1 VOCERRANTE (9) Apertura (Sobre “White Man Sleeps II”, por Kronos Quartet): (Andante tranquilo) “Las palabras vagan, yerran, buscan. Van y vienen por ahí hasta que encuentran un refugio. En las manos, en los ojos, en cualquier cosa que las rescate del olvido.” (Raúl) Este es el noveno programa de VOCERRANTE. Bienoídos y bienoídas. Alguien sale disparado desde una montaña rusa. Mientras se afirma en el aire, está solo. Pero soledad no es
Novena emisión del programa radial VOCERRANTE. En vivo todos los jueves a las 23:00, hora de Buenos Aires, por arinfoplay http://www.arinfo.com.ar/notix/sociedad.htm
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VOCERRANTE (9)
Apertura (Sobre “White Man Sleeps II”, por Kronos Quartet):
(Andante tranquilo)
“Las palabras vagan, yerran, buscan. Van y vienen por ahí hasta que encuentran
un refugio. En las manos, en los ojos, en cualquier cosa que las rescate del
olvido.”
(Raúl)
Este es el noveno programa de
VOCERRANTE.
Bienoídos y bienoídas.
Alguien sale disparado desde una montaña rusa.
Mientras se afirma en el aire, está solo.
Pero soledad
no es
estar solo.
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Soledad es desasimiento.
El yo ensimismado, como burda redundancia.
El yo, que de ficción de los verbos
pasa a ser
objeto
sustantivo y acabado.
Un significante significado.
Espejo tapado.
Lluvia seca.
El agotamiento de un cansancio. O el aletargamiento de la renuncia.
La pared en la pared. El canario en el canario. El rostro en la cara.
Soledad es desasimiento.
Cuando cada cosa sólo quiere decir esa cosa. Límite en el límite de la
sombra. Reflejo exacto.
Certeza
Perpleja.
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Soledad es desasimiento, no olvido.
Es cortedad de la distancia. Lejanía en el centro de las manos.
Horizonte vertical.
Camino cumplido.
Exacto contorno.
Estar solo es conservar los rostros que te dieron rostro,
Las voces que te dieron boca,
Los abrazos que te dieron cuerpo,
Los sonidos que te dieron aire,
Los oídos que te dieron voz,
Las voces que te dieron huellas,
Las huellas que te dieron piernas,
Las heridas que te dieron sangre
Las bocas que te dieron lengua,
Los gestos que te dieron el habla.
Las palabras que te dieron nombre,
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Las miradas que te dieron forma,
Las manos que te dieron manos.
Estar solo es escuchar el silencio múltiple.
Ya que la apartada y verdadera soledad, es ruptura de la polisemia.
Fernando
La soledad habitada o la soledad desierta.
La soledad sonora o la soledad reseca.
Raúl
Pero hay una vasta soledad en la que nada se encuentra.
Soledad en el extremo de las brisas y los gritos.
Una soledad en la que nada suena.
Y el yo, el puro y absoluto y ficcionado
yo,
se levanta, mayestático.
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Daniel
Había vuelto Sieno a ese exacto lugar, a esa misma mañana. Quería
reconstruir con todas sus señas, el momento en que había sido por fin aquel que
ahora buscaba.
Había sido muy penosa la búsqueda, muy ardua la preparación, muy
dificultosa la llegada. Pero, al fin, él estaba allí. Ahora se veía tomar ese café
nuevamente, dejar la taza sobre la mesa y mirar hacia la ventana, por la que venía
ella.
Los deseos y los milagros no se repiten.
Sieno ahora miraba a través de la misma ventana, a la misma chica, pero
con ojos de recuerdo.
Las llegadas y las partidas son similares. Sieno movió el brazo de él en un
saludo modesto, que ella retribuyó con una sonrisa extrañada.
Para estar solo hace falta mucho trabajo. Hace falta, por ejemplo, haberla
conocido primero.
Raúl
Soledad compartida de la radio, una y múltiple.
Sola y acompañada.
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Divergente y convergente, del decurso de los pensamientos.
Aquí y allá.
Lejos y cerca.
Central y periférica.
Dicha y oída y vuelta a decir o a generar en el aire sus palabras.
La voz errante que encuentra un lugar
Para continuar su vocación vagabunda.
Primer Tema: “Soledad”, de Gardel y Lepera, por Adrián Iaies en piano
(07:04).
Acabamos de escuchar “Soledad”, de Gardel y Lepera, por Adrián Iaies en piano.
