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Annotation
Una presencia siniestra mora elas entrañas del Hindukush: laVíbora, una criatura de leyenda queyace escondida y custodia u
inmenso tesoro. Encontrarse coella supone la muerte.
Durante eones, guerreros, héroesy exploradores la han combatido y
han caído bajo su embrujo, desdelos conquistadores macedonios
hasta los casacas rojas británicos.Ahora es Pavel Levart, un soldado
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del ejército de ocupación rusodotado de capacidades especiales,el que se enfrenta a ella. En medio de una brutal guerra
contra los muyaidines, en la que nohay tregua ni descanso, y mientras
se desmorona el imperio soviético,Levart tendrá que luchar tambié
contra la fascinación y el peligro delo desconocido.
Paciente, eterna, seductora, laVíbora le espera.
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Andrzej Sapkowski Víbora
Traductor: Faraldo Jarillo, José
María Autor: Sapkowski, Andrzej
©2013, Alamut Ediciones ISBN: 9788498890907
A la memoria de Jiri Pilch,
editor checo y gran amigo
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de los autores polacos.
Esta historia es ya leyenda
antigua,
en la tierra lejana de Afganistán
vivía un pobre y triste soldado que de una víbora oyera hablar...
Victor Mazur
It was no dream; or say a dreamit was,
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Real are the dreams of Gods, an smoothly pass
Their pleasures in a long immortal dream.
John Keats, Lamia
El amanecer en el Hindukush escomo una explosión de claridad. La
impenetrable negrura de la noche palidece sólo durante un segundo yde inmediato la claridad enciendelas nubes, prenden y arden con u
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fuego cegador las nieves de lascumbres. De improviso se tiene lasensación de que allá, lejos, al otrolado de la cadena de montañas, se
estuviera abriendo un cráter en elinterior de la tierra, expulsando y
vomitando una líquida masa de lavaardiente. Como si allá, lejos, tras la
dentada línea de cumbres,extendiera sus alas incandescentes
el Pájaro de Fuego, alzándose alvuelo hacia el espacio. El Pájaro de Fuego aletea, laclaridad abarca todo el horizonte,
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la babel de luces que se arremolinallena el cielo sobre las cumbres, elfulgor fluye hacia abajo con unaincreíble velocidad, hacia abajo
por las rugosas pendientes de las paredes y los barrancos. Las
paredes y los barrancos de los piesdel Hindukush, que por el día so
de un inmutable tono grisceniciento, se ennoblecen en el
momento del amanecer con udorado cegador. En los cortos instantes delamanecer, sólo en estos instantes,
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por un segundo, Afganistán sevuelve hermoso. A la aurora, cuando sobre elHindukush vuela el Pájaro de
Fuego, las faldas de las montañasse cubren de oro y Afganistán se
vuelve hermoso, hace frío. Tantofrío que el metal del akaeme se
cubre de una plaquita de escarcha. Una escarcha que se pega
dolorosamente a los dedos. —No os durmáis —advierteLevart, cubriendo las congeladasorejas con el cuello de la bushlata,
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una agradable piel de oso artificial. ¡No os durmáis, eh, vosotros!
¡No duermas! ¿Rogozin? ¿Duermes? —¡Despierto!
—¿Karayev? —Despierto, praporshchik. No
duermo. Demasiado frío, blin... Pavel Levart despega los dedos
del akaeme, limpia la culata con lamanga. Junto a él, a la derecha, se
retuerce Valun, para sussubordinados sargento ValentinTrofimovich Jaritonov, se restriegalas manos, murmura algo en voz
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baja. A la izquierda bosteza AsimKarayev, de mote Zima. Más alláde Zima, en un nido unipersonalhecho de piedras, se despereza
Mishka Rogozin, golpea su RPK ychirrían los dos pies del arma,
tintinea la canana con munición. Va clareando. El pelotón se
despierta a la vida, la gente seremueve en sus puntos de control,
gimen y maldicen en sus trincheraslabradas en la tierra pedregosa, elos nidos rodeados de rocas de sus puestos. De algún lugar cercano —
l f i d l
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en el frío aire de la montaña se percibe todo— llega un olor ahumo, alguien no ha hecho caso a la prohibición, no aguantó sin s
cigarrillo. Valun se suena losmocos con ruido, se limpia la nariz,
se rasca el rabillo del ojo, mirandohacia abajo fijamente, hacia la
pendiente del barranco y la claralínea del camino de guardia que
fluye desde allí, retorciéndosecomo una serpiente. Levart seinclina saliendo de las piedras,mira en dirección al KPP del
i l l b k
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camino, el puesto y el bunker queocupan los verdes, los askeros delejército afgano oficial. No hay nadaallí. Ni un movimiento.
—Seguro que están durmiendo,los moros.
—Duermen —concuerda con airesomnoliento Valun, el sargento
Valentin Trofimovich Jaritonov. —Nada más que buscar tiras.
—Nada más. —Asim Karayev bosteza—. Un día como otrocualquiera. Viva la UniónSoviética... Blin.
P d á d d l d
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Por detrás, desde el puesto demando, voces. El komvzvoda, elefe del pelotón, el teniente senior
Kirilenko, está gritándole a uno de
los sargentos. El sargento a su vezles grita a unos soldados.
Con toda seguridad, a los quehabían estado fumando. O a alguno
que haya dejado su puesto para ir aorinar.
Levart se lleva los binoculares alos ojos, mira las revueltas delcamino y la pendiente del barranco. «Tiras», o sea convoyes, no hay.
P d á b l
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Pero nada más que buscarlas.
El convoy, como todos los demás,
viene del otro lado de la frontera,de la base de transporte y carga e
Hayraton. Primero tiene queatravesar los ochenta kilómetros deldesierto hasta Mazar-i Sharif, desdeallí, las serpentinas carreteras demontaña hasta Puli-Chumri, unosdoscientos kilómetros. A poco de pasar Puli-Chumri comienza el
desfiladero de Salang y el túnel decasi tres kilómetros de largo del
i b h d d l
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mismo nombre, horadando elcorazón del Hindukush. A esta hora,Levart mira el reloj, el convoy yaha atravesado de seguro el Salang,
estará al otro lado de la salida sur del túnel.
Desde el lugar donde el ateridoLevart vigila el camino hasta la
salida del desfiladero que estáobservando, y hasta la salida sur
del Salang, hay unos quincekilómetros. A la «tira» que ya ha pasado el túnel le separan unossesenta kilómetros de Bagram. De
Kab l más de cien La parte más
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Kabul, más de cien. La parte más peligrosa del recorrido. Por esoestán aquí las patrullas de protección. Como la nuestra. Que
lleva el nombre en código de Neva. —Oigo unos motores —anuncia
el sargento Jaritonov, de moteValun.
Desde las fauces del desfiladero,hundidas en las tinieblas, surge una
columna, entra en la cuerda delcamino, presentando la partederecha como en un desfile, se velas máquinas claramente,
perfilándose frente al fondo de la
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perfilándose frente al fondo de la pendiente bañada por el sol. E primer lugar avanza un BTR-70, decañón KPVT alzado al máximo,
bien dispuesto, olisqueando el peligro. Tras el beteerre, un Ural de
doce ruedas, con una caja de cargacubierta por una lona, a unos
trescientos metros detrás otro, y unomás aún. Luego un chato Kamaz de
dieciocho toneladas, tras él otro,lanzando gases por el tubo deescape, con la hidráulica silbando, poderosos, de doscientos caballos,
nada de un camión normal y
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nada de un camión normal ycorriente, nada de un transportecivil corriente, sino una máquina deguerra capaz de imponer respeto,
cargada hasta los topes, por encimade la resistencia de sus ejes,
cargada de aquello con lo que sealimenta la guerra, sin lo que no
puede haber guerra. Tras ellos unMaz, un camión cisterna co
gasolina. Y otro Ural. Giran por lasierpe, desfilan, presentando estavez la parte izquierda, embarradacon una mezcla de polvo del
desierto y de nieves del Hindukush
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desierto y de nieves del Hindukush.El beteerre que les conduce está yaa cien metros del KPP y del puestode los afganos, pegado a la roca.
Hace frío pero Levart de prontotiene todavía más frío. Siente de
improviso una presión en lasorejas, una pulsación, un zumbido
procedente de un molesto insecto,como una abeja que alza una
agitación en una colmena. Y de pronto lo sabe. De pronto estáseguro. Del mismo modo quemuchas veces antes, cuando lo
sentía con toda seguridad
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sentía con toda seguridad. —Espíritus... —susurra de pronto. Valun se vuelve. —¿El qué? ¿Pasha?
—Espíritus. ¡Espíritus!¡Espírituuus! ¡Una trampa!
¡Alaaarma! Un relámpago repentino en el
camino, humo, una explosión queembota los oídos enmudece los
gritos del destacamento. Un BTdestrozado por la explosión salta yse sale de la carretera como eluguete de un niño al que se le da
una patada Un estruendo u
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una patada. Un estruendo, uestruendo, la pendiente al otro ladodel camino envuelta en humo, haciaabajo, hacia la columna, vuelan los
disparos de los lanzagranadas,dejando estelas como flechas
indias. El primer Ural recibe uimpacto directamente en la cabina,
estalla, rebota y se queda quieto. UKamaz tocado por dos veces estalla
en llamas al momento, arde comouna tea. El destacamento se despierta desu estupor, se dispone a la lucha.
Desde el puesto de mando tabletea
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Desde el puesto de mando tableteael PKM, abren fuego los otros puestos. Levart muerde los labios,aprieta el gatillo, el akaeme se
revuelve en sus manos, la culatagolpea sordamente en el hombro.
Junto a él dispara Zima, loscartuchos saltan como granizo.
