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Es difícil encontrar palabras para Dibujar el rostro hierático del vacío, Y más aún cuando el aire insolente Golpea tu piel marchita por los años…
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Índice
I. Diálogo de ausencias………………………………..…..4
II. El General Obando…………………………………….16
III. Fiebre…………………………………………………..30
IV. La espera……………………………………………….41
V. Los vencidos……………………………………………50
VI. Nadie sabe los años que tengo………………………...67
VII. Un instante dilatado…………………………………..75
VIII. Un día en la fábrica…………………………….……..81
IX. Arena plateada………………………………..……….90
X. El centinela solitario…………………………………..97
XI. Amharat………………………………………………107
XII. Detened el tiempo…………………………………….117
XIII. Inocencia……….……………………………………..132
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_31 de diciembre, a las tantas,
Si anoto aquí mis confesiones, querido diario, es sólo para no morir de
soledad, para no sentirme tan vacío, vacuo y deshabitado. Que me han
abandonado se deducirá de mis palabras, escritas desde la turbación y
apasionadamente – aún me queda la pasión -.
“Tres horas llevo, en vano, esperando. Sentado a la mesa como un tonto,
con las estúpidas velas rojas llameando. Mi amor se siente desvanecido,
engañado. Así me trata. Siempre mortificándome, a cada ocasión, a cada
capricho. Aunque hoy, día tan señalado, no lo esperaba, de seguro.
Todo el día, toda la semana, todo el tiempo se ha perdido - lo he perdido -.
Tengo sueño y siento algo extraño. No es rencor. No es odio. Es…no sé,
algo distinto, ajeno a mí. Pero ese algo que no sé explicar me domina, me
vence. Seguir esperando o no. Continuar con los ojos de par en par a la
espera de que el timbre gima o derrotarme en los mullidos brazos del sofá,
para siempre. Qué hacer. Difícil. Difícil.
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Apenas si se oye ahora - ¡es tan tarde! - el murmullo de la gente por
las aceras. Noche que avanza ineluctable y cansinamente hacia el abismo.
Noche que pasa de mí, indiferente, mirando para otro lado, que me
abandona en brazos de estúpidos transeúntes en son de necias e insulsas
letras archisabidas. Puse todos mis esfuerzos por que esta velada fuese
diferente. Ahí mi equivocación, mi locura. Diferente para los dos, ¡qué
sarcasmo! Preparé la cena. Dispuse la mesa con su mantel de ocasiones y
sus copas relucientes, pulcras y transparentes. Impecable. Las velas rojas -
de película de amores -, reposan a estas horas, sin embargo, malolientes y
desgastadas sobre la mancha azul y plana de la mesa (estúpidas velas
rojas). Todo se ha ido lejos de mí, salvo la desazón – tuve un amigo que en
cierta ocasión me habló de ella, y no le comprendí – que se me ha
presentado de golpe, arrolladora y violenta. Vigilo durante un buen rato al
teléfono mudo. Y mi cabeza se agita como una coctelera donde los
pensamientos, en constante movimiento, buscan la mezcla secreta y
misteriosa.
Pronto amanecerá. Ya el año nuevo dio comienzo en todos. Pero yo
he sido anclado al presente, digo bien, al presente. Para mí no hay ni
sucederá otro día que el de hoy. Me resisto, me niego. Esperaré. Sabré
hacerlo, aunque le pese. Aquí seguiré, en mi habitación, sentado a mi mesa,
paciente y resignado.
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He de confesar que jamás fui amigo de las citas porque siempre me
han traído malos recuerdos y peores experiencias. Tal vez mi exigencia
para con los demás haya sido cruel, excesiva, pero no puedo cambiar, ya
no, es demasiado tarde. Aparte que no quiero porque he de demostrar – ni
yo mismo lo creo - que soy una persona incólume, segura. Aunque
reconozco que a veces mi máscara de exigente no es comprendida lo
necesario.
Me consume el pecho la angustia de ver amanecer sin mi Amor
susurrándome palabras tiernas. Abro. Salgo al balcón, no soporto más la
esclavitud de la espera. El aire del amanecer es puro, frío, imperturbable. El
cielo clarea y las estrellas se difuminan en lo alto - como un chorro de leche
derramado – claras y albinas. (Estúpidos puntos brillantes de las noches).
Maldigo, maldigo la hora en que el Amor llamó a mi puerta. Otro día
ha pasado, otro año, otras mentiras para digerir. Ya no puedo más. Desde
aquel día todo han sido falsedades, huidas, justificaciones. Y lo peor es que
yo lo percibía. Sabe mi Amor que no puede vivir sin mí y sin embargo me
desprecia, me ignora. ¡Qué hará a estas horas por las calles - ya amanecidas
-, sin mí! ¡Qué hará! ¡Adónde irá sin el calor de mi cuerpo, sin mis
sonrisas!
La noche avejentada y mustia suda olores nauseabundos mientras los
últimos imbéciles, ignorantes, no callan ni respetan mi dolor. La gente es
mala, perversa. Tétrico y retorcido, el mundo. No piensan, no tienen idea
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del daño que sufrimos algunos. Algunos que callamos y experimentamos el
sabor del abandono, en silencio. Por eso no soporto que mi Amor, mi Vida,
continúe por ahí a estas horas, a la deriva, en soledad, en medio de
siniestras almas que le pierden a uno.
No debería – me digo - haberse tomado aquellas palabras mías tan en
serio. Todo lo que le dije brotó espontánea y cándidamente de mi despecho,
de mi rencor, de mi resentimiento. Pero, ¡cómo voy a dejar yo a mi Amor!,
¡en qué cabeza cabe semejante absurdo! Se comprende, sin embargo, que
mis palabras le sentaron mal y ahora me castiga. Lo que no imagina mi
Amor es que su ausencia, su huida, su abandono, no es sólo un castigo, es
un sufrimiento insoportable que me destroza y me deja vacío. Porque yo sin
mi Vida no sé qué hacer, soy, me veo, me siento, como perro solitario,
asustado y triste. Un memo, una marioneta, un muñeco sin existencia,
quieto, inmóvil, un monigote de trapo de ojos tristes y ciegos.
He notado ruido en el entresuelo. Pero no es mi Amor, no puede ser.
Se trata sin duda de otra burla macabra que quiere jugar conmigo. Mi Amor
siempre gira dos vueltas completas a la llave. Y no hace ruido. Será,
posiblemente, el imbécil del vecino que habrá acabado la juerga y vendrá
con ganas de violentar a su esposa en un sofoco carnal, impuro y hediondo.
¿Por qué no llegará ya mi Amor?, ¿no sabe acaso que con esta actitud me
desespera y rompe?, ¿no imagina mi calor que no soporto los castigos tan
crueles?
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La noche es larga, eterna, desesperadamente eterna y dura de pasar,
como un camino en cuesta y pedregoso. Me duele la cabeza. La siento
hinchada como un globo de feria. He cogido el teléfono y he llamado no sé
ya las veces. Nada. La voz metálica e hiriente me dice que está fuera de
cobertura. Lo intento de nuevo, agarrándome a una esperanza cada vez más
débil. Quizás ahora lo coja, quizás ahora - me digo -, pero siempre obtengo
la misma respuesta neutra y sin alma.
_A los dos días,
Si el infierno existe, diario mío, ya lo conozco; no he salido de casa en
este tiempo; sufro; me he enterado que mi amor tiene otro amor; y me
duele; se me clava en el pecho como un puñal; qué otro amor puede haber
llegado a su vida; qué amor, qué engaño le sucede; por qué se obceca en no
llamarme siquiera para un desprecio, para una bofetada; tan sólo dos días,
qué ocurrirá si se empeña en su actitud infantil de no quererme; vuelvo a
llamar; fuera de cobertura; no quiere nada conmigo; diario mío, dime, qué
debo hacer, aconséjame, hoja de papel querida,
_Las cuatro de otra madrugada,
Ha venido Alberto a verme; que qué me pasa, que no se me ve por
ningún lado; no le he prestado apenas atención; en pocas palabras le
insinué que se fuera, que su presencia me era indiferente; en verdad no
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soportaba su cara de niño bien ni su aire estúpido; no necesito a nadie a mi
lado; mi vida carece de sentido desde que mi amor me dejó,
_Febrero, por la mañana,
Me levanté desganado, tomé café y me afeité; aún huele a su piel, su
toalla continúa en el mismo lugar, doblada y esponjosa; no me atrevo a
abrir los cajones de la cómoda, me traería recuerdos hirientes; me siento
vejado, una piltrafa, y salir a la calle me da miedo; la soledad y el silencio
de la habitación evocan en mí su presencia ausente; lleva casi cuarenta días
lejos de mí; a veces pienso si sufrirá como yo; el dolor me está matando;
una separación tan prolongada es inhumano; me fundí tanto con esta
persona que dejé de ser yo mismo y llegué a respirar con su pecho y a
sentir con su corazón; el apartamento se me hace más pequeño con el día a
día,
A las once llamó Guiller para decirme que ha visto a mi vida con
Gustavo, de la mano, y que las sonrisas y la felicidad se dibujaban en sus
labios; le he colgado, fulminante; siento una rabia que me amordaza, “de la
mano…”, y contentos, alegres de la vida, como si nada hubiese sucedido;
he pasado el día rumiando las palabras del mentecato de Guiller; lo que no
comprendo, al fin, diario mío, es por qué me desprecia, si lo único que he
hecho con esta persona es quererla, es desvivirme, es salirme de mí mismo,
darme; y, sin embargo, este es el pago que recibo…
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_Julio,
Hace meses que no hablaba contigo, querido, amado diario; al
principio, te lo confieso, quise descargar en ti la hiel que me rebosaba,
como castigo ¿entiendes?, para que sintieses lo que yo cuando me supe
abandonado; pero he reflexionado y a partir de hoy tú y yo vamos a ser los
mejores amigos, amigos íntimos; yo te contaré mis cosas, todas, y tú me
confesarás tus sentimientos más velados; qué bien lo vamos a pasar en
adelante, los dos, siempre los dos, inseparables,
Mañana retomaré el trabajo, sí, como lo oyes, querido, amado mío, lo
he decidido, iré de nuevo a la oficina; y enfrentaré la mirada de Guiller
como si jamás hubiese sucedido nada; ahora abriré las ventanas, el verano
ha llegado este año inflamado; así me siento, enardecido, entusiasmado,
loco, como el estío del sur que nos azota y hostiga,
_Mediados de julio,
En la oficina me hago el interesante, les coqueteo y de vez en cuando,
querido, amado diario, les insinúo que tengo amante; al estúpido y engreído
de Alberto ni le miro, no es digno de mi amistad, como tú, amado, tesoro
mío,
_Octubre,
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Tengo una noticia fabulosa amado mío; te lo confesaré pero debes
garantizarme que no saldrá de nosotros y que no lo tomarás como algo
personal; te prometo, si cumples tu parte, que te seguiré queriendo y
amando como siempre he hecho; te lo diré susurrando, así, así,
pianísimo…mi amor ha venido, ha regresado, ha reconocido su error, su
culpa; me lo ha confesado nada más abrir la puerta de casa; el pobre estaba
pálido, anémico, casi cadavérico; lo que yo te decía tesoro mío, mi Pablo lo
ha pasado mal, muy mal, lo que habrá sufrido mi ángel; me ha dicho que
todo fue una locura, una subida de calor repentino; y yo, triste de mí, con lo
que había preparado este momento, con la de veces que ante el espejo me
había figurado hablando a Pablo, duro, enervado y severo, me derrumbé en
sus brazos y lloré sobre su pecho varonil, como un niño,
_Navidad,
Pronto hará un año de aquello, querido, amado diario, un año, todo un
año; y esta vez estamos los tres juntos, unidos como nadie pueda estarlo
jamás; Pablo, tú y yo; los tres aquí; Pablo y yo sentados el uno junto al otro
y tú, amado, tesoro mío, sobre la mesa con cubierta de tafetán, mirándonos
en silencio y sonriéndome sin que Pablo se dé cuenta de nada; esta vez no
tendremos que esperarle, cenaremos en silencio y luego, en los postres,
cantaremos y contaremos historias de Nochebuena, de las que tanto gustan
a mi tesoro; y cuando la noche se vuelva densa y tupida, tomaré a Pablo, mi
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amor, mi otro amor, y lo acostaré suavemente sobre el edredón de invierno
que compramos la semana pasada; cuando él esté profundamente dormido
tú y yo seguiremos compartiendo sigilosamente nuestros secretos, en el
hueco oscuro y fosco de la noche; debe ser así, créeme, querido, amado
diario, de lo contrario, si Pablo se percatase de nuestros disimulos encelaría
hasta enloquecer,
Te aseguro amado mío, querido tesoro, vida mía, que Pablo no nos
volverá a abandonar y que todas las noches departirá con nosotros, aquí, en
la sala, pegados, muy juntitos los tres; te aseguro amado mío, que Pablo es
feliz junto a nosotros; sabe él que aquí no le faltará amistad, calor y, sobre
todo, amor, mucho amor; mírale, mira a Pablo cómo sonríe, querido mío,
mírale; es feliz, se le nota ¿verdad?, desde que lavé su cara con la toalla
mullida que guardaba, desde que sus manos aparecen blancas, sin restos de
sangre, cuidadas por mí con profundo sentimiento, ya no hay nada que
temer; tú no lo sabes, pero todas las mañanas, amado diario mío, hablo con
él mientras me aseo; todas las mañanas cuando me cruzo con Alberto, con
Guiller, con Gustavo, les miro y les sonrío mientras pienso que Pablo jamás
será otra vez de ellos,
_Tras la navidad,
Querido diario, hoy estoy enfadado, no, no contigo, amado mío, con
Pablo; dice que no hablo nunca con él, que no le presto atención, que le
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ignoro y que he dejado de amarle y yo me pregunto, ¿cómo puede pensar
eso de mí, de nosotros, acaso tú y yo no pasamos las tardes claras de esta
maravillosa primavera junto a él? Si continúa así le tendremos que meter de
nuevo en el depósito, en el frío e inhóspito depósito, como a los niños
traviesos y metomentodos; Pablo no ha sido jamás tan aguafiestas, lo que le
pasa, diario mío, tesoro de mi vida, es que está celoso de ti, como lo oyes,
celoso y requeteceloso; pero, como a los mequetrefes, mejor es no echarle
demasiada cuenta,
_Una noche calurosa,
No podemos seguir así Pablo, no podemos; no comes, no bebes,
siempre estás igual de serio con nosotros y no nos cruzas palabra en todo el
día; sabes que los dos te queremos y te respetamos, pero has de intentar
cambiar por el bien de los tres; a partir de hoy lavaré tu cara y tus manos a
diario; y además, si me lo permites como si no, Pablo, peinaré tu cabello y
recogeré los mechones que caigan al suelo para que tu habitación brille y
resplandezca de blancura; de noche, Pablo, debes comer algo, inténtalo, y si
me dejas yo mismo abriré tu boca para alimentarte; luego, a los postres,
Pablo, quiero que hables con los dos ¿entendido?, y olvídate de esa manía
tuya de abrir las ventanas para ventilar la sala; ¿no comprendes, querido,
que hueles mal, y que los vecinos podrían sospechar?; olvídate de todo, no
te preocupes, yo haré todo cuanto haya que hacer para que los tres vivamos
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en el mejor de los mundos; ya llevamos casi un año juntos, Pablo, casi un
año desde que entraste en esta casa aquel día para pedir perdón por lo que
habías hecho; y te perdoné, te perdonamos, los dos te perdonamos, por eso
lo único que te pedimos es que continúes sentado en esa vieja mecedora,
junto a nosotros, pasando el tiempo infinito en esta sala triste y hedionda.
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La carta llegó al campamento con la crecida silenciosa y
traicionera del Putumayo, de modo que hasta transcurridas dos horas el
General no pudo leerla; el Putumayo no juega y Obando lo sabe; cuando
las aguas del río se remueven turbias y caprichosas junto a los juncos,
todos en el campamento acuden como culebras, rápidos y resueltos, hasta
dejar los alrededores más limpios que la cabeza del Gringo,
Obando abrió la esperada carta despacio hasta la desesperación;
barruntaba desde días atrás que aquello se acababa; para su desgracia las
cuatro primeras letras que leyó provocaron el latigazo involuntario de su
codo izquierdo, la señal de que el General se ahogaba en la humillación,
El General Obando leyó hasta el final el papel sucio y amarillento y
se quedó mirando las aguas del Putumayo que ya habían alcanzado los
troncos más gruesos de la barraca; con el corazón lleno de mierda y de
rabia arrugó la hoja y la arrojó donde nadie pudiera verla; llamó entonces
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al Cabo con su voz aguardentosa y desagradable; el Cojo apareció de la
nada y al ver la cara del General supo que a la mañana siguiente
abandonarían la maldita selva,
Aquella misma noche, bajo la penumbra de su choza y sin dar tiempo
a que su vómito le traicionara, Obando ordenó preparar la marcha; esa
noche, densa y misteriosa como pocas, las estrellas se le cruzaron entre
ceja y ceja y no pegó ojo; después de treinta años en la trocha con el fusil
al hombro, cuatro mujeres, once hijos conocidos y veintitantos hombres
muertos a su costa, cómo podría vivir en adelante; Obando, Don José
María Obando, hijo adoptivo de Don Ramón Obando del Campo, no sabía
que la vida pudiera echársele encima con tanto peso, aplastando su orgullo
y su destino antojadizo, y todo en nombre de la dichosa democracia,
Los Yaguas caminaban de regreso con la caza de una semana, entre
árboles centenarios, altos como el orgullo de sus ancianos, mientras el
General Obando pasaba revista a los pocos soldados vivos de su
regimiento; al cabo se despidió de todos, mirando a los ojos de cada uno;
sólo se llevaba con él al Gringo, que conocía los senderos misteriosos de
la selva y era medio indio,
Mientras el General y el Gringo enseñaban sus espaldas camino de
Cali, en busca de la sinrazón del presidente José Ignacio de Márquez, el
Coronel Sarmientos Piedelobo, que se quedaba al mando del campamento,
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esbozó una sonrisa estúpida y pasajera que no contagió a ninguno de sus
soldados; ni el Chusco, ni el Chamizo, ni el Cojo, ni el Niño sonrieron; ni
siquiera la Chana se alegraba de la marcha del General que maldito el día
en que se iba quizás para siempre,
Cuatro semanas a lo más; eso fue lo que el General dejó dicho,
pero ya habían pasado dos y lo único que se oía era la indomable Seca
golpeando los rostros cansados por la lucha; los Yaguas no se divisaban
desde el campamento, aunque más que por la distancia porque ver un
Yagua y no ver nada era lo mismo; los ojos secos de los soldados
alcanzaban hasta poco más allá de las aguas del Putumayo; la Chana
cumplía años sin decir nada a nadie y se avergonzaba en silencio de su
cara mustia y poco agraciada; a la Chana también se le acabarían los
buenos tiempos, al menos eso es lo que todos se decían continuamente
con la mirada; ninguno deseaba ver entrar al General por el camino de
los charcos, porque verle entrar y acabar la lucha contra los insurgentes
era cosa segura, pero ninguno deseaba tampoco que su General faltase
para siempre, ninguno menos Sarmientos, para quien la ausencia de su
superior era la mejor noticia que pudiera conocerse,
El 11 de julio de 1841 amaneció sin avisar; en el cielo de la selva
donde viven los Yaguas raras veces se ve el sol allá arriba, por entre los
árboles; sólo donde las calvas han hecho de la selva un tapiz húmedo y
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verdoso florecen plantas caprichosas en busca de los tímidos y cálidos
fuegos del cielo,
El 11 de julio de 1841, el mismo día en que el General Obando se
negaba a pactar la rendición con el presidente José Ignacio de Márquez, el
Coronel Sarmientos Piedelobo se sentía con el mundo dentro del pecho y
hacía y deshacía a su antojo; la Juárez le colocó bajo las narices el
segundo plato de estofado que, aún ardiendo, el coronel relamía con sus
ojuelos achinados; la Juárez se retiró y dejó a su coronel tranquilo en
medio de aquel sofoco de verano, que maldito si llegó el calor aquel año;
Piedelobo torció el gesto a la primera engullida y, con la cara roja como el
tomate, escupió un trozo de carne; luego tomó la jarra de chicha, fría
como el alma de una viuda, y bebió para dejar sitio a otro golpetazo de
ardiente estofado; de cuando en cuando el Coronel maldecía el día en que
vio al de la Enara entrar por la puerta de su casa para decirle que se
pusiera la charretera; desde entonces su maldito dolor de barriga le
enredaba el vientre a golpes de bocado; el Coronel llamó a la Juárez a
voces: “¡Chana, venga usted acá con su amorcito!”; la Juárez o la Chana
como al Coronel le gustaba clavarle al oído aparecía de golpe y entonces
el Piedelobo le frotaba el trasero delante de todos, como si nada; los
demás, ante la ausencia de su General, callaban como muertos; hasta el
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Niño, pese a su juventud asquerosa y repulsiva callaba miserablemente y
aguantaba el tirón,
El calor húmedo de la selva del Tarapoto entraba a todos por los
ojos, secando el alma cansada ya de tantos años de lucha sin causa y sin
fin; el Piedelobo seguía estrechando con sus manazas las entrepiernas de
la Juárez mientras mascaba como un cerdo el último bocado de carne; a
ver quién era el guapo en levantarse sin el permiso del Coronel, pero el
guapo fue el Niño que harto ya de tragar bilis sacó la faca y amenazó con
ella al dueño de la Chana; el silencio se espesó cuando los demás vieron
pararse las quijadas del Coronel; el Niño tragó la poca saliva que le
quedaba y de no estar la Chana todavía en la falda del Piedelobo, habría
salido de allí como alma que se come la Seca, el parón cálido y salino de
la selva; hasta las moscas dejaron de zumbar; el Coronel, envalentonado,
se quitó a la Chana de encima, dejó el cucharón sobre la mesa y levantó su
enorme espinazo buscando la voz silbante de la faca en el aire; el Niño no
tuvo tiempo de reaccionar cuando ya el Coronel le aferraba la garganta
con la fuerza de un arco de acero; pero no apretó para que los demás
viesen el espectáculo de ver a un hombre morir a su voluntad; el Niño
maldijo al Coronel y fue lo último que hizo en su corta vida; el aire,
espeso como la leche de la Facunda, humedecía los rostros del Coronel, de
la Chana y de los demás; el tiempo, temeroso de que a él también le tocase
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parte, paró su ritmo, hasta que un antojo del Piedelobo le hizo soltar el
peso que cayó al suelo como un fardo,
Sarmientos Piedelobo pidió a la Chana un cubo de agua y lo echó
sobre la sangre vertida a dos palmos de sus botas; las moscas comenzaron
