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Mi Amigo El Pespir

Jul 06, 2018

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Maribel Rios
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Este libro pertenece a

De

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Teléfono

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El pespir es la lechuza, pequeña y curiosa,

del noroeste argentino. Su altura no sobrepasa

los 15 centímetros. Tiene las mismas costumbres

nocturnas que lechuzas y búhos. Chista como

ellos y tiene la triste fama de ser anunciadora de

la muerte

Creen los hombres y mujeres del monte

 jujeño, que cuando un rancho donde hay una

persona enferma se acerca un pespir y chista,

irremediablemente el enfermo morirá.

Estoy convencido de que esa mala y triste

fama del pespir no le hace justicia. Pienso que la

creencia proviene del hecho de que el pespir es

un animalito confiado y sumamente curioso. Y esclaro, en el rancho donde yace un enfermo

suele verse luz hasta muy tarde. Esto llama la

atención del pespir que se aproxima y lanza su

"¡chist!" para avisar que él está ahí; pero no para

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anunciar la muerte, sino porque le gusta, en la

soledad de la noche larga, acercarse a los

hombres por quienes siente una especial

atracción y cuya compañía busca a condición de

que no se lo asuste.

Yo tuve hace años un pespir amigo que en

un momento de peligro demostró ser solidario y

audaz en la defensa de nuestra amistad. Es

probable que en estos momentos sus descen-

dientes vivan aún en los montes de Santa

Bárbara y que mi amigo haya muerto de viejo.

Ojalá esté todavía vivo, Sea como fuere quiero

rendirle tributo de gratitud contándole a

los niños la aventura que hizo más estrecha y

bella esta amistad.

El Real de los Toros es una finca

enclavada en el corazón de Santa Bárbara. Por

razones que sería largo referir aquí, viví y trabajé

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un tiempo en ella. Entre mis trabajos uno de los

que más me gustaba era regar la chaucha por la

noche.

Regaba la plantación de chaucha a la

noche no por capricho sino porque es la mejor

hora para hacerlo. La chaucha es delicada,

necesita para crecer sana y apetitosa

mucha agua y si se riega a pleno sol se la puede

dañar seriamente. La sed de la chaucha balina o

manteca se calma bien con el frescor de la

noche.

 A la entrada de un corto camino que

conducía a la casa había hecho yo clavar dos

grandes aujones

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 para la futura tranquera.

Mi encuentro con el pespir se remonta a

una noche de luna clara y cálida, la primera que

fui a regar la chaucha recién nacida. Ya había

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dejado atrás los aujones. Llevaba al hombro una

azada y me encaminaba a la plantación de chau-

cha. Confieso que el chistido del pespir me

sobresaltó. Había pasado muy cerca de él y no lo

había visto. Esto debe haberle molestado y por

eso la energía y la estridencia del chistido. Me

volví. Desde la cima del aujón

me miraba fijamente con sus grandes ojos

redondos y luminosos.

- ¿Que querés?

-!Chist¡

Estuve a punto de alejarlo arrojándole un

terrón para ahuyentar la mala suerte de que se

dice es portador. No lo hice y resolví no tenerlo

en cuenta.

Fui hasta la acequia de riego y abrí paso al

agua en dirección de los surcos. Atento a mi

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trabajo había olvidado al pespir; pero éste no

estaba dispuesto a pasar la noche solo.

-Chist.

Me di vuelta. Allí, sobre un alto bordo

estaba el pespir. A cinco metros escasos de mi

brazo armado con la azada. Me miraba con fijeza

sin la menor prevención.

Debo decir que eso de pasarse la noche

solo, regando en medio de un pequeño espacio

arrebatado al monte grande, tiene sus encantos,

pero después de algunas horas uno siente la

necesidad de descansar y de tener la compañía

de alguien para cambiar un par de palabras. Yo

tenía a la mano a ese alguien: el pespir.

