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Miranda. 1, 2007 EZRA POUND DESCUBRE A JOYCE 1 Martín Zubiría Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional de Cuyo “...el juicio literario es el producto último de una gran experiencia.” Longino, De lo sublime, VI Dos historiadores romanos, Plino el viejo y Valerio Máximo, refieren una anécdota famosa acerca de Apeles, aquel genial pintor griego que, según el juicio de los antiguos “superó a todos los que lo precedieron y a cuantos pudieran venir después de él” (‘omnes prius genitus futurosque postea superavit’, Plin. nat. 35, 79). Sucedió que Apeles aceptó cierta vez, en consonancia con la celebrada “gracia” (cháris) de su carácter, la observación de un zapatero acerca de unas sandalias que aquél pintara, donde, por el lado interno, había un ojalillo de menos. Pero cuando en otra ocasión el zapatero, envanecido, pretendió juzgar acerca de la pantorilla, Apeles se vio obligado a ponerlo en su lugar, diciéndole que se limitase a la sandalia. De donde el proverbio latino: ‘ne, sutor, ultra crepidam’, recogido luego por la mayoría de las lenguas europeas; en español decimos: “zapatero... a tus zapatos”. El consejo es ciertamente saludable y bien podría venir a cuento en esta oportunidad, cuando, en el marco de una “Semana” dedicada a recordar a James Joyce, tiene la osadía de subir a esta tribuna un profesor de filosofía. ¿Con qué derecho? En este punto podríamos salir al encuentro del ‘ne sutor ultra crepidam’, con otra sentencia latina. La que dice: ‘navita de ventis, de bobus narrat arator’ (cf. Propercio II 1, 43), “el 1 Conferencia pronunciada en el marco de la “Semana de James Joyce”, organizada por la Cátedra de Literatura Inglesa y Norteamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, el 25 de junio de 2004.-
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EZRA POUND DESCUBRE A JOYCE1

Martín Zubiría Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional de Cuyo

“...el juicio literario es el producto último de una gran experiencia.”

Longino, De lo sublime, VI

Dos historiadores romanos, Plino el viejo y Valerio Máximo, refieren una anécdota famosa acerca de Apeles, aquel genial pintor griego que, según el juicio de los antiguos “superó a todos los que lo precedieron y a cuantos pudieran venir después de él” (‘omnes prius genitus futurosque postea superavit’, Plin. nat. 35, 79). Sucedió que Apeles aceptó cierta vez, en consonancia con la celebrada “gracia” (cháris) de su carácter, la observación de un zapatero acerca de unas sandalias que aquél pintara, donde, por el lado interno, había un ojalillo de menos. Pero cuando en otra ocasión el zapatero, envanecido, pretendió juzgar acerca de la pantorilla, Apeles se vio obligado a ponerlo en su lugar, diciéndole que se limitase a la sandalia. De donde el proverbio latino: ‘ne, sutor, ultra crepidam’, recogido luego por la mayoría de las lenguas europeas; en español decimos: “zapatero... a tus zapatos”. El consejo es ciertamente saludable y bien podría venir a cuento en esta oportunidad, cuando, en el marco de una “Semana” dedicada a recordar a James Joyce, tiene la osadía de subir a esta tribuna un profesor de filosofía. ¿Con qué derecho?

En este punto podríamos salir al encuentro del ‘ne sutor ultra crepidam’, con otra sentencia latina. La que dice: ‘navita de ventis, de bobus narrat arator’ (cf. Propercio II 1, 43), “el

1 Conferencia pronunciada en el marco de la “Semana de James Joyce”, organizada por la Cátedra de Literatura Inglesa y Norteamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, el 25 de junio de 2004.-

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marinero habla (sólo) de los vientos y el campesino (sólo) de los bueyes”, cada cual sólo de lo que conoce. Con esta sentencia se mofaban los romanos cultos de la cortedad de espíritu del menestral amarrado al caparazón de un oficio, incapaz de ver ni de interesarse seriamente por nada exterior a él. Pero nosotros preferimos dejar esa burla de lado, tanto más cuando recordamos lo que Teofrasto, con humor y agudeza sin par, ha dicho ya acerca “de la rusticidad” en el memorable y delicioso tratado que dedica a los Caracteres morales (IV).

A la hora de justificar nuestra presencia aquí, preferimos llamar la atención de los oyentes acerca de algo que suele ser muy frecuente y que, bien mirado, resulta por demás extraño. El hecho de que los estudiosos de la Filosofía apenas si toman en cuenta que Aristóteles, el descubridor de la “Lógica”, el autor de la Metafísica, el pensador cuya Física determina especulativamente los conceptos de tiempo, de lugar, de movimiento, ese genio científico portentoso que como pocos ha merecido el título de “maestro de la humanidad” (Hegel), es también el autor de una Poética, esto es, de un tratado – el primero en su género escrito en Occidente – donde muestra cómo el concepto no puede permanecer indiferente ante la palabra poética; cómo, por el contrario, reconoce y alaba incluso, en particular a propósito de Homero y de los grandes trágicos, la verdad substancial de esa palabra y el esplendor inmortal de su belleza.

No es menos frecuente esto otro, que, bien mirado, resulta no menos extraño. El hecho de que los estudiosos de la Filosofía apenas si toman en cuenta que Hegel, el autor de la Ciencia de la Lógica, el formidable dialéctico de la Fenomenología del Espíritu, el maestro capaz de forjar una doctrina filosófica acerca del Derecho jamás igualada, es también el autor de una Poética, esto es, de un tratado donde muestra cómo el concepto no puede permanecer indiferente ante la palabra poética; cómo, por el contrario, reconoce y alaba, a propósito de Homero y de los grandes trágicos, sí, pero también, en consonancia con su propio lugar histórico, a propósito de Virgilio y de Shakespeare, de Calderón y de Schiller, la verdad substancial de esa palabra y el esplendor inmortal de su belleza.

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Ni es menos frecuente, por último, esto otro, que, bien mirado, resulta tan extraño como aquello. El hecho de que los estudiosos de la Filosofía apenas si toman en cuenta que, en un presente que ya no es el de la historia del “amor a la sabiduría”, Heidegger, el autor de Ser y Tiempo, de ¿Qué significa pensar?, de La proposición del fundamento, haya consagrado semestres enteros no sólo a meditar sobre la relación del pensar con la palabra poética, sino a exponer los himnos de Hölderlin y que vuelva una y otra vez en sus escritos a citar versos y expresiones de Sófocles y de Píndaro, de Rilke y de Rimbaud, de Mörike, de Stefan George, de Trakl.

