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1 FERNANDO ITURBURU Todos los derechos quedan reservados a su autor 2009
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Los patriotas del sur

Mar 30, 2023

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John McMahon
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FERNANDO ITURBURU

Todos los derechos quedan reservados a su autor 2009

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© Fernando Iturburu 2009

Licencia Creative Commons

Editorial Electrónica Remolinos 2009

http://es.geocities.com/editorialremolinos

LOS PATRIOTAS DEL SUR ©Fernando Iturburu [email protected] Primera Edición, octubre 2006 Diseño: Carlos Vallejo Fotografía: Juan Ormaza, Fabiola Ayala Poggi,

Impresión: IDEASDIGITAL 2480-478 / 091173301

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"a Fabiola y Fabia, con amor"

AGRADECIMIENTO

Este libro se debe en gran parte al apoyo generoso del Centro Ecuatoriano Norteamericano, en particular a su Directora, la Licenciada Susana Cepeda de Ferrín, mujer de amplia cultura y trabajo social que se funda en su militancia a favor de los Derechos Civiles de los negros y latinos de Estados Unidos en las décadas del setenta y ochenta. Agradezco también a Carlos Vallejo por su profesionalismo editorial, así como por su comprensión humanista y de apoyo a los escritores ecuatorianos.

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“I am a patriot-of the Fourteenth Ward,

Brooklyn, where I was raised. The rest of

the United States doesn’t exist for me,

except as idea, or history, or

literature…But I was born in the streets

and raised in the streets…To be born in the

streets means to wander all your life to be

free. It means accident and incident,

drama, movement. It means above all

dream. A harmony of irrelevant facts which

gives to your wandering a metaphysical

certitude. In the streets you learn what

human beings really are; otherwise or

afterwards, you invent them. What is not in

the open streets is false, derived, that is to

say literature… Like a monomaniac we

relive the drama of youth. Like a spider

that picks up the thread over and over and

spews it out according to some obsessive,

logarithmic pattern”

(Henry Miller en Black Spring)

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EL ASUNTO DEL QUE SE TRATA

Este libro es un compendio de crónicas del barrio. Algunas fueron publicadas en diferentes momentos, otras se mantuvieron inéditas. Otras han ido fraguándose en la medida en que el libro se fue organizando. Es una celebración de la amistad, del tiempo y de los eventos que me ayudaron a construir en mi mente y en mi vida, mi identidad de hombre de barrio, de un barrio del sur que se perdía en los límites de la ciudad. Incluyo, al final, dos textos de Luis “Cholo” Cepeda, mi amigo de infancia y también personaje principal de otros libros que he escrito. El lugar que menciono ya sólo existe en el poderoso recuerdo en el cual los patriotas del sur aún juegan alrededor de un gran fuego que armábamos en las noches y que con los años devino en nuestra iniciación en la vida. Detrás de estas páginas se esconde el deseo por volver a dialogar con quienes me honraron con su amistad y los que me dejaron conocer una parte de sus vidas, y también es un intento de traer de vuelta a aquellos que ya cruzaron el umbral.

A menudo digo que fui un muchacho del sur, de la Ciudadela 9 de Octubre. Eso significa que mi vida transcurrió puertas afuera, como ocurre en las clases populares. En esa vida externa todo se teje en las voces de la gente, en sus rumores que vienen de otros tiempos y lugares, del decir de los campesinos del litoral y las montañas andinas, de los negros del norte y de la clase trabajadora, voces y rumores en medio de la inclemencia

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del tiempo y los problemas familiares. Estas crónicas transcurren en tiempos dispares, y son más que narraciones viñetas, episodios, pequeños frescos que cuentan las maneras en que nos escapamos de la abulia de la tarde del trópico, la misma que muchas veces transcurre contradictoriamente en un encierro casero, casi de Contrarreforma. Aquí se dice la manera en la que cumplimos nuestros vagabundeos por las calles, callejones y terrenos baldíos del sur.

He resistido la tentación de volver estas crónicas una novela porque ésta se construye de manera imaginaria entre dos libros ya publicados (El Cholo Cepeda, investigador privado y Si es que te queda cariño), y porque no quería trabajar sobre una narración de tensión sostenida de acciones, indispensable en toda buena novela, sino optar por la descripción de pequeños eventos. Este libro confirma que he encontrado en la realidad local (historia, geografía y lenguaje) el material más idóneo para poblar unas cuantas cuartillas.

Valga anotar también que esto es un esfuerzo por rendir nuevamente homenaje a aquellos que consagraron sus plumas en los relatos de iniciación y crecimiento del adolescente: Mark Twin y sus inolvidables The Adventures of Tom Sawyer y Huckleberry Finn, JD Salinger con su The Catcher in the Ray, Alain Fournier y el magistral Le Grand Maulnes, Marcel Proust con su magno A la recherché du temps perdu, Jack Kerouac en su On the Road, Henry Miller siempre fresco en sus Tropic of Capricorn, Quiet Days in Clichy, Remember to Remember, Black Spring o The Books of My Life, el Reynaldo Arenas de Antes que anochezca, entre tantos

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otros que me han alumbrado el camino para vivir y entender mejor “la fábrica” de la vida.

A más de su fachada de simple anecdotario o alcahuetería de amigos, quiero creer que en este libro los lectores de otros barrios podrán encontrar también su propia herencia, sus propios patriotas y ver el pasado como un tiempo que se puede transformar.

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EN EL CEMENTERIO DE AUTOS

on Alfredo Cárdenas era un viejo mecánico que, como otros del barrio, había bajado de los Andes con su familia. Era apacible y educado y sabía cómo armar y desarmar todo lo que fuera motores. No recuerdo cuándo se fue ni en qué año regresó. Lo cierto es que un día se embarcó en un buque petrolero sólo para aparecer de manera intermitente muchos meses después. Cuando regresaba se dejaba ver solamente en el marco de la puerta de su casa, desde donde saludaba con una sonrisa y la mano en alto. Sin embargo, Pluca, su hijo mayor, era otra historia: se pasaba horas de horas en el parque en un juego interminable de ajedrez, o practicando kung-fu en el colegio, aunque extrañamente nunca cultivó ni lo uno ni lo otro, y más vale un par de veces le pegaron su chancleteada. Sus otros hijos eran Douglas y Yuri. Con ellos vivía también un tipo malgenio que sabía un poco de mecánica. Se llamaba Wacho, o algo así, y no le gustaba que nos subiéramos en los viejos y destartalados carros, esas reliquias de los años cincuenta y sesenta que, como un pariente caradura que llega y se queda a vivir para siempre, se habían instalado alrededor de la casa de la los Cárdenas. Ese era el Cementerio de Autos, y se había convertido en el mejor punto de reunión luego de cansarnos de estar parados en la esquina o sentados en el muro de los Tenén.

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Había autos pequeños montados uno encima de otro, con las carrocerías gastadas y los motores regados por todo el piso. Habrá habido cuatros jeeps Land Rover descapotados, un viejo Buick, un Chevrolet y otro de marca desconocida. Varados todos allí, nos servían para contar lo que había ocurrido en el día, y también para que iniciáramos el fantástico viaje de la imaginación. Las tardes avanzaban lentas bajo el inclemente sol del verano o la interminable lluvia del invierno. Como un viejo remero que buscaba el horizonte, los patriotas del sur nos apoderábamos del Cementerio de Autos. Detrás del volante del inservible Land Rover iba Caimito Caimunga con el cholo Cepeda de co-piloto, en el asiento de atrás Monín, Manuelón, Pinina y Joselo, y más atrás, en calidad de bulto, Rey y Cuerito. Digo asiento por decir, porque sólo había la carrocería pelada y unas cuantas tablas puestas para sentarnos. En nuestra imaginación el jeep se desplazaba lento por las calles del barrio, pasábamos por las casas de las chicas, y por el barrio de los aniñados, como diciéndoles que ahora otro era el cantar. Dábamos interminables vueltas por el parque y participábamos en veloz carrera contra el Buick que venía pisándonos los talones, en el que se habían metido Petete, el Oso, Pastora, Padre Bazurco y Chocoto.

Desde el viejo jeep veíamos nuestro futuro: La pelea del día siguiente, el partido de índor, las correteaderas de la noche por las esquinas de los aniñados, tocándoles timbres y tirándoles piedras a los techos, la nueva exploración al Guasmo, a buscar culebras, tumbar panales y recoger ciruelas, o a descubrir entre la maleza las sandías que habían crecido en la clandestinidad. En nuestras naves nunca fuimos a ninguna parte porque

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nunca tuvimos que ir a ninguna parte: El destino ya había sido alcanzado; yo sería yo para siempre y todos los demás serían ellos para siempre, y nunca dejaríamos el barrio que nos vio crecer, ni los amores que llegaron y desaparecieron. Frente a nosotros estaba la calle y al fondo el colegio Eloy Alfaro, detrás la esquina y el viejo poste con sus cables cruzados, el muro a medias en la casa de Monín, el rincón donde el Baby Careplato llegaría a enseñarnos los últimos pasos de baile que había visto en la televisión.

Otras tardes, descamisados y alegres mirábamos caer el sol mientras aparecían los vendedores a rematar el producto del día. Una mujer ofrecía motes y habas, el Chugo soplaba con un abanico el tanque donde asaba tortillas de verde, una anciana sacaba panes de una funda, el vendedor de jugo de coco había agotado sus reservas con el último partido de índor y el pastelero huía veloz en el colectivo con su canasta vacía. El cielo se ponía súbitamente rojo y luego anaranjado, dándole a las abultadas nubes un color rosa que siempre nos maravilló. El parque estaba lleno de árboles y aparecían sombras tenues alargándose sobre las veredas. La caída de sol era de un tiempo breve, porque en el trópico todo es breve y del olvido, y así nos quedábamos hasta que llegaba la noche y regresábamos a casa a darnos un baño y comer, para luego volver al Cementerio de Autos y sentarnos detrás del volante y continuar ese viaje interminable con el viejo Buick que venía detrás de nosotros, nosotros los del viejo jeep de llantas desinfladas.

Por la noche, prendíamos una radio agonizante y lográbamos escuchar una voz lejana que decía More more, how you like it, how you like, hasta que Manuelón

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reclamaba cambia esa huevada que no se entiende nada y el Baby Careplato se enojaba y decía que todo era porque Manuelón no sabía bailar, a la par que se iba a un rincón del Cementerio de Autos y se ponía a ensayar los nuevos pasos de la Motown.

Un día regresó Don Alfredo, y fue para quedarse. No sé si se había jubilado, hartado de estar lejos de su familia, o simplemente encontrado otro trabajo en tierra firme. Lo cierto es que todos se alegraron de verlo y de abandonar el marco de su puerta desde donde parecía inmóvil. Luego levantó un segundo piso en su casa y se deshizo del Cementerio de Autos. Con tristeza vimos cómo nuestro querido jeep y el viejo Buick desaparecieron. Repuestos de esa pérdida, ahora sólo quedaba organizar el asalto y apoderarnos del balde de la camioneta de Don Absalón Quiróz, el papá de Pinina.

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NUESTRO PRIMER PASEO EN BICICLETA

ebió haber sido una tarde de invierno, allá por el 73. Lo digo porque todos estábamos de vacaciones y ya habíamos desarmado el árbol de navidad del barrio. En casa, mis hermanos habían regresado del servicio militar y andaban pensando en matrimonio, trabajo y esos asuntos. También para esa fecha, Bella Reyes y yo habíamos jurado por un amor eterno con un anillo de feria como garantía del pacto. Sí, fue una tarde de invierno del 1973. Los Medina, Darío Lecaro, los Mayorga, los Ronquillo, el irremediable Cholo Cepeda, Carlos Ríos, César Noblecilla, los primos Villacís y una docena más de gente, nos pusimos de acuerdo para ir a Durán... en bicicleta. El viaje incluía parches, tubos y llantas viejas, algunas herramientas y refrescos. Poco a poco fueron apareciendo los ciclistas y cuando el grupo estuvo listo partimos desde el sur, desde la 2da. y la 7ma., en la Ciudadela 9 de Octubre. Adelante teníamos un destino que era no sólo inalcanzable sino además el intrépido desafío de ese día. Gente de otras esquinas se había integrado también al viaje. Algunos estábamos semidesnudos, en pantalonetas, con sombreros de paja o con una camiseta amarrada a la cabeza. La primera parte fue para reconocer la ruta, ver otras calles y otros rostros. Jorge Ronquillo pedaleaba

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desesperadamente para no quedarse atrasado, su bicicleta era una miniatura verde con una catalina minúscula. Hacia la mitad del camino, a la altura de Quito y Colón, el viaje se convirtió inusitadamente en una carrera. Eramos tres en Peugeot, dos Benotto y una que decía sencillamente "de luxe". Las demás pertenecían al anonimato, que en nuestra coba eran referidas como chivas o bianchis. La bicicleta de Kiko López era la mejor, no sólo por la marca sino también porque tenía el piñón fijo y una cadena muy templada. El sol caía con el furor del trópico y al final de las calles había siempre un reflejo de agua, una zona de aire líquido inclasificable. Al cruzar el cementerio de la ciudad, algunos se habían quedado en el camino: tubo bajo, temor, cualquier motivo. Lo más dificil fue la subida del puente que está sobre el Daule. Lo mejor, rodar tranquilamente, veloz, cuesta abajo hacia La Puntilla, con impulso para pasar al segundo puente y llegar finalmente a Durán. Una vez allí, algunos visitaron a parientes lejanos, otros tomamos un descanso y una buena cantidad de agua para el retorno. Otros dieron vueltas por las calles y almacenes, viendo muchachas y desafiando los límites del mercado y el cerro. Cuando montamos nuevamente las bicicletas para regresar estábamos en el malecón, junto al viejo ferrocarril y las lanchas, el muelle y las tiendas de fritadas, cangrejos y cervezas. Guayaquil, mirado desde la otra orilla, era inmenso y fabuloso. Nos detuvimos en medio del puente y miramos hacia el lejano y perdido Sur, y encontramos la gran torre de silos de Molinos del Ecuador, a la orilla del Guayas, y vimos barcos anclados a la altura de la Ciudadela. El sol ya no era una brasa

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meridiana sino una luz rojiza que coloreaba las nubes del trópico en el invierno. Deseábamos regresar pronto a casa, a las chicas que esperaban por sus viajeros, al calor de la familia, a las calles en donde estábamos creciendo y peleándonos a cada rato. Ese fue el primer viaje, real y auténtico que tuvimos los de la 2da. y la 7a. Era nuestro bautizo en el tiempo que se abría con el nuevo año y la promesa de esta vez hacerlo mejor. Después vendrían los bailes, las cervezas, los primeros cigarrillos, el equipo del barrio y la Liga Salem, los mejores y peores amigos, las desilusiones amorosas, el boom petrolero y la dictadura militar... luego del viaje a Durán. Cinco años después, Luis Cepeda, Jorge Ronquillo y yo, abordamos una vez más nuestras abandonadas y polvorientas chivas y dimos el último recorrido. Fue el 31 de diciembre de 1978, a eso de las cuatro de la tarde. Aún teníamos un poco de ese espirítu que nos hizo llegar hasta Durán tiempo atrás, pero ya no éramos ni volveríamos a ser los mismos. Anduvimos despacio por las calles del sur. Avanzamos a los barrios del Seguro y Centenario, conversando, pedaleando suave, como despidiendo el año. Había sol también. En el trópico, el sol es omnipresente en la memoria del barrio. Regresamos nuevamente a la ciudadela, viendo como nuestra sombra se alargaba en el asfalto de las calles. Estábamos rojos, quemados, sudados y llenos de una triste gloria, que en esa época era un lugar común no tan generalizado. En el barrio, a eso de las seis y treinta, la gente se empecinaba en no terminar la jornada de índor y en aferrarse al partido del último día, a la claridad y festiva calidez. A las doce de la noche asistimos a la quema de

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nuestros fuegos fatuos y a la intrépida aventura que iniciamos años atrás. Sin embargo, para los que venían detrás nuestro se abrían nuevamente iniciáticos inviernos de vacaciones escolares.

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DE QUIÉN ERA “ROCKOLITA”

ra de otro barrio, de la zona que llamamos El Rodillo. Era también mayor que nosotros, más de la generación de nuestros hermanos. Jugaba índor que daba miedo y tenía el pelo medio casquillo, un poco claro. Después de una noche desaforada de trago y serenata, cuando llegaba la mañana, Rockolita aun tenía garganta para unas diez canciones más. La noche, alumbrada de luna y sacudida por el viento del verano, había sido un festival de antologías de boleros, rumbas, cha-cha-chás, valses y pasillos montuvios, aunque las que mejor le salían eran las de Nelson Pinedo y Lucho Barrios. Sin embargo, cuando llegó la mañana con su inevitable tibieza, con la magia de diez minutos que se viven cada día mientras el cielo azul oscuro cambia a celeste, Rockolita, como un pájaro cantor parado en una rama que mira la ventana de su amor imaginario, gritó desde el corazón Amada mía/ grata sorpresa la que me has dado/ yo necesitaba un amor/ y me has enamorado, mientras todos lo mirábamos sabiendo que en su voz se iba también nuestro amor junto con el tiempo. Amada mía/ mis lares claman tu presencia, seguía, mientras la guitarra sonaba y acercaba con su mano izquierda la botella de aguardiente. Con guitarra o sin ella, Rockolita siempre se lanzaba a voz pelada, solito, a encajar con sus canciones la circunstancia del momento, la historia que alguien le había contado, con el interminable repertorio que giraba en su cabeza como

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viejos discos en una rockola. Así, escuchaba las historias de amor frustrado de los demás y cantaba según el caso, mientras con su mano derecha dibujaba gestos que buscaban darle forma a las letras de las canciones.

De pequeño, entre pases de índor fútbol, de alguna baja calificación en el colegio y los problemas de casa, Rockolita había afianzado la herencia que le había dejado su padre, el Gran Rockola: La prodigiosa memoria con la cual podría construir el marco musical y sentimental de nuestras derrotas y peleas. El Gran Rockola era un manaba flaco, casi pellejudo, pelo lacio, claro. Eso sí, buen puñete, noqueador deúna. Sólo él podía levantarse por el aire en una chalaca a la quijada, o sacar una patada que tendría como destino fijo los huevos del rival. Sólo la muerte, la que aparecía por los callejones de la Ciudadela cada año, casi religiosamente en Julio, sólo la muerte podía ganarle una pelea al Gran Rockola. Y así ocurrió.

El repertorio era de su padre pero también de su madre, una mulata de Esmeraldas que canturreaba canciones mientras regaba las plantas de su casa. Rockolita había aprendido de ambos las canciones de Los Panchos, Lucho Gatica, Alfredo Sadel y Hugo Romani, Gregorio Barrios, Genaro Salinas, Fernando Torres, Nat King Cole y Leo Marini. Su padre, armado de un archivo musical en su cabeza, cada día de los enamorados, de las madres y del cumpleaños, se paraba frente a la ventana de su esposa a cantarle Ansiedad, de tenerte en mis brazos/ musitando, palabras de amor/ ansiedad, de tener tus encantos/ y en la boca volverte a desear. O decía más cálidamente No sé mi negrita linda/ qué es lo que tengo en el corazón/ que ya no como ni duermo/ vivo pensando

sólo en tu amor. Para rematar, fervoroso de pasión, el

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viejo entonaba Estas son las mañanitas/ que cantaba el rey David/ y hoy como es día de tu santo/ te las cantamos

a ti/ despierta mi bien despierta/ mira que ya amaneció, mientras ella abría la puerta lentamente, lo miraba, le sonreía levemente, le decía algo al oído y lo entraba a casa.

