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Un millón de piedras - miquelsilvestre.com · hacía sentir miedo por los accidentes. “Ya te acostumbrarás”, le dije, “Pero ahora hay que resolver ... África real de los

Sep 20, 2018

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UN MILLÓN DEPIEDRAS

Miquel Silvestre

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A Mercedes

Y decían mis vecinos

que llevaba mal camino apartadodel redil.

Siempre fui esa oveja negra

que supo esquivar las piedras quele tiraban a dar.

Y entre más pasan los años

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más me aparto del rebaño porqueno sé adonde va

El Cabrero, versión de Marea

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SEGUNDAPARTE

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EL DESPERTAR

Me despierta un dolor agudo. Eltecho es blanco, sintético, lejano. Laluz artificial exhala potentesdestellos que se reflejan en lasantipáticas aristas de un mobiliariode aluminio. Esta fría claridadaturde, pero no tardo en recordar.No ha sido una pesadilla. Ayer tuveun accidente. A mi lado hay unasmuletas y ropa de motorista sucia yrota. He dormido en urgencias delhospital Green Acres de PortElizabeth, a más de cuatrocientoskilómetros del lugar de la caída.Estoy tumbado en una camilla

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angosta y dura, con topes a loslados. Casi no me puedo mover.Aunque no debería quejarme, estodo un favor que me hayan dejadodormir aquí durante unas pocashoras. Después de las curasestuvieron a punto de echarme a lacalle a las dos de la mañana. Noestaba tan grave como para seringresado en planta. Pero ¿dóndecarajo podría ir a esas horas sinconocer a nadie en la ciudad?Afortunadamente, se apiadaron demí y me ofrecieron este rincón.

Poco a poco, voy recuperando laconciencia de lo sucedido. Rydall yyo llegamos a Port Elizabeth a las 9

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y media de la noche. Estabaagotado. Habían pasado seis horasdesde el accidente. Sólo la inerciame mantenía en pie. No podíaderrumbarme. Había cosas másimportantes que un tobillo roto. Loprimero que hicimos fue dejar a laPrincesa en el taller de Allan,situado en el garaje de su casa, unchalet en una zona residencial. Allanes un buen mecánico, de la viejaescuela. Tiene motos BMW GS detodas las épocas y un suelo limpiodonde se podría tomar sopa. Nossirvió café y examinó la moto. Notenía grandes desperfectos. Searreglará mucho antes que mis

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lesiones. Prometió que su mujer iríaa recogerme al hospital. Rydall mellevó al Green Acres, el mejor y máscaro centro privado en cientos dekilómetros a la redonda.Afortunadamente, yo tenía tarjeta decrédito.

Me atendió un estudiante deenfermería apellidado Human. Éltambién quería viajar en moto,aunque trabajar en urgencias lehacía sentir miedo por losaccidentes. “Ya te acostumbrarás”,le dije, “Pero ahora hay que resolvermi problema”. La herida del hombroera profunda y tenía restos detejido. Su limpieza me hizo ver las

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estrellas. El antebrazo necesitócuatro puntos de sutura; debido altiempo transcurrido hubo que volvera reabrir los bordes con un bisturípara que el costurón pudieracicatrizar. Después, hicieronradiografías de tobillo, cadera,brazo y hombro. Fue un suplicio dartodas aquellas vueltas sobre lagélida camilla metálica. Cuandoterminaron conmigo, era muy tarde,me sentía extremadamente cansadoy dolorido. Estaba siendo un díademasiado largo, interminable. Fuidevuelto a urgencias en una silla deruedas. El doctor examinó las placasy confirmó lo que yo ya temía, que

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el tobillo se había fracturado.

—No te preocupes—agregó alverme tan desolado—; no afecta ala articulación, ni a los tendones ni alos ligamentos. Digamos que es lamejor fractura que se puede tener.No te torciste el tobillo sino que elhueso recibió un golpe seco. Podráscaminar en dos semanas.

Casi lo abrazo. ¿Quién dijo malasuerte? De nuevo había vuelto acaer de pie. ¿Casualidad? ¿Otramás? Una vez un tipo me dijo quedesconfiara de las casualidades.Las casualidades no existen, soloocurre que no reconocemos los

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lazos entre unos acontecimientos yotros. Después de tantas presuntascasualidades no me quedaba másremedio que hacerle caso.

LA LECCIÓN DELCAMINO

—¿De qué no te queda másremedio?—dice alguien a miespalda.

Es una enfermera que trae unabandeja con sándwiches y una tazade café. Bendita sea. No he comido

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nada en más de dieciséis horas y micuerpo ha consumido todo el azúcarque tenía disponible. Cuando megiro, mis heridas aúllan de dolor.

—Has tenido mucha suerte—dicemientras devoro los emparedados.

—Mucha, sí—reconozco—Barakase llama.

La chica se sienta a mi lado yambos nos quedamos mirando lagrosera botella de plástico llena dehumor amarillo. Todas las drogasque me dieron ayer deben estarflotando ahí. Seguramente podríasacar algunos rands si vendiera ese

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ruin destilado en el gueto. Eso merecuerda que debo tomar misanalgésicos.

—Si te dirigiste a Botswana desdeJohannesburgo, está es tu segundavez en Sudáfrica—comenta elladistraída mientras agarra el enojosorecipiente.

La miro. Su negro rostro contrastacon el níveo uniforme. Me sorprendeque sepa eso. Sospecho que ayerdebí hablar más de la cuentamientras ella empujaba la silla deruedas y yo flotaba en el interior deuna nube de estupefacientes.

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—En realidad es la tercera.

— ¿Cuándo regresaste por últimavez?—pregunta.

—Hace apenas unos días, el 16 denoviembre. Llevaba ocho mesesfuera.

Ocho meses; una eternidad y unsuspiro.

— ¿Y qué has hecho durante esetiempo?

¿Qué podía decirle sino la verdad?

—Montar en moto.

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Durante aquellos ocho meses fuerade África habían pasado muchascosas; sobre todo, muchoskilómetros. Unos cuarenta mil.Movido por un impulso imposible deentender para los funcionarios de lacomodidad y los burguesessentados sobre su propia cabeza,subí de nuevo en una motocicletanada más volver de África. Sinencomendarme a Dios o al Diablo, nitampoco proveerme de visados omapas, crucé en solitario Europa,Ucrania, Rusia y Kazajstán. Llegué ala frontera con China, donde resultóimposible entrar, así que regresépor Uzbekistán donde seguí el rastro

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del embajador castellano RuiGonzález de Clavijo, quien llegara aSamarcanda en el siglo XV; tambiénencontré el insospechado museoSavitsky en Nukus, capital del polvoy del extinto Mar de Aral. Proseguími camino por Acerbaiján, Georgia yTurquía. Peregriné a Tierra Santa através de Siria, Líbano, Jordania,Israel y Palestina; recorrí elMediterráneo cruzando Chipre,Grecia e Italia. Tres meses y picode euforias y complicacionesburocráticas. Sin preparación ni planprevio había superado algunas delas peores fronteras del planetasubido en una auto confianza

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granítica. Con mi pasaporte lleno desellos de países gamberros, volví aNorteamérica y atravesé Canadá decosta a costa. Osos, ciervos yquebequenses se cruzaron en micamino. Aparecí en Nueva York,capital del mundo. Quizá no mesentí allí extranjero porque mientraslos turistas llegaban en avión, yo lohabía hecho metro a metro.

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BOTSWANAA finales del mes de marzo del 2009abandoné Sudáfrica por primeravez. Los policías sudafricanos de lafrontera de Ramotswa registraron lamoto. En realidad, sólo buscabansatisfacer su curiosidad. Elfuncionario de Botswana teníaaspecto de hombre agobiado apesar de que éramos bien pocos losque queríamos cruzar por aquelpequeño puesto. La mayoría usa lalínea directa entre Johannesburgo yGaborone, pero yo siempre hepreferido las vías secundarias.Aquel tipo pidió tres mil pulas,

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moneda local. Afortunadamente nopidió la documentación de la moto.Cuando le di el dinero, única cosaque parecía importarle, empezó aestampillar sellos. Cada sello meacercaba un poco más a mi destino.Tres mil sellos después entregó unpermiso de importación temporal.Bendita África. En cuanto entré en laantigua Bechuanalandia, me sentímucho mejor. Había dejadoSudáfrica y su aburrida perfecciónviaria. Bostwana era otra vez elÁfrica real de los baches, losanimales sueltos y los niñoscaminando por la carretera. Paramí, de nuevo el paraíso. Sonreí feliz,

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volvía a recuperar la adictivasensación de aventura. Losoccidentales somos así, un pocoidiotas, nos encanta viajar parapasarlo mal.

