DOCUMENTOS MARIANOS DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA (I) *** AD DIEM ILLUD LAETISSIMUM, de San Pío X, sobre la devoción a la Sma. Virgen, 2 de febrero de 1904. MUNIFICENTISSIMUS DEUS, Constitución apostólica del Papa Pío XII, en la que se define como dogma de fe que la Virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, 1 noviembre 1950. AD CAELI REGINAM, Constitución apostólica del Papa Pío XII, sobre la realeza de María, 11 de octubre de 1954. LE TESTIMONIANZE DE OMAGGIO, Pío XII, Resumen de las principales ideas que movieron al Pontífice a instituir la Fiesta de María Reina, 1 de noviembre de 1954. LUMEN GENTIUM, Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, (Capítulo VIII: la Bienaventurada Virgen María, madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia), 21 de noviembre de 1964. CHRISTI MATRI, Carta encíclica del Papa Pablo VI, se ordenan súplicas a la Santísima Virgen para el mes de octubre, 15 septiembre 1966. SIGNUM MAGNUM, Exhortación apostólica del Papa Pablo VI, sobre el culto que ha de tributarse a la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todas las virtudes, 13 de mayo de 1967. MARIALIS CULTUS, Exhortación apostólica del Papa Pablo VI, para la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen María, 2 de febrero de 1974. REDEMPTORIS MATER, Carta encíclica del Papa Juan Pablo II, sobre la bienaventurada Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina, 25 de marzo de 1987. MARÍA, REINA DEL UNIVERSO, Catequesis del Papa Juan Pablo II, audiencia general de los miércoles, 23 de julio de 1997. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 484-511; 963-975. LA VIRGEN MARÍA EN LA FORMACIÓN INTELECTUAL Y ESPIRITUAL, Congregación para la educación católica, 25 de marzo de 1988. DIRECTORIO SOBRE LA PIEDAD POPULAR Y LA LITURGIA, cap. V: la veneración a la Santa Madre del Señor, Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, 14 de diciembre de 2001. ****** Ad diem illud lætissimum, SAN PÍO X, Sobre la devoción a la Santísima Virgen, 2 de febrero de 1904 Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica Recuerdo de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción
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DOCUMENTOS MARIANOS DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA (I)
***
AD DIEM ILLUD LAETISSIMUM, de San Pío X, sobre la devoción a la Sma. Virgen, 2 de
febrero de 1904.
MUNIFICENTISSIMUS DEUS, Constitución apostólica del Papa Pío XII, en la que se define como dogma de fe que la Virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, 1
noviembre 1950.
AD CAELI REGINAM, Constitución apostólica del Papa Pío XII, sobre la realeza de María, 11 de octubre de 1954.
LE TESTIMONIANZE DE OMAGGIO, Pío XII, Resumen de las principales ideas que
movieron al Pontífice a instituir la Fiesta de María Reina, 1 de noviembre de 1954.
LUMEN GENTIUM, Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, (Capítulo VIII: la Bienaventurada Virgen María, madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia),
21 de noviembre de 1964.
CHRISTI MATRI, Carta encíclica del Papa Pablo VI, se ordenan súplicas a la Santísima Virgen para el mes de octubre, 15 septiembre 1966.
SIGNUM MAGNUM, Exhortación apostólica del Papa Pablo VI, sobre el culto que ha de
tributarse a la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todas las virtudes,
13 de mayo de 1967.
MARIALIS CULTUS, Exhortación apostólica del Papa Pablo VI, para la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen María, 2 de febrero de 1974.
REDEMPTORIS MATER, Carta encíclica del Papa Juan Pablo II, sobre la bienaventurada Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina, 25 de marzo de 1987.
MARÍA, REINA DEL UNIVERSO, Catequesis del Papa Juan Pablo II, audiencia general de los miércoles, 23 de julio de 1997.
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 484-511; 963-975.
LA VIRGEN MARÍA EN LA FORMACIÓN INTELECTUAL Y ESPIRITUAL, Congregación para la educación católica, 25 de marzo de 1988.
DIRECTORIO SOBRE LA PIEDAD POPULAR Y LA LITURGIA, cap. V: la veneración
a la Santa Madre del Señor, Congregación para el culto divino y la disciplina de los
sacramentos, 14 de diciembre de 2001.
******
Ad diem illud lætissimum, SAN PÍO X, Sobre la devoción a la Santísima Virgen, 2
de febrero de 1904
Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica
Recuerdo de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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El paso del tiempo, en el transcurso de unos meses, nos llevará a aquel día venturosísimo en
el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pío IX, pontífice de santísima memoria, ceñido con
una numerosísima corona de padres purpurados y obispos consagrados, con la autoridad del
magisterio infalible, proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios que la bienaventurada
Virgen María estuvo inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su
concepción. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y de agradecimiento públicos
acogieron aquella promulgación los fieles de todo el mundo; verdaderamente nadie recuerda una
adhesión semejante tanto a la augusta Madre de Dios como al Vicario de Jesucristo o que tuviera eco
tan amplio o que haya sido recibida con unanimidad tan absoluta.
Demostraciones de piedad mariana
Y ahora, Venerables Hermanos, después de transcurrido medio siglo, la renovación del
recuerdo de la Virgen Inmaculada, necesariamente hace que resuene en nuestras almas el eco de
aquella alegría santa y que se repitan aquellos espectáculos famosos de antaño, expresiones de fe y
de amor a la augusta Madre de Dios. Nos impulsa con ardor a alentar todo esto la piedad con la que
Nos, durante toda nuestra vida, hemos tratado a la Santísima Virgen, por la gracia extraordinaria de
su protección; esperamos con toda seguridad que así será, por el deseo de todos los católicos, que
siempre están dispuestos a manifestar una y otra vez a la gran Madre de Dios sus testimonios de
amor y de honra. Además tenemos que decir que este deseo Nuestro surge sobre todo de que, por una
especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse aquellas esperanzas
que impulsaron prudentemente a Nuestro antecesor Pío ya todos los obispos del mundo a proclamar
solemnemente la concepción inmaculada de la Madre de Dios.
La Virgen nos ayuda siempre
No son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy esas esperanzas no se han colmado
y utilizan las palabras de Jeremías: Esperábamos la paz y no hubo bien alguno: el tiempo del
consuelo y he aquí el temor (1). Pero, ¿quién podría no entrañarse de esta clase de poca fe por parte
de quienes no miran por dentro o desde la perspectiva de la verdad las obras de Dios? Pues, ¿quién
sería capaz de llevar la cuenta del número de los regalos ocultos de gracia que Dios ha volcado
durante este tiempo sobre la Iglesia, por la intervención conciliadora de la Virgen? y si hay quienes
pasan esto por alto, ¿qué decir del Concilio Vaticano, celebrado en momento tan acertado?; ¿qué del
magisterio infalible de los Pontífices proclamado tan oportunamente, contra los errores que surjan en
el futuro?; ¿qué, en fin, de la nueva e inaudita oleada de piedad que ya desde hace tiempo hace venir
hasta el Vicario de Cristo, para hacerlo objeto de su piedad, a toda clase de fieles desde todas las
latitudes? ¿Acaso no es de admirar la prudencia divina con que cada uno de Nuestros dos
predecesores, Pío y León, sacaron adelante con gran santidad a la Iglesia en un tiempo lleno de
tribulaciones, en un pontificado como nadie había tenido? Además, apenas Pío había proclamado que
debía creerse con fe católica que María, desde su origen había desconocido el pecado, cuando en la
ciudad de Lourdes comenzaron a tener lugar las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de
ellas, allí edificó en honor de María Inmaculada un grande y magnífico santuario; todos los prodigios
que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes para
combatir la incredulidad de los hombres de hoy.
Testigos de tantos y tan grandes beneficios como Dios, mediante la imploración benigna de la
Virgen, nos ha conferido en el transcurso de estos cincuenta años, ¿cómo no vamos a tener la
esperanza de que nuestra salvación está más cercana que cuando creímos?; quizá más, porque por
experiencia sabemos que es propio de la divina Providencia no distanciar demasiado los males
peores de la liberación de los mismos. Está a punto de llegar su hora, y sus días no se harán esperar.
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Pues el Señor se compadecerá de Jacob escogerá todavía a Israel (2); para que la esperanza se siga
manteniendo, dentro de poco clamaremos: Trituró el Señor el báculo de los impíos. Se apaciguó y
enmudeció toda la tierra, se alegró y exultó (3).
María es el camino más seguro hacia Jesús
La razón por la que el quincuagésimo aniversario de la proclamación de la inmaculada
concepción de la Madre de Dios debe provocar un singular fervor en el pueblo cristiano, radica para
Nos sobre todo en lo que ya Nos propusimos en la anterior carta encíclica: instaurar todas las cosas
en Cristo. Pues ¿quién no ha experimentado que no hay un camino más seguro y más expedito para
unir a todos con Cristo que el que pasa a través de María, y que por ese camino podemos lograr la
perfecta adopción de hijos, hasta llegar a ser santos e inmaculados en la presencia de Dios? En
efecto, si verdaderamente a María le fue dicho: Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá
todo lo que el Señor te ha dicho (4), de manera que verdaderamente concibió y parió al Hijo de Dios;
si realmente recibió en su vientre a aquel que es la Verdad por naturaleza, de manera que engendrado
en un nuevo orden, con un nuevo nacimiento se hizo invisible en sus categorías, visible en las
nuestras (5); puesto que el Hijo de Dios hecho hombre es autor y consumador de nuestra fe, es de
todo punto necesario reconocer como partícipe y como guardiana de los divinos misterios a su
Santísima Madre en la cual, como el fundamento más noble después de Cristo, se apoya el edificio
de la fe de todos los siglos.
¿Es que acaso no habría podido Dios proporcionarnos al restaurador del género humano y al
fundador de la fe por otro camino distinto de la Virgen? Sin embargo, puesto que pareció a la divina
providencia oportuno que recibiéramos al Dios-Hombre a través de María, que lo engendró en su
vientre fecundada por el Espíritu Santo, a nosotros no nos resta sino recibir a Cristo de manos de
María. De ahí que claramente en las Sagradas Escrituras; cuantas veces se nos anuncia la gracia
futura, se une al Salvador del mundo su Santísima Madre. Surgirá el cordero dominador de la tierra,
pero de la piedra del desierto; surgirá una flor, pero de la raíz de Jesé. Adán atisbaba a María
aplastando la cabeza de la serpiente y contuvo las lágrimas que le provocaba la maldición. En ella
pensó Noé, recluido en el arca acogedora; Abraham cuando se le impidió la muerte de su hijo; Jacob
cuando veía la escala y los ángeles que subían y bajaban por ella; Moisés admirado por la zarza que
ardía y no se consumía; David cuando danzaba y cantaba mientras conducía el arca de Dios; Elías
mientras miraba a la nubecilla que subía del mar. Por último —¿y para qué más?— encontramos en
María, después de Cristo, el cumplimiento de la ley y la realización de los símbolos y de las
profecías.
Pero nadie dudará que a través de la Virgen, y por ella en grado sumo, se nos da un camino
para conocer a Cristo, simplemente con pensar que ella fue la única con la que Jesús, como conviene
a un hijo con su madre, estuvo unido durante treinta años por una relación familiar y un trato íntimo.
Los admirables misterios del nacimiento y la infancia de Cristo, y, sobre todo, el de la asunción de la
naturaleza humana que es el inicio y el fundamento de la fe ¿a quién le fueron más patentes que a la
Madre? La cual ciertamente, no sólo conservaba ponderándolos en su corazón los sucesos de Belén y
los de Jerusalén en el templo del Señor, sino que, participando de las decisiones y los misteriosos
designios de Cristo, debe decirse que vivió la misma vida que su Hijo. Así pues, nadie conoció a
Cristo tan profundamente como Ella; nadie más apta que ella como guía y maestra para conocer a
Cristo.
De aquí que, como ya hemos apuntado, nadie sea más eficaz para unir a los hombres con
Cristo que esta Virgen. Pues si, según la palabra de Cristo, esta es la vida eterna: que te conozcan a
ti, solo Dios verdadero y al que tú enviaste, Jesucristo (6), una vez recibida por medio de María la
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noticia salvadora de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e
inicio es Cristo.
María Santísima es Madre nuestra
¡Cuántos dones excelsos y por cuántos motivos desea esta santísima Madre
proporcionárnoslos, con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuán grandes logros seguirán a
nuestra esperanza!
¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, también es madre nuestra. Pues cada uno debe
estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género
humano, y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en
cuanto restaurador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la
sociedad de quienes creen en Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (7). Por
consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre tomando de
ella la naturaleza humana, sino también para que, a través de la naturaleza tomada de ella, se
convirtiera en salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el
Salvador, que es el Señor Cristo (8). Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo
tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por
todos aquellos que habían de creer en El. De manera que cuando María tenía en su vientre al
Salvador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida
del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol,
somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos (9), hemos salido del vientre de
María, como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente
espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos
nosotros. Madre en espíritu... pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos
nosotros (10). En efecto, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los
hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del
cuerpo de la Iglesia (11), infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que
le conozcamos y que vivamos por él? (12)
María, corredentora
A todo esto hay que añadir, en alabanzas de la santísima Madre de Dios, no solamente el
haber proporcionado, al Dios Unigénito que iba a nacer con miembros humanos, la materia de su
carne (13) con la que se lograría una hostia admirable para la salvación de los hombres; sino también
el papel de custodiar y alimentar esa hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el ara.
De ahí que nunca son separables el tenor de la vida y de los trabajos de la Madre y del Hijo, de
manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras del Profeta (14) : mi vida transcurrió en
dolor y entre gemidos mis años. Efectivamente cuando llegó .la última hora del Hijo, estaba en pie
junto a la cruz de Jesús, su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino gozándose
de que su Unigénito se inmolara para la salvación del género humano, y tanto se compadeció que, si
hubiera sido posible, ella misma habría soportado gustosísima todos .los tormentos que padeció su
Hijo (15).
Y por esta comunión de voluntad y de dolores entre María y Cristo, ella mereció convertirse
con toda dignidad en reparadora del orbe perdido (16), y por tanto en dispensadora de todos los
bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su sangre.
Cierto que no queremos negar que la erogación de estos bienes corresponde por exclusivo y
propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir de su muerte y El por su propio
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poder es el mediador entre Dios y los hombres. Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos
hablado, de dolores y bienes de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen augusta ser
poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su Hijo Unigénito (17). Así
pues, la fuente es Cristo y de su plenitud todos hemos recibido (18); por quien el cuerpo, trabado y
unido por todos los ligamentos que lo nutren... va obrando su crecimiento en orden a su
conformación en la caridad (19) . A su vez María, como señala Bernardo, es el acueducto (20); o
también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la cabeza y la cabeza envía al cuerpo la
fuerza y las ideas. Pues ella es el cuello de nuestra Cabeza, a través del cual se transmiten a su cuerpo
místico todos los dones espirituales (21). Así pues es evidente que lejos de nosotros está el atribuir
ala Madre de Dios el poder de producir eficazmente la gracia sobrenatural, que es exclusivamente de
Dios. Ella, sin embargo, al aventajar a todos en santidad y en unión con Cristo y al ser llamada por
Cristo a la obra de la salvación de los hombres, nos merece de congruo, como se dice, lo que Cristo
mereció de condigno y es Ella ministro principal en .la concesión de gracias. Cristo está sentado a la
derecha de la majestad en los cielos (22); María a su vez está como reina a su derecha, refugio
segurísimo de todos los que están en peligro y fidelísima auxiliadora, de modo que nada hay que
temer y por nada desesperar con ella como guía, bajo su auspicio, con ella como propiciadora y
protectora (23).
Con estos presupuestos, volvemos a nuestro propósito: ¿a quién le parecerá que no tenemos
derecho a afirmar que María, que desde la casa de Nazaret hasta el lugar de la Calavera estuvo
acompañando a Jesús, que conoció los secretos de su corazón como nadie y que administra los
tesoros de sus méritos con derecho, por así decir, materno, es el mayor y el más seguro apoyo para
conocer y amar a Cristo? Esto es comprobable por la dolorosa situación de quienes, engañados por el
demonio o por doctrinas falsas, pretenden poder prescindir de la intercesión de la Virgen.
¡Desgraciados infelices! Traman prescindir de la Virgen para honrar a Cristo: e ignoran que no es
posible encontrar al niño sino con María, su Madre.
La devoción a la Virgen nos tiene que acercar a la santidad
Siendo esto así, Venerables Hermanos, queremos detener nuestra mirada en las solemnidades
que se preparan en todas partes en honor de Santa María, Inmaculada desde su origen, y ciertamente
ningún honor es más deseado por María, ninguno más agradable que el que nosotros conozcamos
bien a Jesús y le amemos. Haya por tanto celebraciones de los fieles en los templos, haya aparato de
fiestas, haya regocijos en las ciudades; todos estos medios contribuyen no poco a encender la piedad.
Pero si a ellos no se une la voluntad interior, tendremos simplemente formas que no serán más que
un simulacro de religión, y al verlas, la Virgen, como justa reprensión, empleará con nosotros las
palabras de Cristo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (24) .
En definitiva, es auténtica la piedad hacia la Madre de Dios cuando nace del alma; y en este
punto no tiene valor ni utilidad alguna la acción corporal, si está separada de la actitud del espíritu.
Actitud que necesariamente se refiere a la obediencia rendida a los mandamientos del Hijo divino de
María. Pues si sólo es amor verdadero el que es capaz de unir las voluntades, es conveniente que
nuestra voluntad y la de su santísima Madre se unan en el servicio a Cristo Señor. Lo que la Virgen
prudentísima decía a los siervos en las bodas de Caná, eso mismo nos dice a nosotros: Haced lo que
El os diga (25), y lo que Cristo dice es: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (26) .
Por eso, cada uno debe estar persuadido de que, si la piedad que declara hacia la Santísima
Virgen no le aparta del pecado o no le estimula a la decisión de enmendar las malas costumbres, su
piedad es artificial y falsa, por cuanto carece de su fruto propio y genuino.
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Si alguno pareciera necesitar confirmación de todo esto, puede fácilmente encontrarla en el
dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Pues, dejando a un lado la tradición
católica, que es fuente de verdad como la Sagrada Escritura, ¿de dónde surge la persuasión de que la
Inmaculada Concepción de la Virgen estaba tan de acuerdo con el sentido cristiano que podía tenerse
como depositada e innata en las almas de los fieles? Rechazamos —así explicó brillantemente
Dionisio el Cartujano las causas de esta persuasión—, rechazamos creer que la mujer que había de
pisar la cabeza de la serpiente, haya sido pisada por ella en algún momento y que la Madre del Señor
haya sido hija del diablo (27). Es evidente que no podía caber en la mente del pueblo cristiano que la
carne de Cristo, santa, impoluta e inocente hubiera sido oscurecida en el vientre de la Virgen por una
carne en la que, ni por un instante, hubiera estado introducido el pecado. Y esto ¿por qué, sino
porque el pecado y Dios están separados por una oposición infinita? De ahí que con razón por todas
partes los pueblos católicos han estado siempre persuadidos de que el Hijo de Dios, con vistas a que,
asumiendo la naturaleza humana, nos iba a lavar de nuestros pecados con su sangre, por singular
gracia y privilegio, preservó inmune a su Madre la Virgen de toda mancha de pecado original, ya
desde el primer instante de su concepción. Y Dios aborrece tanto cualquier pecado, que no sólo no
consintió que la futura Madre de su Hijo experimentara ninguna mancha recibida por propia
voluntad; sino que, por privilegio singularísimo, atendiendo a los méritos de Cristo, incluso la libró
de la mancha con la que estamos marcados, como por una mala herencia, todos los hijos de Adán.
¿Quién puede dudar de que el primer deber que se propone a quien pretende obsequiar a María es la
enmienda de sus costumbres viciosas y corrompidas, y el dominio de los deseos que impulsan a lo
prohibido?
Imitar a María
Y, por otra parte, si uno quiere —nadie debe dejar de quererlo— que su piedad a la Virgen
sea justa y consecuente, es necesario avanzar más y procurar con esfuerzo imitar su ejemplo.
