecuadamente. Se dice, p o r ejemplo, que no es justo p a r a el c onsumidor que se le i m p i d a ,

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a través de medidas proteccionistas o de otra índole, el acceso a productos a precios más competitivos que los locales. E l ejemplo de Japón y los E E . U U . puede i lustrar esta situación. Durante los setenta y ochenta, el mercado norteamericano comenzó a ser inundado p o r automóviles japoneses más baratos, mejor hechos, más eficientes y más bonitos. Es to sucedía mientras Japón protegía s u mercado de las importaciones nor teamericanas (de hecho, l a industr ia japonesa de automóviles no se habría capital izado l o suficiente s i n este proteccionismo). L a p r i m e r a reacción de l a poderosa industr ia automotriz norteamericana fue l a de c o n m i n a r a los consumidores que l a protegieran, comprando sólo lo hecho en casa. Paralelamente, comenzaron las reestructuraciones de plantas de producción de automóviles a lo largo del país, que arro jaron a l a calle a miles de trabajadores s i n empleo. Esto , c omo es natural , encendió aún más los ánimos en contra del Japón, de modo que l a campaña en favor del consumo de productos locales se hizo cada vez más agresiva y personal izada.

Pero es c laro que campañas que apelan a l a so l idar idad de l a sociedad c iv i l tienen u n éxito m u y l imi tado s i afectan los derechos de los consumidores a u n a mejor ca l idad de vida. L o s consumidores, que deciden comportarse como decisores racionales, eligen l a opción dominante respecto de las ut i l ida des esperadas. Volv iendo a l ejemplo de l a paradoja del pr is io nero, el decisor rac ional elige aquella u t i l i d a d que le trae m a yores beneficios (la de confesar e m c r i m i n a r al otro), aun cuando, como en el caso de las paradojas del pris ionero, esta elección resulte peor p a r a él.

Así es c omo puede resultar peor p a r a los consumidores de u n país l imitarse a adqu i r i r aquellos productos que son más baratos o mejores que los productos nacionales. Puede suceder, en efecto, como protestan los productores~lácteos venezolanos, que l a industr ia n a c i o n a l tenga que cerrar algunas empresas que n o puedan compet i r c o n los precios importados, c on l a consabida pérdida de empleos y l a disminución de otros beneficios para l a sociedad.

Pero el protecc ionismo también tiene sus inconvenientes. Estadísticamente hablando, el protecc ionismo n o mejora sino que daña l a capacidad product iva de los países, perpetuando

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vicios e ineficiencias. E l ejemplo paradigmático de l a economía protegida es, de nuevo, el sistema económico socialista. Los productores lácteos venezolanos se h a n quejado últimamente (en curiosas manifestaciones públicas a bordo de lujosísimas camionetas último modelo , p o r cierto) que «el neolibe-ralismo» los está «matando», pero el protecc ionismo no es más saludable, en todo caso, empresas improduct ivas , no competitivas e ineficientes, mantenidas con subsidios y otros controles artificiales, no generan más riqueza, n i más empleo, a l a larga desembocan en lo que se buscaba evitar. Y , en p r i m e r a instancia, afectan a l consumidor , que n o tiene l a pos ib i l i d a d de pagar menos por mejores productos, s ino que cosub-s id ia la inef ic iencia de los demás.

U n a vez más, se h a sugerido que el esquema de l a paradoja del prisionero sirve para expl icar p o r qué son más racionales los mercados abiertos. 2 Se trata de instaurar ciertas reglas de rec iproc idad que, a largo plazo, benef ic ian a los agentes rac io nales en juego. De esta manera , l a cooperación m u t u a «déjam e compet ir en t u economía y yo te dejaré competir- en l a mía», trae mejores beneficios para ambos que l a restricción proteccionista. P o r otra parte, l a competencia est imula l a efi c iencia y l a var iedad de productos y, c o n ello, l a pos ibi l idad de elección p o r parte de los consumidores y el mejoramiento de s u ca l idad de v ida . L a competenc ia n o es s implemente u n asunto a e imi inar con vistas a u n a v ida en armonía, donde nadie se pelee c o n nadie p o r nada . L a competencia es u n valor humano ; genera autoestima en el ganador, s iendo l a autoestim a u n b ien tan básico c o m o l a seguridad y l a l ibertad. L a competencia nos obliga, también, a t o m a r conciencia de lo que realmente somos: u n a especie entre otras en u n planeta con recursos hmitados. S i n competencia no podríamos darnos cuenta jamás de que existen límites para l o que podemos desear y satisfacer. E l p r i m e r m a l de las economías inf lac ionarias es que l a gente consume más de l o que puede. E l p r i m e r origen de l a desigualdad es que l a gente tiene más lii jos de los que puede mantener y de los que puede absorber esa m i s m a sociedad. L a competencia es pos i t iva porque enfrenta a los i n -

2. Cfr. Robert Axelrod, 1987.

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dividuos con s u p r o p i a vulnerabi l idad, c on l a necesidad de mesura, c o n l a pos ib i l idad de cooperación m u t u a y c o n l a necesidad de pactar. Y o creo que l a sabiduría de l a v ida está en saber ponerse en buenos términos c o n las necesarias competencias que trae l a v ida , ser u n b u e n compet idor y u n buen perdedor, ayudar a los que p ierden en vez de pretender e l imi n a r toda posible competencia. E l idea l de u n m u n d o en el cua l n o se compite es solamente u n ideal crist iano, inspirado en la idea de u n m u n d o celestial donde los recursos son i l imitados y las posibil idades de satisfacción inf initas. Pero este m u n d o no existe sobre l a Tierra . Aquí lo tínico que tenemos es nuestra \ailnerabilidad y f in i tud.

Pero, cabe preguntarse también s i l o único que traerá la economía global izada son beneficios. Exis te el p rob lema rea! de que l a economía global izada beneficiará a aquellas compañías lo suficientemente fuertes como p a r a soportar pérdidas. L a fundamentación l ibera l del l ibre mercado resulta equitativa solamente cuando los actores principales poseen u n a ut i l idad i n i c i a l s i m i l a r ^ las desventajas de algunos actores son c o mpensadas. Este a x i o m a vale para todo intercambio y d istr ibución de bienes o recursos justo o equitativo, de ta l manera que Rawls l a coloca a l a base de s u teoría de la justicia, y lo siguen Gauthier o A c k e r m a n . C o m o , n o obstante, es imposib le c u m p l i r estas condiciones en el m u n d o rea l (no todos pueden igno r a r las uti l idades inic iales que y a poseen y que les otorgar ventajas), Gauth ier (1986), en s u crítica a Rawls , h a sugerido l a creación de u n mecanismo prov is iona l para nivelar ut i l ida des a l que l l a m a el proviso. Este proviso consiste en u n recurso que otorga a los que no tienen n i n g u n a ventaja que negociar en el mercado algún tipo de u t i l i d a d i n i c i a l . E n sociedades como l a nuestra, u n seguro de paro forzoso, u n crédito estatal u otorgado p o r organizaciones de carácter gubernamental , u n a beca, son todos mecanismos del carácter del proviso. D e l mis m o modo, en acuerdos internacionales de l ibre comercio, el Estado, p o r lo general, se reserva medidas de.esta naturaleza, comprometiéndose, s i n embargo, a evitar medidas proteccionistas de carácter uni lateral . A l m i s m o tiempo, convenios y tratados de cooperación entre países de u n a m i s m a área, como l a Unión Europea , el N a f t a o el Mercosur , tienen el sen-

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tido de dotar a los países que l a integran de m a y o r capacidad competit iva en otros mercados.

Pese a todo esto, los prospectos éticos de u n mercado glo-bahzado son críticos en áreas c o m o las de l a salud, l a educación y l a investigación científica, es decir, en las áreas esenciales para l a economía post industr ia l del próximo siglo. L a así l l amada New Economy está basada en l a riqueza generada p o r tecnologías de alto nivel , información y servicios y el prospecto de u n a recesión produc ida p o r inventarios excedentes o p o r u n a demanda que n o puede satisfacerse parece alejarse cada vez más en el hor izonte . 3 L a apertura comerc ia l ha beneficiado en p r i m e r lugar no sólo a las grandes empresas transnacionales, sino a las empresas que poseen, respecto de otros países departamentos de Investigación y Desarro l lo con u n a larga tradición o c o n u n a in fraes lructura plenamente constituida, así como años de ventaja en l a colaboración estrecha entre universidades y empresas privadas.

L a situación adquiere visos alarmantes s i tomamos e n cuenta que serán las empresas basadas en el conocimiento las que dominarán l a v i d a económica del próximo siglo. E m p r e sas que mane jan productos de alta tecnología, tales como las telecomunicaciones, l a biotecnología, nuevos materiales, in for mática, etc., desplazarán a los productos tradicionales en l a generación de beneficios. A m e d i d a que l a comercialización de mater ia p r i m a h a perdido s u momentum e n l a economía m u n dia l , mientras que, dicho sea de paso, en los países desarrollados se trabaja aceleradamente e n el logro de u n a fuente de energía más barata y menos contaminante, y los productos manufacturados se vuelven cada vez más sencillos de produc i r y comercial izar , de m a n e r a que n o hay excedentes en los i n ventarios o l a demanda excede cada vez menos l a oferta, l a oferta de productos basados en conoc imiento complejo será cruc ia l en el surgimiento de nuevas y mayores ganancias.

Pero l o más grave es que l a riqueza generada p o r el conoci miento supone u n a in fraestmctura de investigación que no po -

3. Véase, al respecto, las declaraciones de Robert Di-Clemente, ejecutivo de Salomón Brothers, en Newsweek (23 junio 1997), p. 15. Estoy en deuda con David Parker por ayudarme a comprender este punto.

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seen, n i p o r asomo, las mayores empresas de los países subde-sarrollados. Y , así, nuestra situación respecto de los productos innovadores que provienen de otros países está caracterizada cada vez más p o r l a dependencia y l a tutela. L a necesidad de adq i i i r i r a precios dolarizados las innovaciones producidas en otros países en áreas cruciales para el hombre , tales como l a medic ina , el transporte, l a información, etc., eleva crecientemente l a necesidad de desviar recursos que podrían emplearse para mejorar l a ca l idad de v i d a de los venezolanos. L a dependencia respecto de innovaciones médicas foráneas es, a m i modo de ver, el prob lema mayor .

Desde el punto de vista m o r a l , este hecho tiene impl i cac io nes sumamente graves. E l otro p r o b l e m a que y a está adqui riendo visos alarmantes es el de l a educación. E n Venezuela, los esfuerzos que está haciendo el Estado p a r a reduc i r el gasto público p o r l a vía de l a reducción del gasto en educación no puede calificarse sino de c r i m i n a l . Nuestras universidades se descapital izan aceleradamente y sus mejores individuos, o b ien no t ienen interés en f o rmar parte del personal docente o b i en desertaría otros sectores de l a economía nac ional . Pero en u n a economía global izada aquellos países que n o puedan ofrecer innovaciones, c omo y a he señalado, quedarán a l a zaga de los países más productivos. D e nuevo, el empeño de nuestros rninistros de economía y hac ienda e n interpretar el t r i u n fo del «neohberahsmo» como l a cancelación o el f i n de toda erogación p o r parte del Estado , así c omo l a legitimación de la indi ferencia ante las necesidades básicas de sus ciudadanos, es decir, u n a vez más, l a interpretación perfectamente necia y economicista de los fundamentos l iberales de las sociedades modernas, están conduciendo a nuestras economías s i n n ingu n a dirección ética y product iva . Y a nos imag inamos a nuestros tecnócratas sugiriendo que, c omo n o somos rentables en la industr ia tecnológica avanzada, sería mejor recortar aún más el presupuesto de las universidades. E s t o signif ica que seguiremos siendo t a n pobres e improduct ivos como lo somos ahora, u n punto insignif icante y prescindible en el conjunto de las grandes economías del planeta.

De modo que todavía están p o r verse las peores consecuencias de l a globalización desde l a perspectiva de l a ética. L a ta-

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rea más urgente es, pues, l a de repensar l a relevancia de las categorías éticas básicas a l a l u z de l o que está sucediendo. Y s i lo hacemos, descubriremos lo siguiente: que el f i n del socialism o no es el f in de l a aspiración ética de u n a sociedad igual itaria, sino el in ic io de l a pos ib i l idad de replantearnos los ideales éticos como independientes o autónomos, c omo ideales que no pueden ser subsumidos en o identificados con el devenir de l a real idad concreta, sea ésta de orden político o económico.

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E L C O N C E P T O D E C U L T U R A POLÍTICA E N EL LIBERALISMO POLÍTICO

D E J O H N R A W L S

Jesús Rodríguez Zepeda (UAM-Iztapalapa, México)

A p a r t i r de l a publicación en 1980 de su «Constructivismo kant iano en teoría moral» (Kantian Constructivism in Moral Theory), J o h n ^ R a w l s h a insist ido en que l a i m p a r c i a l i d a d o equidad (fairness) de s u teoría de l a jus t i c ia n o puede ser considerada c o m o el equivalente a l abandono de toda posición m o r a l n i como u n a f o r m a de neutra l idad valorat iva, sobre todo s i p o r esta última se entiende sólo l a aceptación de p r i n cipios y valores políticos que m a n t i e n e n u n a posición de equi d istancia respecto de los distintos sistemas valorativos presentes en u n a sociedad comple ja . 1 P o r el contrario , pretende que

1. Cfr. John Rawls, «Kantian Constructivism in Moral Theory», The Journal ofPhi-losophy, 77, n.° 9 (septiembre 1980). Considerando la imposibilidad de la equidistancia, Will Kymlicka ha planteado la cuestión de la neutralidad del siguiente modo: si se acepta que, al menos, es posible definir dos modelos de neutralidad, uno de los cuales se ajusta a la propuesta de Rawls, habría que decir que es posible proponer, sin contradicción, un modelo de neutralidad soportado por valores morales (políticos) específicos. E l primer modelo, no aplicable a Rawls, requiere neutralidad en las consecuencias de la acción gubernamental (ponsequential neutrality); el segundo exige neutralidad en la justificación de la política gubernamental y no hace la exigencia, imposible de cumplir, de dotar de neutralidad a las consecuencias de la acción política (justíficatory neutrality). Así, «[...] los dos componentes fundamentales de la justicia liberal —respeto por la libertad y equidad en la distribución de los recursos materiales— excluyen la neutralidad de las consecuencias. No obstante lo ambiguo de su terminología, Rawls ha de ser interpretado como suscribiendo la neutralidad justificatoria [...] E l Estado no

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los supuestos morales de su concepción de l a jus t i c ia poseen tanta consistencia que están enraizados en l a cu l tura e ins t i -tuc ionahdad políticas de las naciones democráticas. P r i n c i pios como l a l ibertad e i gua ldad constitutivas de l a persona no son vistos, en este registro, c omo enunciados metafísicos definidos por su vinculación a l o que ahora R a w l s denomina doctr inas comprehensivas —dentro de las cuales cabría l a p r o p i a just i c ia c o m o i m p a r c i a l i d a d (justice as fairness)—-, sino como valores de posesión c o m ú n o, a l menos pos ib i l idad de acceso común, en el entramado soc ia l de las democracias constitucionales.

