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8/7/2019 Yoshikawa Eiji - Taiko 3 - Este Contra Oeste http://slidepdf.com/reader/full/yoshikawa-eiji-taiko-3-este-contra-oeste 1/277 Eiji Yoshikawa TAIKO 3. Este contra Oeste Ediciones Martínez Roca, S. A.
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Yoshikawa Eiji - Taiko 3 - Este Contra Oeste

Apr 08, 2018

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Mario Martin
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Eiji Yoshikawa

TAIKO

3. Este contra Oeste

Ediciones Martínez Roca, S. A.

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Nota para el lector

Hacia mediados del siglo xvi, cuando se derrumbó el sho-

gunado Ashikaga, Japón llegó a parecer un enorme campo de

batalla. Los señores de la guerra rivales competían por el do-minio, pero entre ellos surgieron tres grandes figuras, comometeoros que cruzaran el cielo nocturno. Estos tres hombres,que sentían idéntica pasión por controlar y unificar el Japón,diferían en su personalidad hasta un extremo asombroso. No-bunaga era temerario, tajante y brutal; Hideyoshi, modesto,sutil y complejo; Ieyasu, sereno, paciente y calculador. Sus fi-losofías divergentes han sido recordadas durante largo tiempopor los japoneses en unos versos que conocen todos los esco-lares:

¿Qué hacer si el pájaro no canta?Nobunaga responde: «¡Mátalo!».Hideyoshi responde: «Haz que quiera cantar».

Ieyasu responde: «Espera».

Ésta es la historia del hombre que logró que el pájaro qui-siera cantar.

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Medida del tiempo enel Japón medieval

RELOJ TRADICIONAL JAPONÉS DE DOCE HORAS

FECHASFecha lunar: primer día del primer mes del quinto año de Temmon

Fecha solar: segundo día del mes de febrero de 1536 d. C.

Las fechas en Taiko siguen el calendario lunar japonés tradicional.

Los doce meses lunares de veintinueve o treinta días no recibían nom-bres sino que estaban numerados de uno a doce. Como el año lunar

era de 353 días, doce días menos que el año solar, algunos años seañadía un decimotercer mes. No existe ninguna manera sencilla deconvertir una fecha del calendario lunar en su equivalente solar, pero

una orientación aproximada consiste en tomar el primer mes lunar

como el mes de febrero del calendario solar.

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Personajes y lugares

FUJIKAKE MIKAWA, servidor de alto rango de AsaiOICHI, esposa de Asai Nagamasa y hermana de Nobunaga

CHACHA, hija mayor de Oichi y NagamasaTAKEDA KATSUYORI, hijo de Takeda Shingen y señor de KaiBABA NOBUFUSA, servidor de alto rango de TakedaYAMAGATA MASAKAGE, servidor de alto rango de TakedaKURODA KANBEI, servidor de OderaMYOKO, nombre adoptado por la madre de Ranmaru cuando

se hizo monja

UESUGI KENSHIN, señor de EchigoYAMANAKA SHIKANOSUKE, servidor de alto rango de AmakoMORÍ TERUMOTO, señor de las provincias occidentalesKIKKAWA MOTOHARU, tío de Terumoto KOBAYAKAWATAKAKAGE, tío de Terumoto ODA NABUTADA, hijo mayor deNobunaga UKITA NAOIE, señor del castillo de OkayamaARAKI MURASHIGE, servidor de alto rango de OdaNAKAGAWA SEBEI, servidor de alto rango de OdaTAKAYAMA UDON, servidor de alto rango de OdaSHOJUMARU, hijo de Kuroda Kanbei SAKUMA NOBUMORI,servidor de alto rango de Oda KUMATARO, servidor de

Takenaka Hanbei

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BESSHO NAGAHARU, señor del castillo de MikiGOTO MOTOKUMI, servidor de alto rango de BesshoNAGAHAMA, castillo de Hideyoshi KOFU, capital deKaiAZUCHI, nuevo castillo de Nobunaga cerca de KyotoHIMEJI, base de Hideyoshi para la invasión del OestePROVINCIAS OCCIDENTALES, dominio del clan MoriITAMI, castillo de Araki Murashige MIKI, castillo deBessho Nagaharu

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Resumen de losvolúmenes anteriores

De origen humilde y habiendo servido a diversos señoresdurante su etapa de vagabundo, Kinoshita Tokichiro se ha con-vertido en uno de los hombres de confianza de Oda Nobunaga,señor de la provincia de Owari. Tras establecer una alianza conla vecina provincia de Mikawa, Nobunaga encomienda a Toki-chiro la construcción de un castillo en Sunomata, en la fronteracon los enemigos tradicionales de Mino. Si logra levantarlo ydefenderlo, el castillo será suyo.

Tokichiro visita a Hachisuka Koroku, jefe de un grupo de

ronin a quien había servido durante su juventud. Apela a susentido del honor para que abandone su alianza con Mino y leofrece la oportunidad de devolver la dignidad a su clan. Laguarnición enemiga subestima los trabajos de construcción delcastillo y, cuando intenta atacarlo, las obras están práctica-mente terminadas, logrando mantenerse la defensa del mismo.

Nobunaga le destina a vivir en el castillo, si bien no le cedeexplícitamente su propiedad, y le otorga el nuevo nombre deHideyoshi.

Las diferentes campañas emprendidas por Nobunaga parainvadir el territorio de Mino resultan infructuosas. Hideyoshi,por su parte, consigue atraer a su causa a personajes clave deMino, así como a Takenaka Hanbei, un afamado estratega queservía antiguamente al clan Saito, el más influyente de Mino, yque decide convertirse en servidor personal suyo. Finalmente,un nuevo ataque de las fuerzas de los Oda consigue destruir elcastillo del señor de Mino después de que Hideyoshi logre e -contrar un paso entre las montañas y sembrar el desconciertoentre las fuerzas asediadas.

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El clan Oda procede a continuación a afianzar su expansión«siendo amistoso con los vecinos y planeando para el futuro»,tal como recomienda Hanbei. Nobunaga sella una alianza conla provincia de Kai y refuerza el pacto mediante una serie dealianzas matrimoniales. La fuerza que adquieren Nobunaga y

el clan Oda en esta nueva situación hace de él un aliado valio-so. Recibe una petición de ayuda del shogun Mitsuhide Fujita-ka, quien, exiliado del palacio imperial, busca un protector quepueda restituirle a su posición.

Nobunaga acepta la petición y los ejércitos de Owari y Mi-no, con la alianza de Tokugawa Ieyasu de Mikawa, parten ha-cia Kyoto, la capital imperial. Consigue vencer la oposición enuna campaña breve pero intensa y restituir al shogun. A conti-nuación plantea una expedición punitiva hacia el norte, a laprovincia de Echizen, del clan Asakura. Sin embargo, su reta-guardia se ve amenazada por una inesperada intervención delos ejércitos de los Asai y los Asakura, con los que en principiohabía establecido alianzas. La intervención de éstos y de los

monjes guerreros del monte Hiei está a punto de convertir lacampaña en un completo desastre, pero consiguen retirarse aduras penas.

Nobunaga decide asegurar su territorio, al tiempo que elpropio emperador se convierte en una fuente de intrigas queinstiga a enemigos a su espalda. La campaña desemboca en un

asedio al monte Hiei, donde han buscado refugio los ejércitosAsai y Asakura, pero éste debe ser abandonado ante el anun-cio de movilizaciones en la provincia de Kai.

La primavera siguiente, Nobunaga decide atacar directa-mente el enclave budista y ordena su incendio, aun en contrade la opinión de la mayoría de sus generales. Al mismo tiempoentra en escena el ejército de Kai, que a su vez busca llegarhasta la capital. La marcha es interceptada por Ieyasu defen-diendo la provincia de Mikawa, y desemboca en una batalla agran escala entre ambos ejércitos. Ieyasu recibe un apoyo míni-mo por parte de Nobunaga, sufre enormes pérdidas y sus fuer-zas resultan derrotadas, si bien logra frenar el avance de Take-da Shingen, señor de Kai.

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Funeral por los vivos

Los pétalos rojos y blancos caían balanceándose desde elcastillo de Gifu, erguido en la cima de su alta montaña, y se

posaban en los tejados de las casas que se extendían al pie.De año en año la confianza que el pueblo tenía en Nobuna-

ga iba en aumento, una confianza que se basaba en la seguri-dad de sus vidas. Las leyes eran estrictas, pero las palabras deNobunaga no estaban vacías. Las promesas que les hacía conrespecto a su sustento siempre se cumplían, lo cual se reflejaba

en su bienestar general.

Pensar que un hombreno tiene más que cincuenta años para vivir bajo el cielo.Sin duda este mundono es más que un sueño vano...

Los habitantes de la provincia conocían los versos que aNobunaga le gustaba cantar cuando bebía, pero él entendíaesas palabras de una manera muy distinta a la de los monjes, lade que el mundo no era más que un sueño huidizo e imperma-nente. «¿Existe algo que no decaerá?» era su verso favorito, ycada vez que lo entonaba alzaba la voz. Su visión de la vida

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parecía contenida en ese único verso. Un hombre no aprove-charía al máximo su vida si no pensaba profundamente en ello.Nobunaga sabía una cosa cierta de la vida: que al final nos m -rimos. El futuro de un hombre de treinta y siete años no seríalargo. Y su ambición era extraordinariamente grande para un

espacio de tiempo tan reducido. Sus ideales eran ilimitados, yenfrentarse a esos ideales y superar los obstáculos le satisfacíapor completo. Sin embargo, al hombre se le concede una vidade duración determinada e irrevocable, y no podía evitar lossentimientos de pesar.

—Toca el tambor, Ranmaru.Aquel día iba a danzar. Horas antes había recibido a un

mensajero procedente de Ise, al que agasajó con sake, y luegose había pasado bebiendo el resto de la tarde.

Ranmaru trajo el tambor de la habitación contigua, pero envez de tocarlo le comunicó un mensaje:

—Acaba de llegar el señor Hideyoshi.En cierto momento había parecido como si los Asai y Asa-

kura se dispusieran a atacar Mikatagahara, pues habían empe-zado a ponerse en movimiento repetidas veces, pero tras la re-tirada de Shingen, se refugiaron en sus propias provincias einiciaron el refuerzo de sus defensas.

Previendo la paz, Hideyoshi había abandonado en secretoel castillo de Yokoyama y recorrido la zona alrededor de la

capital. Ningún comandante de cualquiera de los castillos, almargen de lo caóticas que fuesen las condiciones del país, per-manecía encerrado en su fortaleza. A veces fingían haber sali-do pero en realidad estaban allí; en otras ocasiones fingían es-tar presentes cuando lo cierto era que se habían ido, pues elsistema de un soldado consistía en utilizar adecuadamente laverdad y la falsedad.

Por supuesto, Hideyoshi había realizado de incógnito aquelviaje, y muy probablemente ése era el motivo de su llegada tanrepentina a Gifu.

—¿Hideyoshi?Nobunaga le había hecho esperar en otra habitación, y no tar-

dó en entrar y sentarse. Estaba de un buen humor extraordinario.

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Hideyoshi vestía con extrema sencillez y no se distinguía ennada de un viajero común y corriente. Vestido de esa guisa sepostró, pero entonces alzó la vista y se echó a reír.

—Apuesto a que os he sorprendido.Nobunaga pareció no entenderle.

—¿Por qué razón? —le preguntó.—Por mi súbita llegada.—¿Qué clase de tontería es ésta? Sé que has estado ausente

de Yokoyama en las dos últimas semanas.—Pero probablemente no esperabais que hoy me presenta-

ra aquí.Nobunaga se rió.—Crees que estoy ciego, ¿verdad? Seguramente te has can-

sado de tontear con las prostitutas de la capital, has recorridoel camino de Omi hasta llegar a la casa de un hombre de Na-gahama, has visitado en secreto a Oyu y has venido aquí des-pués de una cita.

Hideyoshi musitó una réplica.

—Tú eres probablemente el sorprendido —le dijo Nobunaga.—Sí, estoy sorprendido, mi señor. Lo veis todo.—Esta montaña es lo bastante alta para permitirme ata-

layar desde su cima diez provincias por lo menos. Pero hay al-guien que conoce tu comportamiento incluso con más detalleque yo. ¿Tienes idea de quién puede ser?

—Debéis de tener un espía que me sigue.—Tu esposa.—¡Bromeáis! ¿No habéis bebido hoy un poco más de la

cuenta, mi señor?—Puede que esté borracho, pero no me equivoco un ápice

en lo que digo. Tu esposa vive en Sunomata, pero si crees queestá muy lejos de ti, cometes un grave error.

—Oh, no. En fin, creo que he venido en un mal momento.Con vuestro permiso, yo...

—No se te puede culpar por divertirte —dijo Nobunaga,riendo—. No hay nada malo en contemplar las flores de cerezode vez en cuando. Pero ¿por qué no llamas a Nene y vivís jun-tos los dos?

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—Sí, claro.—Hace bastante tiempo que no la ves, ¿no es cierto?—¿Acaso os ha molestado mi esposa con cartas o algo por

el estilo?—No te preocupes. No ha habido nada de eso, pero com-

prendo sus sentimientos. Y no sólo los de tu mujer. Cada espo-sa tiene que cuidar del hogar mientras su marido está ausenteen la guerra. Por ello, aunque un hombre disponga tan sólo deun poco de tiempo, debería ver a su esposa antes que a nadiepara demostrarle que está bien.

—Como deseéis, pero...—¿Te niegas?—Así es. No ha ocurrido nada desfavorable desde hace me-

ses, pero mi mente no se ha desviado del campo de batalla nisiquiera la anchura de un cabello.

—¡Ah, el conversador inteligente de siempre! ¿Vas a em-pezar a mover de nuevo esa lengua inquieta? No es en absolutonecesario.

—Me retiraré, mi señor. Repliego aquí mis estandartes.Señor y servidor se rieron al unísono. Al cabo de un ratoempezaron a beber e incluso despidieron a Ranmaru. Enton-ces la conversación giró sobre un tema lo bastante serio paraque bajaran sus voces.

Nobunaga le preguntó en tono expectante:

—Dime, ¿cómo están las cosas en la capital? Mis mensaje-ros van y vienen continuamente, pero quiero saber lo que túhas visto.

Lo que Hideyoshi estaba a punto de decirle parecía guar-dar relación con sus expectativas.

—Nuestros asientos están un poco separados. O bien miseñor o bien yo deberíamos acercarnos un poco más para ha-blar de esto.

—Me moveré yo. —Nobunaga cogió el recipiente de sake yla taza y bajó del sitial de honor—. Cierra también las puertascorrederas de la habitación contigua —ordenó.

Hideyoshi se sentó ante Nobunaga y le dijo:—Las condiciones son las mismas de siempre, excepto que,

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desde que Shingen no logró llegar a la capital, el shogun parecehaberse vuelto más desesperanzado. Sus intrigas se han hechomás abiertamente hostiles a vos, mi señor.

—Bueno, es imaginable. Al fin y al cabo, Shingen llegó has-ta Mikatagahara y entonces el shogun se enteró de su retirada.

—El shogun Yoshiaki es un político astuto. No se está quie-to, concede favores a la gente y, de una manera ndirecta, haceque os teman. Ha hecho una buena propaganda con el incen-dio del monte Hiei y parece estar incitando a otros grupos a larebelión.

—No son unas circunstancias agradables.—Pero no vale la pena preocuparse por ello. Los monjes

guerreros han visto lo sucedido al monte Hiei y eso ha enfriadode un modo considerable su valor.

—Hosokawa está en la capital. ¿Le has visto?—El señor Hosokawa ha perdido el favor del shogun y se

ha retirado a su finca en el campo.—¿Yoshiaki se lo ha quitado de encima? —inquirió Nobu-

naga.—Parece ser que el señor Hosokawa pensaba que aliarsecon vos sería la mejor manera de preservar el shogunado.Arriesgó su reputación y aconsejó al señor Yoshiaki en diver-sas ocasiones.

—Parece evidente que Yoshiaki no quiere escuchar a

nadie.—Más aún, tiene una visión bastante extravagante de lospoderes que le quedan al shogunado. En un periodo de transi-ción, un cataclismo separa el pasado y el futuro. Casi todos losque perecen son quienes, a causa de su ciega adhesión al pa-sado, no se dan cuenta de que el mundo ha cambiado.

—¿Estamos viviendo ahora semejante cataclismo?—Lo cierto es que acaba de ocurrir un acontecimiento muy

dramático. Me han informado hace poco, pero...—¿Qué clase de acontecimiento dramático?—Veréis, la noticia todavía no se ha filtrado al mundo, pero

como la recogieron los agudos oídos de mi agente WatanabeTenzo, creo que puede ser digna de crédito.

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—¿De qué se trata?—Es increíble, pero la estrella orientadora de Kai puede

que por fin se haya apagado.—¡Cómo! ¿Shingen?—Durante el segundo mes atacó Mikawa, y una noche,

cuando ponía sitio al castillo de Noda, recibió un disparo. Esoes lo que ha oído Tenzo.Nobunaga miró fijamente el rostro de Hideyoshi con los

ojos muy abiertos. Si era cierto que Shingen había muerto, elrumbo de la nación cambiaría con mucha rapidez. Tenía la sen-sación de que el tigre que estaba a sus espaldas había desapare-cido de repente, y estaba asombrado. Quería creer que eracierto, pero al mismo tiempo no podía creerlo. En cuanto co-noció la noticia, experimentó un profundo alivio y una alegríaindescriptible.

—De ser eso cierto, un general muy dotado ha abandonadoeste mundo —dijo Nobunaga—. Y a partir de ahora la historianos ha sido confiada a nosotros.

Su expresión no era tan compleja como la de Hideyoshi, nimucho menos. De hecho, parecía como si acabaran de servirleel plato principal de una comida.

—Le dispararon, pero todavía desconozco si murió de in-mediato, cual fue la extensión de sus heridas, incluso si fue al-canzado. Pero he oído decir que levantó de súbito el sitio del

castillo de Noda y se retiró a Kai, que sus tropas no mostraronel habitual espíritu de lucha de los Takeda.—Supongo que no, pero no importa lo bravos que sean los

samurais de Kai_si han perdido a Shingen.—Recibí en secreto ese informe de Tenzo cuando me diri-

gía aquí, por lo que le envié inmediatamente a Kai para ob-tener información.

—¿Todavía no se han enterado de esto en las demás pro-vincias?

—No hay ninguna indicación de que así sea. El clan Takedaprobablemente lo mantendrá en secreto y dará a entender queShingen goza de buena salud. Así pues, si se promulga algunadeclaración en nombre de Shingen, hay nueve de diez posibili-

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dades de que Shingen haya muerto, o por lo menos de que estégravemente herido.

Nobunaga asintió pensativo. Parecía deseoso de confirmaraquel informe. De repente tomó la taza de sake frío y suspiró.Pensar que un hombre no tiene más que cincuenta años... Pero

no le apetecía danzar. Reflexionar en la muerte de otrohombre le conmovía mucho más que reflexionar en la suyapropia.

—¿Cuándo regresará Tenzo?—Debería estar de vuelta dentro de tres días.—¿En el castillo de Yokoyama?—No, le he dicho que viniera directamente aquí.—Bien, entonces quédate hasta su llegada.—Había pensado hacer eso pero, si fuese posible, quisiera

aguardar vuestras órdenes en una posada del pueblo.—¿Por qué?—Oh, por ninguna razón en particular.—Entonces ¿por qué no te quedas en el castillo? Hazme

compañía durante algún tiempo.—Es que...—¡No seas estúpido! ¿Te sientes incómodo a mi lado?—No, la verdad es que...—¿Cuál es la verdad?—He dejado a... alguien que me acompañaba en esa posada

del pueblo, y como pensé que esa persona se sentiría ahí muysola, le prometí que estaría de vuelta esta noche.—:¿Es esa persona una mujer?Nobunaga estaba pasmado. Las emociones que había de -

pertado en su interior el informe de la posible muerte de Shin-gen estaban muy alejadas de las preocupaciones de Hideyoshi.

—Ve a la posada esta noche, pero mañana regresa al casti-llo. Puedes traer a esa «compañía» contigo.

Éstas fueron las últimas palabras que le dijo Nobunaga an-tes de volverse y salir.

Camino de regreso a la posada, Hideyoshi pensó que No-bunaga había golpeado el clavo directamente en la cabeza. Te-nía la sensación de haber recibido una reprimenda, pero eso,

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una vez más, se debía al don natural de Nobunaga, el cual en-volvía la cabeza del clavo en una decoración artística sin que elclavo siquiera lo notara. Al día siguiente fue al castillo en com-pañía de Oyu, pero eso no le causó la menor turbación.

Nobunaga se había instalado en una habitación distinta y,

al contrario que el día anterior, no estaba rodeado por el olordel sake. Sentado ante Hideyoshi y Oyu, les miraba desde loalto del estrado.

—¿No eres tú la hija de Takenaka Hanbei? —le preguntó ala joven con familiaridad.

Era la primera vez que Oyu se entrevistaba con Nobunaga,y allí estaba ella al lado de Hideyoshi. Ocultó el rostro y habríaquerido que la tierra la tragase, pero respondió en la voz bajaque era un rasgo de hermosura.

—Es un honor conoceros, mi señor. También habéis favo-recido a mi otro hermano, Shigeharu.

Nobunaga la miró fijamente, impresionado. Había tenidoganas de bromear un poco con Hideyoshi, pero ahora se sentía

culpable y se puso serio.—¿Ha mejorado la salud de Hanbei?—Hace algún tiempo que no veo a mi hermano, mi señor.

Está ocupado con sus deberes militares, pero recibo sus cartasde vez en cuando.

—¿Dónde vives ahora?

—En el castillo Choteiken de Fuwa, donde tengo cierta re-lación.—Me pregunto si Watanabe Tenzo ya habrá regresado

—dijo Hideyoshi, tratando de cambiar de tema, pero Nobuna-ga era zorro viejo y no iba a dejarse embaucar.

—¿Qué estás diciendo? Me parece que te confundes. ¿Nome dijiste tú mismo que Tenzo no regresaría hasta dentro detres días?

Hideyoshi se ruborizó intensamente, y Nobunaga pareciódarse por satisfecho con eso. Había deseado ponerle en evi-dencia y verle turbado durante un rato.

Nobunaga invitó a Oyu a la velada de aquella noche, y co-mentó:

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—No me has visto danzar, aunque Hideyoshi sí lo ha hechoen varias ocasiones.

Por la noche, cuando Oyu pidió permiso para retirarse, No-bunaga no insistió en que se quedara, pero dijo bruscamente aHideyoshi:

—Bueno, entonces vete tú también.La pareja abandonó el castillo. Sin embargo, poco despuésHideyoshi regresó solo y un tanto aturdido.

—¿Dónde está el señor Nobunaga? —preguntó a un paje.—Acaba de retirarse a su dormitorio.Al oír esto, Hideyoshi se dirigió a toda prisa a los aposentos

privados con una inusitada falta de serenidad, y pidió al samu-rai de servicio que comunicara un mensaje.

—Debo tener una audiencia con Su Señoría esta mismanoche.

Nobunaga aún no se había acostado, y en cuanto Hideyoshiestuvo en su presencia pidió a todo el mundo que abandonarala estancia, pero aunque los hombres de la guardia nocturna se

retiraron, Hideyoshi siguió mirando con nerviosismo a su al-rededor.

—¿Qué sucede, Hideyoshi?—Veréis, parece que todavía hay alguien en la habitación

contigua.—No es nadie que deba preocuparte. Es sólo Ranmaru y

no plantea ningún problema.—También él es un problema. Siento pedíroslo, pero...—¿También él debe irse?—Sí.Nobunaga se volvió y habló en dirección a la estancia co -

tigua.—Ranmaru, déjanos tú también.Ranmaru hizo una reverencia en silencio, se levantó y salió.—Ya no hay ningún impedimento. ¿De qué se trata?—El caso es que hace un rato, cuando me marché y volví al

pueblo, me tropecé con Tenzo.—¡Cómo! ¿Tenzo ha vuelto?—Ha dicho que se ha apresurado a través de las montañas

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para llegar aquí, sin distinguir apenas el día de la noche. Lamuerte de Shingen es cosa cierta.

—Entonces..., después de todo...—No puedo daros muchos detalles, pero el círculo interno

de Kai parece mostrar una fachada de normalidad, por debajo

de la cual se detecta claramente un aire de melancolía.—Apuesto a que el luto se mantiene en estricto secreto.—Desde luego.—¿Y las demás provincias no saben nada?—Por ahora no.—Entonces ahora es el momento. Supongo que le has

prohibido a Tenzo decir una palabra de esto.—No tenéis necesidad de preocuparos por ello.—Pero hay entre los ninja algunos hombres sin escrúpulos.

¿Estás seguro de él?—Es el sobrino de Hikoemon, y es leal.—En cualquier caso, debemos ser extremadamente cautos.

Dale una recompensa, pero que se quede en el castillo. Quizá lo

mejor sería encarcelarle hasta que todo esto haya terminado.—No, mi señor.—¿Por qué no?—Porque si tratamos así a un hombre, la próxima vez que

se presente la oportunidad no estará dispuesto a arriesgar suvida como lo ha hecho en esta ocasión, y si no podéis confiar en

un hombre, pero le dais una recompensa, algún día el enemigopodría tentarle con un montón de dinero.—Bien, entonces, ¿dónde le has dejado?—Hemos tenido la suerte de que Oyu estaba a punto de

regresar a Fuwa, por lo que le he ordenado que la acompañecomo uno de los guardianes de su palanquín.

—¿Ese hombre ha arriesgado su vida al regresar de Kai y túle ordenas de inmediato que acompañe a tu querida? ¿No se lotomará Tenzo a mal?

—Ha ido con ella la mar de contento. Puede que yo sea unpatrono necio, pero me conoce muy bien.

—Parece ser que empleas a la gente de un modo un tantodiferente a como lo hago yo.

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—Podéis estar doblemente tranquilo, mi señor. AunqueOyu sea una mujer, si parece que Tenzo está a punto de revelarcualquier secreto a alguien, ella protegerá nuestros intereses,aun cuando tenga que matarle.

—Puedes dejar de lado las alabanzas a ti mismo.

—Perdonad, ya sabéis cómo soy.—Eso es lo de menos —dijo Nobunaga—. El Tigre de Kaiha muerto, por lo que no podemos perder un momento. Espreciso que actuemos antes de que todo el mundo se entere dela muerte de Shingen. Hideyoshi, parte esta misma noche y re-gresa cuanto antes a Yokoyama.

—Tenía intención de hacer eso en seguida, por lo que enviéa Oyu de vuelta a Fuwa y...

—Olvídate del resto. Apenas dispongo de tiempo para dor-mir. Vamos a movilizarnos al amanecer.

Los pensamientos de Nobunaga armonizaban perfecta-mente con los de Hideyoshi. La oportunidad que siempre ha-bían buscado, el momento de poner fin a un antiguo problema,

estaba ahora al alcance de su mano. El problema era, natural-mente, la liquidación del fastidioso shogun y el viejo orden.

Ni que decir tiene, como Nobunaga era un actor en la nue-va era que estaba a punto de sustituir a la antigua, su avancetuvo lugar rápidamente. El día veintidós del tercer mes su ejér-cito salió en masa de Gifu, y al llegar a la orilla del lago Biwa se

dividió en dos. Una mitad del ejército estaba al mando de No-bunaga, el cual embarcó para cruzar el lago hacia el oeste. Laotra mitad, formada por las tropas que dirigían Katsuie, Mit-suhide y Hachiya, siguió la ruta terrestre y avanzó a lo largo delborde meridional del lago.

El ejército terrestre expulsó a las fuerzas contrarias a No-bunaga integradas por los monjes guerreros en la zona entreKatada e Ishiyama, y destruyó las fortificaciones que habíansido levantadas a lo largo del camino.

Los consejeros del shogun se apresuraron a celebrar unaconferencia.

—¿Resistiremos?—¿Pediremos la paz?

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Aquellos hombres tenían un gran problema: aún no habíandado una respuesta clara al documento de diecisiete artículosque Nobunaga había enviado a Yoshiaki el día de Año Nuevoy en el que detallaba todos sus motivos de queja contra elshogun.

—¡Qué audacia! ¡Yo soy el shogun, al fin y al cabo! —habíadicho enfurecido Yoshiaki, olvidando convenientemente queera Nobunaga quien le había protegido y posibilitado su regre-so al palacio de Nijo—. ¿Por qué he de someterme a una nuli-dad como Nobunaga?

Uno tras otro habían llegado mensajeros de Nobunagapara discutir las condiciones de la paz, pero se habían retiradosin que se les hubiera concedido audiencia. Entonces, comouna especie de respuesta, el shogun ordenó que se levantaranbarricadas en las carreteras que conducían a la capital.

La oportunidad que Nobunaga había estado esperando, ysobre la que Hideyoshi había trazado sus planes, fue la llegadadel momento apropiado para reprender a Yoshiaki por no ha-

ber respondido a los Diecisiete Artículos. Esa oportunidad ha-bía llegado antes de lo que ambos imaginaron..., precipitadapor la muerte de Shingen.

En cualquier periodo de la historia, un hombre que se enca-mina hacia su ruina se aferra siempre a la ridicula ilusión deque él no es el único que va a caer. Yoshiaki cayó de lleno en

esa trampa.Nobunaga le veía además desde otra perspectiva: «Tam-bién nosotros podemos utilizarle», decía. Y así lo trataba conuna delicada falta de respeto. Pero los miembros del inútil sho-gunado de aquella época desconocían su propio valor y, desdeun punto de vista intelectual, fuera cual fuese el tema de suspensamientos, su entendimiento no iba más allá del pasado.Veían tan sólo la estrecha superficie de la cultura en la capital ycreían que era la misma en todo Japón. Entregándose a lasprácticas políticas entorpecedoras del pasado, confiaban en losmonjes guerreros del Honganji y en los numerosos jefes samu-rais, los señores de la guerra que odiaban a Nobunaga y actua-ban en las diversas provincias.

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El shogun todavía no estaba enterado de la muerte de Shi -gen y se mostraba tenaz.

—Yo soy el shogun, el pilar de la clase samurai, distinto alos monjes del monte Hiei. Si Nobunaga dirigiera sus armascontra el palacio de Nijo, sería calificado de traidor.

Su actitud indicaba que no rechazaría la guerra si era nece-sario. Naturalmente, convocó a los clanes alrededor de la capi-tal y envió mensajes urgentes a los lejanos Asai, Asakura, Ue-sugi y Takeda, presentando una ostentosa defensa.

Cuando Nobunaga lo supo, se volvió riendo hacia la capitaly, sin detener su ejército un solo día, entró en Osaka. Quienesesta vez se conmocionaron fueron los monjes guerreros delHonganji. Enfrentados de súbito al ejército de Nobunaga, notenían idea de lo que debían hacer. Nobunaga se contentó conalinear a sus hombres en posición de combate.

—Podemos atacar cuando nos parezca —declaró.En aquellos momentos lo que más deseaba era evitar todo

gasto necesario de fuerza militar. Y hasta entonces había en-

viado repetidas veces mensajeros a Kyoto pidiendo una res-puesta a los Diecisiete Artículos. Así pues, aquello era una es-pecie de ultimátum. Yoshiaki reaccionó con altanería: él era elshogun y, sencillamente, no le apetecía escuchar las opinionesde Nobunaga sobre su administración.

Dos de los Diecisiete Artículos presionaban en especial a

Yoshiaki. El primero trataba del delito de deslealtad al empe-rador y el segundo se ocupaba de su conducta vergonzosa. Sudeber era el de mantener la paz del imperio, y en cambio élmismo había incitado a las provincias a la rebelión.

—Es inútil —dijo Araki Murashige a Nobunaga—. Jamásse dejará convencer de esta manera... sólo con notas escritas ymensajeros.

Hosokawa Fujitaka, que también se había reunido con No-bunaga, añadió:

—Supongo que no podemos confiar en que el shogun des-pierte antes de su caída.

Nobunaga asintió. Parecía comprender muy bien la situa-ción, pero no sería necesario emplear en este caso la violencia

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drástica que había empleado en el monte Hiei. Tampoco teníauna estrategia tan limitada que se viera obligado a usar dosveces el mismo método.

—¡Volvamos a Kyoto!Nobunaga había dado esa orden el día cuatro del cuarto

mes, pero aquel movimiento de tropas no había parecido másque un ejercicio para impresionar a las masas con el tamaño desu ejército.

—¡Mirad eso! —exclamó Yoshiaki, jubiloso—. No va a ha-cerles vivaquear durante mucho tiempo. Al igual que la vezanterior, Nobunaga está inquieto por lo que ocurre en Gifu yretira rápidamente sus soldados.

Sin embargo, a medida que le iban llegando informes, elcolor de su tez empezó a cambiar, pues al mismo tiempo que sefelicitaba porque las tropas evitaban entrar en Kyoto, el ejérci-to de Oda invadía la capital por la carretera de Osaka. Enton-ces, sin un solo grito de guerra y más pacíficamente que si hu-bieran estado haciendo unas maniobras, los soldados rodearon

la residencia de Yoshiaki.—Estamos cerca del palacio imperial, por lo que tened cui-dado de no molestar a Su Majestad —ordenó Nobunaga—.Bastará con censurar los delitos de este impúdico shogun.

No hubo intercambio de disparos y ni siquiera se oyó lavibración de un solo arco. Era algo extraordinario, mucho más

que si se hubiera producido una gran conmoción.Yoshiaki interrogó a su principal consejero, Mibuchi Ya-mato.

—¿Qué crees que deberíamos hacer, Yamato? ¿Qué sepropone hacerme Nobunaga?

—Estáis lastimosamente desprevenido. A estas alturas,¿todavía no entendéis lo que piensa Nobunaga? Es evidenteque ha venido a atacaros.

—Pe..., pero... ¡yo soy el shogun!—Vivimos tiempos turbulentos. ¿De qué va a serviros un

título? Parece que sólo tenéis dos alternativas: o decidís lucharo pedís la paz.

Mientras el servidor decía estas palabras, las lágrimas res-

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balaban por sus mejillas. Junto con Hosokawa Fujitaka, aquelhombre honorable no había abandonado a Yoshiaki desde laépoca de su exilio.

En cierta ocasión Yamato había declarado: «No me quedopara proteger mi honor ni buscar fama. Tampoco sigo una es-

trategia para la supervivencia. Sé lo que sucederá mañana,pero por alguna razón no puedo abandonar a este shogun tannecio». Desde luego, sabía que Yoshiaki no merecía salvarse.Sabía que el mundo estaba cambiando, pero había decididomantenerse en su puesto en el palacio de Nijo. Ya tenía más decincuenta años, y era un general que había dejado atrás lo me-

 jor de su vida.—¿Pedir la paz? ¿Hay alguna buena razón por la que yo, el

shogun, deba rogar la paz a un hombre como Nobunaga?—Estáis tan obsesionado por el título de shogun que vues-

tra única línea de conducta es la propia destrucción.—¿Crees que no venceremos si presentamos batalla?—No hay ningún motivo para pensar en la posibilidad de la

victoria. Sería absolutamente risible que defendierais este lu-gar creyendo que vais a ganar.—En ese caso, ¿por..., por qué tú y los demás generales es-

táis vestidos con vuestras armaduras de un modo tan ostentoso?—Creemos que por lo menos sería una bella manera de

morir. Aun cuando la situación sea desesperada, resistir aquí 

por última vez será una manera apropiada de poner fin a ca-torce generaciones de shogunes. Al fin y al cabo, ése es el de-ber de un samurai. En realidad, no es más que arreglar las flo-res en un funeral.

—¡Espera! ¡No ataquéis todavía! Bajad las armas.Yoshiaki fue a otro lugar del palacio y consultó con Hiño y

Takaoka, dos cortesanos con quienes tenía relaciones amisto-sas. Pasado el mediodía, Hiño hizo salir del palacio en secreto aun mensajero. Posteriormente llegó el gobernador de Kyoto,que estaba al lado de Oda, y, hacia el anochecer, se presentóOda Nobuhiro como enviado formal de Nobunaga.

—De ahora en adelante, observaré minuciosamente cadauno de los artículos —aseguró Yoshiaki al enviado.

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como resultado un tiempo tan húmedo que incluso el pan deoro que recubría las estatuas de Buda y los dibujos monocro-mos a tinta que decoraban las puertas correderas parecíanmohosos.

—Cuando os pido un poco de reflexión, no os estoy criti-

cando por ser temerario —dijo Hideyoshi—. Pero la instan-cia que concede la posición de shogun es la Corte Imperial,por lo que no podemos tratar el asunto a la ligera. Y las fuer-zas contrarias a Nobunaga tendrán una excusa para clamar

 justicia contra el hombre que mató a su señor legítimo, elshogun.

—Supongo que tienes razón —dijo Nobunaga.—Afortunadamente, Yoshiaki es tan débil que, aun cuan-

do esté atrapado, ni se suicidará ni saldrá a luchar. Se limitará aatrancar las puertas de su palacio y confiar en que el agua delfoso siga subiendo gracias a estas lluvias interminables.

—¿Cuál es entonces tu plan? —le preguntó Nobunaga.—Que abramos adrede una parte del cerco a fin de que el

shogun tenga la posibilidad de huir.—¿Y no será un fastidio en el futuro? Podrían utilizarlepara reforzar las ambiciones de alguna otra provincia.

—No —dijo Hideyoshi—. Creo que el carácter de Yoshiakiha ido disgustando gradualmente a todo el mundo. Supongoque incluso si Yoshiaki fuese expulsado de la capital, lo com-

prenderían, y se darían por satisfechos, considerando vuestrocastigo adecuado.Aquella noche el ejército sitiador abrió una brecha y mos-

tró claramente una disminución del número de soldados. En elinterior del palacio, los hombres del shogun parecían sospe-char que podría tratarse de una trampa y a medianoche aún nohabían dado ninguna señal de que se disponían a salir. Perocerca del amanecer, durante una pausa de la lluvia, un cuerpode hombres montados cruzó de súbito el foso y huyó de la ca-pital.

Cuando comunicaron a Nobunaga que la huida de Yoshia-ki era cierta, se dirigió a sus tropas.

—¡La casa está vacía! Poco es el beneficio de atacar una

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casa vacía, pero el shogunado que ha durado catorce genera-ciones ha sido el causante de su propia caída. ¡Atacad y alzadvuestros gritos de victoria! Éste será el servicio fúnebre por elmal gobierno de los shogunes Ashikaga.

El palacio de Nijo fue destruido en un solo ataque. Casi

todos los servidores del palacio se rindieron. Incluso los dosnobles, Hiño y Takaoka, salieron y se disculparon ante Nobu-naga. Pero un hombre, Mibuchi Yamato, y más de sesenta desus servidores lucharon hasta el final sin someterse. Ni unosolo de ellos huyó ni cedió. Todos cayeron en combate y tuvie-ron una muerte gloriosa como samurais.

Yoshiaki huyó de Kyoto y se atrincheró en Uji. Imprudentecomo de costumbre, sólo contaba con una pequeña fuerza de-rrotada. Cuando no mucho tiempo después las tropas de No-bunaga cercaron su cuartel general en el templo Byodoin, Yos-hiaki se rindió sin lucha.

—Que todo el mundo se marche —ordenó Nobunaga.Entonces se irguió un poco y miró fijamente a Yoshiaki.—Cierta vez dijisteis que me considerabais como vuestro

padre. Supongo que no lo habréis olvidado. Era un día feliz yos hallabais en el palacio que mandé reconstruir para vos.—Yoshiaki guardaba silencio—. ¿Lo recordáis?

—No lo he olvidado, señor Nobunaga. ¿Por qué me habláisahora de aquellos días?—Sois un cobarde, mi señor. No estoy pensando en ejecu-

taros, ni siquiera después de que las cosas hayan llegado a esteextremo. ¿Por qué seguís mintiendo?

—Perdonadme. Estaba equivocado.—Me alegra oír eso, pero desde luego estáis en apuros a

pesar de vuestra posición de shogun.—Quiero morir. Señor Nobunaga..., yo..., ¿querréis... ayu-

darme a cometer el seppuku?—¡Basta, por favor! —replicó Nobunaga, riendo—. Discul-

pad mi rudeza, pero sospecho que ni siquiera conocéis la ma-nera apropiada de abriros el vientre. Nunca me he sentido in-

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clinado a odiaros, pero vos no dejáis de jugar con fuego y laschispas vuelan continuamente a otras provincias.

—Ahora lo comprendo.—Bien, creo que lo mejor será que os retiréis discretamen-

te a algún lugar. Yo me quedaré con vuestro hijo y lo educaré,

de modo que no habréis de preocuparos por su futuro.Yoshiaki fue liberado tras decirle que estaba libre para ir...al exilio.

El hijo de Yoshiaki, bajo la custodia de Hideyoshi, fue lle-vado al castillo de Wakae. Este arreglo era en realidad unejemplo de malevolencia pagado con un favor, pero Yoshiakilo tomó con su displicencia acostumbrada y consideró que suhijo había sido tomado cortésmente como rehén. Miyoshi Yos-hitsugu era gobernador del castillo de Wakae, donde más ade-lante Yoshiaki también encontró refugio.

Sin embargo, como no deseaba ser anfitrión de un aristó-crata molesto y derrotado, Yoshitsugu no tardó en causarle in-quietud.

—Me temo que correréis peligro si seguís aquí mucho mástiempo —le dijo—. Nobunaga podría cambiar de idea a la másleve provocación y ordenar que os decapiten.

Yoshiaki se apresuró a marcharse y fue a Kii, donde tratóde incitar a los monjes guerreros de Kumano y Saiga a la rebe-lión, prometiéndoles grandes favores a cambio de derribar a

Nobunaga. Al utilizar el nombre y la dignidad de su cargo, loúnico que conseguía era ser objeto de mofas y risas. Se rumo-reaba que no había permanecido mucho tiempo en Kii, sinoque pronto pasó a Bizen y dependió del clan Ukita.

Con estos acontecimientos dio comienzo una nueva era.Podría decirse que la destrucción del shogunado fue como unclaro repentino entre las espesas nubes que habían cubierto elcielo, y ahora podía verse una pequeña porción azul. Nada estan alarmante como un periodo de gobierno nacional sin rum-bo, administrado por dirigentes que sólo lo son de nombre. Lossamurais gobernaban en cada provincia, protegiendo sus privi-legios, el clero acumulaba riquezas y reforzaba su autoridad,los nobles de la corte imperial se acobardaban, un día confia-

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crita con la mala caligrafía de Hideyoshi: «La ocasión está ma-dura. ¡Movámonos!».

Bajo el calor persistente del octavo mes, el ejército de No-bunaga abandonó Yanagase y se trasladó a Echizen. Tenía en-frente al ejército de Asakura Yoshikage de Ichijogadani. A fi-

nes del séptimo mes, Yoshikage había recibido un mensajeurgente de Asai Hisamasa y su hijo Nagamasa, sus aliados en elnorte de Omi, desde Odani:

El ejército de Oda avanza hacia el norte. Enviad refuer-zos en seguida. Si la ayuda tarda en llegar, estaremos per-didos.

Algunos miembros de los consejos de guerra dudaban deque eso pudiera ser cierto, pero los Asai eran aliados, por loque fueron enviados rápidamente mil soldados. Y cuando estavanguardia había llegado al monte Tagami, se dieron cuenta deque el ataque de Oda era un hecho. Una vez comprendida

la realidad, fue enviada una retaguardia formada por más deveinte mil hombres. Asakura Yoshikage consideraba que lacrisis era lo bastante grave para ponerse personalmente alfrente del ejército. Con toda evidencia, cualquier conflicto enel norte de Omi era alarmante en extremo para los Asakura,porque los Asai formaban la primera línea defensiva de su pro-

pia provincia.Los dos Asai, padre e hijo, estaban en el castillo de Odani.A unas tres leguas de distancia se alzaba el castillo de Yokoya-ma, en el que Hideyoshi se había atrincherado, vigilando desdeallí a los Asai como un halcón de Nobunaga.

Con la llegada del otoño, Nobunaga atacaba ya a los Asai.Golpeó a Kinomoto en un ataque por sorpresa contra el ejérci-to de Echizen. Las tropas de Oda cortaron más de dos milochocientas cabezas. Cayeron sobre el enemigo, que huía deYanagase, y tiñeron de sangre la hierba seca de comienzos delotoño.

Los guerreros de Echizen lamentaron la debilidad de suejército, pero los impetuosos generales y valientes guerreros

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ruta de escape. Ante un señor que demostraba tal falta de reso-lución, todos sus generales y soldados desertaron.

En pleno otoño Nobunaga regresó a su campamento en el

monte Toragoze, desde donde ya había rodeado Odani. Desdeel día de su llegada mostró una tranquilidad extraordinaria,como si sólo estuviera esperando la caída del castillo. Tras elprecipitado derrumbe de Echizen, había regresado de inme-diato cuando aún ardían los rescoldos de Ichijogadani. Enton-ces dio órdenes a sus hombres.

A Maenami Yoshitsugu, el general que había entregado

Echizem, le destinó al castillo de Toyohara. De manera similar,Asakura Kageaki recibió el encargo de defender el castillo deIno, y Toda Yarokuro el de Fuchu. De este modo Nobunagaempleaba a un gran número de servidores de Asakura que es-taban familiarizados con las condiciones de la provincia. Final-mente, pidió a Akechi Mitsuhide que los supervisara.

Sin duda no había nadie mejor preparado para esa respon-sabilidad que Mitsuhide, el cual durante su inestable época dehombre errante fue servidor del clan Asakura y vivió en la ciu-dad fortificada de Ichijogadani, donde tuvo que soportar lasfrías miradas de sus colegas. Ahora, en una situación completa-mente invertida, vigilaba a sus antiguos señores.

Un orgullo considerable y un torrente de otras emocionesdebieron de inundar el pecho de Mitsuhide. Además, la inteli-gencia y la capacidad de Mitsuhide habían sido reconocidas endiversas ocasiones, y en aquellos momentos era uno de los ser-vidores favoritos de Nobunaga. Las dotes de observación deMitsuhide eran superiores a las de la mayoría, y al cabo de va-rios años de batallas y servicio cotidiano, comprendía muy bien

el carácter de Nobunaga. Conocía las expresiones de su señor,sus palabras y su aspecto, incluso desde lejos, tan bien como lossuyos propios.

Mitsuhide enviaba jinetes desde Echizen muchas veces aldía. No tomaba ninguna decisión por sí mismo y pedía instruc-ciones a Nobunaga en cada situación. Nobunaga tomaba las

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decisiones mientras examinaba esas notas y cartas en su cam-pamento del monte Toragoze.

Las montañas cuajadas de vegetación con los colores delotoño se alineaban en el cielo sin nubes, el cual se reflejaba a suvez en el lago azul brillante. El piar de los pájaros aquí y allá

era una invitación a bostezar.Hideyoshi se apresuró a cruzar las montañas desde Yo-koyama. Durante el camino bromeaba con sus hombres, y elsol de otoño hacía brillar sus blancos dientes cuando se reía.Mientras se aproximaba, iba saludando a cuantos le rodeaban.Aquél era el hombre que había construido el castillo de Su-nomata y que más tarde había sido puesto al frente del castillode Yokoyama. Sus responsabilidades y posición entre los ge-nerales del ejército de Oda habían destacado con mucha rapi-dez, pero él seguía siendo el mismo de siempre.

Cuando otros generales comparaban la conducta de Hi-deyoshi con su propia actitud solemne, algunos le juzgaban de-masiado frivolo e indiscreto, pero otros lo veían bajo una luz

diferente.—Es digno de su rango —decían—. No ha cambiado unápice de como era antes, a pesar del aumento de su estipendio.Primero fue un sirviente, luego un samurai y, de repente, seencontró gobernando un castillo. Pero sigue siendo el mismo.Supongo que conseguirá incluso más competencias.

Poco antes de que tuvieran lugar estos comentarios, Hi-deyoshi se había paseado ociosamente por el campamento an-tes de intercambiar unas pocas palabras con Nobunaga, tras locual ambos se pusieron en marcha hacia las montañas.

—¡Qué impertinente! —exclamó Shibata Katsuie cuando,en compañía de Sakuma Nobumori, se hallaba a cierta distan-cia del campamento.

—Por eso desagrada tanto, incluso cuando no hay motivospara ello. No hay nada más desagradable que escuchar a al-guien que siempre parlotea acerca de su propia inteligencia.

Casi escupiendo las palabras, observaron la figura de Hi-deyoshi que se abría paso a través de la lejana marisma en com-pañía de Nobunaga.

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—No nos dice nada, no nos consulta en absoluto.—Para empezar, ¿no es demasiado peligroso lo que están

haciendo? Es plena luz del día, pero el enemigo podría estaracechando en cualquier parte de esas montañas. ¿Qué ocurri-ría si empezaran a disparar contra él?

—En fin, ya sabes cómo es Su Señoría.—No, la culpa es de Hideyoshi. Aunque una gran multitudacompañe a Su Señoría, Hideyoshi se le acerca y le adula hastaque consigue su atención.

Había otros comandantes además de Katsuie y Nobumori aquienes desagradaba la situación. La mayoría de ellos suponíanque Hideyoshi se había ido a las montañas con Nobunaga a finde planear alguna estrategia de batalla, que expondría con suhabitual elocuencia. Ése era el principal motivo de su malestar.

—Nos está haciendo caso omiso, a nosotros, el círculo in-terno de sus generales.

Tanto si Hideyoshi no comprendía que tal era el funciona-miento de la naturaleza humana, como si prefería ignorarlo, lo

cierto es que se llevaba a Nobunaga a las montañas, en ocasio-nes riendo de una manera que habría sido más adecuada enuna jira campestre. El conjunto de sus servidores y los de No-bunaga formaba una pequeña fuerza que no rebasaba los vein-te o treinta hombres.

—Subir a esta montaña hace sudar de veras. ¿Os echo una

mano, mi señor?—No me insultes.—Ya falta poco.—Esta subida es insuficiente. ¿No hay alguna montaña más

alta?—En esta zona no, por desgracia. ¡Pero ésta es bastante

alta!Nobunaga se enjugó el sudor del rostro y contempló los va-

lles vecinos. Vio que los soldados de Hideyoshi estaban ocultosentre los árboles, montando guardia.

—Los hombres que nos acompañan deberían quedarseaquí. No es conveniente que vayamos en grupo más allá de estepunto.

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Tras decir esto, Hideyoshi y Nobunaga dieron treinta ocuarenta pasos por la cima de la colina.

Ya no había ningún árbol. Tiernas espigas y hierbas queserían buen forraje se extendían a lo largo de la ladera. Lasflores llamadas globos chinos se agitaban entre la hierba y los

cadillos se aferraban a las vainas de sus espadas. Los dos avan-zaron en silencio. Era como si estuvieran contemplando elmar, sin nada por delante de ellos.

—Agachaos, mi señor.-¿Así?—Ocultaos en la hierba.Avanzaron arrastrándose hasta el borde del precipicio y

bajo sus ojos apareció un castillo en el valle.—Es Odani —dijo Hideyoshi en voz baja mientras señala-

ba el castillo.Nobunaga asintió y siguió mirando en silencio. Una pro-

funda emoción le empañaba los ojos. No se trataba tan sólo deque estaba contemplando el castillo principal del enemigo,

sino que en el interior de aquella fortaleza, ahora asediada porsu ejército, vivía su hermana menor, Oichi, que ya había tenidocuatro hijos desde que se casara con el señor del castillo.

Señor y servidor se sentaron. Las flores y las espigas de lashierbas otoñales les llegaban a los hombros. Nobunaga mirabasin parpadear el castillo a sus pies. Entonces se volvió hacia

Hideyoshi.—Me atrevería a decir que mi hermana está enfadada con-migo. Fui yo quien la casó con el clan Asai sin permitirle si-quiera decir lo que pensaba. Se le dijo que debía sacrificarsepor el bien del clan, y que el enlace era necesario para protegerla provincia. Es como si viera ahora mismo esa escena, Hi-deyoshi.

—También yo la recuerdo bien. Tenía una enorme canti-dad de equipaje y un hermoso palanquín, y estaba rodeada deayudantes y caballos decorados. El día que partió para casar eal norte del lago Biwa fue un acontecimiento espléndido.

—Oichi sólo era una inocente muchacha de catorce años.—Era una novia tan pequeña y bonita.

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—Hideyoshi.-¿Sí?—Lo comprendes, ¿verdad? Lo doloroso que esto es para

mí...—Por esa misma razón también es duro para mí.

Nobunaga señaló el castillo con el mentón.—La decisión de destruir este castillo no es nada difícil,pero cuando pienso en tratar de sacar a Oichi de ahí sin quesufra daño...

—Cuando me ordenasteis que espiara la disposición del te-rreno alrededor del castillo de Odani, supuse que estabais pla-neando una campaña contra los Asakura y los Asai. Probable-mente os parecerá que me estoy halagando de nuevo, pero sime permitís hablaros con franqueza, creo que sois un tanto re-servado y no mostráis vuestros sentimientos naturales y, cierta-mente, la causa de vuestra aflicción. Perdonad que os lo diga,mi señor, pero creo que he descubierto otra de vuestras mejo-res cualidades.

—Tú eres el único —dijo Nobunaga, y chasqueó la len-gua—. Katsuie, Nobumori y los demás me miran como si hu-biera perdido el tiempo durante los diez últimos años. Leo ensus caras que no entienden lo más mínimo. Katsuie, sobretodo, parece reírse de mí a mis espaldas.

—Eso se debe a que todavía no veis claramente la dirección

a seguir, mi señor.—Mi confusión es inevitable. Si pulverizáramos al enemigopoco a poco, no hay duda de que Asai Nagamasa y su padre searrojarían a las llamas y arrastrarían con ellos a Oichi.

—Probablemente sería así.—Dices que desde el principio sientes lo mismo que yo, Hi-

deyoshi, pero me escuchas con una serenidad extraordinaria.¿No tienes algún plan?

—Lo tengo, en efecto.—Entonces ¿por qué no te das prisa y me tranquilizas?—Últimamente me estoy esforzando al máximo para no re-

comendar nada.—¿Por qué?

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—Porque hay muchos otros oficiales en el cuartel ge-neral.

—¿Temes los celos de los demás? Eso también es irritante,pero lo principal es soy yo quien lo decide todo. Cuéntame tuplan ahora mismo.

—Mirad ahí, mi señor. —Hideyoshi señaló el castillo deOdani—. Esa fortaleza se distingue porque los tres recintos es-tán más marcados y son más independientes que en la mayorparte de los castillos. El señor Hisamasa vive en el primer re-cinto. Su hijo Nagamasa, la señora Oichi y sus pequeños vivenen el tercero.

-¿Allí?—Sí, mi señor. Ahora bien, la zona que veis entre los reci -

tos primero y tercero se llama Kyogoku, y es ahí donde residenlos servidores principales, Asai Genba, Mitamura Uemondayuy Onogi Tosa. Para capturar Odani no debemos atacar la colani golpear la cabeza. Si logramos apoderarnos del recinto Kyo-goku, los otros dos quedarán incomunicados.

—Comprendo. Estás diciendo que la siguiente maniobradebe ser el asalto del Kyogoku.—No, porque si lo invadimos los recintos primero y tercero

enviarán refuerzos, nuestros hombres serán atacados por am-bos flancos y se librará una feroz batalla. En ese caso, ¿trataría-mos de abrirnos paso o nos retiraríamos? Sea como fuere, no

podemos estar seguros del destino de la señora Oichi dentrodel castillo.—Entonces ¿qué deberíamos hacer?—Por supuesto, es evidente que la mejor estrategia sería

enviar un mensajero a los Asai, explicarles claramente las ven-tajas y desventajas de la situación y tomar posesión del castilloy de Oichi sin incidentes.

—Deberías saber que ya he intentado en dos ocasiones en-viar un mensajero al castillo e informarles de que, si se rinden,les permitiré quedarse con sus dominios. Les he puesto al co-rriente de la conquista de Echizen, pero ni Nagamasa ni su pa-dre van a moverse. Tan sólo alardearán de lo fuertes que son,una «fuerza» que, naturalmente, consiste en usar la vida de Oi-

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chi como un escudo. Creen que jamás lanzaré un ataque te-merario mientras tengan a mi hermana en el castillo.

—Pero eso no es todo. Durante los dos años que he pasadoen Yokoyama, he observado atentamente a Nagamasa y sé queposee cierto talento y fuerza de voluntad. He pensado larga-

mente en un plan para capturar este castillo, tratando de imagi-nar la mejor estrategia en caso de que nos viéramos obligados aatacarlo. He capturado el recinto Kyogoku sin perder un solohombre.

—¿Cómo? —replicó Nobunaga, dudando de su oído—.¿Qué estás diciendo?

—El segundo recinto que veis allí..., nuestros hombres ya locontrolan —repitió Hideyoshi—. Os digo, pues, que no tenéisque preocuparos más.

—¿Es eso cierto?—¿Os mentiría en un momento así, mi señor?—Pero... no puedo creerlo.—Es comprensible, pero pronto podréis oírlo de labios de

dos hombres a los que he llamado. ¿Los recibiréis?—¿Quiénes son?—Uno es un monje llamado Miyabe Zensho, y el otro Ono-

gi Tosa, comandante del recinto.La expresión sorprendida de Nobunaga se mantenía. Creía

a Hideyoshi, pero no podía dejar de preguntarse cómo habría

persuadido a un servidor de alto rango del clan Asai para quese pasara a su lado.Hideyoshi le explicó la situación como si no hubiera en ella

nada fuera de lo corriente.—Poco después de que Vuestra Señoría me concediera el

castillo de Yokoyama... —empezó a decir.Nobunaga se sobresaltó un poco y miró a su interlocutor

incapaz de dominar el parpadeo de sus ojos. El castillo de Yo-koyama estaba situado en primera línea de aquella zona estra-tégica, y el cometido de las tropas de Hideyoshi era tener araya a los Asai y Asakura. Había ordenado el destino temporalde Hideyoshi en aquel lugar, pero no recordaba haberle pro-metido la concesión del castillo. Sin embargo, Hideyoshi afir-

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maba que se lo había dado. Por el momento Nobunaga prefiriórelegar este pensamiento al fondo de su mente.

—¿No fue eso poco después del ataque contra el monteHiei, cuando viniste a Gifu en visita de Año Nuevo? —inquirióNobunaga.

—Así es. Cuando regresábamos Takenaka Hanbei cayó en-fermo y nos retrasamos. Llegamos al castillo de Yokoyamacuando ya había oscurecido.

—No tengo ganas de escuchar una larga historia. Ve algrano.

—El enemigo había descubierto mi ausencia del castillo yestaba efectuando un ataque nocturno. Los rechazamos, porsupuesto, y entonces capturamos al monje Miyabe Zensho.

—¿Le cogisteis vivo?—Sí. En vez de cortarle la cabeza, le tratamos con amabili-

dad, y más tarde, cuando tuve un momento, le aconsejé acercade los tiempos venideros y le instruí sobre el verdadero signifi-cado de ser un samurai. Él, a su vez, habló con su antiguo se-

ñor, Onogi Tosa, y le persuadió para que se rindiera.—¿De veras?—El campo de batalla no es lugar para bromas —dijo

Hideyoshi.Lleno de admiración, incluso Nobunaga estaba asombrado

de la astucia de Hideyoshi. ¡El campo de batalla no es lugar

para bromas! Y tal como había alardeado Hideyoshi, uno desus servidores acompañó a Miyabe Zenso y Onogi Tosa paraque fuesen recibidos en audiencia por Nobunaga. Éste inte-rrogó largamente a Tosa a fin de confirmar las palabras deHideyoshi.

El general respondió con claridad:—Esta rendición no se debe únicamente a mi actitud. Los

otros dos servidores de alto rango destinados en el Kyogokuhan comprendido que enfrentarse a vos no es sólo una nece-dad, sino que también apresurará la caída del clan e impondráun sufrimiento innecesario a los habitantes de la provincia.

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Nagamasa aún no contaba treinta años, pero ya tenía cua-tro hijos de la señora Oichi, una joven de veintitrés. Ocupabael tercer recinto del castillo de Odani, que en realidad era unconjunto de tres castillos.

Durante toda la noche se oyó el estruendo del fuego de ar-

tillería desde el barranco situado al sur. Los estampidos de loscañones sonaban de vez en cuando y en cada ocasión el techocalado se estremecía como si fuera a desprenderse.

Oichi alzó la vista instintivamente, el temor reflejado en susojos, y apretó más fuerte al bebé contra su seno. La pequeñaaún no estaba destetada. No soplaba el viento, pero el hollín sedeslizaba por doquier y la luz de la lámpara oscilaba brusca-mente.

—¡Madre! ¡Tengo miedo!La segunda hija, Hatsu, la cogía de la manga mientras la

mayor, Chacha, se aferraba en silencio a su rodilla izquierda.El hijo, en cambio, a pesar de su corta edad, no se acercaba alregazo de su madre y blandía un astil de flecha con la que ame-

nazaba a una doncella. Era Manjumaru, el heredero de Naga-masa.—¡Déjame ver! ¡Déjame ver la batalla! —gritaba Manju

con petulancia, golpeando a la doncella con la flecha sin punta.—¿Por qué la golpeas, Manju? —le regañó su madre—. Tu

padre está luchando. ¿Ya has olvidado lo que te dijo, que te

comportaras durante la lucha? Si los servidores se ríen de ti, nollegarás a ser un buen general ni siquiera cuando crezcas.Manju era lo bastante mayor para comprender en parte el

razonamiento de su madre. La escuchó un momento en silen-cio, pero de repente se echó a llorar de impaciencia.

—¡Quiero ver la batalla! ¡Quiero verla!El ayo del niño tampoco sabía qué hacer y se limitaba a

permanecer allí observando la escena. En aquel momentohubo una tregua en la lucha, pero seguía oyéndose el estruen-do de la artillería. La niña mayor, Chacha, tenía ya siete años yde alguna manera parecía comprender las difíciles circunsta -cias en que se encontraba su padre, el pesar de su madre e in-cluso los sentimientos de los guerreros en el castillo.

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—¡No digas cosas que enfadan a nuestra madre, Manju!—dijo la precoz chiquilla—. ¿No crees que esto es horriblepara ella? Nuestro padre está luchando contra el enemigo. ¿Noes verdad, madre?

