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Joseph Kessel Alcohólicos Anónimos
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Joseph Kessel - Alcohólicos Anónimos

Oct 26, 2015

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Pablo Diaz
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Joseph Kessel

Alcohólicos Anónimos

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Scan Ave Fenix

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Titulo orignal:

AVEC LES ALCOOLIQUES ANONYMES

Traducción de ALFREDO CRESPO

Portada dé J. PALET

© PLAZA & JANES, S. A., 1964

Printed in Spain Impreso en España

Gráficas Guada, S. R. C Rosellón, 24 (Barcelona)

Depósito Legal: B. 34.487-1964 Número de Registro: 3.165/61

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P R I M E R A P A R T E I

NO ERA UNA PELICULA

—Me llamo John N. y soy alcohólico.

—Me llamo Mary S, y soy alcohólica.

Esta frase ritual pronunciada públicamente, a cara descubierta, resuena en Nueva York todos los días del año y en cincuenta reuniones distintas.

Todo el mundo puede entrar y escuchar.

Por lo que a mí respecta, la he oído durante semanas enteras, por la noche, por las tardes, por la mañana.

La he oído en Park Avenue, entre un público de millonarios. En el Bowery, mezclado con los vagabundos -más miserables del mundo. En Greenwich Village, con la bohemia y los homosexuales. En Harlem, con los negros. Durante un congreso que reunía a médicos, a psiquiatras, a sacerdotes, a magistrados eminentes. En el puerto de Manhattan, rodeado de marineros con el rostro curtido por todos los vientos v todos los soles.

—Me llamo Willíam R. y soy alcohólico.

—-Me llamo Agnés B. y soy alcohólica.

Los nombres cambiaban, pero las palabras que los acompañaban eran siempre las mismas.

Las he oído hasta en los manicomios. E incluso en el presidio de Sing-Sing, detrás de las rejas siniestras.

—Me llamo Frank T. y soy alcohólico.

—Me llamo Elizabeth F. y soy alcohólica.

Según el temperamento del hombre o de la mujer que las pronunciaba, las palabras tenían el acento del hecho comprobado, aceptado, de la confesión difícil, del lamento o de la exclamación. Según la condición social, la indumentaria era lujosa o pobre. Según el grado de educación, variaban los modales y las voces. Pero el origen, la cultura, el vestido y la fortuna de los hombres y de las mujeres que hablaban así, y de los hombres y mujeres a quienes se dirigían, carecían de importancia. Estaban todos unidos por un lazo común, más fuerte que el de un ambiente, de una raza, de una familia o incluso de un amor. Blancos o negros, ricos

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o pobres, analfabetos o sabios, se sentían solidarios, eran hermanos para siempre, porque habían experimentado la misma enfermedad devoradora en cuyas garras habían dejado su carne y su alma. Todos habían bajado hasta el fondo del abismo, y si pudieron volver a subir hasta la claridad que luce para la mayoría de los hombres, lo debían por entero, exclusivamente, a esta solidaridad, a esta fraternidad.

—Me llamo James W. y soy alcohólico.

—Me llamo Louise B. y soy alcohólica.

¡Singular letanía! Me obsesiona mientras escribo estas líneas. Porque ha subrayado sin descanso el descubrimiento tal vez más sorprendente y conmovedor que he realizado en el curso de mi existencia dedicado precisamente a la búsqueda de lo excepcional.

* * * Todo comenzó a causa de una conversación casual en los Campos Elíseos. Me encontré con Irmgard von Cube, una vieja amiga, notable escenógrafa, que desde hace mucho tiempo trabajaba en América. Nuestro último encuentro había tenido lugar en Hollywood, el año 1948. Habían transcurrido más de diez años. Pero todavía recordaba la velada que entonces pasamos juntos en casa de un actor de origen alemán y especializado en interpretar papeles terroríficos. Poseía un pequeño rancho situado en lo más hondo de un estrecho valle. Un enorme perro de San Bernardo, soñaba, inmóvil, ante la encendida chimenea del oscuro salón. El carácter un poco fantástico y temible del lugar hacía pensar en los personajes que solía encarnar en la pantalla el dueño de la casa. Pero en realidad no se podía imaginar un anfitrión más alegre ni más acogedor. Entre los invitados destacaba un joven coloso rubio, de ojos claros, corta barba rizada y nobles facciones: Burl Ivés. Ni el cine ni el teatro habían utilizado todavía sus dones. No hacía más que cantar, maravillosamente, las romanzas y las baladas que había recopilado en el curso de una existencia de vagabundeo lírico. Había recorrido todos los Estados Unidos, desde México hasta el Canadá y de uno a otro océano, en los trenes de mercancías de los que es preciso apearse antes de que entren en la estación. Había compartido los campamentos de los vagabundos, se había calentado en sus hogueras, había conocido el hambre y el frío, la despreocupación y la libertad. Así que hubo terminado la cena, cogió su guitarra y empezó a cantar sin tregua, sin cansancio. Las viejas melodías populares se sucedieron como por ensalmo. Las de las llanuras y de los pantanos, las de las montañas y los grandes ríos, las de los esclavos, de las cárceles, de los patíbulos...

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Como bebida había botellas de applejack, alcohol de manzana destilado ¿legalmente, insidioso, terrible... Casi no recuerdo ya cómo llegó la aurora ni cómo cada uno regresamos a nuestras casas.

* * * Cuando volví a ver en París a mí vieja amiga, el recuerdo de aquella noche encantadora y de sus personajes reapareció fatalmente en nuestra conversación. Entonces ella me dijo: —Entre la gente que se encontraba allí, los actores, los músicos y los escritores han proseguido su existencia y su carrera sin historia. Por el contrario, la esposa de nuestro anfitrión ha vivido una aventura singular. De la oscuridad de los años surgió, como si estuviese ante mí, un rostro joven y hermoso, liso, resplandeciente, que respiraba la alegría de vivir. —Bebía mucho —prosiguió mi amiga. —Aquella noche no fue ella la única —respondí. —Me refiero a su comportamiento habitual. Cuando la vimos, dominaba aún aquella costumbre. Luego el hábito adquirió la supremacía. La pobre muchacha se derrumbó por completo. No sabía ya lo que se hacía. No se ocupaba de nada, ni del hogar, ni de sus vestidos, ni de sí misma. El matrimonio se deshizo, Entonces sobrevino el verdadero desastre. So volvió sucia, fea, vieja... -Vieja —dije—. A los veinticinco años... -Veinticuatro —rectificó mi amiga—. Eso va muy deprisa. Cuando uno no se peina ya, cuando ya no se lava, cuando ya no come... y cuando para dormir se deja uno caer uno en cualquier portal… — ¿En tal miseria se encontraba? —No; su marido le pasaba una pensión decente Pero el dinero se le iba en bebida, en locuras. Porque estaba casi loca. Más de una vez la encontraron desnuda en su coche, que aún conseguía conducir no sé gracias a qué instinto. Todos tratamos de ayudarle, Tenía muchos amigos a causa de su sencillez, de su amabilidad... No hubo nada que hacer. Escuchaba los consejos, aceptaba las ayudas y volvía a las andadas. Conoció el hospital y la cárcel... Como buena escenógrafa que era, mi amiga calló. Yo pregunté: — ¿Ha muerto? —Nada de eso. Se ha salvado. Es hermosa. Es más feliz que nunca con un hombre maravilloso con el que se casó hace ya cinco años. —Pero, ¿cómo es eso posible?

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—Muy sencillo, Después de una crisis especialmente violenta, tuvo un instante de lucidez. Entonces solicitó ayuda a los Alcohólicos Anónimos. — ¿Y bastó con esto? —No en un día, ni en una semana, desde luego. Pero finalmente fue salvada. Y fue entre los Alcohólicos Anónimos donde conoció a su marido. Repetí maquinalmente: — Alcohólicos Anónimos... Alcohólicos Anónimos... Estas dos palabras no me eran desconocidas por completo. Amigos americanos habían hablado ya ante mí de un grupo formado por personas a las que el alcohol había convertido en piltrafas humanas y que habían vuelto a encontrar el equilibrio físico y moral ayudándose mutuamente para alcanzar la sobriedad y mantenerse en tal estado llevando una vida normal. Estos relatos no habían captado mi atención. Ignoro si eso era culpa de los que los habían hecho, o mía, pero me habían producido la sensación de que se trataba de una liga de abstemios con tendencia religiosa, de una pequeña secta algo extraña como existen tantas en los Estados Unidos, No me pareció demasiado sorprendente que tal asociación hubiese adquirido influencia sobre una joven desquiciada, exaltada hasta el límite. Participé a mi amiga esta impresión. Ella sonrió y contestó: —Muy bien. Las mujeres nunca tienen razón. Pero he aquí otro caso. En éste se trata de un hombre, y de un hombre de talento... Citó el nombre de un escenógrafo norteamericano muy conocido. Había trabajado con sueldos enormes para la mayoría de los grandes estudios de Hollywood. En aquellas fábricas de imágenes, el escritor como el maquinista, debe ejercer su oficio en un lugar prefijado y bajo supervisión. Como el maquinista, debe someterse a una exactitud estricta. Ciertas compañías exigen incluso que los autores que en ellas trabajan, por célebres que sean, marquen en un reloj al llegar a sus lujosos despachos. Ahora bien, el escritor a que se refería mi amiga había sido despedido de una importante productora, luego de otra, más tarde de una tercera, Acabó por ser contratado por el cuarto y último de los grandes estudios californianos. Durante la primera semana acudió puntual, tomó parte en las conferencias donde se discutían los argumentos de las películas, facilitó ideas, escribió buenas escenas, encontró gags excelentes. Sin duda, muy a menudo recurría —y ya desde la mañana— a las botellas de whisky, de vodka y de ginebra que siempre tenía en los bolsillos de sus trajes y en los cajones de su mesa de trabajo. Pero puesto que llevaba a cabo su labor, y la efectuaba bien, eso importaba poco. Sólo que el lunes siguiente se presentó por la tarde. Los otros escenógrafos, que le habían cobrado afecto por su amabilidad, su buen humor y su camaradería, consiguieron ocultar su ausencia a la dirección durante la mañana. Pero cuando por fin compareció, sus camaradas comprendieron que el caso era desesperado. El hombre se sostenía difícilmente en pie y no conseguía terminar correctamente una frase. Era evidente que había pasado el fin de semana entregado a la bebida. Estaba repleto de alcohol.

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Esto explicaba los despidos sucesivos de que había sido objeto, pese a su talento. Esto lo condenaba igualmente, sin remisión, a ser despedido en breve tiempo del último estudio que le había admitido. A continuación ya sólo sería una ruina. Existían otros ejemplos de tales degeneraciones…, Y el hombre en cuestión tenía esposa y dos hijos. —Yo era escenógrafa de este mismo estudio prosiguió mi amiga—. Como todos mis camaradas, sentía una verdadera angustia por el desdichado. ¿Qué debíamos hacer? En conjunto o individualmente, éramos incapaces de ayudarle. Entonces uno de nosotros pensó en los Alcohólicos Anónimos. Pero el escritor rehusaba dirigirse a ellos. Le rogamos, le insistimos tanto que, finalmente, consultó el listín, descolgó el teléfono, marcó el numero de la asociación y dijo: —Soy fulano de tal, trabajo en tal dirección; les necesito. De nuevo calló mi amiga para preparar el efecto, el suspense. — ¿Y qué ocurrió? —pregunté. —Entonces —me contestó muy lentamente—, entonces, he aquí lo que ocurrió. Al cabo de diez o quince minutos, no más, uno de los jefazos de la compañía que nos empleaba entró en la sala donde solíamos trabajar conjuntamente, cogió por el brazo a nuestro camarada alcohólico y le dijo con gran suavidad: »—Venga, amigo mío, usted y yo tenemos qué hablar. Fue sobre todo por la mirada que acompañó a estas palabras que yo comprendí su importancia. Incrédulo, exclamé: — ¿Significa esto en realidad...? —Sí —respondió mi amiga—. Significa que el administrador formaba parte de los Alcohólicos Anónimos, es decir, que él también había sido un ser en ruinas, acabado, hundido en el fango, y que había salido del abismo para ocupar uno de los puestos más importantes de Hollywood, únicamente gracias al auxilio de alcohólicos que habían vuelto a ser sobrios y que a su vez, acudía a ayudar a un hombre afectado del mismo mal... Y tuvo éxito. Guardé silencio por un instante. De súbito habían cambiado por completo para mí el carácter y sentido de la asociación que me había parecido sin interés. —Es una historia maravillosa, ¿no cree? —preguntó mi vieja amiga. —Creo que voy a ir a América a ver eso —dije, hablando más para mí que para ella. Pero no fue preciso estar en Nueva York para encontrar a mi primer Alcohólico Anónimo.

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II

LA LLAVE Si quiere conocer de veras un ambiente cerrado, el periodista —lo saben todos los profesionales— necesita una «llave». Es decir, una presentación que tenga suficiente valor y autoridad para que sea recibido sin hostilidad ni reticencias en el mundo cerrado en cuya vida intenta penetrar; para que encuentre personas dispuestas a tratarle, no como a un investigador, un observador, un testigo, un extraño, sino como a uno de los suyos. Sólo entonces le será posible ver en toda su autenticidad el detalle al mismo tiempo que lo esencial. Sólo entonces progresará aprisa y con certidumbre hasta el fondo de las cosas, hasta el corazón de los seres. La llave del periodista es la persona que abre para él las cerraduras de la confianza en los palacios o las barracas, los maquis de los guerrilleros, las tiendas de los nómadas, los fumaderos de opio o los monasterios. —Ahora bien, muy próximo ya el momento de tomar el avión con destino a Nueva York a fin de empezar mi estudio sobre los «Alcohólicos Anónimos», yo no poseía aún esa llave. Y era de temer que necesitara mucho tiempo y muchos esfuerzos —tal vez inútiles— para vencer la cortesía impenetrable, la negativa suave, pero inflexible, el orgulloso repliegue sobre sí mismo, en resumen, todas las reacciones naturales contra la indiscreción, en aquellos a quienes preguntaría los secretos de su enfermedad y de su lucha desgarradora. ¿Conseguiría incluso —más allá de las estadísticas, de los gráficos y de los folletos confeccionados para el uso exterior— palpar la substancia humana, los resortes de tormento y de esperanza que habían alimentado esos dibujos y esas cifras? Por fortuna, Irwin Shaw, el autor de El baile de los malditos y de Dos semanas en otra ciudad (somos amigos desde 1943, cuando ambos estábamos en Londres, en las Fuerzas Armadas), estaba de paso por París. Le participé mis inquietudes. —Parece hecho adrede —dijo—. Un excelente amigo mío que forma parte de los Alcohólicos Anónimos se halla precisamente aquí por unos días, de vacaciones. Comprenderá tu problema mejor que nadie, Es un periodista. Y de gran categoría. Irwin me dio su nombre y yo no pude contener un ademán de estupor. Conocía muy bien los artículos del hombre de quien me hablaba. —Es increíble —dije—. ¡Cómo! John X., que posee tanta agudeza, equilibrio, humor, buen juicio, ¿se ha visto obligado a recurrir a esa asociación? —Y no lo oculta a nadie —repuso Irwin—. Voy a llamarle. —Espera —exclamé—. No tan aprisa. Una inquietud profunda me paralizaba. ¿Cómo podía interrogar bruscamente a un escritor para quien era un completo desconocido, sobre el vicio, el mal, la vergüenza, la

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tara que le había empujado hacia los Alcohólicos Anónimos? La acción rebasaba toda indiscreción profesional. Rozaba el insulto. — ¿Y bien? —Preguntó Irwin Shaw—. Has de saber que John, cuando está de vacaciones, sólo presta oídos a su fantasía. Puede muy bien suceder que mañana se haya marchado. Entonces comprendí que si desde el principio no conseguía superar aquella primera prueba, la cortedad provocada por mis escrúpulos, había que renunciar a todo el reportaje. En efecto, el caso iba a repetirse indefinidamente. Era preciso tomarlo o dejarlo. Hice un signo a Irwin, quien llamó a su amigo. Éste respondió que estaría encantado de verme, por la tarde, hacia las seis, en su hotel.

* * * John X. era alto, delgado, de movimientos vivos y aspecto juvenil, e iba muy bien vestido. Su rostro delicado había incluso guardado el reflejo de una adolescencia que parecía que nunca había de abandonarlo. —Vamos a una terraza. El tiempo es tan hermoso... —dijo. Era un periodista nato. Sin darse cuenta, mientras hablaba, no cesaba de observar, olfateaba la calle y los transeúntes con la agudeza de un perro de caza. De vez en cuando se le escapaba un comentario, espontáneo, adecuado, gracioso, atinado, que de repente me hacía percibir de nuevo el aspecto, el sentido y el sabor de una ciudad que conocía demasiado bien para apreciar sus bellezas. Cuando nos hubimos sentado a una mesa ante la que discurría la muchedumbre entregada a los ocios del atardecer, John X. dijo con ardor: —París está cada vez más maravillosa. Fue entonces cuando observé la extraña expresión que velaba, como a pesar suyo y con vida propia, su mirada joven y despreocupada: una expresión de asombro un poco dolorido, acosado. Acudió un camarero. —Té con limón —encargó mi compañero. El camarero se volvió hacía mí. Mi vacilación me pareció imperceptible. Pero John X, inclinó la cabeza al tiempo que sonreía con amabilidad. —Como sabe, soy un Alcohólico Anónimo —dijo—, y no debo probar el alcohol; pero usted, se lo ruego, haga lo que tenga por costumbre. O de lo contrario me pondrá en una situación violenta, se lo aseguro. Tomé un whisky. En verdad, no me apetecía demasiado. Pero lo que había dicho mi compañero me impedía actuar de manera distinta. Él no quería que su abstinencia le diferenciase, le separase del resto de los hombres.

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Había llegado el momento que temía desde mi conversación con Irwin Shaw. Afirmé la voz y pregunté: — ¿Por qué ha ingresado usted en esa asociación? John X. me respondió como si se tratase de la cosa más natural del mundo: —Sin ella, en la actualidad yo estaría acabado, perdido. Se produjo entre nosotros un breve silencio, que aprovechó para buscar la manera menos ofensiva de interrogar a aquel hombre tan pulcro, tan penetrante, tan seguro de sí, sobre la época de su decadencia. Pero John X. me evitó esta molestia. —Y aún mi caso era relativamente benigno —prosiguió. Luego, sin que necesitara hacerle la menor pregunta, y en tanto que en mi interior sentía tanto alivio como sorpresa, me contó su drama de alcohólico con una total despreocupación, la franqueza más sencilla y a veces una ironía singular. Fue en la Universidad, como lo han hecho y lo siguen haciendo cada año centenares de millares de otros jóvenes, donde John X. empezó a beber. Reuniones de estudiantes, tumultuosas y vehementes. Salidas con muchachas durante las que los combinados daban más facilidad y libertad a las relaciones. El alcohol sólo ejercía entonces en el joven el efecto agradable y reconfortante que todos hemos conocido: alegría, mayor aplomo, vitalidad superior, sentimientos eufóricos. Así siguieron las cosas durante todos sus estudios y también después, cuando John X. se hizo periodista y conoció en esta profesión un triunfo rápido y brillante. En los ambientes periodísticos de los Estados Unidos se consume mucho whisky, ginebra y vodka. Ninguno de sus camaradas se sorprendía de verlo beber cada vez más. Incluso él lo encontraba muy natural. Los días transcurrían alegres; las noches, encantadoras; el trabajo, fácil y coronado por el éxito. Una mañana, sin embargo, abrió los ojos más temprano que de costumbre, empapado de sudor, presa de escalofríos. Le atenazaba una ansiedad intolerable. Ciertamente, después de libaciones excesivas había conocido más de un despertar difícil, con náuseas, pero una buena ducha, un café bien caliente, un poco de gimnasia, habían siempre eliminado el malestar. Pero en esta ocasión recurrió inútilmente a los sistemas habituales. Sus manos y sus miembros continuaban temblando, y sobre todo, no podía escapar a la angustia que le oprimía el pecho, el miedo cerval de un desastre inminente. Entonces, pese a que todavía era muy temprano, corrió hasta el bar más próximo. Una copa..., otra... Los escalofríos cesaron, desapareció el terror. Todo volvió a ser normal. —Hubiese debido comprender en aquel instante que el alcohol no era ya un medio, sino un fin, que ya no vivía con el alcohol, sino «para» el alcohol —dijo John X. Su voz era firme, tranquila, y su mirada sólo mostraba una ligera ironía, destinada a sí mismo, cuando me preguntó: —Pero, ¿conoce usted a muchos hombres capaces, sin que ocurra una catástrofe, de confesarle esto, de reconocer que puede aplicárseles el nombre terrible de alcohólicos? John X. bebió un sorbo de té y dijo con la misma ironía que asomaba en sus ojos:

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—Y, ¿por qué debía inquietarme, puesto que había encontrado el remedio? Así, pues, cada mañana fue al bar... Siempre llevaba encima alguna botella y guardaba otras en su casa... Pero la bebida le desquiciaba cada vez más. Ademanes desatinados..., peleas de borracho..., períodos de amnesia... Creyó — ¿ilusión o realidad?— advertir una desaprobación, una repugnancia en la sociedad escogida, en la gente «bien» que solía frecuentar, No se le vio más en las veladas elegantes, en los restaurantes y bares de primera categoría. Se sentía atraído instintivamente por los lugares y las reuniones donde un hipo, una risa absurda, una blasfemia obscena, una caída debida a la embriaguez, no sorprenden, no causan extrañeza. —Y se va cayendo de peldaño en peldaño —dijo John X. —. Y luego llega un día en que los testigos, incluso los más benévolos o los cómplices mejor dispuestos, se vuelven odiosos e insoportables. Constituyen..., compréndalo..., un obstáculo, una pantalla (miro el bebedor y la bebida, entre el alcohólico y el alcohol. Y la verdadera vida consiste en pasarse las horas en la cocina frente a una botella que se vacía, aturdido, desdichado, ahogado... So encendieron las luces en la avenida. John X. contemplaba desfilar la muchedumbre de París con una sonrisa de dicha. — ¿Qué le sacó de esta situación? —le pregunté. —El oficio. Cualquiera que fuese el estado en que me encontraba, siempre me las componía, solo o con ayuda de algún camarada, para enviar a tiempo mi crónica al diario. Incluso aunque fuese mala y detestable, estaba allí, en su lugar. Pero una mañana vi el diario «sin» mi crónica... Entonces lo comprendí. ¿Entiende lo que quiero decir? Asentí con un ademán. Nuestra profesión era la misma y la queríamos con el mismo ardor. En mi diario, en un cargo importante —prosiguió John X. —, tenía un gran amigo, Bob. Él había pasado por una experiencia semejante a la mía, tal vez peor aún, pero había encontrado su salvación en los Alcohólicos Anónimos. Me había dicho una vez, una sola vez, y como de pasada: «John, cuando llegue el momento, te serviré con alegría de padrino en la asociación.» La mañana en que nuestro diario salió sin mi crónica en su lugar de costumbre, supe que había llegado el momento. Se lo comuniqué a Bob. -¿Y...? —Y desde entonces no he probado una gota de alcohol. Exclamé: —Pero, ¿por qué? ¿Cómo? —Sería demasiado largo de explicar —dijo John X—. Cuando se encuentre en el lugar adecuado, lo comprenderá mejor. Se encogió alegremente de hombros y prosiguió:] —Por lo demás, para mí la cosa resultó de una sencillez extremada. Después de haber participado en tres o cuatro reuniones del grupo de Bob, no experimenté ya el menor deseo de beber. Como ve, mi aventura no es muy interesante, no rodé hasta el fondo como tantos otros. La abstinencia no me ha costado ningún esfuerzo. Ya le advertí que fue un caso benigno...

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Sus ojos, algo huidizos y acosados, se fijaron de nuevo en los transeúntes. — ¡Caramba, qué hermosas son las «muchachas de París! —dijo con voz queda. Le pregunte: —Si ya no lo necesita, ¿por qué sigue perteneciendo a los Alcohólicos Anónimos? Repuso: —Ante todo, porque nadie, nunca, está al abrigo de una recaída. — ¿Y luego? —Para ayudar a los demás lo mismo que a mí me han ayudado —dijo John X. con mayor rapidez. Volví a preguntarle: — ¿Le ha sucedido a menudo? —Como a todos nosotros... Se acude al lugar de donde viene la llamada... Lo mismo puede ser una mansión de millonario que una chabola. Ya lo verá usted. De repente le sentí impaciente de mezclarse con la muchedumbre, con la noche de París. Sin embargo, le retuve para explicar: —Lo que voy a buscar a Nueva York son sobre todo historias, hermosas historias, ¿comprende? ¿Cómo no había de comprender? Ambos ejercíamos la misma profesión, y en ésta, el vocablo era el mismo. Una hermosa historia o a good story, para un periodista, nada tiene que ver con la moral o la estética. Esto significa indistintamente un crimen monstruoso, una hazaña maravillosa, una convulsión de odio, un paroxismo amoroso. Una hermosa historia es Landrú, es Mermoz, es Mata-Hari, es la catástrofe del Titanic, es el descubrimiento de la penicilina.., En resumen, cualquier aventura humana, con la única condición de que esté provista de acción intensa e inesperada, cargada de drama, de misterio, de alegría o de genialidad, John X. sonrió suavemente. —Puede irse sin inquietud —dijo—. En los Alcohólicos Anónimos apenas hay ningún caso que no constituya una hermosa historia. Callóse un momento. Su rostro despreocupado se volvió de repente muy serio. —Sí —prosiguió—, encontrará usted «hermosas historias» y, además, una historia muy hermosa. Hasta más tarde no entendí lo que quería significar con esto. —Una última pregunta —le dije—. ¿Podría usted indicarme a alguien que me facilitase mi labor? —Desde luego. Bob, mi padrino... Ésta fue la «llave» que me llevé a Nueva York.

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III LA LLAVE (continuación)

La vibración de las linotipias, el zumbido de las rotativas, el deslizamiento interminable de las pinzas de los teletipos, los timbres de cien aparatos, el martilleo de cien máquinas de escribir, componían la algarabía infernal y magnífica de un gran diario, que un periodista escucha siempre con emoción, cual un canto familiar. En esta ocasión la escuchaba en Nueva York, ¡muy cerca do Broadway, en el Herald Tribune. Había cruzado una enorme sala de redacción, poblada por hombres en mangas de camisa que tecleaban artículos a toda velocidad o bien vociferaban por teléfono. Al fondo, separado de la sala común por un mamparo de vidrio, pero igualmente en mangas de camisa e inclinado sobre una máquina de escribir, se me indicó al hombre a quien buscaba y de quien, aparte del nombre, sabía únicamente que ocupaba un cargo importante en el Herald Tribune y que era «Alcohólico Anónimo». Estos dos hechos me turbaban en extremo. Acababa de llegar a Nueva York. La gestión que realizaba era la primera de mi reportaje y me parecía inconcebible, incomprensible, que un hombre pudiese ejercer una actividad esencial en un diario muy importante, asumir responsabilidades enormes y, al mismo tiempo, ser miembro de una asociación a la que únicamente recurría la gente después de que la bebida les hubiese reducido al estado de ruinas humanas. Por lo menos, no creía posible que perteneciese abiertamente a tal asociación. Por este motivo, cuando penetré en el despacho encristalado de Robert N., hablé en voz baja y con prudencia, como si se tratase de una cuestión secreta, clandestina, —Vengo de París, y me envía John X... para pedirle... —Lo sé, lo sé... John me ha escrito —exclamó mi interlocutor—. Alcohólicos Anónimos, ¿verdad? En contraste con el tono de conspirador, de cómplice que yo había utilizado, y como Robert N. no aporreaba ya su máquina de escribir, estas palabras pronunciadas con voz alta y sonora tenían para mí la fuerza, el resplandor de una confesión o de un desafío. Comprendí en seguida que carecía de fundamento aquella impresión, que procedía de mi sorpresa y de mi inquietud. Robert N. hablaba de los Alcohólicos Anónimos y del hecho de que él fuese uno de ellos, con toda sencillez, con toda franqueza, como de la cosa más intrascendente del mundo y que no podía causarle la menor molestia en sus relaciones personales, ni el menor perjuicio en su profesión. Prosiguió de la misma manera: —Me parece muy interesante este reportaje sobre nosotros en un gran diario francés. Estoy a su completa disposición. Echó una ojeada a la cuartilla medio llena que tenía en su máquina de escribir y prosiguió: —Esto puede esperar. Es un artículo para la edición del domingo. ¡Vámonos a almorzar!

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Robert N. se puso la americana, se anudó la corbata con rapidez, con descuido. Era un hombre do estatura mediana, entre los cuarenta y los cincuenta. Tenía cabellos castaño claro, que llevaba muy cortos, pómulos prominentes y grandes ojos profundos, hundidos en las órbitas. El rostro franco, reflexivo, sensible, mostraba con claridad y como por trasparencia todos los movimientos interiores. El restaurante donde me llevó, situado a pocos pasos del Herald Tribune, no se parecía en nada a la mayoría de restaurantes de Nueva York, Por su enmaderado oscuro, que llevaba la pátina del tiempo, por su sencillez y la recia comodidad de su mobiliario, hacía pensar en una vieja taberna inglesa, en uno de esos maravillosos pubs para los profesionales de la prensa que uno encuentra en Londres, en Fleet Street. Por lo demás, allí sólo había periodistas. Unas tradiciones fuertes y vivas habitaban en aquel sitio. Una de ellas era la bebida en gran escala. Los rostros y las voces que rodeaban un largo mostrador lo demostraban bien a las claras. Así que nos hubimos sentado en una mesa de madera oscura, detrás del mostrador apareció el barman —alto, grueso, cabellera blanca, nariz rubicunda, mejillas escarlatas, labios rojos— y acudió a estrechar la mano de mi compañero. —Hola Bob —exclamó con cálido tono amistoso—. ¿Todo va bien? —Todo, Mike, todo —respondió Robert N . —No peor que en los buenos viejos tiempos… —Bravo —dijo el barman. Regresó a su sitio. Robert N. le siguió un instante con la mirada. —Los buenos viejos tiempos... —dijo—. Hace por lo menos veinte años que conozco a Mike. ¡Y cuántas copas me ha llegado a servir! ¡Y cuántas he tomado junto con él! ¡Y cuántas veces fui el último en abandonar el bar. Mi compañero no demostraba ni añoranza ni emoción. Una sonrisa divertida asomaba a sus labios, Parecía hablar de otra persona. El camarero que acudió a servirnos colocó ante Robert N., y antes de que éste hubiese pedido nada, una gran taza llena de café muy negro. —He aquí ahora mi brebaje preferido —dijo lentamente Robert N. —. Y del que abuso... Pero bien hay que reemplazar un veneno con otro. Advirtió que con aquello iba a provocar las preguntas que yo ardía en deseos de hacerle. Alzó una mano, como para protegerse, y dijo riendo: —Le juro que responderé sin reticencia a todas sus preguntas. No me será difícil. Nosotros, los «Alcohólicos Anónimos», ya lo verá usted, somos un poco exhibicionistas. Bajó la mano, cesó de reír y prosiguió: —Pero, ante todo, quisiera aclarar un punto. Será muy útil, créame. ¿Cuál ha sido, en su vida, su actitud con respecto al alcohol?

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Permanecí silencioso durante unos instantes, cogido por sorpresa. Nunca me había interrogado acerca de este extremo, había bebido con toda naturalidad, desde mi juventud, con frecuencia, mucho, en todas las latitudes, en todas las ocasiones, todos los brebajes fermentados del mundo entero. Y en más de una ocasión me había pasado de la raya. Incluso había llegado a caer en la inconsciencia, en el absurdo, en el ridículo, en lo odioso. Después de estos excesos había conocido terribles despertares. Pero los buenos recuerdos superaban con mucho a los malos. Y cuando pensaba en todas las horas de intensa alegría, de ardiente amistad, de comunión generosa que había conocido tanto en las fuerzas armadas como con los zíngaros de París o en un tren blindado siberiano, o en un velero en el mar Rojo, o incluso en una cabaña de la Tierra de Fuego, y que debía al alcohol, no podía dejar de considerar a ése como un compañero seguro y alegre a lo largo de toda mi existencia. Expuse este sentimiento a Robert N. —Lo comprendo muy bien —dijo a media voz—. Y ¿cómo considera a los alcohólicos? Los ojos de mi interlocutor estaban fijos en los míos, francos, amistosos. Fue únicamente entonces cuando vi que, pese a su alegría, su vivacidad, su penetración y su suavidad, aquellos grandes ojos claros hundidos en el fondo de unas órbitas muy pronunciadas, mostraban una dolorida sorpresa, una angustia resignada, un tormento transformado en ternura, en sensatez. Y a causa de esta expresión me sentí obligado a decir la verdad. —Los alcohólicos son para mí personas que no han tenido el deseo o la fuerza de detenerse a tiempo —dije—, Pobres diablos sin voluntad. Robert N. me preguntó: —Y ¿siente usted por ellos desprecio y asco, y, en el mejor de los casos, una piedad mezclada con repugnancia? Seguía fijando en la mía su mirada, tan clara, tan sincera, y que lo admitía todo, lo comprendía todo. Respondí con un esfuerzo: —En efecto. Eso es... poco más o menos lo que siento. Robert N, se echó a reír. —No se sienta violento, se lo ruego —dijo—. Es la actitud universal hacia nosotros... Repliqué vivamente: —En todo caso, esto no se refiere a usted. Usted ha sabido detenerse a tiempo. Y resistir. Y esto es un ambiente donde la tentación es terrible. Le mostré los periodistas que nos rodeaban. Bebían fuerte y sin cesar. Continuamente, uno u otro se acercaba a hablar a Robert N, con un vaso en la mano. Seguí diciéndole, con convicción: —Ha tenido y tiene usted una voluntad que me admira. —No es únicamente la mía —dijo Robert N. —. La mía sola no hubiese bastado.

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Una serenidad límpida sustituyó en aquel instante la inquietud, el sufrimiento que había en su mirada. Luego sonrió con sonrisa juvenil. —Sin embargo, desde mi infancia había sido advertido de los peligros del alcohol —dijo-—. ¡Oh!, no a causa de mi familia, que era sensata, dichosa y una de las más destacadas de nuestra pequeña ciudad provinciana. Sino a causa de un obrero que empleaba mi padre, quien, por entonces, fabricaba carrocerías para coches de caballos: breaks, landós, victorias. Sí, un oficio prehistórico... Mi compañero lanzó una carcajada casi pueril. Por sus grandes ojos claros pasó el reflejo de aquellos lejanos tiempos de inocencia, en tanto que proseguía: —Entre los empleados de aquel modesto negocio había un magnífico tapicero viejo, un artesano genial, insustituible. Pero era un alcohólico típico: podía permanecer sobrio semanas enteras y luego, de repente, sobrevenía la crisis. Desaparecía durante varios días. Estas fugas adquirían caracteres de catástrofe cuando mi padre tenía pedidos urgentes. Entonces me encargaba que trajese al viejo, porque ambos éramos 'muy amigos, y yo era el único que sabía el lugar donde él se metía. Era en el cementerio, en el rincón más oculto, entre dos lápidas desmoronadas. El tapicero se llevaba dos enormes jarros de whisky, se instalaba confortablemente, bebía, dormía, se despertaba, bebía, volvía a dormir. Esto duraba hasta la última gota de alcohol hasta el último ronquido de embriaguez. Yo me las arreglaba para sorprenderlo cuando dormía, empezaba por romper los jarros y luego me ponía a sacudirlo con todas mis fuerzas. Como me apreciaba de veras, me seguía hasta el taller de carrocería. Y yo me sentía muy superior al viejo beodo, muy orgulloso de mí mismo. Robert N. meneó la cabeza y se rió de nuevo. Pero esta vez con un sarcasmo feroz, dirigido contra el mismo. —Y seguía muy orgulloso de mí —prosiguió—, cuando en la Universidad me puse a beber a mi vez. Pero yo no era un artesano ignorante. Era un intelectual. Sabía dominarme, dirigirme, ¿no es cierto? Y resistía maravillosamente. Y mis compañeros de estudios primero, periodistas después, admiraban mi resistencia al whisky. Y yo me sentía en la cumbre del mundo... Cada vez más alcohol, cada vez más alto. Y no había nadie tan inteligente, bien dotado, audaz e irresistible como yo. Si ocurría algún incidente lamentable, tanto en el aspecto social como profesional, sólo podía deberse a los demás. «No me comprendían.» Y cuando mí primera esposa, de la que tenía un hijo, me abandonó, fue, naturalmente, culpa de ella, «No me comprendía.» Robert N. terminó de beberse su café, pidió otra laza y prosiguió: —Volví a casarme. Al principio todo resultó perfecto. Mi nueva esposa era también alcohólica y, ¿qué puede ser más exaltante para dos alcohólicos enamorados que beber juntos? Luego nuestro matrimonio descarriló, se hundió. Ya nunca íbamos al mismo ritmo. Es una cuestión de dosis, de resonancias nerviosas. Tan pronto era ella como yo... Y, naturalmente, la culpa era siempre del otro. Nos separamos... Entonces fue cuando verdaderamente me dediqué al whisky. Noche y día... Con las consecuencias inevitables: angustias, temblores, períodos de amnesia. Llegué al extremo de que cuando salía a hacer un reportaje, lo primero que hacía al despertarme en un hotel era coger el listín

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telefónico; no para pedir una comunicación, sino para ver en las tapas la ciudad en que me encontraba. A nuestro alrededor proseguía el vaivén de los periodistas que sin cesar iban al reluciente mostrador donde Mike, enorme y rubicundo, les llenaba sus copas. — ¿Y fue un camarada el que acudió en su auxilio? —le pregunté, recordando lo que Robert N. había hecho por John X., a quien había conocido en París. —No —repuso—. Fue mi esposa. En el fondo de las pronunciadas órbitas, los grandes ojos claros y doloridos adquirieron su más hermoso resplandor. —Ella se había refugiado en casa de una amiga •—dijo Robert N. —> en una población cercana a Filadelfia. Allí, solitaria y clandestinamente, seguía bebiendo cada vez más, por piedad hacia sí misma, por odio hacia mí. Y luego su amiga le confió un día —en las pequeñas ciudades las confesiones son más difíciles que en Nueva York— que pertenecía al grupo local de los Alcohólicos Anónimos. Resolvió ingresar en el mismo por el motivo siguiente: cuando una tarde regresaba a su casa, completamente ebria, con el cerebro en blanco por así decirlo, al hacer marcha atrás para guardar el coche en el garaje, aplastó sin darse cuenta a su hijito de seis años, al que adoraba... Robert N. pidió al camarero de nuevo otra taza de café. —Hester (es mi esposa) se adhirió entonces a los Alcohólicos Anónimos y me suplicó que yo también lo hiciese. La obedecí... Y de nuevo vivimos juntos... felices... «Verdaderamente» felices. Y esto dura ya desde hace tres años... — ¿Sin una gota de alcohol? —Sin una gota. —Pero en fin —exclamé—, explíqueme: ¿por qué medios, mediante qué operaciones tiene lugar una transformación tan radical? Robert N. me dio una palmada amistosa en el hombro y dijo: —Mi querido amigo —me llamó por mi nombre de pila y, desde entonces, yo le llamé Bob—, los dos somos periodistas veteranos. Sabemos que en esta profesión la única regla válida es ver por sí mismo. ¿De acuerdo? —De acuerdo. —Muy bien, ¿por dónde quieres empezar la investigación? Por donde tú me aconsejes. En tu lugar —dijo Bob—, antes de observar a los alcohólicos que se han vuelto anónimos, es decir, que se han reformado, y para comprender el camino que han recorrido, iría a ver a aquellos entre los cuales se reclutan, o sea a los alcohólicos a secas. Y en lo más profundo del agujero. En el Bowery.

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IV LA ESCORIA HUMANA

Era de noche. La inmensa avenida estaba vacía. A veces pasaba un auto por la calzada, donde el duro brillo de los faroles y de las luces de circulación se reflejaba como en la superficie de un agua estancada. Y se hubiese dicho que aquella claridad anémica, malsana, que flotaba sobre el asfalto, se reflejaba, «por el interior», en todas las altas y siniestras casas que bordeaban la avenida. Las ventanas estaban desnudas, sin el menor velo, y detrás de sus cristales, oscurecidos por el polvo y la grasa, aparecía el misino resplandor turbio y lúgubre. La acera resonaba extrañamente bajo mis pasos solitarios. De repente experimenté un malestar. Alguien caminaba detrás de mí y me alcanzaba con un andar deslizante y escurridizo. En seguida me recupere. Aun no era la medianoche y me acercaba a un cruce donde estaba —constitución de toro, porra y pesado revólver muy en evidencia— un policía. Seguía avanzando al mismo ritmo de paseo. El hombre me adelantó y se detuvo para enfrentarse conmigo. Entonces vi cuán infundada había sido mi Inquietud. El desdichado, con su espantosa delgadez y la manera grotesca como sus andrajos flotaban sobre un cuerpo, sólo podía asustar a los gorriones. Los brazos dé un niño hubiese bastado para derribarlo. Desde su cadavérico rostro hasta sus pies calzados con unas zapatillas infames, su cuerpo no era más que un largo y espantoso temblor. El esfuerzo para alcanzarme le había cortado la respiración: jadeaba. Cada una de sus expiraciones tenía como un relente de cloaca, una oleada de alcohol agrio y podrido. El hombre fijó en mí unos ojos lacrimosos de bestia enferma y en silencio, me tendió la mano. Puse en ella una moneda. Él no dijo nada y corrió tambaleándose hacia una de las innumerables puertas de bar bajo las cuales se filtraban unas descoloridas rayas de luz. Proseguí mi camino. Pero la aparición del espantajo había producido un efecto singular. Poco antes me encontraba solo. Entonces, de repente, fantasmas andrajosos e hirsutos emergían de la nada. ¿En qué agujeros se habían ocultado hasta entonces? Sólo sabía una cosa: los espectros venían hacia mí, pedían limosna y, tan pronto la habían obtenido, se precipitaban hacia un umbral que, una vez abierto, descubría bajo una iluminación implacable un bajorrelieve de rostros alucinantes. Muy pronto me quedé sin monedas. En los mendigos no se promovió ningún murmullo ni insistencia. Los alrededores quedaron de nuevo silenciosos y desiertos. Pero, más alerta, adivinaba, a medida que avanzaba en esta aparente soledad, cuerpos tendidos bajo los pórticos en el fondo de las entradas. La gente que dormía allí o que yacía con los ojos abiertos en la noche sin oscuridad verdadera, la noche falsa de las grandes ciudades, no tenía ni siquiera con que pagar el precio irrisorio de los tugurios que, sin embargo, el barrio les ofrecía, por así decirlo, hasta el infinito.

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Porque, a ambos lados de la avenida, cada edificio desconchado, desde el techo hasta el sótano, estaba ocupado por hileras de yacijas abyectas, donde, envueltos en sus harapos, acompañados por sus parásitos, unos hombres, atiborrados del alcohol más vil, roncaban, hipaban y deliraban en un sueño trágico. La pálida y biliosa claridad que se distinguía tras las ventanas, desde la avenida, era la de aquellas flop houses, albergues de la derrota, del derrumbamiento, enormes y terribles cuarteles de la abyección. ¿Cuánto tiempo permanecí allí? Relativamente poco, si se le contaba por las divisiones de un reloj. Pero hay ciertos espectáculos que tienen su propia duración, sin medida posible, y ante los cuales se inmoviliza el pensamiento como atenazado por la fascinación de una eternidad maldita. Y lo mismo en cuanto a las ruinas yacentes, sobre sus jergones clavados.

* * * Después de lo sucedido, el aire de la noche resultaba tan agradable que vacilé en penetrar en uno de los bares que se sucedían a lo largo de la avenida. Y además, ¿cuál escoger? ¿Por qué preferir este letrero al vecino? Finalmente, al azar, empujé una puerta. Reconocí inmediatamente el olor que me asaltó. Era el de los dormitorios que acababa de abandonar momentos antes: fétidos, sórdidos, agrios y dulces a la vez, que exhalaban no solamente las pieles, sino también, a través de ellas, las vísceras con su aliento corrompido. Y al centenar de hombres reunidos en In gran taberna, a quienes, sin embargo, nunca había visto, los reconocí también de repente, ¿Cómo confundirse? Eran los hermanos, los dobles de los asquerosos durmientes que me habían casi hipnotizado. Se mantenían en pie a la fuerza, pues en la sala no había ni una mesa, ni una silla. Los más cansados se recostaban en la pared manchada, agrietada. Los más afortunados apoyaban los codos en el largo mostrador, tras el cual trabajaban unos atléticos barmen. Entre aquellas dos hileras, los más numerosos se mantenían con las piernas ligeramente separadas, los brazos colgantes, como pegados al suelo abyecto. ¿Esperaban su turno para beber? ¿El dinero que no tenían? ¿O simplemente a que transcurriese el tiempo que, excepto para el alcohol, de nada les servía ya? Una disponibilidad completa, una libertad terrible al margen del mundo normal se leía en todas las miradas, cualquiera que fuese la diferencia de edad, en estatura, en el estado de los andrajos, en la salud. Esta expresión daba a las facciones un significado común: la gente había alcanzado allí, en el viaje de la existencia, el punto del que ya no es posible el regreso, Habían sobrepasado la zona, la facultad del desespero. Eran miserables, espantosos, dignos de lástima... ya no podían ser desdichados. En los más afectados, cuyo cuerpo se reducía al esqueleto y que tenían rostros agónicos, esta insensibilidad se traducía en sopor y en estupefacción. En otros que, más jóvenes o más robustos, resistían aún al desgaste, se la veía llegar hasta la provocación.

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— ¿Qué, amigo, agradable velada? —preguntó de repente, «por encima» de mí, una voz mordaz. El hombre era tan alto que mi frente no le llegaba al hombro. Debía de rondar los cuarenta años. La piel se le pegaba a los huesos, pero éstos eran robustos y grandes. Parecía un poco menos sucio, menos desastrado que sus compañeros. Bajo las cejas, enmarañadas y rojizas como el cabello demasiado largo, y en el fondo de sus ojos verdes estriados de rayitas púrpura, se advertía un tranquilo cinismo. — ¿Qué, amigo, refocilándose con las ruinas? —Prosiguió el vagabundo, que sobrepasaba en una cabeza a todas las cabezas de pesadilla—. Pero las ruinas tienen sed. Hay que darles de beber. —Con mucho gusto —dije. El gigante no tuvo más que apartar los codos y tuvimos un espacio en el mostrador, frente a un barman rechoncho y mofletudo. — ¡Hola, Chuck! —dijo a mi compañero—, ¿Van las cosas bien esta noche? — ¡Ya lo creo! —respondió Chuck guiñándome un ojo. — ¿Whisky? —le pregunté. — ¡Qué va! —dijo Chuck—. Ya no soy un exquisito. Está usted tratando con un wino, amigo. La palabra me era conocida. Designaba a los alcohólicos del vino, intoxicados con los brebajes infames destilados con los peores desperdicios de la uva, que se utilizaba en los bajos fondos y que, bajo nombres presuntuosos —como jerez, oporto, chianti—, se vendían en aquel antro a pocos centavos la botella. Chuck vació la mitad de la suya bebiendo directamente de ella y, con un ademán instintivo, la pasó a su vecino, sin ni siquiera fijarse en quién era, El otro bebió a su vez y dio el resto al siguiente. Hice signo al barman para que siguiera sirviendo. A nuestro alrededor se formó un círculo. Los más próximos eran dos pequeños vejetes desdentados, un ser tan filiforme que se parecía a una araña y un joven vagabundo de facciones desencajadas pero hermosas aún. — ¡Por el regador de ruinas! —dijo Chuck. La mano que levantaba la botella no era ya firme. La voz se había hecho pastosa. Y todo el rostro, bajo una barba de varios días, áspera y rojiza, se degradaba, se deshacía. La sobresaturación actuaba aprisa. Sin embargo, en aquel hombre quedaba algo de altivo, casi de noble, que no dependía únicamente de su estatura. Le pregunté: — ¿Qué hacía usted antes... de esto? Por un instante, los ojos de Chuck recuperaron su cinismo. —Las ruinas no se venden por un poco de vino -dijo Chuck. Y para él dejé de existir. Sus compañeros se mostraron menos orgullosos. El uno había sido sastre; el otro, descargador; el otro chófer; el otro, estudiante. ¿Cómo ganaban ahora su subsistencia, o,

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mejor dicho, su bebida? No lo sabían con precisión, Pero siempre había algún camión que descargar, paquetes o -muebles que transportar, un patio que barrer, un almacén que vigilar. Había la solidaridad de los compañeros, los préstamos, la mendicidad, los turistas. —También hay los bancos de transfusión que compran nuestra sangre —dijo el estudiante—. Esto representa un ingreso fijo. Súbitamente, el olor del lugar, su iluminación, sus rostros, todo se hizo intolerable.

* * * La avenida era inmensa, fresca y estaba desierta. Sin embargo, no me sentí liberado. Cada resplandor en las ventanas de los asilos nocturnos parecía una luz de velatorio. Cada letrero indicaba un bar semejante a aquel del que había huido. Y eran innumerables. Tabernuchos y tugurios, tugurios y tabernuchos, andrajos, parásitos, figuras espectrales... kilómetro tras kilómetro... Era el Bowery. En comparación con la vía sin fin, deshumanizada, ancha como una autopista, la Place Maub', con sus bistros de mendigos, tenía el encanto de un oasis en un desierto infernal. Bowery, ciudad dentro de la ciudad, tribu aparte, barrio del fin de los hombres, basurero de la carne y de las almas. Bob me dijo: —Te interesa saber cuánta gente hay en el Bowery. No conozco las estadísticas... Pero, a buen seguro, decenas de millares. Y existe una réplica del Bowery en Chicago, en Los Ángeles, en San Francisco, en Nueva Orleáns, es decir, en todas nuestras ciudades grandes y medianas. Esos barrios se llaman Skid Row, el callejón donde se resbala. Todos están habitados por los mismos detritos humanos. »Pero estos bajos fondos muestran únicamente la última etapa, la más espectacular del alcohólico norteamericano. Podría conducirte a cien bares discretos y lujosos donde, cada mañana, antes de dirigirse a sus despachos, millares de hombres ricos, importantes, influyentes acuden a beberse apresuradamente varías copas de whisky, de ginebra o de vodka porque sin esto «no pueden» empezar su trabajo. »Y hay el inmenso ejército de los alcohólicos solitarios y de los que contienen las cárceles y los manicomios. »¿Tienes idea de la cantidad de hombres y mujeres que el alcohol está destruyendo en los Estados Unidos? No me refiero a la gente que bebe más o menos, sino a aquellos para quienes la bebida es un peligro apremiante, una grave amenaza física y mental. Las investigaciones más minuciosas dan el siguiente veredicto: entre cinco y seis millones. Bob calló para darme tiempo a que me habituara a esta cita y calibrar su alcance. Luego prosiguió:

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—Sí, de cinco a seis millones de seres humanos que, todos, corren el riesgo de acabar un día en el Bowery o en algún Skid Row. Porque, créeme, la pendiente es brusca para el alcohólico y las barrerás ceden con una rapidez y una facilidad terribles. Mi gusto por la profesión, el sentido de la familia, las nociones de dignidad y de pulcritud, el instinto de conservación, se relajan sucesivamente. No queda más que la necesidad de beber en libertad, cualquier cosa, en cualquier situación, en cualquier sitio. Y esto termina en el arroyo. No puedes imaginarte la cantidad de profesores, de banqueros, de médicos, de periodistas y de magistrados que se encuentran en el Bowery. Bob sonrió, pero en sus grandes ojos claros había una expresión que causaba daño y miedo. Dijo lentamente: —Sin los Alcohólicos Anónimos, creo que yo estaría entre ellos. Mi pensamiento revivió el asilo nocturno, el tabernucho y no pude contener un estremecimiento. —Y para esos —dije —ya no hay esperanza. Bob volvió a sonreír, pero esta vez francamente, con aire juvenil. — ¿Tú crees? —me preguntó. Extrajo del bolsillo un pequeño fascículo de tapas amarillas, el cual me dio al tiempo que decía: —Aquí tienes las fechas y las direcciones de todas las reuniones que celebran cada semana los grupos de los Alcohólicos Anónimos de Nueva York. Son más de trescientas, abiertas para todos. Bob hojeó el folleto y señaló una línea trazada con lápiz rojo. —Aquí encontrarás una primera respuesta —dijo.

