Julia Pastrana, un destino latinoamericano Ana Luisa Valdés 1 Julia Pastrana fue una indígena mejicana que vivió entre 1834 y 1860. Nació cubierta de pelo en todo el cuerpo, padecía de hirsutismo, y fue exhibida como un fenómeno de circo por el empresario que se casó con ella para poderla exhibir también en privado, Theodore Lent. Estando en gira en Moscú Julia Pastrana tuvo un hijo, que nació con sus mismas características físicas, cubierto de pelo, y que sólo vivió tres días. Ella lo sobrevivió nada más que una semana. Su marido Theodore Lent la vistió de bailarina rusa y la hizo embalsamar junto a su hijo. Los puso en una vitrina y los mostró muertos durante muchos años. Las momias hicieron un increíble periplo y fueron a parar a depósitos de museos en Escandinavia, en Suecia y en Noruega. La práctica de la exhibición de restos humanos en museos es común en el Occidente. España y Francia han exhibido africanos e indígenas latinoamericanos. En Suecia el Museo Histórico de Estocolmo tiene los restos óseos de más de tres mil lapones, los habitantes originales de Escandinavia, que llegaron de la Polinesia hace miles de años. Los descendientes de los lapones exigen hoy que los restos sean devueltos y enterrados. Un viaje sin retorno: Los indígenas kawésqar en Europa (1881-1882) Christian Báez 2 Hasta muy avanzado el siglo XIX, Patagonia y Tierra del Fuego eran zonas muy poco conocidas y exploradas. Lugar de las fantasías, temores y ambiciones del mundo “civilizado", sus habitantes tempranamente estuvieron marcados por los prejuicios de los viajeros y sus encuentros esporádicos. Los habitantes de la zona fuego-patagónica se han dividido tradicionalmente en cuatro grupos: los tehuelches o aonikenk, los sel’knam u onas, los yaganes o yamanas y los kawésqar o alacalufes. Los aonikenk habitaban en la Patagonia hasta el Estrecho de Magallanes. Los selk’nam eran los cazadores y recolectores pedestres que habitaron casi toda la isla grande de Tierra del Fuego. Junto a los aonikenk, fueron considerados verdaderos “gigantes” dada su aparente altitud. Los yaganes fueron cazadores y recolectores del mar que habitaron el sur de la isla grande de Tierra del Fuego en la zona que corresponde al archipiélago de Cabo de Hornos. Los kawésqar habitaron el desmembrado litoral de los archipiélagos situados entre la Península de Taitao, por el norte, y la Península de Brunswick, por el sur, extendiéndose su navegación por el Estrecho de Magallanes y sus alrededores. Dada la precaria condición material de estos pueblos originarios, desde muy temprano comenzaron a circular los más diversos calificativos negativos respecto a ellos, que culminaron con la más famosa de las sentencias realizadas por algún viajero: se trataba de Charles Darwin, que en la década de 1830 calificaba a los yaganes como los seres más miserables que había visto. La antropofagia, el salvajismo, el gigantismo, etc. vinieron a complementar la imagen que de estos pueblos se había estado construyendo desde 1520, con el paso de Hernando de Magallanes por el estrecho que lleva su nombre. Después de casi cuatro siglos de expediciones esporádicas, hacia 1880 esta zona comenzó a despertar el apetito de aventureros y empresarios con el descubrimiento de oro en algunos riachuelos de la gran isla y posteriormente por el gran potencial ganadero de su territorio. Paralelo a este proceso comercial, sobrevendría el interés de los estados chileno y argentino por marcar soberanía en la región, convirtiéndola así en un polo de expansión nacional y empresarial hacia fines del siglo XIX. Junto con la ocupación del territorio por el hombre blanco, comienzan a producirse los contactos más directos con los habitantes originarios de la zona fuego-patagónica. Científicos, misioneros, viajeros y aventureros comenzaron a interactuar de una manera más constante con aquellos grupos de indígenas, ya sea a través del comercio, el establecimiento de misiones o los encuentros violentos. Es en este marco de relaciones donde se produce el traslado de algunos grupos nativos fuera de su territorio de origen con el fin de ser exhibidos en diferentes lugares y contextos. Los eventos iniciales y más traumáticos de este aberrante e ignorado capítulo de la historia de Chile, podrían resumirse en tres: - 1878: Tres indígenas aonikenk fueron trasladados a Hamburgo donde fueron exhibidos en el incipiente zoológico del empresario alemán Carl Hagenbeck. También fueron llevados a Dresden con el mismo fin. - 1881: 11 kawésqar fueron llevados a la ciudad de París, donde fueron exhibidos en el Jardín d’Aclimatation, y de allí viajaron a diferentes ciudades europeas. Más de la mitad de los nativos murieron en Europa. El mismo empresario Hagenbeck estuvo detrás de esta empresa. - 1889: 11 selk’nam son trasladados a Europa por el ballenero belga Maurice Maitre. Fueron exhibidos en París, Londres y Bruselas. Sólo seis regresaron con vida. Este trabajo no remite al triste periplo del segundo grupo antes mencionado, los indígenas kawésqar de las tierras y aguas del fin del mundo (o el principio). Los zoos humanos y el racismo imperialista. Charrúas en París Daniel Vidart 3 Si bien es cierto que los zoos humanos propiamente dichos responden al orgullo “racial” y al desprecio etnocéntrico que las potencias europeas sentían por los pobladores nativos de sus colonias, aquellos muestrarios de la soberbia imperialista no fueron un macabro invento del siglo XIX. Ya los antiguos egipcios exhibían pigmeos. Los tuvo el faraón Isesi y luego el faraón