Cuando murió el Gran Rockola fue como si hubiera habido un terremoto. Un día cayó fulminado en pleno trabajo. Así, aprendimos que los hombres bravos son mortales si llevan un corazón tierno. Cuando lo enterraron, la gente chupó como condenada a muerte, como si un Gran Lengua de las tribus africanas hubiera desaparecido, como si un chamán amazónico abandonara a su gente para siempre. Durante el entierro, las personas se acercaban al ataúd a darle el último adiós. A pesar de su tristeza, Rockolita ponía mucho énfasis y diligencia a lo que pasaba o lo que le tocaba hacer. Pero a ratos estaba callado y pensativo, quizá porque se encontraba en la cueva espiritual a la cual todos entramos a reponernos. Había descubierto que en la oscuridad y el silencio se podía recuperar fuerza y entendimiento.

La adopción de la memoria musical y la destreza física de su padre se dieron como una revelación, fue un sábado. Estábamos sucios de sudor por el partido y el sol de la tarde caía con fuerza sobre nosotros. Mientras los jugadores pedían las primeras cervezas se armó una bronca y Rockolita quiso mediar pero de la confusión se pasó al insulto y de allí a los golpes. El desafío fue respondido con un fuerte puntapié al interior de la rodilla que paralizó al rival. No es bueno que insultes a la gente por las huevas, dijo Rockolita, y menos que te metas con mi madre continuó, mientras el otro se revolcaba en el

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piso con la rodilla dislocada. Se sentó y dijo ¿y mi cerveza? Nosotros, que estábamos en otra parte de la calle, no salíamos del asombro por su fría tranquilidad. Luego que pasó la sorpresa nos animamos y, mientras conversábamos de política, escuchábamos unos cassettes viejos de Los Brillantes Deja que me duerma en tu seno de armiño/y arrúllame con besos/ como si fuera un niño, hasta que Rockolita, casi de la nada, o a lo mejor porque ya se había animado con los tragos, empezó a desgranar emocionado un vals de los hermanos Montecel que dice: Yo quisiera llorar y llorar tanto/ y humedecer en llanto

mis dolores/ apagar con mis lágrimas tu canto/ con

lágrimas decirte mis amores. Inmediatamente alguien trajo una guitarra, afinó las cuerdas y siguió diciendo linda pequeñita/ atiéndeme mi ruego/ que una honda

pena/ te quiero contar. Y luego mandó el bolero Temeridad, en el mejor estilo de Olimpito Cárdenas: Los dos estamos ahora frente a frente/ los dos sabemos lo que

el alma siente...Yo sé que tú también dirás lo

mismo/Aunque se te destroce el corazón... Y así, con el aplauso de los que lo escuchábamos, se lanzó todo el repertorio de lo más clásico de la música nacional. La apoteosis llegó en las primeras horas de la madrugada cuando, luego de complacer decenas de peticiones, se puso a cantar las mismas canciones que su padre, con el mismo timbre, la misma voz, el mismo énfasis y tono.

Al oirlo, algunas luces se prendieron y alguna gente comenzó a asomarse a las ventanas, sólo para comprobar que la voz había desafiado la muerte. Al llegar el día, Rockolita cantó Las Mañanitas, pero terminó llorando. Toda la gente también lloraba con él y él ya no cantaba, sólo decía mi viejo, mi viejo, dónde está mi

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viejo, hasta que salió su madre, también llorosa y se lo llevó borracho a la casa.

A partir de ese día Rockolita se consagró como el hombre fuerte de la serenata, y del quiño, valga el acote. Cada viernes, guitarra en mano, la generación de mis hermanos buscaría en sus amores tormentosos la excusa para la tertulia, y cantaría a la mujeres como en escenas de películas mexicanas, mientras le harían el coro a Rockolita cantando cuando la luz del sol se esté apagando/ y te sientas cansada de vagar/ piensa que yo por ti estaré esperando/ hasta que tú decidas

regresar...(todos juntos) hasta que tú decidas,

regresaaaaar. Y así aparecieron amores a millares surgir. Pero

esa y otras canciones las contaremos en otra crónica, pues de canto en canto, con seguridad, querido lector butino y borrachín, ya se te habrá abierto el apetito bielero. Y ahora, como lo habríamos dicho en otra parte, cierra este libro y tómate unas cervezas o unos guarisnais con tus panas de la esquina, que estas crónicas del barrio también tienen pretensiones de Manual del Buen Bebedor.

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DE LO QUE PASABA EN LA CASA PARROQUIAL

espués de verlo en fiestas, de esas con luces negras y rojas, chalecos hippies y música rockera, se había comenzado a hablar de él. Pero ¿quién era el flaco de Mapasingue? Era un puto flaco de pelo largo que había adoptado la bandera de Estados Unidos como vestimenta. Llevaba un pantalón de estrellitas blancas y rayas azules y rojas. Parecía un fantasma sacado del litoral ecuatoriano, de una leyenda de abuelos. Tenía dos metros de alto y el pelo hasta los hombros, y hablaba reposada y tranquilamente. Cuando aparecía en las fiestas se confundía con las sombras de los rincones. Hablaba inglés muy bien. Tenía algunos amigos en el barrio, Galleta era uno de ellos. De repente desaparecía y no se volvía a saber de él hasta la siguiente fiesta. Bailaba durísimo y también metía duro la mano cuando había bronca, como ocurrió un día en la Casa Parroquial.

A principios de los 70, la Casa Parroquial era el centro de actividades sociales. Había cursos de música, funciones de teatro y un jardín de infantes. Estaba obviamente junto a la iglesia de Monserrat y junto a una escuela donde aguantábamos más palo del esperado, más allá del Eloy Alfaro (o más acá, según por donde se venga). Los domingos, la iglesia se llenaba hasta el tope y afuera vendían canguil y otras delicias. Nosotros íbamos más por ver a las chicas que por rezar. Mientras el cura decía la misa, una virgen negra miraba tranquila desde lo

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alto, y nosotros decíamos cinco padrenuestros y cinco avemarías por habernos portado mal. Durante la semana, la iglesia era el lugar donde nos reunían a cantar himnos religiosos a punta de santo látigo mientras decíamos en coro por mi culpa/ por mi culpa/ por mi grandísima culpa. Nunca hacíamos nada malo pero había que pagar alguna culpa por lo que fuera, pero culpa al fin y al cabo. A un costado de la iglesia, una vez por semana, aparecía un carro de la Pepsi y proyectaba películas de Jorge Negrete y el Cine de Oro mexicano, y la gente se abultaba, cada uno con su banquito, a sentarse a ver las maravillosas imágenes en blanco y negro de los amores imposibles.

En la Casa Parroquial organizaban conciertos de rock que terminaban en pelea. La bronca siempre comenzaba porque Galleta se emplutaba y le mandaba la mano o buscaba pelea a Carlos Taboada. Taboada, aparte de mover el trasero con su taconeo en la tarima, no era pendejo. Cuando se arrechaba se lanzaba desde lo alto, como en película de vaqueros, y caía sobre algún rival para agarrarse a puñetes. Entre sus pasos estaban el del trompo y el paso gitano. Con el primero daba vueltas y vueltas mientras hacía piruetas con las manos, como esas bailarinas sobre el hielo; con el segundo palmoteaba, caminaba rápidamente por la tarima y se amarraba la camisa a la cintura mientras los pantalones acampanados flotaban con la música. Con Taboada venían también los fumones del norte. Pero el flaco de Mapasingue, que los conocía y no se llevaba bien con ellos porque no era aniñado, se venía con la gente del barrio. Mientras todos se retorcían frenéticos, Héctor Napolitano tocaba melodramáticamente la guitarra a lo Jimy Hendrix y Los Apóstoles hacían sonar los instrumentos entre tanto Jinsop

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decía I wanna know/have you ever seen the rain. Los Sobre Ruedas, que era el grupo de Cachato, el viejo Icaza y el loco Roberto, cantaban canciones de Los Náufragos, Fórmula V, Los Mitos y Los Tíos Queridos, voy a pintar/ las paredes con tu nombre mi amor/para que sepas/ que

te quiero de verdad, o el himno de los borrachos que decía de boliche en boliche/ me gusta la noche/ me gusta el bochinche/ soy un caso perdido/ me meto en el ruido y no

puedo parar, o “El extraño de pelo largo” que era una canción casi mística y que describía a los salvajes que llevábamos dentro vagando por las calles/ mirando la gente pasar/ el extraño de pelo largo/ sin preocupaciones

va/ hay fuego en su mirada/ y un poco de insatisfacción/

por una mujer que siempre quiso/ y nunca pudo amar. Hasta aquí el decorado auditivo, ahora viene la historia.

Decía que Taboada en cada paso se inclinaba al suelo. Corría, se agachaba y se paraba enseguida, sonreía y ocultaba la sonrisa detrás de un abanico, en tiro Raphael Martos de España ¿De dónde mierda sacaba el abanico? Nadie lo sabía. En una de esas, Galleta, ya entrado en biela, se inclina y le toca la nalga. Taboada, maricón o no, se ofendió con el toqueteo, sacó la pata con fuerza y le dio un plataformazo en la cara. Galleta, arrecho y recuperado, se subió a la tarima, lo agarró del pelo, lo estrelló contra el piso y entre ambos se dieron una divina puñetiza mientras volaban sillas y botellas por la pista. Se armó el coge-coge. La gente de Taboada le cayó en gajo a Galleta y todos hicieron ruma, unos encima de otros dándose con lo que estuviera a mano. El flaco de Mapasingue y los panas del barrio se metieron también a repartir y aguantar cocacho mientras las mujeres corrían despavoridas de un lado a otro, menos, claro, la que sería con los años la

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famosa Banda de las Bajacierre (llamado en los 80 El Cartel de la Ciudadela). El cura, micrófono en mano gritaba ¡compórtense!, ¡compórtense!, tarea de salvajes. Coge-coge del bueno. Al final, un poco tranquilizados los ánimos, la compostura quiso ser establecida pero ya quedaba poca gente. Otro conjunto, Los Pasos, el más turro de todos, por ahí dejaba oir unas notitas moribundas de dos tambores y una guitarra eléctrica. Ante el abandono del ring por parte de los músicos, el cura se acercó a Rockolita y le pidió que cantara. La gente del barrio le decía no Rockolita no cantes, esos manes tocan turro y te van a desprestigiar frente a las peladas. Pero fue inútil. A la voz de quieres cantar el man ya estaba rumbo a la tarima, guitarra en mano. Pero ocurrió el milagro.

Rockolita tomó el micrófono y, a lo Daniel Santos, mirando fijamente a los músicos, taconeó la pierna y dijo, un, dos, un, dos, tres, yo no he visto a Linda/ parece mentira.../ yo no he visto a nadie. Nos quedamos viendo entre todos, casi felices. El Cuervo dijo este Rockolita es un chucha. Qué hijueputa, acotó Chocoto, y nos dimos un trago de aguardiente. Luego siguió con un bolero de Alberto Beltrán: Yo no sé/cómo puede la luna brillar/cómo pueden las aves cantar/si ya no me amas tú. Y luego otro, esta vez de Ismael Rivera que dice si te contara mi sufrimiento/ si te dijera la pena tan grande/

que llevo muy dentro/ la triste historia/que noche tras

noche/de dolor y pena/ llegó a mi alma/ surgió en mi

memoria/como una condena. Y así continuó el resto de la noche.

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RODI CARABALÍ Y RODOLFO “EL ZORRO” BAIDAL

or las noches, cuando habíamos terminado las tareas de la escuela y los demás regresaban del trabajo, nos sentábamos frente al televisor. Con la ceremonia del que llega al cine, veíamos Dimensión Desconocida o Viaje a las Estrellas. Y todas la noches, religiosamente, a las ocho en punto, Rodi Carabalí tocaba con educación y lo invitábamos a sentarse con nosotros. Por esa época, él ya andaba por el metro ochenta. Junto a su juvenil y alta figura se notaba una almohada grande bajo su brazo. Escogía, como todos los del barrio, un rincón en el suelo y allí se sepultaba a ver los programas. A veces traía una colcha para protegerse del viento veraniego. Por nuestros ojos desfilaban las películas en blanco y negro, cortadas intermitentemente por propagandas y propicias para la glosa, ir al baño, contar un chiste o rasquetear el cocolón de la olla. O para que El Zorro Baidal apareciera.

Era durante ese lapso que el Zorro salía de su casa y en el silencio y la oscuridad del callejón, a cuello pelado gritaba “el zoooooorroooooo”, y golpeándose el trasero con la mano, como si fuera caballo de sí mismo, corría veloz a la tienda de la esquina, a comprarle un cigarrillo a su padre. A veces era también Cruz Diablo o los personajes que salían en Jim West. Rodolfo Baidal, alias Gurofo, era verdaderamente el Zorro. No se tomaba en serio ningún papel, simplemente vivía a plenitud su desdoblamiento, como todos, mientras corría, y la gente

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en las casas se reía de verlo tan inocente. Una noche, sentados en los fierros del parque mientras soplaba el viento, el Zorro se puso a contar historias del Tintín traídas del campo por sus abuelos: “Dice Mamá Dora que andaba con mi abuelo perdida en el campo y llegaron a una loma. En la cima oyeron los llantos de un niño y se aproximaron a la criatura que lloraba. Lo tomaron en sus brazos y mientras lo calmaban ella dijo: ‘Mira que chiquito es, aún no tiene ni dientes’ a lo cual el niño respondió: ‘Sí tengo, míralos bien’ y mostró toditos los dientes y se reía a carcajadas y después se hizo humo”. Todos nos quedamos con el pico abierto, atemorizados. A esa siguieron otras historias más hasta que se fue haciendo tarde. El viento soplaba con más fuerza pero nadie quería regresar a casa por el temor de encontrarse con los aparecidos de esos cuentos que fluían con simple precisión de la boca del Zorro.

Con los años, el Zorro se hizo buen pelotero, un hombre de amplia y sincera sonrisa, amable al trato, como su hermano Salomón “El Niño” Baidal, compañero en el Alfaro, igual que su padre el viejo Salomón, que en paz descanse. Vivían al lado de mi casa. Al frente, estaba la casa de los Carabalí, de Rodi Carabalí.

Rodi estudiaba en la escuela fiscal y practicaba todos los deportes habidos y por haber, y en todos era seleccionado del equipo, lo cual, modestia aparte, no impidió que una tarde invernal, a mediados de los setentas, el autor de este libelo le hiciera un gol por la galleta, aunque no alcanzara a esquivar el refilón de chancleta del que fue víctima por parte del ya mentado moreno caballero.

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Lo vi jugar basketball y cumplir una buena labor en los intercolegiales, sobre todo contra los aniñados de las villas grandes. También lo vi pararse tieso en la defensa de los partidos de fútbol interbarrial, en los cuales, por su testarudez, aplicaba a rajatabla el principio de pasa la bola pero no el jugador. Ya bordeando los dos metros, por lo inevitablemente flaco de su figura, le decían Cigarrillos More. Lo conocían en todas partes y en todas era bien recibido, con chacota, aguardiente, mala palabra y, si había cómo, una tamuguita de ya-ja-já.

Cuando comenzó a trabajar le fuimos perdiendo la pista. Hablábamos muy poco, a excepción de algunos domingos de sol, cerveza helada y ceviche de corvina. O cuando hacía de árbitro en algún campeonato del barrio. La última vez que lo vimos nos conversó que un taxista lo había asaltado. A eso de las once de la noche, por la calle Quito, llegando al barrio, paró el taxi, sacó una pistola y le pidió todo lo que tenía. De su maletín de trabajo Rodi tuvo que sacar los cheques certificados del banco para el que trabajaba. Los cheques los hice anular, nos contó. Lo peor fue que, como nunca, no había nadie en el barrio. Siempre los vagos están aquí menos esa noche. Mala suerte, dijo Rodi. Terminamos la conversación con un nos vemos bróder y se marchó a su casa.

Lo último que supimos de él fue que, como miles de ecuatorianos, emigró a Italia, como lo hizo su hermana Zoila años antes, como lo hizo su hermano Chacho otro caballero que tomó rumbo a Venezuela para nunca más volver.

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EVOCACIÓN DEL FABULADOR CARLOS MEDINA

A finales del 60, la TV. en Guayaquil iba desde Batman,

Cita con la muerte, Maverick, El Rebelde, Viaje a las estrellas, Los Intocables y La rubia peligrosa, hasta las tristes y unilaterales transmisiones de noticias en los informativos. Uno de los relax televisivos era Atardecer ye-yé. Ahora su nombre suena extraño, pero ¿no es también lo extraño un provocador de recuerdos? En el set al aire libre había un conjunto, quizá Los Errantes, los Corvets o Los Dragones y también una muchacha muy joven, casi una niña, que bailaba con botines negros y minifalda, y su pelo largo y rizado caía sobre sus hombros y espalda. Para Absalón Quiróz y yo, esa chica era nuestra futura novia. Ambos íbamos religiosamente todas las tardes de sábados a concentrarnos frente a la pantalla sólo por verla. No sé si Absalón -que sigue siendo uno de los cronopios más queridos del barrio y terminó sus estudios de medicina- alcanzó a verla personalmente, no creo que eso haya importado en esos años.

Absalón, así como Luis Cepeda, eran del mismo signo zodiacal mío. Este asunto no podría haber sido relevante si no hubiera aparecido el primer fabulador que conocí. Se llamaba Carlos Medina. Era un muchacho transparente, imbuído en enciclopedias, temeroso al sol de la tarde y con una radiante atracción por todo lo que fuera conocimiento, experimento de animales y rarezas afines. Carlos aparecía por el barrio cuando nosotros estábamos

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ya terminando el partido de índor. Vestía siempre con pantalón corto oscuro, zapatos y medias negras y una camisa blanca y limpia, planchada con paciencia de madre.

Antes de regresar a casa nos concentraba a todos con las últimas novedades que había leído. Nos contaba cómo se podía construir submarinos, barcos y aviones. Que era solamente cuestión de saber usar la balsa, poner o sacar la cantidad exacta de agua y cerrar algunos agujeros de ventilación, decía. Nos contaba de su abuelo que había sido pirata y había azotado durante años la cuenca del Guayas y la isla Puná. Nos relataba las increíbles historias de su tío, quien además de tener más de cien haciendas, secuestraba mujeres y las encadenaba. Nos decía que ese mismo lugar, esa calle en donde jugábamos pelota, era propiedad de su otro tío, dueño también de la Ciudadela.

Yo sabía que nuestra realidad de mocosos peloteros de clase media era mucho más brillante y versátil que la pantalla blanco y negro del televisor, mucho más que ese cadáver de terno y corbata que contaba con lujo de detalles cuántos muertos más habían caído en guerras lejanas. Pero sabía también que al lado de nuestro incipiente fantaseo, Carlos Medina era el portentoso resultado de una nueva imaginación que se formaba en el aislamienlo de ese lejano territorio, esa especie de "downunder", desértico y a la vez selvático, que era la Ciudadela 9 de Octubre, perdida en el sur de la ciudad. Ese lugar en donde todos estábamos condenados a ser inevitablemente jóvenes y no necesitábamos de nada ni de nadie; ese espacio en donde queríamos construir nuestro añorado kibbutz. Teníamos que contar sólo con eso para sobrevivir. Era nuestra propia guerra que

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estábamos librando, lejos del resto de la ciudad, pegados al río y al pantano.