Es ley divina que quienes desean lograr la eterna bienaventuranza experimenten en sí
mismos, por imitación de Cristo, Su paciencia y Su santidad. Porque a los que de antes conoció, a
esos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre
muchos hermanos (28). Pero puesto que nuestra debilidad es tal que fácilmente nos asustamos ante la
grandeza de tan gran modelo, el poder providente de Dios nos ha propuesto otro modelo que, estando
todo lo cercano a Cristo que permite la naturaleza humana, se adapta con más propiedad a nuestra
limitación. Y ese modelo no es otro que la Madre de Dios. María fue tal —dice a este respecto San
Ambrosio— que su vida es modelo para todos. De lo cual él mismo deduce correctamente: Así pues,
sea para vosotros la vida de María como el modelo de la virginidad. En ella, como en un espejo,
resplandece la imagen de la castidad y el modelo de la virtud (29).
La fe, la esperanza y la caridad de la Santísima Virgen
Y aunque es conveniente que los hijos no pasen por alto nada digno de alabanza de su
santísima Madre sin imitarlo, deseamos que los fieles imiten sobre todas, aquellas virtudes Suyas que
son las principales y como los nervios y las articulaciones de la sabiduría cristiana: nos referimos a la
fe, a la esperanza y a la caridad con Dios y con los hombres. Aunque ningún instante de la vida de la
Virgen careció del resplandor de estas virtudes, sin embargo sobresalieron en ese momento en que
estuvo presente a la muerte de su Hijo.
Jesús es conducido a la cruz y se le reprocha entre maldiciones que se ha hecho Hijo de Dios
(30). Pero ella reconoce y rinde culto constantemente en El a la divinidad. Deposita en el sepulcro al
cuerpo muerto y sin embargo no duda de que resucitará. La caridad inconmovible con la que vibra
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respecto a Dios la convierte en partícipe y compañera de los padecimientos de Cristo. Y con él, como
olvidada de su dolor, pide perdón para sus verdugos, aunque éstos obstinadamente exclaman: Caiga
su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos (31).
Mas, para que no parezca que hemos dejado el análisis de la concepción inmaculada de la
Virgen, que es la razón de Nuestra carta, ¡qué gran ayuda y qué apropiada la de este dogma para
mantener y cultivar fielmente estas mismas virtudes!
Nuestra fe
Efectivamente, ¿qué fundamentos a la fe ponen estos osados que esparcen tantos errores por
doquier, con los que la fe misma queda vacilante en muchos? Niegan en primer lugar que el hombre
haya caído en pecado y que en algún tiempo haya permanecido derrocado de su situación. De ahí que
interpreten el pecado original y los males que de él surgieron como una ficción mentirosa; para ellos
la humanidad está corrompida en su origen y toda la naturaleza humana está viciada; así es como se
introdujo el mal entre los mortales y fue impuesta la necesidad de una reparación. Con estos
presupuestos, es fácil imaginar que no hay ningún lugar para Cristo ni para la Iglesia ni para la gracia
ni para ningún orden que trascienda a la naturaleza; con una sola palabra se desploma radicalmente
todo el edificio de la fe.
Pero si las gentes creen y confiesan que la Virgen María, desde el primer momento de su
concepción, estuvo inmune de todo pecado, entonces también es necesario que admitan el pecado
original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo, el evangelio, la Iglesia, en fin la misma
ley de la reparación. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de
materialismo y se mantiene intacta la sabiduría cristiana en la custodia y defensa de la verdad.
A esto se añade la actividad común a todos los enemigos de la fe, sobre todo en este
momento, para desarraigar más fácilmente la fe de las almas: rechazan, y proclaman que debe
rechazarse, la obediencia reverente a la autoridad no sólo de la Iglesia sino de cualquier poder civil.
De aquí surge el anarquismo: nada más funesto y más nocivo tanto para el orden natural como para
el sobrenatural. Por supuesto este azote, funestísimo tanto para la sociedad civil como para la
cristiandad, también destruye el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios; porque
con él nos obligamos a atribuir a la Iglesia tal poder que es necesario someterle no solamente la
voluntad, sino también la inteligencia; así, por esta sujeción de la razón el pueblo cristiano canta a la
Madre de Dios: Toda hermosa eres Marta y no hay en ti pecado original (32). Y así se logra el que la
Iglesia diga merecidamente a la Virgen soberana que ella sola hizo desaparecer todas las herejías del
mundo universo.
Nuestra esperanza
Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se espera (33),
cualquiera comprenderá fácilmente que con la concepción inmaculada de la Virgen se confirma la fe
y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el
pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo; y fue Madre de Cristo para devolvernos
la esperanza de los bienes eternos.
Nuestra caridad
Dejando aun lado ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen
Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por
antonomasia: que nos amemos unos a otros como él nos amó?
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Una señal grande, así describe el apóstol Juan la visión que le fue enviada por Dios, una señal
grande apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la
cabeza una corona de doce estrellas (34). Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen
María que, sin dejar de serlo, dio a luz nuestra cabeza. Y sigue el Apóstol: y estando encinta, gritaba
con los dolores del parto y las ansias de parir (35) . Así pues, Juan vio a la Santísima Madre de Dios
gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De
qué parto? Sin duda del nuestro, porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser
aún engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los trabajos de la parturienta
indican interés y amor; con ellos la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua
oración que se engrose el número de los elegidos.
Deseamos ardientemente que todos cuantos se llaman cristianos se esfuercen por lograr esta
misma caridad, sobre todo aprovechando de estas solemnes celebraciones de la inmaculada
concepción de la Madre de Dios. ¡Con qué acritud, con qué violencia se combate a Cristo ya la
santísima religión por El fundada! Se está poniendo a muchos en peligro de que se aparten de la fe,
arrastrados por errores que les engañan: Así pues, quien piensa que se mantiene en pie, mire no caiga
(36). Y al mismo tiempo pidan todos a Dios con ruegos y peticiones humildes que, por la intercesión
de la Madre, vuelvan los que se han apartado de la verdad. Sabemos por experiencia que tal oración,
nacida de la caridad y apoyada por la imploración a la Virgen santa, nunca ha sido inútil.
Ciertamente en ningún momento, ni siquiera en el futuro, se dejará de atacar a la Iglesia: pues es
preciso que haya escisiones a fin de que se destaquen los de probada virtud entre vosotros (37) . Pero
nunca dejará la Virgen en persona de asistir a nuestros problemas, por difíciles que sean, y de
proseguir la lucha que comenzó a mantener ya desde su concepción, de manera que se pueda repetir
cada día: Hoy ella ha pisado la cabeza de la serpiente antigua (38).
Concesión solemne del jubileo
Para que los bienes de las gracias celestiales, más abundantes que de ordinario, nos ayuden a
unir la imitación de la santísima Virgen con los honores que le tributaremos con mayor generosidad a
lo largo de todo este año; y para lograr así más fácilmente el propósito de instaurar todas las cosas en
Cristo, siguiendo el ejemplo de nuestros Antecesores al comienzo de sus Pontificados, hemos
decidido impartir al orbe católico una indulgencia extraordinaria, a modo de Jubileo.
Por lo cual, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y en la autoridad de los Santos
Apóstoles Pedro y Pablo, por la potestad de atar y desatar que a Nos, aunque indignos, nos ha
conferido el Señor, concedemos e impartimos indulgencia plenísima de todos los pecados: a todos y
cada uno de los fieles cristianos de uno y otro sexo que viven en esta Nuestra ciudad o vengan a ella
y que visiten por tres veces una de las cuatro basílicas patriarcales desde el Primer Domingo de
Cuaresma, es decir desde el día 21 de febrero hasta el día 2 de junio inclusive, solemnidad del
Santísimo Corpus Christi, con tal que allí durante un rato dirijan su piadosa oración a Dios según
nuestra mente por la libertad y exaltación de la Iglesia católica y de esta Sede Apostólica, por la
extirpación de las herejías y la conversión de todos los equivocados, por la concordia de los
Príncipes cristianos y por la paz y la unidad de todo el pueblo fiel; y que, por una vez, dentro del
tiempo antedicho, ayunen, utilizando sólo los alimentos apropiados, fuera de los días no
comprendidos en el indulto de la Cuaresma; y que una vez confesados sus pecados, reciban el
santísimo sacramento de la Eucaristía. Lo mismo concedemos a todos los que viven en cualquier
parte, fuera de la citada Urbe, y visiten por tres veces la Iglesia Catedral, si allí existe, la parroquial
o, si falta la parroquial, la iglesia principal dentro del plazo antedicho o en el plazo de tres meses —
aunque no sean seguidos— a designar por el criterio de los ordinarios teniendo en cuenta la
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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comodidad de los fieles y siempre antes del ocho de diciembre, con tal de que cumplan con devoción
los requisitos antes enumerados. Admitimos además que esta indulgencia, que debe lucrarse
solamente una vez, pueda aplicarse a modo de sufragio y sea válida para las almas que unidas a Dios
por la caridad salgan de esta vida.
Concedemos también que puedan conseguir la misma indulgencia los navegantes y los
viajeros en cuanto lleguen a sus domicilios siempre que cumplan las obras arriba citadas.
Y damos potestad a los confesores aprobados de hecho por los propios Ordinarios para que
puedan conmutar las antedichas obras por Nos prescritas por otras obras piadosas a los Regulares de
uno y otro sexo y a todos aquellos otros que no puedan ponerlas en práctica, también con la facultad
de dispensar de la comunión a los niños que todavía no hayan sido admitidos a recibirla.
Además concedemos a todos y cada uno de los fieles cristianos, tanto laicos como
eclesiásticos seculares o regulares de cualquier orden o instituto, aunque deba ser nombrado de un
modo especial, licencia y facultad para que a este efecto puedan escoger a cualquier presbítero tanto
regular como secular de entre los aprobados de hecho (de esta facultad también pueden hacer uso de
las monjas novicias y otras mujeres que vivan dentro del claustro, con tal que el confesor esté
aprobado para las monjas) para que los pueda absolver —a todos aquellos o aquellas que en el
infradicho espacio de tiempo se acerquen a confesarse con él con intención de conseguir el presente
Jubileo y de cumplir con todas las demás obras necesarias para lucrarlo, por esa sola vez y en el
fuero de la conciencia—, de las sentencias eclesiásticas o censuras a iure o ab homine, latae o ya
infligidas por cualquier causa. También de las reservadas a los Ordinarios de los lugares y a Nos o a
la Sede Apostólica y de las reservadas a cualquiera, también las reservadas de especial modo al
Sumo Pontífice y a la Sede Apostólica y de todos los pecados y excesos, incluso los reservados a los
mismos Ordinarios a Nos y a la Sede Apostólica, después de imponer una penitencia saludable y las
demás medidas de derecho y, si se trata de una herejía, después de la abjuración y de la retractación
de los errores, como es de derecho. Asimismo podrá conmutar cualquier tipo de votos, incluso los
hechos con juramento y reservados a la Sede Apostólica —excepto los de castidad, religión y
obligación que haya sido aceptada por un tercero— por otras obras piadosas y saludables. Y podrá
del mismo modo dispensar, cuando se trate de penitentes constituidos en las órdenes sagradas,
incluso regulares, de irregularidad oculta para el ejercicio de esas órdenes o para la consecución de
órdenes superiores, solamente cuando esté contraída por violación de censuras.
No pretendemos por la presente dispensar de cualquier otra irregularidad por delito o por
defecto, pública u oculta o de otra incapacidad o inhabilidad, cualquiera que haya sido el modo de
contraerla; ni tampoco derogar la constitución y subsiguientes declaraciones publicadas por
Benedicto XIV y que empieza: Sacramentum poenitentiae. Ni, por último, puede ni debe esta carta
favorecer en modo alguno a aquellos que nominalmente por Nos y la Sede Apostólica o por algún
Prelado, o por un Juez eclesiástico hayan sido excomulgados, suspendidos, declarados en entredicho
o hayan caído en otras sentencias o censuras o hayan sido denunciados, a no ser que hayan satisfecho
dentro del tiempo fijado y, cuando sea preciso, se hayan puesto de acuerdo con la otra parte.
A todo esto Nos es grato añadir que deseamos y concedemos que permanezca, también en
este tiempo de Jubileo, íntegro para cualquiera el privilegio de lucrar todas las indulgencias, sin
exceptuar las plenarias, que han sido concedidas por Nos o por Nuestros Antecesores.
Imploramos de nuevo la intercesión de la Virgen Inmaculada
Ponemos fin a esta carta, Venerables Hermanos, expresando de nuevo una gran esperanza,
que efectivamente nos impulsa: ojalá por la concesión de este medio extraordinario del Jubileo, bajo
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
10
los auspicios de la Virgen Inmaculada, muchos de los que desgraciadamente están separados de
Jesucristo vuelvan a El, y florezca de nuevo en el pueblo cristiano el amor a las virtudes y el gusto
por la piedad. Hace cincuenta años, cuando nuestro antecesor Pío declaró que la fe católica debía
mantener que la bienaventurada Madre de Cristo había desconocido el pecado desde su origen,
pareció, como ya hemos dicho, que una gran cantidad de gracias celestiales se derramó sobre la
tierra. Y, una vez robustecida la esperanza en la Virgen Madre de Dios, por todas partes se produjo
un gran acercamiento a la vieja religiosidad de las naciones. ¿Qué impide pues el que esperemos
cosas más grandes para el futuro? Es claro que hemos llegado a un momento funesto, de modo que
con razón podríamos quejarnos con las palabras del profeta: Porque no hay en la tierra verdad, ni
misericordia ni conocimiento de Dios. Han inundado la tierra el perjurio, la mentira, el homicidio, el
hurto y el adulterio (39). Sin embargo, en medio de este diluvio de males, como un arco iris, se
presenta a nuestros ojos la Virgen clementísima, como un árbitro para firmar la paz entre Dios y los
hombres. Pondré un arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra (40) . Aunque se
recrudezca la tempestad y la negra noche se enseñoree del cielo, nadie se desconcierte. A la vista de
María, Dios se aplacará y perdonará. Estará el arco en las nubes y yo le veré y me acordaré de mi
pacto eterno (41). Y no volverán más las aguas del diluvio a destruir toda la tierra (42). Si, como es
justo, confiamos en María, sobre todo ahora que vamos a celebrar con mayor interés su concepción
inmaculada, entonces sentiremos también que ella es Virgen poderosísima que aplastó con pie
virginal la cabeza de la serpiente (43).
Como prenda de estos bienes, Venerables Hermanos, con todo cariño impartimos en el Señor
la bendición Apostólica a vosotros ya vuestros pueblos.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 2 de febrero de 1904, primer año de Nuestro
Pontificado.
PÍO X
________________________
(1) Jer. 8, 15.
(2) Is. 14, 1.
(3) Is. 14, 1 y 7
(4) Lc. 1, 45.
(5) San León Magno, Serm. 2 de Nativ. Domini. c. 2.
(6) Jn., 17, 3.
(7) Rom. 12, 5.
(8) Lc. 2, 11.
(9) Efes. 5, 30
(10) San Agustín, de S. Virginitate, c. 6
(11) Col. 1, 18.
(12) 1 Jn. 4, 9.
(13) San Beda, L. 4, in Luc. XI.
(14) Salm. 30, 11.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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(15) San Buenaventura, I Sant. d. 48, ad Litt. dub. 4.
(16) Eadmerio, De Excelentia Virg. Mariae, c. 9
(17) Pío IX, Bula Ineffabilis.
(18) Jn. 1, 16
(19) Efes. 4, 16.
(20) Serm de temp., in Nativ. B. V. de Aquaeductu. n. 4.
(21) San Bernardino. Quadrag. de Evangelio aeterno, Serm. X, a. 3, c. 3..
(22) Hebr. 1, 3.
(23) Pío IX, Bula Ineffabilis.
(24) Mt. 15, 8.
(25) Jn. 2, 5.
(26) Mt. 19, 17.
(27) 5 Sent. d. 3, q. 1.
(28) Rom. 8, 29.
(29) De Virginib., 1. 2, c. 2.
(30) Jn. 19, 7.
(31) Mt. 27, 25.
(32) Gradual de la Misa de la Inmaculada
(33) Hebr. 11, 1.
(34) Apoc. 12, 1.
(35) Apoc. 12, 2.
(36) 1 Cor. 10, 12.
(37) 1 Cor. 11, 19.
(38) Oficio de la Inmaculada, ad Magnificat.
(39) Os. 4, 1 y 2.
(40) Gen. 9, 13.
(41) Gen. 9, 16.
(42) Gen. 9, 15.
(43) Oficio de la Inmaculada.
_________________________
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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Munificentissimus Deus, PÍO XII, En la que se define como dogma de fe que la
Virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, 1 noviembre 1950
1. El munificentísimo Dios, que todo lo puede y cuyos planes providentes están hechos con
sabiduría y amor, compensa en sus inescrutables designios, tanto en la vida de los pueblos como en
la de los individuos, los dolores y las alegrías para que, por caminos diversos y de diversas maneras,
todo coopere al bien de aquellos que le aman (cfr. Rom 8, 28).
2. Nuestro Pontificado, del mismo modo que la edad presente, está oprimido por grandes
cuidados, preocupaciones y angustias, por las actuales gravísimas calamidades y la aberración de la
verdad y de la virtud; pero nos es de gran consuelo ver que, mientras la fe católica se manifiesta en
público cada vez más activa, se enciende cada día más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios y
casi en todas partes es estimulo y auspicio de una vida mejor y más santa, de donde resulta que,
mientras la Santísima Virgen cumple amorosísimamente las funciones de madre hacia los redimidos
por la sangre de Cristo, la mente y el corazón de los hijos se estimulan a una más amorosa
contemplación de sus privilegios.
3. En efecto, Dios, que desde toda la eternidad mira a la Virgen María con particular y
plenísima complacencia, «cuando vino la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) ejecutó los planes de su
providencia de tal modo que resplandecen en perfecta armonía los privilegios y las prerrogativas que
con suma liberalidad le había concedido. Y si esta suma liberalidad y plena armonía de gracia fue
siempre reconocida, y cada vez mejor penetrada por la Iglesia en el curso de los siglos, en nuestro
tiempo ha sido puesta a mayor luz el privilegio de la Asunción corporal al cielo de la Virgen Madre
de Dios, María.
4. Este privilegio resplandeció con nuevo fulgor desde que nuestro predecesor Pío IX, de
inmortal memoria, definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la augusta
Madre de Dios. Estos dos privilegios están, en efecto, estrechamente unidos entre sí. Cristo, con su
muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre el uno y sobre la otra reporta también la victoria en
virtud de Cristo todo aquel que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero por ley
general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la muerte, sino
cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los cuerpos de los justos se disuelven
después de la muerte, y sólo en el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.
5. Pero de esta ley general quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen María. Ella,
por privilegio del todo singular, venció al pecado con su concepción inmaculada; por eso no estuvo
sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni tuvo que esperar la redención de su
cuerpo hasta el fin del mundo.
6. Por eso, cuando fue solemnemente definido que la Virgen Madre de Dios, María, estaba
inmune de la mancha hereditaria de su concepción, los fieles se llenaron de una más viva esperanza
de que cuanto antes fuera definido por el supremo magisterio de la Iglesia el dogma de la Asunción
corporal al cielo de María Virgen.
7. Efectivamente, se vio que no sólo los fieles particulares, sino los representantes de
naciones o de provincias eclesiásticas, y aun no pocos padres del Concilio Vaticano, pidieron con
vivas instancias a la Sede Apostólica esta definición.
Innúmeras peticiones
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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8. Después, estas peticiones y votos no sólo no disminuyeron, sino que aumentaron de día en
día en número e insistencia. En efecto, a este fin fueron promovidas cruzadas de oraciones; muchos y
eximios teólogos intensificaron sus estudios sobre este tema, ya en privado, ya en los públicos
ateneos eclesiásticos y en las otras escuelas destinadas a la enseñanza de las sagradas disciplinas; en
muchas partes del orbe católico se celebraron congresos marianos, tanto nacionales como
internacionales. Todos estos estudios e investigaciones pusieron más de relieve que en el depósito de
la fe confiado a la Iglesia estaba contenida también la Asunción de María Virgen al cielo, y
generalmente siguieron a ello peticiones en que se pedía instantemente a esta Sede Apostólica que
esta verdad fuese solemnemente definida.
9. En esta piadosa competición, los fieles estuvieron admirablemente unidos con sus pastores,
los cuales, en número verdaderamente impresionante, dirigieron peticiones semejantes a esta cátedra
de San Pedro. Por eso, cuando fuimos elevados al trono del Sumo Pontificado, habían sido ya
presentados a esta Sede Apostólica muchos millares de tales súplicas de todas partes de la tierra y
por toda clase de personas: por nuestros amados hijos los cardenales del Sagrado Colegio, por
venerables hermanos arzobispos y obispos de las diócesis y de las parroquias.