Al verse reprendido, Manju se abalanzó sobre su hermana,

todavía blandiendo el astil de flecha.—¡Estúpida Chacha! —le gritó.La niña se cubrió la cabeza con la ancha manga y se ocultó

detrás de su madre.—¡Anda, sé bueno!Oichi intentó calmarle, cogiéndole el astil de flecha y ha-

blando dulcemente.De repente se oyó un sonido de fuertes pisadas en el vestí-

bulo.—¡Cómo! ¿A los del jaez de Oda? No son más que samu-

rais de poca monta que se han abierto paso desde las regionesremotas y silvestres de Owari. ¿Creéis que voy a rendirme a unhombre como Nobunaga? ¡El clan Asai es de una clase dife-

rente!Asai Nagamasa entró sin anunciarse, seguido por dos o tresgenerales.

Cuando vio que su esposa estaba a salvo en aquella salacavernosa y mal iluminada, se sintió aliviado.

—Estoy cansado —dijo, al tiempo que tomaba asiento y se

aflojaba los cordones de una sección de su armadura. Entoncesse dirigió a los generales que estaban detrás de él.—Tal como van las cosas esta noche, es muy posible que el

enemigo intente un ataque general alrededor de medianoche.Será mejor que descansemos ahora.

Cuando los jefes se levantaron para marcharse, Nagamasaexhaló un suspiro de alivio. Incluso en medio del combate po-día recordar que era padre y marido.

—¿Os ha espantado el ruido de los cañones? —preguntó asu esposa, que estaba rodeada por sus hijos.

—No —respondió Oichi—. Aquí estamos seguros.—¿No se han asustado Manju o Chacha y se han echado a

llorar?

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—Puedes estar orgulloso de ellos. Se han portado comoadultos.

—¿De veras? —dijo él, forzando una sonrisa, y entoncessiguió diciendo—: No te preocupes. El ataque de los Oda hasido feroz, pero les hemos hecho retroceder con una andanada

desde el castillo. Aunque sigan atacándonos durante veinte,treinta o incluso cien días, jamás nos rendiremos. ¡Somos elclan Asai! No vamos a ceder ante un hombre como Nobunaga.

Despotricó contra los Oda casi como si escupiera, pero secalló de repente.

Con la luz de la lámpara a su espalda, Oichi ocultaba elrostro en el bebé al que amamantaba. ¡Era la hermana peque-ña de Nobunaga! Nagamasa se estremeció de emoción. Inclusose parecía a él, tenía el cutis delicado y el perfil de su hermano.

—¿Estás llorando?—A veces el bebé se impacienta y me muerde el pezón

cuando la leche no sale.—¿No te sale la leche?

—No, ahora no.—Éso es porque tienes alguna pena oculta y te estás adel-gazando demasiado. Pero eres madre y ésta es una auténticabatalla de madre.

—Lo sé.—Supongo que me consideras un marido muy duro.

Ella se le acercó, todavía sujetando al niño contra su pecho.—¡No es cierto! ¿Por qué habría de guardarte rencor? Creoque todo esto es cosa del destino.

—Uno no puede resignarse diciendo que es cosa del des-tino. La vida de la esposa de un samurai es más dolorosa quetragar espadas. Si no estás resuelta del todo, no será una verd -dera resolución.

—Estoy tratando de llegar a esa clase de raciocinio, pero loúnico que puedo pensar es que soy madre.

—Mira, querida, incluso el día de nuestra boda no penséque serías mía para siempre. Tampoco mi padre dio su permisopara que te convirtieras en una verdadera novia de los Asai.

—¡Cómo! ¿Qué estás diciendo?

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—En un momento como éste, un hombre tiene que decir laverdad. Este momento nunca se repetirá, por lo que voy aabrirte mi corazón. Cuando Nobunaga te envió para que te ca-saras conmigo, en realidad no fue más que una estratagemapolítica. Comprendí lo que se proponía desde el mismo princi-

pio. —Hizo una pausa antes de seguir—. Pero aunque sabíaeso, nació entre nosotros un amor que nada podrá jamás dete-ner. Entonces tuvimos cuatro hijos. En estas circunstancias yano eres la hermana de Nobunaga, sino mi esposa y la madre demis hijos. No permitiré que viertas lágrimas por nuestro enemi-go. Así pues, ¿por qué estás tan delgada y retienes la leche quedeberías darle a la criatura?

Ahora ella lo veía con claridad. Todo cuanto había sido unresultado del «destino» respondía a una estratagema política.Era una novia de la estrategia política: desde el principio Nag -masa había considerado a Nobunaga como un hombre al queera preciso vigilar. Pero Nobunaga había sentido un afecto sin-cero hacia su cuñado.

Nobunaga creía que el heredero del clan Asai tenía futuro yhabía confiado en él. Fomentó con entusiasmo el matrimonio,pero el enlace había sido dudoso desde el comienzo, debido ala alianza mucho más antigua entre los Asai y los Asakura deEchizen. Este pacto no era simplemente de defensa mutua,sino una relación compleja basada en la amistad y los favores

mutuos. Los Asakura y los Oda eran enemigos desde hacíaaños. Cuando Nobunaga atacó a los Saito en Gifu, ¿hasta quépunto le estorbaron y acudieron en defensa de los Saito?

Nobunaga superó este obstáculo al enlace enviando a losAsakura la promesa por escrito de que no invadiría sus domi-nios.

Poco después de la boda, tanto el padre de Nagamasa comoel clan Asakura, al que debía tantos favores, empezaron a pre-sionar a Nagamasa para que sospechara de su esposa. Entre-tanto los Asai se habían unido a los Asakura, el shogun, Take-da Shingen de Kai y los monjes guerreros del monte Hiei enuna alianza contra Nobunaga.

Al año siguiente Nobunaga invadió Echizen y de repente se

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vio atacado por la retaguardia. Nagamasa le había cortado laretirada y, actuando de común acuerdo con el clan Asakura,urdió la aniquilación total de Nobunaga. En aquel entoncesNagamasa le dejó bien claro que no permitiría que su esposainfluyera en sus criterios, pero Nobunaga no le creyó. Las fuer-

zas de los Asai y el valor marcial del hombre en quien Nobun -ga había confiado se convirtieron en un fuego a sus mismospies. Realmente se habían convertido en unas cadenas. Sin em-bargo, tras la destrucción de Echizen el castillo de Odani ya noera ni un fuego ni unas cadenas constrictoras.

De todos modos, Nobunaga aún confiaba en que no se ve-ría obligado a matar a Nagamasa. Por supuesto, respetaba suvalor, pero lo que más le preocupaba era el afecto que sentíapor Oichi. Esta preocupación extrañaba en su entorno, puestodos recordaban que, cuando destruyó con fuego el monteHiei, a su señor le tuvo sin cuidado que le llamaran «el rey delos demonios».

El tiempo otoñal era cada día más marcado. Al amanecer,la hierba alrededor del castillo estaba empapada por el fríorocío.

—Ha sucedido algo terrible, mi señor.La voz de Fujikake Mikawa reflejaba una turbación de-

sacostumbrada en él. Aquella noche Nagamasa había dormidocerca de la redecilla mosquitera que protegía a su esposa y sushijos, pero no se había despojado de la armadura.

—¿Qué sucede, Mikawa?Nagamasa se apresuró a salir de la habitación, con la respi-

ración entrecortada. ¡Un ataque al amanecer! Tal fue su pri-mer pensamiento. Pero el desastre del que le informaba Mika-wa era mucho peor.

—Durante la noche los Oda han ocupado el recinto Kyo-goku.

—¡Cómo!—No hay duda. Podéis verlo desde el torreón, mi señor.—No es posible.

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Nagamasa subió rápidamente a la torre vigía, tropezandouna y otra vez en las escaleras a oscuras. Aunque el Kyogokuestaba lejos de la torre vigía, el recinto parecía extenderse de-bajo de él. Allí, ondeando en lo alto del castillo, a lo lejos, ha-bía gran número de estandartes, pero ninguno de ellos perte-

necía a los Asai. Uno de los estandartes de mando, brillante yorgulloso, agitado por el viento, evidenciaba claramente la pre-sencia de Hideyoshi.

—¡Hemos sido traicionados! ¡Muy bien! Van a ver, sí, van averlo Nobunaga y todos los samurais de este país. —Forzó unasonrisa—. ¡Van a ver cómo muere Asai Nagamasa!

Nagamasa bajó las oscuras escaleras de la torre vigía. Paralos servidores que le seguían, era como acompañar a su señor auna gran profundidad bajo tierra.

—¿Qué..., qué sucede? —preguntó quejumbroso uno de losgenerales a mitad de la escalera.

—Onogi Tosa, Asai Genba y Mitamura Uemon se han pa-sado al enemigo —respondió un general.

—A pesar de que eran servidores de alto rango, han traicio-nado la confianza depositada en ellos cuando se íes puso alfrente del Kyogoku —dijo amargamente otro hombre.

—¡Son inhumanos!Nagamasa se volvió hacia ellos.—¡Basta de quejas! —les ordenó.

Estaban en la sala al pie de las escaleras, amplia y con elsuelo de madera, iluminada por una luz débil. La sala fortifica-da parecía una enorme jaula o celda fortificada. Habían lleva-do allí a muchos de los heridos, y yacían sobre esteras de paja,lamentándose.

Cuando Nagamasa pasó entre ellos, incluso los samuraisque estaban tendidos se esforzaron por arrodillarse.

—¡No los dejaré morir en vano! —dijo Nagamasa con lágri-mas en los ojos—. ¡No los dejaré morir en vano!

Sin embargo, se volvió de nuevo hacia sus generales y lesprohibió tajantemente que se quejaran.

—Insultar a los demás no sirve de nada. Cada uno de voso-tros debe elegir su línea de conducta..., o se rinde al enemigo o

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muere conmigo. Ambos bandos tienen un deber moral. Nobu-naga lucha para reconstruir la nación, yo lo hago en nombredel honor de la clase samurai. Si creéis que haréis mejor ensometeros a Nobunaga, entonces id con él. ¡Podéis estar segu-ros de que no os detendré!

Dicho esto, salió a supervisar las defensas del castillo, peroapenas había recorrido cien pasos cuando le informaron dealgo mucho más grave que la pérdida del Kyogoku.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! ¡Una noticia terrible!Uno de sus oficiales, empapado en sangre, corrió hacia él y

cayó de rodillas.—¿Qué es, Kyutaro?Nagamasa tuvo en seguida la premonición de que estaba

ocurriendo algo muy grave. Wakui Kyutaro no era un samuraidestinado al tercer recinto, sino que era un servidor del padrede Nagamasa.

—Vuestro reverenciado padre, el señor Hisamasa, acabade cometer el seppuku. Me he abierto paso entre el enemigo

para traeros esto.Jadeando, el servidor depositó en manos de Nagamasa elmoño de Hisamasa y el kimono de seda en el que estaba en-vuelto.

—¡Cómo! ¿El primer recinto también ha caído?—Poco antes del alba, un cuerpo de soldados avanzó por

el camino secreto desde el Kyogoku hasta la puerta del casti-llo, haciendo ondear el estandarte de Onogi y diciendo queéste necesitaba ver con urgencia al señor Hisamasa. Los guar-dianes creyeron que Onogi encabezaba a sus hombres y abrie-ron la puerta del castillo. Entonces una gran fuerza de sol-dados entró precipitadamente y avanzó hasta la ciudadelainterior.

—¿El enemigo?—La mayoría eran servidores del señor Hideyoshi, pero los

hombres que les mostraron el camino eran sin duda los servi-dores de Onogi, ese traidor.

—¿Y mi padre?—Luchó con denuedo hasta el final. Él mismo prendió fue-

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go a la ciudadela interior y luego se suicidó, pero el enemigoextinguió el fuego y ocupó el castillo.

—¡Ah! Por eso no hemos visto llamas ni humo.—Si se hubieran alzado llamas del primer recinto, vos ha-

bríais enviado refuerzos, o podríais haber incendiado este cas-

tillo y cometido suicidio con vuestra esposa e hijos cuando pe-reciera vuestro padre. Creo que eso es lo que el enemigo temíay ha actuado en consecuencia.

De repente los dedos de Kitaro se crisparon en el suelo.—Mi señor..., me muero...Sin alzar las palmas del suelo, en actitud de reverencia, su

cabeza se desplomó. Había librado y ganado una batalla mu-cho más amarga que la de las armas.

—Otra alma valiente que desaparece —se lamentó alguiendetrás de Nagamasa, y entonces entonó en voz baja una plegaria.

El sonido de las cuentas de un rosario rompía el silencio,Cuando Nagamasa se volvió, vio que allí estaba el jefe de lossacerdotes, Yuzan, otro refugiado de la guerra.

—Me apena saber que el señor Hisamasa ha encontrado sufin esta mañana temprano —dijo Yuzan.

—Tengo algo que pediros, Vuestra Reverencia —dijo Na-gamasa con la voz serena, aunque sin ocultar un tono dolori-do—. Mi turno será el siguiente. Quisiera reunir a todos misservidores y celebrar un oficio fúnebre, en la medida de lo posi-

ble, mientras estoy con vida. En el valle detrás de Odani hayuna piedra conmemorativa en la que está tallado el nombrebudista para después de la muerte que vos me pusisteis. ¿Meharéis el favor de traer la piedra al castillo? Sois sacerdote y sinduda el enemigo os dejará pasar.

—Desde luego.Yuzan se marchó en seguida. Cuando salía, uno de los ge-

nerales de Nagamasa casi tropezó con él al entrar apresurada-mente.

—Fuwa Mitsuharu ha llegado a las puertas del castillo.—¿Quién es?—Un servidor del señor Nobunaga.—¿El enemigo? —dijo despectivamente Nagamasa—.

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Échale. No tengo nada que discutir con los servidores de No-bunaga. Si no quiere irse, arrojadle,unas cuantas piedras desdeel portal del castillo.

El samurai obedeció la orden de Nagamasa y se alejó deinmediato, pero pronto llegó otro de los jefes militares.

—El mensajero del enemigo continúa ante el portal del cas-tillo. No está dispuesto a marcharse al margen de lo que le di-gamos. Replica que una guerra es una guerra y las negociacio-nes son negociaciones, y nos pregunta por qué no mostramos laetiqueta apropiada hacia él como representante de su pro-vincia.

Nagamasa no hizo caso de estas quejas y entonces repren-dió al hombre que las había repetido.

—¿Por qué me explicas las protestas de un hombre a quiente he dicho que echaras?

En aquel momento se aproximó otro general.—Mi señor, las reglas de la guerra exigen que le veáis, aun-

que sólo sea un momento. No quisiera que llegue a decirse de

vos que estabais aturdido hasta el punto de perder la com-postura y negaros a conceder una audiencia a un enviado delenemigo.

—Está bien, que entre. Por lo menos le veré. Allí —añadió,señalando la sala de guardia.

Más de la mitad de los soldados en el castillo de Asai con-

fiaban en que la paz entraría por aquella puerta. No es quecarecieran de admiración o entrega hacia Nagamasa, pero el«deber» que éste predicaba y las razones de aquella guerra seentrelazaban con la relación que tenían con Echizen y su resen-timiento por las ambiciones y los logros de Nobunaga. Los sol-dados comprendían muy bien este contraste.

Y eso no era todo. Aunque el castillo de Odani había resis-tido tenazmente hasta entonces, tanto el primero como el se-gundo recintos ya habían caído. ¿Qué posibilidad de victoriatenían, atrincherados en un castillo aislado?

Así pues, la llegada del enviado de Oda fue como el cieloazul claro que habían aguardado. Fuwa entró en el castillo, fuea la sala donde Nagamasa le esperaba y se arrodilló ante él.

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Los hombres que le rodeaban dirigían miradas hostiles aFuwa. Tenían el cabello revuelto y presentaban heridas en ma-nos y cabezas. Fuwa, de rodillas, habló con tal suavidad queuno podría haber dudado de que fuese un general.

—Tengo el honor de ser el enviado del señor Nobunaga.

—Las salutaciones formales no son necesarias en el campode batalla —dijo perentoriamente Nagamasa—. Vayamos algrano.

—El señor Nobunaga admira vuestra lealtad al clan Asaku-ra, pero hoy los Asakura ya han caído y su aliado, el shogun,está en el exilio. Tanto favores como motivos de rencor perte-necen al pasado. Así pues, ¿por qué han de luchar los clanesOda y Asai? Y no sólo eso, sino que el señor Nobunaga esvuestro cuñado, vos sois el amado marido de su hermana.

—Ya he oído todo eso en otras ocasiones. Si me estáis pi-diendo un tratado de paz, me niego rotundamente. Por muypersuasivo que seáis, no lograréis nada.

—Con el debido respeto, no podéis hacer otra cosa más que

capitular. Vuestra conducta ha sido hasta ahora ejemplar. ¿Porqué no entregáis el castillo como un hombre y trabajáis por elfuturo del clan? Si accedéis, el señor Nobunaga está dispuestoa daros toda la provincia de Yamato.

Nagamasa soltó una risa desdeñosa y esperó hasta que elenviado terminó de hablar.

—Por favor, decidle al señor Nobunaga que esas palabrastan inteligentes no van a engañarme. Quien realmente le pre -cupa es su hermana,, no yo.

—Ése es un punto de vista cínico.—Decid lo que queráis —dijo entre dientes—, pero volved

e informadle de que no pienso salvarme gracias a mi esposa. Yserá mejor que se persuada de que Oichi es mi esposa y ya noes su hermana.

—¿Entiendo entonces que os proponéis compartir el des-tino de este castillo, pase lo que pase?

—Estoy resuelto a ello no sólo por mí sino también por miesposa.

—En tal caso no hay nada más que decir.

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La entrevista finalizó y Fuwa regresó directamente al cam-pamento de Nobunaga.

Entonces la desesperanza, o más exactamente el vacío, lle-nó de tristeza el castillo. Los soldados que habían esperado lapaz traída por el mensajero de Oda sólo pudieron suponer que

las conversaciones se habían roto. Ahora estaban abiertamen-te abatidos, pues habían tenido la breve esperanza de que sal-varían sus vidas.

Había otro motivo para que el desaliento se adueñara delcastillo. A pesar de la batalla que se estaba librando, tenía lu-gar el funeral por el padre de Nagamasa, y las voces que ento-naban los sutras surgieron del torreón hasta el día siguiente.

A partir de aquel día, Oichi y sus cuatro hijos vistieronprendas de seda blanca, el color del duelo. Los cordones conque recogían sus cabellos eran negros. Parecían poseer una pu-reza que no era de este mundo, aunque aún estaban vivos, eincluso los servidores que estaban resueltos a morir en el casti-llo sentían con toda naturalidad que su destino era demasiado

penoso para expresarlo con palabras.Yuzan regresó al castillo, acompañado por unos trabajado-res que transportaban el monumento de piedra. Poco antes delalba, pusieron incienso y flores en la sala principal del castillopara el funeral por los vivos.

Yuzan se dirigió a los servidores del clan Asai allí reunidos.

—Valorando su nombre como miembro de la clase samu-rai, el señor Asai Nagamasa, señor de este castillo, se ha ex-tinguido cual bella flor caída. Así pues, como servidores suyosque sois, es apropiado que le rindáis vuestro último homenaje.

Nagamasa estaba sentado detrás del monumento de piedracomo si realmente hubiera muerto. Al principio, los samuraisintercambiaban miradas, como si no comprendieran, se pre-guntaban si aquello era necesario y se agitaban nerviosamenteen el extraño ambiente.

Pero Oichi, los niños y otros miembros de la familia se arro-dillaron ante el monumento y pusieron incienso en el que-mador.

Alguien empezó a llorar y pronto todos se sintieron afecta-

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dos. Los hombres revestidos de armadura que llenaban la am-plia sala inclinaron la cabeza y desviaron la mirada. Ningunode ellos podía alzar la vista.

Una vez finalizada la ceremonia, Yuzan se puso al frente yvarios samurais cargaron en hombros el monumento y lo lleva-

ron fuera del castillo. Esta vez bajaron al lago Biwa, subieron auna pequeña embarcación y, en un lugar a unas cien varas de laisla de Chikubu, arrojaron la piedra al fondo.

Nagamasa habló sin miedo, frente a la muerte que le acosa-ba, y no pasó por alto el relajamiento del espíritu marcial deaquellos soldados que habían puesto sus esperanzas en las co -versaciones de paz. Su «funeral por los vivos» ejerció un efectosaludable sobre la moral vacilante de los defensores. Si su se-ñor estaba dispuesto a morir en combate, también ellos esta-ban dispuestos a seguirle. Era hora de morir. Así pues, la pa-tética determinación de Nagamasa inspiró a sus servidores.Pero aunque era un general dotado, no era ningún genio. Na-gamasa no sabía cómo lograr que sus hombres muriesen de

buen grado por él. Se mantenían a la expectativa, aguardandoel asalto final.

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Tres princesas

Hacia mediodía los soldados que estaban en el portal delcastillo empezaron a gritar.

—¡Ya vienen!Los mosqueteros que estaban en los muros se empujaban

unos a otros, buscando blancos, pero el único enemigo que seaproximaba era un jinete solitario, el cual avanzaba al paso ha-cia el portal con mucho aplomo. Si fuese un enviado, deberíallegar con una escolta de jinetes. Llenos de dudas, los defenso-

res observaban la aproximación de aquel hombre.Cuando estuvo más cerca, uno de los comandantes se diri-gió a un soldado armado con un mosquete.

—Tiene que ser un general enemigo. No parece un enviadoy es muy audaz. Dispara una sola vez.

El comandante había pretendido que un solo hombre hicie-

ra un disparo de advertencia, pero tres o cuatro soldados dispa-raron a la vez.Al oír los estampidos, el hombre se detuvo, como sor-

prendido. Entonces alzó un abanico de guerra con un solrojo sobre fondo dorado, lo agitó por encima de su cabeza ygritó:

—¡Eh, soldados! ¡Esperad un momento! ¿Queréis disparar

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contra Kinoshita Hideyoshi? Hacedlo después de que haya ha-blado con el señor Nagamasa.

Corría al tiempo que gritaba, hasta que estuvo casi bajo elportal del castillo.

—Sí, ciertamente es Kinoshita Hideyoshi, de los Oda.

¿Qué querrá?El general de Asai que le miraba desde lo alto era escépticocon respecto al motivo de su llegada, pero no ordenó que dis-parasen contra él.

Hideyoshi alzó la vista a lo alto del portal.—Deseo que transmitáis un mensaje a la ciudadela —vol-

vió a gritar.¿Qué estaba ocurriendo? Se oían voces que parecían deli-

berar ruidosamente. Pronto una risa burlona se mezcló con lasvoces, y un general de Asai asomó la cabeza por encima delparapeto.

—Olvídalo. Supongo que eres otro intercesor que vienecomo enviado del señor Nobunaga. Estás perdiendo el tiempo

una vez más. ¡Vete!Hideyoshi alzó la voz.—¡Silencio! ¿Qué regla permite a un hombre con la catego-

ría de servidor expulsar a un visitante de su señor sin preguntara éste sus intenciones? Este castillo ya puede darse por ocupa-do, y no soy tan estúpido como para tomarme el tiempo y la

molestia de venir aquí haciendo el papel de enviado para apre-surar su destrucción. —Sus palabras no eran precisamente hu-mildes—. Vengo como representante del señor Nobunaga,para ofrecer incienso ante la tablilla mortuoria del señor Naga-masa. Si no he oído mal, el señor Nagamasa está resuelto amorir y ha celebrado su propio funeral estando aún vivo. Hansido amigos en esta vida y, por lo tanto, ¿no debería permitirseal señor Nobunaga que también ofrezca incienso? ¿No quedaaquí ya suficiente elegancia para que los hombres intercam-bien esa clase de cortesía y amistad? ¿Es la resolución del se-ñor Nagamasa y sus servidores nada más que afectación? ¿Esun farol o el falso valor de un cobarde?

El rostro que estaba sobre el portal del castillo se retiró, tal

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vez a causa de la turbación. No hubo respuesta durante unrato, pero por fin la puerta se entreabrió.

—El general Fujikake Mikawa ha accedido a hablar convos unos momentos —dijo el hombre mientras hacía una señaa Hideyoshi para que entrara, pero entonces añadió—: El se-

ñor Nagamasa se ha negado a veros.Hideyoshi asintió.—Nada más natural. Considero que el señor Nagamasa ya

ha fallecido y no voy a insistir.Mientras hablaba, entró sin mirar a derecha o izquierda.

¿Cómo podía aquel hombre caminar en medio del enemigocon tanta calma?

Hideyoshi recorrió el largo camino en pendiente desde elprimer portal al central, sin prestar la menor atención al hom-bre que le guiaba. Al llegar a la entrada de la ciudadela, Mika-wa salió a recibirle.

—Cuánto tiempo sin vernos —dijo Hideyoshi, como si nofuera más que un saludo normal.

Se habían visto en otra ocasión, y Mikawa le devolvió elsaludo con una sonrisa.—Sí, desde luego ha pasado mucho tiempo. Encontraros en

estas circunstancias es muy inesperado, señor Hideyoshi.Todos los hombres del castillo tenían los ojos inyectados en

sangre, pero a juzgar por su expresión, el viejo general no se

sentía acosado.—No os había visto desde el día de la boda de la señoraOichi, general Mikawa, ¿no es cierto? Hace mucho tiempo.

—En efecto.—Aquél fue un día espléndido para nuestros dos clanes.—Es difícil saber lo que nos reserva el destino, pero cuando

uno contempla los disturbios y cataclismos del pasado, ni si-quiera esta situación es tan insólita. Bueno, entrad. No puedodaros una gran recepción, pero sí ofreceros por lo menos uncuenco de té.

Mikawa le condujo a una casa de té. Mirando la espalda delviejo y canoso general, Hideyoshi tuvo la certeza de que yahabía trascendido la vida y la muerte.

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La casa de té era pequeña y retirada, en el extremo de unsendero bordeado de árboles. Hideyoshi tomó asiento y tuvo lasensación de hallarse en un mundo completamente distinto.En el silencio de la casa de té anfitrión e invitado se purificarontemporalmente de la crueldad del mundo exterior.

El otoño tocaba a su fin. Las hojas de los árboles se movíanligeramente, pero no había ni una mota de polvo sobre el suelode madera pulimentada.

—Tengo entendido que los servidores del señor Nobunagahan empezado recientemente a practicar el arte del té.

Mientras conversaba en tono amigable, Mikawa alzó el cu-charón hacia la tetera de hierro.

Hideyoshi reparó en la corrección del hombre y se apresu-ró a disculparse.

—El señor Nobunaga y sus servidores están bien versadosen la ceremonia del té, pero yo soy un zoquete por naturaleza yni siquiera conozco lo más esencial. Sólo me gusta el sabor.

Mikawa dejó el cuenco en el suelo y agitó el té con el re-

movedor. Sus elegantes movimientos eran casi de naturalezafemenina. Las manos y el cuerpo constreñidos por la armadurano parecían en absoluto entorpecidos. En aquella habitaciónsin más mobiliario que un cuenco de té y una sencilla tetera, lavistosidad de la armadura del viejo general parecía fuera delugar.

Hideyoshi pensó que aquél era un buen hombre, y absorbiósu carácter más que su té. Pero ¿cómo sacaría a Oichi del casti-llo? La aflicción de Nobunaga era la suya propia. Puesto que suplan había sido empleado hasta entonces, también se sentíaresponsable de la resolución de aquel problema.

El castillo caería probablemente en el momento que quisie-ran, pero ahora era necesario evitar una chapuza y no tenerque buscar la gema entre las cenizas. Además, Nagamasa habíahecho saber a ambos bandos que estaba decidido a morir y quesu esposa pensaba lo mismo.

La esperanza imposible de Nobunaga era la de ganar la ba-talla y recuperar a Oichi sana y salva.

—Os ruego que no os preocupéis por las formalidades —le

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dijo Mikawa, arrodillado ante el hoyo del hogar y ofreciéndoleel cuenco de té.

Hideyoshi, sentado con las piernas cruzadas al estilo gue-rrero, recibió desmañadamente el té y lo apuró en tres tragos.

—Ah, qué bueno. No creía que el té pudiera saber tan bien.

Y no estoy tratando de halagaros.—¿Queréis otro cuenco?—No, he saciado la sed. Por lo menos la sed está en l boca,

pero no sé cómo apagar la sed de mi corazón. General Mikawa,parecéis una persona con quien se puede hablar. ¿Querréis es-cucharme?

—Soy un servidor de los Asai y vos un enviado de los Oda.Os escucharé desde ese punto de vista.

—Desearía que me consiguierais una entrevista con el se-ñor Nagamasa.

—Eso os ha sido negado cuando estabais en el portal delcastillo. Os hemos dejado entrar porque habéis dicho que noveníais a ver al señor Nagamasa. Llegar hasta aquí para retrac-

taros de vuestra palabra es una estratagema deshonrosa. Nopuedo ponerme en esa posición y permitiros que le veáis.—No, no. No me refiero a entrevistarme con el señor Nag -

masa vivo. Como representante de Nobunaga, quisiera saludaral alma del señor Nagamasa.

—Dejad de jugar con las palabras. Aunque le transmitiera

vuestras intenciones, no hay razón alguna para pensar que elseñor Nagamasa accederá a veros. Había esperado participaren la etiqueta guerrera más elevada compartiendo un cuencode té con vos. Si os queda algo de vergüenza, marchaos ahoracuando todavía no os habéis deshonrado.

«No te muevas. Niégate a marcharte.» Hideyoshi había re-suelto quedarse donde estaba hasta lograr su objetivo. Era evi-dente que las meras palabras no serían una estrategia útil conaquel viejo y aguerrido general.

—Bueno, voy a acompañaros a la salida —le dijo Mikawa.Hideyoshi miró ceñudo en la otra dirección y no dijo nada.

Entretanto su anfitrión se había servido un cuenco de té. Trastomarlo con gestos solemnes, guardó los utensilios.

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—Sé que es una petición egoísta, pero os ruego que me per-mitáis quedarme aquí un poco más —dijo Hideyoshi, sin hacerel menor ademán de levantarse.

Su expresión indicaba que probablemente no habrían pod -do moverle ni siquiera con una palanca.

—Podéis quedaros aquí todo el tiempo que queráis, perono os servirá de nada.—No necesariamente.—Lo que acabo de deciros es irrevocable. ¿Qué vais a ha-

cer aquí?—Estoy escuchando el sonido del agua que hierve en la

tetera.—¿La tetera? —Mikawa se echó a reír—. ¡Y habéis dicho

que no sabíais nada del Camino del Té!—Es cierto, ni siquiera conozco lo más elemental de la ce-

remonia, pero en cualquier caso es un sonido agradable. Quizáse deba a que durante esta larga campaña no oigo más quegritos de guerra y relinchos de caballos, pero es agradable en

extremo. Permitid que me quede un momento aquí sentado yreflexione.

—Vuestras meditaciones no os servirán de nada —replicóMikawa mientras se levantaba—. Podéis estar seguro de queno os permitiré entrevistaros con el señor Nagamasa, ni siquie-ra dar un solo paso más hacia el torreón.

—El sonido de esta tetera es realmente grato —se limitó adecir Hideyoshi.Se acercó un poco más al hogar y, lleno de admiración, co -

templó atentamente la tetera de hierro. Lo que de súbito lellamó la atención fue el dibujo en relieve sobre la antigua su-perficie metálica. Era difícil determinar si se trataba de unhombre o un mono, pero la minúscula criatura, que apoyababrazos y piernas en las ramas de un árbol, permanecía con inso-lencia entre el cielo y la tierra.

«¡Se parece a mí!», pensó Hideyoshi, incapaz de conteneruna sonrisa espontánea. De improviso recordó aquella ocasiónen que abandonó la mansión de Matsushita Kahei y vagó porlas montañas y bosques sin nada que comer y sin un techo.

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Hideyoshi no sabía si Mikawa estaba fuera, observándolefurtivamente, o si se había marchado exasperado, pero en cual-quier caso ya no estaba en la casa de té.

«Ah, esto es interesante. Sí, es realmente interesante», pen-só Hideyoshi. Parecía como si estuviera hablando con la tetera.

Sacudió la cabeza y pensó en su decisión de no moverse pasaralo que pasase.Desde algún lugar del jardín le llegaron las voces inocentes

de dos niños que contenían á duras penas la risa. Le estabanmirando a través de los boquetes en la valla que rodeaba lacasa de té.

—Mira cómo se parece a un mono.—¡Sí! Es igualito.—¿De dónde vendrá?—Debe de ser el mensajero del dios Mono.Hideyoshi volvió la cabeza y reparó en los niños que se

ocultaban tras la valla.Mientras estaba absorto en el dibujo de la tetera, los dos

niños le habían estado observando a escondidas.Hideyoshi se sintió lleno de júbilo. Estaba seguro de que

aquéllos eran dos de los cuatro hijos de Nagamasa; el chico,Manju, y su hermana mayor, Chacha. Los miró sonriente.

—¡Eh! ¡Está sonriendo!—El señor Mono ha sonreído.

Los dos niños empezaron a intercambiar susurros. Hi-deyoshi fingió que les fruncía el ceño, lo cual surtió incluso másefecto que la sonrisa. Al ver que el desconocido con cara demono se avenía tan rápidamente a participar en sus juegos,Manju y Chacha sacaron la lengua y le hicieron muecas.

Hideyoshi les dirigió una mirada feroz y los dos niños se ladevolvieron, tratando de ver quién aguantaba más.

Hideyoshi se echó a reír, admitiendo la derrota.Manju y Chacha se rieron excitados. Hideyoshi se rascó la

cabeza y les hizo un gesto para que se acercaran a jugar otraclase de juego.

Su invitación intrigó a los niños, los cuales abrieron sigilo-samente la puerta hecha con fragmentos de matorrales.

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—¿De dónde venís, señor?Hideyoshi bajó de la terraza y empezó a atarse los cordones

de las sandalias de paja. Medio en broma, Manju le hizo cos-quillas en la nuca con un tallo de hierba de afilados bordes.Hideyoshi aguantó la travesura y terminó de atarse los cor-

dones.Pero cuando se levantó y los niños vieron la expresión de surostro, se asustaron y trataron de huir.

Esta reacción cogió por sorpresa a Hideyoshi. En cuanto elchico empezó a correr, le agarró por el cuello del kimono. Almismo tiempo intentó coger a Chacha con la otra mano, perola niña gritó a voz en cuello y huyó llorando. Manju estaba tanconmocionado al verse retenido que no emitía un solo gemido.Pero cayó al suelo, miró desde abajo a Hideyoshi y, al ver elrostro del hombre y todo el cielo invertidos, finalmente gritó.

Fujikake Mikawa había dejado a Hideyoshi solo en la casade té y caminaba por el sendero del jardín. Fue el primero enoír el llanto de Chacha al huir y los gritos de Manju. Alarmado,

regresó corriendo para ver qué ocurría.—¡Cómo! ¡Canalla!El general lanzó un grito de horror y se llevó instintivamen-

te la mano a la empuñadura de la espada.Hideyoshi, en pie y con las piernas a los lados de Manju,

ordenó al anciano en voz imperiosa que se detuviera. El mo-

mento era difícil. Mikawa estaba a punto de golpear a Hi-deyoshi con su espada, pero se contuvo amedrentado al ver loque Hideyoshi estaba dispuesto a hacer, pues tanto la expre-sión de sus ojos como la espada que sostenía revelaban quesería capaz de degollar a Manju sin la menor vacilación.

El anciano general, normalmente sereno, tenía la piel degallina y el blanco cabello erizado.

—¡Ca..., canalla! ¿Qué vas a hacer con el chico?La voz de Mikawa era casi quejumbrosa. Se acercó más,

temblando de cólera y arrepe timiento. Cuando los servidoresque habían acompañado al general comprendieron lo que es-taba sucediendo, gritaron a pleno pulmón, agitando las manose informando inmediatamente a todo el mundo de la situación.

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Los guardianes del portal central y la ciudadela interiortambién habían oído los gritos de Chacha y corrían hacia ellugar de los hechos.

Los samurais formaron un círculo de armaduras alrededorde aquel extraño enemigo que les miraba echando fuego por

los ojos mientras mantenía el filo de su espada en la gargantade Manju. Permanecieron a distancia, tal vez asustados por loque veían en los ojos de Hideyoshi. No sabían qué hacer, apar-te de armar un alboroto.

—¡General Mikawa! —gritó Hideyoshi—. ¿Cuál es vuestrarespuesta? Este método es un poco violento, pero no veo dequé otra manera puedo sacar a mi señor del aprieto en que seencuentra. ¡Si no me dais una respuesta, mataré a Manju!—Deslizó una mirada feroz a su alrededor y siguió diciendo—:¡General Mikawa, haced que se retiren estos guerreros! En-tonces hablaremos. ¿Tanto os cuesta ver lo que debéis hacer?Sois lento de entendederas. Al fin y al cabo, os será difícil ma-tarme y salvar al niño sin que sufra daño. Es exactamente la

misma situación que la del señor Nobunaga al tomar este casti-llo y querer salvar a Oichi. ¿Cómo podríais salvar la vida deManju? Aunque me disparéis con un mosquete, probableme -te esta hoja le cortaría la garganta en ese mismo momento.

Durante algún tiempo sólo su lengua había estado anima-da, como un torrente impetuoso. Pero luego los ojos se movie-

ron tanto como la lengua y, junto con su elocuencia, todas susextremidades estaban aguda y constantemente atentas al ene-migo que le rodeaba.

Nadie era capaz de moverse. Mikawa sentía la inmensidadde su error y parecía todo oídos a lo que Hideyoshi decía. Sehabía recobrado de su conmoción temporal y volvía a hacergala de la calma que había mostrado en la casa de té. Por finpudo moverse e hizo un gesto con la mano a los hombres querodeaban a Hideyoshi.

—Apartaos de él. Yo me encargaré de esto. Aunque tengaque ocupar su lugar, el joven señor no debe sufrir ningún daño.Que cada uno vuelva a su puesto. —Entonces se volvió a Hi-deyoshi y le dijo—: La multitud se ha dispersado, como de-

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seabais. ¿Me hacéis ahora e! favor de entregarme al jovenManju?

—¡De ninguna manera! —Hideyoshi sacudió vigorosamen-te la cabeza, pero entonces cambió el tono de su voz—. Devol-veré al joven señor, pero quiero entregárselo al señor Naga-

masa en persona. ¿Me haréis el favor de conseguirme una au-diencia con el señor Nagamasa y la señora Oichi?Nagamasa había estado entre la multitud que se había dis-

persado poco antes. Cuando oyó a Hideyoshi, perdió el domi-nio de sí mismo. Abrumado por el amor hacia su hijo, se ade-lantó gritando insultos a Hideyoshi.

—¿Qué clase de juego sucio es éste? ¡Tener en vuestrasmanos el destino de un niño inocente sólo para poder hablar!Si sois realmente el general Kinoshita Hideyoshi de Oda, debe-ríais avergonzaros de una maquinación tan siniestra. ¡Muybien! Si me entregáis a Manju, hablaremos.

—¡Ah! ¿Estáis aquí, señor Nagamasa? —dijo Hideyoshi,inclinándose cortésmente a pesar de la expresión de aquel

hombre. Pero seguía con una pierna a cada lado de Manju ymantenía la punta de su espada en la garganta del niño.Fujikake Mikawa se dirigió a él con voz trémula.—¡Señor Hideyoshi! ¡Soltadle, por favor! ¿No basta con la

palabra de Su Señoría? Poned a Manju en mis manos.Hideyoshi no le hizo el menor caso. Miró fijamente el ros-

tro pálido y los ojos de Nagamasa, rebosantes de desespera-ción, y finalmente exhaló un profundo suspiro.—Ah. Así pues, ¿conocéis el cariño hacia un familiar?

¿Comprendéis realmente los sentimientos hacia un ser queri-do? Creía que no los comprendíais en absoluto.

—¿No vas a dármelo, canalla? ¿Vas a asesinar a este chi-quillo?

—No tengo la menor intención de hacer eso. Pero vos, quesois padre, no tenéis el menor respeto por los afectos familiares.

—¡No digas necedades! ¿No ama todo padre a sus hijos?—Eso es cierto, incluso los pájaros y las bestias —convino

Hideyoshi—. Y por ello supongo que no consideráis ridículo ynecio el hecho de que el señor Nobunaga, debido a su deseo de

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salvar a Oichi, no puede destruir este castillo. ¿Y qué decir devos? Al fin y al cabo sois el marido de Oichi. ¿No os estáisaprovechando de la debilidad del señor Nobunaga al someterlas vidas de una madre y sus hijos al destino de vuestro castillo?Eso es exactamente lo mismo que lo que estoy haciendo ahora,

al sujetar al pequeño Manju y ponerle mi espada en la gargantaa fin de poder hablar con vos. Antes de tachar mi método decobarde, os ruego que consideréis si vuestra propia estrategiano es igualmente cobarde y cruel.

Mientras hablaba, Hideyoshi levantó a Manju y le sostuvoen brazos. Al ver el alivio que se extendía por el semblante deNagamasa, avanzó bruscamente hacia él, depositó a Manju ensus brazos y se postró a sus pies.

—Os ruego fervientemente que me perdonéis por este actoviolento y brutal. En ningún momento me había propuesto ac-tuar así, y lo he hecho, ante todo, con la intención de aliviar enlo posible la ingrata situación en que se encuentra el señor No-bunaga. Pero también he considerado lamentable que vos, un

samurai que ha mostrado una resolución tan admirable hastael final, sea considerado en el futuro como un hombre que per-dió el dominio de sí mismo en sus últimos momentos. No osequivoquéis, mi señor: he hecho esto en parte por vuestro pro-pio bien. Os ruego que me concedáis la libertad de Oichi y sushijos.

No tenía la sensación de estar apelando al jefe enemigo. Seenfrentaba al alma de aquel hombre y le expresaba sin reservassus auténticas emociones. Tenía las palmas cruzadas sobre elpecho y se arrodillaba respetuosamente ante Nagamasa. Eraevidente que este gesto surgía de una sinceridad absoluta.

Nagamasa le escuchó en silencio con los ojos cerrados. Cru-zado de brazos y con los pies bien afianzados en el suelo, pa-recía una estatua revestida de armadura. Era como si Hideyo-shi rezara una plegaria al alma de Nagamasa, el cual, tal comoHideyoshi había afirmado al entrar en el castillo, parecía ha-berse convertido en un cadáver viviente.

Los corazones de los dos hombres, uno absorto en la pleg -ria, el otro resuelto a morir, entraron en contacto un solo mo-

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mentó. Se alzó la barrera entre enemigos y las complejas emo-ciones que Nagamasa sentía hacia Nobunaga se desprendieronsúbitamente de su cuerpo como la superficie encalada de unapared que se descascara.

—Mikawa, lleva al señor Hideyoshi a alguna parte y agasá-

 jale dur nte un rato. Necesito tiempo para despedirme.—¿Despediros?—Me voy de este mundo y quiero decir adiós a mi esposa y

mis hijos. Ya he previsto la muerte e incluso he celebrado unservicio fúnebre por mí mismo, pero... ¿puede la separación envida ser peor que la separación en el momento de morir? Creoque el enviado del señor Nobunaga convendrá en que es peor.

Impresionado, Hideyoshi alzó el rostro y miró a aquel hom-bre.

—¿Estáis diciendo que Oichi y sus hijos pueden irse?—Poner a mi mujer y mis hijos en brazos de la muerte y

dejarles perecer con este castillo era innoble. Resolví que micuerpo ya había muerto y, sin embargo, no me libré de mis

triviales prejuicios y malas pasiones. Vuestras palabras me hanavergonzado. Os ruego encarecidamente que cuidéis de Oichi,todavía tan joven, y de mis hijos.

—Con mi vida, señor.Hideyoshi inclinó la cabeza hasta tocar el suelo. En aquel

momento imaginó el semblante feliz de Nobunaga.

—Bien, entonces os veré más tarde —dijo Nagamasa y, vol-viéndose, echó a andar con largas zancadas hacia el torreón.Mikawa condujo a Hideyoshi a una habitación de invita-

dos, esta vez como enviado formal de Nobunaga.Los ojos de Hideyoshi reflejaban el alivio que sentía. En-

tonces se volvió hacia Mikawa.—Perdonad, pero ¿queréis esperar un momento mientras

hago una señal a los hombres que están fuera del castillo?—¿Una señal? —preguntó Mikawa con una suspicacia

comprensible.Pero Hideyoshi habló como si su petición fuese natural.—Así es. Prometí hacerlo cuando vine aquí por orden del

señor Nobunaga. Si las cosas no salían bien, tenía que comun -

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car mediante una señal de fuego el rechazo del señor Nagama-sa, incluso a costa de mi vida. Entonces el señor Nobunaga ata-caría el castillo de inmediato. En cambio, si todo salía bien ypodía entrevistarme con el señor Nagamasa, tenía que alzar unestandarte. En cualquier caso, convinimos que las tropas se li-

mitarían a esperar hasta que les diera una señal.Mikawa pareció sorprendido por tales preparativos, pero loque le sorprendió todavía más fue el cartucho de señales queHideyoshi había escondido cerca del hogar en la casa de té.

Después de alzar el estandarte y regresar a la habitación deinvitados, Hideyoshi se rió y dijo:

—Si hubiera visto que la situación era irremediable, tenía laintención de correr tan rápido como pudiera a la casa de té yarrojar el cartucho de señales al fuego del hogar. ¡Menuda ce-remonia del té habría sido!

Hideyoshi estaba a solas. Habían transcurrido más de tres

horas desde que Mikawa le llevara a la habitación de invitadosy le pidiera que esperase un momento.Aburrido, Hideyoshi pensó que realmente aquel hombre se

estaba tomando su tiempo. Las sombras del atardecer oscure-cían ya el techo calado de la sala vacía. Ya estaba lo bastanteoscuro para que encendieran lámparas, y cuando miró al ex-

terior vio que el sol poniente del otoño tardío teñía de intensocolor carmesí las montañas alrededor del castillo.El plato colocado ante él estaba vacío. Por fin oyó el sonido

de pisadas y un maestro del té entró en la estancia.—Como el castillo está asediado, me temo que tengo poco

que ofreceros, pero Su Señoría me ha pedido que os prepare lacena.

El maestro del té animó al invitado encendiendo un par delámparas.

—Mirad, en estas circunstancias no tenéis que preocuparospor mi cena. En lugar de eso, me gustaría hablar con el generalMikawa. Perdonad que os moleste, pero ¿podríais llamarle?

Mikawa se presentó poco después. En poco menos de cua-

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tro horas había envejecido diez años. Parecía haber perdidotodo su vigor y sus ojos evidenciaban que había llorado.

—Perdonadme —le dijo—. He sido terriblemente des-cortés.

—No es éste el momento de pensar en la etiqueta normal

—replicó Hideyoshi—, pero me pregunto qué está haciendo elseñor Nagamasa. ¿Se ha despedido de Oichi y los niños? Seestá haciendo tarde.

—Tenéis toda la razón, pero lo que el señor Nagamasa dijocon tal valentía al principio..., bien, ahora que está diciendo asu esposa e hijos que deben abandonarle para siempre..., creoque podéis imaginar... —El anciano general bajó los ojos y seenjugó las lágrimas con los dedos—. La señora Oichi dice queno quiere abandonar a su marido para volver con su hermano.No cesa de suplicarle, y por eso es difícil saber cuándo termi-narán.

—Sí, claro...—Ella incluso me ha suplicado, diciendo que cuando con-

trajo matrimonio resolvió que este castillo sería su tumba. Ha -ta la pequeña Chacha parece comprender lo que les sucede asus padres y llora que da lástima, preguntando por qué tieneque abandonar a su padre y por qué él ha de morir. Perdonad-me, general Hideyoshi..., soy descortés.

Hideyoshi simpatizaba con el sufriente Mikawa y enten-

día muy bien la aflicción de Nagamasa y Oichi. Se conmovíacon más facilidad que otros hombres, y ahora las lágrimas sedeslizaron rápidamente por sus mejillas. Aspiró por la narizrepetidas veces y miró el techo, pero no olvidaba su misión yse reprendió a sí mismo. No debía permitir que la mera emo-ción le extraviase. Se enjugó las lágrimas y apremió al an-ciano.

—He prometido esperar, pero no puedo hacerlo eterna-mente. Quisiera pediros que se establezca un tiempo límitepara su despedida. Vos podríais decir hasta qué hora, porejemplo.

—Naturalmente. Bien..., me responsabilizaré de ello, peroquisiera pediros que esperéis hasta la hora del jabalí. Puedo

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aseguraros que por entonces la madre y los niños habrán aban-donado el castillo.

Hideyoshi no se negó, a pesar de que no quedaba tantotiempo, pues Nobunaga estaba decidido a tomar Odani antesde la puesta del sol. Todo el ejército aguardaba expectante.

Aunque Hideyoshi había hecho ondear el estandarte indicadorde que el intento de rescate había tenido éxito, estaba transcu-rriendo demasiado tiempo. Nobunaga y sus generales no po-dían saber lo que ocurría dentro del castillo. Hideyoshi imagi-naba su perplejidad, las diversas opiniones expresadas en elcuartel general, la indecisión y la confusión en el semblante deNobunaga mientras escuchaba las voces de la duda.

—Sí, es razonable —convino Hideyoshi—. Así sea. Dejé-mosles despedirse sin prisas hasta la hora del jabalí.

Animado por el consentimiento de Hideyoshi, Mikawa sedirigió al torreón central. Por entonces los colores del atarde-cer ya se intensificaban. El maestro del té y sus ayudantes sir-vieron a Hideyoshi exquisiteces y sake que de ordinario no se

habrían encontrado en un castillo sometido a asedio.Cuando los sirvientes se retiraron, Hideyoshi bebió a solas.Parecía como si su cuerpo absorbiera el otoño desde la tazalacada de fino borde. Era un sake con el que uno no podríaemborracharse, frío y ligeramente amargo. Se dijo que tam-bién debía beberlo con entusiasmo y se preguntó: «¿Qué dife-

rencia hay entre quienes van a la muerte y quienes se quedanatrás? Supongo que podría decirse un solo instante, desde elpunto de vista filosófico a largo plazo, dado el flujo de los mile-nios». Intentó reírse, pero cada vez que bebía el sake le helabael corazón. En aquel silencio opresivo tenía la sensación de quelos sollozos pugnaban por exteriorizarse.

El llanto y la aflicción de Oichi, Nagamasa, los rostros ino-centes de los niños... Imaginaba lo que estaba sucediendo en eltorreón. Se preguntó lo que sentiría si estuviera en lugar deAsai Nagamasa. Al pensar así, sus emociones dieron un bruscogiro y recordó sus últimas palabras a Nene:

—Soy un samurai y esta vez es posible que muera en algunabatalla. Si me matan, tienes que volver a casarte antes de cum-

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plir los treinta años. Después de esa edad tu belleza se des-vanecerá y la posibilidad de un matrimonio feliz será muy re-mota. Eres una persona discreta, y es mejor que el ser humanotenga discernimiento en esta vida. Así pues, si has pasado delos treinta, elige un buen camino según tu discernimiento. No

voy a ordenarte que te cases de nuevo. Y una vez más, si tene-mos un hijo, planea un futuro para que ese hijo sea tu sostén,tanto si eres joven como entrada en años. No te abandones alas quejas de las mujeres. Piensa como una madre y emplea tudiscernimiento de madre en todo lo que hagas.

En algún momento se quedó dormido, lo cual no quieredecir que se hubiera tendido, sino que permaneció sentado einmóvil como si estuviera practicando meditación. De vez encuando cabeceaba. Tenía facilidad para dormir, una habilidadque había desarrollado durante las circunstancias desfavora-bles de su juventud, y era tan disciplinado que podía quedarsedormido cuando lo deseaba, al margen de la hora o el lugar.

Le despertó el sonido de un tamboril. Los sirvientes se ha-

bían llevado las bandejas de comida y el sake. Sólo las lámpa-ras brillaban todavía con una luz blanca. Su aturdimiento habíadesaparecido y ya no sentía fatiga. Se dio cuenta de que debíade haber dormido un buen rato. Al mismo tiempo sintió que leenvolvía una sensación de alegría. Antes de que se durmiera, laatmósfera del castillo había sido de tristeza y melancolía, pero

ahora había cambiado con los sonidos del tamboril, las voces ylas risas, y, de un modo extraño, una efusión de afabilidad pa-recía llegar flotando desde alguna parte.

Sin que pudiera evitarlo, se sentía como si estuviera embru- jado. Sin embargo, estaba claramente despierto y todo era real.Llegaba a sus oídos el sonido del tamboril y las palabras de uncanto. Los sonidos procedían del torreón y eran lejanos e in-confundibles, pero estaba seguro de que alguien se había echa-do a reír.

De repente Hideyoshi quiso estar entre la gente y salió a laterraza. Vio gran número de lámparas así como personas en laresidencia del señor, al otro lado del amplio jardín central. Unabrisa ligera transportaba el olor del sake, y cuando el viento

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sopló en su dirección, oyó al samurai que marcaba el ritmo conel tamboril y entonaba:

Las flores son carmesíes,las ciruelas están perfumadas.

Los sauces son verdesy el corazón de un hombre decide su valor.Hombres entre hombres,samurais que somos,flores entre floressamurais que somos.Así pasa la vida humana.¿Qué es sin algún placer?,aunque no llegues a ver el mañana.

No, sobre todo si no llegas a ver el mañana. Tal era la teoríaque Hideyoshi acariciaba. Él, que despreciaba la oscuridad yamaba la luz, había encontrado algo que era una bendición en

este mundo. Casi de un modo inconsciente caminó sin prisa endirección al jolgorio, atraído por las voces que cantaban. Lossirvientes pasaban corriendo por su lado, con grandes bandejasllenas de comida y un barril de sake.

Se apresuraban con el mismo afán que probablementemostrarían en la defensa del castillo. La fiesta era ciertamente

alegre y el vigor de la vida aparecía en todos los rostros. Erasuficiente para que Hideyoshi se sintiera un poco dubitativo.—¡Eh! ¿No sois el señor Hideyoshi?—Ah, general Mikawa.—No he podido hallaros en la habitación de invitados y os

buscaba por todas partes.Mikawa también tenía las mejillas enrojecidas por el sake y

ya no parecía tan ojeroso.—¿A qué viene este jaleo en el torreón? —le preguntó Hi-

deyoshi.—No os preocupéis. Tal como os he prometido, terminará

a la hora del jabalí. Dicen que, puesto que todos hemos de mo-rir, debemos hacerlo de una manera gloriosa. El señor Naga-

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masa y sus hombres están muy animados, por lo que ha hechoabrir todos los barriles de sake del castillo y convocado unaasamblea de los samurais. Así van a despedirse unos de otrosbebiendo antes de abandonar este mundo.

—¿Qué me decís de la despedida de su esposa e hijos?

—Nos hemos ocupado de ello.A pesar de su embriaguez, las lágrimas volvieron a agolpar-se en los ojos de Mikawa. Una asamblea de los samurais... Eraun acontecimiento habitual en todo clan, una ocasión en quelas rígidas divisiones entre clases y entre señor y servidores serelajaban, y todo el mundo disfrutaba con las canciones y laexaltación de la bebida.

La reunión tenía un doble propósito: era la despedida deNagamasa de sus servidores, que estaban a punto de morir, yde su esposa e hijos, los cuales vivirían.

—Pero voy a aburrirme si estoy ahí aislado hasta la hora del jabalí —dijo Hideyoshi—. Con vuestro permiso, me gustaríaasistir al banquete.

—Precisamente por ello os estaba buscando. Eso es tam-bién lo que desea Su Señoría.

—¡Cómo! ¿El señor Nagamasa quiere que asista?—Dice que si confía su esposa e hijos al clan Oda, debéis cui-

dar de ellos a partir de ahora, sobre todo de sus hijos pequeños.—¡No debe preocuparse! Y quisiera decírselo en persona.

¿Me llevaréis a su lado?Hideyoshi siguió a Mikawa hasta un gran salón de banque-tes. Todos los rostros se volvieron hacia él. El olor del sakeimpregnaba la atmósfera. Naturalmente, todos vestían arma-dura completa y cada hombre estaba resuelto a morir. Mori-rían juntos. Como flores agitadas por el viento, estaban dis-puestos a caer todos a la vez. Pero ahora, cuando se estabandivirtiendo lo mejor que podían, ¡de improviso allí estaba elenemigo! Muchos miraron furibundos a Hideyoshi, con losojos inyectados en sangre, unos ojos que habrían hecho enco-gerse de miedo a la mayoría de los hombres.

—Disculpadme —dijo Hideyoshi sin dirigirse a nadie enparticular.

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Entró en la sala, caminando con pasos cortos, y avanzó ha-cia Nagamasa, ante el cual se postró.

—Heme aquí, agradecido porque habéis ordenado que in-cluso a mí me sirvan una taza de sake. Con respecto al futurode vuestros hijos, podéis estar seguro de que los protegeré in-

cluso a costa de mi propia vida.Hideyoshi habló así de corrido. Si hubiera hecho una pausao dado la menor impresión de temor, los samurai que le ro-deaban, impulsados por la embriaguez y el odio, podrían haberemprendido alguna acción funesta.

—Ésa es mi petición, general Hideyoshi.Nagamasa le ofreció una taza y, cuando Hideyoshi la tomó

y se la llevó a los labios, el señor del castillo pareció satisfecho.El enviado de Oda no se había atrevido a mencionar los nom-bres de Oichi ni Nobunaga. La joven y bella esposa de Naga-masa estaba sentada con sus hijos en un lado de la sala, ocultostras un biombo plateado. Se acurrucaban como lirios que flore-cieran en el borde de un estanque. Hideyoshi observó por el

rabillo del ojo el parpadeo del farol plateado, pero no miródirectamente al grupo. Devolvió respetuosamente la taza a Na-gamasa.

—En estos momentos deberíamos olvidar que somos ene-migos —dijo Hideyoshi—. Ya que he aceptado este sake envuestra asamblea, si me dais permiso me gustaría interpretar

una breve danza.—¿Queréis bailar? —inquirió Nagamasa, expresando lasorpresa de todos los hombres presentes. Todos se sentían unpoco intimidados por aquel hombre menudo.

Oichi atrajo a los niños a sus rodillas, como una gallina ma-dre podría proteger a sus polluelos.

—No temáis —les susurró—. Aquí está vuestra madre.Tras recibir el permiso de Nagamasa para danzar, Hideyos-

hi se levantó y fue al centro de la sala. Estaba a punto de empe-zar cuando Manju gritó:

—¡Es él!Manju y Chacha se aferraron al regazo de su madre. Es-

taban mirando al hombre que antes les había asustado tanto.

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Hídeyoshi empezó a marcar el ritmo con el pie. Al mismo tiem-po abrió un abanico con un círculo rojo sobre fondo dorado.

Como tengo tanto ocio,miro la calabaza en el portal.

De vez en cuando, una brisa suaveinesperadamente aquí, casualmente allí,inesperada, casual,la enredadera de la calabaza,¡qué divertida!

Cantó con voz recia y danzó como si no hubiera otra cosaen su mente. Pero antes de que hubiera terminado la danza, seoyeron disparos desde una sección de la muralla del castillo.Siguió el estrépito de una descarga desde una distancia máscorta. Parecía como si las fuerzas tanto dentro como fuera delcastillo hubieran empezado a disparar al mismo tiempo.

—¡Maldita sea! —exclamó Hideyoshi, arrojando al suelo el

abanico.Todavía no era la hora del jabalí. Sin embargo, los hombresque estaban fuera del castillo no habían sabido nada de eseconvenio. Hideyoshi no les había dado una segunda señal.Creyendo que no atacarían, se habían sentido más o menosseguros. Pero ahora parecía que los estrategas del cuartel ge-

neral habían perdido la paciencia y decidido apremiar a Nobu-naga para que emprendiera la acción de inmediato.«¡Maldita sea!» El abanico de Hideyoshi cayó a los pies de

los generales del castillo, los cuales se habían levantado al mis-mo tiempo, y eso hizo que su atención se fijara en Hideyoshi, aquien hasta entonces no habían considerado como un enemigo.

—¡Un ataque! —gritó uno de los hombres.—¡El muy cobarde! ¡Nos ha mentido!Los samurais se dividieron. El grupo más numeroso corrió

al exterior mientras los hombres restantes rodeaban a Hi-deyoshi, dispuestos a acabar con él.

—¿Quién ha ordenado esto? —gritó de repente Nagamasaa voz en cuello—. ¡No le toquéis! ¡Este hombre no debe morir!

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—¡Pero el enemigo ha lanzado un ataque general! —repli-caron sus hombres como si le desafiaran.

Nagamasa hizo caso omiso de sus quejas.—¡Ogawa Denshiro y Nakajima Sakon! —llamó.Los dos hombres eran tutores de sus hijos. Cuando se ade-

lantaron y postraron ante él, Nagamasa llamó también a Fuji-kake Mikawa.—Vosotros tres protegeréis a mi esposa y mis hijos y guia-

réis a Hideyoshi fuera del castillo. ¡Marchaos ya!Entonces miró severamente a Hideyoshi y, calmándose

tanto como pudo, le dijo:—Muy bien, os los confío.La mujer y los niños se arrojaron a sus pies, pero él los

apartó.—Adiós —les gritó.Tras decir esta sola palabra, Nagamasa empuñó una alabar-

da y salió a la oscuridad llena de clamores.Uno de los lados del castillo estaba envuelto en llamas. Na-

gamasa se protegió instintivamente la cara con una manomientras corría. Astillas ardientes, como alas de fuego, le ro-zaron la cara. Una espesa humareda negra se alzaba desde elsuelo. Los dos primeros samurais de Oda que irrumpieron enel castillo ya habían gritado sus nombres. Las llamas habíanalcanzado la residencia en el torreón y corrían por los canalo-

nes más rápidamente de lo que el agua jamás había bajado porellos. Nagamasa observó a un grupo de hombres con cascos dehierro ocultos en aquella zona y de repente se abalanzó al lado.