Estar solo es una construcción. La soledad sonora es una construcción
habitable. Hecha de detalles, de recortes, de miradas, de gestos y de equívocos,
de pasajes e inconstancias. Cualquier cosita la desarma. Cualquier ruidito la
deshace. Pende a veces de un aroma, de una frase, de un sabor… Y se disipa tan
sencillamente como vino. O brindar cobijo por unas cuantas noches.
La soledad sonora, es el anverso de la intimidad.
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La soledad distante, en cambio, es deshabitada. Donde las propias
paredes, de tan sólidas y firmes, están tapiadas.
La soledad distante, de tanta fijación, carece de soltura.
La soledad completa es lo contrario del verbo.
Fernando
Una gotera, una gotera puede ser el único vínculo con la soledad sonora.
Una gotera que anuncie, que perturbe, que llame, que despierte al aire que
agoniza.
Una gotera que sustraiga al yo de sus mismidades y a la lógica de sus
retruécanos.
Allí donde esa gota persiste, no estoy. Está la gota. Soy al menos el alma
que gotea, la atención cansada en esa pausa de secreto tedio. La calma
regularidad de una presencia.
¿Pero por qué aludo a UNA gota que cae?. ¿Es que acaso su rigurosidad,
su rutina, su pertinacia, la hacen ser una sola?.
Y sin embargo, si se pudiera detectar, entre una y otra caída hay
mumerosas divergencias. Como en las composiciones minimalistas, en las que el
cambio imperceptible es el que produce la música.
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Raúl
Encontró la soledad de otro, y sólo le apetecía regresarla. Tenía la forma de
gorrión dormido, así que la acunó en su mano, y tibiamente le preguntó de dónde
venía.
De aquí, le señaló, sin mirar a ningún lado.
De aquí. De un rato antes de soltarme y retenerme.
Daniel
Está por escribirse la historia de los cuerpos. De la lucha, no de la
conquista. En la que sudar, temblar, amar, rugir, sean los verbos de la proeza.
En la que el héroe huela. En la que el héroe sepa y pueda estar solo.
Claudio había acogido a la diosa en su casa. Le había dado sustento,
comida, descanso y distracción. Largamente pasaban las horas, compartiendo la
sobrevivencia.
En el sótano, revuelto de memorias, una noche, Claudio no volvió.
Sencillamente no volvió. Cuando ella despertó de uno de sus sopores del
atardecer, ya no estaba.
La diosa lo esperó hasta el día siguiente.
No existe la ausencia hasta que alguien no te espera. De forma tal que
Claudio se ausentó, Ella se sintió usurpando la vida de otro. Su cáscara, su
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caparazón, sus intimidades. Estaba en su casa, había sido invitada a su casa, y él
ya no estaba allí.
Ahora era la dueña de otro. De los olores y rincones de otro. Por lo que
acomodó las cosas, como él lo hubiera hecho, y salió de allí, mareada,
confundida.
No existe la soledad hasta que aparece algún otro. Hasta que somos algún
otro. Y se desdobla en nosotros la otredad, dejándonos el espejo de una mirada.
Adentro, más adentro, a través de la rotura, ella se sentía cada vez más
dentro de sí misma.
No existe el cuerpo antes que el desgarro.
Fernando
“Necesita tiempo” – indicó una pequeña raíz lastimada.
“Dejar las luces encendidas de una esquina” – aseguró otra voz, más femenina y
ausente
“Para que se detenga,” – una puerta se cerraba sobre esta afirmación.
“Sembrar una memoria para cuando calle”. – el aullido de un perro ocultó
estas palabras.
“La luz que derrame los colores…” – un viento débil derritió estos sonidos
sobre la pared rajada.
De un lugar abandonado a otro. Como parte de otro mundo, de otro círculo,
estaban más cómodos en el vacío, que les recordara al menos por su íntima
vastedad, las sombras de lo eterno.
Los dioses van poblando los intersticios y despojos de la civilización.
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Personas perdidas o cuyos dolores habían arrastrado fuera de sí. Sótanos, hoteles
abandonados, lugares con apenas la memoria de albergar a alguien.
Raúl
Hay voces, gestos, verbos, sensaciones, que buscan cuerpos de los que
arrancarse. Esos cuerpos habitados son los vocerrantes.
Que atraviesan la noche buscando en dónde
vibrar
Fernando
Las notas, por ejemplo, cualquiera de las notas, las salidas del piano, de la
cítara, del laúd o de la garganta, no suenan solas.
Toda nota reverbera. Y hace sonar en ella, por ella y a través de ella, otras
notas que se le arriman y le acercan. Se conocen con el nombre de armónicos
todas las notas que ya están allí, alrededor de la que sola parece que suena.
Así, si una nota suena por aquí o por allí, todo lo que esté afinado en alguno
de sus armónicos, suena también. Reverbera con ella.