Si para Heidegger, como ya antes para Hegel y para Aristóteles, la poesía ha sido una realidad infinitamente más valiosa que un simple motivo de recreo, no tendría por qué asombrar esto de que un profesor de Filosofía, que confiesa ser un perfecto lego en materia de filología inglesa, ocupe esta dignísima tribuna, persuadido como está de que cuanto se ha propuesto decir en esta ocasión supera holgadamente las fronteras de lo que algún apresurado podría tener por una mera afición literaria, en nada diferente de otra afición o pasatiempo cualquiera, como el ajedrez o el andinismo, el jazz o la buena mesa...

Bien es verdad, sin embargo, que en relación con cada uno de los pensadores mencionados se ha hablado siempre de la poesía, por donde no faltará algún oyente tentado de levantar la mano en este momento para recordarnos que estamos en la “Semana de James Joyce”, en la de un escritor alabado por los que saben como uno de los grandes prosistas – no poetas – del siglo XX. Si bien hay no pocos poemas memorables en Música de Cámara, este libro de Joyce pertenece a los comienzos de su carrera como escritor, y lo que en nuestra “Semana” nos convoca es ante todo el autor de Dublineses, de Retrato, de Ulises, de Finnegans Wake.

Llegados a este punto, y antes de pasar adelante, propongo que, a manera de introducción para lo que sigue, escuchemos un aforismo de Nietzsche, el nonagésimo segundo de la La gaya ciencia, titulado “Prosa y poesía”, que dice así:

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“No se pase por alto el hecho de que los grandes maestros de la prosa han sido casi en su totalidad también poetas, ya sea abierta o tan sólo embozadamente, (como quien dice) ‘entre sus cuatro paredes’; ¡y lo cierto es que sólo frente a la poesía se escribe una prosa buena! Pues esta última es una ininterrumpida guerra amable con la poesía: todos sus encantos consisten en que de continuo elude y contradice la poesía; todo concepto abstracto pretende ser expuesto a guisa de malicia que a ella apunta y como con voz burlona; toda sequedad y frialdad está destinada a producirle una encantadora desesperación a la encantadora diosa; hay frecuentes acercamientos y reconciliaciones, seguidos de brusco retroceso y burla maliciosa; muchas veces se descorre la cortina y se deja entrar la luz justamente en momentos en que la diosa goza con sus crepúsculos y colores apagados; muchas veces la palabra le es arrebatada de la boca y cantada con arreglo a una melodía que le hace taparse los delicados oídos con sus delicadas manecitas; y así, hay mil placeres de la guerra, las derrotas inclusive, que los apoéticos, los llamados hombres prosaicos, ignoran por completo; ¡no es de extrañar pues, que éstos escriban y hablen una prosa mala!”.

Tras este aforismo y como fortalecidos por él, debemos añadir ahora, antes de entrar en materia, lo siguiente:

Un pensador alemán prácticamente desconocido entre nosotros y que, como Ulises al salir de la cueva del Cíclope, se ha dado a sí mismo el nombre de “Nadie” (OÜtij), publicó hace ya más de quince años – ‘grande mortalis aevi spatium’ (Tac., Agricola 3, 3) – un libro titulado La articulación racional de la modernidad2. Cumple allí la empresa, tan inesperada, tan descomunal, tan fructífera como apenas otra, de presentar los llamados “tiempos modernos”, en cuya antesala se sitúan, al promediar el siglo XIX, el “Manifiesto Comunista” de Marx y el Catilina de Ibsen, la Madame Bovary y las atormentadas armonías del Tristán wagneriano, como secuencias paralelas y superpuestas, por así decir, de posiciones del pensamiento, tan firmemente articuladas entre sí como para constituir un todo

2 H. Boeder, Das Vernunft-Gefüge der Moderne, Friburgo, Alber, 1988.

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íntegro y concluso, con la unidad y la consistencia de lo que bien puede considerarse como un “mundo” por sí.

Pues bien, quien recorra las páginas de La articulación racional de la modernidad y vea cómo las ideas de los llamados “filósofos” modernos – Husserl, Frege, Nietzsche – cobran una inteligibilidad insospechada al aparecer situadas en un “lugar” y en una dimensión propios, dentro de ese mundo, encontrará aquí y allá, a manera de hitos luminosos que jalonan el curso de la exposición, algunos nombres que no suelen figurar en los tratados “filosóficos” al uso: por de pronto, los de algunos protagonistas de la revolución del arte en el siglo XX: Manet, Cézanne, Braque, Dalí, Klee, Picasso; también los nombres de poetas como Baudelaire, Heine, Mallarmé, Apollinaire, T.S. Eliot, Ezra Pound; pero también los de algunos novelistas característicamente modernos, como Henry James, Proust y Joyce, de cuyo Ulises – nótese bien: no de un texto de Heidegger ni de Nietzsche, sino del Ulises – procede el epígrafe de la obra a que nos referimos, La articulación racional de la modernidad. El epígrafe, inquietante, por decir poco, reza como sigue: “History is a nightmare from which I am trying to awake. ... What if that nightmare gave you a back kick?”

Las referencias a los tres novelistas mencionados, dentro de La articulación racional de la modernidad, obedecen a un empeño de carácter sistemático, antes que a los bien conocidos flacos del trabajo erudito. En efecto, uno de los descubrimientos más sorprendentes de “Nadie” (OÜtij) ha consistido en mostrar cómo, lo que la Filosofía concibió en cada una de sus tres épocas como “Dios”, se ve sustituido, una vez que la historia del “amor a la sabiduría” llegó a su fin, por tres totalidades a partir de las cuales, a manera de horizontes últimos, se explica todo cuanto es; esas totalidades son Historia, Mundo y Lenguaje. Y precisamente con cada una de ellas se vincula, de manera característica, la obra de los tres novelistas de marras: la de Proust, con su “recherche du temps perdu”, a la de la Historia; la de James, viajero cosmopolita fascinado por la oposición entre la conciencia americana y la europea, a la del Mundo; y la de Joyce, por fin, creador de Stephen Dédalus y de Leopold Bloom, a la del Lenguaje. Se trata de autores que, en consonancia con la Modernidad a que pertenecen, son

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prosistas y no ya poetas; pero prosistas incomparables, ante cuya obra palidece hasta desaparecer, todo cuanto, dentro del círculo respectivo, pretenda ponérsele a la par.

