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Cuentos de amor
Taller de Expresión I – Cátedra Klein – 2019
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan.
OLIVERIO GIRONDO
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Contra el romanticismo
Carolina Aguirre
La Nación, 6 de diciembre de 2015
Cuando uno tiene que escribir escenas de amor hay un montón de
recursos heredados de otras de series o películas a los que meterles
mano. Una cena a la luz de las velas. Un viaje relámpago a París.
Tocarle timbre de noche, bajo la lluvia, con un ramo de flores. Un
camino de velas hacia la cama. Una serenata con mariachis. Dibujar
su nombre en firuletes de humo en el cielo. Un anillo de
compromiso adentro de un postre. Una corrida al aeropuerto a
último momento.
Se supone que todas esas situaciones deben enamorarnos. Que
las flores, la música, el cielo o París producen un efecto romántico
narcótico y devastador en las mujeres. Y digo en las mujeres y no en
nosotras, porque a mí no me pasa. Entiendo que si existen, es que
en algún punto son efectivas, pero a mí el romanticismo me parece
un error: no lo entiendo, no lo siento, no me llega. Ni en las
películas ni en la vida. Yo, sin ir más lejos, me enamoré de mi novio
por una lata de coca cola.
Hace un tiempo, estábamos en Ezeiza volviendo de viaje a las
cuatro de la mañana. Como teníamos mucho equipaje, decidimos
pasar por filas separadas para agilizar. Él se llevó las valijas más
pesadas y yo me quedé con una chiquita con mis objetos
personales y algunas cosas suyas sin mucho valor. Curiosamente, a
él con tres valijas de veinticinco kilos no lo pararon, y a mí sí. Me
hicieron abrir el carry on, el portacosméticos y el botiquín, me
preguntaron por mi computadora modelo 2013, me miraron las
fotos del celular, me revisaron las etiquetas de la ropa, y me
revolvieron hasta las golosinas del duty free. Objetaron todo lo que
pudieron y yo pasé media hora de esa madrugada, agotada y con
sueño, buscando las facturas de cada objeto en mi casilla de mail.
A pesar de que les mostré los comprobantes, insistieron con que
las fotos del celular eran de ese mes, con que la computadora no
tenía rayas, con que mi ropa no era argentina. Luego encontraron
un gel de ducha de almendras y empezaron a discutir sobre cómo
yo había podido subir eso al avión. Les expliqué que no sabía, que
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nadie me había objetado nada, que si querían, lo tiraran y listo.
Estaba harta, que hicieran lo que quisieran conmigo. Al final, no me
pudieron cobrar nada y me dejaron ir, pero terminé la noche muy
nerviosa, angustiada, algo rara.
Cuando por fin guardé toda la ropa, me volví a poner la campera,
ubiqué mi celular y mi pasaporte, y pude salir, me encontré con mi
novio parado al lado del mostrador de taxis. Me explicó que él
había pasado rápido y que me había perdido de vista, pero que ya
había subido todo a un remise y que el chofer nos estaba
esperando para volver a casa. Después me dio una gaseosa muy fría
sin explicación. Miré la lata y le pregunté por qué tenía una sola y
me dijo que él no tenía sed pero que sabía que cuando yo estaba
estresada o nerviosa siempre quería una. Nunca lo había pensado
pero era cierto. Cuando me pasa algo necesito tomar algo dulce y
muy frío. Mientras me la abría, me puse a llorar
desconsoladamente. Él me abrazó, me dijo que tampoco era para
tanto, que no tenía nada en la valija, que no sea maricona y que me
apurara, que era tardísimo. Supongo que el pensó que yo lloraba
por los nervios y no por la gaseosa. Creo que tampoco se lo aclaré
hasta hoy.
Sé que la gente espera otras cosas del amor. No porque haya
tenido grandes historias en su vida, sino porque las películas
crearon esa expectativa. El cine nos enseñó que las relaciones están
llenas de gestos románticos, imposibles, edulcorados. Que si hay
amor de verdad, también hay música, hay flores, hay velas, celofán
y fuegos artificiales en el cielo.
Cuando digo que soy guionista de telenovelas, la mayoría de la
gente enseguida quiere contarme alguna anécdota romántica con
su pareja. Casi siempre las historias incluyen alguna de estas
escenas. París. Arrodillarse. Las velas. Las disculpas. Las flores. El
champagne. Correr al aeropuerto. La serenata. El anillo en el postre.
Tu nombre en el cielo. Algo de toda esa bolsa de recursos y de
anécdotas probadas y listas para usar que forman ese
conglomerado efectista llamado romanticismo. Yo los escucho y
finjo interés (creo que me animé a un llanto falso para una chica
que me contó como su novio había dibujado "te amo" con
chocolate derretido en el piso), pero sé que nunca voy a usar esos
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ejemplos porque el amor que a mí me interesa no necesita de
subrayados ni de adornos o firuletes. Para mí, el amor es un error,
un milagro, un inconveniente. No es una planta llena de flores
perfectas, sino que aparece como los yuyos en esa tierra que nadie
riega al costado de la maceta.
En la ficción pasa igual. Yo no desprecio el romanticismo por
cursi sino por fácil, por falso, por superficial. Porque si algo es para
todas mujeres, no es para ninguna. Las escenas buenas, las de
verdad, las que le rompen el alma en mil pedazos al espectador no
se construyen en esa misma escena sino en todos los momentos
que vivió ese personaje desde que nació. En cada decisión que
tomó, en cada carencia, en cada vicio, en cada miedo que tuvo. Lo
que vuelve inolvidable la escena es que sea única, que sólo ese
personaje entienda el sentido que encierra un gesto. Como el trineo
de Citizen Kane o como todos los fines de año que Sally y Harry
pasaron solos. Para nosotros Rosebud es nada, pero para Charles
Foster Kane es todo.
Quizás mi novio y yo no estemos juntos toda la vida. Quizá
mañana mismo nos separemos, nos hagamos daño, nos olvidemos
del otro para siempre. Pero yo entendí algo de cómo se construyen
las escenas de amor en ese momento. Cuando me dio esa lata con
una pajita chamuscada yo no lloré por sed o cansancio. Tampoco
porque me hubiera dado miedo la aduana. Lloré porque esa lata
tenía adentro toda mi niñez solitaria y autosuficiente, la vez que mi
madre se olvidó de dejarme la llave en el macetero y estuve sola
diez horas en la puerta de casa, cuando estuve frente a una
convocatoria de acreedores a los dieciocho años, o más de una
década de matrimonio asimétrico con un hombre noble y amoroso
que no podía resolver casi nada. Lloré porque esa lata no era esa
lata, sino todas las latas que me compré yo sola durante veinte años
haciendo malabares con la billetera en una mano y el celular en la
otra. Por todas las veces que llegué sola a Ezeiza y tuve que ir a tres
cajeros buscando plata para tomarme un taxi. Por las uñas que me
rompí cargando sola las valijas. Por todas las veces que miré una
intimación de la AFIP sin entender qué decía, por todas las cartas
documento que fui a mandar con miedo, por las veces que mi casa
se inundó y tuve que sacar el agua con un balde, y por cada vez que
le pegué de bronca a la impresora porque se había desconfigurado
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y tenía que entregar un guión. Lloré porque él sabía más de mí que
yo. Lloré porque alguien me dijo "tranquila, ya están todas las
valijas en un taxi, vamos a casa". Lloré porque los helicópteros, las
flores, las serenatas y el champagne son para todas y si son para
todas son para ninguna. Esa lata, en cambio, solo tenía sentido en
mi escena.
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2. Cuentos
Amor
Silvina Ocampo
Durante el principio de la travesía fuimos felices. Era nuestro
viaje de bodas, íbamos a Estados Unidos, mi marido ara completar
sus estudios y yo los míos, pues conseguí una beca.
Continuamente gozábamos del espectáculo del mar, de la
música, de los juegos, de los alimentos, del dolce far niente a bordo.
El aire marítimo, que vuelve exuberantes a los hombres, también
los enamora. Siempre lo he dicho. Bajo su influjo adoramos,
odiamos, desesperamos, gozamos más que bajo el influjo de
cualquier droga. Eran tal vez nuestras primeras vacaciones, pues
desde muy jóvenes habíamos vivido siempre sometidos a las
familias de nuestros padres y a trabajos que nos esclavizaban.
Por las mañanas, a las ocho, cuando no nos levantábamos
para ver la salida del sol, estábamos ya en la cubierta haciendo
ejercicios. Tomábamos, a las once, el caldo, que servían con
sándwiches. El resto de la mañana, hasta la hora del almuerzo, nos
echábamos al son, casi desnudos. Por la tarde estudiábamos y
algunos días tomábamos asueto leyendo libros o jugando a los
naipes con algunos de los pasajeros. Teníamos la impresión de estar
comiendo, durmiendo, haciendo el amor, o esperando hacerlo,
todo el día.
Nos amábamos profundamente, con esa nueva dicha que
consistía en alejarnos del mundo rodeados de gente que no
conocíamos o que apenas conocíamos.
Entre los pasajeros ¿valdría la pena nombrar a Isaura Díaz
que leía las líneas de las manos; a Roberto Crin, prestidigitador; a
Luis Amaral, brasileño, cazador y millonario, a John Edwards,
médico que en un momento dado me salvó la vida y a la niña Cirila
Fray, a quien yo cuidaba durante una o dos horas de la tarde, para
ayudar a la madre, que estaba anémica?
Roberto Crin me fascinaba, con sus pruebas de
prestidigitación y conversaba un poquito conmigo cuando subíamos
las escaleras o cuando nos cruzábamos por la cubierta. A mi marido
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no le gustaba. No me lo decía, pero yo lo advertí por su modo de
fruncir el ceño y de arrugar la frente. ¿Acaso él no conversaba con
todas las mujeres de a bordo, en cuanto tenía una oportunidad?
Con Luis Amaral, yo no me atrevía a hablar, porque me miraba
demasiado, con sus ojos oscuros y despiadados. En cuanto
intentaba hablarme, yo miraba para otro lado, haciéndome la
distraída. Al enigmático John Edwards, que me salvó la vida y con
quien por ese motivo tuve algún trato, mi marido apenas le
hablaba. La vida, que había sido tan agradable en los primeros días,
para mí se volvió atroz. Para distraerme un poco me ocupé de Cirila,
que tenía cinco años y que pasaba la tarde en la sala de gimnasia de
niños, donde había un caballo de madera, un sube y baja,
columpios y otros juegos que uno encuentra en las plazas. Durante
el momento que estaba con ella me olvidaba un poco de la
abrumante tarea que es para una mujer tratar de evitar los celos de
un marido desconfiado. Nuestro viaje no parecía un viaje de luna de
miel. Una amargura semejante a la que había visto entre otros
matrimonios casados desde hacía ya tiempo, destruía nuestra
avenencia. No nos queríamos menos por ello. Durante el día nos
reconciliábamos cinco o seis veces; esas reconciliaciones eran
efusivas. No lo culpo a él más de lo que me culpo por ese estado de
cosas. Soy vengativa, desde mi infancia lo fui: en cuanto lo veía
conversar con alguna mujer que no fuera demasiado vieja, yo
buscaba algún hombre a quien dar conversación, para que mi
marido supiera lo que era el sentimiento que yo más detestaba: los
celos.
No fue sino después de quince días de a bordo que me
decidí a hablar con Luis Amaral. Un marido que ama a su mujer
advierte cuando ésta se siente atraída por otro hombre: algo en la
voz, algo en la mirada, algo en el comportamiento, la delata. Mi
marido habría notado esta atracción, pues se tornó hosco y
malhumorado conmigo, sin dejar de ser amable con las otras
mujeres.
Un día, Luis Amaral con el pretexto de mostrarme las
escopetas con las cuales cazaba en el Amazonas, me hizo pasar a su
camarote. Yo no hubiera debido aceptar. No me invitaba como a
otros pasajeros de a bordo; su manera de mirarme, su voz, me
perturbaba. Para vengarme de las infidelidades, tal vez inexistentes,
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de mi marido, yo me sentía capaz de hacer cualquier cosa. No me
hice rogar demasiado. Entré en el camarote de Luis Amaral como
quien se suicida. Cuando me encontré a solas frente a él me sentí
avergonzada. Él me tomó de otro modo. Quiso abrazarme.
Naturalmente lo rehuí. Él había cerrado la puerta con llave: quise
abrirla. Grité.
Después de ese episodio Luis Amaral me miró de un modo
insolente. No perdonaba mi indiferencia, porque se creía
irresistible.
Mi marido, con el pretexto de averiguar su destino, hablaba
con Isaura Díaz, de noche cuando yo me desvestía para dormir.
Varias veces los vi en la cubierta juntos: ella teniéndole la mano y
diciéndole cosas que él nunca me contaba. Isaura Díaz era una
mujer ya madura. Sus ojos negros irradiaban una luz extraña. Me
parecía que ningún hombre podía enamorarse de ella,
primeramente por su edad, luego por su falta de belleza. Pero a
medida que la observé descubrí en ella un encanto y una fuerza que
me inquietaron. Pensé que mi marido se sentía atraído por ella y
ese interés que demostraba por saber algo del futuro no era sino el
interés que siente un hombre frente a una mujer. Roberto Crin
trataba de distraerme con sus pruebas de prestidigitación. Tal vez
adivinaba mi angustia. Yo con él me sentía alegre, alegre como una
niña, porque siempre me fascinó ese juego de hacer aparecer y
desaparecer objetos.
Mi marido no podía creer en mi inocencia, ni yo en la de él.
Un barco es un mundo, y en ese mundo empezábamos a vivir
nuestro amor de una manera equivocada. No sé si los pasajeros
oían nuestras peleas. A veces íbamos hasta la proa y el viento traía
bocanadas de sal a nuestros labios mientras discutíamos. A veces
íbamos hasta la popa y ahí, con la cabeza agachada mirábamos el
surco azul que dejaba el barco y los peces voladores, que saltaban
mientras nos destrozábamos el alma. A veces, cuando todos los
pasajeros se habían ido a dormir, Permanecíamos en la cubierta,
como dos espectros, odiándonos.
Los motivos de nuestras disputas no nos enfurecían de
acuerdo a la gravedad del caso. A veces bastaba un pañuelo que
hubiera caído, un movimiento de una mano, un buenos días que se
hubiera dicho, la palidez e las mejillas o una contemplación
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demasiado prolongada frente al espejo, para que la ira desbordara.
Un demonio se había apoderado de nuestras almas. A veces pienso
que Dios intentó salvarnos de ese demonio infligiéndonos un
castigo mayor.
Estábamos, aquel día, acodados a la borda. Hacía frío. Nos
habíamos puesto nuestros abrigos más gruesos, es cierto, pero no
sentíamos el frío en nuestras caras, ni en nuestras manos
descubiertas. Peleábamos, no sé por qué. Todos los motivos de
nuestras peleas los recuerdo, salvo ese que parecía la conjunción de
todos los otros. Era la hora en que el mar, cuando hace frío, se pone
de un gris de acero. El sol blanco se parecía menos al sol que a la
luna. Yo contemplaba el cielo, el mar, como en un sueño. De
repente el barco tembló, se tumbó hacia la izquierda. Seguimos
peleando. Se oyó la sirena. Los pasajeros del barco corrían,
recogiendo alegremente trozos de hielo que habían caído dentro de
la cubierta, y los lanzaban al aire. Seguimos peleando. El barco se
ladeaba hacia la izquierda. Un oficial vino a decirnos que el barco
había chocado con un tempano de hielo. Estaba hundiéndose. Le
dimos las gracias. Seguimos peleando. De vez en cuando, un leve
movimiento, con una serie de crujidos, ladeaba el barco. Veíamos la
vajilla del comedor de primera clase caer una tras otra; la mesita
con ruedas, cubierta de fiambres y postres, golpearse contra las
paredes, empujada por manos invisibles. La gente se agrupaba en
los rincones, como animales que temieran el granizo. Ya habían
bajado los botes de salvataje. Nos peleábamos. ¿Tuvimos deseos de
salvarnos? Un oficial vino a buscarme. Le dije que quería quedarme
con mi marido, si en los botes no había sitio para él. Seguimos
peleando. Una avalancha de gente se nos vino encima cuando
abrieron las puertas de comunicación de la segunda clase y de la
tercera. El amargo gusto del mar tan parecido a las lágrimas, entró
en mi boca. Me desvanecí. No sé quién nos salvó, pero sea quien
fuere, no se lo perdono, pues le debo haber quedado en este
mundo de peleas, en lugar de haber perecido en un espléndido
naufragio, abrazada a mi marido.
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Amada en el amado (Los días de la noche, 1970)
Silvina Ocampo
A veces dos enamorados parecen uno solo; los perfiles forman una
múltiple cara de frente, los cuerpos juntos con brazos y piernas
suplementarios, una divinidad semejante a Siva: así eran ellos dos.
Se amaban con ternura, pasión, fidelidad. Trataban de estar
siempre juntos y cuando tenían que separarse por cualquier
motivo, durante ese tiempo tanto pensaban el uno en el otro que la
separación era otra suerte de convivencia, más sutil, más sagaz,
más ávida.
Lo primero que hacían al separarse era poner cada uno en su reloj
pulsera la hora exacta.-A medianoche quiero que repitas los versos
de San Juan de la Cruz, que me gustan.
-¿Oh noche que juntaste amado con amada,/ amada en el amado
transformada?
-Los diremos a la misma hora.
-A la seis de la tarde, en el reloj, mis ojos te mirarán...
-En el lápiz de los labios estaré cuando te pintes, o en el vaso
cuando bebas agua.
A las ocho te asomarás a la venta para contemplar la luna. No
mirarás a nadie.
-Creyendo que es tuyo, para no gritar de pena, me morderé el
brazo, no el antebrazo.
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-¿Por qué?
-Porque el brazo es más sensible.
-¿En qué sitio?
-En el sitio en que la boca lo alcanza cuando el brazo está doblado
con el codo hacia arriba, apoyado contra la cara, como
guareciéndola del sol. Es tu postura predilecta, por eso la imito
como si mi brazo fuera el tuyo.
-A las nueve menos cinco de la noche, cerrá los ojos. Te besaré
hasta las nueve y cinco.
-¡Podría más tiempo!
-¿Pero acaso no llegaríamos a morir prolongando indefinidamente
ese momento?
-No pediría otra cosa.
Con estos y otros desatinos se despedían. Como es natural,
cumplían religiosamente lo pactado. ¿Quién se atrevería a romper
semejante rito? El que no lo comprenda, nunca ha amado o ha sido
amado, ni valdría la pena que ame o que sea amado, ya que el amor
es hecho de infinita y sabia locura, de adivinación y de obediencia.
Todas las miserias grandes y pequeñas de la vida cotidiana, todo lo
que es un motivo de fastidio para otras personas, para ellos era
muy llevadero.
La casa en donde vivían no era muy cómoda; tenía poca luz porque
sus cuartos daban a un patio interior. Ruidos intestinales de
cañerías se hacían oír en todos los pisos. El baño estaba metido
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dentro de un armario, la ducha sobre la letrina, las ventanas no
cerraban o abrían según el grado de humedad del tiempo, un
camino de cucarachas distinguía la cocina de los otros cuartos, pero
ellos encontraron en esas incomodidades cómicos motivos de
regocijo. (Compartir cualquier cosa vuelve cualquier cosa mejor
para los enamorados, cuando son felices.) La felicidad les prestaba
simpatía, simpatía para el verdulero, para el carnicero, para el
panadero, para el médico cuando había que consultarlo, para los
participantes de una cola, por personal y larga que fuera.
De noche, cuando se acostaban, el cansancio que sentían,
abrazados, era un premio. El soñaba mucho; ella no soñaba nunca.
El, al despertar a la hora del desayuno, le contaba sus sueños; eran
sueños interminables y accidentados, llenos de alegría o de
zozobras. Le gustaba contar los sueños, porque casi todos tenían
(como las novelas policiales) suspenso: aprovechaba el momento
en que iba a tomar un trago caliente de té o en que se metía un
trozo grande de pan con manteca y miel en la boca, para
interrumpir la parte sensacional del sueño y hacer esperar
debidamente el desenlace.
-Quisiera ser vos -decía ella, con admiración.
-Yo también -decía él- ser vos, pero no que vos fueras yo.
-Es lo mismo -decía ella.
-Es muy distinto -respondía él-. Lo primero sería agradable, lo
segundo angustioso.
-¡Por qué nunca puedo estar en tus sueños, si en la vigilia te
acompaño! -ella exclamaba-. Oírtelos contar, no es lo mismo. Me
faltan el aire, la luz que los rodea.
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-No creas que son tan divertidos (tengo más talento de narrador
que de soñador). Son mejores cuando los cuento -dijo él.
-Los inventarás, entonces.
-No tengo tanta imaginación.
-De todos modos, quisiera entrar en tus sueños, quisiera entrar en
tus experiencias. Si te enamoraras de una mujer, me enamoraría yo
también de ella; me volvería lesbiana.
-Espero que nunca suceda -decía él.
-Yo también -decía ella.
Durante un tiempo resolvieron dormir teniéndose de la mano, con
la esperanza de que los sueños de él pasaran dentro de ella a través
de las manos. Por incómodo que fuera, ya que para mantener una
posición estratégica dar vuelta la almohada buscando la frescura se
volvería imposible, resolvieron dormir con las cabezas juntas.
Pensaban que ese contacto sería más eficaz que el de las manos,
pero ella seguía sin sueños.
-Hay personas que no sueñan -decía él-. No hay nada que hacer.
-Sería capaz de tomar mescalina, fumar opio. Cualquier cosa haría
con tal de soñar.
-Es lo único que falta -decía él.
Una mañana de primavera, a la hora del desayuno, ella trajo como
siempre la bandeja con las dos tazas servidas y las tostadas con
manteca y miel. Colocó todo sobre la mesa de luz, se sentó sobre la
cama, lo despertó ahogando risas con besos, y dijo:
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-Anoche soñaste con una vaquita de San José. Aquí está.
-Mostró sobre su brazo el bichito rojo como una gota de sangre.
El se incorporó en la cama y le dijo:
-Es cierto. Soñé que estábamos en un jardín donde en vez de flores
había piedras, piedras de todos los colores.
-Un jardín japonés -musitó ella.
-Tal vez -respondió él-, porque en las piedras había letras grabadas
que parecían japonesas o chinas. Por una calle de piedras más altas,
pues todas las piedras eran de distinta forma y tamaño, venías
caminando como si fuera dentro del agua. Te acercaste y me
mostraste el brazo que creía que te habías lastimado con un alfiler,
pero mirándolo bien, advertí que la gota de sangre que veía en tu
brazo era en efecto una vaquita de San José.
