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La comunidad de indagación ante los códigos de comunicación de entornos digitales Ernesto B. Pérez-Castro P. [email protected] Enero, 2013 Pero el rey respondió: “¡Oh ingeniosísimo Theuth! Una cosa es ser capaz de engendrar un arte, y otra cosa es ser capaz de comprender qué daño o provecho encierra para los que de él han de servirse...” Fedro, Platón — Pues podríamos intentar... No se pierde nada, aunque lo considero algo imposible. Con esas palabras respondió Jacqueline, una de mis alumnas de Bachillerato, cuando les pregunté al final del semestre si creían que la ética podría ayudarnos a construir un mundo más justo 1 . De inmediato apareció en mi mente el tema de nuestro encuentro: “Filosofía para Niños como una respuesta al escepticismo”. —¿Qué significa escepticismo, profe?—, fue la pregunta de otra alumna, Valeria, en nuestra última comunidad de indagación del curso, la cual habíamos comenzado leyendo un conocido poema de Mario Benedetti: Página 1 de 23 1 Jacqueline, como el resto de los estudiantes citados en este trabajo, es estudiante de bachillerato en el Colegio Monclair. Todas las referencias que remiten a estos chicos, fueron registradas durante sesiones y actividades, virtuales y presenciales, realizadas en clase de Ética y Valores I, durante el semestre agosto- diciembre de 2012.
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La comunidad de indagación ante los entornos digitales

Aug 07, 2015

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Exploraciones en torno a la Comunidad de Indagación, en la propuesta de Filosofía para Niños, ante los códigos comunicativos de los entornos digitales.
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La comunidad de indagación

ante los códigos de comunicación de entornos digitales

Ernesto B. Pérez-Castro P.

[email protected]

Enero, 2013

Pero el rey respondió: “¡Oh ingeniosísimo Theuth! Una cosa es ser capaz de engendrar un

arte, y otra cosa es ser capaz de comprender qué daño o provecho encierra para los que de

él han de servirse...”

Fedro, Platón

— Pues podríamos intentar... No se pierde nada, aunque lo considero algo imposible.

Con esas palabras respondió Jacqueline, una de mis alumnas de Bachillerato, cuando les pregunté al final del semestre si creían que la ética podría ayudarnos a construir un mundo más justo1. De inmediato apareció en mi mente el tema de nuestro encuentro: “Filosofía para Niños como una respuesta al escepticismo”.

—¿Qué significa escepticismo, profe?—, fue la pregunta de otra alumna, Valeria, en nuestra última comunidad de indagación del curso, la cual habíamos comenzado leyendo un conocido poema de Mario Benedetti:

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1 Jacqueline, como el resto de los estudiantes citados en este trabajo, es estudiante de bachillerato en el Colegio Monclair. Todas las referencias que remiten a estos chicos, fueron registradas durante sesiones y actividades, virtuales y presenciales, realizadas en clase de Ética y Valores I, durante el semestre agosto-diciembre de 2012.

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¿Qué les queda por probar a los jóvenes

en este mundo de paciencia y asco?

¿sólo grafitti? ¿rock? ¿escepticismo?

— ¿Es algo así como ser incrédulo? — fue la explicación de la misma Valeria tras escuchar las propuestas de algunos de miembros del grupo.

Mientras el grupo seguía el diálogo, desfilaba por mi cabeza una síntesis de lo vivido durante el curso: en tareas, exámenes, foros de discusión, comunidades de diálogo, ensayos y demás actividades, los chicos habían dejado una amplia colección de evidencias que ilustran la incertidumbre circundante. El desánimo y la falta de interés de estos jóvenes, algunas veces vestido de indiferencia, otras tantas reconocido con abierta apatía, se parece a lo que con frecuencia denuncian muchos maestros en todo el mundo: a los jóvenes nada los compromete. Denuncia que contrasta con el reconocimiento de otra juventud: esa que hoy se organiza a través de sus dispositivos móviles para ocupar calles y plazas exigiendo posibilidades de participación social.

El perfil de los chicos con los que trabajo, igual que el de cualquier otro grupo de adolescentes, es naturalmente muy diverso. Las muestras recolectadas en nuestras clases están lejos de ser exhaustivas y no pretendo citando a mis alumnos ser concluyente, pero lo que veo coincide con lo que algunos docentes y observadores de la vida social apuntan: algo ha cambiado drásticamente en el entorno a través de los últimos años, y las tecnologías de información y comunicación parecen jugar un papel importante en todo ello.

Esta realidad produce una notable variedad de reacciones desde diversos ámbitos de reflexión, incluido por supuesto el pedagógico, desde donde se formulan cuestionamientos críticos a los modelos educativos y propuestas de renovación sobre el quehacer en las escuelas. En este entorno, la propuesta de estas líneas es revisar el lugar que puede ocupar la comunidad de indagación como dispositivo filosófico—pedagógico en el entorno digital en el que están creciendo los niños y adolescentes en los días que corren.

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Utopías, motivación y medios tecnológicos: contrastes de la experiencia escolar

Anima a estas reflexiones la convicción de que algo les queda por probar a los jóvenes. Convicción compartida con otra estrofa del mismo poema del uruguayo:

también les queda no decir amén

no dejar que les maten el amor

recuperar el habla y la utopía

Utopía. Otra de esas palabras que a muchos jóvenes no les “suena”. Les dice poco. Jóvenes que se reconocen en la incertidumbre, pero muestran poca disposición para inventarse un ideal e ir a fondo para alcanzarlo. Jóvenes que parecen instalados en una cierta comodidad, en una zona que no les exige mucho esfuerzo. A ratos, algunos de ellos parecen preguntarse si realmente merece la pena un poco más de empuje, para terminar sumergidos en una desesperanza que rara vez admiten abiertamente. Prefieren disimularla en el vértigo, en la velocidad sin límites. A ratos parece que les interesa opinar, pero se muestran resistentes cuando se trata de sustentar sus juicios; piden a gritos que se les escuche, pero les cuesta prestar oídos comprometidos a las voces de los otros. Cuando la clase les da la oportunidad, no tardan en pedir la palabra para decir lo que sienten. Sin embargo, cuando se piden buenas razones, cuando se necesitan criterios, no tardan en escabullirse. Como en las redes sociales que la mayoría de ellos utilizan a diario, más que un diálogo parecen buscar plataformas para una competencia de protagonismos.

