Materia: Historia Moderna Cátedra: Campagne Teórico: 6 Fecha: 30 de agosto de 2012 Tema: La comunidad rural pre-industrial (II): dossier de ilustraciones; excursus antropológico: consumo de prestigio y destrucción de riqueza en los universos campesino y nobiliario; el prado colectivo: análisis de los estatutos comunales ingleses; Varades en la segunda mitad del siglo XVII: campesinos pobres, rebaños ricos. Dictado por: Fabián Alejandro Campagne Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-. -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.- Profesor Fabián Campagne: Vamos a hacer un repaso de lo visto en la clase pasada, aunque lo haremos de una manera diferente. Hace unas semanas hicimos un repaso analizando una fuente. Hoy lo vamos a hacer a partir de un dossier de ilustraciones. Ilustración 1 1 : plano de un open field perteneciente al manor (señorío) inglés de Ashby St. Ledgers, c. 1210. Se percibe con claridad la enmarañada apariencia que tenían los campos abiertos, verdaderas telas de araña en las cuales resultaba muy difícil orientarse para todo aquél que no hubiera residido en el terruño durante un tiempo prolongado. Las franjas podían adquirir todos los formatos 1 Página 1 del Anexo al Teórico 6. 1
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Materia: Historia ModernaCátedra: Campagne Teórico: 6 Fecha: 30 de agosto de 2012Tema: La comunidad rural pre-industrial (II): dossier de ilustraciones; excursus antropológico: consumo de prestigio y destrucción de riqueza en los universos campesino y nobiliario; el prado colectivo: análisis de los estatutos comunales ingleses; Varades en la segunda mitad del siglo XVII: campesinos pobres, rebaños ricos.Dictado por: Fabián Alejandro CampagneRevisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne
Bueno, ¿qué es el potlatch? La definición es muy simple también: se trata de un ritual agónico de
consumo ostentoso durante el cual un anfitrión se desprende de manera pródiga de su riqueza
acumulada, que distribuye entre sus invitados bajo la forma de regalos de proporción desmesurada,
pantagruélica. El potlatch podía llegar incluso a la destrucción de riqueza ante la atenta mirada de
los invitados, como índice del carácter infinito, ilimitado, de la generosidad del anfitrión. Algunos
antropólogos creen que en su fase final el potlatch pudo llegar a incluir sacrificios humanos, el
sacrificio de esclavos entendido como destrucción de riqueza; de todos modos, estas exageraciones
no pueden considerarse parte constitutiva del sistema sino desviaciones aberrantes provocadas por
el espíritu mercantil que los comerciantes occidentales introdujeron en la región. Hago una
aclaración que debí haber hecho antes: si bien el potlatch es identificado por primera vez en el
noroeste de los Estados Unidos, existía a lo largo de toda la costa canadiense e incluso en Alaska.
En el contexto de esta curiosa ceremonia, el anfitrión regalaba con enorme liberalidad porque sabía
que pronto recuperaría gran parte de lo entregado, cuando uno de sus invitados lo agasajara con un
futuro potlatch a celebrarse en un tiempo más o menos cercano. Porque en el contexto de esta lógica
agonística, una deuda sólo se cancelaba cuando se devolvía más de lo que se recibía. Lo que
realmente contaba en esta clase de ceremonias era donar más que ningún otro, ganar el campeonato
mundial de la generosidad, aplastar a los posibles rivales, dar tanto que los demás no pudieran
igualarlo. ¿Por qué? Porque en el interín, aquel anfitrión que hubiera logrado ofrecer un potlatch
particularmente exitoso, memorable, conseguiría temporariamente, siempre temporariamente, la
alianza de los clanes vecinos y la obediencia al interior del propio grupo.
Ahora bien, ustedes se preguntarán qué relación guarda este modelo antropológico con las
estrategias de explotación de los comunales que la comunidad campesina ponía en juego en la Edad
Moderna. Bueno, hay más relación que la que en un principio uno puede imaginarse. Por lo pronto,
vamos a identificar durante la clase de mañana muchas prácticas sociales en el mundo campesino
temprano-moderno en extremo cercanas a la lógica de los dones no agonísticos y de la reciprocidad
equilibrada. Ya hemos visto algunos ejemplos, de hecho, cuando analizamos los derechos bizarros y
curiosos en el marco del señorío jurisdiccional.
Pero también podemos hallar en el funcionamiento cotidiano de la comunidad campesina pre-
industrial prácticas sociales muy próximas a la lógica del potlatch, a la lógica de las prestaciones
totales agonísticas, a la lógica de la destrucción de riqueza, al consumo ostentoso entendido como
teatro, como puesta en escena.