-De algo me sirvió dormir con la frente pegada a la tuya -dijo ella,
tratando vanamente de hacer pasar el bichito rojo de una mano a la
otra-. En tu próximo sueño trataré de obtener algo mejor o más
duradero -prosiguió, viendo que el bichito abría un ala rizada,
suplementaria, que tenía escondida, y salía volando para
desaparecer en el aire.
A la noche siguiente, ella se durmió antes que él. A las cinco de la
mañana se despertaron al mismo tiempo.
-¿Qué soñaste? -ella preguntó, sobresaltada.
-Soñé que estábamos acostados en la arena, pero... vas a enojarte...
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-Lo que sucede en un sueño no podría enojarme.
-A mí, sí.
-A mí, no -contestó ella-. Seguí contando.
-Estábamos acostados, y vos no era vos. Eras vos y no eras vos.
-¿En qué lo advertías?
-En todo. En el modo de besar, en los ojos, en la voz, en el pelo.
Tenías pelo de nylon como la muñeca de la motocicleta, que te
gustaba en el escaparate del subte, ese pelo amarillo lustroso. Un
día me dijiste: "Me gustaría tener el pelo así".
-¿Y qué te hizo pensar que esa mujer tan distinta de mí, era yo?
-El amor que yo sentía.
-Llamas amor a cualquier cosa.
-Aquel pelo amarillo de nylon, tan parecido al de la muñeca de la
motocicleta, tal vez fuera culpable. Cada hebra era como un hilo de
oro que yo acariciaba.
-¿Así? -dijo ella, mostrándole una hebra de nylon amarillo que
colgaba del cuello del camisón.
El tomó en broma el diálogo. A decir verdad, esa hebra de nylon
amarilla podía haber estado anteriormente en la casa, por cualquier
motivo. ¿Acaso las hijas de las amigas no iban de visita con sus
muñecas, que tenían pelo de nylon? Se usa tanta ropa de nylon,
¿acaso una hebra de una costura no podría caer?
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La próxima noche él tuvo que salir y ella quedó sola. El volvió muy
tarde; ella dormía. Empezaba el invierno y le trajo un ramo de
violetas. En el momento de acostarse él puso en uno de los ojales
del camisón de ella, una violeta.
-¿Qué soñaste? -dijo ella, como siempre, al despertar.
-Soñé que viajaba en un trineo por un campo cubierto de nieve,
donde merodeaban lobos hambrientos. Estaba vestido con pieles
de lobo; lo advertí en el modo de mirarme que tenían los lobos. Un
bosque de pinos se divisó en el horizonte. Me dirigí al bosque.
Frente a ese bosque bajé del trineo y en la nieve encontré una
violeta, la recogí y me alejé rápidamente.
En ese momento ella vio la violeta en el ojal de su camisón.
-Aquí está -dijo ella.
-Te la traje anoche con un ramito que te compré en la calle; elegí la
violeta más grande y la puse en el ojal de tu camisón.
-¿El sueño lo inventaste?
-Si lo hubiera inventado sería más divertido.
-¿Cómo supiste que ibas a soñar con violetas? Sos mentiroso.
Querés imitarme, inventando experimentos mágicos. Eso no impide
que tus verdaderos sueños obren milagros para mí -dijo ella-. La
vaquita de San José, la hebra de nylon, no han sido un invento.
Saldré pronto en los diarios, fotografiada como la mujer que saca
objetos de los sueños ajenos.
-¿Mis sueños te son ajenos?
-Para los diarios, sí.
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Fue durante una siesta de verano. El soñó que andaba caminando
con ella por una ciudad desconocida, con desfiles de soldados. En
una puerta verde, debajo de un puente, Artemidoro el Daldiano,
vestido de blanco, con sombrero y capa, lo llamó.
-¿Quién es Artemidoro? -preguntó ella.
-Un griego. Escribió la Crítica de los sueños.
-¿Cómo sabés que era él?
-Lo conozco. Estudiamos juntos -contestó él.
Artemidoro le tendió la mano como si lo apuntara con un revólver,
pero lo que tenía en la mano era un filtro misterioso, aquel que
bebieron Tristán e Isolda. "Cuando quieras llevar a tu amada como
a tu corazón dentro de ti -le dijo-, no tienes más que beber este
filtro."
Cuando él despertó a la hora del desayuno, ella le dijo:
-Aquí está el filtro -y le mostró una botellita diminuta.
No necesitaba que le contara el sueño.
El le arrebató el frasco de la mano, lo miró atónito, cerró los ojos y
bebió. Cuando abrió los ojos quiso mirar de nuevo. Ella no estaba. El
la llamó, la buscó. Oyó una voz dentro de él, la voz de ella, que el
contestaba:
-Soy vos, soy vos, soy vos. Al fin soy vos.
-Es horrible -dijo él.
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-A mí me gusta -dijo ella.
-Es un conyungicidio.
-Conyungicidio... ¿Y qué quiere decir? -ella interrogó.
-Muerte causada por uno de los cónyuges al otro -respondió.
Bruscamente despertaron.
El volvió a soñar a lo largo de la vida y ella a sacar objetos de sus
sueños. Pero la mayor parte de las veces no le sirvieron de nada
pues son todos objetos de poca importancia; a veces ni siquiera los
mira. Los atesora en su mesa de luz. Rara vez, por suerte, le sirven
para sufrir transformaciones, como sucedió con el filtro: el término
sufrir está bien elegido pues en toda transformación hay
sufrimiento. A veces tienen miedo de no volver a su estado anterior
-al hogar, a la vida habitual- y volatilizarse. ¿Pero acaso la vida no es
esencialmente peligrosa para los que se aman?
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La intrusa
Jorge Luis Borges
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por
Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor,
que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y
tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de
alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y
mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años
después, volvieron a contármela en Turdera, donde había
acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en
suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias
que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me
engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros
antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su
predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa
gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en
las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el
único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen,
perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de
ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de
baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron
ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones
desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el
apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y
el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza.
Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la
sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es
imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon
una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con
Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los
entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y
alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y
el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de
dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
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Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a
la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo
unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos
enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían
sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues,
comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es
verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la
colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las
pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban
prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era
de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara,
para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el
descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un
viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa
una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos
días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el
almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de
Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con
alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro
de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba
esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el
mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si
la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo
mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de
Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue
al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los
pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del
arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía
durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de
Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos
cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz
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y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro
suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera
importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban
enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan
Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue
entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a
hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía
ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la
participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer
patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella
esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato
la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin
olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su
madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron
un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban
muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a
Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya
estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el
otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana
(que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron
reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a
las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez,
se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en
injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de
año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a
Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo
de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece
que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la
tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la
llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para
no verlos.
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Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había
fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa.
Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande
-¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y
prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la
discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un
domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano)
Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes.
Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los
cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el
Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba
agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido
y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy
la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más
perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer
tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.
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Intimidad
Raymond Carver
TENGO UNAS GESTIONES que hacer al oeste del estado, así que
aprovecho para pararme en la pequeña población donde vive mi ex
mujer. No nos hemos visto en cuatro años. Pero de cuando en
cuando, siempre que se publica algo mío o escriben sobre mí en
revistas y periódicos —una semblanza, una entrevista—, le envío
los recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque pienso que
puede interesarle. Pero ella nunca me contesta.
Son las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y la
verdad es que no sé cómo va a recibirme.
Pero me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la
mano. Ni que decir tiene que no nos besamos. Me hace pasar a la
sala. Llevo apenas unos segundos sentado cuando me trae café.
Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el culpable de
su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.
Que quede claro: me suena tan familiar que no me siento en
absoluto incómodo.
Dice: Y entonces te metiste de lleno en el engaño. Tan pronto.
Siempre te has sentido bien en el engaño. No, no es cierto. Al
principio al menos no era así. Entonces eras diferente. Pero
también yo era distinta, imagino. Todo era distinto entonces. No,
fue después de que cumplieras los treinta y cinco, o treinta y seis,
por esa época, no sé cuándo exactamente, mediada la treintena.
Entonces empezaste. Vaya si empezaste. Te volviste contra mí. Te
despachaste a gusto. Debes de sentirte muy orgulloso de ti mismo.
Dice: A veces tengo ganas de gritar.
Deberías olvidar los días duros, los malos tiempos al hablar de
aquella época, me dice. Párate a pensar también en los buenos, me
dice. ¿O es que no los hubo? Le gustaría que dejase a un lado los
otros, los malos. Está harta del dichoso tema. Hastiada de oír hablar
de ello. Tu cantinela preferida, dice. Lo hecho, hecho está, y el
pasado nadie puede cambiarlo. Una tragedia, sí. Bien sabe Dios que
fue una tragedia, más que una tragedia. Pero ¿a qué viene volver
sobre ello? ¿Es que no te cansas nunca de desenterrar la vieja
historia?
Dice: Deja a un lado el pasado, por el amor de Dios. Todas esas
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viejas heridas. Seguro que en tu carcaj han de quedarte otras
flechas.
Dice: ¿Sabes una cosa? Creo que estás enfermo. Creo que estás
como una cabra. Oye, ¿no te creerás todas esas cosas que dicen de
ti? No te las creas ni en broma. Mira, yo podría contarles un par de
cosas. Déjame hablar con ellos; yo sí que podría contarles algo
bueno.
Dice: ¿Me estás escuchando?
Te estoy escuchando, digo. Soy todo oídos, digo.
Dice: ¡Lo que he tenido que aguantar, señor mío! Y además,
¿quién te ha pedido que vengas a verme? Yo no, desde luego.
Apareces y entras. ¿Qué diablos quieres de mí? ¿Sangre? ¿Más
sangre? Pensaba que tenías ya la panza llena.
Dice: Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz. Lo
que quiero es que me dejes en paz, que me olvides. Mira, tengo
cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco, y tengo la impresión de
tener cincuenta y cinco, o sesenta y cinco. Así que déjame en paz,
¿quieres?
Dice: ¿Por qué no borras toda la pizarra y miras luego lo que
queda? ¿Por qué no empiezas de nuevo otra pizarra? Hazlo, a lo
mejor llegas lejos.
Esto último le hace reír. Yo río también, pero en mi caso son los
nervios.
Dice: ¿Sabes una cosa? También yo tuve mi oportunidad, pero
la dejé pasar. Sí, la dejé pasar. No creo habértelo contado nunca.
Pero ahora mírame. ¡Mírame! Échame un buen vistazo, ahora que
puedes. Me dejaste tirada como un trapo, grandísimo hijo de
perra.
Dice: En aquel tiempo yo era más joven, y mejor persona. Quizá
tú también lo eras. Mejor persona, me refiero. Lo eras, sin duda.
Tenías que ser mejor persona, porque si no nunca habría tenido
nada que ver contigo.
Dice: Te quise tanto. Te quise con locura. Sí, así te quise. Más
que a nada en el mundo. ¿Te das cuenta? Es para morirse de risa.
¿Te imaginas? Estábamos tan íntimamente unidos en aquella época
que apenas puedo creerlo. Creo que eso es precisamente lo que
más extraño se me hace ahora. El recuerdo de haber tenido tal
intimidad con alguien. Una intimidad tan grande que me dan ganas
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de vomitar. No me cabe en la cabeza una intimidad así con otra
persona. Nunca he vuelto a tenerla.
Dice: Sinceramente, quiero que me dejes al margen de todo de
ahora en adelante. Lo digo en serio. Además, ¿quién te has creído
que eres? ¿Te crees Dios o algo parecido? Tú no eres digno ni de
lamerle las botas. Ni las botas de Dios ni las de nadie, si vamos al
caso. Señor mío, ha estado usted frecuentando gente que no le
conviene. Pero ¿qué puedo saber yo? Ya ni siquiera sé qué es lo que
sé. Pero sé que no me gusta lo que has ido repartiendo a manos
llenas. Al menos sé eso. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no? ¿Me
equivoco?
No, digo. En absoluto.
Dice: Vas a darme la razón en todo, ¿no? Te das por vencido
muy fácilmente. Siempre has sido igual. No tienes principios, ni uno
solo. Eres capaz de cualquier cosa con tal de escurrir el bulto al
menor conflicto. Aunque eso no viene a cuento.
Dice: ¿Te acuerdas de aquella vez que te amenacé con un
cuchillo?
Lo dice como de pasada, como si se tratara de algo sin
importancia.
Vagamente, digo. Seguramente me lo merecía, pero no lo
recuerdo bien. Vamos, cuéntamelo, adelante.
Dice: Creo que ahora empiezo a entender... Creo que sé a qué
has venido. Sí. Sé por qué estás aquí, aunque quizá tú no lo sepas.
Pero eres un viejo zorro. Sabes por qué estás aquí. Has salido
de pesca. En busca de material. ¿Me acerco? ¿He dado en el clavo?
Cuéntame lo del cuchillo, digo.
Dice: Si te interesa saberlo, lamento no haber llegado a
utilizarlo. De veras. Lo digo con el corazón en la mano. Lo he
pensado una y mil veces, y siento mucho no haberlo utilizado. Tuve
ocasión de hacerlo. Pero vacilé. Dudé y la oportunidad se perdió,
como dijo alguien. Pero debería haberlo utilizado, y al diablo con
todo. Debería haberte dado un tajo en el brazo, al menos. Al menos
eso.
Pero no lo hiciste, digo. Creí que ibas a darme una cuchillada,
pero no lo hiciste. Luego te quité el cuchillo.
Dice: Siempre has tenido suerte. Me lo quitaste y me diste una
bofetada. Siento mucho no haber utilizado aquel cuchillo. Un
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pequeño corte, al menos. Hasta un pequeño corte habría bastado
para dejarte un buen recuerdo mío.
Tengo montones de recuerdos, digo. Y al punto me arrepiento
de haberlo dicho.
Dice: Amén, hermano. Por si no te has dado cuenta, ahí está la
manzana de la discordia. Ahí reside todo el problema. Pero en mi
opinión, como ya te he dicho, recuerdas lo que no deberías
recordar. Recuerdas las cosas bajas, vergonzosas. Por eso te has
interesado tanto cuando he sacado a relucir lo del cuchillo.
Dice: Me pregunto si alguna vez te arrepientes de algo. Si es
que ese sentimiento vale algo hoy día. No mucho, me temo.
Aunque tú deberías ser ya un especialista en el tema.
Arrepentimiento, digo. No me interesa gran cosa, la verdad. No
es un vocablo que utilice muy a menudo. Arrepentimiento. No,
supongo que en general no siento nada parecido. Admito que tengo
tendencia a recrearme en el lado oscuro de las cosas. Bueno, a
veces. Pero ¿arrepentimiento? No, creo que no.
Dice: Eres un grandísimo hijo de perra, ¿lo sabías? Un
despiadado e insensible hijo de perra. ¿Te lo han dicho alguna vez?
Sí, tú, digo. Miles de veces.
Dice: Yo siempre digo la verdad. Aunque duela. Nunca podrás
cogerme en una mentira.
Dice: Se me cayó la venda de los ojos hace mucho tiempo, pero
ya era tarde. Tuve mi oportunidad, pero la dejé escapar entre los
dedos. Durante un tiempo llegué incluso a pensar que volverías.
¿Cómo pude imaginar algo semejante? Debía de estar muy
desquiciada. Tengo ganas de llorar a mares, pero no voy a darte ese
placer.
Dice: ¿Sabes? Si te estuvieras quemando vivo ahora mismo, si
de pronto tu cuerpo se pusiera a arder en este mismo instante, no
correría a echarte encima un cubo de agua.
Ríe ante lo que acaba de decir. Pero su semblante vuelve a
ponerse grave en seguida.
Dice: ¿Qué diablos haces aquí? ¿Quieres seguir oyendo cosas?
Podría seguir así días y días. Creo que sé por qué has venido, pero
quiero que seas tú quien me lo diga.
Al ver que no respondo, que sigo allí sentado y quieto,
continúa.
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Dice: A partir de entonces, a partir del día en que te fuiste, ya
nada me importaba. Ni los niños, ni Dios, ni nada. Era como si no
supiera qué cataclismo me había fulminado. Era como si de pronto
hubiera dejado de vivir.Había ido viviendo año tras año, y de pronto
la vida cesaba. No se detenía sin más, sino con un chirrido horrible.
Pensé: si para él no valgo nada, tampoco valgo nada para mí misma,
para nadie. Eso fue lo peor. Sentía que se me iba a romper el
corazón. ¿Qué digo? Se me había roto. Claro que se me rompió. Así,
sin más. Y sigue roto, si te interesa saberlo. Esa es la verdad, en
pocas palabras. Lo puse todo en ti: todos los huevos en la misma
cesta. Eso es lo que hice. Todos los huevos podridos en la misma
cesta.
Dice: Encontraste a otra, ¿no es eso? No te llevó mucho tiempo.
Y ahora eres feliz. Eso es lo que dicen de ti, al menos. «Ahora es
feliz.» ¿Sabes? ¡Leí todo lo que me mandaste! ¿Pensabas que no iba
a hacerlo? Escuche, señor, le conozco muy bien. Siempre te he
conocido bien. Entonces y ahora. Conozco el fondo de tu corazón.
Todos sus recovecos. No lo olvides nunca. Tu corazón es una jungla,
una selva oscura. Un cubo de la basura, por si quieres saberlo. Si
quieren preguntar a alguien, diles que vengan a hablar conmigo. Yo
sé muy bien cómo funcionas. Tú deja que vengan por aquí: se
enterarán de un buen puñado de cosas. Yo estaba allí. En primera
línea, camarada. Luego me exhibiste y ridiculizaste en tu...
«literatura». Para que todo el mundo me compadeciera o se
permitiera juzgarme. Pregúntame si me importaba. Pregúntame si
pasé vergüenza. Vamos, pregúntamelo.
No, digo. No voy a preguntártelo. No quiero entrar en eso,
digo.
¡Pues claro que no quieres! ¡Y también sabes por qué!
Dice: Querido, no quiero ofenderte, pero a veces creo que sería
capaz de pegarte un tiro y quedarme mirando cómo estiras la pata.
Dice: No puedes mirarme a los ojos, ¿eh?
Dice (y son palabras literales): Ni siquiera eres capaz de
mirarme a los ojos cuando te hablo.
Muy bien, de acuerdo, la miro a los ojos.
Dice: Así. Perfecto. Puede que así podamos llegar a alguna
parte. Así está mucho mejor. Si la miras a los ojos, puedes saber
mucho de la persona con quien hablas. Lo sabe todo el mundo.
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Pero ¿sabes otra cosa? Nadie en todo el planeta se atrevería a
decírtela. Nadie más que yo. Yo tengo derecho. Me ganéese
derecho, querido. Bien, escucha, te crees alguien que no eres. Esa
es la pura verdad. Pero ¿qué puedo saber yo? Eso es lo que dirán en
los cien próximos años. Dirán: «¿Quién era ella, al fin y al cabo?»
Dice: En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que tú sí
me has tomado a mí por otra persona. ¡Ya ni siquiera tengo el
mismo nombre! Ni el que me pusieron cuando nací, ni el que llevé
cuando vivía contigo, ni el que tenía hace un par de años. ¿Cómo se
explica eso? ¿A qué vienen todos estos cambios? Pues bien,
escucha: quiero que me dejes vivir en paz. Por favor. No creo que
sea un crimen.
Dice: ¿No deberías estar en otra parte? ¿No tienes que coger
ningún avión? ¿No tendrías que estar en algún sitio a doscientos
kilómetros de aquí en este preciso instante?
No, digo. Y lo repito: No. No tengo que estar en ninguna parte.
Y entonces hago algo. Alargo la mano y le cojo la manga de la
blusa entre el pulgar y el índice. Y eso es todo. No hago más que
tocarla así, y después retiro la mano. Ella no se aparta. No se
mueve.
Y he aquí lo que hago luego: me pongo de rodillas, un tipo
grande como yo, y cojo el dobladillo de su vestido. ¿Qué estoy
haciendo en el suelo? Me gustaría saberlo. Pero sé que estoy donde
debo estar, y sigo de rodillas aferrado al bajo de su vestido.
Se queda inmóvil un instante, pero al momento siguiente dice:
Está bien, bobo. Eres tan tonto a veces... Levántate. Te digo que te
levantes. Venga, hazme caso. Ya lo he superado. Me llevó bastante
tiempo, pero logré superarlo. ¿Qué creías? ¿Que me iba a ser fácil?
Luego apareces en mi puerta y toda la vieja historia se me viene de
nuevo encima. Necesitaba airearla. Pero sabes y sé que todo
aquello es agua pasada.
Dice: Durante mucho tiempo mi desconsuelo fue
total. Inconsolable... Así estaba yo, cariño. Anota esa palabra en tu
pequeña libreta. Puedo decir por experiencia que es la palabra más
triste de todo el diccionario. Bien, pero al final pude superarlo. El
tiempo es un caballero, dijo un sabio. O alguna mujer vieja y
cansada, quién sabe.
Dice: Ahora tengo una vida. Una vida diferente de la tuya, pero
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supongo que no debemos compararlas. Es mi vida, y eso es lo
importante; es de eso de lo que tengo que ser más y más
consciente a medida que envejezco. Pero no te
sientas demasiado mal. Bueno, quizá tampoco pase nada porque te
sientas un poco mal. No te morirás, y es lo menos que puede
esperarse de alguien que no es capaz de arrepentirse.
Dice: Vamos, levántate. Tienes que irte. Mi marido está a punto
de llegar para el almuerzo. ¿Cómo podría explicarle todo esto?
Es absurdo, pero sigo de rodillas aferrado al bajo de su vestido.
No quiero soltarlo. Soy como un terrier, y es como si estuviera
pegado al suelo. Como si no pudiera moverme.
Dice: Levántate ahora mismo. ¿Qué pasa? ¿Quieres algo más de
mí? ¿Qué es lo que quieres? ¿Que te perdone? ¿Por eso haces todo
esto? Es por eso, ¿no es cierto? Por eso te desviaste para venir a
verme. Lo del cuchillo parece que te ha reanimado un poco. Creí
que lo habías olvidado. Pero ahí estaba yo para recordártelo. Bien,
si te vas ahora mismo te diré algo.
Dice: Te perdono.
Dice: ¿Satisfecho? ¿Mejor así? ¿Te sientes feliz? Sí, ahora se
siente feliz.
Pero yo sigo allí, arrodillado.
Dice: ¿Has oído lo que he dicho? Tienes que irte. ¿Eh, bobo?