¿Cómo pueden estos jóvenes recuperar el habla y la utopía? En La Filosofía en el Aula, Matthew Lipman y Ann Sharp plantean la necesidad de producir experiencias ricas y significativas en las escuelas, experiencias que puedan dotarse de sentido (1998: 57-59). Hablando del entorno digital en el que hoy se relacionan y construyen significados los jóvenes, ¿qué significa hacer “rica y significativa” la experiencia escolar? ¿Es posible aprovechar los códigos digitales para convertir a esos entornos en extensiones de la comunidad de indagación?

Aunque puedan adoptar diferentes perfiles, con menor o mayor presencia de medios y con más alta o más baja conectividad, estos entornos están presentes en la mayoría de

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los contextos escolares. Queramos aceptarlo o no, estos medios digitales conforman un contexto, definen un ambiente, configuran un tipo de relación, operando a partir de determinados códigos comunicativos... aún cuando en la mayoría de las escuelas se lucha para apartar ciertos medios del alcance de los estudiantes.

"How many kinds of electronic equipment do the young people you teach each day work with? How many of these enable them to communicate with the knowledge society? What good reasons could there be for removing these items from young people on their way into school?" (Hannam y Echeverría, 2009: 58)

La contundente presencia de las tecnologías digitales, prefigura la conveniencia de conocerlos. Más todavía: la necesidad de comprenderlos.

Como sucede con prácticamente cualquier nueva tecnología, a los medios digitales que nos rodean se les suele recibir con dos visiones opuestas: un pesimismo fatalista o un desbordado optimismo. Apocalípticos e integrados, les llamó Umberto Eco (1968) en un ensayo que se ha vuelto ya clásico en la literatura sobre los medios, y donde nos recuerda que “toda modificación de los instrumentos culturales, en la historia de la humanidad, se presenta como una profunda puesta en crisis del «modelo cultural» precedente” (Eco, 1968: 51). El alfabeto mismo no estuvo exento de esta controversia, como hacía notar Marshall McLuhan (1985: 37) en La Galaxia de Gutenberg, citando a Platón cuando, en Fedro, narra el encuentro entre el dios Theut y el rey Thamus, quienes debatían sobre los pros y los contras de la escritura, ofrecida por el primero: mientras Theut asegura que ésta “hará más sabios a los egipcios y vigorizará su memoria”, el rey teme que el alfabeto “producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido, por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos”.

Hace ya algunos años que las tecnologías digitales son víctimas de este debate. Las conversaciones sobre sus bondades y sus consecuencias nocivas no son ociosas si lo que advierte Nicholas Carr es cierto: “Con la excepción de los alfabetos y los sistemas numéricos, la Red muy bien podría ser la más potente tecnología de alteración de la mente humana que jamás se haya usado de forma generalizada. Como mínimo, es lo más potente que ha surgido desde la imprenta” (Carr, 2011: 144).

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El debate entre apocalípticos e integrados de cara a los entornos digitales se puede ubicar con claridad en un volumen editado por Mark Bauerlein, The Digital Divide (2011), donde ofrece una compilación de textos en favor y en contra de la revolución tecnológica y social que han representado estos medios. Los integrados reciben estas transformaciones con un entusiasmo que por momentos parece excesivo, como cuando se afirma que la llamada Generación Net “es más tolerante hacia la diversidad racial y más inteligente y rápida que sus precursores. Estos jóvenes están reelaborando todas las instituciones de la vida moderna”, afirma Dan Tapscott autor de La era digital (2009: 10). Por el contrario, los apocalípticos lamentan significativas pérdidas que podrían poner en riesgo nuestra propia humanidad. “Nuestra capacidad de aprendizaje se resiente, y nuestro entendimiento no pasa de ser somero”, asegura Nicholas Carr en Superficiales (2011: 155).

Posiblemente ambas cosas sean ciertas. En cualquier caso, algo parece inminente: los adolescentes ven hoy a estas tecnologías como mediadores primarios de la interacción humana (Palfrey y Gasser, 2008: 4). Lo confirma Aram, uno de mis alumnos, cuando le pregunto sobre la importancia que han cobrado las tecnologías de información y comunicación en nuestra vida cotidiana:

“Desde el despertarnos con la alarma del celular hasta utilizar la computadora para la escuela [...] se han convertido en una herramienta vital para nuestras vidas, porque con ella tenemos comunicación que es muy importante y la verdad nos acomodamos a ellas, para hacer el trabajo más «fácil». Nuestros papás comentan que ellos apenas y saben usar la computadora porque en sus tiempos no existía, pero que ahora es muy importante. Las TICs son importantes en nuestra vida cotidiana porque ya se han convertido en nuestra vida cotidiana.”

¿Ven estos chicos algún peligro, algún aspecto negativo en el uso de estas tecnologías? “Las ventajas son indudables e incalculables”, escribe Regina en unos de los foros de la clase:

“Hasta aquí bien pero ¿en dónde está el problema? Sinceramente, pienso que el problema radica en nosotros, radica en nosotros porque no tomamos conciencia del verdadero uso de ellas. [...] No creo que tengan algo malo o bueno, todo depende de cada persona, del uso que se les dé.”

