TEMA 5.DE LOS SEIS A LOS DOCE 1. LA PRIMERA AMPLIACIÓN La Cumbre de La Haya, en 1969, dio vía libre a la admisión de nuevos miembros en las Comunidades. Retirado el veto francés tras el relevo de De Gaulle por Pompidou, se activaron las candidaturas al ingreso directo del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, miembros los cuatro de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC). Por el contrario, los cinco estados mediterráneos que ya tenían acuerdos con la Comunidad Económica Europea, Grecia, Marruecos, Turquía, Malta y Chipre, no mejorarían su estatuto de meros asociados comerciales. En principio, la gran apuesta —y el gran riesgo— era la candidatura británica. El Reino Unido había sostenido una tradicional ambivalencia ante la adhesión, rechazándola primero, solicitándola después y señalando siempre condiciones y excepciones en su futura actividad comunitaria. Además, un parte importante de la sociedad británica no se sentía implicada en la aventura europea. Una encuesta entre la población, de noviembre de 1969, reveló que los partidarios del ingreso en la CE no alcanzaban el 40 por ciento. Las conversaciones de adhesión comenzaron en Bruselas, el 30 de junio de 1970 con los británicos, y en septiembre con 1
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TEMA 5.DE LOS SEIS A LOS DOCE
1. LA PRIMERA AMPLIACIÓN
La Cumbre de La Haya, en 1969, dio vía libre a la admisión de nuevos miembros en
las Comunidades. Retirado el veto francés tras el relevo de De Gaulle por Pompidou, se
activaron las candidaturas al ingreso directo del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y
Noruega, miembros los cuatro de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC).
Por el contrario, los cinco estados mediterráneos que ya tenían acuerdos con la
Comunidad Económica Europea, Grecia, Marruecos, Turquía, Malta y Chipre, no
mejorarían su estatuto de meros asociados comerciales.
En principio, la gran apuesta —y el gran riesgo— era la candidatura británica. El Reino
Unido había sostenido una tradicional ambivalencia ante la adhesión, rechazándola
primero, solicitándola después y señalando siempre condiciones y excepciones en su
futura actividad comunitaria. Además, un parte importante de la sociedad británica no se
sentía implicada en la aventura europea. Una encuesta entre la población, de noviembre
de 1969, reveló que los partidarios del ingreso en la CE no alcanzaban el 40 por ciento.
Las conversaciones de adhesión comenzaron en Bruselas, el 30 de junio de 1970 con los
británicos, y en septiembre con los otros tres candidatos. Consciente de que el gran
problema era Londres, en mayo de 1971 Pompidou sostuvo una negociación directa con
el premier Edward Heath para sortear los principales obstáculos: la aceptación
británica de la PAC, la permanencia de su economía en la Commonwealth, el papel de
la libra esterlina en el futuro sistema monetario europeo y la contribución del Reino
Unido al Presupuesto comunitario, aspectos que despertaban fuertes recelos en la
opinión pública de las islas y en la de los países comunitarios.
Alcanzado un acuerdo con los cuatro estados candidatos, se oficializó en junio. Quedaba
la votación parlamentaria en cada país, que se superó sin obstáculos. En el Reino Unido,
la adhesión salió adelante en la Cámara de los Comunes el 28 de octubre, por 358 votos
a favor y 246 en contra, de los laboristas, quienes desde la oposición advirtieron que,
cuando llegaran al poder, renegociarían las condiciones de la adhesión. La firma del
Tratado de Ampliación tuvo lugar en Bruselas, el 22 de enero de 1972. Los cuatro
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nuevos miembros aceptaban los Tratados de las Comunidades y se fijaba un período
transitorio de cinco años, a partir del 1 de enero de 1973, para que adaptaran sus
legislaciones y redujesen sus derechos de aduana al ritmo de un 20 por ciento anual,
hasta suprimirlos. Por su parte, las Comunidades realizarían en el mismo período las
correspondientes reformas en sus instituciones a fin de que acogieran a los
representantes de los nuevos miembros.