Pero para comprender qué es la Modernidad en sentido singular – “die Moderne”, como se la llama en alemán – uno difícilmente podría limitarse a conocer la sola obra de sus pensadores, porque así como ocurre con la música de Strawinsky y de Schönberg, con la arquitectura de Le Corbusier y con la pintura de Mondrian, también la prosa literaria de Proust, de James, de Joyce nace de esa experiencia “crítica” provocada por la ausencia, en el presente histórico, de una sophía auténtica, esto es, de una sabiduría inicial acerca del destino del hombre.

Ya el afamado romanista alemán Hugo Friedrich, en un ensayo singularmente lúcido y penetrante, titulado Tres clásicos de la novela francesa: Balzac, Stendhal, Flaubert. (trad. J. Rovira Armengol, Bs. As. 1969), mostró a las claras cómo durante el siglo XIX la novela europea se convierte en un fenómeno “espiritual” cuyo significado trasciende la órbita de lo estrictamente literario, para hacer justicia a la afirmación de Stendhal, según la cual “no es posible alcanzar la verdad más que en la novela. Todos los días me convenzo más de que en otras partes es pura pretensión” (Op. Cit., p. 17). Y que tal verdad pertenece inequívocamente a la antesala de los “tiempos modernos” se muestra en el imperio universal de una fuerza que preside con rigor inexorable el curso de la acción novelesca y que Friedrich denomina, ingeniosamente, “desarmonía preestablecida” (p. 30).

Pero lo que Balzac, Stendhal y Flaubert llevaron a cabo con un arte cuya “voluntad de determinar lo real hace que la novela se acerque a la obra científica” (p. 38), y cuya meta, por ende, no consiste ya en “la aspiración al bien ni en la exposición, dentro del orden moral, de su victoria, del equilibrio del juego de las fuerzas humanas” (p. 39), lo que ellos, con una consecuencia digna sólo del genio y en la vecindad de pensadores como Schopenhauer, Kierkegaard y Feuerbach, llevaron a cabo, decíamos, precede a una “Modernidad” que sólo se constituye como tal, allí donde Historia, Mundo y Lenguaje, también en la

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literatura, ostentan, en cada caso, la dignidad propia de lo incondicionado. Y no es sino eso lo que se muestra en la obra de James, de Proust y de Joyce.

Por lo que atañe a este último, nuestra modesta contribución a esta “Semana” de homenaje, consistirá en leer algunos pasajes espigados de entre varios escritos de Ezra Pound, redactados cuando Joyce era todavía un escritor desconocido y con los que logró despertar el interés por él en críticos y lectores europeos.

No voy a detenerme en los pormenores de la relación entre ambos autores y de su correspondencia. Quien desee hacerlo podrá consultar con provecho el volumen de Ezra Pound titulado Sobre Joyce, edición y comentarios de Forrest Read, en la traducción algo descuidada, preciso es decirlo, de Mirko Lauer, publicada en Barcelona por Barral Editores en 1971. De este volumen proceden los textos que escucharán a continuación y que paso a leer sin más preámbulos, para que también los oyentes se hagan cargo de un testimonio que ninguna forma de pluralismo podrá acallar, haciendo mías las palabras de Heródoto: “me sé obligado a decir lo que ha sido dicho” (Hist. VII, 152, 3).

Seis meses antes del estallido de la Gran Guerra, en una carta fechada en Londres en enero de 1914, Pound escribe:

“Estimado Joyce: se supone que no tengo por qué saber mucho sobre prosa, pero creo que su novela [Joyce había enviado a Pound el primer capítulo de Retrato] es algo tremendamente bueno – me atrevo a decir que usted lo sabe tan bien como yo – claro y directo como Merimée. ... Maldita sea, generalmente no puedo leer ningún tipo de prosa en inglés, a menos que sea algo de James y de Hudson [nuestro Guillermo Enrique] y un poco de Conrad. Escribo esta carta inmediatamente después de haber terminado la lectura.”

Pound retoma la carta dos días después para referirse a uno de los editores que pensaba ganar para la edición de Dublineses:

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“Wright me cree un poco chiflado y se considera un macho sano, normal y práctico. Tiene exactamente el doble del sentido común de un editor norteamericano promedio, es decir un doble cero que tiende a lo infinitesimal. De todos modos intentaremos con él y veremos qué puede hacerse.”

Seis meses más tarde apareció Dublineses y casi a la par la reseña de Pound, donde, entre otras cosas, se lee lo siguiente:

“Tan poco de la prosa contemporánea inglesa escapa al desaliño, que bastaría decir ‘el libro de cuentos cortos del Sr. Joyce es prosa libre de desaliño’ para que el lector inteligente salga corriendo enseguida de su estudio a gastar los tres chelines y seis peniques que vale el ejemplar. Por desdicha mi prestigio como crítico no basta para producir este resultado. ... El Sr. Joyce escribe una prosa límpida y dura. Maneja temas subjetivos, pero los presenta con tal claridad que bien podría estar tratando sobre locomotoras o especificaciones de construcción. Por eso uno puede leer al Sr. Joyce sin la sensación de estar prodigando un favor. ... Puedo dejar de lado un buen texto francés y tomar uno del Sr. Joyce sin sentir que mi cabeza se ve embutida dentro de una almohada. ...

“El mérito del Sr. Joyce, no diré su mayor mérito, pero sí el más atractivo, es su cuidado en evitar informarnos acerca de aquello que no queremos conocer. Presenta a su gente de una manera rápida y vívida, no la vuelve tema de la especulación sentimental, no teje sinuosidades. [...] Sorprende que el Sr. Joyce sea irlandés, tan cansado está uno de las vueltas de la imaginación irlandesa o ‘celta’ (o ‘fantasía’ como creo que la llaman ahora). El Sr. Joyce no da vueltas. Define. No es una institución promotora de la industria campesina de Irlanda. Acepta el standard internacional de la prosa y lo alcanza.

“Joyce nos presenta un Dublín verosímil. No desciende hasta el nivel de la farsa. No recurre a la caricatura dickensiana. Nos presenta las cosas como son, no sólo en Dublín, sino en toda ciudad. Si cambiamos los nombres locales, unas cuantas alusiones específicamente locales, unos cuantos acontecimientos históricos y los sustituimos con otros nombres, alusiones y acontecimientos locales, estos cuentos pueden ser contados en cualquier otro pueblo. Esto significa que el autor es capaz de manejar las cosas que lo rodean, y manejarlas directamente, sin que estos detalles lo

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absorban o le impidan captar el elemento universal que yace debajo de ellos...

