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LOS SENDEROS PERDIDOS EN EL BOSQUE. DIÁLOGOS EN TORNO A LA VERDAD PERSONAL Antonio Malo Pé
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Un nuevo mundo feliz. A new happy world

Mar 02, 2023

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giulio maspero
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LOS SENDEROS PERDIDOS EN EL BOSQUE.

DIÁLOGOS EN TORNO

A LA VERDAD PERSONAL

Antonio Malo Pé

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• Ediciones Internacionales Universitarias, S.A. • 1ª ed., 1ª imp.(05/2007) • 224 páginas; 21x13 cm • Este libro está en Español • ISBN: 8484691977 ISBN-13: 9788484691976 • Encuadernación: Rústica • Colección: Yumelia autoayuda

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ÍNDICE

Prólogo .............................................................................. 9 I. Dos caminos cortados ............................................. 17

II. El camino de la verdad: la verdad nos hace libres .. 33

III. ¡Conócete a ti mismo! ............................................. 53

IV. El encuentro con la verdad ...................................... 67

V. Por la senda de la naturaleza humana ..................... 77

VI. Los espejos del alma: la virtud y el vicio ................ 95

VII. La autonomía de la dependencia ............................. 115

VIII. La amistad ............................................................... 141

IX. Ama y serás verdadero ............................................ 161

X. Un amigo omnipotente ............................................ 175

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XI. El final del camino .................................................. 197

XII. La piedra blanca ...................................................... 215

PRÓLOGO

l ensayo que presento podría también titularse Breve antropología dialogada, pues en él se abordan algunas de las cuestiones antropológicas más debatidas en la actualidad: la naturaleza humana y la persona, la virtud y el vicio, la temporalidad y la libertad, las relaciones interpersonales, la amistad, la angustia y la esperanza, la muerte… Sin embargo, he decidido darle el título de Diálogos en torno a la verdad personal, para que el lector sepa que no se encontrará con un manual, ni siquiera con un ensayo puramente conceptual, sino con una narración de la existencia personal con diversos niveles de lectura.

En el primer nivel se encuentra el contenido de la narración. El hilo narrativo es de una extrema sencillez: el protagonista se halla perdido en un bosque, de donde intenta salir recorriendo diversos caminos. Los dos primeros («la libertad es la única verdad» y «la verdad excluye la libertad»), aunque opuestos, no sólo no llevan al protagonista fuera del bosque, sino que lo conducen al borde de la angustia. El tercero («la verdad personal»), aunque no le hace abandonar el bosque, le permite

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confiar en la posibilidad de orientarse en él, devolviéndole la esperanza perdida. Para recorrer el camino de la verdad personal, el protagonista recibe la ayuda de un niño de unos siete años, encarnación del daimon del protagonista, quien le guía en aquella selva, explicándole las dificultades y obstáculo y lo conduce hasta el final del camino. Al terminar la narración surge la duda de si el encuentro con el niño ha sido real o un sueño. Lo que, en cambio, queda claro es que el protagonista ha descubierto cómo dar sentido a su vida.

La narración no es un simple recurso estilístico para dar amenidad a la exposición de ideas, sino que es la forma más adecuada para el contenido filosófico del ensayo: la verdad personal no es un conjunto de verdades teóricas ni una serie de normas de comportamiento, sino que es narración de una vida con sentido. Mediante la narración se establece una red de símbolos (bosque, camino, encuentro, acompañamiento, obstáculos, cambios del paisaje, fin del camino) que se refieren a los elementos esenciales de la vida del lector, al tiempo que estos últimos son ocultados bajo la forma del símbolo. De este modo, el lector no sólo lee una serie de episodios, narraciones y encuentros con diversos personajes, sino que también recorre esos senderos perdidos en el bosque, que son los de su misma existencia. Al final del ensayo, terminada la fase de identificación con el mundo ficticio, el lector —como el protagonista de la narración— debe tomar una decisión personal: vivir una vida con sentido o permitir que la falta de éste le imposibilite la salida del bosque.

Desde hace unos decenios, los libros con contenido filosófico han empezado a introducirse en la literatura dirigida al gran público, consiguiendo incluso situarse en la clasificación de libros más vendidos. Aunque es indudable que este hecho ha servido para interesar —o incrementar el interés— por el pensamiento filosófico a centenares de millares de personas, la mayor parte de las veces el experimento de una filosofía novelada ha consistido en una divulgación de una serie de ideas sometidas a las modas imperantes del pensamiento débil, cuando no en utilizar la filosofía como pretexto para narrar historias más o menos entretenidas.

Es indudable que estamos asistiendo a una mezcla de géneros que no siempre contribuye a mejorar el modo de pensar de los lectores. Sabedor de las dificultades que encierra el empleo en filosofía de la narración, un género cuyo objetivo es la creación de mundos de ficción; procuro en este ensayo evitar algunos de los defectos que he detectado en el tipo de obras mencionado anteriormente. Me parece que la narración no sirve para exponer cualquier tipo de ámbito de la filosofía, sino sólo el que le es más afín, la antropología, ya que ambos se ocupan de la vida de la persona, la cual, a diferencia de la del resto de la naturaleza, puede ser narrada.

En la adecuación entre forma narrativa y reflexión sobre la propia existencia se encuentra la diferencia fundamental de este ensayo respecto a otras obras filosóficas actuales que han utilizado el género narrativo. En estas últimas, la narración, o se halla al servicio de la transmisión de una serie de contenidos filosóficos (por ejemplo, en el Laberinto sentimental de Marina), o instrumentaliza los contenidos filosóficos que sirven para componer la trama narrativa (por ejemplo, en el famoso El mundo de Sofía). En el ensayo que presento, he intentado mantener la autonomía de la narración y de la filosofía, sin subordinar una a la otra. Con este fin, he dotado

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a la narración de un carácter simbólico y a la filosofía de un carácter dialogado y existencial, del que no están ausentes la ironía y los acentos líricos.

En el segundo nivel de lectura puede observarse que existe una tesis de fondo, argumentada tanto en el plano filosófico como en el narrativo: no existe una verdad común a todos los hombres, sino que cada uno tiene su verdad. Esto no quiere decir que en esa verdad no haya elementos comunes con la de las demás personas, como la existencia de una naturaleza humana, la necesidad de la virtud y, sobre todo, de la donación en las diversas relaciones interpersonales; sino más bien que la verdad de la persona no es una verdad teórica (no consiste en la adecuación de la mente a una esencia común). Tampoco es una verdad práctica que estriba en seguir determinadas normas y leyes, ni siquiera en cultivar la virtud, sino que consiste en el deber de ser fiel a lo que se es. Podría decirse, pues, que la verdad personal es la fidelidad a la propia identidad. Para entender este modo de considerar la verdad personal, son necesarios tres elementos importantes: la existencia de un proyecto personal que precede, funda y destina la vida de cada uno de nosotros; la posibilidad de conocerlo en la medida en que integramos y personalizamos la propia naturaleza y, por último, que dicho proyecto no se impone, sino que se propone como un entramado de deberes frente a la existencia y el bien de los demás seres, especialmente los de mayor dignidad, es decir, las personas.

Creo que este modo de entender la verdad aplicada a la persona permite superar una serie de oposiciones muy arraigadas en la mentalidad actual: verdad-libertad, autonomía-heteronomía de los deberes, deber-amor, etc. Estas oposiciones surgen, como ha indicado Ch. Taylor en El malestar de la modernidad, de lo que podría llamarse una ética de la autenticidad, según la cual cada uno debe mostrarse como es, evitando estereotipos, condicionamientos sociales y culturales. La realidad de una naturaleza común a todos los hombres, así como la existencia de deberes nacidos de esa naturaleza, de la sociedad y cultura vigentes es, para los defensores de ese tipo de ética, radicalmente contraria a la autenticidad, pues ésta reclama una libertad que pueda expresarse sin cortapisas.

En el ensayo —y éste es el tercer nivel de lectura—, se recoge la ética de la autenticidad como elemento clave desde el punto de vista hermenéutico, pues, como he explicado, la verdad personal es fidelidad a la propia identidad. Sin embargo, conforme se avanza en el camino de la verdad personal, se observa que la ética de la identidad no puede estar separada de las virtudes y de los deberes y, sobre todo, de una ética interpersonal, ya que dicha identidad se descubre y realiza en parte a través de las relaciones con las demás personas. Y esas relaciones, para ser auténticamente personales, requieren de la virtud y la amistad. Sólo si la persona tiene dominio de sí, o sea, es virtuosa, es capaz de darse. La donación aparece así como origen y fin de la identidad personal. Y, puesto que ni el dominio de sí —necesario para darse— ni la autodonación pueden ser completos, la identidad personal y la fidelidad a sí mismo se abren a una donación eterna y fiel, es decir, a Dios. En este sentido, la verdad de la persona se halla en Dios, no sólo porque es el origen y destino de la persona, sino, sobre todo, porque, sin la relación con Dios, la persona nunca logrará ser lo que debe ser. Se entiende así mejor por qué la verdad de la persona se

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relaciona con la amistad, pues, como afirma Aristóteles, «lo que podemos a través de nuestros amigos, es como si lo pudiéramos por nosotros mismos».

En la historia de la literatura y del pensamiento occidentales no es extraña la imagen de la espesura del bosque en donde un poeta, como Dante, o un filósofo, como Descartes, se hallan perdidos al comenzar la obra sin saber qué camino tomar. No hay que ser muy sagaz para darse cuenta de que esa situación de desconcierto no es sin más un recurso literario, sino que responde a lo más profundo de la condición humana, sedienta siempre de verdad; por lo que, antes o después, de un modo u otro, todos hemos de experimentarla.

En efecto, como los humanos carecemos de una inteligencia angélica, para alcanzar la verdad hemos de partir siempre de cierta oscuridad; una oscuridad que es inversamente proporcional a la claridad ansiada. Pues cuanto mayor luminosidad posee la verdad hacia la que se dirigen nuestros pasos, tanto mayor es la negrura inicial.

Raramente, sin embargo, nos percatamos del triste estado en que el alma está sumida; a veces, porque el tráfago de la vida con su cortejo de agitación, estrés y ruido son como un velo que nos lo encubre. Otras veces, porque, de acuerdo con extraños mecanismos de la psique, mediante la confusión exterior intentamos la fuga de aquella otra más profunda que reina en el alma.

Pues bien, no sé si porque de repente se desprendió el velo o porque, cansado de huir, dejé que por primera vez una mirada resbalara por los pliegues de mi alma, descubrí que la confusión, el bullicio y la algarabía tenían en mí su aposento. Y, sin saber cómo ni por qué, me hallé de pronto en medio de una selva oscura, sin otra luz que los tenues rayos de sol que de vez en cuando se filtraban entre las ramas de los árboles, y sin más presencia humana que la sombra de mi figura.

«Estoy completamente perdido», pensé con preocupación tras buscar inútilmente un sendero o, al menos, huellas humanas.

En esos instantes de zozobra vino a mi cabeza la máxima de otro gran desorientado, mi viejo amigo Descartes. La viveza con que la recordaba era tal que me pareció sentir una voz que me decía: «adelante, emprende un camino cualquiera y jamás vuelvas sobre tus pasos, pues sólo así te será posible abandonar el bosque».

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I. DOS CAMINOS CORTADOS

ispuesto a poner en práctica aquel consejo cuyo contenido era claro y distinto

amén de simple, me dirigí hacia uno de los claros de luz. Tras sortear una maraña de arbustos y huir de una nube de mosquitos que amenazaba con devorarme, me abrí paso entre la maleza. No habría recorrido cien metros cuando apareció lo que semejaba ser una senda. La última duda que me quedaba acerca de la naturaleza de aquella lengua de tierra perdida en medio de los árboles, fue disipada por el cartel que a lo lejos colgaba de una rama. Escrito con grandes letras, se leía allí: «Bienvenido al reino de la libertad».

Seguí caminando en dirección al cartel confortado por aquellas palabras. Mientras me acercaba a los últimos árboles, noté que el sendero desembocaba en un anchísimo camino. La primera impresión que recibí al hollarlo fue de sorpresa: miles, millones de pisadas habían allanado desniveles y aplastado hierbas y matojos. A todas luces, era un camino concurrido. Ya, cerca del cartel, descubrí una frase escrita con letra pequeña que desde lejos apenas se divisaba: «La libertad humana es la única verdad que existe». A pesar de la belleza del paisaje y del colorido del cartel, semejante al tornasol, esa frase me produjo un presentimiento siniestro. No tuve tiempo, sin embargo, de analizar la causa de aquel sentimiento extraño pues, como salido de la nada, apareció ante mí un hombre con grandes gafas de intelectual que bizqueaba un poco. Sin hablar una palabra, hizo ademán de que lo siguiera.

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Lo más curioso ocurrió después. Tras aquel gesto de complicidad o amistad —no sabría decir—, el hombre de las gafas se desentendió de mí, alejándose a grandes zancadas hasta desaparecer de mi vista. Parecía como si aquel extraño personaje desease que yo recorriera el camino por mis propios medios, o como si él no pudiera o no quisiese ayudarme.

Conforme avanzaba, el camino polvoriento iba trasformándose en una soberbia autopista, por la que no circulaban vehículos sino personas que iban y venían a gran velocidad y en todas las direcciones, como zarandeadas por un viento invisible. Noté que, a pesar del gentío y de los frecuentes choques, cada una parecía no ver ni oír a las otras. Toda su atención se concentraba en sus tesoros: unas se lanzaban en una loca carrera en pos del dinero o de la fama o del poder; las más fuertes y veloces intentaban conseguir a la vez las tres cosas; otras sonreían en una mueca vacía, tiradas a los lados de la carretera, mientras fumaban marihuana, se emborrachaban, amoreaban, se tatuaban o cubrían sus cuerpos con el piercing más imaginativo del momento. Con su medía sonrisa parecían burlarse de los que, azacanados, corrían de un sitio para otro en perpetua agitación: para qué ir a buscar lo que satisface cuando el placer es lo más fácil de lograr; basta extender la mano para gozar del fruto que la vida generosamente ofrece.

Aún estaba observando el contraste entre las bandadas de seres humanos que, como estorninos, se arremolinaban dibujando figuras caprichosas, y los que, extáticos, no se movían más allá del propio gusto, cuando sentí el rumor de una manifestación que iba acercándose. Lo que al principio semejaba un río de muchas aguas, fue trasformándose en griterío para terminar en ruido infernal. Eran millones los que marchaban como un ejército desplegado en orden de batalla, repitiendo el slogan: «mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero».

Me fijé en los manifestantes, la verdad es que éstos parecían desmentir físicamente lo que a voces pregonaban; sus cuerpos semejaban haber pertenecido a todos menos a ellos mismos: tan ajados, maltrechos, marchitos y deshojados estaban, sin que a sus dueños pareciera importarles ni mucho ni poco. Había algo de desgarrador en aquel grito desafiante: «mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero». Cuánto sufrimiento se escondía en las inflexiones con que salmodiaban esas palabras. No sé por qué me vinieron a la memoria los personajes de Los endemoniados de Dostoievsky. Como en esa novela, las bravuconadas y los gestos de rebeldía de aquella pobre gente no podían celar la angustia ante el sinsentido de una vida que, a raudales, se les escapaba entre las manos: deseaban agarrarse a una tabla de salvación, aunque fuera tan endeble como su pobre cuerpo profanado, para no ser engullidos por un abismo sin fondo.

De vez en cuando, los viandantes cesaban de agitarse tras fantasmas o de aspirar el humo del vacío y recalaban en las múltiples estaciones de servicio que bordeaban la autopista. Movido por la curiosidad, entré en la que se hallaba más cerca. Desde la puerta del establecimiento me llegaron sonidos de palabras que se entrecruzaban. «¡Por fin gente que habla!», pensé. Bastó que me adentrara en aquel local de aire enrarecido por el humo, los vapores etílicos, la música chillona y el sudor, para darme cuenta de que cada uno de los presentes hablaba sólo consigo mismo: algunos repetían en voz alta la bondad de los objetos que les obsesionaban, como intentando

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convencerse de su valor; otros protestaban y acusaban a los demás de ser la causa de sus infinitos problemas; otros, en fin, gritaban rabiosos su mala suerte contra un mundo injusto y cruel. En el centro de la estancia, sentado y observándolo todo en silencio como juez severo, estaba el hombre de las grandes gafas y ojos bizcos. Su índice acusador fue deteniéndose en cada uno de los presentes. Al final, estalló en una sonora carcajada mientras musitaba como en una cantilena: «el infierno son los otros, el infierno son los otros, el infierno son los otros...».

Ya, fuera de aquel antro, seguí caminando en un sucederse de mutismo de animal satisfecho y alboroto estéril. «¡Qué extraño —pensé—, vaya un camino para conocer al hombre!: el silencio que se respira aquí es inhumano y el griterío provoca tal confusión que hace imposible cualquier tipo de diálogo.» Me pareció claro que la libertad no podía ser la única verdad que existiese. De otro modo, ésta conduciría al monólogo, al encerramiento en sí mismo y, sobre todo, al absurdo de una vida sin sentido; más aún, de una vida que sería un infierno. Además, si la libertad no tuviera otro fin que ella misma, sería una libertad para la nada, abocada al aburrimiento mortal y a la desesperación de estar condenados, lo queramos o no, a ser libres.

A la luz de estas reflexiones, entendí el porqué de la falta de relaciones humanas entre los viandantes de ese camino: cada uno consideraba la propia libertad como infinita, pero la existencia de otras libertades, con las que chocaba sin cesar, desmentía una vez tras otra tal creencia. Cada uno debía convivir con los demás y, en esta relación necesaria, tenía que reducir las posibilidades de su libertad: el marido se veía limitado en sus deseos y acciones por la existencia y el querer de la mujer y los hijos; el empleado por las directrices del jefe de la empresa y también por el modo de trabajar de los demás colegas; incluso los manifestantes que defendían la libertad de usar sus cuerpos como se les antojara, debían cederlos en usufructo al querer de otros... Para los que creían disponer de una libertad absoluta, las relaciones con los demás se convertían en una jaula de acero, cuyos barrotes se iban cerrando más y más hasta terminar por asfixiar a los incautos que se habían dejado atrapar en ella. De ahí el desasosiego, la rabia, el malestar de quienes, juzgándose totalmente libres, se sentían en cambio encarcelados contra su voluntad.

Había visto lo suficiente para darme cuenta de que el camino de la libertad absoluta no conducía a ninguna parte. Así que, contradiciendo el consejo de Descartes, decidí volver al punto de partida: prefería mil veces la perplejidad de hallarme en la obscuridad, sin una senda precisa, a permanecer en el infierno de una libertad falsamente absoluta.

«¿Tal vez no exista eso que llamamos libertad?» La duda brilló como un relámpago mientras desandaba la autopista. «¿Tal vez lo que consideramos libertad sea la ignorancia del infinito número de causas que influyen en mi conducta con la rigidez de una ley física? ¿Tal vez yo no sea más que el tablero en donde la herencia, las primeras experiencias y la educación recibida juegan a su arbitrio sin que yo pueda hacer nada para oponerme?»

No sé si por el espectáculo tan deprimente al que acababa de asistir o por el cansancio de la caminata, estas preguntas comenzaron a martillarme con la insistencia de una idea obsesiva. Cavilando y sin saber por dónde andaba, me

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encontré con que había alcanzado otro punto del bosque en donde se abría un nuevo sendero.

A diferencia del anterior, todo en él era perfecto: el asfalto nivelado y brillante, la iluminación de las salidas, los carteles indicadores de cruces y desvíos... Hasta los árboles, que daban fresca sombra a los viandantes, habían sido podados con arte y presentaban formas y colores de ensueño. Allí no se oían gritos de desesperación ni algazaras. El orden y la limpieza reinaban por doquier pues, de acuerdo con el letrero de bienvenida: «La libertad es una falsa ilusión», había sido eliminada de raíz la libertad, que, además de engaño, parecía ser la causa principal de los conflictos entre los hombres.

Desde la concepción hasta la muerte, los viandantes de este camino se deslizaban suavemente a través de tubos climatizados y presurizados para evitar la entrada de cualquier germen patógeno que pudiera infectarlos. Imágenes, letreros luminosos y canciones de moda proporcionaban los lemas para actuar con el máximo de eficiencia, sin el riesgo de la improvisación ni la incertidumbre en los resultados: «Si quieres ser feliz, no pienses», «Obra de tal modo que en nada te diferencies de los demás», «La eficacia es la clave del éxito»... Una vez y otra, los altavoces lanzaban al aire dichas consignas, de tal forma que no había tiempo para reflexionar sobre el significado de lo que se oía. Era como una cantinela o, mejor, como una canción de cuna que adormecía la inteligencia y la voluntad, dejando que aquellos lemas actuaran sin trabas en el subconsciente. El resultado, según pude apreciar, era extraordinario: con precisión de reloj suizo o japonés, cada uno actuaba de acuerdo con lo que se esperaba de él, es decir, con la función asignada: los niños obedecían a sus maestros sin rechistar, los obreros trabajaban sin descanso con la sincronización de una cadena de montaje, los carteros depositaban en el tiempo y lugar convenidos toneladas de correspondencia, los políticos prometían a los electores sólo lo que estaban dispuestos a cumplir... Allí no había lugar para los enfrentamientos sociales, la rabia de los consumidores defraudados o el desasosiego de tomar decisiones; todo había sido sabiamente programado: cada individuo era una pieza que encajaba perfectamente en una gigantesca maquinaria diseñada por una inteligencia superior.

Estaba tan ensimismado observando estas maravillas, que sin darme cuenta en mi interior fue creciendo una pregunta que, tras adueñarse de la conciencia, terminó saliendo por mi boca. Al escuchar el sonido de mi misma voz como si fuera el de un extraño, sentí un escalofrío. La pregunta «¿dónde estoy?» todavía revoloteaba en el aire cuando noté un ligero roce en la espalda. Con rapidez, me volví para ver qué o quién me tocaba. Me costó trabajo descubrirlo. Aparentemente se trataba de un joven cubierto de una especie de escafandra que se dirigía a mí con gesto tímido y mirada anodina.

Con voz monótona empezó a contar lo que parecía ser una historia mil veces repetida:

—El paso de la sociedad arcaica a la sociedad perfecta no se produjo de golpe, sino a través de etapas más o menos violentas. Uno de los grupos que más influyeron en la divulgación de las ideas revolucionarias sobre el hombre fue el de los conductistas; a ellos se debe el haber sentado las bases teóricas del proceso que iba a conducir a la creación de un nuevo ser humano. El punto de partida de su

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proyecto era convencer a la gente de que la libertad era una falsa ilusión. Según estos científicos, lo que hasta entonces se había considerado como actos libres consistían sin más en una serie de respuestas ante estímulos o situaciones repetidas en el pasado hasta lograr el condicionamiento, es decir, la creación de una conducta necesaria. Por tener origen en la remota biografía personal, los seres humanos, desconociendo las leyes que regían sus actos, estaban convencidos de actuar libremente.

Para probar la falsedad de tal creencia, uno de los padres del conductismo sostuvo que, si se le confiaba un niño recién nacido, podía hacer de él un hábil ladrón o incluso un presidente de gobierno. Algún malicioso, al enterarse de la apuesta, comentó que, en el fondo, aquel extraño psicólogo no haría nada del otro mundo, pues entre esos dos «oficios» casi no había diferencia.

Lo que en los primeros conductistas era un sueño o una boutade, con el paso de los años y los adelantos de la técnica —fecundación in vitro, bioingeniería, clonación, etc.— se convirtió en algo real, dando lugar a un cambio completo en el modo de concebir la persona humana. Ésta dejaba de ser un fin en sí misma para, en un primer momento, trasformarse en medio al servicio de otros individuos (enfermos que esperaban utilizar los embriones como piezas de recambio de sus órganos enfermos, hombres y mujeres con deseos de ser padres o madres a pesar de su incapacidad biológica, etc.); más tarde, en medio al servicio de la especie humana (el mejoramiento de la especie a través de la eugenesia o selección de individuos con las características requeridas), y, finalmente, en un medio al servicio de la misma ciencia (la investigación y fabricación de embriones humanos cada vez más perfectos).

Por esta senda, se llegó a la convicción de que todo lo que se podía hacer, se debía hacer. Y, puesto que la ciencia podía manipular de forma sistemática al género humano, debía hacerlo. A los clamores de los que rechazaban la manipulación del hombre por considerarla el comienzo del hundimiento de la civilización occidental en una barbarie peor que la que acompañó la caída del Imperio Romano, los defensores de la tecnología a ultranza opusieron la libertad de investigación y los derechos de salud, reproducción y bienestar de los humanos que ya existían. La campaña organizada por los medios de comunicación a favor de la mejora de la especie humana había obtenido el resto: crear un clima de opinión en el que los detractores de la experimentación eran tachados de integristas y fundamentalistas. El resultado final de la batalla fue la desaparición progresiva de todas aquellas voces fuera del coro. De este modo, se había alcanzado la situación ideal del género humano: sin enfermedades ni conflictos. El hombre era el resultado de lo que se había querido que fuese, y ese querer se refería a un pasado aún más lejano que se perdía en las brumas del tiempo...

—¿Entonces, estoy contemplando un mundo feliz? —comenté sorprendido. —Así es —confirmó el joven. Luego, añadiendo de su cosecha una especie de

bienvenida, dijo—: ¡Disfruta del mundo trasformado por el ingenio y el trabajo del hombre!

En un primer momento pensé que, por fin, había encontrado el camino que me permitiría salir de la espesura del bosque. La gente parecía no tener problemas, por

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doquier reinaba la paz... Había, sin embargo, algo que no cuadraba con esa tranquilidad. No era fácil decir qué, pues no se trataba de algo presente, sino más bien de una ausencia. Contemplando el desfile ordenado de la gente que se dirigía a su casilla, tuve la impresión de estar soñando. Como en los sueños, había algo en mi interior que me ponía en guardia para no tomar como verdadero lo que aparecía ante mis ojos. Me fijé en aquellos rostros satisfechos. En realidad, no podía decirse que sonrieran, era como si el exceso de tensión de sus músculos faciales hiciera que se les levantaran las comisuras de los labios hacia arriba.

Pero lo que más me llamó la atención fue que no hubiera rastro de ancianos, ni de inválidos, ni de enfermos; todos los presentes eran jóvenes, altos, fuertes y hermosos. Parecía como si el mal y su cortejo de dolores, miserias y fealdad hubieran sido deliberadamente excluidos. La variedad de seres humanos había ido desapareciendo progresivamente: primero, los deformes y minusválidos; luego, los enfermos crónicos y terminales; por último, todo aquel que no cumpliera los requisitos de salud y utilidad. Y con la supresión de nuevas categorías de seres humanos imperfectos, iba reduciéndose la capacidad de comprender, compadecerse, ayudar; en una palabra, de amar.

Ésta era la ausencia en la que, al principio, no había reparado: eran hombres y mujeres que soñaban con ser perfectos, como dioses; pero la realidad, mezquina, se burlaba de ellos: los había obligado a reducirse en número y riqueza humana, a vender su libertad a cambio de un simulacro de paz y orden, y, sobre todo, a fingir que el mal no existía pues, aparentemente, había sido derrotado por el poder de la inteligencia humana.

Mientras me alejaba del joven, pensé que el mejor de los mundos posibles se había demostrado el más inhumano: millones de personas habían sido eliminadas por no reunir los requisitos de salud, inteligencia, productividad…; la persona manipulada como si fuera una oveja Dolly cualquiera había terminado por ser transformada en un autómata. Aquel joven lo confirmaba: su alma, semejante al disco rígido de un ordenador, era incapaz de enfadarse ante las injusticias cometidas o de sufrir por el asesinato de tantos inocentes.

¿Cuál era la causa de ese mundo inhumano en donde la muerte, enmascarada, campaba por sus respetos? Me pareció intuir la respuesta: la falta de futuro; mejor aún, el miedo al futuro, a lo imprevisto, a lo que de algún modo desbarata los planes y proyectos de la razón.

Sí, esa era la clave para entender el contraste entre progreso científico-tecnológico y la involución de lo humano: el mundo feliz era un mundo cerrado al futuro. Para eliminar cualquier incertidumbre, habían tenido que reducir el tiempo a un presente puntual, que por eso se nutría repetitivamente del pasado. Tal vez —me dije— la razón última de ese dulce y progresivo nihilismo que amenaza al hombre sea intentar explicar la condición humana sólo en atención al pasado.

De nuevo, comencé a desandar los pasos del camino que hasta entonces había recorrido sumido en tristes reflexiones.

En la tesis del conductismo me parecía descubrir un doble error acerca de la temporalidad humana. En primer lugar, un error de tipo teórico causado por el mal uso de la razón, pues la explicación del presente por el pasado implicaba un proceso

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infinito que, como se sabe, es a todas luces imposible. En efecto, si sólo hubiera pasado, no existiría el presente; pero, si no existiese el presente, tampoco habría pasado pues el pasado es un presente que, por carecer de futuro, ha dejado de existir. Por eso, la explicación de la vida humana atendiendo únicamente al pasado del hombre era la nada; de ahí la lógica coherencia entre la negación del futuro y el exterminio gradual y progresivo de lo humano.

En segundo lugar, un error de tipo práctico. Al cancelar el futuro desaparecía la esperanza en algo que pudiera hacer salir al hombre de los angostos límites del tiempo. Comenzaba a entender por qué, en lugar de una sonrisa, en los rostros de esa gente se dibujaba una máscara vacía: a pesar de la paz y opulencia de que gozaban, estaban desesperados. En definitiva, ese hombre sano, perfecto, representante de la razón higiénica, era la nada; un fantasma sin futuro y sin esperanza que de hombre no tenía más que el nombre.

No sé cuál de los dos caminos (el de «la libertad es la única verdad» o el de «la libertad es una falsa ilusión») me produjo una impresión más desmoralizadora. Creo que fue el segundo pues, en la rabia y el malestar, todavía era posible descubrir por contraste el deseo de felicidad, que la vía del libertinaje, sin embargo, no permitía satisfacer. Mientras que el aparente orden y la falsa tranquilidad —consecuencias de la negación de la libertad— cortaban de raíz, como si fuera una planta venenosa, cualquier aspiración a una felicidad trascendente, más allá de los goces del momento o del simple mimetismo social.

Ahora lo veía con claridad: aunque por vericuetos y recorridos diversos, los dos caminos conducían a un mismo paradero: la nada. Eran caminos que no llevaban a ninguna parte, si no es a la desesperación del que rabia en un infierno humano o del que se angustia rodeado de los adelantos de la ciencia y la técnica.

De todas formas, la experiencia que había recogido en mis andanzas no era vana y pudiera ser que sirviese para disuadir a los que deseaban emprender alguno de los dos caminos o se hallaban todavía indecisos sobre cuál de ellos elegir. De mis dos fracasos, algo había aprendido. Por una parte, era claro que la libertad humana no se identificaba con la verdad; si no, sería verdadero lo que cada uno realiza con la propia libertad: los que persiguen obsesivamente la posesión de un tesoro de más o menos valor, pero siempre caduco; los que se buscan a sí mismos en un torbellino de experiencias... Es verdad que la libertad es causa de realidades; los actos humanos, las construcciones, las obras culturales son reales. Ahora bien, no hay que identificar sin más lo real con lo verdadero: las mentiras, cuando se dicen, son reales, pero, por más que se las adorne o disimule, no se convierten en verdad. La libertad puede ser, entonces, origen de realidad y al mismo tiempo de falsía.

Por otra parte, la libertad y la verdad no se identifican sin más, pues, por ejemplo, se comportan de forma contraria respecto del afán de saber. La verdad aquieta el ansia de saber; por eso, sí, después de conocer una verdad, seguimos deseando saber más, no se debe a la verdad sino a la limitación de la inteligencia humana. El ejercicio de la libertad, en cambio, lejos de aquietar su deseo, lo dispara, como se observa en la cascada de preguntas que origina y que, al no encontrar respuesta, es ocasión de desasosiego. Por ejemplo, si a los que afirman que no hay más verdad que la libertad se les pregunta: «¿qué pretendéis hacer con vuestra

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libertad?». Responderán: «ser libres o seguir siendo libres». ¿Libres, para qué? Esta pregunta o no se la formulan o carece para ellos de respuesta, pues más allá de su libertad se encuentra sólo el abismo de una nada que inquieta. Por eso, el filósofo con gafas grandes y ojos bizcos mostraba en su rostro todo el desencanto de ser libres: la verdad de cada uno es la náusea, la nada que roe el centro del corazón humano; el hombre se apasiona por conocer, por actuar, por desear, pero todo eso es un sinsentido. La libertad misma es así fuente de mal. No sólo los otros son el infierno del que nadie puede escapar, sino que cada uno, con su libertad, se causa un sufrimiento continuo. La condena a ser libre, a no poder descansar nunca y a estar obligado a una elección sin fin, es la esencia misma de la tragedia humana, ante la cual sólo cabe el suicidio o el heroísmo de aceptar vivir una vida sin sentido. Como en el mito de Sísifo, hay que seguir arrastrando la piedra montaña arriba sabiendo que se trata de un esfuerzo estéril, pues la roca, una vez en la cumbre, rodará veloz por la pendiente hasta el mismo lugar en que antes se detuvo, y el hombre se sentirá forzado una vez más a empujarla de nuevo hacia la cima.

Tampoco la meta del segundo camino, menos patética y más funcional, parecía verdadera. ¿Cómo puede ser cierto que el hombre carezca de una verdad más allá de lo que hace y dice, es decir, más allá del hecho en sí? Los que niegan que exista la libertad rechazan también la verdad del hombre, pues sin libertad la vida se limita a hechos que no coinciden con lo verdadero, sino sólo con lo real; de este modo, la vida humana se reduce a una conducta animal más sofisticada, pero, a la postre, animal. Para sus negadores, lo que llamamos libertad no es más que el nombre otorgado a la adaptación producida mediante el uso de determinados reflejos condicionados y a la repetición de patterns o modelos de conducta. Por ejemplo, el niño aprende, a través de una serie de acciones, que puede influir en el comportamiento de la persona con quien está enojada: dar un puñetazo en la mesa, dar un portazo, gritar, insultar, etc. Así, cuando sea adulto, cada vez que se enoje repetirá esas acciones que aprendió en el pasado. Pero, si así fuera, todo estaría ya escrito y —parafraseando el proverbio latino nihil novum sub sole (nada hay nuevo bajo el sol)— nada de lo que pensamos, deseamos, sentimos o hacemos nos pertenecería en calidad de agentes, sino que habría sido introducido en nuestras vidas como los programas de simulación en un ordenador.

Ante el pensamiento de no actuar sino de ser actuado, tal vez en un primer momento se sienta uno aliviado por la buena nueva de no ser culpable de nada. ¡Fuera los complejos, los remordimientos por el mal hecho, fuera el peso de la responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones…! Parece como si se volviera de nuevo a la inocencia de los orígenes. Esa borrachera de pureza, sin embargo, dura poco. Pronto surge una duda que empieza insinuándose hasta terminar por aplastar con su peso abrumador: «¿soy entonces una marioneta movida por un hábil titiritero?», ¿qué sentido tiene vivir en una perpetua farsa?

La conclusión de mis dos experiencias no admitía duda: el rechazo de la libertad, al igual que su absolutización, conducían a una vida sin sentido.

Agotado por el esfuerzo físico y los sinsabores de la jornada, me senté al pie de un árbol sin saber qué hacer y me quedé dormido. No sé cuánto tiempo había

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pasado, cuando una vocecita, apenas perceptible, me sacó del sopor en que estaba sumido:

—No es verdad que todo está escrito; si se quiere, es posible cambiar las propias acciones e, incluso, la historia de uno mismo.

—¿Quién está ahí? —exclamé entre asombrado y temeroso. Por toda respuesta, aquella voz siguió como si no hubiera oído mi pregunta: —Si quieres, puedes modificar lo que no te agrada, lo que en ti no marcha bien.

Y esto no para evitar la desesperación ante el absurdo de carecer de una meta en la vida o de no saber por qué se actúa, sino para mostrar el convencimiento profundo de que la vida —tu vida— tiene sentido.

Mientras escuchaba estas palabras, traté de localizar de dónde procedían. Me levanté, miré en todas las direcciones. No se veía un alma. Sin embargo, la voz, lejos de perderse en el aire como los sonidos de un instrumento musical, fue cobrando consistencia y armonía. Me di cuenta entonces de que aquella voz no provenía de fuera, sino que nacía en mi interior. Así que, tras haberme sentado, cerré los ojos concentrando la atención en aquel extraño fenómeno.

II. EL CAMINO DE LA VERDAD: LA VERDAD NOS HACE LIBRES

odavía me hallaba a la escucha cuando sentí que alguien me zarandeaba. —Eh tú, despierta. Abrí los ojos. Ante mí se erguía en toda su pequeña estatura la figura de un niño

de unos siete años, de mirada despierta y un poco pícara, que sonreía al ver mi cara de asombro.

—¿Qué haces aquí, pequeño? ¿Te has perdido? —le pregunté —No; no me he perdido, sino que te he hallado… Se interrumpió al observar mi perplejidad. Luego prosiguió:

T

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—Yo soy tu verdad y quiero enseñarte el camino que has de recorrer para encontrarme.

Las palabras del niño me parecieron más enrevesadas que el enigma propuesto a Edipo por la esfinge. Junto a esto, la fragilidad de aquel ser y su aparente desamparo me movieron a poner reparos.

—Lo que dices, pequeño, carece de sentido: si tú eres mi verdad, ya te he encontrado; es absurdo, pues, que deba recorrer un camino para hallarte.

Sin apurarse lo más mínimo, el niño me dirigió una mirada penetrante que caló en las profundidades de mi alma. Luego, se limitó a decir:

—Aunque no entiendas ahora, fíate de mis palabras y, al final, como recompensa a tu confianza, serás capaz de comprenderlas. Y, sin añadir más, me hizo alzarme y, acompañándome, me introdujo en una espesura que se perdía en lo más profundo del bosque.

Tras un buen rato de caminar, jadeaba dolorido por el recorrido accidentado, las zarzas que se me clavaban en la carne y los rodeos que, de vez en cuando, debíamos hacer para sortear algún que otro obstáculo: un tronco caído, una zona pantanosa... Mi compañero, en cambio, no parecía andar, sino volar; tan ágiles y veloces eran sus pisadas.

De repente, la maleza empezó a perder densidad hasta que se abrió ante nosotros, dejándonos ver un prado de hierba, con las puntas doradas por el sol de la tarde.

—Mira allí —señaló el niño. Dirigí la vista hacia el punto que me indicaba con la mano y vislumbré una

estrecha senda. Nos encaminamos hacía ese lugar. Al principio no parecía una senda acogedora: no era espaciosa como el primer camino ni, a diferencia del segundo, se hallaba dominada desde el comienzo hasta el fin por la razón humana. Se veían matojos, algún que otro charco e, incluso, más adelante, nos topamos con torrentes que con su fuerza arrolladora parecían querer destruir los pasos de acceso. No faltaban tampoco los acantilados y precipicios que descendían en el vacío. No había muchos transeúntes, y pocos eran los que recorrían el sendero con aire risueño.

El camino se hallaba indicado por un cartel con una inscripción muy antigua a juzgar por las huellas que la intemperie y las lluvias habían dejado en sus letras. En un primer momento, no fui capaz de leerlo; faltaban algunos caracteres para que el letrero tuviera sentido: «la verdad os hará …bres». No estaba claro si la palabra borrada en parte era «hombres» o «libres».

Cuando le manifesté al pequeño mi curiosidad por saber de qué término se trataba, éste se limitó a sonreír diciendo algo que entonces me pareció misterioso: tal vez no sea una casualidad que el nombre del camino de la verdad pueda ser interpretado en un doble sentido.

Una vez en aquel sendero, el niño aminoró la marcha y comenzamos a charlar. Le pregunté lo que me tenía en ascuas desde el momento en que había escuchado

su voz dentro de mí: —¿Entonces, entre reducir la verdad a mi libertad y su negación completa, existe

otra vía? Sin aminorar el paso, el pequeño confirmó mi conjetura, añadiendo:

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—La verdad y la libertad, lejos de oponerse o identificarse, se exigen mutuamente.

—Entiendo, dije yo, que, en el hombre, la verdad y la libertad no se identifican ni se contraponen: acabo de experimentarlo en carne propia al intentar recorrer los caminos que, en cambio, afirmaban lo contrario; no comprendo, sin embargo, cómo se relacionan.

Aquel ser diminuto se detuvo bajo un abeto cuyas ramas se perdían en el azul del cielo. Aseguraría haber visto al niño menguar hasta casi convertirse en un punto luminoso.

—Mira —me explicó— la libertad y la verdad son como lo cóncavo y lo convexo del vivir: la libertad requiere la existencia de una verdad personal, pues sin ella la vida se pierde en el abismo del sinsentido; si la libertad tuviera como fin el puro ejercicio de sí misma, estaríais condenados a deambular en un mundo absurdo. Sin embargo, no es así: la libertad tiene un para qué lleno de sentido —la verdad— que, como la libertad, también es personal; cada uno posee la suya y, como ya te he dicho, la tuya soy yo. Además, como lo convexo del vivir, la verdad personal no puede existir sin libertad. Si no fueras libre, yo me impondría por la fuerza y te obligaría a obrar según lo que a mí me apeteciera, sin tener en cuenta lo que realmente quieres. Pero yo no soy una verdad que constriñe, que fuerza; no soy como la verdad del mar, de las estrellas, que los guía sin falla en sus movimientos y mareas; ni siquiera como la de plantas y animales, a los que les permite ciertos cambios de comportamiento, sino que soy una verdad humilde que, para realizarse, ha de ser aceptada, practicada y, sobre todo, amada. Por eso, a diferencia de lo que ocurre con la verdad del cosmos y de los otros seres vivos, siempre cabe la posibilidad de que me rechaces, intentes desembarazarte de mí, me olvides e, incluso, llegues a odiarme.

