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Vivir Solo Juntos

Jul 07, 2018

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 V I V I R S O L O S J U N T O S

T Z V E T A NT O D O R O V

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TZ VE TA N TOD O R OV

 Vivir solos juntos

Traducción deNoemí Sobregués

Galaxia Gutenberg

Circulo de Lectores

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Prólogo

He seleccionado los ensayos incluidos en el presente volu-men de entre los que he escrito en los últimos veinticincoaños, entre 1983 y zoo8. Se suman así a los que reuní enun libro anterior, La experiencia totalitaria.1Si echo unamirada retrospectiva a un periodo tan largo, es inevitableque me pregunte por el sentido de mi itinerario. Y paraempezar, por la elección de este punto de partida: ¿por

qué 1983?Nací en Bulgaria en 1939, en vísperas de la Segunda

Guerra Mundial. En 1944 el Ejército Rojo entró en mipaís natal (que no estaba en guerra con la URSS) y cayó enla zona de influencia soviética. Al principio se instauró unsimulacro de democracia, pero desde 1947 la dictaduracomunista se estableció con firmeza en el país. Por lo tan-

to, desde mis primeros días de colegio estuve inmerso enun mundo que sufría un control ideológico que pocoa poco llegó a ser total. Como mis gustos me orientaronhacia los estudios literarios, no tardé en darme cuenta deque los debates sobre las ideas y los valores que pone enescena la literatura me estaban prohibidos. Sólo quedabaquizá la posibilidad de hablar de las obras limitándose

a los aspectos menos ideológicos: la materia verbal y lasformas poéticas o narrativas. No se incentivaba este tipode estudios (porque no contribuían a construir el socialis-mo), pero se toleraba. Así, empecé a interesarme por lasdiferentes escuelas de crítica «formalista» y por las obrasde lingüística general.

 Al terminar la universidad, a principios de los años

sesenta, gracias a los esfuerzos de mi familia se abrió

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Prólogo   9

evitar determinados temas, estrategias que elaboré en las

condiciones de un régimen totalitario, no eran indispen-sables para vivir en una democracia liberal como Francia.El debate sobre los valores y las ideas salía pues de lazona roja, e incluso me di cuenta de que me interesabacada vez más. En cuanto a la paternidad, se convirtiópara mí en un hecho demasiado central para que no mar-case también mis otras ocupaciones, y confusamente as-

piraba a establecer cierta continuidad entre los diferentescompartimentos de mi existencia.

En los años siguientes adquirí conciencia de un as-pecto concreto de las ciencias humanas que los teóricosdel pasado habían formulado hacía mucho tiempo, perocuya fuerza sólo descubrí cuando lo sentí en mi propiaexperiencia. En pocas palabras: cuando se trata de ana-

lizar los comportamientos humanos, sin duda intenta-mos apoyarnos en gran cantidad de información, obser-

 vaciones exactas y razonamientos rigurosos, pero eso

no basta. Una vez adquirido ese saber, debemos some-terlo a un trabajo de interpretación, y sólo gracias a él

adquiere sentido. Pero para llevar a cabo este trabajoindispensable, el especialista en ciencias humanas recu-rre a un aparato mental que es producto de su historiapersonal. Por supuesto, puede intentar apuntalar sus in-tuiciones y sus suposiciones reuniendo otros hechos que

 vayan en el mismo sentido, pero no por eso deja de sercierto que la identidad del estudioso desempeña en esteámbito un papel mucho más decisivo que en el de las

ciencias naturales, porque parte del sentido que constru- ye procede de sí mismo. A finales de los años setenta yo trabajaba sobre la

obra de un historiador de la cultura y pensador ruso,Mijaíl Bajtín, que en ocasiones se había inspirado en lostrabajos de los formalistas, pero que también los habíacriticado con firmeza porque les reprochaba que sus es-

tudios pasaban por alto las interacciones humanas quese traslucen tras las formas verbales. Quizá sus ideas

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10 Vivir solos ¡untos

me influyeron. Es más, sufrí el impacto de un hallazgo

a primera vista anodino. Durante una estancia en Méxi-co, donde daba clases de teoría literaria, empecé a leertextos de los primeros testimonios de la conquista, en elsiglo xvi, y me impresionaron mucho. Creo que hoy endía lo entiendo: este encuentro lejano entre poblacionesque nada sabían la una de la otra me pareció una especiede parábola de lo que muchos inmigrantes y yo había-

mos vivido al cambiar de país. Por supuesto, los aconte-cimientos eran totalmente diferentes (y mucho menosgraves), pero el marco global seguía siendo el mismo.

 Apenas concluido mi libro sobre Bajtín, me lancé im-paciente sobre el tema de la conquista de América, hastaentonces totalmente desconocido para mí. Tomé clasesde español para poder leer las fuentes no traducidas,

 volví a México y tres años después publiqué un libromuy diferente de mis obras anteriores, titulado La con-quista de América (1982).

 A partir de ese momento y estamos ya en 19 8 3,aunque continué con los temas que me habían interesadoantes, no quise seguir estudiándolos sin tener en cuenta loque me empujaba hacia ellos desde mi propia identidad, y por lo tanto intentaba aprovechar mi experiencia perso-nal. Pero eso no significa que sustituyera el estudio delmundo por la autobiografía. El objeto de la investigaciónseguía siendo externo e intentaba reunir la mayor canti-dad de información al respecto, pero no olvidaba quepara interpretarla tenía que recurrir a mi experiencia per-

sonal y a mi memoria. El hecho de que la experienciapersonal del especialista en ciencias humanas tenga im-portancia en el resultado de sus investigaciones no signi-fica que sustituya el saber por la confesión, ni que entreambos se establezca un simple paralelismo. La relaciónentre vida y obra puede ser también inversa, o compensa-toria, o complementaria. Puede variar, pero siempre está

presente.Los ensayos aquí reunidos pueden agruparse en torno

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Prólogo   i i

a un gran tema: la necesaria relación que mantiene el ser

humano con personas diferentes de él. A este tema aludeel título de la antología. Las primeras frases de La con-quista de América  anunciaban ya la importancia quehabía adquirido para mí este tema. «Quiero hablar deldescubrimiento del otro por parte del  yo.  El tema es in-menso. Apenas lo hemos formulado en general cuando lo

 vemos subdividirse en categorías y direcciones múltiples,

infinitas.»1 Durante esos años me dediqué en concreto aestudiar dos territorios de este vasto continente. Por unaparte, quise entender mejor la relación entre «nosotros»(mi grupo cultural y social) y «los otros» (los que no for-man parte de él), entre indígenas y extranjeros, conquis-tadores y conquistados. Por la otra, intenté investigarla relación entre el «yo» y «el otro» en una sola sociedad,

relación necesaria para construir el «yo» y que se encuen-tra también dentro de la propia persona. Mi experienciade inmigrado, de persona que necesariamente tuvo queacostumbrarse a diversas tradiciones, seguramente meorientó hacia el estudio del encuentro de culturas. En cuan-to a nuestra dependencia de la mirada del otro y la ma-leabilidad de nuestro ser, sin duda encuentro mi motiva-ción en algunos rasgos de mi carácter.

He tratado el primer tema en varios de mis libros.La conquista de América se dedicaba ya por entero a esta«problemática del otro externo y lejano». El encuentroentre españoles y otros europeos con los habitantes del«nuevo» continente me parecía (y me sigue pareciendo)el episodio más extraordinario de la larga historia deencuentros entre grupos humanos hasta entonces desco-nocidos. Lo es a la vez por la intensidad de la experien-cia vivida, por la calidad de los escritos que dan cuentade ella en esa misma época y por las consecuencias quetuvo para todos los habitantes de la Tierra. Por eso qui-se volver a investigar este encuentro, para hacer de él

una especie de «historia ejemplar». No un ejemplo a se-guir, sino una historia sobre la que reflexionar.

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IZ Vivir solos juntos

Unos años después, en  Nosotros y los otros  (1989),*

intenté aproximarme al mismo tema, ya no relatandoacontecimientos, sino analizando a los autores que ha-bían reflexionado sobre la diversidad humana, es decir,mediante una especie de historia del pensamiento. Melimité a filósofos y escritores de la tradición francesa,de Montaigne a LéviStrauss, y me detuve en autores comoMontesquieu y Rousseau, Chateaubriand y Renán, aun-

que cité a muchos otros. Por último, mucho más reciente-mente, quise reflexionar sobre la situación internacionalactual, después de la guerra de Irak, lo me llevó a escribirEl miedo a los bárbaros  (2.007)/ un libro que intentapensar las relaciones entre pueblos «más allá del choquede civilizaciones». Los dos primeros textos del presente

 volumen abordan diferentes puntos de este tema. «El des-

cubrimiento de América» vuelve a examinar, y con deta-lle, la formación de la imagen inicial del nuevo continente

 y de sus habitantes a partir de los escritos inaugurales deCristóbal Colón, Américo Vespucio y Pedro Mártir. El re-trato de Edward Said, que encabeza el volumen, recuerdala aportación de este gran intelectual contemporáneo alestudio del encuentro entre culturas.

Los otros ensayos del libro están todos ellos dedica-dos a relaciones entre personas próximas de una mismasociedad. Sólo uno de mis libros trata este tema: La vida en común (1994)/ Quise intentar aquí lo que llamo la«crítica ideológica», un análisis que no se limita a des-cribir el sentido del texto, sino que entra en debate consu propósito y postula que los dos el autor estudiado

 y yo estamos insertos en un marco más general, el debuscar la verdad y la justicia. De esta manera se estable-ce una correspondencia entre el tema estudiado el ca-rácter necesariamente dialogal de la existencia humana

 y el método adoptado para abordarlo. A través de las diferencias entre los individuos, las

épocas y los países creo entrever un objeto común a to-das estas investigaciones: sean cuales sean los ángulos

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Prólogo   13

de aproximación, los niveles de generalidad o los itinera-

rios seguidos, siempre se trata de intentar entender me- jor la condición y las conductas humanas. No estoy encondiciones de identificar qué podría ser lo específica-mente humano que nos diferencia de otros mamíferos, yni siquiera estoy seguro de que sea necesario hacer estadiferencia. Después de todo, sin duda pertenecemos alreino animal, y lo que nos importa son los rasgos más

destacados de los comportamientos humanos. Lo decisi- vo no es que sean originales. Por esta razón me gustaanalizar nuestros actos sociales, nuestros regímenes po-líticos y el encuentro entre culturas, pero también nues-tra capacidad de imaginar obras, sentidos, ideales, unaespiritualidad, una continuidad temporal (que incluyelo anterior a nuestra aparición en el mundo y lo poste-

rior a nuestra desaparición) y un cosmos.Con dos excepciones, la disposición de los ensayos si-

gue el orden cronológico de los autores con los que dia-logo, entre el siglo xvi y el xx. Las excepciones son elprimero y el último capítulo del libro. El retrato de Said,con el que empieza, aparece por separado porque Said per-tenecía a la misma generación que yo. Éramos amigos,aunque sólo nos viéramos de cuando en cuando. Pese aque nuestras historias eran muy diferentes, me sentía cer-cano a su reflexión sobre la diferencia de culturas y losefectos del exilio. Así, este retrato se ha convertido en unaespecie de introducción autobiográfica a todo el libro.

Por otra parte, he colocado el ensayo sobre Goethe alfinal del volumen en vez de en el lugar cronológico quele correspondería, entre Mozart y Constant, por dos ra-zones: este retrato es especialmente fragmentario por-que mi ambición no fue tratar toda la obra y toda la

 vida de este hombre universal. Me limité a dibujar unperfil de él, a dar una visión entre otras posibles. Al mis-mo tiempo, la forma de sabiduría a la que accede Goethe

me pareció una conclusión adecuada para este libro.

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OBERTURA 

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Edward Said

Edward Said ha sido uno de los intelectuales más co-

nocidos e influyentes del mundo a finales del siglo xx y principios del xxi. En sus comienzos fue crítico litera-rio, en la línea de Gyórgy Lukács y Erich Auerbach, y de-

bía su notoriedad a trabajos sobre las identidades cultu-rales y el encuentro de culturas, sobre los nacionalismos

 y los imperialismos. Era también una de las voces másescuchadas en favor de la causa palestina, tanto más va-

liosa cuanto que procuraba que su defensa tuviera siem-pre en cuenta los sufrimientos de los judíos, desde las

persecuciones hasta el genocidio. Era además un apasio-nado de la música, de escucharla y de interpretarla, y sesentía heredero tanto del filósofo alemán Theodor Ador-no como del pianista canadiense Glenn Gould. Era untrabajador incansable y de curiosidad insaciable cuya vida parece no haber conocido un momento de respiro.

Me resulta difícil hablar de la obra de Edward Saidcomo un tema de estudio como cualquier otro porque

fuimos amigos durante casi treinta años. Lo conocí enlos años setenta, en la Universidad Columbia de Nueva

 York, a la que iba entonces cada tres años para dar uncurso en el departamento de literatura comparada en el

que trabajaba Said. Creo que lo conocí en 19 74 , aunque

no nos hicimos amigos hasta 1977. Quisiera recuperarla impresión que me causó entonces sin proyectar dema-siado en ella los encuentros que mantuvimos después.

Teníamos algunos rasgos en común que podían acer-carnos. Said, nacido en 193 5, era cuatro años mayor que yo, una diferencia que a nuestra edad no contaba dema-

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i8   Obertura

siado. En 1966 había publicado su primer libro, un estu-

dio de Conrad fruto de su tesis doctoral,' y mi primer li-bro, que fue también una adaptación de mi tesis doctoral,apareció en 1967. Le interesaban los debates «teóricos»,como decíamos entonces, que mantenían algunos críticos y filósofos franceses, y participó en ellos con su segundolibro, titulado Beginnings, de 1974.1 También yo me de-dicaba a renovar los estudios literarios, por lo que podía-

mos encontrar un lenguaje común.Mucho más importante era otra característica común

de nuestras biografías: ambos habíamos emigrado denuestro país, él a Estados Unidos y yo a Francia, y proce-díamos de países situados en el extremo de Occidente, élde Palestina y Egipto, y yo de Bulgaria, países muy distin-tos en algunos aspectos, pero en los que se da el mismo

sentimiento de proximidad y a la vez de inferioridad res-pecto de Europa occidental y Estados Unidos, sentimien-to que podía dar origen a una mezcla de envidia y de re-

sentimiento.Nuestros países compartían además el hecho de ha-

ber pertenecido en un pasado lejano al mismo Estado,el Imperio otomano. Los turcos no habían impuesto la

asimilación, pero había formas de vida comunes de unextremo al otro del imperio. Así, descubríamos con sor-presa las coincidencias de nuestras tradiciones culinarias:el pepino con yogur, las berenjenas, las albóndigas...Mucho tiempo después, leyendo su autobiografía, me dicuenta de que había otro cruce de caminos. En 1 9 1 1 elEstado búlgaro, que treinta y cinco años antes se había

emancipado de la tutela otomana (la palabra que se em-pleaba en búlgaro era «yugo»), inicia la primera guerrabalcánica contra los turcos. Al padre de Said, que vivíaen Palestina, todavía bajo dominio turco, lo llamaron ahacer el servicio militar, y por lo tanto a luchar contralos búlgaros. Como la perspectiva no le parecía en abso-luto prometedora, se marchó de Palestina y acabó en Esta-

dos Unidos, país cuya nacionalidad adoptó. Y esto mar

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Edward Said   19

caria el destino de su hijo cuarenta años después. La per-

tenencia y la oposición al Imperio otomano formabanparte tanto de su historia como de la mía.

La personalidad de los emigrantes es todavía máscompleja que la de los otros habitantes de un país, ya que viven la ruptura entre un antes y un después, aunque cadaquien vive esta pluralidad a su manera. La de Said eraespecialmente compleja, y de ello había huellas incluso en

su nombre, mitad inglés y mitad árabe. Era originario deun país inexistente, exiliado en Egipto, se había educadoen escuelas en lengua inglesa destinadas a la élite del país,pero que despreciaban o rechazaban la cultura autóc-tona, exiliado por segunda vez a Estados Unidos, país delque sin embargo ya tenía pasaporte, y país también cuyasuniversidades le parecen una última y admirable utopía,

pero cuya política exterior lo indignaba. Said ya no sabíacuál era su lengua materna, si el árabe o el inglés, la de losdominados o la de los dominadores. No tardó en darsecuenta de que «era imposible volver o repatriarse definiti- vamente».J Esta experiencia no es exclusiva de algunosindividuos, sino que representa uno de los rasgos caracte-rísticos del mundo moderno: la aceleración de los contac-tos entre culturas, el carácter cambiante de éstas y la plu-ralidad interior de toda identidad.

El hecho de que los dos perteneciéramos a países «desegunda fila» y marginales respecto de Occidente era sinduda responsable de la simpatía que sentía por mi nue- vo amigo, pero no era lo único. Said nada tenía de altivo

 y no daba la menor importancia a las convenciones y alas costumbres de la vida académica, tan importantespara otros colegas (que sin embargo eran menos respe-tados en Nueva York que en otras parte). Le gustaba bro-mear, y ningún gesto amistoso le parecía indigno. Sus ma-neras encarnaban la simplicidad y era la persona máscálida a la que he conocido en este medio. Nos plantá-

bamos sin problemas en su casa y la de Mariam, su mu- jer, incluso cuando nuestros hijos venían con nosotros.

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2.0   Obertura

Todavía lo veo aunque esto sucedió diez o quince años

después corriendo detrás de nosotros por las calles deNueva York para traernos el biberón de nuestro hijopequeño, que habíamos olvidado en su casa tras haberpasado con ellos una animada velada.

 Al mismo tiempo Said era un hombre que siempre te-nía prisa, o más bien que vivía a una velocidad superiora la de la mayoría de las personas. Se dedicaba a gran

cantidad de actividades, y siempre tenía que correr paraocuparse de la siguiente, sin parar. En vida publicó una

 veintena de libros y parecía vivir varias vidas a la vez.No sabía lo que era la angustia de la página en blanco

 y nunca se tomaba vacaciones. La rapidez era su elemen-to. Tocaba muy bien el piano, aunque a mí me habríagustado que lo hiciera un poco más despacio; era un buen

 jugador de tenis, pero prefería el squash, porque la pelotase mueve más deprisa. También en las relaciones huma-nas le faltaba a veces paciencia.

En comparación con la mayoría de mis colegas deColumbia, también el aspecto físico de Said llamaba laatención. No sólo era guapo, sino que además vestía conmuy buen gusto, con chalecos de ante que le favore-

cían, y sobre todo se movía con elegancia. No era posi-ble confundirlo con sus colegas, esos hombres pálidos

 y evanescentes que parecían vivir sólo rodeados de li-bros y tendían a convertirse en puras cabezas. Él teníalos pies en la tierra, era también un cuerpo y no intenta-ba pasarlo por alto. Era además un hombre generoso

 y apasionado, admirador ferviente, aunque en ocasiones

crítico mordaz.

En la universidad y en la ciudad 

Esta elección repercutía en su trabajo, lo que suponía yauna excepción. Aunque participaba en las nuevas tenden-cias «teóricas» en el ámbito de los estudios literarios, que

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Edward Said   11

se oponía al anterior enfoque exclusivamente biográfico,

histórico o estético de los textos, tomaba distancias al res-pecto y hablaba de ellas con cierta sorna. Lo explicó en

 varios textos que reuniría en 1983 en un volumen con untítulo revelador: El mundo, el texto y el crítico.*  Veinteaños después, en el prólogo a su último libro de artículossobre literatura, Reflexiones sobre el exilio,  recordabaeste momento de la historia de nuestra profesión: «En el

momento en que la “ teoría” hacía conquistas intelectua-les en los departamentos de inglés, de francés y de alemánde Estados Unidos, el concepto de “ texto” se había con-

 vertido en algo casi metafísicamente apartado de todaexperiencia».5 También yo había promovido esos en-foques en ciencias humanas que llamábamos «estructuralismo» o «semiótica», enfoques que creíamos que nos

permitían analizar mejor los textos, pero que es ciertoque tenían poco en cuenta el otro término que aparece enel título de Said, el mundo. En la época de la que hablo,

hacia 1977, esta situación había empezado ya a molestar-me, sobre todo porque desde hacía varios años estabaconvencido de que debía mantenerse cierta continuidadentre el ser y el pensar^ entre la existencia y el trabajo, ypor eso me sentía cómodo con las críticas que Said empe-zaba a dirigir a sus compañeros «teóricos».

Las experiencias que me empujaron en esta direc-ción fueron exclusivamente personales: el hecho de que

en 1973 me nacionalizara francés y la llegada al mundo

de mi primer hijo, en 1974. En e* caso de Said fue muy

diferente. El acontecimiento que modificó su manera depensar fue la guerra de los Seis Días, en 1967, un enfren-

tamiento en el que los palestinos y los egipcios fueron vencidos y, lo que es más grave, humillados. La fami-lia de Said, acomodada y de religión cristiana, vivía en

El Cairo, y Said vivía en Estados Unidos desde 19 5 1. Has-ta 19 67 todavía no había adoptado una perspectiva polí-

tica. Después de esta fecha se sintió implicado de forma visceral en lo que le sucedía a su pueblo de origen, pero

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decidió que su existencia debía discurrir en dos planos

totalmente separados: en la universidad, en su mundoprofesional, no mencionaba sus orígenes palestinos y es-tudiaba a escritores europeos y estadounidenses; en laciudad se implicaba cada vez más en los asuntos de supatria perdida. Me entero posteriormente de que en 1977se unió al Consejo Nacional Palestino, el parlamento enel exilio de este país inexistente. No me lo contó porque

 yo no formaba parte de ese mundo.Su compromiso político era un tema personal. Sus pa-

dres no sólo no lo animaron, sino que intentaron disua-dirlo. Said contaba que en 19 7 1 su padre le advertía en ellecho de muerte: «Tu profesión es la literatura. ¿Por quéte metes en política? Te arriesgas a que te den palos». Tam-bién su madre, que murió veinte años después, le hacía

siempre la misma recomendación: «Vuelve a la literatura.Nada bueno puede salir de la política árabe». Pero Saidobservaba en 1998 que «por mi parte, no he sabido llevaruna vida sin compromiso, retirada. No dudé en declararmi filiación a una causa extremadamente impopular».6

Sin embargo, en el momento en que nos conocimoshabía ya encontrado una manera de acercar y enlazar

los dos hilos de su existencia. £1 analista de obras de laliteratura occidental y el exiliado palestino habían des-cubierto un terreno común. Said estudiaría el discursooccidental sobre Oriente, lo que él llamaba el «orienta-lismo», término que daría título a un libro suyo publica-do en 1978 que marcaría otra ruptura en su itinerario(tras la de 1967). En lo sucesivo su vida y su trabajo

profesional podían comunicarse. El libro se traduciríaen como mínimo treinta y seis lenguas e influiría profun-damente en el estudio de las relaciones culturales entremetrópolis y colonias.

La tesis principal de Orientalismo no es, como a vecesse ha creído, la necesidad de rehabilitar de alguna maneraun Oriente maltratado por famosos autores europeos,

 y por lo tanto de corregir su imagen. Su propósito era

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Edward Said 13

mucho más radical, y consistía en decir que «Oriente» no

existía sino como producto, como ficción creada por losoccidentales. Esta afirmación se apoyaba en la constata-ción de que, de entrada, tanto este término como los queen ocasiones lo sustituyen, como «árabe» y «musulmán»,abarca una variedad de realidades demasiado grande,dispersas en el tiempo y en el espacio, para que sea posi-ble hacer un uso fructífero de ellas. Además las socieda-

des que calificamos de «orientales» jamás han existido deforma aislada, y por lo tanto es imposible sacar de ellasuna esencia pura. Como sucede en todas las demás socie-dades, su cultura es híbrida, producto de gran cantidadde encuentros, intercambios e interacciones. Las ideas de«Oriente» y de «Occidente» no proceden de que se gene-ralicen los hechos que se observan en esta parte del mun-

do, sino de la necesidad de los europeos de cosificar fuerade ellos su «otro», contrapunto y a la vez territorio queatrae por su exotismo. El discurso que tiene por objeto

«Oriente» nos informa no sobre el mundo oriental, sinosobre los autores de dicho discurso, que son occidentales.Es lo que ilustran los análisis de Said de textos cuyosautores eran escritores y viajeros, como Chateaubriand,Nerval y Flaubert; políticos, como Disraeli, Cromer

 y Balfour, o estudiosos, como Silvestre de Sacy, Renáne incluso Karl Marx.

Orientalismo suscitaría reacciones hostiles por partetanto de orientalistas occidentales como de nacionalis-tas orientales, ya que negaba a unos y a otros el derechode apropiarse del objeto «Oriente» y cuestionaba inclu-so su identidad. Por lo que a mí respecta, nuestras con-

 versaciones sobre el tema, en 1977 , y después de la lec-tura del libro, el año siguiente, me convencieron de quemuchos de sus análisis eran correctos: el discurso «orien-talista» estaba efectivamente impregnado de clichés quepasaban de un autor a otro y esquematizaban exagera-damente las poblaciones descritas. Como también yoera un híbrido cultural, estaba convencido de que las

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identidades nacionales o étnicas no eran impermeables

a las mezclas. Por otra parte me resultaba difícil aceptarla primera afirmación de Said respecto de la imposibili-dad de generalizar a partir de experiencias individuales.Llevada al extremo, esta determinación nominalista(sólo existen los individuos) habría imposibilitado todoconocimiento de las culturas.

Pero aunque es cierto que en una cultura los indivi-

duos son diferentes entre sí, no lo es menos que compar-ten muchos rasgos, que saltan a la vista sobre todo a losobservadores extranjeros (el privilegio de la «mirada dis-tante» de la que habla Claude LéviStrauss). Es evidenteque las culturas no tienen esencia (eterna), pero eso no lesimpide tener existencia (histórica). La mirada de los via- jeros, estudiosos y políticos estaba sin duda influenciada

por sus prejuicios y su necesidad de crearse al «otro», pero¿no estaba también determinada, al menos en parte, porsu objeto? Ahora bien, si éste es el caso, ¿puede reducir-se su discurso al estatus de síntoma, lo que supone negar-le todo valor de verdad? O formulando la pregunta deotra manera: ¿a partir de qué momento una generaliza-ción se convierte en ilegítima? Quizá «Oriente» no existe

 y el «árabe» tampoco, pero ¿interesa hablar de egipcios?¿De cairotas? ¿De la mentalidad de un barrio o de unacalle? Said no quería plantearse este tipo de preguntas y no podía interrogarse sobre estas identidades, aunquefueran cambiantes y heterogéneas, porque de hacerlo ha-bría corrido el riesgo de exponerse a los reproches que éldirigía a los orientalistas. Por lo tanto, se limitaba a atri-buir su estrabismo al hecho de que formaban parte deOccidente, lo que era también una generalización.

Estas reservas no me impedían ver que la lectura deSaid era refrescante, de modo que recomendé su libro a laeditorial en la que yo publicaba en aquel momento, Seuil. Aceptó publicarlo, y encontré en Catherine Malamoud,a la que conocía bien, a una traductora competente, exi-gente y a la vez apasionada, y así fue como en 1980 apa-

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Edtt/ard Said   15

reció, con un prólogo mío, la primera traducción de

Orientalismo en una lengua extranjera. En esos años yotrabajaba sobre la mirada que los originarios de una cul-tura proyectan sobre los de otra, es decir, sobre la unidad

 y la pluralidad interna de la especie humana, trabajo quedio lugar a mis libros La conquista de América y Noso-tros y los otros,7  este último traducido al inglés en unacolección dirigida por Said. Como él, yo había convertido

mi condición de emigrante en tema de reflexión, no direc-tamente, de modo autobiográflco, sino de forma analógi-ca, interesándome por otras experiencias comparables.Por su parte, Said continuaría adentrándose en la vía quehabía empezado a investigar en otras obras, como Cu-briendo el islam y Cultura e imperialismo* 

El compromiso político

El hecho de que Said y yo trabajáramos en temas simila-res no hacía que pasara por alto toda una serie de dife-rencias entre su itinerario y el mío. La manera más sen-cilla, aunque no necesariamente la más correcta, de

presentarlas sería recordar en qué medida nuestras ex-periencias anteriores habían sido dispares. En esos mo-mentos ambos éramos emigrantes, pero anteriormenteél había vivido en un país del norte de África, Egipto,que sufría la tutela colonial inglesa, mientras que yoprocedía de un país de Europa del Este sometido al con-trol soviético. Me daba la sensación de que para Said las

disputas entre este y oeste, comunismo y democraciasliberales, eran un conflicto entre pudientes, entre blan»eos, entre europeos, grupos de los que había que dife-renciar, que oponer en bloque, a las personas del sur odel tercer mundo, protagonistas de un conflicto distinto

 y más importante. Lo que Said escribía de pasada sobrela confrontación esteoeste me parecía, tanto en esa épo-

ca como más tarde, mal informado y poco clarificador,

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producto de un prejuicio, no resultado de un conoci-

miento profundo. A partir de ahí surgían otras diferencias. Para él el

enemigo principal era el imperialismo, tanto el europeocomo el estadounidense, pero para mí lo era el totalita-rismo comunista o nazi. Los autores a los que solía refe-

rirse eran Lukács y Auerbach, Gramsci y Adorno, Fa-nón y Foucault, mientras que yo me apoyaba en Mijaíl

Bajtín y Louis Dumont, Karl Popper y Raymond Aron, Vasili Grossman y Germaine Tillion. Parecía siempre

tentado a poner en cuestión la autoridad, fuera la quefuera, mientras que yo buscaba sobre todo las vías de

consenso. Me daba la impresión de que lo que más le

interesaba de los textos literarios era el eje de la comuni-cación: quién hablaba y a quién, por qué y para qué,

cuáles eran las apuestas políticas de esa interacción. Pormi parte, en un primer momento descartaba las causas ylos efectos de los discursos y me centraba en su interpre-

tación, los leía ante todo no como un medio de acción,sino como una forma de producir sentido. Sin embargo,estas indiscutibles divergencias en absoluto interferían

en nuestra amistad. No sé si Said era consciente de ellas.

Cuando nos veíamos, cosa que no sucedía con frecuen-cia debido a la distancia que nos separaba, sencillamen-

te no hablábamos de estos temas y preferíamos centrar-nos en lo que teníamos en común.

Otra diferencia importante en nuestras vidas públicasera que Said se comprometió activamente en la lucha po-lítica destinada a crear un Estado palestino, mientras que

 yo me mantuve al margen de todo compromiso de estetipo. Sin embargo, mi país de origen, Bulgaria, seguía so-

metido a un régimen que consideraba odioso, y que ade-más le venía impuesto desde fuera por la Unión Soviética,en la mejor tradición imperial. Pero no se me pasaba porla cabeza la idea de militar contra ese régimen, en parte

sin duda porque temía las consecuencias para los miem-bros de mi familia que seguían viviendo allí, y en parte

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Edward Said *7

también porque ese régimen, que se identificaba a sí mis-

mo con el compromiso político (por la victoria final delcomunismo), había logrado que los adolescentes de laEuropa del Este fuéramos reticentes a actuar en el ám-bito público. Al mismo tiempo estábamos equivocadosrespecto de la solidez del gobierno búlgaro. Nos parecíaque iba a durar para siempre, o en cualquier caso muchosaños más, sobre todo porque se apoyaba en una fuerza

aún más lejana e inaccesible, la de la URSS. Luchar contrael régimen nos parecía tan inútil como rebelarse contra elclima o el relieve del país.

¿Daba la causa palestina la impresión de ser más sus-ceptible de éxito? Me parecía que la razón profunda delcompromiso de Said era menos las esperanzas de éxitoque el propio estatus de Palestina. Bulgaria, tuviera el go-

bierno que tuviera, estaba siempre en su sitio. Podía ale- jarme, rehacer mi vida en París, y el hecho de que el paíssiguiera sometido a un régimen policial ya no me afecta-ba personalmente. Pero Palestina había dejado de existircomo identidad. Se la había declarado «tierra sin pue-blo», se había negado incluso la identidad de los palesti-nos y les habían invitado a pensarse de otra manera,

como árabes o como musulmanes, como egipcios o comolibaneses. Para una persona como Said, que nació en Jerusalén, esta negación equivalía a no admitir su existen-cia, al intento de negar incluso su ser. Para poder vivircomo un emigrante tranquilo como yo, Said necesitabaque se reconociera la existencia de su país de origen. Noes posible marcharse de un país que no existe, ni siquierase puede no interesarse por él. Lo que alimentaba el com-promiso de Said no era la nostalgia de regresar al paísse había convertido en un intelectual cosmopolita que sesentía cómodo en Nueva York, la ciudad más abierta delmundo, sino la amenaza que hacían planear sobre suidentidad que declaraban inexistente y el sentimientode injusticia histórica.

La posición de Said en este tema candente era simple:

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pedía que se tratara en pie de igualdad a palestinos e is-

raelíes. El hecho de que perteneciera afectivamente a unode los dos grupos no le impedía ver las necesidades delotro. Era preciso reconocer y reflexionar desde el puntode vista histórico la gravedad del genocidio que se habíaabatido sobre los judíos. Said jamás sintió la menor ten-tación de negarlo. Había que admitir jurídicamente lalegitimidad del Estado de Israel y dejar de pasar por alto

la realidad de los hechos. Le parecía ridículo que mu-chos militantes árabes se obstinaran en desterrar inclu-

so el nombre de Israel de sus discursos. Desde el puntode vista político, había que condenar la lucha armadacontra Israel y en concreto los atentados terroristas con-tra la población civil, no porque eran ineficaces, incluso

perjudiciales para la causa palestina, que también lo

eran, sino porque eran moral e incluso metafísicamenteinadmisibles.

Pero había que dirigir el mismo tipo de exigencias alos israelíes respecto del destino de los palestinos, y a esalucha dedicaba Said casi toda su energía. En primer lu-gar, desde el punto de vista de la acción política, erapreciso detener el terror de Estado que se ejercía a diario

sobre la población civil palestina, poner fin a la ocupa-ción militar de los territorios palestinos y desmantelarlas colonias que se habían instalado en ellos. Además,en el plano histórico, había que admitir oficialmentela violencia que habían sufrido los palestinos durante lacreación de Israel, violencia que no había sido benig-na por el hecho de no haberse tratado de un genocidio.

Por último, había que admitir jurídicamente el derechode los palestinos a la autodeterminación y garantizarlas condiciones de vida de su Estado independiente. Lassimpatías personales de Said se orientaban hacia un Es-tado no religioso y no étnico en el conjunto de los terri-torios israelíes y palestinos, pero, consciente de que estasolución era impopular entre las poblaciones implica-

das, admitía la necesidad de crear ante todo un Estado

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Edward Said ¿9

palestino soberano. Desde su punto de vista, los acuer-

dos de Oslo apenas satisfacían estas necesidades.Esta decisión de hablar de los dos pueblos a partir delos mismos criterios de justicia hacía a Said sensible a todolo que su historia tenía en común. Solía señalar que partedel antisemitismo del siglo xix despreciaba tanto a los ju-díos como a los árabes, y que ambas poblaciones habíanestado condenadas a vivir largo tiempo en la diáspora. Le

parecía también una trágica paradoja de la historia el he-cho de que la injusticia que sufrieron los judíos hubieraacarreado la que sufrían los palestinos, «víctimas de las víctimas», y ninguna de las dos injusticias era imaginaria.Por desgracia, no era la primera vez que, citando las pala-bras de LéviStrauss, «perseguidos y oprimidos se estable-cieron en territorios ocupados desde hacía miles de años

por pueblos más débiles todavía, a los que se apresuran aeliminar».9Por lo demás, el propio Said era una encarna-ción de esta proximidad entre los dos pueblos, ya que mu-chos amigos suyos eran judíos y él mismo encarnaba lafigura del intelectual elocuente, cosmopolita y políglota,como habían hecho tantos miembros de la diáspora judíaantes que él. En una entrevista que concedió al periódico

israelí Haaretz en 2.000 decía: «Soy el último intelectual judío. No tenéis a ningún otro. Todos vuestros demás in-telectuales judíos son ahora burgueses respetables  ¡subur- ban squires]. Desde Amos Oz hasta los de Estados Uni-dos. Así que soy el último. El único verdadero discípulode Adorno. En otras palabras: soy un palestino judío».10

Said escribió gran cantidad de comentarios sobre la

situación en Oriente Medio, y en concreto en Palestina,que se publicaron tanto en libros como en la prensa (deEl Cairo y de Londres, pero no de Estados Unidos). No secansaba de describir la lamentable situación de la pobla-ción palestina. Denunciaba además la crueldad de la polí-tica israelí, estigmatizaba la opinión pública estadouni-dense, que se alineaba sistemáticamente con las decisionesde los gobiernos de Israel, y lamentaba la pasividad o la

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indiferencia de los países europeos. No era más condes-

cendiente con los dirigentes de los países árabes y de lasorganizaciones palestinas. En general el tono de estoscomentarios era colérico e indignado, lo que lo llevabaa buscar constantemente las expresiones más fuertes, lasinvectivas superlativas (describía los actos del presidenteestadounidense unas veces como un «apoyo increíble-mente ignorante y grotesco», y otras como una «abomi-

nable mezcla de pensamiento confuso»). La situación deguerra y de desastre no favorece el pensamiento con mati-ces y no daba a Said la ocasión de explicar por qué, a pe-sar de todo, prefería vivir en Nueva York que en un paísárabe.

Sin embargo, aunque el tono de sus intervencionespolíticas era virulento y tajante, su compromiso era de

talante moderado. Sabía que la acción política consisteen reconciliar intereses divergentes, y por lo tanto exigellegar a acuerdos. Jamás defendía las acciones violentas,pese a la imagen que intentaban dar de él sus adversa-rios ideológicos. La única acción concreta en la que seimplicó desde su dimisión del «parlamento» palestinofue fundar en 1999, con su amigo Daniel Barenboim,una orquesta sinfónica llamada El Diván OccidentalOriental (nombre que tomaron prestado de Goethe).Esta orquesta estaba (y sigue estando) formada por jó-

 venes músicos tanto de Israel como de los países árabes vecinos, Egipto, Jordania, Líbano, Siria y los territoriospalestinos, y ha ofrecido conciertos en varios de estospaíses, incluso en Ramala. Sus fundadores contribuye-ron así, en la medida de sus posibilidades, a que estospueblos se conozcan mejor.

Los intelectuales y el exilio

La posición que en un primer momento adoptó Said eneste conflicto le creaba enemigos intransigentes en am-

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bos bandos. Los nacionalistas o los antiimperialistas mi-

litantes del bando palestino solían verlo como un trai-dor a la causa, un enemigo al que derribar, porque noquería poner su prestigio intelectual a su servicio. Losincondicionales de la política israelí lo calumniabanpara poder desacreditar mejor su discurso. Debía apare-cer como un «profesor del terror». Lo que más les mo-lestaba de Said no eran sus afirmaciones concretas, ya

que vivimos en sociedades liberales en las que casi todaslas opiniones tienen derecho de ciudadanía. Lo que irri-taba de él era su propia existencia, la de un palestino nipobre ni terrorista, irreductible a ninguna categoría có-moda. Said refutaba con más eficacia los tan extendidosclichés sobre los palestinos amenazantes por su manerade ser que mediante largos discursos. El precio que pa-

gaba por su libertad de opinión eran las amenazas demuerte que recibían tanto él como su familia, el incen-dio de su despacho en Columbia, las calumnias que sedifundían cada cierto tiempo y, de forma más sutil, lacensura y el boicot del que era víctima tanto en EstadosUnidos como en Europa, y por lo tanto también en Fran-cia, donde se negaban a publicar o a reeditar sus libros

 y a emitir los programas dedicados a él.Lo cierto es que la situación no era mejor en el mundo

árabe o musulmán, porque Said colocaba lo que le pare-cía verdadero y justo por encima de obligaciones deriva-das de la solidaridad y de la lealtad. En 1989, cuando unafatua condena a muerte a Salman Rushdie por su novelasupuestamente blasfema Los versos satánicos, Said no

dudó en intervenir públicamente ante asambleas de mu-sulmanes encolerizados para defender el derecho del ar-tista a buscar el sentido y la verdad con total libertad. Susrelaciones con los políticos palestinos se degradaron apartir de 1993, cuando manifestó que no aceptaba losacuerdos de Oslo, y pasaron a ser francamente malas apartir del momento en que empezó a denunciar la corrup-

ción y el autoritarismo que reinaban en el entorno de

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la autoridad palestina, hasta el punto de que a partir

de 1996 en Palestina se prohibió la venta de sus escritos.Said no era un militante dócil. Como Aron, habría podi-do hacer suya esa frase de JeanJacques Rousseau quedice que «todo hombre de partido, sólo por eso, es ene-

migo de la verdad». Así entendía la función del intelectual, ese personaje

de la vida pública al que en 1994 dedicaría un breve li-

bro titulado Representaciones del intelectual . " El inte-lectual es ante todo el que no se limita a ser especialistaen determinado ámbito, sino que interviene en la esferapública, el que habla del mundo y se dirige al mundo. Esademás alguien que no sirve incondicionalmente a de-terminado poder o determinada causa, sino que conser- va su independencia y reivindica la libre búsqueda de la

 verdad y de los valores que estaría dispuesto a asumirpersonalmente. Se mantiene al margen de las autorida-des en el terreno de las ideas, pero también de todas lasfiliaciones impuestas étnicas, nacionales y religiosas, ya que pueden impedir que su acción se oriente exclusi- vamente por los ideales de justicia y de verdad. Said eraun feroz defensor de la laicidad y enemigo de todo na-cionalismo, lo que le permitía criticar con la misma in-tensidad al gobierno estadounidense y a los dirigentespalestinos. Yo compartía este punto de vista, aunque noseguía a Said cuando exigía a los intelectuales que fue-ran necesariamente enemigos del consenso y de la or-todoxia, que buscaran la marginalidad y privilegiaran

siempre la actitud rebelde, ya que me parecía que estaexigencia contradecía la anterior. ¿Y si la opinión co-mún o las autoridades del momento tenían de vez encuando razón?

 A partir de esa marginalidad que reivindicaba se esta-blecía para Said el vínculo entre intelectuales y exiliados.El exilio, en sí mismo algo administrativo, puede llevar

también a un estado de ánimo que yo había descritoen un libro aparecido en 1996 como el del «hombre

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desplazado».11 Para que esta experiencia sea fecunda

es preciso que se reúnan ciertas condiciones favorables,a saber: el hecho de formar parte del país por voluntadpropia, no por obligación, haber logrado integrarse m ás

o menos en el país de acogida, hablar su lengua, trabajaren él y participar en su vida social.

Sin embargo, el «hombre desplazado» que surge deesta experiencia no es un autóctono como cualquier

otro, ya que no renuncia del todo a su identidad ante-rior, sino que forma parte simultáneamente de los dos

marcos de referencia y no se identifica del todo con nin-guno de ellos. Este individuo ve sus dos culturas desdedentro y a la vez desde fuera, lo que le permite escapar

de sus automatismos y examinarlas con mirada crítica.No se deja engañar por las palabras y por las costum-

bres. Con todo, los dos países no se sitúan en el mismoplano. Entre ellos se forman jerarquías complejas, deter-minados gestos son posibles en una cultura pero no en

la otra, determinadas palabras pueden traducirse perootras no. El exiliado vive siempre fuera de lugar, a con-tracorriente, y está marginado, pero considera que esta

insuficiencia es un privilegio. El desplazamiento que su-

fre puede a su vez tener un efecto desplazador sobre losque lo rodean y permitirles ver sus propias costumbrescon una mirada nueva, descubrir una cultura allí donde

creían obedecer a la naturaleza. Por lo demás, pasarde un país a otro, hoy en día una experiencia muy exten-dida, no es la única forma de desplazamiento. Como

poseemos identidades múltiples, podemos experimen-

tarlo cambiando de provincia, o de medio, o de profe-sión, o de sistema de valores. El exilio es simplemente laforma emblemática de todas estas «transculturaciones».Si podemos definir ai intelectual como alguien que está

dispuesto a interrogarse sobre las categorías de su pro-pia existencia, entonces todo intelectual es de algunamanera un exiliado de las circunstancias en las que ha

nacido.