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En los comentarios de Aram y Regina subyace una idea común: los medios entendidos como extensiones, noción desarrollada ampliamente por McLuhan quien consideraba que “todas las tecnologías son extensiones de los sistemas nervioso y físico [del ser humano] para incrementar el poder y la velocidad” (1996: 108), lo cual explicaría el inmenso poder transformador que poseen. El profesor canadiense se interrogaba por la dificultad que enfrentamos para profundizar en ese poder y la atribuye a una suerte de síndrome narcisista que produce en el ser humano un embotamiento o entumecimiento de la conciencia al quedar fascinado por cualquier extensión de sí que se manifiesta en un material ajeno a él mismo.

Acercamiento a los entornos digitales y el lenguaje de las pantallas

Aram y Regina —y el resto de los alumnos de mi clase— son en buena medida lo que Marc Prensky (2001) llamó nativos digitales. Y mientras para millones de estudiantes estas tecnologías son prolongaciones naturales de sus organismos y sus funciones, los inmigrantes digitales que tienen como profesores, no se explican cómo sus alumnos pueden aprender mientras escuchan música, navegan por internet, comparten lo que están haciendo a través de sus teléfonos celulares... todo al mismo tiempo. Si bien la distinción entre nativos e inmigrantes digitales es cuestionable, ayuda a identificar dos lenguajes distintos, dos códigos, dos estructuras comunicativas.

No pocas voces demandan de los educadores admitir que las formas de aprender se están transformando velozmente a causa de los entornos digitales. Pero antes de responder con precisión qué lugar tendrían que ocupar estas tecnologías en las escuelas, habría que comprender estos cambios y cómo el aprendizaje hoy se da no solo en las aulas de clases (cfr. Palfrey y Gasser, 2008; Richardson, 2012). Si hablamos de formas completamente nuevas de comunicación, ¿en qué consisten ésas? En un proyecto dedicado a explorar las posibilidades para una alfabetización mediática digital, elegí la expresión «lenguaje de las pantallas» para referirme a los códigos —signos, estructuras— con los cuales se construyen los mensajes que recibimos a través de soportes identificados por un display, tales como la televisión, las computadoras, los videojuegos, las tabletas o la telefonía móvil, por citar algunos de los canales y dispositivos más

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frecuentes (Pérez-Castro, 2011). En esta investigación se identificaban tres grandes elementos que constituyen este lenguaje de las pantallas, lenguaje dominante de los entornos digitales que nos ocupan: el papel sustantivo de la imagen, la lógica mosaico a través de la cual se configuran los mensajes, y el rol de participación que demandan las pantallas de sus usuarios. La intención de este apartado es analizar las implicaciones de estas tres variables.

El peso de la imagen en la articulación del lenguaje digital ha sido ampliamente debatido, recibiendo duras críticas al considerarse que su presencia dominante tiende a reducir las posibilidades de abstracción, propias del alfabeto. Sin embargo, parece que la imagen mediática es, como apuntaba McLuhan, más una extensión del tacto que de la vista: su intención es intensificar la experiencia del receptor en más direcciones que sólo la visual, de ahí que más que contrarrestar la abstracción, configura un nuevo reto en términos de descodificación: desde el ordenador hasta el teléfono móvil, la imagen es puerta de entrada a la creación de una experiencia que puede ser más compleja incluso que la transmitida por el lenguaje fonético.

Esta eminencia de la imagen se complementa con la disolución de la mente lineal, profetizada por McLuhan, quien consideraba que la imprenta y el libro, con la extensión tipográfica del alfabeto, acabaron con “las ataduras del hombre tribal, haciéndolo estallar en una aglomeración de individuos”, abriendo paso a la modernidad y produciendo un proyecto de educación y alfabetización universal dominado por la idea de objetividad o no implicación del ser humano, idea que hoy choca con los efectos de la edad eléctrica y las redes digitales en las que todos estamos conectados (cfr. McLuhan, 1996: 186). Mientras la lógica racional, pieza fundamental del discurso moderno, es eminentemente lineal, la lógica inherente a los entornos digitales no responde a tales patrones: desde los criterios de la cultura alfabetizada, hablaríamos de una lógica más bien «desordenada». La primera se ejemplifica contundentemente en el libro tradicional, mientras la segunda quedaría representada por el hipertexto digital. Esta lógica mosaico o circular, devuelve al ser humano a su condición tribal, lo cual explica el desprecio de las mentes “civilizadas” hacia una racionalidad aparentemente carente de sentido.

El tercer componente de los códigos digitales se manifiesta en los fenómenos de participación observables a raíz de la expansión de las redes informáticas y la telefonía

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móvil, sugiriendo que estos medios propician un nuevo sentido comunitario. Mientras la lógica lineal refuerza la dimensión individual del sujeto, la lógica circular parece enfatizar su vínculo con los demás y su pertenencia a una comunidad, fomentando el establecimiento de redes de relaciones. Cuando la persona toma conciencia del proceso comunicativo en el que se halla inmerso, utiliza las redes comunitarias de que dispone para potenciar esa participación, convirtiéndose en auténtico protagonista de los procesos sociales y culturales que lo enmarcan. La digitalización abarca entonces algo más que un proceso meramente técnico: encierra también transformaciones sociales y culturales. Tal es la tesis de Henry Jenkins en Convergence Culture (2008) cuando defiende que estos procesos promueven la participación comunitaria y la inteligencia colectiva.

Es claro entonces que los entornos y tecnologías digitales imponen retos particulares en materia de educación. Así como la imprenta revolucionó en su momento a la civilización, haciendo posible una cierta forma de racionalidad y propiciando un ethos determinado, la electricidad y las tecnologías informáticas se traducen en una nueva antropología y demandan una respuesta pedagógica.