—Pero dime —pregunté al niño, que ahora, a pesar de su tamaño diminuto, se mostraba lleno de majestad—: ¿libertad y verdad tienen el mismo valor?

—No —respondió inmediatamente el pequeño—. La verdad personal es primaria, anterior a la libertad y al uso que de ella haces; la libertad, en cambio, nace y medra alimentándose de la verdad. Si quiere usarse una imagen bastante exacta de la relación que existe entre ellas, habría que decir que la verdad personal es la raíz de la libertad. No significa, sin embargo, que la libertad humana no pueda desarrollarse al margen de la verdad, pues es posible una libertad mentirosa. Pero, cuando se desliga de la verdad, la libertad crece raquítica, aquejada de enfermedades y taras.

La conversación al pie del abeto gigante se habría prolongado si el pequeño no me hubiera invitado a proseguir.

Nos pusimos de nuevo en marcha. El sendero descendía por espacio de varios kilómetros hasta llegar a un valle. Durante la bajada, algo accidentada, ni el niño ni yo dijimos una palabra. Yo iba meditando en la extraña relación entre verdad y libertad. Mi acompañante debía de pensar en cosas más divertidas a juzgar por el canturreo y los silbidos que, de vez en cuando, se le escapaban entre dientes; era feliz.

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Más tarde, mientras andábamos por un valle esmaltado de flores, se nos acercó un joven cubierto de harapos y que despedía un hedor insoportable. Instintivamente me tapé las narices. El recién llegado, sin apenas atreverse a alzar los ojos del suelo, nos preguntó si habíamos visto a su hermano. Al ver que no le respondíamos, se alejó llorando con desconsuelo.

A estas alturas estaba convencido de que el niño, no obstante su mutismo, debía de saber cuál era el paradero de la persona buscada. Así que, esperando obtener una confirmación, pregunté a mi acompañante si aquel joven había perdido a su hermano.

—No —respondió el pequeño—; no lo perdió, sino que lo mató por envidia. A pesar de que él era mayor que la víctima, envidiaba en secreto al hermano pequeño pues la vida sonreía a este último: los ganados se multiplicaban y engordaban a ojos vista, las tierras producían espléndidas cosechas y en su hogar reinaban la paz y la concordia. En cambio, el hermano mayor sufría pérdidas diarias en los ganados, la tierra parecía negarle sus frutos y, para colmo de desdichas, la desunión y el odio habían asentado permanentemente sus reales en el hogar de aquel desgraciado. El hermano mayor terminó por aborrecer al pequeño —a pesar de que éste nunca lo había injuriado—, negándose a reconocer que la causa de todas esas desgracias era su pereza y egoísmo. Por eso, un buen día, fingiendo querer hacer las paces, llevó a su hermano a un descampado en donde lo acuchilló sin piedad.

Ahora, tras muchos años de recorrer sendas y caminos cortados, está arrepentido de su crimen, pero, aunque lo desee, no podrá jamás devolver la vida a su hermano.

Interesado por lo que había escuchado, le pregunté: —¿Quieres decir que hay acciones con consecuencias irreparables ante las cuales

la libertad se muestra impotente? —Ya te he explicado antes que la libertad puede oponerse a la propia verdad. Y,

cuando la rechaza, además de corromperse en su misma raíz, produce daños que ella ya no es capaz de reparar…

Debí de poner cara de asombro, pues el niño, deteniéndose, dijo: —Tienes razón de mirarme con esos ojos de sorpresa. Aunque parezca mentira,

la libertad humana puede no sólo separarse de la verdad sino también dar lugar a hechos y realidades que, una vez producidos, escapan de su poder.

De todas formas, lo que más debería llamarte la atención es el mal uso de la libertad. Es un misterio insondable que ésta no desaparezca en la nada cuando rechaza la verdad que la sostiene y nutre. Se ve que el valor de la libertad es tan grande, que se le permite seguir existiendo incluso después de obrar el mal y de enfrentarse a la verdad. En cierto sentido, la libertad que se aleja de la verdad es una contradicción viviente, pues con su obrar se separa de sí misma, sin que, sin embargo, logre aniquilarse.

La libertad humana es así una realidad paradójica: tan poderosa que puede cambiar el curso de la propia biografía y de la historia, y tan débil que el uso errado de la misma introduce en el mundo el mal con todas sus secuelas: el dolor, la enfermedad y la muerte. Cuando por debilidad o malicia la libertad produce un acto agusanado, a pesar de su inmenso poder, no es capaz de reparar las trágicas consecuencias que se derivan de él en las personas y en toda la creación. De ahí la

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inmensa responsabilidad que pesa sobre la libertad: de ella dependen, en parte, los derroteros positivos o negativos que siguen la propia vida, el cosmos y la historia de los hombres.

—¡Entonces —exclamé—, una vez que se atenta contra la verdad personal no hay remedio! Estamos sentenciados a una condena peor que la profetizada por Sócrates, para quien es mejor ser víctima de la injusticia que cometer un acto injusto, pues la injusticia recibida se padece sólo exteriormente mientras que el autor de la misma se hace injusto. Y el injusto arrastra consigo, como una marca indeleble, el estigma del mal. Si te he entendido —proseguí—, la injusticia no sólo nos hace malos sino que también introduce las semillas del mal en el mundo y en la historia.

—Así es —respondió mi pequeño guía—, el mal no sólo es la negación de un bien debido, del bien que debería ser realizado por la voluntad humana, sino también una potencia que, por ser negativa, tiende a destruirlo todo, incluso el mismo acto y la misma voluntad que, por defecto, lo han dado a la luz. Como en La historia interminable, el mal semeja un agujero negro que día a día, hora a hora, minuto a minuto, crece en intensidad y tamaño, engullendo nuevas regiones del bien hasta amenazar con fagocitar el mundo entero.

—¿Estamos, pues, condenados a ser destruidos por el mal? —pregunté aterrado mientras contemplaba el valle por donde caminábamos. Parecía mentira que toda aquella belleza: las flores, los pájaros que surcaban el aire, el riachuelo que fecundaba la tierra…, estuviese amenazada por algo inmaterial con un poder altamente corrosivo.

—¡Tranquilízate! Es verdad que quien comete una injusticia se hace injusto y que el hombre no puede aniquilarla, pero el mal no es la última palabra en la vida del hombre ni en el cosmos ni en la historia. Y no es la última palabra porque tampoco es la primera.

Te contaré una historia. Millones de años ha, cuando la Tierra estaba estrenando sus primeros días y Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer, vivían felices en el paraíso, ocurrió un gran cataclismo. No pienses en terremotos, maremotos, erupciones volcánicas o meteoritos caídos del cielo; fue algo peor, mucho peor, pues todos los fenómenos de la naturaleza juntos no poseen la fuerza destructiva de aquel suceso. La catástrofe comenzó de forma casi imperceptible en lo más íntimo del hombre, en su corazón, cuando éste desobedeció el mandato divino de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Y, a pesar de no ser visible, produjo una multitud de efectos desastrosos en la creación: Adán y Eva, de justos que eran se trasformaron en injustos; la Tierra, de paraíso se convirtió en naturaleza salvaje y madrastra, y en la historia de los hombres penetraron como ladrones, a través de la falla abierta en el corazón humano, el dolor, la enfermedad y la muerte.

La injusticia anidó tan profundamente en la carne y el espíritu del hombre, que desde entonces todos vosotros —descendientes de aquella primera pareja— nacéis injustos y os comportáis más o menos injustamente, llegando incluso a atentar contra la humanidad en vosotros, los demás…, e incluso contra el mundo.

La historia del cataclismo, lejos de devolverme la paz, me hizo sentir mayor zozobra. El niño, que no perdía una sola de las expresiones de mi rostro, añadió:

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—Y ahora viene la parte más importante de la historia. —Puesto que el hombre no era la fuente de la justicia que poseía, sino sólo su

receptor, con su desobediencia no pudo aniquilarla, pues la Justicia, perfecta en su Origen, es indestructible. Para la fuente de eterna e infinita Justicia, no hay injusticias irreparables, por más terribles y degradantes que éstas sean. Pero si para recibir la justicia original se requería sólo que el Origen la concediera en don, para recobrar la justicia perdida era necesario, además de un nuevo regalo por parte del Origen, el concurso de la libertad humana: el hombre debía pedir perdón y convertirse, es decir, volver sobre sus pasos, recomenzando la andadura por la senda de la verdad sin cansarse de tropezar y levantarse cuantas veces hiciera falta.

—¿Cuando hablas de Origen, te refieres sólo al de la justicia o también al de la verdad personal?— pregunté intrigado.

—A ambos —respondió el pequeño. —No sabía que mi verdad tuviera un Origen, pensaba que había nacido conmigo. Habla que te hablarás habíamos llegado al final del valle. No sé si, para permitir

que yo descansara o para responder a mi objeción, el niño me hizo ademán de que me sentara a la orilla del pequeño riachuelo que se deslizaba perezosamente por aquellos prados. Luego, sacó de la faltriquera una especie de obleas dulces que me invitó a comer.

—El Origen —contestó el pequeño mientras me miraba comer con buen apetito— no alude sólo a la justicia y verdad personales sino también a la misma libertad. El Origen es Dios, que ha creado todo lo que existe de la nada. Por ejemplo, todo lo que eres, posees, puedes y debes hacer tiene como Origen a Dios. Y lo mejor de todo es que Dios te ha creado sin necesitarte…

—No me parece que eso sea lo mejor —repliqué—. Si Dios no me necesita, le soy completamente indiferente; nada de lo que yo haga influye en Él lo más mínimo.

—Razonas mal y te lo voy a demostrar. Respóndeme. ¿Si Dios te hubiera creado por necesidad, te habría creado dependiendo de un fin que se le imponía, como cuando construís una casa para cobijaros?

—Así es —asentí. —Dime ahora, ¿qué te da mayor garantía de seguir siendo: la necesidad que Dios

puede tener de ti o su absoluta independencia? —Me inclino a pensar que la necesidad pues, en tanto que me necesita, estoy

seguro de seguir existiendo. —Has vuelto a razonar mal. Sólo la absoluta independencia de Dios te garantiza

completamente tanto en el ser, como en recibir su perdón. La garantía absoluta de que no serás aniquilado se basa en que Dios no te necesita. Si te quisiese para satisfacer alguna necesidad, Dios te habría creado porque eras bueno para Él. Ahora bien, cuando dejaras de serlo, tu ser carecería de sentido pues ya no le satisfarías; de ahí que entonces podría aniquilarte o, por lo menos, no podrías estar seguro de contar siempre con su perdón. Por volver al ejemplo de la casa, si ésta pudiera pensar, sabría que depende en todo y para todo de la necesidad que tiene el hombre de cobijo. Por eso, estaría intranquila cuando dejase de cumplir su cometido o cuando amenazara derrumbarse, pues temería ser abandonada o destruida. Sin embargo, como Dios no te necesita, puedes dejar de ser bueno sin por eso

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desaparecer en la nada y sin angustiarte por la posibilidad de que te abandone, es decir, de perderlo irremediablemente.

—Me has convencido —dije humildemente—. Si he entendido tu razonamiento, la confianza de ser siempre perdonado se basa en el hecho de que Dios no depende de mí, es decir, no me necesita. Pero, entonces ¿por qué me ha creado?

—Te ha creado sólo por puro amor —contestó el niño—; un amor que nada ni nadie puede destruir, porque no depende de nada ni de nadie, sino sólo de Dios mismo. Por eso, puedes confiar plenamente en su perdón.

—De todas formas hay algunas cosas que todavía no me quedan claras. No entiendo, por ejemplo, por qué, siendo Dios a la vez Origen de mi verdad y libertad, puedo apartarme de la verdad. Me parece un contrasentido: ¿cómo puede ser Dios Origen de dos realidades que a veces se oponen?

Por primera vez en nuestra conversación, observé a mi acompañante meditabundo. Pasaron unos minutos antes de que de nuevo despegara los labios:

—La pregunta que planteas es compleja; pienso que la única respuesta posible se halla en el modo diferente en que Dios es Origen de la libertad y de la verdad. Intentaré explicarme. Tu libertad, aunque —como todo lo que tienes— procede de Dios, no depende en su ejercicio sólo de Él, sino también de ti…

—Me parece muy oscuro lo que dices —le interrumpí. Si dependo totalmente de Dios, ¿cómo dices ahora que el uso de mi libertad depende de mí?

—Se debe —siguió el niño sin inmutarse— al hecho de que tu libertad, a pesar de proceder de Dios, no es divina, sino humana. Dios te permite actuar con independencia de su querer, sin que, por eso, dejes de ser dependiente. Por ejemplo, cuando Eva comió del fruto prohibÍido, usó de la libertad concedida por Dios para que pudiera obrar por cuenta propia. Y, a pesar de que con ese acto había roto la amistad con Dios, Eva no logró, sin embargo, independizarse de Él, pues, como afirma Kierkegaard —uno de los pensadores que más han reflexionado sobre la libertad— Dios manifiesta su omnipotencia al haceros libres, es decir, partícipes de su poder absoluto, sin por ello perder nada de él; más aún, a través de vuestra libertad, Dios muestra ser potente en grado máximo, ya que es capaz de originar seres que actúan por sí mismos en el espacio creado por su omnipotencia. Es como si Dios, retirándose para que vosotros podáis ser libres, consiguiera estar aun más presente en la vida de sus criaturas.

La libertad humana, en tanto que imagen de la divina, introduce la novedad en el universo creado, tejiendo así en parte la trama de la historia. Sin embargo, esa cadena de nuevos inicios en el tiempo no son una creación absoluta, pues la libertad humana, además de implicar la divina, de la cual es imagen, requiere la existencia de lo creado: el mundo, otras personas libres y el propio ser personal.

—¿No te estarás yendo por las ramas? —interrumpí a mi interlocutor de modo más bien brusco.

Haciendo caso omiso de mi fogosidad, el niño se limitó a comentar: Debía tratar de esos temas para que pudieras entender por qué la libertad y la

verdad pueden a veces oponerse entre sí sin que por ello su Origen caiga en contradicción alguna. Ahora estás en condiciones de comprenderlo.

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Tu libertad, no obstante su poder, es limitada: no es omnipotente, pues no puede realizar todo lo que quiere, ni creadora, pues no es Origen. A estos límites hay que añadir, además, su carácter temporal: tu libertad, con la que haces surgir la novedad, comienza y se actúa en el tiempo, por lo que en parte es histórica e influye en la historia. Tu verdad, en cambio, a pesar de ciertos límites comunes con la libertad (no es omnipotente ni creadora), existe desde toda la eternidad. Por ser eterna, tu verdad no puede oponerse a sí misma, es decir, lo que eres desde toda la eternidad contiene lo que debes llegar a ser al final de tu vida, pues la eternidad de tu verdad no es una abstracción sino algo real que debe realizarse en el tiempo. La libertad, en cambio, por no ser eterna, puede separarse de la verdad personal; en este caso, se produce una contraposición, más o menos grave, entre lo que eres eternamente y lo que llegas a ser en el tiempo. Cuando eliges un modo de ser contrario a lo que eternamente eres (por ejemplo, ser un ladrón), la libertad lo hace existir y, si bien ese modo no es verdadero, es real; más aún, lo real entonces no es tu verdad sino tu falta de verdad, de autenticidad o mentira existencial.

—Me has explicado por qué la libertad puede separarse de la verdad, pero no en qué sentido Dios es Origen de la verdad personal —repuse en tono algo enfadado.

—Veo que has seguido atentamente la explicación y, a la vez, que eres impulsivo. Intentaré, pues, satisfacer esos deseos tuyos de saber. Tu verdad es eterna porque participa de la Verdad, que es sólo una: la Verdad divina. De todas formas, no se identifica con Ella, pues no es increada como la divina, sino creada. Dios, que te conoce y ama desde toda la eternidad pues es eterno, sabe quién eres o, si te resulta más fácil de entender, te conoce personalmente. Tu verdad se halla, pues, en Dios en tanto que te conoce y ama eternamente. Lo que puedas conocer de ti mismo en esta tierra será siempre una mínima parte de quién eres. Sólo si vuelves a Dios tras tu periplo por la tierra, podrás conocer completamente quién eres, pues tu Origen es también tu Fin. Como procedes de Dios —Origen de tu verdad y de tu ser—, estás eternamente destinado a volver a Él. Pero, para tornar a Dios, tienes que querer. En palabras de Agustín de Hipona: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti».

—Por fin —comenté— empiezo a vislumbrar un tenue resplandor: mi verdad es eterna, porque se encuentra en Dios, mientras que mi libertad, que comienza en el tiempo, está destinada a la eternidad divina. Por eso, la libertad tiene como fin la verdad: no una verdad cualquiera, sino mi verdad, es decir, lo que yo soy eternamente ante Dios.

—De todas formas —añadió— lo que eres eternamente en Dios tiene muy en cuenta lo que llegarás a ser en esta vida.

—¿Quieres decir que mi verdad es a la vez eterna y temporal? ¿Cómo es eso? —En primer lugar debes pensar que lo eterno no excluye lo temporal, sino que lo

incluye: Dios conoce lo que llegarás a ser en el tiempo porque conoce lo que eres desde toda la eternidad. Para ti, que estás en el tiempo, lo que eres eternamente se presenta necesariamente o con el carácter de pasado: ya lo eres, o con el carácter de futuro: lo serás cuando mueras. Por eso cabe creer, como los fatalistas, que todo está ya escrito, o, como los existencialistas, que el hombre no tiene una verdad pues se va haciendo hasta el momento mismo de la muerte. Son dos errores de perspectiva

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producidos, en un caso, por la destrucción del tiempo a manos de la eternidad y, en el otro, por la absolutización del instante. Pero ni la eternidad hace inútil el tiempo ni éste se explica sin la eternidad. La perspectiva del hombre es la de la sucesión; la de Dios es la de quien conoce esa sucesión en su origen.

La placidez del lugar y la amena conversación con el pequeño habían impedido que me percatara de lo avanzado de la hora. El sol había comenzado a ocultarse llenando el cielo de tonalidades malvas y rojizas, mientras el lugar donde descansábamos se iba poblando de sombras. Me levanté, por miedo a que se nos hiciera de noche en aquel descampado. Por otro lado, como quería seguir con el tema de nuestro diálogo, pregunté al niño algo que todavía no me había quedado claro y que se refería al poder de Dios sobre el mal.

—Entiendo que Dios es omnipotente, pero no acabo de comprender cómo Él puede destruir el mal producido por mi libertad —y añadí—: Si el mal es algo real, ¿cómo puede hacer que lo real no sea?

Los dos nos habíamos puesto nuevamente en camino. El pequeño, que ahora andaba junto a mí para no perderme en aquella oscuridad creciente, respondió pensativo:

Tienes razón en manifestar tu extrañeza, ya que la conexión entre el conocimiento divino de lo que tú eres y la destrucción del mal que has realizado no es evidente. Diré, por tanto, lo que se me entiende de tal cuestión; no has de esperar, sin embargo, una respuesta exhaustiva: no debes olvidar que mi conocimiento también es limitado.

Fíjate en esto: no es que Dios haga que el mal realizado deje de existir, pues lo que ha sido no es posible que no haya sido; tampoco que el mal hecho no produzca consecuencias negativas, pues eso equivaldría a limitar el poder de la libertad humana. Imagínate, por ejemplo, que un malhechor asesina a un padre de familia numerosa; está claro que de ese crimen se siguen en la vida de la viuda y de los hijos una serie de sufrimientos y situaciones difíciles, que Dios permite al haber dotado al asesino de libertad. Entonces, preguntarás, «¿en qué consiste la destrucción del mal?». Me parece que en una doble realidad: en la trasformación del injusto en justo y en la obtención de bien a través del mal realizado. De nuevo, puedes observar la grandeza de la omnipotencia divina: su poder es tan soberano que, aun cuando las injusticias tiñan de grana el corazón de un hombre, Dios puede purificarlo por completo, dejándolo más blanco que las nieves perpetuas y, no sólo eso, además es capaz de vencer el mal del modo más perfecto posible pues, aunque éste produzca consecuencias negativas, de él sabe obtener mayores bienes. En definitiva, Dios permite el mal para que el bien logrado lo vaya sofocando hasta ahogarlo en la misma fuente de donde nace: el corazón humano. Por usar un ejemplo gráfico, es como si existiera un médico con una pericia tal que se sirviera del cáncer no sólo para devolver la salud al enfermo, sino también para procurarle toda clase de bienes.

—No veo, sin embargo —dije atajando su entusiasmo—, que el mal disminuya en poder destructor.

—Aparte de que ni tú ni yo lo sabemos —respondió el niño con calma—, el poder del mal depende sobre todo del número de corazones a los que afecta. Por eso, no debes juzgar la fuerza del mal por los delitos que se cometen sino por las

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personas que se empecinan en él, lo cual es un misterio velado a tu inteligencia. Sólo Dios y el interesado saben si el corazón persiste en el mal o se convierte. De todas las manifestaciones de la omnipotencia divina, la conversión es la mayor: la libertad de Dios vuelve a unirse íntimamente con la del hombre, permitiendo a este último algo que con sus propias fuerzas antes le resultaba imposible: ser lo que verdaderamente es. Mediante la gracia de la conversión, Dios vuelve a poner al pecador en camino en pos de la verdad, no importa lo lejos que él se halle. Pues Dios no sólo es Origen de la libertad en un momento del tiempo, sino que la mantiene en el ser incluso cuando ésta se aleja de Él; nunca la abandona, permitiendo así que la persona, hasta el mismo momento de la muerte, pueda confiar en volver a ser lo que es eternamente.

Me gustaría —añadió en tono solemne— que se te grabase en el alma la siguiente verdad: Dios te sustenta en tu ser y verdad de tal forma que, si por un imposible, cesara de amarte, dejarías de existir. Esto no ocurrirá jamás porque Él es fiel a su amor: con el mismo amor con que te ha creado te mantiene en el ser y te guía. Por eso, basta que le pidas perdón, es decir, te duelas del mal realizado por ser contrario al amor que te tiene, para que Dios limpie lo que te afeaba y ennegrecía, pues lo contrario a la verdad lo es también a la luz y a la belleza.

—Entonces, a pesar de haber cometido una injusticia y de causar daños irreparables, ¿siempre se está a tiempo de volver a la verdad porque el Origen no nos abandona nunca? —pregunté más tranquilo.

—Sí —respondió mi guía—. Antes te dije que el Origen de la verdad personal es a la vez su fin, ahora debo añadir que el Origen se halla presente incluso cuando la libertad se aleja de la verdad; está esperando con los abrazos abiertos que el hijo pródigo regrese al hogar paterno. Pero, si no se convierte, por más que el Padre desee estrechar al hijo contra su pecho, no tendrá más remedio que permitirle su descamino para siempre sin que su bondad sufra menoscabo.

—¡Me parece increíble lo que afirmas! —exclamé indignado—. ¿Cómo Dios puede a la vez amar del modo que dices y permitir el extravío eterno de alguien?

—Dios desea ser amado, pero no obliga a nadie a amarlo —sentenció el niño con la voz velada por la tristeza. Si Dios quiere creara alguien digno de ser amado por sí mismo, no tiene más remedio que crearlo libre, es decir, capaz de aceptar o rechazar ese amor. Por eso, lo único que cabe es adorar la omnipotencia divina, tan grande que puede aceptar la falta de correspondencia de la criatura sin por ello dejar de ser omnipotente. El daño lo recibe, en cambio, el que se extravía para siempre pues, al separarse voluntariamente de su Origen, se aproxima a la nada de la que fue creado; es como si la substancia del descaminado se llenara de agujeros y de gusanos que la van royendo y deshaciendo sin acabar de extinguirla.

—Veamos si he entendido tus explicaciones: hay que distinguir dos tipos fundamentales de libertad. Existe una libertad que se opone más o menos a la verdad personal. Esta libertad, en la medida en que se enfrenta a la verdad, se depaupera y tiende por eso a alejarse cada vez más de lo que la persona verdaderamente es hasta resultarle imposible ser lo que es. En cambio, la libertad que se nutre de la verdad personal se fortalece y crece en espera de llegar a ser totalmente lo que es.

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—En efecto —confirmó el pequeño—. La libertad no crea la verdad, pero puede seguir la que existe desde siempre, perfeccionándose como libertad, o sea, liberándose del mal, o puede rechazarla, trasformándose entonces, paradójicamente, en esclava de lo mismo que la corrompe. Además, la libertad humana está investida del gran honor y la grave responsabilidad de hacer real algo que sin ella sería sólo posible, y de hacer imposible algo que sin ella sería real, con independencia en uno y otro caso de que esa realidad corresponda o sea contraria a la verdad...

—Creo entender lo que dices —le interrumpí—. No es la libertad la que consigue que algo sea verdadero; lo único que la libertad logra es convertir algo en real o impedir que algo posible lo sea realmente; pero no es lo mismo la realidad a la que la libertad da origen que la verdad personal.

—En efecto. El asesinato, el robo, los falsos testimonios, el adulterio, etc., son realidades, por desgracia, cada vez más frecuentes y, sin embargo, no son verdades pues no corresponden a lo que la persona es. Estas acciones dependen de un poder capaz de transformar las simples posibilidades en hechos, pero que no crea verdades. Te lo explicaré con un ejemplo: es un hecho real, según la narración de la Biblia, que Caín mató a Abel. Pero, puesto que el asesinato de este último no formaba parte de la verdad de Caín, la muerte de Abel, en lugar de aproximar a Caín a lo que él era, lo alejó radicalmente de sí. Lo mismo puede afirmarse de los demás actos injustos: son reales e influyen por eso de manera profunda en quien los comete y también en la historia, pero no son verdaderos en cuanto que no corresponden a la verdad personal.

La noche, como un forajido, se había echado sobre nosotros. El cielo cubierto de nubes robaba a la luna y las estrellas el más pequeño resplandor. La oscuridad era completa. Aunque mi acompañante parecía capaz de recorrer la senda con los ojos vendados, viendo mi torpeza sugirió detenernos en un recodo del camino y pasar allí la noche. Resguardado del viento por unos arbustos, me dormí con el eco de las últimas palabras del niño: «la verdad personal», «la verdad personal»…

III. ¡CONÓCETE A TI MISMO!

l sol estaba muy alto cuando desperté sobresaltado. No sabía muy bien en dónde me hallaba, ni siquiera si el peregrinar por los caminos del bosque era un sueño o una realidad. Enseguida salí de la duda. El niño que me había acompañado la

E

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jornada precedente, no solo era real, sino que, además, estaba muy activo; con una rama me estaba pinchando en el costado, mientras gritaba:

—¡Arriba, perezoso! Hizo caso omiso de mis excusas: el cansancio del camino recorrido, el dolor en

las articulaciones… y siguió clavando el palo en mis costillas hasta que no tuve más remedio que levantarme.

Mi enfado por el modo en que me había despertado desapareció como por ensalmo cuando comprobé que, mientras yo dormía, había estado preparando un desayuno a base de obleas, fruta y agua del río. «Se ve que las verdades personales no necesitan muchas calorías», dije para mis adentros.

Comenzó así la segunda jornada en el bosque y el primer amanecer en la vía de la verdad personal. Tras el frugal desayuno, reemprendimos la marcha. Conversando llegamos a un punto en donde el sendero se bifurcaba. En el cruce había dos flechas. En la que señalaba hacia la derecha podía leerse: «¡conócelo todo!»; en la que indicaba la izquierda estaba colgado un viejo cartel con la siguiente inscripción: «¡conócete a ti mismo!».

No era la primera vez que me encontraba en aquella tesitura; a lo largo de la vida me había visto obligado a tomar decisiones sin conocer perfectamente las consecuencias que se habrían seguido de mi actuar. Sin embargo, la elección de un camino u otro se me antojaba ahora dificilísima: las dos consignas despertaban mi curiosidad por igual.

No sabiendo cuál de los dos caminos debía escoger, miré a mi acompañante, el cual se limitó a decir:

—No te preocupes si no tienes una seguridad total de que el camino que elegirás es el adecuado, basta que pienses en lo aprendido hasta ahora y desees no separarte de mí.

—Veo con claridad —dije pensando en voz alta— que verdad personal y libertad no se oponen; se implican. Me doy cuenta también de que ese tipo de verdad no corresponde a una ciencia determinada, sino al conocimiento de mí mismo. Lo que todavía no me queda claro es a qué se refiere esa verdad. ¿Tal vez implique el conocimiento del todo, como parece sugerir Hegel? ¿Pero… quizá la persona no esté incluida en ese todo? No sé cómo salir de este dilema —manifesté derrotado.

—¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno desconoce algo? —me preguntó el niño.

—No. —Algo muy sencillo: examina lo que eso no es. —Muy bien —me animé reconfortado por las palabras de mi guía—.

Descartemos los errores ya vistos: en primer lugar, la verdad personal no se confunde con la libertad, pues no todo lo que puedo hacer corresponde a la verdad; en segundo lugar, tampoco debe ser entendida como un simple hecho, pues la libertad es capaz de trasformar posibilidades en hechos que, sin embargo, no son verdad.

—Vas bien. —Entonces —exclamé bajo el efecto de la inspiración—, está claro: el

conocimiento del todo es radicalmente distinto del de la verdad personal, pues, si

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bien lo realizado por la libertad antes ha sido conocido como posible y, por tanto, como parte de una totalidad, ni todo lo que es posible ni todo lo que se realiza corresponde a la verdad personal. Por eso, el conocimiento del todo (correspondiente a posibilidades y hechos) no es lo mismo que el conocimiento de lo personalmente verdadero.

—Cabría —objetó el pequeño—, que la verdad personal, si bien no se identifica con la totalidad de lo real, fuese lo mismo que lo realizado por una persona a lo largo de su vida y, en consecuencia, que la verdad personal fuese el todo de cada persona.

La evidencia con que veía que ningún todo, ni siquiera el de la vida de la persona, equivale a la verdad personal, me condujo a responder con prontitud, utilizando un argumento contundente:

—Si un hecho puede no corresponder a la verdad, también podrá ser falsa la totalidad de una vida. De ahí que no haya una identidad necesaria entre las acciones realizadas por una persona a lo largo de su vida y su verdad.

—¿Diremos, pues, que la verdad personal trasciende la realidad de las acciones que puedes realizar?

—Así es —convine yo. —Entonces —concluyó el niño—, habrá que sostener que la verdad personal es

el ser mismo de cada uno. —Antes dijiste que la verdad personal se encuentra en Dios, ¿cómo dices ahora

que la verdad personal es el ser mismo de cada uno? Mi ser se halla en mí y no en Dios.

—El ser de cada uno —contestó mi pequeño guía— es una participación del Ser divino de acuerdo con lo que Dios quiere. Por eso, el que es fiel a su ser, cumple el querer divino, correspondiendo así al amor del Creador.

—De todas formas, hay una diferencia entre ser y verdad personal: mientras que el primero tiene un origen en el tiempo, la segunda es eterna.

—Es cierto —asintió el niño—, pero no debes olvidar que la verdad personal consiste en lo que uno es ante Dios, es decir, lo que Él eternamente quiere para cada uno. Por eso, aunque comienzas a ser en el tiempo, lo que tú eres ante Dios es eterno. Desde este punto de vista, lo que tú eres es tu verdad y a la inversa.

Se entiende así que la persona no es su biografía, sino que más bien la biografía es de la persona. En el ser humano hay posibilidades adecuadas a la verdad personal que, sin embargo, no se convierten en reales; a veces porque no se conocen, otras porque, una vez conocidas, no se quieren realizar. Seguramente habrás oído decir que el mayor negocio consiste en comprar a un hombre por lo que vale y venderlo por lo que cree valer. El dicho es verdad sólo en lo que se refiere a la biografía: cada uno de vosotros aspira más allá de lo que es la historia de su propia vida, pero no a la persona, pues nadie cree valer lo que realmente vale.

—Mmm… ¿Me estás diciendo que debo elegir el sendero del «conócete a ti mismo» porque mi ser es hechura de mi verdad?

—Has acertado —confirmó el niño—. Lo más importante es la fidelidad al propio ser, para lo que hay que conocerse. Pero no creas que conocerse es tarea exenta de esfuerzo y de dificultades; probablemente es la que exija emplear la mayor

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cantidad de energías disponibles, pues, aunque es más difícil conocer todas las cosas que a uno mismo, es más asequible lo primero que lo segundo.

—¡Ya estamos con los acertijos! —dije en tono de quien está cansado de que le agobien.

—No lo tomes a mal, pero seguir el camino de la verdad requiere reflexión y una buena dosis de paciencia que a ti te falta. Hay muy pocos hombres con capacidad para saber todo lo humanamente cognoscible, por lo menos en una época determinada; mientras que todos tenéis acceso a la propia verdad personal. Por eso he afirmado que es más difícil ser enciclopédico que conocedor de la propia verdad. Sin embargo, la ciencia humana es más asequible que el conocimiento de la propia verdad, pues para lograr este último no basta la capacidad ni el ambiente adecuado ni el estudio ni las enseñanzas de los maestros, sino que también hay que querer conocerla, lo que implica a su vez estar dispuesto a poner en juego la propia vida; para adquirir el conocimiento de la verdad personal no basta dedicar un tiempo más o menos largo, sino que es preciso consagrar a esa tarea toda la vida. Pues, como dice Calderón de la Barca en La vida es sueño: «al final de la jornada aquel que se salva sabe, y el que no, no sabe nada».

Nuestra conversación —siguió el pequeño— me ha recordado un sucedido. Se cuenta que en una ocasión un sabio muy famoso ordenó a un barquero que lo pasara en barca a la otra orilla de un lago. A pesar de que los nubarrones y el viento anunciaban que el temporal se estaba avecinando, el barquero accedió al requerimiento de aquel señor adusto y lleno de ínfulas. Durante la travesía, el sabio comenzó a preguntar al barquero sobre todo lo humanamente cognoscible. El pobre barquero no sabía que temer más: si la tormenta que había comenzado a descargar en el lago, o la lluvia de preguntas de aquel señor austero. Ante los errores y silencios del barquero, el sabio preguntaba invariablemente entre sorprendido y enojado: «pero, cómo ¿no ha estudiado usted astronomía?, ¿no ha estudiado usted literatura?, ¿no ha estudiado usted ciencias naturales?...». Y, como el barquero contestase con la vista baja que no, el sabio lo recriminaba con estas o parecidas palabras: «entonces, ha perdido usted la mitad de su vida». Asombrado de tal ignorancia, el sabio parecía no darse cuenta del cariz que estaba adquiriendo la tormenta. Las aguas del lago, hasta entonces apacibles habían comenzado a encresparse amenazando con mandar a pique la pequeña embarcación. Así que, antes de que el sabio pudiera seguir con el examen de las deficiencias del barquero, este último lo interrumpió y, por primera vez en todo el viaje, le hizo una pregunta: «¿sabe usted nadar?». El sabio, que no esperaba ser a su vez examinado, mostró sorpresa: «¿qué quiere usted decir con eso?». «Lo que le he dicho, repitió el barquero, ¿que si sabe Usted nadar?». «No», respondió asustado el sabio. A lo que el barquero respondió con aire falsamente compungido: «sabe lo que le digo, usted ha perdido toda su vida».

Se entiende así —dijo el niño sacando una moraleja de la jocosa narración, que en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos figurase como expresión de máxima sabiduría el lema: «conócete a ti mismo», pues en este conocimiento, como en el cuento del barquero, nos jugamos toda la vida...

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—No hay que exagerar —le interrumpí—. Me parece que, por una parte, no es necesario tener un conocimiento completo de nosotros mismos para poder vivir y, por otra, a pesar de lo que digas, es más fácil conocerse a sí mismo que no saber todas las cosas. Cada uno posee cierto conocimiento de sí mismo, mientras que, por más pequeño que sea, no tenemos un conocimiento de todas las cosas.

—Siento contradecirte. Lo que tú conoces de ti mismo es lo menos importante: lo que tienes en común con las demás personas, lo que haces, piensas y deseas; por no decir nada del modo, muchas veces equivocado, en que crees que los demás piensan de ti. El poeta de Castilla, Antonio Machado, hace decir a su complementario, Juan de Mairena, que cada uno de nosotros está constituido por tres yoes: el yo que los demás conocen, el yo que uno cree ser y el yo que se es realmente. Aunque no hay que pensar en estos yoes como compartimentos estancos pues se mezclan e influyen unos en otros, la distinción es real y, en ocasiones, uno de ellos se trasforma en obstáculo para el propio conocimiento. De ahí la dificultad de conocerse tal y como se es, sin añadidos ni carencias: a veces el reflejo de vuestro yo en los demás es tan deslumbrante que os olvidáis de cómo sois realmente. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los ambiciosos y vanidosos, pues, en lugar de dirigir su atención hacia la propia alma, viven pendientes de lo exterior, de lo que ellos no son: poder, dinero, fama, etc. Otras veces, los sentimientos, deseos y estados de ánimo os impiden conoceros realmente; por ejemplo, pensáis no ser capaces de superar dificultades y pruebas porque el temor de las mismas mueve vuestra imaginación a agigantarlas, u os creéis mejores de lo que realmente sois, porque experimentáis sentimientos de compasión, de ternura, de generosidad ardiente…

Mientras escuchaba a mi acompañante desgranar los peligros que acechaban en la senda del «conócete a ti mismo», mi mirada se fijó en el cartel que lo señalaba. Empezaba a cobrar conciencia de lo que significaba la elección que acababa de hacer. Al principio había sentido sólo curiosidad por el rótulo; ahora, conforme oía hablar de las dificultades con que iba a tropezar para recorrerlo, experimentaba la seguridad de haber tomado una de las mejores decisiones de mi vida. Sin embargo, ese sentimiento de certidumbre se fue trocando en otro de temor: ¿mi inteligencia, tan limitada, sería capaz de introducirse en aquel laberinto de espejos sin extraviarse?

El niño había dejado de hablar y me estaba observando atentamente. Luego, como si hubiera leído en mi alma la duda que se había insinuado, dijo:

—Conocerse a uno mismo, no es una simple operación de la inteligencia, pues ninguna, por sutil y profunda que fuere, saldría ilesa de las trampas tendidas por la opinión ajena y el amor propio. Se trata, sobre todo, del buen uso de tu libertad, pues, para que tú te conozcas —como te he dicho—, es preciso que quieras conocerte.

—Y ¿por qué sucede esto con la verdad personal y no con las demás verdades? —pregunté ya más sosegado mientras nos introducíamos en la espesura.

—Porque el conocimiento de sí mismo —me dijo haciendo un alarde de paciencia— no es sólo teórico, sino sobre todo práctico: cuando uno conoce quién es, se ve obligado a actuar según lo que es, mientras que el conocimiento de las

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verdades de las ciencias no obligan a actuar según lo conocido; por ejemplo, conocer cómo es el león no te obliga a comportarte como un león.

Fíjate, por tanto —añadió—, lo que significa verdad práctica: te conoces en parte —en esta tierra nunca te conocerás del todo— y, por eso, siempre puedes conocerte mejor y más completamente. Te vas conociendo de forma gradual, en la medida en que quieres conocerte y, sobre todo, en la medida en que te comportas de acuerdo con lo que conoces.

—¡Vaya un galimatías! ¿No podrías ser más claro? —exploté enfadado. —Te pondré un ejemplo: si sabes que la palabra ha sido concedida al hombre

para expresar la verdad, tú, que eres hombre, deberás ser sincero, pues de otro modo no estás siendo lo que eres de verdad. Ahora bien, conocer que siempre debes decir la verdad es sólo una indicación que no te permite saber en qué consiste la sinceridad que has de practicar en las distintas circunstancias de la vida: a veces deberás decir todo lo que sabes; otras veces deberás mantener en secreto una parte de la verdad; otras, en fin, deberás guardar un silencio absoluto. Lo que nunca tendrás que hacer es mentir. El cuándo, cómo, a quién, dónde, etc. de tu sinceridad lo irás descubriendo en la medida en que seas sincero. Y, para serlo, tendrás que quererlo; a veces con tal intensidad que has de estar dispuesto a perder hacienda, honra e, incluso, la misma vida por defender la verdad.

—Por fin hablas con claridad y no mediante enigmas. Ahora comprendo lo que significa verdad práctica. Veamos si no yerro: la verdad de la persona no sólo se ha de conocer, sino que también se ha de querer y practicar. Pero, entonces, eso quiere decir que conocer la verdad de la persona no es conocer algo terminado y fijo, por ejemplo, que 2+2 = 4, sino algo que se hace cada día, mejor aún, cada minuto de nuestras vidas.

