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Cuentos de amor Taller de Expresión I – Cátedra Klein – 2019 Se miran, se presienten, se desean, se acarician, se besan, se desnudan, se respiran, se acuestan, se olfatean, se penetran, se chupan, se demudan, se adormecen, se despiertan, se iluminan, se codician, se palpan, se fascinan, se mastican, se gustan, se babean, se confunden, se acoplan, se disgregan, se aletargan, fallecen, se reintegran, se distienden, se enarcan, se menean, se retuercen, se estiran, se caldean, se estrangulan, se aprietan se estremecen, se tantean, se juntan, desfallecen, se repelen, se enervan, se apetecen, se acometen, se enlazan, se entrechocan, se agazapan, se apresan, se dislocan, se perforan, se incrustan, se acribillan, se remachan, se injertan, se atornillan, se desmayan, reviven, resplandecen, se contemplan, se inflaman, se enloquecen, se derriten, se sueldan, se calcinan, se desgarran, se muerden, se asesinan, 1
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Dec 24, 2019

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Cuentos de amor

Taller de Expresión I – Cátedra Klein – 2019

Se miran, se presienten, se desean,

se acarician, se besan, se desnudan,

se respiran, se acuestan, se olfatean,

se penetran, se chupan, se demudan,

se adormecen, se despiertan, se iluminan,

se codician, se palpan, se fascinan,

se mastican, se gustan, se babean,

se confunden, se acoplan, se disgregan,

se aletargan, fallecen, se reintegran,

se distienden, se enarcan, se menean,

se retuercen, se estiran, se caldean,

se estrangulan, se aprietan se estremecen,

se tantean, se juntan, desfallecen,

se repelen, se enervan, se apetecen,

se acometen, se enlazan, se entrechocan,

se agazapan, se apresan, se dislocan,

se perforan, se incrustan, se acribillan,

se remachan, se injertan, se atornillan,

se desmayan, reviven, resplandecen,

se contemplan, se inflaman, se enloquecen,

se derriten, se sueldan, se calcinan,

se desgarran, se muerden, se asesinan,

resucitan, se buscan, se refriegan,

se rehuyen, se evaden, y se entregan.

OLIVERIO GIRONDO

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Contra el romanticismo

Carolina Aguirre

La Nación, 6 de diciembre de 2015

Cuando uno tiene que escribir escenas de amor hay un montón de

recursos heredados de otras de series o películas a los que meterles

mano. Una cena a la luz de las velas. Un viaje relámpago a París.

Tocarle timbre de noche, bajo la lluvia, con un ramo de flores. Un

camino de velas hacia la cama. Una serenata con mariachis. Dibujar

su nombre en firuletes de humo en el cielo. Un anillo de

compromiso adentro de un postre. Una corrida al aeropuerto a

último momento.

Se supone que todas esas situaciones deben enamorarnos. Que

las flores, la música, el cielo o París producen un efecto romántico

narcótico y devastador en las mujeres. Y digo en las mujeres y no en

nosotras, porque a mí no me pasa. Entiendo que si existen, es que

en algún punto son efectivas, pero a mí el romanticismo me parece

un error: no lo entiendo, no lo siento, no me llega. Ni en las

películas ni en la vida. Yo, sin ir más lejos, me enamoré de mi novio

por una lata de coca cola.

Hace un tiempo, estábamos en Ezeiza volviendo de viaje a las

cuatro de la mañana. Como teníamos mucho equipaje, decidimos

pasar por filas separadas para agilizar. Él se llevó las valijas más

pesadas y yo me quedé con una chiquita con mis objetos

personales y algunas cosas suyas sin mucho valor. Curiosamente, a

él con tres valijas de veinticinco kilos no lo pararon, y a mí sí. Me

hicieron abrir el carry on, el portacosméticos y el botiquín, me

preguntaron por mi computadora modelo 2013, me miraron las

fotos del celular, me revisaron las etiquetas de la ropa, y me

revolvieron hasta las golosinas del duty free. Objetaron todo lo que

pudieron y yo pasé media hora de esa madrugada, agotada y con

sueño, buscando las facturas de cada objeto en mi casilla de mail.

A pesar de que les mostré los comprobantes, insistieron con que

las fotos del celular eran de ese mes, con que la computadora no

tenía rayas, con que mi ropa no era argentina. Luego encontraron

un gel de ducha de almendras y empezaron a discutir sobre cómo

yo había podido subir eso al avión. Les expliqué que no sabía, que

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nadie me había objetado nada, que si querían, lo tiraran y listo.

Estaba harta, que hicieran lo que quisieran conmigo. Al final, no me

pudieron cobrar nada y me dejaron ir, pero terminé la noche muy

nerviosa, angustiada, algo rara.

Cuando por fin guardé toda la ropa, me volví a poner la campera,

ubiqué mi celular y mi pasaporte, y pude salir, me encontré con mi

novio parado al lado del mostrador de taxis. Me explicó que él

había pasado rápido y que me había perdido de vista, pero que ya

había subido todo a un remise y que el chofer nos estaba

esperando para volver a casa. Después me dio una gaseosa muy fría

sin explicación. Miré la lata y le pregunté por qué tenía una sola y

me dijo que él no tenía sed pero que sabía que cuando yo estaba

estresada o nerviosa siempre quería una. Nunca lo había pensado

pero era cierto. Cuando me pasa algo necesito tomar algo dulce y

muy frío. Mientras me la abría, me puse a llorar

desconsoladamente. Él me abrazó, me dijo que tampoco era para

tanto, que no tenía nada en la valija, que no sea maricona y que me

apurara, que era tardísimo. Supongo que el pensó que yo lloraba

por los nervios y no por la gaseosa. Creo que tampoco se lo aclaré

hasta hoy.

Sé que la gente espera otras cosas del amor. No porque haya

tenido grandes historias en su vida, sino porque las películas

crearon esa expectativa. El cine nos enseñó que las relaciones están

llenas de gestos románticos, imposibles, edulcorados. Que si hay

amor de verdad, también hay música, hay flores, hay velas, celofán

y fuegos artificiales en el cielo.

Cuando digo que soy guionista de telenovelas, la mayoría de la

gente enseguida quiere contarme alguna anécdota romántica con

su pareja. Casi siempre las historias incluyen alguna de estas

escenas. París. Arrodillarse. Las velas. Las disculpas. Las flores. El

champagne. Correr al aeropuerto. La serenata. El anillo en el postre.

Tu nombre en el cielo. Algo de toda esa bolsa de recursos y de

anécdotas probadas y listas para usar que forman ese

conglomerado efectista llamado romanticismo. Yo los escucho y

finjo interés (creo que me animé a un llanto falso para una chica

que me contó como su novio había dibujado "te amo" con

chocolate derretido en el piso), pero sé que nunca voy a usar esos

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ejemplos porque el amor que a mí me interesa no necesita de

subrayados ni de adornos o firuletes. Para mí, el amor es un error,

un milagro, un inconveniente. No es una planta llena de flores

perfectas, sino que aparece como los yuyos en esa tierra que nadie

riega al costado de la maceta.

En la ficción pasa igual. Yo no desprecio el romanticismo por

cursi sino por fácil, por falso, por superficial. Porque si algo es para

todas mujeres, no es para ninguna. Las escenas buenas, las de

verdad, las que le rompen el alma en mil pedazos al espectador no

se construyen en esa misma escena sino en todos los momentos

que vivió ese personaje desde que nació. En cada decisión que

tomó, en cada carencia, en cada vicio, en cada miedo que tuvo. Lo

que vuelve inolvidable la escena es que sea única, que sólo ese

personaje entienda el sentido que encierra un gesto. Como el trineo

de Citizen Kane o como todos los fines de año que Sally y Harry

pasaron solos. Para nosotros Rosebud es nada, pero para Charles

Foster Kane es todo.

Quizás mi novio y yo no estemos juntos toda la vida. Quizá

mañana mismo nos separemos, nos hagamos daño, nos olvidemos

del otro para siempre. Pero yo entendí algo de cómo se construyen

las escenas de amor en ese momento. Cuando me dio esa lata con

una pajita chamuscada yo no lloré por sed o cansancio. Tampoco

porque me hubiera dado miedo la aduana. Lloré porque esa lata

tenía adentro toda mi niñez solitaria y autosuficiente, la vez que mi

madre se olvidó de dejarme la llave en el macetero y estuve sola

diez horas en la puerta de casa, cuando estuve frente a una

convocatoria de acreedores a los dieciocho años, o más de una

década de matrimonio asimétrico con un hombre noble y amoroso

que no podía resolver casi nada. Lloré porque esa lata no era esa

lata, sino todas las latas que me compré yo sola durante veinte años

haciendo malabares con la billetera en una mano y el celular en la

otra. Por todas las veces que llegué sola a Ezeiza y tuve que ir a tres

cajeros buscando plata para tomarme un taxi. Por las uñas que me

rompí cargando sola las valijas. Por todas las veces que miré una

intimación de la AFIP sin entender qué decía, por todas las cartas

documento que fui a mandar con miedo, por las veces que mi casa

se inundó y tuve que sacar el agua con un balde, y por cada vez que

le pegué de bronca a la impresora porque se había desconfigurado

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y tenía que entregar un guión. Lloré porque él sabía más de mí que

yo. Lloré porque alguien me dijo "tranquila, ya están todas las

valijas en un taxi, vamos a casa". Lloré porque los helicópteros, las

flores, las serenatas y el champagne son para todas y si son para

todas son para ninguna. Esa lata, en cambio, solo tenía sentido en

mi escena.

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2. Cuentos

Amor

Silvina Ocampo

Durante el principio de la travesía fuimos felices. Era nuestro

viaje de bodas, íbamos a Estados Unidos, mi marido ara completar

sus estudios y yo los míos, pues conseguí una beca.

Continuamente gozábamos del espectáculo del mar, de la

música, de los juegos, de los alimentos, del dolce far niente a bordo.

El aire marítimo, que vuelve exuberantes a los hombres, también

los enamora. Siempre lo he dicho. Bajo su influjo adoramos,

odiamos, desesperamos, gozamos más que bajo el influjo de

cualquier droga. Eran tal vez nuestras primeras vacaciones, pues

desde muy jóvenes habíamos vivido siempre sometidos a las

familias de nuestros padres y a trabajos que nos esclavizaban.

Por las mañanas, a las ocho, cuando no nos levantábamos

para ver la salida del sol, estábamos ya en la cubierta haciendo

ejercicios. Tomábamos, a las once, el caldo, que servían con

sándwiches. El resto de la mañana, hasta la hora del almuerzo, nos

echábamos al son, casi desnudos. Por la tarde estudiábamos y

algunos días tomábamos asueto leyendo libros o jugando a los

naipes con algunos de los pasajeros. Teníamos la impresión de estar

comiendo, durmiendo, haciendo el amor, o esperando hacerlo,

todo el día.

Nos amábamos profundamente, con esa nueva dicha que

consistía en alejarnos del mundo rodeados de gente que no

conocíamos o que apenas conocíamos.

Entre los pasajeros ¿valdría la pena nombrar a Isaura Díaz

que leía las líneas de las manos; a Roberto Crin, prestidigitador; a

Luis Amaral, brasileño, cazador y millonario, a John Edwards,

médico que en un momento dado me salvó la vida y a la niña Cirila

Fray, a quien yo cuidaba durante una o dos horas de la tarde, para

ayudar a la madre, que estaba anémica?

Roberto Crin me fascinaba, con sus pruebas de

prestidigitación y conversaba un poquito conmigo cuando subíamos

las escaleras o cuando nos cruzábamos por la cubierta. A mi marido

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no le gustaba. No me lo decía, pero yo lo advertí por su modo de

fruncir el ceño y de arrugar la frente. ¿Acaso él no conversaba con

todas las mujeres de a bordo, en cuanto tenía una oportunidad?

Con Luis Amaral, yo no me atrevía a hablar, porque me miraba

demasiado, con sus ojos oscuros y despiadados. En cuanto

intentaba hablarme, yo miraba para otro lado, haciéndome la

distraída. Al enigmático John Edwards, que me salvó la vida y con

quien por ese motivo tuve algún trato, mi marido apenas le

hablaba. La vida, que había sido tan agradable en los primeros días,

para mí se volvió atroz. Para distraerme un poco me ocupé de Cirila,

que tenía cinco años y que pasaba la tarde en la sala de gimnasia de

niños, donde había un caballo de madera, un sube y baja,

columpios y otros juegos que uno encuentra en las plazas. Durante

el momento que estaba con ella me olvidaba un poco de la

abrumante tarea que es para una mujer tratar de evitar los celos de

un marido desconfiado. Nuestro viaje no parecía un viaje de luna de

miel. Una amargura semejante a la que había visto entre otros

matrimonios casados desde hacía ya tiempo, destruía nuestra

avenencia. No nos queríamos menos por ello. Durante el día nos

reconciliábamos cinco o seis veces; esas reconciliaciones eran

efusivas. No lo culpo a él más de lo que me culpo por ese estado de

cosas. Soy vengativa, desde mi infancia lo fui: en cuanto lo veía

conversar con alguna mujer que no fuera demasiado vieja, yo

buscaba algún hombre a quien dar conversación, para que mi

marido supiera lo que era el sentimiento que yo más detestaba: los

celos.

No fue sino después de quince días de a bordo que me

decidí a hablar con Luis Amaral. Un marido que ama a su mujer

advierte cuando ésta se siente atraída por otro hombre: algo en la

voz, algo en la mirada, algo en el comportamiento, la delata. Mi

marido habría notado esta atracción, pues se tornó hosco y

malhumorado conmigo, sin dejar de ser amable con las otras

mujeres.

Un día, Luis Amaral con el pretexto de mostrarme las

escopetas con las cuales cazaba en el Amazonas, me hizo pasar a su

camarote. Yo no hubiera debido aceptar. No me invitaba como a

otros pasajeros de a bordo; su manera de mirarme, su voz, me

perturbaba. Para vengarme de las infidelidades, tal vez inexistentes,

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de mi marido, yo me sentía capaz de hacer cualquier cosa. No me

hice rogar demasiado. Entré en el camarote de Luis Amaral como

quien se suicida. Cuando me encontré a solas frente a él me sentí

avergonzada. Él me tomó de otro modo. Quiso abrazarme.

Naturalmente lo rehuí. Él había cerrado la puerta con llave: quise

abrirla. Grité.

Después de ese episodio Luis Amaral me miró de un modo

insolente. No perdonaba mi indiferencia, porque se creía

irresistible.

Mi marido, con el pretexto de averiguar su destino, hablaba

con Isaura Díaz, de noche cuando yo me desvestía para dormir.

Varias veces los vi en la cubierta juntos: ella teniéndole la mano y

diciéndole cosas que él nunca me contaba. Isaura Díaz era una

mujer ya madura. Sus ojos negros irradiaban una luz extraña. Me

parecía que ningún hombre podía enamorarse de ella,

primeramente por su edad, luego por su falta de belleza. Pero a

medida que la observé descubrí en ella un encanto y una fuerza que

me inquietaron. Pensé que mi marido se sentía atraído por ella y

ese interés que demostraba por saber algo del futuro no era sino el

interés que siente un hombre frente a una mujer. Roberto Crin

trataba de distraerme con sus pruebas de prestidigitación. Tal vez

adivinaba mi angustia. Yo con él me sentía alegre, alegre como una

niña, porque siempre me fascinó ese juego de hacer aparecer y

desaparecer objetos.

Mi marido no podía creer en mi inocencia, ni yo en la de él.

Un barco es un mundo, y en ese mundo empezábamos a vivir

nuestro amor de una manera equivocada. No sé si los pasajeros

oían nuestras peleas. A veces íbamos hasta la proa y el viento traía

bocanadas de sal a nuestros labios mientras discutíamos. A veces

íbamos hasta la popa y ahí, con la cabeza agachada mirábamos el

surco azul que dejaba el barco y los peces voladores, que saltaban

mientras nos destrozábamos el alma. A veces, cuando todos los

pasajeros se habían ido a dormir, Permanecíamos en la cubierta,

como dos espectros, odiándonos.

Los motivos de nuestras disputas no nos enfurecían de

acuerdo a la gravedad del caso. A veces bastaba un pañuelo que

hubiera caído, un movimiento de una mano, un buenos días que se

hubiera dicho, la palidez e las mejillas o una contemplación

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demasiado prolongada frente al espejo, para que la ira desbordara.

Un demonio se había apoderado de nuestras almas. A veces pienso

que Dios intentó salvarnos de ese demonio infligiéndonos un

castigo mayor.

Estábamos, aquel día, acodados a la borda. Hacía frío. Nos

habíamos puesto nuestros abrigos más gruesos, es cierto, pero no

sentíamos el frío en nuestras caras, ni en nuestras manos

descubiertas. Peleábamos, no sé por qué. Todos los motivos de

nuestras peleas los recuerdo, salvo ese que parecía la conjunción de

todos los otros. Era la hora en que el mar, cuando hace frío, se pone

de un gris de acero. El sol blanco se parecía menos al sol que a la

luna. Yo contemplaba el cielo, el mar, como en un sueño. De

repente el barco tembló, se tumbó hacia la izquierda. Seguimos

peleando. Se oyó la sirena. Los pasajeros del barco corrían,

recogiendo alegremente trozos de hielo que habían caído dentro de

la cubierta, y los lanzaban al aire. Seguimos peleando. El barco se

ladeaba hacia la izquierda. Un oficial vino a decirnos que el barco

había chocado con un tempano de hielo. Estaba hundiéndose. Le

dimos las gracias. Seguimos peleando. De vez en cuando, un leve

movimiento, con una serie de crujidos, ladeaba el barco. Veíamos la

vajilla del comedor de primera clase caer una tras otra; la mesita

con ruedas, cubierta de fiambres y postres, golpearse contra las

paredes, empujada por manos invisibles. La gente se agrupaba en

los rincones, como animales que temieran el granizo. Ya habían

bajado los botes de salvataje. Nos peleábamos. ¿Tuvimos deseos de

salvarnos? Un oficial vino a buscarme. Le dije que quería quedarme

con mi marido, si en los botes no había sitio para él. Seguimos

peleando. Una avalancha de gente se nos vino encima cuando

abrieron las puertas de comunicación de la segunda clase y de la

tercera. El amargo gusto del mar tan parecido a las lágrimas, entró

en mi boca. Me desvanecí. No sé quién nos salvó, pero sea quien

fuere, no se lo perdono, pues le debo haber quedado en este

mundo de peleas, en lugar de haber perecido en un espléndido

naufragio, abrazada a mi marido.

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Amada en el amado (Los días de la noche, 1970)

Silvina Ocampo

A veces dos enamorados parecen uno solo; los perfiles forman una

múltiple cara de frente, los cuerpos juntos con brazos y piernas

suplementarios, una divinidad semejante a Siva: así eran ellos dos.

Se amaban con ternura, pasión, fidelidad. Trataban de estar

siempre juntos y cuando tenían que separarse por cualquier

motivo, durante ese tiempo tanto pensaban el uno en el otro que la

separación era otra suerte de convivencia, más sutil, más sagaz,

más ávida.

Lo primero que hacían al separarse era poner cada uno en su reloj

pulsera la hora exacta.-A medianoche quiero que repitas los versos

de San Juan de la Cruz, que me gustan.

-¿Oh noche que juntaste amado con amada,/ amada en el amado

transformada?

-Los diremos a la misma hora.

-A la seis de la tarde, en el reloj, mis ojos te mirarán...

-En el lápiz de los labios estaré cuando te pintes, o en el vaso

cuando bebas agua.

A las ocho te asomarás a la venta para contemplar la luna. No

mirarás a nadie.

-Creyendo que es tuyo, para no gritar de pena, me morderé el

brazo, no el antebrazo.

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-¿Por qué?

-Porque el brazo es más sensible.

-¿En qué sitio?

-En el sitio en que la boca lo alcanza cuando el brazo está doblado

con el codo hacia arriba, apoyado contra la cara, como

guareciéndola del sol. Es tu postura predilecta, por eso la imito

como si mi brazo fuera el tuyo.

-A las nueve menos cinco de la noche, cerrá los ojos. Te besaré

hasta las nueve y cinco.

-¡Podría más tiempo!

-¿Pero acaso no llegaríamos a morir prolongando indefinidamente

ese momento?

-No pediría otra cosa.

Con estos y otros desatinos se despedían. Como es natural,

cumplían religiosamente lo pactado. ¿Quién se atrevería a romper

semejante rito? El que no lo comprenda, nunca ha amado o ha sido

amado, ni valdría la pena que ame o que sea amado, ya que el amor

es hecho de infinita y sabia locura, de adivinación y de obediencia.

Todas las miserias grandes y pequeñas de la vida cotidiana, todo lo

que es un motivo de fastidio para otras personas, para ellos era

muy llevadero.

La casa en donde vivían no era muy cómoda; tenía poca luz porque

sus cuartos daban a un patio interior. Ruidos intestinales de

cañerías se hacían oír en todos los pisos. El baño estaba metido

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dentro de un armario, la ducha sobre la letrina, las ventanas no

cerraban o abrían según el grado de humedad del tiempo, un

camino de cucarachas distinguía la cocina de los otros cuartos, pero

ellos encontraron en esas incomodidades cómicos motivos de

regocijo. (Compartir cualquier cosa vuelve cualquier cosa mejor

para los enamorados, cuando son felices.) La felicidad les prestaba

simpatía, simpatía para el verdulero, para el carnicero, para el

panadero, para el médico cuando había que consultarlo, para los

participantes de una cola, por personal y larga que fuera.

De noche, cuando se acostaban, el cansancio que sentían,

abrazados, era un premio. El soñaba mucho; ella no soñaba nunca.

El, al despertar a la hora del desayuno, le contaba sus sueños; eran

sueños interminables y accidentados, llenos de alegría o de

zozobras. Le gustaba contar los sueños, porque casi todos tenían

(como las novelas policiales) suspenso: aprovechaba el momento

en que iba a tomar un trago caliente de té o en que se metía un

trozo grande de pan con manteca y miel en la boca, para

interrumpir la parte sensacional del sueño y hacer esperar

debidamente el desenlace.

-Quisiera ser vos -decía ella, con admiración.

-Yo también -decía él- ser vos, pero no que vos fueras yo.

-Es lo mismo -decía ella.

-Es muy distinto -respondía él-. Lo primero sería agradable, lo

segundo angustioso.

-¡Por qué nunca puedo estar en tus sueños, si en la vigilia te

acompaño! -ella exclamaba-. Oírtelos contar, no es lo mismo. Me

faltan el aire, la luz que los rodea.

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-No creas que son tan divertidos (tengo más talento de narrador

que de soñador). Son mejores cuando los cuento -dijo él.

-Los inventarás, entonces.

-No tengo tanta imaginación.

-De todos modos, quisiera entrar en tus sueños, quisiera entrar en

tus experiencias. Si te enamoraras de una mujer, me enamoraría yo

también de ella; me volvería lesbiana.