de nuevo a revolotear; algunos disparos lejanos atronaron en los oídos de
los demás quienes aprovecharon la ocasión para salir de allí por patas; el
Coronel echó de nuevo sus manazas sobre las cachas de la Chana y,
mirándola como un enamorado, comenzó a reír a carcajadas; la Chana le
imitó por hacer algo y ambos acabaron enlazados en un juego sucio de
sudor y sofocos; en la estancia calenturienta y húmeda del Tarapoto no
había ocurrido nada en realidad; la lucha seguía como seguía el sofocante
calor golpeando sobre los rostros cobrizos de los Yagüas; fuera oíanse
disparos de arcabuces cruzando el espeso y enrarecido aire de mediodía; el
Piedelobo acabó su comida echado sobre una destartalada yacija, sucia
como su alma gringa; pensaba qué suerte que aún faltase bastante para que
por la puerta apareciera el maldito General; pero mientras tanto el mundo
estaba dentro de su pecho y no había fuerza de la selva que se le opusiese
a su coraje; la Chana continuó con su brega y agachada en el suelo, sobre
sus carnosas rodillas de hembra aún joven, restregaba con fuerza sobre la
mancha rojiza de quien la quiso en mal día para ella; el Piedelobo miró a
la Juárez y ambos sonrieron; Sarmientos Piedelobo escupió lejos el cigarro
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ensalivado y se dio la vuelta para dormir; las moscas continuaron
revoloteando sobre los restos de sangre aún fresca,
Amaneció; la selva, aún en silencio, comenzó su acostumbrado
carillón de trinos y gorjeos mientras los primeros clarores del día
inundaban lentamente los poros de la tupida arboleda; el Coronel
Piedelobo roncaba; la Chana movía su denso cuerpo zambullida en un
delirio de pesadillas, acordándose del Niño, aún caliente; los demás
esparcían sus lacios y desmedrados cuerpos hasta que llegasen los
primeros rayos del sol abrasador; el aire soplaba tímidamente,
cobardemente, como todo lo que se movía allí, en el campamento, sin el
beneplácito atrabiliario del Coronel,
Piedelobo abrió los ojos como pudo; la garganta, aprisionada por un
cerco de hierro, no escupió ningún sonido inteligible; sólo sus pupilas y su
escaso entendimiento llegaron a comprender que el General había llegado
un par de semanas antes de lo previsto; al momento los hombres del
campamento, pillados de medio pie, formaron con sus arcabuces, mirando
al suelo; el General era el General y la cosa no era para bromas; varias
gargantas tragaron salivas; la Chana acudió presta con una cesta de
sonrisas y con las manos retorciendo su delantal en señal de servidumbre y
nerviosismo; el General preguntó poco y a los mismos de siempre, a los de
lengua mansa y dadivosa; sacaron entonces al Niño y echaron su cuerpo
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en medio de todos; el General, hombre al fin de pocas palabras, les miró
uno a uno; esa era su forma de dar órdenes,
El Coronel cruzó sus ojos con los ojos del General pero éste le
aplastó con su mirada; en un acto fatal el Coronel se postró de rodillas e
inclinó su espalda como un perro estúpido y miedoso; los demás no
respiraban; el destino estaba escrito y de allí a la noche alguien no
llegaría; ese alguien lo sabía, como lo sabían muy bien todos los del
campamento; el Coronel izó sus manos rogatorias de dedos entrelazados
sin levantar la cabeza; de sus labios salieron algunos lamentos que pronto
se convirtieron en gemidos; Obando alzó su negra bota de cuero y con
cara de profundo asco golpeó el costado del cobarde una vez y otra; a cada
golpe Sarmientos Piedelobo retorcía sus fibrosos miembros, se echaba las
manos a la cabeza y lloriqueaba como un cerdo pidiendo clemencia; el
General, un militar que sólo había conocido el sonido ululante de las balas
al cruzar sinuosas el aire, cesó en su furia y afirmó su gastado cuerpo
recuperando el aliento perdido; la Chana le sirvió otra cesta de sonrisas
adornada esta vez con un manojo de guiños; los demás, inmóviles, no
cerraban los párpados; el General miró a uno de ellos y con un
movimiento de su cabeza le indicó que aquella piltrafa estaba allí de más;
entre todos levantaron el bulto de carne deshecha; el Coronel, todo
hinchado, comprendió que por esta vez llegaría al final del día y este
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pensamiento extrajo de su boca una leve y extraña mueca mezcla de
felicidad, odio y rencor,
La Chana tomó la mano yerta del Niño y la besó; sería la última vez;
las moscas este año han venido a la selva más empalagosas que nunca; las
moscas siempre traen malos aires; mientras, los Yagüas, ajenos a todo,
hasta de los disparos de la sinrazón, continuaban con su afanosa tarea de
desentrañar los misterios de la selva,
A las tres de la tarde las piedras sudaban en el campamento, tan
espesa era la humedad que las frentes del Chamizo, del Chusco, del Cojo
y del Gringo goteaban efluvios verdosos de cobardía y de miseria; cuando
el Relamío y el Balas acabaron por fin de socavar el terreno la Seca, el
parón cálido y salino de la selva, comenzó a levantar un fino hilo de brisa
que relamió los silenciosos rostros de los presentes; la Chana se acercó al
cuerpo del Niño y, para sorpresa de todos, escupió una, dos y hasta tres
veces en la boca del desdichado; el Coronel volvió a condenar el puto día
en que al de la Enara le dio por decirle que se pusiera la charretera; la
tierra húmeda cayó sobre el cuerpo del Niño a peso, como con odio; los
presentes se fueron retirando lentos y perezosos; la Seca ululó, cansina,
como si de verdad lamentase aquella pérdida,
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El General, serio y con la cara desgastada y descosida por la guerra,
echó la última mirada a la escena fúnebre y entornó de nuevo sus rugosos
párpados adormilados,
Un poco más allá, apartados de la vista de los ojos maliciosos, el
Peinao, el más joven ahora en el campamento tras la muerte del Niño, ha
mirado a la Juárez con ojos de perro en celo; la Chana, embragada y
sugerente, le ha devuelto la mirada a medias, pues debe asegurarse de que
el General no se ha dado cuenta,
En el campamento la vida sigue como siguen los Yaguas viviendo en
las entrañas de la selva del Tarapoto, sin descanso, en silencio,
muellemente; pero algo ha cambiado; desde que llegó el General una nube
negra le cubre la cara; no hay quien le hable, ni nadie se atreve a
desentrañar los oscuros misterios de su rostro callado y serio; nadie sabe
lo que ocurrió en Cali pero todos lo adivinan en su fuero interno; es un
secreto a voces que el General se empeña en aplazar hasta el infinito; la
guerra se ha acabado; se ha acabado por la cobardía del presidente José
Ignacio de Márquez; el muy imbécil claudicó y llevó la deshonra a todos;
en el campamento los soldados miran al General esperando una señal para
abandonar ya la lucha eterna; todos lo esperan menos la Chana que sabe
que su General no abandona,
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Han pasado días, semanas; todo continúa igual, como si la guerra
siguiera su curso inexorable; los soldados se mueven con desidia, de acá
para allá; el Putumayo mueve sus aguas buscando el camino que nunca
encuentra, entre los árboles compuestos y frondosos; es media mañana; el
General ha llamado a reunión; todos acuden prestos; en medio de sus
soldados comunica lo que todos desean oír; se marchan; abandonan el
campamento; todo se ha terminado; Obando suelta las palabras como
quien se desprende de un fardo de cincuenta kilos; la Chana se equivocó y
siente que su General haya tomado esta decisión; la partida se hará a la
mañana siguiente; el destino, la Chanca; una vez allí se dispersarán y cada
uno buscará a su familia o hará lo que le venga en ganas,
El día siguiente no amaneció; una manta de agua caía sobre el
campamento convirtiendo las aguas del Putumayo en una simple broma; el
primero en abandonar el campamento fue el Coronel, que lo hizo solo y
cabizbajo; luego el Chusco, el Chamizo, el Cojo, el Gringo y el Peinao se
despidieron del General y tomaron el camino de la trocha principal en
dirección al sur, donde todos habían oído escuchar que se encontraba la
Chanca; la última en salir de allí fue la Chana que miraba hacia atrás cada
dos pasos para ver si su General tomaba el mismo camino que los demás;
pero el General no se levantó de su sillón de madera vieja y nudosa; se
quedó observando las espaldas de los que le habían acompañado y
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obedecido durante largos años; el agua caía como si fuesen chorros de
plomo derretido, a peso, socavando la tierra y formando arroyos de aguas
sucias y enlodadas; el día seguía sin amanecer, de oscuro que se mostraba;
las nubes formaban una bóveda de agua en la selva del Tarapoto y sólo se
oía el crujir horrísono de alguna rama o tronco que cedía a la fuerza del
agua; la soledad y el General eran los únicos que permanecían en el
campamento, bajo la barraca principal; los Yaguas estaban allí cerca,
invisibles, quietos, callados, observando el agua que caía cada vez con
más fuerza; los Yaguas sabían esperar pacientemente a que llegara la
calma y comenzaran de nuevo a brotar la vida, las flores y los insectos; el
General parecía una rama inmóvil y silenciosa; sentado en su sillón
nudoso y de madera envejecida, rumiaba el sentido que había tenido su
vida; años dedicados a la lucha contra la injusticia para nada; el presidente
José Ignacio de Márquez le había decepcionado; Obando jamás aceptaría
la democracia, eso quedaba para los de la ciudad, porque la ley de la
trocha era su ley y nunca la cambiaría por una memez semejante,
La selva, obcecada en la pertinaz lluvia, parecía opinar como Obando
y se mostraba rebelde, obstinada, meliflua, derramando sobre el
campamento y sobre la barraca del General todas las aguas del planeta; el
Putumayo continuaba su crecida gradual alimentado por miles de brazos
acuosos y amenazaba con desbrozar la barraca; Obando se levantó de su
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sillón de madera envejecida y nudosa; allí solo, en medio del diluvio
universal, levantó la cabeza, miró al frente, a los árboles viejos y mudos
como él y, empapado como estaba hasta la médula de sus huesos, levantó
los brazos al cielo y con su voz bronca y desagradable lanzó un grito
atronador que enloqueció aún más los acordes de la selva.
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Por la mañana al pequeño comenzó a subirle la temperatura. La
Jenny le puso el termómetro. Treinta y siete y medio. No le dio demasiada
importancia y arregló a su bebé con los pocos trapitos que había podido
reunir entre sus amistades. A las once había quedado con la Tere y la Susi
para ir a trastear al mercadillo. El día había amanecido con nubarrones
amenazadores y soplaba un ligero aire, frío y húmedo, presagio de que
pronto el temporal se echaría encima del barrio. A la hora convenida las
tres se pusieron en marcha, la Jenny con el pequeño en brazos. Ninguna
sobrepasaba los dieciséis años pero su manera de comportarse y de
entender la vida denotaba más experiencia acumulada de lo normal. El
pequeño tosía de vez en cuando. Su madre le abrochaba entonces los
botoncitos de la rebeca y seguía charlando con las amigas. La Susi sacó
tabaco y repartió. Se pusieron en una de las esquinas del mercadillo, cerca
de un puesto de telas, para ver si entre las tres pillaban algo. La estrategia
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ya la tenían bastante aprendida y, a pesar de que todos en el barrio sabían
perfectamente quiénes eran la Susi, la Tere y la Jenny, el arte que tenían les
sobraba. La Tere dijo que estaba seca y la Jenny le afirmó, recelosa, que el
Fran le había asegurado esta misma mañana que por la noche traería un
cañón y montarían la gorda. El viento pastoso enfrió los cuerpos de las tres
adolescentes y sobre todo el del pequeño. La Jenny le volvió a abrochar los
botoncitos de la rebeca pero hacía frío para más. La Susi repartió de nuevo
tabaco y volvieron a fumar como carreteras. Antes de lo que esperaban el
negocio hubo acabado. Buen día. Como la nube negra y gorda se inflamó
sobre el cielo del mercadillo y comenzó a desgarrarse desparramando sobre
las muchachas regueros de agua helada, no tuvieron más remedio que salir
a toda pastilla atravesando el escampado que separaba el barrio de la
explanada. Mientras la Susi y la Tere guardaban disimuladamente los
retales que habían podido sustraer, la Jenny, además de correr como una
posesa, cargaba con el cuerpo mojado del pequeño. Ganaron el barrio
jadeando. Después de repartir a partes iguales el lote la Jenny quedó con
sus amigas arriba, a eso de las cinco. Subió las cuatro plantas con el chico
apoyado en la cadera como lo había visto hacer a su madre cientos de veces
con sus hermanos pequeños. El Fran todavía no había llegado. La Jenny
dejó al pequeño sobre el mugriento sofá de la salita, encendió un porro y se
fue a la cocina a preparar la comida, no fuera que el Fran llegara de
improviso y la pillara con las cosas sin hacer. Desde la inmunda cocina la
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Jenny oía los lloriqueos del hijo que el destino le trajo sin esperarlo. La
Jenny le decía cositas al bebé desde lejos porque no podía desatender la
sartén de su Fran. El llanto del pequeño comenzó a clavársele poco a poco
en los oídos pero la Jenny ya había entrado en el dulce sopor que le
proporcionaba su porro de mediodía. Dieron las tres y el Fran no aparecía.
Cuando hubo terminado sus quehaceres se fue a calmar al niño. Al cogerlo
en brazos notó que el bebé estaba ardiendo. La Jenny se asustó. Recordó
cómo la tía Lechu en casos parecidos ponía trapos empapados de agua fría
en la frente de sus hermanos. Pero la Jenny buscó por todos los rincones del
pisito aquello que le dio hacía apenas unos días el médico del ambulatorio
cuando a su hijo, como hoy, le subió la temperatura. No encontrando lo que
buscaba cogió trapos de la cocina, los dobló, los mojó en el grifo del baño y
se los colocó en la frente al pequeño. Le volvió a poner el termómetro.
Treinta y nueve con dos. La Jenny se asustó aún más. Poco a poco el sopor
del porro se le fue apagando y con el pensamiento algo más lúcido
comenzó a maldecirse por haber llevado a su hijo al mercadillo en esas
condiciones. La Susi y la Tere podrían haber ido solas y no hubiese pasado
nada, total por un día. Sentía unas ganas terribles de que alguien llamase a
la puerta de su cuchitril. Necesitaba urgentemente hablar con alguien. El
mierda del Fran seguro que no llegaría hasta bien entrada la madrugada.
Llamaron. Abrió todo lo aprisa que pudo. Eran sus amigas. “Niñas, mirad
al peque, está quemando”, atinó a balbucir entre dientes. “Hay que taparlo
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bien”, se le ocurrió decir a la Susi. Lo acostaron y entre las tres lo cubrieron
con todo lo que a mano tenían. La Jenny al ver a su hijo bien tapadito fue
poco a poco entrando en sí. “Anda niña, saca algo”, le dijo a la Susi,
cambiando de tercio. La más pequeña de las tres sacó tabaco por enésima
vez. La Jenny cerró la puerta del cuarto donde habían acostado al pequeño
y se sentaron a fumar. “¿No tienes nada?”, preguntó la Tere, con cara
asqueada, “estoy seca y harta de lo mismo”; “Ya te he dicho que no, coño”,
le respondió estúpida y cortante la Jenny. “A ver si viene el cabrón de mi
novio, que ya es hora, digo yo; además, habrá que llevar al pequeñajo este
al médico”, añadió nerviosa y distraída. Al rato el pequeño comenzó a
berrear de lo lindo y la Jenny lo tomó en brazos y lo acurrucó para que se
callara. La Susi y La Tere fumaban y hablaban sin parar y como la Jenny
no les hacía maldito caso se fueron más pronto de lo acostumbrado y la
Jenny se quedó sola con el llanto, con la desesperación y con el pequeño
que seguía en ascuas. Como el tiempo pasaba y el llanto del niño persistía
pensó que quizás el niño podría tener hambre. Le metió el biberón; nada. El
hijo no quería comer. Desesperada ya sin remedio dejó al pequeño sobre el
rincón grasiento del sofá y sintiéndose totalmente ida e impotente decidió
encender otro porro para evadirse.
El Fran llegó tardísimo. Abrió la puerta como buenamente pudo y
llamó a la Jenny a voces. La Jenny apareció totalmente repuesta con el niño
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en brazos. El Fran los miró con cara de estúpido y lo único que se le
ocurrió fue echarse cuan largo era en el sofá. “Hay que llevar a tu hijo al
seguro”, le dijo al Fran con su voz áspera y cortante. El Fran no hizo ni
puto caso. “Si no vienes conmigo iré sola”. El Fran abrió uno de sus ojos y
con voz de borracho le dijo que se callara y que tenía hambre. La Jenny,
que le conocía, sabía que lo mejor que podía hacer era coger a su hijo y
salir de allí cuanto antes. El Fran es bueno pero cuando se empeta le sale la
mala leche de cabrito que su madre le dio y no veas cómo se pone. La
Jenny arropó esta vez al pequeño con el abriguito que pudo robar hacía
unas semanas en el mercadillo. “Te he dicho que tengo hambre, golfa”, le
escupió a la cara con voz ronca y aguardentosa. “Además, está cayendo la
del tigre, ¿es que no oyes?”, prosiguió. La Jenny comenzó a dudar si
prepararle el plato de comida a su Fran o salir rápido del piso antes de que
a su novio se le cruzasen del todo los cables. El Fran seguía tumbado boca
abajo. Ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los pantalones de cuero ni los
zapatos de punta que gastaba. “Ahora vengo cariño, no tardo”. Cuando el
Fran oyó el ruido del picaporte saltó sobre ella y con la prepotencia de un
verdadero macho torteó con fuerza a la Jenny tres o cuatro veces. El niño,
asustado, mostraba los cachetes colorados; la fiebre le salía hasta por la
comisura de los labios y los ojitos, irritados de tanto llorar, irrumpieron de
nuevo en lágrimas desconsoladas. “Cuando tu Fran te diga una cosa a callar
y a obedecer, golfa”. El Fran tenía el demonio en el cuerpo y la Jenny,
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horrorizada, dejó al pequeño y se fue a la cocina a prepararle la comida. El
Fran jadeaba y miraba a un lado y otro como un poseso tratando de
comprender la actitud de la Jenny, su Jenny, que se le había resistido por
primera vez. Mientras la muchacha acababa de poner la mesa el Fran se
frotó la cara con agua y peinó con los dedos bien abiertos sus largos y
negros cabellos frente al espejo del baño. La Jenny se sentó junto a él
mientras éste engullía ansiosamente la comida. “Cerveza, niña”, le ordenó
secamente y la Jenny se levantó rápida como un felino en busca de una
cerveza fría. El Fran comía y bebía, la Jenny esperaba junto a él y el niño,
en el otro cuarto, lloraba cada vez más ruidosamente y, de vez en cuando,
se quedaba cogido y tosía y tosía sin parar, una tos sonora, temblorosa, que
a la Jenny le llegaba al alma. Cuando hubo terminado el Fran sacó una
papelina y la Jenny entonces comprendió que si no salía pronto de allí con
su hijito ya no habría remedio. El Fran no engaña, es hombre de palabra y
cuando dice que va a traer un cañón, a ver quién lo pone en duda. “Anda
tonta, arrímate, es para los dos”. La Jenny intentó rehusar el ofrecimiento
pero los ojos del Fran, inyectados en sangre, la convencieron de que lo
mejor que podía hacer era obedecer de inmediato. La raya hizo el efecto
deseado. Ambos cayeron enlazados sobre el sofá y formaron la que el Fran
le había anunciado esa misma mañana. Mientras, en el cuarto de al lado, el
pequeño se debatía entre lloros y convulsiones propias de las fiebres altas y
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yacía desatendido sobre la colcha de invierno que aún la Jenny no había
cambiado.
Apenas asomó el nuevo día la Jenny tomó a su hijo y salió del pisito
echando leches, dejando a su Fran durmiendo la mona. La Jenny caminaba
hacia el seguro con su hijo en brazos y bien liado en una mantita sin darse
cuenta de que el pequeño apenas movía ya su precario cuerpo y de que ya
la fiebre del día anterior había dado paso a un frío glacial en los miembros
del crío. Le tomaron al pequeño y los enfermeros se miraron unos a otros
sin decir nada. Mientras introducían al niño a la Jenny la llevaron a una sala
para que se calmara y para tomar nota de los papeles de ambos. Al cabo de
una hora de espera sin tener noticias de su pequeño, un médico le ordenó
que acompañara a una pareja de guardias que acababan de llegar al
hospital. La Jenny preguntaba por su hijo, una vez y otra, con
desesperación, pero la orden era suficientemente clara. Llevaron a la chica
a la comisaría. El que parecía mandar allí le anunció que su hijo había
fallecido nada más llegar al hospital. No habían podido hacer nada. “Lo
sentimos, señora”, le dijo el funcionario, sin convicción. La Jenny se
hundió y comenzó a gritar pidiendo que le devolvieran a su hijo. “Parece,
señora, que no ha comprendido”, le volvió a decir el funcionario de voz
monótona, “Su hijo ha muerto, acaso si le hubiera llevado unas horas
antes…”, fue toda la explicación. El funcionario sacó del cajón unos
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papeles y comenzó a preguntar a la chica datos que a ella en esos
momentos le traían sin cuidado. El funcionario, acostumbrado a este tipo de
actos, dio su tiempo a la chica y cuando ésta pareció haberse repuesto
comenzó la retahíla de preguntas. La Jenny sabía que no podía mencionar a
su Fran para nada, porque entonces sería presa fácil y todo se acabaría. El
funcionario, displicente, anotaba todas y cada una de las palabras de la
desafortunada. Cuando hubo acabado le informó de que según el parte del
forense su hijo había fallecido por neumonía y desnutrición. La Jenny,
llorosa y asustada, lo negó todo. “Asuntos Sociales inspeccionará su
vivienda por orden judicial, para dar fe de cuanto se remite en este informe
y actuar en consecuencia”. La Jenny no entendió bien lo que el funcionario
le quería decir pero lo único que se le venía a la cabeza en estos momentos
era su Fran.
Desde que aquel día el Fran saliera por el portal con aire chulesco y
bravucón, la Jenara ya le avisó a la Rosalina que malos aires soplaban. La
Rosalina no entendió nada de lo que su amiga le decía y se limitó a sonreír
como siempre que intentaba disimular la sordera que la aislaba del mundo.