Dispara con la RPK escondido esu agujero Misha Rogozin, dispara
largas ráfagas. Dispara ya todo eldestacamento, cada blokpost, cada puesto, dispara cada cañón del pelotón, dispara todo lo que es
capaz de disparar Las paredes del
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capaz de disparar. Las paredes deldesfiladero, al otro lado delcamino, son arañadas por las balasy se elevan nubes de polvo. El
objetivo es claro y simple. ¡Hacer que se echen a tierra! Que se eche
a tierra los dushman con sus RPG ysus bazucas, no dejarles disparar
sin traba a los Kamaz del convoy. —¡Ka-pe-pe! —grita avisando
alguien desde atrás, de un puestosituado más arriba—. ¡Ka-pe-pe! Levart sabe de qué se trata,siguiendo a otros cambia su fuego
al bunker y al puesto de los askeros
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al bunker y al puesto de los askerosafganos. Porque desde allí tambiédisparan ahora RPG y bazucas. Usegundo Kamaz se convierte en una
bola de fuego, el tercero, con uimpacto en las ruedas, cae
pesadamente sobre el chasis. Elconvoy se defiende, aúllan los
vladimiros montados sobre el Ural,la escolta dispara. Dispara
indolentemente. Y poco tiempo.Una ráfaga desde el puesto de losafganos los hace migas. El Maz explota, estalla la
cisterna, la gasolina ardiendo cubre
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cisterna, la gasolina ardiendo cubreel camino, el fuego llega hasta eltercer Kamaz, lo abraza al instante.Un hombre, cubierto por las llamas,
salta de la cabina, cae abatido por las balas. Un humo negro lo oculta
todo, un hedor ahoga y sofoca. En elhumo, los relámpagos de los
disparos, las explosiones de los proyectiles de RPG. El humo lo
oculta todo, se pierde en él lacarretera, el KPP y el bunker afgano, desaparece en él el convoyatacado, el humo lo encubre y
esconde. Levart se restriega las
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esco de. eva t se est ega aslágrimas de los ojos. Al no ver, nodispara. Valun lanza una maldición. —¡No veo! —grita Rogozi
desde su agujero—. ¡No veo nada, blad!
Desde abajo, desde la gasolinaardiendo, llega una ola de u
ardiente hedor a petróleo. De pronto un grito desde detrás,
el golpeteo y el chirriar de unas botas, se alza la voz joven, decachorro, del teniente Kirilenko. Elteniente Kirilenko, Levart lo sabe
de pronto con una certeza que hiela
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p qla sangre, va a hacer dentro de usegundo algo increíblementeestúpido. Algo infantil y
mortalmente estúpido. —¡Pelotóoon! ¡A la luchaaa!
¡Detrás de mí! No me lo creo, pensó. No me lo
creo. —¡Pelotóoon! ¡Detrás de mí! ¡A
ayudar a los nuestros! ¡Adelanteee! —Está grillao... —jadeó de rabiay desesperación—. Joder, ¿es quese piensa que está en la batalla de
Kursk?
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Los soldados del pelotósaltaron, salieron del escondite.Todos. Bueno, puede que no todos.
Corrieron. Detrás del teniente. —Siéntate ahí, Pasha —susurró
Valun, agarrándole con una manoférrea y arrastrando a Levart a la
trinchera—. ¡Siéntate! ¡A Kirilenkose le ha saltao un tornillo, pero tú
no te vuelvas loco! ¡Siéntate! ¡Y tútambién siéntate, Mijail! ¡Asienta elculo! Y tú, Zima, ¿adónde vas?¿Adónde, joder? ¡Quieto! ¡Quieto,
te digo!
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g Zima no le hizo caso. El pelotón,aunque no todos, salió delescondrijo. Tras el teniente
Kirilenko. Siguiendo sus órdenes. Y los dushman, maldita su puta
estampa, sólo estaban esperandoaquello.
En la zastava tronaron las ráfagasde dos DShK, retumbaron desde la
pendiente y el barranco sordamente,da-da-da-da-da, los proyectilesatravesaron el campo,entremezclando tierra, arena y
piedras. Y personas.
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p p Antes de que el sargento loarrastrara hacia el escondrijo,Levart vio la sangre polvorienta,
surgiendo como un sifón de quieneshabían sido acertados, vio cómo
caían, cortados y rajados por las balas, cómo gritaban y aullaban.
Vio cómo Asim Karayev, tocado enla barriga, se abría como una
navaja, vio cómo se retorcía por laarena, sangrando, y la arena a salrededor hervía. Vio cómo laespalda del uniforme del teniente
Kirilenko humeaba y se rasgaba de
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pronto, estallaba en sangre y elteniente caía, con el rostro haciaabajo, en la parda arena afgana.
Una explosión, dos, un estallidoensordecedor, el zumbido de los
fragmentos, alrededor se hizo laoscuridad por el polvo levantado y
las piedras volantes. Un mortero, pensó Levart, estos hijos de puta
hasta tienen mortero. —¡Un mortero! —gritó—.¡Cubríos! ¡A cubierto! ¡Todos acubiertooo!
Se ahogó con una repentina falta
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de aire. Da-da-da-da-da, no secansaban los de-she-ka. Da-da-da-da-da. Los proyectiles convertía
en polvo hasta piedras de bastantetamaño. Se encogió, metió el rostro
en la manga de la bushlata. Aullidos silbantes, brillo
cegador, un estallido ensordecedor,una detonación que hace temblar el
suelo, una ola de calor. RPG, se diocuenta al punto, es un RPG. Ylanzado de cerca... ¡De cerca! —Allah-u akbaaar!
—¡Espírituuus!
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Ya gritaban otros, todo el pelotón,todos habían visto ya las siluetasque surgían de la tierra, con sus
pakoles planos y sus turbantes. Losmuyaidines se lanzaban a la lucha
invocando a Alá, disparando todolo que tenían. Levart escuchó a s
alrededor el rápido fit-fit-fit-fit delos proyectiles volando.
Los de-she-ka no se habíacallado, seguían golpeando los puestos del pelotón. —¡A mis órdenes! —grita desde
el puesto de mando el praporshchi
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senior Panin.
—¡Pelotón a la lucha! ¡Fuego! —Allah-u akbaaar!
—¡Fuego! —grita Panin—.¡Disparar, jodeeer! ¡Disparaaar!
Dispa... Una explosión, una lluvia de
grava y de pequeñas piedras legolpea la espalda. Levart no tiene
que darse la vuelta para saber quéha pasado, sabe de dónde provieneesos restos, qué es lo que le haarrebatado la voz a Panin, por qué
se ha callado de pronto el PKM del
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puesto de mando. Sabe que se trata
de un impacto directo, de unagranada de mortero en el mismo
centro del blokpost. —¡Fuego! ¡Fuego, job tvoj
maaac! Gracias a Dios, está vivo, suspira
de alivio Levart. Aliosha Panin estávivo y al mando... Gracias a Diosque no soy yo... El siguiente por antigüedad... Aprieta los dientes y aprieta elgatillo del akaeme, dispara.
Dispara junto a él Valun, dispara
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Rogozin desde su agujero, dispara
todo el pelotón. Pese al fuego densoe incansable —advierte Levart co
terror— no desaparecen las siluetasenvueltas en pakoles, turbantes y
pañuelos palestinos, hay cada vezmás. Y están cada vez más cerca.
Tan cerca que ya se ve cada detalle.Como, por ejemplo, el que dos barbados que corren directamentehacia ellos llevan en la mano unoslanzagranadas, el uno un RPG-7, elotro un viejo RPG-2. Y que ambos
se ponen de rodillas, toman el armal h b
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en el hombro.
Apenas le dio tiempo a lanzarseal fondo de la trinchera y cubrirse
la cabeza con las manos. Al menosun proyectil acertó en su blokpost,
usto en el puesto de MishkaRogozin, en su nido de piedra. Ante
los ojos de Levart, completamentesordo por el estallido, junto con elhumo, el fuego y fragmentos deroca, salió volando del nido lo quequedaba de Mishka: un fragmentode un abrigo ensangrentado, algo
que recordaba a una sandíab i d ill d
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carbonizada y un gran ovillo de
tripas rojo-azul oscuro. Encogidounto a Valun, algo duro le golpeó
en la espalda. Levart, todavíasordo, vio que el sargento aferraba
en ambas manos sendas granadas F-1. Arrancó las anillas con los
dientes y lanzó una granada ante sí,muy rápido, sin agacharse. Levar siguió su ejemplo, lanzando sus doslimonkas. Cuando remató con dosgranadas de mano, las F-1comenzaron a explotar, las
explosiones y el silbido de losf f h d l
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fragmentos fueron ahogados al
momento por terribles evocacionesa Alá. Alzó su Kalashnikov del
suelo y la limpió con la manga.Valun lo agarró por el hombro.
—¡Salgamos de aquí! ¡Retirada!¡Por pies, Pasha, por pies! ¡Si no,
nos joden! Salieron del blokpost, se alzaroentre el silbido de las balas,corrieron, zigzagueando como lasliebres, hasta el siguiente puesto, aunos diez metros, diez metros de
tierra rocosa, diez metros entre ell l d l di S
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polvo alzado por los disparos. Se
metieron por el parapeto, cayerodirectamente sobre los cuerpos,
sobre los muertos, sobre heridosque gritaban, sobre cartuchos y
cargadores vacíos. El únicosoldado que podía luchar, Levart no
pudo reconocer quién era,maldecía, chillaba, con la culataapoyada sobre la mejilla llena degranos, disparaba sin tregua con sakaeme, sembraba de balas elterreno frente a él.
—Allah-u akbaaar!Y ll ll !
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—Yalla, yalla!