Pepi II se regocijó (2500 a.J.C) con las piruetas y muecas de un extraño enano de achatada nariz, más semejante a los simios que a los humanos. A este lo había apresado el explorador Herkhuf en la Tierra del Horizonte. Semejaba al dios Bes y era muy buen bailarín. Lo exponían como a un bicho raro. Los árabes también cazaban en el África occidental a los negros kafires, o sea infieles (y de ahí cafre) para esclavizarlos y llevarlos a la India, donde se les exhibía, antes de su venta, como seres extraños. Cuando Colón regresa del primer viaje, parte hacia Barcelona, donde estaban por entonces Los Reyes Católicos. Lleva consigo 14 mulas cargadas con “tesoros” de las Indias. Al frente de la caravana, a pie, iban los marineros. Detrás de ellos, desafiando viento y lluvia, emplumados, semidesnudos, iban seis indios arawacos y, cerrando la marcha, cabalgaban el Almirante y sus dos hijos. Los indios fueron exhibidos en Barcelona ante los sorprendidos ojos de los catalanes y la corte real. El joven cardenal Hipólito de Medicis (1511-1535) tenía todo un zoo humano, integrado por 20 “ejemplares” cazados como animales en el Asia y el África. Hasta 1537 los habitantes del Nuevo Mundo no eran considerados como seres humanos. Una bula pontificia tuvo que declararlos “verdaderos hombres”. En el XVIII, el siglo de la Ilustración, Buffon, un sabio naturalista, los clasificó como “animales de primera categoría”. Montesquieu escribió en El espíritu de la Leyes que seres de nariz tan chata como los negros “no podían tener alma”, y Cuvier, al hablar del Homo afer niger lo caracterizó así: “negro, indolente, de costumbres disolutas: pelo negro, crespo, piel aceitosa, labios gruesos: vagabundo, perezoso, negligente, se rige por lo arbitrario.” A lo largo del siglo XIX se va forjando la idea de progreso: tanto la concepción hegeliana de la historia como los tres estadios del desarrollo humano propuestos por Comte –el teológico (magia y religión); el metafísico (abstracción, especulación) y el positivo (ciencia, técnica, maquinismo, intelectualidad desarrollada)–, a los que se suman la sucesión socioeconómica de Morgan-Engels -salvajismo, barbarie, civilización- y la darwiniana evolución de las especies que culmina con el Homo sapiens sapiens, se impone la idea de que Europa y la Civilización de Occidente representaban la culminación de los tiempos. Los pueblos oceánicos, asiáticos, africanos y americanos aborígenes son arrierès, arcaizantes, decadentes, degenerados o alógicos, con un ritmo de cambio ausente, imperceptible o “frío” como dijera Lévi-Strauss en el siglo XX. Este sentimiento de soberbia “racial”, de apoteosis cultural, de potencialidad económica, de desarrollo mental, de altas creaciones en el orden de la materia y el espíritu, convirtió al bougeois conquerante y a su descendencia en los señores del planeta, en los acaparadores mundiales de la belleza física y del intelecto fecundo. El zoo humano será una de las manifestaciones aberrantes del orgullo europocéntrico, del tríptico: poder, tener, saber, que no estaba respaldado por la realidad de los hechos sino por las armas más mortíferas. En mi intervención me voy a referir a los empresarios de esos zoos humanos y a los desdichados, denigrados y humillados seres humanos allí expuestos. Ese abuso constituía una clara manifestación del desprecio al Otro: el vencido, el colonizado, el silvícola, el aborigen, el pagano, el infiel, el premaquinista, el ágrafo. Tales prácticas corroboraban las “teorías” acerca de la superioridad “racial” –en realidad racista- que glorificaron Gobineau y Chamberlain en Europa y Grant en los EE.UU. Tras la consulta de fehacientes documentos, voy a referirme y de paso a considerar, desde el punto de vista antropológico, las exhibiciones de los charrúas, los negros, los pigmeos, los canoeros yaganes kawesqar, los onas, los mapuches, los siameses, los nubas, los inuit, los pigmeos africanos, los khoi-khoi representados por la famosa “Venus” cuyo cuerpo momificado reclamó Mandela al Museo del Hombre de París y otras infelices criaturas humanas, rebajadas a la condición animal, enjauladas, rodeadas por antropoides y expuestas a la burla de un público curioso y despiadado. Luego de una rápida alusión a los anteriores antecedentes me ocuparé de los charrúas en Paris, un tema que nos concierne dramáticamente, desafía nuestra identidad y pesa sobre nuestra memoria. Zoologizaciones: de animales, máquinas, humanos y las extrañas categorías de naturaleza y cultura. Prof. Agr. Dr. L. Nicolás Guigou 4 RESUMEN La construcción social de la humanidad – configuración universalista, aunque afincada en tradiciones en extremo específicas- ha debido de ser acompañada por la propia universalización de esa peculiar invención llamada naturaleza humana. La expansión de la humanización del mundo – esto es, la captura del Otro a través de la conformación de una naturaleza que absorbe las diferencias para devolver a cambio un conjunto de rasgos diacríticos de lo singularmente humano- fue acompañada por sendas clasificaciones. Lo verdaderamente humano? Acaso lo más humano? Aquellos tan humano como nosotros? O los más alejado entonces, con apenas trazas de nuestro rostro, poseedores con todo de inconvenientes y perturbadoras similitudes. Es que podrían ser nosotros, ser parte de nosotros, si pudiéramos enviar al olvido, si hiciéramos abstracción de sus peculiaridades abyectas, de las inferioridades que los habitan, de sus innegables taras y de la ausencia plena de alma, inteligencia o espíritu.