-Espero que nunca suceda -decía él.

-Yo también -decía ella.

Durante un tiempo resolvieron dormir teniéndose de la mano, con

la esperanza de que los sueños de él pasaran dentro de ella a través

de las manos. Por incómodo que fuera, ya que para mantener una

posición estratégica dar vuelta la almohada buscando la frescura se

volvería imposible, resolvieron dormir con las cabezas juntas.

Pensaban que ese contacto sería más eficaz que el de las manos,

pero ella seguía sin sueños.

-Hay personas que no sueñan -decía él-. No hay nada que hacer.

-Sería capaz de tomar mescalina, fumar opio. Cualquier cosa haría

con tal de soñar.

-Es lo único que falta -decía él.

Una mañana de primavera, a la hora del desayuno, ella trajo como

siempre la bandeja con las dos tazas servidas y las tostadas con

manteca y miel. Colocó todo sobre la mesa de luz, se sentó sobre la

cama, lo despertó ahogando risas con besos, y dijo:

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-Anoche soñaste con una vaquita de San José. Aquí está.

-Mostró sobre su brazo el bichito rojo como una gota de sangre.

El se incorporó en la cama y le dijo:

-Es cierto. Soñé que estábamos en un jardín donde en vez de flores

había piedras, piedras de todos los colores.

-Un jardín japonés -musitó ella.

-Tal vez -respondió él-, porque en las piedras había letras grabadas

que parecían japonesas o chinas. Por una calle de piedras más altas,

pues todas las piedras eran de distinta forma y tamaño, venías

caminando como si fuera dentro del agua. Te acercaste y me

mostraste el brazo que creía que te habías lastimado con un alfiler,

pero mirándolo bien, advertí que la gota de sangre que veía en tu

brazo era en efecto una vaquita de San José.

-De algo me sirvió dormir con la frente pegada a la tuya -dijo ella,

tratando vanamente de hacer pasar el bichito rojo de una mano a la

otra-. En tu próximo sueño trataré de obtener algo mejor o más

duradero -prosiguió, viendo que el bichito abría un ala rizada,

suplementaria, que tenía escondida, y salía volando para

desaparecer en el aire.

A la noche siguiente, ella se durmió antes que él. A las cinco de la

mañana se despertaron al mismo tiempo.

-¿Qué soñaste? -ella preguntó, sobresaltada.

-Soñé que estábamos acostados en la arena, pero... vas a enojarte...

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-Lo que sucede en un sueño no podría enojarme.

-A mí, sí.

-A mí, no -contestó ella-. Seguí contando.

-Estábamos acostados, y vos no era vos. Eras vos y no eras vos.

-¿En qué lo advertías?

-En todo. En el modo de besar, en los ojos, en la voz, en el pelo.

Tenías pelo de nylon como la muñeca de la motocicleta, que te

gustaba en el escaparate del subte, ese pelo amarillo lustroso. Un

día me dijiste: "Me gustaría tener el pelo así".

-¿Y qué te hizo pensar que esa mujer tan distinta de mí, era yo?

-El amor que yo sentía.

-Llamas amor a cualquier cosa.

-Aquel pelo amarillo de nylon, tan parecido al de la muñeca de la

motocicleta, tal vez fuera culpable. Cada hebra era como un hilo de

oro que yo acariciaba.

-¿Así? -dijo ella, mostrándole una hebra de nylon amarillo que

colgaba del cuello del camisón.

El tomó en broma el diálogo. A decir verdad, esa hebra de nylon

amarilla podía haber estado anteriormente en la casa, por cualquier

motivo. ¿Acaso las hijas de las amigas no iban de visita con sus

muñecas, que tenían pelo de nylon? Se usa tanta ropa de nylon,

¿acaso una hebra de una costura no podría caer?

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La próxima noche él tuvo que salir y ella quedó sola. El volvió muy

tarde; ella dormía. Empezaba el invierno y le trajo un ramo de

violetas. En el momento de acostarse él puso en uno de los ojales

del camisón de ella, una violeta.

-¿Qué soñaste? -dijo ella, como siempre, al despertar.

-Soñé que viajaba en un trineo por un campo cubierto de nieve,

donde merodeaban lobos hambrientos. Estaba vestido con pieles

de lobo; lo advertí en el modo de mirarme que tenían los lobos. Un

bosque de pinos se divisó en el horizonte. Me dirigí al bosque.

Frente a ese bosque bajé del trineo y en la nieve encontré una

violeta, la recogí y me alejé rápidamente.

En ese momento ella vio la violeta en el ojal de su camisón.

-Aquí está -dijo ella.

-Te la traje anoche con un ramito que te compré en la calle; elegí la

violeta más grande y la puse en el ojal de tu camisón.

-¿El sueño lo inventaste?

-Si lo hubiera inventado sería más divertido.

-¿Cómo supiste que ibas a soñar con violetas? Sos mentiroso.

Querés imitarme, inventando experimentos mágicos. Eso no impide

que tus verdaderos sueños obren milagros para mí -dijo ella-. La

vaquita de San José, la hebra de nylon, no han sido un invento.

Saldré pronto en los diarios, fotografiada como la mujer que saca

objetos de los sueños ajenos.

-¿Mis sueños te son ajenos?

-Para los diarios, sí.

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Fue durante una siesta de verano. El soñó que andaba caminando

con ella por una ciudad desconocida, con desfiles de soldados. En

una puerta verde, debajo de un puente, Artemidoro el Daldiano,

vestido de blanco, con sombrero y capa, lo llamó.

-¿Quién es Artemidoro? -preguntó ella.

-Un griego. Escribió la Crítica de los sueños.

-¿Cómo sabés que era él?

-Lo conozco. Estudiamos juntos -contestó él.

Artemidoro le tendió la mano como si lo apuntara con un revólver,

pero lo que tenía en la mano era un filtro misterioso, aquel que

bebieron Tristán e Isolda. "Cuando quieras llevar a tu amada como

a tu corazón dentro de ti -le dijo-, no tienes más que beber este

filtro."

Cuando él despertó a la hora del desayuno, ella le dijo:

-Aquí está el filtro -y le mostró una botellita diminuta.

No necesitaba que le contara el sueño.

El le arrebató el frasco de la mano, lo miró atónito, cerró los ojos y

bebió. Cuando abrió los ojos quiso mirar de nuevo. Ella no estaba. El

la llamó, la buscó. Oyó una voz dentro de él, la voz de ella, que el

contestaba:

-Soy vos, soy vos, soy vos. Al fin soy vos.

-Es horrible -dijo él.

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-A mí me gusta -dijo ella.

-Es un conyungicidio.

-Conyungicidio... ¿Y qué quiere decir? -ella interrogó.

-Muerte causada por uno de los cónyuges al otro -respondió.

Bruscamente despertaron.

El volvió a soñar a lo largo de la vida y ella a sacar objetos de sus

sueños. Pero la mayor parte de las veces no le sirvieron de nada

pues son todos objetos de poca importancia; a veces ni siquiera los

mira. Los atesora en su mesa de luz. Rara vez, por suerte, le sirven

para sufrir transformaciones, como sucedió con el filtro: el término

sufrir está bien elegido pues en toda transformación hay

sufrimiento. A veces tienen miedo de no volver a su estado anterior

-al hogar, a la vida habitual- y volatilizarse. ¿Pero acaso la vida no es

esencialmente peligrosa para los que se aman?

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La intrusa

Jorge Luis Borges

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por

Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor,

que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y

tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de

alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y

mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años

después, volvieron a contármela en Turdera, donde había

acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en

suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias

que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me

engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros

antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la

tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su

predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa

gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en

las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el

único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen,

perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de

ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de

baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron

ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones

desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el

apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y

el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza.

Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la

sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es

imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon

una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con

Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los

entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y

alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y

el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de

dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

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Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a

la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo

unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos

enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían

sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues,

comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es

verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la

colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las

pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban

prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era

de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara,

para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el

descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un

viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa

una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos

días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el

almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de

Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con

alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro

de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba

esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el

mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si

la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo

mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de

Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue

al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los

pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del

arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía

durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de

Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban

razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos

cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz

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y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro

suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera

importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban

enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan

Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue

entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a

hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía

ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la

participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer

patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella

esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin

olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su

madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron

un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban

muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a

Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya

estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el

otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana

(que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron

reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a

las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez,

se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en

injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de

año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a

Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo

de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece

que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la

tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la

llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para

no verlos.

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Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había

fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa.

Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande

-¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y

prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un

desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la

discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un

domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano)

Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes.

Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los

cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el

Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba

agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido

y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy

la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más

perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer

tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

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Intimidad

Raymond Carver

TENGO UNAS GESTIONES que hacer al oeste del estado, así que

aprovecho para pararme en la pequeña población donde vive mi ex

mujer. No nos hemos visto en cuatro años. Pero de cuando en

cuando, siempre que se publica algo mío o escriben sobre mí en

revistas y periódicos —una semblanza, una entrevista—, le envío

los recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque pienso que

puede interesarle. Pero ella nunca me contesta.

Son las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y la

verdad es que no sé cómo va a recibirme.

Pero me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la

mano. Ni que decir tiene que no nos besamos. Me hace pasar a la

sala. Llevo apenas unos segundos sentado cuando me trae café.

Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el culpable de

su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.

Que quede claro: me suena tan familiar que no me siento en

absoluto incómodo.

Dice: Y entonces te metiste de lleno en el engaño. Tan pronto.

Siempre te has sentido bien en el engaño. No, no es cierto. Al

principio al menos no era así. Entonces eras diferente. Pero

también yo era distinta, imagino. Todo era distinto entonces. No,

fue después de que cumplieras los treinta y cinco, o treinta y seis,

por esa época, no sé cuándo exactamente, mediada la treintena.

Entonces empezaste. Vaya si empezaste. Te volviste contra mí. Te

despachaste a gusto. Debes de sentirte muy orgulloso de ti mismo.

Dice: A veces tengo ganas de gritar.

Deberías olvidar los días duros, los malos tiempos al hablar de

aquella época, me dice. Párate a pensar también en los buenos, me

dice. ¿O es que no los hubo? Le gustaría que dejase a un lado los

otros, los malos. Está harta del dichoso tema. Hastiada de oír hablar

de ello. Tu cantinela preferida, dice. Lo hecho, hecho está, y el

pasado nadie puede cambiarlo. Una tragedia, sí. Bien sabe Dios que

fue una tragedia, más que una tragedia. Pero ¿a qué viene volver

sobre ello? ¿Es que no te cansas nunca de desenterrar la vieja

historia?

Dice: Deja a un lado el pasado, por el amor de Dios. Todas esas

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viejas heridas. Seguro que en tu carcaj han de quedarte otras

flechas.

Dice: ¿Sabes una cosa? Creo que estás enfermo. Creo que estás

como una cabra. Oye, ¿no te creerás todas esas cosas que dicen de

ti? No te las creas ni en broma. Mira, yo podría contarles un par de

cosas. Déjame hablar con ellos; yo sí que podría contarles algo

bueno.

Dice: ¿Me estás escuchando?

Te estoy escuchando, digo. Soy todo oídos, digo.

Dice: ¡Lo que he tenido que aguantar, señor mío! Y además,

¿quién te ha pedido que vengas a verme? Yo no, desde luego.

Apareces y entras. ¿Qué diablos quieres de mí? ¿Sangre? ¿Más

sangre? Pensaba que tenías ya la panza llena.

Dice: Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz. Lo

que quiero es que me dejes en paz, que me olvides. Mira, tengo

cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco, y tengo la impresión de

tener cincuenta y cinco, o sesenta y cinco. Así que déjame en paz,

¿quieres?

Dice: ¿Por qué no borras toda la pizarra y miras luego lo que

queda? ¿Por qué no empiezas de nuevo otra pizarra? Hazlo, a lo

mejor llegas lejos.

Esto último le hace reír. Yo río también, pero en mi caso son los

nervios.

Dice: ¿Sabes una cosa? También yo tuve mi oportunidad, pero

la dejé pasar. Sí, la dejé pasar. No creo habértelo contado nunca.

Pero ahora mírame. ¡Mírame! Échame un buen vistazo, ahora que

puedes. Me dejaste tirada como un trapo, grandísimo hijo de

perra.

Dice: En aquel tiempo yo era más joven, y mejor persona. Quizá

tú también lo eras. Mejor persona, me refiero. Lo eras, sin duda.

Tenías que ser mejor persona, porque si no nunca habría tenido

nada que ver contigo.

Dice: Te quise tanto. Te quise con locura. Sí, así te quise. Más

que a nada en el mundo. ¿Te das cuenta? Es para morirse de risa.

¿Te imaginas? Estábamos tan íntimamente unidos en aquella época

que apenas puedo creerlo. Creo que eso es precisamente lo que

más extraño se me hace ahora. El recuerdo de haber tenido tal

intimidad con alguien. Una intimidad tan grande que me dan ganas

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de vomitar. No me cabe en la cabeza una intimidad así con otra

persona. Nunca he vuelto a tenerla.

Dice: Sinceramente, quiero que me dejes al margen de todo de

ahora en adelante. Lo digo en serio. Además, ¿quién te has creído

que eres? ¿Te crees Dios o algo parecido? Tú no eres digno ni de

lamerle las botas. Ni las botas de Dios ni las de nadie, si vamos al

caso. Señor mío, ha estado usted frecuentando gente que no le

conviene. Pero ¿qué puedo saber yo? Ya ni siquiera sé qué es lo que

sé. Pero sé que no me gusta lo que has ido repartiendo a manos

llenas. Al menos sé eso. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no? ¿Me

equivoco?

No, digo. En absoluto.

Dice: Vas a darme la razón en todo, ¿no? Te das por vencido

muy fácilmente. Siempre has sido igual. No tienes principios, ni uno

solo. Eres capaz de cualquier cosa con tal de escurrir el bulto al

menor conflicto. Aunque eso no viene a cuento.

Dice: ¿Te acuerdas de aquella vez que te amenacé con un

cuchillo?

Lo dice como de pasada, como si se tratara de algo sin

importancia.

Vagamente, digo. Seguramente me lo merecía, pero no lo

recuerdo bien. Vamos, cuéntamelo, adelante.

Dice: Creo que ahora empiezo a entender... Creo que sé a qué

has venido. Sí. Sé por qué estás aquí, aunque quizá tú no lo sepas.

Pero eres un viejo zorro. Sabes por qué estás aquí. Has salido

de pesca. En busca de material. ¿Me acerco? ¿He dado en el clavo?

Cuéntame lo del cuchillo, digo.

Dice: Si te interesa saberlo, lamento no haber llegado a

utilizarlo. De veras. Lo digo con el corazón en la mano. Lo he

pensado una y mil veces, y siento mucho no haberlo utilizado. Tuve

ocasión de hacerlo. Pero vacilé. Dudé y la oportunidad se perdió,

como dijo alguien. Pero debería haberlo utilizado, y al diablo con

todo. Debería haberte dado un tajo en el brazo, al menos. Al menos

eso.

Pero no lo hiciste, digo. Creí que ibas a darme una cuchillada,

pero no lo hiciste. Luego te quité el cuchillo.

Dice: Siempre has tenido suerte. Me lo quitaste y me diste una

bofetada. Siento mucho no haber utilizado aquel cuchillo. Un

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pequeño corte, al menos. Hasta un pequeño corte habría bastado

para dejarte un buen recuerdo mío.

Tengo montones de recuerdos, digo. Y al punto me arrepiento

de haberlo dicho.

Dice: Amén, hermano. Por si no te has dado cuenta, ahí está la

manzana de la discordia. Ahí reside todo el problema. Pero en mi

opinión, como ya te he dicho, recuerdas lo que no deberías

recordar. Recuerdas las cosas bajas, vergonzosas. Por eso te has

interesado tanto cuando he sacado a relucir lo del cuchillo.

Dice: Me pregunto si alguna vez te arrepientes de algo. Si es

que ese sentimiento vale algo hoy día. No mucho, me temo.

Aunque tú deberías ser ya un especialista en el tema.

Arrepentimiento, digo. No me interesa gran cosa, la verdad. No

es un vocablo que utilice muy a menudo. Arrepentimiento. No,

supongo que en general no siento nada parecido. Admito que tengo

tendencia a recrearme en el lado oscuro de las cosas. Bueno, a

veces. Pero ¿arrepentimiento? No, creo que no.

Dice: Eres un grandísimo hijo de perra, ¿lo sabías? Un

despiadado e insensible hijo de perra. ¿Te lo han dicho alguna vez?

Sí, tú, digo. Miles de veces.

Dice: Yo siempre digo la verdad. Aunque duela. Nunca podrás

cogerme en una mentira.

Dice: Se me cayó la venda de los ojos hace mucho tiempo, pero

ya era tarde. Tuve mi oportunidad, pero la dejé escapar entre los

dedos. Durante un tiempo llegué incluso a pensar que volverías.

¿Cómo pude imaginar algo semejante? Debía de estar muy

desquiciada. Tengo ganas de llorar a mares, pero no voy a darte ese

placer.

Dice: ¿Sabes? Si te estuvieras quemando vivo ahora mismo, si

de pronto tu cuerpo se pusiera a arder en este mismo instante, no

correría a echarte encima un cubo de agua.

Ríe ante lo que acaba de decir. Pero su semblante vuelve a

ponerse grave en seguida.

Dice: ¿Qué diablos haces aquí? ¿Quieres seguir oyendo cosas?

Podría seguir así días y días. Creo que sé por qué has venido, pero

quiero que seas tú quien me lo diga.

Al ver que no respondo, que sigo allí sentado y quieto,

continúa.

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Dice: A partir de entonces, a partir del día en que te fuiste, ya

nada me importaba. Ni los niños, ni Dios, ni nada. Era como si no

supiera qué cataclismo me había fulminado. Era como si de pronto

hubiera dejado de vivir.Había ido viviendo año tras año, y de pronto

la vida cesaba. No se detenía sin más, sino con un chirrido horrible.

Pensé: si para él no valgo nada, tampoco valgo nada para mí misma,

para nadie. Eso fue lo peor. Sentía que se me iba a romper el

corazón. ¿Qué digo? Se me había roto. Claro que se me rompió. Así,

sin más. Y sigue roto, si te interesa saberlo. Esa es la verdad, en

pocas palabras. Lo puse todo en ti: todos los huevos en la misma

cesta. Eso es lo que hice. Todos los huevos podridos en la misma

cesta.

Dice: Encontraste a otra, ¿no es eso? No te llevó mucho tiempo.

Y ahora eres feliz. Eso es lo que dicen de ti, al menos. «Ahora es

feliz.» ¿Sabes? ¡Leí todo lo que me mandaste! ¿Pensabas que no iba

a hacerlo? Escuche, señor, le conozco muy bien. Siempre te he

conocido bien. Entonces y ahora. Conozco el fondo de tu corazón.

Todos sus recovecos. No lo olvides nunca. Tu corazón es una jungla,

una selva oscura. Un cubo de la basura, por si quieres saberlo. Si

quieren preguntar a alguien, diles que vengan a hablar conmigo. Yo

sé muy bien cómo funcionas. Tú deja que vengan por aquí: se

enterarán de un buen puñado de cosas. Yo estaba allí. En primera

línea, camarada. Luego me exhibiste y ridiculizaste en tu...

«literatura». Para que todo el mundo me compadeciera o se

permitiera juzgarme. Pregúntame si me importaba. Pregúntame si

pasé vergüenza. Vamos, pregúntamelo.

No, digo. No voy a preguntártelo. No quiero entrar en eso,

digo.

¡Pues claro que no quieres! ¡Y también sabes por qué!

Dice: Querido, no quiero ofenderte, pero a veces creo que sería

capaz de pegarte un tiro y quedarme mirando cómo estiras la pata.

Dice: No puedes mirarme a los ojos, ¿eh?

Dice (y son palabras literales): Ni siquiera eres capaz de

mirarme a los ojos cuando te hablo.

Muy bien, de acuerdo, la miro a los ojos.

Dice: Así. Perfecto. Puede que así podamos llegar a alguna

parte. Así está mucho mejor. Si la miras a los ojos, puedes saber

mucho de la persona con quien hablas. Lo sabe todo el mundo.

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Pero ¿sabes otra cosa? Nadie en todo el planeta se atrevería a

decírtela. Nadie más que yo. Yo tengo derecho. Me ganéese

derecho, querido. Bien, escucha, te crees alguien que no eres. Esa

es la pura verdad. Pero ¿qué puedo saber yo? Eso es lo que dirán en

los cien próximos años. Dirán: «¿Quién era ella, al fin y al cabo?»

Dice: En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que tú sí

me has tomado a mí por otra persona. ¡Ya ni siquiera tengo el

mismo nombre! Ni el que me pusieron cuando nací, ni el que llevé

cuando vivía contigo, ni el que tenía hace un par de años. ¿Cómo se

explica eso? ¿A qué vienen todos estos cambios? Pues bien,

escucha: quiero que me dejes vivir en paz. Por favor. No creo que

sea un crimen.

Dice: ¿No deberías estar en otra parte? ¿No tienes que coger

ningún avión? ¿No tendrías que estar en algún sitio a doscientos

kilómetros de aquí en este preciso instante?

No, digo. Y lo repito: No. No tengo que estar en ninguna parte.

Y entonces hago algo. Alargo la mano y le cojo la manga de la

blusa entre el pulgar y el índice. Y eso es todo. No hago más que

tocarla así, y después retiro la mano. Ella no se aparta. No se

mueve.

Y he aquí lo que hago luego: me pongo de rodillas, un tipo

grande como yo, y cojo el dobladillo de su vestido. ¿Qué estoy

haciendo en el suelo? Me gustaría saberlo. Pero sé que estoy donde

debo estar, y sigo de rodillas aferrado al bajo de su vestido.

Se queda inmóvil un instante, pero al momento siguiente dice:

Está bien, bobo. Eres tan tonto a veces... Levántate. Te digo que te

levantes. Venga, hazme caso. Ya lo he superado. Me llevó bastante

tiempo, pero logré superarlo. ¿Qué creías? ¿Que me iba a ser fácil?

Luego apareces en mi puerta y toda la vieja historia se me viene de

nuevo encima. Necesitaba airearla. Pero sabes y sé que todo

aquello es agua pasada.

Dice: Durante mucho tiempo mi desconsuelo fue

total. Inconsolable... Así estaba yo, cariño. Anota esa palabra en tu

pequeña libreta. Puedo decir por experiencia que es la palabra más

triste de todo el diccionario. Bien, pero al final pude superarlo. El

tiempo es un caballero, dijo un sabio. O alguna mujer vieja y

cansada, quién sabe.