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GABORONE

Gaborone es una extraña ciudadcon increíbles edificios de acero ycristal que refulgen entre áridos

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solares vacíos. La impresión es deurbe a medio hacer. En elanimadísimo mercadillo vendíantoda clase de imitaciones. África esel paraíso de las marcas de lujo.Toda la ropa lleva enormes y falsoslogotipos. El hotel Gaborone estabasituado enfrente a la estación deautobuses. Doscientos cincuenta ydos pulas. El sitio era céntricoaunque tenía aspecto de naveindustrial bombardeada. En lahabitación había un cajón lleno decondones y una Biblia en Afrikáans.Bajé a cenar algo al restaurante.Oscuro y triste, apestaba a fritura yaceite rancio. Estaba prohibido

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fumar aunque desde luego era mástóxico aquel grasiento ambiente quela mayor dosis de nicotina. Esascontradicciones me llamaban laatención. En Sudáfrica, por ejemplo,no se puede conducir sin cinturón deseguridad pero las pick ups circulancon la caja abierta llena depasajeros. Si vuelcan, la papillahumana es inevitable. No obstante,hay algo bien pensado en el sistemasudafricano. No hay que contratarpóliza a terceros. El combustiblelleva un sobrecoste para extenderuna cobertura universal. A grandesmales grandes remedios. De locontrario, serían millones los

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conductores que circularían sinseguro.

La camarera era bonita, simpática ycuriosa. No se creyó que yo viniesedesde Kenya. “Eso es imposible”,sentenció segura. Y quizá tuvierarazón; tal vez todo hubiera sido unsueño. Me trajo cerveza local StLouis Ultra Light. “¿Acaso no haynada más fuerte?” La cambió poruna botellita de Smirnoff con limón.“No es esto, no es esto”. Uno de losclientes bebía algo llamado “Hunter”.Tenía color dorado y medida detercio de litro. “Eso”, pedí. Pero“eso” era sidra de la peor especie.Dulzona y burbujeante como un

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refresco. “OK, tráeme tresultralights”. Mientras las bebíareparé en una pequeña escultura depapel maché. Parecía estarcastigada en una esquina.Representaba a un camarero detrattoria con delantal, chaleco rojo yantiparras. Tenía la pintura desvaíday varios desconchados. Era como unfigurante de un cómic de Tintín, elrelleno de una viñeta de transición.¿Cómo diablos había llegado aBechuanalandia semejante objeto?Ninguna de las camareras suporesponderme qué demonios hacíaallí aquel espécimen de lista debodas. Sentí el impulso de

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rescatarlo de su destino, mas erademasiado grande para llevarlo enla moto. Seguramente, lascucarachas de Gaborone todavíaacompañarán sus solitarias noches.

JUERGA EN ELAPARCAMIENTO

Salí a la calle. El cielo lucía inmensoy despejado. Había mucha gente.En el pub anejo al hotel la fiesta erade órdago. Los viernes se lía entodas partes. Me senté con un parde tipos jóvenes en la terraza. Eran

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simpáticos aunque con el follón y suborrachera apenas entendía algo delo que decían. Se montó jaleo enuna esquina. Había estallado a milado una pelea. El motivo eran cincopulas que alguien debía a no séquien. Fue una riña a puñetazos. Aldía siguiente aquellos dosenergúmenos se despertarían conresaca y la cara amoratada. Lomalo es cuando en una de estastrifulcas alcohólicas alguien saca unarma y comete una estupidezirreparable. Entonces la espiral deodio no se detiene. Misacompañantes estuvieron deacuerdo y asintieron moviendo la

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cabeza como vacas ebrias.

Cogimos un taxi. Aparecí en unparking al aire libre. Aquello era unmacro botellón. Todos me mirabanal pasar, aunque como estababorracho me daba lo mismo,además, también a eso acaba unoacostumbrándose. Divertido, pedí amis acompañantes que imaginaranpor un momento lo que sentirían sicada vez que caminasen por la callefueran seguidos por cien ojos, sicada vez que entraran en una tiendatodo el mundo se callara y losexaminasen de arriba a abajo.“Sería como ir desnudo”,reconocieron, Exactamente, el

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blanco va siempre desnudo enÁfrica. Nos reímos con ganas.Entonces nos entró hambre. Habíadecenas de vendedoras situadas enuna ordenada fila. Sobre unasmesitas tenían cacerolas con guisoshumeantes. Compramos cabritoasado y ugali, una pasta de maízcocido con agua. Plato africano porexcelencia que sustituye al pan. Noslo tomamos con las manos sucias.Reíamos y comíamos. Estabadelicioso. En plena exaltación de laamistad cervecera prometimosreencontrarnos pronto, pero se hizola hora de regresar al hotel y lascenicientas buscaron una carroza

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que las llevase de vuelta. Al otrolado de las ventanillas del taxi lassombras de Gaborone se deslizabanfugaces sobre el marco de la nocheestrellada. Me sentía feliz yeufórico. Mañana iría a encontrarmeconmigo mismo en el desierto delKalahari.

PETER O’HALLORAN

Desperté con una resaca terrible.Alguien aguardaba en la cafetería.Era Peter O’Halloran, empleado deBDO Bostwana. Fornido, afable,

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dinámico, tenía la misma pinta deabogado que yo de registrador.Había combatido en Angola hacíaveinte años contra los cubanos y losrevolucionarios del FLNA. La luchacontra el comunismo tuvo poco defría en África. Angola y Mozambiquefueron un terrible campo de batallapara dos concepciones del mundo almenos igual de equivocadas. Petervenía con su hija Tess. Una chiquillade doce años. Espabilada como unratón, adoraba a su padre. Salimosa hacer fotografías de la motodelante del gran edificio de laempresa. Entre los tres surgió unarápida corriente de simpatía mutua.

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Pasamos un buen rato juntos.Hubiese sido agradable quedarmeun día más. Sin embargo, decliné lainvitación. Me hallaba de verdadimpaciente por llegar a Namibia, alAtlántico y a la Costa de losEsqueletos.

Cuando la Princesa y yo pasamoscerca de un barrio popular, un grupode niños salió corriendo. Saludabanal centauro blanco. Uno de ellos, sinembargo, nos miró con odio ydesplegó el dedo corazón como unenhiesto escupitajo. A vecespasaba. De vez en cuando recibíaun gesto hostil, alguien queamenazaba con tirarme piedras o

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que hacía el ademán de dispararcon un fusil. Aquello siempre meentristecía. Me congelaba la sonrisaaunque sabía perfectamente queesas manifestaciones de rencoreran la excepción. Durante misviajes, la gente se mostraba amableconmigo. Los africanos no erandiferentes a los asiáticos o losárabes o los norteamericanos, solomás pobres. En las ciudades quizáestuvieran algo maleados, pero lagente de las aldeas era buena entodas partes. Había aprendido aamar y agradecer a todos esosseres humanos que me habíacruzado. A los que me habían

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saludado, ayudado, mostrado elpulgar hacia arriba; a todos esosque me habían deseado buenasuerte, me habían indicado ladirección correcta, me ofrecieroncomida y cama, me dedicaron unasonrisa, una pregunta o unapalmada en la espalda. El mundodesde una moto me enseñaba sumejor rostro y yo queríadevolvérselo. Me daba la impresiónde que cada día que pasaba en lacarretera me hacía mejor persona.

EL KALAHARI

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Botswana es el mayor productor dediamantes. A pesar de eso, el países de los más estables delcontinente. Una vez me dijeron quelo peor que le podía suceder a unanación africana era tener riquezasminerales. El petróleo o losdiamantes son una maldición quealimenta oligarquías corruptas yconflictos civiles. La guerra deAngola pudo alargarse décadasporque un bando controlaba el crudoy el otro los diamantes. Botswanaera la excepción: ordenada,próspera y pacífica. Aún así, era elÁfrica real de lo impensable, loimprevisible y lo inevitable. La A2

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ofrecía buen firme, pero losanimales domésticos circulaban asus anchas. Vacas, burros y cabraseran los amos del asfalto. Elgobierno los regalaba y nadie seocupa de pastorearlos. Sorprendíatambién que los niños noextendiesen tanto la mano como enotros países. Tal vez sea por lamayor proporción de turistassudafricanos. Los sudafricanosblancos están acostumbrados a lamiseria y se rascan menos el bolsilloque los americanos y europeos.Botswana, en cualquier caso, erainterminable y en gran partedesértica. Cruce una zona

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montañosa de tupida vegetación yde repente aparecí en el Kalahari.Ante mí se extendía una infinitallanura amarillenta. Durante grandestramos no vería un alma. Era comosi por fin comenzasen lasvacaciones.