P o r ello, p a r a R a w l s l a teoría de l a just ic ia puede ser consi derada como u n a enunciación, soc ial e históricamente situada, de ideas morales y a contenidas en el sentido común de estas sociedades y, en consecuencia, como u n a formulación o «construcción» normat iva sobre l a base de pr inc ip ios morales-poh'ticos socialmente compart idos . Este es el argumento que le h a permit ido hacer caso omiso de l a crítica comunitar is ta de que sus pr inc ip ios de just i c ia tienen el defecto de ser enuncia dos desde «ninguna parte» o, l o que tanto vale, desde l a perspectiva de u n sujeto despojado de toda dens idad social, histór i c a y comuni tar ia . 2 Puede decirse, en este sentido, que l a de-

justifica sus acciones por referencia a alguna jerarquía pública del valor intrínseco de diferentes formas de vida, ya que no existe una jerarquía pública de referencia. Este tipo de neutralidad es consistente con las legítimas consecuencias no neutrales de la competencia cultural y la responsabilidad individual», «Liberal Individualism and Li beral Neutrality», Ethics, 99 (julio 1989), pp. 885-886. La traducción del inglés de todas las citas que aparecen en este trabajo es mía.

2. Una visión general de esta crítica puede obtenerse de las siguientes obras: Michael Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge, Cambridge University Press, 1982; Alsdair Mactntyre, After Virtue, Londres, Duckworth, 1981, Wliose Justice? Which Rationality?, Londres, Duckworth, 1988, y Two Rival Versions of Moral Equality, Londres, Duckworth, 1990; Chalíes Taylor, Philosophical Papers, vols. 1 y 2, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, «Cross-Purposes: The Liberal-Communitarian Debate», en N . Rosenblum (comp.), Liberalism and the Moral Life, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1989 y Sources of the Self, Cambridge, Cambridge University Press, 1990 y Michael Walzer, Las esferas de la justicia, México, F C E , 1993 y «Philosophy and democracy», Political Theory, 9, 3 (1981). Una explícita y contundente respuesta liberal a las posiciones comunitaristas está en R. Dworkin, «Liberal Community», California Law Review, 77, 3 (mayo 1989), pp. 479-504. Una excelente visión de conjunto del debate entre liberalismo y comunitarismo está en S. Mulhall y A. Swift, Liberals and Communitarians, Oxford, Blackwell, 1992. Una argumentación similar a la rawlsiana, que trata de mostrar que el valor de los derechos y principios

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terrrrinación de l a tarea de l a filosofía política como l a de ex-pl i c i tar esos valores sociales compart idos y de convocar u n consenso alrededor de ellos es u n t e m a largamente considerado por Rawls . Precisamente en «Constructivismo kant iano en teoría moral» sostenía lo siguiente:

E l objetivo de la filosofía política, cuando éste se presenta en la cultura política de una sociedad democrática, es articular y explicitar aquellas nociones y principios compartidos latentes en el sentido común... L a tarea real consiste en descubrir y formular las bases profundas de acuerdo que uno supone están incorporadas al sentido común o, incluso, producir y modelar puntos de partida para el entendimiento común por medio de la expresión, bajo una nueva forma, de aquellas convicciones halladas en la tradición histórica y puestas en conexión con un amplio rango de las convicciones meditadas de la gente: las que resisten a las reflexiones críticas.3

E n este sentido, puede decirse que y a a l menos trece años antes de l a publicación de El liberalismo político Political Liberalism) — l a p r i m e r a edición es de 1993— , 4 podía hallarse en el horizonte teórico de R a w l s l a idea de que l a tarea de l a filosofía política h a de ser l a formulación de pr inc ip ios políticos que permi tan l a articulación, bajo l a f igura de u n a teoría de la just ic ia , de convicciones morales presentes en l a cu l tura política de u n a sociedad democrática y, sobre todo, compartidas p o r los c iudadanos que c o m p o n e n ésta. E s t a supuesta pertenenc ia cu l tura l del discurso de l a jus t i c ia es, en m i opinión, el p r i n c i p a l punto de contacto entre los supuestos de l a «justicia como imparcialidad» y las pretensiones de l l ibera l i smo político de fundamentar u n a teoría del consenso moral -pohtico entre visiones comprehensivas. E n efecto, en l a med ida en que

liberales puede ser considerado «intrínseco» a ellos (es decir, que se basa no en la relación directa entre un bien específico y los sujetos que lo distVutarian sino en la inviolabilidad e independencia mismas de las personas) sin desatender su carácter de empíricamente «derivado» de otros valores morales fundamentales, puede verse en Thomas Nagel, The View froni Nowhere, Nueva York, Oxford University Press, 1986, especialmente pp. 150-154.

3. J . Rawls, «Kantian Constructivism in Moral Theoiy», art. cit., p. 518. 4. John Rawls, Politicai Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993.

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R a w l s concibe l a teoría del l ibera l i smo político como u n a suerte de continuación del discurso avanzado en s u Teoría de la justicia (A Theory of Justice),5 s iempre que se haya renunc ia do -—como él pretende haber hecho— a l a ident idad o pretensión comprehensiva de l a l l a m a d a «justicia como i m p a r c i a l i dad» que l levaba a l desentendimiento del hecho del p lura l i smo razonable como rasgo distintivo de las sociedades democráticas modernas, su modelo normat ivo de l ibera l i smo político debería ser visto c omo u n a propuesta que c o m b i n a u n a visión de l a just ic ia soc ial c on u n a oferta de «tolerancia ilustrada». 6 P o r esta razón, aunque puede decirse que l a asignación de u n estatuto de comprehensividad a l a just i c ia como imparc ia l idad podría v i c iar de or igen toda l a argumentación del l iberal ismo político, también puede decirse que u n a «concepción política de l a justicia» tiene sentido en tanto que intento de respuesta a l d i l ema entre u n i d a d y p h i r a l i d a d morales planteado p o r l a existencia, en las democracias contemporáneas, de doctrinas y cosmovisiones diferentes e inc luso opuestas. 7

S i se concede que lo que R a w l s l l a m a l a «formulación política» de l a just ic ia como i m p a r c i a l i d a d «ejemplifica» adecuadamente los rasgos de u n a concepción política c o m o l a requerida por l a doctr ina del hberahsmo político, entonces los requi sitos establecidos para u n a concepción política de l a just ic ia l o serán también p a r a l a p r o p i a jus t i c ia como i m p a r c i a l i d a d . 8 Según Rawls , los rasgos característicos de u n a concepción política son los tres siguientes:

5. John Rawls, A Theory of Jtistice, Cambridge, MA (publicado por President and Fellows of Harvard College), 1971.

6. La adjetivación de «ilustrada» a la idea ralwsiana de tolerancia se debe a Jür-gen Habermas, quien, con ello, resalta el conflicto religioso como matriz histórica de este concepto. Cfr. J . Habermas, «Reconciliation Through the Public Use of Reason: Remarks on John Rawls's Political Liberalism», The Journal of Philosophy, vol. XCII, n." 3 (marzo 1995).

7. La hipótesis de que, a despecho de lo dicho por el propio Rawls, la justicia como imparcialidad no puede ser vista como «comprehensiva» se debe a Brian Barry. Para este autor, la prioridad incontestada de lo correcto sobre lo bueno, base de la arquitectura conceptual de la justicia como imparcialidad, hace innecesaria la autocritica rawlsiana a este propósito. Cfr. B. Barry, «John Rawls and the Search for Stabiliti'», Ethics, 105, 1995.

8. Dice Rawls: «Contemplo estos principios [los de la justicia como imparcialidad] como ejemplificando el contenido de una concepción política liberal de la justicia»; Political Liberalism, op. cit., p. 6. E l énfasis es mío.

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E l primero tiene que ver con el objeto de una concepción pob'tica. Aunque tal concepción es, por supuesto, de carácter moral, es una concepción moral formulada para un objeto específico, a saber, para las instituciones políticas, sociales y económicas. Se aplica, particularmente, a lo que denominaré la «estructura básica de la sociedad»... E l segundo rasgo tiene que ver con la forma de presentación: una concepción política de la justicia es presentada como un punto de vista independiente [...] L a concepción política es un módulo, una parte constituyente esencial, que se adecúa a, y puede ser sostenido por, distintas doctrinas comprehensivas razonables que permanecen en la sociedad regulada por ella. [...] E l tercer rasgo [...] consiste en que su contenido es expresado en términos de algunas ideas fundamentales que se consideran impb'citas en la cultura política de una sociedad democrática. Esta cultura política comprende las instituciones políticas de un régimen constitucional y las tradiciones públicas de su interpretación [...], así como los textos históricos y documentos que constituyen un conocimiento común. 9

L a formulación de l a concepción política de l a just ic ia bajo l a figura de u n «módulo» , es decir, c o m o u n punto de vista «independiente» o «autónomo» respecto de las doctrinas c omprehensivas («a freestanding po int of view», dice Rawls) se orienta a def inir el estatuto específicamente político de su teoría del l iberal ismo. E s t a intención es reforzada p o r el p r i m e r y tercer rasgos de l a concepción política. Además, estos rasgos guardan u n a relación de dependencia recíproca. E n este sentido, l a suposición de l a concepción política como concepción m o r a l independiente p a r a el diseño de l a estructura básica de l a sociedad requiere, de m a n e r a necesaria, l a determinación de los valores y pr inc ip ios morales que le son característicos.

E n efecto, s i se acepta l a idea r a w l s i a n a de que l a diferenc ia entre filosofía m o r a l y filosofía política n o reside en l a condición m o r a l de sus respectivos pr inc ip ios y valores sino en el tipo de d o m i n i o en el que cada u n a de ellas prevalece, será

9. Ibid., pp. 11-14. Una definición similar puede verse también en p. 223. E l primer bosquejo de esta definición fue ofrecido por Rawls en «The Idea of an Overlapping Consensus-, Oxford Journal of Legal Studies, 7, 1 (1987), pp. 3-5 y, casi en los mismos términos, en «The Domain of the Political and Overlapping Consensus», New York University Law Review, 64, 2 (mayo 1989), pp. 239-241.

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necesaria l a determinación de ese requerido conjunto de valores morales específicamente políticos. S i estos valores y p r i n c i pios no pueden ser asimilados a los propios de las doctrinas comprehensivas, es decir, a valores enunciados como relativos a l a naturaleza o esencia h u m a n a o a cualquier otro t ipo de compromiso teórico comprehensivo, entonces se tendrán que local izar en algún tipo de experiencia compart ida p o r todos los seguidores de las distintas doctrinas comprehensivas y que n o parezca estar sujeta a dudas. Debe tenerse e n cuenta que l a pretensión de establecer u n d o m i n i o de valores y pr inc ip ios específicamente políticos está a l servicio de l a búsqueda de u n espacio de co inc idenc ia de las distintas visiones de u n a sociedad plural ista y democrática. P o r esta razón, para Rawls estos pr inc ip ios y valores morales pueden ser encontrados en lo que denomina l a «cultura política» de u n a sociedad democrática, que es u n concepto recuperado de l a sociología y c ienc ia política empíricas, pero a l que asigna u n contenido bastante más ampl io que el que las versiones convencionales de estas discipl inas h a n tenido en c u e n t a . 1 0

Puede notarse que, en l a definición de l a concepción política de l a justic ia, R a w l s ha reunido en el ámbito de l a cul tura política a las propias instituciones políticas del régimen constituc ional c on las tradiciones públicas de s u interpretación y los textos históricos y documentos. E s t a inclusión i m p l i c a que l a distinción entre instituciones políticas y actitudes y comportamientos subjetivos de los c iudadanos queda di lrmainada. 1 1 S i se considera que p a r a R a w l s las instituciones públicas, en

10. Por ejemplo, Almond y Verba definen la cultura política del siguiente modo: «El término cultura política [...] se refiere a las orientaciones específicamente políticas —actitudes respecto del sistema político y de sus distintas partes y actitudes respecto del papel del yo en el sistema. Hablamos de una cultura política del mismo modo en que podemos hablar de una cultura económica o una cultura religiosa... Cuando hablamos de la cultura política de una sociedad nos estamos refiriendo al sistema político según éste es internalizado en los conocimientos, sentbnientos y evaluaciones de su población». G. Almond y S. Verba, Tlie Civic Culture. Political Altitudes and Democracy in Five Nations, New Jersey, Princeton University Press, 1963, pp. 13-14. E l énfasis es mío.

11. L a definición de institución ofrecida por Rawls es la siguiente: «[...] por institución entiendo un sistema público de normas que define responsabilidades y posiciones con sus respectivos derechos, deberes, poderes, inmunidades, etcétera», en A Tlieory of Justice, op. cit., p. 55.

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cuanto sistemas objetivados y relativamente permanentes de reglas, están ejemplificados p o r rituales, parlamentos o sistemas de p r o p i e d a d , 1 2 habría que decir desde ahora que l a definición rawls iana de los contenidos de l a crútura política es inusualmente mater ia l . E n el m a r c o de l a teoría social contemporánea, no resulta extraño i n c l u i r dentro de l a noción de cul tura política las tradiciones públicas de l a interpretación de las instituciones políticas o los textos y documentos que func ionan como articulaciones simbólicas del imaginar io político de u n a determinada representación compart ida de l a política; l o que sí es extraño, además de teóricamente disonante, es pretender que las propias instituciones, en s u mater ia l idad histórica y organizativa, son parte de l a cu l tura política.