—Exactamente —aprobó mi pequeño guía—. Algunos pensadores han naufragado ante la verdad de la persona al tratar de definirla, pues no se percataron de su carácter dinámico y práctico. No existe una definición de esta verdad, pues la conocéis en la medida en que se va realizando. Por eso, decir que la verdad de la persona es ser un animal racional o una sustancia individual de naturaleza racional es algo verdadero, pero pobre; por supuesto que vosotros, hombres, estáis dotados de un cuerpo semejante al de los animales y sois capaces de pensar y querer, signo esto último de racionalidad, pero de ahí sólo se deduce, por ejemplo, que conocéis la verdad y que vuestras palabras tienen como fin expresarla, o que no debéis robar, matar, etc. Eso no es, sin embargo, conocer la propia verdad personal. Como no es conocer a Dios saber sólo que Él nunca obra el mal.

—Entiendo —dije—: saber lo que es la esencia del hombre no es conocer la verdad personal, porque para conocerla hay que esperar a que se realice. Y en su realización no influye sólo lo que todos los hombres son, sino el querer y el obrar personales.

—En parte, es así —confirmó él—; pero la principal razón te la he explicado ya: tu verdad personal coincide con lo que tú eres y lo que tú eres trasciende el tiempo, es decir, comienza en el tiempo pero no se realiza completamente en el tiempo, pues tu ser pertenece a un alma espiritual; de ahí que no se llegue nunca en el tiempo a conocer del todo la propia verdad. Ahora bien, esto no significa que esa verdad no

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influya en tu vida, pues, para llegar a ser lo que eres, debes actuar de un modo adecuado a la verdad y esa actuación se realiza en el tiempo.

¿Entiendes ahora por qué antes te hablé de que la libertad tiene como fin la vuelta al Origen? Es en Él donde se halla desde toda la eternidad lo que tú eres verdaderamente y es allí también donde conocerás quién eres. Por eso, en la medida en que te aproximas a tu verdad, te acercas al Origen.

—¿O sea, que en principio un anciano debería hallarse más cerca de la verdad personal que un recién nacido? —pregunté en tono irónico.

—Tendría que ser así pero, como hemos visto, no siempre ocurre esto: hay muchos a los que el paso de los años, en lugar de acercarlos a la verdad, los aleja de ella, pues con pertinacia la rechazan hasta quedarse sordos ante su voz; esperemos que en el momento final, cuando ya nada los distraiga de la verdad, estén dispuestos a aceptarla. Por otro lado, hay jóvenes e, incluso, niños que viven en perpetua escucha del querer divino, procurando aceptarlo, amarlo y ponerlo por obra. De ahí que, a pesar de su poca edad, posean la madurez, la prudencia y la benignidad que otros consiguen al cabo de muchos años y que otros, por desgracia, no alcanzarán nunca. Como ves, conocerse a sí mismo no es sólo una cuestión de tiempo, sino sobre todo de buena voluntad y virtud.

Mientras el pequeño me decía estas cosas, llegamos a la cima de un collado: a nuestros pies se extendía un lago de aguas trasparentes y muy profundas. El camino parecía morir en la orilla.

—No sabía que en la senda del «conócete a ti mismo» hubiera un lago —comenté con sorpresa.

—¿Uno? Uno solo, no; muchos, de distintas formas, colores y profundidades. —Y ahora ¿qué hacemos? —¿Ves esa barca blanca? Hemos de remar hasta la otra orilla —dijo el niño

encaminándose hacia el bote. Tras descender de la colina, subimos a la embarcación y nos pusimos a bogar

con fuerza. Estaríamos en medio del lago cuando el niño dejó de remar y me hizo ademán de que yo también descansara.

—Mira en el espejo del agua —me ordenó—. ¿Qué ves? —Veo el reflejo del sol, la sombra de una nube pasajera... —Y ¿qué más? —insistió. —Veo mi rostro y el tuyo un poco deformado, uno de los remos torcidos… —Y ¿por qué no ves las facciones de mi cara sin alterar? —preguntó sin

permitir que siguiera con la enumeración. —Es evidente —respondí molesto por el nuevo interrogatorio a que me estaba

sometiendo—: tú te hallas enfrente de mí, separado y a una cierta distancia. —Ésa es precisamente la razón por la que no me ves cómo soy en realidad,

confirmó el niño. —¿Quieres decir que, si no existiera ese alejamiento entre nosotros, te vería

cómo eres? —pregunté. —Sí —contestó escuetamente. —Pero —objeté— entonces lo que aparecería ante mis ojos sería una única

imagen, la mía.

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—Tienes razón —convino él. Pero tu imagen no sería como la actual, pues correspondería a lo que soy yo, es decir, a tu verdad. No habría, como en cambio sucede ahora, dos rostros, sino sólo uno: el tuyo pero con facciones perfectas, como las mías.

—Creo entender lo que dices. Mientras uno está distanciado de su verdad no se conoce a si mismo: la imagen que ve reflejada es sólo en parte suya, pues le falta la perfección que le dará la completa coincidencia con la verdad.

—Así es. Ahora —dijo el pequeño—, estás en condiciones de entender por qué conocer la verdad personal te obliga a comportarte de acuerdo con la misma. Si no existiera ninguna distancia entre tú y tu verdad, no tendrías que tender hacia donde está, pues serías igual a ella. Sin embargo, como todavía no has llegado a esa identificación, entre ti y tu verdad hay una separación que sólo se colma realizándola en las acciones de tu vida. Cuando no vives según la verdad, te apartas de ti mismo. De ahí que vivir de acuerdo con la verdad personal sea una obligación que nace de tu mismo ser.

—No sé si he entendido el razonamiento hasta el fin. ¿El deber que el hombre siente ante la verdad personal nace de la separación entre lo que se es de hecho y lo que se es verdaderamente? —pregunté pidiendo una aclaración.

—Sí. —Entonces —concluí—, mi vida consiste en acercar a mi verdad lo que en cada

momento soy. —Así es. Por eso debe afirmarse que la verdad personal encierra una paradoja: lo

que eres, te obliga a llegar a ser lo que aún no eres. Si filosóficamente queremos hilar más fino, hay que sostener la tesis siguiente: en la persona existe una distancia entre lo que se es en sí (la verdad personal, que es eterna) y lo que se es en este momento determinado, es decir, entre lo que se debe ser y lo que se es realmente. El deber es al mismo tiempo objetivo e interior, pues nace de lo que eternamente eres. Al hacer lo que debes, te aproximas a lo que eres, o sea, a tu verdad personal.

—No entiendo —dije yo—, cómo se logra dar el salto de lo real a lo verdadero. —Es una buena cuestión la que planteas pues implica que el hombre no sólo es

capaz de producir objetos más o menos útiles, sino, sobre todo, es capaz de practicar la verdad. Para eso no basta el hacer técnico, sino que es necesario otro tipo de acción, el acto voluntario, que es a la vez real y verdadero cuando corresponde a lo que eternamente eres por ejemplo, cuando prestas ayuda a un herido grave en la carretera. Esa acción es tan real que puedes salvarle la vida y tan verdadera que, si no socorrieses al herido, te alejarías de lo que desde siempre eres y no sólo de lo que hasta entonces habías sido.

Tras estas palabras, mi pequeño amigo se limitó a retomar el remo y a bogar con energía. En pocos minutos alcanzamos la otra orilla del lago. El sendero, interrumpido por las aguas, aparecía nuevamente ante la vista.

Más tarde, mientras caminábamos por aquel camino, quise hacer una síntesis de lo aprendido:

—En definitiva, la verdad de la que tratamos implica no sólo algunas dimensiones de la persona, sino a ésta en su totalidad; especialmente a través del conocimiento y la voluntad, que en el ámbito de la verdad se retroalimentan dando

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lugar a una secuencia de actos: querer conocerse-conocerse a uno mismo-querer ser lo que se conoce-ser uno mismo.

—Así es —confirmó mi guía—, pero habría que añadir que la relación entre esos actos no es lineal, sino circular. Me explico: el querer conocerse es, por decirlo así, la rueda que pone en movimiento el conocimiento, el cual, a su vez, potencia el propio querer. Como resultado, la persona quiere y conoce cada vez con más intensidad ser ella misma. Por eso, aunque es el ser uno mismo lo que mueve a querer (de ahí la fuerza con que el deber se presenta en la conciencia humana), en la medida en que uno se decide a querer está permitiendo que ese ser uno mismo cobre en él la fuerza necesaria para arrastrarlo. En conclusión, cuanto más a fondo os decidís a querer la propia verdad, más os dejáis absorber por lo que sois verdaderamente, y viceversa.

IV. EL ENCUENTRO CON LA VERDAD

e todas formas —dije a mi acompañante—, hay una cuestión que aún no tengo clara. Desde que entramos en el camino de la verdad me ha asaltado varias veces una duda: pero ¿existe la verdad? Y, si es así, ¿cómo es posible que cada persona tenga su verdad?

Mientras exponía estas perplejidades al niño, habíamos llegado a una especie de anfiteatro natural. Desde la altura en donde nos encontrábamos se distinguían las innumerables terrazas de piedra que descendían en círculos concéntricos hasta perderse allá abajo. Del fondo sólo podía distinguirse el manto verde que lo cubría salpicado de puntos blancos.

Emprendimos el descenso atentos a no dar un traspiés. La piedra se hallaba cubierta de verdín, por lo que era fácil resbalar y romperse la crisma o, por lo menos, rodar hasta la siguiente terraza.

Conforme bajábamos, lo que parecían motas claras perdidas en aquella extensión verdosa mostraron ser bloques de material, probablemente, de mármol. Se hallaban diseminados en todas las direcciones. Era como si una montaña, ahora invisible, hubiera explosionado desde dentro sembrando el suelo de fragmentos pequeños y grandes.

No sé por qué mi atención quedó cautivada por la visión de esos fragmentos. Algo había en ellos que magnetizaba.

D

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Cuando nos fuimos aproximando a esos bloques, descubrí que sus formas no habían sido talladas por el azar, sino por mano humana: probablemente eran estatuas, de seres irreconocibles desde donde nos hallábamos, pero estatuas.

Desde la última terraza, pocos metros por encima de aquellos bloques, confirmé mi impresión. En una llanura de centenares de hectáreas se erguían millares de estatuas de personas de todas las épocas, que representaban las distintas razas, culturas y países de la tierra. La perfección con que habían sido esculpidas rayaba en lo extraordinario.

Picado por la curiosidad, descendí al llano y me acerqué a una de ellas: era la escultura de un romano, con la toga y las insignias de gobernador; su mirada apagada y llena de desesperación era aterradora. Toqué con la mano uno de los pies de la estatua y no pude evitar lanzar un grito:

—¡Pero si es de carne...! —Sí; no son esculturas, sino hombres reales —confirmó mi acompañante—. Te

hallas en presencia de los que se han detenido para siempre en el camino de la verdad, porque la han negado o han afirmado no poder conocerla.

—¿Quién es ese al que acabo de tocar? —pregunté a mi pequeño guía mientras recorríamos aquel colosal y, a la vez, triste escenario.

—Es Pilatos, el hombre que dudó de la existencia de la verdad cuando se encontraba en su presencia.

—¿Te refieres al diálogo que mantuvo con Cristo? —Así es —respondió el niño—. Todos los escépticos son como Pilatos: se

niegan a aceptar la verdad aun estando siempre en su presencia. Claro es que no todos son tan culpables, pues no se hallan ante la Verdad en persona, sino sólo ante verdades que participan de ella.

—¿Quieres decir que la verdad de cada uno es una participación de la Verdad divina?

—Sí —contestó mi guía. Por eso, negar la existencia de la verdad o dudar de ella es lo mismo que negar o poner en duda la Verdad divina. Ante la verdad no caben las medias tintas ni los trapicheos: quien no la acepta, la rechaza.

Tras abandonar el anfiteatro, retomamos nuestra senda. El camino discurría ahora por un anchísima llanura de tierras pardas sin apenas vegetación. Aquí y allí se alzaban matojos de tomillo y algún que otro arbusto, desde donde salían perdices en vuelo corto y bajo. El sol del atardecer y un vientecillo suave hacían agradable andar por esos parajes semidesérticos. Tras meditar unos minutos sobre la última frase, seguí conversando con el pequeño.

—No estarás exagerando —comenté irónico—. ¿Cómo es posible que negarse a reconocer algunas verdades, por ejemplo, que hay matrimonio sólo entre hombre y mujer, que hemos de amar a los demás con amor de benevolencia, etc., suponga rechazar la Verdad divina? Me parece que son verdades de distinto orden.

—Veamos si consigo explicarme. Las verdades que son fácilmente cognoscibles sólo pueden ser rechazadas cuando falta una disposición adecuada ante la verdad; así, negar que el aborto es un crimen no es algo espontáneo, sino que depende de las actitudes, hábitos y valores equivocados del que lo niega. Por supuesto que la sociedad y la cultura dominante ejercen un influjo decisivo en la deformación de la

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conciencia personal, llegando incluso a oscurecerla; por ejemplo, las leyes a favor del aborto, la cultura hedonística y de muerte, la crisis de la familia, el miedo al futuro, etc., son concausas de la plaga del aborto. De todas formas, la conciencia no puede corromperse de tal modo que deje de sentir —por lo menos en algunas ocasiones— remordimientos y dudas sobre la maldad del aborto.

—Entonces, ¿no cabe un error inculpable? —pregunté extrañado. —Claro que sí —respondió por primera vez con enojo—, hay veces que la

persona no advierte o no consiente plenamente el mal que realiza. Por eso, la culpabilidad de las personas sólo Dios puede juzgarla. Donde no cabe ese tipo de error es en el conocimiento último de la verdad personal.

—No entiendo por qué. —Cabría un error inculpable —comentó el niño recobrando la calma— si la

verdad personal fuera sólo captada por la inteligencia. En ese caso, Sócrates tendría razón: el vicio sería sólo cuestión de ignorancia. Sin embargo, el vicioso puede conocer muy bien los fundamentos de la ética e, incluso, ser catedrático de esta asignatura, pues lo que le hace vicioso no es la falta de conocimiento, sino la debilidad o la maldad de su voluntad. En definitiva, el vicioso lo es porque ha escogido el vicio como estilo de vida.

De todas formas, si bien es posible mantener por un tiempo más o menos largo una contradicción entre el pensar y el vivir, a la postre la vida termina imponiéndose. El refrán castellano afirma sabiamente: «Quien no vive como piensa, acaba pensando como vive». Es muy difícil mantener durante largo tiempo convicciones éticas arraigadas y, a la vez, contradecirlas con el propio obrar. Se cuenta de Max Scheler que, en una ocasión, uno de sus alumnos, escandalizado por la vida disipada de este pensador, le preguntó cómo era posible que hablase de valores cuando los desmentía con sus acciones. A lo que el fenomenólogo alemán respondió con una pregunta: «¿ha visto usted alguna vez que un cartel indicador de carreteras se mueva en la dirección que señala?». A pesar de su agudeza, la tesis de Scheler no se tiene en pie pues los indicadores cumplen su función señalando; la persona, en cambio, cumple su misión llegando a ser ella misma, para lo cual debe seguir la verdad que conoce.

—Y ¿qué pasaría si todos los hombres o la mayoría negasen que existe la verdad o, por lo menos, dijesen que la verdad es relativa a la cultura, a la historia, a los propios gustos? —provoqué a mi acompañante.

—Sería la ruina de la humanidad, pues os degradaríais a un nivel más bajo que el de las bestias. El privilegio de conocer y realizar la verdad personal implica una tremenda responsabilidad: cuando esta verdad se niega o se la hace depender de gustos, caprichos e intereses, no quedáis reducidos a productores de simples realidades, como sucede con los seres irracionales, sino que difundís la mentira, que, como el agujero negro de La historia interminable, va destruyendo paulatinamente a las personas, las instituciones, las culturas, las sociedades.

Ante el cuadro de un futuro tan negro, un escalofrío me recorrió la espina dorsal. No sé cuánto tiempo llevábamos caminando, pero, a juzgar por la luz que iluminaba espectralmente los collados vecinos, habíamos andado horas y horas hasta casi

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hacerse de noche. De ahí que lo lúgubre de aquel lugar se adecuara perfectamente a los sentimientos que en ese momento me embargaban.

—¿No existe entonces ninguna esperanza para los hombres? —pregunté deprimido.

—Si sólo dependiese de los hombres, no habría lugar para la esperanza pues, en una situación como la de tu hipótesis, la mentira se extendería so capa de ser una verdad relativa y, por tanto, no cabría la posibilidad de desenmascararla como mentira. Pero, no te apures: la verdad, sin embargo, es más potente que el engaño.

—¿En qué sentido es más potente? —pregunté con incredulidad—. ¿Cómo la verdad puede hacer valer sus derechos si todos o la mayor parte se oponen a ella, rechazándola?

—Porque —respondió sin pensarlo—, la verdad os trasciende: existe con independencia de que vosotros la aceptéis o la neguéis; no son vuestros juicios y elecciones los que la hacen ser verdad, sino que es ella la que los hace verdaderos o falsos. No sois vosotros los que hacéis la verdad, sino que Ella os ha hecho a su imagen y semejanza.

—No entiendo: antes me has dicho que debíamos realizar la verdad en nuestras vidas y ahora sostienes lo contrario, que es ella quien nos hace.

—No hay ninguna contradicción en esa paradoja —rebatió el pequeño—. Tu verdad personal es una participación de una Verdad infinita, eterna y creadora. Desde toda la eternidad, esta Verdad crea todas las verdades de las personas que existirán a lo largo de los siglos. Por eso, a pesar de la ininterrumpida historia de falsedades humanas, la Verdad nunca podrá ser trasformada en mentira.

Y no contenta con crearos, para que ninguna mentira os sedujera, la Verdad se encarnó, revelándose a los hombres en toda su belleza y bondad (la belleza es el esplendor de la Verdad, y la bondad, su realización). La Verdad no es, pues, ni una idea, que no os atañe, ni un puro hecho susceptible de ser experimentado, medido, modificado a voluntad; sino que es una persona divina, el Hijo unigénito del Padre, que, en cuanto hombre, nace, crece en sabiduría, edad y gracia ante Dios y los hombres, trabaja treinta años en la obscuridad, y muere en una cruz para resucitar tres días después, restaurándoos así en la verdad y regresando después con su cuerpo glorioso al Padre. De ahí que, en medio del odio de los enemigos y del abandono temporal de los amigos más íntimos, la Verdad se alce eternamente como lo innegable e indudable. La Verdad con mayúscula no es de algo, sino de alguien, de una persona que es, a la vez, Dios y hombre. Todas las demás verdades se reconducen a Ella, pues por Ella existen.

—Creo entender lo que quieres decir —comenté—: si no existiera la Verdad divina, no habría verdad alguna y, si la Verdad no se hubiese encarnado, nunca se realizaría en el tiempo plenamente la verdad de la persona.

—En efecto —añadió el pequeño—. El Hijo de Dios se ha encarnado para mostraros el camino que lleva al Origen, enseñaros de forma plena la Verdad y haceros partícipes de su misma Vida. ¿Recuerdas que antes afirmé que vosotros, hombres, podéis dar origen a realidades que, sin embargo, no pertenecen a vuestra verdad? Eso os sucede porque la libertad de que gozáis no es eterna. El Verbo, en cambio, por ser eternamente engendrado por el Origen, es una libertad que existe

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eternamente: todo lo que ejecuta con su libertad es a la vez real y verdadero. No sólo en la eternidad, sino también en el tiempo. Ése es pues vuestro modelo; a Él tenéis que mirar si os queréis conocer perfectamente.

—Pero ¿no habremos alzado demasiado pronto el vuelo hacia una Verdad eterna? —dije tratando de descender de la esfera divina a la humilde verdad de mi persona.

—No —repuso el niño—; ha llegado el momento de ver que la verdad de la persona no es algo abstracto, sino personal y, que, por tanto, se refiere a una persona que, a través de su vida entre los hombres, podéis conocer en parte.

—Está bien —dije yo—, sigue entonces. —El otro día te ensombreciste pensando que el causante de una injusticia se

convertía en injusto. Luego, te alivió saber que el Origen podía eliminar esa injusticia, pues siempre está presente. No te expliqué entonces, porque no habrías sido capaz de entenderlo, el modo en que el Origen realiza la justificación de la culpa, no sólo de cada persona individualmente, sino de la naturaleza humana en cuanto tal.

Lo hace precisamente a través de su Verdad, en concreto, a través de la encarnación del Hijo que engendra eternamente. La encarnación del Verbo, además de realizar de forma plena la verdad humana, une indisolublemente la naturaleza humana a Dios en la persona del Hijo. Por eso, la verdad de cada uno, sin dejar de corresponder a un ser limitado y finito, no sólo es participación de la Verdad en cuanto que se halla eternamente en Dios, sino también participación de la misma vida del Verbo encarnado.

—Aunque lo que afirmas supera mi razón, me gustaría que me aclararas algo: ¿este nuevo tipo de participación supone que mi verdad es eterna no sólo porque se halla eternamente en Dios, sino también porque, gracias a la encarnación del Verbo, está llamada a participar de la misma vida divina?

—Así es —respondió el pequeño sin titubear. —Entonces —agregué—, ¿mi verdad me trasciende no sólo porque se halla

eternamente en Dios, sino también porque corresponde a la vida del Hijo de Dios hecho hombre?

—Sí —me dijo—. El Verbo encarnado muestra que tu debes vivir como Él, pues su Vida realiza tu verdad plenamente.

—Pero si todos debemos vivir como el Verbo encarnado, no entiendo por qué hablas de una verdad que pertenece a cada uno; ¿no sería mejor decir que el hombre cuenta sólo con una verdad?

—Desde un punto de vista lógico puede parecer así —contestó mi guía—; no olvides, sin embargo, que la vida del Verbo encarnado, aunque es vida de un hombre individual y concreto, trasciende lo singular humano, pues, en cuanto Palabra eterna del Padre, contiene en sí la totalidad de la Verdad: no sólo de cada hombre, sino también del universo y, sobre todo, del mismo Dios.

—¡Ah! —exclamé yo—, entonces, ¿cada uno participa de esa verdad como la parte de un todo?

—¡Nooo! —contestó con vehemencia. El eco prolongó en el espacio desierto aquella negación, semejante a un grito—. La verdad de la persona participa del

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Verbo encarnado, pero no como la parte en el todo, sino más bien como una imagen en que se refleja una única Verdad. Por eso, cuanto más se es lo que se debe ser, mejor se la refleja y, como consecuencia, más verdadero uno es.

—Sigo sin entender —insistí—, por qué hablas de una multiplicidad de verdades personales: si el ser de cada uno es lo que debe ser, y el deber ser consiste en ser imagen del Verbo encarnado, entonces todos tienen la misma Verdad.

El pequeño me miró con gesto de infinita paciencia. —Veamos si logro hacértelo comprender: cada persona es finita, por lo que la verdad que corresponde a su ser es también limitada. La totalidad de las verdades de las personas no es igual a la Verdad encarnada, que, por ser infinita, trasciende la suma de las verdades personales. Por eso, ni la verdad de cada uno ni la suma de las verdades personales se identifican con la Verdad encarnada.

Por otro lado, aunque la verdad personal no es la Verdad encarnada, participa en Ella, en cuanto hace visible un aspecto suyo, según lo que cada persona es eternamente en el Verbo divino. El aspecto reflejado no es casual o susceptible de ser sustituido, sino único e irrepetible pues no se trata de la imagen en un espejo, sino de imágenes que son personas, es decir, imágenes que son conocidas y queridas por sí mismas. De ahí que el deber ser de cada uno vaya más allá de lo que es la simple verdad de las criaturas, hasta participar de la perfección del mismo Verbo encarnado.

Podíamos seguir caminando y conversando bajo la luz de la luna o podíamos detenernos en medio de aquella soledad salvaje. El niño optó por lo segundo. Recogimos todo el material combustible que encontramos e hicimos fuego para calentarnos y protegernos de las alimañas. Cansado, me tumbé en la tierra dura y enseguida me quedé dormido.

V. POR LA SENDA DE LA NATURALEZA HUMANA

sta vez no hizo falta que mi acompañante me despertara. Los primeros rayos de sol me hicieron abrir los párpados. Miré a mi alrededor: el pequeño estaba contemplando aquella llanura inmensa y desolada. Me alcé y me puse también a observar el lugar en donde estábamos. El viento había cesado de soplar; el silencio era completo, sólo roto de cuando en cuando por graznidos de cuervos y gritos de

E

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otros animales salvajes. Comprobé que las colinas estaban más lejos de lo que me había parecido la noche anterior. Probablemente, al recortarse la serranía en el azul del atardecer, daba la impresión de que las montañas podían tocarse con la mano; en realidad, se necesitaba una jornada a pie para alcanzarlas.

Dirigí, luego, la vista a la fogata. Sobre unas ascuas de lumbre, todavía humeantes, había una piedra con unas obleas blancas colocadas encima. El niño, volviéndose hacia mí, dijo:

—¡Come, las he calentado para ti! Después, me acercó una cantimplora que no sé de dónde había salido. Tras ese parco desayuno, recomenzamos la andadura. La conversación de la

pasada noche vino a mi memoria con nitidez. Me di cuenta de que las piezas del rompecabezas iban encajando. Había, sin embargo, algo que no terminaba de cuadrar.

—Me surge una duda —dije retomando la conversación en donde la habíamos interrumpido—: ayer afirmaste que cada uno de nosotros puede reflejar la verdad, ¿cómo es posible esto, si somos limitados y mentirosos?

—Piensa en lo que te dije ayer por el camino —sugirió el pequeño—: la Verdad se encarnó tomando vuestra misma naturaleza, no sólo para manifestarse en todo su esplendor y bondad, sino también para permitiros que, a pesar de limitaciones y falsedades, conocierais y cumplieseis vuestra verdad.

—¿Quieres decir que la Verdad, además de darnos a conocer a cada uno la propia verdad, nos concede la capacidad para serle fieles? —pregunté asombrado.

—Así es. ¿Recuerdas cuando hablamos de la conversión como de un volverse a poner en camino hacia el Padre? Pues bien, la conversión es posible, no sólo porque el Origen está siempre presente en vosotros, sino también porque la Verdad es Camino que permite la vuelta al Padre. Además de quitar los obstáculos que lo impiden, la Verdad, junto con el Padre, os entrega al Consolador, quien os purifica y eleva para que, recorriendo ese camino, os identifiquéis con Ella.

—Entonces —concluí—, puede decirse que hay un intercambio entre la Verdad y mi verdad por medio de la naturaleza humana a través de la Encarnación: la Verdad asume la naturaleza humana y mi verdad es elevada hasta unirse con la Verdad.

—En efecto —asintió el pequeño—, tu verdad es una imagen viva de la Verdad. Mientras atravesábamos las tierras quemadas por el sol en dirección a las

montañas, iba meditando el gran honor y, por qué no decirlo también, la tremenda responsabilidad que me había tocado en suerte. Mi vivir no era como el de las aves que, de cuando en cuando, surcaban el cielo encima de nuestras cabezas, ni como el de los conejos que corrían temerosos de un agujero a otro, era un vivir creado a imagen de la Verdad. Por eso, aunque el espacio que yo ocupaba en el mundo era menor que el de muchos animales, el valor de mi vida era infinito, superior al de todos los mares, desiertos, planetas, constelaciones… El universo entero no era capaz de igualarlo.

El niño guardó silencio intuyendo lo que bullía en mi interior. Fui yo mismo quien con una pregunta lo obligué a hablar.

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—Si no he comprendido mal, mi naturaleza, la que tengo en común con los demás hombres, forma parte de mi verdad personal, única e irrepetible. ¿Cómo puede ser que lo participado por muchos forme parte de lo irrepetible?

—No sé por qué te sorprendes —dijo el niño—. Tu verdad no es la de un ángel, sino la de un hombre, un ser que comunica con otros a través de la especie; en tu verdad hay una serie de notas que se encuentran en todos los seres humanos: la temporalidad, la corporalidad, las inclinaciones a todo lo que satisface vuestras necesidades, los afectos, el deber de guiaros por la razón…

—Si es así —objeté—, ¿lo que tú llamas verdad personal no es más que la concreción individual de la naturaleza humana?

—¿Qué entiendes por concreción? —preguntó el pequeño algo sorprendido. —Quiero decir que, mientras la naturaleza es lo esencial, las diferencias entre las

personas son algo secundario. —Me parece que ese modo de concebir la naturaleza humana es incorrecto, pues

—prosiguió el niño— ésta no es como la de los animales (cada uno de los cuales es un simple individuo de la especie); la naturaleza humana es personal...

—¿Podrías explicarte mejor? —lo interrumpí. —Es difícil —repuso él—, pero lo intentaré. El hombre no tiene con la

naturaleza la misma relación que los demás seres vivos. Las plantas y los animales no poseen una naturaleza, sino que más bien es la naturaleza la que los posee. En estos seres es sólo la naturaleza la que actúa o, si lo prefieres, la especie a la que ellos pertenecen (resultado a su vez de la evolución de especies anteriores), y no el individuo en cuanto tal; en el león, por ejemplo, actúa la leonidad: su modo de comer, de perseguir las gacelas y de rugir, en nada se distingue del de los demás leones.

—No estoy tan seguro de eso —rebatí yo—. El león de circo se comporta de forma diferente del de la sabana africana.

—Es verdad —concedió el niño—, pero, por ejemplo, saltar a través de un aro de fuego no es un comportamiento natural, sino condicionado por el domador. En realidad, no es el león, que espontáneamente huye del fuego, el que decide lanzarse entre las llamas, sino que es el domador quien, mediante horas de entrenamiento y de premios en especie, logra que el león, en lugar de escapar, pase por el aro…

La persona, en cambio —dijo reanudando la explicación—, no es una naturaleza, sino que la tiene: no es la naturaleza la que actúa en la persona (salvo en el caso de los procesos vegetativos y sensitivos, en el desencadenamiento de algunas emociones o en ciertos trastornos psíquicos), sino ella quien actúa a través de la naturaleza. Por lo que, dentro de ciertos límites, la persona puede usarla como quiera; por ejemplo, la lengua humana, a diferencia del rugido del león, es algo que depende exclusivamente de quien la utiliza. Por eso, éste puede servirse de ella cuando quiera, como quiera (respetando, claro está, las reglas imprescindibles para entenderse) y porque quiera.

Hablar de leones en aquel páramo era como mencionar la soga en casa del ahorcado. Aunque no había señal alguna de esos carnívoros, las cuevas y rocas que rompían la uniformidad del paisaje lunar bien podían esconder alguno. Conforme nos acercábamos a las montañas, la hierba, ya rala, iba siendo reemplazada por

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dunas. Menos mal que el cielo estaba cubierto; de otro modo, la marcha por aquella extensión de arena habría sido un calvario abrasador.

—Veamos si he entendido bien —dije intentando sintetizar las palabras del niño—: en el hombre hay dos principios de la acción: el natural, que actúa en él con independencia de su voluntad, y el del propio querer libre.

—Así es —confirmó el pequeño—. Pero hay que tener cuidado con no introducir en el hombre dos principios opuestos, pues lo que llamas principio del propio querer pertenece a la naturaleza humana tanto como el otro.

—No entiendo —dije con cierto tono de desánimo en la voz—: primero sostienes que el ser humano tiene una naturaleza y, luego, afirmas que el principio por el que éste la posee también es natural. ¿No hay aquí una cierta contradicción?

—No la llamaría contradicción —apuntó mi guía—, sino paradoja, en la que estriba precisamente la dificultad para entender la condición humana. Aunque la razón y la voluntad son naturales pues corresponden a dos potencias con que todos nacéis, tienen el poder de trascenderla: mediante estas potencias la persona es capaz de conocer su propia naturaleza y de disponer de ella en parte. En efecto, con la razón la persona conoce todas las cosas, también la propia naturaleza como algo que posee, y con la voluntad ejerce dicha posesión. El ejercicio de ésta equivale a informar la propia naturaleza de un modo determinado. Por volver al ejemplo del lenguaje, es natural que el hombre hable y que quiera, pero, para aprender una nueva lengua una vez alcanzado el uso de razón, debe quererlo y dedicar horas de estudio y esfuerzo. El aprendizaje del nuevo idioma corresponde, pues, tanto a la capacidad natural para el lenguaje como a un querer de la persona intenso y duradero, ya que debe superar diversos tipos de obstáculos: timidez, impaciencia, desánimo, etc. Al mismo tiempo, la nueva lengua aprendida trasciende la formalidad que precedentemente se había dado a la propia capacidad lingüística, en cuanto que ahora se puede entender y hablar en un idioma que antes era desconocido.

En definitiva, la naturaleza humana es origen de dos facultades (razón y voluntad) que la trascienden y, actualizándose, la modifican formalmente. Probablemente, eso fue lo que Pascal quiso expresar cuando escribió en uno de sus celebres Pensamientos que «el hombre supera infinitamente al hombre».

—¿Por qué infinitamente? ¿No es el hombre un ser finito? —Como no soy Pascal —respondió el pequeño—, la interpretación que daré de

sus palabras es a título completamente personal. Una posible explicación es ésta: por más que a tu naturaleza le des una forma determinada, siempre será susceptible de recibir nuevas formas. Ese proceso de formalización, que no alcanza límite en el tiempo, puede ser llamado potencialmente infinito.

—O sea, que la naturaleza humana, por ser personal, no está del todo terminada, sino que, para completarse, requiere del conocimiento y querer de la persona. Así lo que soy en este momento no sólo es el resultado de lo que yo he recibido al nacer, del ambiente, de la educación, sino sobre todo del uso que he hecho hasta ahora de mi libertad.

—Exactamente —asintió el niño—. Existe un mito griego, recogido por Platón, en el que se narra esta peculiaridad de la naturaleza humana. Un gigante de nombre Epimeteo, que poseía habilidades de alfarero, dio vida a todos los seres que ahora

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pueblan la tierra, dotándolos a la vez de lo necesario para defenderse de las inclemencias del tiempo y de sus predadores: a unos los cubrió con una piel espesa, a otros los pertrechó de cuernos y colmillos, a otros de pezuñas y garras. Cuando Epimeteo terminó de modelar los animales, cayó en la cuenta de que todavía le quedaba un poco de arcilla. Así que, con el barro sobrante, decidió fabricar un último animal. Al infeliz hombre, pues no era otro aquel ser desafortunado, Epimeteo no pudo proporcionarle ninguna protección ni defensa naturales; el hombre quedó así desguarnecido por completo. Prometeo, hermano de Epimeteo, compadeciéndose de aquel ser que había salido tan mal parado, robó el fuego de Zeus para entregárselo al hombre. Con ese fuego, es decir, con la inteligencia, aquel ser nacido desvalido pudo protegerse con pieles de los rigores del invierno, construir casas en donde habitar, fabricar armas con que defenderse de animales salvajes y enemigos.

La narración del mito de Epimeteo se prolongó hasta alcanzar las estribaciones de la cadena montañosa. Comenzamos la ascensión en el momento en el que un relámpago rasgó el cielo con su luz. Poco después, se oyó el trueno. El niño comentó:

—La tormenta está a punto de descargar; busquemos un lugar donde guarecernos.

Como buen conocedor de aquellos lugares, dirigió sus pasos hacia una gruta que se divisaba en una de las laderas; lo seguí lo más cerca que pude. Llegamos a la entrada, bastante espaciosa. Minutos más tarde comenzó el aguacero; al poco rato una cortina de agua cubría la salida.

—Aunque ya había oído hablar de ese mito —comenté dentro de la cueva—, ahora entiendo mejor su sentido: el hombre carece de una naturaleza terminada, pero esto, en lugar de ser una desventaja, le permite dominar la tierra y sus criaturas.

El pequeño, tras asentir a mi comentario, añadió: —De todas formas, la ventaja mayor que tiene el hombre no se refiere al

dominio de otros seres, sino al dominio de sí mismo. La cortina de agua era ahora una catarata espesa que no dejaba ver el exterior.

Algo semejante me pareció la respuesta de mi acompañante; en el mito de Prometeo, que yo supiera, no había ninguna referencia al autodominio. De nuevo las palabras del niño se hacían enigmáticas.

Esta vez, sin embargo, no pregunté malhumorado, sino sólo sorprendido: —¿Podrías explicarme por qué la falta de terminación de la propia naturaleza se

halla relacionada con el autodominio? —No tener una naturaleza terminada no sólo permite la fabricación de

instrumentos, sino, sobre todo, os brinda la posibilidad de dar a vuestra naturaleza una forma personal. Intentaré explicártelo con un ejemplo. Para poder fabricar un instrumento, es necesario no tener ni pezuñas, ni garras, es decir, extremidades terminadas, pues de otro modo es imposible coger la piedra, los palos… que os servirán de instrumentos. La mano es esa extremidad no terminada que, por esto mismo, es capaz de usar instrumentos; más aún, la mano, en su libertad de movimientos, debe ser considerada como el instrumento de instrumentos. Ahora bien, la mano sola no basta para fabricar los instrumentos, es necesario tener la idea

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de instrumento, es decir, conocer algo como medio respecto a un fin, lo cual requiere una mayor o menor inteligencia; por ejemplo, afilar una piedra de sílex para despellejar los animales cazados, levantar una empalizada de madera para protegerse, etc. Como ves existe una relación sistémica entre la mano, instrumento de instrumentos, y la inteligencia humana, que comprende la relación entre medio y fin.

Pasemos ahora a hablar de la autodeterminación. La naturaleza humana, como la mano, está abierta en sus acciones; no hay determinación. Eso no quiere decir que no haya tendencias, o sea, inclinaciones semejantes a los instintos de los animales: nutrición, conservación, procreación, etc. Sin embargo, aparte de que las tendencias humanas son más complejas y numerosas (posesión, poder, estima, amistad, trabajo, creatividad, religiosidad), tienen una plasticidad tal que requieren necesariamente de la inteligencia, capaz de descubrir los fines que éstas persiguen, y de la voluntad, que cuenta con el poder de realizarlos. Por eso, lo mismo que sin inteligencia y sin voluntad la mano no puede fabricar instrumentos, sin estas dos potencias espirituales, la naturaleza humana no sería capaz de alcanzar el fin propio.

—No entiendo —objeté—, ¿Por qué hablas de tendencias y de propio fin? ¿Pueden reducirse todas ellas a un solo fin? Si es así, ¿en qué consiste?

—Para responder a esas cuestiones hemos de recorrer aún un largo camino; así que no las contestaré ahora. En lugar de eso te haré, a mi vez, una pregunta: ¿debes seguir todas las inclinaciones que sientes?

—Me parece que no. Por ejemplo, a veces siento ganas de insultar a alguno o de abofetearle, pero sé que no debo hacerlo.

—Muy bien —dijo el niño—, por lo menos eres sincero. Sentir determinadas inclinaciones no justifica ponerlas por acto, pues no todas las acciones conducen tu naturaleza a la perfección. He aquí otra diferencia del hombre respecto a los animales; estos últimos, cuando son empujados por el instinto, actúan necesariamente alcanzando así el fin que les corresponde. En el caso del hombre, seguir las inclinaciones no es garantía de conseguir el propio fin.

—¿Entonces, en las inclinaciones del hombre no existe una bondad natural como en los animales? —apunté.

—No deben confundirse las inclinaciones con los actos —contestó mi acompañante—. Aunque las hay malas, como la envidia y los celos, la mayor parte son buenas. Por eso, no se trata de que las inclinaciones, en sí mismas, sean malas, sino de la bondad o maldad que hay en seguirlas o rechazarlas.

—O sea —concluí—, que antes de actuar, es necesario juzgar si conviene o no seguir una determinada inclinación. El problema que veo —proseguí— es cómo saber cuándo debo aceptar mis inclinaciones o rechazarlas, ya que eso no parece depender de la espontaneidad con que nacen en mí, pues hay algunas, como la envidia, que pueden ser a la vez naturales y malas.

—En realidad —me corrigió el pequeño— la envidia no es natural, aunque pueda ser espontánea. Sentir tristeza ante el bien ajeno es señal de enfermedad del espíritu; como sentir un sabor amargo cuando uno toma un dulce es señal de mala disposición del cuerpo.

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—¿Significa eso que en nosotros nacen espontáneamente inclinaciones que son contrarias a la propia naturaleza? ¿No es un contrasentido? Algo espontáneo que es contrario a la fuente de donde nace. ¿Sería como un agua incapaz de apagar la sed a pesar de manar de una fuente verdadera?

—Algo de eso ocurre en vuestra naturaleza —asintió el niño—. En lo más profundo de ella hay heridas que, a pesar de haber sido curadas, no han cicatrizado bien; de allí nacen las tendencias torcidas y malsanas.

—Es decir, para juzgar mis inclinaciones no sirve el que sean espontáneas ni que yo las sienta con mucha fuerza.

—En efecto —confirmó el pequeño—. El sentimiento de tus inclinaciones no puede ser el criterio para juzgar la bondad o maldad de lo que sientes. Sólo te informa de la existencia de una determinada relación tendencial entre tú y la realidad: tener miedo es lo mismo que sentir la realidad como peligrosa; por ejemplo, sentir temor de viajar en un avión después del 11 de septiembre es experimentar la posibilidad de un atentado terrorista en el que puedes resultar herido o muerto. El sentimiento no es capaz de ir más allá de lo que se siente. Por eso, creer que sólo en la espontaneidad afectiva se halla el camino inmediato para conocer la propia identidad y actuar en consecuencia, es un engaño.

—De todas formas —objeté—, la espontaneidad es necesaria para vivir la sinceridad y no caer en la doblez y la hipocresía. Por ejemplo, es mejor no dar una limosna que darla para aparentar generosidad.

