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1908 Adolf Loas: Ornamento y delito
Adolf Loos (Brno 1870- Viena 1933) trae consigo, al regresar a Viena, después de tres años de estancia en Estados Unidos (1893-1896). unas palabras de Louis H. Sullivan: «Lo mejor que podríamos hacer sería abandonar por un tiempo el ornamento y dedicarnos plenamente a la construcción de edificios de formas bellas agradables en su sobriedadl>. A vartir de aouí, Loos desarrolló su radical purismo estético. que le convierte en el celoso antagonista del Jugendstil y del De1ttscher Werkbund: «El Detltscher W erkbtmd se ha señalado la tarea de descubrir el estilo de nuestra época. Este trabajo es innecesario. Ya tenemos el estilo de nuestra época».
El embrión humano, en el seno materno, pasa por todas las fases de evolución del reino animaL Cuando nace el hombre, sus impresiones sensoriales son iguales a las de un perrito recién nacido. Su infancia le lleva a través de todas las metamorfosis de la historia humana. A los dos años ve con los ojos de un papúa, a los cuatro con los de un antiguo teutón, a los seis con los de Sócrates, a los ocho con los de Voltaire. Cuando tiene ocho años adquiere conciencia del violeta, el color descubierto en el siglo xvm, porque antes la violeta era azul y la púrpura o el múrice roja. El físico señala actualmente en el espectro solar colores que ya tienen un nombre, pero cuyo conocimiento está reservado al hombre del futuro.
El niño es amoral. El papúa también lo es para nosotros. El papúa mata a sus enemigos y los devora: N o es un delincuente. Pero cuando el hombre moderno mata a alguien y lo devora, entonces es un delincuente o un degenerado. El papúa se tatua la piel; su
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bote, sus remos, en fin, todo lo que tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un delincuente o un degenerado. Hay prisiones en las cuales un ochenta por ciento de los reclusos presentan tatuajes. Los tatuados no encarcelados son delincuentes en potencia o aristócratas degenerados. Cuando un tatuado muere en libertad, simplemente ha muerto algunos años antes de cometer un asesinato.
La necesidad de ornamentar el rostro y todo lo que está a su alcance es el primer origen del arte plástico. Es el balbuceo de la pintura. Todo arte es erótico.
El primer ornamento que apareció, la cruz, tenía un origen erótico. La primera obra de arte, el primer acto artístico que realizó el primer artista sobre el muro para liberarse de su energía sobrante. Un trazo horizontal: la mujer yacente. Un trazo vertical: el hombre que la penetra. El hombre que lo creó respondía al mismo impulso que Beethoven, estaba en la misma gloria que Beethoven cuando creó la Novena.
Pero el hombre ele nuestros tiempos que ensucia los muros con símbolos eróticos, en respuesta a un impulso interior, es un delincuente o un degenerado. Es evidente que este impulso asalta a la gente, que presenta· tales síntomas de degeneración, sobre todo en los retretes. Se puede medir la cultura de un país por la cantidad de dibujos, símbolos e inscripciones que aparecen en las paredes de los retretes. En el niño, éste es un fenómeno natural: su primera expresión artística consiste en rayot~ar las paredes con símbolos eróticos. Pero lo qu~ resulta natural en el papúa y en el niño, es una aberración en el hombre moderno. He realizado el siguiente descubrimiento; y lo he regalado al mundo: evolución de la cultura es lo mismo que decir eliminación del ornamento en los objetos utilitarios. Creía que ello aportaría más alegría al mundo, pe~o no me. lo. han_ agradecido .. S.e . sintieron triste;;
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y bajaron la cabeza. Lo que les deprimía era saber que no podían producir nuevos ornamentos. ¿Cómo es posible que lo que puede hacer cualquier negro, lo que han podido hacer todos los pueblos y épocas precedentes, no esté a nuestro alcance, hombres del siglo :xr:x? Lo que la humanidad creó, en siglos anteriores, sin ornamentos, fue rechazado sin prestarle atención y condenado a la aniquilación. No poseemos ningún banco de madera de la época carolingia, pero cualquier chuchería que presentara el más mínimo ornamento fue recogida y limpiada, y se construyeron palacios para albergarla. Los hombres recorrieron entonces tristemente las vitrinas y se avergonzaron ele su impotencia. ¿Cada época tenía su estilo y nuestra época debe verse privada del suyo? Por estilo se .ntendía ornamentación. Entonces elije: ¡No lloréis ! Mi ~ rad, esto constituye precisamente la grandeza ele nu ~tra época, el hecho ele no estar en condiciones d clucir una nueva ornamentación. Hemos superad ornamentaeión, hemos alcanzado la carencia d rn a mentas. Mirad, está próximo el momento, nos sp r<t la culminación. Pronto las calles de las ciudades r -lucirán como muros blancos. Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo. Entonces habremos llegado a la culminación.