—¡El enemigo!Los servidores más íntimos y los familiares permanecieron

a su alrededor y atacaron a las tropas invasoras. Por encima desus cabezas crepitaban las llamas y les rodeaba el humo negro.Los sonidos metálicos de las armaduras, el entrechocar de lan-zas y espadas llenaban el aire. El suelo quedó pronto cubiertopor los cuerpos de muertos y heridos. La mayor parte de lossoldados que estaban en el castillo siguieron a Nagamasa y lu-charon durante tanto tiempo como pudieron, y cada uno deellos tuvo una muerte gloriosa. Pocos fueron capturados o se

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rindieron. La caída del castillo de Odani no fue similar a laderrota de los Asakura en Echizen o del shogun en Kyoto. Así pues, podría decirse que el juicio de Nobunaga había sido acer-tado al elegir a Nagamasa por cuñado.

Los problemas de Hideyoshi, que había salvado a Oichi y a

sus hijos de las llamas, y los de Fujikake Mikawa, no tenían quever con la batalla. Si las tropas atacantes hubieran esperado tansólo media hora más, Hideyoshi y las personas a su cargo ha-brían podido salir fácilmente del castillo, pero unos minutosdespués de que salieran del torreón el interior del castillo es-taba en llamas y lleno de soldados que se batían, por lo que aHideyoshi le resultaba muy difícil proteger a los cuatro niños ysacarlos de allí.

Fujikake Mikawa llevaba la niña más pequeña a la espalda,Nakajima Sakon cargaba con su hermana, Hatsu, mientras queManju estaba atado a la espalda de su tutor, Ogawa Denshiro.

—Salta a mis hombros —dijo Hideyoshi a Chacha, pero lachiquilla se negó a separarse de su madre. Oichi la atrajo hacia

sí, como si no estuviera dispuesta a soltarla. Hideyoshi las se-paró bruscamente y las reprendió—. Sólo faltaría que sufrie-rais algún daño. Os lo ruego, esto es lo que me ha pedido elseñor Nagamasa.

No era aquél momento para tratarlas con simpatía, y aun-que sus palabras eran corteses, su tono asustaba. Oichi le cargó

a Chacha en la espalda.—¿Todo el mundo está listo? No os apartéis de mi lado.Señora, dadme la mano, por favor.

Con Chacha sobre los hombros, Hideyoshi cogió la manode Oichi y se puso en marcha. Oichi avanzó dando traspiés,apenas capaz de mantener el equilibrio. No tardó en liberar sumano de Hideyoshi sin decir una sola palabra y le siguió comola madre que era, medio enloquecida de temor por la seguri-dad de los niños que estaban delante y detrás de ella en mediode la contienda.

Nobunaga contemplaba las llamas del castillo de Odani,que ahora casi estaban lo bastante cerca para quemarle la cara.Las montañas y valles en los tres lados eran de color rojo, y el

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castillo en llamas rugía como un enorme horno de fundición.Cuando por fin las llamas se redujeron a cenizas humeantes

y todo hubo terminado, Nobunaga no pudo contener las lágri-mas por el destino de su hermana. «¡Ese idiota!», pensó, maldi-ciendo a Nagamasa.

Cuando todos los templos y monasterios del monte Hieifueron entregados a las llamas junto con las vida de cada monjey lego de la montaña, Nobunaga lo contempló sin conmoverse.Ahora aquellos mismos ojos estaban llenos de lágrimas. Lacarnicería del monte Hiei no podía compararse con la muertede su hermana.

Los seres humanos poseen intelecto e instinto, y éstos a me-nudo se contradicen. Sin embargo, Nobunaga tenía una gran feen su destrucción del monte Hiei; creía que al destruir una solamontaña podría prometer felicidad y prosperidad a innumera-bles seres humanos. La muerte de Nagamasa no tenía una im-portancia tan grande. Nagamasa había luchado con un sentidodel deber y el honor estrecho de miras, y Nobunaga se había

visto obligado a hacer lo mismo. Había pedido a su cuñado queabandonara su atrofiado sentido del deber y compartiera la vi-sión más amplia que él tenía. Ciertamente había tratado a Na-gamasa con mucha consideración y generosidad hasta el mis-mo final, pero esa generosidad debía tener un límite. Habríasido indulgente con su cuñado hasta aquella misma noche,

pero sus generales no lo permitirían.Aunque Takeda Shingen de Kai había muerto, sus genera-les y soldados seguían en perfectas condiciones, y se suponíaque las capacidades del hijo superaban a las del padre. Los en -migos de Nobunaga sólo estaban esperando que diera un tras-piés. Sería una locura aguardar pasivamente durante largotiempo en el norte de Omi después de que hubiera derrotado aEchizen de un solo golpe. Al escuchar esta clase de razona-miento y argumentación por parte de sus generales, inclusoNobunaga había sido incapaz de hablar en favor de su herma-na. Pero entonces Hideyoshi solicitó permiso para ser el envia-do de Nobunaga durante un solo día, y aunque había enviadouna señal de buenas noticias mientras aún había luz, llegó el

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crepúsculo, luego la noche y no había enviado ninguna otrainformación.

Los generales de Nobunaga estaban indignados.—¿Creéis que el enemigo le ha engañado?—Probablemente ha muerto.

—El enemigo planea alguna treta mientras estamos despre-venidos.Nobunaga se resignó y finalmente dio la orden de un ata-

que general. Pero tras haber tomado su decisión, se preguntó sino habría sacrificado la vida de Hideyoshi y su remordimientofue casi insoportable.

De repente un joven samurai revestido de negra armadurallegó corriendo con tal precipitación que casi golpeó a Nobu-naga con su lanza.

—¡Mi señor! —dijo jadeando.—¡Arrodíllate! —le ordenó un general—. ¡Y ponte la lanza

a la espalda!El joven samurai cayó pesadamente de rodillas bajo las mi-

radas de los servidores que rodeaban a Nobunaga.—El señor Hideyoshi acaba de regresar. Ha podido salirdel castillo sin contratiempo.

—¿Qué? ¿Hideyoshi ha vuelto? —exclamó Nobunaga—.¿Sólo? —se apresuró a preguntar.

—Ha venido con tres hombres del clan Asai y con la señora

Oichi y sus hijos.Nobunaga estaba temblando.—¿Estás seguro? ¿Los has visto?—Formo parte de un grupo que les ha protegido durante el

regreso, en cuanto salieron del castillo que era pasto de las lla-mas. Estaban exhaustos, así que los llevamos a un lugar seguroy les dimos agua. El señor Hideyoshi me ha ordenado que vi-niera corriendo para informaros.

—Eres un servidor de Hideyoshi —dijo Nobunaga—.¿Cómo te llamas?

—Soy su paje principal, Horio Mosuke.—Gracias por traer tan buena noticia. Ahora ve a descansar.—Gracias, mi señor, pero la batalla continúa.

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incluso oprimieron los corazones de los generales veteranosque estaban presentes. Sin embargo, Nobunaga parecía disgus-tado. Allí estaba su amada hermana por quien había estado tanpreocupado sólo unos momentos antes. ¿Por qué no la recibíacon vehemente alegría? ¿Acaso algo había echado a perder su

estado de ánimo? Los generales estaban consternados. La si-tuación era incomprensible incluso para Hideyoshi. Los serv -dores más íntimos de Nobunaga sufrían continuamente sus rá-pidos cambios de humor. Cuando veían la familiar expresiónen su rostro, ninguno de ellos podía hacer más que mantenerseen silencio, y en medio del silencio al mismo Nobunaga le re-sultaba difícil cobrar ánimo.

No eran muchos los servidores de Nobunaga capaces deadivinar sus pensamientos profundos y separarlos de su carác-ter malhumorado e introvertido. En realidad, Hideyoshi y elausente Akechi Mitsuhide eran los únicos que tenían esa habi-lidad.

Hideyoshi contempló la situación durante un momento y,

como nadie parecía dispuesto a hacer nada, se dirigió a Oichi.—Vamos, vamos, mi señora. Id a su lado y saludadle. Novais a quedaros aquí llorando de alegría. ¿Qué sucede? Soishermanos, ¿no?

Oichi no se movió. Ni siquiera podía mirar a su hermano ysólo pensaba en Nagamasa. Para ella, Nobunaga no era más

que el general enemigo que la había llevado allí tras matar a sumarido. Era una cautiva avergonzada en el campamento ene-migo.

Nobunaga conocía con exactitud los sentimientos de suhermana y por ello, junto con la satisfacción por su seguridad,sentía una repugnancia incontrolable hacia aquella mujer neciaque no podía comprender el gran amor de su hermano.

—Déjala, Hideyoshi, no malgastes la saliva.Nobunaga se levantó bruscamente de su escabel de campa-

ña. Entonces alzó una sección de la cortina que rodeaba sucuartel general.

—Odani ha caído —susurró, contemplando las llamas.Tanto los gritos de combate como los incendios del castillo

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se estaban extinguiendo, y la luna menguante arrojaba una luzblanca sobre las cumbres y los valles que aguardaban el alba.

En aquel momento un oficial y sus hombres subieron a todaprisa la cuesta, lanzando gritos de victoria. Cuando deposita-ron las cabezas de Asai Nagamasa y sus servidores ante Nobu-

naga, Oichi gritó y los niños aferrados a ella se echaron a llorar.—¡Que cese ese ruido! —gritó Nobunaga—. ¡Katsuie! ¡Llé-vate a los pequeños de aquí! Los dejo a tu cuidado... A Oichiy los niños. Date prisa y llévalos a algún sitio donde nadielos vea.

Entonces llamó a Hideyoshi y le dijo:—Tú estarás al frente de los que fueron dominios e Asai.Había decidido regresar a Gifu en cuanto cayera el castillo.Oichi necesitó ayuda para alejarse de allí. Más adelante se

casaría con Katsuie. Pero una de las tres hijas que habían ba- jado de la montaña en llamas aquella noche tendría un destinoaún más extraño que el de su madre. La mayor, Chacha, seríaen el futuro la señora Yodogomi, querida de Hideyoshi.

Comenzaba el tercer mes del año siguiente. Nene había re-cibido buenas noticias de su marido.

Aunque algunas paredes del castillo de Nagahama son to-

davía un poco ásperas, ha pasado tanto tiempo que apenaspuedo esperar a veros. Por favor, dile a mi madre que inicielos preparativos para trasladaros pronto aquí.

Con una nota tan breve habría sido difícil imaginar lo quesucedía, pero en realidad desde el Año Nuevo marido y mujerhabían intercambiado varias misivas. Hideyoshi no había teni-do ni un momento de ocio. Había llevado a cabo una campañade varios meses en las montañas al norte de Omi, y como erapreciso librar batallas aquí y allá, incluso cuando tenía algúnpequeño respiro pronto le enviaban corriendo a algún otrolugar.

Los servicios de Hideyoshi habían sido inmejorables du-

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rante la invasión de Odani. Nobunaga le recompensó conce-diéndole por primera vez su propio castillo y ciento ochentamil fanegas del antiguo dominio de Asai. Hasta entonces sólohabía sido un general, pero de un salto se unió a las filas de losseñores provinciales. Al mismo tiempo Nobunaga le impuso

un nuevo nombre: Hashiba.Aquel otoño Hashiba Hideyoshi empezó a sobresalir yahora estaba a la altura de los demás generales veteranos deOda. Sin embargo, su nuevo castillo de Odani no le satisfacía,pues era del tipo defensivo, apropiado para retirarse en él yresistir un asedio, pero no como base para una ofensiv . A tresleguas al sur, en la orilla del lago Biwa, había encontrado unsitio mejor donde residir, una aldea llamada Nagahama. Trasrecibir el permiso de Nobunaga, emprendió la construcción deinmediato. En primavera habían sidos completados el torreónde blancas paredes, los gruesos muros y los portales de hierro.

Hachikusa Hikoemon había recibido el encargo de escoltara la esposa y la madre de Hideyoshi desde Sunomata, y llegó de

Nagahama pocos días después de que Nene hubiera recibido lacarta de Hideyoshi. Transportaron a Nene y su suegra en pa-lanquines lacados, con una escolta de cien hombres.

La madre de Hideyoshi había pedido a Nene que pasaranpor Gifu y pidiera una audiencia con el señor Nobunaga paraagradecerle los muchos favores que les había concedido. Esto

le pareció a Nene una grave responsabilidad y lo consideró unaexperiencia penosa. Estaba segura de que si iba a Gifu y sepresentaba sola ante el señor Nobunaga, no podría hacer másque permanecer sentada y temblando.

Sin embargo, llegó el día y, dejando a su suegra en la po-sada, se encaminó sola al castillo, llevando regalos de Sunom -ta. Una vez en el castillo pareció olvidar su inquietud, miró a suseñor a la cara por primera vez y, al contrario de lo que habíaesperado, descubrió que estaba totalmente libre de prejuicios yera afable.

—Debes de haber hecho un gran esfuerzo, cuidando delcastillo y de tu suegra durante tanto tiempo. Y lo que es más,debes de haberte sentido muy sola.

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Nobunaga le habló con tal familiaridad que ella se diocuenta de que su propia familia debía de estar relacionada dealguna manera con aquel hombre. Tuvo la sensación de quepodía prescindir por completo de las reservas.

—Me siento indigna por vivir apaciblemente en casa mien-

tras otros están combatiendo. El cielo podría castigarme si mequejara de soledad.Nobunaga la interrumpió riendo.—No, no. Un corazón de mujer es un corazón de mujer y no

deberías ocultarlo. Al pensar en lo sola que estabas ocupándo-te de la casa llegarás a una comprensión más profunda de lasbuenas facetas de tu marido. Alguien escribió un poema al res-pecto. Dice más o menos así: «Al partir de viaje, el maridocomprende el valor de su esposa en la posada cargada de nie-ve». Imagino que Hideyoshi apenas puede esperar, y no sóloeso, sino que el castillo de Nagahama es nuevo. Esperar a solasdurante la campaña debe de haber sido penoso, pero cuandoos reunáis, seréis otra vez como recién casados.

Llena de rubor, Nene se postró. Debía de haber recordadoque era otra vez como una novia. Nobunaga supuso lo que es-taba pensando y sonrió.

Trajeron comida y tazas lacadas de color bermellón para elsake. Nene recibió la taza que le ofrecía su anfitrión y sorbió elsake con elegancia.

—Nene —le dijo él, riendo. Por fin capaz de mirarle direc-tamente, ella alzó los ojos, preguntándose qué iba a decirle—.Una sola cosa: no seas celosa.

—Sí, mi señor —respondió ella sin pensar, pero volvió aruborizarse.

También había llegado a sus oídos el rumor de una visitade Hideyoshi al castillo de Gifu en compañía de una hermosamujer.

—Hideyoshi es así. No es perfecto, pero piensa que uncuenco de té demasiado perfecto carece de encanto. Todo elmundo tiene defectos. Cuando una persona ordinaria tiene vi-cios, se convierte en una fuente de conflictos, pero son pocoslos hombres con las capacidades de Hideyoshi. A menudo me

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he preguntado qué clase de mujer elegiría a un hombre comoél. Ahora, después de conocerte, sé que Hideyoshi también de-be amarte. No seas celosa y vivid en armonía.

¿Cómo podía Nobunaga haber comprendido tan bien el co-razón de una mujer? Aunque le daba un poco de miedo, era un

hombre en el que tanto su marido como ella misma podíanconfiar. No sabía si sentirse complacida o azorada.Nene regresó a su alojamiento en la ciudad fortificada, pero

de lo que habló más a su suegra, que la aguardaba inquieta, nofue de la recomendación que le había hecho Nobunaga respec-to a los celos.

—Cuando alguien menciona el nombre de Nobunaga todoel mundo tiembla de miedo, y por eso me intrigaba qué clasede persona sería. Pero no creo que haya muchos señores eneste país más afectuosos que él. No alcanzo a imaginar cómoun hombre tan refinado podría convertirse en el terrible demo-nio que dicen que es a lomo de un caballo. También sabía algode ti, y ha dicho que tienes un hijo extraordinario y que debes

ser la persona más feliz de Japón. Afirma que hay muy pocoshombres como Hideyoshi en todo el país y que he elegido unbuen marido. Incluso me ha halagado diciéndome que soy muyperspicaz.

El viaje de las dos mujeres prosiguió apaciblemente. Cruza-ron Fuwa y por fin vieron desde sus palanquines la superficie

del lago Biwa en primavera.

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El ocaso de Kai

Takeda Katsuyori había visto la llegada de treinta primave-ras. Era más alto y fornido que su padre, Takeda Shingen, y

decían de él que era apuesto.Corría el tercer año tras la muerte de Shingen. El cuarto

mes sería el final del periodo oficial de duelo.La última orden de Shingen, «Ocultad vuestro duelo du-

rante tres años», había sido seguida al pie de la letra. Pero cadaaño, el día del aniversario de su muerte, las lámparas de todos

los templos de Kai, y en particular las del templo Eirin, eranencendidas para celebrar servicios fúnebres. Durante tres díasKatsuyori había abandonado todos los asuntos militares y, en-cerrado en el templo Bishamon, se había entregado a profun-das meditaciones.

El tercer día Katsuyori ordenó que se abrieran las puertas

del templo para que saliera el humo del incienso quemado du-rante el servicio fúnebre en memoria de Shingen. En cuantoKatsuyori se hubo cambiado de ropa, Atobe Oinosuke solicitóuna audiencia privada y urgente.

—Mi señor —le dijo Oinosuke—, os ruego que leáis estacarta en seguida y me deis vuestra respuesta. Bastará con quesea verbal, yo escribiré la réplica por vos.

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Katsuyori se apresuró a abrir la carta.—Veamos..., de Okazaki.Era evidente que llevaba algún tiempo esperando la carta,

y la expresión de su semblante al leerla no era ordinaria. Porun momento pareció incapaz de tomar una decisión.

Entre la vegetación joven de la primavera tardía se alzabael canto de una curruca. Katsuyori contempló el cielo a travésde la ventana.

—Comprendo. Ésa es mi respuesta.Oinosuke miró a su patrono.—¿Será suficiente, mi señor? —le preguntó, sólo para ase-

gurarse.—Lo será —respondió Katsuyori—. No deberíamos perder

esta oportunidad enviada por el cielo. El mensajero tiene queser un hombre digno de confianza.

—Éste es un asunto de extrema importancia. No tenéis ne-cesidad de preocuparos por eso.

Poco después de que Oinosuke hubiera abandonado el

templo, la Oficina de Asuntos de Estado efectuó una llamada alas armas. Hubo movimiento de soldados durante toda la no-che y una actividad constante tanto dentro como fuera del cas-tillo. Cuando amaneció, entre catorce y quince mil soldados,humedecidos por el rocío de la mañana, aguardaban ya silen-ciosamente en la explanada de formación fuera del castillo, y

seguían acudiendo más soldados. El sonido de la concha queindicaba la partida de las tropas sonó sobre las casas dormidasde Kofu varias veces antes de que saliera el sol.

Katsuyori sólo había dormido un poco durante la noche,pero ahora vestía armadura completa. No parecía soñoliento ysu cuerpo exudaba una salud extraordinaria y sueños de gran-deza, como el rocío sobre las hojas nuevas.

No había permanecido ocioso un solo día durante los tresaños transcurridos desde la muerte de su padre. Montañas yríos de fuerte corriente formaban poderosas defensas naturalesalrededor de Kai, pero él no se contentaba con la provincia quehabía heredado. Al fin y al cabo, estaba dotado de más valor yrecursos que su padre. De Katsuyori, al contrario que de los

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vastagos de tantos grandes clanes samurais, no podía decirseque fuese un hijo indigno. En cambio, sí podría afirmarse quesu orgullo, su sentido del deber y su destreza militar eran exce-sivos.

Por muy secreta que el clan hubiera intentado mantenerla,

la noticia de la muerte de Shingen se había filtrado a las provin-cias enemigas, y muchos la habían considerado una oportuni-dad demasiado buena para perderla. Los Uesugi habían efec-tuado un ataque repentino, los Hojo también habían cambiadode actitud. Y era evidente que, si se presentaba la ocasión, losOda y los Tokugawa llevarían a cabo incursiones desde sus re -pectivos territorios.

Como todo hijo de un gran hombre, Katsuyori se encontra-ba en una difícil posición. Sin embargo, jamás había deshonra-do el nombre de su padre y en casi todos los combates quelibraba se hacía con la victoria. Por este motivo se había ex-tendido el rumor de que la muerte de Shingen no era más queuna invención, pues parecía actuar cada vez que se presentaba

una oportunidad.—Los generales Baba y Yamagata han solicitado unaaudiencia antes de que comience la campaña —le anunció unservidor.

Cuando dieron este mensaje a Katsuyori el ejército estabaa punto de partir. Baba Nobufusa y Yamagata Masakage ha-

bían sido servidores de alto rango en la época de Shingen.—¿Están los dos preparados para marchar? —preguntóKatsuyori.

—Sí, mi señor —replicó el mensajero.Katsuyori hizo un gesto de asentimiento.—Entonces hazles pasar.Poco después los dos generales se presentaron ante Kat-

suyori, el cual ya sabía lo que iban a decirle. Baba fue el prime-ro en hablar.

—Como veis, hemos venido rápidamente al castillo sin lamenor dilación tras la llamada a las armas de anoche. Pero estoes extraordinario. No ha habido ningún consejo de guerra ynos gustaría saber cuáles son las perspectivas de esta campaña.

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Nuestra situación actual no nos permite el lujo de movimientosde tropas frivolos.

Yamagata tomó entonces la palabra.—Vuestro difunto padre, el señor Shingen, saboreó la

amarga copa de la derrota demasiadas veces cuando atacó al

oeste. Mikawa es pequeña, pero sus guerreros son valientes, ya estas alturas los Oda han tenido tiempo de proponer una se-rie de contramedidas. Si nos internamos demasiado, es posibleque no seamos capaces de salir.

Hablando por turno, los dos hombres plantearon sus ob- jeciones. Eran veteranos experimentados, adiestrados por elmismo Shingen, y no tenían en gran estima ni los recursos ni elvalor de Katsuyori. Por el contrario, los consideraban como unpeligro. Katsuyori se había dado cuenta de ello hacía algúntiempo, y su carácter no le permitía aceptar el consejo conse -vador de aquellos hombres, a saber, que lo mejor sería prote-ger las fronteras de Kai durante varios años.

—Sabéis bien que no emprendería una campaña temeraria.

Pedid los detalles a Oinosuke. Pero esta vez vamos a tomar contoda certeza los castillos de Okazaki y Hamamatsu. Les ense-ñaré cómo hacer realidad un sueño largamente acariciado. Te-nemos que mantener en secreto nuestra estrategia. No tengointención de decir a nuestros hombres lo que estamos haciendohasta que estemos encima del enemigo.

Katsuyori evitó diestramente las reconvenciones de sus dosgenerales, los cuales parecían desventurados.El consejo de que pidieran detalles a Oinosuke no les había

hecho gracia. No estaban acostumbrados a que les hablaran deaquella manera. Los dos compartían el mismo criterio, e inter-cambiaron miradas de profundo asombro. Las tropas se esta-ban moviendo sin que nadie les hubiera consultado, a ellos, losgenerales veteranos de Shingen, y quienes tomaban las decisio-nes eran los del jaez de Atobe Oinosuke.

Baba intentó hablar con Katsuyori una vez más.—Más adelante escucharemos todo cuanto el señor Oino-

suke tenga que decir, pero si primero nos dijerais una o dospalabras sobre este plan secreto, los viejos generales como no-

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sotros estaríamos en condiciones de elegir el lugar donde va-mos a morir.

—No voy a decir nada más —replicó Katsuyori, mirando alos hombres que le rodeaban. Entonces añadió severamente—:Me satisface vuestra preocupación, pero sé muy bien lo impor-

tante que es este asunto. Además, ahora no puedo abandonarel plan. Esta mañana he prestado juramento sobre las MihataTatenashi.

Cuando oyeron los nombres sagrados, los dos generales sepostraron y rezaron en silencio. Las Mihata Tatenashi eran reli-quias sagradas veneradas durante generaciones por el clan Ta-keda. La Mihata era la bandera del dios de la guerra, Hachi-man, y la Tatenashi, la armadura del fundador del clan. El clanTakeda tenía la regla inquebrantable de que un juramentoefectuado sobre esos objetos no podía romperse.

Al afirmar que actuaba bajo ese juramento sagrado, Kat-suyori quería decir que los dos generales no tenían más moti-vos para presentar objeciones. En aquel momento el sonido de

la concha indicó a las tropas que debían formar, obligando a losviejos generales a marcharse. Sin embargo, preocupados toda-vía por el sino del clan, cabalgaron hasta la posición de Oinosu-ke en las filas para hablar con él.

Oinosuke desalojó la zona y les informó orgullosamentedel plan. En Okazaki, gobernada ahora por Nobuyasu, el hijo

de Ieyasu, había un hombre encargado de las finanzas que sellamaba Oga Yashiro. Algún tiempo atrás Oga había cambiadosu lealtad al clan Takeda y ahora era un aliado leal de Kat-suyori.

El mensajero que llegó a Tsutsujigasaki dos días antes trajoconsigo una carta secreta de Oga, informándole de que la oca-sión estaba madura. Nobunaga se hallaba en la capital desdecomienzos del año. Incluso antes, cuando Nobunaga intentódestruir a los monjes guerreros de Nagashima, Ieyasu no enviórefuerzos, y se había producido cierta tensión en la alianza en-tre las dos provincias.

Cuando el ejército de Takeda atacara Mikawa con su cele-ridad legendaria, Oga encontraría el medio de sembrar la con-

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fusión en el castillo de Okazaki, abrir las puertas y dejar queentraran las fuerzas de Kai. Entonces Katsuyori mataría a No-buyasu y retendría a la familia Tokugawa como rehenes. Elcastillo de Hamamatsu sería obligado a rendirse y su guarni-ción se uniría al ejército de Takeda, dejando a Ieyasu sin otra

alternativa que la de huir a Ise o Mino.—¿Qué os parece? ¿No creéis que son buenas noticias delcielo?

Oinosuke habló orgullosamente, como si él hubiera sido elautor del plan. Los dos generales no deseaban escuchar nadamás. Dejaron a Oinosuke y regresaron a sus regimientos, mi-rándose en silencio.

—Baba, se dice que una provincia puede caer pero que lasmontañas y los ríos permanecen —dijo Yamagata con profun-da emoción—. Ninguno de nosotros quiere vivir para ver lasmontañas y ríos de una provincia en ruinas.

Baba hizo un gesto de asentimiento y replicó entristecido:—El fin de nuestras vidas se acerca rápidamente. Lo único

que podemos hacer es encontrar un buen lugar donde morir,seguir a nuestro antiguo señor y expiar el delito de ser conseje-ros indignos.

Las reputaciones de Baba y Yamagata como los generalesmás valientes de Shingen habían llegado mucho más allá de lasfronteras de Kai. Ambos hombres tenían el cabello gris cuando

Shingen vivía, pero después de su muerte habían encanecidorápidamente.Las hojas en las montañas de Kai eran de un verde joven y

tierno antes de que llegara el tórrido verano de aquel año, y lasaguas del río Fuefuki murmuraban la canción de la vida eterna.Pero ¿cuántos soldados se preguntaban si volverían a ver denuevo aquellas montañas?

El ejército ya no era lo que había sido en vida de Shin-gen. En el sonido de los estandartes que ondeaban al viento yde los pies en marcha había una nota quejumbrosa que afir-maba la incertidumbre de la vida. Pero los quince mil soldadostocaban sus tambores de guerra, desplegaban sus banderas ycruzaban la frontera de Kai, y su esplendor se reflejaba en

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los ojos de la gente con tanta brillantez como en la época deShingen.

De la misma manera que el color carmesí del sol ponienteera similar al sol del amanecer, adondequiera que uno mirase,ya a los pintorescos estandartes y banderas de cada regimiento,

ya a la nutrida caballería protegida con armadura que avan-zaba apretadamente alrededor de Katsuyori, no veía señal al-guna de declive. Katsuyori tenía una confianza suprema en sí mismo e imaginaba el castillo enemigo de Okazaki ya en susmanos. Con la taracea dorada de su visera reflejándose en susmejillas, el futuro de aquel joven general parecía brillante. Y locierto era que ya había obtenido victorias capaces de fomentarel espíritu de lucha de Kai, incluso después de la muerte delgran Shingen.

Partieron de Kai el primer día del quinto mes y finalmentecruzaron el monte Hira desde Totomi y entraron en Mikawa.Por la noche vivaquearon en la orilla de un río.

Desde la orilla contraria dos samurais enemigos nadaron

hacia ellos. Los guardianes los capturaron. Los dos hombreseran samurais de Tokugawa que habían sido expulsados de supropia provincia. Pidieron que les llevaran a presencia de Kat-suyori.

—¿Qué? ¿Por qué han venido aquí en su huida?Katsuyori sabía que eso sólo podía significar una cosa: la

traición de Oga había sido descubierta.El poderoso ejército de Katsuyori ya había entrado en Mi-kawa, y el dirigente se preguntaba una y otra vez si debía ata-car o retirarse. Estaba muy confuso y desalentado. Su estrate-gia había dependido de la traición de Oga y la confusión quecausaría en el castillo de Okazaki. El descubrimiento y la de-tención de Oga era un revés desastroso. Pero ya que había lle-gado hasta allí, no sería muy gallardo retroceder sin haber con-seguido nada. Por otro lado, un avance imprudente sería unerror. El carácter viril de Katsuyori estaba seriamente afectadopor la angustia, su naturaleza obstinada sufría al recordar que,cuando el ejército salía de Kai, Baba y Yamagata le habíanadvertido que no hiciera nada temerario.

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—Que tres mil soldados se dirijan a Nagashino —orde-nó—. Yo mismo atacaré el castillo de Yoshida y ocuparé todala zona.

Katsuyori levantó el campamento antes del alba y se pusoen marcha hacia Yoshida. Falto de confianza en el éxito, pren-

dió fuego a varias aldeas en una demostración de fuerza.No atacó el castillo de Yoshida, posiblemente porque Ieyasuy su hijo, Nobuyasu, habían eliminado por completo a los trai-dores y trasladado rápidamente sus tropas hasta Hajikami-gahara.

Mientras que el ejército de Katsuyori, incapaz de avanzar oretirarse, sólo podía tratar de preservar su dignidad, las fuerzasde Tokugawa habían destrozado a los rebeldes y avanzado rá-pidamente con gran ímpetu.

—¿Somos una provincia moribunda o en ascenso?Tal era su grito de guerra. Su número era pequeño, pero su

moral era totalmente distinta de la que tenían las tropas deKatsuyori.

Las vanguardias de los dos ejércitos tuvieron pequeñoschoques dos o tres veces en Hajikamigahara. Pero las fuerzasde Kai tampoco actuaban a la ligera y, comprendiendo que lessería difícil igualar el espíritu marcial del enemigo, se retiraronsúbitamente.

—¡A Nagashino! ¡A Nagashino! —gritaron.

Invirtieron con rapidez la dirección de su marcha, dieron laespalda a las fuerzas de Tokugawa y se alejaron como si tuvie-ran asuntos importantes que resolver en otra parte.

Nagashino era un antiguo campo de batalla y se decía de sucastillo que era inexpugnable. En la primera mitad del siglohabía sido controlado por el clan Imagawa, y más tarde el clanTakeda lo reclamó como parte de Kai. Pero entonces, en elprimer año de Tensho, Ieyasu tomó posesión de él y ahora logobernaba Okudaira Sadamasa, del clan Tokugawa, con unaguarnición de quinientos hombres.

Debido a su valor estratégico, Nagashino era el centro detoda clase de intrigas, traiciones y efusiones de sangre, inclusoen tiempo de paz.

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Al atardecer del octavo día del quinto mes, el ejército deKai había sitiado a la reducida guarnición del castillo.

El castillo de Nagashino se alzaba en la confluencia de losríos Taki y Ono, en la región montañosa de Mikawa oriental.Detrás de él, al nordeste, no había más que montañas. Su foso,

que obtenía el agua de las rápidas corrientes de ambos ríos,tenía una anchura que oscilaba entre ciento ochenta y trescie -tos pies. El talud tenía noventa pies de altura en el punto másbajo, mientras que el más alto era un precipicio de ciento cin-cuenta pies. La profundidad del agua no superaba los cinco oseis pies, pero la corriente era rápida, y había algunos lugaresde respetable profundidad donde el agua se alzaba espumean-te o se arremolinaba en furiosos rápidos.

—¡Qué ostentación! —dijo el gobernador del castillo deNagashino mientras examinaba la meticulosa disposición delas tropas de Katsuyori desde la torre vigía.

Más o menos desde el décimo día, Ieyasu había empezado aenviar mensajeros a Nobunaga varias veces cada jornada, in-

formando sobre la situación en Nagashino. Cualquier emer-gencia para los Tokugawa se consideraba una emergencia paralos Oda, y en la atmósfera del castillo de Gifu había ya unatensión desacostumbrada.

Nobunaga respondió afirmativamente pero no parecía procedera una movilización repentina. El consejo de guerr duró dos días.

—No hay ninguna esperanza de victoria —le previno MoriKawachi—. Movilizar al ejército sería inútil.—¡No! ¡Eso sería dar la espalda a nuestro deber! —argüyó

alguien.Otros, entre ellos Nobumori, adoptaron una posición inter-

media.—Como dice el general Mori, es evidente que las posibili-

dades de victoria contra Kai son mínimas, pero si no moviliza-mos nuestras tropas los Tokugawa pueden acusarnos de malafe y, si no nos andamos con cuidado, no es imposible que cam-bien de bando, llegando a un acuerdo con el ejército de Kai, yse vuelvan contra nosotros. Creo que lo mejor será efectuar undespliegue pasivo de las tropas.

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respetuoso. Al ver el volumen de las tropas y el equipo reunidopor la poderosa provincia con la que estaban aliados, sentíanuna mezcla de alivio y envidia. Cuando los treinta mil soldadosde Oda pasaron con sus diversas banderas, insignias y estan-dartes de mando, era difícil determinar el número de cuerpos

en que estaban divididos.—¡Mirad cuántas armas de fuego tienen! —exclamaba consorpresa la gente alineada en el margen de la carretera.

Los soldados de Tokugawa no podían ocultar su envidia,pues de los treinta mil soldados de Nobunaga, cerca de diez mileran mosqueteros y artilleros, y arrastraban enormes cañonesde hierro colado. Pero lo más extraño de todo era que casi to-dos los soldados de infantería que no llevaban un arma de fue-go al hombro estaban provistos de una estaca como las usadaspara levantar una empalizada y un trozo de cuerda.

—¿Qué creéis que van a hacer con todas esas estacas?—preguntaban los espectadores.

El ejército de Tokugawa que había partido al frente aquella

mañana estaba formado por menos de ocho mil hombres, y éseera el grueso del ejército. Lo único que no les faltaba era moral.Para los Oda, aquél era un territorio ajeno, una zona a la

que acudían como tropas de refuerzo, mas para los guerrerosdel clan Tokugawa era la tierra de sus antepasados, una tierraen la que el enemigo no debía dar un solo paso y en la que no

había ningún lugar donde retirarse. Incluso los soldados de in-fantería tenían esa firme creencia desde que se pusieron enmarcha y compartían cierto sentimiento trágico. Al compararsu equipo con el del ejército de Oda se daban cuenta de suinferioridad, de que incluso no era posible la comparación.Pero ellos no se sentían inferiores. Cuando se hubieron distan-ciado varias leguas del pueblo fortificado, las tropas de Toku-gawa apretaron el paso. Al acercarse al pueblo de Ushikubocambiaron de dirección, alejándose apresuradamente de lastropas de Oda y encaminándose a Shidaragahara como nubesde tormenta.

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El monte Gokurakuji se alzaba frente a la planicie de Shi-daragahara, y desde su cima podían divisarse las posiciones deTakeda en Tobigasu, Kiyoida y Arumigahara.

Nobunaga estableció su cuartel general e el monte Goku-rakuji, mientras que Ieyasu eligió el monte Danjo. Los treinta y

ocho mil soldados que Tokugawa y Oda desplegaron en esasdos montañas ya habían terminado sus preparativos para la b -talla inminente.

El cielo estaba cubierto de nubes, pero no había indicios derelámpagos ni viento.

Los generales de los dos clanes se reunieron en la cima delmonte Gokurakuji para celebrar una conferencia militar con-

 junta. En medio de la conferencia, anunciaron a Ieyasu que losexploradores acababan de regresar. Al oír esto, Nobunagadijo:

—Llegan en buen momento. Traedlos aquí para que todosescuchemos los informes sobre los movimientos del enemigo.

Los dos exploradores presentaron sus informes de una ma-

nera bastante pomposa. El primero empezó así:—El señor Katsuyori ha instalado su cuartel general al oes-

te de Arumigahara. Sus servidores y caballeros son realmenterobustos. Las tropas parecen llegar a cuatro mil hombres, cuyoaspecto es de total serenidad y seguridad en sí mismos.

—Obata Nobusada y su unidad de ataque están inspeccio-

nando la batalla desde una colina baja un poco al sur de Kiyoi-da —siguió diciendo el otro—. He visto que el ejército princi-pal de unos tres mil hombres al mando de Naito Shuri estáacampado desde Kiyoida a Asai. El ala izquierda, que tambiénconsta de unos tres mil, está bajo las banderas de YamagataMasakage y Oyamada Nobushige. Finalmente, el ala derechase encuentra a las órdenes de Anayama Baisetsu y Baba Nobu-fusa. Parecen impresionantes en extremo.

—¿Qué nos decís de las tropas que sitian el castillo de Na-gashino? —preguntó Ieyasu.

—Unos dos mil soldados han permanecido alrededor delcastillo y lo controlan. También parece haber un cuerpo de vi-gilancia en una colina al oeste del castillo, y es posible que cer-

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ca de un millar de soldados estén ocultos en las fortalezas al-rededor de Tobigasu.

Los informes de los dos hombres fueron, en general, bas-tante incompletos. Pero los generales de las unidades que ha-bían mencionado eran famosos a más no poder por su valor y

ferocidad, mientras que Baba y Obata eran estrategas de repu-tación inmensa. Los generales de Oda y Tokugawa palidecie-ron al escuchar el informe que daban los exploradores sobrelas posiciones del enemigo, la vehemencia de su voluntad delucha, su serenidad y confianza en sí mismos.

Permanecieron en silencio, como hombres embargados porel temor poco antes de una batalla. De repente Sakai Tadat-sugu habló alzando tanto la voz que sorprendió a cuantos lerodeaban.

—El resultado ya está claro. No hay necesidad de más dis-cusión. ¿Cómo un enemigo en número tan escaso podría resis-tir a nuestro enorme ejército?

—¡Ya hemos conferenciado bastante! —convino Nobuna-

ga, dándose una palmada en la rodilla—. Tadatsugu ha habla-do admirablemente. A los ojos de un cobarde, la grulla quevuela sobre los arrozales parece un estandarte enemigo y lehace temblar de miedo. —Se echó a reír—. Me siento muy ali-viado por los informes de estos dos hombres. ¡Tenemos quecelebrarlo, señor Ieyasu!

La alabanza que acababa de recibir hizo que Sakai Tadat-sugu se entusiasmara demasiado.—En mi opinión, la mayor debilidad del enemigo está en

Tobigasu —afirmó—. Si seguimos una ruta indirecta y golpea-mos su punto débil desde la retaguardia con algunos soldadosarmados ligeramente, la moral de todo su ejército será presa dela confusión y nuestros hombres...

—¡Tadatsugu! —dijo severamente Nobunaga—. ¿De quésirve semejante táctica en esta gran batalla? No seas presun-tuoso. ¡Creo que será mejor que se retire todo el mundo!

Utilizando la reprimenda como excusa, Nobunaga suspen-dió la conferencia. El avergonzado Tadatsugu se marchó conlos demás.

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Sin embargo, cuando todos hubieron salido, Nobunaga sedirigió a Ieyasu.

—Perdonadme por reprender tan severamente al valienteTadatsugu delante de los demás. Creo que su plan es excelente,pero temía que pudiera filtrarse al enemigo. ¿Le consolaréis

más tarde?—No, es evidente que Tadatsugu ha cometido una indiscre-ción al revelar nuestros planes, aun cuando estuviera entrealiados. Ha sido una buena lección para él. Y también yo heaprendido algo.

—Le he reprendido con tal severidad que dudo de quenuestros propios hombres esperen que utilicemos el plan. Lla-mad a Tadatsugu y dadle permiso para lanzar un ataque porsorpresa sobre Tobigasu.

—Estoy seguro de que está deseando oír eso.Ieyasu llamó a Tadatsugu y le puso al corriente de los de-

seos de Nobunaga.—Partiré cuando se ponga el sol, mi señor —fueron las úni-

cas palabras de Tadatsugu.También Nobunaga habló muy poco. Sin embargo, asignóquinientos de sus mosqueteros a Tadatsugu. El total de la fue -za comprendía más de tres mil hombres.

Abandonaron el campamento al anochecer, en la oscuri-dad absoluta del quinto mes. Más o menos cuando se pusieron

en marcha, una cortina de blanca lluvia cruzó en diagonal laoscuridad. El aguacero les empapó mientras avanzaban en si-lencio.

Antes de ascender al monte Matsu, la compañía se ocultóen el recinto de un templo al pie de la montaña. Los soldadosse quitaron las armaduras, dejaron atrás los caballos y se echa-ron al hombro el equipo que podían llevar consigo.

La cuesta era demasiado empinada y estaba embarrada acausa de la lluvia torrencial. Cada vez que los hombres dabanun paso, resbalaban hacia atrás. Aferrándose a las astas de laslanzas y las manos de sus camaradas que iban delante, escala-ron las trescientas cincuenta varas hasta la cima.

Una pálida blancura empezaba a aparecer en el cielo noc-

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turno, anunciando la inminencia del alba. Las nubes comen-zaron a separarse, y el esplendor del sol matinal atravesó elespeso mar de niebla.

—¡Está aclarando!—¡El cielo nos da suerte!

—¡Las condiciones son perfectas!En lo alto de la montaña, los hombres se pusieron las arma-duras y se dividieron en dos grupos. El primero lanzaría unataque al amanecer contra la fortaleza del enemigo en la mon-taña, y el otro atacaría Tobigasu.

Los Takeda habían subestimado el peligro, y ahora desper-taban gritando llenos de confusión. Los incendios provocadospor las fuerzas de Tadatsugu hiceron elevarse una negra huma-reda desde la fortaleza en la montaña. Los Takeda emprendie-ron una fuga desordenada hacia Tobigasu, pero por entoncesla segunda división de Tadatsugu ya había abierto una brechaen los muros del castillo.

La noche anterior, poco después de la partida de Tadat-

sugu, todo el ejército de Nobunaga había recibido la orden deavanzar, pero no sería aquél el comienzo de la batalla.

El ejército desafió a la intensa lluvia y avanzó hacia las pro-ximidades del monte Chausu. Desde ese momento hasta elamanecer, los soldados clavaron en el suelo las estacas que lle-vaban y las unieron con cuerdas para formar una empalizada

que parecía un ciempiés serpenteante.Cuando faltaba poco para el amanecer, Nobunaga inspec-cionó las defensas a lomo de caballo. La lluvia había cesado yel tendido de la empalizada estaba completo.

Nobunaga se volvió hacia los generales de Tokugawa y,riendo, les gritó:

—¡Vais a ver! Hoy dejaremos que el ejército de Kai seaproxime y entonces los trataremos como alondras que mudande pluma.

Los generales lo dudaban e imaginaban que sólo trataba detranquilizarles. Pero lo que podían ver claramente era que lossoldados de Gifu, las tropas que habían acarreado las estacas ycuerdas desde Okazaki, estaban ahora en el campo de batalla,

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y las treinta mil estacas se habían convertido en una larga yserpenteante empalizada.

—¡Dejemos que vengan las tropas selectas de Kai!Sin embargo, la misma construcción no podía utilizarse

para atacar al enemigo, y a fin de aniquilarlo como Nobunaga

había descrito, tendrían que atraerlo hacia la empalizada. Paratentarle, enviaron fuera de la empalizada una de las unidadesde Sakuma Nobumori y los mosqueteros de Okubo Tadayoque esperarían al enemigo.

De repente un coro de voces se alzó hacia el cielo. Los Ta-keda no se habían precavido lo suficiente y lanzaban gritos deconsternación al ver la negra humareda que se alzaba por ladirección de Tobigasu. a su espalda.

—¡El enemigo también está detrás de nosotros!—¡Intentan presionar por la retaguardia!Cuando su agitación empezaba a transformarse en pánico,

Katsuyori dio la orden de atacar.—¡No os retraséis ni un momento! ¡Esperar al enemigo

sólo servirá para darle la ventaja!Su confianza en sí mismo, y la fe de las tropas basada en esa

confianza, equivalían a su credo: «¡No me preguntéis siquiera!¡Tened fe en un valor marcial que jamás ha conocido la derrotadesde los tiempos del señor Shingen!».

Pero la civilización avanza como un caballo a todo galope.

Los bárbaros del sur, los portugueses, habían revolucionado laguerra con la introducción de las armas de fuego. Era una lásti-ma que Takeda Shingen no hubiera tenido la sagacidad de pre-verlo. Kai, protegida por sus montañas, barrancos y ríos, es-taba separada del centro de la acción, donde los avances delprogreso tenían una aplicación inmediata, y aislada de las in-fluencias extranjeras. Además, sus samurais adolecían de unaobstinación y un engreimiento propios de los naturales de unaprovincia montañosa. Sus deficiencias apenas les causaban te-mor y no deseaban estudiar los procedimientos de otras tierras.El resultado era que confiaban por entero en su caballería y sustropas de élite. Las fuerzas al mando de Yamagata atacaroncon ferocidad a las tropas de Sakuma Nobumori fuera de la

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empalizada. En cambio, Nobunaga había planeado una estra-tegia plenamente científica, utilizando técnicas y armas mo-dernas.

La lluvia había cesado y el terreno estaba lleno de barro.El ala izquierda del ejército de Kai, es decir, los dos mil

hombres al mando de Yamagata, recibieron la orden de éste deno atacar la empalizada y siguieron una ruta tortuosa para pa-sarla por alto. Pero el cenagal era horrible. El aguacero de lanoche anterior había causado el desbordamiento del arroyo.Ni siquiera Yamagata, que había examinado detenidamente elterreno de antemano, había previsto esa calamidad natural.Los soldados se hundían en el barro hasta las espinillas. Loscaballos eran incapaces de moverse.

Su penosa situación empeoró cuando los mosqueteros deOda al mando de Okubo empezaron a disparar contra el flancode Yamagata.

—¡Dad la vuelta!Esta orden hizo que el ejército cubierto de barro volviera a

cambiar de dirección y se abalanzara hacia los mosqueteros deOkubo. Pequeñas rociadas de barro parecían salpicar a los dosmil hombres enfundados en armaduras. Alcanzados por losproyectiles, caían dando alaridos y sangrando. Pisoteados porsus propios caballos, gritaban en patética confusión.

Finalmente los ejércitos chocaron. La guerra estaba cam-

biando desde hacía décadas. El antiguo estilo de lucha en elque cada samurai decía su nombre y declaraba que era des-cendiente de Fulano y su patrono era el señor de tal o cualprovincia estaba desapareciendo con rapidez.

Así pues, una vez que empezó el combate cuerpo a cuerpoy los aceros se trabaron, el horror fue indescriptible.

Las mejores armas eran las de fuego seguidas por la lanza.Ésta no se utilizaba para clavarla, sino que se blandía y golpe -ba con ella, y ésos eran los métodos enseñados para el campode batalla. Por ello se creía que la principal ventaja estribabaen la longitud, y había lanzas con astas entre doce y dieciochopies de largo.

Los soldados rasos carecían del adiestramiento y el valor

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que exigía la situación, y sólo eran realmente capaces de gol-pear con sus lanzas. Por ello en muchas ocasiones un guerrerohábil se abalanzaba entre ellos con una lanza corta, acometíaen todas las direcciones y, casi con facilidad, conseguía la famaotorgada a un solo guerrero que había derribado a docenas de

hombres.Atacadas por enjambres de tales hombres, tanto las fuerzasde Tokugawa como las de Oda eran impotentes. La unidad deOkubo fue aniquilada casi al instante. Sin embargo, si la uni-dad de Okubo y las fuerzas de Sakuma estaban fuera de la em-palizada era para atraer al enmigo al interior de ésta, no paravencer. Por esta razón habrían hecho bien en dar la vuelta yhuir. Pero en cuanto vieron las caras de los soldados de Kaiante ellos, no pudieron evitar que los años de animosidad infla-maran sus corazones.

—¡Venid a por nosotros! —gritaron.Tampoco iban a tolerar las burlas e insultos de los guerre-

ros de Kai. Inevitablemente, los hombres de Oda dejaron la

cautela de lado en medio de la sangría y sólo pensaron en suprovincia y sus reputaciones.Mientras ocurría todo esto, Katsuyori y sus generales de-

bieron de pensar que era el momento adecuado, pues los ba-tallones centrales del ejército de quince mil hombres de Kaiiniciaron su avance como una nube gigantesca. Sus formacio-

nes ordenadas se dividieron como una inmensa bandada deaves que emprendiera el vuelo, y cuando por fin se aproxima-ron a la empalizada, cada unidad lanzaba simultáneamente susgritos de guerra.

A los ojos de los Takeda, la empalizada de madera no pa-recía gran cosa. Creyeron que se abrirían paso con una solacarga, avanzando hacia el centro del ejército de Oda como untaladro.

Lanzando un grito de guerra, las fuerzas de Kai atacaron laempalizada. Estaban decididos..., algunos trataron de encara-marse, otros de derribar la valla con enormes mazos y barrasde hierro, otros de serrar las estacas, y hubo quienes las roci -ron de aceite y prendieron fuego.

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Hasta entonces Nobunaga había dejado la lucha en manosde las unidades de Sakuma y Okubo fuera de la empalizada, ylas tropas en el monte Chausu permanecían en silencio. Perode repente...

—¡Ahora!

El dorado abanico de guerra de Nobunaga cortó el aire ylos comandantes de los regimientos con armas de fuego compi-tieron entre ellos gritando la orden.

—¡Fuego!—¡Fuego!Las andanadas hicieron temblar el suelo. La montaña se

hendió y las nubes se desgarraron. La humareda de la pólvoraenvolvía la empalizada, y los hombres y caballos del ejércitode Kai cayeron como mosquitos y formaron montones de ca-dáveres.

—¡No os retiréis! —les ordenaron sus comandantes—. ¡Se-guidme!

Los soldados atacaron temerariamente la empalizada, sal-

tando sobre los cuerpos de sus camaradas, pero fueron incapa-ces de evitar la siguiente lluvia de balas. Lanzando gritos pa-téticos, acabaron también muertos.

Al final el ejército de Kai no pudo seguir manteniéndosefirme.

—¡Retirada! —gritaron cuatro o cinco comandantes mon-

tados, haciendo retroceder sus caballos.A pesar del pánico que sentían, de alguna manera lograrondar la orden. Uno de ellos cayó cubierto de sangre, mientrasotro salió despedido de su caballo, que se derrumbó alcanzadopor las balas.

Pero a pesar de la derrota que habían sufrido, su espírituseguía incólume. Habían perdido casi un tercio de sus hombresen la primera carga, pero en el mismo instante que se retiraron,una nueva fuerza se apresuró hacia la empalizada. La sangreque había salpicado las treinta mil estacas aún no se había se-cado.

El fuego procedente de la empalizada respondió directa-mente a su carga, como si dijera: «Os estábamos esperando».

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Lanzando iracundas miradas a la empalizada teñida de rojopor la sangre de sus camaradas, los fieros soldados de Kai at -caron gritando, alentándose unos a otros y jurando que jamás. retrocederían una sola vara.

—¡Es hora de morir!

—¡A nuestra muerte!—¡Hagamos un escudo de la muerte para que los otros pue-dan saltar por encima de nosotros!

El «escudo de la muerte» era una táctica desesperada en laque los soldados del frente se sacrificaban para proteger elavance de la fila siguiente. Entonces esa fila actuaba a su vezcomo un escudo para las tropas que les seguían, y de esta ma-nera los soldados adelantaban paso a paso. Se trataba de unamanera terrible de avanzar.

Eran, desde luego, unos hombres valientes, pero sin dudaaquella carga no era más que una inútil exhibición de fuerzabruta. Y no obstante, entre los generales que dirigían el asaltohabía tácticos capacitados.

Por supuesto, Katsuyori estaba en la retaguardia, instandoa sus hombres a que avanzaran, pero si sus comandantes hubie-ran sabido que la victoria era del todo imposible, no habríahabido razón alguna para pedir un sacrificio tan inmenso y em-pujar repetidamente a las tropas demasiado lejos.

—¡Hay que derribar esa pared!

Debían de creer que podrían hacerlo. Una vez disparadaslas armas de fuego de aquella época, cargar otro proyectil yañadir la pólvora requería tiempo. Así pues, tras el disparo deuna andanada, los estampidos cesaban durante un rato. Losgenerales de Kai consideraban ese intervalo como una ventanade la que debían aprovecharse. Por eso no les repugnó emplearel «escudo de la muerte».

Sin embargo, Nobunaga había considerado ese punto débile ideado nuevas tácticas para las nuevas armas. En este casodividió sus tres mil mosqueteros en tres grupos. Cuando losprimeros m;l hombres hubieran disparado sus armas, cada unose haría rápidamente a un lado y el segundo grupo avanzaríaentre sus filas, disparando de inmediato su andanada. Enton-

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ees también ellos abrirían sus filas y serían sustituidos en segui-da por el tercer grupo. De esta manera, el intervalo que el ene-migo tanto esperaba no se le dio en toda la batalla.

Una vez más hubo aberturas en diversos lugares de la em-palizada. Midiendo los intervalos entre uno y otro ataque, las

unidades de lanceros de Oda y Tokugawa podían salir corrien-do desde el interior de la empalizada y golpear rápidamenteambas alas del ejército de Kai.

Obstruidos por la empalizada protectora y las andanadasde disparos, los soldados de Kai eran incapaces de avanzar.Cuando intentaban retirarse, fueron hostigados por la persecu-ción del enemigo y el ataque en pinza. Ahora los guerreros deKai, que tanto se enorgullecían de su disciplina y adiestramien-to, no tenían un solo momento para exhibir su valor.

La unidad de Yamagata se había retirado por completo, de- jando detrás un gran número de hombres que habían sacrific -do sus vidas. El único que no había caído en la trampa eraBaba Nobufusa.

Baba se había enfrentado a las tropas de Sakuma Nobumo-ri, pero como éste no había sido inicialmente más que un se-ñuelo, las tropas de Oda fingieron una retirada. La unidad deBaba fue tras ellos y se apoderó del campamento en Maruya-ma, pero Baba había dado órdenes de no adentrarse más y noenvió un solo soldado más allá de Maruyama.

—¿Por qué no avanzáis? —preguntaban repetidamente aBaba tanto el cuartel general de Katsuyori como sus propiosoficiales.

Pero Baba no se movía.—Tengo mis propias razones para meditar un momento, y

peñero quedarme aquí y observar lo que está ocurriendo. Losdemás podéis avanzar y conseguir la gloria.

Cada comandante que se acercaba lo suficiente para atacarla empalizada se encontraba con la misma derrota abrumado-ra. Entonces Katsuie y Hideyoshi condujeron sus batallones auna distancia considerable alrededor de los pueblos, hacia elnorte, y empezaron a aislar de la línea del frente al cuartel ge-neral del ejército de Kai.

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Era casi mediodía y el sol estaba alto en un cielo que pro-metía el final de la estación lluviosa. Ahora abrasaba la tierracon un calor abrupto y un color que anunciaba un verano ar-diente.

Las hostilidades se habían iniciado al amanecer, en la se-

gunda mitad de la hora del tigre. Con el cambio continuo denuevas tropas, los hombres del ejército de Kai estaban bañadosen sudor y respiraban con dificultad. La sangre derramada porla mañana se había secado como cola sobre el cuero de las ar-maduras, los cabellos y la piel. Y ahora había sangre frescadondequiera que uno mirase.

Detrás del ejército central, Katsuyori aullaba como un de-monio. Finalmente había enviado a todos los batallones, inclui-da la unidad de reserva que solía retenerse para emergencias.Si Katsuyori hubiera comprendido la situación con mayor rapi-dez, podría haber zanjado el asunto sólo con una fracción delos daños sufridos por su ejército. Lo que hizo, en cambio, fueconvertir a cada momento un pequeño error en uno monstruo-

so. En una palabra, lo que importaba en aquella batalla no erasimplemente el espíritu marcial y el valor. Era lo mismo que silas fuerzas de Nobunaga e Ieyasu hubieran tendido trampas enlos cazaderos y esperado a que acudieran patos silvestres o ja-balíes. Los regimientos de Kai que atacaban con tal fiereza nohicieron más que perder sus valiosos soldados en un insensato

«escudo de la muerte».Se dijo que, desafortunadamente, incluso Yamagata Ma-sakage, quien tan bien había luchado con el ala izquierdadesde la mañana, había caído en combate. Otros generales fa-mosos, hombres de gran valor, cayeron uno tras otro, hastaque muertos y heridos abarcaban más de la mitad de todo elejército.

—Es evidente que el enemigo va a ser derrotado. ¿No eséste el momento apropiado?

El general que así decía era Sassa Narimasa, el cual habíaestado observando la batalla con Nobunaga.

Nobunaga encargó de inmediato a Narimasa que transm -tiera sus órdenes a las tropas dentro de la empalizada.

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—Abandonad la empalizada y atacad. ¡Destruidlos atodos!

Incluso el cuartel general de Katsuyori se vino abajo en elataque. Las fuerzas de Tokugawa avanzaron por la izquierda.Las de Oda irrumpieron en la vanguardia de los Takeda y lle-

varon a cabo un feroz asalto del ejército central. Atrapados enel medio, las numerosas banderas de las unidades, estandartesde mando, banderas de señales, caballos que relinchaban des-pavoridos, relucientes armaduras, lanzas y espadas que cente-lleaban como constelaciones alrededor de Katsuyori estabanahora envueltos en sangre y pánico.

Sólo las fuerzas de Baba Nobufusa, que habían permaneci-do en Maruyama, seguían intactas. Baba envió un samurai aKatsuyori con un mensaje solicitando la retirada.

Katsuyori, lleno de irritación, golpeó el suelo con un pie,pero no podía oponerse tercamente a la realidad. El cuerpocentral del ejército se había retirado, derrotado y cubierto desangre.

—Deberíamos retirarnos temporalmente, mi señor.—Olvidad vuestra cólera y pensad en cuáles son nuestrasperspectivas.

Dirigiendo desesperadamente a los hombres del campa-mento principal, los generales de Katsuyori lograron de algunamanera sacarle de la trampa en que había caído. El enemigo

vio claramente que el ejército central de Kai se retiraba en des-orden.Tras acompañar a Katsuyori a un puente cercano, los ge-

nerales volvieron atrás, formando una retaguardia para lucharcon las tropas que les perseguían. Fueron heroicamente abati-dos en combate. Baba también acompañó a Katsuyori y lospatéticos restos de su ejército en huida hasta Miyawaki, perofinalmente el viejo general hizo girar su caballo hacia el oeste.Innumerables pensamientos cruzaban por su mente.

«He vivido una larga vida, aunque también podría decirque ha sido corta. Sea verdaderamente larga o corta, supongoque sólo este momento es eterno. El momento de la muerte...¿Puede la vida eterna ser algo más que eso?»

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Entonces, poco antes de internarse al galope entre el ene-migo, juró: «Presentaré mis excusas al señor de Shingen en elotro mundo. He sido un consejero y general incompetente.¡Adiós, montañas y ríos de Kaü».

Dio media vuelta, vertió una sola lágrima por su provincia

y, de repente, espoleó a su caballo.—¡Muerte! ¡No deshonraré el nombre del señor Shingen!Su voz se hundió en el mar del gran ejército enemigo. Ni

que decir tiene, todos y cada uno de sus servidores le siguieronpara morir gloriosamente.

Desde el mismo principio nadie había sido capaz de ver poranticipado el desenlace de aquella batalla como lo había hechoBaba.

Sin duda había percibido que a partir de entonces el clanTakeda caería e incluso sería destruido, y que ése era su des-tino. No obstante, ni siquiera con su previsión y lealtad pudosalvar al clan del desastre. Las enormes fuerzas del cambioeran completamente abrumadoras.

Junto con una docena más o menos de ayudantes monta-dos, Katsuyori cruzó los bajíos de Komatsugase y finalmentebuscó refugio en el castillo de Busetsu. Era un hombre valien-te, pero estaba tan silencioso como un sordomudo.

Cuando el sol empezó a ponerse, toda la superficie de Shi-darahagara se tiñó de un rojo intenso. La gran batalla de aquel

día había comenzado alrededor del alba y terminado al caer latarde. Ningún caballo relinchaba, ningún soldado gritaba. Laamplia llanura quedó en seguida envuelta por la oscuridad, enuna completa desolación.

El rocío de la noche se posó antes de que los cadávereshubieran podido ser retirados. Se decía que sólo los muertos deTakeda se elevaban a más de diez mil.

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Las torres de Azuchi

No hacía mucho que el emperador había elevado a Nobu-naga al cargo cortesano de consejero de Estado, y ahora le ha-

bía nombrado General de la Derecha. La ceremonia de felici-tación por su último ascenso tuvo lugar durante el undécimomes con una pompa que excedía cuanto se había visto en erasanteriores.

El alojamiento de Nobunaga en la capital se hallaba en elantiguo palacio del shogun en Nijo. Todos los días había una

multitud de invitados en el palacio: cortesanos, samurais,maestros del té, poetas y mercaderes de las cercanas ciudadescomerciales de Naniwa y Sakai.

Mitsuhide tenía la intención de dejar a Nobunaga y regre-sar a su castillo de Tamba, y mientras aún era de día se habíatrasladado al palacio de Nijo para despedirse.

—Mitsuhide —le saludó Hideyoshi con una ancha sonrisa.—¿Hideyoshi? —respondió Mitsuhide riendo.—¿Qué te trae hoy por aquí? —le preguntó Hideyoshi, co-

giéndole del brazo.—Sólo he venido porque Su Señoría se marcha mañana.—Así es. ¿Dónde crees que volveremos a encontrarnos?—¿Estás borracho?