—¡Bandidos de mierda! —Elakaemista temblaba al disparar—.
¡Hijos de una gran puta gorda!¡Venga, venid! ¡Venid!
En la trinchera, abriéndose paso por sobre el parapeto, cayeron dos
granadas, una RGD y un huevo pakistaní de color cacao. La muerte,
pensó Levart, aplastándose contraun suelo cubierto de cascos vacíoscomo si fuera un lenguado. Valundio un salto de tigre, agarró la RGD
y la lanzó fuera con brío, estalló. Lagranada paq istaní giró entre los
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granada paquistaní giró entre los
heridos y los cadáveres y éstos sellevaron la peor parte de la
explosión. Levart se puso bocaabajo, se quedó sordo de nuevo a
causa del estallido y de los aullidosde los mutilados. Alguien se
arrastró a su lado, se retorció, se leenganchó la bota al cinto delakaeme y lo arrancó de las manosde Levart. —Allah-u akbaaar!
En la barricada entraron dos. U
barbado enorme de mirada salvajey un tipo oscuro con pañuelo
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y un tipo oscuro con pañuelo
palestino, un voluntario saudí. Alsaudí lo rebanó de inmediato una
ráfaga del akaemista de la carasembrada de granos, el cual a s
vez murió al momento por losdisparos del barbudo.
—Allah-u akbaaar! La mira cerrada, anotóirracionalmente Levart, mirando lacarabina del barbado mientras dabafebriles manotazos a su alrededor
en busca de un arma. Es una
Kalashnikov china, de produccióchina lanzada desde Pakistán
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china, lanzada desde Pakistán...
Tocó con la mano, jadeabadesesperado, lo alzó, tuvo una
suerte increíble, porque lo quehabía tocado era un AKS que
alguien había tirado, más ligero queel AKM y que se podía subir con
más rapidez. Con el arma corta elas manos extendidas, en gestoinconsciente de defensa, apretó elgatillo. Acertó directamente en elrostro al espíritu de la Kalashnikov
china. Sangre, dientes y pelos de la
barba volaron por todas partes.¡Bien le ha estado! gritó
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—¡Bien le ha estado! —gritó
Valun con rabia—. ¡En sus morrosde cerdo! ¡En su culo de moro!
Agarró la AKM del soldadomuerto, saltó al parapeto de
rodillas. —¡Gilipollas! —gritaba, agitando
los muslos, con el arma por delante. ¡Puuutas! ¡Cabrooones! ¡Mecago en vuestra puta madre! Milukin, recordó Levart, elakaemista muerto era el soldado
Milukin. No podía alzarse del
suelo, tenía los pies como si fuerade algodón todo su cuerpo le
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de algodón, todo su cuerpo, le
parecía, cada tendón, todo lenegaba su obediencia. Su mano
apretada a la culata del AKS no semovía por nada del mundo,
temblaba espasmódicamente. Elsuelo bajo sus pies se sacudió de
pronto por una explosión, el puestose llenó de humo apestoso. Levar se atosigó, tosió, lloriqueó en umovimiento instintivo de vómito. Valun disparó todo el cargador,
tiró la AKM. Se echó de rodillas
unto a Levart, lo agarró delhombro lo zarandeó Tenía la
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hombro, lo zarandeó. Tenía la
manga izquierda rasgada, el brazodesnudo bajo ella estaba
ensangrentado. —¡Por pies, Pasha! ¡Venga,
deprisa! ¡Deprisa, hermano! Levart reaccionó, se levantó.
Salieron de la trinchera,atravesaron los siguientes diezmetros, en parte corriendo, en partea cuatro patas, bajo las balas,azuzados por los aullidos de los
dushman detrás de ellos y animados
por los gritos de sus camaradas delblokpost de mando que humeaba e
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blokpost de mando que humeaba e
frente. El blokpost salvador que de pronto se abrió ante ellos como si
fuera la puerta del paraíso y ellosse lanzaron al interior, tomando aire
por la boca como peces fuera delagua. Y el viejo praporshchik
Panin, como si fuera San Pedro, lesacogió con verdadera pasió paradisíaca. —¿Vivos, joder? ¿Enteros?¿Entonces por qué cojones estáis de
brazos cruzados? ¡Tomad un arma,
su puta madre! ¡Y a luchar! ¡Aluchar!
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luchar!
No faltaban armas, el blokposestaba lleno de muertos y heridos
incapacitados para luchar. Echaronmano del AKM, se unieron a los
otros, a los más o menos diezsoldados que disparaba
repetidamente, sin tregua. En elfondo, encogido, estaba sentadoKola Sinisin, el enlace de radio,repitiendo incansablemente almicrófono su mantra para pedir
ayuda.
—¡Fuego! —gritó Alexei Panin,el San Pedro incluso con cierto
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el San Pedro, incluso con cierto
parecido al santo portero, si a éstese le afeitara, se le pelara al uno, se
le manchara la jeta con sangre ysuciedad y se le encajara en las
manos un AK-74. —¡Fuego! ¡Fuego a discreción!
El blokpost disparaba. Junto aLevart, pegado a su hombro, tirabade su PKM el sargento Kriuchov,llamado Kriuk. Detrás de él,tomando impulso como u
discóbolo griego, el soldado
Lugovoi lanzaba granadas de mano.Ante los ojos de Levart, una bala le
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Ante los ojos de Levart, una bala le
acertó en la frente, la sangre lesurgió de la sien en una fuente de u
metro de largo. —Allah-u akbar! Allah-u
akbaaar! —Aquí Neva, aquí Neva... —
repetía con voz agitada KolaSinisin, encorvado sobre su radiocomo un judío ante el Talmud—.Cero, primero, ¿me escuchas...?Aquí Neva...
—Allah-u akbar! Marg bar
shuravi! Kola Sinisin dejó de hablar,
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o a S s dejó de ab a ,
comenzó a sollozar, moviendo lacabeza cada vez más deprisa. Kriu
peleaba con una PK encasquillada. Valun disparaba y
gritaba. La explosión de unagranada les cubrió de arena y grava,
los aullidos de los atacantescrecieron en fuerza. Aliosha Paninseparó su ensangrentada mejilla dela culata, lanzó un enormeescupitajo.
—Cojonudo, muchachada —
resumió con voz fría—. Lo tenemoscrudo.
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Cierto, parecía que no se iban asalvar. Pero se salvaron.
La salvación, extrañamente, no sela trajeron los «cocodrilos», los
cazas reactores Mi-24, de hechoéstos aparecieron apenas por
delante de los tanques y los BMPque iban con un grupo de refuerzode Charikaru. La salvación les llegódel lugar más inesperado: delconvoy. Desde la tira que parecía
quemada hasta los huesos, de sus
restos rotos, destrozados ya. ElUral de la escolta que cerraba la
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q
columna se había quedado eSalang, llegó al lugar de la
emboscada con retraso. El Uraltransportaba en la caja una zushka
montada. Un cañón antiaéreo Zu-23de dos cañones automáticos. Los
proyectiles de veintitrés milímetroslanzados por el cañón de la zushkaatravesaron primero la pendiente dela parte derecha del camino,limpiándola con rapidez de
muyaidines con bazucas. Luego los
artilleros giraron los cañones a laizquierda, hacia los dushman que
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q , q
estaban frente al puesto. Y losmezclaron con la grava. Los
mezclaron muy concienzudamente,se podría decir: los dejaron como
una masa homogénea, como elrelleno de unas croquetas. Y luego,
a una velocidad de dos mil disparos por minuto, dispararon a los quehuían, dispararon hasta que loscañones se calentaron al rojo. Peroantes de que los cañones se
calentaran, ya revoloteaban sobre el
puesto los Mi-24, y las montañastemblaban con los nursos
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disparados por ellos. A Levart no le fue dado ver ni la
llegada de los cazas ni los cohetes.La explosión del último proyectil
de RPG disparado contra el blokpost, ese mismo disparo que
mutiló al sargento Kriuchov,empujó a Levart contra una piedra ytanto fue el ímpetu de la fuerza delgolpe contra su cabeza que cayó ela inmovilidad y la oscuridad, se
hundió en la inexistencia y se
sumergió en ella. Por completo ysin vuelta atrás.
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Cuando llegaron los refuerzossalieron del puesto de mando Neva
siete soldados por su propio pie,entre ellos el praporshchik Panin y
Valun, el sargento ValentinJaritonov. A nueve los tuvieron que
transportar, entre ellos alradiotelegrafista Kola Sinisin,entero, pero con un profundo shock.Sumido en un trauma tan hondo yduradero que le proporcionó u
dembel. A Kriuk, que perdió la
mano hasta el codo, lodesmovilizaron también, por
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supuesto. Levart acabó en elmedsanbat de Bagram, donde le
diagnosticaron una contusiócerebral. Una contusión cerebral no
aseguraba un dembel. El ataque a la zastava, como al
poco informaron los confidentes delJAD, lo había llevado a cabo cosu destacamento Tarik Sayid Qâdir,del grupo Yamat-i Islami, quecolaboraba con los servicios
secretos pakistaníes. Y dado que,
según uno de los confidentes, la base de ataque de Tarik Sayid
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Qâdir era la aldea de Joranyarik, laaldea de Joranyarik fue
bombardeada y ametrallada por loscazas de asalto Su-25, no dejando
piedra sobre piedra en ella. Tresdías más tarde el JAD culpó del
ataque a la zastava a los muyaidinesdel mulá Abdurabullah, uno de lossubcomandantes de GulbuddiHekmatiar, de la agrupación Hezb-iIslami. Y como al parecer al mulá
Abdurabullah le ofrecía ayuda
activa la aldea de Sharan Karz, a laaldea de Sharan Karz se la sometió
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a los disparos de cohetes defragmentación lanzados por un BM-
21 Grad, que no dejaron de ella nisiquiera el más pequeño fragmento
de adobe. No mucho después elJAD fusiló a su confidente, pues
resultó que había lanzado falsasacusaciones, porque tenía disputasde naturaleza personal con loshabitantes de ambas aldeas. Por s parte el ataque a la zastava había
sido en realidad obra de un teniente
llamado Munawara Rafi Hafiza, por un tiempo independiente de todos,
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que había tenido su base en elkishlak de Shinyarai. Sin embargo,
como para entonces se habíamultiplicado los nuevos ataques
contra el puesto y en las oficinasreinaba un lío tremendo, la
burocracia falló y se olvidaron de bombardear el kishlak de Shinyarai.En vez de eso los cazas Su-17lanzaron bombas sobre la aldea deMirab Chel, que no tenía
absolutamente nada que ver y para
colmo mostraba una actitud pacífica. Y la redujeron a polvo.