Pero había aves ele mal agüero que no querían admitirlo. La humanidad tenía que seguir arrastrándose en la esclavitud de la ornamentación. Los hombres ya habían llegado al punto en que el ornamento no les despertaba sensaciones de placer, hasta el punto de que un semblante tatuado no aumentaba la impresión estética, como entre los papúas, sino que la disminuía . Hasta el punto de encontrar placer en una caja ele cigarrillos sencilla, mientras que otra ornam ntad::t , incluso del mismo precio, no era comprada por na 11<!. Eran felices en sus ropas y estaban contentos d JlO
t.ener que pasearse con pantalones ele tercioi 1 rojo
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con ribetes dorados como los monos de feria. Y dije: Mirad, la cámara mortuoria de Goethe es más importante que todo el fausto renacentista y un mueble sencillo más hermoso que cualquier pieza de museo labrada y llena de incrustaciones. El lenguaje de Goethe es más hermoso que todas las florituras de los ·pastores de Pegnitz.
Las aves de mal agüero me escucharon con disgusto , y el Estado, cuya misión es frenar a los pueblos en su desarrollo cultural, hacía suyo el problema del desarrollo y reanudación del ornamento. ¡Cuidado con el Estado cuyas revoluciones están a cargo de los consejeros áulicos! Pronto se vio en el Wiener Kunstgewerbemuseum (Museo de Artes Aplicadas de Viena) un aparador llamado «La buena pesca», pronto hubo alacenas que llevaban el nombre de «La princesa encantadall y otros por el estilo, nombres que hacían referencia a los ornamentos que cubrían esos desgraciados muebles. El Estado austríaco se tomó su tarea tan al pie de la letra que se preocupa de evitar la desaparición de las polainas dentro de los límites de la monarquía austrohúngara. Obliga a todos los hombres de veinte años a llevar durante tres años polainas en vez del calzado corriente. A fin de cuentas, todo Estado parte del supuesto de que un pueblo en condicionés de inferioridad resulta más fácil de gobernar.
Muy bien, la epidemia ornamental es reconocida por el Estado y subvencionada con fondos estatales. Pero yo lo considero un paso atrás. No admito la objeción de que la ornamentación aumenta la alegría de vivir de un hombre culto, no admito el argumento que se oculta tras las palabras: «¡Pero si el ornamento es tan hermoso ... ! ll A mí, y conmigo a todos los hombres cultivados, la ornamentación no me aumenta la alegría de vivir. Si quiero comer un trozo de pastel, escojo uno bien liso, -Y no _uno_ decorado con un cora-
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zón o un niño en pañales o un jinete, completamente cubierto de ornamentos. El hombre del siglo xv no me comprendería. Pero todos los hombres modernos sí. El defensor de la ornamentación cree que mis ansias de simplicidad equivalen a una mortificación. ¡No, distinguido señor profesor de la escuela de artes industriales, no me mortifico! Así me gusta más. Los platos de épocas pasadas que lucen toda clase de ornamentos para hacer aparecer más apetitosos los pavos, faisanes y langostas me producen el efecto contrario. Me horrorizo cuando, al atravesar, una exposición culinaria, pienso que se supone que comeré de esos animalitos rellenos. Yo como roast beef.
El enorme daño que está causando el renacimiento de la ornamentación al desarrollo estético podría repararse fácilmente, pues nadie, ni siquiera el poder estatal, puede detener la evolución de la humanidad. :Sólo puede ser retrasada. Podemos esperar. Pero es un delito contra la economía nacional, que con ello· pierde mano de obra, dinero y material. Esta pérdida no puede compensarse con el tiempo.