De ese tiempo recuerdo a mis amigos, los tangos cantados por mi padre, a un maestro de escuela, la voz de tenor de Don Sebastián Paredes que aparecía al caer el sol llamando a sus hijos.

Nuestra vida era como el programa de la televisión: un atardecer de día sábado en el cual la gente bailaba y se divertía. Pero se representaba en una tierra diferente: la del imaginario espacio de los muchachos del sur.

Sé que Carlos Medina está en Connecticut ahora. El implacable destino, Dios o, sencillamente, la comedia humana, quisieron que también se transformara en un emigrante en busca de trabajo. No sé cómo localizarlo y tampoco si el encontrarlo haga que reaparezca ese extraordinario fabulador que nos enseñaba a construir descomunales transportes. Sin embargo, sé que en esa región perdida, eso que empobrecidamente llamamos recuerdo, él continúa con sus copiosas lecturas, con su eterno y casi hermitaño refugio en la biblioteca de su casa o en su cuarto, hasta que el implacable sol del trópico desaparezca. Él continúa en la escuela con nosotros y asiste muy temprano a las clases de Geografía y Ciencias Naturales, mientras los demás seguimos escuchando los inverosímiles recuentos de sus parientes.

Cuando Carlos Medina supo que Absalón Quiroz, Luis Cepeda y yo éramos del mismo signo zodiacal abrió las cartas y dijo: "el asunto es difícil porque los tres son iguales y porque siempre van a pelearse y a quererse, como hermanos. Y porque uno de ustedes será feliz “como Dios manda”, al otro lo perseguirá una mujer y un

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día también será feliz, y el tercero se perderá en el tiempo y recordará para siempre lo que he dicho". Y recogió nuevamente el tarot diciendo con tranquilidad: "¿Joselo, tú también quieres que te adivine la suerte?".

El inconmensurable tiempo hace que uno acuda intermitentemente al mundo de los fantasmas y a sus juegos. La televisión, un partido de índor, una canción, cualquier cosa provoca la agitación de la memoria. El resultado es un salto para volver a encontrarse en el oráculo del tarot y en la premonición de un fabulador de la infancia.

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CAREPLATO, EL OSO, EL CUERVO Y LOS OTROS

l título suena a cuento infantil y en determinada forma lo es. El que primero llegó a anexarse a la gente de la esquina fue el Careplato. Antes lo llamaban Carecuchillo y, como era mayor que los demás, se divertía azotando con sus maldades al que primero veía. Por ejemplo, se trepaba en los columpios del parque, atrapando en sus piernas a cualquiera que tuviera la suerte de mecerse, y lo llevaba por las alturas haciéndolo temblar de miedo. A veces andaba jodiendo con otros desaforados. Pero una noche en que estábamos en la esquina, se apareció callado y se paró a poca distancia. Era un escena rara porque lo veíamos y nadie decía nada porque nadie sabía qué mismo quería el temido Carecuchillo. Luego alguien le dirigió la palabra, creo que le preguntaron si quería parar en la esquina y dijo que sí. Era conmovedor que alguien tan malo se pegara a nosotros, que no éramos precisamente unos niños obedientes pero tampoco llegábamos a los extremos del nuevo invitado. Así, Carecuchillo fue debidamente rebautizado como Careplato y, a insistencia de él, pues afirmaba que era aniñado de fina estampa, rebautizado otra vez como Baby Careplato, o Julito Leoncito Ronquillito, como nos haría repetir en voz alta y palo en mano poco tiempo después. Baby Topla no jubaba pelota ni andaba metido en los deportes como los demás, pero asumía las funciones de representante del grupo en las ligas interbarriales. Allí

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se sentía a gusto: gritaba, reclamaba, vociferaba y peleaba, al mejor estilo de su pasado carecuchillil. Organizaba también a los grupos para ir a tirar camaretas a las casas a fin de año, armar peleas por puro encame y hacer las bromas más crueles. En esos asuntos llevaba un mano-a-mano permanente con Rey, el Salvaje Machucagente. Al Baby Topla tampoco se le escapaban ni los amigos del mismo sexo ni los animales que anduvieran perdidos por allí: todos marchaban al calor de su incontenible apetito sexual. Pero no era eso lo único ni lo mejor de él. Careplato era también el mejor bailarín del barrio: Llegaba con la ropa de última moda y se ponía a bailar todo lo que fuera Motown y la naciente música disco. Sin problema, se paraba en media calle mientras lo veíamos riéndonos con envidia y hacía los pasos que había aprendido en la discoteca o la televisión. Con una disciplina casi religiosa estaba a la misma hora que los demás para reírse de la vida y pelearse con quien fuera. Los días de diciembre iría también al Guasmo a tumbar el árbol de navidad de la esquina, recogería dinero para las luces, montaría guardia para que no se robaran nada del Nacimiento. Con Monín, Manuelón, Pinina o el Salvaje Machucagente, inventaría las bromas más demenciales y un día escribiría con cal en los muros del colegio Eloy Alfaro un gran corazón flechado que decía: “Sopa de queso y Ginger se aman”, en referencia al loco Huguito y su loco amor. Huguito era sólo un flaquito cabezón que andaba enamorado y, como todos, se reía de las locuras de Baby Topla. A éste, todo le habría ido viento en popa si un día no se hubiera aparecido el Oso, un peludísimo muchacho

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quien, con su delgada figura y educado comportamiento, vestido con ropa de hombre viejo, se paró en media calle, donde siempre lo hacía Baby Topla, y se puso a bailar como John Travolta en Saturday Night Fever, cosa que hizo que la gente aplaudiera y Topla se muriera de envidia y rabia. Más aún, cuando el Oso se descubrió como un excelente diseñador y pintor, habilidad totalmente desconocida para nosotros. En la misma esquina del barrio agarraba carbones y tizas y se ponía a dibujar tiras cómicas, mujeres encantadoras y cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. El remate fue cuando hizo los diseños de los equipos de fútbol. Como un fino modisto traía muestras y nosotros las comentábamos para nuevos cambios. El Oso, su hermano Pastora (Chabaco) y Padre Bazurco, venían de dos callejones atrás y estaban entre los menores del barrio. Baby Topla era el más viejo. El último que llegó al barrio fue el Cuervo, que en esa época era un muchacho tímido, bajado a látigo de Bucay, que no pateaba pelota ni en sueños. El Cuervo era el primo del cholo Cepeda y su familia se había venido a vivir a Guayaquil. Como todos, fue acogido por la gallada pero su mirada estaba en otro mundo, ya de gente más vieja y seria que pensaba en trabajo y familia. De ellos quedan los recuerdos de cómo fueron y las noticias que de repente nos llegan desde lejos o gracias a la coincidencia de un encuentro en alguna calle de Guayaquil. En la memoria, sin embargo, Careplato y el Oso aún siguen en ese mano-a-mano de baile llevado a cabo en la calle, frente a todos, mientras el Cuervo los mira incrédulos diciendo que esos pasos son muy difíciles para él, que el man es salsero, que mejor se va donde Cortijo, al Barrio Cuba, y se trepa en su flamante Cóndor mientras pone un

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casette donde se oye a Andy Montañez que dice “Yo soy el alma de un cantante errante/ que vaga por el mundo

entero”.

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LOS PERIPATÉTICOS DEL BARRIO

a primera vez que leí sobre Aristóteles me enteré de que era un filósofo griego que tenía, entre otras mañas, enseñar mientras caminaba. A este estilo pedagógico lo denominaron "peripatético”. Al mismo Aristóteles a veces también lo llaman así: Peripatético. Claro que eso de peri suena a pera, y lo de patético a pata, y todo junto a paro patético, también suena a “andar a pata”, o sea a caminar pura y simplemente por la calle. Pues bien, sin saber tanta vaina, sin haber estudiado mucho para saber todo eso, en mi barrio también teníamos nuestros Aristóteles: el Baby Juancho (Careplato), Manuelón y Ceviche de Concha. Los tres podrían haber dado mucho celo a toda la gama de filósofos griegos que tanto ha estudiado la humanidad. Veamos por qué.

En las tardes de invierno, cuando arreciaba la lluvia y el verdor de las plantas era refugio de insectos y chapuletes, nos íbamos a caminar por la Ciudadela. Había mucho de mágico y ritual en esas caminatas: Espíritu de equipo, solidaridad y hermandad no enunciada. Por la noche también íbamos por las casas viendo sus detalles, a la pesca de algun evento extraño.

Una de esas, después del torrencial aguacero de la tarde, pasamos por una de las villas grandes y escuchamos llantos y gritos. Desde detrás de la verja nos acercamos silenciosos hacia la ventana de la sala y luego a la de un cuarto, y vimos claramente la sombra de un padre

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azotando a su hijo en la espalda. No recuerdo si era un látigo o una correa, pero le daban duro, pausadamente, como en una violenta ceremonia de castigo, mientras una muchacha lloraba amargamente e imploraba: no le peguen a mi ñaño, no le peguen a mi ñaño. Nos quedamos un rato callados, todos allí, pegados a la verja de la casa, ocultos entre las plantas, hipnotizados por los golpes, diciendo “le están pegando al Colorado Borja, el viejo le está pegando al Colorado Borja”. Aún recuerdo ese momento de salvajismo y ceguera de un padre, que es la misma maldita ceguera y salvajismo de todos los padres que no aman a sus hijos. Con los años volví a ver una vez más al Colorado Borja, caminando por la calle, gordo, serio. Pero en realidad a quien veía era al mismo niño que golpeaban esa noche, lejos de mi barrio, en esas casas grandes de esquinas oscuras por las que aprendíamos caminando.

Esas noches nos internábamos en otros barrios, territorio apache. A veces un hombre extraviado y encontrado en la noche aparecía en busca del amor, y lo asaltábamos entre todos. "Pero de uno en uno", decía. Caretopla, Manuelón y Ceviche, los peripatéticos, no aguantaban paro y eran los primeros en la fila. ¿De qué hablábamos? Eran chismes, historias viejas, leyendas de los Rey del Moco por ejemplo.

Rey del Moco era un muchacho medio enano y gordito que vivía en la hacienda el Guasmo. A su hermano le decían Príncipe del Moco y a su hermana Princesa del Moco. A veces los tres aparecían montados a caballo y, látigo en mano, nos correteaban por las calles y callejones del barrio, con sus caras pegoteadas de moco en las mejillas y las orejas.

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A veces, Galleta también se juntaba a los filósofos griegos del barrio. Si Aristóteles era un pendejo al lado de los peripatéticos del barrio, Galleta le hacía un toque a Saussure y lingüistas de académica ralea. ¿A quién? A Saussure: Lingüista suizo que dijo que las palabras no tenían relación con las cosas. Galleta, sin leer a Saussure ni a nadie por el estilo, les preguntaba a los peripatéticos por qué al uno se le dice uno y al dos dos y al tres tres. Y por qué el uno va antes del dos y no del cinco. ¿Es que alguien me puede explicar eso? gritaba. Ante el silencio añadía: Valen verga ¿No dicen que están en el colegio? ¿Para qué van al colegio si no pueden responderle al Gran Galleta? Y ellos le gritaban ya cállate Galleta, déjate de fumar esa huevada, esa mierda de burro te está dañando el cerebro, te dejó loco el loco Taboada. Pero nadie en realidad sabía la respuesta. Es más, nadie entendía la pregunta. ¿Quién se imaginaba que setenta años antes, en otra parte del mundo, alguien habría dicho lo mismo pero de otra manera, frente a un auditorio de viejos ciegos de conocimiento? ¿Quién habría imaginado que el dorado sueño de Aristóteles cruzaba por la mente y la boca de la gente del barrio? Los peripatéticos una vez se aparecieron con un pupitre robado del Eloy Alfaro. Se habían metido por un hueco de la cancha de fútbol y, haciendo gala de un inusitado espíritu choretril que ya presagiaba el pandillerismo, decidieron agarrar el pupitre verde, cargarlo y ponerlo de adorno en la esquina. Y allí estaba ese mueble monstruito para asombro de todos. No teníamos donde sentarnos, fue lo único que dijeron como excusa. Semanas más tarde, ante el evidente deterioro del asiento, fueron más lejos: robaron del fondo de la zona de

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los aniñados un banco de cemento. No les dio pereza traerlo desde tan lejos. Lo pusieron junto al poste a la voz de ahora sí ya tenemos donde sentarnos. Oye, si quieres vamos a ver otro, que esos aniñados de La Favorita son ahuevados. Pero no era así, no necesariamente. Eso quedó evidenciado cuando Maranata, un loco de la última calle de la Ciudadela, medio amigo de la Huasa, del otro lado del parque, paseaba en bicicleta por zona aniñada. Tuvo un medio accidente sin importancia pero decidió putear a los aniñados quienes se quedaron callados pero, una vez lejos, le gritaron al unísono “Baja la válvula”. Cosa que, sin mediar más, hizo que Maranata fuera veloz a su casa en busca de un machete, para dejar en claro quién era el man. Pero como la pica era grande, la gente decidió unirse a otros grupos y en masa nos fuimos a la zona de los aniñados quienes, ni cojudos, también habían hecho su bulluquito de gente. De eso sabe mucho Tanano, el hermano de la Huasa, quien había decidido irse a parar con ellos, dando muestra de seria afrenta y traición a la gente del barrio, la de la tienda “La Gloria”, como se identificaban por ese entonces. La puñetiza en masa quedó en suspenso cuando el perro Bolivín se trancó a puñete con un aniñado que quería bajarle la pinta. La gente hizo barra, conatos de bronca más grande pero de allí todo quedó en veremos. Ánimos calmados, iniciamos el regreso a nuestra esquina. Quién iba a saber que ese era sólo el principio de un odio que se vería con más fuerza en los partidos de índor y algunas fiestas. Así ocurrían las cosas en las noches de invierno, cuando los peripatéticos del barrio se lanzaban a aprender algunos asuntos de la vida.

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ME LLAMAN EL HOMBRE DURO

o hay un bravo sino muchos bravos que, cuando se encuentran, terminan de aclarar las cosas a punta de puñete. Así lo vi un día de mi infancia en que Cucho y Caballón decidieron quién era quién. Recuerdo las fintas, los esquives, las trenzadas de puños y cabezasos, el código de honor de no darse en el suelo. Recuerdo todo como en una foto instantánea. Luego pasaron los años y Caballón se fue a Estados Unidos sólo para regresar una vez más. Tenía la misma sonrisa y los mismos ojos achinados, y era como si el tiempo hubiera pasado en balde. Cucho siguió cantando canciones de Leonardo Favio en las fiestas, tomaba la guitarra y arrancaba: “Ella/ella ya me olvidó/Yo/Yo la recuerdo ahora” y las luces rojas caían sobre su oscuro y duro rostro y las parejas bailaban lentas y apretadas. En la vida muchas cosas sólo dan vueltas. Como todos, Cucho encontró un trabajo de guardespaldas o algo así. Estaba viejo aunque no lo sabía, o no quería saberlo. Sin embargo, tuvo que reconocerlo una tarde de naipes en el parque cuando no quiso pagar lo que había perdido hasta ese momento. Nunca es una buena idea tener cuentas pendientes, y menos en el barrio. Cabeza de Tarro, que ya no era un niño y tenía un cuerpo de tanque, le pidió dos veces que le pagara lo que debía. Cucho, siempre bravucón, le dijo que no y lo desafió sólo para terminar bien trompeado y pateado en la calle.

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Cabeza de Tarro era malo y malcriado y sabía que iba a gozar algunos años el cetro de ser el mejor puñete del barrio. Como todo buscapleitos anduvo metiéndose en broncas por todo lado, y así también tuvo que recibir unas cuantas lecciones. La primera fue que él no era invencible, como parecía creerlo, y la segunda que la venganza siempre es resultado de un recuerdo no superado. Derrotado una vez en un avasallo, planificó la venganza y terminó incendiando una casa. Otra vez tuvo que aceptar una dura derrota a manos de Douglas Ronquillo, el sobrino de Careplato, quien a su vez debía cuidar a su hermano Nino, que también andaba de bronca en bronca. Y otro peleador bravo tuvo que aceptar otra derrota de Babita, y otro de Ernesto Medina, y otro del negro Bermeo (el Pío), y otro del negro Jim, y otro del negro Saint’Omer, todos de la Ciudadela. Gente que por lo general se mantenía a la zaga de problemas pero que había aprendido en silencio las destrezas de la pelea callejera. Y así, hasta entender que cada uno tiene su hora de salida y llegada. En otras palabras, y como dijo el enano: que en la vida no hay peleador pequeño. Eso lo sabían Galleta y Manuelón, que no eran muy altos pero que sólo les bastaba agarrar al rival por la cintura, elevarlo lo más alto posible mientras aguantaban un par de puñetes, y tirarlo al piso con la espalda partida para, allí sí, “estropearle la careta con las botas” como decía Galleta cuando se cabreaba. En la mitología del barrio, el peleador callejero, de mano limpia o de cuchillo, siempre lleva un lugar destacado. Sólo merecieron el respeto de todos los que respetaron a sus rivales y a la vida. Uno de ellos es, al mismo tiempo, todos ellos. El barrio siempre fabrica

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peleadores, pero sólo recuerda con orgullo a aquellos que se sintieron nerviosos a la hora de la hora porque llegaron a percibir la eterna levedad del ser humano y abrazaron la idea de que todo acto heroico es también una derrota, que lo que ocurre en el presente ya ocurrió antes y sólo se repite en un nuevo acto, como bien lo señala Jorge Luis Borges. DÍAS DE INVIERNO EN EL TRÓPICO

uando terminaban las clases empezaba la estación de la lluvia, nuestro invierno tropical, el tiempo inaugural de nuestra libertad y de un extraño espíritu labrado en medio de los rayos y truenos y el aguacero torrencial que caía en las planicies del sur. Muy temprano en la mañana, sin embargo, toda la Ciudadela entraba en frenesí, pues no había agua y cada uno rompía las tuberías para instalar bombas de succión, lo cual no siempre resultaba en mayor armonía. Si en invierno demoraba la lluvia, las peleas entre familias eran mayores. Otras veces, cuando la mañana venía con una garúa, su frescura se prolongaba hasta casi el mediodía. Y si había lluvia, aprovechábamos para llenar todo lo que pudiese contener agua: cisternas, tanques, baldes, ollas, tazas, cucharas, la boca abierta, todo. La tarde, en cambio, era un infiernillo o la puerta para nuevas lluvias. Cuando sentíamos las primeras gotas sacábamos una pelota de cualquier lado y jugábamos hasta más no poder. Y luego procedíamos a

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vagar por los lejanos terrenos baldíos que se abrían más allá de las pocas fábricas, mirando hacia el Puerto Marítimo. A veces, cuando el clima era más benigno, nos quedábamos jugando partidos de volleyball en la calle, o les quitábamos las cuerdas de saltar a Linda, Brenda, Nina o la Chocota y nos poníamos de pura joda a saltarla a voz de “Monje/ viudo/ soltero/ casado” lo que se transformaba rápidamente en femenino mientras no dejábamos salir de la cuerda al que saltaba. O armábamos orquetas, rifles y pistolas de balsa para tirarnos piedras o lanzar flechas de caña y tapillas de colas. El invierno era nuestro y también nos aventurábamos hacia las balseras o hacia la misma ría. Ibamos en medio de la maleza y los árboles que crecían tupidamente, esquivando iguanas y culebras, matando avispas y mosquitos. Un día nos llegó la noticia que el menor de los Santa Cruz se había ahogado. Fuimos todos como en desesperada caravana, saltando troncos y sorteando riachuelos que se formaban con el agua. Cuando llegamos sólo vimos a los hermanos del desaparecido en la orilla. La ría seguía ancha y abruptamente rumbo al océano. Desde allí podíamos ver con temor los pequeños remolinos que se formaban, pues uno de ellos había mandado al fondo al fallecido. Era invierno también cuando jugábamos los mejores partidos de fútbol en la canchita que quedaba frente al salón del negro Robledo, detrás de la Sherwin-Williams. O nos poníamos los guantes de béisbol y nos largábamos a batear una pelota que siempre terminaba perdiéndose entre los matorrales. Y era invierno cuando salíamos a recoger residuos de latas en el Guasmo.