* * * La pesada construcción mostraba perfectamente, en su forma sombría y en su lúgubre fachada, toda la tristeza de su destino y de su emplazamiento. Era un asilo nocturno municipal. Y casi a su puerta pasaba la gran vía de la decrepitud, de la esperanza prohibida, del alcoholismo crónico, abyecto y exasperado: el Bowery. Eran las ocho de la noche. El salón del asilo, mal iluminado, olía a suciedad, a aliento corrompido y a sopa de pobres. Algunos lamentables andrajosos, descarnados, encorvados, con el rostro erizado o comido por la barba, arrastraban sobre el mosaico las suelas de sus zapatos deformes. Yo trataba de no verlos. Demasiado me acordaba de las horas que la víspera había pasado con sus semejantes en los tugurios y tabernuchos de la avenida maldita. Había acudido únicamente para asistir a la reunión de los Alcohólicos Anónimos que se celebraba aquel mismo día. La sala de reuniones estaba pintada de un gris anónimo. Filas de sillas ocupaban el centro, y en ellas estaban sentados una veintena de hombres de todas las edades.

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Pertenecían al Bowery. De eso no cabía duda. Tenían sus andrajos y sus estigmas. El único que desentonaba —recién afeitado y con un traje nuevo— era un negro. Sin embargo, estaba beodo, como el resto del auditorio. En unos, la embriaguez sólo se revelaba en una mirada turbia e inconsistente, en una mueca inexpresiva; en otros llegaba hasta la somnolencia embrutecida o a un murmullo tan pronto temeroso como furibundo. Pero, cualquiera que fuese su grado de embriaguez, hacían un esfuerzo evidente y patético para «portarse bien», es decir, para mantenerse erguidos, discretos y prudentes en la medida de lo posible. Se abrió una puertecilla lateral para dar paso a dos hombres que se dirigieron a una mesa desnuda colocada frente al auditorio. El primero era joven. Llevaba un traje deshilachado, reluciente, que procedía con toda evidencia de la tienda de un revendedor, pero cepillado y zurcido con extraordinario cuidado. Su rostro, enjuto, intenso, de una hermosura singular, hacía pensar en el de un enfermo y un iluminado al mismo tiempo. Su compañero era completamente distinto: unos cincuenta años, bien vestido, pulcro y musculoso. La seguridad de sus movimientos, la vivacidad de su mirada, la energía de sus rasgos y la cordialidad de su sonrisa testimoniaban un raro equilibrio interiort —Me llamo John M. y soy alcohólico —dijo con franqueza, casi con alegría, en medio de un silencio profundo—. Estoy encargado de dirigir esta reunión y tengo el placer de presentarles al orador de la velada: Teddie. John M. rozó afectuosamente el hombro del joven y prosiguió: —No hace mucho tiempo que ha dejado la bebida. Se le ve en la cara, ¿verdad? Y es la primera vez que habla en público. De modo, «muchachos, que traten de ser razonables y de facilitarle el trabajo. Adelante, Teddie, El joven apretó los dientes. La línea de sus mandíbulas se acentuó bajo la piel macilenta. La nuez se agitó en el cuello muy delgado. Los ojos se ahondaron aún más, se hicieron más brillantes. —Me llamo Ted C. y soy alcohólico —dijo con voz sorda. Hizo una larga y penosa inspiración y, bruscamente, lanzóse, se zambulló en su relato. Yo no había asistido nunca a una reunión de aquella especie y pensaba oír consideraciones moralizadoras, un discurso de propaganda, de conversión. Nada de eso. Era sencillamente el relato de una existencia. Ted C. era hijo de padres humildes, ni peores ni mejores que muchos otros. En la escuela había sido un alumno normal, sin historia. Después de un aprendizaje como carpintero, había empezado a cobrar un salario aceptable. Como todo el -mundo. Le gustaba realizar su trabajo y luego cambiarse, ir al cine o al baile. La vida era agradable y fácil para aquel muchacho normal, A todo esto, el auditorio no parecía sentir gran Interés. En el mejor de los casos, algunos mostraban una curiosidad vaga, una atención distraída, otros se balanceaban en sus sillas, bostezaban, se rascahan. El negro sonreía beatíficamente mostrando su dentadura resplandeciente. Junto a él, un viejo borracho, de enorme corpulencia, con la piel

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fláccida, reía incesantemente. Como no le quedaban dientes, sus labios se fruncían sobre unas encías desnudas, deformes y espantosas. Sus ojos sanguinolentos estaban llenos de odio hacia el universo. De repente me pareció advertir en el público como un cambio de clima. Los dormilones siguieron durmiendo, desde luego, pero los otros, incorporándose sin darse cuenta, alargaron el cuello, cesaron de moverse y de bostezar. El negro ya no sonreía. Y es que ahora Ted C. explicaba su encuentro con la bebida y su voz se había vuelto fuerte, firme, vivaz, incisiva. Y, apoyado en la mesa con ambos puños, dirigía hacia la sala un rostro transformado y ardiente. Ya no se pertenecía. Era impulsado por su mal, ese mal que había destrozado a todos los hombres que me rodeaban, los náufragos del Bowery. —Un sábado por la noche seguía a unos camaradas a una taberna —decía Ted—. Cada uno pagó su ronda. En eso no hay nada malo, ¿verdad? Uno tiene derecho a divertirse un poco una vez ha terminado la semana y lleva en el bolsillo una buena paga... Sólo que sus compañeros únicamente habían buscado y encontrado en sus vasos una alegría fácil, un calor estimulante, en tanto a él se lo habían llevado inconsciente, ¿Efecto de la sorpresa? ¿De la inexperiencia? Era la primera vez, desde luego... Pero entonces, ¿por qué al sábado siguiente había vuelto a las andadas? ¿Por qué se había esforzado en perder la razón, empleando para ello hasta su último centavo? ¿Y lo mismo cada sábado sucesivo? —Estaba marcado, no podía soportar el alcohol. Sólo que, ¿cómo podía saberlo? —Exclamó Ted—. Tan pronto como empezaba a beber me sentía feliz, tenía un sol en el vientre, en la cabeza. Pero esto no bastaba. Necesitaba más, más fuerte, más caliente. Un vaso exigía otro, siempre más próximo, siempre más aprisa... hasta el momento en que ya no sentía nada. A la voz de Ted C. se mezcló un cuchicheo apagado que sonaba junto a mi hombro, —Es así... así... Exactamente así. El que así hablaba era mi vecino, el joven negro. Pero apenas si se daba cuenta. Sus labios gruesos, su lengua rosada se movía por propia iniciativa, lo misino que sus ojos inocentes y húmedos. —Al principio, sólo sufría estas crisis los sábados —prosiguió Ted C. —. Y luego encontré motivos para embriagarme los otros días de la semana. Me había vuelto muy sensible. Nadie me comprendía. Todo el mundo se portaba mal conmigo: mi madre cuando me hacía una observación, mi jefe o los clientes cuando no encontraban excelente mi trabajo; una muchacha cuando prefería a otra pareja de baile. Entonces, para consolarme y para vengarme, tomaba una copa. Y esta copa se convertía en una botella y luego en otra y estaba listo. Callóse el joven y se secó la frente empapada. —La historia es larga de vivir pero corta de contar —prosiguió—. Tenía necesidad de alcohol a fin de encontrar valor para ir al taller, luego para tener mi mano firme. Estaba ebrio continuamente. En fin, no sé si fue mi familia la que sintió vergüenza de mí o yo de ella, pero el caso es que la abandoné. Ninguna joven decente quería salir ya conmigo.

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Seguí bebiendo cada vez más. Pese a su paciencia, mi jefe acabó por despedirme. Era un buen obrero y encontré otras colocaciones aunque nunca por mucho tiempo a causa del alcohol. Como necesitaba beber cada vez más y estaba sin trabajo con mayor frecuencia, compraba la bebida menos cara, el verdadero veneno. Entonces todo me pareció sin importancia: indumentaria, aspecto, salud. Me convert í e n uno del Bowery. Ted C, había pronunciado el nombre de la bebida terrible sin el menor énfasis, con la mayor naturalidad del mundo. Los miserables que le escuchaban lo acogieron de la misma manera. Sólo un interés más vivo se dibujó en sus rostros desalentados. Aquel muchacho que hablaba era de su tribu. El viejo corpulento, de mirada rencorosa, gruñó incluso, entre sus encías desdentadas, una especie de aprobación. Sólo el negro gimió: —Yo no soy aún del Bowéry... Yo no soy... —¡Cállate! —gruñó el viejo alcohólico, mostrando un puño nudoso y deforme. Ted C. prosiguió rápidamente: —Tal vez nos hayamos visto en el Bowery... Con la de tabernas y de albergues piojosos que hay allí, cualquiera sabe, En cuanto a la manera como se vive, ustedes lo saben tan bien como yo... Realicé pequeños trabajos…, limpié cristales..., mendigué… o vendí mi sangre a los bancos de transfusión... Pero, además, tuve suerte: hallé un empleo de sepulturero dos o tres veces por semana. Sepulturero de los pobres, desde luego, de la gente que termina en el depósito de un hospital. —¡Dios mío! —cuchicheó el negro. —Todo iba bien —-prosiguió Ted C. —. Podía beber a mi entera satisfacción. Pero he aquí que un día, cuando terminaba de cavar una fosa junto con otro individuo, éste me dijo: «Me han contado que el tipo para el que trabajamos es un vagabundo del Bowery. Lo han recogido tieso en la acera... Le había reventado el hígado de tanto alcohol,» Los ojos de Ted C. examinaron la andrajosa concurrencia, los rostros macilentos y depauperados. Dijo a media voz: —Entonces me sentí débil, tan débil que, para sostenerme en pie, tuve que apoyarme en la pala. Recordé que ya no podía comer nada y que apenas pesaba cincuenta kilos. Me vi en el fondo de la tierra, con el hígado destrozado, o los riñones o el corazón... Y ni siquiera tenía treinta años... Nunca en mi vida he sentido tanto miedo. Y, como nunca en mi vida, sentí necesidad de beber un buen trago. Corrí a cobrar la paga de mi trabajo, de la fosa recién abierta. Y me dirigí rápidamente a la primera taberna. Pero en la puerta, de repente, pensé: «Si bebes ese trago, ya no te detendrás hasta que ocupes un agujero del cementerio... y eso no tardará mucho tiempo en suceder.» Pero, a la vez, sabía que, por mí mismo, nunca tendría fuerza para resistir a la bebida, Necesitaba ayuda... Entonces recordé lo que se cuenta de los Alcohólicos Anónimos. Los busqué, y los encontré.

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Ted C. se secó la frente sudorosa con el dorso su mano. En su rostro tenso y hundido por el esfuerzo los huesos parecían a punto de perforar la piel. Pero su mirada tenía una firmeza y una energía resueltas. —No trataré de hacer creer que esto ha sido agradable. Pero, ¿lo son acaso las angustias del alcohol, y los temblores y las úlceras, y los parásitos, y el D. T. (delirium Tremens)? He sufrido, desde luego, pero de una vez por todas. Y he sido alentado por los Alcohólicos Anónimos de día y de noche. Me han dado los medios, las recetas para soportar lo más difícil. Y tengo un empleo y me gusta la comida, e incluso tengo amigos... Vivo de nuevo... Eso es todo... Ted C. se calló bruscamente, John M., el que había abierto la reunión, pasó un brazo alrededor de los hombros temblorosos del joven y, pausadamente, le dijo: —Gracias, Teddie. En nombre de todos. Luego, dirigiéndose al auditorio: —Y también a ustedes, muchachos. Nos veremos la semana próxima. Los vagabundos del Bowery se levantaron. En algunos —dos o tres— creí percibir una oculta emoción., Pero la expresión general era de indiferencia u de desafío, o incluso de hostilidad. El viejo borracho, adiposo, de encías desguarnecidas, escupió ruidosamente al pasar ante Ted C. y gruñó: — ¡Cobarde! ¡Santurrón! ¡Cerdo! A John M. le dijo con sarcasmo: — ¿Sabes, John? Si estoy aquí es por el café y por nada más. ¡Como de costumbre! —Muy bien, Tim, encontrarás la taza en el mismo sitio —dijo alegremente el hombre de rasgos vigorosos, de mirada firme y clara. El viejo alcohólico se fue hacia una habitación contigua arrastrando los pies. La mayoría de sus compañeros le imitaron, Pero hubo tres —aquellos cuyos rostros macilentos y desencajados me habían parecido momentáneamente iluminados por un reflejo interior— que se detuvieron junto a John M. y le hablaron a media voz. Junto a mí, el joven negro no se había movido. De repente me dijo: —Ese pequeño ha estado verdaderamente bien... Todo lo que ha contado es la pura verdad. Uno cree que va divertirse un poco y, ¡zas!, ya está en el bote. Todo el dinero se ha ido en bebida y también los vestidos y los zapatos. Por ejemplo, yo tengo un buen empleo en los muelles y me gustan los buenos trajes y tengo éxito con las chicas. Y tengo una mujer y dos pequeños... Pero es más fuerte que yo. Entro en un bar a beber una copa y no salgo hasta que me echan a la calle. Es terrible, ¿verdad? Esos individuos — y señala a John M. y a Ted C. — tienen razón. La voz cálida, ingenua, había empezado a temblar. Unos lagrimones brillaban en sus ojos Cándidos. El negro metió la mano en su bolsillo y extrajo un pañuelo. Pero no lo utilizó. Un débil crujido había inmovilizado su ademán. Contemplaba con incredulidad los estrechos billetes verdes que había en su palma rosada. —Señor —murmuró—, todavía tengo dos dólares. Una risa silenciosa ensanchó su rostro. Luego guiñó un ojo, aún húmedo, pero que brillaba ya con malicia infantil, y exclamó: —Voy corriendo a tomarme un trago, sólo uno...

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Y desapareció. John M. se había quedado solo. Acercóse a mí y dijo cordialmente: —Sé quién es usted. Bob N. me ha advertido que sin duda asistiría a nuestra reunión un periodista francés. Bueno, ¿qué opina usted de todo esto? Respondí con una pregunta: — ¿Espera usted de veras salvar del Bowery a muchas de estas ruinas? — ¿Por qué no? —dijo John M. —. Los Alcohólicos Anónimos bien me han salvado a mí. — ¿A usted? ¿A usted? Me di cuenta de que hablaba a gritos y proseguí, bajando la voz: — ¡Está bromeando! Usted y esos... — ¡Adelante, adelante! —dijo John M., riendo—, estos vagabundos, estas ruinas, estos desperdicios... todo lo que se le ocurra e incluso más... Durante mucho tiempo fui como ellos, yo que ahora dirijo a los otros y poseo talleres. Y como ellos vendí mi sangre para comprar vino... Y prefería oporto, porque creía que el oporto espesaba la sangre... el oporto del Bowery... ¿Se da usted cuenta? Y John M. rió más sonoramente, como recordando una broma divertida.

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V «VISONES Y CEBELLINAS»

Robert N. me esperaba en la esquina de la calle Sesenta y de Park Avenue, es decir, en el corazón; del barrio que, por su elegancia y opulencia, sobresalía entre todos los de Nueva York. Los rascacielos más nuevos, los más hermosos, elevaban hacia las nubes sus paredes de cemento, de vidrio, de metal. Fortunas y negocios inmensos tenían sus sedes en aquellos acantilados transparentes, donde en la noche que se avecinaba brillaban las luces tan altas que parecían encontrarse cerca de las primeras estrellas. —La reunión a donde vamos —me dijo Bob N, — es la de los Rhinelanders. Lo mismo que los quinientos grupos de Alcohólicos Anónimos con que cuenta la ciudad, éste se reúne una vez por semana durante todo el año. El grupo es el órgano esencial, la célula vital de la asociación. —Así, ayer... —empecé a decir. —No —replicó Bob-—, los vagabundos del Asilo Municipal no forman un grupo. Los únicos Alcohólicos Anónimos que usted vio allí, fueron John M. y el orador que él presentó. El auditorio estaba compuesto por intoxicados inmersos en su enfermedad, borrachos embrujados por la bebida, John M. fue simplemente a lanzar entre ellos su grito de reconocimiento. Si alguno siente tentaciones de renunciar al alcohol, entonces entrará en un grupo. — ¿Cómo lo escogerá? —A su gusto. Seguirá a su padrino, si es que lo tiene, o según el barrio en que vive. O según sus afinidades morales y sociales. Y podrá cambiar siempre que lo desee. Yo mismo lo he hecho. Dejé Park Avenue por Greenwich Village, Habíamos dado unos pasos por la calle Sesenta. —Aquí es —dijo Robert N. Se había detenido ante una iglesia. La Christ Church. Involuntariamente, hice un movimiento de retroceso. Robert N. dijo riendo: —No tema. No le conduzco ni a un sermón ni a una misa, Ni a una asamblea de beatos. Ciertos grupos prefieren como locales las iglesias porque son espaciosas y se alquilan a un precio modesto. Pero otros se reúnen en escuelas, en clubs particulares, « en alcaldías. Y también en salas de alienados, en habitaciones de penitenciarías. — ¡Cómo! ¿En manicomios y en presidios? —A menudo he participado en reuniones tanto en los unos como en los otros —dijo Bob tranquilamente—. Y a usted también le llevaremos, se lo prometo. Pero no todo a la vez. Esta noche conténtese con los Rhinelanders, mi antiguo grupo. Bob se acercó a una entrada discreta, situada a la Izquierda de la puerta central de la iglesia, Antes de seguirle al interior, no pude dejar de decirle: —En Francia, con razón o sin ella, existe un prejuicio bien definido contra las sectas antialcohólicas, las sociedades de templanza, las ligas en favor de la prohibición, laicas o religiosas. Se las encuentra abusivas y ridículas... —En nuestro país también —dijo Bob alegremente.

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Bajamos a un subterráneo donde nada, en verdad, recordaba un lugar sacro. Estaba pintado de blanco y brillantemente iluminado. A la derecha se veía una gran cocina resplandeciente, provista de los aparatos más modernos, donde varias mujeres preparaban café en enormes cafeteras eléctricas, disponían montones de pastas secas y pasteles, sacaban tazas y platillos. A la izquierda se oía un rumor de voces, detrás de una puerta entreabierta. Al tiempo que la empujaba, Bob me dijo: —La verdadera reunión empezará dentro de una hora en un local mucho más importante. Pero quería enseñarle ante todo lo que siempre la precede y que nosotros llamamos la reunión para «principiantes», es decir, para las personas que pertenecen desde hace mucho tiempo a los Alcohólicos Anónimos o que incluso vacilan todavía en formar parte de ellos. La palabra «principiante» inspira automáticamente una idea de juventud. Pero ello no podía aplicarse a la quincena de personas que se encontraban en la pequeña habitación donde penetré siguiendo los pasos de Bob. Sus edades, en efecto, abarcaban toda la extensión temporal de la existencia, desde aquel muchacho apenas salido de la adolescencia y que estaba amodorrado, con la barbilla caída sobre el pecho hundido, hasta aquella anciana de cabellos grises, de ojos inyectados en sangre y cuya cabeza estaba agitada por temblores irregulares. El número de mujeres era superior al de hombres. Todos tenían por asientos sillas metálicas plegables, colocadas en diagonal de un rincón a otro de la habitación. Frente a ellos y sentado en una butaca de cuero rojo, estaba «el antiguo», es decir, un miembro calificado del grupo Rhinelanders. Se acercaba a la cuarentena y tenía facciones agradables, cuerpo robusto y seguridad de sí mismo. Su traje poseía la ligereza y la suavidad de los tejidos caros que prefieren los norteamericanos ricos y deportistas, Lo llevaba con una soltura negligente, con una larga práctica de lujo. Esto hacía aún más sorprendentes sus palabras. Porque en el instante en que yo entraba, aquel hombre tan bien vestido, tan bien afeitado, que olía a colonia y a cigarro de precio, estaba contando la miseria, el descuido físico y moral en que había vivido durante años a causa de la bebida. —En lo más bajo de la escala... En el fondo del agujero... —decía «el antiguo», sentado descuidadamente, con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, en la butaca roja—. Es difícil caer más abajo de lo que yo había caído. Si yo he podido salvarme, vosotros también podréis hacerlo. Os lo aseguro: sólo se trata de empezar, de querer empezar. Después seréis ayudados por personas exactamente como vosotros y que han conocido los mismos problemas que vosotros,. «El antiguo» descruzó las piernas, colocó la derecha sobre la izquierda y siguió hablando: —Sobre todo no toméis grandes resoluciones, no os hagáis promesas definitivas. No os juréis que jamás beberéis de nuevo. Sólo con pensar en ello os acometerá el pánico. Decíos solamente: «No tocaré el alcohol durante veinticuatro horas.» Eso es todo« Veinticuatro horas. No os fijéis un plazo más largo. Y cuando haya pasado el primer día, decíos: «Veinticuatro horas más» No es tan terrible, pues lo he hecho ya. Luego, ya

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veremos...» Vivid al día: es la primera regla. La segunda: venid tan a menudo como podáis a las reuniones... ¿Tenéis el librito con la lista completa? Los que no lo tengan, pídanlo. Siguieron otros consejos, sencillos y triviales, medidas de higiene, régimen a seguir, medicamentos que no debían tomarse. Hablaba con una voz neutra, monocorde, ¿Había que explicar esta diferencia por el deseo de no dramatizar, de no asustar, o por el efecto de una costumbre transformada en rutina? Poco importaba: la actitud y el tono del veterano despojaban a su discurso de toda sensibilidad. Por el contrario, ¡qué atención, que tensión en el auditorio! Dolorosa, ávida, casi trágica. Ellos apenas acababan de salir del abismo; luchaban aún contra la necesidad, contra la enfermedad que había arruinado sus existencias. Pertenecían visiblemente, por su nacimiento y educación, a la misma categoría social que el hombre que les hablaba. Pero sus vestidos, de tejido -muy modesto, estaban gastados, brillantes. Se adivinaba —sobre todo en las mujeres- ese esfuerzo tímido y patético en aras de la limpieza, de la decencia, que realiza la gente pobre cuando ha de exhibirse públicamente. Sin embargo, el cuidado con que se habían dedicado a frotar, a recomponer, a remodelar los rostros, no habían conseguido borrar los terribles estigmas: pieles grisáceas, carnes fláccidas, rasgos desencajados, tics, estremecimientos y, sobre todo, miradas fijas, acosadas, insondables. Aquellos «novatos» que daban sus primeros pasos inciertos y difíciles por el camino que podía conducirles fuera de su infierno, y los que aún vacilaban antes de empezar a hollarlo, escuchaban al «veterano», al hombre salvado, con sentimientos encontrados que se reflejaban de manera conmovedora en sus rostros demacrados, corroídos por el alcohol. Veían ante ellos, sentado en una butaca roja, el milagro. Debían creer en él con todas sus fuerzas, con toda su capacidad de fe, y al mismo tiempo la angustia les atenazaba: ¿tendrían ellos la voluntad, la paciencia, la resistencia y el valor necesarios? En dos mujeres, sentadas cerca de mí, este vaivén del desespero a la angustia aparecía con una intensidad particular. Eran aún jóvenes y tenían atractivos rostros nerviosos, sensibles, pero deshechos por su intoxicación: párpados fláccidos y azulados, órbitas pronunciadas, acusadas arrugas en las comisuras de los labios, delgadez casi esquelética. Fumaban continuamente (por lo demás, como casi todos los asistentes, que tenían en las rodillas o al alcance de la mano un plato que les servía de cenicero) y sus largos dedos huesudos, amarillentos, no reposaban ni un momento. El vestido de una de ellas, recién planchado, mostraba en varios lugares agujeros de quemaduras. La que lo llevaba debía haber sido sorprendida más de una vez —con el cigarrillo en la boca— por el sueño de una total y embrutecedora borrachera. Oía claramente su murmullo jadeante y febril. —Ese hombre sabe de lo que habla —decía a su vecina—; todo lo que nosotras sufrimos él lo ha sufrido también... e incluso ha estado más afectado que nosotras, ha caído más bajo... Y mírale... Y unos instantes después: —Pero, ¿qué prueba esto? Yo me he detenido en varias ocasiones... he permanecido sobria mucho tiempo... Tú también. Y aún teníamos dinero... Mucho... Nos cuidaron los

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mejores médicos y psiquiatras y psicoanalistas... Y, sin embargo, hemos vuelto a las andadas... y con más intensidad que nunca. Callóse, con las facciones herméticas, selladas por su angustia, hasta el momento en que encontraron una vida como fascinada por la esperanza, y la joven se puso a cuchichear de nuevo: —Pero entonces estábamos solas... No había esa gente dispuesta a ayudarnos... Pero, ¿pueden ayudarnos hasta tal punto? ¿Y cómo? «El antiguo» descruzó las piernas, sacó de un bolsillo un cigarro largo y delgado, lo encendió cuidadosamente. Entre dos bocanadas, dijo: —Bueno... Creo que eso es todo. Pero seguramente he debido de omitir problemas que interesan a algunos de vosotros. Hacedme preguntas. Responderé lo mejor que sepa. El silencio fue largo y embarazoso. Miré a la joven cuyos ansiosos murmullos había escuchado. Tenía que preguntar, que aclarar muchas cosas. Por un momento pareció a punto de hablar. Pero su boca temblorosa no emitió ningún sonido. También en otros rostros se adivinaba el deseo ardiente de interrogar. Sin embargo, nadie se decidió. —Bien —dijo el veterano, levantándose de la butaca roja—. Bien... La reunión ha terminado... Y, por otra parte, la hora de la sesión abierta se acerca. Aquellos de vosotros que deseen asistir a ella son bien venidos. En tanto que la gente se levantaba en medio de un gran alboroto de sillas metálicas, Bob me dijo: —Los principiantes no están acostumbrados a discutir, a manifestar en público sus problemas y sus tormentos. Sienten vergüenza de proclamar su condición de alcohólicos, Están todavía demasiado marcados por el desprecio que la palabra suele inspirar. Mi compañero se rió silenciosamente. —Pero dales tiempo para revisar esta opinión, y ya no podrán detenerse... Los «principiantes» habían abandonado la habitación llena de humo. Sólo quedaba, postrado en su silla metálica, el joven que dormía desde el principio de la reunión y al que nada había podido arrancar de su sueño. Bob le observó unos instantes con una sonrisa extraña mezclada de piedad, de ternura, de comprensión, de complicidad y dijo: —Tenía miedo de venir, de verse obligado a tomar una decisión. Y antes ha tomado sus precauciones... Se ha atiborrado de alcohol... —Entonces, ¿por qué está aquí? —pregunté. —Porque, al mismo tiempo, siente unos terribles deseos de reformarse —dijo Bob—. Y ha de saber que a veces ocurre que incluso el estado en que se encuentra no resulta un obstáculo decisivo» Se ve a un hombre completamente ebrio que acude vacilante a dos, a tres, a cinco reuniones, para hundirse inmediatamente, embrutecido, incapaz de proferir y, a lo que parece, de entender una sola palabra. Y de repente comprende, queda captado, se convierte en uno de los nuestros. ¿Cómo? ¿Por qué? Pregúnteselo a los resortes del subconsciente. En la habitación que olía ya a humo frío sólo quedamos nosotros y el durmiente. Bob se le acercó y, con gran suavidad, le sacudió. Los ojos del joven se abrieron con dificultad.

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—Todo el mundo se ha marchado, amigo —le dijo Bob con tono cordial—. Venga a beber una taza de café negro a la cocina, antes de la reunión del grupo, —Gracias —dijo el joven—, es usted muy amable. Tenía una voz poco segura, pastosa, pero educada. —Un momentito —dijo. Sus hombros se irguieron a sacudidas, pero sus piernas se negaron a sostenerlo. Entonces, automáticamente, sacó de un bolsillo una botella plana medio llena de whisky y la vació glotonamente. Luego, en un movimiento igualmente maquinal, se palpó otro bolsillo. Allí llevaba una segunda botella plana. El joven recuperó su libertad de espíritu y sus fuerzas, Se levantó, alisóse la camisa, se reajustó la corbata, se peinó... Tenía un rostro pálido, delicado e hipersensible. Bob le preguntó: — ¿Va usted a la reunión del grupo? —Me voy á mi bar —dijo el joven en tono de desafío. —Entonces, hasta la próxima vez -—dijo Bob alegremente. El joven traspuso el umbral sin responder. — ¿Cree usted que regresará? —dije a mi compañero. —Tal vez nunca, o quizá para siempre. Seguíamos los pasillos subterráneos de la iglesia. El rumor de numerosas voces se dejó oír y fue creciendo a cada paso que dábamos, —La reunión pública no tardará en empezar Hijo Bob.

* * * Era la primera vez que acudía a una asamblea de aquel tipo. Por lo tanto, esperaba encontrar motivos de asombro. Y ciertamente los encontré, pero de una manera muy distinta a lo que preveía y hasta el extremo de que, al principio, tuve miedo de haberme equivocado de sitio, de ambiente. — ¿Cómo creer, en efecto, que aquella sala que Bob me hizo entrar, desprovista de todo objeto sagrado, vasto cuadrilátero blanco, neutro, anónimo, lleno de largas hileras de sillas y ocupado al fondo por un estrado lleno de micrófonos se encontraba en el interior de una iglesia? Y sobre todo, sobre todo, ¿qué podía tener de común la gente que veía con la angustia, el hundimiento físico y moral, la miseria, en fin, con el drama del alcohol? No sólo no parecían afectados en su carne y en sus nervios, sino que respiraban salud. Lejos de parecer tristes, deprimidos o ansiosos mostraban un vitalidad alegre y exuberante. Y en cuanto a las condiciones materiales, en lugar de la decrepitud con que acababa de enfrentarme, sólo veía a mi alrededor seguridad, riqueza e incluso lujo manifiesto.

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Los trajes, las corbatas, el porte de los hombres lo revelaban sin lugar a dudas. Y mucho más las mujeres, la calidad de sus vestidos, de sus pieles, de sus joyas. Como la sesión no había empezado aún, la gente se abordaba amistosamente, se saludaba por nombre de pila, formaba círculos, conversaba, bromeaba, reía. Un rumor compacto, alegre, pero igual, contenido, discreto, de buena sociedad flotaba en la sala blanca y le daba un ambiente de ligereza y de encanto rayano a la frivolidad. No pude contenerme y pregunté a Bob: — ¿Adonde me ha traído usted? ¿A una velada mundana? ¿A un cóctel elegante? —Tal vez... Pero sin drinks —repuso. Mi estupefacción le divertía. Prosiguió: —No olvide que estamos en Park Avenue en su sector más fastuoso. Este grupo de los Rhinelanders, que al principio fue el mío, forma parte de un ambiente social muy determinado. Sus miembros, en su mayoría, se ocupan, desde los cargos más elevados de la publicidad, de la radio, de la televisión, de los negocios teatrales, del cine, de la prensa, de las relaciones publicas. Casi todos, hombres y mujeres, tienen mucho dinero. Y manejan mucho más aún. Bob se echó a reír con franqueza y agregó: — ¿Sabe cómo, entre nosotros, llamamos a los Rhinelanders? Mink and Sables. El grupo de los visones y de las cebellinas... —Pero, entonces, ¿dónde están los alcohólicos? —pregunté. Los grandes ojos claros de mi compañero, muy hundidos en sus órbitas y que parecían percibir y comprender la esencia de las cosas y de los seres mejor que la mayoría de sus semejantes, estudiaron por un momento la asamblea compuesta de cien o doscientas personas que ganaban o manejaban millones de dólares. Cuando los ojos de Bob volvieron a posarse en mí estaban llenos de una profunda gravedad. —No creo —-dijo con lentitud—, no, verdaderamente no creo, no pienso que haya aquí ni un solo hombre o mujer que no haya visto su existencia destruida por el alcohol, Conozco a algunos que incluso han llegado al Bowery. —El Bowery... el Bowery... Repetí la palabra a media voz, incrédulo. Aquella avenida del fin de los hombres, refugio infernal de los vagabundos, asilo abominable de la desesperación alcohólica. —El Bowery... Algunas de estas personas han vivido allí. —En efecto —dijo Bob. En aquel momento cesaron las conversaciones. Empezaba la reunión. Un hombre subió al estrado y se acercó al micrófono. Era de edad madura, robusto. Llevaba un traje azul, de corte admirable, una camisa do soda blanca, una corbata y gemelos adornados con piedras preciosas. —El presidente del grupo Rhinelanders, y destacado agente de prensa —me dijo Bob en voz baja.

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—Mi nombre es Warner F. y soy alcohólico —dijo el presidente. Luego: . —Tengo el gusto de presentarles a nuestro leader para esta noche. Bob cuchicheó apresuradamente: —El mecanismo de estas reuniones es siempre igual, Para cada una de ellas, el presidente encuentra en otro grupo un director, un animador, y éste, a su vez, recluta, entre los de su grupo o de otros, a tres oradores. Esto asegura una renovación perpetua de Información y de interés. El leader se había reunido con el presidente en el estrado. Era más delgado, más dinámico que él, pero iba vestido con idéntica opulencia y cuidado. —Una gran firma de publicidad me dijo Bob. —Me llamo Charles R. y soy alcohólico —dijo el leader con sonrisa resplandeciente. Espero que no quedaran ustedes decepcionados por los amigos que escucharán seguidamente. El primero en hacer uso de la palabra fue un joven moreno, delgado, de ojos inquietos y movimientos nerviosos. —Me llamo Bruce P. —dijo—, y soy alcohólico. La fórmula de ritual no había brotado de sus labios con tanta facilidad como en los que lo habían precedido. Se notaba que la había repetido en público con menos frecuencia, desde hacía menos tiempo, y que para él estaba aun cargada de toda su amargura, de toda su violencia. También se advertía que no pertenecía al medio social correspondiente a la mayoría de los Rhinelandérs. A pesar de esto —o tal vez a causa de esto—, así que Bruce P. empezó a hablar, una singular metamorfosis se operó en los asistentes. Nada quedaba de la ligereza, de la superficialidad mundana que, un momento antes, reinaba en ella. Los rasgos se habían afilado, depurado y como desnudado. Del fondo de los rostros, un terror extraño subía hasta los ojos, el miedo a una oscura amenaza siempre presente, inminente. Esta angustia despojaba de golpe a toda aquella gente de su seguridad, de su riqueza, de su tranquilidad, de su despreocupación, como otras tantas máscaras, y se convertía en su verdad secreta y profunda. Pero junto a la angustia, y más allá de ella —y era la parte más hermosa de esa verdad—velaba una simpatía estremecida, un sentimiento fraterno hacia aquel joven desconocido para todos como procedente de otro medio social, de otro mundo, y que tenía en los que le escuchaban una sola cosa en común: la enfermedad del alcohol. El joven contaba sin énfasis su vida. Con frases breves, secas y entrecortadas. Pertenecía a una familia modesta... Ignoraba cómo y dónde le había tomado gusto a la bebida. La cosa se había producido espontáneamente, muy aprisa. En todo caso, cuando tuvo el empleo, que le agradaba mucho, de secretario en una compañía de aviación, tenía un régimen bien establecido. Después de levantarse a las seis, en lugar de desayuno tomaba, antes de dirigirse al aeródromo, dos vodkas y dos ginger ale. Una vez llegaba al terreno, tomaba otros dos vodkas en el bar de los pasajeros. La jornada de trabajo hubiese

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resultado imposible sin la bebida. Afortunadamente, la dirección había previsto breves interrupciones, sea para tomar una taza de café, sea para ir al lavabo. Cada vez, Bruce corría hasta el bar. Desde luego, al personal de las líneas aéreas le estaba prohibido tomar consumiciones, pero Bruce tenía en el vestuario para soslayar esta prohibición, una americana que permutaba a toda velocidad con su chaqueta de uniforme. Así resistía hasta las cinco de la tarde, cuando recuperaba la libertad. —Entonces —dijo el joven del estrado—, podía por fin relajarme hasta la hora de la cena, a base de combinados, desde luego. Era sólo entonces cuando me ponía a beber de veras. Risas de adhesión surgieron de entre el público. La broma era apreciada y aprobada. Y el joven de mejillas hundidas, grisáceas, de mirada aún extraviada, también se puso a reír. Luego prosiguió su relato, Despedido incesantemente, sin comprender nunca el motivo y achacando siempre la culpa a la malevolencia o estupidez de sus patronos, había trabajado en una docena de líneas de aviación comercial en Nueva York, en Chicago, en Florida, en California. Muy pronto ya no pudo encontrar empleo en este ramo. Se ganó la vida, o mejor dicho la bebida, como pudo, mal, al azar. Pero siempre y en todas partes tenía el cálido refugio de la taberna, de la tasca. No comía ya. Sus ropas deshilachadas. Todo le era igual —el arroyo, la calle— con tal de que pudiese procurarse alcohol, aunque fuera de la más ínfima calidad. Una noche, en un bar, perdió no el conocimiento, sino la conciencia. Cuando recuperó la noción de la realidad, distinguió junto a él a un camarada que pertenecía a los Alcohólicos Anónimos. — ¿Qué haces tú por aquí? —preguntó Bruce a su amigo. —Acabas de telefonearme para que te ayude a formar parte de nosotros —dijo su camarada. Y Bruce, pensando en aquel movimiento de sonámbulo que le había conducido vacilante hasta la cabina telefónica, comprendió entonces que había llegado la llamada de la salvación, procedente de lo más profundo de su ser, sin que su voluntad hubiere intervenido para nada. Desde entonces, lucho para permanecer sobrio y he vuelto a hallar un empleo fijo, y aprendo a vivir de nuevo —terminó Bruce P. Guardó silencio por un instante, con las manos crispadas sobre el micrófono. Tenía el rostro cubierto de sudor. No parecía oír los aplausos que surgían en la sala, Le sucedió otro orador que parecía aún más joven a causa de sus mejillas redondas y de su cabello cortado en cepillo. —Me llamo Wilbur K. y soy alcohólico —-dijo. Sus padres eran gente «bien», muy ricos. Él nunca había carecido de dinero, hasta la edad adulta... Se había puesto a beber muy pronto, con exceso, con pasión. La primera angustia, la primera amenaza, la había conocido a los dieciocho años. Como su familia

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vivía en un arrabal de lujo y la Universidad vecina se encontraba a veinticinco kilómetros, le habían comprado un coche para que fuese a estudiar. Una noche, de regreso a casa, advirtió un vacío absoluto en su memoria. No tenía ningún recuerdo de la manera cómo había regresado. Buscó su coche ante la casa. Luego detrás. Finalmente, lo encontró en el garaje. Su primer movimiento fue comprobar si llevaba algún rastro de sangre; era muy posible que hubiese aplastado a alguien. No recordaba nada. No sabía nada. —Pese a este aviso, continué bebiendo cada vez más, y cada día corría el riesgo de cometer un homicidio —dijo el joven de mejillas tersas, de cabellos cortos, de sonrisa franca. Al salir de la Universidad obtuvo, en seguida, gracias a su padre, un empleo magnífico. Consiguió un triunfo maravilloso. Ganaba mucho dinero, viajaba sin cesar y suntuosamente, a cargo de su firma. Pero el alcohol lo poseía, lo destrozaba. Los errores, las faltas profesionales, al principio insignificantes, se hicieron más graves. Se acumularon. El jefe de Wilbur se enteró de su intoxicación y puso al joven ante la alternativa: o cesar de beber o abandonar la razón social. Wilbur trató de permanecer sobrio, lo consiguió durante algún tiempo, Y luego, un día, durante un viaje de negocios a San Francisco, leyó un cuento en la revista New Yorker. —Aún ahora —dijo Wilbur K. con un tono sorprendente, pensativo, que no le era propio—, aún ahora no comprendo lo que sucedió. No había en aquel texto nada que aludiera al alcohol y a alguna de mis debilidades personales. Pero, después de haberlo leído, me marché de juerga. Nunca supo cuánto tiempo duró esa juerga. Tampoco supo cómo fue que se encontró en Nueva York. Había atravesado el continente de extremo a extremo, sumergido en una borrachera ciega. —Después de eso —dijo Wilbur K. —, seguí bebiendo aún durante un año. Y, créanme, arriesgué mucho más que el manicomio o la prisión. Por lo demás, fue en un calabozo donde recibió la visita de un «Alcohólico Anónimo» al que conocía. A menudo, ese amigo había tratado de atraer el joven a su grupo. Wilbur se había negado siempre. Aquella vez aceptó. —Entonces mi antiguo jefe volvió a admitirme en la firma —-exclamó el joven—. Y todo va bien, incluso demasiado; engordo de una manera que asusta. Risas y vítores saludaron la perorata. Wilbur K. bajó vivamente del estrado y la sesión fue suspendida por unos momentos. El tercero y último orador tenía que hablar después. Pero, ¡qué orador¡

* * *

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La interrupción fue bastante larga. Se hacía parar para dar a los postulantes tiempo para recibir la contribución que cada miembro del grupo Rhinelandcrs depositaba en una bandeja de aluminio, La sala blanca y neutra de la iglesia de la Gracia, intensamente iluminada, llena de una multitud elegante y rica, había recuperado su aspecto de velada mundana. Pero los relatos que habían hecho de su miserable existencia alcohólica los dos jóvenes que habían subido al estrado, parecían resonar aún entre las brillantes paredes. Inútilmente los busqué con la mirada. Se habían perdido entre la masa. — ¿Ha observado la diferencia que había entre esos muchachos que han hablado? —-me preguntó Bob. —Naturalmente —repuse—. Es evidente que el primero sufre al tener que desnudar su alma ante todo el mundo. Y los vestigios de su enfermedad aparecen aún en él. En tanto que el segundo, gozando de excelente salud, parece extraordinariamente tranquilo. —Esto se debe, tal vez —dijo Bob—, a que Wilbur ingresó en los Alcohólicos Anónimos antes que Bruce... Pero lo esencial es la diversidad de temperamentos. Hay personas que abandonan la bebida y se transforman con una rapidez y una facilidad asombrosa. Mientras que para otros, menos afectados, menos intoxicados, constituye un camino largo y doloroso sembrado de tentaciones, de tribulaciones, de recaídas. Bob sonrió como solía hacerlo para comprobar su propia debilidad, y añadió: —Considere por ejemplo a nuestro amigo John, a quien conoció usted en París y quien le recomendó que acudiera a mí. En cuanto al alcoholismo estábamos igualados. Pero él acudió a sus primeras reuniones de los Alcohólicos Anónimos como si fueran fiestas agradables y, después de unas pocas sesiones, todo quedó solucionado y terminado para él. En tanto que yo acudía vergonzosamente a las reuniones, me deslizaba hasta la última fila y escogía los grupos de los barrios donde no había probabilidad de que nadie me reconociese... Y luego, ¡qué pugnas interiores, qué luchas! Un hombre grueso, rubicundo y calvo, se acercó a mi compañero y le dio una palmada en la espalda. — ¡Hola, Bob!. Dijo con rostro resplandeciente. —Hola, Fred —repuso Bob con alegría. Conversaron sobre temas insignificantes, pero con cálido tono amistoso, y luego se separaron. —Es un agente de Wall Street —me dijo Bob—, Durante años solíamos encontrarnos en el mismo bar, antes y después de las horas de trabajo. Nos entendíamos bien: él bebía tanto como yo y al mismo ritmo. Luego yo rehíce mi vida con los Alcohólicos Anónimos. Y cuando acudí a este grupo, ¿con quién me encuentro en la primera sesión? Con Fred. Verdaderamente, estábamos sintonizados con la misma onda, Bob lanzó una carcajada sonora y espontánea. Le pregunté: — ¿Por qué ha cambiado usted de grupo? Aquí parece ser amigo de todo el mundo.

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—Es cierto —dijo Bob—. Pero... Paseó su mirada por el público y prosiguió sonriente : —Pero ya le he explicado que el grupo de los Rhinelanders había sido denominado, a causa de su nivel social, el grupo de los visones y las cebellinas. Al cabo de cierto tiempo preferí inscribirme en otro sitio. ¿Comprende? Antes de que pudiese responder, Bob exclamó con viveza: —No es que el problema del alcohol sea menos grave, menos terrible, menos penoso en los ricos que en los pobres. Oh, nada de eso. Pero los otros tienen, «además», otros problemas. El rostro de Bob había adquirido esa expresión que, a veces, le daba una belleza singular. Fue en aquel momento cuando mi simpatía y mi agradecimiento hacía él se convirtieron en verdadera amistad. Una postulante nos presentó su bandeja y prosiguió su camino a lo largo de la hilera de sillas donde estábamos instalados. La seguí con una mirada de admiración. Era muy joven y encantadora e iba admirablemente vestida. De su estola de pieles surgía un cuello fresco, largo y flexible. De repente, se me ocurrió una idea que en seguida rechacé como inconcebible. Pregunté a Bob: —Esa joven, desde luego, no pertenece a los Alcohólicos Anónimos, ¿verdad? —Desde luego que sí —dijo mi compañero—, Se lo repito: en esta asamblea no hay nadie que no sea alcohólico. —Pero, ¡es tan joven¡ Resulta increíble. Bob meneó la cabeza. —Ha de saber que en las Universidades femeninas se bebe también mucho. Las chicas, como los muchachos, las estudiantes lo mismo que los estudiantes, tienen sus sociedades abiertas y secretas donde la embriaguez constituye una especie de gloría. Aquellas que resultan vulnerables al alcohol se convierten en sus víctimas para siempre. La joven proseguía su labor... —Pero hoy —prosiguió Bob—, los jóvenes alcohólicos tienen una oportunidad de la que carecían antes, Los Alcohólicos Anónimos son cada día mejor conocidos. Cuanto antes se entra a formar parte de ellos, menos difícil resulta. La bella postulante volvía a pasar ante nosotros. Había terminado su misión. El hombre elegante y alegre que ocupaba un puesto destacado en los asuntos publicitarios y que hacía de leader de la reunión, porque había sido un borracho en el arroyo, volvió a subir al estrado. —Antes de reanudar la reunión —dijo—, deseo, amigos míos, anunciarles una buena noticia que me afecta. El leader hizo una pausa y prosiguió:

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—Los jefes de mi firma me han escogido para distribuir un presupuesto publicitario muy importante: el de la famosa compañía de whisky Seagrams Para un Alcohólico Anónimo, y ellos saben muy bien que yo lo soy, no está nada mal, ¿verdad? Se produjo una tempestad de risas. Pregunté a Bob: — ¿No equivale eso a tomar un drama demasiado a la ligera? —El humor nunca resulta perjudicial —repuso—. Sobre todo en nuestro caso. Impide que nos compadezcamos de nosotros mismos. Y esta piedad conduce directamente a la botella. El leader hizo un ademán para pedir silencio. —Cedo ahora la palabra —dijo— a la tercera y última persona de mi equipo. Entonces apareció una mujer, una mujer a la que jamás podré olvidar. Era vieja, y huesuda, y vestía con gran dignidad. La falda era muy larga. Su corpiño se abría apenas sobre un cuello delgado en el que sobresalían los tendones como si fuesen cuerdas. El rostro estaba cubierto de arrugas, pequeñas y profundas. Bruscos estremecimientos contraían incesantemente su boca. —Me llamo Kay S, —dijo—. Y soy alcohólica. Las palabras de ritual habían salido de sus labios con un esfuerzo manifiesto, casi doloroso. Pero en ella la dificultad no procedía de una tortura mental o moral. Era debida a una inhibición, a una incapacidad física. Aquella mujer debía vencer a cada instante las contracciones musculares de su garganta. Le era preciso extirpar, arrancar cada sílaba con un esfuerzo desesperado y mediante un tartamudeo que crispaba y deformaba su rostro ascético. Fue así como, con obstinación, pronunció todo su relato. Era de origen irlandés. Su familia tenía fortuna. Ella fue criada primero por una vieja nodriza que, cuando la pequeña tenía un resfriado (lo que sucedía a menudo) le daba un brebaje muy azucarado, compuesto de leche caliente y whisky en partes iguales. La niña le tomó tanto gusto al medicamento que fingía tener tos para que se lo dieran. —En resumen, antes de llegar a los diez años, estaba de hecho intoxicada —dijo Kay S. Más tarde consumió a escondidas los licores de su padre. En la escuela —era la época de la prohibición— se suministró en casa de los muchachos para quienes, entonces, constituía una cuestión de amor propió conseguir a cualquier precio el alcohol clandestino y a veces homicida. Luego vino la época de las fiestas, de los combinados sin tasa. —Cuando me casé —dijo la vieja con la boca sacudida por los temblores-—, hubiese podido, hubiese debido ser dichosa. Se reunían todas las circunstancias para esto. Mi marido era complaciente y amable. Poseíamos una hermosa casa en California. Tuvimos hijos. Pero la bebida contaba antes que cualquier cosa. Me constaba que bebía demasiado, pero creía que podía soportarlo perfectamente. Era una mujer de buena familia, ¿no es cierto? Era una dama.