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En algunos de sus últimos textos Said daba todavía

mayor importancia a esta experiencia de las fronterasque necesariamente conoce todo exiliado, y hacía de ellauno de los elementos constitutivos del humanismo. Paraél el humanismo no se definía sólo por el hecho de sercapaz de abrirse a la universalidad, y por lo tanto a to-das la culturas del mundo, en lugar de privilegiar la pro-pia con ceguera etnocentrista; ni sólo por prestar aten-

ción a la voz de todos los grupos de la sociedad, incluidoslos marginales, habitualmente sometidos a la discrimi-nación, y no sólo por parte de las voces dominantes. «Lalabor del humanista no consiste sólo en ocupar un puestoo una plaza, ni simplemente en pertenecer a un país, sinoen estar a la vez dentro y fuera de las ideas y los valoresque circulan en nuestra sociedad o en la sociedad de cual-quier otro .»'3

Said valoraba la condición de exiliado de forma ambi- valente. Podía decir que «el exilio es uno de los destinosmás tristes», y a la vez que favorece la reflexión, ya que«para el intelectual, el exilio es un estado de inquietud, unmovimiento en el que, al estar constantemente desestabi-

lizado, se desestabiliza a los demás».14 Me da la impre-sión de que a medida que pasaba el tiempo Said valorabacada vez más las ventajas de la posición de exiliado, de«hombre desplazado», y que la idea de encerrarse en unaidentidad étnica o nacional le resultaba insoportable.Convirtió en vocación lo que podría haber sido una mal-dición. En zooo decía a su amigo Daniel Barenboim:

«Con el tiempo he llegado a considerar que esta idea de“ tu casa” está demasiado sobrevalorada [...] Esta ideade “ patria” no me interesa nada. Lo que de verdad prefie-ro es vagabundear». En 2002 añadía: «¿Cómo podemos“ am ar” realmente algo tan abstracto e imponderablecomo un país?». Su último trabajo, que quedó inacabadocuando murió, trataba sobre otra forma de exilio, lo que

llama el «estilo tardío» de los artistas, al que se siente es-pecialmente cercano.*5Le había conmovido ver que mu-

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chos grandes creadores Bach y Beethoven, Rembrandt

 y Matisse, Thomas Mann y Lampedusa, entre otros, enel crespúsculo de su vida, habían desarrollado en susobras una nueva orientación, caracterizada no por la sín-tesis de todo lo anterior, por la calma y la serenidad, comocabía esperar, sino por poner de manifiesto pulsiones irre-conciliables, contradicciones no resueltas y tensiones in-salvables.

Said no era propietario de su casa. Decidió vivir dealquiler. ¿Se reconocía en la figura del judío errante?

Los efectos de la enfermedad 

La vida de Said tomó otro rumbo en 19 9 1 , cuando des-

cubrió que tenía una enfermedad incurable, una leuce-mia linfática crónica. Este descubrimiento estremecedor,a partir del cual se convirtió en un muerto aplazado,

acarreó muchos cambios significativos. En primer lugarabandonó todas sus responsabilidades políticas. En ade-lante tenía en tiempo contado, por lo que debía centrar-se en lo fundamental, en los gestos que le eran más in-

dispensables. Entre ellos se contaba un viaje con sufamilia a Jerusalén, adonde no iba desde 19 47, como si,

frente a la enfermedad, necesitara reafirmarse restable-ciendo la continuidad no sólo para sí mismo, sino tam-bién para sus seres queridos. Este viaje dio lugar, esemismo año, a un relato publicado en la prensa inglesacuya profundidad y tono personal me conmovieron tan-

to que algo más tarde colaboré para que apareciera enFrancia en un folleto que no existía como tal en inglés,Entre guerre et paix.16

 Al mismo tiempo que centraba su vida en lo funda-mental, Said descubría un registro que no había emplea-do hasta entonces, la escritura autobiográfica. Este traba- jo, al que se dedicó especialmente entre 1994 y 1998, dio

lugar al que considero su libro más importante, el relato

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de los primeros años de su vida, titulado en español Fue-

ra de lugar .17 El recuerdo se detiene cuando acaba sus es-tudios, en 196 3, antes de que empezara su vida profesio-nal, mucho antes de que se despertara su interés políticopor la causa palestina. Pero el que escribe es el adulto, alque la amenaza de muerte obliga a descartar toda pose y avanzar tanto como sea posible en la búsqueda de la verdad. Y en este libro Said logra dar la imagen más deta-

llada e inteligible de su persona, logra armonizar no sólosu condición histórica de palestino exiliado y su interésprofesional por el análisis de textos, como en Orientalis-mo., sino también su personalidad pública y su personaprivada, lo que hace de este libro una de las mejores auto-biografías contemporáneas que conozco.

 Además de centenares de otras observaciones y aná-

lisis, un rasgo de la vida de Said que me llama la aten-ción leyendo su libro es el lugar que para él ocupaba sumadre. En realidad todo su proyecto surge de ía nece-

sidad del autor de dirigirse a su madre tras descubrirsu enfermedad. Aunque ésta había muerto hacía un año y medio, se descubre escribiéndole una larga carta. Leyen-do Fuera de lugar  entendí que esta relación fundamen-tal para Said estaba aquejada de una herida incurable,que vivía su amor por ella como no del todo recíproco.Me decía que esta carencia, concebida en sus primerosaños de vida, debía de ser en parte responsable de su cons-tante inquietud durante toda su vida adulta, de su des-bordante actividad, de su incapacidad para encontrar el

descanso. Y por comparación me daba cuenta de la pro-tección que me habían ofrecido mis padres con la certe-

za inquebrantable de su amor.Enterarse de que se padece una enfermedad que no

tiene cura, darse cuenta de que la muerte no sólo es la leygeneral del mundo vivo, sino que anuncia tu destino enun futuro relativamente próximo, puede provocar reac-

ciones muy diferentes, desde el pánico febril hasta el en-cierro solitario. Said siguió otra vía, descubrió la «necesi-

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dad de pensar en las cosas últimas». Este pensamiento

adquirió la forma de un viaje hacia los lugares de origen ysobre todo de un proyecto de escritura, actividad sin dudafamiliar para él, pero en esta ocasión una escritura lo másalejada posible de su vida profesional y política, una ex-ploración de su ser. En ese momento buscaba ya no anali-zar a los autores del pasado ni defender las tesis que leparecían justas, sino descubrir su propia identidad y acer-

carse a sí mismo, lo que llamaba «un intento tardío dedar forma de relato a una vida que había dejado más omenos a su aire, desorganizada, dispersa y descentrada».'*Tuvo que perder la salud para lograrlo.

La enfermedad estaba siempre presente, los dolorososefectos secundarios se multiplicaban y Said pasaba mesesenteros sometido a tratamiento intensivo. «Estos tres úl-

timos meses he estado hospitalizado varias veces y he pa-sado días entre largos y duros tratamientos, transfusionesde sangre y análisis interminables, horas y horas impro-ductivas mirando el techo, drenando el cansancio y la en-fermedad, incapaz de trabajar con normalidad y pensan-do, pensando, pensando.»*’ En cuanto salía, retomabasus incontables actividades a un ritmo todavía más acele-

rado. Ni siquiera él había conocido nunca tal necesidadde acción. Encadenaba las conferencias por todo el mun-do, los artículos periodísticos en los que comentaba laactualidad política en Oriente Medio o en otros lugares,las conversaciones en profundidad sobre sus temas prefe-ridos (como sobre música con Barenboim) y los estudioseruditos sobre los más variados temas. Said sabía que le

quedaba poco tiempo, y cada día vivido debía compensarlos días, meses, años y décadas que iban a faltarle. El re-sultado es que, tras su muerte, fueron precisos como mí-nimo cuatro volúmenes para reunir los escritos de estosúltimos años.10

Considero que lo más significativo de estos análisistardíos es que reivindican la herencia humanista, término

que asumía «pese a que despreciaba a los críticos posmo

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3»   Obertura

demos sofisticados»/1 Si hubiera que buscar la familia

ideológica a la que Said se sentía más cercano, no sería,pese a algunas afinidades, ni el marxismo ni el nietzscheanismo, que estuvieron de moda en las universidades esta-dounidenses durante varias décadas (la Frettch Theory), sino el humanismo, siempre y cuando sea verdaderamenteuniversal y no se confunda con el eurocentrismo. Saidcreía posible adentrarse en este sentido y confrontar la

tradición europea con las de otras grandes culturas, y enla difusión del saber científico, en la común preocupaciónpor conservar el planeta y en el consenso respecto de losderechos humanos veía los indicios de un espíritu real-mente universal. En nombre del ideal humanista se pue-de, incluso se debe, criticar las prácticas que se reivindica-ron en el pasado. En este sentido Said asumía de buengrado lo que otros habrían calificado de ingenuidad filo-sófica y reivindicaba ¡deas tan anticuadas como la «libe-ración», la «emancipación» y el «progreso», porque sa-bía que los pueblos de la tierra no alimentan la sospechaepistemológica respecto de sí mismos, sino que reivindi-can los «grandes relatos» de la Ilustración y de sus ideales

de justicia e igualdad. Sabía también que los derechos hu-manos, como sus transgresiones, no eran un «efecto deldiscurso».

Para Said el humanismo era también una manera desobrepasar otra frontera, la de las palabras y el mundo.El especialista en humanidades o en ciencias humanasque reivindica una postura humanista debe ser, por una

parte, un buen conocedor de los textos, pero, por laotra, jamás olvida el marco en el que los textos se escri-ben y se leen. Nunca se cansa de pasar de las palabras alas cosas, y de las cosas a las palabras, y no pasa por altoninguno de los términos de la relación. N o nos sorpren-derá ver que Said no quisiera quedarse en el análisis ex-clusivamente formal de los textos literarios, que los se-

para de su relación con la experiencia humana. Tambiénahí era preciso ampliar horizontes y no confundir la hu-

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manidad con la idea que de ella se hacen algunos críticos

europeos cansados. «Los únicos que pueden formulareste tipo de teorías son las mentes a las que jamás haconmovido la experiencia inmediata del tumulto de laguerra, de la limpieza étnica, de la emigración forzosa

 y de los desafortunados desgarros.» Jamás olvidaba que«el principal tema que se plantea al intelectual de hoy»procede no de las controversias escolásticas, sino del

«sufrimiento humano».11 Por esta misma razón el inte-lectual humanista traspasa otra frontera, la que separael saber especializado del saber accesible a todos, y nodeja de ir de uno al otro, y por eso Said era hostil a toda jerga abstrusa, que suele permitir al especialista dejara los profanos fuera de su coto privado de caza.

Said despreciaba la amenaza de muerte aumentan-

do la vida. Esta intensa actividad quedó interrumpidael z5 de septiembre de 2003.

Las causas perdidas

En un ensayo de sus últimos años Said reflexionaba so-

bre lo que él llamaba «las causas perdidas». Sabía deentrada que iba a perder la batalla en la que estaba másdirectamente implicado, la batalla contra la muerte,como todos nosotros, pero algo más deprisa. Para él lacausa palestina había retrocedido, y su desenlace le pa-

recía más lejano que diez años antes. Las pasiones étni-cas, nacionales y religiosas que se había dedicado a

combatir se exacerbaban cada vez más. Desde este pun-to de vista, los acontecimientos desencadenados a partirdel 1 1 de septiembre de zooi golpearon todavía más sus

esperanzas de mejorar el mundo. Lo que Said intentabaconseguir con sus textos, tanto en Orientalismo comoen otros, era destruir los clichés y las generalizacionesabusivas, como la de oriental, musulmán y árabe. Pero

el talante bélico que se instauró, al parecer de forma du

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radera, tras los atentados, tanto en gran parte del mun-

do del que Said era originario como en su patria deadopción, favorece el maniqueísmo visceral, la estigmatización sin matices del enemigo y el encierro de todoindividuo en una categoría a la que en lo sucesivo estácondenado a pertenecer. Los «malvados árabes» de losunos encuentran su equivalencia en los «malvados esta-dounidenses» de los otros. Quienes se designan a sí mis-

mos como expertos disertan en páginas y páginas deperiódicos, día tras día en la televisión, sobre el carácterpresuntamente inmutable de los unos o los otros. Las ta-ras que denuncia Orientalismo  sin duda son ahora másgraves que en la época en que apareció.

¿A qué agarrarse cuando descubre uno que es el de-fensor de tantas causas perdidas? Said citaba de pasada

una frase de Romain Rolland en la que se reconocía,que aludía al «pesimismo de la inteligencia y el optimis-mo de la voluntad».13 ¿Seguir actuando, frente y contra

todo, pese a las advertencias de la razón? También men-cionaba una frase de Adorno que en último términoapuesta por la universalidad humana: la idea que se ha

pensado una vez con justicia, aunque no lleve a la victo-ria, no podrá ser vencida; necesariamente volverá a apa-recer y la retomarán otros hombres en otros tiempos y lugares. Said llegaba a la conclusión de que si una cau-sa era justa, nunca se pierde definitivamente, porquepasa, cual antorcha, de un individuo a otro.

 Yo añadiría que hizo algo más que legar sus causas

a los que quisieran retomar la llama. Convirtió en obrasu manera de vivir los últimos años de su vida. No setrata de que se negara a admitir la situación inicial queel azar reparte a cada uno de nosotros. Al contrario, suitinerario anterior lo había ya llevado a rechazar la vulgata existencialista según la cual el hombre sólo es pro-ducto de su voluntad y de sus elecciones, y a asumir que

era lo que era por razones que poco dependían de él: unpalestino exiliado, un neoyorquino jovial, un profesor

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Edward Said 41

de literatura, un comentarista político y un hombre que

amaba y se ponía furioso. También aceptó su enferme-dad, con los cambios que le impuso e incluso las in-

flexiones que daba a su trabajo biográfico, porque a me-nudo no era él, sino ella la que decidía cuándo y cómopodía escribir. Sin embargo, aunque su conciencia acep-taba lo que no dependía de su voluntad, Said logrósuperar su yo anterior; alcanzar y contar la verdad de su

ser y esculpir su vida como si de una obra se tratase. Poreso se convirtió en un individuo universal, un ser parti-

cular cuyo destino, que él mismo interpretó, interpela atodos los demás individuos. No sabemos si, cuando do-blen las campanas para cada uno de nosotros, sabremosencontrar las fuerzas necesarias para hacer lo mismo,pero podemos pensar en él y en lo que consiguió consigo

mismo, que sirvió para hacer el mundo un poco mejor y con más sentido.

Por todo ello Edward Said merece nuestra gratitud.

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LECTURAS

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El descubrimiento de América

Cuatro textos influyen decisivamente, más que ningúnotro, en la primera imagen que los europeos se hacen de América y de los americanos: la «Carta a Gabriel Sán-chez» (o «Carta a Santángel»), de Cristóbal Colón; lascartas de Pedro Mártir a personalidades de la época, reu-nidas en sus Décadas del nuevo mundo, y dos cartas de

 Américo Vespucio tituladas «El nuevo mundo» y «Loscuatro viajes». Su denominador común es precisamente

el papel determinante que desempeña su difusión en laopinión pública europea. Desde este punto de vista, tie-nen mucha más importancia que otros documentos de losmismos autores, pero que quedaron inéditos en la época,como el Diario de a bordo  de Colón o sus Relaciones,incluso las demás cartas de Américo Vespucio. Desde estamisma perspectiva de la construcción de la imagen de

 América, las versiones latinas tienen más influencia quelas demás. Sabemos que sólo Pedro Mártir escribe en la-tín (Colón se expresa en español, y Vespucio, en italiano),pero sin duda su amplia difusión es consecuencia de queestas obras se publicaran en latín. Otros documentos dela época, obras de exploradores o de curiosos que no sa-lieron de Europa, participan también en la formación de

esta imagen, aunque no llegan a tener la importancia de lascartas de Colón, Mártir y Vespucio. A través de ellas, enquince años decisivos (14911507), a las hazañas de losnavegantes se unirá un descubrimiento intelectual, el delNuevo Mundo.'

El personaje de Colón ha suscitado gran cantidad decomentarios no sólo por las repercusiones de lo que

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46   Lecturas

hizo, sino también por lo que en él nos parece una com-

binación de rasgos contradictorios. Colón es un antiguo y a la vez un moderno; está lleno de prejuicios, pero esde talante pragmático, dogmático y empirista; es un ge-nial navegante, pero un mediocre geógrafo; posee una femística, pero está ávido de riquezas; es defensor del«buen salvaje» y el que inicia la esclavitud de los indios.Un rasgo de su biografía es especialmente importante

para el tema que aquí nos interesa: su conflicto con losreyes de España, que no tardan en darse cuenta de que,en una época en la que en realidad no creían que susexpediciones pudieran tener éxito, firmaron con él unimprudente acuerdo cediéndole el poder de todos losterritorios que descubriera. Colón será vencido porquesu hallazgo es inmenso, porque no se trata de unas cuan-

tas islas, sino de un continente de superficie infinitamen-te mayor que la de España. Si los reyes hubieran mante-

nido los términos del acuerdo, su sirviente habría llegadoa ser mucho más poderoso que ellos. Por eso les intere-sa atenuar y ocultar el papel de Colón en el descubri-

miento del Nuevo Mundo, en concreto en el tercer viaje,

en 1498, durante el cual llega a Sudamérica, y por esotambién la «Carta a Sánchez», publicada en 1493, serádurante todo este periodo el único documento de Colón

que el gran público europeo conoce.Pedro Mártir de Anglería nunca salió de Europa, pero

este erudito milanés goza de la confianza de varios perso-najes influyentes y se establece en la corte española como

hábil cortesano encargado de misiones diversas. Dos da-tos de su biografía hacen que nos resulte especialmente valioso: se hace amigo de algunos exploradores que re-gresan a España, sobre todo de Colón, y reúne con granatención sus relatos; por otra parte, sigue siendo confi-dente de varios cardenales italianos y decide mantenerlosal corriente de las noticias de los sorprendentes descubri-

mientos que no dejan de llegar a España. Así, seleccionalas informaciones sueltas, las organiza en narraciones co-

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El descubrimiento de América 47

herentes y las completa con referencias eruditas y reflexio-

nes personales. Sus misivas tienen de entrada un caráctersemipúblico, de modo que las leen muchas otras personasaparte de sus destinatarios. Su estilo ágil les garantiza rá-pidamente el éxito, y poco tiempo después aparecen enun libro. En 1 504 se publica una selección, y la primerade las Décadas de Mártir verá la luz en 1 5 1 1 .

 Américo Vespucio es el personaje más enigmático de

los tres. Este florentino que reside en la península Ibéricaposee cierta educación humanista y además es sin dudaun buen navegante, ya que en 1508 ocupa el puesto depiloto mayor del rey de Portugal. Poco sabemos de sus

 viajes a América aparte de lo que dicen los escritos que sele atribuyen. Es seguro que en 14991500 participó enla expedición dirigida por Alonso de Hojeda y Juan de la

Cosa al continente sudamericano (expedición que apro- vecha los descubrimientos del tercer viaje de Colón), y en 15 0 1 15 0 2 en otra navegación que explora las cos-tas de América mucho más al sur, hasta el Río de La Plata.Está también el Vespucio escritor, del que apenas tenemosmás información. Parece seguro que el navegante escribiócartas a amigos influyentes de Italia, como Mártir, pero

las que le proporcionan la gloria y se publican (la prime-ra, Mundus Novus, en 15 03; la segunda, Quattuor Navi- 

 gationes, en 1507) parecen como mínimo muy corregidas,si no totalmente reescritas por otros autores más expertosen literatura que en navegación y que quizá nunca hansalido de Europa. Atribuyen a Vespucio cuatro viajes, se-guramente para que haya hecho tantos como Colón, y so-bre todo un improbable primer viaje en 1497, por lo tan-to anterior al tercero de Colón, durante el cual se suponeque llegó a Sudamérica.

Las dos cartas son una agradable consecución de epi-sodios diversos, algunos de ellos procedentes de cartasanteriores (entonces inéditas) de Américo, y otros de rela-tos de otros viajeros. Por ejemplo, Pedro Mártir dice ensu carta de noviembre de 1493, relativa al primer viaje de

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Colón, que los caníbales conservan los brazos y las pier-

nas de sus enemigos, que consumirán más tarde, «en sal,como hacemos nosotros con el jamón». Américo afirmahaber visto «carne humana en salazón, colgando del te-cho, como solemos colgar nosotros el tocino y la carne decerdo». En una carta sobre el segundo viaje de Colón(14931496), Mártir describe las iguanas, que los indiostienen como reserva alimentaria, «colgadas de los árbo-

les, unas con el hocico atado con una cuerda y otras conlos dientes arrancados». Américo afirma haberlas vistoen su primer viaje: «Encontramos muchas serpientes deeste tipo, vivas, con las patas atadas y el hocico tambiénatado con cuerdas para que no pudieran abrirlo». Todo eltexto está aderezado con humor y erudición, y el resulta-do son dos obras de calidad literaria muy superior a la dela carta de Colón.

¿Qué nos enseñan estas primeras descripciones de América escritas por un genovés, un milanés y un flo-rentino?

La tierra y el océanoUna cosa es viajar por mar durante treinta y tres días, y llegar a tierra al final de la travesía, y otra muy distintasaber dónde se está. La fecha del descubrimiento intelec-tual, es decir, cuando se sabe que se trata de un nuevocontinente, no es menos importante que la de las haza-

ñas del navegante, y tiene lugar en 1507. ¿Cómo se llegaa este punto?

Sabemos que Colón zarpó rumbo a Asia con la inten-ción de llegar por la vía «directa», la occidental, de modoque toda su seguridad se apoya en que considera que elglobo terrestre es mucho más pequeño de lo que realmen-te es. Poco importan aquí las razones. Lo cierto es que

Colón está convencido de que si viaja hacia el oestedurante aproximadamente un mes, encontrará tierra,

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 y como así sucede, ya nada puede hacer tambalear su

convicción de haber llegado a Japón (Cipango) y China(Catay), país en el que reina el Gran Khan al que MarcoPolo describe en su Libro de las maravillas. En concreto,Colón cree que Cuba es parte del continente, no una isla,

 y que por lo tanto ese continente debe de ser Asia. Sigueconvencido de ello hasta su muerte, aunque suponemosque tuvo momentos de duda, ya que en su cuarto viaje

parece buscar obstinadamente aunque en vano una víade paso hacia el oeste (¿el mar de China?), que habríadebido estar ahí si sus nociones geográficas hubiesen sidoexactas.

Pero ésta es sólo la mitad de la historia, ya que Colónbusca no sólo Asia «por la vía occidental», sino tambiénun cuarto continente, que los antiguos no conocían y que

los cosmógrafos de la Edad Media habían deducido porpura simetría. Debía de estar al sur de Asia (o de la India),del mismo modo que África está al sur de Europa. En losmárgenes del Imago Mundi, de Pierre d’Ailly, donde en-cuentra estas hipótesis mucho antes de ponerse en cami-no, Colón habla de una «cuarta parte de la Tierra, queestá bajo el ecuador», al sur de «esta India, que forma latercera parte de la superficie habitada».1 Además Colónse entera por la misma obra de D’Ailly de que ese conti-nente desconocido alberga ni más ni menos que el paraísoterrenal. Se entiende que un hombre tan profundamentepiadoso como él (sueña con nuevas cruzadas para liberar

 Jerusalén) quisiera llegar a esa maravilla antes de morir.Éste será el objetivo del tercer viaje, por eso se dirige másal sur que en las anteriores navegaciones, y una vez más leespera un azar extraordinario. El continente sudamerica-no (al que llega más allá de la isla de Trinidad) está dondeél había dicho. En esta ocasión Colón sabe que ha descu-bierto un continente, que no se trata de Asia: «una tierrainfinita que se extiende hacia el sur y de la que antes nosabíamos nada», escribe en 1498 en su

Relación dirigida

a los reyes de España. Y es cierto que también está con-

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 vencido de que allí está el paraíso terrenal. Así pues, ima-

gina que Sudamérica está situada más o menos donde Australia. Ésta es la imagen que se hace Colón de sus des-cubrimientos.

Cuando Pedro Mártir se entera de que Colón ha regre-sado, al principio se muestra bastante prudente en susinterpretaciones geográficas. En la primera carta en laque menciona el tema, datada el 14 de mayo de 1493, selimita a señalarlo sin más. La segunda carta, del 13 deseptiembre de 1493, contiene una descripción mucho máslarga de los territorios y de sus habitantes, pero la identi-ficación geográfica sigue siendo muy vaga. Mártir se limitaa hablar de «nuevas zonas» y de «varias islas». La úni-ca otra expresión que aparece procede de Colón, y com-

porta el mismo error de apreciación respecto de las di-mensiones de la Tierra. Mártir habla de que el exploradorha alcanzado las «antípodas occidentales», lo que supon-dría que éste habría recorrido la mitad de la circunferen-cia terrestre. Sin embargo, unas semanas después Mártirdice algo diferente. En una carta del 1 de octubre de 1493 vuelve a informar de esta interpretación de Colón («antí-

podas de Occidente», «vecinas de la India», «la mitad delmundo»), pero en esta ocasión la presenta como un dis-curso citado y se niega a avalarla: «al menos él lo supo-ne», «se cree». Incluso explica el porqué de su escepticis-mo: «aunque el tamaño de la esfera parece contrarioa esta opinión».5

En la carta del 13 de noviembre de 1493, la primera

que se incluiría en sus Décadas, Mártir retoma el relatodesde el principio y lo completa con otros datos y re-flexiones, pero sigue dudando respecto de la identidadde los territorios a los que ha llegado Colón. ¿Es el ex-tremo oriente, como cree Colón, o el extremo occidente,como podía deducirse de las especulaciones de los anti-guos (los mitos griegos)? Por una parte señalará la

proximidad entre la flora y la fauna observadas y las de Asia, lo que corroboraría las afirmaciones de Colón,

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pero por la otra recordará que la opinión de Colón so-

bre el tamaño de la Tierra es heterodoxa y estará atentoa los «indicios que anunciaban el descubrimiento de unterritorio nuevo y un segundo mundo desconocido», loque difícilmente puede referirse a Asia. Y Mártir será enbuena medida responsable de que se adopten dos nom-bres que proceden de estas dos interpretaciones diver-gentes: a esos territorios se los llamará las Antillas (An-

tilia, el extremo occidente de los griegos), pero a sushabitantes se los llamará indios (Mártir, a diferencia deColón, prefiere la India a China).

En las cartas siguientes Mártir parece haber dejadode lado sus reticencias y se limita a transmitir la opinión deColón, con el cual dice en mayo de 1494 que está «muyunido». La única precaución que toma es concretar que

informa de las opiniones de otro, como sucede con la afir-mación de que Cuba es una península («lo que él creía uncontinente») y la relativa a la proximidad de las partesconocidas de Asia («Él cree, en efecto, que llegó hastacerca de Chersonesa Táurica, más allá de Persia, al prin-cipio de lo que es para nosotros Oriente, en la parte delglobo opuesta a nosotros»). Sin embargo, esto no le impi-

de seguir hablando «de países descubiertos y de un mun-do nuevo». La incoherencia entre las dos concepcionesno lo incomoda, y por eso la prudencia de Mártir, su em-peño en no dar su opinión personal le impide avanzarhacia la verdad, que sin embargo estaba a su alcance.

Suele creerse que el descubrimiento intelectual delnuevo continente corresponde a Vespucio. Colón puede

haber sido el primero que cruzó el océano, pero Américo fue el primero que supo dónde estaba, o mejor dóndeno estaba (aquello no era Asia). En realidad las cosas noson tan simples. Ante todo hay que decir que en su lla-mado «segundo viaje», que lo más probable es que fue-ra el primero, en 14 9915 00, está a las órdenes de Hojeda, que probablemente tiene una copia de la Relación de

Colón e incluso una carta que al parecer éste escribió,

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ambas de 1498. Así, no sólo no se trataría de ninguna

hazaña en el ámbito de la navegación, sino que inclusosería el ejemplo flagrante de una malversación de méri-tos, ya que se habría atribuido a Vespucio lo que hizoHojeda, que al parecer no fue más que robar los docu-mentos de Colón. Pero a los reyes de España segura-mente les interesaba tal estratagema, que privaba a lacasa Colón de argumentos en el conflicto que mantenía

contra la corona. Por lo demás, sorprende que cuandoen  Mutidus Novus Américo habla de los territorios queColón describía en su Relación, también él aluda al pa-raíso terrenal, pero mientras que Colón creía literalmen-te en su existencia, Américo recurre a él como a unasimple hipérbole: «Si en algún lugar de la Tierra hay unparaíso terrenal, creo que no está lejos de estas regio-nes». ¿No podría ser otro indicio de que Américo lleva-

ba consigo el relato de Colón?Si consultamos ahora las dos cartas publicadas de

 Américo, no nos costará entender por qué el público leatribuye el descubrimiento intelectual. Las cartas de Co-lón que comunican la novedad de su descubrimiento se

mantienen en secreto. Pedro Mártir duda, se niega a de-cidirse entre Asia y el nuevo continente, y se limita a in-formar sobre las opiniones de los demás. Américo tomapartido desde su primera carta, ya en el título:  Mundus 

 Novus. Y lo explica desde las primeras frases: es el des-cubrimiento colosal de una tierra absolutamente desco-nocida hasta ese momento, tan importante como los

demás continentes. Más adelante sigue diciendo que noes una isla, sino «un continente, regiones nuevas, unmundo nuevo». ¿Y gracias a quién lo han encontrado?«Yo he descubierto...» Américo no sufre de exceso demodestia. Es cierto que reivindica la novedad respectode los antiguos, no de Colón, aunque a Colón jamás lomenciona. La fórmula se repite en Quattuor Navigatio- 

nes, donde dice que ha realizado cuatro viajes en buscade nuevas tierras... En este caso sí aparece el nombre de

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FJ descubrimiento de América 53

Colón, pero sólo es el descubridor de las islas. Por otra

parte, no hay alusiones a Asia.Pero debemos concretar la cuestión. ¿En qué debería

consistir el descubrimiento intelectual de un nuevo con-tinente? ¿Basta con haberse dado cuenta de que lo quellamamos Sudamérica no pertenece a Asia? La verdad esque no. En esa época todo el mundo sabe que Asia, adiferencia de los nuevos territorios, no está en el hemis-

ferio sur. El verdadero descubrimiento consiste en serconsciente de que el continente sudamericano no está alsur de Asia, sino mucho más al este. En otras palabras,que las tierras que acaban de descubrirse están separa-das de Asia por un inmenso mar. Por decirlo con unaimagen: no se ha descubierto América mientras no se hadescubierto el Pacífico. Sólo el hecho de reconocer un

nuevo océano permite afirmar que se ha identificadoel continente americano. Así, la cuestión no es saber si Vespucio supo que Sudamérica era un nuevo continente(cosa que ya sabía Colón, y Vespucio toma de él estaconclusión), sino si supo que existía un nuevo océanoque separaba estos territorios de Asia o si imagina queestán directamente al sur de China.

En las cartas no publicadas en la época, Américo dejaperfectamente claro que sostiene la interpretación «asiá-tica» del descubrimiento. Es la «parte oriental de Asia»,dice en la carta de julio de 1500 .4Este detalle no apareceen  Mutidus Novus, pero volvemos a encontrar otra ob-servación que aparecía ya en las cartas anteriores. Américo afirma que ha recorrido una cuarta parte de la cir-

cunferencia terrestre (ya no la mitad, como pretendíaColón), y que por lo tanto un hombre que estuviera enLisboa y otro que estuviera en los territorios descubier-tos estarían en los dos ángulos agudos de un triángulorectángulo cuyo ángulo recto es el centro de la Tierra.Incluso incluye un pequeño dibujo para que se entiendamejor lo que quiere decir.

Esta afirmación es doblemente reveladora. Por una

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parte, ofrece una visión del mundo que anuncia el relati-

 vismo moderno: si la Tierra es una esfera, ya ningún pun-to de su superficie está más al centro que otro, y la dife-rencia entre «nosotros» y «ellos» es sólo de posición. Porsupuesto, Américo habla sólo de geografía, no de moralni de religión, pero cabe señalar el tono lacónico con elque lo cuenta (sabemos que unos cien años después Giordano Bruno morirá en la hoguera por haber afirmado que

no había razones para considerar que la Tierra era el cen-tro del universo más que cualquier otro punto). Pero des-de el punto de vista estrictamente geográfico, esta afirma-ción significa que Américo no sabe que hay otro océano y que sitúa Sudamérica inmediatamente por debajo deChina. La verdadera distancia entre Lisboa y, pongamospor caso, la Venezuela actual equivale no a una cuarta,sino a una sexta parte de la circunferencia terrestre. Así, Américo considera que el globo es un tercio menor, esdecir, aproximadamente la anchura del Pacífico. Y pode-mos confirmarlo en las primeras líneas del relato sobre elcuarto viaje, en las Quattuor Navigationes, donde Américo afirma que había zarpado en busca de la isla de Mel

cha, situada cerca del «mar gangético o índico». No sehabría embarcado con tanta ligereza en ese viaje si hubie-ra sido consciente de que debía no sólo rodear Sudaméri-ca, sino también cruzar el Pacífico.

 Así pues, Américo no sabe que está en «América».¿A quién corresponde entonces este descubrimiento? Sinduda varios navegantes habían presentido la verdad des-

de los primeros años del siglo xvi, incluso los últimosdel xv. Pero el primer rastro seguro de esta toma de con-ciencia no procede de un navegante, sino que lo ofrece uncartógrafo que nunca ha salido de Europa y probable-mente ni siquiera ha visto el mar. América la descubrió elalemán Martin Waldseemüller, miembro de un círculoerudito de SaintDié, una aldea perdida de los Vosgos. Su

descubrimiento aparece en dos mapas, un mapamundi enforma de corazón y un globo terráqueo dibujado en doce

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husos horarios (que puede recortarse y pegarse en una

esfera de madera), todos ellos de 1507. En esos dos ma-pas, Sudamérica aparece por primera vez debajo de Nor-teamérica, y sobre todo un océano separa América de Asia. El hallazgo intelectual no es pequeño, dado quela existencia de otro mar no quedará confirmada has-ta 1 5 1 3 , seis años después, cuando la expedición dirigidapor Vasco Núñez de Balboa cruce el istmo de Panamá.

 Waldseemüller dedujo la existencia del Pacífico al modocomo en el siglo xx se postulará la del planeta Plutón,mucho antes de haberlo observado, es decir, a partir deirregularidades en la trayectoria de Neptuno.

¿Qué le permitió llegar a esta extraordinaria deduc-ción? Dos factores parecen tener más importancia quelos demás. El primero es precisamente su posición como

observador externo en lugar de ser participante directo.Los círculos eruditos europeos a diferencia de los ma-rinos enrolados en navegaciones reciben noticias defuentes diversas. Giovanni Caboto ha explorado las cos-tas de Norteamérica por cuenta de Inglaterra; Gaspar deCorte Real lo hace para el rey de Portugal; Colón, Hojeda, Pinzón, De la Cosa y Vespucio siguen explorando.

Las noticias de todos estos viajes llegan, más o menosdeformadas, a los círculos eruditos europeos, que sonlos únicos que al final pueden intentar sintetizarlas. Elsegundo factor es la integridad intelectual de Waldsee-müller. Tiene una idea aproximada de la circunferenciade la Tierra y de la geografía de Asia, recibe las informa-ciones sobre los nuevos territorios y se da cuenta de que

la hipótesis asiática es imposible, porque Asia está mu-cho más lejos y se debe poder regresar de Japón por mar.Sólo la existencia de un océano desconocido entre Amé-rica y Asia permitiría dar coherencia a esas informacio-nes, y Waldseemüller no intenta ajustar los datos, sinoque se inventa esa existencia. Su valor contrasta con lapusilanimidad de Mártir, que, aunque dispone de las

mismas informaciones, no se atreverá a sacar esas con-

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clusiones. La historia del descubrimiento de América es

la de un desaprendizaje, la de la victoria progresiva delos datos del sentido común sobre los razonamientosa priori, pero esos datos en sí deben ser captados por un

pensamiento sintético.Sin embargo, el nombre que aparece en esos mapas

es «América». Se atribuye todo el mérito del descu-brimiento a Vespucio, cuyas Quattuor Navigationes  fi-guran, en traducción latina, a continuación de la Cosmographiae Introductio,  la obra en la que aparecen losmapas de Waldseemüller. ¿Por qué este honor? Hay quedecir que los miembros del círculo vosgo admiran desdehace cierto tiempo los escritos de Américo. Uno de ellos,Mathias Ringmann, ha publicado en 1 505 la versión la-

tina de Mundus Novus, precedida de un elogio en versode Vespucio. Podemos suponer que es también él el res-ponsable de la elección del nombre que se da al nuevocontinente (a decir verdad, sólo a la parte sur). Me pa-rece que la explicación sólo puede buscarse en el artede escribir de Vespucio (o de los que escribían para él). Al parecer no se toma en consideración la mención de

 Asia en Quattuor Navigationes, ni se analizan las espe-culaciones sobre las dimensiones de la Tierra (ni se con-sideran en los mapas, ya que la distancia entre Lisboa y Venezuela corresponde efectivamente a un sexto de lacircunferencia terrestre, aunque las dimensiones del Pa-cífico son menores de las reales). Por otra parte, Ring-mann y Waldseemüller fueron sin duda sensibles al

anuncio de la novedad de los territorios descubiertos,mucho más teniendo en cuenta que seguramente no co-nocían la Relación del tercer viaje de Colón, y esta ligeraalteración en la manera de presentar los hechos bastapara que se les pase la idea por la cabeza. De forma másgeneral, era inevitable que les sedujera la narración de Vespucio, que mezcla hábilmente, y como nadie habíahecho antes que él, las anécdotas vividas, palpitantes odivertidas (es un Ulises o un Simbad moderno), y los

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guiños de complicidad con lectores que nunca habían

salido de su gabinete. Así, el nombre del continente homenajea al mejor es-

critor, pero el verdadero descubridor es un científico quesólo ha viajado con la mente.5

Los hombres

 A diferencia del descubrimiento geográfico, el de los se-res humanos no conoce la alternativa simple de lo falso

 y lo verdadero (estar o no cerca de Asia), sino que pasapor una infinidad de niveles intermedios y nunca puededarse por concluido. Pero hay que decir que el «descu-brimiento» de los habitantes del nuevo continente será

especialmente lento y difícil, ya que de entrada tropiezacon muchos y grandes obstáculos.

El primero, por supuesto, tiene que ver con la novedadabsoluta de lo que se ha encontrado. Ninguna poblaciónsabe absolutamente nada de la otra, por lo tanto al prin-cipio no hay intermediarios posibles. La lengua de losotros es incomprensible, e incluso sus gestos son engaño-

sos. Colón lo experimenta una y otra vez durante su pri-mer viaje, aunque no siempre se da cuenta, pero es cons-ciente de la necesidad de formar a intérpretes, por lo quemanda por la fuerza a diez indios a España. Espera tam-bién que los treinta y ocho hombres a los que ha dejadoen Haití aprendan en su ausencia la lengua de los indíge-nas. Cuando emprende su segundo viaje, se lleva a los

indios, que entretanto han aprendido español, pero PedroMártir nos informa de que siete de ellos habían muertoporque no habían podido soportar el modo de vida euro-peo, así que sólo quedan tres. Sin embargo, en cuanto elbarco de Colón llega a la costa de Haití, los tres huyen

 y jamás vuelven a aparecer. En cuanto a los españoles alos que dejó allí, no encuentra rastro de ellos. Los han

matado y quizá incluso se los han comido.

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Lecturas5«

No obstante, más tarde nos enteramos de la existen-

cia de los primeros intérpretes. Al parecer un indio de laprimera isla a la que llegó Colón sobrevivió y aprendióel español, y regresa en el segundo viaje. Colón, en ungesto tan lleno de buena voluntad como de desconoci-miento del otro, lo ha rebautizado: ahora se llama Die-go Colón, como el hermano y el hijo del almirante. EsteDiego parece prestar grandes servicios en los intercam-bios con los indígenas, aunque cabe preguntarse si esaspoblaciones diferentes se entendían siempre entre ellas. A partir de esas conversaciones Colón afirma que Cubaes parte integrante del continente. Durante ese mismo viaje, el doctor Chanca, un hombre pragmático, consta-ta: «Con lo poco que entendemos de su lengua y con las

 versiones equívocas que nos han dado, estamos todossumidos en tal confusión que hasta ahora no hemos po-dido saber la verdad sobre la muerte de los nuestros».6Pero es cierto que el segundo viaje supone una estanciamás larga y que algunos españoles acaban aprendiendolos idiomas locales. Uno de ellos, Ramón Pané, un re-ligioso, elabora, por demanda de Colón, un pequeño

tratado «etnográfico» sobre los habitantes de Haití (quese ha conservado en la biografía de Colón escrita por suhijo Fernando).7 En cuanto a Vespucio, transmite mu-chas informaciones que presuponen la existencia de in-térpretes, pero nunca da explicaciones al respecto, y cues-ta entender cómo, en viajes de exploración en los que sequedan poco tiempo en un lugar, los navegantes podían

aprender la lengua del otro. Sólo en el tercer viaje Ves-pucio menciona a dos indígenas a los que ha capturadopara llevarlos a Europa y enseñarles portugués, pero¿qué hacía hasta entonces?

El segundo gran obstáculo para percibir a los otros esde naturaleza muy diferente. Los primeros viajeros (y estoes especialmente cierto en el caso del propio Colón) persi-guen objetivos concretos, y de los resultados obtenidosdepende que se siga explorando o no, de modo que la

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mirada que lanzan a ese mundo tiene mucho de interesa-

da, cosa que se observa en sus escritos. Colón debe de-mostrar que sus descubrimientos serán rentables, así queafirmará una y otra vez que la naturaleza de esas tierras esmagnífica y asegurará que ha encontrado infinitas rique-zas, o perlas, o especies. En cuanto a los hombres, sonante todo extremadamente asustadizos (traducción: so-meterlos no supondrá el menor problema) y generosos

(no será difícil apoderarse de sus riquezas). Américo tieneotro tipo de intereses. Su botín es menos el oro que losrelatos, de modo que es necesario que abunden las anéc-dotas, que el lector sonría, se emocione y al final lo admi-re, lo que le induce a tomarse algunas libertades con lahistoria real.

Otra dificultad procede del hecho de que, aunque pre-

 viamente no se había producido ningún contacto, es difí-cil librarse de los propios prejuicios, en este caso de losrelatos anteriores. Como Colón cree estar en Asia, pro- yecta sobre estos nuevos territorios los recuerdos de suslecturas de viajes anteriores, los de Marco Polo y los ex-ploradores antiguos. Así, oye hablar del Gran Khan, delos hombres con rabo y de la isla de las amazonas. Pedro

Mártir quiere también confirmar lo que anticiparon Aris-tóteles, Plinio o Séneca, por lo que informa, aunque consu habitual prudencia, del descubrimiento de las amazo-nas. Y Américo ha visto gigantes. Por otra parte, proba-blemente retoma los primeros relatos, los de Pedro Már-tir y Colón. ¿No será este último, por ejemplo, la fuentede esa información que aparece a menudo de que los in-

dios creen que los europeos han llegado del cielo?La influencia de los relatos anteriores y el deseo de

cautivar a los lectores contribuyen a crear el poderosoestereotipo de que los habitantes de América viven en laedad de oro. Colón todavía no piensa en ese mito, peropor los rasgos que atribuye a los indios anticipa su apa-rición: van desnudos (como los habitantes del paraíso

antes de la caída), no tienen religión y no conocen la

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propiedad privada, lo «tuyo» y lo «mío». Mártir reto-

mará los mismos elementos, pero les dará una orienta-ción concreta: los indios tampoco conocen las leyes, loslibros y el dinero, y viven en armonía con la naturaleza,en la edad de oro. Américo se apropiará de esta descrip-ción, la llenará de detalles y le añadirá dos característi-cas importantes: la licencia sexual ni matrimonio niprohibición del incesto, sino lubricidad excesiva (a este

respecto el imaginario de Américo está en las antípodasdel de Colón) y la ausencia de jerarquía social ni jefes,ni sumisión (por el contrario, Colón habría querido des-cubrir al emperador de China). El mito de la edad deoro, erigido al rango de reflexión filosófica por TomásMoro y Montaigne (aunque Américo dice ya que no sonestoicos, sino epicúreos), que se proyecta sobre las po-blaciones extrañas a la civilización europea seguirá te-niendo poder hasta nuestros días.

Cuando leemos estos primeros testimonios del encuen-tro entre europeos y americanos, y si queremos entresa-car algunos datos que realmente tengan que ver con losindígenas y no con los fantasmas de sus visitantes, debe-

mos dedicarnos antes a una paciente labor de elimina-ción. Tenemos que descartar todo lo que estos últimosnos dicen que han entendido de las palabras de los indios,dado que sabemos que todavía no tenían intérpretes.También tenemos que dejar de lado tanto lo que está cla-ro que procede del deseo de los visitantes como las remi-niscencias de sus lecturas. ¿Qué queda entonces?