En el invierno también supimos lo que era el amor y la tristeza del amor: Nuestras hermanas crecieron y nuestros

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irremediables celos también. Yo sacaba a piedra limpia de mi casa a Gorilón, que por esa época andaba husmeando por allí. Por las tardes, como salidas de revistas y programas de televisión, veíamos a Cleotilde Cárcamo, con el vestido ceñido a su espléndido cuerpo, a Maritza Romero y Anabelle Morales, bailando afuera de sus casas. Dejaban el uniforme colegial para volverse hermosas y tiernas a la vez. Y en el invierno también se tejieron sus historias, esas que no conocimos o que percibimos lejanamente y no comentábamos porque eso era traicionar al amigo, al pana del barrio, y es mejor no hablar mal de las mujeres. Y así, mientras todos crecíamos, en vez de encontrar un puente con ellas, lo que encontramos fue más distancia. Buscábamos el amor y tardaba en llegar.

Poco tiempo después los días de invierno comenzaban a volverse una competencia de quién tenía la mejor bicicleta. A la distancia y con odio veíamos a los aniñados en bicicletas nuevas, patinetas, motos y hasta carros, que pasaban haciendo ruido por la esquina, mientras nosotros seguíamos sembrados en el Cementerio de Autos. Por eso, lo que nos quedaba era el deporte y, en cada campeonato, la oportunidad de romperles las canillas. Una vez pasó Ruilova, alias Pelo de Chancho, tiradito a aniñado también, pero sin pinta. Le habían comprado una moto y era la única manera de que lograra levantarse una pelada. Pasaba cada cinco minutos con la maldita moto hasta que una tarde decidimos gritarle su apodo cada vez que pasara. Y así lo hicimos. Al paso de la moto se sumó el grito colectivo de Pelo de Chancho, cosa que, para abreviar, hizo que el pobre se apeara a reclamarnos. Manuelón, que siempre fue bueno para la pelea, lo miró, se le rió en la cara, le dio una patada en la canilla, le pateó la moto y le dijo con calma: “Te puteo, te

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pateo y te culeo”. A lo cual Pelo de Chancho, simplemente, optó por una vergonzosa aunque sabia retirada. A Pelo de Chancho lo sucedió Ladilla, un flaquito que vino del otro lado de la Ciudadela a parar en el barrio. Le decían así porque jodía mucho y siempre, tanto que un día lo amarraron al poste con el pantalón abajo. Eso se le acabó cuando le compraron una moto. Con ella se dedicó a espantar a todo el mundo: transeúntes, vigilantes de tránsito, peloteros. La agarraba, hacía estruendosamente run-run-run y se largaba a buscar que los vigilantes lo persiguieran en un juego en el que los gatos nunca cogían al ratón. Y eso también acabó cuando se enamoró. Al principio andaba con su novia atrás, en la moto, y a alta velocidad se besaban al frente de todo el mundo, como en una película. Y eso también se acabó cuando se hizo más grande y se casó. Fin de Ladilla.

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NOCHES DE INVIERNO EN EL TRÓPICO

uando terminaba el ciclo escolar empezaba la estación de la lluvia, el invierno del trópico, con sus mosquitos, inundaciones, grillos y humedad aplastante. El combate con la intranquila y extraña noche se iniciaba con el humo de palo santo que cubría los callejones y las casas como una olorosa y cálida niebla. Llegados todos los patriotas del sur a la esquina del Callejón E y la 7ma, decidíamos si apearnos hasta el futbolín de Don Franco, perseguir muchachas que en la noche saldrían a comprar a la tienda mientras nosotros, verdaderos forajidos, iríamos detrás de ellas a la carrera, a manosearlas vilmente como una desbocada piara, o iríamos a esperar que salieran otros a ofrecernos el mismo amor del otro lado de la línea, o veríamos a Trompo Loco, desde la parte baja de una atalaya imaginaria que resultaba la vereda cuando nos agachábamos en la calle.

Trompo Loco era un muchacho callado, de piel oscura y ojos grandes. Nadie sabía su nombre. Era casi hermético, a diferencia de su hermano que, de cuando en cuando, se paraba a reirse con nosotros. El cholo Cepeda había traído la novedad pero no podía contársela a todo el mundo, so pena de armar un alboroto y perdernos la escena. Callados, Manuelón, Ceviche, Careplato, el Cholo Cepeda y yo, nos íbamos casi a escondidas, al descuido de los demás, a ver a Trompo Loco. Llegados a la esquina de su casa esperábamos pacientemente hasta ver cómo él, sin

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saberse observado, apagaba las luces y dejaba prendida sólo una lámpara en el piso. Abría los brazos como en crucifixión y daba vueltas y vueltas en el silencio de la noche mientras nosotros veíamos la sombra de sus brazos en el techo y las paredes, como si fuera un helicóptero atrapado en una casa. Maravillados, veíamos riéndonos y codeándonos para no hacer ruido, cómo Trompo Loco giraba y caía derrotado en ese vuelo imaginario y nocturno del cual nosotros también éramos partícipes. Otras noches, más calladas que de costumbre, cuando ya no salía nadie o se empezaba a hacer tarde, nos sentábamos en el balde de la camioneta de Don Absalón, el papá de Pinina.

La noche siempre callada era interrumpida por Pinina que, de la nada se ponía a cantar, imitando el twist de Rolando La Serie: “Mentirosa/ mentirosa/ si no vuelves conmigo/Di que alguna vez tú sufriste por mí/la mitad de

lo que yo sufrí por ti”. Allí, sentados, casi en la oscuridad, nos reíamos de la gente que pasaba mientras les gritábamos apodos, hacíamos cháchara de cualquier cosa y decíamos que las candelillas eran mosquitos con linterna. De repente, nuevamente como de la nada, Pinina abría la boca y voz en cuello se lanzaba una de Ismael Rivera: “La otra noche/cuando pasé por tu casa/sabiendo que allí estabas/te negaste a contestar. Lo escuchábamos hasta que llegaba Don Absalón y nos dejaba quedarnos en el balde y partía rumbo al Guasmo que, por esos años, era sólo un terreno inmenso poblado por iguanas, bichos y culebras que salían del suelo cuarteado de tanto sol y lluvia.

Siempre me pareció extraño ese viaje, quizá porque no era un viaje de placer sino que iban a recoger al

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personal de fumigación. Así, dejábamos el territorio patrio e íbamos a otro barrio y luego hasta la Cartonera, ubicada kilómetros adentro del Guasmo. Si el infierno tenía varios caminos, ese por lo menos era uno de sus senderos, territorio de selva oscura, fango y humedad. Don Absalón recogía a dos empleados y ellos se bajaban en silencio, cargando pesados tanques de insecticidas, para salir horas después con lodo hasta las rodillas, terminada la jornada.

Por la noche hacíamos grandes grupos para jugar a la guerra. O encontrábamos, en terreno neutral, a gente de otro barrio y se armaba la pelea. O buscábamos el mismo amor. No sé si por miedo, inseguridad, rabia o rechazo a los días en que transcurríamos, lo cierto es que tampoco dejábamos pasar cualquier encuentro de bestialismo. Así, cualquier perra, gallina, vaca o burra llevaba las de perder. Quizá nunca habría mencionado esto si no hubiera visto la gran y triste película Padre Padrone, de los hermanos Taviani. Quizá por esa película pude empezar a comprender la brutalidad de lo que yacía debajo de todos nosotros, los patriotas del sur. La violencia diaria era nuestra carta de presentación, nuestros amores negados sólo fueron posibles con amores con el hombre mayor que pasaba en un carro de lujo, un hombre que treinta años más tarde moriría asesinado a puñaladas por el odio de un amante enloquecido.

En la historia de los amores negados aparece La Caballo, una muchacha que trabajaba en una casa y por las noches salía de compras sólo para encontrarse con uno de nosotros y nos pegaba a la pared a darnos furiosos besos porque, de alguna manera, como nosotros, ella también vivía en la tristeza y la soledad de la adolescencia. El mismo amor también ocurría con el

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muchacho que quería besarnos y resistía el embate mientras caía la lluvia, como si el cielo mismo estuviera cayéndose a pedazos.

Son las 8 p.m., llega Mirada de Longo y nos dice que el sastre no le ha entregado el pantalón y que quiere que le demos una piedriza. Sin pensarlo dos veces nos armamos de las susodichas rústicas armas y dejamos el terreno patrio, nuestros callejones. Mirada de Longo entró firme a reclamar su pantalón mientras lo esperábamos en la esquina. Salió al rato con las manos vacías, diciéndonos que no había problema, que le darían el pantalón muy pronto, que ya estaba casi terminado. Pero los patriotas ya estaban armados y el ataque fue inevitable. Así, desde la esquina le dimos al techo del sastre una gloriosa piedriza mientras pegábamos la carrera porque la víctima, un veterano de metro y medio, machete en mano, iniciaba el contra-ataque, una cacería de patriotas, buscándonos por horas de horas por las calles y callejones.

Es noche nuevamente. La luna llena, grande y amarilla ha salido entre las nubes. El invierno pronto terminará. La luna grande y amarilla es cortada por las nubes como en una escena de Buñuel. La luna grande y amarilla está sobre el río Guayas que, pocos kilómetros más adelante, se abre al Pacífico. Una leve brisa llega del lejano estero. Estamos todos los patriotas sentados en los fierros, bancos y juegos infantiles del parque, callados, hipnotizados mirando la luna, como jaguares en descanso, como adivinando que esa luna ya es nuestra para siempre, así, inmensa y amarilla, como una preñada venus Huancavilca que dora las aguas del río que nos vio crecer.

Es de noche nuevamente y yo estoy nuevamente con los patriotas del sur.

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DE LA BRONCA EN EL COLEGIO Y EL INICIO DEL AMOR

n 1976, Jorge Martillo y yo fuimos compañeros de aula por primera vez, (5to Curso Sociales, Colegio Nacional Eloy Alfaro). El año anterior habíamos sido enconados rivales, pues ambos pertenecíamos a dos secciones diferentes. Recuerdo que durante los primeros días tácitamente dividimos la clase en dos zonas: a la izquierda los de 4to A, a la derecha los de 4to B. En cada problema que había un grupo le echaba la culpa al otro, en cada triunfo, un grupo se enorgullecía arrogantemente frente al otro. Así, durante las semanas iniciales vivimos en el franco y obtuso pasado de un 4to año que ya no existía. La convivencia no era grata, pues el odio, la envidia y las disputas iban creciendo y llegaban a fuertes insultos y peleas. Era una manera muy rústica y frecuente de “hacerse hombre”. Nosotros, poseídos del deseo de no aceptar nuestros errores, mezquinos y “centralizados” cada uno en los caprichos, no veíamos más allá del triunfo pasajero.

José Hidrovo Peñaherrera, nuestro querido profesor de Geografía (manabita, hermano del poeta) era el dirigente de curso. Él, junto a los demás miembros del cuerpo docente, sabían cuál era la solución. Un día nos impuso un campeonato interno de índor fútbol: la condición básica era formar equipos que estuvieran constituídos obligatoria y equitativamente (50% y 50%) por miembros de cada bando. Cuando llegó el sábado

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realizamos el campeonato. Nuestro equipo se llamaba Locura y lo formábamos Jorge Martillo, el loco Mora, el negro Hurtado, el negro Bermeo, el Chugo Marshall, el loco Cocky Saona, el loco Vivar y yo. Cuando escuchamos el pitazo inicial teníamos un sólo objetivo: ganar. Con el paso de los minutos, aprendimos a conocernos mejor, a cubrirnos las espaldas, a confiar en la capacidad de los otros. Aprendimos cuáles eran los puntos fuertes y débiles de cada uno. Al final, quedamos en primer lugar. Por la noche, celebramos todos con una sonora fiesta en mi casa. Antes de la fiesta no existía ya ni el más leve recuerdo de las divisiones y enfrentamientos previos. Habíamos dado un salto inmenso: teníamos una actitud nueva, real, solidaria y equitativa.

Celebramos las canciones de la Motown, la música disco y las cumbias de Nelson y Sus Estrellas. Las chicas invitadas dieron la magia que necesitábamos, mientras las luces negras y rojas nos convertían en diestros bailadores. Terminada la fiesta, formamos un círculo que convirtió la cerveza en la chicha de la hermandad. Durante ese año varias veces repetimos el rito, pero esa noche había algo más fuerte que nos unía, un brillo de felicidad y tranquilidad en los ojos de todos. Sentíamos que estábamos creciendo, practicando el respeto al prójimo, que es el centro de la vida.

La verdad es, por lo general, sencilla y transparente. Sin embargo, reconocerla y aceptarla no es fácil, porque nos cuestiona, nos llama al cambio y a entrar en un silencio personal, en un diálogo y autocrítica con nosotros mismos. Nuestra verdad es el reto a compartir equitativamente. El Ecuador de hoy no ha encontrado aún su profesor Hidrovo ni su cuerpo docente que, con la

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sabiduría de los viejos y la experiencia que da el tiempo, nos ayuden a salir del odio mutuo, eso que llamamos regionalismo y centralismo. En 1976, nuestros profesores tuvieron la voluntad, la inteligencia y el tino para ayudarnos a salir poco a poco de la escabrosa adolescencia. Sin pasar horas y horas hablando en exceso, nos ayudaron a cruzar ese camino infernal, confuso y oscuro. Así, empezamos a dejar de ser ignorantes y a perder el temor al cambio.

Siempre hubo y habrá aquellos que boicoteen el encuentro de dos hermanos que desconfían de sí mismos (aunque se saben complementarios) porque perderán su influencia y sus privilegios, pero para la gran mayoría de nosotros fue la entrada a la vida real, al presente y futuro de nuestro tiempo.

Ese año empezaron mis febriles lecciones de inglés en el CEN. Mi viejo tenía un poco más de dinero y mis hermanos ayudaban con la economía casera. Ese año también escuché por primera vez música jazz a manos de las orquestas militares gringas, armamos un buen equipo de volleyball e íbamos a entrenar, cada viernes, como premio a nuestro esfuerzo semanal, a los colegios de las aniñadas porque teníamos el mismo entrenador, el gran Sebastián Alvarado, Don Sebas. En 1976 escribí mis primeros poemas de amor a un amor que ya nunca volvería, vi con delirio las películas francesas La Femme in bleu y Max et les ferrailleurs, solito, en el patio de la Alianza Francesa, hicimos una marcha contra la dictadura militar y contra el centralismo, organizamos una fiesta de curso cada mes, en mi casa, con una florescente medio quemada que yo había pintado de negro y le decía a todo el mundo que me la habían enviado de la Yoni, leí por

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primera vez Rayuela y otros clásicos de la literatura latinoamericana, me reunía los viernes por la noche con el cholo Cepeda a bajar una botella de licor superfino Cristal al calor de las canciones de Los Panchos, y me di cuenta de que el tiempo estaba pasando, que todos estábamos cambiando poco a poco y que el año siguiente sería el último de un ciclo que empezaba a vislumbrar sin los tormentos familiares que todos sentimos en los años previos. Y sentí también, por primera vez, la soledad y la tristeza del corazón enamorado.

Monín agarraba su vieja y grande radio, que más parecía caja de betunero, se trepaba semidesnudo al techo de su casa y, a vista de todos nosotros en la calle, subía el volumen y nos obligaba a escuchar cumbias y vallenatos o destempladas melodías de amor que iba a tararear una y otra vez. Estaba tan enamorado. Desde la esquina lo mirábamos esperando su próximo movimiento. Pero él, nada. Seguía con los ojos en el cielo, tirado sobre el techo, con la música en alto. En esos días, en los que el amor y el desamor cayó sobre nosotros, el cholo Cepeda se quedaba en una esquina, solito, bien borracho, a la voz de “yo la quiero loco, yo la quiero” y John Núñez, el pulmón del equipo, diría en las fiestas “esta man no me va a ver la cara de cojudo, loco”. Ese año llegó el amor, sin duda. Nos quedaba mucho tiempo más para aclarar las cosas, pero el tiempo, esa palabra...

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CUENCA EN EL CORAZÓN

A pesar de que mi viejo era un obrero de

imprenta y mi vieja una ama de casa, con los sucres que mis hermanos comenzaron a traer a casa se hizo posible que nos fuéramos algunas veces de vacaciones, al menos los menores de la familia, durante los duros y calurosos meses de lluvia. En esos viajes, sin quererlo, fuimos en pos de la otra parte de lo que todos los ecuatorianos también somos. Así, huíamos a las alturas andinas, a Alausí o Cuenca, la adorable ciudad colonial.

El segundo y último viaje lo hicimos por Semeria, que era la única cooperativa de buses que aseguraba un viaje decente. Mi padre y mis hermanos mayores se quedaron en casa mientras Elsa, Iván y yo terminábamos de crecer. Vivimos a un lado del actual Hospital del Seguro. Hasta allí llegaba la ciudad. Al frente de la casa alquilaban y arreglaban autos. El hijo del dueño se llamaba Ricardo y era amigo de mi hermano. Arriba de mi casa vivía la niña más hermosa del mundo, blanca y rubia, de chispeantes ojos azules, como salida de una escena de The sound of Music.

Yo era un niño aún y vagaba de mi casa a la iglesia de San Blas, a correr por el parque y a comprar los exquisitos y olorosos panes que cada tarde ponían en unos fuertes canastos. Y a veces me aventuraba hasta el centro y llegaba al viejo edificio de la Oficina de Correos. En dirección opuesta a mi casa había filas de grandes

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eucaliptos, un riachuelo, un cementerio que a veces aparece en mis sueños y piedras redondas por doquier. Pasaban los días y el frío era combatido por la leche caliente que nos brindaba mi madre. Recuerdo las habitaciones de la casa, el piso de madera brillante y austera, el callado patio interior, una canción de Rafael que no dejaba de sonar en la radio y el éxito del Deportivo Cuenca. En esos meses me vi también con Monín, uno de los patriotas del sur, porque su familia era de Cuenca. Monín murió como mueren los valientes del mundo: trabajando de inmigrante, en una construcción en Nueva York. Pero murió también de la manera más triste y brutal: recogiendo una herramienta sólo para caer desde los andamios de un piso alto.

Y luego pasaron los meses y fue hora del regreso. Empezaba el nuevo año lectivo. Quizá por ese cambio, cuando dejé Cuenca, ya no era el mismo muchacho de antes, pues pronto dejaría la escuela para entrar al Eloy Alfaro. Así, el niño que aún era empezaba a despedirse de su infancia. Del regreso a Guayaquil recuerdo que tomamos un inmenso bus. Mi padre, mi madre y mi hermana iban sentados a mi lado, mientras me volteaba una vez más para ver cómo Cuenca desaparecía entre las montañas. Ahora sé que eso era en realidad voltear los ojos para ver algo hermoso de mi infancia.