Dice: Ahora tengo una vida. Una vida diferente de la tuya, pero

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supongo que no debemos compararlas. Es mi vida, y eso es lo

importante; es de eso de lo que tengo que ser más y más

consciente a medida que envejezco. Pero no te

sientas demasiado mal. Bueno, quizá tampoco pase nada porque te

sientas un poco mal. No te morirás, y es lo menos que puede

esperarse de alguien que no es capaz de arrepentirse.

Dice: Vamos, levántate. Tienes que irte. Mi marido está a punto

de llegar para el almuerzo. ¿Cómo podría explicarle todo esto?

Es absurdo, pero sigo de rodillas aferrado al bajo de su vestido.

No quiero soltarlo. Soy como un terrier, y es como si estuviera

pegado al suelo. Como si no pudiera moverme.

Dice: Levántate ahora mismo. ¿Qué pasa? ¿Quieres algo más de

mí? ¿Qué es lo que quieres? ¿Que te perdone? ¿Por eso haces todo

esto? Es por eso, ¿no es cierto? Por eso te desviaste para venir a

verme. Lo del cuchillo parece que te ha reanimado un poco. Creí

que lo habías olvidado. Pero ahí estaba yo para recordártelo. Bien,

si te vas ahora mismo te diré algo.

Dice: Te perdono.

Dice: ¿Satisfecho? ¿Mejor así? ¿Te sientes feliz? Sí, ahora se

siente feliz.

Pero yo sigo allí, arrodillado.

Dice: ¿Has oído lo que he dicho? Tienes que irte. ¿Eh, bobo?

Querido, te he dicho que te perdono. Hasta te he recordado lo del

cuchillo. ¿Qué más puedo hacer? Has salido bien parado, pequeño.

Vamos, date prisa, tienes que irte. Levántate. Así, muy bien. Sigues

siendo un hombre grande, ¿eh? Aquí tienes tu sombrero. No te

olvides el sombrero. Antes nunca llevabas sombrero. Nunca en la

vida te había visto con sombrero.

Dice: Escucha. Mírame. Escucha atentamente lo que voy a

decirte.

Se acerca. Su cara está apenas a un palmo de la mía. No

habíamos estado tan cerca en mucho tiempo. Aspiro el aire

entrecortada y quedamente para que no me oiga, y espero. Tengo

la impresión de que el corazón me late más despacio.

Dice: Cuéntalo como crees que debes, y olvida lo demás. Como

siempre has hecho. Llevas tanto tiempo haciéndolo que no te será

muy difícil.

Dice: Bien. Ya está hecho. Eres libre, ¿no es cierto? Al menos

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piensas que lo eres. Libre al fin. Era una broma, pero no te rías. De

todas formas te sientes mejor, ¿no crees?

Me acompaña por el pasillo.

Dice: No sé cómo podría explicarle esto a mi marido si

apareciera en este momento. Pero qué importa. Si nos ponemos a

pensarlo, hoy día a nadie le importa un comino nada. Además, creo

que todo lo que podía pasar ya ha pasado. A propósito, mi marido

se llama Fred. Es un buen hombre. Trabaja duro para ganarse la

vida. Y se preocupa por mí.

Me acompaña hasta la puerta, que ha estado abierta todo el

rato. Durante toda la mañana han estado entrando la luz y el aire

fresco y los ruidos de la calle, pero no nos hemos dado cuenta. Miro

hacia el exterior y veo, oh, Dios, una luna blanca suspendida en el

cielo de la mañana. No creo haber visto jamás nada tan

extraordinario. Pero me da miedo comentarlo. Sí, me da miedo. No

sé lo que podría pasar. Hasta podría echarme a llorar. O no

entender en absoluto mis propias palabras.

Dice: Puede que algún día vuelvas a verme o puede que no. Lo

de hoy no tardará en borrarse, lo sabes. Pronto volverás a sentirte

mal. A lo mejor consigues una buena historia de todo esto. Pero si

es así, no quiero saberlo.

Le digo adiós. Ella no dice nada. Se mira las manos, luego se las

mete en los bolsillos del vestido. Sacude la cabeza. Vuelve a entrar

en casa, y esta vez cierra la puerta.

Me alejo por la acera. Unos niños se pasan un balón de fútbol al

otro extremo de la calle. Pero no son hijos míos. Ni hijos de ella.

Hay hojas secas por todas partes, incluso en las cunetas. Mire

donde mire, las veo a montones. Caen de los árboles a mi paso. No

puedo avanzar sin que mis pies tropiecen con ellas. Deberían hacer

algo al respecto. Deberían tomarse la molestia de coger un rastrillo

y dejar esto como es debido.

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Melina

Lucía Berlin

En Albuquerque, al caer la tarde, mi marido Rex iba a sus clases

en la universidad o a su taller de escultura. Yo solía sacar al bebé,

Ben, a dar largos paseos con el cochecito. En lo alto de la colina, en

una calle frondosa con olmos a ambos lados, estaba la casa de

Clyde Tingley. Siempre pasábamos por delante de aquella casa.

Clyde Tingley era un millonario que donaba todo su dinero a los

hospitales infantiles del estado. Me gustaba ir por allí porque

siempre, no solo en Navidad, había guirnaldas de luces en los aleros

del porche y en los árboles. Las encendía justo al anochecer, cuando

normalmente volvíamos del paseo. A veces lo veía en su silla de

ruedas en el porche, un viejecito flacucho que nos saludaba de

lejos, «Buenas», o «Qué preciosa noche», cuando pasábamos. Una

vez, sin embargo, me gritó:

—¡Espere, espere! ¡Ese niño tiene un problema en los pies! Debe

hacérselo mirar.

Eché un vistazo a los pies de Ben, que estaban perfectamente.

—No, es porque ya está demasiado grande para esa sillita.

Encoge los pies torcidos para no arrastrarlos por el suelo.

Ben era tan listo… Ni siquiera hablaba todavía, pero pareció

entender. Apoyó con firmeza los pies en el suelo, como para

demostrarle al viejo que no había de qué preocuparse.

—Las madres nunca quieren reconocer que hay un problema.

Hágame caso y llévelo al médico.

Justo en ese momento se acercaba un hombre vestido de negro

por la calle. Ya entonces era raro ver a alguien caminando, así que

fue una sorpresa. Se agachó en la acera y sujetó los pies de Ben con

ambas manos. Llevaba la correa de un saxofón colgada del cuello y

Ben se la agarró.

—No, señor, los pies del chico son perfectamente normales —

dijo.

—Bueno, me alegra oírlo —contestó Clyde Tingley desde arriba.

—Gracias, de todos modos —le dije.

Me quedé hablando con el hombre de negro, y luego nos

acompañó a casa. Eso ocurrió en 1956. Fue el primer bohemio que

conocí. No había visto a nadie como él en Albuquerque. Judío, con

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acento de Brooklyn. Pelo largo y barba, gafas oscuras; pero no

parecía siniestro. A Ben le cayó bien de entrada. Se llamaba Beau.

Era poeta y músico, tocaba el saxo. Fue más tarde cuando averigüé

que la correa del cuello era para el saxofón.

Nos hicimos amigos nada más conocernos. Beau jugó con Ben

mientras yo preparaba té frío. Cuando acosté a Ben, nos quedamos

hablando en los escalones del porche hasta que Rex volvió a casa.

Los dos hombres fueron correctos pero no se cayeron demasiado

bien, saltaba a la vista. Rex estudiaba en la universidad. Éramos

muy pobres en aquella época, pero Rex parecía más mayor, más

confiado. Cierto aire de triunfo, quizá con un punto de soberbia.

Beau actuaba como si nada le importara mucho, aunque yo ya me

había dado cuenta de que no era verdad. Cuando se fue, Rex dijo

que no le gustaba la idea de que me dedicara a traer a casa músicos

descarriados.

Beau estaba volviendo en autostop a Nueva York, a la Gran

Manzana, después de seis meses en San Francisco. Se alojaba en

casa de unos amigos, pero trabajaban todo el día, así que los cuatro

días que se quedó allí vino a vernos a Ben y a mí.

Beau necesitaba hablar. Y para mí era estupendo escuchar a

alguien, más allá de las cuatro palabras que decía Ben, así que me

alegraba de verlo. Además, hablaba de amor. Se había enamorado.

A mí no me cabía duda de que Rex me quería, de que éramos felices

y que viviríamos felices juntos, pero no estaba locamente

enamorado de mí como Beau lo estaba de Melina.

En San Francisco, Beau había trabajado vendiendo bocadillos con

un carrito de comidas, además de café, repostería y refrescos, que

trajinaba de un lado a otro por las distintas plantas de un coloso de

oficinas. Un día entró en el despacho de una compañía de seguros y

vio a una mujer. Era Melina. Estaba archivando documentos,

aunque no realmente, porque miraba por la ventana con una

sonrisa soñadora. Tenía el pelo largo y rubio teñido, y llevaba un

vestido negro. Era muy menuda y delgada. Pero fue su piel, dijo

Beau. Más que una persona, Melina parecía una criatura de seda

blanca, de vidrio opalino.

Beau no supo qué le sucedía. Dejó el carrito y a los clientes y

cruzó una pequeña puerta hasta donde estaba ella. Le dijo que la

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amaba. Te deseo, le dijo. Conseguiré la llave del baño. Vamos. Solo

serán cinco minutos. Melina lo miró y dijo: ahora voy.

Entonces yo era muy joven. Me pareció la historia más romántica

que había oído nunca.

Melina estaba casada y tenía una hijita de un año más o menos.

La edad de Ben. Su marido era trompetista, y estuvo de gira los dos

meses que Beau pasó con ella. Vivieron una aventura apasionada, y

justo antes de que el marido volviera Melina le dijo a Beau: «Es

hora de que sigas tu camino». Así que se marchó.

Beau dijo que era imposible no obedecerla, que no solo lo

hechizaba a él o a su marido, sino a cualquier hombre que la

conociera. No había lugar para los celos, dijo, porque parecía

completamente natural que cualquier otro hombre la amara.

Por ejemplo… el bebé ni siquiera era de su marido. Durante un

tiempo habían vivido en El Paso. Melina trabajó en Piggly Wiggly

envasando carne y pollos y envolviéndolos en plástico. Detrás de

una mampara transparente, con uno de esos ridículos gorros de

papel. Y aun así, aquel torero mexicano que había entrado a

comprar unos filetes la vio. Aporreó el mostrador y llamó al timbre,

le insistió al carnicero que tenía que ver a la mujer que envasaba la

carne. La obligó a marcharse del trabajo. Así es como te afectaba,

dijo Beau. Necesitabas estar cerca de ella inmediatamente.

Unos meses más tarde Melina se dio cuenta de que estaba

embarazada. Loca de alegría, se lo contó a su marido. Él se puso

hecho una furia. No puede ser, dijo, me hice una vasectomía. ¿Qué?

Melina se indignó. ¿Y te casaste conmigo sin decírmelo? Lo echó de

la casa a patadas, cambió las cerraduras. Él le mandó flores, le

escribió cartas apasionadas. Durmió delante de la puerta hasta que

al final lo perdonó.

Melina cosía la ropa de la familia. Había tapizado con tela todas

las habitaciones del apartamento. En el suelo había colchones y

almohadas, podías ir gateando como un bebé de carpa en carpa. A

la luz de las velas día y noche nunca sabías qué hora era.

Beau me lo contó todo sobre Melina. Que su infancia transcurrió

en varias casas de acogida, que a los trece años se escapó. Fue

bailarina en un bar de alterne (no estoy segura de lo que significa

eso) y su marido la había rescatado de una situación muy fea. Es

dura, dijo Beau, y malhablada, y sin embargo sus ojos, su tacto, son

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los de una criatura angelical. Ella fue el ángel que entró en mi vida

sin avisar y me condenó para siempre… Se ponía muy dramático, y a

veces incluso lloraba desconsolado, pero a mí me encantaba que

me hablara de ella, me habría gustado ser como ella. Dura,

misteriosa, bella.

Me dio pena que Beau se marchara. También él fue como un

ángel en mi vida. Después de conocerlo me di cuenta de qué poco

hablaba Rex conmigo o con Ben. Me sentí tan sola que incluso

pensé en convertir nuestras habitaciones en carpas.

Unos años más tarde estaba casada con otro hombre, un

pianista de jazz que se llamaba David. Era un buen hombre, pero

también callado. No sé por qué me casé con esos tipos callados,

cuando a mí lo que más me gusta en el mundo es hablar. Teníamos

muchos amigos, eso sí. Los músicos que pasaban por la ciudad se

quedaban en casa y mientras los hombres tocaban, las mujeres

cocinábamos y charlábamos y nos tumbábamos en el césped a jugar

con los niños.

Intentar que David me contara cómo era de pequeño, o me

hablara de su primera novia, de cualquier cosa, era como arrancarle

una muela. Sabía que había vivido con una mujer, una pintora muy

guapa, durante cinco años, pero no quería hablarme de ella. Eh, le

dije, yo te he contado mi vida, explícame algo sobre ti, dime cuándo

te enamoraste por primera vez… Se echó a reír, pero al final me lo

contó. Eso es fácil, me dijo.

Fue de una mujer que vivía con su mejor amigo, un contrabajista,

Ernie Jones. En el valle al sur de la ciudad, junto al canal de riego.

Una vez David había ido a ver a Ernie y, como no lo encontró en

casa, bajó al canal.

Ella estaba tomando el sol, desnuda y blanca sobre la hierba

verde. Para protegerse los ojos llevaba esas blondas de papel que

ponen en los platitos de los helados.

—¿Y? ¿Ya está? —dije, tratando de sonsacarle más.

—Bueno, sí. Ya está. Me enamoré.

—Pero ¿y ella cómo era?

—No parecía de este mundo. Una vez Ernie y yo nos habíamos

echado junto al canal, hablando, fumando hierba. Estábamos

hechos polvo porque a ninguno de los dos nos salía trabajo.

Vivíamos con lo que ganaba ella, haciendo de camarera. Un día

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trabajó en un banquete y se llevó todas las flores a casa. Había

tantas como para llenar una habitación, pero lo que hizo fue

cargarlas río arriba y echarlas al canal. Así que Ernie y yo estábamos

allí, cabizbajos en la orilla, mirando el agua turbia, y de pronto

millones de flores pasaron flotando. Ella trajo comida y vino, incluso

cubiertos y manteles que colocó en la hierba.

—Entonces, ¿hiciste el amor con ella?

—No. Ni siquiera llegué a hablar con ella nunca, al menos a solas.

Simplemente la recuerdo ahí, estirada en la hierba.

—Hum —dije, complacida por los detalles y la mirada bobalicona

que puso. Me encantaba el romance en cualquiera de sus formas.

Nos mudamos a Santa Fe, donde David tocaba el piano en

Claude’s. Pasaron un montón de buenos músicos por allí esos años,

y actuaban una o dos noches como invitados del trío de David. Una

vez vino un trompetista realmente bueno, Paco Durán. A David le

gustaba tocar con él, y me preguntó si me parecía bien que Paco y

su mujer y su hijo se quedaran en casa una semana. Claro, dije, será

estupendo.

Y lo fue. Paco era un músico fabuloso. David y él tocaban toda la

noche en el club y también el día entero en casa. La mujer de Paco,

Melina, era exótica y divertida. Hablaban y se comportaban como

los músicos de jazz de Los Ángeles. A nuestra casa la llamaban «la

choza», y decían «¿lo pillas?» o «fetén». Su hijita y Ben se lo

pasaban en grande juntos, aunque estaban en esa edad en que lo

tocan todo. Intentamos meterlos en un parquecito, pero ninguno

de los dos consentía quedarse allí. A Melina se le ocurrió que lo

mejor era dejarlos a su aire y meternos nosotras en el parquecito,

con nuestro café y nuestros ceniceros a salvo. Así que eso hicimos,

sentarnos dentro mientras los niños sacaban libros de las

estanterías. Ella estaba hablándome de Las Vegas, pero hacía que

sonara a otro planeta. Mientras la escuchaba me di cuenta, no solo

al mirarla sino rodeada por el aura de su belleza, de que era la

Melina de Beau.

Curiosamente, sin embargo, no fui capaz de contárselo. No pude

decirle: Eh, eres tan guapa y extravagante que tienes que ser la

mujer por la que Beau perdió la cabeza. Aun así pensé en Beau y lo

añoré, deseé que las cosas le fueran bien.

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Melina y yo preparábamos la cena y luego los hombres se iban a

trabajar. Bañábamos a los niños y salíamos al porche de atrás,

fumábamos y tomábamos café, hablábamos de zapatos. Hablamos

de todos los zapatos que habían marcado nuestra vida. Los

primeros mocasines, los primeros tacones altos. Plataformas

plateadas. Botas que habíamos tenido. Manoletinas perfectas.

Sandalias hechas a mano. Huaraches. Tacones de aguja. Mientras

hablábamos, nuestros pies descalzos se retorcían en la hierba verde

y húmeda junto al porche. Ella llevaba las uñas pintadas de negro.

Me preguntó cuál era mi signo del zodiaco. Normalmente el

horóscopo me irritaba, pero dejé que me revelara todos los detalles

de mi personalidad Escorpio y creí hasta la última palabra. Entonces

le dije que sabía leer las líneas de la mano, un poco, y estudié las

suyas. Había oscurecido, así que fui a buscar una lámpara de

queroseno y la puse en los escalones entre las dos. Sostuve sus

manos blancas a la luz de la lámpara y de la luna, y recordé lo que

Beau había dicho de su piel. Era como tocar vidrio frío, plata.

Me sé el manual de quiromancia de Cheiro de memoria. He leído

cientos de manos. Si digo esto, es para que quede claro que

realmente mencioné las cosas que veía en las líneas y los resaltos

de sus manos. Pero más que nada le dije todo lo que Beau me había

contado de ella.

Me da vergüenza reconocer por qué lo hice. Estaba celosa de

ella. Era tan deslumbrante… No es que hiciera nada en especial,

deslumbraba por ser como era. Yo solo quería impresionarla.

Le conté la historia de su vida. Le hablé de los terribles padres

adoptivos, de cómo la protegió Paco. Dije cosas como: «Veo a un

hombre. Un hombre atractivo. Peligro. Tú no estás en peligro, es él

quien lo está. ¿Un piloto de carreras, un torero, quizá?». Joder, dijo

ella, nadie sabía lo del torero.

Beau me había contado que una vez le acarició el pelo y le dijo:

«Todo irá bien…», y que ella se echó a llorar. Le dije que ella nunca

lloraba, jamás, ni siquiera cuando estaba triste o furiosa, pero que si

alguien la trataba con ternura y le acariciaba el pelo y le decía que

no se preocupara, quizá eso la haría llorar…

Prefiero no contar nada más. Me da vergüenza. Solo diré que mis

palabras tuvieron exactamente el efecto deseado. Se quedó allí

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sentada mirándose sus preciosas manos y susurró: «Eres una

hechicera. Eres mágica».

Pasamos una semana maravillosa. Fuimos juntos a los bailes

criollos, y subimos hasta el parque nacional de Bandelier y el pueblo

de Acoma. Nos sentamos en las cuevas rupestres de Sandía. Nos

sumergimos en los baños termales cerca de Taos y fuimos al

santuario de Chimayó. Un par de noches incluso pagamos a una

niñera para que Melina y yo pudiéramos ir al club. La música fue

formidable.

—Me lo he pasado estupendamente esta semana —le dije.

—Yo siempre me lo paso estupendamente —dijo ella, sin más.

La casa se quedó muy silenciosa cuando se marcharon. Me

desperté, como de costumbre, cuando David volvió a casa. Estuve a

punto de confesarle la farsa de la quiromancia, pero me alegro de

no haberlo hecho. Estábamos tumbados en la cama a oscuras

cuando me dijo:

—Era ella.

—¿Quién?

—Melina. Ella era la mujer desnuda en la hierba.

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El remolino

Inés Garland

Ayer, como todos los viernes, quedamos en encontrarnos con los

Woods en la terminal de Tigre. Nosotros llegamos más de una hora

antes, como si estuviéramos por viajar en avión, y papá se paró en

el muelle con todos los bolsos y me pidió que lo acompañara. Como

siempre, pretendía que me quedase al lado de él a oír lo que decían

por los altoparlantes por si acaso se adelantaba la colectiva. Nunca

en la vida se adelantó, pero él dice que hay una primera vez para

todo y pide silencio con señas exageradas que nadie obedece.

Mamá andaba cerca, pero no demasiado (gesticular en el medio de

la estación está dentro de las cosas imperdonables que papá “le

hace para mortificarla”). Se había enroscado uno de sus pañuelos

en la cabeza para no despeinarse y estaba muy maquillada. Por la

cara de ansiedad, le faltaba la iluminación difusa de las películas

viejas para ser la protagonista del típico reencuentro con el amor de

la vida. Mamá es una actriz atrapada en la vida de una esposa

cualquiera y está convencida de que la miran permanentemente.

Por eso está siempre impecable y no haría nunca nada que no

pudiera ser tapa de revista.

Elisa Woods, para variar, llegó corriendo y a los gritos como si

estuviéramos solos en la terminal. En cuanto me vio, largó su bolsa

de libros para que se la cargara yo. Tiene la misma bolsa desde que

la conozco, con el cierre roto y las manijas descosidas y los libros se

van cayendo por el camino. Ella dice que los trae para mí y papá

decidió que, por lo tanto, “corresponde” que yo los lleve. La verdad

es que a Elisa le gusta leer en voz alta: a mí o a quien sea. Hasta en

los viajes en colectiva lee en voz alta. Si le sigo llevando los libros no

es precisamente porque corresponda. De a poco le fui robando los

que más me gustan y me armé una biblioteca maravillosa en el

ropero de mi cuarto en la isla.

Mamá, Elisa y yo ya nos habíamos subido a la colectiva y el

marinero estaba levantando las defensas cuando apareció

corriendo Juan Woods. Lo que hace en la estación es un misterio,

pero nunca aparece antes del momento en que la lancha se está

separando del muelle. Se para en la escalera, le tira los bolsos a

papá y pega un salto hasta la lancha. Lo vi hacer ese salto un millón

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de veces —de chica, se me hacía un nudo en el estómago de ganas

y miedo de que se cayera— y siempre me fascina. Es más el

esfuerzo que hace papá para atajar los bolsos que el que hace él

para aterrizar en la cabina, liviano como un gato, con las manos

largas bien abiertas como si encontrara algo sólido para apoyarse

donde para los demás hay aire. Ni siquiera papá, con lo obsesivo

que es con el tema de la puntualidad, se animó alguna vez a decirle

que llegue antes.

