Antología de textos
Persona y Trascendencia 201960
ÍNDICE
Tema 1: La religiosidad como dimensión de la naturaleza
humana
LECTURA I. Artículo
Martínez, F., (2006). Quiero saber la verdad: Fr. Tomás de
Aquino, O.P., Equipo PJV de la Familia Dominicana de España,
31-32.
LECTURA II. Artículo
Sansen, R., (1979). Mort di Dieu, mort de l’homme, Mélanges de
Science religieuse, 36, 213-231.
LECTURA III. Artículo
Garrocho Salcedo D., (2010). Palabra y verdad, significado y
sentido de la creencia religiosa, Bajo Palabra, Revista de
Filosofía, II Época, N. 5, 479-486.
Tema 2: Dios se comunica al hombre en Cristo
LECTURA IV. Extracto del libro.
Ratzinger, J., (201616). Tema 1. Dios: Creo en un Dios Padre
Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Capítulo 3: El tema
de Dios en Introducción al cristianismo, La fe bíblica en Dios,
(pp. 31-34; 37-44). Salamanca, España: Sígueme. / Tema 1. Dios:
Creo en un Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la
tierra. Capítulo 6: La profesión de fe en Dios, hoy en Introducción
al cristianismo, La fe bíblica en Dios, (pp. 53-57). Salamanca,
España: Sígueme.
LECTURA V. Extracto del libro.
Ratzinger, J., (20052). Tema 1: Dios Creador en Creación y
pecado, (pp. 4-8). Madrid, España: Eunsa / Tema 3: La creación del
hombre en Creación y pecado, (pp. 16-19). Madrid, España:
Eunsa.
Tema 3: La novedad de Cristo
LECTURA VI. Extracto del libro.
Ratzinger, J., (201616). Tema 2: Jesucristo. Capítulo 8: Creo en
Jesucristo, su único hijo, Salvador en Introducción al
cristianismo, La fe bíblica en Dios, (pp. 71-77). Salamanca,
España: Sígueme.
Tema 4: La Iglesia, origen y razón de ser
LECTURA VII. Extracto de la Constitución Dogmática sobre la
Iglesia.
Pablo VI, Lumen Gentium, (1964), 1-8.
LECTURA VIII. Declaración completa.
Nostra Aetate, (1956).
Tema 5: El destino último de la persona
LECTURA IX. Extractos de ensayo.
Oñate, L. R., (2004), Finitud y Trascendencia, la existencia
humana ante la religión, [versión electrónica]. Cuadernos de
anuario filosófico, serie universitaria, Pamplona. N. 167,
Existencia finita y cristianismo pp. 123-146.
Tema 6: Persona y Trascendencia
LECTURA X. Extractos de la encíclica.
Juan Pablo II, Veritatis Splendor, (1993), 65-68; 98-101.
Antología de textos
Persona y Trascendencia 201960
TEXTOS
Tema 1: La religiosidad como dimensión de la naturaleza
humana
LECTURA I. FELICÍSIMO MARTÍNEZ, QUIERO SABER LA VERDAD: TOMÁS DE
AQUINO
“El error acerca de las criaturas lleva a afirmaciones falsas
sobre Dios” ["error circa creaturas redundat in falsam de Deo
sententiam"] (Suma contra Gentiles, 2,3,6).
Santo Tomás buscó en la Biblia, en la Sagrada Escritura. Estaba
convencido de que Dios se ha adelantado a mostrar la verdad a los
hombres y mujeres. De lo contario, sólo llegarían a ella “pocos,
después de mucho tiempo y con muchos errores” (Suma Teológica). Y
luego buscó y rebuscó en todas partes y en todas las personas.
Consultó a filósofos y teólogos, a creyentes y no creyentes, a
cristianos, judíos y árabes… a eclesiásticos y civiles… Buscó en la
religión, en la política, en la economía, en la sociedad… Buscó en
todas partes, porque en cualquier parte se pueden encontrar huellas
de la verdad, y desde ahí podemos seguir el rastro de la verdad
total.
¿Y qué encontró? Encontró que el ser humano es cuerpo y alma a
la vez, que está hecho de materia y espíritu. Algo tan obvio fue
definitivo para su pensamiento. El cuerpo no es malo; la materia,
tampoco. Nada de dualismos. Cuando Tomás lo descubrió, a pesar de
que era hombre calmado y pacífico, dio un puñetazo en la mesa y
exclamó: “¡Se acabó el maniqueísmo!” Estaba comiendo a la mesa de
San Luis, el rey de Francia.
Porque somos seres de carne y hueso, nuestro conocimiento
comienza por los sentidos: el gusto, el tacto, el oído, el olfato,
la vista. Estas son las ventanas por las que el mundo llega a
nosotros y nosotros nos asomamos al mundo. Son los canales por
donde nos llega la corriente de información que luego procesa
nuestro entendimiento. Pero los sentidos nos engañan con facilidad.
Por eso hay que ser “razonables”, hay que usar la razón para
distinguir lo que es realidad de lo que es pura apariencia. […]
Tomás contempló este mundo extasiado. Y vio que todas las cosas
eran buenas. Creyó y defendió la bondad de la creación. Y hasta
llegó a decir que contemplando las maravillas de esta creación
podemos encaminarnos hacia el conocimiento de Dios. Un universo tan
movido, tan ordenado, tan armonioso, tan maravilloso… da que
pensar. ¿No habrá un Dios detrás de tanta maravilla o en el corazón
de tanta maravilla? Santo Tomás no quería demostraciones
científicas de la existencia de Dios; pero sí quería encontrar
caminos que nos permitieran rastrear las huellas y los vestigios de
Dios hasta llegar a Él. El mundo no es obstáculo para el
conocimiento de Dios. Es un punto de partida importante para ir a
su encuentro.
Tomás no habló de la diferencia entre el ser y el tener, como lo
hacemos hoy. Eran otros tiempos. Pero sí habló de la importancia de
ser. Y, como buen creyente, entiende que todos los seres, menos
Dios, son seres creados, son creaturas. Que son buenos, porque
participan de la bondad de Dios. Y los seres tienen tanta más
bondad y más perfección cuanto más próximos están a Dios. Aquí el
ser humano es un agraciado. Ocupa un lugar privilegiado en el
cosmos. La inteligencia y el amor son su carta de presentación. Es
un ser a la vez corpóreo y espiritual: su excelencia está en su
capacidad de conocer y de amar. Por eso es imagen de Dios. […]
Allá, en el fondo de su ser, late un instinto natural de
encontrarse con el Absoluto. Santo Tomás lo llamó “deseo natural de
ver a Dios”.
Tomás estaba convencido de que el ser humano está creado para la
felicidad. Aunque él la llamó “bienaventuranza”, pero es lo mismo.
A nosotros y a nuestros contemporáneos nos llama la atención que
coloque la felicidad “en la contemplación de Dios”. ¿No la podía
colocar un poco más abajo y más al alcance de la mano? ¡Estamos tan
acostumbrados a buscarla por otros caminos y a ponerla en otras
cosas! Esa verdad que era tan firme para Tomás hoy nos sorprende en
esta cultura del bienestar. […] La experiencia nos dice que ni el
mucho tener ni el mucho acumular es garantía segura de
felicidad.
Tomás considera que toda la vida humana debe orientarse en esa
dirección. Por eso hay que ser “razonables”, hay que poner actos
que se ajusten a la razón humana. Y cuando estos actos se repiten
se va creando en las personas una especie de hábito o instinto para
la bondad y la verdad. Cuando nos armamos con este hábito y este
instinto entramos en el camino de la vida virtuosa. Y aparecen las
virtudes cardinales: la prudencia, la fortaleza, la justicia y la
templanza. Así nace el ser humano ético. Pero Tomás insiste en la
importancia de la conciencia como última instancia para el juicio
moral: es obligatorio actuar en Jubileo Dominicano 2006-2016
Predicación y Cultura 12 conciencia, y lo es también formar la
conciencia, para no llamar conciencia a cualquier cosa.
[…] Tomás sabe lo importante que es el amor para la felicidad.
No es un académico vulgar o un frío intelectual. Lo que pasa es que
tiene mucha razón cuando dice: sólo amamos lo que conocemos. Pero
eso es necesario juntar el entendimiento y la voluntad, el
conocimiento y el amor. Y en una cosa está claro: el amor o la
caridad es el colmo de la bondad, de la perfección. […] La caridad
es más excelsa que la fe. […]
Tomás se interesó también por la política, el derecho, el
Estado. Lo tenía claro: o se fundamentan en la justicia o son un
desastre.
La historia le ha dado y le está dando la razón. El ser humano
es un ser social y político. Por consiguiente, tiene que aprender a
convivir. En las relaciones cortas la amistad es la forma más
elevada de convivencia. Tomás entiende que la amistad es quizá el
amor más gratuito.
En las relaciones largas no hay convivencia armónica si no está
basada en la justicia. ¡La justicia! Para atinar con la justicia la
ley natural no lo es todo, pero conviene consultarla. Santo Tomás
tiene mucho que decirnos hoy sobre la justicia. Y también tiene
mucho que decirnos sobre el Estado. Por ejemplo, que no es la
fuente del derecho, sino su representante, intérprete y garante.
Sobre la forma concreta de la organización del Estado dijo
sensatamente que es una cuestión práctica, cuya solución dependen
de las circunstancias de tiempo y lugar. ¡Bien dicho y con mucho
realismo! […]
De Tomás han quedado afirmaciones muy importantes para la
teología y la espiritualidad cristiana.
La verdad es una. Por consiguiente, no puede haber dos verdades,
una revelada y otra no revelada. Lo que pasa es que la frágil razón
humana no puede descubrir la verdad total. Por eso Dios viene en su
auxilio y se le ha ido revelando a lo largo de la historia de la
humanidad. Pero no puede haber contradicción entre la verdad
revelada y la verdad que los seres humanos vamos descubriendo a
trompicones. Por eso Tomás juntó con tanto entusiasmo y con tanto
acierto la razón y la fe, la revelación y las ciencias humanas.
La realidad es buena, es pura bondad. Este optimismo
antropológico es quizá la mejor herencia que dejó Tomás a la
teología cristiana. […] De Dios sólo puede salir bondad, porque Él
es “todo bien, sólo bien, sumo bien!” […]
Tomás tiene una fe inquebrantable en el misterio de la
encarnación de Dios: si Dios se encarnó en esta historia nuestra y
asumió nuestra condición humana, es que no ha renegado de su
creación. […] Tomás no puede aceptar que el mundo y el ser humano
sean radical y absolutamente malos, a pesar de la presencia del
pecado. […] Ya sabemos que el pecado está presente en la historia
humana. También lo sabía Tomás de Aquino, pero él se mantuvo firme
en afirmar que la gracia es más poderosa que el pecado. El pecado
no pudo destruir la obra de Dios. “La gracia tampoco destruye la
naturaleza, sino que la perfecciona” (Suma Teológica). […]
Llegar a Dios sumo Bien y suma Verdad: eso es lo que Tomás
deseaba al final de sus días. Nada más. […] La Verdad con
mayúscula. La había encontrado en Dios, porque mirando a Cristo
Crucificado descubrió que en Dios estaba toda la Verdad y que en Él
se reflejaban todas las pobres verdades de esta creación y de esta
humanidad.