—Mejor aún es darla rectificando la intención —sugirió el niño—. La sinceridad es necesaria, pero no en relación a los propios sentimientos, sino en relación a algo total, a la propia vida. Volviendo a tu ejemplo, no es hipocresía dar una limosna aunque uno no sienta nada o, incluso, experimente cierta repugnancia, sino la intención torcida con que se da: buscar el aplauso de los hombres, ser considerado generoso. Creo que la falta de distinción entre sinceridad de sentimientos y de vida ha conducido a muchas personas a vivir de una forma casi exclusivamente sentimental: el criterio para trabajar, entablar relaciones con otras personas y, en general, actuar es lo que se siente; trabajan cuando tienen ganas, tratan bien a alguien cuando les es simpático, ayudan al necesitado cuando sienten compasión... Es cierto que debéis ser vosotros mismos y huir de lo impersonal, de lo estereotipado y falso, pero para eso no habéis de seguir algo tan pasajero y voluble como es el sentimiento. De lo contrario, las relaciones que constituyen vuestra identidad se fundarán en la arena y correrán el riesgo de desmoronarse bajo el embate de la primera contrariedad. De ahí que, por ejemplo, el amor entre marido y mujer no deba guiarse por la pasión o la dulzura rosada del enamoramiento.

—¿Los sentimientos son entonces un engaño que se debe combatir? —pregunté no muy convencido.

—Lo peor que se puede ser en esta vida es fanático —respondió el pequeño—. La realidad no es esquemática ni maniquea, sino compleja y llena de matices. Probablemente, el sentimentalismo que domina vuestra cultura tiene un origen remoto en el racionalismo seco y desabrido del siglo XVIII. Los sentimientos no son algo negativo o, por lo menos, peligroso que debe observarse con desconfianza, como puso de moda un moralismo enjuto del deber por el deber; tienen un

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significado altamente positivo: permitiros vivir en primera persona las relaciones con el mundo y con los demás. Sin esa capacidad de experimentar e incorporar experiencias, esas relaciones no influirían en vuestras vidas. Minsky, uno de los padres del cognitivismo, lo explica gráficamente cuando afirma que sin sentimientos seríais unos seres estúpidos, pues estaríais abocados a la necesidad y a la rutina, como ocurre en los animales y, sobre todo, en la llamada inteligencia artificial. No quiere decir —siguió el niño— que el sentimiento deba orientar vuestra vida, pues, como te he explicado, no es esa su función…

—Entonces ¿quién debe guiar mi comportamiento? —le interrumpí. —Tú mismo, pero no mediante los sentimientos, sino a través de tu razón. La

razón humana, además de tener acceso a la verdad de las cosas, es capaz de descubrir lo que en tus inclinaciones y sentimientos corresponde a tu verdad. Para ello, interpreta los sentimientos tendenciales y les da un nombre: miedo, ira, etc.; los juzga, es decir, considera si en esas circunstancias es bueno sentir así, por ejemplo, entristecerse o perder los estribos cuando se sufre un revés de fortuna. Y, cuando no conviene aceptar esas inclinaciones, os sugiere diversos modos para evitar darles rienda suelta. ¿Entiendes ahora en qué sentido la naturaleza forma parte de tu verdad personal?

—No del todo —respondí humildemente. —La naturaleza indica tu verdad personal —me explicó— no como en los

animales, es decir, actuando en ti con necesidad, sino dándote pistas que tú con la razón puedes rastrear, conocer, relacionar, interpretar… para, de todo eso, sacar conclusiones. Así, por ejemplo, cuando entiendes que el acto sexual humano se inscribe en un contexto de donación mutua entre hombre y mujer sobre la que se funda la familia; si a sabiendas lo realizas fuera de ese contexto o con otros objetivos —el poder, el dinero, etc.— estás yendo contra tu naturaleza y, como ésta forma parte de ti, atentas al mismo tiempo contra tu verdad personal. Lo mismo debe decirse de tus pensamientos, deseos y acciones que son contrarios al bien de los demás hombres. En efecto, puesto que tu naturaleza te lleva a quererlos como a semejantes, si los odias o te son indiferentes, pisoteas y desprecias la humanidad que hay en ti y, como consecuencia, te rechazas como persona.

—Veamos si he entendido bien: ¿se debe decir, entonces, que la naturaleza me indica los límites que yo no debo franquear si no quiero dañarla y, por tanto, degradarme como persona?

—Sí, aunque, como veremos más adelante, no sólo señala lo que no debes hacer, sino que también es fuente de mandatos positivos: como el de amar a Dios y a tus semejantes. Pero, en fin, por ahora bastará afirmar que la naturaleza os obliga a evitar una serie de comportamientos que os dañarían corrompiéndoos como personas.

—Perdona —le interrumpí—, pero no veo que el decir una mentirijilla o no pagar el billete del autobús urbano corrompa mi naturaleza.

—En primer lugar —me respondió— no se trata de cuantificar el daño, sino de entender que el ir en contra ella siempre es negativo. En segundo lugar, la corrupción a la que yo me refiero —comentó el niño mirándome con ojos penetrantes—, no es visible exteriormente, porque no se refiere a la salud física ni al

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mal funcionamiento de un órgano, sino a algo más profundo: al mal que se apodera de la misma alma. Como un parásito, el mal para prosperar requiere de un ser espiritual que en sí es bueno, hermoso y verdadero. Pero la semejanza entre el mal y los parásitos termina aquí, pues estos últimos no convierten en parásito la planta o el animal que los mantiene en vida; en cambio, el mal transforma en mala el alma que lo acoge.

Un escritor irlandés, Oscar Wilde, lo ha explicado muy bien en una novela suya, El retrato de Dorian Gray. El personaje que da título a la novela logra, a través de una especie de pacto diabólico, que su depravación no se manifieste en la figura ni en el rostro. Por eso, a pesar de sus crímenes, por fuera aparece siempre como un joven simpático, elegante y hermoso; mientras que en el retrato suyo, escondido en una habitación retirada y cerrada con llave, cada una de las maldades va dejando una huella embrutecedora. Al final de la novela, el protagonista, horrorizado al contemplar en su retrato un abismo de fealdad y maldad abominables, intenta acuchillar a aquel ser repugnante; al hacerlo, el puñal, en lugar de clavarse en el corazón del personaje pintado, penetra en el del Dorian Gray real. La narración termina con el retrato que recobra su antigua prestancia, mientras que el rostro del cadáver, que yace por tierra, envejece deformándose horriblemente por los innumerables crímenes cometidos.

Algo semejante sucede con la imagen de la Verdad que es vuestra alma: mientras sois fieles a la verdad, el alma es tersa y trasparente como un cristal; cuando, en cambio, os dejáis seducir por el mal, éste os afea y envilece de tal modo que vuestra alma, incapaz de reflejar la Verdad, queda irreconocible.

—Antes de proseguir —le dije—, querría que me respondieras a esta pregunta: ¿porqué estamos hablando de deberes que nos impone la naturaleza?

—Porque en los hombres —contestó el niño— la naturaleza no se impone por la fuerza, sino sólo mediante los deberes que habéis de respetar si no queréis dañarla. La persona es libre de cumplirlos o de saltárselos a la torera. De ahí que el modo en que la naturaleza humana pertenece a la persona sea en forma de deber y no de necesidad. Tornando a la diferencia con los animales, el león, por ejemplo, no debe seguir su naturaleza para emparejarse con la leona, pues es empujado por el instinto necesariamente; en el hombre, en cambio, hay un deber de respetar el significado de la sexualidad, pues la naturaleza no se impone necesariamente.

Algunos pensadores, no entendiendo ese tipo de obligación, han negado la existencia de un deber moral derivado de la naturaleza humana al que han tachado de falacia naturalista. «¿Cómo es posible que de ser algo pueda surgir un deber ser?», se preguntan ofendidos. Está claro —piensan—, que el león es un carnívoro, pero en ningún momento siente el deber de comportarse como tal; es un carnívoro y basta. Querido Hume —así se llama el filósofo que acusa de ser falaces a los que hablan de deberes morales—, la naturaleza del hombre no es como la del león. Por eso, si hablar de los deberes y derechos en el caso del león es una falacia o una sandez que sólo cabe en quien está privado de sentido común, no lo es en el caso del hombre, pues la naturaleza lo obliga a determinados comportamientos pero no lo determina.

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Otros, aunque no rechazan la existencia de deberes, los reducen a un conjunto de normas éticas que no obligan de modo absoluto, pues dependen de la situación personal, histórica, cultural... Según estos autores, las normas no se basarían en algo fijo como la naturaleza, sino en convenciones culturales en continua evolución. Me parece que los defensores del relativismo moral confunden las normas éticas con las puras leyes racionales que, por ejemplo, funcionan en el lenguaje. Allí las reglas van cambiando con el tiempo, porque dependen del uso tanto en su origen como en su fin, es decir, de la comunicación humana. Por eso, no debe hablarse de un lenguaje natural; lo natural no es una determinada lengua, sino la capacidad y, tal vez, como sostiene el insigne lingüista Chomsky, los sintagmas nominal y verbal que constituyen la estructura profunda del lenguaje humano. Lo demás puede modificarse y, de hecho, se modifica (como lo demuestra la multiplicidad de lenguas humanas que evolucionan sin cesar) sin perder por eso su función comunicativa. En el caso de las normas morales, en cambio, el deber con que obligan no depende del uso ni de la cultura, sino de la misma naturaleza, porque, como te he dicho, las acciones que le son contrarias, son malas y convierten la naturaleza y, por tanto, a la persona que posee esa naturaleza en mala, impidiéndole reflejar la Verdad.

—Me parece entender lo que dices —exclamé contento—: cada uno ha de dar una forma personal a su propia naturaleza y, para ello, en primer lugar ha de respetar lo que es verdaderamente natural, corrigiendo todo lo que se le opone, aunque pueda ser algo espontáneo, como la inclinación a mentir cuando la verdad le puede acarrear daños, a entristecerse ante el bien ajeno, etc. Y este respeto de lo que en la naturaleza hay de bueno y corrección de lo que en ella hay de malo, es algo estrictamente personal.

—En efecto —convino el pequeño—, a la naturaleza humana, para poder alcanzar la perfección, no le basta con actuar espontáneamente, sino que ésta ha de ser personalizada.

—Y ¿en qué consiste eso que llamas personalización de la naturaleza? —pregunté con curiosidad.

—En un proceso de integración de lo que en ti se halla disperso o se contrapone a tu verdad realizado en el tiempo. Los ingleses —siguió el niño— dicen que el tiempo es dinero (time is money), pero es mucho más que eso: el tiempo es ocasión de lograr una integración relativa de la naturaleza que posees.

Había cesado de llover, así que salimos de la gruta. Fuera olía a tierra mojada y a ozono; se podía respirar a pleno pulmón. Sobre nuestras cabezas se extendía un cielo plagado de estrellas. La luna todavía no había salido y la tierra era iluminada débilmente por aquellos puntos de luz a millones de kilómetros de nosotros. Era peligroso caminar en medio de aquella oscuridad pues se corría el riesgo de pisar en falso y caerse.

Tras estirar las articulaciones, decidimos volver a la gruta para pernoctar allí. A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, emprendimos el ascenso de la montaña.

VI. LOS ESPEJOS DEL ALMA:

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LA VIRTUD Y EL VICIO

staba sorprendido de la energía que proporcionaban aquellas obleas blancas, el único alimento que había tomado desde que emprendí el camino de la verdad. Así que se lo comenté al niño.

Sumido en sus pensamientos, el pequeño pareció no oír o, por lo menos, no prestar atención a mis palabras. Pasado un buen rato, sin que hubiera mediado ni siquiera un gesto entre nosotros, mi acompañante dijo mientras se volvía a mí:

—Para progresar en el camino de la verdad con rapidez y sin cansancio debes alimentarte de ella; sólo así podrás llegar a tu destino.

En aquellos momentos, la meta parecía tan lejana o, por lo menos, mi atención no se concentraba en ella, sino en la cima del monte que, conforme escalábamos, se me antojaba más distante.

Para no pensar en el cansancio que empezaba a sentir, comencé a discurrir con el pequeño:

—Ayer hablábamos de la integración de la naturaleza en la persona. Durante la subida he intentado descifrar el significado de integración, pero no he llegado a un resultado satisfactorio.

—¡Dime lo que se te ha ocurrido! —me animó el pequeño. —Etimológicamente integración es un abstracto que procede del verbo integrar,

el cual, a su vez, deriva del adjetivo íntegro, que significa «completo». De ahí que integración equivalga a la «acción de completar».

Entiendo —proseguí— que la naturaleza humana necesita completarse pues no se halla terminada. Pero, si es así, no comprendo por qué hablas de personalizar la naturaleza, pues el proceso de integración se refiere a ésta, no a la persona.

—Volvemos a toparnos —dijo como pensando en voz alta—, con el modo especial de ser de la naturaleza humana. Antes te he explicado que ésta se trasciende a sí misma porque es personal. Ha llegado el momento de examinar con profundidad cómo se realiza dicha trascendencia.

Tal vez —continuó el pequeño—, para entender el término integración, haya que ampliar el significado que has atribuido a ese vocablo: además de «acción de completar», dicho nombre abstracto significa la «acción de reunir lo que antes estaba disperso». Por eso, si bien es la naturaleza la que resulta integrada, no es ella la que reúne lo disperso, sino la persona. Por ejemplo, cuando ayudas a un herido en la carretera, los movimientos de tu cuerpo para atender al necesitado, el sentimiento

E

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de compasión, el deseo de que el accidente no sea mortal, etc., son naturales, pero su unión en el acto de ayuda no es algo necesario, sino sólo posible: podías no haberte detenido o no haberle ayudado… Para que todos esos elementos se unan en la acción de ayudar, es necesario que haya un ayudador, es decir, una persona que sepa y quiera ayudar.

—Ahora comprendo —comenté—, es en el acto en donde se da una integración personal de mi naturaleza, pues allí se halla presente todo lo que soy, conozco y quiero ser; por ejemplo, cuando evito decir una mentira, me conozco en esa situación futura como veraz y quiero serlo.

—Así es; pero esa integración —añadió el niño— no se realiza en cualquier acto, sino sólo en el acto bueno. Los actos malos, en lugar de integrar la naturaleza en la persona, la desintegran.

—De todas formas —dije—, no me parece que los actos puedan lograr una integración duradera, pues de que yo esté diciendo ahora la verdad no se sigue que la diga en el futuro.

Estas últimas palabras las pronuncié casi sin fuerza, ya que la empinada subida me había dejado los pulmones sin aire. Estábamos atravesando un canchal. A nuestro paso, las piedras se desprendían de la montaña rodando ladera abajo hasta que el ruido se perdía en el vacío. Yo debía de estar demasiado pendiente del tema de conversación pues no me fijé que había pisado en una de las piedras sueltas; di un traspiés y empecé a resbalar entre piedras y una nube de polvo.

—¡Socorro! —grité con todas las fuerzas que me quedaban. Intenté agarrarme a las piedras, pero fue en vano: la tempestad de movimientos que se había desencadenado en mi cuerpo aceleraba la velocidad de la caída.

No sé cómo ocurrió, pero de repente me encontré frenado en seco; había quedado enganchado en algo que me sujetaba con fuerza. Cuando con cierta aprensión volví la cabeza, me encontré frente por frente con el niño. Me había agarrado con sus manecitas y estaba tirando de mí hacia arriba. Superado el peligro, el pequeño me dijo con una sonrisa:

—No es nada más que un buen susto. Debes aprender a mirar dónde pones los pies; como te habrás dado cuenta, bajar es más fácil que subir.

El resto de la subida del canchal me concentré en seguir el consejo del pequeño. Terminada la pedriza, hicimos un alto para que pudiera reponerme de las

emociones, limpiarme la ropa y descansar. Esta vez fue el niño quien reanudó el diálogo.

—Mientras subíamos, has planteado una cuestión importante: los actos, por su naturaleza temporal, no parecen ser capaces de integrar establemente la naturaleza: ser veraz ahora no implica serlo en el futuro; a diferencia de lo que sucede con el uso de los órganos, pues, por ejemplo, ver ahora, implica ver en el futuro, salvo que el órgano o la zona cerebral ligada a la vista sufra alguna lesión.

—Así es —confirmé con orgullo, pues pensaba que el niño era de mi misma opinión.

—Sin embargo —añadió el pequeño—, el acto humano no sólo es temporal, sino que también trasciende el tiempo.

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—¿Cómo puede ser algo temporal y a la vez superar el tiempo? —pregunté extrañado.

—Por la misma razón —respondió mi acompañante— por la que la persona tiene un cuerpo y lo trasciende. Me explicaré mejor: el acto humano, como afirma K. Wojtyla en el libro Persona y acto, revela a la persona; en él encontramos lo que la persona es y quiere ser. De ahí que en el acto —como en la persona— haya aspectos corporales, que son temporales, y también elementos que trascienden el tiempo, como la intención libre. La intención no está localizada en una parte del cuerpo, por lo que, si bien tiene lugar en el tiempo, lo supera; por ejemplo, tu intención de llegar a la cumbre está presente desde que comenzamos a subir la montaña, pero su origen se halla fuera del tiempo en tu entender y querer personales.

—De todas formas —objeté—, no veo cómo el acto pueda integrar durablemente la naturaleza; por mucho que la intención supere el tiempo, no tiene poderes mágicos, que yo sepa.

—Es verdad —aceptó el niño— pero la intención de tu querer no sólo origina el acto haciéndote, por ejemplo, veraz en este momento, sino que también da lugar a un comienzo de inclinación hacia la verdad, es decir, empieza a formar en ti la virtud de la sinceridad. Es lo que los antiguos llamaban hábito o segunda naturaleza. Y me parece que el nombre no podía estar mejor escogido. La virtud, por una parte, es algo natural pues es el regalo que la naturaleza te otorga cuando obras bien; por ejemplo, para ser generoso no basta el simple hecho de quererlo, como si la generosidad fuera un traje que se hallase ya confeccionado y bastase ponérselo para vestirse de generoso. Por otra parte, la virtud es una integración estable de la naturaleza, dependiente del uso que haces de tu razón y voluntad: si no quieres ser generoso, nunca lo serás. La causa del carácter complejo de la virtud deriva de su origen: la acción buena.

La acción supone ya un cierto grado de integración, pero todavía no constituye una formalización estable de la naturaleza. De ahí que una sola acción, normalmente, no permita la inclinación de ésta en una determinada dirección; dicha inclinación sólo se consigue con la virtud, que por eso se denomina segunda naturaleza, pues también el hábito bueno tiende hacia aquello que le es connatural, es decir, al bien. Cuando realizas, por ejemplo, actos de paciencia intentando entender lo que digo, te haces paciente. Ser paciente, aunque no es algo originario (nadie nace siéndolo), es algo natural, procede de la misma naturaleza. La paciencia permite soportar el mal en todas sus variantes, otorgando así a la persona la capacidad de vencer la ira, el nerviosismo, la susceptibilidad, la precipitación, etc., que muchas veces le asaltan. En definitiva, en la virtud se descubre la misma paradoja que en la naturaleza: la primera es natural, pero trasciende la segunda integrándola de manera más o menos estable. Se observa de este modo cómo la virtud forma parte de la trascendencia de la naturaleza.

—A propósito de paciencia —intervine yo—. ¿Podrías quitarme una curiosidad que tengo? ¿Por qué, a veces, el mismo término que indica una emoción se usa para referirse a una virtud o a un vicio. Por ejemplo, la palabra impaciencia puede significar la emoción en que se experimenta nerviosismo porque algo que se querría

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que sucediese no ocurre, o puede referirse al carácter de una persona que con su comportamiento manifiesta carecer de la virtud contraria.

—Tal vez —dijo pensativo— la razón de esta aparente coincidencia se deba al importante papel que las emociones juegan en la formación de las virtudes y los vicios.

Por una parte, las emociones actúan como motivo de la mayor parte de las acciones humanas; por ejemplo, la ira, o sentirse ofendido injustamente, es motivo más que suficiente para vengarse. Esto no quiere decir que, a diferencia de lo que sucede en los animales, las emociones sean la causa de vuestros actos, pero sí que, por lo menos, se hallan presentes como un motivo que tenéis para actuar de determinado modo. Así, la persona enojada puede sentir que hay razones para vengarse, sin que, por ello, se vengue; por ejemplo, cuando juzga que la venganza es un mal peor que la ofensa recibida.

Por otra parte, las emociones que tienden a arraigarse en vuestro interior dan lugar a estados de ánimo que algunos científicos llaman disposicionales, en cuanto que consisten en inclinaciones a sentir de un modo determinado, como la impaciencia, la irascibilidad, la timidez. En el estado disposicional se encuentra una semejanza con el hábito, si bien el origen es distinto: la inclinación a sentir, a diferencia de lo que ocurre en el hábito, no nace del acto, sino de la espontaneidad de la naturaleza. Sin embargo, en tanto que esa espontaneidad puede ser personalizada —por lo menos, parcialmente—, la integración de la emoción o su contrario es algo personal. Así, la primera vez que alguien se enoja se trata de una emoción espontánea, pero el estado de ánimo irascible ya no lo es, pues en dicha disposición participa la persona por entero: al no combatir la emoción, ésta se arraiga en el interior de la persona hasta teñirle el ánimo de irascibilidad. De ahí que las emociones contrarias a la verdad de la persona, como la envidia, los celos, el odio, deban ser rechazadas inmediatamente pues, en caso contrario, se es cómplice no sólo de la maldad contenida en esos sentimientos, sino también del estado de ánimo disposicional provocado.

—¿Cómo puede lucharse contra algo que se siente? ínquirí perplejo. —Es evidente —respondió el niño—, que en el momento de sentir algo no se

puede dejar de sentirlo. Por eso, para educar los sentimientos, no basta la pura negación de lo que se siente ni tan siquiera el no querer sentir; es necesario examinar el propio interior en busca de las actitudes y valoraciones que acompañan las emociones y los estados de ánimo disposicionales. Y, una vez individuados, hay que modificarlos, por ejemplo, cambiando la jerarquía de los propios valores o situándolos en un contexto de mayor amplitud o evitando hacer interiormente determinados juicios. La persona envidiosa, por ejemplo, debe evitar las comparaciones con otros, aprender a agradecer las propias cualidades, alegrarse de los bienes que otros poseen, etc.

—Veamos si he entendido: la naturaleza humana se trasciende a sí misma no sólo porque de ella surgen dos potencias (inteligencia y voluntad) ni sólo porque mediante el acto logra cierta integración, sino, sobre todo, porque ella es origen de virtudes o hábitos buenos, a través de los cuales las tendencias y los sentimientos se integran en la persona.

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El pequeño asintió con un movimiento de la cabeza mientras se ponía de nuevo en camino. La pared de la montaña parecía perderse en el cielo. El obligado silencio me permitía reflexionar sobre lo que había escuchado. Andaba tan absorto en mis pensamientos que sólo veía los pocos metros que me separaban del niño, quien trepaba como un gamo.

Muchas horas después —no sabría decir cuántas— nos detuvimos nuevamente. Esta vez, el sudor me perlaba la frente y, por toda respiración, se oía sólo un jadeo sostenido. El niño me dio a beber de la cantimplora un agua fresquísima. Miré a mi alrededor en busca de un manantial o un torrente; no había ninguno, sólo rocas y más rocas. Me senté en aquella especie de terraza natural con las piernas colgando sobre el abismo. Cuando me recuperé, pregunté lo que hasta entonces me había rondado muchas veces por la cabeza sin jamás verbalizarlo:

—¿Falta mucho para llegar a la cumbre? —Ni mucho, ni poco; lo justo. Ante una respuesta tan críptica, cambié de tema, pues no quería enojarme. —Me parece —dije— que el secreto de la virtud está en la repetición de actos. —¿Qué te lleva a afirmar eso? —preguntó el pequeño—, ceñudo. —La lógica —dije esbozando una sonrisa—. Si uno repite actos buenos, se hace

virtuoso; si uno repite actos malos, se hace vicioso. Por consiguiente, la repetición es la madre de los hábitos.

—¡No es así! —respondió alzando el tono de la voz—. No hay que confundir la virtud con la gimnasia o con las técnicas de yoga. Por ejemplo, puedes ser un maestro consumado en los ejercicios de relajación, de respiración y autocontrol, sin, por ello, ser virtuoso. Como te he dicho, la virtud nace del interior; mejor aún, es el don que te regala la naturaleza cuando practicas el bien.

Eso no quiere decir —siguió el niño— que baste la simple repetición de acciones objetivamente buenas para trasformarte en virtuoso; es preciso que tus inclinaciones y afectos se integren personalmente, es decir, que estén de acuerdo con lo que conoces y quieres como bien.

—Me parece que la virtud exige mucho del hombre —comenté desanimado. —Ni mucho, ni poco; lo justo —respondió el niño. —Por otro lado —objeté—, ¿cómo puede saberse que las inclinaciones están de

acuerdo con la razón y el querer propios? —No existe una certeza matemática, pero hay señales que lo indican; por

ejemplo, tus sentimientos de frustración, repugnancia y tristeza al hacer el bien, muestran muchas veces que esa acción no es connatural contigo. La virtud no es algo exterior, sino una disposición interior que tiende al bien; por eso, el virtuoso experimenta facilidad y agrado al realizarlo. ¿Entiendes ahora por qué la virtud no es una repetición, sino el uso que la persona hace libremente de la propia naturaleza?

—¿La virtud es, entonces, lo mismo que autodeterminarse en el bien? —pregunté esperando confirmación.

—Sí —respondió—. Equivale a darse una forma de ser: en cierto sentido, sois como os determináis a ser. Y la autodeterminación es posible porque sois libres. Las causas naturales, que actúan necesariamente, están dirigidas a un efecto y, por consiguiente, son fácilmente previsibles, como sucede con el tiempo atmosférico. El

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hombre, en cambio, aunque también es causa de efectos, no se halla determinado de modo necesario, sino que para actuar debe autodeterminarse. Esto no significa, sin embargo, determinarse totalmente; de ahí que, hasta el último momento de la vida, quepa la autodeterminación.

—Y eso ¿por qué? —pregunté curioso. —Porque la libertad no nace de aquella, sino al revés. En definitiva, lo que harás

con tu libertad es un misterio. Desde que comencé a recorrer el camino de la verdad, la palabra misterio había

aparecido en repetidas ocasiones; pero, tal vez, el que más me atraía, como si fuera un remolino de agua que me absorbiese en su embudo, era el del corazón humano. ¡Qué abismo se escondía allí que ninguna inteligencia creada era capaz de bucear! Me vino a la cabeza la frase de Pascal: «el corazón tiene razones que la razón desconoce»; son precisamente esas razones del corazón las que impiden conocernos. Lo que será nuestro destino depende de nosotros y, sin embargo, no lo conocemos porque no somos capaces de sondear el propio corazón. Es el sino del hombre.

Como pude, hice partícipe al niño de estos pensamientos. Mi acompañante bromeó, quitando hierro al sentimiento trágico que había

intuido en mis palabras. —Es verdad que no conoces tu destino, pero conoces lo suficiente para saber si

vas por buen camino; el resto debes abandonarlo en Dios. De todas formas, has de examinar tus inclinaciones más intensas y duraderas, preocupaciones y alegrías, porque te permitirán saber dónde tienes el corazón, pues ya se sabe que por el hilo se saca el ovillo.

El último tramo de la ascensión fue duro, pero se me pasó en un suspiro. Aunque en algunos momentos no se veía la cima, yo sabía que estaba allí, esperándonos. Bastaba seguir a mi guía y tener cuidado al pisar, para no volver a deslizarme ladera abajo.

Por fin, ante nuestros ojos, apareció la cumbre. Era más alta de lo que había imaginado.

Como si el pequeño hubiera leído mis pensamientos, me dijo: —Así es la virtud, como esa cumbre. Algunos, por miedo al esfuerzo,

interpretaron la definición de Aristóteles de justo medio, como si la virtud fuera el aura mediocritas (dorada medianía) de los caballeros renacentistas que en las églogas se fingían pastores. El filósofo griego no habla, sin embargo, de una moda pasajera, sino de una realidad constante de la naturaleza humana: una cima de perfección entre dos extremos, que por eso son vicios. Por ejemplo, el valor no tiene nada que ver con la temeridad, un vicio por exceso, ni tampoco con la cobardía, un vicio por defecto. La temeridad no es una cumbre hacia la cual la persona progresa, pues arriesgar la propia vida, sin un motivo proporcionado, no nace de valor, sino de falta de miedo cuando en cambio se debería sentirlo. La cumbre, en cambio, es el valor que no excluye el miedo: el valeroso no es el que no siente miedo cuando es justo sentirlo, sino el que lo vence cuando lo exige su verdad.

Por fin alcanzamos la cima. El cielo limpio del atardecer permitía una vista completa de las montañas vecinas y de los valles, que como diminutas figuras se

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dibujaban allá abajo. Las águilas reales evolucionaban en el cielo; de vez en cuando, se lanzaban en picado.

Ante aquel panorama de ensueño, recordé una de mis viejas cuestiones sobre la libertad; así que pregunté al pequeño:

¿Cómo se entiende que el vicioso sea menos libre que el virtuoso, si los dos hacen uso de la propia libertad?

—Hay que distinguir —respondió el niño—, entre dos tipos de libertad: una esencial y otra operativa. La libertad esencial es la que os permite no estar determinados en el obrar ni quedar completamente determinados por las propias elecciones. Por eso, a pesar de que las obras realizadas sean contrarias a la verdad personal, dicha libertad no se pierde nunca. La operativa, en cambio, es el grado de libertad que tenéis para obrar; cuando la usáis mal, puede reducirse hasta casi desaparecer. Es lo que ocurre en el vicio. Aun implicando la existencia de la libertad esencial, el vicio disminuye la libertad operativa, pues introduce en la naturaleza una inclinación que es contraria a la verdad de la persona.

—Pero en el vicio ¿no se produce también una segunda naturaleza? —objeté. —Así es; se trata, sin embargo —añadió el pequeño—, de una segunda

naturaleza sui géneris, ya que el vicioso, en lugar de integrarla, la desintegra, degradando de este modo la naturaleza humana por debajo de los animales.

—Todo eso —dije mientras emprendíamos el descenso— lo he oído cientos de veces y no termina de convencerme; me parece que es una falacia: si el vicio nace de la libertad, ¿cómo puede ir contra ella?

—Como los razonamientos metafísicos no son tu fuerte, intentaré explicártelo con la experiencia, sobre todo con la que tenemos del tiempo. Recuerda que, cuando te hablé por primera vez de la integración, te dije que es un proceso que se desarrolla en el tiempo. Tal vez creyeras entonces que la mención del tiempo era una coletilla de relleno. Si fue así, ahora descubrirás que estabas equivocado: el tiempo forma parte esencial de la virtud y del vicio, aunque de modo diverso. Una característica de vuestra temporalidad es la apertura o, si lo quieres, la proyección a lo que todavía no es, o sea, al futuro. El vicioso es incapaz de proyectarse con verdad en el futuro, prefiere lo que ahora es y no será nunca más (la satisfacción de un capricho fugaz o de una costumbre malsana) a lo que puede ser pero todavía no es. Sucede así porque el vicioso se halla atrapado en el pasado.

—Hay una película —recordé— que describe la situación de estar atrapado en el tiempo. Un periodista es enviado por una cadena de televisión a una ciudad perdida de los Estados Unidos para que retransmita una de las costumbres de ese lugar: la fiesta por el despertar de la marmota, que señala el comienzo de la primavera. Aquel mismo día cae en la ciudad una nevada récord que interrumpe el tráfico en las carreteras, por lo que el periodista se ve obligado a permanecer allí. A partir de este momento hasta el final de la película, el tiempo cronológico se detiene: una vez y otra el protagonista se levanta de la cama y se acuesta en el día de la marmota. Al principio, para pasar el rato, intenta repetir las experiencias más placenteras que ha vivido en el pasado; el placer logrado no hace que disminuya en nada la desesperación de saber que, al día siguiente, todo seguirá igual. Ni siquiera en la muerte encuentra el modo de abandonar la cárcel del tiempo. Después de haber

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cometido los suicidios más espectaculares, el protagonista se despierta invariablemente en la misma cama del hotel, con la misma música del despertador, en el mismo día de la marmota. Sólo el amor, que el periodista descubre en las últimas escenas de la película, logra liberarlo de la trampa del pasado.

—Exactamente —confirmó el niño—. El vicio es, empleando el lema de la filosofía de Nietzsche, el eterno retorno de lo mismo; no porque el tiempo sea circular, sino porque el vicioso se niega a ver el objeto deseado tal como es, limitado y fugaz, atribuyéndole, en cambio, un significado eterno. Los objetos en que el vicioso deposita su placer se transforman, así, en símbolo de eternidad que, por ser falsa, no es ya; o sea, es tiempo pasado.

Iniciamos la bajada. Durante un buen trecho permanecimos en silencio. Horas después, el descenso de la montaña estaba tocando a su fin. Ya se

divisaban los árboles, los campos vecinos e, incluso, algunas ovejas que, diseminadas en las manchas de verde, pastaban perezosas. La conversación fluía ahora apacible.

—No comprendo —dije pensando en voz alta—, por qué el vicioso elige el placer aun a costa de la libertad.

—Usar bien de la libertad requiere esfuerzo y tensión —explicó el pequeño—. El ejercicio de vuestra libertad, al no consistir en la simple repetición de modelos ya experimentados en el pasado, depende en cierto sentido sólo de vosotros mismos (de vuestra intención y elección). Además, para utilizar bien la libertad, habéis de ser valientes, pues debéis afrontar el futuro cargado de inseguridad y riesgo. El vicioso, como no es capaz de soportar la incertidumbre, elige el pasado, en el que aparentemente no corre ningún peligro. El movimiento por el que en vano el vicioso busca volver al pasado constituye así la esencia de la pasión viciosa; mientras que la virtud supone la elección del riesgo, con una actitud de verdadera esperanza.

—¿Por qué hablas de verdadera esperanza? —pregunté sorprendido. —A veces, los hombres —me explicó— no sabéis distinguir entre la espera y la

esperanza. Y, sin embargo, estos dos vocablos expresan dos actitudes ante el tiempo radicalmente distintas. Tan es así que el vicioso está, sin esperanza, a la espera de un destino anunciado.

Bajamos del monte pisando las últimas luces del día. Y seguimos andando y charlando por un camino ancho y carretero. Estaba a punto de formular una nueva pregunta cuando el pequeño me sugirió detenernos en un mesón que se divisaba en una de las revueltas del camino.

A pesar de que las estrellas y el lucero vespertino iluminaban nuestros pasos, era conveniente hacer un alto para reponer energías. Por eso, acepté la invitación de buen grado y nos encaminamos al mesón.

Ya ante la puerta, como la aldaba se hallaba bastante alta y el pequeño no podía golpearla, me ofrecí a llamar. Pasaron pocos minutos antes de que nos abrieran. Delante de nosotros apareció la figura del típico mesonero: de volumen casi cúbico y aire jovial. Tras acompañarnos a las habitaciones, nos preparó una suculenta cena. Como en aquel establecimiento éramos los únicos huéspedes, le rogamos que nos acompañara. El mesonero tomó asiento junto a nosotros. Ante nuestra sorpresa,

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vimos que llenaba su vaso de agua pura y cristalina, mientras que en los nuestros había vertido uno de sus mejores vinos.

Observando nuestra extrañeza, nos explicó por qué no quería probar ni una gota de vino. Hasta hacía pocos años —nos contó— había vivido mendigando, no porque su familia no tuviese medios, sino porque había derrochado todo el patrimonio personal en fiestas y juergas con amigas y amigos. Se quedó sin blanca, sin un techo bajo el que cobijarse, sin amigos ni parientes, sólo consigo mismo y… con el vicio que había adquirido en aquellos años: la bebida. Comenzó a mendigar en la entrada de las iglesias no tanto para satisfacer el hambre que lo iba consumiendo hasta dejarlo irreconocible, cuanto para apagar la sed que le devoraba las entrañas. Dormía, sentado en el interior de un viejo automóvil abandonado y herrumbroso, cubriéndose el cuerpo con periódicos. Su vida habría concluido en aquella cochambrosa lata si una tarde de primavera, al irse a lavar a la orilla del río, no hubiese visto su rostro reflejado en el agua. Al principio creyó que se trataba de un miserable que, sin que él se percatase, se había acercado sigilosamente a su vera; miró a derecha e izquierda y, no viendo a nadie y estando milagrosamente sobrio, no tuvo más remedio que aceptar la amarga realidad. Aquel hombre envejecido, con las venas de la nariz dilatadas hasta trasformarla en una pelotilla roja, sucio y con el traje lleno de remiendos era él mismo. En aquel momento sintió que debía tomar una decisión: o aceptar ser aquella imagen degradada o descubrir esa otra faz que él creía poseer y, por la cual, la presente le resultaba insoportable.

La jovialidad del mesonero fue cubriéndose de un velo de tristeza al recordar la lucha impar que había entablado para librarse del alcohol. Tras su firme decisión de cambiar de vida, parecía que el fuego devorador que abrasaba sus entrañas, lejos de disminuir, fuese en aumento. ¿Cuántas veces se emborrachó antes de arrancar el vicio de su vida?... era imposible contarlas. Sin embargo, no permitió ni una sola vez que los vapores del vino le enturbiaran la imagen de lo que él era verdaderamente. Una y otra vez se alzó tras la caída, como si ésta no fuera más que una escaramuza en una guerra encarnizada y sin cuartel. Las borracheras más recientes —nos explicó— eran las que más le habían hecho sufrir pues, además de darle a conocer a qué extremos llegaba su debilidad, le hacían sentir que en su interior se hallaba oculta la inclinación a la bebida como un animal salvaje siempre al acecho.

El resultado de la lucha era patente: ante nosotros estaba una persona amable y compasiva, que había experimentado su fragilidad sin rendirse.

—Acabo de comprender —comenté a mis contertulios—, porqué el vicio y la virtud no deben entenderse como una simple repetición de actos; en el primero tendrían un valor negativo, mientras que en la segunda, positivo. Si no he entendido mal tú relato —dije dirigiéndome al mesonero—, lo esencial en la virtud no es la repetición de los actos, sino el tratarse de la manifestación de una libertad que en su ejercicio se deja guiar por la verdad. Como seguir la verdad libera de todo lo que uno no es, la virtud implica un aumento de libertad, mientras que el vicio, en el que cristaliza la falsa imagen de sí mismo, supone una libertad capitidisminuida. Nuestro amigo, el mesonero, dispone ahora de mayor libertad que cuando era esclavo de la bebida. El vicio había cubierto su alma de tantas impurezas que ésta ya no era capaz de reflejar la verdad.

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—Ciertamente —confirmó mi pequeño acompañante—, el alma del virtuoso es como un espejo en el que resplandece la verdad personal. De todas formas, no hay que olvidar que la imagen de la que hablamos aquí no es exactamente igual a la que se refleja en un espejo, pues se trata de una imagen viva. Me explico: la virtud no sólo permite reflejar la verdad como algo que se encuentra fuera, sino que, sobre todo, consiente a la persona identificarse con ella. De ahí la facilidad y prontitud que el virtuoso posee para saber, aun cuando carezca de conocimiento al respecto, el modo de actuar más acorde con su verdad. Tal vez se muestre aquí la mayor diferencia entre la virtud y el vicio: mientras que ésta introduce en el alma la novedad de lo verdadero (lo que no se conocía e, incluso, no se podía imaginar), aquél marca el alma con el sello de la costumbre inveterada, con un pasado que, al rechazar lo nuevo, encadena a la repetición automática de esquemas rígidos.

—Así es —terció el mesonero, quien, si bien no entendía de discursos filosóficos, había reflexionado mucho sobre su situación anterior—. El problema está en que cuando eres vicioso, precisamente porque amas el vicio no te percatas de la falta de libertad; deseas con ardor aquello mismo que te aparta de ti mismo, como yo ansiaba la bebida que poco a poco me iba destruyendo el hígado y la conciencia. Mientras tendí voluntariamente al alcohol, no fui consciente de que mi libertad estaba mermando. Pero, tan pronto como deseé abandonar el vicio y me propuse distanciarme de lo que hasta entonces había amado, empecé a experimentar que tenía menos voluntad que un gusano, pues, aunque detestase el trago, con frecuencia me emborrachaba.

¿Entendéis ahora por qué huyo del vino como el diablo del agua santa? Por nada del mundo querría perder la libertad recién conquistada. Y como sé de qué barro estoy hecho, procuro no llevar el cántaro a la fuente, pues ya conocéis el refrán. Y, tras estas palabras, nos retiramos los tres a descansar.

Al día siguiente, después de habernos despedido del mesonero, reemprendimos el camino. Mi pequeño guía iba haciéndose cada vez más reflexivo y menos locuaz.

Para animarle a conversar, le dije: —Antes de escalar la montaña, habías prometido explicarme cómo se realiza la

personalización de la naturaleza. Saliendo de su mutismo, el niño se limitó a decir: —Después de lo que nos ha contado el mesonero, tendrías que saberlo. —¿Sugieres —proseguí—, que la personalización se consigue a través de las

virtudes? —Así es. Como tú mismo descubriste ayer noche, la virtud modela la naturaleza

con una forma personal: la hace templada, sincera, fuerte, generosa... La distinción entre virtud y pasión viciosa es importante para evitar concebir la primera como el hábito que fija los gustos y las actitudes, restringiendo así el campo de vuestras posibilidades. La virtud, lejos de limitarlas, las acrecienta: por nacer de la de la autodeterminación libre, introduce en vuestra vida la novedad del querer sin la rémora del acostumbramiento y del miedo. Gracias a la virtud, consigues integrar lo que constituye la estructura operativa de tu persona: tendencias, afectos, inteligencia y voluntad reciben una forma más acabada y madura. Y como consecuencia de esa mayor unidad, aumenta la capacidad de autoposeerte y autodeterminarte. De tal

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forma que, al practicar la virtud, no encuentras tantos obstáculos en ti para querer y realizar lo que amas.