En el viaje para acá, a pesar de las caras de papá, Elisa leyó en

voz alta pedazos de El amante de Lady Chatterley. Ella elige las

lecturas según el público. A los isleños les lee los clásicos y se cree

que está haciendo, ella sola, una campaña de alfabetización, y a la

gente de la ciudad la escandaliza con pasajes o frases que hablan

pestes del matrimonio, de los hijos, de la religión, de la sociedad y

de todo lo que ella sabe que es importante para ellos. El viernes

eligió las partes más eróticas de El amante de Lady Chatterley y las

arruinó leyéndolas a los gritos por encima del ruido del motor. La

mitad de lo que decía se perdía con las aceleradas y cuando la

lancha paraba en algún muelle volvía a leerlas, con una sonrisa de

superioridad. Me miraba entre oración y oración para asegurarse

de que le prestaba atención; para mí fue como estar sentada en el

primer banco de la clase de una maestra obsesionada conmigo. Le

puse cara de buena alumna, pero no la estaba escuchando. Miraba

los sauces de la costa. En esta época están llenos de brotes de un

verde casi transparente y con el sol parece que la luz les saliera de

adentro de las hojitas.

La isla de los Woods queda en un riacho angosto. Ayer, apenas la

colectiva dobló para dejarnos en el muelle, el perfume de las

madreselvas entró en la cabina con el frío de la sombra y sentí que

me tiraba a nadar en un aire verde, en un pozo de agua lleno de

perfume. La creciente había inundado parte del jardín y las azaleas

florecidas se reflejaban en el agua, como globos enormes flotando

en el río.

La maniobra para dar vuelta la colectiva se complicó bastante. El

chofer aceleraba marcha atrás, pero la corriente le cruzaba la

lancha otra vez y el marinero, que empujaba con el bichero desde la

popa, no alcanzaba a abrirse a tiempo. Juan se paró en el muelle a

dirigirlos con esa seguridad que hace que la gente lo obedezca

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aunque sea la primera vez que lo ve en la vida. Así parado, con las

piernas abiertas y el ceño fruncido, parecía Gregory Peck en Moby

Dick.

Cuando se fue la colectiva, se lo dije y se quedó mirándome.

—¿Dónde viste vos Moby Dick, Clara? —dijo y después hizo una

cosa rara que hace con la boca, una especie de puchero que se le

escapa cuando se emociona—: ¿Sabías que sos una adolescente

muy vieja?

Siempre me dice lo mismo.

La glicina del porche había florecido todavía más durante la

semana. Me paré en la sombra y cerré los ojos. A veces me parece

que el viaje de ida es como una de esas sinfonías que empiezan

despacio y van creciendo y creciendo hasta que explotan. Ayer

explotó ahí, cuando me paré debajo de la glicina.

Al atardecer, me tiré a nadar. Nadé contra la corriente, primero

despacio, consciente del esfuerzo de los brazos, de la respiración,

de las piernas duras, pero después el cuerpo se volvió fácil, fácil y

violento a la vez, y hubiera nadado hasta el fin del mundo. Cuando

salí del río me temblaban las piernas. Ya estaba oscuro. Entré en la

casa y me acosté en mi cama con la luz apagada. Los grillos y las

ranas cantaban muy fuerte. El ruido todo alrededor y por debajo de

mí era algo sólido que me llevaba en andas.

Antes de la comida mamá y Elisa se pusieron a hablar a los gritos

del divorcio de alguien. Mamá es pro matrimonio para toda la vida

y Elisa dice que ése es un invento pasado de moda (ella dice

“obsoleto”). Discutían sin oírse, como siempre que hablan del tema,

y se interrumpían y mamá fingía quedarse sin palabras ante las

mismas cosas que Elisa dice siempre. En el living de verano, papá

trataba de meterlo a Juan en uno de sus negocios imposibles. Salí al

muelle. Las ventanas de la casa parecían flotar en la oscuridad y en

el living de verano se prendía y apagaba la brasa del cigarrillo de

Juan. Desde algún lugar llegaban pedazos de voces alegres y música

y cuando paraba el viento se oían las chatas desde el Paraná de las

Palmas. Me gustaría vivir en una de esas chatas, navegar río arriba y

río abajo, tener mi ropa colgada al sol y no hablar con nadie; cada

tanto, cuando me cruzara con alguna lancha, sonaría la sirena y

levantaría la mano: un gesto chiquito que de afuera se vería apenas,

casi perdido en el ruido enorme.

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Vi la brasa del cigarrillo avanzando por el camino que va al

muelle y Juan se sentó en el banco a mi lado.

—¿Todo en orden? —preguntó.

La pregunta me hizo gracia, pero no se la contesté. Nos llamaron

a comer y en la oscuridad del camino a la casa no pudo ver mi

sonrisa.

Durante la comida Elisa me preguntó por qué no había ido con

una amiga. Siempre me pregunta lo mismo.

—Se lo dije —contestó mamá previsiblemente—, no hay caso.

—Le gustará venir sola —dijo papá. Trató de sonar como si le

diera lo mismo, pero no le da lo mismo. Vive obsesionado con lo

que es normal. Y para él que a los dieciséis años yo venga todos los

fines de semana a la isla con ellos no es normal. A él le gusta, pero

no es normal.

—¿No hay ninguna amiga tuya que te den ganas de traer? —

siguió Elisa.

Como si fuera la primera vez que hablaban del tema, mamá se

acordó de su tía antisociable, papá habló de la juventud de hoy en

día y de como ellos salían en grupo y eran todos amigos —con las

chicas también— y se pusieron nostálgicos; recordaron a algunos

de los que no ven más, al que se mató el año pasado, a los

divorciados y a los vueltos a casar. O sea que, gracias a mí, tuvieron

tema durante la comida. La idea de traer una amiga es totalmente

ridícula, pero ellos no pueden saber que para mí es tan imposible

venir con una amiga como no venir.

Cuando los Woods compraron la casa, tenía dos cuartos y la

cocina atrás, un living en el medio y todo el frente ocupado por el

porche. En una punta del porche, construyeron un living de verano

rodeado de mosquitero. Al principio yo dormía en un sillón de flores

medio descuajeringado, hasta que a Juan se le ocurrió hacerme un

cuarto. Tuvo la brillante idea de hacerlo bien alejado de los demás

cuartos, separado del living de verano por un pasillo corto. Anoche,

cuando mamá se puso a hablar en francés, que según ella es la

mejor lengua del mundo y según yo es la única que aprendió a

hablar correctamente, y empezaron otra vez con el discurso de que

a Elisa le gusta escandalizar a los burgueses (mamá dice épater les

bourgeoises), yo agradecí en silencio ese cuarto, lejos de las

conversaciones repetidas de todos los fines de semana.

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Hoy desayunamos en el porche, a la sombra de la glicina. Cuando

salí, Elisa acababa de apoyar la bandeja sobre la mesa. Las tazas de

porcelana blanca, la cafetera humeante, los potes de mermelada

transparentes, las servilletas de lino, la manteca, todo brillaba en el

aire de la mañana, tan perfecto que parecía inalcanzable,

suspendido como un cuadro en la luz del sol. Elisa había barrido el

porche y no quedaban ni rastros de las flores celestes de la glicina

que siempre cubren el piso. Juan se enojó.

—El fin de semana pasado quedó toda la casa llena de flores

pisoteadas —dijo Elisa de mal humor.

—Qué drama —se burló él.

—Para mí sí. Claro que al que le gusta la cochambre.

Juan se rió con un ruido nasal, desagradable. —Como si limpiaras

vos, señora —dijo.

Ése es el golpe de gracia que tiene él en todas las discusiones:

siempre le termina diciendo, de una forma u otra, que es una

burguesa.

Se hizo un silencio pesadísimo. Elisa, como hace muchas veces,

me usó a mí para salir de la trampa. —¿Viste, Clara? —dijo—. Es lo

que te digo siempre: el matrimonio es el triunfo del hábito sobre el

odio. La frase no es mía —le dijo a mamá que cree que yo no

debería escuchar esas cosas.

Más tarde, mientras Elisa y yo juntábamos rosas en el jardín,

volvió sobre el tema.

—Lo más difícil es amar y odiar a la vez. ¿No te parece? —y sin

esperar respuesta, dijo la mejor frase que le oí en toda mi vida. Dijo:

“Hay que odiar alegremente”.

Cuando fuimos al muelle ella aseguró que hablar conmigo era

como hablar con un alter ego totalmente puro. Yo no había abierto

la boca. Me impresionó que, sin hablar, se pudiera engañar tanto a

alguien.

Mamá tomaba sol boca arriba con un sombrero de paja

tapándole la cara y papá y Juan jugaban al backgammon. Elisa abrió

su silla de lona a la sombrade las casuarinas y yo me acosté al sol,

boca abajo, en una reposera.

Con los ojos entrecerrados miré el agua que bajaba a toda

velocidad.

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Juan me alcanzó un gin-tonic. Lo había preparado con mucho

hielo y con una rodaja de limón en el borde como les ponen en las

confiterías.

—Te debo el paragüitas —dijo para hacerme reír.

Me gusta tomar mi primer gin-tonic muy rápido, que me afloje

las piernas y me vacíe la cabeza. Me gusta porque estoy muy alerta,

pero no a las cosas que siento cuando no tomo, a otras, que están

por debajo y nadie quiere ver. Y amo mi cuerpo cuando estoy así, la

forma en que se abre, de adentro para afuera, como una dama de

noche.

Sentí el sol en la espalda y las maderas del muelle contra la piel

de los muslos. Hacía mucho calor. El ruido de las chicharras se

volvió cada vez más fuerte. Bajé los escalones para sentarme con

los pies en el agua. Era como si alguien me acariciara los tobillos con

una tela de seda. Las voces de mamá y papá me llegaban de a ratos.

Hablaban de mí. Una flor de glicina que venía con la corriente flotó

muy cerca del remolino que se forma detrás del pilote del muelle y

cayó en el hueco de agua. Bajó hasta el centro, volvió al borde y se

mantuvo ahí, girando suavemente. Por momentos caía para volver

a salir, se detenía en el borde del remolino, como si estuviera

dudando, y después volvía a caer, hasta que de repente salió y se

alejó otra vez con la corriente. Me fui metiendo en el río. Pensé que

el agua me tenía agarrada de los pies y me tiraba hacia adentro.

Dejé un brazo alrededor del salvavidas redondo que puso Juan y me

dejé llevar. Hundí la cabeza. Pensé en dejarme ir como la flor de la

glicina.

Cuando volví al muelle me acosté sobre las maderas calientes.

A través de las pestañas mojadas vi el cuerpo de Juan, de

espaldas. Me quedé un momento detenida en la nuca, en esa

especie de montañita al revés que dibuja su pelo sobre la nuca y

después bajé por la espalda, siguiendo el recorrido de la

transpiración. En ese momento se dio vuelta y, con un gesto, me

ofreció otro gin-tonic. Me lo acercó, se puso en cuclillas a mi lado y

me tocó la cara con el vaso helado.

—Te vas a derretir —dijo en voz baja.

—Una cosa es que tenga cultura alcohólica, como decís vos, y

otra es que se emborrache todos los fines de semana —dijo mamá

cuando se dio cuenta de que me daba otro vaso.

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—Dos es mucho —dijo papá con pocas ganas de discutir.

—¿De qué se preocupan? Tiene piernas huecas —se río Elisa—,

el alcohol no se le va a la cabeza. Yo pensé que era su segunda gran

equivocación del día.

Elisa pidió ayuda para bajar el bote y lo dejó

listo para después. Es la única a la que no le gusta la siesta. Sale a

recorrer riachos o a juntar moras silvestres o naranjas, según la

época.

No quise almorzar. Papá y mamá le echaron la culpa al gin-tonic.

Yo quería venir a mi cuarto y des- vestirme. Me acosté en la cama.

Empujé la colcha con los pies para quedar atravesada en las

sábanas blancas, boca abajo. Cerré los ojos. Un golpe de viento me

acarició la espalda. Me dormí con las voces a lo lejos y me despertó

el ruido del motor del bote, yéndose. Mis padres y Juan estaban en

el living de verano. Las voces se oían con claridad. Mamá dijo que se

iba a su cuarto y después me llegó el olor de los habanos de papá y

Juan. Varias veces crujió el sillón de mimbre y alguien golpeaba

cada tanto el vidrio de la mesa ratona con un vaso o con un

cenicero. Papá dijo que más que dormir la siesta planeaba

desmayarse y Juan se rió.

—Te estás olvidando los anteojos —dijo un rato después, pero

papá le contestó que no pensaba leer.

Me gusta estar atenta a cada detalle, no perderme ni un solo

compás del movimiento. Todo parece detenerse, como antes de

una tormenta. A veces oigo crujir el sillón de mimbre durante

algunos minutos más —si Juan no terminó el cigarro, por ejemplo

—, a veces canta, muy despacio, como ahora, con una voz espesa

que se me anuda en el estómago. Me acuesto boca arriba. A los

pasos sobre las maderas del living de verano los sigue el golpe seco

de la puerta que da al pasillo. A Juan le gusta mirar las fotos que

colgué en la pared frente a mi cuarto. Separo un poco las piernas.

Entra en silencio, como siempre, y se queda parado mirándome.

Cuando me hace el amor, también me mira. Y yo me dejo ir, como

en una caída, con los ojos cerrados.

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AMOR EN EL PASTO ALTO

Claire Keegan

Cordelia se despierta una mañana helada y observa el humo

de turba que flota más allá de la ventana de su dormitorio. Se

levanta, abre la ventana y oye la música de la matinée que se va

apagando en el camino. El aire invernal penetra, ese día, el último

del siglo XX. Cordelia se desnuda, vierte agua de la jarra de metal,

llena a medias la palangana, escurre la toallita que usa para lavarse

el cuerpo y se enjabona las manos, el rostro. En noviembre, cuando

estalló la cañería, no se molestó en llamar al plomero, rompió el

hielo del barril que recoge la lluvia y hundió el balde en él. Esa agua

está fría. Se seca y, lentamente, se viste, poniéndose un vestido

verde, cerrándose la cadena con medallón de platino alrededor del

cuello. Se inclina y se ata los cordones de los zapatos negros,

sabiendo que, al terminar el día, nada volverá a ser igual.

En la cocina, echa un huevo en la sartén, pone a calentar la

pava, saca la huevera de acero inoxidable, la cuchara gastada, la

taza a rayas y el plato y espera hasta que esté listo. En alguna parte

alguien está cortando madera. Esa pava siempre canta antes de

hervir. Corre el cerrojo y se sienta al lado de la puerta abierta. Ha

dormido; ahora tiene que comer. Rompe la cáscara, sala el huevo,

pasa la manteca sobre el pan, sirve el té. El viento arroja hojas secas

sobre el linóleo. Los birmanos creen que el viento que arrastra

hojas de betel a la casa de la novia traerá mala suerte e infelicidad

al matrimonio. Demasiados datos inútiles resuenan en la cabeza de

Cordelia como viejas monedas. El reloj de la chimenea hace tictac

de lo más contento. Falta poco, parece decir. Falta poco. Una vez

que terminó, da vuelta la huevera, un juego al que jugaba en la

niñez que se volvió un hábito. Se saca un pañuelo de la manga y se

limpia la boca. Ya es hora. Se deshace la trenza y se peina el cabello.

No conoce a ninguna otra mujer cuyo cabello se haya puesto blanco

a los cuarenta. Finalmente, toma el abrigo negro bueno del gancho

y sale a lo que queda de diciembre.

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Hace ya nueve años que Cordelia recorrió ese camino, un

camino empinado que lleva al océano. No ha cambiado mucho. La

escuela nacional ha sido pintada, pero el Silver Dollar Take-Away

aún está allí y la camioneta de los helados con su cartel bien

borrado, pero hay una luz en la casa de huéspedes Lone Star, y la

puerta del pequeño negocio de recuerdos está abierta. Sospecha

que después de que comience el nuevo siglo, volverán a cerrar,

esperarán que vengan los turistas del verano y los chicos del

trampolín. Es consciente de las caras detrás de las cortinas de voile.

Un niño pasa en su bicicleta sin pedalear. Ella se detiene en la

capilla, empuja la puerta de vidrio, se bendice en la fuente. El

porche huele a mármol mojado, a piedra vieja, a abrigos húmedos.

Solía imaginarse ahí, de pie, vestida de novia, con su padre

entregándola.

Adentro, la capilla está vacía; la baranda de mármol,

desaparecida. Dos estatuas guardan el altar: la Virgen María y San

José. Una marrón, la otra azul. «¿Por qué María siempre es azul?»,

se pregunta. Enciende una vela a sus pies, parece tan solitaria.

Cerca del altar hay un ataúd cubierto por una tela púrpura, qué

ataúd tan pequeño, pero entonces se da cuenta de que es el

órgano. Retrocede hasta entrar al confesionario, cierra la reja.

—Bendígame, padre, porque he pecado —murmura.

Eso la retrotrae. Una repentina corriente de aire atraviesa la

capilla, sonando extrañamente como una carrera de autos, un

viento muy fuerte. Se sienta en el último banco y abre el misal en

cualquier parte, lee la lección del salmo dominical y piensa que

Judas Iscariote es un nombre hermoso.

La aulaga protege ese camino, verde, aulaga trémula que

estalla en un amarillo inexorable durante la mitad del año. Ya está

oscureciendo; siente cómo mengua la luz, observa el atardecer azul

que desaparece hacia el oeste. Se detiene y se saca una piedrita del

zapato. Las nubes se juntan sobre las dunas peladas. Siente latir su

corazón, está cansada, con fatiga en los huesos y la noche cae a su

alrededor, demasiado rápidamente. ¿Por qué el tiempo va rápido y

luego lento? Tiene que caminar dos o más millas. Recuerda la sala

de espera, el brillo del estetoscopio, la promesa y se apresura.

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Porque también estaba oscuro cuando Cordelia vio al doctor,

un septiembre tardío de frutas caídas. Exasperada, había tomado

un martillo y clavado un cartel, MANZANAS, en el portón de

entrada. Durante la noche un vendaval había sacudido los árboles

hasta dejarlos pelados. Se había levantado y descubierto los

terrenos del huerto alfombrados de manzanas: Granny Smith,

Golden Delicious, Bramley, Red Janets, manzanas silvestres. Llenó

baldes, palanganas, el viejo moisés, pero lo que sobró quedó

abundante y magullado en el pasto alto.

Cuando el auto del doctor dobló en su camino, Cordelia

estaba sentada sobre los escalones, afuera de la puerta principal,

hojeando las páginas de «Mermeladas y jaleas» de su libro de

cocina. Sobre el alfeizar, por encima de su cabeza, había frascos de

mermelada con avispas ahogadas, confundidas por la cuchara de

mermelada en el fondo del agua. El doctor proyectaba una sombra

firme y alta sobre ella. Parecía un hombre que podía saltar una

cerca y treparse a un árbol, como un hombre que solía correr. Ella

lo condujo hasta el sendero del huerto, donde él sacó las manos de

los bolsillos y meneó la cabeza.

—Qué desperdicio —dijo—. No hay nada que odie más que

el desperdicio. ¿Tiene una pala?

Se quitó el saco y se arremangó la camisa. Tenía los brazos

pálidos para ser verano, las venas de las muñecas como ramas

azules dibujadas por un niño sobre una página blanca. Pero las

manos estaban bronceadas, como si las hubiera sumergido en tinta

indeleble que no se pudiese limpiar. El sol de otoño se ponía

naranja, mientras el doctor cavaba un pozo. Recubrió la arcilla con

paja y cuidadosamente dispuso las manzanas de modo que no se

tocaran.

—Listo —dijo—, manzanas todo el año.

—Entre a lavarse las manos.

La cocina era oscura y fría y olía a hollín y a algo más que el

doctor no supo decir. Cordelia le dio detergente y él se quedó ante

la pileta de la cocina restregándose las manos. Ella sirvió una copa

de leche, que él bebió antes de irse con una palangana de

manzanas hasta el borde. Cordelia usó la falda como bolso y

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también la llenó. El doctor notó sus rodillas, marcadas allí donde se

había arrodillado sobre el pasto, sus muslos tostados y pensó en

ellos mientras manejaba de vuelta a casa, donde lo esperaban su

mujer e hijos. Cada vez que doblaba, las manzanas rodaban,

ruidosas, en el asiento de atrás.

El doctor volvió. A devolver la palangana que volvió a llenar

ante la insistencia de Cordelia, y regresó de nuevo. Se hizo habitual

que, los jueves, el doctor pasara.

—Pensé que se suponía que las manzanas mantenían

alejado al doctor —dijo Cordelia.

—No todos los doctores son iguales.

—¿Y los pacientes?

—Los pacientes son todos iguales. Lo único que quieren es

sentirse mejor.

Cuando el tiempo era seco, Cordelia y el doctor bebían té

afuera. Se sentaban a charlar a la sombra, debajo de los árboles.

Cordelia le preguntaba por la escuela de medicina, por lo que le

había significado haber sido hijo único. Ninguno de los dos tenía

hermanos o padres vivos. Cordelia era una buena oyente y al doctor

le gustaba hablar. Le hablaba de su infancia, de cómo

acostumbraba quedarse por horas en el porche matando moscas,

de cómo su padre les sacaba más fotos a sus perros de exposición

que a él, de su tía que estaba en un convento y de las esperanzas

que abrigaron sus padres de que él ingresara al seminario. Pero ni

una vez mencionaba a su esposa; era como un libro cuyos capítulos

intermedios se habían perdido. Cordelia sentía la falta de atención.

De cerca, ella olía las bolitas de naftalina en el saco que él usaba en

invierno, lo que la hacía pensar en un cajón que no había sido

abierto durante mucho tiempo.

Para su cumpleaños número treinta, Cordelia se sentó con

los pies en una palangana de agua caliente y oyó la tormenta. Era a

fines de noviembre. Bebió tres grandes vodkas y se ató una cinta en

el cabello. Los relámpagos brillaban intermitentemente en el

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cuarto. Cuando llegó el doctor, lo tomó de la mano y lo condujo

hasta el huerto. Se recostó sobre el pasto húmedo.

—Tengo treinta —dijo.

—Vas a resfriarte.

—No me preocupa.

—¿Estás borracha?

—¿Importa? —dijo y se desabotonó el vestido.

Perdieron la noción del tiempo. Cuando el doctor miró la

hora, acercó el reloj hasta su rostro y luego salió apurado, dejando

huellas de neumático sobre el camino.

A la mañana siguiente, Cordelia estaba en la cama, mientras

unos moscardones somnolientos luchaban contra los vidrios de las

ventanas. Observaba las repentinas y veloces sombras de las

golondrinas que pasaban volando frente a su ventana en parejas

fugaces, restándole luz a su cuarto, y se maravillaba de que los

seres vivos pudieran quedar suspendidos en el aire. Se imaginó el

último de los frutos pasados, el último de los más tardíos, cayendo

ante la menor brisa. No tenía corazón para arrancarlo. Se imaginó el

tallo que se debilitaba, el fruto colgando de su planta, atrasándose,

soltándose, luego dejándose caer, cayendo.