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La manera como la vieja pronunció esta palabra me hizo sobresaltar. Había en ella un terrible acento de dolor y de sarcasmo, una ironía desesperada. —Recibíamos mucho e íbamos frecuentemente a las casas de los demás —prosiguió Kay S. —. Cuando estaba bebida, tenía una lengua cruel y lacerante. Esto promovía escándalos a menudo. ¡Qué importaba¡ me decía con satisfacción. Era una dama. »Mi marido empezó a inquietarse, a reconvenirme, a enfadarse. Yo no me preocupaba. Él no me comprendía. Yo era una dama. »Una de mis hijas estuvo tan enferma que estuvo a las puertas de la muerte. Me prometí abandonar el alcohol si curaba. Obtuve esta gracia. Pero no por ello dejé de beber. En cuanto a mi juramento, me las arreglé haciendo trampas conmigo misma. Mi promesa se refería al alcohol, ¿verdad? Pues por algún tiempo no toqué el whisky; sólo lo sustituí por el vino, por enormes cantidades de vino. Aquello era obrar sin nobleza... Pero, ¿puede hacerse algo innoble cuando se es una dama? La palabra se repetía como un estribillo atroz. Iba desde la ironía y la amargura hasta el odio, hasta el absoluto desprecio hacia sí misma. Y aquella vieja con los tendones del cuello hinchados como tallos malsanos, que fustigaba toda su vida perdida y que avanzaba vacilante a través de sus palabras inseguras y su tartamudeo con una voluntad implacable, en su confesión pública tenía la grandiosidad, el desespero, la elocuencia de un personaje de Shakespeare.. Y, ¿no empleaba la misma retórica que utiliza Marco Antonio contra Bruto en Julio César? Pero aquí era contra su propia persona que se encarnizaba Kay S. —Mi marido me abandonó —siguió diciendo—. Ya no tuve familia ni dinero. Desde luego, todo era culpa de los otros, nunca mía. Y, además, es en la adversidad donde se reconoce a una verdadera dama. »Bebí de una manera inimaginable, cualquier cosa, como una loca. Titubeaba en la calle, daba traspiés, pero cuando me ayudaban a erguirme, sabía dar las gracias, ¡Oh!, era una dama. »A falta de dinero frecuenté las tabernas más sórdidas. Pero siempre llevaba bajo el brazo el New York Times. Era un diario «bien». Un diario de dama. »Y cuando estaba embrutecida hasta el punto de tener los labios paralizados, cuando sentía que giraba la sala y que el mundo se derrumbaba alrededor de la mujer despeinada y sucia en que me había convertido, abría mi Times y lo «leía», incluso aunque lo tuviese al revés, como más de una vez me hicieron observar. No olviden ustedes que yo era una dama. La repetición engendra mecánicamente la comicidad. El público reía. Es lo que se proponía la vieja del estrado. Quería castigar, mediante la mofa pública, la espantosa sombra de sí misma que proyectaba. Pero las risas eran forzadas y crispadas. Hacían daño. De repente, callaron. Kay S. decía: —Y seguí siendo una dama hasta el momento en que me encontré en una clínica de enfermos mentales, Y no estaba solamente loca, sino que además no podía hablar. No

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podía pronunciar una palabra, una sílaba. Fui cuidada, reeducada... Constituyó una agonía. La vieja explicó cada paso de esta agonía. Y en tanto que describía cómo sus labios, su lengua y su garganta aprendían de nuevo los movimientos y los sonidos de la palabra humana, parecía, tanto le costaba expresarse, que el recuerdo de aquellas semanas atroces iba a paralizarla de nuevo. Pero sin duda quería sufrir una vez más, y hacer sufrir a los que la escuchaban, todas las etapas de un suplicio que debía a su intoxicación. No se ahorró, ni le ahorró al público, un solo detalle, —Llegué a curarme... o casi —prosiguió Kay S. —. Y al mismo tiempo supe que si bebía de nuevo un vaso de alcohol, bajo cualquier forma, estaría definitivamente perdida. Entonces me dirigí a los Alcohólicos Anónimos y éstos me guiaron, me protegieron y me ayudaron, Y tengo con ellos una deuda que sólo se extinguirá con mi vida. Hasta el final de mis días trabajaré para ellos. Los aplausos surgieron después de un pesado silencio. A mi alrededor, los ojos tenían una expresión obsesionada. El presidente del grupo volvió a subir al estrado. Entonces todos se levantaron. Yo hice lo mismo sin comprender por qué hasta el momento en que oí las primeras palabras de la oración común: a Padre nuestro, que estás en los cielos,» Cuando hubo terminado y en tanto que los asistentes se dirigían con lentitud hacia la magnífica cocina ultramoderna de la iglesia de la Gracia, para tomar café y pastas, dije a Bob: —Me había usted asegurado que los Alcohólicos Anónimos no constituían una secta religiosa... —Y es cierto. Entre nosotros se encuentran personas de todas las confesiones, y también agnósticos y ateos. ¿La plegaria? Los que sienten que la necesitan, la dicen. Los otros, se abstienen, eso es todo. Insistí: —Eres periodista como yo, Bob. Y, como comprenderás, cuando haya explicado al público francés cómo se terminan vuestras reuniones, podrá creerse que vuestra asociación, de la que empiezo a percibir la grandeza y la originalidad, es una especie de Ejército de Salvación. Bob se echó a reír y replicó: —Aquí hay mucha gente que tiene esta misma idea... Carece de importancia, créeme. Lo único que interesa son los resultados. Entonces recordé a los dos jóvenes que habían hecho uso de la palabra y de la bella postulante, y del presidente de los Rhinelanders y del leader de la reunión y, sobre todo, sobre todo, de Kay, la vieja dama balbuciente. —Pero, ¿cómo? ¿Cómo se obtienen estos resultados? —pregunté. En aquel instante se nos acercó una mujer alta que parecía tener unos cuarenta y cinco años y cuyo rostro magnífico hacía pensar, por su sencilla nobleza, por su dolor apacible y por la poderosa expresión de sus rasgos, en una máscara antigua.

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—He aquí a Eve M. «—dijo Bob—, encargada de las relaciones exteriores de los Alcohólicos Anónimos. Diríjase a ella. —Venga mañana a nuestra sede, después de comer —me dijo la mujer alta de ojos pensativos y profundos—. Bill W. estará allí. Es el fundador de los Alcohólicos Anónimos.

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VI A. A,

El taxi me dejó en el sector Este de Nueva York, en las cercanías de la Gran Estación Central, ante el número 141 de la calle Cuarenta y Cuatro. Ésta era pobre y mal conservada. A las tristes fachadas se aferraban escaleras de metal, instrumentos de salvación en caso de incendio. Los edificios, relativamente poco altos, albergaban pequeños comercios —fruterías, tintorerías, cafeterías— e industrias modestas. A la medida del barrio, de sus habitantes, de los transeúntes. El número 141 era un edificio para despachos, de una decena de pisos, tan incoloro como los otros. En la pared del vestíbulo, que tenía las dimensiones de un pasillo, un tablero contenía los nombres de las firmas que ocupaban la casa, y su emplazamiento. Descubrí en seguida la información que buscaba:

ALCOHOLICOS ANONIMOS SERVICIOS GENERALES

Segundo piso

Permanecí unos instantes frente a aquel tablero, retenido por una aprensión singular. ¿Qué iba a encontrar en el segundo piso? ¿Enfermos? ¿O iluminados? Sin duda, John X. y Bob N., y los pocos «Alcohólicos Anónimos» a los que había conocido hasta entonces, no tenían ninguna de estas características. Por el contrario, eran sencillos, humanos, inteligentes y sensibles, e inspiraban una estima y un afecto inmediatos. Pero ellos eran sólo miembros ordinarios de la asociación. No tenían en ella ningún grado. En tanto que allí arriba... Allí arriba estaban las personas que tenían por función y por tarea exclusiva vivir la vida del movimiento. Eran al mismo tiempo sus celadores y sus profesionales. Y entre ellos yo debía encontrarme con el que había concebido, inspirado y creado los Alcohólicos Anónimos. ¿Era un fanático, un asceta, un predicador, un fundador de secta? Me decidí a entrar en el ascensor, viejo y sin ningún lujo. —Segundo piso —dije al ascensorista, sintiendo una vergüenza absurda. No podía evitar el pensamiento de que aquel hombre, de aspecto aburrido y cansado, sabía mejor que nadie mi lugar de destino y sin duda creía que yo era «uno de ellos». No hizo ningún comentario, no me dirigió ni una mirada y me dejó en un estrecho pasillo frente a la puerta de los Alcohólicos Anónimos. La empujé y me hallé en un despacho amueblado como cualquier sociedad de mediana importancia. A la izquierda había una telefonista. Una mecanógrafa a la derecha. La telefonista era rolliza y alegre; la secretaria, delgada y amable. La telefonista me preguntó, lo mismo que en cualquier otro despacho: — ¿En qué puedo servirle?

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Dije que tenía una cita con la señora Eve M., encargada de las relaciones exteriores. La joven manejó sus clavijas, dio mi nombre y luego me informó de que la señora Eve M, me rogaba la disculpase por hacerme esperar unos momentos. Estaba despidiéndose de los delegados de un estado del Oeste, llegados a Nueva York para asuntos de la Asociación. Cogí una silla metálica, la apoyé (la habitación estaba bastante llena) contra un archivador metálico y eché una ojeada a los folletos y fascículos que «e encontraban al alcance de mi mano. Lo primero que me sorprendió fue que la Asociación de los Alcohólicos Anónimos estuviese siempre designada por sus iníciales, A. A., como si se tratase de una institución conocida por todos. En mis conversaciones con Bob había notado que él empleaba u menudo esta abreviatura, pero había creído que se trataba de un vocabulario utilizado exclusivamente por un grupo, una especie de argot para iniciados. Ahora bien, los impresos que examinaba estaban visiblemente destinados, por su formato, su poco peso y volumen, a una difusión muy amplia y entre un público profano al que había que educar, iluminar y convencer. Recuerdo algunos títulos:

La juventud y los A. A. Introducción a los A. A. ¿Son para usted los A. A? La tradición A. A. Los A. A. y la profesión médica

Recuerdo también el malestar que me invadía a medida que estos títulos y otros del mismo estilo desfilaban ante mis ojos. Pese a las seguridades de Bob, y a su ejemplo, tenía la sensación de encontrarme en un centro de proselitismo y entre extraños enfermos, a la mitad del camino entre su intoxicación pasada y una confianza de iluminados. De vez en cuando —para recuperar la sensación de la realidad— miraba a las jóvenes que ocupaban el despacho. La telefonista telefoneaba, la mecanógrafa escribía a máquina. Eran empleadas ordinarias, normales. Estaba absorto en estas reflexiones cuando, por un pasillo que conducía a los servicios generales de los A. A. apareció la mujer a la que había ido a ver, Eve M.. La había visto un instante, el día antes, en la reunión de su grupo, y conocía ya su rostro intenso y noble. Pero, liberados de la muchedumbre, situados entre dos paredes como entre los dos montantes de un marco, aquella silueta alta y distinguida y aquel rostro marcado por el buril de la vida, grave, dolorido, generoso, tenían un valor y un significado aun mayores.

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—Discúlpeme por este retraso, pero me era imposible evitarlo —me dijo con una voz un poco ronca, armoniosa y cautivadora—. Ahora estoy a su entera disposición. No era posible imaginar palabras más vulgares. Pero en la dignidad, en la cordialidad con que eran pronunciadas había un sorprendente poder de atracción. El mismo —de repente lo recordé— que en John X., en Bob... Pero en ellos lo había atribuido a una profesión común. En tanto que allí se trataba de una mujer extraña, ya mayor, y que me recibía únicamente a causa de sus funciones administrativas. Seguí a Eve M. hasta su despacho. Era pulcro, sobrio, casi austero, amueblado estrictamente para el trabajo, lleno de gráficos, de fichas, de documentos esparcidos o clasificados, de cartas para la firma en resumen, un despacho de hombre de negocios e funcionamiento, a pleno rendimiento. En las paredes había grandes mapas. —Le ruego que no sienta reparos en solicitar todo cuanto desee ver y conocer —me dijo Eve M.—. Taremos todo lo necesario para informarle. Pero en aquel momento sonó uno de los teléfonos y luego otro. Después acudió una secretaria a pedir instrucciones. Los teléfonos volvieron a llamar. Entró otra secretaria. Eve M. respondía a todo, lo dirigía todo con la precisión y la autoridad más rápida y más lúcida. y actuaba con una tranquila suavidad que duplicaba su eficacia. Era la inteligencia práctica, la organización en persona. Acabó por producirse un período de calma. —Ahora estoy a su disposición —dijo Eve M. con una sonrisa que iluminaba la gravedad de su rostro como si fuese una luz procedente de su interior. No pude resistir al deseo de aclarar lo que me preocupaba ante aquella energía inagotable y aquella autoridad que hubiesen honrado al dirigente do una gran empresa. Pregunté: — ¿Ha sido usted...? Y me detuve, súbitamente consciente de la palabra que iba a pronunciar* Pero ya Eve M. terminaba de hablar en mi lugar. — ¿Alcohólica? —dijo mirándome fijamente a los ojos. Eve M. volvió a sonreír, pero esta vez su boca de trazos tan firmes se suavizó un poco. —Desde luego —prosiguió—. Horriblemente alcohólica. Sin los A. A. estaría muerta o encerrada. Su mirada seguía fija en la mía. Hice la primera pregunta que se me ocurrió: — ¿Está usted aquí gratuitamente? Eve M. meneó suavemente la cabeza. —No —dijo—. Percibo una retribución. Por lo general, los A. A. ceden gratuitamente su tiempo a la asociación o a otros alcohólicos. Pero es el tiempo que pueden sustraer a sus ocupaciones, a su trabajo. En tanto que yo pertenezco a ese reducido número cuyas funciones exigen que renuncien a toda otra actividad. Y tengo que vivir de mi trabajo.

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—Por lo que he visto, no es probable que le falte —dije. — ¡A Dios gracias! —Exclamó Eve M. —... La Asociación se extiende cada día más. — ¿Hasta dónde? —Venga a ver. Eve M. me condujo hasta la pared sobre la qué se extendían los mapas que representaban los dos hemisferios. Al principio me negué a creer lo que veía. ¿Qué significaba verdaderamente en todos los continentes, en todos los países, los pequeños rectángulos llenos de letras y de números? —Sí, son los A. A. de todo el mundo —respondió Eve M. a la muda interrogación que expresaba mi rostro. Miré con más atención, desde más cerca. Era asombroso: no había ni un país (excepto, evidentemente, los del bloque comunista) que no llevase el signo A. A. Desde el Norte hasta el Sur y desde el Este hasta el Oeste del globo terrestre. La densidad de los rectángulos variaba hasta el infinito. En América del Norte estaban tan juntos como los alvéolos do una colmena. En otros sitios parecían perdidos en la inmensidad. Pero los había en todas partes, hasta la Bechuanalandia africana, hasta incluso en las islas Ryu-kyu, a lo largo del Japón. No sabría decir el tiempo que permanecí silencioso ante aquellos mapas. Cuando terminó mi contemplación había calibrado la importancia de lo que representaban los Alcohólicos Anónimos en solidaridad y en grandeza humanas. — ¿Qué significan las iníciales M, G y L en cada rectángulo? —pregunté entonces a Eve M. —M: membership (número de miembros) —me dijo—, G: número de grupos locales. L: aislados (lonely). —Así, pues —pregunté, apoyando un dedo sobre el vasto espacio señalado en el mapa—, si aquí, en Mozambique, hay el número uno junto al símbolo de miembros y el mismo número para la mención aislados, ¿significa que se trata de la misma persona? —Sí —dijo Eve C. —. La misma. La única... Pero está unida a todos sus amigos en esperanza. Contemplaba el mapa y pensaba en aquel ser humano cuya existencia había sido lo bastante devastada por el alcohol para convertirse en un A. A., y ahora, perdido bajo el sol salvaje de los trópicos, luchaba contra la tentación, el delirio y la locura. Solo físicamente y solo socialmente. Y que, si también lo hubiese estado moralmente, hubiera cedido a la necesidad terrible y miserable. Pero, entre el monstruo y él había todos aquellos a los que veía representados por los diminutos rectángulos. Estaban John X. Estaba Bobt Estaba John M. Y aquella •mujer de rostro noble y atormentado. Empezaba a comprender, y pregunté a media voz: — ¿Cuántos son ustedes en todo el mundo? »—Unos trescientos mil. Pero la mayoría en los listados Unidos.

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Eve M. cogió de encima de una mesa un libro bastante voluminoso, de tapas color azul pálido, y un pequeño folleto de color verde pálido. El primero llevaba el título: Anuario Mundial, primavera 1959. Enumeraba todos los grupos de A. A. en los cinco continentes. Comprendía doscientas setenta grandes páginas de letra diminuta. El otro publicaba la lista de las reuniones que celebraban cada semana los grupos de Nueva York. Había casi quinientas. De nuevo guardé silencio. —Pero todo esto no es más que una gota de agua en el océano —prosiguió Eve M. —. En los Estados Unidos únicamente, se calcula que el número de alcohólicos asciende a una cifra situada entre cinco y seis millones. Y no se trata de personas que beben regularmente y se embriagan de vez en cuando, sino de aquellos para quienes, según nuestro vocabulario, e1 alcohol es un problema... Como ve, el campo es muy vasto. Pregunté: — ¿Cuándo se inició este movimiento? —Hace justamente veinticinco años —dijo Eve M — ¿Por quién? ¿Dónde? ¿Cómo? Eve M. consultó su reloj de pulsera. —Bill debe de haber llegado —dijo—. Venga Fue él quien lo inició todo.

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VII

EL ENCUENTRO DE AKRON

Mientras seguía a Eve M., encargada de las relaciones exteriores de los Alcohólicos Anónimos —o A. A., como decía todo el mundo y como yo también diría en lo sucesivo—, iba pensando: «Así que voy a ver a Bill W., el hombre que ha concebido e Inspirado esta extraordinaria asociación del desespero y de la recuperación, con centenares de miles de miembros esparcidos por todo el mundo, hasta los rincones más remotos.» Y de nuevo, en tanto que pasaba frente a los despachos que componían los Servicios Generales de los A. A., todos ellos ocupados por antiguos intoxicados cuya única razón de vivir consistía en devolver a la vida a los desheredados del alcohol, de nuevo pensé con aprensión en lo que podía ser Bill W. ¿Un viejo visionario? ¿Un soñador senil? ¿Un profeta - enfático y fanático? ¿Un moralista abstracto? ¿El gran sacerdote de un dogma? Nunca un retrato imaginario se mostró más falso. En un pequeño despacho apenas amueblado y en el que no había ni un solo papel, encontré a un hombre alto, desmadejado, que todo lo más representaba sesenta años, maravillosamente sencillo, maravillosamente alerta de espíritu y de cuerpo, y maravillosamente acogedor. Tenía un rostro huesudo rematado por cabellos blancos que llevaba cortos, lleno de vigor, de juventud, de inteligencia, de buen humor, uno de esos rostros específicamente norteamericanos que, a una cierta edad, constituyen una mezcla de senador de la Roma antigua y de businessman feliz. Además, una ligera asimetría daba a su rostro un gran encanto, y chispas de alegría, de amable ironía, se encendían incesantemente en sus ojos estrechos, semejantes a los de los indios. Conocía el motivo de mi visita. Y sin ningún preámbulo ni la menor afectación —-como si se hubiese tratado de otra persona y de una experiencia insignificante— me contó una de las aventuras humanas más conmovedoras que se hayan oído. La reproduciré detalladamente. Revela, al mismo tiempo que una existencia sorprendente tanto en su desarrollo como en su alcance, la extensión, la penetración terrible del azote que constituye el alcoholismo en los Estados Unidos, y las formas particulares y a menudo increíbles para nosotros que adopta en los hombres y las mujeres de aquel país.

* * *

Bill W. probó su primer vaso de alcohol a los veintiún años, después de haber obtenido sus galones de oficial para la Primera Guerra Mundial. Nacido en Vermont, uno de los Estados (más antiguos, más puritanos y más yanquis de América del Norte, había sido educado con ternura patriarcal por sus padres y sus abuelos en un poblado de cincuenta casas. A continuación estuvo interno en una escuela

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donde logró superar con facilidad a sus camaradas. De esta manera satisfizo la necesidad de primacía, de poder que experimentaba desde la más tierna infancia. En resumen, tuvo una infancia y una adolescencia normales, e incluso privilegiadas, salvo en los instantes en que ese deseo orgánico, pasional, de preeminencia, resultó herido o frustrado. Cuando en 1917 Estados Unidos entraron en la guerra, Bill W. siguió un curso para oficiales. Al mismo tiempo conoció a una joven de la que se enamoró, que correspondió a su afecto y con la que se casó. Helo aquí, pues, casado con una joven a la que adora y por la que es adorado. Él es un subteniente alto, delgado y guapo, orgulloso de su grado y de su uniforme nuevo. Parecía que todo estuviese reunido por el destino para darle esos raros instantes perfectos que forman en la vida un oasis de dicha, Pero seguía atenazándole la obsesión de destacar sobre el común de los mortales. Ahora bien, precisamente a causa de su grado y de su uniforme, y del delicado encanto de su esposa, en la ciudad donde estaba de guarnición era recibido por la sociedad más rica y más hermética. Allí descubrió un tren de vida que ni siquiera sospechaba. Por primera vez vio a un mayordomo. Entonces le paralizó el temor de aparecer inferior a aquella gente, él que siempre quería ser el mejor, el primero. Se sintió incapaz de pronunciar dos frases seguidas, dos palabras... Una velada en que, de nuevo, sufría aquella angustia, alguien le alargó un combinado Bronx. Sin saber lo que bebía, se tragó su primer vaso de alcohol. De golpe, la timidez, la ansiedad, la humillación desaparecieron. Habló y obtuvo éxito. Otro combinado, otro más y se convirtió en el rey de la velada. Había encontrado en su vaso el vínculo que lo ligaba con los hombres, cualquiera que fuese su fortuna o su categoría. Cuando Bill W. se embarcó hacia Francia y el frente, había adquirido la alegre y feliz costumbre de la bebida. Ésta se desarrolló fatalmente en la vida de guerra, con su ruda camaradería y el relajamiento de los permisos. A su regreso a América, la impaciencia de conquistar la riqueza, y mediante ella el poder, devoraba a Bill W. Estaba convencido de tener un derecho absoluto, predestinado. A los veintidós años, ¿no era ya el veterano de una campaña gloriosa, no había ejercido ya el papel de jefe, de amo, para unos hombres de los que respondía a las puertas de la muerte? Sólo encontró un empleo de oficinista en una compañía de ferrocarriles. Demostró tan poco celo que fue despedido. Entonces pasó a Wall Street. En aquella época de auge y de prosperidad, el olfato y la suerte edificaban fortunas. Llegó el éxito, rápido y magnífico. Bill bebía cada vez más, regularmente, enormemente, noche y día. No le prestaba ninguna atención. Cuando su esposa, Lois, se mostraba inquieta, él le decía con sinceridad: —Los hombres geniales han tenido sus mejores inspiraciones en estado de embriaguez.

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Sin duda, de vez en cuando, originaba un escándalo. Personas que habían sentido estima y afecto hacia él evitaban su encuentro. Sucedían escenas penosas en el suntuoso apartamento que ocupaba. Poco importaba. Bill, tan joven, proseguía manejando millones, frecuentando los mejores restaurantes, la sociedad más elegante y, en aquella época de prohibición y de jazz desencadenado, bebiendo, bebiendo, bebiendo. Un día de octubre de 1929, sin ninguna clase dé aviso, la crisis más terrible que hayan conocido los Estados Unidos cayó como un ciclón sobre Wall Street y derribó las columnas de oro del templo. Cuando Bill W. se enteró de la noticia, vivía en uno de los clubs de golf más famosos, más exclusivos, donde, vestido de ante, según la moda más exigente, frecuentaba mucho más el bar que los campos de juego. Se enteró de que había perdido todo lo que poseía y aún más. Y que agentes de Bolsa, financieros prósperos a los que veía cada día, arruinados de golpe, se habían tirado por las ventanas de los rascacielos de Wall Street, Se dirigió directamente al bar, donde permaneció e1 tiempo y el número de vasos necesarios. Salió de él con su aplomo acostumbrado. Él no era hombre para echarse desde un vigésimo o trigésimo piso por tan poca cosa. Tenía otro temple. Sabría arreglárselas. Ya verían. En efecto, gracias a un amigo de Montreal que había conservado un capital considerable, pudo operar con éxito durante otro año y conservar su nivel de vida. Pero en sus relaciones con el alcohol había llegado a un punto fatal: ya no podía dominar ni disimular su crisis de embriaguez. El amigo de Montreal suspendió su colaboración. Inmediatamente se produjo una penuria rayana en la miseria. Bill y Lois W. debieron abandonar su apartamento fastuoso y refugiarse en una casa muy modesta de Brooklyn que pertenecía a los padres de la esposa. Bill seguía haciendo cada día el largo viaje en Metro hasta Wall Street, pero allí no era más que un estorbo, un parásito, una sombra. Fue Lois la que aseguró la subsistencia del matrimonio: encontró empleo como vendedora en unos grandes almacenes de Brooklyn, A Bill ya no le quedaba nada de lo que había embellecido su existencia, sólo el alcohol. Pero ya no le servía de tónico, de inspirador para sueños de poder y de gloria. Ahora tenía otra función, más sencilla y triste: amortiguar, adormecer el sufrimiento. Ya no se trataba de combinados refinados, olorosos, de whisky de calidad, de ron ardiente. Se trataba de ginebra áspera y oscura, que Bill fabricaba en su propia bañera y de la que se bebía tres y cuatro botellas diarias. Pero su suerte no estaba aún agotada. En el momento en que la crisis económica alcanzaba su paroximo, una gran firma financiera le ofreció de repente que trabajara para ella en asuntos donde tenía la seguridad de ganar millones de dólares. El viejo instinto de primacía, de orgullo, se despertó en Bill. Era evidente: un hombre como él no podía dejar que su esposa trabajase en unos almacenes para mantenerlos. Esta vez estaba asegurada la fortuna. El contrato que le proponían contenía, sin embargo, una cláusula especial: durante toda la duración del mismo, que era larga, Bill debía comprometerse a no beber. Él lo firmó todo, alegremente. ¿No era dueño de sí mismo?

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Para los yanquis de Vermont, un contrato tiene algo de solemne, casi de sagrado. Durante tres meses, Bill permaneció escrupulosamente sobrio. La operación en la que estaba asociado se puso por fin en marcha. Bill fue a estudiar sobre el terreno la compra de una fábrica, lejos de Nueva York. Una noche en que discutía con varios ingenieros en la habitación de un hotel, una jarra llena de alcohol círculo alrededor de la ¡mesa. Bill pensó en su contrato, pensó en Lois y cuando llegó el turno respondió: «No, gracias», con una facilidad que le hizo feliz. Pero la conversación se prolongaba. Llegaba el aburrimiento. La jarra proseguía su ronda, Y alguien dijo: —Ha de saber, Bill, que es alcohol de manzana de primera calidad, «el rayo de Jersey». Y ya no queda mucho. Y Bill pensó de repente que, en toda su carrera de bebedor, nunca había tenido ocasión de probar «el rayo de Jersey». —Es cierto, amigos —dijo—, un traguito no puede hacerme ningún daño. Se tomó el «traguito» y, de repente, ni la cláusula del contrato ni Lois existieron ya para Bill. Despertada por el alcohol de manzana, sólo reinaba la vieja obsesión demente. Se produjo un agujero, un vacío, una oscuridad absoluta. Y esto duró tres días. Cuando volvió en sí, Bill fue informado desde Nueva York, por teléfono, de que su contrato —es decir, la fortuna, la salvación— estaba anulado. Los dos años siguientes fueron para Bill W. dos años de un infierno que él mismo provocaba. Conoció todas las ilusiones, las torturas, las agonías y las ignominias del alcohólico en apuros: préstamos vergonzosos, deudas con los proveedores, botellas esparcidas y ocultas en el apartamento, despertares atroces, soledad y terror indecibles en las cercanías del alba. Ahora le era necesario, para poder tocar el desayuno, beber antes un vaso de ginebra o por lo menos media docena de botellas de cerveza. Para pagar su bebida, llegó incluso a robar del bolso de su esposa una parte del escaso salario que ella cobraba en los almacenes donde trabajaba. Llegó hasta el punto en que debía apartar la mirada cuando veía el botiquín, porque contenía veneno, y a dormir en un colchón colocado en el suelo para no ver la ventana por la que sentía tentaciones de precipitarse. Su cuñado, médico, trató de cuidarlo mediante sedantes. Pero Bill los mezclaba con la ginebra, lo que le volvía medio loco. Hubo que llevárselo en ambulancia a una clínica para enfermedades mentales. Desde entonces, el infernal vaivén propio de tantos alcohólicos se le hizo familiar: Manicomio, abstinencia pasajera, recaída, manicomio... Fue ahí donde se encontró una vez más en setiembre de 1934, Estaba convertido en un verdadero esqueleto. El desquiciamiento de sus nervios y de su cerebro se acercaba al punto de rotura. El doctor Silkworth, médico de la clínica, de un desinterés y de una bondad ejemplares, se sintió obligado a advertir a la esposa de Bill W. que éste moriría en breve plazo de caquexia, o de un reblandecimiento cerebral, sí no renunciaba definitivamente a la bebida.

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Cuando Bill W. salió del manicomio, su mujer le comunicó esta advertencia. Bill sabía el afecto que le tenía el suave y diminuto doctor de blancos cabellos. No dudó de su veredicto. El miedo le dio el valor de la abstinencia. Recuperó el apetito y el sueño. Volvió a gozar de vigor físico e intelectual. Consiguió ganar unos pocos dólares en algunos trabajos, Y cuando vio en las consumidas facciones de su esposa, que continuaba asegurando su existencia gracias a su trabajo, que la ansiedad crónica dejaba paso a una dicha tímida e incrédula, estuvo seguro de que nunca, nunca jamás, se dejaría llevar por la tentación maldita. Incluso adquirió la costumbre, cuando se le ofrecía una copa, de explicar su negativa con una lección acerca de los estragos de la bebida y del peligro fatal con que le amenazaba. Así transcurrió el mes de setiembre. Y el de octubre. El 11 de noviembre, Bill se encontró sin nada que hacer. En efecto, aquel día, en honor del Armisticio, Wall Street permanecía inactivo. Pero los grandes almacenes de Brooklyn estaban abiertos y Lois debía trabajar como de costumbre, Bill W. decidió irse a jugar al golf y, como los recursos del matrimonio seguían siendo escasos, escogió Staten Island, donde el terreno era público y gratuito. Cuando se lo comunicó a su mujer, vio pasar por su rostro un reflejo de la angustia familiar, pero Lois se sobrepuso a su inquietud y dijo alegremente: —Tienes razón. Eso te hará mucho bien. En el autocar, Bill W. entabló conversación con un pasajero, portador de una carabina, que aprovechaba el día festivo para dirigirse igualmente a Staten Island, al polígono de tiro. En la terminal del autocar había un restaurante. Era la hora de la comida. Los dos viajeros se sentaron juntos. —Whisky —pidió el hombre de la carabina. —Gaseosa —dijo Bill. Luego informó a su compañero de lo nefasto qué le era el alcohol. Cuando terminaba de hablar, el encargado del bar, un irlandés enorme, de rostro resplandeciente, compareció ante ellos con un vaso en cada mano y exclamó: —¡Hoy paga la casa, muchachos!. ¡Es el día del Armisticio! Todo se borró bruscamente en el cerebro de Bill para dejar sólo sitio al recuerdo del 11 de noviembre de 1918 en Francia, y a la alegría, al regocijo triunfal de entonces. Sin vacilar un instante, cogió el vaso y se tragó el alcohol. Su compañero exclamó: — ¡Después de todo lo que me ha contado! Debo de estar usted loco, Y Bill W. repuso: —Lo estoy. Tras de lo cual, fue engullido por el abismo.

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A la mañana siguiente, a las cinco, Lois encontró u su esposo tendido inconsciente ante la casa. Había caído contra la verja de hierro que la rodeaba. Le manaba sangre del cuero cabelludo. Tenía una mano crispada sobre la empuñadura de su bolsa de golf. Cuando Bill hubo recuperado el sentido, Lois y él no se dijeron gran cosa. Ya no había nada que decir. Nunca había sido tan desesperada la situación para ambos. Bill recomenzó a fabricar ginebra en la bañera... una, dos, tres botellas diarias... No podía ya detenerse, y lo sabía. Ya no iba a Wall Street. ¿Para qué? Los sueños de riqueza, de poder y de gloria, cuyo aguijón le espoleó tan frecuentemente, habían muerto. La crisis pasaría, Wall Street volvería a vivir días hermosos, la prosperidad florecería de nuevo. Pero sin él. El era un hombre perdido, condenado.

* * *

En una lúgubre velada de noviembre, Bill W., que aún no tenía cuarenta años, estaba embrutecido en su cocina, en el subsuelo de la vieja casa de Brooklyn que le habían prestado sus padres políticos y que estaba hipotecada hasta el tejado. Se encontraba solo. Su esposa no había terminado aún su jornada en los almacenes de donde obtenía el salario que le hacía vivir. En la mesa, ante Bill, se encontraba un tazón lleno de ginebra, al cual había añadido un poco de zumo de ananás, para mejorarle el gusto. Bill contemplaba el turbio brebaje y recordaba la época en que había brillado en Wall Street como una estrella, y cuando, joven, ardiente, robusto y opulento, daba órdenes a la fortuna. El alcoholismo se lo había tragado todo. Había tratado de luchar, pero inútilmente. Ahora estaba listo. No había nada que hacer. Y pronto moriría. El amable, el inteligente doctor Silkworth, que tan a menudo lo había tratado en su clínica para dementes, se lo había advertido a Lois y a él mismo... Pobre Lois... Pobre Bill... Con movimiento de autómata, volvió a llenar su vaso. ¿Por qué medir el veneno cuando se ha llegado hasta el límite del desespero y al término de la existencia? Que venga aprisa el mazazo. El atontamiento de la embriaguez. ¡Oh!, desde luego, después habría el espantoso despertar, la agonía de la madrugada. Tanto daba... Sólo se trataba del momento presente. Bill alargó la mano hacia la liberación mortal. Entonces sonó el timbre del teléfono. Bill se dirigió al aparato con movimiento puramente instintivo y con una completa falta de interés. No esperaba nada ni a nadie. De súbito experimentó una alegría intensa, exuberante. El que llamaba era Ebby, un camarada de la juventud y también entregado, desde hacía tiempo, de una manera completa, al alcohol. ¡Cuántas maravillosas borracheras habían tenido juntos! Una vez, incluso, completamente ebrios, habían alquilado un avión para terminar a tres mil kilómetros de distancia su grandiosa juerga, luegó, Ebby, que tenía una fortuna considerable, se había ido a beber a Europa. El año

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precedente, Bill había oído decir que le habían internado en una clinica de dementes... Así, pues, había salido de allí y se acordaba de Bill y pensaba brindar con él... |Qué dicha!. Escapar a la soledad. Hablar de los buenos viejos tiempos... Embriagarse juntos. —Ven, ven en seguida —-gritó Bill por el teléfono—. Tengo todo lo que hace falta. Todo estará dispuesto. Y he aquí a Ebby en la cocina, Y Bill avanza hacia él... y se detiene. Ha visto sus ojos, claros, lúcidos, luminosos. No son unos ojos de alcohólico. Bill lo sabe, lo sabe gracias a su terrible experiencia. Ebby, el más encarnizado, el más incontenible de los borrachos, el más seguro compañero de juergas sin número ni medida está sobrio, y desde hace tiempo. Bill lleva a cabo una tentativa desesperada: empuja el tazón de ginebra hacia su antiguo cómplice. —Gracias, ya no bebo -—dice Ebby con una sonrisa cordial. —Pero, ¿qué sucede? —exclama Bill. —He encontrado otra razón de vivir: la fe, —Ah, sí, ya entiendo... —dice Bill. A decir verdad, esta respuesta le tranquiliza. El manicomio había recibido a Ebby demente alcohólico y lo había soltado demente religioso. Era muy fácil de comprender. —Ya entiendo, ya entiendo... —repitió Bill. —No, en absoluto. No estoy chiflado —dijo Ebby, riendo suavemente—4 He aquí lo que ocurrió. Un amigo mío, tan alcoholizado como yo, consultó en Suiza con Carl Jung, el gran psicoanalista. Éste emitió su diagnóstico; alcoholismo incurable y muy pronto mortal. Pero —agregó— lo que la medicina y la psiquiatría son incapaces de hacer, un choque emotivo intenso o una revelación espiritual pueden conseguirlo. Era la única probabilidad que le quedaba y en la que, por lo demás, Jung apenas daba crédito. »Pues bien, tuvo éxito y quiso compartirlo conmigo. — ¿Qué marca lleva esa religión? —preguntó Bill con sarcasmo. — ¡Oh! —dijo alegremente Ebby—, no creo que tenga un nombre especial. Se trata sencillamente de personas del grupo de Oxford (1). Y sin compartir ¡ni mucho menos todas sus ideas, he aprendido ciertas cosas esenciales. Por ejemplo, a reconocer que estaba por los suelos, terminado, listo. A hacer un inventario de mí mismo y a contar en confianza mis defectos a otra persona; a reparar los daños que haya podido causar; y, sobre todo, a hacer don de mi persona al prójimo... Bill quiso hablar. Su amigo le detuvo con un ademán. —Sé que vas a burlarte, pero quiero terminar mi relato. Estoy aquí para eso. Esa gente me ha enseñado también que si quería tener fuerza para seguir sus preceptos, me era preciso rogar a Dios. Pero que este Dios no debía ser una imagen impuesta desde hace siglos, sino que estaba libre de concebirlo a mi capricho y que, incluso si no creía en un

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Dios, incluso así, debía tratar de orar al Dios que «pudiera» existir y darme el valor necesario. » Entonces sucedió una cosa extraña. Antes de haber intentado cualquier cosa en este sentido y sólo por haber resuelto hacer la experiencia, con lealtad, me sentí liberado del deseo de beber. No era como esos períodos que tanto tú como yo hemos conocido tan bien, en los cuales uno se obliga a la abstinencia (1) Grupo cristiano, pero que no pertenece a ninguna Iglesia establecida y que acoge a gente de todas las religiones o incluso sin ella, con tal de que compartan su doctrina espiritual.

y la obsesión te acosa... No, no sentía el menor deseo... Y eso dura ya desde hace meses... Cuando Ebby se hubo marchado, Bill bebió espantosamente durante varios días seguidos. Ciertamente, su infancia en el viejo país yanqui había quedado marcada por la tradición puritana, Pero, más tarde, intensos estudios científicos y los años de Wall Street lo habían vuelto racionalista, materialista en extremo. Sin embargo, en los intervalos de lucidez que le dejaba la bebida, Bill se sentía acosado por las palabras de su amigo. Ebby no se había portado hacia él como un predicador o un moralista. No había tratado de hacerle presión. Sencillamente, «un alcohólico había hablado a otro alcohólico». Después de todo, tal vez hubiese algo en aquella idea de Dios... Para salir de dudas, Bill se dirigió a la iglesia del Calvario donde miembros del grupo de Oxford habían albergado a Ebby. Quedaba Tejos de Brooklyn, En el camino había muchos bares. Bill llegó muy borracho a la iglesia, y agarrado a un finlandés, antiguo tejedor de telas, a quien había recogido por el camino. En la iglesia del Calvario, el grupo de Oxford tenía una misión que recogía a las ruinas humanas de toda especie. La mayoría eran alcohólicas. La sala de reuniones apestaba a sudor, a whisky, a ginebra, a cerveza, a vino de la calidad más abyecta, del que estaban impregnados los alientos y los gritos. Bill no se había encontrado nunca en tal compañía. Pero como su embriaguez le había hecho caer en una especie de sonambulismo, tomó parte en la plegaria, en la penitencia, se puso de rodillas, pronunció un discurso ardiente del que jamás pudo recordar ni una palabra. Luego acompañó a Ebby hasta el dormitorio... Allí encontró a alcohólicos que habían recobrado la sobriedad. La salud. Vivían en la misión y durante el día trabajaban en el barrio. Escuchándoles, Bill serenóse muy de prisa. Pensó en Lois, Había caído la noche. Ella debía sentirse inquieta. Bill corrió a telefonearle y luego tomó el Metro. Mientras bajaba la escalera, se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en detenerse en un bar. ¿Por qué? Una esperanza confusa y vasta nació en su corazón. Cada palabra de la larga conversación que aquella noche sostuvo con Lois estaba alentada por esa esperanza. Y Bill se durmió con sueño de niño, sin una gota de ginebra, su somnífero obligado. Pero hubo el despertar ansioso poco antes del alba. Y Bill se (dijo que un vaso —sólo un vaso pequeño, todo lo más dos— le permitiría ver con alegría la salida del sol.

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Lois dormía. Bill se levantó sin hacer ruido, se bebió su ración, se lavó la boca con agua dentífrica. Lois no notó nada. Se fue a trabajar. Bill quedó solo. La necesidad crónica se hizo más apremiante. Lois, a su regreso, encontró a Bill en la cama, completamente ebrio. La crisis duró tres días. Pero, sin cesar, la lección de Ebby revivía en aquella semiinconsciencia producida por el alcohol. Por fin Bill se dijo: —He aquí mi última oportunidad. Pero, para tomar una decisión, debo ser capaz de ver claramente en mí mismo... El único medio es hacer una nueva cura de desintoxicación... A la mañana siguiente, Bill W. emprendió una vez más el camino hacia la clínica donde el doctor Silkworth le había tratado tan a menudo. En el umbral de su casa, Bill se registró los bolsillos. Llevaba sólo seis centavos. Se tranquilizó. El billete del Metro hasta el manicomio costaba ya cinco... Pero el único centavo disponible no permitía ninguna compra. Ahora bien, Bill, con esa lógica especial de los intoxicados que van a empezar una cura de desintoxicación, quería tomarse una buena dosis antes de llegar a la clínica. Se acordó de un colmado del barrio en el que todavía tenía cierto crédito. Allí preguntó si podían fiarle cuatro botellas de cerveza. El dueño del colmado se mostró complacido,. La primera botella fue engullida inmediatamente, en la acera. La segunda, en el Metro. La siguiente, Bill —que cada vez se sentía más generoso, más fraternal— la ofreció a un vecino de asiento. Éste rehusó. Entonces Bill se bebió esa tercera botella en el andén de la estación en que se apeó. Empuñaba la cuarta por el gollete cuando entró en el vestíbulo de la clínica mental. El doctor Silkworth le esperaba. Bill le saludó agitando en lo alto su última botella y gritando: —Doctor, por fin he encontrado algo. Pese a la bruma que bailaba ante sus ojos, Bill vio que en el bondadoso rostro del doctor se dibujaba una expresión de tristeza y de sufrimiento. Sentía pena por aquel loco al que apreciaba. Mientras Bill trataba de explicarle su hallazgo, el otro meneó la cabeza y dijo con suavidad: —Vamos, amigo mío, creo que ya va siendo hora de que suba usted a meterse en la cama.

* * * La cura dio resultado con bastante rapidez. Al cabo de cuatro días, la exigencia física de alcohol había desaparecido y el amodorramiento embrutecido, provocado por los sedantes, se había disipado. Pero Bill se encontraba en un atroz estado de depresión moral. La mañana era hermosa y clara, y le hacía la vida aún más odiosa. La puerta se abrió. Lozano, sonriente, Ebby apareció en el umbral. Este buen humor exasperó a Bill. Luego le asaltó la sospecha de que Ebby había acudido para catequizarlo. Pero Ebby callaba y continuaba sonriendo. —Bueno —dijo Bill con sarcasmo—. ¿Quieres repetirme una vez más tu preciosa solución para todos nuestros problemas?

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Sin perder ni un ápice de su buen humor, Ebby enumeró apaciblemente las condiciones para la recuperación. Admitir la derrota absoluta. Volverse honrado hacia sí mismo. Confesar sus debilidades a otra persona. Reparar los daños que se han causado, Tratar de hacer donación de sí mismo, sin deseo de recompensa. Rogar a Dios, cualquiera que sea el concepto qué de Él se tenga, o incluso a título de simple experiencia. Después de una conversación sobre temas intrascendentes, Ebby dejó a su amigo. Entonces, en aquella habitación blanca de clínica ocurrió un hecho que no pueden imaginar ni concebir las personas, entre las que me cuento, que nunca han practicado ninguna religión, ni han experimentado nunca algo que se aproxime a la revelación, la iluminación mística. Por eso reproduzco palabra por palabra el relato que entonces me hizo Bill W. de aquel momento extraordinario, y que también él ha relatado por escrito. «Mi depresión, después de la marcha de Ebby, se acentuó progresivamente hasta volverse intolerable, Me pareció que había llegado al fondo de un pozo. Luchaba aún penosamente contra la noción de un Poder más grande que yo. Pero en fin, y sólo por un momento, el último esfuerzo de mi orgullo obstinado cedió. Y de repente me oí gritar: »¡Si existe Dios, que se me muestre! ¡Estoy dispuesto a todo, a todo! »Entonces, de golpe, mi habitación se iluminó con un gran resplandor blanco. Quedé cautivado por un éxtasis tal que no puede describirse con palabras. Me pareció que estaba en la cima de una elevada montaña y que el viento que allí reinaba no era de aire sino de espíritu. Y en mí estalló la sensación de que era un hombre liberado, »El éxtasis se calmó lentamente... A mí alrededor y dentro de mí había una sensación maravillosa de Presencia, y me decía: ¡ He aquí, pues, al Dios de los predicadores!» Pero poco a poco, Bill W. se sintió presa de un profundo espanto. El trance prodigioso, la iniciación sobrenatural que acababa de experimentar sorprendieron e inquietaron a su sentido de la lógica. ¿Era aquello creíble, posible? Bill recordó el estado en que había llegado a la clínica mental, y la privación de alcohol y las drogas calmantes... Tal vez todo esto hubiese acabado por desequilibrar su cerebro. En tal caso, ¿era su éxtasis una alucinación? ¿Era la manifestación divina una señal de demencia? Incapaz de soportar esta angustia ni un instante más, hizo llamar urgentemente al doctor Silkworth y le expuso sus temores. El pequeño doctor de suaves cabellos blancos, le interrogó prolongadamente con paciencia y sagacidad. Por fin dijo, pensativo:

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—No, Bill, no está usted loco. En usted ha ocurrido una conmoción fundamental, psicológica o espiritual. He leído el relato de experiencias semejantes. A veces liberan a la gente del alcoholismo. Bill W. dejó caer la cabeza sobre la almohada con un inmenso alivio. Podía reflexionar en paz en aquella iluminación que él había visitado como un relámpago maravilloso. Cuando Bill W. dejó la clínica mental, la intoxicación, pese a ser tan antigua y profunda, ya no ejercía sobre él ningún poder. Ni siquiera tenía que luchar contra ella. El deseo insaciable se había disipado. La llamada insidiosa, estridente y secreta, había callado. No por eso dejó el alcohol de jugar una parte importante en la vida de Bill, Pero fue —-y con la misma obstinación que había empleado en servir al monstruo— para liberar de él a sus semejantes. Había encontrado la clave del problema: la salvación venía del hecho de que un alcohólico, es decir Ebby, hubiese hablado a otro alcohólico, es decir, él, de su enfermedad común. Para arrancar del infierno a tantos miserables, bastaría con transmitirles el mensaje. Bill se afilió al grupo de Oxford que tenía su misión en la iglesia del Calvario. Allí desplegó todo su fervor y todo su celo. Abordó, uno tras otro, a los borrachos, a los detritos humanos del dormitorio. No tuvo el menor éxito. E incluso advirtió que los alcohólicos en los que, antes de su revelación, había observado el deseo y la voluntad de la abstinencia, volvían a precipitarse en el abismo. Bill se obstinó. En parte, su temperamento lo exigía. Pero, sobre todo, su instinto más elemental le decía que, al tratar de ayudar a los otros, se ayudaba sobre todo a sí mismo. El espectáculo de una decrepitud que había sido suya y la cruzada para salir de ella formaban una doble defensa. Al hablar a los alcohólicos, sus hermanos, era cuando Bill se sentía más invulnerable al alcohol. Transcurrieron seis meses, dedicados exclusivamente a esta tarea de misionero,. Bill se dirigió a centenares y centenares de beodos. Ni uno solo dejó de beber.

* * * Entretanto, Lois seguía extenuándose en el trabajo que les permitía vivir. Bill se decidió a ver si podía ganar algún dinero en Wall Street. Pronto surgió una oportunidad. Bill emprendió viaje hacia Akron, centro industrial de Ohio, a fin de negociar la compra de las acciones necesarias para controlar una pequeña fábrica situada en dicha ciudad. El negocio fracasó. Bill se encontró solo, con diez dólares, en el vestíbulo de su hotel. Anduvo de un lado para otro. ¿Qué debía hacer? Cada vez que su vaivén de autómata lo conducía al extremo del vestíbulo que comunicaba con el bar, distinguía el viejo rumor reconfortante: el tintineo de vasos, la líquida canción dé las bebidas escanciadas, la agitación de las cocteleras, las voces calurosas, sus estruendosas risas. Todo eso componía una especie de magia que acentuaba su soledad. Y Bill se dijo: —Voy a tomar una gaseosa o un coca-cola.