Felicísimo Martínez, “Tomás de Aquino: buscador de la verdad”,
Equipo PJV de la Familia Dominicana de España, Madrid 2006.
http://jubileo.dominicos.org/kit_upload/file/Jubileo/carpeta2/12.pdf
LECTURA II. RAYMOND SANSEN, MORT DI DIEU, MORT DE L’HOMME
MUERTE DE DIOS, MUERTE DEL HOMBRE.
En este artículo el autor analiza la célebre afirmación de
Nietzsche sobre la Muerte de Dios, su vigencia actual y las
consecuencias que se derivan de aquella afirmación. El estudio
sitúa la afirmación de Nietzsche en el contexto histórico y
cultural que la vio nacer, muestra sus precedentes,
retrotrayéndolos hasta Lutero y su traducción de los Salmos,
subraya la radicalidad que Nietzsche otorga a su afirmación, a la
que considera un anticipo histórico, y muestra las consecuencias
que se derivan de ese descubrimiento pretendidamente prometeico: la
muerte del hombre por el hombre. Termina, en fin, con una llamada a
la esperanza: Dios no ha muerto. Es tan sólo un concepto deficiente
de Dios, lo que se ha desvanecido; pero hay que esforzarse en
redescubrir el auténtico contenido de la palabra Dios y las
consecuencias, grávidas de riqueza y de esperanza, que se derivan
para la humanidad de la existencia del Dios verdadero.
"¡Dios ha muerto!". La contundente afirmación de Nietzsche
resuena aún hoy en día. Unos se alegran, otros se lamentan. Muchos
asumen la expresión y le dan un sinfín de sentidos diversos. ¿Qué
quiso decir Nietzsche? Esta es la primera pregunta que nos haremos
y después veremos las consecuencias de aquella afirmación.
"El hombre sin Dios deja de ser hombre". Esta constatación del
filósofo ruso Nicolás Berdiaeff convierte la muerte del hombre en
una consecuencia inevitable de la muerte de Dios. Será preciso
afrontar, por tanto, otros problemas: ¿En qué consiste esta "muerte
del hombre" de la que algunos hablan tan convencidos? ¿Es realmente
el fruto terrible, aunque lógico, de la "muerte de Dios"?
Pero, ¿Dios ha muerto efectivamente? Esta es la última pregunta
que tendremos que plantear. En ella va implicada otra: ¿existe
todavía una esperanza para el hombre?
I. NIETZSCHE Y LA MUERTE DE DIOS.
En 1882, en La Gaya Ciencia, Nietzsche lanza y reitera su
proclamación de la muerte de Dios. Antes de examinar el sentido que
le da, preguntémonos si fue el creador del concepto y, de su
formulación audaz.
La génesis de una fórmula célebre.
Educado en el protestantismo luterano, el joven Nietzsche
conocería la coral de Lutero: "Dios mismo ha muerto", que se
refiere al drama del Calvario. La fórmula quedó sin duda grabada en
la viva memoria de un joven temeroso e impresionable. Más tarde
encontró una idea análoga y una expresión idéntica en varios de sus
autores familiares: J. P. Richter, H. Heine, G. de Nerval. También
hay que tener presente la influencia de Grecia. Al proclamar que
"el gran Pan ha muerto", Nietzsche se hace posiblemente eco de la
exclamación del mito antiguo. Cabría evocar también a Schopenhauer,
del cual Nietzsche escribió que, como filósofo, fue "el primer ateo
convencido e inflexible que nosotros, los alemanes, hemos tenido".
En Parerga y Paralipomena, el heraldo de la muerte de Dios formuló
esta crítica del panteísmo: "En la hipótesis del panteísmo, el Dios
creador es a su vez el atormentado sin fin, y sobre esta pequeña
tierra él muere una vez por segundo y por su propia voluntad, y eso
es absurdo".
Proclamación de la muerte de Dios en Nietzsche.
Está claro que Nietzsche ha tenido predecesores. Pero antes de
calibrar exactamente su influencia, es preciso releer atentamente
tres textos clave de La Gaya Ciencia:
(n. 108) Nuevas luchas: Después de la muerte de Buda, su sombra
se siguió mostrando aún durante siglos en una caverna, -una sombra
enorme y espantosa. Dios ha muerto: pero, dada la manera de ser del
hombre, quizá habrá, a pesar de todo y durante miles de años,
cavernas en las cuales se mostrará su sombra.
(n. 125) El insensato: ¿No habéis oído hablar acaso de aquel
hombre loco que, en pleno día, encendía una luz y se ponía a
recorrer la plaza pública gritando sin cesar: "Yo busco a Dios, ¡yo
busco a Dios!?". -Como se encontraban allí muchos de los que no
creen en Dios, su grito provocó una gran hilaridad: ¿Acaso se le ha
perdido? decía uno. ¿Se ha extraviado como un niño? preguntaba
otro. ¿Se habrá escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Habrá
emigrado? -De esta guisa gritaban y reían. El loco se colocó en
medio de ellos y los perforó con su mirada. "¡Yo voy a deciros
dónde ha ido Dios! ¡Nosotros lo hemos matado, -vosotros y yo!
¡Nosotros todos, nosotros somos sus asesinos! Pero, ¿cómo hemos
hecho esto? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la
esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho cuando hemos
desprendido esta tierra de la cadena de su sol? ¿A dónde la
conducen nuestros movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No
caemos acaso sin cesar? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de
todos lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No vamos errantes
como a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con
su hálito? ¿Acaso no hace falta encender las luces antes del
mediodía? ¿Todavía no oímos nada del ruido que hacen los fosores al
enterrar a Dios? ¿No percibimos nada aún de la descomposición
divina? - ¡también los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto!
¡Dios sigue muerto! ¡Somos nosotros los que le hemos asesinado!
¿Cómo vamos a consolarnos, nosotros, los más asesinos entre los
asesinos? Aquello que el mundo ha poseído hasta el momento presente
como lo más sagrado y lo más poderoso, ha perdido su sangre bajo
nuestro cuchillo - ¿quién nos limpiará de esa sangre? ¿con qué agua
podremos purificarnos? ¿Qué explicaciones, qué ritos sagrados nos
veremos obligados a inventar? ¿La grandeza de este acto no es acaso
demasiado grande para nosotros? ¿No nos vemos forzados a
convertirnos a nosotros mismos en dioses, para parecer al menos
dignos de los dioses? No hubo jamás una acción más grandiosa; y los
que nazcan después de nosotros pertenecerán, por causa de aquella
acción, a una historia más sublime de lo que lo haya sido jamás
historia alguna".
El insensato se calló y miró de nuevo a sus oyentes: éstos
también callaron y lo observaron escudriñantes con asombro. Por
último, aquel tiró al suelo su luz, que se rompió en añicos y se
apagó. "Yo llego demasiado pronto, dijo, mi tiempo todavía no ha
llegado. Este acontecimiento grandioso está todavía en camino, está
en marcha -y todavía no ha llegado a los oídos de los hombres. Hace
falta tiempo para que nos llegue la luz de los astros, hace falta
tiempo a los actos, incluso cuando ya se han realizado, para que
sean vistos y comprendidos. Aquella acción aún está más lejos de
ellos que el astro más lejano, -y, no obstante, ¡son ellos los que
la han realizado!". Se dice también que ese loco habría penetrado
ese mismo día en distintas iglesias y habría entonado su Requiem
aeternam deo. Expulsado e interrogado no cesaba de responder la
misma cosa: "¿Para qué sirven las iglesias, si no son las tumbas y
los panteones de Dios?".
(n. 343) Nuestra serenidad: Lo más importante de los
acontecimientos recientes -el hecho de que "Dios ha muerto", de que
la fe en el Dios cristiano se ha resquebrajado empieza ya a
proyectar las primeras sombras sobre Europa. Al menos para el
pequeño número de aquellos cuya mirada, cuya desconfiada mirada, es
suficientemente aguda y sutil para este espectáculo; parece que un
sol se ha ocultado, una confianza antigua y profunda se ha
transformado en duda: A éstos, nuestro viejo mundo debe parecerles
cada día más crepuscular, más sospechoso, más extraño, más "viejo".
Se puede decir incluso que el acontecimiento es, con mucho,
demasiado grande, demasiado lejano, demasiado ajeno a la
comprensión de todo el mundo para que se pueda comentar el ruido
que ha causado la noticia, y, aún menos, para que la gente pueda
caer en la cuenta -para que pueda saber qué es lo que va a
hundirse, ahora que esa fe ha quedado minada: todo lo que se basa,
se apoya y encuentra vida en ella. Por ejemplo, toda nuestra moral
europea. Esta larga serie de derrumbamientos, de destrucciones, de
ruina y de caídas que tenemos ante nosotros: ¿quién sería hoy capaz
de percibirla para ser el iniciador y el adivino de esta enorme
lógica de terror, el profeta de un ensombramiento y de una
oscuridad que posiblemente no han tenido jamás equivalente parecido
sobre la tierra? Nosotros mismos, nosotros, adivinos de nacimiento,
que permanecemos a la expectativa sobre las cumbres situadas entre
el ayer y el mañana, elevados por encima de las contradicciones del
ayer y del mañana, nosotros, primogénitos del siglo futuro
prematuramente nacidos, nosotros, que deberíamos de percibir ya las
sombras que Europa está a punto de proyectar: ¿cómo es que incluso
nosotros esperamos sin un interés verdadero y, sobre todo, sin
preocupación ni miedo la llegada de ese oscurecimiento? ¿Nos
hallamos acaso dominados en exceso por las primeras consecuencias
de ese acontecimiento? -Y estas primeras consecuencias, al
contrario de lo que cabría esperar, no nos parecen en modo alguno
tristes ni sombrías, sino al contrario, una especie de luz nueva,
difícil de describir, una especie de felicidad, de liberación, de
serenidad, de hálito reconfortante, de aurora... en efecto,
nosotros filósofos y "espíritus libres", ante la noticia de que "el
Dios antiguo ha muerto", nos sentimos iluminados por una aurora
nueva; nuestro corazón desborda en agradecimiento, asombro, estupor
y espera, -por fin el horizonte nos parece libre de nuevo,
aceptando a la vez que no está del todo claro. Por fin nuestros
bajeles pueden de nuevo desplegar las velas y navegar anticipándose
al peligro, todos los golpes del azar de aquel que busca el
conocimiento están de nuevo permitidos. El mar, nuestro inmenso
mar, se abre de nuevo ante nosotros y quizá no hubo jamás un mar
tan "grávido".
Significado de la muerte de Dios en Nietzsche.
La muerte de Dios tiene en Nietzsche el valor de un
acontecimiento. Subrayaremos tres aspectos: el acontecimiento se
manifiesta a la vez como una hazaña de los "espíritus libres", una
amenaza para el futuro y una gran esperanza.
1. Una hazaña de los "espíritus libres": La muerte de Dios, o
mejor, su asesinato, es en primer lugar una hazaña de los
"espíritus libres". Sólo posteriormente y poco a poco una gran masa
suscribe el asesinato, levanta acta de la defunción y saca las
consecuencias.