Este elemento contramtuit ivo del catálogo de los contenidos de l a cu l tura política podría parecer u n a cuestión menor, pues sería realmente clifícñ concebir l a separación de l a materialidad de las instituciones políticas del m o d o en que éstas son representadas y concebidas en l a conc ienc ia de los c iudadanos. Pero no se trata sólo de que ésta no es u n a cuestión con l a que R a w l s se sienta concernido, s ino de que, en otro de sus acercamientos a l t e m a de l a cu l tura política, l a idea de que las instituciones políticas f o r m a n parte de ésta muestra u n rasgo a u n más preocupante. Cuando e n l a conferencia t i tulada «La p r i o r i d a d de lo correcto y las ideas del bien» («The P r i o -rity of the R i g h t a n d Ideas of the Good» ) menc i ona de nuevo el tercer rasgo de u n a concepción política, dice l o siguiente:

Da concepción política] [...] no está formulada en términos de una doctrina comprehensiva sino en términos de ciertas ideas fundamentales vistas como latentes en la cultura política pública de una sociedad democrática.13

S i se conjuga esta propuesta de que las ideas centrales de u n a concepción política de l a jus t i c ia se ha l lan latentes en l a cu l tura política de u n a sociedad democrática c o n l a definición

12. Dice Rawls: «Como ejemplo de Instituciones o, más en general, de prácticas sociales, podemos pensar en juegos, rituales, juicios, parlamentos, mercados y sistemas de propiedad». Ibíd.

13. Political Libemlism.p. 175.

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revisada arr iba según l a cual las instituciones de esta sociedad democrática son parte de l a cu l tura política, podría legítimamente concluirse que l a concepción política de l a just ic ia sólo puede derivarse del s istema inst i tuc ional existente en las sociedades democráticas. C o n ello, s i n embargo, se estaría dando a l a cu l tura política u n estatuto de objetividad y unid irecc ional i -dad difícñmente sostenible. L a p r i m e r a def ic iencia detectable en este planteamiento consiste en que l a cu l tura política de u n determinado país, en vez de ser contemplada como u n a representación psicológica o simbólica (como h a hecho l a tradición sociológica dominante) , queda identi f i cada c o n u n desarrollo inst i tuc ional objetivo, es decir, c o n u n conjunto de normas c laramente codificadas y susceptibles de registros empíricos p o r parte de las ciencias sociales. E n este sentido, s i las instituciones políticas son parte de l a cu l tura política de l a sociedad, l a histor ia o l a sociología nos podrán ofrecer evidencias objetivas de ella sólo con describir l a organización y funcionamiento de los esquemas institucionales. D e este modo , p o r ejemplo, los sistemas de prop iedad no podrían ser contemplados como complejos institucionales relativamente inestables establecidos p o r u n a serie de discusiones, apreciaciones, conflictos, negociaciones y acuerdos entre grupos de c iudadanos, sino, más bien, como parte constituyente de u n a cu l tura compart ida que no admite fisuras n i mayores desaveniencias.

E n m i opinión, el riesgo más grave de l a objetivación de l a cu l tura política en l a figura de las instituciones políticas reside en que este proceclimiento t iende a d i f u m i n a r las diferencias de interpretación y opinión en el inter ior del s istema de representaciones compart ido p o r los c iudadanos y, en este sentido, tiende también a sacral izar o fet ichizar u n s istema de inst i tuciones que no encarna otra cosa que el equi l ibr io de fuerzas políticas que permitió su advenimiento . Seguramente s in desearlo, Rawls estaría cediendo a l a crítica de per f i l comunita -rista según l a cua l los pr inc ip ios l iberales sólo podrían ser considerados poseedores de u n sentido m o r a l y de u n a funcional i dad específica s i son puestos e n relación c o n el sustrato c o m u nitar io —específicamente c o n el conjunto de valores y p r i n c i pios cultxtralmente c ompar t idos— de u n a determinada sociedad. S i se considera que, p o r l o menos en sus versiones extre-

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mas, l a perspectiva comunitar is ta adolece de u n pr inc ip io que reconozca l a leg i t imidad m o r a l mtrínseca de l a diversidad social , l a aceptación del supuesto comuni tar i s ta de l a existencia de u n único sentido e n e l inter ior de l a cu l tura compart ida se convierte en u n verdadero lastre p a r a u n a teoría como l a r a w l -s iana que, p o r l o demás, se pretende estractoiraimente p lural is ta. S i n embargo, debe reconocerse que ésta no es u n a cesión total, pues mientras el discurso comuni tar i s ta re iv indica u n a cierta ident idad entre las ideas predominantes del b ien en l a c o m u n i d a d de referencia y el s istema de valores políticos, l a distinción rawls iana entre doctrinas comprehensivas (portadoras de las ideas particulares de l b ien , entre las que se inc luyen las defendidas p o r los comunitaristas) y concepción política de l a just ic ia se orienta, a f i n de cuentas, a mantener l a pr ior idad de l o correcto sobre lo bueno y, en este sentido, a garantizar u n pr inc ip i o activo de to lerancia l ibera l .

E n este sentido, l a objetivación de l a cu l tura política por vía de l a inclusión en ella de las instituciones políticas no debe ser vista c omo u n argumento accesorio e n l a conformación del concepto rawls iano de concepción política. Se trata, más bien, de u n requisito del prop io l ibera l i smo político p a r a poder ofrecer u n punto fijo de referencia para el posterior consenso de las visiones comprehensivas. C o m o dice Scheffler:

Lo que él [Rawls] trata de hacer [...] es identificar ciertas bases de acuerdo implícitas en la cultura política pública y que, en consecuencia, representan un terreno común para los ciudadanos de las sociedades democráticas. De este modo, intenta utilizar estos «puntos fijos» como premisas de un argumento a favor de una concepción de la justicia, con la cual todos o casi todos puedan ser capaces de estar de acuerdo. 1 4

L a constatación de que los valores políticos latentes en la cul tura política de u n a sociedad democrática son pretendidos «puntos fijos» para el consenso de visiones comprehensivas me permite pasar a u n a segunda objeción. Ésta podría ser planteada de l a siguiente manera: el p lura l i smo razonable de valores y

14. Samuel Scheffler, «The Appeal of Political Liberalisms, Ethics, 105 (octubre 1994), pp. 18-19.

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visiones filosóficas, religiosas y morales que R a w l s reconoce en las sociedades contemporáneas es negado cuando se trata de considerar l a cultura política y l a histor ia inst itucional de estas mismas sociedades. 1 5 L a objetivación de l a cul tura política en el sentido y a descrito contribuye de manera esencial a este propósito. E n efecto, l a limitación de R a w l s no consiste únicamente en ofrecer u n a definición tan a m p l i a de los contenidos de l a cultura política que termina p o r hacerla equivalente al régimen y sistema político mismos (piénsese en l a idea borgiana, plasm a d a en su cuento El inmortal, de que ser todas las cosas es u n a forma larga y fatigosa de n o ser nada), sino también en l a pretensión de h m i t a r los alcances de u n a concepción política a los arreglos institucionales alcanzados tras los conflictos y acuerdos políticos del pasado. D i c h o de otro modo, con el propósito de establecer u n punto estable para los consensos políticos contemporáneos, Rawls no sólo h a decidido sacrificar una posible concepción p lura l de l a cu l tura política de u n a sociedad democrática sino que h a erigido a las instituciones políticas existentes en el Kmite objetivo para cualquier consenso posible. E n este contexto, n o es gratuito que R a w l s n o considere los elementos de l a cultura política democrática como u n a serie de datos que aclmitiría múltiples interpretaciones, s ino como u n hecho dado y parte del soporte (background) de cualquier concepción política de l a justicia. E n u n texto preparatorio del Poli-tical Liberalism decía lo siguiente:

Una cuarta certeza es que la cultura política de una sociedad democrática razonablemente estable contiene normalmente, al menos de manera implícita, ciertas ideas intuitivas fundamentales, a partir de las cuales es posible formular una concepción política de la justicia adecuada para un régimen constitucional.1 6

15. E n este sentido, el pluralismo defendido por Rawls podría ser criticado por su falta de consistencia interna. Según John Kekes, una defensa moral del pluralismo no sólo tendría que aceptar que los distintos proyectos de vida buena incorporan la realización de valores morales y no morales radicalmente distintos, sino también que los arreglos u ordenaciones coherentes de estos valores tendrían que ser en sí mismos irreductiblemente plurales, por lo que una justificación plenamente objetiva de los valores y sus jerarquías sería irrazonable. Cfr. John Kekes, The Morality of Plura-lism, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1993.

16. John Rawls, «The Domain of the Political and Overlapping Consensus», art.

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E s m u y posible que l a deficiencia de este argumento r a w l -siano no se reduzca a los puntos descritos, sino que alcance también el terreno de las tradiciones de interpretación y los textos y documentos que completan los contenidos de l a cultur a política. Hac iendo abstracción momentánea del caso de las instituciones políticas, puede señalarse que, según Rawls , los principios y valores de u n a concepción política de l a justic ia ya se hal lan contenidos en las tradiciones interpretativas y en los textos cruciales de l a histor ia política de u n a nación. Aunque se aceptara que este aserto es válido, es decir, que u n a revisión empírica pudiera mostrar que, tras el debate interpretativo y las distintas lecturas de textos hermenéuticamente tan abiertos como l a Declaración ele Independencia o l a Comtitución de los E E . U U . (que son los que R a w l s tiene en mente cuando piensa en «documentos»), están latentes determinados pr incipios de justic ia política, nada obligaría s i n embargo a establecer u n a lectura única de estos principios . E n efecto, el prob lema es que s i se acepta el p lural i smo desde el ámbito de las visiones comprehensivas contemporáneas hasta el ámbito de las interpretaciones de las instituciones políticas y los textos históricos c ru ciales, se tendrá que aceptar también u n a p lura l idad en l a i n terpretación de esos pr inc ip ios o, lo que es sociológicamente más sensato, l a postulación de diferentes pr incipios políticos según l a perspectiva que se adopte como punto de part ida.

E s cierto que l a ciútura política de u n a sociedad como l a norteamericana tiene como rasgo característico u n a suerte de (para rrsar e l término habermasiano) «patriotismo constitucional», pues en ella l a constitución no sólo func iona como u n sistema de reglas p a r a l a organización inst i tuc ional y e l equi l i br io de poderes sino también como referente normat ivo para las discusiones que, desde emplazamientos comprehensivos distintos, co inc iden en el espacio públ i co . 1 7 Sin. embargo, este

cit., p. 235. Los tres hechos previos a considerar serían: primero, la diversidad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales; segundo, la convicción de que sólo el uso de la fuerza estatal podría mantener la afirmación común de una sola doctrina comprehensiva, y tercero, la convicción de que un régimen democrático seguro y duradero debe ser libre y voluntariamente sostenido por al menos una mayoría sustancial de sus ciudadanos políticamente activos. Cfr. ibid., pp. 234-235.

17. Dice Habermas: «Una cultura política liberal es sólo el común denominador

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patriot ismo constitucional no h a signif icado en ningún m o mento el agotamiento de l a discusión política en el interior del debate constitucionalmente regido n i , m u c h o menos, el reconocimiento de u n a sola concepción de just i c ia implícita en l a cul tura política de l a nación. E n este tenor, M i c h a e l J . Sandel ha señalado que en l a cu l tura política norteamericana existen a l menos dos famil ias de filosofía política: u n a v inculada a l hberahsmo procedimental y otra a l rep i ib l i canismo cívico. Según Sandel , l a p r i m e r a descansaría sobre l a idea de u n yo va cío y despojado de sus deberes particulares e identidades constitutivas, mientras que l a segunda reflejaría, precisamente, l a predominanc ia de tales deberes e identidades. Aún más, S a n del concede pr i o r idad histórica y m o r a l , a l a segunda de estas concepciones. 1 8 Cas i huelga decir que amique u n comunitar is -ta como Sandel aceptara u n acuerdo político acerca de determinados pr inc ip ios de l a just ic ia , s u interpretación de ellos sería tan lejana a l a concepción política rawls iana que difícilmente se podría establecer que se mant ienen los mismos su puestos culturales para l a defensa de ambas posiciones. Aún más, inc luso s i se l legara a u n cierto consenso sobre estos pr inc ipios , Sandel sería reticente a considerarlos en términos únicamente políticos y s i n referencia a s u p r o p i a visión c o m prehensiva, pues el hacerlo le llevaría a l a negación de su pro p io punto de vista, según el c u a l l a única lectura válida de estos pr incipios es, precisamente, l a que los contextualiza en l a idea de b i en derivada de u n a determinada experiencia c o m u n i tar ia y, p o r tanto, comprehensiva. E n todo caso, y s i n poder pronunc iarme aquí sobre los errores de l a lectura que Sandel

para un patriotismo constitucional (Verfassungsimtriotismus) que eleva la conciencia tanto de la diversidad como de la integridad de las diferentes formas de vida que coexisten en una sociedad multicultural [...] la ciudadanía democrática no necesita ser enraizada en la identidad nacional de un pueblo. Sin embargo, al margen de la diversidad de formas de vida cultural, requiere que cada ciudadano sea socializado en una cultura política compartida»; J . Habermas, Between Facts and Norms. Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy (trad, al inglés de William Rehg), Cambridge, Polity Press, 1996, p. 500. Énfasis del autor. E l propio Habermas establece la pertinencia de considerar una diferencia entre el paüiotismo constitucional americano y el europeo, pero esta distinción no afecta mi uso de su argumento. Cfr. ibíd., p. 512.

18. Cfr. Michael J . Sandel, Democracy Discontent: America in Search of a Public Philosophy, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1996, passim.

in

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n a cometido en su visión de l a obra de R a w l s en s u conjunto, sí diría que puede rescatarse de su nueva crítica a Rawls l a idea de que l a pretensión de ha l lar u n punto fijo de acuerdo político más allá de las visiones comprehensivas y las identidades no públicas es, p o r l o menos, discutible.