Y es que el Fran, oliéndose la quema, había bajado los escalones de tres en
tres como alma que lleva el diablo y, presa de su mal fu, no se le ocurrió
siquiera saludar a las comadres como solía hacer a diario. La noticia corrió
por el barrio con la velocidad del rayo. A mediodía se agolpaban a la puerta
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del bloque decenas de curiosos para ver llegar a la desdichada. Pero la
Jenny no apareció hasta bien entrada la noche. Venia hecha una piltrafa. La
escoltaban dos jóvenes apuestos vestidos de uniforme que se separaron
cuando la Jenny les comunicó que ya habían llegado. Uno de ellos, el más
alto y delgado, la acompañó escaleras arriba. Los vecinos y todos los
curiosos que presenciaron la escena se dispersaron, mas algunos siguieron
espiando cuanto sucedía a través de sus ventanas. “Abra”, le dijo el
funcionario. El piso olía a hachís y alcohol y el escaso mobiliario se
encontraba deshecho. Alguien había hecho allí de las suyas y se había
entretenido en sacar el contenido de todos los cajones y esparcirlo por el
suelo. “Tu amiguito te ha dejado, ¿no es así?”. La Jenny, con el rostro
cubierto de tierra, negó lo que parecía un hecho consumado”. El
funcionario, sin hacerle mucho caso, se desentendió de ella y comenzó a
buscar indicios sobre el autor de ese desaguisado. La Jenny, asustada, se
sentó en un rincón del sofá y le dejó hacer. Al poco llegó el segundo
funcionario, éste más bajo y corpulento. Se estableció un coloquio
silencioso entre los dos compañeros que se alargó durante unos minutos.
“El barrio es una tumba”, le decía el segundo funcionario al primero,
“como siempre, nadie ha visto ni oído nada”. El segundo funcionario
continuó la infructuosa búsqueda del primero y éste se sentó al lado de la
Jenny. “¿Te llamas Jennifer, verdad?”. La Jenny cabizbaja, callaba. “No
hace falta que contestes si no quieres, pero has de saber que si no colaboras
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no podremos castigar al culpable”. La Jenny levantó la cabeza, miró al
funcionario y musitó: “La única culpable de la muerte de mi niño soy yo”.
El segundo funcionario siguió buscando pero no logró encontrar nada. Al
poco el primer funcionario le dijo a la Jenny que el segundo funcionario
permanecería por allí cerca toda la noche, por si el elemento se acercaba.
Le dejó una tarjeta con un número de teléfono, por si acaso. La Jenny la
tomó pero le aseguró con ojos implorantes y miedosos que ella era
realmente la única responsable de la muerte del pequeño. El funcionario
salió del piso sonriendo.
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Ceferino Vargas murió al atardecer del uno de enero de 1955, el
mismo día en que vino al mundo su esposa, doña Matilde Ayuso; el
infortunado dejó esta tierra acompañado del Tomasín que miraba con sus
ojuelos de niño asustadizo las cuencas abiertas del muerto, del perro Frufrú,
cojitranco, canijo y cenizo, el único animal vivo conocido en el pueblo y
del párroco del lugar, don Hipólito Hurtado de Mencía; y éste porque no
tenía más remedio, que para eso estaba; los demás vecinos del finado
brindaron con vino cagalón y torrijas con miel en cuanto se enteraron que
el Ceferino se marchó para siempre; a propósito hubo fiesta a lo grande en
la tasca del Tuerto y al velorio no acudió nadie, y menos en una noche
ventosa y fría como aquella de aquel año que dichoso el invierno venido
del norte para cuidado de todos; la noche seguida duró lo que las noches de
difuntos, largas, odiosas y solitarias, con un frío glacial que cortaba los
huesos de las manos; sólo el orujo del Tuerto excitaba las gargantas en
ocasiones como ésta; Ceferino Vargas murió, dicen, por los malos humores
del hombre pero la verdad es que arrastraba desde siempre una úlcera
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estomacal que el difunto se encargaba de alimentar a diario con alcohol de
sesenta; la feria del Tuerto duró hasta que al Leandro se le cansaron las
manos de sobar a la hija del alcalde, la Susi, en la calle Real, esquina a la
parada del autobús; fue entonces y no antes cuando una gasa de fina y
delicada leche rasgó los cielos cuajados de estrellas de la comarca,
Amaneció justo cuando el Felipe entreabría la reja del cementerio; a
media mañana se enterraría al Ceferino en la misma fosa donde sus padres,
en la tercera calle, al entrar, a la derecha, pasando los primeros cipreses;
Felipe había pasado toda la noche con el Tato, allí en la tasca del Tuerto,
bebiendo como un cosaco para asegurarse la friega del yeso, porque desde
que al alcalde le dio por cortar el agua del cementerio – hay quienes
afirman que por impago -, se las veía canutas a la hora de amasar en la
espuerta, de modo que su propia orina, salida a presión de una vejiga muy
maltratada ya por los excesos, le servía de disolvente, para el sofoco de los
presentes, saturando el aire del camposanto de un aroma fétido e
insoportable,
A las diez y cinco de una mañana dura y cortante llegó el autobús de
línea a la parada donde el Leandro se calentaba con la Susi; Matilde Ayuso,
disfrazada de viuda eterna viajaba sola; al bajar del carro y pisar la tierra
apelmazada y amarillenta de la calle Real respiró hondo y un ligero temblor
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nubló su rostro, remarcándose así, más aún y pese a los años, su aspecto de
mujer egipcia, morena y atractiva; el Frufrú se le acercó como si la
conociera de toda la vida olisqueando sus piernas menudas y firmes,
aunque la mujer, desvaída y ausente, no le hizo caso y continuó caminando
en dirección a la vereda del cementerio con paso decidido; Matilde Ayuso,
aunque lejos aún, divisó pronto la semiderruida y ladeada tapia del
camposanto, así como los picos verdes de los cipreses que asomaban de
puntillas como vigilantes eternos de los muertos; el soplo adelantado del
día arrastraba las hojas secas y onduladas y un matorrillo de nubes
acercábase desde el noreste trayendo consigo presagios de lluvia; Matilde
Ayuso llegó al cementerio una hora antes de que al Ceferino le dieran tierra
y, aunque no hubo considerado este pormenor, no le importaba esperar una
hora más en su vida; se trataba de asegurarse y de comprobar por sí misma
que a su marido le cubría una buena tapa de argamasa y para eso valía la
pena esperar; el Frufrú, que la había acompañado hasta allí como una
sombra, rozó con su lomo las piernas de la mujer, a la manera de un gato, y
se echó al suelo imitando la espera de la viuda; a las diez y media, antes de
lo acostumbrado, sonó la campana de la iglesia; sus latidos cubrieron al
pueblo con un lamento bronco y sincero porque don Hipólito Hurtado de
Mencía creyó justo que fuese así; llegada la hora el párroco asomó la
sotana por entre los matorrales ásperos y espinosos de la entrada y se tapó
como pudo las narices; el hedor a la orina del Felipe aumentaba el sabor del
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aire del cementerio y las fosas lucían entre amarillas y ocres por el capricho
del alcalde de no dar agua,
Las once dieron y tres eran los presentes: el cura, el Felipe y la viuda;
ninguno dijo nada aunque los tres se conocían desde siempre; al poco
resonó el carro del Tato que cargaba el cuerpo de Ceferino Vargas;
tuvieron que meterlo en la fosa entre Felipe y el mismo Tato porque don
Hipólito no estaba ya para esos trotes y la viuda no era cosa de que
ayudara; Ceferino Vargas no hubo estado tan serio y tan rígido en su vida;
ni siquiera aquel día, hace ya veinte años, en que la Matilde, cansada ya de
humillaciones, cruzó la cara del marido y sin temer al destino ni a la
soledad, tomó el camino de la parada del autobús; desde entonces, viuda y
sola, la Matilde esperó paciente la llegada del día,
El viento quiso sumarse a la despedida y se arrinconó en la tercera
calle a la derecha conforme se entra y se deshizo luego en ramalazos contra
los invitados al entierro; el Frufrú se acurrucó en un nicho entreabierto al
socaire del vendaval y la Matilde levantó su negro velo en el mismo
momento en que los pies del Ceferino desaparecían en el hueco oscuro y
áspero del nicho; el párroco desgarró el aire haciendo extraños signos con
la mano y luego roció los pies del Ceferino con agua bendita; Felipe,
cabizbajo y con los brazos cruzados, esperaba casi dormido la orden del
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cura para tapiar la fosa; el Tato cogió las de Villadiego en cuanto vio la
ocasión, que ése no era sitio para él, al menos por ahora; a la señal, Felipe
tomó la espuerta casi media de orines y echó varios puñados de yeso
envolviendo sus manos en una pátina blanca y polvorienta; a continuación
cogió la piedra y la encajó milimétricamente en el hueco oscuro de la fosa;
Matilde Ayuso se persignó y sintió una levedad tan grande en el cuerpo que
creyó elevarse a los cielos estando aún con vida; el Felipe tapaba y tapaba
como lo hizo siempre, con la parsimonia y el desinterés de quien sabe bien
su oficio y lo hace de corrido; cerca de allí el Frufrú meneaba el rabo y se
relamía los pelos del bigote con la lengua roja y esponjosa; al terminar, el
Felipe esbozó una sonrisa estúpida y se quedó mirando la fosa como el
artista que se recrea en una soberbia obra de arte recién acabada; el cura
cerró el maletín y despidióse de la viuda con un apretón de manos, falso y
ridículo, que nada quiso decir; el Felipe levantó ligeramente la visera de su
gorrilla a modo de despedida y Matilde Ayuso se quedó de nuevo sola,
frente a la tumba del que fue en tiempos su marido; así permaneció durante
varios minutos, seria, cabizbaja y en actitud de oración; mientras, en lo
alto, las nubes, zarandeadas sin cesar por los vientos fríos y húmedos del
norte, cocinaban una sopa de agua torrencial que aplacaría
momentáneamente el hedor nauseabundo del cementerio,
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El cielo abrió sus puertas y las aguas cayeron como chorros de
plomo derretido; Matilde Ayuso perdió unos minutos más ante la fosa de
quien no la quiso nunca para sí, como muestra de su bondad y candor de
alma, y cuando comprobó que estaba calada hasta los huesos se dirigió
hasta la puerta que nunca jamás en su vida pensaba cruzar,
El camino de vuelta se convirtió en un episodio de soledades y
malos recuerdos que perduró hasta que Matilde Ayuso alcanzó la parada
del autobús; una vez allí y sabedora de que el próximo carro de línea no
llegaría hasta pasadas al menos tres horas, Matilde, más viuda ahora que
cuando llegó, se decidió a ver la vida que le quedaba sin el lastre que
supuso para ella Ceferino Vargas; lo único que le faltó – pensaba - fue
escupirle las entrañas sobre la piedra enyesada y maloliente; lo hizo por
ella sin embargo el mismo cielo con sus lengüetazos de agua que ni a
propósito caían del algodón ceniciento y helado; el Frufrú, que se había
distraído en el camino jugueteando con los rizos de agua y con las yerbas
vencidas por el viento, llegó donde la Matilde y se sentó junto a ella
soportando estoicamente el paso cansino del tiempo; Matilde Ayuso lo
miró y por vez primera desde su llegada sus labios esbozaron una leve
mueca de sonrisa que le llenó el alma de sabor y esperanza,
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El pueblo llegó al mediodía triste, adormilado y melancólico y con
sus habitantes ebrios por la muerte del Ceferino, muerte que les señalaba a
los más el destino indesmayable que se les venía encima; don Hipólito
Hurtado de Mencía continuó sus misas eternas y cómicas en un diario
monótono y desapacible, donde los días que suceden son el mismo día y
donde el sol que les calienta es el mismo sol de siempre; el Tato siguió con
sus cargamentos de podredumbre unos años más hasta que fue él mismo,
tapado con una manta de difuntos, quien hizo el último viaje tirado ahora
por uno de sus convecinos; y el Felipe, ensimismado en su pureza y
candidez, señales inequívocas de la sabiduría de esas tierras ásperas y
agrestes, continuó preñando su cementerio seco y cuarteado con la orina
acumulada donde el Tuerto a base de orujos aguados y a granel,
Llegó la tarde como llega a casa algún desconocido a mala hora y
cogió a Matilde Ayuso con media pulmonía y abstraída e inmersa en sus
recuerdos fatales; a las tres en punto detúvose ante la parada el carro de
línea y Matilde Ayuso echó la última mirada a la calle Real y a sus aceras
maltrechas y anegadas; en medio de aquel día lluvioso, delirante y de tantos
recuerdos acumulados sintió por primera vez el hilo que te tira hacia atrás
en la vida y le pareció, incluso, que tal vez le hubiera ido mejor con el
Ceferino si aquel día no le hubiese abofeteado; el autobús, en uno de sus
temblores, sacó a la viuda de su pequeño desmayo y Matilde subió los tres
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escalones que la separaban del recuerdo; el Frufrú quedó abajo, sentado
sobre sus patas cojitrancas, con los ojos de par en par y las orejas tiesas; si
la viuda no le llevaba continuaría siendo el único animal vivo conocido de
este pueblo condenado ya al olvido; Matilde se volvió y lo miró con los
ojos cansados de viuda doble y eterna y a una señal suya el autobús
ralentizó sus temblores, momento en el que la viuda tomó al perro en sus
brazos y se sentó junto a la ventana que daba al ayuntamiento; el autobús,
sobreponiéndose a uno de sus estertores, arrancó, y Matilde y el Frufrú
pudieron ver, tras el cristal vaharado, el río pantanoso en que se estaba
convirtiendo la calle Real y observaron asimismo algunos rostros serios,
macilentos, entristecidos, de gentes sin caras ni ojos que pasaban
apresuradas huyendo del aguacero; Matilde Ayuso se sintió reconfortada y
más joven incluso que unas horas antes y en un estremecimiento mezcla de
miedo y de ternura abrazó sin pensar, como en un sueño innecesario y
perpetuo, el cuerpo escuálido del Frufrú.
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Los últimos fríos estaban aún por llegar pero el viento que soplaba
era lo bastante fuerte y desagradable para que nadie en los alrededores
anduviese por la calle; atardecían las sombras por la ladera del monte
Señas, alto, húmedo y majestuoso, con algo de misterio en sus tonalidades
y un olor a rancio y a miedo difícil de ignorar; un extraño silencio
embadurnaba las paredes del poblado de lenguas calladas, de oídos sordos
y de ojos que miran siempre al vecino, por aquello de si se acuerda de
nosotros o no; el miedo, ese gran desconocido, entró por la puerta del
cuartelillo, avanzó pasillo adelante hasta llegar al puesto de mando, donde
tres sombras cuchicheaban por lo bajo en un mano a mano entreverado de
monosílabos y, cruzando la podrida puerta de la habitación, se adueñó de
Federico y de Ángel, como se adueña del alma un mal presentimiento,
Corrió el aire frío enfadado por las estancias, empujando puertas
semiabiertas y levantando el polvo adormecido sobre los muebles; el reloj
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de la entrada marcó las seis de la tarde en el instante en que la última
sombra se echaba sobre el cuartel como queriendo ocultarlo, para su
vergüenza y humillación, de la vista de los vencidos,
Federico y Ángel cruzaron sus miradas, levantaron sus cuerpos de las
sillas maltrechas por el uso y anduvieron hacia la salida, por la estrecha y
húmeda galería, hasta llegar a la puerta del cuartel; una ráfaga de fresco
golpeó los rostros de los dos guardias civiles; el sol, oculto tras el monte, se
adivinaba aún amarillo y brillante, calentando las tierras cántabras situadas
más al oeste; nadie caminaba por la calle; el silencio y el miedo transitaban
sin embargo por las aceras recorriendo el poblado de una punta a otra; ni el
Chisco, ni la Zambrana, ni el Tojo asomaban las narices; algo habría de
suceder ese día, esa tarde, esa noche, pero ¿quién lo sabía?,
Federico tomó la delantera, era su costumbre; tras él, Ángel, azuzando
el caminar de la pareja porque la ronda se las traía; hora, las seis y media;
ruta, Valcayo, Soberao y de regreso de nuevo hasta la Vega de Liébana;
casi tres horas de pasos silenciosos por las faldas del Señas; los dos
guardias civiles se apretaron a una los cuellos de sus chaquetas, por eso del
frío traicionero del monte; Federico, el cabo, conocía el camino con los
ojos cerrados; pero era perro viejo en el oficio y sus orejas no se fiaban del
emboscado que de seguro les vigilaba, como los pávidos, oculto y lejano;
53
Ángel, más confiado que su compañero, no pensaba más que en llegar
pronto a casa; su caminar era silencioso y ágil como el de una rata, pero su
pensamiento, disperso y distraído, podría acarrearle un día de estos una
desgracia; así se lo decía la Juani, su mujer, todos los días al salir para el
oficio y entonces Ángel se apresuraba y la besaba como cualquier
enamorado,
Desde la cima del Señas, agazapados tras unos densos arbustos de
espinos y zarzas, Teo y Bedoya observan a la pareja con sus prismáticos;
han pasado allí todo el día, desde que por la mañana temprano, antes de las
luces claras del amanecer, salieran huyendo en busca del bosque, entre
matas y árboles, corriendo, mirando a uno y otro lado, con el corazón
frenético y el orgullo debajo del brazo; han estado allí, han comido allí, han
hablado, sentido y odiado allí; sin embargo han añorado sus casas, sus
amigos, sus familias, sus ratos de ocio, sus sinsabores cotidianos; han
deseado y soñado con no tener que estar allí; y han maldecido el día en que
nacieron por enésima vez; pero la hora ha llegado y deben permanecer
atentos a las maniobras de los civiles; ambos conocen el monte como los
recovecos de sus casas y saben que desde donde están los guardias hasta
donde ellos se encuentran hay al menos dos horas a paso tranquilo; de
manera que Teo y Bedoya se miran, sonríen confiados y mascan tabaco
para pasar el tiempo,
54
El tiempo, ese tiempo que no tiene prisa y que se mece indolente en
el sillón del olvido, se refrena muellemente y consigue que los dos
vencidos lleguen a ponerse nerviosos; Bedoya mira a Teo; la expresión de
Teo, su mirada, la curva densa y oscura de sus cejas, las líneas de su
fatigado rostro exponen ante Bedoya un mensaje misterioso que éste no
alcanza a comprender; Bedoya se siente inquieto; teme que los civiles
acierten esta vez y den con ellos; sería el fin; Teo es demasiado temerario a
veces y esta temeridad asusta a Bedoya y le hace desconfiar por vez
primera de su amigo y compañero; los guardias han desaparecido tras una
loma encrespada del monte; en quince o veinte minutos alcanzarán el
último repecho que les dejará delante de sus narices; Bedoya y Teo se han
agazapado aún más llegando hasta el fondo del agujero, lleno de pasto,
ramas y hojas secas; sienten los pasos fatigados de los guardias que suben
al monte con paso decidido; perciben la respiración forzada de la pareja
que carga con los fusiles bajo las capas,
Federico, el cabo, y su compañero Ángel, detienen su marcha para
tomar aliento; uno de ellos consulta su reloj; en medio del monte, entre los
árboles callados y bajo la tenue luz del día que se apaga, se han detenido
dos personas que no desean en el fondo encontrar a nadie; ambos se dicen
con la mirada que hay que continuar, que por hoy todo pasó y que podrán
55
conciliar el sueño junto a los suyos sin tener nada que temer ni nada que
reprocharse; el camino de vuelta les espera, áspero como siempre, largo
como siempre, duro y esperanzador como siempre,
En el cielo de la tarde cántabra se han arremolinado infinidad de nubes
que tiñen el paisaje de tristes, trágicas y caprichosas figuras; el viento se ha
desgarrado y lanza a los caminos puñados fríos y cortantes de soplos que
hielan la sangre de los atrevidos, de los pocos valientes que asoman las
narices para oler lo que se cuece; es un secreto a voces que hoy habrá
redada; y es que la guerra para algunos aún no ha terminado; vencedores y
vencidos continúan persiguiéndose, acosándose, como los niños en el patio
del recreo, en un juego oscuro y confuso, idiota y sin sentido las más de las
veces, en un juego de muerte y desesperanzas que sólo los adultos pueden
llegar a entender; las negras nubes anuncian una desgracia pintada en el
aire de los montes cántabros, una desgracia que ha de cumplirse como ley
que marca el destino, inexorable, inevitable, ineluctablemente,
El Chisco, la Zambrana y el Tojo no hablan; cada uno permanece en
su habitación; muestran semblantes parecidos, serios, absortos y desleídos,
como la noche que se aproxima en busca del desenlace fatal; el Chisco no
aparece a la cena, aduciendo cansancio y melancolía, raro en él tan
socarrón de costumbre; la Zambrana, en la cocina de su casa, frente al
56
fogón de carbón negro como su alma, cocina al marido lo primero que se le
ha ocurrido, y que no chiste que la cosa no está para más; el Tojo, con sus
muletas y la cara partida en dos, como su ánimo, desapacible y huraño, no
quiere nada con nadie, y se lleva toda la tarde escupiendo y matando
moscas con la palma de la mano encallada,
Nadie en el poblado quiere saber; nadie en los alrededores quiere ni
necesita saber más que lo que a cada uno le va; a quién le puede importar
que Teo y Bedoya hayan salido de su agujero, en lo alto del Señas,
esquivando a los guardias civiles, a los enemigos, para tomar la senda que
les lleve al cementerio; Teo y Bedoya, Bedoya y Teo caminan casi sin tocar
el suelo, por no hacer ruido, como dos diablos solitarios; son dos rescoldos
de la guerrilla que todavía mantienen sus almas embriagadas de valor y de
pureza; han dejado atrás a Federico y Ángel, sus dos compañeros de la vida
hasta que la guerra los revolvió; a ninguno de los dos vencidos le importa
que el cielo se muestre estremecedor ni que el viento helado que baja de los
montes le escupa a la cara ramalazos de desdicha; son las ocho; a las nueve,
ya noche cerrada, cruzarán la carretera y alcanzarán una zona más
resguardada y más segura que les oculte hasta el amanecer siguiente de la
vista de los civiles; pero hasta que ese momento llegue deberán descansar
sus espaldas en la tapia del cementerio al que pronto llegarán,
57
Los muros aparecen desconchados por la fatiga de los años, por el
despego de quienes en un futuro próximo deberán hacer uso de ellos y
porque sí, porque la vida es como es y porque un muro, dos o tres,
desconchados, amarillentos y descalichados no le importa a maldita sea la
gente; el musgo, atrevido y andarín, ha subido hasta las barbas de la pared,
alta y desafiante, como quien no quiere la cosa; las ratas merodean por sus
bases, se entremeten en los huecos horadados por incisivos afilados y
asustan a quienes osan pasar por allí; sólo los valientes apoyan sus espaldas
en las superficies frías, rasposas e irregulares del cementerio; el edificio,
viejo como el dolor humano, se resiste a claudicar y continúa guardando
cadáveres cántabros pese al paso fatigado y cansino del tiempo; su base es
irregular como el entendimiento posiblemente de quien lo ideó, pero ese
detalle no importa ahora en absoluto; de este a oeste baja en pendiente,
forma escaloncitos que aventajan al terreno simulando ser plano y obliga a
que los cadáveres descansen en posición levemente inclinada; poco más de
unos cientos de cántabros yacen en él, bajo sus tierras muertas, en medio de
un fuerte olor a metano propio de la descomposición de la materia orgánica
de la que también están hechas las personas de esta tierra; Teo y Bedoya
llegaron al muro del norte, más frío y húmedo que los demás, con tiempo
suficiente para pensar en lo que debían hacer en adelante; si ellos eran
listos más listos eran los guardias, acostumbrados a las redadas y a dejar
las entrañas en el cuartelillo; Teo se recostó cansado sobre la pared