Querido, te he dicho que te perdono. Hasta te he recordado lo del
cuchillo. ¿Qué más puedo hacer? Has salido bien parado, pequeño.
Vamos, date prisa, tienes que irte. Levántate. Así, muy bien. Sigues
siendo un hombre grande, ¿eh? Aquí tienes tu sombrero. No te
olvides el sombrero. Antes nunca llevabas sombrero. Nunca en la
vida te había visto con sombrero.
Dice: Escucha. Mírame. Escucha atentamente lo que voy a
decirte.
Se acerca. Su cara está apenas a un palmo de la mía. No
habíamos estado tan cerca en mucho tiempo. Aspiro el aire
entrecortada y quedamente para que no me oiga, y espero. Tengo
la impresión de que el corazón me late más despacio.
Dice: Cuéntalo como crees que debes, y olvida lo demás. Como
siempre has hecho. Llevas tanto tiempo haciéndolo que no te será
muy difícil.
Dice: Bien. Ya está hecho. Eres libre, ¿no es cierto? Al menos
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piensas que lo eres. Libre al fin. Era una broma, pero no te rías. De
todas formas te sientes mejor, ¿no crees?
Me acompaña por el pasillo.
Dice: No sé cómo podría explicarle esto a mi marido si
apareciera en este momento. Pero qué importa. Si nos ponemos a
pensarlo, hoy día a nadie le importa un comino nada. Además, creo
que todo lo que podía pasar ya ha pasado. A propósito, mi marido
se llama Fred. Es un buen hombre. Trabaja duro para ganarse la
vida. Y se preocupa por mí.
Me acompaña hasta la puerta, que ha estado abierta todo el
rato. Durante toda la mañana han estado entrando la luz y el aire
fresco y los ruidos de la calle, pero no nos hemos dado cuenta. Miro
hacia el exterior y veo, oh, Dios, una luna blanca suspendida en el
cielo de la mañana. No creo haber visto jamás nada tan
extraordinario. Pero me da miedo comentarlo. Sí, me da miedo. No
sé lo que podría pasar. Hasta podría echarme a llorar. O no
entender en absoluto mis propias palabras.
Dice: Puede que algún día vuelvas a verme o puede que no. Lo
de hoy no tardará en borrarse, lo sabes. Pronto volverás a sentirte
mal. A lo mejor consigues una buena historia de todo esto. Pero si
es así, no quiero saberlo.
Le digo adiós. Ella no dice nada. Se mira las manos, luego se las
mete en los bolsillos del vestido. Sacude la cabeza. Vuelve a entrar
en casa, y esta vez cierra la puerta.
Me alejo por la acera. Unos niños se pasan un balón de fútbol al
otro extremo de la calle. Pero no son hijos míos. Ni hijos de ella.
Hay hojas secas por todas partes, incluso en las cunetas. Mire
donde mire, las veo a montones. Caen de los árboles a mi paso. No
puedo avanzar sin que mis pies tropiecen con ellas. Deberían hacer
algo al respecto. Deberían tomarse la molestia de coger un rastrillo
y dejar esto como es debido.
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Melina
Lucía Berlin
En Albuquerque, al caer la tarde, mi marido Rex iba a sus clases
en la universidad o a su taller de escultura. Yo solía sacar al bebé,
Ben, a dar largos paseos con el cochecito. En lo alto de la colina, en
una calle frondosa con olmos a ambos lados, estaba la casa de
Clyde Tingley. Siempre pasábamos por delante de aquella casa.
Clyde Tingley era un millonario que donaba todo su dinero a los
hospitales infantiles del estado. Me gustaba ir por allí porque
siempre, no solo en Navidad, había guirnaldas de luces en los aleros
del porche y en los árboles. Las encendía justo al anochecer, cuando
normalmente volvíamos del paseo. A veces lo veía en su silla de
ruedas en el porche, un viejecito flacucho que nos saludaba de
lejos, «Buenas», o «Qué preciosa noche», cuando pasábamos. Una
vez, sin embargo, me gritó:
—¡Espere, espere! ¡Ese niño tiene un problema en los pies! Debe
hacérselo mirar.
Eché un vistazo a los pies de Ben, que estaban perfectamente.
—No, es porque ya está demasiado grande para esa sillita.
Encoge los pies torcidos para no arrastrarlos por el suelo.
Ben era tan listo… Ni siquiera hablaba todavía, pero pareció
entender. Apoyó con firmeza los pies en el suelo, como para
demostrarle al viejo que no había de qué preocuparse.
—Las madres nunca quieren reconocer que hay un problema.
Hágame caso y llévelo al médico.
Justo en ese momento se acercaba un hombre vestido de negro
por la calle. Ya entonces era raro ver a alguien caminando, así que
fue una sorpresa. Se agachó en la acera y sujetó los pies de Ben con
ambas manos. Llevaba la correa de un saxofón colgada del cuello y
Ben se la agarró.
—No, señor, los pies del chico son perfectamente normales —
dijo.
—Bueno, me alegra oírlo —contestó Clyde Tingley desde arriba.
—Gracias, de todos modos —le dije.
Me quedé hablando con el hombre de negro, y luego nos
acompañó a casa. Eso ocurrió en 1956. Fue el primer bohemio que
conocí. No había visto a nadie como él en Albuquerque. Judío, con
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acento de Brooklyn. Pelo largo y barba, gafas oscuras; pero no
parecía siniestro. A Ben le cayó bien de entrada. Se llamaba Beau.
Era poeta y músico, tocaba el saxo. Fue más tarde cuando averigüé
que la correa del cuello era para el saxofón.
Nos hicimos amigos nada más conocernos. Beau jugó con Ben
mientras yo preparaba té frío. Cuando acosté a Ben, nos quedamos
hablando en los escalones del porche hasta que Rex volvió a casa.
Los dos hombres fueron correctos pero no se cayeron demasiado
bien, saltaba a la vista. Rex estudiaba en la universidad. Éramos
muy pobres en aquella época, pero Rex parecía más mayor, más
confiado. Cierto aire de triunfo, quizá con un punto de soberbia.
Beau actuaba como si nada le importara mucho, aunque yo ya me
había dado cuenta de que no era verdad. Cuando se fue, Rex dijo
que no le gustaba la idea de que me dedicara a traer a casa músicos
descarriados.
Beau estaba volviendo en autostop a Nueva York, a la Gran
Manzana, después de seis meses en San Francisco. Se alojaba en
casa de unos amigos, pero trabajaban todo el día, así que los cuatro
días que se quedó allí vino a vernos a Ben y a mí.
Beau necesitaba hablar. Y para mí era estupendo escuchar a
alguien, más allá de las cuatro palabras que decía Ben, así que me
alegraba de verlo. Además, hablaba de amor. Se había enamorado.
A mí no me cabía duda de que Rex me quería, de que éramos felices
y que viviríamos felices juntos, pero no estaba locamente
enamorado de mí como Beau lo estaba de Melina.
En San Francisco, Beau había trabajado vendiendo bocadillos con
un carrito de comidas, además de café, repostería y refrescos, que
trajinaba de un lado a otro por las distintas plantas de un coloso de
oficinas. Un día entró en el despacho de una compañía de seguros y
vio a una mujer. Era Melina. Estaba archivando documentos,
aunque no realmente, porque miraba por la ventana con una
sonrisa soñadora. Tenía el pelo largo y rubio teñido, y llevaba un
vestido negro. Era muy menuda y delgada. Pero fue su piel, dijo
Beau. Más que una persona, Melina parecía una criatura de seda
blanca, de vidrio opalino.
Beau no supo qué le sucedía. Dejó el carrito y a los clientes y
cruzó una pequeña puerta hasta donde estaba ella. Le dijo que la
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amaba. Te deseo, le dijo. Conseguiré la llave del baño. Vamos. Solo
serán cinco minutos. Melina lo miró y dijo: ahora voy.
Entonces yo era muy joven. Me pareció la historia más romántica
que había oído nunca.
Melina estaba casada y tenía una hijita de un año más o menos.
La edad de Ben. Su marido era trompetista, y estuvo de gira los dos
meses que Beau pasó con ella. Vivieron una aventura apasionada, y
justo antes de que el marido volviera Melina le dijo a Beau: «Es
hora de que sigas tu camino». Así que se marchó.
Beau dijo que era imposible no obedecerla, que no solo lo
hechizaba a él o a su marido, sino a cualquier hombre que la
conociera. No había lugar para los celos, dijo, porque parecía
completamente natural que cualquier otro hombre la amara.
Por ejemplo… el bebé ni siquiera era de su marido. Durante un
tiempo habían vivido en El Paso. Melina trabajó en Piggly Wiggly
envasando carne y pollos y envolviéndolos en plástico. Detrás de
una mampara transparente, con uno de esos ridículos gorros de
papel. Y aun así, aquel torero mexicano que había entrado a
comprar unos filetes la vio. Aporreó el mostrador y llamó al timbre,
le insistió al carnicero que tenía que ver a la mujer que envasaba la
carne. La obligó a marcharse del trabajo. Así es como te afectaba,
dijo Beau. Necesitabas estar cerca de ella inmediatamente.
Unos meses más tarde Melina se dio cuenta de que estaba
embarazada. Loca de alegría, se lo contó a su marido. Él se puso
hecho una furia. No puede ser, dijo, me hice una vasectomía. ¿Qué?
Melina se indignó. ¿Y te casaste conmigo sin decírmelo? Lo echó de
la casa a patadas, cambió las cerraduras. Él le mandó flores, le
escribió cartas apasionadas. Durmió delante de la puerta hasta que
al final lo perdonó.
Melina cosía la ropa de la familia. Había tapizado con tela todas
las habitaciones del apartamento. En el suelo había colchones y
almohadas, podías ir gateando como un bebé de carpa en carpa. A
la luz de las velas día y noche nunca sabías qué hora era.
Beau me lo contó todo sobre Melina. Que su infancia transcurrió
en varias casas de acogida, que a los trece años se escapó. Fue
bailarina en un bar de alterne (no estoy segura de lo que significa
eso) y su marido la había rescatado de una situación muy fea. Es
dura, dijo Beau, y malhablada, y sin embargo sus ojos, su tacto, son
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los de una criatura angelical. Ella fue el ángel que entró en mi vida
sin avisar y me condenó para siempre… Se ponía muy dramático, y a
veces incluso lloraba desconsolado, pero a mí me encantaba que
me hablara de ella, me habría gustado ser como ella. Dura,
misteriosa, bella.
Me dio pena que Beau se marchara. También él fue como un
ángel en mi vida. Después de conocerlo me di cuenta de qué poco
hablaba Rex conmigo o con Ben. Me sentí tan sola que incluso
pensé en convertir nuestras habitaciones en carpas.
Unos años más tarde estaba casada con otro hombre, un
pianista de jazz que se llamaba David. Era un buen hombre, pero
también callado. No sé por qué me casé con esos tipos callados,
cuando a mí lo que más me gusta en el mundo es hablar. Teníamos
muchos amigos, eso sí. Los músicos que pasaban por la ciudad se
quedaban en casa y mientras los hombres tocaban, las mujeres
cocinábamos y charlábamos y nos tumbábamos en el césped a jugar
con los niños.
Intentar que David me contara cómo era de pequeño, o me
hablara de su primera novia, de cualquier cosa, era como arrancarle
una muela. Sabía que había vivido con una mujer, una pintora muy
guapa, durante cinco años, pero no quería hablarme de ella. Eh, le
dije, yo te he contado mi vida, explícame algo sobre ti, dime cuándo
te enamoraste por primera vez… Se echó a reír, pero al final me lo
contó. Eso es fácil, me dijo.
Fue de una mujer que vivía con su mejor amigo, un contrabajista,
Ernie Jones. En el valle al sur de la ciudad, junto al canal de riego.
Una vez David había ido a ver a Ernie y, como no lo encontró en
casa, bajó al canal.
Ella estaba tomando el sol, desnuda y blanca sobre la hierba
verde. Para protegerse los ojos llevaba esas blondas de papel que
ponen en los platitos de los helados.
—¿Y? ¿Ya está? —dije, tratando de sonsacarle más.
—Bueno, sí. Ya está. Me enamoré.
—Pero ¿y ella cómo era?
—No parecía de este mundo. Una vez Ernie y yo nos habíamos
echado junto al canal, hablando, fumando hierba. Estábamos
hechos polvo porque a ninguno de los dos nos salía trabajo.
Vivíamos con lo que ganaba ella, haciendo de camarera. Un día
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trabajó en un banquete y se llevó todas las flores a casa. Había
tantas como para llenar una habitación, pero lo que hizo fue
cargarlas río arriba y echarlas al canal. Así que Ernie y yo estábamos
allí, cabizbajos en la orilla, mirando el agua turbia, y de pronto
millones de flores pasaron flotando. Ella trajo comida y vino, incluso
cubiertos y manteles que colocó en la hierba.
—Entonces, ¿hiciste el amor con ella?
—No. Ni siquiera llegué a hablar con ella nunca, al menos a solas.
Simplemente la recuerdo ahí, estirada en la hierba.
—Hum —dije, complacida por los detalles y la mirada bobalicona
que puso. Me encantaba el romance en cualquiera de sus formas.
Nos mudamos a Santa Fe, donde David tocaba el piano en
Claude’s. Pasaron un montón de buenos músicos por allí esos años,
y actuaban una o dos noches como invitados del trío de David. Una
vez vino un trompetista realmente bueno, Paco Durán. A David le
gustaba tocar con él, y me preguntó si me parecía bien que Paco y
su mujer y su hijo se quedaran en casa una semana. Claro, dije, será
estupendo.
Y lo fue. Paco era un músico fabuloso. David y él tocaban toda la
noche en el club y también el día entero en casa. La mujer de Paco,
Melina, era exótica y divertida. Hablaban y se comportaban como
los músicos de jazz de Los Ángeles. A nuestra casa la llamaban «la
choza», y decían «¿lo pillas?» o «fetén». Su hijita y Ben se lo
pasaban en grande juntos, aunque estaban en esa edad en que lo
tocan todo. Intentamos meterlos en un parquecito, pero ninguno
de los dos consentía quedarse allí. A Melina se le ocurrió que lo
mejor era dejarlos a su aire y meternos nosotras en el parquecito,
con nuestro café y nuestros ceniceros a salvo. Así que eso hicimos,
sentarnos dentro mientras los niños sacaban libros de las
estanterías. Ella estaba hablándome de Las Vegas, pero hacía que
sonara a otro planeta. Mientras la escuchaba me di cuenta, no solo
al mirarla sino rodeada por el aura de su belleza, de que era la
Melina de Beau.
Curiosamente, sin embargo, no fui capaz de contárselo. No pude
decirle: Eh, eres tan guapa y extravagante que tienes que ser la
mujer por la que Beau perdió la cabeza. Aun así pensé en Beau y lo
añoré, deseé que las cosas le fueran bien.
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Melina y yo preparábamos la cena y luego los hombres se iban a
trabajar. Bañábamos a los niños y salíamos al porche de atrás,
fumábamos y tomábamos café, hablábamos de zapatos. Hablamos
de todos los zapatos que habían marcado nuestra vida. Los
primeros mocasines, los primeros tacones altos. Plataformas
plateadas. Botas que habíamos tenido. Manoletinas perfectas.
Sandalias hechas a mano. Huaraches. Tacones de aguja. Mientras
hablábamos, nuestros pies descalzos se retorcían en la hierba verde
y húmeda junto al porche. Ella llevaba las uñas pintadas de negro.
Me preguntó cuál era mi signo del zodiaco. Normalmente el
horóscopo me irritaba, pero dejé que me revelara todos los detalles
de mi personalidad Escorpio y creí hasta la última palabra. Entonces
le dije que sabía leer las líneas de la mano, un poco, y estudié las
suyas. Había oscurecido, así que fui a buscar una lámpara de
queroseno y la puse en los escalones entre las dos. Sostuve sus
manos blancas a la luz de la lámpara y de la luna, y recordé lo que
Beau había dicho de su piel. Era como tocar vidrio frío, plata.
Me sé el manual de quiromancia de Cheiro de memoria. He leído
cientos de manos. Si digo esto, es para que quede claro que
realmente mencioné las cosas que veía en las líneas y los resaltos
de sus manos. Pero más que nada le dije todo lo que Beau me había
contado de ella.
Me da vergüenza reconocer por qué lo hice. Estaba celosa de
ella. Era tan deslumbrante… No es que hiciera nada en especial,
deslumbraba por ser como era. Yo solo quería impresionarla.
Le conté la historia de su vida. Le hablé de los terribles padres
adoptivos, de cómo la protegió Paco. Dije cosas como: «Veo a un
hombre. Un hombre atractivo. Peligro. Tú no estás en peligro, es él
quien lo está. ¿Un piloto de carreras, un torero, quizá?». Joder, dijo
ella, nadie sabía lo del torero.
Beau me había contado que una vez le acarició el pelo y le dijo:
«Todo irá bien…», y que ella se echó a llorar. Le dije que ella nunca
lloraba, jamás, ni siquiera cuando estaba triste o furiosa, pero que si
alguien la trataba con ternura y le acariciaba el pelo y le decía que
no se preocupara, quizá eso la haría llorar…
Prefiero no contar nada más. Me da vergüenza. Solo diré que mis
palabras tuvieron exactamente el efecto deseado. Se quedó allí
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sentada mirándose sus preciosas manos y susurró: «Eres una
hechicera. Eres mágica».
Pasamos una semana maravillosa. Fuimos juntos a los bailes
criollos, y subimos hasta el parque nacional de Bandelier y el pueblo
de Acoma. Nos sentamos en las cuevas rupestres de Sandía. Nos
sumergimos en los baños termales cerca de Taos y fuimos al
santuario de Chimayó. Un par de noches incluso pagamos a una
niñera para que Melina y yo pudiéramos ir al club. La música fue
formidable.
—Me lo he pasado estupendamente esta semana —le dije.
—Yo siempre me lo paso estupendamente —dijo ella, sin más.
La casa se quedó muy silenciosa cuando se marcharon. Me
desperté, como de costumbre, cuando David volvió a casa. Estuve a
punto de confesarle la farsa de la quiromancia, pero me alegro de
no haberlo hecho. Estábamos tumbados en la cama a oscuras
cuando me dijo:
—Era ella.
—¿Quién?
—Melina. Ella era la mujer desnuda en la hierba.
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El remolino
Inés Garland
Ayer, como todos los viernes, quedamos en encontrarnos con los
Woods en la terminal de Tigre. Nosotros llegamos más de una hora
antes, como si estuviéramos por viajar en avión, y papá se paró en
el muelle con todos los bolsos y me pidió que lo acompañara. Como
siempre, pretendía que me quedase al lado de él a oír lo que decían
por los altoparlantes por si acaso se adelantaba la colectiva. Nunca
en la vida se adelantó, pero él dice que hay una primera vez para
todo y pide silencio con señas exageradas que nadie obedece.
Mamá andaba cerca, pero no demasiado (gesticular en el medio de
la estación está dentro de las cosas imperdonables que papá “le
hace para mortificarla”). Se había enroscado uno de sus pañuelos
en la cabeza para no despeinarse y estaba muy maquillada. Por la
cara de ansiedad, le faltaba la iluminación difusa de las películas
viejas para ser la protagonista del típico reencuentro con el amor de
la vida. Mamá es una actriz atrapada en la vida de una esposa
cualquiera y está convencida de que la miran permanentemente.
Por eso está siempre impecable y no haría nunca nada que no
pudiera ser tapa de revista.
Elisa Woods, para variar, llegó corriendo y a los gritos como si
estuviéramos solos en la terminal. En cuanto me vio, largó su bolsa
de libros para que se la cargara yo. Tiene la misma bolsa desde que
la conozco, con el cierre roto y las manijas descosidas y los libros se
van cayendo por el camino. Ella dice que los trae para mí y papá
decidió que, por lo tanto, “corresponde” que yo los lleve. La verdad
es que a Elisa le gusta leer en voz alta: a mí o a quien sea. Hasta en
los viajes en colectiva lee en voz alta. Si le sigo llevando los libros no
es precisamente porque corresponda. De a poco le fui robando los
que más me gustan y me armé una biblioteca maravillosa en el
ropero de mi cuarto en la isla.
Mamá, Elisa y yo ya nos habíamos subido a la colectiva y el
marinero estaba levantando las defensas cuando apareció
corriendo Juan Woods. Lo que hace en la estación es un misterio,
pero nunca aparece antes del momento en que la lancha se está
separando del muelle. Se para en la escalera, le tira los bolsos a
papá y pega un salto hasta la lancha. Lo vi hacer ese salto un millón
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de veces —de chica, se me hacía un nudo en el estómago de ganas
y miedo de que se cayera— y siempre me fascina. Es más el
esfuerzo que hace papá para atajar los bolsos que el que hace él
para aterrizar en la cabina, liviano como un gato, con las manos
largas bien abiertas como si encontrara algo sólido para apoyarse
donde para los demás hay aire. Ni siquiera papá, con lo obsesivo
que es con el tema de la puntualidad, se animó alguna vez a decirle
que llegue antes.
En el viaje para acá, a pesar de las caras de papá, Elisa leyó en
voz alta pedazos de El amante de Lady Chatterley. Ella elige las
lecturas según el público. A los isleños les lee los clásicos y se cree
que está haciendo, ella sola, una campaña de alfabetización, y a la
gente de la ciudad la escandaliza con pasajes o frases que hablan
pestes del matrimonio, de los hijos, de la religión, de la sociedad y
de todo lo que ella sabe que es importante para ellos. El viernes
eligió las partes más eróticas de El amante de Lady Chatterley y las
arruinó leyéndolas a los gritos por encima del ruido del motor. La
mitad de lo que decía se perdía con las aceleradas y cuando la
lancha paraba en algún muelle volvía a leerlas, con una sonrisa de
superioridad. Me miraba entre oración y oración para asegurarse
de que le prestaba atención; para mí fue como estar sentada en el
primer banco de la clase de una maestra obsesionada conmigo. Le
puse cara de buena alumna, pero no la estaba escuchando. Miraba
los sauces de la costa. En esta época están llenos de brotes de un
verde casi transparente y con el sol parece que la luz les saliera de
adentro de las hojitas.
La isla de los Woods queda en un riacho angosto. Ayer, apenas la
colectiva dobló para dejarnos en el muelle, el perfume de las
madreselvas entró en la cabina con el frío de la sombra y sentí que
me tiraba a nadar en un aire verde, en un pozo de agua lleno de
perfume. La creciente había inundado parte del jardín y las azaleas
florecidas se reflejaban en el agua, como globos enormes flotando
en el río.