E n efecto, el p rob lema de l a visión rawls iana de l a cultura política es que da p o r supuesto que los elementos latentes en ésta — y que habrían de constituirse en l a base de l a concepción política aceptable p o r todas las visiones comprehensivas razonables— no t ienen más que u n a interpretación y, en este sentido, no son contestables n i están sujetos a u n debate permanente. L a consecuencia paradójica de este supuesto es que, s i tal t ipo de acuerdo interpretativo fuera posible, el proceso de formación de u n consenso traslapado se haría prácticamente irrelevante, pues las doctrinas comprehensivas y a estarían, de hecho, instaladas en él. T a l es el sentido de l a crítica de P. Ke l l y , qu ien señala que:

S i tuviéramos a la mano una interpretación que incluyera por completo todos los aspectos de la historia y tradiciones de una comunidad, no necesitaríamos la clase de teoría que Rawls y otros liberales ofrecen. Dado que existen recuentos conflicti-vos de los principios y valores latentes en la cultura pública de una comunidad, necesitamos alguna forma de arbitrar entre estos recuentos, particularmente cuando existen importantes conflictos de principios. 1 9

N o podría decirse que el esquema conceptual de Rawls no contenga elementos p a r a responder a esta objeción: de hecho, el supuesto de que las instituciones políticas son parte de l a cul tura política parece c u m p l i r el requisito de ofrecer u n a respuesta a los conflictos de interpretación y de definición de estos elementos compartidos latentes en l a cu l tura política. E l problema, c omo se verá en seguida, es que l a visión rawls iana del tipo de institución que puede ofrecer u n a sal ida a l d i lema

19. Paul Kelly, "•Justifying "justice": Contractarianism, communitarianism and the foundations of contemporary liberalisms, en David Boucher y Paul Kelly (comps.), Hie Social Contract from Hobbes to Rawls, Londres, Roudedge, 1994, pp. 240-241. Entasis del autor.

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de las interpretaciones de esos pr inc ip ios compart idos es m u y poco satisfactoria.

Tengo l a impresión de que R a w l s h a inc lu ido las instituciones políticas dentro de s u concepto de cu l tura política porque cree que éstas le proporc i onan t m a sal ida argumental al dilem a del p lura l i smo . E n efecto, n o es l o m i s m o tener que loca l i zar estos rasgos latentes únicamente en el lábil y cambiante sistema de interpretaciones y lecturas de las representaciones y textos de u n a cu l tura democrática que hacerlo en l a constitución y las instituciones básicas de u n a sociedad democrática. Esto i d t i m o es precisamente lo que R a w l s h a hecho. P o r ello, l a referencia a estas últimas entidades le permite i n c l u i r en el ámbito de l a cu l tura política l a tradición legislativa y jud ic ia l de esa sociedad y, aún más, concederle u n estatuto privi legiado. P o r ejemplo, en l a formulación rawls iana de l a razón púb l i ca , es decir, del espacio público de argumentación y decisión acerca de los pr inc ip ios de l a jus t i c ia y los elementos fundamentales de l a constitución (constitutional essentials), y en el que se exige l a prevalencia de razones y valores específicamente políticos, l a mejor representación de estos últimos recae en l a f igura de l a S u p r e m a Corte de J u s t i c i a . 2 0

S i nos atenemos a l a definición rawls iana , tanto l a Supre m a Corte de Jus t i c ia c o m o s u j u r i s p r u d e n c i a y métodos y c r i terios de deliberación serían parte de l a cu l tura democrática de u n a sociedad. Así, en l a m e d i d a en que u n a institución como l a S u p r e m a Corte está obl igada a d i s cut i r y decidir según argumentos n o compromet idos c o n n i n g u n a visión c o m prehens iva s i n o sólo c o n u n a concepción específicamente política, los ju ic ios y consideraciones que emanen de el la podrían ser considerados como interpretaciones legítimas de estos pr inc ip ios compart idos de c u l t u r a política. E n este senti do, el per f i l y peso inst i tucionales de l a S u p r e m a Corte p e r m i tirían a ésta pronunciarse acerca del «sentido preciso» de esos elementos u n a vez que h a n s ido traídos a l a discusión pública.

A u n q u e el p rop io R a w l s previene contra l a identificación de s u noción de S u p r e m a Corte c o n a lguna contraparte empí-

20. Cfr. Political Liberalism, pp. 212-254.

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rica, lo cierto es que l a ejemplifícación de l a razón pública a través de ella concede u n pr iv i leg io interpretativo a esta enti dad. R a w l s se ocupa de señalar que el contenido de l a razón pública no está dado p o r los pronunc iamientos de u n a Suprem a Corte s ino , precisamente, p o r u n a concepción política adecuada a u n régimen const i tuc ional . S i n embargo, sí sostiene que los argumentos de esta concepción política podrían probar s u adecuación a l espacio de l a razón pública s i adqui riesen l a forma de los pronunc iamientos de u n a S u p r e m a Corte . 2 1 E n cualquier caso, l a postulación de u n a entidad como l a S u p r e m a Corte, que podría pronunc iarse sobre el sentido preciso de los contenidos de l a c u l t u r a política, ejempl i f i ca l a idea rawls iana de que l a p l u r a l i d a d de puntos de vista e interpretaciones sobre los pr inc ip ios de l a just i c ia y los fundamentos constitucionales puede ser subord inada a u n a interpretación dominante . E n m i opinión, u n a de las consecuencias más graves de esta suposición consiste en subordi n a r los argumentos y discusiones de carácter político a u n modelo de deliberación jurídica, es decir, a u n modelo que, entre otros rasgos, ofrece decisiones o dictámenes con pretensiones de def init iv idad.

Basándose en l o anterior, podría esbozarse u n a crítica r a d i ca l a l a definición rawls iana de concepción política. Ésta se formularía del siguiente modo : u n a de las diferencias entre u n modelo de argumentación política y u n o de argumentación j u rídica consiste en que este segundo exige l a solución, a través de pronunciamientos iLmdireccionales y relativamente definit i vos, de los conflictos que enfrenta. L a argumentación política, s i p o r ella entendemos l a expresión en el espacio público no sólo de pr inc ip ios y valores morales (que es l a reduc ida posi ción rawlsiana) s ino también l a de intereses y posiciones relativos de poder, supone u n a incer t idumbre constante acerca tanto de los resultados de l a discusión como de l a definitividad

21. Rawls señala que «La constitución no es lo que la Corte dice. Más bien es lo que el pueblo, actuando constitucionalmente a través de los otros poderes, permite decir a la Corte», Political Liberalism, p. 237. También señala que la Suprema Corte que él concibe no es una institución ya existente sino un modelo normativo adecuado a los requisitos de la razón pública: «Piénsese en la Corte no como una Corte real sino como parte de un régimen constitucional concebido idealmente», p. 254, nota 43.

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que éstos, u n a vez alcanzados, pud ie ran tener. L a argumentación de R a w l s se inscr ibe , en general, dentro de l a rac ional i dad de l a argumentación jurídica. Debe hacerse notar que con esta crítica no pretendo sostener que R a w l s reduce los alcances del acuerdo político a l a estructura const i tucional —de hecho, el consenso constitucional , aunque impresc indible , representa u n paso previo para el consenso m o r a l traslapado overlapping consensus)—, sino sólo que el m o d o de p lasmar inst i -tucionalmente ese consenso m o r a l está atenido a u n modelo jurídico. E n este sentido, l a subordinación del modelo de discusión política a las instituciones y criterios de l a legalidad parece depender del supuesto de que los conflictos relevantes del presente tienen y a u n a respuesta en . la tradición y cultura políticas objetivadas en instituciones como las jmrdicas . U n a seria consecuencia de esta subordinación es l a pretensión de que bastaría con «saber interpretar» adecuadamente los fundamentos constitucionales, es decir, saber encontrar tras ellos los pr incipios de u n a mora l idad política latente, para arr ibar a u n modelo de resolución de conflictos políticos. S i , como sostiene Rawls , el modelo de argumentación y de t o m a de decisiones de l a S u p r e m a Corte de Just i c ia es i m inmejorable ejemplo de lo que h a de ser el ejercicio de l a razón pública y, en consecuencia, de l a razonab i l idad de u n a concepción política de l a just ic ia , no habría mayores objeciones p a r a depositar en ta l modelo l a solución de los conflictos más graves de l a política contemporánea. Rawls , p o r supuesto, n o se compromete con l a idea de que ciertas verdades o pr inc ip ios inapelables estén depositadas en el hor izonte const i tucional (formado p o r l a constitución y las instituciones que tienen l a interpretación privi legiada de ella), pero sí parece hacerlo con l a de que u n a lectura m o r a l de l a constitución nos daría las claves para l a solución de los conflictos políticos del presente. Éste es el sentido de l a aguda crítica de J o h n Gray :

E n contextos intelectuales, el predominio del legalismo al interior del pensamiento liberal ha degradado los niveles de argumentación. Por sí mismos, ni los téiminos de una teoría de los derechos fundamentales —tal como se halla expresada— ni las previsiones de la Constitución americana ofrecen respuestas

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definitivas a las cuestiones actuales acerca de l aborto, l a porno grafía o prob lemas s i m i l a r e s . 2 2

E s t a referencia a l «legalismo» de l l i b e r a l i s m o político es l o que permitiría exp l i car p o r qué R a w l s h a def inido el sistem a ins t i tuc i ona l de u n a soc iedad democrática c o m o parte de l a cu l tura política de esa soc iedad. L a m a t e r i a l i d a d y t r a d i c ión d i scurs iva de estas inst i tuc iones servirían a l propósito de dotar a l a concepción política de l a j u s t i c i a de los requer i dos «puntos fijos» de interpretación y, c o n ello, de criterios relevantes p a r a just i f i car el carácter independiente y autosus-tentable de d i c h a concepción. E l l o explicaría también que las inst i tuciones pr iv i legiadas p o r R a w l s sean de corte jurídico y n o prop iamente políticas c o m o los part idos , los sindicatos, las organizaciones no gubernamentales o las demandas polít icas que se h a n convert ido e n corrientes de opinión estables, pues en el in ter ior de estas últimas n o podrían encontrarse criterios definit ivos, «de u n a vez p o r todas» (once and for all) p a r a d m m i r los confl ictos sociales. Puede decirse, en este sentido, qué* l a búsqueda r a w l s i a n a de l a estabi l idad se h a extendido desde s u mode lo idea l de conv ivenc ia y cooperación en u n a soc iedad i r reduct ib lemente p l u r a l hasta l a determinación de p r i n c i p i o s estables e irrebat ib les de l a p r o p i a cu l tura política.

E n este contexto podría razonablemente sostenerse que uno de los rasgos más discutibles de s u concepción política consiste en l a consideración de que el campo de acción y debate de l a política democrática está predeterminado p o r l a cu l tura poht i ca de l a sociedad y, en part icular , p o r las tradiciones, interpretaciones y debates del entorno constitucional . E n efecto, aunque n o podría sostenerse que R a w l s reduzca l a just i c ia poht i ca a los pr inc ip ios que y a están contenidos en el orden constitucional positivo de u n a nación democrática (y, como caso privi legiado, en l a de los Estados Unidos de América), sí podría decirse que s u modelo de resolución de conflic-

22. John Gray, Post-liberalism. Studies in political thought, Nueva York y Londres, Routledge, 1993, p. 239. Gray refuerza esta crftica a la vision rawlsiana en su recension del Political Liberalism titulada <cCan We Agree to Disagree?-, New York Times Book Review (16 mayo 1993).

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tos pohticos cruciales consiste en convertirlos en parte de u n texto const itucional y, en este sentido, en sacarlos de l a agenda poht ica v incu lada a l debate político regular. D e este modo, u n a cuestión cruc ia l para l a estabil idad social c omo l a reducción de l a desigualdad económica que, según el discurso del l iberal ismo político, h a de quedar en u n a suerte de antesala de los fundamentos constitucionales debido a que concita aún muchas disputas razonables en el domin io político, podría ser considerada prácticamente resuelta sólo hasta que pudiera ser elevada a fundamento constitucional . P o r ello, aunque u n a constitución posit iva y efectiva no es el modelo ideal de orden social previsto p o r Rawls , sí lo es l a «constitucionahzación» de todos los pr inc ip ios pohticos de l a just ic ia .

E l problema, entonces, n o consistiría en l a fetichización de u n a constitución determinada, s ino en el conservadurismo político implícito en l a idea de que las vías razonables — y por ello aceptables— de acción poht i ca están objetivamente h m i t a -das p o r los pr inc ip ios e inst ituciones de l a cu l tura pohtica compart ida (o comparable) p o r todos los c iudadanos. P o r ello, creo que es acertada l a crítica de H a b e r m a s según l a cual l a concepción de l a cu l tura poht i ca de R a w l s como u n elenco cerrado impide considerar l a constitución democrática como u n proyecto abierto:

No es posible para los ciudadanos experimentar este proceso como abierto e incompleto, como es exigido, no obstante, por las cambiantes circunstancias históricas. Ellos no pueden encender de nuevo los rescoldos democráticos radicales de la posición originaria en la vida cívica de su sociedad; así que, desde su perspectiva, todos los discursos esenciales de legitimación han tenido lugar dentro de la teoría; y ellos encuentran los resultados de la teoría ya sedimentados en la constitución. Debido a que los ciudadanos no pueden concebir la constitución como un proyecto, el uso público de la razón no tiene en realidad el significado de un ejercicio de la autonomía política sino el de una mera preservación no violenta de la estabilidad política.23

23. J . Habermas, ^Reconciliation Through the Public Use of Reason: Remarks on John Rawls's Political Liberalism-, art. cit., p. 128. Entasis del autor.