Parecía haber nacido la Europa de los Diez. Pero faltaba un requisito: que los
ciudadanos de los nuevos miembros avalasen en las urnas lo aprobado por sus
parlamentos. Era un test muy importante porque, además de rubricar la ampliación,
mediría el grado de prestigio de las Comunidades en países que, hasta ese momento,
pertenecían a la rival AELC. Y el test obtuvo resultados agridulces. El Reino Unido e
Irlanda tuvieron referendos favorables. El primero, el 23 de abril de 1972, con el 67,7
por ciento de los votos a favor; Irlanda, el 10 de mayo de 1972, con el 83 por ciento.
Pero Dinamarca y Noruega, miembros del Consejo Nórdico y de la frustrada
Comunidad Económica Nórdica, o Nordek (1968-70), eran otro caso. En la primera, el 2
de octubre, el referéndum de adhesión a las Comunidades salió adelante con sólo un
56,7 por ciento. Pero en Noruega, la consulta del 25 de septiembre, condicionada por la
política comunitaria en el sector pesquero, que perjudicaba los intereses noruegos, fue
desfavorable, con un 49 por ciento de votos negativos, superior al 46,5 de positivos, lo
que quizás influyó en el pobre resultado de la consulta danesa una semana después. Por
lo tanto, el Gobierno de Oslo retiró su adhesión y permaneció en la AELC. Así que
cuando, el 1 de enero de 1973, Irlanda Dinamarca y el Reino Unido ingresaron
oficialmente en las Comunidades, la prevista Europa de los Diez se había quedado en la
Europa de los Nueve.
2. EL CONSEJO EUROPEO Y EL INFORME TINDEMANS
En el año 1974, varios de los políticos que habían marcado el período de ampliación de
las Comunidades desaparecieron del primer plano. En Francia, Pompidou cedió la
Presidencia de la República a Valery Giscard d'Estaing, líder de la liberal Unión para
la Democracia Francesa (UDF). En la RFA, el canciller Brant, víctima del caso
Guillaume, un escándalo de espionaje, cedió su puesto al también socialdemócrata
Helmut Schmidt. Y en el Reino Unido, el laborista Harold Wilson volvió al poder tras
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cuatro años de gobierno conservador. Los dos primeros revitalizaron el eje franco-
alemán para hacer avanzar a la Comunidad por la vía confederal. Wilson, por su parte,
comenzó a ejercer presión para que se revisara, en los momentos más duros de la crisis
del petróleo, la elevada aportación al Presupuesto comunitario que, en función de su
potencial económico, le correspondía al Reino Unido. Abrió así una enconada batalla
entre Londres y Bruselas, que tardaría una década en resolverse.
En la Cumbre comunitaria de París, el 9 y el 10 de diciembre de 1974, los dirigentes
europeos constataron que la CEE estaba cumpliendo las etapas previstas para la
unificación económica. Era el tiempo de poner en marcha la vertiente política de la
integración, que la Cumbre de Copenhague, celebrada el año anterior en medio de una
crisis generalizada, no había podido abordar.
Como punto de arranque de la Cumbre de París, Giscard y Schmidt presentaron una
propuesta conjunta para elevar el nivel de las consultas intergubernamentales previstas
en el Método Davignon a partir del Informe de Copenhague, del año anterior, y
extenderlas a ciertos ámbitos internos de la política comunitaria. En adelante, las
Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno, que pese a ser un auténtico órgano decisorio
para las Comunidades carecían de cualquier cobertura institucional, se convertían en el
Consejo Europeo, el órgano fundamental de la Cooperación Política Euopea. La
Presidencia del Consejo sería rotatoria por países, cada seis meses y el presidente en
activo, el anterior y el siguiente, formarían una especie de comité permanente del
Consejo, la troika comunitaria, con capacidad para negociar y plantear propuestas. Pero,
como no estaba contemplado en los Tratados de Roma, el Consejo Europeo tampoco
sería una institución comunitaria, sino un mero organismo deliberante de coordinación
intergubernamental que tendría un peso decisivo en el desarrollo de las grandes
iniciativas comunitarias, en coordinación con el Consejo de Ministros.