La maniobra para dar vuelta la colectiva se complicó bastante. El
chofer aceleraba marcha atrás, pero la corriente le cruzaba la
lancha otra vez y el marinero, que empujaba con el bichero desde la
popa, no alcanzaba a abrirse a tiempo. Juan se paró en el muelle a
dirigirlos con esa seguridad que hace que la gente lo obedezca
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aunque sea la primera vez que lo ve en la vida. Así parado, con las
piernas abiertas y el ceño fruncido, parecía Gregory Peck en Moby
Dick.
Cuando se fue la colectiva, se lo dije y se quedó mirándome.
—¿Dónde viste vos Moby Dick, Clara? —dijo y después hizo una
cosa rara que hace con la boca, una especie de puchero que se le
escapa cuando se emociona—: ¿Sabías que sos una adolescente
muy vieja?
Siempre me dice lo mismo.
La glicina del porche había florecido todavía más durante la
semana. Me paré en la sombra y cerré los ojos. A veces me parece
que el viaje de ida es como una de esas sinfonías que empiezan
despacio y van creciendo y creciendo hasta que explotan. Ayer
explotó ahí, cuando me paré debajo de la glicina.
Al atardecer, me tiré a nadar. Nadé contra la corriente, primero
despacio, consciente del esfuerzo de los brazos, de la respiración,
de las piernas duras, pero después el cuerpo se volvió fácil, fácil y
violento a la vez, y hubiera nadado hasta el fin del mundo. Cuando
salí del río me temblaban las piernas. Ya estaba oscuro. Entré en la
casa y me acosté en mi cama con la luz apagada. Los grillos y las
ranas cantaban muy fuerte. El ruido todo alrededor y por debajo de
mí era algo sólido que me llevaba en andas.
Antes de la comida mamá y Elisa se pusieron a hablar a los gritos
del divorcio de alguien. Mamá es pro matrimonio para toda la vida
y Elisa dice que ése es un invento pasado de moda (ella dice
“obsoleto”). Discutían sin oírse, como siempre que hablan del tema,
y se interrumpían y mamá fingía quedarse sin palabras ante las
mismas cosas que Elisa dice siempre. En el living de verano, papá
trataba de meterlo a Juan en uno de sus negocios imposibles. Salí al
muelle. Las ventanas de la casa parecían flotar en la oscuridad y en
el living de verano se prendía y apagaba la brasa del cigarrillo de
Juan. Desde algún lugar llegaban pedazos de voces alegres y música
y cuando paraba el viento se oían las chatas desde el Paraná de las
Palmas. Me gustaría vivir en una de esas chatas, navegar río arriba y
río abajo, tener mi ropa colgada al sol y no hablar con nadie; cada
tanto, cuando me cruzara con alguna lancha, sonaría la sirena y
levantaría la mano: un gesto chiquito que de afuera se vería apenas,
casi perdido en el ruido enorme.
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Vi la brasa del cigarrillo avanzando por el camino que va al
muelle y Juan se sentó en el banco a mi lado.
—¿Todo en orden? —preguntó.
La pregunta me hizo gracia, pero no se la contesté. Nos llamaron
a comer y en la oscuridad del camino a la casa no pudo ver mi
sonrisa.
Durante la comida Elisa me preguntó por qué no había ido con
una amiga. Siempre me pregunta lo mismo.
—Se lo dije —contestó mamá previsiblemente—, no hay caso.
—Le gustará venir sola —dijo papá. Trató de sonar como si le
diera lo mismo, pero no le da lo mismo. Vive obsesionado con lo
que es normal. Y para él que a los dieciséis años yo venga todos los
fines de semana a la isla con ellos no es normal. A él le gusta, pero
no es normal.
—¿No hay ninguna amiga tuya que te den ganas de traer? —
siguió Elisa.
Como si fuera la primera vez que hablaban del tema, mamá se
acordó de su tía antisociable, papá habló de la juventud de hoy en
día y de como ellos salían en grupo y eran todos amigos —con las
chicas también— y se pusieron nostálgicos; recordaron a algunos
de los que no ven más, al que se mató el año pasado, a los
divorciados y a los vueltos a casar. O sea que, gracias a mí, tuvieron
tema durante la comida. La idea de traer una amiga es totalmente
ridícula, pero ellos no pueden saber que para mí es tan imposible
venir con una amiga como no venir.
Cuando los Woods compraron la casa, tenía dos cuartos y la
cocina atrás, un living en el medio y todo el frente ocupado por el
porche. En una punta del porche, construyeron un living de verano
rodeado de mosquitero. Al principio yo dormía en un sillón de flores
medio descuajeringado, hasta que a Juan se le ocurrió hacerme un
cuarto. Tuvo la brillante idea de hacerlo bien alejado de los demás
cuartos, separado del living de verano por un pasillo corto. Anoche,
cuando mamá se puso a hablar en francés, que según ella es la
mejor lengua del mundo y según yo es la única que aprendió a
hablar correctamente, y empezaron otra vez con el discurso de que
a Elisa le gusta escandalizar a los burgueses (mamá dice épater les
bourgeoises), yo agradecí en silencio ese cuarto, lejos de las
conversaciones repetidas de todos los fines de semana.
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Hoy desayunamos en el porche, a la sombra de la glicina. Cuando
salí, Elisa acababa de apoyar la bandeja sobre la mesa. Las tazas de
porcelana blanca, la cafetera humeante, los potes de mermelada
transparentes, las servilletas de lino, la manteca, todo brillaba en el
aire de la mañana, tan perfecto que parecía inalcanzable,
suspendido como un cuadro en la luz del sol. Elisa había barrido el
porche y no quedaban ni rastros de las flores celestes de la glicina
que siempre cubren el piso. Juan se enojó.
—El fin de semana pasado quedó toda la casa llena de flores
pisoteadas —dijo Elisa de mal humor.
—Qué drama —se burló él.
—Para mí sí. Claro que al que le gusta la cochambre.
Juan se rió con un ruido nasal, desagradable. —Como si limpiaras
vos, señora —dijo.
Ése es el golpe de gracia que tiene él en todas las discusiones:
siempre le termina diciendo, de una forma u otra, que es una
burguesa.
Se hizo un silencio pesadísimo. Elisa, como hace muchas veces,
me usó a mí para salir de la trampa. —¿Viste, Clara? —dijo—. Es lo
que te digo siempre: el matrimonio es el triunfo del hábito sobre el
odio. La frase no es mía —le dijo a mamá que cree que yo no
debería escuchar esas cosas.
Más tarde, mientras Elisa y yo juntábamos rosas en el jardín,
volvió sobre el tema.
—Lo más difícil es amar y odiar a la vez. ¿No te parece? —y sin
esperar respuesta, dijo la mejor frase que le oí en toda mi vida. Dijo:
“Hay que odiar alegremente”.
Cuando fuimos al muelle ella aseguró que hablar conmigo era
como hablar con un alter ego totalmente puro. Yo no había abierto
la boca. Me impresionó que, sin hablar, se pudiera engañar tanto a
alguien.
Mamá tomaba sol boca arriba con un sombrero de paja
tapándole la cara y papá y Juan jugaban al backgammon. Elisa abrió
su silla de lona a la sombrade las casuarinas y yo me acosté al sol,
boca abajo, en una reposera.
Con los ojos entrecerrados miré el agua que bajaba a toda
velocidad.
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Juan me alcanzó un gin-tonic. Lo había preparado con mucho
hielo y con una rodaja de limón en el borde como les ponen en las
confiterías.
—Te debo el paragüitas —dijo para hacerme reír.
Me gusta tomar mi primer gin-tonic muy rápido, que me afloje
las piernas y me vacíe la cabeza. Me gusta porque estoy muy alerta,
pero no a las cosas que siento cuando no tomo, a otras, que están
por debajo y nadie quiere ver. Y amo mi cuerpo cuando estoy así, la
forma en que se abre, de adentro para afuera, como una dama de
noche.
Sentí el sol en la espalda y las maderas del muelle contra la piel
de los muslos. Hacía mucho calor. El ruido de las chicharras se
volvió cada vez más fuerte. Bajé los escalones para sentarme con
los pies en el agua. Era como si alguien me acariciara los tobillos con
una tela de seda. Las voces de mamá y papá me llegaban de a ratos.
Hablaban de mí. Una flor de glicina que venía con la corriente flotó
muy cerca del remolino que se forma detrás del pilote del muelle y
cayó en el hueco de agua. Bajó hasta el centro, volvió al borde y se
mantuvo ahí, girando suavemente. Por momentos caía para volver
a salir, se detenía en el borde del remolino, como si estuviera
dudando, y después volvía a caer, hasta que de repente salió y se
alejó otra vez con la corriente. Me fui metiendo en el río. Pensé que
el agua me tenía agarrada de los pies y me tiraba hacia adentro.
Dejé un brazo alrededor del salvavidas redondo que puso Juan y me
dejé llevar. Hundí la cabeza. Pensé en dejarme ir como la flor de la
glicina.
Cuando volví al muelle me acosté sobre las maderas calientes.
A través de las pestañas mojadas vi el cuerpo de Juan, de
espaldas. Me quedé un momento detenida en la nuca, en esa
especie de montañita al revés que dibuja su pelo sobre la nuca y
después bajé por la espalda, siguiendo el recorrido de la
transpiración. En ese momento se dio vuelta y, con un gesto, me
ofreció otro gin-tonic. Me lo acercó, se puso en cuclillas a mi lado y
me tocó la cara con el vaso helado.
—Te vas a derretir —dijo en voz baja.
—Una cosa es que tenga cultura alcohólica, como decís vos, y
otra es que se emborrache todos los fines de semana —dijo mamá
cuando se dio cuenta de que me daba otro vaso.
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—Dos es mucho —dijo papá con pocas ganas de discutir.
—¿De qué se preocupan? Tiene piernas huecas —se río Elisa—,
el alcohol no se le va a la cabeza. Yo pensé que era su segunda gran
equivocación del día.
Elisa pidió ayuda para bajar el bote y lo dejó
listo para después. Es la única a la que no le gusta la siesta. Sale a
recorrer riachos o a juntar moras silvestres o naranjas, según la
época.
No quise almorzar. Papá y mamá le echaron la culpa al gin-tonic.
Yo quería venir a mi cuarto y des- vestirme. Me acosté en la cama.
Empujé la colcha con los pies para quedar atravesada en las
sábanas blancas, boca abajo. Cerré los ojos. Un golpe de viento me
acarició la espalda. Me dormí con las voces a lo lejos y me despertó
el ruido del motor del bote, yéndose. Mis padres y Juan estaban en
el living de verano. Las voces se oían con claridad. Mamá dijo que se
iba a su cuarto y después me llegó el olor de los habanos de papá y
Juan. Varias veces crujió el sillón de mimbre y alguien golpeaba
cada tanto el vidrio de la mesa ratona con un vaso o con un
cenicero. Papá dijo que más que dormir la siesta planeaba
desmayarse y Juan se rió.
—Te estás olvidando los anteojos —dijo un rato después, pero
papá le contestó que no pensaba leer.
Me gusta estar atenta a cada detalle, no perderme ni un solo
compás del movimiento. Todo parece detenerse, como antes de
una tormenta. A veces oigo crujir el sillón de mimbre durante
algunos minutos más —si Juan no terminó el cigarro, por ejemplo
—, a veces canta, muy despacio, como ahora, con una voz espesa
que se me anuda en el estómago. Me acuesto boca arriba. A los
pasos sobre las maderas del living de verano los sigue el golpe seco
de la puerta que da al pasillo. A Juan le gusta mirar las fotos que
colgué en la pared frente a mi cuarto. Separo un poco las piernas.
Entra en silencio, como siempre, y se queda parado mirándome.
Cuando me hace el amor, también me mira. Y yo me dejo ir, como
en una caída, con los ojos cerrados.
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AMOR EN EL PASTO ALTO
Claire Keegan
Cordelia se despierta una mañana helada y observa el humo
de turba que flota más allá de la ventana de su dormitorio. Se
levanta, abre la ventana y oye la música de la matinée que se va
apagando en el camino. El aire invernal penetra, ese día, el último
del siglo XX. Cordelia se desnuda, vierte agua de la jarra de metal,
llena a medias la palangana, escurre la toallita que usa para lavarse
el cuerpo y se enjabona las manos, el rostro. En noviembre, cuando
estalló la cañería, no se molestó en llamar al plomero, rompió el
hielo del barril que recoge la lluvia y hundió el balde en él. Esa agua
está fría. Se seca y, lentamente, se viste, poniéndose un vestido
verde, cerrándose la cadena con medallón de platino alrededor del
cuello. Se inclina y se ata los cordones de los zapatos negros,
sabiendo que, al terminar el día, nada volverá a ser igual.
En la cocina, echa un huevo en la sartén, pone a calentar la
pava, saca la huevera de acero inoxidable, la cuchara gastada, la
taza a rayas y el plato y espera hasta que esté listo. En alguna parte
alguien está cortando madera. Esa pava siempre canta antes de
hervir. Corre el cerrojo y se sienta al lado de la puerta abierta. Ha
dormido; ahora tiene que comer. Rompe la cáscara, sala el huevo,
pasa la manteca sobre el pan, sirve el té. El viento arroja hojas secas
sobre el linóleo. Los birmanos creen que el viento que arrastra
hojas de betel a la casa de la novia traerá mala suerte e infelicidad
al matrimonio. Demasiados datos inútiles resuenan en la cabeza de
Cordelia como viejas monedas. El reloj de la chimenea hace tictac
de lo más contento. Falta poco, parece decir. Falta poco. Una vez
que terminó, da vuelta la huevera, un juego al que jugaba en la
niñez que se volvió un hábito. Se saca un pañuelo de la manga y se
limpia la boca. Ya es hora. Se deshace la trenza y se peina el cabello.
No conoce a ninguna otra mujer cuyo cabello se haya puesto blanco
a los cuarenta. Finalmente, toma el abrigo negro bueno del gancho
y sale a lo que queda de diciembre.
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Hace ya nueve años que Cordelia recorrió ese camino, un
camino empinado que lleva al océano. No ha cambiado mucho. La
escuela nacional ha sido pintada, pero el Silver Dollar Take-Away
aún está allí y la camioneta de los helados con su cartel bien
borrado, pero hay una luz en la casa de huéspedes Lone Star, y la
puerta del pequeño negocio de recuerdos está abierta. Sospecha
que después de que comience el nuevo siglo, volverán a cerrar,
esperarán que vengan los turistas del verano y los chicos del
trampolín. Es consciente de las caras detrás de las cortinas de voile.
Un niño pasa en su bicicleta sin pedalear. Ella se detiene en la
capilla, empuja la puerta de vidrio, se bendice en la fuente. El
porche huele a mármol mojado, a piedra vieja, a abrigos húmedos.
Solía imaginarse ahí, de pie, vestida de novia, con su padre
entregándola.
Adentro, la capilla está vacía; la baranda de mármol,
desaparecida. Dos estatuas guardan el altar: la Virgen María y San
José. Una marrón, la otra azul. «¿Por qué María siempre es azul?»,
se pregunta. Enciende una vela a sus pies, parece tan solitaria.
Cerca del altar hay un ataúd cubierto por una tela púrpura, qué
ataúd tan pequeño, pero entonces se da cuenta de que es el
órgano. Retrocede hasta entrar al confesionario, cierra la reja.
—Bendígame, padre, porque he pecado —murmura.
Eso la retrotrae. Una repentina corriente de aire atraviesa la
capilla, sonando extrañamente como una carrera de autos, un
viento muy fuerte. Se sienta en el último banco y abre el misal en
cualquier parte, lee la lección del salmo dominical y piensa que
Judas Iscariote es un nombre hermoso.
La aulaga protege ese camino, verde, aulaga trémula que
estalla en un amarillo inexorable durante la mitad del año. Ya está
oscureciendo; siente cómo mengua la luz, observa el atardecer azul
que desaparece hacia el oeste. Se detiene y se saca una piedrita del
zapato. Las nubes se juntan sobre las dunas peladas. Siente latir su
corazón, está cansada, con fatiga en los huesos y la noche cae a su
alrededor, demasiado rápidamente. ¿Por qué el tiempo va rápido y
luego lento? Tiene que caminar dos o más millas. Recuerda la sala
de espera, el brillo del estetoscopio, la promesa y se apresura.
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Porque también estaba oscuro cuando Cordelia vio al doctor,
un septiembre tardío de frutas caídas. Exasperada, había tomado
un martillo y clavado un cartel, MANZANAS, en el portón de
entrada. Durante la noche un vendaval había sacudido los árboles
hasta dejarlos pelados. Se había levantado y descubierto los
terrenos del huerto alfombrados de manzanas: Granny Smith,
Golden Delicious, Bramley, Red Janets, manzanas silvestres. Llenó
baldes, palanganas, el viejo moisés, pero lo que sobró quedó
abundante y magullado en el pasto alto.
Cuando el auto del doctor dobló en su camino, Cordelia
estaba sentada sobre los escalones, afuera de la puerta principal,
hojeando las páginas de «Mermeladas y jaleas» de su libro de
cocina. Sobre el alfeizar, por encima de su cabeza, había frascos de
mermelada con avispas ahogadas, confundidas por la cuchara de
mermelada en el fondo del agua. El doctor proyectaba una sombra
firme y alta sobre ella. Parecía un hombre que podía saltar una
cerca y treparse a un árbol, como un hombre que solía correr. Ella
lo condujo hasta el sendero del huerto, donde él sacó las manos de
los bolsillos y meneó la cabeza.
—Qué desperdicio —dijo—. No hay nada que odie más que
el desperdicio. ¿Tiene una pala?
Se quitó el saco y se arremangó la camisa. Tenía los brazos
pálidos para ser verano, las venas de las muñecas como ramas
azules dibujadas por un niño sobre una página blanca. Pero las
manos estaban bronceadas, como si las hubiera sumergido en tinta
indeleble que no se pudiese limpiar. El sol de otoño se ponía
naranja, mientras el doctor cavaba un pozo. Recubrió la arcilla con
paja y cuidadosamente dispuso las manzanas de modo que no se
tocaran.
—Listo —dijo—, manzanas todo el año.
—Entre a lavarse las manos.
La cocina era oscura y fría y olía a hollín y a algo más que el
doctor no supo decir. Cordelia le dio detergente y él se quedó ante
la pileta de la cocina restregándose las manos. Ella sirvió una copa
de leche, que él bebió antes de irse con una palangana de
manzanas hasta el borde. Cordelia usó la falda como bolso y
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también la llenó. El doctor notó sus rodillas, marcadas allí donde se
había arrodillado sobre el pasto, sus muslos tostados y pensó en
ellos mientras manejaba de vuelta a casa, donde lo esperaban su
mujer e hijos. Cada vez que doblaba, las manzanas rodaban,
ruidosas, en el asiento de atrás.
El doctor volvió. A devolver la palangana que volvió a llenar
ante la insistencia de Cordelia, y regresó de nuevo. Se hizo habitual
que, los jueves, el doctor pasara.
—Pensé que se suponía que las manzanas mantenían
alejado al doctor —dijo Cordelia.
—No todos los doctores son iguales.
—¿Y los pacientes?
—Los pacientes son todos iguales. Lo único que quieren es
sentirse mejor.
Cuando el tiempo era seco, Cordelia y el doctor bebían té
afuera. Se sentaban a charlar a la sombra, debajo de los árboles.
Cordelia le preguntaba por la escuela de medicina, por lo que le
había significado haber sido hijo único. Ninguno de los dos tenía
hermanos o padres vivos. Cordelia era una buena oyente y al doctor
le gustaba hablar. Le hablaba de su infancia, de cómo
acostumbraba quedarse por horas en el porche matando moscas,
de cómo su padre les sacaba más fotos a sus perros de exposición
que a él, de su tía que estaba en un convento y de las esperanzas
que abrigaron sus padres de que él ingresara al seminario. Pero ni
una vez mencionaba a su esposa; era como un libro cuyos capítulos
intermedios se habían perdido. Cordelia sentía la falta de atención.
De cerca, ella olía las bolitas de naftalina en el saco que él usaba en
invierno, lo que la hacía pensar en un cajón que no había sido
abierto durante mucho tiempo.
Para su cumpleaños número treinta, Cordelia se sentó con
los pies en una palangana de agua caliente y oyó la tormenta. Era a
fines de noviembre. Bebió tres grandes vodkas y se ató una cinta en
el cabello. Los relámpagos brillaban intermitentemente en el
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cuarto. Cuando llegó el doctor, lo tomó de la mano y lo condujo
hasta el huerto. Se recostó sobre el pasto húmedo.
—Tengo treinta —dijo.
—Vas a resfriarte.
—No me preocupa.
—¿Estás borracha?
—¿Importa? —dijo y se desabotonó el vestido.
Perdieron la noción del tiempo. Cuando el doctor miró la
hora, acercó el reloj hasta su rostro y luego salió apurado, dejando
huellas de neumático sobre el camino.
A la mañana siguiente, Cordelia estaba en la cama, mientras
unos moscardones somnolientos luchaban contra los vidrios de las
ventanas. Observaba las repentinas y veloces sombras de las
golondrinas que pasaban volando frente a su ventana en parejas
fugaces, restándole luz a su cuarto, y se maravillaba de que los
seres vivos pudieran quedar suspendidos en el aire. Se imaginó el
último de los frutos pasados, el último de los más tardíos, cayendo
ante la menor brisa. No tenía corazón para arrancarlo. Se imaginó el
tallo que se debilitaba, el fruto colgando de su planta, atrasándose,
soltándose, luego dejándose caer, cayendo.
El doctor le dijo a su esposa que iba a estar visitando
pacientes. Dado que su auto era tan llamativo, empezaron a
encontrarse en las dunas de arena de Strandhill. Llevaban patas de
pollo, un frasco con whiskey, pastel y barras de chocolate belga,
porque el doctor era goloso. Los días secos, él se abría la camisa y
ella se sacaba las botas y se dejaba el pelo suelto. Pero la mayoría
de las veces se echaban, cubriéndose con el gran abrigo negro de
Cordelia, a oír la marea, él, con la cabeza sobre los juncos. A veces
caían en un sueño liviano, pero Cordelia siempre era consciente del
irreversible tictac del reloj de oro del doctor: tictac, tictac, tictac.
«Ya falta poco», parecía decir. «Ya falta poco». Ella odiaba ese reloj;
quería levantarse y arrojarlo al océano.