“El señor Joyce no presenta ‘tipos’, sino ‘individuos’. Quiero decir que maneja emociones comunes a todas las razas. Él no capitaliza el ‘carácter irlandés’. ... Escribe como un contemporáneo de los autores del Continente. No quiero decir que escriba siguiendo la moda, ávido de últimos gritos; no imita a Strindberg, por ejemplo. ... No ara el hampa buscando horror. No presenta una subjetividad macabra. Es clásico en el sentido de que trata asuntos y personas normales. Un salón de comité, Little Chandler, una nulidad, una pensión llena de dependientes – tales son los asuntos que él aborda y convierte en temas dignos de una obra de arte....

En todo caso, estos cuentos y la novela que actualmente está apareciendo por entregas, tienen la calidad necesaria para ganarle al Sr. Joyce un lugar definitivo entre los prosistas ingleses contemporáneos, es decir, algo más que un lugar en la columna de ‘Novelas de la semana’. Nuestros prosistas claros y de calidad son tan pocos que no podemos darnos el lujo de confundirlos o descuidarlos.”

Aquí vale la pena recordar que, en setiembre de aquel mismo año de 1914, Pound hace un nuevo descubrimiento literario al encontrarse con T.S. Eliot, a la sazón estudiante de filosofía en Oxford, y que con pareja generosidad se entrega a promover también su obra. Eliot le corresponde con la célebre dedicatoria estampada en la portada de La tierra baldía, donde con palabras de Dante nombra a su amigo “el más grande de los artífices”: To Ezra Pound ‘il miglior fabbro’.

A comienzos de 1915 Pound publica en una revista literaria, bajo el título francamente polémico de “La inexistencia de Irlanda”, otro encendido elogio de Joyce donde dice cosas del siguiente tenor:

“...Llegando al presente, sólo sé de un hombre que se llame irlandés y al mismo tiempo pertenezca a la década. Me refiero al exilado James Joyce. Synge huyó a París acosado por la estupidez local. Joyce ha huido a Trieste y al mundo moderno. Y en la paz de esa ciudad extranjera ha escrito libros sobre Irlanda. Hay muchos libros escritos sobre Irlanda.

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Pero los libros de Joyce están en prosa. Quiero decir que están escritos en lo que llamamos ‘prosa par excellence’.

Si algo cansa en esta vida es la escritura “artisticoide” y amétrica; el derroche de ornamentación y melancolía sentimental que llegó sobre la estela de los escritores neo-simbolistas, y que ya hace mucho dejó atrás su mejor momento, tanto en Irlanda como en otros sitios. Es por esto que alegra hallar en el Sr. Joyce una dureza y una austeridad dignas ‘del costado de un motor’; eficiente; afirmaciones claras, ni sombra de comentario, y detrás de eso un sentido de la belleza que jamás desciende a lo ornamental. Hasta donde estoy informado, en mi década sólo hay dos prosistas que se han de tomar en serio. Me refiero al Sr. Joyce y al Sr. D. H. Lawrence. No hay duda de que el segundo de los dos [quien más tarde alcanzó un gran renombre con El amante de lady Chatterley] es un escritor de cierta fuerza. A pesar de que la he disfrutado muchas veces, nunca he envidiado la obra del Sr. Lawrence. No me interesa escribir cuentos que, aunque son buenos, están ornamentados, cargados de sexo, afeminados por cierto tipo de emoción. El Sr. Lawrence ha escrito algunos poemas narrativos breves en lenguaje dialectal, que son dignos de admiración.

El Sr. Joyce escribe el tipo de prosa que me gustaría escribir si yo fuera prosista. Escribe; y tal vez los intentos de describir toda literatura buena no conduzcan sino a un hacinamiento de repeticiones y epítetos; escribe con una dureza clara, aceptándolo todo, definiendo todas las cosas y marcando limpiamente su dintorno. Nunca se precipita. Escribe como un europeo, no como un provinciano. No es un ‘seguidor de la escuela del Sr. Wells’ o de cualquier otra escuela posible. Allí hay vida. El Sr. Joyce observa sin desconcertarse. No siente la necesidad de ocultarse las cosas. Escribe sin rastro de morbidez. Lo sórdido está allí, pero él no busca lo sórdido. Joyce tiene un sentido de la belleza abundante. A menudo encontramos autores que obtienen, engañosamente, un cierto sentido del ‘poder’ apelando a situaciones ‘fuertes’, o describiendo la vida ruda. El Sr. Joyce no se ve forzado a hacer este tipo de cosas. Presenta a sus personajes al margen de toda ‘desnudez’, al margen de que puedan no ser considerados material ‘romántico’ o ‘realista’. Los personajes llevan al lector a decirse ‘esto ha ocurrido’; ‘este no es un cuento de revista,

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escrito para complacer a un editor, a una moda pasajera, o para ‘hacer sonar una campanita en el último párrafo’.”

Seis meses más tarde Pound vuelve a dirigirse a su amigo desde Londres en estos términos:

“Querido Joyce: estoy encantado de oír que está en un lugar seguro. ... Si se encuentra Ud. en apuros, existe un Fondo Real Literario, o algo así, para escritores que pasan por etapas de penuria. De la Mare acaba de recibir una pensión. Y si Ud. no vale por diez De la Mares yo me como mi camisa....”

Sin dejarse estar, Pound escribe al Secretario del Real Fondo Literario en favor del otorgamiento de la pensión, y poniendo paño al púlpito no se queda corto con sus argumentos:

“Quisiera señalar la integridad de la obra del Sr. Joyce. Durante diez años ha vivido en el anonimato y la pobreza con el fin de perfeccionar su trabajo y librarse de las influencias [...] y las demandas comerciales.

Su estilo tiene la dura claridad de un Stendhal o un Flaubert. (Estas comparaciones no brotan de un arranque de entusiasmo. Las he publicado y las mantengo inalteradas desde hace más de un año.) Tiene una rica erudición que lo diferencia de ciertos impresionistas capaces y vigorosos, pero algo recargados. Logra, en el curso de una novela, introducir una conversación seria, o inclusive una conversación liviana sobre estilo o filosofía, sin parecer ridículo. Con la excepción de Henry James y Thomas Hardy, cualquiera de vuestros novelistas que permita a una pequeña porción de su personalidad filtrarse por entre las grietas de su texto está perdido, total e irremisiblemente perdido; y sabemos entonces que lo que un autor así pueda decir o inventar para sus personajes nos importa un pepino....”