No obstante, en su primera reunión en Dublín, en marzo de 1975, el Consejo Europeo se
dotó a sí mismo de unos procedimientos normativos, propios de un Ejecutivo, que
fijaban la aplicación de sus acuerdos a través de una serie de Actos, que debían ser
tenidos en cuenta tanto por la Administración comunitaria como por las estatales: las
Decisiones, que introducían correcciones en el Presupuesto comunitario; las Decisiones
de Procedimiento, que reenviaban al Consejo de Ministros los acuerdos con los que el
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Consejo Europeo no estuviera de acuerdo; las Directivas y Orientaciones, que fijaban
prioridades a la política comunitaria y orientaban su ejecución; y las Declaraciones, que
constituían tomas comunes de postura de los estados miembros ante asuntos concretos.
De este modo, el Consejo Europeo, prevalido del poder político de sus integrantes,
despojaba a la Comisión Europea y al Consejo de Ministros de gran parte de la
iniciativa sobre orientaciones generales de las políticas comunitarias, desde la cuestión
de los recursos presupuestarios, o los avances en la unión económica y monetaria, hasta
la admisión de nuevos miembros, reforzando así los mecanismos confederales en el
seno de la CEE. Era, en cierto modo, el triunfo del Plan Fouchet.
Pero si en el ámbito de la Cooperación Política, competencia de los gobiernos, la
autoridad del Consejo Europeo era incontestable, en el terreno económico y social,
reservado por los Tratados a las instituciones de las Comunidades, la actividad del
Consejo iba a causar serios problemas, ya que era un organismo ajeno a ellas y
rechazaba someter sus decisiones a los controles y contrapesos con que funcionaban los
organismos comunitarios. No obstante, los líderes nacionales jugaban un papel cada vez
más relevante en estos ámbitos de la CEE de manera que, cuando el Tratado de
Maastricht (1992) institucionalizó el Consejo como órgano de las Comunidades, este
era ya un poder fáctico de enorme peso en el seno del aparato comunitario.
Por otra parte, las propuestas federalistas no habían sido descartadas. La Cumbre de
París, además de establecer el Consejo Europeo y admitir el sufragio universal para
elegir el Parlamento, encargó al primer ministro belga, el federalista Leo Tindemans, la
elaboración del proyecto para crear la Unión Europea en diez años y cerrar así la etapa
funcionalista. Tras una minuciosa labor de encuesta, Tindemans concluyó su
memorándum en diciembre de 1975 y lo presentó al Consejo Europeo en su reunión de
Luxemburgo, el 2 de abril del año siguiente.
El Informe Tindemans partía de la validez de los Tratados de las Comunidades, pero
proponía algunas modificaciones institucionales. En primer lugar, una reforma del
Parlamento Europeo para que fuera elegido por sufragio universal desde la siguiente
legislatura y se le dotara de capacidad de iniciativa legal, ya que hasta entonces sólo la
poseían Comisión y el Consejo de Ministros. Por otra parte, el Parlamento y la
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Comisión ampliarían sus competencias en materia monetaria, energética,
educativa, de defensa de los consumidores y de políticas de desarrollo regional, en
detrimento de la soberanía de los estados miembros. Igualmente, estos se verían
obligados a aplicar las decisiones comunitarias en su política exterior. Y los ciudadanos
de los países miembros recibirían «derechos especiales» en el territorio de los otros
socios, lo que apuntaba hacia una ciudadanía europea común.
El Informe preveía, además, una UE con «distintas velocidades» de integración, según
el potencial de sus miembros, y en la que existiría una estructura funcional mixta: «la
doble base de las instituciones comunitarias de inspiración supranacional o federalista y
de la cooperación política, de inspiración intergubernamental o confederal».