Algunas implicaciones pedagógicas de una alfabetización digital

Mientras niños y jóvenes crecen y aprenden asumiendo los entornos digitales como elemento esencial de su cotidianidad, las escuelas y los maestros responden —en el mejor de los casos— con una estrategia paradójica: promueven el uso de ciertas herramientas para determinados fines, pero casi siempre insistiendo en una política restrictiva para el control de accesos, política generalmente contraria a la naturaleza de esos medios. Como observan Patricia Hannam y Eugenio Echeverría:

"A strange thing happens to young people on entering most of our school buildings. These new electronic devices are removed from them, placing the control of learning school-based knowledge firmly back into the hands of the teachers in the learning institutions” (2009: 58).

Estrategia paradójica, cuando la responsabilidad de las instituciones educativas sería justamente la de facilitar el desarrollo de habilidades para el análisis y la reflexión crítica.

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En Los bárbaros (2009), un ensayo sobre esta suerte de mutación producida en buena medida por lo entornos digitales, Alessandro Baricco advierte cierto grado de esquizofrenia en nuestras sociedades que al mismo tiempo promueven cierto tipo de nuevas experiencias y comportamientos, mientras encomienda a las escuelas el resguardo de la civilización ante la barbarie digital (cfr. Baricco, 2009: 186-190). En el epílogo de su ensayo, Baricco reflexiona sobre la historia de la muralla china, erigida aparentemente para proteger la tranquilidad del imperio ante las amenazas del exterior; a su juicio, la Gran Muralla nos enseña “que en su propia relación con los bárbaros toda civilización lleva inscrita la idea que tiene de sí misma”. A decir de este escritor italiano, en el estado de vertiginosa mutación en que nos encontramos, llamamos civilizado a aquello que conocemos, y barbarie a lo que aún no tiene nombre, cerrando de tajo una frontera imaginaria que puede costarnos caro, conduciéndonos incluso a perder lo que más valoramos de nuestra civilización; en cambio, cabe esperar que renunciando a esa visión defensiva podríamos “poner a salvo todo lo que apreciamos”, pero no a salvo de la mutación bárbara, sino dentro de ella.

¿Qué habríamos entonces de poner a salvo en las escuelas? ¿Cómo preservar lo que consideramos fundamental y, al mismo tiempo, admitir que la mutación digital configura una nueva manera de adquirir experiencias y un nuevo modo de dotarlas de sentido?

Tal es el reto que hoy enfrentan las instituciones escolares: ayudar a conservar lo que consideramos valioso y necesario, abriéndose al intercambio y la riqueza de aceptar nuevas formas de relación. Enseñar a los nativos digitales aferrándose a la usanza de la civilización basada en la imprenta, resultará inútil tarde o temprano. En el otro extremo, la respuesta del sistema escolar no puede quedarse en la incorporación de herramientas digitales ni en la administración de contenidos atractivos para que los estudiantes se entretengan. Parece necesaria una visión más integral, que permita a los niños y jóvenes tomar conciencia de su papel dentro de las estructuras comunicativas en las que se se construyen ellos mismos, con los otros. Esto implica, necesariamente, repensar tanto los contenidos como la metodología de nuestros sistemas escolares:

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“Kids born into any new culture learn the new language easily, and forcefully resist using the old. [...] So unless we want to just forget about educating Digital Natives until they grow up and do it themselves, we had better confront this issue. And in so doing we need to reconsider both our methodology and our content.” (Prensky, 2001: 3)

El profesor Henry Jenkins plantea así la necesidad de desarrollar competencias digitales para ciudadanos vigilantes:

“el reto no estriba simplemente en la capacidad de leer y escribir, sino en la capacidad de participar en las deliberaciones sobre los temas y conocimientos relevantes, y sobre las formas de conocimiento que exigen autoridad y respeto. El ideal del ciudadano informado se desmorona, sencillamente porque el conocimiento desborda con creces a cualquier individuo. El ideal de la ciudadanía vigilante depende del desarrollo de nuevas destrezas cooperativas y de una nueva ética de la distribución del conocimiento compartido que nos permita deliberar juntos.” (Jenkins, 2008: 256)

Semejante reto se enmarca hoy en un contexto en que los niños y jóvenes buscan aprender con velocidad, en interacción, con oportunidades de participar, interesados en personalizar lo que hacen, realizando varias actividades a la vez, cambiando la atención de un estímulo a otro... Esto resulta propicio para insistir en modelos pedagógicos centrados en los estudiantes y basados en la colaboración. O, en palabras de una de mis alumnas cuando les pedí retroalimentación sobre nuestro curso: “Es general estuvo muy bien, sólo que menos plática y más práctica”.

Contenidos y metodología se entrelazan cuando hablamos de los modelos pedagógicos que demandan los entornos digitales: no basta saber leer y escribir en nuestros días para ser auténticamente alfabetizado; es necesario el dominio de códigos y herramientas, pero no solo en términos de habilidades técnicas, se requieren también dominios cognitivos, emocionales, sociales y morales. Esta alfabetización implica aprender a construir relaciones con otros para resolver problemas colaborativamente —e incluso interculturalmente—; diseñar y compartir información para comunidades globales con diferentes tipos de propósitos; administrar, analizar y sintetizar flujos de información simultánea; crear, criticar, analizar y evaluar información en diferentes soportes; y, no menos importante, atender las responsabilidades éticas que requieres estos entornos complejos. Y, como advierte Will Richardson (2012), los niños ya están aprendiendo esto por su cuenta: porque pueden.