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Mejor dicho: a una masahomogénea como el relleno de las
croquetas. Fueron destruidasincluso las rocas que la rodeaban y
los relieves sobre ellas, que eran detiempos de los Seléucidas.
Por aquel entonces salió PavelLevart del hospital. Y los habitantes de las aldeas,como siempre, colocaron emontones los carneros reventados.
Como siempre, enterraron a sus
parientes y amigos muertos. Y comosiempre, se dispusieron a
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reconstruir sus casas.
El edificio entero se estremeciócon el estruendo de losturborreactores. Justo en aquelmomento se alzó de una pista de
despegue situada no muy lejos,dirigiéndose a toda velocidad hacia
el cielo, un «grajo», ucazabombardero Su-25, al que se le
reconocía desde lejos por suscortas alas y su elegante silueta.
Levart carraspeó. El suboficial deguardia con insignias de sargento
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alzó la vista, dejo la lectura de Znaniye-sila, una revista de
ciencia, popular por sus cuentos deciencia-ficción. Sobre la mesa
yacían además Krugozor , la revistade rock, Iskatiel , una revista de
literatura de aventuras para niños yibolov Sporstmen, una revista de pesca. Levart esperó a que cesarael ruido de los motores. —Praporshchik Levart, quinta
compañía tercer batallón regimiento
centésimo... —Ya sé, ya sé —le interrumpió
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el sargento de guardia. Bostezó hasta que le tembló la
mandíbula, miró su reloj. —Llega usted antes de la hora —
afirmó—. Eso es bueno. Elcamarada mayor es puntual y exige
puntualidad de los demás. Si seretrasa, la escolta la habría cagadoy usted... Un momento, un momento,¿y dónde diablos está su escolta, praporshchik? Son ellos los que
debieran informar de la entrega, no
usted. ¿Dónde están? ¿Ha venidosolo o qué?
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—Los de la escolta —Levart seencogió de hombros— me echaro
del coche nada más salir delhospital. Y al irse me mandaron
presentarme solo. Me advirtierode que si me retrasaba o, no lo
quiera Dios, no me presentaba... —Te patearían el culo y teromperían la boca —terminó elsargento, afirmando con la cabeza
. Eh, vaya zánganos los colegas,
ya nadie tié gana de na, na más que
de vaguear, putas y vodka. Por otrolado, no estuvo mal que les hicieras
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caso, hermano. No hablan por hablar. De seguro que te pateaban
el culo. Levart pasó por alto el tuteo. Los
sargentos profesionales solíatenerse por más importantes que los
alféreces y les costaba muchorespetar los rangos. Este sargentoera para colmo suboficial de uservicio especial, entretenido e polemizar con alguien que, quié
sabe, puede que abandonara el
edificio en unos minutos comoarrestado.
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—No es mala señal, en fin. —Elsargento pareció haber leído sus
pensamientos—. Para ti, me refiero.Si hubiera algo serio contra ti, no te
habrían dejado ir a solateras, tehabrían traído aquí en cadenas. Y
así, pues nada, un interrogatorionormal y corriente. Así que,hermano, no te alteres. Siéntate allí,sí, en esa silla. ¿Es la primera vezque te toca con los personales?
Levart hizo un gesto ambiguo. Ya
había tenido que lidiar con los personales, los miembros de los
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servicios especiales de losdepartamentos de verificació
personal del contraespionaje y delKGB, como todos en Afganistán.
Sobre todo había sido durante losescrutinios, llamados en argo«shmonas», de la palabra rusa pararevisión, y que tenían por objetivoel descubrir el botín de guerra, lostrofeos valiosos, los objetos dedeseo, intercambio y mercadeo, a
veces a una escala bastante grande.
Se trataba sobre todo de divisas, dedólares y de heroína y hachís, pero
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también de objetos de lujooccidentales, cuya posesión la
consideraban los servicios secretosno tanto como prueba de los
saqueos realizados sino como —ycon toda razón— enseres que podían alterar la conscienciasocialista e internacionalista delejército. A los oficiales de mayor graduación se les solía ahorrar elhumillante proceder de que les
revolvieran sus cosas personales,
pero no a los praporshchiks. A élmismo ya le había tocado alguna
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vez tener que explicarse por u bolígrafo Parker, suyo al fin y al
cabo, que había traído de la vidacivil. El regalo de una muchacha
que trabajaba en la agencia deviajes Inturist, en la calle Sadova. —La primera vez y directamenteal mayor —el suboficial bajó la voz
, a la misma cumbre de ladivisión. Alto picas, hermano, alto.¿Has oído lo que se dice de él?
¿Del Cojo Savieliev?
Levart afirmó. Porque había oído.Todos lo habían oído. Sobre Igor
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Savieliev, el Mayor Cojo de los personales, circulaban diversas
leyendas por la división. Lasconocía todas. O casi todas.
Un rumor daba nacimiento a otro,éste a uno nuevo, aún más
improbable que los dos anteriores.Levart había oído hablar del mayor por primera vez durante lainstrucción, en la escuela deAshjabad, antes de Afganistán. El
efe del departamento personal de
la 108ª División Motorizada, lescontó a los alumnos uno de los
b fi i l bi i f d h bí
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suboficiales bien informados, habíasido antes de aquello u
«cascadeur», había servido eCascada, la unidad de élite de los
spetsnaz, la que en diciembre de1979 había tomado el palacio presidencial de Hafizullah Amin enKabul y que había reventado al propio Amin y toda su guardia a base de granadas. Había sido lametralla de una de las granadas
lanzadas entonces, se empecinaba
el sargento, dado que se dudaba dela verdad de su relato, la que le
h bí i d l
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había ocasionado al mayor sevidente mutilación. En fin, unos
creían, otros no, y la leyenda,enriquecida por rumores de
estupendos detalles, continuaba. Ycontinuó hasta el día en que fuesustituida por otra, igualmentelegendaria. El nuevo rumor losembraron, curioso, no lossoviéticos sino los afganos de la12ª División del ejército de la
DRA. Levart para entonces había
tenido ya su bautismo de fuegoafgano, la Ciento Ocho había
d d G d l d h
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rodeado en Gardez a los dushmaen colaboración con los askeros de
la Decimosegunda. Los contactoscercanos o la confianza con los
verdes ni estaban de moda ni seveían bien, pero no se puedeescapar de los cotilleos y losrumores, como rumores que son, seextienden. Y se extendió queSavieliev, chekista y espía profesional, había estado ya e
Afganistán mucho antes del ataque
al palacio de Amin y de la entradadel Cuadragésimo Ejército. Que, e
t h bí t d H t
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concreto, había estado en Herat emarzo de 1979, cuando estalló la
rebelión del cuartel afgano dirigida por Ismail Khan. Que con sólo
nueve compañeros habíaconseguido escapar y huir a lasmontañas, evitando la terriblesuerte de los trescientos treinta ydos consejeros, especialistas y
civiles soviéticos a los quelincharon los habitantes de Hera
durante la matanza que duró diez
días, mientras que los rebeldes deIsmail Khan los torturaron hasta la
t C t d l f iti
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muerte. Cuatro de los fugitivossobrevivieron, contaban los
askeros, entre ellos Savieliev, quese quedó mutilado a causa de la
congelación. El mayor volvió aHerat. Entró en la ciudad, o mejor dicho en aquello que había quedadode ella después de los duros bombardeos de castigo de los Tu-
16, al frente de un destacamento delos spetsnaz. Y junto con los
spetsnaz les hizo pagar caro a los
habitantes de Herat por marzo de1979. Al parecer, en el marco de
l d it l di l
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aquel desquite, le dieron el paseo amás de medio centenar de personas.
Savieliev persiguió también aIsmail Khan, pero aquí ya no pudo,
para entonces Ismail Khan dirigía atodo un ejército de muyaidines y erademasiado poderoso. Por cierto que por esta última descripción, losverdes que contaban la historia
recibieron buenas tortas de parte delos hermanos de la Ciento Tres,
pues los paracaidistas creían ver e
su tono una nota de admiración. Ycomo que pegar a los verdes, al
cabo eran aliados estaba castigado
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cabo eran aliados, estaba castigado,salió de todo aquello un lío no
precisamente pequeño y que apenasse pudo ocultar.
A ambas leyendas clandestinas, la«cascadera» y la herática, lesasestó un inesperado golpe, comoes de esperar, la mujer. El bellosexo. En la persona de Zoika
Projorova, médica del CVG, elHospital Central Militar de Kabul.