—¿Quieres decir que la virtud recompone cierta ruptura interior de mi voluntad? —Exactamente —respondió el niño—. Tu voluntad se halla dividida entre los

deseos que la asaltan sin cesar y lo que tú verdaderamente quieres. De ahí que a veces experimentes una tensión interior y un conflicto que se resuelven en parte a través de la práctica de la virtud, si bien esa lucha por alcanzar la unidad te acompañará hasta la muerte.

Pero el hábito —añadió— no sólo integra tu esencia, sino que también la hace ser buena o mala, según corresponda o no a lo que tú eres, o sea, a tu verdad personal. El hábito bueno o virtud desempeña, por eso, un papel decisivo en el descubrimiento y realización de la verdad. Por una parte, porque, mediante la virtud, conoces tu verdadero ser; por otra, porque experimentas cada vez con más fuerza el deseo y la alegría de actuar en consonancia con la verdad.

VII. LA AUTONOMÍA DE LA DEPENDENCIA

aminábamos por una campiña bañada por el sol del mediodía. Atrás quedaban el

desierto y la montaña, con sus penalidades y experiencias que habían dejado una profunda huella en mi alma. Imaginé lo que los israelitas debieron de sentir al entrar en la tierra prometida. Me había bastado una jornada de desierto para añorar el verdor y el frescor de valles y ríos. ¡Qué no habrán sido cuarenta años de paisaje árido y sol abrasador!

La naturaleza salvaje había sido dominada allí por el hombre y convertida en vergel: árboles frutales de toda especie daban su sombra y regalaban delicias a los viandantes; flores aquí y allá esmaltaban los campos con una gama infinita de colores y formas.

Confortado por el lugar, pregunté a mi acompañante algo a propósito de las virtudes:

—¿Para personalizar la propia naturaleza, basta entonces el dominio que uno puede alcanzar por sí mismo?

C

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—En lugar de contestarte —comentó el niño— dejaré que seas tú quien lo averigües. ¿Qué te parece: puede uno solo, sin la colaboración de nadie, ser virtuoso?

—No lo creo; se necesita la ayuda de los padres, educadores, parientes, amigos... y, en general, de todas aquellas personas que te corrigen, te hacen entender cómo debes actuar y te animan a practicar las virtudes.

—En efecto —añadió mi pequeño guía—, la virtud no sólo requiere una buena voluntad, sino también la ayuda de los demás. El mito del buen salvaje y del Robinson Crusoe son la proyección de un deseo que, en el siglo de las luces, arraigó profundamente en el corazón humano: la autonomía absoluta del individuo. Un deseo que es contrario a la realidad: todos vosotros sois originariamente dependientes pues sois hijos; nadie es padre de sí mismo. Por eso, la dependencia es la relación radical del hombre. La generación humana es así origen de las personas y de sus relaciones; sin generación no sólo no habría personas, sino tampoco relaciones interpersonales. La generación humana no consiste, pues, en un hecho puramente biológico, sino que nace de una relación interpersonal que, a su vez, da lugar a nuevas relaciones cuyo fin es la perfección de las personas.

—¿Hay, pues, una conexión natural entre generación humana, sociedad y desarrollo de la persona? —pregunté interesado ante las implicaciones que contenía aquella doctrina.

—En efecto —respondió el niño—, la generación da origen a la sociedad humana, la cual es necesaria para el desarrollo de la persona. Las relaciones interpersonales son, por tanto, el humus en donde nace y se desarrolla la persona. Y cuando alcanza cierta madurez, la persona es, a su vez, capaz de generar creando nuevas relaciones en donde un mayor número de personas encuentran el ambiente adecuado para su perfeccionamiento.

—Si es como tú afirmas —dije—, ¿entonces todo lo que altera esa estructura natural (generación-relaciones interpersonales-madurez personal) es un atentado a la vez contra la persona y la sociedad? Pienso, por ejemplo, en la fecundación in vitro, en donde se separa la generación de las relaciones interpersonales; o en las parejas homosexuales que son naturalmente infecundas; o en una generación puramente biológica de la que está ausente la relación entre personas por falta de madurez.

—Así es —añadió el pequeño—, si bien el daño que producen en la persona y la sociedad es distinto en uno y otro caso. La producción del ser humano en el laboratorio, por ejemplo, no sólo es un atentado contra la dignidad de la persona, sino que es una injusticia contra la misma sociedad, pues sólo las relaciones humanas son generativas. Con la fecundación in vitro, la técnica se atribuye un poder que no le corresponde: la generación. Por eso, aunque algunos utilicen el término de generación para referirse a la fecundación artificial, no se trata de una verdadera generación sino sólo de una producción más sofisticada. Y ésta es la mayor injuria que se le puede hacer a una persona: no ser generada, sino producida, como se fabrica un ordenador o unos zapatos. Por lo que se refiere a las parejas homosexuales, la injusticia, además de hacérsela cada uno a sí mismo y mutuamente, tiene una dimensión social, pues, como hemos visto, esa relación, por no ser generativa, no puede dar origen a la sociedad…

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—No entiendo —lo interrumpí—, también existen matrimonios que son infecundos y no por eso cometen injusticia alguna.

—Aunque haya matrimonios que son biológicamente infecundos, el matrimonio no pierde nunca la capacidad de generar relaciones que perfeccionan a la persona, pues se basa en el único tipo de unión sexual que favorece la madurez personal. Por eso, el matrimonio es el ámbito más adecuado para la adopción y educación de los niños. Las parejas homosexuales que pretenden imitar al matrimonio son, en cambio, infecundas no sólo biológicamente, sino también generativamente, pues ese tipo de relación no permite la madurez de las personas. Como tampoco la permiten aquellos padres que, si bien son biológicamente fecundos, carecen de la suficiente madurez para generar relaciones.

—¿Entonces, la generación de la que hablas, no es un puro hecho biológico sino que se refiere a la persona en cuanto tal?

—Así es, se trata de una generación que es a la vez origen y crecimiento de la persona a través de las relaciones que en ella se instauran.

—Pero —exclamé perplejo— ¡qué tiene que ver todo esto con la verdad personal! ¿No nos habremos alejado del tema de nuestra conversación?

—Lo más mínimo —respondió el niño—. Estamos examinando cómo las relaciones interpersonales forman parte de tu verdad ya que tú no eres un individuo aislado, una mónada que sólo aparente o exteriormente se relaciona con otras; no te construyes a ti mismo a partir de la nada, sino que dependes desde el comienzo de otras personas y de sus relaciones. Y, si tu origen se encuentra en la relación, tu fin no puede ser la independencia total, sino la relación. De ahí que las virtudes, con que personalizas tu naturaleza, no tengan como fin el autodominio, sino la relación con los demás, pues es ahí en donde te perfeccionas como persona. Tan es así que debe afirmarse que las relaciones con los demás son necesarias para que tú llegues a ser lo que eres.

Si recuerdas, hace poco hablábamos de la virtud como de una imagen viva de la verdad personal y veíamos también que esta última contiene algo que es común a todos los hombres: la naturaleza humana. Pues bien, el modo en que la verdad personal contiene la naturaleza no es en abstracto, sino concretamente; se trata de la naturaleza humana de fulanito o menganito, que es hijo, pariente, amigo de perenganito y zutanita. Las virtudes, imagen viva de la verdad personal, reflejan esa naturaleza concreta, la de una persona que se halla en relación con otros seres personales.

—Si he comprendido bien —dije—, debe afirmarse que la virtud procede de la naturaleza personal, la cual contiene en sí las relaciones con los demás seres humanos.

—El niño asintió con un ligero movimiento de cabeza. De todas formas, sería mejor decir que la virtud nace de una persona que se encuentra en relación, pues para que la relación sea personal se requiere el ejercicio de las virtudes. Ciertamente, sin el respeto de la naturaleza humana que hay en vosotros, o sea, de lo que es común a todos los hombres, la verdad no puede reflejarse en vuestra vida pues no alcanzáis la cima de la virtud. Pero debéis ir más allá de la simple fuga del mal y del vicio; tenéis que buscar con pasión en todo tiempo y lugar quiénes sois, porque cada

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uno de vosotros es único e irrepetible. Y, para descubrir vuestra irrepetibilidad, no estáis solos, sino que contáis con la ayuda de los demás, quienes, con sus relaciones, os ayudan a ser lo que debéis ser. Por eso, en cierto sentido, esas relaciones se hallan presentes en vuestra verdad personal, en tanto que ella contiene la naturaleza humana, es decir, un modo de ser que está esencialmente abierto a los otros hombres.

—También la naturaleza de los animales se halla abierta necesariamente a los demás animales de su especie —objeté con brío.

El camino que habíamos seguido hasta entonces en medio de prados nos condujo a una chopera, a orillas de un río ancho y caudaloso. El sol estaba alto y calentaba con fuerza. Un vientecillo suave mecía las hojas de los árboles. El frescor del agua y la brisa eran como un refrigerio para nuestros miembros cansados. Tras haber apagado la sed en las cristalinas aguas del río, nos sentamos a la sombra de los chopos.

—De nuevo —dijo el pequeño mientras miraba el río— la naturaleza humana muestra aquí su carácter peculiar. Existe una necesidad que puede entenderse de acuerdo con las exigencias fisiológicas, cuyo rasgo esencial es que desaparece en la medida en que se satisface, como la sed que acabamos de apagar; esta clase de penuria es la única necesidad que conocen los animales. Hay otra necesidad propia de las relaciones interpersonales que es radicalmente distinta: cuando se satisface, lejos de disminuir, aumenta; por ejemplo, la necesidad que el esposo y la esposa tienen uno de otra, la necesidad de los padres respecto de los hijos y viceversa, de los amigos entre sí, etc.

—¿Cómo es posible que la necesidad, satisfaciéndose, no desaparezca, sino que aumente? —pregunté sorprendido.

—Porque no se trata de una necesidad física, sino espiritual. —Entonces, eso quiere decir —comenté con un deje de ironía— que las

necesidades de electrodomésticos, vacaciones y, sobre todo, de dinero son también espirituales, pues aumentan en la medida en que se poseen esos bienes.

—No hay que confundir —me explicó sin hacer caso del sarcasmo— las necesidades espirituales con las necesidades que nacen de la infinitud del espíritu humano. El carácter espiritual de la persona hace que cualquier tipo de necesidad se halle abierto al infinito, por lo que, a pesar de haberla ya satisfecho, siempre se puede desear una mayor satisfacción. Se cuenta, por ejemplo, de los antiguos romanos que, para seguir comiendo, se las ingeniaban para vomitar los alimentos con ayuda de plumas; se ve que no deseaban satisfacer el hambre o saciar el apetito, sino regodearse en los placeres del paladar. Esto no ocurre en los animales pues, una vez satisfechos, dejan de desear. Por eso, sólo el hombre puede ser hedonista.

Si la espiritualidad del deseo aparece con claridad en las exigencias corporales en donde, de todas formas, hay un límite físico, con mayor razón se da en la de posesión y uso de objetos que no se refieren a necesidades orgánicas. La falta de límite físico, en este caso, puede originar lo qué en la Fenomenología del espíritu, Hegel llama un falso infinito, es decir, un infinito que se construye a través de un proceso temporal que no conoce fin, como el deseo de acumular riquezas en el avaro, de ser ensalzado en el ambicioso o de poder en el tirano.

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Pero existen también necesidades que en sí son infinitas. Éstas no se refieren a necesidades fisiológicas o de objetos, sino a personas.

—No entiendo en qué sentido puedo decir de mí mismo que soy infinito, ¿podrías aclarármelo?

—Está claro que tú no eres infinito, pues eres un ser limitado, temporal y mortal; pero en ti existe la imagen del Infinito, ya que has sido creado a imagen y semejanza suya. Por eso, la necesidad que los demás tienen de ti es una necesidad espiritual, una necesidad de infinito. Es decir, necesitáis de los otros porque vuestras exigencias no se satisfacen con el pan, la vivienda y el trabajo, sino sobre todo con el otro, en quien se refleja la imagen del Otro por antonomasia, o sea, de Dios.

—Pero —objeté— también la persona puede ser deseada porque ayuda a satisfacer una necesidad fisiológica, como la reproducción, o porque puede ser poseída como una cosa.

—Es verdad, pero no todo lo que puede ser, debe ser —sentenció mi acompañante. La persona no debe nunca ser usada como un objeto pues es un fin en sí misma.

—Me estás repitiendo la conocida norma personalista que desciende en línea directa de Kant —dije con cierta guasa—. Pero algunos filósofos actuales consideran que eso es un cuento, una manifestación más de especismo, o sea, de conferir a nuestra especie un valor que no le corresponde. Los hombres consideramos la especie humana la mejor porque es la nuestra, y por eso le atribuimos una dignidad inexistente. Tal título no significa nada; no corresponde a ninguna nota que podamos encontrar experimentalmente en los individuos de la especie hombre, sino que es sólo una etiqueta que añadimos a la especie Homo sapiens sapiens con orgullo.

Tras escuchar en silencio mi diatriba contra la dignidad humana, el niño dijo lentamente:

—Si la persona humana es el único ser en este planeta que habla de dignidad y es capaz de sacrificar la propia vida por defenderla, es porque ella posee este valor realmente. No es una invención del orgullo humano, sino la constatación del hecho de que sólo la persona es fin en sí misma, pues únicamente ella puede disponer de sí de modo libre. Por eso, ninguno, por más que se esfuerce, puede alcanzar el fin de otra persona en su lugar ni puede obligarla a lograrlo. En resumidas cuentas, la persona es digna porque es insustituible.

Ciertamente, ser fin no es algo que la persona se otorga a sí misma, pues no se trata de una etiqueta que se coloca en un artículo de consumo, como el vino o el aceite de denominación de origen controlado. De ahí que la dignidad de la persona no dependa ni de ella misma ni del reconocimiento de los otros. En esto tienen razón los filósofos que hablan de especismo: si la dignidad de la persona correspondiera únicamente al juicio de los otros miembros de la especie, sería una clara manifestación de puro orgullo de especie. Pero si ni tú ni los demás te conceden la dignidad de ser irrepetible y, sin embargo, la posees, eso quiere decir que la has recibido de alguien que posee la dignidad en propiedad, o sea, que no la ha recibido a su vez pues es eternamente digno. Ese Ser digno no es otro que Dios, que te ha concedido la dignidad más alta en este mundo, permitiendo que hagas con tu vida lo

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que quieras y que influyas para bien o para mal en la vida de los demás. En definitiva, eres irrepetible porque Dios te ama por ti mismo, no como a las otras criaturas materiales, que las ama por el hombre, es decir, las ha creado para el hombre, pues, como dice Ireneo de Lión, «el hombre que vive es la gloria de Dios». De este modo, a través de la irrepetibilidad de la vida de cada hombre, la creación material da a Dios la mayor gloria posible.

—Lo que no entiendo —objeté— es por qué, si el hombre posee tan gran dignidad, puede ser usado como un objeto.

—Es la ley que afecta a todo lo que se posee —respondió el niño—: sólo quien tiene puede dejar de tener en mayor o menor grado. Así, la persona que no es la dignidad eterna, pero participa de ella, puede degradarse y ser tratada indignamente.

—Yo me preguntaba —lo corregí— acerca de otra cuestión: ¿cómo es posible que un ser tan digno degrade a otros?

—Como experimentaste en el camino de la libertad sin verdad, las relaciones interpersonales pueden ser concebidas de distintos modos. El más frecuente en vuestra época es el utilitarista, es decir, tratar a las personas como si fueran objetos que se pueden producir, poseer, usar y abandonar cuando dejan de servir. Esto ocurre porque no se aprecia la dignidad del otro, sino sólo su ser fuente de placer, utilidad, poder o medro social. Pero, cuando trasformáis al otro en objeto, no os percatáis de que vosotros mismos os convertís en objeto.

—Me parece comprender lo que quieres decir —comenté—. Es más o menos lo que sucede en la dialéctica hegeliana del siervo y el amo: el amo domina sobre el siervo; pero, puesto que para ser amo, necesita que el siervo lo reconozca como tal, ese dominio encierra una dependencia: no sólo el siervo depende del amo, sino que también el amo depende del reconocimiento del siervo.

—La explicación de Hegel es muy ingeniosa —dijo el niño—, pero yo no me refería a la objetivación de la persona producida por la conciencia, sino a la objetivación de la propia naturaleza.

—¿Podrías explicarte mejor? —No puedes tratar al hombre —respondió el niño— como un objeto sin que tu

naturaleza permanezca inalterada, pues tú también eres un hombre. Y lo que haces al hombre, a cualquier hombre, te lo haces a ti mismo. Pero con una diferencia, la persona a la que tratas indignamente sufre sólo la injusticia, mientras que tú te haces injusto, degradándote como persona. Cuando eres injusto, tu naturaleza, en lugar de integrarse, se desintegra y despersonaliza.

¿Entiendes ahora el tipo de objetivación al que aludo? Se trata de la des-personalización, o sea, del descenso de la persona a una condición infraanimal. Ésta sí que es una verdadera alienación, mucho mayor que la esclavitud o el trabajo mecánico pues, en todos estos casos, la persona puede luchar por conservar su dignidad, mientras que en la des-personalización ha renunciado voluntariamente a defenderla.

El niño se levantó de repente como si hablar de ese tema le resultara molesto y quisiese de este modo zanjar la cuestión. Lo imité. Reemprendimos así el camino en silencio. No sé cuánto tiempo anduvimos, absortos en la contemplación de la belleza de aquel lugar. A juzgar por el calor que casi neutralizaba el frescor de los árboles,

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debía de ser la hora de la siesta. En el silencio sólo se escuchaba el susurro del viento y del agua. Aquella atmósfera casi mágica desapareció cuando pronuncié estas palabras:

—Entiendo que no he de usar a las personas ni como medio ni como objeto, pero no sé cómo debo tratarlas de forma positiva, es decir, según su dignidad.

—Ayudándolas para que ellas alcancen su fin —fue la respuesta inmediata de mi acompañante—. Aquí se muestra una nueva paradoja de la naturaleza humana: la persona es capaz de alcanzar el dominio de sí en la medida en que es ayudada por otras personas. Si esto es así, hay que concluir que se trata de un dominio relativo a vuestra condición de seres dependientes. Y, por ser relativo, el autodominio tiene como fin todos aquellos de quienes dependéis. De ahí la obligación que existe respecto a las demás personas.

—No comprendo por qué hablas de las demás personas —dije yo—. ¿No deberías referirte sólo a aquellos de los que dependemos?

Las palabras apenas pronunciadas fueron ahogadas por un rumor de muchas aguas. La chopera, por la que hasta entonces habíamos caminado conversando, desapareció de repente dejándonos frente por frente ante uno de los meandros del río. La corriente era allí tan fuerte que los remolinos engullían todo lo que se encontraba en la superficie del agua, vomitando los restos en un vórtice de barro y espuma. Era impensable vadear el río en aquel punto. Miré interrogativamente al pequeño, como diciéndole:

—Ahora, ¿qué? El niño me dijo: —¡Crúzalo! Estaba a punto de entrar en aquel torbellino a pie enjuto, cuando, a mis espaldas,

escuché: —No por ahí, sino a tu izquierda. Recorrí con la vista el lugar indicado hasta que descubrí con sorpresa, una línea

blanca que se extendía de una orilla a otra por encima del nivel de las aguas. Más de cerca noté que la línea en cuestión era un antiguo puente sumergido casi por completo. Como pude, me encaramé sobre aquellas piedras desgastadas por los años y la corriente y, semejante a un funámbulo, comencé a caminar lentamente manteniendo el equilibrio con los brazos mientras el agua azotaba mis pies con el intento de descabalgarme. Atravesar aquel puente me costó algunos minutos en los que sufrí lo indecible: tan pronto me imaginaba devorado por la corriente, como a salvo; por fin llegué a la otra orilla, mojado hasta los tuétanos, no tanto por el agua, como por el sudor frío que me bañaba el cuerpo.

El niño me miraba desde la extremidad del puente con gesto pícaro: —¡Miedo, eh! Y eso que has caminado sobre piedras. ¡Qué habría sido de ti sin

el puente que hace muchos siglos otros hombres construyeron aquí! Sin su ingenio y trabajo, todavía estarías en la orilla o habrías sido ya arrastrado por la corriente.

Tras un buen rato de estar tendido al sol, nos pusimos en camino hacia el norte. El paisaje era exactamente igual al que habíamos encontrado en la otra orilla: prados y choperas que señalaban el curso zigzagueante del río.

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—Cada uno de vosotros —me explicó el pequeño—, está en relación con todos los demás, en tanto que tenéis una dependencia mutua y un deber unos con otros. Y esta obligación también forma parte de tu verdad.

—No acabo de comprender en qué sentido los demás forman parte de mi verdad. —Al considerar la verdad personal —dijo el niño—, siempre hay dos peligros al

acecho: reducirla a las leyes de una naturaleza humana genérica, o considerar que la persona es independiente de su naturaleza e, incluso, que carece de naturaleza, pues la existencia de algo natural en ella la privaría de libertad. Las dos posturas son erradas. En el primer caso se tiene una visión abstracta de la persona y, por tanto, irreal: el bien de la persona se reduciría a las leyes naturales o a lo que es común a todos los hombres, cayendo así en el legalismo y en una ética sólo heterónoma que se sigue por miedo al castigo. En el segundo se confunde la verdad personal con el capricho o con lo primero que uno siente: el bien de la persona sería, de este modo, relativo a lo que cada uno desea, dando lugar a una ética totalmente autónoma y subjetiva.

—¿Quieres decir que la ética es a la vez autónoma y heterónoma? —pregunté sorprendido.

—Sí —contestó el pequeño sin dudar—. Sostener que la ética sea autónoma y heterónoma a la vez es lo mismo que afirmar que cada persona tiene una verdad que debe realizar personalmente...

—No entiendo —lo interrumpí— qué tiene que ver cómo sea esa ética con el deber que yo tengo respecto de los demás.

—Para muchos de tus contemporáneos —explicó el niño— el deber que tienes en relación con los demás es algo exterior, que emana de las leyes humanas o se funda en ciertas tradiciones culturales que se remontan a épocas pretéritas y obsoletas. Ese modo de entender los deberes nace tanto de una visión abstracta de la naturaleza humana, como de una concepción individualista de la persona; se comprueba así una vez más que los extremos se tocan. En efecto, si la persona fuera sólo un individuo que participa de una idéntica naturaleza, los deberes nacerían de lo común y, por tanto, no formarían parte de lo que pertenece a la irrepetibilidad de la persona. No habría más deberes que los recogidos en la ley natural. No existiría, por ejemplo, la obligación de ser fiel a una determinada vocación profesional, religiosa, a una persona, etc. Si, por el contrario, no existiera una naturaleza común, las relaciones con los demás dependerían del arbitrio personal serían algo externo, no derivado del ser personal. De ahí que, para el individualismo de uno y otro signo, las relaciones sean algo indiferente para la identidad personal, cuando no un mal necesario producido por la existencia de muchas libertades forzadas a la convivencia. Los que piensan así consideran que el Estado debe vigilar para que cada libertad se ejerza en el ámbito que le corresponde, impidiendo de este modo que las libertades de unos esclavicen las de los otros. La visión moderna del Estado, como un guardia de tráfico, se basa en la falsa premisa —formulada por J. S. Mill— de que la libertad de cada uno termina donde comienza la libertad del otro.

—¿Por qué dices que es falsa? ¿El Estado no debe evitar los conflictos entre los ciudadanos y entre estos y las instituciones?

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—Por supuesto —concedió el pequeño—. Pero esos conflictos no deben ser la única experiencia de la que se deducen los derechos y deberes; de otra forma, ambos surgirían sólo a partir de una relación de oposición.

—No entiendo, ¿no podrías ser más claro? —Lo intentaré. Si los individualistas tuvieran razón, el origen de derechos y

deberes sería diverso: mientras que los derechos procederían del individuo, sea por ser racional sea por ser libre, las obligaciones o deberes surgirían de los derechos de los otros individuos; es decir, el deber nacería frente al derecho de otro. Dicho de forma sintética: hay deber donde hay un derecho. Esto es verdad sólo en el ámbito jurídico, pero no en el moral. De ahí que, para los individualistas, los deberes —a diferencia de los propios derechos— sean siempre heterónomos, pues se fundan en los derechos de otro. Los deberes se respetan porque, de no hacerlo, el Estado ejercita su poder de coacción mediante sanciones económicas o incluso la privación de la libertad.

—Kant —dije—, ha resuelto el problema de la obligación interna del deber a través del imperativo categórico: «actúa de tal modo que tu conducta pueda ser elevada a norma universal». Por ejemplo, existe una obligación moral de no mentir, pues la mentira es una acción cuya inmoralidad se descubre a partir del imperativo categórico, en tanto que el engaño no debe universalizarse; si todos mintieran, sería imposible confiar en los demás, por lo que las relaciones interpersonales se desmoronarían.

—Por supuesto que Kant ha señalado el problema y ha tratado de resolverlo. Para fundar los derechos de los otros no basta, sin embargo, una razón universal. Como veremos, la obligación que tienes en las relaciones con los otros no deriva sólo de lo que satisface a la razón universal, sino que va más allá hasta llegar a la misma donación, la cual es un deber especial pues, aunque no es exigida por el imperativo categórico, es una obligación de tu naturaleza.

—¿De verdad que la donación a los demás es un deber? ¿Cómo el amor puede ser un deber?

—Para contestar esa pregunta —dijo el niño—, he de analizar primero los diversos tipos de relaciones humanas en busca de lo que las constituye precisamente en una obligación para ti. ¿No sé si tendrás paciencia para aguantar hasta el final?

—Depende de cuánto te eleves —respondí—. No quise admitir abiertamente que el tema me interesaba, a pesar de su dificultad. Tan es así que, durante esta conversación, me había olvidado del calor, del cansancio y de los mosquitos que en algunos trechos amenazaban con devorarnos. Casi había perdido el sentido del tiempo y del lugar. Sabía que estábamos alejándonos del río y penetrando en un valle poblado por blancas casitas diseminadas en todas las direcciones. No se podía decir que fuese un pueblo, sino más bien un conjunto de casas con sus huertos y jardines. La vista de esa dispersión de viviendas incomunicadas (en ese valle no había ni carreteras ni caminos) me distrajo unos segundos de la conversación.

Cuando de nuevo fijé la atención, oí que el pequeño decía: —En primer lugar, la verdad personal os exige reconocer la dependencia que

todos tenéis respecto de Dios, de quien habéis recibido el ser y con él todo lo demás y del que seguís acogiendo toda clase de bienes y, en segundo lugar, la dependencia

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respecto de los demás, de quienes recibís lo necesario para vivir como personas, sobre todo su amor. Tienes razón al sorprenderte del uso que hago del término dependencia, pues no lo empleo en un sentido restringido (no es la sumisión del inferior en relación al superior), sino en su significado último: la persona depende del amor, porque ha sido creada por Dios por amor. El amor divino atraviesa como una corriente continua el amor con que los demás os quieren. Pero el amor de los otros, como el de Dios, no es necesario, sino libre; es un don. Y el don se caracteriza por su gratuidad: no puede forzarse a nadie a darlo ni a recibirlo. El don, sin embargo, obliga de otro modo: no por la fuerza, sino en virtud de sí mismo. Y, puesto que vosotros dependéis completamente del amor, tenéis inscrita en vuestra naturaleza la obligación de amar. El deber de amar por tanto, es a la vez autónomo y heterónomo: aunque nace siempre en relación a otro, sois vosotros mismos los que experimentáis en la conciencia la obligación de amar, ya que debéis responder al amor recibido. ¿Entiendes ahora por qué hablo de la dependencia como origen del deber que tenéis de amar? Cada uno de vosotros depende del amor de los demás como los demás dependen del vuestro, y todos, unos y otros, dependéis del Amor.

—Perdona —dije— si no estoy de acuerdo. ¿Cómo afirmas que, por ejemplo, el amor entre padres e hijos es un don? ¿No es algo natural y, por tanto, necesario?

—El amor humano, en todas sus variantes, nunca es algo necesario. Es verdad que, entre padres e hijos o entre marido y mujer, existen inclinaciones basadas en la sangre o en el carácter sexuado de la persona humana de las que nace el afecto. Sin embargo, tales tendencias naturales no se imponen jamás con una necesidad absoluta, sino que deben ser aceptadas por la persona. Por eso, las molestias y los sufrimientos causados por los hijos, por ejemplo, pueden provocar en los padres un enfriamiento del afecto, llegando en ocasiones a transformarlo en odio y rechazo. Para evitar que el afecto se halle al embate de circunstancias contingentes y de la correspondencia de los hijos, los padres deben madurar en el amor, pasando de un amor al hijo como a ellos mismos a un amor al hijo por sí mismo, lo cual, sin duda, es un don. Algo semejante debe decirse de la relación entre el hijo y sus padres: el hijo ha de aprender a entender que el amor de los padres no es un derecho, sino un don. Es verdad que el hijo tiene derecho a una serie de cuidados, pero no al amor que recibe de los padres. Con el paso de los años, la relación paterno-filial debe hacerse más personal hasta alcanzar la forma del don de sí. A medida que el hijo madura como persona, el amor de los padres ha de surgir, no tanto de una inclinación espontánea, como de un querer que el hijo sea verdaderamente quien es.

Cuando el afecto se mantiene, en cambio, como una inclinación meramente espontánea, puede dar origen a diversas deformaciones, como el amor posesivo. El padre y la madre posesivos pretenden apoderarse, de modo más o menos consciente y deliberado, del yo del hijo para trasformarlo en una prolongación del propio yo. En este caso no puede hablarse de donación, sino más bien de un deseo de posesión camuflado de amor. Dicho deseo puede manifestarse en querer que el hijo sea a imagen y semejanza del propio yo (no se acepta, por ejemplo, que los hijos proyecten libremente sus propias vidas), o en un exceso de protección, porque se tiene miedo de que los hijos lleguen a ser independientes. Y, si el hijo rechaza los proyectos que los padres habían imaginado para él, se lo considera un ingrato.

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El sol se estaba poniendo cuando llegamos a una casita que parecía salida de un cuento de hadas. En el porche, sentada en una mecedora, una mujer anciana hacía punto. A pesar del ruido de nuestros pasos, la hacendada señora no alzó la cabeza ni siquiera una sola vez. Nos acercamos hasta la barandilla de madera que separaba el porche del exterior. Estaba a punto de saludar a la anciana cuando el niño me dijo:

—¡Déjalo estar! No nos ve ni nos oye. —¿Es ciega y sordomuda? Pregunté sorprendido de ver que en tales condiciones

fuera capaz de hacer punto. —No; pero su tragedia es tan enorme que sólo tiene ojos y oídos para ella. Durante unos minutos observé a la anciana con atención. El sonido de las agujas

al entrecruzarse se mezclaba con palabras y suspiros. —¿Está rezando? —quise saber. —No; se está quejando. Esta vez sí que pude distinguir una frase que la anciana señora repetía sin cesar:

«¡me estoy matando a trabajar por mi familia!». —¿Quién es y por qué está tan apesadumbrada? —pregunté al niño. —Es la señora Fidget, personaje de una narración de Lewis recogida en Los

cuatro amores. Esta mujer repite eternamente lo que acostumbraba a decir en vida. Cuando era ama de casa, se desvivía por los suyos: les tejía horribles jerséis de lana, esperaba la vuelta de los hijos hasta altas horas de la noche siempre con cara de víctima, limpiaba y relimpiaba la casa sin permitir que se la ensuciaran… A pesar de tantas premuras, la señora Fidget no conseguía que los miembros de su familia estuviesen contentos: el ambiente de su casa era triste y opresivo. Pobre señora Fidget, se mataba a trabajar por su familia sin que su marido y sus hijos lo advirtiesen. En realidad —como afirma Lewis con ironía—, no había forma de impedírselo ni era posible quedarse sentado a mirarla sin sentirse en culpa. Marido e hijos debían ayudarla; la verdad es que se sentían continuamente en el deber de ayudarla. Lo que significa que estaban constreñidos a hacer cosas para ella, con que ayudarla a hacer cosas para ellos que, personalmente, no deseaban que ella hiciese. Por eso, cuando la pobre señora pasó a mejor vida, la tristeza del marido y de los hijos desapareció de aquella familia como por ensalmo.

La moraleja de la historia es ésta: aunque la señora Fidget se entregaba a sus hijos, no existía verdadera donación pues, al ser incapaz de entender lo que ellos querían, les daba algo que no estaban en condiciones de aceptar. ¿Entiendes, ahora, por qué el amor entre padres e hijos es un don?

—Si he comprendido bien —dije—, en todas las relaciones personales hay una inclinación natural hacia el otro, que, con el paso del tiempo, debe trasformarse en don de sí mismo. Por ejemplo, la relación entre marido y mujer comienza normalmente con el enamoramiento, que según Ortega no es más que una enfermedad de la atención: el enamorado idealiza a la persona amada de tal modo que no percibe en ella defectos ni límites. Para amar al otro cónyuge es necesario pasar del enamoramiento a la donación, lo que exige querer el bien de la otra persona como si fuera el propio bien.

—El enamoramiento —me corrigió el niño— no es ninguna enfermedad, sino el modo natural en que os sentís obligados a salir de vuestro yo para entregaros a otra

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persona. El descubrimiento en una persona del otro sexo de una serie de valores físicos, psíquicos y espirituales es como un imán que os arrastra hacia ella, hasta lograr que esa persona sea imprescindible en vuestra vida: pensamientos, deseos, imaginación, memoria… giran cada vez con más frecuencia alrededor de la persona amada. Por eso, el enamoramiento, si bien esencialmente es un sentimiento, no se limita a la esfera afectiva, sino que involucra a la persona entera, comportando siempre, por lo menos implícitamente, el querer personal. La persona se transforma en amante al dejarse atrapar voluntariamente en las redes del amor, y el amante no sólo se siente atraído, sino que también goza de esa atracción porque ha comenzado a amar.

—Entonces, ¿el enamoramiento se identifica con el amor? —No —respondió el pequeño—. El enamoramiento es sólo la primera etapa de

un largo proceso cuyo fin es la unión de dos personas, capaz de generar otras personas y dar lugar a relaciones en las que las personas se perfeccionan. Si el enamoramiento contiene un engaño, éste no es tanto causado por la polarización de la atención, como por el sentimiento de que la unión ya se ha realizado; cuando, en realidad, la unión de marido y mujer se consigue tras muchos años de esfuerzo diario por crecer en el amor. Como el fuego, el amor es una realidad que no se mantiene estable: cuando no se alimenta, mengua, se apaga y, si no se reaviva, muere entre las cenizas de la indiferencia. La rutina y el acostumbramiento son, por este motivo, la tumba del amor.

—Si es como tú dices, las películas románticas de otras épocas han hecho un flaco servicio a la causa del amor, pues solían presentar la primera etapa del amor como si fuera el final de la historia. Mientras que es a partir de ese punto cuando el amor madura o se encamina a la muerte.

—Tienes razón —comentó el pequeño—. El happy end de las viejas películas románticas de Gary Grant y Audrey Hepburn, Gary Cooper y Grace Kelly, Fred Astaire y Ginger Rogers, ocurre demasiado pronto, cuando las parejas deciden casarse. El verdadero final feliz no es el matrimonio, sino que los esposos envejezcan juntos, rodeados de los frutos de su amor y con algún que otro problema, como sucede, por ejemplo, En el estanque dorado. De todas formas, en esas películas románticas, el amor es real, si bien edulcorado y lleno de tópicos. En muchas películas actuales, el enamoramiento del pasado es sustituido por la simple atracción sexual y, en lugar de narrarse la historia de una unión de corazones, se cuenta la historia de cuerpos que se unen y se separan con regularidad rayana en la más aburrida de las rutinas.

—¿Y en qué consiste la verdadera historia del amor entre marido y mujer? —quise saber.

—En primer lugar —dijo el niño—, debe tenerse en cuenta que en el origen del enamoramiento, además de la atracción personal, pueden estar implicadas diversas tendencias, como la de posesión, poder y estima, que requieren del otro para ser satisfechas. La conveniencia descubierta en la otra persona desde el punto de vista de esas u otras tendencias puede inducir al marido o la mujer a confundir el amor con actitudes y comportamientos, como los celos, la emulación, la pasión carnal…, que no tienen nada que ver con la auténtica donación. Para evitar querer al otro

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como el medio de satisfacer esas apetencias y no como fin en sí mismo, es preciso descubrir cuáles son las raíces de donde brota esa relación y estar dispuesto a arrancarlas siempre que sea preciso. Por ejemplo, en la novela de H. James, Retrato de señora, Osmond, un noble arruinado de origen italiano, después de haberse casado con Isabel, la rica y bella protagonista, no contento de la fortuna de su mujer, desea adueñarse también de la personalidad de ésta hasta convertirla en un puro reflejo de su yo. Isabel, joven y llena de vitalidad, reacciona con energía ante tal pretensión. Osmond considera la independencia de Isabel como una falta de amor. En una confidencia con su antigua amante, se lamenta de la actitud de Isabel. La confidente, madame Merle, intenta hacerle notar lo exagerado de dicha pretensión. Osmond se limita a responder: «en una situación así, se pide lo máximo. Que ella me adorase, si quieres. Oh, sí, lo necesitaba». La historia de Isabel y Osmond termina mal pues este último no está dispuesto a sacrificar su egolatría.

Por otro lado, los esposos han de darse cuenta de que el enamoramiento no permite que el amado se desvele con sus límites, pues la atracción que se experimenta dificulta la percepción de todo aquello que en el otro es negativo. El descubrimiento de los defectos, faltas y errores del amado durante la vida conyugal, puede conducir al esposo o la esposa a considerar el enamoramiento inicial como una falsa ilusión, llegando a pensar que, puesto que el amado es distinto de como se le creía, nunca se lo ha amado. De ahí la importancia de intentar conocer bien al amado tal como es, sin idealizarlo. La aceptación del otro cónyuge con sus virtudes y límites es el primer paso de la auténtica donación, que consiste en quererlo por sí mismo o también en querer que sea lo que es.

—¿La historia del matrimonio se limita entonces a aceptar al otro como es? —pregunté desilusionado.

—No debes pensar —repuso el pequeño— que aceptar sea algo puramente pasivo: pertenece a la esencia de la donación que dar y recibir son actos complementarios.

—No entiendo, dije. ¿Podrías explicármelo mejor? —En el caso del amor esponsal, el don de sí involucra todas las dimensiones

personales que el otro cónyuge puede recibir. Por medio de su corporalidad sexuada, la persona es capaz de manifestar también físicamente la entrega de sí misma. La unión conyugal expresa, por tanto, la donación-recepción de las personas, o sea, la voluntad de tener un proyecto existencial común del que nace la familia. Una vez manifestada a través del consentimiento a entregarse, la donación mutua de los esposos es irrevocable. Revocarla sería un acto de infidelidad: el marido o la mujer no disponen ya de lo dado sino para acrecentarlo.

—Pero, si los esposos tienen obligación de darse, ¿cómo puede hablarse en este caso de donación?

—Volvemos —dijo el niño— al tema de la heteronomía y autonomía del deber. La fidelidad que debe vivirse en el matrimonio no debe reducirse a un vínculo jurídico de derechos y deberes, nacidos del contrato estipulado entre los esposos. Los derechos y los deberes custodian la responsabilidad de los cónyuges y la justicia respecto a los demás miembros de la familia: no se les puede privar de lo que pertenece a ellos en virtud del compromiso matrimonial. La donación, aun cuando se

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expresa en un contrato, va más allá de las cláusulas jurídicas pues se refiere al amor de la persona, es decir, a la fidelidad al don. Lo que implica no sólo la fidelidad al otro cónyuge, que es el depositario del propio don (el cónyuge que permite que el enamoramiento hacia otra persona lo atrape en sus redes, está comenzando a ser infiel), sino también la fidelidad al propio ser (el marido o la mujer que dejan morir su amor son causantes de daños en la propia identidad). La fidelidad de la que te hablo no es contemplada por la letra del derecho, pues ésta no llega hasta las disposiciones interiores. De ahí que puedan respetarse los derechos y deberes, por lo menos, durante algún tiempo y, no obstante, haber cesado la donación.

La luz de los últimos rayos de sol que se colaban juguetones entre las tablas que cubrían el porche de la casa de la señora Fidget me hirió de repente la vista; por unos segundos quedé completamente cegado. Una idea, en cambio, se iluminó en mi interior: el amor humano, que comienza siempre como una necesidad del otro, cuando es perfecto se trasforma en donación.