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Alargó la mano hacia la puerta del bar, cogió el pomo... y no lo hizo girar. De repente recordaba las innumerables veces en que había entrado en un sitio para beber, sobrio y completamente decidido, convencido de poder mantenerse sereno, y del estado espantoso como había salido. Sin duda, después, había tenido su revelación y vivido seis meses sin experimentar el menor deseo de beber un vaso de alcohol, Pero, ¿cómo prever lo que puede ocurrir cuando se está solo entre consumidores alegres, en una ciudad desconocida, con quince años de alcoholismo en la medula de los huesos? ¿Y si, por un instante, un solo instante, se aflojaba la protección de aquel Poder Superior al que se confiaba? Bill se estremeció. Una recaída a aquellas alturas sería más atroz que todas las otras, porque estaría alimentada por una inmensa esperanza frustrada. Bill paseaba de nuevo por el vestíbulo del hotel de Akron a donde el azar le había llevado. Pero esta vez la angustia seguía sus pasos. Ahora que había evocado la amenaza y le había tenido miedo, le parecía que de nuevo era frágil, vulnerable a la tentación maldita y, quién sabe, dispuesto a ceder... Concentró el pensamiento en un solo punto: ¿Cómo, por qué durante seis meses no había experimentado el menor deseo de beber? Seguramente, ante todo, gracias a la iluminación religiosa. Pero ¿cómo había podido resistir día tras día? De repente vio la respuesta. La abstinencia le había sido tan fácil y llevadera porque cada día había tratado de devolver la sobriedad a alcohólicos. Tratando de ayudarles, trabajaba por su propia salvación. Sí, era esto, y únicamente esto: necesitaba en seguida un alcohólico a quien hablar del drama del alcohol. Pero no uno de los clientes del bar del hotel, un transeúnte, un aficionado. No, un enfermo grave, crónico, intoxicado hasta la medula, afectado en todos los aspectos de la vida: familia, profesión, salud, dignidad. He aquí con toda evidencia, necesariamente, el hombre que le hacía falta. Sólo que, ¿dónde encontrarlo en aquella ciudad donde todos los habitantes le eran desconocidos? La mirada febril de Bill, que examinaba el vestíbulo, distinguió entonces en un velador un pequeño librito que contenía los nombres y los números telefónicos de las diversas iglesias y los eclesiásticos de Akron. Bill lo cogió, lo abrió al azar y llamó al primer número con que tropezó su mirada: el del reverendo Walter Tunks.. Ese pastor episcopaliano escuchó estupefacto la súplica de Bill W. El apresuramiento, el estado febril y el desorden que rodeaban las palabras de aquel desconocido, hicieron creer al honrado pastor que la petición tenía por objetivo hacer dos beodos en lugar de uno. Sin embargo, acabó por comprender lo que quería Bill y le dio una lista de diez personas susceptibles de ayudarle en su pretendida búsqueda. Bill comenzó inmediatamente a llamarles. Pero era un sábado por la tarde. La gente no estaba en sus casas. Otros se disculpaban. No tenían tiempo. La lista se terminaba aprisa. Muy pronto sólo quedó un número telefónico, el último: el de la señora Henriette Seiberling. Bill vaciló. Aquel nombre le era vagamente familiar. Recordó que, en los tiempos de su gloria en Wall Street, había conocido a un viejo señor Seiberling, fundador y presidente de una importante compañía de caucho. Bill se representó un instante a la esposa de

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aquel gran financiero escuchando a un alcohólico que le pedía la dirección de otro alcohólico, en nombre de su salvación común.., y se marchó de la cabina. Volvió a encontrarse en el vestíbulo y reanudó sus paseos de un lado para otro. Avanzaba la tarde. En el bar, las voces sonaban más vivas, más alegres. Bill W. apretó los dientes, regresó junto al teléfono y marcó el último número de su lista. Oyó una voz joven, con entonación agradablemente sureña. Sí, era, en efecto, Henriette Seiberling... Efectivamente, formaba parte de la familia del magnate de Wall Street... Era su hija política. — ¿Qué puedo hacer por usted? —-preguntó la joven. A causa de la amabilidad y de la sencillez de su voz, Bill W. habló sin ningún reparo. —Pues bien, soy un alcohólico y trato de ayudar a otro alcohólico a fin de seguir permaneciendo sobrío. ¿Puede usted indicarme alguno que tenga necesidad de ayuda? Henriette Seiberling no respondió inmediatamente, y Bill pensó que había perdido su oportunidad suprema. Pero, después de un instante, oyó de nuevo la suave voz sureña. —Yo no soy alcohólica —decía Henriette Seiberling—, pero, sin embargo, en este aspecto he pasado momentos difíciles. Y creo que le comprendo. Conozco un hombre que le necesitaría. Venga en seguida a mi casa. Henriette Seiberling era no sólo encantadora e inteligente, sino que parecía escogida especialmente por el destino para ayudar a Bill: ella también había trabajado con el grupo de Oxford. —El hombre en el que pienso es exactamente el que usted necesita —dijo la joven—. Se llama Bob S., pero todos le llamamos a doctor Bob. Está casado con una mujer maravillosa: Anne. Tuvieron un chico y luego adoptaron a una niña. Bob es uno de los mejores cirujanos de la ciudad. Pero bebe enormemente. Sé que está tratando desesperadamente de enmendarse. Lo ha intentado todo: las curas médicas, los sistemas espirituales, incluidos los del grupo de Oxford. Lo ha hecho de todo corazón, con toda su voluntad. Nada ha tenido éxito. Voy a llamarle y a pedirle que venga con su esposa. Anne S. se puso al teléfono. Se disculpo por no poder aceptar la invitación de Henriette Seiberling. Aquel sábado era el Día de la Madre, y Bob, que le concedía gran importancia, deseaba celebrarlo en familia. Incluso le había regalado una gran planta de interior. Anne S, no añadió que, si la planta de interior estaba sobre la mesa, su marido —según Bill se enteró más adelante— yacía bajo ella, completamente borracho, en el mismo momento en que ella estaba hablando. Quedaron citados para cenar el día siguiente en casa de Henriette Seiberling. El doctor Bob y Anne llegaron mucho más temprano de lo previsto. Hacia las cinco de la tarde. El cirujano estaba agitado por violentos temblores y balbuceó que no podría quedarse más de un cuarto de hora. El doctor Bob era un hombre de elevada estatuara, macizo, de unos cincuenta años, en tanto que Bill W. se acercaba a la cuarentena,

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«Debe de tener una salud de hierro para no haber muerto hace ya tiempo», se dijo Bill. Luego, conocedor por experiencia del único remedio provisional para aquel espantoso desequilibrio, el estado de carencia y de angustia que torturaba al cirujano, le aconsejó que se tomara un buen vaso de alcohol. Aunque violento, Bob aceptó y se sintió con capacidad para afrontar la cena, durante la cual, por otra parte, no pudo ni probar un bocado. Luego, Henriette Seiberling condujo a los dos hombres a una pequeña biblioteca. Allí permanecieron más de una hora. Bill no condujo esta conversación según el método que había utilizado hasta entonces con los centenares de alcohólicos a los que se había dirigido, siempre inútilmente. Ahora creía conocer la razón de su fracaso. Embargado por su iluminación mística y por los principios depurados del grupo de Oxford, había querido, a todo precio, a cualquier costa, ver esta regla tan elevada y difícil comprendida y profesada en el acto por las ruinas humanas más miserables. ¡Qué tentativa más absurda y pueril! No era extraño que cada vez hubiese fracasado. ¿Hubiese él escuchado, en la época de sus crisis, a un predicador alucinado, a un semiloco? Bill recordó entonces sus propias pruebas. La gran luz sólo lo había visitado en el momento en que —y también porque— estaba vacío de fuerza y de orgullo, sin esperanza, deshecho sin remisión. ¿Y qué soy yo, pensó Bill, sino un alcohólico entre todos ellos? Hay, pues, que conducir a la gente hasta el estado de miseria absoluta en que yo me encontré. Pero sin someterla a una presión moral. Son ellos quienes deben adquirir esta consciencia desesperada. Y esto sólo es posible si oyen a otro alcohólico, tan enfermo como ellos, que les habla de sí mismo. Gracias a mi ejemplo, es preciso sentir y palpar ese vacío, esa nada absoluta. Entonces en ellos habrá lugar para el deseo y el valor necesarios. En virtud de este razonamiento —-que más adelante debía constituir la regla de oro de los «Alcohólicos Anónimos»—, Bill, en su primera entrevista con el doctor Bob, guardó silencio acerca de la parte metafísica de su experimento. Por el contrario, le contó de la manera más detallada y trivial lo que la bebida había hecho de su vida. El cirujano de Akron siguió el relato del hombre de Wall Street con atención apasionada. De vez en cuando murmuraba o exclamaba sin ni siquiera darse cuenta: —Sí; es eso exactamente... —Eso... Eso... Igual que yo... De repente se puso a hablar a su vez, y como nunca lo había hecho. Puso al desnudo su existencia, tal como el alcohol la había dejado.

* * * Bob S., oriundo, lo mismo que Bill W., del estado de Vermont, pertenecía igualmente a una vieja familia yanqui. Su padre había ejercido las funciones de juez. Era a la vez respetado y temido.

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Bob había empezado a beber desde muy pronto, hasta el punto de haber sido expulsado de la Universidad de Dortmouth, por embriaguez. A pesar de todo, había conseguido terminar sus estudios de medicina y su internado en Chicago. Su intoxicación no le impedía demostrar un talento extraordinario para la cirugía. Después de su matrimonio con Anne, se había establecido en la ciudad de Akron, donde creó una familia. Esto no le había decidido a abandonar el alcohol. Por el contrario, cada vez abusaba más. Cuando los temblores de la embriaguez le impedían operar o visitar a un paciente, se tomaba grandes dosis de sedantes. Cuando este método ya no daba resultado, el cirujano desaparecía por una semana, que pasaba en alguna clínica de desintoxicación. Incluso en los escasos períodos en que estaba solo, el deseo desenfrenado de beber no le abandonaba ni un momento. Y cedía a él tan pronto como volvía a estar libre. En el momento en que el doctor Bob conoció a Bill W., treinta años de alcoholismo incesante mostraban su influencia. Todo se tambaleaba a su alrededor. Había perdido su puesto en el hospital municipal de Akron, Pese a sus dotes de cirujano, reconocidas por todos, muy pocos colegas o enfermos se atrevían a confiar en él. Su situación financiera era tal que le amenazaban el embargo y la prisión por deudas. Su esposa se hallaba al borde del colapso nervioso. Aquella familia había llegado hasta el punto de que evitaba pronunciar la palabra «esperanza».

* * * Cuando los dos hombres hubieron intercambiado los relatos de sus vidas, se encontraron repentinamente unidos por un sentimiento de comprensión orgánica y de confianza mutua como nunca, lo habían experimentado. Eran enfermos afectados por el mismo mal..., compañeros de la misma angustia..., cómplices de la misma desdicha. Entonces Bill W. habló sin circunloquios. No trató de explicar al doctor Bob su teoría espiritual de la que el cirujano, por otra parte, estaba mejor informado que él. Fue físicamente, por así decirlo, como Bill atacó a su nuevo amigo. Aplicó al cirujano el veredicto de muerte o de locura que él mismo había recibido del doctor Sílkworth. Le indicó la destrucción próxima e inevitable del cuerpo y del espíritu, médicamente hizo tocar a aquel médico el fondo del abismo. Y el doctor Bob se asustó, porque Bill era algo más que un especialista o un psiquiatra: era un alcohólico y extraía sus palabras de su propia experiencia. Y Bill, por su parte, sintió con una intensidad hasta entonces desconocida que, «trabajando» al doctor Bob, destruía en sí mismo el poder del alcohol. «Le necesito tanto como él me necesita a mí», pensó. Esta noción -—aún vaga e informe— contenía todo el porvenir, toda la obra de los Alcohólicos Anónimos.

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Al día siguiente de esa entrevista, y cuando Bill W. se preparaba para regresar a Nueva York, bruscamente recibió instrucciones y fondos de Wall Street para proseguir las negociaciones que le habían llevado a la ciudad de Akron. Enterada de ello, la esposa del doctor Bob rogó a Bill que fuese a vivir a su casa. Después de tres semanas de sobriedad durante las que, a diario, los dos alcohólicos habían conversado y meditado en común, el doctor Bob, en presencia de su esposa, dijo a su amigo: —Bill, hace mucho tiempo que asisto cada año a nuestro congreso médico que tiene lugar en Atlantic City. Se aproxima la fecha. ¿No cree que debería ir? — ¡Oh, no, no! —exclamó Anne, despavorida. Conocía las costumbres americanas. En los congresos médicos se bebía tan abundantemente como en los políticos o en los de la Legión Americana, o de ingenieros automovilísticos, o de viajantes de comercio, o de cualquier otra corporación. Aquellas reuniones de hombres solos, desembarazados de las preocupaciones domésticas y de la vigilancia de las esposas, terminaban siempre en grandes francachelas. Pero Bill tuvo otra opinión. Dijo al doctor Bob: — ¿Por qué no habría de ir? Después de todo, debemos aprender a vivir en una sociedad impregnada de alcohol. —Creo que quizá tenga razón —dijo el doctor Bob, lentamente. Se marchó y, durante varios días, no dio señales de vida. Una mañana, la enfermera que trabajaba con el cirujano telefoneó: —Está en nuestra casa —dijo—. Mi marido y yo le recogimos anoche, completamente ebrio, en un andén de la estación. Anne y Bill fueron a buscar al doctor Bob y le instalaron en su cama, inconsciente todavía. Anne, desesperada, recordó que su marido debía efectuar una difícil intervención quirúrgica. El hecho era tanto más grave cuanto que él era el único capaz de realizarla, y que el estado del enfermo impedía esperar más de tres días. Tres días todo lo más, en tanto que, después de una semana de desenfreno, el doctor Bob deliraba y se estremecía sacudido por temblores convulsivos. Durante esos tres días, Anne y Bill se relevaron incansablemente junto al alcohólico. La noche que precedía a la mañana decisiva, Bill la pasó en la habitación del doctor Bob y se adormiló durante unas pocas horas. Al despertarse, vio la mirada de su amigo fija en la suya, una mirada que nunca debía olvidar. El doctor Bob había recobrado toda su conciencia, todas sus facultades, pero aún estaba sacudido por los temblores, -—Oiga, Bill —-dijo él cirujano—, estoy resuelto a conseguirlo. Bill creyó que su amigo hablaba de la operación, —No —dijo el doctor Bob—, hablo de ese problema que tan a menudo hemos discutido. A las nueve, Anne y Bill condujeron al doctor Bob a la clínica. Allí, Bill le dio a beber una botella de cerveza, a fin de afirmar su mano. El cirujano se dirigió a la sala de operaciones. Anne y Bill regresaron a la casa.

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La espera fue interminable. Por fin sonó el teléfono, Todo había ido bien. Pero, pese a la terrible tensión nerviosa a la que había estado sometido, el doctor Bob no regresó inmediatamente a su casa. Visitó primeramente a todos sus acreedores y a todas las personas con las que se había portado mal, para hacer penitencia. Era el 10 de junio de 1935. Desde aquel día, y hasta el de su muerte -—que ocurrió quince años más tarde—, el doctor Bob no probó ni una bebida alcohólica. Recuperó la salud, el dominio de su profesión, una vida material próspera y la felicidad en su casa. Y, más importante aún, había nacido la asociaron de los Alcohólicos Anónimos.

* * * Al día siguiente, el doctor Bob dijo a Bill — ¿No cree que para nosotros es de una urgencia terrible «trabajar» a otros alcohólicos? ¿Verdad que obrando así nuestra seguridad se reafirmaría grandemente? —Es justamente lo que necesitamos —dijo Bill— Pero, ¿dónde encontrarles? —En el hospital municipal siempre los hay en abundancia —aseguró el doctor Bob. Hacia allí se dirigieron. Una enfermera, a la quo el doctor Bob conocía desde hacía mucho tiempo y que se ocupaba de la recepción de los enfermos, le indicó el caso más difícil: un hombre al que acababan de traer en plena crisis de délirium tremens. Había golpeado a varias enfermeras y fue preciso ponerle una camisa de fuerza. El doctor Bob prescribió varios medicamentos, hizo colocar al alcohólico bien sujeto en una habitación particular y pidió qué se le avisara tan pronto el individuo recuperase el sentido. Dos días después, ambos amigos acudieron junto al enfermo. Éste estaba lúcido y enormemente triste. Sucesivamente, Bill y el doctor Bob le contaron sus experiencias y le ofrecieron su ayuda moral. —Gracias, muchachos —dijo el viejo meneando la cabeza con desespero—. Ustedes han podido librarse, y es maravilloso. Pero en cuanto a mí, ya no hay nada que hacer. Mi caso es tan terrible que temo abandonar el hospital y encontrarme solo en la calle. Y no me hablen tampoco de religión. Durante cierto tiempo fui diácono en mí iglesia, Y sigo creyendo en Dios. Pero me parece que es Él quien ya no cree mucho en mí. —Bueno —dijo el doctor Bob—. Tal vez mañana se sienta mejor. ¿Quiere que volvamos? —Desde luego —dijo el enfermo—. Es evidente que nada se conseguirá. Pero me gustaría volverles a ver. Por lo menos, debo reconocer que ustedes saben de lo que hablan. Cuando Bill y el doctor Bob regresaron a la habitación del viejo alcohólico, la esposa de éste estaba allí y él le dijo: —He aquí a los dos muchachos que me comprenden.

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Luego explicó su noche a los visitantes. Había permanecido despierto hasta el alba, cada vez más deprimido. En el momento en que había llegado a lo más hondo, cuando ya no podía más, había pensado: «Si esos dos lo han conseguido, yo también lo conseguiré.» Se había repetido esto indefinidamente. Y de repente había llegado la certidumbre y, con ella, el sueño. Y él, que el día anterior temblaba ante el pensamiento de salir del hospital, pidió a su esposa que fuese a buscarle el traje para marcharse en seguida. Y tampoco él volvió a probar en su vida ni una gota de alcohol. Fue el tercer miembro de los Alcohólicos Anónimos. El doctor Bob y él constituyeron por sí solos el primer grupo, el de Akron. A partir de entonces la obra estaba en marcha. Ya no debía detenerse. Los principios fueron lentos y difíciles. En 1939, es decir, en cuatro años, los fundadores de los A. A. sólo habían encontrado a un centenar de afiliados. ¡Y cuántas vicisitudes financieras, administrativas y morales! ¡Y qué golpe ver las recaídas, incluso en aquellos que parecían más firmes y más entusiastas!. Como el caso de Ebby —quien había aportado la luz a Bill W. —, que, después de seis años de abstinencia, sucumbió de nuevo, definitiva y mortalmente, al alcohol. Cuando Bill y Lois W. albergaron alcohólicos en su casa de Brooklyn se produjeron alborotos y hubo incluso un suicidio. Pero nada podía detener ya la difusión del movimiento. Había encontrado su forma y su método. Y los resultados obtenidos, aunque escasos en número, dejaban estupefactos a los que se enteraban de ellos. En 1941, el Saturday Evening Post, semanario de gran circulación, publicó un artículo sobre los Alcohólicos Anónimos. Luego la radio y la prensa diaria hablaron de ellos. El alud estaba lanzado. En la actualidad son más de doscientos mil en los Estados Unidos, Y Y—salvo en los países del bloque comunista— no hay ni una sola nación del mundo, por ínfima que sea, que no tenga su grupo. Y los médicos, los psiquiatras, los magistrados, los sacerdotes y los directores de prisión consultan con los A. A. Esto es lo que ¡me contó, en un despachito desnudo que formaba parte de las oficinas donde los Alcohólicos Anónimos tienen sus oficinas generales, Bill W., cofundador de la asociación junto con el doctor Bob, y que, desde hace un cuarto de siglo, le ha dedicado su existencia. Antes de despedirme de él, le pregunté: — ¿Cómo se las ha arreglado usted para la cuestión de material? ¿Disfrutaba de un salario? —No —me repuso Bill. — ¿Y pues? —volví a preguntar. —Pues bien —dijo Bill—, al principio mi esposa siguió trabajando en los grandes almacenes. Luego escribí dos libros, los cuales, según veo, tiene usted en su poder, sobre

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nuestros inicios, nuestro desarrollo y nuestros problemas (1). Se venden los suficientes para asegurar nuestra vida. Echóse a reír y añadió: —Modestamente, desde luego. Pero los sueños de lujo y de grandeza hace mucho que los dejé en Wall Street. Atravesé los locales de los A. A. envuelto como en una especie de sueño. En el pasillo que llevaba al ascensor, la realidad, de repente, recuperó sus derechos. La realidad tenía el aspecto de un hombrecillo esquelético, vestido de harapos, hirsuto, que se estremecía pese al calor de horno que reinaba en el edificio. Más aún que de la suciedad, emanaba por todos sus poros un espantoso olor a alcohol agrio. Instintivamente, le ofrecí algún dinero. Alargó la mano, la retiró; volvió a tenderla y balbuceó: —No debería... no... No debería... (1) Véase en el Apéndice I dos confesiones escogida« entre otras veinte y sacadas del primero de esos libros.

Sin embargo, cogió el dinero, y sus ojos vidriosos, sucios y sanguinolentos se fijaron en mí, Y dijo, articulando apenas las palabras, porque sus dientes castañeteaban: —-Llevo ya una hora queriendo entrar, pero no me atrevo... Se recostó en la pared, cerró los ojos y pareció dormirse. Lo dejé allí. Pero recuerdo que pensé: «Si finalmente entra en el despacho de los A. A., o si otro día tiene valor para hacerlo, aquella ruina humana puede convertirse en otro Bill W.» A este respecto, ahora me constaba que todo era posible.

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S E G U N D A P A R T E VIII

ENTRADA LIBRE

Desde hace veinticinco años, los Alcohólicos Anónimos han devuelto la sobriedad, es decir, la salud, el trabajo, la dignidad, en fin, la vida normal, a decenas y decenas de millares de personas afectadas por una intoxicación considerada incurable. Este número crece incesantemente con casos en los que los médicos, los psiquiatras, los magistrados y los sacerdotes han perdido toda esperanza. El método que triunfa cuando todos los demás remedios han fracasado, no tiene, sin embargo, nada de misterioso. Incluso es muy fácil de describir. Pero si se le quiere comprender verdaderamente, hay que tener siempre presentes dos factores muy singulares para nosotros: la forma especial del alcoholismo en los Estados Unidos y la nueva concepción de esta enfermedad que profesa la extraordinaria asociación que de ella ha surgido. Sabemos que la mayoría de los norteamericanos que se dan a la bebida buscan menos el gusto, el sabor, que el efecto. Para saber esto no hay necesidad de cruzar el Atlántico. Los turistas lo han demostrado suficientemente en Europa, ¿Hay que relacionar este comportamiento hacia el alcohol con la naturaleza de un país que no ha tenido la tradición de la vid? ¿Con las variaciones violentas del clima? ¿Con las extensiones inmensas? ¿Obedece acaso a su difícil conquista en una época bastante reciente, y a la sensación de soledad que esto inspira? ¿Al escrúpulo sexual de los puritanos? ¿A un aburrimiento intolerable? Las razones físicas y morales importan aquí menos que el hecho: el norteamericano que utiliza al alcohol en grandes dosis lo hace para evadirse y aniquilarse. Persigue el mazazo. Yo no ignoraba esto. Pero lo que descubrí con estupor en el curso de mi investigación fue que, para millares de hombres y de mujeres (lentamente o muy aprisa, según los temperamentos), el alcohol, de medio, se transforma en fin. Ya no se bebe para ayudarse a vivir, sino que se vive para sentirse beber, y finalmente para (no sentir ya nada y caer en la inconsciencia. Los «Alcohólicos Anónimos» a los que he oído —tanto en reuniones públicas como en conversaciones privadas— recitar esos soliloquios interminables con las botellas que se acaban y se renuevan sin cesar hasta que el bebedor sufre la parálisis del cuerpo y de la inteligencia, me han descrito su desinterés completo por la familia, la profesión, la seguridad material, el respeto humano y la higiene más rudimentaria. Y la fatal y matemática progresión hacia el derrumbamiento: el alcohol resulta siempre más vil a medida que se agotan los recursos. La habitación sórdida, pútrida, en tanto que se la puede pagar. Luego la calle y el terror perpetuo de encontrarse carente de alcohol. Y la estancia en las cárceles, en las clínicas de desintoxicación, en los manicomios. Exactamente como los peores esclavos de la droga.

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Esto no es todo. Las mismas personas describían detalladamente —y como si fuese el episodio más normal— lo que ellos llaman un hlack out (laguna mental), la extinción de toda lucidez. Sin duda, todo hombre que se entrega a libaciones excesivas ha conocido despertares inquietos durante los que ya no recordaba lo que había hecho la noche precedente.. Pero ¡qué diferencia entre estos «vacíos» pasajeros de la memoria y los días, las semanas pasadas completamente en blanco que son habituales en los alcohólicos norteamericanos!_ ¿Y qué decir de esos peregrinajes demenciales, en los que el alcohol lleva a hombres y mujeres de un extremo a otro del continente, a tres mil kilómetros -—la distancia de París a Dakar—, sin que sepan nada de ese viaje, ni cómo, ni por qué, ni por dónde, salvo que han bebido durante todo el trayecto? Y pueden considerarse afortunados si no recuperan el sentido detrás de una reja. El término «peregrinaje» acude espontáneamente al cerebro para definir estos extravagantes periplos. Pero si se comprende sin dificultad que un marino, después de un confinamiento prolongado y duro, estalle en cierto modo, cuando, por fin, toca tierra, o que, en otro aspecto, el habitante de una choza quede fascinado por el calor y las luces de las tabernas, igualmente sorprende la necesidad de evasión brutal, total, funesta, en personas que poseen, por lo menos en apariencia, todo cuanto forma parte de una existencia envidiable: salud, fortuna, renombre. Pues bien, en los Estados Unidos, los hombres y las mujeres, a quienes dos poderosos ídolos —el dinero y el éxito— más han sonreído, suministran proporcionalmente la mayor cantidad de alcohólicos graves. En verdad, la situación, para alguien que llega de Europa, es realmente increíble. En el campo de los negocios, de la política, de la literatura, del periodismo, de la medicina, del teatro, del cine y de la televisión, ¡cuántos —y de los más famosos, y de ambos sexos— sé han hundido en el alcohol, o luchan dolorosamente, desesperadamente, al borde del abismo! Los nombres de esas personas, la fama de su pasado y la rotundidad de su caída dan vértigo. Se diría que para ellos, la existencia más fácil y más dorada es aún menos tolerable que su choza para el pobre, que su confinamiento para el marinero. Se asfixian. La angustia y el pánico se apoderan de ellos. Para escapar a sus garras, huyen hasta el abismo.

* * * Por increíble que pueda parecer esta carrera hacia el desastre, esta forma de suicidio a plazo fijo en gente mimada por la fortuna y el talento, este hecho no debía sorprender a los dos fundadores de los Alcohólicos Anónimos. Ellos formaban parte de estas personas privilegiadas: antes de que la bebida hubiese provocado su hundimiento, Bill W. había sido un gran capitalista de Wall Street y el doctor Bob un destacado cirujano. Sabían, pues, cuando se interrogaron acerca de los motivos de una intoxicación tan nefasta, que no había que buscarlos en la miseria o el fracaso. Ni siquiera en el hogar: estaban casados ambos con mujeres maravillosas que les habían sostenido y salvado en las peores crisis financieras, físicas y psíquicas.

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Se dijeron que sí, en tales condiciones, habían abusado del alcohol hasta perder todo motivo y todo deseo de vivir, es que el alcoholismo era en ellos una necedad mental morbosa, una obsesión irresistible. Sin embargo, eso no bastaba para explicarlo todo. ¿Por qué otros hombres —jóvenes o maduros— que habían sido sus compañeros de estudios, de regimiento, de oficio, de veladas mundanas y de bares y que, también ellos, tenían costumbre de beber mucho y a menudo, por qué ellos sabían, podían permanecer dentro de los límites compatibles con una existencia regular y tranquila? ¿Por qué incluso el exceso, incluso el estado de embriaguez, no desencadenaba en ellos esta terrible reacción en cadena, que ofuscaba, destruía, lo avasallaba todo? ¿Por qué eran capaces, pese a beber, de dominar y dirigir su vida? En resumen, ¿por qué existían personas capaces de dominar el alcohol y otras —como Bill y el doctor Bob— que se convertían en sus esclavas? ¿Qué factor esencial faltaba a estos últimos? ¿La educación? No, Bill W. y el doctor Bob la habían recibido excelente, en la región más antiguamente colonizada de los Estados Unidos, más cultivada, la más rica en cultura en el seno de familias alimentadas de dignidad y de respeto humano. En cambio, conocían a muchos hombres menos cultos que ellos a quienes la bebida no degradaba. ¿La religión? Tampoco. Ambos habían tenido una infancia piadosa y toda su vida había estado influenciada por la inquietud espiritual. Sin embargo, agnósticos, ateos o materialistas utilizaban el alcohol sin dejarse dominar por él. ¿La voluntad? Tampoco. Bill W, y el doctor Bob habían demostrado tener más que el promedio de personas que frecuentaban, para cuanto no concernía a la lucha contra la intoxicación. ¿Preocupación por el prójimo? Adoraban a sus esposas, eran amigos leales, inspiraban simpatía y cariño a los que les rodeaban. Pese a lo cual, causaban la ruina y la desesperación de aquellos a quienes querían y a quienes más amaban, en tanto que egoístas confirmados, desde el momento en que sabían dominar su bebida aseguraban una vida apacible y decente a sus familias. Meditando una y otra vez sobre todos los aspectos del problema, Bill W. y el doctor Bob llegaron entonces a una singular y nueva concepción del alcoholismo, que fue de una importancia capital para ellos y, más tarde, para los centenares y miles de hombres y mujeres a quienes lograron hacerla compartir. Puesto que ciertas personas, se dijeron, que parecen tener todas las armas contra el alcoholismo —infancia mimada, fortuna, éxito, hogar feliz, don de la amistad— se ponen a beber de una manera funesta, sin conseguir detenerse, en tanto que otros, mucho menos privilegiados por la suerte, pueden beber a su antojo y no sobrepasar la frontera fatal, se impone una conclusión: Uno no se vuelve alcohólico. Se nace alcohólico. Pero este hecho congénito no tenía nada que ver con un vicio hereditario —porque muchos intoxicados han nacido de padres sobrios— ni con una tara que afecta a alguna función importante del cuerpo o del espíritu, porque muchas personas a las que ha

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perdido la bebida han empezado a beber en plena salud física y moral. En resumen, el alcoholismo, tal como se apareció a Bill W. y al doctor Bob después de que hubieron analizado y estudiado su propio caso y tantos otros análogos que conocían perfectamente, era una predisposición que procedía del dominio aún mal conocido, a menudo inexplicable, de la «alergia», de la intolerancia orgánica. Hay personas en quienes ciertos alimentos, ciertas medicinas —incluso en dosis infinitesimales— o el contacto de una planta ordinariamente inofensiva, o ciertos olores, ciertos efluvios, provocan graves trastornos. Una partícula de huevo, una gota de quinina, actúan como un veneno. No se puede reconocer anticipadamente la naturaleza ni el terreno de estas sensibilidades anormales, ni la causa, la alquimia de estas reacciones tóxicas, Sólo la experimentación permite descubrirlas. Lo mismo sucede con la intolerancia, la alergia al alcohol. Divide a los hombres en dos categorías. En cuanto a la primera, el uso de la bebida, si es excesivo, afecta, sin lugar a dudas (y más o menos, según su resistencia) el corazón, los riñones, el hígado y los nervios, pero no ataca, no deforma, no destruye la existencia misma. No es más que un elemento nocivo, como el abuso de tabaco o de comida. En tanto que en la otra categoría, la de los alérgicos, el alcohol no es simplemente una causa de enfermedad, sino una enfermedad en sí, y fatal. La predisposición que tienen al venir al mundo hace que un caso les despierte unos deseos irresistibles de otro, y éste de un tercero, y así sucesivamente hasta la inconsciencia. Y que, recuperado el conocimiento y sabiendo el desastre a que se expone, la obsesión de beber puede más que la voluntad. Dicha obsesión se convierte en el objetivo, la razón de vivir, y entonces, la existencia, sin freno posible, deriva al azar de la embriaguez hacia el embrutecimiento, la ruina, la prisión y el asilo de locos. Para hacer comprender su definición del alcoholismo, Bill W. recurre con frecuencia a la siguiente comparación. —-Todos sabemos —dice— que el uso del azúcar es inofensivo e incluso favorable a la mayoría de la gente, pero que para algunos es peligroso y puede volverse funesto. Esas personas han nacido con predisposición a la diabetes. Sólo lo descubren por los efectos nocivos que el azúcar produce en su organismo. Entonces su alergia es reconocida y son sometidos a régimen, »En el alcohólico todo es semejante: la predisposición congénita, la alergia, la disciplina necesaria. En su caso, el agente perjudicial, en lugar del azúcar, es la bebida. Ésa es toda la diferencia. No tengo capacidad para emitir un dictamen acerca de esta definición del alcoholismo como una enfermedad en germen, como una herida abierta desde el nacimiento en ciertos organismos y sobre los cuales el alcohol actúa como un microbio devastador. Pero es Ley en los Alcohólicos Anónimos, es decir, en las personas que poseen el conocimiento más profundo de esta enfermedad, el campo de observación más extendido y que tienen mayores razones para pensar en ello. Además, en los Estados Unidos crece cada día la

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cantidad de médicos y de psiquiatras eminentes que piensan que es la teoría que más se aproxima a la verdad. De todos modos, si se quiere penetrar en el corazón de la obra sorprendente realizada por los Alcohólicos Anónimos, es necesario recordar a cada instante su concepción del alcoholismo y acostumbrarse a las consecuencias que de ella se derivan, lo mismo en la manera de pensar que en el vocabulario. No siempre resulta fácil: sobre todo cuando las nociones y las expresiones más enraizadas a este respecto en nuestro espíritu y en nuestro idioma, truecan su alcance y su sentido. Para mí, el ejemplo típico fue una cena dada en un gran restaurante y al que los más eminentes Alcohólicos Anónimos habían, invitado a amigos que no pertenecían a la asociación. Estos últimos tomaron todos combinados muy fuertes antes de empezar a comer, y algunos hasta tres o cuatro. Durante la comida bebieron cerveza o vino. Luego, algunos pidieron coñac. Entretanto, nuestros anfitriones tenían por bebida, según su gusto, agua, té helado, gaseosa o café. Ninguno de ellos había probado una bebida alcohólica desde hacía por lo menos diez años, Y los había incluso que practicaban la abstinencia desde hacía mucho más tiempo. Ahora bien, muy pronto me di cuenta de que mi vecino de mesa, banquero de blancos cabellos y veterano de los Alcohólicos Anónimos, cuando hablaba de sí mismo o de sus émulos en sobriedad absoluta, decía cada vez: «Nosotros, los alcohólicos», en tanto que jamás utilizaba este término para los comensales que bebían de lo lindo. -—Pero, en fin —le dije—, sí ustedes fueron alcohólicos en otra época, hace ya muchos años que no lo son, en tanto que... Mi vecino me interrumpió suavemente: —-Amigo mío, conoce usted nuestra definición fundamental: uno no se vuelve alcohólico, sino que nace alcohólico. En consecuencia, nunca se deja de serlo. La abstinencia es un remedio tan necesario como eficaz. Pero no constituye una cura definitiva, pues no hay remedio capaz de curar nuestra alergia. —Entonces —pregunté—, un hombre o una mujer como los que aquí veo, que desde 1940 no han probado ni una gota de alcohol... —Son alcohólicos —dijo el banquero de blancos cabellos—, Y seguirán siéndolo aunque su sobriedad durara desde 1920. Al ver mi incredulidad, utilizó la comparación favorita de los Alcohólicos Anónimos. —Considere a un diabético —dijo—. Gracias al régimen y al tratamiento médico que sigue, tiene una vida y una actividad normales. Pero nunca está «curado». Permanece afectado de diabetes y sometido a una rígida disciplina. A nosotros nos sucede lo mismo. El viejo banquero se puso a reír y prosiguió: — ¿Sabe usted cómo, en nuestro vocabulario especial, en nuestra jerga personal, diferenciamos a los alcohólicos sobrios y a los que no lo son? Llamamos a estos últimos «borrachos empapados» y a los otros «borrachos en seco».

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Frente a nosotros, un hombre corpulento, de rostro rubicundo, llenó de nuevo su vaso con una cerveza muy fuerte que se bebió con placer evidente. Mi vecino le siguió con la mirada y no sabría decir si esa mirada expresaba envidia, añoranza, admiración o un sentimiento de liberación, —Ahí tiene —me dijo—, toda la cuestión está resumida aquí. Nuestro amigo invitado vino al mundo con un organismo que tolera el alcohol. Puede beber diariamente sin que su existencia se vea afectada. Yo estoy en situación de saberlo. Tenemos intereses comunes en, importantes negocios y asistimos conjuntamente a muchos consejos de administración. El «alcohólico» cuyo paladar no conocía el gusto del alcohol desde hacía ya veinte años, miró sonriendo al «no alcohólico» que desde su adolescencia o tomaba varios combinados cotidianos. Para nosotros —prosiguió mi vecino—, el estado de alcohólico no se mide por la cantidad de alcohol absorbida, sino por la (manera como el organismo la soporta. Si, pese a dos botellas de whisky por día, -uno llega a dominar, a dirigir, a administrar su vida, no se es un alcohólico. Ejemplo: Winston Churchill. Si después de un vaso la alergia al alcohol le hace olvidar a uno (todo lo que hay en el mundo y le conduce cada vez más abajo, entonces se es un alcohólico. Y hasta la muerte. Ejemplo: yo. Guardé silencio unos instantes, para tratar de adaptar mi espíritu a estas ideas tan diferentes de las que, en tal aspecto, había tenido por valederas. Luego dije al viejo banquero: —Pero, entre estos dos casos extremos, hay una serie de gradaciones, de matices. —Sin duda alguna —dijo mi vecino. —Entonces, en el límite donde los dos campos se tocan, ¿cómo es posible reconocer al alcohólico? —El interesado, y solamente él, puede hacerlo —dijo el anciano (1)—. Esto constituye igualmente uno de los principios fundamentales de nuestra doctrina. Circularon cigarros y licores. Yo tomé un habano y una copa de coñac y traté de resumir en mi memoria las líneas generales del método que varias semanas entre los Alcohólicos Anónimos, me habían hecho conocer.

* * *

En la actualidad, los Alcohólicos Anónimos tienen una doctrina precisa, articulada y completa, y, para ponerla en práctica, un flexible y coherente sistema de aproximación, de principios, de recetas y de tradiciones. Pero, antes de llegar a este punto, ha sido preciso un cuarto de siglo de experiencias y sufrimientos. Solamente paso a paso, de reflexión en tanteo, de error en rectificación, de búsqueda en descubrimiento provisional y mediante adaptaciones sucesivas a la substancia humana y a los misteriosos movimientos de la enfermedad del alcohol, la teoría primitiva se ha convertido en una gestión segura y eficaz.

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(1) Véase en el Apéndice II el cuestionario propuesto por los «A. A.» para ayudar a este reconocimiento.

Al principio hubo Bill W., destruido por la bebida, a quien una iluminación religiosa había vuelto sobrio a las puertas de la locura y de la muerte, pero que, después de sólo seis meses de reforma y perdido en una ciudad desconocida, había experimentado de repente, para no volver a caer definitivamente en el abismo, la necesidad de socorrer a otro alcohólico en apuros. Por una especie de prodigio, en el último minuto había encontrado en el doctor Bob al hombre que le hacía falta: de elevada educación, de profunda cultura, cirujano excepcional a quien su intoxicación había llevado ya hasta el umbral de la catástrofe definitiva. Asociando su enfermedad común para luchar contra ella, los dos hombres, sin saberlo, habían fundado los Alcohólicos Anónimos y encontrado su primera regla dorada: un alcohólico escucha a otro alcohólico con más confianza que la que siente por cualquier otra persona, y aquel de los dos que ayuda a su semejante se ayuda a sí mismo en la misma medida. Todo surgió de ahí. Bill W. y el doctor se entregaron a su nueva tarea con un ardor y una devoción sin límites, porque el interés de su propia seguridad desempeñaba un papel tan grande como la necesidad de socorrer. Cada día fortificaban más su abstinencia al tratar de inducir a ella a otros miserables. Porque el espectáculo cotidiano de una decrepitud a la que ellos habían escapado con tanta dificultad, aumentaba su temor a una recaída, y los motivos de esperanza que prodigaban renovaban en sí mismos su convicción de que eran útiles. Su deducción primitiva, fundada únicamente en la experiencia hecha por dos personas, resultó ser de una amplitud general sorprendente. Hombres convertidos en ruinas abyectas y por quienes los médicos, los magistrados, los educadores y los sacerdotes nada podían, ya, cuando oyeron a Bill W, o al doctor Bob salieron repentinamente de su modorra, de su embrutecimiento y consiguieron el triunfo. ¿Por qué? Porque no tenían ante ellos a personas que trataban de reformarlos en nombre de la religión, de la ciencia o de la ley. Gentes ante las que sentían vergüenza o miedo. Ante quienes se sentían en estado de inferioridad o cuando menos de desigualdad. Y que, incluso con las mejores intenciones, ajenos, superiores a su enfermedad, nada podían entender de ella. Con Bill o el doctor Bob, todo cambiaba de aspecto, de sentido. Desde las primeras palabras, los alcohólicos con quienes trataban se reconocían en ellos, Para describir con, tanta justeza, sin la menor nota en falso, los temblores, los despertares atroces, las angustias mortales, las bajezas, la ignominias cometidas para procurarse otra botella, otro vaso, aquellos dos hombres no podían ni mentir ni inventar. Sabían de lo que hablaban, habían atravesado todos los escollos. Habían sido verdaderos, auténticos poseídos por el alcohol. Entonces, el que les escuchaba se encontraba poco a poco despojado de su incomodidad torturante o de su orgullo morboso, olvidaba su suciedad, sus andrajos, su aliento pestilente, e incluso su oscuro y terrible sentimiento de culpabilidad. Y los argumentos

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penetraban sin obstáculos hasta el fondo de una conciencia predispuesta a recibirlos. Y estos eran de una sencillez y de una evidencia infantiles. —Ya lo ves, amigo —decían Bill o Bob—, no eres ni un leproso, ni un criminal; eres sencillamente un enfermo, un alérgico. Y puedes curar. Nosotros fuimos aún más lejos y caímos más bajo que tú en esta enfermedad y estuvimos ¡más cerca que tú de la demencia y de la muerte. Y, sin embargo, estamos aquí, sobrios, a salvo. Sólo tienes que hacer lo mismo que nosotros. Puedes. Y te ayudaremos. Y el miserable miraba a aquellos hombres atacados por la misma enfermedad, embriagados por el mismo veneno, cómplices de las mismas abyecciones, condenados del mismo infierno y les veía limpios, bien vestidos, llenos de energía, de ansia de vivir y de amistad fraternal, Y como nunca, o casi nunca, se acepta la descomposición, el aniquilamiento, sin que el instinto se revele, el muerto en vida no podía dejar de pensar: « ¿Y por qué no yo también?» Y trataba de reaccionar, con un impulso y un fervor encarnizado como jamás los habían sentido en sus tentativas precedentes porque esta vez creía, veía la salvación inscrita en los rasgos de sus compañeros de infortunio. Algunos lo conseguían a la primera tentativa y otros únicamente después de una o varias recaídas. Muchos no conseguían vencer al monstruo. Pero los que se habían librado de él ya sólo tenían un deseo proclamar su descubrimiento reciente a otros alcohólicos y hacerles conocer los métodos. Sabían que al tratar de resucitarlos protegían y defendían la tierna planta de su propia resurrección. Incluso sin esta razón particular, su proselitismo resulta fácil de comprender. No hay más que pensar en las personas que, tras haber sufrido una enfermedad larga, grave y difícil de curar, finalmente han encontrado la curación* ¡Con qué insistencia, con qué celo, con qué imperiosa necesidad de compartir la suerte de que se han beneficiado recomiendan su cura, su médico, sus pócimas y sus balnearios a los que están afectados por la misma enfermedad! En el alcohólico que recupera la sobriedad, este impulso tan natural adquiere una fuerza extraordinaria. Su enfermedad —además de todas las perturbaciones físicas con que le abruma—- es una enfermedad de soledad, de angustia y de desespero. Cuando se libra de ella, experimenta la sensación de que ha ocurrido un prodigio. Y le es necesario proclamar el milagro. Y sólo pueden calibrar su virtud increíble los miserables a quienes únicamente ese milagro puede salvar. Y a quienes visita se ven a su vez impulsados por la misma urgencia de esparcirlo, de propagarlo. Así la cadena formó y continúa formando indefinidamente sus propios eslabones.

* * *

En la actualidad existe por lo menos un grupo de Alcohólicos Anónimos en las regiones más lejanas, más aisladas de los Estados Unidos; libros fundamentales, folletos, una revista mensual inteligente, despierta y vivaz, están al alcance de todos; médicos, sacerdotes, novelistas y cineastas han tomado por tema y por personajes la asociación y

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sus miembros; la prensa importante le dedica columnas; la radio y la televisión, emisiones enteras. En el anuario telefónico de cada ciudad, el número de los A. A. figura en cabeza a causa de sus iníciales. En resumen, no se regatean medios para atraer la atención del alcohólico sobre su enfermedad, convencerlo que puede librarse de ella, indicarle los puestos de socorro y los sistemas para llamarlos. Pero en un principio, en la época de los pioneros —como dicen bromeando los veteranos de los Alcohólicos Anónimos—, el único medio de propaganda era la conversación personal, de enfermo a enfermo, entre un alcohólico y otro. Extraño apostolado, en el que un hombre apenas salido del arroyo, de la zahúrda, del hospital, y marcado aún por los estragos de la intoxicación a la que renunciaba, regresaba al hospital, a la zahúrda o al arroyo para salvar a uno de sus semejantes y reafirmar así sus propias probabilidades de salvación. Los primeros alcohólicos reformados que habían seguido a Bill W. y al doctor Bob no conocieron otra preocupación que este reclutamiento. Pero, cuando hubo empezado a dar sus frutos, y, en una ciudad primero, luego en otra, y en otra después, grupos de A. A. vieron la luz del día, se hizo necesario resolver un problema fundamental: bajo qué condiciones debían los Alcohólicos Anónimos aceptar un nuevo miembro. Como siempre y en todas partes, se enfrentaron dos tendencias: la rigorista y la tolerante. Los unos decían: —Entre nosotros sólo hay lugar para los alcohólicos decentes cuya abstinencia es cierta y confirmada. Hay que excluir sin vacilación a aquellos que recaen y rehusar la entrada a los principiantes que se presentan embriagados a las reuniones. A lo que los otros respondían: —Nuestra asociación no es un club. Las palabras «admitir» o «excluir» son incompatibles con nuestro vocabulario, nuestra función y nuestra razón de ser. »Alcohólicos que se dirigen a otros alcohólicos: he aquí nuestra única razón de existir. Pensar que un alcohólico puede juzgar a otro resulta sencillamente risible. ¿Cuál de nosotros tiene derecho a establecer la diferencia, a tirar la primera piedra? »No hay alcohólicos dignos o indignos; sólo hay enfermos más o menos graves. Recordad la primera de nuestras convicciones, de nuestras verdades: el mejor modo de ayudarse uno mismo es ayudar a los demás. Cuanto más difícil es la labor, más provechosa resulta para el que la realiza. Cuanto más le cuesta recobrar la sobriedad al alcohólico del que uno se ocupa, más sus amigos y sus tutores están seguros de conservarla. —En todo caso —decían los partidarios de la intransigencia—es imposible no discriminar entre la gente honrada y la deshonesta, entre la normal y la perversa. No podemos aceptar a los que viven sexualmente contra natura o, socialmente, al margen de la ley. —Están ustedes en un error —replicaban sus adversarios, de espíritu más amplio—. Los Alcohólicos Anónimos no son ni una institución moral, ni una escuela de civismo. Alcohólicos solidarios con los otros alcohólicos, con todos los otros alcohólicos, el resto nos importa poco, ¿En qué se diferencia de la nuestra, la enfermedad de las prostitutas, los homosexuales, los drogados, los estafadores, los ladrones e incluso los asesinos?

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—-Así, pues —exclamaban los «puritanos»—, ¿qué regla debemos prescribir, qué límite señalar? —Ninguno: si un alcohólico franquea nuestro umbral, es bien venido, sea quien sea —dijeron los «humanistas». Éstos estaban en mayoría y vencieron. Y la experiencia demuestra que tenían razón. No es posible imaginar asociación menos exigente, más libre, más abierta, que la de los Alcohólicos Anónimos. El nuevo miembro no tiene que firmar ni rellenar ningún formulario, ni pagar ninguna cuota, ni comprometerse a algo. Le basta con entrar y decir: «Soy un alcohólico. Quisiera tratar de no beber más...» El milagro —uno entre varios— consiste en que este sistema vago y anárquico haya triunfado maravillosamente, La conciencia colectiva, la paciencia y la solidaridad han vencido a los más rebeldes. —Cada veterano A. A. se estremece hoy de remordimientos cuando piensa en su intransigencia de antaño —me dijo Bill W. en una ocasión—. Muchas de aquellas personas de quienes habíamos afirmado que no volverían nunca más y que debían ser expulsadas por el bien de nuestro movimiento practican la abstinencia desde hace años y se han convertido en los mejores de entre nosotros. ¿Dónde estarían ahora si cada uno, en el grupo, les hubiese juzgado con el mismo rigor? —Conozco un grupo —prosiguió, echándose a reír—, en el que, durante las reuniones semanales, son vecinos de mesa un senador, una dama muy renombrada por su poca virtud, un sacerdote católico, el presidente de cinco Bancos importantes, un magistrado y un antiguo pistolero de Al Capone. »El alcoholismo es como el ejército: allí se encuentra todo el mundo. Con la diferencia de que el ejército pone más dificultades que nosotros para el reclutamiento... Bill W. cesó de sonreír y prosiguió: —Es muy natural que los A. A. cuenten entre sus miembros a muchos antiguos delincuentes. El alcohol es el factor determinante en la amistad de los delitos y los crímenes. Los hombres que se dan cuenta de ello acuden a nosotros cuando salen de la cárcel... Eso no significa que se reformen todos, o inmediatamente. Y ocurre que los detectives de las brigadas criminales o los agentes del F. B. I. comparecen en nuestras reuniones. La chispa de ironía bailó de nuevo en sus ojos. —Es justo añadir —dijo Bill W. —, que todo un grupo de A. A. está compuesto por agentes de policía: Entonces pregunté —Así, pues, ¿cualquier persona, hombre o mujer, prescindiendo de su raza, su confesión, su color, su opinión política o religiosa, incluso su moralidad, puede formar parte de los A. A., sin obligación ni compromiso de ninguna clase? —Aceptaríamos al diablo en persona si fuese alcohólico y tuviera necesidad de nosotros —repuso Bill W.

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IX El Primer Vaso

Para todos los Alcohólicos Anónimos, tan distintos en cuanto a origen, fortuna, inteligencia, cultura y educación, para todos los blancos, los negros y los amarillos, los millonarios y los pobres diablos, los creyentes fervorosos y los ateos obstinados, los grandes propietarios y los comunistas, para todas esas personas, el método de salvación es el mismo y los caminos que conducen hacia la abstinencia en nada se diferencian. Al principio, el sistema es de una sencillez casi infantil. Y ante todo, cada neófito tiene un sponsor, es decir, un padrino, un tutor, un mentor que es un A. A. confirmado. Quien (hombre o mujer) ejerce esta función lo hace o porque ha convencido a un amigo o a un camarada alcohólico para que entre en la asociación, o porque un alcohólico ha acudido a él espontáneamente y lo ha escogido en razón de una confianza y de una simpatía instintivas. La tarea no es fácil. El padrino —que siempre es voluntario y no retribuido —tiene obligación de velar sobre un ser a quien el cese de su intoxicación tortura con calambres, con angustias, con insomnios, con ataques de furor. Y contra cada uno de los suplicios existe el sencillo remedio a la esquina de cada calle, detrás del letrero resplandeciente de las tabernas o incluso, más modesto, del colmado. El padrino lucha contra el frenesí y la nostalgia que tan bien ha conocido. El recuerdo de su propio sufrimiento le hace comprensivo, compasivo, le da el valor y la tenacidad indispensables. Su tiempo ya no le pertenece. Descuida su profesión, su vida familiar. Es esencial que esté a la disposición completa del hombre de que se ocupa. En plena actividad o en mitad del sueño una llamada le hace acudir. Unos instantes pueden constituir toda la diferencia. Sí el tutor llega a tiempo, sabrá calmar, apartar de su idea fija al hombre jadeante, desesperado, perdido, medio loco, que le ha pedido socorro por teléfono desde un bar, o una tasca, o desde la esquina de la calle. Y la urgencia es aún mayor si la voz pertenece a una esposa o a un hermano, o a un hijo, porque entonces esto quiere decir que el hombre no cree ya en nada ni en nadie, excepto en el alcohol. Un minuto de retraso y habrá utilizado este recurso, Y el esfuerzo terrible que ha hecho habrá resultado inútil. Habrá que recomenzar de nuevo en el caso de que, después de su recaída, consienta en hacerlo. No sólo ha aplacado una necesidad física profunda y antigua. Aún peor: ha recuperado sus costumbres, su razón de vivir. El padrino ha librado también este combate agotador. Ha dado estos pasos vacilantes hacia un horizonte vacío. Sabe que decir a un alcohólico, al borde su desintoxicación moral: «No beberás nunca más» es tan inhumano y tan inútil como pedir a un viajero que trueque el país de manantiales abundantes por un desierto sin límites. Por eso, incansablemente, a cada ocasión, bajo todas las formas que puede encontrar, el padrino repite, insinúa, sugiere, inculca al neófito los primeros preceptos, las primeras recetas prácticas de los A. A.