Pese a que eran medidas muy tímidas desde la perspectiva federalista, aquello era ir
demasiado deprisa en unos momentos en los que surgían nuevos problemas entre los
socios comunitarios. En el Consejo Europeo de Dublín se había dado luz verde a un
ambicioso proyecto, los Fondos Europeos de Desarrollo Económico y Regional
(FEDER), que se establecieron en marzo de 1975 dentro del capítulo presupuestario de
los llamados «fondos estructurales». Su finalidad era desarrollar las regiones más
desfavorecidas de la Comunidad, financiando proyectos de infraestructuras y desarrollo
local que mejoraran los servicios públicos y la educación, creasen empleo y generaran
un aumento de la renta regional. Los peticionarios debían ser los estados, que también
serían los contribuyentes, pero no en función de su población, sino de su riqueza. Los
que tuviesen mayor PIB —la Alemania federal, el Benelux, el Reino Unido o
Dinamarca— serían contribuyentes netos, mientras que aquellos que contaran con las
regiones menos ricas —Italia, Irlanda, en menor medida Francia y, en unos años,
Grecia, España y Portugal— serían beneficiaros de las ayudas a esas regiones muy
por encima de su aportación.
Pero las Administraciones nacionales se resistían a ceder el control de sus aportaciones
en los FEDER a la pujante burocracia de las Comunidades. En realidad, conforme las
sociedades europeas se veían afectadas en forma creciente por el proceso de integración,
aumentaban sus partidarios, pero también los que no lo veían útil. Estos
«euroescépticos» estimaban que los «eurócratas», los 13.000 empleados con que
contaban las Comunidades en 1975, no merecían sus salarios comparativamente altos y
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que el entramado comunitario en su conjunto era un despilfarro innecesario, incluido el
coste de la traducción de todos los actos y documentos comunitarios a seis idiomas
(nueve, tras el ingreso de Grecia, España y Portugal en los años ochenta).
No era, sin embargo, la euroescéptica la opinión dominante entre la población europea y
aún menos entre los responsables gubernamentales. Pero estos seguían mirando con
recelo un federalismo que trasladase gran parte del poder de sus Administraciones a
unas instituciones comunitarias que buscaban crearse un espacio supranacional propio
cada vez más amplio. Por lo tanto, cuando el Consejo Europeo estudió el Informe
Tindemans en su reunión de La Haya, en noviembre de 1976, decidió posponer sin
plazo ni fecha la aplicación de las medidas que proponía, con excepción de la elección
por sufragio universal del Parlamento Europeo, que tendría lugar por primera vez en
1979.
3. EL SISTEMA MONETARIO EUROPEO
La serpiente monetaria, que había permitido salvar la crisis provocada, entre 1971 y
1973, por el final de los acuerdos de Bretton Woods, era un mero parche, y no muy
satisfactorio. Aunque los resultados en la estabilidad monetaria y la contención de la
inflación habían sido mejores que los de quienes, como británicos o italianos, se
mantenían fuera del sistema, no había servido para detener las fluctuaciones, a las que
se atribuía una continua alteración de los precios. El 1 de noviembre de 1975, un grupo
de nueve economistas críticos hizo público en el diario The Economist, el llamado
Manifiesto del Día de Todos los Santos. Proponían utilizar la experiencia del Banco
Europeo de Inversiones para constituir una moneda común, la europa, primero como
unidad de operaciones de mercado abierto y de financiación de los gastos de las
Comunidades y luego como moneda única, en sustitución de las divisas nacionales.
Recogiendo las propuestas del Manifiesto, el Consejo Europeo, en su reunión de
Bruselas, el 12 y 13 de julio de 1976, decidió reanudar la creación de la Unión
Económica y Monetaria. Fue la Comisión Europea, presidida desde 1973 por el francés
François-Xavier Ortoli, quien asumió el reto de garantizar la estabilidad de los
cambios, poner límites a la inflación y mejorar las inversiones. Giscard d'Estaing y
Schmith, los líderes del eje franco-alemán, se sumaron a la labor de impulsar la
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cooperación monetaria proponiendo una «zona de estabilidad monetaria» que el
Gobierno alemán presentó en la sesión del Consejo Europeo celebrada en Bremen, en
junio de 1978. La propuesta fue la base del proyecto de Sistema Monetario Europeo
(SME) preparado por el Comité de ministros de Finanzas (Ecofin), que lo aprobó en
su reunión de Bruselas, el 5 de diciembre. Entró en vigor el 13 de marzo de 1979.