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Veamos un primer ejemplo que se relaciona con el comportamiento de los campesinos
protoindustriales en la Alemania del siglo XVIII, estudiado por Hans Medick. Junto con otros dos
colegas alemanes, Jürgen Schlumbohm y Peter Kriedte, Medick fue autor del más célebre libro
sobre protoindustria editado en el último medio siglo, traducido al castellano con el título de
Industrialización antes de la industrialización. Medick redactó el capítulo 2 de este ensayo
colectivo, del cual extraigo los fragmentos que voy a leer a continuación (el subrayado es mío): “La
tendencia de los campesinos protoindustriales a consumir objetos superfluos y exquisiteces, como
café, alcohol, pan blanco, dulces, así como ropa a la moda y joyas, no puede ser explicada
meramente por la necesidad de reproducción de la fuerza de trabajo. La dieta cotidiana, de puré,
de cereales, verduras, pan negro, papas, era complementada a menudo por un superconsumo de
dulces y otros lujos en cuanto los ingresos obtenidos lo permitían (…) Hay muchos ejemplos de
muchachas que lucen todos sus ahorros en forma de alhajas sobre el cuerpo, y de jóvenes que
gastan sus escasos ahorros en un reloj de bolsillo, en hebillas plateadas, o en una pipa artesanal.
Este consumo hipertrófico era un fenómeno no solo coyuntural, sino estructural. Se manifestaba en
la vida cotidiana de estos campesinos incluso en condiciones de relativa miseria. No cabe duda de
que los productores de la industria rural desarrollaron estas actitudes de consumo como respuesta
a las nuevas oportunidades que les brindaba el mercado. Pero ni los estímulos del mercado ni el
propio proceso de trabajo fueron factores decisivos. El consumo de artículos de lujo era un medio
de expresión social, de transmitir, de comunicar, que encontraba su finalidad en la vida pública”
(Por eso hablo yo de una mise-en-scène, de un teatro de la ostentación). “Para los productores
protoindustriales, representaba el medio de competición por excelencia. No era ya el rango lo que
determinaba el lujo, sino el lujo lo que determinaba el rango. La tendencia general era buscar la
satisfacción en público, no en privado. A pesar de que los guardianes del orden y de la moral
trataban de imponer a través de la Iglesia, la escuela y el control policial, las virtudes de la
domesticidad, el ahorro y la laboriosidad, la gran frecuencia de llamadas al orden dan fe del fuerte
arraigo del modo de vida de los productores rurales, para quienes la familia no desempeñaba el
papel de refugio, ni la vida cotidiana se limitaba al ambiente privado del hogar. La familia
protoindustrial invertía gran cantidad de capital emocional en el proceso de producción
sociocultural. La lógica de la economía familiar de estos productores se regía todavía por las leyes
de una economía con esferas de circulación independientes, por un orden jerárquico de utilidades ,
y por el significado simbólico de las mercancías. Una vez cubiertas las necesidades de la propia
reproducción física, el dinero se convertía en un excedente que se destinaba a un consumo
desproporcionado, vinculado a símbolos de prestigio y a la satisfacción de necesidades
relacionadas con el ocio y la diversión”. Resulta sugestiva la conclusión a la que arriba Medick: “Se
detectan actitudes respecto al dinero similares entre las tribus de los siane de Nueva Guinea, los tiv 10
del norte de Nigeria, o los indios kwakiutl en la Columbia Británica (los kwakiutl practicaban el
potlatch, como lo chinook), sociedades que aún no han asimilado el significado universal del
dinero y del intercambio de mercancías, introducido en su entorno por la penetración de las
relaciones de mercado y de explotación capitalista”.
Ahora bien, lo interesante es que en la Edad Moderna encontramos prácticas sociales cercanas a
esta lógica tipo potlatch no solo en el mundo campesino sino también en el universo nobiliario. La
lógica de la destrucción de riqueza trascendía la aldea campesina. Voy a dar dos ejemplos, uno
relacionado con la nobleza castellana y el otro con la francesa. Para el primer caso voy a recurrir a
un texto de Carlos Astarita, y para el segundo a uno de Norbert Elias.
Comencemos con la aristocracia castellana del siglo XV. Voy a leer fragmentos de la tesis doctoral
de Astarita, publicada en forma de libro en 1992, con el título de Desarrollo desigual en los
orígenes del capitalismo. Dice Carlos sobre la nobleza señorial del período (el subrayado es mío):
“Nos acercamos a un punto de gran importancia de la vida de los feudales, relacionado con el ciclo
económico de este sistema, con sus fundamentos constitutivos dados por una producción para el
consumo: la economía del gasto. Por oposición a la sociedad capitalista moderna, regida por la
inversión acrecentada del capital, en la sociedad feudal los señores vivían sumergidos en el gasto
improductivo” (recordemos, si no, a los Roncherolles de Pont St. Pierre, riquísimos y
simultáneamente quebrados). “Su existencia transcurría dedicada al consumo que podía acrecentar
la magnificencia. En definitiva, se consagraban a la obtención y destrucción de riquezas. De esta
situación resulta un paralelismo evidente con el potlatch. Nos referimos al carácter polivalente que
adquirían los hechos económicos en esta clase de sociedades, como la feudal. Los hechos
económicos serían actos que no se limitaban a un perfil económico, sino más bien dotados como
hecho social total. La comparación con el potlatch de los indios de Alaska y de la región de
Vancouver se justifica en un aspecto de esta institución que nos acerca al acto económico
observado en la sociedad feudal. Es sabido que en el potlatch, entre sus funciones, hay una que
consiste en superar al rival en magnificencia, aplastarlo, si es posible bajo la perspectiva de
obligaciones de retorno a las que se espera que no podrá satisfacer, de modo de quitarle
privilegios, títulos, rango, autoridad y prestigio” (en esta sección de su tesis Astarita está citando
literalmente un fragmento de Las estructuras elementales del parentesco, de Claude Lévi-Strauss).