La claridad con que esa verdad brillaba en mi alma hizo que no pudiera contenerla en silencio. Así que se la comuniqué al niño con estas o parecidas palabras:

—Acabo de descubrir que en todos los tipos de amor se comienza necesitando físicamente al otro y se termina con la donación de sí mismo. Por eso, para que pueda hablarse de amor verdadero, no basta el afecto de los padres hacia los hijos o el enamoramiento de los novios; es necesario darse, lo que implica salir de sí mismo, sacrificando lo que se opone o imposibilita dicha donación y avivándola cada día. De ahí que, no sólo las alegrías —como el nacimiento de los hijos, los éxitos de los miembros de la familia, etc.— sino también las dificultades, sufrimientos y sacrificios para ser fieles a los deberes de esposos y padres constituyan el cañamazo sobre el que se va tejiendo pacientemente el amor en el matrimonio y la familia.

—Así es —asintió el pequeño—. De todas formas, habría que hacer dos puntualizaciones a lo dicho hasta ahora. En primer lugar, no en todas las relaciones interpersonales hay una inclinación natural de tipo físico; sin ir más lejos, en la amistad no existe una necesidad física, sino espiritual o libre. En segundo lugar, la donación, que nace del querer, engendra a su vez una necesidad libre: cuánto más amáis, más necesitáis a las personas amadas.

VIII. LA AMISTAD

M

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ientras nos alejábamos de la pobre señora Fidget y de su tragedia, hice notar al niño mi perplejidad:

—¿Una necesidad libre no es una contradicción, semejante a un hierro de madera?

—Hablar de una necesidad libre —respondió mi guía—, si bien a primera vista parece una contradicción, ayuda a entender el carácter especial del deber que encierran las relaciones con los demás, pues cuando son verdaderas se convierten en una necesidad que nace de un querer libre. Por eso, la amistad, en donde se unen libertad y necesidad, es paradigmática de lo que debe ser una relación interpersonal.

—Entonces, ¿cualquier relación humana, por ejemplo, la de los padres con los hijos, la de los esposos entre sí, se halla abierta a la amistad?

—Así es —respondió el pequeño. —¿Cómo es eso? ¿La amistad no requiere una igualdad entre las personas que no

existe, por ejemplo, entre padres e hijos? —Antes de contestar a esas preguntas debemos examinar las características de la

amistad. ¿Estás dispuesto a ello? —Sí —respondí sin titubear. —Pues bien —comenzó el pequeño eligiendo cuidadosamente las palabras—, la

amistad, a pesar de ser el paradigma de las relaciones personales, se distingue de todas ellas: no se basa en una inclinación corporal (en el carácter sexuado o en los lazos de sangre) ni en pertenecer a un determinado grupo social (familia, tribu, nación, estado), sino que se funda en un nivel todavía más profundo y esencial, en la comunión de naturaleza…

—Puedes ofrecerme alguna prueba de lo que afirmas —lo interrumpí. —La mejor prueba es que la amistad, de por sí, no es exclusiva ni excluyente; se

halla abierta a todas las personas, o, como dice Tomás de Aquino retomando una sentencia de Aristóteles: «homo homini naturaliter amicus» (el hombre es naturalmente amigo del hombre). El fundamento de la amistad tiene que ser, pues, algo común a todos los hombres. Como lo que tenéis en común es la participación de una misma naturaleza, la amistad debe fundarse necesariamente en la naturaleza humana; o sea, aquello que os une a todos sin excluir a ninguno. En cambio, las demás relaciones, por no basarse directamente en la naturaleza sino en lo que es propio sólo de algunos grupos de personas, excluyen a todos los que no participan de esa propiedad (sangre, raza, nación, etc.). Así, los padres son padres exclusivamente de sus hijos, los parientes sólo de los de los miembros de su familia, los originarios de una nación sólo de su nación (la posesión de una doble nacionalidad es la excepción que confirma la regla), etc.

—Pero —objeté—, si la amistad surge de una naturaleza común, es algo necesario. ¿Por qué hablas, entonces, de libertad?

—La amistad sí es una necesidad, pero una necesidad muy especial: trasciende el nivel fisiológico y también el familiar y social, para situarse en el propiamente humano o, mejor aún, en un nivel personal en sentido estricto. No has de olvidar que no es la naturaleza quien te posee, sino tú quien la posees. No es ésta quien te obliga a ser amigo de fulanito o menganito, sino una elección libre: eres amigo de éste o de aquél porque lo has elegido como amigo.

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—¡Ojala que la amistad fuera como la pintas! —dije con tristeza—, pero mucho me temo que esa visión de la amistad, a pesar de su belleza o precisamente por ella, sea utópica. La experiencia me dice que se es amigo de pocas personas e, incluso, de esas pocas uno no ha de fiarse completamente.

—Creo que estás lleno de falsos temores —sentenció mi pequeño guía—. Es verdad que la amistad es difícil, pero no imposible. Como muchos de tus contemporáneos, estás dominado por el miedo: miedo a la traición, a ser instrumentalizado; miedo también de tu propia debilidad y… no quieres correr el riesgo de sentirte frustrado ante un objetivo en apariencia inalcanzable.

Empezaba a anochecer cuando llegamos a un lago. En la orilla había un anciano sonriente que contemplaba el agua.

Miré la superficie y no noté nada que pudiera explicar la felicidad del viejo. Así que una vez más sentí una necesidad imperiosa de saber:

—¿Qué está viendo? —Se ve a sí mismo —respondió mi acompañante. —No sabía que eso fuera causa de alegría; sobre todo teniendo en cuenta lo que

dijiste de ese abismo escondido en el corazón humano. —Está contemplando cómo es visto por sus amigos. —¿Sus amigos no ven sus defectos y errores? —pregunté extrañado. —Claro que sí, pero los ven con mirada benévola. Descubren, por ejemplo, lo

cómico de la vanidad del anciano que le lleva a teñirse el pelo y a usar dentadura postiza para aparentar menos edad. No se ríen cuando el anciano tropieza y cae, sino que sonríen pensando que ya no está para muchos trotes. No se enfadan cuando por milésima vez recuerda una anécdota de juventud, sino que se divierten anticipando el final.

Mirar los propios defectos en una pupila amiga es uno de los mayores dones. —Tal vez tengas razón y la amistad sea necesaria —dije mientras reanudábamos

la andadura ¿Y de dónde, en tu opinión, procede el recelo de mi generación respecto de la amistad?

—Pienso que la desconfianza no se refiere tanto a la amistad, que sigue siendo considerada por la mayor parte como un tesoro de gran precio, cuanto a la posibilidad de contar con verdaderos amigos. De todas formas, dicho recelo es muy negativo pues, además de privaros del bien de la amistad (sin confianza no puede haberla), produce una merma en el desarrollo de vuestra identidad, en cuanto que la amistad es necesaria para que cada uno llegue a ser lo que debe.

—¿Quieres decir que, en mi verdad, la amistad ocupa un lugar esencial? —pregunté sorprendido.

—No sé por qué te maravillas: no sólo la amistad, sino cada una de las relaciones personales es una pieza clave en la construcción de tu identidad, pues a través de ellas debe salir a luz lo que eres. Las leyes —por llamarlas de algún modo— que has de tener en cuenta si deseas entender cómo las relaciones influyen en tu identidad, son dos: la ley de la integración, según la cual el grado de identidad alcanzado no depende de la cantidad de experiencias, actos o relaciones, sino de la integración que la persona ha conseguido con ellas, y la ley del origen, según la cual cuanto más depende el origen de una relación del uso de la libertad, tanto más la relación

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favorece el crecimiento de la identidad. Por ejemplo, el ama de casa cuyas únicas relaciones son las familiares, las de amistad y vecindad, puede adquirir mayor identidad personal que la de una empresaria, políglota y cosmopolita. Todo depende de cómo se vivan las relaciones interpersonales, es decir, si ayudan a crecer como persona o no. La identidad personal constituye así un ideal hacia el cual se ha de tender en cada relación, si bien en esta tierra será siempre más una aspiración que una realidad.

—Entonces, ¿sin amistad no puede alcanzarse la propia identidad? —Así es —contestó mi acompañante. —Pero, ¿cómo se entiende que para ser uno mismo se tenga necesidad de

amigos, es decir, de otros? En el cielo no había ni una sola nube. La luna se asomaba caprichosa en el

firmamento. El lugar por donde caminábamos olía a campo cuajado. El cricri del grillo y el ulular de las lechuzas se alternaban monótonos. La paz reinaba en aquel mundo de sombras y ruidos naturales. Durante unos minutos anduvimos en silencio por aquellos parajes en que, más que verse, se intuían las formas de árboles y animales.

—La cuestión que planteas —empezó diciendo el niño— es importante. Por un lado, es verdad que para que pueda haber amistad hay que poseer ya cierta identidad; por otro lado, sin embargo, sin amistad no es posible ninguna identidad.

—Si es así —comenté—, se cae necesariamente en un círculo lógico: la amistad, que implica ya la existencia de una identidad, es requerida a la vez para que tal identidad se realice.

—No se trata de un error lógico, sino de una paradoja que, a su vez, forma parte de otra todavía más profunda por ser constitutiva de la esencia humana: el modo de ser de la persona es siempre un deber ser. Dicho con palabras simples: la persona existe en la forma de un deber ser, y uno de estos deberes es la amistad.

—No entiendo por qué sostienes que la amistad es un deber —dije en tono de quien pide una aclaración.

—La amistad es un deber porque tenéis la obligación de poner en acto esa inclinación de vuestra naturaleza para ser lo que sois. Se trata, sin embargo —siguió el pequeño—, de un deber que no deriva de una relación ya existente. Me explico: el deber de la amistad, a diferencia del de las relaciones familiares, no consiste en aceptar una relación en la que se ha nacido, sino en crearla al elegir a alguien como amigo, quien, a su vez, acepta ser elegido. La amistad nace, pues, del escogerse mutuamente como amigos.

Y como al amigo no os lo encontráis ya dado ni su elección surge de una inclinación vital (como es el caso del amor entre hombre y mujer), podéis escogerlo por sí mismo. Esta forma de escoger al amigo no significa, sin embargo, indiferencia, sino, más bien, lo contrario: lo elegís como la persona que queréis que forme parte de vuestra vida permitiéndoos, a su vez, participar de la suya. De ahí que el amigo, por una parte, te ayude a conocer cómo eres; no sólo porque compartes con él gustos, intereses, actividades y sentimientos, sino porque él, por no serte indiferente, te permite conocer mejor la propia identidad. Por otra parte, al introducirte en su vida descubres posibilidades y horizontes antes desconocidos. Por

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eso, la amistad con personas de otras razas y culturas os hace abandonar esquemas rígidos y prejuicios con que soléis interpretar la realidad. Acoger la amistad de otro significa estar dispuesto a cuestionar la ingenua adaptación a lo que consideráis como algo propio para descubrir aquello que verdaderamente lo es, pues lo propio de la amistad es la comunicación confiada de los amigos.

¿Entiendes ahora la conexión entre identidad personal y amistad? Para que puedas elegir a alguien como amigo, es preciso que conozcas y ames lo propio: lo que eres y quieres ser. La amistad requiere, pues, un comienzo de identidad personal. Tal vez estribe aquí el mayor problema para tener amigos en la época actual: la dificultad para lograr un grado suficiente de identidad. Abundan las personas cuyos planteamientos vitales, juicios y actos no están estructurados de forma orgánica. Son hombres y mujeres faltos de aquella unidad interior en virtud de la cual todo lo que procede de la persona está ligado necesariamente a ella y a ninguna otra. Pero, si la persona no conoce ni ama lo propio, no puede darse a conocer ni ser amada por otras personas, pues quien no es amigo de sí mismo es incapaz de tener amigos.

—Si no he entendido mal —dije intentando resumir lo aprendido—, la amistad es esencial para que la persona alcance su identidad, no porque sea algo necesario desde el punto de vista corporal o de la satisfacción de exigencias biológicas, sino porque se refiere a la persona en cuanto tal. De ahí que, como sucede con la naturaleza, la amistad contenga un deber; un ser que es, a la vez, un deber ser; pues el ser de la persona, que potencialmente está abierto a la amistad, sólo se actualiza mediante los amigos.

¿Pero, si es así —concluí—, entonces la libertad se encuentra limitada no sólo por lo que hemos recibido naturalmente, sino también por el influjo de los amigos?

Aunque la oscuridad de la noche me impedía ver la cara del niño, sabía que en aquellos momentos me estaba mirando y escuchando con atención. Era sorprendente el contraste entre la sabiduría del pequeño y el interés con que oía mis objeciones y comentarios. Tal vez fuera cierto lo que una vez oí decir: «la verdadera sabiduría más que en hablar está en escuchar».

—Para entender que la amistad es necesaria —dijo el niño—, hay que huir de dos extremos. El primero es la concepción de la persona como una libertad plenamente autónoma, que alcanza su identidad evitando cualquier tipo de dependencia. Para los que piensan así, la amistad, en la medida en que permite a otro influir profundamente en la propia vida, comporta un serio peligro para la identidad, pues tener amigos equivale a hallarse a merced de otros. La libertad humana, sin embargo, no es absoluta; cuenta con límites y deberes. Además de las obligaciones que nacen de las relaciones de dependencia, están las que, como en el caso de la amistad, contraéis libremente.

El segundo extremo consiste en pensar que la amistad favorece siempre la identidad personal. También esta concepción es falsa: la identidad personal no se logra con cualquier tipo de amistad, sino con uno muy concreto: la amistad virtuosa.

—No entiendo —comenté sorprendido— por qué hablas de un tipo de amistad. ¿La verdadera amistad, según Aristóteles, no es virtuosa?

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—Te equivocas —dijo mi acompañante—. Para Aristóteles, la amistad no se basa únicamente en la virtud, sino también en el placer o la utilidad. Basta con que en uno y otro caso se mantenga la esencia de la amistad: la reciprocidad; lo cual ocurre cuando los amigos gozan mutuamente del mismo placer o de igual utilidad.

—¿Cuándo hablas de amistad fundada en el placer o la utilidad, te refieres, sin duda, a lo que antes has llamado relación instrumental, o sea, a tratar a las personas como objetos?

—No necesariamente —respondió el niño—. En la relación instrumental no hay amistad pues está ausente la reciprocidad: el otro es amado para mí, es decir, como un medio; en la amistad basada en el placer o en la utilidad puede existir en cambio un respeto recíproco. La amistad virtuosa no se opone, por tanto, al placer o a la utilidad, sino que los contiene en sí. Me explicaré: para que pueda hablarse de amistad virtuosa no es suficiente considerar al otro como otro, sino que ha de ser visto como otro sí mismo y, por consiguiente, ha de ser amado por sí mismo. El amigo no es una extensión del propio yo, en el que el otro no es amado por sí, sino para mí. Este modo de amar no es lícito con las personas, sino sólo con las cosas, pues con ellas no hay amistad, sino deseo; por ejemplo, deseo el vino, pero no puedo decir que el vino es amigo mío, ya que no puedo querer el bien para él. Por eso, la trasformación del otro en ser-para-mí equivale a su destrucción como persona. Sartre, en El ser y la nada, después de haber analizado las relaciones intersubjetivas según la dialéctica del amo y el esclavo, concluye que la mirada del otro objetiva al propio yo, privándole de su misma esencia: la libertad. Al ser mirado, el existente, que carece de esencia, queda petrificado como si hubiera sufrido el asalto de un basilisco: el yo se convierte en un objeto más del mundo del otro. Tal vez este modo de considerar a los otros, característico de una civilización tecnológica y consumista, sea lo que os hace mirar la amistad con temor, pues nadie quiere convertirse en un objeto que, una vez inservible, se arroja a la basura como un trasto inútil.

—Si la amistad placentera y la útil no instrumentaliza al hombre, ¿por qué deben ser consideradas de menor perfección que la amistad virtuosa?

—La razón —respondió el pequeño— es sencilla de entender: porque tanto la amistad placentera como la útil no permiten reconocer al amigo por lo que éste es esencialmente, una persona, o sea, un ser que debe ser. En la amistad placentera o en la útil, el otro es amado por sí mismo, pero de modo superficial: por el placer o la utilidad que los amigos mutuamente encuentran en esa relación. Por este motivo, en estas amistades, está al acecho la relación instrumental: basta que el placer o la utilidad dejen de ser mutuos para quedar reducidos al placer o la utilidad de una sola parte.

En la amistad virtuosa, en cambio, el fundamento no es el placer o la utilidad, sino el amigo como tal. De ahí que, mientras la amistad se base en la virtud, no exista el peligro de que la relación se deslice por el plano inclinado de la dependencia instrumental.

—En repetidas ocasiones —dije solicitando una aclaración— has hablado de amistad virtuosa, pero todavía no me has dicho en qué consiste.

—Es la amistad que se basa en las virtudes —respondió el niño de forma sintética—. No sólo las que son necesarias para impedir que la amistad se

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instrumentalice o para evitar la envidia y los celos, que acechan siempre las relaciones entre amigos, sino también aquel grupo de virtudes que facilitan estar dispuestos a sacrificar por el amigo lo que gusta o resulta útil. Y, sobre todo, las virtudes que mejoran la misma relación, permitiendo desafiar los peligros que para la amistad representan el paso del tiempo o el alejamiento físico.

De todas formas, la amistad virtuosa no consiste sólo en buenas disposiciones o en el cultivo de ciertas virtudes, sino en ayudar al amigo a ser él mismo. En la amistad virtuosa, los amigos ejercitan una influencia mutua en sus respectivas vidas mediante diversos tipos de actuación: aconsejando, corrigiendo, orientando las actividades y el gusto…, y también mediante actitudes, como la emulación, la imitación, etc. Precisamente porque lo que hace, piensa o dice el amigo no debe resultarte indiferente, estás obligado a corregirlo cuando en tu opinión se ha alejado de la verdad y las virtudes: justicia, fidelidad, sinceridad, etc. Debes corregirlo aun cuando el hacerlo te cueste sangre, pues temes perderlo o causar con tu recriminación el enfriamiento de la amistad. No te puedes echar atrás: como amigo, tienes el deber de ayudarle a reconocer el mal hecho para que pueda arrepentirse. En esa corrección, hecha tal vez con miedo y sufrimiento, se demuestra la verdadera amistad.

Un caso histórico de corrección entre amigos es la que Natán hizo al rey David. La pasión amorosa había cegado a David hasta el punto de conducirlo a hacer suya a una mujer casada, Betsabé, y a mandar asesinar, más tarde, a Urías, el marido afrontado. El profeta Natán, movido por Dios, intentó hacerle comprender la maldad de los pecados cometidos. Con ese fin, el profeta contó a David, como si fuera verdadera, la historia de un rico mercader que había cometido una tropelía contra un pobre. Esa narración fue el primer paso que devolvió al rey al camino de la verdad, consintiéndole así separarse de la pasión que lo obnubilaba. David se airó terriblemente por el malvado comportamiento de aquel rico sin escrúpulos. A pesar de la gravedad de los pecados cometidos, la conciencia moral de David no se había obscurecido; seguía siendo recta, por lo que Natán consideró que el rey podía acoger la verdad por muy amarga que fuese. Así que, pasando de la ficción a la realidad, el profeta hizo notar a David que su crimen era todavía peor que el del mercader de la narración. Y David, el rey-profeta, se humilló y, reconociendo su pecado, se reconcilió con Dios.

Aunque las palabras del niño me permitían acceder a una visión de la amistad antes desconocida, en el horizonte quedaban todavía algunas nubes que ensombrecían tan hermoso panorama.

—¿Cómo puedo ayudar a otro a crecer en identidad cuando yo mismo necesito ayuda? —pregunté con el deseo de disipar una de esas dudas.

—La razón de esta paradoja estriba en el hecho de que es más fácil conocer al otro que a ti mismo, pues en el propio conocimiento la soberbia y el autoengaño actúan muchas veces como filtros que impiden reconocerse como uno es. A menudo, el amigo posee los hilos que tejen vuestro carácter, lo que le consiente entender el sentido de las acciones que realizáis incluso de las aparentemente contradictorias. A través de la amistad mejora la capacidad de autocrítica, haciendo que los juicios sobre la propia vida sean más objetivos y seguros. Entre los amigos se establece, así,

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una comunicación de perspectivas existenciales basada en la confianza, mediante la cual cada uno tiene acceso a la intimidad del otro.

—Recuerdo —dije mientras seguíamos caminando— haber visto una película muy divertida titulada ¡Que te calles!; una de ésas que te distraen y encierran una pequeña moraleja: el formidable criminal, capaz de robar a unos ladrones despiadados y de fingirse demente para ser trasladado de la cárcel al manicomio, preparando así la fuga, no es en realidad tan ogro como lo pintan el jefe de policía, los ladrones a quienes ha robado, la sociedad entera e, incluso, él mismo. Tiene un fondo de humanidad que todavía no ha salido a flote; para emerger, está esperando la llegada de un amigo.

El amigo no puede ser otro criminal, pues su amistad se basaría en el placer o la utilidad o sería simplemente una relación fundada en el mal; por otra parte, no puede ser tampoco un hombre honrado, pues éstos no suelen tener tratos con criminales de esa calaña y menos aún relaciones personales, salvo tal vez la de agresor y víctima. Una de las soluciones del dilema es la imaginada por el guionista de la película: el amigo del criminal es un tonto que comete pequeños delitos, no por maldad, sino como modo de supervivencia. Pero, como es tonto, siempre es apresado por la policía. La existencia del tonto trascurre entre robos de escasa monta y largos periodos en la cárcel. Entre los diversos presos con quienes va compartiendo la celda, el tonto no encuentra al amigo que busca, sino a personas que se cansan de escucharle, le mandan callarse y terminan de forma invariable por enzarzarse en peleas, en las que el idiota lleva siempre la mejor parte. Hasta que un buen día lo trasladan a la celda en donde se halla encerrado el formidable criminal. En aquel tipo que fija en completo silencio la mirada en la pared, el tonto cree encontrar un amigo. La comicidad de la película se basa en el contraste entre la estupidez del idiota, que piensa que el criminal es realmente su amigo, y la perplejidad del criminal, que no sabe quién es la persona que tiene junto a él: un poli muy inteligente que se hace pasar por idiota, un idiota que es poli, o un idiota sin más.

El criminal y el idiota, tras escapar juntos del manicomio a donde han ido a parar y después de una serie de peripecias, consiguen llegar a la mansión del jefe de la banda de ladrones. El formidable criminal elimina a todos los guardaespaldas y, como ocurre en algunas películas, cuando está a punto de matar al jefe, es herido y cae por tierra. Cuando el jefe está a punto de dispararle el tiro de gracia, el tonto, que se había quedado en el coche malparado tras la paliza que le habían propinado los bandidos, entra en la casa y salva al amigo. En la lucha, el jefe de la banda es herido de muerte; sin embargo, antes de morir, logra empuñar la pistola y disparar al idiota, que cae herido. Mientras tanto, la policía, que ha rodeado la casa, intima la rendición a los que se hallan dentro.

La última escena es sumamente reveladora: la cámara recoge la imagen del tonto y del formidable criminal sentados juntos en el suelo. El idiota, apoyando la cabeza en el hombro del criminal, sonríe, pues está seguro de que, al salir de la cárcel, podrá realizar su sueño: abrir con el formidable criminal un bar que se llamará Los Dos Amigos.

La moraleja de la película es clara: las apariencias engañan. Ni el idiota es tan idiota como los demás y él mismo piensan, pues la amistad con el criminal le lleva a

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agudizar la inteligencia; ni el criminal es tan desalmado como todos creen, ya que es capaz de dejarse atrapar por la policía con tal de salvar al tonto, a quien cree mortalmente herido.

Me parece —concluí— que la confianza de los amigos guarda cierta analogía con la fe pues permite aceptar la palabra del amigo como si hubiéramos visto con nuestros propios ojos lo que él nos comunica.

—Así es —confirmó el pequeño—. Aristóteles, hablando de la amistad en la Ética a Nicómaco, sostiene algo que cuadra perfectamente con lo que acabas de decir: «lo que puedes a través de tus amigos es como si lo pudieras a través de ti mismo». La principal utilidad del amigo no es de tipo material ni sólo relativa a la acción, sino sobre todo de tipo personal: ofrecerte la seguridad de no estar nunca solo, especialmente cuando a tu alrededor todo parece hundirse, pues cuentas siempre con su fidelidad por medio de la cual puedes volver a alzarte. Quien, en cambio, procede solo en el camino de la verdad trastabilla, cae o se agota en un esfuerzo ciclópeo por llegar a ser lo que es. De aquí la advertencia del libro de la Sabiduría: «Vae solis!», (¡Ay de los que están solos!), para que huyáis de la soledad y os fiéis de los amigos, sobre todo del Amigo que nunca abandona.

Es precisamente en este punto donde puede observarse por qué la amistad es la relación interpersonal que más influye en la propia identidad. La persona humana no ha sido creada para vivir en soledad, sino para la convivencia amorosa: para desarrollarse necesita amar y ser amada como persona, con independencia de sus características corporales y psíquicas. Ese amar y ser amado por lo que sois y no por lo que tenéis o hacéis es la esencia de la amistad virtuosa, la cual proporciona a las personas una seguridad tal que no se pierde con los cambios de fortuna ni con los provocados por el paso del tiempo.

—Ya que te has referido a Aristóteles —dije—, que yo sepa, el Estagirita no habla de donación como el núcleo de la amistad virtuosa, sino de benevolencia ¿Es lo mismo la benevolencia que la donación?

—En efecto —convino el niño—, el gran filósofo griego señala, como esencia de la amistad, la benevolencia; mejor aún, la benevolencia que es recíproca pues no existe amistad donde no hay amor mutuo. De todas formas, pienso que la donación, tal como la he explicado, tiene algo que ver con la benevolencia.

—Entonces, ¿porque no usas el término clásico, en lugar de emplear el de donación? —pregunté con cierto tono de reproche.

—El término benevolencia no explicita las actitudes que, en cambio, pertenecen al núcleo semántico de la palabra donación, como el respeto y la aceptación de la identidad del otro, la ayuda en su crecimiento como persona aun a costa del sacrificio de la propia vida, etc. No se trata, sin embargo, de una pura cuestión terminológica propia de filólogos y filósofos, ya que el modo de entender la amistad influye en la forma de practicarla. Cuando no se tienen en cuenta o no se destacan las actitudes propias de la donación, la benevolencia tiende a confundirse con la beneficencia. El otro aparece así como una obra personal, o sea, como algo que depende de vuestras acciones y de lo que juzgáis ser su bien. Sin embargo, la amistad no consiste en hacer el bien, sino en confiar y ser digno de la confianza ajena. Entre benefactor y beneficiado, la relación no se basa en la confianza ni

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produce una ayuda mutua para madurar como personas, pues no se funda en el ser de las personas, sino en lo que se dan. La diferencia entre la donación y beneficencia se descubre, sobre todo, en las expectativas distintas que comportan ambas actitudes: el benefactor espera muchas veces ser alabado por sus obras, y el beneficiado, recibir lo que necesita para salir de la situación de penuria. En la donación, en cambio, las expectativas no se refieren a cosas exteriores (la fama, el dinero, etc.), sino a algo interior: la ayuda mutua para crecer como personas. Lo que se da y se recibe en la donación no se halla estipulado mediante el cálculo ni es previsible; es fruto de la gratuidad del amor, más allá de la justicia y del débito.

Esto no significa —añadió el niño— que en la amistad esté ausente el débito ni que falten las expectativas. Lo que se excluye, en cambio, es la consideración de la amistad como objeto de un deseo o de un deber exterior, pues, como te he repetido, la donación es gratuita. De todas formas, el amigo, al darse, hace surgir en el otro el deseo de corresponder a su entrega con alegría.

La donación no consiste, por tanto, en dar y recibir regalos o ayuda, sino sobre todo en darse a sí mismo, es decir, aceptar al otro como es, ayudándolo, mediante el respeto de su identidad y la confianza que se tiene en él, a ser lo que es. La donación aparece así como un verdadero acto generador de la identidad personal, ya que hace madurar las potencialidades de la persona que sin el acto de amistad no se habrían despertado.

—Si es como dices —intervine—, entonces cualquier relación interpersonal está abierta a la amistad.

—Así es —convino el pequeño—. No sólo las relaciones que se basan en los lazos de sangre o en la diferencia sexual tienen como meta la amistad, sino también las relaciones de vecindad, profesionales, deportivas... Y, sobre todo, la relación con Dios, el Amigo por excelencia.

—No sé por qué pero me parece que lo que llamas amistad es simplemente amor de benevolencia, pues, de otro modo, no entiendo cómo un padre, un adulto, pueda ser amigo de su hijo pequeño. ¿Cómo es posible ser amigo de una persona de la que se depende para satisfacer las necesidades más elementales?

—Me parece —dijo mi acompañante— que en tu pregunta hay dos cuestiones que no deben mezclarse. La primera se refiere a la reciprocidad como una de las características esenciales de la amistad. Tienes razón al poner en duda la existencia de amistad entre un recién nacido o una criatura de pocos meses o años y sus padres, pues el pequeño no está en condiciones de responder al don de la filiación que ha recibido. Ahora bien, una vez que los hijos alcanzan esa capacidad, no sólo puede haber amistad con los padres, sino que debe haberla. Por eso, la relación más perfecta entre padres e hijos no consiste en la mera paternidad o filiación, sino en la amistad. Claro está que esa amistad no prescinde de la relación en que ha nacido; cada uno se entrega al otro de acuerdo con lo que es: padre o madre que ha engendrado al hijo físicamente y lo ayuda a crecer como persona, o hijo que manifiesta con obras el agradecimiento por dicha generación.

La segunda cuestión se refiere, en cambio, a la dependencia. La amistad no se entabla con seres independientes; si no, ninguno de vosotros tendría amigos ya que ningún ser humano es absolutamente independiente. Vuestra dependencia se debe,

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no sólo al hecho de que todos sois hijos, sino también —como ha indicado McIntyre en su ensayo Animales racionales dependientes— al hecho de que sois vulnerables, sujetos a enfermedades físicas y mentales, capaces de privaros en parte o completamente de la propia autonomía.

—¿Quieres decir que lo que se considera normalmente amistad es una de las formas posibles junto a otras muchas: la amistad entre padres e hijos, entre maestro y discípulos, entre colegas…?

—Sí —afirmó contundente—. La amistad es la donación de una persona a otra que es capaz de recibirla, es decir, que puede a su vez darse. Este tipo de amistad no conoce barreras ni de raza, lengua, sangre, pues se basa en algo que une a todas las personas: la capacidad de autoposeerse y de darse. Las diferencias, en cambio, dan lugar a los diversos modos de amistad.

Por fin, el pequeño, que parecía infatigable, sugirió que nos detuviéramos a pasar la noche en plena campiña, bajo el cielo estrellado. Había sido una jornada agotadora. Sin embargo, a pesar del cansancio, quise aprovechar los minutos que me quedaban antes de rendirme al sueño para hacer una síntesis de lo aprendido.

—No te molestará si intento resumir lo que me has enseñado hasta ahora. La persona debe descubrir quién es y comportarse de acuerdo con lo que es, y, para ello, necesita de los demás. La virtud, aunque nos permite crecer en el conocimiento de la verdad personal y realizarla, no se identifica sin más con ella, pues la autoposesión y la autodeterminación alcanzadas por la virtud no son fines en sí mismas, sino en orden a un fin último: la donación. Recapitulando: hay tres elementos —naturaleza, virtud y donación— que nos permiten avanzar en el proceso de personalización.

—Así es —confirmo mi pequeño guía—, pero no pienses que son tres elementos sin conexión; constituyen, más bien, una única estructura dinámica: las virtudes, que permiten poseer la propia naturaleza, es decir, la autoposesión, tienen como fin la donación. La personalización perfecta de la naturaleza se encuentra, pues, en la donación ya que a través de ésta se puede crecer infinitamente como persona sin que quepa decir: aquí me detengo... o ya basta.

IX. AMA Y SERÁS VERDADERO

sta vez me desperté naturalmente, sin necesidad de ayuda. A juzgar por la cara de E

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satisfacción que el niño me dirigió mientras yo abría los ojos, mi síntesis de la noche anterior había logrado dar en el blanco. Así que, aprovechándome de este pequeño éxito y mientras dábamos buena cuenta de las obleas matutinas, pedí a mi acompañante que me despejara una duda.

—Tal vez me equivoque, pero, si no he entendido mal, existe no sólo el deber de respetar la propia naturaleza y de ser virtuoso, sino también de amar.

—En efecto —confirmó mi guía—. La naturaleza, además de señalar lo que no debéis hacer, indica algo que habéis de practicar sin medida: el amor.

—Lo que dices me parece razonable: si, para ser quien es, la persona ha de ser amiga de otras personas, debe concluirse que la persona tiene necesidad de amar, pues en el amor se juega la propia identidad. De todas formas, hay algo que no consigo entender: ¿cómo puede obligarse a alguien a amar si el amor es un don?

—No sé por qué te sorprendes, ya que el deber no se opone al amor, sino sólo a la constricción: no hay obligación en donde reina la necesidad de la naturaleza que se impone, como en las plantas y en los animales; en el reino de la libertad, en cambio, no hay imposición, sino disposición mayor o menor de lo que uno es…

—Bueno, no siempre ocurre así —le corté—. Por ejemplo, yo no dispongo de mi origen, de mis padres, maestros…, todo eso se me ha impuesto.

—El sentido que doy al término disposición —siguió el niño pacientemente— no excluye que tú hayas recibido una serie de bienes y de males sin que pudieras hacer nada para evitarlo, ya que el poder de que dispones no es absoluto y, sin embargo, es lo suficiente para permitirte aceptarlos o rechazarlos. Por eso, como te expliqué, no os basta dejaros llevar por las inclinaciones naturales respecto de los padres, parientes…, sino que debéis aceptarlos como un don, y, cuando obráis así, el afecto cesa de ser puramente natural para convertirse en amor personal.

—Entiendo: los padres, por ejemplo, puesto que disponen de la posibilidad de amar a los hijos, no deben limitarse a un puro afecto natural, sino que deben personalizarlo. La personalización de ese afecto es el inicio del amor. Y la perfección del amor es la amistad.

—Así es. Como ves —añadió el niño—, la disposición de que gozas no es absoluta en cuanto al contenido, pero sí en cuanto a la forma, pues todo lo que se refiere a tu existencia admite la forma de la aceptación o del rechazo por parte tuya; por ejemplo, las contradicciones, las situaciones agradables, los éxitos, el sufrimiento y la misma muerte. En ocasiones no haces uso de ese poder, por lo menos de modo consciente, cuando repites acciones de forma rutinaria, cuando estás distraído, etc., pero, incluso en esas situaciones, eres capaz de aceptar o rechazar lo que haces u omites, por ejemplo, trasformando la rutina en virtud, la distracción en atención. De todos modos, hay algo ante lo cual resulta necesario usar ese poder: el fin de tu vida, que, según lo examinado hasta ahora, consiste en el amor. De ahí que el amor adquiera la forma del deber, pues es algo que se te exige para ser fiel a ti mismo. Es verdad que, cuando se ama, muchas veces no se experimenta la obligación, pero no por eso deja de ser un deber. Cuántas veces, por ejemplo, la madre debe pasar las noches en blanco y los días turbios a la cabecera de una cama, cuidando al hijo recién nacido o enfermo. Esas vigilias la agotan, pero no es muy frecuente que la madre considere ese esfuerzo y trajín por el bien del hijo como un

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sacrificio; se ocupa de su bien sin cicatería y sin complejos de víctima, a diferencia de la señora Fidget. Y, sin embargo, aunque la madre no sienta como constricción los cuidados maternos que dedica al hijo, no por eso deja de tener el deber de ser una buena madre; un deber que no se halla recogido en un código de derecho ni puede ser exigido por la sociedad, pero que ella ha de cumplir si no quiere ser infiel a su maternidad. Ser padre o madre no consiste simplemente en el cumplimiento de una función biológica o social que puede ejercerse con más o menos dedicación —como la de empleado de correos o guardia municipal—; es algo que forma parte de la misma identidad de la persona. La mujer o el hombre que no son buenos esposos y buenos padres han errado el camino hacia la propia identidad; de nada les sirven los éxitos profesionales y sociales, pues el desarrollo alcanzado en otros ámbitos de su existencia nunca logrará compensar esas carencias esenciales.

—¿Quiere eso decir que, cuando alguien siente los deberes familiares como un peso o como algo que recorta su libertad, está comenzando a descaminarse? —pregunté sorprendido.

—Ya te dije antes —contestó el niño— que no se debe ser fanático ni maniqueo: entre el blanco y el negro hay una infinita gama de grises. A veces, la aridez en el cumplimiento de los deberes proviene de causas físicas, por ejemplo, el cansancio, o psíquicas, un desajuste afectivo, una crisis de madurez… Otras veces es la señal de un modo rutinario de vivir, sin alicientes ni proyectos; otras, en fin, es manifestación clara de que se ha perdido el fervor del primer amor y, a veces también, de que, tras años de descuidos y rutina, la donación alcanzada se está desvaneciendo como el humo. Sea como fuere, en todas esas circunstancias, el sentido del deber ayuda a superar las pequeñas o grandes crisis para seguir siendo fieles al amor.

–Creo entender lo que dices; la libertad tiene un fin: la verdad personal. Y, puesto que el amor constituye el origen y el destino de la persona, la donación es el núcleo de la verdad personal al que la libertad tiende.

Reemprendimos la andadura internándonos en un bosque de pinos de alta copa y troncos gruesos y enhiestos. Aunque sólo podía ver pinos y más pinos, a juzgar por la brisa suave de la que se desprendía un olor a algas y salitre, debíamos de estar muy cerca del mar. El pensamiento de ver la inmensa extensión azul me hizo acelerar el paso. Conforme avanzábamos, el bosque se hacía menos tupido, espolvoreándose aquí y allá eucaliptos y dunas. El rumor del mar empezaba a llegar a nuestros oídos, así como los gritos de las gaviotas que rasgaban el azul celeste.

Pasados unos minutos, las dunas engulleron los árboles y el bosque quedó completamente a nuestras espaldas. Ante la vista se presentaba un espectáculo insólito: un gran río desembocaba en el mar, pero, antes de mezclarse con las saladas, las aguas dulces se fragmentaban en tres brazos poderosos de los que nacían decenas de arroyuelos. Aquel delta era un oasis natural, lugar de encuentro de pájaros de las más variadas especies, tamaños y plumajes.

—El amor —me explicó el niño— es como ese río potente: es uno y a la vez múltiple. Sin embargo, esa multiplicidad, riqueza y variedad no es caótica, sino ordenada.

—¿Cómo puede ser uno y múltiple? —pregunté extrañado.

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—Porque su origen y su fin es uno: Dios. Pero, para llegar a Él, debes amar a tu prójimo como a ti mismo. De ahí que tu amor, siendo múltiple en relación a las personas a quienes amas, no pierda la unidad, pues las amas por Dios.

La ley de oro del amor no se apoya, por lo tanto, en un sentimiento vago o en una opción preferencial tuya, sino en una jerarquía real y objetiva que has de vivir siempre y que, por ser personal, ha de tener en cuenta quién es Dios, quién eres tú y quiénes son los demás a los que debes amar. Mediante este precepto, la verdad de tu ser contiene, no sólo los deberes naturales y los de estado, profesión, circunstancias de tiempo y lugar por los que la vida te va conduciendo, sino sobre todo tu vocación a amar. El amor a Dios, a los demás y a ti mismo es, como tu ser, único e irrepetible: lo que no ames en este lugar y tiempo concretos nadie lo amará por ti.

—Es decir —intervine yo—, el amor posee una jerarquía que, obligando en conciencia, deja a la persona la libertad de aceptarlo o rechazarlo.

—Así es. El amor es una obligación a cuyo cumplimiento no se puede forzar a ninguno, pues amar es un acto libre, máximamente personal.

—Y ¿qué sucede cuando la persona se opone a su vocación al amor? —La persona —repuso el pequeño con tristeza—, se encierra entonces en el

amor de sí eternamente, aunque mejor sería decir odio de sí. —No entiendo —comenté— por qué al amor de sí lo llamas odio; ¿no es una

contradicción? —Tienes razón; es una contradicción, pero no lógica, sino existencial. El que se

ama excluyendo a los demás se autodestruye, pues es infiel a sí mismo; sin embargo —y éste es el gran engaño—, el egoísta cree amarse infinitamente cuando en realidad se odia más que a su peor enemigo.

Al egoísta le sucede algo semejante a lo sucedido a Narciso. Según la mitología, Narciso era un joven muy hermoso de quien se había enamorado una ninfa. Y, a pesar de los esfuerzos de ésta para romper su resistencia, Narciso le dio calabazas.

¿De quién estaba enamorado el joven para despreciar tan buen partido pues la ninfa, además de ser hija de Neptuno, era de una belleza incomparable?

Aparentemente, de nadie. Narciso vivía en los bosques cazando y pastoreando los rebaños. Sin embargo, el joven tenía un amor secreto, tan escondido que ni siquiera él mismo era consciente de su existencia.

Un buen día lo descubrió. Al pasar junto a una fuente de aguas trasparentes, vio reflejada en el agua su imagen. Narciso quedó tan prendado de aquel ser que, deseando abrazarlo, se arrojó al agua y se ahogó.

Como todos los narcisistas de quien Narciso es modelo, el joven estaba enamorado profundamente de sí mismo. Esa era la razón de su incapacidad para amar. Mientras el narcisismo fue una inclinación inconsciente, el joven consiguió sobrevivir; pero, tan pronto como ese amor fue conocido y aceptado voluntariamente, tuvo lugar la desgracia: el suicidio de Narciso. En efecto, no fue muerte, sino suicidio, que el joven, engañado, en cambio juzgó amor.

—¿Quieres decir que todos somos un poco narcisistas? —pregunté esperando una aclaración.