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Absorto por tan maravillosasensación me distraje más de lodebido. Olvidé repostar cuando debíhaberlo hecho. De repente, reparéen que según la información delGPS no tendría suficientecombustible para llegar a la próximagasolinera; tampoco para regresar ala última que había dejado más deochenta kilómetros atrás. Paré en undecrépito galpón y pregunté dóndepodía comprar gasolina. Me dijeronque un comerciante la vendía aescondidas. Estaba prohibido

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mercadear con ella fuera de lasestaciones de servicio. Un chaval seofreció a ir por ella. Le entregué eldinero y me senté a esperar. Alcabo de casi media hora regresó devacío. No había encontrado alvendedor. Así eran las cosas.Tiempo perdido. Un tiempoprecioso, además. El mapa noseñalaba ninguna poblaciónrelevante en el trayecto hasta lafrontera en el extremo norte del paíssalvo Ghanzi, a gran distancia dedonde nos encontrábamos. Unosmuchachos me informaron de quecuarenta kilómetros más adelante,en Mabutsane, había un comercio

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donde quizá podría conseguirgasolina. Agradecí la información ysalí, pero si era errada o no lograbadar con el sitio exacto nosquedaríamos tirados en mitad de lanada. Cuando abandoné aquelminúsculo poblado, la pacientemultitud que esperaba un autobúsque no llegaba se me quedómirando en silencio.

En Mabutsane reconocí la tiendaporque cuatro tipos estabansentados en la terraza dando cuentade una gran fuente de albóndigas. Elcomercio era poco menos que unpar de cobertizos de tablones malencajados. Detuve el motor de la

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Princesa, del interior aparecierondos niños rubios como la cerveza.Luego surgieron dos rudos granjerosblancos con los rostros agrietadospor muchos años de sol y polvo. Mellevaron al patrio trasero; en un frágilalmacén guardabanclandestinamente el precioso líquido.Mientras lo trasvasaban al depósitode la moto, me recomendaronbuscar alojamiento en Kang. Kangera apenas una mota en el mapa.Yo habría pasado de largo, pero medijeron que allí había estación deservicio y un hotel decente. ¿Otravez casualidad? Sin habermequedado sin combustible nunca

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habría encontrado aquel comercio, ysin haber encontrado aquel comerciojamás hubiera recalado en el hotel.Un sitio difícil de encontrar pues sehallaba apartado de la carreteraprincipal. A la postre resultaría elúltimo establecimiento hotelero enmuchos kilómetros. El dueño era unsudafricano pelirrojo que aceptó elregateo. Por doscientos cincuentapulas disfruté de un pequeñobungalow de madera con todo loque necesitaba, incluso cafeteraeléctrica. La Princesa durmió seguraenfrente de mi puerta.

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Al amanecer salí a correr. La lunapermanecía brillando sobre elKalahari. Tozuda, se negó aocultarse cuando salió el sol. Era

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asombroso tenerlos allí a los dosjuntos, uno enfrente del otro. Doscuerpos celestes mostrándosemutua indiferencia, o tal vez un amorincomprendido e imposible dereconocer. Aquella rivalidad merecordó algunas relacionessentimentales del pasado. Paradespejar la confusión no hay nadacomo perderse en un desierto. Nohe encontrado nunca un mejorespejo. Creo que soy mi yo másnítido en el desierto, cuando no haynada ni nadie más que los pasosque voy dejando detrás. Salí rumboal norte y me encontré connumerosos coches sudafricanos que

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regresaban de un largo fin desemana. Enormes 4X4 casiblindados, provistos con todo lonecesario para una campaña militaren tierra hostil. Era como asistir a undesfile de BMRs. Venían deNamibia. Aparte de los turistas deregreso, sólo había africanos acaballo que pastoreaban enormesvacas de lento caminar. Ellas no mepreocupaban, eran predecibles ensus movimientos. No así las cabras.Odiaba las cabras. Gordas,eléctricas, rápidas, imprevisibles ensu huída. Cuando nos acercábamos,salían despavoridas en todasdirecciones. Varias veces estuve a

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punto de tener un accidente por suculpa. Me prometí comer estofadode cabra cada noche. Otra cosatambién era nueva: controlesveterinarios. Check points paraimpedir que se transportasenanimales de unas zonas a otras.Había que evitar contagios. En unode estas paradas forzosas, unabella agente de tráfico examinó a laPrincesa durante un largo rato.

—Me gusta mucho—comentó por fin— ¿Me la vendes?

—Es usted muy persuasiva—dije—,pero nunca hago tratos con lapolicía. No suelen salir bien.

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MILAGRO EN ELOKAVANGO

El día se fue agotando y no eracapaz de encontrar alojamiento. Nosencontrábamos cerca del delta delOkavango, quizá la más perfectacopia del paraíso terrenal. La selvavolvía a brotar exuberante debido ala humedad. Empecé a pensar quela acampada libre no era tan malaidea. El país parecía seguro.Probablemente podía internarme porcualquier sendero y plantar la tiendaen algún claro. Entonces lo vi a mi

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derecha, a menos de veinte metros.Inmenso, salvaje, gris. Un elefante.Detuve la moto para tomar unafotografía. De espaldas a mí, aquelbicho defecaba el almuerzo. El ruidodebió molestarle. Mientrasdisparaba la cámara, se giróabriendo las orejas. En cuestión demilisegundos valoré la opción deaguantar de pie y tomar la imagende mi vida o salvarla. Fue unadecisión rápida y acertada. Subí enla Princesa antes de lo que se tardaen decir amen. Salí pitando con elánimo feliz y excitado, aunquecuando conseguí sosegarme unpoco reflexioné que quizá no fuera

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tan buena idea eso de acampar a labuena de Dios.

Los lodges que indicaba el GPS seencontraban cerrados. Estábamosen época de lluvias, el Okavangobajaba alto y los había inundado.Reabrirían durante la estación seca,cuando el nivel baja tanto que leonesy gacelas ocupan el lugar dehipopótamos y cocodrilos. Se hizode noche, bajó la temperatura y elaire se llenó de insectos empeñadosen meterse en mis ojos. Noobstante, lo peor eran las cabras,burros y vacas. No podía verloshasta que los tenía literalmenteencima. Pero no había refugio, solo

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la interminable selva. El muro devegetación se extendía infinito alládonde mirase. Hasta entonces,siempre había encontrando lo quenecesitaba. El refugio, el ángel, laindicación, el oasis aparecían justocuando más los necesitaba. Midestino siempre acababaresolviendo las peores papeletas.Pero aquel día Dios parecíahaberme abandonado. Empecé adudar. Pasé miedo en la oscuridad.La conducción se volvióverdaderamente peligrosa. Estabasolo, muy cansado después de ochohoras conduciendo y encima no veíanadie a quien preguntar o pedir

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ayuda.

Llevaba ya más de setecientoskilómetros desde que salí de Kang.Apareció un cartel. Indicaba sesentay seis más hasta el próximopoblado. En aquellas circunstanciasy de noche, se me antojaba unaeternidad. Pero debía resistir. Esosí lo hago bien. Resistir. Por esopuedo viajar largas distancias. Meconcentro, soporto el cansancio, eldolor de posaderas, pienso en miscosas y sigo conduciendo. El queresiste gana, dijo Cela. Yo añadiríaque, sobre todo, llega. Entonces nosadelantó un Land Rover. Seguí a surebufo para protegerme del frío.

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Aquel coche mantuvo una velocidadmoderada. Además, avisaba con losintermitentes de la presencia deanimales. Casi una hora despuésllegamos al pueblo. La oscuridad eratotal. No se veían luces ni rastro devida urbana. El Land Rover sedetuvo en el arcén. Me acerqué. Missalvadores eran dos angelitosnegros de Machín. Les dije quenecesitaba encontrar un hotel, uncamping, una pensión, lo que fuera.

—How much?

¿Cuánto? Así era África. Aquellostipos sólo nos llevarían a un lugarseguro si les pagaba. “OK”, acepté

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resignado. Retrocedieron unospocos metros y se desviaron poruna senda arenosa. Toda la regiónflotaba en la arena. Era un firmeresbaladizo e inestable. El coche seadelantó y yo no veía nada. El débilfaro de la Princesa iluminaba mássombras que luces. Nos caímos unpar de veces. Maldije mi destino.Menudo día me estaba ofreciendo.¿Qué encontraría al final de lapista? Fuera lo que fuera lo quebuscásemos, se encontrabalejísimos. Pero ¿y si no había nada?¿Y si me robaban en aquellaoscuridad perfecta? ¿a quién podríarecurrir? Tres kilómetros después,

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cuando ya volvía a desesperar defrío y miedo, divisé unas luces entrela maleza. Luego vi el brillo del aguaal recibir la luz de los faros. Era laorilla del Okavango, allí mismo,delante de mis narices. Se oíanvoces, risas, entrechocar de vajilla.Se oía el cielo.