“En las sociedades más primitivas como la feudal, las mercancías, además de bienes económicos,
eran vehículos e instrumentos de potencia y vehículos e instrumentos de status. A estas necesidad
de mostrar y mostrarse ante iguales y ante subordinados se vincula el consumo de riquezas, la
economía del gasto, que tuvo su formalización teórica en la idea de que el dinero solo sirve para 11
gastarlo, usus pecuniae est in emisione ipsius” (la frase es de Santo Tomás de Aquino; una
traducción libre podría ser la siguiente: “la utilidad del dinero reside en su movimiento, en su
circulación”). Me parece particularmente ilustrativo un fragmento de una de las muchas fuentes que
utiliza Astarita, la Crónica de Alonso Barrante Maldonado sobre la Casa de Niebla. En un párrafo
el autor alude al Duque de Medina Sidonia, a Don Juan de Guzmán, uno de los tres o cuatro
aristócratas más importantes de la Península, y sin dudas el más rico y poderoso de Andalucía.
Fíjense lo que dice Barrante de Maldonado sobre este gran aristócrata: “Fue más amado en Sevilla
que todos sus antepasados, porque además de ser el más franco y humano de su linaje, fue también
el más liberal señor (es decir el más generoso, el que más derrochaba, el que más regalaba, el que
más riqueza destruía, aquel cuyos potlatchs resultaban más memorables) hasta el punto de que era
tratado por los sevillanos como su rey y señor natural, Y era el mando y el poder que en la ciudad
tanto tenía que perdió el nombre de Duque de Medina y todos lo llamaron Duque de Sevilla”. Lo
que sigue es la conclusión que Astarita extrae de este fragmento: “La economía del gasto se
inscribía pues en el problema más general de establecer las bases consensuales de la dominación,
de legitimar la dominación… En este tipo de sociedades, la avaricia colocaba al sujeto fuera de las
relaciones humanas”. Para terminar con este caso, no puedo resistir la tentación de citar otra de las
fuentes que utiliza Carlos, un fragmento del celebérrimo Libro del buen amor, del Arcipreste de
Hita, donde se describe el dispendioso uso que del dinero hacían estos grandes aristócratas que
vivían en un teatro con consumo ostentoso continuado. Cito al Arcipreste:
“…con el dinero andan todos los omnes lozanos,Quantos son en el mundo, le besan hoy las manos.Vi tener al dinero mejores moradas,Altas e muy costosas, fermosas e pintadas,Castillos, eredades, et villas entorreadasTodos al dinero sirven, et suyas son compladas.Comía muchos manjares de diversas naturas,Vistía los nobles pannos, doradas vestiduras,Traía joyas preciosas en vicios et folguras,Guarnimientos estrannos, nobles cabalgaduras”
Vamos a ver a continuación cómo la misma situación se repite 200 años después en la Francia de
Luis XIV, con aquella gran nobleza que se paseaba por los lujosos pasillos del palacio de Versalles.
Voy a leer fragmentos de La sociedad cortesana, de Norbert Elias, un texto que supongo muchos de
ustedes conocen. Comienza diferenciado las mentalidades burguesa y aristocrática (el subrayado es
mío): “Por un lado está el ethos social de la burguesía profesional, cuyas normas obligan a las
familias individuales a subordinar los gastos a los ingresos, y si es posible a mantener el consumo
presente por debajo del nivel de las entradas, de tal suerte que la diferencia pueda ser invertida
como ahorro. Ahora bien, el consumo de prestigio (aquél en cual incurrían los campesinos en el
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mundo rural y en la nobleza en los palacios de la Edad Moderna) se distingue de esta pauta de
conducta burguesa por varios motivos. En sociedades donde este otro ethos del consumo y status
impera, quien no puede comportarse de acuerdo con su rango pierde el respeto de su sociedad. Este
deber de gastar según el rango exige una educación para el manejo del dinero que es una
educación distinta de la que exige el profesional burgués (Claro, “enseñar a malgastar” implica
transmitir preceptos diferentes que los que se requieren para “enseñar a ahorrar”). Una expresión
paradigmática de este ethos social se encuentra en una acción del Duque de Richelieu relatada por
Hipólito Taine (el famoso historiador del siglo XIX). El Duque de Richelieu dio a su hijo un talego
con dinero para que aprendiera a gastarlo como un gran señor (para que aprendiera a dilapidarlo).