Pasaron los años y sólo luego de terminar el colegio pude regresar a Cuenca, pero esta vez sin mi familia. Estaba ya en la universidad y me había dado cuenta de que necesitaba pisar sus calles, advirtiendo quizá que sería el inicio de un rito permanente. Los grandes camiones de Semeria eran ahora veloces furgonetas que comían las curvas de los Andes. Luego de

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dejar la Costa y empezar el ascenso de las montañas, luego de las maniobras en el camino y de la eterna neblina, por fin vi su río, más pequeño y correntoso que el Guayas, recibiéndome en cada recodo, el brillo de su agua violenta bajando al litoral.

Cuando llegué a Cuenca me ubiqué en el centro de la ciudad hasta encontrar mi amada iglesia de San Blas. Caminé nuevamente por el parque tratando de recordar cada rincón y verme en los niños que ahora andaban en bicicleta. Busqué inútilmente la panadería, los canastos surtidos de panes. Iba con un nudo en la garganta. Caminé más y encontré la que fue mi casa, ya cambiada, y la ciudad extendiéndose sobre los desaparecidos eucaliptos. Busqué a Ricardo en su casa y, al abrir la puerta y preguntar por él, la empleada me dijo que había muerto hacía seis meses, y que su familia vivía en el extranjero. Sorprendido y triste me despedí. Volví al parque y me senté a llorar por todo: el tiempo, la niña que ya no estaba y la muerte de Ricardo. Lloré en silencio sin importarme la gente.

El regreso a Guayaquil fue también mágico. De alguna manera la ciudad de mi infancia volvía conmigo al trópico, mientras la furgoneta bajaba veloz la carretera. Desde ese momento siempre fui y volví de Cuenca, pero de manera callada, sin ceremonias colectivas. Así lo decidí a fines de los 80, cuando en un encuentro de talleres del Banco Central se empecinaron en agotar a la audiencia con los mismos discursos “anti-imperialistas” de siempre. Cansado ya de esos simplismos, abandoné el congresillo para no volver a él nunca más. Salí, caminé en dirección al río y entré a una tienda pequeña, oscura y polvosa. Y nuevamente encontré la vida: tres viejos

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conversaban amigable y caballerosamente mientras bajaban una botella de shumir. Me senté a su lado, los saludé y me saludaron. Les rogué que aceptaran una botella en mi nombre y conversamos de Dios, del gobierno y de los hombres, del campeonato de fútbol y de los problemas laborales, haciéndose bromas mientras yo los escuchaba. En ese encuentro pude reconciliar mi infancia, mis frustraciones de esos años y lo que quería sentir con fuerza inusitada: ser nuevamente el muchacho del sur de la ciudad que regresaba a casa.

Desde ese entonces volver a Cuenca es inevitable porque es también volver porque allí el tiempo me interroga y soy feliz caminando por sus pequeñas y empedradas calles mientras respiro el aire frío de los Andes y el cielo azul se abre repentinamente con el sol después del granizo impredecible.

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EL ALMANAQUE CONTEMPLO CON TRISTEZA

uayaquil 1978. El gordo Nieto un día tomó el avión y se fue a México. Con el Conde de Montecristi y el negro Ulloa fuimos a despedirlo al aeropuerto. Nos dijimos adiós con un abrazo y subimos a la terraza a ver cómo el avión despegaba y se hacía chiquito en el azul del cielo. Imaginábamos que el gordo ya habría abierto la primera cerveza o sentiría la grave tristeza de dejar el terreno que uno quiere, el lugar en donde nacemos y crecemos. Teniendo trabajo y amigos viajar al extranjero, ¿para qué? Todo lo que quise yo/ tuve que dejarlo lejos. Nieto estaría como el personaje de Velasco Mackenzie, la chica que viaja al norte protegida sólo con una chaquetita y sus sueños de emigrante. En los sueños de esa chica iban también los sueños de todas las muchachas de Ecuador, y en el viaje del gordo nos íbamos también nosotros. Cuando el avión desapareció en el cielo empezamos a sentir un extraño vacío. Con ese mismo vacío, interior y desconocido, tomamos un bus de regreso al centro de la ciudad, pero nos bajamos a medio camino, en el Coliseo Cerrado, que estaba atestado de colegialas. Con el Conde y el negro tratamos de perdernos en la multitud, pero en nuestra incómoda desazón sentíamos el peso del hermano mayor que se había muerto. ¿Cuándo volvería? ¿Qué mierda haríamos ahora sin él? ¿En qué quedaría el grupo Sicoseo? ¿Quién nos prestaría sus libros, nos llevaría al Drill Dominó y nos haría escuchar

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los últimos discos de la Fania? El gordo se había ido, la suerte estaba echada. Luego pasarían algunas cosas, más de las que hubiéramos deseado. ¿Qué pasó después?

CRUCERO DE MEDIANOCHE

os únicos años interesantes de la universidad fueron los primeros. A veces tenía que ir temprano, golpe de 6 a.m. Medio salía de casa y Kukuku ya andaba patrullando la Ciudadela en la furgoneta celeste. Dando vueltas y vueltas con algún galarifo que pillaba por ahí y que le acolitaba el dato. Siempre que lo topaba, doblando las esquinas o perdiéndose veloz por las calles solitarias, pensaba en los misteriosos meandros y laberínticos recorridos que hacía en la furgoneta.

¿Tú la manejaste alguna vez? Era full-equipo ¿Te acuerdas? me pregunta el cholo Cepeda. Claro que sí, le digo. Pero más que la celeste, la roja. 1980, quizá antes. Una noche, el Conde y yo decidimos apoderarnos de ella. Por esa época la parqueaban a diez cuadras de la casa, con guardia privado y todo. Habíamos estado concentrados desde temprano, hacién-dole homenajes a Baco y a los primitivos dioses de la chicha jora. Después de terminar la sesión nos enrumbamos hacia el sur. Era tarde ya pero aún el espíritu estaba heroico. Entré a casa, robé sigilosamente las llaves y fuimos hasta el vehículo. El guardia quiso decir algo pero se quedó frío cuando me reconoció. O lo dejamos frío, mejor dicho, porque deúna nos trepamos. Salimos por la Avenida Domingo Comín,

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andando despacio y escuchando la música aniñada que ponían en el programa "El correo de las brujas". El Conde estaba hundido en el asiento en calidad de guiñapo. Parecía que el cielo se le hubiera derrumbado aunque lo único que pasaba era la ya usual soledad de esos años. No tenía novia y eso aumentaba lo que él repetidamente llamaba su "crisis existencial".

Pasamos por los barrios Cuba y del Astillero. Viramos por la Avenida Olmedo y tomamos largo por el Malecón. El silencio y quietud del río iluminado por la luna hacían más extraña la noche. Cuando nos acercábamos al Cerro Santa Ana, por Loja y Las Peñas, el Conde se emocionó y me dijo casi gritando: "Súbete al Cerro, súbete, súbete". ¡Calmaos, chucha! exclamé yo. Doblé tranquilamente a la izquierda y seguí largo hasta llegar al cementerio (La Estación de los Mudos, como la llamaba Zambo Pedro) y otra vez largo hacia el sur por Tulcán. Por esos lares la cosa fue cambiando. Había más carros y más locales abiertos. Un público inusitado se abanicaba en chévere. La música de las cantinas se escuchaba como por postas. De Kike Vega a Lucho Barrios, de Los embajadores criollos a Panchito Riset y cangrejitos y más cervezas para todos.

Los taxistas se insultaban y por ahí uno que otro me pegó a mi también su puteadita: "Dále más rápido, cachudo". Otros, confundiendo a mi co-piloto y aristocrático amigo con alguna nocturna damisela, repetían la frase "llévatela a Los Pinos” y versos por el estilo. A todo esto, a él no le importaba que de poeta lo confundieran con poetisa porque "arte es arte", según sus palabras. Vi que se estaba animando y como queriendo salir del letargo (recuperación guiñapil) y, cual cucaracha

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con la luz encendida, quiso arrebatarme el volante y manejar la furgoneta. ¡Alto ahí, chucha! ¡Calmaos he dicho! Le espeté en la caracha. Luego puso música salsa y a cada rato sacaba la cabeza por la ventana gritando soeces mensajes que, sólo por no rayar en el bajo nivel verbal-Pancho Jaimista, no reproduzco en estas líneas.

Presintiendo una alocada actuación y despelote me puse mosca por el Conderili, pero vi que todo era falsa alarma de borracho. "Vámonos al King, loco, que allá te conocen los morenos". Y claro que me conocían, pero por Kukuku: "Ese es el hermano de Iván", “ve, ahí viene el hermano de Don Iván", "mira, ese que viene ahí, el de la cabezota, ése es el hermano de Iván". Iván para arriba y para abajo. Esa era mi carta de presentación. Y llegamos, luego de recorrer Lizardo García y virar por Cristóbal Colón (¿qué diría el Almirante si viera que su nombre cruza el barrio de los prietos y que ellos, en justa reciprocidad, se mean y se cagan en su nombre?).

Una cuadrita más y zás: El King y su música, rumba y guaguancó a todo trapo. Ceiba y Siguaraya, como diría Celia Cruz. Ahí estaba la mejor rockola de la ciudad. La música mortal de Johnny Pacheco y Casanova y su tumbao añejo/chévere que chévere, decían en “El agua del clavelito”. Y también estaba el pregón de esos días que decía tumba la caña machetero/ya viene el carretero a recogerla enseguida... Pero no me acuerdo quién la canta cholo. Oye, dice Pico de pollo Cepeda, eso no importa, sigue chupando. Hecho, digo yo: entonces, querido lector, si se acuerda del cantante, por favor, escribir a la casilla 3491: Editorial Cucharón de Oro, Guayaquil-Ecuador. ¿Estás contento ahora? le pregunto. Sí, me dice, ahora sigue escribiendo que quiero ver en que

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termina esta crónica. Sigo, servicial y dócil, firmemente convencido de que nunca podría escribir un libro serio.

Sancho Panza Cepeda achica el agua del bote y abre otra botella de chicha jora que combina con todo: gripe, cachos, tusería, machismo, chires, caspa, gordura, flacura, cortedad craneal, matrimonio y etc. de los etc.

Llegamos al King y la nota estaba en su punto. Afuera del salón las morenas jebas atizaban el carbón para preparar más bollos, arroz con menestra/carne asada y patacones, seco de chivo, gallina o guanta, cazuela y encocado de pescado o camarón. Un festín del hijue. Y, para completar, botellitas camineras de aguardiente manabita Frontera, en fila india. El Conde, con pretexto de baile, empezaba un extraño delirio, mezcla de hambre, sueño, existencialismo del trópico y las más raras manifestaciones de lujuria gestual. Me parqueo y oh, sorpresa, veo la furgoneta celeste de Kukuku a un lado de la calle. Me bajo, miro hacia arriba y ahí está el mismito gordo, en pantalón corto y chancletas, sin camisa y con la cadena de oro colgándole hasta donde terminaba el pecho y empezaba el barril. Habla loco, me dijo serio desde el entrepiso. Le hice un saludo en corto y cohete me metí en el salón. El Conde, que aún estaba afuera, inmutable, seguía terminándose un corviche que había hecho preparar. Nos sentamos luego en los banquitos de madera y pedimos un par de bielas. A los dos minutos (no es paro) apareció la dueña vistiendo un largo traje blanco de algodón, arandeles, doblones y detalles bordados. Llevaba también un sombrero de paja toquilla con cinta celeste. Estaba hermosisíma. Sonriendo se acercó a nosotros y me dijo: Hola cuñado ¿Cómo estás?

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Yo iba a saludarla cuando el Conde se tiró hacia ella y, cual ninja turriflai, le tomó tiernamente su mano y la besó. Acto seguido buscó afanoso el cuello de la bella dama y trató de besarla y hacerle canchis canchis en público, haciéndome quedar mal. Las peores muestras de descompostura y lascivia que recuerdo en el Conde ocurrieron esa noche. La dama, media enojada conmigo, lo esperjeó a un lado y me dijo: "cuide a su amigo" y se marchó. Ahí me le cabreé de verdad y le dije: ¡Calmaos chucha! Lo cual surtió parcial efecto, porque el susodicho optó por quedarse tranquilo y quedito durante una buena parte del tiempo que estuvimos allí (arrechera de corvichín pasmándose). Luego ella se puso a bailar. Daba acompasadas vueltas tomando la parte baja de su vestido con las manos. Extendiéndolo a lo ancho y sonriendo con toda la alegría de su movimiento, chévere que chévere. Viendo con el rabillo del ojo pillé al Conde secándose un hilito de baba con el pañuelo (porque los poetas de verdad siempre llevan pañuelo, el mismo que, como bien sabe el lector, es el último vestigio de la caballerosidad). Ella seguía su baile y otras mujeres del salón también se tiraron al ruedo. En medio del danzón, como surgiendo por las mesas, apareció el negro Jimmy.

Jimmy era un negro inválido que usaba muletas y tenía unos brazos que, para compensar la deficiencia, parecían piernas de futbolista. Traía el cencerro, el bongó de cuero de vaca y las maracas. Ahora sí vamos a hacer bulla, me dijo, acotando que Kukuku seguía allá arriba y que lo había mandado para que nos cuidara y que, por lo tanto, él de ahí no se movía hasta que nos fuéramos. Y así empezó el traqueteo y la bullanga que Jimmy matizaba con pepos de aguardiente de caña. ¿Tú no bebes,

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campeón? me preguntaba a cada quiño que le pegaba a la botella y toca el bongó y dale a la campana y así hasta que el Conde se encandelilla con las maracas y cambia a los palillos y dale que dale a la mesa mientras yo siento un cutín cutín sonido de una botella y el Gran Combo cantaba Ampárame y toda la gente cuchá cuchá y el baile era una sola atmósfera de luces rojas y verdes y un prieto gritaba África África África y luego sonaba algo distinto, relajante y engrupidor y yo pensaba en una mujer que tardaría años en aparecer, una mujer a la que también le diría sin tu cariño no existen rosas ni primaveras y Pappo Lucca en el piano. Esa era la salsa, recuerdo a mi noviecita/mi amor a los quince años/yo tratando de

besarla/ y me decía si me vuelves a tocar te araño/que

bonito es el amor/porque acaba con la pena/cosa

rica/cosa buena, decía el panameño Rubén Blades cuando soneaba con la Fania.

El King, era el lugar en el cual el fin del mundo, el vértigo de la noche y el conocimiento de la pobreza eran lo único que quedaba. Era nuestra guarida, nuestra casa protectora y el lugar de meditación. Pensaba en esto cuando en la siguiente pieza aparece otra vez el tacatá/tacatá/tacatá. Mientras tanto, el Conde, recuperado totalmente de su borrachera y transformado en jubiloso bailarín (Fred Astaire en el barrio de los negritos) se tira a la pista, se desbarata cual marioneta, se desgaja, se va al suelo y hace con la boca sha/sha/sha, como si fuera un pato, meneando la cabeza de un lado a otro, como perico ligero haciendo el paso egipcio. Me pongo a buscar Guayaba, guayabita sabanera, el Lindo yambú de Santiago Cerón, el Vendedor de agua, El Panquelero... Hey, campeón, oye, oye, no bebas tanto que después no

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puedes manejar, oigo la voz de Jimmy que me habla desde el otro lado. Le digo que ando buscando guayaba y él se ríe y me dice hazte trapo nomás que yo te acolito y zas, yo también me pego un trago de Frontera y poco a poco me voy haciendo la idea de que esos son en parte los verdaderos laberintos de Kukuku, los meandros a los que había entrado y que quedarían para siempre en la memoria.

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AL PRINCIPIO ERA EL PEZ QUE FUMA

k, vamos a refrescar cómo fue todo. Esto empieza más o menos así. Guayaquil, Barrio de Astillero, verano de 1980. Estábamos Kukuku, Pancho Ronquillo, Cafecito Arteaga y yo. Kukuku dijo voy a poner una barra de salsa, va a tener luz roja, un espejo inmenso detrás del mostrador para que los butinos se engrupan y empluten hasta las cachas, le voy a decir al negro Pescao que ponga música. El piso debe estar brillante, la melodía certera para el bacaneo y el aire acondicionado a full. ¿Y qué nombre le ponemos? Yo abro el pico y le digo ponle El pez que fuma, en homenaje a la película venezolana.

A las pocas semanas funcionaba El pez que fuma en las calles de Chimborazo y Colombia (esquina). La inauguración fue una chupiza a vaca mú. Kukuku había invitado a unos vecinos que pensaban que la barra sería un prostíbulo "a pocas cuadras de un colegio de señoritas", según la volante que repartieron. Era sábado y hacía un sol de hijue. Por esa época yo andaba con Lucía, el Conde de Montecristi ya era mi pana, así como Cucharón de Oro y el poeta greco-chipriota Urías Fuenzalida, exiliado de Pinochet (con esa delantera Ecuador sí podría clasificar al mundial).

Al negro Ulloa, al ronco Artieda y al manaba los veíamos sólo de repente, ergo, se perdieron la inauguración del local. Estaba la gente del barrio y la plana mayor del MRIC, el grupillo politiquero al cual el

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Conde llamaba La nave de los locos, dada la inefabilidad de sus líderes, sobre todo del célebre Comandante Gargajito.

Yo caía por el pez a veces enjebado a veces solitario, con un yunta o la gente del barrio, cualquier noche de tragos era dedicada a los clásicos de la salsa, la Sonora Matancera y sus boleristas, un poco de Beny Moré y Celia Cruz cuando decía usteeeed abusooooó/ sacó provecho de mí/ abusooooó/ de mi cariño usted se burló/ se rió/ me

dejó. Una noche estábamos Rockolita y yo. Papaíto

decía para ti/ yo canto madre querida/ para ti y Roberto Roena tocaba el himno de un amor imposible potente cual marejada fue su amor/ la playa de mi cariño la arrasó/

marejada felíz/ vuelve y pasa por mí/ aún yo digo que sí/

que todavía pienso en ti, mientras en un flash-back Ismael Miranda recordaba que para componer un son/ se necesita un motivo/ y un tema constructivo/ y también inspiración. Pero las mujeres llegaban al bar repentinamente y luego se iban a buscar otros mares de locura. Y muerte y resurrección ocurrían a un mismo tiempo. Desde la atalaya, que era la cabina de música, veíamos desfilar en la pista de baile a banqueros, escritores, albañiles, futbolistas. Desde la cabina de música, Rockolita y yo, celebrábamos nuestras derrotas amorosas, el desembarco de la nave de los locos, la pérdida del poco equilibrio que nos quedaba y la búsqueda de una razón para vivir. Desde allí todo se iba poco a poco iluminando a punta de cubalibres y cigarrillos. Y la magia del trópico dejaba de ser la cruel realidad para convertirse en una película que vemos casi distraídamente en un cine de segunda.

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EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE MÁS SUEÑO

. Pesar de los pesares, el MRIC, la nave de

los locos se fue a pique, la economía nacional a la mierda, Lucía desapareció y llegó el Fenómeno del Niño, el invierno tropical adueñándose de la Costa. Años de diaria lluvia torrencial, inundaciones y destrucción de la esperanza. El pez que fuma también se fue a la mierda: los policías, los comisarios de turno o cualquier cojudo de la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil aparecían pidiendo dinero "para la campaña del partido". El amor, la militancia, la rumba, todo se fue volviendo como una canción de Felipe Pirela y la orquesta que se retira de a poquito, dejando sonar de uno en uno los instrumentos hasta que pum se acabó.