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—Ni un solo día dejo de emborracharme cuando estoy en lacapital. Su Señoría también bebe más cuando está aquí. La ver-dad es que si vas a verle ahora te hará beber una buena canti-dad de sake.

—¿Otra vez está celebrando una fiesta? —preguntó Mit-

suhide.Desde luego, Nobunaga bebía más en los últimos tiempos,y un viejo servidor, que llevaba muchos años con Nobuna-ga, había observado que éste jamás había bebido tanto comoahora.

Hideyoshi siempre participaba en esas jaranas, pero no te-nía la resistencia de Nobunaga. La constitución física de ésteparecía más delicada, pero era con mucho el más fuerte de losdos. Si uno le observaba atentamente, podía ver su fuerza espi-ritual. Hideyoshi era todo lo contrario. Su aspecto externo erael de un campesino sano, pero carecía de verdadero vigor.

Su madre todavía le amonestaba por el descuido de susalud.

—Está bien que te diviertas, pero hazme el favor de cuidartu salud. Fuiste enfermizo esde tu nacimiento, y hasta los cua-tro o cinco años ninguno de los vecinos creía que vivirías hastallegar a adulto.

La preocupación de su madre surtía efecto en Hideyoshi,porque conocía el motivo de su debilidad infantil. Cuando su

madre estaba embarazada, la pobreza de la familia era tal quea veces no había ningún alimento en la mesa, y era indudableque ese estado de adversidad había afectado al crecimiento delfeto.

El hecho de que hubiera sobrevivido se debía casi exclusi-vamente a los desvelos de su madre. Y así, aunque ciertamenteno le desagradaba el sake, recordaba las palabras de su madrecada vez que tenía una taza en las manos. Por otro lado, nopodía olvidar las ocasiones en que su madre había llorado tan-to debido a las borracheras de su padre.

Sin embargo, nadie habría creído que se tomaba la bebidatan en serio. La gente decía de él: «No bebe mucho, pero leencantan las fiestas. Y cuando bebe, lo hace con toda libertad».

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De hecho, nadie era más prudente que Hideyoshi, mientrasque Mitsuhide, con quien se había encontrado ahora en el co-rredor, ingería considerables cantidades de alcohol. Sin emba -go, Mitsuhide parecía decepcionado, y era evidente que el he-cho de que Nobunaga se entregara a la bebida, como acababa

de confirmar Hideyoshi, inquietaba no poco a sus servidores.Riéndose, Hideyoshi negó lo que acababa de decir.—No, eso era una broma. —Divertido al ver a Mitsuhide

tan dubitativo, sacudió la cabeza, con las mejillas enrojeci-das—. La verdad es que te he tomado un poco el pelo. La fiestaha terminado, y la prueba es que estoy aquí y me marcho ebrio.Y eso también es mentira. —Volvió a reírse.

—Ah, qué malo eres.Mitsuhuide forzó una sonrisa. Toleraba las bromas de Hi-

deyoshi porque éste no le desagradaba. Tampoco Hideyoshisentía ninguna hostilidad hacia Mitsuhide. Siempre bromeabafrancamente con su serio colega, pero al mismo tiempo le res-petaba cuando era preciso mostrar respeto.

Por su parte, Mitsuhide parecía reconocer la utilidad de Hi-deyoshi. Éste le superaba un poco en categoría y ocupaba unlugar más elevado en las reuniones de estado mayor, pero aligual que los demás generales veteranos, Mitsuhide estaba or-gulloso del rango de su familia, de su linaje y educación. Cier-tamente no tomaba a Hideyoshi a la ligera, pero de alguna ma-

nera manifestaba una actitud condescendiente hacia el hombrede más categoría, con comentarios como: «Eres un hombresimpático».

Esa condescendencia se debía, por supuesto, al carácter deMitsuhide, pero incluso cuando Hideyoshi la notaba no le mo-lestaba. Por el contrario, consideraba natural que un hombrede intelecto superior como Mitsuhide le tuviera a menos. No leincomodaba reconocer la gran superioridad de Mitsuhide encuanto a su intelecto, educación y antecedentes.

—Ah, sí, olvidaba algo —le dijo Hideyoshi, como si se hu-biera acordado de repente—. Tengo que felicitarte. Sin duda laconcesión de la provincia de Tamba te llenará de contento du-rante algún tiempo. Pero creo que es natural después de tantos

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años de servicio abnegado. Ruego por que esto sea el comien-zo de la mejor fortuna para ti y que prosperes por muchosaños.

—No, todos los favores de Su Señoría son honores que es-tán por encima de mi posición. —Mitsuhide siempre devolvía

una cortesía por otra con gran seriedad, pero entonces siguiódiciendo—: Aunque me ha sido concedida una provincia, es-taba en posesión del shogun anterior, e incluso ahora hay buennúmero de poderosos clanes locales que se han encerrado de-trás de sus muros y se niegan a someterse a mi autoridad. Así pues, las felicitaciones son un poco prematuras.

—No, no, eres demasiado modesto —protestó Hideyos-hi—. En cuanto te trasladaste a Tamba con Hosokawa Fujitakay su hijo, el clan Kameyama capituló, de modo que ya has ob-tenido resultados, ¿no es cierto? He observado con interéscómo tomaste Kamayama, e incluso Su Señoría te alabó por lahabilidad con que sojuzgaste al enemigo y tomaste el castillosin perder un solo hombre.

—Kameyama no fue más que el comienzo. Las verdaderasdificultades están todavía por llegar.—Vivir sólo merece la pena cuando tenemos dificultades

ante nosotros —dijo Hideyoshi—. De lo contrario no hay nin-gún incentivo. Y nada sería más dulce que devolver la paz a unnuevo dominio que te ha entregado Su Señoría y gobernarlo

bien. Allí serás el dueño y podrás hacer lo que quieras.De repente ambos hombres tuvieron la sensación de queaquel encuentro casual se había prolongado demasiado.

—Bueno, hasta que volvamos a vernos —le dijo Mitsuhide.—Espera un momento —replicó Hideyoshi, y de impro-

viso cambió de tema—. Eres un hombre instruido, por lo quequizás lo sepas. Entre los castillos que hay ahora en Japón,¿cuántos tienen torre del homenaje y en qué provincias se en-cuentran?

—El castillo de Satomi Yoshihiro, en Tateyama, provinciade Awa, tiene una torre del homenaje de tres pisos que puedeverse desde el mar. También en Yamaguchi, provincia de Suo,

Ouchi Yoshioki levantó una torre del homenaje de cuatro pi-lló

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sos en su castillo principal, que probablemente es el más impo-nente de todo Japón.

—¿Sólo esos dos?—Que yo sepa, sí, pero ¿por qué me preguntas eso ahora?—Verás, hoy estaba con Su Señoría, hablando de los dise-

ños de diversos castillos, y Mori explicaba con vehemencia lasventajas de las torres del homenaje, declarándose firme parti-dario de que se incluya uno en el diseño del castillo que el se-ñor Nobunaga construirá en Azuchi.

—¿Quién es ese Mori?—El paje de Su Señoría, Ranmaru.Mitsuhide frunció el ceño unos instantes.—¿Es que tienes alguna duda al respecto?—No especialmente.El semblante de Mitsuhide adoptó en seguida una expre-

sión impasible. Cambió de tema y siguieron hablando duranteunos minutos. Finalmente se excusó y se apresuró a adentrarseen el palacio.

—¡Señor Hideyoshi! ¡Señor Hideyoshi!El gran corredor del palacio de Nijo estaba lleno de genteque iba y venía para visitar al señor Nobunaga. Alguien volvióa llamarle.

—Vaya, el reverendo Asayama —dijo Hideyoshi al volver-se sonriendo.

Asayama Nichijo era un hombre de fealdad fuera de lo co-rriente. Araki Murashige, uno de los generales de Nobunaga,destacaba por su fealdad, pero por lo menos tenía cierto encan-to. Asayama, por otro lado, no era más que un sacerdote deaspecto untuoso. Se acercó a Hideyoshi y en seguida bajó lavoz como si estuviera enterado secretamente de algún asuntoimportante.

—Señor Hideyoshi.—Sí, decidme.—Parece que acabáis de tener una discusión confidencial

con el señor Mitsuhide.—¿Una discusión confidencial? —Hideyoshi se echó a

reír—. ¿Es éste el lugar para una discusión confidencial?

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—Cuando el señor Hideyoshi y el señor Mitsuhide susurrandurante largo raro en los corredores del palacio de Nijo, la ge -te se sobresalta.

—No es posible.—¡Podéis estar seguro!

—¿También Vuestra Reverencia está un poco bebido?—Bastante. Bebo demasiado. Pero, desde luego, deberíaistener más cuidado.

—¿Os referís al sake?—No seáis tonto. Os advierto para que tengáis más discre-

ción y no mostréis tanta familiaridad con Mitsuhide.—¿Por qué?—Su inteligencia es un poco excesiva.—Pero si todo el mundo dice que vois sois hoy el hombre

más inteligente de Japón.—¿Yo? No, soy demasiado torpe —objetó el sacerdote.—De ninguna manera —le aseguró Hideyoshi—. Vuestra

Reverencia sabe mucho de todo. Los puntos más débiles del

samurai estriban en sus tratos con la nobleza o con mercaderespoderosos, pero nadie os supera en astucia entre los hombresdel clan Oda. Vamos, hasta el señor Katsuie está totalmentepasmado por vuestro talento.

—Pero, por otro lado, no he logrado ninguna hazaña mi-litar.

—En la construcción del palacio imperial, en la administra-ción de la capital, en diversos asuntos financieros, habéis mos-trado un genio extraordinario.

—¿Me estáis alabando o denigrando?—Veréis, sois a la vez un prodigio y un inútil en la clase

samurai, y a fuer de sincero, os alabo y denigro al mismotiempo.

—No puedo con vos —dijo Asayama, echándose a reír ymostrando los huecos correspondientes a dos o tres dientesperdidos.

Aunque Asayama era mucho mayor que Hideyoshi, lo bas-tante mayor para ser su padre, le consideraba superior a él. Encambio, no podía aceptar a Mitsuhide tan fácilmente. Recono-

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cía la inteligencia de aquel hombre, pero le amilanaba la agu-deza de su ingenio.

—Creía que sólo era cosa de mi imaginación —dijo Asaya-ma—, pero recientemente una persona famosa por su discerni-miento de la personalidad de un hombre a partir de sus rasgos

ha expresado la misma opinión.—¿Un fisiognomista ha hecho alguna clase de juicio sobreMitsuhide?

—No es un fisiognomista. El abad Ekei es uno de los gra -des eruditos de nuestro tiempo. Él me ha dicho esto con elmayor secreto.

—¿Qué os ha dicho?—Que Mitsuhide tine el aspecto de un hombre sabio que

podría ahogarse en su propia sabiduría. Además, hay signosfunestos de que suplantará a su señor.

—Asayama.—¿Qué?—No vais a disfrutar de la vejez si permitís que esa clase de

cosas salgan de vuestra boca —le dijo severamente Hideyos-hi—. He oído decir que Vuestra Reverencia es un político astu-to, pero creo que una afición política no debe llevarse al ex-tremo de propagar semejantes habladurías sobre uno de losservidores de Su Señoría.

Los pajes habían extendido un gran mapa de Omi en la am-plia sala.

—¡Aquí está la sección interior del lago Biwa! —dijo unode ellos.

—¡Aquí está el templo Sojitsu! —exclamó otro—. ¡Y eltemplo Joraku!

Los pajes estaban sentados juntos en un lado y estiraban loscuellos para mirar, como polluelos de golondrina. Ranmarupermanecía modestamente un poco separado del grupo. Aúnno tenía veinte años, pero había dejado muy atrás la ceremoniade la mayoría de edad. Si le hubieran rasurado las guedejas,habría tenido el aspecto de un imponente samurai joven. No-

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Tras reflexionar en la necedad de los shogunes, Nobunagani siquiera tuvo en cuenta la posibilidad de establecer el go-bierno en Kyoto, donde se había fraguado el lamentable es-tado de cosas anterior. Azuchi estaba más cerca de su ideal,pues desde allí podría precaverse de las provincias norteñas así 

como frenar los avances de Uesugi Kenshin desde el norte.—El señor Mitsuhide está en la sala de espera y dice quequisiera hablar con vos antes de su partida —le anunció un sa-murai desde la puerta.

—¿Mitsuhide? —dijo jovialmente Nobunaga—. Que entre—ordenó, y siguió examinando el mapa de Azuchi.

Nada más entrar, Mitsuhide suspiró aliviado. En el aire noflotaba el menor efluvio de sake, y su primer pensamiento fueque Hideyoshi había vuelto a tomarle el pelo.

—Ven aquí, Mitsuhide.Nobunaga no hizo caso de la cortés reverencia del hombre

y le hizo una seña para que se aproximara al mapa. Mitsuhidese acercó en actitud respetuosa.

—He oído decir que sólo pensáis en los planes de un nuevocastillo, mi señor —le dijo afablemente.Nobunaga podía ser un soñador, pero en capacidad ejecut -

va no le aventajaba nadie.—¿Qué te parece? ¿No es esta región montañosa frente al

lago apropiada para un castillo?

Al parecer, Nobunaga ya había diseñado mentalmente laestructura y la escala del castillo. Trazó una línea con un dedo.—Se extenderá de aquí hasta aquí. Construiremos una po-

blación alrededor del castillo, al pie de la montaña, con un ba-rrio para los mercaderes que estará mejor organizado que encualquier otra provincia de Japón. Voy a dedicar a este castillotodos los recursos de que dispongo. Tiene que ser lo bastanteimponente para intimidar a todos los demás señores. No seráextravagante, pero no tendrá igual en el imperio. Mi castillocombinará la belleza, el buen funcionamiento y la dignidad.

Mitsuhide reconoció que el proyecto no era un producto dela vanidad de Nobunaga ni tampoco una diversión exagerada,por lo que expresó sus sentimientos sinceramente. Pero su res-

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puesta seria en exceso no bastó. Nobunaga estaba demasiadoacostumbrado a las respuestas ostentosas en total acuerdo conél y a las afirmaciones ingeniosas que sólo eran un eco de lassuyas propias.

—¿Qué opinas? —le preguntó Nobunaga, indeciso—. ¿No

es acertado?—Yo no diría eso.—¿Crees que éste es el momento oportuno?—Estoy seguro de ello.Nobunaga intentaba reforzar la confianza en sí mismo. No

había nadie que estimara más que él la inteligencia de Mitsuhi-de. Éste no sólo poseía una inteligencia moderna, sino quetambién se había enfrentado a problemas políticos muy difíci-les de superar sólo con la convicción. Así pues, Nobunaga co-nocía el genio de Mitsuhide incluso más que Hideyoshi, el cuallo alababa tanto.

—Tengo entendido que estás muy versado en la cienciade la construcción de castillos. ¿Podrías aceptar esta respons -

bilidad?—No, no. Mi conocimiento es insuficiente para construirun castillo.

—¿Insuficiente?—Construir un castillo es como librar una gran batalla. El

hombre encargado debe saber utilizar con facilidad tanto los

hombres como los materiales. Creo que deberíais asignar estatarea a uno de vuestros generales veteranos.—¿Y quién podría ser? —le preguntó Nobunaga.—El señor Niwa sería el más adecuado, ya que se lleva tan

bien con los demás.—¿Niwa? Sí..., él lo haría bien. —Esta opinión parecía

acorde con las propias intenciones de Nobunaga, el cual asintióvigorosamente—. Por cierto, Ranmaru me sugiere que cons-truya una torre del homenaje. ¿Qué te parece la idea?

Mitsuhide no respondió directamente. Veía a Ranmaru porel rabillo del ojo.

—¿Me pedís los pros y los contras de construir una torredel homenaje, mi señor?

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—En efecto. ¿Es mejor incorporar una de esas torres o no?—Es mejor tenerla, desde luego, aun cuando sólo sea por la

dignidad de la estructura.—Debe de haber diversos estilos de torres. Tengo entendido

que en tu juventud viajaste extensamente por el país y adquiriste

un conocimiento detallado de la construcción de castillos.—La verdad es que mi conocimiento en ese campo es muysuperficial —dijo humildemente Mitsuhide—. Por otro lado,Ranmaru debe de estar muy versado en el tema. Cuando reco-rrí el país sólo vi dos o tres castillos con torres del homenaje, eincluso ésas eran de construcción ruda en extremo. Si esto esuna sugerencia de Ranmaru, sin duda debe de tener algunaidea al respecto. •

Mitsuhide parecía reacio a decir más. Sin embargo, Nobu-naga no tuvo la menor consideración hacia las delicadas sensi-bilidades de ambos hombres y siguió diciendo con toda natura-lidad:

—Ranmaru, no estás menos instruido que Mitsuhide y pa-

rece que has hecho ciertas investigaciones sobre la construc-ción de castillos. ¿Cuáles son tus ideas sobre la construcción deuna torre del homenaje? ¿Y bien, Ranmaru? —Al ver que elpaje mantenía un azorado silencio, le preguntó—: ¿Por qué nome respondes?

—Estoy demasiado confuso, mi señor.

—¿Por qué razón?—Estoy desconcertado —replicó, y se postró con la carasobre ambas manos, como si sintiera una profunda vergüen-za—. El señor Mitsuhide es cruel. ¿Por qué habría de tener yocualquier idea original sobre la construcción de torres del ho-menaje? A decir verdad, mi señor, todo lo que os he dicho,incluso el hecho de que los castillos de Ouchi y Satomi tienenesas torres, es algo de lo que me informó el mismo señor Mit-suhide una noche que estaba de guardia.

—En ese caso, no ha sido idea tuya en absoluto.—Temí que os irritarais si os confesaba que todo eso ha

sido idea de otra persona, por lo que seguí divagando y os suge-rí la construcción de una torre del homenaje.

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—Incluso Mitsuhide puede pecar de un exceso de pruden-cia. Sea como fuere, ¿tienes a mano esas ilustraciones?

—Tengo algunas, pero no sé si bastarán.—Bastarán. Préstamelas durante algún tiempo.—Ahora mismo os las traeré.

Mitsuhide se culpó por haber dicho incluso la más levementira a Nobunaga, y aunque el asunto estaba zanjado, era élel único que había sufrido las consecuencias. Sin embargo,cuando el giro de la conversación pasó a los castillos de lasdiversas provincias y otros temas, el humor de Nobunaga se-guía siendo bueno. Después de cenar, Mitsuhide se retiró sinningún rencor.

A la mañana siguiente, cuando Nobunaga hubo salido deNijo, Ranmaru fue a ver a su madre.

—Madre, oí decir a mi hermano menor y los demás sirvien-tes que el señor Mitsuhide le había dicho a Su Señoría que,como entras y sales de los templos, podrías filtrar secretos mili-tares a los monjes guerreros. Así que ayer, cuando estaba en

presencia de Su Señoría, le lancé una flecha de desquite. Encualquier caso, desde la muerte de mi padre nuestra familia harecibido muchas más muestras de amabilidad por parte de SuSeñoría que otros, por lo que me temo que la gente está celosa.Ten cuidado y no confíes en nadie.

En cuanto terminaron las celebraciones de Año Nuevo delcuarto año de Tensho, comenzó la construcción del castillo deAzuchi, junto con un proyecto de ciudad fortificada de un ta-maño sin precedentes. Los artesanos se reunieron en Azuchicon sus aprendices y obreros. Llegaron de la capital y de Osa-ka, desde las lejanas provincias occidentales e incluso del este yel norte: herreros, alhamíes, yeseros, metalistas y hasta empa-peladores, representantes de todos los oficios de la nación.

El famoso Kano Eitoku fue elegido para que decorase laspuertas, los tabiques deslizantes y los techos. Para aquelproyecto Kano no contó simplemente con las tradiciones de supropia escuela, sino que consultó con los maestros de cada es-

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cuela y luego creó las obras maestras de su vida, enviando bri-llantes rayos de luz al mundo de las artes, que había estado endeclive durante los largos años de guerra civil.

Los campos de moreras desaparecieron en una sola noche,convirtiéndose en un plano de calles bien trazadas, mientras

que en lo alto de la montaña la estructura de la torre del home-naje apareció casi antes de que la gente se percatara de su cons-trucción. La ciudadela principal, modelada según el míticomonte Meru, tenía cuatro torres, que representaban a los reyesde las Cuatro Direcciones, alrededor de la torre del homenajecentral, con sus cinco pisos. Debajo había un enorme edificiode piedra, del que partían unos anexos. Por encima y debajo deese edificio se extendían más de un centenar de estructuras re-lacionadas, y era difícil saber cuántos pisos tenía cada estruc-tura.

En la Sala del Ciruelo, la Sala de las Ocho Escenas Famosasy la Sala de los Niños Chinos, el pintor aplicó su arte sin tiempopara dormir. El maestro lacador, que detestaba la mera men-

ción del polvo, lacó las barandillas bermellones y las paredesnegras. Un ceramista de origen chino recibió el encargo de fa-bricar las tejas y baldosas. El humo de su horno en la orilla dellago se alzaba en el aire día y noche.

Un sacerdote solitario musitó para sí mismo mientras mi-raba el castillo. No era más que un monje viajero, pero su am-

plia frente y su ancha boca le daban un aspecto peculiar.—¿No sois Ekei? —le preguntó Hideyoshi, dándole unassuaves palmadas en el hombro para no sobresaltarle.

Hideyoshi se había separado de un grupo de generales queestaban a escasa distancia.

—¡Vaya, pero si es el señor Hideyoshi!—No habría esperado encontraros aqu —le dijo Hideyoshi

alegremente. Volvió a darle unas palmaditas en el hombro,sonriendo con afecto—. Ha pasado mucho tiempo desde la úl-tima vez que nos vimos. Creo que fue en casa del señor Korokuen Hachikusa.

—Sí, es cierto. No hace mucho, creo que fue a fines de añoen el palacio de Nijo, oí decir al señor Mitsuhide que habíais

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ido a la capital. Fui con un enviado del señor Mori Terumoto yme quedé algún tiempo en Kyoto. El enviado ya ha regresado acasa, pero como soy un sacerdote rural sin asuntos urgentes, hehecho un alto aquí y allá, en templos dentro y fuera de Kyoto.He pensado que el proyecto de construcción actual del señor

Nobunaga sería un buen tema de conversación sobre este viajecuando vuelva a casa, así que he venido a echar un vistazo.Debo deciros que estoy muy impresionado.

—Tengo entendido que Vuestra Reverencia también estáempeñado en cierta construcción —observó Hideyoshi de sú-bito. Ekei pareció sobresaltado, pero Hideyoshi añadió rien-do—: No, no se trata de un castillo. Creo que estáis construyen-do un monasterio llamado Ankokuji.

—Ah, el monasterio. —Ekei recobró la calma y también serió—. Ankokuji ya está terminado. Confío en que encontréistiempo para visitarme allí, aunque me temo que, como señordel castillo de Nagahama, vuestras ocupaciones no os lo permi-tirán.

—Puede que sea el señor de un castillo, pero mi estipendiotodavía es bajo, por lo que ni mi posición ni mis opiniones tie-nen mucho peso. No obstante, supongo que os parezco un pocomás adulto que la última vez que me visteis en Hachisuka.

—No, no habéis cambiado lo más mínimo. Sois joven, señorHideyoshi, pero casi todos los miembros del estado mayor del

señor Nobunaga están en la flor de la vida. Desde el principiome ha impresionado la grandiosidad del plan de este castillo yel espíritu de sus generales. El señor Nobunaga parece tener lafuerza del sol naciente.

—La financiación de Ankokuji ha corrido a cargo del señorTerumoto de las provincias occidentales, ¿no es cierto? Su pro-pia provincia es rica y fuerte, y supongo que incluso en lo querespecta a hombres de talento, el clan del señor Nobunaga estámuy por debajo.

El derrotero que estaba tomando la conversación no pa-recía agradar a Ekei, el cual volvió a alabar la construcción dela torre del homenaje y el magnífico panorama de la zona.

—Nagahama está en la costa, a poca distancia de aquí haci

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el norte —le fijo finalmente Hideyoshi—. Mi embarcación estáatracada cerca... ¿Por qué no os venís a pasar una o dos no-ches? Me han concedido un permiso y he pensado en regresara Nagahama.

Ekei aprovechó esta invitación para retirarse a toda prisa.

—No, tal vez os visitaré en otra ocasión. Os ruego que sal -déis de mi parte al señor Kuroku, o más bien el señor Hikoe-mon. ahora que es uno de vuestros servidores.

Tras decir esto, el sacerdote se marchó bruscamente.Mientras Hideyoshi le veía alejarse, dos monjes, que pa-

recían ser sus discípulos, salieron de una casa plebeya y corrie-ron tras él.

Acompañado sólo por Mosuke, Hideyoshi fue al solar enconstrucción, cuyo aspecto era el de un campo de batalla.Como no le habían asignado responsabilidades importantes enla obra, no tenía que quedarse de manera permanente en Azu-chi, pero de todos modos realizaba frecuentes viajes en barcodesde Nagahama hasta Azuchi.

—¡Señor Hideyoshi! ¡Señor Hideyoshi!Alguien le estaba llamando. Miró a su alrededor y vio aRanmaru, que exhibía una hermosa línea de blancos dientes ensu boca sonriente y corría hacia él.

—Hola, Ranmaru. ¿Dónde está Su Señoría?—Se ha pasado toda la mañana en la torre del homenaje,

pero ahora está descansando en el templo Sojitsu.—Bien, vayamos allá.—Señor Hideyoshi, ese monje con el que estabais hablan-

do..., ¿no era Ekei, el famoso fisiognomista?—En efecto. He oído a otra persona llamarle así, pero no sé

si un fisiognomista puede ver realmente el verdadero carácterde un hombre.

Hideyoshi fingió que tenía escaso interés por el tema. Cadavez que Ranmaru hablaba con él, no medía sus palabras comolo hacía con Mitsuhide. Esto no significaba que Ranmaru co -siderase a Hideyoshi fácil de embaucar, pero había ocasionesen que el hombre mayor se hacía el tonto y a Ranmaru le resul-taba fácil congeniar con él.

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—¡Pues claro que un fisiognomista puede verlo! —replicóRanmaru—. Mi madre lo dice siempre. Poco antes de que mipadre muriese en combate, uno de ellos predijo su muerte, Y lacuestión es que..., bueno, me interesa algo que dijo Ekei.

—¿Le has pedido que estudiara tus rasgos?

—No, no. No se trata de mí. —Miró a uno y otro lado de lacalle y dijo en tono confidencial—. Es sobre el señor Mitsuhide.—¿El señor Mitsuhide?—Ekei dijo que había ciertos signos funestos..., que tiene el

aspecto de un hombre que se volverá contra su señor.—Si buscas esa cualidad, la encontrarás, pero no sólo en el

señor Mitsuhide.—¡No, de veras! Ekei lo ha dicho.Hideyoshi le escuchaba sonriente. Muchos habrían censu-

rado a Ranmaru por ser un desaprensivo traficante de rumo-res, pero cuando hablaba así no parecía mucho más que unchiquillo recién destetado. Después de que Hideyoshi le hubie-ra seguido un rato la corriente, preguntó a Ranmaru más seria-

mente:—¿A quién has oído decir esas cosas?—Asayama Nichijo —se apresuró a confiarle Ranmaru.Hideyoshi hizo un gesto de asentimiento, como dando a en-

tender que lo había imaginado.—Pero Asayama no te lo habrá dicho personalmente, ¿no

es cierto? Tienes que haberlo sabido a través de otra persona.A ver si lo adivino.—Adelante.—¿Ha sido tu madre?—¿Cómo lo habéis sabido?Hideyoshi se echó a reír.—No, de veras —insistió Ranmaru—. ¿Cómo lo habéis sa-

bido?—Myoko creería tales cosas desde el principio —dijo Hi-

deyoshi—. No, sería mejor decir que es aficionada a tales co-sas, y además tiene una relación de confianza con Asayama.Pero a mi modo de ver, Ekei es más hábil en el estudio de lafisiognomía de una provincia que la de un hombre.

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—¿La fisiognomía de una provincia?—Si a juzgar el carácter de un hombre por la observación

de sus rasgos puede llamarse fisiognomía, entonces juzgar elcarácter de una provincia por el mismo método debería lla-marse igual. Me he dado cuenta de que Ekei ha dominado

ese arte. No deberías acercarte demasiado a los hombrescomo él. Puede que no sea nada más que un monje, pero enrealidad está a sueldo de Mori Terumoto, señor de las provin-cias occidentales. ¿Qué te parece, Ranmaru? —dijo riendo—.¿No soy mucho más hábil que Ekei en el estudio de la fisiog-nomía?

El portal del templo Sojitsu apareció a la vista. Los doshombres seguían riendo al subir los escalones de piedra.

La construcción del castillo estaba progresando visible-mente. A finales del segundo mes de aquel año, Nobunaga yase había trasladado allí desde Gifu. El castillo de Gifu fue cedi-do al hijo mayor de Nobunaga, un muchacho de diecinueveaños llamado Nobutada.

Sin embargo, mientras que el castillo de Azuchi, de fortale-za incomparable y anunciador de toda una nueva época en laconstrucción de castillos, se alzaba orgullosamente en aquelcruce estratégico, había varios hombres muy preocupados porsu valor militar, entre ellos los monjes guerreros del Honganji,Mori Terumoto, de las provincias occidentales, y Uesugi Ken-

shin de Echigo.Azuchi se alzaba en la carretera que iba de Echigo a Kyoto.Kenshin, por supuesto, también tenía las miras puestas en lacapital. Si se presentaba la oportunidad propicia, cruzaría lasmontañas, llegaría al norte del lago Biwa y, de un solo golpe,izaría sus banderas en Kyoto.

El shogun depuesto, Yoshiaki, de quien no se tenía noticiasdesde hacía algún tiempo, envió cartas a Kenshin, tratando deincitarle a la acción.

Sólo el exterior del castillo de Azuchi ha sido terminado.De un modo realista, el interior requerirá otros dos años ymedio. Una vez construido el castillo, muy bien podréis de-

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cir que la carretera entre Echigo y Kyoto habrá dejado deexistir. Ahora es el momento de atacar. Viajaré por las pro-vincias y forjaré una alianza de todas las fuerzas contrariasa Nobunaga, que incluirá al señor Terumoto de las provin-cias occidentales, los Hojo, los Takeda y vuestro propio

clan en Echigo. Sin embargo, si no tomáis primero una pos-tura animosa como jefe de esta alianza, no preveo ningúnéxito.

Kenshin forzó una sonrisa, preguntándose si aquel gorrion-cillo tenía la intención de brincar hasta los cien años de edad.Él no era la clase de dirigente corto de luces que se dejaríaengañar por semejante estratagema.

Desde el Año Nuevo hasta el verano, Kenshin trasladó asus hombres a Kaga y Noto, y empezó a amenazar las fronterasde Oda. Un ejército de socorro fue enviado desde Omi con lavelocidad del rayo. Con Shibata Matsuie al frente, las fuerzasde Takigawa, Hideyoshi, Niwa, Sassa y Maeda persiguieron al

enemigo e incendiaron los pueblos que usarían como protec-ción hasta Kanatsu.Llegó un mensajero desde el campamento de Kenshin y

dijo a gritos que la carta que traía sólo debería leerla Nobu-naga.

—Es indudable que es de puño y letra de Kenshin —dijo

Nobunaga mientras rompía el sello de la misiva.Hace mucho que oigo hablar de vuestra fama y lamento nohaber tenido aún el placer de conoceros. Ésta parece ser lamejor oportunidad. Si no lográramos encontrarnos en la lu-cha, ambos lo lamentaríamos durante muchos años. La ba-talla ha sido fijada para mañana a la hora de la liebre. Osveré en el río Kanatsu. Todo se arreglará cuando nos en-contremos de hombre a hombre.

Era un desafío formal a combatir.—¿Qué le ha ocurrido al enviado? —preguntó Nobunaga.—Se ha marchado en seguida —respondió el servidor.

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Nobunaga no pudo reprimir un escalofrío. Aquella nocheanunció de repente que levantaría el campamento, y sus fuer-zas se retiraron.

Más adelante esta retirada provocó la risa de Kenshin.—¿No es precisamente eso lo que cabría esperar de Nobu-

naga? De haberse quedado donde estaba, al día siguiente lohabría dejado todo a los cascos de mis caballos y, además deconocerle, le habría hecho el favor de cortarle la cabeza allí mismo junto al río.

Pero Nobunaga regresó en seguida a Azuchi con un escua-drón de sus soldados. Al pensar en la anticuada carta de de-safío de Kenshin, sonreía sin poder evitarlo.

—Probablemente fue así como atrajo a Shingen a Kawana-kajima. Desde luego, es un hombre valeroso y se enorgullecemucho de esa larga espada suya forjada por Azuki Nagamitsu.Creo que no deseo verla con mis propios ojos. Es una lástimaque Kenshin no naciera en los brillantes tiempos dorados,cuando llevaban armaduras trenzadas de escarlata con placas

de oro. No sé qué pensará de Azuchi, con su mezcla de estilos japonés, chino y de los bárbaros del sur. Los avances e el ar-mamento y la estrategia en la última década han cambiado elmundo. ¿Cómo puede alguien decir que el arte de la guerrano ha cambiado también? Supongo que se ríe de mi retirada,considerándola cobardía, pero yo no puedo evitar reírme

porque su anticuada manera de pensar es inferior a la de misartesanos.Quienes le escucharon realmente decir esto aprendieron

mucho. Sin embargo, había algunos a los que se les enseñabapero que nunca aprendían.

Después del regreso de Nobunaga a Azuchi, le dijeron quehabía sucedido algo durante la campaña del norte entre el co-mandante en jefe, Shibata Katsuie, y Hideyoshi. La causa noestaba clara, pero se había estado cociendo una querella entrelos dos por cuestiones de estrategia. El resultado fue que Hi-deyoshi había reunido sus tropas y regresado a Nagahamamientras Katsuie se apresuraba a apelar ante Nobunaga.

—Hideyoshi ha considerado innecesario obedecer vuestras

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órdenes y ha regresado a su castillo. Su comportamiento esinexcusable y debería ser castigado.

Hideyoshi no envió ningún mensaje. Creyendo que tendríaalguna explicación plausible de sus acciones, Nobunaga se pro-puso esperar a que todos los generales hubieran regresado de

la campaña del norte. Sin embargo, los rumores llegaban unotras otro.—El señor Katsuie está enojado en extremo.—El señor Hideyoshi es demasiado irascible. Retirar sus

tropas durante una campaña no es algo que pueda hacer ungran general y mantener al mismo tiempo su honor.

Finalmente, Nobunaga pidió a un ayudante que examinarael asunto.

—¿Ha regresado Hideyoshi realmente a Nagahama? —lepreguntó.

—Sí, parece estar definitivamente allí.Nobunaga montó en cólera y envió un mensajero con una

severa reprimenda: «Esta conducta es insolente. ¡Antes que

nada, da alguna muestra de arrepentimiento!».Cuando el mensajero estuvo de regreso, Nobunaga le pre-guntó:

—¿Qué clase de expresión tenía cuando oyó mi reprimen-da?

—Parecía como si estuviera pensando: «Ya veo».

—¿Es eso todo?—Entonces dijo que tenía necesidad de descansar un poco.—Es audaz y se está volviendo presuntuoso.La expresión de Nobunaga no mostraba un verdadero re-

sentimiento hacia Hideyoshi, aun cuando le había censuradoverbalmente. Sin embargo, cuando Katsuie y los demás gene-rales de la campaña del norte regresaron por in, Nobunaga seenojó de veras.

En primer lugar, aun cuando Hideyoshi había recibido laorden de permanecer bajo arresto domiciliario en el castillo deNagahama, en vez de manifestar su arrepentimiento, daba fie -tas a diario. No había ninguna razón para que Nobunaga noestuviera irritado, y la gente conjeturaba que, en el peor de los

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casos, Hideyoshi recibiría la orden de hacerse el seppuku, y enel mejor probablemente sería convocado al castillo de Azuchipara enfrentarse a un consejo de guerra. Pero al cabo de untiempo Nobunaga pareció olvidarlo todo y en lo sucesivo nu -ca mencionó siquiera el incidente.

En el castillo de Nagahama, Hideyoshi había adquirido elhábito de levantarse tarde. Cada mañana, cuando Nene veía elrostro de su marido, el sol ya estaba alto en el cielo.

Incluso su madre estaba preocupada y comentaba a Nene:—Estos días ese chico no es el mismo de siempre, ¿no te

parece?A Nene no le resultaba nada fácil responderle. La razón de

que Hideyoshi se levantara tan tarde era que todas las nochesbebía. Cuando lo hacía en casa, su rostro enrojecía vivamentedespués de cuatro o cinco tacitas, y cenaba a toda prisa. Enton-ces reunía a sus veteranos y, cuando todos estaban animados,

bebían copiosamente sin preocuparse de la hora. La conse-cuencia era que el señor del castillo se quedaba dormido en lasala de los pajes. Una noche, cuando su esposa andaba por elcorredor principal con sus doncellas, vio a un hombre queavanzaba lentamente hacia ella. Era Hideyoshi, pero ella dijo:«¿Quién es ese que viene por ahí?», y fingió no conocerle.

El sorprendido marido dio media vuelta e intentó ocultarsu confusión, pero sólo consiguió dar la impresión de que es-taba practicando alguna clase de danza.

—Estoy perdido —le dijo al tiempo que se le acercaba tam-baleándose, y se apoyó en su hombro para mantener el equili-brio—. Ah, estoy borracho. ¡Llévame, Nene! ¡No puedo an-dar!

Cuando Nene vio sus intentos de ocultar el penoso estadoen que se hallaba, se echó a reír y le dijo con fingido mal genio:

—Claro, claro, te llevaré. Por cierto, ¿adonde vas?Hideyoshi se encaramó a su espalda, riendo entre dientes.—A tu habitación. ¡Llévame a tu habitación! —le imploró,

y agitó los talones en el aire como un niño.

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Nene, con la espalda doblada bajo el peso, bromeó con lasdoncellas:

—Oídme todas, ¿dónde dejo a este mugriento viajero quehe encontrado por el camino?

El regocijo de las doncellas era tan grande que se sujetaban

los costados mientras las lágrimas se deslizaban por sus meji-llas. Entonces, como jaraneros alrededor de una carroza defestival, rodearon al hombre a quien Nene había recogido y sedivirtieron durante toda la noche en la habitación de su señora.

Tales incidentes no ocurrían con frecuencia. Por la mañanaNene tenía a menudo la sensación e que su papel consistía enmirar el rostro malhumorado de su esposo. ¿Qué ocultaba ensu interior? Llevaban casados quince años. Ahora Nene teníamás de treinta y su marido cuarenta y uno. Ella no podía creerque la expresión disgustada de Hideyoshi se debiera tan sólo asu estado de ánimo. Temía el mal genio de su marido, perorogaba fervientemente para poder comprender de alguna ma-nera sus aflicciones, aunque sólo fuese un poco, a fin de mitigar

su sufrimiento.En esas ocasiones Nene consideraba a la madre de Hi-deyoshi como un modelo de fortaleza. Una mañana su suegrase levantó temprano y salió a la huerta del recinto norte cuan-do el suelo estaba todavía cubierto de rocío.

—Nene, el señor tardará un poco en levantarse —le dijo—.

Vamos a recoger unas berenjenas mientras aún hay tiempo.¡Trae un cesto!La anciana empezó a recoger las berenjenas. Nene llenó un

cesto y luego trajo otro.—¡Eh, Nene! ¿Estáis ahí afuera tú y mi madre?Era la voz de su marido, el cual últimamente no solía le-

vantarse tan temprano.—No sabía que te habías levantado —se disculpó Nene.—No, me he despertado de repente. Hasta los pajes esta-

ban aturdidos. —Hideyoshi sonreía como ella no le había vistohacerlo en bastante tiempo—. Takenaka Hanbei me ha dichoque navega desde Azuchi un barco con la bandera de un envia-do. Me he levantado de inmediato, he ido a presentar mis res-

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petos al santuario del castillo y luego he venido aquí para dis-culparme por haberte desatendido en los últimos días.

—¡Aja! —exclamó su madre riendo—. ¡Has pedido discul-pas a los dioses!

—Así es, y ahora he de pedir disculpas a mi madre e incluso

a mi esposa —dijo con gran seriedad.—¿Has venido hasta aquí pa^a eso?—Sí, y si comprendierais lo que siento, no tendría que vol-

ver a hacerlo nunca más.—Ah, qué astuto es este chico —dijo su madre, riendo de

buena gana.Aunque probablemente la madre de Hideyoshi tenía cier-

tas sospechas sobre el talante repentinamente alegre de su hijo,no tardaría en comprender el motivo.

En aquel momento Mosuke anunció:—Los señores Maeda y Nonomura acaban de llegar a las

puertas del castillo como mensajeros oficiales de Azuchi. Elseñor Hikoemon ha salido de inmediato y los ha acompañado a

la sala de recepción de invitados.Hideyoshi despidió al paje y se puso a recoger berenjenas

con su madre.—Están madurando muy bien, ¿no es cierto? ¿Tú misma

has colocado el estiércol a lo largo de los caballones, madre?—¿No deberías ir en seguida al encuentro de los mensaje-

ros de Su Señoría? —le preguntó ella.—No. Sé muy bien a qué vienen, por lo que no tengo nece-sidad de aturullarme. Creo que voy a recoger unas berenjenas.No estaría mal mostrarle al señor Nobunaga su color esmeral-da brillante cubierto por el rocío de la mañana.

—¿Vas a dar esto a los enviados como regalos para el señorNobunaga?

—No, no, yo mismo las llevaré esta mañana.—¡Cómo!Al fin y al cabo, Hideyoshi había causado el enojo de su

señor y se suponía que estaba arrepentido. Aquella mañana sumadre empezó a tener dudas sobre él y la preocupación pertur-bó su ánimo.

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—¿Venís, mi señor? —le preguntó Hanbei.Había acudido para apresurar a Hideyoshi, el cual final-

mente dejó la parcela de berenjenas.Una vez efectuados los preparativos para el viaje, Hideyos-

hi pidió a los enviados que le acompañaran a Azuchi. Ento ces

se detuvo de repente.—¡Ah! ¡Me olvidaba de algo! El regalo de Su Señoría.Envió un servidor en busca del cesto de berenjenas, las cua-

les estaban cubiertas con hojas y su superficie purpúrea reteníaaún el rocío de la mañana. Hideyoshi cogió el cesto y subió abordo del barco.

La población fortificada de Azuchi ni siquiera tenía un añode antigüedad, pero la tercera parte estaba terminada y hervíaya de próspera actividad. Todos los viajeros que se deteníanallí quedaban sorprendidos por la animación de aquella ciudadnueva y deslumbrante, la carretera cubierta de arena plateadaque conducía a las puertas del castillo, los escalones de mani-postería hechos con enormes bloques de piedra, los muros

enyesados y los bruñidos herrajes.Y si la visión de conjunto era impresionante, la grandiosi-dad de la torre del homenaje con sus cinco pisos desafiaba ladescripción, tanto vista desde el lago, como desde las calles dela ciudad o incluso desde los mismos terrenos del castillo.

—Has venido, Hideyoshi.

La voz de Nobunaga resonó desde detrás de la puerta co-rredera cerrada. La habitación, emplazada en medio de la lacadorada, roja y azul de Azuchi, estaba decorada con una sencillapintura a tinta.

Hideyoshi permanecía inmóvil a cierta distancia, postradoen la habitación contigua.

—Supongo que te has enterado, Hideyoshi. He prescindidode tu castigo. Entra.

Hideyoshi avanzó poco a poco desde la otra habitación, conel cesto de berenjenas.

Nobunaga le miró con suspicacia.—¿Qué es eso?—Veréis, espero que sea de vuestra satisfacción, mi señor.

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—Hideyoshi se acercó más y depositó el cesto de berenjenasante su patrono—. Mi madre y mi esposa cultivan estas beren-

 jenas en la huerta del castillo.—¿Berenjenas?—Quizá lo consideréis un regalo estúpido y extraño, pero

como viajaba en veloz barco, pensé que podríais verlas antesde que se evaporase el rocío que las cubría. Las he recogidoesta mañana.

—Hideyoshi, supongo que lo que querías mostrarme noson ni berenjenas ni rocío evaporado. ¿Qué es exactamente loque deseas que pruebe?

—Os ruego que lo imaginéis, mi señor. Soy un servidor in-digno y mi mérito es despreciable, pero vos me habéis elevadodesde la condición de simple campesino a la de un servidor conun dominio de doscientas veinte mil fanegas. Y, no obstante,mi madre nunca deja de empuñar la hoz, regar las verduras yaplicar estiércol alrededor de las calabazas y berenjenas. Cadadía doy gracias por las lecciones que me enseña. Sin necesidad

de hablar, me dice: «No existe nada más peligroso que un cam-pesino que prospera en el mundo, y tienes que acostumbrarteal hecho de que la envidia y las críticas de los demás se deben asu propia vanidad. No olvides tu pasado en Nakamura y tensiempre presentes los favores que tu señor te ha concedido».

Nobunaga asintió, e Hideyoshi siguió diciendo:

—¿Creéis, mi señor, que idearía cualquier estrategia decampaña que no fuese beneficiosa para vos cuando tengo unamadre así? Considero sus lecciones como talismanes. Aunqueme haya querellado abiertamente con el comandante en jefe,no existe la menor duplicidad en mi pecho.

En aquel momento, un invitado que estaba al lado de No-bunaga se dio una palmada en el muslo y dijo:

—Estas berenjenas son en verdad un magnífico regalo.Luego las probaremos.

Por primera vez Hideyoshi reparó en que había alguienmás en la habitación: un samurai que aparentaba tener pocomás de treinta años. La anchura de su boca era un indicio de sufuerza de voluntad. Tenía la frente prominente y el puente de

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la nariz era algo ancho. Sería difícil determinar si era de origencampesino o sencillamente tenía una constitución robusta,pero la luz de sus ojos y el brillo de su piel de tonalidad rojizaoscura mostraban que poseía una poderosa vitalidad interna.

—¿También te han agradado las berenjenas cultivadas en

casa por la madre de Hideyoshi, Kanbei? Yo mismo estoy muysatisfecho. —Nobunaga se echó a reír y, poniéndose serio, pre-sentó el invitado a Hideyoshi—. Éste es Kuroda Kanbei, el hijode Kuroda Mototaka, principal servidor de Odera Masamotode Harima.

—¡Cielos! De modo que sois Kuroda Kanbei.—¿Y vois sois el señor Hideyoshi de quien tanto oigo ha-

blar?—Siempre por correo.—Sí, pero no puedo considerar que éste es nuestro primer

encuentro.—Y ahora heme aquí, rogando vergonzosamente el perdón

de mi señor. Me temo que vais a reiros de mí, pensando que

éste es Hideyoshi, el hombre a quien siempre regaña su señor.Se rió de tan buena gana que todos los motivos de conflictoparecieron eliminados. Nobunaga también se echó a reír. Sólocon Nobunaga era capaz de reírse alegremente de cosas que enrealidad no eran muy divertidas.

Las berenjenas que Hideyoshi había traído fueron prepara-

das en seguida y muy pronto los tres hombres se pusieron abeber. Kanbei era nueve años más joven que Hideyoshi, perono estaba en absoluto por debajo en su comprensión de la co-rriente de los tiempos o su intuición de quién se alzaría con elpoder supremo en el país. No era más que el hijo de un servi-dor de un clan influyente en Harima, pero poseía un pequeñocastillo en Himeji y, desde edad muy temprana, tenía una granambición. Además, entre todos cuantos vivían en las provin-cias occidentales, era el único que había aquilatado la tende -cia de los tiempos con la claridad suficiente para visitar a No-bunaga y sugerirle en secreto la urgencia de la conquista deaquella zona.

La gran potencia en el oeste era el clan Mori, cuya esfera de

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influencia se extendía por una veintena de provincias. Kanbeivivía en medio de ellos, pero su poder no le intimidaba. Perci-bía que la historia del país fluía en una dirección y, armado conesta revelación, había ido en busca de un hombre, Nobunaga.Eso bastaba para que no se le pudiera considerar como un

hombre corriente.Dice un proverbio que un gran hombre siempre reconoceráa otro. Durante su conversación de aquel día, Hideyoshi yKanbei se sintieron tan unidos como si se hubieran conocidomutuamente toda su vida.

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El mono marcha al Oeste

Poco después de su encuentro con Kuroda Kanbei, Nobu-naga encargó una misión especial a Hideyoshi.

—La verdad es que quisiera arriesgar a todo mi ejército enesta expedición —empezó diciendo Nobunaga—, pero la situa-ción no lo permite todavía. Por ello te he elegido como el únicoen quien puedo depositar mi plena confianza. Te pondrás alfrente de tres ejércitos, los conducirás a las provincias occiden-tales y persuadirás al clan Mori para que se me someta. Es una

gran responsabilidad y sé que sólo tú puedes cargar con ella.¿Lo harás?Hideyoshi guardó silencio. Estaba tan entusiasmado y lleno

de gratitud que no pudo responder de inmediato.—Acepto —dijo finalmente con profunda emoción.Ésta era tan sólo la segunda vez que Nobunaga movilizaba

tres ejércitos y los ponía al mando de uno de sus servidores. Laocasión anterior fue cuando encargó a Katsuie de la campañaen las provincias del norte. Pero debido a su enorme importa-da y dificultad, una invasión de las provincias occidentales nopodía compararse con la campaña del norte.

Hideyoshi tenía la sensación de que habían cargado unenorme peso sobre sus hombros. Al observar su expresión, de

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una cautela fuera de lo común, Nobunaga se sintió repentina-mente inquieto, temeroso de que, al fin y al cabo, semejanteresponsabilidad fuese excesiva para Hideyoshi. ¿Tenía éste laconfianza necesaria para aceptarla?

—¿Volverás al castillo de Nagahama antes de que movili-

ces a las tropas, Hideyoshi? —le preguntó Nobunaga—. ¿Opreferirías marchar desde Azuchi?—Con vuestro permiso, mi señor, partiré de Azuchi hoy

mismo.—¿No lamentas abandonar Nagahama?—En absoluto. Mi madre, mi esposa y mi hijo adoptivo es-

tán allí. ¿Por qué habría de entristecerme?El hijo adoptivo era el cuarto hijo de Nobunaga, Tsugima-

ru, a quien Hideyoshi estaba criando.Nobunaga se echó a reír y le preguntó:—Si esta campaña se prolonga y tu provincia cae en manos

de tu hijo adoptivo, ¿dónde establecerás tu propio territorio?—Después de subyugar el oeste, os lo pediré.

—¿Y si no te lo concedo?—Tal vez conquistaría Kyushu y viviría allí.Nobunaga se rió de buena gana, olvidando sus recelos

anteriores.Hideyoshi regresó alborozado a sus aposentos y se apresu-

ró a informar a Hanbei de las órdenes de Nobunaga. Hanbei

envió de inmediato un correo a Hikoemon, el cual estaba alfrente de Nagahama en ausencia de Hideyoshi. Hikoemon rea-lizó la marcha durante la noche, al frente de un ejército que seuniría a su señor. Entretanto se hizo llegar un despacho urgen-te a todos los generales de Nobunaga, informándoles del nom-bramiento de Hideyoshi.

A la mañana siguiente, cuando llegó Hikoemon y fue a losaposentos de Hideyoshi, le encontró allí a solas, aplicándosemoxa a las espinillas.

—Ésa es una buena precaución para una campaña —co-mentó Hikoemon.

—Aún tengo media docena de cicatrices en la espalda de laépoca en que me trataron con moxa en mi infancia —respon-

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dio Hideyoshi, los dientes rechinándole a causa del intenso ca-lor—. La moxa no me gusta porque quema, pero si no hicieraesto mi madre se preocuparía. Cuando envíes noticias a Na-gahama, haz el favor de decir que me aplico moxa a diario.

En cuanto terminó el tratamiento con moxa, Hideyoshi

partió hacia el frente. Las tropas que salieron aquel día de lapoblación fortificada de Azuchi eran realmente impresionan-tes. Nobunaga contempló su partida desde la torre del home-naje. Pensó que el mono de Nakamura había llegado lejos, y untorrente de profundas emociones pasaron por su pecho mien-tras miraba el estandarte de Hideyoshi, con la calabaza dorada,que desaparecía a lo lejos.

La provincia de Harima era la perla de color verde jade enla lucha que libraban el dragón del oeste y el tigre del este. ¿Sealiaría con las fuerzas recientemente alzadas de los Oda? ¿Sealinearía con la antigua potencia de los Mori?

Pero el mayor y el más pequeño de los clanes de las provin-cias occidentales que se extendían desde Harima a Hoki se en-

frentaban ahora a una decisión difícil.—Los Mori son el principal sostén del oeste —decían algu-nos—. Es indudable que no decepcionarán.

Otros, no tan seguros, replicaban:—No, no podemos pasar por alto el repentino ascenso de

los Oda al poder.

La gente tomaba partido comparando la fuerza de los ad-versarios: los territorios de ambos bandos, el número de sold -dos y aliados. Sin embargo, en este caso, dada la inmensidad dela influencia de Mori y las vastas posesiones de los Oda, el po-derío de ambos bandos parecía idéntico.

¿A cuál de ellos pertenecería el futuro?Hacia esas provincias occidentales, perdidas entre la luz y

la oscuridad e incapaces de seguir una línea de conducta, ava -zaron las tropas de Hideyoshi el día veintitrés del décimo mes.

Al oeste. Al oeste.La responsabilidad era enorme. Hideyoshi cabalgaba bajo

su estandarte de la calabaza dorada, con una expresión preocu-pada en el rostro sombreado por la visera del casco. Tenía cua-

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renta y un años de edad. Fruncía la boca en una mueca mien-tras su caballo trotaba imperturbable. El polvo transportadopor el viento cubría a todo el ejército.

De vez en cuando, Hideyoshi se recordaba que estabaavanzando hacia las provincias occidentales. Probablemente él

no habría dado demasiada importancia a su posición, perocuando partió de Azuchi los demás generales de Nobunaga lefelicitaron.

—Por fin Su Señoría ha decidido aprovechar vuestra valía.No estáis por debajo de nadie, señor Hideyoshi. Tendréis quecorresponder a Su Señoría por sus favores.

En cambio, Shibata Katsuie parecía muy enojado.—¡Cómo! ¡Ése ha sido nombrado comandante en jefe de la

campaña occidental!La mera idea hacía reír despectivamente a Katsuie. Era fá-

cil ver por qué pensaba así. Cuando Hideyoshi era todavía uncriado que llevaba las sandalias de Nobunaga y vivía en los es-tablos con los caballos, Katsuie era un general del clan Oda.

Además, se había casado con la hermana menor de Nobunaga,y gobernaba una provincia con un rendimiento de más de tres-cientas mil fanegas. Finalmente, cuando Katsuie era coman-dante en jefe de la campaña del norte, Hideyoshi desobedeciósus órdenes y regresó a Nagahama sin previo aviso. Como ser-vidor de alto rango, Katsuie hizo una serie de maniobras políti-

cas para que la invasión de las provincias occidentales estuvie-se fuera del candelera.Montado en su caballo camino de las provincias occidenta-

les, Hideyoshi se reía sin cesar para sus adentros.Tales cosas cruzaban de improviso por su mente al tiempo

que su atención se desviaba de la apacible carretera del oeste.En un momento determinado se echó a reír sonoramente.Hanbei, que cabalgaba a su lado, creyendo que quizá se le ha-bía escapado algo, le preguntó qué había dicho, a fin de asegu-rarse.

—No, nada —respondió Hideyoshi.Aquel día el ejército había recorrido una buena distancia y

ya se estaban aproximando a la frontera de Harima.

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—Hanbei, te espera cierto placer cuando entremos en Ha-rima.

—¿Ah, sí? ¿Qué puede ser?—Creo que todavía no conoces a Kuroda Hanbei.—Así es, pero oigo hablar de él desde hace largo tiempo.

—Es un hombre a la altura de los tiempos. Creo que cuan-do le conozcas os haréis en seguida amigos.—He oído contar muchas anécdotas de él.—Es hijo de un servidor de alto rango del clan Odera, y

apenas tiene más de treinta años.—¿Ha sido concebida esta campaña por el señor Kanbei?—En efecto. Es un hombre inteligente y muy perspicaz.—¿Le conocéis bien, mi señor?—Le he conocido a través de cartas, pero le he visto por

primera vez hace poco en el castillo de Azuchi. Tuvimos unaconversación totalmente franca durante media jornada. Ah, mesiento confiado. Con Takenaka Hanbei a mi izquierda y KurodaKanbei a mi derecha, dispongo de todo un estado mayor.

En aquel momento algo causó un ruidoso desorden entrelas tropas detrás de ellos. Alguien en la unidad de pajes reía amandíbula batiente.

Hikoemon se volvió y reconvino a Mosuke, el jefe de lospajes. Éste, a su vez, gritó a los pajes de la compañía:

—¡Silencio! ¡Un ejército avanza con dignidad!

Cuando Hideyoshi preguntó lo que había ocurrido, Hikoe-mon pareció azorado.—Desde que he permitido cabalgar a los pajes, retozan en

las filas como si estuvieran de excursión. Hacen mucho ruido y juegan entre ellos, e incluso Mosuke es incapaz de controlar-los. Tal vez, después de todo, sería mejor obligarles a caminar.

Hideyoshi soltó una risa forzada y miró atrás.—Están muy animados porque son tan jóvenes, y probable-

mente su carácter juguetón sería difícil de dominar. Dejémos-los. Ninguno se ha caído todavía del caballo, ¿verdad?

—Parece que el más joven de ellos, Sakichi, no está acos-tumbrado a cabalgar, y alguien ha pensado que sería divertidohacerle caer.

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—¿Sakichi se ha caído del caballo? Bueno, eso también esun buen adiestramiento.

El ejército prosiguió su avance. La carretera penetró enHarima y finalmente llegaron a Kasuya al atardecer, tal comohabían planeado.

Al contrario que la adusta jefatura de Shibata Katsuie,quien sólo respetaba las regulaciones y la forma, o la severidady el rigor de Nobunaga, el estilo de mando de Hideyoshi sedistinguía por una jovialidad característica. Al margen de loacosadas que estuvieran sus tropas por las penalidades o la lu-cha desesperada, seguían irradiando esa jovialidad y la armo-niosa sensación de que el conjunto del ejército formaba unasola familia.

Por ello, aunque el grupo de pajes, compuesto por mucha-chos de once a dieciséis años, podía quebrantar fácilmente ladisciplina militar, Hideyoshi, como el «cabeza de familia», selimitaba a hacer un guiño y decía que los dejaran en paz.

Empezó a oscurecer cuando la vanguardia entraba discre-

tamente en Harima, una provincia aliada en medio de territo-rio enemigo. Los habitantes de la provincia, incapaces de deci-dir lo que debían hacer y muy presionados por sus vecinos,encendieron fogatas y dieron la bienvenida a las tropas de Hi-deyoshi.

Las fuerzas de Hideyoshi habían dado el primer paso en la

invasión de las provincias occidentales. Cuando la larga colum-na de soldados en doble fila entró en el castillo, un estrépitocontinuo llenó la atmósfera crepuscular. La primera unidad es-taba formada por los abanderados, la segunda por los portado-res de armas de fuego, la tercera por los arqueros, la cuarta porlos lanceros, la quinta por los hombres armados con espadas yalabardas. La unidad central estaba formada por jinetes, entreellos los oficiales que rodeaban a Hideyoshi. Con los tambores,los portadores de estandartes, policía militar, inspectores, ca-ballos de reserva y de carga y los exploradores, el número totalde hombres ascendía a unos siete mil quinientos, y el especta-dor podía ver que se trataba de una fuerza realmente formida-ble.

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Kuroda Kanbei estaba en el portal del castillo de Kasuyapara darles la bienvenida. Cuando Hideyoshi le vio, se apresu-ró a desmontar y fue a su encuentro, sonriente. Kanbei tam-bién se adelantó, saludando a gritos y con las manos extendi-das. Entraron en el castillo como amigos que no se veían desde

hacía años, y Kanbei presentó a Hideyoshi a sus nuevos servi-dores. Cada uno de los hombres dijo su nombre e hizo un ju-ramento de lealtad a Hideyoshi.

Entre ellos había un hombre que parecía de excelente ca-rácter.

—Soy Yamanaka Shikanosuke —se presentó—, uno de lospocos servidores supervivientes del clan Amako. Hasta ahorahemos luchado juntos, pero en regimientos distintos, por loque no nos habíamos visto. Pero me entusiasmé al oír que inva-díais el oeste y pedí al señor Kanbei que hablara en mi favor.

Aunque Shikanosuke estaba arrodillado y con la cabeza i -clinada, Hideyoshi pudo ver por la anchura de sus hombrosque era mucho más alto y corpulento que la mayoría. Al le-

vantarse reveló una altura de seis pies, y parecía tener unostreinta años de edad. Su piel era como el hierro, y sus ojos pe-netrantes como los de un halcón. Hideyoshi se le quedó mi-rando como si no recordara del todo quién era. Kanbei acudióen su ayuda.

—La lealtad de este hombre es infrecuente en los tiempos

que corren. En el pasado sirvió a Amako Yoshihisha, un señorarruinado por los Mori. Durante muchos años ha demostradouna entrega y una fidelidad inquebrantables en las circunsta -cias más adversas. En los últimos diez años ha intervenido endiversas batallas y se ha desplazado de un lugar a otro, hosti-gando a los Mori con pequeñas fuerzas, en un intento de ponerde nuevo a su antiguo señor al frente de sus dominios.

—Incluso yo he oído hablar del leal Yamanaka Shikanosu-ke, pero ¿qué habéis querido decir al mencionar que hemosestado en regimientos diferentes? —le preguntó Hideyoshi.

—Durante la campaña contra el clan Matsunaga, luché jun-to con las fuerzas del señor Mitsuhide en el monte Shigi.

—¿Estuvisteis en el monte Shigi?