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Además de estimular el desarrollo de estas competencias, el reto pedagógico involucra hacer frente a determinados peligros, ya que muchas de las cualidades que distinguen a la cultura propia de los entornos digitales, pone en riesgo valores apreciados en la tradición que todavía se defiende desde las escuelas. La velocidad y la búsqueda de cambios constantes hace temblar la solidez de muchas convicciones sobre la que se mueven todavía muchos mecanismos de los sistemas escolares. La flexibilidad que acompaña a la vida líquida de los tiempos que corren, pone nerviosos a quienes están acostumbrados a administrar contenidos desde posiciones absolutas e incuestionables. Si bien la transición es necesaria, conviene atender a los temores que expresan algunos de estos apocalípticos, en aras de que la evolución no signifique abdicación.

Investigaciones desarrolladas en la primera década de este siglo, advierten que los entornos digitales de comunicación configuran nuevas maneras de leer y de hacer investigación, privilegiando la lectura de “navegación” o “exploración”; esto, para algunos críticos como Nicholas Carr, representa un retroceso en el que se transita “de ser cultivadores de conocimiento personal a cazadores recolectores en un bosque de datos electrónicos”. En el mismo sentido, se observa que estas tecnologías pudieran provocar un debilitamiento de la memoria de corto plazo o memoria de trabajo. El precio de esto lo pagaría nuestra inteligencia, ya que si bien la memoria a largo plazo es la sede del entendimiento (almacenando hechos, esquemas y conceptos), la inteligencia opera sobre la capacidad de transferencia de información entre una y otra. De esto se desprendería la necesidad de fortalecer las conexiones que emplea el cerebro para el lenguaje alfabético y numérico, distintas a las que usa para trabajar con códigos de los entornos digitales (cfr. Carr: 2011; Wolf, 2011).

Nos encontramos en un periodo de transición como otros que hemos vivido en el pasado, reconocen John Palfrey y Urs Gasser en Born Digital (2008). Las herramientas digitales, sostienen estos autores, encontrarán su lugar en escuelas y bibliotecas; mientras tanto, el reto está en distinguir qué es lo que convendría conservar de la educación tradicional y qué podría ser reemplazado con procesos de digitalización. Evocando la tensión entre civilización y barbarie sugerida por Baricco, ¿ante qué deberíamos mostrar beligerancia y resistir?

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La respuesta que propone este ejercicio de reflexión es defender la riqueza del encuentro cara a cara, del diálogo reflexivo —crítico, creativo, cuidadoso y colaborativo— propio de la comunidad de indagación filosófica.

La comunidad de indagación filosófica y sus posibilidades2

La comunidad de indagación es una pieza medular en la propuesta pedagógica del proyecto de Filosofía para Niños de Matthew Lipman. En La Filosofía en el aula se deja claro que uno de los supuestos fundamentales de la propuesta es que

“el aprendizaje filosófico ocurre principalmente a través de la interacción entre los niños y su ambiente —y que el ambiente está formado principalmente por el aula, otros niños, padres, parientes, amigos, personas de la comunidad, los medios de comunicación y el profesor.” (Lipman, Sharp y Oscanyan, 1998: 168)

En este supuesto se subraya no solo la relevancia de la interacción entre las personas, sino la también el papel del ambiente en esta interacción. De ahí la necesidad apuntada por Lipman en cuanto a “crear un ambiente hospitalario para el buen pensar” (Lipman, Sharp y Oscanyan, 1998: 177). Así, los dos elementos necesarios en una comunidad de indagación son el componente de la investigación —cuestionamiento, búsqueda, indagación— y el componente comunitario.

La comunidad de indagación, en el modelo propuesto por Lipman, constituye un espacio democrático en el que, siguiendo una rigurosa metodología filosófica, se discuten asuntos que resultan importantes para los participantes. En este paradigma, la comunidad de indagación no es solo una finalidad o una meta, sino que es al mismo tiempo la herramienta o el medio para llegar a ese fin, es decir, para desarrollar competencias filosóficas. Convertir las clases en comunidades de indagación significa quitar el foco que habitualmente se centra en la adquisición de información, para dirigirlo

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2 El término utilizado por Lipman en inglés, “community of inquiry”, recibe diversas traducciones. En el contexto español se le denomina generalmente “comunidad de investigación”. En México, se le suele denominar “comunidad de indagación”. Otras expresiones equivalentes en la literatura sobre Filosofía para Niños, hablan de “comunidad de diálogo”. Para una descripción más detallada de las características y el funcionamiento de estas comunidades, se recomienda consultar a Lipman, Sharp y Oscanyan (1998: 167-228), Echeverría (2004: 95-114) y Lago (2009: 99-115).

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a la indagación de las relaciones existentes en la materia que se está investigando (cfr. Hannam y Echeverría, 2009: 67; Llago, 2009: 100-101; Echeverría, 2004: 48).

Al promover la participación y el diálogo en estas comunidades, el modelo propuesto busca que los niños y jóvenes sean pensadores autónomos, constructores conscientes de su propio proyecto de vida y de un proyecto social compartido, orientado por la congruencia entre el pensar y el actuar. Apostar por estas comunidades significaría apostar en favor de ciudadanos “realmente críticos y reflexivos”, capaces de incidir “en los procesos políticos y sociales de su comunidad” (Echeverría, 2004: 75).