El espíritu libre es el espíritu activo, perspicaz, el espíritu
que, "sospecha". Desconfiado frente a los hábitos rutinarios del
pensamiento, espontáneamente vigilante y crítico, derrumba las
certitudes aparentes y denuncia su fragilidad. A propósito de Dios
se pregunta: "¿No será acaso una pura y simple invención?".
Al abordar el análisis del conocimiento humano, cae en la cuenta
de que el hombre, a pesar suyo, se proyecta sin cesar a sí mismo en
aquello que cree conocer. Ciencia y Metafísica son una
"humanización", una "asimilación" que deforma la realidad. A pesar
de sus esfuerzos y de sus pretensiones no pueden librarse de un
"antropomorfismo" y permanecen, por tanto, "relativas" al hombre
que conoce o, mejor, dicho, cree conocer. A una crítica kantiana
radicalizada, a lo que él llama "un antropomorfismo absoluto", el
espíritu libre añade un sentido agudo de la "perspectiva": nosotros
sólo vemos los seres y las cosas desde "nuestro ángulo".
El Dios de la Filosofía permanece "humano, demasiado humano". La
perspicacia del espíritu libre ha matado toda posibilidad de
conocerle -si es que acaso existía-. En efecto, siguiendo a L.
Feuerbach, el espíritu libre denuncia una curiosa construcción de
Dios hecha por el hombre. Presionado por el miedo o por el
sufrimiento, el hombre proyecta fuera de sí lo mejor de sí mismo y
lo convierte en una pseudo-realidad exterior lastrada con sus
nostalgias y con sus sueños, un ser trascendente ante el cual él se
arrodilla. Feuerbach le llamaba alienación de la personalidad;
Nietzsche le llama distorsión de la personalidad. Por tanto, no es
el hombre el que es obra de Dios, es Dios quien es una
"producción", una "creación" del hombre. Al término de su análisis,
el espíritu libre ha matado a Dios, o mejor, la "ilusión" de
Dios.
Y no ha lugar un pretendido recurso a la fe religiosa. También
el cristianismo no sería más que una ilusión. Su Dios es
antropomórfico en gran manera. Su fundador aparente, Jesús de
Nazaret, tan sólo un hombre, una especie de "santo anarquista", que
la ingenuidad de sus discípulos ha convertido en Dios. El mensaje
de Jesús fue ampliado por Pablo de Tarso, quien lo convirtió en una
dogmática peligrosa. Y la Iglesia, que a través de Pablo se cree
reivindicadora de Jesús, no es más que el rebaño balante de los
débiles extraviados que, para defenderse contra los fuertes,
enarbolan el escudo de los pseudovalores provenientes del judaísmo:
bondad, dulzura, piedad, justicia, perdón... Y "pensar, insiste
Nietzsche, que se mide el tiempo a partir del dies nefastus que ha
marcado el inicio de esa calamidad ¡a partir del primer día del
cristianismo! ¿Por qué no hacerlo a partir de su último día? ¿A
partir de hoy?".
2. Una amenaza para el futuro: ¿La muerte de Dios será acaso la
aurora de los tiempos nuevos? Implacablemente lúcido, el espíritu
libre no cede prematuramente al optimismo. No oculta las
consecuencias temibles del acontecimiento.
Al quedar eliminada una clave del saber -el Dios que
fundamenta-, todo se convierte en "enigma": el mundo, el hombre, la
existencia humana. Los valores heredados se derrumban juntamente
con su fundamento tradicional -el Dios que prescribe-, y
asistiremos al hundimiento inevitable de "toda nuestra moral
europea". A la vez, una garantía absoluta -el Dios que protege y
castiga- desaparece de repente, el hombre está amenazado, ya que la
libertad sin freno conduce a la "lógica del terror". En suma,
tenemos ante nosotros una "larga serie de demoliciones, de
destrucciones, de ruinas y de caídas". Por todos lados, al menos
aparentemente, surge la pérdida de sentido; por todos lados, al
menos inmediatamente, surge la precariedad de la existencia.
Es cierto, por otro lado, que la apocalipsis no es inminente:
"Dios ha muerto: pero, dada la manera como somos los hombres, quizá
habrá todavía durante miles de años cavernas en las que se mostrará
su sombra".
3. Una gran esperanza: A primera vista, "parece que el sol se ha
ocultado" y que nuestro viejo mundo se ha hecho "extraño" y
"crepuscular". Pero el espíritu libre, tenazmente perspicaz,
vislumbra ya "una nueva aurora".
Percibe una novedad inagotable del universo y de la vida. La
creencia en Dios ofuscaba el horizonte. Muerto Dios, "el horizonte
queda abierto": retrocede incesantemente hacia el límite huidizo de
un mar grávido e inmenso, un mar al cua l es seductor lanzar, en la
nebulosa del riesgo, los bajeles de la curiosidad y de la audacia.
El espíritu libre percibe la inminencia de una exaltación
insospechada del hombre. Para éste, haber matado a Dios es ya "una
acción grandiosa". Frente a ese futuro abierto y esa libertad
recobrada, "¿no nos encontramos acaso forzados a convertirnos
nosotros mismos en dioses para parecer al menos dignos de los
dioses?" ¿No estaremos acaso en camino hacia "una historia más
elevada", una historia conducida por superhombres?
La muerte de Dios podría ser la oportunidad del hombre. Pero
antes de ver si esta oportunidad fue y sigue siendo efectiva,
conviene examinar qué contenido tiene hoy la muerte de Dios.
II. LA MUERTE DE DIOS HOY
La afirmación nietzscheana ha seguido su camino. Tilliette habla
de "la gran variedad de opiniones y mentalidades que se incluyen
bajo el nombre de "muerte de Dios"". Filósofos como Trotignon ven
en la muerte de Dios, vinculada a la muerte de la metafísica y a la
ruina de los "valores marchitos", "una nueva forma de relación
entre el hombre y el mundo, una nueva figura histórica de la
conciencia".
He aquí las significaciones predominantes de una fórmula que se
ha convertido en frase hecha.
La muerte de Dios como expresión del ateísmo
Esta es la significación más inmediata de la fórmula. En 1960
Vahanian constataba: "Dios ha muerto no sólo en las elaboraciones
intelectuales sino también en los intercambios mundanos que
caracterizan la condición humana". Se puede hablar pues de una
muerte teórica y de una muerte práctica de Dios.
La muerte teórica de Dios está ligada a la crisis de la
metafísica, a la crítica de la religión, a una manera nueva de
definir el humanismo e incluso a la fuerza siempre perenne de
ciertas objeciones: por ejemplo, la existencia del mal. El adjetivo
"teórico" se ha de tomar en todo su alcance. Implica un proceso del
espíritu, al término del cual la idea misma de Dios aparece
imposible, inútil e incluso nociva.
La muerte práctica de Dios corresponde a su ausencia total o
casi total en la vida cotidiana, en los espíritus o en las
instituciones: es "la invalidez de Dios en la existencia concreta"
según fórmula sugerente de Vahanian. Es el resultado de dos
tendencias que se refuerzan mutuamente: la secularización y la
desacralización. Sólo cuenta el hombre.
La muerte de Dios como condición del humanismo
Subrayemos un aspecto de la muerte teórica de Dios: el humanismo
ateo que H. de Lubac ha analizado, poniendo de manifiesto su
actualidad.
En una época en la que el hombre era impensable sin Dios, un
humanista cristiano como Francisco de Sales afirmaba: "Soy hombre
en tan alto grado, que no soy otra cosa". El hombre derivaba su
nobleza y su orgullo de su diferenciación del animal.
Malraux ofrece, en su Psicología del arte, una definición
sugerente del humanismo ateo: "El humanismo no consiste en decir:
"eso que yo he hecho no lo habría hecho ningún animal"; sino que
consiste en decir: "he rechazado aquello que la bestia quería de
mí, y me he convertido en hombre sin la ayuda de los dioses".
Igual que un padre dominador, y muchos piensan así, Dios es un
obstáculo para el crecimiento y para la emancipación del hombre.
Por eso, llegar a ser hombre consiste en descubrir que Dios es
superfluo, en querer que sea superfluo. Eliminado, Dios desaparece.
Y de la ausencia a la muerte sólo hay un paso. Además, son
bastantes los que, herederos de Nietzsche y defensores del
antiteísmo, declaran resueltamente la guerra y proyectan "el
asesinato del Padre". No se trata tan sólo de prescindir de Dios,
se trata de matarle: matar su nombre, matar su idea, para así matar
mejor su presencia, dando por descontado que así se mata su
ser.
La muerte de Dios como deficiencia de la palabra "DIOS"
Esta deficiencia es una ilustración del ateísmo práctico La
palabra "Dios" tiende a desaparecer por dos motivos, vinculados a
dos aspectos de la situación cultural del hombre moderno.
a) La palabra "Dios" no tiene ya consistencia porque su
contenido se ha diversificado de tal manera, que ya no se capta. En
el límite, la palabra se hace inutilizable: "No es que la palabra
"Dios" no signifique nada para el hombre moderno... sino, que,
significando tantas cosas distintas, obstaculiza la comunicación en
vez de facilitarla". Así opina H. Cox en La ciudad secular.
b) La palabra "Dios" no tiene ya significación, porque el hombre
moderno ha perdido el sentido de la trascendencia. En 1968, en un
encuentro del "Secretariado para los no creyentes", el cardenal
Marty subrayaba que "los ateos viven su existencia al margen de un
ser trascendente". Y ya en 1960, W. Hamilton precisaba que esto
ocurre sin que les produzca ningún sentimiento de vacío. Cuando un
ser desaparece, su nombre deja de usarse y se esfuma en el
recuerdo. P. Van Buren cree que la palabra "Dios" ha muerto y que,
por tanto, ya no tiene futuro. Algunos llegan incluso a afirmar que
la carencia de significado de la palabra "Dios" implica también la
carencia de significado de la palabra "ateísmo".
La muerte de Dios como muerte de los ídolos
Se trata de 'la muerte de las concepciones erróneas o
insuficientes de Dios, concepciones que producen una degradación de
la religión. G. Morel lo formulaba así: "Hay devociones
desafortunadas que hacen morir a Dios con más eficacia que el mismo
ateísmo".
Así entendida, la noción no es nueva. Por negar a los ídolos,
los primeros cristianos fueron considerados auténticos ateos. Se
les llevaba a la muerte porque ellos habían matado, es decir,
negado o trastocado los dioses de la ciudad. En todas las épocas,
aunque sin recurrir a la fórmula chocante: "muerte de Dios",
filósofos, teólogos y pastores se han preocupado de purificar la
representación de Dios, liberándola de todo antropomorfismo.
Hoy en día, en cambio, espíritus audaces y también un tanto
simplistas conciben la idea de un "ateísmo purificador". La
expresión es equívoca. De hacerles caso, subraya R. Vancourt,
"habría que inocular, especialmente a los practicantes y a los
bienpensantes, de los que está de moda hablar mal, una cierta dosis
de ateísmo para convertirlos en adultos". ¿Saben de qué hablan
cuando hablan de ateísmo? Matar a Dios para hacerle vivir mejor: El
proyecto es por lo menos sorprendente.