Cuando el joven devolvió la bolsa con algo de dinero dentro (es decir, cuando “le trajo el vuelto”)
el padre, ante sus ojos tomó la bolsa con monedas de oro y todo y la arrojó por la ventana (creo
que un ejemplo más contundente de destrucción de riqueza no puede haber). Esta es una
socialización que imprime en el individuo el deber de la generosidad impuesta por el rango (el
famoso “nobleza obliga” del refranero popular). En boca de los cortesanos aristócratas, la
subordinación de los egresos a los ingresos y la limitación planificada del consumo por el ahorro,
tiene un sonsonete despectivo hasta muy avanzado el siglo XVIII, y en ocasiones hasta después de
la Revolución (y si no que lo digan los Roncherolles). Y concluye Elias exactamente de la misma
manera cómo lo habían hecho Astarita y Medick: “En muchas sociedades existen tipos de consumo
de prestigio, del consumo al que obliga una competencia por el status. Un conocido ejemplo de
ellos es la institución del potlatch. En algunas tribus norteamericanas de la costa noroccidental, los
tlingit, los haida, los kwakiutl, status, rango y prestigio son de tiempo en tiempo puestos a prueba
de nuevo, y cuando es posible a comprobación mediante el deber de realizar enormes gastos para
ofrecer grandes banquetes y ricos regalos, sobre todo a los rivales en status y prestigio”. Esta
cuestión de la destrucción de riqueza vuelve a remitirme a los Roncherolles. Me acuerdo que
todavía a comienzos del siglo XVII ellos seguían reduciendo la de por sí pequeña sección no
forestal de su reserva, creando dominios útiles que entregaban a cambio de rentas perpetuas fijadas
cien por ciento en dinero. Hemos visto que no pretendían con ello obtener riqueza material sino
riqueza simbólica: un gran señor también era respetado por el tamaño de su séquito, por la cantidad
de sirvientes, por el número de sus vasallos.
Ahora bien, díganme ustedes si resulta posible hallar un contraste mayor entre la lógica que impera
en los tres casos que acabo de presentar y el que voy a mencionar a continuación. No voy a decir
quién es el autor ni cuándo ha sido escrito el siguiente fragmento. Cito (el subrayado es mío):
“Piensa que el tiempo es dinero. El que puede ganar diariamente diez chelines con su trabajo, y
dedica a pasear la mitad del día, o a holgazanear en su cuarto, aún cuando solo dedique seis 13
peniques para sus diversiones, no ha de contar esto sino que en realidad ha gastado o más bien
derrochado cinco chelines más. Piensa que el dinero es fértil y reproductivo. El dinero puede
producir dinero, la descendencia puede producir todavía más, y así sucesivamente. Cinco peniques
bien invertidos se convierten en seis, seis en siete, los cuales a su vez pueden convertirse en tres
chelines hasta que el todo hace cien libras esterlinas. Cuanto más dinero hay, tanto más produce al
ser invertido, de modo que el provecho aumenta rápidamente y sin parar. Quien mata una chancha
aniquila toda su descendencia hasta el número mil. Quien malgasta una pieza de cinco chelines
asesina todo cuanto hubiera podido producirse con ella, columnas enteras y enteras de libras
esterlinas. Guárdate de considerar como tuyo todo cuanto posees, y de vivir de acuerdo con esa
idea. Mucha gente que tiene crédito suelen caer en esa ilusión. Para preservarte de ese peligro
lleva cuenta de tus gastos e ingresos. Si te tomas la molestia de parar tu atención en estos detalles
descubrirás cómo gastos increíblemente pequeños se convierten en gruesas sumas, y verás lo que
hubieras podido ahorrar, y lo que todavía puedes ahorrar en el futuro”. Bien, estos son fragmentos
extraídos de lo que se conoce como el Catecismo de Benjamin Franklin, que en rigor de verdad
remite a dos textos diferentes. Uno de 1736, cuyo título es Necessary Hints to Those That Would Be
Rich (Recomendaciones necesarias para quienes quieren enriquecerse), y otro texto de 1748
titulado Advices to a Young Tradesman (Consejos para un joven comerciante). Ambos textos
resuman ideología burguesa en estado puro, prístina. Expresan una “filosofía de la avaricia”, casi
una religión de la tacañería y del ahorro. Está clara la contraposición entre las dos lógicas: por un
lado, la lógica que impulsa a malgastar con generosidad, y por otro la lógica que impulsa a
acumular con ferocidad. Se trata de universos irreductibles, que lisa y llanamente no pueden
dialogar entre sí. Miren lo que el propio Max Weber comenta sobre el Catecismo de Franklin: “Lo
característico de esta filosofía de la avaricia es el ideal del hombre honrado digno de crédito, y
sobre todo la idea de una obligación por parte del individuo frente al interés de aumentar su
capital. Efectivamente, acá no se enseña una simple técnica contable, sino una ética cuya
infracción no solo constituye una estupidez. Constituye un olvido del deber”. A continuación relata
Weber una anécdota referida a uno de los dos banqueros más célebres del Renacimiento: “Cuéntase
que Jakob Fugger (Fugger era al norte de Europa lo que los Medici eran al sur), “al discutir con un
socio que se retiraba del negocio y le aconsejaba hacer lo propio, puesto que, le decía, ya había
ganado bastante y debía dejar el campo libre para que ganasen otros, Fugger le respondió que él
era de un parecer completamente distinto, y que su aspiración era ganar todo cuanto pudiera,
pareciéndole pusilánime la actitud de su colega, que quería retirarse del negocio”.