El ritmo del desarrollo cultural se ve perjudicado por los rezagados. Yo vivo tal vez en el año 1908, pero mi vecino vive en 1900 y el de más allá en 1880. Es una desgracia para una nación que la cultura de sus habitantes se halle dispersa en tan amplio período de tiempo. Los campesinos de Kals viven en el siglo XII.
Y en las celebraciones del Jubileo (del emperador Francisco José) participaron pueblos, que ya eran considerados atrasados en la época de las invasiones. Feliz el país que no posee estos rezagados y morosos. ¡Feliz América!
Entre nosotros, incluso en las ciudades, hay gentes nada modernas, rezagados del siglo xvm, que se horrorizan ante un cuadro con sombras violetas porque todavía no pueden ver el violeta. Les gusta más el faisán cuya preparación ha costado todo un día de trabajo
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al cocinero, y prefieren la caja de cigarrillos llena de ornamentos renacentistas a la que es lisa. ¿Y qué ocurre en el campo? Los trajes y utensilios domésticos corresponden a pasados siglos. El campesino no es cristiano, todavía es pagano.
Los rezagados retrasan el desarrollo cultural de los pueblos y ele la humanidad, pues el ornamento no sólo es producto de delincuentes, sino que constituye un delito por cuanto perjudica gravemente la salud de los hombres, el patrimonio nacional y su desarrollo cultural. Cuando conviven dos hombres que tienen las mismas necesidades, las mismas exigencias de vida y los mismos ingresos, pero que pertenecen a culturas distintas, desde el punto de vista económico puede observarse el siguiente proceso: el ho:mbre del siglo xx es cada vez más rico, el hombre del siglo xvm cada vez más pobre. Doy por supuesto que ambos viven según sus inclinaciones. El hombre del siglo xx puede satisfacer sus necesidades con mucho menos capital y, por lo tanto, puede ahorrar. La verdura que le gusta está hervida simplemente en agua y sazonada con un poco de mantequilla. Al otro hombre, sólo le produce el mismo placer cuando va acompañada de miel y nueces y alguien se ha pasado horas cocinándola. Los· platos ornamentados son muy caros, mientras que la loza blanca, que le gusta al hombre moderno, es barata. Uno acumula ahorros, el otro acumula deudas. Lo mismo ocurre con naciones enteras. ¡ Cuidado, cuando un pueblo se retrasa en el desarrollo cultural! Los ingleses son cada vez má~ ricos y nosotros más pobres ...
· Mucho mayor es el perjuicio que sufre el pueblo productor a causa de los ornamentos. Dado que la ornamentación ya no es un producto natural de nuestra cultura, y por tanto representa un atraso o una degeneración, el trabajo del ornamentador no es remunerado en forma adecuada.
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Son bien conocidas las condiciones de los tallistas de madera y torneros, y los salarios escandalosamente bajos que reciben las bordadoras y encajeras. El ornamentador debe trabajar veinte horas para obtener el mismo salario que un obrero moderno que trabaje ocho. La ornamentación suele encarecer el objeto, pero, no obstante, se da el caso de que un objeto ornamentado con el mismo coste de material y tres veces más horas de trabajo sea ofrecido por una tercera parte del valor de un objeto sencillo. La carencia de ornamentos tiene como consecuencia una reducción del tiempo de trabajo y un aumento del salario. El tallista chino trabaja dieciséis horas, el americano ocho. Cuando pago por una caja lisa lo mismo que por una ornamentada, la diferencia de tiempo de trabajo recae sobr el obrero. Y si no hubiera ornamentos en absoluto -una situación que tal vez tarde milenios en llegarel hombre, en vez de trabajar ocho horas, sólo tendría que trabajar cuatro, pues la mitad del trabajo corresponde aún hoy en día a los ornamentos. El ornamento es mano de obra desperdiciada y salud desperdiciada. Así ha ocurrido siempre. Pero actualmente también supone un desperdicio de material y ambas cosas se traducen en un desperdicio de capital.