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apoyando el peso del cuerpo en la blanda tierra llena de terruños; se
desabotonó parte de la camisa para airear el sofoco del camino y con
semblante absorto y medio distraído sacó su pistola, un nueve largo, y se
puso a limpiarla como si en verdad quisiese darle lustre; Bedoya sentó su
alma junto a la de Teo y aspiró profundamente el aire gélido que bajaba del
monte, hinchando su pecho como si el aire se acabara; así esperaron algún
tiempo, observando en silencio el movimiento cadencioso de las ramas
cercanas; Bedoya miró la hora; en el fondo del alma su entendimiento le
decía que el tiempo no debía pasar; su alcance le hablaba, le susurraba al
oído y Bedoya no entendía; pero al mirar a Teo comprendió por el extraño
brillo de sus ojos que esa noche era una noche especial; jamás hubo visto
en su mirada nada semejante que le delatara lo misterioso de la vida, del
silencio y de la noche,
Las ramas comenzaron a mecerse y balancearse como si la mano
invisible del espacio las empujase en un movimiento de vaivén, rítmico y
acompasado; un ramillete de estrellas dijo adiós a los dos desventurados
que esperaban en silencio bajo la noche, ocultada por una densa y
abigarrada nube que bajaba corriendo siguiendo al viento; la brisa trajo más
olor a muerto, a tierra húmeda y a tumbas oxidadas; el miedo comenzó a
disolver los escasos resortes que aguantaban el coraje de los vencidos; de
aquí a poco deberían atreverse a cruzar la carretera; el tiempo se les echaba
59
encima, pero el problema era cuándo, quién sería el primero en pisar el
asfalto, quién tendría la sangre helada para arrancar hacia el otro lado al
ritmo que su corazón le permitiese; ninguno de los dos lo confesaba pero
los dos sabían perfectamente que Teo sería el primero; Bedoya callaba
junto al muro del cementerio pero hasta los cadáveres cercanos sabían que
Teo sería el primero; Bedoya, mudo, se pisaba la lengua con la punta de los
dientes, pero hasta las ramas dinámicas, hasta el musgo de las paredes,
hasta la estrella oculta, hasta el viento que corría como un perseguido sabía
que Teo sería el primero en cruzar al otro lado de la carretera; pero hasta
que el segundo exacto llegase deberían permanecer junto a la tapia
adormecida por el murmullo de los cadáveres; y aguantar la llovizna que
comenzaba a caer sobre la desgracia de la noche perseguida; Teo y Bedoya
se acurrucaron junto a la tapia mojada, tragaron saliva y se dispusieron a
soportar la manta de agua que caía del cielo; las nubes, apretujadas unas
con otras, miraron hacia abajo y al ver a los dos desventurados abrieron sus
cauces dejando caer el alma del cielo en forma de agua,
La lluvia ha cogido en medio del camino a los dos perseguidores;
sendas capas cubren sus miserias mientras bajan el monte maldiciendo y
jurando por todos los santos y por todo lo habido y por haber; Federico y
Ángel se aprestan sin embargo en la bajada tratando de alcanzar lo antes
posible los aledaños del poblado; la pendiente es dura, el camino zigzaguea
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y deben tener cuidado en dónde ponen los pies; al cabo de un rato divisan
las primeras luces del pueblo; la tarde se volvió oscura de pronto, como sus
corazones, y el aire, desabrido y montaraz, golpea sus espaldas empujando
a los dos guardias civiles hacia un lado y otro del camino; Valcayo quedó
atrás como queriendo ocultarse de la escena que pronto va a tener lugar; el
camino continúa buscando el poblado, pero antes de llegar tendrá que
torcer su esqueleto buscando la curva del molino, cerca del cementerio;
Federico y Ángel, bajo sus capas acampanadas, con las manos prestas en el
fusil, caminan decididamente observando los alrededores como si en
cualquier momento fuesen a ser atacados por unos desalmados; pero la
noche se ha negado a ser noche convirtiéndose en otra cosa y prohíbe con
su llanto copioso e interminable la aventura de los valientes,
Teo y Bedoya no aguantan más la tortura de la espera, de la lluvia y
del viento y sin pensarlo dos veces se han aproximado al borde de la
carretera; la noche se ha echado sobre ellos a conciencia y no se ve un alma
ni a un lado ni al otro; deben pasar, deben atravesar ya o los guardias les
cortarán el paso; Teo y Bedoya huelen la presencia de un guardia civil
aunque éste no vaya de uniforme; posiblemente huelen la mala leche o la
sangre salada, agria y densa de los guardias civiles; pero lo cierto es que
consiguen oír el rumor de sus capas al viento y el filo cortante de sus
fusiles, Teo ha mirado a Bedoya con ojos astutos y Bedoya ha sentido frío
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en los huesos; el espinazo, erizado, le dice que Teo va a hacer una locura;
pero cuando alarga la mano para atrapar el brazo de su compañero
encuentra sólo el aire gélido y crudo de la noche cántabra que los vigila,
El tiempo anticipado le ha dicho a Bedoya que se quede quieto y
callado, con los pies anclados al suelo; un presentimiento, un rumor, tal vez
una brizna de hierba mojada que se agita y se lamenta en el aire, le ha dicho
con palabras, con sonidos misteriosos que lo mejor que puede hacer es
permanecer mudo, con la lengua atravesada, para no tener nada que temer;
Teo avanza con pesar, con pasos trémulos; ha oído el leve roce de una capa
agitada por el viento tenaz y ha sentido miedo en la piel, en los huesos, en
el espinazo, y ese miedo se ha convertido en horror en el momento en que
sus ojos divisaron una sombra en medio de la carretera; la silueta figurada
en sus ojos erizaron sus nervios y su mano diestra tensó los tendones
agarrando la pistola; en un acto reflejo amenazó a la sombra con la vara de
avellano que portaba con la otra mano, pero como si de un rayo se tratase
comenzó a correr en zigzag tratando de evitar lo que se le venía encima;
Bedoya, ocultando su cuerpo detrás de unas royas de castaño, contuvo el
aliento que se le escapaba y sin pensarlo dos veces disparó su arma contra
la sombra siniestra que tenía delante; el cabo de la guardia civil gritó al
cielo que hasta las nubes, el agua y el viento se le tenían que rendir y parar
sus corazones, pero nadie le hizo caso y todo siguió como si tal cosa;
62
herido en su orgullo Federico sacó su fusil y manejándolo como una
guadaña abanicó el aire con una ráfaga mortífera de plomo; Teo notó cierta
dulzura en su cuerpo como si de pronto el cansancio hubiese desaparecido;
el tiempo se dilató en sus sienes y se acordó entonces del Francés, de
Ramiro, de su amigo Sabaté y de tantos otros que, como él, horadaban los
montes del norte de España huyendo de la represión indomable; cayó al
suelo el cuerpo de Teo; Bedoya volvió la mirada, se recostó contra el
tronco mojado y vomitó sin parar la miseria que guardaba; sigue lloviendo
el agua del cielo para limpiar la sangre de la carretera, sigue soplando el
viento frío, el viento encabritado, para huir de allí e irse lejos donde los
odios de vencedores y vencidos no se conozcan; Ángel ha llegado junto a
Federico; las dos sombras encapotadas vigilan ahora al muerto que yace
bajo la lluvia, en medio del asfalto; el silencio ha regresado para acallar el
resuello de los guardias y los miedos de Bedoya que continúa oculto tras
los maderos; Bedoya se arrastra clavando las rodillas en el suelo mojado y
duro del camino; no suelta su pistola pero se obliga y continúa gateando
hacia las ramas densas y negras que le oculten para siempre; bien sabía
Bedoya que Teo sería el primero en intentar cruzar la carretera; los ojos de
su compañero se lo dijeron, el brillo de su mirada le contagió el miedo que
ahora sentía,
63
El cuartelillo huele a cadáver, a noche que huye de sí misma, a monte
cántabro deshecho y reventado por el agua caída; desde la curva del molino
la sangre y el hedor a muerto tardaron poco en llegar hasta el cuartel; más
allá, hacia el pueblo, aparecieron algunas lucecillas que iluminaban el cielo
como las mariposas de los Días de Difuntos; varios guardias formaron en la
puerta, bajo la cortina que caía, con sus capas verdes y brillantes y los
fusiles cargados; ya sabían lo sucedido aunque nunca se sabrá cómo se
enteraron ni quién comunicó la triste noticia; a los pocos minutos
alcanzaron la curva y miraron al suelo, donde el cadáver yacía frío como el
mármol, informe y patético; uno de ellos, el Laro, reconoce en la cara
desgranada y roja del muerto al desventurado de Teo y sin más, bajo la
cúpula negra y algodonosa de la noche, abrigado bajo su capa impermeable
y junto a la mirada de sus compañeros, descerraja dos tiros sobre la frente
de Teodoro Gutiérrez Ayala, destrozándole el rostro y humillándolo para
siempre,
La noche tarda en pasar; las noches fúnebres y densas tardan mucho
tiempo en pasar; el tiempo se ha detenido en las rocas mojadas del muro
que les observa; el cuerpo se confunde, inerme y desamparado, con el
asfalto del suelo, con el verde oscuro de las capas al viento de los guardias
mientras en lo alto, allá lejos en algún lugar del monte, entre las nubes que
bajan buscando la protección de las ramas, resuenan varios disparos
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desafiantes, disparos al aire, al hueco de la realidad, disparos lanzados con
coraje e impotencia en busca de la respuesta del amigo; los guardias se
miran, tensan sus armas y contienen la respiración hasta que a los pocos
instantes el silencio se apodera de nuevo del monte Señas y la escena
vuelve a ser como antes, pastosa y siniestra; el Laro y Ángel abandonan sus
fusiles junto a la tapia, toman al desdichado por los brazos y lo alzan al
muro; como un muñeco vacío el cuerpo de Teo parece sostener las piedras
de la pared; quedará allí hasta el amanecer cuando las nuevas luces de la
alborada bañen la cara deshecha de Teodoro Gutiérrez Ayala,
El Chisco no ha pegado ojo en toda la noche; su socarronería se
convirtió de pronto en tristeza y el alma le pesó por el cuerpo; se le fue el
amigo, se lo mataron; muy temprano salió a la calle a respirar el frío a
tumba que sentía; tomó una vara de avellano y dejó el poblado a medias
luces encaminándose hacia la curva del molino donde le queda el recuerdo
de los alegres días vividos junto a Teo; el pueblo amanece, se desperezan
las acacias ateridas aún por el frío del Señas y en las casuchas, mojadas y
solas, tiemblan las paredes y las puertas se entreabren misteriosamente
invitando a sus moradores a salir en busca de algo; la Zambrana llegó a por
la Aldara, luego ambas tomaron a la Sabela y a la Xiana y las cuatro, del
brazo, con pañuelos negros cubriendo sus rostros, se dirigieron con paso
menudo hacia la curva de la desdicha; al pasar frente al cuartel las cuatro
65
levantaron sus velos, detuvieron el caminar de sus piernas enjutas y
escupieron al suelo mientras con los dedos ensalivados se hacían unas a
otras la señal de la cruz sobre la frente; el Laro ha salido también en busca
del amigo; camina por la acera deforme y abultada al ritmo que le imponen
sus muletas; El muñón de la pierna le balancea irónico creyendo que va al
baile del pueblo pero su cara partida en otro tiempo mira hacia el molino
con odio; un caudal de soledad y de tristeza se adentra por la estrecha
carretera buscando el molino; son ya decenas los lugareños que caminan
ahogados por el asfalto; nadie habla, nadie mira hacia delante, nadie siente
ahora el frío de la mañana de un monte cántabro como el Señas,
Amanecieron los miedos en la tierra cántabra bañados por un sol
ignorante y anaranjado; la carretera se ha secado, se han secado las capas
de los guardias civiles que vencieron una vez más; el Señas sigue mirando
arrogante la escena que bajo sus faldas ha tenido lugar; la curva del molino
se enderezó, retorcida por el dolor de ver a Teo sobre las piedras del muro;
huele a gasoil quemado; los guardias llegan junto al cadáver, descienden
del vehículo y uno de ellos, el Lero, ha metido en una bolsa ocho mil
quinientas pesetas, un bloc de notas, un preservativo, dos cajas de tabaco,
seis aspirinas y una fotografía; sólo le ha faltado introducir el alma de Teo
y los odios que llegan hasta la curva del molino; a Teo le han dejado
puestas las dos camisas que llevaba, sus dos pantalones y una mueca
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siniestra en medio de la cara destrozada; también le dejaron a un pueblo
entero que sigue pensando en él y en todos los Teos del valle del Liébana;
la carne muerta sólo sirve para llenar unos sacos; la carne muerta pesa más
de lo que uno se piensa, porque los músculos se apretujan y se vuelven
duros como el hierro; el Lero carga la carne en el Land Rover; los demás
vigilan la maniobra del guardia, quietos como difuntos,
El vehículo ha parado porque sería incapaz de atravesar el puente de
San Cayetano; desde allí ocho brazos alzan el saco de carne y caminan,
lentos y parsimoniosos, hasta el cementerio; desde Cillorigo, Camaleón,
Vega y Cabezón, han resbalado cientos de lugareños por los caminos que
confluyen en Potes, centro del valle; el cementerio de Potes, que es como
todos los cementerios, cuenta además con una fosa para los vencidos, larga,
ancha, de negra piedra y con olor a tierra humedecida por los humores de
los cadáveres; los ocho brazos llegaron al camposanto donde les esperaba
el ataúd vacío de Martín Almirante; el Lero subió al Land Rover pensativo;
detrás del depósito estaban el Chisco, la Zambrana, el Tojo, la Aldara, la
Sabela, La Xiana y cientos de cuerpos vencidos de toda la comarca;
enterraron la carne de Teo; el ataúd, al bajar al hueco oscuro, frío y
húmedo, crujió; algunos se miraron de soslayo y la Zambrana, estremecida,
se agarró con fuerza del brazo de la Aldara.
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Nadie sabe los años que tengo, madre, nadie los contó jamás ni yo
misma me tomé la molestia de averiguar las veces que las estrellas
asomaron por encima del Guayacán, madre, pero aquí sigo bajo mi árbol de
hojas enfadadas, aquí me aguanta el cuerpo que pariste en las lejanas tierras
donde el padre y tú juntasteis los apellidos, aquí sigo sentada en la hamaca
de mimbre que en tiempos fue de mi padre, hasta que la muerte se lo llevó
al moridero del llano para que nadie acudiera al entierro salvo las comadres
de la calle de las viudas que tenían motivos para llorar, pero recuerdo que
tú, madre, te quedaste en casa y yo oí desde mi cuarto eternamente cerrado
las angustias que pasaste encerrada y oculta a los ojos de Domingo, aquella
tarde sonaron las campanas del pueblo y sus ecos llegaron hasta nuestra
casa y nadie se atrevió a decir una palabra ni a salir a la calle a ver las
gallinas danzando de alegría, aún recuerdo muchos días de tristeza junto al
padre que se agarraba la cabeza y maldecía al chavalongo y te recuerdo a ti,
madre, apagando el fuego de su cabecera y cómo nos mirabas disimulando
las emociones pero por dentro todos sabíamos que lo hacías por amor y
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nosotros que callábamos como miserables en el fondo estábamos contigo;
la vida se me ha ido en este cuarto de ébano y de olores rancios, de tallos
tiernos y de humedades, se me ha ido observando el hilo tenue y ondulante
que tira de los Escobar arrastrándolos sin tregua hasta nadie sabe dónde,
llevándolos como idiotas por la orilla del río que baña el sueño de los
dormidos y donde las tierras putas lavan sus desechos sin arrepentirse, se
me fue pensando y queriendo, tratando de olvidar y confesando ante todos
falsamente que os he odiado por los siglos de los siglos, pero al principio tú
no eras así, así te volvió el aire malsano del valle, así te varió el sueño y las
entendederas la hambruna de estas tierras podridas adonde vinimos desde
muy lejos no sé bien para qué, tú eras de las hembras que miran por
derecho pero no en estas tierras que matan y desquician a cualquiera, desde
entonces que lo comprendí no he salido de este cuarto y me lleno las
noches pensando en el hijo que se me fue como vino, tan rápido e
inesperado como el soplo de un mal aire, me lleno los recuerdos de sus
pústulas y del hervor de su sangre, como al padre, que le quemaba la
cabeza, con veinte fuegos dentro del cuerpo, a mi hijo se lo llevó un mal
día el fuego de la viruela que le salpicó como aceite ardiendo, quemándole
las fuerzas y apagando el brillo de sus ojazos negros como un mulato de
postín; yo te lo quise decir, os lo quise decir al principio, cuando los ojos se
cerraron y las bocas enmudecieron, que no era nada porque estaba de amor
hasta las hebras de mi cabello, pero quizás los hayedos movieron sus
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cuerpos en flor o tal vez una estrella varió el rumbo de nuestro destino,
inesperadamente, porque desde aquel día en que me levanté preñada hasta
el cielo de la boca la luz se me nubló y no tuve más remedio que
refugiarme bajo el Guayacán de olor intenso que aún no conocía, el tronco
del Guayacán que tengo en mi cuarto es hueco como el aplomo de un idiota
y yo lo lleno de recuerdos que nadie sabe leer, en cada hoja tierna como el
diente de leche de un ternerillo guardo una sonrisa y una mirada y un mamá
te quiero de mi retoño de fuego que se fue como los ángeles camino del
moridero, donde el abuelo, pero de donde lo saqué una noche bien oscura y
tenebrosa y seca y solitaria y me lo llevé junto al Guayacán, nadie lo sabe,
sólo él y yo, y nadie entra en mi cuarto porque dicen que huele mal, oye
bien querido niño, dicen que huele mal cuando no hay en el mundo aroma
más dulce y embriagador que los huesos descarnados tuyos, que los ojos
secos tuyos, que las manitas perfiladas y blancas tuyas; desde entonces,
madre, hablo contigo a diario pero no pienses que te reprocho nada porque
nada debe reprochar una hija a su madre, pero he sabido el dolor de parir a
un hijo en la soledad, y el dolor de una noche llena de miedos sollozantes;
padre no quiso quedarse en las tierras que nos vieron nacer porque le daba
vergüenza afeitarse la cara y que se le viera la deshonra caerle hacia abajo,
a ti también se te heló la sangre por la mala hija que te dio el de lo alto
cuando te enteraste que el amor corrió rumoroso por los caminos del valle,
por donde enseñaste a tu hija a caminar, por donde dices que di mis
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primeros pasos, y es que la sangre de los vascos es más espesa que la savia
de la Añañuca y duele cuando se agria y cuando el amor llena de pronto y
el gozo sale a los labios y resbala, en aquellos solitarios caminos de tierra
gruesa y pastosa tu niña perdió la vida por siempre y conoció de frente al
amor que cegó sus ojos y brotó en ella como el agua de un manantial,
fresca y sabrosa, llegué aquella tarde empapada y con la mirada turbia y tú
lo conociste al momento, tú me miraste y volviste la mirada hacia otro lado
y te pusiste las manos en la cara y arrancaste a llorar, yo me senté y calmé
mis ansias y viéndote triste en aquel asiento de mierda supe definitivamente
el resto de mi vida; nuestra casa era pequeña pero agradable aunque fría
como una barra de hierro en los días de enero y cuando llovía temíamos
que las paredes se nos echaran encima y mirábamos al techo y a las puertas
crujientes cuando sonaban los truenos allá por las montañas nevadas, pero
era nuestra casa, nuestro hogar y en los rincones olía a ropa tendida y a
tabaco suelto, y sobretodo podía percibirse por todas partes el aroma a
sudor de padre al regresar de la faena y el canto de los chicos que llegaban
al pueblo después del duro trabajo y sonaban las gotas de agua tras los
cristales vaharados por el calor de nuestros alientos, aquella era nuestra
casa donde vivíamos felices hasta que los malos aires me llevaron al
camino del valle y cuando alcancé de nuevo nuestra casa el silencio me
recibió porque padre y tú no estabais en ella; ahora sin embargo todos ven a
Rosa Escobar Santero como la loca de Melampó y todos buscan los huecos
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de las ventanas para asomar sus narices y ver a esta pobre vieja que todo lo
ha visto, ha visto a sus padres, a su hermano Domingo, incluso vio el
ferrocarril que nunca hubo en estas tierras, vio también las putas del barco
bailando el frenesí y vio al mulato Erasmos, el más descomunal de todos, y
esta pobre vieja vio pasar la vida de muchos desde su hamaca bajo el
Guayacán de su cuarto, al principio recuerdo, madre, que nadie comprendía
qué hacía un árbol como aquel en un cuarto solitario, los árboles son para el
campo, niña, decía padre, pero al fin lo colocó en el sitio donde yo quería
porque bajo sus ramas, bajo sus cortezas ásperas y resquebrajadas habitaba
el amor verdadero de mi vida y eso nadie lo supo, madre, nadie salvo yo,
allí guardaba yo mi tesoro descarnado que saqué en una noche de dolores
por el camino adelante del moridero, que allí no dejaba yo a mi pequeño,
madre, tú lo comprenderás, porque el amor no sabe más que de astucias
para alcanzar lo que quiere, y los caminos son como los hilos que marcan
mi vida, primero el camino ancho y abultado junto a las hayas inmensas
donde encontré el amor y luego el camino del moridero cargado de culpas y
sentimientos desconocidos, todos ven a esta vieja y le cuentan sus arrugas
mientras le hablan pero esta vieja sabia no busca sino el día maldito de su
muerte que ha de venir y que le llevará junto a su hijo perdido que ya no
tendrá pústulas, eso es lo único que esta vieja sin años desea, pero mientras
llega ese día debo contarte lo que sentí cuando aquel día padre dijo “Nos
vamos” y tú y yo nos miramos descompuestas y tú dijiste que no era
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necesario, que bastaba con mudarnos de pueblo, de calle, pero padre
encendió el cigarro gordo como el dedo pulgar y no habló hasta que la
ceniza le quemaba la carne y entonces sentenció “He dicho que nos vamos”
y entonces supimos que empezaba otra historia en la familia de los
Escobar, y que de un momento a otro los árboles frondosos de los montes
vascos se irían para siempre, como lo harían los caminos de amores y los
cánticos alegres de los más jóvenes, todo se iría de nosotros porque
nuestros cuerpos permanecerían allí aunque estuviésemos en la otra punta
del mundo, aquella noche, madre, te noté algo raro en los ojos porque
mirabas con envidia y un brillo desafiante restallaba en ellos cuando
mirabas a tu niña, yo no sabía dónde poner mis manos acostumbradas a
acariciar tu rostro, madre, pero ahora el sólo roce de tu vestido me
humillaba y los dedos me dolían cuando tocaba tu melena negra y
sugerente, esa expresión tuya me asustó tanto que creí que algo malo estaba
a punto de suceder, lo supe después cuando me llené el corazón de dolor y
el tiempo se dilató en mí morando en mis venas, que el tiempo se empeñó
en no dejarme salir de mi cuarto y así pasé años, como presa y como ida,
porque fuera del cuarto el olor de mi niño no estaba en ninguna parte, pero
todavía faltaban cosas por pasar hasta que el dolor llegara, como aquel
viaje junto a los mulatos de rumbo incierto y junto a las putas baratas que
buscaban nuevos amores de mentira y junto a los señores que querían ser
aún más señores y allí íbamos nosotros casi sin poder cruzar nuestras
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miradas porque los hilos finos de los recuerdos nos herían, allí asomaba
padre por la borda hacia poniente, por ver si veía el horizonte, decía, pero
la verdad es que no aguantaba los mareos y los vaivenes del cuerpo y sólo
volcando el pecho por la borda podía disimular sus debilidades, allí
embelesaba yo mis imaginaciones al compás del frenesí de las putas sobre
la cubierta del barco mientras tú, madre mía, te lamentabas del calor