—Aquí es—dijo el conductor—soncincuenta pulas.

Tras el follaje vi un lodge de maderamaciza y gente cenando en unaplataforma sobre las aguas. Nopodía creerlo. El sitio era fantástico,un tesoro escondido en plena selva,un Shangri-la en el Delta. Aquello

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era un milagro con todas las letras.¡Y yo dudando! Cuando broté desdela opaca nada vegetal, una señorablanca se acercó con una sonrisa.Su voz sonó amable, sin sorpresa nialarma, como si yo fuera un invitadoal que todo el mundo esperase,como si resultase lo más normal delmundo que un motorista sucio yexhausto se presentase sin reservaen mitad de la noche.

EL RONQUIDO DELHIPOPOTAMO

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Claro que podía acampar, me dijo.Teniendo en cuenta mi situación, nome cobraría nada. Seguí a unempleado. El sitio elegido se hallabasituado a dos pasos del agua.Planté la tienda y regresé al lodge acomer algo. Había bufé deensalada, pollo y arroz. Y cerveza,toda la Windhoek que quisiera.Desde luego, había aterrizado enmitad del paraíso. El primer tragofue tan largo que casi arrancó elvelo de mi paladar con la fuerza deaquellas deliciosas burbujas. Diosmío, que buena estaba. Meencantaba. La recibía cada nochecomo el más preciado premio a mis

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largas y extenuantes jornadas enmoto. He paladeado birras de todaslas elaboraciones en los másdiversos puntos del planeta y he dereconocer que los lúpulos deNamibia son de los mejores. Ladueña me invitó a sentarme con susamigos. Pregunté como se llamabael negocio. Drotski Cabins. No seanunciaban y no estaban en lasguías. La mayoría de los turistasoptan por alojarse en la otra orilladel Okavango, van a Maun.Comenté que siendo así no creíaque llegaran muchos españoles porallí.

—Oh, sí, a veces vienen grupos

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grandes—explicó ella—- Se pasanla noche cantando y dando palmas.

Contemplé aquel plácido templo denaturaleza sagrada, el río que corríatranquilo para ir morir en el desierto,contemplé sobre mí las estrellas deÁfrica, pensé en los animalesdormidos del delta, en sus juegossilenciosos, en la pureza inmaculadade aquel paraje legendario quealgunos identifican con el Jardín delEdén. Luego imaginé a mis ruidososcompatriotas enganchandosevillanas sin desmayo. Se mepusieron los pelos de punta y sentívergüenza ajena, pero qué quiereque le diga; España y yo somos así,

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señora.

Me acosté dentro de la tienda ycerré la cremallera. Durante toda lanoche pude oír el profundo resoplidode los hipopótamos a muy pocosmetros. Probablemente respiraríanaliviados. Tenían cerca a un españolsolitario poco dado al jaleoflamenco. El cansancio me venció.El saco de dormir en ese estado deagotamiento era como una camacon dosel. Me despertaron lospájaros. Amaneció un sol rojo yviolento que despejó a puñetazos lasescasas nubes que había dejadoolvidadas la madrugada. Habíalanchas atracadas en un pequeño

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embarcadero. Decidí permanecer undía más. Quería navegar poraquellos parajes. Me senté en unabutaca de madera a la misma veradel agua mientras escribía estasnotas en mi Moleskine. Sí, yotambién. Uno es un poco fetichista ymitómano. Sí, sí, ya sé que esto delas célebres libretitas de viajero esun cuento. Un magnífico timo de lamercadotecnia, pero en fin, quéquieren, nadie es perfecto, mepierde la literatura y el que esté librede esnobismos que tire la primerametáfora.

De acuerdo, admito que Moleskinees un mito. Y como todos los mitos,

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falso. Bruce Chatwin, británicoescritor de viajes, compraba parasus notas unas libretas de tapa duray banda elástica a un industrialparisino, quien las llamaba moleskinpor el tipo de tela que envolvía latapa. En 1986 el proveedor fallece ycon él, las moleskines originales.Chatwin lo hará también pocodespués. Morir, digo. Mas en 1998una empresa italiana reconstruye elcuaderno siguiendo la descripciónque el escritor hizo en sus textos.Asimismo, la empresa se encargaráde propagar la bella leyenda de queVan Gogh, Picasso o Hemingay lasusaron. Algo totalmente

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indemostrable. O sea,absolutamente literario. El éxitocomercial ha demostrado el aciertode esta estrategia de marketing.Legiones de bohemios de barrioviejo rehabilitado, turistas de coroneltapioca y escritores de escenas desuburbio surcan hoy el mundo envuelo barato o autobús de líneacargados con sus falsas moleskines(marca registrada) a cuestas. Comoes natural, pagan con sibaríticoplacer el sobreprecio de las libretas.Pero ¿qué es la literatura sino unahistoria de falsedades, fetiches yesnobismos egocéntricos?Moleskine es un mito falso. Pues

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viva el mito.

UN PASEO EN BARCA YUN NORTEAMERICANO

Julian, un alemán joven, alto y bienplantado me abordó al ver la moto.Era periodista y estabaacompañado de su familia.Embarcarán al atardecer, así queme ofreció unirme a ellos paraabaratar costes. La lancha fluvialera de casco plano y albergabavarias filas de asientos. Escogí elúltimo, justo al final. La vegetación

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del manglar era espesa y en élhabitaban todo tipo de aves. Meimportaban poco, me interesabamás una de las primas de Julian.Rubia, busto generoso y pantorrillafirme. Toda una belleza nórdica. Laprimera mujer blanca atractiva queveía en África. Pero aun así, notenía ni punto de comparación conMercedes. Mi novia era y es muchomás guapa. Sentí un alfilerazo denostalgia cuando el atardecerincendió las copas de los árboleshaciendo brotar una bruma rosáceasobre el horizonte. Las acaciasardían al fondo y el disco rojo del solse alargó sobre la lengua líquida del

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Okavango. Parecía un puñal defuego clavado en el agua. Sólo elsonido de los obturadoresfotográficos rompía el silencio.Éramos turistas y no sagradosespíritus del río.

Cuando regresamos, me esperabauna sorpresa. Había unnorteamericano en el bar. La dueñame lo presentó. Steve. “También esmotero”. Pequeño y ajado, parecíamedio consumido por su propiaironía y los muchos años vividos enla selva. Bebía cerveza y fumaba uncigarrillo tras otro. Se giró en sutaburete

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—Ya nos hemos visto antes—masculló.

Era verdad. Recordé que el díaanterior lo había encontrado en unagasolinera a más de doscientoskilómetros. Le había preguntado porun lugar para dormir. Me dijo que nohabía ningún hotel cerca y sedesentendió de mi suerte. Ni él ni yopensamos entonces que conseguiríallegar tan lejos aquel día. Le invité acenar. Yo había comprado dosenormes filetes para vengarme deaquellas malditas vacas quequisieron asesinarnos en lacarretera. Hicimos un fuego en laorilla del Okavango. La madera era

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dura, difícil de prender, casiignifuga. En África todo lo vivo estádiseñado para sobrevivir, pararesistir al fuego, a la sed, a lamuerte. Al final, insistiendo conpapel higiénico empapado en lagasolina de la Princesa,conseguimos una hoguera magníficaque reveló danzantes sombras en lajungla a nuestro alrededor.

Steve era de Wisconsin. Vino en losochenta como voluntario y se quedó.Inadaptado al mundo occidental,sólo regresaba a los Estados Unidospara visitar a su anciana madre.Trabajaba en Botswana comoprofesor y montaba una Yamaha XT

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600.

—Cuando regreso a Norteamérica.¿Sabes lo que hago cuando subo enuno de esos ascensores de edificiode oficinas o centro comercial?

—Ni idea—confesé.

Dio una chupada a su pitillo y memiró con los ojos relucientes demalicia y sorna.

—Hablo con la gente.

Rompimos a reír.

—Pero que pedazo hijo de puta eres

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—reconocí con admiración.