El doctor le dijo a su esposa que iba a estar visitando

pacientes. Dado que su auto era tan llamativo, empezaron a

encontrarse en las dunas de arena de Strandhill. Llevaban patas de

pollo, un frasco con whiskey, pastel y barras de chocolate belga,

porque el doctor era goloso. Los días secos, él se abría la camisa y

ella se sacaba las botas y se dejaba el pelo suelto. Pero la mayoría

de las veces se echaban, cubriéndose con el gran abrigo negro de

Cordelia, a oír la marea, él, con la cabeza sobre los juncos. A veces

caían en un sueño liviano, pero Cordelia siempre era consciente del

irreversible tictac del reloj de oro del doctor: tictac, tictac, tictac.

«Ya falta poco», parecía decir. «Ya falta poco». Ella odiaba ese reloj;

quería levantarse y arrojarlo al océano.

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Cordelia soñó que estaba en un cuarto que tenía una cortina

verde y ondeante. No podía ver hacia afuera, pero nadie podía ver

hacia adentro. Cuando le contó eso al doctor, él empezó a hablarle

de su mujer. Cordelia no quería saber de su mujer. Ella quería que

él golpeara ruidosamente a su puerta con el puño en el medio de la

noche, que entrase con una valija y que, llamándola por su nombre,

le dijera: «He venido a vivir contigo por mi cuenta y riesgo». Ella

quería que él la llevase a una casa extraña y que dejara la puerta

abierta de par en par. El doctor le contó que su esposa se iba a la

cama temprano. Dijo que, en las noches de buen tiempo, él se

sentaba en el porche detrás de su casa a fumar un cigarrillo. Desde

ahí podía ver más allá de la península, donde el camino se curvaba,

iluminándose con las luces del pueblo de ella.

Llegó el invierno con chubascos repentinos, impredecibles.

Cordelia se lo encontraba en pubs, donde comían carne roja y

bebían vino. A las cuatro en punto de la tarde, ya estaba oscuro y el

doctor le hablaba sobre estar casado, sobre cómo había sentido

que eso era algo que tenía que hacer, de modo que se casó con la

primera que lo aceptó, a los veintidós. Su mujer dejó el trabajo y

quedó embarazada. No podía coser. Si a él se le perdía un botón de

la camisa, ella la tiraba. Cordelia no le preguntó por qué la mujer no

podía coserle los botones.

Un fin de semana se fueron a Dublín. Se encontraron en el

pueblo y él le dijo que, hasta la carretera, se agachara en el asiento

trasero del coche. Cuando llegaron al hotel, en la recepción estaba

el abogado de él. El doctor presentó a Cordelia como colega suya.

Apestaba a culpa. Hicieron el amor con la ventana abierta, oyendo

cómo fluía el Liffey hacia Eden Quay. Era agradable estar rodeados

por extraños. El doctor asistía a sus reuniones por las tardes,

buscaba restaurantes tranquilos por las noches. Era precavido con

su dinero, hablaba del precio de la libra, de cómo su mujer se había

comprado un abrigo de trescientas libras, sin consultarle. En una

oportunidad, Cordelia salió del baño y lo descubrió registrándole la

cartera.

—¿Tienes aspirinas? —le dijo—. Me duele la cabeza.

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Para la semana de Navidad, él se apareció por la casa de ella

con filetes y los sirvió medio crudos con una botella de brandy.

—Feliz Navidad —le dijo y le dio una caja de chocolates

amargos. Ella era alérgica al chocolate.

Después de eso no lo vio durante dos semanas. Él la llamó

desde una cabina telefónica a las dos de la mañana.

—¿Dónde estabas cuando yo tenía veinte? —le dijo. Lo que

decía se oía mal articulado—. Mi mujer quiere saber por qué no la

toco. Es como tocar una serpiente. Se va a visitar a la familia a

Kilkenny por el fin de semana. Se lleva a los chicos. ¿Adónde quieres

que vayamos?

—A España.

—¡Perfecto! ¡Ja! ¡Ja! Vamos a España.

Ese fin de semana llevó a Cordelia a un pueblo de Limerick,

cuya única industria era su matadero. En ese pueblo había olor a

rancio y consiguieron un cuarto en un hotel cuyas canillas de agua

caliente apenas llegaban a dar agua tibia. Abajo, tenía lugar la boda

de unos gitanos. Cordelia se emborrachó. Recorrió el corredor en

camisón. La alfombra de lana por la que caminaba tenía un dibujo

de grandes rosas rojas. Se quedó ante la ventana, mirando a la

pareja de recién casados que se iba en un sulky tirado por burros.

La gente le arrojaba flores y latas de cerveza al carruaje.

—Hasta que la muerte nos separe —dijo el doctor—. En las

bodas, los que lloran son siempre los que están casados. Conocen la

diferencia entre los votos y su vida.

Se regalaron cosas mutuamente. Ese fue su primer error. Él

sacó un par de tijeras quirúrgicas de su bolsillo y le cortó un rizo a

Cordelia. Lo guardó entre las páginas de un libro titulado Doctor

Zhivago. En otra oportunidad, luego de estar tendidos en las dunas

hasta después de que se había puesto oscuro, se llevaron

accidentalmente a sus respectivas casas la bufanda del otro. Él le

regaló sus libros antiguos, cuyas páginas tenían los bordes dorados.

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Y Cordelia le escribió largas cartas, diciéndole que los días sin él

eran como meses sin sol, sin oxígeno.

En medio de la noche, mientras su mujer e hijos dormían, el

doctor trepó hasta el techo de la sala de estar, abrió la puerta del

ático y puso las cosas que Cordelia le había dado debajo del

material aislante. Sabía que allí estarían a salvo, porque su esposa

tenía miedo a las alturas.

Pero el doctor nunca le escribió ni una línea a Cordelia.

Cuando se fue de vacaciones con su mujer a Lisboa, Cordelia no

recibió una palabra de él, ni siquiera una postal. La única muestra

de escritura suya que tuvo fue cuando le dio unos calmantes para el

dolor de oídos. Sobre la etiqueta, escrito de manera casi ilegible, se

leía: «Tomar uno con agua (o vodka) tres veces al día».

Cordelia ya casi llegó. Pasa las barandas de concreto del

estacionamiento, trepa la cuesta inclinada de las dunas, debajo de

la sombra de la montaña. Se detiene a recuperar el aliento, observa

las continuas vueltas de la marea azul que rompe en la perpetua y

salada espuma sobre la costa. Los juncos se inclinan para dejar

pasar el viento. Poco hay allí que demuestre la presencia humana;

el viento ha borrado todas las huellas de la arena. Apenas una

cuchara de plástico rota, una lata de cerveza aplastada, una

carterita de niña con perlas. Cordelia se detiene y se agacha para

recogerla, pero está vacía, roto el forro.

Las luces del pueblo proyectan una banda anaranjada por el

este. Oye música, gitanos que ponen discos de Jim Reeves en su

campamento, el ronroneo sistemático de un generador. Una yegua

moteada relincha y trota a lo largo de la costa, como si también ella

hubiese soñado con un hombre que le apuntaba con un arma a la

cabeza. Las nubes se acumulan, espesándose en la oscuridad.

Cordelia encuentra el lugar cubierto de musgo en la colina, donde

se acostaron por primera vez. Eso fue hace casi diez años. Se tiende

entre las cañas, se levanta el cuello y espera.

Una tarde, el doctor entró a su sala de estar y ahí, sobre el

piso, estaba el pedazo de cinta negra que había tomado del cabello

de Cordelia para atar las cartas de ella, cada una de las cuales había

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sido dirigida a su consultorio y marcada con un «estrictamente

confidencial». Cuando alzó la vista, vio las piernas de su esposa, que

hurgaba en el material aislante del techo.

—¿De quién es este pelo? ¿Quién mandó estas cartas? ¿Con

quién te has estado viendo? ¿A quién pertenece esa cinta? ¿A

quién? Quiero saber, háblame. ¿Quién es Cordelia? ¿Cordelia qué?

La mujer leyó en voz alta. Empezó a llorar. Había palabras

como «eternamente», «siempre» y «hasta que la muerte nos

separe». Empezó cuando ya era bien de tarde. El doctor se sentó en

el sillón que estaba al lado de la chimenea y miró por la ventana los

temblorosos crisantemos que apretaban sus pimpollos color óxido

contra los vidrios. Su mujer dejaba caer cada hoja al piso de la sala,

a medida que las leía. Esas hojas flotaban. Terminó de leerlas a la

luz de una linterna. Al final de muchas de las hojas se repetía el

nombre «Cordelia». La mujer del doctor no bajó, sino que se sentó

ahí, insistiendo en averiguar la verdad.

—¿Estás enamorado de ella?

—¿Enamorado? —preguntó el doctor con voz de

asombrado.

—Obviamente ella está enamorada de ti.

—Es enamoramiento, nada más.

—¿Te piensas que me chupo el dedo? Vas a dejarme.

—No seas ridícula. Eres mi mujer.

La convenció para que bajase. En el hogar, prosperaba un

fuego espléndido porque el doctor, con los nervios destrozados,

había arrojado paladas de carbón a las llamas. Antes del amanecer,

en presencia de su marido, la mujer había quemado lentamente las

cartas de Cordelia. El doctor vio cómo el fuego devoraba las hojas,

el rizo de cabello blanco chamuscándose en el fuego azul. Pensó en

los quemados a los que había tratado, en los peores casos y, así y

todo, tuvo que emplear toda su fortaleza para no poner las manos

en las llamas y recuperar las hojas y el cabello.

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—Es rubia —dijo la esposa del doctor.

Dos días después, el doctor hizo que Cordelia fuera a verlo a

su consultorio y, con voz baja y conmovida, le informó que la

aventura que habían vivido se había terminado. Juntó las manos y

jugó con los pulgares haciendo que describieran pequeños círculos

contrarios a las agujas del reloj. Así es como debía ser cuando te

informan que tienes una enfermedad terminal, pensó ella. Él habló

y habló, pero en algún momento, Cordelia dejó de oír. Leía el test

para la vista que había detrás de la cabeza de él. No podía leer las

letras más pequeñas. Tal vez necesitaba anteojos.

El doctor apoyó la cabeza entre las manos.

—Oh, Cordelia —le dijo—. No puedo dejarla. Sabes que no

puedo. Piensa en los chicos. Piensa en ellos preguntando «¿Dónde

está papito?».

«¿Dónde está papito?». Por alguna razón que le resultaba

desconocida, le dieron ganas de reírse.

—Espérame —dijo él—. En diez años, los chicos habrán

crecido y se habrán ido. Encontrémonos la víspera de Año Nuevo al

final del siglo. Encuéntrame entonces y volveré para vivir contigo —

le dijo—. ¡Te lo prometo! Estarás constantemente conmigo hasta

entonces.

Cordelia se rio, y esa fue la última imagen que tuvo de él.

Pasó delante de los pacientes en la sala de espera. ¿La gimoteante

mujer de mediana edad con los pañuelos de papel, el hombre

pálido con su venda en el brazo, el herido? ¿Acaso todos estaban

esperando a ese hombre?

Gradualmente, la pesadilla se desvaneció. La cortina verde y

la ventana fueron quedando muy atrás en la memoria, pero la

promesa quedó al rojo en la cabeza de Cordelia como un atizador

caliente. Cordelia ambicionó su soledad. Comenzó a leer hasta

tarde, a tocar el piano, practicando temas sencillos. Se hablaba a sí

misma, conversando libremente en los cuartos vacíos. Hablaba

incoherentemente. Poco a poco se convirtió en una reclusa. Cubrió

la TV con un mantel y le puso encima un florero; se deshizo de la

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radio a transistores y de todas las malas noticias que daba. Hacía

listas, pagaba sus cuentas por correo. Instaló el teléfono, advirtió

que al hombre que le traía turba, al almacenero, al hombre del gas,

a cualquiera que deseara podría llamarlo para que le trajera lo que

fuese. Ellos le dejaban cajas de cartón llenas de víveres, tubos de

gas y bolsas de carbón en la puerta y recogían los cheques que ella

ponía debajo de una piedra. Se levantaba tarde, bebía té fuerte,

cumplía con el rito de limpiar el interior de las rejillas. Adelgazó y

dejó de ir a misa. Los vecinos golpeaban a su puerta y miraban por

las ventanas, pero ella no atendía. Sobre la casa cayó un polvillo de

ceniza color óxido, que se acumuló sobre cada superficie horizontal.

Parecía como si cada vez que ella se movía, se levantara polvo.

Por las noches, encendía el fuego, miraba la llama susurrante

alrededor de la turba y oía el seto de rododendro, la enredadera de

Virginia que arañaba los vidrios de las ventanas. Cordelia se

imaginaba que había alguien en la oscuridad, frotando el vidrio

sucio para ver a través del agujero, pero sabía que se trataba solo

del cerco. Siempre había cuidado el jardín, se había quedado afuera

durante el verano con las tijeras, recortando todo y rastrillando las

hojas de laurel fuera del sendero de arena, segando el pasto,

encendiendo fuegos pequeños e inofensivos cuyo humo se

dispersaba más allá de la soga de la ropa. Ahora, el descuidado seto

empezaba a invadir la casa; se había hecho tan tupido y cerrado

que mantenía todas las habitaciones de la planta baja en una

sombra constante, y cuando el sol bajaba, las sombras extrañas de

los pinos entraban en la sala de estar. Cordelia podía sentarse en el

medio del día bajo la lámpara que usaba para leer y hacer de

cuenta que era de noche. El tiempo no parecía importar. Los años

pasaban. A veces, cuando el tiempo era agradable y se abrían los

capullos del rododendro, caminaba desnuda alrededor de la casa,

rozándose contra los húmedos pimpollos. Nadie jamás la vio.

Ahora es de noche en Strandhill. La media luna parece dar

más luz de la que debería. Cordelia puede divisar la silueta de los

acantilados contra el cielo. El océano es como siempre fue; se le

ocurre la infantil idea de que las olas dicen me quiere, no me

quiere. Qué terrible ser una tonta a los cuarenta. Estuvo sola

demasiado tiempo. Todo y nada habían cambiado. Cordelia siente

que ha corrido una carrera muy larga y ahora los latidos de su

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corazón pueden ser normales otra vez. De uno u otro modo, se

termina. Se pone la mano en el rostro, siente el alivio de su aliento

cálido. Siente que el viento se está haciendo más frío, se pone el

abrigo, se abrocha los botones. Ya no tardará. Cierra los ojos,

recuerda el chasquido de las tijeras cortándole el cabello, calor, el

sueño interrumpido, un moretón verde que se desvanece sobre su

cuello, se recuerda agachada en el asiento trasero del coche, el

gráfico para la vista en el consultorio.

Hay un pequeño desfile que marcha por la colina,

sosteniendo antorchas, preparándose para la medianoche. Hay una

fanfarria, música de trompetas de la gente que celebra el paso del

tiempo. Un niño disfrazado bate el tambor. Marchan a su propio

ritmo. Muchachas en minifalda que hacen girar bastones, en

dirección a las luces del pueblo.

—Cordelia —dice una mujer que se detiene ante ella—. No

me conoce. Usted conoció a mi marido; era el doctor —dice.

¿Era el doctor? ¿Era?

—El doctor no vendrá.

Cordelia está sorprendida. Pasó mucho tiempo desde la

última vez que le habló a otro ser humano. No sabe qué decir.

—¿No pensó que yo sabía?

La esposa del doctor es una mujer pequeña y nerviosa, con

mucho blanco en los ojos. Tira del cinturón de su abrigo,

ajustándolo a su talle como para hacerlo más pequeño.

—Era obvio. Cuando el marido de una vuelve a casa de las

consultas con arena en los zapatos, los botones de la camisa mal

abrochados, el cabello cepillado, oliendo a menta y con un apetito

gigantesco, una no tiene que ser genio para darse cuenta de lo que

está pasando —dice y saca cigarrillos que le ofrece a Cordelia.

Cordelia menea la cabeza, mira el rostro a la luz de la llama del

encendedor. Es el rostro de una mujer que alguna vez fue bonita,

pero ahora hay en él desesperación.

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—Escribe hermosas cartas. Nunca en la vida he recibido una

carta como las suyas.

Ahora el tambor suena débilmente en la península.

—¿Sabe lo más gracioso? Lo más gracioso es que yo solía

rezar para que me dejara. Solía ponerme de rodillas y decir el

rosario para que me dejara. Conservaba sus cartas y cosas en el

ático; solía oírlo despierto a la noche, buscando la escalera. Debió

haber pensado que yo era sorda. De todos modos, cuando descubrí

las cartas, estaba segura de que iba a dejarme. La quiso tanto como

es capaz de querer. No es un consuelo, pero estoy segura de eso.

—¿Quiso?

—No tuve el ánimo de dejarlo, ni él de dejarme. Fuimos

cobardes —dice y la voz se le quiebra. Mira hacia el océano y se

recompone—. Mire su cabello. Lo tiene blanco. ¿Cuántos años

tiene?

—Solo cuarenta.

La mujer del doctor menea la cabeza, estira la mano, toca el

cabello de Cordelia.

—Yo me siento como de cien.

—Lo sé.

La esposa del doctor se recuesta entre las cañas y fuma.

Cordelia no le tiene antipatía, ni una pizca de la envidia que había

imaginado.

—¿Cómo supo que estaría acá?

—Tiene una muy mala memoria, escribe todo. Y cree que su

letra manuscrita es ilegible. Usted está anotada como «C. Strandhill

a la medianoche».

—Strandhill a la medianoche.

—No muy romántico, ¿no? Usted creyó que se iba a acordar.

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El fuego de los gitanos en el estacionamiento emite olor a

goma quemada, cuando el doctor sube corriendo las dunas.

—Fue una conjetura al azar —dice la esposa del doctor.

Él se queda ahí, diez años más viejo y sin aliento. A la luz de

la luna, su traje brilla. Está vivo y es casi medianoche. Cordelia está

contenta, pero nada es como se lo imaginó. El doctor no extiende la

mano hacia ella. No se recuesta en el pasto alto ni pone su cabeza

sobre el dorso de la mano de ella, como solía hacerlo. Se queda ahí,

como si hubiese llegado demasiado tarde a la escena de un

accidente, sabiendo que tal vez habría podido hacer algo, si solo

hubiera llegado más temprano. A sus espaldas, el perpetuo ruido

del océano que se repliega sobre sí mismo. Juntos oyen la marea,

las olas contradictorias, su cuenta regresiva del tiempo que resta.

Como no saben qué decir o hacer, no dicen ni hacen nada. Los tres

se sientan ahí, a esperar: Cordelia, el doctor y su esposa, los tres

mortales que esperan, que esperan que alguien se vaya.

SUBA SI SE ANIMA

Claire Keegan

Roslin entra en el estacionamiento del Gator Lodge y pone el

freno de mano. Los indicios son buenos; no hay nadie ahí. Apenas

un par de autos estacionados atrás: un viejo Buick azul al lado de

una camioneta con la chapa picada y un perro callejero feo y

marrón en la cabina. Ella espera que no sea este. Dicen que los

hombres recogen a los perros que se les parecen, y este perro es

feo.

Sale al calor, huele a pescado en la basura. El almuerzo

terminó hace rato. Se pasa la mano por las arrugas de la falda,

inspira profundamente y camina por la grava con sus tacos altos.

Una lagartija gorda avanza haciendo zigzag sobre el yeso. Abre la

puerta vaivén, siente la onda de frío que sale del aire

acondicionado.

—Voy a ser el tipo de camisa azul —había dicho.

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Todo el mundo tiene una camisa azul… ponte sombrero.

Es lo mismo: en Mississippi todo el mundo lleva sombrero.

—Tú solo póntelo —dijo ella.

Una mesera está alisando un fajo de billetes de un dólar en

el bar. Apaga el cigarrillo cuando la ve a Roslin y le sonríe con su

sonrisa de haber terminado el servicio. Hay un tipo de camisa azul,

sentado junto a la ventana, de espaldas a ella. Sobre la mesa hay un

sombrero de cowboy. Es el único cliente. Roslin camina

directamente hacia él.

—¿Eres Guthrie?

—Ese soy yo. ¿Tú eres Roslin?

Ella asiente.

—Perdón, pero me cansé de tener puesto el sombrero —

dice y se señala la cabeza, estúpido, como si ella no fuera a saber

dónde iba el sombrero. Él había planeado quedarse de pie y

correrle la silla, mostrar buenos modales, pero Roslin ya se sentó,

colgando la correa de su bolso del respaldo del asiento. Es mucho

más bonita de lo que él se esperaba. Con esa risa en el teléfono,

había pensado que sería una gorda.

Ella cree que él debe haber hecho esto antes. Es

imperturbable, tiene el rostro suave como cromo, de mejillas

chupadas. Sin mencionar que este no es un encuentro casual entre

dos amigos, que ella no es una dama que pasaba por ahí y se sentó

al lado de él porque no había nadie más en el lugar y necesitaba un

poco de compañía. Pero no parecen demasiado preocupados. Es

probable que, si entrase algún conocido, no sería un recién casado

que fuera a almorzar a esa hora desolada. Toda esa larguísima

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charla telefónica y especulación y ahora allí están, probando

fortuna, sentados uno frente a otro, en un bar de Mississippi, sin

nada a qué aferrarse. Mierda.

—Pensaba que habías cambiado de opinión —dice él,

apoyando la palma abierta sobre el mantel de tela encerada. Tiene

las uñas largas. Su tercer dedo muestra una franja de piel pálida—.

¿Quieres beber o algo?

—Diablos, sí. ¿Has comido? —pregunta la mujer, sacando la

servilleta roja de su vaso y poniéndosela sobre el regazo.

—Naaa. Me estaba aguantando mientras te esperaba.

Él sostiene la carta entre ambos como si fuera un escudo y

elige sus palabras.

—¿Te gustan los mariscos?

—Claro que me gustan. ¿Qué te creíste? ¿Que era judía?

Él no tiene nada que decir al respecto.

—¡Dios! ¿Eres judío?

Él se ríe.

—Eres la criatura más bonita que he visto en mucho tiempo

—le dice, pensando, cuando se oye decirlo, que suena como si

fuera un mal parlamento. Había ensayado todo el camino lo que iba

a decirle, y estuvo a punto de chocar con un Corvette, y ahí está,

pronunciando las palabras más trilladas del mundo, aunque ciertas.

Esa mujer huele bien. Es rubia y está bronceada, tiene buen cuerpo,

aunque es demasiado lista como para ser un verdadero regalo del

cielo. Hace pucheros y mira el menú. Tiene rimel negro en las

pestañas, sombra azul sobre los párpados; puede verle lo oscuro

que tiene el cabello en las raíces.

Leen el menú, sus ojos vagan sobre los platos, todas las

entradas, los principales, la carta de postres al final y las diferentes

cervezas de todo el mundo en la página de las bebidas. Roslin

podría decidirse por una gran porción de esa torta de chocolate,

pero ya así como está, el broche del corpiño se le clava en la

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espalda. No lo había usado desde el bautismo del hijo menor de

Nelson en Mobile. Guthrie piensa que mejor ordena algo sin ajo.