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* * * La regla inicial, fundamental, que el tutor se esfuerza en hacer penetrar en el espíritu y en los reflejos del alcohólico que tiene a su cuidado y que empieza su difícil y doloroso camino hacia la abstinencia, tiene el mérito de ser de una sencillez elemental. —En lo sucesivo —dice el padrino—, deberás dejar de prever los plazos superiores a veinticuatro horas. Olvida todo el tiempo que tienes que vivir. Olvida que existen las semanas, los meses y los años. No hagas ningún juramento, no te comprometas contigo mismo, ni siquiera trates de calcular tu esfuerzo más allá de un día. Concentra toda tu energía, ruega a Dios, invoca el amor de tu esposa, fortifícate, en fin, si todo te falta, con mí ejemplo y el de todos los A. A., para permanecer sobrio solamente, únicamente, las próximas veinticuatro horas. Aférrate al tictac del reloj. No pienses más que en resistir hasta el último minuto de estas veinticuatro horas. No te hagas preguntas con respecto al «después». Que tu espíritu permanezca cerrado y vacío. Y cuando verdaderamente suene la hora que te has propuesto alcanzar, vuelve a desear con todo tu ser, con todas tus fibras, pero también y únicamente por veinticuatro horas. Si el novicio consigue ejecutar esta sencilla gimnasia mental —y lo logra la mayoría de las veces— está casi salvado. Porque al final de las primeras veinticuatro horas, durante las que ha contado cada segundo, piensa: «He estado sin beber esta jornada. ¿Por qué no puedo estarlo otra, sólo otra?» Y resulta ya más fácil. Y por esta extraña cremallera del espíritu avanza hacia la sobriedad. La influencia del padrino no es la única que se ejerce sobre el novicio. El padrino, como todos los A. A., forma parte de un grupo. Afilia a él al que ha tomado a su cargo. El grupo se reúne en asamblea abierta una vez a la semana. Y siempre, previamente, tiene lugar una sesión especial para los principiantes. Celebran también reuniones cerradas en las que se discuten problemas específicos de cada uno, y en las que todos pueden intervenir. En las grandes ciudades, estos grupos son muy numerosos. En Nueva York se cuentan por centenares y cada día se realizan por lo menos cincuenta reuniones, desde la mañana hasta la noche. Además, existen restaurantes, salones de té, clubs, únicamente reservados a los Alcohólicos Anónimos y a sus amigos. El neófito se ve incitado, impulsado, apremiado para que acuda a ellos lo más a menudo posible, y sobre todo a las reuniones de su grupo y a las de los otros. Por lo general, dispone de mucho tiempo. De demasiado. Para que se decida a desear la abstinencia, ha sido preciso que toque el fondo del desespero. Ya no tiene dinero ni trabajo. Ha deshecho su vida familiar. Ha cansado, irritado, asqueado a sus amigos, Está solo, desocupado, abatido, ante la estepa helada y desnuda de la existencia. ¿Qué debe hacer entonces? ¿Volver al alcohol? Y para conseguirlo, ¿ha de mendigar, robar, atracar a un transeúnte? No. A ese hombre que ya no sabe a dónde ir, hacia donde volverse, se le abre el refugio del grupo, de todos los grupos, de todos los establecimientos de los A. A. Allí, en cada uno

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de ellos, a todas las horas del día y hasta muy tarde por la noche, encuentra a personas «como él». Los unos están sobrios desde hace muchos años. Otros han cesado de beber en una fecha aún reciente, Los unos no llevan ya traza de sus antiguas cicatrices. En los otros, las heridas están frescas, sangran todavía. Poco importa: los unos y los otros le acogen con una solidaridad y una amistad completas. Se reconocen en él de la misma manera que él reconoce en ellos. Un sentimiento fraternal circula en esas asambleas de resucitados. El recién llegado sólo oye hablar de problemas que le afectan grandemente. Y puede contar los suyos cuando le place. Se le escucha con atención. Es de la familia. Y como nada es absoluto y definitivo en el sufrimiento humano, por terrible que sea su experiencia, siempre encuentra otras, u otra por lo menos, aún más espantosa. Y se siente esperanzado. Piensa: «Puesto que incluso ese lo ha conseguido, con mayor motivo lo conseguiré yo.» Con una avidez, un interés y una confianza nuevos escucha los consejos de los amigos, de los hermanos que le rodean y que hacen penetrar poco a poco en su conciencia y en su instinto las reglas y las leyes sin las que no existe salvación. Entre esos artículos de fe, la advertencia constante, persistente, contra el «primer vaso» tiene una importancia destacada. Aquí se trata de luchar, en el alcohólico reformado y al que sin embargo atormenta el deseo de beber, contra la última y falsa esperanza en la que se refugia, la ilusión suprema a la que se aferra, la que consiste en pensar, o, mejor dicho, en querer pensar: «Un vaso no puede hacerme daño... Sólo un vaso... Nada más que un vaso.» Los Alcohólicos Anónimos responden a eso: —Para nosotros, los enfermos de nacimiento, los alérgicos para toda la vida, nunca hay «sólo un vaso». Ese vaso es únicamente el primero y, por la naturaleza misma de nuestra enfermedad, pone en marcha una espantosa reacción en cadena, que no puede dominarse. Este primer vaso se convierte en dos, en tres, en diez, luego en una, dos, tres y diez botellas... y uno se encuentra en el mismo sitio de donde salió: en el arroyo y el horror. Y no cabe decir: «Tengo razones para conocer el peligro. Sólo un vaso y basta.» Al decir esto, queréis sencillamente creer en lo que deseáis, dar una excusa para lo que te obsesiona. No te detendrás. Eso tes resulta imposible. Otras personas más resueltas y con más años de abstinencia, han cedido a la ilusión. Nunca ha sido «un solo vaso», y sí siempre «el primer vaso». Y a causa de ese vaso, de ese «único vaso», como vosotros os repetís, se han convertido de nuevo en ruinas abyectas. No hay ningún padrino que no inculque esta verdad a su novicio. No hay ninguna reunión da principiantes en la que no sea dicha y comentada. No hay ninguna reunión abierta en la que las personas que hacen uso de la palabra no la confirmen con su experiencia. ¡Y qué experiencia! Se reconstruyen vidas, después de los esfuerzos más dolorosos, se restablece la seguridad material, vuelven a florecer la paz del espíritu y la alegría del corazón... y luego viene el primer vaso. Y la recaída completa y ciega. Y de nuevo el infierno.

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A este respecto oí muchos relatos que dan vértigo, que causan un dolor físico, Pero cada vez que manifestaba a mis interlocutores un sentimiento en el que el espanto se mezclaba a la incredulidad, me decía: —Pues fíjese en N. Él, verdaderamente, es un caso extremo.

* * * Seguí este consejo con agrado. Este encuentro tenía para mí un interés particular, al margen de mi investigación. N. es, en efecto, un escritor de talento excepcional y a quien, en cualquier ocasión, me hubiese agradado conocer. Después de la guerra publicó una admirable novela cuyo protagonista es un alcohólico. La obra ha conocido un gran éxito en todos los países. N. me había citado para almorzar en el A.N.S.A. Este club de los Alcohólicos Anónimos está amparado por la Universidad de Columbia, en sus propios edificios, en la planta baja. Se llega a él por unos viejos pasillos alfombrados, con maderamen de color del tiempo pasado y. adornados con retratos venerables que representan a los profesores eminentes y a los protectores generosos. Pero el club, en sí, no tiene nada de académico. Los colores son vivos y frescos; los muebles, sencillos y ligeros; las personas, acogedoras y alegres. Reconocí a muchas a las que había encontrado en las reuniones de grupos o en conversaciones privadas: un banquero, un actor, una joven que antes de pertenecer a la asociación había tratado por tres veces de suicidarse, y Kay, la vieja «dama» que, caída al arroyo a fuerza de beber, había tenido mucho tiempo la lengua y las cuerdas vocales paralizadas. De esta muchedumbre despierta, ruidosa, cordial y semejante a la que puede encontrarse en cualquier otro club de Nueva York surgió y se me acercó un hombrecillo calvo, de rostro rubicundo, de unos cincuenta años. Llevaba un pequeño bigote y gafas, Su alta frente tenía el color y el brillo del cobre pulido. Sus ojos, ligeramente rasgados, de color castaño dorado y muy hermoso, brillaban, tras los cristales que los cubrían, con una expresión humorista. Era N. Una vez hubimos encargado el menú, le rogué que me contase su vida, al mismo tiempo que me disculpaba por esta indiscreción profesional. — ¿Disculparse de qué? —exclamó—. Por el contrario estoy encantado, ¿Es que no sabe usted que nosotros, los alcohólicos, somos los mayores exhibicionistas, los fanfarrones más desvergonzados del mundo? Había en sus ojos tanta malicia, tanta inteligencia y buen humor que los gruesos cristales de las gafas parecían relampaguear tanto como la mirada. —-Empecé a escribir a los dieciséis años —dijo N. —. Pero no quiso publicar nada antes de los cuarenta. En el intervalo, me gané la vida escribiendo para la radio, donde componía historias grandilocuentes o sentimentales... Disparates, en fin. Al mismo

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tiempo, bebía, mucho, enormemente. Era un alcohólico profesional Y que iba hacia su pérdida... Me di cuenta. Y dejé de beber en seco, sin ayuda. Un hombre grueso y jovial que salía del comedor pasó ante nuestra mesa y se detuvo. —Hola, Charlie —saludó—. ¿Nos veremos aquí mañana? —No —repuso N. —. Mañana estaré en Tejas, Debo hablar a nuestros grupos de allí. — ¡Que Dios le proteja! Hasta la vista, Charlie —dijo con gravedad el hombre grueso. Se marchó y N. prosiguió su relato. —Sí —dijo—, me detuve por mí mismo, sin ayuda de nadie, únicamente gracias a mi voluntad. De modo que ya puede imaginar la acogida que daba a las personas que venían a alabarme a los A. A. ¿Qué tenía yo en común con aquellos primarios y su parloteo místico, aquellos mequetrefes que tenían necesidad de apoyarse entre sí para resistir el golpe? Yo era un intelectual, un espíritu superior. —Así, pues, ¿ya no bebía cuando apareció su novela? —le pregunté. —No había probado el gusto del alcohol, bajo ninguna de sus formas, desde hacía ocho años —dijo el escritor. Por primera vez, una expresión melancólica asomó a sus ojos rasgados. —Y llegó el éxito —-prosiguió—, un éxito como nunca más volveré a tener. El libro, la película, los críticos delirantes, los cuantiosos derechos de autor. Compré una hermosa casa en Nueva York, otra en el campo. Llevé a mis dos hijas a las mejores escuelas particulares, a las más caras. Pese a este éxito, capaz de hacer dar vueltas a la cabeza mejor sentada, persistí en mi abstinencia. La mirada de N. había recuperado su buen humor. —Entretanto, la reputación de los A. A. se extendía cada vez más. Esto me hacía reír y me exasperaba a la vez. Aquellos charlatanes, aquellos infelices, ¿tenían algo que enseñarme, a mí, que había escrito un libro sobre el alcoholismo, un libro que se había convertido en un clásico, un libro al que aludían públicamente los médicos y los psiquiatras especializados en este tema? A mí, en fin, que había sabido permanecer sobrio durante once años, sin la menor recaída. N. se frotó alegremente su frente alta y brillante como el cobre y continuó: —Entonces, rico, glorioso y muy satisfecho de mí mismo, me fui a pasar unas vacaciones a las Bermudas. Es un paraíso. Pero, a ciertas horas, hace mucho calor. Así pues, un día, únicamente a causa de la temperatura, sentí tentaciones de beber cerveza bien fresca. Inmediatamente pensé: «Vamos, es una locura. Hace once años que no he tocado una bebida alcohólica. No volveré ahora a las andadas.» A lo que el intelectual que hay en mí respondió: «Justamente, después de once años de abstinencia perfecta, un vaso de cerveza no puede ser peligroso. ¡Qué diablo! Un solo vaso. ¡Después de once años! ¡Nada más que un vaso!» N. seguía frotándose la frente y sonriendo.

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— ¿Y entonces? —pregunté. —Entonces —dijo el novelista—, aquel «único» vaso de cerveza tuvo el efecto, en los dieciocho meses subsiguientes, de conducirme «quince veces», caído de nuevo en el más mortal de los alcoholismos, a asilos para enfermos mentales. Yo, el espíritu superior, yo, el hombre cuya voluntad ejemplar había bastado para salvarme... —Es increíble —dije en voz baja—. Quince veces en un manicomio... —Espere, esto no es todo —replicó N. —. Desde luego, ya no me quedaba nada. La casa de Nueva York y la casa de campo se habían ido convertidas en alcohol. Y mis hijas ya no frecuentaban las instituciones de lujo. No tenía de qué alimentar a mi familia. Había vuelto a los préstamos vergonzantes, al «sableo» profesional del alcohólico, a las mentiras, a los pequeños hurtos... »Entonces, a pesar de todo, no obstante mi repugnancia y mis sentimiento de superioridad intelectual, me pregunté si no podría encontrar algo en los Alcohólicos Anónimos. Fui a una reunión. Y allí, en efecto, descubrí un hecho extraño. Las personas que me rodeaban no eran intelectuales... Pero con ellas, incluso con las más sencillas, con las menos adecuadas, tenía un denominador común que no existía en otros sitios, y era el problema del alcohol y el deseo sincero y apremiante de resolverlo. »Salí de allí turbado. Lo que no me impidió regresar en muy poco tiempo por otras cuatro veces a un manicomio. Sí, cuatro veces, lo que hacía extender a diecinueve en menos de dos años el número de mis curas, desde el «único» vaso de cerveza que un novelista famoso, rico y feliz había bebido un día en el paraíso de las Bermudas. N. seguía sonriendo. ¿De quién se burlaba? ¿De sí mismo? ¿O del espanto que me inspiraba su relato? Sea lo que fuere, prosiguió: —Durante mi decimonovena reclusión, cuando los cuidados y los calmantes me hubieron hecho recuperar la razón, contemplé a los dementes entre los que me hallaba y me dije: «Amigo mío, se trata de ser franco contigo mismo de una vez por todas, y de no seguir creyendo que tus estancias aquí son accidentales. Si sigues bebiendo, deberás pasar con ellos tu vida entera.» »Al salir del hospital, mi primera gestión fue hacerme admitir por un grupo de Alcohólicos Anónimos. Y todo quedó resuelto. Perdí mi orgullo de intelectual y me siento el igual, el camarada, el compañero de personas que han sufrido lo mismo que yo, que me quieren y a quienes yo quiero en este sufrimiento. Las necesito más que ellas me necesitan a mí. Tanto las necesito que después de años de sobriedad asisto a seis reuniones por semana, aparte de la de mi propio grupo, de la que soy presidente. Y cada vez que mis ocupaciones me dejan libre, voy a hablar por todos los Estados Unidos a los grupos de A. A. alistados y lejanos. Pregunté: — ¿Y de qué vive? —Más bien vegeto. Escribo para la radio y la televisión... También estoy preparando, lentamente, un nuevo libro. Ya veremos.

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El escritor ya no sonreía. Añadió —Lo que cuenta, y esto lo he aprendido con los A. A., no es ni la inteligencia ni el talento, sino la vida espiritual: Se levantó. Por la tarde debía marcharse a Cleveland y al día siguiente llegar a Tejas» Atravesamos juntos el comedor. A su paso, todo el mundo le sonreía fraternalmente y la mayoría agregaba: —Que Dios le proteja. No era una fórmula de cortesía. Había en las voces una convicción profunda, un suave calor. Al oírlas, pensaba en el elemento de los Alcohólicos Anónimos que me resultaba más difícil de comprender.

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X LOS JUEGOS DE AZAR

La conciencia de haber tocado el fondo de la abyección; la admisión de una derrota irremediable; el miedo, el terror, el sobresalto del instinto ante este descubrimiento del ser y del vacío que se abre de repente ; el recurso a los Alcohólicos Anónimos inspirado por el pánico; la ayuda inmediata y completa de la asociación ; la confianza sin igual de que goza un alcohólico ante otro alcohólico, porque le habla de enfermo a enfermo, de cómplice a cómplice, de igual a igual; el poder del ejemplo —y por ahí de la esperanza— que ofrece el resucitado al miserable; los métodos, las recetas de salvación, sencillas y precisas que se le enseñaban ; la atención vigilante, constante, inteligente y fraternal que despliega el grupo en torno al neófito; las constantes advertencias contra el retorno insidioso de la enfermedad... No resulta difícil comprender y seguir, etapa por etapa, el camino de todo este mecanismo psíquico que conduce de la degradación a la reconquista de sí mismo. Sin embargo, este camino trazado por los Alcohólicos Anónimos, tras veinticinco años de experiencia incomparable por su extensión y profundidad, no se detiene ahí. Va más lejos. Pero entonces aborda un terreno cuyo acceso exige una predisposición, una actitud que falta a muchas personas, y a mí en primer lugar. En verdad, se trata de un acto de fe. Se trata de creer en un Poder superior al hombre y único capaz de asegurar la salvación definitiva del alcohólico. Porque la ayuda humana, según la doctrina de los Alcohólicos Anónimos, por generosa que sea, y despierta, y asidua y devota, no basta. Sin duda puede despertar en un intoxicado el deseo y el valor de liberarse del veneno, mostrarle el camino de la salvación, sostenerle cuando da los primeros pasos, devolverle a la sobriedad, Pero la enfermedad es de tal naturaleza, de tal virulencia, ha afectado tan profundamente los órganos, los nervios y el cerebro, que su amenaza queda únicamente en suspenso, nunca eliminada. Permanece agazapada, al acecho, durante toda la vida. Ahora bien, el paso del tiempo y la costumbre resta vigor a la fuerza del socorro humano. Por otra parte, el alcohólico convertido ha olvidado las angustias pasadas; ha cobrado confianza, encontrado una profesión, recuperado su lugar en la sociedad. Ha salido de su crisálida. Debe afrontar los problemas de la existencia, los choques emocionales, el pesar, las heridas del amor propio, las dificultades monetarias o amorosas. Si la prueba le parece demasiado dura, demasiado cruel, en seguida piensa en el viejo remedio, ponzoñoso pero seguro, Si está solo frente a la tentación orgánica, a la sensación que lleva en la medula de los huesos, cederá. Una vez u otra. Fatalmente. Y es imposible que incesantemente, a cada segundo, se halle junto a él otro alcohólico anónimo. Incluso las enfermeras más expertas y de confianza tienen que dejar a sus enfermos, aunque sólo sea un instante. Ese instante puede resultar funesto. «Un vaso, uno sólo, nada más que un vaso», y el alcohólico, después de años de abstinencia, vuelve a caer en su infierno.

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Sólo hay una protección, una sola, que pueda velar sin desfallecimiento, noche y día, sobre el alcohólico y salvarle de sí mismo hasta el fin de sus días. Porque no pertenece a la criatura humana. Porque es consecuencia de un Poder Supremo, divino. Así, los preceptos prácticos y psíquicos que enseñan los Alcohólicos Anónimos, no son más que orientaciones, reglas de conducta accesorias. La verdadera seguridad reside en otra parte... Exigen que se reconozca la existencia de un poder superior, cuya presencia uno sienta en el alma, y a cuyos designios soberanos hay que someterse. Indudablemente, no es la argumentación, la deducción, la demostración que aquí se exponen, las que han conducido a fundadores y pioneros de los Alcohólicos Anónimos hacia esta necesidad espiritual. Ha ocurrido lo contrario. Fue mediante una iluminación, una revelación, que Bill W. se salvó del limbo, se libró de la muerte. Todo empezó por ahí. Sólo que, cuando Bill trató de hacer compartir a otros alcohólicos su maravilloso descubrimiento, fracasó de manera completa y lamentable. Entonces comprendió que debía invertir los términos, empezar por lo trivial, lo terrestre, lo humano, y no pasar hasta después al sentido de lo divino. El tiempo y un éxito sorprendente han demostrado lo acertado de este cálculo, Es cierto que se ha hecho todo lo posible para lograr que la aproximación resulte sencilla y fácil, para captar a los espíritus refractarios a los dogmas, a los rigores formalistas, a las disciplinas tradicionales de las religiones establecidas. «Dirígete al Poder Superior, tal como tú lo sientes», dicen los Alcohólicos Anónimos. «Jehová o Alá, Jesús o Buda, no sólo puedes escoger a tu gusto, sino que también estás libre de ver a tu Dios según tu concepción. Todo lo que importa es que puedas creer en una Fuerza que te supera y a la que recurres para que te ayude. »De esta ayuda sobrehumana no te es posible prescindir. Es preciso, para asegurar tu abstinencia, que es tu salvación, reformar toda tu naturaleza. Debes despojarte de la envidia, del orgullo, de la insociabilidad, de la hipersensibilidad, de la angustia, Porque el alcoholismo en ti no es una enfermedad aislada, independiente. Va unida a todos estos rasgos del carácter. Para exaltarlos o suavizarlos, satisfacerlos u olvidarlos, bebes hasta tu propia destrucción. En tanto que subsistan, siempre estás en peligro. »Solo, no tienes poder para obtener de ti mismo este cambio, esta alteración interior. Reconoce, pues, la necesidad inminente de un Poder Superior, «cualquiera que sea», con tal de que puedas a él dirigirte, confiar en él. »Y sí, incluso en estas condiciones, tu espíritu se niega al sentimiento de lo divino, entonces acepta por poder superior a nuestra hermandad que, por su experiencia, por el número de sus miembros, por la suma de sus sufrimientos, es indudablemente más sensata que tú, desde un punto de vista humano.. Y cuando la debilidad, la indecisión, la fatiga o la duda se apoderen nuevamente de ti, invoca el espíritu del grupo y la fuerza colectiva para sostener y dirigir a tu valor desfalleciente.» Tal es la sustancia del «Credo» de los Alcohólicos Anónimos. Queda expresado en una especie de slogan magnífico: «Que Dios me conceda la serenidad suficiente para aceptar las cosas que no puedo cambiar,

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»El valor suficiente para cambiar las cosas que están en mi poder »Y la sabiduría para conocer la diferencia.» A continuación vienen «Los 12 peldaños». Enumeran las etapas espirituales que el alcohólico debe franquear sucesivamente si quiere estar seguro de su resurrección física y moral. El primero consiste en reconocer su impotencia para dominar el alcohol y gobernar propiamente su vida. El segundo es creer que un Poder Superior puede devolverle la salud. El tercero consiste en tomar la decisión de colocar su voluntad y su vida entre las manos de Dios, «tal como él lo concibe». Luego, elevándose de escalón en escalón «—inventario de sus errores y de sus defectos, suplica a Dios (siempre tal como él lo concibe) para que le corrija, confesión de sus faltas, meditación para reforzar el contacto divino— el alcohólico llega al último peldaño, el duodécimo, en el que se dice: «Habiendo tenido, en la cima de estos doce peldaños, un despertar espiritual, hemos intentado transmitir este (mensaje a los demás alcohólicos y aplicar estos principios a todos nuestros asuntos.» Hay que comprender que estos principios no representan un catecismo indispensable, no son en manera alguna unos mandamientos. Las publicaciones de los Alcohólicos Anónimos que los propagan, indican siempre: «Los 12 peldaños sugeridos,» Repito una vez más que nada es obligatorio, nada es formal en esta asociación de tolerancia extraordinaria: ni cotización, ni inscripción, ni exclusión, y tampoco el sentimiento religioso, A este respecto se encuentra un ejemplo perfecto en el libro publicado por los Alcohólicos Anónimos bajo el título Los 12 peldaños y las 12 tradiciones. Un grupo había acogido como nuevo miembro a Eddie A., representante de comercio. Muy pronto se convirtió en uno de los mejores asociados. Feliz y orgulloso de su conversión a la abstinencia, de su retorno a la salud, desplegaba con respecto a los otros alcohólicos, a fin de sacarlos de su abyección, toda la energía, todas las facultades de persuasión, toda la tenacidad y todo el »magnetismo que le habían convertido en un gran vendedor de barnices para automóviles. En resumen, era imposible adaptarse con más celo y desinterés al texto del duodécimo peldaño, que enseña el auxilio al prójimo. Sin embargo, en esta aplicación había un fallo, Eddie A. era ateo. De una manera absoluta, obstinada y agresiva. La ayuda de un Poder Superior le parecía no sólo inconcebible, sino incluso nociva para el espíritu de los Alcohólicos Anónimos. —Todo iría mucho mejor para nosotros sin este absurdo de Dios —-repetía cada semana a los otros miembros del grupo. Ahora bien, pese a que éstos eran profundamente piadosos, pese a que su razón de vivir era salvar al mayor número de alcohólicos posibles, llegaron a desear que Eddie A. se viese castigado por sus blasfemias con una recaída grave,

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Pero Eddie A. permanecía desesperadamente sobrio. Y le llegó el turno de tomar la palabra en la reunión abierta a todo el mundo. Los miembros del grupo aguardaban aterrorizados. Presentían lo que iba a suceder. No se equivocaban. Eddie A. rindió un homenaje ferviente a la asociación de los Alcohólicos Anónimos, describió con elocuencia las satisfacciones que daba el trabajo indicado por el peldaño duodécimo, pero añadió con violencia: —No puedo soportar las mojigaterías. Sólo son buenas para los débiles de espíritu. Este grupo no las necesita. ¡Al diablo con todo eso! Todos los asistentes se irguieron, indignados y furiosos. Resonó un grito unánime: — ¡Fuera! ¡Fuera! Los más antiguos del grupo llamaron aparte a Eddie A. y le dijeron: —No tiene derecho a hablar de esta manera entre nosotros. Tiene que renunciar a estas opiniones, o marcharse. —Ah, ¿sí? ¿De veras? —replicó Eddie con sarcasmo. Se acercó a una librería y cogió de ella varios impresos. Contenían el prefacio del libro fundamental de la Asociación y el primero publicado por ella: Alcohólicos Anónimos. Eddie los hojeó un instante y luego leyó en voz alta: —La única condición para ser miembro de los A. A. es el deseo de dejar de beber, Eddie agitó el texto que tenía y preguntó: —Bueno, amigos, cuando escribieron estas palabras, ¿eran sinceros o no? Los veteranos se miraron en silencio. Estaban vencidos. Eddie siguió en el grupo. La historia tuvo lugar en 1938. La asociación tenía por entonces tres años de vida y buscaba aún su camino, sus principios rectores. Desde entonces, el espíritu de tolerancia ha hecho progresos decisivos. En la actualidad, la cuestión ni siquiera se plantearía. Más de una vez, en las reuniones privadas en las que los Alcohólicos Anónimos discuten sus problemas personales, he oído a agnósticos, a ateos irreductibles, defender su opinión con toda libertad, con toda serenidad. A decir verdad, estos casos son raros. La creencia en un Poder Superior —tal como cada uno lo ha concebido y elegido— reina en la mayoría de los Alcohólicos Anónimos. ¿A quién puede sorprender? El paralítico que penetra con su camilla en la gruta de Lourdes y que sale por su propio pie, irradia fe, aunque hasta entonces haya sido escéptico o incrédulo. Cuando recuerda su antiguo estado de ruina humana y comprueba su resurrección, cada Alcohólicos Anónimos se siente más o menos objeto de un milagro, Y además... además... hay esos encuentros singulares del hombre con el destino, en que un acontecimiento imprevisto e imprevisible, orienta, cambia toda la vida. Para los unos es un juego de azar; para los otros, un signo de la providencia. ¿Verdad que es esta última interpretación la que se impondrá preferentemente al moribundo que, en el

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instante supremo, toca la mano de su sanador, al náufrago agotado, desesperado, que ve surgir la vela de la salvación? Por la naturaleza misma de su drama, por las peripecias de su caída y del combate que ha librado para recuperarse, por la pugna de fuerzas oscuras, propicias o funestas, que lo han zarandeado sin cesar en su flujo y reflujo, cada Alcohólicos Anónimos —o casi— se ha encontrado ante uno de esos «azares» decisivos, de esas «coincidencias» deter-minantes. A este respecto me fueron hechos dos singulares relatos, « # « Me hallaba --en una calle ancha, triste y gris, en los aledaños de la 8a Avenida— en el club más antiguo de los Álcoholics Anonymous, fundado cuando la Asociación acababa apenas de adquirir forma. Consistía en una sala pequeña, baja de techo, pobre de mobiliario. Desde hacía veinte años, grupos de A. A. se habían reunido en ella. Confesiones públicas innumerables habían tenido lugar y cada una había sido una terrible novela vivida. Centenares de alcohólicos —hombres y mujeres— salvados de la más abyecta decadencia, habían recuperado allí la dignidad y la alegría de vivir. Sus paredes parecían mostrar a la vez el desgaste del tiempo y la pátina de la miseria, de la paciencia y del esfuerzo. Me encontré allí una noche, en compañía de Bob, el gran periodista del Herald Tribune, que, desde el primer día de mi investigación, había sido mi guía -más devoto y fiel y que muy pronto, se había convertido en mi amigo. La reunión acababa de terminar, como de costumbre, con la breve oración que los asistentes pronunciaban en píe. Yo no estaba acostumbrado aún a esta tradición. Mi rostro debió demostrarlo. Bob me dijo con una sonrisa apacible: — ¡Lo sé, lo sé! Yo también he sido lógico, crítico, agnóstico. Y luego un día, al igual que casi todos los A. A., he gritado desde el abismo... Como de costumbre, la gente, después de la reunión, bebía café, hablaba de sus problemas, de sus negocios, o simplemente del buen tiempo que hacía. Un individuo alto que pasaba cerca de nosotros, con una taza vacía en la mano, se detuvo un instante. — ¡Hola Bob! —dijo. — ¡Hola Burt! —repuso Bob. Y sus ojos profundos parecieron de reponte más despiertos, más cálidos ¿Todo sigue bien? —Formidable —dijo Burt. Se fue hacia el fondo do la sala, donde humeaba una enorme cafetera. Tenía constitución de atleta, la nariz torcida, las orejas aplastadas. Es eso lo que primero había atraído mi atención y luego, durante la oración, el recogimiento que mostraba su tosco rostro. — ¿Quién es ese Burt? —pregunté a Bob. Me pareció sorprender en la mirada de mi amigo un resplandor de malicia que se apagó inmediatamente.

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—Su primer oficio lo lleva marcado en el rostro, y para siempre —dijo Bob—. Burt fue boxeador, un boxeador muy bueno. Potente, rápido, combativo. Hubiese podido llegar muy lejos, pero empezó a beber. Y como tenía la predisposición orgánica, la alergia de la que todos nosotros estamos afectados, fue dentro del alcoholismo donde se convirtió en campeón. Habían terminado para él el cuadrilátero y los sueños de gloria. Lancé una mirada hacia el antiguo pugilista. Había pasado un brazo musculoso sobre los hombros de un viejo enclenque y reía con él, como un niño. Bob prosiguió: —Como todos los alcohólicos sin oficio definido, Burt desempeñó diversos empleos mal retribuidos para asegurarse la bebida. Despedido de un sitio, después del otro, acabó por encontrar trabajo como yesero en una empresa modesta. Allí permaneció más tiempo que en los demás sitios. El amo era muy indulgente. Fue entonces cuando conocí a Burt: vino a trabajar a mi empresa. Te habrás fijado en el aspecto bonachón que adquiere cuando ríe. En seguida sentí afecto por el muchacho y, desde luego, inmediatamente comprendí que estaba gravemente alcoholizado. Le hablé de los A. A. sin insistir, sólo unas palabras para informarle que podía dirigirse a mí en el caso de que tuviera necesidad de la asociación. — ¿Qué respondió? —Hizo como que no me oía —-dijo Bob—. Pero volví a verlo seis meses más tarde. Su amo había acabado por despedirlo. Ahora bien, acababa de casarse con una joven que lo había aceptado y amado tal como era, pese a sus crisis de embriaguez, sus peleas indignas, sus noches en la cárcel. Y él, el forzudo, el fierabrás, helo aquí que no era ni siquiera capaz de mantenerla. Estaba dispuesto a todo para librarse de aquella situación, incluso probar con los Alcohólicos Anónimos. Según nuestro vocabulario, había llegado al fondo. Burt volvió a pasar cerca de nosotros, con su taza vacía. —Hola, Bob —dijo. —Hola, Burt —-respondió Bob. Y la hermosa luz de la amistad iluminó de nuevo sus ojos. Prosiguió: —Fui a ver al amo de Burt. Era un hombre excelente y que, por añadidura, había oído hablar de los Alcohólicos Anónimos. Le dije que actuaría de padrino, de mentor de Burt. Consintió en readmitirlo. Bob, a su vez, fue a buscar café. Cuando regresó, siguió hablando. —Burt, al principio, conoció altibajos, como todos nosotros. E incluso algunas recaídas... Pero, en conjunto, no fue demasiado duro para él. El afecto que tenía por su esposa le ayudaba mucho. Y luego, un buen día, después de tres años, sí, de tres años de sobriedad, sintió, decidió que iba a emborracharse por completo. Sabía bien lo que eso significaba para él: la reanudación del ciclo infernal, el desempleo, el arroyo, la cárcel y, sin duda, la ruptura con su esposa. Pero ya nada contaba. Se detendría en el primer bar y allí, vaso tras vaso, llegaría hasta la inconsciencia. —Pero, ¿por qué, en nombre de qué? Bob sonrió ligeramente, pero sus ojos permanecieron serios. Dijo con lentitud:

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—Por nuestras conversaciones me he enterado de que tú has bebido mucho en el curso de tu existencia y a menudo demasiado. Pero has tenido la suerte de no ser verdaderamente, orgánicamente alcohólico. Por lo tanto, no puedes saber, ni siquiera imaginar, este renacer terrible y súbito de la necesidad que uno ha creído disminuida, abolida por años de abstinencia. La vieja enfermedad se despierta repentinamente, como una bestia traicionera en su jaula. Está allí suplicando, llorando, aullando, ordenando... Bob calló por unos instantes. Su rostro recuperó la expresión firme y amable que le era peculiar. —El hombre, y sobre todo el alcohólico —dijo—, necesita siempre un pretexto para cometer una acción que comprende no debiera realizar. Burt no constituía una excepción a la regla. Cuando resolvió emborracharse, es decir, arruinar su vida, tenía un motivo excelente. »Era un domingo por la mañana como otro cualquiera» Burt había holgazaneado. Su mujer se había ido a la iglesia. Hacia las once, Burt fue a la carnicería y al colmado de la esquina para comprar el desayuno. Como los otros domingos. Pero aquel día había tenido la sensación, justificada o imaginaria, no importa, de que en todas partes le acogían con hostilidad o menosprecio. Y de sobra sabía por qué. En aquel barrio en que vivía desde mucho antes de su matrimonio, en la época de su decrepitud, la gente le había conocido andrajoso, camorrista, pedigüeño y obsceno. Y aquel domingo le pareció a Burt que todos se acordaban de aquello... Y los comerciantes en cuyas tiendas había debido tanto dinero, y los hombres a los que, abusando do su fuerza y de su experiencia de boxeador, había molido a golpes, y las mujeres a las que habla tratado como prostitutas... »Burt regresó a su casa, echó las compras sobre la mesa de la cocina, y se dijo: Mj Do inoclo que tres años de vida ejemplar no sirven de nada! j De .modo que, pese a todos mis esfuerzos, sigo siendo para ellos un ser inferior, repugnante! Pues bien, ya verán. Ellos lo habrán querido." »Burt se metió en el bolsillo el dinero de su salario semanal. Le parecía ver ya el bar resplandeciente y sentir el olor, el sabor y el ardor bienaventurado del primer whisky, y la llama del segundo, y la evasión que los vasos siguientes, todos los vasos del mundo, iban a procurarle. »En aquel momento, llamaron a la puerta. Burt la abrió con los puños cerrados, dispuesto a enviar al inoportuno escaleras abajo. Se encontró ante tres pequeñuelos. Sus rostros mostraban la limpieza acentuada do los domingos o iban vestidos de hoy-scouts. » —¿Qué diablos quieren? —gruñó Burt. »Aquellos niños sólo representaban para él, en aquel momento, un obstáculo entre la bebida y su necesidad de beber. Los apartó brutalmente y añadió: —»Tengo prisa. Me voy... »Pero el mayor de los muchachos, de unos diez años, le retuvo por la manga. »—Señor Burt —dijo-—, nuestro jefe nos envía para rogarle que sea el instructor deportivo de los boy-scouts del barrio.

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»— ¿Qué? —balbuceó Burt—. ¿Cómo has dicho, Ed? »El pequeño repitió su petición. Burt debió apoyarse en la pared, tan débil se sentía de repente, »— ¿No quiere? —preguntó Ed. » -Confiamos tanto en usted, señor Burt —exclamaron los otros dos pequeños. »—Esperen, esperen, chicos —dijo Burt con voz ronca—. Yo, entrenador vuestro... Pero vosotros sabéis., o, por lo menos, vuestros padres.., lo que he sido, lo que he hecho... »Él recordaba, y en aquel momento con una intensidad espantosa, cómo había dejado sin sentido al padre de Dave, el menor de los muchachos que alzaba hacia él su rostro tan bien lavado que sus pecas parecían nuevas de trinca; y cómo había insultado a la madre de Al, la dueña del colmado, porque se había negado a seguir vendiéndole alcohol a crédito, y cómo lo había roto todo en el bar del tío de Ed antes de derrumbarse completamente borracho en la acera, donde la policía lo había recogido. »Pero los tres boy-scouts respondieron al unísono: »—Nosotros sólo sabemos una cosa, señor Burt: todo el barrio piensa que no habría otro entrenador mejor que usted. »—Entonces... bueno... entonces... está... está entendido, chicos —dijo Burt—, ¡Hasta pronto! »Cerró vivamente la puerta. Para llorar a gusto... Llorar de remordimiento y de dicha. Estaba salvado... En tanto que yo trataba de imaginar el rostro brutal y deforme empapado de lágrimas, Bob llamó a Burt con un ademán. El antiguo boxeador se acercó a su padrino con los A. A. —Acabo de contar a nuestro amigo francés la historia de tus boy-scoust. — ¡Condenados chiquillos! —dijo Burt, suavemente. Un resplandor exaltado, casi extático, iluminó su mirada, entre la ceja partida y la nariz rota. — ¡Condenados chiquillos! —repitió Burt. Regresó junto a sus compañeros reunidos en torno a la cafetera. Entonces dije a Burt: —Se libró gracias a una casualidad verdaderamente maravillosa. — ¿Casualidad? —dijo mi amigo—. Tal vez... Aunque yo creo que es otra cosa. De repente se puso a reír y Agregó. —En todo caso, te aconsejo que no utilices esta palabra delante de Burt. Pese a lo moderado que se ha vuelto, podría dejarte sin sentido por más de la cuenta.

* * *

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La noche era sombría. Una brisa empapada de llovizna, azotaba la punta de Manhattan, proa de la isla que protege el puerto de Nueva York, el mayor del mundo. Reconocíanse vagamente los muelles, las avenidas, los rascacielos. Pero, más lejos, únicamente un reflejo oscuro sobre un movimiento inmenso permitía adivinar el infinito océano, su soledad y su eternidad. Disponía de un poco de tiempo. Deambulé al azar a lo largo de las escolleras y los muelles, captado por la poesía poderosa de los grandes puertos humanos. Trasatlánticos salpicados d e lu ce s , mercantes adormecidos en los que velaba un farol solitario, gigantescos cobertizos, bares do marineros, lonas abrillantadas por la lluvia. Por fin desemboqué ante el edificio adonde me dirigía. Era una especie de enorme bastión rectangular, alto y macizo que ocupaba por sí solo la superficie entera de una manzana bordeada por cuatro calles. Pese a lo tardío de la hora, centenares de ventanas iluminadas brillaban a lo largo de la fachada y hasta su cima. Por encima del pórtico macizo, el frontón llevaba inscrito:

SEAMEN'S CHURCH INSTITUTE OF NEW YORK (1)

( I ) I n s t i t u t o r e l i g i o s o de Nueva York para marineros.

Traspuse el umbral e inmediatamente me sentí como perdido. Las dimensiones del vestíbulo eran tan vastas como las de una gigantesca estación, el movimiento y el ruido eran igualmente vivos y los accesos, los pasillos y las escaleras igualmente numerosos. Las voces estaban marcadas por todos los acentos de la tierra; los rostros, por todas las brisas de los océanos; la manera de caminar, por todas las olas y todas las mareas. Sacos de marineros se balanceaban sobre muchos hombros. Esta vez no tenía guía ni compañero. Habiéndome enterado de improviso, pocas horas antes, de que tenía la velada libre, había buscado en el pequeño fascículo amarillo donde se registraban todas las reuniones de los Alcohólicos Anónimos de Nueva York las que tenían lugar los jueves. Había más de sesenta, Pero, entre todas, una me había llamado la atención. En primer lugar, porque indicada que se trataba de un grupo de marineros, y también porque iba seguida por las palabras Men Only: Sólo para hombres. Por lo general, los grupos de Alcohólicos Anónimos celebraban sus reuniones en un club o en una sala de fiestas, destinada al uso profano. Era fácil localizar estos lugares de reunión. Pero en el gigantesco Instituto de los Hombres del Mar no ocurría lo mismo. En torno y por encima del inmenso vestíbulo hormigueante de marineros de todos los tipos, millares de habitaciones ocupaban quince pisos y cada uno tenía su función determinada. ¿Cómo descubrir en aquella colmena colosal el alvéolo que, cada jueves, albergaba la reunión de los marineros A. A? Vacilé durante bastante tiempo en medio de una multitud tosca y robusta que se dispersaba por los pasillos y las escaleras, para renovarse inmediatamente. Por fin me

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dirigí a un viejo de cabellos grises, vestido con un jersey de lana negra, que fumaba su pipa apartado de la multitud. — ¿Alcohólicos Anónimos? —Dijo lentamente, entre dos bocanadas de humo—. Ah... sí... a fe... Desde luego, tienen un local aquí.., pero, ¿dónde? Debería preguntar allí abajo —e Indicó vagamente con su pipa un extremo del enorme vestíbulo—. En el cartel donde se anuncian las reuniones, seguramente encontrará la de los A. A. Mientras el viejo hablaba, un hombrecillo enclenque, sobriamente vestido, se había detenido junto a nosotros. Me dijo: —Yo puedo conducirle a la reunión de los A. A. También voy a ella. Me llamo Jim C. y soy alcohólico. Jim tenía ojos claros y pensativos que me miraban ya con esta simpatía cálida, generosa e inmediata que muestran todos los Alcohólicos Anónimos por otro alcohólico o incluso por aquel que se interesa por su problema. Atravesamos el vestíbulo y tomamos un ascensor. El trayecto era largo y complicado. Jim C. tuvo tiempo para informarme de que había nacido en Cork, en Irlanda, y yo para contarle que, para mí primer reportaje, había conocido aquella ciudad en los tiempos heroicos y lejanos en que era el bastión de la resistencia contra la dominación británica, y cuyo alcalde se dejaba morir de hambre en una cárcel de Londres. Jim C. escuchó mis palabras con los ojos semícerrados, como si escuchase un párrafo de la historia sagrada. Luego dijo con sencillez: —Allí tengo una casa... Será la suya cuando usted lo desee, El ascensor nos dejó en el piso donde se reunía el grupo de los A. A. de los hombres del mar. El carácter peculiar de aquellas reuniones acudió entonces a mi memoria. — ¿Por qué las mujeres, a las que se admite en todos los, demás sitios, no lo son aquí? —pregunté a Jim C. Éste rió suavemente y, en tanto que nos metíamos por un largo pasillo al que daban innumerables puertas, me explicó: —Usted que conoció Cork en la gran época, lo comprenderá con facilidad. »Entre los marineros alcohólicos que, para su salvación, se dirigen a nuestro grupo de A. A muchos, verdaderamente muchos, son oriundos de Irlanda, lo mismo que yo. De Irlanda del Sur, desde luego, de la Irlanda libre y católica. Ahora bien, el presidente del grupo es también irlandés, pero de la parte norte, que ha permanecido fiel a la Corona inglesa. Y, por añadidura, es protestante... Recordé por un instante las pasiones políticas y religiosas que llegaban hasta el fanatismo, que desgarraban a Irlanda durante su guerra de la independencia, y cuyo ardor no se ha extinguido. —En efecto, vuestro presidente —dije— es para los otros irlandeses un hereje y un renegado. —Exactamente —dijo Jim C. —. De modo qué los irlandeses recién llegados, que se presentan generalmente borrachos a su primera reunión, se dirigen a él con frases que ya puede imaginar...

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Jim C. rió aún -más suavemente que la primera vez y prosiguió: —Con el tiempo, todo se arregla. En los A. A., todo se arregla siempre porque sólo cuenta la solidaridad contra la enfermedad del alcohol. Pero al principio, Señor, el más grande especialista en obscenidades podría aprender muchas cosas* Jim C. se detuvo ante una puerta semejante a otro centenar de ellas y concluyó con una sonrisa infantil, cautivadora, una verdadera sonrisa irlandesa: —He aquí por qué preferimos que no asistan damas a nuestras reuniones. Sin embargo, la que yo presencié estuvo revestida de una decencia perfecta y, mejor aún, de una sencilla y austera dignidad. En una sala cuyas paredes estaban adornadas con pinturas y grabados que tenían por tema el mar y los barcos, una decena de marineros estaban sentados alrededor de una mesa circular. Aunque hubiese desconocido su profesión, con sólo verlos la hubiese adivinado. Las huellas de todos los vientos y las rutas oceánicas estaban inscritas en sus rasgos, en sus movimientos y en sus miradas. E Incluso si Jim C. no me hubiese presentado al entrar al presidente del grupo, le hubiese reconocido sin vacilación posible. Se acercaba a la sesentena, pero era tan vivaz, tan musculoso, tan seguro de sí 'mismo y de sus adema- nos, que parecía desafiar al tiempo. Tenía un rostro huesudo, franco, de perfil incisivo, digno de grabarse en un medallón. Hablaba de la manera más sencilla y familiar. Sin embargo, su voz, lo mismo que su mirada, inspiraba inmediatamente atención y respeto. Su autoridad se imponía por sí sola, sin buscarlo él. Había nacido para organizar, dirigir y mandar. —Me llamo William F. —me dijo el presidente del grupo A. A. —pero hágame el favor de llamarme Bill, como todo el mundo. Okay? Ocupe el lugar que desee. La reunión es libre. Fui a sentarme a alguna distancia de la mesa redonda para observar mejor a los que se sentaban en torno a ella. La reunión no se parecía a ninguna de las que había tenido ocasión de ver hasta entonces, pese a su número y variedad. No había estrado ni auditorio y nadie se levantaba para contar su vida. Sin duda, los marineros reunidos aquella noche no tenían necesidad de semejantes relatos. Cada uno de ellos lo sabía todo respecto a los otros, y desde hacía tiempo. Habían viajado, dado bordadas y sufrido juntos. La mayoría estaban en la flor de la edad y eran de constitución poderosa, de rostro rudo. ¡Qué cantidad de alcohol —y de qué alcohol— había sido necesaria para obligarles a suplicar gracia, para conducirles a los Alcohólicos Anónimos¡ Y cuántos embarques fallidos representaba esta gestión, cuántos licenciamientos, vagabundeos y reyertas en las tabernas, cuántos sueños amodorrados en el pavimento de las callejuelas portuarias! Todos llevaban señales más o menos visibles de aquellos tiempos terribles: un ligero temblor de la cabeza, manchas rosadas en la piel, una laringitis crónica, nerviosismo de las manos callosas.

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Pero los ojos eran claros y los rostros tenían una gran serenidad. Hicieron uso de la palabra uno tras otro, según el lugar que habían ocupado en torno a la mesa redonda, empezando por el que estaba sentado a la izquierda del presidente del grupo. Sus frases no tenían nada de ideológico o de emocional. Lentamente, pausadamente, daban recetas prácticas, triviales, productos dé una gran experiencia, para defenderse contra la necesidad del alcohol, exacerbada por la vida en el mar y las tentaciones de las escalas. El uno evocaba el sentimiento de soledad, otro la nostalgia de la tierra, otro la inquietud celosa con respecto a una mujer, otro la vanidad: resistir el golpe tan bien como los camaradas. Cada uno, para corroborar sus afirmaciones, tan pronto repetía una máxima fundamental de los Alcohólicos Anónimos como citaba un recuerdo de un viaje difícil o de una escala lejana. Esta exposición circular llegaba casi a su término, Únicamente faltaba la intervención de los dos marineros que se encontraban a la derecha de William F. Eran muy jóvenes y se parecían mucho. Esto no era debido ni a sus facciones, ni siquiera al aire do familia que da una profesión común. Pero temían las mismas mejillas hundidas, los mismos hombros débiles y, sobre todo, la misma expresión angustiada, culpable y, al mismo tiempo, iluminada por una esperanza temerosa a incrédula. Eran unos recién llegados, unos «principiantes», impregnados aún de bebida y semejantes a despellejados en los que la epidermis crece muy delgada, frágil y quebradiza. —Bueno, os toca a vosotros —les dijo William F. con dulzura, con firmeza, Entonces los dos jóvenes, con vacilación y timidez, explicaron sus historias. Eran casi idénticas, pese a que jamás hubiesen navegado juntos. Soñaban en el mar desde su infancia, y se habían embarcado tan pronto como les fue posible. Pero la existen a bordo era mucho más dura de lo que habían imaginado. Los oficiales, los marineros, no les perdonaban una falta, una torpeza. Todo resultaba penoso, rudo, áspero, hostil. Para olvidar esto y también para dárselas de hombres, habían empezado a beber. En seguida le tomaron gusto. Pero su organismo no lo soportaba. Y cuanto menos lo resistían, más necesidad sentían. Pese a su juventud, habían perdido ya sus barcos más de una vez, se habían encontrado en zahúrdas, después de días enteros de inconsciencia, sin dinero, a veces sin ropa... hasta el extremo de que habían acabado por sentir miedo de sí mismos, y como habían oído hablar de los A. A. habían venido... — ¿Qué pensáis de esto, muchachos? —preguntó William F. a los otros. Entonces, los veteranos en navegación y en alcoholismo se dirigieron a los jóvenes con una solicitud que era singularmente conmovedora porque se expresaba en rostros muy duros y en voces muy roncas, Cada uno dio un método, una receta. Pero, para lodos, la salvaguarda esencial era el contacto con otros marineros A. A. —Escribid aquí —decían—. Siempre se os contestará. Si nosotros estamos embarcados, otros camaradas lo harán en nuestro lugar. Y en todos los puertos donde atraquéis, acudid inmediatamente al grupo allí formado. Los hay en todas partes. Bill os hará la lista. Los dos muchachos escuchaban a los viejos marineros, a los antiguos beodos de todos los océanos, con rostros de escolares estudiosos, maravillados.