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NAMIBIAA poca distancia de la frontera tuveque pasar un control veterinario. Elenésimo. La vigilante me pidió diezpulas. Le dije que los controles erangratis. Se echó a reír. Era la mismarisa del vigilante del hotel de Harare.Nos hicieron pasar por encima deuna alfombra empapada de líquidodesinfectante. Llegué al puesto deShakawe aún pronto por la mañana.En el lado de Botswana no huboproblema aduanero alguno.Entregué el permiso que me dieronal entrar y adiós muy buenas.Esperaba alguna dificultad mayor

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con los funcionarios namibios. Perosimplemente tuve que pagar cienrands, unos diez euros, comoimpuesto de importación y apuntar lamatrícula en un libro de registro.Nadie pidió un solo documento depropiedad de la princesa. Nosrecibió una pista de tierra. Era elParque Nacional de Bwabwata. Meencontraba en Mohembo, en elCorredor del Caprivi, húmedafrontera con Angola.

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“Tenga cuidado con los leones”, mehabían advertido los policías entrerisas, “les gusta la carne blanca”. EnÁfrica el humor tiene matices algopeculiares. La región era verde y

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poblada, afluentes del Okavango lahumedecían. Había muchospoblados de chozas rodeados poraltas empalizadas de cañas. Erande forma rectangular, simétrica yprecisa. Veía también muchasescuelas. Las anunciaban señalesde tráfico y bandas sonoras parareducir la velocidad. Los niños mesaludaban emocionados. El atractivode las motocicletas para los críos esalgo universal. Como en tantos otrossitios, se vendía artesanía en losarcenes. Pero las figuras tribales demadera habían evolucionado ajuguetes policromos con forma deavión o helicóptero. Supuse que

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aquello se debía que las avionetasprivadas eran bastante habituales enNamibia, que con 824.268 km2 ypoco más de 2 millones dehabitantes, es un país inmenso conmuy baja densidad de población.

Reposté en una gasolinera biensurtida. Al salir vi dos chicas blancashaciendo auto stop. Mochileras conaspecto europeo viviendo laaventura. Me detuve en el primersupermercado y compré agua.Regresé donde habían quedado laschicas y les entregué dos botellas.Agradecieron el detalle con sendassonrisas. Dos muchachos del pueblocercano se les habían unido. Las

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moscas acudían prestas a la miel.Les pregunté si estaban bien.Contestaron que si. Insistí:“¿Seguro?”. “Seguro, gracias”.

GROOTFONTEIN

Según me aproximaba al oeste,desaparecieron el bosque dematorral y la selva. También lo hizola Humanidad. Surgieron vallados,prados amarillentos y altaspalmeras. Vi algunos carteles deguest farms, o granjas que acogíanhuéspedes; preferí continuar hasta

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la pequeña villa de Grootfontein,donde cayó el meteorito más grandejamás conocido, el Hoba. Cincuentay cinco toneladas de hierroextraterrestre descubiertas en 1920.La pequeña ciudad campesinaestaba situada en la estrecha zonafértil situada entre las dos grandesáreas desérticas del Kalahari y elNamib. La impresión era la de haberllegado a una imposible Alemaniatropical. Encontré un viejocementerio salpicado de lápidas connombres germánicos. Los blancoseran rubios como la cerveza y susojos lucían claros en rostroscolorados por el sol y el amor a los

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embutidos. Namibia fue coloniaalemana hasta después de laPrimera Guerra Mundial. El alemánes uno de los idiomas más habladosjunto al inglés, el afrikáans y elXhosa. Y la cerveza, bueno, paraqué seguir insistiendo en suexcelencia.

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Llené el depósito pagando conrands. Se aceptaban en Namibia,donde hay una total equivalencia demonedas. No obstante, los dólaresnamibios no sirven en Sudáfrica.Otro dato curioso, mientras una simcard telefónica sudafricana costabaun rand, en Namibia tuve que pagarveinte. Me alojé en el Olea CaravanInn. Dos camastros, una duchaobstruida, un millón de hormigas yuna extravagante bañera gigante ala que nunca le pusieron grifos. Diuna vuelta por el complejo. Había

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una piscina de tamaño casi olímpico.Trampolines y un tobogán de parqueacuático. Vestuarios, escalinatas,bancos, papeleras, una taquilla paravender billetes. Todo tenía unaspecto fantasmal; el complejoparecía llevar abandonado más dediez años. Las papeleras rebosabande basura vieja. La piscina teníaembalsada un metro de agua verde.La vegetación crecía salvaje yagrietaba los edificios, el terrazo, lavida; las raíces de dos grandessicomoros habían quebrado lasparedes de la pileta; los vestuarios,el quiosco, la taquilla no teníacristales; las paredes aparecían

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desconchadas, pintarrajeadas pormanos infantiles; los bancos teníanla madera carcomida, remendadacon alambre oxidado; hojas secastapizaban los senderos y lasenredaderas se retorcían sobre lasbarandillas.

Sin embargo, me sentía bien allí.Era agradable aquel abandono,como un sueño de otoño, como elrecuerdo de una vieja historia deamor que se resiste a ser olvidada.Me quedé allí sentado hasta que sehizo hora de tomar unas cervezas.El bar estaría abierto hasta bienentrada la madrugada. La camarerase llamaba Cristina. Vivía allí con su

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hija. ¿El padre? ¿A quién leimportaba eso? A mí me daba igualy a la niña tampoco parecíapreocuparle lo más mínimo. En latelevisión local emitían un programaconducido por un enano que sugeríarealizar toda clase de payasadas alos que se encontraba. Tirar unpenalti con los ojos cerrados omasticar tres chiles picantes.Aquella gente se animaba a hacer elridículo delante de una cámara conla misma energía que se postulan enEuropa los putones verbeneros de latele basura o los retrasados moralesdel Gran Hermano. La tontería estáuniversalmente repartida. La

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programación se cerró con uninformativo económico sobre el valorde las respectivas divisas, lasmaterias primas y los mercadosbursátiles de medio mundo. Noentendía el interés que aquellainformación podía ofrecer a losafricanos que miraban embobadosla pantalla. Decidí que era hora de ira dormir.

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KORISHAS

La C39 era una pista de gravaancha como una autovía. Llevabahasta Outjo, puerta de acceso alimpresionante Parque NacionalEtosha. Los nativos de esta zonaeran de las tribus herero e himba.En las calles del pueblo caminabanlas mujeres con sus pechosdesnudos, sus gruesas trenzas ysus alambicados adornos alrededordel cuello. El turismo las había

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hecho conscientes del valor de supeculiaridad. Del mismo modo queocurre con los masai, los himba nose dejan fotografiar sin pagar latarifa correspondiente. La C39 setornó asfaltada hasta Korishas,tierra de los Damara. A partir de ahíentraba en una zona deshabitada yagreste. Compré víveres para unabarbacoa. Llené el depósito, unagarrafa de gasolina de diez litros ycargué con dos paquetes de leñapara hacer fuego. Anochecía.Aquella sería mi última oportunidadde dormir en una cama durante unoscuantos días, así que busquéalojamiento en un complejo de

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lodges que regentaba una empresasemipública. Los empleados secomportaban como funcionarios: osea, descorteses, apáticos y con uncara dura considerable, como muypronto tendría ocasión decomprobar.

La pequeña habitación estabainfestada de insectos. Un granventanal daba al bosquecillo dearbustos. Probablemente siesperaba allí lo suficiente con la luzapagada podría ver algún animalhociqueando los desperdicios. Habíavisto alguna curiosa señal queavisaba de la presencia de cerdossalvajes con enormes colmillos.

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Golpearon la puerta. Era mi vecinode cuarto, un norteamericano enjuto.No le funcionaban los enchufes yquería comprobar si a mí tampoco.John había pasado la mitad de sussesenta años en África. Involucradosiempre en actividades relacionadascon la naturaleza. Dirigió parquesnacionales, cazó cocodrilos yasesoró a gobernantes. A todos lesdijo que era mejor no exterminar lafauna y mantener así el flujo deturistas de chambergo, billetera ycámara fotográfica. Había acertadoen el diagnóstico. Actualmente eltráfico de marfil había decaídomientras que los turistas llegaban en

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masa. Le invité a compartir mibarbacoa. Había dejado la carnefuera para que se descongelase.Cuando salí a ver cómo iba elproceso, encontré tres empleadassentadas en sillas como cuervos entorno a la comida. Esperabantranquilamente a que empezase lafiesta. Si se iba a asar algo, eramejor estar cerca. Exploté a reír.Aquello era África.

Mientras cenábamos los cinco, leconté a John mi encuentro con elelefante. Me dijo que era algocompletamente normal. Se estabaincrementando su númerodramáticamente.