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Frente a esta crítica, habría que conceder a R a w l s que, en u n sentido estricto, l a posic ión o r i g i n a r i a c o m o «recurso de representación» sí permitiría l a actualización, en el momento que se considerase necesario , de las condic iones de l ibertad e i gua ldad morales radicales que const i tuyen s u punto de par t i d a (esto está implícito en l a metáfora de l a posición or ig i n a r i a c omo u n d r a m a que puede ser «representado» cuantas veces fuera necesario) . E n ese sentido — p e r o sólo en ése—, l a teoría de R a w l s n o estaría p r i s i o n e r a de l orden const i tuc i ona l dado y podría considerarse que los c iudadanos son políticamente autónomos . 2 4 S i n embargo , l a crítica de H a -bermas n o pretende atacar l a enunciación textual de esa pos i b i l i d a d s ino sus consecuencias , es decir , l a r ig idez de l a frontera entre las ident idades públicas y n o púbhcas que es el resultado de u n a determinación prev ia de l o que h a de ser el d o m i n i o de lo político. E n efecto, l o que deja ver l a crítica de H a b e r m a s es que el hor i zonte de r e f o r m a const i tuc ional es l i m i t a d o y conservador en l a m e d i d a e n que depende de u n a idea de política c o m o concil iación y estabilización cu l tu -ra lmente preestablec ida y m o d e l a d a p o r l a p r o p i a const i tución y no c o m o ejercicio emanc ipator i o — a b i e r t o e indeterm i n a d o — de l a autonomía c iudadana . E n este contexto, lo que podría objetársele a R a w l s no sería l a carenc ia concept u a l de u n mode lo de r e f o r m a const i tuc iona l y soc ia l —éste está, s i n duda , en l a posic ión o r i g i n a r i a — , s ino l a sujeción de este mode lo a u n d o m i n i o predeterminado , cerrado, hab i tado p o r identidades fijas y alérgico a l a noc ión de conflicto y emancipación. E n este sentido, n o es l a posic ión or ig inar ia s ino l a idea de que todos los elementos de l a concepción política están y a presentes e n l a c u l t u r a política de l a sociedad l o que H a b e r m a s c r i t i c a cuando d ice que «todos los discursos esenciales y a h a n tenido l u g a r dentro de l a teoría». P o r ello, a u n cuando se reconoc iera l a función re formista de l a posic ión o r i g i n a r i a respecto del o r d e n const i tuc ional , habría que dec ir que l a sintaxis de esas re formas n o podría i i

24. Este último argumento es el contenido de la respuesta de Rawls a la objeciór de Habermas en «Reply to Habermas», Thz Journal of Philosophy, vol. XCII, n." 1 (marzo 1995), pp. 154-155.

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más allá del hor izonte c u l t u r a l de f in ido , prec isamente , por l a p r o p i a constitución.

Creo que esta última crítica contr ibuye a exhib ir las l i m i t a ciones de l a concepción rawls iana para superar «políticamente» e l horizonte const i tucional de l que h a part ido. E n este sentido, puede concluirse que l a «extraña» mater ia l idad de la c u l t u r a política que consideré e n u n p r i m e r m o m e n t o h a dejado de ser u n argumento subordinado dentro del más ampl io discurso de l a fundamentación de u n a concepción política de l a just ic ia , y ha acabado p o r convertirse en u n índice preciso de l a insuf ic iencia rawls iana p a r a l a comprensión de los procesos políticos como algo más que l a m e r a actualización de u n a serie de improbables valores políticos unívocos y definitivos.

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L A TEORÍA R A W L S I A N A D E L A ESTABLLIDAD: C O N S E N S O P O R SUPERPOSICIÓN, RAZÓN

PÚBLICA Y DISCONTDWTDAD

Pablo Da Silveira (Universidad Católica del Uruguay)

Justice as faimess, l a teoría de l a just ic ia elaborada p o r John Rawls , es vrn^ ambicioso intento p o r identif icar los principios normativos que deben orientar el diseño de las instituciones de base de u n a sociedad p lura l . Supongamos por u n momento que esta tarea h a sido real izada con éxito. ¿Estamos seguros de que los pr inc ip ios rawlsianos podrán ser aplicados? ¿Es posible que los miembros de u n a sociedad p l u r a l se adhieran a ellos (y a las instituciones que legit iman), pese a l a diversidad de sus convicciones y a l constante recambio generacional?

R a w l s l l a m a a este prob lema the question of stability y afirm a que puede descomponerse en dos preguntas. L a pr imera consiste en saber s i los indiv iduos que crecen bajo inst ituciones justas desarrollarán u n sentido de l a just i c ia , es decir, aquel sentido que los llevará a honrar los pr inc ip ios de justic ia a l menos en l a med ida en que tengan l a seguridad de que los otros también lo hacen. L a segunda pregunta consiste en saber s i , dados los rasgos generales que caracter izan a las sociedades democráticas, es posible generar u n consenso al que puedan adherirse los individuos razonables s i n verse obligados a abandonar sus concepciones filosóficas, religiosas o morales.

N o voy a ocuparme aquí de l a p r i m e r a parte de l a cuestión. Simplemente asumo (aunque n o sea cierto) que R a w l s l a ha

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resuelto adecuadamente mediante u n a reconstrucción de nuestra psicología m o r a l (1993a: 81 ss.). Quis iera en cambio concentrarme en l a segunda mi tad , es decir, en el prob lema de c ó m o compat ib i l i zar l a adhesión a u n a única teoría de l a just i c i a c o n el respeto de ese dato fundamenta l que es e l hecho del p lural ismo.

R a w l s intentó resolver esta difícttltad proponiendo u n a argumentación en l a que se c o m b i n a n l a idea de consenso por superposición (overlapping consensus), l a definición de u n concepto restringido de razón pública y el c ompromiso c o n lo que D w o r l d n l l a m a l a «estrategia de l a discontinuidad», es decir, l a exigencia de ais lar l a discusión política de t oda referencia a l a m o r a l personal. Según Rawls , l a idea de overlapping coiisensus es u n a respuesta adecuada a l p r o b l e m a de l a estabil idad en l a med ida en que se l a mantenga l igada a los otros dos elementos. M i propósito es mostrar que este concepto sólo es defendible en l a med ida en que se l o separe de ellos.

E n las primeras tres secciones voy a resumir los argumentos empleados por Rawls para presentar a l overlapping coriseiisus como núcleo de su respuesta. 1 Parte esencial de este resumen será el modelo ideal del que se sirve Rawls para presentar al overlapping consensus como u n a opción preferible a l modus vi-vendí y a l consenso constitucional. E n l a cuarta sección voy a proponer u n modelo ideal alternativo y voy a argumentar por qué el overlapping consemus no sería viable en esas condiciones. E n el resto del texto (secciones 5 a 8) voy a discutir las modificaciones que haría falta introducir para que el consenso por superposición funcionara en las condiciones del nuevo modelo.

1. Overlapping consensus y e s t a b i l i d a d

¿Cómo compat ib i l i zar l a adhesión casi unánime a u n a teoría de l a just ic ia con el respeto de l a diversidad de conviccio-

1. L a expresión overlapping consensus es introducida por Rawls en 1971: 387-3S8, pero con un significado diferente del que interesa aquí. E n todo lo que sigue voy a entenderla tal como lo hace Rawls a partir de 1985. Cuando en las referencias bibliográficas no se mencione el autor, se dará por descontado que se trata del propio Rawls.

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ríes filosóficas, religiosas y morales? P a r a Rawls , plantear esta cuestión equivale a preguntarse s i u n a concepción de l a just i c ia puede ser objeto de u n consenso p o r superposición entre diferentes concepciones comprehensivas razonables (1993a: 141). E s t a fórmula está cargada de jerga rawls iana , de modo que sólo puede ser comprend ida en l a m e d i d a en que se incorporen algunas precisiones terminológicas.

E n el vocabulario de Rawls , u n a concepción es comprehensiva cuando incluye ideas «acerca de l o que tiene valor en l a v ida h u m a n a e ideales de carácter personal, así como ideales relativos a l a amistad y a las relaciones familiares y asociativas, y muchas otras destinadas a orientar nuestra conducta y, en última instancia, nuestra v ida en su conjunto». U n a concepción comprehensiva puede ser p lena o parc ia l : «una concepción es plenamente comprehensiva s i inc luye en u n sistema precisamente articulado todos los valores y virtudes reconocidos; u n a concepción es sólo parcialmente comprehensiva s i comprende u n número de.(pero en ningún caso todos los) valores y v ir tudes no políticos, y está escasamente articulada». U n a concepción m o r a l puede además ser o n o ser general: «una concepción es general s i se apl ica a u n ampl io espectro de objetos, y en última instancia a todos los objetos de manera universal». N o lo es s i no se cumple esta condición. 2

A l plantearse el p rob lema de l a estabil idad en témrinos de u n consenso p o r superposición, R a w l s está asumiendo que, en u n a sociedad democrática caracterizada p o r el hecho del p l u ral ismo, u n a concepción de l a just ic ia sólo podrá ser estable (es decir, sólo podrá generar l a adhesión de los indiv iduos a l o largo del t iempo) s i cuenta con algún tipo de justificación púb l i ca que n o co inc ida con n i n g u n a de las justificaciones que pueden ser desarrolladas desde las diferentes concepciones comprehensivas razonables presentes en l a sociedad.

E n efecto, aceptar el hecho del p l u r a l i s m o s igni f ica aceptar que nuestras discrepancias morales , filosóficas y religiosas no son u n a c i rcunstanc ia pasajera, s ino u n resultado del tipo de discusión que es a l imentado p o r l a p r o p i a existencia de las

2. Todas las citas que se incluyen en este párrafo corresponden a 1993a: 13. Véase también 1989: 240.

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inst i tuciones democráticas. N o hay n i n g u n a expectativa de que estas discrepancias se r eduzcan en algún p lazo manejable. E n este contexto, l a estabihdad de u n a concepción de l a just i c ia sólo podrá lograrse s i cada c iudadano se adhiere a ella p o r sus propias razones, es decir , p o r razones que sean aceptables a l a l u z de l a concepción comprehens iva de su preferencia (1989: 235).

U n a concepción de l a jus t i c ia capaz de lograr estabihdad no podrá ser general n i comprehensiva. E n lugar de ser gener a l (es decir, de aplicarse a u n ampl io espectro de asuntos) debe l imitarse a «una clase específica de objetos, a saber, las instituciones políticas, sociales y económicas» (1987: 3). Y en lugar de ser comprehensiva (es decir,, de i n c l u i r u n a a m p l i a g a m a de valores políticos y n o políticos) deberá l imitarse a i n c l u i r aquellos valores que i n f o r m a n l a cu l tura política pública de u n a sociedad democrática. D i c h o en otros términos, u n a concepción de l a just ic ia sólo podrá ser estable en el marco de u n a sociedad caracterizada p o r el hecho del p lurahsmo s i es u n a concepción política de l a just ic ia (1987: 4, véase t a m bién 1993a: 142-143 y 223).

2. Mockis vivendi, consenso constitucional y consenso por superposición

L a discusión precedente nos permite ident i f icar tres rasgos importantes del consenso p o r superposición.

E n pr imer lugar, se trata de u n consenso que tiene por objeto una concepción política de l a justicia. L a expresión overlapping consensus es l a versión abreviada de l a fórmula: overlapping con-sensus onapolitical conception ofjustice (1993a: 145).

E n segundo lugar, n o se trata de u n consenso entre i n d i v i duos s ino entre concepciones comprehensivas razonables (gruesamente, p a r a R a w l s u n a concepción es razonable s i el adherirse a el la n o pone en pel igro l a capac idad de los demás indiv iduos de adherirse a otras concepciones comprehensivas).

P o r último, se trata de u n consenso que n o sólo puede ser suscrito p o r i m a diversidad de concepciones comprehensivas

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razonables, s ino a l que cada u n a de ellas se adhiere p o r sus propias razones (1989: 239; 1993a: 134 y 170-171).

Rawls presenta u n modelo que, a su ju i c io , permite ñustrar el alcance de esta idea. Se trata de u n a sociedad hipotética en l a que encontramos tres concepciones comprehensivas razonables. L a p r i m e r a es u n a concepción de inspiración religiosa que incluye las ideas de to lerancia y l ibertad de conciencia. L a segunda es u n a doctr ina l ibera l fundada en supuestos antropológicos fuertes como los que encontramos en K a n t o en •Mi l i . 3

L a tercera es u n a concepción p l u r a l i s t a 4 que inc luye u n conjunto de valores políticos y no poh'ticos vmculados con escasa sistematicidad (1993a: 145).

¿Cómo es posible l legar a u n consenso en torno a u n a concepción política de l a just i c ia entre estas diferentes concepciones comprehensivas? R a w l s a f i rma que hay tres maneras de hacerlo y sugiere que históricamente existe u n a secuencia que conduce de l a p r i m e r a a l a tercera (1993a: 168).

U n a p r i m e r a m a n e r a de concebir el acuerdo es en términos de u n modits vivendi. Se trata del t ipo de arreglo a l que l legan dos Estados cuando encuentran u n punto de equi l ibr io entre sus intereses (1987: 10; 1993a: 147). Pero s i b i e n este t ipo de transacción es útil en el n ive l de las relaciones internacionales, enfrenta u n a ser ia di f i cultad cuando se trata de justi f icar ins t i tuciones dentro de u n a sociedad: u n modus vivendi sólo puede durar mientras dure l a correlación de fuerzas que existía en el momento de pactarlo. C o m o cada parte atiende exclusivamente a su prop io interés, toda variación en esa correlación de fuerzas llevará a l a parte benefic iada a proponer u n a re formulación de los términos del pacto. E s t o hace que u n modus vivendi no pueda asegurar l a estabil idad de u n a concepción de l a jus t i c ia . 3

3. Este tipo de concepción fue analizada de manera clásica por Charles Larmore en Larmore 1987.

4. Rawls usa aquí el término «pluralista» en el sentido que hizo clásico Sir Isaiah Berlín.

5. Ésta es la crítica clásica contra las estrategias de inspiración hobbesiana, es decir, contra aquellas estrategias que intentan servirse de la idea de beneficio individual para justificar las instituciones comunes. Véase, por ejemplo, Larmore, 1990: 346 y 359 y Nagel, 1991: 34-35.

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U n a segunda pos ib i l idad consiste en a lcanzar lo que Rawls l l ama , siguiendo a K u r t Ba ier , u n «consenso constitucional» (coiistitutional consensus).6 U n acuerdo de este t ipo tiene dos características. E n p r i m e r lugar, el consenso n o es «profundo»: se h m i t a a establecer, s i n intentar justif icarlos, ciertas l ibertades y derechos políticos básicos, así c omo ciertos procechrnien-tos para l a t o m a de decisiones colectivas. E n segundo lugar, el consenso es «estrecho»: s u campo de aplicación no es l a estructura básica de l a sociedad sino los procedimientos del gob ierno democrático (1993a: 158-159).

E l consenso constitucional representa u n progreso respecto al modus vivendi. Las garantías y procedimientos que establece son colocados más allá del cálculo de intereses y, en consecuencia, deben ser respetados con independencia de las variaciones que se produzcan en l a correlación de fuerzas entre los miembros de l a sociedad. Pero, s i b ien se trata de u n avance significativo, este tipo de acuerdo tiene dos debilidades importantes.