La doctora Zoika había sugerido
que había tenido ocasión de abrirsede patas ante el mayor, un hecho
cuya mención se suponía tenía el
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cuya mención se suponía tenía elobjetivo de elevar grandemente s
credibilidad. Se acabó creyendo pues en aquello que de la doctora
Zoika había salido y se habíaextendido a través de la intrincadalínea de oficiales profesionales, decuadros de mando y médicos antelos cuales también había tenido
ocasión la doctora de abrirse de patas. Y salió y se extendió que el
mayor no había estado ni e
Cascada ni en Herat, que habíallegado a Afganistán en diciembre
de 1981 directamente desde la
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de 1981 directamente desde laescuela del KGB en Fergan, y la
cojera la tenía de tiemposestudiantiles, cuando en medio de
una fantasía de borrachera se habíatirado por la ventana de laresidencia de estudiantes. El golpe dado a la leyenda por ladelicada mano femenina, si
embargo, fue más molesto quefuerte, no precisó de larga cura y no
dejó secuelas de importancia. Al
poco surgieron testimonios de primera mano que desenmascaraba
a la doctora Zoika como a una
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a la doctora Zoika como a una persona que a menudo tenía
problemas con la verdad, o dichode otro modo: una puta mentirosa.
Un consenso general entre lasoldadesca desautorizó pues lasrevelaciones de Zoika y la leyendadel Cojo Savieliev fluyó por santiguo lecho. Unos lo tuvieron por
un spetsnaz y «cascadeur», otros lorelacionaban porfiadamente con la
matanza de Herat. El mayor mismo,
quien conocía los rumores perfectamente, los alentaba de vez
en cuando apareciendo y cojeando
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en cuando apareciendo y cojeandodelante de los soldados no vestido
en la forma dispuesta por lasordenanzas, sino con un abrigo
corto, la boina de los spetsnaz y cola Stechkin en una pistolera abiertaen la cadera. —Vale. —El suboficial deguardia metió las revistas en el
cajón de la mesa, se levantó, se tiródel uniforme—. Las once en punto.
Vamos.
Otro turborreactor despegó delVPP, un Sujoi o un Mig. El
creciente estruendo que surgía
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creciente estruendo que surgíacomo si fuera un trueno hizo
primero trepidar al edificio demando, para luego hacerlo temblar.
Un gordo que venía enfrente por el pasillo se detuvo, se apoyó en la pared, maldijo. Tenía el rostroenrojecido y brillante a causa delsudor, en la chaqueta del uniforme,
que llevaba abierta, portabagalones con las dos estrellas de
teniente coronel.
—Honores —le advirtió en voz baja el sargento. Levart, avisado,
saludó con fuerza El gordo al
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saludó con fuerza. El gordo, al pasar junto a ellos, balbuceó algo
que sonó como «vete a la mierda,cabrón», al mismo tiempo enviando
hacia ellos una potente ola de hedor alcohólico. Para una peste deaquella magnitud, pensó Levart,había sido necesario un mínimo deun litro.
—Oficiales —murmuró elsargento por lo bajo, sin darse la
vuelta. Levart no dijo nada. El
oficial de guardia se acercó a una puerta, llamó con los nudillos.
Entraron
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Entraron. —¡Camarada mayor! El
suboficial de guardia sargentoMoyeiko anuncia...
—Descanse. Márchese. —¡Camarada mayor! El alférezLevart... —Descanse, he dicho. Siéntese. En la pared, por encima de la
cabeza del mayor, estaba colgado¿cómo podía ser de otro modo?
el retrato de Felix Edmundovic
Dzerzhinski, el fundador de laCheka. Levart había visto ya a
menudo a Felix Edmundovich a lo
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menudo a Felix Edmundovich a lolargo de su vida, podía dibujar de
memoria y hasta en la oscuridad s barba española y sus nobles rasgos
polacos. De modo que no le prestómás atención al retrato. El mayor Igor KonstantinovicSavieliev era alto, incluso sentado.Tenía los cabellos en las sienes
más que grises, y en la coronilla,más que ralos. Aunque delgado,
tenía las manos como las de u
campesino, grandes, rojas y toscas.Sus rasgos no eran menos nobles
que los de su patrón, y sus ojos era
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que los de su patrón, y sus ojos eraasombrosamente amables, del color
de centaureas mustias. Pero Levar se dio cuenta de esto último algo
después, cuando el mayor decidió por fin que era la hora de alzar lacabeza y la vista. De momento nadaindicaba que el mayor fuera adecidir nada. Estaba sentado tras s
mesa, concentrado por completo — daba la impresión— en una carpeta
de textura parda, pasando las
páginas de los documentos allí pegados con sus manos rojas de
campesino.h hik l
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campesino. —Praporshchik Levart, Pavel
Slavomirovich —dijo por fin, aúcon la nariz en la carpeta, como si
no estuviera hablando con él, sinoleyendo alguno de los papeles deella—. ¿Cómo anda su contusiócerebral? ¿Se ha curado? ¿Estáusted en pleno uso de sus facultades
mentales? —Sí, camarada mayor.
—¿Es usted capaz de responder a
las preguntas? —Así es, camarada mayor.
Savieliev alzo la cabeza. Y susj d i T ó
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Sav e ev a o a cabe a. susojos de centaurea mustia. Tomó un
lapicero, golpeteó la mesa con él. —¿Quién —preguntó, al tiempo
que marcaba el contrapunto con losgolpeteos— disparó a su starlei?¿Al teniente senior Kirilenko? Levart tragó saliva. —Informo de que no lo sé.
Camarada mayor. —No lo sabe usted.
—No lo sé. No lo he visto.
—¿Y qué es lo que vio? —La lucha. Porque estábamos
luchando.Y d l h b
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—Y usted luchaba.
—Así es, camarada mayor.Estaba luchando.
—¿Y, por curiosidad, por qué era por lo que estaba usted luchando, praporshchik? ¿En su opinióestaba luchando por una causausta? ¿O injusta?
Levart de nuevo tragó saliva,sorprendido. Savieliev le miró
desde debajo de unas cejas
fruncidas. —Acaban de cumplirse
precisamente cuatro años —dijo,t d l d l d
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p j ,acentuando el peso de algunas de
sus palabras con golpecitos dellápiz sobre la mesa—, cuatro años
y cinco meses de la reunión delBuró Político en la que el camaradaLeonid Ilich Brezhnev, de lloradamemoria, apoyado por el consejode los camaradas de llorada
memoria Andropov y Gromiko,decidió que era necesario ayudar al
partido y el poder proletario de la
República Democrática deAfganistán a sofocar la
contrarrevolución espoleada por laCIA l it l i t i l l
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p pCIA, el capital internacional y el
fanatismo religioso. Ya hace cuatroaños y cuatro meses que el
Contingente Limitado de nuestroejército obrero y campesino bajo elluminoso liderazgo del partidocumple en la DRA su deuda yobligación internacionalista. Y en
el marco del Contingente, dentrodel tercer batallón del Ciento
Ochenta Regimiento Mecanizado de
la División Motorizada CientoOcho, también usted, praporshchi
Levart.C id d t d t
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Considerando acertadamente que
no era una pregunta, Levart guardósilencio.
—De modo que luchas —elmayor afirmó el hecho—. Cumplesinternacionalísticamente con lo quehaga falta. Con entusiasmo,sacrificio y completo
convencimiento de la necesidad delo que haces. ¿Tengo razón? ¿Del
todo? ¿O puede que no del todo?
¿No tendrás otra valoración de la presencia militar soviética en la
DRA? ¿Otra valoración distinta dela decisión del Buró Político? ¿Y
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¿la decisión del Buró Político? ¿Y
de sus miembros de lloradamemoria?
Levart apartó la vista del techo,que estaba asquerosamente sucio,miró a Savieliev. No a su rostro,sino a sus manos y al lápiz quegolpeaba contra la mesa. El mayor
pareció darse cuenta, porque ellápiz se quedó congelado.
—Sería interesante —continuó—
el saber lo que tú, un representantede la escala de mando más baja,
piensa de esta cuestión. ¿Qué?¡Levart! ¡Abre la boca de una vez!
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¡Levart! ¡Abre la boca de una vez!
¡Te he hecho una pregunta! —Yo, camarada mayor —dijo
Levart con voz ronca—, no sé másque una cosa. La patria lo haordenado. Savieliev guardó silencio duranteun instante, haciendo girar el
lapicero en sus dedos. —Vaya —dijo por fin, cambiando
su tono irónico a una actitud
pensativa—. Es digno de anotarse.En vez de frases, el representante
de la escala de mando más baja, alpreguntarle acerca de su conciencia
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preguntarle acerca de su conciencia
política responde con citas delcantautor Okudzhava. Pensando de
seguro que el inquisidor no va areconocer las citas. »Y estas citas —el mayor volvióa su tono habitual— en tu casoconcreto son bromas amargas. U
apellido más bien raro, oh, a Rusiano huele, no huele. ¿Y el alma rusa?
¿Se ha consolidado durante
generaciones? Tu bisabuelo, unrevolucionario polaco, murió y
descansa en una oscura tumba, paracolmo de males católica en Tara
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colmo de males católica, en Tara,
en el antiguo gobierno de Tobolsk.El abuelo, también polaco...
¿Quieres decir algo? Habla. —Mi abuelo —dijo Levart serenoy en voz baja— no volvió a laPolonia libre aunque hubiera podido. Cuando regresó de Siberia
se quedó en Volodia, al lado de laabuela, que de apellido de soltera
era Molchanova. Y su hijo menor,
mi padre... —Héroe de la Gran Guerra
Patria, condecorado con la Ordede la Fama de primera clase por la
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de la Fama de primera clase por la
batalla en la península de Curlandiaen marzo del año mil novecientos
cuarenta y cinco —no le dejóterminar el mayor con la mismaserenidad—. Creo que el más jove poseedor de tal orden. Todo está enlos archivos. Todo, Levart, sobre ti,
tu familia, tus parientes yconocidos. Y como la fuerza del
papel es grande, mucho de esto se
podrá usar... cuando sea necesario.Por eso pregunto otra vez: ¿quié
disparó a la espalda al tenienteKirilenko?