—Sí. El narcisismo es el amor desmedido que os tenéis. Mientras no sois conscientes de él, vivís en una aparente tranquilidad pues, como no amáis, no

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conocéis las penas ni los sufrimientos de amor. En cambio, una vez descubierto, estáis obligados a decidiros: a amaros-odiaros sobre todas las cosas, lo cual conduce a la muerte no sólo metafórica sino también real; o a aprender a amar, estando dispuestos a sufrir los males de amor con alegría.

—Entonces —concluí—, hay dos tipos de amor de sí: uno, falso, pues en realidad es odio; otro, verdadero, que consiste en aprender a amar.

—En efecto. San Agustín, en La ciudad de Dios, habla de esos dos tipos de amor: el amor de sí hasta el desprecio de Dios funda la ciudad terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí funda la celestial.

—¿No es excesivo hablar de desprecio de sí? ¿Cómo el desprecio de sí puede ser verdadero amor? —objeté.

—No hay ninguna contradicción pues el verdadero amor de sí equivale a anteponer Dios y los demás al propio yo. Anteponer significa preferir. Y el que prefiere a Dios y a los demás se aprecia menos a sí mismo, es decir, se desprecia en relación a los otros.

La contradicción se produce, en cambio, cuando alteráis la jerarquía del amor: quien no pone a Dios en primer lugar, se coloca a sí mismo en el vértice y, entonces, descubre que, mientras que Dios tiene entrañas de misericordia, las suyas son como las de un lobo rapaz que, cuando ha devorado lo que tiene a su alrededor, se abalanza con voracidad contra sí mismo. Y, como no puede devorarse completamente, el egoísta vive en una contradicción y desgarramiento perpetuos.

Una imagen —si bien muy pálida— de esa clausura a todo lo que no sea el propio yo, la proporcionan los dos caminos que empezaste a recorrer antes de encontrarme. La incomunicación fría y la soledad tenebrosa son señal de encerrarse en el propio yo, que, cuando es completo, llena de sufrimiento y hace rechinar los dientes de espanto.

—Recuerdo —dije entonces— haber visto una vez en la Capilla Sixtina el impresionante fresco de Miguel Ángel sobre el juicio final. En uno de los condenados, el gran pintor florentino refleja la soledad fría y tenebrosa de la que hablas. Para ello, se sirve del gesto de la cara. En uno de los ojos del condenado se lee la desesperación terrible después de haber sido juzgado indigno; en el otro, en cambio, no es posible ver nada, pues el maldito se lo tapa con una de las manos. Se produce así una expresión contradictoria: el condenado desea ver y, a la vez, ocultarse del gran Juez; y, con el ojo descubierto, no ve nada más que a sí mismo, desesperado y, en su interior, profundamente vacío.

Pero dime: ¿la persona no es alguien que posee una gran dignidad? ¿Cómo, pues, el infierno consiste en estar encerrado en uno mismo?

—Ciertamente —contestó el pequeño—, el ser humano es la criatura más digna de la tierra, pero no por eso cesa de ser una criatura; en sí misma, es nada, pues procede de la nada y, si Dios no la amara infinitamente, volvería a la nada. Es falso lo que afirma Nietzsche cuando, para justificar su rechazo de amar y ser amado, sostiene en uno de sus aforismos que «un sol no puede calentar otro sol». La criatura no es un sol, sino todo lo más, si queremos seguir con la metáfora de los astros, una luna que recibe su resplandor de Dios, el único Sol que nos hace partícipes de su luz y calor. Al rechazar a Dios y a los demás, la imagen de Dios que hay en nosotros se

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entenebrece de tal forma que pierde los destellos de verdad y bien con que salió de las manos del Creador. Ésta era la situación en que, a causa del pecado original, la humanidad se encontraba antes de la redención.

—¡Vaya hecatombe! —exclamé con profunda congoja. —Aunque Dios podía haber abandonado al hombre en situación tan lastimosa,

movido a misericordia, no sólo os permitió daros a los demás para amaros como debíais, sino, sobre todo, os abrió su corazón para que descubrierais su infinito amor por cada uno de vosotros, las más pequeñas y débiles de sus criaturas espirituales. De ahí que, a pesar de vuestras faltas, constantes como la respiración, no debáis nunca desesperar: si confiáis en Él, os hará conocer y ser lo que sois desde toda la eternidad.

Llevábamos varias horas caminando por la orilla del mar y nos habíamos descalzado para remojarnos los pies en el agua templada de la tarde. La superficie del mar semejaba una balsa de aceite, en la que los rayos de sol rielaban despidiendo deslumbrantes destellos de luz. El rumor de las olas, que lamían la orilla, se imprimía en mi alma junto con las palabras del niño. Escuchaba absorto, contemplando el océano azul con ojos de asombro. Nunca había visto con tanta claridad que todo el bien que había en mí era un don y, sobre todo, que Alguien me amaba infinitamente. Experimenté, entonces, un sentimiento de inmensa gratitud hacia Dios y las demás personas que, con su paciencia y comprensión, me habían hecho capaz de alcanzar esta verdad. Con esa nueva luz, el mal que había recibido de otros o de mí mismo me parecía definitivamente vencido; estaba dispuesto a pedir perdón y a perdonar a los que me habían ofendido.

Expliqué a mi pequeño guía los sentimientos de asombro, agradecimiento y perdón que me embargaban en aquel momento. Tras guardar unos minutos de silencio mientras contemplábamos cómo el globo rojo del sol descendía lentamente en el horizonte, me sonrió diciendo:

—Acabas de descubrir que el camino de la verdad personal implica todo lo que eres: no sólo tu inteligencia y voluntad, sino también tu afectividad. Porque, cuando se conoce quién es uno y quién es Dios, brotan del fondo del corazón el asombro ante el don inmenso recibido, la gratitud por ser totalmente inmerecido y el perdón, pues el único modo de combatir el mal en los demás y en vosotros mismos es la conversión personal y el perdón: bien pidiéndolo, bien concediéndolo.

Asentí interiormente a las palabras del pequeño. Por primera vez, no tenía ninguna objeción que hacerle ni lo que afirmaba me parecía oscuro, ya que lo había experimentado dentro de mí. Así que lo único que se me ocurrió fue decir que entonces entendía un poco mejor lo que era amar.

—Por desgracia —añadió el niño—, la palabra amor está muy manoseada; su profundidad y fuerza transformadora se hallan reducidas, con frecuencia, a algo sensiblero y dulzón. Se ama todo: un perro, un coche, un vestido, las vacaciones, el 31 de diciembre… Cuando lo único que realmente puede amarse son las personas, pues amar es querer algo para alguien, y sólo la persona, por ser alguien, es digna de amor. Pero no debéis quererla como un instrumento que os resulta útil o que sirve a vuestros gustos, caprichos e intereses, sino por ella misma, porque cada persona es un regalo del cielo.

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El asombro infinito no corresponde sólo a la visión del cielo estrellado sobre vuestras cabezas con el cortejo de sus bellezas y bondades ni de la ley eterna en vuestro corazón, sino, sobre todo, a la contemplación de la persona, por más humilde, más pequeña que ésta sea, pues es infinitamente querida. Todo el amor que la persona recibirá a lo largo de su vida en la tierra es una pequeña manifestación de ese otro infinito con que Dios la quiere desde siempre. Cuando descubre quién es y quiénes son los demás, se asombra ante ese amor eterno que, como el aire, la envuelve por doquier. A la vez, reconoce que ella, finita y caída, no es digna de ese don y comienza así a amar de veras: agradece el amor recibido, que en cada momento le aparece con mayor profundidad hasta perderse en un abismo sin fondo, y se arrepiente de no saber corresponder a tanta grandeza y hermosura.

—Entonces, ¿el amor consiste en esos sentimientos de asombro, agradecimiento y perdón? —pregunté no del todo convencido.

—No sólo. No basta experimentar determinados sentimientos para saber que se ama, pues el amor no se identifica con ningún sentimiento concreto, sino que es más bien un estado en el que se producen buenos frutos.

—¿Podrías ser más claro? —dije con un tono de voz que denotaba impaciencia, pensando que de nuevo el pequeño volvía a las imágenes y metáforas.

—Te expliqué antes que el camino de la verdad exige humildad y paciencia; sin estas virtudes es imposible adelantar en él. Se entiende más con el deseo y la práctica que con la sola razón.

—¡Perdóname! —exclamé contrito. Luego, añadí—: sigue, por favor. —Si el amor fuera un sentimiento —continuó el pequeño—, sería sencillo saber

si uno ama o no ama, pues bastaría percibir la presencia o ausencia de éste. Pero en el amor no se da ese tipo de certeza, que podríamos llamar afectiva.

—¿No hay posibilidad, pues, de conocer cuando se ama? —pregunté extrañado. —Por supuesto que sí. Sólo que ese conocimiento no requiere de un tipo de

certeza, sino de pruebas reales. Por ejemplo, una madre no necesita sentir de un modo especial para estar segura de que ama a sus hijos; sabe que los ama porque quiere el bien de sus hijos, porque trabaja por ellos...

—Entonces, para amar tampoco basta el deseo —exclamé aún más sorprendido. —Así es. Es evidente que, cuando se ama, pueden experimentarse determinados

deseos, pero no hay que confundirlos con el amor; ni siquiera, cuando se trata de buenos deseos. Para que el amor sea real hay que amar, es decir, trasformar esos deseos en obras. De poco serviría, pongo por caso, que los padres quisieran dar a sus hijos una buena educación si luego no se esforzasen por educarlos bien, corregirlos y llevarlos a un colegio digno de su confianza, aunque para ello tengan que pasar malos ratos y sacrificarse económicamente.

Por otro lado, el amor no sólo consiste en convertir en reales los deseos concordes con él, sino también en corregir y rechazar los que lo contrarían. Está claro, por ejemplo, que tanto la nostalgia de la relación amorosa pasada como el rechazo de la relación actual expresada en estériles lamentos —«¡Ojalá que la persona amada tuviera determinadas cualidades! ¡Ojalá que no tuviera determinados defectos!»—, se opone al amor. Debe amarse a la persona real, de carne y hueso,

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enferma y con defectos, y no al fantasma que nosotros soñamos que esa persona fue, será o podría haber sido.

—Pero, entonces, ¿para amar se deben dominar las potencias humanas: el deseo, la memoria, la fantasía? —pregunté esperando una aclaración.

—En efecto —me confirmó—. Amar ordenadamente no es algo espontáneo; debes vencer en ti todo aquello que lo impide: el egoísmo, la idolatría, la nostalgia, el exceso de imaginación, la debilidad de tu voluntad que tiende a lo menos costoso o que se deja llevar por el sentimentalismo... Y, sobre todo, has de aprender a tratar a los demás con corazón grande: intentando ponerte en su lugar, comprendiéndolos, aceptándolos; más aún, alegrándote de que existan y sean como son, con virtudes y defectos.

¿Entiendes ahora por qué las virtudes, que te permiten autoposeerte, son necesarias para amar? Uno no puede darse si no se posee. Como ves, el amor involucra no sólo la afectividad y las propias inclinaciones, sino todo lo que la persona es: mente, corazón, proyectos, ilusiones… y, sobre todo, acciones, pues no es posible querer si no hay obras de amor.

—Si no he entendido mal, ¿el amor se identifica con la misma vida de la persona? —propuse no muy seguro.

—Así es —sonrío el niño al ver que yo dudaba—. Uno no necesita de algo concreto para saber que vive; le basta vivir. Algo semejante sucede con el amor: cuando uno ama, sabe que ama porque vive amando.

—Me parece —comenté yo— que tus palabras concuerdan con una frase de san Juan de la Cruz: «al final de la vida seremos juzgados en el amor». ¿Puede, entonces, decirse que la verdad de la persona consiste en el amor?

—Sí, pero debes hacerte cargo de que la persona puede separarse del amor y, sin embargo, seguir viviendo. Ciertamente, al hacerlo, se despersonaliza.

—¿Cuál es la causa principal de esa separación? —pregunté deseoso de recibir una respuesta a esa cuestión, que se me antojaba capital.

El niño, antes de responder, me observó con esa mirada suya penetrante que ya había experimentado en otras ocasiones. Luego comenzó a hablar lentamente como si pensase en voz alta:

—Tu pregunta carece de respuesta pues el porqué de esa separación de que hablas es un misterio escondido en lo más hondo de la libertad humana.

Te diré sólo que la felicidad, a la que aspiras, consiste precisamente en mantener unidas en tu vida la verdad y el amor. Pues cuando el amor no respeta la verdad, la persona se hace desordenada, caprichosa, mentirosa; y cuando la verdad deja de lado el amor, la persona se hace dura, inflexible, intransigente.

El sol, antes de sumergirse en las aguas del océano, había dejado una estela de luz que teñía las nubes de rojos, añiles y malvas. Aquel cielo arrebolado era un espectáculo digno de verse. Por temor a romper el encanto de la hora y el lugar, guardamos silencio. Poco a poco, el cielo se fue ennegreciendo hasta que desaparecieron las últimas pinceladas de luz.

La oscuridad, la calma del mar y el rumor sosegado de las olas invitaban al descanso.

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X. UN AMIGO OMNIPOTENTE

a madrugada fría y húmeda, que se calaba en los huesos, me hizo levantar de la

arena tiritando. Para entrar en calor me puse a correr junto a la orilla. En las primeras luces del alba, el mar comenzaba a salir de la oscuridad con que la noche lo había ocultado. En la playa desierta, el único rumor era el de las olas, que excavaban delicadamente la arena bajo mis pies. Del niño no había ni rastro. Era la primera vez que me despertaba sin tener a mi lado su presencia amiga.

Con ayuda de unos fósforos y de papeles y palos que fui recogiendo por la arena aquí y allá, hice una fogata. El sol tardaría algunas horas en calentar la tierra y no sabía cuánto tiempo tendría que estar esperando la vuelta del pequeño. Había comenzado apenas a calentarme pies y manos cuando allá en la lejanía divisé la silueta de un niño; sí, era él y me hacia señas con la mano para que me levantase y fuera a su encuentro. Me dirigí hacia aquella figura que iba creciendo de tamaño y nitidez. Cuando llegué a la altura del pequeño, le pregunté dónde había estado.

El niño fue lacónico: —He estado recibiendo órdenes. —¿Órdenes?, ¿de quién? Esta vez no satisfizo mi curiosidad, se limitó a decir: —Prepárate, todavía nos queda camino por recorrer. Luego, sacando de la

faltriquera un par de obleas y una botellita de agua, me las dio con estas palabras: —¡Come y bebe!, necesitas estar fuerte para lo que te espera. Abandonamos la playa y el mar justo en el momento en que el sol inundaba de

reflejos dorados la arena todavía fría. Esta vez, en lugar de entrar en el bosque, lo bordeamos hasta encontrar un camino flanqueado de árboles que se perdía en lontananza.

—Hay algo que, a pesar de tus explicaciones, no termino de entender —dije al niño intentando no pensar qué tipo de presagio contenían sus últimas palabras. Ayer me explicaste que la verdad de la persona consiste en el amor; sobre todo, en el del Origen. Pero ¿cómo podemos amar a Dios si no lo vemos?

—Tienes razón en plantearte esa pregunta —respondió el pequeño—, pues lo que no se conoce no puede ser amado. Y, para conocer algo, necesitáis que esa

L

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realidad os entre por los sentidos. Dios, en cambio, no puede ser captado sensiblemente pues no es una realidad material.

Mientras manteníamos este diálogo nos habíamos adentrado un buen trecho en el sendero. Mi acompañante me hizo observar la placidez de aquellos parajes y la belleza delicada que los envolvía.

A pesar de que a mi alrededor todo era un canto a la belleza y bondad, no se iban de mi memoria las palabras del niño: «necesitas estar fuerte para lo que te espera». ¿Había sido un simple modo de hablar o un aviso para que estuviera preparado a lo peor? A juzgar por el sendero que transitábamos, lo más duro del camino había quedado atrás.

—Entonces, ¿Dios es como el alma humana, que tampoco se ve? —No —dijo el niño—, es de una mayor perfección, mejor aún: es el Ser más

perfecto que existe. Es verdad que el alma humana es muy perfecta pues no sólo es principio de lo que es común, como en los animales, sino también de lo personal, es decir, de aquello por lo que cada hombre trasciende la propia naturaleza. Por eso, el alma del hombre, además de inmaterial, es espiritual: posee, no sólo la capacidad de dar vida al cuerpo, sino incluso de ir más allá de la misma forma recibida; el conocimiento intelectual, las virtudes y, sobre todo, el amor ordenado son las manifestaciones máximas de esa trascendencia. Sin embargo, la de la persona no es total, pues debe contar siempre con lo recibido: tanto lo relativo a la materia, como lo que se refiere a la forma espiritual. En Dios, en cambio, la trascendencia es completa, pues el Origen no recibe nada; todo procede eternamente de Él.

—¿El Origen es entonces espíritu? —pregunté. —Sí; más aún, el Origen es espíritu purísimo, absolutamente simple. —Me parece entender por qué no podemos conocer a Dios: si no somos capaces

de conocernos a nosotros mismos, sino sólo parcialmente a través de nuestros actos, especialmente de aquellos en que trascendemos lo dado, con mayor razón no podemos conocer a Dios, pues es pura trascendencia.

—De todas formas —añadió el niño—, la principal razón de que no podáis conocerlo no es sólo por ser espíritu puro, sino que hay una causa todavía más profunda: Dios es Origen. Ningún ser creado, ni siquiera los seres espirituales puros o ángeles, que no tienen el límite de la materia ni de una forma común, puede conocer por sí mismo lo que le ha dado origen, ya que no sólo su conocimiento sino también su ser son ontológicamente posteriores al acto con que fueron creados.

—¿No es lo mismo, entonces, el acto con que Dios me crea y mi propio ser? —pregunté sorprendido.

—¡Cómo va a ser lo mismo! —me respondió arqueando las cejas. El acto con que Dios crea no se distingue en nada de su ser Origen, mientras que tu ser es distinto de Él, pues eres originado.

—¿Hay entonces algún modo de conocer a Dios? —pregunté temiendo que la respuesta fuera negativa.

—Sí: a través de sus criaturas y, de forma especial, a través del hombre, imagen y semejanza suya. ¿Te acuerdas del paseo que dimos ayer por la orilla del mar? No sé si te fijaste en las huellas que, al caminar, dejábamos en la arena. Tal vez hoy no quede rastro alguno de aquellas pisadas. Piensa ahora no en huellas que el agua y el

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viento borran, sino en realidades con más o menos consistencia ontológica: desde una molécula de agua hasta el ángel. Y, si todo el universo —con sus galaxias y agujeros negros— es como esa huella del poder infinito de Dios, el hombre no sólo es huella, sino también imagen y semejanza. En él se refleja un destello de la trascendencia misma del Origen.

—¿Quieres decir que la trascendencia de la naturaleza humana y su personalización son la imagen de Dios? —pregunté intentando encajar una de las últimas piezas del rompecabezas.

—En efecto. Esa trascendencia es la que os permite poseer hábitos y ser capaces de autodominio y autodonación, pudiendo siempre obrar el bien y convertiros del mal. En esa participación en la trascendencia divina consiste vuestra grandeza. Por eso, cuando conoces y amas la imagen de Dios que todo hombre lleva en sí, estás amando a Dios.

—Entonces —concluí yo formulando una nueva pregunta—, ¿es igual amar a Dios que amar a los demás?

—Aunque no es lo mismo, tampoco es completamente distinto —contestó el niño en tono enigmático.

A estas alturas del viaje conocía bien a mi guía para saber que lo que más le molestaba era la impaciencia. Así que, haciendo de tripas corazón, engullí la desazón de no comprender sus palabras y esperé a que fuera él mismo quien me aclarara el sentido de esa última frase.

Mientras caminábamos en silencio, me puse a contemplar el lugar por donde transitábamos. Debía de ser mediodía. De todas formas, el bosque que estábamos atravesando era tan tupido que a duras penas conseguía colarse algún que otro rayo de sol despistado. Los pájaros, que revoloteaban en busca de insectos, amenizaban con sus cantos nuestra marcha, que, a juzgar por lo recorrido, estaba tocando a su fin.

El pequeño dejó transcurrir unos minutos, brindándome así ocasión de que preguntara y, al comprobar que yo no decía esta boca es mía, prosiguió:

—No es posible amar a Dios sin amar su imagen en los demás, pues cómo lo vais a amar en espíritu y en verdad, sí, por lo menos, no lo amáis en el prójimo, esa imagen de Dios que actúa y padece junto a vosotros. La imagen, sin embargo, no es lo mismo que la realidad reflejada, como no es lo mismo la figura que se forma cuando te miras en el espejo o en el agua y tu persona, por más parecido que esa imagen tenga contigo.

—¿Entonces, ni siquiera amando al Hijo se ama al Origen? —quise saber. —¿Por qué dices eso? —Porque —contesté con una deducción lógica— tú has dicho que el Hijo es

imagen. —Es verdad que el Hijo es imagen, pero no como sois vosotros. El Hijo es

imagen porque procede eternamente del Origen, que por eso mismo es Padre; mientras que vosotros lo sois porque habéis sido creados según la imagen del Hijo.

—O sea —intervine yo—, conocer y amar al Hijo, no sólo es conocer y amar la verdad del hombre, sino sobre todo conocer y amar al Padre.

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—Así es. El Hijo es el único camino para ir al Padre pues es eternamente engendrado por Él: nada del Padre es desconocido al Hijo, ya que el Padre se entrega a Él completamente, reservándose sólo su ser Padre. Pero, aunque el Hijo no es Origen, conoce perfectamente al Origen pues lo recibe y ama como tal eternamente. Vosotros, en cambio, conocéis al Origen a través de lo originado y, sobre todo, a través del Hijo. Pero ni en un caso ni en el otro lo conocéis en su mismo ser, sino que lo conocéis amando al Hijo y, en él, a las demás imágenes.

Y, para amar a Dios en las imágenes creadas, no basta quererlas con amor de amistad humana; hay que amarlas como Dios ama: a Él, por sí mismo y, a los demás, por amor suyo.

—Pero eso es imposible; ¿cómo podemos amar como Dios ama, si no somos Dios? Como mucho, podremos desearlo.

—Esta vez tu perplejidad está más que justificada —respondió el niño—. Para amar de este modo no bastan las tendencias con que todos nacéis, ni siquiera las virtudes ni la donación humana más pura.

—Luego —concluí yo—, amar como Dios ama es una utopía, el más hermoso de los sueños inalcanzables.

—Si únicamente dependiera de vosotros, tendrías razón en calificarlo de utopía, pues el amor del que hablo se halla, no sólo fuera de vuestro alcance, sino también del de cualquier otra criatura. Pero Dios, además de ser Origen de tu ser, es tu Amigo. Y, como muy bien dice Aristóteles, «lo que podemos a través de nuestros amigos, es como si lo pudiéramos por nosotros mismos»; sólo que para el gran pensador griego el poder de la amistad se limitaba a una potencia humana por más alta e influyente que ésta fuese. En cambio, la potencia de la que ahora tratamos carece de límites pues pertenece a un Amigo divino.

—¿Quieres decir que Dios puede hacerme partícipe de su mismo amor? ¡No es posible!

—Para Dios no hay nada imposible: puede elevar tu naturaleza de tal modo que, no sólo la trasciendas como espíritu, sino también como imagen de la Imagen. A través de su Espíritu, Dios te eleva por encima de tu condición de criatura, permitiéndote participar, a través del Hijo, de su misma naturaleza divina. Esa participación es lo que los teólogos llaman gracia habitual, pues es un don concedido por Dios que permite al Espíritu morar en tu alma establemente, a la vez que te adorna con tres nuevas virtudes que, por tener a Dios como origen y como fin, reciben el nombre de teologales. Son la fe, la esperanza y la caridad. Mediante la fe, ya no sólo eres capaz de conocer a Dios a través de huellas e imágenes, sino por Él mismo, si bien oscuramente y como en esos espejos de los antiguos romanos de metal bruñido que dejaban ver sólo una pálida semejanza del propio rostro; mediante la esperanza eres capaz de tener certeza de la vuelta al Origen porque Él es el Amigo eternamente fiel que nunca te abandona, y mediante la caridad empiezas a participar ya en esta tierra del amor con que Dios ama.

Al oír hablar de espejos, por asociación de ideas me acordé de los diferentes lagos que había encontrado en el camino de la verdad. Me pareció que el lago era un símbolo de la verdad personal, pues en los reflejos de las aguas había descubierto

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imágenes inconscientes, imágenes reales, falsas imágenes… y, sobre todo, la Imagen eternamente viva.

Y ¿si lo que me reservaba ese sendero fuese un último lago con nuevas imágenes? El miedo a lo desconocido me hizo temblar. Inmediatamente me di cuenta de que el temor, apoderándose de mi imaginación, me había jugado de nuevo una mala pasada. ¿Por qué temer? ¿No tenía al pequeño conmigo?

Para cobrar confianza miré a mi derecha, por donde caminaba el niño. Por unos instantes me pareció que la tierra se hundía bajo mis pies: allí no había nadie. Sin ceder esta vez al miedo, volví a mirar ampliando el campo visual. Comprobé así que el pequeño no había desaparecido: varios centenares de metros delante se destacaba su figura. Aceleré el paso. Cuando lo hube alcanzado, le dije:

—Aunque lo que has explicado supera lo que puedo comprender, mi verdad personal consiste, si no he entendido mal, en participar en la misma vida divina.

—Así es —confirmó el pequeño—. Pero no debes olvidar que esa participación es un don que Dios te concede gratuitamente. No sé si has visto la película titulada La cena de Babet. El personaje principal, Babet, es una famosa cocinera de uno de los mejores restaurantes parisinos. Por motivos relacionados con la guerra civil de 1871, se ve obligada a emigrar. El lugar en donde recala es un pueblecito de pescadores de Noruega en donde vive una piadosa secta luterana fundada por un pastor algunas decenas de años antes. El legado espiritual del fundador ha sido custodiado por sus dos hijas, Martina (llamada así en honor de Martín Lutero) y Felipa (en honor del amigo de Lutero, Felipe Melanchton). Las dos hermanas siguen escrupulosamente la doctrina de la secta: rechazan los placeres terrenos, dedican sus vidas a hacer el bien a los necesitados del pueblo, celebran las enseñanzas de su padre, cantan himnos y rezan, preparándose para la llegada de la Nueva Jerusalén.

Babet es acogida por las dos hermanas con cierta prevención pues la ven como la encarnación de la sensualidad francesa y del papismo. Durante doce años, Babet ayuda a las dos hermanas a preparar la comida para los pobres: sopas de pan y cerveza. Mientras tanto, las rencillas entre los pertenecientes a esa comunidad —envidias, celos, resentimientos…— están minando los fundamentos de la secta, que amenaza con derrumbarse. Un buen día, Babet, que acaba de ganar un premio en la lotería francesa, pide permiso a las dos hermanas para organizar una cena. Los preparativos de ese gran acontecimiento son contemplados por los miembros de la secta con una mezcla de escrúpulos, por lo exquisito de los manjares que Babet ha encargado, y de curiosidad, ante la llegada de animales terrestres y marinos de toda especie que van a parar directamente a la cocina.

La refugiada francesa invita a los miembros de la secta: doce en total. El día convenido, a pesar de la enemistad reinante, todos ellos se reúnen en la casa de las dos hermanas para participar en la fiesta organizada por Babet. Al principio, el ambiente está cargado de tensión y de prejuicios, sobre todo en relación al vino que se sirve a los comensales, juzgado como algo pecaminoso. Una de las hermanas ha aleccionado a los invitados a la cena para que ninguno haga el menor comentario acerca de los platos y la bebida que se les serviría.

Conforme los invitados van comiendo los manjares cocinados por Babet con arte suma y bebiendo los mejores caldos franceses, el ambiente se distiende en medio del

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buen humor y la alegría generales. La conversación, como el vino, fluye sin pausa: se cuentan los milagros del pastor, las buenas acciones de las hijas... La cena se concluye con el largo discurso de un general retirado, protector de la secta, sobre la gracia y el agradecimiento.

Una de las últimas escenas de la película parece salida de un cuadro goyesco: ya fuera de la casa, la secta en pleno danza en corro y canta a la luz de la luna.

La película se concluye con la conversación entre Babet y las dos hermanas, que le agradecen el éxito de la velada. El espectador se entera, entonces, de que esa cena le ha costado a Babet hasta el último céntimo de la fortuna ganada en la lotería, por lo que la protagonista deberá seguir trabajando al servicio de las hijas del pastor. La cena, sin embargo, no ha sido ni un despilfarro ni una locura, sino una obra de arte cuya belleza ha logrado devolver la paz a una comunidad antes en discordia.

Felipa, temblando de los pies a la cabeza, abraza a Babet. Durante unos segundos, permanece en silencio; luego susurra: «¡En el paraíso serás la artista más grande que Dios pueda tener! ¡Ah!». Y, mientras las lágrimas le bañan las mejillas, añade: «¡Ah, cómo encantarás a los ángeles!».

El niño me narró el argumento de la película mientras nos dirigíamos hacia la salida del bosque. Una vez fuera, retomamos el sendero campestre. El aire estaba impregnado de tomillo y retama. En el cielo no se divisaba ninguna nube. El sol, ya de caída, iluminaba las tierras pardas y los sembrados de trigo. Si aquel lugar no era el paraíso, poco le faltaba. La belleza agreste y la tranquilidad del lugar me llevaron a pensar que mis temores precedentes eran infundados.

—La historia de la película —siguió el pequeño— es, de todas formas, una pálida imagen de la caridad. Como sucede en la virtud teologal, el don que hace Babet es completo y gratuito; sin embargo, lo que la protagonista de la película no es capaz de lograr, lo puede Dios: Él, a diferencia de Babet, no da algo gratuitamente, siquiera algo tan maravilloso y de efectos tan benéficos como una obra de arte, sino que se da a Sí mismo y, con Él recibís todas las cosas.

—Pero, entonces, objeté, ¿lo que he visto hasta ahora en el camino de la verdad: virtudes humanas, autoposesión y donación a los demás… todo eso desaparece completamente al recibir la caridad?

—No; no debes pensar en la naturaleza humana —repuso el niño— como si se tratara de una escalera que, una vez alcanzada la meta, se arroja por la ventana pues ha cesado de servir. La gracia no suprime la escalera de la naturaleza, sino que la perfecciona elevándola hasta Dios mismo.

—Explícame en qué sentido la gracia perfecciona la naturaleza. —Si recuerdas —dijo el pequeño—, ayer hablábamos de la donación como fin

de tu vida. Pues bien, cuando eres elevado al orden sobrenatural, sigues teniendo el mismo fin, pero ahora tiendes a él de forma perfecta pues lo haces movido, no sólo por el afecto, los lazos de sangre, o una amistad humana pura, sino sobre todo por la caridad.

—Perdona —insistí— pero sigo sin ver en qué consiste esa perfección de la que hablas.

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—Está bien; te lo mostraré de forma gráfica. Pero antes deseo que reflexiones un poco por tu cuenta sobre la importancia de que en el origen de tus donaciones se halle la caridad.

—Adelante. —No sé —dijo el niño— si alguna vez te has preguntado por qué hay diversos

tipos de donación cuando tu fin es uno. —Debo confesar que no; nunca me he planteado esa cuestión. —Las diversas donaciones —me explicó el niño—, dependen de los diferentes

grados en que la persona puede darse y ser recibida: como marido-mujer, padre-madre, hijo-hija, hermano-hermana, amigo-amiga, etc. Cada uno de esos grados es un gran bien para vosotros, pues, en cierto sentido, sois la suma del amor que dais y recibís. A través de las donaciones, los demás se hallan incluidos realmente en vuestra verdad; tan es así que vosotros, sin ellos, no llegaríais a ser lo que sois.

De todas formas, aunque las donaciones humanas son decisivas y vuestro destino depende en gran medida de como las viváis, ninguna de ellas es absoluta, es decir, capaz de dar o recibir a la persona en su mismo ser. Por eso, ni siquiera el amor esponsal, en el que la donación es exclusiva e irrevocable, debe ser vivido como si fuera absoluto. Cuando el amor esponsal se transforma en absoluto, además de que se lo falsea (no es amor, sino idolatría), el hombre o la mujer se engañan a sí mismos; hacen depender su ser de ese amor de tal modo que la infidelidad del otro o su muerte vacían de sentido la vida del amante. Además, por ser idolátrico, ese amor provoca una clausura completa frente a los demás tipos de donación, pues el amado, que es limitado, no puede fundamentarlos; más aún, el amante o el amado, movido por los celos, puede considerar las demás donaciones como un peligro para su amor.

La idolatría en el amor humano aparece con claridad en algunos autores literarios, como Fernando de Rojas o William Shakespeare. Así, en la Celestina del bachiller Fernando de Rojas, Calixto llega a rendir a su amada el culto de latría, reservado a Dios, cuando afirma de sí mismo: «yo melibeo soy, en Melibea creo, en Melibea espero, a Melibea amo». Y, como en Romeo y Julieta de Shaskespeare, la trasformación del amado en el único sentido de la vida del amante termina en tragedia, con la muerte de uno y el suicidio de la otra; sin el amado la vida parece insoportable o se torna un continuo sufrimiento.

Habla que te hablarás habíamos llegado al final de aquel sendero. Lo más sorprendente era que delante de nosotros se abría un paisaje insólito: una blanca y desierta estepa.

—¿Dónde estamos? —pregunté maravillado—. ¿Cómo es posible que el sendero primaveral nos conduzca al más crudo invierno?

—Estás ante un extenso río helado que debemos atravesar para llegar al final del camino. Ten cuidado —me avisó el niño— pues en algunas zonas el hielo es más delgado de lo que parece.

Y, sin añadir nada más, nos encaminamos hacia aquella superficie blanca en donde los rayos de sol lanzaban destellos en todas las direcciones. A pesar de estar ya entrada la tarde, la luz era allí tan cegadora que me vi obligado a cerrar los ojos y a dejar que el niño, tomándome de la mano, me guiara como un lazarillo.

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—Me parece —dije retomando el tema que nos ocupaba mientras caminábamos lentamente para evitar resbalar— que la absolutización del amor humano de que ha-blabas también se produce, a veces, en los otros tipos de donación; por ejemplo, en el padre y la madre posesivos e, incluso, en las amistades desmedidas.

—Tienes razón, los periódicos y las noticias de los telediarios están llenos de casos en que la muerte del hijo —normalmente único— se hace insoportable al padre o a la madre y, para escapar de ese dolor, éstos no encuentran nada mejor que el suicidio. Por lo que se refiere a la idolatría en la amistad, san Agustín, en sus Confesiones, relata un caso personal: al morir un íntimo amigo suyo, el santo cayó en una terrible postración; el dolor era tal que durante una temporada le pareció que la vida había cesado de tener sentido. Agustín descubrió así que no debía ligarse con tal vehemencia a las personas, sino sólo a Dios, el Amigo que nunca traiciona y jamás muere…

—¿Quieres decir —lo interrumpí— que las demás donaciones, aunque son necesarias, no son radicales?

—Sí. Para que las demás donaciones puedan estar plenamente fundadas, es preciso que os entreguéis radicalmente. Pero la donación total puede ser una sola; darse plenamente equivale a ponerse por entero en las manos del que recibe el don y, por consiguiente, permitir que sea éste quien llene de sentido la propia vida. Y, puesto que la persona transciende el tiempo, a ella no le basta el amor temporal. La persona necesita ser amada siempre, lo cual exige que el destinatario de vuestra entrega sea fiel y eterno; si no, la donación sería temporal y desaparecería con la muerte. El don que la persona hace de sí únicamente puede ser recibido por Dios.

De todas formas, no has de olvidar que tu darte a Dios es siempre posterior a la donación divina. De ahí que tu donación a Él, no sólo sea una necesidad, sino también una obligación. En la aceptación del amor de Dios por parte del hombre es posible descubrir una elección radical que la persona debe realizar en algún momento de su vida, gracias a la cual todas las demás donaciones, por ser relativas a la entrega absoluta, adquieren el sentido que les corresponde. En el ámbito de una donación radical se entiende el profundo sentido de la sentencia agustiniana: «ama et fac quod vis» (ama y haz lo que quieras), pues el que se entrega a Dios de modo radical trata de actuar en cada momento de acuerdo con la jerarquía del amor.

—Veamos si he entendido —dije intentando hacer una síntesis—: la donación relativa, cuando se finge absoluta, excluye las demás donaciones precisamente porque no lo es; la donación radical, en cambio, lejos de excluir las demás donaciones, las incluye todas pefeccionándolas. Sólo a Dios puede uno darse de este modo pues sólo Él es eternamente fiel.

—Bien resumido —comentó el niño complacido—. —De todas formas, no entiendo cómo influye la caridad en mis donaciones. —En primer lugar es necesaria para que te des a Dios por completo. Debido a su

grandeza y a tu pequeñez, la donación absoluta sólo es posible mediante la caridad, participación en el mismo amor con que Dios ama. Por un lado, puesto que Él es infinito, para amarlo se requiere una infinitud que sólo Dios posee; de ahí que sea Él mismo quien concede al hombre la capacidad de recibirlo. Por otro lado, la persona humana es una criatura que no puede darse perfectamente, pues no dispone del ser

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que es; si Dios no hiciera al hombre capaz de entregarse de forma completa, el hombre no alcanzaría la donación total. Mediante la caridad, el amor natural queda elevado al orden sobrenatural para que la persona, a pesar de sus límites, pueda recibir a Dios dándose a sí misma.

En segundo lugar, la caridad, siendo entrega perfecta, se abre a las demás donaciones: Dios las reúne todas en sí, como Origen y fin que es de las mismas. Cuando aceptas el Amor de Dios, amas todo lo que Él ama y del modo que Él lo ama, pues tu voluntad comienza a identificarse con la voluntad divina. Por eso intentas hacer lo que Él quiere y evitar lo que Él rechaza, llegando por este camino de identificación amorosa a alegrarte o entristecerte de lo mismo que a Dios agrada o desagrada. La caridad, además de ser fundamento de las diversas donaciones, perfecciona la posesión y el don de sí que se encuentra ya en la amistad humana, purificándola de los afectos e inclinaciones desordenados que pueden introducirse. En definitiva, la caridad no sólo no destruye las demás donaciones, sino que las conduce a la cumbre, en donde desaparece todo lo que es incompatible con el verdadero amor.

—Pero —objeté—, si Dios al entregarse, lo hace todo, no entiendo por qué en este caso hablas de una donación por parte mía; a menos que mi donación consista sólo en aceptar.

—Lo que tu dices sólo es, sin embargo, la mayor dignidad a la que estás llamado. ¿Recuerdas que hace algún tiempo hablamos de que eras una criatura sacada de la nada por amor? Es evidente que si algo puedes, no depende de ti, sino de Dios, que, junto con el ser, te ha dotado de la capacidad de amar.

Por otro lado, la aceptación del don divino, aunque supone recepción por parte tuya, no debes entenderla como ausencia de actos. Tu donación a Dios se realiza por medio de las pequeñas elecciones y acciones de cada día y, sobre todo, por medio de la amistad en que deben desembocar las diversas donaciones con que tratas de amarlo. Así, bajo el impulso de la caridad, el cumplimiento diario de los deberes que nacen de las diversas donaciones, además de granjearte la amistad de tus iguales —los hombres—, te obtiene el favor divino.

—Y ¿no importa que se trate de un deber pequeño, como cuidar la puntualidad en las citas u ordenar los libros? —exclamé sorprendido.

—No. Para Dios no hay nada que sea excesivamente grande ni nada excesivamente pequeño. Mientras que el universo entero no puede contener la gloria de su nombre, el Verbo divino se encierra por amor en el seno de una joven virgen, María. Parece que la omnipotencia de Dios se muestra mejor en lo pequeño que en lo grande, pues es tal que dilata lo pequeño hasta convertirlo en digna morada de su grandeza.

—¡Ah! ¿Quieres decir que Dios se halla presente incluso en las cosas pequeñas que componen nuestra existencia? —pregunté mientras vislumbraba un panorama grandioso.

—Sin duda, para amar a Dios, no basta cumplir los propios deberes; el cumplimiento admite diversas intenciones, no todas amorosas: la realización puramente exterior, rutinaria, a regañadientes... Tampoco consiste en la pura atención a lo que se hace o en las ganas de hacerlo bien; hay que ir más allá de la

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atención vigilante de la conciencia y de los deseos humanos de perfección. Se trata de estar en el presente, en el instante, por amor.

La luz que brillaba en mi interior en aquellos momentos era tan potente, que el miedo a lo desconocido me llevó a abrir los ojos, aun sabiendo que la blancura por la que caminábamos desde hacía horas me los cegaría por entero. Pude mantenerlos abiertos unos instantes, lo suficiente para saber que no estábamos solos. En aquel páramo, algunas figuras humanas se deslizaban con torpeza sobre el hielo, tropezando y cayendo repetidamente.

—¿Quiénes son? —pregunté al niño. —Son los que van por la vida cegados por el resplandor de las cosas. Desean ver,

oír, oler, gustar, tocar: quieren asegurarse de estar vivos. No se dan cuenta de que aquí la luz es tan cegadora que, si bien permite gozar de esas experiencias sensibles, les impide descubrir lo único importante: el final del camino. En lugar de revolotear entorno a las cosas como mariposillas atraídas por la misma llama que las consume, harían bien en recogerse para prestar atención a la voz que grita en ellos.