* * * *
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Dejemos ahora de lado el excursus teórico, al menos por un tiempo. Pongamos entre paréntesis las
categorías que hemos presentado, para recuperarlas durante la clase de mañana.
Ahora quiero volver a la aldea en la Edad Moderna, y en concreto a los comunales. En nuestro
periodo los comunales estaban conformados por dos grandes secciones muy diferentes, que servían
a intereses diferentes: el prado colectivo y el bosque comunal. Éste último lo vamos a analizar
mañana. Veamos ahora los pastos comunes.
Hace no muchos años se ha hecho un descubrimiento muy importante en relación con esta sección
concreta del saltus. Ese descubrimiento se relaciona con Jeanette Neeson, historiadora inglesa a la
cual mencioné la semana pasada. Neeson publica en 1996 por la prensa de la Universidad de
Oxford un libro al que puso por título Commoners. Derecho comunal, cercamiento, y cambio social
en Inglaterra entre 1700 y 1820. Este volumen generó una pequeña revolución en este campo
historiográfico, por el tipo de fuentes que redescubre. Para llevar adelante su investigación, Neeson
exhuma los llamados estatutos comunales, reglamentos para la explotación de los bienes comunales
que se daban a sí mismas las comunidades campesinas inglesas durante el siglo XVIII. Las propias
comunidades campesinas se autolimitaban a la hora de explotar los bienes que pertenecían a todos,
y además ponían por escrito dichas limitaciones. Pues bien, lo primero que una lectura atenta de
estos documentos revela es un obsesivo cuidado por evitar la sobreexplotación de un recurso como
el prado colectivo que se sabía escaso, y también una clara conciencia de que la efectiva regulación
de los pastos resultaba fundamental para el mantenimiento de los niveles de productividad de la
economía del open field. Los campesinos sabían claramente que el prado era una pieza clave de su
economía, y que si no se la cuidaba, la misma corría el riesgo de colapsar.
¿Y qué tiene este dato de interesante o particular? Pues que contradice lo que durante el siglo XVIII
sostenían los enemigos ideológicos de los comunales y del régimen de campos abiertos. Periodistas,
agrónomos, viajeros y políticos sostenían en la Inglaterra del período que los open fields debían
suprimirse de inmediato. ¿Por qué? Porque aparecían como incompatible con los más elementales
principios de la racionalidad económica, con los fundamentos de la revolución agrícola del siglo
XVIII, con el aumento de la productividad del suelo (condición sine qua non para que en las
ciudades se consolidara el sistema fabril), o con necesidades prácticas tan básicas como el control
de plagas o la cría selectiva de ganado. Por todo ello urgía destruirlo. Ahora bien, esta visión
apocalíptica del prado colectivo, descripto por sus enemigos como una porción de suelo habitada
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por bestias raquíticas, apestadas, promiscuamente mezcladas unas con otras, no se condice en
absoluto con lo que descubrimos leyendo la clase de fuentes que ha exhumado Jeanette Neeson: los
estatutos comunales.
Cabe aclarar que este combate ideológico lo perdieron los defensores del open field. Los
cercamientos parlamentarios se generalizaron, y primero arrinconan al régimen de campos abiertos
para después extinguirlo. Una vez consumada esta destrucción, la apocalíptica descripción de los
comunales campesinos se convirtió en sentido común historiográfico, y fue críticamente repetida
durante décadas por generaciones de historiadores hasta la irrupción del revisionismo histórico
inglés en materia de historia agraria, revisionismo del cual Jeanette Neeson es una de las máximas
representantes.
Veamos algunas de estas regulaciones que aparecen en los estatutos comunales redescubiertos por
Neeson, y que son regulaciones que los campesinos se imponían a sí mismos en aras de explotar de
manera racional los bienes que les pertenecían a todos. En primer lugar hay que mencionar el
sistema de cuotas. Todos los estatutos comunales campesinos en la Inglaterra del siglo XVIII
imponían un sistema de cupos que determinaba la cantidad de animales que cada vecino del terruño
podía introducir en el prado colectivo en función de la cantidad de franjas que poseía dispersas por
el ager. Ésta era una limitación que no existía antes del 1700. Una proporción convencional
establecía, en la mayor parte de Inglaterra, que aquél que poseía hasta dos hectáreas de suelo
cultivable podría introducir cuatro ovejas en el prado colectivo; para introducir una vaca había que
poseer al menos cuatro hectáreas, y para introducir un caballo, ocho hectáreas. Algunos estatutos
comunales. sensibles a lo que Thompson llamaría la economía moral de la multitud. llegaron a
tomar en consideración las necesidades de los minifundistas, reduciendo para ellos las exigencias
requeridas para la introducción del primer animal; por ejemplo, determinando que para la
introducción de caballos los pequeños propietarios no necesitaban tener ocho hectáreas en el ager
sino solamente tres.