Me siguió a lo largo de los surcos y a lo

ancho de las melgas2. Cuando apoyaba la azada

esperando que pasase la cantidad de agua que

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consideraba suficiente, desde algún terrón

cercano chistaba y me observaba atentamente.

-Hola -lo saludaba yo.

-Chist.. . -pero ahora con un chistido suave.

Me atrevo a decir que comenzaba a ser

afectuoso.

La luna se enredaba en el alto ramaje de

un quebracho, en descenso hacia el arroyo.

Fatigado y con sueño me senté a fumar un

cigarrillo. El pespir se posó a menos de dos

metros y desde allí miraba curiosamente cómo

yo encendía y apagaba, de tanto en tanto, la roja

lumbre al extremo de un palito blanco.

Regué el resto de la noche sintiéndolo

cerca de mí, pero sin preocuparme por lo

que él hacía. Y cuando concluí la tarea y

regresaba soñoliento a la casa, me despidió con

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largo chistido desde el aujón. Y entendí

claramente que me decía: "hasta mañana".

Mientras me acostaba me pregunté si se

habría alimentado en algún momento y con qué.

Pero el cansancio no dejó tiempo para ninguna

respuesta. Me dormí profundamente en tanto la

noche, afuera, comenzaba a poblarse de

rumores y de trinos que anunciaban el alba.

 A partir de aquel chistido que me obligó a

fijarme en él, todas las noches de riego tuve la

infaltable compañía del pespir. Cuando me

acercaba a los aujones, azada al hombro, ya

estaba el pespir aguardándome en su

atalaya. Más de una noche esperé que viniese aposarse sobre mi hombro o sobre la azada; pero

su confianza era respetuosa y discreta. Me se-

guía volando bajo o se me adelantaba y me

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esperaba en el borde de la acequia de riego. Mi

itinerario le era familiar.

-¿Cómo te va?

-Chist - que yo entendía como "bien" en un

tono cordial y confiado.

Mientras yo regaba él vigilaba y daba

cuenta de las ratas que osaban acercarse a la

plantación de papa que estaba muy cerca. Y esa

actitud vigilante del pespir me daba tranquilidad,

me inspiraba confianza. Yo estaba seguro que

mientras el pespir anduviese por allí cerca,

nunca podría sucederme nada. Digo esto

refiriéndome a las víboras y en particular a la

yarará que abunda en Santa Bárbara y cuya

picadura es mortal si no se aplica en seguida el

suero antiofídico. En seguida significa antes

de las tres horas de haber sido picado. Y yo no

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tenía suero. Por otra parte sabía que en las

noches muy calurosas la yarará busca la

frescura de los surcos o de la tierra recién

rastrillada; que sale a los senderos abiertos

huyendo de la espesura caliginosa del monte

cerrado. Que sale, simplemente, en busca de

alimento fácil. La yarará no ataca al hombre

salvo en el caso de que se crea atacada. Pero

de todos modos es una víbora peligrosa.

Es la enemiga terrible de los hachadores

que se ven forzados a limpiar a filo de machete

el pie del árbol que deben derribar. Con

frecuencia la yarará, que está ahí,

 justamente, dormitando entre los yuyos o

haciendo su digestión, ataca con la velocidad de

una flecha de emponzoñadas puntas. Por eso los

hacheros del monte jujeño usan, sobre sus

raídos pantalones de algodón, un sobre pantalón

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de gruesa lona -rezago de las que se utilizan en

los filtros de los ingenios azucareros- Y cuando

la yarará clava furiosa en la lona sus colmillos

huecos, el hachero le cercena la cabeza de un

machetazo. Claro, que eso requiere sangre fría y

presencia de ánimo. Nadie limpia el monte en

Santa Bárbara a machete solo. Con la

derecha se maneja el machete y en la izquierda

se esgrime un palo de aproximadamente un

metro de largo con el cual se va apartando la

maleza. Así se evita que la yarará pueda morder

la mano izquierda.

 Aquella noche me tocaba regar la papa.