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Kirilenko?
—No lo sé. No lo vi. Se luchaba. —Si —de nuevo colgó el lápiz e
el aire— me entero por ti de lo quequiero, te prometo, en una semanaestarás en casa. En Piter. Uf, queríadecir: en Leningrado. No verás laguerra más que por la tele. Irás a la
Fontanka de cervezas con loscolegas. Ligarás chicas con tus
medallas y tu bronceado afgano.
o, venga, hasta te arreglaré unaentrevista en el Konsomolskaya
ravda y después de eso te lías eun pispás con una activista del
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un pispás con una activista del
partido, sabes las perspectivas queeso te da... Te lo arreglaré todo. Si
me dices quién disparó. —No lo diré porque no lo sé.¿Tendría que mentir?¿Inventármelo? ¿Me licenciaráusted si me lo invento?
—No. De hecho, diría, alcontrario.
—Pues no me lo inventaré.
Ambos se callaron, los obligó aello el rugido de los motores que
les llegaba de fuera, de lo alto. Otrocaza despegaba en la pista El
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caza despegaba en la pista. El
edificio tembló, el vidrio del vasodel mayor tintineó bruscamente, u
inoportuno tintineo a cristal de botella se oyó también provenientede las puertas entreabiertas delarmario de metal del archivo. Elmayor miró a Levart con ojos fríos.
—Tu última oportunidad, Levartdijo, cuando se hizo el silencio
. Di quién disparó, de otro modo
te acusaré de complicidad. Estamosen guerra, te meterán veinticinco si
pestañear. Diría que renuevas latradición familiar, pero sería una
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tradición familiar, pero sería una
mentira. Sabes que en comparaciócon nuestros lugares de trabajo yredención soviéticos, digamos, por ejemplo, Kolymá, la deportaciózarista impuesta a tu abuelo eracomo un balneario en el mar Negro. Levart no se inmutó. Desde los
tiempos del colegio había tenidoque soportar innumerables charlas y
amenazas del mismo estilo. No, no
se había acostumbrado porque nohabía forma de hacerlo. No había
dejado de temerlas, porque no sepodía hacer. Simplemente se había
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podía hacer. Simplemente se había
hecho indiferente. —Le ayudaría, camarada mayor mintió limpia, estereotipada e
indiferentemente—, si pudiera.Créalo. —Por supuesto. —Savielievcerró la carpeta con fuerza—. Te
creo. Mírame. ¿Ves cómo te creo?Ah, te mandaría ante un tribunal,
polaquillo, aunque no fuera más que
para dar ejemplo. Eh... Está ustedlibre, praporshchik. Retírese.
Levart se alzó con energía, a pocono haciendo caer el taburete, se
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,
puso firmes, chocó los tacones. —¡Camarada mayor! El alférezLevart... —Vete a la mierda, te he dicho.
—¿Por qué Savieliev se metió
precisamente conmigo? ¿Y cómo lovoy a saber? —respondió Levar
con una pregunta a las preguntasque se le hicieron—. Repito, vi
cómo el teniente Kirilenko recibíauna ráfaga en la espalda, pasó ante
mis ojos, pero esto no lo podíasaber Savieliev. Si a mí hasta me
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caía bien el teniente... Tuvimos unavez, no lo escondo, ciertadiferencia de pareceres, porque eracapaz de pinchar por cualquier cosa... Pero no hubo testigos... O almenos así lo pensaba yo. Porque seve que sí que alguien informó de
ello... —Ni en la guerra... —Vanka
Zigunov, el que había preguntado,
carraspeó con fuerza, escupió lejosde sí—. Ni en la guerra puedes
olvidarte de los putos chotas. Comode paisano, donde en tos laos hay
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p , y
un chota o un soplón, por tos laos,en la calle, en los patios, en el portal y hasta en el váter. Resultaque el ejército no es mejor, en lacompañía, en la trinchera, en lasmarchas, por tos laos tienes a laespalda a un chota o un kagebero.
Lo mismito que en casa. ¿Tengorazón, Matiuja?
—Razón tiés, Van, no digo que no
confirmó el praporshchik senior Matviei Filimonovich Churilo, el
de más antiguo grado y estancia eAfganistán del grupo, al que los
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g g p q
amigos le llamaban con eldiminutivo de Matiuja. Era umuchacho grandullón, de simpáticacara de niño. De niño muy grande,de jeta grande y pelo muy corto—.
o digo que no, Van. Pero así es lavida, ¿por qué coño iba a tener que
ser otra cosa nuestro ejércitoobrero y campesino que la vida
civil? ¿Por qué habría de ser
distinto aquí, al otro lao del río, quenuestra Rusia? Así es la vida. ¡Qué
se le va a hacer! Pues apretar losdientes y aguantar.
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Estaban sentados frente al móduloque les servía de cuartel temporal,escondiéndose en las sombras anteel sol afgano. Que al fin y al caboallí, en Bagram, era menos fuerteque en las montañas y losdesfiladeros, no quemaba ni
resecaba tanto como en las rutas, elos blindados de los beteerres.
Aquí en Bagram molestaba menos
el viento y el polvo. Y el hecho deque no había el peligro de mina,
bomba o de bala de francotirador también influía en el difuso
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sentimiento de confort. En el grupo,aparte de Levart y Valun, tomaban parte también cuatro suboficiales dela Ciento Ocho MSD. Elmencionado Matviei Churilo, usiberiano de Omsk. El sargento IvaZigunov, paisano de Levart, de
Piter, que en la vida civil pasaba deque le mantuviera su anciana madre
a que lo hicieran los órganos de
seguridad del estado. El «abuelo»Marat Rustamov de Stiepanakert,
con unos bigotes negros a loChapayev, un adorno de la
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fisionomía de moda últimamenteentre los suboficiales y tolerado por el mando, que simbolizaba almismo tiempo el imponente tiempode servicio del poseedor. Y el
sargento junior Sania Gubar, el másoven de edad, un bielorruso de
Orsha de veintidós años. A todos,aparte del algo más del año de
servicio «al otro lado del río», es
decir, al otro lado del Amu-Daria,en Afganistán, les unía ahora una
cosa: la obligada espera de unuevo destino. Los motivos era
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diversos, nadie esperaba que secontaran, sobre todo porque nosalían de lo común y corriente. Por lo general se trataba de conflictosde suboficiales con oficiales.
Conflictos de diferente contenido ydiversas razones. Cierto que
raramente era uno por el queamenazara disbat o criminal. Y
mucho más raramente que acabara
como el teniente Kirilenko. —Hasta mí ha llegado —anunció
Marat Rustamov, encendiendo otrocigarrillo— que el Cojo Savieliev
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sospecha sobre todo de AlioshaPanin. Corren rumores de que fuePanin quien apioló al teniente. Se locargó para salvar a los colegas, porque el teniente se los llevaba al
cuerno. ¿Y qué decís vosotros,Jaritonov, Levart? Estabais en el
eva... —Estábamos —Levart se
adelantó a Valun—. Y os decimos
esto: si Savieliev sospecha dePanin, rara cosa es ésta. A Alexei
Panin le dieron la Estrella Roja por aquella lucha. Y lo dejaron en el
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batallón. Él fue el único del grupoantiguo que se quedó, aunque no lefaltaba para el dembel más que amí, por ejemplo. —Yo —explicó Matiuja— no
creo que Aliosha Panin disparara alteniente. Lo conozco, no es de ésos.
Y en lo tocante a las sospechas, pues en fin, inescrutables son las
sentencias y no de hoy es que
resulten incomprensibles lososcuros caminos de los chekistas.
—Amén —resumió Zigunov—.Pero Savieliev, atentos a lo que
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digo, no lo va a dejar pasar. Si elasesino de Kirilenko sobrevivió aaquella lucha, el Mayor Cojo lo pillará. No lo va a dejar en paz. —Y tampoco lo van a dejar los
adovses —añadió Sania Gubar—.Los rumores dicen que no paran e
mientes para atrapar a los verdesesos del Neva, los que traicionaro
a los del puesto afgano. Pero el
JAD lo lleva oscuro. Esos andaráya por los montes, con los espíritus,
es como buscar una aguja en u pajar...
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—Pues yo siempre he dicho — recordó Rustamov— que darles alos verdes armas es una estupidez bien gorda. No sólo que tiras elmaterial, sino que para colmo te
perjudicas. Tú sacas hoy un akaemenuevecito del almacén, y el tío va y
mañana se echa al monte con elakaeme. Y pasado mañana te está
tirando con él en una trampa.
Traidores tos, guarros, losmuyaidines de los cojones.
—Igual no lo son todos. —Valunle miró de reojo—. Igual no todos
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son así. En el puesto del queestamos hablando, junto a nuestrogrupo, hubo doce que notraicionaron. Tanto contaron luego. —He oído —Gubar adoptó una
mueca de horror— que se loscargaron a todos como expertos.
Con una baqueta en la oreja, a lachita callando. Porque si a uno que
está durmiendo le rajas la garganta
con un cuchillo, a veces se da que pega un grito o alarma a otros. Pero
si le metes una baqueta por la oreja,ni mu que dice.
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—¿Un ejército regular —leinterrumpió Rustamov— se deja pillar a la chita callando y rajar como cerdos? Aficionaos, que nosoldaos. Y los que les dieron el
pasaporte fueron sus propioscolegas, sus colegas basmachos los
dejaron pasar al puesto. Así que loque yo decía: traidores que son.
Fijaos en mis palabras. Confiar e
ellos es una memez, armarlos unatontería.