E n p r i m e r lugar , a l tener exclusivamente p o r objeto u n conjunto de derechos políticos y de proceclimientos de decisión, el consenso constitucional deja demasiadas cosas s i n resolver. N o especifica el alcance que debe darse a los derechos políticos fundamentales n i expl ica qué hacer e n caso de conflicto entre ellos. T a m p o c o dice n a d a acerca de l a igualdad de oportunidades n i de las dotaciones de recursos que corresponda asegurar a los indiv iduos .

E n segundo lugar, al n o contar con n i n g u n a justificación que l o v incule c o n las concepciones comprehensivas presentes en l a sociedad, el consenso const i tuc ional no puede asegurar s u prop ia estabilidad. Esto último sólo se consigue s i los i n d i viduos encuentran argumentos en sus propias concepciones comprehensivas que los l leven a adherirse a los pr incipios y normas comunes (1993a: 165). 7

L a forma de acuerdo que supera a l m i s m o t iempo las i n s u ficiencias del modus vivendi y del consenso constitucional es el consenso por superposición (overlapping comensus).

6. Véase al respecto Baier 1989. 7. Rawls agrega todavía otra razón para justificar la insuficiencia de este consen

so «estrecho», asociada a la idea de revisión judicial. Véase 1993a: 165.

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A diferencia del modus vivendi, que se apoya en u n a co inc idencia c ircunstancia l de intereses, el consenso p o r superposición es m o r a l tanto en su objeto como en s u justificación. E n p r i m e r lugar, el objeto del acuerdo es u n a concepción m o r a l (más exactamente, u n a concepción política de l a just ic ia con capacidad de discriminación normativa) . E n segundo lugar, el consenso está apoyado en u n a justificación que incluye ideas normativas acerca de l a sociedad y de l a persona (1993a: 147, también 1987: 11).

Este segundo rasgo también di ferencia a l overlapping consensus del consenso constitucional . E n términos de Rawls , el pr imero es más «profundo» que el segundo. L o s ciudadanos no sólo deben ponerse de acuerdo sobre u n conjunto de p r i n cipios y de procedimientos, s ino también sobre u n a concepción de l a sociedad entendida como sistema de cooperación equitativa entre indiv iduos l ibres e iguales, sobre u n a concepción del agente m o r a l c omo dotado de rac iona l idad y razona-bi l idad , y sobre u n conjunto de virtudes públicas asociadas a las ideas de cooperación y de equidad.

E l overlapping consensus se distingue del consenso constitucional p o r su m a y o r pro fund idad pero también p o r su m a yor alcance. S u t ema no son sólo las garantías políticas básicas y los proceclimientos de decisión democrática, s ino que además inc luye u n a interpretación sobre el va lor de esos derechos y u n conjunto de pr inc ip ios relativos a l a igualdad de oportunidades y a l a just i c ia distr ibutiva. D i c h o en otros términos: la concepción política de l a just ic ia que es objeto del overlapping consensus no se apl i ca exclusivamente a los fundamentos constitucionales s ino a l conjunto de l a estructura básica de l a sociedad (1993a: 164).

Cuando los miembros de u n a sociedad l legan a suscribir u n consenso p o r superposición, se h a n alejado significativamente de u n s imple pacto de no agresión. E n p r i m e r lugar, la concepción política de l a just i c ia a l a que se h a n adherido no se modi f i ca en función de las variaciones en l a correlación de fuerzas (1987: 11). E n segundo lugar, esta concepción no se presenta como l a única empíricamente posible, s ino como u n a concepción m o r a l sostenida p o r u n a justificación pública que cada uno puede aceptar p o r sus propias razones (1993a: 145).

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E n tercer lugar, esta justificación proporc iona argumentos que permiten: i) interpretar los pr inc ip ios y exigencias impuestos por l a prop ia concepción, y i i ) extender estos pr incipios y exigencias del terreno de las garantías formales al de las exigencias de just ic ia distributiva.

3. C o n d i c i o n e s históricas y c u l t u r a l e s

¿Es posible para cualquier sociedad llegar a establecer u n consenso p o r superposición? L a respuesta de R a w l s es negativa. P a r a que ta l cosa sea posible deben darse ciertas condic iones en la sociedad y en los propios indiv iduos .

L a sociedad que puede asp i rar a u n overlapping consensus es en p r i m e r lugar u n a sociedad m a r c a d a p o r el hecho del p lura l i smo, es decir, p o r l a coexistencia de diversas concepciones comprehensivas cuyas diferencias no aHsminuyen (sino que aumentan) como resultado del debate. E s además u n a sociedad que h a tenido ciertas experiencias históricas, como l a de verif icar que el acuerdo en torno a u n a única concepción comprehensiva sólo es posible como resultado del uso opresivo del poder. E s también u n a sociedad en l a que se dan ciertas condiciones razonablemente favorables (económicas, admin is trativas, tecnológicas) que hacen viable el fíuicionamiento de las instituciones democráticas. Y es u n a sociedad en la que u n a a m p l i a mayoría de c iudadanos (o a l menos de ciudadanos políticamente activos) se adhiere vo luntar ia y l ibremente a las instituciones democráticas (1987: 4 n . 5, 22).

L o s m i e m b r o s de esta soc iedad tienen e n común u n a ser ie de características. E n p r i m e r lugar , c ompar ten ciertas ideas fundamentales que se encuentran latentes en l a cu l tura política pública y que p u e d e n operar c o m o valores or ienta dores de l a construcción política. E n segundo lugar , c o m p a r ten u n a concepción de l a r a c i o n a l i d a d que inc luye «los c o n ceptos fundamentales de j u i c i o , in ferenc ia y evidencia, pero también las virtudes de l a r a z o n a b i l i d a d y de l a honest idad intelectual expresadas en l a adhesión a los cr iter ios y proced imientos del sentido común, a los métodos y conclusiones de l a c ienc ia cuando n o s o n controvert idos , así c omo a los

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preceptos que g o b i e r n a n l a discusión política razonable» (1989: 244). E n tercer lugar , los c iudadanos c ompar ten u n a «psicología m o r a l razonable», es decir , u n a reconstrucción de nuestra condición de agentes capaces de actuar r a c i o n a l y razonablemente , y de invo lucrarse en relaciones de cooperación soc ia l (1987: 22).

E n el caso de que se c u m p l a este largo catálogo de condiciones, será posible p a r a los c iudadanos embarcarse en la construcción de u n consenso p o r superposición. P a r a hacerlo, cada u n o deberá d ist inguir entre dos sistemas de valores c o n los que se puede comprometer : p o r u n lado, l a concepción poh'tica de l a just ic ia a l a que decida adherirse; p o r otro, u n a doctr ina p lena o parc ia lmente comprehensiva con l a que se identifique y que de algún m o d o se vincule c o n l a anterior (1989: 249).

A h o r a b ien , ¿qué ocurre s i estas condiciones n o son satisfechas? ¿Qué ocurre s i l a sociedad y los c iudadanos n o responden a l a descripción que se acaba de hacer?

R a w l s es opt imista en cuanto a creer que estas condiciones se c u m p l e n e n las sociedades democráticas. E n part icular , cree que se cumplen las condiciones relativas a l a cu l tura política: «somos los beneficiarios de tres siglos de pensamiento democrático y de práctica const i tuc ional e n desarrollo; y podemos suponer n o sólo cierta comprensión de, s ino cierta adhesión a, las ideas y valores democráticos ta l c o m o se encarnan en las instituciones políticas existentes» (1987: 2). C u a n d o los c iudadanos i n i c i a n u n a deliberación política en este contexto, encuentran que «sus juic ios convergen lo suficiente como para que l a cooperación política sobre l a base del respeto mutuo pueda ser mantenida» (1993a: 156).

Pero esta afirmación se apoya en fuertes presupuestos empíricos. ¿Qué ocurre s i esos presupuestos n o se c u m p l e n o s i sólo se c u m p l e n parcialmente? R a w l s n o avanza n i n g u n a reflexión sobre esta pos ib i l idad, c omo tampoco se preocupa de los posibles modos de revertir las situaciones adversas.

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4. U n m o d e l o i d e a l a l t e r n a t i v o

Consideren u n a sociedad donde coexisten cuatro concepciones comprehensivas: l a p r i m e r a inc luye u n a concepción «antropológica» del l ibera l i smo fundada en las ideas de K a n t o de M i l i . L a segunda es u n a concepción p lura l i s ta en el sentido de Isaiah Berlín (hasta aquí repito el mode lo de Rawls ) . L a tercera es u n a concepción hedonista que sólo contiene ideas sobre el bienestar ind iv idua l . L a cuarta es u n a concepción a l a que se adhieren los miembros de u n a minoría étnica e inc luye l a preferencia en favor de u n a f o r m a de gobierno jerárquico-patr iarcal .

Agreguemos que los adherentes a las dos pr imeras concepciones n o constituyen u n a c lara mayoría e n l a sociedad, de modo que u n a concepción política de l a just i c ia sólo podrá estabilizarse s i se consigue constru ir u n a justificación pública a l a que se adhiera a l menos u n a parte de quienes prefieren l a tercera y l a cuarta concepción. ¿Es posible que esto llegue a ocurrir?

S i nos atenemos a l a argumentación de R a w l s , l a respuesta es negativa. N i en l a concepción hedonista n i en l a concepción tribal ista se encuentran ideas que hagan posible este resultado. L a concepción hedonista sólo contiene ideas relativas a l b ien estar personal . E l que l a v i d a e n sociedad facil ite o dificulte l a realización de estas ideas es visto c omo u n dato externo al que debemos adaptar nuestras estrategias personales de búsqueda del placer. E n cuanto a l a cuarta concepción, las ideas políticas que contiene excluyen l a noción de igualdad , de modo que difícilmente se logre u n acuerdo con quienes se adhieren a las dos pr imeras concepciones.

L a única manera en que podría vencerse esta di f icultad consistiría en embarcarnos en u n a discusión con quienes se adhieren a l a tercera y cuarta concepción, c o n el fin de lograr que in troduzcan ciertas modif icaciones en ellas. Pero debemos tener claro que estos cambios n o pueden ser cosméticos. P a r a asegurar l a estabil idad de u n a concepción política de l a jus t i c ia no basta c o n apelar a l interés de nuestros interlocutores, s ino que (como el prop io R a w l s h a señalado) tenemos que conseguir que sean leales a l espíritu de las instituciones. S i n o

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alcanzamos este punto , podremos lograr u n modus vivendi (y eventualmente u n consenso constitucional) pero no u n consenso p o r superposición.

¿Cuál es el espacio para l levar adelante este intento? Desde el punto de vista que interesa aquí, sólo tenemos dos alternativas: o b ien lo hacemos en el espacio público, o b ien lo hacemos fuera de él. R a w l s se i n c l i n a en favor de esta última opción. A continuación voy a r e s u m i r s u argumentación y luego voy a argumentar p o r qué m e parece insatisfactoria.

5. R a z ó n públ i ca y razón pol í t ica

Rawls incluye en s u teoría u n concepto de razón pública, pero su manera de entenderlo difiere de l a clásica formulación kant iana en Was ist Aufklaiimg?& C o m o este contraste es i m portante para l o que quiero decir, voy a empezar p o r recordar los rasgos esenciales de esta última.

C o m o se sabe, para K a n t hacemos u n uso público de l a razón cuando nos dir ig imos a los demás considerándolos como individuos libres, iguales y dotados de razón, es decir, como i n dividuos que pueden ser persuadidos mediante l a lógica del mejor argumento. E l espacio público, entendido como el espacio en el que hacemos u n uso público de l a razón, está caracter izado por dos rasgos esenciales: l a igualdad (los argumentos valen por s u propio peso y n o en función de quien los propone) y la inc lusiv idad (puede part i c ipar en l a discusión todo aquel que tenga algo que decir).

E l uso público de l a razón e n el sentido k a n t i a n o no depende del t e m a en discusión n i de l a cant idad de inter locutores directos. H a c e m o s u n uso públ ico de l a razón cuando nos d i r ig imos a l conjunto de nuestros conc iudadanos para p r o p o n e r u n a decisión política, pero también l o hacemos cuando par t i c ipamos en u n a reunión científica o cuando p u b l i camos u n l i b r o de crítica l i t e rar ia . L o que cuenta p a r a definir el uso público de l a razón es el t ipo de argumento que empleamos.

S. Rawls reconoce explícitamente este punto en 1993«: 213 n.

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Rawls , en cambio , establece s u definición de razón pública en función de quién discute y de cuál es el t ema en discusión. Desde su punto de vista, l a razón pública es «el razonamiento de los ciudadanos en el foro público a propósito de los fundamentos constitucionales y de las cuestiones básicas de justicia» (1993a: 10).

E l p r i m e r componente de esta definición es que l a razón pública es ejercida p o r los c iudadanos de u n a democracia constitucional (1993a: 214). L o s sujetos de esta razón son los ciudadanos cuando par t i c ipan e n campañas políticas y votaciones, los legisladores y agentes del gobierno, los jueces y, m u y especialmente, los miembros de l a S u p r e m a Corte de jus t i c i a . 9 E l segundo elemento de l a definición es que solamente algunos de los temas que c o m p o n e n l a agenda política caen bajo el domin io de l a razón pública. L o s temas que quedan fuera de este ámbito corresponden a l o que suele l lamarse l a «política ordinaria» (ibíd.).

L o que se opone a l a razón pública, dice Rawls , no es l a razón pr ivada (que en sentido estricto no existe) s ino l a razón no pública. A este domin io pertenecen nuestras deliberaciones y reflexiones personales, pero también los intercambios de argumentos que se producen en el inter ior de organizaciones t a les como universidades, sociedades científicas, iglesias y g r u pos profesionales (1993a: 214-215 y 220).

R a w l s u b i c a así en el ámbito de l a razón n o pública algunas formas de argumentación que para K a n t eran públicas. Acerca de este t ipo de argumentación (por ejemplo, l a que se desarrol la en universidades y sociedades científicas) R a w l s hace dos afirmaciones. L a p r i m e r a , extremadamente oscura y probablemente fundada en u n uso inconsistente de su prop ia terTninología, es que «esta m a n e r a de r a z o n a r es pública respecto de sus miembros pero no pública respecto de l a sociedad política y los ciudadanos en general» (1993a: 220). L a segunda es que este t ipo de argumentación colectiva pertenece «a lo que he l lamado " cu l tura de fondo" baclcground culture)

9. Rawls llega a decir que «en un régimen constitucional con revisión judicial, la razón pública es la razón de su corte suprema», aunque aclara que esto no debe tomarse como una definición sino como un modelo (1993a: 231).