Segunda regulación que hallamos en estos estatutos comunales: la prohibición de transferir
derechos de pastoreo sub-utilizados a individuos ajenos a la comunidad. Esta transferencia podía
tener lugar según dos modalidades. La primera se llamaba agistment. Sucedía cuando un vecino de
un terruño, pequeño propietario con derecho a ingresar animales en el prado colectivo, carecía sin
embargo de animales propios. Se trataba de un caso de derechos de pastoreo desperdiciados. Era
común que estos campesinos introdujeran en el prado común animales que pertenecían a criadores 16
de terruños vecinos, a cambio de una paga. La segunda modalidad era la de los dead commons, los
comunales muertos. Era parecida a la anterior, pues implicaban el arrendamiento a terceros, por lo
general forasteros, de los derechos de pastoreo no utilizados. La principal diferencia era que,
mientras que el caso del agistment era el campesino con derechos colectivos no aprovechados el
que introducía animales pertenecientes a forasteros en los comunales de su propia aldea, en el caso
de los “comunales muertos” el campesino se desentendía del tema, pues el forastero pasaba a ser
quien se encargaba de dicha tarea directamente. Ven ustedes que son prácticas ilegítimas que
terminaban recargando de manera excesiva un recurso ecológico lábil, como era el prado común.
Bueno, para aliviar la presión sobre los pastos todos los estatutos comunales analizados por Neeson
tomaban medidas en contra de estas costumbres. Los estatutos más severos lisa y llanamente
prohíben estas prácticas, e imponían multas muy onerosas a los infractores. Otros más
contemplativos permitían el arrendamiento de dead commons, pero solamente a vecinos de la propia
comunidad. Y otros más sofisticados, los que mejor complementaban las necesidades de la clase
media campesina y de los pobres rurales, determinaban que todos la comunidad pagaría todos los
años una suma en dinero a los vecinos que tuvieran derechos de pastoreo sin utilizar, como una
forma de compensación.
Tercera regulación destinada a explotar en forma racional el prado colectivo: los corrales
transitorios, que se fabricaban con vallas móviles que se corrían semana tras semana. ¿Qué se
lograba con ello? La explotación pareja del recurso: del consumo de hierba, del apisonamiento de la
tierra y del abono del suelo.
La cuarta de las autorregulaciones tal vez sea la más interesante de todas, porque se relaciona en
forma directa con la tan mentada revolución agrícola del siglo XVIII, la misma que según los
enemigos del open field no podía prosperar bajo este sistema: me refiero al incentivo del cultivo de
forrajeras. Con el nombre de forrajeras aludimos a especies como la alfalfa, el trébol y los nabos,
que podían conformar plantaciones artificiales perennes, permanentes, para alimento del ganado.
Estas forrajeras eran una pieza clave del sistema cuatrienal o sistema Norfolk, que a su vez era uno
de los fundamentos de la revolución agrícola en términos agronómicos. El sistema cuatrienal
reemplazó durante el Siglo de las Luces al trienal, que a su vez durante el siglo XI había desplazado
al bienal. En el extremo occidental de la península euroasiática fueron tres las revoluciones
agrícolas que se desplegaron en la larga duración: la neolítica, la del siglo XI y la del siglo XVIII.
Hasta el siglo XI imperaba en Europa el régimen de rotación bienal, que suponía un fenomenal
desperdicio de tierra, pues todos los años el 50 % de la superficie potencialmente cultivable en
Europa permanecía en barbecho. El sistema trienal supuso un avance, porque el desperdicio bajó del 17
50% al 33%, pero aún seguía siendo muy importante la superficie de suelo que no podía utilizarse
cada año. Fíjense ustedes en la paradoja que suponía que en el momento del estallido de las
hambrunas catastróficas, que mataban a millones de personas, como las de 1317 o 1709, el 33 % del
suelo cultivable del continente se mantuviera ocioso. Lo que el sistema cuatrienal impulsa es el
reemplazo del barbecho por la siembra de forrajeras: alfalfa, trébol, nabos. El fundamento de este
cambio fue la constatación empírica de que estas especies no sólo no consumían el nitrógeno del
suelo sino que lo incrementaban. Y además, como si fuera poco, permitían alimentar al ganado. Con
ello, el sistema Norfolk resolvía un problema que con el sistema trienal no tenía solución: el
aumento de la cabaña ganadera sin reducir necesariamente la superficie sembrada.