Con el Conde, en esos permanentes arrastres de la tristeza o el odio, religiosamente, cada sábado por la mañana, íbamos a casa de Velasco Mackenzie. Ahí estaba él esperándonos con sus libros, caminando lento con nosotros por la Avenida Quito hasta llegar a la esquina de Maracaibo, sentarnos, chismear y conversar de literatura y pedir las primeras cervezas, carne de cerdo y condimentos. El gordo Nieto se había ido y Velasco Mackenzie nos aguantaba la caña con paciencia de madre, hasta nos tomaba en serio. Nos hacía entrar a su casa y nos contaba lo que estaba escribiendo. ¿Cómo sería posible escribir algo mejor que De vuelta al paraíso? me preguntaba a mí mismo. De su casa íbamos directo a la tienda de doña Julita, a rematar con canciones de Julio

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Jaramillo, o llegábamos entusiasmados a la cima de la montaña y desde allí, sentados y en silencio, veíamos Guayaquil hacia el sur, mientras el sol caía sobre nuestras espaldas y sonaban canciones de John Denver, James Taylor, Jim Croce, América o Seals and Croft. ¿Para qué nos sirvieron esos años en la nave de los locos? ¿Por qué acudimos una y otra vez a esos bares y canciones?

Ahora que estoy escribiendo esto me doy cuenta que El pez que fuma ha quedado de alguna manera en todos los que allí escuchamos la canción que dice nació en el mismo solar que yo nací/ y canta como yo/ le canto

la melodía de los suburbios que Santiago Cerón nos enseñaba mientras el Cuervo Zavala repite que fue una nota turra vender el pez, sobre todo los discos, y, abriendo los brazos al cielo sentencia: toda una historia, toda una vida bróder y pide tres más y le dice a Rockolita que ponga un bolero Bobby Capó y que sigamos chupando.

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ALMA INQUIETA DE UN GORRIÓN SENTIMENTAL

l que llegó primero fue Chinto Ness, el mismo que, apenas vio al poeta le gritó ¿bebéis o no bebéis? -¿Por qué le hablas así?- interrogué sorprendido. A lo cual el Chinto respondió que era por respeto a Iturburu ya que, al ser poeta, él no podía preguntarle en términos vulgares chupas o no chupas, como si fuera un borrachito cualquiera. No. Había que preguntarle con elegancia: bebéis o no bebéis, o el poeta no respondería. Le decíamos Chinto Ness porque, una lejana noche, en la esquina del barrio, se había puesto a imitar al narrador de Los Intocables para contar los chismes de la gente. Era de allí que el vate Iturburu había sacado la idea de escribir literatura policial, no de los libros, como él quería que creyéramos. Lo digo yo y lo certifico, pues fui yo quien tuve la grabadora en mi mano mientras el Chinto se explayaba en detalles de la parodia. Y fui yo quien escribió el libreto, lo hicimos con Cocojox y La Garra. Luego empezaron a llegar los demás. Allí estaban, tal como lo habían augurado, Pollo Enano y Camachiño, el Cuervo, el doctor Bonilla y el loco Villacís. Más tarde llegarían Kukuku, Gorila y el gordo Lucho. Aparecieron Frejolito, los Pilones, el Oso Yogui, Mente Enferma, Petete, Salomón el Niño, Guarulo, el negro Bermeo y el Amigo. Lechuga llegó solo pero con unos cds de música de los 70. También llegaron las mujeres del Cartel y hasta la familia Cabrera, los gitanos del barrio, quienes sacaron

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sus guitarras y se pusieron a tocar interminables pasillos seguidos en coro por todos nosotros tú eres mi amor/ mi dicha y mi tesoro/ mi sólo encanto y miiiilusión/ ven a

calmar mis males/ mujer, no seas tan inconstante. Y, la plena sea dicha, como en los viejos tiempos, la pasamos bacansísimo, pues luego nos tiramos al ruedo y nos fuimos de salsa, disco, boleros y otros ritmos debidamente rastrillados en el roce de piernas y demás toqueteos, fundamentales todos en la lucha cuerpo a cuerpo. En una de esas pregunté por los que no estaban presentes: Cachato, don Perry, Magucito, la Huasa y Papa Chola. ¿No sabes? me preguntaron al unísono, se hicieron hermanitos, han dedicado su vida a predicar el evangelio según los Testigos de Jehová. Yo, tirándome para atrás como Condorito, me dije el tiempo todo lo cambia, mientras, para variar y de puro jodido, puse una canción de los Beatles que decía Miiiiicheeeelle, these are words that go together well/ ma Michele/ Miiiiichelle ma belle/

sont les mots qui vont trés bien ensemble/ trés bien

ensemble. Esa es la plena cholo, la plena de verdad, gritaba entusiasmado el ya ebriongo poeta. ¿Y qué hay de La Sombra? comenzaron a preguntarse. (Por si la lectora no recuerda, o no ha leído mi novela, La Sombra es el alias con el que el pueblo bautizó a un personaje real, o de su fantasía, nunca se supo, que ajusticiaba a criminales). En los últimos días se había vuelto a hablar del tema, pues habían encontrado cadáveres en las carreteras, barrios bravos y vías marginales, y la mayoría de ellos tenía una S en el pecho, claramente realizada con un cuchillo, y un hueco en la frente. No, no es La Sombra, comentó Iturburu. Está claro por el estilo, los lugares y los muertos. Es sólo la violencia

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diaria, la de siempre, esa que ya a nadie le importa, terminó diciendo, mientras unos reafirmaban que eso era lo que se necesitaba: orden para el progreso, y otros decían que, de todos modos, La Sombra actuaba fuera de la ley y eso no era bueno para la democracia. Democracia, alguien replicó, cuál democracia, mientras seguíamos con música y cerveza. El sábado ya era propiedad de la noche y se adornaba de los últimos cantos de grillos, sapos y picadas de mosquitos, todos los cuales se batieron en abrupta retirada cuando el solícito Pepe Norro hizo que el humo de palosanto invadiera la terraza. Ya estábamos en pasillos de Olimpo Cárdenas, valses de JJ y boleros de Patricia González. Ya habíamos bajado algunas jabas y por enésima vez me preguntaba de dónde salía plata para la cerveza y si acaso el destino de los machos del Guayas era simplemente vegetar y emborracharse. Preparamos luego unas carnes en palito y unos chinchulines y revivimos entre todos el pasado absoluto y recordamos que el tiempo era el implacable aliado que algún día nos llevaría en su canoa hacia el mar abierto del silencio que es la muerte. Esa noche, nuestros muertos estuvieron con nosotros: Carlos Ríos, Memo, el Chugo, Monín, la esposa de Don Tenén, Don Absalón, Salomón el Viejo, y tantos más a los que, junto a Cheo Feliciano, les decíamos buen viaje mi gente/ buen viaje. Y así, con prodigio reconstruímos por enésima vez nuestra juventud. Fue entonces que se me cruzó la idea de que no era sólo la impunidad de los crímenes lo que le fastidiaba a Iturburu, ni siquiera el creer que no se podían decir cosas nuevas. No. Lo molestaba algo que sabía amargo, a dolor antiguo y secreto, de esos que cuando salen van

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llevándose todo lo que encuentran a su paso y que se fundan en las derrotas. Quizá, para él, escribir esas derrotas era una manera de olvidarlas y dejarlas muertas en el basurero de la memoria. Yo sabía de algunas y las imaginaba añadiéndose a la violencia de Guayaquil, al desempleo y la emigración. A pesar de las risas y las chácharas con la gente, Iturburu llevaba un silencio y una tristeza dentro de sí de la cual nunca habló: su madre había muerto y ese sería su dolor interminable. Había también otros dolores, menores aunque agudos, otras muertes de seres queridos, pero la muerte de una madre lo colma todo. ¿Quién no había muerto ya en Guayaquil? A simple vista se notaba que lo enfermaban la mediocridad, el arribismo, la estafa, el juego político, el doble discurso, la corrupción y los militares. En parte yo lo comprendía, en parte digo por ser honesto, porque hay cosas que ni aún comprendiéndolas las hacemos nuestras. La noche había caído y ninguno se había emborrachado como años antes. Estábamos casi intactos, felices de haber dado un gran paso en nuestras vidas, ese paso que diferencia al hombre del adolescente, al soltero del padre de familia (que cumple como padre de familia, valga la redundancia porque, como dice el lema: para ser padre no hay que ser macho sino hombre). Iturburu tenía la misma locura y, como todos, en sus ojos el brillo de siempre. Al salir me volvió a pedir que leyera sus manuscritos. No son detectivescos, repitió, son otra cosa, como una autobiografía, otra cosa, ya vas a ver. ¿Qué mismo tendría yo que ver en esa ceremonia de exorcismo? Esto sólo al final lo sabría. Nos despedimos todos con un abrazo. Bajé la escalera y caminé una vez más por el mismo viejo

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callejón que tanto sabía de mí. Vi nuevamente y por última vez a los amigos con los que había crecido, por última vez también a Iturburu, al menos ese Iturburu. Esto es como el final de un tango, me dije. Y mientras dejaba los parterres y las calles oscuras y destruídas de la Ciudadela 9 de Octubre, recordaba la voz de Goyeneche cantando vuelvo al sur/ como se vuelve siempre al amor/ vuelvo a vos/ con mi deseo con mi temor/ soy del sur/

inmensa luna, cielo al revés/ busco el sur.

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MEMO EN LA MEMORIA

a última vez que lo vi fue en el parque, un sábado por la mañana, conversando y bebiendo con toda la gente. Hablamos de nuestras familias, de su tía Ana en la Yoni, de Giuseppe, que fue quien le puso la chapa de Memo porque desde peladito dizque era malo, como el de la Pequeña Lulú. El Chugo había puesto el equipo de música a sonar con fuerte salsa y, a veces, con unos pasillitos llorones que ni a Memo ni a nadie le gustaban. No, al menos, a las once de la mañana del trópico. Ese día, por azares que no eran ni de la vida ni de la chirés, el poeta Pipí con Lentes, había caído por ahí. Andaba contento porque había ganado otro premio en su larga lista de concursos. Esta vez era uno organizado por la Sociedad de Plomeros y Oficios Afines del Chunchi, residentes en Guayaquil, SOPLOACHU-Filial Costa. Apenas vio a Memo se me arrimó y en corto, medio temblecoso, me preguntó si el que estaba ahí era el famoso Memo, el de la pandilla del Francés, el que había estado en la Peni, el que se había virado por error a un marino y esa fue la casita, el que se había bajado a no sé quien en noches de Londres y chicha jora, el que acostumbraba a chorear motos y carros por la pura nota de tener en que transportarse de un lugar a otro y por hacer camellos anexos , y que luego los dejaba tirados por ahí y etc., etc. Le dije que sí a todo, que era el mismito. Acto seguido llamé a La Memoria y los presenté. “Háganse amigos”, les dije. Hablaron por largo rato, como si se

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hubieran conocido desde hacia tiempo. Memo me había dicho que le interesaba hablar con un pana que por esa época ya escribía en un periódico, para que lo entrevistara, que él tenía muchas cosas que contar y que podía hacer marchar a un montón de gente pesada. Ese pana que yo le había mencionado antes a Memo era nada menos que el ya semi-declarado Cronista Vitalicio de la Cosmopolita Ciudad de Santiago de Guayaquil, el Conde Martillo, de quien el ávido lector tendrá más de una referencia. Ese día lo pasamos muy bien. La mañana del sábado veraniego estaba fresca. Poco a poco aparecieron Lechuga, la Chocota, la negra Linda y todo el Cartel. También estaban el cholo Cepeda y el Cuervo. Ibamos medio embalados en la chupa y el chacoteo cuando, de repente, se oyeron disparos de metralla que venían desde la calle Quito. A lo lejos pudimos divisar dos carros que venían veloces hacia nosotros, dándose bala. Todos, incluyendo la Memoria, nos tiramos hacia las plantas del parque, boca abajo, cuando pasaron cerca de nosotros. Bueno, casi todos, porque el cuerpo se tiró a la vereda y se fue rayando la cara, para diversión de todos, luego de pasado el nerviosismo. Con los días nos enteramos que se trataba de dos hermanos de la política local que se peleaban por el peaje del Puente de la Unidad Nacional, nada menos.

Dos meses después Memo moría, luego de una tenaz persecusión y tortura de tres días. En los periódicos salió su foto: sin lengua y con los huevos quemados. No fui al velorio. Nunca me han gustado ni los muertos ni las muchedumbres. Todos los del barrio en cambio sí lo hicieron y le dejaron una corona de flores. El cholo Cepeda me contó que tres mujeres aparecieron para disputarse el derecho al recuerdo del concubinato con el

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difunto. Además, que otra señora de edad avanzada, había estado rezando cerca del ataúd por varios minutos y que luego contó su historia, que se abría con una expresión polémica: "Él era muy bueno". Y dijo a renglón, seguido que cosa de dos años atrás Memo había pasado por su casa, una casita de caña en uno de los tantos suburbios de esta ciudad de mierda. Él se detuvo al ver gente llorando. Salió del carro, entró a la casa y en mitad de la habitación, sobre una mesa, vio el cuerpo sin vida de un niño. Le dijeron que había muerto de una infección y que nadie tenía dinero para pagar el servicio funerario. Memo no dijo nada. Salió de la casa y regresó al poco tiempo con todo lo necesario para las honras. Partió nuevamente y la señora nunca más volvió a saber de él hasta que vio la foto en el periódico.

Otro pana, Cabeza de Tuco, dijo que eso era verdad y que podía asegurarlo categóricamente porque con él también se había portado redondo. Contó que para su último cumpleaños él estaba limpio y medio jeteado en el parque y con unas atormentadoras ganas de celebrar. Luego, como llamado por los dioses, Memo apareció en un carro lujosísimo y le preguntó por qué tenía esa cara de aguacero y Cabeza de Tuco le respondió que por la crisis billetera. Memo, con su característica manera de aparecer y desaparecer sin dar explicaciones, se fue, no sin antes decirle a otro pana, el Cacho Bardales, "trepa para que me acompañes". Lo que ocurrió en ese viaje fue narrado por el Cacho: Se dirigieron a una licorera, Memo se bajó del carro y, Magnum en mano, le dijo seria y tranquilamente al dueño del local:"me das esas tres botellas de whisky y dos fundas de cachitos, rápido chucha o te bajo todo el almacén". El tipo obedeció y luego de unas horas la fiesta

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en el barrio era total, "que daba gusto" decía Cabeza de Tuco, quien, como ya dije antes, había estado en el entierro de su pana, nuestro pana, Memo La Memoria. Dios lo perdone y lo tenga en su gloria para siempre. Y también al Chugo, su hermano, y también a Carlos Ríos, alias La Rubia Peligrosa. Vida eterna y piedad para esos Hermanos Karamazov que, sin duda, también eran patriotas del sur.

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UN TIPO DE QUEENS

a fría mañana de otoño ha obligado a sacar de una vez por todas los pesados abrigos y las bufandas de colores. La muchedumbre avanza rápidamente hacia otros trenes, copa las escaleras eléctricas y las estaciones del subway. Los vagones son viejos, diseñados para llevar la mayor cantidad posible de pasajeros. Las líneas 7, E, F, G, R, transportan y sacan a los trabajadores y estudiantes hacia los demás lugares: Manhattan, Brooklyn, el Bronx. Un día como otros en Queens, con sus problemas y el informativo meteorológico pronosticando lluvia en la mañana y un posible aparecimiento del sol hacia el final de la tarde.

“Los cubanos han hecho una ciudad que se llama Miami. Gústeles o no, es verdad. Nosotros estamos haciendo lo mismo con Queens. Que hace años los primeros vecinos se hayan ido no es culpa ni problema nuestro. Este es nuestro barrio, nuestra comunidad hispana”.

Los muchachos se reúnen a jugar béisbol en las calles. Se hacen bromas, hablan un inglés que no tiene el acento del que se oye en el Bronx pero tampoco del de Manhattan o de la televisión. Para la nueva generación el spanglish no es un problema importante: son perfectamente bilingües. Las otras comunidades étnico-culturales viven de manera independiente: los asiáticos,

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negros americanos y los llamados “irlandeses” tratan de no mezclar las relaciones. ¿Un nuevo indicio de racismo?

Vivir en Queens es encontrar comercios en donde “se habla español” por doquier. La reproducción de las costumbres cotidianas traídas de los países de origen es también otro hecho interesante. Las esquinas diariamente sirven a los amigos para conversar, tomarse camufladamente una cerveza y chacotear un poco.

Uno sale a la calle y en medio de los interminables bloques de ladrillos rojos se ve desfilar a dominicanos, colombianos, peruanos, ecuatorianos, salvadoreños y brasileños. Los sábados todo el mundo va al parque Flushing. En medio del partido de fútbol, del campeonato de las ligas, la gente grita y oye música tropical mientras bebe y repite anécdotas como escenas de películas.

— “Uno viene sólo para hacer billete. Después hay que regresarse. Aquí, sea lo que sea, no estás en tu casa. Además, no te vas a matar trabajando toda la vida. ¿Para qué?”, dice uno.

— “Yo no podría acostumbrarme si regresara. Hay muchos problemas, la situación está mala y, para colmo, todo el mundo se quiere meter en tu vida”, replica otro.

La minoría, aquellos que tienen un buen trabajo estable y residencia o ciudadanía norteamericana, entienden que lo fundamental para sentirse ligados realmente a la ciudad, al gran país del norte es justamente las dos cosas que ellos tienen: buen trabajo y estadía legalizada.

“Si quieres vivir entre los tuyos debes vivir en Queens. Los demás barrios no son iguales. Hay menos peligro de que te coja una pandilla de irlandeses borrachos. Claro, eso de la droga está serio. Acabo de ver

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una calle cerrada por la policía. Los portorriqueños te pueden chantajear si saben que estás de ilegal. No, para estar como en casa mejor te quedas en Queens. Aquí están los tuyos y no tienes problema con el idioma”.

Voy nuevamente por el Roosevelt Avenue. Oigo que hablan de cuoras, sueras, compiurers. El sol repentinamente sale y anima un poco al transeúnte. El tren cruza por encima de la calle haciendo un ruido infernal. Llego a la 82, veo vitrinas abarrotadas de electrodomésticos y vestidos, casas antiguas que sirven de tienda de oficinas o improvisadas academias de inglés. Las luces de neón dicen que las cervezas Budweiser y Miller son las mejores. La constante agitación es cada vez más febril. Gente va y viene Un muchacho escandaliza con la grabadora a todo volumen. I am a guy from Queens, me digo. Busco las pocas librerías. Algo de Saul Bellow aparece por allí; miro cámaras fotográficas, una pequeña iglesia, la programación de la TV, un comentario sobre una película que estrenan el viernes, la gente y las pequeñas tiendas.

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ELOGIO DE LA MÚSICA

n esa época escuchábamos a Los Mitos, Formula V, Los Tíos Queridos, Los Náufragos, Safari, Banana, Sabú. Sandro era el amor ideal de todas las muchachas. Rafael concentraba al auditorio cuando empezaba “yo no he vuelto a encontrarla jamás/ desde aquel día...”. Las canciones del Festival de San Remo y de Adamo o Los Iracundos, eran cantadas en la hora social de los viernes en la escuela. “Juega a la ruleta/ ella te puede ayudar” decían los Hermanos Castro en México. ¿Quién iba a pensar que veinte años después, en el parque de St. George, en Staten Island, Ramón Morales, Jaime Franco y yo, rememoraríamos lúcidamente todas esas canciones?