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Kanbei volvió a intervenir en la conversación.—Los años de lealtad en medio de tantas adversidades que-

daron en nada cuando Amako fue derrotado por los Mori. Mástarde pidió secretamente ayuda al señor Nobunaga a través delos buenos oficios del señor Katsuie. En la batalla del monte

Shigi Shikanosuke cortó la cabeza del feroz Kawai Hidetaka.—Fuisteis vos quien acabó con Kawai —dijo Hideyoshi,como si sus dudas se hubieran despejado, y miró de nuevo alhombre, esta vez con una ancha sonrisa.

Hideyoshi demostró muy pronto el poderío de sus tropas.Cayeron los dos castillos de Sayo y Kozuki, y aquel mismo mederrotó al vecino clan Ukita, un aliado de los Mori. TakenakaHanbei y Kuroda Kanbei estaban siempre al lado de Hide-yoshi.

El campamento principal fue trasladado a Himeji. Duranteesta época, Ukita Naoie solicitaba constantemente refuerzos al

clan Mori. Al mismo tiempo Naoie confió a Makabe Harut-sugu, el guerrero más valeroso de Bizen, una fuerza de ocho-cientos hombres con la que logró recuperar el castillo de Ko-zuki.

—Después de todo, ese Hideyoshi no es gran cosa —se jac-tó Makabe.

Se repusieron los suministros de pólvora y alimentos delcastillo de Kozuki y se enviaron nuevas tropas de refuerzo.—Supongo que no podemos consentirlo —sugirió Hanbei.—Creo que no —dijo Hideyoshi pausadamente. Desde su

llegada a Himeji, había estudiado con detalle la situación de lasprovincias occidentales—. ¿A quién te parece que debería en-viar? Creo que esta batalla va a ser muy dura.

—Shikanosuke es la única alternativa.—¿Shikanosuke? ¿Qué opinas, Kanbei?Kanbei mostró su acuerdo de inmediato.Shikanosuke recibió las órdenes de Hideyoshi, preparó sus

tropas durante la noche y avanzó hacia el castillo de Kozuki.Finalizaba el año y el frío era intenso.

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Los oficiales y soldados de Shikanosuke sentían el mismoentusiasmo que su jefe. Habían jurado derribar a los Mori yrestaurar a Katsuhisa, el jefe del clan Amako, en el poder, y suvalor y lealtad eran ilimitados.

Cuando los generales de Ukita fueron informados por sus

exploradores de que el enemigo era el clan Amako, con Shika-nosuke al frente, se amedrentaron. La mención del nombre deShikanosuke les producía un terror similar al que podría sentirun pajarillo ante un tigre furioso.

Y era indudable que temían los informes sobre el avance deShikanosuke mucho más de lo que habrían temido un ataquedirecto por parte de Hideyoshi.

Desde ese punto de vista, Shikanosuke era el hombre másadecuado para enviarlo contra el castillo de Kozuki. Al fin y alcabo, con su resolución y valor había hecho estragos e inspira-do terror como un dios encolerizado. Incluso el general másvaliente del clan Ukita, Makabe Harutsugu, abandonó el casti-llo de Kozuki sin luchar, temiendo sufrir excesivas bajas si se

quedaba y enfrentaba a Shikanosuke.Cuando Shikanosuke entró en el castillo e informó a Hi-deyoshi de que había logrado su captura sin derramamiento desangre, Makabe ya había pedido refuerzos. Tras la unión de unejército al mando de su hermano, con lo que las fuerzas combi-nadas sumaban mil quinientos o mil seiscientos hombres, Ma-

kabe avanzó para contraatacar y se detuvo en medio de unanube de polvo en una planicie a corta distancia del castillo.Shikanosuke observaba desde la torre vigía.—Hace más de dos semanas que no llueve —dijo riendo—.

Vamos a darles una ardiente recepción.Dividió a sus soldados en dos grupos, que abandonaron

el castillo por la noche. Uno de los grupos prendió fuego enla hierba seca, allí donde el viento soplaba en la direccióndel enemigo. Rodeadas por las llamas que consumían los ma-torrales, las fuerzas de Ukita fueron completamente derro-tadas.

La segunda unidad de Shikanosuke entró entonces en ac-ción y avanzó para aniquilarlos. Nadie sabía con certeza el nú-

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mero de enemigos que perecieron en la matanza, pero su jefe,Makabe Harutsugu, y su hermano quedaron sin vida en elsuelo.

—Supongo que ahora se desanimarán.—No, seguirán viniendo.

Las fuerzas de Shikanosuke emprendieron el regreso a Ko-zuki, entonando cantos de victoria. Sin embargo, un mensajerodel campamento principal en Himeji llegó con la orden de Hi-deyoshi de que abandonaran el castillo y se retirasen a Himeji.Como era de esperar, de las filas alzaron gritos de protesta,desde Amako Katsuhisa, el jefe del clan, hasta el último hom-bre. ¿Por qué tenían que abandonar un castillo por el que ha-bían luchado con tanto denuedo y que se hallaba en una situa-ción estratégica?

—Sin embargo, es la orden de nuestro comandante en jefe... —dijo Shikanosuke, obligado a consolar al señor Kat-suhisa y sus tropas y regresar a Himeji.

Al volver se entrevistó de inmediato con Hideyoshi.

—Si puedo hablaros sin reserva, todos mis oficiales y solda-dos han recibido con incredulidad vuestra orden. Yo tambiéncomparto sus sentimientos.

—A fin de mantener el secreto, no le dije al mensajero elmotivo de la retirada, pero os lo diré ahora. El castillo de Ko-zuki ha sido un buen cebo para atraer a los Ukita. Si lo abando-

namos, no hay duda de que los Ukita volverán a aprovisionarlocon alimentos, armas y pólvora. Incluso es probable que re-fuercen la guarnición. ¡Y será entonces cuando intervengamos!—Hideyoshi se echó a reír. Bajando la voz hasta convertirla enun susurro, se inclinó adelante en el escabel de campaña y se-ñaló con su abanico de guerra en la dirección de Bizen—. Esevidente que Ukita Naoie prevé que volveré a atacar de nuevoel castillo de Kozuki. Esta vez él mismo irá al frente de un granejército, y nosotros vamos a superarle en táctica. No os enfa-déis, Shikanosuke.

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El año llegaba a su final. Los informes de los exploradoreseran tal como se había esperado: grandes cantidades de sumi-nistros ya estaban siendo transportadas por los Ukita al castillode Kozuki. El mando del castillo había sido entregado a UkitaKagetoshi, y en las murallas del castillo se habían apostado tro-

pas de élite.Hideyoshi rodeó el castillo y ordenó a Shikanosuke y sufuerza de diez mil hombres que se ocultaran en las proximida-des del río Kumami.

Entretanto, Ukita Naoie, que había planeado un ataque enpinza contra las tropas de Hideyoshi, actuando de comúnacuerdo con la guarnición del castillo, se puso personalmenteal frente del ejército desde Bizen.

El cebo estaba echado. Cuando Naoie atacó a Hideyoshi,Shikanosuke golpeó como un torbellino, despedazando a suejército. Naoie escapó con vida por los pelos. Tras haberse ocu-pado de los Ukita, Shikanosuke se reunió con Hideyoshi paralanzar un ataque a gran escala contra el castillo.

Hideyoshi atacó el castillo con fuego. Fueron tantos losmuertos abrasados que el lugar sería conocido por las genera-ciones posteriores como «el Valle del Infierno de Kozuki».

—Esta vez no os diré que abandonéis el castillo —dijo Hi-deyoshi a Amako Katsuhisa—. Protegedlo bien.

Cuando Hideyoshi terminó de limpiar Tajima y Harima,

efectuó un regreso triunfal a Azuchi, donde estuvo menos deun mes antes de partir de nuevo al oeste, en el segundo mes delaño.

Durante ese respiro, las provincias occidentales se apresu-raron a prepararse para la guerra. Ukita Naoie envió un men-saje urgente a los Mori:

La situación es grave. Este asunto no implica solamente a laprovincia de Harima. En la actualidad, Amako Katsuhisa yYamanaka Shikanosuke ocupan el castillo de Kozuki con elapoyo de Hideyoshi. Ello tendrá graves repercusiones queel clan Mori no podrá pasar por alto. ¿Qué otra cosa puedeser esto sino un primer paso de los vengativos y vehementes

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Amako, que fueron destruidos por el clan Morí, hacia larecuperación de sus tierras perdidas? No deberíais mante-neros al margen, sino enviar cuanto antes un gran ejército yaniquilarlos ahora. Nosotros, los Ukita, iremos en vanguar-dia y os recompensaremos por vuestros numerosos favores

en el pasado.Los generales en los que más confiaba Morí Terumoto eran los

hijos de su abuelo, el gran Morí Motonari, conocidos como «losdos tíos de los Mori». Ambos habían heredado en buena medidalas cualidades de Motonari. Kobayakawa Takakage era un hom-bre de amplios conocimientos, mientras que Kikkawa Motoharu

tenía un gran dominio de sí mismo y poseía virtud y talento.En vida, Motonari había aleccionado a sus hijos de la si-

guiente manera:—En general, probablemente nadie causará tantos desastres

al mundo como el hombre que aspira a gobernar la nación perocarece de la habilidad de gobernar. Cuando un hombre así,

aprovechándose de los tiempos, intenta hacerse dueño del im-perio, la destrucción será inevitable. Debéis reflexionar en vues-tra propia condición y quedaros en las provincias occidentales.Bastará con que estéis resueltos a no quedar detrás de otros.

El consejo de Motonari siempre había sido respetado, y porello los Mori carecían de la ambición que caracterizaba a los Oda,

Uesugi, Takeda o Tokugawa. Así pues, aunque dieron refugio alshogun depuesto, Yoshiaki, se comunicaron con los monjes gue-rreros del Honganji e incluso entraron en alianza secreta con Ue-sugi Kenshin, su único motivo al obrar así fue la protección de lasprovincias occidentales. Ante los avances de Nobunaga, las for-talezas de las provincias bajo su control solamente se usabancomo primera línea defensiva de su propio dominio.

Pero ahora el mismo occidente sufría un ataque violento.Una esquina de aquella línea defensiva ya se había desmorona-do, demostrando que incluso las provincias occidentales eranincapaces de mantenerse fuera del torbellino de los tiempos.

—El ejército principal debería estar formado por las fuer-zas combinadas de Terumoto y Takakage, y tendrían que ata-

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car juntos Kozuki. Yo dirigiré a los soldados de Inaba, Hoki,Izumo e Iwami, me uniré por el camino con los soldados deTamba y Tajima y, de un solo golpe, avanzaré sobre la capital,actuaré de común acuerdo con el Honganji y golpearé directa-mente el cuartel general de Nobunaga en Azuchi.

Esta audaz estrategia fue propuesta por Kikkawa Motoha-ru, pero ni Mori Terumoto ni Kobayakawa Takakage la apro-baron, argumentando que el plan era demasiado ambicioso.Decidieron atacar primero el castillo de Kozuki.

En el tercer mes, un ejército de Mori formado por treinta ycinco mil hombres marchó hacia el norte. Poco antes Hideyos-hi había ido al castillo de Kakogawa en Harima, pero su ejérci-to no contaba más de siete mil quinientos hombres. Aunqueincluyera a sus aliados en Harima, sus tropas no podían compa-rarse con las de Mori.

Hideyoshi mantenía una calma externa y afirmaba que, encaso necesario, llegarían refuerzos. Sin embargo, tanto sus tro-pas como los aliados estaban muy inquietos por la pequenez de

su número en comparación con el de Mori. La primera señal dedescontento no tardó en llegar: Bessho Nagaharu, el señor delcastillo de Miki y principal aliado de Nobunaga en el este deHarima, se pasó al enemigo. Bessho difundió falsos rumoressobre Hideyoshi para justificar su traición, al tiempo que invi-taba a los Mori a su castillo.

Por esa época, Hideyoshi recibió la inesperada noticia de lamuerte de Uesugi Kenshin de Echigo. Todo el mundo sabíaque Kenshin era bebedor empedernido, y se suponía que podíahaber sido víctima de una apoplejía. Pero algunos propusieronla teoría de que lo habían asesinado. Aquella noche Hideyoshipermaneció en el monte Shosha, con la mirada perdida en lasestrellas, reflexionando en el carácter y la vida extraordinariosde Uesugi Kenshin.

El castillo de Miki tenía una serie de castillos filiales enOgo, Hataya, Noguchi, Shikata y Kanki, y cada uno de elloshabía seguido la iniciativa de Miki y desplegado la bandera dela rebelión. Sus jefes se mofaban de Hideyoshi y su pequeñoejército.

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Entonces Kanbei sugirió a Hideyoshi una nueva estrategia.—Podríamos vernos obligados a aplastar esos pequeños

castillos uno tras otro, pero creo que tomar el castillo de Mikieliminando las pequeñas piedras que lo rodean es la estrategiamás cómoda.

Hideyoshi tomó primero el castillo de Noguchi, obligó aKanki y Takasago a la rendición e incendió sistemáticamentelos pueblos vecinos. Había subyugado a medias al clan Besshocuando le llegó una carta urgente de Shikanosuke desde el ase-diado castillo de Kozuki.

Un gran ejército de Mori ha rodeado el castillo. Nuestrasituación es desesperada. Enviad refuerzos, por favor. Lossoldados de Kobayakawa son más de veinte mil, mientrasque Kikkawa está al frente de unos dieciséis mil hombres.Además, el ejército de Ukita Naoie se les ha unido conunos quince mil hombres, de modo que el total de la fuerzano puede ser inferior a cincuenta mil soldados. A fin de

cortar las comunicaciones entre Kozuki y sus aliados, elejército enemigo está abriendo una larga frontera en el va-lle y levantando estacadas y barreras. También disponen deunos setecientos barcos de guerra que navegan por los ma-res de Harima y Settsu, y parecen preparados para enviarrefuerzos y suministros a tierra.

Era inevitable que este informe detuviera la trayectoria

que estaba siguiendo Hideyoshi. Se trataba de un problemarealmente grave y urgente, pero no fue una sorpresa completa,porque había considerado de antemano en sus planes la movi-lización de los Mori.

Hideyoshi tenía el ceño muy fruncido, una manifestaciónde sus sentimientos siempre que se encontraba en dificultades.Como había previsto la situación actual, ya había solicitado re-fuerzos a Nobunaga, pero aún no recibía noticias de la capital.No tenía la menor idea de si los refuerzos estaban ya en caminoo si no llegarían.

El castillo de Kozuki, ahora defendido desesperadamente

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por Amako Katsuhisa y Shikanosuke, se encontraba en el lu-gar donde se unían las provincias de Bizen, Harima y Mimasa-ka. Aunque sólo era un pequeño castillo cerca de un pueblo demontaña, ocupaba una posición estratégica muy importante.

Para quien quisiera penetrar en la zona de Sanin, Kozuki

era la primera barrera que debería controlar. Nada más naturalque los Mori reflexionaran seriamente en ello, y a Hideyoshi leimpresionó el astuto entendimiento que el enemigo tenía de lasituación. Pero carecía de fuerzas suficientes para dividir a suejército en dos.

Nobunaga no era tan estrecho de miras como para negarsea delegar tareas importantes en los hombres bajo su mando,pero la regla general era que todo debía estar en sus propiasmanos. El principio por el que se guiaba era que si alguienamenazaba con disputarle el control, esa persona no era en ab-soluto merecedora de confianza. Hideyoshi había aprendidobien esta lección, y aun cuando su señor le había dado la res-ponsabilidad del comandante en jefe en la campaña, nunca to-

maba por sí mismo las decisiones importantes.Así pues, enviaba despachos con peticiones y siempresolicitaba el consejo de Nobunaga, aun cuando pudiera pa-recer que pedía a Azuchi instrucciones por cualquier baga-tela. Enviaba a sus servidores como mensajeros para queefectuaran informes detallados de la situación, de modo que

Nobunaga tuviera una comprensión clara de lo que estaba ocu-rriendo.Tras haber tomado una decisión a su manera habitual, No-

bunaga ordenó de inmediato los preparativos para su partida.Sin embargo, los demás generales le amonestaron a coro. No-bumori, Takigawa, Hachiya, Mitsuhide... todos eran de la mis-ma opinión.

—Harima es un lugar con montañas y caminos difíciles, uncampo de batalla sembrado de montañas y colinas. ¿No debe-ríais primero enviar refuerzos y esperar a ver lo que hace elenemigo?

Otro general continuó la argumentación.—Y si la campaña de Su Señoría en el oeste se prolonga

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inesperadamente, el Honganji puede incomunicarnos con laretaguardia y amenazar a nuestros hombres por tierra y mar.

Estos argumentos persuadieron a Nobunaga, el cual pospu-so su partida. Pero no hay que pasar por alto las emociones quelos generales experimentaban hacia Hideyoshi cada vez que se

convocaba un consejo de guerra. Sin decirlo así, parecían pre-guntar por qué Hideyoshi había sido nombrado comandanteen jefe, dando a entender así que era una responsabilidad exce-siva para él. Y mientras circulaban estas insinuaciones, habíaotra más en el fondo de todas ellas: si Nobunaga iba en perso-na, seguiría siendo Hideyoshi quien se llevara todo el mérito.

Al frente de unos refuerzos que sumaban aproximadamenteveinte mil hombres, Nobunari, Takigawa, Niwa y Mitsuhideabandonaron la capital y llegaron a Harima a comienzos delquinto mes. Más adelante Nobunaga envió a su hijo, Nobuta-da, a reunirse con ellos.

Entretanto Hideyoshi, que había aumentado su ejércitoprincipal con el grupo avanzado de refuerzos al mando de Ara-

ki Murashige, trasladó la totalidad de sus fuerzas al monte T -kakura, situado al este del castillo de Kozuki. Desde aquellaaltura examinó la posición de Kozuki y comprobó que seríadifícil en extremo establecer contacto con los hombres atrapa-dos dentro del castillo.

El curso principal y los afluentes del río Ichi fluían alrede-

dor de la montaña en la que se alzaba el castillo. Además, éstese hallaba cerrado al noroeste y el sudoeste por los riscos inac-cesibles de los montes Okami y Taihei. Sencillamente, no exis-tía ninguna ruta abierta para aproximarse.

La única carretera estaba bloqueada por los Mori. Más allá,en cada río, valle y montaña aparecían las fortificaciones y ban-deras del enemigo. Un castillo con semejantes defensas natura-les podía ser defendido, pero la misma naturaleza de su posi-ción dificultaba en extremo el acceso de los refuerzos.

—No podemos hacer nada —se lamentó Hideyoshi.Eso era tanto como confesar que, pese a su rango de ge-

neral, no tenía la menor idea de estrategia.Finalmente, cuando anocheció, ordenó a sus hombres que

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encendieran hogueras de gran tamaño. Pronto unas llamasenormes pudieron verse desde el monte Takakura hasta las in-mediaciones del monte Mikazuki, alzándose por encima de lascimas y los valles. Durante el día colgaron innumerables ba -deras y estandartes entre los árboles del terreno más elevado,

lo cual por lo menos mostraba al enemigo que el ejército deHideyoshi estaba presente al tiempo que animaba a la pequeñafuerza del castillo. Así continuaron hasta el quinto mes, cuan-do llegaron veinte mil soldados de refuerzo a las órdenes deNobumori, Niwa, Takigawa y Mitsuhide.

Todos se reanimaron, pero los verdaderos resultados no justificaban el júbilo. El motivo era que ahora había dema-siados generales ilustres en un solo lugar. Ahora que todosestaban al lado de Hideyoshi, ninguno quería verse en unaposición subordinada. Niwa y Nobumori eran mayores que Hi-deyoshi, mientras que Mitsuhide y Takigawa eran tan inteli-gentes como él y gozaban de la misma popularidad.

Los generales provocaron una atmósfera de duda acerca de

quién era en verdad el comandante en jefe. Las órdenes nopueden venir siquiera por dos conductos, y ahora eran varioslos generales que las daban. El enemigo pudo husmear talesdificultades internas. Las fuerzas de Mori estaban lo bastantedespiertas para percibir la ineficacia de la situación. Una nochelas tropas de Kobayakawa rodearon la parte posterior del

monte Takakura y lanzaron un ataque por sorpresa contra elcampamento de los Oda.Los hombres de Hideyoshi sufrieron cierto número de ba-

 jas. Entonces las tropas de Kikkawa avanzaron rápidamentedesde las llanuras que se extendían por detrás hasta la zona deShikama y atacaron por sorpresa a la unidad de suministros delos Oda, quemaron sus barcos e hicieron lo posible para crearun caos.

Una mañana, cuando Hideyoshi miraba en dirección a Ko-zuki, vio que la torre vigía del castillo había sido totalmentedestruida durante la noche. Preguntó qué había sucedido y leinformaron de que el ejército de Mori poseía uno de los ca-ñones de los bárbaros del sur y probablemente habían pulveri-

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zado la torre con el impacto directo de un enorme proyectil.Impresionado por esta demostración de fuerza, Hideyoshi par-tió hacia la capital.

Cuando Hideyoshi llegó a Kyoto, fue directamente al pa-lacio de Nijo, sin cambiarse la ropa cubierta por el polvo delcamino y con el rostro ensombrecido por una barba de variosdías.

—¿Hideyoshi?Nobunaga tuvo que mirarle dos veces para asegurarse de

que era él. Desde luego parecía un hombre diferente del quehabía marchado al frente de sus tropas. Tenía los ojos hundi-dos y una barba rala y rojiza le rodeaba la boca como un cepillopara restregar.

—Por tu aspecto pareces muy apremiado, Hideyoshi. ¿Aqué has venido?

—No tengo un solo momento libre, mi señor.

—En ese caso, ¿qué te trae aquí?—He venido a pediros instrucciones.—¡Qué general tan fastidioso! Te nombré comandante en

 jefe, ¿no es cierto? Si sigues pidiéndome mi opinión sobre t -das las cosas, no tendrás tiempo para poner tus tácticas en ac-ción. ¿Por qué eres tan reservado en estas circunstancias? ¿Es

que no puedes actuar por ti mismo?—Vuestra irritación es totalmente razonable, mi señor,pero vuestras órdenes han de llegar a través de un solo canal.

—Cuando puse el bastón de mando en tus manos, te otor-gué autoridad en todas las situaciones. Si comprendes lo quedeseo, entonces tus instrucciones son las mías. ¿Por qué has desentirte confuso?

—Con todo el debido respeto, ése es precisamente el puntoen el que tengo dificultades. No quiero perder un solo soldadoen vano.

—¿Qué estás tratando de decirme?—Si la situación actual persiste, no podemos ganar.—¿Por qué dices que ésta es una batalla perdida?

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—Por indigno que sea, ahora que tengo el mando no piensoencaminar a mis hombres a una lamentable derrota. Pero laderrota es inevitable. Desde los ángulos del espíritu de lucha,el equipo y la ventaja geográfica, en estos momentos no es-tamos a la altura de los Mori.

—Lo primero que debes recordar —replicó Nobunaga— esque si el comandante en jefe prevé la derrota, no hay razónpara que venza.

—Pero si cometemos un error de cálculo, creyendo que po-demos ganar, nuestra derrota podría ser desastrosa. Si vuestrastropas sufren la mancha de una derrota en el oeste, los enem -gos que están esperando aquí y en todas partes y, por supuesto,el Honganji, creerán que el señor de los Oda ha tropezado yque ahora es el momento propicio para su caída. Harán sonarsus gongs y entonarán sus ensalmos, e incluso el norte y el estese alzarán contra vos.

—Soy consciente de ello.—Pero ¿no deberíais considerar que la invasión de las pro-

vincias occidentales, que es tan importante, podría ser fatalpara el clan Oda?—Lo tengo en cuenta, por supuesto.—Entonces ¿por qué no habéis ido vos mismo a las provin-

cias occidentales, después de que os lo solicitara tantas veces?El tiempo es vital. Si perdemos esta oportunidad, no tendre-

mos ninguna posibilidad en la verdadera batalla. Es casi unanecedad mencionarlo, pero sé que sois el primer general entoda la historia que ha percibido esta oportunidad, y no com-prendo por qué no hicisteis nada cuando os envié una peticióntras otra. Aunque he intentado hacer salir al enemigo, no sedeja provocar tan fácilmente. Ahora los Mori han movilizadoun ejército enorme y atacado Kozuki, utilizando el castillo deMiki como base. ¿No es ésta una oportunidad enviada por elcielo? Con mucho gusto sería yo un señuelo para atraerlos máslejos. ¿No podríais entonces, mi señor, acudir personalmente yponer fin a este juego de un solo golpe?

Nobunaga estaba sumido en sus pensamientos. Como noera la clase de hombre que permanece indeciso en tales cir-

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cunstancias, Hideyoshi comprendió que Nobunaga no estabadispuesto a acceder a su petición.

—No —dijo finalmente Nobunaga—. Éste no es el momen-to de actuar temerariamente. Primero tenemos que determinarcon exactitud la fuerza del clan de Mori. —Esta vez fue Hi-

deyoshi quien pareció absorto en sus pensamientos. Como si lereprendiera, Nobunaga siguió diciendo—: ¿No será que te haintimidado un poco el poderío de los Mori y esperas la derrotaincluso antes de pelear razonablemente?

—Mi señor, no considero una prueba de lealtad hacia voslibrar una batalla sabiendo que terminará en derrota.

—¿Tan fuertes son los efectivos de las provincias occide -tales? ¿Tan elevada es su moral?

—Lo es. Están protegiendo las fronteras que han mantenidodesde los tiempos de Motonari, y ponen todo su empeño en re-forzar el interior de su dominio. Su riqueza no puede comparar-se siquiera con la de los Uesugi de Echigo o los Takeda de Kai.

—Es absurdo pensar que una provincia rica es siempre una

provincia fuerte.—La fuerza depende de la calidad que tenga la riqueza. Silos Mori fuesen extravagantes y arrogantes, no merecería lapena preocuparse por ellos, y es muy probable que incluso pu-diéramos aprovecharnos de la situación. Pero los dos genera-les, Kikkawa y Kobayakawa, son una gran ayuda para Teru-

moto y mantienen las tradiciones de su antiguo señor. Suscomandantes y soldados actúan virtuosamente, siguiendo elCamino del Samurai. Los pocos soldados que hemos captura-do vivos tienen un temple pasmoso y arden de hostilidad.Cuando veo todo esto, lamento sin poder evitarlo que esta in-vasión vaya a ser tan dif...

—Hideyoshi, Hideyoshi —le interrumpió Nobunaga conuna expresión de disgusto en su semblante—. ¿Qué me dicesdel castillo de Miki? Nobutada se dirige allí.

—Dudo de que caiga fácilmente, a pesar de las habilidadesde vuestro hijo.

—¿Qué clase de jefe es Bessho Nagaharu, el gobernadordel castillo?

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—Es un hombre de gran carácter.—No haces más que alabar al enemigo, ¿sabes?—La primera regla de un militar es conocer a su enemigo.

Supongo que no es bueno alabar a los jefes y a sus soldados,pero os he hablado con franqueza porque me creo en el deber

de haceros una evaluación correcta.—Creo que tienes razón. —Por fin Nobunaga pareció reco-nocer la fuerza del enemigo, si bien a regañadientes. Sin em-bargo, la determinación de vencer seguía enconándose en suinterior, y al cabo de un rato añadió—: Supongo que es así,Hideyoshi, pero que nuestras tropas carezcan de ánimo siguesiendo otra cosa.

—¡En efecto!—El papel del comandante en jefe no es fácil. Takigawa,

Nobumori, Niwa y Mitsuhide son todos ellos generales vetera-nos. No es que no sigan tus instrucciones, ¿verdad?

—Tenéis una percepción excelente, mi señor. —Hideyoshiinclinó la cabeza y su semblante marcado por la fatiga del com-

bate enrojeció—. Tal vez ha sido una responsabilidad excesivapara mí, que soy más joven que ellos.Desde luego, se daba cuenta de las sutiles maquinaciones

de los servidores de alto rango y de cómo habían impedido queNobunaga acudiera a la batalla. Aunque el gran ejército deMori no hubiera sido preocupante, habría tenido que preca-

verse del peligro que representaban sus propios aliados.—Te diré lo que has de hacer, Hideyoshi. Abandona tem-poralmente el castillo de Kozuki, únete a las fuerzas de No-butada, dirigios al castillo de Miki y derrotad a Bessho Naga-haru. Entonces observa lo que hace el enemigo durante algúntiempo.

La principal causa de la depresión que sufrían las tropas erael hecho de que el ejército había sido dividido en dos, una mi-tad para atacar el castillo de Miki y la otra para acudir en auxi-lio de Kozuki. Éste era el resultado de las opiniones divergen-tes en las conferencias militares de los Oda celebradas hastaentonces. Y el motivo de la división estaba claro. La pequeñafuerza de Amako, atrincherada en el castillo de Kozuki, de-

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lizarse entre las líneas enemigas. ¿Qué haría Shikanosuke? Elmensaje de Hideyoshi, entregado por Shigenori, consistía eninformar a los hombres del castillo de que había cambiado ladirección de la batalla.

¿Podéis decidiros a buscar vida en medio de la muerte, salirdel castillo y abriros paso hasta reuniros con nuestras fuer-zas? Os esperaremos hasta mañana.

Ya era mañana y aguardaban esperanzados, pero los solda-dos que estaban en el castillo no se movían, como tampoco elejército de Mori que rodeaba el castillo efectuaba el menor

cambio. Dándoles por perdidos, Hideyoshi y sus hombresabandonaron el monte Takakura.

Los soldados del castillo de Kozuki estaban sumidos en ladesesperación. Defender el castillo significaba la muerte yabandonarlo también. Incluso el indomable Shikanosuke es-taba aturdido y no sabía qué hacer.

—Nadie tiene la culpa —le había dicho Shikanosuke a Shi-genori—. Sólo podemos guardar rencor al cielo.Tras discutir el asunto con Amako Katsuhisa y los demás

servidores, Shikanosuke dio a Shigenori su respuesta:—A pesar del amable ofrecimiento del señor Hideyoshi,

es inconcebible que esta fuerza pequeña y cansada pueda

abrirse paso y reunirse con él. Tenemos que buscar algún otroplan.Tras despedir al mensajero, Shikanosuke escribió en secre-

to una nota dirigida al jefe de las fuerzas atacantes, Mori Teru-moto. Era una carta de rendición. También dirigió solicitudesde intervención por separado a Kikkawa y Kobayakawa. Setrataba, naturalmente, de peticiones para que respetaran lavida de su señor, Katsuhisa, y las de los setecientos soldadosdel castillo. Pero ninguno de los dos jefes quiso escuchar lasrepetidas súplicas de Shikanosuke. Sólo se darían por satisfe-chos de una manera: «Abre el castillo y entréganos la cabezade Katsuhisa».

Era una extravagancia implorar misericordia cuando uno se

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veía obligado a capitular. Tragándose las lágrimas de aflicción,Shikanosuke se postró ante Katsuhisa.

—Vuestro servidor no puede hacer nada más. Cuan lamen-table es que os haya ocurrido la desgracia de tener un servidorindigno como yo. Es inevitable, mi señor, debéis prepararos a

morir.—No, Shikanosuke —replicó Katsuhisa, volviéndose—. Sila situación ha llegado a este momento crítico no es porque mishombres carezcan de habilidad, pero tampoco podemos guar-dar rencor al señor Nobunaga. Más bien es una gran alegríapara mí haberme granjeado la entrega de mis servidores y ser-vido como jefe de un clan samurai. Fuiste tú quien me diste lavoluntad de restaurar el nombre de nuestro clan y la oportuni-dad de hostigar a nuestros enemigos jurados. ¿De qué puedoarrepentirme, aunque ahora suframos una derrota? Creo quehe hecho cuanto podía hacer como hombre. Ahora puedo des-cansar en paz.

Al alba del tercer día del séptimo mes, Katsuhisa se hizo el

seppuku de una manera viril. El rencor entre los clanes Mori yAmako habían durado cincuenta y seis años.Pero la sorpresa mayor estaba por llegar. Yamanaka Shika-

nosuke, el hombre que había luchado contra Mori a pesar delas mayores penalidades y sufrimientos y que acababa de pedira su señor que cometiera el seppuku, decidió no seguirle en la

muerte, sino que se rindió y fue al campamento de KikkawaMotoharu como un soldado raso de infantería, convirtiéndoseignominiosamente en prisionero de guerra.

El corazón humano es insondable. Shikanosuke fue critic -do por sus enemigos y aliados, los cuales dijeron de él que, pormucho que se revistiera de lealtad, cuando llegaba el puntosin retorno no podía dejar de mostrar su verdadera natura-leza.

Pero esos mismos críticos oirían algo aún más inesperadovarios días después, una noticia que les dejaría asqueados eincrédulos. Yamanaka Shikanosuke se había convertido enservidor de los Mori, los cuales le habían concedido un castilloen Suo a cambio de su lealtad futura.

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—¡Qué vileza la de ese perro!—¡Este hombre es indigno de asociarse con samurais!Pronto el nombre de Yamanaka Shikanosuke no merecería

más que desprecio. Durante veinte años tanto los enemigoscomo los aliados le habían considerado un hombre de entrega

y lealtad inquebrantables que no se había doblegado a pesar denumerosas dificultades. Pero ahora la gente se sentía avergo -zada por haberse dejado embaucar tan fácilmente. Su odioestaba en proporción directa con la fama anterior de Shika-nosuke.

En la parte más calurosa del séptimo mes, Shikanosuke, enquien no parecían hacer mella todos los insultos del mundo, sufamilia y sus servidores fueron conducidos a su nueva finca enSuo. Les escoltaron varios centenares de soldados de Mori, loscuales actuaban oficialmente como guías pero en realidad noeran más que guardianes. Shikanosuke era como un tigre cap-turado que aún podría volverse violento de un momento aotro. Antes de que estuviera enjaulado y acostumbrado a que

le alimentaran, sus nuevos aliados no se sentían realmente có-modos con él. Al cabo de varios días de marcha llegaron altransbordador del río Abe, al pie del monte Matsu.

Shikanosuke desmontó y se sentó en una gran piedra decara a la orilla.

Amano Kii, del clan Mori. también desmontó y se aproxi-

mó a él.—A las mujeres y los niños les cuesta caminar, así que lesdejaremos cruzar el río primero. Descansa aquí un rato.

Shikanosuke se limitó a asentir. Durante los últimos días sehabía vuelto muy reticente y no quería malgastar palabras. Kiicaminó hacia el transbordador y gritó algo a los hombres queestaban en la orilla. Había sólo una o dos embarcaciones. Laesposa, el hijo y los servidores de Shikanosuke subieron a bor-do uno tras otro hasta que las navecillas parecieron cargadascon pequeñas montañas y empezaron a deslizarse hacia la ori-lla opuesta.

Mientras contemplaba la embarcación, Shikanosuke se e - jugó el sudor de la frente y pidió a su ayudante que mojara u

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paño en la fría agua del río. El otro ayudante había llevado a sucaballo río abajo para que abrevara.

Varios insectos de alas verdes zumbaban alrededor de Shi-kanosuke. La luna pálida flotaba en el cielo del atardecer.Unas enredaderas floridas se extendían por el suelo.

Motoaki, el hijo mayor de Kii, susurró a dos hombres queestaban a la sombra de un bosquecülo donde habían atadounos diez caballos.

—¡Shinza! ¡Hikoemon! ¡Ahora tenéis una oportunidad!Shikanosuke no había reparado en ellos. La embarcación

que transportaba a su familia ya estaba casi en el centro del río.El viento del río llenaba su pecho y la escena deslumbraba

sus ojos llenos de lágrimas. Pensó en lo lamentable de su situa-ción. Como marido y como padre, estaba acongojado al pensaren el sino de su familia vagabunda.

Incluso el más valiente de los guerreros tiene sentimientos, yse decía de Shikanosuke que era más sentimental que la mayo-ría de los hombres. Su valor y su espíritu caballeroso ardían en

sus ojos con más intensidad que el ardiente sol del verano. No-bunaga le había abandonado, mientras que él había cortado susvínculos con Hideyoshi, entregado en castillo de Kozuki y, fi-nalmente, presentado al enemigo la cabeza de su señor.

Y ahora seguía allí, aferrado obstinadamente a la vida.¿Cuáles eran sus esperanzas? ¿Qué honor le quedaba todavía?

Los insultos del mundo sonaban como los chirridos de los sal-tamontes que le rodeaban ahora. Pero al escucharlos mientrasla fresca brisa acariciaba su pecho, no le importaban.

Una penaamontonada sobre otrapondrán a prueba mi fortaleza hasta sus límites.

Años atrás había escrito ese poema y ahora lo recitó en si-lencio. Recordó lo que había jurado a la madre que le estimula-ba cuando era joven, a su antiguo señor, al cielo y a la lunanueva en el cielo antes de ir al combate: «¡Dadme todos losobstáculos!»

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Remontándolos uno tras otro, había podido vencer cadaobstáculo hasta entonces. Shikanosuke consideraba que éseera el mayor placer del ser humano y su satisfacción másgrande.

Un centenar de obstáculos no son en sí mismos causa de

aflicción. Al avanzar por la vida con esta creencia, Shikanosu-ke había experimentado una gran alegría en medio de sus pe-nalidades. Había mantenido esta actitud incluso cuando elmensajero de Hideyoshi le dijo que Nobunaga había cambiadode estrategia. Era cierto que se había sentido temporalmentedesalentado, pero no guardaba rencor a nadie. Tampoco se ha-bía acongojado. Nunca, ni siquiera ahora, se había hundido enla desesperación y pensado que aquél era el final. Al contrario,ardía de esperanza: «¡Todavía estoy vivo y seguiré estándolomientras respire!». Sólo tenía una gran esperanza, la de acer-carse a su enemigo mortal, Kikkawa Motoharu, y morir matá -dole. Tras haber arrebatado la vida de Kikkawa, le alegraríareunirse con sus antiguos señores en el otro mundo.

Aunque Shikanosuke se había rendido, Kikkawa no era tannecio como para enfrentarse a él cara a cara, sino que habíatenido la cortesía de darle un castillo, hacia el que ahora sedirigía. Shikanosuke se sentía desafortunado y se preguntabacuándo tendría su oportunidad en el futuro.

La embarcación que transportaba a su familia y sus servi-

dores atracó en la orilla opuesta. Por un momento la imagen desu familia que desembarcaba en medio de una gran multitudocupó su atención.

Sin un solo sonido, una hoja desnuda saltó por detrás deShikanosuke y le golpeó un hombro. Al mismo tiempo, otrahoja alcanzó la piedra en la que estaba sentado, haciendo quevolaran chispas en todas las direcciones. Incluso a un hombrecomo Shikanosuke podían cogerle desprevenido. A pesar deque la hoja le había producido un corte profundo, se levantó deun salto y agarró por el moño a su aspirante a asesino.

—¡Cobarde! —le gritó.Había recibido una sola herida de espada, pero su atacante

tenía un cómplice. Al ver a su compañero en apuros, el segu -

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do hombre se abalanzó contra Shikanosuke, blandiendo su es:

pada y gritando.—¡Prepárate a morir! ¡Es orden de nuestro señor!—¡Bastardo! —replicó colérico Shikanosuke.Dio un empujón al primer atacante, el cual chocó con su

compañero y le hizo caer. Al ver su oportunidad, Shikanosukecorrió al río y levantó una enorme rociada de espuma.—¡No le dejéis escapar! —gritó un oficial de Mori al tiempo

que echaba a correr.Desde la orilla arrojó la lanza con todas sus fuerzas. Alcan-

zó en la espalda a Shikanosuke, el cual cayó de bruces al agua.El asta de la lanza se alzó recto en el agua enrojecida, como unarpón clavado en una ballena.

—¡Mi señor!—¡Señor Shikanosuke!Los dos ayudantes de Shikanosuke echaron a correr hacia

él, pero los Mori habían tenido en cuenta esa eventualidad. Encuanto empezaron a lanzar gritos, se vieron rodeados por una

 jaula de acero y no pudieron avanzar más. Cuando se dieroncuenta de que su patrono había muerto, se batieron con denue-do hasta que siguieron la suerte de Shikanosuke.

El cuerpo de un hombre no puede vivir eternamente. Sinembargo, una lealtad y un sentido del deber inquebrantablesvivirán mucho tiempo en los anales de la guerra. Los guerreros

de épocas posteriores dirían que cada vez que alzaban la vista yveían la luna nueva en un cielo añil crepuscular, pensaban en elcarácter indómito de Yamanaka Shikanosuke y les embargabaun sentimiento de reverencia. Shikanosuke viviría eternamen-te en sus corazones.

La espada de Shikanosuke y el recipiente de té «Gran Océa-no» fueron enviados junto con su cabeza a Kikkawa Motoharu.

—Si no te hubiéramos abatido —dijo Kikkawa mientrascontemplaba la cabeza—, un día habrías sostenido mi cabezaen tus manos. Éste es el Camino del Samurai. Después de tuslogros, debes resignarte a encontrar la paz en el otro mundo.

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Cuando los siete mil quinientos hombres de Hideyoshiabandonaron Kozuki, pareció como si avanzaran hacia Tajima,pero de repente viraron en dirección a Kakogawa, en Harima,y unieron sus fuerzas a los treinta mil soldados de Nobutada. Elverano tocaba ya a su fin.

Atacados por aquel gran ejército, los castillos de Kanki yShikata cayeron rápidamente. El único castillo que quedabaera el de Miki, la fortaleza del clan Bessho. Las batallas libra-das por los Oda en su avance hacia el castillo de Miki parecíanhaber sido bastante fáciles, pero la conquista de una fortalezatras otra en la primera línea de las defensas de Mori había cos-tado el sacrificio de gran número de vidas. Las fuerzas combi-nadas de los Oda sumaban treinta y ocho mil hombres, peroera evidente que el enemigo iba a oponer una resistencia consi-derable.

Una de las razones por la que aquella campaña requeriríatiempo era que, junto con los progresos en el armamento, sehabía producido una revolución en la táctica. En general, las

armas de que disponían los ejércitos de las provincias occiden-tales eran más avanzadas que las de los enemigos de Oda enEchizen o Kai.

Era la primera vez que las tropas de Oda entraban en con-tacto con una pólvora y unos cañones tan poderosos. Para Hi-deyoshi, aquél era un enemigo del que podía aprender muchas

cosas. Probablemente Kanbei efectuó la compra, pero el mis-mo Hideyoshi fue el primero en abandonar los viejos cañoneschinos y equiparse con un cañón fabricado por los bárbaros delsur, el cual colocó en lo alto de una torre de reconocimiento.Cuando los demás generales de Oda lo vieron, también seapresuraron a adquirir la última novedad en cañones.

Al enterarse de la lucha que se libraba en las provinciasoccidentales, gran número de mercaderes de armas llegarondesde Hirado y Hakata, en Kyushu, esquivando a la flota deMori a riesgo de sus vidas mientras buscaban los puertos en lacosta de Harima. Hideyoshi ayudó a esos hombres mediandocon los demás generales, los cuales le pidieron que compraralas nuevas armas fuera cual fuese su coste.

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La potencia de los nuevos cañones fue puesta a prueba porprimera vez contra el castillo de Kinki. Los Oda construyeronuna pequeña elevación frente al punto de ataque y sobre ellaalzaron una torre de madera, como las usadas para reconoci-miento. En lo alto de la torre instalaron un gran cañón y lo

dispararon contra el castillo. El muro de tierra y el portal fue-ron destruidos con facilidad. Sin embargo, los blancos verdade-ros eran las torres y la ciudadela interior.

Pero el enemigo también poseía artillería, así como las ar-mas de pequeño calibre y la pólvora más nuevas. La torre dereconocimiento fue pulverizada o quemada por completovarias veces. Cada vez que la reconstruían era derribada denuevo.

Durante esta dura lucha, los ingenieros de Hideyoshi relle-naron el foso y penetraron por debajo del muro de piedra,mientras los zapadores cavaban túneles para socavar los mu-ros. Esta tarea continuó sin interrupción día y noche, sin darnunca a la guarnición del castillo un solo momento para repa-

rar los daños. Esa estrategia ocasionaba a la larga la caída delos castillos. Puesto que la victoria sobre los pequeños castillosde Shikata y Kanki había requerido grandes esfuerzos, parecíacomo si el ataque contra el castillo principal de Miki pudieraser incluso más difícil. Había una zona elevada llamada monteHirai, a una media legua del castillo de Miki. Hideyoshi es-

tableció allí su campamento y emplazó ocho mil hombres en lazona circundante.Un día Nobutada visitó el monte Hirai y los dos fueron a

observar las posiciones enemigas. Al sur del enemigo estabanlas montañas y colinas conectadas a las sierras del oeste de Ha-rima. Por el norte corría el río Miki. Al este había bosques debambú, tierras de labor y monte bajo. Finalmente, una serie defortalezas levantadas en las colmas cercanas rodeaban los mu-ros del castillo por tres lados. Éstos, a su vez, se centraban al-rededor de la ciudadela principal, la segunda ciudadela e inclu-so un tercer recinto.

—Quién sabe si puede tomarse fácilmente, Hideyoshi—dijo Nobutada, mirando el castillo.

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—Dudo mucho de que podamos tomarlo con facilidad. Escomo un diente cariado con una raíz profunda.

—¿Un diente cariado?La imagen mencionada por Hideyoshi hizo sonreír involu -

tariamente a Nobutada, el cual llevaba cuatro o cinco días con

dolor de muelas. Debido a la hinchazón, tenía la cara distorsio-nada. Se llevó la mano a la mejilla y no pudo evitar reírse de laobservación de Hideyoshi. La comparación del inexpugnablecastillo de Miki con su diente cariado era a la vez divertida ydolorosa.

—Ya veo. Es como un diente cariado. Para arrancarlo ne-cesitas paciencia.

—Puede que sólo sea un diente, pero molesta a la totalidaddel cuerpo. Bessho Nagaharu hace sufrir a nuestros hombres.No basta con decir que es como un diente cariado. Pero si ce-demos a la irritación e intentamos subyugar el castillo irreflexi-vamente, no sólo corremos el riesgo de perjudicar a las encíassino que podría ser fatal para el paciente.

—Bien, ¿qué haremos entonces? ¿En qué consiste tu estra-tegia?—El destino del diente está claro. Lo único que debemos

hacer es aflojar la raíz de un modo natural. ¿Y si bloqueamoslas carreteras por donde llegan los suministros y luego agita-mos el diente de vez en cuando?

—Mi padre, Nobunaga, me dijo que me retirase a Gifu si nohabía buenas perspectivas de un ataque rápido. Puedes encar-garte de las tácticas de dilación y otros preparativos. Yo regre-so a Gifu.

—Podéis iros tranquilo, mi señor.Al día siguiente Nobutada se retiró del campo de batalla en

compañía de los demás generales. Hideyoshi dispuso sus ochomil soldados alrededor del castillo de Miki, colocando un jefede unidad en cada posición y levantando empalizadas. Apostócentinelas y cortó todas las carreteras que conducían al castillo.Reforzó especialmente la unidad de observación que custodia-ba la carretera al sur del castillo. Si uno seguía esa carreteracuatro leguas al oeste, llegaba a la costa. La armada de Mori a

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menudo enviaba grandes convoyes de navios a ese lugar, y des-de allí transportaban armas y provisiones al castillo.

—Qué refrescante es el octavo mes —dijo Hideyoshi mien-tras contemplaba la luna en el cielo crepuscular—. ¡Ichimatsu!¡Eh, Ichimatsu!

Los pajes salieron corriendo del campamento, cada unomaniobrando para llegar el primero. Ichimatsu no estaba entreellos. Mientras los demás pajes se colocaban en posición paraeclipsarse mutuamente, Hideyoshi les dio sus instrucciones.

—Preparad una estera y un lugar en el monte Hirai quetenga una vista imponente. Esta noche vamos a celebrar unafiesta de contemplación de la luna. Ahora no es peleéis entrevosotros. Esto es una fiesta, no una batalla.

—Sí, mi señor.—Toranosuke.—¿Mi señor?—Dile a Hanbei que venga aquí si se encuentra lo bastante

bien para contemplar la luna.

Dos de los pajes regresaron en seguida y anunciaron quehabían preparado la estera. Habían elegido un lugar cerca de lacima del monte Hirai, a corta distancia del campamento.

—Una vista realmente soberbia —comentó Hideyoshi. En-tonces se volvió de nuevo a los pajes y les dijo—: Preguntadletambién a Kanbei. Sería una lástima que no viese esta luna.

Un paje fue corriendo a la tienda de Kanbei.

La plataforma para la contemplación de la luna había sidoinstalada bajo un pino enorme. Había sake frío en un recipien-te con cuello de grulla y comida en una bandeja cuadrada demadera de ciprés. Aunque el marco no era precisamente lu-

 joso, bastaba para un breve respiro durante una campaña mil -tar, sobre todo con la brillante luna en lo alto. Los tres hombresse sentaron en línea sobre la estera, Hideyoshi en el centro,flanqueado por Hanbei y Kanbei.

Los tres contemplaban la misma luna, pero ésta evocaba encada uno de ellos unos pensamientos del todo diferentes. Hi-

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deyoshi pensaba en los campos de Nakamura, Hanbei recorda-ba la luna mágica sobre el monte Bodai. Solamente Kanbeipensaba en el futuro.

—¿Tienes frío, Hanbei? —preguntó Kanbei a su amigo, yHideyoshi, tal vez motivado por una preocupación repentina,

también miró a Hanbei.—No, estoy bien.Hanbei sacudió la cabeza, pero en aquel momento su rostro

parecía más pálido que la luna.Hideyoshi suspiró, diciéndose que aquel hombre de talento

tenía una salud frágil, y a él le preocupaba mucho más que almismo Hanbei.

Cierta vez, en Nagahama, Hanbei vomitó sangre mientrascabalgaba, y durante la campaña del norte había caído enfer-mo con frecuencia. Antes de partir hacia el oeste, Hideyoshitrató de convencerle de que se quedara en casa, aduciendo quese estaba esforzando en exceso.

—¿De qué estáis hablando? —le replicó Hanbei jovialmen-

te, y se unió a la campaña.A Hideyoshi le tranquilizaba tener a Hanbei a su lado.Aquel hombre era una fuerza visible e invisible al mismo tiem-po. Su relación era de señor y servidor, pero en su corazónHideyoshi consideraba a Hanbei como un maestro, sobre todoahora, cuando se enfrentaba a la difícil tarea de la campaña

occidental, la guerra se prolongaba y muchos de sus colegasgenerales le tenían envidia. Se estaba aproximando a la cuestamás empinada de la vida, y su confianza en Hanbei era tantomás decisiva.

Pero Hanbei ya había enfermado dos veces desde que en-traron en las provincias occidentales. Tan grande era la preo-cupación de Hideyoshi que ordenó a Hanbei que fuese a Kyotoy se hiciera examinar por un médico. Sin embargo, Hanbei re-gresó en seguida.

—He tenido una mala salud desde mi nacimiento, por loque estoy acostumbrado a las enfermedades. El tratamientomédico sería inútil en mi caso. La vida de un guerrero está en elcampo de batalla.

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Entonces se puso a trabajar en su puesto del estado mayorcon la misma diligencia que antes, sin el menor signo de fatiga.De todos modos, su débil constitución era un hecho inexora-ble, y no había manera de derrotar a la enfermedad, por muyfuerte que fuese el espíritu de Hanbei.

Cuando el ejército partió de Tajima había llovido intensa-mente. Tal vez debido a los excesos del viaje, Hanbei alegóencontrarse mal y no se presentó ante Hideyoshi durante dosdías después de que hubieran acampado en el monte Hirai.Cuando Hanbei estaba muy enfermo era normal que no se pre-sentase ante Hideyoshi durante varios días, pues no quería dara su señor causa de preocupación. Pero como últimamenteHanbei parecía en buenas condiciones, Hideyoshi había pensa-do que podrían sentarse juntos bajo la luna y charlar como nolo hacían en mucho tiempo. Pero no era sólo la luz de la luna:como Hideyoshi temía, había algo anormal en el aspecto deHanbei.

Al percibir la preocupación de Hideyoshi y Kanbei, Hanbei

cambió a propósito el rumbo de la conversación.—Kanbei, según las noticias que me dio ayer un servidor demi provincia natal, tu hijo, Shojumaru, está perfectamente ypor fin se ha acostumbrado a su nuevo entorno.

—Como Shojumaru se encuentra en tu provincia natal,Hanbei, no tengo ninguna preocupación. Casi nunca pienso en

ello.Los dos hablaron durante un rato sobre el hijo de Kanbei.Hideyoshi, que aún no tenía hijos propios, no podía evitar unaligera envidia al escuchar la charla entre padres. Shojumaruera el heredero de Kanbei, pero cuando éste comprendió loque traería el futuro, confió su hijo a Nobunaga como una ga-rantía de buena fe.

El joven rehén había sido puesto al cuidado de Hanbei, elcual le envió a su castillo de Fuwa y lo educaba como si fuese supropio hijo. Así pues, con Hideyoshi como el eje de su relación,Kanbei y Hanbei también estaban unidos por lazos de amistad,y aunque rivalizaban como generales, no existía el menor atis-bo de celos entre ellos. El refrán que asegura que «dos grandes

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hombres no pueden permanecer uno al lado del otro» era difí-cilmente aplicable en el estado mayor de Hideyoshi.

Mientras contemplaba la luna, tomaba sake y hablaba delos grandes hombres del pasado y el presente, del ascenso y lacaída de provincias y clanes, parecía que Hanbei lograba olvi-

dar su enfermedad.Sin embargo, Kanbei abordó de nuevo el tema.—Aunque un hombre dirija un gran ejército por la mañana,

no sabe si estará vivo por la noche. Pero si tienes una gran am-bición, al margen de lo grande que seas como hombre, debesvivir largamente para que fructifique. Ha habido muchos hé-roes gloriosos y servidores leales que dejaron sus nombres a laposteridad y cuyas vidas fueron breves, pero ¿y si hubieran vi-vido largo tiempo? Es natural que uno se sienta apesadumbra-do por la brevedad de la vida. La destrucción inevitable alapartar a un lado lo viejo y atacar el mal no es la única obra deun gran hombre. Su tarea no se habrá completado hasta quehaya reconstruido la nación.

Hideyoshi asintió vigorosamente. Entonces dijo al silencio-so Hanbei:—Por eso debemos proteger nuestra vida. Quisiera," Han-

bei, que también cuides de tu salud por estas razones.—Lo mismo siento yo —añadió Kanbei—. En vez de co-

meter excesos, ¿por qué no te retiras a un templo de Kyoto,

buscas un buen médico y te cuidas? Te lo sugiero como amigo,y creo que tranquilizar a nuestro señor podría considerarsecomo un acto de lealtad.

Hanbei escuchaba, abrumado de gratitud hacia sus dosamigos.

—Seguiré vuestro consejo e iré una temporada a Kyoto.Pero en estos momentos estamos preparando nuestros planes,por lo que me gustaría partir después de verlos completados.

Hideyoshi asintió. Hasta entonces había basado su estrate-gia en las sugerencias de Hanbei, pero estaba por ver el éxitode la misma.

—¿Te preocupa Akashi Kagechika? —le preguntó Hi-deyoshi.

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—En efecto —respondió Hanbei, asintiendo—. Si me con-cedéis cinco o seis días antes de mi permiso de convalecencia,iré al monte Hachiman y me entrevistaré con Akashi Kagechi-ka. Intentaré persuadirle de que se una a nosotros. ¿Me daisvuestro permiso?

—Eso sería un gran logro, por supuesto. Pero ¿y si sucedealgo? Sabes que las probabilidades de verte en apuros son deocho o nueve entre diez. ¿Qué harás entonces?

—Entonces moriré —respondió Hanbei sin parpadear. Sumanera de hablar dejaba claro que no era el farol de un fanfa-rrón.

Tras la caída del castillo de Miki, el siguiente enemigo deHideyoshi sería Akashi Kagechika. Pero de momento Hi-deyoshi era incapaz de conquistar el castillo de Miki. Sin em-bargo, el asedio no le obsesionaba. Aquel castillo sólo era unaparte de la campaña para someter a todo el oeste. Así pues, notenía más alternativa que aceptar el plan de Hanbei para sub-vertir a Akashi.

—¿Irás entonces? —le preguntó Hideyoshi.—Así es.Hideyoshi seguía dudando, pese a la animosa resolución de

Hanbei. Suponiendo que éste sorteara los numerosos peligrosdel camino y se entrevistara con Akashi, si las negociacionesterminaban en desacuerdo no existía la seguridad de que el

enemigo le permitiera regresar vivo. Tampoco podía estar se-guro Hideyoshi de que Hanbei quisiera volver con las manosvacías. ¿Sería morir el verdadero motivo de Hanbei? Tanto simoría de enfermedad como si lo mataba el enemigo, sólo podíamorir una vez.

Entonces Kanbei propuso otro plan. Tenía varios conoci-dos entre los servidores de Ukita Naoie. Mientras Hanbeiabordaba al clan Akashi, él mismo podía entrevistarse con losservidores de alto rango del clan Ukita.

Al oír esta idea, Hideyoshi se sintió intuitivamente mástranquilo. Tal vez sería posible subvertir al clan Ukita. Desdeque comenzara la invasión de las provincias occidentales, losUkita parecían algo tibios, como si esperasen ver cuál de los

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bandos tenía la ventaja. Ukita Naoie había pedido ayuda a losMori, pero si se le pudiera persuadir de que el futuro estaba enmanos de Nobunaga... Y aún más, la alianza de Ukita con losMori podría revelarse inútil si no recibían ningún apoyo mili-tar. Podría significar la defunción del clan Ukita. Eso era algo

que habían aprendido los Ukita tras la retirada del ejército deMori una. vez capturado de nuevo el castillo de Kozuki.—Si los Ukita llegan a un acuerdo con nosotros, Akashi

Kagechika no tendrá más remedio que hacerlo también —ob-servó Hideyoshi—. Y si Kagechika se nos sometiera, los Ukitapedirían la paz de inmediato. Llevar a cabo ambas negociacio-nes al mismo tiempo es una excelente idea.

Al día siguiente, Hanbei solicitó públicamente permiso porenfermedad y anunció que pasaría su convalecencia en Kyoto.Bajo este pretexto, abandonó el campamento en el monte Hi-rai acompañado solamente por dos ayudantes. Al cabo de unosdías, Kanbei también salió del campamento.

Hanbei visitó primero al hermano menor de Kagechika,

Akashi Kanjiro. No era amigo suyo, pero le había visto un parde veces en el templo Nanzen de Kyoto, donde ambos habíanpracticado la meditación Zen. Kanjiro se sentía atraído por esadisciplina, y Hanbei razonó que, si apelaba a él desde el puntode vista del Camino, llegarían a un rápido entendimiento. E -tonces podría ir a entrevistarse con su hermano mayor, Kage-

chika.Hasta que se conocieron, tanto Akashi Kanjiro como suhermano mayor se habían mantenido a la espera, preguntán-dose qué clase de política defendería Hanbei y lo elocuenteque sería. A fin y al cabo, era el maestro de Hideyoshi y unrenombrado táctico militar. Pero cuando habló con él, y con-trariamente a sus expectativas, descubrieron que era un hom-bre llano y parecía totalmente desprovisto de teatralidad y as-tucia.

La convicción y la sinceridad de Hanbei eran tan diferentesde las estratagemas que generalmente se empleaban en las ne-gociaciones entre los clanes samurais que los Akashi quedaronconvencidos y cortaron sus vínculos con el clan Ukita. Sólo

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cuando hubo cumplido con su misión Hanbei pidió por fin unbreve periodo de permiso. Esta vez dejó realmente de lado susresponsabilidades militares y fue a Kyoto para recuperarse.

Hideyoshi habló con él antes de su partida y le pidió quevisitara a Nobunaga, a quien informaría de que habían logrado

persuadir a Akashi Kagechika para que se uniera a la alianzade los Oda.Al enterarse de esta noticia, Nobunaga se alegró muchísi-

mo.—¿Cómo? ¿Habéis tomado el monte Hachiman sin derra-

mar una sola gota de sangre? ¡Muy bien hecho!Las fuerzas de Oda que habían ocupado la totalidad de Ha-

rima habían entrado ahora en Bizen por primera vez. Era unprimer paso de gran importancia.

—Pareces haber adelgazado —le dijo Nobunaga, al ver elaspecto enfermizo de Hanbei—. Cúidate bien y que tengas unapronta recuperación.

Y, como muestra de aprecio por su meritoria hazaña, le re-

compensó con veinte piezas de plata.En cuanto a Hideyoshi, le escribió:

Has hecho gala de una sagacidad fuera de lo común en estasituación. Ya me contarás los detalles cuando nos veamos,pero de momento aquí tienes una muestra de mi gratitud.

Y le envió cien piezas de oro. Cuando Nobunaga estabacontento, lo estaba en exceso. Cogió su sello bermejo y nom-bró a Hideyoshi gobernador militar de Harima.

La larga campaña en el monte Hirai, con el prolongado ase-dio del castillo de Miki, había llegado a un punto muerto. Perocon la deserción de los Akashi a su bando, las maniobras de losOda triunfaban gradualmente. No obstante, como podía espe-rarse de un clan tan distinguido, los Ukita no se dejaban influirfácilmente por las negociaciones, aun cuando Kanbei puso en

 juego toda su perspicacia al tratar con ellos. Los Ukita, que

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Kanbei partió de inmediato a la capital, y al llegar solicitóuna audiencia con Nobunaga.

Mientras escuchaba el informe de Kanbei, Nobunagapareció disgustarse en sumo grado. En la ocasión anterior,cuando Takenaka Kanbei acudió al palacio de Nijo y le comu-

nicó la sumisión de los Akashi, Nobunaga se mostró exultantey le alabó. Esta vez, sin embargo, su reacción fue totalmentedistinta.

—¿Quién te dio la orden de hacer eso? ¡Si ha sido Hideyo-shi, tendrá que responder a un interrogatorio intenso! Que lle-gue a un acuerdo con las dos provincias de Bizen y Mimasakaes la peor de las audacias. ¡Regresa y díselo así a Hideyoshi!—Entonces, como si pensara que esta brusca reprimenda noera suficiente, añadió—: Según la carta de Hideyoshi, vendrá aAzuchi dentro de unos días con Ukita Naoie. Dile que no veréa Naoie aunque venga. ¡Ni siquiera veré a Hideyoshi!