En primer lugar constatamos que la interpretación delmundo no humano es mucho más fiable que la de loshombres. Los dos tipos de contacto no siguen las mismasreglas. No hay razón para poner en duda las descripcio-nes de las casas y de las hamacas, de las herramientas y delas armas que ven los visitantes. En los comentarios sobreel mundo humano también lo que se deja ver es probable-

mente más verdadero que lo que llega a través de pala-bras. Por supuesto, es cierto que los indios van desnudos

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(por lo demás, a Colón le habría gustado mucho que fue-

ran vestidos, porque eso habría sido testimonio de un ni- vel más elevado de civilización y habría tenido más méri-to). Probablemente es verdad porque en caso contrariono vemos qué interés tendría comentarlo que, como diceColón, las mujeres trabajan mucho más que los hombres.Por último, es cierto aunque ya en este caso lo verdaderose mezcla inextricablemente con lo falso que algunas de

esas poblaciones practican el canibalismo. Los relatos y las observaciones posteriores confirman este dato. Si noshubiéramos quedado sólo con Colón, podríamos pensarque se trata también de una proyección, como en el casode los hombres con rabo (Colón habla de la antropofa-gia de oídas, en una época en la que no entiende nada delo que le dicen, y su Diario de a bordo pone de manifiesto

que se trata de una reminiscencia literaria: los caníbalesson los cíclopes). Sencillamente resulta, como sucede has-ta cierto punto con los territorios, que una realidad seajusta a ese fantasma.

Poco a poco, a esos primeros contactos llenos de ma-lentendidos sucederán otros en los que la imagen de losindígenas irá haciéndose más consistente. El breve trata-

do de Ramón Pané contiene datos insustituibles. Tam-bién el retrato de la población indígena que ofrece elrelato del primer viaje de Vespucio tiene gran interés.

 Américo no pudo hacer todas esas observaciones duran-te un primer contacto, ni siquiera en varios. Lo más pro-bable es que esas páginas reúnan cierta cantidad de re-latos procedentes de diversos observadores, pero no

pueden ser meras fabulaciones. Sin embargo, el verda-dero cambio cualitativo no entrará en juego hasta mástarde, cuando los religiosos españoles se instalen en elcontinente, aprendan las lenguas indígenas y den la pa-labra a los propios indios, que pasarán de objetos delconocimiento a sujetos. Es el mérito, en México, de Ol-mos, de Motolinia, de Sahagún, de Durán y de todos

esos estudiosos que permitirán colocar la palabra de los

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6 z Lecturas

indígenas ai mismo nivel que la de sus conquistadores,

lo que a su vez nos ofrecerá la posibilidad de escucharun discurso totalmente diferente.8

 Al mismo tiempo que los indios y los europeos empie-zan a conocerse, entran también en interacción. El nom-bre de Colón no podría ser más adecuado, dado queinaugura la colonización moderna. Desde su primer viajenos damos cuenta de que sólo deja una opción a las po-

blaciones con las que se encuentra: o someterse por vo-luntad propia (porque lo admiran a él, o a los reyes deEspaña, o al dios de los cristianos, o porque en cualquiercaso son amables y generosas), o someterse por la fuerza.Colón no duda un instante en hacerlos prisioneros, enconstruir una fortaleza que le permitirá mantenerlos araya y en reducirlos a la esclavitud. Los europeos buscanriquezas. Desde esta perspectiva, la función de los sereshumanos es meramente instrumental, son ayudas u obs-táculos para esta empresa, por lo que jamás se tiene encuenta su voluntad.

Sin embargo, la búsqueda de bienes materiales nosiempre se considera una acción loable, sobre todo para

la moral oficial, es decir, cristiana. Por esta razón los au-tores posteriores no se extenderán sobre este móvil fun-damental de las exploraciones, sino que insistirán más enotros motivos más confesables. Según Pedro Mártir, Co-lón viaja por amor a los descubrimientos (lo que no esfalso), para extender la religión cristiana, para llevar las

 ventajas de la civilización y para defender a los indios

buenos de los malos. Después se instauran intercambioscomerciales (campanillas por oro, a ser posible). Tampo-co Américo revela las verdaderas razones de las expedi-ciones en las que participa y sólo menciona de pasada labúsqueda de riquezas. Su objetivo parece ser la pura ex-ploración y el deseo de hacer desaparecer el canibalismo.El cuadro es sin la menor duda demasiado idílico.

Pero estos mismos relatos de Américo son los quepermiten entrever los verdaderos móviles de acciones

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concretas más allá de las razones que ofrecen los pro-

pios exploradores. Los marinos han atracado en la costauna, dos y tres veces, pero apenas han establecido con-tactos. De repente se produce otro encuentro y recibenuna lluvia de flechas. ¿Por qué? Unos días después la si-tuación es la contraria. Atracan en otra isla, y por lotanto encuentran a otra población. Confiando en lo queles han contado otros indios (cabe imaginar los malen-

tendidos) y porque les parece que tienen un aspecto be-licoso, atacan, disparan contra ella con sus cañones ymatan a gran cantidad de personas. En el segundo viajese acercan a tierra y ven a una multitud. Su primera reac-ción es «una alegría poco habitual». Sin embargo, sin lamenor explicación, se convierte en lo contrario: al veracercarse a los indios, «decidimos atacarlos». El humor

de los indígenas también parece cambiar con total faci-lidad de la hospitalidad a la agresividad. «Entonces los vimos alzar sus remos, como si de esta manera quisierandar a entender su fuerza y su voluntad de resistir. Crei-mos que actuaban así para impresionarnos.» Esta razónbasta para que se inicien las hostilidades.

Quizá en esta ocasión Américo y sus compañeros se

equivocaron respecto de lo que significaba alzar los re-mos por encima del agua, pero es seguro que en muchascircunstancias los combates, a menudo mortíferos, no tie-nen más razón de ser que el deseo de resultar vencedor.Son una finalidad, no un medio. ¿Por qué los seres hu-manos, al encontrarse a semejantes a los que no conocen,no logran quedarse con la alegría que surge del contacto

 y quieren enseguida decidir, mediante palabras, gestoso acciones, quién de los dos es el más fuerte? ¿A qué sedebe esa pulsión de poder, simbólica o real, que rige lasconductas humanas en cualquier lugar del mundo?

Lo que podemos adivinar del comportamiento de losindígenas no siempre contribuye a reforzar la imagen delbuen salvaje. La actitud más universalmente presente en

ellos durante los encuentros es la huida, rechazar el con-

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tacto. Su primera reacción es el miedo y el rechazo. La

segunda no es muy diferente. Mártir cuenta que, pese a lassonrisas de los españoles, los indígenas «se agruparon entriángulo, como una bandada de pájaros, y volvierona toda prisa a los valles arbolados». Por lo demás, inten-tan huir incluso tras haber establecido contactos prolon-gados. Hemos visto que los que iban a ser intérpretes deColón lo abandonan sin dejar rastro tras haber vividocon él un año. Mártir cuenta otra historia conmovedora:los españoles han liberado a unas mujeres que estabanprisioneras de los caníbales, por lo que creen que les estánagradecidas. Sin embargo, en mitad de la noche estas mu- jeres saltan del barco y cruzan a nado «tres mil pasos demar». M ártir no sabe si admirar esta hazaña o indignarse

por la falta de gratitud.Cuando les es imposible huir, los indios suelen decidiratacar a los intrusos con sus arcos. La respuesta de los viajeros suele ser mortífera, pero a veces también ellossucumben a los golpes de los indios. Cuando Colón vuel- ve a la primera fortaleza que construyó, ya sólo es «ceni-za y silencio» (Mártir). Américo cuenta sin rodeos la des-

gracia que sufrió un apuesto europeo al que enviaronpara que parlamentara con mujeres indígenas (y las sedu-

 jera): un garrotazo en la cabeza lo envía al otro mundo, y después asan su cuerpo ante la mirada de sus aterrori-zados e impotentes compañeros. Los intercambios deregalos y de amabilidades son más raros y están siemprea punto de fracasar. Las poblaciones indígenas se hacen

constantemente la guerra entre sí (en especial los caribes,nómadas y antropófagos, y los tainos, sedentarios), y sue-len recurrir a la ayuda de los españoles para librarse desus enemigos sin darse cuenta de que de esta forma metenal lobo en el corral. Así, Mártir concluye melancólico:«Están obsesionados por la ambición y el deseo de poder,

 y se masacran en la guerra, plaga de ¡a que estuvo poco

exenta la propia Edad de Oro, porque la máxima “ ¡Dame,que yo no te daré!” debía ya de circular entre los hom-

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bres». Américo explica sus continuas guerras de otra ma-

nera, quizá más verdadera, pero no más alentadora: «Noluchan ni por el poder, ni para ampliar su territorio, niempujados por algún otro deseo irracional, sino por unodio antiguo que se instaló en ellos hace mucho tiempo».Unas circunstancias en las que el olvido sería preferible ala memoria.

El deseo de someter a los demás a la propia voluntad,

de mostrarse más fuertes y de gozar de poder sobre ellosempuja a los hombres a desafiar los peligros de una trave-sía de lo desconocido hacia nuevos continentes, de encon-trarse con temibles enemigos. Incluso cuando creen asu-mir estos riesgos en nombre del bien del prójimo porejemplo para convertir a esos paganos a la religión cris-tiana, siguen aspirando al placer de imponer el bien y

estar a la altura de sus propias exigencias. La humildadno habría llevado a nadie hasta las orillas de América.

Sin embargo, una vez logrado el objetivo, podemosdescubrir nuevas razones, más nobles, para encontrar-se con los otros, y más de un viajero lo ha hecho. No, la«naturaleza humana» no es desesperante. Al final de surelato sobre el segundo viaje de Colón, Mártir informa

(y seguramente inventa en parte) de una escena sorpren-dente que podría servir de modelo para los futuros con-tactos entre culturas. Un anciano octogenario acaba desaludar a Colón, le pregunta y habla con él (en esta oca-sión hay intérprete). Admira la audacia y el poder del na-

 vegante, y después le propone que comparta su propiasabiduría, sus medidas del bien y del mal: están los que

aman la paz y evitan hacer daño a los demás, y los que go-zan molestando a sus semejantes. Durante un breve ins-tante se suspenden las hostilidades y los egoísmos, deja deoírse el ruido de las armas y en el repentino silencio que seinstaura las personas reconocen su común humanidadmás allá de los océanos y los territorios.*

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La Rochefoucauld: la comedia humana

Para el lector corriente, La Rochefoucauld es ante to-

do el autor de algunos aforismos brillantes que no dejande deslumbrarnos varios siglos después de haber sido es-critos. «Todos tenemos la fuerza suficiente para soportarlos males de otro» (M 19).' «No puede mirarse fijamenteni el sol ni la muerte» (M 26). «Preferimos hablar mal denosotros mismos que no hablar en absoluto» (M 138). Admiramos su estilo, extremadamente conciso, y la mira-

da desengañada del moralista. La Rochefoucauld es laencarnación del espíritu y del arte clásicos. Pero esta ad-miración tiene su lado oscuro, que en Francia encuentraapoyo en la larga tradición de lectores para los que lapalabra «sistema» es un insulto, sobre todo cuando seaplica a un escritor brillante. Para ellos Montaigne no essistemático, afortunadamente, ni Pascal, ni Rousseau, y

mucho menos La Rochefoucauld, autor de fragmentosfulgurantes. Él mismo incentiva esta interpretación cuan-do describe sus máximas como «un montón de pensa-mientos diversos que todavía no se han puesto en orden,a los que no se ha dado principio ni fin»/

Es preciso llegar a un acuerdo sobre lo que significanlas palabras. Si por «sistema» aludimos a una concatena-ción rigurosa y monolítica de premisas y de conclusiones,

como podríamos encontrar en un manual, los moralistasfranceses no son demasiado sistemáticos. Pero si entende-mos por ello que su obra posee una intención que hay quereconocer y describir para entender bien el sentido decada frase concreta, entonces sí, todos ellos son fruto delpensamiento sistemático, lo que no Ies impide ser com-

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68   Lecturas

piejos y estar llenos de matices, prestar atención a las con-

tradicciones del mundo que intentan interpretar y ponerde manifiesto sus propias tensiones internas.

Es lo que sucede con La Rochefoucauld. Es ciertoque algunas frases suyas parecen producto del puro jue-go verbal, en el que sobre todo cuenta la forma paradó- jica del pensamiento o su giro sorprendente, y que otrasno son propias, sino que las ha sacado de contemporá-

neos o predecesores suyos, pero eso no impide que suobra en general nos ponga en contacto con un pensa-

miento coherente y poderoso. La Rochefoucauld no esmás caótico o despreocupado que los otros grandes pen-sadores. Es sólo un poco más difícil de interpretar, por-que es especialmente lacónico. Por esta razón los histo-riadores que se han tomado en serio su pensamiento no

terminan de ponerse de acuerdo sobre el marco en elque se le debe situar. ¿Es ante todo agustiniano, en con-creto jansenista? ¿Retoma la filosofía pagana de los an-

tiguos, de los epicúreos, incluso de los estoicos? ¿O essobre todo un «hombre honesto» a la manera del corte-sano de Castiglione?

Encontramos todos estos elementos en el pensamien-to de La Rochefoucauld, y algunos más, pero formanuna síntesis nueva, propia sólo de él. Sin duda por esoestá incluido en la breve lista de autores antiguos a losque hoy en día todavía nos gusta leer sin que nos obli-gue un programa escolar y sin pretender hacer alarde decultura. La Rochefoucauld goza del importante privile-

gio de seguir siendo contemporáneo nuestro, como lofue de los lectores de siglos anteriores. Su obra es nosólo un documento que permite conocer mejor su tiem-po, sino también un aguijón siempre actual para pensaral hombre y el mundo. A cambio, debemos intentar en-tender lo que dice, no sólo a sus contemporáneos, sinotambién a nosotros. ¿Cómo introducirse en este univer-

so enigmático a fuerza de ser claro?

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Ixi Rochefoucauld: ¡a comedia humana 69

La gran comedia

Tomaré como hilo conductor una imagen a la que LaRochefoucauld suele recurrir: habla de nuestra vida in-terior como de la «comedia humana» (MS 6). Unamáxima dice que el interés «representa todo tipo de per-sonajes» (M 39), el orgullo «representa él solo todos los

personajes» (MS 6 ) y la mente intenta en ocasiones re-presentar «el personaje del corazón» (M 108). El ser hu-mano (y no, como en la tradición antigua o más tarde enBalzac, la sociedad, incluso el mundo entero) es unaobra de teatro, y el hombre es objeto de una puesta enescena. El conjunto de estos personajes o papeles consti-tuye la estructura del ser. Si queremos entenderlo, tene-

mos que familiarizarnos con todo lo que conlleva. Perono tardamos en darnos cuenta de que en realidad se re-presentan varias obras simultáneamente, una dentrode la otra, como si dentro de la gran escena hubiera otramás pequeña, y otra más.

Podríamos llamar «gran comedia» a la que pone enescena al ser entero. Participan en ella cinco personajes,

dispuestos no según un escalonamiento de abajo arriba,sino más bien en una línea que une el interior con el ex-terior. El primero (aunque el orden es arbitrario) es la

 fortuna, es decir, los acontecimientos externos, las cir-cunstancias y los azares del destino. Luego está el cuer-po o, retomando el término de La Rochefoucauld, loshumores, que no hemos podido elegir porque los hemos

recibido de la naturaleza. A continuación encontramosel corazón, más o menos sinónimo del alma, sede de to-das las pasiones que nos agitan. Después viene la mente,donde actúan la razón, el juicio y las opiniones, dondesin duda se encuentran la imaginación y el gusto, asícomo las virtudes: la generosidad, la humildad, la com-pasión, la confianza y tantas otras. Por último están los

otros,  otros hombres como nosotros, pero que están

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70   Lecturas

dentro de nosotros mismos y que son tan responsables

como nosotros de nuestras acciones; también podemosimaginarlos como los espectadores de la comedia.

Estos personajes están permanentemente implicadosen una compleja intriga. No todos los papeles tienen lamisma importancia. Dejaremos de lado por un momentoel de los «otros». El de la fortuna y el de los humores sonbastante parecidos desde el punto de vista de la «come-

dia», determinantes y al mismo tiempo un poco margina-les. Determinantes, porque son causas irreversibles queinfluyen de forma decisiva en lo que hacen los demás per-sonajes. La fortuna y la naturaleza son responsables de loque somos, postula La Rochefoucauld (R 14), ya que «lanaturaleza hace el mérito, y la fortuna lo pone en prácti-ca» (M 153). La fortuna, que se confunde con la Provi-dencia, o incluso con el azar, es el agente «que hace quetodo avance por su camino y siga el curso de su destino»(MS 39), y es la principal responsable de la existenciade los héroes (M 53). Nuestras más bellas acciones noson consecuencia de nuestra voluntad, sino fruto del azar(M 57), de nuestra buena o mala estrella.

Los humores del cuerpo no tienen la menor influen-cia en nosotros: «la fuerza y la debilidad de la mente»no son más «que la buena o la mala disposición de losórganos del cuerpo» (M 44), «los humores del cuerpo[...] ejercen sucesivamente en nosotros un imperio secre-to» (M 297), hasta el punto de que La Rochefoucauldsugiere (aunque en una máxima suprimida) que «todas

las pasiones no son otra cosa que los diversos niveles decalor y de frío de la sangre» (MS 2). La duración de laspasiones no depende de nuestra voluntad, sino de nues-tras fuerzas vitales (M 5). Por otra parte, la moderación,de la que algunas personas se enorgullecen, es conse-cuencia de la composición de sus humores, y por lo tan-to el mérito no es suyo (M 17).

 Aunque estas dos determinaciones son de carácterdiferente, ambas representan un papel comparable en la

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La Rochefoucauld: la comedia humana   7 i

argumentación de La Rochefoucauld. Sirven para derri-

bar nuestra presunción, para que rebajemos el orgullo y para que seamos más humildes. Creemos que noscorresponde el mérito de nuestras buenas acciones o denuestra felicidad, pero no es así. En buena medida sonefecto de fuerzas sobre las que no tenemos influencia,los humores del cuerpo dentro de nosotros y el azar delas circunstancias en el exterior. Pero por esta misma

razón estos personajes, aunque poderosos, no merecendemasiados comentarios. Son fuerzas que es preciso re-conocer, pero con las que la interacción está limitada.No ejercemos más control sobre ellas que sobre el tiem-po que hace o el estado de nuestros órganos, y por eso esinútil perder el tiempo con ellas. «Es preciso manejarla fortuna como la salud: gozar de ella cuando es buena,

 y tener paciencia cuando es mala» (M 392). El fatalismoes la reacción adecuada ante agentes tan inaccesibles.

Por esta razón, cuando La Rochefoucauld describe laacción de estos dos personajes dentro del ser, y en espe-cial la del cuerpo (que le pertenece en exclusiva), suelerecurrir a fórmulas analógicas de cuatro términos, queindican que los diversos aspectos del hombre son simila-

res, pero no interactúan directamente. Las conductasdel alma y del cuerpo, que describe por separado, sonmuy parecidas. Las enfermedades son al cuerpo lo quelas pasiones son al alma (M 188, M 193), «los defectosdel alma son como las heridas del cuerpo» (M 194), y viceversa: «La sabiduría es al alma lo que la salud es alcuerpo» (MP 42). Sin embargo, no se trata de que las

enfermedades actúen directamente sobre las pasiones,ni la salud sobre la sabiduría. Lo mismo puede decirsecuando uno de los términos aparece dos veces en lugaresdiferentes: «El amor es al alma del que ama lo que elalma es al cuerpo al que da vida» (MS 13). Aquí el amorno afecta al cuerpo. Lo mismo sucede con el cuerpo y lamente: «La gracia es al cuerpo lo que el sentido común

es a la mente» (M 67). La mente y el cuerpo tienen cada

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Lecturas7 *

uno sus defectos (M ¿90) y cada uno su pereza (M 487).

La descripción de estos planos del ser sigue avanzandoen líneas paralelas que jamás llegan a unirse, lo que jus-tifica la abundancia de expresiones analógicas (de «pro-porciones»).

Pero eso no quiere decir que La Rochefoucauld afir-me que la influencia del azar y del cuerpo sobre el in-dividuo sea total, ya que ello supondría olvidar otra fuer-

za que actúa sobre la conducta del individuo, más internaque la fortuna, más psíquica que los humores, pero sobrela que no tenemos más influencia que sobre los dos pri-meros actores. El verdadero nudo de la intriga se sitúaentre los otros dos personajes: el corazón y la mente. Enesta ocasión se trata de una relación no sencilla, sino do-ble (y su especificidad es producto de esta duplicidad).

Una de las acciones tiene lugar en el plano del poder: elcorazón es el amo de la mente, que es por lo tanto su es-clava. La otra pertenece al ámbito del saber: el corazónengaña, y la mente es ingenua. Una máxima mencionaambas relaciones a la vez: «El hombre suele creer que seconduce cuando es conducido, y mientras su mente tien-de a un objetivo, su corazón lo arrastra a otro sin que sedé cuenta» (M 43). No es sólo que el corazón vence a lamente cuando los objetivos de ambos no coinciden, sinoque lo hace además «sin que se dé cuenta», para que elhombre tenga la impresión de que está haciendo una cosamientras hace otra. Una vez más, tanto una relación comola otra deberían incitarnos a la humildad, porque somos

impotentes e ignorantes a la vez.La Rochefoucauld alude en multitud de ocasiones aestas dos interacciones. Las pasiones, representantes delcorazón, son tiranos violentos (MP 21), y el amor pro-pio, la más importante de ellas, es un dios omnipotente(MP 22) del que cuesta ver en qué es inferior a Dios. Larazón es impotente, en realidad no influye en nuestro

gusto (M 467) o nuestros deseos (M 469). Dirige nues-tro corazón, pero se trata de conductas que, confronta-

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La Rochefoucauld: la comedia humana 73

das con las normas del mundo externo, se consideran

 virtudes o vicios. Disfrazar esta habilidad, esta tiranía,no es menos importante, y sucede todo el tiempo: «Lamente es siempre víctima del corazón» (M 10 2), y sigueuna estrategia adecuada: «Lo que el mundo llama virtudno suele ser más que un fantasma formado por nuestraspasiones, al que damos un nombre recatado para poderhacer impunemente lo que queremos» (MS 34): elabo-

ración del simulacro, valorización por el nombre y acti- vidad oculta. Los intentos de defensa por parte de lamente, sus esfuerzos por conocer el verdadero rostro delcorazón están destinados al fracaso parcial o total. «To-dos aquellos que conocen su mente no conocen su cora-zón» (M 103).

¿A qué se debe este fracaso? La Rochefoucauld indi-

ca dos razones complementarias. La primera es conse-cuencia de la debilidad constitutiva de la facultad deconocer (algo parecido al escepticismo de Montaigne):«Lo que crea esta falsedad tan universal es que nuestrascualidades son inciertas y confusas, y nuestras visionestambién lo son; no vemos de forma precisa las cosascomo son» (R 13). Nuestra mente, finita y relativa a las

circunstancias que la rodean, sencillamente no puedeacceder a lo absoluto. Al mismo tiempo sólo llegamos aconocer lo general (M 436), pero «para saber bien lascosas es preciso conocer los detalles, y como son casiinfinitos, nuestros conocimientos son siempre superfi-ciales e imperfectos» (M 106). Nuestra mente no puedelibrarse de sus costumbres, de modo que mantenerlas es

para ella la vía que ofrece menos resistencia, la vía de lapereza, contra la que no sabe luchar. No es sorprendenteque podamos progresar muy poco en este conocimiento(M 482).

La segunda razón de que no lleguemos a conocer estodavía más decisiva, y tiene que ver ya no con el sujetoque conoce, sino con el objeto a conocer. Determinadas

instancias del ser se resisten a todo conocimiento por-

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que éste jamás puede ser separado de forma estanca de

nuestro interés. En otras palabras, el conocimiento nopuede seguir siendo puro o neutro. El deseo, el egoísmo,las pasiones y los prejuicios siempre se entremezclan yforman un punto ciego. No  podemos  conocernos deltodo porque en realidad no queremos.  Sentimos unadesconfianza por nosotros mismos (M 315) que es im-posible superar, ya que la sede de la facultad de conocer

es la misma que la de la facultad de desear.La mente, tras haber sido humillada por el azar de

los acontecimientos y los humores del cuerpo, debe vol- ver a inclinarse ante este nuevo amo, que sin embargo esmás cercano, el corazón. Somos débiles nos dirigencuando creemos dirigir y a la vez ignorantes, o estamossumidos en el error. Nuestro saber ya no está a la alturade nuestro querer.

La pequeña comedia

La fragmentación del individuo no se queda aquí. Volva-

mos a las peripecias que tienen lugar en el escenario prin-cipal del teatro. He comentado que este espacio englobaotros. Para ser exactos, todos los personajes de la grancomedia se convierten a su vez en un escenario en el quese representa otra «pequeña» comedia. A este respectohay un personaje más interesante que los demás, el cora-zón; por lo que el objetivo de las  Máximas  es «hacer la

anatomía de todos los recovecos del corazón».3 Nuncaestá en reposo, sus elementos son presa de la agitaciónpermanente y nunca están de acuerdo entre sí. El corazónestá lleno de conflictos y de contradicciones (M 478). Enefecto, sus habitantes más frecuentes, las pasiones, se re-parten en dos grupos. Por una parte, los verdaderos agen-tes, que, como el propio corazón, dominan y engañan

a la vez. Son tres personajes que unas veces se confunden y otras se diferencian, una trinidad sagrada: Amor Pro

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pió, Interés y Orgullo. Por la otra, las pasiones, que algu-

nas veces representan el papel de manipuladoras y otrasson manipuladas: Amor, Odio, Envidia, Celos, Vergüen-za, Temor, Audacia, Prodigalidad, Avaricia... La Vanidad y la Pereza se pasan a menudo al bando de los manipula-dores.

El papel de gran maestro de ceremonias, de auténticodirector de la pequeña comedia, corresponde al Amor

Propio, similar a un dios, como hemos visto, y que apare-ce definido como «el amor a uno mismo y a todas las co-sas en función de uno mismo» (MS i) . Así, participa tam-bién en situaciones en las que los «otros» están presentes,pero los utiliza como objetos. El «Amor Propio» es aquísinónimo de egoísmo, de preferir a uno mismo por enci-ma de todo. En ese fragmento de auténtica valentía retó-

rica que es la máxima suprimida i, lo vemos tambiénconvertirse en el protagonista de muchas acciones quesuelen atribuirse a los seres humanos: concibe, imagina,supone, adivina, quiere, resuelve y conjura. Por otra par-te, tiene deseos, conductas, afectos, sentimientos, pasio-nes e inclinaciones. Algunas veces lucha contra sí mismohasta el punto de que nos da la impresión de que puede

resultar vencido, pero en realidad lo único que ha hechoes refugiarse en otra parte de nuestro ser y saborea asíuna doble victoria, sobre nuestra resistencia y sobre nues-tra vigilancia. «En el momento en que se pierde en un lu-gar, se instala en otro; cuando creemos que ya no sienteplacer, lo único que hace es suspenderlo o cambiarlo, y encuanto lo vencen y creemos que está derrotado, vemos

que convierte su derrota en triunfo» (MS i ). El Amor Pro-pio es insaciable: «Por bien que hablen de nosotros, nonos cuentan nada nuevo» (M 303). Y no es posible cono-cerlo, porque es múltiple y cambiable, y a la vez porque seniega a que lo conozcan.

Como a todo gran jefe, no le gusta mostrarse en públi-co, sino que prefiere actuar mediante personas interpues-

tas. Para ello tiene a dos acólitos a sueldo, el Interés y el

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Orgullo. El Interés es omnipresente y mueve todos los

hilos. Incluso se dice de él que es la quintaesencia, el co-razón y el alma del Amor Propio (MP z6). Esta mismamáxima lo presenta también como el conjunto de sus sen-tidos (vista, oído, olfato). «Habla todo tipo de lenguas»(M 39), unas veces ciega y otras ilumina (M 40), «recurrea todo tipo de virtudes y de vicios» (M ¿53, véase tam-bién M 187), ahoga lo natural, en especial lo bueno

(M 175), y junto con la Vanidad provoca gran cantidadde aflicciones (M 23 2). En él se pierden todas las virtudes

(M 17 1) .Suele ir acompañado del Orgullo, con el que colabo-

ra. El Orgullo sabe resarcirse solo (M 33), «tiene susrarezas» (M 472) y aumenta con lo que quitamos a losdemás defectos (M 450). Varios Orgullos discuten entre

sí como vendedores de ganado, y ninguno de ellos quie-re rebajar el precio (M 225). Es el amo insaciable denuestras inclinaciones (R 17). Es en especial el Orgulloel que se encarga de disfrazar, el que impide llegar a co-nocer (M 36), el que esconde (M 358) y el responsablede la «ceguera de los hombres» (M 19). Y es además tan

perverso que de vez en cuando «se muestra con un ros-tro natural y se descubre» (MS 6), porque es perfecta-mente consciente de que la sinceridad es casi siempre uncebo o una forma de vanidad. A l hacerlo, intensifica lasacciones de su maestro, el Amor Propio, al que se califi-ca como el «más grande adulador» (M 2), y por lo tantotambién disimulador.

La actividad conjunta de estos tres comparsas, a losque se describe como «inseparables» (R 18), tiene un úni-co objetivo: complacernos a nosotros mismos, asegurar-nos de que somos el centro y a la vez la cima del universo,reinar sobre todos los demás y convertimos en sus tiranos(MS 1). Son éstas las fuerzas que dominan nuestra con-ducta, no la aspiración al bien, que sólo es, en el mejor de

los casos, una hábil maniobra mediante la cual, con elpretexto de la generosidad, nos aseguramos la gratitud de

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los demás y recuperamos así nuestra apuesta multiplica-

da por diez. «Trabajar en favor de los demás» no sólo noes una victoria de la Bondad sobre el Amor Propio, sinoque equivale a «tomar el camino más seguro para llegar alos propios fines, prestar a un interés usurero con el pre-texto de dar» (M z } 6 ). Eso no quiere decir que siempreodiemos transgredir abiertamente la moral. Para hacer-lo basta con que se considere que la infracción es prueba

de nuestra fuerza. Por el contrario, nada nos resulta másinsoportable que tener que admitir nuestros fracasos

 y nuestra inferioridad, y por lo tanto la superioridad de losdemás. «Solemos presumir incluso de las pasiones máscriminales, pero la envidia es una pasión tímida y vergon-zosa que jamás nos atrevemos a confesar» (M zy).

Hoy en día, condicionados como estamos por la ideo-

logía del progreso social o la de la bondad natural delhombre, que florecieron en los siglos xvm y xix , puedesorprendernos una visión tan negativa del alma humana.En el siglo xvn esta visión es más frecuente, aunque elpesimismo de las opiniones de La Rochefoucauld impre-siona. En la conciencia de sus contemporáneos se relacio-na con una de las grandes tendencias del pensamiento

cristiano, donde desde la época de los padres de la Iglesiasurge un conflicto entre dos tesis. Las fuerzas cambian denombre, pero conservan los mismos argumentos. Po-demos relacionarlas con los personajes emblemáticos dela primera controversia, San Agustín y Pelagio. Segúnel primero, el hombre se convirtió en totalmente maloa consecuencia del pecado original. En lugar de amar a

Dios, se ama a sí mismo. Por eso su salvación no puedeproceder de él, sino sólo de fuera, de la gracia divina. Porel contrario, según Pelagio, nunca hubo pecado original, elhombre es indeterminado, ni totalmente malo ni especial-mente bueno, por lo tanto es libre y la salvación está ensus manos, así que podemos considerarlo responsable desu fracaso. En el siglo xvu los jansenistas abrazarán la

primera doctrina, y los jesuítas la segunda.

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La Rocbefoucauld: la comedia humana 79

mente detallar la intriga de las pequeñas comedias, sino

que implica además una consecuencia general respecto dela naturaleza de estos personajes. Los conceptos que sir- ven para analizar al hombre (razón, pasión, corazón)están también humanizados, los trata como si fueran per-sonas. Pero decir que el amor propio es un hombre hábil(M 4), que las pasiones son oradores (M 8), que el interésrepresenta diversos papeles (M 39), que los sentimientos

tienen voz, gestos y cara (M 255), contar todas las peque-ñas intrigas en las que están implicados supone sugerirque, dado que son como los hombres, todos estos ele-mentos del hombre pueden también analizarse en los mis-mos términos que los hombres, a los que contribuían aanalizar. Lo que era instrumento del conocimiento debea su vez convertirse en objeto. Sabemos que Pascal habla

también de la razón del corazón, pero con La Rochefoucauld cruzamos un umbral cualitativo. Para él laspasiones tienen sus intereses y su razón (M 9), el amorpropio tiene alma y cuerpo (MP 26),  los deseos tienensentimientos y pasiones (MS 1), y el orgullo tiene sentidocomún, que se llama magnanimidad (M 285). Así, dentrode cada uno de ios elementos del corazón puede abrirse

un tercer escenario, y dentro de la «pequeña comedia»puede tener lugar una «microcomedia». En este tercer ni-

 vel los personajes podrían multiplicarse sin dificultad. Siel amor propio tiene pasiones, ¿por qué no podría tenertambién un amor propio? Las pasiones tienen sus intere-ses, de modo que ¿no podrían tener también pasiones?

 Además, no hay razones para detenerse en este tercer

escenario y no imaginar un cuarto, un quinto, y así suce-sivamente. De este modo podríamos hablar de la razónde las pasiones del amor propio del corazón del hom-bre... No es seguro que seguir subdividiendo ofrezca

 ventajas, pero la posibilidad está ahí y debe tenerse encuenta. Mediante este procedimiento de personificaciónque con tanta frecuencia utiliza, La Rochefoucauld afir-

ma que el ser humano es no sólo múltiple, sino inagota-

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ble. Sin duda la persona tiene una estructura, pero esa

estructura comporta funciones recurrentes, y a partir deahí se abre hasta el infinito. Toda instancia de la que estáformado el ser humano puede a su vez dividirse siguien-do el mismo modelo. Todo nivel del ser se presta al aná-lisis exhaustivo, pero la cantidad de niveles es ilimitada,

 y por eso la investigación del ser es interminable.

El disfraz

 Volvemos ahora a una de las dos acciones de la «grancomedia», el disfraz. En la recopilación de las  Máximas encontramos el siguiente epígrafe: «La mayoría de las

 veces nuestras virtudes no son más que vicios disfraza-

dos», extraído de una máxima suprimida ( 18 1 de la pri-mera edición) que precisaba que quien lleva a cabo estalabor de maquillaje es el amor propio. La Rochefoucauldtrata este tema a lo largo de todo su libro, cuando hablade los velos que cubren las pasiones (M iz), del deseoescondido, del secreto, del desvío que toma la voluntad(M 54), del disimulo (M 62), de la hipocresía (M 218)

 y de que «todas nuestras virtudes» en realidad sólo sonel «arte de parecer honesto» (MS 33). En la última máxi-ma de la recopilación resume el tema de su obra como«la falsedad de todas las virtudes aparentes» (M 504).

Podríamos decir que uno de los principales sentidos delas máximas de La Rochefoucauld es mostramos que loque ingenuamente consideramos virtudes, acciones lleva-das a cabo con las mejores intenciones, en realidad sóloson producto de nuestro egoísmo, de la aspiración a ser- vir a nuestro interés, aunque el egoísmo y el interés hantomado la precaución de lanzar un púdico (y «virtuoso»)

 velo sobre sus actos. La finalidad que La Rochefoucauldse asigna a sí mismo es mostrarnos nuestra pequeñez, ha-

cer imposible que tengamos una elevada opinión sobrenosotros mismos, «humillar el ridículo orgullo del que [el

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La Rochefoucauld: la comedia humana   8

corazón humano] está lleno» y contentarse con las «enga-

ñosas apariencias de virtud».5 Toda nuestra moral es sólohipocresía, pero nos interesa  adaptamos a ella. «Con-denamos el vicio y alabamos la virtud sólo por interés»(MS 28). Lo que presuntamente hacemos en nombre delbien lo hacemos en realidad por egoísmo. «A menudo nosavergonzaríamos de nuestras buenas acciones si el mun-do viera las razones por las que las hacemos» (M 409).

Como hemos visto, realizamos buena parte de nues-tras acciones virtuosas sólo para asegurarnos de que nosbeneficiaremos de las de los demás. Es un intercambio, untoma y daca que sin embargo acaba beneficiando a losmás hábiles. Otras virtudes no son más que el disfraz denuestra pereza, de nuestra debilidad o de nuestros temo-res, como sucede con la clemencia (M 16), la resistencia

a las pasiones (M 122), la bondad (M 237, M 481) y laconstancia (M 21). Otras más proceden de la vanidad,del deseo de recibir elogios (nuestras renuncias quedanampliamente compensadas), como a veces es el caso de laclemencia y la moderación (M 16, M 17), de la genero-sidad (M 246, M 263), de la modestia (M 149, MS 27)

 y de la aversión a la mentira (M 63). Algunas virtudes son

el disfraz de nuestro despecho por haber sido privadosde un beneficio, como despreciar de forma ostentativalas riquezas (M 54) o mostrar odio por los favorecidos(M 55). La piedad es una manera de recordar nuestrasuperioridad (M 463), la magnanimidad es despreciara los demás (M 248), y el valor es resultado del deseo debeneficios, del temor a la vergüenza y del «deseo de reba-

 jar a los demás» (M 213). Nuestro egoísmo desenfrena-do encuentra ventajas en todo momento y en todo lugar,

 y nuestra preocupación por los demás es muy efímera.Gran cantidad de máximas no se limitan a reafirmar

esta enseñanza, sino que imitan además la estructurasintáctica del epígrafe. Podríamos formularla así: «Lamayoría de las veces (cláusula de prudencia) A (una vir-tud) no es más (desvelamiento) que B (un vicio, una pa-

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8 i   Lecturas

sión)». Encontramos muchos ejemplos, ya que se trata

de una auténtica matriz, de una máquina de máximas.«En la mayoría de los hombres el amor a la justicia no esmás que el temor a sufrir la injusticia» (M 78). «A me-nudo lo que parece generosidad no es más que una am-bición disfrazada» (M 246). «La aparente fidelidad dela mayoría de los hombres no es más que una invencióndel amor propio» (M 247), y así sucesivamente. Esta

matriz gramatical no es la única a la que recurre La Rochefoucauld, pero probablemente es la más fecunda.

Buena parte de la recopilación está dedicada a descri-bir este disfrazarse, con sus variantes esconder lo queexiste, fingir lo que no existe (M 70, MP 56), sus difi-cultades, sus fracasos y sus éxitos. Una cosa está clara:como dice también Pascal, el hombre no es más que dis-

fraz. «En todas las profesiones cada uno finge una cara y un exterior para parecer lo que quiere que crean quees, y por eso podríamos decir que el mundo sólo es-tá formado por caras» (M 256). «Todas», «cada uno»

 y «sólo está»: raras veces La Rochefoucauld es tan cate-górico. Cuando acabamos confesando un vicio, es paraesconder otro más inconfesable todavía (M 406). El re-finamiento extremo a la hora de disfrazarse consiste ensimular lo contrario, la ingenuidad. «Saber esconder lapropia habilidad es una gran habilidad» (M 245). «Lamás sutil de todas las delicadezas es saber fingir que cae-mos en las trampas que nos tienden» (M 1 17 ) . Esta seríala verdad de nuestro ser, el fiel retrato de nuestro yo.

La vida en común

La Rochefoucauld, heredero de la larga tradición agustiniana, sólo ve en el corazón del hombre egoísmo y avi-dez. Las relaciones sociales son necesariamente hipócri-

tas, y en el fondo el hombre está siempre solo. Es sunaturaleza, pero se trata de una naturaleza deplorable.

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La Rochefoucauld: la comedia humana «3

El juicio del moralista queda aquí reforzado por una hi-

pótesis antropológica respecto de la soledad esencial delhombre. ¿Qué idea se hace La Rochefoucauld de las re-laciones humanas? Observamos en él una argumenta-ción que por lo demás se ha mantenido intacta hastanuestros días. En un primer momento hacemos como sitodas las relaciones sociales remitieran a cualidades loa-bles, a la generosidad y al amor al prójimo. En otras

palabras, interpretamos toda sociabilidad como altruis-mo, lo que evidentemente es excesivo. En un segundomomento procedemos al desencantamiento progresivo

 y nos arrancamos de la cara la máscara de la virtud. Estegesto es tanto más convincente para nosotros cuantoque nada parece tener de halagador (aunque inconscien-temente nos decimos a nosotros mismos que no afirma-

ríamos algo desagradable a menos que fuera verdad).De repente, cuando hemos rechazado una visión dema-siado benevolente del hombre, nos quedamos con laidea de un ser originariamente solitario y egoísta. La so-ciabilidad es virtuosa, pero la virtud es engañosa, demodo que el hombre es en el fondo asocial. La Roche-foucauld concluye: «Los hombres no vivirían mucho

tiempo en sociedad si unos no fueran víctimas de otros»(M 87). Y Pascal dice también: «La unión entre los hom-bres sólo se fundamenta en este engaño mutuo».6

Creemos equivocadamente que los demás quieren lomejor para nosotros. Si fuéramos lúcidos, la sociedaddesaparecería. Pero esta consecuencia extrema ¿no está

 ya contenida en una de las premisas de la doctrina? Afir-mar nuestra naturaleza solitaria (no necesitamos a los de-más) y egoísta (el único objetivo de lo que hacemos esaumentar nuestro poder y nuestra excelencia) es un pos-tulado, una afirmación a priori que ninguna experienciaen sentido contrario podría hacer tambalear, ya que todoejemplo de lo contrario se interpreta de inmediato comointento de disimulo y de resistencia a la labor de desvela-miento.

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Es verdad que La Rochefoucauld, como si le asustara

que su principio explicativo pudiera extenderse de for-ma ilimitada, en la «Advertencia al lector» de la segun-da edición de sus  Máximas  se apresura a precisar: «Porla palabra Interés no siempre entendemos el interés dealgo bueno, sino muy a menudo el interés de honor ode gloria». Esta precisión hace que resulte más fácil de-fender la afirmación, aunque elimina buena parte de la

radicalidad de las palabras del principio. Si el principalacicate de la actividad humana no es el deseo de bienesde tipo material, de satisfacción egoísta, sino la aspira-ción a la gloria y a los honores, ¿cómo prescindir de losdemás, que son los únicos que podrían proporcionár-noslos? La Rochefoucauld sólo presta atención a nues-tras pasiones sociales, pero el papel que otorga al egoís-

mo implica que el hombre natural es un ser solitario. Escierto que no podemos prescindir de los demás, peropor interés. Cuando afirma que «jamás alabamos a na-die sin interés» (M 144), sólo podemos llegar a dos con-clusiones: o bien el término «interés» tiene su significa-do habitual, en cuyo caso no basta para describir todaslas alabanzas, o bien el significado se amplía e incluyetoda demanda de satisfacción, en cuyo caso la formula-ción es exacta, pero demasiado general para que poda-mos aprender algo de ella.

La opción de La Rochefoucauld, que consiste en de-mostrar sistemáticamente que somos más malos y egoís-tas de lo que creemos, le impide algunas veces aprovechar

sus propias afirmaciones. Tomemos el siguiente ejemplo:algunos sabios dicen despreciar las riquezas. Para él sólopuede tratarse de mala fe: o bien creen necesario despre-ciar las riquezas porque su deseo de poseerlas se ha vistofrustrado (una actitud del tipo «las uvas están verdes»), obien eligen este medio por vanidad, para evitar conducir-se como pobres (M 54). Pero ¿está tan claro que todos,

 y en todas partes, sólo aspiran a las riquezas materiales?¿No podría haber otros objetivos posibles, para los que

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La Rochefoucauid: la comedia humana «5

poseer riquezas sería sólo un medio? El final de esta mis-

ma máxima alude a esta posibilidad: «Era un rodeo parallegar a la consideración, que no podían tener graciasa las riquezas». ¿Y si el verdadero objetivo, no sólo paralos sabios, sino también para otros hombres, fuera sobretodo la «consideración», y la búsqueda de riquezas fuerasólo un rodeo para llegar a ella?

Cabe preguntarse si a la antropología que subyace a

las  Máximas  no le falta diferenciar entre la necesidadgeneral de reconocimiento por parte de los demás ne-cesidad que cuesta entender por qué debería ser un vi-cio y el deseo de que los demás nos adulen sin haberhecho nada por merecerlo, que en este caso sí se alimen-ta de amor propio, de interés y de vanidad. Parece comosi para La Rochefoucauid la solicitud de los demás fuera

siempre del mismo tipo, como si todos los papeles quelos demás representan con nosotros fueran idénticos.