El SME se constituyó en torno a tres ejes:
a). La unidad de cuenta europea.
b). El mecanismo de tipos de cambio y de intervención, que debía garantizar los
márgenes de flotación de las monedas.
c). El mecanismo de transferencias y de créditos, destinado a poner orden en la libre
circulación de capitales.
Sin contemplar aún la moneda única, el SME aprovechaba el «cesto» creado en 1972
para establecer paridades fijas-ajustables mediante una unidad monetaria virtual, la
Unidad de Cuenta Europea, el ecu por sus siglas en inglés (European Currency Unit).
El SME establecía una estrecha banda de fluctuación de las monedas, de ±2,25 y fijaba
en cada momento los tipos de cambio entre el ecu y esas monedas, a fin de estabilizar
los intercambios comerciales y financieros en el seno del Mercado Común. Aunque
incapaz de competir en el comercio mundial con las divisas reales fuertes, como el
dólar, el yen o el franco suizo, el ecu jugó pronto un papel importante en el mercado
crediticio internacional y reguló el mercado interior de cambios en la CEE, al tiempo
que se convertía en el laboratorio de pruebas del euro, la futura moneda europea.
Para gestionar créditos y transferencias se estableció el Fondo Europeo de
Cooperación Monetaria, previsto ya en el Plan Werner, donde los bancos centrales,
que depositaban en su seno el 20% de sus reservas en oro y divisas, negociaban los
cambios en las paridades del ecu. Y el Mecanismo de Tipos de Cambio (MTC) debía
facilitar a las autoridades financieras jugar con los tipos y con las reservas monetarias a
fin de impedir que una fluctuación excesiva sacara a alguna moneda débil de un Sistema
que, en seguida, tuvo en el muy estable marco alemán su referencia ante los mercados.
4. LA REFORMA DEL PARLAMENTO EUROPEO
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La Cumbre comunitaria de La Haya, de diciembre de 1969, acordó la reforma del
Parlamento en el sentido de dotarlo de una mínima capacidad legislativa y
modificar su composición, a fin de que fuera elegido directamente por el conjunto del
cuerpo electoral europeo. No obstante, las negociaciones para la adhesión de nuevos
miembros, no culminadas hasta 1973, desaconsejaron acometer cualquier reforma a
corto plazo. Mientras tanto, en abril de 1970 el Acuerdo de Luxemburgo facilitó al
Parlamento cierto control sobre los Reglamentos presupuestarios, el nuevo sistema de
financiación con recursos propios, aunque tan sólo afectaba entonces al 10% de los
fondos que manejaban las Comunidades, ya que quedaban excluidos los destinados a la
Política Agraria.
Realizada la ampliación a nueve miembros, fue el propio Parlamento quien reanudó el
proceso de su reforma, con un informe presentado en julio de 1973, en el que, junto a la
elección por sufragio universal, se proponía un aumento de los escaños de la
Eurocámara, a fin de acoger a los nuevos miembros en proporción a su población. La
intención era alcanzar un Procedimiento Electoral Uniforme (PEU), para que el
sistema fuera igualitario para todos los electores europeos. La Comisión Política del
Parlamento, presidida por el diputado holandés Schelto Patijn, se encargó de elaborar
una propuesta, que fue aceptada por los líderes nacionales durante la Cumbre
comunitaria de París, en diciembre de 1974. El Informe Patijn, adaptado como
Reglamento interno por la Cámara el 14 de enero de 1975, proponía la elección de 355
diputados —entonces eran 198— por sufragio universal, igual, directo y secreto, en las
elecciones europeas. Pero reconocía las dificultades de armonizar las peculiaridades de
los sistemas electorales nacionales, por lo que encomendaba a los estados miembros la
realización de los comicios y, evitando las candidaturas de lista única europea,
configuraba las cuotas de diputados por la población de los estados.
El Consejo Europeo de julio de 1976 abordó el estudio del PEU y fijó en 410 el número
de diputados, repartidos proporcionalmente por grupos de población (entre paréntesis, la
cuota anterior). Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido, 81 cada uno (36), Holanda,