Estaba tan encolerizado que ni siquiera Kanbei pudo tratarcon él. Tras haber acudido en vano, Kanbei regresó a Harima

abrigando un profundo descontento.Aun cuando le avergonzaba decirle exactamente a Hi-deyoshi lo que había sucedido en vista de todas las penalidadesque su señor había sufrido, difícilmente podría mantener elasunto en secreto. Cuando Kanbei miró a hurtadillas el rostrode Hideyoshi, vio aparecer una sonrisa forzada en sus mejillas

ojerosas.—Sí, comprendo —le dijo Hideyoshi—. Se ha enfadadoporque he hecho una alianza innecesaria utilizando mi propiaautoridad. —No parecía tan desalentado como Kanbei—. Su-pongo que el señor Nobunaga quería que destruyéramos a losUkita a fin de poder repartir sus tierras entre sus servidores.—Entonces, tratando de consolar al alicaído Kanbei, añadió—:Cuando las cosas no salen como uno las había planeado, es unaauténtica batalla. Los planes que pensaste durante la nochecambian por la mañana, y los proyectos que tenías por la maña-na cambian por la tarde.

Kanbei, por su parte, tuvo la súbita certeza de que su vidadependía de aquel hombre, y en lo más íntimo de su ser supo

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bunaga y le pidiera nuevas órdenes. En la fecha que habíanconvenido de antemano, Hideyoshi se dirigió a Azuchi en com-pañía de Naoie. Pero la cólera de Nobunaga aún no se habíaenfriado.

—No me reuniré con ellos.

Eso fue todo lo que dijo a Hideyoshi a través de su ayu-dante.Hideyoshi estaba perplejo. Lo único que podía hacer era

esperar. Regresó a la sala de invitados donde Naoie aguardabay le informó del resultado.

—Hoy Su Señoría no está de muy buen humor. ¿Os impor-taría esperarme algún tiempo en vuestro alojamiento?

—¿Está indispuesto? —inquirió Naoie en un tono que re-flejaba su desventura.

Al pedir la paz, no había buscado la conmiseración de No-bunaga. Aún podía contar con un ejército formidable. ¿Quéocurría? ¿Cuál era el motivo de aquella fría recepción? Estascosas no salieron de sus labios, pero no podía evitar pensarlas

con indignación.Naoie no soportaba más humillaciones. Empezaba a pensarque debería regresar a su provincia natal y, una vez más, enviarlos saludos que eran apropiados para las provincias enemigas.

—No, no —le dijo Hideyoshi—. Ahora hay un problema,pero podremos verle más adelante. De momento, regresemos

al pueblo.Hideyoshi había dispuesto el alojamiento de Naoie en eltemplo Sojitsu. Los dos regresaron rápidamente al pueblo,donde Naoie se quitó su atuendo formal y habló con Hide-yoshi.

—Abandonaré Azuchi antes de que anochezca y pasaré lanoche en la capital. Creo que entonces sería mejor que regresa-ra a Bizen.

—Vamos, vamos, ¿por qué habríais de hacer eso? ¿Por quéqueréis marcharos antes de que visitemos de nuevo al señorNobunaga?

—Ya no tengo ganas de verle. —Por primera vez, Naoiemanifestó lo que sentía tanto en la expresión de su semblante

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como con sus palabras—. Y creo que el señor Nobunaga tam-poco quiere verme. Además, ésta es una provincia enemigacon la que no tengo ninguna relación. Probablemente sería me-

 jor para los dos que me marchara cuanto antes.—Eso comprometerá mi honor.

—Regresaré otro día y os agradeceré como es debido eltrato que me habéis dispensado, señor Hideyoshi. Y no olvida-ré vuestra amabilidad.

—Os ruego que os quedéis una noche más. No soporto vera los clanes que he conseguido reunir para que celebren unaconferencia de paz convertidos de súbito nuevamente en ene-migos. Hoy el señor Nobunaga se ha negado a concedernosuna audiencia, y tiene sus razones. Reunámonos de nuevo estanoche y os las explicaré. Ahora voy a regresar a mis aposentospara cambiarme de ropa. Esperadme antes de cenar.

Naoie no podía hacer más que esperar hasta la noche. Hi-deyoshi se cambió y regresó al templo. Hablaron y rieronmientras cenaban, y al terminar Hideyoshi observó:

—Ah, es cierto. He prometido deciros por qué el señor No-bunaga está tan disgustado conmigo.Empezó a hablar como si acabara de acordarse del asunto.

Deseoso de escuchar la explicación de Hideyoshi, Naoie habíapospuesto su partida y ahora le prestaba toda su atención.

Con sencilla inocencia, Hideyoshi le explicó por qué su

acuerdo arbitrario había ofendido a Nobunaga.—Es una descortesía decirlo, pero las provincias de Mima-saka y Bizen se habrían convertido más tarde o más tempranoen posesiones del clan Oda, de modo que establecer un tratadode paz con vos no era realmente necesario. Pero si el señorNobunaga no aplastaba al clan Ukita, no habría podido dividirel territorio entre sus generales como recompensa por sus ac-ciones meritorias. Además, era imperdonable por mi parte queni siquiera hubiera solicitado permiso a Su Señoría. Por esoestá tan enojado.

Se echó a reír mientras hablaba, pero como no había la me-nor invención en sus palabras, la verdad se manifestaba clara-mente incluso por detrás de su sonrisa.

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Naoie estaba abrumado. Su rostro, enrojecido por el sake,palideció de repente. Pero no tenía ninguna duda de que así era como pensaba Nobunaga.

—Así que está de mal talante —siguió diciendo Hideyos-hi—. No quiere darme audiencia y tampoco está dispuesto a

veros. Cuando toma una resolución tan firme, no da su brazo atorcer. Estoy confuso y lo siento muchísimo por vos. La gara -tía que me confiasteis sigue sin autorización y, mientras no re-ciba el sello bermejo de Su Señoría, no hay nada que yo puedahacer. Os la devolveré, de modo que podáis romper vuestrasrelaciones con nosotros, renunciar al tratado y regresar a Bizenmañana por la mañana.

Dicho esto, Hideyoshi extrajo la garantía de Naoie y se latendió. Sin embargo, Naoie miró fijamente la luz que oscilabaen las altas lámparas y ni siquiera tocó el documento. Hideyos-hi guardaba silencio.

—No —dijo Naoie, rompiendo de súbito el silencio, y juntólas manos con un gesto de cortesía—. Voy a rogaros que hagáis

de nuevo cuanto os sea posible. Por favor, mediad por mí anteel señor Nobunaga.Esta vez su actitud era la de un hombre que se ha rendido

desde el fondo de su corazón. Hasta entonces había parecidorendirse debido tan sólo a los vigorosos argumentos de KurodaKanbei.

—De acuerdo, si tenéis tanta confianza en los Oda —dijoHideyoshi, asintiendo con vehemencia, y consintió en ocuparsedel asunto.

Naoie se alojó en el templo Sojitsu más de diez días, espe-rando el resultado. Hideyoshi se apresuró a enviar un mensaje-ro a Gifu, confiando en que Nobutada apaciguaría un poco aNobunaga. Nobutada, quien ya tenía asuntos que resolver enla capital, partió poco después hacia Kyoto.

Entonces Hideyoshi, acompañado por Naoie, fue recibidoen audiencia por Nobutada. Finalmente, a través de la interce-sión de éste, Nobunaga cedió. Aquel mismo día el sello berme-

 jo fue estampado en la garantía y el clan Ukita cortó totalme -te sus vínculos con los Mori y se alió con los Oda.

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Sin embargo, apenas siete días después, ya fuese por coinci-dencia o por razones de oportunidad militar, uno de los ge-nerales de Nobunaga, Araki Murashige, traicionó a su señor yse pasó al campo enemigo, alzando la bandera de la rebelión alos mismos pies de los Oda.

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La traición de Murashige

—¡Es mentira! ¡Tiene que ser mentira!Al principio Nobunaga no podía creerlo. Cuando la noticia

de la revuelta de Murashige alcanzó a Nobunaga en Azuchi, suprimera reacción fue la de desmentirla. Pero la gravedad de lasituación se confirmó rápidamente cuando dos de los servi-dores de alto rango de Murashige, Takayama Ukon de Taka-tuski y Nakagawa Sebei de Ibaragi, adujeron obligaciones m -rales y siguieron a Murashige desplegando la bandera de la

rebelión.La consternación de Nobunaga se intensificó. Lo más ex-traño era que no mostraba ni cólera ni su habitual genio vivoante el inesperado giro de los acontecimientos. Sería un error

 juzgar que el carácter de Nobunaga era de fuego, pero tambiénsería erróneo, al observar su frialdad, clasificarlo como agua.

Cuando uno lo consideraba fuego, era agua, y cuando lo consi-deraba agua era fuego. Tanto el calor de las llamas como lafrialdad del agua coexistían en su cuerpo.

—Llama a Hideyoshi —ordenó Nobunaga de repente.—El señor Hideyoshi ha partido hacia Harima esta mañana

temprano —replicó con nerviosismo Takigawa.—¿Ya se ha ido?

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—Probablemente no esté muy lejos. Con vuestro permiso,tomaré un caballo e iré en su busca.

Era extraño que alguien aprovechara la ocasión y rescataraa Nobunaga de su propia impaciencia. Cuando los servidoresque estaban presentes se volvieron para ver quién era esa per-

sona, descubrieron que se trataba de Ranmaru, el paje de No-bunaga.Nobunaga accedió a su petición y le instó a que e apresurase.Llegó el mediodía y Ranmaru aún no había regresado. En-

tretanto llegaban con frecuencia informes de los exploradoresen las zonas de Itami y el castillo de Takatsuki. Uno de esosinformes, que heló la sangre de Nobunaga, anunciaba otronuevo hecho.

—Esta mañana, al amanecer, una gran flota de Mori se haaproximado a la costa de Hyogo. Han desembarcado soldadosy entrado en el castillo de Murashige en Hanakuma.

La carretera costera a través de Hyogo que pasaba por de-bajo del castillo de Hanakuma era la única ruta desde Azuchi a

Harima.—Hideyoshi no podrá pasar. —En cuanto Nobunaga com-prendió esto, también se dio cuenta del peligro de que cortaranlas comunicaciones entre el ejército expedicionario y Azuchi.Casi sentía las manos del enemigo en la garganta—. ¿Aún noha regresado Ranmaru?

—No, mi señor.Nobunaga volvió a sumirse en sus pensamientos. Los Hat -no, los Bessho y Araki Murashige habían revelado de improvi-so sus vínculos con el enemigo, los Mori y los monjes del Hon-ganji, y Nobunaga tenía la sensación de que estaba rodeado.Además, cuando miraba al este, veía que los Hojo y los Takedahabían llegado recientemente a un acuerdo.

Ranmaru fustigó a su caballo a través de Otsu y por fin dioalcance a Hideyoshii cerca del templo Mii. Hideyoshi estabadescansando allí, o más bien en aquel lugar le había llegado lanoticia de la rebelión de Araki Murashige y había enviado aHorio Mosuke y otros dos o tres para que verificasen los infor-mes y averiguaran los detalles.

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Ranmaru se detuvo a su lado.—Su Señoría me ha ordenado que viniera a buscaros. De-

sea hablar con vos de nuevo. ¿Regresaréis a Azuchi cuanto an-tes?

Hideyoshi dejó a sus hombres en el templo Mii y regresó a

Azuchi, acompañado sólo por Ranmaru. Por el camino pensó afondo en lo que probablemente ocurriría. Nobunaga estaría fu-rioso por la rebelión de Murashige. Éste le sirvió por primeravez durante el ataque contra el palacio de Nijo, cuando expul-saron al shogun anterior. Nobunaga era la clase de hombre quefavorecía a cualquiera que le agradara un poco, y había reco-nocido especialmente el valor de Murashige, le había estimadomás que a la mayoría de los hombres. Y Murashige había trai-cionado la confianza de Nobunaga. Hideyoshi podía imaginarcuáles eran los sentimientos de su señor.

Al regresar apresuradamente a Azuchi, no sólo culpaba aMurashige sino también a sí mismo. Aquel hombre había sidosu segundo en el mando, y había tenido con él una relación

estrecha. Sin embargo, no había sido capaz de percibir que Mu-rashige se disponía a cometer semejante necedad.—¿Has oído algo, Ranmaru? —le preguntó Hideyoshi.—¿Os referís a la traición del señor Murashige?—¿Qué clase de insatisfacción puede haberle motivado

para rebelarse contra el señor Nobunaga?

Quedaba un largo trecho hasta Azuchi, y si hubieran avan-zado al galope los caballos se habrían extenuado. Mientras ca-balgaba al trote, Hideyoshi se volvió para mirar a Ranmaru,cuyo caballo avanzaba unos pocos pasos detrás al mismo ritmo.

—Corrieron rumores sobre una cosa así con anterioridad—dijo Ranmaru—. Según dicen, uno de los servidores del se-ñor Murashige vendía arroz a los monjes guerreros del Hon-ganji. Ahora hay escasez de arroz en Osaka. La carretera estácortada en su mayor parte y las rutas marítimas han sido blo-queadas por nuestra flota, por lo que ni siquiera existe la pers-pectiva de transportar provisiones con los barcos de guerra deMori. El precio del arroz ha subido mucho, y quien venda arrozallí puede obtener unos beneficios inmensos. Eso es precisa-

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mente lo que hizo el servidor del señor Murashige, y cuando sedescubrió el asunto, éste tomó la iniciativa y desplegó la ban-dera de la rebelión, temiendo que de todos modos sería inte-rrogado por el señor Nobunaga sobre ese delito.

—Eso parece un rumor sedicioso difundido por el enemigo.

Sin duda es una mentira sin fundamento.—Yo también creo que es falso. Por lo que he podido ver,la gente está celosa de las meritorias hazañas del señor Mu-rashige. Creo que este desastre se ha debido a la difamación decierta persona.

—¿Cierta persona?—El señor Mitsuhide. Cuando empezó a correr ese rumor

sobre el señor Murashige, el señor Mitsuhide no tuvo nadabueno que decir sobre él a Su Señoría. Yo siempre estoy allado de Su Señoría, escuchando disimuladamente, y desde lue-go soy una de las personas entristecidas por este incidente.

Ranmaru se calló de repente. Pareció percatarse de que ha-bía hablado más de la cuenta, y lo lamentaba. Ranmaru oculta-

ba sus sentimientos hacia Mitsuhide como podría hacerlo una joven doncella. En tales ocasiones, Hideyoshi nunca parecíaprestar atención a lo que le estaba diciendo. De hecho, daba laimpresión de que era por completo indiferente.

—Ya veo Azuchi. ¡Démonos prisa!En cuanto señaló a lo lejos, Hideyoshi fustigó su caballo y

prescindió totalmente de las preocupaciones de su compañero.Una multitud se agolpaba en la entrada principal del casti-llo. Eran los ayudantes de servidores que se habían enteradode la rebelión de Murashige y acudían al castillo, así comomensajeros llegados de las provincias vecinas. Hideyoshi yRanmaru se abrieron paso entre el gentío y llegaron a la ciuda-dela interior, donde les dijeron que el señor Nobunaga estabaen medio de una conferencia. Ranmaru entró, habló con suseñor y salió poco después.

—Os pide que le esperéis en la Sala del Bambú —informó aHideyoshi, y le guió hasta una torre de tres pisos en la ciudade-la interior.

La Sala del Bambú formaba parte de los aposentos priva-

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dos de Nobunaga. Hideyoshi se sentó allí a solas y contemplóel lago a través de la ventana. Nobunaga no tardó en aparecer,gritó jovialmente al ver a Hideyoshi y se sentó sin formalidad.Hideyoshi hizo una cortés reverencia y guardó silencio, un si-lencio que se prolongó algún tiempo. Ninguno de los dos dijo

trivialidades a modo de preámbulo.—¿Qué opinas de esto, Hideyoshi? —le preguntó de re-pente Nobunaga.

Estas palabras daban a entender que no había surgido nin-guna resolución de las confusas opiniones expresadas en laconferencia.

—Araki Murashige es un hombre muy sincero —respondióHideyoshi—. Si puedo decir tal cosa, es un necio que sobresaleen valor marcial. La verdad es que no creía que su necedadllegara a ese extremo.

—No. —Nobunaga sacudió la cabez —. No creo en absolu-to que se trate de necedad. Ese hombre no es más que escoria.Sentía recelos acerca de mis perspectivas e inició contactos con

los Mori, cegado por la idea de beneficiarse. Éste es el acto deun hombre con un talento moderado. Murashige se perdió ensu propia superficialidad.

—No es más que un necio, de veras —insistió Hideyoshi—.Recibió unos favores excesivos y no tenía motivos para sentir-se insatisfecho.

—Un hombre que va a rebelarse lo hará por muy favorableque sea el trato que haya recibido.Nobunaga expresaba con franqueza sus emociones. Aqué-

lla era la primera vez que Hideyoshi le oía emplear la palabra«escoria» para calificar a alguien. Por regla general, no habríahablado así movido por la malevolencia o la cólera. Si no sehabía decidido nada durante el consejo era porque él no habíaexpresado abiertamente el enojo o el odio que experimentaba.Pero si hubiera preguntado a Hideyoshi, también éste se ha-bría sentido perplejo. ¿Deberían atacar el castillo de Itami?¿Tenían que llevar a cabo el intento de apaciguar a Murashigey conseguir que abandonara la idea de rebelarse? Ahora elproblema consistía en escoger entre esas dos alternativas. Cap-

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turar el castillo de Itami no sería muy difícil. Pero la invasióndel oeste acababa de empezar. Si daban un paso en falso enaquel asunto de importancia secundaria, con toda probabilidadtendrían que revisar sus planes.

—¿Por qué no voy como enviado y hablo con Murashige?

—sugirió Hideyoshi.—¿Crees entonces que también en este caso sería mejor noemplear la fuerza?

—No deberíamos emplearla si no es imprescindible —re-plicó Hideyoshi.

—Mitsuhide y dos o tres más han sido partidarios de noemplear la fuerza. Tú eres de la misma opinión, pero me pa-rece que sería mejor que fuese otro como enviado.

—No, yo soy responsable en parte de lo ocurrido. Murashi-ge era mi segundo en el mando y, por lo tanto, mi subordinado.Si hiciera alguna estupidez...

—¡No! —exclamó Nobunaga, sacudiendo vigorosamente lacabeza—. Un enviado con quien está muy familiarizado no le

impresionaría. Enviaré a Matsui, Mitsuhide y Mami. En vez deapaciguarle, se limitarán a verificar el rumor.

—Eso será muy acertado —convino Hideyoshi, en conside-ración a Murashige y Nobunaga—. Suele decirse que la menti-ra de un sacerdote budista recibe el nombre de conveniencia ya una revuelta dentro de un clan samurai se la denomina estra-

tegia. No debéis dejaros arrastrar a la lucha, pues eso redunda-ría en beneficio de los Mori.—Lo sé.—Me gustaría esperar hasta que conozcamos los resultados

de esa entrevista, pero estoy inquieto por los problemas de Ha-rima. Creo que debería marcharme pronto.

—¿De veras? —Nobunaga parecía un poco reacio a dejarque se marchara—. La carretera está bloqueda y probable-mente no podrás atravesar Hyogo.

—No os preocupéis, seguiré la ruta marítima.—Bien, sea cual fuere el resultado, te mantendré informa-

do. No descuides enviarme noticias.Finalmente Hideyoshi se despidió. Aunque estaba exhaus-

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to, desde Azuchi cruzó el lago Biwa hasta Otsu, pasó la nocheen el templo Mii y al día siguiente se encaminó a Kyoto. Enviódos pajes por delante con instrucciones para que un barco leesperase en Sakai, mientras él y sus servidores recorrían la ca-rretera que conducía al templo Nanzen. Allí anunció que se

detendrían brevemente para descansar.En el templo había alguien a quien tenía muchas ganas dever. Esa persona, naturalmente, era Takenaka Hanbei, el cualpasaba su convalecencia en una ermita situada en los terrenosdel templo.

Los monjes se aturdieron ante la repentina llegada de unpersonaje tan importante, pero Hideyoshi hizo un aparte conuno de ellos y solicitó que prescindieran del tratamiento que deordinario darían a un huésped de su rango.

—Todos mis servidores han traído provisiones, por lo quebastará con que calentéis agua para el té. Y como sólo he hechoun alto para visitar a Takenaka Hanbei, no será necesario queme agasajéis con sake o té. Después de conversar con Hanbei, os

agradecería que me hicierais una comida ligera. —Finalmentepreguntó—: ¿Ha mejorado el paciente desde su llegada?—Parece haber progresado muy poco, mi señor —respon-

dió el sacerdote, entristecido.—¿Toma la medicina con regularidad?—Por la mañana y la noche.

—¿Y le visita a menudo un médico?—Sí, viene un médico desde la capital, y el médico personaldel señor Nobunaga le visita regularmente.

—¿Está levantado?—No, hace tres días que no se levanta.—¿Dónde está?—En una ermita, alejado del bullicio.Cuando Hideyoshi salió al jardín, un ayudante que servía a

Hanbei corrió a su encuentro.—Está cambiándose para veros, mi señor —dijo el mu-

chacho.—No tiene que levantarse —le reprendió Hideyoshi, y se

encaminó rápidamente a la ermita.

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Cuando Hanbei tuvo noticia de la llegada de Hideyoshi, pi-dió a los sirvientes que recogiera la colchoneta en la que yacía yque limpiaran la habitación mientras él se cambiaba. Luego sepuso unos zuecos, se agachó junto al arroyuelo que serpentea-ba entre los crisantemos en el portal de bambú y se lavó la boca

y las manos. Se volvió al notar que alguien le daba unos golpe-citos en el hombro.—Oh, no sabía que estabais aquí. —Hanbei se apresuró a

arrodillarse en el suelo—. Por aquí, mi señor —le dijo, invitán-dole a entrar en su habitación.

Hideyoshi tomó asiento con satisfacción en la estera. En laestancia no había más que una pintura a tinta de un maestroZen colgada en una pared. El atuendo de Hideyoshi había sidocompletamente neutralizado por los colores de Azuchi, peroen aquella sencilla ermita tanto sus prendas como la armaduraresultaban brillantes e imponentes.

Inclinándose al caminar, Hanbei salió a la terraza, dondeintrodujo un solo crisantemo blanco en un florero de bambú.

Se sentó sumisamente al lado de Hideyoshi y depositó el flore-ro en el lugar de honor de la estancia.Hideyoshi comprendió por qué había hecho eso. Aun cuan-

do habían retirado la colchoneta y las ropas de cama, Han-bei temía que el olor de la medicina y el olor a cerrado de lahabitación siguieran aflorando en el ambiente y, en vez de in-

cienso, había tratado de refrescar el aire con la fragancia dela flor.—No me molesta en absoluto, no pienses siquiera en ello

—le dijo Hideyoshi con consideración, y miró a su amigo preo-cupado—. Dime, Hanbei, ¿no te resulta penoso estar levan-tado?

Hanbei se retiró un poco y, una vez más, hizo una profundareverencia. Pero a pesar de su formalidad, su semblante refle-

 jaba la satisfacción que sentía por la visita de Hideyoshi—No os preocupéis, por favor —le dijo—. Estos últimos

días ha hecho frío, por lo que he preferido no salir y permane-cer en cama. Pero hoy el tiempo ha mejorado y he pensado quedebería levantarme.

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—Pronto llegará el invierno y dicen que en Kyoto es espe-cialmente frío por la mañana y la noche. ¿No sería mejor que tetrasladaras a un lugar más cálido durante los meses invernales?

—No, no. Empiezo a sentirme mejor cada día que pasa. E -taré repuesto del todo antes de que llegue el invierno.

—Si eso es cierto, tanto más motivo para que no salgas de lahabitación este invierno. Esta vez deberías descansar hasta quete hayas curado del todo. Tu cuerpo no sólo te pertenece a ti,¿sabes?

—Me tenéis en más estima de la que merezco.Hanbei encorvó los hombros y bajó los ojos. Sus manos se

alzaron de sus rodillas y, junto con sus lágrimas, tocaron el sue-lo mientras hacía una reverencia. Permaneció un momento ensilencio.

Hideyoshi reparó en lo mucho que había adelgazado y sus-piró. Las muñecas de aquellas manos apoyadas en la esteraestaban descarnadas, las mejillas macilentas. ¿Era realmenteincurable la enfermedad que le consumía? Mientras estos pen-

samientos cruzaban por su mente, Hideyoshi sentía un dolorlacerante en el pecho. Al fin y al cabo, ¿quién había empujado aaquel hombre enfermo al mundo caótico contra su voluntad?¿En cuántos campos de batalla le había empapado la lluvia yenfriado el viento? ¿Y quién, incluso en tiempo de paz, le habíahecho padecer las penalidades de los asuntos domésticos y las

relaciones diplomáticas sin darle siquiera un día de descanso?Hanbei era un hombre al que debería haber considerado unmaestro, pero le había tratado como si fuese un servidor.

Hideyoshi se sentía culpable del grave estado de Hanbei yfinalmente, mientras miraba a un lado, sus propias lágrimas sedeslizaron copiosamente. Delante de él, el crisantemo blancoen el florero de bambú se volvió más blanco y fragante al hu-medecerse.

Hanbei se culpó en silencio por las lágrimas de Hideyoshi.Era el causante de que su señor se hubiera descorazonadocuando sus responsabilidades militares eran tan grandes, y esoconstituía un inexcusable acto de deslealtad como servidor yuna falta de resolución como guerrero.

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—He pensado que estaríais exhausto por esta larga campa-ña, así que he cogido este crisantemo del jardín —le dijo.

Hideyoshi guardó silencio, pero la flor atrajo su mirada. Pa-recía aliviado por el cambio del tema de conversación.

—Qué olor tan delicioso. Supongo que los crisantemos flo-

recían en el monte Hirai, pero no reparé en su aroma ni en sucolor. Probablemente los pisoteamos con nuestras sandaliasensangrentadas.

Se echó a reír, tratando de animar al afligido Hanbei. Lasinceridad con que Hanbei intentaba acompañar los sentimien-tos de su señor era correspondida por los esfuerzos de Hi-deyoshi para animar a su servidor.

—Mientras estoy aquí sentado, percibo realmente la difi-cultad de vivir con el cuerpo y el pensamiento actuando clara-mente como un solo ser —confesó Hideyoshi—. El campo debatalla me absorbe y me vuelve brutal. En cambio aquí mesiento sereno y feliz. De alguna manera me parece que ese co -traste se ha hecho nítido y que he adquirido una espléndida

resolución.—Bien, es evidente que la gente valora el tiempo libre y lapaz mental, pero convertirse en lo que se llama un hombreocioso no comporta ningún beneficio real, es una vida vacía.Vos, mi señor, no tenéis un instante de paz entre una preocu-pación y la siguiente. Por ello supongo que es una excelente

medicina disponer de este breve y repentino momento de paz.En cuanto a mí...Probablemente Hanbei iba a culparse y pedir perdón de

nuevo, por lo que Hideyoshi le interrumpió de repente.—Por cierto, ¿has oído la noticia de la insurrección de Ara-

ki Murashige?—Sí, anoche me dieron un informe detallado —dijo Han-

bei sin alzar siquiera una ceja, como si el asunto fuese de escasaimportancia.

—Quisiera hablar de ello —le dijo Hideyoshi, y avanzó unpoco sobre las rodillas—. En el consejo del señor Nobunagareunido en Azuchi se decidió más o menos escuchar las quejasde Murashige y luego hacer lo posible para apaciguarle y llegar

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a un acuerdo con él. Pero no sé si ésa es realmente una buenaidea. ¿Qué haríamos si Murashige se rebelara en serio? Quisie-ra conocer tu sincera opinión. La verdad es que ése es otro delos motivos de mi venida.

Hideyoshi le pedía una estrategia para hacer frente a la si-

tuación, pero Hanbei le dio una respuesta breve.—Creo que está bien, es una medida inteligente.—Así pues, si parte un enviado de Azuchi con un mensaje

tranquilizador, ¿se pacificará el castillo de Itami sin inciden-tes?

—No, claro que no —Hanbei sacudió la cabeza—. No seráasí. Creo que, una vez el castillo de Itami ha desplegado la ban-dera de la rebelión, definitivamente no la arriará para someter-se a Azuchi.

—En tal caso, ¿no será un esfuerzo perdido enviar un men-sajero?

—Puede que lo parezca, pero servirá para algo. Podríamosdecir que actuar primero con humanidad y mostrar a un servi-

dor su equivocación dará a conocer al mundo la virtud del se-ñor Nobunaga. Durante ese tiempo, lo más probable es que elseñor Murashige se sienta angustiado y confuso, y así el arcoque se tensa de un modo injusti icable y sin una convicción ver-dadera irá distendiéndose con el paso de los días.

—¿Cuál crees que debería ser nuestra estrategia al atacarle

y qué previsiones tienes para las provincias occidentales?—No considero probable que los Mori ni el Honganji ac-túen precipitadamente. Murashige ya se ha rebelado, por loque es más probable que le dejen entablar una sangrienta luchade resistencia. Entonces, si ven que nuestros hombres en Hari-ma y el cuartel general de Su Señoría en Azuchi se están debil -tante, saltarán al vacío y atacarán por todos los lados.

—Tienes razón, se aprovecharán de la estupidez de Mura-shige. No sé qué clase de quejas puede haber tenido, o quéclase de cebo han hecho oscilar ante sus ojos, pero básicamentelo están utilizando como un escudo de los Mori y el Honganji.Una vez termine ese papel de escudo, no le quedará más alter-nativa que destruirse a sí mismo. Desde el punto de vista del

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valor marcial, está por encima de los demás, pero es corto deingenio. Si hubiera alguna manera de mantenerle vivo, quisieraintentarlo.

—La mejor estrategia sería impedir que le maten. Es con-veniente conservar vivo a un hombre así y, además, mantener-

le como aliado.—Pero si crees que un enviado de Azuchi sería inútil,¿quién podría, ir para que Murashige se someta?

—Primero procurad enviar a Kanbei. Si éste habla con él,es muy posible que le haga ver con claridad la situación, o porlo menos que le haga despertar de ese mal sueño.

—¿Y si se niega a entrevistarse con Kanbei?—Entonces los Oda pueden recurrir a su último enviado.—¿Su último enviado?—Vos, mi señor.—¿Yo? —Hideyoshi se quedó un momento pensativo-—.

En fin, si llegamos a eso será demasiado tarde.—Enseñadle su deber e iluminadle con vuestra amistad. Si

no acepta vuestras palabras, no podréis hacer más que atacarlecon firmeza, citando el delito de la revuelta. Llegados a esepunto, sería absurdo atacar Itami de un solo golpe. Al señorMurashige no le ha envalentonado la potencia del castillo deItami, sino más bien la cooperación de los dos hombres en losque confía como en sus manos derecha e izquierda.

—¿Te refieres a Nakagawa Sebei y Takayama Ukon?—Si podéis alejar de él a esos dos hombres, será como uncuerpo sin brazos. Y si convencéis a Ukon o Sebei, separarlosde Murashige no será demasiado difícil.

En un momento determinado Hanbei pareció olvidarse desu enfermedad y abordó uno y otro tema, hasta que su palidezenfermiza casi desapareció.

—¿Cómo voy a convencer a Ukon? —le preguntó Hideyos-hi ansiosamente, y Hanbei no le decepcionó.

—Takayama Ukon es un entusiasta seguidor del cristianis-mo. Si le facilitáis unas condiciones que permitan la propaga-ción de su fe, abandonará a Murashige sin dudarlo.

—Sí, eso está claro —dijo Hideyoshi con admiración.

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Si lograba que Ukon convenciera a Sebei, sería como matardos pájaros de un tiro. No siguió preguntándole. Hanbei tam-bién parecía fatigado. Hideyoshi se levantó para marcharse.

—Esperad un momento —le pidió Hanbei.Se levantó y salió de la habitación, posiblemente en direc-

ción a la cocina.Hideyoshi recordó que estaba hambriento. Sus ayudantesya debían de haber almorzado. Pero antes de que hubiera pen-sado siquiera en regresar a los aposentos para invitados deltemplo y comer un poco de arroz, un muchacho, que parecíaayudante de Hanbei, entró con dos bandejas, una de ellas conun recipiente de sake.

—¿Qué le ha ocurrido a Hanbei? ¿Se ha fatigado despuésde nuestra larga conversación?

—No, mi señor. Hace un rato fue a la cocina y preparó lasverduras para vuestra comida. Ahora está cocinando el arroz yvendrá en cuanto esté listo.

—¿Qué? ¿Hanbei está cocinando para mí?

—Sí, mi señor.Hideyoshi tomó un bocado de taro que estaba todavía ca-liente y las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos. El sabor dela verdura parecía estar no sólo en su lengua sino en todo sucuerpo. Tenía la sensación de que el sabor era casi demasiadobueno para él. Aunque Hanbei era un servidor, había enseña-

do a Hideyoshi todos los principios secretos de la antigua cien-cia militar china. Las cosas que Hideyoshi había aprendidomientras estaba con él a diario no eran cosas ordinarias: go-bernar a la gente en tiempo de paz y la necesidad de autodis-ciplina.

—No debería hacer eso. —De repente Hideyoshi dejó sutaza y, dejando al paje que le había servido, fue a la cocina,donde Hanbei estaba cocinando el arroz. Hideyoshi le cogió lamano—. Esto es demasiado, Hanbei. ¿Quieres venir a sentartey charlar un rato conmigo en vez de cocinar?

Condujo a Hanbei de regreso a la habitación y le hizo to-mar una taza de sake, pero, debido a su enfermedad, Hanbeisólo pudo tocarla con los labios. Los dos comieron juntos. Ha-

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cía mucho tiempo que señor y servidor no gozaban del placerde comer cada uno en compañía del otro.

—Tengo que irme ya, pero me siento vigorizado. Ahorapuedo ir a luchar. Hanbei, cuídate bien, te lo ruego.

Cuando Hideyoshi salió del templo Nanzen, el día tocaba

ya a su fin y el cielo sobre la capital se estaba volviendo car-mesí.

Reinaba la quietud, no se oía siquiera el estampido de unarma de fuego, el silencio era tal que uno podría dudar de queaquello fuese un campo de batalla, un silencio tan intenso queel sonido de una mantis religiosa que se deslizaba por la hierbaseca llegaba al oído. Mediaba el otoño en las provincias occi-dentales. Durante los dos o tres últimos días los arces habíanenrojecido en las laderas de las montañas, y su color destellabaen los ojos de Hideyoshi.

Había regresado al campamento en el monte Hirai y estaba

sentado frente a Kanbei, bajo el pino en la colina donde hab ancontemplado la luna tiempo atrás. Tras hablar de diversosasuntos, habían llegado a una conclusión importante.

—Entonces, ¿irás en mi lugar?—Llevaré a cabo esta misión con mucho gusto. Que tenga

éxito o no es cosa del cielo.

—Cuento contigo.—Haré cuanto esté en mi mano y dejaré el resto a la provi-dencia. Mi viaje allí es la última oportunidad. Si no regresovivo, ya sabéis lo que ocurrirá entonces.

—Nada más que la fuerza.Se levantaron. Los trinos agudos de los ruiseñores se oían

desde el otro lado del valle, al oeste. El color rojo de las hojasen aquella dirección era asombroso. Los dos hombres bajaronen silencio de la colina y caminaron hacia el campamento. Elespectro de la muerte, y la partida inminente, llenaron la at-mósfera de la tarde apacible y envolvieron los pensamientos delos dos buenos amigos.

—Kanbei. —Hideyoshi miró atrás mientras bajaba por el e -

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trecho y empinado sendero. La posibilidad de que su amigo noregresara le emocionaba profundamente, y pensó que quizáKanbei tendría alguna última cosa que decir—. ¿Hay algo más?

—No.—¿Nada para el castillo de Himeji?

—No.—¿Un mensaje para tu padre?—Tan sólo explicadle por qué he partido en esta misión.—Muy bien.La atmósfera se había aclarado y era posible ver el castillo

enemigo de Miki a lo lejos. La carretera que conducía al casti-llo estaba cortada desde el verano, por lo que era fácil imaginarel hambre y la sed que sufría la guarnición. Sin embargo, comopodría esperarse de los generales más animosos y los soldadosmás valientes de Harima, continuaron manifestando durante elasedio un espíritu marcial tan cortante como la escarcha deotoño.

El enemigo asediado se había visto obligado a efectuar sali-

das contra las tropas de Oda que les rodeaba. Sin embargo,Hideyoshi dio a sus hombres órdenes estrictas de no ceder asus provocaciones y les previno severamente para que no co-metieran ninguna acción impulsiva.

Una vez más, se tomaron rigurosas medidas para impedirque las noticias de la situación exterior llegaran al castillo. Si

los hombres sitiados se enteraban de que Araki Murashige sehabía rebelado contra Nobunaga, su moral se reforzaría. Al finy al cabo, la rebelión de Murashige no sólo había causado con -ternación en Azuchi, sino que amenazaba a toda la campañaoccidental. De hecho, tan pronto como Odera Masamoto, elseñor del castillo de Gochaku, se enteró de la rebelión de Mu-rashige, efectuó una nítida declaración por la que se separa-ba de Nobunaga e incluso fue una noche al campamento delenemigo.

—Las provincias occidentales no sólo no deben ser trans-feridas al invasor —les dijo—. El clan Mori debe ser nuestropunto de reunión, para reorganizar las fuerzas y atacar a esosforasteros.

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Odera Masamoto era el señor del padre de Kanbei y, por lotanto, también señor de éste. Así pues, Kanbei se veía en undilema: por un lado estaban Nobunaga y Hideyoshi, por el otrosu padre y su señor supremo.

Araki Murashige era un hombre conocido por su valor,

pero además se jactaba de él. La sensibilidad y una clara com-prensión de los tiempos estaban muy por encima de sus alca -ces. Tenía la edad descrita por Confucio como «libre de vacila-ción», es decir, tenía unos cuarenta años, la edad en que unhombre debe ser maduro, pero el carácter de Murashige noparecía haber cambiado mucho en los diez últimos años. Comocarecía del carácter reflexivo y el refinamiento que debería ha-ber poseído por naturaleza, aunque era el señor de un castillono había avanzado un solo paso más allá de lo que fue anterior-mente, un temible guerrero samurai.

Podría decirse que, al destinarle a Hideyoshi como segundoen el mando, Nobunaga había compensado las deficiencias deHideyoshi. Sin embargo, Murashige no se consideraba así.

Siempre había sido muy generoso con sus consejos, aunque niHideyoshi ni Nobutada jamás habían puesto en práctica susideas.

Hideyoshi le resultaba irritante, pero, dejando de lado suscasquivanos pensamientos, jamás había mostrado antipatía enpresencia de Hideyoshi.

De vez en cuando exponía su resentimiento e incluso sereía sonoramente delante de sus servidores. En este mundohay algunos hombres a los que uno no puede ofender, por mu-cho que se encolerice, y para Murashige, Hideyoshi era uno deellos. En la época del ataque contra el castillo de Kozuki, Mu-rashige había estado en la línea del frente. No obstante, cuandollegó el momento de la batalla y Hideyoshi le dio la orden deatacar, se quedó sentado donde estaba con los brazos cruzados.

—¿Por qué no fuiste a luchar? —le reprendió Hideyoshimás adelante,

—No participo en una batalla que no me interesa —replicóMurashige sin vacilación.

Puesto que Hideyoshi se rió afablemente, Murashige tam-

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bien forzó una sonrisa. El asunto estaba zanjado, pero los ru-mores que circularon entre los generales del campamento fue-ron muy poco halagüeños.

Mitsuhide censuró mucho la conducta de Murashige. Éstedespreciaba a los generales como Akechi Mitsuhide y Hosoka-

wa Fujitaka, que tenían un aura de hombres cultivados. A Mu-rashige le gustaba caracterizarlos como afeminados. Este juiciose basaba en el aborrecimiento que le inspiraban las reunionespoéticas y las ceremonias del té celebradas en el campamento.Lo único que impresionaba a Murashige era que Hideyoshi noparecía haber informado de su comportamiento a Nobunaga nia Nobutada.

Murashige menospreciaba a Hideyoshi, considerándole unguerrero más compasivo que él, y no obstante creía que Hi-deyoshi era un hombre difícil de tratar debido precisamente aesa circunstancia. En cualquier caso, quienes comprendíanrealmente su actitud cuando estaba en campaña eran sus ene-migos, los Mori. A éstos les parecía que Murashige tenía algu-

nas quejas, y creían que si pudieran hablar con él habría buenasprobabilidades de hacerle cambiar de bando.El hecho de que los mensajeros secretos de los Mori y el

Honganji pudieran evitar la detección y deslizarse repetidasveces dentro y fuera del campamento indicaba que no eranunos huéspedes mal recibidos. El enemigo ya había sido esti-

mulado por Murashige, y sus acciones habían sido una invita-ción silenciosa.Cuando un hombre sin verdadera solidez ni recursos empie-

za a dárselas de inteligente, está jugando con fuego. Sus servid -res le advirtieron una y otra vez que semejante maquinación

 jamás podría tener éxito, pero Murashige hizo oídos sordos—¡No digáis tonterías! Sobre todo cuando el clan Mori me

ha enviado una garantía por escrito.Como tenía una fe absoluta en una garantía por escrito, de-

mostró muy rápida y claramente su espíritu de rebelión contraNobunaga. ¿Qué credibilidad merecía una garant a por escritode los Mori, enemigos hasta ayer, en aquellos tiempos caóticos,cuando los hombres echaban a un lado un compromiso entre

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señor y servidor como un par de sandalias gastadas? Murashi-ge ni podía pensar tan a fondo ni le parecía que una contradic-ción tan grande fuese una contradicción en absoluto.

—Es un necio, un hombre sincero con el que no merece lapena enfadarse —le había dicho Hideyoshi a Nobunaga para

calmarle, y probablemente era lo más sensato que podría ha-berle dicho en aquel momento.Sin embargo, Nobunaga no podía tomarse la situación a la

ligera, y le previno:—Pero es un hombre fuerte.A esto se sumaban las importantes cuestiones de cómo

afectaría la revuelta a los demás generales bajo su mando ycuál podría ser su influencia psicológica. Por estas razones, No-bunaga lo había intentado todo, incluso el envío de AkechiMitsuhide para apaciguar a Murashige.

Al final, sin embargo, Murashige respondió con más suspi-cacias y, entretanto, reforzó sus preparativos para la guerra.

—Ya he demostrado mi hostilidad —dijo—, por lo que si

creyera las dulces palabras de Nobunaga y acudiera a Azu-chi, estoy seguro de que sería asesinado o encerrado en laprisión.

Nobunaga estaba indignado. Finalmente se anunció la de-cisión de combatir a Murashige y el noveno día del mes un-décimo el mismo Nobunaga encabezó una fuerza que llegó

hasta Yamazaki. El ejército de Azuchi estaba dividido en trespartes. El primer ejército, compuesto por las fuerzas de Taki-gawa Kazumasu, Akechi Mitsuhide y Niwa Nahagide, rodeóel castillo de Ibaragi. El segundo, formado por las fuerzas almando de Fuwa, Maeda, Sassa y Kanamori, sitió el castillo deTakatsuki.

El cuartel general de Nobunaga se encontraba en el monteAmano. Mientras su resplandeciente alineación se desplegaba,él todavía abrigaba una leve esperanza de subyugar al ejércitorebelde sin derramamiento de sangre. Esa esperanza se basabaen Hideyoshi, quien había regresado a Harima y cuyo mensajeacababa de llegar.

«Tengo otra idea», había escrito Hideyoshi. Detrás de sus

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palabras estaba la amistad de Hideyoshi hacia aquel hombreasí como su creencia de que el valor de Murashige era demasia-do importante para desperdiciarlo, y solicitaba con vehemen-cia a Nobunaga que esperase un poco más. Una noche, el hom-bre que era la mano derecha de Hideyoshi, Kuroda Kanbei,

había salido súbitamente del campamento en el monte Hirai.Al día siguiente, Kanbei se dirigió a toda prisa al castillo deGocháku, donde se encontró con Odera Masamoto.

—Corre el rumor de que estáis apoyando la revuelta delseñor Murashige y que este castillo se ha vuelto contra el clanOda.

Habló sencilla y directamente, apelando primero al cora-zón de aquel hombre. Una leve sonrisa apareció en los labiosde Masamoto mientras le escuchaba. Kanbei tenía la edad desu propio hijo, y en cuanto a categoría no era más que el hijode un servidor de alto rango. Por ello no era sorprendente quesu respuesta fuese arrogante en extremo.

—Pareces hablar en serio, Kanbei, pero piensa un momen-

to. ¿Qué hemos recibido a cambio, desde que este clan se aliócon Nobunaga? Nada.—No creo que sea ya un problema de beneficio y pérdida.—¿Pues qué es entonces?—Es una cuestión de lealtad. Sois el jefe de un clan muy

conocido y habéis sido aliado de los Oda en Harima. Vuestra

unión repentina a la rebelión de Araki Murashige y la traicióna vuestros antiguos aliados sería un golpe al ideal de la lealtad.—¿Qué estás diciendo? —replicó Masamoto. Trataba a

Kanbei como un negociador inexperto, y cuanto más vehe-mente se mostraba el emisario, con tanta más frialdad se con-ducía Masamoto—. Mi alianza con Nobunaga no ha sido nuncauna cuestión de lealtad. Tú y tu padre parecéis creer que elfuturo de este país está en manos de Nobunaga, y cuando tomóla capital fue conveniente con abularse con él. Por lo menos así es cómo se me presentó la situación, e incluso yo me dejé per-suadir. Pero la verdad es que Nobunaga tendrá que enfrentarsea muchos peligros en lo sucesivo. Imagínate que es un granbarco en el mar. Desde la orilla parece seguro, y crees que si

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subieras a bordo no temerías navegar por aguas turbulentas.Pero entonces subes a bordo y unes tu destino al del barco.Ahora que te has puesto en sus manos, en vez de tranquilidadte sientes falto de confianza. Cada vez que se agita el oleaje, teinquietas y dudas de la resistencia del barco. Así es la naturale-

za humana.Kanbei se dio una palmada en la rodilla.—Y una vez habéis subido a bordo, no podéis desembarcar

a mitad de la travesía.—¿Por qué no? Si ves que el barco no va a resistir el emba-

te de las olas, quizá no tengas otro modo de salvar la vida quesaltar al agua y nadar hacia la orilla antes de que el barco zozo-bre. A veces tienes que cerrar los ojos a tus sentimientos.

—Ésa es una manera de pensar vergonzosa, mi señor.Cuando la tempestad amaine y el barco que parecía correr tan-to peligro ize las velas y por fin llegue a puerto, será precisa-mente el hombre que temblaba durante el vendaval, dudabadel barco al que se había confiado, traicionó a sus compañeros

de viaje y saltó por la borda en medio de la confusión, el queparecerá un necio ridículo.—No puedo competir contigo cuando se trata de hablar

—dijo riendo Masamoto—. La verdad es que tu elocuencia notiene límites. Primero dijiste que cuando Nobunaga se vo vierahacia el oeste, lo conquistaría en seguida, pero las fuerzas que

envió con Hideyoshi no pasaban de cinco o seis mil hombres. Yaunque el señor Nobutada y otros generales han acudido a me-nudo en su ayuda, hay inquietud en la capital y parece como siel ejército no fuese a estar allí mucho tiempo. Luego se meutiliza simplemente como vanguardia de Hideyoshi y me re-quisan soldados, caballos y provisiones, pero eso no servirámás que para colocarme como una barrera entre los Oda y susenemigos. ¡Considera las perspectivas del clan Oda teniendoen cuenta tan sólo que Araki Murashige, quien fue promovidoa un cargo de tanta responsabilidad por Nobunaga, trastornópor completo la situación en la capital al aliarse con el clanMori! Creo que la razón por la que abandoné el clan Oda conMurashige está clara.

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—Lo que acabo de oír es un plan realmente despreciable.Sospecho que pronto lo lamentaréis.

—Aún eres joven. En el combate eres fuerte, pero no en losasuntos mundanos.

—Os ruego que cambiéis de parecer, mi señor.

—Eso no va a suceder. He expuesto claramente a mis servi-dores la promesa hecha a Murashige y mi postura de alianzacon los Mori.

—Pero si consideraseis vuestra decisión una vez más...—Antes de que digas nada más, habla con Araki Murashi-

ge. Si él reconsidera su deserción, yo lo haré también.Eran como un adulto y un niño. La diferencia entre ellos no

era simple sofistería. Podría decirse que incluso un hombrecomo Kanbei, considerado único en las provincias del oestepor su talento y sus ideas progresistas, no podía competir conun adversario como Odera Masamoto, al margen de que tuvie-ra razón o no.

Masamoto habló de nuevo para recalcar su postura.

—En cualquier caso, llévate esto y ve a Itami. Entoncestráeme una respuesta rápidamente. Cuando sepa lo que piensael señor Murashige, te daré una respuesta definitiva.

Masamoto escribió una nota a Araki Murashige. Kanbei sela guardó en el kimono y marchó de prisa a Itami. La situaciónera apremiante y sus propias acciones podrían tener grandes

consecuencias. Al acercarse al castillo de Itami vio que lossoldados estaban cavando trincheras y levantando una empa-lizada.

Indiferente, en apariencia, al hecho de que en seguida lerodeó un círculo de lanzas, habló como si no tuviera nada quetemer.

—Soy Kuroda Kanbei, del castillo de Himeji. No estoy alia-do ni con el señor Nobunaga ni con el señor Murashige. Hevenido solo para sostener una conversación urgente y privadacon el señor Murashige.

Tras decir esto, se abrió paso entre los soldados. Cruzó va-rios portales fortificados, entró por fin en el castillo y muypronto se reunió con Murashige. Su primera impresión al mi-

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rarle el rostro fue que aquel hombre no tenía una voluntad tanfuerte como había esperado. El semblante de Murashige noera muy impresionante. Kanbei percibió la falta de ánimo yconfianza en sí mismo de su adversario, y se preguntó por quéhabía decidido enfrentarse a Nobunaga, a quien consideraba el

hombre más sobresaliente de su generación.—¡Vaya, cuánto tiempo sin vernos! —exclamó Murashigeen un tono fuera de lugar.

Casi parecía un halago. Kenbei conjeturó que si un bravogeneral como Murashige le trataba así era porque seguía untanto inseguro de sí mismo.

Kanbei respondió con algunas trivialidades, sin dejar desonreír a Murashige. Éste, por su parte, era incapaz de ocultarsu sinceridad innata, y parecía azorado en extremo bajo la mi-rada de Kanbei. Sintió que se ruborizaba.

—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó.—He oído rumores.—¿Sobre la movilización de mi ejército?

—Te has metido en un buen lío.—¿Qué es lo que dice todo el mundo?—Unos dicen cosas buenas y otros malas.—Supongo que las opiniones están divididas, pero la gente

debería esperar a que la lucha haya terminado para decidirquién tenía razón y quién estaba equivocado. La reputación de

un hombre nunca se cimenta hasta después de su muerte.—¿Has considerado lo que sucederá después de que mue-ras?

—Por supuesto.—En ese caso, estoy seguro de que sabes que las conse-

cuencias de tu decisión son irrevocables.—¿Por qué razón?—La mala fama que te labrarás por volverte contra un se-

ñor del que has recibido tantos favores no se extinguirá duran-te generaciones.

Murashige guardó silencio. Los latidos de sus sienes revel -ban las emociones que sentía, pero carecía de elocuencia pararefutar al otro.

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—El sake está listo —anunció un servidor.Murashige pareció aliviado y se levantó.—Ven conmigo, Kanbei. Hacía mucho que no nos veíamos,

al margen de todo lo demás. Bebamos juntos.Murashige actuó como un anfitrión generoso. Habían dis-

puesto un banquete en la ciudadela interior. Naturalmente, losdos evitaron cualquier discusión mientras tomaban sake, y laexpresión de Murashige se relajó de un modo considerable. Sinembargo, en un momento determinado Kanbei volvió a abor-dar el tema.

—¿Qué me dices, Murashige? ¿Por qué no pones fin a estoantes de que llegue demasiado lejos?

—¿Qué es lo que puede llegar demasiado lejos?—Esta mezquina demostración de fuerza.—Mi resolución en este grave asunto no tiene nada que ver

con una demostración de fuerza.—Puede que sea cierto, pero el mundo lo llama traición.

¿Qué sientes al respecto?

—Vamos, bebe un poco más de sake.—No voy a engañarme. Hoy te has molestado mucho por

mí, pero tu sake sabe un poco amargo.—Hideyoshi te ha enviado aquí.-—Claro. Incluso el señor Hideyoshi está preocupado en ex-

tremo por ti, y no sólo eso, sino que te defiende contra viento y

marea, sin hacer caso de lo que los demás digan de ti. Te consi-dera «un hombre valioso» y «un bravo guerrero». Dice que nodeberías cometer un error, y puedo asegurarte que nunca olvi-dará vuestra amistad.

A Murashige se le pasó un poco la embriaguez y, en ciertamedida, habló con toda sinceridad.

—La verdad es que he recibido dos o tres cartas de Hi-deyoshi amonestándome y su amistad me conmueve. PeroAkechi Mitsuhide y otros servidores de Oda vinieron uno trasotro como enviados del señor Nobunaga y los desairé a todos.De ninguna manera puedo acceder ahora a la solicitud de Hi-deyoshi.

—No creo que eso sea cierto. Si dejas el asunto en manos

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del señor Hideyoshi, seguramente él encontrará alguna mane-ra de interceder ante el señor Nobunaga.

—No lo creo así —replicó Murashige de mal humor—. Di-cen que cuando Mitsuhide y Nobumori se enteraron de mi re-belión, aplaudieron y se regocijaron. Mitsuhide vino aquí para

apaciguarme y me tranquilizó con bonitas palabras, pero quiénsabe la clase de informe que hizo cuando regresó al lado deNobunaga. Si abriera mi castillo y volviera para arrodillarmeante Nobunaga, al final sólo ordenaría a sus hombres que meagarrasen por el cogote y me cortaran la cabeza. Ninguno demis servidores tiene deseos de volver con Nobunaga. A estasalturas creen que luchar hasta el final será lo mejor, por lo queno se trata únicamente de mi opinión. Cuando regreses a Hari-ma, te ruego que le digas a Hideyoshi que no piense mal de mí.

Parecía que Kanbei no podría persuadir fácilmente a Mu-rashige. Tras algunas tazas más de sake, sacó la carta de OderaMasamoto y se la entregó a su anfitrión.

Kanbei ya había examinado el meollo del contenido. Era

simple, pero censuraba con vehemencia la conducta de Mu-rashige. Éste se acercó a la lámpara y abrió la misiva, pero alterminar de leerla se excusó y salió de la habitación.

Un grupo de soldados entraron en tropel y rodearon a Kan-bei, formando un muro de armaduras y lanzas a su alrededor.

—¡Levántate! —le gritaron.

Kanbei dejó la taza y miró los agitados rostros que le ro-deaban.—¿Qué ocurre si lo hago? —les preguntó.—Las órdenes del señor Murashige son que te escoltemos a

la cárcel del castillo —respondió uno de los soldados.—¿La cárcel? —djo abruptamente Kanbei, y quiso reírse.Pensó que todo había terminado para él y comprendió lo

ridículo que debía parecer por haber caído en la trampa deMurashige.

Se levantó, con una sonrisa en los labios.—En ese caso, vayamos allá. No puedo hacer más que se-

guiros sumisamente, si tal es la demostración de cortesía delseñor Murashige.

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rría. Entonces pensó que se alegraba de haber sido el enviado,pues si hubiera sido Hideyoshi aquel pequeño desastre habríasido sustituido por uno grande. Estaba agradecido porque lascosas habían salido de aquella manera.

Pronto una delgada franja de luz brilló en su rostro. Kanbei

miró serenamente hacia la luz. Se había abierto una ventana.La cara de un hombre apareció al otro lado del enrejado. EraAraki Murashige.

—¿Hace frío ahí dentro, Kanbei? —le preguntó Murashige.Kanbei miró en su dirección y finalmente le respondió con

una calma absoluta:—No, todavía estoy caliente gracias al sake, pero podría

sentirme incómodo alrededor de medianoche. Si el señor Hi-deyoshi se entera de que Kuroda Kanbei ha muerto congelado,probablemente llegará antes del alba y expondrá tu cabeza enel portal, bajo la escarcha. Eres un hombre inteligente, Mu-rashige. ¿Qué esperas conseguir reteniéndome aquí?

Murashige no supo qué responder. Era consciente de que el

otro le estaba avergonzando por sus acciones, pero al final sol-tó una risa desdeñosa.—Deja de gruñir, Kanbei. Dices que no tengo cerebro,

pero ¿no eres tú el que ha caído estúpidamente en esta tram-pa?

—El lenguaje insultante no te va a servir de nada. ¿Es que

no puedes hablar de una manera lógica?Murashigue no respondió, y Kanbei siguió diciendo:—Eres propenso a reprenderme como si fuera una especie

de estratega o demonio de la táctica, pero lo que me interesa esla política básica, no las estratagemas mezquinas. Nunca se meha ocurrido maquinar contra un amigo y considerarlo un méri-to. Sencillamente, pensaba en ti y en la aflicción del señor Hi-deyoshi. Por eso he venido aquí solo. ¿No puedes entenderlo?¿Qué me dices de la amistad del señor Hideyoshi? ¿Y de tulealtad?

Murashige no sabía qué responder. Guardó silencio duran-te un rato, pero finalmente encontró la manera de refutar laspalabras de Kanbei.

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—Hablas de amistad y principios morales, pero esas pala-bras sólo brillan en tiempo de paz. Ahora es diferente. El paísestá en guerra consigo mismo y el mundo sumido en el caos. Sino conspiras, conspiran contra ti; si no perjudicas, alguien teperjudicará. Este mundo es tan horrible que puedes verte obli-

gado a matar o caer muerto en el tiempo que tardas en cogerunos palillos. El aliado de ayer es el enemigo de hoy, y si unhombre es tu enemigo, aunque sea amigo tuyo, no puedes ha-cer más que encerrarlo en una mazmorra. Todo es cuestiónde táctica. Podríamos decir que no te he matado todavía porpiedad.

—Ya veo. Ahora comprendo tu visión del mundo, tus pe -samientos cotidianos sobre la guerra y el alcance de tu morali-dad. Sufres la penosa ceguera de los tiempos, y ya no deseoseguir discutiendo contigo. ¡Adelante, destruyete!

—¿Cómo? ¿Dices que estoy ciego?—Así es. No, aunque hayamos llegado a esto, parece ser

que no puedo prescindir del todo de mi amistad hacia ti. Tengo

una cosa más que enseñarte.—¿Qué? ¿Acaso el clan Oda tiene alguna estrategia se-creta?

—No es una cuestión de ventajas y desventajas. Eres unindividuo lamentable. A pesar de la fama que tienes por tu va-lor, no sabes cómo vivir en este país caótico, y no sólo eso, sino

que no tienes el menor deseo de salvar al mundo de ese caos.Eres inhumano, más bajo que un villano o un campesino.¿Cómo puedes llamarte samurai?

—¡Cómo! ¿Estás diciendo que no soy humano?—Exactamente. Eres una bestia.—¿Qué has dicho?—¡Adelante! Enfádate cuanto quieras, todo lo diriges co -

tra ti mismo. Escucha, Murashige. Si los hombres pierden mo-ralidad y lealtad, el mundo se convierte en un mundo de bes-tias. Luchamos una y otra vez, y el fuego infernal de larivalidad humana nunca se extingue. Si sólo tienes en cuenta labatalla, la intriga y el poder, y te olvidas de la moralidad y lossentimientos humanos, no serás sólo enemigo del señor Nobu-

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naga sino de toda la humanidad y una peste para la tierra en-tera. Por lo que a mí respecta, si eres esa clase de persona, tearrancaría con gusto la cabeza.

Cuando guardó silencio tras decir lo que pensaba, Kanbeioyó un clamoreo creciente. Al otro lado de la ventana, Mu-

rashige estaba rodeado por sus servidores y ayudantes perso-nales, y todos gritaban.—¡Acabad con él!—No, no podemos matarle.—Es insoportable.—¡Calmaos!Probablemente Murashige vacilaba entre seguir a los que

querían sacar a Kanbei y ejecutarlo en el acto y quienes afirma-ban que matarlo tendría resultados adversos, y parecía incapazde tomar una decisión.

Al final llegaron a la conclusión de que, aunque llegaran amatarle, no corría prisa. Entonces parecieron calmarse y laspisadas de Murashige y su séquito se alejaron.

Esta escena hizo comprender en seguida a Kanbei cuál erael estado de ánimo en todo el castillo.Aunque la bandera de la rebelión había sido desplegada

claramente, incluso ahora había quienes, llenos de indignación,querían luchar contra los Oda y otros que se inclinaban porcooperar con sus antiguos aliados. Aunque estaban bajo el mis-

mo techo, se querellaban por casi todos los asuntos puntuales,y la situación podía interpretarse con facilidad.Atrapado en medio de esa disputa, Murashige había despe-

dido a los enviados de Nobunaga e incrementado los preparati-vos militares. Su último exceso había sido encarcelar a Kanbei.

Kanbei pensó entristecido que aquel hombre había llegadoa su perdición. Sin que su propio destino le apesadumbrara,lamentaba la ignorancia de Murashige. Cuando las voces seperdieron a lo lejos, la abertura de la ventana fue cerrada denuevo, pero Kanbei reparó de improviso en un papel que habíacaído por ella. Lo recogió, pero no pudo leerlo aquella noche.La celda estaba tan oscura que apenas podía ver sus propiosdedos.

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Al día siguiente, cuando se filtró la pálida luz de la mañana,recordó en seguida el papel y lo leyó. Era una carta de OderaMasamoto, de Harima, dirigida a Araki Murashige.

Este mismo personaje molesto del que hablamos ha estado

aquí, aconsejándome que cambiara de idea. Le he engaña-do para que primero averigüe lo que vos pensáis, de modoque probablemente llegará al castillo al mismo tiempo queesta carta. Es un hombre de amplios recursos, y será unacarga mientras viva. Os sugiero que, cuando llegue al casti-llo de Itami, aprovechéis la oportunidad y no volváis a de-

 jarle libre en el mundo.