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—Buscan comida, salen del área delos parques, pisotean los sembradosy los campesinos les disparan conarmas de caza. Un elefante heridocon una vieja escopetaprobablemente se recuperará, perose volverá muy peligroso.

— ¿Cómo puedo saber si atacará?—pregunté.

—Si despliega las orejas no hay quetemer; es sólo una amenaza. Si porel contrario se te enfrenta, baja lacabeza y las pega al cráneo,entonces…

— ¿Y qué hay de los leones?

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—Los leones son un misterio—reconoció—. No sabemos si sunúmero crece o se reduce. Seesconden. Además, de vez encuando sufren raras enfermedadesque diezman la población. Unasveces hay más, otras menos. Conellos nunca se sabe.

Mientas hablábamos la Princesapermanecía silenciosa y tranquila.Resplandecía con el fuego reflejadoen su metal negro y amarillo. Delmanillar le colgaban unoscalzoncillos y un par de calcetines.No había encontrado mejortendedero. Esperé que medisculpase el atrevimiento, porque

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mañana sería un día especialmenteduro.

— ¿Sabes? Yo también he montadoen moto—comentó John mientras laobservaba—. Fue en Camerún. Yodirigía un parque. Uno de losempleados tenía una pequeña 125.Se fue de vacaciones y me pidió quese la arrancara de vez en cuando.La probé un día y entoncescomprendí que podía recorrer elparque en mucho menos tiempo quecon el 4X4. Un día, bajando unapista, topé con elefante. Traté deesquivarlo y entonces vi que habíavarios más ocupando el camino.Frené en seco, la rueda delantera

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se bloqueó y nos caímos. Fuiarrastrando hacía ellos. Pensé queme aplastarían. Cuando se detuvo lainercia, me eché a rodar hacia lamaleza. Al incorporarme vi queestaba mucho más lejos de lo queme había parecido. Se acercaron aolisquear aquella extraña y ruidosacosa. No parecían enfadados, sólosorprendidos. Pero yo me habíaroto tres costillas. No volví a cogerla moto.

John hizo una pausa para servirseotro vaso de vino.

—Bien, esa es la única experienciamotociclista que puedo contar.

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—Bueno—silbé admirado— creo yoque tampoco se necesitan muchasmás.

ILUSIÓN

Día 16 de abril del 2009. Namibia. Atres mil kilómetros de Ciudad delCabo. Ese día hizo un año justodesde que me concedieron laexcedencia. Desperté muy pronto.Corrí durante una hora por unaslomas desérticas que subían ybajaban. No encontré a nadie. Era elúnico hombre en la tierra. Desde la

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cima del cerro se veía unasombroso horizonte. Me sentíaeufórico delante de aquella resecabelleza. El cielo aparecía limpio. Apoco menos de doscientoskilómetros hallaría el OcéanoAtlántico y la Costa de losEsqueletos. Estaba a punto deconquistar el primer hito de mi reto.Además, como buen fetichista de laHistoria, deseaba rendir homenaje alos arrojados europeos que cruzaronel planeta en los más duros tiemposde la navegación a vela y losgrandes huecos en los mapas. En elsiglo XV, Portugal se hallabacomprometido en la explotación

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mercantil del continente africano yen encontrar a través del mar unitinerario alternativo a la Ruta de laSeda. Así que yo tenía que hollar elmismo suelo que piso Diego Cao, elmarinero portugués quedesembarcara en Namibia en 1486.Paradojas de la Historia, quizá eseempeño de los lusitanos por la víaafricana nos deparara a España lagloria del descubrimiento deAmérica.

Cargué a la moto con la garrafa decombustible, leña, dos litros de aguay comida para un par de días. Lasenda se encrespó a lo largo de 180kilómetros de grava y arena. No era

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fácil pilotar por aquellas pistas. Loscauces secos tenían acumuladogran cantidad de material suelto. LaPrincesa tendía a cabecear. Aveces amenazaba con tirarme, perose portó estupendamente. Amabaesa jodida moto. Amaba su formade comportarse, su mecánica, suselegantes líneas, su noble fisonomíade metal. Ella también aborrecíaesta vulgar época de plástico ygasolina sin plomo. Por el retrovisorveía una estela de polvo tras de mí.Henchido de gozo y aire puro,embriagado por el sol, el viento y eldesierto, me sentía como un cometadejando atrás su brillante estela.

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Visité el bosque petrificado, el calorera asfixiante. No dejaba casipensar. En el puesto de souvenirescompré una pequeña muñeca detrapo hecha por las mujeres himba.Proseguí mi camino. Superé unacadena montañosa, detrás aparecióel desierto. Su magnífica inmensidadse teñía de rosas, naranjas ymalvas. Nubes ocres se levantaronen el horizonte. Era una familia deavestruces huyendo del rugido de mimotor.

DECEPCIÓN

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Cuando llegué a las puertas delParque Nacional de la Costa de losEsqueletos me sentía agotado perofeliz. Pronto vería el mar. Se hallabaapenas a cuarenta y cincokilómetros. Por fin, el Atlántico. Sinembargo, los guardas no nosdejaron entrar; las motocicletasestaban rigurosamente prohibidas.No podía creérmelo. Llevaba másde siete mil kilómetros y un millón depiedras soñando con la Costa de losEsqueletos. Me negué en redondo aregresar por aquella pista infernal.Se nos haría de noche en mitad dela nada. Mi mapa indicaba uncamping dentro del parque. Si tan

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solo me dejaran llegar hasta allípara descansar.

Llegó un coche todo terreno. Erauna pareja de turistas italianos. Lespedí por favor que me llevaran hastael camping. No quería quedarme allí,en tierra de nadie. Quería ver elmar. Ya recogería la moto al díasiguiente. Ella me miró como a unextraterrestre. Él se negó alegandono sé qué del seguro. Al parecer lascompañías de alquiler prohíbenrecoger transeúntes y autostopistas;es una precaución lógica paraprevenir asaltos. Mas yo era unviajero como él, un europeo enapuros. Resultaba evidente que no

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le iba a robar, ni a violar ni a matar.Aunque ganas me entraron dehacerles las tres cosas a la vezcuando se montaron en el coche yarrancaron. Ahí te pudras,espagnolo. Valientes cabrones. Nose daban cuenta de que por lejosque fueran siempre arrastrarían suegoísmo y su cobardía con ellos.Salían de Europa buscando unparaíso virgen, pero se llevaban lapeor Europa metida en la mochila, laEuropa de los complejos, miedos ymezquindades. Gente asustada,gente miserable, pobre gente. Si enlugar de en la puerta del parque mehubiesen encontrado herido en la

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carretera, tampoco me habríanayudado no fuera que se lesmanchara la tapicería de sangre ytuvieran problemas con el seguro delcoche.

ENAJENACIÓN

La ira hizo cambiar mi actitud. Merebelé. No abandonaría la Princesa.Acamparía allí hasta que nosdejaran pasar o apareciera algúncamión que cargara con la motohasta la otra salida. Ni siquieraconsideré el hecho de que no tenía

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víveres suficientes. Uno de losguardas dijo que esperar un camiónque pasara por allí podía llevarmemucho tiempo. Lo miré y le dije queél no entendía nada.

—Tengo una misión. Mi destino esllegar hasta la Costa de losEsqueletos. De un modo u otro Diosme ayudará.

Mientras desempacaba la tienda decampaña, se me ocurrió una locura.Llamaría a mi amigo AlejandroTerrón. Seguro que cuando leexplicara el caso, él telefonearía asu vez a sus contactos de BDO enNamibia. Sin duda tendrían buena

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relación con el gobierno. En cuantosupieran de mi problema dejaríancualquier cosa que estuvieranhaciendo para ponerse en contactocon el Ministro de Medio Ambientenamibio y convencerle de queprevaricara a favor de un españolenloquecido al que nadie había vistoy del que nadie sabía nada.

La pretensión era a todas lucestotalmente absurda, propia de unamente alucinada. Era evidente queyo había perdido el juicio duranteaquellos días en África, pero locierto, y esto es lo más grave, eraque contemplaba aquella insensatezcomo una posibilidad real. Y

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esperaba que funcionase. ¿Cómo noiba a hacerlo? El inconveniente eraque allí no había cobertura paramóviles. Les pedí usar el teléfonofijo del puesto. Más bien se lo exigí.

— ¿Para qué?—inquirió el guardasorprendido.

—Necesito llamar a mi gente enEspaña, ellos llamaran al Ministro deMedio Ambiente de Namibia paraque nos dejen pasar.

El guarda me miró con sus ojosbizcos como quien contempla undemente furioso o la aparición de untruculento fantasma.