10. Por eso, mientras elevábamos a Dios ardientes plegarias para que infundiese en nuestra
mente la luz del Espíritu Santo para decidir una causa tan importante, dimos especiales órdenes de
que se iniciaran estudios más rigurosos sobre este asunto, y entretanto se recogiesen y ponderasen
cuidadosamente todas las peticiones que, desde el tiempo de nuestro predecesor Pío IX, de feliz
memoria, hasta nuestros días, habían sido enviadas a esta Sede Apostólica a propósito de la
Asunción de la beatísima Virgen María al cielo (1).
Encuesta oficial
11. Pero como se trataba de cosa de tanta importancia y gravedad, creímos oportuno pedir
directamente y en forma oficial a todos los venerables hermanos en el Episcopado que nos
expusiesen abiertamente su pensamiento. Por eso, el 1 de mayo de 1946 les dirigimos la carta
Deiparae Virginis Mariae, en la que preguntábamos: «Si vosotros, venerables hermanos, en vuestra
eximia sabiduría y prudencia, creéis que la Asunción corporal de la beatísima Virgen se puede
proponer y definir como dogma de fe y si con vuestro clero y vuestro pueblo lo deseáis».
12. Y aquellos que «el Espíritu Santo ha puesto como obispos para regir la Iglesia de Dios»
(Hch 20, 28) han dado a una y otra pregunta una respuesta casi unánimemente afirmativa. Este
«singular consentimiento del Episcopado católico y de los fieles» (2), al creer definible como dogma
de fe la Asunción corporal al cielo de la Madre de Dios, presentándonos la enseñanza concorde del
magisterio ordinario de la Iglesia y la fe concorde del pueblo cristiano, por él sostenida y dirigida,
manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y
contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e
infaliblemente lo declarase (3). El magisterio de la Iglesia, no ciertamente por industria puramente
humana, sino por la asistencia del Espíritu de Verdad (cfr. Jn 14, 26), y por eso infaliblemente,
cumple su mandato de conservar perennemente puras e íntegras las verdades reveladas y las
transmite sin contaminaciones, sin añadiduras, sin disminuciones. «En efecto, como enseña el
Concilio Vaticano, a los sucesores de Pedro no fue prometido el Espíritu Santo para que, por su
revelación, manifestasen una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, custodiasen
inviolablemente y expresasen con fidelidad la revelación transmitida por los Apóstoles, o sea el
depósito de la fe» (4). Por eso, del consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia se
deduce un argumento cierto y seguro para afirmar que la Asunción corporal de la bienaventurada
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
14
Virgen María al cielo —la cual, en cuanto a la celestial glorificación del cuerpo virgíneo de la
augusta Madre de Dios, no podía ser conocida por ninguna facultad humana con sus solas fuerzas
naturales— es verdad revelada por Dios, y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla con
firmeza y fidelidad. Porque, como enseña el mismo Concilio Vaticano, «deben ser creídas por fe
divina y católica todas aquellas cosas que están contenidas en la palabra de Dios, escritas o
transmitidas oralmente, y que la Iglesia, o con solemne juicio o con su ordinario y universal
magisterio, propone a la creencia como reveladas por Dios» (De fide catholica, cap. 3).
13. De esta fe común de la Iglesia se tuvieron desde la antigüedad, a lo largo del curso de los
siglos, varios testimonios, indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez con más
claridad.
Consentimiento unánime
14. Los fieles, guiados e instruidos por sus pastores, aprendieron también de la Sagrada
Escritura que la Virgen María, durante su peregrinación terrena, llevó una vida llena de
preocupaciones, angustias y dolores; y que se verificó lo que el santo viejo Simeón había predicho:
que una agudísima espada le traspasaría el corazón a los pies de la cruz de su divino Hijo, nuestro
Redentor. Igualmente no encontraron dificultad en admitir que María haya muerto del mismo modo
que su Unigénito. Pero esto no les impidió creer y profesar abiertamente que no estuvo sujeta a la
corrupción del sepulcro su sagrado cuerpo y que no fue reducida a putrefacción y cenizas el augusto
tabernáculo del Verbo Divino. Así, iluminados por la divina gracia e impulsados por el amor hacia
aquella que es Madre de Dios y Madre nuestra dulcísima, han contemplado con luz cada vez más
clara la armonía maravillosa de los privilegios que el providentísimo Dios concedió al alma Socia de
nuestro Redentor y que llegaron a una tal altísima cúspide a la que jamás ningún ser creado,
exceptuada la naturaleza humana de Jesucristo, había llegado.
15. Esta misma fe la atestiguan claramente aquellos innumerables templos dedicados a Dios
en honor de María Virgen asunta al cielo y las sagradas imágenes en ellos expuestas a la veneración
de los fieles, las cuales ponen ante los ojos de todos este singular triunfo de la bienaventurada
Virgen. Además, ciudades, diócesis y regiones fueron puestas bajo el especial patrocinio de la
Virgen asunta al cielo; del mismo modo, con la aprobación de la Iglesia, surgieron institutos
religiosos, que toman nombre de tal privilegio. No debe olvidarse que en el rosario mariano, cuya
recitación tan recomendada es por esta Sede Apostólica, se propone a la meditación piadosa un
misterio que, como todos saben, trata de la Asunción de la beatísima Virgen.
16. Pero de modo más espléndido y universal esta fe de los sagrados pastores y de los fieles
cristianos se manifiesta por el hecho de que desde la antigüedad se celebra en Oriente y en Occidente
una solemne fiesta litúrgica, de la cual los Padres Santos y doctores no dejaron nunca de sacar luz
porque, como es bien sabido, la sagrada liturgia «siendo también una profesión de las celestiales
verdades, sometida al supremo magisterio de la Iglesia, puede oír argumentos y testimonios de no
pequeño valor para determinar algún punto particular de la doctrina cristiana» (5).
El testimonio de la liturgia
17. En los libros litúrgicos que contienen la fiesta, bien sea de la Dormición, bien de la
Asunción de la Virgen María, se tienen expresiones en cierto modo concordantes al decir que cuando
la Virgen Madre de Dios pasó de este destierro, a su sagrado cuerpo, por disposición de la divina
Providencia, le ocurrieron cosas correspondientes a su dignidad de Madre del Verbo encarnado y a
los otros privilegios que se le habían concedido.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
15
Esto se afirma, por poner un ejemplo, en aquel «Sacramentario» que nuestro predecesor
Adriano I, de inmortal memoria, mandó al emperador Carlomagno. En éste se lee, en efecto: «Digna
de veneración es para Nos, ¡oh Señor!, la festividad de este día en que la santa Madre de Dios sufrió
la muerte temporal, pero no pudo ser humillada por los vínculos de la muerte Aquella que engendró a
tu Hijo, Nuestro Señor, encarnado en ella» (6).
18. Lo que aquí está indicado con la sobriedad acostumbrada en la liturgia romana, en los
libros de las otras antiguas liturgias, tanto orientales como occidentales, se expresa más difusamente
y con mayor claridad. El «Sacramentario Galicano», por ejemplo, define este privilegio de María,
«inexplicable misterio, tanto más admirable cuanto más singular es entre los hombres». Y en la
liturgia bizantina se asocia repetidamente la Asunción corporal de María no sólo con su dignidad de
Madre de Dios, sino también con sus otros privilegios, especialmente con su maternidad virginal,
preestablecida por un designio singular de la Providencia divina: «A Ti, Dios, Rey del universo, te
concedió cosas que son sobre la naturaleza; porque así como en el parto te conservó virgen, así en el
sepulcro conservó incorrupto tu cuerpo, y con la divina traslación lo glorificó» (7).
19. El hecho de que la Sede Apostólica, heredera del oficio confiado al Príncipe de los
Apóstoles de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), y con su autoridad hiciese cada vez
más solemne esta fiesta, estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez más la grandeza de este
misterio. Así la fiesta de la Asunción, del puesto honroso que tuvo desde el comienzo entre las otras
celebraciones marianas, llegó en seguida a los más solemnes de todo el ciclo litúrgico. Nuestro
predecesor San Sergio I, prescribiendo la letanía o procesión estacional para las cuatro fiestas
marianas, enumera junto a la Natividad, la Anunciación, la Purificación y la Dormición de María
(Liber Pontificalis). Después San León IV quiso añadir a la fiesta, que ya se celebraba bajo el título
de la Asunción de la bienaventurada Madre de Dios, una mayor solemnidad prescribiendo su vigilia
y su octava; y en tal circunstancia quiso participar personalmente en la celebración en medio de una
gran multitud de fieles (Liber Pontificalis). Además de que ya antiguamente esta fiesta estaba
precedida por la obligación del ayuno, aparece claro de lo que atestigua nuestro predecesor San
Nicolás I, donde habla de los principales ayunos «que la santa Iglesia romana recibió de la
antigüedad y observa todavía» (8).
Exigencia de la incorrupción
20. Pero como la liturgia no crea la fe, sino que la supone, y de ésta derivan como frutos del
árbol las prácticas del culto, los Santos Padres y los grandes doctores, en las homilías y en los
discursos dirigidos al pueblo con ocasión de esta fiesta, no recibieron de ella como de primera fuente
la doctrina, sino que hablaron de ésta como de cosa conocida y admitida por los fieles; la aclararon
mejor; precisaron y profundizaron su sentido y objeto, declarando especialmente lo que con
frecuencia los libros litúrgicos habían sólo fugazmente indicado; es decir, que el objeto de la fiesta
no era solamente la incorrupción del cuerpo muerto de la bienaventurada Virgen María, sino también
su triunfo sobre la muerte y su celestial glorificación a semejanza de su Unigénito.
21. Así San Juan Damasceno, que se distingue entre todos como testigo eximio de esta
tradición, considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de los otros privilegios
suyos, exclama con vigorosa elocuencia: «Era necesario que Aquella que en el parto había
conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la
muerte. Era necesario que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en
los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era
necesario que Aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
16
de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Era
necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas
fuese honrada como Madre y sierva de Dios» (9).
Afirmación de esta doctrina
22. Estas expresiones de San Juan Damasceno corresponden fielmente a aquellas de otros que
afirman la misma doctrina. Efectivamente, palabras no menos claras y precisas se encuentran en los
discursos que, con ocasión de la fiesta, tuvieron otros Padres anteriores o contemporáneos. Así, por
citar otros ejemplos, San Germán de Constantinopla encontraba que correspondía la incorrupción y
Asunción al cielo del cuerpo de la Virgen Madre de Dios no sólo a su divina maternidad, sino
también a la especial santidad de su mismo cuerpo virginal: «Tú, como fue escrito, apareces “en
belleza” y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo domicilio de Dios; así también por esto
es preciso que sea inmune de resolverse en polvo; sino que debe ser transformado, en cuanto
humano, hasta convertirse en incorruptible; y debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y dotado de la
plenitud de la vida» (10). Y otro antiguo escritor dice: «Como gloriosísima Madre de Cristo, nuestro
Salvador y Dios, donador de la vida y de la inmortalidad, y vivificada por Él, revestida de cuerpo en
una eterna incorruptibilidad con Él, que la resucitó del sepulcro y la llevó consigo de modo que sólo
Él conoce» (11).
23. Al extenderse y afirmarse la fiesta litúrgica, los pastores de la Iglesia y los sagrados
oradores, en número cada vez mayor, creyeron un deber precisar abiertamente y con claridad el
objeto de la fiesta y su estrecha conexión con las otras verdades reveladas.
Los argumentos teológicos
24. Entre los teólogos escolásticos no faltaron quienes, queriendo penetrar más adentro en las
verdades reveladas y mostrar el acuerdo entre la razón teológica y la fe, pusieron de relieve que este
privilegio de la Asunción de María Virgen concuerda admirablemente con las verdades que nos son
enseñadas por la Sagrada Escritura.
25. Partiendo de este presupuesto, presentaron, para ilustrar este privilegio mariano, diversas
razones contenidas casi en germen en esto: que Jesús ha querido la Asunción de María al cielo por su
piedad filial hacia ella. Opinaban que la fuerza de tales argumentos reposa sobre la dignidad
incomparable de la maternidad divina y sobre todas aquellas otras dotes que de ella se siguen: su
insigne santidad, superior a la de todos los hombres y todos los ángeles; la íntima unión de María con
su Hijo, y aquel amor sumo que el Hijo tenía hacia su dignísima Madre.
26. Frecuentemente se encuentran después teólogos y sagrados oradores que, sobre las
huellas de los Santos Padres (12) para ilustrar su fe en la Asunción, se sirven con una cierta libertad
de hechos y dichos de la Sagrada Escritura. Así, para citar sólo algunos testimonios entre los más
usados, los hay que recuerdan las palabras del salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a tu descanso, tú y el arca
de tu santificación» (Sal 131, 8), y ven en el «arca de la alianza», hecha de madera incorruptible y
puesta en el templo del Señor, como una imagen del cuerpo purísimo de María Virgen, preservado de
toda corrupción del sepulcro y elevado a tanta gloria en el cielo. A este mismo fin describen a la
Reina que entra triunfalmente en el palacio celeste y se sienta a la diestra del divino Redentor (Sal
44, 10, 14-16), lo mismo que la Esposa de los Cantares, «que sube por el desierto como una columna
de humo de los aromas de mirra y de incienso» para ser coronada (Cant 3, 6; cfr. 4, 8; 6, 9). La una y
la otra son propuestas como figuras de aquella Reina y Esposa celeste, que, junto a su divino Esposo,
fue elevada al reino de los cielos.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
17
Los doctores escolásticos
27. Además, los doctores escolásticos vieron indicada la Asunción de la Virgen Madre de
Dios no sólo en varias figuras del Antiguo Testamento, sino también en aquella Señora vestida de
sol, que el apóstol Juan contempló en la isla de Patmos (Ap 12, 1s.). Del mismo modo, entre los
dichos del Nuevo Testamento consideraron con particular interés las palabras «Dios te salve, María,
llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres» (Lc 1, 28), porque
veían en el misterio de la Asunción un complemento de la plenitud de gracia concedida a la
bienaventurada Virgen y una bendición singular, en oposición a la maldición de Eva.
28. Por eso, al comienzo de la teología escolástica, el piadoso Amadeo, obispo de Lausana,
afirma que la carne de María Virgen permaneció incorrupta («no se puede creer, en efecto, que su
cuerpo viese la corrupción»), porque realmente se reunió a su alma, y junto con ella fue envuelta en
altísima gloria en la corte celeste. «Era llena de gracia y bendita entre las mujeres» (Lc 1, 28). «Ella
sola mereció concebir al Dios verdadero del Dios verdadero, y le parió virgen, le amamantó virgen,
estrechándole contra su seno, y le prestó en todo sus santos servicios y homenajes» (13).
Testimonio de San Antonio de Padua
29. Entre los sagrados escritores que en este tiempo, sirviéndose de textos escriturísticos o de
semejanza y analogía, ilustraron y confirmaron la piadosa creencia de la Asunción, ocupa un puesto
especial el doctor evangélico San Antonio de Padua. En la fiesta de la Asunción, comentando las
palabras de Isaías «Glorificaré el lugar de mis pies» (Is 60, 13), afirmó con seguridad que el divino
Redentor ha glorificado de modo excelso a su Madre amadísima, de la cual había tomado carne
humana. «De aquí se deduce claramente, dice, que la bienaventurada Virgen María fue asunta con el
cuerpo que había sido el sitio de los pies del Señor». Por eso escribe el salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a
tu reposo, tú y el Arca de tu santificación». Como Jesucristo, dice el santo, resurgió de la muerte
vencida y subió a la diestra de su Padre, así «resurgió también el Arca de su santificación, porque en
este día la Virgen Madre fue asunta al tálamo celeste» (14).
De San Alberto Magno
30. Cuando en la Edad Media la teología escolástica alcanzó su máximo esplendor, San
Alberto Magno, después de haber recogido, para probar esta verdad, varios argumentos fundados en
la Sagrada Escritura, la tradición, la liturgia y la razón teológica, concluye: «De estas razones y
autoridades y de muchas otras es claro que la beatísima Madre de Dios fue asunta en cuerpo y alma
por encima de los coros de los ángeles. Y esto lo creemos como absolutamente verdadero» (15). Y
en un discurso tenido el día de la Anunciación de María, explicando estas palabras del saludo del
ángel «Dios te salve, llena eres de gracia...», el Doctor Universal compara a la Santísima Virgen con
Eva y dice expresamente que fue inmune de la cuádruple maldición a la que Eva estuvo sujeta (16).
Doctrina de Santo Tomás
31. El Doctor Angélico, siguiendo los vestigios de su insigne maestro, aunque no trató nunca
expresamente la cuestión, sin embargo, siempre que ocasionalmente habla de ella, sostiene
constantemente con la Iglesia que junto al alma fue asunto al cielo también el cuerpo de María (17).
De San Buenaventura
32. Del mismo parecer es, entre otros muchos, el Doctor Seráfico, el cual sostiene como
absolutamente cierto que del mismo modo que Dios preservó a María Santísima de la violación del
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
18
pudor y de la integridad virginal en la concepción y en el parto, así no permitió que su cuerpo se
deshiciese en podredumbre y ceniza (18). Interpretando y aplicando a la bienaventurada Virgen estas
palabras de la Sagrada Escritura «¿Quién es esa que sube del desierto, llena de delicias, apoyada en
su amado?» (Cant 8, 5), razona así: «Y de aquí puede constar que está allí (en la ciudad celeste)
corporalmente... Porque, en efecto..., la felicidad no sería plena si no estuviese en ella personalmente,
porque la persona no es el alma, sino el compuesto, y es claro que está allí según el compuesto, es
decir, con cuerpo y alma, o de otro modo no tendría un pleno gozo» (19).
La escolástica moderna
33. En la escolástica posterior, o sea en el siglo XV, San Bernardino de Siena, resumiendo
todo lo que los teólogos de la Edad Media habían dicho y discutido a este propósito, no se limitó a
recordar las principales consideraciones ya propuestas por los doctores precedentes, sino que añadió
otras. Es decir, la semejanza de la divina Madre con el Hijo divino, en cuanto a la nobleza y dignidad
del alma y del cuerpo —porque no se puede pensar que la celeste Reina esté separada del Rey de los
cielos—, exige abiertamente que «María no debe estar sino donde está Cristo» (20); además es
razonable y conveniente que se encuentren ya glorificados en el cielo el alma y el cuerpo, lo mismo
que del hombre, de la mujer; en fin, el hecho de que la Iglesia no haya nunca buscado y propuesto a
la veneración de los fieles las reliquias corporales de la bienaventurada Virgen suministra un
argumento que puede decirse «como una prueba sensible» (21).
San Roberto Belarmino
34. En tiempos más recientes, las opiniones mencionadas de los Santos Padres y de los
doctores fueron de uso común. Adhiriéndose al pensamiento cristiano transmitido de los siglos
pasados. San Roberto Belarmino exclama: «¿Y quién, pregunto, podría creer que el arca de la
santidad, el domicilio del Verbo, el templo del Espíritu Santo, haya caído? Mi alma aborrece el solo
pensamiento de que aquella carne virginal que engendró a Dios, le dio a luz, le alimentó, le llevó,
haya sido reducida a cenizas o haya sido dada por pasto a los gusanos» (22).
35. De igual manera, San Francisco de Sales, después de haber afirmado no ser lícito dudar
que Jesucristo haya ejecutado del modo más perfecto el mandato divino por el que se impone a los
hijos el deber de honrar a los propios padres, se propone esta pregunta: «¿Quién es el hijo que, si
pudiese, no volvería a llamar a la vida a su propia madre y no la llevaría consigo después de la
muerte al paraíso?» (23). Y San Alfonso escribe: «Jesús preservó el cuerpo de María de la
corrupción, porque redundaba en deshonor suyo que fuese comida de la podredumbre aquella carne
virginal de la que Él se había vestido» (24).