Kanbei se sintió conmocionado. Examinó la fecha de la car-ta y vio que era en efecto el mismo día que presentó sus ob-

 jeciones a Masamoto y abandonó el castillo de Gochaku.—Entonces ha debido de enviar esta carta inmediatamente

después —musitó con asombro.

Se le ocurrió que hay gran número de personas inteligentesen el mundo y sin embargo éste le había puesto, a él, que sehabía esforzado tanto por abstenerse del pensamiento superfi-cial y los ardides mezquinos, la etiqueta de táctico.

—Estar en el mundo es interesante, ¿verdad?Habló sin darse cuenta, mirando el techo. El sonido de su

voz resonó como si estuviera en una cueva. Qué interesanteera estar en el mundo.Como cabía esperar, había mentiras y verdades, había for-

ma y vacío, había cólera y alegría, había fe y confusión. Eso eraestar en el mundo. Pero durante unas semanas, por lo menos,Kanbei estaría muy lejos del mundo.

Las fuerzas atacantes dispuestas alrededor de los castillosde Itami, Takatsuki e Ibaragi estaban dispuestas a atacar de unmomento a otro. Sin embargo, la orden de atacar aún no habíapartido del cuartel general de Nobunaga en el monte Amano.En los diversos campamentos, los días transcurrían con tal len-

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titud que la paciencia de los soldados empezaba a agotarse.—¿Todavía no hay noticias?Aquel día Nobunaga ya había hecho esa pregunta dos ve-

ces. Sin embargo, lo que a él le impacientaba era exactamentelo contrario que a los soldados. En aquellos momentos, la pos -

ción de los Oda era compleja hasta un punto extraordinario ypeligroso, no con respecto a las provincias occidentales uorientales, sino alrededor mismo de la capital. Por poco quepudiera, Nobunaga no quería librar una guerra en aquella zonay en las condiciones actuales. Y a medida que transcurrían losdías, le preocupaba esa actitud de evitar la acción en su territo-rio doméstico a toda costa.

Siempre que estaba inquieto, Hideyoshi ocupaba sus pen-samientos. Le quería constantemente a su lado. No hacía mu-cho que le había llegado un informe de ese general en el quetanto confiaba, diciéndole que Kanbei había expuesto su puntode vista a su antiguo señor, Odera Masamoto, y luego había idoinmediatamente al castillo de Itami, donde se proponía persu -

dir a Murashige para que negociara. Hideyoshi había dichoque Kanbei estaba incluso dispuesto a morir en esa misión ypedía a Nobunaga que esperase.

—Esto revela mucha confianza en sí mismo —dijo Nobuna-ga—, y Hideyoshi no es proclive a la negligencia.

Pero aunque Nobunaga se persuadió así de que debía ser

paciente, la atmósfera en su cuartel general se estaba enrare-ciendo a causa de la irritación extrema de sus generales. Cadavez que Hideyoshi cometía algún error trivial, su resentimientobrotaba como si hubiera estado ardiendo a fuego lento bajo lascenizas durante largo tiempo.

—¡No comprendo por qué Hideyoshi envió a ese hombre!¿Quién es Kanbei, al fin y al cabo? Si examinas sus antece-dentes, resulta que es un servidor de Odera Masamoto, dequien también es su padre un servidor de alto rango. Masa-moto, por su parte, conspira con Araki Murashige comunicán-dose con los Morí y traicionándonos. Está actuando de comúnacuerdo con Murashige mientras que ha alzado la bandera dela rebelión en las provincias occidentales. ¿Cómo ha podido

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Hideyoshi elegir a Kanbei para una misión tan importante?Criticaban a Hideyoshi por su falta de previsión, y algunos

llegaban incluso a sospechar que había negociado con los Mori.Los informes que empezaron a llegar contenían todos la mis-

ma información: lejos de someterse a la argumentación de Kan-

bei, Odera Masamoto se había expresado claramente en contradel señor Nobunaga, difundiendo patrañas sobre la debilidad delas fuerzas de Oda en la zona. Además, sus comunicaciones conlos Mori se habían hecho cada vez más frecuentes.

Nobunaga tenía que admitir que eso era cierto.—La acción de Kanbei no ha sido más que un engaño.

Mientras esperamos buenas noticias de un hombre tan pocodigno de confianza, el enemigo refuerza sus conexiones y per-fecciona sus defensas, por lo que al final nuestras fuerzas noconseguirán nada, al margen de lo furioso que sea el ataque.

Entonces llegaron por fin noticias de Hideyoshi, pero noeran buenas. Kanbei aún no había regresado y no se disponíade una información clara. Además, el tono de la misiva era de-

sesperanzado. Nobunaga chascó la lengua y arrojó a un lado elestuche que había contenido la carta.—¡Es demasiado tarde! —Finalmente provocado, Nobuna-

ga rugió de repente, lleno de ira—. ¡Secretario! Escribe de in-mediato a Hideyoshi. Dile que venga aquí sin la menor tardan-za. —Entonces miró a Sakuma Nobumori y le dijo—: Tengo

entendido que Takenaka Hanbei está pasando su convalecen-cia en el templo Nanzen de Kyoto. ¿Sigue ahí?—Creo que sí.La respuesta de Nobunaga a la réplica de Nobumori fue

rápida como un eco.—Entonces ve allí y dile esto a Hanbei: hace algún tiempo

Hideyoshi envió al hijo de Kuroda Kanbei, Shojumaru, comorehén a este castillo... Va a ser decapitado de inmediato y sucabeza será enviada a Itami, donde está su padre.

Nobumori hizo una reverencia. Todos cuantos rodeaban aNobunaga se encogieron de temor ante su cólera repentina.Todos callaban y Nobunaga no se levantó. El estado de ánimode Nobunaga podía cambiar en un instante, y su ira estalla si

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mucha dificultad. La paciencia que había mostrado hasta en-tonces no formaba parte de su verdadera naturaleza, sino quehabía sido estrictamente la consecuencia de un razonamientoque le había costado un gran esfuerzo. Así pues, cuando pres-cindió el dominio de su mismo que tanto le desagradaba y alzó

la voz, los lóbulos de sus orejas empezaron a enrojecer y susemblante adquirió de súbito un aspecto feroz.—Mi señor, os lo ruego, esperad un momento.—¿Qué ocurre, Kazumasu? ¿Me estás amonestando?—Sería presuntuoso que un hombre como yo os amonesta-

ra, mi señor, pero ¿por qué habéis dado tan de improviso laorden de matar al hijo de Kuroda Kanbei? ¿No deberíais refle-xionar en esto un poco más?

—No necesito reflexionar más para ver la traición de Kan-bei. Ha fingido hablar con Odera Masamoto y luego ha vueltoa engañarme haciéndome creer que negociaba con Araki Mu-rashige. Si me he abstenido de emprender una acción en losúltimos diez días se ha debido exclusivamente a esas condena-

das intrigas de Kanbei. Hideyoshi acaba de informarme delasunto. Kanbei le ha tomado el pelo hasta ahora, y ya está bien.—Pero ¿por qué no llamáis al señor Hideyoshi para que os

facilite un informe completo de la situación y comentáis con élvuestro propósito de castigar al hijo de Kanbei?

—En estos momentos no puedo tomar una decisión de

tiempo de paz, y no ordeno a Hideyoshi que venga aquí paraescuchar su opinión. Quiero que me explique cómo fomentóeste desastre. Date prisa y lleva el mensaje, Nobumori.

—Sí, mi señor. Se lo transmitiré a Hanbei, como deseáis.El talante de Nobunaga era cada vez más sombrío. Se vol-

vió al escribano y le preguntó:—¿Has redactado la citación de Hideyoshi, secretario?—¿Queréis leerla, mi señor?Entregó la carta a Nobunaga y éste la pasó de inmediato al

 jefe de los mensajeros, con la orden de llevarla a Harima.Pero antes de que el mensajero se hubiera ido, un servidor

anunció:—El señor Hideyoshi acaba de llegar.

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—¿Qué? ¿Hideyoshi?La expresión de Nobunaga no se alteró, pero por un instan-

te pareció que su cólera había remitido.Pronto se oyó la voz de Hideyoshi, su tono tan jovial como

siempre. En cuanto llegó a oídos de Nobunaga, éste tuvo que

hacer un esfuerzo para mantener su expresión de enojo. Lacólera se fundió en su pecho como el hielo se funde bajo el sol,sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Hideyoshi dirigió un saludo informal a los generales pre-sentes y entró en el recinto, pasó junto a los mandos reunidos yse arrodilló cortésmente ante Nobunaga. Entonces alzó la vistahacia su señor.

Nobunaga no dijo nada. Se estaba esforzando por mostrarsu cólera. No eran muchos los jefes que pudieran hacer algomás que postrarse embargados de temor cuando se encontra-ban con el silencio de Nobunaga. En realidad, ni siquiera en lafamilia de Nobunaga había uno solo que pudiera resistir esetrato. Si los generales veteranos como Katsuie y Nobumori

eran objeto de la mirada colérica de Nobunaga, el color aban-donaba por completo sus mejillas. Hombres curtidos como Ni-wa y Takigawa se sentían confusos y musitaban excusas. A pe-sar de su prudencia, Akechi Mitsuhide carecía de recursos antela ira de su señor, y ni siquiera el afecto de Nobunaga por Ran-maru ayudaba a éste lo más mínimo. Pero Hideyoshi se de-

senvolvía en esas situaciones de un modo totalmente distinto.Cuando Nobunaga estaba airado y le miraba furibundo y ceñu-do, Hideyoshi no manifestaba la menor reacción. No era querestase importancia al talante de su señor. Por el contrario, másque la mayoría de los hombres sentía un temor reverencial ha-cia Nobunaga. En general, le dirigía una mirada plácida, comosi estuviera contemplando un cielo que amenazara tormenta, ydesistía de hablar excepto de la manera más trivial.

Ahora pensaba que Su Señoría volvía a estar un poco enfa-dado. Aquella serenidad parecía formar parte de la naturalezaespecial de Hideyoshi y, ciertamente, nadie parecía capaz deimitarle. Si Katsuie o Mitsuhide hubieran copiado el compor-tamiento de Hideyoshi, habría sido como si arrojaran aceite al

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fuego y Nobunaga habría montado en cólera. Su Señoría pa-recía estar perdiendo el juego de la paciencia, y por fin habló.

—¿Por qué has venido aquí, Hideyoshi?—He venido para recibir vuestra reprimenda —respondió

Hideyoshi con profundo respeto.

Nobunaga pensó que siempre tenía una buena respuesta.Cada vez le resultaba más difícil mantener su enfado. Tendríaque haber despacio, como si hubiera masticado las palabras ylas escupiera.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Has pensado que esteasunto quedaría zanjado con una disculpa? Has cometido ungran error que no me afecta sólo a mí sino a todo el ejército.

—¿Ya habéis leído la carta que os envié?—¡La he leído!—El envío de Kanbei como intermediario ha terminado

claramente en un fracaso. A ese respecto...—¿Me estás dando una excusa?—No, pero, a modo de disculpa, he cabalgado entre las lí-

neas enemigas para ofreceros un plan que podría convertir estedesastre en buena suerte. Quisiera pediros que despidáis a lospresentes o que vayamos vos y yo a otro lugar. Después, si mifalta ha de tener un castigo, lo aceptaré respetuosamente.

Nobunaga reflexionó un momento y entonces accedió a lapetición y ordenó a todos que salieran. Los demás generales se

quedaron pasmados por la audacia de Hideyoshi, pero, inter-cambiando miradas entre ellos, no pudieron hacer más que re-tirarse. Algunos le acusaron de insolencia a pesar de la faltaque él mismo reconocía. Otros chascaron la lengua y le llama-ron egoísta. Hideyoshi no parecía prestarles atención, y esperóhasta que él y Nobunaga fueron los únicos que quedaron en elrecinto. Cuando todos se hubieron ido, la expresión de Nobu-naga se suavizó un poco.

—Bien, ¿qué clase de sugerencia tienes que hacerme paracabalgar hasta aquí desde Harima?

—Tengo una manera de atacar Itami. Tal como han ido lascosas, lo único que nos queda por hacer es golpear resuelta-mente a Araki Murashige.

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—Eso es cierto desde el principio, No es que Itami sea tanimportante, pero si el Honganji y Murashige actúan de comúnacuerdo con los Mori, las dificultades serán considerables.

—No tanto, a mi modo de ver. Si actuamos con excesivarapidez nuestras tropas podrían resultar muy perjudicadas, y si

se produce el más leve fracaso entre nuestros aliados, el diqueque habéis construido con tanto cuidado hasta ahora se de-rrumbará de golpe.

—¿Qué harías entonces?—No tengo un plan propio, pero Takenaka Hanbei, que

está convaleciente en la capital, ha comprendido muy bien lasituación actual.

Entonces Hideyoshi expuso el plan a Nobunaga exacta-mente tal como se lo había contado Hanbei. En esencia, el plande ataque contra el castillo de Itami preveía el menor dañoposible a sus propias tropas. Se tomarían todo el tiempo nece-sario y primero aplicarían toda su fuerza a aislar a Murashigecortándole las alas.

Nobunaga aceptó el plan sin la menor vacilación. Era, máso menos, lo que él mismo había pensado hacer. La ejecucióndel plan quedó decidida y Nobunaga se olvidó por completo dereprender a Hideyoshi. Todavía tenía que preguntarle a ésteuna serie de cosas con respecto a sus estrategias.

—Puesto que hemos tratado de los asuntos más urgentes,

creo que debería partir hacia Harima hoy mismo —dijo Hi-deyoshi, mirando el cielo crepuscular.Sin embargo, Nobunaga le dijo que las carreteras eran de-

masiado peligrosas y que debería regresar por barco aquellanoche. Al ir por vía marítima disponía aún de mucho tiempo, ysu señor no iba a dejarle marchar sin que antes bebieran.

Hideyoshi se enderezó un poco más y le preguntó:—¿Vais a dejarme marchar sin castigarme?Nobunaga forzó una sonrisa.—¿Qué crees tú que debería hacer? —bromeó.—Cuando me perdonáis pero no decís nada, de alguna ma-

nera el sake que recibo de vos no se desliza muy bien por migaznate.

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Nobunaga se echó a reír por primera vez.—Eso está bien, muy bien.Hideyoshi habló entonces como si hubiera estado esperan-

do el momento apropiado.—En ese caso Kanbei tampoco tiene ninguna culpa, ¿no es

cierto? Y creo que el mensajero con la orden de decapitar a suhijo ya ha partido.—No, no puedes ser el fiador de los pensamientos de Kan-

bei. ¿Cómo puedes decir que carece de culpa? No voy a retirarla orden de cortar la cabeza de su hijo y enviarla al castillo deItami. Es una cuestión de disciplina militar, y no te servirá denada intervenir.

De esta manera despótica Nobunaga selló la boca de su ser-vidor.

Hideyoshi regresó a Harima aquella noche, pero nada másllegar envió secretamente a un mensajero con una carta paraHanbei en la capital. El contenido de la carta se entenderá másadelante, pero en esencia se refería a su angustia por la suerte

del hijo de su amigo y consejero, Kuroda Kanbei.El mensajero de Nobunaga también se dirigió apresurada-mente a Kyoto. Durante el camino de regreso, se detuvo bre-vemente en la iglesia de la Ascensión. Cuando regresó alcampamento principal de Nobunaga en el monte Amano, leacompañaba un jesuita italiano, el padre Gnecchi, un misione--

ro que llevaba en Japón muchos años. Había gran número demisioneros cristianos en Sakai, Azuchi y Kyoto, pero entre to-dos ellos el padre Gnecchi era el extranjero a quien Nobunagamás favorecía. No le desagradaban los cristianos y, aunque ha-bía combatido a los budistas e incendiado sus fortalezas, tam-poco le desagradaba el budismo, pues reconocía el valor intrí -seco de la religión.

No sólo el padre Gnecchi sino todos los numerosos misio-neros católicos que eran invitados a Azuchi de vez en cuandoponían todo su empeño en tratar de convertir a Nobunaga alcristianismo. Pero comprender el corazón de Nobunaga era lomismo que tratar de sacar con un cucharón el reflejo de la lunaen un cubo de agua.

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rodeado por las fuerzas del señor Nobutada así como las delos señores Fuwa, Maeda y Sassa. Es posible que no me dejenpasar.

—Os proporcionaré una escolta y os daré una garantía depaso. Si podéis explicar este asunto a los Takayama, padre e

hijo, y convencerles de que se unan a mis filas, será una acciónrealmente meritoria para los misioneros. Entonces tendréis mipermiso para levantar una iglesia y la libertad de realizar lalabor misionera. Os doy mi palabra.

—Oh, mi señor...—Pero esperad ■ —le interrumpió Nobunaga—. También

debes entender muy claramente que si, por el contrario, Ukonrechaza vuestra propuesta y sigue desafiándome, consideraré atodos los cristianos de la misma manera que considero a losTakayama, y que, naturalmente, demoleré vuestro templo, ex-terminaré vuestra religión en Japón y ejecutaré hasta el últimode vuestros misioneros y sus seguidores. Quiero que tengáiseso bien claro antes de marcharos.

El padre Gecchi palideció y por un momento fijó la miradaen el suelo. Ninguno de los hombres que habían navegadorumbo a Oriente desde la lejana Europa tenía un corazón débilo cobarde, pero allí sentado ante Nobunaga, el cual le habíahablado de aquella manera, el padre Gnecchi sintió que el te-mor le encogía el cuerpo y le helaba el corazón. Nada en el

semblante de Nobunaga le daba un aspecto diabólico, y lo ciertoera que tanto sus rasgos como sus palabras eran muy elegantes.Sin embargo, los misioneros sabían perfectamente que aquelhombre no decía nada que no pusiera en práctica, como lohabían demostrado la destrucción del monte Hiei y la subyu-gación de Nagashima. Eso era algo que se cumplía en todas lasmaniobras políticas concebidas por Nobunaga.

—Iré allá, seré el enviado que me ordenáis que sea —leprometió el padre Gnecchi—. Me entrevistaré con el señorUkon.

Con una escolta formada por una docena de hombres ar-mados, el jesuita partió por la carretera de Takatsuki. Tras des-pedir al padre Gnecchi, Nobunaga tuvo la impresión de que

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todo había salido exactamente tal como deseaba. Pero el padreGnecchi, quien aparentemente había sido forzado a dirigirse alcastillo de Takatsuki como si le tirasen de la nariz, también secongratulaba. Aquel extranjero no era tan fácil de manipularcomo Nobunaga creía. Los habitantes de Kyoto sabían bien

que pocas personas eran tan astutas como los jesuitas. Antesde que Nobunaga le hubiera convocado, el padre Gnecchi yahabía intercambiado varias cartas con Takayama Ukon. El pa-dre de éste había preguntado con frecuencia a su consejero es-piritual cuál podría ser la voluntad del cielo en el asunto queahora les ocupaba, y Gnecchi le había dado la misma respuestauna y otra vez. La actitud correcta no era actuar contrariamen-te a los deseos del propio señor, y Nobunaga era tanto el señorde Murashige como el de Ukon.

Ukon le había escrito expresando sus sentimientos másprofundos.

Hemos enviado a dos de nuestros hijos a los Araki como

rehenes, por lo que mi esposa y mi madre se oponen confirmeza a que nos sometamos al señor Nobunaga. De no serpor eso, tampoco yo querría asociar mi nombre a la re-belión.

Así pues, para el padre Gnecchi, el éxito de la misión y las

recompensas posteriores eran un resultado inevitable. Tenía elconvencimiento de que Ukon ya estaba de acuerdo con lo queél iba a sugerirle.

Poco después, Takayama Ukon anunció que no podía des-viar los ojos mientras su religión era destruida, aun cuando suesposa e hijos le odiaran por defenderla. Uno podía abandonarsu castillo y su familia, pero no el único camino verdadero. Unanoche abandonó secretamente el castillo y huyó a la iglesia dela Ascensión. Su padre, Hida, buscó refugio inmediatamenteen Itami, con Araki Murashige, y le explicó amargamente lasituación.

—Hemos sido traicionados por mi despreciable hijo.Eran muchas las personas en el bando de Murashige que

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tenían relaciones estrechas y amistosas con el clan Takayama,por lo que no podía insistir en el castigo de los rehenes Takay -ma. Así pues, aunque Murashige era un hombre bastante in-sensible, tenía una conciencia difusa de lo complicada que erala situación.

—No puede hacerse nada. Si Ukon ha huido, los rehenesson inútiles.Considerando a los dos pequeños tan sólo como unos pará-

sitos, los devolvió al padre de Ukon. Cuando el padre Gnecchirecibió esta información, se dirigió con Ukon al monte Amanopara ser recibidos en audiencia por Nobunaga.

—Lo habéis hecho muy bien —le dijo Nobunaga, encan-tado.

Entonces comunicó a Ukon que le concedería un dominioen Harima y le regaló kimonos de seda y un caballo.

—Quisiera recibir la tonsura y dedicar mi vida a Dios —ale-gó Ukon.

Pero Nobunaga no estuvo dispuesto a consentirlo y replicó:

—Eso es ridículo para un hombre tan joven.Así pues, al final el asunto salió tal como Nobunaga habíaplaneado y el padre Gnecchi había previsto. Sin embargo, lamanera en que Ukon se había conducido, con el resultado de larecuperación de sus hijos, había sido fruto de las inteligentesintrigas del padre Gnecchi.

Las condiciones actuales difícilmente pueden servirnospara representarnos las de ayer, pues a cada momento el tiem-po lleva a cabo sus transfiguraciones. Tampoco es irrazonablecambiar la propia línea de acción. Las razones por las que loshombres se han equivocado en sus ambiciones y han perdidosus vidas son tan abundantes como los hongos después de unaguacero.

Era hacia finales del undécimo mes. Nakagawa Sebei, elhombre de quien Araki Murashige dependía como de su brazoderecho, abandonó de repente el castillo y se sometió a Nobu-naga.

—Éste es un momento importante para la nación y no de-bemos castigar los pequeños errores —dijo Nobunaga, y no

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sólo no interrogó a Sebei acerca de su delito sino que le regalótreinta monedas de oro.

También obsequió con oro y ropas a los tres servidores quele habían acompañado. Sebei se había rendido como respuestaa la solicitud de Takayama Ukon.

Los generales de Oda se preguntaban por qué aquelloshombres eran tratados con tanta amabilidad. Si bien Nobuna-ga era consciente de que existía cierta insatisfacción entre sushombres, no podía hacer otra cosa si quería alcanzar sus ob-

 jetivos militares.La conciliación, la diplomacia y la paciencia no cuadra-

ban con su naturaleza. Por ello continuamente llovían sobreel enemigo violentos y feroces ataques. Por ejemplo, Nobu-naga atacó el castillo de Hanakuma en Hyogo y quemó sinpiedad los templos y los pueblos vecinos. No perdonaba laacción hostil más leve, tanto si la cometían los mayores comolos jóvenes, hombres o mujeres. Pero ahora su manipulaciónpor un lado y sus intimidaciones por el otro estaban dando

fruto.Araki Murashige estaba aislado en el castillo de Itami, unafortaleza que tenía sus dos alas cortadas, pues en su orden debatalla ya no figuraban Takayama Ukon ni Nakagawa Sebei.

—Si atacamos ahora, caerá como un espantapájaros —dijoNobunaga.

Creía que Itami podría caer en cualquier momento que qui-siera. A principios del duodécimo mes se inició un ataque com-binado. El primer día, el ataque empezó antes del anochecer yprosiguió durante la noche. Sin embargo, la resistencia fueinesperadamente tenaz. El jefe de una unidad de las tropas ata-cantes fue derribado y perdió la vida, y hubo centenares demuertos y heridos.

El segundo día el número de bajas siguió aumentando, perono había sido tomada una sola pulgada de los muros del casti-llo. Al fin y al cabo, Murashige era famoso por su valor y habíaentre sus tropas muchos hombres diestros y valerosos. Másaún, cuando Murashige se mostró dispuesto a arriar la banderade la rebelión, plegándose al deseo de apaciguarle expresado

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por Nobunaga, fueron los miembros de su familia y los oficia-les quienes se lo impidieron, diciéndole:

—Rendirnos ahora sería lo mismo que presentarle nuestrascabezas.

La noticia del comienzo de estas hostilidades también se ex-

tendió rápidamente por Harima y desconcertó a los oficiales deOsaka. Las ondas de choque llegaron incluso a Tamba y el Sanin.En primer lugar, en las provincias occidentales, Hideyoshi

emprendió de inmediato el ataque contra el castillo de Miki, ehizo que las tropas auxiliares de Nobumori y Tsutsui hicieranretroceder a los Mori a las fronteras de Bizen. Había pensadoque tan pronto como el clan Mori oyera los gritos lanzados des-de la capital, su ejército marcharía sobre Kyoto. En Tamba, elclan Hatano consideró que ahora la corriente les era favorabley empezaron a rebelarse. Akechi Mitsuhide y Hosokawa Fuji-taka habían gobernado en aquella zona, y acudieron a defen-derla en el momento crítico.

El Honganji y las enormes fuerzas de los Mori se comunica-

ban mediante mensajeros que viajaban en barco, y los enemi-gos que ahora se enfrentaban a Nobunaga, Hideyoshi y Mit-suhide bailaban todos al ritmo de esas dos potencias.

—Probablemente hemos terminado aquí —dijo Nobunaga,mirando el castillo de Itami.

Quería decir que, a su modo de ver, todo estaba en orden.

Aunque el castillo de Itami se hallaba completamente aislado,no se había rendido. Para Nobunaga, sin embargo, ya habíacaído. Dejó al ejército que lo rodeaba y regresó súbitamente aAzuchi.

Finalizaba el año. Nobunaga tenía intención de pasar elAño Nuevo en Azuchi. Aquel año había abundado en distur-bios y campañas inesperados, pero al mirar las calles de la po-blación fortificada, captó el aroma de una nueva y rica culturaque flotaba en el aire. Las tiendas grandes y pequeñas estabanalineadas de manera ordenada y hacían que fructificara la pol -tica económica de Nobunaga. Las posadas y postas estaban lle-nas de huéspedes, mientras que a orillas del lago los mástiles delos barcos anclados parecían un bosque.

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Tanto la zona residencial de los samurais, cruzada por pe-queños senderos, como las magníficas mansiones de los gra -des generales, estaban terminadas en su mayor parte. Tambiénlos templos se habían ampliado, y el padre Gnecchi tambiénhabía iniciado la construcción de una iglesia.

Eso que recibe el nombre de «cultura» es tan intangiblecomo la bruma. Lo que había comenzado como un simple actode destrucción estaba tomando de improviso la forma de unanueva cultura que marcaba una época a los pies de Nobunaga.En música, teatro, pintura, literatura, religión, la ceremoniadel té, vestido, cocina y arquitectura, estaban siendo abando-nados los viejos estilos y actitudes, al tiempo que se adoptabanlos recientes. Incluso los nuevos diseños de los kimonos feme-ninos de seda rivalizaban en aquella floreciente cultura deAzuchi.

Nobunaga pensó que aquél era el Año Nuevo que habíaesperado, un Año Nuevo para la nación. Ni que decir tiene,construir es más agradable que destruir. Imaginaba que la nue-

va y dinámica cultura avanzaría como una marea, inundandolas provincias occidentales, la capital e incluso el oeste y la islade Kyushu, sin que hubiera un solo lugar al que no afectara.

Nobunaga estaba absorto en tales pensamientos cuandoSakuma Nobumori, el sol brillando en su espalda, le saludó yentró en la estancia. Al ver a Nobumori, Nobunaga recordó de

repente.—Ah, es cierto. ¿Qué tal fue luego ese asunto? —se apresu-ró a preguntarle, tendiendo la taza que tenía en la mano al pajeque se la ofreció a Nobumori.

Nobumori se llevó la taza a la frente con gesto reverente y,mirando la frente de su señor, replicó:

—¿Qué asunto?—Te hablé de Shojumaru, ¿no es cierto? El hijo de Kan-

bei..., el que está en el castillo de Takenaka Hanbei comorehén.

—Ah, os referís al asunto del rehén.—Te envié con una orden para que Hanbei cortara la ca-

beza de Shojumaru y la enviara a Itami, pero luego no ha habi-

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do ninguna respuesta aun cuando la cabeza debía de haber sidocortada y enviada. ¿Has oído algo?

—No, mi señor.Nobumori sacudió la cabeza y, mientras hablaba, parecía

recordar su misión del año anterior. Había cumplido con esa

misión, pero Shojumaro había sido puesto al cuidado de Take-naka Hanbei en Mino, por lo que era improbable que la ejecu-ción se hubiera llevado a cabo de inmediato. Nobumori repitióel diálogo que habían tenido:

—Si tal es la orden del señor Nobunaga, será cumplida,pero necesitaré algún tiempo más —había dicho Hanbei, acep-tando la petición con normalidad, y Nobumori, por supuesto,había comprendido.

—Bien, en todo caso os he dado la orden de Su Señoría—había añadido Nobumori, el cual regresó en seguida para in-formar a Nobunaga.

Debido tal vez a sus propias responsabilidades, Nobunagaparecía haberse olvidado del asunto, pero lo cierto era que

tampoco Nobumori se había vuelto a acordar del destino deShojumaru, limitándose a suponer que Hanbei informaría di-rectamente a Nobunaga de la ejecución del muchacho.

—¿No habéis oído nada más al respecto por parte de Hi-deyoshi o Hanbei, mi señor?

—No han dicho una sola palabra de ello.

—Eso es bastante sospechoso.—¿Estás seguro de que hablaste con Hanbei?—No tenéis necesidad de preguntarme tal cosa, pero lo

cierto es que ese hombre ha mostrado últimamente una perezaextraordinaria —musitó Nobumori, contrariado, y entoncesañadió—: Haber considerado esto simplemente como una me-dida que afecta al hijo de un traidor y no haber cumplido to-davía con la importante orden de Vuestra Señoría, sería un de-lito de desobediencia que no podría pasarse por alto. Cuandoregrese al frente, haré un alto en Kyoto e interrogaré a fondo aHanbei.

—¿Lo harás?La respuesta de Nobunaga no revelaba demasiado interés.

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La severidad de la orden que había dado en aquella ocasióny la manera en que recordaba ahora el asunto reflejaban dosestados de ánimo totalmente dispares. Sin embargo, no le dijoa Nobumori que lo olvidara, pues ello habría significado undesprestigio completo del hombre al que había enviado con la

misión.¿Cómo se lo tomaría Nobumori? Tal vez pensaría que No-bunaga creía que había efectuado su misión de un modo in-competente, pues se apresuró a expresar sus felicitaciones deAño Nuevo, salió del castillo y, camino de regreso al asediadocastillo de Itami, se detuvo en el templo Nanzen.

—Sé que el señor Hanbei está confinado debido a su enfer-medad, pero vengo con una misión encargada por el señor No-bunaga —dijo al sacerdote que le recibió.

Expresó su solicitud de una entrevista en unos términosmuy severos e imperativos. El monje se marchó, regresó pocodespués y le invitó a seguirle.

Nobumori replicó con un gesto de asentimiento y siguió al

religioso. Las puertas correderas de papel del edificio con te- jado de paja estaban cerradas, pero una tos incesante, debidaprobablemente a que Hanbei había abandonado el lecho deenfermo para recibir a su visitante, llegaba desde el interior.Nobumori aguardó un momento antes de entrar. El aspectodel cielo parecía indicar que pronto nevaría. Aunque aún era

mediodía, hacía frío a la sombra de las montañas que rodeabanel templo.—Pasad —le invitó una voz desde dentro, y un ayudante

abrió las puertas correderas que daban acceso a una pequeñasala de recepción. Su enjuto señor estaba sentado en el suelo.

—Sed bienvenido —le saludó Hanbei.Nobumori entró y dijo sin preámbulo:—El año pasado os traje la orden de Su Señoría de ejecutar

a Kuroda Shojumaru, y esperaba que el asunto se hubiera lle-vado a cabo sin tardanza. Sin embargo, no ha habido ningunarespuesta positiva desde entonces, e incluso el señor Nobunagaestá preocupado. ¿Qué decís al respecto?

—Bien, bien —empezó a decir Hanbei, inclinándose con

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las manos apoyadas en el suelo y revelando una espalda tandelgada como una tabla—. ¿He causado sin querer la preocu-pación de Su Señoría debido a mi descuido? Hago cuanto pue-do para obedecer la voluntad de Su Señoría en cuanto mi saludmejore.

—¡Gomo! ¿Qué estáis diciendo?Nobumori estaba perdiendo el dominio de sí mismo. O,mejor dicho, a juzgar por el color de su cara, estaba tan irritadopor la respuesta de Hanbei que no podía reprimir su exaspera-ción o soltar la lengua. Hanbei suspiró y observó fríamente laagitación de su visitante.

—Bien, entonces..., ¿no hay algo...? —Aparte de la voz quepor fin logró articular, los ojos agitados de Nobumori se traba-ban con los serenos ojos del enfermo. Tosió sin poder conte-nerse y preguntó—: ¿No habéis enviado su cabeza a Kanbei, enel castillo de Itami?

—Es tal como decís.—¿Tal como digo? Ésa es una respuesta muy peculiar.

¿Habéis desobedecido a propósito la orden de Su Señoría?—No seáis absurdo.—En ese caso, ¿por qué no habéis matado todavía al mu-

chacho?—Me fue confiado rigurosamente, y pensé que podría ha-

cerlo en cualquier momento, sin demasiada prisa.

—Es una lenidad excesiva. Este ritmo calmoso tiene un lí-mite, ¿sabéis? No recuerdo haber sido jamás tan inepto en unamisión como lo he sido en ésta.

—No habéis cometido error alguno en el desempeño devuestra misión. Está muy claro que he retrasado a propósito elasunto debido a mis opiniones al respecto.

—¿A propósito?—Aunque sabía que era un encargo importante, estaba in-

sensatamente preocupado por mi dolencia...—¿No bastaría con que enviarais un correo con una nota?—No, es un rehén de otro clan, pero nos ha sido confiado

hace años. Las personas que rodean a un niño tan encantadorsienten naturalmente simpatía por él y les sería difícil matarle.

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Temo que si ocurriera lo peor y algún servidor indiscreto en-viara la cabeza de otro para que la inspeccione Su Señoría, notendría ninguna excusa que ofrecerle al señor Nobunaga. Poreso creo que debo ir yo mismo y decapitarle. Es posible que miestado de salud mejore pronto.

Mientras Hanbei hablaba, se puso a toser de un modo in-contenible. Su aplicó un pañuelo de papel a la boca, pero pa-recía que no iba a poder detenerse.

Un ayudante que estaba cerca se le acercó por detrás y em-pezó a restregarle la espalda. Nobumori no pudo hacer másque callarse y aguardar hasta que Hanbei se calmara. Pero per-manecer allí sentado ante un hombre que trataba de dominarsu violento acceso de tos y al que masajeaban su cuerpo enfer-mo empezó a resultar penoso de por sí.

—¿Por qué no descansáis en vuestra habitación? —Por pri-mera vez Nobumori musitó algo amable, pero en la expresiónde su rostro no había el menor atisbo de simpatía—. En cual-quier caso, en los próximos días tiene que llevarse a cabo algu-

na acción como resultado de la orden de Su Señoría. Vuestranegligencia me sorprende, pero no puedo hacer nada más des-pués de lo que os he dicho. Enviaré una carta a Azuchi expli-cando la situación tal como es. Por muy enfermo que os encon-tréis, cualquier otro retraso sólo provocará la cólera de SuSeñoría. ¡Resulta tedioso, pero tendré que informarle categóri-

camente de esto!Haciendo caso omiso de la condición de Hanbei, que seguíaatormentado por la tos, Nobumori dijo lo que quería, se des-pidió y partió. En la terraza se cruzó con una mujer que llevabauna bandeja de la que surgía el fuerte olor de alguna cocciónmedicinal.

La mujer se apresuró a dejar la bandeja en el suelo e hizouna reverencia al visitante. Nobumori la miró de arriba abajo,desde las manos blancas que tocaban el suelo de madera de laterraza hasta la nuca, y finalmente le dijo:

—Creo que te he visto antes. Ah, sí, es cierto. Fue cuandoel señor Hideyoshi me invitó a Nagahama. Recuerdo que es-tabas esperándole en aquella ocasión.

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—Sí. Me han dado permiso para cuidar de mi hermano.—Así pues, ¿eres la hermana menor de Hanbei?—Sí, me llamo Oyu.—Eres Oyu —murmuró con rudeza—. Muy bonita.Musitando para sus adentros, bajó a la piedra pasadera.

Oyu se limitó a inclinar la cabeza mientras él se marchaba.Oía la tos de su hermano que no cesaba, y parecía más preocu-pada porque la medicina se enfriaba que por los sentimientosdel visitante. Sin embargo, cuando ella creía que se había mar-chado, Nobumori se volvió y le preguntó:

—¿Ha habido alguna noticia reciente del señor Hideyoshidesde Harima?

—No.—Vuestro hermano ha sido negligente a propósito con las

órdenes del señor Nobunaga, pero estoy seguro de que eso nopuede haber sido el resultado de las instrucciones de Hideyos-hi, ¿no es cierto? Me temo que nuestro señor podría abrigaralguna duda al respecto. Si Hideyoshi encoleriza al señor No-

bunaga, puede encontrarse en serias dificultades. Voy a deciresto una vez más: considero muy conveniente que el hijo deKuroda Kanbei sea ejecutado de inmediato.

Nobumori echó un vistazo al cielo y se apresuró a marchar-se. Los copos de nieve caían oblicuamente, blanqueándolotodo y oscureciendo su figura que se alejaba y el tejado enorme

del templo Nanzen.—¡Mi señora!La tos había cesado de repente detrás de las puertas corre-

deras, y la agitada voz del servidor se oía ahora en su lugar.Con el corazón golpeándole en el pecho, Oyu abrió las puertasy miró dentro. Hanbei yacía de bruces en el suelo y el pañuelode papel sobre su boca estaba cubierto de sangre roja y bri-llante.

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El deber de un servidor

La campaña de Hideyoshi en las provincias occidentales,la de Mitsuhide en Tamba y el largo asedio del castillo de

Itami constituyeron la auténtica obra de Nobunaga. La cam-paña en las provincias occidentales y el asedio de Itami se-guían estancados, y sólo en Tamba se llevaban a cabo algunaspequeñas acciones. A diario llegaba gran número de cartas einformes procedentes de esas tres zonas. Los documentoseran seleccionados por oficiales del estado mayor y secreta-

rios privados, de manera que Nobunaga sólo veía los más im-portantes.Uno de tales documentos era una misiva de Sakuma Nobu-

mori. Nobunaga la leyó y la arrojó a un lado con una expresiónde disgusto extremo. La persona encargada de recoger las car-tas rechazadas era el leal paje de Nobunaga, Ranmaru, el cual,

pensando que las órdenes de su señor habían sido desobedeci-das, leyó a hurtadillas la misiva. No contenía nada que debierahaber irritado a Nobunaga. Decía así:

He descubierto con sorpresa que Hanbei aún no ha em-prendido ninguna acción para cumplir vuestras órdenes.Como mensajero vuestro, le he subrayado el error de su

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Tanto su estado de ánimo como su color habían mejoradonotablemente en los últimos días, y Oyu experimentó un inten-so placer al mirarle aquella hermosa mañana, pero de prontose sintió afligida al recordar las palabras del médico: «Hay po-cas esperanzas de recuperación». De todos modos, ella no se

abandonaría a ese sentimiento. ¿Cuántos pacientes se habíanrestablecido después de que sus médicos los hubieran dado pormuertos? Se prometió que cuidaría de Hanbei hasta que reco-brase la salud. Verle sano era un objetivo que compartía conHideyoshi, el cual le había escrito el día anterior desde Harimapara darle ánimos.

—Si sigues mejorando a este ritmo, podrás levantarte de lacama cuando florezcan los cerezos.

—No he causado más que molestias, Oyu, ¿no es cierto?—¿Qué tonterías dices ahora?Hanbei se rió levemente.—No te he dado antes las gracias porque somos hermanos,

pero esta mañana, por alguna razón, siento que debería decir

algo. No sé si será porque me siento mucho mejor.—Me alegra pensar que pueda ser así.—Ya han pasado diez años desde que abandonamos el

monte Bodai.—El tiempo pasa con rapidez. Cuando miras atrás, te das

cuenta de que la vida pasa como un sueño.

—Has estado a mi lado desde entonces..., y yo que sólo soyun ermitaño de montaña... haciéndome la comida por la maña-na y la noche, cuidándome, incluso preparándome la medicina.

—No sólo ha sido un corto tiempo. Cuando estábamos allí decías que nunca mejorarías, pero en cuanto tu salud mejoró,te uniste al señor Hideyoshi, luchaste en el río Ane, Nagashinoy Echizen... Entonces gozabas de muy buena salud, ¿no escierto?

—Supongo que tienes razón. Este cuerpo enfermo se ha de-fendido muy bien.

—Por eso mismo, si te cuidas como es debido, también estavez mejorarás. Nada deseo tanto como que vuelvas a estar encondiciones.

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—No es que quiera morirme.—¡No vas a morirte!—Quiero seguir viviendo, quiero vivir para asegurarme de

que este mundo violento encuentra de nuevo la paz. Ah, si es-tuviera sano podría ayudar a mi señor con la plenitud de mis

capacidades. —De repente Hanbei bajó la voz—. Pero el hom-bre no puede controlar la duración de su vida. ¿Qué puedohacer en estas circunstancias?

Oyu le miró a los ojos y se sintió embargada de dolor. ¿Ha-bía algo que su hermano le ocultaba?

La campana del templo Nanzen anunció el mediodía. Au -que el país seguía en un estado de guerra civil, había personasque contemplaban los ciruelos florecidos, y entre las flores caí-das se oía la canción de los ruiseñores.

Aquella primavera se consideraba agradable, pero aún erasólo el segundo mes del año. Cuando anocheció y las llamas delas lámparas empezaron a parpadear difundiendo una luz fría,Hanbei fue presa nuevamente de un ataque de tos. Oyu tuvo

que levantarse varias veces durante la noche para restregarle laespalda. Había otros servidores en las inmediaciones, peroHanbei era reacio a que le prodigaran tales cuidados.

—Todos ellos son hombres que cabalgarán conmigo alcombate —explicó a su hermana—. No sería correcto pedirlesque restrieguen la espalda de un enfermo.

Aquella noche también se levantó para masajear la espaldade su hermano. Al entrar en la cocina para prepararle la me-dicina, oyó de repente un ruido al otro lado de la puerta. Pa-recía como si alguien pasara rozando los viejos bambúes delseto. Oyu aguzó el oído y oyó susurros en el exterior.

—Veo una luz. Espera un momento, debe de haberse le-vantado alguien.

Las voces se acercaron gradualmente a la casa. Entoncesalguien golpeó ligeramente la contraventana.

—¿Quién es? —preguntó Oyu.—¿Sois vos, señora Oyu? Soy Kumataro de Kurihara. Aca-

bo de volver de Itami.—¡Es Kumataro! —gritó ella excitada en dirección a Hanbei.

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Abrió la puerta corredera de la cocina y vio a tres hombresa la luz de las estrellas.

Kumataro cogió el cubo que Oyu le ofrecía y se dirigió alpozo con sus dos acompañantes.

Oyu se preguntó quiénes serían los otros dos. Kumataro

era el servidor que estuvo con ellos cuando era niño en el mo -te Kurihara. En aquel entonces se llamaba Kokuma, pero aho-ra era un joven y apuesto samurai. Después de que Kumatarosacara el cubo del pozo y vertiera el agua en el que le habíadado Oyu, los otros dos hombres se lavaron las manos y piescubiertos de barro y limpiaron la sangre de sus mangas.

■ Hanbei pidió a su hermana que encendiera la lámpara en lapequeña habitación de invitados, a pesar de que era noche ce-rrada.

Cuando Hanbei le dijo que uno de los hombres que estabancon Kumataro debía de ser Kuroda Kanbei, ella no pudo ocul-tar su sorpresa. Kuroda era el hombre sobre el que habían co-rrido tantos rumores: o bien que había estado prisionero en el

castillo de Itami desde el año anterior, o que había cambiadode bando y se alojaba en el castillo por su propia voluntad. Deordinario, Hanbei no hablaba en absoluto con sus servidoresde asuntos oficiales, y mucho menos de secretos como aquél,por lo que ni siquiera Oyu tenía la menor idea de dónde habíaido Kumataro antes del Año Nuevo, o por qué había permane-

cido ausente tanto tiempo.—Oyu, por favor, tráeme el manto —dijo Hanbei.Aunque estaba preocupada por él, Oyu sabía que su her-

mano insistiría en levantarse de la cama y recibir a los visitan-tes, por muy enfermo que estuviera. Le puso el manto alrede-dor de los hombros.

Tras peinarse y enjuagarse la boca, Hanbei fue a la sala derecepción donde Kumataro y los otros dos hombres ya estabansentados y le esperaban en silencio.

Hanbei respondió al saludo de los recién llegados con ho -da emoción.

—¡Ah, estás a salvo!—Se sentó y cogió las manos de Kan-bei—. Estaba preocupado.

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—No te preocupes por mí —respondió Kanbei—. Comoves, estoy muy bien.

—Me alegro de que lo lograras.—Creo que te he causado inquietud. Te pido disculpas.—En cualquier caso, el cielo nos ha bendecido reuniéndo-

nos de nuevo. Esto me llena de júbilo.Pero ¿quién era el otro, el hombre mayor que les había es-tado observando en silencio, reacio a perturbar la emotiva re -nión de los dos amigos? Finalmente Kanbei le pidió que se pre-sentara.

—Creo que no es ésta la primera vez que nos vemos, miseñor. También estoy al servicio del señor Hideyoshi y os hevisto desde lejos muchas veces. Son miembro de la unidad deninja, que no se mezcla mucho con los demás samurais, por loque quizá no me recordéis. Soy Watanabe Tenzo, sobrino deHachisuka Hikoemon. Me alegro de conoceros.

Hanbei se dio una palmada en la rodilla.—¡Sois Watanabe Tenzo! He oído hablar mucho de vos. Y

ahora que lo decís, creo que os he visto antes una o dos veces.—Encontré a Tenzo por accidente en la prisión del castillo

de Itami —dijo Kumataro—. Había penetrado allí con el mis-mo propósito que yo.

—No sé si ha ocurrido completamente por azar o si ha in-tervenido la divina providencia —dijo Tenzo sonriente—, pero

si hemos conseguido la evasión del señor Kanbei ha sido por-que nos encontramos los dos allí. Si cada uno hubiera actuadopor su cuenta, probablemente habríamos muerto en el intento.

Tenzo había ido al castillo de Itami porque Hideyoshi tam-bién intentaba llevar a cabo el rescate de Kanbei. Primero Hi-deyoshi había enviado un mensajero para que rogara a ArakiMurashige la liberación de Kanbei, y luego envió a un sacerdotebudista en el que Murashige tenía fe para que solicitara lomismo. Había empleado todos los medios a su disposición,pero Murashige se había negado testarudamente a liberar aKanbei. Como último recurso, Hideyoshi ordenó a Tenzo quesacara a Kanbei de la cárcel.

Tenzo había penetrado en la fortaleza y le había presenta-

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do una oportunidad de rescatar a Hanbei. En el castillo teníalugar alguna clase de celebración, y todos los familiares y servi-dores de Araki Murashige se encontraban en el salón principal,mientras que los soldados habían sido invitados a sake. Quisola suerte que la noche fuese oscura, sin luna ni viento. Tenzo

supo que era el momento de actuar decisivamente. Tras habercompletado su reconocimiento del terreno, estaba examinandola zona bajo la torre del homenaje cuando vio que alguien es-piaba el interior de la prisión, alguien que no parecía un guar-dián. Era evidente que aquel hombre había penetrado en elcastillo de la misma manera que él. Fue a su encuentro y el otrose presentó como el servidor de Takenaka Hanbei, Kumataro.

—Soy un agente del señor Hideyoshi —replicó Tenzo.Con este intercambio, los dos supieron que estaban allí con

la misma misión. Actuando juntos, penetraron por la ventanade la prisión y ayudaron a Kanbei a escapar. Ocultos por laoscuridad, pasaron al otro lado de los muros del castillo, em-barcaron en un bote que estaba junto a la compuerta del foso y

huyeron.Tras escuchar las circunstancias detalladas de las dificulta-des que habían tenido, Hanbei se volvió a Kumataro y le dijo:

—Me preocupaba haberte encargado una misión imposi-ble, y comprendía que tus posibilidades de éxito sólo eran deuna o dos entre diez. Esto tiene que ser sin duda obra del cielo.

Pero ¿qué sucedió luego? ¿Y cómo pudisteis llegar hasta aquí?Kumataro se arrodilló respetuosamente, al parecer sin elmenor orgullo por haber hecho algo digno de alabanza.

—Salir del castillo no resultó difícil. Los verdaderos proble-mas empezaron después. Las fuerzas de Araki estaban aposta-das en empalizadas aquí y allá, de modo que nos vimos rodea-dos varias veces, y en ocasiones nos vimos separados en mediode las espadas y lanzas del enemigo. Finalmente pudimosabrirnos paso, pero en uno de los encuentros el señor Kanbeisufrió una herida de espada en la rodilla izquierda, lo cual nosimpidió ir muy lejos. Al final tuvimos que dormir en un grane-ro. Viajamos de noche y dormimos en santuarios al lado de lacarretera. Por fin pudimos llegar a Kyoto.

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Kanbei reanudó el relato.—Si hubiéramos podido refugiarnos entre las tropas de

Oda que rodeaban el castillo, nuestra huida habría sido todavíamás fácil. Pero, según lo que oí decir en el castillo, Araki Mu-rashige hizo saber que el señor Nobunaga sospechaba mucho

de mis acciones. Dijo a la gente que yo debería pasarme a subando debido a la clase de persona que era Nobunaga, pero esatrapacería sólo me hizo sonreír.

Kanbei forzó una sonrisa triste y Hanbei asintió en silencio.Cuando finalizaron el relato y las preguntas, el cielo noctur-

no había empezado a iluminarse con una pálida blancura. Oyuestaba preparando sopa en la cocina.

Los hombres estaban cansados tras haberse pasado toda lanoche hablando, y después de terminar su desayuno, todos dor-mitaron un rato. Al despertarse, reanudaron la conversación.

—Por cierto —le dijo Hanbei a Kanbei—. Sé que es muyprecipitado, pero he pensado en partir hoy hacia mi provincianatal de Mino y luego ir a Azuchi para ver al señor Nobunaga.

Como le contaré lo que te ha sucedido a Su Señoría, te sugieroque vayas directamente a Harima.—Por supuesto, no quiero permanecer ocioso un solo día

—dijo Kanbei, pero entonces miró dubitativo el semblante deHanbei—. Todavía estás enfermo... ¿Cómo afectará a tu saludun viaje repentino?

—De todos modos hoy tenía la intención de levantarme. Sipermito que mi enfermedad me venza, nunca terminará. Ade-más, desde hace algún tiempo me siento mucho mejor.

—Pero es importante que te cures del todo —replicó Kan-bei—. No sé qué clase de asunto te apremia, pero ¿no podríasposponerlo un poco más y seguir aquí tu convalecencia?

—He rogado para mejorar rápidamente con la llegada delAño Nuevo, y me he cuidado bien. Ahora que estoy seguro deque estás sano y salvo, no tengo que preocuparme más por eso.Al mismo tiempo, he cometido una falta por la que debo sercastigado en Azuchi, y hoy es un buen día para levantarme dela cama y despedirme.

—¿Una falta por la que debes ser castigado en Azuchi?

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Hanbei le contó a Kanbei por primera vez cómo había de-sobedecido las órdenes de Nobunaga durante más de un año.

Kanbei se quedó conmocionado. Una cosa era que Nobu-naga abrigara dudas sobre él, pero que ordenara la decapita-ción de Shojumaru era algo que ni podía imaginar.

—¿A eso llegó? —dijo Kanbei en tono quejumbroso.De repente sintió un frío rencor hacia Nobunaga. Era mu-cho lo que había arriesgado: fue solo al castillo de Itami, leencarcelaron y se había librado por poco de la muerte..., y alfinal, ¿para quién trabajaba? Al mismo tiempo, no podía re-tener las lágrimas por la desmesurada muestra de afecto de Hi-deyoshi y la amistad de Hanbei.

—Estoy muy agradecido, pero ¿por qué has de hacer estopor mi hijo? Si tal es la situación, yo debería ir a Azuchi y expl -carme.

—No, yo he cometido el delito de desobediencia. Lo únicoque te pido es que te reúnas con el señor Hideyoshi en Harima.Dudo de que vaya a estar mucho más tiempo en el mundo,

tanto si me declaran culpable como inocente. Quisiera que tedirijas a Harima lo antes posible.Hanbei se postró ante su amigo como si le rogara. Tenía la

determinación de un hombre enfermo. Más aún, era Hanbei,un hombre que no carecía de madura reflexión y, cuando habíahablado, no se retractaba de sus decisiones.

Aquel día los dos amigos se separaron, uno de ellos hacia eleste y el otro hacia el oeste. Kanbei, acompañado por Watana-be Tenzo, fue a incorporarse a la campaña en Harima. Hanbeise puso en marcha hacia Mino, sin más compañía que la deKumataro.

Cuando Oyu despidió a su hermano en el portal del temploNanzen, tenía lágrimas en los ojos, pues pensaba en la posibil -dad de que no regresara jamás. Los sacerdotes intentaron co -solarla diciéndole que su aflicción sería tan huidiza como todaslas cosas, pero al final casi tuvieron que sostenerla para volveral interior del templo.

Probablemente Hanbei tenía los mismos pensamientos.No, era evidente que sentía una aflicción incluso más profu -

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da. Su cuerpo oscilaba en la silla de montar, a medida que elcaballo se aproximaba a una elevación.

De repente Hanbei tiró de las riendas como si acabara derecordar algo.

—Me he olvidado de decir una cosa, Kumataro. Voy a es-

cribirla y quisiera que regreses corriendo y le des la nota a Oyu.—Sacó un trozo de papel, garabateó algo y lo entregó a Kum -taro—. Yo seguiré adelante con lentitud para que puedas dar-me alcance.

Kumataro cogió la nota, hizo una respetuosa reverencia yregresó corriendo al templo.

Mientras contemplaba el templo Nanzen por última vez,Hanbei pensó que había cometido errores. No lamentaba enabsoluto el camino que había seguido, pero sí la desdicha de suhermana. Dejó que el caballo caminara a su propio paso.

El camino de un samurai era recto, y desde que Hanbeibajó del monte Kurihara no se había desviado de él. Tampocotendría ningún remordimiento aunque su vida terminara aquel

mismo día. Lo que más le dolía era que Oyu se había converti-do en la amante de Hideyoshi, y él, como su hermano, se sentíacontinuamente censurado por su conciencia. Se dijo que, al finy al cabo, ella había estado a su lado en el momento crucial deelegir su propio camino. La falta era suya, no de su hermana.En el fondo le preocupaban los muchos años que Oyu tendría

por delante después de que él muriese.Era un infortunio que la felicidad de una mujer no durasesiempre toda su vida. Lo que le resultaba a Hanbei especial-mente doloroso era la sensación de que había manchado lapura blancura del Camino del Samurai, el camino que se ba-saba en la muerte. ¿Cuántas veces había refunfuñado para susadentros sobre esa cuestión, pensando que debería pedir dis-culpas a Hideyoshi y rogarle que le despidiera, o que deberíadescargar su angustia hablando con su hermana y pidiéndoleque viviera recluida? Pero nunca se le había presentado la lí-nea de acción apropiada.

Había emprendido un viaje del que no regresaría y, natu-ralmente, le había parecido imprescindible decirle a Oyu algo

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al respecto. No había podido decírselo en el tierno momentode la despedida, pero ahora quizá podría escribir unos versosque su hermana apreciaría más fácilmente. Cuando Hanbei yano estuviera en este mundo, ella, con el pretexto de llorarle,podría separarse de la multitud de mujeres que se arracimaban

alrededor del dormitorio de Hideyoshi como enredaderas flo-ridas en un portal.Cuando llegó a su finca de Mino, Hanbei se pasó el día re-

zando ante la tumba de sus antepasados y luego hizo una brevevisita al monte Bodai. No había estado allí en mucho tiempo,pero no cedería a su deseo de quedarse más.

A la mañana siguiente se levantó temprano, se arregló elcabello y preparó agua para un insólito baño.

—Llama a Ito Hanemon —ordenó.El canto del ruiseñor se oía a menudo en las planicies al-

rededor del monte Bodai y en los árboles dentro del recinto delcastillo.

—Estoy a vuestro servicio, mi señor.

Con las puertas correderas a sus espaldas, un samurai en-trado en años y de aspecto robusto hizo una profunda revere -cia. Ito era el guardián de Shojumaru.

—Entra, Hanemon. Eres el único con quien he hablado deesto en detalle, pero por fin ha llegado el día en que Shojumarudebe ir a Azuchi. Partiremos hoy. Sé que es muy repentino,

pero te ruego que informes a los ayudantes y que hagas en se-guida los preparativos de viaje.Hanemon comprendía muy bien la aflicción de su señor, y

palideció de improviso.—Entonces la vida de Shojumaru está...Hanbei se dio cuenta de que el hombre temblaba y le tran-

quilizó sonriéndole.—No, no va a ser decapitado. Voy a apaciguar la cólera del

señor Nobunaga aunque sea a costa de mi propia vida. Encuanto lo liberaron de Itami, el padre de Shojumaru fue a lacampaña de Harima, una declaración sin palabras de su ino-cencia. Lo único que queda ahora es mi delito por haber hechocaso omiso de las órdenes de mi señor.

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Hanemon se retiró en silencio y fue a la habitación de Sho- jumaru. Al acercarse oyó la alegre voz del niño que estaba t -cando un tamboril. El clan Takenaka trataba tan bien a Shoju-maru que nadie habría creído que lo habían puesto a sucuidado como un rehén.

Así pues, cuando sus guardianes, que sabían poco de la ver-dadera situación del niño, supieron que tenían que hacer pre-parativos de viaje, temieron por la vida de Shojumaru.

Hanemon hizo cuanto pudo por tranquilizarlos.—No tenéis nada que temer. Si Shojumaru va a Azuchi,

tengo fe en el sentido de la justicia del señor Hanbei. Creo quedebemos dejarlo todo en sus manos.

Shojumaru no sabía nada de lo que estaba ocurriendo y si-guió jugando alegremente, tocando el tambor y bailando. Aun-que era un rehén, tenía la fortaleza de su padre y estaba reci-biendo el intenso adiestramiento de un samurai. No era enmodo alguno un niño tímido.

—¿Qué ha dicho Hanemon? —preguntó Shojumaru, de-

 jando el tambor. Al ver el semblante de su guardián, el niñopareció percatarse de que había ocurrido algo y se inquietó.—No es nada que deba preocuparte —le dijo uno de los

guardianes—, pero tenemos que hacer rápidos preparativospara viajar a Azuchi.

—¿Quién va a ir?

—Tú, Shojumaru.—¿Yo también voy? ¿A Azuchi?Los guardianes se volvieron para que no pudiera ver sus

lágrimas. En cuanto Shojumaru oyó sus palabras, se puso abrincar y aplaudir.

—¿De veras? ¡Es estupendo! —exclamó, y regresó corrien-do a su habitación—. ¡Me voy a Azuchi! ¡Dicen que me voy deviaje con el señor Hanbei! El baile y los toques de tambor hanterminado. ¡Que pare todo el mundo! —Entonces preguntó avoz en grito—: ¿Están bien estas ropas?

Ito entró y le dijo:—Su Señoría te recuerda que debes bañarte y arreglarte el

cabello como es debido.

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Los guardianes condujeron a Shojumaru al baño, le intro-dujeron en la bañera y le arreglaron el cabello. Pero cuandoempezaron a vestirle para el viaje, vieron que tanto la ropainterior como el kimono que le habían proporcionado para elviaje eran de la seda blanca más pura..., las ropas de la muerte.

Los ayudantes de Shojumaru pensaron de inmediato queIto les había mentido para consolarlos y que la cabeza del niñosería cortada delante de Nobunaga. Se echaron a llorar de nue-vo, pero Shojumaru no les prestó la menor atención y se pusola prenda superior blanca, un manto de brocado y una falda deseda china. Vestido con prendas tan lujosas y flanqueado porsus dos ayudantes, fue conducido a la habitación de Hanbei.

Shojumaru estaba tan animado que no se fijaba en los ros-tros llorosos de sus ayudantes.

—¡Bueno, vamonos ya! —instó a Hanbei de nuevo.Hanbei se levantó por fin y dijo a sus servidores:—Por favor, después cuidad de todo.Más tarde, cuando pensó en lo que había dicho, le pareció

que todo su propósito estaba resumido en una sola palabra,«después».

Después de la batalla del río Ane, Nobunaga concedió unaaudiencia a Hanbei. En aquella ocasión le dijo:

—Hideyoshi me ha dicho que te considera no sólo un servi-dor sino también un maestro. Puedes estar seguro de que tam-bién yo te tengo en gran consideración.

En lo sucesivo, tanto si Hanbei solicitaba una audienciacomo si iba simplemente de visita a Azuchi, Nobunaga siemprele trataba como si fuese uno de sus servidores directos.

Esta vez Hanbei subió al castillo de Azuchi llevando consi-go al hijo de Kanbei, Shojumaru. Debido a su enfermedad, te-nía el rostro marcado por la fatiga, pero vestido con sus mejo-res prendas subió con porte digno cada uno de los escaloneshasta la torre donde se hallaba Nobunaga. Su Señoría habíarecibido la noticia de su llegada la noche anterior, y le estabaesperando.

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cipio de la audiencia, Hanbei empezó a comprender que Nobu-naga no parecía tener esa intención.

Bajo la franca mirada de Hanbei, Nobunaga se echó a reírde repente y habló como si ya no pudiera seguir ocultando supropia necedad.

—Olvida todo eso. Yo mismo lamenté esa orden casi encuanto la di. Por alguna razón soy una persona muy suspicaz, yeso ha sido desagradable tanto para Hideyoshi como paraKanbei. Pero el prudente Hanbei incumplió mis órdenes y nomató al niño. De hecho, cuando supe cómo habías llevado esteasunto, me sentí aliviado. ¿Cómo voy a culparte? La culpa esmía. Perdóname, no fue una decisión muy acertada.