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Cordelia soñó que estaba en un cuarto que tenía una cortina
verde y ondeante. No podía ver hacia afuera, pero nadie podía ver
hacia adentro. Cuando le contó eso al doctor, él empezó a hablarle
de su mujer. Cordelia no quería saber de su mujer. Ella quería que
él golpeara ruidosamente a su puerta con el puño en el medio de la
noche, que entrase con una valija y que, llamándola por su nombre,
le dijera: «He venido a vivir contigo por mi cuenta y riesgo». Ella
quería que él la llevase a una casa extraña y que dejara la puerta
abierta de par en par. El doctor le contó que su esposa se iba a la
cama temprano. Dijo que, en las noches de buen tiempo, él se
sentaba en el porche detrás de su casa a fumar un cigarrillo. Desde
ahí podía ver más allá de la península, donde el camino se curvaba,
iluminándose con las luces del pueblo de ella.
Llegó el invierno con chubascos repentinos, impredecibles.
Cordelia se lo encontraba en pubs, donde comían carne roja y
bebían vino. A las cuatro en punto de la tarde, ya estaba oscuro y el
doctor le hablaba sobre estar casado, sobre cómo había sentido
que eso era algo que tenía que hacer, de modo que se casó con la
primera que lo aceptó, a los veintidós. Su mujer dejó el trabajo y
quedó embarazada. No podía coser. Si a él se le perdía un botón de
la camisa, ella la tiraba. Cordelia no le preguntó por qué la mujer no
podía coserle los botones.
Un fin de semana se fueron a Dublín. Se encontraron en el
pueblo y él le dijo que, hasta la carretera, se agachara en el asiento
trasero del coche. Cuando llegaron al hotel, en la recepción estaba
el abogado de él. El doctor presentó a Cordelia como colega suya.
Apestaba a culpa. Hicieron el amor con la ventana abierta, oyendo
cómo fluía el Liffey hacia Eden Quay. Era agradable estar rodeados
por extraños. El doctor asistía a sus reuniones por las tardes,
buscaba restaurantes tranquilos por las noches. Era precavido con
su dinero, hablaba del precio de la libra, de cómo su mujer se había
comprado un abrigo de trescientas libras, sin consultarle. En una
oportunidad, Cordelia salió del baño y lo descubrió registrándole la
cartera.
—¿Tienes aspirinas? —le dijo—. Me duele la cabeza.
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Para la semana de Navidad, él se apareció por la casa de ella
con filetes y los sirvió medio crudos con una botella de brandy.
—Feliz Navidad —le dijo y le dio una caja de chocolates
amargos. Ella era alérgica al chocolate.
Después de eso no lo vio durante dos semanas. Él la llamó
desde una cabina telefónica a las dos de la mañana.
—¿Dónde estabas cuando yo tenía veinte? —le dijo. Lo que
decía se oía mal articulado—. Mi mujer quiere saber por qué no la
toco. Es como tocar una serpiente. Se va a visitar a la familia a
Kilkenny por el fin de semana. Se lleva a los chicos. ¿Adónde quieres
que vayamos?
—A España.
—¡Perfecto! ¡Ja! ¡Ja! Vamos a España.
Ese fin de semana llevó a Cordelia a un pueblo de Limerick,
cuya única industria era su matadero. En ese pueblo había olor a
rancio y consiguieron un cuarto en un hotel cuyas canillas de agua
caliente apenas llegaban a dar agua tibia. Abajo, tenía lugar la boda
de unos gitanos. Cordelia se emborrachó. Recorrió el corredor en
camisón. La alfombra de lana por la que caminaba tenía un dibujo
de grandes rosas rojas. Se quedó ante la ventana, mirando a la
pareja de recién casados que se iba en un sulky tirado por burros.
La gente le arrojaba flores y latas de cerveza al carruaje.
—Hasta que la muerte nos separe —dijo el doctor—. En las
bodas, los que lloran son siempre los que están casados. Conocen la
diferencia entre los votos y su vida.
Se regalaron cosas mutuamente. Ese fue su primer error. Él
sacó un par de tijeras quirúrgicas de su bolsillo y le cortó un rizo a
Cordelia. Lo guardó entre las páginas de un libro titulado Doctor
Zhivago. En otra oportunidad, luego de estar tendidos en las dunas
hasta después de que se había puesto oscuro, se llevaron
accidentalmente a sus respectivas casas la bufanda del otro. Él le
regaló sus libros antiguos, cuyas páginas tenían los bordes dorados.
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Y Cordelia le escribió largas cartas, diciéndole que los días sin él
eran como meses sin sol, sin oxígeno.
En medio de la noche, mientras su mujer e hijos dormían, el
doctor trepó hasta el techo de la sala de estar, abrió la puerta del
ático y puso las cosas que Cordelia le había dado debajo del
material aislante. Sabía que allí estarían a salvo, porque su esposa
tenía miedo a las alturas.
Pero el doctor nunca le escribió ni una línea a Cordelia.
Cuando se fue de vacaciones con su mujer a Lisboa, Cordelia no
recibió una palabra de él, ni siquiera una postal. La única muestra
de escritura suya que tuvo fue cuando le dio unos calmantes para el
dolor de oídos. Sobre la etiqueta, escrito de manera casi ilegible, se
leía: «Tomar uno con agua (o vodka) tres veces al día».
Cordelia ya casi llegó. Pasa las barandas de concreto del
estacionamiento, trepa la cuesta inclinada de las dunas, debajo de
la sombra de la montaña. Se detiene a recuperar el aliento, observa
las continuas vueltas de la marea azul que rompe en la perpetua y
salada espuma sobre la costa. Los juncos se inclinan para dejar
pasar el viento. Poco hay allí que demuestre la presencia humana;
el viento ha borrado todas las huellas de la arena. Apenas una
cuchara de plástico rota, una lata de cerveza aplastada, una
carterita de niña con perlas. Cordelia se detiene y se agacha para
recogerla, pero está vacía, roto el forro.
Las luces del pueblo proyectan una banda anaranjada por el
este. Oye música, gitanos que ponen discos de Jim Reeves en su
campamento, el ronroneo sistemático de un generador. Una yegua
moteada relincha y trota a lo largo de la costa, como si también ella
hubiese soñado con un hombre que le apuntaba con un arma a la
cabeza. Las nubes se acumulan, espesándose en la oscuridad.
Cordelia encuentra el lugar cubierto de musgo en la colina, donde
se acostaron por primera vez. Eso fue hace casi diez años. Se tiende
entre las cañas, se levanta el cuello y espera.
Una tarde, el doctor entró a su sala de estar y ahí, sobre el
piso, estaba el pedazo de cinta negra que había tomado del cabello
de Cordelia para atar las cartas de ella, cada una de las cuales había
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sido dirigida a su consultorio y marcada con un «estrictamente
confidencial». Cuando alzó la vista, vio las piernas de su esposa, que
hurgaba en el material aislante del techo.
—¿De quién es este pelo? ¿Quién mandó estas cartas? ¿Con
quién te has estado viendo? ¿A quién pertenece esa cinta? ¿A
quién? Quiero saber, háblame. ¿Quién es Cordelia? ¿Cordelia qué?
La mujer leyó en voz alta. Empezó a llorar. Había palabras
como «eternamente», «siempre» y «hasta que la muerte nos
separe». Empezó cuando ya era bien de tarde. El doctor se sentó en
el sillón que estaba al lado de la chimenea y miró por la ventana los
temblorosos crisantemos que apretaban sus pimpollos color óxido
contra los vidrios. Su mujer dejaba caer cada hoja al piso de la sala,
a medida que las leía. Esas hojas flotaban. Terminó de leerlas a la
luz de una linterna. Al final de muchas de las hojas se repetía el
nombre «Cordelia». La mujer del doctor no bajó, sino que se sentó
ahí, insistiendo en averiguar la verdad.
—¿Estás enamorado de ella?
—¿Enamorado? —preguntó el doctor con voz de
asombrado.
—Obviamente ella está enamorada de ti.
—Es enamoramiento, nada más.
—¿Te piensas que me chupo el dedo? Vas a dejarme.
—No seas ridícula. Eres mi mujer.
La convenció para que bajase. En el hogar, prosperaba un
fuego espléndido porque el doctor, con los nervios destrozados,
había arrojado paladas de carbón a las llamas. Antes del amanecer,
en presencia de su marido, la mujer había quemado lentamente las
cartas de Cordelia. El doctor vio cómo el fuego devoraba las hojas,
el rizo de cabello blanco chamuscándose en el fuego azul. Pensó en
los quemados a los que había tratado, en los peores casos y, así y
todo, tuvo que emplear toda su fortaleza para no poner las manos
en las llamas y recuperar las hojas y el cabello.
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—Es rubia —dijo la esposa del doctor.
Dos días después, el doctor hizo que Cordelia fuera a verlo a
su consultorio y, con voz baja y conmovida, le informó que la
aventura que habían vivido se había terminado. Juntó las manos y
jugó con los pulgares haciendo que describieran pequeños círculos
contrarios a las agujas del reloj. Así es como debía ser cuando te
informan que tienes una enfermedad terminal, pensó ella. Él habló
y habló, pero en algún momento, Cordelia dejó de oír. Leía el test
para la vista que había detrás de la cabeza de él. No podía leer las
letras más pequeñas. Tal vez necesitaba anteojos.
El doctor apoyó la cabeza entre las manos.
—Oh, Cordelia —le dijo—. No puedo dejarla. Sabes que no
puedo. Piensa en los chicos. Piensa en ellos preguntando «¿Dónde
está papito?».
«¿Dónde está papito?». Por alguna razón que le resultaba
desconocida, le dieron ganas de reírse.
—Espérame —dijo él—. En diez años, los chicos habrán
crecido y se habrán ido. Encontrémonos la víspera de Año Nuevo al
final del siglo. Encuéntrame entonces y volveré para vivir contigo —
le dijo—. ¡Te lo prometo! Estarás constantemente conmigo hasta
entonces.
Cordelia se rio, y esa fue la última imagen que tuvo de él.
Pasó delante de los pacientes en la sala de espera. ¿La gimoteante
mujer de mediana edad con los pañuelos de papel, el hombre
pálido con su venda en el brazo, el herido? ¿Acaso todos estaban
esperando a ese hombre?
Gradualmente, la pesadilla se desvaneció. La cortina verde y
la ventana fueron quedando muy atrás en la memoria, pero la
promesa quedó al rojo en la cabeza de Cordelia como un atizador
caliente. Cordelia ambicionó su soledad. Comenzó a leer hasta
tarde, a tocar el piano, practicando temas sencillos. Se hablaba a sí
misma, conversando libremente en los cuartos vacíos. Hablaba
incoherentemente. Poco a poco se convirtió en una reclusa. Cubrió
la TV con un mantel y le puso encima un florero; se deshizo de la
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radio a transistores y de todas las malas noticias que daba. Hacía
listas, pagaba sus cuentas por correo. Instaló el teléfono, advirtió
que al hombre que le traía turba, al almacenero, al hombre del gas,
a cualquiera que deseara podría llamarlo para que le trajera lo que
fuese. Ellos le dejaban cajas de cartón llenas de víveres, tubos de
gas y bolsas de carbón en la puerta y recogían los cheques que ella
ponía debajo de una piedra. Se levantaba tarde, bebía té fuerte,
cumplía con el rito de limpiar el interior de las rejillas. Adelgazó y
dejó de ir a misa. Los vecinos golpeaban a su puerta y miraban por
las ventanas, pero ella no atendía. Sobre la casa cayó un polvillo de
ceniza color óxido, que se acumuló sobre cada superficie horizontal.
Parecía como si cada vez que ella se movía, se levantara polvo.
Por las noches, encendía el fuego, miraba la llama susurrante
alrededor de la turba y oía el seto de rododendro, la enredadera de
Virginia que arañaba los vidrios de las ventanas. Cordelia se
imaginaba que había alguien en la oscuridad, frotando el vidrio
sucio para ver a través del agujero, pero sabía que se trataba solo
del cerco. Siempre había cuidado el jardín, se había quedado afuera
durante el verano con las tijeras, recortando todo y rastrillando las
hojas de laurel fuera del sendero de arena, segando el pasto,
encendiendo fuegos pequeños e inofensivos cuyo humo se
dispersaba más allá de la soga de la ropa. Ahora, el descuidado seto
empezaba a invadir la casa; se había hecho tan tupido y cerrado
que mantenía todas las habitaciones de la planta baja en una
sombra constante, y cuando el sol bajaba, las sombras extrañas de
los pinos entraban en la sala de estar. Cordelia podía sentarse en el
medio del día bajo la lámpara que usaba para leer y hacer de
cuenta que era de noche. El tiempo no parecía importar. Los años
pasaban. A veces, cuando el tiempo era agradable y se abrían los
capullos del rododendro, caminaba desnuda alrededor de la casa,
rozándose contra los húmedos pimpollos. Nadie jamás la vio.
Ahora es de noche en Strandhill. La media luna parece dar
más luz de la que debería. Cordelia puede divisar la silueta de los
acantilados contra el cielo. El océano es como siempre fue; se le
ocurre la infantil idea de que las olas dicen me quiere, no me
quiere. Qué terrible ser una tonta a los cuarenta. Estuvo sola
demasiado tiempo. Todo y nada habían cambiado. Cordelia siente
que ha corrido una carrera muy larga y ahora los latidos de su
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corazón pueden ser normales otra vez. De uno u otro modo, se
termina. Se pone la mano en el rostro, siente el alivio de su aliento
cálido. Siente que el viento se está haciendo más frío, se pone el
abrigo, se abrocha los botones. Ya no tardará. Cierra los ojos,
recuerda el chasquido de las tijeras cortándole el cabello, calor, el
sueño interrumpido, un moretón verde que se desvanece sobre su
cuello, se recuerda agachada en el asiento trasero del coche, el
gráfico para la vista en el consultorio.
Hay un pequeño desfile que marcha por la colina,
sosteniendo antorchas, preparándose para la medianoche. Hay una
fanfarria, música de trompetas de la gente que celebra el paso del
tiempo. Un niño disfrazado bate el tambor. Marchan a su propio
ritmo. Muchachas en minifalda que hacen girar bastones, en
dirección a las luces del pueblo.
—Cordelia —dice una mujer que se detiene ante ella—. No
me conoce. Usted conoció a mi marido; era el doctor —dice.
¿Era el doctor? ¿Era?
—El doctor no vendrá.
Cordelia está sorprendida. Pasó mucho tiempo desde la
última vez que le habló a otro ser humano. No sabe qué decir.
—¿No pensó que yo sabía?
La esposa del doctor es una mujer pequeña y nerviosa, con
mucho blanco en los ojos. Tira del cinturón de su abrigo,
ajustándolo a su talle como para hacerlo más pequeño.
—Era obvio. Cuando el marido de una vuelve a casa de las
consultas con arena en los zapatos, los botones de la camisa mal
abrochados, el cabello cepillado, oliendo a menta y con un apetito
gigantesco, una no tiene que ser genio para darse cuenta de lo que
está pasando —dice y saca cigarrillos que le ofrece a Cordelia.
Cordelia menea la cabeza, mira el rostro a la luz de la llama del
encendedor. Es el rostro de una mujer que alguna vez fue bonita,
pero ahora hay en él desesperación.
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—Escribe hermosas cartas. Nunca en la vida he recibido una
carta como las suyas.
Ahora el tambor suena débilmente en la península.
—¿Sabe lo más gracioso? Lo más gracioso es que yo solía
rezar para que me dejara. Solía ponerme de rodillas y decir el
rosario para que me dejara. Conservaba sus cartas y cosas en el
ático; solía oírlo despierto a la noche, buscando la escalera. Debió
haber pensado que yo era sorda. De todos modos, cuando descubrí
las cartas, estaba segura de que iba a dejarme. La quiso tanto como
es capaz de querer. No es un consuelo, pero estoy segura de eso.
—¿Quiso?
—No tuve el ánimo de dejarlo, ni él de dejarme. Fuimos
cobardes —dice y la voz se le quiebra. Mira hacia el océano y se
recompone—. Mire su cabello. Lo tiene blanco. ¿Cuántos años
tiene?
—Solo cuarenta.
La mujer del doctor menea la cabeza, estira la mano, toca el
cabello de Cordelia.
—Yo me siento como de cien.
—Lo sé.
La esposa del doctor se recuesta entre las cañas y fuma.
Cordelia no le tiene antipatía, ni una pizca de la envidia que había
imaginado.
—¿Cómo supo que estaría acá?
—Tiene una muy mala memoria, escribe todo. Y cree que su
letra manuscrita es ilegible. Usted está anotada como «C. Strandhill
a la medianoche».
—Strandhill a la medianoche.
—No muy romántico, ¿no? Usted creyó que se iba a acordar.
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El fuego de los gitanos en el estacionamiento emite olor a
goma quemada, cuando el doctor sube corriendo las dunas.
—Fue una conjetura al azar —dice la esposa del doctor.
Él se queda ahí, diez años más viejo y sin aliento. A la luz de
la luna, su traje brilla. Está vivo y es casi medianoche. Cordelia está
contenta, pero nada es como se lo imaginó. El doctor no extiende la
mano hacia ella. No se recuesta en el pasto alto ni pone su cabeza
sobre el dorso de la mano de ella, como solía hacerlo. Se queda ahí,
como si hubiese llegado demasiado tarde a la escena de un
accidente, sabiendo que tal vez habría podido hacer algo, si solo
hubiera llegado más temprano. A sus espaldas, el perpetuo ruido
del océano que se repliega sobre sí mismo. Juntos oyen la marea,
las olas contradictorias, su cuenta regresiva del tiempo que resta.
Como no saben qué decir o hacer, no dicen ni hacen nada. Los tres
se sientan ahí, a esperar: Cordelia, el doctor y su esposa, los tres
mortales que esperan, que esperan que alguien se vaya.
SUBA SI SE ANIMA
Claire Keegan
Roslin entra en el estacionamiento del Gator Lodge y pone el
freno de mano. Los indicios son buenos; no hay nadie ahí. Apenas
un par de autos estacionados atrás: un viejo Buick azul al lado de
una camioneta con la chapa picada y un perro callejero feo y
marrón en la cabina. Ella espera que no sea este. Dicen que los
hombres recogen a los perros que se les parecen, y este perro es
feo.
Sale al calor, huele a pescado en la basura. El almuerzo
terminó hace rato. Se pasa la mano por las arrugas de la falda,
inspira profundamente y camina por la grava con sus tacos altos.
Una lagartija gorda avanza haciendo zigzag sobre el yeso. Abre la
puerta vaivén, siente la onda de frío que sale del aire
acondicionado.
—Voy a ser el tipo de camisa azul —había dicho.
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Todo el mundo tiene una camisa azul… ponte sombrero.
Es lo mismo: en Mississippi todo el mundo lleva sombrero.
—Tú solo póntelo —dijo ella.
Una mesera está alisando un fajo de billetes de un dólar en
el bar. Apaga el cigarrillo cuando la ve a Roslin y le sonríe con su
sonrisa de haber terminado el servicio. Hay un tipo de camisa azul,
sentado junto a la ventana, de espaldas a ella. Sobre la mesa hay un
sombrero de cowboy. Es el único cliente. Roslin camina
directamente hacia él.
—¿Eres Guthrie?
—Ese soy yo. ¿Tú eres Roslin?
Ella asiente.
—Perdón, pero me cansé de tener puesto el sombrero —
dice y se señala la cabeza, estúpido, como si ella no fuera a saber
dónde iba el sombrero. Él había planeado quedarse de pie y
correrle la silla, mostrar buenos modales, pero Roslin ya se sentó,
colgando la correa de su bolso del respaldo del asiento. Es mucho
más bonita de lo que él se esperaba. Con esa risa en el teléfono,
había pensado que sería una gorda.
Ella cree que él debe haber hecho esto antes. Es
imperturbable, tiene el rostro suave como cromo, de mejillas
chupadas. Sin mencionar que este no es un encuentro casual entre
dos amigos, que ella no es una dama que pasaba por ahí y se sentó
al lado de él porque no había nadie más en el lugar y necesitaba un
poco de compañía. Pero no parecen demasiado preocupados. Es
probable que, si entrase algún conocido, no sería un recién casado
que fuera a almorzar a esa hora desolada. Toda esa larguísima
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charla telefónica y especulación y ahora allí están, probando
fortuna, sentados uno frente a otro, en un bar de Mississippi, sin
nada a qué aferrarse. Mierda.
—Pensaba que habías cambiado de opinión —dice él,
apoyando la palma abierta sobre el mantel de tela encerada. Tiene
las uñas largas. Su tercer dedo muestra una franja de piel pálida—.
¿Quieres beber o algo?
—Diablos, sí. ¿Has comido? —pregunta la mujer, sacando la
servilleta roja de su vaso y poniéndosela sobre el regazo.
—Naaa. Me estaba aguantando mientras te esperaba.
Él sostiene la carta entre ambos como si fuera un escudo y
elige sus palabras.
—¿Te gustan los mariscos?
—Claro que me gustan. ¿Qué te creíste? ¿Que era judía?
Él no tiene nada que decir al respecto.
—¡Dios! ¿Eres judío?
Él se ríe.
—Eres la criatura más bonita que he visto en mucho tiempo
—le dice, pensando, cuando se oye decirlo, que suena como si
fuera un mal parlamento. Había ensayado todo el camino lo que iba
a decirle, y estuvo a punto de chocar con un Corvette, y ahí está,
pronunciando las palabras más trilladas del mundo, aunque ciertas.
Esa mujer huele bien. Es rubia y está bronceada, tiene buen cuerpo,
aunque es demasiado lista como para ser un verdadero regalo del
cielo. Hace pucheros y mira el menú. Tiene rimel negro en las
pestañas, sombra azul sobre los párpados; puede verle lo oscuro
que tiene el cabello en las raíces.
Leen el menú, sus ojos vagan sobre los platos, todas las
entradas, los principales, la carta de postres al final y las diferentes
cervezas de todo el mundo en la página de las bebidas. Roslin
podría decidirse por una gran porción de esa torta de chocolate,
pero ya así como está, el broche del corpiño se le clava en la
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espalda. No lo había usado desde el bautismo del hijo menor de
Nelson en Mobile. Guthrie piensa que mejor ordena algo sin ajo.
Llega la mesera y se saca un lápiz de la oreja.
—¿Ya están listos, gente?
Mientras toma el pedido, fija la mirada en el sombrero de
cowboy. Es un sombrero grande, con un distintivo de los Saints
prendido en la banda. Ostras crudas y arroz con hígado de pollo y
otra Budweiser para el cowboy. Cangrejo saltado para la dama y
scotch, sin hielo.
—¿No tienes que conducir? —pregunta él.
—No. Llegué acá sobre una mula blanca.