Joyce recibió la pensión y las 75 libras que le concedieron lo aliviaron durante la redacción de los primeros episodios de Bloom en el Ulises. Cuando en setiembre Joyce escribe a Yeats para manifestarle su gratitud, éste se siente obligado a poner las cosas en claro y le contesta: “Realmente me alegra que el Real Fondo Literario haya sido tan sabio y servicial. No debe agradecerme a mí, pues fue Ezra Pound quien se hizo cargo del apuro en que Ud. se hallaba. ...”

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En el otoño europeo de 1915 Pound hace llegar a Joyce un encendido testimonio de su admiración por el Retrato:

“Querido Joyce: Acabo de terminar su espléndido final del Retrato del artista adolescente y tratar de decirle cuán bueno es no me llevaría sino a hipérboles inanes. ... No he hecho sino escribir a Nueva York cartas de quince páginas relacionadas con nuestra revista, y mi cabeza es un trapo exprimido, así que no espere le mot juste en esta carta. Pude haber escrito más lúcidamente anoche, cuando, aprovechando un momento de tranquilidad, leí su entrega final en plena posesión de mis sentidos.

“Pienso que el libro es asunto sólido, perfecto. Dudo que hubiera podido Ud. realizarlo ‘en el regazo del lujo’ o en el torbellino de una metrópoli, con el desgaste que produce un sinfín de diversiones, distracciones y placeres triviales (o lo contrario).

“Pienso que el libro es tan permanente como Flaubert y Stendhal. No tan rígido como Stendhal, ciertamente no tan barnizado como Flaubert. En inglés se une Ud. a Hardy y a Henry James (no hablo de un parecido, quiero decir que no existe, fuera de ustedes, ninguna prosa de valor). Y creo que pronto, o más o menos pronto, deberá Ud. ver su éxito.

“Maldita sea, no tenemos libros de prosa que puedan ser releídos. No tenemos una prosa que sea placentera, párrafo tras párrafo. Conozco a un hombre que de vez en cuando entierra un encantador capítulo breve dentro de una novela larga e ineficaz... pero esa es otra historia. Lo que vale, son los diez años dedicados al libro, entre Dublín 1904 y Trieste 1914.

Veinticinco años más tarde, en una alocución pronunciada por Radio Roma, a poco de enterarse de la muerte de Joyce, Pound todavía alabará “la elegancia latina de su estilo en Dublineses y Retrato”. Pero prosigamos con la carta de 1915.

“En cuanto a la otra escuela, estoy harto de energética estupidez. El trabajo ‘fuerte’... ¡pavadas! Y es tan reconfortante encontrar a un autor que ha leído y que sabe algo. Este diluvio de obras escritas por dependientes suburbanos o por los graduados o desaprobados moluscos de Oxford... ¡bah! Y jamás ninguna intensidad, en ninguna de sus obras.

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“La obra de teatro [Exiliados] ha llegado, será leída apenas pueda contar con la seguridad de no ser interrumpido. (Más tarde) Acabo de terminar la obra. Habiéndola comenzado (cliché) no pude (cliché) desprenderme de ella hasta (cliché).

“Sí, es interesante. No sirve para ser representada. ... Es excitante. Pero ya para leerla hace falta una gran concentración. Y aun contando con la puesta en escena de algún maldito empresario que no sea práctico, creo que el público no podría seguirla o comprenderla. Y no es que piense siquiera en la posibilidad de que sea puesta en escena por alguno de los empresarios de nuestro casto y castrado mundo angloparlante.

“Hablando en términos generales, se necesita toda mi inteligencia para comprender la cosa, leyéndola. Y supongo que tengo más inteligencia que el promedio de los asistentes al teatro (Dios nos salve).

“... también debe usted tomar en cuenta que ‘no voy al teatro’, es decir, que siempre me amargo con cualquier obra (no es que me aburra). Cuento con entretenimiento cinematográfico barato, y luego me pongo furioso por las burradas de los actores o del autor etc. etc. Obtengo unos cuantos instantes placenteros y largos ratos de fastidio. ... Mi opinión habitual del teatro es: que se trata de una forma artística tosca y vulgar. Que una obra de teatro se dirige a mil tontos apiñados, mientras que una novela o un poema pueden yacer en un libro y hallar a los pocos que valen la pena, seriados uno por otro. Y aquí estoy, junto a un clavicordio que se encuentra más allá de mis posibilidades económicas o musicales... aquí estoy, expulsado del Quarterly Review por haber publicado en ‘BLAST’ unos versos satíricos itifálicos... y si hubiera escrito esta carta anoche (2 de la madrugada) después de haber terminado el Retrato, me hubiera dirigido a usted llamándolo ‘Cher Maître’....

“Claro que su obra es emocional. Indudablemente tiene forma y genera un remolino de emoción.... La impresión que me provoca es de fatiga mental. (Tome en cuenta que he escrito tres mil palabras de complicados planes financieros... ido al pueblo y comprado dos cuadros modernos para otra persona... jugado un poco de tenis... bueno, no más de lo que podría haber hecho cualquier personal de su público teatral...

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Pude haber llegado a su manuscrito con la mente más fresca... ma che...”

Al llegar el mes de febrero de 1916, Pound publica en una revista literaria de Chicago un artículo titulado “El Sr. Joyce y el teatro moderno. Una obra y algunas consideraciones”, donde vuelve a quebrar su lanza, esta vez por Exiliados:

“Sin duda alguna el Sr. Joyce es uno de nuestros mejores autores contemporáneos. Ha escrito una novela, y estoy dispuesto a jugarme todo lo que poseo en este mundo afirmando que esa novela es permanente. ... El Sr. Joyce es el mejor prosista inglés de mi generación. Hasta donde estoy informado, no hay nadie mejor en París o Rusia. En inglés tenemos a Hardy y a Henry James y, cronológicamente, al Sr. James Joyce. Los novelistas interpósitos editan libros, es cierto, pero para mí o cualquier hombre de mi erudición, para cualquier hombre que viva con mi intensidad, esos libros son cosa sin substancia.