sofocante de la mar viendo a los mulatos descomunales broncearse al sol,
nunca se nos hizo tan largo el viaje como aquellos cinco días en que padre
y tú decidíais por dónde tirar cuando llegásemos a puerto, aquel hombre, ya
no recuerdo su nombre, aquel hombre grueso, de bigote desgreñado y con
boca pequeña de salmón hablaba susurrando al oído para que nadie más se
enterase de su gran secreto y padre se arrepintió mucho después de hacerle
caso, pero durante esos cinco días no se habló entre vosotros de otra cosa y
al final acabamos por el camino sediento hacia el valle del Melampó,
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Es difícilmente plausible que se alce cielo arriba después de la
enorme presión que le cayó encima; el indeciso irrumpió en escabrosas
carcajadas que vomitó tierra abajo como maldiciendo todo lo creado,
después se limpió las comisuras de los colgantes belfos pingajos de carne
con el dorso de su malnacida piel de malnacido y se recostó sobre la manta
ocre y salvaje del mediodía,
Así permaneció eternidades/eones hasta la puesta de Júpiter; Io se
podía ver con los ocelados retículos multiformes que destacaban de su
mostrenca figura; Io mostrábase coloreada de una tenue y sensible
fosforescencia verdeazulada que poco a poco se tornaba en densa niebla
crepuscular; de Io hacia la cueva a unos quince grados podía adivinarse X5,
más irisada que de costumbre, más fulgente, enhiesta y arrebatadora,
El indagador de las praderas vestido de marrón suciedad no cesaba en
su incontenible alarido regurgitación de blasfemias injuriosas contra la
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sureña madre; de vez en cuando emanaba de su averno una vaporosa y
nauseabunda mezcla de gases sin actividad fugacidad, gases no ideales que
se escapaban a toda ley de medida; fermentados adrede proyectábanse en
denso chorro subliminal hacia la hojarasca áspera y marchita de la pradera
violenta donde pastaba,
El indeciso no acababa por determinarse del todo; de su garganta
emanaban sonidos guturales semejantes a mediopalabras, sonidos que
pretendían concatenados entre sí alcanzar la categoría sintáctica de algo
con-sentido; el eterno frío atería hasta la médula occipital de su
achaparrado cuello, su mente obtusa y embrionaria no discernía la
diferencia entre la luz y la no luz/oscuridad de la concomitante noche que
se le caía encima madurada como el fruto del árbol ya hombre; la
hipocondríaca testuz oscilaba a izquierda y derecha en un movimiento
cansino y eviterno; la soledad no habíase mostrado jamás tan tétrica y real a
sus pies como esta maldita noche en que Io se sentía en la altura,
Es la bestia consciente de la turbidez de su destino y sin embargo no
cesa de observar la trayectoria de X5 en la pléyade infinita de mundos
redondos/¿redondos? Del firmamento; es, cuando la dama le aprieta el
corazón con el puño bien cerrado, el momento de su máxima
congoja/sofoco; la antiespasmódica carcajada histérica y reparadora había
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cesado casi por completo y su bomba de savia bajó hasta una presión
normalizada; el indeciso tomó del suelo unas hebras secas y doradas y las
introdujo dócilmente entre sus mandíbulas; ásperas como la piel de una
cepa olivácea le arañaban el tubo de bajada y el dolor le enajenaba sin
remedio; sus ojos/ocelados brillando en la penumbra cautivadora de las
sombras inventadas despedían rayos y centellas a modo de locura de la
vida; qué dichoso sería mi indeciso si un flamígero rayo de terciopelo le
atravesase de parte a parte en canal, hasta la simiente, para no ver nunca
más la insidiosa mirada de la fiera pensante/hábiles,
Las ráfagas de sulfurado aire le salpicaba de gotitas en perfecto estado
de equilibrio, emulsificadas homogéneamente, hasta dañarle incluso la
coriácea sobrecubierta de su atribulado rostro; mi antepasado rumiaba
frases de sonoridad casi humana; no cesaba en su renqueante vaivén de
péndulo eternamente unido al movimiento inercia de la vida; calor salía de
su alma vendida al diablo cual si se tratara de un foco de energía
termoentálpica; materia orgánica deshumanizada por el paso del tiempo;
tierra hecha tierra, granulada y con sabor a sal; el indeciso se colocó a
cuatro patas mirando a Io y comenzó a lanzarle improperios sin
saber/conocer de su imbecilidad e ignorancia; Io respondía con fogonazos
dados al azar en un juego aleatorio de quiebros/requiebros amorosos de los
de toda la eternidad; X5 competía de igual manera, bravamente, como toro
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enfurruñado en el coso/arena manchado de sangre hasta los codos/es un
decir porque los minotauros no poseen esta esquina de la vida,
Io se fue eclipsando lentamente a la velocidad cuadrática de mil luces
de neón; arrodillado y con las palmas de las manos hincadas sobre
poliédricos cristales encarnados, el iluminado no cesaba de inspirar/espirar
bocanadas de luctuosos vapores que morían al contacto de la niebla
algodonosa; una tenue, sutil y delicada esquirla de pensamiento
pseudoamasado en su interior trataba de hacerle comprender lo banal de su
vida; poco a poco la esquirla iba tomando la forma propia de una idea, se
alzaba, hinchaba el pecho y tomaba cuerpo, pero aún la distancia entre la
mera llamarada y la culminación de la misma se hacía insalvable; la
noche/tiempo sucedía sin querer y el claror nacía del vientre de la
oscuridad preñando lo próximo de momentos sublimes,
Transcurrieron innumerables horas, tantas que los árboles, aburridos,
lanzaron sus hojas al aire en un jolgorio arrebatado de musicalidad y
colorido; un pajarillo voló raudo hasta el débil pedúnculo de una
amarilidácea que, vestida de azafrán, bailaba al viento cacareando como
una loca de atar; el día sabio y viejo suplicaba algún tipo de interés y para
ello mostraba sus mejores galas; el indeciso/iluminado fustigado por tantas
olas de belleza creía sentirse desasido de sí mismo; incluso llegó a pensar -
80
privilegio de los dioses- lo absurdo de ascender a los cielos donde mora la
sabiduría con mayúsculas; se rascó la sesera tratando de abrir un posible
canal entre lo externo y lo interno, entre la noche/su noche/y el día, entre el
ayer y el mañana, entre lo real y lo humano; se hizo daño y brotó un caño
viscoso/caliente de líquido y se enfadó consigo mismo,
Quizás ahí descubrió su propio amanecer…
82
A vista de pájaro la fábrica nos recuerda una de esas naves
espaciales de aspecto misterioso que vemos en las películas modernas de
vez en cuando; sus cubiertas, alineadas y paralelas, aparecen negras como
el carbón y una densa capa de polvo difumina el espacio tornándolo opaco,
Si nos vamos acercando lentamente observamos cómo a la derecha nos
queda la zona de los vestuarios, comedores y aseos, y un poco más al fondo
la nave que almacena los residuos; a la izquierda adivinamos, en un primer
plano, las oficinas centrales y la enfermería y algo más allá un corredor
ancho y compacto que conduce a las diferentes secciones: laminación,
estirado, fundición…
Entramos. Nos dirigimos a la parte donde, en principio, parece haber
más vida y movimiento. Lo haremos presto, porque falta poco para el
cambio de turno y no deseamos que este suceso nos interrumpa en mitad de
la visita; avanzamos por el corredor principal; hace calor, el sudor
comienza a buscar el suelo cruzando nuestra piel ardiente; al andar nos
cruzamos con algunos operarios de mono azul y casco blanco sobre sus
83
cabezas; parece que no nos ven, que pasamos desapercibidos; y en realidad
así sucede; somos unos visitantes algo especiales, nos escabullimos entre
ellos sin ser vistos, porque ¿quién es capaz de vislumbrar una idea fugaz,
un pensamiento atormentado o una mirada curiosa?; aun así no hay
cuidado, pues nuestra intención no es perversa ni descabellada,
Después de caminar unos cien metros atravesamos una enorme puerta
gris metálica que nos lleva hasta el interior de la nave de fundición, hasta el
estómago de la bestia; lo primero que nos llama la atención es que cada uno
de los trabajadores lleva colocadas unas orejeras de protección (ha de haber
gran ruido, pensamos); además, todos, sin excepción, utilizan un casco
brillante y ondulado y parece que sus cabezas son constantemente
acariciadas por la superficie dura y gomosa de los yelmos; de sus pechos
cuelgan mandiles de recio cuero, atados a sus cinturas, y gruesos guantes
que protegen sus manos,
Nos llama también la atención la dinámica tan feroz que observamos;
unos van, otros vienen: no paran; se cruzan sin hablar y, de vez en cuando,
vemos a dos operarios, uno frente al otro, comunicándose con aspavientos,
manoseando y golpeando el aire con los dedos agarrotados; esto nos lleva a
pensar en la intensidad del ruido que debe haber aquí adentro,
De pronto, una sirena lanza un intenso, prolongado y estridente silbido
al aire; es la señal para dar paso libre a una carga de cubilotes de acero
recién salidos del horno, aún al rojo, y que de caer al suelo formaría
84
estragos; todos se apartan inmediata y velozmente; el avance de la grúa
sobre las guías metálicas arranca chirridos violentísimos que ponen los
pelos de punta; su paso es lento, constante, inexorable; los cubilotes
irradian un calor asfixiante, un calor opresivo que inyecta en aquella
atmósfera algo verdaderamente insufrible; hay operarios que, no
aguantando más, paran en su quehacer para beber un poco de agua fresca
de una manguera cercana; otros, empero, aprovechan para fumar un pitillo,
contribuyendo así a agrandar el terrible infierno donde trabajan,
Avanzamos un poco más y llegamos hasta un banco de trabajo en el
que vemos a Baltasar; un hombre viejo que, con la lima en su mano, da
forma a un tubo acodado de acero; y lo hace lenta, tenaz, pausadamente; lo
que nos sorprende de este anciano trabajador no es su avanzada edad ni su
quehacer concreto; miramos su rostro y tras una gruesa capa de grasa y
sudor presentimos unos ojos cabizbajos, tristes, mirando al tubo de acero
como quien mira al infinito; sus manos laboran seguras y extrañamente
ágiles, con ritmo, con tenacidad; a cualquiera le recordaría el trabajo de un
autómata; a nosotros no,
Nos han informado que Baltasar es el decano de la fábrica y que lleva
trabajando en ella, en esa nave, en ese banco de trabajo, nada menos que
cincuenta años; que desde chaval no ha hecho otra cosa y que aún hoy no
sabe realizar tarea diferente; seguimos observándole; nos impacta la
meticulosidad con la que realiza todos sus movimientos, cuidado el suyo
85
que revela un claro amor por la faena efectiva y bien hecha; Baltasar deja
por un momento el tubo y toma otro de un contenedor cercano; vuelve a
repetir la misma serie de operaciones, una tras otra, con la misma
parsimonia, con la misma terquedad, con el mismo amor, como si él mismo
fuese un engranaje más de la omnipotente factoría; sin duda, pensamos,
este hombre bien se gana su trabajo y el pan que lleve a su casa; le
seguimos observando y comprobamos, extrañados, que Baltasar no lleva
orejeras, ni siquiera mandil, ni casco, ni guantes; Baltasar, evidentemente,
es sordo; ha quedado sordo aquí, en la fábrica, después de días y días
soportando los enormes, los monstruosos estruendos de los hornos
eléctricos y de las potentes laminadoras; Baltasar no oye nada,
absolutamente nada, por eso, cuando dan las siete de la tarde y la sirena
lanza su grito estridente para avisar que el turno acaba, no repara en ello y
prosigue su trabajo como una máquina tonta e ignorante, hasta que algún
compañero, compasivo, le toma del brazo y le avisa que todo ha terminado,
Vemos entonces cómo los operarios detienen sus movimientos, se
limpian el sudor con un trozo de gamuza, miran su reloj y se disponen a
recoger lo más aprisa posible su puesto de trabajo, sus herramientas; en
estos momentos paran los hornos y las pesadas máquinas, se hace un
silencio inusitado y raro, el aire se aploma, deteniendo el paso del tiempo,
condensándolo, pero las máquinas continúan desprendiendo un espeso y
aceitoso calor que todo lo inunda, tornando la atmósfera irrespirable,
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Vemos rostros, rostros anónimos, manchados y demacrados, cansados,
marchar de un lugar a otro; les vemos salir con sus petates al hombro y
observamos que alguno de ellos, jovenzuelo y socarrón, increpa y se mofa
de aquéllos que hoy han de recoger los últimos materiales y ordenar todas
las herramientas en sus cajas,
Nos dirigimos a la puerta para no perder detalle; comprobamos que los
últimos en salir son los jefes, y vemos cómo, unos y otros, van
escudriñando acá y allá, como águilas al acecho, a ver si todo queda en
orden hasta mañana; sin embargo, tras ellos entrevemos el lento caminar y
la escuálida figura de un hombre que quedaba aún por salir; no podía ser
otro que Baltasar quien, como si todavía estuviera moldeando sus tubos de
acero, sigue su paso lento y pausado camino ahora de su casa,
Los hombres salen por grupos; los hay de tres, de cuatro, hasta de
cinco, pero la mayoría va en parejas; llevan los cascos en las manos, y
hablan; alguno hace aspavientos al compañero como si estuviese
contándole un suceso venturoso o con gracia; al verlos por detrás pensamos
en estos seres que han dejado hoy, tras siete u ocho horas de duro trabajo,
parte de su aliento en la faena; los mayores muestran las espaldas
encorvadas, cargadas hacia delante, síntoma claro de que ya les van
pesando los esfuerzos y los años; Baltasar, por el contrario y curiosamente,
camina volátil y como envuelto en una gasa que le eleva y le distingue
entre los demás; da la sensación de que, más que caminar, se deja ir, o más
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bien, le llevan, le transportan por el rojo carmín del día que acaba, ¿no
aparecen así esos personajes de ultratumba, a través de la niebla,
caminando muellemente?¿no hemos creído soñar alguna vez con la ligereza
y la levedad de un alma joven y purificada?
Los operarios se dirigen hacia la salida donde está ubicada la caseta
del guarda y el contador de tiempos; desfilan graciosamente, uno tras otro,
formando una interminable y negra columna que avanza en silencio,
quedamente; cada uno deja su cartón en el fichero sin cruzar palabra con el
que le precede y sale, por fin, al exterior, donde una bocanada de aire
fresco de la tarde que se va les baña el rostro, acariciándoselo,
El paso siguiente en la ruta monótona de estos esforzados es dirigirse
camino adelante a la tasca de Juan; y es que a esta hora del cambio de
turno, con la luz de los últimos rayos del sol incendiando las cubiertas
negras y amenazantes de la fábrica, la tasca de Juan, “la covacha”, como
algunos la llaman, bulle en un hervidero de voces y gargantas desaforadas;
esto sucede allá, junto al camino, apenas a cincuenta metros de la entrada
principal,
Nos detenemos en la tasca, como los demás, y vemos cómo el
barrigudo Juan sirve cervezas frescas que en las bocas de los salientes de
turno cae como el agua de una fría corriente en un regato, tranquila, mansa,
serenamente; sin embargo, los entrantes han de tomarla aprisa, por lo del
tiempo, que viene corto, y además soportando las sutiles sonrisas de sus
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compañeros que, aunque cansados, ya marchan, con lo que la operación
para éstos consiste solamente en un par de tragos sin tiempo apenas de
saborearla,
Cuando ya el jaleo se ha calmado un poco y sólo permanecen en la
tasca dos o tres apurando la última cerveza, vemos a Baltasar acercarse
tímidamente como el que no quiere la cosa; Baltasar llega, apoya su codo
derecho sobre el mostrador y toma el café con la mirada clavada en el
albero del camino; sus tragos son intensos, profundos, tragos que saborean
cada partícula de licor que entra en su cuerpo; paga; se va poco a poco
alejando por el camino, sin prisas, hacia su casa; se va caminando porque el
coche le llegó ya tarde al bueno de Baltasar y sus pies, tan acostumbrados a
pisar la tierra prieta y firme, prefieren ir como siempre, uno tras el otro,
Nos quedamos mirándole en su ida; le vemos cada vez más pequeño
alejándose indefectiblemente; su figura aparece ahora con cierto garbo,
diríamos con elegancia, mostrando un andar elástico y flexible,
Este camino por el que Baltasar está ahora mismo transitando no es un
camino cualquiera; pensemos que por él fluyen diariamente hombres y más
hombres; unos hacia acá, otros hacia allá; ora a trabajar, ora a descansar; y
así indefinidamente, ininterrumpidamente, en un vaivén infinito, eviterno,
como las olas de un mar sereno y hondo; el camino es largo; tórnase
largísimo para los que van contentos y alegres a sus casas y corto, muy
corto, para los que esta tarde comienzan la faena; es un camino de tierra, de
89
albero amarillo como la flor del azafrán, duro, prensado por los miles y
miles de pisadas de los operarios que van y vienen; unos lo recorren ágiles,
presurosos, mirando hacia el cielo que se nos aparece al margen derecho, al
oeste, y que maldicen la odiada sirena que todavía se desgañita en un
esfuerzo prepotente de indicar a estos hombres su sino, éstos avanzan hacia
la factoría donde saben que trabajarán de firme, unos retorciendo hierros al
rojo, otros cortándolos, midiéndolos y realizando las mil operaciones
necesarias que luego darán al acero formas más humanas; otros van lentos,
cabizbajos, con los rostros brillantes y exhaustos; a éstos les vemos
pensativos, con los ojos algo hinchados y enrojecidos del sofoco y del calor
inhumano de los hornos; van pensando algunos de ellos, ensimismados, en
la familia que en casa les espera, o tal vez (los más jovencitos) en esa
muchacha con quien, después de aseados y bien compuestos, han quedado,
Los unos y los otros, los que se van y los que llegan, forman el
trasiego fabril; son, podemos decirlo así, el corazón que late rítmicamente y
que con su tesón y desvelo van poco a poco dando, ofreciendo posibilidad a
la existencia de sus vidas, de sus familias, de sus pueblos; ¿qué podríamos
hacer nosotros, los ocupados en otros menesteres, e incluso los
desocupados, sin el quehacer duro, monótono y terco de estos hombres?..
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Camina; hace frío y el ventarrón remueve sus cabellos plateados;
sus pasos marcan huellas indelebles en la arena mojada de la playa, una
hilera de huellas del recuerdo que anuncian su destino; huele a mar, a sal, a
sal marinera, a espuma emergente, vaporosa; gráciles gaviotas de cuerpos
claros revolotean por el cielo gris plomo de la mañana, de sus amarillentos
picos se desparraman gritos estridentes que claman la atención del
caminante; por unos momentos el viejo detiene su desgarbado cuerpo, alza
la mirada y observa los blancos remolinos allá en lo alto; transcurren tres,
cuatro, tal vez cinco segundos hasta que el solitario caminante endereza su
norte con las manos en los bolsillos y la mirada perdida; poco a poco se
aleja; su descompuesta figura se torna diminuta; su pelliza, azul en lo
cercano, se muestra ahora gris, luego terrosa, hasta que desaparece de
nuestra vista confundida con la nada…
-Don Ezequiel, ese hombre…
-Qué,
-No sé, me ha hecho pensar,…, me ha entristecido…
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-Ya,
-Será quizás este dicho día, ¿no cree?,
-Puede ser,
-¿Sabe?, se está bien aquí; este ambiente me relaja y logra que vea las
cosas de otro modo; aunque, no sé,…me siento pequeño, ridículo, cómo le
diría…
-Que no vales nada,
-¡Eso!,
De pronto el viejo le miró fijamente a los ojos y como adivinara en el
muchacho una expresión cándida, bobalicona, una expresión de chaval
inocente, le espetó:
-Hace tiempo que ese mar que ves ahí…
-Sí…
-No era mar,
-¡Atiza!,
-Sí hombre –continuó-, el mundo no ha sido siempre como tú lo ves
ahora, ya lo creo; antes todo este paisaje era verde, llano, fértil…
Lanzaba estas palabras con aire solemne, grave, con aire que al
muchacho le impresionaba sobremanera,
-No me irá a decir…y… ¿dónde aprendió usted esas cosas?,
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-En los libros, chaval, en los libros, ¿dónde si no?; todo esto era campo
y aquella fila de edificios altos, de hoteles y bungalows…eran árboles,
pinos, para ser más exactos…
-Me está usted tomando el pelo,
-…Y la gente, la gente normal quiero decir, solía venir a esta parte
todos los domingos; acudían en tropel, con sus familias al completo; unos
traían comida preparada del pueblo, otros la cocinaban aquí mismo, a lo
sano; eran buenos tiempos,
- Lo de la gente pase pero que ese mar no era mar…no me lo trago,
don Ezequiel,
-Y haces bien chaval, ¡ja ja ja!, ¡haces bien…! ,
Fue tal la risotada y la guasa del viejo que el muchacho, humillado y
avergonzado en lo más íntimo por haber sido carne de chanza, corrió como
un descosido hacia el agua para desahogar allí su acaloramiento; al llegar a
la orilla se detuvo y contempló el vaivén de las olas, el convulso
movimiento de la masa líquida que subía, bajaba y volvía a subir en un
juego infinito de ondas verdes y ribeteadas que se deshacían al contacto
leve con la arena; tras unos segundos de intensísimo sentimiento continuó
por la orilla en busca de las primeras casas del pueblo, mientras sus pies,
desnudos, hundíanse a cada paso inventando cuencos repletos de mar
salada,
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Miguel era un muchacho de edad indefinida que se hallaba en esa vaga
y difusa frontera entre la niñez y el mundo adulto; alejábase presuroso de la
cara pueril y lúdica de la vida para internarse por los tortuosos e
insospechados caminos de la dura realidad; esa travesía se le mostraba por
momentos insuperable y no encontraba el atajo que más pronto le llevara a
su destino; aunque aún no había abandonado por completo el cálido regazo
de la niñez, que tanto le acunaba, que tanto le protegía, ya se notaba en él
un cierto viraje que pronto desembocaría en un carácter fuerte y templado,
carácter que iría forjando paulatinamente, sosegadamente, como se forja el
acero en el yunque; carácter propio de un ambiente marinero –que al fin y
al cabo era el suyo- donde a la sequedad de la tierra áspera y olvidada hay
que añadir la profunda emoción de la vida ribereña, con sus atardeceres
húmedos y sus noches cálidas, con el olor a marisco recién cogido o el
colorido de los arrastreros en el amanecer,
A Miguel sólo le interesaba ser en esta vida –visión romántica- un
verdadero hombre de mar, ganarse el sustento en medio de las aguas
profundas del océano, con una cuadrilla de marineros rudos, de curtida piel,
toscos y trabajadores; el sueño del adolescente culminaba sin embargo en
poseer su propio barco; una nave de gran eslora con potentes motores que
le propulsaran en días de calma y con anchas y firmes velas para los días de
poniente; pero mientras esto llegaba y su sueño se convertía en realidad
conformábase con pasear por la orilla de la mar, oyendo su rumor de
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animal latente y charlando con los viejos lugareños que le contaban sus
aventuras de leones marinos, de viajes exóticos y amores lejanos,
Miguel alcanzó el espigón cuando el cielo entreabría sus fauces y los
negros cúmulos daban paso a un sol de primavera, ya duro y canicular; de
igual manera sus ilusiones emergían de un profundo piélago de oscuros
pensamientos inundando su cerebro de proyectos de futuro; dirígíase al
puerto, donde los marineros se afanaban preparando los enseres para la
siguiente jornada; algunos barcos ya estaban en alta mar desde hacía unos
días y otros regresaban con sus bodegas repletas de sal y pescados frescos;
cruzó el embarcadero y enfiló hacia la lonja donde quizás la última pesada
se estuviese aún repartiendo,
-¡Hola Juan!,… ¡Pedro!...