La muerte de Dios como expresión del cristianismo
En esta última perspectiva, la afirmación de la muerte de Dios
tiene un doble sentido. Decir que Dios ha muerto en Jesucristo
puede ser una forma sugerente de expresar el misterio de la
historia y de la fe: la muerte en cruz de Jesús de Nazaret, Dios
hecho hombre. Recordemos la coral luterana que había impresionado a
Nietzsche de niño: "Dios mismo ha muerto". Pero el cristiano sabe
que la resurrección del crucificado es un triunfo sobre su muerte y
sobre toda muerte.
Decir que Dios ha muerto en Jesucristo puede ser también una
forma imprevista y desconcertante de adaptar el mensaje cristiano
al ateísmo moderno. En El Evangelio del ateísmo cristiano, T.
Altizer mantiene una tesis sorprendente: la Buena Nueva que anuncia
el Evangelio es la muerte de Dios y esta muerte es "un
acontecimiento definitivo e irreversible". Jesucristo no ha venido
a liberar al hombre del pecado, sino del Dios del Antiguo
Testamento, del Dios celoso, omnipotente, autoritario. En
Jesucristo, Dios niega su trascendencia sobrecogedora para que el
hombre pueda vivir en plenitud en el mundo.
La obra de Altizer es compleja y se hace difícil hallar una
postura clara sobre la divinidad de Jesús. En otros autores tal
postura es fácil de delimitar y es negativa: hombre excepcional,
Jesús de Nazaret ha muerto; sólo ha resucitado de forma simbólica
en el espíritu de los hombres que todavía se inspiran en su
enseñanza. Algunos de esos autores se afirman incluso ateos y
cristianos a la vez. Para ellos la muerte de Dios puede hallar un
lugar en un cristianismo ateo, lo que es sin duda paradójico, para
no decir cristianamente inadmisible. "Cuando en el seno mismo de la
Iglesia, escribe K. Rahner, se oye hablar de un cristianismo sin
Dios, yo creo que ha llegado el momento de decir un no
categórico".
Hasta aquí algunos aspectos actuales de la muerte de Dios. Surge
una pregunta que no podemos evitar: ¿Hoy como ayer, cuando
Nietzsche escribía La Gaya Ciencia o cien años más tarde,
acogiéndola con entusiasmo o con resignación, la muerte de Dios ha
implicado para el hombre el nacimiento de una esperanza, la luz
creciente de una aurora? Nada menos cierto, y el hecho de que
actualmente se hable de la "muerte del hombre" es
significativo.
III. DE LA MUERTE DE DIOS A LA MUERTE DEL HOMBRE
Y. Congar piensa que una civilización atea corre el riesgo de
convertirse en "homicida". Según N. Berdiaeff, "el hombre sin Dios
deja de ser hombre". La pendiente es deslizante, va del
envilecimiento hasta el asesinato. Berdiaeff escribe también: "la
situación del hombre sin Dios y contra Dios conduce a la negación y
a la destrucción del hombre". Y sigue: "donde no hay Dios, tampoco
hay hombre: éste es el des cubrimiento experimental de nuestro
tiempo".
Si Dios ha muerto, el hombre se convierte en un enigma sin
sentido
Por su vínculo con la Razón divina -si es que cabe hablar de
Razón, refiriéndose a Dios- , la razón humana encontraba la fuerza
motriz de su orientación al ser y la garantía de su capacidad de
verdad. Desvinculada de Dios, después de haber intentado correr
sola la aventura del saber absoluto y después de múltiples
decepciones, aquella termina por denigrarse a sí misma. El
agnosticismo se presenta como una sabiduría, y la evolución de la
metafísica desemboca en la condenación del inocente. Hay que
resignarse: en lo que se refiere a su naturaleza profunda, el
hombre es tan incognoscible como Dios. A menos de refugiarse en una
creencia filosófica o religiosa, nadie puede decir ya nada ni de su
origen radical ni de su destino último.
Nietzsche subrayaba ya la "excepción vana y fugitiva que la
inteligencia humana constituye en el seno de la naturaleza". J.
Rostand narra "la aventura grotesca del protoplasma" y considera
que el pensamiento humano "no tiene más importancia en medio del
cosmos inerte que el canto de las ranas o el ruido del viento entre
los árboles". El camino desde el enigma afirmado hasta el absurdo
que se proclama es ciertamente ilógico, pero no deja de ser
seductor.
Al desmoronarse, la metafísica abandona al hombre a las ciencias
humanas: biología, psicología, sociología, etnología,
lingüística... Ciertamente, éstas tienen algo importante que decir
sobre el hombre. Lo han demostrado, y con éxito. Pero cuando
pretenden decirlo todo, el hombre no sale en modo alguno enaltecido
de los observatorios o de los laboratorios. El balance es
desolador: el hombre proviene del animal por evolución y, a fin de
cuentas, nada esencial le distingue de este último, sólo una simple
cuestión de gradación; lo que hay de más elevado en el hombre
procede, en último análisis, del instinto sublimado; cuando el
hombre piensa o habla, cree hacerlo por propia iniciativa, pero al
estar determinado por estructuras y mecanismos sociales, por una
mentalidad y por un lenguaje, sería mejor decir: "eso piensa, eso
habla"...
No es preciso continuar con lo que es tan sólo una caricatura.
De todas formas, aquel que debía suplantar a Dios, ¡no da más de
sí!
Si Dios ha muerto, el hombre es irremediablemente mortal
La muerte hace ilusorio todo más allá. Camus se complacía en
repetir que la verdadera condición metafísica del hombre es la del
condenado a muerte: a una muerte radical, definitiva, auténtico
pórtico de la nada. Si Dios no existe, la muerte desemboca en el
vacío. Por eso fascina y aterroriza.
Podría decirse incluso que la muerte se convierte en la única
certeza. Frente a ese fracaso inevitable caben distintas actitudes:
desesperanza, dignidad o evasión, ironía o arrogación. De todas
formas, la realidad no cambia. El hombre, piense, diga o haga lo
que sea, es "un ser-para-la-muerte", según la fórmula de Heidegger,
y para una muerte sin esperanza. El impulso de su vida terminará en
el fondo de un hoyo.
A pesar de un renombre aparentemente asegurado o de una obra que
aún mantenga su celebridad, el superhombre es mortal. Al matar a
Dios, se ha expuesto deliberadamente al tiempo frágil, móvil y
caprichoso, se ha encerrado en una tierra sin salida. Sin Dios
nadie escapa a la precariedad universal.
Si Dios ha muerto, la moral ha muerto
En Los Mandarines, Simone de Beauvoir hace decir a Anne
Dubreuilh; "para mi alma, henchida durante largo tiempo de
absoluto, el vacío del cielo convertía toda moral en algo
irrisorio". Eliminado el absoluto, el hombre no tiene más remedio
que establecer sus valores por sí mismo: "sólo se conoce a sí
mismo, afirma S. de Beauvoir, e incluso, no sabría soñar nada que
no fuese humano: ¿a qué compararle? ¿qué hombre podría juzgar al
hombre? ¿en nombre de qué podría hablar?".
Si Dios ha muerto, los pretendidos valores sociales son tan
frágiles como los individuales. Su trascendencia sólo es social. Y,
sigue S. de Beauvoir, "nosotros somos libres para trascender toda
trascendencia". La afirmación es coherente. Está en armonía con la
afirmación de Jean-Paul Sartre: "Dios no existe, es preciso sacar
las consecuencias hasta el final".
A menos que uno se imponga o acepte un ideal que será puramente
humano, es evidente que "si Dios no existe, todo está permitido".
Este grito célebre de un héroe de Dostoyevski arranca de una lógica
brutal pero perfecta. Dejada al arbitrio humano, arbitrio egoísta o
generoso, cínico o fraterno, arbitrio constantemente variable, la
moral vacía, pues no tiene ya punto fijo de referencia.
Si Dios ha muerto, se puede manipular su imagen
...Y su imagen por excelencia es el hombre. Separado de su
vínculo vital con Dios, del Dios que aseguraba su dignidad al
hacerle participar del absoluto, el hombre se halla de repente
reducido a objeto, a instrumento, a máquina. Se convierte en presa
fácil y tentadora de esas "técnicas de envilecimiento" que G.
Marcel ha denunciado con precisión. Las resume una palabra hoy muy
frecuente: violencia, que cualifica perfectamente las distintas
manipulaciones que puede sufrir el hombre.
a) La manipulación técnica, a la vez múltiple e indestructible.
Sea la manipulación biológica: inseminación artificial,
esterilización, experimentación médica...; sea la manipulación
psicológica, que se combina con la precedente: el chantaje, el
narcoanálisis, el suero de la verdad, el lavado de cerebro, el
adoctrinamiento, la tortura, el internamiento psiquiátrico...
b) La autodestrucción o la destrucción de los demás mediante la
droga y la prostitución, tan vieja como el mundo, pero que ilustra
muy bien la degradación del ser humano convertido en mercancía.
Cuando se olvida a Dios, se le desafía, niega o desfigura, surge la
ley de la jungla. O bien el hombre es sagrado por naturaleza y no
por decreto, o bien se degrada hasta convertirse en una cosa. ¿Pero
si Dios ha muerto, cómo puede el hombre seguir siendo sagrado?
c) La manipulación artística del hombre. En el arte moderno hay
sin duda, una búsqueda legítima y una renovación efectiva, una
fiesta sinfónica de volúmenes y de formas, de colores y de sonidos.
Sería injusto negarlo. Pero en el arte moderno se da también el
orgullo del artista que pretende ser creador en el sentido más
radical, que pretende reconstruir el mundo y no sólo expresarlo,
representarlo o enriquecerlo. Se pretende concebir y fabricar algo
nunca visto, totalmente nuevo, instaurar un hombre inédito en un
universo imprevisto. Se trata de dislocar para inventar, de
destruir para reconstruir.
Si Dios ha muerto, se puede matar al hombre
El asesinato es la consecuencia directa de la manipulación que
lo provoca. Separado de Dios, el hombre queda rápidamente sometido
a la utilidad individual o colectiva. El aborto se convierte en
legítimo y la eutanasia en deseable. A lo largo de la vida, el
suicidio está presente como una posibilidad. Banalizada, la vida
humana queda sometida al planteo subjetivo de su pretendido
propietario o a las normas arbitrarias de una sociedad que juega a
la divinidad.
¡Y cuán frágil es esta vida humana cuando la ideología se erige
en absoluto! Basta pensar en lo que sugieren y significan esas
palabras púdicas y cínicas a la vez: orden, represión, depuración,
liquidación, normalización... y también: terrorismo, guerrilla,
guerra... y sobre todo: racismo, antisemitismo y otras conductas
insensatas, que en el límite son asesinas. La "solución final"
sigue siendo el prototipo de esos conceptos espantosos que el
hombre es capaz de forjar cuando rechaza a Dios y diviniza sus
ideas simplistas o sus pasiones primarias.
Nietzsche habría rechazado con horror todas esas perspectivas
atroces de la "muerte del hombre". Habría sin duda rechazado la
paternidad del nazismo que a menudo se le atribuye algo
simplistamente. Sí que cabe decir que la "noche" de la que habla,
la noche que sigue a la "muerte de Dios", ha caído en efecto sobre
la tierra y, sobre todo, sobre los campos de muerte -de la muerte
del hombre-. Noche y niebla, decían los nazis a propósito de los
infiernos que habían concebido y construido...