Llega la mesera y se saca un lápiz de la oreja.

—¿Ya están listos, gente?

Mientras toma el pedido, fija la mirada en el sombrero de

cowboy. Es un sombrero grande, con un distintivo de los Saints

prendido en la banda. Ostras crudas y arroz con hígado de pollo y

otra Budweiser para el cowboy. Cangrejo saltado para la dama y

scotch, sin hielo.

—¿No tienes que conducir? —pregunta él.

—No. Llegué acá sobre una mula blanca.

—La señora tiene sentido del humor. Me gusta.

—Qué suerte.

Él se sonroja y mira por la ventana. El restaurante se sostiene

sobre pilotes por encima del agua, la barrosa contracorriente

rompiendo contra los postes que los soportan. El sol está tan

brillante que apenas puede ver, como si en el cielo hubiera una

gran orgía que cegara todas las miradas para que nadie pudiese

saber qué era lo que realmente estaba pasando allí. En eso está

pensando él, cuando la mesera trae las bebidas y galletas.

Encienden cigarrillos porque no hay nada más que decir.

Apenas unas palabras y están las cartas sobre la mesa. Es como si

ella le hubiese bajado el cierre de los pantalones. No puede creer

que haya manejado tanto tiempo para encontrarse con un tipo al

que jamás le habría echado un ojo. Un anuncio pequeño publicado

en el Times Picayune, un SE NECESITA MUJER en negrita, unas pocas

llamadas telefónicas y esto. El hecho de que estén allí lo dice todo, y

ahora que se ven, se acabó.

Ella saca un Marlboro. Él levanta de un golpe la tapa de su

encendedor y sostiene la llama. Ella baja la cabeza y saca el humo

por la nariz, mirándolo. Él piensa que ella se ve como una de esas

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estrellas de cine, como Lauren Bacall, o Madonna, o cualquier otra,

con esa ropa fina y las uñas largas. Ella se baja el scotch antes de

que llegue la comida, y deja una gruesa marca de lápiz labial sobre

el vaso. Él piensa que ojalá se lo pudiera contar a los muchachos del

molino. Big Andy podría poner el vaso en la lonchera, pero Big Andy

no puede aguantarse su propio pis después de dos cervezas. El

hombre comienza con las galletas, rompe el envoltorio plástico y se

traga la cerveza.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—Ayer —responde él.

Cuando llega la comida, Roslin manipula el cangrejo como si

fuera porcelana y chupa las cabezas, arroja los caparazones a un

lado y bebe su segundo scotch. Guthrie apila tenedores de arroz

sobre sus galletas, exprime jugo de limón y tabasco sobre las ostras,

las sorbe y traga.

—¿Quieres que te prepare una? —pregunta.

—Uh. No como nada que esté tan crudo. ¿Quieres uno de

estos? —pregunta ella, sosteniendo un cangrejo por la pinza—.

Están realmente ricos. Picantes.

—Naaa, si empiezo a comer una de estas cosas, nunca voy a

terminar. Como con las galletitas.

—Y como con las aventuras.

El hombre se sienta derecho.

—No es verdad —dice—. Nunca antes hice esto.

—Primera vez para todo, supongo. Entonces publicaste ese

aviso por desesperación, ¿no? Claro, si ese es el caso, estoy

reaccionando a la desesperación… lo cual no habla muy bien de mí,

¿no?

—Supongo que tenemos algo en común.

—Nunca dije que estuviera desesperada. Dije que tú estabas

desesperado.

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—Entonces lo tuyo es una encuesta, ¿no?

Ella se ríe.

El cocinero empuja las puertas vaivén de la cocina. Tiene

marcas de transpiración en las axilas. Cuando sale al porche, entra

al cuarto una ráfaga de aire caliente. Sienten el aumento de la

temperatura.

Guthrie comienza a hablar, le cuenta a Roslin cómo es

trabajar en el molino, cómo Lardhead se cortó la mano con la sierra

porque la sierra estaba donde no debería haber estado, cómo había

cobrado la plata del seguro, pero era la mano derecha de Lardhead

y él era diestro. Roslin le cuenta sobre cómo pintó todo el

departamento de cuartos contiguos, cada habitación color celeste

pálido, no pudo sacarse la pintura del cabello por semanas, y cómo,

por ese tiempo, se quedó en la carretera y se fabricó una correa de

ventilador con las panties. Evitaron hablar sobre sus vidas

familiares, intentando cada uno espiar por la ventana de la cocina

del otro sin hacerlo de manera obvia, preguntándose si no habría

por ahí alguna silla para bebés.

Después de que les retiran los platos, se piden otro trago y

otro más antes de que llegue la cuenta. Roslin lo observa separar

los billetes de un rollo.

—Tú no te agarraste nada en la sierra, ¿no?

—No, señora. Todas mis partes corporales funcionan bien.

Él le sostiene la silla. Mientras recoge los vasos y los cinco

dólares de propina, la mesera bosteza. Cuando cierran le dan un

portazo a la puerta de alambre tejido, perturban al cocinero que

está dormitando en el porche antes de la cena. Este los oye hablar

sobre cuál de los dos coches van a usar, pero ni se molesta en abrir

los ojos para ver qué dirección van a tomar.

Eligen la camioneta de Roslin, manejan por el territorio de

los rodeos, más allá de Picayune y en dirección a Jackson. No tienen

la menor idea de adónde están yendo o de cuándo se detendrán.

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Roslin va zigzagueando entre los caminos, como si alejarse de su

casa fuera también a llevar esa sensación todavía más lejos. Y

cuanto más lejos conduce, más crece esa sensación. Roslin no es

tonta. Sabe que está manejando porque hay algo de lo que tiene

que alejarse.

Hablan un poco, pero se quedan en silencio, porque no se les

ocurre nada más que decir. Él quiere apoyar los pies sobre el

tablero de la camioneta mientras ella maneja, pero los mantiene en

el piso y fuma sus cigarrillos, baja la ventanilla, deseando que el

fresco le calme los nervios. Luego, el silencio muta de esa manera

en que siempre lo hace, y están contentos de no hablar. Solo miran

las señales y el maíz alto que se mece a ambos lados de la ruta, el

destello del sol blanco sobre el capó.

Roslin piensa en su marido. Solía llamarlo su hombre. Mi

hombre, decía, aun cuando él no estuviera ahí. Muy apuesto y tan

frío como una lata de cerveza recién sacada del congelador, pero

muy inteligente para las cosas mínimas. Puede advertir el olor a

scotch en su aliento, aunque ella se haya lavado los dientes; aun

cuando la mujer tire la lata, reconoce cuándo compra el étouffée en

un negocio y lo condimenta para no molestarse con la cocina. Es el

tipo de hombre al que no se conmueve fácilmente. Ella solía pensar

que era como Robert De Niro o Sean Penn, para quienes la

procesión va por dentro. Pasó diez años con él, tratando de entrar

en su mundo, porque se imaginaba que, si él se tomaba todo ese

trabajo, debía haber algo realmente precioso en su interior, como la

perla atrapada en la ostra. Pero luego se rindió y se dio cuenta de

que allí no había nada, apenas un caparazón duro y vacío. A él le

había insumido toda su energía construir esa cosa; después, se

había metido en esa rutina y se había olvidado todo lo referente a

lo que se había propuesto proteger. El día en que ella lo advirtió, se

emborrachó en la sala de estar, comenzando inmediatamente

después del desayuno con scotch con hielo hasta el final. Apenas él

llegó a la casa y la vio repantigada en ropa interior, con las panties

puestas a pesar del calor, sentada en su sillón, el aire pesado, el

cuarto caliente como el infierno, los ventiladores a toda máquina,

supo que se iría. Él podía imaginárselo. Y ella sabía que él sabía.

Cuando uno descubre que ha desperdiciado diez años no es

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sencillo. Y ella ni siquiera quería golpearlo; lo único que deseaba era

pegarse a sí misma una patada.

—¿Qué estás pensando?

Miró a Guthrie. Le gusta cómo le queda la camisa.

—¿Cómo fue que te pusieron Guthrie? Jamás conocí a nadie

con ese nombre.

—Ah, mamá era una gran admiradora de Woody Guthrie, de

modo que me llamó como él. Tengo suerte de no haber crecido en

un tren.

—Entonces no es que Woody Guthrie fuera tu papá, ¿no?

—Le pasó cerca.

—Bueno, Guthrie, ¿no quieres prender la radio y poner

música?

—Sí. ¿Qué quieres que ponga?

—Cualquier cosa. Con tal de que no sea algo triste.

Él sintoniza en la estación de clásicos populares. Buddy Holly,

Ruby Turner, los Beatles de un lado entero del disco y después, del

otro. Se ahogan con Aretha Franklin, gritan con Chuck Berry que

canta «You Never Can Tell», recorren el camino con Johnny Cash. Ni

uno ni otra afinan. Guthrie silba. Ella nunca antes había conocido a

nadie que desafinara silbando. Sigue el ritmo chasqueando los

dedos y sus pulseras se sacuden a lo largo de millas. Él dice que es

como manejar con Mister Bojangles. Ella casi dice con Mrs.

Bojangles, pero se calla justo a tiempo. Ella piensa en estirarse

hasta donde está él, agarrarle la mano y cambiar de velocidad

sosteniéndosela como lo hacían en la secundaria. Se detienen a

cargar nafta al otro lado de Jackson y vuelven a subir

inmediatamente después de pagarle al tipo y de recibir el pack de

seis, porque detenerse podría significar pegar la vuelta. Beben

Budweiser y destapan las latas, dejándolas entrechocarse en las

curvas.

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El tránsito disminuye y apagan la radio para ver qué es lo

que pasa. Unos hombres con camperas amarillas dirigen el tránsito;

hasta donde se puede ver, los autos están estacionados a un lado

del camino. Entonces ven las luces de una vuelta al mundo, que gira

en un retazo de atardecer amarillo.

—¡Feria! ¡Puta madre! ¡Vamos! —grita Guthrie, bajando la

ventanilla—. Subamos a la maldita cosa y vayámonos al carajo.

Él se imagina que en algún momento tiene que parar y un

condado con agua es mejor que el desierto.

—¿Quieres?

—Sí, quiero hacerlo. Subir a esa cosa y cagarme en las patas

—dice él, que no ha subido a una de esas cosas en años.

—Estás chiflado —dice ella, pero da vuelta en «u» y conduce

a través del campo. Detienen la camioneta y cierran de un portazo;

dejan la llave puesta sin darse cuenta.

—¡Es como el Jazz Fest! —dice Guthrie.

—¡Consigamos más cerveza!

Hay niños que caminan por ahí, llevando demasiadas cosas:

globos en una mano, algodón de azúcar en la otra. Juguetes de

peluche debajo del codo de mamá porque papi tiene buena

puntería. Guthrie piensa que sería bueno que alguien atara un gran

globo de helio a cada uno de esos pequeños, y los mandara al cielo,

en el momento en que se aparece un payaso. Lleva una de esas

narices rojas y la pintura blanca de la cara se le está saliendo. Saca

un huevo de atrás de la oreja de Roslin y una moneda de la oreja de

Guthrie.

—Guau, qué ingenioso —dice Guthrie—. ¿Cómo lo haces?

—Magia —responde el payaso.

—Magia las pelotas. Sacar dinero de la nada es claramente

un truco.

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Pero «magia» es todo lo que el payaso va a decir, de modo

que Roslin le da un billete de un dólar y el hombre se aleja en busca

de la próxima pareja.

Beben cerveza en vasitos de plástico debajo de la vuelta al

mundo. Está llena de gente que gira lentamente. A Roslin la

enferma, le duele el estómago de solo mirar.

—¿Así que quieres subirte a esa rueda? —le pregunta a

Guthrie.

—Demonios que sí. Iré a sacar boletos.

—Yo no voy —dice ella, meneando la cabeza.

—¿Qué quieres decir con que no vienes?

—¿Quieres que te lo diga cantando? Preferiría tragar huevos

crudos antes que subirme a esa cosa.

—Anda, vamos. La vamos a pasar bien.

—Ve tú.

—Ven conmigo.

—No, no voy.

—Bueno, si tú no vienes, yo tampoco voy.

Pasearon un rato más por el predio, los tacos de Roslin

hundiéndose en el pasto. Hay casetas con dulces y helados, puestos

atiborrados de gente que les apuesta dinero a sus números de la

suerte en la rueda de la fortuna, arrojando dardos, tratando de

embocar unos anillos de plástico sobre juguetes. Falsos caballitos

que siguen hasta la meta. Hay una máquina con su floja zarpa de

metal que pende sobre juguetes de plástico. Le echan el ojo a una

foca de peluche que saca el hocico por encima de las jirafas, ponen

todas sus monedas y se quedan mirando cómo baja la zarpa, cae,

pero cada vez solo se desliza a través de esos juguetes, como si su

batería estuviese descargada.

—¡Mierda!

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—No te preocupes. No es nuestro día —dice Guthrie,

mientras pone su última moneda y observa cómo se zambulle la

zarpa y luego emerge vacía.

Las Tazas Giratorias, una especie de concavidad naranja con

asientos, sacude a los usuarios, sus rostros pálidos que pasan a toda

velocidad, gritando.

—¿Quieres dar una vuelta en eso? —pregunta él.

—Uy, uy. Vomitaría todo el cangrejo. A esas cosas deberían

llamarlas el giro y el vómito.

Hay un puesto de pesca de botellas para los de más de

veintiuno, que tiene alcoholes alineados sobre una mesa separada

del público por una soga. Los postes que sostienen la soga

levantada están empezando a doblarse. Se paga tres dólares por un

turno para pescar botellas. Él le echa un ojo a una botella de

bourbon, pensando que tal vez podría quedarle a mano, pero la

tapa es lisa, no hay por dónde engancharla y el anillo del extremo

de la caña resulta estrecho, de modo que necesitaría un pulso

realmente firme. El tipo que está al final, con una gran hebilla en los

pantalones, gana todo el tiempo, así que el hombre que administra

el puesto le dice que se vaya, que ya tiene bastante alcohol como

para organizar una fiesta.

Observan a personas que resbalan por un tobogán. Una

rampa amarilla de plástico, que se hunde en el medio como una

cintura. Debe tener más de cien pies de largo. La gente trepa los

escalones del otro lado y se deslizan directamente hasta abajo,

como locos, metidos adentro de una bolsa. TOBOGÁN MONSTRUO,

dice el cartel en la parte de abajo, SUBA SI SE ANIMA.

—¡Subámonos a esta cosa! —dice Guthrie.

—Ni loca.

—Oh, vamos. ¿No tienes ganas de subir a una de estas

cosas? No podemos haber hecho todo este trayecto hasta acá para

no hacer nada. ¡Muestra algún entusiasmo!

—Las alturas me dan mucho miedo.

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—Hay que arriesgarse un poco en la vida, Roslin —dice él—.

Podemos bajar juntos. No dejaré que te pase nada.

Ella mira a la gente que baja resbalando. Chicos gritones,

parejas, viejos que llevan el cinturón por encima del estómago, que

salieron para pasarla bien.

—Es horriblemente alto.

Él la persuade de subir. La toma de la mano y apuran las

cervezas y tiran los vasitos en el pasto. El tipo de las entradas tiene

un acento neoyorquino y aburrido. Recibe el dinero y les pasa las

bolsas. Se ponen en la fila, al pie de los estrechos escalones, una

escalera de metal con pasamanos de un solo lado que sube hasta

arriba de todo. Ascienden lentamente, como hormigas. Roslin no

puede mirar hacia abajo. Los parlantes, abajo, emiten la voz de Elvis

Presley, que pregunta «Are you lonesome tonight?», sus oes

alargadas y suaves que ascienden a través de la oscuridad. Guthrie

mira a la gente en el suelo, que corre de un lado para el otro como

insectos. Y luego, una voz de una joven más arriba, que dice:

«¡Permiso! ¡Déjenme pasar! ¡Permiso!» y ella, zigzagueando hacia

abajo entre los que se van a tirar.

—Se intimidó —dice el tipo que tienen detrás cuando pasa la

muchacha—. Pero era bonita.

Alguien, abajo, había perdido un globo y este vuela, cerca de

la baranda. Guthrie se asoma para agarrarlo, pero está muy lejos.

—No te asomes así —dice Roslin—. Me cago de miedo.

—Esta cosa es segura como una roca, ¿ves? —dice Guthrie y

salta sobre el escalón. Toda la escalera se sacude como la parte de

atrás de una culebra.

—Ay, ay. Ya mismo me bajo —dice ella y se da vuelta y ve la

fila de personas apiñadas. La pendiente era gradual, su avance

lento, pero allí están. Roslin se estremece y se aferra a las barandas,

temblorosa.

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Page 71: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

Guthrie la abraza. Intenta adivinar su edad, pero ella es de

las que uno nunca sabe. ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y cinco?

—No pienses en la altura, cariño. Solo sube. Conmigo estás

segura —dice y le sonríe. Le gusta esta mujer del aviso y piensa que

la consiguió por apenas veinticinco dólares más el almuerzo. De

golpe, se siente borracho y optimista.

Ahora no pueden ver al hombre que está arriba de todo

indicándole a la gente cuándo puede subirse al tobogán,

empujándolos por la espalda con su mano poderosa y automática,

la gente que, gritando, desaparece en el borde.

Chuck Berry aparece por los parlantes y canta «You Never

Can Tell».

—¡Es nuestra canción!

La cantaron dos veces durante el viaje.

—¡Oh, nena!

Guthrie canta; le importa un bledo quién esté allí oyéndolo.

Roslin lo mira, pensando en lo que sigue, en su hombre en casa que

probablemente, en ese preciso momento, está husmeando en la

cocina, buscando su cena, leyendo la nota que ella le dejó sobre la

heladera. Guthrie sonríe mientras canta, berreando la letra como si

estuviera cantando por la cena. Lindo cambio.

Por todo el trabajo que él hace en el molino, Roslin siente en

el hombro las yemas como si fueran dedales.

Ya sea que vayan a hacerlo o no, ahora Roslin se imagina que

sí y que él no se va a andar con delicadezas como algunos tipos. Lo

que quieren está ahí, en la superficie. Ella lo hará. Se irá con ese

hombre de camisa azul a algún motel barato, en el que la mitad de

las letras del cartel ya no se enciendan, y esperará que ese sea el

principio de algo. Dios. Finalmente, después de diez años, está

recibiendo lo que quiere, alguien que la hará sentir que vuelve a

estar viva, que debajo de la ropa es alguien.

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Page 72: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

Le saca el sombrero a Guthrie, se lo pone en su propia

cabeza y trepa por la escalera. Guthrie se ríe y siente en la brisa el

olor de su cabello. Roslin se señala la cabeza y dice: «Me temo que

me cansé de cargar el sombrero».

—De golpe te pusiste desfachatada.

Ya casi llegan.

La mujer que tienen delante de ellos es de mediana edad.

Aparece la mano y empuja, justo cuando ella está alzándose la falda

y entonces resbala por el tobogán, gritando, el cabello al viento, y

es el turno de ellos.

—¿Ustedes dos van juntos? —pregunta el de la mano.

—Sí.

—Bueno, la dama adelante.

Ella se pone al hombro la correa de su bolso y se ubica entre

las rodillas de él. Los muslos de él la sujetan por los costados

instantáneamente.

—¡Agárrate!

Ella mira hacia abajo. Es incluso más empinado de lo que se

imaginaba. Cuando sucede, sucede rápido. La mano no pregunta si

están listos, se limita a empujar.

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Ursula

Felisberto Hernández

Úrsula era callada como una vaca. Ya había empezado el verano

cuando yo la veía llevar su cuerpo grande por una calle estrecha; a

cada paso sus pantorrillas se rozaban y las carnes le quedaban

temblando. A mí me gustaba que se pareciera a una vaca. Una

noche que el cielo estaba bajo y se esperaba la lluvia, un auto

descargó sus focos sobre el cuerpo de Úrsula. Ella dio vuelta la

cabeza y en seguida corrió para un lado de la calle estrecha; parecía

una vaca sacudiendo las ubres. El auto se detuvo y alguien, desde

adentro, preguntó algo. Úrsula contestó moviendo la cabeza;

estaba rodeada del polvo que había levantado y se veía brillar las

córneas de sus grandes ojos. Después yo me quedé entre unos

árboles bajos hasta que llegó la lluvia. Úrsula volvería a pasar al otro

día. Yo oía el ruido de gotas gordas tragadas por el polvo y me había

agachado como si los árboles fueran capuchones que me pesaran

sobre los hombros. Pensé en mi casa; a cada instante yo elegía en

ella lugares y libros que aún no conocía. Y cuando estaba

desasosegado subía una escalera de caracol que en vez de baranda

tenía colgada en el centro una cuerda gruesa. A veces me quedaba

un rato agarrado a ella y me parecía que esperaba el momento de

subir un telón. Después entraba a una de las habitaciones y me

tiraba en la cama.

Aquella noche yo oía la lluvia desde un sillón acolchado y pensaba

en Úrsula. La primera vez que la vi ella estaba sentada a la mesa en

el mismo restorán donde comía yo. Su cuerpo parecía haberse

desarrollado como los alrededores de un pueblo por los cuales ella

no se interesaba. Ella estaba únicamente en sus ojos azules. Sobre

la frente, muy blanca, se abrían dos grandes ondas de su pelo rubio

y yo pensaba en los cortinados de una habitación antigua; los ojos

se movían debajo de sus párpados como personas dormidas bajo

las cobijas. A veces iba a su mesa una mujer pequeña vestida de

negro; hablaba agitadamente pero en voz baja; la boca carnosa de

Úrsula pertenecía a sus alrededores: comía pero no hablaba; la

pequeña enlutada no dejaba de conversar por eso: le bastaba con

que los ojos de enfrente levantaran un poco las cobijas y se taparan

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Page 74: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

de nuevo. No sé por qué tuve la idea de que Úrsula entregaría su

cuerpo como si él fuese un animal. Y se me ocurrió que si yo

entraba en relaciones con él, amaría disimuladamente a una vaca.

La primera vez que la vi caminar parecía que los muros estrecharan

las calles para tocar su cuerpo. Otra vez pasaba un carro y un techo

de dos aguas rozó una cadera de Úrsula con el filo de un ala.

Esa noche yo estaba desasosegado y a último momento decidí ir al

restorán; pero cuando llegué ya habían sacado los manteles. Me

sorprendió ver, únicamente, a Ursula con un niño de tres años.