Como Montaigne, otorga un lugar importante al mo-delo económico, al intercambio comercial como repre-sentación fiel del intercambio interpersonal. Dice que elreconocimiento es como «la buena fe de los comercian-tes, que cultiva el comercio». Pagamos para asegurarnos

de que nos darán otros préstamos (M 2x3). «Normal-mente sólo alabamos para que nos alaben» (M 146). Sibuscamos nuevos conocimientos, es para adquirir nuevosadmiradores (M 178). Pero en realidad las relaciones per-sonales no se reducen a esta especie de transacción directa

 y mecánica, y por eso el modelo económico no siemprepermite entender el comercio humano. También podemos

alabar a alguien porque lo consideramos tan cercanoa nosotros que su excelencia nos salpica, o porque imagi-namos que mediante esta valoración entramos en el redu-cido círculo de los auténticos entendidos. Otra máximadice, de forma más penetrante: «Alabar de todo corazónlas bellas acciones es de alguna manera concederse parteen ellas» (M 432). No buscamos rodearnos sólo de adu-

ladores, ya que en ocasiones los admiradores son moles-

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tos y agotadores, y es falso que «siempre nos gustan los

que nos admiran» (M Z94,  véase también M 3 56).Expresar el reconocimiento tampoco implica nece-

sariamente solicitar nuevos favores. Puede ser tambiénuna manera de afirmar nuestra dignidad y nuestra iden-tidad ante nosotros mismos. Asimismo, la piedad nosólo es «una hábil previsión de las desgracias en las quepodemos caer» (M 164). Si lo fuera, sólo se ejercería

con personajes con los que, llegado el momento, pode-mos contar con que nos ayudarían. Pero la piedad surgeen nosotros sin pensarlo, tanto ante niños indefensos,indigentes o moribundos como ante desconocidos a losque sin duda no volveremos a ver. ¿Cómo explicarla re-curriendo al espíritu comercial? La Rochefoucauld no seplantea estas preguntas.

El mismo objetivo de desenmascarar siempre nues-tras virtudes aparece en las máximas que La Roche-foucauld dedica a la amistad. Se supone que es una vir-tud, pero no deja de asegurarnos que todas las amistadesson engañosas e «interesadas». «Sólo podemos amar loque tiene relación con nosotros» (M 81), afirma, lo quees una definición sólo del amor concupiscente. Y siguediciendo: «Lo que los hombres han llamado amistad noes más (...) que gestión recíproca de intereses e intercam-bio de buenos oficios» (M 83), es decir, la amistad ennada se diferencia de las relaciones de negocios. Añadeque sólo nos alegramos de la suerte de nuestros amigosporque esperamos sacar alguna ventaja (MS 17). Sigue

siendo la lógica del intercambio directo. Es verdad quealgunas otras máximas oponen a esta amistad mercantillo que La Rochefoucauld llama la «verdadera amistad»,la amistad «verdadera y perfecta», el mayor bien quepuede darse a los hombres (MP 45), capaz de destruir laenvidia y el egoísmo (M 376). O como había observado

 Aristóteles en sus palabras sobre la amistad,7 en ella el

egoísmo y el altruismo no se diferencian, ya que lo quehacemos por nuestro amigo nos alegra a nosotros mis-

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«7La Rocbefoucauld: la comedia humana

mos y viceversa (M 81) . Pero La Rochefoucauld se apre-

sura a añadir que esta amistad es rarísima, sobre todoen los tiempos modernos. «Los hombres son demasiadodébiles y cambiantes para cargar largo tiempo con elpeso de la amistad» (R 17).

Cuando La Rochefoucauld afirma que sólo el interésproduce la amistad, alude al mejor de los casos, por loque con más razón su máxima se aplica a las demás

relaciones, en apariencia menos desinteresadas que laamistad. Pero no se trata sólo de que esta explicación dela amistad sea un poco floja, ya que si sometiera total-mente al otro a mis propios intereses, de poco valor mesería su cariño, sino que fundamentalmente la frase im-plica la existencia de un yo autónomo e interesado pre-

 vio a toda vida social, una especie de propietario que

sólo aspira a acumular riquezas.

El amor como carencia

La Rochefoucauld siente cierto respeto por el amor. «Elamor, por sí solo, ha causado más males que todo lo

demás junto, y nadie debe dedicarse a expresarlos, perocomo hace también los más grandes bienes de la vida, enlugar de hablar mal de él, debemos callarnos, temerlo

 y respetarlo siempre» (R rz). Afortunadamente el autorde las Máximas no siguió esta consigna de silencio, y lasdescripciones del amor abundan tanto en este librocomo en las Reflexiones. No deja de expresar su prefe-

rencia por el amor en detrimento de la amistad, que,aunque es menos frecuente que el amor (M 473), encomparación con él no deja de ser insulsa (M 440).Dado que la moral oficial no considera que el amor esuna virtud (por lo demás, tampoco un vicio), La Roche-foucauld no siente la necesidad de desenmascarar su fal-sedad, y por lo tanto de hablar mal de él. Esta neutrali-dad moral da libre curso a sus dotes de análisis.

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Es cierto que, como en el caso de los demás habitantes

del corazón, La Rouchefoucauld tiende a recordar antetodo la sumisión del amor al amor propio y al interés. «Elplacer del amor es amar, y nos hace más felices la pasiónque sentimos que la que ofrecemos» (M 259). En un pri-mer momento podemos ver en él una forma de generosi-dad, aunque sea involuntaria. Lo que nos hace felices esamar, no ser amados, dar en lugar de recibir. En realidad

lo único que hacemos es obedecer a nuestro egoísmo, quenos empuja a elegir el mayor de los dos placeres. Pruebade ello es que el hombre se prefiere a sí mismo antes que ala mujer a la que ama (M 262, M 374). Si los amantes sonfelices juntos, es porque a todos les gusta oír hablar biende sí mismos (M 312). En el amor nos preocupamos denuestros propios sentimientos más que de la persona a laque se dirigen (M 500, M 471) . El amor es ante todo pa-sión por dominar y ganas de poseer (M 68), y la ambición vence sobre el amor (M 490), que a menudo simulamospara sacar de él cierto orgullo (M 277, M 362). Como lasdemás pasiones, escapa al control de nuestra mente. Notenemos más dominio de él que de las fiebres que nos

sacuden el cuerpo (MS 59). El amor nos hace no sólo dé-biles, sino también ignorantes. Nos creemos amadoscuando ya no lo somos (M 371, MP 54), embellecemosdesmesuradamente el objeto amado (MP 46), nos ape-gamos a las apariencias (M 501) y al final lo que nos ha-ce felices no es lo que sabemos, sino lo que no sabemos(M441) .

El interés de la reflexión de La Rochefoucauld sobreel amor no es tanto esta asimilación de la más famosapasión a todas las demás cuanto el análisis concreto desus circunstancias y de su evolución. La concepción delamor que comparten la mayoría de las máximas podríareducirse a varios principios sencillos que se encuentran

 ya en la imagen de eros que nos ha transmitido la Anti-

güedad. Para que podamos seguir amando tenemos queexperimentar una carencia y ser impacientes e inquie-

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tos con el futuro. «El amor, como el fuego, no puede

subsistir sin movimiento continuo, y deja de vivir encuando deja de esperar o de temer» (M 75). En conse-cuencia, la separación provisional, como cualquier otroobstáculo, contribuye a que el amor sea más intenso.«La ausencia reduce las pasiones mediocres y aumentalas grandes, como el viento apaga las velas y enciende elfuego» (M 276). La certeza de ser amado ahoga el amor,

 y la inquietud lo reanima. Desde la perspectiva de lapersona amada puede convertirse en estrategia, ya quepara conseguir ser amado es preciso no mostrar el pro-pio amor. «En el amor, la mejor garantía para que teamen es no amar demasiado» (MS 57).

Pero aunque esta estrategia suele ser eficaz, no tardaen alcanzar sus límites. La razón es que, como hemos

 visto, lo que hace feliz no es ser ainado, como podría-mos imaginar en función del modelo económico, sinoamar y a la vez ser amado (M 259). Prefiero que no meame (provisionalmente) a dejar de amarla (definitiva-mente) (M 395). La Rochefoucauld, que no siempre estáde acuerdo con sus propios principios, observa que lomismo sucede con otras relaciones interpersonales. Ad-

mirar a alguien, por ejemplo, es una acción mucho másestimulante que ser admirado: «Un hombre al que no legusta nadie es mucho más desgraciado que aquel que nogusta a nadie» (MP 58). La lógica del amor es diabólica:sólo amo si no me aman, y me aman si yo no amo.

De aquí se sigue que estamos siempre expuestos ados desgracias complementarias: amar sin ser corres-

pondido, o ser amado y no poder corresponder debidoal propio amor. «Somos casi tan difíciles de contentarcuando tenemos mucho amor que cuando ya no tene-mos nada» (M 385). Las amenazas que pesan sobre elamor lo incentivan, la ausencia del objeto amado lo in-tensifica y la incertidumbre sobre si es amado vincula alhombre con más fuerza a su amada, mientras que la se-

guridad de ser amado atrofia el amor e impide amar,

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aunque es el objetivo del amor. Todos aspiramos, aun-

que no siempre lo sepamos, a nuestra desgracia. Quere-mos ser amados, y eso nos impedirá amar a nosotros, loque nos provoca frustración  y nos causa problemas,pero no podemos dejar de buscar el amor.

Otra paradoja del amor es que fácilmente puede con- vertirse en lo contrario. Amamos a alguien con locura,lo consideramos la persona más perfecta del mundo,

pero al día siguiente, cuando el amor fracasa, empeza-mos a odiarla. «Cuanto más se ama a una amante, máscerca se está de odiarla» (M 1 1 1 ). Por otra parte, el he-cho de que alguien nos odie no significa que no poda-mos amarlo (M 3Z1). La intensidad  y la sustancia deestas dos pasiones son similares. A menudo el odio no esmás que una demanda de amor frustrada (la amistad nose presta a estos cambios).

El final del amor, o su interrupción, escapa al juiciomoral diga lo que diga el amante contrariado. El amorno se elige, sino que se sufre. Pertenece al mundo de la ne-cesidad, no de la voluntad. «Como nunca se tiene la li-bertad de amar o de dejar de amar, el que ama nunca

tiene razón cuando se queja de la inconstancia de suamante, ni ella de la ligereza de él» (MS 62). El que dejano merece el oprobio moral, porque en este caso la hi-pocresía no es preferible a la verdad, que es la incons-tancia. «La violencia a la que nos sometemos por serfieles a la persona a la que amamos no vale mucho másque la infidelidad» (M 381).

El amor tiene estructura e historia, y la prueba de elloes que es irreversible y que no podríamos volver a empe-zar. «Es imposible amar por segunda vez lo que de ver-dad hemos dejado de amar» (M 286). El amor existe enel tiempo, tiene un inicio, un desarrollo  y un final. En elorigen del amor está la imitación: amamos porque he-mos conocido otros amores,  y las personas «nunca se

habrían enamorado si nunca hubieran oído hablar delamor» (M 136). Los recuerdos de una antigua pasión

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alimentan la nueva (M 484), ya que todo deseo es mi-

niético. Después nos sumimos en la atracción del des-cubrimiento y de la esperanza. Cada paso adelante nosincita a dar otro y estamos muy ilusionados: «No preve-mos que podamos dejar de ser felices» (R 9).

Pero cambiamos. «No es culpa de nadie. El únicoculpable es el tiempo» (R 17). Al principio el cambioapenas es perceptible. Seguimos amando, pero el atrac-

tivo de la novedad se atenúa, la costumbre toma el rele- vo del sentimiento, y la persona por el hecho de queahora forma parte de una relación que reconocemoscomo constitutiva de nuestra identidad ya no es la mis-ma para nosotros. Eso no quiere decir que estemos dis-puestos a renunciar a ella, pero ya no experimentamosla misma alegría cada vez que aparece. «Lo que hemos

obtenido se convierte en parte de nosotros mismos. Nosdolería mucho perderlo, pero ya no somos sensibles alplacer de conservarlo» (R 9). El amor se busca entoncesayudas ajenas y distracciones.

 Al final llega el declive, que siempre vivimos mal. Yano amamos, pero nos cuesta mucho romper (M 351),aunque es igualmente difícil curarse del amor cuando ya

no nos aman (M 459, MS 55). Si seguimos con la rela-ción cuando ya no hay amor, caemos en el aburrimiento y en el hastío, nos quedamos con los inconvenientes delamor sin gozar de sus placeres. Sólo sobreviven los celos,la desconfianza y el temor (R 9). Una vez que el amor haterminado, nos avergüenza habernos dejado llevar porlas ilusiones (M 71).

Sin embargo, esta concepción trágica y, por qué nodecirlo, un poco mecánica del amor, en la que el senti-miento sólo se nutre del temor o de la dificultad, en laque toda acción es sólo reacción, podría superarse gra-cias a un descubrimiento, a saber que el ser amado poseeincontables facetas y que por lo tanto nuestro deseo ja-más quedará totalmente satisfecho. «La constancia en el

amor es una perpetua inconstancia que hace que núes

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tro corazón se vincule sucesivamente a todas las cuali-

dades de la persona a la que amamos y que dé unas ve-ces preferencia a una, y otras a otra» (M 175). Sin dudase trata de una constancia paradójica, ya que implica unmovimiento incesante, pero no es menos accesible a los

 verdaderos amantes y es digna de aprecio.No obstante, en la obra de La Rochefoucauld este

otro tipo de amor recibe infinitamente menos atención

que la versión trágica y frustrante. Su concepción delamor retoma en lo esencial sus ideas sobre la amistad y las demás relaciones sociales. Cabe preguntarse si tam-bién en este caso, como sucede en sus interpretacionesdel amor propio y el interés, no describe con extremalucidez lo que pese a todo no es más que una parte limi-tada de nuestra experiencia. Una de las personas con lasque mantenía correspondencia, madame de Rohan, aba-desa de Malnoue, se lo sugería en una carta (escrita en-tre 1 6 7 1 y 1674 ): «Juzga usted todavía mejor el corazónde los hombres que el de las mujeres». Pero ¿están loshombres seguros de que siempre pueden sacar provechode las Máximas}

Conocimiento de uno mismo

La miseria humana que describe La Rochefoucauld sesitúa a dos niveles: el del propio ser, egoísta y ávido, y eldel conocimiento que podemos tener de él. Al amor pro-

pio no le interesa conocerse a sí mismo, porque si lo hi-ciera, podría verse obligado a restringir sus apetitos.Pero él es quien manda como señor indiscutible en nues-tra casa. En consecuencia, La Rochefoucauld considerade entrada sospechoso todo esfuerzo de sinceridad, to-do intento de contarse. La sinceridad entendida como«apertura del corazón» (M 62), «amor a la verdad»

 y «repugnancia a disfrazarse» (R 5) no es en principioimposible, pero es excepcional, ya que exige una escasa

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fortaleza de alma (M 316). En la inmensa mayoría de

los casos es una ilusión, «un elegante disimulo para ga-narse la confianza de los demás» (M 62).

 Aun suponiendo que logremos ser sinceros, la mayo-ría de las veces nuestros motivos nada tienen de nobles,puesto que contamos nuestros pecados para redimirlos, ymediante esa confesión profana instauramos una especiede equilibrio entre el vicio de los actos y la virtud de las

palabras que los describen. «Confesamos nuestros defec-tos para reparar mediante la sinceridad el daño que noshacen en la visión de los demás» (M 184, véase tambiénR 5). Además los confesamos sólo en parte y los presenta-mos en la versión que nos conviene. Si tendemos a quererser sinceros, no es porque busquemos imparcialmente la

 verdad (no somos capaces). Digamos lo que digamos, lo

fundamental para nosotros es hablar de nosotros mis-mos, que es lo que de verdad nos satisface. «Las ganas dehablar de nosotros [...] ocupan buena parte de nuestrasinceridad» (M 383). La descripción de uno mismo, enotras palabras, la autobiografía, corre el peligro de estardeterminada por el «extremo placer» (M 314) de hacerde uno mismo el objeto del propio discurso. De ahí que

recomiende a las personas que se respetan a sí mismas:«Es preciso evitar hablar largo rato de uno mismo y po-nerse a menudo como ejemplo» (R 4, véase tambiénM 364). Aun cuando ha aprendido mucho de Montai-gne, La Rochefoucauld rechaza totalmente el proyecto delos Ensayos.

El conocimiento directo de uno mismo es imposible

 y vanidoso a la vez, un fracaso seguro en la búsquedade la verdad y una falta en el plano moral. Eso no quie-re decir que La Rochefoucauld recomiende renunciara todo intento de conocerse, pero prefiere otra vía me-nos directa y más segura. Entre las características delamor propio hay una que podría llevarnos hacia eseotro conocimiento. «Esta densa oscuridad que lo escon-de para sí mismo [al amor propio] no le impide ver per-

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fectamente lo que hay fuera de él, y en eso se parece a

nuestros ojos, que descubren todo y son ciegos sólo parasí mismos» (MS i). Es cierto que no puedo conocer miamor propio, porque es indisociable de mi facultad deconocer. Como el ojo, esta facultad puede verlo todomenos a sí misma. Pero aunque ésta es la razón por laque no podemos conocernos, vemos ya la enseñanza quepodríamos sacar, y que La Rochefoucauld hace también

suya. Ha caído en la tentación de describirse, ya que nosha llegado un autorretrato suyo, de 1658. No es quecarezca de interés, pero nunca lo releeríamos si el autornos hubiera dejado sólo esas páginas. Aunque sus  Me-

morias  recurren a su experiencia personal en aquellosmomentos, giran en torno al mundo exterior. Despuésllega el paso decisivo. En 1664 aparece la edición «pre-liminar», y clandestina, de las  Máximas, en las que enningún momento se aborda al individuo La Roche-foucauld y que son una obra maestra.

El conocimiento de los demás no tropieza con losmismos obstáculos. «Es más fácil ser sabio para los de-más que para uno mismo» (M 132). Del mismo modo,«cuando nuestros enemigos nos juzgan, se acercan mása la verdad que nosotros mismos» (M 458). Lo que eraun obstáculo para el conocimiento puede ahora conver-tirse en instrumento: «El interés, que ciega a unos, ilu-mina a otros» (M 40). Es cierto que La Rochefoucauldha pasado del análisis de los individuos al del génerohumano, pero, como él mismo observa, «es más fácil

conocer al hombre en general que a un hombre en parti-cular» (M 436). Los moralistas franceses del siglo xvnse adentran en esta misma vía, ya que postulan que loshombres básicamente se parecen, y pretenden conoceral hombre, no al individuo.

Leyendo las máximas que La Rochefoucauld dedicaa los demás aprendemos sobre su autor mucho más que

consultando la descripción que hace de sí mismo. Cuan-do sus contemporáneos querían defenderse de las crue-

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les revelaciones de las  Máximas, afirmaban que su autor

se había descrito a sí mismo, y que como ellos eran dife-rentes, no se sentían aludidos, lo cual nos da indicio dehasta qué punto lo despreciaban. La Rochefoucauldpudo progresar en el conocimiento de sí mismo precisa-mente dejando de describirse, y conociendo a los demáspudo llegar a ser diferente de ellos. Sin duda encontró lamanera de vencer las resistencias del amor propio, y su

libro nos indica cómo: aprovechando la lucidez de laque gozamos respecto de los demás. Hay que aspirara conocerlos a ellos, no a nosotros mismos. Este caminoindirecto es a la vez la vía más segura hacia el objetivodeseado. En lugar de engañarnos en el conocimiento denosotros mismos, podemos conseguir el de los demás.La Rochefoucauld da la vuelta a un precepto filosóficodesde Sócrates hasta Montaigne: no «conócete a ti mis-mo», sino «conoce al otro», sobre todo porque es la me-

 jor manera de conocerte a ti mismo.Por eso, en la «Advertencia al lector» que da inicio a la

primera edición de las  Máximas, da este consejo irónico:«El mejor partido que el lector puede sacar es considerarde entrada que ninguna de estas máximas tiene que vercon él, que él es la única excepción, aunque parezcan ge-nerales». El amor propio, el interés y el orgullo impediránpara siempre el conocimiento directo de uno mismo. Así,si no queremos seguir siendo ignorantes, aceptemos avan-zar hacia el único conocimiento que está a nuestro al-cance, el de los demás. Es cierto que en este juego La Ro-chefoucauld gana todas las bazas, un poco como lospsicoanalistas modernos. Su ironía sugiere que todo desa-cuerdo debe ser interpretado como una negativa a admi-tir la amarga verdad. Sólo contradecimos su opinión por-que nos duele. Todo rechazo es un síntoma. Una máximapostuma lo dice crudamente: «La razón por la que discu-ten tanto las máximas que descubren el corazón del hom-

bre es que temen que los descubran en ellas» (MP 20). LaRochefoucauld no pretende vencer nuestras resistencias

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 y dejar atrás nuestros rechazos, sino que nos aconseja,

a medio camino entre el desprecio y la generosidad, quenos excluyamos del género humano.

Carta a su hijo

¿Sabe La Rochefoucauld sacar partido de sus propias

constataciones irónicas? El retrato de sí mismo que nosha dejado es anterior a las  Máximas,  por lo que nadapuede demostrar. Sin embargo, disponemos de una largacarta suya, que suele considerarse auténtica y que aportaelementos que responden a nuestra pregunta. Se trata deuna carta, que se cree que data de 16 79 (cuando La Ro-chefoucauld tiene setenta años, uno antes de morir), diri-gida a su hijo Francisco VII, príncipe de Marcillac, queentonces tiene cuarenta y cinco años. En las Máximas nohabla de las relaciones entre padres e hijos, pero cuandotrata el tema de la juventud, sus reflexiones son tan desen-gañadas como de costumbre. Pretendemos inculcar a los jóvenes las virtudes, pero en realidad añadimos el egoís-

mo colectivo al egoísmo individual que ya poseen: «Laeducación que se suele dar a los jóvenes consiste en infun-dirles un segundo amor propio» (M z6i). Por su parte, lageneración anterior pretende actuar en nombre del bien,cuando sólo le preocupan sus propios intereses. «La vejezes un tirano que prohíbe bajo pena de muerte todos losplaceres de la juventud» (M 461). ¿Se ajustará la carta

a su hijo a esta sabiduría?Esta carta incluye dos tipos de pasajes. Dos partes,

que suponen más de dos tercios del total, contienen re-proches que el padre dirige a su hijo, y otras tres partes,situadas al principio, al medio y al final del texto, estánformadas por comentarios sobre la propia carta, sobrecómo hay que leerla e interpretarla y sobre las enseñan-

zas que el destinatario debería sacar de ella.Las dos partes no están separadas por azar, dado que

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los temas que abordan son también diferentes. La prime-

ra trata de las relaciones entre el hijo y terceras personas, y la segunda entre el hijo y el padre. Así, la primera, conmucho la más larga (empieza con una frase que ocupacuarenta y cinco líneas), empieza con un cumplido quesin embargo quedará refutado punto por punto en laslíneas siguientes. El hijo se cree muy sensato e inteligen-te, firme respecto de sus subordinados, generoso con sus

amigos y deferente respecto del rey, y por lo tanto se enor-gullece de sus méritos. El padre se propone acto segui-do desenmascarar lo que se esconde detrás de la brillanteapariencia. El hijo está dilapidando sus bienes en lugar decumplir con su deber ante sus hijos y mantener intacta suherencia. Es exigente con sus subordinados, pero sólo enlas formas, y sus verdaderos motivos son mucho menosgloriosos: «Te complace copiar secretamente grandesejemplos por vanidad». En realidad sus subordinados lomanejan a su antojo y hacen lo que les apetece. Sólo esbueno con sus amigos cuando éstos se doblegan fácilmen-te a sus deseos. Da «más por vanidad que por bondad»,más por debilidad «que por buen criterio o por el placerde dar». Y se cansa enseguida de estos amigos sumisos.Por último, gestiona mal los asuntos del rey, que no tar-dará en mostrarse descontento.

 Así pues, La Rochefoucauld aplica a las actividadesde su hijo su habitual lucidez. Lo que éste cree virtud enrealidad no es más que vicio disimulado, incompetenciao pereza, vanidad o apetito egoísta. El padre, que deten-

ta el reconocimiento último, se lo niega a su hijo. El se-gundo bloque de reproches es muy diferente, aunqueformalmente similar, con algunos cumplidos al princi-pio, que acto seguido quedarán desmentidos. Tras ha-berle negado su aprobación, el padre reprocha al hijoque no lo quiera, y por lo tanto también que no concedareconocimiento a su padre. El hijo es culpable de no

querer a su padre ni tanto como lo quería de niño, nitanto como su padre lo quiere a él. El padre exige de su

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hijo lo que él no le ofrece. La relación entre ellos nada

tiene de recíproca.La Rochefoucauld en ningún momento pone en duda

que su exigencia sea legítima, aunque habríamos espera-do que su observación lúcida de los demás redujera unpoco sus expectativas. En la Ética a Nicómaco, Aristóte-les había ya señalado que el amor de los padres por sushijos es más fuerte que el de los hijos por sus padres. Ha-bía sugerido una explicación: lo que nosotros produci-mos nos pertenece con más fuerza que lo que nos produ-ce, que percibimos como una causa externa. «Los padresquieren a sus hijos como a sí mismos [...] pero los hijossólo aman a sus padres porque les han dado la existencia.»8Por lo demás, La Rochefoucauld sabe bien que el amor, adiferencia de la cortesía o del respeto, no se pide (no de-pende de la voluntad), y si puede provocarse, probable-mente no se consigue dirigiendo al hijo este tipo de co-mentarios: en lugar «de mostrarme que te alegras de estarconmigo, ¿no haces lo posible por evitarme?». Por últi-mo, como acabamos de ver, La Rochefoucauld está lejosde poner en práctica la reciprocidad. También cuando,

herido, pregunta: «¿Es igual nuestro trato?», la respuestaseguramente es negativa, pero la responsabilidad no esdel hijo. Así actúa él como padre, y lo mismo hacen todoslos hijos y todos los padres del mundo.

La propia existencia de la carta, aunque producto dela voluntad del padre, se convierte en motivo de otroreproche. De entrada, si es necesaria una carta, significa

que el hijo rehúye al padre, que son raras las ocasionesen que se reúnen y conversan sinceramente, por culpadel hijo. Además hacer reproches al hijo apena al padre,de modo que el primero es causa del sufrimiento del se-gundo y debe reconocer su falta, que es no querer tantocomo sería preciso.

Si La Rochefoucauld se hubiera limitado a la primera

serie de reproches, se trataría de una situación muy ha-bitual: el padre, que detenta el reconocimiento y las dis-

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tinciones, juzga severamente a su hijo y constata que,

pese a sus ilusiones, éste no logra satisfacer las normassociales. Lo que hace que la carta sea dramática e inclu-so patética es que La Rochefoucauld, al mismo tiempoque lanza esta serie de reproches, hace una petición an-gustiada de amor, y en esta ocasión asume un papel muydistinto. Reclama la sumisión y a la vez la reciprocidad,el temor y el amor. ¿Podemos asimilar esta última peti-

ción tan personal con los reproches impersonales ante-riores? ¿O bien, por el contrario, hace que las críticas seinclinen hacia el lado de la báscula en el que está la peti-ción de amor?

La Rochefoucauld, quizá sensible a la posibilidad deque su hijo no haga caso de los reproches y los considereparte de la pena que siente el autor por no ser querido, se

dedica en sus comentarios a anular todo intento de bus-carles un sentido diferente. Ante todo se apresura a decirque el contenido de su carta nada tiene de subjetivo. To-dos los que conocen a su hijo piensan lo mismo que él,porque lo que dice es una verdad objetiva e incontestable(sólo el hijo no se ve a sí mismo, lo que ilustra la ley quedescubrió La Rochefoucauld). Sin embargo, nadie lo dirá,lo que demuestra el valor del padre y su excepcional cari-ño a su hijo. Añade que él es un hombre satisfecho que yano necesita nada. Si escribe esa carta, en absoluto es porél: «Hablo exclusivamente por tu propio interés». Hacepues una excepción a la regla que él mismo formulaba,como en cierta medida aconsejaba a su lector que hicieracuando leyera las  Máximas. Todos actúan por interés me-nos yo, que lo hago por el bien de los demás. Este elo-gio de uno mismo (desenmascarado y condenado en las Máximas  bajo el nombre de vanidad) continúa: te hedado todo lo que necesitabas, de modo que merezco esti-ma y amor. Así, elimina desde el principio toda investiga-ción de las motivaciones inconscientes, como las que el

padre logra encontrar en los demás.El padre sabe que esta carta no gustará a su hijo, pero

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éste debe entender que la finalidad de ese disgusto es su

propio bien. No debe ver que su padre lo agrede, sino re-conocer «una prueba de amistad», la prueba de que loquiere demasiado. Por lo demás, el padre no deja de seña-lar que probablemente será el último mensaje que dirija asu hijo antes de morir. Estas circunstancias solemnes ha-cen que las amonestaciones paternas sean todavía másduras. Por último, para evitar toda posibilidad de que

discuta su manera de ver las cosas, el padre concluye: «Teruego que no me contestes». No podría ilustrarse mejorla posición asimétrica entre los dos interlocutores. Unoescribe un discurso acompañado de instrucciones sobrecómo interpretarlo, pero el otro no puede actuar en fun-ción de este discurso, no puede hablar. La exigencia deobediencia vuelve a ser más importante que la de recipro-

cidad.Esta carta a su hijo merece en muchos sentidos fi-

gurar junto a la famosa «Carra al padre» de Kafka. Nonos permite saber si el padre es lúcido respecto de suhijo, porque tanta inconsciencia sobre sí mismo haceque las observaciones sobre otro estén privadas de todocarácter informativo. Saber que las motivaciones de losactos humanos suelen ser inconscientes sólo provoca enLa Rochefoucauld el desarrollo de una estrategia defen-siva que consiste en impedir cualquier otra interpreta-ción (la negación que tan bien sabe sacar a la luz en losdemás) y ver en cada uno de sus enunciados una pruebamás de sus buenas intenciones. El ojo, por ejercitado

que esté, no puede verse a sí mismo. El fracaso del indi- viduo La Rochefoucauld ilustra el éxito del escritor.

 ¿Triunfo de la hipocresía? 

El cuadro de la miseria humana que pinta La Roche-

foucauld es abrumador. ¿Hay un medio de evitarlo o te-nemos que resignarnos a esta triste suerte?

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Ui Rochefoucauld: la comedia humana   I O I

Para responder a esta pregunta debemos centramos

ante todo en el controvertido tema de la relación de LaRochefoucauld con la ortodoxia cristiana. ¿Es posiblereconciliar el mensaje de las  Máximas con la doctrina re-ligiosa oficial? El autor lo ha afirmado en varias ocasio-nes, en los prólogos de su libro y en las cartas que loacompañan. En el prólogo a la primera edición afirmacategóricamente que la doctrina que encontramos en su

libro «no es más que el compendio de una moral que seajusta a lo que piensan varios padres de la Iglesia» («Ad-

 vertencia al lector»). En el de la segunda, que se manten-drá en lo sucesivo, afirma que la enseñanza de las  Máxi-

mas «no incumbe a aquellos a los que Dios preserva [delos defectos] por una gracia especial» («Al lector»). Preci-sa que su crítica de las virtudes sólo alude a las de los pa-ganos, no a las que cultiva la religión cristiana. «La tancacareada virtud de los antiguos filósofos paganos se es-tableció sobre fundamentos falsos», escribe al padre Tilo-mas Esprit justificándose. El hombre se engaña a sí mis-mo y engaña a los demás con apariencias de virtud, perosólo «cuando la fe no entra en juego», cuando no lo «sos-tiene y adiestra el cristianismo».9 Y es cierto que la críticade las virtudes paganas está en conformidad con la tradi-ción agustiniana, y por lo tanto con el jansenismo de laépoca, que reivindican también sus amigos y cómplicesde máximas madame de Sablé y Jacques Esprit.

Pero no podemos quedarnos sólo con esta respuesta. Ante todo, porque estas frases explicativas, que no figu-

ran en el propio texto de las Máximas,

 sino fuera de lasmismas, pueden tomarse al pie de la letra, pero puedentambién ser consecuencia de un modo de escribir queconocen todos los pensadores antiguos y que les permiteevitar las persecuciones. Además, sin poner en cuestiónla sinceridad de La Rochefoucauld, podríamos afirmarque la intención del autor no debe coincidir necesa-

riamente con la de la obra, y es ésta la que nos importaante todo.

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La reacción de los contemporáneos de las  Máximas 

tampoco permite llegar a una conclusión clara. Algunosno ponen en duda la ortodoxia religiosa de La Rochefoucauld, pero otros temen que su devastadora críticade las falsas virtudes alcance también las virtudes cris-tianas, y que la ausencia en su obra de contrapartidapositiva específicamente cristiana conduzca al cinismolibertino. En ese caso los reproches de inmoralismo que

le dirigen algunos contemporáneos estarían justificados.¿No le dicen que su texto hace que la gente crea «que nohay virtud en absoluto y que es una locura pretender ser virtuoso», que corre el peligro de «lanzar al mundo a laindiferencia y la ociosidad, que es la madre de todos los

 vicios» (carta de un desconocido a madame de Sabléen 1663)? Podríamos encontrar una confirmación de es-tos temores en la manera como La Rochefoucauld tratade la humildad, pese a que sabe que es «la verdadera prue-ba de las virtudes cristianas» (M 358). Reconocer nues-tra debilidad, nuestra maldad y nuestra ignorancia essin duda directamente contrario a los intereses del amorpropio. Pero La Rochefoucauld no tarda en recapitular:

no sólo esta virtud es extremadamente rara (MP 35),sino que puede ser manipulada por su contrario, el or-gullo, del que se convierte en el mejor disfraz: «A menu-do la humildad no es más que sumisión fingida de la quenos servimos para someter a los demás» (M 254).

 A decir verdad, nadie nos obliga a elegir entre La Ro-chefoucauld jansenista y La Rochefoucauld libertino.

 Aunque se sitúa en la tradición agustiniana, decide norecurrir en su obra más que a soluciones exclusivamenteprofanas a los problemas que describe. En esto es fiela Montaigne, que intentaba también mantenerse en unaperspectiva exclusivamente humana y laica, no divina yclerical. Quizá nuestro autor creía que la verdadera sal-

 vación sólo podía proceder de la gracia divina, pero en

cualquier caso decidió no decir una palabra al respectoen sus obras (las escasas alusiones a la religión cristiana

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I*a Rochefoucauld: la comedia humana 1 0 3

serán eliminadas progresivamente en las sucesivas edi-

ciones de las  Máximas). Eso no quiere decir que no hayapropuesto ningún remedio para la grave enfermedadque diagnostica en su libro. Mientras los hombres espe-ran que Dios los salve, pueden ayudarse a sí mismos

La Rochefoucault encuentra en la vida en sociedad unmedio para remediar la miseria humana, aunque esa curanunca será tan completa como la que promete la religión.

La sociedad no formaba parte de la naturaleza del hom-bre, sino que aparece como un arte. Los hombres, que notienen más remedio que vivir juntos, se ven obligadosa frenar sus apetitos y a prestarse servicios unos a otros.La vida en sociedad, aunque artificial, es preferible a la

 vida natural. «Los hombres necesitan la sociedad. To-dos la desean y todos la buscan», dice en «De la sociedad»

(R 2.). Pero el verbo «necesitar» es aquí sinónimo de «serútil». La sociedad no se da de entrada, porque en ese casono sería preciso buscarla. Es un bien a adquirir, no algodado desde el principio. Lo que la sociedad pide a loshombres no es «natural» ni se corresponde con sus de-seos, pero como la naturaleza es repugnante, sería impo-sible vivir si se les dejara seguir sus inclinaciones natura-les. La Rochefoucauld parece decir que en ningún casohay que volver a la naturaleza, idea que anticipa el «elo-gio del maquillaje» de Baudelaire.

Piensa en dos tipos de solución, ya que para él hay dostipos de hombres: por un lado las masas, la gente normal

 y corriente, y por el otro la élite de la aristocracia. Unaenorme distancia separa «a los grandes hombres de laspersonas corrientes» (M 504). La Rochefoucauld no al-berga demasiadas esperanzas respecto de estas últimas.Hay que dejar que las pasiones, que el moralista se dedicaa analizar, actúen sobre «el pueblo, que, como nunca hacenada de forma razonable, necesita pasiones que le empu- jen a hacer las cosas» (Autoportrait).

La Rochefoucauld no desea que su lucidez se genera-lice entre estas personas corrientes y que desaparezca

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todo disfraz de sus ambiciones y sus vicios. Formulemos

así la pregunta: ¿por qué nos tomamos tantas molestiasen disfrazarnos constantemente? El origen de la acciónes evidentemente doble: podemos engañarnos a noso-tros mismos o ser engañados por los demás (MP n ,M 114 ) , y el engaño por uno mismo parece preceder alotro: «Si no nos halagáramos a nosotros mismos, loshalagos de los demás no podrían perjudicarnos» (M 152).

Encontramos esta misma formulación en el acto de dis-frazarnos, aunque aquí La Rochefoucauld cree observarque el orden es el contrario: «Estamos tan acostumbra-dos a disfrazarnos ante los demás que al final nos disfra-zamos ante nosotros mismos» (M 119 ) . Asimismo, laslágrimas que derramamos están destinadas a los demás,pero acaban engañándonos también a nosotros (M 373).

Nos engañamos a nosotros mismos para tranquilizar-nos, para dar una imagen halagüeña. Y la sociedad hacelo mismo. Le gustan las superficies brillantes y prefierela ilusión a la verdad.

Tanto si es el hombre el que se disfraza primero comosi lo hace la sociedad, una cosa es segura: el desplaza-miento de lo uno a lo otro es imperceptible, y tiene graves

consecuencias. Es como si los otros estuvieran ya en no-sotros. El último personaje de la gran comedia, «losotros», al que hasta ahora hemos dejado de lado, encuen-tra aquí las indicaciones escénicas que especifican su pa-pel. Los otros no son simples espectadores, sino partici-pantes, puesto que para ellos y por ellos actuamos comolo hacemos (pero ¿no será éste el papel de todo especta-dor?), y al mismo tiempo el ser humano es espectador desí mismo. Debido a la mirada de los otros externos ointeriorizados, poco importa disfrazamos nuestros vi-cios como virtudes. Y no sólo los vicios, sino también laspasiones (sólo se solapan parcialmente). De no ser así,¿cómo se entiende la vergüenza?, ¿y la vanidad? Benja-mín Constant formulará así esta misma observación de-sengañada a finales del siglo siguiente: «La corrupción [...]

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La Rochefoucauld: la comedia humana 105

disminuye disfrazándose (...) Nos tomamos en serio un

papel que debemos representar constantemente y con as-tucia, y a fuerza de costumbre nos convertimos en lo queantes queríamos parecer por hipocresía». ¿Decía otracosa Pascal cuando, en ausencia de la fe, recomendabaimitar los gestos visibles de quienes la tienen?10 A fuerzade rezar, se acaba creyendo. Pero este cambio no es nece-sario. La Rochefoucauld, siguiendo los pasos de Maquia

 velo, dice en su  Autoportrait sobre la compasión: «Afir-mo que hay que limitarse a dar testimonio de ella y tenergran cuidado en no sentirla».

Los otros no sólo están en nosotros, sino que no ocu-pan un lugar cualquiera. Encarnan la exigencia de vir-tud, e incluso son su única fuente. Sin ellos sólo seríamosamor propio arrogante, agresivo y triunfante. Gracias aellos, y al disfraz que nos imponen, aprendemos la vir-tud. El infierno somos nosotros mismos, y el paraíso, ocuando menos el purgatorio, son los otros. El hombrees vil, la naturaleza humana es espantosa y no hay ra-zón para alegrarse de que al final quede al descubierto.Como es tan repulsiva, no es deseable que salga a la luz,

estar en contacto con ella en lugar de con el agradabledisfraz. «Casi siempre tenemos razón cuando no quere-mos que nos iluminen desde cerca, y casi nadie quieredejarse ver como es en todas las cosas.» Lo mismo suce-de con los otros si los queremos, si son amigos nuestros.«No entrar demasiado en los recovecos de su corazón escuestión de cortesía y a veces incluso de humanidad.»

Nos protegemos con razón: «Queremos que nos advier-tan hasta cierto punto, pero no en todas las cosas, y te-memos saber todo tipo de verdades» (R 2). La verdadno produce necesariamente el bien (M 64).

El amor propio de cada quien tiene que tener encuenta que existen otros amores propios a su alrededor,tan arrogantes y agresivos como el suyo. La única mane-

ra de reconciliar estos datos contradictorios es aprove-char que los hombres, por malos que sean, «no se atre-

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i o 6   Lecturas

 verían a parecer enemigos de la virtud» (M 489). Aunque

lo lamentemos, nadie puede librarse de la exigencia deparecer: «Nos atormentamos menos por ser felices quepor hacer creer que lo somos» (MP 40), y las recompen-sas van al ámbito del parecer, no al del ser. Pero ahora elparecer es nuestra esperanza contra el ser. Gracias a élaccedemos al civismo, infinitamente preferible a la luchade todos contra todos (M 260). Así, aun cuando nues-

tros motivos sean innobles, podemos realizar actos no-bles (M 409). No sólo no debemos condenar el disfraz,sino que debemos utilizarlo para encerrar al amor pro-pio en su jaula. No podemos actuar sobre el ser, que esincorregible, de modo que actuamos sobre el parecer,que a menudo es el más importante de los dos.

Nos encontramos aquí con una sutil revancha de laMente sobre el Corazón, que consiste en impedir que el Amor Propio se quite su máscara virtuosa. Hay que creerlo que dice, no admitir que muestre su verdadero rostro

 y obligarlo a representar sin fin el papel que él mismo haintroducido para adormecer la vigilancia de la Mente,pero del que creía que podría librarse en beneficio propio.

Lo que era un engaño se convierte en civismo.Una de las máximas más famosas de La Rochefoucaulddice: «La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud» (M 218). La hipocresía, otro nombre del disfraz,está del lado de la virtud, y de este modo el vicio cede unpoco de terreno. Rousseau cree contradecir a La Roche-foucauld, aunque en realidad lo apoya, cuando dice: «Lo

que adopta la máscara de la virtud es el vicio, no como lahipocresía, para engañar o para traicionar, sino para des-pojarse bajo esta querida y sagrada efigie el horror quesiente por sí mismo cuando queda al descubierto»."La Rouchefoucauld dice que hacemos creer que nos he-mos dejado engañar por los hábiles disfraces e impo-nemos que se mantengan (M 282). ¿Sólo hacemos el bien

para merecer alabanzas? También en este caso el resulta-do es que la virtud sale reforzada. Incluso los elogios in

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La Rochefoucauld: la comedia humana   107

merecidos dan el paradójico resultado de esforzarse por

estar a la altura (M 150). ¿La vergüenza mantenía prisio-nera la maldad de nuestra naturaleza (M 130)? Sobretodo no dejemos de avergonzamos. La vanidad  puede seruna valiosa ayudante de la virtud (M 200), «la magnani-midad es un noble esfuerzo del orgullo»  (MS 51) y «elinterés, al que acusamos de todos nuestros delitos, a me-nudo merece ser alabado por nuestras buenas acciones»

(M 305, la cursiva es mía). El valor quizá tiene malas ra-zones (M 213), pero eso no debe impedimos apreciarloen su justa medida.

 Así jugaremos con las «enormes ganas de ser unhombre totalmente honesto» (Autoportrait),  tan habi-tuales, y someteremos a los antiguos maestros. Los filó-sofos del siglo xvm recordarán esta lección. Lo que La

Rochefoucauld presenta aquí como una elección volun-taria (y deseable) lo describirá cincuenta años despuésMontesquieu como una especie de feliz suerte del géne-ro humano: «Las ganas de complacer dan lugar a los

 vínculos sociales, y la felicidad del género humano hasido tal que este amor propio, que debía disolver la so-ciedad, la fortifica y la hace inquebrantable». El vicio

privado alimenta la virtud pública, dirá también Mandeville. Tampoco Rousseau pasa por alto que hacer elbien al prójimo produce cierto placer egoísta, pero creeque, en lugar de indignarnos, deberíamos aprovecharlopara incentivar la virtud. «El ejercicio de la beneficenciasin duda halaga el amor propio porque proporcionacierta idea de superioridad (...| Esta sensación de poderhace que gocemos más de la existencia y que nos resultemás fácil vivir con nosotros mismos.»11 Las debilidadesdel hombre pueden también convertirse en su fuerza.

La Rochefoucauld parte de este mismo análisis en lareflexión titulada «De la sociedad» (R 2). Todos los in-dividuos que forman la sociedad sólo aspiran a satisfa-

cer su amor propio. «Todos quieren encontrar su placer y sus ventajas a expensas de los demás, y siempre se pre-

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io8   Lecturas

fieren a sí mismos antes que a aquellos con los que se

proponen vivir.» ¿Dónde encontrar el remedio para estasituación conflictiva? Hay que someter el vicio privadoa la virtud pública, es decir, disfrazarse, disimular y fin-gir. «Se debería al menos  saber esconder este deseo depreferencia, ya que es demasiado natural en nosotrospara que podamos deshacernos de él» (la cursiva esmía). En cualquier caso, vale más disfrazar un vicio que

alardearlo. Si lo pensamos bien, «la honesta sujeciónque nos imponen las buenas costumbres» (MP 33) espreferible a la verdad. La Rochefoucauld defiende aquílo contrario de la sabiduría estoica, de la que en FranciaMontaigne y La Bruyére suelen convertirse en elocuen-tes portavoces. La sociedad no sólo no es una causa decorrupción, sino que nos obliga a mejorar nuestra natu-

raleza. Por lo demás, es muy presuntuoso creer que po-demos salir de la sociedad y encontrar la sabiduría en elrecogimiento solitario: «El que cree que puede encon-trar en sí mismo lo suficiente para prescindir de todo elmundo está muy equivocado» (M 201), y «querer sersabio completamente solo es una gran locura» (M 231).La vida fuera de la sociedad no es ni fácil ni deseable.