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p o r oposición a l a c m t u r a política pública. Estas razones son sociales y ciertamente no privadas» (ibíd.).

L a background culture es el nivel donde los indiwduos presentan y confrontan sus convicciones religiosas, filosóficas y morales (1993a: 214-215 y 251). E s , p o r l o tanto, el lugar donde podemos aspirar a modi f i car las concepciones comprehensivas de los restantes miembros de l a sociedad. Pero para Rawls es v i ta l que esta argumentación n o pública se mantenga diferenciada de l a discusión a propósito de los fundamentos constitucionales y de las cuestiones básicas de j u s t i c i a . 1 0

E l prob lema queda así planteado en los siguientes términos: el consenso p o r superposición, entendido como u n consenso en torno a u n a concepción política de l a just ic ia , es u n acuerdo que se construye e n e l espacio público. L o s argumentos que podemos emplear p a r a just i f i car d i cha concepción deben satisfacer l o que para R a w l s es el criterio identificatorio de las razones públicas, a saber, e l poder ser vistos como parte de u n a argumentación desarrol lada e n l a S u p r e m a Corte de just ic ia (1993a: 254). S i n embargo, la background culture que hace posible ese ^consenso pertenece a l a órbita no pública y sólo puede ser modi f i cada mediante argumentos no públicos.

L a existencia de las condic iones culturales que hacen pos i ble el overlapping consensus debe pues ser vista c omo u n dato externo cuya presencia o ausencia sólo puede ser constatada p o r los ciudadanos. E n nuestra v ida no pública podemos embarcarnos e n múltiples inic iat ivas que favorezcan l a modi f i ca ción de las concepciones comprehensivas de los demás, pero en tanto ciudadanos n o podemos hacer n a d a a l respecto. Para Rawls , l a reproducción (o eventual creación) de u n a cultura política democrática es u n p r o b l e m a independiente del funcionamiento de las instituciones.

L a doctr ina del overlapping coiisensiis muestra así su insu ficiencia como respuesta a l p rob lema de l a estabil idad. D i c h o prob lema consistía e n saber c ó m o u n a concepción política de

10. Rawls admite al menos dos casos en los que la explicitación de «razones comprehensivas» puede jugar un rol auxiliar en la discusión pública (1993a: 248-249). Pero aquí se trata del problema opuesto, a saber, si podemos intentar modificar las concepciones comprehensivas desde el espacio público. Y la respuesta de Rawls a esta cuestión es inequívocamente negativa.

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l a just ic ia puede generar apoyos duraderos en u n a sociedad caracterizada p o r el hecho del p lura l i smo . L a respuesta r a w l -s iana consiste en decir que puede hacerlo p o r l a vía de generar u n overlapping consensus, pero ahora sabemos que con esta afirmación no hemos hecho más que postergar el problema: s i el overlapping comensus es l a condición de estabil idad de l a concepción de l a just ic ia , queda p o r saber c ó m o aseguraremos la existencia de l a background culture que hace posible el overlapping coriseitsus. Y R a w l s no tiene respuesta para este prob l e m a porque lo considera u n asunto extra-poKtico.

T o d a l a argumentación de R a w l s a propósito del overlapping consensus puede reducirse a u n a afirmación probablemente cierta desde el punto de vista empírico, pero de ut i l idad m u y relativa: si se d a n ciertas condiciones p a r a que los i n d i v i duos se adhieran a l l ibera l i smo político, entonces l a adhesión a l l ibera l i smo político tenderá a reforzarse c o n el paso del t i empo . 1 1 Pero reduc ir esas condiciones inic iales a u n dato extra-político i m p l i c a hacer depender l a construcción inst itucion a l de u n a «lotería cultural» sobre l a que n o tenemos ningún control en tanto ciudadanos.

6. R e f o r m u l a n d o e l p r o b l e m a

Volvamos a l modelo de sociedad que presenté en l a sección 4. ¿De qué modo podríamos dirigirnos a quienes se adhieren a l a tercera y cuarta concepción comprehensiva s i queremos conseguir su adhesión l ibre y voluntaria a u n overlapping consensus?

Consideren l a siguiente pos ib i l idad : optamos p o r clhigirnos a esos indiv iduos en los términos característicos del espacio público kantiano, es decir, considerándolos como individuos libres, iguales y capaces de aceptar l a lógica del mejor argumento. A continuación les proponemos ubicarnos en el p lano de l a discusión m o r a l y les l l amamos l a atención sobre el s i -

11 Se»ún Rawls, esto se debe en parte a que las virtudes del liberalismo político son «muy "grandes virtudes» que tenderán a ser valoradas por las concepciones comprehensivas razonables a las que se adhieren los individuos (1993a: 157, también 1987: 17), y en parte al propio efecto demostración del funcionamiento de las instituciones políticas (1987: 21-22).

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guíente hecho: más allá de todas nuestras divergencias a propósito del b ien y de los diferentes programas de v i d a a los que nos hemos adherido, todos los miembros de l a sociedad tenemos algo en común. Todos podemos reconocer que nuestro bienestar y nuestra p r o p i a autoest ima en tanto agentes mora les dependen, a l menos en parte, de l a pos ib i l idad de gobernar nuestras vidas en fruición de nuestras convicciones acerca de c ó m o vale l a pena vivir .

V o y a denominar «independencia moral» a l a pos ibi l idad de v iv ir en función de nuestras propias convicciones. L a independencia m o r a l es u n a noción diferente del concepto kant ia no de autonomía mora l . También se distingue de lo que Jo -seph R a z h a l lamado «autonomía personal», es decir, aquel ideal de v ida que nos presenta a los üidividuos como agentes moralmente soberanos que gobiernan sus vidas e n función de sus propias decisiones (Raz, 1986: 370). A diferencia de l o que ocurre con estos dos conceptos, l a noción de independencia m o r a l puede ser aceptada p o r personas que defienden teorías diferentes sobre nuestra naturaleza m o r a l y que se adhieren a ideales de v ida 'divergentes. L o único que i m p l i c a su aceptación es el reconocimiento de u n hecho que f o rma parte esenc ia l de nuestra v i d a m o r a l : en general nos sentiremos d i s m i nuidos y perjudicados s i n o podemos v i v i r en función de nuestras ideas acerca de c ó m o vale l a pena \ivir.

L a idea de independencia m o r a l no constituye u n a respuesta a l a pregunta: « ¿ cómo puedo -vivir?». Este interrogante puede ser respondido mediante u n a afirmación del ideal de autonomía personal o b i en optando por u n a v i d a fuertemente centrada en nuestros compromisos constitutivos (de carácter c u l tural , religioso, nac ional , etc.) . 1 2 Pero l o que destaca el concepto de independencia m o r a l es que, en cualquiera de los dos casos, m e sentiría fuertemente menoscabado s i n o puedo v iv ir m i v ida en coherencia con l a respuesta p o r l a que he optado. M e sentiría menoscabado s i u n a sociedad tradic ional ista e i n tolerante m e impide v iv i r u n a v ida l ibre de todo compromiso constitutivo, pero también m e sentiría menoscabado s i no

12. Para una defensa de esta última alternativa véase, por ejemplo, Maclntyre, 1984 y Taylor, 1985: 187ss.

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puedo v iv ir u n a v i d a centrada en esos compromisos , porque m i religión es perseguida o porque m i c o m u n i d a d cultural es degradada p o r l a sociedad que l a alberga.

Ahora bien, supongamos que, asumiendo las condiciones del espacio público Icantiano, nos dirigimos a los adherentes a l a tercera y cuarta concepción comprehensiva en los siguientes términos: «Más allá de todas nuestras discrepancias acerca de cómo vale l a pena vivir, todos nosotros tenemos dos cosas en común. E n pr imer lugar, todos compartimos una m i s m a preocupación por nuestra independencia moral : queremos viv ir nuestras vidas en función de nuestras propias convicciones de valor y no en función de las ideas impuestas por otros. E n segundo lugar, todos podemos constatar que el modo en que organicemos l a coexistencia social tendrá u n fuerte impacto sobre nuestra independencia moral . Podemos organizar l a sociedad de modo tal que cada uno pueda viv ir en fruición de sus propias convicciones de valor (siempre y cuando otorgue l a m i s m a posibi l idad al resto), o b ien podemos hacerlo de tal modo que esto sea imposible. Y dado que las correlaciones de fuerza dentro de u n a sociedad pueden cambiar con el paso del t iempo, lo más sensato para todos es comprometemos con l a segunda opción».

Ésta es u n a argumentación que puede ser aceptada por personas que se adhieren a concepciones morales m u y diferentes. A u n aquel que prefiere someterse a los dictados de su líder espiritual puede entender que su v i d a m o r a l se vería fuertemente perjudicada s i alguien le i m p i d e seguir esos dictados. Aceptar l a relevancia del concepto de independencia m o r a l i m p l i c a aceptar que todos tenemos esa experiencia en común, es decir, que elegir el género de v ida que queremos v iv i r f o rma parte de nuestros intereses esenciales entendidos como aquellas preferencias que están a l a base de todas nuestras preferencias.

L o s adeptos a l a concepción comprehensiva hedonista pueden aceptar esta argumentación porque saben que se sentirían menoscabados s i a lguien les i m p i d e l levar adelante su búsqueda del placer. Y los adeptos a l a concepción tr ibal ista también pueden aceptarla, porque saben que se sentirían menoscabados s i no pueden organizar s u p r o p i a c o m u n i d a d en función de sus concepciones jerárquico-patriarcales. L o s únicos que no aceptarían esta argumentación s o n aquellos individuos cuya

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concepción acerca de c ó m o vale l a pena v iv i r incluye l a idea de someter a los demás a sus propias convicciones de valor. T a l es el caso, discutido p o r Rawls , de quienes piensan que su prop ia salvación depende del hecho de que todos los demás se sometan a los dictados de su religión (1993a: 152). Pero éste es el caso clásico del fanático, ante e l que fracasa toda f o r m a de argumentación. L o característico del fanático es que, s i b ien acepta l a impor tanc ia de l a independencia m o r a l para sí mis mo, n o l a acepta para quienes n o p iensan como él.

Este común fracaso ante el caso límite del fanático no significa que no hayamos avanzado con relación a l a propuesta de Rawls. L a posibil idad de apelar al concepto de independencia mora l nos permite involucrar en l a construcción institucional a aquellos que, s i bien no comparten con nosotros u n a m i s m a cul tura política n i tienen la experiencia de haber vivido en u n a sociedad democrática, son capaces de aceptar que el respeto de la independencia mora l es u n valor importante para todos quienes son capaces de preguntarse acerca de c ómo vale l a pena vivir.

7. L o s l ímites d e l o p ú b l i c o

S i se acepta in t roduc i r este tipo de argumento en l a justi f i cación de u n a concepción política de l a just ic ia , entonces ha bremos dado u n paso importante en relación con Rawls . Su teoría, en efecto, tiene tres insufic iencias decisivas en cuanto a las condiciones en que debemos hacer func ionar las instituciones democráticas a fines del siglo X X .

E n p r i m e r lugar, l a argumentación rawls iana tiene poco que ofrecer cuando, en lugar de enfrentarnos a l a sustitución de los valores liberales p o r otros de signo contrario , nos enfrentamos a l a indi ferencia hac ia cualquier tipo de valor político. E l p rob lema de las sociedades democráticas contemporáneas no es tanto el conflicto entre diferentes concepciones acerca de c ó m o organizar l a coexistencia social (como lo fue en tiempos de las guerras de religión) s ino l a escasa adhesión a las concepciones de este tipo (es decir, el prob lema de la apatía c iudadana) . Es to debería l levarnos a conc lu i r que el prob lema de l a estabil idad de u n a concepción política de l a

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just ic ia no puede ser separado del p r o b l e m a de l a motivación para involucrarse en l a v i d a cívica. Pero l a teoría rawls iana no tiene nada que decir sobre este asunto. R a w l s parte del su puesto de que los c iudadanos se adhieren a ciertas concepciones comprehensivas y que esas concepciones los conducen a adherirse a ciertos valores políticos. Pero en ningún momento se plantea c ó m o construir el puente entre ambas, en el caso de que éste se haya debilitado o haya dejado de existir.

E n segundo lugar, l a teoría rawlsiana no tiene medios para enfrentar el problema de las minorías culturales dentro de una sociedad mmticultural . Esas minorías pueden o no ser una amenaza en términos políticos pero, en l a medida en que no estén famik'arizadas con l a tradición democratice-liberal, plantean u n serio problema a los miembros de l a cintura predominante: éstos sólo podrán vivir en u n a sociedad auténticamente democrática en l a medida e n que consigan involucrar a los miembros de las minorías en al menos ciertos aspectos básicos del funcionamiento de las instituciones. A h o r a bien, ¿ cómo hacerlo a l m i s m o t iempo que se respeta su diferencia y su eventual voluntad de darse sus propias formas de gobierno? L a teoría rawlsiana no tiene respuestas para este problema. E l overlapping consensus sólo es posible entre aquellos cuyas concepciones comprehensivas están marcadas de antemano por el propio funcionamiento de las insti tuciones democráticas. 1 3

P o r último, l a teoría rawls iana tiene poco que decir respecto a l a necesidad de entendimiento con otras sociedades cu l tu -ralmente ajenas a l a tradición l ibera l . E n u n m u n d o crecientemente interconectado p o r el desarrollo tecnológico, esta cuestión y a no es u n a preocupación exclusiva de los amantes de lo exótico sino u n a condición para el mantenimiento de l a paz internacional . ¿Cómo establecer n o r m a s comunes con aquellas sociedades con tradiciones radicalmente diferentes de las nuestras? ¿Cómo acordar criterios normativos que p e r m i t a n just i f i car, p o r ejemplo, l a intervención internac ional orientada a proteger los derechos humanos? Éste es u n p r o b l e m a difícil a l

13. «Un consenso por superposición no es una feliz coincidencia, si bien no hay duda de que debe ser ayudado por la buena fortuna histórica, sino que es en parte la obra de la tradición pública de pensamiento político de una sociedad» (1987: 23).