¿Sería de ella? Lo había sentado al borde del mostrador; ella estaba

de espaldas y no dio vuelta la cabeza para ver quién entraba; le

sobresalía una cadera porque estaba apoyada sobre una pierna. El

niño me miraba fijo. Ella esperaría al dueño. Me acerqué un poco

más y vi que Úrsula se había hundido el borde del mostrador en el

vientre. Los ojos del niño me molestaban: se habían quedado tan

firmes como un espejo y yo tuve que dar vuelta la cabeza. Por fin

vino el dueño; a pesar de ser viejo su voz era como la de un

adolescente en el período de cambiarla. Yo no le entendía nada. A

mí tenían que hablarme lentamente y separando las palabras. De

pronto me di cuenta que Úrsula le contestaría alguna cosa: sería

como oír hablar una vaca. El niño estornudó; ella le puso un

pañuelo en la nariz y esperó que él se sonara. En ese instante el

dueño se dirigió a mí y le pedí una botella de cerveza; empezó a

servirme el primer vaso y sonó la voz de Úrsula como un reloj de

pared. Era una voz gruesa y un poco afónica; haría mucho que no la

usaba; si hubiera tosido como cuando se tiene carraspera, la voz se

habría aclarado.

Yo recordaba esto, aquella noche que llovía. Oí golpear en una de

las puertas y tuve un sobresalto. Me di cuenta de que en ese

momento no llovía. Al levantarme del sillón quedó sonando un

elástico y no sé por qué pensé en un instrumento profético y no iba

a abrir la puerta. Después crucé un corredor donde había colgadas

armas antiguas en las paredes. La persona que había llamado entró

y dirigía sus pasos hacia mí, cuando reconocí al amigo que me había

prestado aquella casa.

Él se había desprendido, recién, de un lugar donde había mucha

gente encendida –desde París hasta donde estaba yo se tardaba

dos horas–, y sacudiéndome por los hombros me decía:

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Page 75: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

—Pero ¿qué te pasa? ¿Estás dormido? (No me dio tiempo a

contestarle.) Yo me quedaré hasta el viernes y después te llevaré

por unos días.

Ya tendría tiempo, yo, de convencerlo de que no debía ir. Él se

había dado vuelta; fue para las piezas de arriba y yo volví a lo que

recordaba antes; encontré un fondo de aguas revueltas; allí estaban

las plantas verdosas y la poca luz del restorán; pero no podía ver los

alrededores de Úrsula. Mi amigo volvió trayendo la cara alegre y la

intención de seguir removiéndome.

—¿Trabajaste?

—Poco.

—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que necesitas?

La palabra necesitas me dio fastidio. ¡Pero él era tan buen amigo!

Antes de dormir estuvimos hablando a oscuras y de pronto él me

dijo:

—Te resultaría mejor comer aquí; una mujer podría hacer la

limpieza y algunas comidas sencillas.

Pensé que había descubierto mi deseo de que viniera Úrsula; y no

hice otra cosa que sacar la lengua, en la oscuridad, y guardarla

inmediatamente. Al otro día de mañana caminamos por los

alrededores; mi amigo detuvo a una anciana que salía del

cementerio y le preguntó por alguna mujer que quisiera emplearse.

La anciana tenía los ojos llorosos y dijo que no conocía ninguna.

Después vimos a la mujer enlutada, amiga de Úrsula. Mi amigo la

interrogó y ella se puso a pensar. Entonces yo, con toda naturalidad

posible, dije:

—Pregúntale por una mujer gorda que come en el restorán...

No entendí lo que decía la enlutada; pero mi amigo me tradujo:

—Dice que es muy haragana.

—¡Para lo que hay que hacer allí! –le contesté.

La enlutada pensaba en otra y yo perdí la esperanza. Al atardecer

me paseaba por el camino de los árboles bajos y mi amigo me

llamó. Al entrar en la casa me encontré con Úrsula, la pequeña

enlutada y un hombre bajito. Mi amigo me los presentó; y

señalando a Úrsula dijo:

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—Ésta es la que va a venir mañana.

Después le preguntó el nombre. Úrsula juntó los labios –se hubiera

dicho que se preparaba para besarlo– y contestó “Ursule”.

Al despedirme ella levantó los párpados durante el tiempo de

tomar una instantánea y yo apreté su mano como a la bomba de

goma de una máquina fotográfica. Después seguí paseando bajo los

árboles: deseaba estar solo con la idea de Úrsula. El destino la había

traído hasta mi casa y ahora él no dejaría las cosas a medio hacer.

Ella se aproximaba a paso lento y su instinto sería seguro. A la

mañana siguiente oí subir pesadamente la escalera. Yo todavía

estaba en la cama y me pasé las manos por la cabeza para

acomodarme el pelo. Ella dio un golpe en la puerta. Sin querer le

grité algo en castellano para que entrara. Desde mi cama –que era

baja– ella apareció inmensa. Mi amigo me mandaba decir si yo

prefería café o té. Entonces, clavando mis ojos en los párpados de

Úrsula contesté: “J’aime du lait”. Ella levantó los párpados y me

mostró sus ojos desnudos: tenían el asombro de un presentimiento.

Yo sentía voluptuosidad en haber empleado el verbo amar para

hablarle de la leche. Ella se limitó a decir: “Il n’y a pas de lait”. Pero

insistí señalando una valija y haciendo señas para que la abriera.

Ella tenía la torpeza de un animal amaestrado. Sacó un tarro de

leche desecada y lo daba vuelta entre sus manos para mirar todas

las vacas pintadas alrededor. Yo quise destaparlo para ver si era ése

el que estaba empezado. Me dolían las yemas de los dedos y Úrsula

se quedaba allí, con su gran barriga, esperando. Yo no podía hacer

saltar la tapa y pasábamos por uno de esos silencios que se hacen

en los circos cuando la prueba es difícil. Por último decidí que ella

me trajera otros tarros; tal vez conociera el empezado por el peso.

Úrsula me los alcanzaba con una sola mano; no se le ocurría

emplear las dos y traer dos tarros por vez. Conocí el empezado al

sacudirlo. Ella hizo una sonrisa y empezó a dar vuelta su cuerpo y a

irse. Yo temía que se cayera de la escalera. Mi amigo estuvo todo el

día de mal humor y a cada momento tropezaba con Úrsula. A la

hora de cenar Úrsula venía con una bandeja y tropezó con un

aparador oscuro. Algo, dentro de él, quedó sonando: fue como

despertar a un dormido que se hubiera puesto a rezongar. Entonces

mi amigo soltó una carcajada. Yo me quedé serio; a Úrsula se le

llenó la cara de vergüenza y se fue enseguida. Cuando volvió tenía

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Page 77: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

los ojos enrojecidos. Al terminar la cena mi amigo levantó una

lámpara para mirar un cuadro en el momento que Úrsula traía el

café; entonces le preguntó:

—¿Le gusta este cuadro?

Ella recorrió, con sus ojos azules, todo el paisaje y dijo:

—Sí. Mi abuelo pintaba en las iglesias y hacía cuadros como éste.

—¿En las iglesias pintaba así? ¿Paisajes con vacas?

Entonces Úrsula se rió poniéndose una mano en la boca y repitió:

—¡Vacas en las iglesias!

Mi amigo le tomó de un brazo. Yo sentí, también, la piel de ella en

mi mano; pero odié a mi amigo. Antes de dormir pensé en Úrsula;

nos habíamos encontrado varias veces en el corredor de las armas y

ella se ponía de costado. Me dormí pronto pero me desperté al

rato. Creía comprender más a Úrsula cuando ella caminaba por las

calles estrechas. Ahora todo se volvía más simple pero yo lo

comprendía menos. Ni siquiera tenía para Úrsula los pensamientos

de costumbre; era como si en la oscuridad no reconociera mi saco

ni pudiera calzar las mangas.

Al otro día mi amigo se fue. Aunque Úrsula y yo no hablábamos

nunca ahora parecíamos más silenciosos. Al anochecer empecé a

mirar un juego de barajas nuevas; pero sin la intención de hacer

solitarios. Pensaba que debía buscar la manera de conversar con

Úrsula. Y fue ella la que se acercó para preguntarme si sabía

adivinar lo que decían las cartas. Le dije que no y me arrepentí

enseguida. Pero cuando ella volvió al comedor se me ocurrió

proponerle:

—Puedo adivinar mejor en las manos...

Ella se detuvo sin decirme nada. Me pareció que era supersticiosa y

haciendo un esfuerzo le dije:

—Si quiere, después de cenar podríamos ver qué dicen sus manos.

Seguí trabajando en silencio, y antes de irse a su casa yo insistí:

—¿No tiene tiempo ahora?

—¿Y si me sale una desgracia? –contestó.

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Se acercaba a la mesa con timidez y traía movimientos raros en el

cuerpo; tal vez quería que le perdonaran los alrededores. Se miraba

una mano y me hizo pensar que tendría una espina. Entonces le

pedí que fuéramos a la lámpara de pie con flecos amarillos. Le tomé

la mano y acercamos nuestras cabezas a la pantalla. Yo pasaba mis

dedos sobre su palma como si su destino estuviera escrito en un

papel arrugado. Ya había pensado lo que le iba a decir. Antes le

miré la cara; tenía la seriedad de una novia en el momento de

casarse. Cuando volví los ojos a nuestras manos la luz no me

pareció suficiente. Entonces separé los flecos con una mano y

enseguida hice pasar las otras debajo de la luz. Nuestros ojos

miraban la ceremonia detrás de los flecos, mientras las manos

tomadas esperaban con la más inocente delicadeza; y de pronto yo,

con mi voz más lejana, dije:

—Usted ha tenido, en su vida... preocupaciones...

Me detuve todo el tiempo posible. Después, arrugando las cejas,

agregué:

—Hay una persona, sobre todo, que la ha disgustado mucho...

Me detuve de nuevo. Ella aspiró un poco de aire y tuvo un quejido

entrecortado, como en medio de un sueño y mientras su cuerpo

cambiara de posición. Al rato, con la actitud de estar seguro de

todo, le propuse:

—Si le parece mejor abandonamos el pasado y averiguamos el

futuro.

Y antes de que se arrepintiera cerré los ojos diciendo:

—Voy a descansar un instante.

Saqué las manos de la luz sin soltar la de ella; la sentía en la mía

pero yo no hacía ningún movimiento; temía que la de ella se

asustara. El resplandor me hacía pensar en que estábamos al borde

de una hoguera. A los pocos instantes la mano de ella hizo un

movimiento; entonces yo volví a llevar las tres debajo de la luz.

Colocamos las frentes junto a la pantalla, que parecía otra cabeza, y

su cara vacía pero encendida atendía al mismo acontecimiento.

—Veo llegar, a sus días futuros, un extranjero.

Hubo un silencio demasiado largo. Lo interrumpió ella:

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—¿Qué tipo de hombre es él?

Me acerqué a su mano como para observar un insecto. Al fin

contesté:

—Parece morocho... y la hará feliz.

Al mismo tiempo pasé mi mano por mi pelo negro.

—¿Qué más?

—Por ahora no me doy cuenta.

Di vuelta la mano de ella para mirar el dorso; pero ella la retiró

llevándola a la penumbra con un movimiento de pezuña. Al rato le

pregunté:

—¿Qué le pasa? ¿No le gusta estar enamorada?

—Después no se puede dormir ni comer y vienen los disgustos.

—¿Qué disgustos?

Pero ella dio vuelta torpemente su cuerpo y se fue.

Esa noche recordé la ceremonia de las manos y tuve para ellas un

sentimiento de futuro lejano y como si dijera: “¡Ah! ¡Cuando

nuestras manos eran jóvenes!”. Después pensé en los dedos de ella,

siempre juntos y temerosos de separarse; y en los míos que

parecían moverse en una pecera iluminada.

A la mañana siguiente Úrsula me dijo que llevaría a su sobrino la

cucharada de leche disecada que tomaría en casa. Con la alegría de

saber que aquel niño del restorán no era su hijo, fui a mi pieza y

traje un tarro. Ella estaba conmovida y quiso llevarlo enseguida a

casa del niño. La acompañé hasta el portón y al verla alejarse pensé

en los días primeros del verano, cuando no éramos amigos. De

pronto ella dio vuelta la cabeza; a mí se me ocurrió hacerle adiós

con la mano y ella me contestó levantando la suya. Entonces yo me

dije: “Esto va bien: ninguna sirvienta saluda así a su patrón”.

Después subí la escalera lentamente y me agarraba de la cuerda

lleno de esperanzas.

Ese día, un poco antes de la noche, ella entró en la pieza donde yo

trabajaba y con una sonrisa rara, me anunció:

—Lo buscan.

—¿Quién?

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—Un señor.

Y al decir esto me mostraba su mano.

—El señor que usted vio en la mano anoche...

—¡Oh! Muy bien. Voy enseguida.

Pero yo no sabía quién sería; de pronto recordé lo del “extranjero

morocho” y pensé: “¡Yo no le habré arreglado el destino a otro!”. Y

recién al cruzar el corredor de las armas recordé haberle dicho que

una persona del pasado le daba disgustos. El visitante era el

hombre bajito que había venido con la señora enlutada cuando

tomamos a Úrsula. Yo trataba de comprender su francés y miraba

sus pantalones negros muy apretados de donde salían pies tan

grandes que parecían guadañas. Él me hablaba de la leche desecada

y me agradecía el tarro. Tal vez fuera cuñado de Úrsula; pero ¿por

qué la había hecho sufrir? Él dio vuelta la cabeza hacia un lado y el

perfil era tan alargado como una sombra en la pared.

—¿Usted es el papá del niño? ¿Y aquella señora de luto la mamá?

Él miró a Úrsula y ella dijo:

—Él es el abuelo, el padre de mi hermana; y la señora de luto es

amiga de él.

Yo me sentí feliz y me prometí estrechar las relaciones con Úrsula.

Al otro día, antes del almuerzo, le propuse:

—En honor a su abuelo, que fue un gran pintor, le ruego que me

acompañe a comer.

Ella se quedó perpleja, fue a buscar una fuente y al volver me

contestó:

—Yo no puedo... todos mis parientes no son honorables.

—¡Oh! Hágalo por nuestra amistad. Estoy muy solo...

¿Por qué ella habría dicho eso? En la tardecita Úrsula se sentó cerca

de la ventana; parecía que estuviera en un palco y mirara la escena

donde unos árboles bajos se cubrían con un follaje oscuro. Después

encendió las lámparas; y la luz, al salir por la ventana daba sobre

troncos grises y parecía que alumbraba pantalones. Ella se quedó

inmóvil mucho rato. A la noche, en el instante de sentarse bajo la

lámpara de flecos amarillos, Úrsula se acomodaba en la silla como si

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fuera a tocar el arpa. Y al rato, cuando yo miré de nuevo me pareció

que ella y la lámpara me esperaban. Entonces me acerqué y le dije:

—¿Me permite que le hable de algo íntimo?

Levantó los párpados tan rápidamente como si se le hubieran

volado; y con los ojos espantados me empezó a decir:

—Mi padre... ya es tarde. Yo esperaba que usted terminara de leer

para decirle que mañana no podía venir.

—Muy bien, no se preocupe; yo le iba a hablar de la persona que le

daba disgustos.

Ella se había parado; pero después de un instante sus párpados

volvieron a posarse sobre los ojos y me preguntó:

—¿Tardará mucho?

—Creo que no; pero si está apurada...

Al descargar su cuerpo en la silla las maderas se quejaron.

—¡Su papá parece un hombre bueno!

—Sí...

—¿En qué se ocupa?

Después de un silencio ella me dijo algo que no entendí.

—¿Cómo?

Entonces levantó la cabeza; y desafiando la verdad repitió:

—De robos.

Y después de otro silencio:

—Ahora hace mucho que no lo llevan preso.

Y empezó a contar detalles. Su padre robaba de día. El año pasado

ella le había cosido en el sobretodo unos bolsillos que le llegaban

hasta abajo; allí él metía las piezas de género como si envainara

espadas. Me contó otras cosas más; y parecía que hablara de la

técnica de un cazador que para cada ave se preparara de manera

distinta. De pronto vi que Úrsula se pellizcaba un seno; pero en

realidad sólo se pellizcaba la bata para decirme:

—Esta seda me la trajo él.

A último momento decidí acompañarla a la casa. En las calles

estrechas encontramos algunos vehículos; yo le tomaba el brazo y

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procuraba quedarme con él; ella se resistía; pero cuando salimos de

la aldea fue más condescendiente. Desde ese camino se veía la

ciudad y se me ocurrió invitarla al cine. Convinimos en ir el domingo

por la tarde y no conversamosmás. Ahora llevábamos el

apresuramiento torpe de los que están próximos a un pecado. A

veces nuestros pasos no coincidían y los cuerpos chocaban;

parecían bestias desiguales prendidas en el mismo carro. Su casa

quedaba en la orilla del bosque y antes de llegar ella me dijo:

—Suélteme; papá es muy celoso.

Esa noche no pude dormir. Y a la noche siguiente hicimos la misma

carrera; yo quería rodearle el talle pero el brazo no me alcanzaba. El

domingo, enseguida de almorzar había sol y fuimos caminando

despacio hasta el cine. En el informativo había vacas y yo puse mi

brazo en el hombro de Úrsula. La película era triste y cuando un

niño huérfano iba solo por un camino polvoriento a Úrsula le

salieron lágrimas. Yo se las sequé con mi pañuelo y le di un beso en

la cara; la carne de su mejilla era dura, pero estoy seguro que tenía

olor a leche. Después le di muchos besos más hasta que se enojó y

me dijo cosas que no entendí. Yo también me enojé y no hablamos

ni en el camino de vuelta ni en la cena; pero me pidió que la

acompañara a la casa y por las calles estrechas empezaron de

nuevo los besos; ella no quería detenerse ni un instante; para

besarla yo iba saltando a su alrededor: debía parecer un insecto que

conservaba el vuelo mientras picaba. Me extrañó que a la noche

siguiente ella aceptara otra invitación al cine. Al salir de allí, tarde

en la noche y cuando pasábamos por mi casa le propuse que

tomáramos una taza de leche. Entonces se me ocurrió decirle:

—¡Es tan tarde! Si su papá no fuera tan celoso usted podría

quedarse en mi casa.

En ese momento ella tenía la taza en la boca; la separó apenas de

los labios y sintiéndose escondida detrás de ella, me dijo:

—Mi padre está preso.

Hicimos un minuto de silencio para pensar en el padre; pero yo

estaba contento.

A la mañana siguiente ella fue un momento a su casa. Yo sentía la

libertad de un estudiante después de una temporada de exámenes.

Me tiré en un montón de paja que había entre una cochera. Desde

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allí veía el verano. Los techos eran viejos, les faltaban tejas y se

echaban encima de casas que apenas podían soportarlos. Yo me

imaginaba que vivía un día de antes, cuando el sol daba de otra

manera sobre la tierra. Tal vez el silencio de Úrsula fuera de aquel

tiempo. Ella lo habría heredado desde la época en que él fue

repartido entre todas las cosas. Y ahora yo deseaba el silencio que

se había amontonado en Úrsula.

Durante unos días yo creí saber cómo era Úrsula. Pero una tarde, ya

cerca de la noche, yo estaba tirado en el montón de paja con los

ojos cerrados; y al abrirlos vi delante de mí una vaca. Me asusté y

tuve un instante de ofuscación. Entonces le grité con todas mis

fuerzas: “¡Úrsula!”. Los dos nos quedamos quietos; y a los pocos

segundos Úrsula vino corriendo, empezó a reírse y se llevó la vaca.

Las dos iban sacudiendo sus cuerpos hacia un portoncito del fondo;

y yo las miré hasta que una salió y la otra cerró el portón.

La mujer ilustrada

Por Ray Bradbury

Cuando un nuevo paciente acierta a entrar en el consultorio y se

tiende para balbucear una sucinta banda de asociaciones libres,

corresponde al psiquiatra que está delante, detrás o por encima,

decidir exactamente en qué puntos la anatomía del cliente está en

contacto con el diván. En otras palabras, ¿dónde se pone el

paciente en contacto con la realidad? Algunas personas parecen

flotar a dos centímetros de cualquier superficie. No han visto tierra

en tanto tiempo que están un poco mareados. Pero otros gravitan,

se aferran, empujan, clavan tan firmemente los cuerpos en la

realidad, que mucho después de haberse ido se encuentran sus

formas de tigre y las manchas de las garras en el tapizado. En el

caso de Emma Fleet, el doctor George C. George tardó mucho en

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decidir cuál era el mueble y cuál la mujer y dónde lo primero tocaba

lo segundo.

Porque para empezar, Emma Fleet se parecía a un diván. —La

señora Emma Fleet, doctor —anunció la recepcionista. El doctor

George C. George se quedó sin aliento.

Porque era una experiencia traumática ver a aquella mujer que

derivaba por la puerta sin el beneficio de un guardagujas o del

equipo de mecánicos que trabaja alrededor de los globos de Pascua

de Macy's tirando de los cables, guiando las macizas imágenes

hasta algún eterno cobertizo, más allá. Emma Fleet entró veloz, y el

piso se estremeció como si fuese la plataforma de una enorme

balanza.

El doctor George debió de haberse quedado otra vez sin aliento,

mientras le calculaba a la mujer unos doscientos kilos por lo bajo,

pues ella le sonrió como si le hubiese leído el pensamiento.

—Doscientos uno y cuarto, para ser justos —dijo. El doctor se

descubrió observando los muebles.

—Oh, resistirán muy bien —apuntó la señora Fleet, y se sentó. El

diván chilló como un perro vagabundo. El doctor George se aclaró la

garganta.

—Antes que se ponga usted cómoda —dijo—, creo mi deber decirle

en seguida con toda honradez que nosotros en el campo de la

psiquiatría no hemos conseguido inhibir el apetito. El problema del

peso y la aumentación ha escapado hasta ahora a nuestra

competencia. Rara confesión, quizá, pero si no reconociéramos

nuestras propias incapacidades, nos engañaríamos quizá a nosotros

mismos y estaríamos recibiendo dinero con falsos pretextos. De

modo que si ha venido usted a buscar esa ayuda he de catalogarme

entre los incapaces.

—Gracias por su honradez, doctor —dijo Emma Fleet—. Pero no

quiero adelgazar. Preferiría que me ayudara usted a aumentar otros

cincuenta kilos, o quizá cien.

—¡Oh, no! —exclamó el doctor George.

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Page 85: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

—Oh, sí. Pero mi corazón no permitirá lo que mi alma querida y

entrañable soportaría con el mayor gozo. Mi corazón físico podría

fallar ante las exigencias de amor de mi corazón y mi mente.

Emma Fleet suspiró. El diván también.

—Bueno, permítame que le informe. Estoy casada con Willy Fleet.

Trabajamos en los Espectáculos Ambulantes Dillbeck-Horsemann.

Soy conocida con el nombre de la Dama Generosa. Y Willy...

Se incorporó del diván y se deslizó, o más bien escoltó a su propia

sombra a lo largo del cuarto. Abrió la puerta. Más allá, en la sala de

espera, un bastón en una mano, un sombrero de paja en la otra,

rígidamente sentado, contemplando la pared, había un hombre

minúsculo de pies minúsculos, manos minúsculas y ojos minúsculos

de color azul brillante en una cabeza minúscula. Medía, a lo sumo,

unos noventa centímetros de alto y pesaba quizá no más de treinta

kilos. Pero una mirada de genio orgulloso, tenebroso, casi violento,

resplandecía en la cara pequeña aunque áspera.