Pues bien, Neeson encuentra decenas y decenas de estatutos campesinos ingleses en el siglo XVIII
que buscaron incentivar la difusión de las forrajeras, premiando a los vecinos que sembraran una
parte de sus franjas dispersas por el ager con estas praderas artificiales perennes. ¿De qué manera se
estimulaba a los vecinos? Aumentando la cuota de animales que tenían derecho a introducir en el
prado colectivo. Neeson encuentra dos casos, un estatuto de 1740 y otro de 1797, que lisa y
llanamente tornaban obligatorio para sus vecinos sembrar una parte de sus parcelas con nabos,
trébol o alfalfa. ¿Cuál es la moraleja del relato? Que los campesinos del siglo XVIII eran
claramente concientes de que estas praderas artificiales aliviaban la presión sobre el prado comunal;
porque ahora si cada pequeño o mediano productor tenía en sus propias tierras una sección
sembrada con forrajeras perennes, podía enviar a pastar allí a sus animales, y los animales que
llevara a pastar allí serían animales que no necesitaría introducir en el prado colectivo. Hay aquí
funcionando una lógica de sistema. Con esta constatación Neeson logró demostrar que los
principios de la revolución agrícola podían aplicarse bajo un régimen de campos abiertos que
contemplara derechos y regulaciones colectivas.
Quinta de estas autorregulaciones campesinas que hallamos en los estatutos: el control de plagas,
otra práctica que según los enemigos del régimen de campos abiertos no podía prosperar bajo este
sistema. En todos los estatutos comunales las multas que se imponían a los vecinos que introducían
animales enfermos en el prado colectivo eran altísimas. Neeson también constata a partir de la
evidencia del siglo XVIII que la práctica de rebaño común, tan asociada con el open field y tan
criticada por sus enemigos, en realidad era la mejor estrategia para descubrir de manera temprana la
irrupción de enfermedades en el ganado. ¿En qué consistía esta práctica? Bueno, la práctica del
rebaño comunal consistía en lo siguiente: el pastor colectivo, un asalariado a sueldo del conjunto de
propietarios de un terruño, todas las mañanas pasaba por cada uno de los corrales particulares y
retiraba, para formar un único rebaño, los animales que para dicho fin cada propietario había 18
destinado. Luego se dirigía con este rebaño único al prado comunal. Todos los estatutos que
consulta Neeson prohibían que los propietarios cambiaran durante el año los animales que habían
seleccionado para que ingresaron el prado común; sólo podían hacerlo al año siguiente. Esta
práctica facilitaba el control de plagas, porque los pastores terminaban conociendo en profundidad a
los animales que pastoreaban, lo que permitía que de manera rápida y eficaz detectaran la irrupción
de enfermedades, que en el caso del ganado doméstico suelen ser altamente contagiosas. Algunos
estatutos tomaban incluso prevenciones extras; determinaban, por ejemplo, que en caso de que la
detección de una enfermedad escapara tanto al propietario como al pastor comunal, cualquier
vecino del término que descubriera un animal en malas condiciones podía apartarlo del rebaño
común, y pasar luego a cobrar la mitad de la multa que el dueño del animal enfermo debería abonar.
Por último, algunos estatutos concedían a los propietarios un plazo de dos días para retirar los
cuerpos de los animales que murieran mientras pastaban en el prado común.
La última de las regulaciones que imponen estos documentos se relaciona con la cría selectiva de
ganado, otra ardiente recomendación de los defensores de la revolución agrícola y otra práctica
reputada imposible bajo un régimen de campos abiertos. Vamos a ver que se trataba de otra
exageración. Neeson encuentra decenas de estatutos campesinos que limitaban a determinados
periodos durante el año el ingreso al prado colectivo de toros y caballos reproductores, para que los
vecinos pudieran retirar con anterioridad a los animales que deseaban cruzar por su propia cuenta.
Algunos estatutos prohibían todo el año el ingreso de caballos de pequeño porte en condiciones de
reproducirse, con el objetivo de cuidar la calidad de las crías de la comunidad.
Bueno, hasta acá el análisis de Neeson. Bien cabe hacer ahora una aclaración importante Tenemos
que tratar de evitar un peligro: el de idealizar en exceso a la comunidad rural, y en concreto al prado
colectivo. Tal vez aquí Neeson peque un tanto por exceso. ¿A qué me refiero? Pues a que el prado
colectivo, a diferencia de lo que sucedía con el bosque comunal (como veremos in extenso durante
la clase de mañana), no resultaba de gran utilidad para los marginales y para los pobres rurales. El
prado sólo le servía a aquellos que tenían animales. Y quienes poseían animales en cantidad eran las
clases medias y acomodadas del campesinado. En rigor de verdad, el prado colectivo reforzaba la
economía de los campesinos pudientes mucho más que la de los minifundistas y proletarios rurales.