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que Rawls ha intentado dar respuesta en uno de sus últimos escritos. 1 4 Pero en m i opinión está lejos de haberlo logrado, dado que sólo podremos hacer func ionar u n equivalente del overlapping consensus a n ive l internac ional entre aquellas sociedades que y a cuentan c o n u n núcleo de cu l tura pohtica l i beral (o a l menos fuertemente compatible c o n ella).

Todas estas insufic iencias t ienen a m i ju i c i o u n a causa común: en el espacio público rawls iano n o existe l a pos ibi l idad de cüscutir sobre el contenido de las concepciones comprehensivas. E n su perspectiva, l o que cada c iudadano p iensa acerca de las concepciones comprehensivas de los demás es u n asunto puramente privado (1993a: 154). E s t o es u n a consecuencia de no haber a^sringuido suficientemente entre razón pública y razón pohtica. P a r a R a w l s , l a razón pública es l a razón ejercid a p o r los c iudadanos cuando cons ideran problemas políticos fundamentales. E n definitiva, l a razón pública no es otra cosa que l a razón política. C o m o resultado, R a w l s n o puede p e r m i t i r que en l a razón pública se i n t r o d u z c a n argumentos que refieran a nuestra m o r a l personal , porque esto i m p l i c a el riesgo de someter nuestras decisiones morales personales a l aparato coercitivo del Estado .

Pero hay otra m a n e r a de evitar este riesgo, a saber, h a b i l i tar u n espacio para el ejercicio de u n a razón que sea pública s i n ser política. Y probablemente l a me jor m a n e r a de hacerlo sea volver a l a definición de razón pública propuesta por K a n t en Was ist Aufklanmg?: l o que caracteriza a esta razón n o es quién razona n i cuál es el t e m a que se trata, s ino el m o d o en que consideramos a nuestros interlocutores. L a razón pohtica es u n a m o d a l i d a d par t i cu lar de l a razón pública, a saber, aquella que se ejerce con el f in de l legar a decisiones con fuerz a coercitiva para el conjunto de los c iudadanos.

8. L a r u p t u r a c o n e l d i s c o n t i n u i s m o

L a redefinición de l a noción de razón pública es u n a de las condiciones para superar las insuficiencias de l a teoría rawls ia-

14. Véase Rawls, 19936.

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na de la estabilidad. L a otra condición (que sólo puede abordarse cuando se ha satisfecho l a primera) es abandonar l a exigencia de separar tajantemente entre pohtica y m o r a l personal.

R o n a l d D w o r l d n h a identif icado esta exigencia con lo que él l l a m a l a estrategia de la discontinuidad. Según esta estrategia, las convicciones que adoptamos en el terreno de l a m o r a l personal y las convicciones que adoptamos en el terreno político deben tener justif icaciones compatibles pero independientes. L a alternativa a este camino es lo que D w o r l d n denomina l a estrategia de la continuidad. De acuerdo con ella, los p r i n c i pios de l a pohtica l ibera l deben ser vistos como parte de las condiciones en las que queremos v iv i r nuestra v i d a m o r a l i n d i v idua l (Dworldn, 1990: 6 y 17) . 1 5

¿Es posible ser l iberal y adoptar al m i s m o t iempo esta segunda estrategia? L a respuesta ortodoxa es que no. Sólo s i separamos claramente entre poht i ca y m o r a l personal podremos evitar que los procesos de decisión mayor i tar ia terminen condic ionando nuestra v ida m o r a l ind iv idua l . Pero esto solamente es cierto s i adoptamos u n a concepción estrecha de l a discusión pública, s i m i l a r a l a que adopta el prop io Rawls . S i l a discusión pública tiene p o r único objeto l a definición (al menos los aspectos fundamentales) de u n modelo de organización de l a coexistencia social , entonces es verdad que la intro ducción de argumentos relativos a nuestra v ida m o r a l personal es potencialmente peligrosa. Pero s i adoptamos u n a definición más ampl ia de l a discusión pública, del t ipo de l a propuesta p o r K a n t , entonces es posible in t roduc i r a l menos algunos argumentos relativos a l a v ida m o r a l personal s i n pagar u n alto precio en términos de construcción inst i tuc ional .

S i l o anterior es correcto, entonces podemos concebir a l espacio público, n o sólo como el lugar donde se discuten las decisiones políticas fundamentales, s ino también como el l u gar donde se desarrol lan argumentaciones capaces de establecer puentes entre las concepciones comprehensivas preferidas p o r los individuos y la justificación de u n a concepción pohtica de la justic ia. E l espacio público así entendido n o sólo será u n resultado de l a opción en favor de l a inst i tuc ionahdad demo-

15. Rawls malinterpreta el punto de vista de Dworkin en 1993a: 135 n.

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orática, s ino también el lugar donde permanentemente se recluían adhesiones en favor de esta opción. De este modo, l a existencia de u n a background culture capaz de sostener u n consenso p o r superposición no sería u n dato externo que sólo puede ser constatado p o r los ciudadanos, s ino (al menos parcialmente) u n resultado del esfuerzo de construcción c iudadana. Concomitantemente , nuestra ident idad en tanto agentes morales privados y nuestra ident idad púbhca en tanto c iudadanos no quedarían arti f ic ialmente divorciadas sino integradas en u n a m i s m a lógica.

N o puedo desarrol lar aquí el m o d o en que podría ponerse en práctica esta estrategia de l a cont inu idad en el marco de u n espacio público k a n t i a n o . 1 6 Pero m e i m p o r t a señalar que, en el caso de que ta l cosa sea efectivamente posible, deberíamos registrar dos conclusiones de importanc ia :

1) E n el terreno de l a filosofía política, l a teoría rawls iana debería ser radicalmente re formulada en su segundo nivel , es decir, aquel que se ocupa del p r o b l e m a de l a estabilidad.

2) E n el terreno de las prácticas políticas reales, l a inst i tu-c ional idad l ibera l debería tornarse más sensible a los reclamos p o r mejores condic iones p a r a el desarrollo de nuestra v ida m o r a l en condiciones de d ivers idad . 1 7

U n a y otra conclusión deberían l levar a adherirnos a concepciones del l ibera l i smo signif icativamente más sofisticadas que l a defendida p o r R a w l s , en las que el espacio público no sea reducido a l espacio político y en el que nuestra v i d a m o r a l personal n o quede completamente d ivorc iada de nuestra ident idad en tanto c iudadanos. E l l ibera l i smo á la R a w l s tiene r a zón en enfatizar los riesgos de someter nuestra v i d a m o r a l personal a los mecanismos de decisión colectiva. Pero termina pagando u n precio demasiado alto para asegurar que tal cosa no o c u r r a . 1 8

16. Véase sobre este punto Dworkin, 1991a: 415. 17. Me ocupo de este asunto en Da SUveira 1998. 18. Este texto es una versión modificada de una ponencia presentada al Interna

tional Symposium on Jnstice, In Honor of John Rawls, organizado por la Universidad de Santa Catarina en Florianópolis, Brasil, entre el 18 y el 22 de agosto de 1997.

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Agradezco los comentarios a la primera versión realizados por Luiz Bernardo Araújo, Andre Berten, Alcíno Bonella, Nyüiamar De Oliveira, Alvaro de Vita, Sonia Felipe, Klaus-Gerd Giesen, José Heck y Marcos Müller.

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A U T O R E S

Luz MARINA BARRETO. ES profesora de filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Obtiene el título de licenciada en Filosofia en la Universidad Central de Venezuela y el título de Doctora en Filosofía en la Universidad Libre de Berlín. Ambas tesis fueron aprobadas con menciones honoríficas. Ganadora en 1990 del primer premio a la investigación filosófica Federico Riu en la categoría de ensayo largo por su trabajo El lenguaje de la modernidad.

Profesora y jefe del Departamento de Filosofía Teorética de la Escuela de Filosofía de la UCV. H a sido investigadora adscrita del Instituto de Filosofía y del Instituto Internacional de Estudios Avanzados (IDEA). H a sido miembro del Directorio de la Sociedad Venezolana de Filosofía y actualmente es miembro del Directorio de la Asociación Venezolana de Filosofía del Derecho y Filosofía Social. Es miembro del Comité de Postgrado del Área de Filosofía de la UCV, en donde dirige una investigación. Profesora de la Maestría y el Doctorado del Área de Filosofía de la U C V y representante profesoral ante la Asociación de Profesores de la UCV.

DANIEL BONILLA es profesor y ex director del Área de Teoría Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes. Abogado (Universidad de Los Andes), con Maestría en Filosofía (Universidad Nacional de Colombia). Miembro del Consejo Editorial de la Colección Nuevo Pensamiento Jurídico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes. H a sido coautor, entre los más recientes, de

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"E l igualitarismo liberal" (estudio preliminar) en Ronald Dworkin, La Comunidad Liberal (Bogotá, Siglo del Hombre / Ediciones Uniandes, 1997).

FRANCISCO COLOM GONZÁLEZ (1961) es miembro del Instituto de Filosofía del CSIC. Con anterioridad ha sido profesor de sociología de la Universidad Pública de Navarra e investigador en diversas universidades alemanas, canadienses y latinoamericanas. Entre sus publicaciones destaca Las caras del Leviatán (1992).

PABLO DA SILVEIRA es doctor en Filosofía por la Universidad de Lovai-na. Profesor en el Instituto de Filosofía de la Universidad Católica del Uruguay (Montevideo). H a publicado numerosos artículos en revistas académicas de América y Europa, así como tres libros: La Segunda Reforma (Montevideo, C L A E H , 1995), Historias de Filósofos (Buenos Aires, Alfaguara, 1997) y Libéraux et communautariens (París, Presses Universitaires de France, 1997, en colaboración con André Berten y Hervé Pourtois).

JUAN GARCÍA-MORAN ESCOBEDO. ES profesor del Departamento de Filosofía y Filosofía .Moral y Política de la U N E D (Madrid). Anteriormente ha sido becario del Instituto de Filosofía del CSIC. H a estado también becado emel Intemationaal Irrstituut voor Sociale Geschiedenes de Amsterdam y en la McGi l l de Montreal. Diplomado en Derecho Constitucional y Ciencia Política. H a publicado sobre las temáticas de Filosofía Política y Filosofía de la Historia en diversas revistas especializadas.

JOSÉ MARÍA HERNÁNDEZ es doctor en Filosofía (1995), con una disertación sobre la filosofla de Thomas Hobbes, y diplomado en Derecho Constitucional y Ciencia Política (1992). H a realizado estancias de investigación y como profesor visitante en las Universidades de Cambridge (Reino Unido) y The Johns Hopkins (Maryland, EE.UU.) . E n la actualidad es profesor en el Departamento de Filosofía y Filosofía Moral y Política de la U N E D (Madrid). También es, desde su fundación, miembro de la Secretaría de redacción de la Revista Internacional de Filosofía Política. Sus trabajos de investigación giran en tomo a las relaciones entre filosofía política, historia intelectual y ciencias sociales. E n esta línea ha publicado en los últimos años un gran número de artículos en revistas especializadas y volúmenes colectivos. E n los próximos meses aparecerá su primer libro: Retrato de un dios mortal: los límites de la política en Thomas Hobbes.

ÓSCAR MEJÍA es profesor y director del Área de Teoría Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes. Catedrático de

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Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Filósofo (Universidad Nacional), diplomado en Estudios H u manísticos (U. del Rosario), especialista en Filosofía Contemporánea (Georgetwon University, Washington D.C.), M.A. y Ph.D. en Filosofía Política y Teoría del Derecho (Pacific University, Los Ángeles). Ha publicado, ente OÜTJS, " E l paradigma consensúa! del derecho en la teoría de John Rawls" (estudio preliminar) en John Rawls, El Derecho de los Pueblos (Bogotá, Universidad de Los Andes, 1996) y Justicia y Democracia Consensúa! La teoría neocontractualista de John Rawls (Bogotá, Siglo del Hombre / Ediciones Uniandes, 1997). Becario del Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología (COL-CIENCIAS), gracias al cual adelantó la investigación del libro Derecho, Legitimidad y Democracia Deliberativa (Bogotá, Editorial Témis, 1998).

ROBERTO RODRÍGUEZ GUERRA (Valleseco, Gran Canaria, 1960) es doctor en Filosofía por la Universidad de La Laguna, Tenerife, donde imparte docencia de Filosofía Política, Teoría de la Democracia y Teoría Política contemporánea. Su trabajo de investigación se nuclea en tomo a la crítica y la reconsUucción de la política, la democracia y el liberalismo. Sobre estas temáticas ha publicado diversos ensayos en revistas especializadas. E n la actualidad dirige un proyecto de investigación sobre el liberalismo contemporáneo fruto del cual es su libro El liberalismo conservador contemporáneo, de próxima aparición.

JESÚS RODRÍGUEZ ZEPEDA, mexicano, licenciado en Filosofía por la Uni versidad Nacional Autónoma de México y doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Educación a Distancia de España. Trabaja como profesor titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iz'tapalapa. Su campo de investigación es la filosofía política. Enfre sus publicaciones se encuentran «Locke: la propiedad como derecho natural», en Signos. Anuario de Filosofía (México, UAM-I , 1992); «Democracia y sistemas de partidos», en Argumentos 18 (México, U A M - Xochimilco) (abril de 1993) y Estado de derecho y demoaacia (México, LFE, 1996).

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ÍNDICE

Prólogo, por Femando Quesada 7

I D E L SUJETO Y E L CIUDADANO E N E L O R D E N POLÍTICO

Retomo al sujeto, por Juan G. Moran 17 Los umbrales del demos: ciudadanos, transeúntes y metecos,

por Francisco Colom González 39 Pluralismo y democracia: la filosofía política ante los retos

del pluralismo social, por Roberto Rodríguez Guerra . . . . 69 Liberalismo, comunitarismo y democracia deliberativa. Mito

y realidad de la participación en Colombia, por Óscar Mejía Quintana y Daniel Bonilla Maldonado 98

n E L L I B E R A L I S M O : F I N D E SIGLO

E l liberalismo ante el fin de siglo, por José M.a Hernández . . . 143 Liberalismo moral y justicia económica, por Luz Marina

Baneto 177

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E l concepto de cultura política en El liberalismo político de John Rawls, por Jesús Rodríguez Zepeda 206

L a teoría rawlsiana de la estabilidad: consenso por superposición, razón pública y discontinuidad, por Pablo Da Silveira . 226

Autores 249

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