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—Te, te, tengo que consultarlo conmi jefe—tartamudeó mientrasdescolgaba el auricular—. Esperefuera, por favor.

Me senté a la sombra con el otroguarda. Grande, corpulento, un pocoidiota. Se llamaba Jonas y aseguróque al final tendría que regresar pordonde había venido. Nadie habíaentrado en moto desde que éltrabajaba allí. Siempre tiene quehaber un gilipollas que pretendedesanimar. Me negué a hacerlecaso. ¿Qué coño sabría él de lo queyo era capaz? El de la consultatelefónica salió al cabo de un breverato. Su rostro expresaba una honda

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sorpresa,

—Está usted de suerte—anunció—.Mi jefe le ha concedido unaautorización extraordinaria paraentrar en el parque con la condiciónde no acampar ni desviarse hacia elnorte. Tiene que llegar hasta la pistaque discurre paralela a la líneacostera. A partir de la señal deTorra Bay debe seguirla hacia elsur, hacia la salida que lleva aSwakopmund.

Me levanté como un resorte. Aquelloera increíble. Carajo. Se habíaproducido el milagro. Mi insensatezhabía funcionado. Estreché sus

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manos y se lo agradecí variasveces. No cabía en mí de felicidad.No sólo llegaría al Atlántico, sinoque iba a ser el único motorista querecorriera la Costa de losEsqueletos. Jonas me mirabasinceramente impresionado.

—Tenías razón—reconoció conasombro—cuando dijiste que Dios teayudaría.

ESQUELETOS YESTRELLAS

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Aquella noche compartí mi comida yvino con ellos. Neftali era el superior.Delgado, pequeño y bizco del ojoizquierdo. Vivía allí con su familia.Encendí la hoguera. Una perraesquelética esperaba pacientementeque le cayera algún despojo. Sobrenosotros brillaban las estrellas conuna luz más furiosa que nuca.Parecían infinitas. No lo eran.Parecían tan cercanas. Tampocoera verdad. Muchas habían muertohacía miles de años, pero era algosobrecogedor contemplar aquelfirmamento salpicado de luces. Mesentí inmensamente dichoso porestar allí, por haber resistido, por no

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rendirme, por haber aprendido aconfiar en mí, en los hombres y enel Dios que poco a poco estabareconociendo. Comprendí que hastala negativa del italiano tenía su porqué, su razón de ser. Si llega ahacerme un hueco en su cochehabría perdido esta oportunidad. Midestino no lo habían escrito todavía.Lo escribía yo mismo mientrasesquivaba el millón de piedras queme tiraban a dar.

Salí a correr por el desiertomientras amanecía. Panzudosnimbos se enrabietaban de reflejostornasoles. Aquellas nubes volabantan bajo y tan heridas de sol que

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parecían zeppelines precipitándosea tierra envueltos en llamas. Eraasombroso y sólo estaba yo allípara verlo. No, no soñaba. Todo eracierto; lo confirmaba un dolor en elmúsculo estabilizador de la cadera.Sobreentrenamiento. Desde queestaba en África corría todos losdías. Corría por el placer desentirme vivo en los másasombrosos paisajes. Corría porqueno podía parar. Regresé alcampamento y me duché con aguafría. Una de las mejores duchas demi vida. Salí desnudo al exterior. Lahija mayor de Neftalí regresaba dela letrina. Llevaba los pechos al aire.

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No hizo ademán de cubrirse. Mirócon una insolencia que nocomprendí. Su padre vino pocodespués a traerme agua calientepara el café. Era un buen hombre.Desayuné dátiles y frutos secosmirando hacia la árida llanura. A míalrededor orbitaban la perra y doscachorros que no cejaban en pugnarpor las resecas ubres de su madre.

¿ACASO ESTOY GORDA?

Jonas y Nefatlí abrieron las puertasy nos desearon suerte. Me sonó a

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redundancia. ¿Suerte? Si yo tengo araudales. Lo que no sabía entoncesera cuanto la iba a necesitar.Toneladas de suerte. Tanta comoarena. Porque allí sólo había arena.Arena y viento. La primera parte fueun agradable paseo por un paisajelunar donde corrían grandesmamíferos. Cuando llegué a la lindedel mar, la cosa cambióradicalmente. A partir de la señal deTorra Bay, viajar en moto por aquelinhóspito paraje era una auténticaodisea. La arena nos queríasepultar. El avance de la moto eraagónico, la rueda trasera patinaba yel embrague trabajaba de lo lindo

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cada vez que encallábamos. Temíquemarlo.

—Vamos, Princesa, no me dejestirado ahora, vamos.

Una detrás de otra, las dunas eranuna barrera impenetrable. Cuando lamoto se quedaba encajada en unade ellas tenía que liberarla a puropulso. A fuerza de brazos yapretones de dientes. Cuandoencalló por tercera vez, la Princesapreguntó si es que acaso estabagorda. Como cualquiera sabe, esteinterrogante nunca se puedeafrontar sin que acabe en peleaconyugal. Pero yo sudaba y

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renegaba y no contesté consuficiente rapidez.

—Claro que no, Princesa, no estásgorda, es esta jodida arena.

Demasiado tarde. La ofendida damase tiró al suelo y allí se quedótendida como si nada le importase.

—No, por favor, no—, supliqué—Tenemos que salir de aquí.

Me di la vuelta y la levanté como mipadre me enseñó, de espaldas yempujando con las piernas y no conlos lumbares.

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—Princesa, por favor, no nos hagasesto—, rogué al borde de ladesesperación—. Te prometo que sisalimos de aquí te haré una revisióncompleta con aceite nuevo, filtros ytodo lo demás. Hasta te compraréneumáticos nuevos. Ya verás quéguapa te dejan.

Resoplando, conseguí enderezarla.A regañadientes se quedó quietamientras yo cargaba de nuevo todoel equipaje.

—Te juro que no estás gorda—susurré cerca de su manillar—,nunca he visto ninguna moto tan enforma como tú.

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Y era verdad. Para la edad quetenía, su estado de forma erafabuloso. Aquella vanidosa señoritacontaba nada menos que quinceaños. La paliza que estabaresistiendo habría mandado aldesguace a vehículos mucho másmodernos.

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LA GESTA DE CAO

Agoté toda mi reserva de agua dedos ansiosos tragos. Sin provisiónlíquida, ya no tendría más

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oportunidades. A partir de esemomento, me jugaba la vida. No eraninguna broma. El horizonteaparecía como un infiernoblanquecino de nubes plomizas.Estaba inmerso en la más absolutadesolación. Llegamos hasta laplaya. No había nada. No habíanadie. Pero lo habíamosconseguido. Estaba siendo el peor yel mejor día de mi vida comomotorista. Aquél pedazo de planetaera el verdadero fin del mundo.Pude imaginar el estupor de DiegoCao cuando encontró esta infinitalínea de nieve salada. Las fuertescorrientes empujaban contra la tierra

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todo lo que había flotando en lasaguas. De ahí el nombre de Costade los Esqueletos. Sobre la arenaaparecía un espeso tapiz de restos.Madera, huesos y conchas. Sinembargo, una de las osamentasmás impresionantes en este desiertono provenía del océano. Se tratabade una vieja instalación industrialcorroída por el orín, el abandono yel salitre. ¿Qué sería aquello, paraqué serviría, quién demonios lahabría traído hasta allí?

Cuatro horas después de haberentrado, vislumbré la salida. Habíarecorrido 148 kilómetros infernales ylos últimos quinientos metros

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tampoco iban a ser fáciles. Uncamión se encontraba bloqueado.Tuve que rodearlo bajándome yempujando la moto a través de lasdunas. Cuando superé el obstáculo,encontré un grupo de jóvenesdubitativos. Eran españoles. Habíanalquilado vehículos de tracción a lasdos ruedas. El polvo del camino lesatemorizaba. Me pidieron consejo.

—Yo lo intentaría—les dije,secándome un sudor hecho engrudode hollín y cuarzo molido—. La pistaes horrible, hay arena por todoslados, pero esto es increíble, unaverdadera aventura.

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Los dejé pensándoselo. Al salirencontré una carretera de sal.Parecía nieve. Corría paralela a unacosta salvaje. El horizonte erablanco y plano. Lo único queencontraba a mi paso eran señalesque indicaban los magníficos puntosde pesca que tanto atraían a losturistas sudafricanos. Sólo se podíaacceder a ellos en 4X4. Algunos deestos spots tenían nombres tanoriginales como el de Popeye. En elaislado camping de Meile 108 medetuve a beber una cerveza fría.Sabía a victoria como el NAPALM alcoronel de Coppola interpretado porRobert Duvall. Al cabo de un rato vi

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a mis timoratos compatriotasregresar a la comodidad de sushoteles. Me sentí un poco triste poraquella retirada. Los habitantes denuestra vieja península ya no erancomo en los lejanos y heroicostiempos de Diego Cao.