Por eso considero tema de interés que el Sr. Joyce haya escrito una obra de teatro. La agente inglesa de la compañía de Oliver Morosco ha rechazado la obra, y al hacerlo ha servido bien a sus empleadores, pues ciertamente esta obra no podría serle de utilidad al grupo que ha montado Peg o’ My Heart; ni creo que empresario alguno la montase, ni que su puesta en escena tenga éxito. Sin embargo la leí de un golpe, y con intenso interés. Es una obra larga, de unas ciento ochenta páginas. ...

Es, evidentemente, una obra de teatro. Tiene forma teatral – no quiero decir con esto que haya sido escrita con diálogos y los nombres de los personajes delante de los parlamentos. Quiero decir que tiene una forma interior, que las acciones y los parlamentos de una persona se empalman con las acciones y los parlamentos de otra persona y convierten la obra en un todo íntegro e indivisible. Hasta las unidades clásicas se han mantenido indemnes, ya que la acción transcurre en dos cuartos, ambos cercanos a Dublín, y dura menos de veinticuatro horas. Si se nos permite establecer comparaciones con los efectos de un arte tan diferente, los personajes han sido diseñados con una dureza de perfiles comparable a los de la pintura de Durero. La mecánica de la obra ha requerido gran habilidad, ya que sólo hay cuatro personajes principales, dos personajes secundarios y una

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vendedora de pescado que pasa por una ventana. No me imagino que la obra pudiese mejorar si se la convirtiese en una novela. En realidad no podría ser otra cosa que una obra de teatro. Y sin embargo es totalmente inapropiada para lo que es nuestra concepción de una puesta en escena. ...

Por supuesto, oh, por supuesto, si, si hubiera un teatro representando Ibsen a sala plena, la obra del Sr. Joyce sería montada inmediatamente. Pero sólo contamos con Ibsen trivializado; tenemos al Sr. Shaw, la mota de queso intelectual. Vale decir que Ibsen fue un verdadero agonista, que luchaba con problemas reales. “La vida es un combate con los fantasmas de la mente” – siempre combatió por él mismo y por el resto de la humanidad. Él es más responsable de “nuestro mundo”, es decir, de “nuestra modernidad”, que cualquier otra persona. El Sr. Shaw es la mota de queso intelectual, constantemente embelesada por su propia inteligencia como para escabullirse por un agujero del queso y aparecer por otro. ... Pero no podemos ver a Ibsen. ... Los profesionales nos dicen: ‘Oh, es que se ha acelerado el tiempo. Ibsen es demasiado lento’ y otras cosas por el estilo. Entonces tenemos a Shaw; es decir, un Ibsen al que se le han extraído las realidades sombrías y al que se le ha agregado un poco de Nietzsche para animar las cosas, y una técnica del diálogo proveniente de Wilde.

Quisiera señalar que la comedia de Shaw difiere esencialmente de las comedias francesas de Marivaux o de De Musset, ya que en las obras de estos últimos se percibe una cantidad considerable de vida y pasión, velándose, conteniéndose de una manera sutil y a través de una forma delicada. En Shaw no hay nada que contener; [...] su ‘comedia’, o como se llame, se basa únicamente en que la mente del autor se mueve un poco más rápido que la del inglés promedio. No se puede concebir a una persona inteligente acudiendo donde el Sr. Shaw en busca de un consejo relacionado con algún asunto de importancia vital. No es un hombre a la altura de la realidad.

La médula del gran arte es justamente ese cuerpo a cuerpo con la realidad. Es Galdós, o Stendhal, o Flaubert, o Turgueniev, o Dostoievsky, o aún un romántico como De Musset, pero no el estado mental mota de queso. ... El problema con la obra del Sr. Joyce es justamente que ella está en un cuerpo a cuerpo con la realidad. Es una obra

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“peligrosa” porque, en vez de utilizar clichés del pensamiento y de la emoción, el autor ha descrito un conflicto intelectual y emocional a la vez, ha utilizado pensamientos y cuestionamientos reales.

Es poco teatral, o irrepresentable, precisamente porque la cohesión y elaboración del proceso son, creo yo, demasiado grandes para ser seguidas por un público... en las actuales condiciones. ... En suma, la obra del Sr. Joyce es peligrosa e irrepresentable porque su autor no juega con el tema del adulterio, sino que se preocupa lúcidamente del viejo problema de los derechos de la personalidad y del grado en que un individuo inteligente es responsable de la conducta de quienes lo rodean, sobre la vieja cuestión de la relatividad de los derechos del intelecto, la emoción, la sensación y el sentimiento.

En 1918 aparece un nuevo artículo de Pound titulado simplemente “Joyce”, donde se dice que el Retrato “está próximo a convertirse para muchos en una biblia de la prosa”, y donde también hay un par de párrafos referidos al libro de poemas de Joyce, párrafos que viene a cuento leer porque abonan la verdad del aforismo de Nietzsche citado al comienzo:

“La calidad y la claridad de los poemas de la primera mitad del libro Música de Cámara del Sr. Joyce se debe principalmente al estricto entrenamiento musical de su autor. Tenemos aquí a la lírica en una de sus mejores tradiciones, y uno perdona ciertas inversiones triviales, muy contra el gusto del momento, por su pulido marfilino, por el interés de sus ritmos, el entrecruzamiento del ritmo y la palabra, similar a un viento vigoroso que corta las cabrillas de un agua luminosa.

El léxico es isabelino, por momentos los metros sugieren a Herrick, pero no he podido hallar un poema que no pertenezca enteramente a Joyce. ... (Después de citar uno de los poemas añade:) En éste, como en casi todos los poemas, el motivo es tan leve que escasamente existe hasta que uno lo imagina con música; y el trabajo es tan delicado, que uno de cada veinte lectores percibirá su excelencia.”

Cuando cuatro años después, a comienzos de 1922, aparece por fin el Ulises, Pound celebra el suceso con una “Carta desde París”, que, publicada ese mismo año en la revista “The Dial”, se abre con un verso del “proemio” de la Odisea:

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Pollôn d’anthrópon íden ástea kaì nóon égno. Todos los hombres deberían “unirse para alabar a Ulises”; aquellos que no lo hagan pueden contentarse con un lugar inferior en los escalones del intelecto; no quiero decir que todos debieran alabarlo desde un mismo punto de vista; pero todos los hombres de letras, escriban una crítica del libro o no, tendrán que contar con una para su uso personal. ...