La participación que promueve la comunidad de indagación filosófica es una auténtica participación democrática, basada en el trabajo colaborativo entre pares, capaces de responder a las necesidades de su entorno:

"This kind of education will be intensely moral and will have a strong political dimension, but it will not be political in the sense that we want to encourage young people to take sides with one political party or the other. Rather it is the kind of political education that makes participation in envisioning and formulating a common human future desirable, purposeful and meaningful thing to do. This is the kind of political activity that the Greeks advocated and that John Dewey regarded as an essential characteristic of a democracy." (Hannam y Echeverría, 2009: 60)

Se trata, entonces, de diseñar las condiciones para involucrar y comprometer a los niños y jóvenes con la clase de mundo en el que esperan vivir y contribuir en la generación de oportunidades para actuar e intervenir en esa dirección (cfr. Hannam y Echeverría, 2009: 66)

La dinámica de la comunidad de indagación propuesta por Lipman y Ann Sharp, parte de la lectura de los materiales que ellos mismos escribieron, para después pedir a los niños que elaboren y seleccionen preguntas para someterlas al cuestionamiento en diálogo de la comunidad. En esta dinámica, la escucha activa y el uso de la palabra por turnos resultan indispensables. Durante la sesión, el docente funge como facilitador del diálogo, buscando que se ejerciten y se “pulan” las habilidades de razonamiento crítico, creativo y cuidadoso, dirigidas al desarrollo de un pensamiento complejo o de orden superior, en un ambiente de respeto y confianza (cfr. Echeverría, 2004: 111).

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Como puede observarse, la dimensión comunitaria del individuo juega un rol importante en este modelo, ya que Lipman, siguiendo a Vygotsky, otorga al ámbito social un papel muy importante en la conformación del pensamiento y del individuo mismo, al considerar que es en lo social, en la cooperación con los otros, donde emerge y se constituye la persona (cfr. Lago, 2009: 121).

Comunidades de indagación y entornos digitales: posibilidades y peligros

¿De qué manera podría la comunidad de indagación filosófica facilitar la transición hacia un modelo que integre los entornos digitales como una riqueza? Pese a los peligros que pueden representar las tecnologías para determinados valores de nuestra civilización, los principios fundamentales que sostienen a la comunidad de indagación son compatibles con las habilidades que demandan los entornos digitales.

Sería un error creer que es suficiente con sumar las herramientas digitales como instrumentos complementarios a la comunidad de indagación: una visión meramente instrumental pondría en riesgo el valor sustantivo de dicha comunidad. Se requiere, me parece, atender a las formas de racionalidad propias de los entornos digitales y mantener el modelo de la comunidad de indagación abierto a esos cambios. De alguna manera esto significa estar abiertos a renovar en ciertas dimensiones la manera en que hacemos Filosofía para Niños.

Son muchas las coincidencias de lo que demandan pedagógicamente los entornos digitales con el proyecto de Filosofía para Niños. Los nativos digitales están desarrollando habilidades para dar forma a la cultura en la cual están creciendo, transformando las dinámicas de poder en favor de estructuras más democráticas. Para ser ciudadanos vigilantes y participativos requieren desarrollar habilidades de pensamiento complejas para desenvolverse en un mundo saturado de información que debe ser valorada crítica y cuidadosamente; naturalmente esto ya era necesario antes, sin embargo hoy se requiere de un modo diferente.

Ante estas coincidencias, parece viable la incorporación de códigos digitales a la comunidad de indagación en ciertos momentos y con determinados fines. Las tecnologías digitales pueden, por ejemplo, alentar el aprendizaje cooperativo, lo cual

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puede promoverse en determinados momentos de la vida de la comunidad, como son la producción de evidencias digitales como actividad de cierre o el registro de las reflexiones de los alumnos en un diario o bitácora digital (siguiendo la estructura de un blog). Este diario puede asumir una dimensión colaborativa y convertirse en una extensión digital de la comunidad de indagación, tanto a través de grupos basados en plataformas diseñadas ex profeso para tal fin, como en las redes sociales que los chicos utilizan habitualmente.

A partir de sus propias experiencias y observando procesos que se desarrollan en su entorno, los jóvenes reconocen el potencial comunicativo de los medios sociales más allá del entretenimiento. En uno de los foros digitales de clase, Eduardo comenta:

“Las redes sociales son como un gran foro donde todos pueden participar con su punto de vista y a la vez retroalimentarse de otras ideas, gracias a esto la gente ha ido despertando al ver la situación de su país, compara con otros donde existe más democracia. Al ver sus diferencias, es cuando quieren el cambio para bien. [...] La verdad me parece muy bien todo esto, pero también tiene su lado peligroso, como hacer organizaciones conflictivas. Siempre hay que ser usuarios responsables y cautelosos.”

Contra lo que algunos pudieran pensar, lejos de quedarse únicamente con el potencial de estas herramientas como vehículos para la construcción de una sociedad más democrática, los jóvenes son conscientes de los retos que enfrentan en la dimensión moral. Y lo son en un sentido amplio, en la medida en que valoran u observan estos retos en términos integrales, como parte de su vida, no como una peculiaridad particular de los medios sociales digitales. Esa consciencia no les exime, por supuesto, de ignorar o pasar por alto muchos de los peligros que conllevan estos entornos para los que aún no hemos cultural y socialmente desarrollado quizá suficientes defensas. Es ahí donde se abren oportunidades significativas para las escuelas de ser constructivamente beligerantes en la defensa de aquello que consideran valioso de la civilización precedente.

Destaco tres riesgos en los que me parece se pueden sintetizar los principales peligros que acarrean estos entornos digitales para los valores que resultan sustantivos para una comunidad de indagación y, más aún, para una auténtica democracia.

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a) El peligro de la superficialidad.

Una de las notas que distinguen a los entornos digitales y al tipo de estructuras que producen, es la velocidad. Zygmunt Bauman observa que en la modernidad líquida la espera es una de las peores circunstancias posibles: “Correr tras las cosas y cogerlas al vuelo mientras sigan estando frescas y fragantes: en eso consiste «estar dentro». La dilación, contentarse con lo que ya está ahí: eso es «estar fuera»” (Bauman, 2005: 140).