—La señora tiene sentido del humor. Me gusta.
—Qué suerte.
Él se sonroja y mira por la ventana. El restaurante se sostiene
sobre pilotes por encima del agua, la barrosa contracorriente
rompiendo contra los postes que los soportan. El sol está tan
brillante que apenas puede ver, como si en el cielo hubiera una
gran orgía que cegara todas las miradas para que nadie pudiese
saber qué era lo que realmente estaba pasando allí. En eso está
pensando él, cuando la mesera trae las bebidas y galletas.
Encienden cigarrillos porque no hay nada más que decir.
Apenas unas palabras y están las cartas sobre la mesa. Es como si
ella le hubiese bajado el cierre de los pantalones. No puede creer
que haya manejado tanto tiempo para encontrarse con un tipo al
que jamás le habría echado un ojo. Un anuncio pequeño publicado
en el Times Picayune, un SE NECESITA MUJER en negrita, unas pocas
llamadas telefónicas y esto. El hecho de que estén allí lo dice todo, y
ahora que se ven, se acabó.
Ella saca un Marlboro. Él levanta de un golpe la tapa de su
encendedor y sostiene la llama. Ella baja la cabeza y saca el humo
por la nariz, mirándolo. Él piensa que ella se ve como una de esas
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estrellas de cine, como Lauren Bacall, o Madonna, o cualquier otra,
con esa ropa fina y las uñas largas. Ella se baja el scotch antes de
que llegue la comida, y deja una gruesa marca de lápiz labial sobre
el vaso. Él piensa que ojalá se lo pudiera contar a los muchachos del
molino. Big Andy podría poner el vaso en la lonchera, pero Big Andy
no puede aguantarse su propio pis después de dos cervezas. El
hombre comienza con las galletas, rompe el envoltorio plástico y se
traga la cerveza.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—Ayer —responde él.
Cuando llega la comida, Roslin manipula el cangrejo como si
fuera porcelana y chupa las cabezas, arroja los caparazones a un
lado y bebe su segundo scotch. Guthrie apila tenedores de arroz
sobre sus galletas, exprime jugo de limón y tabasco sobre las ostras,
las sorbe y traga.
—¿Quieres que te prepare una? —pregunta.
—Uh. No como nada que esté tan crudo. ¿Quieres uno de
estos? —pregunta ella, sosteniendo un cangrejo por la pinza—.
Están realmente ricos. Picantes.
—Naaa, si empiezo a comer una de estas cosas, nunca voy a
terminar. Como con las galletitas.
—Y como con las aventuras.
El hombre se sienta derecho.
—No es verdad —dice—. Nunca antes hice esto.
—Primera vez para todo, supongo. Entonces publicaste ese
aviso por desesperación, ¿no? Claro, si ese es el caso, estoy
reaccionando a la desesperación… lo cual no habla muy bien de mí,
¿no?
—Supongo que tenemos algo en común.
—Nunca dije que estuviera desesperada. Dije que tú estabas
desesperado.
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—Entonces lo tuyo es una encuesta, ¿no?
Ella se ríe.
El cocinero empuja las puertas vaivén de la cocina. Tiene
marcas de transpiración en las axilas. Cuando sale al porche, entra
al cuarto una ráfaga de aire caliente. Sienten el aumento de la
temperatura.
Guthrie comienza a hablar, le cuenta a Roslin cómo es
trabajar en el molino, cómo Lardhead se cortó la mano con la sierra
porque la sierra estaba donde no debería haber estado, cómo había
cobrado la plata del seguro, pero era la mano derecha de Lardhead
y él era diestro. Roslin le cuenta sobre cómo pintó todo el
departamento de cuartos contiguos, cada habitación color celeste
pálido, no pudo sacarse la pintura del cabello por semanas, y cómo,
por ese tiempo, se quedó en la carretera y se fabricó una correa de
ventilador con las panties. Evitaron hablar sobre sus vidas
familiares, intentando cada uno espiar por la ventana de la cocina
del otro sin hacerlo de manera obvia, preguntándose si no habría
por ahí alguna silla para bebés.
Después de que les retiran los platos, se piden otro trago y
otro más antes de que llegue la cuenta. Roslin lo observa separar
los billetes de un rollo.
—Tú no te agarraste nada en la sierra, ¿no?
—No, señora. Todas mis partes corporales funcionan bien.
Él le sostiene la silla. Mientras recoge los vasos y los cinco
dólares de propina, la mesera bosteza. Cuando cierran le dan un
portazo a la puerta de alambre tejido, perturban al cocinero que
está dormitando en el porche antes de la cena. Este los oye hablar
sobre cuál de los dos coches van a usar, pero ni se molesta en abrir
los ojos para ver qué dirección van a tomar.
Eligen la camioneta de Roslin, manejan por el territorio de
los rodeos, más allá de Picayune y en dirección a Jackson. No tienen
la menor idea de adónde están yendo o de cuándo se detendrán.
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Roslin va zigzagueando entre los caminos, como si alejarse de su
casa fuera también a llevar esa sensación todavía más lejos. Y
cuanto más lejos conduce, más crece esa sensación. Roslin no es
tonta. Sabe que está manejando porque hay algo de lo que tiene
que alejarse.
Hablan un poco, pero se quedan en silencio, porque no se les
ocurre nada más que decir. Él quiere apoyar los pies sobre el
tablero de la camioneta mientras ella maneja, pero los mantiene en
el piso y fuma sus cigarrillos, baja la ventanilla, deseando que el
fresco le calme los nervios. Luego, el silencio muta de esa manera
en que siempre lo hace, y están contentos de no hablar. Solo miran
las señales y el maíz alto que se mece a ambos lados de la ruta, el
destello del sol blanco sobre el capó.
Roslin piensa en su marido. Solía llamarlo su hombre. Mi
hombre, decía, aun cuando él no estuviera ahí. Muy apuesto y tan
frío como una lata de cerveza recién sacada del congelador, pero
muy inteligente para las cosas mínimas. Puede advertir el olor a
scotch en su aliento, aunque ella se haya lavado los dientes; aun
cuando la mujer tire la lata, reconoce cuándo compra el étouffée en
un negocio y lo condimenta para no molestarse con la cocina. Es el
tipo de hombre al que no se conmueve fácilmente. Ella solía pensar
que era como Robert De Niro o Sean Penn, para quienes la
procesión va por dentro. Pasó diez años con él, tratando de entrar
en su mundo, porque se imaginaba que, si él se tomaba todo ese
trabajo, debía haber algo realmente precioso en su interior, como la
perla atrapada en la ostra. Pero luego se rindió y se dio cuenta de
que allí no había nada, apenas un caparazón duro y vacío. A él le
había insumido toda su energía construir esa cosa; después, se
había metido en esa rutina y se había olvidado todo lo referente a
lo que se había propuesto proteger. El día en que ella lo advirtió, se
emborrachó en la sala de estar, comenzando inmediatamente
después del desayuno con scotch con hielo hasta el final. Apenas él
llegó a la casa y la vio repantigada en ropa interior, con las panties
puestas a pesar del calor, sentada en su sillón, el aire pesado, el
cuarto caliente como el infierno, los ventiladores a toda máquina,
supo que se iría. Él podía imaginárselo. Y ella sabía que él sabía.
Cuando uno descubre que ha desperdiciado diez años no es
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sencillo. Y ella ni siquiera quería golpearlo; lo único que deseaba era
pegarse a sí misma una patada.
—¿Qué estás pensando?
Miró a Guthrie. Le gusta cómo le queda la camisa.
—¿Cómo fue que te pusieron Guthrie? Jamás conocí a nadie
con ese nombre.
—Ah, mamá era una gran admiradora de Woody Guthrie, de
modo que me llamó como él. Tengo suerte de no haber crecido en
un tren.
—Entonces no es que Woody Guthrie fuera tu papá, ¿no?
—Le pasó cerca.
—Bueno, Guthrie, ¿no quieres prender la radio y poner
música?
—Sí. ¿Qué quieres que ponga?
—Cualquier cosa. Con tal de que no sea algo triste.
Él sintoniza en la estación de clásicos populares. Buddy Holly,
Ruby Turner, los Beatles de un lado entero del disco y después, del
otro. Se ahogan con Aretha Franklin, gritan con Chuck Berry que
canta «You Never Can Tell», recorren el camino con Johnny Cash. Ni
uno ni otra afinan. Guthrie silba. Ella nunca antes había conocido a
nadie que desafinara silbando. Sigue el ritmo chasqueando los
dedos y sus pulseras se sacuden a lo largo de millas. Él dice que es
como manejar con Mister Bojangles. Ella casi dice con Mrs.
Bojangles, pero se calla justo a tiempo. Ella piensa en estirarse
hasta donde está él, agarrarle la mano y cambiar de velocidad
sosteniéndosela como lo hacían en la secundaria. Se detienen a
cargar nafta al otro lado de Jackson y vuelven a subir
inmediatamente después de pagarle al tipo y de recibir el pack de
seis, porque detenerse podría significar pegar la vuelta. Beben
Budweiser y destapan las latas, dejándolas entrechocarse en las
curvas.
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El tránsito disminuye y apagan la radio para ver qué es lo
que pasa. Unos hombres con camperas amarillas dirigen el tránsito;
hasta donde se puede ver, los autos están estacionados a un lado
del camino. Entonces ven las luces de una vuelta al mundo, que gira
en un retazo de atardecer amarillo.
—¡Feria! ¡Puta madre! ¡Vamos! —grita Guthrie, bajando la
ventanilla—. Subamos a la maldita cosa y vayámonos al carajo.
Él se imagina que en algún momento tiene que parar y un
condado con agua es mejor que el desierto.
—¿Quieres?
—Sí, quiero hacerlo. Subir a esa cosa y cagarme en las patas
—dice él, que no ha subido a una de esas cosas en años.
—Estás chiflado —dice ella, pero da vuelta en «u» y conduce
a través del campo. Detienen la camioneta y cierran de un portazo;
dejan la llave puesta sin darse cuenta.
—¡Es como el Jazz Fest! —dice Guthrie.
—¡Consigamos más cerveza!
Hay niños que caminan por ahí, llevando demasiadas cosas:
globos en una mano, algodón de azúcar en la otra. Juguetes de
peluche debajo del codo de mamá porque papi tiene buena
puntería. Guthrie piensa que sería bueno que alguien atara un gran
globo de helio a cada uno de esos pequeños, y los mandara al cielo,
en el momento en que se aparece un payaso. Lleva una de esas
narices rojas y la pintura blanca de la cara se le está saliendo. Saca
un huevo de atrás de la oreja de Roslin y una moneda de la oreja de
Guthrie.
—Guau, qué ingenioso —dice Guthrie—. ¿Cómo lo haces?
—Magia —responde el payaso.
—Magia las pelotas. Sacar dinero de la nada es claramente
un truco.
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Pero «magia» es todo lo que el payaso va a decir, de modo
que Roslin le da un billete de un dólar y el hombre se aleja en busca
de la próxima pareja.
Beben cerveza en vasitos de plástico debajo de la vuelta al
mundo. Está llena de gente que gira lentamente. A Roslin la
enferma, le duele el estómago de solo mirar.
—¿Así que quieres subirte a esa rueda? —le pregunta a
Guthrie.
—Demonios que sí. Iré a sacar boletos.
—Yo no voy —dice ella, meneando la cabeza.
—¿Qué quieres decir con que no vienes?
—¿Quieres que te lo diga cantando? Preferiría tragar huevos
crudos antes que subirme a esa cosa.
—Anda, vamos. La vamos a pasar bien.
—Ve tú.
—Ven conmigo.
—No, no voy.
—Bueno, si tú no vienes, yo tampoco voy.
Pasearon un rato más por el predio, los tacos de Roslin
hundiéndose en el pasto. Hay casetas con dulces y helados, puestos
atiborrados de gente que les apuesta dinero a sus números de la
suerte en la rueda de la fortuna, arrojando dardos, tratando de
embocar unos anillos de plástico sobre juguetes. Falsos caballitos
que siguen hasta la meta. Hay una máquina con su floja zarpa de
metal que pende sobre juguetes de plástico. Le echan el ojo a una
foca de peluche que saca el hocico por encima de las jirafas, ponen
todas sus monedas y se quedan mirando cómo baja la zarpa, cae,
pero cada vez solo se desliza a través de esos juguetes, como si su
batería estuviese descargada.
—¡Mierda!
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—No te preocupes. No es nuestro día —dice Guthrie,
mientras pone su última moneda y observa cómo se zambulle la
zarpa y luego emerge vacía.
Las Tazas Giratorias, una especie de concavidad naranja con
asientos, sacude a los usuarios, sus rostros pálidos que pasan a toda
velocidad, gritando.
—¿Quieres dar una vuelta en eso? —pregunta él.
—Uy, uy. Vomitaría todo el cangrejo. A esas cosas deberían
llamarlas el giro y el vómito.
Hay un puesto de pesca de botellas para los de más de
veintiuno, que tiene alcoholes alineados sobre una mesa separada
del público por una soga. Los postes que sostienen la soga
levantada están empezando a doblarse. Se paga tres dólares por un
turno para pescar botellas. Él le echa un ojo a una botella de
bourbon, pensando que tal vez podría quedarle a mano, pero la
tapa es lisa, no hay por dónde engancharla y el anillo del extremo
de la caña resulta estrecho, de modo que necesitaría un pulso
realmente firme. El tipo que está al final, con una gran hebilla en los
pantalones, gana todo el tiempo, así que el hombre que administra
el puesto le dice que se vaya, que ya tiene bastante alcohol como
para organizar una fiesta.
Observan a personas que resbalan por un tobogán. Una
rampa amarilla de plástico, que se hunde en el medio como una
cintura. Debe tener más de cien pies de largo. La gente trepa los
escalones del otro lado y se deslizan directamente hasta abajo,
como locos, metidos adentro de una bolsa. TOBOGÁN MONSTRUO,
dice el cartel en la parte de abajo, SUBA SI SE ANIMA.
—¡Subámonos a esta cosa! —dice Guthrie.
—Ni loca.
—Oh, vamos. ¿No tienes ganas de subir a una de estas
cosas? No podemos haber hecho todo este trayecto hasta acá para
no hacer nada. ¡Muestra algún entusiasmo!
—Las alturas me dan mucho miedo.
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—Hay que arriesgarse un poco en la vida, Roslin —dice él—.
Podemos bajar juntos. No dejaré que te pase nada.
Ella mira a la gente que baja resbalando. Chicos gritones,
parejas, viejos que llevan el cinturón por encima del estómago, que
salieron para pasarla bien.
—Es horriblemente alto.
Él la persuade de subir. La toma de la mano y apuran las
cervezas y tiran los vasitos en el pasto. El tipo de las entradas tiene
un acento neoyorquino y aburrido. Recibe el dinero y les pasa las
bolsas. Se ponen en la fila, al pie de los estrechos escalones, una
escalera de metal con pasamanos de un solo lado que sube hasta
arriba de todo. Ascienden lentamente, como hormigas. Roslin no
puede mirar hacia abajo. Los parlantes, abajo, emiten la voz de Elvis
Presley, que pregunta «Are you lonesome tonight?», sus oes
alargadas y suaves que ascienden a través de la oscuridad. Guthrie
mira a la gente en el suelo, que corre de un lado para el otro como
insectos. Y luego, una voz de una joven más arriba, que dice:
«¡Permiso! ¡Déjenme pasar! ¡Permiso!» y ella, zigzagueando hacia
abajo entre los que se van a tirar.
—Se intimidó —dice el tipo que tienen detrás cuando pasa la
muchacha—. Pero era bonita.
Alguien, abajo, había perdido un globo y este vuela, cerca de
la baranda. Guthrie se asoma para agarrarlo, pero está muy lejos.
—No te asomes así —dice Roslin—. Me cago de miedo.
—Esta cosa es segura como una roca, ¿ves? —dice Guthrie y
salta sobre el escalón. Toda la escalera se sacude como la parte de
atrás de una culebra.
—Ay, ay. Ya mismo me bajo —dice ella y se da vuelta y ve la
fila de personas apiñadas. La pendiente era gradual, su avance
lento, pero allí están. Roslin se estremece y se aferra a las barandas,
temblorosa.
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Guthrie la abraza. Intenta adivinar su edad, pero ella es de
las que uno nunca sabe. ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y cinco?
—No pienses en la altura, cariño. Solo sube. Conmigo estás
segura —dice y le sonríe. Le gusta esta mujer del aviso y piensa que
la consiguió por apenas veinticinco dólares más el almuerzo. De
golpe, se siente borracho y optimista.
Ahora no pueden ver al hombre que está arriba de todo
indicándole a la gente cuándo puede subirse al tobogán,
empujándolos por la espalda con su mano poderosa y automática,
la gente que, gritando, desaparece en el borde.
Chuck Berry aparece por los parlantes y canta «You Never
Can Tell».
—¡Es nuestra canción!
La cantaron dos veces durante el viaje.
—¡Oh, nena!
Guthrie canta; le importa un bledo quién esté allí oyéndolo.
Roslin lo mira, pensando en lo que sigue, en su hombre en casa que
probablemente, en ese preciso momento, está husmeando en la
cocina, buscando su cena, leyendo la nota que ella le dejó sobre la
heladera. Guthrie sonríe mientras canta, berreando la letra como si
estuviera cantando por la cena. Lindo cambio.
Por todo el trabajo que él hace en el molino, Roslin siente en
el hombro las yemas como si fueran dedales.
Ya sea que vayan a hacerlo o no, ahora Roslin se imagina que
sí y que él no se va a andar con delicadezas como algunos tipos. Lo
que quieren está ahí, en la superficie. Ella lo hará. Se irá con ese
hombre de camisa azul a algún motel barato, en el que la mitad de
las letras del cartel ya no se enciendan, y esperará que ese sea el
principio de algo. Dios. Finalmente, después de diez años, está
recibiendo lo que quiere, alguien que la hará sentir que vuelve a
estar viva, que debajo de la ropa es alguien.
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Le saca el sombrero a Guthrie, se lo pone en su propia
cabeza y trepa por la escalera. Guthrie se ríe y siente en la brisa el
olor de su cabello. Roslin se señala la cabeza y dice: «Me temo que
me cansé de cargar el sombrero».
—De golpe te pusiste desfachatada.
Ya casi llegan.
La mujer que tienen delante de ellos es de mediana edad.
Aparece la mano y empuja, justo cuando ella está alzándose la falda
y entonces resbala por el tobogán, gritando, el cabello al viento, y
es el turno de ellos.
—¿Ustedes dos van juntos? —pregunta el de la mano.
—Sí.
—Bueno, la dama adelante.
Ella se pone al hombro la correa de su bolso y se ubica entre
las rodillas de él. Los muslos de él la sujetan por los costados
instantáneamente.
—¡Agárrate!
Ella mira hacia abajo. Es incluso más empinado de lo que se
imaginaba. Cuando sucede, sucede rápido. La mano no pregunta si
están listos, se limita a empujar.
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Ursula
Felisberto Hernández
Úrsula era callada como una vaca. Ya había empezado el verano
cuando yo la veía llevar su cuerpo grande por una calle estrecha; a
cada paso sus pantorrillas se rozaban y las carnes le quedaban
temblando. A mí me gustaba que se pareciera a una vaca. Una
noche que el cielo estaba bajo y se esperaba la lluvia, un auto
descargó sus focos sobre el cuerpo de Úrsula. Ella dio vuelta la
cabeza y en seguida corrió para un lado de la calle estrecha; parecía
una vaca sacudiendo las ubres. El auto se detuvo y alguien, desde
adentro, preguntó algo. Úrsula contestó moviendo la cabeza;
estaba rodeada del polvo que había levantado y se veía brillar las
córneas de sus grandes ojos. Después yo me quedé entre unos
árboles bajos hasta que llegó la lluvia. Úrsula volvería a pasar al otro
día. Yo oía el ruido de gotas gordas tragadas por el polvo y me había
agachado como si los árboles fueran capuchones que me pesaran
sobre los hombros. Pensé en mi casa; a cada instante yo elegía en
ella lugares y libros que aún no conocía. Y cuando estaba
desasosegado subía una escalera de caracol que en vez de baranda
tenía colgada en el centro una cuerda gruesa. A veces me quedaba
un rato agarrado a ella y me parecía que esperaba el momento de
subir un telón. Después entraba a una de las habitaciones y me
tiraba en la cama.
Aquella noche yo oía la lluvia desde un sillón acolchado y pensaba
en Úrsula. La primera vez que la vi ella estaba sentada a la mesa en
el mismo restorán donde comía yo. Su cuerpo parecía haberse
desarrollado como los alrededores de un pueblo por los cuales ella
no se interesaba. Ella estaba únicamente en sus ojos azules. Sobre
la frente, muy blanca, se abrían dos grandes ondas de su pelo rubio
y yo pensaba en los cortinados de una habitación antigua; los ojos
se movían debajo de sus párpados como personas dormidas bajo
las cobijas. A veces iba a su mesa una mujer pequeña vestida de
negro; hablaba agitadamente pero en voz baja; la boca carnosa de
Úrsula pertenecía a sus alrededores: comía pero no hablaba; la
pequeña enlutada no dejaba de conversar por eso: le bastaba con
que los ojos de enfrente levantaran un poco las cobijas y se taparan
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de nuevo. No sé por qué tuve la idea de que Úrsula entregaría su
cuerpo como si él fuese un animal. Y se me ocurrió que si yo
entraba en relaciones con él, amaría disimuladamente a una vaca.
La primera vez que la vi caminar parecía que los muros estrecharan
las calles para tocar su cuerpo. Otra vez pasaba un carro y un techo
de dos aguas rozó una cadera de Úrsula con el filo de un ala.
Esa noche yo estaba desasosegado y a último momento decidí ir al
restorán; pero cuando llegué ya habían sacado los manteles. Me
sorprendió ver, únicamente, a Ursula con un niño de tres años.
¿Sería de ella? Lo había sentado al borde del mostrador; ella estaba
de espaldas y no dio vuelta la cabeza para ver quién entraba; le
sobresalía una cadera porque estaba apoyada sobre una pierna. El
niño me miraba fijo. Ella esperaría al dueño. Me acerqué un poco
más y vi que Úrsula se había hundido el borde del mostrador en el
vientre. Los ojos del niño me molestaban: se habían quedado tan
firmes como un espejo y yo tuve que dar vuelta la cabeza. Por fin
vino el dueño; a pesar de ser viejo su voz era como la de un
adolescente en el período de cambiarla. Yo no le entendía nada. A
mí tenían que hablarme lentamente y separando las palabras. De
pronto me di cuenta que Úrsula le contestaría alguna cosa: sería
como oír hablar una vaca. El niño estornudó; ella le puso un
pañuelo en la nariz y esperó que él se sonara. En ese instante el
dueño se dirigió a mí y le pedí una botella de cerveza; empezó a
servirme el primer vaso y sonó la voz de Úrsula como un reloj de
pared. Era una voz gruesa y un poco afónica; haría mucho que no la
usaba; si hubiera tosido como cuando se tiene carraspera, la voz se
habría aclarado.
