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Mar 26, 2020

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Introducción

Roald Dahl (1916-1990) no necesita ninguna introduc-ción, ni como escritor ni como persona. Sus dos obras autobiográficas, Boy y Volando solo, reflejan su vida plena-mente y contienen además todo el encanto y la destreza del cuentacuentos que era.

Era evidente que para Dahl era tan importante ser lec-tor como ser escritor. Su madre lo introdujo con El viento en los sauces y a los cuentos de Beatrix Potter y A. A. Milne. En el colegio sus profesores lo siguieron animando a leer y así conoció las obras de muchos de los escritores clási-cos, entre ellos Tolstoi y Balzac, antes de cumplir los trece años. Entre los autores que han tenido mucha influencia en su obra se encuentran grandes cuentacuentos como Somerset Maugham, Rudyard Kipling y Damon Runyon. Pronto se interesó en escribir cuentos que se pudieran leer de un tirón.

Roald Dahl quería escribir cuentos accesibles a los jó-venes para compartir con ellos el placer de la lectura. Dijo una vez que “el éxito de un cuento es sencillo, debe tener un principio, un medio y un final. El lector debe no querer

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dejarlo ni un momento”. Los libros infantiles de Roald Dahl cumplen con esa cualidad de “no querer dejarlo” y lo convirtieron en el más popular de los escritores para niños y niñas. Recuerdo haber leído alguna vez un artículo sobre él que contenía la siguiente frase memorable: “La popula-ridad de Roald Dahl crece como un melocotón gigante”. Esta afirmación sigue siendo válida. Naturalmente, a los jóvenes les encanta cuando Jorge describe a su abuela en La maravillosa medicina de Jorge diciendo que “tenía los dientes café claro y una boca pequeña y fruncida, como el trasero de un perro”. Pero sobre todo les gustan los per-sonajes de Dahl, la anarquía y la fuerza de los cuentos y el elemento de sorpresa que nunca tarda en presentarse.

Incluso los cuentos que Roald Dahl escribió para adul-tos contienen esa misma magia. Me acuerdo de cómo dis-fruté leerlos o escucharlos por la radio, junto a mi sobrina, que tiene quince años. Es posible que los cuentos para adultos sean más crueles, más sorprendentes, incluso más impredecibles, y ejerzan una oscura fascinación sobre el lector, pero definitivamente es igualmente imposible de-jarlos antes del final.

Algunos de los cuentos incluidos en el presente volu-men son técnicamente brillantes y han gustado a muchos lectores jóvenes. Representan algo así como un puente en-tre los cuentos para niños y aquellos para adultos. En ellos aparecen una mujer que mata a su marido con la pata de un cordero, una máquina que hace audible el llanto de las plantas, el viaje de un diamante, un hombre que lleva ta-tuada en la espalda una gran obra de arte y muchos otros personajes y objetos.

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Roald Dahl escribió estos cuentos en Nueva York, en una etapa bastante temprana de su carrera. La mayoría de los cuentos infantiles que los lectores ya conocen da-tan de una etapa posterior, cuando escribía en su famoso “refugio”, una cabaña apartada en el jardín de su casa. Esa cabaña era “su” lugar, lleno de recuerdos, entre ellos uno de sus propios huesos de la cadera, operado por artrosis. Escribía allí incluso en invierno, envuelto en cobijas, con los pies metidos en un saco de dormir. Era evidente que su imaginación jamás se enfrió. Los presentes cuentos, “un poco más adultos”, te harán sentir muchas cosas; léelos en “tu” lugar preferido y disfrútalos.

Wendy Cooling, 2000

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II

Cordero asado

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas co-rridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido vol-viera del trabajo.

De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Te-nía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un mara-villoso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a aguzar el oído, y pocos minutos más tarde, puntual co-mo siempre, oyó rodar las llantas sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.

Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuen-tro para darle un beso en cuanto entrara.

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—¡Hola, querido! —saludó ella.—¡Hola! —contestó él.Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y pre-

paró las bebidas, una fuerte para él y otra más suave para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, mo-viéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso.

Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba per-manecer sentada en silencio, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentar-se descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no lo dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky lo reanimaba un poco.

—¿Cansado, querido?—Sí —respondió él—, estoy cansado.Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el

vaso y bebió su contenido de una sola vez, aunque el vaso estaba a medio llenar.

Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la me-sa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.

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—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.—Siéntate —dijo él secamente.Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un

líquido ambarino.—Querido, ¿quieres que te traiga las pantuflas?Lo observó mientras él bebía el whisky.—Creo que es una vergüenza para un policía que se va

haciendo mayor, como tú, que lo hagan caminar todo el día —dijo ella.

Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nue-vo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.

—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No hice de cenar porque es jueves.