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APESTOSAS SIRENAS

En los márgenes de la pista vendían

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sal cristalizada. No habíavendedores. Un letrero indicaba suprecio. A su lado dejaban una huchadonde ingresar el dinero. Encontréuna calavera de herbívoro. Teníaunos enormes cuernos retorcidos.Se la puse a la moto encima delfaro. Era su trofeo. Haríamos nocheen Cape Cross, donde Diego Caoatracó. Allí fue el primer sitio dondeun europeo pisaba Namibia. Loatrajo un raro sonido, como un ululargutural. No eran sirenas quienescantaban, sino focas. Cientos demiles de focas que forman sobre ellitoral una apelmazada alfombra degrasa y piel. Visité la colonia. El

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hedor a excrementos y pescadopodrido era insoportable.Probablemente yo tampoco olíamucho mejor, pero a la Princesaparecían no importarle demasiadomis irregulares hábitos de higiene.Nuestro amor era casi perfecto.

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Cao erigió una cruz de cinco metrosy se largó pitando porque allí nohabía agua. Jamás volvería a pisaraquella tierra. Probablementedesesperado ante semejanteinmensidad asolada, regresó al ríoCongo donde murió intentando suconquista. Mientras tanto, Juan II dePortugal, animado por los avancesafricanos, no hacía caso a unsuplicante Cristóbal Colón, quienbuscaba apoyo real para una rutaoccidental hacia las Indias.Frustrado, el genovés emigró a

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Castilla para convencer a otrosreyes de que la Tierra era redonda.Así, en este extremo del Mundo fueVasco de Gama quien salvó porprimera vez el Cabo de lasTormentas descubierto porBartolomé Díaz. Rebautizado comoCabo de Buena Esperanza, quedabaabierta la ansiada ruta marítimahacia los tesoros de oriente.

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SWAKOPMUND

El Lodge de Cape Cross se hallaba

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en un páramo arrasado por laerosión y la falta de agua. Unoszorros salieron huyendo al oírme.Dejé atrás un pequeño cementerio yentré. El recepcionista se llamabaLife y era rastafari. Bajé a cenar.Crema de lentejas, pollo empanado,arroz y queso. En la chimeneabailaba un fuego hipnótico. Loscubiertos estaban limpios, lasservilletas eran de hilo y el pan decereales. La clientela la formabaneuropeos pijos de safari, conpredominio de franceses y belgas.Aquel sitio era muy agradable,aunque me sorprendí añorando laincomodidad del campamento, la

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noche estrellada y la gente real.Afortunadamente, el camareroresultó un Lenin de salón. En cuantotuvo una oportunidad se arrimó y mesoltó un discurso aprendido dememoria. Los blancos se lo habíanrobado todo a su pueblo. Se habíanquedado con las mejores tierras ylas mejores granjas. Laindependencia y el fin del Apartheidno habían cambiado las cosas. Lesinteresaba mantener a los negrossin educar. Todo eso lo sabía élporque era un tío inquieto eilustrado. Le gustaba leer, leinteresaba la política pero sobretodo sentía pasión por el cine.

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— ¿Sabes cuál es mi actor favorito?— preguntó.

— ¿Denzel Washington?, sugerí concandidez.

Se río y negó con la cabeza.

—No, hombre no. Marlon Brando.Me encanta El Padrino.

Swakopmund es una poblaciónextraña con su paseo marítimo, susordenados chalets, su iglesialuterana y su monumento a laexpedición prusiana de Kurt vonFrancois. Kurt von Francois llegó en1889 con 21 soldados y se llevó a

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Berlín la cruz de Cao. Luego losalemanes repondrían una réplica.Mientras estuvo en África, el oficialdel Kaiser peleó contra los inglesespara echarlos del puerto de ValvisBay y contra los nativos nama parasometerlos al Segundo Reich. Atodos los venció. Entre combate ycombate, fundó Windhoek. Sin duda,Namibia ha sido siempre imán paratemerarios y aventureros. EnSwakopmund la industria másrentable hoy son los deportes deriesgo para que mochileros delmundo entero se lancen enparacaídas sobre el desierto,recorran las dunas móviles en quad

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o hagan trekking entrevenenosísimas mambas negras.

La recepcionista del hotel estabaembarazada. Explicó por qué queríauna niña. Los niños se meten enlíos. Aunque hay mujeres quetambién dan guerra. Me contó elcaso de una universitaria muyatractiva que cogió el Sida. Decidióvengarse acostándose con todo elmundo y lo apuntaba en una libreta.No pude averiguar de donde sehabía sacado esa historia. Yo lahabía escuchado en muy diferentesesquinas del planeta sin másvariación que algunas pinceladaslocalistas. Probablemente ella la

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habría leído en la prensasensacionalista. Los periódicosafricanos son un inventario desucesos estrambóticos, obscenosembustes y exageraciones inauditas.En uno de ellos leí en una ocasiónque los fieles de una iglesiaevangélica querían asesinar a laamante de su pastor. No culpaban alreligioso sin fe sino a la mujer. Laculpable siempre es Jezabel.Aquella portada apestaba, pero erabuena para vender periódicos.Bueno, pensándolo bien, tampocohabía tanta diferencia entre laprensa africana y nuestroperiodismo más serio.

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En el restaurante sonaba NoraJones. El ambiente era cálido. Pedísolomillo de avestruz, arroz,ensalada y vino. Un auténticobanquete por menos de nueveeuros. Masticando aquella sabrosacarne pensé en lo duro que me iba aresultar el regreso a los preciosespañoles, a las burbujassobrevaloradas, a los hostelerosque quieren hacerse ricos en dosdías, a los cocineros con ínfulas defilósofo, a la estupidez de losaprendices de sibaritas, a loscarísimos vinos mediocres. A tantaestupidez de nuevo rico del ladrillo.La cordura nacional había saltado

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por los aires intoxicada de cementoy dinero fácil. El país se habíallenado de mierda urbanizada yahora la fiesta se estabaterminando. La catástrofeeconómica que me decían sucedíaen Europa nos iba a resultar de másdifícil digestión que una de laspiedras de Namibia.

Trajeron un licor hecho de huevo deavestruz. Recostado en la silla,completamente ahíto, me sentíahecho un oximorón con piernas: felizy triste a la vez. Mi viaje llegaba a sufin. Ya nos hallábamos muy cercade Ciudad del Cabo. Diez milkilómetros de selva, sabana y

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desierto. ¿Qué había sacado enclaro? Días gastados. Días vividos.Días de suerte. De mucha suerte.Incluso mis estupideces habíansalido bien de puro milagro. Recordéque dos noches antes había hechouna barbacoa en mitad del páramo.Arrojé gasolina al fuegodirectamente de una garrafa. ¿Y sihubiera prendido? ¿Y si me hubieraestallado en las manos? ¿Quién mehubiera auxiliado? ¿Dónde estaba elhospital más cercano? ¿Adoscientos o trescientos kilómetrospor una pista de tierra? ¿A diezhoras de viaje? Y todo esto ¿Paraqué? ¿Por qué estoy viajando a

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través de África? ¿Qué cambiarádespués de todo esto? ¿Québusco? ¿No era suficiente micómoda vida antes de venir aquí apasar penalidades?

El tipo del espejo contestó por mí.

— ¿Y por qué no habías dehacerlo? Has venido porque te hadado la gana, porque África estabaahí y esa ya era una buena razón.Has venido porque te gusta montaren moto, porque te sientes bienviajando solo, porque te conviertesen un animal libre cuando atraviesasríos, montañas, fronteras ydesiertos. Te gusta porque entonces

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no piensas, actúas. ¿De qué coñote quejas? Has comido carne asadaen un suburbio de Gaborone, hasnegociado sobornos, has visto contus propios ojos un campo derefugiados, has recorrido la Costade los Esqueletos, has visto milesde estrellas y las has contado todas.Ya sabes cuántas hay. Así que nome toques más los cojones con tuspreguntas retóricas y tus dudasexistenciales.

Aquel tipo tenía razón. Levanté lacopa y le ofrecí un brindis.

—Es cierto, tío. Me gusta mi vida,me gusta estar vivo y me gusta que

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me guste.

La camarera se acercó al oírmehablar solo.

— ¿Ocurre algo? ¿Acaso no legusta el licor?