El hombre honesto

No obstante, no hay que confundir esta solución ade-cuada para la gente corriente con el difícil camino que

La Rochefoucauld se reserva a sí mismo y a sus semejan-tes, a los que designa con la expresión «hombre hones-to». El caballero de Méré, que se vanagloria de ser unode ellos, no ahorra elogios a La Rochefoucauld, «unhombre totalmente honesto», y le hace decir: «Coloco[la total honestidad] por encima de todo, y me parecepreferible para ser feliz en la vida a poseer un reino» (en

una carta publicada en 1682).Disfrazar los vicios como virtudes, adecuado para la

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La Rochefoucauld: la comedia humana   109

gente corriente, no podría satisfacer a las personas ho-

nestas (que es preciso observar que pueden ser tantomujeres como hombres, mientras que cuesta imaginarque se califique a un criado cualificado como «hombrehonesto»). El lúcido La Rochefoucauld no podría limi-tarse al conformismo común. En primer lugar, porquepara los ojos perspicaces los velos del disfraz son trans-parentes (M 12). Es también, como hemos visto, una de

las primeras funciones de las  Máximas: hacer que caigael disfraz, deshacer lo que ha hecho el amor propio, re-correr el mismo camino en sentido inverso y retirar unotras otro los velos superpuestos. La Rochefoucauld es elmaestro del desvelamiento, el que sabe arrancar las más-caras y descubrir el vicio detrás de la virtud, o dentrode ella ya que «las virtudes son fronteras de los vicios»

(R 7), el que invierte las cualidades en su contrario y hace estallar las oposiciones.

 Además las máscaras apenas valen más que lo que sesupone que disimulan (M 4 1 1) . Vivir todo el día en elparecer acaba destruyendo el ser: «El deseo de parecerhábil suele impedir llegar a serlo» (M 199), y el deseo deparecer natural impide serlo (M 431). Al fin y al cabo,

dedicar tantos esfuerzos a mantener nuestra reputación,es decir, la opinión que los demás se hacen de nosotros, esconceder demasiada credibilidad al juicio de los hom-bres, que además sabemos en qué medida es poco fiable(M 268). El orgullo, en esta ocasión en el sentido de esti-ma por uno mismo, se ajusta mejor a los grandes que la vanidad, que es buscar la estima de los demás. Debemossometernos al tribunal de nuestro propio juicio, a pocoque conserve su lucidez: «El perfecto valor es hacer sintestigos lo que seríamos capaces de hacer ante todo elmundo» (M 216). La grandeza y la distinción no proce-den de la suerte, ni siquiera del verdadero mérito: «Es unprecio que sin darnos cuenta nos ponemos a nosotrosmismos» (M 399), y a fin de cuentas es también el mejormedio de imponerlo a los demás.

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n o   Lectoras

En lugar de parecer lo que no somos y disfrazar nues-

tros vicios como virtudes, deberíamos intentar ser paranosotros mismos lo que querríamos parecer para los de-más. La Rochefoucauld opone estas dos actitudes en latercera reflexión, «Del aspecto y de las maneras». Unos«intentan parecer lo que no son», y los otros «son lo queparecen». Una máxima formula así esta misma oposi-ción: «Las falsas personas honestas son las que disfrazan

sus defectos ante los demás y ante sí mismos. Las verda-deras personas honestas son las que los conocen perfecta-mente y los confiesan» (M zoz). El caballero de Méré lehace decir también: «Las falsas personas honestas, comolos falsos devotos, sólo buscan la apariencia».

 Así, por un lado, los que viven en la ilusión y la man-tienen. La verdad es que La Rochefoucauld nada tienecontra los hipócritas que disimulan sus vicios con cono-cimiento de causa. Al fin y al cabo, contribuyen, aunquesea de forma superficial, a la higiene social. A los queestigmatiza sobre todo es a las personas que con la con-ciencia totalmente tranquila (y por lo tanto sin conoci-miento de causa) se creen exentas de toda debilidad. Por

otra parte, hay personas verdaderamente honestas, quese definen por la lucidez respecto de sí mismos y tam-bién por divulgar el conocimiento que tienen de sus de-fectos. Esta última precisión («los confiesan») podríasorprender, pero otras máximas limitan su alcance: laconfesión en cuestión no está destinada a todos, sinosólo a las demás personas honestas. «Ser un hombre

 verdaderamente honesto es querer estar siempre expues-to a la mirada de las personas honestas» (M zo6), perono a la del vulgo, que no podría evitar abusar de lo quesabe. Las personas vulgares sólo valoran a aquellos a losque la fortuna favorece, pero las personas honestas sa-ben considerar todos los factores y reconocer el verda-dero mérito (M 165).

El hombre honesto no está privado ni de lucidez ni deautocontrol. El propio La Rochefoucauld, el más des-

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La Rochefoucauld: la comedia humana   n i

piadado analista de las trampas que el yo se tiende a sí

mismo, no renuncia a la idea de su responsabilidad. Lapersona es sin duda plural, pero eso no quiere decir quedeje de ser un sujeto, es decir, un individuo al que pode-mos considerar autor de sus actos y de sus atributos.Trabajando sobre nosotros mismos podemos acceder ala conciencia de las fuerzas oscuras que actúan en nues-tro interior y hacer uso de nuestra voluntad.

Lo que La Rochefoucault parece valorar más en laspersonas honestas nada tiene que ver con las virtudescristianas, sino que recuerda más bien el código de ho-nor feudal. Ahora aprecia menos la humildad que lagrandeza. Según el caballero de Méré, se expresaba así:«No veo nada más hermoso que la nobleza de corazón

 y la grandeza de alma, de donde procede la perfecta ho-

nestidad». La grandeza es independiente de la virtud y de la moral: «Hay héroes tanto malos como buenos»(M 185), y por tener grandes defectos no se deja de serun gran hombre (M 190), cosa que sí sucedería si sólo setuvieran pequeños defectos. «Las grandes almas no sonlas que tienen menos pasiones y más virtud que las al-mas corrientes, sino sólo las que tienen mayores desig-

nios» (MS 31).La Rochefoucauld afirma en su  Autoportrait que la

grandeza debe ser también en parte virtuosa. «Apruebototalmente las bellas pasiones, ya que señalan la grande-za de alma y [...] además se ajustan tan perfectamentea la más austera virtud que creo no seríamos justos si lascondenáramos.» Pero ¿se trata de algo más que de una

petición de principio? Por el contrario, cuando en las Máximas entrevé un conflicto entre virtud y grandeza (oentre virtudes cristianas y virtudes «heroicas»), prefierelas segundas. La ambición, característica de los grandes,es superior a la moderación, virtud que reivindican losmediocres, y la actividad y el ardor son preferibles a lapasividad y la pereza (M 293, M 308). Y para ser ver-daderamente bueno hay que ser antes lúcido (M 387)

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1 1 2   Lecturas

 y fuerte (M 237), porque en caso contrario la bondad es

sólo una máscara de la impotencia. Desdeña también lamodestia en beneficio de la valoración exacta de unomismo, otra manera de diferenciar a los grandes de laspersonas corrientes.

Esta grandeza podrá adaptarse a las circunstanciasde cada momento. Para el que ha renunciado a los cam-pos de batalla y se ha replegado en la vida cortesana y de

ciudad, el término pasa a designar la lucidez. En el amor,el hombre honesto conoce la pasión extrema, pero nopor eso se ciega (M 353). Ante la muerte, tanto el hom-bre vulgar como el honesto pueden permanecer impasi-bles, pero en el primer caso esta actitud se explica por laignorancia y la falta de imaginación, mientras que en elsegundo va acompañada de lucidez y responde al amor

a la gloria (M 504).

La vida como obra

Si hemos dejado atrás, en calidad de personas honestas,la preocupación de disfrazarnos y parecer, ¿debemos

dejar que cada uno sea lo que es? Entre los individuos dela élite es sin duda preferible, lo que lleva a La Rochefoucauld a afirmar una pluralidad de modelos de vidadiferentes, pero igualmente aceptables. La exigencia siguesiendo la misma: ser verdadero respecto de las propiasinclinaciones y actuar de acuerdo con lo que se es. Perolas personas son diferentes. Así, para las personas hones-

tas lo deseable es estar de acuerdo consigo mismas, nocon lo que esperan los demás o con las normas imperan-tes. En sus Réflexions (en concreto la 1, la 3 y la 13) insis-tirá en los dos tiempos de esta exigencia: crítica del con-formismo social (de lo «falso») y defensa de la fidelidada uno mismo (de lo «verdadero»), cada una de ellas fun-dada en la pluralidad de los hombres.

«Ninguna copia es buena», afirma La Rochefoucauld

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La Rochefoucauld: la comedia humana   113

(R 3). Ese adjetivo no puede aplicarse a ese sustantivo,

porque lo bueno implica la fidelidad a uno mismo, no aotro. «La imitación es siempre desafortunada» (MS 43).Pero las personas corrientes intentan imitar: «Todos quie-ren ser otra persona y dejar de ser lo que son. Buscan unacompostura que no tienen y un talante que no es el suyo».«Nos gusta imitar. Imitamos a menudo, incluso sin dar-nos cuenta, y despreciamos los propios bienes por bienes

extraños que con frecuencia no nos convienen» (R 3).Estos imitadores se condenan a ser falsos, y o bien enga-ñan conscientemente a los demás, o bien se engañan a símismos. Sin embargo, la verdad respecto de uno mismoes preferible a la conformidad con las virtudes. Somosfalsos «porque deseamos que nos valoren por cualidadesque son buenas en sí, pero que no nos convienen». Así se

comportan los que no saben «discernir lo bueno en gene-ral de lo que nos es propio» (R 13).

La regla fundamental de la vida buena es la verdadrespecto de uno mismo (MS 49), interpretación moder-na de lo que los estoicos (Panecio) llamaban vivir enconformidad con las disposiciones de que nos ha dotadola naturaleza. «Que cada quien valore exactamente lo

que le va bien, que regule su inclinación y que no se pre-gunte si le conviene actuar como corresponde a otros.La conducta más conveniente para cada uno es la suyapropia.»13

¿Podemos de verdad escapar del deseo mimético gene-ralizado, de la tendencia al conformismo social? La Ro-chefoucauld no quiere que todo el mundo se condene aun aislamiento tan estéril como ilusorio. Imitar es acepta-ble siempre y cuando se mantenga dentro de ciertos lími-tes, se respete a la vez la propia identidad, nuestro «pro-pio y natural talante » (R 3) y, en definitiva, haya relación

 y unión entre interior y exterior. El hecho de que todostengamos una identidad no implica que no podamos mo-dificarla, pero la regla constitutiva de la belleza y de laperfección sigue siendo la verdad respecto de uno mismo

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Lecturas114

(MS 49). Nuestro autor emplea el término «verdad» en

un sentido compatible con el de pluralidad. No se tratade una verdad (o un valor) objetiva y absoluta, sino de laadecuación entre lo que se es y lo que se hace. Las per-sonas son verdaderas «en la medida en que son verda-deramente lo que son», cada quien según su oficio y susinclinaciones. Por eso «un individuo puede tener varias

 verdades», un solo ser puede tener varias facetas en su

persona, y por lo tanto llegar a realizarse en diversos per-sonajes, y respecto de cada uno de ellos se mantiene lamisma exigencia de adecuación consigo mismo (R 1).

Por otra parte, varias personas pueden aspirar a la verdad de la misma cualidad, es decir, a su mejor expre-sión. Como las vías por las que se aproximan son múl-tiples, sus identidades, aunque sean diferentes, serán

«igualmente verdaderas». «No hay regla general paralos tonos y las maneras» (R 3), por lo que cada quiendebe contentarse con seguir su naturaleza. Ya Cice-rón afirmaba que «lo que conviene por encima de todoes que nuestra conducta y nuestros designios estén deacuerdo con nosotros mismos».'4 El individualismo mo-derno del que participa aquí La Rochefoucauld se hace

eco de la doctrina de los estoicos, aunque la dirige en elsentido de la pluralidad. Pasamos de una moral del de-ber (es preciso actuar así porque ésa es la ley) a una éticade la autenticidad (es preciso actuar así para ser fiel auno mismo, para que la naturaleza individual se reali-ce). Al mismo tiempo entrevemos la posibilidad de con- vertir la aristocracia hereditaria en una aristocracia delespíritu (el «hombre honesto»). Así, cree que existe un yo más auténtico que los papeles sociales con los quesolemos identificarnos. Nos corresponde a nosotros bus-carlo y, una vez encontrado, adaptarnos a él.

La Rochefoucauld es sin duda un moralista, en el sen-tido de que estudia y analiza las costumbres y las pasionesque desgarran el corazón humano. No obstante, cuandoformula recomendaciones positivas sobre nuestra con-

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La Rochefoucauld: la comedia humana U S

ducta, lo que formula no es una moral, sino más bien una

retórica (o, como diríamos hoy en día, una estética). Es enla tradición retórica donde ha encontrado sus preceptos,trasladando las reglas de escritura a un código de vida,una tradición retórica que los moralistas (en el sentidohabitual del término) siempre han considerado sospecho-sa. ¿No se propone enseñarnos a defender con la mayoreficacia posible cualquier tesis, sea justa o injusta? ¿No

nos enseña que no hay una única belleza, sino tantascomo individuos, y que el arte del escritor consiste en en-contrar la que conviene a cada uno?

Pero La Rochefoucauld considera que la convenien-cia, concepto clave de la doctrina retórica, es la palabramás importante de nuestro código de conducta. Hay quebuscar siempre lo que conviene a cada quien, no plantearlas mismas exigencias a todos los individuos. La conve-niencia es lo contrario del conformismo. «Hay un aspec-to que conviene a la figura y al talento de cada persona»,

 y «lo que conviene a algunos no conviene a todo el mun-do» (R 3). Esta misma exigencia se trasladará a la vidaindividual. En lugar de limitarse a una única identidad, espreciso adaptarse a las circunstancias. No andamos delmismo modo «en cabeza de un regimiento y en un pa-seo». A cada circunstancia le convienen tonos, maneras

 y sentimientos diferentes. Cada oficio y cada casa tienensu propia belleza. Los demás términos a los que recurrepara describir la conducta ideal van todos en el mismosentido: es preciso buscar el acuerdo de los diferentes ele-

mentos, la  proporción  entre ellos (R 13 , véase tambiénM 207), la armonía entre palabras y pensamientos, tonos y sentimientos, maneras y figura (R 3).

En la guerra de todos contra todos, en la rivalidad delos amores propios, todos estamos fundamentalmentesolos. En el conformismo social, en la hipocresía que noshace disfrazar nuestros vicios, el individuo se somete a la

multitud. Pero el hombre honesto no está ni solo ni contodos. Ha optado por una compañía restringida y elegi-

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1 1 6   lecturas

da, la de otras personas honestas. Así, las actividades más

apreciadas son las sociales, pero no cualesquiera. La Rocheíoucauld sólo menciona dos en su  Autoportrait: «Mesatisface sobremanera leer con una persona ingeniosa»

 y «la conversación de las personas honestas es uno de losplaceres que más me conmueven».

Por lo demás, es muy sencillo pasar de una de estasactividades a la otra. La lectura en común ofrece material

para otras conversaciones agradables, que a su vez pue-den llevar a otras lecturas. Sin duda así se crearon las Máximas, en el salón de madame de Sablé, primero comoun juego de ingenio entre personas honestas la dueña dela casa, La Rochefoucauld, su amigo Jacques Esprit y en

ocasiones algunas otras, y después como un texto quecircula en cartas y sirve así de pretexto para nuevas con- versaciones frente a la chimenea y nuevos comentarios.Cada uno de sus amigos no sólo crea máximas, sino quemejora las de los demás, hasta el punto de que podemosconsiderarla una verdadera obra colectiva. El compañero

espera las máximas, luego rectifica la forma, y sólo suaprobación final las convierte en objeto de circulación

pública. «Las sentencias sólo son sentencias después deque usted las haya aprobado», escribe La Rochefoucaulda la marquesa de Sablé.'5 Ahora entendemos por qué odiaexplicitar el sentido de estas  Máximas, cuando no dudaen hacerlo en sus cartas: le basta con que las entiendan losdemás miembros de su élite. Entre personas honestas, ha-

blar y escuchar, leer y escribir son las actividades más ele-

 vadas a las que pueden dedicarse.Por esta razón es bueno cuidarlas, no abandonarlas

a la inspiración del momento. Las máximas se limarán y pulirán infinitamente, otra prueba del lugar que en ade-

lante ocupa la belleza. En cuanto a la palabra, el hombrecorriente también conversa, pero no se trata de imitarlo.En la mala conversación cada quien piensa en sí mismo,

en lo que quiere decir, en lugar de preocuparse por suinterlocutor. La buena conversación es la que se mantie-

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La Rocbcfoucauld: la comedia humana 117

ne en nombre del otro. «Escuchar bien y responder bien

es una de las más grandes perfecciones que podemosobtener de la conversación» (M 139). Podemos ir másallá: lo que uno dice está en parte dictado por la preocu-pación de contentar al otro. Porque debemos no sólointeresarnos por lo que el otro dice y expresar nuestraaprobación (cuando la sentimos), sino también tener encuenta el efecto que nuestras palabras podrían producir

en su mente, «no agotar los temas que se tratan y dejarsiempre a los otros algo que pensar y que decir», evitar«llevar siempre la voz cantante» (R 4). Sus contempo-ráneos describen a La Rochefoucauld como «el hombrede mundo más educado, que sabía mantener el decoro

 y sobre todo jamás se alababa».Es indispensable cierta complacencia con nuestro in-

terlocutor, y es bueno complacer a los amigos y «evitarlespenas» (R 2), pero no hay que ir demasiado lejos en estecamino, porque en ese caso la hipocresía vencería sobrela honestidad y podría enfriar a los amigos que se dierancuenta. Por lo demás, como también ellos son personashonestas y siguen las mismas reglas, la excesiva compla-cencia haría imposible la conversación, ya que todos sededicarían a decir lo que creen que su interlocutor quiereoír y dejarían de comunicar. Este peligro nada tiene deimaginario y acecha realmente la conversación de los quetienen demasiado en cuenta al otro.

Entre personas de la élite es posible manejar la propia vanidad sin herir la del otro y reconciliar la intransigencia

de cada amor propio con la existencia de otros amorespropios similares. Las condiciones requeridas para labuena marcha del «trato entre personas honestas» (R 2)incluyen ante todo la confianza recíproca entre partici-pantes, lo que no quiere decir que cada quien deba entre-garse totalmente al otro, ni exigir de él una confianza to-tal, sino que no hay que temer que algo que se nos escape

pueda ser utilizado con mala fe. Por otra parte, no debesentirse esta vía común como una obligación, sino que

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t i 8   Lecturas

«es preciso que cada uno conserve su libertad; es preciso

 verse, o no verse, sin opresión». Lo fundamental es ac-tuar en función de un mismo objetivo: «Contribuir en lamedida de lo posible a que las personas con las que que-remos vivir se diviertan», colaborar «en el placer de lasociedad» (R z). Y en una carta La Rochefoucauld reco-mienda a su amigo que se dedique «si es posible, a lo quemás le divierta» (aunque es cierto que enseguida añade:

«Es mucho más fácil dar estos consejos que seguirlos»).'6 Vemos que, aunque su punto de partida es condenarnuestras falsas virtudes, como hacen Pascal y los jansenis-tas, llega a un resultado sensiblemente diferente. La Ro-chefoucauld no sólo no censura la diversión, etiquetabajo la que Pascal estigmatizaba toda vida social, sinoque quiere contribuir a que sea más perfecta.

Pero no por eso se interesa por la legislación y las es-tructuras sociales, ni propone remedios ante situacionesde crisis. Se limita a actuar sobre las costumbres de algu-nos individuos. Su proyecto es educativo, no político.Nada tiene de reformador, y no considera que lo que esbueno para él sea bueno para todos. Se contenta congestionar un espacio de libertad y de independencia parasí mismo y para el pequeño círculo de amigos al quepertenece. A decir verdad, más que en un educador hayque pensar en un artista cuya materia fuera el ser huma-no. «Debemos intentar conocer [el aspecto] que nos esnatural, no salir de él y perfeccionarlo tanto como nossea posible» (R 3). Como recomendaban ya los estoicos,el hombre honesto debe trabajar su ser a la manera deun escultor que intenta liberar las formas contenidasen un bloque de mármol, desprender la verdad de la ma-teria. La vida buena es la que hemos sabido modelarcomo una obra.

 Además, el hombre honesto no se indigna lo más mí-nimo por el hecho de que estemos todos metidos en una

gran representación teatral, sino que decide intervenir,como un director teatral, en el desarrollo de la «come-

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Lt Rochefoucauld: la comedia humana   r i 9

día humana» para hacerla más armoniosa y agradable.

Su mente ocupa ahora el lugar que antes se reservaba elamor propio. Cada actor debe encontrar el trabajo quele conviene y adaptarse a él. La compañía entera debeprogresar poco a poco hacia una mayor cohesión. El tea-tro, que Pascal consideraba la peor amenaza para el hom-bre virtuoso, se convierte en el medio para entender la

 vida del hombre y el curso del mundo. La Rochefoucauldtiene una visión negativa de la naturaleza humana, perosu pesimismo no es desesperado. El pintor más cruel delcorazón humano nos lega un arte de vivir.

La Rochefoucauld pertenece totalmente a su tiempo,pero es también contemporáneo nuestro. ¿Cómo es po-sible? Lo que sigue atrayéndonos en la actualidad no essólo la calidad literaria de las  Máximas.  Encontramosen esta obra una versión especialmente dura de la tesisagustiniana de que el hombre es sólo miseria y nada,

una tesis algo olvidada en su forma original, pero que elpsicoanálisis y la filosofía contemporánea suelen reto-mar. Hoy en día leemos en él una descripción despiada-da de los engaños a los que recurren nuestras pulsiones

inconscientes. Al mismo tiempo descubrimos, aunquede forma más discreta, la posibilidad de acomodarnosa esa primera situación deplorable, la indicación de una vía, diferente para cada uno, gracias a la cual armoni-zaremos los diferentes elementos de nuestra existencia

 y accederemos a una forma de felicidad. Puede parecer

nos que la antropología de La Rochefoucauld deja mu-

cho que desear. En realidad no existe un yo anterior o ex-terior al trato con los demás, como él presupone, comotampoco existe un yo auténtico, cualitativamente di-ferente de los papeles que cada quien va asumiendo du-

rante su vida. Afortunadamente su ética, o arte de vivir,suple estas carencias. La buena vida común permiti-rá que nos acerquemos a la verdad de nuestro ser. Es

cierto que reserva esta vía sólo a los miembros de unaélite, cuando en la actualidad la querríamos abierta

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IZO   Lecturas

a todos, pero desde este punto de vista el cambio es ex-

clusivamente cuantitativo. La Rochefoucauld, moralistaperspicaz, nunca nos moraliza, sino que permite quecada quien se piense como artista de su propia vida yse convierta en el director de una comedia digna de ser

 vivida.

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Rousseau: un ser mixto

Lo que me atrae de Rousseau desde hace ya muchosaños no es ni su estilo, aunque brillante, ni su atormen-

tada existencia, tan interesante para los biógrafos, sinosu pensamiento. Rousseau es para mí uno de los másgrandes pensadores de la modernidad. En las letras fran-

cesas hemos necesitado algún tiempo para darnos cuen-ta, aunque Kant lo había dicho ya nada más leerlo, pero

en la actualidad prácticamente nadie lo discute. Sin em-bargo, la naturaleza exacta del pensamiento de Rous-seau se presta a controversias, y con razón, ya que nodice lo mismo en sus diferentes textos. No podríamos

limitarnos a observar que el autor se contradice, como silo que para nosotros salta a la vista se le hubiera pasadopor alto, ni que su pensamiento se desmonta por sí mis-

mo con una facilidad tentadora para el aprendiz de crí-tico. El que interpreta a Rousseau se ve en la necesidadde proponer una articulación, un itinerario entre sus

afirmaciones, en apariencia poco compatibles. Antes dehacerlo preguntémonos qué problema se esfuerza porresolver Rousseau mediante la reflexión y a qué pregun-ta intenta responder.

En el siglo x v i i i  los partidarios de la Ilustración creenque la humanidad puede curarse de sus males siempre ycuando ingrese en su escuela. Contribuyendo al floreci-

miento de las ciencias y de las artes, y haciéndolas acce-sibles para todo el mundo, por lo tanto extendiendo las ventajas de la civilización, lograremos que reine la pros-peridad y la felicidad en el mundo. La primera interven-

ción de Rousseau en el debate público, su Discurso so-

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1 2 2   Lecturas

bre las ciencias y las artes,  se opone frontalmente a lo

que considera una ilusión. No, replica, extender la civi-lización tal y como la entendemos no contribuye a mejo-rar el destino de la humanidad. El remedio que se hapropuesto no es tal, pero porque no se había identifica-do correctamente el mal. El hombre se define no por susaber, ni siquiera por su inteligencia, sino por su liber-tad, por lo tanto para contribuir realmente a hacerlo

mejor no se trata de intentar extender su cultura. Rous-seau nunca deja de dedicarse a las ciencias y las artes,puesto que no está en contra de ellas, como fingen creersus adversarios, defensores de la Ilustración, pero tieneotra concepción del hombre. Sugiere que el hombre nose hace mejor, es decir, más humano, acumulando sabe-res o yendo más a menudo al teatro. «Podemos ser hom-bres sin ser sabios.»'

 Al haber descartado la solución ilusoria que reco-miendan los enciclopedistas y sus amigos, que a su mo-do de ver lo único que consigue es oscurecer el debate,Rousseau puede enfrentarse a él. Ante todo, ¿en quéconsiste la infelicidad humana? ¿Es la ausencia de bue-

nas maneras, de refinamiento y de cultura? No. Inten-tará formular el diagnóstico exacto en su segundo dis-curso, el Discurso sobre el origen de la desigualdad.  Lainfelicidad de los hombres es consecuencia de que vivennecesariamente juntos, cuando cada uno pretende lo-grar sus objetivos a expensas de todos los demás. Losanimales se limitan a satisfacer sus necesidades. El hom-

bre ha adquirido conciencia de las miradas que los de-más, de modo que no puede evitar compararse con ellos y con la imagen de sí mismo que le devuelven. Pero sermejor que los demás significa también que los demásson peores que yo. La envidia y los celos consumen a loshombres, y por eso están todos dispuestos a buscar sufelicidad en detrimento de la del otro. No es sólo que los

demás algunas veces se hayan convertido en mis amos(deciden lo que debo hacer), sino que además son mis

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Rousseau: un ser mixto   I Z  3

competidores, y por lo tanto enemigos, de modo que para

liberarme de ellos debo eliminarlos. Como dirá Rousseauunos años después, la infelicidad de los hombres procedede que «la opinión, que hace el universo entero necesariopara todos los hombres, los convierte en enemigos entresí y hace que sólo encuentren su bien en el mal del otro».1La humanidad entró irreversiblemente en el estado social,que es un estado deplorable. Ésta es la primera conclu-

sión que se desprende de su observación.

Las tres vías

¿Cómo podríamos remediar esta situación? En algunosmomentos Rousseau se dice que, dado que la condición

humana es contradictoria y que las aspiraciones del in-dividuo no coinciden con las de la sociedad, de la que noobstante forma parte, la solución consistiría en optarpor uno de los elementos en detrimento del otro. «Loque provoca la infelicidad humana es la contradicción[...] entre la naturaleza y las instituciones sociales, entreel hombre y el ciudadano [...] Entregádselo todo al Esta-

do o dejádselo todo al hombre, pero si repartís su cora-zón, lo desgarráis.»5

El contrato social, como otros escritos políticos, ana-liza las consecuencias de la primera opción, que consis-tiría en entregar al hombre totalmente a la sociedad, y por lo tanto «desnaturalizarlo». Se trataría aquí deuna sociedad ideal que hace virtuosos a todos sus habi-tantes. Sin embargo, aunque Rousseau puede analizar lalógica de esta opción hasta sus últimas consecuencias,en realidad no ha olvidado que el hombre moderno yano es un habitante de la mítica Esparta, que ya no acep-ta pensarse como una simple parte de la entidad social,sino que se considera un todo en sí mismo. Tampocopasa por alto que el individuo JeanJacques sería bas-tante desgraciado en este tipo de Estado, en el que el in-

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Lecturas124

dividuo estaría sometido del todo a la colectividad. En

realidad, en sus escritos políticos, Rousseau no describeeste Estado ideal para que su descripción sirva comoprograma a poner en práctica (lo que, por lo demás, ha-bría exigido una revolución, a la que Rousseau es hos-til), sino para que dispongamos de una herramienta deanálisis conceptual que permita entender y valorar losEstados reales. Robespierre, que decía que su actividad

revolucionaria se inspiraba en Rousseau, no tuvo encuenta sus intenciones. Cuando en el Emilio  resume El  contrato social , añade las instrucciones de uso: no es unproyecto para la acción, sino una herramienta mental.«Para nosotros se trataba de establecer ante todo los

 verdaderos principios del derecho político. Ahora quelos fundamentos están asentados, vamos a analizar loque los hombres han construido sobre ellos.»4

La solución estrictamente «social» en realidad no estal. Las inclinaciones personales de Rousseau lo llevanentonces hacia la segunda elección que se plantea: dejaral hombre totalmente librado a sí mismo. Investiga condetalle textos autobiográficos, aunque acaba admitien-do que esta vía tampoco es una solución al problemade la humanidad tal y como la ha identificado. Además,no podría recomendar a todo el mundo lo que convienea un individuo (JeanJacques). Así pues, sea cual sea laopción, nos acecha el fracaso, por lo que concluye amar-gamente que el hombre jamás conocerá la edad de oro.

Sin embargo, no todo está perdido. Es cierto que el

hombre está desdoblado, pero, en lugar de elegir una uotra de sus vertientes, ¿no podríamos intentar adaptarlas?La solución al problema no consistiría en optar por unaen detrimento de la otra, sino en permitir que esos dospersonajes se entendieran mejor. No estaría en la revolu-ción ni en la huida, sino en la educación, tomada en susentido más amplio. Rousseau llevará más lejos esta inte-

gración de contrarios, esta inclusión del ideal natural enlo real social, en el Emilio, obra anterior al periodo auto-

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Rousseau: un ser mixto 1*5

biográfico, pero que él mismo considera la cima de su

pensamiento. Y así como el tratado sistemático (El con-trato social)  resultaba ser la forma adecuada para des-cribir la vida del ciudadano, y la autobiografía, la del in-dividuo solitario, un género literario concreto es el másadecuado para tratar la tercera vía: el Emilio es una obramixta, personal e impersonal a la vez, de ficción y de re-flexión. Es el libro que describe la formación del hombre

ideal (por lo tanto todavía «natural», por emplear la ter-minología de Rousseau) en el seno de la sociedad. Y aun-que Rousseau sueña con la unidad, sabe verse como lo quees: «Yo, ser mixto», dice en la Lettre á Franquiére$.s

La solución al problema humano no puede ser la su-misión total a la sociedad ni retirarse en soledad. A esterespecto todos estarían de acuerdo, pero ¿cómo superar

esta estéril alternativa? Rousseau concibió esta supera-ción como una tercera vía que lleva más allá de la opo-sición, aunque no le dio un nombre concreto. Pero mere-ce ser calificada de «humanista», porque reconoce a la vez la sociabilidad y la autonomía individual. Aquí Rous-seau ya no seguirá intentando «desnaturalizar» al hom-bre, sino adaptar su naturaleza a la sociedad imperante, y

al mismo tiempo acercar la vida al ideal. «Emilio no es unsalvaje al que debe relegarse a los desiertos, sino un salva- je hecho para vivir en las ciudades.» La soledad radical escontraria no al estado de naturaleza, es cierto, sino a lanaturaleza del hombre tal y como existe realmente, aun-que no todos puedan seguir esta vía. Ep La nueva Eloísa leemos: «Los demás hombres sólo buscan el poder y las

miradas del otro». Sin embargo, algunos, los que decidenresistir esta presión, acceden a «la ternura y la paz».6 Lamera posibilidad de esta opción es fundamental.

La tercera vía que reconoce Rousseau, aunque corre elriesgo de pasar inadvertida si nos limitamos a las grandesformulaciones de su doctrina, tiene especial interés, por-que no se opone radicalmente a las otras dos, sino que

integra y articula algunos de sus elementos. Y mientras

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Lecturas1 2.6

que las dos primeras vías, ambas coherentes en sí mismas,

llevan al hombre al desamparo (precisamente porque se ve en la necesidad de sacrificar una parte de su ser), latercera alberga la promesa de la felicidad, ya que escapa alas amenazas habituales. Una felicidad incierta, pero po-sible. Se trata de algo que sólo muy de vez en cuando seseñala cuando se comenta a Rousseau. Aun cuando escapaz de analizar por medio de la hipótesis el puro estado

de naturaleza o el puro estado de sociedad, lo individual y lo social, cuando quiere formular su opinión sobre eldestino deseable de la humanidad real, opta por el «justomedio». Pero ¿en qué consiste exactamente?

El hombre sociable

La doctrina de Rousseau suele resumirse diciendo quepara él el hombre natural es bueno, y la sociedad mala.Sin embargo, ninguna de ambas proposiciones es exacta.Por una parte, en efecto, Rousseau piensa que «el hombrede la naturaleza» es quizá bueno, pero no es realmente un 

hombre.  La verdadera humanidad empieza a partir delmomento en que el ser humano sabe distinguir entre elbien y el mal. Este descubrimiento, el de la moral, no esun aprendizaje como cualquier otro, ya que separa lo hu-mano de lo inhumano. «Lo que lo constituye realmentecomo hombre y parte integrante de su especie son lasideas del bien y del mal.» Pero la moral y la libertad hu-

manas se presuponen mutuamente (para que un actopueda considerarse bueno es preciso que el individuohaya podido elegir entre realizarlo o no), y en consecuen-cia quien no es libre no es del todo humano. «Renunciara la libertad es renunciar a la cualidad de hombre.»7 Yaen el Discurso sobre la desigualdad  dice que el hombre sediferencia de los animales en la perfectibilidad, es decir,

en la capacidad de convertirse en otro que no era, y por lotanto por el hecho de que puede abandonar la pura nece-

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Rousseau: un ser mixto 13-7 

sidad e introducirse en el ámbito de la libertad. La nove-

dad de Rousseau respecto de la tradición del derecho na-tural moderno, que empieza con Grotius, no es evocar unestado de naturaleza, sino desplazarlo: en lo sucesivo esexterno a la identidad humana.

La moral, por su parte, sólo puede existir en socie-dad, ya que presupone la pluralidad de los hombres yque el individuo tenga en cuenta esta pluralidad. Sólo el

mutuo frecuentarse desarrolla la razón y el sentido mo-ral. «Todo lo que en mí hay de moral mantiene siemprerelaciones fuera de mí. Si siempre hubiera vivido solo,no tendría ni vicio ni virtud.» «Sólo haciéndose socia-ble se convierte en un ser moral.» Rousseau ha cambia-do a este respecto: en el estado de naturaleza, sin comu-nicación entre los hombres, no podríamos diferenciar

entre virtud y vicio. Por lo tanto, no se conoce el senti-miento de justicia, y la moral está ausente. En conse-cuencia, el hombre no es del todo hombre en ese estado.«Limitado sólo al instinto físico, no es nada. Es un ani-mal.» Si se cree solo, el hombre no es más que un animalcomo los demás. «Si no hubiera recibido nada de otros,sólo sería un bruto.»8Libertad, moral y sociabilidad son

tres términos solidarios que marcan conjuntamente laespecificidad humana.

La sociabilidad no es ni accidente ni contingencia, sinola definición en sí de la condición humana. A diferencia

de lo que sugieren algunas interpretaciones tradicionales,Rousseau no imagina a los hombres como ya existentes,que sólo más adelante entran en sociedad, como si la so-ciedad no fuera más que una de las opciones posibles. Por

el contrario, la vida social es para él constitutiva del hom-bre. Por eso se entiende el tono solemne que adopta en el

Ensayo sobre el origen de las lenguas: «El que quiso que

el hombre fuera sociable tocó con el dedo el eje de la tie-rra y lo inclinó hacia el del universo. Con este ligero mo- vimiento veo cambiar la faz de la tierra y decidir la voca-ción del género humano».” Esta «vocación» significa que

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Lecturas128

en realidad no podemos pensar a los hombres fuera de la

sociedad si no es de forma exclusivamente especulativa, y que el «estado de naturaleza» está habitado por seresque no son del todo humanos.

Por otra parte, por eso Rousseau no puede limitarse acondenar pura y simplemente nuestro estado social, quesin embargo es responsable de todos nuestros defectos, yaque también es la base de nuestras mayores cualidades.Uno de los Fragmentos políticos  aborda directamenteeste tema. «No cabe duda de que de este intercambio [so-cial] surgieron sus virtudes y sus vicios, y de alguna mane-ra todo su ser moral [...[ Desde el punto de vista moral,¿la sociedad es en sí un bien o un mal? La respuesta de-pende de la comparación de lo bueno y de lo malo queresultan de ella, del balance de vicios y virtudes que haengendrado en los que la forman.» A primera vista venceel mal, pero hay que evitar llegar a conclusiones precipi-tadas, porque en estos temas no basta con hacer cuentas.«La virtud de un solo hombre de bien ennoblece más laraza humana que lo que pueden degradarla todos los crí-menes de los malvados.»10

 Al haberse separado de los animales por haber descu-bierto la mirada de los otros hombres sobre él, y por lotanto por la conciencia de sí que ello implica, al habersealejado del estado de naturaleza, el hombre emprendióun camino de autotransformación. Como dice Rous-seau, es perfectible. Pero esta libertad es el origen tantodel bien como del mal. «Murmurar que Dios no le impi-

de hacer el mal es murmurar que la hizo [a la especiehumana] de una naturaleza excelente, que dio a sus ac-ciones la moralidad que las ennoblece, que le dio el de-recho a la virtud.»"

Es preciso concluir que algunas de las frases más fa-mosas de Rousseau no deben tomarse al pie de la letra.Es cierto que en el estado de naturaleza el hombre no

hace el mal, pero tampoco hace el bien. Como no cono-ce a los demás hombres, ni siquiera sabe lo que signifi-

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Rousseau: un ser mixto IZ9

can estas ¡deas, y por eso no es del todo un hombre. Por

otra parte, la sociedad le abre el camino tanto al biencomo al mal. No es concebible que el hombre sea defini-tivamente curado del mal que hay en él, porque en esecaso quedaría privado de su humanidad. Por lo tanto,no podemos reivindicar legítimamente a Rousseau cuan-do nos proponemos reformar la sociedad para convertira todos los hombres en buenos y felices, como hicieron

los revolucionarios una generación después (o más tar-de). Ninguna sociedad, por perfecta que sea, podría su-primir la ambivalencia moral constitutiva de la vida co-mún. N o es culpa de una sociedad u otra que los hombressean malos. Lo son porque son seres sociables, libres y morales. En otras palabras, porque son humanos.

Excelencia y bondad 

Tras haber descartado algunas imágenes frecuentes delpensamiento de Rousseau, podemos dedicarnos ahora asu reflexión moral propiamente dicha e intentar situarladentro del gran debate que estructura el pensamiento

europeo: la tradición filosófica griega y la tradición reli-giosa cristiana. Para los paganos, el ideal de la existen-cia humana es el de una vida buena, es decir, situarse enel buen lugar en el orden cósmico y natural. Sócratesaspira a la perfección de su alma. ¿En qué consiste estanaturaleza ideal del hombre? A este respecto las opinio-nes difieren. Para muchos pensadores antiguos, lo pro-

pio del hombre es aquello que lo aleja de los animales, asaber, su capacidad racional y espiritual. La vida mejores pues la que permite cultivarlas a placer: la vida con-templativa, que el filósofo lleva en su retiro. Sin em-bargo, algunos autores, como Aristóteles y Cicerón,afirman que al ser el hombre un ser social, sólo puedealcanzar la excelencia en la vida activa y en la relación

humana más elevada, es decir, la amistad.

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1 ) 0   Lecturas

 Así, incluso para estos autores más «sociales», el ob-

 jetivo sigue siendo la excelencia del individuo, y la amis-tad será simplemente el medio, condicionado por la na-turaleza social del hombre. En todos ellos la alusión alotro no es un objetivo último, sino como máximo unmedio eficaz para alcanzar la virtud. Tanto si se elige la

 vida activa (con los demás) como la contemplativa (soli-taria), el objetivo es siempre la armonía del individuocon el orden natural al que pertenece. La «virtud» hu-mana tiene que ver con la de los objetos. Un guerreropuede ser excelente, como un escudo, siempre y cuandocumpla a la perfección su función y se acerque a los finespropios de su naturaleza esencial.

Sin embargo, para los cristianos el bien coincide con elamor al prójimo (porque todos los hombres son hijos deDios). En este caso se considera que la moral es bondad

 y beneficencia, la capacidad de actuar bien con los demás, ya no la mera aspiración a una vida buena sin más especi-ficaciones. El marco de la moral ya no remite a la natura-leza, sino a la relación entre los hombres. Cristo dice quetoda la Ley se resume en estos dos mandamientos: amar

a Dios y amar al prójimo como a sí mismo.11 San Pabloañade: amar a Dios es lo mismo que amar al prójimo; sinel amor por caridad la fe es insuficiente. Al margen de lastendencias relativamente marginales del misticismo y delelogio de la vida monacal, el cristianismo decide situarseen el mundo de las relaciones humanas, y piedad se con- vierte en sinónimo de compasión.

Esta nueva necesidad, la necesidad de los otros, sepone de manifiesto en el lugar excepcional que se otorgaa Cristo, que no sólo es nuestro semejante, sino que debemorir en la cruz para que todos los demás puedan salvar-se. Esos otros no se identifican con él, pero se beneficiande su sacrificio. Al imitar a Cristo, no nos confundimoscon nuestro prójimo, no nos limitamos a afirmar nuestra

común humanidad, sino que hacemos por ese prójimo loque él no puede hacer, le somos complementarios y por

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Rousseau: un ser mixto   131

lo tanto indispensables. En este sentido la dimensión inter-

subjetiva ocupa un lugar fundacional para los cristianos.Los griegos quieren vivir en conformidad con la natu-

raleza para alcanzar la felicidad, que es al mismo tiempoel bien. Los cristianos creen que la naturaleza es mala (loque explica la doctrina del pecado original) y que en lugarde aspirar a adaptarse a ella, hay que someterla. Lo ideales diferente, incluso opuesto a la naturaleza (es la Ley).

 Y la búsqueda del bien en sí misma debería hacer feliz albuen cristiano.

La idea que se hace Rousseau de la vida moral en elEmilio y los textos de esa época tiene su punto de partidaen la tradición cristiana, no en la moral pagana de losantiguos. No intenta establecer un arte de vivir que pu-diera conducir al ideal de la vida buena, sino que se colo-

ca en la perspectiva de la bondad, una relación que presu-pone la sociabilidad. En cierto sentido la religión es aquísolidaria con la moral. «Si el hombre fue hecho para lasociedad, la religión más verdadera es también la más so-cial y la más humana.» Moral, libertad y sociabilidad si-guen siendo solidarias. Rousseau ni siquiera quiere ima-ginar que sea posible otra concepción moral que la de los

cristianos. «En todo país y en toda secta la ley se resumeen amar a Dios por encima de todas las cosas y al prójimocomo a sí mismo.»l>

Rousseau hace una interpretación muy selectivacuando habla de la religión cristiana. Se queda precisa-mente con esta perspectiva de bondad, y por lo tanto desociabilidad fundadora, y con su universalismo. Para él

no sólo la virtud y la moral existen únicamente en socie-dad, sino que no son nada más que tener en cuenta laexistencia de los demás. Por eso el vicario de Saboya,personaje del Emilio, identifica lo bueno y lo malo conlo altruista y lo egoísta. «Lo bueno se ordena en relacióncon todo y [„.| lo malo ordena todo en relación con él.Lo malo se convierte en el centro de todo, mientras quelo bueno mide su rayo y tiende a la circunferencia.»M

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LecturasI.U

El bien y el mal 

Sin embargo, nos equivocaríamos si situáramos la re-flexión moral de Rousseau exclusivamente en el marcode la tradición cristiana, aunque la redujéramos a suselementos fundamentales. La diferencia más significati- va se encuentra en la reflexión sobre la naturaleza del

mal. Para entenderla mejor podríamos caracterizar lasconcepciones morales en función de la distancia que es-tablecen entre los lugares de origen del bien y del mal.La doctrina cristiana ofrece muchas respuestas a estapregunta. No es sorprendente que, para constituirse, laiglesia tuviera que identificar el bien con ella misma, y elmal con los demás (los judíos, los paganos y los herejes).Más allá de sus orígenes terrenales, el bien procede deDios, y el mal del demonio. Podríamos decir que estetipo de interpretación procede de un «maniqueísmo ex-terno»: el origen del mal es del todo ajeno al del bien y está fuera de nosotros.