—No —dijo él.—Si estás demasiado cansado para comer fuera —con-

tinuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en el congelador y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.

Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una res-puesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.

—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas ga-lletas.

—No quiero —dijo él.Ella se movió impaciente en la silla, mirándolo con sus

grandes ojos.—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me mo-

lesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en el congelador.

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—No se me antoja —dijo él.—¡Pero, querido, tienes que comer! Te lo sacaré y te lo

comes, si se te antoja.Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lám-

para.—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento.Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemori-

zada.—Vamos —dijo él—, siéntate.Se sentó de nuevo en su silla, mirándolo todo el tiempo

con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.

—Tengo algo que decirte.—¿De qué se trata, querido? ¿Qué pasa?Él se había quedado completamente quieto y mantenía

la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.

—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo enseguida. Espero que no me lo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, ob-servándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.

—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal mo-mento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien

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cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.

—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.Esta vez él no contestó.Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada,

excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como una autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, tomando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.

Era una pierna de cordero.Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el

cordero y al entrar en la sala encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.

Se detuvo.—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin voltear—,

no hagas cena para mí. Voy a salir.En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por

detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cor-dero congelada y lo golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.

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La violencia del golpe y el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada la ayudaron a salir de su ensimisma-miento.

Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y con-fusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo in-móvil de su marido, apretando entre los dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarlo.

“Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado”.Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pen-

sar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero, por otra parte… ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Es-peraban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían? Mary Malo-ney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.

Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a in-tentar.

—Hola, Sam —dijo en voz alta.La voz sonaba rara también.—Quiero papas, Sam, y también una lata de chícharos.Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando.

Lo ensayó varias veces. Luego bajó, descolgó el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.

Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tien-das de comestibles.

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—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.

—¡Ah, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?—Muy bien, gracias. Quiero papas, Sam, y una lata de

chícharos.El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata

de chícharos.—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar

fuera esta noche —le explicó—. Siempre salimos los jue-ves y no tengo verduras en casa.

—¿Quiere carne, señora Maloney?—No, tengo carne, gracias. Hay en el congelador una

pierna de cordero.—¡Ah!—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy

a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que ha-

ya ninguna diferencia. ¿Quiere estas papas de Idaho?—¡Ah, sí, muy bien! Dos de ésas.—¿Nada más? —el tendero inclinó la cabeza, mirán-

dola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?

—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?El hombre echó una mirada a la tienda.—¿Qué le parece una buena porción de pastel de que-

so? Sé que le gusta a Patrick.—Magnífico —dijo ella—, le encanta.Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió

agradablemente y dijo:—Gracias, Sam. Buenas noches.

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Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y de-bía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo en-tienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para prepararle la cena a su marido.

“Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no ha-brá necesidad de fingir”.

Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.

—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido?Puso el paquete sobre la mesa y entró en la sala. Cuan-

do lo vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.

Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de policía, y cuando le con-testaron al otro lado del hilo, ella gritó:

—¡Pronto! ¡Vengan enseguida! ¡Patrick ha muerto!—¿Quién habla?—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?

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—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.

—Iremos enseguida —dijo el hombre.El coche vino rápidamente. Mary les abrió la puerta a

los dos policías. Los reconoció a los dos enseguida —en rea-lidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. Él la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

—¿Está muerto? —preguntó ella.—Me temo que sí… ¿Qué ocurrió?Brevemente, le contó que había salido a la tienda de

comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pe-queña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.

Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la policía que tomó al-gunos planos y otro hombre encargado de las huellas dac-tilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.

Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que ha-bía puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar

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verduras. De regreso lo había encontrado tendido en el suelo.

—¿A qué tienda fue usted? —preguntó uno de los de-tectives.

Se lo dijo, y entonces el detective volteó y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle. “Parecía normal…; muy contenta…, quería pre-pararle una buena cena…, chícharos…, pastel de queso…, imposible que ella…”.

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.

—No —dijo ella.No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni

un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrara mejor? Toda-vía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.

—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —pre-guntó Jack Nooan.

—No —respondió ella.Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más

tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.La dejaron mientras deambulaban por la casa, cum-

pliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba

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cuando pasaba a su lado. Su marido, le dijo, había muer-to de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.

—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el ar-ma y tendremos al criminal.

Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.

—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?

—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.—¿Y un atizador?—No tenemos atizador, pero puede haber algo pareci-

do en el garage.La búsqueda continuó.Ella sabía que había otros policías rodeando la casa.

Afuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fati-gados.

—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?

—Sí, claro. ¿Quiere whisky?—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor.

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Le tendió el vaso.—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe

de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.

—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whis-ky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.

El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:

—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno en-cendido y la carne dentro?