—¿Quieres decir que, si dirigieran la mirada hacia el hondón del alma, llegarían al final del camino? —pregunté sorprendido.

—Así es. El resplandor de las cosas os engaña muchas veces pues las juzgáis lo único verdadero. La verdad, en cambio, no deslumbra, sino que alumbra, pues lo verdadero es presente.

—¿Presente? —repetí perplejo. —Lo verdadero es el presente divino —respondió el niño sin dudarlo—; es decir,

la presencia infinita de Dios en vuestra vida que permite que podáis tenerlo presente. —No entiendo cómo se puede ver a Dios mirando dentro de uno mismo. —Porque se descubre que lo importante no es ver, sino ser visto. Debí de poner cara de cierto fastidio ante aquel modo enigmático de expresarse,

pues mi acompañante se apresuró a añadir: —Cuando te dejas absorber por lo exterior, por las apariencias es porque estás

convencido de que lo importante es ver, mirar y poseer todo lo que ves. En cambio, cuando vuelves la mirada hacia el interior del alma, descubres que ese modo de pensar y actuar es erróneo: tú eres, no porque ves, sino porque eres visto eternamente. Al descubrir la mirada de Dios en ti, entiendes que todo lo que es existe porque es visto por Él. Por eso, cuando vuelves a mirar fuera de ti, no ves ya el resplandor que ciega, sino una luz que ilumina suavemente.

—Yo, sin embargo —intervine—, a veces tengo miedo de la mirada divina porque me siento escudriñado hasta las entrañas.

—Eso te ocurre porque no ves la mirada de Dios, sino la tuya. Me explicaré mejor: proyectas en la mirada divina el modo en que tú miras: con curiosidad, crueldad, morbosidad, impaciencia… La mirada de Dios, en cambio, no es la de un observador ajeno ni la de un censor rígido ni la de un juez implacable con tus defectos y faltas.

—O sea que la mirada de Dios no me convierte en objeto, etiqueta, clasifica y condena.

—Más aún —añadió el niño—, la mirada de Dios te libera de los moldes en que los demás —o tú mismo— te han encerrado, permitiéndote descubrir que tú no eres

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el mal que has hecho. Al mismo tiempo, esa mirada te presta la fuerza para seguir esperando, incluso contra toda esperanza, la revelación de tu verdad.

—Entiendo: la mirada de Dios me devuelve la libertad perdida a causa del mal que he cometido.

—Sí; pero no sólo tu libertad es sanada, fortalecida y ennoblecida por la mirada divina, sino que tu misma mirada queda limpia. Es capaz de ver a Dios en las cosas y, sobre todo, en las personas, incluso cuando éstas no conservan más que un pálido reflejo de la Verdad, pues sabes que Dios las mira.

—Y ¿qué tipo de mirada es esa que produce tales beneficios? —pregunté interesado.

—Es la mirada de un Padre pendiente del más pequeño de sus hijos. —Aunque intuyo que la mirada de Dios me permite verlo en todo, no consigo

entender cómo es eso —comenté con sencillez. Mi pequeño guía no se hizo rogar y me dio la clave para comprender dicha

relación: —Para ver a Dios en todo, no basta saber que Él te ve con mirada de Padre, sino

que has de dirigirte a Él, hablarle. —¡Hablar a una mirada! —exclamé manifestando mi extrañeza. —No; no hablar a una mirada —me corrigió el pequeño—, sino a una persona

que te ve y te oye y, sobre todo, te habla para comunicarte su voluntad: lo que Él es y tú eres.

—¿Es posible, entonces, un diálogo entre Dios y yo? —inquirí sorprendido de poder entablar una conversación con mi Origen.

—Sí, no sólo es posible, sino que para ti es algo necesario. —Vaya —dije con sorna—, por si no faltaran deberes, ahora añades uno nuevo:

el diálogo con Dios. —En realidad no es un deber que se añada, pues se halla implícito en la

estructura misma de tu ser: para ser lo que eres, necesitas conocerte. Y aunque con la razón descubras muchas facetas de tu verdad, hay algo que siempre se te escapará: tu Origen, que es también fin. Por eso, necesitas el diálogo con Él para conocer tu verdad.

Además, puesto que la verdad personal consiste en participar en la misma vida divina —lo cual se halla por encima de las posibilidades humanas—, sólo mediante ese diálogo podrás realizar la verdad en tu vida.

—De lo que dices se debe concluir que, para realizar lo que somos, debemos pedírselo a Dios —añadí en espera de una confirmación.

—Así es. Sólo Dios, que es tu Amigo, puede concederte lo que para ti es necesario, pero que, sin su ayuda, eres incapaz de conseguir.

Durante la conversación había mantenido casi todo el tiempo los ojos cerrados; de vez en cuando los medio entornaba para ver dónde estábamos. Las imágenes impresas en mis pupilas eran exactamente las mismas de pocos minutos antes: blanco y más blanco, o blanco y algunas siluetas humanas que con su oscuridad rompían la monotonía del paisaje. Así que, algunos segundos después volvía a cerrar los ojos heridos por tanta luz.

De repente, el niño me dijo:

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—¡Mira! —Abrí los ojos. Al principio no noté nada extraño. Luego me di cuenta de que a

lo lejos se dibujaban extrañas líneas, como si alguien las hubiera estado trazando en la superficie del hielo. Además, llegaba a mis oídos un ruido de algo que se estaba rompiendo: al principio, casi imperceptible; luego, claro, y, al final, ensordecedor.

El hielo se estaba cuarteando como golpeado por un martillo inmenso: ¡crass, crass, crass…!

—¡Qué sucede! —exclamé aterrado. —Estamos yendo a la deriva sobre un bloque de hielo.

XI. EL FINAL DEL CAMINO

arecía absurdo seguir caminando mientras el hielo se movía veloz bajo nuestros pies en una dirección que desconocía. Así que me detuve en seco.

Miré al niño. En su rostro no había la menor señal de preocupación. —Y ahora, ¿qué hacemos? —pregunté con un hilillo de voz. —Lo que hemos hecho desde el principio. —¡Qué…! —Seguir caminando —sonó la respuesta de mi acompañante. A pesar de que lo juzgaba un sinsentido, obedecí. Hasta ese momento el niño

había sido un buen guía, ¿por qué iba ahora a desconfiar de él? Para mostrar al pequeño que abandonaba mi suerte en sus manos, reemprendí el

camino volviendo al tema que nos ocupaba. —Dime: ¿hay algo más que yo necesite saber para alcanzar la verdad? —Además de lo visto, es necesario que hagas el bien. —Pero —objeté— ¿el bien no es algo eterno, cómo puedo hacerlo yo si soy

temporal y finito? —Es una buena pregunta —dijo mi acompañante mientras el bloque de hielo por

el que caminábamos se iba separando de otros fragmentos blancos, de tal modo que ya se comenzaba a oír el rumor del agua del deshielo—. En realidad tú no eres el origen último del bien, pues ser Origen pertenece sólo a Dios.

—¿Por qué entonces estoy obligado a hacer algo que no me corresponde? —pregunté acalorado a pesar del frío ambiental.

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—Despacio, no te enfades. Aunque no seas origen del bien, con tu libertad puedes conseguir que éste no se desarrolle y reste improductivo o, en cambio, colaborar para que se extienda por el mundo.

—Hacer el bien —concluí— consiste, pues, en colaborar para que la potencia del bien produzca frutos.

—Así es. Santo Tomás distingue entre dos tipos de personas: los siervos y los colaboradores. Los siervos son los que se oponen al bien, y se llaman siervos porque, como no por eso dejan de ser criaturas, Dios sigue sirviéndose de ellos para difundirlo, si bien sólo como instrumentos involuntarios. Los colaboradores, en cambio, aceptan libremente la voluntad divina, por lo que Dios puede obrar el bien en ellos y a través de ellos.

—Entiendo: hacer el bien es dejar que Dios actúe en nosotros. ¿Y en qué consiste entonces el papel de un colaborador?

—Te diré con ironía —respondió el niño— que en estorbar lo menos posible. De todas formas, eso no significa que debas comportarte de modo pasivo, sino que has de desarrollar al máximo las cualidades que Dios te ha concedido para así producir buenos y abundantes frutos.

—¿Hacer el bien equivale entonces a producir el bien sin parar, desde la mañana hasta la noche, como si se estuviera en una cadena de montaje? —pregunté desanimado ante un panorama tan arduo y poco atractivo.

—La idea de producción que he utilizado —dijo el niño corrigiéndome— no procede del ámbito tecnológico, sino del mundo de la naturaleza. Los árboles frutales, por ejemplo, no están siempre produciendo fruto, pero sí creciendo; el fruto es el resultado de una lenta maduración: de la semilla al árbol con sus ramas y hojas; y de la yema y flor al fruto. Algo semejante sucede con las personas. Para dar buenos frutos se requieren años de educación, de práctica de las virtudes, de amor maduro. E incluso, una vez conseguida la madurez personal, se puede tornar a las épocas de esterilidad o a los periodos de aparente inactividad. Pero, si se sigue creciendo, siempre hay fruto.

A veces, debido a obstáculos exteriores o interiores, las personas no son capaces de realizar las obras con que habitualmente se daban a los demás. Sin embargo, no por eso dejan de producir buenos frutos; por ejemplo, el enfermo puede seguir amando con su dolencia, el anciano con sus pocas energías, achaques físicos y sus límites cada vez más patentes...

El sol se había puesto hacía un buen rato y nosotros seguíamos andando aparentemente sin rumbo fijo, pues nos movíamos al capricho de la corriente del río que se iba liberando poco a poco del hielo. Cansado y aterido de frío, andaba yo detrás del pequeño cuando de repente el hielo cedió bajo mis pies y empecé a hundirme: frío, aturdimiento, agua helada…, junto a la impresión de ser devorado por la oscuridad, se mezclaron en mi mente en una fracción de segundo.

Mi destino parecía estar decretado. Sentí, entonces, un miedo terrible que me atenazaba los miembros impidiendo moverme. Cuando mis pulmones parecían ya a punto de estallar por falta de oxígeno, una fuerza sobrehumana tiró de mi cuerpo hacia la superficie. Era el niño, quien con sus manecitas me estaba ayudando a salir de aquel agujero, que momentos antes había pensado que sería mi tumba.

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A pesar del frío y de estar calado hasta los huesos, sentí una alegría indescriptible como nunca antes había experimentado. Respiré a pleno pulmón el aire gélido de la superficie. ¡Estaba vivo!

El pequeño guardó silencio durante unos minutos. Luego, a bocajarro, me preguntó:

—¿Qué has sentido allí abajo? —No sé bien, me parece que miedo… Sí, miedo, mucho miedo. Creía que todo

terminaba. —No ha sido miedo, sino angustia —me corrigió el pequeño. —¿Cómo lo sabes? —pregunté algo sorprendido, pues el que había estado a

punto de morir ahogado era yo, no él. —Perder la esperanza de seguir caminando —respondió— no se llama miedo,

sino angustia. —¿Quieres decir que esperanza y angustia están relacionadas? —Sí. Aunque no te hayas dado cuenta, mientras caías en el agujero, te has

angustiado. Por eso sabes ahora en qué consiste la esperanza. —No me parece lógico lo que dices, objeté mientras trataba de secarme como

buenamente podía. —La angustia te ha permitido acceder a la esperanza, porque, al angustiarte, has

experimentado el límite de la angustia, o sea, la necesidad de la esperanza, pues el límite de la angustia es la esperanza.

—¿En qué sentido la esperanza es límite de la angustia? —pregunté interesado. —Para explicártelo seguiré un método negativo: te diré primero en qué sentido la

esperanza no es límite, para que, a través de lo descartado, puedas alcanzar su esencia. En primer lugar, no debes entenderla como un límite esencial ya que la esperanza no forma parte de la esencia de la angustia; si no, sucedería que para tener esperanza habría que angustiarse, lo cual a todas luces es falso. En segundo lugar, no es tampoco un límite de tipo biológico pues, a diferencia de lo que sucede con el paso del dolor a su ausencia o del placer al dolor, el paso de la angustia a la esperanza no depende de la espontaneidad del vivir, sino que surge de una decisión libre: cuando uno se angustia, debe optar por la esperanza. De otro modo, resulta imposible salir de la angustia, pues la angustia de por sí angustia y no conduce a la esperanza. Además, por no equipararse la angustia a los procesos fisiológicos es posible hablar de una esperanza habitual. En efecto, mientras que resulta imposible la existencia de un placer continuo pues depende de los dinamismos vitales, es posible una esperanza permanente, o sea, una esperanza habitual. En definitiva, la esperanza que permite abandonar la angustia no depende de la espontaneidad del vivir, sino de la libertad; por eso, puede lograr la forma de una virtud…

—Me parece —lo interrumpí— que has dado un buen salto desde el hábito a la virtud sin explicar por qué la esperanza es un hábito bueno.

—Tienes razón. Daba por supuesto que aceptabas que la esperanza es una virtud. De todas formas —comentó el pequeño—, agradezco la interrupción porque así puedo acabar de explicártelo.

Veamos: seguramente te has preguntado por qué cuando uno se angustia debe optar por la esperanza.

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—La verdad es que no. —Da igual —dijo el niño con afán conciliador—. La angustia se produce cuando

todas vuestras esperas se hunden; de tal modo que os parece que el mundo entero se tambalea amenazando caer y aplastaros.

—Perdona, pero no entiendo por qué ahora hablas de espera y no de esperanza. ¿Son términos equivalentes?

—No —respondió mi acompañante—, pues la espera está limitada por el tiempo mientras que la esperanza lo trasciende. Se espera, por ejemplo, que un hecho o una acción ocurran, en la medida en que todavía no han sucedido. La esperanza, en cambio, no se encuentra limitada ni por el tiempo ni por la realización de algún deseo. La esperanza tiene en cuenta el pasado y el presente, pero no como un peso muerto, sino como algo vivo ya que esas dos distensiones temporales forman parte del sentido de la existencia humana. Y es precisamente en este hecho —que la vida tiene sentido— en donde se funda la esperanza. Por eso, la esperanza, a diferencia de la espera, no puede ser engullida por la angustia, pues no mira al futuro como al momento de realizar lo que se espera, sino de poder seguir esperando.

En definitiva, la esperanza es un hábito que, al actualizarse, permite experimentar que la vida tiene sentido.

—¿Esta esperanza de que hablas —dije poniéndome de nuevo en camino— no es demasiado metafísica?

—No si por metafísica entiendes algo irreal. Es verdad que en raras ocasiones sois conscientes de esta esperanza fundamental encubierta por las esperas del vivir cotidiano. Sólo cuando, por ejemplo, se cesa de vivir de acuerdo con las esperas o cuando éstas desaparecen del horizonte, puede descubrirse una esperanza fundamental que trasciende el tiempo, en cuanto que se trata de una realidad siempre presente. Así, cuando alguien, tras haber sufrido un grave accidente que le impide vivir como antes o cumplir un proyecto largamente acariciado, experimenta que la vida no tiene sentido, para seguir viviendo necesita descubrir la esperanza.

Para algunos filósofos del siglo XX —como Heidegger—, la angustia ante la propia finitud es la vivencia originaria de la existencia humana y, por eso, el meollo de una vida auténtica: debe asumirse con valentía la finitud, sin engañarse creyendo que la propia existencia tiene sentido más allá del tiempo. Sin embargo, la angustia no es ni una vivencia originaria ni una actitud auténtica. No es originaria porque la angustia implica siempre la negación de algo que sólo puede ser captado mediante la esperanza, o sea que, a pesar de los pesares, la vida tiene sentido. Y no es una actitud auténtica porque la angustia no es aún una actitud libre, sino más bien un resultado necesario al desaparecer las esperas. Por eso, la actitud auténtica es, en cambio, la esperanza.

De ahí que la esperanza se encuentre en la angustia como una posibilidad (la otra es la desesperación), si bien sólo ella es auténtica. En definitiva, únicamente porque la vida tiene sentido puede a veces parecer falta de él. La persona, al experimentar en la angustia el sinsentido de la vida, puede y debe abrirse a la esperanza. En esta perspectiva se entiende que la esperanza es límite de la angustia.

—¿Quieres decir que la esperanza siempre existe, por lo menos, como posibilidad?

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—Así es. Puesto que el sentido de la vida está presente en la angustia, aunque sea de forma negativa, como lo que la hace posible, es preciso esperar incluso cuando todo a tu alrededor parece precipitarse en un abismo sin fondo. Más aún, sólo la esperanza logra hacer descubrir a la persona angustiada cuál es el sentido de su existencia. Cuando se desespera, la angustia deja de ser pasión para trasformarse en acto. Desesperarse es optar por el sinsentido, es decir, aceptar libremente la falta radical de sentido.

—Y ¿cómo se comporta el desesperado? —pregunte con compasión y con una pizca de curiosidad.

—Ante la falta de sentido —explicó el niño— caben diversas posturas: desde la indiferencia existencial frente a todo y a todos, hasta el pathos trágico que puede conducir al suicidio.

Todavía estaba hablando el niño cuando, a algunas decenas de metros, en otro bloque de hielo a la deriva, vislumbré un grupo de personas ataviadas con ropas de la Belle Époque que huían despavoridas en dirección contraria a la nuestra.

—¿Quiénes son? —pregunté a mi acompañante. —Son Los endemoniados de Dostoievski —respondió casi sin mirarles. —¿Cómo dices? ¿Endemoniados? —Sí; se trata del príncipe Stavroguin y de sus lacayos. —Me fijé en el que iba a la cabeza del grupo: descollaba por la altura, el porte y

las maneras nobles; en todo ello denotaba ser una persona de grandes cualidades. —El que los guía —dije— no puede ser un demonio. —Dices bien. No es un demonio cualquiera, sino el príncipe de los demonios.

Con su personalidad seductora e inteligencia superior ha convencido a los demás de que Dios no existe.

Stavroguin, de todas formas, no ha conseguido nunca eliminar completamente a Dios de su conciencia. Pero, como la existencia de un Ser superior era un obstáculo para sus fechorías, ha intentado por todos los medios destruir la imagen de Él en su alma y en la de los demás.

—¿Quiénes son la niña y el anciano que, a pesar del gesto hostil de Stavroguin, no se separan de él? —pregunté mientras distinguía a duras penas esas dos figuras en la oscuridad creciente.

—Son Matrioska y Kirilov. Dos criaturas inermes que cayeron como moscas en la tela de araña tejida por Stavroghin. Matrioska es la niña que el príncipe sedujo, no por sensualidad, sino por aburrimiento. Él sabía que la pequeña, desesperada por lo sucedido, se ahorcaría; sólo amándola era capaz de salvarla. Sin embargo, decidió abandonarla a su suerte y, con una lucidez diabólica, quiso disfrutar del espectáculo que se le brindaba: a través de una rendija de la puerta de su habitación contempló el suicidio de la desventurada niña.

Kirilov es un pobre loco engañado por Stavroguin; se suicidó con el intento vano de probar que Dios no existía. En su mente enferma, el príncipe destiló el veneno del ateísmo, convenciéndolo de qué si Dios no existe, el hombre es el único dios y, para demostrarlo, basta suicidarse sin motivo. Stavroguin puso en marcha el acto de Kirilov, libre y absurdo al mismo tiempo, porque había nacido de una libertad impía, sin objeto, alejada para siempre de Dios.

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¿Entiendes ahora por qué Stavroguin es el príncipe de los demonios? No obra el mal por debilidad (su voluntad es de hierro), sino por pura perversión. La degradación moral condujo al príncipe a descubrir el placer de hacer el mal; un placer que, como él mismo confiesa, supera la imaginación más febril: es como una borrachera que nace de una conciencia torturada por su misma bajeza.

—Pero ¿Stavroguin no amó nunca? —pregunté sorprendido. —Sólo una vez. Una de sus víctimas se entregó a él intentando redimirlo.

Stavroguin arrancó de cuajo el amor que había comenzado a despuntar en su interior como una semilla diminuta. No podía aceptar que la felicidad fuera algo real pues eso le exigía humillarse, es decir, esperar en la bondad de Dios. En lugar de acoger el amor y, con él—, la esperanza, optó por la desesperación y, como una de sus víctimas, el príncipe terminó ahorcándose. Stavroguin es como el diablo, incapaz de amar; de aquí su inmensa soledad.

Mientras el pequeño decía estas cosas, dos hombres que se habían quedado rezagados cambiaron de ruta y comenzaron a caminar a grandes pasos en dirección contraria.

—Y esos dos que se separan del grupo, ¿quiénes son? —inquirí curioso. —Son dos endemoniados que han sido curados por el amor de Dios. Uno es

Siatov y el otro es Verkhovensky padre. A través del sufrimiento, Siatov ha vuelto a encontrar al Cristo de la infancia, y su fe, al principio débil y corroída por las dudas, se ha ido reforzando hasta conducirle al martirio, porque, a pesar de los errores y pecados, el alma de Siatov carece de orgullo espiritual. Siatov no se rebela ante el mal en su vida y en la de los demás: perdona el abandono y la infidelidad de su mujer, que vuelve a casa con un hijo fruto de sus amoríos con Stavroguin. Siatov ama al pequeño como si fuera hijo suyo. Casi al final de la novela, Siatov es asesinado con crueldad inhumana en un parque a manos de sus antiguos compañeros revolucionarios. El momento de máxima maldad coincide con el triunfo de la justicia: el sufrimiento y la muerte de Siatov, lejos de deformar su rostro, lo purifican iluminándolo con un resplandor de belleza infinita.

El otro es Verkhovensky, preceptor de Stavroguin. Verkhovensky tiene todos los defectos del pseudointelectual: es vanidoso, superficial y cobarde. Ha sido él quien ha inculcado en el príncipe, cuando todavía era niño, las ideas ateas. Como en el caso de Siatov, el sufrimiento purifica el alma del viejo ilustrado. Abandonado por amigos y parientes, Verkhovensky logra al fin librarse del engaño en que ha trascurrido toda su existencia. Poco antes de morir, abriendo su alma a los que lo han acogido en su casa, dice: «Amigos míos, Dios me es necesario, porque es el único ser que puede amarse eternamente».

Mientras veía a Siatov y Verkhovensky alejarse a grandes zancadas, dije al niño: —Por lo que cuentas, es posible volver a amar tras una vida de descamino. —Así es —respondió el pequeño—. El amor no consiste sólo en obrar el bien,

sino también en arrepentirse del mal cometido. Existe una analogía del amor. Y, aunque normalmente el amor se demuestra cumpliendo los deberes y practicando las virtudes y sobre todo dándose, a veces se requiere un amor de más quilates para arrepentirse reconociendo el mal obrado; sobre todo, cuando —como en el caso de Verkhovensky— se descubre que uno ha vivido siempre en la mentira. Entonces es

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preciso ser muy humilde para evitar la amargura y la desesperación por haber malgastado la vida. Nunca debéis dejaros dominar por esos sentimientos, pues no hay que esperar por el bien que hacéis y porque amáis, sino porque Dios os ama. Él nunca cesa de amaros, ni siquiera cuando os alejáis casi totalmente de su amor.

—Por lo que dices, para recobrar la esperanza hay que vencer el mal en uno mismo, cuya raíz es la soberbia. ¿Se consigue eso con la razón?

—La esperanza que permite ir más allá de la angustia —repuso el niño— no se basa sólo en el juicio que la razón lleva a cabo; por sí sola, la razón no es capaz de valorar como bien el sufrimiento, es decir, un vivir que se experimenta en su finitud y negatividad. La razón descubre el bien en el placer y en la alegría, pero a duras penas logra verlo en el sufrimiento; sobre todo, cuando éste parece ser, como en el caso de la angustia, la negación absoluta de sentido. Para superar la angustia, no sirve tampoco la consideración de las fuerzas personales con que vencer el mal, pues en la angustia no sólo se experimenta el sinsentido de la vida, sino también la propia incapacidad para dotarla nuevamente de sentido.

Al angustiado no le resta que fiarse del amigo que puede ayudarle a seguir viviendo en medio del sufrimiento. Es lo que Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, denomina expectativa, o sea, esperar el socorro que procede de la persona en que confiamos.

—¿Puede un amigo dar sentido a la vida del angustiado? —pregunté con cierto escepticismo.

—Los amigos humanos —explicó pacientemente el niño— pueden compartir, hasta cierto punto, vuestra angustia; es decir, pueden compadecerse y ayudaros a soportarla, pero no son capaces de arrancarla de raíz. Es verdad que el amor humano logra muchas veces dar sentido a la propia vida. Pero cuando se examina bien este asunto, se descubre que el sentido proporcionado por el amor humano no es en sí mismo absoluto, como en cambio requiere la persona. Si el sentido de la propia vida fuese amar y ser amado por otros seres humanos, desaparecería en cuanto los otros dejaran de amar o murieran. El amor humano, por más grande que sea, no es capaz de dar un sentido acabado a la vida personal, pues no es Origen y, por consiguiente, su poder no va más allá del tiempo y de la muerte.

El amor del Origen, en cambio, da un sentido completo al vivir del angustiado, pues es eterno y fiel. No sólo llena de significado el momento presente, en el que se ama o se siente amado, ni sólo el futuro, sino la totalidad del vivir y, por tanto, el propio Origen y la existencia tras la muerte. Además, el amor del Origen, que no cesa ni siquiera en medio del mal, trasfigura el mismo sufrimiento, que adquiere así un nuevo sentido, el del amor. El que sigue esperando en el sufrimiento descubre en primera persona la fidelidad e infinitud del amor divino. Tal vez se encuentre aquí la clave de la profunda trasformación a que es sometida la persona que sufre: «Yo te conocía de oídas —dice Job hablando con Dios después de la prueba—, pero ahora mis ojos te ven. Por eso, me humillo y arrepiento en el polvo y la ceniza». El sufrimiento, pues, en tanto que presencia de un mal real pero incapaz de destruir el sentido del vivir, se observa en esta perspectiva como permitido por el amor de Dios, para que la persona descubra que siempre, incluso cuando sufre, es amada y, por eso, pueda seguir esperando.

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Esperar en medio del sufrimiento permite entender que éste, aunque es un sinsentido para la sola razón humana, está dotado de sentido en un contexto más amplio, en el de la existencia de un amor eterno, fiel y omnipotente, capaz de sacar el bien del mismo mal…

—¿Insinúas —lo interrumpí— que existe una relación entre sufrimiento y amor? —No lo insinúo, sino que lo afirmo. —Pero en Dios, que es amor, no parece que haya sufrimiento —objeté

convencido. —Es verdad —repuso el pequeño— que en el amor con que Dios ama no hay

pasión ni sufrimiento, sino felicidad infinita. Sin embargo, la donación divina a las criaturas no sólo es algo libre y gratuito, sino que también contiene sacrificio, pues se trata de un amor entre personas libres y desiguales, entre Creador y criatura. Y te diré que a Dios no le da lo mismo contar con siervos que con colaboradores.

—No entiendo por qué amarnos requiere sacrificio por parte de Dios —rebatí yo. —Sin embargo, es así. Dios, al crearos, quiso correr el riesgo de vuestra libertad:

podéis aceptar su amor o responder negativamente a los requerimientos divinos. Es verdad que, cuando os negáis a amarlo, los únicos perjudicados sois vosotros: os encerráis en vuestro yo como en una torre de marfil lindante con la nada y cumplís sin quererlo una determinada función en los planes divinos..., pero vuestro desamor no deja indiferente a Dios pues os ama infinitamente. Para que no os cupiera duda alguna de la realidad de su amor por vosotros, quiso experimentar, en la humanidad de su Hijo, el dolor, el sufrimiento e, incluso, la muerte, causadas por vuestro rechazo. Para que nunca dudéis de su amor, Dios se entrega por entero, moviéndoos así a daros a Él completamente.

—¿Significa esto que el amor con que hemos de corresponder a Dios exige aceptar el sufrimiento? —pregunté no del todo convencido ya que me resultaba duro de entender y, todavía más, de practicarlo.

—Sí; más aún, no sólo debéis aceptar el sufrimiento, sino sobre todo vuestra propia muerte. A veces pensáis que el sufrimiento y la muerte tienen como origen la corporalidad, y soñáis con un cuerpo biológicamente modificado que vencerá la muerte. Hay que reconocer que vuestro cuerpo mortal es la condición del dolor y la de la muerte en lo que éstas tienen de trastornos físicos y psíquicos, pero la causa última del sufrimiento y de la muerte no es el cuerpo, sino la rebeldía del espíritu; más en concreto, el rechazo del amor divino. De ahí que la aceptación o, mejor aún, el amor del sufrimiento y de la propia muerte sea el único modo de vencerlos.

—Eso que afirmas, ¿no es una contradicción? ¿Cómo puede vencerse algo malo amándolo?

—No hay tal contradicción pues el amor no es lo contrario del sufrimiento, sino de la rebelión y el odio. Por eso, el amor no absorbe el sufrimiento en sentido hegeliano, es decir, no lo niega para así englobarlo en un acto superior, sino que lo libera de sus raíces de odio. El sufrimiento y la propia muerte aceptados por amor dejan de ser manifestaciones de odio para convertirse en el fruto maduro del amor, como sucedió en la Pasión y muerte del Hijo de Dios. La fidelidad y omnipotencia del amor divino se manifiestan con toda su profundidad en la esperanza de Jesucristo en la cruz y en su Resurrección. Ésta pone de manifiesto el triunfo de la

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vida como dotada de sentido absoluto, pues lo que hasta entonces carecía de él —el sufrimiento y la muerte— se trasfigura, mediante este amor, en la gloria del resucitado. Por eso, aunque el sufrimiento y la muerte siguen siendo males reales, no aparecen ya como un límite insuperable del amor. Con la muerte y Resurrección de Cristo, su amor triunfa para siempre sobre el odio.

—No querrás decirme —comenté con un deje de ironía—, que se puede sufrir y morir amando. Me suena al título de una novela cursi, de corte romántico, en que el héroe o la heroína, rechazados por la amada o el amado, o incapaces de soportar la perdida del otro, mueren de amor.

—A veces —respondió el niño sin tener en cuenta el tono de mis palabras— en las artes se expresa una verdad eterna, como la que acabas de citar. Morir de amor no sólo no es una extravagancia o una moda pasajera, sino que es algo que todos debéis practicar.

—¿Te refieres a aceptar la propia muerte, a acogerla como una amiga que nos conduce a los umbrales de una vida plena? —pregunté más serio.

—Sí, pero no sólo la muerte física debe ser amada como una amiga, sino también ese otro tipo de muerte: continua, diaria, sin espectáculo, relativa a todo lo que en vosotros es falta de amor. Ése es el verdadero sentido del sacrificio que has de practicar: luchar por arrancar de ti todo lo que contraría al amor d Dios. Y, puesto que las raíces de la soberbia, del egoísmo, de la sensualidad… son muy profundas, arrancarlas es tan doloroso y requiere una lucha tan encarnizada consigo mismo que bien se la puede llamar muerte.

Detrás habían quedado los endemoniados en su loca carrera hacia la nada. Estaba agotado de la caminata y a punto de pedirle a mi acompañante unos minutos de descanso, cuando bajo la pálida luz de la luna avisté otro bloque de hielo en el que se veía a un hombre tendido sobre la blanca superficie, inmóvil, y a quien parecía no importarle nada del mundo ni de su propia situación desesperada.

—Y ése ¿quién es? —pregunté una vez más al pequeño. —Es Mersault, el protagonista del Extranjero de Camus —respondió sin dejar de

caminar. —¿Por qué se halla tendido en el hielo? —inquirí con curiosidad— deseando

saber más sobre aquel desesperado. —Mersault es un personaje semejante a Stavroguin. A pesar de la pertenencia a

épocas, países, clases sociales diferentes, los dos tienen en común la desesperación que procede de haber negado a Dios. En Mersault, la desesperación no se presenta con el dramatismo que, en cambio, impregna todas las acciones del príncipe de los endemoniados. Parece como si la rebelión satánica de Stavroguin hubiera sido sustituida por una cotidianidad gris de pequeños placeres, pero marcada también por la falta de sentido.

—¿Quieres decir que la desesperación de negar a Dios puede ocultarse en una vida aparentemente normal?

—Así es —respondió el niño—. La vida de Mersault encarna esa desesperación. La historia de este personaje es igual a la de otras muchas personas. Mersault pasa el tiempo sin pena ni gloria: trabaja en una oficina, bebe café con leche, ve las películas de Fernandel, tiene aventuras amorosas con la secretaria del jefe, se tumba

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al sol en la playa de Argel. Pero, como sucede con Stavroguin, en estas acciones aparentemente placenteras se esconde el absurdo de una vida sin sentido. Por la desgana y casi aburrimiento con que actúa, Mersault parece no esperar nada de la vida, si no la repetición de acciones que no dejan en él ni alegría ni nostalgia.

La existencia de este pequeño burgués expone narrativamente la tesis nietzscheana de la vida como eterno retorno de lo mismo. Y es precisamente en el modo aparentemente normal en que Mersault actúa donde se descubre el sentido profundo de la novela: el protagonista es un extranjero porque no ama a nadie, ni siquiera a su madre, ante cuyo cadáver se muestra completamente insensible. En lugar de dolerse por su muerte, Mersault se distrae observando el vuelo de una mosca o el color de los azulejos de la habitación en donde yace la difunta; más que un hijo que ha perdido a su madre parece una cámara cinematográfica que filma el ambiente y las personas.

La conciencia de Mersault también está blindada contra el odio. Es verdad que, más tarde, disparará contra el árabe que ve venir hacia él por la playa, pero cuando aprieta el gatillo no siente emoción alguna (no lo odia, pues ni siquiera lo conoce); lo mata porque le molesta el sol y tiene una pistola en la mano. En esas manifestaciones de deshumanización se descubre la enfermedad de Mersault: el nihilismo. En el fondo, se siente a gusto de ser tratado injustamente; así puede rebelarse contra la humanidad gritando su inocencia, pues se lo condena, no por ser un criminal, sino un nihilista. A la luz de esa actitud, se entienden las últimas palabras de Mersault: «para que todo se consumara, para que me sintiera menos solo, me faltaba desear que hubiera muchos espectadores el día de mi ejecución y que me acogieran con gritos de odio».

A diferencia de Stavroguin, Mersault no es presentado por su autor como un príncipe de las tinieblas, sino como un héroe. En este cambio de valoración del nihilismo se observa que en Occidente, en menos de un siglo, se ha producido una profunda trasformación cultural: el desarraigo completo del hombre moderno ha dejado de horrorizar para convertirse en un modelo que admirar e imitar. Como sostiene Kierkegaard en la Enfermedad mortal, con la aceptación del nihilismo se entra en la última fase de la desesperación al creer que, desgraciadamente, es demasiado tarde para esperar.

¿Entiendes ahora por qué el amor exige sacrificio? —Me parece que sí —respondí con sencillez—. No es posible amar a Dios y a

los demás sin posponerse a ellos, sin esforzarse por su bien. Y, como la tendencia que tengo a colocarme en el primer puesto y a pensar sólo en mí es tan fuerte, reordenar el amor exige lucha y sacrificio; exige negarme continuamente para poder amarles o, lo que es lo mismo, morir a mí mismo.

—Hay que optar —confirmó el pequeño— entre un vivir para sí que no tiene sentido y, por eso, desemboca en la nada, y un vivir para Dios y los demás, que exige la muerte del yo enquistado, es decir, la supresión del sinsentido de la vida.

—Y al morir a mí mismo, ¿no desapareceré? —No —se apresuró a contestar mi acompañante—. La negación de ti, lejos de

destruirte —como sostienen los que son incapaces de entender el sacrificio por amor—, te permitirá caminar expedito y, en ocasiones, incluso volar por los cielos

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de la verdad y de la libertad. Es cierto que, al principio se siente el dolor de la negación, pero, en la medida en que saborees el fruto de ese amor sin medida con que Dios os ama, empezarás a descubrir la relación íntima de la muerte con la vida hasta que la negación de ti se trasforme en eterna felicidad.

XII. LA PIEDRA BLANCA

l terminar de pronunciar estas palabras, señaló con la mano una figura que, en las primeras luces del amanecer, se perdía en la lontananza de las aguas.

—¿Ves allá a lo lejos aquel anciano encorvado por el peso de los años y el sufrimiento? —me preguntó indicando el final del camino—. Nadie diría que está a punto de identificarse plenamente con su verdad. A veces, vosotros, hombres, os dejáis engañar por el aspecto exterior; pensáis que esa actriz o ese deportista de fama mundial, con dinero y millones de admiradores, ha alcanzado la felicidad soñada. En cambio, cuando os encontráis con un viejo incapaz de moverse e incluso de hablar, como si su alma estuviera encerrada en un molde de yeso, apartáis la vista de él temiendo ser contagiados por su desgracia. Al no contemplar el interior de las personas, no os percatáis del error de vuestros juicios: muchas veces la actriz o el deportista se desesperan porque intuyen que la vida, como un río fuera de madre los arrastra Dios sabe adonde; querrían detenerse un momento para hacer balance de los años trascurridos, pero los focos del escenario o del estadio, los autógrafos, las revistas del corazón, los nuevos amoríos... los distraen, impidiéndoles ver que cada vez se alejan más de sí mismos hasta perderse en una masa impersonal. En cambio, ese anciano, que casi no puede moverse, es como los salmones que surcan mares y océanos, saltan obstáculos, nadan contracorriente y, aunque exhaustos, vuelven al manantial de sus orígenes.

—¿Quiere eso decir que el final del camino de la verdad personal coincide con el Origen? —pregunté estupefacto.

—Así es. Aquel que crea la verdad personal la destina a sí. La vida no tiene otro sentido que encontrar el camino de vuelta al Origen. Sin embargo, no debes imaginar esta trayectoria como si fuera circular o un eterno retorno de lo mismo. El Origen, aunque se halla en el comienzo y en el final de la verdad personal, la trasciende, pues la hace surgir de la nada y la preserva eternamente de su vuelta al no-ser.

A

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Mientras discurríamos de estas cosas, vimos al anciano desaparecer repentinamente de nuestra vista envuelto en una intensa luz. El resplandor que despedía aquel globo de fuego era tan fuerte que me vi obligado a cerrar los ojos.

Mi pequeño guía, dándose cuenta de mi debilidad, me animó a abrirlos. Luego, me preguntó: —¿Qué ves ahora? —No veo nada, sino luz —le respondí—. ¿Dónde se halla el anciano? —Ahora vive eternamente en Dios. —Pero ¿cómo puede vivir en medio de esa luz? —comenté perplejo. —Esa luz, que es cegadora para ti, le permite, no sólo vivir, sino conocer y amar

todo lo que Dios conoce y ama. —¿Cómo es eso? —pregunté con interés. —Aun cuando yo fuera capaz de explicarlo, no podrías entenderlo —contestó el

pequeño—; sólo te diré que ahora ve como es visto, ahora conoce como es conocido, ahora ama como es amado.

—¿Quieres decir que para él no existen ya más oscuridades ni errores ni sufrimientos ni muerte?

—Así es. Todo lo ve, conoce y ama en Dios, en quien no hay imperfección alguna, pues es Trinidad de personas unidas entre sí por un conocimiento y amor infinitos. Un conocimiento y un amor que no sabe de límites y que puede ser participado por las criaturas que lo aceptan sin que el número y la diversidad de éstas lo agoten, pues se entrega a ellas sin sufrir pérdida ni menoscabo.

—Entonces al final del camino de la verdad personal, ¿no sólo conoceremos y amaremos a Dios sino también a todos los demás y a nosotros mismos?

Mirando al infinito, mi pequeño guía dijo: —Tienes razón; pero no pienses que este conocimiento y amor se da sólo al final

del camino. El amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios, constituye la esencia de la verdad de la persona; una verdad que se descubre y realiza día a día, en medio de alegrías y penas, de victorias y derrotas, en la misma medida en que se ama. No basta, pues, querer conocer la propia verdad, ni sólo conocerla, sino que es necesario amar. Como dice el aforismo agustiniano:«in libertate veritas expletur, in veritate libertas completur, in amore, et veritas et libertas, adimpletur». Te lo traduciré: la verdad se despliega en la libertad, la libertad se perfecciona en la verdad, la verdad y la libertad se cumplen en el amor.

—Creo entender lo que quieres decir —comenté—. Durante esta vida realizamos en parte nuestra verdad en la medida en que actuamos libremente por amor a Dios y a los demás. Sin embargo, sólo al final del camino conoceremos y amaremos perfectamente, pues en esto consiste, si no yerro, la verdad personal de cada uno.

—Así es; pero al final del camino conocerás y amarás, no como en esta tierra, a través de tu inteligencia y voluntad respectivamente, sino en Dios. Cuando regreses al Origen, recibirás una piedrecita blanca con un nombre, el tuyo, que sólo Dios y tú conoceréis. Esa piedrecita es tu verdad personal que, por fin, se te dará a conocer.

Y diciendo estas palabras el niño desapareció y, con él, el resplandor de fuego, los bloques de hielo, el río y el paisaje ameno. De nuevo, me encontré sentado a la sombra del árbol de donde me había hecho alzar mi verdad. Aunque no había ni

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rastro de mi pequeño guía, estaba firmemente convencido de que el camino de la verdad no es un sueño bonito, sino algo real aunque arduo. Así que, sin más dilaciones, me levanté con el corazón henchido de gozo dispuesto a recorrer el camino hasta el final, cuando recibiré la piedra blanca con mi nombre.