Yo recordaba esto, aquella noche que llovía. Oí golpear en una de
las puertas y tuve un sobresalto. Me di cuenta de que en ese
momento no llovía. Al levantarme del sillón quedó sonando un
elástico y no sé por qué pensé en un instrumento profético y no iba
a abrir la puerta. Después crucé un corredor donde había colgadas
armas antiguas en las paredes. La persona que había llamado entró
y dirigía sus pasos hacia mí, cuando reconocí al amigo que me había
prestado aquella casa.
Él se había desprendido, recién, de un lugar donde había mucha
gente encendida –desde París hasta donde estaba yo se tardaba
dos horas–, y sacudiéndome por los hombros me decía:
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—Pero ¿qué te pasa? ¿Estás dormido? (No me dio tiempo a
contestarle.) Yo me quedaré hasta el viernes y después te llevaré
por unos días.
Ya tendría tiempo, yo, de convencerlo de que no debía ir. Él se
había dado vuelta; fue para las piezas de arriba y yo volví a lo que
recordaba antes; encontré un fondo de aguas revueltas; allí estaban
las plantas verdosas y la poca luz del restorán; pero no podía ver los
alrededores de Úrsula. Mi amigo volvió trayendo la cara alegre y la
intención de seguir removiéndome.
—¿Trabajaste?
—Poco.
—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que necesitas?
La palabra necesitas me dio fastidio. ¡Pero él era tan buen amigo!
Antes de dormir estuvimos hablando a oscuras y de pronto él me
dijo:
—Te resultaría mejor comer aquí; una mujer podría hacer la
limpieza y algunas comidas sencillas.
Pensé que había descubierto mi deseo de que viniera Úrsula; y no
hice otra cosa que sacar la lengua, en la oscuridad, y guardarla
inmediatamente. Al otro día de mañana caminamos por los
alrededores; mi amigo detuvo a una anciana que salía del
cementerio y le preguntó por alguna mujer que quisiera emplearse.
La anciana tenía los ojos llorosos y dijo que no conocía ninguna.
Después vimos a la mujer enlutada, amiga de Úrsula. Mi amigo la
interrogó y ella se puso a pensar. Entonces yo, con toda naturalidad
posible, dije:
—Pregúntale por una mujer gorda que come en el restorán...
No entendí lo que decía la enlutada; pero mi amigo me tradujo:
—Dice que es muy haragana.
—¡Para lo que hay que hacer allí! –le contesté.
La enlutada pensaba en otra y yo perdí la esperanza. Al atardecer
me paseaba por el camino de los árboles bajos y mi amigo me
llamó. Al entrar en la casa me encontré con Úrsula, la pequeña
enlutada y un hombre bajito. Mi amigo me los presentó; y
señalando a Úrsula dijo:
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—Ésta es la que va a venir mañana.
Después le preguntó el nombre. Úrsula juntó los labios –se hubiera
dicho que se preparaba para besarlo– y contestó “Ursule”.
Al despedirme ella levantó los párpados durante el tiempo de
tomar una instantánea y yo apreté su mano como a la bomba de
goma de una máquina fotográfica. Después seguí paseando bajo los
árboles: deseaba estar solo con la idea de Úrsula. El destino la había
traído hasta mi casa y ahora él no dejaría las cosas a medio hacer.
Ella se aproximaba a paso lento y su instinto sería seguro. A la
mañana siguiente oí subir pesadamente la escalera. Yo todavía
estaba en la cama y me pasé las manos por la cabeza para
acomodarme el pelo. Ella dio un golpe en la puerta. Sin querer le
grité algo en castellano para que entrara. Desde mi cama –que era
baja– ella apareció inmensa. Mi amigo me mandaba decir si yo
prefería café o té. Entonces, clavando mis ojos en los párpados de
Úrsula contesté: “J’aime du lait”. Ella levantó los párpados y me
mostró sus ojos desnudos: tenían el asombro de un presentimiento.
Yo sentía voluptuosidad en haber empleado el verbo amar para
hablarle de la leche. Ella se limitó a decir: “Il n’y a pas de lait”. Pero
insistí señalando una valija y haciendo señas para que la abriera.
Ella tenía la torpeza de un animal amaestrado. Sacó un tarro de
leche desecada y lo daba vuelta entre sus manos para mirar todas
las vacas pintadas alrededor. Yo quise destaparlo para ver si era ése
el que estaba empezado. Me dolían las yemas de los dedos y Úrsula
se quedaba allí, con su gran barriga, esperando. Yo no podía hacer
saltar la tapa y pasábamos por uno de esos silencios que se hacen
en los circos cuando la prueba es difícil. Por último decidí que ella
me trajera otros tarros; tal vez conociera el empezado por el peso.
Úrsula me los alcanzaba con una sola mano; no se le ocurría
emplear las dos y traer dos tarros por vez. Conocí el empezado al
sacudirlo. Ella hizo una sonrisa y empezó a dar vuelta su cuerpo y a
irse. Yo temía que se cayera de la escalera. Mi amigo estuvo todo el
día de mal humor y a cada momento tropezaba con Úrsula. A la
hora de cenar Úrsula venía con una bandeja y tropezó con un
aparador oscuro. Algo, dentro de él, quedó sonando: fue como
despertar a un dormido que se hubiera puesto a rezongar. Entonces
mi amigo soltó una carcajada. Yo me quedé serio; a Úrsula se le
llenó la cara de vergüenza y se fue enseguida. Cuando volvió tenía
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los ojos enrojecidos. Al terminar la cena mi amigo levantó una
lámpara para mirar un cuadro en el momento que Úrsula traía el
café; entonces le preguntó:
—¿Le gusta este cuadro?
Ella recorrió, con sus ojos azules, todo el paisaje y dijo:
—Sí. Mi abuelo pintaba en las iglesias y hacía cuadros como éste.
—¿En las iglesias pintaba así? ¿Paisajes con vacas?
Entonces Úrsula se rió poniéndose una mano en la boca y repitió:
—¡Vacas en las iglesias!
Mi amigo le tomó de un brazo. Yo sentí, también, la piel de ella en
mi mano; pero odié a mi amigo. Antes de dormir pensé en Úrsula;
nos habíamos encontrado varias veces en el corredor de las armas y
ella se ponía de costado. Me dormí pronto pero me desperté al
rato. Creía comprender más a Úrsula cuando ella caminaba por las
calles estrechas. Ahora todo se volvía más simple pero yo lo
comprendía menos. Ni siquiera tenía para Úrsula los pensamientos
de costumbre; era como si en la oscuridad no reconociera mi saco
ni pudiera calzar las mangas.
Al otro día mi amigo se fue. Aunque Úrsula y yo no hablábamos
nunca ahora parecíamos más silenciosos. Al anochecer empecé a
mirar un juego de barajas nuevas; pero sin la intención de hacer
solitarios. Pensaba que debía buscar la manera de conversar con
Úrsula. Y fue ella la que se acercó para preguntarme si sabía
adivinar lo que decían las cartas. Le dije que no y me arrepentí
enseguida. Pero cuando ella volvió al comedor se me ocurrió
proponerle:
—Puedo adivinar mejor en las manos...
Ella se detuvo sin decirme nada. Me pareció que era supersticiosa y
haciendo un esfuerzo le dije:
—Si quiere, después de cenar podríamos ver qué dicen sus manos.
Seguí trabajando en silencio, y antes de irse a su casa yo insistí:
—¿No tiene tiempo ahora?
—¿Y si me sale una desgracia? –contestó.
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Se acercaba a la mesa con timidez y traía movimientos raros en el
cuerpo; tal vez quería que le perdonaran los alrededores. Se miraba
una mano y me hizo pensar que tendría una espina. Entonces le
pedí que fuéramos a la lámpara de pie con flecos amarillos. Le tomé
la mano y acercamos nuestras cabezas a la pantalla. Yo pasaba mis
dedos sobre su palma como si su destino estuviera escrito en un
papel arrugado. Ya había pensado lo que le iba a decir. Antes le
miré la cara; tenía la seriedad de una novia en el momento de
casarse. Cuando volví los ojos a nuestras manos la luz no me
pareció suficiente. Entonces separé los flecos con una mano y
enseguida hice pasar las otras debajo de la luz. Nuestros ojos
miraban la ceremonia detrás de los flecos, mientras las manos
tomadas esperaban con la más inocente delicadeza; y de pronto yo,
con mi voz más lejana, dije:
—Usted ha tenido, en su vida... preocupaciones...
Me detuve todo el tiempo posible. Después, arrugando las cejas,
agregué:
—Hay una persona, sobre todo, que la ha disgustado mucho...
Me detuve de nuevo. Ella aspiró un poco de aire y tuvo un quejido
entrecortado, como en medio de un sueño y mientras su cuerpo
cambiara de posición. Al rato, con la actitud de estar seguro de
todo, le propuse:
—Si le parece mejor abandonamos el pasado y averiguamos el
futuro.
Y antes de que se arrepintiera cerré los ojos diciendo:
—Voy a descansar un instante.
Saqué las manos de la luz sin soltar la de ella; la sentía en la mía
pero yo no hacía ningún movimiento; temía que la de ella se
asustara. El resplandor me hacía pensar en que estábamos al borde
de una hoguera. A los pocos instantes la mano de ella hizo un
movimiento; entonces yo volví a llevar las tres debajo de la luz.
Colocamos las frentes junto a la pantalla, que parecía otra cabeza, y
su cara vacía pero encendida atendía al mismo acontecimiento.
—Veo llegar, a sus días futuros, un extranjero.
Hubo un silencio demasiado largo. Lo interrumpió ella:
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—¿Qué tipo de hombre es él?
Me acerqué a su mano como para observar un insecto. Al fin
contesté:
—Parece morocho... y la hará feliz.
Al mismo tiempo pasé mi mano por mi pelo negro.
—¿Qué más?
—Por ahora no me doy cuenta.
Di vuelta la mano de ella para mirar el dorso; pero ella la retiró
llevándola a la penumbra con un movimiento de pezuña. Al rato le
pregunté:
—¿Qué le pasa? ¿No le gusta estar enamorada?
—Después no se puede dormir ni comer y vienen los disgustos.
—¿Qué disgustos?
Pero ella dio vuelta torpemente su cuerpo y se fue.
Esa noche recordé la ceremonia de las manos y tuve para ellas un
sentimiento de futuro lejano y como si dijera: “¡Ah! ¡Cuando
nuestras manos eran jóvenes!”. Después pensé en los dedos de ella,
siempre juntos y temerosos de separarse; y en los míos que
parecían moverse en una pecera iluminada.
A la mañana siguiente Úrsula me dijo que llevaría a su sobrino la
cucharada de leche disecada que tomaría en casa. Con la alegría de
saber que aquel niño del restorán no era su hijo, fui a mi pieza y
traje un tarro. Ella estaba conmovida y quiso llevarlo enseguida a
casa del niño. La acompañé hasta el portón y al verla alejarse pensé
en los días primeros del verano, cuando no éramos amigos. De
pronto ella dio vuelta la cabeza; a mí se me ocurrió hacerle adiós
con la mano y ella me contestó levantando la suya. Entonces yo me
dije: “Esto va bien: ninguna sirvienta saluda así a su patrón”.
Después subí la escalera lentamente y me agarraba de la cuerda
lleno de esperanzas.
Ese día, un poco antes de la noche, ella entró en la pieza donde yo
trabajaba y con una sonrisa rara, me anunció:
—Lo buscan.
—¿Quién?
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—Un señor.
Y al decir esto me mostraba su mano.
—El señor que usted vio en la mano anoche...
—¡Oh! Muy bien. Voy enseguida.
Pero yo no sabía quién sería; de pronto recordé lo del “extranjero
morocho” y pensé: “¡Yo no le habré arreglado el destino a otro!”. Y
recién al cruzar el corredor de las armas recordé haberle dicho que
una persona del pasado le daba disgustos. El visitante era el
hombre bajito que había venido con la señora enlutada cuando
tomamos a Úrsula. Yo trataba de comprender su francés y miraba
sus pantalones negros muy apretados de donde salían pies tan
grandes que parecían guadañas. Él me hablaba de la leche desecada
y me agradecía el tarro. Tal vez fuera cuñado de Úrsula; pero ¿por
qué la había hecho sufrir? Él dio vuelta la cabeza hacia un lado y el
perfil era tan alargado como una sombra en la pared.
—¿Usted es el papá del niño? ¿Y aquella señora de luto la mamá?
Él miró a Úrsula y ella dijo:
—Él es el abuelo, el padre de mi hermana; y la señora de luto es
amiga de él.
Yo me sentí feliz y me prometí estrechar las relaciones con Úrsula.
Al otro día, antes del almuerzo, le propuse:
—En honor a su abuelo, que fue un gran pintor, le ruego que me
acompañe a comer.
Ella se quedó perpleja, fue a buscar una fuente y al volver me
contestó:
—Yo no puedo... todos mis parientes no son honorables.
—¡Oh! Hágalo por nuestra amistad. Estoy muy solo...
¿Por qué ella habría dicho eso? En la tardecita Úrsula se sentó cerca
de la ventana; parecía que estuviera en un palco y mirara la escena
donde unos árboles bajos se cubrían con un follaje oscuro. Después
encendió las lámparas; y la luz, al salir por la ventana daba sobre
troncos grises y parecía que alumbraba pantalones. Ella se quedó
inmóvil mucho rato. A la noche, en el instante de sentarse bajo la
lámpara de flecos amarillos, Úrsula se acomodaba en la silla como si
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fuera a tocar el arpa. Y al rato, cuando yo miré de nuevo me pareció
que ella y la lámpara me esperaban. Entonces me acerqué y le dije:
—¿Me permite que le hable de algo íntimo?
Levantó los párpados tan rápidamente como si se le hubieran
volado; y con los ojos espantados me empezó a decir:
—Mi padre... ya es tarde. Yo esperaba que usted terminara de leer
para decirle que mañana no podía venir.
—Muy bien, no se preocupe; yo le iba a hablar de la persona que le
daba disgustos.
Ella se había parado; pero después de un instante sus párpados
volvieron a posarse sobre los ojos y me preguntó:
—¿Tardará mucho?
—Creo que no; pero si está apurada...
Al descargar su cuerpo en la silla las maderas se quejaron.
—¡Su papá parece un hombre bueno!
—Sí...
—¿En qué se ocupa?
Después de un silencio ella me dijo algo que no entendí.
—¿Cómo?
Entonces levantó la cabeza; y desafiando la verdad repitió:
—De robos.
Y después de otro silencio:
—Ahora hace mucho que no lo llevan preso.
Y empezó a contar detalles. Su padre robaba de día. El año pasado
ella le había cosido en el sobretodo unos bolsillos que le llegaban
hasta abajo; allí él metía las piezas de género como si envainara
espadas. Me contó otras cosas más; y parecía que hablara de la
técnica de un cazador que para cada ave se preparara de manera
distinta. De pronto vi que Úrsula se pellizcaba un seno; pero en
realidad sólo se pellizcaba la bata para decirme:
—Esta seda me la trajo él.
A último momento decidí acompañarla a la casa. En las calles
estrechas encontramos algunos vehículos; yo le tomaba el brazo y
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procuraba quedarme con él; ella se resistía; pero cuando salimos de
la aldea fue más condescendiente. Desde ese camino se veía la
ciudad y se me ocurrió invitarla al cine. Convinimos en ir el domingo
por la tarde y no conversamosmás. Ahora llevábamos el
apresuramiento torpe de los que están próximos a un pecado. A
veces nuestros pasos no coincidían y los cuerpos chocaban;
parecían bestias desiguales prendidas en el mismo carro. Su casa
quedaba en la orilla del bosque y antes de llegar ella me dijo:
—Suélteme; papá es muy celoso.
Esa noche no pude dormir. Y a la noche siguiente hicimos la misma
carrera; yo quería rodearle el talle pero el brazo no me alcanzaba. El
domingo, enseguida de almorzar había sol y fuimos caminando
despacio hasta el cine. En el informativo había vacas y yo puse mi
brazo en el hombro de Úrsula. La película era triste y cuando un
niño huérfano iba solo por un camino polvoriento a Úrsula le
salieron lágrimas. Yo se las sequé con mi pañuelo y le di un beso en
la cara; la carne de su mejilla era dura, pero estoy seguro que tenía
olor a leche. Después le di muchos besos más hasta que se enojó y
me dijo cosas que no entendí. Yo también me enojé y no hablamos
ni en el camino de vuelta ni en la cena; pero me pidió que la
acompañara a la casa y por las calles estrechas empezaron de
nuevo los besos; ella no quería detenerse ni un instante; para
besarla yo iba saltando a su alrededor: debía parecer un insecto que
conservaba el vuelo mientras picaba. Me extrañó que a la noche
siguiente ella aceptara otra invitación al cine. Al salir de allí, tarde
en la noche y cuando pasábamos por mi casa le propuse que
tomáramos una taza de leche. Entonces se me ocurrió decirle:
—¡Es tan tarde! Si su papá no fuera tan celoso usted podría
quedarse en mi casa.
En ese momento ella tenía la taza en la boca; la separó apenas de
los labios y sintiéndose escondida detrás de ella, me dijo:
—Mi padre está preso.
Hicimos un minuto de silencio para pensar en el padre; pero yo
estaba contento.
A la mañana siguiente ella fue un momento a su casa. Yo sentía la
libertad de un estudiante después de una temporada de exámenes.
Me tiré en un montón de paja que había entre una cochera. Desde
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allí veía el verano. Los techos eran viejos, les faltaban tejas y se
echaban encima de casas que apenas podían soportarlos. Yo me
imaginaba que vivía un día de antes, cuando el sol daba de otra
manera sobre la tierra. Tal vez el silencio de Úrsula fuera de aquel
tiempo. Ella lo habría heredado desde la época en que él fue
repartido entre todas las cosas. Y ahora yo deseaba el silencio que
se había amontonado en Úrsula.
Durante unos días yo creí saber cómo era Úrsula. Pero una tarde, ya
cerca de la noche, yo estaba tirado en el montón de paja con los
ojos cerrados; y al abrirlos vi delante de mí una vaca. Me asusté y
tuve un instante de ofuscación. Entonces le grité con todas mis
fuerzas: “¡Úrsula!”. Los dos nos quedamos quietos; y a los pocos
segundos Úrsula vino corriendo, empezó a reírse y se llevó la vaca.
Las dos iban sacudiendo sus cuerpos hacia un portoncito del fondo;
y yo las miré hasta que una salió y la otra cerró el portón.
La mujer ilustrada
Por Ray Bradbury
Cuando un nuevo paciente acierta a entrar en el consultorio y se
tiende para balbucear una sucinta banda de asociaciones libres,
corresponde al psiquiatra que está delante, detrás o por encima,
decidir exactamente en qué puntos la anatomía del cliente está en
contacto con el diván. En otras palabras, ¿dónde se pone el
paciente en contacto con la realidad? Algunas personas parecen
flotar a dos centímetros de cualquier superficie. No han visto tierra
en tanto tiempo que están un poco mareados. Pero otros gravitan,
se aferran, empujan, clavan tan firmemente los cuerpos en la
realidad, que mucho después de haberse ido se encuentran sus
formas de tigre y las manchas de las garras en el tapizado. En el
caso de Emma Fleet, el doctor George C. George tardó mucho en
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decidir cuál era el mueble y cuál la mujer y dónde lo primero tocaba
lo segundo.
Porque para empezar, Emma Fleet se parecía a un diván. —La
señora Emma Fleet, doctor —anunció la recepcionista. El doctor
George C. George se quedó sin aliento.
Porque era una experiencia traumática ver a aquella mujer que
derivaba por la puerta sin el beneficio de un guardagujas o del
equipo de mecánicos que trabaja alrededor de los globos de Pascua
de Macy's tirando de los cables, guiando las macizas imágenes
hasta algún eterno cobertizo, más allá. Emma Fleet entró veloz, y el
piso se estremeció como si fuese la plataforma de una enorme
balanza.
El doctor George debió de haberse quedado otra vez sin aliento,
mientras le calculaba a la mujer unos doscientos kilos por lo bajo,
pues ella le sonrió como si le hubiese leído el pensamiento.
—Doscientos uno y cuarto, para ser justos —dijo. El doctor se
descubrió observando los muebles.
—Oh, resistirán muy bien —apuntó la señora Fleet, y se sentó. El
diván chilló como un perro vagabundo. El doctor George se aclaró la
garganta.
—Antes que se ponga usted cómoda —dijo—, creo mi deber decirle
en seguida con toda honradez que nosotros en el campo de la
psiquiatría no hemos conseguido inhibir el apetito. El problema del
peso y la aumentación ha escapado hasta ahora a nuestra
competencia. Rara confesión, quizá, pero si no reconociéramos
nuestras propias incapacidades, nos engañaríamos quizá a nosotros
mismos y estaríamos recibiendo dinero con falsos pretextos. De
modo que si ha venido usted a buscar esa ayuda he de catalogarme
entre los incapaces.
—Gracias por su honradez, doctor —dijo Emma Fleet—. Pero no
quiero adelgazar. Preferiría que me ayudara usted a aumentar otros
cincuenta kilos, o quizá cien.
—¡Oh, no! —exclamó el doctor George.
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—Oh, sí. Pero mi corazón no permitirá lo que mi alma querida y
entrañable soportaría con el mayor gozo. Mi corazón físico podría
fallar ante las exigencias de amor de mi corazón y mi mente.
Emma Fleet suspiró. El diván también.
—Bueno, permítame que le informe. Estoy casada con Willy Fleet.
Trabajamos en los Espectáculos Ambulantes Dillbeck-Horsemann.
Soy conocida con el nombre de la Dama Generosa. Y Willy...
Se incorporó del diván y se deslizó, o más bien escoltó a su propia
sombra a lo largo del cuarto. Abrió la puerta. Más allá, en la sala de
espera, un bastón en una mano, un sombrero de paja en la otra,
rígidamente sentado, contemplando la pared, había un hombre
minúsculo de pies minúsculos, manos minúsculas y ojos minúsculos
de color azul brillante en una cabeza minúscula. Medía, a lo sumo,
unos noventa centímetros de alto y pesaba quizá no más de treinta
kilos. Pero una mirada de genio orgulloso, tenebroso, casi violento,
resplandecía en la cara pequeña aunque áspera.