IV. ¿Y SI DIOS NO HUBIESE MUERTO?
Ahora es preciso sacar las últimas consecuencias de nuestro
análisis y mirar al futuro: el futuro del hombre que piensa y vive,
y el futuro de Dios mismo. La relación entre Dios y el hombre es
tal que la suerte del compañero humano parece vinculada a la del
compañero divino.
¿Dios o nada?
Se podían prever las consecuencias de la muerte de Dios, y la
sombría profecía de Nietzsche prueba la perspicacia de su autor. La
realidad la ha confirmado con una serie terrible de sucesos.
Se comprenden así los gritos de alarma dirigidos a sus
contemporáneos por algunos grandes hombres que captan los destrozos
cometidos por los "espíritus libres". J. Rostand escribía:
"construid un Dios o reconstruid al hombre". A Malraux afirmaba
poco antes de su muerte: "el siglo XXI será religioso o no será".
C. Lévi-Strauss, personalmente ajeno al problema de Dios, considera
que la dimensión religiosa ha sido siempre un elemento constitutivo
de las civilizaciones del pasado y se hace indispensable de cara al
futuro, para que pueda existir civilización.
No basta con deplorar las consecuencias de la muerte de Dios,
que sería sólo el fin de una ilusión protectora o consoladora. C.
Malraux tiene razón cuando considera que "el hombre tiene una
necesidad intensa de esperar en el hombre, ahora que ya no puede
esperar en Dios". Será preciso devolver su lugar y su valor a los
planteos filosóficos y religiosos de Dios. Pero esa tarea sobrepasa
nuestro propósito.
Constatemos al menos que, si por un lado, inteligencias
brillantes, procedentes de campos distintos niegan la existencia de
Dios; por otro, inteligencias no menos brillantes, procedentes
también de campos distintos, la afirman y no de manera simplista.
El problema de Dios es un problema que no se puede resolver con un
razonamiento puro, sino con una razón grávida de experiencia,
avivada por el corazón y sustentada por el estilo de vida. Es
también un problema que ha de plantearse en un clima de libertad,
lejos de las modas y de los terrorismos intelectuales. Y, tanto en
el pensamiento como en la historia, el terrorismo está a la base
del miedo. J.-M. Domenach afirma: "Estoy convencido de que la
pasión con que nuestra cultura rechaza la moral, el derecho y la
antropología, y su furor en desconstruir tienen como causa profunda
el miedo a enfrentarse con el problema de Dios". Precisa, además:
"En efecto, la divergencia es tan fuerte, que en todos los órdenes
del saber se está remitido a este salto mortal: o bien vivimos en
el azar, en el condicionamiento absoluto, en la inexistencia de
fines, en la relativización de las conductas y en el absurdo de la
autoridad; o bien es preciso que Dios exista, para que É1 sólo
pueda garantizar una acción razonable".
El porvenir de Dios
Es posible que la alternativa tan actual: o Dios o nada, haya
impresionado a muchos de nuestros contemporáneos y haya determinado
en ellos una especie de retorno a Dios: recuperación del interés,
regreso a la fe e, incluso, retorno a la práctica de la fe. Sin
ceder a un optimismo ingenuo y fácil, parece posible discernir los
signos de una renovación religiosa. Podría muy bien ser que Dios,
lejos de estar muerto, tuviere un porvenir prometedor.
La crítica literaria capta el movimiento de las ideas y la
evolución de las mentalidades. L. Guissard afirma: "después de una
época en la que se incluían los signos de la muerte de Dios en las
culturas secularizadas, se observan ahora los síntomas de su
retorno. Eso indica que se le había enterrado demasiado pronto.
Quizá tan sólo se habían enterrado los simulacros ideados para
ocupar su lugar, las imágenes perecederas e indignas de Él, los
subterfugios que pretendían captarlo como la conclusión de un
silogismo, las palabras que no admitían la humildad de reconocerse
inadecuadas ante el Misterio".
No es éste el momento de precisar en qué consiste lo que algunos
llaman ya "el regreso de lo divino". Por lo menos podemos constatar
que Nietzsche y sus seguidores afirmaron demasiado deprisa la
muerte de Dios. Fijáos, les dice G. Suffert, en un libro de título
chocante, fijaos: "El cadáver de Dios todavía está vivo". Es lo
mínimo que cabe decir.
Raymond Sansen, Mort di Dieu, mort de l’homme, (Mélanges de
Science religieuse, 1979).
http://www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol21/82/082_sansen.pdf
LECTURA III. DIEGO S. GARROCHO, PALABRA Y VERDAD, SIGNIFICADO Y
SENTIDO DE LA CREENCIA RELIGIOSA.
Resumen: En el presente artículo trataremos de elaborar una
aproximación a las singulares características de la noción de
verdad en la tradición judeo-cristiana. Para ello enfrentaremos la
tradicional concepción la verdad como adecuación con las
condiciones específicas de la verdad como emunah. La Sagrada
Escritura, en tanto que signo lingüístico, nos inclina
inmediatamente a interpretar el valor de la palabra en términos
meramente descriptivos. Sin embargo, las Religiones del Libro y más
específicamente la fe cristiana inauguran una nueva concepción de
verdad cuya comprensión se hace imprescindible no ya para evaluar o
constatar su mera legitimidad sino, al menos, para poder concebir
cabalmente los presupuestos sobre los que descansa esta influyente
interpretación y vivencia del acto de significar.
Palabras clave: Verdad, adecuación, Escritura, Dios,
significante, significado, signo.
Abstract: This article aims to provide a general outline to the
specific features of the notion of truth in the Judaeo-Christian
tradition. For that purpose we will contrast the traditional
conception of truth as conformity with the singular conditions of
truth as emunah. The Holy Scripture merely understood as a
linguistic sign generally induces a simple and descriptive
interpretation of truth. However, the Holy Book based religions and
more specifically the Christian faith unveil a new conception of
truth. A complete and full understanding of this notion is
necessary in order to, not only to assess the religious faith, but
also to conceive of the grounds of where this experience together
with its correlating account of meaning is founded.
Keywords: Truth, conformity (adaequatio), Scripture, God,
Signifier, Signified, Sign.
“Decir de lo que es que es y de lo que no es que no es”. Tal
cosa era lo verdadero para Aristóteles (Met. IV, 4, 1011b 26 y ss)
y así dirá también el de Estagira: “no están lo falso y lo
verdadero en las cosas [...] si no en el pensamiento” (VI, 4, 1027b
25 y ss). Desde entonces, e incluso antes, la tradición cultural de
Occidente ha insistido en una interpretación que sitúa a la verdad
y la mentira no en la esfera de lo real sino en el modo en que
lenguaje y pensamiento, en tanto que representaciones, son capaces
de describir el mundo. Bien es cierto que antes y después de
Aristóteles se han sucedido distintos modelos de verdad pero no es
menos exacto reconocer la estabilidad con la que durante siglos ha
sobrevivido lo que Steiner denominó como la alianza entre el
lenguaje y el mundo. Decimos, hablamos, escribimos, figuramos...
cosas del mundo y sobre el mundo. Y al mundo solemos acudir cuando,
en un cierto sentido, queremos constatar la verdad de lo que
decimos. Los medievales hablaron de adecuación entre el intelecto y
la cosa (adaequatio intellectus et rei) y, pasados los siglos, el
positivismo lógico radicalizó el modelo hasta negar la
significatividad de toda proposición sintética que no fuera
susceptible de ser verificada empíricamente. Siguiendo la metáfora
de Rorty, cabe decir que, tradicionalmente, lenguaje y pensamiento
aspiraron a ser un espejo de la naturaleza.
La relación entre palabra, verdad y mundo ha interrogado desde
antiguo a los hombres. El enigma, tan viejo como el habla, se
vuelve todavía más oscuro si reconocemos -con permiso de
Wittgenstein- las distintas formas en los que el hombre se ha
esforzado por de decir lo indecible. Desde el mito hasta el poema,
la historia de la cultura recoge innumerables ejemplos en los que
el lenguaje demuestra una utilidad que trasciende, con mucho, la
mera representación lo real (de hecho, el propio Aristóteles
parecía tenerlo en cuenta al privilegiar en su Poética lo verosímil
en detrimento de lo verdadero). Sin embargo, no podemos resolver el
uso del lenguaje en la creencia religiosa apelando a la ficción o
irrealidad de su contenido sino que, en tanto que creencia, el
enunciado dogmático de las distintas religiones reclama para sí el
estatuto de verdad. Todo creyente aspira a tener creencias
verdaderas y toda creencia religiosa adquiere una vocación de
verdad. Hablar de lenguaje religioso, sin embargo, resulta
enormemente vago. Así, también, hablar de Dios, un concepto al que
seguramente podrían atribuírsele muchos significados. En cierto
modo, como tantas veces en filosofía, para hablar de Dios
tendríamos que precisar exactamente qué queremos significar con un
concepto tan extenso por lo que, aquí y en lo que sigue - señalaré
toda excepción- al hablar de Dios me referiré al Dios de los
cristianos. Es por tanto, el Dios del Génesis, el Dios de Abraham,
de las Tablas y de los profetas; es, también, el Dios del
Evangelio, un Dios encarnado en Jesús y en gran medida, aunque sin
poder agotar en ello todo su alcance, es, en sentido general, un
Dios de la Escritura.
No es casual comenzar nuestra exposición a partir de una
referencia a la Escritura ya que el que la creencia religiosa esté
fundada en un Libro, en unos escritos, rasgo determinante – para el
Judaísmo, el Cristianismo y el Islam- a la hora de investigar el
modo en que se relacionan la palabra, la verdad y el mundo. Para
estas religiones el Libro es objeto de culto en tanto que es el
lugar donde se revela la Verdad. Pero es también un acontecimiento
histórico y literario que, inspirado o no, sirve de mediación entre
de Dios y los hombres. El Libro condensa aquello que había de ser
dicho -de una vez por todas- y es la fuente original de la que
luego emanarán todo comentario y creencia. Creer es por tanto
afirmar la Verdad que ahí se expresa. Pero el Libro es también
mucho más que una colección de enunciados susceptibles de ser
afirmados o negados puesto que existe una significación que
superviene a la totalidad de la Escritura. Es entonces una
expresión lingüística que, en cierto modo, trasciende el puro
significar en el afuera del mundo.