Temeridad de la opinión contraria
36. Aclarado el objeto de esta fiesta, no faltaron doctores que más bien que ocuparse de las
razones teológicas, en las que se demuestra la suma conveniencia de la Asunción corporal de la
bienaventurada Virgen María al cielo, dirigieron su atención a la fe de la Iglesia, mística Esposa de
Cristo, que no tiene mancha ni arruga (cfr. Ef 5, 27), la cual es llamada por el Apóstol «columna y
sostén de la verdad» (1 Tim 3, 15), y, apoyados en esta fe común, sostuvieron que era temeraria, por
no decir herética, la sentencia contraria. En efecto, San Pedro Canisio, entre muchos otros, después
de haber declarado que el término Asunción significa glorificación no sólo del alma, sino también
del cuerpo, y después de haber puesto de relieve que la Iglesia ya desde hace muchos siglos, venera y
celebra solemnemente este misterio mariano, dice: «Esta sentencia está admitida ya desde hace
algunos siglos y de tal manera fija en el alma de los piadosos fieles y tan aceptada en toda la Iglesia,
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
19
que aquellos que niegan que el cuerpo de María haya sido asunto al cielo, ni siquiera pueden ser
escuchados con paciencia, sino abochornados por demasiado tercos o del todo temerarios y animados
de espíritu herético más bien que católico» (25).
Francisco Suárez
37. Por el mismo tiempo, el Doctor Eximio, puesta como norma de la mariología que «los
misterios de la gracia que Dios ha obrado en la Virgen no son medidos por las leyes ordinarias, sino
por la omnipotencia de Dios, supuesta la conveniencia de la cosa en sí mismo y excluida toda
contradicción o repugnancia por parte de la Sagrada Escritura» (26), fundándose en la fe de la Iglesia
en el tema de la Asunción, podía concluir que este misterio debía creerse con la misma firmeza de
alma con que debía creerse la Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen, y ya entonces
sostenía que estas dos verdades podían ser definidas.
38. Todas estas razones y consideraciones de los Santos Padres y de los teólogos tienen como
último fundamento la Sagrada Escritura, la cual nos presenta al alma de la Madre de Dios unida
estrechamente a su Hijo y siempre partícipe de su suerte. De donde parece casi imposible imaginarse
separada de Cristo, si no con el alma, al menos con el cuerpo, después de esta vida, a Aquella que lo
concibió, le dio a luz, le nutrió con su leche, lo llevó en sus brazos y lo apretó a su pecho. Desde el
momento en que nuestro Redentor es hijo de María, no podía, ciertamente, como observador
perfectísimo de la divina ley, menos de honrar, además de al Eterno Padre, también a su amadísima
Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre tanto honor al preservarla inmune de la corrupción del
sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente.
39. Pero ya se ha recordado especialmente que desde el siglo II María Virgen es presentada
por los Santos Padres como nueva Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien sujeta a él, en
aquella lucha contra el enemigo infernal que, como fue preanunciado en el protoevangelio (Gn 3,
15), habría terminado con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en
los escritos del Apóstol de las Gentes (cfr. Rom cap. 5 et 6; 1 Cor 15, 21-26; 54-57). Por lo cual,
como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así también
para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como
dice el mismo Apóstol, «cuando... este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces
sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida en la victoria» (1 Cor 15, 54).
40. De tal modo, la augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la
eternidad «con un mismo decreto» (27) de predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin
mancha en su divina maternidad, generosa Socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo
sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios,
fue preservada de la corrupción del sepulcro y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue
elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo,
Rey inmortal de los siglos (cfr. 1 Tim 1, 17).
Es llegado el momento
41. Y como la Iglesia universal, en la que vive el Espíritu de Verdad, que la conduce
infaliblemente al conocimiento de las verdades reveladas, en el curso de los siglos ha manifestado de
muchos modos su fe, y como los obispos del orbe católico, con casi unánime consentimiento, piden
que sea definido como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la
bienaventurada Virgen María al cielo —verdad fundada en la Sagrada Escritura, profundamente
arraigada en el alma de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde tiempos remotísimos,
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
20
sumamente en consonancia con otras verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por
el estudio de la ciencia y sabiduría de los teólogos—, creemos llegado el momento preestablecido
por la providencia de Dios para proclamar solemnemente este privilegio de María Virgen.
42. Nos, que hemos puesto nuestro pontificado bajo el especial patrocinio de la Santísima
Virgen, a la que nos hemos dirigido en tantas tristísimas contingencias; Nos, que con rito público
hemos consagrado a todo el género humano a su Inmaculado Corazón y hemos experimentado
repetidamente su validísima protección, tenemos firme confianza de que esta proclamación y
definición solemne de la Asunción será de gran provecho para la Humanidad entera, porque dará
gloria a la Santísima Trinidad, a la que la Virgen Madre de Dios está ligada por vínculos singulares.
Es de esperar, en efecto, que todos los cristianos sean estimulados a una mayor devoción hacia la
Madre celestial y que el corazón de todos aquellos que se glorían del nombre cristiano se mueva a
desear la unión con el Cuerpo Místico de Jesucristo y el aumento del propio amor hacia Aquella que
tiene entrañas maternales para todos los miembros de aquel Cuerpo augusto. Es de esperar, además,
que todos aquellos que mediten los gloriosos ejemplos de María se persuadan cada vez más del valor
de la vida humana, si está entregada totalmente a la ejecución de la voluntad del Padre Celeste y al
bien de los prójimos; que, mientras el materialismo y la corrupción de las costumbres derivadas de él
amenazan sumergir toda virtud y hacer estragos de vidas humanas, suscitando guerras, se ponga ante
los ojos de todos de modo luminosísimo a qué excelso fin están destinados los cuerpos y las almas;
que, en fin, la fe en la Asunción corporal de María al cielo haga más firme y más activa la fe en
nuestra resurrección.
43. La coincidencia providencial de este acontecimiento solemne con el Año Santo que se
está desarrollando nos es particularmente grata; porque esto nos permite adornar la frente de la
Virgen Madre de Dios con esta fúlgida perla, a la vez que se celebra el máximo jubileo, y dejar un
monumento perenne de nuestra ardiente piedad hacia la Madre de Dios.
Fórmula definitoria
44. Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del
Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar
benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la
muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la
Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y
Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina
que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.
45. Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo
que por Nos ha sido definido, sepa que ha caído de la fe divina y católica.
46. Para que nuestra definición de la Asunción corporal de María Virgen al cielo sea llevada a
conocimiento de la Iglesia universal, hemos querido que conste para perpetua memoria esta nuestra
carta apostólica; mandando que a sus copias y ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de
cualquier notario público y adornados del sello de cualquier persona constituida en dignidad
eclesiástica, se preste absolutamente por todos la misma fe que se prestaría a la presente si fuese
exhibida o mostrada.
47. A ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra declaración, proclamación y definición u
oponerse o contravenir a ella. Si alguno se atreviere a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación
de Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
21
Nos, PÍO,
Obispo de la Iglesia católica,
definiéndolo así, lo hemos suscrito.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el año del máximo Jubileo de mil novecientos cincuenta,
el día primero del mes de noviembre, fiesta de Todos los Santos, el año duodécimo de nuestro
pontificado.
__________________
NOTAS:
(1) Petitiones de Asumptione corporea B. Virginis Mariae in coelum definienda ad S. Sedem delatae;
2 vol., Typis Polyglottis Vaticanis, 1942.
(2) Bula Ineffabilis Deus, Acta Pii IX, p. 1, vol. 1, p. 615.
(3) Cfr. Conc. Vat. De fide catholica, cap. 4.
(4) Conc. Vat. Const. De ecclesia Christi, cap. 4.
(5) Carta encíclica Mediator Dei, A. A. S., vol. 39, p. 541.
(6) Sacramentarium Gregorianum.
(7) Menaei totius anni.
(8) «Responsa Nicolai Papae I ad consulta Bulgarorum».
(9) S. Ioan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II,
14; cfr. etiam ibíd., n. 3.
(10) San Germ. Const., In Sanctae Dei Genitricis Dormitionem, sermón I.
(11) Encomium in Dormitionem Sanctissimae Dominae nostrae Deiparae semperque Virginis
Mariae. S. Modesto Hierosol, attributum I, núm. 14.
(12) Cfr. Ioan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom.
II, 2, 11; Encomium in Dormitionem, S. Modesto Hierosol, attributum.
(13) Amadeus Lausannensis, De Beatae Virginis obitu, Assumptione in caelum, exaltatione ad Filii
dexteram.
(14) San Antonius Patav., Sermones dominicales et in solemnitatibus. In Assumptione S. Mariae
Virginit sermo.
(15) S. Albertus Magnus, Mariale sive quaestionet super Evang. Missut est, q. 132.
(16) S. Albertus Magnus, Sermones de sanctis, sermón 15: In Anuntiatione B. Mariae, cfr. Etiam
Mariale, q. 132.
(17) Cfr. Summa Theol., 3, q. 27, a. 1 c.; ibíd., q. 83, a. 5 ad 8, Expositio salutationis angelicae, In
symb., Apostolorum expositio, art. 5; In IV Sent., d. 12, q. 1, art. 3, sol. 3; d: 43, q. 1, art. 3, sol. 1 et
2.
(18) Cfr. S. Bonaventura, De Nativitate B. Mariae Virginis, sermón 5.
(19) S. Bonaventura, De Assumptione B. Mariae Virginis, sermón 1.
(20) S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
22
(21) S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.
(22) S. Robertus Bellarminus, Canciones habitae Lovanii, canción 40: De Assumptionae B. Mariae
Virginis.
(23) Oeuvres de St. François de Sales, sermon autographe pour la fete de l’Assumption.
(24) S. Alfonso M. de Ligouri, Le glorie di María, parte II, disc. 1.
(25) S. Petrus Canisius, De María Virgine.
(26) Suárez, F., In tertiam partem D. Thomae, quaest. 27, art. 2, disp. 3, sec. 5, n. 31.
(27) Bula Ineffabilis Deus, 1 c, p. 599.
_______________________
Ad Cæli Reginam, PÍO XII, Sobre la realeza de María, 11 de octubre de 1954
1. A la Reina del Cielo, ya desde los primeros siglos de la Iglesia católica, elevó el pueblo
cristiano suplicantes oraciones e himnos de loa y piedad, así en sus tiempos de felicidad y alegría
como en los de angustia y peligros; y nunca falló la esperanza en la Madre del Rey divino, Jesucristo,
ni languideció aquella fe que nos enseña cómo la Virgen María, Madre de Dios, reina en todo el
mundo con maternal corazón, al igual que está coronada con la gloria de la realeza en la
bienaventuranza celestial.
Y ahora, después de las grandes ruinas que aun ante Nuestra vista han destruido florecientes
ciudades, villas y aldeas; ante el doloroso espectáculo de tales y tantos males morales que
amenazadores avanzan en cenagosas oleadas, a la par que vemos resquebrajarse las bases mismas de
la justicia y triunfar la corrupción, en este incierto y pavoroso estado de cosas Nos vemos
profundamente angustiados, pero recurrimos confiados a nuestra Reina María, poniendo a sus pies,
junto con el Nuestro, los sentimientos de devoción de todos los fieles que se glorían del nombre de
cristianos.
2. Place y es útil recordar que Nos mismo, en el primer día de noviembre del Año Santo, 1950,
ante una gran multitud de Eminentísimos Cardenales, de venerables Obispos, de Sacerdotes y de
cristianos, llegados de las partes todas del mundo, decretamos el dogma de la Asunción de la
Beatísima Virgen María al Cielo [1], donde, presente en alma y en cuerpo, reina entre los coros de
los Angeles y de los Santos, a una con su unigénito Hijo. Además, al cumplirse el centenario de la
definición dogmática —hecha por Nuestro Predecesor, Pío IX, de i. m.—de la Concepción de la
Madre de Dios sin mancha alguna de pecado original, promulgamos [2] el Año Mariano, durante el
cual vemos con suma alegría que no sólo en esta alma Ciudad —singularmente en la Basílica
Liberiana, donde innumerables muchedumbres acuden a manifestar públicamente su fe y su ardiente
amor a la Madre celestial— sino también en toda las partes del mundo vuelve a florecer cada vez
más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios, mientras los principales Santuarios de María han
acogido y acogen todavía imponentes peregrinaciones de fieles devotos.
Y todos saben cómo Nos, siempre que se Nos ha ofrecido la posibilidad, esto es, cuando hemos
podido dirigir la palabra a Nuestros hijos, que han llegado a visitarnos, y cuando por medio de las
ondas radiofónicas hemos dirigido mensajes aun a pueblos alejados, jamás hemos cesado de exhortar
a todos aquellos, a quienes hemos podido dirigirnos, a amar a nuestra benignísima y poderosísima
Madre con un amor tierno y vivo, cual cumple a los hijos.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
23
Recordamos a este propósito particularmente el Radiomensaje que hemos dirigido al pueblo de
Portugal, al ser coronada la milagrosa Virgen de Fátima [3], Radiomensaje que Nos mismo hemos
llamado de la “Realeza” de María [4].
3. Por todo ello, y como para coronar estos testimonios todos de Nuestra piedad mariana, a los
que con tanto entusiasmo ha respondido el pueblo cristiano, para concluir útil y felizmente el Año
Mariano que ya está terminando, así como para acceder a las insistentes peticiones que de todas
partes Nos han llegado, hemos determinado instituir la fiesta litúrgica de la “Bienaventurada María
Virgen Reina”.
Cierto que no se trata de una nueva verdad propuesta al pueblo cristiano, porque el fundamento
y las razones de la dignidad real de María, abundantemente expresadas en todo tiempo, se encuentran
en los antiguos documentos de la Iglesia y en los libros de la sagrada liturgia.
Mas queremos recordarlos ahora en la presente Encíclica para renovar las alabanzas de nuestra
celestial Madre y para hacer más viva la devoción en las almas, con ventajas espirituales.
4. Con razón ha creído siempre el pueblo cristiano, aun en los siglos pasados, que Aquélla, de
la que nació el Hijo del Altísimo, que reinará eternamente en la casa de Jacob [5] y [será] Príncipe de
la Paz [6], Rey de los reyes y Señor de los señores [7], por encima de todas las demás criaturas
recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia. Y considerando luego las íntimas relaciones que
unen a la madre con el hijo, reconoció fácilmente en la Madre de Dios una regia preeminencia sobre
todos los seres.
Por ello se comprende fácilmente cómo ya los antiguos escritores de la Iglesia, fundados en las
palabras del arcángel San Gabriel que predijo el reinado eterno del Hijo de María [8], y en las de
Isabel que se inclinó reverente ante ella, llamándola Madre de mi Señor [9], al denominar a María
Madre del Rey y Madre del Señor, querían claramente significar que de la realeza del Hijo se había
de derivar a su Madre una singular elevación y preeminencia.
5. Por esta razón San Efrén, con férvida inspiración poética, hace hablar así a María:
Manténgame el cielo con su abrazo, porque se me debe más honor que a él; pues el cielo fue tan sólo
tu trono, pero no tu madre. ¡Cuánto más no habrá de honrarse y venerarse a la Madre del Rey que a
su trono! [10]. Y en otro lugar ora él así a María: ... virgen augusta y dueña, Reina, Señora,
protégeme bajo tus alas, guárdame, para que no se gloríe contra mí Satanás, que siembra ruinas, ni
triunfe contra mí el malvado enemigo [11].
—San Gregorio Nacianceno llama a María Madre del Rey de todo el universo, Madre Virgen,
[que] ha parido al Rey de todo el mundo [12]. Prudencio, a su vez, afirma que la Madre se maravilló
de haber engendrado a Dios como hombre sí, pero también como Sumo Rey [13].
—Esta dignidad real de María se halla, además, claramente afirmada por quienes la llaman
Señora, Dominadora, Reina. —Ya en una homilía atribuida a Orígenes, Isabel saluda a María Madre
de mi Señor, y aun la dice también: Tú eres mi señora [14].
—Lo mismo se deduce de San Jerónimo, cuando expone su pensamiento sobre las varias
“interpretaciones” del nombre de “María”: Sépase que María en la lengua siriaca significa Señora
[15]. E igualmente se expresa, después de él, San Pedro Crisólogo: El nombre hebreo María se
traduce Domina en latín; por lo tanto, el ángel la saluda Señora para que se vea libre del temor servil
la Madre del Dominador, pues éste, como hijo, quiso que ella naciera y fuera llamada Señora [16].
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
24
—San Epifanio, obispo de Constantinopla, escribe al Sumo Pontífice Hormisdas, que se ha de
implorar la unidad de la Iglesia por la gracia de la santa y consubstancial Trinidad y por la
intercesión de nuestra santa Señora, gloriosa Virgen y Madre de Dios, María [17].
—Un autor del mismo tiempo saluda solemnemente con estas palabras a la Bienaventurada
Virgen sentada a la diestra de Dios, para que pida por nosotros: Señora de los mortales, santísima
Madre de Dios [18].
—San Andrés de Creta atribuye frecuentemente la dignidad de reina a la Virgen, y así escribe:
[Jesucristo] lleva en este día como Reina del género humano, desde la morada terrenal [a los cielos] a
su Madre siempre Virgen, en cuyo seno, aun permaneciendo Dios, tomó la carne humana [19].
Y en otra parte: Reina de todos los hombres, porque, fiel de hecho al significado de su nombre,
se encuentra por encima de todos, si sólo a Dios se exceptúa [20].
—También San Germán se dirige así a la humilde Virgen: Siéntate, Señora: eres Reina y más
eminente que los reyes todos, y así te corresponde sentarte en el puesto más alto [21]; y la llama
Señora de todos los que en la tierra habitan [22].
—San Juan Damasceno la proclama Reina, Dueña, Señora [23] y también Señora de todas las
criaturas [24]; y un antiguo escritor de la Iglesia occidental la llama Reina feliz, Reina eterna, junto
al Hijo Rey, cuya nivea cabeza está adornada con áurea corona [25].
—Finalmente, San Ildefonso de Toledo resume casi todos los títulos de honor en este saludo:
¡Oh Señora mía!, ¡oh Dominadora mía!: tú mandas en mí, Madre de mi Señor..., Señora entre las
esclavas, Reina entre las hermanas [26].
6. Los Teólogos de la Iglesia, extrayendo su doctrina de estos y otros muchos testimonios de la
antigua tradición, han llamado a la Beatísima Madre Virgen Reina de todas las cosas creadas, Reina
del mundo, Señora del universo.
7. Los Sumos Pastores de la Iglesia creyeron deber suyo el aprobar y excitar con exhortaciones
y alabanzas la devoción del pueblo cristiano hacia la celestial Madre y Reina.
Dejando aparte documentos de los Papas recientes, recordaremos que ya en el siglo séptimo
Nuestro Predecesor San Martín llamó a María nuestra Señora gloriosa, siempre Virgen [27]; San
Agatón, en la carta sinodal, enviada a los Padres del Sexto Concilio Ecuménico, la llamó Señora
nuestra, verdadera y propiamente Madre de Dios [28]; y en el siglo octavo, Gregorio II en una carta
enviada al patriarca San Germán, leída entre aclamaciones de los Padres del Séptimo Concilio
Ecuménico, proclamaba a María Señora de todos y verdadera Madre de Dios y Señora de todos los
cristianos [29].
Recordaremos igualmente que Nuestro Predecesor, de i. m., Sixto IV, en la bula Cum
praexcelsa [30], al referirse favorablemente a la doctrina de la inmaculada concepción de la
Bienaventurada Virgen, comienza con estas palabras: Reina, que siempre vigilante intercede junto al
Rey que ha engendrado. E igualmente Benedicto XIV, en la bula Gloriosae Dominae [31] llama a
María Reina del Cielo y de la tierra, afirmando que el Sumo Rey le ha confiado a ella, en cierto
modo, su propio imperio.
Por ello San Alfonso de Ligorio, resumiendo toda la tradición de los siglos anteriores, escribió
con suma devoción: Porque la Virgen María fue exaltada a ser la Madre del Rey de los reyes, con
justa razón la Iglesia la honra con el título de Reina [32].
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
25
8. La sagrada Liturgia, fiel espejo de la enseñanza comunicada por los Padres y creída por el
pueblo cristiano, ha cantado en el correr de los siglos y canta de continuo, así en Oriente como en
Occidente, las glorias de la celestial Reina.