—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!—¿Quiere que vaya a apagarlo?—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró

con sus grandes y profundos ojos.—Jack Nooan —dijo.—¿Sí?—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?—Si está en nuestras manos, señora Maloney…—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos

amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que pasó la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria es-té, nunca me perdonaría que estuviera en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.

—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.

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—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él esta-ba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un fa-vor si se lo comieran. Luego pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabier-ta. Hablaban entre sí a pesar de que tenían la boca llena de comida.

—¿Quieres más, Charlie?—No, será mejor que no nos lo acabemos.—Pero ella quiere que nos lo acabemos, eso fue lo que

dijo. Le hacemos un favor.—Bueno, dame un poco más.—Debe de haber sido un instrumento terrible el que

usaron para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.

—Por eso debería ser fácil de encontrar.—Eso es lo que a mí me parece.—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa

así, tan pesada, más tiempo del necesario.Uno de ellos eructó:—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué

piensas tú, Jack?En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse

entre dientes.

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VI

El deseo

Bajo la palma de la mano, el niño notó la costra de una an-tigua cortadura que se había hecho en la rodilla. Se inclinó para observarla atentamente. Una costra siempre era algo fascinante; suponía un reto muy especial al que nunca po-día resistirse.

Sí, pensó; me la voy a arrancar aunque todavía no es-té a punto, aunque esté pegada por el centro y me duela muchísimo.

Se puso a hurgar cuidadosamente los bordes con una uña. La metió por debajo y cuando levantó la costra un poquito, se desprendió toda entera, dura y café, limpia-mente, dejando un circulito de piel suave y roja muy cu-rioso.

Estupendo. Se frotó el círculo y no le dolió. Separó la costra, se la puso en el muslo, le dio un golpecito que la hizo salir volando y aterrizar en el borde de la alfombra, aque-lla enorme alfombra roja, negra y amarilla que ocupaba todo el vestíbulo desde las escaleras en las que él estaba sen-tado hasta la lejana puerta. Era una alfombra gigantesca, más grande que la pista de tenis. Sí, mucho más grande. La contempló muy serio, posando los ojos en ella con

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cierto placer. Hasta entonces no se había dado cuenta, pe-ro de repente le pareció que los colores cobraban un brillo misterioso y saltaban deslumbrantes hacia él.

“Pero yo sé cómo funciona esto —se dijo—. Las par-tes rojas de la alfombra son trozos de carbón encendido. Lo que tengo que hacer es cruzarla hasta la puerta sin pisarlos. Si piso el rojo, me quemaré. Me quemaré entero. Y las partes negras…, sí, las partes negras son serpientes, serpientes venenosas, sobre todo víboras y cobras, gordas como troncos de árbol, y si piso alguna me morderá y me moriré antes de la hora del té. Y si la atravieso sin que me pase nada, sin quemarme y sin que me muerdan, ma-ñana, que es mi cumpleaños, me regalarán un perrito”.

Se levantó y subió unos peldaños de la escalera para te-ner una panorámica mejor de aquel enorme tapiz de color y muerte. ¿Podría hacerlo? ¿Habría suficiente amarillo? El amarillo era el único color que podía pisar. ¿Lo consegui-ría? Aquel viaje no podía tomarse a la ligera: los riesgos eran demasiado grandes. Al mirar por encima del baran-dal, en la cara del niño —flequillo de un dorado casi blan-co, enormes ojos azules y una barbilla pequeña y puntiaguda— se reflejaba la ansiedad. En algunos puntos escaseaba el amarillo y se abrían uno o dos vacíos enor-mes, pero parecía que llegaba hasta el otro extremo. Para una persona que ayer mismo había logrado recorrer el sen-dero enlosado que va desde los establos hasta el pabellón sin pisar raya, aquella alfombra no tendría que ser demasia-do difícil. Lo peor eran las serpientes. Sólo de pensar en ellas una leve corriente eléctrica le recorrió las piernas has-ta la planta de los pies, como si fueran alfileres.