-¡Eh Miguelín, tú por aquí…!,
La alegría del chaval traslucíase en su semblante franco, cálido y
risueño; en el muelle, junto a los barcos azules, verdes, blancos, quedaba
atrás ese espíritu contrito y apocado y el otro, más bullanguero, más vivo,
más real si se quiere, salía a relucir, impetuoso y arrebatador,
Miguel se encaramó a la regala del Arcón de Oro,
-¡Eh, patrón!,
-Hola, demonio de grumete… ¿qué quieres!...
-¿Busca hombre para Tetuán…? ,
-Sí, busco hombre, sí –le respondió-, pero… ¡no lo veo!...
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La caterva de zánganos que riostraban o tejían redes descosidas y
descompuestas irrumpieron en atronadoras y lacerantes carcajadas y el
chaval, una vez más, se encontró inmerso en un hondo desencanto que
arrebató la dulce alegría de su boca, fresca y jugosa; corrido por segunda
vez en la misma mañana decidió que la vida de marinero tal vez no
mereciese la pena, sobre todo si había que tratar con gente tan superficial y
tan mojigata como esta, así que enfiló, con las manos en los bolsillos, hacia
el paseo marítimo, donde posiblemente a esta hora pudiera ver a las
muchachas que pasean en grupos, dadas de la mano, jugando y luciendo
sus cuerpos gráciles, livianos y juveniles y sus cabellos rubios y sus caras
cobrizas por el sol y la brisa marina,
Dejémosle así, dejémosle vivir y hacerse mayor, hasta que un día nos
lo encontremos vagando por la orilla de la mar, con las manos en los
bolsillos de su pelliza azul, o tal vez sea gris, o terrosa; dejémosle tranquilo
y vayámonos nosotros, querido lector, a nuestros menesteres, a esos otros
menesteres de personas adultas; no pensemos tanto, no; no dejemos volar
tanto, tantísimo, nuestra imaginación y nuestras añoranzas, que no es
bueno, que no es bueno…
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Hacía un calor insoportable; el sol, en todo lo alto, encendía las
piedras volviéndolas doradas y mágicas; no soplaba brisa alguna y el sudor
empapaba mi torso de soldado inexperto,
Me incliné levemente sobre el borde del risco para comprobar una vez
más qué sucedía allá abajo; un angosto camino bajaba serpenteando entre
las arenas y las rocas hasta perderse de vista; Guancho permanecía aún en
el lugar donde un par de horas antes lo hube colocado; de vez en cuando
desplegaba su áspera lengua buscando algo que llevarse a la boca; sus ojos,
inquietos, no cesaban de mirar a un lado y a otro girando sobre sí mismos
en órbitas casi perfectas; le tomé con suavidad y lo encaramé a mi hombro
a modo de atalaya,
Volví a mirar allá abajo pero seguía sin distinguir nada; ni rastro de
vida en cien kilómetros a la redonda –me dije.
A intervalos regulares de matemática periodicidad una seca polvareda
revolvía todo el terreno levantando la arena al aire, formando nubes a mí
alrededor y limitando la visibilidad a sólo unos cuantos metros; en esos
99
momentos la corriente ardía y lanzaba miríadas de granitos de arena que
cruzaban por mi cara, acribillándola,
Miré el reloj; aún faltaban más de tres horas de intensa canícula; me
recosté sobre el lado derecho para tomar un sorbo de agua; del calor me
sentía mareado, sofocado, con los miembros lacios, con la mente ida,
enajenada; creo que perdí la noción del tiempo que llevaba en aquel lugar,
no lo tengo claro, lo cierto es que comenzaba a estar hastiado de mi
situación, tan absurda,
Dormí un poco, ligeramente, sin llegar a descansar por completo, sólo
con los párpados entornados para encontrar un hilillo de oscuridad que me
confortase; al despertar oteé de nuevo el horizonte, esta vez con los viejos
prismáticos que el ejército me había procurado; aguzando la vista adiviné
de pronto un punto en la lejanía; de tan lejos me resultaba casi imposible
siquiera barruntar qué sería aquello que mis ojos observaban; podría
tratarse de una simple alimaña del desierto, de un esquivo reflejo producto
de mi imaginación; lo único que creía tener claro era que la posibilidad de
que se tratase de un ser humano la encontraba sencillamente ridícula; de ser
así –pensaba- quienquiera que fuese aquel ser, estaría soportando ahora
mismo más de cincuenta grados a pleno sol; no, no podía ser nadie;
posiblemente mi estado somnoliento y desmayado me jugaba malas
pasadas; sin embargo, algo en mi interior me decía que esperara, que
aguardase unas horas más, sólo unas horas más, a ver qué sucedía; quizás
100
con la llegada del frío de la noche los detalles aparecerían ante mí más
claros y nítidos y de todas formas, por mucho que yo pretendiese
comprender lo que me estaba sucediendo, adónde ir, cómo, con quién y,
sobre todo, para qué, con qué fin,
Amaneció con la ternura que sólo una madre puede darte, los primeros
rayos del sol rozaron mis brazos erizando los vellos rubios que desde niño
los adornaban, mis párpados se entreabrieron y lo primero que cruzó por mi
mente fue lo que había visto con los prismáticos el día anterior; me arrastré
hasta el filo de las rocas, coloqué los gemelos ante mis ojos, parpadeé
varias veces y agucé la vista tratando de concentrar todo mi ser en la tarea
de rastrear la planicie calcinada; sorprendido, traté de calmar mi respiración
que de pronto, al ver a aquel hombre ascendiendo lentamente por el
camino, se hubo acelerado; fijé más aún mi atención en el caminar de aquel
insensato y extraño ser; su paso era cansino y elástico, andaba como si
dispusiese de todo el tiempo del mundo y sin sentirse afectado por la
dureza del recorrido; iba sin prisas, meciendo el cuerpo a cada paso que
avanzaba, gozando de sus propias pisadas sobre la arena achicharrada de la
llanura sin fin; al acercarse pude distinguir una azada que pendía de su
hombro derecho; cubría su cabeza con un sombrero de alas anchas y
curvas,
Guancho hacía ya rato que se hubo marchado de mi hombro; le vi a
pleno sol sobre una lasca de piedra azul brillante mascando un insecto de
101
enormes alas y patas quebradizas; me revolvió el estómago el muy cabrón;
tomé mi arma reglamentaria y de un certero disparo -¡pum!- le destrocé la
cabeza saltando por los aires hecha trizas,
El desconocido se detuvo a mitad de la subida alertado por mi disparo;
alzó la vista pero estoy seguro de que no me vio; me escondí tras las líneas
quebradas de las rocas esperando a que se acercase aún más a mi posición;
de pronto el aire se calmó, las piedras y la arena dejaron de brillar, hasta los
pequeños insectos que revoloteaban sin cesar desaparecieron, como si el
espacio que nos circundaba se desplegase, haciéndose más ancho, más
vacío, más esponjoso y quisiera dejar sitio sólo a mi persona y al hombre
que acababa de llegar; me asomé como pude para ver su rostro; sentía una
sensación extraña mezcla de miedo y de vergüenza; yo, que llevaba en
aquella elevación no sé ya cuánto tiempo y que tantas y tantas veces había
soñado con hablar con alguien para no volverme loco, me veía, al fin, con
la oportunidad de salir de mí mismo y de poner fin a aquel cautiverio en
soledad; porque la soledad, el aislamiento, a pesar de parecer paradójico, es
una de las mayores opresiones del ser humano, una cárcel, un ahogo que
desmorona la voluntad porque uno se hace preguntas que vuelan al aire,
preguntas sin ecos, sin respuestas, sin esperanzas,
Transcurrieron varios minutos; estaba completamente seguro de que el
desconocido se encontraba, aunque fuera de mi vista, muy cerca; una hilera
de fina arena fue movida por una sacudida del viento; yo seguía sentado,
102
apoyada mi espalda sobre la superficie picuda de las rocas; sostenía el fusil
entre mis manos; miré de pronto el cañón, aún caliente, del arma, y se me
pasó por la cabeza usarla si llegaba el caso; ni él ni yo dábamos un paso
adelante para que nuestras miradas se cruzasen; deseoso de que el tiempo
se parase por completo saqué un cigarrillo del bolsillo superior de mi
camisa; lo encendí y aspiré el humo llenando mis pulmones todo lo que
pude; me recreé incluso en el humo que huía raudo montado en las ráfagas
de aire; de pronto, sin saber cómo ni por qué, de manera absurda e
irracional, como si yo fuese un simple vegetal, apoyé mi cuerpo en las
piedras y, levantándome, salí de detrás de las rocas y vi al ser que desde el
día anterior había estado esperando,
Ninguno de los dos dijo nada; nos observamos con atención; su rostro,
quemado por el sol y con la piel arrugada en las comisuras de los labios y a
la altura de los párpados correspondía a un hombre mayor, pero algo en él
me decía sin palabras que posiblemente no pasaría aún de los cuarenta;
también aquel individuo fumaba; un cigarrillo pendía de sus labios
esperando alguna llama que le diese la vida pasajera y diminuta; sin
pensarlo me acerqué y mis manos, ahuecadas, cobijaron su cigarro,
prendiéndolo; el hombre aspiró; los músculos de su rostro se tensaron,
marcándose las fibras de sus mejillas; sus ojos, agachados, encontraron los
míos; con la punta de sus dedos volteó el cigarro un par de veces, volvió a
aspirar, echó el humo que pasó fugaz entre sus labios apretados; entonces,
103
tocándose la punta del sombrero a modo de saludo se dio la vuelta y se fue;
el hombre avanzó varios metros hasta llegar al borde de la pendiente; antes
de comenzar la bajada echó una mirada a todo su alrededor; me miró por
última vez, sonrió levemente, y con este simple detalle sentí que me daba
las gracias,
Comenzó luego a alejarse camino abajo hasta casi perderse de vista; al
poco tuve que usar mis prismáticos para seguirle los pasos; ya no era un
hombre con una azada al hombro y un sombrero como el que usan las
gentes del campo sino un punto del infinito que se perdía
irremediablemente camuflado en el propio terreno,
Me sentí deprimido; a mi lado los trozos deshilachados de Guancho
eran transportados por enormes hormigas rojas; el sol volteaba el horizonte,
la penumbra llegaría pronto formando sombras y parando la vida de aquel
infierno; la tarde se tornó irisada de múltiples colores; el crepúsculo
adueñábase de la árida estepa que me observaba impasible; una ligerísima
brisa me refrescó la piel; me desabroché los botones de la guerrera y dejé al
descubierto mi carne trémula y blanquecina; pensé en el hombre que hoy
me había visitado, recordé su extraña mirada, su muda elocuencia; de todas
maneras –me dije- ha de estar algo sonado para venir hasta aquí sólo a
pedirme lumbre; tomé conciencia de mí mismo en aquella situación tan
absurda y reflexioné sobre miles de cosas que siempre me habían rondado
por la cabeza; lentamente el sopor de todo el día se fue mezclando con una
104
pérdida de la situación, me senté de nuevo entre las rocas, en un hueco
pequeño pero confortable; acurruqué mi cuerpo buscando el abrigo
maternal de las piedras; cerré mis ojos y mi mente desapareció en una ida
lenta, cansina, inexorable hasta que caí en el regazo del sueño,
Aquella noche soñé con el desconocido; le veía caminar sin descanso
día tras día, sin desfallecer; pero, a pesar de su monótona e interminable
marcha el desconocido no avanzaba; experimenté una desazón infinita, una
angustia tremenda; de pronto, sin esperarlo, le vi junto a mí; sostenía en
alto la azada, en tono amenazador; su cara no era su cara; en el hueco de la
nariz no había nada y las cuencas de sus ojos, vacías, me producían temblor
y un desasosiego desconocido; de su boca colgaba un trozo de ofidio
nauseabundo y de su mano derecha, entre sus dedos agarrotados,
sobresalían tiras de carne roja aún calientes de alguna alimaña destrozada a
dentelladas,
Desperté antes de la amanecida; tenía la boca seca y la garganta
áspera; tomé el cazo del agua y bebí; sentía frío en el cuerpo y reparé en
que aún llevaba la guerrera desabrochada; la abroché; encendí un cigarro y
comencé a lanzar bocanadas de humo como si este cigarrillo fuese el
último de mi vida,
La temperatura había descendido varios grados en poco tiempo; de
noche te hielas y de día te achicharras del calor –me dije; Decidí
permanecer un poco más sobre mi jergón hasta el clarear del día; la brisa,
105
juguetona, levantaba granos de arena que se metían en mi boca; imaginaba
al hombre del sombrero deambular de un sitio a otro, perdido en medio de
la noche, sin saber qué hacer, y en mi fuero interno, sin causa aparente, sin
motivos racionales, estos pensamientos míos me sosegaban, produciendo
en mi mente un ardor calmante y balsámico; más tarde, al cabo de varios
minutos, volvían a repetirse estos pensamientos y entonces los encontraba
diferentes y me reía de lo que antes había sentido y un pudor pusilánime y
cobarde se apoderaba entonces de mi alma, estremeciendo mi pecho y
avergonzándome,
Di la última chupada a mi cigarro justo con la salida del primer rayo
de sol; un fuego se apaga y otro renace –me dije,
El hambre empezó a hacer mella en mi estómago y resolví comer algo;
tomé de mi mochila pan duro como un cuerno y rodajas de carne salada;
era lo último; en siete días hube terminado con todas las provisiones, pero a
pesar de ello me lo tomé con calma; comiendo miraba al cielo azul
profundo, un cielo sin pájaros, sin nubes, y luego miraba a las rocas, mudas
y preciosas, y más tarde me miré a mí mismo y me encontré sucio, solo,
desamparado, sin esperanzas, observé lo poco que había llevado conmigo
en aquella misión circense, en aquella parodia, y me asusté; por vez
primera sentí que no valía más que uno solo de aquellos infinitos granos de
arena que me rodeaban; un trozo de carne se me cayó de entre los labios y
ni siquiera tuve fuerzas ni valor para recogerlo de la arena; allí lo dejé, para
106
las hormigas, levanté mi cuerpo, me limpié los ojos acuosos con el dorso de
la mano, recogí la mochila, el fusil, respiré hondo, todo cuanto pude, y sin
mirar atrás comencé a bajar la pendiente bajo el sol abrasador y con todo el
desierto frente a mí, solos los dos, la planicie y yo; avancé asustado,
atemorizado pero con la calma que te da el hecho de creer firmemente en
algo; y ese algo era en mí vivir un día más y después otro, y otro, y otro,
hasta el fin de mis días.