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La reunión llegó a su fin, la habitación se vació. —Discúlpeme un momento —me dijo William F. —; tengo que firmar unos papeles. Jim le hará compañía. Y todavía queda café. Interrogué a mi amigo de Cork sobre el destino do su próximo viaje. —Ahora navego poco —dijo—. Me ocupo de la recuperación de restos de naufragios. Es un trabajo que resulta. Pronto podré regresar a mi casa, en Irlanda. —Pero, ¿y antes? —pregunté. —¡Oh!, he corrido mucho —dijo Jim. Citó varios puertos lejanos que yo también conocía. Y muchos otros en los que jamás había estado. Traté de hacerle hablar de estos últimos. Replicó meneando la cabeza: —Nada puedo decir de ellos, verdaderamente nada. No vi nada... Me detenía en el primer bar y permanecía en él hasta la marcha de mi barco. — ¿En todas partes? —exclamé. —En todas partes... Eso significaba Hong Kong y Río de Janeiro, Shanghai y Valparaíso, Rangún y Tahití. Jim había pasado por ellos, ciego a los colores, sordo a las canciones, insensible a los aromas. —-Todos los marineros alcohólicos son así —dijo Jim. —Pero, ¿cómo renunció usted a la bebida? —le preguntó. El pequeño irlandés del Sur índico la puerta por donde había salido el corpulento irlandés del Norte y dijo: —Bill... Fue él. Me encontró hecho un vagabundo en los muelles de San Francisco. Le pedí un dólar y al día siguiente otro para comprar bebida. Luego hablamos, entonces, ya me entiende, de marinero a marinero, de alcohólico a alcohólico... —En efecto —dije a media voz, y casi para mí—, Bill... también el... En verdad, pese a la costumbre que empezaba a adquirir en este aspecto, ni por un momento se me había ocurrido la idea de que William F., con su salud perfecta, su autoridad natural, su don de mando, hubiese sido necesariamente —puesto que presidía el grupo— un alcohólico. El aludido regresó poco después. Jim nos dejó. —Me he entretenido más tiempo del que pensaba —me dijo William F. —. Este papeleo nunca termina. —¿Todo oso para los Alcohólicos Anónimos? pregunté. William F. me miró estupefacto, luego se puso ti reír y respondió: — ¡De los A. A. se trata! En esta casa tengo a mi cargo todo el servicio de «marineros de paso». ¿Sabe lo que esto representa? El Instituto de los Hombres del Mar alojó el año

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pasado a más de doscientos treinta mil hombres, manipuló cerca de setenta mil equipajes, sirvió alrededor de novecientas mil comidas. Las cifras caían abundantes, concretas, orgullosas. Y yo, bajo aquel alud, sólo tenía un pensamiento: «Este hombre de rostro soberbio, este hombre que despliega tal actividad, que tiene tal responsabilidad, ¿había sido este hombre un marinero embrutecido por el alcohol?» —Dígame, Bill, usted ha sido alcohólico, desde luego, pero ¿hasta qué punto? —Hasta un punto —replicó William F. con voz clara, y su mirada franca, precisa e imperiosa fija en la mía—, hasta un punto como nunca ha conocido ninguno de los hombres a quienes usted ha visto en la reunión celebrada aquí y que, sin embargo, Dios sabe... Hizo un ademán elocuente y prosiguió: —Era oficial de máquinas, y de los mejores, hoy bien puedo decirlo, pues ya no tiene importancia. Navegué por todos los grandes ríos y grandes lagos de este país y luego por los siete mares, bebiendo cada vez más. Fui expulsado de la marina mercante por embriaguez. Llegó la guerra. Me expulsaron de la marina de guerra por la misma causa. A esto le llamamos liberación infame. Fui a parar al Bowery, entre los vagabundos, los mendigos y los andrajosos. »En aquel momento tuve un golpe de suerte. Encontré un alojamiento. Era el sótano de una casa bastante destartalada, donde la propietaria me dejaba vivir a condición de que mantuviera en funcionamiento la vieja caldera de calefacción que allí había. Hermoso fin de carrera para un oficial de máquinas, ¿no cree usted? »De hecho, no merecía nada mejor. Había llegado al último peldaño de la decencia e incluso de la abyección. En pleno invierno, por todo vestido tenía un mono espantosamente sucio, un jersey que se deshacía y zapatillas con las puntas abiertas. Ya no utilizaba para nada la navaja y el jabón. Sólo comía en contadas ocasiones. ¡Y qué alimento! Todo lo que podía ganar mediante trabajos ínfimos o la mendicidad, se iba en bebida. ¡Y qué bebida! Estaba cubierto de abscesos, de parásitos. Pero todo me era igual, todo excepto la falta de alcohol. William F. seguía mirándome con fijeza. Cerró un instante los ojos para poder imaginar al hombre que me hablaba, de facciones tan vigorosas y nobles, de voz tan clara y profunda, bajo el aspecto de un vagabundo sórdido y repugnante. —Así, pues, una mañana de invierno —prosiguió William F. —, estaba tendido entre mis andrajos, sobro las losas del subterráneo, junto a la caldera, porque hacía un frío terrible. El aire helado entraba por el respiradero carente de cristales, y con él una luz pálida. A mi alrededor había basuras y desperdicios de todas clases de los que los vecinos se desembarazaban generosamente. Me sentía malísimamente. Hacía dos días que no bebía, no tenía ningún empleo en perspectiva, ni tampoco un centavo. »Do repente unos papeles cayeron sobre mi rostro y me sacaron de mi sopor. Era una vieja revista que un transeúnte acababa de tirar por el respiradero como si se tratase de un cubo de la basura. Le faltaba la tapa; la abrí, la hojeé, maquinalmente. Y sin saber aún por qué, mi atención, vagamente confusa, se despertó. Me parecía que allí había un texto que me interesaba personalmente, en el que el autor hablaba de mí,

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»Pues bien, la revista rota que acababa de aterrizar sobre mi rostro tiznado, era el número del Saturday Evening Post, en el que Jack Alexander había publicado su reportaje sobre los Alcohólicos Anónimos. Ya sabe la importancia que tuvo... —En efecto —dije—. Por primera vez, un semanario de enorme circulación hablaba de los Alcohólicos Anónimos. El artículo constituyó un hito en el desarrollo de la asociación. —Exacto —dijo William F.—. Pero necesité todo el día para leerlo» La luz era mala en el subterráneo, y además el alcohol me había vuelto semiciego. Cuando por fin llegué a la última línea, pensé: «Tal vez en eso haya algo para mí.» »Por lo demás, en aquella época, la organización de los A. A., tan completa hoy con sus grupos, sus intergrupos y sus números de llamada, no existía, El único sistema de enlace era un apartado de Correos del que Jack Alexander indicaba su número al final de su artículo. Para enviar una carta debí mendigar a mi propietaria una hoja de papel, un sobre y un sello, Al día siguiente, un hombre, un alcohólico, vino a mi subterráneo... Me habló durante mucho rato y luego me dio la dirección de un pequeño club donde se reunían los A. A... Una extraña sonrisa do ternura distendió la boca de William F., tan firme que parecía casi dura. Dijo con suavidad: —El viejo pequeño club de la calle Veinticuatro. Lo conocía bien. La misma víspera había oído en él la historia de Burt, antiguo campeón de boxeo salvado providencialmente de una recaída alcohólica mortal gracias a la llegada de tres boy-scouts. William F, prosiguió: —Para ir al pequeño club, debí pedir otro préstamo a la propietaria de la casita cuyo subterráneo yo ocupaba. No tenía con qué pagar el billete del Metro... William F. se levantó e irguió sus anchos hombros. Su rostro expresaba fuerza, energía y serenidad. —En ese pequeño club —dijo— empezó mí retorno a la vida... Y ahora, aquí me tiene… Su amplio ademán borraba las paredes de la habitación, abarcaba el gigantesco edificio donde tenía a su cargo a miles y miles de marineros llegados de todos los puertos del mundo. —Es usted un hombre dichoso —dije a William F. Por primera vez, vi alterarse y como descomponerse aquellas facciones que parecían inaccesibles a la fatiga y al desaliento… Esto duró sólo un momento y la voz de William F. era clara y firme cuando me respondió: —No..., ¡no soy feliz... Pago... en la persona de mí hija. Tiene veintiocho años y, en realidad, no la conozco. Su madre, es decir, mi esposa en la época en que empecé a embriagarme demasiado, así lo ha querido. De origen alemán, era una puritana implacable. Para ella yo fui, desde mis primeros excesos, un hombre marcado, despreciable, muerto. Ha educado a nuestra hija con este espíritu. Todas mis cartas a la

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niña eran destruidas sin ni siquiera leerlas. Finalmente, hace tres años, me enteré de que mi hija era profesora en un colegio del Middle West. Fui a verla. No dio gran resultado. Pero de todos modos estuve junto a ella y, sin duda, ella vio en mí a otro hombre que aquel del que le hablaba su madre.., William F. calló y extrajo de su billetero un recorte de un diario local. En él aparecía la fotografía de una joven hermosa y apacible que había obtenido una distinción universitaria, William F. la contempló largo rato, luego la dobló con sumo cuidado. Si, pago muy caro —dijo—. Y es lo justo. La Providencia ha hecho ya demasiado por mí cuando, para sacarme de la tumba, envió al fondo de un subterráneo innoble aquel viejo número del Saturday Evening Post. Cuando estuve fuera deambulé durante un buen rato por la escollera. Seguía pensando en Burt y en los tres muchachitos que habían llamado a su puerta, «por azar», en el instante crucial... Pensé en William F. y en lo que habría sido de él si un transeúnte no hubiese tirado, «por azar», una revista rota en el respiradero de un subterráneo. Del cielo nocturno se desprendían gaviotas que picaban hacia las olas oscuras, como hojas blancas, como mensajes indescifrables del destino.

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XI LUZ VERDE

Tenía unos cuarenta años y un rostro encantador: suave, enérgico y distinguido. En su vestido oscuro, de gran elegancia, llevaba prendida al hombro derecho una flor de colores vivos y ligeros. -Soy Doris H. —me dijo—, secretaria general del Intergrupo. En todas las ciudades importantes de los Estados Unidos, los Alcohólicos Anónimos tienen un organismo quo lleva este nombre. Abierto cada día, incluso los domingos y festivos, tiene por finalidad recoger las llamadas de socorro que lanzan los alcohólicos que ya no pueden más (o sus familias desesperadas) y acudir inmediatamente en su ayuda, El de Nueva York, el más importante, estaba dirigido por la mujer esbelta, de facciones agradables y correctas, que me acogía. Así, en. el curso de mi extraño viaje por el universo de los Alcohólicos Anónimos me encontraba una vez más frente al mismo hecho paradójico. La persona —hombre o mujer— a quien me dirigía justificaba ampliamente, por sus medios físicos, intelectuales y espirituales, las responsabilidades más complicadas de que estaba encargada. Al mismo tiempo y sin ninguna duda posible, puesto que pertenecía a los Alcohólicos Anónimos y ocupaba un alto cargo, había sido, en una época determinada de su existencia, un ser deshecho, embrutecido por la bebida, una ruina, un pingajo. No era necesario que Doris H. me contara su vida para que estuviese seguro de ella. No tenía más que recordar a Eve M., que se ocupaba de las relaciones exteriores; de William F., que dirigía los servicios para los marineros de paso en la inmensa mansión de los hombres de mar; de John M., que presidía las reuniones del Bowery; de Bill W., en fin, fundador, pionero y organizador de los Alcohólicos Anónimos. Antiguos vagabundos o inquilinos de las cárceles y de los asilos mentales. —Estoy a su completa disposición —prosiguió Doris H. —. Pero pienso que lo que más le conviene a usted es mirar, escuchar, interrogar a su libre albedrío. Instálese donde le plazca. —En efecto —repuse. —Buena suerte —dijo Doris II., sonriendo. Se inclinó sobre las fichas, los dibujos, los gráficos, los folletos que cubrían toda la superficie de la enorme mesa en la que trabajaba. Este movimiento hizo pasar un escalofrío luminoso por los pétalos de la flor que llevaba en el hombro. Porque Doris H. estaba junto al único orificio por el que penetraba la claridad, y que era un respiradero. En efecto, el Intergrupo de Nueva York tenía su local en un subsuelo. Se llegaba a él bajando varios escalones excavados junto a la calle Treinta y Nueve Este, comercial, populosa y bastante triste; en resumen, semejante a tantas otras del barrio sin lujo de Manhattan. Se componía de una habitación muy larga y de una pequeña pieza provista de tres butacas deslucidas, a un extremo de la cual se abría un minúsculo jardín adornado con un único árbol desmirriado.

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Como en todas las dependencias de los Alcohólicos Anónimos, la modestia de ésta lindaba con la pobreza. Pero también allí resultaban sorprendentes la actividad y la eficacia. Aparte de Doris H., quien con sus documentos y sus archivadores estaba en un estrado ligeramente más alto, cuatro personas se hallaban sentadas a cuatro mesas diferentes: una mujer y tres hombres. La mujer —cabellos grises, gafas, vestido y rostro austeros— situada junto a la plataforma de Doris H., manejaba las clavijas de una pequeña centralita telefónica. Uno de los hombres ocupaba el centro de la habitación, detrás de una mesa cubierta de paño verde, Tenía la cabeza huesuda, exangüe, amarillenta, y ojos un poco extraviados. De su espalda inclinada, encorvada, surgía una ligera giba. Otras dos mesas, igualmente cubiertas de paño verde, encuadraban la puerta que conducía a la pieza de gastados sillones y al jardincillo melancólico. En la de la izquierda había un viejecito canoso y encantador, lleno de campechanía, de dulzura y de sensatez. Su vecino, en contraste, muy alto, de hombros y torso atléticos, de cuello grueso, de barbilla firme, mirada franca, valerosa y alegre tenía, pese a sus sienes plateadas, una expresión singular de juventud, do despreocupación, e inspiraba inmediatamente simpatía, confianza viril. Instintivamente, me dirigí a él. Cuando me hube presentado, me ofreció la sonrisa amplia y luminosa que sentaba bien a su rostro. —Perfecto —dijo—, yo también soy periodista, en el Daily News. Me llamo Arthur H., pero, puesto que trabajamos en el mismo racket, más vale que uno llame Art, y dejémonos de cumplidos. Rellenó su pipa, Yo me senté frente a él, al otro lado de la mesa, sobre la que había un teléfono. —Por lo que a mí concierne, conoce usted ya mi profesión —prosiguió Art—. La persona que está en la centralita es enfermera. El jorobado lleva los libros de contabilidad en una cervecería. El viejecito es ascensorista de hotel. — ¿Todos vienen aquí gratuitamente? —pregunté, —Todos, y siempre —dijo Art—. Excepto Doris, desde luego. Ella forma parte del personal fijo de los A. A. Para ella es un trabajo regular, durante todo el año. Los otros dan el tiempo que pueden robar a su profesión, a sus ocios, a su familia, — ¿Y usted, por ejemplo? —pregunté entonces. —Paso en el Intergrupo todos los jueves —repuso Art—. Es mi día libre en el diario. —Sin embargo, es usted casado —dije indicando su alianza. — ¡Oh!, mi esposa actual comprende esto muy bien —dijo Art con una ancha sonrisa—. Ella también es A. A. Art encendió lentamente su pipa; luego, entre dos bocanadas, prosiguió:

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—En cuanto al método que empleamos, es de una sencillez infantil. ¿Ve esas tres bombillas encima de la telefonista? ¿Una blanca, una roja y una verde? Cada uno de los colores corresponde a una de las mesas. La verde es la mía. Cuando suena el teléfono, alzo la cabeza. Si la bombilla que se enciende es para mí, atiendo la llamada. — ¿Y entonces? —Entonces me hago dar la dirección del alcohólico (hombre o mujer) que pide socorro, y luego... Art se levantó, irguió su enorme cuerpo y, en dos zancadas, situóse ante un inmenso plano de Nueva York, que cubría toda una pared. Por sus divisiones y por las banderitas clavadas en el centro de cada fragmento, parecía un mapa de operaciones militares: zonas con los límites estrictamente definidos. Cuartel General. Puesto de Mando, nombres en clave. En este plano —dijo Art— localizo el barrio a que pertenece la calle de mi alcohólico y, entre nuestros centenares de grupos repartidos en Nueva York, el que corresponde a dicho barrio. ¿Entendido? —Entendido. ¿Y luego? —Luego… Art volvió a su mesa, abrió un cajón, sacó un volumen tan grueso como el anuario telefónico y continuó: —En este tomo están inscritas, para cada grupo y para cada día, las personas, hombres y mujeres, que se mantienen alerta, dispuestos a correr allí donde les envíe la persona de guardia en el Intergrupo. A partir de ese momento, es el visitante quien debe actuar. A mí sólo me queda inscribir en una ficha el nombre, la dirección, en fin, todos los detalles que so me han dado, y entregarla a Doris para su archivo. Pregunté: — ¿Llaman frecuentemente? —Varía mucho —-dijo Art—. A veces, incesantemente. Otras, como hoy, hay calma. En este caso, se tiene tiempo de charlar con los clientes que vienen a visitarnos. Sin levantarse, Art inclinó su torso hacia la puerta junto a la cual se encontraba su mesa y gritó en dirección a la salita de las butacas deterioradas: — ¡Eh, amigo, acérquese un poco! Entonces, de una de las butacas surgió un cuerpo miserable, hasta entonces acurrucado tras el respaldo y por lo tanto invisible. El hombre avanzó hacia nosotros con pasos titubeantes. Cuando estuvo a nuestra altura, debió agarrarse a la mesa para conservar el equilibrio. Carecía de edad: lo mismo podía tener cuarenta que sesenta años. La barba áspera que se le comía las mejillas macilentas no tenía color definido. Tampoco sus ojos, apagados por un vaho lacrimoso e inyectado en sangre. La americana, lamentable, abrochada sobre la piel, dejaba ver las clavículas protuberantes y un cuello descarnado.

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Art ofreció una silla al vagabundo, quien se dejó caer en ella. Este movimiento bastó para que de su cuerpo se desprendiera un olor innoble a grasa agria, a sudores nunca lavados y a esa fetidez del alcohol que ha impregnado todas las células de su organismo. Contuve la respiración. Este reflejo de repugnancia me avergonzó, pero no pude evitarlo. En cuanto a Art, estaba bien claro que no experimentaba asco alguno ante aquel desdichado, y, cosa más extraña aún, piedad alguna. Lo que yo leía en su rostro era una camaradería sencilla y jovial. — ¿Qué tal? ¿Vamos resistiendo, amigo? —preguntó al vagabundo,. —Es largo —suspiró el hombre, sin separar los labios pegados a las encías. Bajó la mirada hacia sus manos temblorosas y dijo con sonrisa de pordiosero: —Un vasito me ayudaría a esperar. Art sonrió de buena gana, con franqueza. —Claro que sí, amigo. Claro que sí, Y luego otro, y otro. —Tiene usted razón —dijo humildemente el vagabundo—. He venido para curarme. Las manos le bailaban sobre las rodillas. Saque del bolsillo un paquete de cigarrillos y ofrecí uno al individuo. Este lo cogió con un agradecimiento y una voracidad patéticos y aspiró glotonamente las primeras bocanadas. —Valor, amigo —le dijo Art—, Cuando termine mi guardia aquí, te llevaré a casa de un médico. Te desintoxicará y todo irá bien. —Ya no tengo apetito, ya no puedo comer nada —dijo el mendigo. —Antes de una semana soñarás con un grueso solomillo —dijo Art. —Un solomillo... Imposible —repuso el vagabundo. Entreabrió los labios. No tenía ni un diente. —Entonces, será con una albóndiga —dijo alegremente Art. Su sonrisa era contagiosa. El pordiosero rióse a sacudidas y luego se enjugó los ojos lacrimosos y sanguiñolentos con el dorso de la mano. En su rostro lamentable aparecía algo de esperanza. Dijo: —Esta vez estoy bien decidido, ¿sabe? Esta mañana, cuando salí del Bowery, di un rodeo para evitar ese bar de la Segunda Avenida donde podía beber a crédito. —Conozco muy bien ese bar —dijo Art, llenando su pipa. Sonó el timbre del teléfono. La telefonista respondió. Encendiese la lámpara blanca. El hombre calvo y algo giboso que estaba sentado en el centro de la sala atendió la llamada y, con pasos menudos trotó hasta el gigantesco mapa de Nueva York. Yo también lo estudié, pero por otro motivo. Estaba calculando la distancia que separaba el Bowery de la calle Treinta y Nueve, donde estaba el Intergrupo. Era enorme. — ¿Ha hecho el camino a pie? —pregunté al vagabundo.

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—Desde; luego —dijo Art sonriendo—. Si hubiese tenido dinero para el Metro no estaría aquí, sino en un bar. Para venirnos a ver hay que estar verdaderamente a la última pregunta, ¿No es cierto, amigo? El vagabundo asintió débilmente con la cabeza. Lo contemplé con mirada de incredulidad. ¿Cómo era posible que aquel hombre esquelético, agitado por los escalofríos, que desde hacía mucho tiempo no había tomado una verdadera comida, hubiese podido andar horas y horas, tropezando y vacilando a través de la ciudad, hormiguero inmenso e implacable? Art sorprendió la expresión de mi rostro y dijo: —Pues sí, así es. Ignoro de dónde extrae las fuerzas el alcohólico más abatido, más moribundo, pero parecen inagotables. Yo mismo, por ejemplo, cuando vivía en el Bowery... — ¿Usted? ¡No! Había pronunciado inconscientemente estas palabras, hasta tal punto se rebelaban mis sentidos ante la imagen que evocaba Art. Aquel hermoso rostro tranquilo, vigoroso, espiritual, aquella alegría magnífica, aquel cuerpo atlético, aquel precioso calor humano, y el Bowery, el barrio del fin de los seres, el infierno helado de los borrachos sin esperanza, de los «mendigos sin pudor, de los espectros andrajosos e hirsutos» La risa de Art sonó más clara que nunca. —Ya lo creo, el Bowery —dijo—. ¿Adónde quería que fuese? Todos los diarios de Nueva York, uno detrás de otro, me habían puesto de patitas en la calle y, sin embargo, había empezado bien. A los dieciocho años era ya periodista, y se abría ante mí un risueño porvenir... Pero el porvenir se quedó en el fondo de las botellas y me convertí en pensionista de los antros piojosos del Bowery, como él. Art señaló con su pipa al vagabundo, que se había acurrucado en una silla, junto a nosotros. Y su actitud con respecto al desdichado se me hizo muy clara: la falta de repugnancia, la falta de conmiseración, la camaradería espontánea, el tosco auxilio, el amor fraternal. Y al mismo tiempo comprendí por qué e1 vagabundo se encontraba tan a sus anchas con Art, y porque lo escuchaba como se escucha a la esperanza. Tanto si lo cree como si no —continuó Art—, a menudo me encontré en un estado físico peor que el del amigo. Esto no me impedía recorrer a pie muchos kilómetros, si tenía la probabilidad de encontrar al final del trayecto un sitio donde beber a crédito o alguien a quien dar un sablazo. Recuerdo sobre todo un día de invierno en el que atravesé está condenada ciudad vestido de harapos, con los zapatos agujereados, sin nada en el estómago, con los ojos legañosos, en medio de una tempestad de nieve y un viento terrible que cegaba y aplastaba contra las paredes a las personas normales. Sonó el teléfono. Se encendió la bombilla roja. El dulce viejecito respondió a la llamada. —-La próxima vez será la mía —dijo Art. Aspiró el humo de su pipa, tranquilo, dueño de sus músculos y de sus nervios. Pero yo veía un gran cuerpo descarnado, cubierto de harapos, que vacilaba de un extremo a otro

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de Nueva York, bajo las ráfagas blancas y duras del blizzard, cual un fantasma alucinado.

* * * Adelantaba la tarde. La luz del día penetraba más amortiguada por el respiradero del subsuelo donde los Alcohólicos Anónimos habían establecido su Intergrupo de Nueva York. En aquel lugar sorprendente, centro de acogida, de distribución y de ayuda, hacia el que los intoxicados de la inmensa ciudad que ya no podían resistir más lanzaban sus gritos de socorro con el fin de salir de su infierno se distinguían con menos claridad las facciones de las cuatro personas que, para servirles sacrificaban aquel día sus ratos de ocio y de descanso: la enfermera en la centralita telefónica. y luego, en sus mesas respectivas, el contable pálido y giboso, el agradable viejecito, ascensorista de profesión, y, por fin, Art, el periodista del Daily News con el que yo conversaba. Art echó hacia atrás su enorme cuerpo, alargó un brazo musculoso y apretó un botón. Una luz muy viva surgió de la lámpara. El vagabundo, que estaba sentado entre nosotros, se acurrucó bruscamente sobre sí mismo como si hubiese sido golpeado en pleno rostro y se llevó las manos a sus ojos estriados de vasos sanguinolentos. Art se inclinó hacia la puerta más próxima y llamó: — ¡Ben! De la pequeña habitación que, por contraste, se había vuelto repentinamente oscura, surgió un hombre muy joven, casi un adolescente. Era extremadamente delgado y sus ojos demasiado brillantes parecían perdidos en el fondo de unas órbitas demasiado hondas. Preguntó con ardor: — ¿Puedo servirle de algo? — ¡Ya lo creo, hijo! —le dijo Art sonriendo—, Vas a llevar a nuestro compañero a la sala de espera. En ella estará mejor hasta que yo pueda llevarle a casa del médico. Y prepárale café bien fuerte y bien caliente, ¿eh? —Desde luego, Art. Desde luego —exclamó el muchacho. Ayudó a levantarse al vagabundo y salieron juntos. Art le siguió con la mirada y dijo: —Hay que dar a los principiantes la impresión de que son ya útiles y necesarios mediante pequeñas tareas. Ya conoce nuestro refrán: ayudando a los demás, uno se ayuda sobre todo a sí mismo. Lo sorprendente es que ese pequeño sea ya capaz de hacerlo. Hace tres días que estaba aún impregnado en alcohol. Desde luego, se notan los rasgos. Pero ahora irá aprisa. A su edad, todo resulta fácil. Art volvió a reír de buena gana. —Más hubiese valido que yo hiciese como él —prosiguió—, siquiera tengo la excusa de haber ignorado la existencia de los Alcohólicos Anónimos en sus principios. Hace más de veinte años que un camarada me llevó a casa de Bill W., el fundador de la asociación, un hombro formidable. ¿Le conoce usted?

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—Nos hemos visto varias veces —dije—. Me ha contado sus comienzos. Los A. A. sólo contaban por entonces con un centenar de miembros, y se reunían en una pobre casita de Brooklyn que los suegros de Bill le habían prestado. —Exactamente —dijo Art—. Pues bien, cuando yo me presenté allí, más andrajoso y pestilente que el compañero —Art indicó con un ademán la salita a donde se había retirado el vagabundo—, llevaba un frasco lleno de la bebida que se encuentra en el Bowery, un verdadero veneno. Y en tanto que Bill y los otros me hablaban como hermanos y trataban de salvarme, yo vaciaba la botella bebiendo directamente de ella. Tuvieron que sacarme. Como buen irlandés, empezaba a buscar camorra. Y regresé al Bowery, a sus antros piojosos, y sus estrellas sin esperanza. Y a la cárcel. Y a las crisis de delirium. Pregunté: — ¿Qué fue lo que finalmente le impulsó hacia los Alcohólicos Anónimos? ¿La miseria? ¿Una enfermedad? ¿Una mujer? —Nada de eso —dijo Art—. La mujer con la que estaba casado, me abandonó mucho antes, ¡y qué bien la comprendo ahora! ¿La miseria? En esta ciudad siempre es posible encontrar algún trabajito de unas pocas horas, o a un primo a quien pedirle el dinero que permita comprar el vitriolo necesario. ¿La salud? Era de hierro. — ¿Y pues? Art apartó la pipa de sus labios y contempló un instante las ascuas que ardían en la cazoleta. Su rostro había adquirido una belleza singular. —Llegó la guerra —dijo—. Yo amaba profundamente este país y odiaba todo lo que representaba Hitler. Me alisté, pensando: «He aquí el momento de demostrar que un borracho puede ser un hombro,» En el campo de instrucción, durante dos meses, sólo bebí agua. Me sentía más fuerte que Hércules, estaba orgulloso de ser soldado, me sentía satisfecho de mí mismo. Y entonces nos dieron permiso para un fin de semana. Cogí una borrachera atroz. Me expulsaron del ejército por «indignidad». Sí, era indigno de defender a mi patria. Cuando comprendí esto, comprendí al mismo tiempo, para emplear nuestra jerga A. A., que había llegado a lo más bajo... Y era preciso que me remontara, que saliera a la superficie. Art había pronunciado aquellas frases con la sencillez, la despreocupación y la suavidad que le eran peculiares. Pero se adivinaba en no sé qué vibraciones del rostro y de la voz, cuánto había debido sufrir en su orgullo viril un hombre como él, hecho de fuerza y de valor. Art encogió sus hombros poderosos, púsose a reír y dijo: —Como ve, hay personas que necesitan por lo menos una guerra mundial para conseguir no emborracharse. Sonó el timbre del teléfono. La telefonista enchufó una clavija. De las tres bombillas eléctricas fijadas a la pared, se encendió la verde, que correspondía a la mesa ocupada aquel día por Art. —Ahora me toca a mí —dijo mientras descolgaba el receptor de su aparato.

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Escuchó con gran atención, hizo repetir un nombre y un domicilio, los anotó con cuidado y luego contestó: —Muy bien. Resista, Llegará alguien dentro de una hora a más tardar. Art acercóse al inmenso plano de Nueva York que cubría toda una pared y, al tiempo que buscaba las coordenadas de la calle que se le había indicado, me dijo: —Es un individuo que sale desintoxicado del hospital por sexta vez, Hasta ahora había creído que podría curarse solo. Pero por fin ha comprendido y, como ve acercarse la noche y con ella la angustia y la fiebre de beber, quisiera a un A. A. que le ayude. Cuando Arl hubo localizado en el plano la banderíta que indicaba el grupo que necesitaba y que se encontraba en Queens, barrio muy alejado de Manhattan donde nosotros estábamos, regresó a su mesa a consultar el grueso registro. Allí estaban inscritos, para cada día de la semana, los nombres de los miembros de cada grupo que pasaban voluntariamente, gratuitamente, su reposo semanal junto al teléfono para esperar el grito de alerta, el S.O.S. de un alcohólico en apuros,. Las dos primeras llamadas que hizo Art no obtuvieron respuesta. —Esas personas han sido llamadas directamente por otros clientes en dificultades —dijo Art. Consultó el grueso libro, marcó otro número. Esta vez encontró al que buscaba. Le dio los informes necesarios, colgó, llenó su pipa, alargó sus largas piernas y suspiró: —El cliente estará en "buenas manos, se adivina esto por el tono de la réplica. La bombilla blanca y la bombilla roja se encendieron casi simultáneamente. El contable jorobado y el viejo ascensorista hicieron lo mismo que Art. —Se acerca la noche y los borrachinés se azaran —dijo Art. —Pregunté — ¿Hasta qué hora permanecen con ellos sus asociados? —El tiempo que es necesario —dijo Art—A veces hasta la mañana. Luego se van a su trabajo. Un ruido de pasos torpes y pesados resonó en los escalones que desde la calle descendían hasta el subsuelo. La puerta se abrió bruscamente y un hombro bajo, rechoncho, sin corbata, con el cabello espeso, gris e hirsuto, penetró en la habitación. Sus ojos inyectados en sangre, semicerrados y recelosos, la examinaron con una mirada circular. Se detuvieron un Instante en el contable jorobado y luego en Art. El hombro lanzó un juramento obsceno, dirigido tanto al uno como al otro. No le agradaban. Entonces, con una determinación fiera que le contrajo las mandíbulas y le endureció la barbilla, pero que no consiguió asegurarle las piernas, avanzó titubeante hasta la mesa ocupada por el viejo ascensorista y dejóse caer en una silla. El simpático viejecito se acarició lentamente sus mejillas sonrosadas. En el fondo de su mirada tierna y maliciosa parecía flotar una nube de recuerdos. —Condenada borrachera, ¿verdad? —preguntó con dulzura—. ¿En qué puedo servirle?

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—El hospital Towne —respondió el visitante. Su voz era ronca, áspera, torpe y discordante. —Quiero que me lleven al hospital Towne. Inmediatamente. —La idea no es mala —dijo el ascensorista—. Pero, ¿está dentro de sus posibilidades? Yo acababa de hacerme la misma pregunta. El hospital Towne era una clínica particular de desintoxicación que trabajaba en íntima relación con los Alcohólicos Anónimos, sin tratar de obtener beneficios. Por tal motivo, la cura allí sólo costaba una suma relativamente modesta. Pero hacía falta tenerla. Y seguramente sobrepasaba los recursos del beodo sin afeitar, sin lavar, de ropa grasienta y llena de manchas sospechosas que exigía ser hospitalizado en el acto. Irguió su cabeza y preguntó: — ¿Mis posibilidades? ¿Posibilidades de qué? —De pagar su estancia en el Towne —respondió el viejo ascensorista. —Tengo dinero suficiente para pagar lo que me plazca, entérese bien —exclamó el borracho. Hizo un ademán maquinal hacia uno de sus bolsillos, pero inmediatamente dejó caer la mano y rezongó: —No lo llevo encima, evidentemente. Si me quedara aunque sólo fuera un cuarto de dólar, estaría aún bebiendo. Pero no tiene más que informarse en mi casa. Dio su nombre, su dirección y su teléfono. Aquel barrio era uno de los mejores y más lujosos de Nueva York. Me volví hacia Art, que seguía esta escena fumando en su pipa, y le pregunté: —Para vivir ahí donde dice hay que ser rico, ¿verdad? —En efecto —dijo Art—Este cliente puede muy bien tener millones. Hemos visto a otros aún más ricos que él que han llegado a un estado todavía más lamentable. —Pero, ¿por qué? —Al final de una borrachera terrible que ha durado días y días, sienten miedo de sí mismos. Saben que por sí solos no tendrán valor para renunciar al alcohol. El viejo ascensorista colgó el teléfono. —Muy bien —dijo al beodo—. Todo está en regla. Le conduciré al Towne así que haya terminado aquí, —Pero... —No hay pero que valga —dijo el viejecito encantador, y su voz, dentro de su suavidad, tuvo de repente una firmeza sorprendente—. Pase a la sala de espera y tome café. Cogió a su «cliente» por el brazo, y el millonario fue a reunirse con el vagabundo. La lámpara verde parpadeó por encima de la telefonista. Art se llevó el auricular al oído. Al cabo de unos instantes dijo:

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—Lo comprendo muy bien, doctor... Entendido, doctor... Le prometo que dentro de poco llegará alguien ahí, En tanto que Art anotaba el informe qué acababa de recibir, le pregunté: — ¿Un médico alcohólico que necesita socorro? —El caso ocurre más a menudo de lo que usted so imagina —dijo Art—. Pero ahora se trata de algo distinto. No es para él que llama el doctor, sino para su hermano. Médicamente, moralmente, ya no puede hacer nada más. Sólo confía en los A. A. El hermano está de acuerdo. Art se fue hacia el gran plano de Nueva York, situado cerca de la escalera que conducía a la calle. Mientras lo consultaba, entraron dos hombres a los que saludó amistosamente. Estaban bien nutridos, vestidos con cuidado y opulencia, y eran de edad madura. Uno de ellos ocupó el sitio del jorobado y el otro el de la telefonista. —Ha llegado la hora de que la enfermera regrese a su servicio y el contable a sus libros —dijo Art acercándose de nuevo a su mesa—. Estos dos individuos son importantes agentes de Wall Street. También son A. A. Han terminado su trabajo y cogen el relevo. Y el Intergrupo siguió funcionado según un método, una rutina que gobernaba su trabajo cada día del año, desde hacía muchos. Dos hombres muy ricos habían sustituido en sus puestos a dos voluntarios sin fortuna. Esto no constituía ninguna diferencia. Ellos eran sencillamente unos alcohólicos y su tiempo disponible pertenecía a todos los demás alcohólicos sin excepción, tanto si estaban desprovistos del menor bien en este mundo o, por el contrario, eran poseedores de las más considerables fortunas, como los dos enfermos reunidos en la salita de las butacas desvencijadas, El financiero que sustituía al empleadillo jorobado tenía una constitución opulenta, manos elegantes y un bigote fino, cuidadosamente engomado. Su mesa, en el centro de la sala, era la más próxima a la puerta de entrada a la otra habitación. Por eso debió ocuparse de un mulato joven y delgado que bajó la escalera con andar felino, silencioso, con un estuche de guitarra bajo el brazo, y cuya piel muy lisa y suave parecía del mismo material y del mismo color que su traje de terciopelo ligero. El músico dirigió a su alrededor una mirada de animal herido, avanzó con paso inseguro, pero siempre armonioso, hacia la primera persona que estaba a su alcance, y se detuvo. El hombre de Wall Street se pasó un dedo manicurado por el bigote y dijo: — ¡Hola, muchacho! ¿Qué podemos hacer por ti? —Vengo a descansar —dijo el músico negro. Se humedeció los resecos labios con la lengua y prosiguió: —He bebido tanto desde hace cuatro días y cuatro noches que me tiembla la mano en la guitarra, Si permanezco solo, no sabré detenerme. Quisiera que me ayudara. El hombre de Wall Street continuaba alisándose su bigote engomado. Contempló en silencio al joven negro con una mirada que expresaba a la vez cordialidad, diversión y severidad. Preguntó de repente: — ¿No llevas nada encima?

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—Yo... No... Nada en absoluto —dijo el guitarrista. Había vacilado demasiado, —Dámelo en seguida —ordenó el financiero. Su voz tenía la autoridad del gran jefe, acostumbrado a la obediencia inmediata. La mano que acariciaba el bigote se alargó imperiosamente hacia el joven negro. Éste, como hipnotizado, se sacó del bolsillo posterior del pantalón un frasco plano repleto de whisky y lo colocó sobre la mesa. —Perfecto —dijo el hombre de Wall Street—. Pasa a la habitación de atrás. Encontrarás café. El músico negro cruzó ante nosotros. — ¡Hola, Herb! —dijo Art—. ¿Estás decidido esta vez? —Todavía no lo sé —repuso el músico. —¡Ben, cuídalo mucho!. —-gritó al «principiante» el corpulento irlandés. —Desde luego, Art, puede estar tranquilo —repuso Ben. Art vació su pipa y me dijo: —Herb es un habitual. Después de cada borrachera viene aquí... y luego vuelve a las andadas. Algún día vendrá en serio. En la miserable sala de espera, un inseguro acorde de guitarra vibró, gimió, y una voz suave como el terciopelo se puso a canturrear un blues.

* * * Hubiese querido permanecer indefinidamente en el subsuelo de la calle Treinta y Nueve. Su extraordinaria rutina me fascinaba. Pero tenía otra cita, cuando me disponía a salir, la bombilla verde se encendió una vez más para Art. —Sí, ya comprendo—dijo por el micrófono, con su calma habitual—. Inmediatamente después de un ataque de D.T. Pero tiene usted miedo de que al llegar la noche... Sí, ya comprendo. ¿La dirección? Muy bien. Es mi barrio. Yo mismo pasaré. Art colgó y dijo, más para sí mismo que para mí —Entre aquí y mí diario dispongo de dos horas. Supongo que habrá bastante... O, si no, llamaré a un compañero. — Pudría acompañarle? —pregunté. Me contempló sonriente y dijo: —La fiebre del periodismo, ¿eh? ¡Imagínese sí me haré cargo! Pero no hay nada que hacer. — ¿Por qué?

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Art se echó hacia atrás, con el respaldo de su silla apoyado en la pared, como si quisiera materializar la distancia que separaba nuestras condiciones orgánicas. —Porque, amigo mío, un alcohólico, y sobre todo cuando está en crisis, no puede ver, oír, soportar, más que a otro alcohólico. Sólo a él se confiará. Sólo aceptará sus consejos. Sí sí, de acuerdo, usted ha bebido mucho en su vida, ha cometido disparates y ha conocido amaneceres difíciles. Pero usted no es alcohólico. Y el cliente a quien iré a ver lo «sabrá en seguida. A este respecto tenemos un sexto sentido, créame. Art rió de nuevo y prosiguió: — ¿Se figura que el compañero del Bowery no ha adivinado que le daba asco? Tal vez no tenga conciencia de ello, pero le ha penetrado por los mismos poros que desprendían su olor putrefacto. Con usted nunca se portará como conmigo. Sin embargo, a simple vista yo parezco tan sano como usted, ¿no? E incluso, según las reglas generales, de nosotros dos yo no bebo más que agua. Pero yo he sido del Bowery, y el compañero que viene de allí no necesita que yo se lo diga para saberlo. Esto se adivina por la manera de comprender, de responder, en fin, del sexto sentido... Art meneó la cabeza. Ya no reía. —El pobre muchacho que acaba de salir del D.T. no constituirá un espectáculo agradable —continuó—, No puede imaginar lo que es un alcohólico en plena erupción. La habitación innoble, sórdida, la mezcla de sudor, de ginebra barata, de fiebre, de vómitos. La ropa sucia esparcida por todas partes, con las botellas vacías por el suelo, las botellas llenas al alcance de la mano, por miedo a quedarse sin bebida. Pues bien, incluso aunque el muchacho esté aún mareado, me reconocerá como a un hermano, y también a uno de esos repulidos agentes de bolsa que huelen a colonia cara... En tanto que a usted, no. Se lo repito, no hay nada que hacer, amigo. La expresión decepcionada de mi rostro hizo reír a Art a carcajadas. Me dio una palmada en el hombro y prosiguió: —Para consolarle, voy a darle una buena historia, como se dice en nuestra jerga. Hela aquí: un, cliente, en el límite de sus fuerzas, telefonea aquí pidiendo socorro urgente. Se le envía a alguien. Entretanto, el borracho ha vaciado otra botella. Cuando el A. A. llega a su casa, ya no recuerda haberlo llamado. Coge su escopeta de caza y mata al A. A. »Juzgan al homicida. La mujer de la víctima le defiende con todas su fuerzas» Sabe que hay que disculparlo, dice. No es más que un enfermo. Su marido, en la época en que bebía como un loco, hubiese podido cometer el «mismo crimen durante una crisis, resultado: el homicida se libra con un año solamente. En la actualidad es uno de los mejores A. A. de los más seguros. En el momento en que me despedía de él, Art me detuvo: —Sin embargo, puedo llevarle a un lugar interesante para un periodista. El gran hospital de alienados: Bellevue. Los A. A. tienen allí un grupo y yo he de hablar en él el próximo jueves. Sonó el teléfono. El agente de bolsa que se cuidaba de la centralita enchufó una clavija. Luz verde.

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— ¡Al habla! —dijo Art

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XII Sing Sing

Al borde do la acera, escrutaba el oleaje movible y policromo de los automóviles, apretados unos contra otros. Tres días antes, Eve M., encargada de las relaciones de los Alcohólicos Anónimos con la prensa, me había dicho: —Preste atención el domingo próximo. El coche sólo podrá detenerse un instante. Así, pues, sea puntual: a mediodía pasará un «Chevrolet» negro, modelo 58, conducido por un hombre alto y delgado de cabellos grises. Se llama Arthur G. Está sobre aviso y le admitirá a usted. Estas instrucciones, pese a lo que pueda parecer, no encerraban ningún misterio. Se debían únicamente al hecho de que, en la esquina de la calle Cincuenta y Siete con la Quinta Avenida, donde se encontraba mi hotel, la circulación era torrencial y estaba prohibido el estacionamiento. Sin embargo, en aquella cita había una característica peculiar. El «Chevrolet» negro y el hombre de cabellos grises debían conducirme a la prisión de Sing Sing. En efecto, era allí, detrás de las gruesas paredes de las puertas siempre cerradas y de las ventanas provistas de rejas, que iba a celebrarse la reunión de los Alcohólicos Anónimos a la que debía asistir. Mientras observaba la hilera de vehículos, recordaba cuánto me había sorprendido una tarde mi amigo Bob, redactor en el Herald Tribune. Me describía los distintos grupos de Alcohólicos Anónimos que había tenido ocasión de conocer en el curso de sus innumerables reportajes a través de los Estados Unidos. Recogedores de frutas californianos bajo un cobertizo. Rancheros de Nuevo México o de Arizona que recorrían cada semana centenares de kilómetros a través del desierto para encontrarse en una escuela o en la iglesia de un poblado lejano. Mineros de uranio alrededor de un pozo. Finalmente, los criminales se reunían en sus penitenciarías. —-¿Cómo es esto posible? —Había preguntado yo entonces a Bob—. ¿Autoriza la administración estas asambleas? —Las alienta con todas sus fuerzas —había contestado mi amigo—. Si esto te interesa, Eve te arreglará fácilmente una visita. Sing Sing no queda lejos de Nueva York. He aquí por qué aquel domingo estaba esperando mi a «Chevrolet» negro. Apareció a las doce en punto y por la ventanilla asomaba un hermoso rostro delgado, rematado por cabellos grises. La mirada del conductor se cruzó con la mía. Pronunció mi nombre. Subí a su lado.

* * *

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Ahora corríamos por los arrabales dé Nueva York. Había tenido tiempo de entablar conocimiento con Arthur C. Éste pertenecía a los Alcohólicos Anónimos desde hacía más de diez años. Con anterioridad, y según sus propias palabras, aquel anciano despierto, inteligente, cortés y de delicada bondad, no era más, a causa de la bebida, que un harapo, tanto física como moral y mentalmente. En la actualidad, encontraba muy lógico compartir sus ocios del domingo con los internados de Sing Sing. Le pregunté si me admitirían sin dificultad. —Sin la más mínima —dijo Arthur G. —. Usted sabe que, generalmente, en nuestras reuniones hacen uso de la palabra tres personas. Esta tarde, sólo habrá dos: Tom B., un amigo al que recogeré por el camino, y yo. Usted pasará por el tercero. Por lo demás, las autoridades penitenciarias no saben qué hacer para sernos agradables. Llegamos a las afueras, donde extensiones de terreno alternaban con pequeñas quintas de recreo. —El alcohol —prosiguió Arthur G. — es uno de los principales factores de la criminalidad en este país. Hay muchos ladrones, agresores y asesinos que jamás lo serían si no estuviesen en estado de embriaguez o dispuestos a todo para satisfacer su intoxicación, o reducidos a la miseria, a causa de ésta, incapaces de realizar cualquier trabajo. »Los más inteligentes, los menos encallecidos de los presos lo comprenden. En la cárcel se tiene tiempo para reflexionar. Esos alcohólicos saben que si, una vez cumplida su pena, vuelven a beber, cometerán los mismos delitos, los mismos crímenes y serán nuevamente encerrados. Saben igualmente que un prisionero a quien se libera bajo palabra, por buena conducta, no tiene derecho, bajo pena de ser encerrado de nuevo inmediatamente, a entrar en un bar. Desean desesperadamente renunciar al alcohol. Pero su voluntad no basta. Necesitan ayuda. La encuentran en los Alcohólicos Anónimos, primero en la penitenciaría y luego en libertad. — ¿Cuáles son los resultados? —pregunté. —Un momento —dijo Arthur G. Acababa de meterse por una callejuela apacible, bordeada por casitas blancas y jardines bien cuidados. Ante una verja había un hombre de unos cuarenta años, bajo, grueso y musculoso. Nuestro coche se detuvo junto a él. El individuo subió al vehículo con movimientos elásticos. —Hola, Tom —dijo Arthur G. —Hola, Art —dijo el nuevo compañero. Fui presentado con breves palabras y proseguimos el camino. Entonces Arthur G. dijo: —Tom, tú recuerdas mejor que yo los informes acerca del trabajo de los A. A. en las prisiones. Nuestro amigo quisiera conocer algunos datos. Tom B., que iba sentado en el asiento posterior del «Chevrolet», se inclinó hacia mí y quedé impregnado por una desbordante y magnética vitalidad. —Bastará con tres cifras —dijo—. En la actualidad hay trescientos cincuenta grupos penitenciarios de Alcohólicos Anónimos. El más antiguo es el de Ohio. Acaba de celebrar su decimotercer aniversario y cuenta con quinientos miembros. El más reciente es el de Wyoming. En cuanto a los éxitos obtenidos, aquí tiene: en San Quintín —es una de las prisiones más famosas y más severas—el número de alcohólicos entre los detenidos antes

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de la formación del grupo A. A. ascendía a un ochenta por ciento. Ahora sólo llega al cuarenta y uno por ciento. —Como ve, es muy natural que los directores de prisión acojan con los brazos abiertos a los que somos antiguos borrachínes —dijo Arthur G. —En Sing Sing incluso se admiten a miembros femeninos de los Alcohólicos Anónimos —explicó Tom B. —. Hasta ahora, ninguna mujer había entrado en su interior.

* * * La colina tenía las laderas peladas. Al pie corría un caudaloso río gris. En lo alto se elevaba una masa compacta de edificios sombríos. Era Sing Sing. Demasiadas penitenciarías norteamericanas han aparecido en las películas para que sea necesario describir aquélla. Todo estaba de acuerdo con las imágenes proyectadas en las pantallas del mundo entero. Las rejas, las celdas, los uniformes y la fortaleza de los guardianes, y hasta el viejo capellán, jovial y campechano. Fuimos recibidos amistosamente. Pese a lo cual, se nos sometió a un registro minucioso, y nos retuvieron un cortaplumas y una lima para las uñas. Seguidamente, cada reja, cada puerta que tuvimos que franquear a lo largo de pasillos interminables, fue aherrojada a nuestras espaldas. Nada resulta más deprimente que este ruido. Desembocamos en un pequeño patio interior. Una ráfaga de gritos excitados llegó hasta nosotros. —Es domingo por la tarde y los detenidos juegan a balón volea —dijo el guardián. —Y para los que prefieren otros entretenimientos —dijo el capellán— hay la televisión, la biblioteca, los naipes y el ajedrez. Tom B. volvió hacia mí su rostro cuadrado y vigoroso. —Lo que demuestra —dijo— que aquí los muchachos no asisten a las reuniones de A. A. por despecho ni por aburrimiento. —Los muchachos vienen porque las necesitan — dijo suavemente el capellán de Sing Sing—. Han llegado ustedes. Hasta luego. La puerta de un barracón enjalbegado se abrió para cerrarse seguidamente tras de nosotros.

* * * Había entre treinta y cuarenta en una gran sala provista de ventanas enrejadas, aula de estudios por lo general, como lo demostraban las pizarras y mapas geográficos que colgaban de las paredes. Había unos treinta o cuarenta, vestidos con el uniforme de la prisión, modosamente sentados en hileras de sillas alineadas con cuidado.

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A nuestra entrada, se pusieron en pie y permanecieron así hasta que hubimos llegado a una mesa que había al fondo. En un extremo de esta mesa se hallaba un mulato anguloso, sin edad, con unas gruesa gafas: el secretario del grupo A. A. de Sing Sing. Los otros detenidos, blancos y negros mezclados, que ahora se enfrentaban con nosotros, eran en su mayoría jóvenes y de una sorprendente variedad de expresiones. Hubiérase dicho que aquella sala de escuela penitenciaria ofrecía un muestrario, una panorámica de la naturaleza humana en sus aspectos más sencillos, más intensos y rudos. La ferocidad alternaba con la blandura, el vicio con la ingenuidad, el valor con la cobardía, la estupidez con la astucia, la despreocupación con la angustia, la resignación con el desafío. Recuerdo sobre todo a dos jóvenes: el rostro llano, chato e infantil de un negro, y, al lado, sobre un cuello magnífico, una cabeza de cabellos rojizos, cortos y ensortijados, de perfil y de color de mármol, de ojos de un azul violeta, luminoso y helado, en los que velaba una determinación implacable: el ángel caído. Pero tan pronto se hubo abierto la sesión, en aquellos rostros de características tan distintas, no hubo más que una misma expresión: ¡de qué manera sabían escuchar los prisioneros A. A. de Sing Sing!. Ya no me era posible recordar el número de asambleas de Alcohólicos Anónimos que había prenunciado, y cada vez me había sorprendido la seriedad del auditorio y sus facultades de atención. A este respecto, ciertas asambleas me habían dejado un recuerdo especialmente vivo. Aquel grupo de Greenwich Village, terreno privilegiado en Nueva York para todas las licencias, perversiones e intoxicaciones, que permanecía literalmente cautivado por el relato de una joven que, acosada por el alcohol, había intentado por tres veces —revólver, venas cortadas y gas— poner fin a su existencia. Un subterráneo de Harlem, lleno de hombres y de mujeres en trance, donde yo era el único blanco, y en el que resonaba, rica, aterciopelada y metálica, la voz de un hombre que, hijo de pastor, había conocido a causa de la bebida un derrumbamiento tal, y tal desespero, que confesaba haber tratado a Dios, en sus crisis, de bastardo y de hijo de perra. Pero nada en mi recuerdo alcanza la densidad, la intensidad, la profundidad de atención, de concentración interior que emanaba de las siluetas inmóviles, vestidas con el uniforme penitenciario, reunidas un domingo por la tarde en Sing Sing. Es que, en la terrible rutina de las cárceles, disponían de tiempo —-y de cuánta extensión y peso— para pensar en su problema de una manera como no podían hacerlo los otros alcohólicos. Y también que, rompiendo esta rutina, hombres llegados de la libertad, a la cual regresarían luego, hombres decentes, prósperos, les tratasen como a iguales, como a camaradas afectados por el mismo mal. Ni predicadores ni filántropos; sencillamente, intoxicados que se dirigían a otros intoxicados. Habían dicho uno tras otro: —Me llamo Arthur G. y soy alcohólico.