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Bajó despacio las escaleras y llegó hasta el borde de la alfombra. Extendió un piececito enfundado en una san-dalia y lo colocó con precaución en una mancha amarilla. Después levantó el otro pie; tenía el sitio justo para poner los dos juntos. ¡Muy bien! ¡Había empezado! En su res-plandeciente rostro ovalado había una extraña expresión de concentración, y quizá estuviera un poco más pálido que antes. Llevaba los brazos separados del cuerpo para mantener el equilibrio. Dio otro paso, levantando mucho el pie por encima de una mancha negra, tanteando cuida-dosamente con el dedo gordo para alcanzar un estrecho canal amarillo que había al otro lado. Una vez dado este segundo paso se detuvo para descansar; se quedó inmóvil, muy erguido. El estrecho canal amarillo ocupaba un tre-cho ininterrumpido de al menos cuatro metros y medio, y avanzó por él cautelosamente, poco a poco, como si cami-nara por la cuerda floja. En el punto en que el canal ama-rillo se deshacía en arabescos laterales tuvo que dar otra larga zancada, esta vez para evitar una zona negra y roja con un aspecto atroz. A medio camino empezó a tamba-learse. Agitó los brazos desesperadamente, como un mo-lino de viento, para mantener el equilibrio, logró llegar al otro extremo sano y salvo, y volvió a descansar. Estaba jadeante y en tensión, de puntitas, los brazos estirados a los lados del cuerpo y los puños apretados. Se encontraba a salvo, en una gran isla amarilla. Tenía mucho espacio, era imposible caerse, y se quedó allí tomando un respiro, du-bitativo, a la espera, con el deseo de seguir para siempre en aquella isla amarilla de seguridad. Pero el temor a que no le regalaran el cachorro lo empujó a seguir adelante.

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Siguió avanzando paso a paso, bordeando las man-chas, deteniéndose entre una y otra para decidir el lugar exacto en que debía poner el pie. En una ocasión pudo elegir entre continuar por la izquierda o por la derecha. Se decidió por la primera posibilidad porque, aunque pa-recía la más difícil, no había tanto negro. Era este color lo que lo ponía nervioso. Lanzó una rápida ojeada por en-cima del hombro para ver lo que había avanzado. Había recorrido casi medio camino, y ya no podía volverse atrás. Había llegado a la mitad y no podía ni retroceder ni saltar a un lado porque se encontraba demasiado lejos; y al con-templar la gran mancha roja y negra que se extendía ante él experimentó una antigua sensación de miedo y mareo en el pecho, como aquella vez que se perdió en la parte más oscura del bosque de Piper, una tarde de la Pascua pasada.

Avanzó un paso más, colocando cuidadosamente el pie en el único trocito amarillo que tenía a su alcance, y en esta ocasión la punta del pie quedó a un centímetro del negro. No lo pisaba, estaba seguro de que no lo pisaba, de que una estrecha franja amarilla separaba la punta de la sandalia de la mancha negra; pero la serpiente se agitó como si sintiera la proximidad del niño, levantó la cabeza y clavó en el pie sus ojos brillantes como cuentas de cris-tal, esperando el momento en que la tocara.

“¡No te estoy pisando! ¡No me muerdas! ¡Sabes que no te estoy pisando!”.

Otra serpiente se deslizó sin ruido junto a la primera y levantó la cabeza; ya eran dos cabezas, dos pares de ojos que miraban el pie, que contemplaban un trocito desnudo

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de pie, justo por debajo de la tira de la sandalia, por donde se veía la piel. El niño se puso de puntitas y se quedó in-móvil, muerto de miedo. Pasaron unos minutos antes de que se atreviera a moverse.

El paso siguiente tendría que ser largo de verdad. Ha-bía un río negro, profundo y sinuoso que discurría de un extremo a otro de la alfombra en toda su anchura, y de-bido a esta circunstancia, el niño se veía obligado a atra-vesarlo por la parte más ancha. Al principio pensó en dar un salto, pero comprendió que no podía tener la seguridad de aterrizar exactamente en la estrecha franja amarilla del otro lado. Tomó una profunda bocanada de aire, levantó un pie y lo fue moviendo centímetro a centímetro, y des-pués lo fue bajando poco a poco hasta que, finalmente, la punta de la sandalia quedó en el otro extremo, sana y salva, en el borde de la mancha amarilla. Se inclinó, pasando todo su peso al pie que estaba delante. A conti-nuación intentó levantar también el pie de atrás. Estiró el cuerpo y dio una violenta sacudida, pero tenía las piernas demasiado separadas y no lo logró. Trató de volver hacia atrás. Tampoco pudo. Estaba totalmente despatarrado y literalmente clavado al suelo. Miró hacia abajo y vio aquel profundo y sinuoso río negro debajo de él. En algunas zo-nas había empezado a agitarse; se deslizaba y retorcía, con un siniestro destello grasiento. El niño se tambaleó y agi-tó frenéticamente los brazos para mantener el equilibrio, pero sólo sirvió para empeorar las cosas. Se caía. Primero fue hacia la derecha, despacio al principio; después, cada vez más deprisa, hasta que en el último momento estiró instintivamente la mano para protegerse en la caída, y a

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continuación vio que su mano desnuda se hundía en una masa negra enorme y reluciente. Al tocarla soltó un pe-netrante grito de terror.

Allá lejos, detrás de la casa, la madre buscaba a su hijo a la luz del día.

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