Este anhelo y búsqueda de velocidad tiene dos repercusiones claras en los entornos digitales: se evita ir a fondo en la mayoría de las acciones que se realizan, pues profundizar exige detenerse y esos implica “pérdida de tiempo”; para eficientar el uso del tiempo, se recurre al multitasking: realizar varias actividades a la vez. Por complicado que resulte para muchos de nosotros, parece un hecho que es en ese “estar de paso” que los chicos dan sentido a sus experiencias. Esto pone en peligro la experiencia del pensamiento meditativo, imposible en medio del vértigo:

“a medida que el tiempo empleado en saltar de un vínculo a otro sobrepase con mucho el tiempo que dedicamos a la meditación y la contemplación en calma, los circuitos que sostenían los antiguos propósitos y funciones intelectuales se debilitan hasta desmoronarse.” (Carr, 2011: 149)

Algunos investigadores, como Maggie Jackson, han cuestionado si realmente es posible una actuación multitarea con buenos resultados en todas las acciones ejecutadas. A decir de Jackson, la simultaneidad no es neurológicamente posible, de modo que cuando emprendemos varias tareas a la vez, las neuronas compiten en su camino, obligados a mantenernos alertas a diversos cambios en el foco de atención.

“When we multitask, we are like swimmers diving into a state of focus, resurfacing to switch gears or reassess the environment, then diving again to resume focus. This is a speeded-up version of the push and pull we do all day. But no matter how practiced we are at either of the tasks we are undertaking, the back-and-forth produces “switch costs”, as the brain takes time to change goals, remember the rules needed for the new task, and block out cognitive interference from the previous, still-vivid action.” (Jackson, 2008: 280)

En un entorno de tareas y estímulos complejos, el costo del cambio en nuestra atención se eleva. Pensemos en nuestra necesidad de tomar decisiones que exigen

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valoraciones complejas, como las que pueden presentarse en el terreno moral. Al parecer, cuando actuamos bajo esquemas multitarea, nuestra visión se reduce, limitando nuestra posibilidad de observar el largo plazo. Así, en nombre de la eficiencia, renunciamos a cualidades que nos hacen humanos: cediendo en nombre de la velocidad nuestro control cognitivo en favor de patrones externos, dejamos de lado la reflexión y sacrificamos nuestra capacidad de juicio. En opinión de Maggie Jackson (2008: 282-289), primar el comportamiento multitarea conduce de alguna manera a colocar beneficios materiales o productivos por encima de otros intangibles como la compasión o el discernimiento, lo cual en el largo plazo podría tener elevados costos para la humanidad.

La comunidad de indagación filosófica puede ser un espacio para fortalecer la atención centrada en una tarea. Sin negarse radicalmente a la intromisión de herramientas digitales, puede ser un espacio de desconexión temporal —o incluso de conexión limitada— bajo ciertos acuerdos generados el interior de la propia comunidad.

b) El peligro de los simulacros.

Cuando leo la retroalimentación de mis alumnos sobre la experiencia de compartir ideas en nuestros foros digitales, encuentro comentarios cargados de entusiasmo: “Para mí el gran aprendizaje es que todos tenemos diferentes puntos de vista y distintas opiniones sobre un tema y que de todas ellas se puede aprender algo nuevo”, escribe Alexa. En el mismo sentido, comenta Natalia:

“Lo que me pareció más interesante es que cada quien tiene un punto de vista distinto y distintas prioridades. [...] En estos foros aprendí que todos tienen un punto de vista distinto y que no es que uno esté mal y el otro bien, simplemente que cada quien piensa como les hayan educado o como haya aprendido.”

La pluralidad se presenta claramente como un elemento valioso para ambas, aunque en ningún caso parece estar claro cómo esa pluralidad se convierte en auténtica riqueza o aprendizaje. En ocasiones ellos mismos se dan cuenta de la vacuidad que domina en algunos de los intercambios; tal es el caso de Óscar cuando escribe:

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“En los foros hubo muchos comentarios tanto buenos como inútiles y me incluyo. Yo participé en los foros pero no en todos. Aún así siento que algunas opiniones mías fueron útiles o interesantes aunque también hubo participaciones que no servían de nada porque no cumplían con lo dicho”.

¿Son sólidos los vínculos que se forman en estas redes? ¿Están desarrollándose intercambios realmente constructivos en estos espacios? No dudo que la respuesta sea positiva en muchas experiencias, pero la evidencia parece mostrar que con frecuencia estos entornos conducen también a simulacros de comunidad. En un artículo publicado en 2007, Christine Rosen cuestiona si las “amistades virtuales” o la construcción de comunidades sociales en las redes digitales, no reflejan en realidad un nuevo modelo de narcisismo. Evocando nuevamente la modernidad líquida descrita por Bauman, parece que añoramos la seguridad que brindaban las redes en donde construíamos la cohesión social, por lo que las invocamos con recurrencia, especialmente en estructuras digitales.

Al reflexionar con mi grupo de estudiantes sobre las posibilidades de construir vínculos sólidos a través de las redes digitales, Esteban, comenta que “Facebook puede llevarte a conocer personas y hacer lazos fuertes, pero no tener un lazo fuerte con alguien con el que solo hablas por ahí, es más bien un medio para conocer y hacer más fuerte un lazo que ya tenías”.

La evidencia apunta a que es a través de la vieja usanza del diálogo cara a cara, en el que las personas intercambian puntos de vista y profundizan en un tema cuestionando y explorando en entornos de la vida cotidiana, que se produce generalmente el aprendizaje de habilidades de pensamiento de orden superior (cfr. Palfrey y Gasser, 2008: 246). Así, recuperando el razonamiento de Esteban, parece que la comunidad de indagación puede jugar un contrapeso para disminuir el riesgo de los simulacros, aprovechando la interacción cara a cara para fortalecer los vínculos comunitarios y evitar que suceda a la inversa —es decir, evitar que los simulacros digitales terminen convirtiendo a la interacción presencial en otro simulacro—.