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—Me llamo Tom B. y soy alcohólico. Y ellos que, al cabo de pocas horas, serían devueltos a la gran ciudad, dueños de sus movimientos, de sus placeres y de sus afectos, habían hablado a los ladrones, a los estafadores, a los falsificadores, a los agresoras profesionales, encerrados por años y años, como a sus semejantes, como a sus compañeros. Y esos dos hombres no predicaban un sermón, ni la moralidad, No había ninguna crítica, ni siquiera velada, en sus frases. Únicamente relataban sus vidas. Porque lo mismo en Sing Sing que en Park Avenue, tanto si se trata de los millonarios del grupo «Visones y Cebellinas» o de criminales encallecidos, el sistema de los Alcohólicos Anónimos seguía siendo exactamente el mismo. Pero ¡qué resonancia, qué significado peculiar adquirían en aquella penitenciaría los relatos en que, sin disimulo ni piedad para sí mismos, Arthur G., en la actualidad honrado comerciante, y Tom B., importante funcionario, relataban sus años malditos de cuando, sin dinero, sin empleo, andrajosos, medio locos, frecuentaban el arroyo, los asilos, los hospitales y las comisarías de policía! Y si no lo decían textualmente, todo en su historia lo demostraba sin lugar a dudas: ellos también habían sido criminales en potencia. Había faltado muy poco, casi nada, un imponderable, para que hubiesen conocido la misma suerte que los que les escuchaban. Hubiera bastado con un golpe dado con más fuerza en la inconsciencia de la embriaguez, con un billetero ofrecido a la tentación, con un policía más duro, con un juez menos comprensivo. «Como veis, no somos diferentes a vosotros; hemos sido como vosotros. Por lo tanto, vosotros podéis convertiros en semejantes a nosotros.» He aquí lo que constituía la sustancia subyacente de cada peripecia que relataban los dos hombres libres a los detenidos de Sing Sing. Y he aquí por qué estos seguían sus relatos con una avidez superior a la que podía hallarse en cualquier otro sitio,. Al finalizar la reunión, varios presos rodearon a Arthur G. y a Tom B. para hacerles preguntas. Pero fue a mí a quien se dirigió el muchacho con rostro de ángel caído. -Usted no ha hecho uso de la palabra... ¿Por qué? —me preguntó mirándome con fijeza. —No conozco el inglés lo bastante —dije túrbadlo , Vengo de París. -París... —repitió el prisionero. Una chispa brilló en sus ojos de azul helado. Luego volvieron de nuevo indescifrables.

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XIII DE PASADA

Cenaba con un amigo norteamericano, célebre director de teatro y de cine, y con su esposa, en uno de los mejores restaurantes franceses, en las proximidades de la Quinta Avenida. Si a nuestro alrededor no había nadie, se debía únicamente a la hora. En efecto, les había rogado que nos sentáramos muy temprano a la mesa. — ¿A qué viene esta prisa? —me preguntó mi amigo—. ¿Va a algún espectáculo? —No... O, mejor dicho, sí. —Explíquese. —Los personajes de este espectáculo pertenecen a la vida corriente. Se trata de una reunión de A. A. en el Bowery. En los Estados Unidos todo el mundo conoce la asociación de los Alcohólicos Anónimos, así como el objetivo y las formas de su actividad. Por eso me sorprendió el comportamiento de mi amigo. —Los A. A... —dijo el director. Había hablado en voz baja, apenas perceptible. Una de sus manos acariciaba el breve bigote gris que sombreaba el dibujo de sus labios nobles y sensuales. La otra había asido con brusco movimiento el vaso que había contenido un martini seco doble. Su esposa permanecía callada. Únicamente su mirada tenía tal intensidad de súplica que, obedeciendo a una especie de transmisión de pensamiento, pregunté: — ¿Por qué no vienen también ustedes? La reunión está abierta para todo el mundo. El director alzó su bello rostro, poderoso y sensible, para responder. Su mujer se le adelantó. —Que idea tan excelente, ¿no te parece? —le dijo—. Después de cenar no tenemos nada que hacer. Y tú siempre estás buscando nuevos escenarios, nuevas figuras. Sonrió algo forzadamente y añadió: —Por suerte, esta noche llevo un vestido que puede servir para todo. En cuanto a lo demás... Se quitó rápidamente un collar y unos brazaletes de alto precio y los guardó en su bolso. La reunión del Bowery, por su ambiente miserable, su olor fétido, sus cuerpos esqueléticos y recubiertos de andrajos, sus rostros demacrados, se parecía a todas las que celebraban los A. A. en el barrio de la decrepitud. Pero para mí resultó muy distinto a causa de mi amigo, A él, que era tan nervioso por lo general e incapaz de permanecer tranquilo más de un momento, lo vi guardar durante toda la sesión una inmovilidad pétrea en su estrecha silla metálica. Los codos sobre las rodillas, la barbilla en las palmas de las manos,

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escuchó los terribles relatos procedentes del estrado con una gravedad casi extática. Hubiérase dicho que cada palabra se grababa en su carne. Entonces acudieron a mi recuerdo imágenes de mis primeros encuentros: Londres ante todo, durante la guerra... Luego un viaje a través de la Alemania devastada, inmediatamente después de su derrota. Mi amigo bebía mucho... verdaderamente mucho. En aquella época, no le había prestado atención, Muchos otros, entre los que yo me contaba, hacían lo mismo... Pero aquella noche su actitud me inquietó. Sabía que se había visto forzado a hacer una cura en una clínica psiquiátrica, o Exceso de trabajo, fatiga nerviosa», se había dicho. Pero, ¿sería el único motivo? Las palabras que había escuchado tan a menudo en boca de los Alcohólicos Anónimos resonaban de nuevo en la sórdida sala: alergia, reacción en cadena, obsesión mental... ¿Sería mi amigo de aquellos a quienes les está prohibido el alcohol bajo pena de catástrofe? Sin embargo, según el vocabulario A. A., era capaz de gobernar su vida. Más aún: iba de éxito en éxito. Pero se me habían citado cien casos en los que, en pleno éxito triunfal, el alcohólico predestinado daba un traspiés, una vuelta súbita y se deslizaba por la pendiente que conducía al Bowery. Cuando la reunión hubo terminado, el gran director se fue como un sonámbulo hacia el alcohólico anónimo que había dirigido la reunión. Hablaron confidencialmente durante mucho rato. No sabría explicar la fuerza del tormento y del deseo que se sucedieron alternativamente, y a veces al mismo tiempo, en un rostro de mujer, durante aquella conversación.

* * * Entre las numerosas estadísticas que pueden consultarse en los archivos de los Alcohólicos Anónimos existe una bastante curiosa concerniente a las religiones. En ella se establece que, por lo que respecta al etilismo en los Estados Unidos, el porcentaje más elevado, y con mucho, está entre los católicos: irlandeses y polacos. Luego vienen los protestantes. Y finalmente, mucho más atrás, los judíos.

* * * La reunión de A. A. había tenido lugar esta vez en Greenwich Village, el barrio de los artistas auténticos y falsos, de la bohemia rica y miserable, de la libertad de costumbre que llega hasta un límite extremo. Cerca de mí, dos muchachos muy jóvenes, de suaves ojos, de bocas afeminadas, hablaban en voz baja en espera de que empezara la sesión. —Antes de afiliarme al grupo, me había vuelto incapaz de leer el diario —decía el uno—. Me temblaban tanto las manos que ya no podía distinguir las letras.

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En el centro de la sala, una vieja vestida de hombre, con los cabellos blancos muy cortos, fumaba utilizando una larga boquilla. Tenía un perfil agudo, de una inteligencia y una sensibilidad extremadas. —Hace veinte años que asiste a todas las reuniones —me dijo mi amigo Bob—. Desde que la recogieron en un portal, medio muerta. El orador de la velada tomó la palabra. Le escuchaban en medio de un silencio profundo cuando por la puerta asomó un coloso pelirrojo, de cabellos hirsutos y con el cuello de la camisa abierto sobre un pecho velludo. Estaba ebrio, pero tenía una especie de majestuosidad báquica. Sus ojos inyectados en sangre se fijaron con desdén y soberbia en los asistentes. Gruñó: — ¡Me ponéis nervioso, hato de imbéciles! Sólo los homosexuales irlandeses católicos creen en estas paparruchas... Luego se marchó. > Bob se rió por lo bajo: —Es pintor —dijo—4 Y también irlandés y católico. A menudo se manifiesta de esta manera. Pero eso demuestra que los A. A. le interesan y le preocupan. — ¿Nunca arma escándalos? —pregunté, —Él, no —dijo Bob—. Otros borrachos son más coriáceos. Entonces nos los llevamos. Y, si es preciso, se hace uso de la fuerza. En los barrios difíciles siempre tenemos a un equipo de A. A. para esto, formado por muchachos vigorosos. Pero desde luego no son del tipo violento, propio de los tugurios... Siempre recuerdan que ellos también han sido borrachos.

* * * Una noche, cuando se acercaba ya el final de mi estancia en Nueva York, Bob se rebeló ante las preguntas que nunca cesaba de hacerle. — ¿Es que nunca te sentirás saciado de los casos atroces o sórdidos que componen la trama cotidiana de nuestra experiencia? —me dijo—. Pues bien, hoy quiero olvidarlos. Contempló mi rostro durante un instante y sé puso a reír. —Vamos —dijo—. No quiero defraudar demasiado tus instintos de antropófago. Podrías volverte peligroso. Tendrás una historia. Pero deberás disculparme: por una vez, será alegre. Bob se sirvió café (lo bebía incesantemente) y empezó. —El año pasado, un joven guapo y bondadoso, Andrew P., se casó con Iris, una muchacha buena y hermosa. Se adoraban. Pero un día Andrew salió con unos camaradas, bebió más de la cuenta y no pudo resistir a los encantos de una prostituta. »Al llegar la mañana, Andrew, ya sobrio, asqueado, llega al umbral del pequeño estudio que alberga su dicha» ¿Qué va a decirle a una joven esposa enamorada y pura? ¿Cómo explicarle de la mejor manera posible su ausencia de toda una noche? ¿A qué

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sentimientos debe apelar preferentemente para obtener un perdón rápido y completo? Andrew piensa en la inquieta solicitud que Iris ha demostrado siempre por la salud de su querido esposo... Sí… ésa es la cuerda que hay que tocar... »Andrew abre la puerta y se lanza a los pies de Iris. Hasta entonces nunca se ha atrevido a decírselo, por miedo a perder su amor, pero ahora debe confesarle: es alcohólico. Había creído que podría insistir el vicio, pero de repente el demonio se ha apoderado otra vez de él... »El cálculo de Andrew resulta exacto. Iris no piensa ya en reprocharle su ausencia. Sólo tiene una idea, una obsesión: sacar, salvar a Andrew del abismo. Conoce la existencia de los A. A. y los resultados que obtienen. ¿Es preciso que Andrew se afilie? a un grupo. Con esta condición olvidará su falta. Andrew acepta sin vacilar. No esperaba salir tan bien librado. Tras otra taza de café bien cargado, Bob prosiguió: —He aquí, pues, a Andrew que nunca había tenido el menor problema con la bebida, convertido en un Alcohólico Anónimo, y de los más asiduos. Iris se encargaba de ello: reuniones de principiantes, reuniones de grupos, acompañaba a su marido a todas partes. Eso duró tres meses. »Entonces llegó el momento en que, de acuerdo con nuestras tradiciones, Andrew fue advertido por su padrino de que muy pronto debería hacer uso de la palabra en público, es decir, como tú sabes, explicar su decrepitud alcohólica, Pero, pese a lo fácil que hasta entonces le había sido fingir, se sintió incapaz de inventar una confesión y de fabricarse, con destino a un numeroso auditorio, una existencia ficticia, pródiga en caídas y degradaciones. Declaró que no estaba dispuesto, que su timidez le impedía subir al estrado» Le concedieron una semana de tregua. Y otra. Tras de la cual, sucesivamente, su padrino A. A., el presidente del grupo, los amigos denlos que había adquirido, lo pusieron entre la espada y la pared. » ¿Qué podía hacer el desdichado? Confesó, »Lo siento mucho —dijo— pero nunca he sido alcohólico. Es a causa de Iris, Para causarle menos dolor... »Los A. A. que se ocupaban de él se mostraron comprensivos. Convencieron a Iris, contra todos los principios de la asociación, de que su marido no les necesitaba ya, que estaba definitivamente curado. »Por lo menos así se salvó un matrimonio.

* * * El segundo congreso anual de los A. A. para el distrito sudeste de Nueva York, discurría en un vasto anfiteatro de la Escuela Superior Washington Irwing. Centenares de auditores, alcohólicos o no, asistían a la ceremonia. Los diarios más importantes, el Times, el Herald Tribune, las cadenas de emisoras habían desplazado a sus informadores. En la tribuna, dos especialistas eminentes en enfermedades mentales habían hablado en primer término.

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El primero era profesor de psiquiatría y médico titular del gran hospital Bellevue. Confesó que después de haber cuidado a alcohólicos durante doce años, con los métodos más modernos de la psiquiatría, no había podido conseguir ni una sola curación. Lo mismo había sucedido con sus colegas más calificados. Ahora bien, al seguir después de su salida del hospital a los enfermos que no había conseguido sanar, había observado con estupor que el cuarenta por ciento de ellos había recuperado la sobriedad en cuatro o cinco años por la sola virtud de su afiliación a Alcohólicos Anónimos. Desde entonces, el profesor aplicaba con éxito el programa A. A. en su servicio. «Pero es como un idioma nuevo y los hombres de ciencia tienen que aprenderlo aún», terminó. El segundo psiquiatra dirigía un hospital mental perteneciente al estado de Nueva York. Había introducido en él un tratamiento inspirado en los principios A. A. para los alcohólicos no afectados por trastornos psíquicos determinados. Resultado: de seiscientos enfermos, cuatrocientos sesenta y siete habían vuelto a la vida normal, y de esta cifra sólo setenta habían debido volver al hospital para una nueva cura. El tercer orador era un alto magistrado de Nueva York. Dijo que el encarcelamiento generalizado de los alcohólicos en los Estados Unidos era injustificable. La sociedad tenía el deber de considerar el alcoholismo como un problema no criminal sino de salud pública. Los A. A. realizaban a este respecto una obra esencial. Yo anotaba estas cifras y estas frases sorprendentes. Seguí con un interés incesantemente despierto por su originalidad, su pintoresquismo o su patetismo, los relatos que hicieron los delegados A. A. del Japón, de Irlanda y de Islandia. De repente todo me pareció secundario y casi insignificante cuando un último alcohólico anónimo, un oficial de color de la marina mercante americana, se puso a contar su última experiencia. Su barco había recalado en un gran puerto de África del Sur. El negro no insistió acerca del régimen de segregación absoluta, implacable, que debió sufrir durante la escala. El auditorio estaba al corriente del destino común a todos los hombres, mujeres y niños de color en el país del racismo más bestial que imaginarse pueda. Pero ninguno de los presentes en la sala podíamos prever la continuación del relato, El primer acto del marino negro, una vez en tierra, fue asistir a una reunión del grupo A. A. que existía en la ciudad desde hacía tiempo. Era una ayuda que necesitaba apremiantemente. La discriminación terrible de que era objeto y testigo lo impulsaba casi invenciblemente a beber. Llevaba consigo el gran anuario de los Alcohólicos Anónimos donde figuran las direcciones de todos los grupos e incluso de todos los casos aislados a través del ancho mundo. Encontró sin dificultad el sitio que buscaba. Pero allí le esperaba un hecho increíble. Al lado de los zulúes, de los hotentotes y de los cafres se sentaban blancos. Y esta mezcla, esta integración gozaba de la tolerancia oficial. El gobierno apartheid consideraba tan importante y fecunda la obra de los A. A. que en su favor había accedido a la única derogación de las leyes inexorables que en África del Sur distinguen a los hombres según el color de su piel.

* * *

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En un extremo de la avenida de la decrepitud, en el número 267, entre los tugurios y las tabernas, se encuentra un establecimiento peculiar. Se llama Sammy's Bowery Follies y existe desde principios de siglo. La sala es espaciosa. Al entrar, se descubre a la izquierda un bar descomunal, y a la derecha, más allá de las hileras de mesas, un estrado. Sirve para el espectáculo que, por sus trajes, sus canciones, sus actitudes y sus intérpretes, data de la Belle Epoque. Aquí acuden turistas de Europa y América para contemplar a los vagabundos del Bowery, mientras que éstos acuden para hacerse pagar la bebida por los turistas. Una noche fui solo al Follies. A lo largo de la barra se alternaban los mirones de paso y las ruinas humanas. Los primeros, vestidos con buenos trajes, con la expresión un poco aturdida de la gente en vacaciones, y con aparatos fotográficos en bandolera; los otros, con sus andrajos, su suciedad, sus ojos pitañosos, su sed enfermiza... El juego, que consistía para los turistas en hacer hablar a aquellos espectros y a captarlos en sus objetivos, y para los espectros en vender sus palabras y la imagen de su degradación por el más elevado número de vasos posible, me pareció pronto de una monotonía lamentable. Me fui al lado del escenario. Lo que allí ocurría no era mucho más alegre. Una vieja enorme y un viejo muy delgado ocupaban el estrado. La pareja iba vestida según la moda de 1900. Un pianista, disfrazado del mismo estilo, y tan vetusto que parecía a punto de disolverse en polvo, acompañaba el dúo. Parodia lúgubre... Caricatura nuestra. De repente tuve la impresión refrescante de que era una buena broma. Un agente de policía, de ojos desorbitados, de mejillas escarlata, pasó titubeando junto a mi mesa, vaciló, volcó mi vaso, dio un violento traspié, agarróse a una mesa vecina, recuperó milagrosamente el equilibrio y desapareció entre bastidores con una especie de vuelo planeado. Aquel actor, cuando menos, pese a que exageraba algo el papel, tenía el sentido de lo cómico. Participé mi opinión al camarero que me servía otro whisky. Me miró con fijeza. La sorpresa le había dejado sin habla. — ¿Un actor? —dijo por fin—. ¿Qué actor? Ése es un cop (un «poli»), un cop verdadero, normal, que ha prestado juramento como es debido. Y, además, presta servicio de noche en el barrio. Por eso no es posible tasarle la bebida. —Pero entonces... entonces... —dije con incredulidad—. ¿Y su porra? —Es completamente reglamentaria* —Y... en la funda... hay un revólver.., —De ordenanza y cargado hasta la boca, puede creerme —dijo el camarero. Como para confirmar sus palabras, el policía reapareció. Ahora tenía los ojos inexpresivos y fijos, el rostro verdoso y se secaba los labios manchados con el dorso de la mano. Y no se dirigió —-o, mejor dicho, se arrastró— hacia el estrado, sino hacia el bar. Golpeó el metal con el puño. Le dieron un vaso grande de whisky puro. Los vagabundos y los que no lo eran se habían apartado de él. Las miradas inquietas se dirigían instintivamente hacia el cinturón del que colgaban la porra y el macizo revólver.

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Una vez se hubo tragado la bebida, el policía se fue a respirar por unos instantes el airé de la calle. Regresó, acompañado por otro policía, éste negro, Se acodaron en el mostrador. Fue entonces cuando pensé en el grupo A. A. de que me habían hablado Bill W., el fundador de la asociación, y mi amigo Bob, el periodista, grupo formado exclusivamente por policías. Entonces comprendí por qué aquel grupo era el único, entre millares de ellos, donde jamás se admitía a un testigo en sus reuniones, aunque fuese un Alcohólico Anónimo. En efecto, ¿a qué revelaciones debía dar lugar la confesión completa, en toda su desnudez, su crudeza, de hombres escogidos por su vigor físico, entrenados a la violencia, imbuidos de su poder, siempre armados, y que habían sido alcohólicos delirantes? Era difícil pensar en ello sin estremecerse.

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XIV VINO Y ROSAS

Aquel viernes, una reunión de Alcohólicos Anónimos tenía lugar en el hospital Bellevue, en la sección de alienados. Art, el alto irlandés con el que había entablado amistad en el Intergrupo, se había comprometido a conseguirme asistencia. Habíamos quedado citados ante el hospital. Llegué anticipadamente y no lo lamenté. El enorme edificio del Bellevue daba al East River, en el lugar en que su cauce separa Manhattan de Brooklyn. Los puentes monumentales que cruzaban de una a otra orilla, las estelas de los transbordadores, de las gabarras, de las embarcaciones de placer, de los remolcadores, y el vuelo de las gaviotas, formaban un espectáculo fascinante. La espera allí no tenia duración ni pesadez. Una mano vigorosa se apoyó en mi hombro. Art estaba ante mí, alto, atlético, con el rostro joven pese a las sienes grises, con la pipa en la comisura de su boca enérgica y alegre. Dijo: —Tendremos que esperar un momento. Tengo un cómplice, otro A.A. que debe hablar también a los chalados. Art volvió la espalda al río y a su maravillosa actividad, contempló la masa lúgubre del hospital, exhaló algunas bocanadas de su pipa y se puso a reír. —Quiero contarle cómo fui internado aquí por primera vez —dijo—. Había cargado de lo lindo en las tabernas del sector en que ahora estamos. Me encontraba borracho perdido, en plena crisis. Mi esposa de entonces, ¡la desdichada!, me había encontrado por ahí y se aferraba a mí para remolcarme. No había nada que hacer. Vociferaba que quería suicidarme, que iba a tirarme al agua. Ella me creyó. Pasábamos por delante de un «poli». Ella le suplicó que me adormeciese. El hombre tenía buenos puños. Un directo en la mandíbula y me desperté allí arriba, con los chalados, metido en una camisa de fuerza. »He de explicarle que en este país no se tiene derecho a encerrar entre los locos a un alcohólico, por el solo hecho de serlo. Aunque el tipo no sepa lo que se hace, o incluso si lo solicita. La ley exige que sea peligroso para los demás o para sí mismo. Yo me había situado en este último caso. Por eso había ganado. — ¿Permaneció ahí mucho tiempo? —le pregunté. —El necesario para una desintoxicación —dijo Art—. Desintoxicación física, desde luego. Nada más. Tan pronto como me soltaron me dirigí ahí enfrente, Art indicó una inmensa empalizada tras la que se elevaba el esqueleto de un rascacielos. —Ahí había no hace mucho aún, en medio de unos chamizos, un bar terrible: El Fuego de la Alegría. Estaba bien situado. Los tipos como yo, cuando salían de la cura, no tenían más que atravesar la calle... ¡Ah, sí!, El fuego de la Alegría...

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Art se interrumpió para hacer grandes ademanes a un caballero anciano, muy elegante, bajito, fornido, que se acercaba por la calle. —Por lo que respecta al manicomio, Bertie es un experto —me dijo Art—. Antes de ingresar en los A. A., estuvo internado diecisiete veces en Bellevue y quince en varios otros hospitales de alienados. Además, las clínicas especializadas se le llevaron cincuenta mil dólares. El viejo caballero se nos reunió. Tenía una tez color de ladrillo y un diminuto bigote rojizo. —Discúlpeme —dijo-—. Mi tren se ha retrasado, —Bertie vive en el campo —explicó Art—. Posee varios caballos de raza y da lecciones de equitación a los aficionados con dinero. Estábamos ante las puertas del hospital.

* * * En el sexto piso, el de los locos, la puerta que daba a la escalera, muy bien acolchada, se abrió con precaución y fue cerrada de nuevo, con doble vuelta de llave a nuestras espaldas. Un largo pasillo conducía por la izquierda hacia habitaciones de las que surgían gritos y risas singulares, —A la derecha —ordenó el corpulento enfermero que nos había recibido. Indicaba un pequeño refectorio, provisto de varias sillas y de una mesa, todo ello metálico. Nunca había visto ninguna sala de reunión tan exigua en los Alcohólicos Anónimos. Ni un auditorio tan reducido. Y, sobre todo, tan inquietante. No, ni siquiera en Sing Sing,. En efecto, seis enfermos estaban al otro lado de la estrecha mesa, en pijama y en zapatillas de hospital. Y entre ellos era imposible distinguir a los que, desquiciados solamente de forma provisional por el alcohol, iban a salir muy pronto de Bellevue, una vez terminada su cura, de los que, dementes orgánicos, crónicos y tal vez sin esperanza, iban a arrastrarse indefinidamente de asilo en asilo. Aquel viejo, cuyas mejillas fláccidas se movían Incesantemente porque sostenía un eterno monólogo silencioso; aquellos dos esqueletos vivientes que llevaban —el uno en el pecho y el otro en el nacimiento del cuello— unos tatuajes escabrosos; aquel negro impasible y calvo; aquel puertorriqueño obeso, y finalmente aquel joven de músculos vigorosos y facciones agradables, todos mostraban signos de equilibrio mental mezclados con los estigmas de la insania. El uno sonreía demasiado, el otro carecía de expresión. Éste estaba lleno de tics, aquél de estremecimientos. Pero, ¿dónde y cómo establecer la frontera entre un desquiciamiento nervioso, pasajero, y el derrumbamiento del cerebro?

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Quise informarme mediante mis compañeros, Pero hacía mucho tiempo que ellos no habían venido al hospital. No conocían a ninguno de aquellos enfermos y, por lo tanto, eran también incapaces de definir con exactitud sus estados respectivos. —Ya lo veremos por sus preguntas después de la sesión —dijo Art. Él fue quien empezó a contar su vida de alcohólico. Los seis hombres le escuchaban en silencio, con atención sostenida. Nada en su actitud ayudaba a establecer una opinión a su respecto. Lo mismo sucedió cuando Bertie, a su vez, tomó la palabra. Pero en aquel momento, cesé de preguntarme quién estaba loco y quién no lo estaba entre el auditorio... Un niño acababa de entrar en el refectorio de los locos, Un muchachito encantador, de diez años todo lo más, de rostro redondo y fino, de piel mate, con cabellos rizados, muy negros y brillantes, con los ojos vivos llenos de valor y de suavidad. Llevaba zapatillas y un pantalón de pijama del mismo tejido que los adultos, pero, como en el hospital había mucha calefacción, se había quitado la chaqueta. Su torso, desnudo hasta la cintura, tenía un color moreno dorado, como alimentado de sol. ¿Qué hacía allí aquel niño salido de los barrios italianos o hispánicos de Nueva York? De momento pensé, presa de estupor, que aquel increíble pastorcillo de Sicilia o aquel gitanillo de Granada estaba allí por error, que se había perdido, que pertenecía a otra sección. Pero ninguno de los enfermos pareció sorprenderse de aquella aparición y el propio pequeñuelo demostraba estar a sus anchas en aquel lugar. Nos dirigió una sonrisa luminosa, acercóse a nuestra mesa, cogió uno de los cigarrillos que, al llegar, Art había dejado para los internos, y lo encendió. Su ademán era encantadoramente natural. Sus ojos reían de placer. Aspirando y exhalando tranquilamente el humo, como un hombre, el pequeño se puso a seguir con mucha atención y seriedad el relato que hacía Bertie. De vez en cuando, sus hombros pequeños y redondos se levantaban más aprisa y sus labios delicados, sin soltar el cigarrillo, repetían el mismo cuchicheo: —Eso es... sí... exactamente... como daddy (papá)... Cuando Bertie hubo terminado de hablar, fue rodeado por los enfermos y asediado a preguntas. Entonces vi que el único loco era el guapo joven que me había parecido más cuerdo que los demás. Creía ser al mismo tiempo maharajá y príncipe Saudita, todos los demás eran alcohólicos, y se hallaban al principio o al final de su cura. Por un instante había perdido de vista al pequeño. Entonces lo vi frente a mí. Cogía un cigarrillo de la mesa, y luego, como para disculparse, me ofreció y uno y lo encendió. Hizo lo mismo con Art. —Dime, pequeño —preguntó suavemente el alto irlandés—, dime, ¿cómo diablos estás en este lugar? Después de fijar en Art sus ojos brillantes y tiernos, de jugar un instante con el cordón que sujetaba su pantalón de pijama, de inhalar una bocanada de humo, el niño replicó con voz fresca y sencilla:

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—Por culpa de mi daddy. Bebe tanto, nos hace tan desdichados a mamá y a mí, que no podía continuar viviendo en casa. Tenía que encontrar otro sitio. Me llevé, pues, un cuchillo de la cocina y herí a un compañero... ¡Oh!, no mucho... Y sólo en el brazo. Entonces me detuvo la policía, me examinó un médico y me enviaron aquí. — ¿Por mucho tiempo? Art había hablado con un tono que yo no le conocía: breve, impersonal. —Según parece —dijo el niño jugando siempre con el cordón de su pijama—, pronto iré a un hospital del Estado, en el campo. Art preguntó, con el mismo tono: — ¿Estás contento? —No me quejo —-dijo el niño—Se come bien —acaricióse su liso vientre—, se está tranquilo —bajó el tono de su voz—. El viejo es un poco latoso, pero los otros son amables. Prefiero esto a estar en casa. Salimos. Art permanecía silencioso. Por primera vez, el valor y la alegría habían desaparecido de su rostro. Cuando llegamos al lugar que antaño había ocupado El Fuego de la Alegría, dijo sordamente: — ¡Cuánto daño puede causar un alcohólico a su alrededor!

* * * Estas palabras volvieron a mi memoria una semana después. Sin embargo, el cuadro no guardaba ninguna relación con el del hospital para locos. En la cima de un magnífico building recién construido, en la Quinta Avenida, en una suntuosa sala de proyecciones, contemplaba una película de televisión que, en su tiempo, había tenido mucho éxito: Vino y rosas. Realizada con la aprobación y los consejos de los Alcohólicos Anónimos, mostraba cómo la costumbre y el abuso de la bebida alteraban, degradaban, devastaban la existencia de una joven pareja que, en el momento de su matrimonio, eran guapos, estaban ansiosos de vivir y llenos de amor mutuo. La historia sencilla y humana, el realismo del detalle, el talento notable de los actores daban al drama de la pantalla una veracidad atroz. Aparte de mí, en la sala había solamente dos personas : Eve M., quien, encargada de importantes funciones de los Alcohólicos Anónimos, había solicitado esta proyección, y su hija, Jane, de quince años. —Ella tenía muchos de deseos de ver Vino y rosas —me dijo Eve M. antes de que empezara la película. Cuando las últimas imágenes hubieron desaparecido de la pantalla, permanecí inmóvil por unos segundos, cautivado por su pujanza. La luz se encendió lentamente en la sala. Entonces distinguí cerca de mí un rostro que, por su fragilidad y su finura, parecía

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vacilar aún entre el estado de niño y de joven, pero en el que había una singular mirada, temible y alimentada por recuerdos, por sufrimientos y por experiencias. —Sí..., es así..., es así como tuve que vivir —dijo Jane pronunciando bien cada palabra. ¿A quién se dirigía? ¿A mí? ¿A su ¿madre? ¿O sencillamente a unos recuerdos terribles? No pude dejar de escrutar en el rostro de Eve M. Sus facciones magníficas, esculpidas como una máscara trágica, carecían de expresión. Sólo ardían los grandes ojos, como diamantes oscurecidos por el dolor. No eludieron los míos. —Sí —dijo Eve M. con firmeza—, sí, es esta vida la que mi marido y yo hicimos vivir a nuestros hijos... Y ha sido preciso que pertenezca a los Alcohólicos Anónimos para tener plena conciencia de ello. Me volví hacia Jane. Su rostro frágil se había afinado aún más y ligeros estremecimientos agitaban sus pálidas mejillas.

* * * Al salir de la sala de proyección, Eve M. dijo: —Quisiera un café caliente y bien cargado. Cuando estuvimos sentados en una cafetería, empezó a hablar: —Todo el mundo sabe, o imagina sin dificultad, los tormentos que el alcoholismo inflige a las familias. Pero hay un hecho singular que los A. A. han aprendido en el curso de su experiencia: el problema, el drama se hace a veces más difícil cuando el miembro alcohólico de la familia ha dejado de beber. Contemplé con estupor a Eve M. y pregunté: —Discúlpeme... ¿En realidad ha querido decir lo que ha dicho? —Palabra por palabra —replicó Eve M. — ¿Cómo es posible? —exclamé—. ¿Cómo puede el regreso a la salud física y mental de un hombre o de una mujer a quien se quiere, aumentar las dificultades en una familia? ¿Cómo la rehabilitación de un ser decrépito puede complicar el drama? No lo comprendo... —Sin embargo, es muy sencillo —dijo Eve M. Sonrió sin alegría y prosiguió: —Considere el caso frecuente en que la esposa de un alcohólico no se resuelve a abandonarlo. ¿Qué ocurre? Ella es la que gana el pan cotidiano, o administra la fortuna; ella es quien decide, dirige, lo gobierna todo con respecto a los negocios, la casa, los hijos. Se convierte en el hombre, en el jefe de la familia. Si puede hacerlo es que tenía en sí misma, en potencia, este don, esta necesidad. El embrutecimiento, la degeneración del marido permiten satisfacer este don, esta necesidad y desarrollarse durante años. »Pero hete aquí que el hombre sigue los consejos y el programa de los Alcohólicos Anónimos, recupera el vigor, la energía y la capacidad primitivos. Puede, quiere, debe recuperar el lugar que le corresponde en su casa. Y eso tanto más cuanto que, bajo pena de recaída, precisa llenar con una actividad continuada, el ocio, el vacío que ha dejado la desintoxicación, y emplear en fines sanos y útiles todas las fuerzas, toda la pasión que utilizaba para beber y para encontrar los medios con que hacerlo.

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Eve M. me preguntó: —Supongo que adivinará la continuación, ¿no? En efecto, no resultaba difícil. El conflicto era fatal. Ese hombre que ha recuperado el equilibro, las exigencias de la acción, el sentimiento de sus derechos así como de sus deberes, se convertía en un intruso, en un usurpador para la mujer a quien la carencia del borracho había elevado a la primacía familiar... ¿No había aceptado alimentar, cuidar y proteger contra los otros y contra sí mismo a aquel marido caído? ¡Y él pretendía de repente hablar y conducirse como aun igual, como un amo! —Esto llega hasta tan lejos —dijo Eve M.—, que mujeres que viven estoicamente con un alcohólico que ha llegado al punto más bajo de la decrepitud, lo abandonan después que ha cesado de beber... —Y en el caso en que el marido y la esposa son alcohólicos, ¿qué sucede si uno de los dos renuncia al alcohol? —pregunté. —La ruptura es inevitable. Para el que continúa bebiendo, el otro pasa por un renegado, un traidor... No se trata únicamente de las relaciones conyugales. Conozco a una anciana muy rica que tenía una hija única a la que adoraba. Las dos vivían juntas v se emborrachaban a la vez. Llegó un día en que la hija cogió miedo al alcohol y a sus consecuencias. Hizo el esfuerzo decisivo y se inscribió a un grupo de A. A. Su madre la expulsó de casa, sin un centavo. Eve M. terminó su taza de café muy fuerte, encendió un cigarrillo y meneó ligeramente su hermosa cabeza. —Como ve —continuó—, el mecanismo de estos problemas es muy sencillo. Demuestra sentimientos elementales: instinto de la protección, del poder, de la complicidad. También entra a menudo en juego otro: los celos. Sobre todo en los hombres. »Imagine a un marido que ama a su esposa y descubre que es alcohólica. Lo intenta todo en el mundo (ruegos, ternura, regalos, llamamientos a los sentimientos más queridos) para curarla. Nada tiene éxito. Él se resigna, Pero ama verdaderamente, ama hasta el punto de que continúa queriendo a su esposa tal como es, oliendo a vino, avejentada, degradada, sacudida por crisis, de que la rodea de cuidados, de compasión, de comprensión. »De repente o progresivamente, poco importa, la ve luchar contra su intoxicación, dominar, vencer la enfermedad. Debería ser el más feliz de los hombres. Y sin duda lo sería si la curación procediese de él, de su influencia, del amor que da y que inspira. Pero todo ha ocurrido sin su colaboración. Son unos desconocidos, algunos Alcohólicos Anónimos los que han influido en su esposa. El sacrificio que ella le ha rehusado con tanta obstinación, con tanta fiereza, pese a todas las solicitudes y a todas las súplicas, ella lo concede a otros. Entonces se despiertan los celos con todo su veneno. »Según los temperamentos, éstos son furiosos o solapados, con alternativas o crónicos, superficiales o morbosos. A veces incluso son homicidas. »Todos conocemos el caso de aquel muchacho, rico y guapo, que vino a esperar a su joven esposa a la salida de una reunión de A. A. para matarla a tiros.

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Guardé silencio el tiempo suficiente para familiarizarme con ese otro aspecto, ese otro rostro del alcoholismo, en el que ya no es la intoxicación, sino la desintoxicación la que se convierte en elemento dramático. Luego pregunté: — ¿Hacen ustedes algo a este respecto? —Nosotros no —repuso Eve M.—. Los A. A., no. Pero existe una asociación inspirada en la nuestra y en estrecho contacto con ella para ocuparse del problema familiar. Si esto le interesa concertaré una cita para usted con Lois, la secretaria general.

* * * En un local casi monástico por su sobriedad, encontré a una anciana diminuta y encantadora. Era frágil pero se percibía en ella una reserva inagotable, insondable, de generosidad, de amabilidad y de indulgencia. Me informó con una gentileza infinita. La asociación que tenía a su cargo estaba compuesta por los miembros de las familias que contaban en su seno a un alcohólico: padres, madres, maridos, esposas, hermanos o hermanas. Esas personas no eran alcohólicas. Eso no quería decir que fuesen abstemias. Podían muy bien permitirse beber vino, cerveza, combinados y licores fuertes. Pero para ellos el alcohol no representaba un problema peligroso y vital. Se reunían para estudiar y aplicar los medios, las medidas, los métodos propios para ayudar a un ser querido, intoxicado, arruinado por la bebida y al mismo tiempo para facilitar la vida con él. La ancianita fue a buscar un libro en el que estaban anotados la historia y los preceptos de la asociación. Después de habérmelo dedicado, me lo dio y terminó con dulzura: —Todo lo que sé lo he aprendido de Bill. No capté el sentido de estas palabras, y no quise insistir. Fue únicamente al llegar a la calle, cuando abrí el libro de la asociación y vi la firma de la frágil anciana, que comprendí lo que había querido decir, Su nombre, Lois, lo conocía ya. Pero allí encontré su apellido, y éste, que empezaba por una W, era el mismo de Bill. De Bill W., el fundador de los Alcohólicos Anónimos, con quien había conversado largamente. De Bi ll W., primero gran especulador de Wall Street, luego borracho crónico, decrépito, condenado, moríbundo, medio loco, a quien su esposa Lois había alentado, cuidado, protegido durante años, y hecho vivir maternalmente gracias a un humilde empleo de vendedora en unos almacenes de Brooklyn. Cuando la dulce viejecita decía: «Todo lo he aprendido de Bill», significaba que, gracias a su amor por él, había sabido aceptar todos los dolores, todas las angustias que pueden sufrirse al ver cómo el ser más querido del mundo se degrada, pierde la razón, se suicida lentamente. Y comprenderle, y compadecerle, y ayudarle a cada instante. Y también, cuando había salido del abismo, reconocerle la primacía en el matrimonio y colocarse de nuevo a su sombra.

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Hojeaba el pequeño volumen que me había dado —y que sin duda había escrito— Lois W. La asociación de familias de alcohólicos tenía una antigüedad de diez años. Contaba con más de mil grupos en los Estados Unidos. Cerré el libro. El rumor salvaje de un barrio populoso de Nueva York inundaba la calle. Otras cifras pasaban por mi memoria... Pensaba en los trescientos veinticinco grupos de A. A. en los hospitales de alienados a los que cada semana acudían hombres que tenían por única pasión y finalidad ayudar a sus miserables hermanos en alcoholismo; en los trescientos cincuenta y cinco grupos de las penitenciarías, a quienes, todos los domingos, visitaban con idéntico entusiasmo y fe otros hombres, o los mismos. En mi cerebro aparecían rostros que no pertenecían a los transeúntes de la concurrida calle. Los de los voluntarios del Intergrupo, que dedicaban su descanso semanal a recibir las llamadas desesperadas de los alcohólicos esparcidos por la inmensa ciudad, y para darles respuesta y prestarles ayuda. Y los de las mujeres y hombres de todo origen, fortuna o educación, movilizables a cada hora del día o de la noche para ayudar a los miserables a luchar contra una enfermedad que había sido la de ellos. Pensaba en aquella mujer, aún joven y hermosa y cubierta de joyas suntuosas, a la que había encontrado en una cena de gala en Park Avenue, donde la mayoría de los asistentes eran A. A. Me contó como la bebida la había obligado —ella que había nacido en el seno de una de las familias norteamericana más ricas— a dormir como una vagabunda en los portales, a robar en las tiendas para pagarse algunos vasos de ginebra adulterada. Los Alcohólicos Anónimos le habían devuelto su personalidad. Ahora poseía una importante casa de modas. Pero seguía trabajando infatigablemente para la Asociación. Me dijo que su primera reunión de grupo la había tenido en uno de los barrios más abandonados más sórdidos. El local era de una suciedad repugnante. Las tonadillas de las máquinas tocadiscos, esparcidas por las tabernas de las cercanías, cubrían a menudo su voz. El público estaba compuesto exclusivamente por borrachos atontados. Estaban allí solo para eludir la tempestad de nieve que rugía en el exterior y para obtener una taza de café y un cigarrillo. El ayudante de la joven, un viejecito frágil, pasaba el tiempo recogiendo del suelo y volviendo a instalar en sus sillas a los que rodaban por tierra. Recordaba la historia que me había contado un antiguo as de la aviación de caza. También él había llegado, a causa del alcohol, al punto más bajo de decadencia. También él había sido salvado por A. A. Pero un día de aniversario en el que se encontraba a bordo de un mercante que bordeaba las costas de África del Sur, le acometió un terrible ataque de angustia. Le acosó la tentación de recurrir al viejo remedio, al filtro de la inconsciencia, el whisky. Comprendió que la próxima escala —Durban— le sería fatal. Entonces hojeó febrilmente el anuario de los Alcohólicos Anónimos, encontró el nombre y dirección del único miembro que residía en Durban y le cablegrafió un S.O.S. Y, en el muelle, le esperaba un desconocido que le acogió con solicitud fraternal hasta que la crisis hubo remitido. —Sin él estaba perdido, acabado —me dijo el antiguo aviador.

* * *

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La víspera de mi marcha tuve una última entrevista con Bob, el periodista del Herald Tribune que se había convertido en mi amigo. —¿Cómo es que hay tantos Alcohólicos Anónimos que rebosan de vigor y de energía, que parecen más jóvenes de lo que son, y cuyos negocios conocen una prosperidad sorprendente? —le pregunté. —Es que —dijo Bob—, para sobrevivir a las dosis masivas de veneno que hemos absorbido, hacía falta tener en el fondo una salud poco común, y una vez liberados de ese veneno, las células del organismo adquieren una fuerza y una juventud nuevas. Y lo mismo sucede en cuanto a las facultades mentales. Recuperan su flexibilidad, su penetración, su necesidad de acción. Todos los recursos increíbles que desperdician para encontrar, consumir e incubar el alcohol se hallan de repente disponibles. Y el instinto de conservación ordena emplearlos al máximo para no dejar un tiempo muerto, una falla en la defensa, por la que la antigua obsesión podría deslizarse en la carne y el espíritu. De ahí procede este éxito que te sorprende. »Y he ahí, igualmente, lo que llamas devoción, sacrificio, generosidad y fraternidad, pero que en realidad no es más que un medio de salvación contra su propio mal, siempre al acecho. Repliqué a mí vez: — ¡Qué importa el motivo, Bob! Permanece el hecho, y es singular. Jamás he encontrado tanto calor humano y comprensión como en los Alcohólicos Anónimos. Diríase que, debido a que han conocido el colmo de la decadencia y de la oscuridad, pertenecen a lo mejor de los hombres. —Tal vez —dijo Bob. Su voz era sencilla y modesta, como de costumbre. —Tal vez —-repitió—. A condición de guardar incesantemente vivo y como sangrante el recuerdo de sus sufrimientos, de su degradación, y ponerlos al servicio de todos los hombres. Entonces, tal vez, en efecto, un alcohólico tiene más probabilidades que otra persona de convertirse en un ser excepcional. Por lo que me ha enseñado esta investigación que acabo de relatar fielmente, me siento inclinado a creerlo así.

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APÉNDICES

APÉNDICE I

Los dos textos siguientes han sido extraídos del libro: ALCOHOLICS ANONYMOUS. AA. World Services. INC. P.O. Box 459. Grand Central Station New York.

I

LAS ESTRELLAS NO CAEN

Una dama noble. Su mayor pérdida fue el respeto hacia sí misma. Cuando el cielo se iluminó, las estrellas estaban allí, lo mismo que antes.

Mi problema de alcohólica empezó mucho tiempo antes de ponerme a beber. Hasta donde alcanza mi recuerdo, mi personalidad ofrecía terreno abonado para una carrera de alcohólico. Estaba siempre enfadada con todo el mundo. Siempre iba a contracorriente con la vida, con mi familia, con la gente en general. Trataba de compensar esto con sueños imposibles, ambiciones que no eran más que formas prematuras de evasión. Incluso cuando tuve edad suficiente para saberlo mejor, soñaba con ser tan hermosa como Venus, tan pura como la Madona, tan brillante como debe serlo el presidente dé los Estados Unidos. Tenía ambiciones de escritora, pero con la condición de escribir como Shakespeare. También quería ser la reina de la sociedad, tener un salón famoso, ser la prometida de un príncipe de ensueño y la madre de una chiquillería feliz. En mi interior seguía sintiendo una mezcla de complacencia hacia mí misma, de inquietud nauseabunda. De desequilibrio repulsivo. Naturalmente, no triunfé en nada. Hasta que me uní a los A.A., mi vida se arrastró. Era una fracasada e hice desdichados a todos los que se me acercaban o querían. No fue preciso llegar hasta los últimos extremos del alcoholismo para encontrar la respuesta que buscaba. No había para eso ninguna razón material o exterior. Nací en un castillo, en el territorio austríaco de la anteguerra. Mi padre era noble y la familia tenía grandes riquezas. Cuando niña, mi madre me llevó a América y no volví a ver a mi padre. Pero también allí la vida era fácil. Mi familia materna era muy rica. En aquella época se era ambicioso, se triunfaba, se tenía a la vez el poder y la notoriedad.

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Esta familia hizo cuanto pudo por lo que a mí respecta. He necesitado a tres psicoanalistas y varios años con los A.A. para llegar a esta comprobación. Hasta la edad de treinta años, cuando mi intemperancia se convirtió en un problema grave, viví en vastas mansiones, con criados y todos los elementos de lujo que podía desear. Pero no tenía la sensación de formar parte de mi familia o de pertenecer a un determinado ambiente social. Antes de ponerme a beber en serio, intenté otras evasiones. A los dieciocho años me marché de mi casa. Con todo el valor y la ingeniosidad que no había utilizado para fines positivos, disimulé mi pista y me oculté tan bien de mi familia que ésta tardó meses en encontrarme. Me había dirigido a la costa occidental, donde hacía de camarera, lavaba la vajilla y hacía suscripciones a periódicos. Como muchos otros enfermos., era de un egoísmo implacable, de un egocentrismo crónico, El pesar de mi madre o la publicidad desagradable que había suscitado, no me turbaban en lo más mínimo. Al cabo de ocho meses, mi familia me encontró. El telegrama que recibí era bondadoso y amable. Pero tuve miedo. Aún no había aprendido ningún trabajo, como no fuese lavar la vajilla o servir la mesa. Me casé, pues, con un simpático periodista bien intencionado con el fin de no tener que regresar a mi casa. No se me ocurrió que el matrimonio podía ser también una ocupación. Regresamos al Este y fuimos a ver las dos familias. La de él estaba compuesta por cuáqueros buenos y sencillos, que me aceptaron con amor. Pero ese modelo tampoco me convenía. El nacimiento de una hija me llenó de nuevos terrores. Una responsabilidad más. Su padre fue para ella a la vez padre y madre. A la tierna edad de veintitrés años obtuve el divorcio. Mi marido lo sintió muchísimo, pero yo le había hecho ya desgraciado, lo mismo que a mí. Obtuvo la mitad de la custodia de nuestra hija, pero luego la guardó con él durante los meses escolares. Es el único hogar verdadero que ella llegó a conocer, A mí me sabía mal, pero no hice nada constructivo a este respecto. Por entonces había vivido ya un poco, pero no había aprendido nada. Allí tomé mis primeras lecciones de intemperancia. Hasta aquel momento no me había dedicado a beber. Mi suegra cuáquera —la santa mujer— quemaba el pudding de Navidad con pedazos de azúcar empapados de alcohol para fricciones. Yo era a la sazón una joven divorciada y llevaba en Washington una vida mundana. La prohibición no significaba nada. Mi familia compraba siempre lo ¡mejor y el alcohol corría a raudales en las embajadas. Creo que en seguida tuve la alergia física. La bebida nunca me dio un calor normal, agradable. Era como un mazazo propinado en la cabeza. Esto me atontaba un poco. Justamente lo que deseaba. Perdía la timidez. Después de cinco o seis copas, me volvía deslumbradora. Los hombres bailaban conmigo en las recepciones. Charlaban incesantemente. ¡Era tan divertida! Tenía muchas amistades. Escribí una novela. Todo giraba en torno a la pequeña principiante perdida al estilo de Scott Fitzgerald, engañada, incomprendida y que se desencadenaba. El libro fue publicado, pero los lectores dijeron: « ¿Y qué? »No me daba cuenta de que mi libro chorreaba complacencia hacia mí misma. Únicamente advertía que no me había convertido en una Shakespeare femenina.