9. Férvidos resuenan los acentos en el Oriente: Oh Madre de Dios, hoy eres trasladada al cielo
sobre los carros de los querubines, y los serafines se honran con estar a tus órdenes, mientras los
ejércitos de la celestial milicia se postran ante Ti [33]. —Y también: Oh justo, beatísimo [José], por
tu real origen has sido escogido entre todos como Esposo de la Reina Inmaculada, que de modo
inefable dará a luz al Rey Jesús [34]. Y además: Himno cantaré a la Madre Reina, a la cual me
vuelvo gozoso, para celebrar con alegría sus glorias... Oh Señora, nuestra lengua no te puede celebrar
dignamente, porque Tú, que has dado a la luz a Cristo Rey, has sido exaltada por encima de los
serafines. ... Salve, Reina del mundo, salve, María, Señora de todos nosotros [35]. —En el Misal
Etiópico se lee: Oh María, centro del mundo entero..., Tú eres más grande que los querubines
plurividentes y que los serafines multialados. ... El cielo y la tierra están llenos de la santidad de tu
gloria [36].
10. Canta la Iglesia Latina la antigua y dulcísima plegaria “Salve Regina”, las alegres antífonas
“Ave Regina caelorum”, “Regina caeli laetare alleluia” y otras recitadas en las varias fiestas de la
Bienaventurada Virgen María: Estuvo a tu diestra como Reina, vestida de brocado de oro [37]; La
tierra y el cielo te cantan cual Reina poderosa [38]; Hoy la Virgen María asciende al cielo; alegraos,
porque con Cristo reina para siempre [39].
A tales cantos han de añadirse las Letanías Lauretanas que invitan al pueblo católico
diariamente a invocar como Reina a María; y hace ya varios siglos que, en el quinto misterio glorioso
del Santo Rosario, los fieles con piadosa meditación contemplan el reino de María que abarca cielo y
tierra.
11. Finalmente, el arte, al inspirarse en los principios de la fe cristiana, y como fiel intérprete
de la espontánea y auténtica devoción del pueblo, ya desde el Concilio de Efeso, ha acostumbrado a
representar a María como Reina y Emperatriz que, sentada en regio trono y adornada con enseñas
reales, ceñida la cabeza con corona, y rodeada por los ejércitos de ángeles y de santos, manda no sólo
en las fuerzas de la naturaleza, sino también sobre los malvados asaltos de Satanás. La iconografía,
también en lo que se refiere a la regia dignidad de María, se ha enriquecido en todo tiempo con obras
de valor artístico, llegando hasta representar al Divino Redentor en el acto de ceñir la cabeza de su
Madre con fúlgica corona.
12. Los Romanos Pontífices, favoreciendo a esta devoción del pueblo cristiano, coronaron
frecuentemente con la diadema, ya por sus propias manos, ya por medio de Legados pontificios, las
imágenes de la Virgen Madre de Dios, insignes tradicionalmente en la pública devoción.
13. Como ya hemos señalado más arriba, Venerables Hermanos, el argumento principal, en que
se funda la dignidad real de María, evidente ya en los textos de la tradición antigua y en la sagrada
Liturgia, es indudablemente su divina maternidad. De hecho, en las Sagradas Escrituras se afirma del
Hijo que la Virgen dará a luz: Será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin [40]; y, además,
María es proclamada Madre del Señor [41]. Síguese de ello lógicamente que Ella misma es Reina,
pues ha dado vida a un Hijo que, ya en el instante mismo de su concepción, aun como hombre, era
Rey y Señor de todas las cosas, por la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo.
San Juan Damasceno escribe, por lo tanto, con todo derecho: Verdaderamente se convirtió en
Señora de toda la creación, desde que llegó a ser Madre del Creador [42]; e igualmente puede
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
26
afirmarse que fue el mismo arcángel Gabriel el primero que anunció con palabras celestiales la
dignidad regia de María.
14. Mas la Beatísima Virgen ha de ser proclamada Reina no tan sólo por su divina maternidad,
sino también en razón de la parte singular que por voluntad de Dios tuvo en la obra de nuestra eterna
salvación.
¿Qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave —como escribía Nuestro Predecesor, de f.
m., Pío XI— que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de
naturaleza, sino también por derecho de conquista adquirido a costa de la Redención? Ojalá que
todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador;
“Fuisteis rescatados, no con oro o plata, ... sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un Cordero
inmaculado” [43]. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo “por precio grande” [44] nos ha
comprado [45].
Ahora bien, en el cumplimiento de la obra de la Redención, María Santísima estuvo, en verdad,
estrechamente asociada a Cristo; y por ello justamente canta la Sagrada Liturgia: Dolorida junto a la
cruz de nuestro Señor Jesucristo estaba Santa María, Reina del cielo y de la tierra [46].
Y la razón es que, como ya en la Edad Media escribió un piadosísimo discípulo de San
Anselmo: Así como... Dios, al crear todas las cosas con su poder, es Padre y Señor de todo, así
María, al reparar con sus méritos las cosas todas, es Madre y Señor de todo: Dios es el Señor de
todas las cosas, porque las ha constituido en su propia naturaleza con su mandato, y María es la
Señora de todas las cosas, al devolverlas a su original dignidad mediante la gracia que Ella mereció
[47]. La razón es que, así como Cristo por el título particular de la Redención es nuestro Señor y
nuestro Rey, así también la Bienaventurada Virgen [es nuestra Señora y Reina] por su singular
concurso prestado a nuestra redención, ya suministrando su sustancia, ya ofreciéndolo
voluntariamente por nosotros, ya deseando, pidiendo y procurando para cada uno nuestra salvación
[48].
15. Dadas estas premisas, puede argumentarse así: Si María, en la obra de la salvación
espiritual, por voluntad de Dios fue asociada a Cristo Jesús, principio de la misma salvación, y ello
en manera semejante a la en que Eva fue asociada a Adán, principio de la misma muerte, por lo cual
puede afirmarse que nuestra redención se cumplió según una cierta “recapitulación” [49], por la que
el género humano, sometido a la muerte por causa de una virgen, se salva también por medio de una
virgen; si, además, puede decirse que esta gloriosísima Señora fue escogida para Madre de Cristo
precisamente para estar asociada a El en la redención del género humano [50] “y si realmente fue
Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo,
lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus
derechos maternos y de su maternal amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable
pecado” [51]; se podrá de todo ello legítimamente concluir que, así como Cristo, el nuevo Adán, es
nuestro Rey no sólo por ser Hijo de Dios, sino también por ser nuestro Redentor, así, según una
cierta analogía, puede igualmente afirmarse que la Beatísima Virgen es Reina, no sólo por ser Madre
de Dios, sino también por haber sido asociada cual nueva Eva al nuevo Adán.
Y, aunque es cierto que en sentido estricto, propio y absoluto, tan sólo Jesucristo —Dios y
hombre— es Rey, también María, ya como Madre de Cristo Dios, ya como asociada a la obra del
Divino Redentor, así en la lucha con los enemigos como en el triunfo logrado sobre todos ellos,
participa de la dignidad real de Aquél, siquiera en manera limitada y analógica. De hecho, de esta
unión con Cristo Rey se deriva para Ella sublimidad tan espléndida que supera a la excelencia de
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
27
todas las cosas creadas: de esta misma unión con Cristo nace aquel regio poder con que ella puede
dispensar los tesoros del Reino del Divino Redentor; finalmente, en la misma unión con Cristo tiene
su origen la inagotable eficacia de su maternal intercesión junto al Hijo y junto al Padre.
No hay, por lo tanto, duda alguna de que María Santísima supera en dignidad a todas las
criaturas, y que, después de su Hijo, tiene la primacía sobre todas ellas. Tú finalmente —canta San
Sofronio— has superado en mucho a toda criatura... ¿Qué puede existir más sublime que tal alegría,
oh Virgen Madre? ¿Qué puede existir más elevado que tal gracia, que Tú sola has recibido por
voluntad divina? [52]. Alabanza, en la que aun va más allá San Germán: Tu honrosa dignidad te
coloca por encima de toda la creación: Tu excelencia te hace superior aun a los mismos ángeles [53].
Y San Juan Damasceno llega a escribir esta expresión: Infinita es la diferencia entre los siervos de
Dios y su Madre [54].
16. Para ayudarnos a comprender la sublime dignidad que la Madre de Dios ha alcanzado por
encima de las criaturas todas, hemos de pensar bien que la Santísima Virgen, ya desde el primer
instante de su concepción, fue colmada por abundancia tal de gracias que superó a la gracia de todos
los Santos.
Por ello —como escribió Nuestro Predecesor Pío IX, de f. m., en su Bula— Dios inefable ha
enriquecido a María con tan gran munificencia con la abundancia de sus dones celestiales, sacados
del tesoro de la divinidad, muy por encima de los Angeles y de todos los Santos, que Ella,
completamente inmune de toda mancha de pecado, en toda su belleza y perfección, tuvo tal plenitud
de inocencia y de santidad que no se puede pensar otra más grande fuera de Dios y que nadie, sino
sólo Dios, jamás llegará a comprender [55].
17. Además, la Bienaventurada Virgen no tan sólo ha tenido, después de Cristo, el supremo
grado de la excelencia y de la perfección, sino también una participación de aquel influjo por el que
su Hijo y Redentor nuestro se dice justamente que reina en la mente y en la voluntad de los hombres.
Si, de hecho, el Verbo opera milagros e infunde la gracia por medio de la humanidad que ha
asumido, si se sirve de los sacramentos, y de sus Santos, como de instrumentos para salvar las almas,
¿cómo no servirse del oficio y de la obra de su santísima Madre para distribuirnos los frutos de la
Redención?
Con ánimo verdaderamente maternal —así dice el mismo Predecesor Nuestro, Pío IX, de i.
m.— al tener en sus manos el negocio de nuestra salvación, Ella se preocupa de todo el género
humano, pues está constituida por el Señor Reina del cielo y de la tierra y está exaltada sobre los
coros todos de los Angeles y sobre los grados todos de los Santos en el cielo, estando a la diestra de
su unigénito Hijo, Jesucristo, Señor nuestro, con sus maternales súplicas impetra eficacísimamente,
obtiene cuanto pide, y no puede no ser escuchada [56].
A este propósito, otro Predecesor Nuestro, de f. m., León XIII, declaró que a la Bienaventurada
Virgen María le ha sido concedido un poder casi inmenso en la distribución de las gracias [57]; y San
Pío X añade que María cumple este oficio suyo como por derecho materno [58].
18. Gloríense, por lo tanto, todos los cristianos de estar sometidos al imperio de la Virgen
Madre de Dios, la cual, a la par que goza de regio poder, arde en amor maternal.
Mas, en estas y en otras cuestiones tocantes a la Bienaventurada Virgen, tanto los Teólogos
como los predicadores de la divina palabra tengan buen cuidado de evitar ciertas desviaciones, para
no caer en un doble error; esto es, guárdense de las opiniones faltas de fundamento y que con
expresiones exageradas sobrepasan los límites de la verdad; mas, de otra parte, eviten también cierta
excesiva estrechez de mente al considerar esta singular, sublime y —más aún— casi divina dignidad
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
28
de la Madre de Dios, que el Doctor Angélico nos enseña que se ha de ponderar en razón del bien
infinito, que es Dios [59].
Por lo demás, en este como en otros puntos de la doctrina católica, la “norma próxima y
universal de la verdad” es para todos el Magisterio, vivo, que Cristo ha constituido “también para
declarar lo que en el depósito de la fe no se contiene sino oscura y como implícitamente” [60].
19. De los monumentos de la antigüedad cristiana, de las plegarias de la liturgia, de la innata
devoción del pueblo cristiano, de las obras de arte, de todas partes hemos recogido expresiones y
acentos, según los cuales la Virgen Madre de Dios sobresale por su dignidad real; y también hemos
mostrado cómo las razones, que la Sagrada Teología ha deducido del tesoro de la fe divina,
confirman plenamente esta verdad. De tantos testimonios reunidos se entreforma un concierto, cuyos
ecos resuenan en la máxima amplitud, para celebrar la alta excelencia de la dignidad real de la Madre
de Dios y de los hombres, que ha sido exaltada a los reinos celestiales, por encima de los coros
angélicos [61].
20. Y ante Nuestra convicción, luego de maduras y ponderadas reflexiones, de que seguirán
grandes ventajas para la Iglesia si esta verdad sólidamente demostrada resplandece más evidente ante
todos, como lucerna más brillante en lo alto de su candelabro, con Nuestra Autoridad Apostólica
decretamos e instituimos la fiesta de María Reina, que deberá celebrarse cada año en todo el mundo
el día 31 de mayo. Y mandamos que en dicho día se renueve la consagración del género humano al
Inmaculado Corazón de la bienaventurada Virgen María. En ello, de hecho, está colocada la gran
esperanza de que pueda surgir una nueva era tranquilizada por la paz cristiana y por el triunfo de la
religión.
Procuren, pues, todos acercarse ahora con mayor confianza que antes, todos cuantos recurren al
trono de la gracia y de la misericordia de nuestra Reina y Madre, para pedir socorro en la adversidad,
luz en las tinieblas, consuelo en el dolor y en el llanto, y, lo que más interesa, procuren liberarse de la
esclavitud del pecado, a fin de poder presentar un homenaje insustituible, saturado de encendida
devoción filial, al cetro real de tan grande Madre. Sean frecuentados sus templos por las multitudes
de los fieles, para en ellos celebrar sus fiestas; en las manos de todos esté la corona del Rosario para
reunir juntos, en iglesias, en casas, en hospitales, en cárceles, tanto los grupos pequeños como las
grandes asociaciones de fieles, a fin de celebrar sus glorias. En sumo honor sea el nombre de María
más dulce que el néctar, más precioso que toda joya; nadie ose pronunciar impías blasfemias, señal
de corrompido ánimo, contra este nombre, adornado con tanta majestad y venerable por la gracia
maternal; ni siquiera se ose faltar en modo alguno de respeto al mismo. Se empeñen todos en imitar,
con vigilante y diligente cuidado, en sus propias costumbres y en su propia alma, las grandes virtudes
de la Reina del Cielo y nuestra Madre amantísima. Consecuencia de ello será que los cristianos, al
venerar e imitar a tan gran Reina y Madre, se sientan finalmente hermanos, y, huyendo de los odios y
de los desenfrenados deseos de riquezas, promuevan el amor social, respeten los derechos de los
pobres y amen la paz. Que nadie, por lo tanto, se juzgue hijo de María, digno de ser acogido bajo su
poderosísima tutela si no se mostrare, siguiendo el ejemplo de ella, dulce, casto y justo,
contribuyendo con amor a la verdadera fraternidad, no dañando ni perjudicando, sino ayudando y
consolando.
21. En muchos países de la tierra hay personas injustamente perseguidas a causa de su
profesión cristiana y privadas de los derechos humanos y divinos de la libertad: para alejar estos
males de nada sirven hasta ahora las justificadas peticiones ni las repetidas protestas. A estos hijos
inocentes y afligidos vuelva sus ojos de misericordia, que con su luz llevan la serenidad, alejando
tormentas y tempestades, la poderosa Señora de las cosas y de los tiempos, que sabe aplacar las
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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violencias con su planta virginal; y que también les conceda el que pronto puedan gozar la debida
libertad para la práctica de sus deberes religiosos, de tal suerte que, sirviendo a la causa del
Evangelio con trabajo concorde, con egregias virtudes, que brillan ejemplares en medio de las
asperezas, contribuyan también a la solidez y a la prosperidad de la patria terrenal.
22. Pensamos también que la fiesta instituida por esta Carta encíclica, para que todos más
claramente reconozcan y con mayor cuidado honren el clemente y maternal imperio de la Madre de
Dios, pueda muy bien contribuir a que se conserve, se consolide y se haga perenne la paz de los
pueblos, amenazada casi cada día por acontecimientos llenos de ansiedad. ¿Acaso no es Ella el arco
iris puesto por Dios sobre las nubes, cual signo de pacífica alianza? [62]. Mira al arco, y bendice a
quien lo ha hecho; es muy bello en su resplandor; abraza el cielo con su cerco radiante y las Manos
del Excelso lo han extendido [63]. Por lo tanto, todo el que honra a la Señora de los celestiales y de
los mortales —y que nadie se crea libre de este tributo de reconocimiento y de amor— la invoque
como Reina muy presente, mediadora de la paz; respete y defienda la paz, que no es la injusticia
inmune ni la licencia desenfrenada, sino que, por lo contrario, es la concordia bien ordenada bajo el
signo y el mandato de la voluntad de Dios: a fomentar y aumentar concordia tal impulsan las
maternales exhortaciones y los mandatos de María Virgen.
Deseando muy de veras que la Reina y Madre del pueblo cristiano acoja estos Nuestros deseos
y que con su paz alegre a los pueblos sacudidos por el odio, y que a todos nosotros nos muestre,
después de este destierro, a Jesús que será para siempre nuestra paz y nuestra alegría, a Vosotros,
Venerables Hermanos, y a vuestros fieles, impartimos de corazón la Bendición Apostólica, como
auspicio de la ayuda de Dios omnipotente y en testimonio de Nuestro amor.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Maternidad de la Virgen María, el día 11
de octubre de 1954, decimosexto de Nuestro Pontificado.
(55) Cf. Oratio in f. Immacul. Cordis B. M. V, d. 22 aug.
______________________
Marialis cultus, PABLO VI, Para la recta ordenación y desarrollo del culto a la
Santísima Virgen María, 2 de febrero de 1974, Fiesta de la Presentación del Señor
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN Ocasión, finalidad y división del documento.
PARTE I (nn. 1-23)
El Culto a la Virgen en la Liturgia (n. 1)
Sección I: La Virgen en la Liturgia Romana restaurada (nn. 2-15) Sección II: La Virgen modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto (nn. 16-23)
PARTE II (nn. 24-39)
Por una renovación de la piedad mariana (n. 24)
Sección I: Nota trinitaria, cristológica y eclesial en el culto de la Virgen (nn. 25-28) Sección II: Cuatro orientaciones para el culto a la Virgen: bíblica, litúrgica,
ecuménica, antropológica (nn. 29-39)
PARTE III (nn. 40-55)
Indicaciones sobre dos ejercicios de piedad:
el Angelus y el santo Rosario (n. 40)
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
56
El Angelus (n. 41) El Rosario (nn. 42-55)
CONCLUSIÓN
Valor teológico pastoral del culto a la Virgen (nn. 56-58)
INTRODUCCIÓN
OCASIÓN, FINALIDAD Y DIVISIÓN DEL DOCUMENTO
Desde que fuimos elegidos a la Cátedra de Pedro, hemos puesto constante cuidado en
incrementar el culto mariano, no sólo con el deseo de interpretar el sentir de la Iglesia y nuestro
impulso personal, sino también porque tal culto —como es sabido— encaja como parte nobilísima
en el contexto de aquel culto sagrado donde confluyen el culmen de la sabiduría y el vértice de la
religión y que por lo mismo constituye un deber primario del pueblo de Dios [1].
Pensando precisamente en este deber primario Nos hemos favorecido y alentado la gran obra
de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Ecuménico Vaticano II; y ocurrió, ciertamente no
sin un particular designio de la Providencia divina, que el primer documento conciliar, aprobado y
firmado «en el Espíritu Santo» por Nos junto con los padres conciliares, fue la Constitución
Sacrosanctum Concilium, cuyo propósito era precisamente restaurar e incrementar la Liturgia y
hacer más provechosa la participación de los fieles en los sagrados misterios [2]. Desde entonces,
siguiendo las directrices conciliares, muchos actos de nuestro pontificado han tenido como finalidad
el perfeccionamiento del culto divino, como lo demuestra el hecho de haber promulgado durante
estos últimos años numerosos libros del Rito romano, restaurados según los principios y las normas
del Concilio Vaticano II. Por todo ello damos las más sentidas gracias al Señor, Dador de todo bien,
y quedamos reconocidos a las Conferencias Episcopales y a cada uno de los obispos, que de distintas
formas ha cooperado con Nos en la preparación de dichos libros.
Pero, mientras vemos con ánimo gozoso y agradecido el trabajo llevado a cabo, así como los
primeros resultados positivos obtenidos por la renovación litúrgica, destinados a multiplicarse a
medida que la reforma se vaya comprendiendo en sus motivaciones de fondo y aplicando
correctamente, nuestra vigilante actitud se dirige sin cesar a todo aquello que puede dar ordenado
cumplimiento a la restauración del culto con que la Iglesia, en espíritu de verdad (cf. Jn 4,24), adora
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, «venera con especial amor a María Santísima Madre de Dios»
[3] y honra con religioso obsequio la memoria de los Mártires y de los demás Santos.