—Ese es Willy Fleet —dijo Emma con amor, y cerró la puerta. El

diván, al sentarse, gimió de nuevo. Emma echó una sonrisa radiante

al psiquiatra que seguía contemplando, todavía conmocionado, la

puerta.

—No tienen hijos, desde luego —se oyó decir el psiquiatra.

—No tenemos hijos. —La sonrisa de Emma Fleet se detuvo un poco

—. Pero ese no es mi problema. Willy, en cierto modo, es mi hijo. Y

en cierto modo, además de su mujer, soy su madre. Todo tiene que

ver con el tamaño, me imagino, y somos felices por la manera en

que hemos equilibrado las cosas.

—Bueno, si su problema no son los hijos, o el tamaño de usted o el

de él, o los kilos de más entonces, ¿qué...?

Emma Fleet respondió con una risita tolerante. Era una risa

agradable, como la de una niña que de alguna manera estaba presa

en aquel cuerpo enorme y en aquella garganta.

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Page 86: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

—Paciencia, doctor. ¿No deberíamos retroceder hasta encontrar el

momento en que Willy y yo nos conocimos? El doctor se encogió de

hombros, se rió entre dientes y aflojó el cuerpo, asintiendo.

—Bueno.

—En la escuela secundaria —dijo Emma Fleet— yo medía un metro

ochenta, y a los veintiún años hacía llegar la balanza a ciento

veinticinco kilos. No necesito decirle que rara vez salía de excursión

en verano. La mayor parte del tiempo me quedaba en dique seco.

Sin embargo tenía muchas amigas a las que les gustaba mostrarse

conmigo. La mayoría de ellas pesaban setenta y cinco kilos y a mi

lado se sentían esbeltas. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no

me preocupa más. Willy lo cambió todo.

—Willy parece ser un hombre bastante notable —se encontró

diciendo el doctor George, contra todas las normas.

—¡Oh, lo es, lo es! ¡En él arde un fuego sin llama, una capacidad, un

talento todavía sin descubrir, sin utilizar! —Dijo Emma Fleet, con

súbita vehemencia—. ¡Dios lo bendiga, entró en mi vida como una

tormenta de verano! Hace ocho años había ido yo con mis amigas a

una feria ambulante el Día del Trabajo. Al final de la tarde, las chicas

habían sido acaparadas todas por los muchachos que pasaban y se

las habían llevado. Yo me había quedado sola con tres muñecas, y

un maletín de falso cocodrilo y nada que hacer salvo poner nervioso

al Hombre que Adivina el Peso, mirándolo cada vez que pasaba

como si en cualquier momento fuera a pagarle para que él

adivinase. Pero el Hombre que Adivina el Peso no estaba nervioso.

Luego de pasarle por delante tres veces, vi que me miraba fijo. ¡Con

respeto, sí, con admiración! ¿Y quién era el Hombre que Adivina el

Peso? Willy Fleet, naturalmente. La cuarta vez que pasé me llamó y

me dijo que me daría un premio gratis si le permitía adivinar mi

peso. Estaba todo enfebrecido y excitado. Bailaba a mi alrededor.

Nunca me habían hecho tanto caso en mi vida. Me ruboricé. Me

sentí bien. Luego me senté en la silla balanza. Oí que la aguja daba

una vuelta completa, zumbando, y que Willy silbaba de placer.

“—¡Ciento cuarenta y cinco kilos! —Exclamó— ¡Dios mío, que

encantadora! “—¿Cómo dijo? —pregunté.

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Page 87: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

“—Que usted es la mujer más encantadora del mundo —dijo Willy,

mirándome directamente a los ojos.”

—Me ruboricé de nuevo. Me reí. Los dos nos reímos. Luego debo de

haber llorado, allí sentada, pues sentí que él me tocaba el hombro,

preocupado. Me miraba a la cara un poco temeroso.

“—¿Le he dicho algo malo? —me preguntó.

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“—No —sollocé, y después me fui tranquilizando—. Algo bueno,

algo bueno. Es la primera vez que alguien...

“—¿Qué?

“—Encuentra bien mi gordura.

“—Usted no es gorda —dijo—. Usted es ancha, alta, maravillosa.

Miguel Ángel la hubiera adorado. Ticiano la hubiera adorado. Da

Vinci la hubiera adorado. Sabían lo que hacían en aquellos tiempos.

El tamaño. El tamaño es todo. Yo lo sé. Míreme a mí. He viajado con

los Enanos Singer durante seis temporadas, con el nombre de

Pulgarcito. Dios mío, estimada señora, usted viene de la parte más

gloriosa del Renacimiento. Bernini, que edificó la columnata de San

Pedro y las del altar, hubiera dado su alma inmortal por conocer a

alguien como usted.

“—¡No! —gemí—. Esta felicidad no es para mí. Sufriré tanto cuando

usted calle. “—Entonces no me callaré —dijo—, señorita...

“—Emma Gertz.

“—Emma —dijo—, ¿es usted casada?

“—¿Está usted bromeando? “—Emma, ¿le gustaría viajar? "—

Nunca he viajado.

“—Emma, esta feria se quedará en el pueblo una semana más.

Venga todas las noches, todos los días, ¿por qué no? Hable

conmigo, conózcame. Al final de la semana, quién sabe, tal vez viaje

conmigo.

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Page 88: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

“—¿Qué está usted insinuando? —dije, no enojada ni irritada ni

nada, sino fascinada e intrigada por el hecho de que alguien le

hubiese ofrecido algo a la hija de Moby Dick.

“—Estoy insinuando matrimonio.”

—Willy Fleet me miró, respirando con esfuerzo, y tuve la impresión

de que estaba vestido de alpinista, con sombrero, botas

claveteadas, bastón y una cuerda colgada del hombro de niño. Y

que si yo le preguntaba: ‘¿Por qué dice eso?’, él me contestaría:

‘Porque es usted’. Pero yo no le pregunté y él no contestó. Nos

quedamos allí en la noche, en el centro de la feria, hasta que por fin

tomé por el medio del camino, vacilante.

“—¡Estoy borracha! —gemí— Oh, tan borracha y no he bebido

nada.

“—¡Ahora que la he encontrado —me gritó Willy Fleet—, usted no

se me escapará, acuérdese!”.

Aturdida y tambaleándome, cegada por esas grandes palabras

masculinas cantadas con voz de soprano, salí a tientas de la feria y

volví a casa.

A la semana siguiente estábamos casados.

Emma Fleet. se detuvo y se miró las uñas.

—¿Le molestaría que le contara la luna de miel? —preguntó

tímidamente.

—No —dijo el doctor y en seguida bajó la voz, pues contestaba

demasiado rápido—. Por favor, siga.

—La luna de miel. —Emma emitió su voz más humana.

La respuesta de todos los recintos de aquel cuerpo hizo vibrar el

diván, la habitación, al doctor, los queridos huesos del doctor.

—La luna de miel... no fue corriente. El entrecejo del doctor se alzó

apenas. Pasó la mirada de la mujer a la puerta; del otro lado, en

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Page 89: tallerexpresion1k.sociales.uba.artallerexpresion1k.sociales.uba.ar/.../Cuentos-de-amor.docx · Web viewElla esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato

miniatura, estaba sentada la imagen de Edmund Hillary, el hombre

del Everest.

—Usted nunca ha visto una prisa como la de Willy cuando me llevó

a su casa, una encantadora casa de muñecas, con una habitación de

tamaño normal que iba a ser la mía o más bien la nuestra. Allí, muy

cortésmente, siempre el caballero amable, reflexivo, tranquilo, me

pidió la blusa, que le di, la falda, que le di... Siguiendo la lista, le

tendí todas las ropas que nombraba, hasta que al final... ¿Es posible

ruborizarse de la cabeza a los pies? Es posible. Sucede. Allí estaba

yo, de pie, como un fuego atizado, y unas oleadas de calor me

subían y bajaban por el cuerpo, e iban y venían abarcándolo todo,

con matices de rosa, blanco y de nuevo rosa.

“—¡Dios mío —exclamó Willy—, eres la camelia más grande y más

bonita que haya florecido jamás!

—Nuevas olas de rubor avanzaban en ocultos aludes internos,

mostrándose sólo para colorear mi cuerpo en el exterior, en lo que

era para Willy la más preciosa piel. ¿Qué hizo entonces Willy?

Adivine.

—No me atrevo —respondió el doctor, ruborizado él mismo. —Dio

varias vueltas a mi alrededor.

—¿A su alrededor?

—A mi alrededor, como un escultor que contempla un enorme

bloque de granito color blanco de nieve. El mismo lo dijo. Granito o

mármol del que se pueden sacar imágenes de una belleza hasta

entonces insospechada. Dio vueltas y más vueltas a mi alrededor,

suspirando y sacudiendo la cabeza, pensando que había tenido de

veras mucha suerte, las manitas entrecruzadas, los ojitos brillantes.

¿Por dónde empezar, parecía estar pensando, por dónde, por

dónde empezar? Al fin habló.

“—Emma —dijo— ¿por qué crees que he trabajado años enteros en

la feria como el Hombre que Adivina el Peso? ¿Por qué? Porque he

estado buscando toda la vida a alguien como tú. Noche tras noche,

verano tras verano, he estado observando las sacudidas y

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temblores de las balanzas. ¡Y ahora al fin tengo el medio, la manera,

la pared, la tela en que expresar mi genio!”

Dejó de caminar y me miró, con los ojos anegados.

“—Emma —dijo suavemente— ¿puedo pedirte permiso para hacer

absolutamente todo lo que quiera contigo?

“—Oh, Willy, Willy —exclamé—. ¡Todo!”

Emma Fleet se detuvo.

El doctor se encontró en el borde de la silla.

—Sí, sí, ¿y entonces?

—Y entonces —dijo Emma Fleet—, sacó todas las cajas y botellas de

tinta y lápices y las brillantes agujas de plata, agujas de tatuar.

—¿Agujas de tatuar?

El doctor se apoyó en el respaldo de la silla.

—¿La... tatuó?

—Me tatuó.

—¿Era un artista del tatuaje?

—Lo era, lo es, un artista. Sólo que el arte de Willy se expresa en el

tatuaje.

—Y usted —dijo el doctor— ¿era la tela que él había estado

buscando durante gran parte de su vida de adulto?

—Yo era la tela que él había buscado toda la vida.

Emma Fleet dejó caer la cosa, que se hundió y siguió hundiéndose

en el doctor. Cuando vio que había tocado fondo y removido vastas

cantidades de barro, prosiguió serenamente.

—¡Entonces empezó la gran vida! Yo amaba a Willy y Willy me

amaba a mí y los dos amábamos eso más grande que nosotros

mismos y que hacíamos juntos. ¡Nada menos que crear la pintura

más extraordinaria que jamás se haya visto! ‘¡Nada menos que la

perfección!’ exclamaba Willy. ‘¡Nada menos que la perfección!’

respondía yo. Oh, fue una época feliz. Pasamos juntos diez mil

horas de intimidad y trabajo. Usted no puede imaginarse lo

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orgullosa que estaba yo de ser esa vasta orilla en la que el genio de

Willy Fleet fluía y refluía en una marea de colores.

Pasamos un año en mi brazo derecho y en el izquierdo, medio año

con la pierna derecha, ocho meses en la izquierda, preparando la

inmensa explosión de detalles brillantes que me brotaban en las

clavículas y en los omóplatos, que me subían por los muslos y

estallaban en las ruedas de fuegos artificiales que celebraban un

glorioso cuatro de julio; desnudos del Ticiano, paisajes de Giorgione

y los relámpagos cruzados del Greco en mi exterior, picoteando de

arriba abajo mi espinazo con vastas luces eléctricas. Alabado sea,

nunca ha habido, nunca habrá un amor como el nuestro, un amor

en que dos personas se dediquen con tanta sinceridad a una tarea:

la de dar belleza al mundo. Volábamos uno hacia el otro día tras

día, y yo comía más, me ensanchaba con los años, y Willy aprobaba,

Willy aplaudía. Más espacio, más lugar para que las figuras

florecieran. No podíamos estar separados, porque los dos

sentíamos, estábamos seguros de que una vez terminada la Obra

Maestra, podríamos abandonar el circo, la feria, el teatro de

variedades para siempre. ¡Era grandiosa, sí, pero sabíamos que una

vez terminada, podríamos ir al Art Institute de Chicago, a la Kress

Collection de Washington, a la Tate Gallery de Londres, al Louvre,

los Uffizi, el Museo del Vaticano! ¡Durante el resto de nuestras vidas

viajaríamos con el sol!

Así fue, año tras año. No necesitábamos del mundo ni de las gentes

del mundo, nos teníamos el uno al otro. Trabajábamos de día en

nuestras ocupaciones ordinarias, y hasta después de medianoche,

allí estaba Willy trabajando en mi tobillo, Willy en mi codo, Willy

explorando la increíble pendiente de mi espalda que culminaba en

una elevación de nieve y de talco. Willy no me dejaba ver, no le

gustaba que yo mirara por encima del hombro, del suyo o del mío.

La curiosidad no me dejaba vivir, y sin embargo pasaron meses

antes que me fuera permitido ver el avance lento pulgada a

pulgada, las tintas brillantes que me inundaban y ahogaban en un

arco iris de inspiración. Ocho años, ocho fabulosos, gloriosos años.

Y llegó el día, la obra estaba terminada. Y Willy se desplomó y

durmió cuarenta y ocho horas. Y yo dormí a su lado, el mamut

acostado junto al cordero negro. Esto fue hace apenas cuatro

semanas. Hace apenas cuatro semanas nuestra felicidad se terminó.

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—Ah, sí —dijo el doctor—. Un equivalente de esa depresión que

siente la madre después que el hijo ha nacido. El trabajo ha

terminado y sigue invariablemente un período de apatía y en cierto

modo de tristeza. Pero piense que ahora cosecharán las

recompensas de una larga labor, ¿no es cierto? ¿Recorrerán el

mundo?

–No —gimió Emma Fleet, y una lágrima le asomó a los ojos—. En

cualquier momento Willy se irá y no volverá nunca. Empezó yendo

de un lado a otro por la ciudad. Ayer lo pesqué cepillando la balanza

de la feria. ¡Hoy lo encontré trabajando por primera vez en ocho

años, de vuelta en el puesto del Hombre que Adivina el Peso!

—Oh, Dios —dijo el psiquiatra.

—Anda.... ¡Pesando a nuevas mujeres, sí! ¡En busca de nuevas

telas! ¡No lo ha dicho, pero lo sé, lo sé! ¡Esta vez encontrará una

mujer todavía más pesada, de doscientos cincuenta, trescientos

kilos! Adiviné que esto ocurriría, hace un mes, cuando terminamos

la Obra Maestra. Entonces todavía comí más, y me estiré la piel

todavía más, para que aquí y allá aparecieran nuevos lugarcitos,

pequeños parches que Willy tendría que restaurar y completar con

nuevos detalles. Pero ahora estoy terminada, agotada, me he

atiborrado, he concluido el último trabajo de relleno. No me queda

un millonésimo de pulgada entre el cuello y los tobillos, donde

podamos meter un demonio, un derviche o un ángel barroco más.

Para Willy yo soy una obra concluida y acabada. Ahora quiere

seguir. Se casará, me lo temo, cuatro veces más en su vida, cada vez

con una mujer más grande, una extensión mayor para una pintura

mural mayor y la apoteosis de su talento. Además en la última

semana se ha puesto crítico.

—¿Con respecto a la Obra Maestra, con mayúsculas? —preguntó el

doctor.

—Como todos los artistas, es un perfeccionista extraordinario.

Ahora encuentra pequeños defectos, una cara aquí de un tono y

una textura que no están bien del todo, una mano allá apenas

torcida a un lado, y esto a causa de mi dieta apresurada para

aumentar de peso y ganar así nuevo espacio y nuevas atenciones.

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Para él yo era de veras un comienzo. Ahora tiene que seguir desde

ese aprendizaje hasta sus verdaderas obras maestras. Ah, doctor,

estoy a punto de ser abandonada. ¿Qué le queda a una mujer que

pesa doscientos kilos y está cubierta de ilustraciones? Si me

abandona, ¿qué haré, a dónde ir, quién me querrá? ¿Me perderé de

nuevo en el mundo como estaba perdida antes de esa felicidad

loca?

—Un psiquiatra —dijo el psiquiatra— no está para dar consejos.

Pero...

—¿Pero qué, qué? —preguntó la mujer ansiosamente.

—Un psiquiatra está para que el paciente pueda entender y

curarse. Pero en este caso... —¡En este caso, sí, siga!

—Parece tan sencillo. Para conservar el amor de su marido... —

¿Para conservar su amor, sí?

El doctor sonrió.

—Usted debe destruir la Obra Maestra.

—¿Qué?

—Bórrela, quítesela. Esos tatuajes salen, ¿no es cierto? Una vez leí

en alguna parte que...

—¡Oh doctor! —Emma Fleet dio un salto.— ¡Eso es! ¡Se puede

hacer! ¡Y lo que es mejor, Willy puede hacerlo! Le llevará sólo tres

meses limpiarme, librarme de esa Obra Maestra que ahora le

fastidia. Después, de nuevo de un blanco virginal, podremos

empezar otros ocho años, y después otros ocho y otros. ¡Ah,

doctor, sé que lo hará! ¡Quizá sólo esperaba que se lo propusiera...

y yo era demasiado tonta para adivinarlo! ¡Oh, doctor, doctor! Y lo

estrujó entre sus brazos. Cuando el doctor consiguió liberarse,

Emma Fleet se puso a dar vueltas alrededor.

—Qué extraño —dijo—. En media hora ha resuelto usted mis

próximos tres mil días y todavía más. Es usted muy sabio. ¡Le

pagaré lo que sea!

—Basta con mis honorarios habituales —dijo el doctor.

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—¡No resisto el deseo de decírselo a Willy! Pero primero —dijo—

ya que usted ha sido tan sabio, merece ver la Obra Maestra antes

que sea destruida.

—No es necesario, señora...

—¡Tiene que descubrir por sí mismo el espíritu raro, el ojo y la

mano de artista de Willy Fleet, antes que desaparezcan para

siempre y empecemos de nuevo! —exclamó Emma Fleet,

desabrochándose el abrigo voluminoso.

—De veras, no es...

—¡Mire! —dijo la mujer, y se abrió de golpe el abrigo. En cierto

modo .el doctor no se sorprendió al ver que Emma Fleet estaba

completamente desnuda debajo. Se quedó sin aliento. Abrió mucho

los ojos. Se le abrió la boca. Se sentó lentamente, aunque en

realidad hubiera querido quedarse de pie, como cuando era niño y

saludaban a la bandera en la escuela, y luego cuarenta voces

rompían en un canto reverente y trémulo:

Oh bella para los cielos espaciosos para las olas ambarinas del

cereal,

para la majestad de las montañas purpúreas sobre las llanuras de

las frutas...

Sentado siempre, abrumado, el doctor contempló la vastedad

continental de la mujer. En la que no había absolutamente nada

bordado, pintado, acuarelado o tatuado de alguna manera.

Desnuda, sin adornos, no tocada, sin líneas ni dibujos. El doctor se

quedó de nuevo sin aire.

Emma Fleet hacía girar el abrigo alrededor, con una atractiva

sonrisa de acróbata, como si acabara de llevar a cabo una soberbia

hazaña. Luego fue hacia la puerta.

—Espere —dijo el doctor. Pero ella había salido ya, estaba en la

salita de espera, balbuceando y susurrando:

—¡Willy! ¡Willy! —inclinándose sobre su marido, silbándole en la

minúscula oreja hasta que él le clavó los ojos y abrió la boca firme y

apasionada y gritó, y batió palmas de júbilo.

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—¡Doctor, doctor, gracias, gracias! El hombrecito se precipitó y

tomó la mano del doctor y la sacudió rudamente. El doctor se

quedó sorprendido por el fuego y la dureza de roca de aquel

apretón. Era la mano de un artista aplicado, como esos ojos que lo

miraban desde abajo ardientes y oscuros en una cara

apasionadamente iluminada.

—¡Todo va a andar bien! —exclamó Willy

El doctor vaciló, mirando a Willy y luego al globo enorme que se

mecía y tironeaba para irse volando.

—¿No tendremos que volver nunca más?

Santo Dios, pensó el doctor, ¿él piensa que la ha ilustrado de proa a

popa, y ella le sigue la corriente? ¿Está loco? ¿O ella se imagina que

él la ha tatuado de la cabeza a los pies, y él le sigue la corriente?

¿Está loca? O, lo que era aún más extraño, ¿creen los dos que él la

ha atiborrado como el techo de la Capilla Sixtina, cubriéndola de

raras y significativas bellezas? ¿Los dos creen, saben, se siguen la

corriente el uno al otro, en su mundo de especiales dimensiones?

—¿Tendremos que volver de nuevo? —preguntó Willy Fleet por

segunda vez. —No. —El doctor musitó una plegaria—. Creo que no.

¿Por qué? Porque, por alguna gracia estúpida, había hecho lo que

correspondía, ¿no es cierto? Recetando en un caso apenas

entrevisto, había acertado con la curación, ¿verdad? Sin tener en

cuenta si él creía o ella creía o los dos creían en la Obra Maestra, al

sugerir que se borraran, que se destruyeran las figuras, el doctor

había convertido de nuevo a la mujer en una tela limpia,

encantadora y estimulante, si ella necesitaba serlo. Y si él, por otra

parte, deseaba una nueva mujer para garabatearla, borronearla y

tatuarla, bueno, la cosa funcionaba también. Porque ella sería

nueva e intocada.

—¡Gracias, doctor, oh, gracias, gracias!

—No me den las gracias —dijo el doctor—, no he hecho nada.

Estuvo a punto de decir que todo era una feliz casualidad, una

broma, una sorpresa ¡Que se había caído por las escaleras y había

aterrizado de pie!

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—¡Adiós! ¡Adiós!

Y el ascensor bajó, la mujerona y el hombrecito desaparecieron

hundiéndose en una tierra que de pronto no era demasiado sólida,

y donde los átomos se abrían para dejarlos pasar.

—Adiós, gracias, gracias... gracias...

Las voces se desvanecieron, nombrándolo y ensalzando su

inteligencia mucho después de haber dejado arriba el cuarto piso. El

doctor miró alrededor y retrocedió inseguro hasta el consultorio.

Cerró la puerta y se apoyó en ella.

—Doctor —murmuró—, cúrate a ti mismo. Dio un paso adelante.

No se sentía real. Tenía que acostarse, aunque fuera un momento.

¿Dónde? En el diván, naturalmente, en el diván.

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