De estas tres religiones, el judaísmo es probablemente la
religión que más radicalmente observa y atiende el decir del
Escritura. Después de la destrucción del Templo por los romanos la
Torá ha mantenido la identidad del pueblo, ha sido la seña de
identidad e incluso ha sido el lugar -el hogar- del pueblo de
Israel. Un pueblo sin patria que ha vivido desde el Libro y en el
Libro. O, mejor dicho, un pueblo viajero cuya patria siempre les ha
acompañado al quedar reunida en forma de Palabra. Así, en el año
1951 Ben-Gurión señaló: “Hemos guardado el Libro y el Libro nos ha
guardado a nosotros”. Esta experiencia, tan distante de la
interpretación que hoy hacemos del lenguaje, se vuelve
perfectamente inteligible si identificamos el Libro y ley, ya que
la Torá, los primeros libros de la Tanaj, son precisamente eso: una
“guía”, una “instrucción”, una “norma”. La patria se identifica con
el sistema normativo que la rige, la ordena e identifica y
convierte la Alianza en el pacto constituyente de un pueblo. El
Corpus Iuris del pueblo judío se ha gestado como una interpretación
de la nomología de la Torá. Por ello los judíos han sido
históricamente un pueblo sin patria o, dicho de otro modo, una
patria con ley, pero sin necesidad de territorio. Es más que
probable que esta vocación normativa sea la que ha enfrentado al
judaísmo y a otras religiones con el poder civil. La observancia de
la ley (originalmente los 613 preceptos –mitzvot- de la Torá),
urgió históricamente al establecimiento de un método exegético
estable (Midraš halájico) para distinguir unívocamente entre lo
permitido y lo prohibido. De este modo, el Talmud y la tradición
vinieron a completar la halaká o ley judía. La ley y el comentario
quedaron fijados por escrito para garantizar así la conservación
del significante y el significado.
Hoy, sin embargo, no puede ignorarse que la Torá o el Evangelio
son textos históricos, nacidos de la mano del hombre y sujetos a
una deliberación que optó por incluirlos en un Canon Sagrado. La
solución para el halaquista judío y el teólogo cristiano consistió
y seguirá consistiendo en la reinterpretación, en la búsqueda y
prevalencia de una verdad que se signa, desde una escritura que
siendo humana está a su vez inspirada por Dios. Para otros muchos,
este origen contingente, histórico y humano de la Escritura es la
prueba de su carácter mítico lo que en ocasiones habría servido
para sentenciar su definitiva falsedad.
Para hablar de interpretación tendríamos que acudir, en el
esquema palabra-mundo, al extremo del significado. En la tradición
hebrea de la que hoy somos herederos el estatuto de verdad entraña,
sin embargo, una originalidad previa. Lo significado (doctrina) se
identifica con el significante (Libro) lo que convierte a la propia
Escritura en un objeto de culto. El texto, en su estricta
materialidad, interpretado qua signo es ya en sí mismo un
acontecimiento sagrado. La cuestión fundamental sería establecer si
por sagrado habría de ser también necesariamente verdadero (i.e.,
verdadero antes de significar nada). La importancia de la
materialidad del texto impone un protocolo extremadamente estricto
en la reproducción de la Escritura. Para eliminar cualquier
posibilidad de error humano, en el Talmud se enumeran más de veinte
requisitos preceptivos para que un rollo de la Torá pueda
distinguirse como casher. En ausencia o incumplimiento de
cualquiera de estos requisitos ese rollo no poseerá ningún carácter
sagrado. Así, el escriba no puede escribir de memoria ni una sola
letra en un rollo de la Torá y debe iniciar el trazo de todo signo
a partir de la observación de un segundo rollo casher. El escriba
deberá también pronunciar cada palabra en voz alta antes de
copiarla y cada letra deberá guardar una rigurosa distancia con el
trazo de los otros signos. En caso de que exista un mínimo contacto
entre una letra y cualquier otro punto el rollo quedará
invalidado.
Es obvio que en el cuidado por preservar los significantes de la
Escritura se trasluce también un interés por asegurar los
significados que de ella se extraen. Por ello, en la tradición
hebrea también se fijó por escrito el comentario (Talmud) y se
distingue con precisión un método exegético dividido en cuatro
niveles. De este modo, la interpretación fijada –esto es, escrita-
se sitúa como una nueva mediación entre el hombre y la palabra, una
palabra que a su vez mediaba ya el encuentro entre Dios con los
hombres. El esplendor de la imagen de Dios se haría insoportable
para la mirada del hombre por lo que Dios se sirve del símbolo para
darse a los hombres. Dice el Éxodo “mi rostro no podrás verlo;
porque no puede verme el hombre y seguir viviendo” (Ex, 33-20). En
esto coincide el Dios judío con el Dios cristiano ya que, en ambos
casos, la Gloria divina impide su contemplación inmediata. Así
queda referido en numerosos pasajes del Nuevo Testamento10, siendo
acaso la más célebre aquella sentencia en la que San Pablo
advertía: “ahora vemos en un espejo, confusamente, entonces veremos
[a Dios] cara a cara” (I Cor, 13-12).
Sólo aparentemente el que hayamos dirigido nuestra atención a la
Biblia podría facilitarnos el examen de aquello que al inicio de
este trabajo describimos de mano de Steiner como relación entre
Palabra, verdad y mundo. El objeto de culto y el contenido de la
creencia judía y cristiana quedaron reunidos en un testimonio
escrito, en un conjunto de proposiciones finitas y numerables de
las que, podría pensarse, cabría emprender un proceso de validación
individual. A tal fin servirían la investigación histórica y el
análisis lógico y con estos dos instrumentos podríamos contrastar,
si el tiempo lo permite, la verdad o falsedad de lo expresado en la
Escritura. Sin embargo, para poder concluir esa verdad o falsedad
habríamos de decidir antes qué es la verdad y, seguidamente,
someter el significado de la Escritura a ese criterio.
La relación entre verdad y Escritura no podría sin embargo
adecuarse al modelo aristotélico con el que abrimos el presente
texto. La Biblia, en tanto que expresión histórica y literaria
multiplica su significatividad desde una pluralidad de géneros,
autores y lenguas. Esta verdad no puede asumirse, por lo tanto,
como una descripción del mundo real sino como una confianza en el
mundo por venir. Así, el concepto hebreo de verdad, ´emeth, se
encuentra emparentado con el de emunah, una noción cercana a lo que
hoy significaríamos con fe, creencia, confianza… o estabilidad.
Verdadero es, por tanto, aquello de lo que nos podemos fiar. Es
también una verdad que se dice y se comunica de unos a otros (Zac
8, 16; Jem 9, 4) pero es ante todo una verdad identificable con la
fidelidad. Precisamente, la interpretación de dicha fidelidad
depende también del decir, puesto que, como en toda promesa, es en
la palabra dada en lo que descansa todo pacto: la Alianza de Dios
con los hombres, y la palabra que se dan los hombres entre sí. Es
por ello que la verdad judeocristiana es el lugar donde se lleva a
cabo la Justicia como la adecuación entre lo anunciado y el
acontecer futuro, y no como una adecuación entre lo anunciado y el
mundo.
Esta noción de verdad se cumple y se completa para los
cristianos en el Nuevo Testamento y adquiere con la figura de
Jesús, además de un nuevo signo, un nuevo significado. Cristo,
leemos en el Evangelio de Mateo (5, 17) no vino a derogar la ley de
los profetas sino a perfeccionarla. Ya en griego encontramos en el
Evangelio de Juan una referencia a la verdad (ἀλήθεια) que parece
inaugurar un nuevo significado al advertir que: “la ley fue dada
por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por
Jesucristo” (1, 17). El vínculo lingüístico entre Verdad y Palabra
se mantiene intacto e incluso se refuerza en la expresión joánica:
“Tu Palabra es la Verdad” (Jn, 17, 17). La verdad mantiene, por
tanto, el carácter fiable: la firmeza y la estabilidad de la Verdad
del Antiguo Testamento. Sin embargo, como todos sabemos, el gran
acontecimiento o la gran ruptura del Nuevo Testamento con respecto
al Antiguo es precisamente la encarnación de la Palabra (Jn, 1-14)
o, siguiendo la identificación antes referida, la encarnación de la
Verdad.
El espíritu normativo de la Biblia judía queda mitigado en el
Nuevo Testamento. La norma escrita, la tradición y la observancia
de la ley ritual dan paso a un nuevo discurso basado en el amor
incondicional (ἀγάπη). Así, (Mc, 12, 28-34; Mt, 22, 34-40; Lc 10
25-28) Jesús reduce a dos lo mandamientos (amarás a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a ti mismo) y anuncia el nuevo
precepto rescatando, por cierto, en la versión de Marcos, la
fórmula clásica de la plegaria hebrea: “Escucha Israel” (Shemá
Israel). La Ley, como dijimos, no viene a ser depuesta sino a ser
perfeccionada por lo que en la figura de Cristo se completa aquella
ley que antes había sido escrita y repetida. Efectivamente la letra
se hace hombre en tanto que letra imperativa (hoy es Jesús quien
enuncia la ley) pero encarna, al igual que el texto para el judío,
una significatividad original y propia que permite a los cristianos
predicar la verdad de un Dios encarnado. Así, leemos en el
Evangelio de Juan: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”
insistiendo, de nuevo, en el carácter mediador entre Dios y el
hombre. Al igual que para el judío es la Escritura el lugar en el
que Dios se revela, en el caso de los cristianos es el Hombre el
que sirve de Signo, el que significa y hace de medio para
contemplar a Dios. En el Evangelio de Juan se apunta: “El que me ha
visto a mí ha visto al Padre” (Jn, 14, 21), y San Pablo , con toda
claridad, distingue a Jesús como el único mediador entre Dios y los
hombres (1 Tim, 3,2).
El filósofo, sin embargo, no puede dejar de interrogarse acerca
del uso e interpretación que de la verdad se realiza en el relato
bíblico. Hoy sabemos que ésta es una verdad nacida en el tiempo y
que desde su origen incorpora innumerables implícitos culturales y
semánticos, unos implícitos a los que tal vez no volvamos a tener
acceso. Sin embargo, pasados los siglos siguen existiendo creyentes
que afirman y secundan esta verdad, una verdad que, por momentos,
parece contraria a la evidencia –y el término no es casual- del
mundo. La investigación histórica, los postulados de la ciencia y
el rigor lógico, las catástrofes humanas y la experiencia del dolor
se distinguen como firmes candidatos a derrotar la verdad de la
Escritura y, sin embargo, aquel que se confiesa creyente sigue
confiando en la verdad de su creencia.
No parece filosóficamente legítimo indultar a la creencia y al
lenguaje religioso de toda exigencia epistemológica. Sin embargo,
que existan y se exijan mecanismos de evaluación de la creencia no
implica el que las condiciones de verdad de la creencia religiosa
puedan equipararse a las de las ciencias empíricas, la historia o
la lógica. Como ya señalamos, el objeto de la creencia religiosa
es, al menos para las religiones del Libro, ante todo y sobre todo
un acontecimiento lingüístico y simbólico. Hablar, por tanto, de
verdad o falsedad con respecto al significado de la creencia nos
conduciría de inicio a la nada sencilla tarea de la interpretación:
volver la significatividad del texto. Un texto que, en tanto que
signo, no puede equiparse a otras estructuras representativas de lo
real -en las que cupiera concluir verdad o falsedad- dado que la
Escritura se postula como un texto originante en el que se describe
y prescribe, precisamente, cuál es el significado de ese decir
verdad. Si la tradición hebrea ha fijado y velado su ortodoxia
exegética con gran celo, no es menos cierto que la mayor parte de
las herejías medievales se debieron precisamente a la indebida
interpretación del texto. La propia tarea de la interpretación se
encuentra vinculada, en autores como Agustín de Hipona, a una
teoría del conocimiento general fundada sobre la semiótica16. No
hay conocimiento sin interpretación ni interpretación sin signo. Y
el signo, para el creyente, es en primera instancia el texto sobre
el que se funda su creencia: la Escritura en el caso del judío, el
Dios-Hombre acontecido en el caso del Cristiano.