El desarrollo, deseado por Nos, de la devoción a la Santísima Virgen, insertada en el cauce
del único culto que «justa y merecidamente» se llama «cristiano» —porque en Cristo tiene su origen
y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre—,
es un elemento cualificador de la genuina piedad de la Iglesia. En efecto, por íntima necesidad la
Iglesia refleja en la praxis cultual el plan redentor de Dios, debido a lo cual corresponde un culto
singular al puesto también singular que María ocupa dentro de él [4]; asimismo todo desarrollo
auténtico del culto cristiano redunda necesariamente en un correcto incremento de la veneración a la
Madre del Señor. Por lo demás, la historia de la piedad filial como «las diversas formas de piedad
hacia la Madre de Dios, aprobadas por la Iglesia dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa»
[5], se desarrolla en armónica subordinación al culto a Cristo y gravitan en torno a él como su natural
y necesario punto de referencia. También en nuestra época sucede así. La reflexión de la Iglesia
contemporánea sobre el misterio de Cristo y sobre su propia naturaleza la ha llevado a encontrar,
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
57
como raíz del primero y como coronación de la segunda, la misma figura de mujer: la Virgen María,
Madre precisamente de Cristo y Madre de la Iglesia. Un mejor conocimiento de la misión de María,
se ha transformado en gozosa veneración hacia ella y en adorante respeto hacia el sabio designio de
Dios, que ha colocado en su Familia —la Iglesia—, como en todo hogar doméstico, la figura de una
Mujer, que calladamente y en espíritu de servicio vela por ella y «protege benignamente su camino
hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del Señor» [6].
En nuestro tiempo, los caminos producidos en las usanzas sociales, en la sensibilidad de los
pueblos, en los modos de expresión de la literatura y del arte, en las formas de comunicación social
han influido también sobre las manifestaciones del sentimiento religioso. Ciertas prácticas cultuales,
que en un tiempo no lejano parecían apropiadas para expresar el sentimiento religioso de los
individuos y de las comunidades cristianas, parecen hoy insuficientes o inadecuadas porque están
vinculadas a esquemas socioculturales del pasado, mientras en distintas partes se van buscando
nuevas formas expresivas de la inmutable relación de la criatura con su Creador, de los hijos con su
Padre. Esto puede producir en algunos una momentánea desorientación; pero todo aquel que con la
confianza puesta en Dios reflexione sobre estos fenómenos, descubrirá que muchas tendencias de la
piedad contemporánea —por ejemplo, la interiorización del sentimiento religioso— están llamadas a
contribuir al desarrollo de la piedad cristiana en general y de la piedad a la Virgen en particular. Así
nuestra época, escuchando fielmente la tradición y considerando atentamente los progresos de la
teología y de las ciencias, contribuirá a la alabanza de Aquella que, según sus proféticas palabras,
llamarán bienaventurada todas las generaciones (cf. Lc 1,48).
Juzgamos, por tanto, conforme a nuestro servicio apostólico tratar, como en un diálogo con
vosotros, venerables hermanos, algunos temas referentes al puesto que ocupa la Santísima Virgen en
el culto de la Iglesia, ya tocados en parte por el Concilio Vaticano II [7] y por Nos mismo [8], pero
sobre los que no será inútil volver para disipar dudas y, sobre todo, para favorecer el desarrollo de
aquella devoción a la Virgen que en la Iglesia ahonda sus motivaciones en la Palabra de Dios y se
practica en el Espíritu de Cristo.
Quisiéramos, pues, detenernos ahora en algunas cuestiones sobre la relación entre la sagrada
Liturgia y el culto a la Virgen (I); ofrecer consideraciones y directrices aptas a favorecer su legítimo
desarrollo (II); sugerir, finalmente, algunas reflexiones para una reanudación vigorosa y más
consciente del rezo del Santo Rosario, cuya práctica ha sido tan recomendada por nuestros
Predecesores y ha obtenido tanta difusión entre el pueblo cristiano (III).
PARTE I
EL CULTO A LA VIRGEN EN LA LITURGIA
1. Al disponernos a tratar del puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto cristiano,
debemos dirigir previamente nuestra atención a la sagrada Liturgia; ella, en efecto, además de un rico
contenido doctrinal, posee una incomparable eficacia pastoral y un reconocido valor de ejemplo para
las otras formas de culto. Hubiéramos querido tomar en consideración las distintas Liturgias de
Oriente y Occidente; pero, teniendo en cuenta la finalidad de este documento, nos fijaremos casi
exclusivamente en los libros de Rito romano: en efecto, sólo éste ha sido objeto, según las normas
prácticas impartidas por el Concilio Vaticano II [9], de una profunda renovación, aún en lo que atañe
a las expresiones de la veneración a María y que requiere, por ello, ser considerado y valorado
atentamente.
SECCIÓN PRIMERA
LA VIRGEN EN LA LITURGIA ROMANA RESTAURADA
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
58
2. La reforma de la Liturgia romana presuponía una atenta revisión de su Calendario General.
Éste, ordenado a poner en su debido resalto la celebración de la obra de la salvación en días
determinados, distribuyendo a lo largo del ciclo anual todo el misterio de Cristo, desde la
Encarnación hasta la espera de su venida gloriosa [10], ha permitido incluir de manera más orgánica
y con más estrecha cohesión la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo.
3. Así, durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima
Virgen —aparte la solemnidad del día 8 de diciembre, en que se celebran conjuntamente la
Inmaculada Concepción de María, la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la venida del Salvador y
el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga [11], sobre todos los días feriales del 17 al 24 de
diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas
voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías [12], y se leen episodios evangélicos relativos al
nacimiento inminente de Cristo y del Precursor [13].
4. De este modo, los fieles que viven con la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el
inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo [14], se sentirán animados a tomarla como
modelos y a prepararse, «vigilantes en la oración y... jubilosos en la alabanza» [15], para salir al
encuentro del Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo en la Liturgia de Adviento,
uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la
Madre, presenta un feliz equilibrio cultual, que puede ser tomado como norma para impedir toda
tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular el culto a la
Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este periodo, como han observado
los especialistas en liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto
de la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas
partes.
5. El tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina,
virginal, salvífica de Aquella «cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador» [16]:
efectivamente, en la solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al divino Salvador,
venera a su Madre gloriosa: en la Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación,
contempla a la Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que ofrece a la
adoración de los Magos el Redentor de todas las gentes (cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de la Sagrada
Familia (domingo dentro de la octava de Navidad), escudriña venerante la vida santa que llevan la
casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María, su Madre, y José, el hombre justo (cf.
Mt 1,19).
En la nueva ordenación del periodo natalicio, Nos parece que la atención común se debe
dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María; ésta, fijada en el día primero de enero,
según la antigua sugerencia de la Liturgia de Roma, está destinada a celebrar la parte que tuvo María
en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual
merecimos recibir al Autor de la vida [17]; y es así mismo, ocasión propicia para renovar la
adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico
(cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz.
Por eso, en la feliz coincidencia de la octava de Navidad con el principio del nuevo año hemos
instituido la «Jornada mundial de la Paz», que goza de creciente adhesión y que está haciendo
madurar frutos de paz en el corazón de tantos hombres.
6. A las dos solemnidades ya mencionadas —la Inmaculada Concepción y la Maternidad
divina— se deben añadir las antiguas y venerables celebraciones del 25 de marzo y del 15 de agosto.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
59
Para la solemnidad de la Encarnación del Verbo, en el Calendario Romano, con decisión
motivada, se ha restablecido la antigua denominación —Anunciación del Señor—, pero la
celebración era y es una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace «hijo de
María» (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, el Oriente
y el Occidente, en las inagotables riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como
memoria del «fiat» salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: «He aquí que
vengo (...) para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del
principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la naturaleza divina con la humana
en la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva,
virgen fiel y obediente, que con su «fiat» generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu,
en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger
en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo
de Dios; como memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre,
y conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan de la redención.
La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su
destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo
virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y ala
humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha
glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hechos hermanos teniendo «en común con
ellos la carne y la sangre» (Hb 2, 14; cf. Gal 4, 4). La solemnidad de la Asunción se prolonga
jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después
y en la que se contempla a Aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e
intercede como Madre [18]. Cuatro solemnidades, pues, que puntualizan con el máximo grado
litúrgico las principales verdades dogmáticas que se refieren a la humilde Sierva del Señor.
7. Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que
conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al
Hijo, como las fiestas de la Natividad de María (setiembre), «esperanza de todo el mundo y aurora de
la salvación» [19]; de la Visitación (mayo), en la que la Liturgia recuerda a la «Santísima Virgen...
que lleva en su seno al Hijo» [20], que se acerca a Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y
proclamar la misericordia de Dios Salvador [21]; o también la memoria de la Virgen Dolorosa
(setiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para
venerar junto con el Hijo «exaltado en la Cruz a la Madre que comparte su dolor» [22].
También la fiesta del 2 de febrero, a la que se ha restituido la denominación de la
Presentación del Señor, debe ser considerada para poder asimilar plenamente su amplísimo
contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la
salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente unida como Madre del Siervo
doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y como modelo del nuevo
Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza del sufrimiento y por la
persecución (cf. Lc 2, 21-35).
8. Por más que el Calendario Romano restaurado pone de relieve sobre todo las celebraciones
mencionadas más arriba, incluye no obstante otro tipo de memorias o fiestas vinculadas a motivo de
culto local, pero que han adquirido un interés más amplio (febrero: la Virgen de Lourdes; 5 agosto: la
dedicación de la Basílica de Santa María); a otras celebradas originariamente en determinadas
familias religiosas, pero que hoy, por la difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente
eclesiales (julio: la Virgen del Carmen; 7 octubre: la Virgen del Rosario); y algunas más que,
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
60
prescindiendo del aspecto apócrifo, proponen contenidos de alto valor ejemplar, continuando
venerables tradiciones, enraizadas sobre todo en Oriente (noviembre: la Presentación de la Virgen
María); o manifiestan orientaciones que brotan de la piedad contemporánea (sábado del segundo
domingo después de Pentecostés: el Inmaculado Corazón de María).
9. Ni debe olvidarse que el Calendario Romano General no registra todas las celebraciones de
contenido mariano: pues corresponde a los Calendarios particulares recoger, con fidelidad a las
normas litúrgicas pero también con adhesión de corazón, las fiestas marianas propias de las distintas
Iglesias locales. Y nos falta mencionar la posibilidad de una frecuente conmemoración litúrgica
mariana con el recurso a la Memoria de Santa María «in Sabbato»: memoria antigua y discreta, que
la flexibilidad del actual Calendario y la multiplicidad de los formularios del Misal hacen
extraordinariamente fácil y variada.
10. En esta Exhortación Apostólica no intentamos considerar todo el contenido del nuevo
Misal Romano, sino que, en orden a la obra de valoración que nos hemos prefijado realizar en
relación a los libros restaurados del Rito Romano [23], deseamos poner de relieve algunos aspectos y
temas. Y queremos, sobre todo, destacar cómo las preces eucarísticas del Misal, en admirable
convergencia con las liturgias orientales [24], contienen una significativa memoria de la Santísima
Virgen. Así lo hace el antiguo Canon Romano, que conmemora la Madre del Señor en densos
términos de doctrina y de inspiración cultual: «En comunión con toda la Iglesia, veneramos la
memoria, ante todo, de la glorioso siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y
Señor»; así también el reciente Canon III, que expresa con intenso anhelo el deseo de los orantes de
compartir con la Madre la herencia de hijos: «Qué Él nos transforme en ofrenda permanente, para
que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos: con María, la Virgen». Dicha memoria cotidiana
por su colocación en el centro del Santo Sacrificio debe ser tenida como una forma particularmente
expresiva del culto que la Iglesia rinde a la «Bendita del Altísimo» (cf. Lc 1,28).
11. Recorriendo después los textos del Misal restaurado, vemos cómo los grandes temas
marianos de la eucología romana —el tema de la Inmaculada Concepción y de la plenitud de gracia,
de la Maternidad divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del «templo del Espíritu Santo», de
la cooperación a la obra del Hijo, de la santidad ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la
Asunción al cielo, de la realeza maternal y algunos más— han sido recogidos en perfecta continuidad
con el pasado, y cómo otros temas, nuevos en un cierto sentido, han sido introducidos en perfecta
adherencia con el desarrollo teológico de nuestro tiempo. Así, por ejemplo, el tema María-Iglesia ha
sido introducido en los textos del Misal con variedad de aspectos como variadas y múltiples son las
relaciones que median entre la Madre de Cristo y la Iglesia. En efecto, dichos textos, en la
Concepción sin mancha de la Virgen, reconocen el exordio de la Iglesia, Esposa sin mancilla de
Cristo [25]; en la Asunción reconocen el principio ya cumplida y la imagen de aquello que para toda
la Iglesia, debe todavía cumplirse [26]; en el misterio de la Maternidad la proclaman Madre de la
Cabeza y de los miembros: Santa Madre de Dios, pues, y próvida Madre de la Iglesia [27].
Finalmente, cuando la Liturgia dirige su mirada a la Iglesia primitiva y a la contemporánea,
encuentra puntualmente a María: allí, como presencia orante junto a los Apóstoles [28]; aquí como
presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo: «... haz que tu santa
Iglesia, asociada con ella (María) a la pasión de Cristo, partícipe en la gloria de la resurrección» [29];
y como voz de alabanza junto a la cual quiere glorificar a Dios: «...para engrandecer con ella (María)
tu santo nombre» [30], y, puesto que la Liturgia es culto que requiere una conducta coherente de
vida, ella pide traducir el culto a la Virgen en un concreto y sufrido amor por la Iglesia, como
propone admirablemente la oración de después de la comunión del 15 de setiembre: «...para que
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
61
recordando a la Santísima Virgen Dolorosa, completemos en nosotros, por el bien de la santa Iglesia,
lo que falta a la pasión de Cristo».
12. El Leccionario de la Misa es uno de los libros del Rito Romano que se ha beneficiado más
que los textos incluidos, sea por su valor intrínseco: se trata, en efecto, de textos que contienen la
palabra de Dios, siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12). Esta abundantísima selección de textos
bíblicos ha permitido exponer en un ordenado ciclo trienal toda la historia de la salvación y proponer
con mayor plenitud el misterio de Cristo. Como lógica consecuencia ha resultado que el Leccionario
contiene un número mayor de lecturas vetero y neotestamentarias relativas a la bienaventurada
Virgen, aumento numérico no carente, sin embargo, de una crítica serena, porque han sido recogidas
únicamente aquellas lecturas que, o por la evidencia de su contenido o por las indicaciones de una
atenta exégesis, avalada por las enseñanzas del Magisterio o por una sólida tradición, puedan
considerarse, aunque de manera y en grado diversos, de carácter mariano. Además conviene observar
que estas lecturas no están exclusivamente limitadas a las fiestas de la Virgen, sino que son
proclamadas en otras muchas ocasiones: en algunos domingos del año litúrgico [31], en la
celebración de ritos que tocan profundamente la vida sacramental del cristiano y sus elecciones [32],
así como en circunstancias alegres o tristes de su existencia [33].
13. También el restaurado libro de La Liturgia de las Horas, contiene preclaros testimonios de
piedad hacia la Madre del Señor: en las composiciones hímnicas, entre las que no faltan algunas
obras de arte de la literatura universal, como la sublime oración de Dante a la Virgen [34]; en las
antífonas que cierran el Oficio divino de cada día, imploraciones líricas, a las que se ha añadido el
célebre tropario «Sub tuum praesidium», venerable por su antigüedad y admirable por su contenido;
en las intercesiones de Laudes y Vísperas, en las que no es infrecuente el confiado recurso a la
Madre de Misericordia; en la vastísima selección de páginas marianas debidas a autores de los
primeros siglos del cristianismo, de la edad media y de la edad moderna.
14. Si en el Misal, en el Leccionario y en la Liturgia de las Horas, quicios de la oración
litúrgica romana, retorna con ritmo frecuente la memoria de la Virgen, tampoco en los otros libros
litúrgicos restaurados faltan expresiones de amor y de suplicante veneración hacia la «Theotocos»:
así la Iglesia la invoca como Madre de la gracia antes de la inmersión de los candidatos en las aguas
regeneradoras del bautismo [35]; implora su intercesión sobre las madres que, agradecidas por el don
de la maternidad, se presentan gozosas en el templo [36]; la ofrece como ejemplo a sus miembros
que abrazan el surgimiento de Cristo en la vida religiosa [37] o reciben la consagración virginal [38],
y pide para ellos su maternal ayuda [39]; a Ella dirige súplica insistentes en favor de los hijos que
han llegado a la hora del tránsito [40]; pide su intercesión para aquello que, cerrados sus ojos a la luz
temporal se han presentado delante de Cristo, Luz eterna [41]; e invoca, por su intercesión, el
consuelo para aquellos que, inmersos en el dolor, lloran con fe separación de sus seres queridos [42].
15. El examen realizado sobre los libros litúrgicos restaurados lleva, pues, a una confortadora
constatación: la instauración postconciliar, como estaba ya en el espíritu del Movimiento Litúrgico,
ha considerado como adecuada perspectiva a la Virgen en el misterio de Cristo y, en armonía con la
tradición, le ha reconocido el puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como
Madre Santa de Dios, íntimamente asociada al Redentor.
No podía ser otra manera. En efecto, recorriendo la historia del culto cristiano se nota que en
Oriente como en Occidente las más altas y las más límpidas expresiones de la piedad hacia la
bienaventurada Virgen ha florecido en el ámbito de la Liturgia o han sido incorporadas a ella.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
62
Deseamos subrayarlo: el culto que la Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una
derivación, una prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos
le han tributado con escrupuloso estudio de la verdad y como siempre prudente nobleza de formas.
De la tradición perenne, viva por la presencia ininterrumpida del Espíritu y por la escucha continuada
de la Palabra, la Iglesia de nuestro tiempo saca motivaciones, argumentos y estímulo para el culto
que rinde a la bienaventurada Virgen. Y de esta viva tradición es expresión altísima y prueba
fehaciente la liturgia, que recibe del Magisterio garantía y fuerza.
SECCIÓN SEGUNDA
LA VIRGEN MODELO DE LA IGLESIA EN EL EJERCICIO DEL CULTO
16. Queremos ahora, siguiendo algunas indicaciones de la doctrina conciliar sobre María y la
Iglesia, profundizar un aspecto particular de las relaciones entre María y la Liturgia, es decir: María
como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. La
ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como
modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con
Cristo [43] esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima,
estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre Eterno [44].
17. María es la «Virgen oyente», que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue
premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: «la bienaventurada
Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo» [45]; en efecto, cuando recibió
del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) «Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su
mente antes que en su seno», dijo: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc
1,38) [46]; fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la
palabra del Señor» (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación,
volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su
corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia,
escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de
vida [47] y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la
historia.
18. María es, asimismo, la «Virgen orante». Así aparece Ella en la visita a la Madre del
Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de
esperanza: tal es el «Magnificat»(cf. Lc 1, 46-55), la oración por excelencia de María, el canto de los
tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque —como
parece sugerir S. Ireneo — en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al
Mesías (cf. Jn 8, 56) [48] y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: «Saltando de
gozo, María proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: «Mi alma engrandece al Señor...» [49].
En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en
todos los tiempos.
«Virgen orante» aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica
una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de
sus «signos», confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).
También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles
«perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y
con sus hermanos»(Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo
tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación [50].
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
63
«Virgen orante» es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos,
«alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo» [51].
19. María es también la «Virgen-Madre», es decir, aquella que «por su fe y obediencia
engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra
del Espíritu Santo» [52]: prodigiosa maternidad constituida por Dios como «tipo» y «ejemplar» de la
fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual «se convierte ella misma en Madre, porque con la
predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del
Espíritu Santo, y nacidos de Dios» [53]. Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia
prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos
complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en una homilía
natalicia afirma: «El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente
bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del
Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua
regenere al creyente» [54]. Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en las
fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica: «Ella (María) llevó la Vida en su
seno, ésta (la Iglesia) en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas
bautismales el regenerado se reviste de Cristo» [55].
20. Finalmente, María es la «Virgen oferente». En el episodio de la Presentación de Jesús en
el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del
cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la
purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica:
esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al
entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque
Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria de Israel (cf. Lc 2, 32),
reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión
de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de
contradicción», (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cf. Lc 2, 35),
se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el
Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma
Iglesia, sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen
que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de oblación que
trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el
afectuoso apóstrofe de S. Bernardo: «Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto
bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a
Dios» [56].
Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención [57] alcanza su culminación en
el calvario, donde Cristo «a si mismo se ofreció inmaculado a Dios» (Heb 9, 14) y donde María
estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) «sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con
ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose
amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella engendrada» [58] y ofreciéndola Ella misma al
Padre Eterno [59]. Para perpetuar en los siglos el Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el
Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa [60],
la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El
venga [61]: lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la
bienaventurada Virgen [62], de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
64
21. Ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino, María es también,
evidentemente, maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles
comenzaron a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto
un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando a los fieles, hacía votos para que
en cada uno de ellos estuviese el alma de María para glorificar a Dios: «Que el alma de María está en
cada uno para alabar al Señor; que su espíritu está en cada uno para que se alegre en Dios» [63]. Pero
María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a
Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede volver a escuchar poniendo atención en la
enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la Virgen cuando Ella,
anticipando en sí misma la estupenda petición de la oración dominical «Hágase tu voluntad» (Mt 6,
10), respondió al mensajero de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1, 38). Y el «sí» de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la
obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia.
22. Por otra parte, es importante observar cómo traduce la Iglesia las múltiples relaciones que
la unen a María en distintas y eficaces actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando reflexiona
sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espíritu Santo, en Madre del Verbo
Encarnado; en amor ardiente, cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los
miembros del Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su
Abogada y Auxiliadora [64]; en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a
la Reina de misericordia y a la Madre de la gracia; en operosa imitación, cuando contempla la
santidad y las virtudes de la «llena de gracia» (Lc 1, 28); en conmovido estupor, cuando contempla
en Ella, «como en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser» [65]; en atento estudio,
cuando reconoce en la Cooperadora del Redentor, ya plenamente partícipe de los frutos del Misterio
Pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el día en que, purificada de toda arruga
y toda mancha (cf. Ef 5, 27), se convertirá en una esposa ataviada para el Esposo Jesucristo (cf. Ap
21, 2).
23. Considerando, pues, venerable hermanos, la veneración que la tradición litúrgica de la
Iglesia universal y el renovado Rito romano manifiestan hacia la santa Madre de Dios; recordando
que la Liturgia, por su preeminente valor cultual, constituye una norma de oro para la piedad
cristiana; observando, finalmente, cómo la Iglesia, cuando celebra los sagrados misterios, adopta una
actitud de fe y de amor semejantes a los de la Virgen, comprendemos cuán justa es la exhortación del
Concilio Vaticano II a todos los hijos de la Iglesia «para que promuevan generosamente el culto,
especialmente litúrgico, a la bienaventurada Virgen» [66]; exhortación que desearíamos ver acogida
sin reservas en todas partes y puesta en práctica celosamente.
PARTE II
POR UNA RENOVACIÓN DE LA PIEDAD MARIANA
24. Pero el mismo Concilio Vaticano II exhorta a promover, junto al culto litúrgico, otras
formas de piedad, sobre todo las recomendadas por el Magisterio [67] . Sin embargo, como es bien
sabido, la veneración de los fieles hacia la Madre de Dios ha tomado formas diversas según las
circunstancias de lugar y tiempo, la distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición
cultural. Así resulta que las formas en que se manifiesta dicha piedad, sujetas al desgaste del tiempo,
parecen necesitar una renovación que permita sustituir en ellas los elementos caducos, dar valor a los
perennes e incorporar los nuevos datos doctrinales adquiridos por la reflexión teológica y propuestos
por el magisterio eclesiástico. Esto muestra la necesidad de que las Conferencias Episcopales, las
Iglesias locales, las familias religiosas y las comunidades de fieles favorezcan una genuina actividad
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
65
creadora y, al mismo tiempo, procedan a una diligente revisión de los ejercicios de piedad a la
Virgen; revisión que queríamos fuese respetuosa para con la sana tradición y estuviera abierta a
recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo. Por tanto nos parece oportuno,
venerables hermanos, indicaros algunos principios que sirvan de base al trabajo en este campo.
SECCIÓN PRIMERA
NOTA TRINITARIA, CRISTOLÓGICA Y ECLESIAL EN EL CULTO DE LA VIRGEN
25. Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María
expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el
culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la
Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu. En esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque de
modo esencialmente diverso, en primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después a
los Santos, en quienes, la Iglesia proclama el Misterio Pascual, porque ellos han sufrido con Cristo y
con El han sido glorificados [68]. En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El:
en vistas a El, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con
dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente, la genuina piedad
cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo indisoluble y la esencial referencia de la
Virgen al Salvador Divino [69]. Sin embargo, nos parece particularmente conforme con las
tendencias espirituales de nuestra época, dominada y absorbida por la «cuestión de Cristo» [70], que
en las expresiones de culto a la Virgen se ponga en particular relieve el aspecto cristológico y se haga
de manera que éstas reflejen el plan de Dios, el cual preestableció «con un único y mismo decreto el
origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría» [71]. Esto contribuirá indudablemente a
hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un instrumento
eficaz para llegar al «pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la plenitud de
Cristo» (Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a incrementar el culto debido a Cristo mismo porque,
según el perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera autorizada en nuestros días [72], «se
atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo redunda en favor del
Hijo lo que es debido a la Madre; y así recae igualmente sobre el Rey el honor rendido como
humilde tributo a la Reina» [73].
26. A esta alusión sobre la orientación cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil
añadir una llamada a la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales
de la fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia han subrayado,
en efecto, cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un
momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos
Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María,
«como plasmada y convertida en nueva criatura» por El [74]; reflexionando sobre los textos
evangélicos —«el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra» (Lc 1,35) y «María... se halló en cinta por obra del Espíritu Santo; (...) es obra del Espíritu
Santo lo que en Ella se ha engendrado» (Mt 1,18.20)—, descubrieron en la intervención del Espíritu
Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María [75] y la transformó en Aula
del Rey Templo [76] o Tabernáculo del Señor [77], Arca de la Alianza o de la Santificación [78];
títulos todos ellos ricos de resonancias bíblicas; profundizando más en el misterio de la Encarnación,
vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por
Prudencio: «la Virgen núbil se desposa con el Espíritu [79], y la llamaron sagrario del Espíritu Santo
[80], expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen convertida en mansión estable del
Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina sobre el Paráclito, vieron que de El brotó, como de un
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
66
manantial, la plenitud de la gracia (cf. Lc 1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí
que atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la
fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su
«compasión» a los pies de la cruz [81]; señalaron en el canto profético de María (Lc 1, 46-55) un
particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas [82]; finalmente,
considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo, donde el Espíritu descendió sobre la
naciente Iglesia (cf. Act 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-
Iglesia [83]; y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la
capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como atestigua S. Ildefonso en una oración,
sorprendente por su doctrina y por su vigor suplicante: «Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a
Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a
Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne a concebido al mismo Jesús (...). Que yo ame a Jesús
en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo» [84].
27. Se afirma con frecuencia que muchos textos de la piedad moderna no reflejan
suficientemente toda la doctrina acerca del Espíritu Santo. Son los estudios quienes tienen que
verificar esta afirmación y medir su alcance; a Nos corresponde exhortar a todos, en especial a los
pastores y a los teólogos, a profundizar en la reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la
historia de la salvación y lograr que los textos de la piedad cristiana pongan debidamente en claro su
acción vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en particular, la misteriosa relación existente entre el
Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como su acción sobre la Iglesia; de este modo, el
contenido de la fe más profundamente medido dará lugar a una piedad más intensamente vivida.
28. Es necesario además que los ejercicios de piedad, mediante los cuales los fieles expresan
su veneración a la Madre del Señor, pongan más claramente de manifiesto el puesto que ella ocupa
en la Iglesia: «el más alto y más próximo a nosotros después de Cristo» [85]; un puesto que en los
edificios de culto del Rito bizantino tienen su expresión plástica en la misma disposición de las
partes arquitectónicas y de los elementos iconográficos —en la puerta central de la iconostasis está
figurada la Anunciación de María en el ábside de la representación de la «Theotocos» gloriosa— con
el fin de que aparezca manifiesto cómo a partir del «fiat» de la humilde Esclava del Señor, la
humanidad comienza su retorno a Dios y cómo en la gloria de la «Toda Hermosa» descubre la meta
de su camino. El simbolismo mediante el cual el edificio de la Iglesia expresa el puesto de María en
el misterio de la Iglesia contiene una indicación fecunda y constituye un auspicio para que en todas
partes las distintas formas de venerar a la bienaventurada Virgen María se abran a perspectivas
eclesiales.
En efecto, el recurso a los conceptos fundamentales expuestos por el Concilio Vaticano II
sobre la naturaleza de la Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios, Cuerpo místico de
Cristo [86], permitirá a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión de María en el misterio de
la Iglesia y el puesto eminente que ocupa en la Comunión de los Santos; sentir más intensamente los
lazos fraternos que unen a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, «a cuya generación y
educación ella colabora con materno amor» [87], e hijos también del la Iglesia, ya que nacemos de su
parto, nos alimentamos con leche suya y somos vivificados por su Espíritu» [88], y porque ambas
concurren a engendrar el Cuerpo místico de Cristo: «Una y otra son Madre de Cristo; pero ninguna
de ellas engendra todo (el cuerpo) sin la otra» [89]; percibir finalmente de modo más evidente que la
acción de la Iglesia en el mundo es como una prolongación de la solicitud de María: en efecto, el
amor operante de María la Virgen en casa de Isabel, en Caná, sobre el Gólgota —momentos todos
ellos salvíficos de gran alcance eclesial— encuentra su continuidad en el ansia materna de la Iglesia
porque todos los hombres llegan a la verdad (cf. 1Tim 2,4), en su solicitud para con los humildes, los
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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pobres, los débiles, en su empeño constante por la paz y la concordia social, en su prodigarse para
que todos los hombres participen de la salvación merecida para ellos por la muerte de Cristo. De este
modo el amor a la Iglesia se traducirá en amor a María y viceversa; porque la una no puede subsistir
sin la otra, como observa de manera muy aguda San Cromasio de Aquileya: «Se reunió la Iglesia en
la parte alta (del cenáculo) con María, que era la Madre de Jesús, y con los hermanos de Este. Por
tanto no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos
de Este» [90]. En conclusión, reiteramos la necesidad de que la veneración a la Virgen haga explícito
su intrínseco contenido eclesiológico: esto equivaldría a valerse de una fuerza capaz de renovar
saludablemente formas y textos.
SECCIÓN SEGUNDA
CUATRO ORIENTACIONES PARA EL CULTO A LA VIRGEN: BÍBLICA, LITÚRGICA,
ECUMÉNICA, ANTROPOLÓGICA.
29. A las anteriores indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María
con Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— y con la Iglesia, queremos añadir, siguiendo la línea
trazada por las enseñanzas conciliares [91], algunas orientaciones —de carácter bíblico, litúrgico,
ecuménico, antropológico— a tener en cuenta a la hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de
piedad, con el fin de hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre
nuestro en la Comunión de los Santos.
30. La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un
postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de
la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima del Espíritu orientan
a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de
oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima Virgen
no puede quedar fuera de esta dirección tomada por la piedad cristiana [92]; al contrario debe
inspirarse particularmente en ella para lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de
modo admirable el designio de Dios para la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del
misterio del Salvador, y contiene además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias
indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta
bíblica se limitase a un diligente uso de textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas
Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su
inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que
el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al
mismo tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz de la
palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría encarnada.
31. Ya hemos hablado de la veneración que la Iglesia siente por la Madre de Dios en la
celebración de la sagrada Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en
que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la Constitución Sacrosanctum
Concilium, la cual, al recomendar vivamente los piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade:
«...es necesario que tales ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de manera
que estén en armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y, dada su
naturaleza superior, conduzcan a ella al pueblo cristiano» [93]. Norma sabia, norma clara, cuya
aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre todo en el campo del culto a la Virgen, tan
variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente, por parte de los responsables de las
comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral, constancia; y por parte de los fieles, prontitud en
acoger orientaciones y propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del culto cristiano,
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se había oscurecido
aquella naturaleza.
A este respecto queremos aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica
pastoral, la norma del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que tienen cura de
almas y que despreciando a priori los ejercicios piadosos, que en las formas debidas son
recomendados por el Magisterio, los abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que
el Concilio ha dicho que hay que armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En
segundo lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al
mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en celebraciones híbridas. A veces ocurre que
dentro de la misma celebración del sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios de novenas
u otras prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del Señor no constituya el momento
culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una ocasión para cualquier práctica
devocional. A cuantos obran así quisiéramos recordar que la norma conciliar prescribe armonizar los
ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara acción pastoral debe, por una
parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios
piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos
de la Liturgia.
32. Por su carácter eclesial, en el culto a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia
misma, entre las cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la unidad de
los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible a las inquietudes y a las
finalidades del movimiento ecuménico, es decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y
esto por varios motivos.
En primer lugar porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas,
entre las cuales la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda doctrina al
venerar con particular amor a la gloriosa Theotocos y al aclamarla «Esperanza de los cristianos»
[94]; se unen a los anglicanos, cuyos teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base
escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos subrayan
mayormente la importancia del puesto que ocupa María en la vida cristiana; se unen también a los
hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las cuales florece vigorosamente el amor por las
Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen (cf. Lc 1, 46-55).
En segundo lugar, porque la piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos es para los
católicos ocasión natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión de todos los
bautizados en un solo pueblo de Dios [95]. Más aún, porque es voluntad de la Iglesia católica que en
dicho culto, sin que por ello sea atenuado su carácter singular [96], se evite con cuidado toda clase de
exageraciones que puedan inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera
doctrina de la Iglesia católica [97] y se haga desaparecer toda manifestación cultual contraria a la
recta práctica católica.
Finalmente, siendo connatural al genuino culto a la Virgen el que «mientras es honrada la
Madre (...), el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado» [98], este culto se convierte en
camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en la cual cuantos confiesan
abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único Mediador (cf. 1 Tim 2, 5), están llamados a
ser una sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la unidad del Espíritu Santo [99].
33. Somos conscientes de que existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos
hermanos de otras Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica «en torno a la función de
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María en la obra de la salvación» [100] y, por tanto, sobre el culto que le es debido. Sin embargo,
como el mismo poder del Altísimo que cubrió con su sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35)
actúa en el actual movimiento ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que
la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la que el Omnipotente obró maravillas (cf. Lc 1,
49), será, aunque lentamente, no obstáculo sino medio y punto de encuentro para la unión de todos
los creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto, de comprobar que una mejor comprensión del
puesto de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por parte también de los hermanos separados,
hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná la Virgen, con su intervención,
obtuvo que Jesús hiciese el primero de sus milagros (cf. Jn 2, 1-12), así en nuestro tiempo podrá Ella
hacer propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en que los discípulos de Cristo
volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza halla consuelo en la
observación de nuestro predecesor León XIII: la causa de la unión de los cristianos «pertenece
específicamente al oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no fueron
engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor: porque, «¿está acaso dividido
Cristo?» (cf. 1 Cor 1, 13); y debemos vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un
solo y mismo cuerpo (Rom 7, 14)» [101].
34. En el culto a la Virgen merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y
comprobadas de las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas de la
inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es decir, la diversidad entre
algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones antropológicas y la realidad
sicosociológica, profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se
observa, en efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta
literatura devocional, en las condiciones de vida de la sociedad contemporánea y en particular de las
condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las
costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en la
dirección de la vida familiar; bien sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos
países un poder de intervención en la sociedad igual al hombre; bien sea en el campo social, donde
desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos, dejando cada día más el estrecho
ambiente del hogar; lo mismo que en el campo cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de
investigación científica y de éxito intelectual.
Deriva de ahí para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta
dificultad en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida —se dice— resultan
estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre contemporáneo está
llamado a actuar. En este sentido, mientras exhortamos a los teólogos, a los responsables de las
comunidades cristianas y a los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos
parece útil ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo algunas observaciones.
35. Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los
fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-
cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones
concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38);
porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por
el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual
tiene valor universal y permanente.
36. En segundo lugar quisiéramos notar que las dificultades a que hemos aludido están en
estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer
explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas
que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de
María —como Mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones más
características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre—, hayan considerado a la
Madre de Jesús como «modelo eximio» de la condición femenina y ejemplar «limpidísimo» de vida
evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos expresivos
propios de la época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra
comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de
las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y
comprende como algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas
para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.
37. Deseamos en fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a
verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que
nos ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la
figura de la Virgen tal cual nos es presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras,
hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias
humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir como María puede
ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por
poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las
elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a diálogo con Dios,
da su consentimiento activo y responsable [102] no a la solución de un problema contingente sino a
la «obra de los siglos» como se ha llamado justamente a la Encarnación del Verbo [103]; se dará
cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía
al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado
matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al
amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a
la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad
alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y
de los oprimidas y derriba sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en
María, que «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor [104], una mujer fuerte que conoció
la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2, 13-23): situaciones todas estas que no
pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías
liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente
replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la fe de la
comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el
calvario dimensiones universales [105]. Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo la
figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les
ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero
peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la
caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los
corazones.
38. Después de haber ofrecido estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico
del culto a la Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales
erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la exageración de
contenidos o de formas que llegan a falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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figura y la misión de María; ha denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad
que sustituye el empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y
pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes
y activas [106]. Nos renovamos esta deploración: no están en armonía con la fe católica y por
consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa vigilante contra estos errores y
desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su fundamento, por el cual
el estudio de las fuentes reveladas y la atención a los documentos del Magisterio prevalecerán sobre
la desmedida búsqueda de novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el encuadramiento
histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que es manifiestamente legendario o falso;
adaptado al contenido doctrinal, de ahí la necesidad de evitar presentaciones unilaterales de la figura
de María que insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el conjunto de la imagen
evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá cuidadosamente lejos del santuario
todo mezquino interés.
39. Finalmente, por si fuese necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a
la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida
absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto, cuando uniendo sus voces a
la voz de la mujer anónima del Evangelio, glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia
El: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te crearon» (Lc 11, 27), se verán inducidos a
considerar la grave respuesta del divino Maestro: «Dichosos más bien los que escuchan la palabra de
Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como
interpretaron algunos Santos Padres [107] y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II [108],
suena también para nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es
como un eco de otras llamadas del divino Maestro: «No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará
en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21) y
«Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando» (Jn 15, 14).
PARTE III
INDICACIONES SOBRE DOS EJERCICIOS DE PIEDAD: EL ANGELUS Y EL SANTO
ROSARIO
40. Hemos indicado algunos principios aptos para dar nuevo vigor al culto de la Madre del
Señor; ahora es incumbencia de las Conferencias Episcopales, de los responsables de las
comunidades locales, de las distintas familias religiosas restaurar sabiamente prácticas y ejercicios de
veneración a la Santísima Virgen y secundar el impulso creador de cuantos con genuina inspiración
religiosa o con sensibilidad pastoral desean dar vida a nuevas formas. Sin embargo, nos parece
oportuno, aunque sea por motivos diversos, tratar de dos ejercicios muy difundidos en Occidente y
de los que esta Sede Apostólica se ha ocupado en varias ocasiones: el «Angelus» y el Rosario.
EL ANGELUS
41. Nuestra palabra sobre el «Angelus» quiere ser solamente una simple pero viva
exhortación a mantener su rezo acostumbrado, donde y cuando sea posible. El «Angelus» no tiene
necesidad de restauración: la estructura sencilla, el carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza
con la invocación de la incolumidad en la paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos
diversos de la jornada, la apertura hacia el misterio pascual, por lo cual mientras conmemoramos la
Encarnación del Hijo de Dios pedimos ser llevados «por su pasión y cruz a la gloria de la
resurrección» [109], hace que a distancia de siglos conserve inalterado su valor e intacto su frescor.
Es verdad que algunas costumbres tradicionalmente asociadas al rezo del Angelus han desaparecido
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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y difícilmente pueden conservarse en la vida moderna, pero se trata de cosas marginales: quedan
inmutados el valor de la contemplación del misterio de la Encarnación del Verbo, del saludo a la
Virgen y del recurso a su misericordiosa intercesión: y, no obstante el cambio de las condiciones de
los tiempos, permanecen invariados para la mayor parte de los hombres esos momentos
característicos de la jornada mañana, mediodía, tarde que señalan los tiempos de su actividad y
constituyen una invitación a hacer un alto para orar.