Puesto que el ornamento ya no se halla en relación orgánica con nuestra cultura, tampoco es expresión de la misma. El ornamento que se crea actualmente no tiene nada que ver con nosotros, no tiene ninguna relación humana, no tiene ninguna relación con el orden del mundo. No tiene posibilidad : <1 desarrollo. ¿Qué sucedió con la ornamentad n d Ll. Eckmann o con la de van de Velde? En t el L'i <' 111 po
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los hombres cultivados, a los demás sóio comienzan a molestarles conscientemente unos años más tarde. ¿Dónde están hoy las obras de Otto Eckmann? ¿Adónde estará dentro de diez años la obra de Olbrich? El ornamento moderno no tiene padres ni sucesores, no tiene pasado ni futuro. Es acogido con alegría y olvidado pronto por la gente inculta, para quienes la grandeza de nuestra época es un libro con siete sellos.
La humanidad está más sana que nunca, sólo unos pocos están enfermos. Pero estos pocos tiranizan al obrero, que está tan sano que no puede inventar ningún ornamento. Le obligan a realizar en los materiales más diversos los ornamentos inventados por ellos.
La variación de los ornamentos tiene como consecuencia una prematura devaluación del producto del trabajo. El tiempo de los trabajadores y el material empleado son capitales despilfarrados. He expuesto esta aserción : la forma de un objeto debe resistir tanto tiempo, es decir, debe ser soportable durante tanto tiempo, como dure el objeto físico. Intentaré explicarme: un vestido cambia mucho más de forma que una piel valiosa. Los trajes de noche de las mujeres, destinados a ser usados una sola vez, varían más rápidamente de forma que una mesa. Pero, cuidado, cuando es necesario modificar tan rápidamente la forma de la mesa como la del traje de noche, porque la antigua forma resulta intolerable, entonces se ha perdido
·1 dinero invertido en la mesa. El ornamentalista lo sab bien y los ornamentalistas austríacos intentan sa·ar l mejor partido de estas deficiencias. Dicen: «Un onsumidor que tiene un mobiliario que le cansa al
e bo de diez años y que, por tanto, se ve obligado a comprar uno nuevo cada diez años, nos interesa más que otro que sólo se compra muebles nuevos cuando los viejos están gastados. La industria exige esto. Como resultado del rápido cambio se da trabajo a millones de personas».
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Este parece ser el secreto de la economía austríaca; cuántas veces hemos oído, al estallar un incendio las palabras: «Alabado sea Dios, ahora la gente tendrá de nuevo algo que hacer» . Para esto conozco un buen remedio: incendiad la ciudad. incendiad el imperio, y todo el mundo nadará en dinero y prosperidad. Fabricad muebles que se puedan quemar en la estufa al cabo de tres años, herrajes met<1licos que deban refundirse al cabo de cuatro aiíos, porque pese al aumento de los precios no se puede sacar de el~os ni la décima parte del coste del trabajo y el matenal, y cada vez nos haremos más y más ricos. .
El despilfarro no afecta sólo a los consmmdores, afecta sobre todo a los productores. Actualmente, la ornamentación de objetos, que a causa de la evolu" ción han logrado sustraerse a la necesidad de ornamento, supone una pérdida de trabajo y un despilfarro de material. Si todos los objetos resistieran en el_ aspecto estético tanto como físicamente, el consumidor podría pagar por ellos un precio que permitiría al trabajador ganar más dinero y trabajar menos. Ya que si estoy seguro de poder utilizar y sacar provecho plenamente de un objeto, pagaré gustosamente cuat_ro ':eces más por él que por otro de forma o matenal n~feriores. Pago gustosamente cuarenta coronas por m1s botas, aunque en otra tienda podría compí·ar botas por diez coronas. Pero en los objetos sometidos a la tiranía de los ornamentos no se hace distinción entre un trabajo bien o mal realizado. El trabajo sale perjudicado con ello, ya que nadie está dispuesto a pagar su verdadero valor.
Y está bien que sea así, pues estos objetos orn~mentados sólo resultan soportables en la forma mas desvencijada. Me resulta más fácil olvidar un incendio, si sé que sólo se han quemado trastos sin valor. Puedo complacerme en las realizaciones de algunos artistas, sabiendo que se manufacturarán en unos días
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y luego serán destrozadas en un día. Pero arrojar monedas de oro en vez de guijarros, encender un cigarrillo con un billete de banco, pulverizar y beberse una perla resulta antiestético.