—Sólo que —dijo Matiuja pensativo— éste es su puto país al
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fin y al cabo. Afganistán, es decir. —Cierto, el suyo —murmuróValun, mirando a su alrededor primero—. No el nuestro. ¿Y noserá que precisamente de ahí salga
todos los problemas? —A ti puede que te salgan. —
Gubar también miró alrededor—. Y puede que no sólo a ti. Pero a
nuestro zampolit, de seguro que no.
El tío no habla más que deinternacionalismo, obligació
internacionalista, deudainternacionalista. Una vez hasta
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contamos cuántas veces por horadecía la palabra. Cuandollevábamos treinta, dejamos decontar... Pero tú, Jaritonov, ¿no meandarás provocando? No hace
mucho estábamos hablando deconfidentes...
—Ay, hermano —le cortó Valun,frunciendo los ojos—. Me da a mí
que quieres que te den en los
morros. —Vale, vale... —El bielorruso
alzó las manos—. No he dichonada. No se dijo nada.
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—Se dijo —le replicóamistosamente Matiuja—. Pero por lo bajo y entre los nuestros. ¿No esverdad, praporshchik Levart? Me parece que no hemos oído t
opinión sobre este asunto. Y deseguro que la tienes.
—Yo soy un soldado. —Levart seencogió de hombros—. Obedezco
órdenes. Hago lo que se me ordena.
Lo que mande la patria. —Igual no te has dado cuenta —
dijo Rustamov al cabo de uinstante de silencio—, así que te lo
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recuerdo. Ya no estás en uninterrogatorio del KGB. —No lo estoy. Y sigo haciendo loque me mande la patria. El silencio que cayó duró incluso
más que el anterior. Lo interrumpióVania Zigunov. Y como lo hace un
soldado. —Ah, a la mierda con tanta
palabrería, nos toca los cojones a
nosotros tanta filosofía —anunció. Decidamos, señor suboficial,
qué hemos de hacer con esta tardeque se presenta tan encantadora,
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puede que la última libre, puede ser que mañana nos manden de nuevo ala guerra, a cada uno a un confín deeste puto país, así se pudriera y selo comiera una plaga. Hay dos
posibilidades. Beber o follar. —No entiendo —Sanka Gubar
frunció el ceño— por qué tiene queser una alternativa.
—Por causas económicas. Los
medios bastan sólo para lo uno o para lo otro. A no ser que alguno
haya heredado, le haya tocado lalotería o haya robado un dukan,
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¿No? Entonces vamos a calcular.Hablé con el sargento desuministros, me puede conseguir ulitro de vodka, de verdaderaStolichnaya, treinta cheques por
botella de medio litro, un preciocomo para un hermano. Puede tener
también aguardiente casero de primera ronda, de calidad
indefinida, diez cheques por litro.
—¿Y la alternativa? —Sé de dos cocineras del casino.
Quieren diez por cliente. —No es mucho —valoró rápido
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Gubar—. Si damos diez cada unode nosotros... —Sin contar los regalos —lecorrigió Marat Rustamov—. No vasa ir allí como un zopenco
cualquiera, a follar sin regalos.Aunque no sea más que uvas, pero
hay que comprarlas. Y sin embargo,si se decidiera por cuatro litros del
irrenunciable aguardiente,
saldríamos a seis y pico por cabeza. Y como con el aguardiente
la satisfacción esconsiderablemente mayor, no hay
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por qué darle vueltas. —Espera, espera —se entrometióMatiuja—. Consideremos las cosascon tranquilidad. ¿Cómo son esascocineras? ¿Las has visto al menos,
Van? —Si quiero ver cosas me voy al
Hermitage. —Y tiene razón —apoyó Sania
Gubar a Zigunov—. Porque, ¿cómo
pueden ser las cocineras? ¿Es quevosotros, paletos, no habéis visto
nunca cocineras? —Las he visto, ay, las he visto —
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afirmó Matiuja con la cabeza—.Así que casi mejor entonces lavodka. —Decididamente la vodka. — Rustamov retorcía sus bigotes de
cosaco—. Venga, a pachas, señoresinternacionalistas. Echar la mosca
al gorro. —Sólo se vive una vez. —
Matiuja abrió el bolsillo del
uniforme—. Para qué ahorrar simañana puede tocarnos Kandahar o
un matadero peor... Vamos a tomar, pienso, ese litrillo de Stolichnaya,
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para darnos el gusto. Y de segundo plato tres litrillos de ese primero dea diez. Juntos, quince cheques por cabeza de la humanidad. No llega nia dos meses de soldada.
—¿Y se puede con foshkami? — Sania Gubar rebuscó en su bolsillo
un puñado de arrugados billetesafganos—. ¿Al curso actual,
diecisiete por cheque?
—Vale. ¿Y tú, prapor, qué? —Calculad la cantidad. —Levar
se levantó—. Pero sin contar conmigo. No voy a tomar parte.
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—¿Quiere decir —se rió Zigunov que prefieres entonces unacocinera? ¿O las dos? —Es asunto mío lo que prefiera.He dicho que no me contéis para
vuestras cuentas. Zigunov se preparó para seguir
pinchando, pero Matiuja lo calmó.Con un gesto de palabra y
autoridad.
—Déjalo. Quiere estar solo.Entiéndelo y respétalo.
Le parecía que iba caminando si
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objetivo, nada más que haciadelante, nada más que seguir por
seguir. Al menos no era su objetivollegar al aeropuerto. Pero no se
asombró cuando se encontró en él.Así era en Bagram, daba igual
dónde fueras, acababas en elaeropuerto. Sobre la pista se movía precisamente un gran Antonov An-12 de cuatro motores, tripudo, co
la cola levantada. Al cabo de unalarga serie de maniobras, el avió
llegó hasta el hangar, junto a lamisma rampa. Abrieron la portilla
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de transporte, a su alrededor searremolinó gente con monos yuniformes. Ante los ojos de Levart,que había conseguido acercarse ya,comenzaron a cargar por la rampa
unas cajas de madera. Sabía lo quecontenían. La carga de nombre e
código «doscientos». —¿Y tú qué buscas aquí,
soldado? ¿No sabes leer?
¡Prohibida la entrada! —le gritó uovenzuelo con galones de oficial
. ¡Largo de aquí, pero ya! —¡Documentos! —Junto a él
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apareció de inmediato otro, nomucho mayor—. ¡Muestra losdocumentos, que te estoy hablando! —Dejadle. —Les ordenó udelgado capitán, al que le había
bastado echar una mirada a la cara bronceada y quemada por el viento
de Levart—. Dejadle en paz. ¡Y alo vuestro!
Se iban cargando cajas de madera
en el Antonov, una tras otra. Levartsabía que las cajas escondía
dentro otros recipientes, metálicosy sellados. Sólo ahora se dio cuenta
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del emblema que había en el morrodel avión, una flor de color negro.Sabía, está claro, el nombre delargot soldadesco que se les daba aaquellos aviones, pero nunca había
creído que volaran de verdad coun dibujo así. Sería interesante
saber, pensó, si el nombre se habíatomado del dibujo o el dibujo del
nombre...
—¿Puede ser —preguntó elcapitán en voz baja— que estemos
cargando a tus amigos? ¿No? —Puede ser.
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—Tienes derecho a despedirte. Levart saludó. —Yo —dijo al cabo el capitán,mirándolo— también me voy. Allí.Ha llegado mi reemplazo, el
dembel, como lo llamáis. Pensabaque se terminó, que adiós Afgán,
que sobreviví, que ya se acabó elmiedo... Veinticinco meses de
guerra... Y justo ahora es cuando he
empezado a tener miedo. De lo queme encuentre... allí. De lo que me
está esperando. De cómo merecibirán. Y si conseguiré
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acostumbrarme... ¿Entiendes? Levart no respondió. —Cuando llegue el momento loentenderás —suspiró el capitán—.Y ahora vete de aquí. Es verdad
que no debieras estar. Se alejó sin apresurarse. No
había pasado media hora cuandoescuchó un ruido de motores. Y vio
cómo el Tulipán Negro se elevaba
hacia el cielo. Con un cargamentoconocido como «gruz 200». Lo
llevan de vuelta allá de donde vino.Quién sabe, pensó, puede que allí,
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en la bodega, en los ataúdessellados, verdaderamente yazcaZima y Mishka Rogozin. ¿Elsoldado Milukin? ¿El tenienteKirilenko?
Quién sabe. Quién sabe quién volará en el
próximo viaje.
Saliendo del aeropuerto de
Bagram, donde quiera que sedirigiera uno, se acababa por llegar
siempre a la «ciudad», el centro dela base, una acumulación de
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bloques y casas de oficiales,tiendas y módulos donde habitabasoldados, rodeados por dukanesafganos y puestecillos que ofrecíatodo tipo de baratijas y chucherías.
Levart apretó el paso. Habíademasiada gente y demasiado ruido
como para su gusto. Se dio prisa,queriendo dejar cuanto antes
aquella región, salir hacia el
alejado hospital de campo, dondehabía calma y silencio. Pero el
retorcido laberinto de caminosinteriores lo retenía con fuerza y nolo dejaba escapar. El minotauro
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exigía su víctima. Para hacerledaño. O aunque no fuera más que para jugar horriblemente con ella. —¿Adónde coño vas, infantería?
¡Puto pedestre! Se quitó del camino de unos
paracaidistas de la Ciento Tres deVitebsk que iban ocupando la calle.