Sin embargo, en otros momentos el bien y el mal se

perciben ambos como inherentes a todo hombre, aun-que proceden de dos instancias opuestas, la carne y elespíritu, en este caso sinónimos de lo terrenal y de loceieste. El dominio que el espíritu ejercerá sobre la car-ne asegura la victoria del bien sobre el mal, ya que la carnees de Satán, y el espíritu es del Señor, como San Pablo nodeja de recordar. El mal se introdujo en el hombre me-

diante el pecado original, y la posibilidad del bien apa-reció gracias al sacrificio de Cristo. Estamos pues ante loque podríamos llamar un «maniqueísmo interno» (que ya conocen los maniqueos primitivos). La oposiciónsiempre se traza de este modo, pero sus dos términosson propios de todo ser humano. Es lo que permitiráa los cristianos separar algunas veces la moral del marco

intersubjetivo que en principio le es propio. Llevar una vida monacal, mortificar la carne y rechazar los placeres

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Rousseau: un ser mixto   133

son actos virtuosos, aunque correspondan a un sujeto

solitario.Pero Rousseau, al que aterroriza la carne, rechaza en

su concepción (al margen de algunas frases ambiguas)toda forma de maniqueísmo. El mal no procede delcuerpo, ni por supuesto del espíritu. Las virtudes y los vicios surgen exactamente de la misma fuente, que es lasocialización (y por lo tanto, como hemos visto, la hu-

manización) del hombre. «El bien y el mal brotan de lamisma fuente.» En el hombre no hay una parte que pro-cede de Dios y otra del diablo. La posibilidad misma delbien y del mal aparece en el momento en que el hombrese da cuenta de que existen otros hombres, pero estedescubrimiento no lo determina ni en un sentido ni enotro, sino que sencillamente le ofrece la posibilidad de

convertirse en bueno o en malo. Desde el punto de vistatambién moral, el hombre está marcado por su perfecti-bilidad, es decir, su indeterminación, y la capacidad detransformarse. El humanismo de Rousseau nada tienede ingenuo. En ningún caso consiste en imaginar alhombre mejor de lo que es, sino en verlo como una po-tencialidad, capaz tanto del bien como del mal. Esta op-

ción lo separa de los jansenistas, pero no de toda la tra-dición cristiana. Rousseau no pasa por alto este debateen su seno. «Se dice que Dios nada debe a sus criaturas. Yo creo que les debe todo lo que les prometió al darles elser. Prometerles un bien es darles la idea de bien y hacer-les sentir su necesidad.»'5 Dios no nos debe nada. Estafrase jansenista significa que en la tierra, en respuesta a

nuestros esfuerzos de ser virtuosos, no debemos esperaruna recompensa por parte de Dios. Desde esta perspec-tiva, el hombre no es libre de salvarse o condenarse. Lasalvación sólo puede proceder de la gracia divina. Porotra parte, Rousseau considera que la posibilidad mis-ma de diferenciar entre el bien y el mal es una prueba dela presencia de Dios en nosotros, pero también que no

habrá otra. Por lo tanto, son los hombres los que deben

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actuar para acercarse al bien. La recompensa divina no

será más que el bienestar que se siente mediante estaacción.

Conciencia y razón

¿Dónde está pues el criterio del bien y del mal? ¿Se da de

una vez por todas (en cuyo caso el individuo deberíasometerse a un dogma moral que le viene impuesto defuera por los que lo detentan, sean religiosos o profa-nos), o cada uno debe descubrirlo (y entonces correría elriesgo de diluirse en el caos de las opiniones individua-les)? Rousseau se esfuerza por superar la antinomiade lo universal y de lo particular mediante el concepto deconciencia, auténtica piedra angular de su teoría moral.La conciencia es un rasgo distintivo de los hombres. Esla capacidad de separar el bien y el mal, y por lo tantoresultado de la libertad humana, sin la cual la moral notiene sentido: «Juez infalible del bien y del mal, que ha-ces que el hombre se asemeje a Dios [...] sin ti no veo

nada en mí que me sitúe por encima de los animales».Rousseau dirá también que es una parcela de Dios en elhombre, la prueba de que «la justicia se fundamenta enalgo distinto del interés en esta vida». Todos los hom-bres tienen conciencia, pero cada uno la posee de formaindividual. Sólo existe en el espíritu de la persona con-creta, nunca en entidades abstractas como la nación, la

raza o la clase: «En estos cuerpos colectivos jamás hayamor desinteresado a la justicia. La naturaleza sólo laha impreso en el corazón de los individuos».16 Al situarla medida del bien y del mal en cada individuo, Rous-seau se mantiene fiel a la tradición protestante, pero nopor eso tiende a la arbitrariedad individualista. Las leyesde la conciencia son comunes a todos, forman parte de

la definición de la especie, son la parte de Dios en elhombre, pero Dios es uno. Rousseau enunciará esas le-

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Rousseau: un ser mixto135

 yes: la autonomía del sujeto, la elevación del prójimo y

la universalidad de los hombres.La conciencia, o capacidad de juicio moral, debe dife-

renciarse tanto del sentimiento como de la razón. El sen-timiento varía en función de los individuos y las circuns-tancias. La conciencia es la misma en todos, marca denuestra común pertenencia a la misma especie, ya queprocede de la interiorización del hecho social. El hombre

está provisto de conciencia porque es hombre. Eso noquiere decir que no haya hombres deshumanizados quehan dejado ahogar en sí la voz que dice lo que está bien ylo que está mal. Por su parte, la razón también es una ca-pacidad común a todos, pero no tiene contenido. Es uninstrumento que puede conducirnos a cualquier fin. La

moral no consiste en someterse a las tradiciones, pero no

por eso Rousseau intenta fundamentarla en la razón.«Demasiado a menudo la razón nos engaña, sólo de vez

en cuando ejercemos el derecho a rechazarla, pero la con-ciencia jamás engaña. Es la verdadera guía del hombre.»

Eso no implica que la conciencia nunca encuentre ayudaen la razón. El hombre no tiene que elegir entre ellas, sinoque puede beneficiarse de la complementariedad de las

dos. Así, lo que hay que buscar es la acción conjunta deambas. Las ideas morales son «verdaderas afecciones delalma iluminada por la razón», el «progreso ordenado denuestras afecciones primitivas».'7

Podríamos presentar la complementariedad entreconciencia y razón de otra manera. En la tradición cató-lica, el individuo no interroga a su conciencia. Le basta

con consultar la Ley o a su intérprete en la tierra, la Igle-sia, para saber cuál es el camino recto. Un órgano tam-bién común afirma los valores comunes. Puede encon-trarse esta estructura fuera del catolicismo. Hobbesquiere que el Estado y su soberano determinen lo que es justo y lo que es injusto para todos. El individuo no debeinterrogarse, sino someterse. Por el contrario, en la tra-

dición protestante no se produce la mediación de la Igle-

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sia, por lo que cada quien debe buscar en su fuero inter-

no para oír la voz de Dios. Eso le da derecho a impugnarlas instituciones y las leyes. Lo que horroriza a Hobbeses en concreto el hecho de permitir a los individuos estainiciativa. ¿No corre el riesgo de conducir directamentea las guerras de religión?

Rousseau suele seguir la opción calvinista, pero antesse ocupa de diferenciar entre las simples inclinaciones

personales y la voz de la conciencia, que imagina la mis-ma en todos, ya que la inspira Dios, lo que le permiteconcretar su contenido. No obstante, ¿no cabe pensarque dos conciencias individuales se contradigan, que lasconvicciones íntimas del católico y del protestante, delcristiano y del musulmán, del creyente y del ateo no coin-cidan? Rousseau no analiza la cuestión en estos térmi-nos, pero parece que éste es el punto en el que puedeintervenir la razón. Aunque la conciencia sea de inspira-ción universal, sólo la conocemos por medio de la ex-presión que el individuo da de ella. La razón tiene reglascomunes que todo el mundo conoce, de modo que po-dría servir de mediadora en caso de conflicto entre con-

ciencias. En este sentido «la razón ilumina las afeccionesdel alma». La razón establece un marco cuya universali-dad reconocen todos los hombres.

Deber y deleite

¿Cómo procedemos para satisfacer las demandas de laconciencia? Tras postular que la naturaleza del hombreno es mala, sino neutra o más bien indeterminada, Rous-seau imagina un doble origen del bien: el hombre llega aél siguiendo sus buenas inclinaciones o superando lasmalas. La primera vía es la de la bondad, y consiste ensometerse a (una parte de) la naturaleza. La segunda es

la del deber y la virtud, en la que obedecemos los man-datos de la voluntad y superamos otra parte de nuestra

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Rousseau: un ser mixto 137

naturaleza. Así, por una parte, el hombre bueno, que

«cede a sus inclinaciones y practica la justicia, como elmalvado cede a las suyas y practica la iniquidad. Satisfa-cer la tendencia que nos lleva a actuar bien es bondad,pero no virtud». Por otra parte, el hombre virtuoso: «La virtud no consiste sólo en ser justo, sino en vencer laspasiones y reinar sobre el corazón».'8

Rousseau conoce estas dos vías y puede tomar tanto

la una como la otra. Formula así la segunda: «Sé justo y serás feliz». «Hacer el bien» es además una manera de«disfrutar de la vida». Sin embargo, el resultado no estágarantizado. Rousseau sabe que no basta con ser bueno y virtuoso para ser feliz, pero está seguro de que sinello no se es. «La virtud no da la felicidad, pero sólo ellaenseña a disfrutarla cuando se tiene», escribe a Offreville.'9

La primera vía está más próxima a la de las Ensoñacio-nes: disfruto de la vida, luego es bueno.

Sin embargo, algo hay de insatisfactorio, ya que es-ta dicotomía se presenta como una elección de todoo nada. El filósofo humanista no puede darse por satis-fecho con ninguno de los dos términos por separado.Convertir la felicidad del individuo en objetivo último

supone pasar por alto la vida común de los hombres.No obstante, exigir la sumisión al deber y a la virtudsignifica que no tenemos demasiado en cuenta la auto-nomía personal de cada quien. No podemos prescindirde ninguno de los dos términos. Renunciar a la virtud,al deber y a la voluntad es peligroso. Todas nuestras in-clinaciones no son buenas, de modo que es preciso ejer-

cer cierto control sobre ellas que tenga en cuenta el in-terés de los demás, no sólo el nuestro. Pero, pero otraparte, renunciar a la felicidad, y por lo tanto tambiéna querer la bondad, exigir que venzamos siempre nues-tras pasiones, tampoco es satisfactorio, porque en esecaso llegaríamos a la paradójica conclusión de que sólolos malos pueden ser virtuosos, porque los buenos no

tienen nada que superar.

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i 3 «  Lecturas

En este caso la posición humanista consistirá no en

elegir uno de los dos términos, sino en ir más allá de laelección. ¿Cómo es posible? Una frase de Kant expre-sa esta búsqueda de equilibrio a la que también aspiraRousseau, aunque no siempre sea consciente: «Epicuroenseñaba a buscar la felicidad sin ser especialmente dig-no. Zenón enseñaba la dignidad sin tener en mente lafelicidad. Cristo, la felicidad siendo digno».10

La tensión entre virtud y felicidad, entre deber y bon-dad, se resuelve en el amor. «El amor a uno mismo, asícomo la amistad, que no es más que compartir ese amor,no tienen otra ley que el sentimiento que los inspira. Ha-cemos cualquier cosa por un amigo igual que por noso-tros mismos, no por deber, sino por placer», escribeRousseau.11 El placer, que es la felicidad en el amor, con-

duce a su vez al bien. Por la interpretación que hace delamor, por cómo ve la integración de naturaleza y de li-bertad, Rousseau puede acceder también a la reunióndel bien y de la felicidad. El amor hace feliz y produce elbien. El goce no es en sí mismo el bien, pero el bien pue-de ser goce, como sucede en el amor. En este caso elhombre ya no está solo, y al mismo tiempo no va contrasus inclinaciones. Es preciso amarse uno mismo paraaceptarse y aceptar el mundo. Es el camino que investi-gan las Ensoñaciones.  Debe preferirse el altruismo al

egoísmo y aspirar a la virtud, como enseña el Emilio. Pero también debemos saber que necesitamos  amar alos otros, y que su felicidad provoca la nuestra. Así po-

drá superarse la antinomia de lo individual y lo social,aunque sabemos que sin amor esta solución nada tiene

de panacea.

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Mozart: un ilustrado

¿Qué es la Ilustración? En diciembre de 1784 el más fa-moso filósofo alemán de la época, Immanuel Kant, pu-blica una respuesta a esta pregunta en una revista berli-nesa dirigida al gran público cultivado. A grandes rasgosdice que es el paso de ser menor a ser mayor de edad, dela infancia a la edad adulta. La mayor parte del tiempolos seres humanos se dejan dirigir por reglas y preceptos

que vienen de fuera, como las tradiciones, las sociedadesen las que viven y los poderosos del momento, pero po-drían ocuparse de sus asuntos, modificar su destino y ele-gir por sí mismos las leyes que quieren obedecer. Un hom-bre ilustrado es aquel que prefiere la libertad de su razón

 y de su voluntad a la sumisión. Este hombre que por fines adulto se reconoce en todos los demás habitantes del

mundo y coloca en la cima de sus valores la alegría sen-cillamente humana.

En diciembre de 1784, Mozart, que tiene veintiochoaños, es admitido en la logia masónica que ha elegido,llamada Zur Wohltátigkeit, A la Beneficencia. La franc-masonería vienesa se siente muy próxima al espíritu dela Ilustración, y defiende la tolerancia entre las religio-

nes y la fraternidad entre los hombres. En esos momen-tos y en ese lugar ser masón no significa estar en contra

de la Iglesia, hasta el punto de que algunos sacerdotescatólicos también lo son. Al propio Mozart no le gustanlos ateos y dice estar orgulloso de su fe. «Sé que soy tanreligioso que nunca podría hacer nada que no pudierahacerse público ante el mundo entero.»1 Pero se trata de

una fe como la practican los ilustrados, que no se preo-

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cupan de las particularidades de los ritos y colocan to-

das las religiones en pie de igualdad. Como decía unosaños antes (en 1777) Lessing, otro francmasón y tam-bién gran defensor de la Ilustración: «Poco importa loque le sucede a la religión cristiana. Basta con que loshombres se atengan al amor cristiano».1

Mozart comparte muchos rasgos con otros defensoresde la Ilustración. Como ellos, siente que pertenece a todo

el espacio europeo, sin prejuicios nacionalistas. Hablacuatro lenguas alemán, italiano, francés e inglés, absor-be todas las tradiciones y viaja con frecuencia. «Se es de

 verdad una pobre criatura si no se viaja (al menos los quese dedican a las artes y a las ciencias).»5 Es, como ellos,un cosmopolita, pero al mismo tiempo sabe que el cami-no más corto hacia la universalidad pasa por profundizar

en la tradición local, y por ello está empeñado en crearuna ópera propiamente alemana, lo que consigue con La 

 flauta mágica. Como ellos, quiere sintetizar todo lo quelo ha precedido (en su caso, en el ámbito de la música).

 Y como ellos, cree que el saber contribuye a emancipar alos hombres: «Vivimos en este mundo para aprender cada

 vez con mayor ardor, para iluminarnos unos a otros me-diante el intercambio de ideas y para esforzamos siempreen hacer progresar todavía más las ciencias y las artes».5

Mozart hace su gran gesto de autonomía, su acciónpropiamente adulta, en 17 8 1. Contra el consejo de su pa-dre, decide dejar a su patrono, el poderoso arzobispo deSalzburgo Coloredo, para escapar del humillante trato

que reciben los empleados de ía casa (donde tratan alcompositor como a un lacayo). «Nadie puede exigirmealgo que me perjudica»,5 escribe a su padre, y se respon-sabiliza de este gesto revolucionario como un individuolibre. «Sólo debo escuchar a mi razón y a mi corazón, asíque no necesito a una dama o a una persona de calidadpara hacer lo que es justo y bueno, lo que no es ni dema-

siado ni demasiado poco. Lo que ennoblece al hombre esel corazón, y aunque no soy conde, quizá tengo más ho-

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na no estaré aquí, y ninguno de mis conocidos puede

decir que sea de talante apesadumbrado o triste. Todoslos días doy gracias a mi Creador por esta felicidad y sela deseo de todo corazón a mis semejantes.»10

La imagen que se tiene de Mozart es la de un niñocaprichoso, prodigio musical a los cinco años y geniosin saberlo. En realidad representa más bien, y de formadestacada, el ideal al que aspira la Ilustración: el adulto

totalmente responsable de la vida y de la obra que cons-truye.

Esplendor y miseria de eros

Para Mozart la ópera es el género musical supremo, y por

eso sueña con componerlas. «Mi mayor deseo: escribiróperas.» «Envidio a cualquiera que escriba una.» Sólocon pensarlo siente que un fuego le recorre todo el cuer-po. «Mi objetivo es la ópera.»11 Pero la ópera desbordala música, dado que incorpora imagen, teatro y sobretodo texto. Aunque Mozart no escribe los libretos desus óperas, tiene las ideas muy claras sobre el papel de laspalabras: el compositor debe ser el maestro, es a él al quele corresponde trazar las grandes directrices, pero almismo tiempo su música debe seguir tanto como sea po-sible el sentido de las palabras. El poeta se somete alcompositor, pero la música está al servicio de las pala-bras. Así, interviene constantemente en la escritura de

los libretos, en especial en el de Schikaneder para La flau-ta mágica y en los de Lorenzo da Ponte (la trilogía «eró-tica»: Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y C o s í   fan tutte), y cabe observar que ninguno de los demás libre-tos que compuso Da Ponte alcanza la calidad de estostres. Por eso podemos considerar que Mozart es el res-ponsable de la totalidad de sus óperas, no sólo de la

partitura musical, y con toda la razón buscaremos sobretodo en ellas la expresión de su pensamiento.

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Mozart: un ilustrado M3

Suya es la idea de componer una ópera a partir de una

obra de teatro que en esos momentos da mucho quehablar. Da Ponte cuenta en sus  Memorias:  «Hablandoun día con él, me preguntó si me costaría mucho conver-

tir en drama la comedia de Beaumarchais Las bodas de Fígaro». '1 Se estrenó en París en 1784, tras haber esta-

do prohibida durante varios años. Tampoco en Viena seautorizó representarla, pero Da Ponte le asegura que con-

seguirá la benevolencia imperial. Para ello corta variospasajes que se consideran especialmente subversivos,

aunque conserva el espíritu general de la obra. En mayode 1786 se representa en Viena la ópera de Mozart.

Los aspectos políticos de la obra están algo atenuadosen la adaptación musical, pero no ausentes, y es probable

que fueran los que en un principio motivaran la elección

de Mozart. Consciente de pertenecer también él, desde elpunto de vista social, a la clase de los criados, a los que setrata sin miramientos y que incluso pueden llegar a reci-bir una patada de los nobles a los que sirven, Mozart nopuede evitar sentir simpatía por esta historia en la que uncriado desbarata los planes de su señor, el conde. Tantoen la obra como en la ópera, los señores y los criados es-

tán al mismo nivel, aunque son estos últimos los que po-seen inteligencia y nobleza de corazón. Son también lospersonajes que están más tiempo en escena, y Mozart lesasigna las mejores arias. La ópera muestra el triunfo delcriado Fígaro y de la doncella Susana, y la humillación desu señor, el conde.

Sin embargo, el centro de gravedad de las Bodas está

en otra parte. Es una ópera sobre el amor. No el amorcari-dad, que recomienda la Iglesia cristiana, ni el amor

alegría, característico de las relaciones entre padres ehijos, o entre amigos, o algunas veces entre amantes,

sino el amordeseo, el que parte de una carencia y vivemientras ésta dura, el que extinguen los éxitos y encien-

den los obstáculos. Se trata de la búsqueda de una se-

ducción que debe culminar una conquista. En esta ópe-

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ra, como en las demás obras que escribió en colaboración

con Da Ponte, se trata de eros. Las Bodas, que es la pri-mera, anuncian y preparan las dos siguientes («Cosí fantutte», canta Basilio; en cuanto al conde e incluso al jo- ven Querubín, comparten muchos de los rasgos de Don Juan, salvo la brutalidad, porque las violaciones y laspalizas ya no se adaptan a la mentalidad de su tiempo).Todos los personajes de la ópera ponen en práctica la

lógica del deseo, que uno tras otro van ilustrando y des-menuzando, tanto Fígaro, que sólo piensa en casarse,como Susana, que rechaza las proposiciones del conde,e incluso Marcelina, esa Yocasta de comedia.

El juego erótico se juega siempre a tres bandas. Entreel sujeto y el objeto de deseo suele inmiscuirse un rival.La primera figura de este juego es el intento de seduc-

ción, y la dificultad procede de la ausencia inicial de re-ciprocidad. Se desea a alguien que a su vez desea a otro. Así, Barbarina querría atrapar a Querubín, que suspirapor la condesa, que sueña con el conde, que persigue aSusana, que espera casarse con Fígaro... Por otra parte,Marcelina quiere echar mano a Fígaro, que querría ca-sarse con Susana. Si el objeto de deseo estuviera dispues-to a responder a la demanda, el amor se detendría, y poreso el conde se aburre con la condesa. La segunda figurason los celos, que provoca el deseo del rival, aunque unomismo no sienta el menor deseo. Al conde le preocupapoco la condesa, pero no soporta la idea de que otroQuerubín, Fígaro o algún vasallo le haga la corte. Po-demos imaginar que el carácter voluble del conde man-tiene vivo el deseo de la condesa. Ser infiel y exigir celo-samente fidelidad se ajusta sin duda a la lógica de eros.La envidia es la tercera figura. Si no podemos conseguirlos favores de una persona, al menos debemos impedirque otro pueda gozar de ellos. Como el conde no logralos favores de Susana, intenta hacer fracasar su boda

con Fígaro, y por eso favorece las pretensiones de Mar-celina. La envidia conduce a la venganza. Como se ha

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Mozart: un ilustrado 145

sufrido, se hará sufrir, y la desgracia del rival compensa

la propia ausencia de felicidad.La lógica de eros exige que amemos más el amor en síque a la persona amada, que prefiramos nuestro estadode excitación y carencia al bienestar que ofrecemos alotro. Al conde le da igual la identidad de la mujer a laque intenta seducir, siempre y cuando sea cada vez unadistinta. Querubín está dispuesto a hacer la corte a Bar

barina, a Susana y a la condesa el mismo día, porquetodas las mujeres le hacen palpitar. Canta el elogio delamoi; no de la mujer a la que ama. Su verdadero placeres sufrir por amor. Cuando Susana finge que es una co-queta para castigar un poco a Fígaro, no elogia a un ri-

 val, sino la alegría que surge del amor, del placer y delgozo, y poco importa quién sea el pretexto. En una esce-

na parecida es en la que Basilio concluye replicando«Co sí  fan tutte», una ley universal.

Mozart no se limita a mostrar la influencia generaldel deseo, gran ordenador de las conductas humanas,sino que pone también de manifiesto la vanidad. Aun-que el conde no va al infierno, como Don Juan, seráhumillado por su insaciabilidad erótica. La incesante

búsqueda de nuevas conquistas y las infidelidades resul-tantes son condenadas no por inmorales, sino porqueresultan frustrantes. F,s una carrera de espejismos quehace que cada quien acabe solo consigo mismo.

Pero Mozart no pretende decir que el deseo es unailusión. Conoce su poder, aunque no ve en él sabiduríaalguna. La sabiduría aconsejaría no huir de él, sino ser

consciente de su carácter mecánico. Sólo así es posibleliberarse de su influencia. Al final tanto de las Bodas como de C o s í  fan tutte empezamos a observar otra acti-tud: dejar de engañarnos sobre las virtudes de los sereshumanos y ser lúcidos respecto de las propias debilida-des, pero perdonarlas, ya que también pueden enseñar-nos a no ser meros juguetes en manos de eros. El perdón

se opone a la venganza. No querer perdonar, mantener-

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se intransigente, como querría el conde, es indicio de ce-

guera, de que seguimos prisioneros de la lógica de eros.Entre Fígaro, que quiere vengar a todos los maridos,

 y Marcelina, que quiere que perdonen a todas las muje-res, Mozart se queda con Marcelina. Ser consciente dela propia vulnerabilidad y de la de los demás y es elcaso no sólo del conde, sino también de la condesa, deSusana e incluso de Fígaro es el primer indicio de que

se ha adquirido fuerza. Ninguno de nosotros es perfec-to, y ninguno es del todo malo. Todos exigimos de losdemás la fidelidad, pero no estamos exentos de tentacio-nes. La experiencia hace mejores a estos personajes, y elconocimiento los lleva hacia la libertad y a la vez haciala clemencia, ya que al ser conscientes de sus propiasdebilidades, les cuesta menos perdonar las de los demás.

La ópera concluye no con la alegría triunfal, como lasque coronan las batallas ganadas, sino con la alegríatranquila y serena. La verdadera conquista consiste noen acumular victorias (mille e tre) y sitiar las infidelida-des, sino en superar el deseo que no puede llegar a satis-facerse y querer la simple presencia del otro.

Entre la luz divina y las luces humanas

La flauta mágica es la última ópera de Mozart, que con-cluyó y estrenó pocos meses antes de morir. ¿Cómo en-

tender el sentido de este testamento musical?

La obra nos depara varias sorpresas. En un principiocreemos que se trata de uno de los esquemas narrativosmás trillados del cuento de hadas: un joven príncipe,Tamino, debe liberar a la princesa, Pamina, prisioneraen un reino lejano, para devolverla a su madre y podercasarse con ella. Saldrá a buscarla acompañado por uncriado, Papageno, y se llevará consigo dos instrumentos

mágicos que le han concedido, una flauta y unas campa-nillas. Guiado por seres al servicio de poderes sobreña

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Mozart: un ilustrado 147

turales, tres damas y tres muchachos, se verá sometido a

diversas pruebas que mostrarán sus cualidades. Sin em-bargo, en cuanto nuestros personajes han entrado en elreino donde está encerrada Pamina, el relato cambia desentido y de estilo, y el cuento de hadas queda sustituidopor un relato iniciático de inspiración masónica. Tamino descubre entonces que la búsqueda que ha emprendi-do es muy diferente. Su objetivo ya no es liberar a la

princesa, sino alcanzar la sabiduría, «rasgar las tinieblas y percibir la luz divina», como le revela Sarastro, el se-ñor de ese reino. En lugar de consagrarse al amor a Palmira y a su propia felicidad, Tamino se hace siervo de unculto religioso. Pamina se une a él, pero ya no se dedicanel uno al otro, sino que en adelante deben atender losmisterios y la felicidad de Isis.

 A primera vista La flauta mágica  no parece encajarcon el espíritu ilustrado que imperaba en la trilogía rea-lizada con la colaboración de Da Ponte. A Sarastro, alque se supone una encarnación de la sabiduría y de laperfección, en absoluto parece molestarle la presenciade esclavos en su reino y no duda en infligirles castigosfísicos. Se comporta como un déspota que no tiene en

cuenta ni la voluntad de sus súbditos, ni sus legítimasaspiraciones (como la de Palmira, que quiere volver consu madre). Sabe mejor que ellos dónde está el bien y sedispone a imponérselo. Siempre está seguro de tener ra-zón y se cree el portavoz de la humanidad. Proclama elperdón, pero practica la venganza. Los habitantes de sureino deben someterse a las normas que ha erigido y a

los preceptos divinos que interpreta para ellos. El uni- verso de La flauta mágica, a diferencia del de las óperasanteriores, es maniqueo: la noche y el día, las tinieblas yla luz son sinónimos del mal y del bien, de la aberración

 y de la sabiduría. La superioridad del espíritu sobre lamateria, de Tamino sobre Papageno, no es menos clara.

No sólo los malos de La flauta mágica son totalmen-

te malos (y por eso serán aniquilados), sino que además

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Lecturas148

ese «eje del mal» está formado por dos grupos humanos

muy concretos: las mujeres y los negros. Estos últimosestán representados por Monostatos, el moro, al quese describe en función del esquema blancura = belleza,negrura = fealdad. Su alma no es menos negra que sucara. Lo único que se nos cuenta de él es que es gordo,lúbrico y cruel, y que está dispuesto a traicionar a suamo. También las mujeres pertenecen al oscuro mundo

de la noche. Son perezosas y charlatanas, orgullosas y ala vez estúpidas. Su salvación sólo puede proceder de loshombres, a los que deben someterse. Y los hombres, porsupuesto, deben cultivar las virtudes específicamente vi-

riles. Aquí ya no se honra el amor humano. Pamina quiere

a su madre, la Reina de la Noche, que también quiere a

su hija. Sarastro nada tiene que ver con esta historia. Elamor entre Pamina y Tamino se diluye en el servicio co-mún que deben a Isis. Por último, el conocimiento acce-sible a todos queda desatendido en favor de la gnosis,

saber secreto reservado sólo a los iniciados. A Tamino loexpulsan de los templos de la Razón y de la Naturaleza,dos palabras claves en la Ilustración, y se ve orientadohacia el de la Sabiduría, que detentan los sacerdotes yestá destinado a unos pocos elegidos. Las luces de laIlustración, de haberlas, son ahora una sola luz.

Sin embargo, La flauta mágica  no se reduce a esteúnico mensaje. Se afirma también otro ideal, como siMozart sugiriera que dos vías complementarias condu-

cen a la realización personal, una sagrada y una profa-na, una reservada a los elegidos y otra abierta a todos,una que pasa por la iniciación a los misterios, y la otra,que lo hace por el amor puramente terrenal. Por eso enel final de cada acto resuena la misma fórmula: «La tie-rra será el reino de los cielos, y los mortales serán comodioses», lo que se ajusta a la consigna de la Ilustración

humanista, en la que la existencia humana ya no estásometida a un orden superior. Pero sobre todo a partir

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Mozart: un ilustrado   149

del personaje de Papageno se introduce una visión del

mundo diferente de la de Sarastro.Papageno no es sólo el criado cómico del noble señor,el comilón, bebedor y perseguidor de mujeres que porcontraste hace que destaque la elevación espiritual de Tamino, como Sancho Panza respecto de Don Quijote. Escierto que sus alegrías son exclusivamente materiales. Laspruebas de Tamino no le interesan lo más mínimo y pre-

fiere quedarse con los demás hombres y compartir su des-tino. Pero Papageno representa también, mucho más quecualquier otro personaje, la elección del amor como valorsupremo. Lo expresa en especial durante dos dúos. En elprimero está con Pamina: amar es el primer deber de loshombres y las mujeres, su mayor alegría, y amando al-canzan la perfección e incluso acceden a la divinidad. El

segundo dúo lo canta con Papagena (mientras que a Ta-mino y Pamina no les corresponde un dúo de amor final).

 Ambos no se limitan a declararse amor, sino que ademásintroducen el tema, tan raro en la ópera, del amor de sus(futuros) hijos, que son la felicidad de sus padres.

¿Qué piensa Mozart de Papageno? Algunos testimo-nios ilustran sus sentimientos ambivalentes respecto de

él. Durante una representación de La flauta mágica, acom-paña a un espectador que sólo es sensible a las escenasde payasadas y no deja de reírse, pasando por alto el sen-tido más elevado de la búsqueda espiritual. Mozart seenfada y cuenta a su mujer que «lo llamé Papageno». Sinembargo, cuando leemos la carta en la que Mozart, diezaños antes, explica a su padre por qué ha decidido casar-

se con Constanza, nos da la impresión de que estamosescuchando la voz de Papageno. En primer lugar está eldeseo sexual; en segundo, las comodidades materiales, y en tercero, la realización personal que se produce en elamor, no porque Constanza sea la más guapa, ni porquesea la más inteligente, sino porque ella lo ama y él puededevolverle ese amor. En su última carta, dirigida a Cons-

tanza, Mozart vuelve a parecerse a Papageno. En ella ex-

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150   Lecturas

presa sus inquietudes por los estudios de su hijo Karl

Thomas. Y sólo unos días antes de su muerte, postradoen la cama y débil, canturrea por última vez, y lo que can-turrea es la gran aria de Papageno: «Soy el pajarero, aquíestoy...». Los demás personajes de La flauta mágica  sedistribuyen en función de los esquemas maniqueos delblanco y el negro, pero Papageno conserva la ambivalen-cia que para Mozart caracteriza a la condición humana.

 Aunque la flauta aparece en el título de la ópera, de-sempeña un papel muy pequeño en la acción. ¿A qué sedebe este honor? A que es un instrumento, y por lo tantorepresenta la música, mediante la cual pueden aumentarla felicidad y la alegría de los hombres. Para Mozart,como más tarde para algunos románticos, la música no eslo contrario de la vida, el puro espíritu por fin despegado

de la torpeza material. Es más bien el resultado y la reali-zación de la vida misma, alegría de los sentidos y de lamente al mismo tiempo. En ese año de 17 9 1 , en el queescribe su última ópera, año en el que está inmerso en su

Réquiem  y obsesionado por sombríos presentimientos,piensa a menudo en la muerte. Frente a ella coloca la mú-sica, que no la niega, pero la trasciende. Expresa su con-

 vicción en La flauta mágica, la certeza de que el poder de

la música, des Tones Macht, atravesará felizmente la os-cura noche de la muerte, des Todes Nacht.

¡Cuánta razón tenía!

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Constant: política y religión

La biografía de Benjamín Constant mantiene una estre-cha relación con varios países del continente europeo.

Nace en Lausana, de padres procedentes de familias huguenotas refugiadas en Francia, y de niño debe trasladar-se a Holanda, donde su padre es militar. Después empiezasus estudios en Alemania y en Escocia. Tras volver a pa-sar temporadas en Suiza, Francia e Inglaterra, se instala

 y se casa en Brunswick, Alemania, aunque no se quedamucho tiempo. Siguiendo los pasos de Germaine de Staél, vive entre Francia y Suiza, y posteriormente se establece,esta vez con su segunda mujer, en Gotinga. La caída de

Napoleón hace que regrese a Francia, y su derrota en Waterloo lo expulsa a Bélgica y después a Londres. Este

ciudadano europeo avattt la lettre no se instala en París,

que entonces sigue siendo la capital de Europa, hasta losúltimos quince años de su vida. Un destino como el suyoes poco frecuente incluso hoy en día, de modo que resultatodavía más destacado en el mundo que sufrió los radica-les cambios revolucionarios de 1789. Pero Constant meparece un representante característico de las tradicioneseuropeas no tanto por su biografía cuanto por su aporta-

ción al análisis de dos aspectos de toda vida en sociedad,lo político y lo religioso. Su reflexión se inscribe sin duda

en el marco del pensamiento humanista, que está indiso-lublemente vinculado a la historia de Europa.

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Lecturas15*

La doctrina humanista

¿En qué sentido debemos entender aquí este término?Sabemos que en el Renacimiento los humanistas son loshombres de letras que redescubren la literatura, la histo-ria y la filosofía de los antiguos. En nuestros días el tér-mino suele utilizarse con otra acepción, para designar

una visión condescendiente y optimista de la humani-dad, la que afirma que los hombres son seres nobles yque merecen ser respetados. En definitiva, lo que po-dríamos llamar filantropía, incluso «antropolatría».Pero además de estos dos significados, uno histórico y elotro moral, aparece un tercero, que se refiere a una con-cepción del mundo en la que el hombre desempeña un

papel concreto. ¿Cuál exactamente? En primer lugar, serel origen de sus actos (o cuando menos de parte de ellos),ser libre de realizarlos o no, y por lo tanto poder actuara partir de su voluntad. En segundo lugar, ser la finali-dad última de sus actos, que no apuntan a entidades suprahumanas (como Dios, o el bien, o la justicia) ni infra-humanas (los placeres, el dinero o el poder). Por último,trazar el espacio en el que evolucionan sus agentes, el detodos los hombres, y sólo de ellos.

 Aparecen elementos de la doctrina humanista en lasmás diversas tradiciones, tanto en este continente comoen los demás. Sin embargo, sólo en la Europa del Renaci-miento se reúnen estas tres exigencias en el marco de un

pensamiento único, como sucede en Francia con el deMontaigne, y esta reunión es la que señala el verdaderosurgimiento del humanismo. No siempre es fácil articu-larlas. La autonomía por sí sola, individual o colectiva,puede conducir a una actitud arrogante, a una políticaimperial. Si el origen de la ley está en mí, ¿por qué prohi-birme oprimir a los demás? La respuesta es: porque eso

no me da derecho a lesionar a mi vecino, ni a colonizar y explotar a otras poblaciones. Las ideas del otro como

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Constant: política y religión '53

fin, de la universalidad de los hombres, restringen el cam-

po de la autonomía, pero no por eso se confunden entresí. Todos los miembros de una sociedad, en su calidad deciudadanos, son intercambiables, y lo que rige sus rela-ciones es la justicia, que se funda en la igualdad. En tantoque individuos, las mismas personas son absolutamenteirreductibles entre sí, y lo que cuenta es su diferencia, nosu igualdad. Las relaciones que se establecen entre ellos

exigen elección, afecto y amor.¿En qué se parece el pensamiento de Constant a la

doctrina humanista? De entrada, defiende sin reservasla idea de universalidad humana. «Sea el hombre salvajeo civilizado, posee la misma naturaleza, las mismas facul-tades originarias y la misma tendencia a emplearlas.» Nosólo estas características potenciales aparecen por todas

partes, sino que los valores de los hombres pertenecen aun marco único. La vida pública se rige por la aspiracióna la justicia, que por su parte se funda en el concepto deigualdad. «El amor a la igualdad es una pasión que lanaturaleza enciende en el fondo de nuestro corazón.»'Constant se opone pues a toda política legitimada por lapresunta desigualdad de las razas, y sabemos que durante

el último periodo de su vida, cuando es diputado liberalen el Congreso, es uno de los enemigos más encarnizadosde la trata de negros.

Constant defiende también el segundo principio hu-manista, el de erigir al otro como finalidad. No quiereuna doctrina dispuesta a sacrificar la vida de los indivi-duos por la idea de humanidad, menos aún por cual-

quier otra idea abstracta, como el progreso, la revolu-ción o el orden. Por el contrario, siente simpatía por laspersonas que optan por los individuos en lugar de poruna u otra causa. Dice de Germaine de Staél: «La vidade un ser que sufría le recordaba que en el mundo habíaalgo mucho más sagrado para ella que el éxito de unacausa o el triunfo de una opinión [...] Los proscritos de

todas las opiniones encontraron en ella más afán de pro-

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154   Lecturas

tegerlos en su desgracia del que tenía para enfrentarse

a ellos cuando eran poderosos». Y en similares térmi-nos, relacionados con la definición cristiana del próji-mo, alaba a su amiga Julie Taima: «Odiaba al bandocontrario al suyo, pero defendía con celo y perseveran-cia a todo individuo al que veía oprimido [...] en mediode tormentas políticas, durante las cuales todos fueronsucesivamente víctimas, la vimos a menudo prestar todo

el apoyo de su actividad y su valor a hombres persegui-dos por causas opuestas».1

El carácter de finalidad última que Constant otorga alindividuo lo lleva en otro momento de su vida a oponerseal propio Kant, aunque podríamos pensar que había ori-ginado este principio. Constant escribe: «Un filósofo ale-mán llega a pretender que la mentira sería un delito in-cluso ante unos asesinos que os preguntaran si vuestroamigo, al que persiguen, está refugiado en vuestra casa».3Kant considera que decir la verdad es un deber absoluto, y en nombre de este principio está dispuesto a sacrificar elbienestar, incluso la vida, de los individuos. La conse-cuencia es tan absurda que lleva a Constant a someter el

principio a una finalidad superior, y en ello su humanis-mo se separa del racionalismo moral de Kant.Sabemos que cuando Kant se enteró del argumento

de Constant, se enfadó tanto que contestó con un opúscu-lo titulado Sobre el supuesto derecho a mentir por la hu-manidad.  Al filósofo alemán no le interesan las conse-cuencias prácticas de los actos. Mentir es en sí mismo

contrario a los principios del bien, sean cuales sean lascircunstancias. La jerarquía de valores que defiendeConstant es diferente: el objetivo es no perjudicar alotro, y a menudo puede conseguirse mediante la veraci-dad (como sucede en todas las relaciones contractuales),pero otras veces mediante la mentira (como frente a losasesinos). Para Constant el amor al prójimo debe ser

más importante que el amor a la verdad. El punto departida del acto moral es el otro, no yo.

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Consumí: política y religión   155

Constant es probablemente uno de los primeros tes-

tigos de un cambio radical en la mentalidad de los pue-blos europeos que ha necesitado siglos para producirse

 y a consecuencia del cual las relaciones entre individuos

se han convertido en la parte más valiosa de la exis-tencia. Si nada debe ser más importante que la preo-

cupación por el otro, el amor es el valor más elevado del

mundo humano. Como dice Constant: «Una palabra,

una mirada o un apretón de manos siempre me han pa-recido preferibles a toda razón y a todos los tronos de latierra».4 Es cierto que el amor sólo regula la vida priva-da de los individuos, pero también debe desempeñar un

papel en el ámbito público. Si rechazáramos toda instrumentalización sistemática de los individuos, si nuncaolvidáramos que son las instituciones las que deben es-

tar al servicio del hombre, y no a la inversa, la políticaempezaría a humanizarse.

El individuo y el Estado

 A Constant no le basta con defender estos principios

humanistas, sino que redefine lo que significan para suépoca, que en muchos sentidos sigue siendo la nuestra.Pero su aportación más importante tiene que ver con eltercer pilar de su doctrina, la autonomía del individuo.Montaigne expresa ya su preferencia por las accionesque elegimos libremente frente a las que nos impone lanaturaleza o la tradición. Descartes somete el proce-

so de conocimiento a la misma regla: sólo es sólido elsaber al que accedo por mi razón y mis sentidos. Rous-seau da un paso decisivo y traslada este principio de la vida individual a la de la comunidad. Ahora sólo seconsidera legítimo el régimen que se fundamenta en la voluntad libre y común del pueblo que lo sufre. En otraspalabras, sólo la república es legítima. Sabemos que

treinta años después esta interpretación desempeñará un

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Lecturas156

papel decisivo en la actividad revolucionaria. ¿Qué po-

dría añadir Constant a la doctrina ya triunfante de laautonomía?

En muchos sentidos su pensamiento puede presen-

tarse como una síntesis crítica de los de Montesquieu y Rousseau. Sus dos ilustres antecesores no conciben del

mismo modo la naturaleza del mejor régimen político.Para Rousseau lo fundamental es la autonomía de la co-

lectividad, es decir, la exigencia de vivir bajo una ley quenos hayamos dado a nosotros mismos. Por lo tanto, sólola república es legítima, porque en este caso el poder está

en manos del pueblo soberano, que encarna la voluntadgeneral. La tradición, de la que es ejemplo la monarquía,no confiere ninguna autoridad. La historia consigna losefectos de la fuerza, no del derecho. Montesquieu razona

en otros términos: lo que legitima un poder no es la ma-nera como está instituido, sino la manera de ejercerlo.

Por esta razón el poder ilimitado es ilegítimo, e importapoco si procede de la tradición o de la decisión de la co-munidad. Por lo tanto, es preciso que las leyes y el ejerci-

cio del poder impidan que éste se concentre sólo en unasmanos y que nunca encuentre freno.

Por su parte, Constant dirige al poder una exigenciadoble: debe ser legítimo tanto por su institución como

por su ejercicio. El pueblo será soberano, ya que todaotra opción supondría someterse sencillamente a la fuer-za, pero su poder estará limitado. Debe detenerse en las

fronteras del individuo, que será el único dueño de sí.Una parte de su existencia se someterá al poder público,pero otra será libre. Así pues, no se puede reglamentar

la vida en sociedad en nombre de un único principio,porque el bienestar de la colectividad no coincide nece-sariamente con el del individuo. A la exigencia de auto-

nomía del pueblo hay que añadir la autonomía del indi- viduo. Ni la democracia por sí sola, ni el principio liberal

que exige proteger las libertades por sí solo garantizanel mejor régimen. Debe reunir las dos condiciones, es

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Constant: política y religión   157

decir, ser una democracia liberal. El equilibrio es difícil,

 y por eso el pensamiento de Constant sigue siendo ac-tual, porque el Estado moderno está siempre tentado deusurpar la libertad de los individuos.