En cierto modo, de nuevo con Steiner, toda expresión simbólica
es ya el anuncio de una trascendencia. El significado trasciende al
signo para signar una realidad ulterior o, acaso, otro signo. Todo
acto de significación es un acto de mediación, como lo era la
Escritura para el judío o Jesús para el cristiano. Lo que
entendemos como verdad y mentira en el esquema especular entre
lenguaje y mundo dependerá exactamente del modo y la fidelidad con
la que esa trascendencia acontezca a partir de una interpretación
del significado de la Escritura. El creyente es así, ante todo, un
intérprete. Un lector que actualiza el significado del texto en un
acto de confianza sin pruebas, precisamente porque pacta no ya con
el texto sino a partir del texto la interpretación original del
significado de la verdad. La propia verdad, en tanto que palabra y
concepto es un significante al que debemos dotar de significado.
Así, en el juego de signos la verdad adquiere un significado
contextual o referencial en el seno del discurso. Existe una verdad
para la moral, una verdad para la lógica y una verdad para la
ciencia estadística. Todas ellas, para ser distinguidas como verdad
comparten un rasgo común, a saber: que pueden ser expresadas. Es
decir, son verdades que pueden ser dichas. De ahí la importancia de
la cita con la que abrimos el presente trabajo: toda nuestra
experiencia de verdad -al menos en un sentido más cotidiano
descansa sobre la posibilidad de poder ser expresada. La verdad se
encuentra así inseparablemente vinculada con el decir y más
generalmente con el representar, pero la herencia hebrea nos
recuerda, sin embargo, que la Palabra además de ser dicha es, ante
todo, una palabra dada.
El habla, el pensamiento y la escritura son a su vez actos
simbólicos en los que acontece lo que antes distinguimos como
trascendencia del significado. De ahí que creer en la verdad de un
enunciado sea tanto como creer que aquello que se enuncia tiene una
validez efectiva: es decir, que es un acontecimiento real. El gran
interrogante, sin embargo, pasa por conocer el significado de
aquello que se enuncia. La verdad de un enunciado sólo puede
expresarse lingüísticamente, pero la creencia no descansa sobre el
significante material -las palabras y letras que componen el
enunciado- sino sobre aquello que dicho enunciado significa. De
hecho, lingüísticamente pueden expresarse la verdad y la mentira
sin que, por ello, por cierto, podamos decir que lingüísticamente
pueda expresarse todo. El acontecimiento material del signo (que
sea dicho, que sea escrito o, incluso, que sea pensado) no entraña
verdad ni validez alguna por lo que la creencia, a fin de cuentas,
sólo puede descansar sobre la interpretación de ese signo. Pudiera
ser, claro, que alguien confiara en la adecuación unívoca entre el
significante y el significado lo que reuniría en una misma realidad
palabra y significado. Sin embargo, la distinción entre un sensus
litteralis y un sensus spiritualis es tan antigua como la
interpretación misma por lo que no podemos preguntarnos por la
verdad y falsedad de una creencia sin interrogarnos primero por la
relación entre el significado y la interpretación del texto.
Hasta aquí el protocolo de actuación ordinario con el que nos
interrogamos por la verdad de cualquier signo. Sin embargo, y aquí
se adelanta parte de la conclusión de nuestra propuesta, la
creencia religiosa -al menos en la tradición judeo-cristiana-
establece unas condiciones de significación para el texto
rotundamente originales que harían imposible un examen del
significado de la Escritura en estos términos. Por más que el
ejemplo no tenga plena vigencia en nuestro tiempo, el uso del
tetragrámaton hebreo ilustra el singular paradigma de significación
que rige el texto bíblico. La Biblia hebrea designa el nombre de
Dios con las cuatro consonantes del tetragrama “YHWH” pero los
judíos, durante siglos dejaron de pronunciar el nombre de Dios
porque pensaron que Dios mismo estaba presente en dicho nombre. Ya
lo afirma el Deuteronomio cuando advierte (5, 11) “no tomarás el
nombre de Dios en vano” y así también los judíos prohíben toda
representación de Yahveh. En atención a esta cautela con respecto
al uso del nombre divino en la Biblia se recogen numerosas formas
con las que quiere signar a Dios: Adonai, Elohim o la fórmula,
todavía más reveladora de Ha-Šem, término cuyo significado es,
precisamente, el de El Nombre.
Dios es, entonces, el nombre por excelencia. Un nombre cargado
de implicaciones ontológicas como bien sabemos a partir de la
tantas veces citada respuesta de Dios a Moisés (Ex 3, 14): “Yo soy
el que soy”. La tradición identificó este ser como un ipsum esse,
como el Ser mismo, aunque hoy sabemos por los traductores hebreos
que la fórmula original se parecería más a un “existo como el que
aquí estaré” o, según la traducción de Martín Buber: “Haré acto de
presencia como el que aquí estaré”. Sobre estas palabras descansa
la verdad como ´emeth que referimos al principio de este texto. Una
verdad que no es correspondencia sino esperanza, fiabilidad; una
verdad que es confianza en el “allí estaré” que Dios enuncia desde
su propio nombre y en su propio nombre. Se trata, por tanto, de la
confianza en una palabra dada. La Nueva Alianza cristiana inaugura
una nueva relación con la textualidad al convertir al Dios-Palabra
en un Dios-Hombre. Como arriba señalamos, para el cristiano la
mediación entre Dios y los hombres no es ya el texto, aunque, a
excepción de aquellos que fueron testigos, nuestra relación con la
figura de Cristo está siempre mediada por la Escritura. Tanto en la
textualidad judía como en la cristiana se insiste en la
significatividad original y originante de la Palabra de Dios. No
podemos preguntarnos por la verdad sin hacer uso de las palabras,
pero la primera Palabra, la palabra originalmente verdadera para la
tradición judeo-cristiana es la Palabra dada, en tanto que promesa,
por el mismo Dios.
Steiner, distinguió en Presencias reales que la crisis de Dios
es precisamente la crisis de la palabra al establecer un vínculo
entre el kerigma nietzscheano (“Dios ha muerto”) y la
deconstrucción. Así, toda significatividad descansaría sobre el
presupuesto teológico que garantiza la presencia efectiva de un
significado. La alternativa, aún no sabemos si optimista o
catastrófica, es que detrás de las palabras no hubiera nada. Creo
que esta intuición, asumida en sentido contrario por el propio
Derrida, puede resultar exagerada. Sin embargo, no es menos cierto
que detrás de esta provocación se apunta un rasgo cierto, a saber:
que el Dios de los judíos y el Dios de los cristianos se nos ofrece
mediante el signo (del Libro y del Hijo) y establece una relación
original y originante entre la Palabra, la Verdad y el Mundo. Si
toda verdad es interior al sistema en que se enuncia, el Dios del
Texto y el Dios de Jesús se establecen como verdad original, como
enunciados primeros a partir de los cuales habremos de evaluar
cualquier otra verdad. No es ya una verdad que diga algo del mundo,
sino que sirve de medio entre nosotros, quienes sí somos del mundo,
y aquella otra realidad trascendente y anterior que en lugar de
significarse como parte del mundo se distingue como su propia
condición (Wittgenstein). El conflicto, lógicamente, surge con el
origen y la legitimidad del relato, un relato sobre el que en
última instancia descansa la creencia que adquiere también forma de
lenguaje. Cualquier acto de escritura se supone original en la
medida en que es fruto de la acción y creación del que escribe. La
Palabra, sin embargo, no es en tal sentido original puesto que en
tanto que signo nos remite a un Origen anterior (allí donde la
Palabra fue verdad antes de ser dicha) y a un eschaton en el que
esa verdad que asumimos como promesa quedará cumplida. Pedirle
pruebas a la promesa eliminaría, por hacerla absurda, esa misma
confianza y desvanecería la propia concepción de verdad que, falsa,
parcial, improbable o cierta, inspira el sistema. Que
filosóficamente esta verdad sea o no válida fue y seguirá siendo
objeto de debate. Puede, como dijeron algunos, que este uso del
lenguaje sea más cercano a la poesía que a la filosofía. Lo que no
se antoja tan evidente es que esto sea buena o mala noticia puesto
que como ya advirtiera Platón en el Ión es a través de la boca de
los poetas como nos hablan los dioses.
Diego S. Garrocho Salcedo, Palabra y verdad, significado y
sentido de la creencia religiosa, (Madrid: Bajo Palabra, Revista de
Filosofía, II Época, N. 5, 2010).
file:///C:/Users/juanpablo.po/Downloads/Dialnet-PalabraYVerdad-3412958.pdf
Tema 2: Dios se comunica al hombre en Cristo
LECTURA IV. INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO
LA FE BÍBLICA EN DIOS
3. EL TEMA DE DIOS.
Cuestiones preliminares.
Amplitud del problema.
¿Qué es propiamente Dios? En otros tiempos nadie se hacía esta
pregunta; la cuestión era clara, pero para nosotros se ha
convertido en un gran problema. ¿Qué significa la palabra Dios?
¿Qué realidad expresa? ¿Cómo se acerca el hombre a esa realidad?
Quien quiera afrontar el problema con la profundidad que hoy día
nos es característica, tendría que hacer primero un análisis
religioso-filosófico de las fuentes de la experiencia religiosa.
Después tendría que estudiar por qué el problema de Dios se
extiende a lo largo de toda la historia de la humanidad; por qué
despierta su más vivo interés, incluso hoy, cuando paradójicamente
se habla en todas partes de la muerte de Dios y, sin embargo, el
problema de Dios es una de las cuestiones más vitales.
¿De dónde ha recibido la humanidad la idea de Dios? ¿Dónde se
enraíza esta idea? ¿Cómo puede explicarse que un tema, al parecer
superfluo y, humanamente hablando, inútil, sea al mismo tiempo el
problema más acuciante de la historia? ¿Por qué parece en formas
tan diversas? En realidad, a pesar de la desconcertante y aparente
multiplicidad de las mismas, puede afirmarse que se reducen a sólo
tres, con distintas variaciones del tema: monoteísmo, politeísmo y
ateísmo; éstos son los tres grandes caminos que ha recorrido la
humanidad en lo que se refiere al tema de Dios. Por otra parte,
todos nos hemos dado cuenta de que el tema de Dios, en realidad es
también un modo de afirmar la preocupación del hombre por él. El
ateísmo puede expresar, y a veces expresa, la n pasión del hombre
por el problema.
Si queremos afrontar las cuestiones preliminares y
fundamentales, tenemos que estudiar las dos raíces de la
experiencia religiosa a las que hay que atribuir la multiplicidad
de las formas de experiencia. El conocido estudioso alemán de la
fenomenología de la religión, G. van der Leeuw, lo dijo una vez en
frase paradójica: El dios-hijo ha existido en la historia de las
religiones antes que el dios-padre. Más justo sería afirmar que el
Dios salvador y redentor es anterior al Dios creador. Pero cuidado
con entender la frase como si se tratase de una sucesión histórica;
no tenemos pruebas de ello. Veamos la historia de las religiones;
en ella el tema de Dios aparece siempre en dos formas; por eso la
palabra antes sólo quiere decir que, para la religiosidad concreta,
para el interés vital existencial, el salvador, comparado con el
creador, ocupa un primer plano.