Estar solo es habitar las resonancias.
Soledad es la insistencia en la unidad, el énfasis en su certeza.
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Poblar la garganta de tonos. Poblar las secuencias de sonidos. Ser la voz,
no el cuerpo ni el cerebro que la dice. Y dejar que pueblen gota a gota los
silencios.
Raúl
Que el tiempo no se detenga, puede decirse. ¿Realmente puede decirse
algo que no puede hacerse?. En la soledad sonora, una voz puede describir
aquello que ve en el instante en que lo ve, a pesar de moverse en el tiempo, a
pesar de que aquello que ve también se desplaza. En la soledad habitada de una
simple descripción, se está en un orden suspenso. Todo se dice y se cuenta. Todo
se relata, mientras permanece quieto.
El ejercicio reiterado de esta habilidad, permite concentrar una presencia en
una serie de haces. Permite concentrar en un nombre los reiterados ecos del
llamado.
Permite concentrar en un cuerpo el regreso de las soledades.
El regreso a la discontinuidad de una serie de soledades.
Daniel
Numerosas normas regulan la permanencia de los leprosos, en la Casa
Religiosa de Cuidados. Como si fueran responsables de su mal, se les constriñe a
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una confesión perpetua. Llevan cencerros, grillos, campanas, colgando de sus
carnes laceradas, que anuncian sus dolencias.
El encierro configura una soledad desierta. Requiera para ella una extrema
identidad unívoca. No debe quedar duda de que el leproso sea el leproso, el
maldito el maldito, el descastado el descastado. La única prueba que se le exige
superar es la de no ser otro que él mismo.
Ellos deben tomar los alimentos que les entregan por medio de un palito.
No pueden tener contacto físico con ninguno de los trabajadores. Deben hablar en
dirección contraria a la del viento. Plegar sus sábanas bajo una piedra. No sonarse
la nariz con la manga. No hacer bolitas con el pan. Masticar con la boca cerrada.
Beber sin hacer burbujas. Secar sus ropas en lo oscuro. No sangrar en compañía.
La mano, estrecharla a través de un tronco acomodado a tal fin tras de la puerta.
Pueden salir, pero haciéndose preceder de un tamborilero, o cantando a viva voz
un salmo penitencial, al tiempo que hacen sonar una matraca escandalosa.
Algarabía de lo incurable.
Ismael padece de lepra, en los tiempos en que lepra era un concepto moral,
una condena a despojarse de todos sus vínculos, atributos y funciones, para
retirarse a una rutina de cuidados y de repulsiones.
Fernando
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El bufón de palacio, Sarlack, decide retirarse al silencio. A su silencio, que
recoja el llamado de las cosas. Y así oír (asir) los ruidos puros. Escuchar
largamente los ecos de una mirada. Comprender los gritos de un gesto. Las voces
de los brazos. Se marcha solo, de noche. Recuerda a su abuela tirada en el jardín,
señalándole las sombras como suaves campanadas. Ella escuchaba los sonidos
de las flores. Nada está callado ni quieto. Ahora él, convocado por una especial
santidad, desea hallar el rezo estático. La adoración inmóvil. Centrar en sí toda la
espiral de lo creado. Para hacerse inteligibles los azares y las rocas.
Llega hasta la ermita con una esperanza que lo sosiega. Un deseo que lo
calma. Ansiedad que da cobijo.
En las paredes de la gruta ve crecer los extremos de su risa. Sobre dos
oscuros filamentos. Abriéndose entre las grietas, por el musgo contenido y el
atento líquen.
Ha llegado. Una lluvia portentosa lo invita a entrar, súbitamente empujado.
Entonces obedece a esa tierra abierta en boca pedregosa, e ingresa. Las gotas de
agua penetran en la caverna, haciendo sonar como chicharras los cristales.
Daniel
Se aparta Ismael del resto de los leprosos, animado por un viaje. Esperanza
a lo largo. Peregrino hacia su muerte, preso de su propia condición, rinde el peso
de sus piernas al cansado devenir. Nunca su camino queda más cercano de la
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carne, de la que se separa, violentamente, a grandes trozos, entre llagas y
letargos. Nunca una huella tan explícita, un despojo tan desarrollado. Un
desprendimiento que considera cada aspecto de sí a medida que derrota su
desgarbo. Avanza desandando. Tiene los brazos lánguidos y secos. Las fuerzas
apretadas. Las vendas estiradas, sueltas. Las piernas en vibrantes estropicios, los
labios nacarados. Anda hacia delante, aunque toda su figura tire para abajo.