El individuo democrático tiene pues derecho a pre-servar su territorio personal de toda intrusión y a recha-zar la ley si la considera inicua, si para fundamentar suelección puede apelar no al interés personal, sino a la

exigencia de una ley más elevada que podría tener que ver con el consenso tácito que preside toda instauraciónde leyes o con la moral universal. Por decirlo con Montesquieu: «El deber del ciudadano es un delito cuandopasa por alto el deber del hombre». Sólo el Estado tota-litario suprime toda distancia entre leyes y justicia, entrederecho positivo y derecho natural. Apelar al juicio de

la propia conciencia es abrir una brecha en el monopo-lio del poder, y por eso toda insumisión se interpreta

inmediatamente como revuelta, y por lo tanto como de-lito. Al insumiso no se le ofrecerá alternativa. Se le man-dará directamente al campo de concentración.

Es conveniente recordar estos principios fundamen-tales de la democracia liberal en una época en la que lospaíses de la Unión Europea se enfrentan a la presenciade extranjeros ilegales en su territorio. Varios gobier-

nos han estado tentados de promover leyes para obli-gar a los ciudadanos a denunciarlos a la policía si noquieren que los consideren delincuentes. En Francia, porejemplo, el artículo L6 z 2 - i   del código de entrada yestancia de los extranjeros postula que toda persona queofrece ayuda, aunque sea indirecta, a un extranjero,que le ofrece comida o un lugar donde dormir, por ejem-plo, incluso que sólo lo intenta, será castigado con unapena de cinco años de cárcel y una multa de treinta mil

euros. Veamos lo que comenta Constant sobre esta situa-

ción, tan actual hoy en día como hace doscientos años:

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«5»   Lecturas

Obedecer la ley es un deber, pero, como todos los deberes,

no es absoluto, sino relativo. Se apoya en el supuesto deque la ley parte de una fuente legítima y se mantiene den-tro de sus justos límites [...] No tendríamos el menor deberante leyes que no sólo restringieran nuestras legítimas li-bertades y se opusieran a actividades que no tuvieran dere-cho a prohibir, sino que nos exigieran contradecir los prin-cipios eternos de justicia y de piedad, que el hombre no

puede dejar de observar sin negar su naturaleza [...]El segundo carácter de ilegalidad en las leyes es prescri-

bir actividades contrarias a la moral. Toda ley que ordenadelatar y denunciar no es una ley. Toda ley que ataque lainclinación que exige al hombre dar refugio a cualquieraque le pida asilo no es una ley. El gobierno [...] debe respe-tar la generosidad de los ciudadanos, que les lleva a com-

padecer y a auxiliar sin pensárselo dos veces al débil gol-peado por el fuerte [...]

Si la ley nos prescribiera pisotear nuestros afectos y nues-tros deberes, si nos prohibiera ser fieles a nuestros amigosdesafortunados, si nos exigiera la perfidia con nuestros alia-dos o incluso perseguir a nuestros enemigos vencidos, ¡ana-tema y desobediencia a la redacción de injusticias y delitos

decorada con el nombre de ley! [...]Nada excusa al hombre que presta ayuda a la ley que

cree inicua, al juez que pronuncia una sentencia que de-saprueba y al ministro que hace que se ejecute un decretocontra su conciencia.5

Un pensador de lo religioso

En la actualidad sabemos que para Constant su labormás importante no fue su actividad literaria, bastanteocasional, ni siquiera sus tratados políticos, aunque des-tacados, sino su obra sobre la religión. Concibe este pro-

 yecto a los dieciocho años, en 17 8 5 , cuando apenas ha

concluido sus estudios, y en octubre de 1830, un mes

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Constant: política y religión   1 59

antes de morir, todavía está corrigiendo el manuscrito.

Entre ambas fechas, sin duda con interrupciones, nodeja de dar vueltas a esta idea y esta obra, y de modifi-carlas. El primer libro aparece en 1824, y los últimos volúmenes, el cuarto y el quinto, se publican después desu muerte, en 1 8 3 1 .

Sin embargo, De la religión,  la obra de su vida, nosuscitará un gran debate cuando aparece y quedará pron-to olvidada. Sólo los historiadores eruditos y los constantianos incondicionales conocen su existencia. Hasta 1999el libro jamás se había vuelto a publicar íntegramente.¿Cóm o explicar esta acogida? No nos queda más reme-dio que admitir que la obra no llegó en buen momento.En la Francia del siglo xix los devotos y los anticlerica-

les libran una encarnizada lucha en favor o en contra dela religión. La posición de Constant, inclasificable res-pecto de este conflicto, no podía ser tomada en conside-ración. En el siglo xx, cuando van constituyéndose lahistoria y la antropología religiosas, la obra parece ana-crónica. Su erudición ha envejecido, y ya nadie alimentaambiciones tan desmesuradas como hablar de las re-

ligiones de todos los pueblos y de todos los tiempos. A decir verdad, el proyecto de Constant es algo más li-mitado de lo que anuncia su título. El autor estudia sólolas religiones politeístas, alude al (mono)teísmo sólo deforma indirecta, y además se detiene antes de lo que con-sidera la decadencia, el politeísmo romano. No por elloel tema deja de ser inmenso y general, cuando las nuevas

ciencias han optado por la especialización. Sólo los filó-sofos se atreven todavía a disertar sobre la religión engeneral. Ahora los estudiosos sólo quieren hablar de re-ligiones concretas, preferentemente en un breve periodode tiempo.

No cabe duda de que este olvido es muy injusto, y nosólo porque Constant ha desempeñado en muchos senti-

dos un papel de pionero que merece ser valorado, sinotambién porque sus reflexiones sobre la religión y su des-

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Lecturas160

tino histórico son de las más esclarecedoras que existen.

Incluso es posible que digan más a los lectores de princi-pios del siglo xxi que a sus predecesores, doscientos añosantes. A diferencia de lo que podía pensarse entonces,la religión no es un fenómeno moribundo, y BenjamínConstant puede ayudarnos a entender por qué.

Su aportación es fundamental al menos en tres pla-nos: el método de estudio, el análisis y la evaluación de

las formas religiosas antiguas, y por último el lugar de lareligión en el mundo actual.

Para entender en qué medida el proyecto de Constantes novedoso es preciso trasladarse por un momento a suépoca. Entra en la edad adulta en vísperas de la Revolu-ción francesa, cuando la religión sufre constantes ata-ques por parte de los llamados filósofos, que la consi-

deran la principal enemiga de la Ilustración. A partirde 1789 el conflicto saldrá de los libros y se instalará enlas calles: se profanarán iglesias y se vilipendiará el cris-

tianismo. Con el imperio vuelven los sacerdotes, y conla restauración triunfan. Los ultras elaboran proyectosteóricos, y otros escritores apelan a renovar la fe, a cam-biarla y adaptarla ai gusto del momento.

En medio de estos conflictos tumultuosos llega Cons-tant, que propone no estar a favor o en contra de la reli-gión, sino sencillamente empezar a estudiarla. Lo quehoy puede parecemos una evidencia en esos momentosresulta chocante, se traduce inmediatamente en los tér-minos del conflicto en curso y se condena. Los anticle-ricales consideran que Constant es demasiado tibio,

 y para los devotos es demasiado ateo. Pero su propósitono es atacar o defender, sino entender.

 Así, para empezar es preciso plantear la mera exis-tencia del objeto, que Constant llama el «sentimientoreligioso». Parte de una constatación empírica: por másque nos remontemos en la historia, nunca encontramosuna sociedad desprovista de prácticas religiosas. Dado

que ninguna otra especie animal las conoce, poseer un

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Constant: política y religión 161

sentimiento religioso es un rasgo inherente a la especie

humana, que permite distinguirla de las demás. Si que-remos entender lo que son los hombres, no podemospasar por alto este sentimiento. En el fondo, y paradó- jicamente, devotos y ateos tienen en común el hechode que no ven en la religión algo propio del hombre,sino que buscan un origen externo, los unos en la inter- vención divina (la revelación), y los otros en el miedo,la necesidad y las circunstancias. Constant se proponeestudiar las religiones para intentar conocer «el co-razón humano y la naturaleza del hombre»,6 y de estamanera se convierte en el fundador de la antropologíareligiosa.

No obstante, analizará este sentimiento religioso, in-

temporal y que forma parte de la definición del hombre,no como filósofo, sino como historiador. En él no haylugar para esas ficciones que vuelven locos a los filósofosde la época, el estado de naturaleza, el contrato social y elhombre previo a la religión. A él sólo le interesan los he-chos, de modo que de entrada plantea una diferenciaciónque le permite articular lo permanente y lo cambian-

te: el sentimiento es inmutable, pero las «formas» estánen continua evolución. Estas formas son resultado del en-cuentro entre el sentimiento y las circunstancias variables:el clima, las instituciones y las concatenaciones históricas.Los cambios son inevitables, porque desde que se produceuna forma, tiende a fijarse y a convertirse en un obstácu-lo para lo que se supone que quería expresar, y por lo

tanto inevitablemente será rechazada al cabo de un tiem-po. La historia es, tanto como la religión, algo propio delhombre, pero consiste en sustituir una forma por otra. Setrata de una conclusión que un creyente difícilmente pue-de admitir.

Constant no es el primer historiador de las religiones,por supuesto, pero se diferencia de sus predecesores, ade-

más de porque introduce en su propósito una perspectivaantropológica, porque su elección es más concreta. La di-

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Lecturasi 6 z

ferencia respecto de los autores famosos del siglo xv m ,

como Warburton, el presidente De Brosses y Court deGébelin, salta a la vista. A éstos todavía les cuesta dife-renciar entre ficción e historia, mientras que Constantsólo defiende los hechos. Sin embargo, tampoco podría-mos confundirlo con los eruditos alemanes que en su épo-ca empiezan a publicar sus grandes trabajos, en especialla monumental obra de Friedrich Creuzer Simbología 

 y mitología de los pueblos de la Antigüedad  (18 10 ), quepor lo demás se traducirá enseguida al francés. Creuzer,un poco a la manera de los psicoanalistas actuales, quierede entrada unificar las religiones, descifrar los símbolos

 y descubrir el verdadero significado de todos los ritos ymitos del pasado. Constant sigue más bien el ejemplo deMontesquieu (en muchos sentidos El espíritu de las leyes 

es el modelo de De la religión), y su enfoque es ante todocontextual y estructural: toda forma religiosa debe antetodo relacionarse con su contexto histórico y social,

 y sólo ahí tiene sentido. Al seguir los pasos de Montesquieu, Constant se ve

en la necesidad de tomar distancias respecto de los his-toriadores. Sin embargo, debe alejarse también de Mon-

tesquieu, que es demasiado sistemático. Busca una víaintermedia, vinculada a principios abstractos, pero quese apoye sólidamente en los hechos. Es lo que Max Weber, casi un siglo después, llamará el «tipo ideal» y convertirá en el objeto por excelencia de las cienciassociales. Constant llama a este mismo concepto «combi-nación», y recurre a él constantemente. Una combina-

ción posee un núcleo estable de rasgos fundamentalesque se compone de una serie de diferencias en los deta-lles. Y este concepto le permite afirmar que encontramosla misma combinación en los egipcios y en los hindúes,

 y poner por escrito análisis de la «trinidad» en las dife-rentes religiones que esperaríamos más bien encontrar,ciento cincuenta años después, en la pluma de Georges

Dumézil.

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Constant: política y religión 163

Los sucesores de Constant (que a menudo no sabían ni

su nombre) adoptaron todos estos rasgos de su procedercientífico. Como sucede hasta cierto punto con sus ideassobre la democracia política, hoy en día forman parte deun bagaje intelectual común que no nos parece necesarioatribuir a nadie, cosa que no sucedía en el momento enque se formularon. El grano que tiene demasiado frutomuere. Por el contrario, el sentir común de nuestro tiem-

po se ha separado de Constant porque renuncia a su mar-co universalista. En la actualidad dudamos en calificaruna sociedad de «primitiva», en declarar que determina-da práctica es más «avanzada» que otra, y nos limitamosa decir que son «diferentes». Constant no conoce esosescrúpulos. Coloca en el punto de partida la unidad de laespecie humana, y en consecuencia mantiene los mismoscriterios de valoración. Los términos «salvaje», «bárba-ro» y «civilizado» no tienen para él un contenido relati- vo. Cree también, en la línea de Lessing y de Condorcet,que la marcha de la historia es un movimiento de progre-so, aunque a veces las vueltas atrás o la superposición deciclos impidan verlo.

 Antropología política de lo religioso

 Así, debemos admitir ante todo que el sentimiento reli-gioso no puede desaparecer. No es sólo que la historiano conozca un solo pueblo sin religión, sino también

que la religión es la expresión de un rasgo irreductiblede la especie humana, un rasgo tan general que Cons-tant no sabe cómo llamarlo o se limita a hablar de «sen-timiento», de «entusiasmo» y de «perfeccionamiento».Ello supone decir que el ser humano nunca coincide deltodo consigo mismo, que está form ado por sensacionesde experiencias, pero también por una conciencia de sí

que le permite siempre imaginarse otro del que es, y porlo tanto imaginar algo «mejor» fuera de él y aspirar o

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164   Lecturas

renunciar a ello. Los hombres, conscientes de sí mismos

 y por lo tanto dobles, conocen la libertad y pueden ac-tuar en función de otra cosa que su identidad originariao su interés inmediato. En el fondo, la religión y la histo-ria existen por la misma razón, esto es, la capacidad hu-mana de trascenderse, de imaginarse otro lugar que losempuja a cambiar.

El sentimiento religioso y la movilidad de la especie

no son las únicas instancias de esta capacidad y este de-seo de superación. A la misma familia pertenece el amor(aunque Constant nos recuerda que a veces es el disfrazde nuestro egoísmo), la ternura, la simpatía, la abnega-ción, la piedad y la contemplación de la naturaleza. Po-dríamos decir que todas estas actividades ponen de ma-nifiesto la capacidad de sacrificio, ya que implican que

en lugar del interés del yo egoísta, de la afirmación de lapropia voluntad de poder, podamos preferir algo queestá más allá del individuo: por encima de él, como en elcaso de la religión, o al lado, como en las relaciones hu-manas, o en otra parte, como en la naturaleza.

Los principales enemigos de Constant en este libro sonpues todos aquellos que niegan la necesidad del senti-

miento religioso, y en consecuencia de esa necesidad hu-mana de superarse y algunas veces de sacrificarse. Esto vadesde los utilitaristas contemporáneos, que, siguiendo lospasos de Bentham, creen que basta con dar a la humani-dad como ideal el «interés bien entendido», hasta Demócrito y Epicuro en la Antigüedad, pasando por los enci-clopedistas materialistas, por Hume y Helvétius (al que

Constant admiraba cuando era joven). Pero el primerpaso no debe ser afirmar que la religión es vana, que es,como se dirá posteriormente, el opio del pueblo o unailusión del pasado, sino constatar que existe en todos loslugares en los que hay hombres. Nuestros contemporá-neos tienden a calumniarse, a describirse como animaleso como máquinas, totalmente determinados por su ser

 y por la búsqueda de sus intereses, pero en realidad no

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Constant: política y religión   165

pueden vivir sin colocar algo más allá de sí mismos. En

esto se diferencia la naturaleza del hombre de la de losanimales, y no es sólo una cuestión de niveles.

Pero estos enemigos no son los únicos. Contra los ma-terialistas ateos hay que afirmar la existencia irreductibledel sentimiento religioso, pero, una vez admitido, es pre-ciso elegir entre las diferentes formas religiosas. AquíConstant no apunta a Voltaire y Holbach, sino a Bossuet y Maistre. Sin embargo, más que atacarlos de frente, tras-lada el debate al seno del politeísmo, que, al margen de lainfinita variedad de formas históricamente atestiguadas,se divide en dos grandes tipos: las religiones sacerdotales,es decir, las que tienen una casta de sacerdotes, y las reli-giones libres o independientes, en las que no es necesaria

la mediación del sacerdote. La religión de los egipcios, delos indios y de los persas ilustra el primer caso, y la de losgriegos el segundo. Lo que Constant sugiere, aunque nollega a desarrollarlo por extenso, es que en el seno delmonoteísmo los católicos se oponen de forma parecida alos protestantes, que se mantienen fieles a la inspiracióninicial del cristianismo: «Todos somos sacerdotes», decía

Tertuliano. Y Constant no se limita a estudiar estas dos variantes, sino que además las valora: las religiones libresson indiscutiblemente superiores. Si en la religión hay al-gún mal, sólo puede proceder del sacerdocio, de los sacer-dotes y de la Iglesia.

Su preferencia responde a dos razones. En primer lu-gar, la casta de los sacerdotes impone necesariamente un

orden determinado y rituales comunes, y se opone a quecambien, ya que se convierten en su signo distintivo. Enotras palabras, las religiones sacerdotales tienden por supropia estructura al inmovilismo. Sucede que la especiehumana está necesariamente en la historia, está conde-nada al cambio, puesto que las condiciones de vida cam-bian y las respuestas de ayer ya no se ajustan a las nece-sidades de hoy. En este sentido las religiones libres sonmás verdaderas (respecto de la naturaleza humana),

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i 6 6   Lecturas

porque están abiertas al perfeccionamiento, a la búsque-

da de lo mejor, mientras que las religiones sacerdotalesson estáticas y están siempre amenazadas por el dogma-tismo. Por eso también la descripción de la religión librede los griegos se convierte en un capítulo de otra his-toria, la de la conquista de la autonomía, del derechoa participar en la elaboración de la ley común, en lugar desometerse pasivamente a una ley impuesta desde fuera.

La segunda razón por la que las religiones libres sonpreferibles a las religiones sacerdotales es que los sacer-dotes tienden a introducirse en el aparato político delEstado. Lo teológico y lo político aspiran a formar unacategoría única, y ello sucede no sólo en las teocracias.Los sacerdotes no se limitan, como todos los demáshombres, a dirigirse a los dioses, sino que quieren ade-

más descubrir los medios para gobernar a esos otroshombres. Pero con esta confusión salen perdiendo losdos términos de la relación. El sentimiento religioso aca-ba convirtiéndose en su contrario, el interés ocupa ellugar del desinterés, el egoísmo de una casta sustituye alespíritu de sacrificio y lo temporal elimina lo espiritual.Es mejor dejar a Dios y la religión libres de estos com-

promisos y no hacer a Dios responsable de las imperfec-ciones del mundo terrenal. Por su parte, a los hombresles interesa gobernarse a sí mismos y sentirse responsa-bles de su conducta en la tierra en lugar de apoyarse enuna ley que procede de otra parte.

Constant se sitúa así en la gran tradición europea,que empieza en la Edad Media con Marsilio de Padua

 y Guillermo de Occam, que pide que el poder espiritualse separe del poder temporal, tradición que llegará a cul-minar en dicha separación legal entre la Iglesia y el Esta-do. El pensamiento de Constant contribuye a que se ins-taure un régimen laico. Sugiere que la religión del futurono debe meterse en política, y que la política no debeocuparse de la religión. La buena política y la buena re-

ligión saben limitarse a sí mismas y no aspiran a un rei-

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Constan!: política y religión 167

no en el que no deban compartir. En este sentido De la 

religión es no sólo un estudio del pasado, sino tambiénun instrumento de lucha.

El futuro de la religión

El sentimiento que incita al hombre a no limitarse a susintereses inmediatos, a no contentarse con afirmar su ser,es irreductible, pero no necesariamente religioso. Sacrifi-carse por otro ser humano puede satisfacer esa mismanecesidad. Constant nos ha contado qué tipo de senti-miento era la religión, pero no lo que la diferencia de for-ma específica. ¿No corre en la actualidad la religión el

riesgo de desaparecer en beneficio de otras formas de estemismo sentimiento?

En este caso el pasado no nos es de gran ayuda, yaque en determinados momentos la religión ha podidoabsorber elementos extraños que posteriormente se hanseparado de ella. Las religiones antiguas ocuparon el lu-gar de la ciencia, puesto que explicaban el origen del

mundo y la naturaleza de las cosas, pero después la fí-sica y la biología se encargaron de esos temas. La reli-gión pudo contar el pasado, pero esa responsabilidad lecorresponde hoy a la historia. La religión se convirtió enmagia para intentar influir en el desarrollo de los proce-sos naturales y de las prácticas humanas, pero despuésla técnica y la medicina tomaron el relevo. La religión se

confundió algunas veces con la política, pero segúnConstant de ahí no puede salir nada bueno, o casi nada,

 y lo mejor sería que se mantuvieran separadas. ¿Qué lequeda entonces a la religión?

Los modernos han pensado algunas veces que podríaconfundirse con la moral, o al menos servirle de funda-mento. Constant está muy cerca de retomar este ar-gumento. Teme que la desaparición de la religión libre

a los hombres al mero cálculo de sus intereses, que la

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ausencia de vida después de la muerte nos haga some-

terlo todo a las necesidades de la vida terrenal, que laausencia de sanción última sobrenatural haga las leyeshumanas mucho más frágiles. Pero lo cierto es que ofre-ce contraargumentos para cada una de estas amenazas.Para encontrar algo más allá del individuo vivo no esnecesario postular la inmortalidad del alma. Basta conpensar en los demás hombres que lo rodean y sin los

cuales no es nada. La preocupación por la humanidaden general puede fundamentar la ley de todos los países.La moral no necesita fundamentarse en la religión. Porel contrario, a menudo evaluamos las diferentes religio-nes del pasado, y lo hacemos mediante criterios morales,lo que nos permite decir que esta religión es blanda,aquella otra dura, ésta generosa y la otra sólo es buena

para quienes la practican. La moral es lo que nos permi-te seleccionar de entre las enseñanzas de una religión

 y preferir, por ejemplo, el precepto «Ama a tu prójimocomo a ti mismo» a principios como «Fuera de la Iglesiano hay salvación» o «Quien no está conmigo está con-tra mí». En este sentido, como dice Constant, «la moralse convierte en una especie de piedra de toque, una prue-

ba a la que sometemos los conceptos religiosos».7Debemos decir también que Constant no participa

en el proyecto, que se desarrolla en la misma época en lafilosofía alemana, de sustituir la religión por la moral,incluso por la filosofía, es decir, de convertir la filosofíaen una religión laica. Dirá más bien que no compete a lareligión decir lo que está bien y lo que está mal, ni for-

mular el deber, como tampoco le corresponde describirla estructura del átomo o el origen de la vida, lograr queaumenten las cosechas o dirigir los asuntos del Estado.Pero eso no quiere decir que deba o pueda desaparecer.

 Aunque los hombres satisfagan todos sus deseos inme-diatos, aunque preserven sus intereses, aunque sus leyesobedezcan a las reglas de la moral y conozcan la ternura,

la abnegación y el amor, siempre les faltará algo. ¿Qué?

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Constant: política y religión   169

Podríamos decir, con una frase que la historia occidental

conoce bien, que no siempre encontrarían el sentido de su vida. Pero ¿qué puede ser ese sentido? El hombre estádesgarrado entre su ser finito y su conciencia, que le abreinfinitos horizontes. El sentido de la vida es la posibilidadde inscribir lo finito dentro de lo infinito. Sabemos quesólo somos un grano de arena en el universo, que sólo vivimos un instante en la eternidad del tiempo. Sentimosla necesidad de situarnos respecto de lo absoluto, lo infi-nito y lo ilimitado. Queremos sentimos incluidos en unared de relaciones, pero el universo no nos da la clave delenigma. Somos nosotros los que tenemos que crearla.Cuando nos acercamos a ese enigma, sentimos que nosrealizamos y nuestra vida adquiere sentido porque logra-

mos introducir lo infinito dentro de lo finito, el pensa-miento del universo en nuestro débil cuerpo.Esta aspiración al contacto con lo ilimitado, a la ar-

monía con la naturaleza, a un lugar en el transcurso deltiempo, es lo que designa, en su acepción más general, el«sentimiento religioso» en Benjamin Constant. Ni laciencia ni la moral nos conducen a ella, ya que ni la una ni

la otra nos ayudan a situarnos en el cosmos, a encontrarun lugar en el fluir de la vida. La ciencia produce saberesconcretos, ni siquiera puede subsistir si no renuncia ex-plícitamente a las preguntas sobre los fundamentos últi-mos. La moral, cuando logra superar el egoísmo de losintereses particulares, regula las relaciones entre los hom-bres. Ningún desarrollo científico, ninguna sumisión a las

normas del deber podrían jamás satisfacer la necesidad desentido, al que accedemos con mayor facilidad medianteotras prácticas: la experiencia religiosa, esta vez en senti-do estricto, que nos pone en contacto con los seres imagi-narios que suponemos que animan el mundo (por eso lasreligiones nos cuentan la creación del mundo y describenla estructura del cosmos), pero también contemplar la na-turaleza y extasiarnos ante la belleza de una obra de arte.Todas ellas nos ponen en contacto con lo ilimitado. «Con-

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Lecturas170

templar todo tipo de belleza nos arranca de nosotros mis-

mos, nos incita a olvidar nuestros limitados intereses, nostransporta a una esfera de pureza mayor y de perfeccio-

namiento inesperado.»8 Por esta razón el sentimiento re-ligioso seguirá ahí mientras haya hombres, ya sean salva-

 jes asustados por el rugido del trueno como individualistasmodernos que sólo juran por la ciencia.

Las mejores condiciones para entrar en contacto con

lo ilimitado se dan cuando nuestros sentidos perciben loilimitado que se materializa fuera de nosotros, comofrente a un cuadro, una escultura o ante la naturaleza:«en el silencio de la noche, a orillas del mar, en la sole-

dad del campo».9 Por la noche, cuando las fronteras de

los objetos se difuminan; en soledad, cuando olvidamoslas coacciones que nos imponen los que nos rodean;

bajo el cielo estrellado. En otras palabras, el sentimientoreligioso es asunto de cada quien de forma aislada, fren-te al universo y la eternidad. La religión ha perdido aquísu función de vínculo entre los hombres, que a vecesqueremos descubrir en la etimología del término. Por

supuesto, las religiones colectivas apuntan al mismo ob- jetivo, pero en adelante la religión necesita tan poco ese

papel de cimiento de la comunidad, que a menudo nosparece tan característico, como en su momento el defuente de las normas morales. El individuo aislado pue-

de acceder a la armonía con la creación aun siguiendouna vía que es sólo suya.

La consecuencia de esta depuración del sentimien-to religioso, convertido en sinónimo de la aspiración a la

espiritualidad, es que las sociedades modernas conocenla pluralidad de las religiones, que nada tiene que ver conque desaparezcan. Constant diría que la época contem-

poránea está destinada a ser pluralista, no atea. No ve enello el menor inconveniente, sino todo lo contrario. Deentrada, porque ninguna religión podrá confundirse con

el poder temporal, y por lo tanto dejarse corromper por él,ni convertirse en la base de un fanatismo de identidad

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Constant: política y religión 171

o de un proselitismo intolerante, y además porque el indi-

 viduo tendrá más posibilidades de encontrar el caminohacia lo ilimitado que más le convenga. «En la densa os-curidad que nos rodea, ¿podríamos rechazar un resplan-dor?», se preguntaba Adolphe. Constant añade que dejarla búsqueda religiosa al individuo es darle la posibilidadde perfeccionarse hasta el infinito. «Dividid el torrente,o, mejor dicho, dejad que se divida en mil arroyos. Ferti-

lizarán la tierra que el torrente habría devastado»: conestas palabras concluye De la religión.'0

¿Se trata de una elección que puede llevarse a cabolibremente? Lo dudamos. El hombre libre puede actuarcomo quiera, pero no puede querer lo que quiera. Paraser alguien diferente a quien se es no basta con quererlo.

«No creemos porque querríamos creer», escribe Cons-tant. Pero podemos saber que acceder a lo que él llamael «sentimiento religioso» permite al hombre realizarse. Y por lo tanto, en lugar de resistirnos, podemos tambiéndejarnos invadir por este sentimiento y esta necesidad.Podemos decirnos que el mayor dominio de uno mismoconsiste en despegarse de ese yo. Aquí se unen el futuro

de la religión y el del hombre."

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Stendhal: amor y egotismo

Pasión y vanidad 

Del amor   (1820) empieza con una clasificación de loscuatro tipos de amor posibles: el amor pasión, el amorgusto, el amor físico y el amor vanidad, que Stendhal nodeja de mencionar a lo largo de toda la obra. En reali-dad dos tipos son más importantes que los demás, lapasión y la vanidad, que se manifiestan de las formas

más variadas. A nivel abstracto, la diferencia entre am-bos podría formularse así: en el amor pasión encontra-mos sólo a dos seres, el sujeto y el objeto de amor, ynada alrededor. En cambio, en el amor vanidad intervie-nen, además de los dos protagonistas, las convencionessociales, las normas y las representaciones que cada unose hace de sí mismo y del otro. Junto con el  yo y el tú 

existen ellos y ellas. Desde este punto de vista, el amorfísico es un nivel inferior del amor pasión, mientras queel amor gusto es una variante del amor vanidad.

El amor pasión es el verdadero amor, el amor natural y también el que Stendhal admira. La definición del amorque ofrece en el capítulo 11 del libro sólo se ajusta del todoa este tipo: «Amar es sentir placer viendo, tocando y sin-

tiendo con todos los sentidos, lo más cerca posible, unobjeto amado y que nos ama». Este sentimiento amorosose alimenta exclusivamente de su objeto, y el amor pasapor el ciclo siguiente: 1) admiración; 2) deseo de proximi-dad, y 3) esperanza. Su ideal es fusionarse en una solaentidad («lo más cerca posible»). Stendhal añade: «Siexiste lo perfectamente natural, la felicidad de dos indivi

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174   Lecturas

dúos llega a confundirse». El amor, totalizador y unifi-

cados está también en el interior de la persona, donde nodeja lugar a ningún otro sentimiento, a ninguna otra ex-periencia. Stendhal dice que «el verdadero amor ocupa elalma entera» y «la vuelve totalmente insensible a todo lo

demás». Algo después escribe: «Todo el arte de amar sereduce a escuchar nuestra alma».' Lo que está fuera del

sujeto queda eliminado.

Por el contrario, lo que caracteriza el otro tipo de amores la ausencia de unidad tanto interna como externa. Enel amor gusto nunca actuamos contra las costumbres y elbuen tono. En el amor vanidad no amamos a las perso-

nas, sino su imagen pública, al duque o al príncipe, no adeterminada persona concreta. Lo que impera aquí ya no

es la vida en sí, sino las «ideas novelescas», y en lugar de

dejarnos guiar por nuestros sentimientos y por las cuali-dades del objeto amado, sufrimos la influencia de la opi-

nión pública: «Cuando una mujer acepta a un amante,tiene más en cuenta cómo las demás mujeres ven a esehombre que cómo lo ve ella misma». «Un hombre apa-sionado sólo piensa en sí mismo, pero un hombre que

quiere consideración sólo piensa en otro.»1 Evidentemen-

te, en este caso «otro» alude a un tercero, no al objetoamado.

Stendhal recurre a diversos medios para ilustrar cadauno de estos tipos de amor. Uno de ellos es aludir a per-sonajes literarios. La oposición Don Juan/Werther del

capítulo l i x   reduce las cuatro formas a dos, vanidad y pasión: «La felicidad de Don Juan no es más que vani-

dad», mientras que «el amor del tipo Werther» parececoincidir con el amor pasión. También están en el bandode Werther la monja portuguesa y Eloísa y Abelardo,mientras que escritores como Crébillon, Chamfort yMarmontel siguen la opción de Don Juan. Otra referen-cia literaria más reveladora es La nueva Eloísa, de Rous-

seau. Stendhal retoma la enumeración de los cuatroamores y plantea una especie de ecuación: «Amor pa-

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176   Lecturas

En Italia, por el contrario, no hay novelas: «Como si

el azar hubiera decidido que aquí todo contribuía a pre-servar lo natural, las mujeres no leen novelas por la sen-cilla razón de que no las hay». «La ausencia de la lecturade novelas y prácticamente de toda lectura (...) deja to-davía más lugar a la inspiración del momento.» Y enconsecuencia tampoco hay conciencia del otro (de untercero) ni de su opinión: «Aquí no se presta la menor

atención a lo que hace el vecino y a sus gestos. Sólo sepreocupan de lo que les sucede, y no demasiado». Tam-poco el español, que aquí se asimila al italiano, «se ocu-pa jamás de los demás». La vida tanto de los unos comode los otros consiste en buscar directamente la felicidadsin preocuparse de terceros: «Hacen lo que les propor-ciona placer». «En la feliz Lombardía, en Milán y en

 Venecia, el gran tema de la vida, o, mejor dicho, el úni-co, es el placer.»5 Ésta es la gran oposición en la que seapoya el armazón conceptual de Del amor: por un lado,

 vanidad, sociedad, novelas y Francia; por el otro, pa-sión, soledad, placer directo e Italia.

 Además de esta tipología de los amores, Stendhalpropone una descripción del proceso del amor, de su de-

sarrollo en el tiempo. Hemos visto las etapas previas a susurgimiento, un juego que se limita estrictamente al sujeto y al objeto. No obstante, una vez ha surgido, al amor si-gue lo que Stendhal llama la «cristalización», que a su vez va seguida por una «segunda cristalización». Peroestas nuevas etapas ponen de manifiesto una concepcióndel amor que no resulta fácil reconciliar con las ideas

anteriores. ¿De qué se trata?La cristalización es transformar (de forma positiva)

el objeto amado mediante el trabajo de la imaginación,subordinar la percepción al deseo y poder ver el objetocomo deseamos que sea. «Hemos llamado cristalización a la locura constante de que un amante perciba todas lasperfecciones en la mujer a la que empieza a amar.» «Bas-

ta con pensar en una perfección para que la veamos en

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Stendhal: amor y egotismo 177

lo que amamos.» «Ella gozará no de lo que él es de he-

cho, sino de la bonita imagen que se habrá creado.»Porque en el amor «lo imaginado es lo que existe».  Dealguna manera Stendhal sigue aquí fiel a Rousseau, queescribía en La nueva Eloísa:  «El amante que alaba ennosotros las perfecciones que no tenemos las ve efectiva-mente como las representa». «Creí ver en tu rostro losrasgos del alma que la mía necesitaba [...] Amaba en timenos lo que veía que lo que creía sentir en mí.» Y unosaños después Rousseau concluye: «No hay amor verda-dero sin entusiasmo, y no hay entusiasmo sin un objetode perfección real o quimérico, pero que existe siempreen la imaginación (...) En el amor todo es mera ilusión,lo confieso (...) La belleza no está en el objeto que ama-

mos, sino que es obra de nuestros errores».6 Así, la idea de perfección es previa a la percepción delobjeto de amor, y al mismo tiempo la subordina. Goza-mos no de la persona real, sino de la imagen que le su-perponemos, una imagen que no procede de la percep-ción, sino de la memoria. Pero aunque es así, no esmenos cierto que el amor natural surge del descubri-

miento de su objeto y que se juega exclusivamente entreél y el sujeto. Si la cristalización es una etapa obligadade todo amor, entonces todo amor comporta la referen-cia a una norma o a una convención externa a las dospersonas que se encuentran. Además, esta etapa, enprincipio tardía (posterior al surgimiento del amor), estáen realidad en el origen mismo de todo amor, como ilus-

tra el ejemplo del alemán en el episodio titulado «Larama de Saízburgo»: «Como este joven es alemán, paraél la primera cualidad de una mujer es la bondad , y en elacto ve en tus rasgos la expresión de la bondad. Si fuerainglés, vería en ti el aire aristocrático y lady-like de unaduquesa». Pertenecer a una cultura y a un país determi-na las imágenes ideales que nos hacemos, que a su vezdan forma a la percepción del objeto del amor. La perso-na real no es más que el soporte al que se adhieren estas

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178   Lecturas

imágenes. Las cualidades reales del objeto amado o su

ausencia no son pertinentes en este estadio de la expe-riencia, ya que todo depende del punto de vista del suje-to. Stendhal llega a afirmar que la belleza en sí no existe,

que sólo es la justificación que damos a posteriori anuestro deseo. «Una vez ha empezado la cristalización,

gozamos extraordinariamente de toda belleza que des-cubrimos en lo que amamos. Pero ¿qué es la belleza? Es

una nueva capacidad de proporcionarnos placer.» «Labelleza no es más que la  promesa de la felicidad.»7

Esto lleva a Stendhal a proponer otra interpretacióntotalmente diferente de la evolución del sentimientoamoroso, que no se preocupa de reconciliar con la des-cripción anterior: «El alma, sin saberlo, aburrida de vi- vir sin amar, convencida a su pesar por el ejemplo de las

demás mujeres, tras haber superado todos los temoresde la vida, descontenta de la triste felicidad del orgullo,se ha formado sin darse cuenta un modelo ideal. Un díaencuentra a alguien que se parece a este modelo, la cris-

talización reconoce su objeto por la turbación que inspi-ra, y consagra para siempre al dueño de su destino loque soñaba desde hacía mucho tiempo».8Lo primero es

el deseo de amar, alimentado por el ejemplo de los de-más, y en segundo lugar llega el objeto del amor, que selimita a meterse en un molde ya formado. Así, como

señala Stendhal, la cristalización está vinculada a los juegos de corte y de sociedad, y también a las ideas no-

 velescas, aunque parecían características sólo del amor vanidad. Se prolonga en sentimientos como el pudor y

ios celos, también inconcebibles sin la intervención deun tercero. En lugar de defender de forma intransigentela unidad y la homogeneidad internas del sujeto, durantetodo el Del amor  Stendhal tiende a emplear seudónimos y lenguas extranjeras, que son pruebas de la irreductiblemultiplicidad interna de la persona. Si la cristalización esla verdad de todo amor, ¿qué queda de la oposición entre

pasión y verdad?

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Stendhal: amor y egotismo   179

La autobiografía imposible

En la actualidad sabemos que Del amor  surgió de la lu-cha de Stendhal por superar y racionalizar un fracasosentimental, su amor frustrado por Métilde. El 24 deabril de 1820, mientras escribía el libro, anota: «EstiloofLove. Escribe todavía asustado bajo el dictado de unagran pasión. Es lo que el lector debe adivinar. Así, comoes verdad, no hay que pulirla demasiado». Varios añosdespués escribe en el margen de un ejemplar del libropublicado: «Debía hacer un esfuerzo sobre myself  y vio-lar, por así decirlo, el pudor para speak , incluso en tér-minos tan poco desarrollados, de mi amor». Unos días

después se entera de que Métilde ha muerto y anota:«Death of the author»,  con lo cual llega a colocar elobjeto secreto de su discurso en el lugar del sujeto decla-rado. Y pasados unos años, en Recuerdos de egotismo,describe así la experiencia de escritura de su tratado:«Pensaba en dar a imprimir un libro titulado El amor ,escrito a lápiz en Milán mientras paseaba y pensaba en

Métilde. Contaba con rehacerlo en París, porque lo ne-cesita. Pensar con cierta profundidad en este tipo de co-

sas me entristecía demasiado. Era pasar violentamentela mano por una herida apenas cicatrizada».9

Sin embargo, en el libro Stendhal niega insistente-mente cualquier parecido entre los sentimientos del au-tor y los que describe. Se siente obligado a hacerlo en

concreto cuando emplea el pronombre personal yo, y nodeja de recordar al lector que se trata exclusivamente deun recurso literario. «Para abreviar  y poder dibujar lasalmas por dentro el autor relata, recurriendo a la fórmu-la del yo, diversas sensaciones que le son extrañas, nohabía nada personal que mereciera citarse», dice unanota del capítulo 111. Y otra del capítulo xxxii: «Recor-demos que el autor emplea a veces el giro del yo paraintentar dar cierta variedad formal a este ensayo. En

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i8o   Lecturas

ningún caso pretende ofrecer a sus lectores sus propios

sentimientos». Pero estos alegatos se contradicen conesta otra descripción de su trabajo: «Hago todo lo posi-ble por ser seco. Quiero imponer silencio a mi corazón,que cree tener mucho que decir. Siempre me asusta nohaber escrito más que un suspiro cuando creo haberanotado una verdad».10

 Así pues, Del amor  es un libro que, con el pretexto de

hablar de generalidades, trata de un caso concreto, eldel autor, lo que afirman tanto las anotaciones en losmárgenes como las negaciones del texto. Esto no quieredecir que debamos despreciar la intención de la quealardea el texto, que es ser un tratado. Los que en la ac-tualidad leen Del amor  como una autobiografía (comoun suspiro) olvidan que Stendhal dice: «me asusta».

Pero eso no impide que, con el pretexto de hablar de losdemás, Stendhal hable de sí mismo, y lo sabe.

Sin embargo, en un borrador de un prólogo, que dataquizá de mayo de i8z6, describe el libro de manera algodiferente, o mejor describe un libro algo diferente. En esemomento emplea el término «egotismo», al que recurrepara seguir empleando como antes el  yo. «La forma que

adopté puede ser tachada de egotismo. A un viajero se lepermite decir: “ Yo estaba en Nueva York” . En absolu-to se acusa a ese viajero de que le guste hablar de sí mis-mo, se le perdonan todos esos yo, porque es la maneramás clara e interesante de contar lo que ha visto.»"

Stendhal de alguna manera olvida lo que sabía perfec-tamente esto es, que esos yo querían sin duda decir yo,e imagina otro libro inspirado en el modelo del relato de viajes, un libro que evoca una experiencia común, aun-que en apariencia hable de sí mismo. La inversión es com-pleta: podríamos decir, dando a las palabras un sentidoalgo diferente del que les da Stendhal, que Del amor  ha-bla de sí con la excusa de los demás. Es un libro egoís-ta. Por el contrario, la obra que imagina, el libro egotista,habla de los demás con la excusa de uno mismo.

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Stendhal: amor y egotismo   181

¿Qué vería el Stendhal egotista si echara un vistazo a

esta experiencia del Stendhal egoísta que proporcionanlas páginas de Del amor ? El Stendhal de 1 820 cree que suamor por Métilde es una pasión, es decir, que no tieneintermediarios y está alejado de la mirada de los otros,de la opinión pública y de las convenciones sociales.El Stendhal de 1832, en concreto el autor de los Recuer-dos de egotismo, escribe: «“ La peor de las desgracias” , medecía, “ sería que esos hombres tan secos, mis amigos, en-tre los que voy a vivir, adivinasen mi pasión, y por unamujer a la que no tuve.” Me digo esto en junio de 18 2 1,

 y en junio de 18 32 veo por primera vez, al escribirlo, queeste miedo que se repitió mil veces fue de hecho el princi-pio que dirigió mi vida durante diez años. Por eso he lle-

gado a ser inteligente». '1Stendhal cree amar a Métilde con el amor pasión,que no tiene en cuenta la mirada de los demás, pero nopuede evitar pensar en cómo sus amigos interpretaránsu desgracia. Diez años después sigue temiendo la mira-da de los demás. La única diferencia es que ahora losabe. «La vanidad aspira a creerse una gran pasión»,

escribía en Del amor.,} Ahora podría decir que la pasiónes una vanidad que no sabe que lo es. Y lo inteligente esreconocer que lo intersubjetivo funda lo subjetivo, queel individuo no existe fuera del juego social.

En la Vida de Henry Brulard  se sitúa con mayor pre-cisión el surgimiento de la «inteligencia», en pleno pe-riodo de los Recuerdos de egotismo:  «Fui inteligente a

partir del invierno de 1826», escribe, y lo explica así:«No me tomé la molestia |de pasar por un hombre inte-ligente], no adquirí esta capacidad de improvisar dialo-gando, en beneficio de la sociedad en la que estaba, has-ta 18 26, debido a mi desesperación durante los primerosmeses de este año fatal».M

El acontecimiento de 18 26 es bastante similar al queprecede a la escritura de Del amor. Vuelve a tratarse deuna ruptura amorosa, en esta ocasión con Clémenrine

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TSx    Lecturas

Curial («Menti»), pero la reacción es diferente. La pri-

mera vez Stendhal difuminaba la singularidad de su ex-periencia en la generalidad del tratado y glorificaba lahuida fuera de la sociedad y la pasiónfusión total dedos personas. En este momento opta por una solucióneminentemente social, la de «ser inteligente» o, comotambién dice, «improvisar dialogando», es decir, con-

 vertir en intercambio social lo que sólo era experiencia

personal. De nuevo no estamos lejos del egotismo. Aho-ra decimos  yo  sin escrúpulos, porque sabemos que ha-blamos a un tú, no de nosotros, sino de ellos y ellas. O sihablamos de nosotros, de alguien que no es yo, sino quese describe como otro él. Resulta significativo que i8z6sea también el año de la primera novela,  Armancia. Seabre el camino a las autobiografías «egotistas» de Sten-

dhal, Recuerdos de egotismo  ( 1831 ) y Vida de Hertry Brulard  ( 18351836).