Vivíamos en otra edad, en un tiempo dorado y lleno de luz. ¿Qué era el dinero real junto a las brillantes latas que recogíamos con Luis Cepeda al sur de la ciudad, en los lluviosos y fervientes días del invierno tropical? ¿Qué mejores películas de miedo que las leyendas contadas por los hermanos Baidal o los Paredes? ¿Qué podía ser más importante que los partidos de índor y fútbol en las tardes para Manuel Mendoza o Monín Tenén, si en cada jugada se iba un poco de la vida de los demás? Quedan las imágenes, los temores a “los aparecidos”, el Tintín, la Viuda del Tamarindo, las entradas y salidas triunfantes de Quevedo cuando visitaba damas solitarias.

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¿Cómo olvidar las desaforadas persecuciones a las muchachas junto a Julio Ronquillo, Rey Arias y Joselo García? Ese «voyeur» que vivía en todos nosotros ¿aún espanta parejas en las noches? Las mañanas eran tranquilas y claras, un tiempo eterno que se prolongaba durante años y años.

Jugábamos al pepo, al burrito de San Andrés, al “estaba Don Juan”. O nos poníamos a saltar la cuerda con las vecinas del barrio. “Recordar”. Esa es la palabra mágica que nos conduce al temido y contundente pasado, a nuestras vidas anteriores. ¡Y qué mejor que la Ciudad de Hierro para hacerlo! Volver a ese tiempo desembarazado de responsabilidades utilitarias, volver a la infancia, es asumir a cada rato con mayor fuerza la vida de los otros. Basta sintonizar una emisora cualquiera. Poco a poco la voz de Nat King Cole (esta vez en inglés) va llenando la habitación. Palabras, melodías que buscan Junction Boulevard, las calles de Corona. Luego viene algo de Billie Hollyday, de James Taylor y de Steely Dan, el primer conjunto de rock que recuerdo con cariño porque compré y escuché el disco hasta rayarlo: Do it again, Midnight Cruiser, Only a Fool, Reeling on the Years. Luego ya es necesario dejar la escuela, los amigos, comenzar a pensar en la universidad y cosas así.

Ahora, en la radio, Charlie Parker toca Autumn in New York. Charlie Parker es el último de los cronopios. Ray Barreto nos vuelve a esos lugares ya inexistentes de La Molienda, el legendario El Charro, los frondosos almendros que nos cubrían mientras bebíamos unas cervezas en casa de Doña Meche. New York es el paraíso del melómano, el reino de su única libertad. Sólo la música une a la gente. Significantes, codigos, números

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que no poseen un sentido exacto. Charlie Palmieri cuenta cómo conoció a Tito Puente, en inglés del Bronx, y al volver sobre la autobiografia es como si expusiera la vida de cualquier hombre, la de un sencillo hombre del sur.

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YO VIVO CONDENADO A LA DISTANCIA

os muertos aparecían rabiosamente en los sueños, buceaban en piscinas, dormían en inmensas camas, leían periódicos en las esquinas. Los muertos pero también los vivos. Sin embargo, entre ambos no había diferencia: se tuteaban, hablaban como si nada, compartían cosas y escuchaban la misma música. A lo mejor era porque en Ecuador, “la tierra de los valientes” como dice el poeta del fútbol, no se sabía si más valientes eran los que se quedaban a pelear el pan de cada día, o los que seguían el dorado sueño del norte por las peligrosas y coyoteras rutas de la frontera mexico-gringa, o por barcos que naufragaban en medio mar. Sea como fuere, Ecuador, “mi pedacito de camote que no me desampara”, fue, es y será siempre “la tierra de los valientes”. Pero de hablar de valientes a los gusanos del gobierno hay mucha distancia, así que mejor movámonos con cuidado y no caigamos en los dimes y diretes de los gritones de la política local, que para eso ya existen los pasquines que todo el mundo conoce.

Así filosofaba mientras trepaba la loma de la Ciudadela Bellavista en busca del arquitecto Cocojox, antes conocido como Negro Buchannan y ahora, rehabilitado de los abismos chuperiles, chapeteado como don Bramha Kumaris. Don Brama, de ahora en adelante. Lo buscaba porque quería que me hiciera un aumento en la caleta, pues el espacio se había reducido ante la llegada

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y posesión de mi propiedad caletil (guasamayete incluído) a manos de La Pequeña Lulú. ¿Quién era La Pequeña Lulú? La ella de la película y de este nuevo remedo de arte callejero que llamaremos de manera provisional El regreso del Pez que Fuma.

Ella apareció como aparecen las malas buenas mujeres en Guayaquil: en una noche de farra. En un paseo por la Cofradía del Bolero la vi, sentadita en la barra, a vaca mú, como esperando un galán de fina estampa que le alborotara el yajajá. Y ardió Troya y sonó el trueno y la pasamos bacán. Yo te conozco me dijo, y nos fuimos de verbo y biela. Claro, sólo después me enteré de que la man era jefa de una pandilla femenina que acaramelaba y mandaba de ruca a los confiados pasajeros de autobuses para desvalijarlos una vez dormidos. Pero de que se estaba buena, lo estaba. En fin, la man se comenzó a aflojar poco a poco, una vez que descubrió que mi política era de corte total entre el mundo de los negocios y los placeres de la casa.

Pero volvamos a la loma de Bellavista, que resultó larga y jodida para estos trajinados pasos de Quijote del trópico. ¿Está Don Brama? Pregunté cuando me abrieron la puerta. ¿Quién? Replicó el joven. El arquitecto, dije, corrigiendo de inmediato mi chapeteo. Ya lo llamo, y cerró la puerta. Eran las 9 de la mañana pero el sol ya caía en picada sobre el transeúnte. Qué fue cholo, me dijo Don Brama. Dame un poco de agua helada, dije sin saludar, casi metiéndome a empujones a su casa. Calmada la sed le conté a qué venía. Mira, le dije, me informaron que estabas más o menos sin camello y pensé que podrías ayudarme en un asunto que tengo pendiente. Pero debemos salir ahora, te cuento en el camino. ¿Adónde

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vamos? Ya te cuento. Y así, buscando la poca sombra que daban las raquíticas ramitas que se escapaban por las verjas, nos fuimos a la Ciudadela 9 de Octubre. En taxi, obviamente, pues el tiempo apremiaba.

Llegamos. En el parque estaban nuevamente el Negro Ojito y Marco Tulio, bajándose una de Trópico Seco. ¿Cholo, Cocojox, cómo así? Dijeron mientras servían en la tapa y, extendiendo el brazo, nos la ofrecían. A lo cual, inmediatamente, Don Brama dijo, no bróder gracias, ya no bebo. Ellos se miraron, se rieron y le dijeron: Ya, te hiciste hermanito también. No, replicó el moreno y alto arquitecto, soy Bramha Kumaris, y nosotros no bebemos. Ándate nomás entonces, le dijo con tono medio molesto, aunque también en broma, el Negro Ojito. Ándate nomás y mejor no vengas por el barrio. Qué decepción, tú, que tomabas hasta Racumín para ajumarte. ¿Han visto al Loco Huguito? Pregunté para cortar el achaque. Debe estar en su casa, dijeron. Pero si lo quieres ver tienes primero que hablar con esos dos mancitos de la esquina. Ajá, les dije ¿Y quiénes son? Son dos guardespaldas colombianos que se consiguió el loco. Aparecieron después de la balacera. Ya, dije. Simón, continuaron, el man pensaba que era venganza de Carecamiónchocado, pero parece que la cosa es más seria, más fea, dizque el loco anda metido con los guerrilleros de las FARC, tú sabes, los corronchos. Ya, le dije. A ver qué se cuenta el loco. Ya regresamos. Fuimos a casa del loco y sólo alcancé a decirle a Don Brama que se quedara callado cuando una voz me dijo adónde va su mercé, a la par que me dejaba ver el arma al cinto que llevaba. Y pensar que ese era mi barrio. Ahora tenía que dar explicaciones de mi rumbo.

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Dile al loco que el cholo y Don Brama quieren hablar con él, respondí. El man nos está esperando.

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ALAUSÍ-RIOBAMBA IDA Y VUELTA

La primera vez no la recuerdo bien, pero la

segunda vez sí. Salimos muy temprano por la mañana a Durán en gabarra. Llegamos a la estación del tren en Durán y nos fuimos para Alausí, el pueblo más hermoso que uno pueda encontrar rumbo a las montañas andinas. El tren avanzaba veloz y yo iba junto a mi madre. En los demás asientos viajaban mis hermanos y mi padre. Pasamos dos túneles y luego la Nariz del Diablo, una montaña que el tren sólo puede cruzar en movimiento zig-zag. Luego llegamos a Huigra y tomamos caldo de pollo. El frío de la mañana entraba por todos lados. Hacia el mediodía estábamos ya en Alausí. Bajamos las maletas mientras el tren se despedía rumbo a Riobamba. En Alausí pronto fuimos a casa de doña Luz, la dueña del viejo piso que mi padre había rentado. Hicieron los papeleos del caso y avanzamos con carretas llevando las pertenencias de la familia. Subimos y nos instalamos. Era un piso de madera cuyas ventanas daban al patio trasero y a la calle. Al abrirlas quedaba una hermosa plaza que tenía como fondo dos escaleras de piedra que llevaban a una iglesia. La plaza era el lugar de juego, de los paseos en bicicleta, de los correteos con mi hermana Elsa. Pero también se transformaba en un vistoso mercado cada martes y jueves, cuando los indios bajaban de las montañas trayendo frutas, tejidos y artesanías. La magia del trópico, que tanto extrañaba, así como el

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recuerdo de mis amigos, se conjugaba ahora con las formas de las nubes, las verdes montañas, la neblina que lentamente bajaba cada tarde y se quedaba reposando toda la noche y la madrugada para, a la mañana siguiente, dar paso a un alto y brillante sol que quemaba mucho más que el de la costa. Con la llegada del viejo sol, el Inti, llegaban también los indios y sus ferias. Era muy chico, pero perseguía con entusiasmo a las mellizas de al lado de la casa. Ellas salían uniformadas muy temprano, cruzaban la plaza, subían las escaleras de piedra y se perdían en las callejuelas que quedaban detrás. Yo las buscaba pero ellas siempre desaparecían. Estudiaban en una escuela que nunca logré encontrar pero que imaginaba era el viejo edificio de piedra y tejas. Derrotado en mi empeño, corría hacia la estación del tren, me montaba en una de las carretas dispuestas sobre las rieles, y daba manivela hasta rodarla hacia la parte baja de la ladera. O bajaba la calle que conducía de mi casa a la plaza del pueblo. Pasaron los días y regresamos a Guayaquil de la misma manera: mis hermanos tirándose y tirándome cáscaras de guineo cuando pasábamos los túneles en el tren, maravillándonos de La Nariz del Diablo y preocupados porque, una vez más, la gabarra que cruzaba el Guayas no sucumbiera en medio río y nos tragara lodazal adentro. Cuando los años pasaron y me di cuenta de que los patriotas del sur eran una realidad en mi vida y en la de los demás, volví a Alausí. ¿Qué había cambiado y por qué volvía? Para recuperar el pasado y quizá para transformarlo. Para encontrarme el otro que fui y que, como mis amigos, se

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había perdido en el futuro. Repetí el rito de mi infancia pero ya no había gabarra que cruzara el Guayas ni los vagones tampoco eran transportados desde Guayaquil. Tomé el tren esta vez solo, sin nadie ya a mi lado. Recordaba con detalle y triste entusiasmo el trayecto, los túneles y la Nariz del Diablo. Cuando llegué a Alausí busqué afanosamente mi pasado, mi casa, mis calles. La vieja plaza de ferias había sido torpemente suplantada por un mercado inútil y oscuro, pero las vecinas aún se quedaban conversando en los marcos de las puertas, vestidas de negro, con las manos debajo de los ponchos. Con cierta dificultad logré identificar el lugar donde viví y entré tímidamente por el pasillo. Imaginé o creí reconstruir la vieja casa, su patio, las escaleras al segundo piso. Recordé con inútil énfasis los fríos aguaceros y los cables de luz meciéndose con el viento. Así, a medio talle entre el recuerdo y el silencio, dejé Alausí porque esta vez era necesario hacer lo que nunca hice de niño: avanzar. Tomé un pequeño bus que me condujo a otro pueblo, más arriba. Pero todo empezaba a volverse hermoso, trágico y extraño. En este pueblo, justo antes de llegar al Desierto de Palmira, vi una plaza pequeña, hermosa, limpia y vacía. Las puertas de la iglesia estaban cerradas. Había un sol espectacular y el cielo estaba azul. Me senté a descansar y, de pronto, como si fuera la escena de una rara película que, sin embargo, me resultaba muy familiar, apareció un grupo de indios. Habrá sido una veintena. Me miraron, hablaron entre ellos y se acercaron a mí. Me preguntaron que quién era, qué hacía, cuánto tiempo estaría allí, todo con un aire de desconfianza, de esas que tienen las personas cuando han sufrido mucho. Al final me indicaron el camino al Desierto de Palmira,

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pero me dijeron que no me aventurara a pié porque no tenía sentido y era hasta peligroso. Tomé esta vez el tren. Y allí estaba. Una gran extensión de arena y montículos por todos lados. Al fondo, la neblina que dejaba ver unas figuras de hombres a caballo. El paso por Palmira fue como un sueño, como una una secuencia de fotos que se ve lentamente tratando de encontrarles diferencias. Palmira existía, lo había visto, era la prolongación geográfica de mi vida inconclusa. El tren llegaba a Riobamba que me recibía con carros que cruzaban sus empedradas calles, veredas con plantas muy verdes, pequeñas casas acogedoras detrás de las cuales se veía imponente el Chimborazo. En Riobamba me sentí como hipnotizado. Caminaba sus calles una y otra vez, como un maniático. Iba por un lado de la acera hasta el confín de la calle y regresaba por la otra acera de la misma calle hasta llegar nuevamente a su extremo, en un ridículo esfuerzo por concluir una distancia. Pero la distancia simplemente se prolongaba cuando reconocía que había otras calles y que necesitaba más tiempo para hacerlo. Fui al mercado, a la estación de tren, a las panaderías y bares que mostraban sus productos en charoles y vitrinas. El hotel era pequeño y estaba lleno de la más rara fauna de turistas. Unos eran alegres, desenfadados, amigables. Otros se comportaban como perfectos patanes racistas, cosa que en mi barrio se habría arreglado de manera no muy caballerosa. ¿Y mi barrio? Dejé Riobamba una mañana, muy temprano, junto con el tren. Mi regreso a la costa fue aleccionador: Había constatado que el pasado es recuperable pero también que el presente puede arruinar muchas cosas y ofrecer otras.

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Nunca vi paisaje más hermoso ni estremecedor, ni campos más verdes ni montañas más grandes. El tren bajaba veloz y yo podía sentir también, al pasar nuevamente por los mismos lugares, que algo de mi remoto pasado y del futuro viajaban dentro de mí. Luego de muchas horas de sol, polvo, ventisca y cansancio llegamos a Durán, el inicio de mi búsqueda. Tomé una lancha para cruzar el río y vi con la caída de la tarde nuevamente el eterno sur, las lucecitas del Cerro Santa Ana donde había nacido y al fondo, como en una prolongación de un Nacimiento navideño, las torres de la Harinera y la Ciudadela 9 de Octubre. Al igual que en mi primer paseo en bicicleta soñé con regresar a mi casa, a abrazar a mi madre y ver a mis hermanos. Desde la lancha que cruzaba el Guayas imaginé que estaba en mi barrio, en la esquina, saludando efusivamente a Baby Topla, el cholo, Monín, Manuelón, el Cuervo, el Salvaje y a todos mis queridos patriotas del sur.

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ACUÉRDATE LOCO (Manuscrito del Cholo Cepeda)

Acuérdate loco de Cucho Serrano: Peleador

callejero, arquero de “Platense”, el equipo del Rodillo, con su presidente El Presi De la Torre; los partidos a muerte contra “El King”, presidido por el Licenciado Martillo, en la Liga Juan Díaz Salem, con el organizador y dueño, el maricón Salas, que murió apuñalado por su mariconada. Acuérdate de la música de la Liga, era sólo la de Daniel Santos y todo ese gremio. Los equipos participantes eran “Picapiedras”, “Nacional”, “Cuba Junior”, etc. Acuérdate de la pelea de Cucho, arquero de “Platense” y Caballón, arquero del “King”. Eso era a muerte. En el King jugó “Cacho” Bardales. En “Platense” jugaban Borrego, Tranqui y el negro Mina.

Seguimos ahora según el orden de los callejones: Primero, el flaco Quiróz Buona Sera: Era muy

guapo (tiraba a meco); Jorge Rocafuerte, (el negro Ojito), enamorado de por vida de Haydeé Cárcamo; El maricón Ángel Godoy, que le gritaba a todo el

mundo “Cachero Vergaguada”; La Pava Pavoni, nuestro entrenador. Acuérdate

cuando Manuelón lo llevó de representante al colegio y Pavoni le dio dos cocachos delante de todos los compañeros;

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La Cucufata, aparentemente murió de Sida; Los Puente con su billar; La tienda de Don Emiro, donde comprábamos la de Cristal para la chupa; La Bandita, conformada por esas uñas

cancerígenas, esos uñeros que mataron al taxista en la Plazoleta porque no quisieron pagar la carrera. Uno de ellos le rayó la espalda a Galleta y le cogieron cien puntos;

El Diablo, Bello, murió abaleado siendo guardia de Seguridad; acuérdate que de pelado el difunto nos miraba y nos decía “mírame bien, mírame bien chetumadre, mírame bien” y nosotros nos cagábamos de la risa porque de verdad el man era bien feo;

El gordo Mañuco, sus peleas de toda la vida con el sambo Babita. Memo le rompió una botella en la cara por portarse mal en una fiesta donde el Chugo;

El viejo Ángel, Toro Loco, Arroz con chepa, el maricón Coki, la negrita, la Señora María, Fulton (el del arroz con menestra en la Avenida Comín);

El inolvidable pollo asado de Don Ramón y el “aguado”;

Jorge Avilés, alias “Barreto” o “Juma India”. Siempre que había una fiesta donde el Chugo tú decías que peleaba a las cinco de la mañana y así era, a veces con los mismos hermanos;

El loco Mickey; El Sida Tobita y Panchito; Chabaco y Miguel: Papá Noel los salía a buscar en

la madrugada, con pijama, y los manes se le escondían; El loco Palma, que le partió la cara a Kukuku con

una botella y nunca se supo porqué;

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Niño Tarro de Petróleo: Fumón pero muy educado; Chazán, que vendía helados. Él y la esposa ya murieron; El man de la esquina, compañero nuestro de la

escuela, se hizo traficante de heroína. Cayó preso cinco años. La negra vaciló con él y lo iba a visitar a la Penitenciaría;

Pajuelo, primo de los Santa Cruz, ya murió; Figurita, murió de cáncer por los químicos,

jugador de naipes con Don Veta; Eliseo, alias el Pavo: Quería jugar volley en el

barrio, pero en pepas. Le decía mijo a Luchín, y nos gritaba cuando estábamos en el garage de su casa “aclaren hijueputas, aclaren”. Y le decía al Licenciado (el mismo hijo del man) cuando se le llevaba el carro: “te haces humo hijueputa”. Una vez lo siguió a machete al Chugo. Por la mañana se le robaban el pan los que se habían amanecido chupando y se lo comían con ron y coca cola. Allí también vivía Panchito, inventor del Tumba Sabido (puro con mamey) y del Ron Panchito;

La mamá de Manuelón, la señora Meche, de Los Almendros: Chupas a los quince años, con fío y chismes en bomba;

Don Eliú Pombo: Te regalaba a la hija que tú querías;

Los Solano: Típicos serranos que iban juntos a todos lados;

Glauco Cordero (Mirada de Longo); Los zapatos Black and White y la camisa de amor

y farra de Joselo (Cucaracha de agua);

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Pinina: Le debía dar a Monín y a Manuelón la semana porque sino le dirían a Pluca que se le quería comer a la ñaña;

Tarzán Tomalá: Le decían así porque fumaba en los árboles;

El loco Vicente Torres murió; La Banda de Careplato: Gualberto, los Torres.