Voy a dar un ejemplo contundente para reforzar lo que estoy diciendo. Ustedes saben que la
Revolución Francesa durante gran parte de su desarrollo manifestó un ideario liberal en materia de
políticas económicas. Incluso podríamos decir que las medidas intervencionistas que se adoptaron
durante el Terror probablemente no derivaran tanto de las convicciones de los Jacobinos cuanto de
la presión que desde abajo ejercían sus aliados sans-culottes. Ahora bien, la Revolución Francesa y 19
sus diferentes regímenes nunca supieron muy bien qué hacer con los comunales de las aldeas. Tanto
es así que entre octubre de 1790 y noviembre de 1791 el gobierno revolucionario realizó una
encuesta para preguntarle a los propios campesinos franceses qué deseaban hacer con los bienes
colectivos; en concreto se les preguntaba si estaban de acuerdo con la partición del prado comunal,
es decir, suprimirlo tal como existía para subdividirlo en tantas porciones como vecinos tuviera cada
terruño. Sistemáticamente quienes respondían que no a esta pregunta, quienes respondían que
deseaban que el comunal continuara funcionando como hasta entonces, eran los campesinos
medios y acomodados, es decir, los vecinos que poseían gran cantidad de ganado y disfrutaban de
pasturas gratis que perderían en caso de que los comunales se repartieran. Si desaparecía dicho
recurso, deberían incurrir en un nuevo gasto fijo, deberían salir a arrendar pasturas en alguna otra
sección de la localidad. Los campesinos pobres, en cambio, o bien se mostraban indiferentes a la
encuesta o bien defendían la partición.
El prado colectivo no solamente apuntalaba la mayoría de las veces a la reproducción económica
del campesinado acomodado, sino que eventualmente podía servir también para la reproducción
económica de los grandes comerciantes y mercaderes de ganado. Podía resultar funcional para la
ganadería comercial. Voy a dar un único ejemplo, descubierto por un historiador norteamericano,
Philip Hoffman. Hoffman estudió un término de aldea de la provincia francesa de Bretaña en la
segunda mitad del siglo XVII: la aldea de Varades. Analizando las fuentes de Varades, Hoffman
descubre una inconsistencia notable, una inconsistencia entre el origen socioeconómico de los
campesinos que introducían animales en los comunales de la aldea y la cantidad de animales que
ingresaban. La mayoría de los campesinos y de los habitantes de Varades que introducían animales
eran extremadamente pobres; muchos ni siquiera eran minifundistas, pues eran simples asalariados
o proletarios en estado puro. Había incluso mujeres que se empleaban como lavanderas, tejedoras, e
hilanderas, que no sólo introducían animales en el prado colectivo sino que lo hacían en grandes
cantidades. Por caso, un tal Jacques Gaultier, procesado por el tribunal señorial en diciembre de
1661, llegó a introducir 40 ovejas, siendo que se trataba de un simple jornalero. Una lavandera,
Jeanne Dany, introdujo por entonces una cantidad similar. No hace falta que lo diga: ninguno de
estos grandes rebaños parece corresponderse con lo que cabría esperar de un pequeño campesinado
de subsistencia.
Esta sospecha se confirma si observamos un tipo particular de fuentes, los inventarios post mortem.
Hoffman estudia 37 de estos inventarios, relacionados con la franja del campesinado local más
pauperizada. Se trata de documentos producidos entre 1646 y 1657. ¿Qué descubre? Que de los 37,
sólo uno tenía ovejas propias; los restantes carecían de lanares de su propiedad. ¿Qué estaba 20
sucediendo entonces en Varades en aquella segunda mitad del siglo XVII? Pues que aquellos
campesinos miserables, algunos lisa y llanamente proletarios rurales, como Jeanne Dany o Jacques
Gaultier, funcionaban por entonces como un engranaje más de la ganadería comercial. Lo que estos
pequeños campesinos estaban introduciendo en los comunales de Varades, aprovechándose de sus
derechos de pastoreo subutilizados, era ganado que pertenecía a grandes mercaderes de la localidad.
Se trataba de una curiosa asociación, una suerte de peculiar mediería (aunque el beneficio que
obtenían los campesinos estaba lejos del 50 %), en la cual los capitalistas ponían el ganado y los
campesinos algo no menos valioso en dicho contexto: derechos de pastores subempleados. Se
trataba de una suerte de agistment francés, la misma práctica que los estatutos comunales ingleses
prohibirían durante el siglo XVIII. Ello explica por qué aldeanos que no tenían animales introducían
hasta 40 ovejas en el comunal.
En definitiva, en un caso como el que estamos analizando, que lejos estaba de resultar excepcional
en el resto de Francia, la propiedad y los derechos colectivos le permitieron a los grandes y
prósperos comerciantes de ganado engordar sus animales a bajísimo costo antes de proceder a
venderlos a altísimo precio en los principales mercados consumidores del reino. Por lo tanto,
aunque en Varades eran pequeños campesinos los que introducían animales en los comunales, éste
no funcionaba evidentemente como resguardo de la pequeña economía campesina, de la pequeña
unidad doméstica de subsistencia, sino como una pieza clave de la reproducción ampliada de los