Notarán su partida en el hospicio cuando su ausencia se demuestre radical, más
abierta y elocuente que la mesura de la lepra.
Desliza su mirada, la deriva. Avanza con la soledad y la soberanía del
destierro.
Se interna en una agreste letanía. Ha perdido ya toda referencia a la Casa
de Cuidados, de la que se marchara, hace ya unos siete o nueve días. Bebe del
agua acumulada entre las hojas, come de las raíces rojas y oscuras. Tallos
turbulentos. Traga, más bien, ya que el masticar le produce cortes y sangrías en la
boca. Un dolor agradecido en la garganta lo alimenta. Sin embargo, Ismael sigue
repitiendo sus rutinas aprendidas hasta la exasperación.
Fernando
A partir del retiro del bufón, ahora eremita, en el palacio que ocupara sólo
se retiene el humor perverso. Grandes torturas, vejaciones y sucios
enfrentamientos. Ver a los débiles peleando. Un cojo contra un ciego. Un sordo
contra un mudo. Un manco contra un descerebrado. Escenas de una enajenante
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saciedad, en la que sólo se ríe por vacío. Simples ecos de un brutal alejamiento.
Así nace el público, lacerado de lo cómico. Contemplativo de su soledad. La risa
entonces ocurre realmente en otro sitio, respecto del que son extraños los
espectadores.
Mera lástima. Dádiva del privilegio. El cínico recogimiento de la
invulnerabilidad. Una falsa protección, que sirve apenas de consuelo.
Daniel
Ismael alcanza la mirada del eremita. Ismael se esconde para no
intimidarle. Concentrado en sus rezos, sus plegarias y oraciones, tiene ese
hombre los ojos cerrados. Mas, en un momento, prueba una semilla que toma
desde el aire, y le invita a acercarse. El leproso desconfía de la amabilidad. Como
toda víctima de la lástima. Pero poco a poco toma confianza y estrecha la
distancia entre los dos, hasta quedar a un palmo de una suerte de pelusa, muy
difuminada, que teje un semicírculo en derredor de aquel hombre. Algo así como
suaves filamentos de algodón diseminado. Toma unas cenizas de la tierra, y
haciéndolas frotar con dos peñascos, las asperja de un polvillo reluciente.
Húmedo, fresco, suave y dulcemente agradecido.
Es entonces cuando Ismael percibe una molesta suavidad, un sosiego
desgarrante. Tranquilidad rotunda. Como en un ruego definitivo, lleva las manos al
rostro. Asustadamente, lo halla terso, compuesto y mejorado. Una cura raudal.
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Sanidad con el hacha. Abrupta. La angustia de lo serenio descargado con
violencia. Y una bendición terrible. Un grito agudo en el que encuentra su voz
articulada.
Las manos perfectas no entienden el abismo. Confuso, Ismael asume la
gracia. De la que fuera inconsistente, ajeno, desentendido. Pasivo a la
trascendencia. El milagro en la resignación. La salud recobrada en el tiempo de
renuncia. El milagro involuntario, sin deseo. Un don cansado, incomprendido.
Habilidad disipada, como de descarte. Lujo, en el sentido de suntuario y de
derroche.
Se siente firme, suave, lindo. Como si lo hubieran untado con crema de
leche. No puede volver a la caverna, sucia, maloliente, y sigue viaje, hacia no sabe
dónde. Ahora que tiene tiempo para partir.
Raúl
Ismael, dueño de un milagro incidental, peregrina, incomprendido. No
puede encontrar su lugar en el mundo. Antes perdía sus partes, ahora él es el
perdido.
Las hierbas suspendidas alimentan a la imagen de un demonio femenino
deslizante. Así, el eremita brinda de comer a su tentación. Milagro que distiende.
Cálida utilidad, precioso sosiego. Semillas entregadas al acaso. Errático signo de
divinidad.
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Belleza dedicada. Salmo humilde. Beso de tierra. Manos de barro. El
ermitaño es feliz cuando la escucha masticar sus jugos crepitantes. Aguarda la
hora en que se acerque como un secreto sostenido. Pecado bendito. Mies de
carne. Gracia pecadora. Devoción de la necesidad.
Suave, la tentación, que no vuela, camina con sus pies desnudos sobre el
musgo de la cueva.
Extasiado el peregrino de su contemplación, fiel a su ayuno persistente, no
toca una sola de las plantas comestibles que crecen a su alrededor. Las deja
florecer y romperse en otros aromas, más carnales y sensibles. Puede ver cómo
una mano femenina levanta la fruta frente a sí y la destroza, apretándola sobre la
palma dulce.
Sobre “O antiqui sancti”, de Hildegard von Bingen, por Anna Maria Hefele en