Siempre maltrataban a los más cojudos, entre esos yo. Acuérdate loco de los árboles de Navidad que

hacían los barrios de la Ciudadela y los inscribían en los concursos de El Universo;

El Petiso Perico, implicado en el tráfico de Agua Loca con los Hermanos Buchannan’s (Coco y Gerardo), como lo grabamos esa noche con voz de los Intocables;

José Cecilio Sellán, alias Muñeco de Brea; El Uruguayo violador, Reloj Suizo; Rucucú Servacuaco, simpre con las medias

cambiadas; El papá de Angel, que murió; El colorado Barahona, que sólo escuchaba música

de aniñados, en inglés; decía que en español era para cholos.

Acuérdate de cierta vez que Cachato escuchaba música a todo volumen y salió Chicho, el hermano. Cansado, sacó el equipo, lo puso bajo las llantas traseras del camión, lo prendió y se las pasó por encima;

El viejo Pombar cuando tiró el equipo de música a media calle y dijo: Very good;

El equipo Baratito, de Kalule; El loco Mente Enferma, que puso en los señaleros

de la calle de su casa: “Calle Las Loras”;

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El Cholo Cepeda (yo mismo), que cuando estaba pluto buscaba a un grandote para hacerle problemas y que me arrastrara a puñetes;

Galleta, que veía por las madrugadas, frente a su casa, que pasaba una carreta tirada por caballos negros. Es verdad que unos choros pasaban en una carreta robándose las tapas de las alcantarillas, que eran de hierro, para venderlas al peso;

Cuando se llevaron en rodillo de cemento de la zona llamada El Rodillo. Se lo llevaron al barrio Cuba y luego lo recuperaron;

La pelea en el cine Inca entre Karate y el Pato Arias;

Los partidos de Ciudadela en el Capwell; Roberto Villacís, que le prestó unos mocasines a

Bardales para que vaya con Barcelona, a jugar el primer partido, y nunca se los devolvió, y todavía, cuando lo ve, le dice que se los devuelva;

Las peleas del patucho Gálvez con Popeye eran venenas;

Los cabezasos del viejo Pombar; El Chugo, Cocojox, Lechuga y el Bozo cogieron a

un meco en la calle y lo metieron a la casa del Chugo y le robaron las tarjetas de crédito. Por la mañana, se fueron a desayunar a un hotel aniñado. El que frenteaba era Lechuga. Le trajeron la factura y al firmar se dieron cuenta de que no era la misma firma. Los dueños bravearon pero, hasta eso, el Chugo fue a prender un carro que se le habían traído a un man que se había quedado dormido. Se embarcaron y se dieron a la fuga. Estaban ultra plutos y se estrellaron justo frente al manicomio

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Lorenzo Ponce. Luego lo dejaron botado y se dieron a la fuga otra vez;

A Nicota lo fajó el Chavo Roca. El papá le pagaba, supuestamente, los días de trabajo, y Nicota se ponía una venda en la cabeza metiendo paro de que estaba herido, y con el dinero que pedía para las medicinas se engrifaba;

Recuerda loco cuando al gordo Iturralde le ibas a partir la cabeza con la armónica en una fiesta en la casa de Billy Ladd;

El Chugo, cuando ya no tenía plata para seguir chupando, en la madrugada sacaba al portal de la casa la grabadora para venderla, o los zapatos del que se había quedado dormido, lo que sea, con tal de seguir bebiendo. Siempre lograba vender algo. Cuando ya no tenían plata para fumar en la casa del Chugo, el Bozo comenzaba a buscar tamugas detrás de los cuadros de los santos porque el man decía que eran sus escondites benditos. Ahí vivía Toñito, que tenía un cajón con llave, con sus cosas personales. Un día se lo abrieron y le robaron todo y todo se lo fumaron;

Acuérdate loco cuando Gorilón fue a reclamar donde Don Ángel un anillo que le había empeñado y éste le sacó un cofre donde tenía todo lo empeñado para que tomara el suyo, pero Gorilón escogió el más grande, que no era de él, y se lo llevó. Acuérdate loco.

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ACUÉRDATE LOCO (Parte 2)

Acuérdate de Fabián, el heladero de toda la vida:

más de 40 años en el oficio, léxico fluído terminología apropiada para el verbo de barrio, conocedor de toda la vida privada de cada uno de nosotros.

Acuérdate del cevichero Funeraria: llegaba todos los días a las 10 de la mañana, como gerente. La gente lo esperaba como salvador del chuchaqui y hacía fila como en entidad pública. En cierta ocasión, al hacer la mezcla de yuca, pescado y agua roja, se le cayó la plancha de los dientes al balde. La gente, que estaba de chacota, se sorprendió, se quedó con la boca abierta, y él simplemente la sacó con el cucharón y dijo que no había pasado nada. Convenció a todos y la gente siguió comiendo y siguió también la chacota.

Agua Sucia era el de los refrescos. Siempre estaba junto a Funeraria para saciar la sed de chuchaqui del personal.

La Bolita era el ruletero del Alfaro. Su frase clásica era “Juegue niño la bolita, la bolita”. Usaba un arete en la oreja izquierda en el año 75, cuando acá los hombres no usaban aretes. La Bolita ve un camión repartidor de cola, ahí, a vaca mú, de papaya, sin nadie que lo vigilara. Se roba una jaba de cola y se va cuete por el callejón. El oficial se da cuenta y lo sigue y grita ladrón ladrón. La Bolita se pone mosca, para, regresa al camión

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con la jaba al hombro y le dice al oficial del carro era para verte nomás si estabas pilas.

Acuérdate loco del manguero, un paisano que vendía frente al Eloy Alfaro. Vendió mangos por más de cuarenta años. Por un motivo pequeño se murió. Dormía en la misma carreta. Nunca tuvo un techo para vivir.

Darío Lecaro, alias El Aventajado, y antes Trompechucha. En una ocasión se perdió una botella de cola mediana y la señora de la tienda le decía que la tenía escondida ahí, debajo del pantalón, que se le notaba en bomba.

Acuérdate de Suelazo, el arquero de índor. Se revolcaba en la calle de lo lindo mientras tapaba como si fuera final del mundial.

Acuérdate de los grandes panas: Carlitos Ríos, guapo, cabrón, pelotero y de cocacho. Organizaron una parrillada con el Chugo para el viernes 21 de junio de 1996. Viajaba de Quevedo a Guayaquil para llegar a tiempo, aceleró el vehículo y lo único que encontró fue la muerte. No llegó a tiempo a la parrillada. El Chugo lo esperó por cinco años y luego fue al encuentro con su pana, para cumplir con lo planificado. Cuando murió el Chugo el flaco Walter Auria, más conocido como Trompa de Gusano, llegó al velatorio pluto, se acercó a la caja y llorando y gritando le dijo al Chugo por qué me haces esto, ahora cómo voy a pagar el billete que te gastaste, eso era para sacar el contenedor de los colombianos, ahora qué le voy a decir a los dueños, tú eres mi pana pero eres un careverga, seguía gritando, hasta que tuvieron que sacarlo a empujones.

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Wacho Villacís salía al barrio a chupar, invitaba a la gente y decía “vamos nomás que yo pongo los fósforos y el resto se arma solito”. Así era Don Chowa.

El Caballo Bardales nació junto a una cancha de fútbol. Dormía con la pelota. Era barcelonista hasta las patas. Su mayor ambición fue jugar en el equipo de sus amores. Luego de jugar en varios equipos se hizo realidad su sueño. Unico representante de la Ciudadela que coronó en Barcelona que era, como ya dije, el equipo de sus amores.

Acuérdate de Emilio Yerovi, que era dueño de un camión cervecero. Toda la plata de lo que vendía en el día se la gastaba en la noche con sus panas. Inolvidable cliente de la discoteca El Jardín, junto con sus grandes ñecos: La Vieja Charles, Omar Aguiar, Don Boli y Galleta. Era el hombre más querido por todos. Era el único que pagaba, no dejaba que nadie más lo hiciera. Hasta los meseros se cuadraban con las propinas. Era lo que se llamaba y se llamará por siempre un pana bacán e inolvidable.

El loco Freddy, alias Cucu Mene, cuando se portaba mal, él mismo se daba cana en caleta por tres o cuatro días, y no salía a la calle, sólo se asomaba a la ventana cuando los panas lo buscaban. Les decía que no podía salir porque estaba encanado. Así mismo hacía la señora Rosita con Pinina, de pelados: Cuando se portaba mal no lo dejaba salir y lo castigaban como a Toby, el de la Pequeña Lulú. Acuérdate loco.

En cierta ocasión se habían amanecido chupando Rodi Carabalí y Cocojox en la esquina del barrio. Ya eran las siete de la mañana y Cocojox se había dormido en el banco con su zapato número 46 de almohada, como ya era

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su costumbre. El padre de Cocojox, preocupado, salió a buscarlo y lo encontró. Se disponía a llevárselo cuando, de repente, aparece Rodi y le dice un momento, qué le pasa con mi amigo. Me lo llevo porque soy el padre, le respondió el veterano. Y Rodi contesta usted no se lleva a nadie, si es el padre muéstreme la cédula para confirmar. El veterano, asustado por la pinta de Rodi saca la cédula y se la entrega. El negro revisa la cédula y dice está correcto, puede llevárselo, pero déjeme para otra botella de trago. Como Cocojox era grandote lo subieron entre ambos al balde de la camioneta, avanzaron una cuadra y se le bajó. El padre no se dio cuenta hasta llegar a la casa y decidió dejarlo con tal de que Rodi no le hiciera más problema.

Acuérdate loco de tu colegio, el Eloy Alfaro, y sus políticos de los años 70: El Lobo, el negro Corozo, Jimmy Tapia, entre otros que no recuerdo. Todos se jactaban de estar vinculados con organizaciones de China y Rusia. Cierta vez que estaban en huelga y se habían tomado el colegio, divisaron a un hombre con gafas y gorra que pasó por la acera del frente, y se corrió la bola entre ellos de que era sapo de los policías. Se convencieron entre ellos que así era y le prepararon una emboscada. Lo cerraron, lo interrogaron con insultos y empujones. Basado en el comportamiento del tipo, yo deduje que no era policía, pero para ellos era hasta de la CIA y así, sin compasión alguna, le dieron una puñetiza y garrotiza en un segundo hasta que el hombre salió corriendo. Lo siguieron a piedras hasta que desapareció y, celebrando la hazaña, los alfarinos gritaban: Alfaro, Alfaro/ en el tiempo y en el espacio/ tu nombre sonará/ Alfaro.

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Acuérdate manicho también de la escuela Baltazara Calderón de Rocafuerte, que fue la cárcel de mi niñez, dirigida por el padre Antonio, un español berraco como él solo. No aflojaba una sonrisa ni en su cumpleaños. Ejemplo de hombre para mí y para toda la escuela y la parroquia entera. Esto era allá por el año 66. Su secretaria era una mujer que mostraba muchos atributos físicos, pero supuestamente el padrecito no tenía ojos para darse cuenta. Nadie se dio cuenta, ni él mismo, hasta que en el año 68 el hombre admirado y respetado por todos se foqueó y huyó al extranjero. Buena edad la mía para darme cuenta de lo farsante que son los curas. Acuérdate de que allí enseñaba también el flaco malafecido de Yerovi, que vivía pateando e insultando a sus alumnos. Flaco hijueputa. Acuérdate cuando te hizo aprender una canción dizque en quechua, como si fueras indio, todo para presentarte en no sé qué teatro. La canción decía Kin-kun-ti-li/Moli-tali/ Moli-nasa/Kin kun kai/Kin kun ko…Y así seguía. Era más larga y te la aprendiste de memoria. Acuérdate cuando le preguntaste y hasta se la cantaste a un indio y te dijo que eso no era quechua ni nada. Flaco Yerovi hijueputa, te hizo aprender esa huevada por las puras. Por suerte, una vez su propio primo le sacó la chucha al frente de todos. No Chimbacalle sino el otro, el hermano, Emilio, el que era buena nota, del que ya te hablé antes.

Acuérdate loco de Galito, más conocido como Alberto Vásquez. Cantaba y bailaba en bruto, pero también se entrometía en todo. Andaba un día por la zona del Rodillo cuando, de pronto, vio a un pana con un paquete de papel periódico. Le preguntó qué era y el man le responde tranquilo Galo que salí peleando con mi mujer

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porque estoy chiro, y me vine sacando esta nota de la casa para venderlo. ¿Y qué es? preguntó Galito. Una olla de presión, le respondió el otro. Ya pues, deja ver. No, le dijo el del paquete, después se hace bomba. ¿Cuánto quieres? Veinte dólares. Te doy 10, dijo Galito afanado. Ya, chévere, pero no la abras aquí porque los panas son sapos y es turro que yo me saque las ollas de la caleta. Lo convenció y Galito pagó. Se llevó el paquete a la casa, lo abrió y encontró una basenilla enlozada. Pero se tuvo que quedar frío por sapo y metido.

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VUELVO AL SUR

Verano de 1996. Después de años de rodar por

el mundo, de ver las piedras y las flores, el fuego y la nieve, volví al sur. Iba con un grupo de amigos de los cuales sólo queda el Conde Martillo, quien de alguna manera me acompañó en esta odisea barrial y colegial. Era una mañana fresca, a eso de las diez. Cuando llegamos, habían instalado en los parques unos quioscos y se escuchaban los primeros acordes de las canciones. Saludé con los vecinos y me alegré porque suponía eran las celebraciones de la ciudad. Vi al cholo Cepeda atareado, organizando las cosas y también a Rodi Carabalí. Nos dimos un abrazo y me dijeron que la gente estaría pronto en el parque, que iban a iniciar la venta de cerveza y comida criolla pronto, y que todo se lo daría a la viuda. No entendí muy bien esto último. Cepeda me miró, se dio cuenta de lo que pasaba y exclamó, ¡ah!, es que tú no vives aquí! Estamos haciendo una fiesta para la viuda de Carlos, de Carlos Ríos. ¿No sabes que murió hace un mes? Murió hace un mes y esta es una fiesta en su homenaje. ¿Tú me entiendes verdad? Sí, le dije, casi por decir. Me quedé pasmado con la noticia, no sólo por lo inesperado sino por la traición del destino. Tanto gusano que hay por aquí y se llevan a Carlitos, dijo el cholo Cepeda, mientras seguía acomodando las sillas. Vente más tarde loco, con tus panas, cuando regrese la gente de la misa.

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Y así lo hicimos. Por la tarde, temprano aún y con el día nublado y ventoso, el parque estaba nuevamente poblado por decenas de personas. Había música a todo volumen, la gente estaba animada por el diálogo y la cerveza y todo el mundo se afanaba en demostrar que habían conocido a Carlos muy bien. En mi mente, el recuerdo de Carlos era el de su casa esquinera, una tarde, en la que sentado en la verja, con una radio pequeña que había rescatado del basurero, yo escuchaba canciones de Roberta Flack y de Elton John, un sábado por la tarde, mientras la gente jugaba pelota; la última vez que afuera de la casa del Chugo nos tomamos unas cervezas mientras nos reíamos de lo que ya era el pasado; lo recuerdo en sus conquistas amorosas, las jugadas en la defensa, la pelea del barrio contra los aniñados, los partidos de volleyball que compartimos en el Alfaro. Pero ese día de festejo Carlos estaba nuevamente con nosotros en la boca de los demás. Luego la cosa se puso más animada y supe detalles de su muerte y entierro, cómo el Cacho Bardales, a la voz del muerto es nuestro, tomó el féretro y se lo llevó para pasearlo por bares y cantinas y que Carlitos les diera el último adiós. Desde ese entonces el cholo Cepeda, Rodi, el Cacho, Papa Chola, Lechuga, la Huasa y quienes fueron sus allegados, cada cierto tiempo, van al cementerio a hablar con Carlos Ríos y contarle sus cosas y saber cómo sigue. Cuando el tiempo del lejano y ahora confuso norte se me acaba, vuelvo al sur, al parque de mi infancia, a los árboles y las hojas que se mueven con el viento en la mañana tibia, veo nuevamente a los patriotas colgados de los columpios bajo un cielo azul, o corriendo por los terrenos baldíos en busca de nuevas aventuras. Ahora,

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como tantos otros, un día domingo regreso al barrio con mi hija y la mujer que yo quiero. Como en el tango de Goyeneche que ya canté antes, yo también vuelvo al sur como se vuelve siempre al amor.

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LOS PATRIOTAS DEL SUR SON Luis Cepeda Cortéz, Julio Ronquillo, Manuel y Enrique Mendoza, Manuel (+) y Luchín Tenén Juca, Xavier y Rey Arias, “15 libras”, Joselo García, Glauco Cordero, Jaime Noblecilla, El Amigo, Cataplún, Horacio Romero, Absalón Quiróz, Omar Bajaña, Miguel y Sebastián Paredes, Marco y Antonio Nevares, Oscar Marshall, Iván Zavala, José y Toro loco, Los Pipones, los Palma, Vladimir Monge, los Bermeo, los Carabalí, “5 veces”, los Cárdenas, los Noblecilla, el “Chino” Peña y su familia, los Barahona, Leoncio Dattus, los Ricaurte, los Villacís, los Tapia, los hermanos Yerovi, John Núñez, los Bardales, Freddy Morales, Roberto Lavayen, los Medina, Fernando Endara, los Sellán, Billy Ladd, los Ruiz, los Ronquillo, los Roca, los Tomalá, Bolivín (+), los hermanos Baidal, Carlos Ríos (+), Fernando Endara, los Mayorga, Darío Lecaro, los López, los Zavala, Jorge Bonilla, los Rocafuerte, Wacho Camacho, Fabián (el heladero), “Cachete”, “Ojito” Rocafuerte, Manuel y “Big Brutus” Medina, el “negro” Mina, el “Conejo” y toda la gente de El Rodillo, Coco Avellán y los aniñados de La Favorita, Ismael Plúas, los Murillo, Freddy Jaluff y la gente de La Plazoleta, las Tenén, las Arias, las Cárcamo, las Pombar, la hermana de El Amigo, Shirley, Jackeline, María Mora (la Pequeña Lulú), las Carabalí, las Tomalá, las Quiróz, las Cárdenas, Anabelle Morales, Maritza Romero y las Golden Girl, las Baidal, las Mendoza, los alumnos y ex-alumnos del Eloy Alfaro, los padres y madres de todos,

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los abuelos y abuelas de todos, los amigos y vecinos de todos los del sur.

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Datos del Autor Fernando Iturburu (Guayaquil,-Ecuador, 1960). Ha publicado cuento y novelas policiales, poesía, ensayo y crónicas, y ha estudiado literatura en la Universidad Católica de Guayaquil, Paris VIII (St. Dennis), Universidad de Oregon (Eugene-USA). Actualmente es Profesor Asociado en la Universidad del Estado de Nueva York, en Plattsburgh. Contacto: [email protected]