Una vez que hubo registrado las costumbres provincianas en Bovary y los hábitos urbanos en La educación, Flaubert se lanzó a completar su testimonio de la vida del siglo XIX presentando todas las cosas que podían llenar la mente de un hombre promedio de la época [en Bouvard y Pécuchet]; Joyce ha encontrado una forma más expedita de inventariar y analizar. Después de que Bouvard y sus amigos se retiran al campo, la narración incompleta de Flaubert se hace pesada; en Ulises cualquier cosa puede suceder en cualquier instante. ....

Las novelas comunes, aún las excelentes novelas comunes, se hacen infinitamente largas, e infinitamente lerdas, después de que uno ha contemplado al Sr. Joyce exprimir la última gota de una situación, una ciencia, un estado mental, en media página, en una pregunta y respuesta de catecismo, en una diatriba à la Rabelais.

“Uno lee a Proust y lo considera muy logrado, uno lee a Henry James y se da cuenta de que está muy logrado; uno empieza Ulises y piensa, tal vez con razón, que Joyce no lo está tanto; que en todo caso ¡es menos grácil! y uno considera lo bien que ambos, James y Proust, “transmiten atmósfera”; y sin embargo la atmósfera de los episodios de Ulises sabe transmitirse, por cierto, y con una certeza y una eficacia que ni James ni Proust han superado. Y en la recta final, cuando nuestro autor se siente más o menos aliviado del peso de su libro, hallamos, si no logros gráciles, por lo menos tales acrobacias, tales saltos al vacío, volatines y vueltas de trapecio, que nos parecería temerario dogmatizar respecto a sus limitaciones. Por otro lado, la totalidad de la obra está fuera de la brújula y la órbita de Henry James, fuera del circuito y de la órbita de Proust. ... El resultado es un triunfo de la forma, del equilibrio, un esquema principal con incesantes entretejidos y arabescos.

“Henry James – sigue diciendo Pound – se quejaba [en estos términos] de Baudelaire: ‘El Mal se honra demasiado

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con usted... nuestra impaciencia es del mismo género que [la que experimentaríamos]... si, como ‘Flores del Bien’, nos presentaran una rapsodia de pastel de ciruelas y agua de colonia’. Joyce se propuso hacer un infierno, y ha hecho un infierno. ...”3

Sin desmedro de lo cual, Pound no habría dejado de aplaudir la réplica de Joyce a su prima Kathleen, cuando ésta le comentó que, según su tía Josefina, Ulises no era una lectura apropiada: “Si Ulises no es lectura apropiada, la vida no merece vivirse.” (Hutchins, James Joyce’s World, p. 139).

La aparición de la obra coincidió con la celebración del centenario del nacimiento de Flaubert y Pound aprovechó la circunstancia para publicar, también en ese mismo año, en el “Mercure de France”, una nota titulada James Joyce y Pécuchet, donde explica:

“... ¿Qué es el Ulises de James Joyce? Esta novela pertenece a la especie de las grandes novelas en forma de sonata, es decir, en la forma: tema, contra tema, reencuentro, desarrollo, final. ... Sigue la gran línea de la Odisea y presenta muchas correspondencias más o menos exactas con los incidentes del poema de Homero. Encontramos a Telémaco, a su padre, a las Sirenas, al Cíclope, bajo travestismos inesperados, barrocos, argóticos, verídicos y gigantescos.”

Esta cita nos obliga empero a precavernos contra la confusión frecuente que consiste en hacer del Ulises una suerte de “culminación” de la novela como género literario. Mientras no resulte claro cuál es el escantillón que permite formular semejante juicio, preferimos dejar de lado, tratándose del Ulises, la palabra “culminación”; sobre todo porque ella haría pensar en una tradición novelesca sin solución de continuidad, frente a la cual la irrupción de la Modernidad en sentido 3 Ya un reseñador anónimo había escrito en el periódico Everyman, el 3 de julio de 1914 a propósito de Dublineses: “Maravillosamente escrito, la fuerza del genio se halla en cada línea, pero es un genio que, ciego al azul del cielo, busca la inspiración en el infierno de la desesperación”. Citado por Fernando Galván en su magnífica “Introducción” a la traducción de Dublineses por Eduardo Chamorro, ed. Altaya, Barcelona, 1994, p. 41.

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singular no habría hecho valer ninguna diferencia fundamental. Pero sigamos oyendo a Pound:

“A los novelistas no les gusta gastar más de tres o seis meses por novela. Joyce invirtió quince años. Y Ulises está más condensada (732 hojas grandes) que cualquier obra de Flaubert; ya no se descubre la arquitectura. ....4

“El defecto de Bouvard y Pécuchet [...] es que los incidentes no se siguen con la suficiente necesidad imperiosa; el plan no carece de lógica, pero otro hubiera bastado. Se puede presentar una tesis más elogiosa para Flaubert, pero por breve, clara y condensada que sea Bouvard y Pécuchet, al conjunto le falta algo de intensidad.

“Joyce ha logrado remediar eso; a cada instante el lector es mantenido al tanto de todo, a cada instante llega lo imprevisto; aún en los textos más largos y más catalogados uno se mantiene alerta. [...] En todas las letanías, en la genealogía de Bloom, en las paráfrasis de elocuencia, la obra está cuidada, ni una línea, ni media línea que no reciba una intensidad incomparable dentro de un libro de tan grande aliento. [...] Ulises no es un libro que será admirado por todo el mundo, [...] pero es un libro que todo escritor serio tiene necesidad de leer, que se verá obligado a leer con el fin de tener una idea clara de la meta de nuestro arte dentro de nuestro oficio de escritores.”

Una década más tarde, en 1933, Pound resume la historia de su vínculo con Joyce, así como sus juicios, tempranos y tardíos, acerca de su obra, en el artículo titulado “Historia pasada”. Dice allí:

“Ulises compendia la Europa de pre-guerra, la negrura y el desorden de una “civilización” dirigida por fuerzas ocultas y periodismos comprados, por el descuido general, la queja del individuo en medio del caos. ¡En más de un sentido Bloom es el caos!

“Pienso que todo el que no haya leído por placer Dublineses, Retrato y Ulises es un tonto y – volviendo al

4 “Ars est celare artem”, Ovidio, Ars amandi II, 313; “la figura parece óptima cuando de tal manera ella misma se oculta, que no se ve que hay figura”, Longino, De lo sublime, cap. XVII; cf. Quint., Inst. orat. XII, 9, 5.