108
Podría describir lo que estoy viendo en estos momentos, podría
enumerar las veces que he tenido que colocar el pañuelo sobre mi boca y
las veces que he sentido llegar los vómitos a mi garganta, pero nadie me
creería; no sé si el hedor de un cadáver amarillento es capaz de convertir a
un hombre en un santo –o en un animal-, tampoco conozco el significado
de las miradas perdidas ni de los gritos lanzados al aire; no sé porqué los
pájaros negros –siempre son pájaros negros- picotean los ojos de un
miserable que cayó atravesado por un calibre de metal; no sé si lo que mis
dedos rozan son desconchones en una pared o heridas purulentas en el
rostro de una hermosa y joven mujer; a lo lejos se adivinan bultos negros
que se mueven con un ritmo fatigoso y cansino, el coche verde y sucio pasa
junto a mí y casi me arroja al suelo, los soldados no paran de reír a
carcajadas pero pronto dejan de hacerlo, como si fuesen muñecos rotos e
inanimados, suenan varios disparos, luego una ráfaga de ametralladora y
como colofón explosiona una bomba a un par de millas de distancia
109
levantando nubes de humo negro y denso, apretadas, como bolas de
algodón empapadas en sangre de varios días; continúo cargando con mi
inútil mochila, me duelen las entrepiernas del tiempo que hace que no me
ducho, me duele también la garganta, el dolor me puede, me puede el
cansancio, el sueño, la desesperación, me puede la melancolía de estar lejos
de casa; todo es extraño para mí en esta tierra lejana, las caras de las gentes
son raras, maliciosas sus miradas –algunas extravagantes-, ladran aquí los
perros más tristes y comedidos a como acostumbran en mi tierra, es extraño
y fantástico el amanecer de oriente y el viento cenizo que barre y limpia las
calles cuando sopla con furia casi todos los días, insólitos son aquí son aquí
el fluir del tiempo, los olores, los sonidos, las comidas, yo mismo soy un
extraño para mí, esta tierra no es, sin duda, mi tierra, únicamente el cielo se
parece al cielo de donde vivo, alto, azul, majestuoso, moteado de
recuerdos, traídos, arrastrados, por unas nubes blancas, altísimas y veloces,
Mi capitán me empuja enérgicamente y con su voz acerada me indica
que vaya rápido hacia algún lugar donde protegerme del fuego enemigo, yo
no quiero hacerle caso, me resisto, pero sin saber cómo mi cuerpo cambia
pronto de dirección sin protestar; la calle por la que camino es un insulto a
la dignidad del ser humano, avanzo por no permanecer anclado en el
tiempo, lo hago como un imbécil, como el tonto del pueblo, con una
sonrisa estúpida en la boca –todos los tontos de todos los pueblos tienen esa
sonrisa tonta y boba y estúpida-, sin apenas darme cuenta he llegado hasta
110
una ruina con forma de viejo edificio que me invita a entrar, el
espantapájaros pasa al interior sorteando cuerpos y escombros hasta llegar
a un pasillo largísimo, ya no recuerdo con claridad lo que hice a
continuación, seguramente inspeccioné todo el edificio –o no lo
inspeccioné-, o tal vez me quedé sentado en cualquier rincón solitario, o
quizás anduve por el interminable pasillo durante un tiempo infinito; el
cansancio tiene una cara dulce y bonachona; me senté -¿o no?- en un rincón
de la sala; me dormí -¿o no?- un buen rato; el ruido del hospital con olor a
naftalina y a heces es sordo y espeso, solamente de vez en cuando un grito
horrendo rasga la realidad, las figuras negras gimen, entrelazan sus manos
y se acarician, de tarde en tarde un par de camilleros se llevan los restos de
algún desgraciado; los dibujos de las paredes son entretenidos sobre todo
cuando el sueño nos adormece; un señor me ofrece un pedazo de algo
irreconocible, duro, seco y salado que abrasa mis labios agrietados y
sedientos; el tiempo no pasa en este antro, no sé ya las veces que me he
quedado adormilado y las veces que he despertado -¿o ha sido sólo una
vez?-; siguen los cánticos indescifrables y los rezos al viento, me ponen de
los nervios esos cánticos fúnebres y monótonos y mi capitán no viene a por
mí, nadie se acuerda de este espantapájaros, nadie me da una orden ni me
despierta de esta absurda pesadilla,
Los ojos de Amharat son negros, hondos y bellos y me vigilan
impasibles como si yo fuese un reo de muerte con intenciones de huir -¿es
111
esto realidad o tal vez continúo encerrado en mi sueño profundo?-, son ojos
grandes, vivos, ligeramente rasgados, sinceros –me avergüenzo cuando los
ojos que me miran son dulces y cándidos como los de este niño (confesaré
que también me avergüenzo por el simple hecho de pensarlo)-, los ojos del
niño siguen mirándome, impávidos e inocentes, con una luz movediza y
cálida; el enfermero –o el médico, o el médico o el señor que me ofreció
aquel trozo irreconocible de algo duro, seco y salado- realiza su trabajo de
manera diligente como queriendo atar el poco tiempo de que dispone; huele
a sangre coagulada, el suelo está salpicado de manchas rojas, irregulares,
en la esquina opuesta a donde estamos se oyen lamentos como se podrían
oír en cualquier parte del mundo, hay cosas que no cambian nunca, como el
dolor, la miseria y estos eternos lamentos de la esquina de enfrente, los
enfermeros transportan los despojos de varias personas, posiblemente
familia de este niño de ojos bellos y negros -…- ¿hermanos, padres?-,
quién lo sabe, las penas, las bombas, las sonrisas inocentes caen, se sienten,
se regalan, de la misma manera en toda la tierra; no recuerdo cómo ni
porqué –no me lo pregunte, tampoco importa- destapé a Amharat;
aparecieron los muñones sanguinolentos de sus piernas apretados contra la
sábana, me adormecí de nuevo, desperté, volví a adormecerme y volví a
despertar, miles de veces; el tiempo no pasa cuando necesitamos que pase,
el tiempo es un infame, el hedor también es un infame, los bultos negros –
no comprendo bien qué significan estos bultos negros- pasan junto a mí, el
112
mismo absurdo desconocido de antes vuelve a ofrecerme el mismo trozo
absurdo de algo irreconocible, duro, seco y salado y de la misma manera
vuelve a abrasar mis sedientos y agrietados labios; tengo miedo; cubro mi
cara con las manos, siento ganas de llorar, como un cobarde con la pistola
en la mano y sin atreverse a disparar; Amharat me toma suavemente de la
mano, le miro, aún tiene vida y fuerza el niño, los ojos le brillan y su pecho
se mueve fatigosamente por la respiración, otros bultos negros pasan junto
a nosotros caminando lentos en pos de una camilla roja y moribunda;
¿dónde estará mi capitán?; oigo otra explosión allá a lo lejos, luego otra y
otra y otra última, después nos envuelve el atroz silencio y la atmósfera se
torna más densa e irrespirable; Amharat aprieta ligeramente mi mano con
sus dedos cálidos y tiernos, una tibia sonrisilla le adorna de pronto el
semblante estirando el incipiente bozo del niño; los muñones de Amharat
se desangran sin remedio, busco una sábana más limpia y la cambio por la
suya, los ojos del chicuelo me lo agradecen quedamente pero su boca calla,
el dolor calla, el dolor siempre es mudo, las miradas dulces siempre nacen
de ojos tristes y ciegos; mi capitán también permanece callado, yo estoy
solo, entre las ruinas, en el silencio gris y ceniciento, el camillero –o el
médico, o el enfermero- me habla mientras mi imaginación atraviesa el
cristal lechoso de la ventana, no para de hablar, oigo el runrún detrás de mí,
junto a mi oído, mientras percibo el calor tibio de la manita del niño sobre
la mía y mientras mis ojos ciegos miran obcecados por una ventana cada
113
vez más sucia y lechosa; nadie viene a buscarme, Amharat y yo somos los
seres más solitarios de este mundo; nunca experimenté lo que se siente
cuando crees que todo el mundo te ha dado de lado; acerco mi cara a la
cara del niño, noto su aliento, su respiración es por momentos entrecortada
e imperceptible, el niño sigue mirándome, su mano continúa ejerciendo una
leve presión sobre la mía, otros varios bultos negros desfilan por la sala, la
soledad no nos abandona como tampoco lo hace el agobio, la rabia, el
dolor, el sentimiento contradictorio y chocante de ver la realidad sólo como
un mero desfile de bultos negros, de cánticos negros, de gemidos y
lamentos solitarios, desarraigados, atroces; a través de la ventana aún
puedo ver una espesa hilera de nubes altas, blancas, viajeras, moviéndose
impulsadas por el viento gris que todo lo cambia,
Fuera el viento, dentro el tiempo, lento, impasible y sordo; la sábana
se ha vuelto más roja, más dura y más innecesaria, con cuidado extremo la
levanto, aparecen los dos muñones sangrientos, el miedo vuelve a
invadirme, el silencio no se va, mi capitán no viene, el enfermero retira la
sábana con una lentitud exasperante, el mismo desconocido de antes ya no
me ofrece el trozo irreconocible, duro, seco y salado de siempre; el médico
–o el camillero, pues aquí todo se confunde- me aparta, mi mano ya no
siente el refugio cálido de Amharat; el niño desvía por primera vez su
mirada y sus ojuelos se cierran cansinamente, los bultos negros no dejan de
pasar junto a nosotros, la ventana se torna más lechosa aún, más opaca, las
114
nubes parecen atravesar el cielo como pesados mastodontes del pasado, el
tiempo se hace presente porque aquí sólo se vive irremediablemente el
presente, todavía imagino calor en esa mano tan suave, sueño mi mano
tocando, rozando, acariciando sus dedos; Amharat emite un leve sonido
gutural de su garganta, Amharat sufre un embrión espontáneo de epilepsia
que convulsiona su cuerpo como si dentro tuviese encerrado un caballo
desbocado que luchara por salir, el niño levanta los brazos (recuerdo a mi
abuela en su lecho de muerte) y se retuerce en una agitación brutal,
desaguándose, como si todo su ser fuese de líquido; el silencio se hace de
plomo y nos amenaza con no abandonarnos nunca; el silencio y el tiempo
se alían formando una pareja burlesca y cruel; ya no consigo ver nada a
través de la ventana, ya las nubes descansan de su eterno viaje, ya el
exterior no existe; el presente se torna insufrible, jamás sospeché lo
insoportable que puede llegar a ser un estado de realidad inalterable,
inmarcesible; me siento paradójicamente más viejo, los bultos negros
continúan su procesión, las bombas siguen explosionando, mi capitán no
aparece y yo me encuentro en la más despreciable de las soledades; la
respiración del niño se vuelve convulsa y aumenta de ritmo tratando de
aspirar un aire que se le acaba, los muñones le sangran sin cesar; Amharat
arquea la espalda y las amputaciones, apretadas más aún contra la sábana,
palidecen; Amharat gime, grita, su cuerpo vibra y se convulsiona
horriblemente; me alejo de allí; el médico ha vuelto veloz hacia nosotros y
115
con un movimiento resolutivo agarra férreamente el débil cuerpo, luego le
acaricia la cara con dulzura; yo no me aparto de la ventana, unos bultos
negros se acercan silenciosos hasta la camilla del niño, mi capitán aparece
por fin en la sala y observa indolente la escena; el tiempo comienza a
moverse y a dejar de ser una pesada losa, mi capitán me hace señas para
que salgamos pronto del lugar y escapemos de la muerte; Amharat
permanece inmóvil sobre la camilla, la sábana no puede empapar más
sangre, los bultos negros han dejado por fin de desfilar y se han colocado
en torno a la camilla, el médico –o el camillero, nunca lo supe con certeza-
limpia la frente del niño, le acaricia el rostro, le coloca las manitas en su
sitio como si el niño todavía guardase vida; ojos negros, ojos sinceros, ojos
muertos, de luz quieta y fría, la soledad es terca pero frágil, basta una
caricia amiga para hacerla saltar en pedazos; no sé el tiempo que he
permanecido en la sala, ni siquiera recuerdo las veces que me he
adormecido ni las que me he despertado, confundo mi presente con aquel
presente, las bombas, el fuego enemigo –o amigo-, el capitán, el enfermero,
el médico, el desconocido que me ofreció tantas veces aquel trozo
irreconocible, duro, seco y salado, la soledad de aquel día, el tiempo
inmanente a la situación, irrecuperable, las nubes altas, altísimas, blancas,
veloces, yo mismo, no sé, no sé, no estoy seguro, este relato, estas líneas,
quizás nunca ocurrió nada de esto o quizás esté sucediendo ahora mismo en
otra tierra, a otras gentes; el presente es lo más angustioso, lo más doloroso,
116
porque es lo único que tenemos, lo único a lo que podemos agarrarnos con
fuerza, el único sitio donde esconder nuestros miedos, nuestras angustias, el
presente es aplastante, veraz, claro, real, increíblemente real, tiene cuerpo
como nosotros, sólo debemos saber abrazarlo para no soltarnos nunca de él
y caer al vacío; Amharat, su mirada, sus ojos negros…
118
Cuando sonó la tercera llamada del timbre salí despedido de la silla
con un humor de perros porque era la enésima vez que interrumpían hoy mi
trabajo y no estaba dispuesto a tolerarlo una vez más; por la hora –las once
menos cuarto- imaginaba que sería el cartero cargado con mensajes
insustanciales e insufribles, o tal vez se tratase de mi vecino que venía a
pedirme no sé qué para su vehículo que no arrancaba; lo cierto es que por la
mente me cruzaron mil ideas diferentes, mil fogonazos, mil excusas para no
levantarme del asiento y para continuar con lo que estaba haciendo desde
las siete de la mañana; pero me levanté, lo cierto es que me levanté; no sé
por qué, pero mi cuerpo, pesado como el aserrín mojado, dejó de tocar la
superficie de la silla y se dirigió hacia el pasillo que lleva a la puerta de
entrada; lo hice; me sentía cabreado, ansioso, iracundo, porque jamás he
tolerado que nadie me corte lo que llevo entre manos y ahora, que me
faltaba muy poco para dar por fin con el broche final de mi obra, resulta
que alguien llama al timbre y me desconcentra; es decir, que a alguien se le
ha ocurrido hoy la genial, la maravillosa, la extraordinaria e inusitada idea
de dirigirse a mi casa, a mi casa que se encuentra en el otro confín de la
119
ciudad, en el otro lado del universo, en los linderos de los barrios
populosos; seguro que esta persona habrá cogido el coche o el bus urbano,
tal vez el metro o no sé qué diantre medio de transporte, puede incluso que
haya venido a pie, caminando sin descanso hasta alcanzar la ladera donde
se ubica el barrio residencial en el que arriba del todo, dominando el
horizonte, se encuentra mi casa, incluso sospecho que a lo mejor alguien le
ha hecho el favor y lo ha acercado hasta aquí; lo cierto es que de una forma
u otra hay un hecho incontestable, quien sea, hombre, mujer, anciano o
niño, ha levantado su dedo y, presionando ligeramente, ha pulsado sobre el
interruptor del timbre; como es lógico éste ha hecho lo que tenía que hacer,
sonar, y este sonido se ha repetido tres veces, tres, consiguiendo sacar de
mi cerebro el final de la obra que ya tenía prácticamente diseñado,
Pensando en esto, cuando me di cuenta me encontraba en mitad del
pasillo; desde allí, sobre las losas ajedrezadas del pavimento, veía con total
claridad el portón de mi casa, distinguía sus barrotes de acero, sus arcos
dorados, sus huecos infinitos, observaba la silueta alta y esbelta de la
puerta, cómo ésta buscaba en la altura la superficie del techo, cómo ésta
acababa en un semicírculo perfecto y cómo, a través del cristal arrugado y
translúcido, se adivinaba la silueta borrosa e indefinida de una persona,
Abrí; jamás hubiera yo sospechado lo que mis ojos encontrarían al
girar la hoja de la puerta; en medio del zaguán un hombre gordezuelo y
diminuto, de cara ancha y nariz respingona permanecía de pie con los ojos
120
entornados; le miré y observé su vestimenta rancia y desgastada; llevaba
unos pantalones de paño grueso con dos bolsillos laterales abultados y un
cinturón muy corto que le apretaba la cintura dibujando una hendidura a
todo su alrededor; el desconocido levantó su cabeza, recorrió la estancia
con sus ojos vivarachos a un lado y a otro; no parecía tener prisa en su
observación; yo continuaba de pie, frente a él, y no abrí la boca esperando
que aquel sujeto se atreviera a decir el motivo de su inesperada e
inoportuna visita; a los pocos segundos el individuo levantó su brazo
derecho y abriendo los dedos de su mano, unos dedos rollizos, gordos y
brillantes, alejó de su cabeza el sombrero que le adornaba; el hombre
diminuto era sin duda un mendigo y la situación, por tanto, estaba bien
clara; que yo estaba perdiendo un tiempo precioso, que de mi cabeza ese
hombre me hubo quitado la idea, la genial idea que conformaba el final de
mi obra, que ese final maravilloso se había desvanecido como el sombrero
del vagabundo se había levantado lento y torpe hacia el cielo cruzando el
aire por encima de su cabeza; la cosa era realmente ridícula, ridícula e
injusta; piensen; qué derecho tenía aquel individuo para irrumpir en mi vida
y transformarla de aquella manera tan vulgar; qué derecho, qué permiso y
por qué medios lo había obtenido para entrar en nuestro barrio, para
caminar por nuestras amplias calles, para merodear por nuestras zonas
privadas y nuestros caminos verdes, entre árboles milenarios; cómo lo
había conseguido, ése era el misterio; en el mundo no deberían existir
121
personas que no saben respetar a los demás, este tipo de sujetos deberían
estar bajo vigilancia perpetua, para que sus vidas no malogren las vidas de
los otros,
Sus ojos se clavaron en los míos; a pesar de ser muy evidente la
diferencia de naturaleza entre él y yo aquel individuo me miraba con aire
arrogante, con aire altivo, señorial; sus ojos, bien observados, escondían
una mirada astuta, tenían un brillo peculiar y comprobé que el simple hecho
de soportar esa mirada me encogía el estómago haciendo que tragase parte
de mi vanidad y de mi orgullo; me sentí molesto, la ira se apoderó de mi
pecho y sentí cómo mis venas se dilataban y se contraían sin parar, como
las olas del mar, como las ráfagas de un viento crudo e impetuoso; toqué mi
muñeca y noté que el pulso se me había disparado y este hecho hizo que mi
ira se convirtiera en rabia, en furia, en violencia y temí que de un momento
a otro mi cuerpo se derrumbara cayendo al suelo sin sentido,
Pero no sucedió nada de esto porque en el preciso instante en que mi
mente se colapsaba el mendigo tocó mis manos con las suyas y la fuerza
del hombre pasó a mi cuerpo, alimentándolo; sentí su fuerza, extraña en
aquel ser tan deplorable, sentí el calor que provenía de sus dedos y
experimenté una sensación desconocida para mí cuando le miré a la cara y
comprobé que sus ojos sonreían como los de un loco; en aquel momento el
aire que doblaba la esquina giró de pronto y se derramó por mi casa,
bañándola de granitos de arena arrastrados desde los confines de la tierra y
122
acariciando mi rostro obligándome a cerrar los ojos; todo sucedió en un
instante y la rapidez de los hechos me hicieron comprender que, o cerraba
la puerta y dejaba a aquel individuo allí plantado, o le invitaba a pasar al
interior de mi casa; la primera idea era para mí atractiva, olvidarme de él,
hacer como si nunca hubiera sonado el timbre, continuar con mi trabajo,
sentarme, pensar, escribir, vivir, aunque si optaba por esta posibilidad
reconozco que no tendría tiempo ni ocasión para hablar con el hombre
diminuto y gordinflón; de lo contrario el tipo entraría a mi hogar, le
ofrecería una limosna, algo de comer, en fin, que aquel ser saldría de ella y
se sentiría satisfecho y pensaría que el día de hoy le había ido bien; no
obstante, sentí reparos, vacilaciones, algo en él me daba miedo, no puedo
poner en pie si era su mirada, repito, como la de un loco, con los ojos muy
redondos y vivos queriendo salir de sus órbitas, o simplemente su gordura y
su vestimenta que provocaban que yo sintiera asco y algo raro, como una
bola, como un bocado, dentro de mi estómago,
Habían transcurrido apenas dos minutos desde que el timbre sonara
por vez primera hasta el momento en que yo decidía qué hacer y he de
confesar abiertamente que sin saber por qué opté por lo segundo; a pesar
del desasosiego que ese hombre me inspiraba, a pesar del asco y de la
repugnancia que sentía con su presencia opté por devolverle la amplia
sonrisa con la que el sujeto me obsequió y levantando mi brazo le indiqué
la dirección del pasillo que lleva hasta mi sala de estudio; y lo hice porque
123
un fino pensamiento me recordó uno de los pasajes de la genial obra de
Dostoyevski donde el protagonista retuerce su conciencia ante el dilema de
asesinar o no a un personaje de la obra; pensé en ese libro y en ese hecho
como podría haber pensado en cualquier otra cosa pero las casualidades de
la vida, que a veces son misteriosas, hicieron que de todos los libros que he
leído, de todos los autores, de todos los personajes y de todas las historias,
sólo pensara en esta que ya he mencionado; en ese momento me planteé lo
que el autor en su libro, ¿merece la vida este ser?,¿si acabo con él, se pierde
algo, cambia el mundo su sustancia, su realidad?, ¿es legítimo que yo, al
igual que el Estado, me tome la justicia por mi mano y acabe con su vida
pobre e insignificante?
El mendigo andaba delante de mí; al verlo por detrás parecía ruin,
insignificante e indefenso; caminaba con las piernas ligeramente
encorvadas hacia adentro, su espalda se mantenía erguida pero se
desplazaba hacia los lados por la inercia de la enorme masa de carne que
debía de sostener; llegamos hasta la sala de estudio, indiqué al mendigo que
tomase asiento teniendo la precaución de colocar una gasa sobre la
superficie de la silla, el mendigo obedeció sonriente y colocó sus manos
entre las piernas agarrando su sombrero como si alguien estuviera
dispuesto a arrebatárselo; mientras tanto yo le observaba con detenimiento,
estudiando cada uno de sus movimientos, cada una de sus muecas para
comprobar el fondo de este hombre, para ver a través de su persona, para
124
sondear y decidir si en verdad este sujeto merecía vivir o, por el contrario,
estaba condenado a la muerte desde el momento de haber presionado el
timbre de mi casa; la habitación se encontraba en penumbras, sólo una
parte de ella, la que da justo al mediodía permanecía ligeramente iluminada
por la luz de una lámpara; suelo sentarme en ese rincón cuando lo que
quiero es pensar en algo importante, y esa mañana sin duda que lo que
planificaba en mi cerebro era realmente importante, más aún, era vital,
porque se trataba ni más ni menos que del final de mi última obra, por ello
la luz de la lámpara caía a plomo sobre la superficie aterciopelada de la
mesita en la que durante varias horas, desde bien temprano, volcaba mis
esfuerzos en comprender que el final de mi obra debía ser la muerte del
protagonista; miré al mendigo con suficiencia y le pregunté que qué le
apetecía, le quise decir si deseaba un bocadillo, un zumo de naranja, un
café, o sea, le estaba ofreciendo lo que él quisiera, y la respuesta del
mendigo fue una sonrisa estúpida, una cara rígida y unos labios
entreabiertos por donde fluía un hilillo de baba semejante al de los tontos
cuando sonríen queriendo agradar sin conseguirlo; volví a preguntarle si
quería algo, si tenía hambre, sed, si estaba cansado y con ganas de echarse
un poco, le pregunté si quería dinero, una botella de vino, no sé, le pregunté
de todo pero aquel individuo pequeño y gordo sólo me miraba con la boca
abierta, con los labios estirados, con los dientes asomando en la negrura de
su boca y con los ojos de par en par; lo único que logré percibir de su
125
estupidez fue un tenue, un sutil, un etéreo bisbiseo que me daba a entender
que jamás sacaría información de aquel saco de carne; dejé al mendigo allí
sentado y me fui directamente a la cocina; necesitaba respirar aire fresco,
estar solo, poder pensar, secarme la cara con un paño humedecido, mirarme
al espejo; me senté; la ventana que hay sobre la encimera se encontraba
abierta desde esta mañana que la abrí cuando tomaba el primer café; por
ella veía las nubes correr, veía el viento arrastrar las hojas caducas de los
árboles de mi jardín, divisaba el horizonte, lejos, diminuto, como pintado a
pinceladas desganadas; me encontraba mejor, la ira que se apoderó de mí al
abrir la puerta y que casi vuelve a hacerlo al preguntarle al mendigo si
quería algo se hubo calmado y mi pecho dejó de sudar y de convulsionarse;
delante de mí había una mesa con los restos del desayuno que aún no había
recogido, al lado estaba el frigorífico y entre él y el fregadero el mueble
donde guardo los vasos, las bayetas, los cubiertos y demás enseres; los
cubiertos los guardo en el segundo de los cajones empezando por arriba, así
al cogerlos no tengo que agacharme demasiado; y lo que son las cosas, ese
cajón se encontraba semiabierto y ustedes se dirán, bueno, y qué, y estoy
seguro que dirán esto porque no saben que no hay cosa en este mundo que
más me moleste que encontrar no ya un cajón abierto, sino una puerta
entornada, un adorno mal colocado, un libro en la estantería aprisionado del
revés; me levanté pensando en el dichoso cajón, iba dispuesto a cerrarlo de
un sonoro golpe pero en el mismo instante en que mi mano se desplazaba
126
por el aire para impactar sobre el mismo, lo vi, lo vi con la claridad que
ahora veo las letras que escribo, lo vi con la lucidez de un científico en el
momento de realizar un gran descubrimiento; no había duda, era él, allí
estaba, junto a un tenedor, junto a una cuchara, mal puesto, un poco
inclinado, pero era él, no había ninguna duda; nunca tuve un cuchillo más
bonito que aquel, ni más grande, ni más afilado; lo compré en mi último
viaje a la capital, en una tienda de decoración; no era precisamente el
último menaje de cocina, pero me gustó tanto que me lo llevé pensando que
en mi cocina luciría como en ningún otro lugar; allí estaba, largo,
reluciente, desafiante, llamando mi atención en el instante en que
comenzaba a cerrar el cajón; me estremecí, lo cogí entre mis manos, pasé la
yema de mis dedos por su filo y comprobé que el cuchillo no había perdido
a pesar del paso del tiempo ninguna de sus virtudes; me senté de nuevo en
la silla y me llevé unos segundos observando la hoja del cuchillo brillando
y emitiendo haces coloridos a su alrededor; pensé en el mendigo, me
levanté, abrí el frigorífico, cogí unas lonchas de salami y las metí entre dos
panes tiernos y olorosos, destapé luego una botella del reserva que
guardaba para cuando llegase el final de mi obra y lo dispuse todo en una
bandeja; cuando llegué a la sala de estudio me recibió la esperada y
estúpida sonrisa bobalicona de antes; coloqué la bandeja sobre la mesa,
acerqué al borde de la misma el bocadillo y escancié un buen chorro de
vino en una copa transparente; miré al mendigo y le hice ver que aquello
127
era para él; el mendigo se levantó torpemente sin apartar la mirada de la
comida, adelantó su mano izquierda para cogerla y antes de alcanzar el pan
miró hacia mí para comprobar si en verdad aquella vista tan apetitosa era
realmente suya o aún no; yo me senté algo alejado, quise dar tiempo y
tranquilidad al hombrecillo para que comiera y bebiera con total libertad,
El tiempo pasaba, la mañana viajaba rápida por la senda del día, los
pájaros volaban dibujando revueltas peligrosas en el aire y a pesar de todo
esto, a pesar de todo esto tan maravilloso, no se me ocurrió otra cosa que
sonreír para mis adentros maliciosamente, peligrosamente, ladinamente,
No sabía el nombre del mendigo, no sabía nada de él, ni de donde
procedía, ni cuántos años tenía, ni siquiera sabía si tenía familia, de si
andaba solo en el mundo, no tenía ni idea de nada en absoluto; y cuando
dos hombres se encuentran solos en la misma habitación, callados, sin
cruzar palabra, uno comiendo como un cerdo y el otro expectante,
silencioso, observador, mala cosa pasa, malos aires corren, la desgracia no
se encuentra lejos y sólo puede suceder que alguno de los dos rompa el
silencio y con la llegada de los sonidos, de las palabras, de las miradas y de
los suspiros, el maleficio quede roto de raíz; sin embargo, recuerdo que yo
no estaba dispuesto a decirle nada al hombrecillo y por supuesto éste no
echaba cuenta de mi presencia, bastante tenía con apurar los restos del
bocadillo que ya casi se había comido y con sorber las últimas gotas del
vino maravilloso que estaba paladeando,
128
En estas circunstancias cualquiera podría pensar que nada raro podría
ocurrir, nada porque lo único que sucedía era que un hombre miraba a otro
mientras este último comía tranquilamente; cualquiera, repito, podría
pensar esto, pero se equivocaría, porque uno de esos dos hombres deseaba,
planeaba y estaba decidido a asesinar al otro; y para empezar la macabra
idea lo primero que se me ocurrió fue jugar un poco con este desdichado
comprobando si la presencia de mi cuchillo sobre la mesa causaría en él
algún tipo de reacción; me levanté, me acerqué a su lado y con mi mano
derecha coloqué suavemente el cuchillo sobre el mantel azul intenso,
asegurándome que desde la posición del mendigo la hoja, la gran hoja
plateada y temible, estuviese bien al alcance de su vista; así fue, el
hombrecillo reparó en ella al momento, fijó sus ojos en el brillo que
emanaba de la pletina afilada, pausó los movimientos de su mandíbula,
desvaneció levemente la sonrisa imbécil que hasta comiendo a dos carrillos
le adornaba y luego giró la cabeza hacia mí para observarme en silencio;
¿imaginaba el pobre hombre el destino que le esperaba?, ¿era acaso
consciente del significado del cuchillo sobre la mesa, junto a él?, ¿me
atrevería yo a levantar mi cuerpo del asiento, a coger el cuchillo entre mis
manos, a dirigirme hacia él, mientras comía, y allí, alejado de mi
conciencia, lejos de todos, aislados del mundo, clavarle el arma hasta la
empuñadura? ¿sería yo capaz de oír los lamentos del hombre, de ver las
convulsiones de su cuerpo, de sentir la flojedad de sus miembros y de
129
presenciar cómo la vida le abandonaba, sería yo capaz de esto sin sentir
remordimientos, sin temblar todo mi ser, sería yo capaz?