Detrás de esta noble figura, en la que la humanidad ha
considerado a su Dios, están los dos puntos de partida de la
experiencia religiosa de los que hablábamos antes. El primero es la
experiencia de la propia existencia que se supera a sí misma y que
de algún modo, aunque quizá verdaderamente, apunta al totalmente
otro. Éste es un acontecimiento múltiple, como la misma existencia
humana. Bonhoeffer dijo que ya es hora de suprimir a un Dios que
nosotros mismos hemos convertido en sucedáneo nuestro para cuando
se acaban nuestras fuerzas, a un Dios al que podemos invocar cuando
ya no podemos más.
No deberíamos encontrar a Dios en nuestra necesidad y negación,
sino en medio de la abundancia de lo humano y de lo vital; esto
quiere decir que Dios no es un invento nuestro para escapar de la
necesidad, ni algo que sería superfluo en la medida en que se
alargan los límites de nuestra capacidad. En la historia de la
preocupación humana por Dios se dan los dos caminos y a mí me
parece que ambos son legítimos; tanto los aprietos a los que se ve
sometido el hombre como la holgura apuntan a Dios.
Cuando el hombre vive en la plenitud, en la riqueza, en la
belleza y grandeza es siempre consciente de que su existencia es
una existencia donada; de que en su belleza y grandeza él no es lo
que él mismo se da, sino el regalo que recibe antes de cualquier
obra suya, y que por eso le exige que dé sentido a esa riqueza para
que así tenga sentido.
Por otra parte, también la necesidad se ha convertido para el
hombre en prueba que apunta al totalmente otro. El ser humano
plantea un problema, y lo es; vive en dependencia innata, tiene
límites con los que choca y que le hacen anhelar lo ilimitado (un
sentido semejante tenían las palabras de Nietzsche cuando afirmaba
que todo placer, gustado como momento, anhela la eternidad); pues
bien, esta simultaneidad de dependencia y anhelo hacia lo ilimitado
y abierto le hacen ver que no se basta a sí mismo, y que crece
cuando se supera a sí mismo y se pone en movimiento hacia el
totalmente otro y hacia lo indefinidamente grande
La soledad y el recogimiento nos dicen también lo mismo. No cabe
duda de que la soledad es una de las raíces esenciales de las que
surge el encuentro del hombre con Dios. Cuando el hombre siente su
soledad, se da cuenta de que su existencia es un grito lanzado a un
tú, y de que él no está hecho para ser solamente un yo en sí mismo.
El hombre puede experimentar la soledad de diversas maneras. Puede
apagarse la soledad cuando el hombre encuentra a un tú humano, pero
entonces sucede algo paradójico: Paul Claudel decía que todo tú que
encuentra el hombre acaba por convertirse en una promesa
irrealizada e irrealizable; que todo tú es fundamentalmente una
desilusión y que se da punto en que ningún encuentro puede superar
la última soledad. Encontrar y haber encontrado a un tú humano es
precisamente una referencia a la soledad, una llamada al tú
absoluto nacida en las profundidades del propio yo. Pero también es
cierto que no sólo la necesidad de la soledad, la experiencia de
que ninguna compañía llena todo nuestro deseo, lleva a la
experiencia de Dios, a eso nos lleva también la alegría de
sentirnos seguros. Al encontrar la plenitud del amor puede el
hombre experimentar el don de aquello que no podía llamar ni crear;
ve que él recibe mucho más cuando los dos quieren darse. En la
lucidez y la alegría absoluta y del simple haber sido encontrado,
escondido detrás de todo encontrarse humano.
Todo esto quería dar a entender de qué manera la existencia
humana puede constituir el punto de partida de la experiencia de lo
absoluto concebido como Dios hijo, como salvador o, simplemente,
como Dios atestiguado por la existencia. Otra fuente del
conocimiento religioso es la confrontación del hombre con el mundo,
con sus potencias y misterios. También el cosmos, con su belleza y
plenitud, con su insatisfacción, fecundidad y tragedia, puede
llevar al hombre a la experiencia del poder que todo lo supera, del
poder que a él mismo lo amenaza y al mismo tiempo lo conserva. De
ahí resulta la imagen borrosa y lejana que precipita en la imagen
de Dios creador, padre.
El estudio profundo de las cuestiones arriba mencionadas nos
llevaría directamente al problema antes mencionado, de las tres
formas en las que el tema de Dios se ha declinado en la historia de
los hombres: monoteísmo, politeísmo y ateísmo. Así se vería más
clara, a mi entender, la unidad subterránea de los tres caminos;
pero téngase presente que esa unidad no significa identidad, y que
no quiere decir que cuando el hombre profundiza en ellos acaba por
ver que todo es lo mismo y que las diversas formas fundamentales
pierden su significado propio. Querer probar la identidad puede
constituir una tentación para el pensamiento filosófico, pero al
mismo tiempo supondría que las decisiones humanas no se han tomado
con seriedad y no haría justicia a la realidad. No puede hablarse,
pues, de identidad.
Una mirada más profunda nos hace ver que la diferenciabilidad de
los tres caminos estriba en algo distinto de lo que a primera vista
nos hacen sospechar las tres formas fundamentales cuyo contenido
puede expresarse así: hay un Dios, hay muchos dioses, no hay dios.
Entre las tres fórmulas y entre la profesión que implican hay,
pues, una oposición que ha de tenerse muy en cuenta, pero también
una relación oculta en su escueta formulación. Es claro que las
tres formas están convencidas en último término de la unidad y
unicidad de lo absoluto. El monoteísmo cree en esa unidad y
unicidad; los muchos dioses del politeísmo, en los que él pone su
mirada y esperanza, no constituyen lo absoluto; para el politeísmo
detrás de esa multitud de potencias existe solamente un ser; es
decir, él cree que el ser es, a fin de cuentas, único, o que es al
menos el eterno conflicto de un antagonismo original. Por su parte
el ateísmo niega que a la unidad del ser pueda darse expresión con
la idea de Dios, pero no impugna de modo alguno la unidad del ser;
en efecto, la forma más radical del ateísmo, el marxismo, afirma
fuertemente la unidad del ser en todo lo que es, al considerar todo
lo que es como materia; así, por una parte, lo uno, que es el ser
en cuanto materia, queda desvinculado de todas las concepciones
anteriores de lo absoluto con las que la idea de Dios está unida;
pero, por la otra, contiene indicios que manifiestan su carácter
absoluto y que nos hacen pensar así en la idea de Dios.
Las tres formas, pues, afirman la unidad y unicidad de lo
absoluto; es diversa la concepción del modo como el hombre se
comporta ante él, es decir, cómo se relaciona el absoluto con el
hombre. En síntesis, podemos decir que el monoteísmo parte de la
idea de que lo absoluto es conciencia que conoce al hombre y que
puede interpretarlo. Para el materialismo, en cambio, el absoluto,
al concebirse como materia, no es personal y no puede en
consecuencia entrar en relación con el hombre mediante una llamada
y una respuesta; el hombre tendría que sacar de la materia lo
divino, de forma que Dios no es anterior a él, sino fruto de su
trabajo creador, su propio y mejor futuro. El politeísmo, por
último, está íntimamente vinculado tanto con el monoteísmo como con
el ateísmo, ya que la multitud de potencias están sometidas a un
poder que puede concebirse de una o de otra manera. Por esto es
fácil explicarse cómo en la antigüedad el politeísmo se conjugó con
un ateísmo metafísico, y cómo estuvo también vinculado con un
monoteísmo filosófico.
Todas estas cuestiones han de tenerse en cuenta si queremos
estudiar a fondo el tema de Dios. Estudiarlas ampliamente nos
llevaría mucho tiempo y exigiría mucha paciencia; baste haberlas
mencionado, de nuevo volverán a nuestra mente cuando conozcamos la
suerte de la idea de Dios en la fe bíblica, a lo que aspira nuestra
investigación. Vamos ahora a estudiar el problema de Dios en una
determinada dirección. Permanecemos así dentro de la preocupación
de la humanidad por Dios y de la amplitud del problema.
La confesión en el Dios único.
Volvamos al punto inicial, a las palabras del Credo: Creo en
Dios Padre todopoderoso, creador. Esta frase, con la que los
cristianos profesan su fe en Dios desde hace casi 2,000 años, se
remonta muy atrás en el tiempo. Da expresión a la transformación
cristiana de la cotidiana confesión de fe de Israel, que suena así:
Escucha, Israel: Yahvé, tu Dios, es único. Las primeras palabras
del credo cristiano asumen el credo israelita, su experiencia de fe
y su preocupación por Dios, que se convierten así en dimensión
interna de la fe cristiana y sin ella ésta no tendría lugar. Junto
a ella, vemos el carácter histórico de la religión y de la historia
de la fe que se desarrolla mediante puntos de contacto, nunca en
plena discontinuidad. La fe de Israel era algo nuevo comparada con
la de los pueblos circunvecinos; pero no es algo caído del cielo;
se realiza en la contraposición con la fe de los pueblos
limítrofes, y en ella se unen, peleando, la elección y la
interpretación, el contacto y la transformación.
La profesión fundamental “Yahvé, tu Dios, es único”, que
constituye el subsuelo de nuestro Credo, es originalmente una
negación de todos los dioses circunvecinos. Es confesión en el
pleno sentido de la palabra, es decir, no es la manifestación
exterior de lo que yo pienso junto a lo que piensan otros, sino una
decisión de la existencia. Como negación de los dioses significa
negación de la divinización de los poderes políticos y negación del
cósmico muere y vivirás. Podría afirmarse que el hambre, el amor y
el poder son las potencias que mueven a la humanidad. Alargando
esto se podría decir también que las tres formas fundamentales del
politeísmo son la adoración del pan, del eros y la divinización del
poder. Estas tres formas son erróneas por ser absolutización de lo
que no es absoluto, y al mismo tiempo subyugación del hombre. Son
errores en los que se presiente algo del poder que encierra el
universo.
La confesión de Israel es, como ya hemos dicho, una acusación a
la triple adoración, y con ello un gran acontecimiento en la
historia de la liberación del hombre. Al acusar esta triple
adoración, la profesión de fe de Israel es también una acusación a
la multiplicidad de lo divino. Es, como veremos más adelante, la
negación de la divinización de lo propio, esencial al politeísmo.
Es también una negación de la seguridad en lo propio, una negación
de la angustia que quiere mitigar lo fatídico, al venerarlo, y una
afirmación del único Dios del cielo como poder que todo lo domina;
es la valentía de entregarse al poder que domina el universo, sin
menoscabar lo divino.
Este punto de partida, nacido de la fe de Israel, sigue sin
cambios fundamentales en el Credo del cristianismo primitivo. El
ingreso en la comunidad cristiana y la aceptación de su símbolo
suponen una decisión de la existencia de graves consecuencias. Ya
quien entra en ese Credo niega por este hecho las ideas que
subyugan a su mundo: niega la adoración del poder político
dominante en la que se fundamentaba el tardío imperio romano. Niega
el placer, la angustia y las diversas creencias que hoy dominan el
mundo. No se debe al aza