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público especializado que me lee en este momento –, que quien no ha leído estos tres libros no está calificado para enseñar literatura en el colegio o en la universidad. No me refiero únicamente a la literatura de Inglaterra o los Estados Unidos, sino a cualquier literatura, pues la literatura no está dividida por fronteras políticas. ...”

El tenor laudatorio de este juicio no debe hacernos olvidar, sin embargo, el carácter radicalmente “moderno” de la obra de Joyce, en la que el mismo Pound ha visto – y particularmente en el Ulises – “el certificado de defunción y la tumba de una era podrida descrita por la pluma de un maestro”. Nosotros, al menos, no pudimos dejar de escribir al dorso de la última página de nuestro ejemplar del Ulises, tan tersamente traducido por José María Valverde, estas palabras de los cuadernos póstumos de Nietzsche que acudieron a nuestra memoria en cuanto acabamos la lectura: “Hay que ser ya un mar para acoger un río de lodo sin ensuciarse” (KStA, v. 10, pág. 217).

Sólo un mar purísimo y sereno, el de un pensamiento capaz de abrazar a Joyce, a James y a Proust, no menos que a Marx, a Nietzsche, a Heidegger (cf. nota 2), ha de permitirnos avanzar por entre ellos, con los versos del propio Ezra Pound en sus maravillosos Cantares, hacia donde aquéllos jamás pensaron: el Hades, el reino de Prosérpina, la mansión de los muertos.

“Y bajamos a la nave, / Enfilamos quilla a los cachones, nos deslizamos en el mar divino, e / Izamos mástil y vela sobre aquella nave oscura, / Ovejas llevábamos a bordo, y también nuestros cuerpos / Desechos en llanto, y los vientos soplaban de popa / Impulsándonos con hinchadas velas,/ [...] (Cantar I).-

Aunque estos versos de Pound valen como fin de nuestra exposición, no nos parece ocioso añadir en este punto una suerte de brevísimo “Postscriptum” para señalar un aspecto en la valoración de la obra de Joyce, donde nos vemos obligados a distanciarnos de nuestro admirado Erza Pound. Sucede que éste no aprobó nunca el derrotero seguido por Joyce tras el Ulises, no aceptó como digno de aquél la prosa de Finnegans Wake, que se le antojaba caprichosa y desenfadada, abstrusa y puramente lúdica. Creemos que se trata de un rechazo comprensible cuando no se ha logrado captar la unidad

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intrínseca de la obra de Joyce, cuando no se advierte que esa obra, en lugar de una serie de libros extraordinarios, constituye un todo del que Finnegans Wake constituye el remate necesario.

En relación con este último libro de Joyce, en el que trabajó durante más de dieciséis años y cuya aparición coincide con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, una obra donde se ha visto “el mayor esfuerzo en la historia de la literatura universal por entender, pragmáticamente, la naturaleza de la lengua”,5 permítasenos condensar en un par de párrafos el fruto de algunas lecturas particularmente esclarecedoras.

A propósito de Dublineses, en cuanto primer hito de la narrativa joyciana, dice un crítico que tal libro “no es más que el inicio del único libro que Joyce supo escribir, y que fue publicándose bajo títulos diversos, y en estilos distintos, a lo largo de su vida. Lo afirmaba Italo Svevo, citando a Joyce:

‘Joyce siempre decía que había únicamente espacio para una novela en el corazón de un hombre [...] y que cuando uno escribe más de una, es siempre el mismo libro bajo disfraces diferentes.’ El propio Joyce llegó a decir; ‘mi obra es un todo y no puede dividirse por títulos de libros’, de modo que a partir de Dublineses ‘sigue una línea recta de desarrollo... Mi obra completa está siempre en proceso.’”

También Francisco García Tortosa (cf. nota 5), al subrayar esta unidad, ve que “en el Retrato del Artista Adolescente [...] se establecen los principios estéticos por los que Joyce, inevitablemente, desembocaría en la noche obscura de Finnegans Wake” (p. 22), obra donde también se hace patente, como en el resto de sus libros, la divisa: ‘non serviam’, “jamás me doblegaré”, pues en la literatura – lo mismo dirá Heidegger en relación con el pensamiento – no hay lugar alguno para la autoridad.

En más de un sentido Finnegans Wake fue concebida como continuación de Ulises. La historia de unos personajes en un

5 James Joyce, Anna Livia Plurabelle (Finnegans Wake I, viii), edición bilingüe de Francisco García Tortosa, Ediciones Cátedra, Madrid 1992, p. 10.

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día de sus vidas, daría paso a la noche de personajes parecidos y que sueñan mientras duermen; de la lengua de la conciencia pasaría a la lengua del inconsciente” (p. 13). De allí su “incuestionable naturaleza onírica” (p. 44); más aún, el intento de “crear una lengua nueva” (p. 64), que “deja de ser la lengua del pueblo que solemos llamar inglés, para convertirse exclusivamente en la lengua de Finnegans Wake” (p. 65). Cómo asombrarse pues, de que ésta obra sea por siempre “ejemplo de oscuridad” (p. 73), de una oscuridad que, lejos de serle exclusiva, “se extiende a toda la producción literaria de Joyce” y que no es errado considerar como un ‘theologumenon’ a partir de estos testimonios del Ulises: “en la obscuridad de mi mente indolencia del inframundo, recelosa, miedosa de la luz, moviendo los pliegues escamosos de dragón” ... “obscuridad que brilla en la luz que la luz no pudo comprender” (2.160).

La grandeza de Joyce como escritor estriba en esta fidelidad inquebrantable y al mismo tiempo pavorosa a una tarea que sólo podía concluir del modo críptico en que lo hizo. Considerar ese final como el mero fruto de una idiosincrasia, de un humor, de un capricho, sería algo tan estéril como ver en los escritos de Heidegger aquello que Adorno, haciendo gala de una ceguera imperdonable, se atrevió a llamar “la jerga de la autenticidad”. La jerga, la jerigonza, se emplea entre iguales. Pero no puede haber iguales allí donde lo que habla, finalmente, es el lenguaje hostil al concepto y abandonado, por ende, a sí mismo. Animado por estas modestas reflexiones, me vi llevado a componer el siguiente epigrama con el que cierro sin más, ahora sí, mi exposición de esta tarde:

J. J.

Sólo el lenguaje cobijo le dio en la noche del mundo.

Sólo a ese amo y señor díjole ‘non serviam’.

Piélago oscuro de voces ya mudas que labran un sueño,

habla el lenguaje por fin... óyelo en Finnegans Wake.