Sin embargo no lo hizo tan rápido
como para evitar un empujón brutal.Eran cuatro, todos recios, seguros
de sí, quemados por el sol, cosombreros de panamá y camisetasde listas que se dejaban ver por
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debajo de sus uniformesdemostrativamente abiertos. Lesdejó camino libre, pasó a su lado bajando la cabeza. No había
bromas con los paracaidistas. Los módulos y acuartelamientos,
con la ropa colgada para secarse,tenían el aspecto de pequeños
acorazados de Port Arthur
acercándose al muelle con las banderolas de señales colgando.
Igual de pintorescos, aunque en el papel de banderas actuaban aquícalcetas rusas, calcetines,
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calzoncillos y camisetas. De todoslados, de cada ventana, de cada puerta, salía música. Por todoslados, parecía, en todos los cuartos,
se hallaba una radio encendida. Por todos lados, parecía, tenía
magnetófonos comprados en los bazares de Kabul, Sharp, Sanyo y
Samsung de contrabando, preciosas
miniaturas casi de ciencia-ficción,milagros de plástico de la técnica
aponesa. Cargados con casetesaponesas. Pero con músicasoviética.
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Todo pueden los reyes,todo pueden los reyes y la suerte de toda la
tierra en sus manostener
mas casarse por amor,te diré
ningún rey lo puede
tener ningún rey lo puede
tener
Apretó el paso. Pero el laberintol t b l i t l
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le atenazaba, el minotauro leamenazaba, la música le perseguía.
Seguía siendo soviética.
Ra, Ra, Rasputin,lover of the Russian
queen There was a cat that really was gone
Ra, Ra, Rasputin,
Russia's greatest lovemachine
It was a shame how hecarried on!
S ó f t id d lá
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Se oyó un fuerte ruido de cláxons,unto a él, alzando una nube de
polvo, cruzó un todoterreno, en losasientos de delante iban dos
paracas con las boinas azules, elos de detrás dos jovencitas de civil
que iban lanzando risitas de conejo.En el todoterreno también iba u
magnetófono.
If you change your mind, I'm the first in line
Honey I'm still free Take a chance on me...
M ñ ó L t i d
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Mañana, pensó Levart, previendocon desganada seguridad, me
enviarán al frente. En el segundo«barril» que pasó no tenía
magnetófono japonés. O preferíalas formas más tradicionales.
Delante del módulo estabasentados algunos soldados, uno co
una guitarra.
¿Dónde están tusdiecisiete años?
En la calle Bolshaya Kareta. ¿Dónde están tusdi i i t ?
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diecisietes cosas?
En la calle Bolshaya Kareta.
¿Dónde está tu negra
pistola? En la calle Bolshaya
Kareta. ¿Dónde no estás hoy?
En la calle Bolshaya
Kareta.
Echaré un vistazo al hospital, pensó. Sí, decididamente. Es mejor que Valun, Matiuja y la vodka queaún le quedaba
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aún le quedaba. Pasó otra barraca, también co
alguien que tocaba la guitarra. Otrotradicionalista.
Hola, Murka mía,
Murka querida. ¡Hola, Murka mía, yadiós!
Te comiste todas
nuestras frambuesas. ¡Así que ahora te
daremos leña!
Delante de un tenderete del quecolgaban botellas de zumo y
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colgaban botellas de zumo y bolsitas de frutas secas, estaba
sentado un vejete delgado y secocomo una víctima de la peste, co
un manto sucio. En una mano que parecía de un esqueleto sujetaba u
tasbih, un rosario musulmán. Con lamirada muerta frente a sí, se
balanceaba cómica y
arrítmicamente, como asustado por el fuerte compás de Ala Pugachova,
la insistente síncopa de Abba yBoney M, la ronca voz de barítonode Vladimir Vissotski y lamelancólica nota de la canción de
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melancólica nota de la canción de bandidos «Murka». Movía la
nevada barba y murmuraba sitregua, repitiendo constantemente
unas palabras. Puede que fueraquejas. O rezos. O insultos.
Levart apretó el paso. Dejó detrásde sí el laberinto. Llevando consigo
su peso. Su tensión.
¡Un poco másdespacio, caballitos,
más despacio! ¡Os pido trotar y novolar!
Pero me tocaron unos
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Pero me tocaron unoscaballos caprichosos...
¡Si no acierto aterminar la vida, al
menos la canción! Daré de beber a los
caballos, termino lacanción,
aunque deje muchas
cosas por detrás...
El cielo tenía un color azuloscuro.
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—Buenas tardes, Tania... Quiero
decir, Tatiana Nikolaievna...Perdona... Yo... Quería... Es decir...
Porque mañana... Los ojos de Tania, la enfermeraTatiana Nikolaievna, se ablandaron.De forma tan hermosa como sólo podían ablandarse los ojos de
Tatiana. La enfermera Tatiana, que
olía embriagadoramente a éter yyodo, el ángel de blancas alas de
los hospitales afganos. —Tania, yo... —No digas nada, muchacho, ven.
8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski
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Los refuerzos eran seis personas,sin contar al sargento junior que los
comandaba. Los refuerzos, sicontar al sargento, habían venido al
mundo entre los años 1963 y 1965 yseguramente por ello tenían uaspecto de niños. De niños vestidoscon ja-bes y panamás nuevecitos,
que olían a almacén, niños a los queno les concedía madurez ni aspecto
guerrero ni el akaeme en bandolera,ni los chest rigs, cartucheras delona repletas de cargadores que sellamaban en argot lifchik es decir
8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski
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llamaban en argot lifchik, es decir,sujetador.
—Ravniais'! —ordenó el sargentounior, decididamente mayor que
los que estaban a sus órdenes—.Smirno! Camarada praporshchik...
—¡Presentes, descansen! — Levart movió la mano en forma no
reglamentaria—. Y a usted... Me da
la impresión de que le conozco... —Por supuesto —confirmó co
una sonrisa el para nada tan junior sargento junior—. Tú eres PavelLevart. Nos conocimos eAshjabad durante la instrucción
8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski
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Ashjabad, durante la instrucción.¿No te acuerdas? Stanislavski, Ole
Yevgenievich... —En Ashjabad, claro —Levart
escondió malamente su embarazo. Te llamaban... ¿Mendeleiev?
—Lomonosov —le corrigió OleYevgenievich Stanislavski, todavía
sonriendo—. Porque terminé la
MGU. Era profesor en la facultadde Botánica... Durante un tiempo...
Hasta que... Levart meneó la cabeza. Sabíahasta cuándo. Porque tambiéhabían corrido rumores en la
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habían corrido rumores en laescuela de Ashjabad.
—En fin, en fin —suspiró—. Asíque también te mandaron al otro
lado del río, Lomonosov. —¿Y por qué no me iban a
mandar? Levart no respondió. Y estaba
harto de sentir embarazo.
—¡A mis órdenes! —Seenderezó, lanzó una severa mirada
al ejército de mocosos—. Tomadlas cosas y en camino. ¡Moveos!Sargento junior, pon en marcha aesta gente
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esta gente. —¿No quieres antes conocer a los
soldados? —Luego. Habrá tiempo. Venga,
en marcha, vayamos al punto dereunión, luego con la columna
iremos a la posición. —¿Lejos? ¿Adónde?
—Adonde manden.
—Y... —El antiguo botánicotragó saliva—. ¿Y el camino? ¿Es
seguro? —Esto es Afganistán. Aquí no haynada seguro.
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En el punto de encuentro lleno degentes y máquinas les estaba
esperando Vania Zigunov. Por uncúmulo de circunstancias
verdaderamente extraño le habíadestinado y enviado allí adondehabían enviado a Levart y a losrefuerzos recién llegados de
Tashkent que estaban a sus órdenes. Del resto de los amigos había que
despedirse, seguramente paramucho tiempo, si no para siempre.Todos estaban más cerca que lejosdel dembel, y la civil, se sabía, les
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, y , ,desperdigaría por toda la Unión,
aunque se intercambiaron lasdirecciones, había pocas
posibilidades de que seencontraran. Levart sintió
especialmente la separación deValun, más dolorosamente de lo que
se esperaba. Había mantenido hasta
el último segundo la esperanzaabsurda de que seguirían juntos.
Con Valun se había desarrollado, para qué decir más, una verdaderaamistad de tiempos de guerra, ufuerte lazo los unía, la noche de
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,lucha en Ghazna, el desfiladero de
Larghava, la malvada trampa deJhabal-as Saraf, la masacre del
kishlak de Deh Kala, los cuerpos delos camaradas transportados en el
tanque desde Shehabad. Y laguardia del Neva a quince
kilómetros de Salang, en la que el
teniente senior Kirilenko se ganóuna bala por la espalda. En castigo
a lo cual a su compañía se lareformó y a ellos se los separó.Ahora él iba hacia el este, edirección a Jalalabad, y Valun al
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, ysur, el diablo sabía adónde.
—Así me lleve el diablo —dijoen voz alta.
—Que te lleve —se mostróZigunov de acuerdo—. Salaam,
praporshchik. Hola, sargento. ¡Usaludo, soldadillos! ¿Recié
salidos del cole? Entonces no se os
puede llamar todavía soldados.Sois «pelusas». ¡Media vuelta! ¡Al
tanque, al momento! ¿Dónde?¿Cómo? ¡Señor, qué palurdos! —¿Tenemos que ir sobre eltanque? —Lomonosov se asombró
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q. ¿Y por qué no dentro?
—Te enterarás —Zigunov torcióel gesto— si alguna vez estás
dentro y el beteerre choca con unamina. No discutas, hermano. No
imagines, no pienses, haz lo que temanden y rápido. ¡Esto es Afgán!
Dio la impresión de que les
estaban esperando precisamente aellos, porque no tardó mucho hasta
que los transportes —la columnacontaba con más de diez— rugieron, ensuciaron el aire con sushumos, temblaron y se movieron.
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yVania Zigunov se persignó a