Nobunaga no inclinó la cabeza ni hizo una reverencia hastael suelo, pero pareció como si quisiera cambiar de tema cuantoantes.

Hanbei, empero, no se contentó tan fácilmente con el per-dón de Nobunaga. Éste le había dicho que olvidara el asunto,que lo dejara flotar corriente abajo, pero la expresión de Han-

bei no reflejaba la menor alegría.—Mi desobediencia de vuestra orden puede afectar a vues-tra autoridad en el futuro. Si habéis perdonado la vida de Sho-

 jumaru por la inocencia y el mérito de Kanbei, permitid queeste joven demuestre que es digno de vuestra misericordia. Porotro lado, no podríais hacerme mejor favor, mi señor, que or-

denarme hacer algún acto meritorio para expiar el delito dehaber desobedecido vuestra orden.Hanbei habló como si estuviera abriendo su corazón, pos-

trándose una vez más y esperando la benevolencia de Nobuna-ga. Eso era lo que Su Señoría había esperado desde el principio.

Cuando Hanbei recibió una vez más el perdón de su señor,le susurró a Shojumaru que diera las gracias cortésmente a No-bunaga. Entonces se volvió de nuevo a éste.

—Es posible que sea la última vez que nos vemos en estavida. Ruego para que la fortuna os sea todavía más propicia enel desarrollo de la guerra.

Nobunaga acudió a Hanbei para que le explicara lo quequería decir.

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—Eso que acabas de decirme es extraño, ¿no crees? ¿Signi-fica que vas a desobedecerme una vez más?

—Nunca. —Hanbei sacudió la cabeza mientras miraba aShojumaru—. Os ruego que observéis cómo viste este niño. Semarcha de aquí para luchar en la campaña de Harima al lado

de Kanbei; está resuelto a distinguirse no menos que su padre,gallardamente dispuesto a ponerlo todo en manos del destino.—¿Cómo? ¿Quiere ir al campo de batalla?—Kanbei es un guerrero famoso y Shojumaru es su hijo. Os

pido que le animéis en su primera campaña. Sería una granbendición si le dijerais que se esfuerce de una manera viril.

—Pero ¿qué me dices de ti?—Estoy enfermo y dudo de que pueda ser de gran ayuda a

nuestros hombres, pero creo que es el momento apropiadopara que acompañe a Shojumaru a la campaña.

—¿Estás bien para eso? ¿Y tu salud?—He nacido samurai, y morir apaciblemente en mi lecho

sería mortificante. Cuando es el momento de morir, uno no

puede actuar de otra manera.—En ese caso, ve con mi bendición, y también deseo a Sho- jumaru buena suerte en su primera campaña.

Con una mirada, Nobunaga indicó al muchacho que seacercara y le dio una espada corta forjada por un armero famo-so. Entonces ordenó a un servidor que trajera sake, y bebieron

 juntos.

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El legado de Hanbei

Nadie podría haber predicho que Bessho Nagaharu resisti-ría tanto tiempo en el castillo de Miki. El asedio se inició treslargos años atrás, y desde hacía más de seis meses el castilloestaba completamente bloqueado por las tropas de Hideyoshi.¿De qué se alimentaban sus ocupantes? ¿Cómo se las habíanarreglado para sobrevivir?

Las tropas de Hideyoshi se sorprendían cada vez que ob-servaban la actividad y oían las recias voces de la guarnición

del castillo. ¿Estaba ocurriendo alguna clase de milagro? A ve-ces creían que la supervivencia del enemigo era casi sobrenatu-ral. Las fuerzas atacantes estaban perdiendo la batalla de resis-tencia. Parecía que por mucho que presionaran, golpearan oasfixiaran al enemigo, éste seguía moviéndose.

Los suministros de alimentos se encontraban interrumpi-

dos y las rutas por donde habría de llegar el agua estaban blo-queadas. A mediados del primer mes la guarnición de tres milhombres debería estar al borde de la inanición, pero a fines demes el castillo aún no había caído. Ahora comenzaba el ter-cer mes.

Hideyoshi observaba el cansancio de sus tropas, pero seobligaba a ocultar su preocupación. La barba rala que le cubría

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el mentón y sus ojos hundidos eran claros síntomas de la in-quietud y la fatiga causados por el largo asedio.

Se daba cuenta de que había calculado mal. Sabía que elenemigo resistiría, pero nunca imaginó que lo hiciera de unamanera tan prolongada. Había aprendido la lección de que la

guerra no es simplemente una cuestión de número y ventajaslogísticas.La moral de los hombres dentro del castillo se había refor-

zado y no había el menor atisbo de que pudieran capitular. Porsupuesto, no podían disponer de alimento. Los soldados si-tiados debían de haberse comido sus vacas y caballos, inclusoraíces de árbol y hierba. Todas las cosas que Hideyoshi habíapensado que decidirían la caída del castillo sólo estaban refor-zando la moral y la unidad de los defensores.

En el quinto mes comenzó la estación lluviosa. Era aquéllauna región montañosa de las provincias occidentales, por loque, aumentando la incomodidad de la lluvia incesante, las ca-rreteras se convirtieron en cascadas y los fosos vacíos rebosa-

ron de agua enfangada. Ahora, cuando los hombres resbalabanen el barro al subir y bajar de la montaña, el asedio, que habíaparecido tener por fin algún efecto, volvía a estar estancadopor el poder de la naturaleza.

Kuroda Kanbei, cuya rodilla, herida durante su huida delcastillo de Itami, no se había curado del todo, inspeccionaba las

líneas del frente desde una litera. Forzó una sonrisa al pensarque probablemente cojearía el resto de su vida.Cuando Hanbei presenció los esfuerzos de su amigo, se ol-

vidó de su propio sufrimiento y abordó su ardua tarea. El es-tado mayor de Hideyoshi era realmente extraño. Ninguno desus dos generales más importantes, a los que valoraba como unpar de joyas brillantes, gozaba de una salud perfecta. Uno eraun enfermo crónico y el otro dirigía la lucha desde una litera.

Pero la ayuda considerable que los dos hombres prestabana Hideyoshi iba más allá de sus recursos. Cada vez que mirabasus patéticas figuras, no podía evitar emocionarse hasta que laslágrimas le asomaban a los ojos. En aquellos momentos su es-tado mayor era como un solo cuerpo y una sola mente. Nada

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do volvió la cabeza, vio a alguien postrado y con lágrimas enlos ojos.

—¿Shojumaru?Después de que Shojumaru se hubiera unido al campamen-

to en el monte Hirai, había intervenido en la batalla varias ve-

ces. En poco tiempo se había transformado en un intrépidoadulto. Más o menos una semana atrás, cuando el estado deHanbei empezó a deteriorarse rápidamente, Hideyoshi ordenóal muchacho que vigilara al enfermo.

—Estoy seguro de que el paciente estará más contento co -tigo al lado de su cama que con cualquier otro. Me gustaría estarahí y cuidar yo mismo de él, pero me temo que si se preocupapor las molestias que puede causarme, su estado empeorará.

Para Shojumaru, Hanbei era un maestro y un padre adopti-vo. Ahora le cuidaba día y noche sin quitarse la armadura, po-niendo toda su energía en la preparación de las medicinas y enocuparse de sus necesidades. Aquél era el Shojumaru que ha-bía entrado corriendo, postrándose lloroso en el suelo. Intuiti-

vamente, Hideyoshi sintió como si le hubieran golpeado en elpecho.—¿Por qué lloras, Shojumaru? —le reconvino.—Perdonadme, por favor —dijo el muchacho, enjugándose

las lágrimas—. El señor Hanbei está casi demasiado débil parahablar. Es posible que no llegue a medianoche. Si podéis robar

unos momentos a la batalla, venid conmigo, os lo ruego.—¿Está a punto de morir?—Me..., me temo que sí. '—¿Eso es lo que dice el médico?—Sí. El señor Hanbei me ha ordenado estrictamente que

no hablara, ni con vos ni con nadie más en el campamento, desu estado, pero el médico y los servidores del señor Hanbei handicho que su partida de este mundo es inminente y que seríamejor que os informara.

Hideyoshi ya estaba resignado.—¿Te quedarás un rato aquí en mi lugar, Shojumaru? Creo

que tu padre se retirará pronto del campo de batalla en Takano.—¿Mi padre está luchando en Takano?

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—Lo dirige todo desde su litera, como de costumbre.—Entonces ¿no podría ir yo a Takano, dirigir la lucha en

lugar de mi padre y decirle que vaya al lado del señor Hanbei?—¡Bien dicho! Ve, si eres tan valeroso.—Mientras el señor Hanbei respire, mi padre querrá estar

con él. Y aunque él no lo diga, estoy seguro de que el señorHanbei también quiere ver a mi padre.Tras estas nobles palabras, Shojumaru cogió una lanza que

parecía demasiado larga para él y echó a correr hacia las estri-baciones.

Hideyoshi caminó en la dirección contraria, alargando gra-dualmente sus pasos. La luz de una lámpara se filtraba por losintersticios de una de las chozas. Era allí donde yacía Takena-ka Hanbei, y en aquel mismo momento la luna empezó a brillartenuemente sobre el tejado. El médico enviado por Hideyoshiestaba al lado de la cama, junto con los servidores de Hanbei.La choza era poco más que un vallado de madera, pero sobrelas esteras de juncos se extendían blancos cobertores y en un

rincón había un biombo.—¿Me oyes, Hanbei? Soy yo, Hideyoshi. ¿Cómo te en-cuentras?

Se sentó pausadamente al lado de su amigo, contemplandosu rostro enmarcado por la almohada. Tal vez debido a la oscu-ridad, la cara de Hanbei tenía la luminiscencia de una joya.

Uno no podía contemplar su extrema.delgadez sin que las lá-grimas acudieran a sus ojos. Era una estampa desgarradorapara Hideyoshi. Tan sólo mirar al enfermo resultaba doloroso.

—¿Cómo está, doctor?El médico no podía decir nada. Su silenciosa respuesta sig-

nificaba que el desenlace sólo era cuestión de tiempo, pero Hi-deyoshi quería escuchar realmente que podría haber alguna es-peranza.

El enfermo hizo un ligero movimiento con la mano. Parecíahaber oído la voz de Hideyoshi, y, sin abrir apenas los ojos,intentó decir algo a uno de sus ayudantes, el cual replicó:

—Su Señoría ha tenido la amabilidad de venir a visitaros...para estar a vuestro lado...

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Hanbei asintió, pero algo parecía inquietarle. Pareció orde-nar al hombre que le ayudara a incorporarse.

—¿Qué os parece? —preguntó un ayudante, mirando almédico. Éste apenas podía responder. Hideyoshi comprendiólo que Hanbei quería.

—¿Qué? ¿Quieres incorporarte? ¿Por qué no sigues ten-dido?Le habló en un tono suave, como si estuviera calmando a

un niño. Hanbei sacudió ligeramente la cabeza y una vez másreprendió a sus ayudantes. Era incapaz de hablar en voz alta,pero sus ojos hundidos expresaban claramente su deseo. Le-vantaron poco a poco la mitad superior de aquel cuerpo delga-do como una tabla, pero cuando intentaron ayudarle a sentar-se, Hanbei les apartó. Se mordió el labio y poco a poco selevantó de la cama. Aquel acto requería claramente un esfuer-zo enorme por parte del enfermo, el cual respiraba ya con difi-cultad.

Totalmente pasmados por lo que estaban viendo, Hideyos-

hi, el médico y los servidores de Hanbei sólo pudieron retenerel aliento y observar. Finalmente, cuando hubo dado unos po-cos pasos, Hanbei se arrodilló formalmente sobre las esteras de

 juncos. Los ángulos agudos de sus hombros, las rodillas delg -das y las manos cetrinas le daban casi el aspecto de una mucha-cha. Apretó los labios con fuerza y pareció controlar su respi-

ración. Finalmente hizo una reverencia, inclinándose tanto quepareció como si fuera a romperse.—Esta noche se aproxima mi despedida. Una vez más debo

mostraros mi gratitud por los muchos años en que me habéisdispensado vuestra gran benevolencia. —Hizo una pausa antesde proseguir—. Tanto si las hojas caen como si florecen, viveno mueren, cuando uno reflexiona profundamente en la cues-tión se da cuenta de que los colores del otoño y la primaverallenan el universo. El mundo me ha parecido un lugar intere-sante. Mi señor, he estado unido a vos por el karma y he sidoobjeto de vuestro amable tratamiento. Cuando miro atrás, miúnico pesar al partir es que no os he podido servir de nada.

Sólo le quedaba un hilo de voz, pero fluía suavemente de

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sus labios. Todos los presentes cambiaron de postura y perma-necieron sentados en silencio ante aquel solemne milagro. Hi-deyoshi, en especial, enderezó la espalda, con la cabeza incli-nada y ambas manos en el regazo, escuchando como si nosoportara perderse una sola palabra. Pensó que la lámpara

pronta a apagarse brilla intensamente poco antes de que la lla-ma se extinga. La vida de Hanbei era ahora así, por un solomomento sublime. Siguió hablando, esforzándose con deses-peración por decirle a Hideyoshi sus últimas palabras.

—Todos los acontecimientos..., todos los acontecimientos ycambios que se producirán en el mundo a partir de ahora...,estoy realmente a favor de ellos. Japón se encuentra ahora alborde de un gran cambio. Me gustaría ver qué le sucede a lanación. Eso es lo que anhelo, pero la duración de vida que meha sido concedida no me permitirá realizar ese deseo.

Sus palabras eran gradualmente más claras, y parecía ha-blar con las últimas fuerzas que le quedaban. De vez en cuandoboqueaba porque le íaltaba el aire, pero dominaba la agitación

de sus hombros y retenía el aliento para seguir hablando.—Pero..., mi señor..., ¿no creéis vos mismo que habéis sidoelegido para vivir en unos tiempos como éstos? Si os miro condetenimiento, no veo en vos la ambición de llegar a ser el diri-gente del país. —Hizo otra pausa y siguió diciendo—: Hastaahora eso ha sido un aspecto positivo de vuestro carácter. Per-

donad que lo mencione, pero cuando erais el portador de san-dalias del señor Nobunaga, poníais todo vuestro empeño encumplir a la perfección los deberes de un portador de sanda-lias, y cuando alcanzasteis la categoría de samurai, pusisteis to-das vuestras capacidades en el desempeño de las tareas de unsamurai. Ni una sola vez tuvisteis la ocurrencia de mirar arribae intentar lanzaros hacia más altura. Lo que más temo ahora esque, fiel a esa mentalidad, completéis vuestra tarea en las pro-vincias occidentales, o cumpláis por entero el encargo del se-ñor Nobunaga, o que os limitéis a someter el castillo de Miki yque, excepto por la profunda atención que prestéis a esas co-sas, no penséis en los acontecimientos presentes o en las mane-ras de distinguiros.

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El silencio era tal que parecía como si no hubiera nadie másen la estancia. Hideyoshi le escuchaba con una inmovilidad ab-soluta, como si no pudiera levantar la cabeza ni hacer el menormovimiento.

—Pero... la gran capacidad que un hombre necesita para

obtener el dominio en tiempos como éstos sólo la otorga elcielo. Los señores rivales luchan por la hegemonía, cada uno jactándose de que sólo él será capaz de procurar un nuevoamanecer al mundo caótico y salvar a la gente de su aflicción.Pero Kenshin, que era un hombre tan excelente, ha muerto, lomismo que Shingen de Kai; el gran Motonari de las provinciasoccidentales abandonó el mundo tras aconsejar a sus descen-dientes que protegieran su herencia mediante el conocimientode sus capacidades. Y por otro lado, tanto los Asai como losAsakura causaron su propia destrucción. ¿Quién va a poner fina este problema? ¿Quién tiene la fuerza de voluntad" necesariapara crear la cultura de la próxima era y ser aceptado por elpueblo? El número de tales hombres es menor que el de los

dedos de una mano.Hideyoshi alzó de repente la cabeza, y un rayo de luz pa-reció incidir directamente en él desde los ojos hundidos deHanbei. Éste se hallaba próximo a su fin, y ni siquiera Hideyo-shi podía estar seguro de la duración de su propia vida, peropor un momento los ojos de ambos hombres se trabaron en

silencio.—Sé que probablemente mis palabras os confunden, por-que ahora servís al señor Nobunaga. Comprendo vuestros sen-timientos, pero es evidente que la Providencia le ha puesto enescena para que lleve a cabo una difícil misión. Ni vos ni elseñor Ieyasu tenéis la clase de temple necesario para romper lasituación actual ni la fe para elevaros por encima de las muchasdificultades que se han presentado hasta ahora. ¿Quién si no esel señor Nobunaga habría sido capaz de llevar al país tan lejos através del caos de los tiempos? Pero eso no quiere decir que susacciones hayan renovado el mundo. El sometimiento de lasprovincias occidentales, el ataque contra Kyushu y la pacifica-ción de Shikoku no traerán la paz necesariamente a la nación,

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las cuatro clases de personas no vivirán en paz y armonía, no seestablecerá una nueva cultura ni se colocará la piedra angularde la prosperidad para las generaciones futuras.

Hanbei parecía haber reflexionado a fondo en estas cosas,adquiriendo nuevas percepciones gracias a la sabiduría de los

clásicos chinos. Había comparado las transiciones de los tiem-pos modernos con los acontecimientos históricos y analizadolas complejas corrientes subterráneas de la situación actual.

Durante sus años de servicio en el estado mayor de Hi-deyoshi, se había formado una visión general del desarrollo deJapón, manteniendo en secreto sus conclusiones. ¿No era Hi-deyoshi el «siguiente hombre»? Incluso entre sus servidores,que estaban cerca de él día y noche y que le veían discutir pe-riódicamente con su esposa, regocijarse por cualquier asuntotrivial, con aspecto abatido y diciendo necedades, o que com-paraban su prestancia con la de los señores de otros clanes y nole encontraban en absoluto superior a ellos, no había uno entrediez que considerase a su señor dotado de un talento natural

extraordinario. Pero Hanbei no lamentaba haber servido allado de aquel hombre o haberle dedicado la mitad de su vida,sino que se alegraba mucho de que el cielo le hubiera unido asemejante señor y sentía que había merecido la pena vivir esavida hasta el momento mismo de su muerte.

Hanbei pensaba que si aquel señor desempeñaba el papel

al que él le creía destinado y llevaba a cabo la gran tarea delfuturo, no habría vivido en vano. En el futuro muy probable-mente sus propios ideales serían llevados a la práctica de algu-na manera gracias a la energía de Hideyoshi. La gente diría deHanbei que había muerto joven, pero lo había hecho bien.

—No me queda nada más que decir. Por favor, mi señor,cuidaos bien, pensad que sois insustituible y esforzaos todavíamás después de que me haya ido.

Cuando Hanbei terminó de hablar, su pecho se desmoronócomo un leño podrido. Ya no quedaba fuerza en las delgadasmanos que deberían haberle sostenido. Cayó de bruces en elsuelo y un charco de sangre se extendió sobre las esteras comola floración de una peonia roja.

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Hideyoshi se abalanzó adelante y sostuvo la cabeza deHanbei. La sangre, que ahora salía a borbotones, le manchó elregazo y el pecho.

—¡Hanbei! ¡Hanbei! ¿Vas a dejarme solo? ¿Vas a mar-charte así? ¿Qué haré sin ti en el campo de batalla de ahora en

adelante?Hideyoshi lloraba copiosamente, sin tener en cuenta su as-pecto ni su reputación. La cabeza de Hanbei estaba apoyadaen su regazo, el rostro inmóvil y muy blanco.

—No, de ahora en adelante no tendréis que preocuparospor nada.

Los que nacen por la mañana mueren antes del atardecer, ylos nacidos al atardecer mueren antes del alba. Tales hechos noson necesariamente reveladores de la visión budista de la im-permanencia, por lo que uno podría preguntarse por qué fueen concreto la muerte de Hanbei lo que sumió a Hideyoshi enlos abismos de la desesperación. Al fin y al cabo, estaba en uncampo de batalla, donde a diario los hombres caían como las

hojas otoñales de las ramas. Pero fue tal la extensión de su do-lor que quienes le acompañaban estaban pasmados, y cuandopor fin se dominó, como un niño después de una rabieta, alzócon cuidado el frío cuerpo de Hanbei y, sin ayuda de nadie, lodepositó sobre las blancas ropas de cama, susurrándole como siaún estuviera vivo.

—Aunque hubieras vivido dos o tres veces la duración deuna vida normal, la sublimidad de tus ideas era tal que tus es-peranzas sólo se habrían realizado a medias. No querías morir.Yo, en tu lugar, tampoco habría querido, ¿no es cierto, Han-bei? Cómo debes lamentar la cantidad de cosas que has dejadosin hacer. Ah, cuando un genio como el tuyo nace en este mu -do y menos de una centésima parte de su pensamiento fructifi-ca, nada más natural que no quiera morir.

¡Cuánto había amado a aquel hombre! Una y otra vez diri-gió sus quejas al cadáver de Hanbei. No juntó las manos y recitóuna plegaria, pero sus súplicas al muerto fueron interminables.

Kanbei, a quien su hijo había informado del estado de Han-bei, acababa de llegar.

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—¿Es demasiado tarde? —preguntó Kanbei con ansiedad,avanzado con tanta rapidez como le permitía su cojera.

Allí estaba Hideyoshi, con los ojos enrojecidos y sentado allado de la cama, y allí yacía el cuerpo frío y sin vida de Hanbei.Kanbei emitió un gemido desgarrador y se sentó, como si su

cuerpo y su espíritu estuviesen abrumados. Los dos permane-cieron en silencio, contemplando el cadáver de Hanbei.La habitación estaba oscura como una caverna, pero no ha-

bían encendido ninguna lámpara. Las blancas ropas de camasobre las que yacía el muerto semejaban nieve en el fondo deun barranco.

—Kanbei —dijo finalmente Hideyoshi, y por su tono pa-recía como si el dolor exudara de todo su cuerpo—. Es penoso.Había pensado que sería difícil, pero...

Kanbei, quien también parecía aturdido, no podía respon-derle gran cosa.

—Ah, no lo entiendo. Hace seis meses estaba bien... y aho-ra esto. —Tras una pausa siguió hablando como si de improvi-

so hubiera podido dominarse—. Bien, basta ya. ¿Es que todosvais a quedaros sentados y llorando?»Que alguien encienda una lámpara. Tenemos que limpiar

su cuerpo, barrer la habitación y preparar la capilla ardiente.Hay que hacer todo lo necesario para un adecuado funeral enel campo de batalla.

Mientras Kanbei daba órdenes, Hideyoshi desapareció. Ala luz oscilante de las lámparas, cuando los hombres entor-pecidos por la emoción se pusieron a trabajar, alguien des-cubrió una carta que Hanbei había dejado debajo de la al-mohada. Estaba dirigida a Kanbei y había sido escrita dosdías antes.

Enterraron a Hanbei en el monte Hirai. El viento otoñalsoplaba tristemente entre las banderas de luto.

Kanbei le mostró a Hideyoshi la última carta de Hanbei.No decía nada de sí mismo, sino que había escrito sobre Hi-deyoshi y los planes que había pensado para futuras operacio-nes. Decía entre otras cosas:

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Aunque mi cuerpo muera y se reduzca a blancos huesosbajo tierra, si mi señor no olvida mi sinceridad y me recuer-da en su corazón aun cuando sea accidentalmente, mi almaalentará en la presente existencia de mi señor y nunca deja-rá de servirle incluso desde la tumba.

Considerando que su servicio había sido insuficiente perosin quejarse de su muerte temprana, Hanbei la había esperadoplenamente convencido de que serviría a su señor incluso des-pués de que se hubiera convertido en nada más que unos hue-sos blanquecinos. Ahora, cuando Hideyoshi pensó en los senti-mientos más íntimos de Hanbei, lloró sin poder evitarlo. Por

mucho que intentara dominar su llanto, no lo conseguía.Finalmente Kanbei se dirigió a él en tono severo.—No creo que debáis seguir afligiéndoos así, mi señor. Os

ruego que leáis el resto de la carta y penséis a fondo. El señorHanbei ha dejado por escrito un plan para tomar el castillo deMiki.

Kanbei siempre había mostrado una entrega total a Hi-deyoshi, pero en aquellas circunstancias su voz revelaba ciertaimpaciencia por la exhibición abierta que su señor estaba ha-ciendo del lado emocional de su carácter.

En su carta Hanbei había predicho que el castillo de Mikicaería al cabo de cien días, pero también advertía que no se

lograría la victoria simplemente efectuando un ataque frontalque causaría numerosas bajas entre sus tropas, y trazaba unplan definitivo.

En el castillo de Miki no hay hombre con más discernimie -to que el general Goto Montokuni. A mi modo de ver, noes la clase de soldado que no comprende la situación del

país y demuestra su tenacidad yendo ciegamente al comba-te. Antes de esta campaña, hablé con él varias veces en elcastillo de Himeji, por lo que podríais decir que existe unaligera amistad entre nosotros. Le he escrito una carta, ins-tándole a explicar las ventajas y desventajas de la situaciónactual a su señor, Bessho Nagaharu. Si éste comprende

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todo lo que Goto le dice, será lo bastante inteligente pararendir el castillo y pedir la paz. Mas a fin de llevar este plana la práctica es esencial juzgar el momento psicológico ade-cuado. Creo que la mejor época será a fines del otoño,cuando el suelo esté cubierto de hojas muertas y la luna

solitaria y fría en el cielo, y los soldados añoren a sus pa-dres, madres, hermanas y hermanos y tengan sentimientosde nostalgia a su pesar. La guarnición del castillo ya estáacuciada por el hambre, y cuando noten la proximidad delinvierno sin duda se darán cuenta de que la muerte estácerca y sentirán todavía más lástima de sí mismos y aflic-ción. Lanzar un gran ataque en ese momento no serviríamás que para proporcionarles un buen lugar donde morir ycompañeros de viaje para su escalada de la montaña de lamuerte. Pero si en ese momento posponéis el ataque algúntiempo y, tras darles la ocasión de pensar fríamente, enviáisuna carta explicando el asunto al señor Nagaharu y sus ser-vidores, no dudo de que obtendréis resultados este mismo

año.

Kanbei vio que Hideyoshi dudaba de que el plan de Hanbeipudiera tener éxito, y entonces expresó su propio parecer.

—Lo cierto es que Hanbei habló dos o tres veces de esteplan en vida, pero lo pospuso porque la ocasión no estaba madu-

ra. Si mi señor me da su permiso, iré en cualquier momentocomo enviado y me entrevistaré con Goto en el castillo de Miki.—No, aguarda —le dijo Hideyoshi, sacudiendo la cabe-

za—. ¿No fue la primavera pasada cuando usamos este mismoplan, abordando a uno de los generales del castillo a través delas relaciones de los parientes de Asano Yahei? No hubo nin-guna respuesta. Más tarde descubrimos que cuando nuestrohombre aconsejó a Bessho Nagaharu que capitulase, los ge-nerales y soldados se enfadaron y acabaron con él. El plan queHanbei nos ha dejado se parece un poco a ése, ¿no es cierto? Afuer de sincero, me parece lo mismo. Si nos equivocamos, sólolograremos que conozcan nuestra debilidad y no ganaremosnada.

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—No, creo que por eso mismo Hanbei ha insistido en laimportancia de juzgar el momento correcto, y supongo que esemomento ha llegado.

—¿Crees que es ahora cuando debemos hacerlo?—Desde luego.

En aquel momento oyeron voces fuera del recinto. Juntocon las voces de los generales y soldados a las que estabanacostumbrados, oyeron también una voz femenina. Era la de lahermana de Hanbei, Oyu, la cual, en cuanto recibió la noticiade que su hermano se encontraba en una situación crítica,abandonó Kyoto acompañada tan sólo por algunos ayudantes.Con la intención de ver su cara una vez más cuando aún estabaen este mundo, había ido apresuradamente al monte Hirai,pero a medida que se aproximaba a las líneas del frente, losobstáculos em la carretera habían aumentado, hasta el puntode que llegaba demasiado tarde.

Para Hideyoshi, la mujer que ahora le hacía una reverenciahabía cambiado por completo. Contempló sus ropas de viaje y

su semblante demacrado, y cuando empezó a hablarle Kanbeiy los pajes salieron para que estuvieran a solas. Al principioOyu sólo pudo verter lágrimas, y durante largo tiempo fue in-capaz de mirar a Hideyoshi. Durante su ausencia debida a lalarga campaña, había anhelado verle, pero ahora que estabaante él, apenas podía ir a su lado.

—¿Sabes que Hanbei ha muerto?—Sí.—Tienes que resignarte. No hemos podido hacer nada.La entereza de Oyu se deshizo como nieve fundida y los

sollozos convulsionaron su cuerpo.—Deja de llorar; es indecoroso.Hideyoshi perdió la serenidad y apenas supo lo que debía

hacer. Aunque no había nadie más presente, los ayudantes es-taban al otro lado del cercado y le cohibía la idea de lo quepudieran oír.

—Vayamos juntos a la tumba de Hanbei —le dijo Hideyo-shi, y condujo a Oyu por el sendero de montaña que pasabadetrás del campamento hasta la cima de una pequeña colina.

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El frío viento de finales de otoño gemía entre las ramas deun pino solitario, a cuyo pie había un montículo de tierra fres-ca. Una sola piedra indicaba que aquello era una tumba. Tiem-po atrás, durante las horas de asueto en el largo asedio, Kan-bei, Hanbei e Hideyoshi habían extendido una estera de juncos

al pie de aquel pino y se habían sentado juntos, charlando delpasado y el presente mientras contemplaban la luna.Oyu separó los arbustos, buscando unas flores para de-

positarlas en la tumba. Luego se puso ante el montículo detierra e hizo una reverencia al lado de Hideyoshi. Ya no llora-ba. Allí, en lo alto de la colina, las hierbas y los árboles en elotoño tardío demostraban que semejante condición era unprincipio natural del universo. El otoño cede el paso al invier-no y éste a la primavera... En la naturaleza no hay pesar nilágrimas.

—Deseo pediros algo, mi señor, y quiero hacerlo ante latumba de mi hermano.

—¿Qué es ello?

—Tal vez lo comprendéis... en vuestro corazón.—Lo comprendo.—Quisiera que me dejéis irme libremente. Si me lo conce-

déis, sé que mi hermano se sentirá aliviado, aunque esté bajotierra.

—Hanbei murió diciendo que su espíritu me serviría in-

cluso desde la tumba. ¿Cómo puedo volver la espalda a algoque le preocupaba en vida? Debes hacer lo que el corazón tedicte.

—Gracias. Con vuestro permiso, pondré todo mi empeñoen honrar su deseo al morir.

—¿Adonde irás?—A un templo en alguna aldea remota.Una vez más, las lágrimas afloraron a los ojos de Oyu.

Tras lograr que Hideyoshi le diera permiso para irse, Oyurecibió un mechón de cabello de su hermano y las ropas deéste. Era inapropiado que una mujer permaneciera largo tiem-

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po en un campamento militar, y al día siguiente Oyu se presen-tó ante Hideyoshi y le dijo que había hecho los preparativos deviaje.

—He venido para despedirme —le dijo—. Cuidaos bien,por favor.

—¿No vas a quedarte dos o tres días más en el campame -to? —le preguntó Hideyoshi.Oyu permaneció unos pocos días en una choza aislada, ro-

gando por el alma de su hermano. Los días transcurrieron sinque Hideyoshi se pusiera en contacto con ella. La helada habíacubierto las montañas. Cada vez que llegaban las lluvias a prin-cipios del invierno, las hojas caían de los árboles. Entonces, laprimera noche en que la luna apareció claramente, un paje vis -tó a Oyu y le dijo:

—Su Señoría quisiera veros. Ha pedido que hagáis los pre-parativos para marcharos esta noche y que vayáis a la tumbadel señor Hanbei en la montaña.

Oyu tenía poco que preparar para el viaje. Partió hacia la

tumba de su hermano con Kumataro y otros dos ayudantes.Los árboles habían perdido sus hojas y la hierba se había mar-chitado, por lo que la colina tenía un aspecto desolado. El sue-lo parecía blanco a la luz de la luna, como si estuviera helado.

Uno de los servidores que atendían a Hideyoshi anunció lallegada de Oyu.

—Gracias por venir, Oyu —le dijo dulcemente Hideyos-hi—. Los asuntos militares me han tenido tan ocupado que nohe podido visitarte desde la última vez que nos vimos. Estosdías hace mucho frío y debes de sentirte solitaria.

—Me he resignado a pasar el resto de mi vida en una aldeaaislada, por lo que no siento la soledad.

—Espero que ruegues por el alma de Hanbei. No sé dóndedecidirás vivir en lo sucesivo, pero supongo que nos volvere-mos a ver. —Se volvió hacia la tumba de Hanbei bajo elpino—. Oyu, ahí hay algo preparado para ti. Dudo de que ja-más vuelva a escuchar el delicioso sonido de tu koto después deesta noche. Hace mucho tiempo, estuviste con Hanbei en elasedio del castillo de Choteiken en Mino. Entonces tocabas el

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koto y enternecías a los soldados que se habían vuelto comodemonios, los cuales acabaron por rendirse. Creo que si toca-ras ahora sería una ofrenda al espíritu de Hanbei y una reme-moración para mí. Además, si el viento llevara las notas al cas-tillo, tal vez los soldados enemigos pensarían en su humanidad

y serían conscientes de que ahora su muerte carecería de senti-do. Eso sería un gran logro y hasta Hanbei se regocijaría.Entonces la acompañó al pino, donde había un koto sobre

una estera de juncos.

Tras haber resistido un asedio de tres años con todo su va-lor e integridad, los guerreros de las provincias occidentales,que consideraban a los demás hombres frivolos y vanos, noeran ahora más que sombras de lo que habían sido.

—No me importa morir luchando hoy o mañana —dijo unode los defensores—. Lo único que no quiero es morirme dehambre.

Habían llegado a tal extremo que morir en combate era laúnica esperanza que les quedaba. Los defensores tenían aúnaspecto humano, pero se habían visto reducidos a succionar loshuesos de sus caballos muertos y comer ratones de campo, cor-tezas de árbol y raíces. Las previsiones para el invierno inm -nente eran que deberían hervir las esteras de tatami y comerse

la arcilla de las paredes. Mientras se consolaban mutuamente,aquellos hombres de ojos hundidos tenían aún el ánimo sufi-ciente para planear la mejor manera de pasar el invierno. In-cluso en pequeñas escaramuzas, cuando el enemigo se aproxi-maba, podían olvidar de repente el hambre y la fatiga y salir aluchar.

Sin embargo, desde hacía más de medio mes las tropas ata-cantes no se habían acercado al castillo, y este abandono eramás amargo para las tropas defensoras que una muerte de-sesperada. Cuando el sol se puso, todo el castillo quedó sumidoen una oscuridad tan profunda, que era como si hubiese caídoal fondo de un pantano. No había una sola lámpara encendida,pues todo el aceite de pescado y de colza había sido consumido

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ron inconscientemente este poema para sus adentros. Sin dudahabía soldados que estaban muy lejos de sus hogares y pensa-ban en sus madres, hijos, hermanos y hermanas de los que notenían noticias. Tampoco los soldados a quienes nadie esper -ba tenían el corazón de piedra, y los sentimientos evocados por

el koto influían en su ánimo. Ninguno de ellos podía contenerlas lágrimas.En el fondo de su corazón, Goto experimentaba lo mismo

que sus hombres, pero al ver las expresiones de los soldadosque le rodeaban, se sobrepuso en seguida.

—¿Cómo? ¿Llegan notas de koto desde el campamentoenemigo? ¡Qué necios! ¿Para qué tienen ese instrumento? Esodemuestra lo blandos que son en realidad los guerreros enemi-gos. Probablemente se han cansado de la larga campaña, hanatrapado a una joven cantante en algún pueblo y tratan de di-vertirse. Una mentalidad tan frivola es imperdonable. ¡Los es-píritus duros como el acero y la roca de los auténticos guerre-ros no son tan débiles!

Mientras hablaba, los hombres fueron saliendo de su enso-ñación.—En vez de escuchar tales bufonadas, que cada hombre se

mantenga en su puesto. Estos castillos son como un dique quecontiene una inundación de agua sucia. El dique es sinuoso ylargo, pero si una pequeña parte se desmorona, toda la estruc-

tura se vendrá abajo. Cada uno de vosotros debe mantenerseerguido al lado de los demás y no moverse aunque muera. Encuanto al castillo de Miki, si se dijera que alguien abandonó supuesto con el resultado de que todo el castillo se derrumbó, susantepasados llorarían debajo de la tierra y sus descendientescargarían con la deshonra de la provincia y serán el hazmerreírde la gente.

Goto instaba así a sus hombres cuando vio que dos o tressoldados corrían hacía el castillo. En seguida le informaron deque el general enemigo cuya visita había sido anunciada estabaen la empalizada al pie de la cuesta.

Habían llevado a Kanbei hasta allí en una litera, una estruc-tura ligera de madera, paja y bambú. No tenía techo y los lados

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eran bajos. Había aprendido a blandir su espada larga desde lalitera cuando luchaba con el enemigo en combate, pero aquellanoche había acudido allí como enviado de paz.

Encima de una túnica amarillo claro, Kanbei llevaba unaarmadura con cordones verde pálido y un manto con bordado

de plata sobre fondo blanco. Por suerte era un hombre menu-do que no pasaba de cinco pies de altura y era de constituciónmás ligera que la mayoría, por lo que los porteadores podíantransportarle cómodamente y él mismo no se sentía apretado.

Pronto se oyeron pisadas al otro lado de la empalizada. V -rios soldados del castillo habían bajado corriendo por la cuestahasta la entrada.

—¡Puedes pasar, enviado! —le anunciaron.Al mismo tiempo que oía ese grito severo, la puerta de la

empalizada se abrió. El recién llegado creyó ver en la oscuri-dad como a un centenar de soldados allí apiñados. Cada vezque la oleada de hombres se movía, Kanbei veía los destellosde las hojas de sus lanzas.

—Siento molestaros —dijo al hombre que le había grita-do—. Estoy cojo, por lo que entraré en una litera. Os ruegoque perdonéis mi falta de modales. —Tras esta disculpa, se vol-vió hacia su hijo, Shojumaru, el único ayudante que le habíaacompañado, y le ordenó—: Camina delante de mí.

—Sí, señor.

Rodeando la litera de su padre, Shojumaru caminó en línearecta entre las lanzas enemigas.Los cuatro soldados que llevaban la litera a hombros cruza-

ron la entrada de la empalizada detrás de Shojumaru. Cuandovieron lo serenos que parecían el muchacho de trece años y elguerrero cojo al entrar en su campamento, los soldados faméli-cos y sedientos de sangre apenas se sintieron encolerizados, apesar de que estaban contemplando al enemigo. Ahora podíancomprender que éste libraba su batalla con una determinacióny perseverancia iguales a las suyas, y por lo tanto podían simp -tizar con los enviados como guerreros. Curiosamente, inclusosintieron cierta compasión hacia ellos.

Tras cruzar la empalizada y el portal del castillo, Kanbei y

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su hijo no tardaron en llegar a la entrada principal, donde Gotoy sus tropas escogidas aguardaban con solemne indiferencia.

Al aproximarse al portal, Kanbei comprendió cómo aque-llos hombres habían defendido el castillo, el cual no caería apesar de la falta de alimentos. Era evidente que resistirían a

toda costa. Se dio cuenta de que el valor de los soldados nohabía disminuido en absoluto, y sintió más todavía el peso desu propia responsabilidad. Este sentimiento se transformó deinmediato en una profunda preocupación por la grave situa-ción a la que se enfrentaba ahora Hideyoshi. Kanbei renovósilenciosamente en su corazón la promesa que había hecho, di-ciéndose que la misión que le había sido encomendada teníaque llegar como fuese a buen puerto.

Goto y sus hombres se quedaron sorprendidos por el portedel enviado. Aquél era el general de las tropas atacantes, pero,en vez de mirarles con arrogancia, había acudido acompañadotan sólo por un muchacho encantador. Y no sólo eso, sino quecuando Kanbei saludó a Goto, se apresuró a ordenar que ba-

 jasen la litera al suelo e, irguiéndose, sonrió a su adversario—General Goto, soy Kuroda Kanbei, y vengo como envia-do del señor Hideyoshi. Estoy muy agradecido porque todo elmundo ha salido a recibirme.

Kanbei no daba la menor muestra de afectación. Como e -viado del enemigo, había causado una impresión excepcional-

mente favorable. Esto quizá se debía a que los había abordadocon el corazón, dejando de lado la preocupación por la victoriao la derrota, y había actuado de acuerdo con las costumbres yel entendimiento de que tanto él como su enemigo eran samu-rais. Sin embargo, esto no era motivo suficiente para que elenemigo aceptara el objetivo de su misión: persuadirles de quecapitularan. Kanbei habló con Goto en una habitación del cas-tillo a oscuras durante una hora más o menos, y entonces selevantó y dijo:

—Bien, ahora sólo me resta esperar vuestra respuesta.—Os la daré depués de conferenciar con el señor Nagaharu

y los demás generales —replicó Goto, levantándose también.Tal como se había desarrollado la entrevista, parecía que

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las negociaciones tendrían éxito más allá de las expectativas deKanbei e Hideyoshi, pero transcurrieron cinco días, siete, diez,y seguía sin haber una respuesta del castillo. Llegó el mes duo-décimo y pasó, y los ejércitos enfrentados saludaron el tercerAño Nuevo del asedio. En el campamento de Hideyoshi, por lo

menos los hombres tenían pastelillos de arroz y sake, pero nopodían olvidar que los hombres del castillo, aunque eran elenemigo, no tenían nada que comer y apenas podían conservarsus frágiles vidas. Desde la visita de Kanbei a fines del undéci-mo mes, el castillo de Miki se había hundido realmente en ladesolación y el silencio. Era evidente que los soldados ni si-quiera disponían de balas para disparar contra los atacantes,pero Hideyoshi seguía negándose a llevar a cabo una ofensivatotal, diciendo que tal vez el castillo no resistiría mucho mástiempo.

Si el asedio no era más que una competición de resistencia,no podía decirse que la posición actual de Hideyoshi fuese difí-cil o desfavorable. Pero lo cierto era que ni el campamento en

el monte Hirai ni su posición tenían que ver con su batalla pri-vada. Básicamente estaba golpeando un eslabón en la alianzaenemiga constituida por los que se oponían a la supremacía deNobunaga, y él no era más que uno de los miembros del cuerpode Nobunaga empeñado en abrir una brecha en la cadena ene-miga que le rodeaba. Así pues, poco a poco Nobunaga había

empezado a inquietarse por la falta de acción en la prolongadacampaña occidental.Y los enemigos que Hideyoshi tenía en el estado mayor de

Nobunaga se preguntaban por qué había elegido a semejante jefe, pues estaba claro que las responsabilidades de Hideyoshihabían sido demasiado grandes para él desde el mismo prin-cipio.

Sus rivales citaban como prueba su convencimiento de que,o bien Hideyoshi estaba derrochando recursos militares en unapuja por hacerse popular entre la población local, o bien no eramuy estricto con respecto a la prohibición de tomar sake en elcampamento porque temía granjearse la antipatía de los solda-dos. Pero al margen de lo que sus rivales desearan poner en

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duda, resultaba fácil constatar que todos los asuntos de pocamonta que no merecía la pena exponer a Nobunaga, se escu-chaban en Azuchi y eran considerados material apropiadopara la difamación. Pero Hideyoshi nunca prestaba muchaatención a esas habladurías. Era un ser humano, tenía senti-

mientos normales como todo el mundo y, por supuesto, repa-raba en tales cosas, pero no le preocupaban.—Los asuntos triviales no son más que eso —decía—.

Cuando se investiguen quedarán aclarados.Lo único que le disgustaba era la idea de que, a cada día que

pasaba, la coalición contraria a Nobunaga se hacía más fuerte: elpoderoso clan Mori estaba levantando sus defensas, haciendoplanes con el Honganji, llamando a los lejanos Takeda y Hojo,en el este, e incitando a los clanes en la costa del mar de Japón.Para comprender el poderío de esas fuerzas, basta tener encuenta que el castillo de Araki Murashige en Itami, que el ejér-cito central sitiaba en aquellos momentos, aún no había caído.

¿De qué dependía Murashige y a qué se aferraban tenaz-

mente los Bessho? No era sólo su fuerza y los muros de suscastillos. ¡Pronto llegaría el ejército de Mori en su ayuda!¡Pronto Nobunaga sería derrotado! Eso era lo que les dabaánimos. En general, el peor estado de cosas no se encontrabaen el enemigo al que Nobunaga se enfrentaba directamente,sino en el enemigo que esperaba en las sombras.

Las dos antiguas fuerzas del Honganji y los Mori eran natu-ralmente enemigos de Nobunaga, pero quienes luchaban di-rectamente contra la ambición de Nobunaga eran Araki Mu-rashige en Itami y Bessho Nagaharu en el castillo de Miki.

Aquella noche Hideyoshi decidió de improviso que ence -dieran una hoguera, y estaba manteniendo a raya el frío noc-turno cuando se volvió para mirar a los jóvenes pajes libres decuidados que se acercaban al fuego. Iban semidesnudos pese alfrío del primer mes y armaban alboroto sobre algo que parecíadivertirles.

—¡Sakichi! ¡Shojumaru! ¿A qué viene tanto jaleo? —lespreguntó Hideyoshi, casi envidioso de su alegría.

—No es nada —respondió Shojumaru, que recientemente

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había sido nombrado paje, y se apresuró a vestirse y ajustarsela armadura.

—Mi señor —dijo Ishida Sakichi—. A Shojumaru le aver-güenza hablar de ello porque es repugnante, pero yo os lo diréporque de lo contrario podríais tener sospechas.

—Muy bien. ¿Qué es esa cosa repugnante?—Nos hemos estado quitando piojos el uno al otro.—¿Piojos?—Sí. Al principio alguien descubrió uno en el cuello de mi

kimono, luego Toranosuke encontró uno en la manga de Sen-goku. Finalmente, cada uno decía que todo el mundo estabainfestado, y en medio de todo eso, cuando vinimos aquí paracalentarnos junto al fuego, descubrimos piojos pululando entodas las armaduras. Ahora han empezado a picar, así que va-mos a exterminar a todo el ejército enemigo. ¡Vamos a purgarnuestra ropa interior igual que la quema del monte Hiei!

—¿De veras? —Hideyoshi se echó a reír—. Supongo quelos piojos también están hartos del asedio a que se les ha some-

tido en esta larga campaña.—Pero nuestra situación es diferente de la del castillo deMiki. Los piojos tienen muchas provisiones, por lo que si no losquemamos nunca cederán.

—Basta. También yo empiezo a sentir picor.—Lleváis diez días sin bañaros, ¿no es cierto, mi señor?

¡Estoy seguro de que tenéis por todas partes enjambres delenemigo que resisten!—¡Ya es suficiente, Sakichi!Hideyoshi se abalanzó hacia ellos y sacudió su cuerpo como

una prueba más de que no eran los únicos llenos de piojos. Losmuchachos se rieron y bailaron a su alrededor.

En aquel momento un soldado se asomó al cercado de don-de surgían las voces risueñas y el humo cálido y ondulante.

—¿Está Shojumaru aquí?—Sí, aquí estoy —dijo Shojumaru.El soldado era uno de los servidores de su padre.—Si no estás ocupado con alguna tarea, tu padre quisiera

verte.

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El muchacho pidió permiso a Hideyoshi. Puesto que la pe-tición no se hacía por el conducto ordinario, Hideyoshi pareció

sorprendido, pero se apresuró a dar su consentimiento. Shoju-maru echó a correr, acompañado por el servidor de su padre.Había fogatas por doquier y el estado de ánimo en todas lasunidades era alegre. Ya habían dado cuenta de los pastelillosde arroz y el sake, pero aún conservaban buena parte del espí-ritu del Año Nuevo. Aquella noche correspondía al decimo-

quinto día del primer mes, y el padre de Shojumaru no se en-contraba en el campamento. A pesar del frío, estaba sentadoen un escabel de campaña colocado en la cima de una colinalejos de los improvisados barracones.

Allí no había refugio alguno contra el viento, que azotabala carne y casi helaba la sangre, pero Kanbei contemplabaatentamente la oscura extensión, como si fuera la estatua demadera de un guerrero.

—Soy yo, padre.Kanbei se movió ligeramente cuando Shojumaru se aproxi-

mó a él y se arrodilló.—¿Has recibido el permiso de tu señor para venir?—Sí, y he venido en seguida.

—Bien, entonces siéntate un momento en mi escabel decampaña.

—Sí, señor.—Mira el castillo de Miki. No hay estrellas en el cielo ni

una sola lámpara encendida en el castillo, por lo que probable-mente no puedes ver nada. Pero cuando tus ojos se acostum-

bren a la oscuridad, la silueta de la fortaleza aparecerá vaga-mente en ese vacío.—¿Para esto me habéis llamado, señor?—Sí —dijo Kanbei, mientras cedía el escabel de campa a a

su hijo—. Durante los dos o tres últimos días he estado obser-vando el castillo, y tengo la sensación de que hay movimiento

en su interior. No hemos visto ni rastro de humo a lo largo demedio año, pero ahora se eleva un poco, lo cual quizá demues-tra que el bosque alrededor del castillo, y lo único que lo se-

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escucha con mucha atención por la noche, le parece oír voces,pero sería difícil decir si lloran o ríen. Sea como fuere, lo ciertoes que algo insólito ha ocurrido en el castillo durante el AñoNuevo.

—¿De veras lo creéis así?

—En realidad no he visto nada claramente, y si cometieraun error y hablara de esto a la ligera, podría hacer que nues-tros hombres se pusieran tensos sin ninguna razón. Ésa seríauna grave equivocación por mi parte y crearía un momentode descuido del que el enemigo podría aprovecharse. No, loúnico que ocurre es que me he sentado aquí anoche y la nocheanterior, intuyendo que algo ocurría. He estado observandono sólo con los ojos de la cara sino también con el ojo de lamente.

—Es una observación difícil.—Desde luego, pero también podríamos decir que es fácil.

Todo lo que hay que hacer es serenar la mente y librarse delengaño. Por eso no puedo decírselo a los demás soldados.

Quiero que te sientes aquí un rato en mi lugar.—Comprendo.—No te duermas. Estás en medio de un viento helado, pero

cuando te acostumbres a él, te entrará sueño.—Estaré bien.—Una cosa más. Informa a los demás generales en cuanto

tengas el menor atisbo de algo nuevo en el castillo, por ejemplouna fogata. Y si ves soldados que abandonan el castillo porcualquier punto, enciende la mecha de la bengala de señales yluego corre a informar a Su Señoría.

—Sí, señor.Shojumaru asintió mientras miraba serenamente la bengala

clavada en el suelo, delante de él. Era una situación de combatenatural, pero su padre no le preguntó una sola vez si la tarea eradifícil o penosa ni trató de tranquilizar al muchacho. Sin embar-go, Shojumaru comprendía muy bien que su padre siempre leenseñaba el sentido común de la ciencia militar, según el aconte-cimiento o el momento. Se sentía entusiasmado, a pesar de laseriedad de su padre, y se consideraba afortunado en extremo.

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Kanbei empuñó su bastón y ue cojeando hacia los barraco-nes, pero en vez de entrar en el campamento, siguió bajando

solo por la ladera, y sus ayudantes le preguntaron nerviososadonde iba.

—A las estribaciones —se limitó a responder Kanbei, yaunque tenía que apoyarse en el bastón, empezó a brincar casicon ligereza por el sendero de montaña.

Los hombres que le acompañaban, Mori Tahei y Kuriyama

Zensuke, se apresuraron a bajar tras él.—¡Mi señor! —gritó Mori—. ¡Esperad, por favor!Kanbei se detuvo un momento, volvió la cabeza y les miró.—¿Sois vosotros dos?—Me sorprende vuestra rapidez —le dijo Mori, jadean-

do—. Con esa pierna lesionada, me temo que os hagáis daño.—Me he acostumbrado a la cojera —replicó Kanbei rien-

do—. Sólo me caeré si pienso en ello cuando camino. Ultima-mente me desenvuelvo con bastante naturalidad, pero no quie-ro exhibirme.

—¿Podríais hacer esto en medio de una batalla?—Creo que la litera es mejor en el campo de batalla. Inclu-

so en el combate cuerpo a cuerpo, puedo empuñar la espada

con ambas manos o arrebatar la lanza al enemigo y entoncesatacarle con ella. Lo único que no puedo hacer en mi estado escorrer de un lado a otro. Cuando estoy en lo alto de la litera ycontemplo el avance de las tropas enemigas, se apodera de mí una sensación irresistible, como si el enemigo fuera a retirarsenada más oír mi voz.

—Ah, pero eso es ahora peligroso. Todavía hay nieve en laszonas umbrías de estos alrededores, y podríais resbalar fácil-mente.

—Por aquí debajo pasa un arroyo, ¿no es cierto?—¿Queréis que os pase al otro lado? —le preguntó Mori,

ofreciéndole su espalda.Mori vadeó el arroyo con Kanbei encaramado a su espalda.

¿Adonde iban? Los dos servidores aún no lo sabían. Pocas ho-ras antes habían visto un guerrero que bajó de la empalizada al

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carta, y poco después habían sido llamados bruscamente paraque acompañaran a Kanbei a las estribaciones, pero no habíanoído nada más.

Cuando hubieron recorrido una distancia considerable,Kuriyama abordó el tema.

—Mi señor, ¿os ha invitado esta noche el comandante delpuesto al pie de la colina?—¿Qué? ¿Crees que me ha llamado para cenar con él?

—Kanbei se echó a reír—. ¿Cuánto crees que duran las cele-braciones de Año Nuevo? Incluso han terminado las ceremo-nias del té del señor Hideyoshi.

—Entonces ¿adonde vamos?—A la empalizada en el río Miki.—¿La empalizada cerca del río? ¡Es un lugar peligroso!—Claro que es peligroso, pero el enemigo también lo consi-

dera así. Está exactamente en el límite de los dos campamentos.—¿No creéis que deberíamos ir con más hombres?—No, no. El enemigo tampoco trae una multitud. Creo que

sólo habrá un ayudante y un niño.—¿Un niño?—Así es.—No comprendo.—Mira, tú ven y no preguntes. No es que no pueda decírte-

lo, pero de momento será mejor seguir manteniéndolo en se-

creto. Creo que cuando el castillo haya caído, también infor-maré de ello al señor Hideyoshi.—¿El castillo va a caer?—¿Qué haremos si no cae? Ante todo, el castillo probable-

mente caerá en los dos o tres próximos días. Incluso es proba-ble que sea mañana.

—¡Mañana!Los dos servidores miraron fijamente a Kanbei. El reflejo

del agua cristalina dotaba al rostro de Kanbei de un pálido bri-llo blanco. Las cañas secas susurraban en los bajíos. Mori y Ku-riyama se detuvieron atemorizados. Habían visto una figura enpie entre las cañas de la otra orilla.

—¿Quién es?

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Su siguiente sorpresa fue distinta a la primera. El hombreparecía ser un general enemigo importante, pero su único ayu-dante llevaba un niño pequeño a la espalda. No había ningunaindicación de que los tres hubieran acudido con intencioneshostiles. Sencillamente parecían estar esperando que se apro-

ximara el grupo de Kanbei.—Esperad aquí —ordenó Kanbei a sus hombres.Los dos servidores le obedecieron y se quedaron mirándo-

les mientras se alejaba.Cuando Kanbei se acercó, el enemigo que estaba entre las

cañas también se adelantó uno o dos pasos. En cuanto se vie-ron claramente uno a otro, intercambiaron saludos como sifueran viejos amigos. Si alguien hubiera sido testigo de un en-cuentro secreto en semejante lugar entre enemigos, habría sos-pechado de inmediato una conspiración, pero los dos parecíantotalmente indiferentes a tales preocupaciones.

—El niño a quien con tanto descaro os he pedido que ayu-déis está ahí, a hombros de mi ayudante. Cuando caiga el casti-

llo y mañana encuentre mi fin en el campo de batalla, esperoque no os riáis de los apasionados sentimientos de un padre. Elpequeño es todavía inocente e ingenuo.

Aquél era el general enemigo, el comandante del castillo deMiki, Goto Motokuni. Ahora él y Kanbei hablaban con fami-liaridad, pues hacía poco, a fines de otoño del año anterior,

Kanbei había ido al castillo como enviado de Hideyoshi, acon-sejando la capitulación, y en aquel entonces conversaron enunos términos muy amistosos.

—Así pues ¿le habéis traído? Quiero conocerle. Que vengaaquí.

Kanbei hizo un suave gesto y el servidor, que estaba detrásde su señor, se movió indeciso, aflojó los cordones que sujeta-ban el niño a su espalda y lo dejó en el suelo.

—¿Qué edad tiene?—Sólo siete años.El servidor debía de haber cuidado del niño durante cierto

tiempo. Respondió a Kanbei mientras se enjugaba las lágri-mas, hizo una reverencia y se retiró.

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—¿Su nombre? —preguntó Kanbei, y esta vez respondió elpadre del chiquillo.

—Se llama Iwanosuke. Su madre ya ha fallecido y el padreno tardará en morir. Señor Kanbei, os ruego que veléis por elfuturo del niño.

—No os preocupéis. También yo soy padre, comprendomuy bien vuestros sentimientos y me encargaré personalmentede su crianza. Cuando sea adulto, el apellido de la familia Gotono se extinguirá.

—Entonces puedo morir mañana sin pesar. —Goto se arro-dilló y estrechó al pequeño contra el peto de su armadura—.Escucha bien lo que tu padre te dice ahora. Ya tienes sieteaños, y el hijo de un samurai nunca llora. Tu ceremonia demayoría de edad aún está lejana, y estás en una edad en que tegustaría gozar del cariño de tu madre y permanecer al lado detu padre. Pero ahora el mundo está lleno de bat llas como ésta.No podemos evitar que te separes de mí, y es natural que yomuera con mi señor. Pero no eres realmente tan infortunado.

Has tenido la suerte de estar conmigo hasta esta noche, y debesdar gracias a los dioses del cielo y la tierra por esa buena suer-te. ¿De acuerdo? Así pues, a partir de esta noche estarás allado de este hombre, Kuroda Kanbei. Será tu señor y el padreque te criará, de modo que sírvele bien. ¿Me has entendido?

Mientras su padre le hablaba dándole palmaditas en la ca-

beza, Iwanosuke asentía en silencio una y otra vez, las lágrimasdeslizándose por sus mejillas. Las horas del castillo de Mikiestaban ya contadas. Los varios millares de hombres que com-ponían su guarnición habían jurado con toda naturalidad queperecerían con su señor y estaban resueltos a morir valiente-mente. La voluntad de Goto era inquebrantable, y ahora novaciló lo más mínimo. Pero tenía un hijo pequeño y no soporta-ba la idea de ver morir a un niño inocente.

En los días anteriores al encuentro, Goto había enviadouna carta a Kanbei, a quien, aunque era su enemigo, considera-ba un hombre digno de confianza. En la misiva le abría su co-razón, pidiéndole que cuidara de su hijo.

Mientras hablaba a su hijito, sabía que aquél era el fin y no

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pudo evitar que se le escapara una lágrima. Finalmente se le-vantó y le ordenó con firmeza que se reuniera con Kanbei, casicomo si empujara a la pobre criatura.

—Iwanosuke, también tú debes solicitar el favor del señorKanbei.

—Podéis estar completamente tranquilo —le aseguró Kan-bei al tiempo que cogía la mano del niño, y ordenó a sus servi-dores que lo llevaran al campamento.

Entonces, por primera vez aquella noche, los servidores deKanbei comprendieron las intenciones de su señor. Mori subióa Iwanosuke a su espalda y partió con Kuriyama a su lado.

—Bien, ya está —dijo Kanbei.—Sí, esto es una despedida —replicó Goto.No era fácil separarse. Kanbei hizo cuanto pudo por endu-

recer su corazón y marcharse en seguida, pero aunque creíaque eso sería lo menos penoso para los dos, titubeaba.

Finalmente Goto se dirigió a él con una sonrisa.—Señor Kanbei, cuando mañana nos encontremos en el

campo de batalla, si nos inmovilizan nuestros sentimientos per-sonales y desaparece el filo de nuestras lanzas, quedaremosdeshonrados hasta el fin de los tiempos. Si sucediera lo peor,estoy dispuesto a cortaros la cabeza. ¡No seáis tampoco re-miso!

Pronunció estas últimas palabras como un pistoletazo de

salida, e inmediatamente dio media vuelta y se alejó en direc-ción al castillo.Kanbei regresó en seguida al monte Hirai, se presentó ante

Hideyoshi y le mostró al hijo de Goto.—Críale bien —le dijo Hideyoshi—. Será un acto de cari-

dad. Parece un buen muchacho, ¿verdad?A Hideyoshi le encantaban los niños, y miró cariñosamente

la cara de Iwanosuke mientras le daba palmaditas en la cabeza.Tal vez Iwanosuke no comprendía aún todo aquello, pues

sólo tenía siete años. Hallándose en un campamento extrañocon hombres desconocidos, se limitaba a mirar con los ojosmuy abiertos cuanto le rodeaba. Muchos años después seríafamoso como guerrero del clan Kuroda. Pero en aquellos mo-

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mentos era un niño solitario, casi como un mono de montañaque se hubiera caído de su árbol.

Finalmente llegó el día: se anunció que el castillo de Mikihabía caído. Era el día decimoséptimo del primer mes del octa-vo año de Tensho. Nagaharu, su hermano menor Tomoyuki y

sus servidores principales se hicieron el harakiri, el castillo fueabierto y Uno Huemon entregó una carta de rendición a Hi-deyoshi.

Hemos resistido dos años y hecho cuanto hemos podidocomo guerreros. Lo único que no podría soportar es lamuerte de varios millares de valientes y leales guerreros ylos miembros de mi familia. Ruego por mis servidoresy confío en que les mostréis misericordia.

Hideyoshi atendió esta viril solicitud y aceptó la rendicióndel castillo de Miki.

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