Era una noche oscura, pesada, sofocante. No se

veía un dedo delante de la nariz, como suele

decirse. Decidí llevar un farol del tipo Branmetal.

No alumbra mucho, pero permite ir viendo

el camino que uno pisa yendo al tranco. Me eché

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la azada al hombro y tomé el rumbo de la

plantación. Descubrí el pespir por la luz de sus

ojos saltones e inteligentes. Me siguió como era

su costumbre y se posó en la tierra, más allá de

la penumbra mortecina del farol. Así es que yo

no lo veía mientras regaba, pero sabía que

estaba allí, muy cerca, vigilando las sombras

impenetrables que me rodeaban, atento

a mis movimientos y al propio tiempo al acecho

de las alimañas que pudiesen merodear por los

alrededores.

-¡¡¡Chist!!!

Me llamó la atención el chistido. Nunca le

había oído otro igual. Ni siquiera la noche denuestro primer encuentro. Lo entendí como un

alerta e instintivamente alce el farol y asiendo la

azada con fuerza me puse en tensión. A un

metro de mis pies calzados con alpargatas

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bigotudas, una enorme yarará enroscada sobre

la cola levantaba amenazante la cabeza. Su

lengua bífida salía y entraba en la boca con

celeridad increíble. Quedé inmóvil, helado, sin

atinar a defenderme o a huir. Sentí, inclusive,

que no estaba en condiciones de dominar mis

movimientos. La sangre no afluía normalmente a

mi cerebro y cualquier movimiento en falso podía

resultarme fatal. Estaba a merced de la víbora.

Y de pronto entre ella y yo se interpuso el

pequeño pespir. La yarará vaciló. Eso me dio

tiempo para reaccionar. Retrocedí milímetro a

milímetro para no llamar la atención del reptil. Yo

buscaba un lugar para dejar un farol de tal

manera que la yarará quedase dentro del círculode luz para poder disponer de mis dos manos.

Gracias al pespir pude hacerlo. Como si

hubiese adivinado mis intenciones se, lanzó al

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ataque. Las pluma del cogote erizadas hacia

adelante, el piso corto y fuerte proyectado en

ariete a ras del suelo, arremetió abriendo las

alas. La yarará se balanceo hacia atrás para

descargar un golpe fulminante.... Yo ya había

depositado el farol en un bordo y levantando la

azada sobre mi cabeza, impulsándola con ambas

manos, le asesté un golpe. Se revolvió

enfurecida; inutilizada en parte por el golpe

brutal, sus movimientos eran menos peligrosos.

Por otra parte el pespir le clavó el pico cerca

de la cola y me dio la oportunidad de volver a

descargar mi azada buscando la cabeza.

Esta vez acerté en un punto vital. Se derrumbó y

comenzó a extenderse. El pespir le asestó untremendo picotazo en la parte posterior del

cráneo y la sacudió con violencia golpeándola

contra la tierra hasta que la víbora, fláccida, sin

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vida, fue una masa inerte. Sólo entonces la

dejó caer. Medía casi dos metros...

Me senté temblando aún y encendí un

cigarrillo.

-Gracias, viejo -le dije al pespir que me

miraba con sus claros ojos curiosos.

-¡Chist! -me respondió. Como si dijese "no

es nada". Inclinó ligeramente la cabeza con

gracioso movimiento y me guiñó un ojo.

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1- Aujón: poste labrado y agujereado donde se

colocan las trancas

2- Melga:  espacio de tierra, sin cultivar, entre

una cantidad y otra de rayas cultivadas

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José Murillo es argentino y ama la misteriosa belleza

del monte jujeño. Ha escrito Cinco patas, Renancó y

los últimos huemules, El Tigre de Santa Bárbara,

Leyendas para todos, Rubio como la miel, El último

hornero de cabra corral, El niño que soñaba el mar,

Brunita y Silvestre y el hurón, entre otros nombres

que nos acercan a ámbitos y costumbres propios y

extraños.