El mendigo levantó la copa para tragar el último sorbo, luego la colocó
sobre la mesa con un cuidado exquisito y se pasó la manga de su chaleco
por los labios, secándolos; a continuación apoyó sus brazos sobre el borde
de la mesa y sobre ellos colocó la cabeza que de esa manera aparecía ante
mí inclinada y con el cuello despejado dispuesto a que cualquier asesino
hiciese con él lo que se le antojase; me coloqué detrás de él, cogí el
cuchillo de la mesa, lo miré, vi la forma de mi cuerpo difuminada en la hoja
afilada, levanté el arma con mis dos manos por encima de mi cuerpo, todo
lo que pude, hasta sentir dolor en los codos, luego…
El tiempo se paró, tal vez por mi deseo de detenerlo o porque todas las
fuerzas del universo se confabularon para mofarse de mi persona, para
hacerme sufrir; el tiempo se detuvo y no es una metáfora prescindible y
generosa; lo hizo de verdad, las manecillas del reloj de la sala cesaron su
rítmico caminar, noté cómo dentro de mi pecho habían muerto los latidos;
sin bajar los brazos que aún alzaban al cielo los destellos plateados del
instrumento asesino, percibí, intuí que aquel hombre se había paralizado
presa del miedo; y me sentí culpable; quise bajar las manos, soltar el arma,
salir huyendo, quise retroceder en el tiempo, no haber llegado al final de mi
obra, quise, deseé con fervor que aquel hombrecillo nunca hubiera tocado
el timbre de mi casa, quise cambiarlo todo, el destino, mi voluntad, la vida
130
de ese pobre desdichado, todo, hasta el paso inexorable e ineluctable del
tiempo que todo lo transforma; falsamente culpable porque ningún crimen
había cometido hasta el momento, la conciencia y el pesar martillaban en
mi cerebro provocándome dulces vértigos y un sabor blanco en mis labios;
pensé en el personaje de Dostoyevski y comprendí el dolor que pudo
experimentar tras el asesinato; percibí el castigo al que estuvo sometido
durante tanto tiempo y que le sirvió para sufrir y para expiar, para calmar
su alma y para cambiar su vida,
Desperté; el diminuto y gordezuelo hombrecillo se encontraba delante
de mí; noté un dolor en la cabeza que se me irradiaba a las cuencas de los
ojos, provocándome una sensación de opresión y de bloqueo como jamás
había sentido; el hombrecillo sonreía abiertamente; adelantó su cuerpo
hacia mí y con sus manos extendidas cogió las mías, ayudándome a
levantar mi cuerpo del sillón donde estaba recostado; caminamos juntos
apoyados el uno en el otro hasta llegar a la puerta de la calle; no pude
preguntarle nada al mendigo, las palabras no salían de mi boca; él tampoco
hablaba, sólo giraba de vez en cuando su cabeza hacia mí y me obsequiaba
con su sonrisa bobalicona; al alcanzar la entrada apretó mis manos con sus
dedos rollizos y brillantes, luego me dejó solo y se fue; simplemente había
desaparecido,
Volví sobre mis pasos con cuidado porque aún sentía mareos y dolor
en los ojos; fui a mi habitación y sin retirar la ropa de la cama eché mi
131
cuerpo sobre ella; allí acostado, en la penumbra de la habitación, en el
silencio recogido entre las cuatro paredes, en la soledad más absoluta me
pregunté por qué la vida es como es, por qué pasan estas cosas, por qué ha
tenido que venir a mi casa un ser miserable y obtuso para hacerme
comprender que no soy nada, absolutamente nada,
133
Roque es un niño muy niño; su rostro es sereno, amable, cándido y
sus cachetes dibujan, graciosamente, dos círculos rojos, de sano, como los
querubines de un lienzo de Murillo,
Roque se levanta todos los días muy muy temprano; después del
obligado aseo toma el desayuno que, con amor, su mamá le ha preparado e
inmediatamente se dirige al sobrado a dar los buenos días a Michino, su
gato; sube los peldaños a escape y cuando alcanza la trampilla va tan
fatigado que los colores le afloran y la nariz se le torna roja roja,
Sabe que más tarde deberá ir a la escuela, pero no le importa; calzado
con gruesos botines y con la mochila a la espalda le veis, camino adelante,
alejándose poco a poco de su casa,
A Roque le gusta caminar, le encanta, de ahí que todos los días se los
tome como si de una verdadera excursión se tratara, camino va y camino
viene; en el trayecto se despierta a la vida; embelesado, le sorprendéis
observando aquí y allá, a los árboles, a los trigales de amarillas y
cimbreantes espigas, a los cerros que en lontananza se recortan azules,
mostrando sus quebradas siluetas, difuminadas, distantes, bellas…
134
Michino le acompaña hasta Fuenteclara; por la senda, sinuosa y a
trechos enfangada, Michino y Roque juegan, corren, saltan, en un delirio
alegre, infantil, inocente; una vez allí el animal se vuelve, desanda lo
andado, persigue uno, dos, tres ratoncillos que se cruzan, quebranta, acaso,
la paz de un pajarillo, despliega, en fin, su instinto felino, gatuno,
irracional,
A la altura de las casas viejas suele coincidir con algunos de sus
amiguitos que, por otros senderos, se aproximan a la escuela; hoy, por el
contrario, se ha topado con Rafa y Kiko, dos hermanos, dos mocosos como
él, rubios, altos, vivarachos, que le examinan con desprecio, altivos,
orgullosos, porque ellos son de la pedanía, de las casas nuevas, de otro
lugar, pero Roque es tan inteligente, tan bueno, tan niño aún, que prosigue
su caminar, como si nada,
Roque lleva siempre a clase un bocadillo bien aderezado y algún
dinerete que su papá generosamente le dio por la mañana para comprar
chuchas y golosinas, sin embargo él, con este dinero, invita a sus
compañeros; comparte lo suyo con Tomasín, con Pepito, con Juanito, con
Luisito…
En la escuela las horas transcurren lentas, largas, anodinas, como en
tardes de un gris otoñal, como la vida misma; vemos a Roque sentado, con
sus hermosas y menudas manitas laborando sobre un vetusto pupitre de
madera; sostiene un libro abierto, un libro de Historia donde asoman
135
graciosos dibujos de reyes y príncipes; de vez en cuando anota, con su
lapicero azul, raros signos en un cuaderno verde, pequeño, de dos rayas,
como los cuadernos de los demás niños de la clase; os sorprende su
atención de persona mayor contemplando, arrobado, las explicaciones de su
anciana maestra,
Desde su banco divisa la parte alta del río donde éste se vuelve
pedregoso y curvo; más allá destaca una hilera de frondosos sauces, con sus
conformadas y fulgentes copas doradas por el sol de la mañana; Roque
confunde, a veces, la lección con la realidad y, extasiado, navega, vuela, en
un ejercicio donde su imaginación de niño, viva y pura, le transporta a un
mundo fantástico habitado por reyes de rutilantes coronas y hadas de albas
muselinas; la paciente y anciana maestra, empeñada en desentrañar los
misterios de la España visigoda, es incapaz de volverle en sí, de atraer su
atención,
La clase acaba, finaliza, y Roque sale de ella feliz, ausente y henchido
de un profundo gozo,
Este es Roque, mi nuevo amigo, así es y así os lo he presentado,
rápida, sencilla, fugazmente, en breves pinceladas; figuro junto a él y soy
parte de sus vivencias tan pueriles y simpáticas; el niño nos muestra su
interior, abierto, cándido, sin reservas, como alma prístina y sensual,
inocente, avasallante; en esa inocencia refleja un mundo de luces y colores,
de príncipes y damiselas, de castillos y dragones que su portentosa
136
inventiva construye, edifica, atesora; siempre a través, claro está, de la
virginidad infantil que le afecta,
Roque es una de esas personas a quien todo el mundo cuando le ve
exclama ¡oh, qué niño tan rico! y necedades por el estilo; a él le parte pero
siempre lo ha soportado con entereza, por eso cuando repara que sus tías se
encuentran cerca -sobre todo tía Patty y tía Lucy- huye como alma que
lleva el diablo; con el paso de los años ha conseguido una especie de
habilidad que le permite mimetizarse entre butacones y muebles de su
enorme caserón,
Menos mal que allá en su desván se siente a salvo; es allí donde
nuestro amigo pasa la mayor parte de su tiempo en la sola compañía de
Michino; a la vuelta de la escuela siempre acude allá; suele descalzarse
para estar más cómodo y, una vez dispuesto al juego, un frenesí inusitado
apodérase de su persona transformándolo en una fierecilla desconocida;
Michino, como conoce los arranques de su dueño desaparece entre vigas
maltrechas y empolvadas,
La estancia es más larga que ancha y el techo, a dos aguas, le permite
permanecer de pie en la zona central; es usado oficialmente como trastero
aunque a Roque se le aparece como isla maravillosa en mitad del océano;
una ventanita redonda le permite echar un vistazo al exterior sin ser visto,
circunstancia ésta que le ofrece la posibilidad de practicar su juego
favorito: Agente Secreto.
137
Hoy es viernes y como todos los viernes vendrá a casa una suculenta
tropa de señoras y señores serios a los que Roque analizará
despiadadamente, sin compasión; pero mientras tanto a qué esperar –se
dice-comenzando una verdadera revolución donde ejércitos y caballerías al
galope en ferviente zarabanda no causarían mayor estrépito: mesas, sillas,
latas de pintura a medio gastar, candelabros de la abuela, libros, revistas y
mil cachivaches más del mismo jaez son pasto de sus lindas diabluras y
elucubraciones; Michino, desde su atalaya, observa el huracán que asola la
estancia y decide no bajar en un buen rato; a veces, en lo mejor del
episodio, la voz de mamá llega a través de pasillos y habitaciones hasta el
sobrado; pero hoy no,
No sólo le divierten los pasatiempos más propios de los niños de su
edad; también en cuestiones donde juegan la paciencia o el azar demuestra
Roque gran talento; en la noche, después de la cena, siéntase con el tablero
entre las piernas y no existe contrincante que no salga escaldado del envite;
todos se le dan bien aunque causa verdaderos estragos en el juego del
parchís; Te comí y me cuento veinte son sus palabras más temibles y
sonadas; qué niño, cómo lo hará –exclaman todos con un rictus de
desaprobación en los labios; a la tercera o cuarta partida, como quiera que
se aburre, lo deja y se va a dormir,
Otra de sus aficiones preferidas son los animales; su amor por la
naturaleza llega en ocasiones a ser desmedido; en una habitación
138
desocupada del piso superior guarda un verdadero zoo; en botecillos de
vidrio colecciona chinches de todos los tamaños y variedades; unas, gordas
y peludas, las otras, pequeñitas y transparentes; casi medio centenar; en
otro bote, éste de mayor tamaño, cucarachotas encontradas en el jardín
hurgando entre las hierbecillas; una de ellas es la capitana, con su
caparazón negro y brillante adornado con pinchos en los bordes; dos
enormes cuernos atemorizan a todo el que osa destapar el bote; a veces
organiza carreras con sus mejores amigos, tan largas que las pobres
cucarachas llegan a la meta exhaustas y sudorosas; la ganadora es la reina
hasta la carrera siguiente,
El mediodía se ha presentado inesperadamente a los ojos de nuestro
amiguito gravitando, cálido y abierto, sobre los jardines y frondas que
cercan su casa; el sol calienta las últimas ráfagas de aire fresco de la
mañana y es agradable permanecer ahí, de pie, bajo los generosos rayos del
astro de primavera,
Roque, tan sensible él, juguetea aquí, junto a la acacia, o allá, con el
capazo, trajinando con la arena amontonada y aún humedecida; su cabello
de miel se ve alterado por las constantes cabriolas y saltos; en su inocencia
ha olvidado ya la zozobra del desván y su mente imagina otros lugares de
esparcimiento,
Es mediodía y la hora del almuerzo está cercana; él lo sabe, pero antes
que su mamá le llame con amor subirá al otero que domina el llano; el
139
camino es duro; necesitará cinco, tal vez diez minutos en alcanzar la cima,
pero merece la pena; al conquistar el alto se sienta fatigado sobre una gran
raíz de eucalipto desgarrada de la tierra; su pequeño y excitado corazón va
recobrando lentamente su ritmo; desde allá arriba el panorama es
estremecedor; vemos a Roque extrayendo del bolsillito de su peto un
caramelo de chocolate y llevarlo a la boca que lo espera con ansiedad;
después, cuidadosamente, guarda la envoltura y mira a un lado y a otro,
fascinado,
¿Qué piensa ante semejante espectáculo? ¿Qué merodea por su mente,
tan inquieta?; así, en la pura contemplación y regocijo del espíritu os
aseguro que se fraguaron hombres ilustres, pero Roque…es tan joven…tan
niño; ¿qué podremos esperar de él?; mas no importa, lo decisivo, lo vital es
que allí, con su soledad, se cree mayor, importante, eterno…
Mientras sus ojos, sus profundos y negros ojos se deleitan con las
tierras verdes, grises, cárdenas del llano, sus inquietudes se afanan ahora en
desmenuzar frágiles terroncitos de tierra,
Hoy -¡hay que decirlo!- va encantador; le cubre una camisita de fino
hilo, a cuadros, y unos bombachos empetados color crema; lleva prendida
del pecho una graciosa chapa de Micky; ha cambiado sus gruesos botines
de colegio por unos mocasines marrones porque su mamá así se lo ha
pedido,
140
A veces trepa a un alto pino de bajas y rígidas ramas hasta la
mismísima copa; si mamá le viera –piensa- ¡qué orgullosa se pondría!; el
aire es tan puro allá arriba, tan claro…;los pájaros también suben al otero,
como Roque; ponen allí sus nidos, en las paredes más altas, redondos,
mullidos, acogedores…
Del otero parte un estrecho camino que lleva, zigzagueando, hasta el
lago; papá le enseñó que en primavera, cuando las nieves del alto dan paso
al agua clara y fría, el lago muestra toda su belleza; Roque desea ir allá
pero no se atreve; en su interior siente no sé qué en desobedecer a su papá;
sin embargo, es tal el deseo que embarga desde hace unos segundos su
tierno corazón que se lanza veloz por la pendiente, hasta la casa; mientras
corre, qué digo ¡vuela!, va pensando en el hermoso día que pasarán en el
lago; la ilusión le puede y su ingenua conciencia le abraza apasionada y
arrebatadoramente,
Hoy ha venido de visita la prima Doly; lo ha hecho con sus papás;
prima Doly es un año mayor que Roque y además un palmo más alta; en
casa oyó decir que las niñas estiran antes que los niños pero que luego, con
el paso de los años, se vuelven más tontas,
Hola prima; hola primo; se han saludado; Roque desaparece como por
arte de magia; se avergüenza delante de su prima y no quiere que nadie les
vea juntos; tu hijito le viene muy bien a nuestra Doly –ha oído alguna vez a
sus tíos; sus tíos son insoportables; él es un ogro de barba negra y
141
esponjosa; ella, una cotorra que habla y habla sin parar; prima Doly es al
menos una niña, como él; ¡sube prima!, le grita desde lo alto de las
escaleras; al rato un meteoro arrasa los escalones, es Doly, que ha sido
víctima del Agente Secreto; está claro que a la niña no le atraen demasiado
los animalillos de su primo,
Durante la comida Roque no deja de mirar a su prima; algo en ella es
diferente pero…la diferencia es tan sutil que apenas la percibe; ya no tiene
la niña esa cara pecosa que tanto le hacía reír; ahora es menos niña; algo en
ella lo atrae como el imán a la aguja; puede ser la primavera que llega no
sólo al jardín o al campo o al otero sino a sus vidas; aires nuevos, frescos y
suaves acarician su rostro; los ojos de sus padres y los de sus tíos se
entrecruzan en un haz de líneas imaginarias y por sus bocas fluyen palabras
y frases cuyos significados ambos niños ignoran,
Después, al final del almuerzo, tía Dorothy y mamá van al jardín a
pasear y tío Jarry y papá se han sentado en el salón; Roque y Doly han
salido también al jardín,
El día es agradable y se está bien; el jardín es enorme; a un lado hay
un garaje y algo más allá unas cuadras; al otro lado un pilar sirve de
descanso a remansadas aguas que manan de dos caños cilíndricos; en el
pilar vemos varias ranas con sus renacuajos; está construido con sillares
muy antiguos; siempre estuvo ahí,
142
Mamá y tía Doro hablan y sus palabras llegan, amortiguadas, hasta el
pilar donde ambos niños juegan; Doly se muestra ahora más cordial que
antes; en el fondo comprueba que Roque no es tan aburrido como creía; el
ambiente es tan cálido que Doly se cree en el cielo; pasado un tiempo sus
almas de niño y de niña van tomando forma propia; Roque ha dejado el
pilar y se afana en extraer tierra y piedras con palas y cubiletes; Doly se
siente excluida y se dedica a remover el agua con sus deditos de nácar; un
pajarillo de vivos colores y pico curvo se posa en un borde, sobre el musgo,
y los ojos de la niña no se apartan de él, maravillados,
Hoy es viernes, ya lo sabéis, y en la tarde habrá feria; irán todos; será
como siempre, fascinante; es día de ilusión y sorpresas a raudales; Doly le
ha prometido que irán juntos, sus papás por un lado y ellos por otro; Roque
está ilusionado; el lunes lo dirá a sus compañeros de la escuela y será el
centro de interés por unos momentos,
Mamá y tía Doro han preparado bocadillos y limonadas; todo está ya
listo; Roque y Doly van de aquí para allá locos de contentos, alborozados, y
es que no todos los días hay festín como hoy,
La tarde corre y los rayos del sol, más inclinados, alargan las sombras
de los árboles, de las casas, de los niños, creando un ambiente de postal
antigua en blanco y negro, ensoñador, para no olvidar,
A la feria acude siempre mucha gente; hay atracciones y payasos y
paseos de caballos para entretener a todo el mundo, a chicos y a mayores, a
143
gentes importantes y a gentes del pueblo, trabajadores, labriegos,
comerciantes…
Roque va que ni pintado con su chalequito blanco de manguitas cortas
y sus zapatos de charol; su mamá, previsora, ha llevado también una
rebequita fina por si refresca, que nadie sabe; papá no parece hoy papá, de
tan trajeado; Roque mira a sus padres y en su rostro se revela un gozo
inefable; al entrar en la feria papá le ha dado un billete nuevo que al niño le
produce una gran sorpresa; con él podrá comprar algodón y helados,
¡Qué gentío, cuántas luces!; un arcoiris a todo su alrededor; en la
Fuente de los Deseos se han detenido y los niños, embobados, no quitan
ojo; alguien anuncia con voz atronadora a la mujer más gorda y más
famosa del mundo; más allá se puede entrar en el laberinto de los espejos
¡por sólo diez peniques!; Roque toma su flamante billete y lo da al
taquillero con cierta desconfianza; al salir, los dos se carcajean de tan bien
como lo han pasado; sus padres se han adelantado y ahora los niños van
dados de la mano como si fuesen novios; el contacto inocente entre sus
manos les obliga a ir callados, como en una nube; Doly, en un arrebato, se
desprende de su primito y corre veloz hasta sus padres,
Poco a poco la tarde va dejando paso a un negro cielo cuajado de
estrellas y una ligera brisa se levanta, afanada en acariciar los rostros de los
circundantes; sudorosos y bien enjaezados caballos pasean a sus dueños; la
gente les deja el paso libre; algún animal traza caminos sinuosos y se alza
144
de manos, nervioso quizás por el ruido del jolgorio; Roque, atento, no
pierde ripio de todo cuanto sucede,
Van al circo; en el circo verán payasos y animales; el circo de este año
es muy grande, inmenso, colosal; su carpa, roja y blanca, llega a las nubes;
letras enormes a su entrada te invitan a pasar; a un lado de la carpa hay
sucias y angostas jaulas con leones; los leones se mueven en su interior de
aquí para allá, nerviosos; en otras jaulas, tan sucias y tan angostas como las
de antes, vemos tigres de Bengala; éstos, más tranquilos, duermen a pata
suelta ausentes de todo; sin embargo, a Roque le atrae mucho más la pareja
de elefantes que con sus trompas agusanadas saludan a la plebe que se
acerca; en el circo también actúan trapecistas; el trapecista jefe ha
sorprendido a los niños ¡ha dado un triple salto mortal!
Así transcurre la noche; Roque seguirá aún un rato más pasándolo en
grande; le hemos dejado en el circo con su papá y con su mamá, riendo y
braceando el aire a cada ocurrencia de Justino, el Payaso de Oro,
Mundo azul, de sueños, de colores, de ilusión; de la cima del otero a la
carpa, de la sosegadora paz de la ancha tierra, de las aguas serenas, frías,
zarcas, al frenesí inusitado, vivo y enloquecido de la noche circense;
dejémosle así…