EL ROSARIO
42. Deseamos ahora, queridos hermanos, detenernos un poco sobre la renovación del piadoso
ejercicio que ha sido llamado «compendio de todo el Evangelio» [110]: el Rosario. A él han
dedicado nuestros Predecesores vigilante atención y premurosa solicitud: han recomendado muchas
veces su rezo frecuente, favorecido su difusión, ilustrado su naturaleza, reconocido la aptitud para
desarrollar una oración contemplativa, de alabanza y de súplica al mismo tiempo, recordando su
connatural eficacia para promover la vida cristiana y el empeño apostólico. También Nos, desde la
primera audiencia general de nuestro pontificado, el día 13 de Julio de 1963, hemos manifestado
nuestro interés por la piadosa práctica del Rosario [111], y posteriormente hemos subrayado su valor
en múltiples circunstancias, ordinarias unas, graves otras, como cuando en un momento de angustia y
de inseguridad publicamos la Carta Encíclica Christi Matri ( 15 septiembre 1966), para que se
elevasen oraciones a la bienaventurada Virgen del Rosario para implorar de Dios el bien sumo de la
paz [112]; llamada que hemos renovado en nuestra Exhortación Apostólica Recurrens mensis
october (7 de octubre 1969), en la cual conmemorábamos además el cuarto centenario de la Carta
Apostólica Consueverunt Romani Pontifices de nuestro Predecesor San Pío V, que ilustró en ella y
en cierto modo definió la forma tradicional del Rosario [113].
43. Nuestro asiduo interés por el Rosario nos ha movido a seguir con atención los numerosos
congresos dedicados en estos últimos años a la pastoral del Rosario en el mundo contemporáneo:
congresos promovidos por asociaciones y por hombres que sienten entrañablemente tal devoción y
en los que han tomado parte obispos, presbíteros, religiosos y seglares de probada experiencia y de
acreditado sentido eclesial. Entre ellos es justo recordar a los Hijos de Santo Domingo, por tradición
custodios y propagadores de tan saludable devoción. A los trabajos de los congresos se han unido las
investigaciones de los historiadores, llevadas a cabo no para definir con intenciones casi
arqueológicas la forma primitiva del Rosario, sino para captar su intuición originaria, su energía
primera, su estructura esencial. De tales congresos e investigaciones han aparecido más nítidamente
las características primarias del Rosario, sus elementos esenciales y su mutua relación.
44. Así, por ejemplo, se ha puesto en más clara luz la índole evangélica del Rosario, en
cuanto saca del Evangelio el enunciado de los misterios y las fórmulas principales; se inspira en el
Evangelio para sugerir, partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la
Virgen, la actitud con que debe recitarlo el fiel; y continúa proponiendo, en la sucesión armoniosa de
las Ave Marías, un misterio fundamental del Evangelio —la Encarnación del Verbo— en el
momento decisivo de la Anunciación hecha a María. Oración evangélica por tanto el Rosario, como
hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definirlo los pastores y los estudiosos.
45. Se ha percibido también más fácilmente cómo el ordenado y gradual desarrollo del
Rosario refleja el modo mismo en que el Verbo de Dios, insiriéndose con determinación
misericordiosa en las vicisitudes humanas, ha realizado la redención: en ella, en efecto, el Rosario
considera en armónica sucesión los principales acontecimientos salvíficos que se han cumplido en
Cristo: desde la concepción virginal y los misterios de la infancia hasta los momentos culminantes de
la Pascua —la pasión y la gloriosa resurrección— y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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el día de Pentecostés y sobre la Virgen en el día en que, terminando el exilio terreno, fue asunta en
cuerpo y alma a la patria celestial. Y se ha observado también cómo la triple división de los misterios
del Rosario no sólo se adapta estrictamente al orden cronológico de los hechos, sino que sobre todo
refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe y propone nuevamente el misterio de Cristo de la
misma manera que fue visto por San Pablo en el celeste «himno» de la Carta a los Filipenses:
humillación, muerte, exaltación (2, 6-11).
46. Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es,
pues, oración de orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico
—la repetición litánica en alabanza constante a Cristo, término último de la anunciación del Ángel y
del saludo de la Madre del Bautista: «Bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). Diremos más: la
repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los
misterios; el Jesús que toda Ave María recuerda, es el mismo que la sucesión de los misterios nos
propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen, nacido en una gruta de Belén; presentado
por la Madre en el Templo; joven lleno de celo por las cosas de su Padre; Redentor agonizante en el
huerto; flagelado y coronado de espinas; cargado con la cruz y agonizante en el calvario; resucitado
de la muerte y ascendido a la gloria del Padre para derramar el don del Espíritu Santo. Es sabido que,
precisamente para favorecer la contemplación y «que la mente corresponda a la voz», se solía en
otros tiempos —y la costumbre se ha conservado en varias regiones— añadir al nombre de Jesús, en
cada Ave María, una cláusula que recordase el misterio anunciado.
47. Se ha sentido también con mayor urgencia la necesidad de recalcar, al mismo tiempo que
el valor del elemento laudatorio y deprecatorio, la importancia de otro elemento esencial al Rosario:
la contemplación. Sin ésta el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse
en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: «cuando oréis no seáis
charlatanes como los paganos que creen ser escuchados en virtud se su locuacidad» (Mt 6,7). Por su
naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en
quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella
que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza.
48. De la contemporánea reflexión han sido entendidas en fin con mayor precisión las
relaciones existentes entre la Liturgia y el Rosario. Por una parte se ha subrayado cómo el Rosario en
casi un vástago germinado sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana, «El salterio de la Virgen»,
mediante el cual los humildes quedan asociados al «cántico de alabanza» y a la intercesión universal
de la Iglesia; por otra parte, se ha observado que esto ha acaecido en una época —al declinar de la
Edad Media— en que el espíritu litúrgico está en decadencia y se realiza un cierto distanciamiento de
los fieles de la Liturgia, en favor de una devoción sensible a la humanidad de Cristo y a la
bienaventurada Virgen María. Si en tiempos no lejanos pudo surgir en el animo de algunos el deseo
de ver incluido el Rosario entre las expresiones litúrgicas, y en otros, debido a la preocupación de
evitar errores pastorales del pasado, una injustificada desatención hacia el mismo, hoy día el
problema tiene fácil solución a la luz de los principios de la Constitución Sacrosanctum Concilium;
celebraciones litúrgicas y piadoso ejercicio del Rosario no se deben ni contraponer ni equiparar
[114]. Toda expresión de oración resulta tanto más fecunda, cuanto más conserva su verdadera
naturaleza y la fisonomía que le es propia. Confirmado, pues, el valor preeminente de las acciones
litúrgicas, no será difícil reconocer que el Rosario es un piadoso ejercicio que se armoniza fácilmente
con la Sagrada Liturgia. En efecto, como la Liturgia tiene una índole comunitaria, se nutre de la
Sagrada Escritura y gravita en torno al misterio de Cristo. Aunque sea en planos de realidad
esencialmente diversos, anamnesis en la Liturgia y memoria contemplativa en el Rosario, tienen por
objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por Cristo. La primera hace presentes
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
74
bajo el velo de los signos y operantes de modo misterioso los «misterios más grandes de nuestra
redención»; la segunda, con el piadoso afecto de la contemplación, vuelve a evocar los mismos
misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos normas de vida.
Establecida esta diferencia sustancial, no hay quien no vea que el Rosario es un piadoso
ejercicio inspirado en la Liturgia y que, si es practicado según la inspiración originaria, conduce
naturalmente a ella, sin traspasar su umbral. En efecto, la meditación de los misterios del Rosario,
haciendo familiar a la mente y al corazón de los fieles los misterios de Cristo, puede constituir una
óptima preparación a la celebración de los mismos en la acción litúrgica y convertirse después en eco
prolongado. Sin embargo, es un error, que perdura todavía por desgracia en algunas partes, recitar el
Rosario durante la acción litúrgica.
49. El Rosario, según la tradición admitida por nuestros Predecesor S. Pío V y por él
propuesta autorizadamente, consta de varios elementos orgánicamente dispuestos:
a) la contemplación, en comunión con María, de una serie de misterios de la salvación,
sabiamente distribuidos en tres ciclos que expresan el gozo de los tiempos mesiánicos, el dolor
salvífico de Cristo, la gloria del Resucitado que inunda la Iglesia; contemplación que, por su
naturaleza, lleva a la reflexión práctica y a estimulante norma de vida;
b) la oración dominical o Padrenuestro, que por su inmenso valor es fundamental en la
plegaria cristiana y la ennoblece en sus diversas expresiones;
c) la sucesión litánica del Avemaría, que está compuesta por el saludo del Ángel a la Virgen
(Cf. Lc 1,28) y la alabanza obsequiosa del santa Isabel (Cf. Lc 1,42), a la cual sigue la súplica
eclesial Santa María. La serie continuada de las Avemarías es una característica peculiar del Rosario
y su número, en le forma típica y plenaria de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el
Salterio y es un dato que se remonta a los orígenes mismos de este piadoso ejercicio. Pero tal
número, según una comprobada costumbre, se distribuye —dividido en decenas para cada misterio—
en los tres ciclos de los que hablamos antes, dando lugar a la conocida forma del Rosario compuesto
por cincuenta Avemarías, que se ha convertido en la medida habitual de la práctica del mismo y que
ha sido así adoptado por la piedad popular y aprobado por la Autoridad pontificia, que lo enriqueció
también con numerosas indulgencias;
d) la doxología Gloria al Padre que, en conformidad con una orientación común de la piedad
cristiana, termina la oración con la glorificación de Dios, uno y trino, «de quien, por quien y en quien
subsiste todo» (Cf. Rom 11,36).
50. Estos son los elementos del santo Rosario. Cada uno de ellos tiene su índole propia que
bien comprendida y valorada, debe reflejarse en el rezo, para que el Rosario exprese toda su riqueza
y variedad. Será, pues, ponderado en la oración dominical; lírico y laudatorio en el calmo pasar de
las Avemarías; contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios; implorante en la súplica;
adorante en la doxología. Y esto, en cada uno de los modos en que se suele rezar el Rosario: o
privadamente, recogiéndose el que ora en la intimidad con su Señor; o comunitariamente, en familia
o entre los fieles reunidos en grupo para crear las condiciones de una particular presencia del Señor
(cf. Mt 18, 20); o públicamente, en asambleas convocadas para la comunidad eclesial.
51. En tiempo reciente se han creado algunos ejercicios piadosos, inspirados en el Santo
Rosario. Queremos indicar y recomendar entre ellos los que incluyen en el tradicional esquema de
las celebraciones de la Palabra de Dios algunos elementos del Rosario a la bienaventurada Virgen
María, como por ejemplo, la meditación de los misterios y la repetición litánica del saludo del Ángel.
Tales elementos adquieren así mayor relieve al encuadrarlos en la lectura de textos bíblicos,
Documentos Marianos del Magisterio de la Iglesia (I)
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ilustrados mediante la homilía, acompañados por pausas de silencio y subrayados con el canto. Nos
alegra saber que tales ejercicios han contribuido a hacer comprender mejor las riquezas espirituales
del mismo Rosario y a revalorar su práctica en ciertas ocasiones y movimientos juveniles.
52. Y ahora, en continuidad de intención con nuestros Predecesores, queremos recomendar
vivamente el rezo del Santo Rosario en familia. El Concilio Vaticano II a puesto en claro cómo la
familia, célula primera y vital de la sociedad «por la mutua piedad de sus miembros y la oración en
común dirigida a Dios se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia» [115]. La familia cristiana,
por tanto, se presenta como una Iglesia doméstica [116] cuando sus miembros, cada uno dentro de su
propio ámbito e incumbencia, promueven juntos la justicia, practican las obras de misericordia, se
dedican al servicio de los hermanos, toman parte en el apostolado de la comunidad local y se unen en
su culto litúrgico [117]; y más aún, se elevan en común plegarias suplicantes a Dios; por que si
fallase este elemento, faltaría el carácter mismo de familia como Iglesia doméstica. Por eso debe
esforzarse para instaurar en la vida familiar la oración en común.
53. De acuerdo con las directrices conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el
núcleo familiar entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en común del Oficio divino:
«conviene finalmente que la familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia, no sólo eleve preces
comunes a Dios, sino también recite oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el
fin de unirse más estrechamente a la Iglesia» [118]. No debe quedar sin intentar nada para que esta
clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación.
54. Después de la celebración de la Liturgia de las Horas —cumbre a la que puede llegar la
oración doméstica—, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado
como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a
rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que cuando un encuentro familiar se convierta en
tiempo de oración, el Rosario sea su expresión frecuente y preferida. Sabemos muy bien que las
nuevas condiciones de vida de los hombres no favorecen hoy momentos de reunión familiar y que,
incluso cuando eso tiene lugar, no pocas circunstancias hacen difícil convertir el encuentro de familia
en ocasión para orar. Difícil, sin duda. Pero es también una característica del obrar cristiano no
rendirse a los condicionamientos ambientales, sino superarlo; no sucumbir ante ellos, sino hacerles
frente. Por eso las familias que quieren vivir plenamente la vocación y la espiritualidad propia de la
familia cristiana, deben desplegar toda clase de energías para marginar las fuerzas que obstaculizan
el encuentro familiar y la oración en común.
55. Concluyendo estas observaciones, testimonio de la solicitud y de la estima de esta Sede
Apostólica por el Rosario de la Santísima Virgen María, queremos sin embargo recomendar que, al
difundir esta devoción tan saludable, no sean alteradas sus proporciones ni sea presentada con
exclusivismo inoportuno: el Rosario es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído
a rezarlo, en serena tranquilidad, por la intrínseca belleza del mismo.
CONCLUSIÓN
VALOR TEOLÓGICO Y PASTORAL DEL CULTO A LA VIRGEN
56. Venerables Hermanos: al terminar nuestra Exhortación Apostólica deseamos subrayar en
síntesis el valor teológico del culto a la Virgen y recordar su eficacia pastoral para la renovación de
las costumbres cristianas.
La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto
cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar —desde
la bendición de Isabel (cf. Lc. 1, 42-45) hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro
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tiempo— constituye un sólido testimonio de su «lex orandi» y una invitación a reavivar en las
conciencias su «lex credendi». Viceversa: la «lex credendi» de la Iglesia requiere que por todas
partes florezca lozana su «lex orandi» en relación con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces
profundas en la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la singular dignidad de
María «Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija predilecta del Padre y templo del Espíritu
Santo; por tal don de gracia especial aventaja con mucho a todas las demás criaturas, celestiales y
terrestres» [119], su cooperación en momentos decisivos de la obra de la salvación llevada a cabo
por el Hijo; su santidad, ya plena en el momento de la Concepción Inmaculada y no obstante
creciente a medida que se adhería a la voluntad del Padre y recorría la vía de sufrimiento (cf. Lc 2,
34-35; 2, 41-52; Jn 19, 25-27), progresando constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad;
su misión y condición única en el Pueblo de Dios, del que es al mismo tiempo miembro
eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre amantísima; su incesante y eficaz intercesión mediante
la cual, aún habiendo sido asunta al cielo, sigue cercanísima a los fieles que la suplican, aún a
aquellos que ignoran que son hijos suyos; su gloria que ennoblece a todo el género humano, como lo
expreso maravillosamente el poeta Dante: «Tú eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza
humana que su hacedor no desdeño convertirse en hechura tuya» [120]; en efecto, María es de
nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, (aunque ajena a la mancha de la Madre, y verdadera hermana
nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición).
Añadiremos que el culto a la bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el
designio insondable y libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina (cf. 1Jn 4, 7-8.16), lleva a
cabo todo según un designio de amor: la amó y obró en ella maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí
mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros.
57. Cristo es el único camino al Padre (cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo supremo al que el
discípulo debe conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr tener sus mismos
sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de su vida y poseer su Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11); esto es
lo que la Iglesia ha enseñado en todo tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta
doctrina. Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo y amaestrada por una experiencia secular,
reconoce que también la piedad a la Santísima Virgen, de modo subordinado a la piedad hacia el
Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora
de la vida cristiana. La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente. En efecto, la múltiple misión de
María hacia el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda en el organismo
eclesial. Y alegra el considerar los singulares aspectos de dicha misión y ver cómo ellos se orientan,
cada uno con su eficacia propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos espirituales del
Hijo primogénito. Queremos decir que la maternal intercesión de la Virgen, su santidad ejemplar y la
gracia divina que hay en Ella, se convierten para el género humano en motivo de esperanza.
La misión maternal de la Virgen empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a
Aquella que está siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de
auxiliadora; [121] por eso el Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos, Salud de
los enfermos, Refugio de los pecadores, para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la
enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos
a esto: a vencer con enérgica determinación el pecado. [122] Y, hay que afirmarlo nuevamente, dicha
liberación del pecado es la condición necesaria para toda renovación de las costumbres cristianas.
La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar «los ojos a María, la cual
brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos». [123] Virtudes sólidas,
evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1, 45; 11, 27-28; Jn 2,
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5); la obediencia generosa (cf. Lc 1, 38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc
1, 39-56); la sabiduría reflexiva (cf. Lc 1, 29.34; 2, 19. 33. 51); la piedad hacia Dios, pronta al
cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2, 21.22-40.41), agradecida por los bienes recibidos
(Lc 1, 46-49), que ofrecen en el templo (Lc 2, 22-24), que ora en la comunidad apostólica (cf. Act 1,
12-14); la fortaleza en el destierro (cf. Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35.49; Jn 19, 25); la
pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1, 48; 2, 24); el vigilante cuidado hacia
el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz (cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27); la
delicadeza provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38); el fuerte y
casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito
contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá
como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la
Virgen.
La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la
gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la «Llena de
gracia» (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la
comunión en El, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace
conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom 2, 29; Col 1, 18). La Iglesia católica, basándose en su
experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la
conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo
misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, [124] como prenda y garantía de
que en una simple criatura —es decir, en Ella— se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para
la salvación de todo hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la
angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin
confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la
muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea
y hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la
Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza
sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la
belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la
muerte.
Sean el sello de nuestra Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral de la devoción a
la Virgen para conducir los hombres a Cristo las palabras mismas que Ella dirigió a los siervos de las
bodas de Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5); palabras que en apariencia se limitan al deseo de
poner remedio a la incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto
Evangelio son una voz que aparece como una resonancia de la fórmula usada por el Pueblo de Israel
para ratificar la Alianza del Sinaí (cf. Ex 19, 8; 24, 3.7; Dt 5, 27) o para renovar los compromisos (cf.
Jos 24, 24; Esd 10, 12; Neh 5, 12) y son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía del
Tabor: «Escuchadle» (Mt 17, 5).
58. Hemos tratado extensamente, venerables Hermanos, de un culto integrante del culto
cristiano: la veneración a la Madre del Señor. Lo pedía la naturaleza de la materia, objeto de estudio,
de revisión y también de cierta perplejidad en estos últimos años. Nos conforta pensar que el trabajo
realizado, para poner en práctica las normas del Concilio, por parte de esta Sede Apostólica y por
vosotros mismos —la instauración litúrgica, sobre todo— será una válida premisa para un culto a
Dios Padre, Hijo y Espíritu, cada vez más vivo y adorador y para el crecimiento de la vida cristiana
de los fieles; es para Nos motivo de confianza el constatar que la renovada Liturgia romana
constituye —aun en su conjunto— un fúlgido testimonio de la piedad de la Iglesia hacia la Virgen;
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Nos sostiene la esperanza de que serán sinceramente aceptadas las directivas para hacer dicha piedad
cada vez más transparente y vigorosa; Nos alegra finalmente la oportunidad que el Señor nos ha
concedido de ofrecer algunos principios de reflexión para una renovada estima por la práctica del
santo Rosario. Consuelo, confianza, esperanza, alegría que, uniendo nuestra voz a la de la Virgen —
como suplica la Liturgia romana—, [125] deseamos traducir en ferviente alabanza y reconocimiento
al Señor.
Mientras deseamos, pues, hermanos carísimos, que gracias a vuestro empeño generoso se
produzca en el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados un incremento saludable en la devoción
mariana, con indudable provecho para la Iglesia y la sociedad humana, impartimos de corazón a
vosotros y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral una especial Bendición