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Conocí a un hombre maravilloso. Era el príncipe de mis sueños, el que yo esperaba. Yo, que no sabía cómo dar amor, estaba enamorada, perdidamente enamorada. Quería que él me amase y que sólo viviera para mí. Él era brillante y ambicioso, bien educado e idealista con las mujeres. Pero observó que yo no era una buena madre para mi hija, que la relegaba con las criadas cuando estaba en mi casa. Vio que yo era inestable, que vivía lejos de mi familia y alquilaba casas acá y allá. Una en Virginia, durante la temporada de la caza del zorro, una pequeña villa en Suiza en verano o una residencia en Long Island; cada casa completa, con servicio: cocineros, lacayos, camareras. Pero sobre todo observó que bebía enormemente, me embriagada a menudo en su compañía y le contaba historias poco edificantes. A él no le gustaban en absoluto esos relatos, de modo que yo exageraba aún más su tono subido. Finalmente decidió que no me amaba lo suficiente y me lo comunicó inmediatamente al tiempo que me anunciaba su compromiso con otra joven. Más larde se convirtió en un hombre conocido, distinguido, una eminencia para su país. Le he visto recientemente y me ha dicho que siempre se había sentido culpable porque, tras nuestra separación, yo me había dado al alcoholismo. Con diez años de A. A. tras de mí, he estado en situación de decirle que hubiese sido alcohólica de todas maneras y que era una enferma poco adecuada para el matrimonio. Incluso en aquella época, en el fondo de mí misma sabía que no era apta para las cosas que más deseaba: un matrimonio feliz, la seguridad, un hogar y cariño. Pero cuando aquel hombre me dejó, declaré a mis amigos que aquella misma noche iba a embriagarme por completo y a no serenarme durante un mes entero. Un ser normal, golpeado por la adversidad, puede entregarse a la bebida y reaccionar inmediatamente. Pero yo me embriagué aquella noche y permanecí embriagada, en situación cada vez peor, hasta que diez años más tarde conocí a los A. A. Aquella primera noche bebí hasta la inconsciencia en una cena de gala. A la mañana siguiente, como era joven y estaba llena de salud, mi remordimiento fue mayor que mi jaqueca. ¿Qué habría dicho? ¿Qué habría hecho? Conocí la experiencia de mi primera falta y de mi primera vergüenza. Estaba en Virginia, donde había alquilado una casa con cuadras y piscina y en donde en otoño había empezado la caza del zorro. Las personas a quienes conocía eran jinetes inveterados y había algunas que bebían de lo lindo. Ciertos individuos se llevaban una botella y un paquete de bocadillos sujetos a la silla, a fin de poder quedarse todo el día fuera. Yo salía a primera hora e iba a comer con los cazadores, durante cuyas comidas corría a raudales el ponche de leche. A las dos y media de la tarde estaba siempre embriagada. En el curso de esos años hice amistades muy buenas. Algunas permanecieron a mi lado —aunque sólo fuese por afecto— durante toda mi carrera de bebedora. Otras volvieron a mí. Y aún hay otras que perdí definitivamente. Pero en aquella época escogía a personas que bebían mucho y cada vez me embriagaba más con ellas. Mis antiguos amigos manifestaron su desesperación. ¿No podía beber menos? ¿No me era posible detenerme después de varias copas? Su inquietud no era nada en comparación con mi propia angustia, con los reproches que me hacía, con la repugnancia que me inspiraba.

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¿Es que no exponía a la luz del día todas las horribles características que siempre había sospechado albergaba en mí interior? Acepté una importante pensión de mi familia, pero no estuve de acuerdo en que me dijera cómo tenía que vivir. Me fui a Europa para escapar de ella; ésta es la razón que me di. En realidad intentaba una vez más huir de mí misma. Puede imaginarse mi sorpresa cuando, una vez en Europa, me di cuenta de que yo también estaba allí. Alquilé un hermoso apartamento al borde del Sena para el invierno y una villa en Suiza para el verano. Leí poemas tristes, lloré, bebí vino tinto, escribí otra novela, siempre acerca de la pobre, la bastarda, la despreciada principiante embriagada, siempre al estilo de Scott Fitzgerald. Los propios críticos me echaron puyas a este respecto. El verano anterior había trabajado en una revista de modas de Nueva York, y esa labor me agradaba. Estaba a la sazón en el despacho de París y colaboré con ellos hasta que hallándome embriagada, me peleé con el redactor jefe. Durante este período me casé otra vez. Él era un inglés que, por lo menos en aquella época, bebía tanto como yo. El alcohol era lo único que teníamos en común. Durante nuestro viaje de bodas por Egipto, me obsequió con varios puñetazos, y luego me pegó mucho más. No puedo echarle la culpa a él. Mi lengua se había vuelto cada vez más experta para decir las verdades llenas de hiel. Él no practicaba este arte y sólo le quedaba el recurso de los puños. Pasamos por los dos años de conciliación que las leyes inglesas exigen para el divorcio. Durante ese período es necesario portarse bien, pero yo me di una vuelta por Francia degustando vinos, sola, con un coche y un chófer. Una noche que, en un restaurante famoso, me había amodorrado ante el mejor de los borgoñas, aterricé inconsciente en un banco de un jardín público. Cuando recuperé el sentido, vi a un hombre inclinado sobre mí,. Quiso abrazarme; yo me incorporé y le pegué. Él correspondió con una patada tan violenta que caí al suelo. Contusa y mortalmente humillada, no dije ni una palabra a nadie. De vez en cuando me parecía tener la respuesta a la pregunta: «¿Qué me sucede?» Había visto ya a un psiquiatra en América. Nada habíamos conseguido. ¿Sería mi estado mental peor de lo que él decía? ¿Estaría loca? No me atrevía a pensarlo. Bebía y seguía bebiendo. Borracha o serena, sentíame febril, era irascible e irresponsable. Durante una gran recepción en Ginebra, con representantes de numerosos países, una recepción de lo más protocolario que cabe imaginar, me agité, reí histéricamente, hice en voz alta observaciones inconvenientes; finalmente, se me llevaron fuera. Mis amigos se sentían ofendidos y furiosos, lo que es comprensible. ¿Por qué había obrado de aquella forma? ¿Por qué? Era incapaz de decírselo. Tenía miedo de preguntármelo a mí misma. Por entonces me ocultaba para beber. Bebía sola, o con quien quiera que accediera a quedarse a beber conmigo. Frecuentemente caía en la inconsciencia, sola en mi casa. Un médico americano de paso en París me dijo que tenía una hipertrofia del hígado. Añadió: «Es usted alcohólica y no puedo hacer nada en su favor.» Esto me entró por una oreja y me salió por la otra. No sabía lo que quería decir, Un alcohólico no puede aceptar que se le trate de alcohólico si no se le da una explicación, si no se le ofrece una ayuda equivalente de la que recibe de los A. A.

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Me marché de Europa poco antes de la declaración de la guerra y no regresó jamás, Como las cosas no iban mejor con mi familia, me traslade a Nueva York. También allí tenía buenos amigos, pero me fui alejando cada vez más de ellos. ¿Por que necesitaba por lo menos tres combinados antes de sentarme a la mesa? Otras mujeres a las que conocía de toda la vida, pedían un whisky ligero después de la cena. A veces dejaban su vaso en la chimenea y lo olvidaban allí. Mis ojos permanecían clavados en ese vaso. ¿Cómo podía olvidar alguien una bebida? Yo necesitaba tres combinados bien fuertes para resistir hasta el final de la velada. Mi primer psiquiatra me había dicho: «Se hunde usted cada vez más en el alcoholismo», y me había dirigido a uno de sus colegas. Este, experto y humano, un médico conocido por sus investigaciones, no avanzaba gran cosa conmigo. Yo aceptaba con una mano su ayuda y con la otra la rechazaba. El alcohol aniquilaba la ayuda que me prestaba. Entretanto había encontrado otro sistema de evasión. Éste era de género mundano. Me permitía a la vez escapar de mi universo y beber todo lo que quería. Había conocido a un grupo de bohemios jóvenes y alegres que vivían en el Village y que despilfarraban su juventud. La mayoría eran más jóvenes que yo. Desde entonces, todos han conseguido un empleo o han hecho un buen matrimonio. Ninguno de ellos era alcohólico, pero en aquella época bebían tanto como yo. Me enseñaron a beber cerveza por la mañana para combatir la sequedad de la boca. ¡Estaban llenos de vida! Yo era el centro de atracción, exactamente lo que reclamaba mi egoísmo enfermizo. Me sentía divertida, me explicaban con risas estridentes lo que había hecho la noche precedente, Las obscenidades formaban la substancia de su conversación, y yo era la más extravagante y la más obscena del grupo. Se despertaban con jaqueca, pero sin ningún remordimiento. Yo me despertaba llena de un sentimiento secreto de culpabilidad y de vergüenza. En mi interior sabía que todo aquello estaba mal. Ahora me denigraba cada noche con una conducta escandalosa, abatida por el alcohol en el estudio de algún amigo del Village o ignorando por completo cómo había regresado a mi casa. El horror de las náuseas cada día más violentas, me ocupaba todo el día: el asco, la cama que vacilaba, el sueño lleno de pesadillas. Llegada a este punto, empecé a recriminarme mentalmente cada día: «Tengo que beber menos.» O « ¡Es demasiado! Hay que echar el freno. Debo utilizar mi voluntad, mi dominio sobre mí misma. Beber únicamente cerveza o vino.» Me servía de todas esas frases bien conocidas. Pensaba también que debía tener cierto poder sobre mí misma. Era atea, o por lo menos eso imaginaba. Mis nuevos amigos gastaban bromas sobre Dios y sobre las creencias ortodoxas. Yo me creía la dueña de mi alma. Me decía que tenía un poder sobre ella. Un día, muy pronto, los psicoanalistas revelarían por qué bebía, y como había que reprimirme. No sabía que carecía de poder sobre el alcohol, que sola y sin ayuda no podría detenerme, que estaba muy abajo y rodaba a toda velocidad, con los frenos rotos, y que el final sería una decrepitud total: la muerte o la locura. Hacía ya mucho tiempo que padecía esta última. Indudablemente, cuando había bebido, no estaba solamente ebria, estaba loca. Ahora todo mi comportamiento interior era de demente: después de las sesiones cotidianas de auto-castigo, después de haber hecho promesa solemne de detenerme, cambiaba por completo así que se acercaba la noche. Presa de una agitación

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delirante, me preparaba para otra noche de exceso. El remordimiento se transformaba en placer anticipado. Iba a embriagarme de nuevo. ¡Embriagarme! Mi hija era testigo de todo esto. Era también la víctima de mis incesantes regaños y de mi irritabilidad. En realidad, era a mi enemigo mortal, a mi propio ser, a quien buscaba querella. Mi pobre hija no podía saberlo, Su padre, con razón, quería llevarla a un internado. Cuando protesté, su abogado, el mío y mi tercer y último psiquiatra celebraron una conferencia. Enviaron a mi hija a un pensionado, lejos de mí. Este nuevo psiquiatra era una mujer, una de las mejores del país. Facilitó toda su ayuda en esta situación para proteger a mí hija. Su paciencia era inagotable y buscamos juntas una solución. Más que los otros, ella me mostró cuál era el mal básico: mi falta de madurez y mi inseguridad. Pero sólo saqué provecho de este conocimiento una vez me hube vuelto abstemia. Antes no podía: ha sido preciso ante todo que la asociación de A. A. me haya hecho abandonar la bebida. Únicamente entonces he estado en situación de poner remedio a mi enfermedad. A mi alrededor había cosas buenas, pero sólo las he aprovechado verdaderamente una vez he dejado de beber. Vi que mis amigos de Village —todos ellos con modestos empleos— vivían felices con apenas una décima parte de -mis ingresos. Con anterioridad nunca había comprendido que podía vivir sencillamente y ser independiente de mi familia, Hice, pues, lo que era preciso, pero de manera equivocada. Tuve una pelea de borracha con mi familia, la envié a paseo y la abandoné para siempre. Ella tuvo la bondad extremada de no cortarme la subvención. Fui yo la que, al cabo de cierto tiempo, tuve que decir al Banco que en lo sucesivo se negara a admitir fondos. Había economizado parte de mi pensión. Tenía, de momento, una reserva apreciable. Con mis pequeños ingresos, me trasladé a un modesto apartamento, donde aprendí a cocinar, a limpiar la casa y a hacer lo que hacen todas las personas normales. Adquirí un sentido de los valores completamente nuevo. Escribí y vendí varios cuentos. Hice esto en momentos de lucidez durante los que, por breves períodos, me abstenía de beber. Pero el dinero que había economizado servía para comprar alcohol a cajas enteras. Cuando había bebido, me volvía tan indisciplinada y desequilibrada como siempre. Mis nuevos amigos tenían conciencia social. Eran inteligentes, instruidos y tenían puntos de vista políticos distintos. En el curso de discusiones sostenidas después de beber, descubrí mi propio punto de vista sobre las cosas y el sentido de la responsabilidad como ciudadana. Estábamos en guerra. Pero mientras hacía de vigía para las incursiones aéreas, mis tentativas para servir a la patria se convirtieron en una grosera pelea de borracha con una de mis compañeras. Esta vez había dejado de ser la animadora del grupo. Me convertí en un peligro público, en una insolente, en una camorrista vulgar. Finalmente, mis nuevos amigos me dijeron, uno tras otro, que no me acercara más a ellos. Entonces vino la noche oscura, sin fin, lúgubre. Me iba sola a beber en los bares. Había uno en el Village por el que sentía una verdadera obsesión. Cada noche tenía que ir allí. Raramente recordaba cómo había regresado a mi casa. Los dueños del bar se ocupaban de mí, no por amor fraternal, sino por su propio interés. Una mujer alborotadora en un bar, constituye un peligro y no querían tener conflictos con la policía. Por lo demás, yo era una cliente maravillosa. Desde hacía tres generaciones, mi familia tenía una cuenta

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corriente en uno de los grandes hoteles de Nueva York, Yo pasaba por la caja a cualquier hora de la noche, camino del bar, y cobraba un cheque. A la mañana siguiente me despertaba con un dólar o dos. Sospechaba que los dueños del bar esperaban a que hubiese gastado hasta el último céntimo y entonces llamaban un taxi y me enviaban a casa. Así se agotaron mis economías. Heme aquí, pues, en este agujero, este lodazal frecuentado por los alcohólicos y los neuróticos que han llegado al final del camino. Estaba allí, con los enfermos y entre los más enfermos, Despreciaba a los otros habituados y, naturalmente, éstos me detestaban. Durante mis crisis les hablaba, extendiéndome minuciosamente sobre la manera de llevar una vida decente, de tal modo que, cuando me veían llegar, apartaban sus taburetes del bar. Los camareros también me trataban con desprecio. Yo, la reina, la belleza de una sociedad brillante, el Shakespeare moderno, la esposa feliz, amante y amada, yo que había soñado estas fantasías de enfermo, ahora recogía la pesadilla. Lo que, en secreto, había pensado ser durante todo el tiempo, por fin lo era. No era ni hermosa, ni buena, como era mi deseo. Era gorda, hinchada, sucia, hirsuta. En general, iba cubierta de cardenales «a fuerza de darse contra las puertas». Llevaba un impermeable de hombre vuelto al revés, que me había regalado un amigo, porque ahora estaba casi sin fondos. ¿Cómo vivir con un capital tan exiguo y beber todo lo que deseaba? Mi vestido de tweed, de inmejorable calidad, estaba deformado, desgastado en los codos de tanto apoyarme en el bar. Una vez, en una miserable tienda de licores, robé una botella de ginebra. El barman, un irlandés rudo, dio la vuelta al «mostrador y «utilizó el codo», es decir, que, levantándolo, me golpeó con él el rostro y, literalmente, me hizo morder el polvo. Por fortuna, yo iba con un amigo. Éste me arrastró fuera en tanto que yo gritaba y profería injurias y el barman amenazaba con llamar a la policía. Pero nunca he ido a la cárcel. Tampoco me han encerrado nunca en una clínica. Deseaba morir y a menudo pensaba en los medios a emplear para ello. Iba y venía por el puente de la calle Cincuenta y Nueve, con la esperanza de tener valor para subir a lo alto y lanzarme. Un día que telefoneaba a mi psiquiatra para decirle que me proponía matarme, ella acudió y quiso llevarme a un manicomio. Asustada y vergonzosa, rehusé ser internada y por un tiempo permanecí sobria, No fui ni multada ni «protegida por los hombres», como tampoco necesité entregarme a una se-miprostitución por el precio de un vaso. Pero todo esto hubiese podido ocurrir. El asilo me esperaba. No era apta para vivir con la brida al cuello, y no había nadie en quien poder confiar. Ahora pienso que un Dios, en el que no creía, debía de protegerme. Tal vez fuese Él quien envió a mi psiquiatra a una reunión de médicos en la que habló Bill. En aquella época, la psiquiatría y los A. A. no tenían los contactos que tienen en la actualidad. Mi analista fue una de las primeras en conocer a los A. A. y a utilizarlos en su trabajo. En seguida quedó cautivada por las palabras de Bill. Leyó el libro que leen ustedes en este momento y me pidió que lo leyese. —Todas esas personas han tenido el mismo problema que usted —me dijo. Leí el libro con creciente furor. Se hablaba de Dios en cada página. ¡De modo que era un grupo de reformadores! ¿Qué intereses intelectuales podíamos tener en común? ¿Eran

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capaces de discutir sobre literatura o arte? Apenas si oía sus palabras dulces y piadosas. ¡Nadie me reformaría! ¡Iba a reformarme por mí misma! Devolví el libro a mi psiquiatra y meneó la cabeza. Pero ahora ocurría una cosa extraña. En mis divagaciones, empezaba a decir: «No puedo detenerme.» Repetía esto a todas horas, hasta el punto de que molestaba a los clientes del bar. En aquel libro había algo que me había afectado. En cierto sentido, había captado el primer paso que había que dar. Mi analista prestó atención. — ¿Por qué no va a ver al señor Will W.? —me preguntó—. ¿Qué le parece? Entonces repuse estas palabras maravillosas. Repuse: — ¡De acuerdo! En aquella época, la fundación A. A. radicaba en el barrio de Wall Street, en Nueva York. En camino hacia allí, me sentía vivamente mortificada. Todo el mundo iba a mirarme y a cuchichear. ¡Oh! Mi pobre ego enfermo que todo lo centraba en sí mismo. No reflexionaba en que la mitad de los ocupantes del despacho estaba compuesta por miembros de los Á. A. y que yo era tan poco interesante como cualquier otro visitante de un despacho. Bill era alto, de cabellos grises, con una mirada bondadosa y algo asimétrica y poseía la tranquilidad agradable que inspira confianza al que se siente indeciso y asustado. Iba bien vestido, con sencillez. En seguida vi que no era ni un charlatán ni un fanático. No extrajo una ficha para decir: — ¿Cuál es la naturaleza de su mal? Me dijo con amabilidad: — ¿Cree usted que es de los nuestros? Nunca, en toda mi vida, me había alguien preguntado: «¿Es usted de los nuestros?» Nunca había tenido la sensación de pertenecer a una comunidad. Noté que asentía con la cabeza. Luego él me explicó que «tenemos» una alergia física combinada con una obsesión mental, y lo explicó de tal manera que por primera vez vi cómo podía ser ello posible. Me preguntó si tenía alguna creencia espiritual, y cuando le repuse que no, me recomendó que no cerrara mi espíritu. Luego telefoneó a Marty y concertó una cita para mí. Pensé: «Ah, ahora me traspasa a otro. Ahora vendrán las preguntas.» No sabía quién era esa Marty, no quería ir a verla, pero fui. Una amiga de Marty, otra A. A., me acompañó., Marty se había retrasado. Yo me sentía como la amiga de un bandido a la que va a interrogar el Ejército de Salvación. La A. A. desconocida me tranquilizó. El apartamento era atractivo, los estantes de la biblioteca estaban llenos de libros. Muchos de éstos los tenía yo también. Marty entró, pulcra, bien vestida y, lo mismo que Bill, no era ni una ruina ni una reformadora. Era seductora, como las amigas que yo había tenido antaño. Había conocido a mi primo en Chicago. Años de bebida la habían aislado de sus antiguos amigos. Ella también había ido a beber a los bares humildes. Con más valor físico que el que yo tenía, por dos veces había tratado de suicidarse. Había estado internada en clínicas.

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Su destino había sido peor que el mío, pero no su alcoholismo. Yo, que temía las preguntas, me puse a interrumpirla para contarle «mi propia» historia. No podía colocar una palabra. Marty era estupenda. Pareció que mis hombros se libraban de un peso de quinientos kilos. Yo no estaba sola. Tampoco era la «peor mujer que haya existido». Era una alcohólica con un comportamiento normal. Fui a mi primera reunión con Marty y otras chicas. Estaba conquistada intelectualmente, pero mi vida, incluso sobria, resultaba deleznable, lo mismo que mis emociones. Por entonces, en Nueva York sólo había una gran reunión a la semana. Las noches sin reunión me quedaba sola, o por lo menos así lo pensaba.. Iba a diversos bares del Village donde pedía coca-colas o té. Me había abstenido de beber antes de dirigirme a los A. A. y este estado de sobriedad cedía finalmente. No comprendiendo el plan de veinticuatro horas, o no queriendo comprenderlo, volví a beber y conocí recaídas durante aquel primer mes. Una A. A. llamada Anne, que me había socorrido, cogió una borrachera terrible. Priscilla, una A. A. que, como Marty, se había convertido en una de mis mejores amigas, afirmó que mi caso era incurable. Como tampoco Anne conseguía curarse, Priscilla sugirió que fuese a vigilar a Anne. Yo soy alta y débil, pero Anne era más alta que yo, y fuerte. Su idea de la diversión durante una borrachera era medir sus fuerzas con los marineros e insultar a los guardias. Debíamos ir a la granja de los A. A. en Kent y pasé la velada precedente haciendo de perro guardián de Anne. Me costó tanto evitarle dificultades y tuve tanto miedo de que se me escapara de entre los dedos, que aquella noche tomé mis últimos dos vasos. En aquella época, la granja era primitiva, No había calefacción central y eso ocurría en pleno invierno. Anne y yo llegamos en traje de esquiar y con abrigos de pieles, y hacía tanto frío que no nos los quitábamos para dormir. Traté de lavarme un poco, pero Anne se negó en redondo, Dijo que se sentía demasiado horrible interiormente para tratar de embellecerse exteriormente. Comprendí aquello. Yo era como ella y actuaba de la misma manera pocas semanas antes. Me olvidé completamente de mí misma, tratando inútilmente de socorrer a Anne, cuyo problema comprendía. En el tren, ya de regreso, Anne tenía una idea fija: detenerse en el bar próximo. Yo estaba verdaderamente asustada. Pensaba que mi deber era impedir que bebiera; ignoraba que si el otro está decididamente determinado a beber, no puede hacerse nada. De todos modos, antes de salir de la granja había telefoneado a Nueva York en solicitud de ayuda, y en la estación nos esperaban dos A. A.: John y Bud. Eran hombres normales, sobrios y atractivos. Se nos llevaron a Anne y a mí a cenar. A nosotras, que íbamos sucias y con traje de esquiar. Ellos no parecían tener la menor vergüenza de salir con nosotras. Se molestaban en tratar de ayudarnos. ¿Por qué? Quedé sorprendida y profundamente conmovida. Todo este conjunto de sucesos me condujo a los A. A. Cesé de sufrir con las abstinencias, para utilizar lo que se llama el plan de veinticuatro horas. Nunca hasta entonces había tenido valor físico para ocuparme de aquello. John y Bud se convirtieron en mis amigos. John decía: — ¡No deje de asistir a las reuniones! Así lo hice. Él mismo me acompañó a muchas de ellas, incluso fuera de la ciudad.

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Aparte de una breve recaída en el curso de los ocho primeros meses, que constituyó una reacción a una tragedia personal de mi vida, me he abstenido de beber durante doce años, yo que no podía permanecer sin alcohol más de una semana. La rehabilitación de mi personalidad no se consiguió de la noche a la mañana. Priscilla recibió de mí una patada en una tibia, hice cambiar la cerradura del despacho del club de los A. A. porque, en mi calidad de secretaria, no quería que la del Inter-grupo interviniera en mis asuntos, invité a almorzar a una vieja dama, miembro del club, para decirle que no se portaba debidamente. Todas las víctimas de estos estallidos los aceptaron con una bondad notable. Desde entonces me lo han reprochado en son de broma y se han convertido en buenos amigos míos. Los A. A. me han enseñado a no beber. Y con el plan de veinticuatro horas me han enseñado también a vivir. Sé que ya no tengo necesidad de ser «la reina» para salvar a un ego lleno de miedo. Asistiendo a las reuniones, escuchando a los demás y hablando yo misma de vez en cuando, cumpliendo la tarea de los Doce Peldaños que permite, mediante la ayuda al prójimo, ser a la vez profesor y alumno, consiguiendo excelentes amigos entre los A. A.., he conocido todas las cosas de la vida que importa tener, Ya no necesito vivir en un palacio porque la vida en él no me proporciona ninguna respuesta. Como tampoco los sueños imposibles me proporcionaban lo que deseaba verdaderamente. Tengo mis amigos A. A. y he vuelto a intimar con antiguos amigos, sobre nuevas bases. Mis amistades tienen un significado, calor e interés, porque ya no bebo. Poseo la suficiente confianza en mí misma, para poder escribir, sin escribir como Shakespeare. He vendido muchos relatos. Quiero escribir mejor y vender todavía más. Mi despertar espiritual en el seno de los A. A., me condujo finalmente a una reconciliación con la iglesia, hace ya algunos años. Esto fue maravilloso para mi vida. Considero que cuando volví a la iglesia, alcancé el undécimo peldaño. (Era para «mí». Muchos buenos A. A. no van a la iglesia y algunos incluso siguen siendo ateos. Cada día me siento un poco más útil, un poco más feliz, un poco más libre La vida, con sus altibajos, es divertida. Formo parte de los A. A., lo que constituye una manera de vivir. Si no me hubiese convertido en una alcohólica activa, al unirme a los A. A. tal vez nunca hubiese descubierto mi propia personalidad, y nunca hubiese obtenido la libertad. Al terminar mí relato, me gusta pensar en eso.

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II

LAS DESDICHAS DE JOB

Nunca he bebido en el colegio o en la Universidad porque nunca fui al colegio, como tampoco a la Universidad. Nunca he estado en el hospital Knic-kerbocker, ni tampoco en Grasslands, ni en Townes, este lugar espantoso de Central West. Pero estuve treinta y cinco veces en el departamento de alcohólicos de Bellevue. Esto debía servir para calificarme, porque no llevan a uno al departamento de alcohólicos por una simple sinusitis. He estado numerosas veces en la cárcel, tal vez sesenta y cinco o setenta y cinco, por embriaguez, Hice mi primer viaje a Bellevue a los diecisiete años. A los dieciocho o diecinueve me calificaban de alcohólico, pero yo no llegaba a creerlo. No sabía lo que significaba ser alcohólico. Tenía dificultades con el alcohol, pero a aquella edad no era cosa que molestase a nadie. Continué bebiendo mientras me decía: «Un día me libraré de eso, Algún día me detendré.» Decidí dejar de beber cuando me casé. En 1926 conocí a una joven que me convenía y nos casamos. Pensé que me sería muy fácil no beber más. Pues bien, no me detuve porque no pude. No podía contenerme. Continué, pues, pero por entonces la cosa adquirió un tinte trágico porque había traído tres hijos al mundo, y eso iba de mal en peor. Fui al hospital, a la cárcel; en fin, las etapas por las que todos pasamos. Mi esposa resistió durante unos once años. Luego se enfadó y quiso abandonarme. Varias veces había intentado ya dejarme, pero era únicamente con el fin de tratar de que recuperase la sobriedad. Pero esta vez regresé a casa bastante temprano y todo estaba empaquetado. Ella se iba con los tres niños y a mí me dejaba proseguir mi camino con la botella. Mi hermana se enteró de esto, llegó corriendo a casa y dijo a mi esposa: —Espera un momento, antes de cometer un acto de tanta gravedad como es el de abandonar a mi hermano. ¿Te das cuenta de que está enfermo? Pues bien, creí encontrarme en otro mundo al escuchar palabras indulgentes como «enfermo». ¡Hubiesen debido oír cómo me trataba mi familia antes! Mi hermana dijo: —Permite que lleve a mi hermano al Centro Médico. Corren de mi cuenta los gastos para consultar a uno de los mejores psiquiatras. Me parecía hallarme verdaderamente maduro para el psiquiatra, porque empezaba a hacer un montón de cosas que no deseaba hacer. Veía que ya no dominaba mi espíritu. Había llegado al punto en que al levantarme por la mañana, me miraba en el espejo y empezaba a hablarme y a decir: «Por los clavos de Cristo, ¿quieres hacerme el favor de estarte quieto hasta que haya terminado de afeitarme?» Y luego llegué más lejos aún. Caminando por las calles de Nueva York vi en lo alto de un anuncio enorme: «Oíd Dutch Cleanser.» Era un cartel muy corriente, pero en aquella

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caja de «Oíd Dutch Cleanser» había una vieja con un garrote. La vieja bajó del anuncio y me persiguió hasta la comisaría de policía de la calle Cincuenta y Uno. Me precipité dentro para pedir socorro. La vieja me pisaba los talones. Me subí en la mesa del oficial de policía y le dije: — ¡Socorro! ¡Está ahí fuera!, Él me preguntó: — ¿Quién está ahí fuera? Empecé a divagar: —Está ahí con su garrote. Me persigue desde la calle Cincuenta y Cuatro, Me examinó y dijo: —Oh, ya entiendo lo que quiere decir. —Llamó a gritos al agente Murphy, y, cuando éste se presentó, el oficial le dijo—: ¡Llévese a este cernícalo a Bellevue! Y heme aquí en camino. De modo que, cuando después mi hermana habló del centro médico y de un psiquiatra, me dije que no podía escoger. Al día siguiente fuimos al centro médico para ver a cierto doctor. Yo estaba perfectamente sobrio, y decidido a hacer todo lo que el hombre une dijese. Teníamos cita con el doctor Fulano en el despacho número tantos. Entramos: Sentado a su mesa había un diminuto psiquiatra. Se puso en pie y no levantaba un palmo del suelo. Inmediatamente, mi buena disposición cambió. Me dije: «Soy más alto que este individuo,» Seguí mirándolo. No pensaba en que él sabía más que yo. Yo era más alto que él. Por fin llegué a la siguiente conclusión: «Una pinta de alcohol mataría a este tipo,» Empezó a hacerme montones de preguntas. Dijo: — ¿Por qué bebe? Mi hermana le pagaba cincuenta dólares para que me preguntase: « ¿Por qué bebe?» Pues bien, yo había hablado con anterioridad con otros psiquiatras y empecé a hacerle un montón de preguntas. No llegó a aclarar nada, porque yo no colaboré en absoluto. Finalmente, me puso a la puerta de su despacho, hizo entrar a mi esposa y a »mi hermana y les habló durante una hora. En conclusión, sugirió que fuese a Bellevue. ¿En qué podía serme útil Bellevue? Había ido ya más de veinticinco veces. Pero estaba decidido a hacer todo lo que aquel hombre me aconsejaba. De modo que al día siguiente fuimos al Bellevue y escandalicé al encargado de la oficina de registro. Me había visto llegar en camilla, con muletas, me había visto llegar sostenido por dos policías, pero cuando me vio comparecer con dos mujeres, quedó escandalizado. Dijo: —No lo entiendo. ¿Qué significa esto? Creo que me tomaba por loco de remate. —Doctor —dije—, tengo algunos pequeños problemas con el alcohol. Le hablé del sujeto del centro médico que me había enviado a una institución del Estado. Me dijo: — ¿Quiere usted verdaderamente terminar con eso? Repuse:

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—Sí. Quiero verdaderamente volver al camino recto, y creo que esto puede ayudarme. —Bueno. De acuerdo. Voy a llenar un formulario de internamiento voluntario. Usted me lo firmará y lo admitiremos. No me dijo dónde me admitirían. Diez días más tarde subí a la ambulancia y lo que primeramente advertí fue que estaba en el departamento de locos. Aquello me hizo muy poca gracia porque creía que iba a un sitio donde conseguir la sobriedad. Ignoraba que iba a ser mezclado con una pandilla de chiflados. Varios días después llegó otra ambulancia de Bellevue con dos individuos que habían estado ya internados varías veces. Uno de ellos estuvo en nuestra sección y conocía todos los resortes. Dijo: —No os alteréis, no es el peor lugar del mundo. No iba equivocado: diez días más tarde estábamos los tres completamente borrachos allí, en la sección de locos. Había dejado fuera a tres hijos y esposa, sin un céntimo. Uno de mis hijos, un muchacho de diez años, me escribió una carta para darme ánimos. Creía que me ponían inyecciones y que me hacían ingerir distintos remedios, y que cuando saliese de allí no bebería ya nunca más. En su carta me decía: «No te preocupes, papá. Haz todo lo que te indiquen los médicos; no importa el tiempo que te retengan. Espero que cuando salgas serás un padre como los que tienen mis amigos.» Ahora, en mi ausencia, llevaba a sus compañeros a casa, lo que no podía hacer cuando yo bebía, porque no soportaba a nadie a su alrededor. Tenía el vino malo. Volvió a escribirme: «No te apures por la casa, porque me he metido en negocios,» Su negocio consistía en que se había confeccionado una caja de limpiabotas y salía a limpiar zapatos en tanto que yo estaba en el hospital, bebiendo. En una de sus visitas, mi esposa me dejó un dólar. Creí que era un billete de cinco y me lo guardé en el bolsillo. Después de su marcha lo saqué, vi que era un dólar y dije: « ¡Qué granuja! ¿Qué voy a hacer aquí con un dólar durante los próximos quince días?» A los dos días, uno de los médicos de la dirección me llamó a su despacho y me dijo: — ¿Sabe que su esposa ha debido pedir prestado dinero para regresar a Nueva York y que le dejó a usted su último dólar? Me hizo observar que mis hijos no tenían ni siquiera con qué pagarse un vaso de leche a la mañana siguiente. Me sentí inferior a todo. Me dije: « ¡El granuja soy yo!» Manifesté al doctor: —Tengo que hacer algo para poner remedio a esto. — ¿Por qué no firma un formulario de salida? Puede hacerlo. Salga, encuentre trabajo y déjese de tonterías. Cuide de su familia. La tiene usted excelente, ¡Salga y cuide de ella! Y aquel día juré a Dios, en presencia de aquel hombre, que eso era lo que iba a hacer. Hice esta promesa: «jamás volveré a beber, por mucho tiempo que viva,»

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En aquel momento lo creía. Firmé mi salida. Encontré trabajo y durante dos semanas no toqué un vaso. Dos semanas eran mucho tiempo para mí. Resultó que me pagaron el salario de estas dos primeras semanas con un cheque. No sabía adónde ir a cobrarlo, como no fuese a un bar. Nadie me conocía, nadie confiaría en mí, únicamente había los dueños de los bares, pero yo sabía que no conseguiría entrar y salir después de beber sólo un vaso. Me dije a mí mismo: « ¡Dios me asista! No beberé más de tres vasos. Cambiaré el cheque y llevaré el dinero a casa.» Bebí mis tres vasos, endosé el cheque, recogí el dinero. Entonces el barman me dijo: — ¿Quiere beber otro? Paga la casa. Acepté. Después de esto, inútil es decir lo que ocurrió. Llegué a casa sin un céntimo. Perdí mi empleo, pero en aquella época esto no era problema y encontré otro. Y luego hallé una colocación tras otra, hasta el momento en que ya no pude mendigar nada, ni pedir prestado, ni robar. Caí todo lo bajo que un hombre puede llegar. Cuando ya no tuve posibilidad de encontrar trabajo y mi chico seguía saliendo a limpiar zapatos, me fui a dar una vuelta por el sitio donde él se situaba, y le dije que su madre me enviaba a buscar el dinero que había ganado,. El niño sabía perfectamente que no llevaría ese dinero a casa, pero nunca me lo negó. Siempre me entregó todo lo que tenía. Y yo iba a bebérmelo. Llegó un día en que finalmente regresé a Bellevue. Estaba en la sección de alcohólicos y en una condición bastante lamentable. Uno de los médicos me hizo inyectar una fuerte dosis de paraldehído que me envió a rodar. A la hora y media, tres hombres se esforzaban en hacerme recuperar el sentido. El uno era el interno de guardia en el hospital, el otro un «poli» en uniforme, el tercero un inspector de paisano. La policía me buscaba hacía cuatro ó cinco días y finalmente me echaron el guante en el Bellevue, Por algo que había hecho en la más completa de las inconsciencias y de lo que no sabía nada. Me sacaron de la sección de alcohólicos y me metieron en la prisión de Bellevue, donde permanecí varios meses. Una acusación muy grave pesaba sobre mí y coma el riesgo de pasar entre siete años y medio y quince años en Sing Sing. No sé cómo ocurrió —quizá a causa de las oraciones de mi esposa, o a la ayuda de mi familia, o Dios sabe cómo—, pero el caso es que el juez me envió al hospital y no a Sing Sing. A finales de 1928 volví allí, pero esta vez no era por propia voluntad, sino para cumplir una condena. A principios de 1939, cuando el libro de los A. A. acababa de salir de la imprenta, fui convocado al despacho del médico jefe del hospital del Estado. Uno de los fundadores de los A. A. estaba allí, junto con otros cinco miembros de la Asociación, con la finalidad de tener A. A. en el hospital. Así fue como conocí a los A. A. El médico jefe me dijo: —La medicina no puede hacer nada por usted. La religión tampoco. Nadie en el mundo puede ayudarle. Es usted un alcohólico crónico. Esto es definitivo. Luego añadió: —Quizás estos hombres y este libro puedan socorrerle,

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Leí el libro. Entretanto, los A. A. celebraban reuniones en South Orange, Nueva Jersey. Había un grupo de South Orange que venía al hospital, se llevaba algunos individuos a una reunión y luego los devolvía. Quise saber lo que ocurría en aquellas reuniones. Encontré a uno de los sujetos que había ido y le pregunté: — ¿Qué tal son esas reuniones? Dijo: —Hay un montón de personas que se levantan y que intercambian sus relatos. Hablan los unos con los otros y tú también les hablas. Todos son antiguos borrachos. Todos parecen felices. Se divierten, van bien vestidos, llevan cuello y corbata. Unos trabajan; otros, no; pero todos son felices. Prosiguió: — ¿Por qué no pide al doctor que le deje ir un día? Debería ver la mesa que esa gente prepara después de la reunión. ¡Hay bocadillos de pollo! ¡Oh, me pintó un hermoso cuadro! a Pasteles de confección casera.» ¡De eso no teníamos en el hospital! Dije: — ¡Caramba! Según parece, eso está muy bien. En toda mi vida había asistido a una reunión de alcohólicos en la que nadie tuviese una botella. Pedí permiso al doctor y éste me autorizó a asistir a una reunión. Yo imaginaba: «Voy a ir allí, beberé unas copas y me iré., ¡Y al diablo con los A. A. y con todo lo demás.» Fui, pues, allí por primera vez y me presentaron a aquel montón de personas que parecían felices. Me colocaron junto a bebedores empedernidos. Me sentaron en un rincón para hablar con aquella gente y no tuve manera de librarme de ellos. Durante este tiempo, yo buscaba indicios. Examinaba a cada tipo que bajaba al lavabo. En un momento dado, cuatro individuos corpulentos decidieron a la vez bajar al lavabo. Inmediatamente dije: — ¡Eh! Discúlpenme un momento. Y me fui en pos de ellos pensando que, tan pronto hubiesen entrado, uno de los cuatro iba a exhibir una botella. Pero quedé bien burlado: con gran sorpresa mía, no hubo tal botella. Me dije: « ¿Qué les ocurre a estos sujetos?» Fui a las reuniones de los A. A. durante siete meses aproximadamente, y abandoné la idea de tomarme un vaso. Ya no pensaba en el alcohol. Quedó sorprendido cuando, un día, me llamaron al despacho del doctor y me dijeron que iban a soltarme bajo palabra. Obtuve la libertad provisional durante un año. La tarjeta que me entregaron decía «Confiado a la custodia de su esposa y de los A. A.» Mi mujer solía acompañarme a cada reunión de A. A., pero un día teníamos visitas y mi mujer me dijo: — ¿Qué vamos a hacer? Le contesté: —Escucha, tú atiende a nuestros invitados, pero yo no faltaría a esta reunión por nada en el mundo: tiene demasiada importancia para mí. Asistí a la reunión aquella noche. Fue una reunión estupenda hasta que se levantó el último orador. Aquel tipo dijo:

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—Desde el momento en que se es alcohólico, no se puede soportar ni un solo vaso de alcohol hasta el final de la existencia, ¡Uf! No se andaba por las ramas. Poco más tarde, en el mismo discurso, insistió: —Y no lo olvidéis, ¡ni siquiera un vaso de cerveza!. Y con el dedo me apuntaba a mí, que estaba sentado al fondo de la sala. Me dije: «¡Caramba! ¿Adonde va a buscar todo eso este hatajo de mojigatos?» Fue una reunión a la que no me quedé para la plegaria al Señor. El orador prosiguió y finalmente se sentó. Todo el mundo aplaudió. Yo exclamé: — ¡Bah! Y me marché, Fui a Lexington Avenue y encontré una tasca. Entré y dije: — ¡Denme un vaso de cerveza! Me lo bebí y salí inmediatamente. Permanecí bajo un farol, en la esquina de la calle Cincuenta y Nueve y de Lexington. Permanecí allí tal vez quince o veinte minutos, esperando que ocurriese algo porque había bebido un vaso de cerveza. Pensaba que, aproximadamente veinte minutos después de haber bebido la cerveza, puede producirse en el interior una transformación química. Tal vez uno puede estallar, no sabía lo que iba a ocurrirme. Pues bien, no estalló. Nada me ocurrió. Entonces subí al Metro hasta el Bronx y, al dejar la estación, en lugar de volver a casa, fui a un bar y tomé otra cerveza, luego otra, después otra más. Cuando el camarero se acercó con la séptima, le dije: — ¡Un momento! ¡Sustitúyala por un whisky doble! Eso fue lo que hizo. Y, para terminar una larga historia, ¿qué creen que me ocurrió? Aterricé de nuevo en el hospital del Estado. No se confundan, No regresé aquella misma noche, ni a la semana siguiente, ni al otro mes. Necesité tres meses, pero era aquel vaso de cerveza el que había puesto en marcha el mecanismo. Me pregunté: « ¿Qué vengo a hacer ahora aquí?» En mi alma y mi conciencia sabía que los A. A. tenían verdaderamente algo que enseñarnos. Quería averiguar en qué había fallado yo, y pedí al médico que me dejase nuevamente el libro. Mi principal error era que no había sido sincero conmigo mismo, ni con nadie en el mundo. Sabía que los A. A. no me habían fallado, sino que yo había fallado a los A. A. Entonces, ¿qué debía hacer para volverme sincero? Me aseé, Fui a ver un sacerdote allí, en el hospital, y por primera vez en la vida me arrepentí de verdad. En aquel establecimiento colaboré fructíferamente con los A. A. Por fin salí y traté de encontrar trabajo, pero sin conseguirlo. Habían abierto un hogar A. A. en la calle Veinticuatro. Yo me iba por la mañana temprano, para buscar trabajo. Luego me dirigía al club y ayudaba a limpiar el suelo. Ayudaba a cualquier cosa. Me quedaba por la noche, para las reuniones, y a la hora del cierre volvía a casa. Así empleaba el tiempo.

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Eso duró unos once meses, y luego mi esposa quedó encinta de un cuarto hijo. Después del tercero le habían dicho que no soportaría el nacimiento de otro más. Pero vio que aquello constituiría una alegría para los niños. Eran felices, yo era feliz, ella también lo era y con los A. A. me sentía lleno de entusiasmo y hacia progresos. Así, pues, ella no hizo caso de las órdenes del doctor y llegó hasta el final. Una noche llevé a mi esposa al hospital y al día siguiente por la tarde fui a visitarla. Pero antes de llevarme junto a ella, tuve que ver al doctor. Éste me dijo: —Joe, ¿cómo se encuentra? Repuse: —Muy bien, doctor. Él dijo: —Siéntese, —Y añadió—: Y ahora, ¿cómo se encuentra? Dije: —Sigo encontrándome muy bien. ¿Adónde quiere ir a parar? Trataba de decirme que mi esposa estaba a punto de dar a luz, que habían hecho todo lo que les era posible, pero que ella estaba en peligro. —Estoy seguro de que hacen ustedes cuanto les es posible. Y yo, ¿qué puedo hacer? —pregunté al doctor. Repuso: —Su ficha índica que es usted católico. Por lo menos sabe usted rezar. Regresé a casa donde me esperaban mi madre y mi suegra, dos ancianas al acecho de las noticias que traía del hospital. Me abstuve de repetirles lo que me habían dicho, pero mi suegra empezó a hacerme preguntas. Finalmente perdí la paciencia y dije: —Bueno, ¡al diablo! Sólo recuerdo que bajé a la taberna de la esquina. Coloqué un billete de un dólar sobre el mostrador, decidido a tomar algo. Pero ahí es donde intervienen los A. A. Me dije: « ¿Qué vengo a hacer aquí en un momento como éste? En las reuniones me han aconsejado que cuando tenga una preocupación pruebe de rezar un poco.» Pues bien, como estaba enormemente preocupado traté de rezar. Cuando el barman se hubo cansado de esperar, me gritó: —Bueno, ¿se decide de una vez? ¿Qué va a tomar? Encargué un ginger-ale con mucho hielo. Así fue escuchada mi plegaria. Fui al edificio del club, en la calle Veinticuatro. Allí varios individuos me disuadieron de ir a beber una copa. Me quedé a la reunión de aquella noche, luego regresé a casa y me acosté. Hacia la una de la madrugada recibí un telegrama del hospital. Tenía miedo de abrirlo. Pensaba que era el último telegrama que recibiría en relación con mi esposa. Paseé de un lado para otro durante media hora, como un cautivo en su celda, con el telegrama en la mano. Finalmente caí de rodillas y pedí a Dios Todopoderoso: «Dame valor para abrir esto.» Luego abrí el mensaje. Mi esposa había dado a luz una niña y todo iba bien. ¿Adónde hubiese ido a parar yo, qué hubiese sido de ella si llega a fallarme la voluntad y empiezo

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a beber en unas circunstancias como aquellas? Doy gracias al Todopoderoso por no haberlo hecho. Tuve que esperar diecisiete meses antes de encontrar un empleo. Permanecí sobrio gracias a lo que había aprendido con los A. A. Luego tuve un empleo que no me gustaba y que, además, me mantenía alejado de los A. A. Resolví: «Si no ocurre nada durante esta semana, al diablo con los A. A.» Y me propuse beber un trago. Me concedí una semana, ¿lo entienden? No bebí aquella copa; me había concedido una semana. Antes de que hubiese transcurrido esa semana, al regresar una noche a casa encuentro sentados en el sofá, como caídos del cielo, dos antiguos patronos míos que me esperaban. Eran dos hermanos para quienes había trabajado hacía mucho tiempo, dos sujetos que habían jurado que nunca más tendrían nada que ver conmigo. Les cuento eso porque quiero que sepan que las buenas noticias prosperan con los A. A. Se habían enterado de que estaba con los A. A., que me portaba bien, que había vuelto junto a mi familia, y todo lo demás. Y venían a pedirme que trabajara para ellos. Así lo hice, y en la actualidad sigo en su compañía. Ahora voy a retroceder seis años. Ocurrió algo» Mi chico, el que limpiaba zapatos a los diez años, había crecido entretanto: medía más de un metro ochenta. Y casi el día de su aniversario, el de sus dieciséis años, perdí a aquel muchacho en un accidente de trolebús, a cien metros de casa. Estaba en Filadelfia cuando sucedió. Me llamaron al teléfono, me trajeron en coche desde Filadelfia para ver a mi chico. Recuperó el sentido una sola vez durante las trece horas que pasé a su lado» Me miró y dijo: —Papá, ¿qué me ha sucedido? Le contesté: —Resiste, hijo mío. ¡Te pondrás bueno! Los médicos me habían dicho que mi hijo sanaría. Era fuerte y luchaba. Pues bien, mi chico no curó. Trataba de decirme, con un último apretón de mano, que había perdido la batalla. Trataba de decirme: «Pierdo esta batalla, papá, pero no te desanimes por esto.» He aquí lo que trataba de decirme. Ahora me doy cuenta. Sin embargo, cuando se llevaron a mi hijo, decidí suicidarme mediante la bebida. Iría primeramente a casa y tomaría todas las disposiciones para el entierro. Luego me encerraría en un hotel y me emborracharía hasta morir. Y si el alcohol no me mataba, me tiraría por la ventana. Antes de poder realizar mi plan, recibí una llamada telefónica. Era un miembro A. A. de Ohío. ¿Cómo había podido llegar esta noticia a Ohío en sólo treinta y cinco minutos? Aún ahora no lo sé. Aquel individuo decía: —Acabo de enterarme de lo que le ha ocurrido. Le llamo porque sé lo que estará pensando, pero confío en que no lo hará. Espero que no se tomara ese vaso. Nadie en el mundo, ni ningún A. A., podría condenarle por eso. Pero no olvide que aquí hay varios centenares de miembros y que todos pensamos en usted y rogamos por su salvación. Cuando hubo colgado alguien me llamó desde Connecticut, También era un A. A. Luego tuve tanto trabajo en responder a todas las llamadas que no podía alejarme del aparato. Mientras hablaba aún por teléfono, entró uno de mis amigos A. A. No se separó de mí en

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toda la noche, de modo que no tuve ninguna posibilidad de salir. Permanecieron sentados en la cocina, fumando y bebiendo café. A la mañana siguiente el encargado de pompas fúnebres vino a buscarme para llevarme al depósito del hospital, con el fin de que identificara a mi hijo. El amigo A. A. me acompañó. También el empresario era un A. A. Pues bien, cuando levantaron aquella tabla para que identificara el cuerpo de mi hijo, si no llego a tener a un A. A. a la derecha y otro a la izquierda, en la actualidad ya no estaría vivo. Yacería en la misma tumba que mi chico. Ya ven, pues, que mi larga sobriedad no me ha sido servida en bandeja de plata. Si las cosas han de ocurrir, ocurren. Pero sigo con los A. A. y llevo once años de sobriedad. Tomé mi último vaso de alcohol hace once años y siete meses. Gracias a las buenas gentes de los A. A., y finalmente, pero no en menor proporción, por la gracia de Dios. Y si yo he podido hacerlo, también ustedes podrán.

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APÉNDICE II ¿ES USTED ALCOHÓLICO? Hágase las preguntas siguientes y contéstelas con la mayor sinceridad posible. 1. ¿Es la bebida causa dé ausencia en su trabajo? 2. ¿Hace desgraciada a su familia el hecho de beber? 3. ¿Bebe usted porque se siente a disgusto con la gente? 4. ¿Bebe hasta el punto de afectar su reputación? 5. ¿Ha experimentado alguna vez remordimientos después de haber bebido? 6. ¿Ha experimentado dificultades financieras por el hecho de haber bebido? 7. Cuando bebe, ¿frecuenta malas compañías o un ambiente de condición inferior? 8. ¿Se olvida del bienestar de su familia cuando bebe? 9. Desde que bebe, ¿carece usted de ambición? 10. ¿Se siente obsesionado por el deseo de beber a ciertos momentos del día? 11. ¿Desea usted tomarse una copa a la mañana siguiente? 12. ¿Tienes dificultad para dormir después de

haber bebido? 13. ¿Han disminuido sus aptitudes desde que bebe? 14. ¿Compromete la bebida su posición o su negocio? 15. ¿Bebe usted para eludir las preocupaciones o las molestias? 16. ¿Bebe usted a solas? 17. ¿Ha sufrido amnesia a causa de la bebida? 18. ¿Le ha tratado su médico contra el alcoholismo? 19.. ¿Bebe usted para reafirmar su confianza en sí mismo? 20. ¿Ha estado internado en un hospital o en una institución a causa del alcoholismo? Si ha contestado afirmativamente a una de estas preguntas, quizá sea usted alcohólico. Si ha contestado afirmativamente a dos de estas preguntas, hay grandes probabilidades de que sea usted alcohólico. Si ha contestado afirmativamente a tres o más preguntas, es indudablemente un alcohólico. (Este cuestionario, utilizado por el hospital de la Universidad de John Hopkins, Baltimore, Md., sirve para determinar si un paciente es o no alcohólico.)

FIN