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c) El peligro de la administración de contenidos y procesos

Con alarmante velocidad, en los últimos años se han empezado a difundir “programas integrales” para promover en las escuelas un mayor aprovechamiento de los entornos digitales con fines educativos. Estos programas ofrecen programaciones y contenidos que ya antes eran gestionados a través de materiales impresos y que ahora suman “la riqueza” de las tecnologías digitales. Tanto instituciones públicas como privadas en México han recibido con entusiasmo esta nueva oferta de servicios comercializados con la consigna de “facilitar” el trabajo al docente y “enganchar” a los alumnos con contenidos atractivos y entretenidos. Si bien las tecnologías digitales se presentan como potenciales vehículos para la creación y gestión plural de ideas, la amplia aceptación de estos programas educativos pone sobre la mesa el riesgo de desperdiciar ese potencial democrático en favor de una administración centralizada de contenidos.

En la misma dirección, uno de los peligros latentes en los entornos digitales, radica en la posibilidad de implicarnos con las computadoras al grado de perder las cualidades que nos hacen humanos. Estableciendo un paralelismo con las líneas de producción derivadas de la administración científica de Frederick Taylor, Nicholas Carr observa que hoy nuestra libertad, nuestra capacidad de decidir conforme a nuestro conocimiento e intuición, estaría en riesgo, ya que tomamos muchas decisiones siguiendo guiones que han sido escritos por otros. A través de algoritmos informáticos, los gestores de los entornos digitales dominantes ordenan los criterios de nuestras búsquedas, nos proponen alternativas según nuestros propias hábitos, discriminando información por nosotros: “Estos guiones pueden ser extraordinariamente ingeniosos y útiles, como lo fueron en las fábricas tayloristas, pero también mecanizan los desordenados procesos de la exploración intelectual y hasta los del apego social” (Carr: 2011: 262).

Evocando la oscura profecía que llevara Stanley Kubrick a las pantallas con 2001: Odisea en el espacio, Carr denuncia el peligro de resignarnos mansamente a ceder nuestra propia inteligencia —y nuestra voluntad— en favor de una inteligencia artificial (cfr. Carr, 2008).

La comunidad de indagación ofrece un potente vehículo para formar las habilidades de pensamiento que ayuden a contrarrestar estos peligros, insistiendo en el desarrollo de

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una autonomía firme. A la vez, la concepción comunitaria que distingue al proyecto de Filosofía para Niños, posibilita la configuración de redes no solo al interior de cada clase, sino en la interacción con otros formadores. Contra la centralización y la administración unidireccional de los contenidos y procesos, aprovechando la infraestructura de los entornos digitales, cada comunidad de indagación, cada escuela, puede convertirse en el nodo de una rica red de colaboración.

Apuntes finales: ¿Qué nos queda?

¿Qué les queda por probar a los jóvenes?, pregunta Mario Benedetti. Entre las respuestas, el poeta propone:

ser jóvenes sin prisa y con memoria

situarse en una historia que es la suya

no convertirse en viejos prematuros

Cada verso contiene al menos una posibilidad ligada a lo que he intentado proponer en estas páginas. La comunidad de indagación filosófica, espacio central para el trabajo del proyecto de Filosofía para Niños diseñado por Matthew Lipman y Ann Sharp, puede ser ese espacio para olvidarse de la prisa, para fortalecer —o recuperar— la memoria. Reconocer conscientemente los peligros que nos acechan, puede ofrecer las herramientas para conservar la autonomía, para situarse cada uno en su propia historia. Aceptar la presencia de los códigos propios de los entornos digitales en la comunidad de indagación, puede ser una vía para no convertirnos —ni ellos, ni nosotros— en viejos prematuros.

Las notas definitorias de la comunidad de indagación pueden conciliarse con la dinámica que producen los entornos digitales, pero el encuentro ha de ser consciente si se pretende que sea constructivo. Entre las posibilidades está valorar el uso de productos o textos digitales como puntos de partida para la indagación filosófica, así como incentivar la generación de productos digitales para el registro de reflexiones al término de las sesiones o en los momentos de colaboración en pequeños grupos. Seguramente muchos docentes ya operan este tipo de acciones en sus comunidades, fortaleciendo

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con eso habilidades necesarias para la alfabetización en entornos digitales Adicionalmente, ha de reconocerse que la inclusión de estas tecnologías digitales puede contribuir a hacer que el ambiente de la comunidad resulte más estimulante para los niños y jóvenes, acostumbrados a esos entornos.

Los materiales detonadores para la indagación filosófica son un tema pendiente para futuras reflexiones. Si, como propone Lipman (1991: 298), las historias son puentes de comprensión entre la racionalidad narrativa y la lógica de la exposición, ¿qué tipo de puentes deberíamos construir entre lo presencial y lo no presencial, entre la lógica lineal y la lógica mosaico? Más allá del soporte físico o virtual, ¿cómo serán los textos del futuro en Filosofía para Niños, conciliando su función de detonadores de la reflexión y la formulación de juicios razonables, con los códigos y la naturaleza de los entornos digitales?

Estamos en transición. Al margen de la contundencia con que este proceso se vive hoy en muchos lugares, no podemos dejar de lado que para millones de personas la distinción entre entornos digitales y presenciales no es sino una abstracción, dada la amplia brecha de acceso que existe en materia tecnológica. Pero también es un hecho que esa distinción existe y tiene consecuencias tanto para los más tecnificados como para los pueblos más apartados de estos medios.

Por supuesto, en esta transición, la incorporación de los códigos de entornos digitales en la vida escolar encierra riesgos. No obstante, conviene que éstos no conduzcan a erigir murallas defensivas si queremos realmente preservar el pensamiento de orden superior —crítico, creativo, cuidadoso y colaborativo— como sustento de una autonomía firme, sensible al medio social y natural.

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