—Ese es Willy Fleet —dijo Emma con amor, y cerró la puerta. El
diván, al sentarse, gimió de nuevo. Emma echó una sonrisa radiante
al psiquiatra que seguía contemplando, todavía conmocionado, la
puerta.
—No tienen hijos, desde luego —se oyó decir el psiquiatra.
—No tenemos hijos. —La sonrisa de Emma Fleet se detuvo un poco
—. Pero ese no es mi problema. Willy, en cierto modo, es mi hijo. Y
en cierto modo, además de su mujer, soy su madre. Todo tiene que
ver con el tamaño, me imagino, y somos felices por la manera en
que hemos equilibrado las cosas.
—Bueno, si su problema no son los hijos, o el tamaño de usted o el
de él, o los kilos de más entonces, ¿qué...?
Emma Fleet respondió con una risita tolerante. Era una risa
agradable, como la de una niña que de alguna manera estaba presa
en aquel cuerpo enorme y en aquella garganta.
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—Paciencia, doctor. ¿No deberíamos retroceder hasta encontrar el
momento en que Willy y yo nos conocimos? El doctor se encogió de
hombros, se rió entre dientes y aflojó el cuerpo, asintiendo.
—Bueno.
—En la escuela secundaria —dijo Emma Fleet— yo medía un metro
ochenta, y a los veintiún años hacía llegar la balanza a ciento
veinticinco kilos. No necesito decirle que rara vez salía de excursión
en verano. La mayor parte del tiempo me quedaba en dique seco.
Sin embargo tenía muchas amigas a las que les gustaba mostrarse
conmigo. La mayoría de ellas pesaban setenta y cinco kilos y a mi
lado se sentían esbeltas. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no
me preocupa más. Willy lo cambió todo.
—Willy parece ser un hombre bastante notable —se encontró
diciendo el doctor George, contra todas las normas.
—¡Oh, lo es, lo es! ¡En él arde un fuego sin llama, una capacidad, un
talento todavía sin descubrir, sin utilizar! —Dijo Emma Fleet, con
súbita vehemencia—. ¡Dios lo bendiga, entró en mi vida como una
tormenta de verano! Hace ocho años había ido yo con mis amigas a
una feria ambulante el Día del Trabajo. Al final de la tarde, las chicas
habían sido acaparadas todas por los muchachos que pasaban y se
las habían llevado. Yo me había quedado sola con tres muñecas, y
un maletín de falso cocodrilo y nada que hacer salvo poner nervioso
al Hombre que Adivina el Peso, mirándolo cada vez que pasaba
como si en cualquier momento fuera a pagarle para que él
adivinase. Pero el Hombre que Adivina el Peso no estaba nervioso.
Luego de pasarle por delante tres veces, vi que me miraba fijo. ¡Con
respeto, sí, con admiración! ¿Y quién era el Hombre que Adivina el
Peso? Willy Fleet, naturalmente. La cuarta vez que pasé me llamó y
me dijo que me daría un premio gratis si le permitía adivinar mi
peso. Estaba todo enfebrecido y excitado. Bailaba a mi alrededor.
Nunca me habían hecho tanto caso en mi vida. Me ruboricé. Me
sentí bien. Luego me senté en la silla balanza. Oí que la aguja daba
una vuelta completa, zumbando, y que Willy silbaba de placer.
“—¡Ciento cuarenta y cinco kilos! —Exclamó— ¡Dios mío, que
encantadora! “—¿Cómo dijo? —pregunté.
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“—Que usted es la mujer más encantadora del mundo —dijo Willy,
mirándome directamente a los ojos.”
—Me ruboricé de nuevo. Me reí. Los dos nos reímos. Luego debo de
haber llorado, allí sentada, pues sentí que él me tocaba el hombro,
preocupado. Me miraba a la cara un poco temeroso.
“—¿Le he dicho algo malo? —me preguntó.
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“—No —sollocé, y después me fui tranquilizando—. Algo bueno,
algo bueno. Es la primera vez que alguien...
“—¿Qué?
“—Encuentra bien mi gordura.
“—Usted no es gorda —dijo—. Usted es ancha, alta, maravillosa.
Miguel Ángel la hubiera adorado. Ticiano la hubiera adorado. Da
Vinci la hubiera adorado. Sabían lo que hacían en aquellos tiempos.
El tamaño. El tamaño es todo. Yo lo sé. Míreme a mí. He viajado con
los Enanos Singer durante seis temporadas, con el nombre de
Pulgarcito. Dios mío, estimada señora, usted viene de la parte más
gloriosa del Renacimiento. Bernini, que edificó la columnata de San
Pedro y las del altar, hubiera dado su alma inmortal por conocer a
alguien como usted.
“—¡No! —gemí—. Esta felicidad no es para mí. Sufriré tanto cuando
usted calle. “—Entonces no me callaré —dijo—, señorita...
“—Emma Gertz.
“—Emma —dijo—, ¿es usted casada?
“—¿Está usted bromeando? “—Emma, ¿le gustaría viajar? "—
Nunca he viajado.
“—Emma, esta feria se quedará en el pueblo una semana más.
Venga todas las noches, todos los días, ¿por qué no? Hable
conmigo, conózcame. Al final de la semana, quién sabe, tal vez viaje
conmigo.
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“—¿Qué está usted insinuando? —dije, no enojada ni irritada ni
nada, sino fascinada e intrigada por el hecho de que alguien le
hubiese ofrecido algo a la hija de Moby Dick.
“—Estoy insinuando matrimonio.”
—Willy Fleet me miró, respirando con esfuerzo, y tuve la impresión
de que estaba vestido de alpinista, con sombrero, botas
claveteadas, bastón y una cuerda colgada del hombro de niño. Y
que si yo le preguntaba: ‘¿Por qué dice eso?’, él me contestaría:
‘Porque es usted’. Pero yo no le pregunté y él no contestó. Nos
quedamos allí en la noche, en el centro de la feria, hasta que por fin
tomé por el medio del camino, vacilante.
“—¡Estoy borracha! —gemí— Oh, tan borracha y no he bebido
nada.
“—¡Ahora que la he encontrado —me gritó Willy Fleet—, usted no
se me escapará, acuérdese!”.
Aturdida y tambaleándome, cegada por esas grandes palabras
masculinas cantadas con voz de soprano, salí a tientas de la feria y
volví a casa.
A la semana siguiente estábamos casados.
Emma Fleet. se detuvo y se miró las uñas.
—¿Le molestaría que le contara la luna de miel? —preguntó
tímidamente.
—No —dijo el doctor y en seguida bajó la voz, pues contestaba
demasiado rápido—. Por favor, siga.
—La luna de miel. —Emma emitió su voz más humana.
La respuesta de todos los recintos de aquel cuerpo hizo vibrar el
diván, la habitación, al doctor, los queridos huesos del doctor.
—La luna de miel... no fue corriente. El entrecejo del doctor se alzó
apenas. Pasó la mirada de la mujer a la puerta; del otro lado, en
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miniatura, estaba sentada la imagen de Edmund Hillary, el hombre
del Everest.
—Usted nunca ha visto una prisa como la de Willy cuando me llevó
a su casa, una encantadora casa de muñecas, con una habitación de
tamaño normal que iba a ser la mía o más bien la nuestra. Allí, muy
cortésmente, siempre el caballero amable, reflexivo, tranquilo, me
pidió la blusa, que le di, la falda, que le di... Siguiendo la lista, le
tendí todas las ropas que nombraba, hasta que al final... ¿Es posible
ruborizarse de la cabeza a los pies? Es posible. Sucede. Allí estaba
yo, de pie, como un fuego atizado, y unas oleadas de calor me
subían y bajaban por el cuerpo, e iban y venían abarcándolo todo,
con matices de rosa, blanco y de nuevo rosa.
“—¡Dios mío —exclamó Willy—, eres la camelia más grande y más
bonita que haya florecido jamás!
—Nuevas olas de rubor avanzaban en ocultos aludes internos,
mostrándose sólo para colorear mi cuerpo en el exterior, en lo que
era para Willy la más preciosa piel. ¿Qué hizo entonces Willy?
Adivine.
—No me atrevo —respondió el doctor, ruborizado él mismo. —Dio
varias vueltas a mi alrededor.
—¿A su alrededor?
—A mi alrededor, como un escultor que contempla un enorme
bloque de granito color blanco de nieve. El mismo lo dijo. Granito o
mármol del que se pueden sacar imágenes de una belleza hasta
entonces insospechada. Dio vueltas y más vueltas a mi alrededor,
suspirando y sacudiendo la cabeza, pensando que había tenido de
veras mucha suerte, las manitas entrecruzadas, los ojitos brillantes.
¿Por dónde empezar, parecía estar pensando, por dónde, por
dónde empezar? Al fin habló.
“—Emma —dijo— ¿por qué crees que he trabajado años enteros en
la feria como el Hombre que Adivina el Peso? ¿Por qué? Porque he
estado buscando toda la vida a alguien como tú. Noche tras noche,
verano tras verano, he estado observando las sacudidas y
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temblores de las balanzas. ¡Y ahora al fin tengo el medio, la manera,
la pared, la tela en que expresar mi genio!”
Dejó de caminar y me miró, con los ojos anegados.
“—Emma —dijo suavemente— ¿puedo pedirte permiso para hacer
absolutamente todo lo que quiera contigo?
“—Oh, Willy, Willy —exclamé—. ¡Todo!”
Emma Fleet se detuvo.
El doctor se encontró en el borde de la silla.
—Sí, sí, ¿y entonces?
—Y entonces —dijo Emma Fleet—, sacó todas las cajas y botellas de
tinta y lápices y las brillantes agujas de plata, agujas de tatuar.
—¿Agujas de tatuar?
El doctor se apoyó en el respaldo de la silla.
—¿La... tatuó?
—Me tatuó.
—¿Era un artista del tatuaje?
—Lo era, lo es, un artista. Sólo que el arte de Willy se expresa en el
tatuaje.
—Y usted —dijo el doctor— ¿era la tela que él había estado
buscando durante gran parte de su vida de adulto?
—Yo era la tela que él había buscado toda la vida.
Emma Fleet dejó caer la cosa, que se hundió y siguió hundiéndose
en el doctor. Cuando vio que había tocado fondo y removido vastas
cantidades de barro, prosiguió serenamente.
—¡Entonces empezó la gran vida! Yo amaba a Willy y Willy me
amaba a mí y los dos amábamos eso más grande que nosotros
mismos y que hacíamos juntos. ¡Nada menos que crear la pintura
más extraordinaria que jamás se haya visto! ‘¡Nada menos que la
perfección!’ exclamaba Willy. ‘¡Nada menos que la perfección!’
respondía yo. Oh, fue una época feliz. Pasamos juntos diez mil
horas de intimidad y trabajo. Usted no puede imaginarse lo
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orgullosa que estaba yo de ser esa vasta orilla en la que el genio de
Willy Fleet fluía y refluía en una marea de colores.
Pasamos un año en mi brazo derecho y en el izquierdo, medio año
con la pierna derecha, ocho meses en la izquierda, preparando la
inmensa explosión de detalles brillantes que me brotaban en las
clavículas y en los omóplatos, que me subían por los muslos y
estallaban en las ruedas de fuegos artificiales que celebraban un
glorioso cuatro de julio; desnudos del Ticiano, paisajes de Giorgione
y los relámpagos cruzados del Greco en mi exterior, picoteando de
arriba abajo mi espinazo con vastas luces eléctricas. Alabado sea,
nunca ha habido, nunca habrá un amor como el nuestro, un amor
en que dos personas se dediquen con tanta sinceridad a una tarea:
la de dar belleza al mundo. Volábamos uno hacia el otro día tras
día, y yo comía más, me ensanchaba con los años, y Willy aprobaba,
Willy aplaudía. Más espacio, más lugar para que las figuras
florecieran. No podíamos estar separados, porque los dos
sentíamos, estábamos seguros de que una vez terminada la Obra
Maestra, podríamos abandonar el circo, la feria, el teatro de
variedades para siempre. ¡Era grandiosa, sí, pero sabíamos que una
vez terminada, podríamos ir al Art Institute de Chicago, a la Kress
Collection de Washington, a la Tate Gallery de Londres, al Louvre,
los Uffizi, el Museo del Vaticano! ¡Durante el resto de nuestras vidas
viajaríamos con el sol!
Así fue, año tras año. No necesitábamos del mundo ni de las gentes
del mundo, nos teníamos el uno al otro. Trabajábamos de día en
nuestras ocupaciones ordinarias, y hasta después de medianoche,
allí estaba Willy trabajando en mi tobillo, Willy en mi codo, Willy
explorando la increíble pendiente de mi espalda que culminaba en
una elevación de nieve y de talco. Willy no me dejaba ver, no le
gustaba que yo mirara por encima del hombro, del suyo o del mío.
La curiosidad no me dejaba vivir, y sin embargo pasaron meses
antes que me fuera permitido ver el avance lento pulgada a
pulgada, las tintas brillantes que me inundaban y ahogaban en un
arco iris de inspiración. Ocho años, ocho fabulosos, gloriosos años.
Y llegó el día, la obra estaba terminada. Y Willy se desplomó y
durmió cuarenta y ocho horas. Y yo dormí a su lado, el mamut
acostado junto al cordero negro. Esto fue hace apenas cuatro
semanas. Hace apenas cuatro semanas nuestra felicidad se terminó.
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—Ah, sí —dijo el doctor—. Un equivalente de esa depresión que
siente la madre después que el hijo ha nacido. El trabajo ha
terminado y sigue invariablemente un período de apatía y en cierto
modo de tristeza. Pero piense que ahora cosecharán las
recompensas de una larga labor, ¿no es cierto? ¿Recorrerán el
mundo?
–No —gimió Emma Fleet, y una lágrima le asomó a los ojos—. En
cualquier momento Willy se irá y no volverá nunca. Empezó yendo
de un lado a otro por la ciudad. Ayer lo pesqué cepillando la balanza
de la feria. ¡Hoy lo encontré trabajando por primera vez en ocho
años, de vuelta en el puesto del Hombre que Adivina el Peso!
—Oh, Dios —dijo el psiquiatra.
—Anda.... ¡Pesando a nuevas mujeres, sí! ¡En busca de nuevas
telas! ¡No lo ha dicho, pero lo sé, lo sé! ¡Esta vez encontrará una
mujer todavía más pesada, de doscientos cincuenta, trescientos
kilos! Adiviné que esto ocurriría, hace un mes, cuando terminamos
la Obra Maestra. Entonces todavía comí más, y me estiré la piel
todavía más, para que aquí y allá aparecieran nuevos lugarcitos,
pequeños parches que Willy tendría que restaurar y completar con
nuevos detalles. Pero ahora estoy terminada, agotada, me he
atiborrado, he concluido el último trabajo de relleno. No me queda
un millonésimo de pulgada entre el cuello y los tobillos, donde
podamos meter un demonio, un derviche o un ángel barroco más.
Para Willy yo soy una obra concluida y acabada. Ahora quiere
seguir. Se casará, me lo temo, cuatro veces más en su vida, cada vez
con una mujer más grande, una extensión mayor para una pintura
mural mayor y la apoteosis de su talento. Además en la última
semana se ha puesto crítico.
—¿Con respecto a la Obra Maestra, con mayúsculas? —preguntó el
doctor.
—Como todos los artistas, es un perfeccionista extraordinario.
Ahora encuentra pequeños defectos, una cara aquí de un tono y
una textura que no están bien del todo, una mano allá apenas
torcida a un lado, y esto a causa de mi dieta apresurada para
aumentar de peso y ganar así nuevo espacio y nuevas atenciones.
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Para él yo era de veras un comienzo. Ahora tiene que seguir desde
ese aprendizaje hasta sus verdaderas obras maestras. Ah, doctor,
estoy a punto de ser abandonada. ¿Qué le queda a una mujer que
pesa doscientos kilos y está cubierta de ilustraciones? Si me
abandona, ¿qué haré, a dónde ir, quién me querrá? ¿Me perderé de
nuevo en el mundo como estaba perdida antes de esa felicidad
loca?
—Un psiquiatra —dijo el psiquiatra— no está para dar consejos.
Pero...
—¿Pero qué, qué? —preguntó la mujer ansiosamente.
—Un psiquiatra está para que el paciente pueda entender y
curarse. Pero en este caso... —¡En este caso, sí, siga!
—Parece tan sencillo. Para conservar el amor de su marido... —
¿Para conservar su amor, sí?
El doctor sonrió.
—Usted debe destruir la Obra Maestra.
—¿Qué?
—Bórrela, quítesela. Esos tatuajes salen, ¿no es cierto? Una vez leí
en alguna parte que...
—¡Oh doctor! —Emma Fleet dio un salto.— ¡Eso es! ¡Se puede
hacer! ¡Y lo que es mejor, Willy puede hacerlo! Le llevará sólo tres
meses limpiarme, librarme de esa Obra Maestra que ahora le
fastidia. Después, de nuevo de un blanco virginal, podremos
empezar otros ocho años, y después otros ocho y otros. ¡Ah,
doctor, sé que lo hará! ¡Quizá sólo esperaba que se lo propusiera...
y yo era demasiado tonta para adivinarlo! ¡Oh, doctor, doctor! Y lo
estrujó entre sus brazos. Cuando el doctor consiguió liberarse,
Emma Fleet se puso a dar vueltas alrededor.
—Qué extraño —dijo—. En media hora ha resuelto usted mis
próximos tres mil días y todavía más. Es usted muy sabio. ¡Le
pagaré lo que sea!
—Basta con mis honorarios habituales —dijo el doctor.
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—¡No resisto el deseo de decírselo a Willy! Pero primero —dijo—
ya que usted ha sido tan sabio, merece ver la Obra Maestra antes
que sea destruida.
—No es necesario, señora...
—¡Tiene que descubrir por sí mismo el espíritu raro, el ojo y la
mano de artista de Willy Fleet, antes que desaparezcan para
siempre y empecemos de nuevo! —exclamó Emma Fleet,
desabrochándose el abrigo voluminoso.
—De veras, no es...
—¡Mire! —dijo la mujer, y se abrió de golpe el abrigo. En cierto
modo .el doctor no se sorprendió al ver que Emma Fleet estaba
completamente desnuda debajo. Se quedó sin aliento. Abrió mucho
los ojos. Se le abrió la boca. Se sentó lentamente, aunque en
realidad hubiera querido quedarse de pie, como cuando era niño y
saludaban a la bandera en la escuela, y luego cuarenta voces
rompían en un canto reverente y trémulo:
Oh bella para los cielos espaciosos para las olas ambarinas del
cereal,
para la majestad de las montañas purpúreas sobre las llanuras de
las frutas...
Sentado siempre, abrumado, el doctor contempló la vastedad
continental de la mujer. En la que no había absolutamente nada
bordado, pintado, acuarelado o tatuado de alguna manera.
Desnuda, sin adornos, no tocada, sin líneas ni dibujos. El doctor se
quedó de nuevo sin aire.
Emma Fleet hacía girar el abrigo alrededor, con una atractiva
sonrisa de acróbata, como si acabara de llevar a cabo una soberbia
hazaña. Luego fue hacia la puerta.
—Espere —dijo el doctor. Pero ella había salido ya, estaba en la
salita de espera, balbuceando y susurrando:
—¡Willy! ¡Willy! —inclinándose sobre su marido, silbándole en la
minúscula oreja hasta que él le clavó los ojos y abrió la boca firme y
apasionada y gritó, y batió palmas de júbilo.
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—¡Doctor, doctor, gracias, gracias! El hombrecito se precipitó y
tomó la mano del doctor y la sacudió rudamente. El doctor se
quedó sorprendido por el fuego y la dureza de roca de aquel
apretón. Era la mano de un artista aplicado, como esos ojos que lo
miraban desde abajo ardientes y oscuros en una cara
apasionadamente iluminada.
—¡Todo va a andar bien! —exclamó Willy
El doctor vaciló, mirando a Willy y luego al globo enorme que se
mecía y tironeaba para irse volando.
—¿No tendremos que volver nunca más?
Santo Dios, pensó el doctor, ¿él piensa que la ha ilustrado de proa a
popa, y ella le sigue la corriente? ¿Está loco? ¿O ella se imagina que
él la ha tatuado de la cabeza a los pies, y él le sigue la corriente?
¿Está loca? O, lo que era aún más extraño, ¿creen los dos que él la
ha atiborrado como el techo de la Capilla Sixtina, cubriéndola de
raras y significativas bellezas? ¿Los dos creen, saben, se siguen la
corriente el uno al otro, en su mundo de especiales dimensiones?
—¿Tendremos que volver de nuevo? —preguntó Willy Fleet por
segunda vez. —No. —El doctor musitó una plegaria—. Creo que no.
¿Por qué? Porque, por alguna gracia estúpida, había hecho lo que
correspondía, ¿no es cierto? Recetando en un caso apenas
entrevisto, había acertado con la curación, ¿verdad? Sin tener en
cuenta si él creía o ella creía o los dos creían en la Obra Maestra, al
sugerir que se borraran, que se destruyeran las figuras, el doctor
había convertido de nuevo a la mujer en una tela limpia,
encantadora y estimulante, si ella necesitaba serlo. Y si él, por otra
parte, deseaba una nueva mujer para garabatearla, borronearla y
tatuarla, bueno, la cosa funcionaba también. Porque ella sería
nueva e intocada.
—¡Gracias, doctor, oh, gracias, gracias!
—No me den las gracias —dijo el doctor—, no he hecho nada.
Estuvo a punto de decir que todo era una feliz casualidad, una
broma, una sorpresa ¡Que se había caído por las escaleras y había
aterrizado de pie!
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—¡Adiós! ¡Adiós!
Y el ascensor bajó, la mujerona y el hombrecito desaparecieron
hundiéndose en una tierra que de pronto no era demasiado sólida,
y donde los átomos se abrían para dejarlos pasar.
—Adiós, gracias, gracias... gracias...
Las voces se desvanecieron, nombrándolo y ensalzando su
inteligencia mucho después de haber dejado arriba el cuarto piso. El
doctor miró alrededor y retrocedió inseguro hasta el consultorio.
Cerró la puerta y se apoyó en ella.
—Doctor —murmuró—, cúrate a ti mismo. Dio un paso adelante.
No se sentía real. Tenía que acostarse, aunque fuera un momento.
¿Dónde? En el diván, naturalmente, en el diván.
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