En realidad, los objetos ornamentados comienzan a resultar verdaderamente antiestéticos cuando están fabricados con el mejor material, con el mayor cuidado y han requerido largas horas de trabajo. No puedo negar haber exigido un trabajo de calidad ante todo, pero ciertamente. ne\ para un objeto de esta clase.
El hombre moderno, que venera los ornamentos como símbolo de la opulencia de épocas pasadas, pronto reconocerá el carácter torturado, forzado y enfermizo de los ornamentos modernos. Ningún ornamento puede ser creado hoy por alguien que viva en nuestro nivel cultural.
Algo distinto ocurre con los hombres y los pueblos que todavía no han alcanzado este · nivel.
Predico al aristócrata, quiero decir al hombre situado en la cima de la humanidad y que todavía tiene la más profunda comprensión por los deseos y necesidades de quienes están abajo. El cafre que teje ornamentos en la tela siguiendo un ritmo determinado, el persa, que teje su alfombra, la campesina eslovaca que borda, su encaje, la anciana señora que realiza cosas maravillosas con cuentas de cristal e hilo de seda, a todos los comprende perfectamente. El aristócrata los deja en paz, sabe que sus horas de trabajo son para ellos horas sagradas. El revolucionario se acercaría y diría: «Son tonterías». Igual como apartaría a la viejecita de una imagen y diría: «Dios no existe». El ateo aristócrata se descubre cuando pasa ante una iglesia.
Mis zapatos están cubiertos de ornamentos, constituidos por festones y calados. Trabajo realizado por el zapatero y que no le fue pagado. Voy a ver al zapatero y digo: «Usted cobra treinta coronas por un
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par de zapatos. Yo pagaré cuarentaJ>. Con ello he dado una gran alegría a ese hombre, que me lo agradecerá con trabajo y material, cuya mejor calidad no está en relación con el aumento de precio. Está contento. Raras veces la felicidad llama a su puerta. Aquí tiene a un hombre que le comprende, que aprecia su trabajo y no duda de su calidad. En su imaginación ya ve los zapatos terminados. Sabe dónde puede encontrarse actualmente el mejor cuero, sabe a qué obrero confiará los zapatos, y los zapatos llevarán festones y calados, tantos como sólo tienen cabida en un zapato elegante. Y ahora digo: «Pero con una condicwn. El zapato no debe llevar ningún adorno>>. L hago bajar de la gloria al infierno. Tiene menos trabajo, pero ha perdido la alegría.
Hablo para los aristócratas . Tolero ornamentos s -bre mi propio cuerpo, si contribuyen a hacer f li c.· a mis semejantes. Entonces también me alegran a rn . Tolero los ornamentos del cafre, del persa, de la campesina eslovaca, los ornamentos de mi zapato, pu · todos ellos no disponen ele otro medio para llegar a la cumbre de su existencia. Nosotros tenemos el arte, que ha eliminado el ornamento. Después de las fatigas del día recurrimos a Beethoven o Tristán. Mi zapatero no puede hacerlo. No debo arrebatarle su placer, pues no puedo sustituirlo con nada. Pero el que recurre a la Novena Sinfonía y luego se sienta a dibujar estampados de alfombras, o bien es un estafador o un degenerado. La carencia de ornamentos ha llevado a las demás artes a alturas insospechadas. Las sinfonías de Beethoven nunca habrían sido escritas por un hombre que hubiera tenido que pasearse vestido de sed , terciopelo y encajes. El que hoy lleva un traj de t t ciopelo no es un artista, sino un impostor o un pi ten· de paredes. Somos más refinados y sutil u i l11Lc~H. Los pastores nómadas debían distinguirs po t· loH C'(l
lores distintos de sus trajes, el h .mbr ' 111 < d ' 1' 11 0 1111 1
su traje como máscara. Su individualidad es tan poderosa que ya no puede expresarse en prendas de vestir. La carencia de ornamentos es una muestra de fuerza espiritual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de culturas anteriores y extranjeras como mejor le place. Concentra su propia capacidad inventiva en otras cosas.
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