Estos dos intentos de autobiografía parten de la mis-ma constatación: Stendhal no sabe quién es. Y de la mismaesperanza: quizá a fuerza de describirse acabará descu-briéndose. «No me conozco a mí mismo lo más mínimo,

 y algunas veces, cuando lo pienso por las noches, me des-

consuela. ¿Soy bueno o malo, inteligente o tonto?» «¿Quéhombre soy? |.. .| La verdad es que no lo sé [...] Veamos sihaciendo examen de conciencia con la pluma en la manollego a algo positivo y que sea verdadero durante mucho tiempo  para mí.» Y en la Vida de Henry Brulard:  «Voya cumplir los cincuenta años, así que ya va siendo hora deconocerme. La verdad es que me costaría mucho decirqué he sido, qué soy». «En ningún caso pretendo escribiruna historia, sino sencillamente anotar mis recuerdospara descubrir qué hombre he sido: tonto o inteligente,miedoso o valiente, etc.»'5

En cierto sentido este proyecto está coronado por eléxito. Gracias al esfuerzo que le exige la escritura, Sten-dhal recupera partes enteras de su memoria que hasta en-tonces le eran inaccesibles. «Sólo reflexionando para es-

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Stendhal: amor y egotismo   183

cribirlo se despliega ante mis ojos lo que pasaba en mi

corazón en 1821.» Y la Vida de Hettry Brulard  está llenade anotaciones del tipo: «Escribiendo mi vida en 1835descubrí muchas cosas». ¿Tendrá la persona una identi-dad secreta cuya verdad podría descubrir mediante unalabor de reminiscencia? Otras veces Stendhal parece ne-gar la posibilidad de este conocimiento: «Podemos cono-cerlo todo excepto a nosotros mismos». Y en una fraseque parece surgida de la pluma de La Rochefoucauld:«Lo siento a menudo: ¿qué ojo puede verse a sí mismo?».“

¿Es contradictorio? Observemos la naturaleza de losdescubrimientos de Stendhal, que escribe en la Vida de Hettry Brulard:  «Estos descubrimientos son de dos ti-pos: ante todo, i.° son grandes fragmentos de frescos en

una pared, que tras haber estado largo tiempo olvidadosaparecen de repente [...] 2.0 En 1835 descubro la fisono-mía y el porqué de los acontecimientos».'7 Ninguno deestos descubrimientos tiene que ver con un yo esencial,porque la búsqueda conduce no al interior del ser, sinofuera de él. Stendhal descubre cómo se encadenan losacontecimientos, y los móviles que los preparan. En

otras palabras, reconstruye su propia vida como si fuerala de otro. A fuerza de intentar conocer su persona, des-cubre una parte de una historia impersonal.

¿Debemos concluir que ese yo esencial no existe yque por definición sólo podemos conocer lo que nuestroser hace parcial y puntualmente, es decir, que siempre esdeterminado yo que conocerá a otro? Stendhal escribe:

«Advierto de una vez por todas al valiente, quizá seasólo uno, que tenga el valor de leerme que todas las be-llas reflexiones de este tipo son de 1836. En 1800 mehabrían sorprendido mucho».'8 La autobiografía, ensentido estricto, es imposible. No podemos vivir y a la vez reflexionar, es decir, escribir. El Stendhal de 1800 vivía aventuras, y el de 1836 las describe, pero uno no es

la verdad del otro. El de 18 36 puede explicar al de 1800precisamente porque ya no es él, porque es otro.

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184   Lecturas

No es sólo una cuestión de distancia temporal. En un

mismo día me encuentro con dos personas, y con cadauna de ellas soy una persona diferente. Ambas son ver-daderas, y ninguna más esencial que la otra. Es lo queStendhal llama «la ausencia del yo». ¿Cómo podría serde otra manera si nos proyectamos en el otro hasta elpunto de fundirnos con él? «Mi amor propio, mi interés

 y mi yo desaparecieron en presencia de la persona ama-

da y me convertí en ella.» Si no formamos nuestro yopor identificación, entonces lo hacemos por reacción. Lacosa no es menos contingente y está lejos de toda identi-dad estable. «Mi familia era de las más aristocráticas dela ciudad, lo que hizo que inmediatamente me sintieraun ferviente republicano.» Por lo demás, esto es ciertoen el caso no sólo de las personas, sino también de las

cosas. «Hasta los veinticinco años, qué digo, todavíaahora tengo a menudo que sujetarme con las dos manospara no formar del todo parte de la sensación que pro-

ducen los objetos.»'9También en Recuerdos de egotismo buscaríamos en

 vano el autoanálisis. Lo que Stendhal cuenta son losotros, los hombres y las mujeres con los que se relacio-

na. Y el melancólico «Podemos conocerlo todo exceptoa nosotros mismos» queda reforzado por un triunfal:«En el fondo, si deseara algo, sería conocer a los hom-bres». Pero ¿puede esto reconciliarse con el anunciadoproyecto de conocerse a sí mismo? Sí, según dice unafrase de Del amor , también muy cercana al espíritu deLa Rochefoucauld: «Sólo podemos explicarnos lo quenos pasa a partir de las debilidades que hemos observa-do en los demás».10 Conocerse a través de los otros, ocomo si fuéramos otro, es el modo de proceder de laparadójica autobiografía stendhaliana.

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Stendhal: amor y egotismo   1 8 5

El conocimiento a partir de las novelas

La actitud de Stendhal respecto de Francia también cam-biará. Sigue describiendo el «talante parisino» como«educado, sin profundidad, en pocas palabras, que pien-sa demasiado en los demás», pero ahora participa de esetalante. «Lo único que veo claro es que desde hace cua-

renta y seis años mi ideal es vivir en París, en un cuartopiso, escribiendo un drama o un libro.»1' París y escribirlibros de ficción están en el mismo lado, el de los otros.

Para presentar la Vida de Henry Brulard  Stendhal se ve obligado a aludir a las Confesiones de Rousseau, aun-que enseguida formula reservas: «Ahora escribo un li-bro que puede ser una gran tontería:  Mis confesiones, deestilo similar al de JeanJacques Rousseau, pero con mássinceridad». ¿Qué significa esta alusión al «estilo»? Otranota, del z i de octubre de 1836 , lo concreta: «J. J. Rous-seau, que sentía que quería engañar , medio charlatán,medio ingenuo, debía prestar roda su atención al esti-lo. Dominique [es decir, Stendhal), muy inferior a Jean

 Jacques, pero un hombre honesto, presta toda su atenciónal fondo de las cosas». Hace ya bastante tiempo queStendhal formula sus reservas sobre lo que él llama «el én-fasis» de Rousseau, es decir, su estilo, pero defiende susideas. En la época de Luden Leuwen (1834) comenta res-pecto de La nueva Eloísa su «énfasis un poco pedante, quehace que los lectores algo delicados cierren el libro».11

 Ahora esta incoherencia le resulta insoportable. Stendhal,al que le interesan más las cosas y las personas que él mis-mo, que se ha descubierto en los otros y ha encontrado alos otros en sí, también ha encontrado su estilo, y la fran-queza egotista ha sustituido a la mentira egoísta.

Pero a Stendhal le molesta cada vez más el conven-cionalismo egotista, la necesidad de decir yo en sus auto-

biografías, aunque decirlo no signifique que habla de él.En la Vida de Henry Brulard  no deja de lamentarse de

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i 8 6   lecturas

«ese cúmulo excesivo de yo», que considera el principal

obstáculo para llevar a cabo su proyecto: «A decir ver-dad, la tuve [esa idea de escribir my life] muchas vecesa partir de 1 8 3 1 , pero siempre me descorazonó la es-pantosa dificultad del Yo». En Recuerdos de egotismo no piensa en ello como una pura convención, sino quesiente la necesidad de desmarcarse de un contenido auto-biográfico que podríamos creer inevitable: «Hace un

mes que lo pienso, y me asquea realmente escribir sólopara hablar de mí, de cuántas camisas tengo, de mis ac-cidentes de amor propio». En otra ocasión se explicaasí: «Soy como una mujer honrada que se hiciera corte-sana. En todo momento necesito vencer este pudor dehombre honrado al que le horroriza hablar de sí mismo.Sin embargo, este libro no contiene otra cosa. No pre-

 veía este accidente, que quizá logre que lo deje correr».15Convertir su yo en objeto de análisis público, desvelarlo

 y ofrecerlo a los demás es prostituirlo. Stendhal no con-cluirá ninguno de sus intentos autobiográficos, que nose publicarán hasta mucho después de su muerte.

Pero sus remordimientos no estaban justificados,porque no habla de cuántas camisas tiene, y muy poco

de sí mismo. No nos sorprenderá que aluda con vehe-mencia a todos los que lo hacen. Su blanco favorito, mástodavía que Rousseau, es Chateaubriand: «Nunca heencontrado nada que apeste tanto a egotismo, a egoís-mo, a pura afectación e incluso a fanfarronería sobrepresuntos peligros en la mar que el comienzo del segun-do volumen de De Varis a Jerusalén, que he abierto esta

mañana para hacerme una idea del talento de Chateau-briand. En lugar de dar a conocer el país, dice  yo y llevaa cabo pequeñas audacias estilísticas».14 El viajero debedescribir los países por los que pasa, decía ya Stendhalen el prólogo a Del amor , y los yo deben ser pura con- vención. Por eso en esta valoración sobre Chateaubriandsustituye el egotismo,  que se convertirá en un término

neutro, por egoísmo, que es claramente negativo.

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Stendhal: amor y egotismo   187

 A partir de ahí la alegría de la máscara y del seudóni-

mo va confirmándose progresivamente: «¿Me creerán?Me gustaría mucho llevar una máscara y cambiaría en-cantado de nombre». «Habría querido ser otro.» Tam-bién dará importancia a escribir novelas, que de algunamanera supone una forma legal de multiplicar el yo.Desde que «es inteligente», desde 1826, escribe novelas.

 Antes se veía como un personaje de novela, creía estaren la pasión, pero estaba en la vanidad: «Yo, que mecreía SaintPreux y Valmont a la vez». Los dos polos queen Del amor   identifica con Werther y Don Juan ponen ya de manifiesto su secreta afinidad, porque se dan en lamisma persona. Pero no se trata simplemente de queStendhal descubra sus ilusiones y se instale tranquila-

mente en la vanidad (en el cinismo), sino que accede aun nuevo estadio. En adelante escribe novelas en lugarde imaginar que las vive, y hemos visto que lo que másle gustaba era escribir en París. Suele repetirlo: «Empecéa ser totalmente feliz, aunque es mucho decir, digamosmejor bastante feliz, en 1830, cuando escribía Rojo y negro». Su autobiografía le parece una novela más: «Mi

recuerdo no es más que una novela escrita para la oca-sión». En una página encontramos este proyecto de títu-lo: « Vida de Henry Brulard  escrita por sí mismo. N ove-la detallada a imitación del Vicario de Wakefield».^ Nosólo la autobiografía es novela, sino que además imitauna novela de otro (Goldsmith).

¿Por qué otorga tanto valor a la novela? Una nota

del 24 de mayo de 1834 lo explica: «En mi juventud es-cribí biografías (Mozart, Miguel Ángel), que son unaespecie de historia. Me arrepiento. La verdad   sobre lomás grande, como sobre lo más pequeño, nos parececasi inalcanzable, al menos una verdad algo detallada. Madame de Tracy me decía: “ Ya sólo podemos esperarla verdad en la novela” . Cada día me doy más cuenta deque cualquier otra cosa es mera pretensión».16

Las autobiografías, las biografías y la historia po-

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i88   Lecturas

drían parecer mejores candidatas para establecer la ver-

dad que la novela, pero Stendhal afirma lo contrario,cosa que sólo puede entenderse si damos a verdad   unsignificado distinto al de «descripción de lo real». De loque aquí se trata es de la verdad íntima de todas las co-sas, a la que accede mejor la libertad de la novela que lahistoria. En un sentido similar afirmaba Aristóteles quela poesía era más filosófica que la historia. Y no es todo,

 ya que la oposición es doble. En su juventud, Stendhalescribió no sólo libros de historia, sino también trata-dos, como Del amor , en los que aparecía la generalidad,como en la novela, pero tampoco era la vía adecuada. A esa verdad le faltaban los «detalles». A fuerza de borrarel yo que escribía, se desplazaba hacia la mentira. La no- vela es «una verdad algo detallada», más general que la

autobiografía, pero más particular que el tratado, a me-dio camino entre el egoísmo de la una y la impersonali-dad de la otra. La verdad de Stendhal está en las ficcio-

nes que escribe. También en este caso resulta reveladorcompararlo con Rousseau, que convirtió su novelaLa nueva Eloísa  en tratado, y acaso por eso molestabaa Stendhal y a muchos otros después. Pero, por el con-

trario, su tratado sobre la educación tiende hacia la no- vela, y por las mismas razones que atraen a Stendhal: loque Rousseau busca en la ficción del Emilio  son «deta-lles y ejemplos». También en este caso la ficción es unmedio paradójico de acercarse a la verdad. «Me pareceun método útil para impedir que un autor que desconfíade sí mismo se extravíe en visiones.» A lo que aspira es a

haber escrito «la novela de la naturaleza humana»/7No todos pueden escribir novelas, pero el descubri-

miento de Stendhal tiene qúe ver con la propia estructu-ra de la persona, y a partir de ahí puede aplicarse deforma universal. La novela es el medio más apropiadopara ponerla de manifiesto, pero no el único. La primerafase de este descubrimiento consiste en darse cuenta deque la pasión no es cualitativamente distinta de la vani-

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Stendhal: amor y egotismo   189

dad, ya que ambas obedecen a la cristalización, es decir,

que nadie puede pasar por alto la mirada de los otros y que siempre imitamos a los personajes de novela. Enlo sucesivo Stendhal representa la oposición pasiónva-nidad en sus novelas, pero ya no es ingenuo. La lucidez vence a la ilusión. Queda entonces dar un segundo paso,que implica la transformación de la persona, no sólo dela conciencia que tenemos de ella. «Improvisar en diá-

logo» ya no es imitar a los personajes de novela, sinoabolir la diferencia entre novela y vida, y reconocer lapropia pluralidad, lo cual no quiere decir que seamosinconsistentes. También el tratado impersonal miente,aunque de una manera diferente que el relato estricta-mente personal, puesto que pretende que es posible bo-rrar del todo a la persona. Ahora el individuo ya no selimita a sufrir de forma pasiva las fuerzas que lo rodean,sino que participa en la creación del mundo. Este segun-do paso es el que hace posible la autobiografía, pero unaautobiografía como la de Stendhal, en la que el ojo re-nuncia con serenidad a verse a sí mismo. Esta autobio-grafía ilustra un camino que se sitúa en un punto medio

entre dos ilusiones: que existe un yo profundo, indepen-diente del mundo humano en el que vive, y que existe unconocimiento del mundo humano que puede hacer abs-

tracción de la persona que conoce. Este camino no estáreservado a los autores de novelas, sino que es accesiblea todos.

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Beckett: la esperanza

E l mundo

«Represéntate hombres en una morada subterránea enforma de caverna, que tiene la entrada abierta, en todasu extensión, a la luz. En ella están desde niños con laspiernas y el cuello encadenados, de modo que debenpermanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque lascadenas les impiden girar en derredor la cabeza.» Así

empieza uno de los mitos más famosos de la cultura oc-cidental, el mito de la caverna, que cuenta Platón alprincipio del libro vn de la República,' un mito que me-diante una sorprendente imagen pretende representar la verdad de la condición humana.

Podríamos imaginar que un día Samuel Beckett lorecordó, pero seguramente fue sobre todo sensible a las

imperfecciones del mito tal como lo cuenta Platón, porlo que decidió reescribirlo a su manera. El resultado lle-

 va por título El despoblador .1¿Qué sucede ante todo con ese espacio que nos des-

cribe? Platón dice: «una morada subterránea en formade caverna», pero evidentemente es muy poco preciso,porque hay mil formas de caverna posibles. Además,

una caverna, producto de la naturaleza y del tiempo,deja demasiado espacio al azar, por lo que sería precisohomogeneizar un poco. Tomemos pues en su lugar unespacio regular, un círculo de, pongamos por caso, 1 6 me-tros de diámetro (es decir, (z1)1,  una cifra redonda), ycon una altura también de i é metros, evidentemente(«para que sea armónico»). Así, tenemos un cilindro

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Lecturas19Z

con una superficie de suelo de unos zoo metros cuadra-

dos, lo mismo que de techo, y unos 800 metros cuadradosde paredes. Esto en lo relativo a la forma. Debemos in-dicar también de qué material es esta nueva caverna,aunque Platón lo pasa por alto y nada nos dice de lasuya. Será un material más bien neutro, ni demasiadoduro ni demasiado blando, «caucho duro o algo pareci-do», resistente e inofensivo a la vez, y que además ga-

rantice el silencio. A Platón le importaba mucho la luz, aunque tampo-

co en este caso ofrece detalles y deja demasiadas cosas alazar. Dice que procede de un fuego que arde por encima,a lo lejos. Pero un fuego ilumina de forma irregular los

diferentes rincones de la caverna, y además es cambian-

te, unas veces atenuado y otras con grandes llamas que

se elevan. Es preciso poner orden. En primer lugar, la ¡uzserá idéntica en todas partes y no se podrá ver de dónde

procede. Para evitar la monotonía, y también para queesté más cerca de la verdad de la vida, haremos que laintensidad varíe, no de forma caótica, por supuesto,sino en función de una regla sencilla. Será pues una luz vibrante, y a intervalos bastante largos dejará de vibrar

durante unos diez segundos. Ya Platón prestaba muchaatención a los problemas de adaptación del ojo a las zo-nas irregulares de sombra y de luz, pero parecía creerque esos movimientos de adaptación no tenían mayoresconsecuencias para el órgano, que sufría puntualmente,sin más, y que por lo tanto se repetían eternamente. Perosi nos fijamos bien, no es el caso. En realidad tenemosque admitir que asistimos a un lento deterioro de la vis-ta. «Y si fuera posible seguir de cerca durante bastantetiempo dos ojos determinados, a poder ser azules, queson los más delicados, veríamos que se abren cada vezmás, que van inyectándose en sangre y que las pupilas

 van dilatándose hasta ocupar toda la córnea.» Al finalse quedarían ciegos.

La temperatura: Platón dejó totalmente de lado este

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Beckett: la esperanza   193

aspecto de la vida en la caverna, pero una representación

fiel de la condición humana debe tenerlo en cuenta. Tam-bién la temperatura variará de forma regular. Aumenta

 y disminuye cinco grados por segundo, con una tempera-tura mínima de cinco grados Celsius, y máxima de veinti-cinco, y momentos de respiro en la más alta y en la másbaja. Así, un ciclo completo durará ocho segundos, cua-tro en subir la temperatura y cuatro en bajar. La piel reac-

ciona a estos cambios, como los ojos a los de la luz.Se seca como un pergamino, y al frotarla hace un ruidocomo el crujido de hojas secas, lo que hace que se reduz-can sensiblemente los impulsos eróticos en la caverna,otro problema que Platón pasa por alto.

En Platón, la exactitud a la hora de describir la po-blación de la caverna deja mucho que desear. Se limita adecir que algunas veces se libera a un prisionero de suscadenas y se le lanza hacia arriba, hacia la luz. Despuéspuede volver a bajar a las sombras. Pero ¿cuántos pri-

sioneros hay en total? ¿Cuántos suben a la luz? ¿Cuán-tos vuelven a bajar? ¿A qué ritmo y durante cuántotiempo? En el cilindro no se sufren estos azares. Como

el suelo tiene una superficie de 200 metros cuadrados,pongamos que viven unas 200 personas de todas lasedades, mitad hombres y mitad mujeres. Habrá de todo:padres e hijos, maridos y mujeres, amigos y desconoci-dos. Como conocen el movimiento y el reposo, los habi-tantes se repartirán de forma natural en cuatro catego-rías: los que se mueven siempre, la mayor parte del

tiempo, parte del tiempo y nunca, o al revés. A los queno se mueven en absoluto se los llama los vencidos, ysólo habrá cinco. Los demás son los buscadores, que sedividen en tres categorías: veinte sedentarios, sesentabuscadores que se detienen de vez en cuando, y ciento

 veinte que nunca se detienen. Nadie está inmovilizadopor una cadena al cuello, porque esta idea esclavista es

una proyección del talante del autor. La distribuciónestructural coincide con otra de tipo funcional. La su-

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194   Lecturas

perficie del suelo se divide en tres franjas. A lo largo de

la pared, a una anchura de un metro, están los escalado-res. Más cerca del centro está la segunda franja, la de los

 vigilantes, que querrían ocupar el lugar de los escalado-res cuando uno de ellos se marcha. Y por último está elcírculo central, donde están todos los demás.

La luz de la caverna procede de arriba, pero ¿cómosuben? En el cilindro hay escaleras, doce en total, y es-

calones en muy buen estado. Por las escaleras se accedea agujeros en las paredes, unos veinte, «dispuestos enquincunces irregulares hábilmente descentrados», queestá permitido explorar. Algunos agujeros se terminanenseguida, son simples nichos, pero otros comunican

entre sí, unidos por túneles. ¿Hay algunos que llevenfuera? No están seguros, lo que motiva los esfuerzos de

los buscadores, los escaladores, los vigilantes y los sim-ples caminantes. El paso de un grupo al otro está con-trolado por varias reglas precisas a las que la mayor par-te del tiempo se someten de buen grado. Hay además un«clima de tolerancia que tempera la disciplina en el ci-lindro».

También desde el punto de vista moral el cilindro es

una imagen fiel del mundo. Sus habitantes tienen dere-chos y deberes. Conocen bien el antiguo principio de lareciprocidad: «Una cierta moral compromete a no hacera otro lo que te dolería que te hiciera a ti». ¿En el mundoexterior se da tanto el determinismo como la libertad?Lo mismo sucederá aquí. En el cilindro reina una armo-nía «entre orden y dejadez». Algunos pasos de un grupo

al otro están prohibidos, pero otros son opcionales,e incluso se elige libremente unirse a determinado gru-po, pero una vez en él, hay que seguir hasta el final.

Detengámonos aquí. Aunque todas estas diferenciasrespecto de la versión platónica del mito podrían consi-derarse correcciones o actualizaciones, ha llegado elmomento de decir que el significado del mito en absolu-to es el mismo en Platón y en Beckett. La diferencia fun-

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Beckett: la esperanza   19 5

damental es que se puede salir de la caverna, pero no del

cilindro. Es cierto que en circunstancias excepcionalesse puede salir del reino de las sombras y observar el sol,que está ahí. En algún sitio hay luz, y los mejores pue-den alcanzarla. También los habitantes del cilindro aspi-ran a salir de él. Algunos creen que un túnel podría lle- var al exterior. Otros, que seguramente han exploradotodos los túneles y constatado que ninguno tiene salida,

imaginan que hay una trampilla en el techo, pero no sepuede acceder por las escaleras. Desde el principio se hadicho que este espacio es «lo bastante grande para quese pueda buscar en vano», pero «lo bastante pequeñopara que toda huida sea inútil». El rasgo común es la vanidad de los esfuerzos. Si se sigue buscando, no es poresperanza lúcida, sino por la «necesidad de escalar»,que encuentra su finalidad en sí misma. Hay que admitirtambién que «la palabra luz es impropia». Se trata másbien de una «iluminación que no sólo oscurece, sino que

además enturbia».El relato podría volver a empezar eternamente, ya

que siempre ha habido prisioneros en el fondo de la ca-

 verna y siempre se han producido intentos de observarel sol en lugar de las sombras. Pero el mito de Beckett

está sometido al tiempo. Aunque muchos gestos se repi-tan, hubo un principio y habrá un final. El deterioro esimperceptible: «Es como si a un enorme montón de are-na al abrigo del viento le quitáramos tres granos uno decada dos años, y al siguiente le añadiéramos dos», pero

no por eso deja de estar ahí. El paso de la categoría delos buscadores a la de los vencidos sufre pausas o in-cluso inversiones momentáneas, pero no por ello deja deproducirse inexorablemente, de manera que aunqueel presente dure mucho tiempo, aunque el final no seainminente, ese final un día llega. Los buscadores se in-movilizan uno tras otro en la posición de los vencidos.

La temperatura desciende a cero, y la luz se reduce ala nada.

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i? 6   Lecturas

 Así, a primera vista el mundo parece mucho más de-

sesperado que el de Platón. Allí se vivía en el fondo de unacaverna, encadenado, pero se podía soñar con subir ha-cia la luz, que era inmutable. Aquí la caverna queda sus-tituida por un cilindro de caucho, que en sí no es ungran mal. Lo es el que las esperanzas de salir sean vanas,

 ya que no hay salida, y que al final aceche la extincióngeneral. Por lo demás, ya no queda la esperanza de vol-

carse en la propia interioridad: «Nadie observa en sídonde no puede haber nadie». Si se sigue buscando, no

es porque haya algo que encontrar, sino porque nosmueve un instinto ciego, la pura necesidad de escalar.

«Busquen lo que busquen, no es eso.» El mundo estásumido en la desesperación, y además es absurdo.

¿Eso es todo? En la caverna podíamos identificar a

 varios grupos de hombres: los prisioneros, los que cami-nan por las paredes que separan la caverna del exterior,

 y por último los que liberan a los prisioneros y los lan-

zan al exterior. Aunque en el cilindro hay subdivisiones,al final a todo el mundo le espera la misma suerte: lapostración.

Pero no, alguien ha debido de quedar fuera del cilin-

dro. Algunas veces se los oye hablar. Por ejemplo, losnichos están dispuestos en hábil armonía, pero sólo paraaquel que posee una imagen mental perfecta, que no es

el caso de ninguno de los escaladores. Entonces ¿quiéngoza de ella? Si alguien conoce la historia hasta el final,

es diferente de los habitantes del cilindro. «Lejos de ima-ginar su estado último, en el que todo cuerpo quedará

inmovilizado y todo ojo en blanco, llegarán a él sin dar-se cuenta y serán así sin saberlo.» Pero ese alguien exis-te, porque nos habla desde el principio del libro. El que

emplea el futuro no está dentro de ese mundo. Es más,se nos dice que la ceguera amenaza a toda esta pobla-ción, pero llega tan lentamente «que los propios inte-

resados no la notan». Entonces ¿quién se da cuenta? Y también: una persona vencida, la  vencida, inmóvil

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198   Lecturas

una búsqueda agotadora y absurda. Fuera, una mente

superior imagina y describe esta situación, y compartesus reflexiones con algunos lectores elegidos, que pare-cen estar en el Olimpo. Para percibir lo que los habitan-tes del cilindro no saben «hay que conocer el secreto delos dioses», y de todas maneras sería imposible confun-dir los cuerpos que «buscan cada uno su despoblador»con «el ser pensante que se inclina fríamente sobre todos

estos datos y evidencias». La situación tanto del narra-dor como del lector parece menos desesperada que la delos personajes.

Pero este otro mundo, en el que es posible la esperan-za, no recibe ninguna atención. «No se ha dicho todo, nise dirá jamás», es cierto, pero lo dicho atañe de formamuy diferente al interior y al exterior del cilindro. Toda la

atención se centra en la vida de dentro: «Sólo el cilindroofrece certezas, y fuera no hay más que misterio». ¿Quémisterio? Cuesta imaginarlo. En ningún momento la es-peranza de los unos tiene contacto con la desesperaciónde los otros. No se trata de que la solidaridad reine encada uno de estos mundos. No sabemos nada del mundodel narrador (salvo que existe y que no nos oculta que

sabe de esa existencia), pero en el de los personajes la so-lidaridad es muy rara. Un buscador tiene derecho a ob-servar a quien quiera sin preguntarle su opinión, pero elamor ya no tiene vigencia, y los esposos apenas se reco-nocen. «Un momento de fraternidad» permitiría que losbuscadores llegaran al centro del techo, tan codiciado,pero ese momento nunca llegará. No son más fraternales

entre sí que las mariposas. Y el «principio fundamental»de toda búsqueda de salida con las escaleras «prohíbeque algunos suban». Pero si aquí la solidaridad está trági-camente ausente, entre habitantes del cilindro y observa-dores del exterior es rotundamente impensable.

En este punto podemos preguntarnos si El despobla-dor  dice la verdad, porque por mucho que un autor odie

la filosofía, la moral o la «ciencia», no por eso intenta

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Beckett: ¡a esperanza   199

menos contarnos la verdad del mundo, incluso aunque

no aspire a rivalizar con la República  de Platón. Perodonde El despoblador  ya no dice la verdad y paradójica-mente es él mismo el que nos informa de ello es en lasolución de continuidad entre los personajesobjetos y elescritorsujeto. El cilindro es una imagen del mundo, peroen el cilindro no podría haberse escrito El despoblador. Sin embargo, se escribió, así que la imagen no es del todo

exacta. Lo que falta es el lugar para que un escritor puedaescribir El despoblador  y para un (o mil) lector (o lecto-res) capaz (o capaces) de leer y de entender. Podemos ima-ginar que en la caverna de Platón se escriba la República. Sería la obra de uno de los que han visto la luz y han vuel-to a bajar para liberar a los demás. El diálogo tituladoRepública es este mismo descenso. El modelo de mundo

que propone Platón quizá no es el mejor posible, peroestá desprovisto de contradicción interna, ya que disponeen su interior de un lugar para su propia existencia.

¿Qué quedaría del cilindro si en él pudiera escribir-se El despoblador ? Querría decir no sólo que el autores como sus personajes (lo que admitiría de buen grado y con humildad), sino también que los personajes, o al-gunos de ellos, son como el autor. No están por unaparte los cuerpos, y por la otra las mentes que los anali-zan. Todos participan de los dos. Y el cilindro tendría almenos una salida, la de crear una representación artísti-ca, convertirse en ese ser pensante que presta atencióna los temas de la vida. Pero el que realiza una obra de

arte no puede ser del todo insensible a la comunicaciónentre personas, y por lo tanto a la solidaridad humana,porque la obra siempre se dirige a alguien (un lectoracompañaba ya al narrador). Así, los momentos de fra-ternidad y las acciones comunes no están excluidos.

El autor de El despoblador  sabía de esta esperanza,porque él nos ha llevado a descubrirla, pero lo ha hecho

como a su pesar. Aunque ha dejado entrar la esperanzaen el libro, le ha prohibido acceder al cilindro. La propia

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2.00   Lecturas

existencia del texto nos transmite un mensaje mucho

más alentador que el contenido de sus páginas. La vidaen el cilindro nos parecería menos desesperante si supié-ramos que un día podríamos encontrar en él a Beckett,

pero él no se atreve a hablarnos de sí mismo. Ahí está lano verdad y de ahí procede la ilusión del absurdo.

E l hombre

«Nací con un amor natural a la soledad, que no ha he-cho sino aumentar a medida que he conocido mejor a

los hombres. Saco más provecho de los seres quiméricosa los que reúno a mi alrededor que de lo que veo en el

mundo.» Así anuncia Rousseau, en su primera carta a

Malesherbes,3 el proyecto que marcará de forma decisi- va toda la escritura moderna: desinteresarse del mundo y dedicarse a uno mismo, mientras los seres imagina-rios y las quimeras ocupan ventajosamente el lugar delos hombres reales.

¿No se tratará de un proyecto demasiado ambicioso,reservado sólo a las personas dotadas de una imagina-

ción desbordante, a los grandes escritores? ¿Somos to-dos capaces de crear una compañía quimérica que com-pense la ausencia de personas reales? Para demostrarque es posible, Beckett escribió Compañía.4

No es en absoluto necesario dejarse llevar por el deli-rio poético. Basta, para empezar, con realizar la activi-dad más simple que hay y que se impone por sí misma

en cuanto estamos solos: dirigirse la palabra. ¿Qué suce-de entonces? En lugar de estar solo, me convierto endos: por un lado la voz que me dirige la palabra, y por elotro el que la oye y la percibe. «Una voz llega a alguienen la oscuridad.» La única que habla es la voz, perotambién es indispensable la presencia del que oye. Ese tú debe indicar que ha oído la palabra que se dirigía a él.

Esto es lo que permite crear compañía.

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Beckett: 1a esperanza 2 0 1

Los dos no están solos mucho tiempo. Se une a ellos

un tercero, el que ha inventado la voz, al que la oye y toda la situación. La voz dice «tú» dirigiéndose al queoye. El que la ha inventado dice «él» o «ella», y habla deuna voz y de alguien que la oye. La voz dice, por ejem-plo: «Estás tumbado en la oscuridad», mientras que elque la ha inventado se expresa así: «Se adentró pocoa poco en la oscuridad y el silencio, y se tumbó. Y un día

llegó la voz».Sin embargo, todavía se confunden demasiadas cosas

con el mismo nombre, porque el que imagina la voz y elque la oye es uno mismo. Pero alguien ha debido de ima-ginar ambos papeles en conjunto. Se trata pues «del queinventa la voz, del que la oye y de uno mismo». También

el uno mismo es una imaginación del que inventa desti-nada a hacerle compañía. Así, somos cuatro.¿Basta para dar cuenta de una situación verbal de las

más simples? No es tan seguro. Pongamos un ejem-plo: «¡Qué visiones en la oscuridad! ¿Quién exclama?¿Quién pregunta quién exclama: ¡Qué visiones en la os-curidad sin sombra de luz y de sombra!?». Aunque no es

evidente, pongamos que la que exclama es la voz. En esecaso, quizá es uno mismo el que se pregunta: ¿Quiénexclama?, y el que inventa la voz el que se pregunta:¿Quién se pregunta? De acuerdo. Otro ejemplo. Alguiencomenta: «En la misma oscuridad o en otra otro imagi-na todo eso para tener compañía». Sigue lo siguiente:«Ya que ¿por qué o? ¿Por qué en otra oscuridad o en la

misma? ¿Y quién lo pregunta? ¿Y quién pregunta quequién lo pregunta?». En esta ocasión está claro que elprimer comentario no puede ser producto de la voz,porque, como sucede con el que la oye, es objeto del mis-mo. Pongamos que el comentario procede de uno mismo.Entonces es el que ha inventado la voz el que preguntaque quién lo pregunta (respuesta: uno mismo). Pero sólo

otro puede ahora añadir: ¿Y quién pregunta que quiénlo pregunta? Llamemos provisionalmente a esta nueva

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Z02   Lecturas

persona el escritor. Ahora son ya cinco los que están pe-

leándose. Rousseau no debía de sospechar que fuera tanfácil rodearse de seres quiméricos.

Evidentemente, no hay razón para que nos detenga-mos en este camino, ya que sea cual sea la cantidad deinterlocutores identificados, siempre podemos hacerotra pregunta: «En definitiva, ¿quién pregunta que quiénpregunta?». Y surge una nueva persona. Es la lógica del

lenguaje: el que habla no puede decirse a sí mismo. Loúnico que puede hacer es conseguir que aparezca un si-

mulacro, al que puede llamarse «yo», pero que siemprehabrá sido enunciado por otro, al que no se nombra.Son multitud, pero el que habla no forma parte de ella.

Podemos imaginar también otras multiplicaciones.

Podemos preguntarnos si un personaje no es otro, lo que

de inmediato hacía ya el uno mismo. Y además en elque oye, que por lo tanto es un tú, habría que distinguirentre aquel al que se dirige la voz y aquel del que se ha-

bla, porque todo tú asume los dos papeles. «Si la voz no

le habla a él, entonces necesariamente habla a otro.»Pero ¿de qué habla? «A otro de ese otro o de él o de otromás.» Si imaginamos que habla a otro, podemos imagi-

nar también a un tercero del que habla, lo que generauna multitud de nuevas posibilidades. Pero no es seguroque el resultado sea muy interesante. En primer lugar,porque emplear la segunda persona garantiza la identi-dad de aquel al que se habla y de aquel del que se habla.

En segundo lugar, porque ese otro, el primero, por asídecirlo, no dejará por eso de ser el que oye, que es ya

diferente de uno mismo. En realidad este rodeo no enri-quece la compañía.

Sin embargo, otros elementos podrían hacerlo. Nonuevos papeles, sino objetos o actitudes que se añaden al

contexto en el que se representa este drama de la palabra.Habría que imaginar el lugar. ¿Un cilindro de caucho?No, mejor una rotonda de basalto negro. Imaginar lapostura de cada uno de los participantes: ¿tumbado, sen-

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Beckett: la esperanza 103

tado o de pie? Tumbado. ¿Boca arriba, de espaldas o de

lado? El que oye la voz está boca arriba, porque la voz ledice: desnudo, con las piernas juntas y los pies separa-dos. Por su parte, el que ha inventado la voz podría estartumbado boca abajo o incluso arrastrándose. En ese mo-mento podríamos imaginar que el que escucha oye decir:

«Ayudaría mucho si pudiera oír cómo se arrastra», o in-cluso imaginar encuentros mínimos: ¿con una rata muer-

ta?, ¿con «una mosca viva que por error lo toma por unmuerto?». Mejor que no, porque podría traer malos re-cuerdos.

Está pues rodeado de seres quiméricos. ¿Quiere esodecir que le beneficia? Cabe dudarlo. Esos personajes y ese contexto nada tienen de cautivador. Por lo demás,en ningún momento ha olvidado que todos ellos eranproducto de su invención, lo que limita mucho su poder.«Creándose quimeras para temperar su nada», «en lamisma oscuridad quimérica que sus otras quimeras».«Así, en cuclillas, te dedicas a imaginar que ya no estássolo, aunque sabes perfectamente que nada ha sucedidopara que sea posible. Aun así, el proceso continúa, su-

mido, por así decirlo, en su absurdidad.» En este caso,¿vale la pena continuar, teniendo en cuenta que sus en-

soñaciones nada tienen de serenas? A menudo lamenta«haberlas suscitado y se plantea cómo acabar con ellas».«Por qué no limitarse a quedarse tumbado en la oscuri-dad con los ojos cerrados y renunciar a todo.» Así ter-mina esta fábula: a fin de cuentas, más vale quedarse

como antes de que empezara. «Solo.»En este caso el proyecto de Rousseau no ha dado

buenos resultados. Pero ¿sigue siendo su proyecto?Rousseau quería sustituir el mundo por su  yo, y decidiópasar por alto la compañía de los hombres y compla-cerse en la visión del único sujeto: uno mismo. Pero el

autor de Compañía jamás permite que aflore el  yo.  Los

papeles que suscita no son él. Incluso prefiere darlesnombres impersonales para alejarlos más. El que oye

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204   Lecturas

podría llamarse H, o al menos M, y la W le iría bien al

uno mismo. Pero incluso a esos personajes les cuestamucho decir «yo». La voz, por ejemplo, nunca lo hace.Se limita a empujar al que oye. «Sería una gran ayudapara la compañía. Una voz en primera persona del sin-gular que murmura de vez en cuando: Sí, lo recuerdo.»Pero tampoco el que oye se decide.

Todavía menos el que inventa la voz, por no hablar del

escritor, o de una de las personas más allá de él, que seacercan cada vez más, aunque no tengan la menor espe-ranza de alcanzarlo, o del autor de Compañía,  que dehecho teme toda tentación de este tipo y cada vez que elpeligro asoma por el horizonte se recuerda a sí mismo deinmediato y se dice: ¡Mutis! «Imaginándolo todo paratener compañía. Rápido, mutis.» «Y otro más. Nada de

nada. Rápido, mutis. Un rato y de nuevo se alarma: Rápi-do, mutis.» «Y otro más imaginándolo todo para tenercompañía. Rápido, rápido, mutis.» Y a este otro, másallá de todas las figuras imaginadas, en ningún caso hayque alcanzarlo. «Ningún sitio en el que encontrar. Nin-gún sitio en el que buscar. Lo impensable último. Innom-brable. La única última persona. Yo. Rápido, mutis.»

La representación del sujeto que enuncia se acercamás aquí que en El despoblador, pero le sigue afectandola misma prohibición: Yo. Rápido, mutis. «No puedehacerlo. No lo hará.» No se trata de cualquier «yo», porsupuesto. Decir «yo» por decir es fácil. El «yo» impo-sible es el que comunica con el sujeto que enuncia. Y denuevo hay una gran diferencia entre la desesperaciónde ese al que el libro describe, condenado, como tantospersonajes de Beckett, a la mínima actividad, arrastrarseo estar tumbado, abrir y cerrar los ojos en la oscuridad,no aventurarse a cruzar los pies o a alzar la mano, y laeuforia del que escribe el libro, que durante ese tiempocrea cien páginas de estupenda prosa (por lo demás,también él ha leído a Dante); entre la fatalidad que reinaen el mundo representado, que convierte en irrisoria

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Beckett: la esperanza   2 05

toda iniciativa, y el acto libre y valiente de escribir un

libro; entre el mundo puramente objetivo de fuera, quetan bien describen las omnipresentes frases nominales, y la subjetividad del que crea todo eso; entre la soledaddel que está tumbado y la comunión de Beckett con suslectores. Lectores que, a diferencia del que oye la voz,aceptarían decir «yo».

Sin embargo, ese al que hemos llamado «el escritor»

no sólo ha imaginado la compañía, sino que también haescrito un libro, Compañía , pero nunca dice «yo». Tam-poco se hace eco jamás de la voz y dice: ahora estás senta-do en tu sillón, abres el libro que acabas de comprar y leesla primera frase. Es inconcebible, porque ese mundo sóloestá habitado por objetos, y los sujetos son innombrables.Pero el libro existe, y el lector también, lo que implica,como en el caso del que oye la voz, que entiende la lenguaen la que se dirigen a él: «Porque si tuviera que limitarse aoír la voz, y ésta no tuviera más efecto en él que una pala-bra en bantú o en gaélico, lo mismo daría que se callara».Lo que a su vez significa que existe una comunidad, unmundo humano más allá de la soledad. La voz dice al que

la oye (pero también al que la inventa y al escritor): «Laprimera persona del singular e incidentalmente con másrazón del plural nunca han existido en tu vocabulario».La imposibilidad de admitir el y o  elimina toda esperanzade ver surgir el nosotros.  Tampoco aquí hay momentoalguno de fraternidad, ninguna acción común.

Hay algo trágico en esta negativa de Beckett a nom-

brar la esperanza, aunque al mismo tiempo nos permiteadivinarla de forma indirecta. Es cierto que el mundo quedescribe es desesperado, pero ha llegado a serlo porque élmismo se ha tomado la molestia de excluirse de él. Aun-que es un observador innombrable en E l despob lado r, 

 y un  yo   prohibido en C o m p a ñ í a ,  sabemos que estáahí y que es alguien totalmente diferente de lo que descri-

be. La esperanza tampoco está, como creían los discípu-los de Rousseau, en la asimetría inversa, cuando el  y o  no

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Lecturasloé

deja espacio al mundo exterior, sino que procede del

hecho de que no hay ruptura radical entre los otros y  yo, como nos sugiere la lengua, que es común a todos ellos. Yo soy sólo un sujeto, pero los otros no son puros objetos, y por eso podemos decir: nosotros. Un mundo despojadode su dimensión interhumana es sin duda absurdo, peroun mundo sin el vínculo interhumano ya no es el mundotal y como existe.

Es cierto que el lenguaje parece condenarnos. Nuncapodemos decir que los otros, el que habla, son innom-brables. Pero el lenguaje, que crea la dificultad, nos ofre-ce también medios para sortearla, y Beckett los conoceperfectamente. Dado que yo puedo decir los otros, simuestro que  yo  no es muy diferente, me diría también amí mismo. Si el escritor admite su parentesco con el que

inventa la voz, si el lector puede reconocerse en el que laoye, al representar a éstos se habrá logrado que aparez-can también aquéllos.

Si los otros son como yo (no sólo objetos, sino suje-tos), también yo soy como ellos, un objeto entre otros.No puedo exteriorizar al ser que habla, pero puedo ha-cerlo para el que era hace un momento o hace medio si-

glo, y reconocer que se trata de la misma persona. Mipasado es otro y mío a la vez. Si hemos adoptado el pun-to de vista de los autobiógrafos, no es difícil contarnuestro pasado. De entrada existe el  yo ,  y todo lo quetiene que ver con él merece ser convertido en palabras.Pero si, como Beckett, partimos del mundo objetivo,describirse a uno mismo se convierte en un acto que exi-

ge un gran valor, porque a partir de ahí nos introduci-mos en ese mundo objetivo, aceptamos compartir la

 vulnerabilidad de los otros y nos libramos indefensos ala mirada de los que no están representados: los lectoressilenciosos.

Compañía   relata una docena de recuerdos. No sonrecuerdos eufóricos. El más antiguo, recuerdo de un re-cuerdo, narra el nacimiento del sujeto: el padre huye

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Beckett: la esperanza   107

mientras espera que concluya el trabajo de la madre. A

continuación aparecen los padres, pero «no hay rastrode amor». El padre espera que el niño salte a su lado enel agua. Se divierte oyéndolo imitar su propio cloqueo. A la madre le molestan las preguntas descabelladas y elcomportamiento caprichoso de su hijo. Una vieja men-diga se tira por la ventana del primer piso y se quedacolgando en la puerta. Un erizo se cruza en su camino

 y parece temblar de frío. Al niño le dan pena ambos, peroel resultado de sus intervenciones no está a la altura desus expectativas. Se ve de joven solo ante el mar, solo enla montaña. Aparece una chica, pero no intercambianpalabra. Llegan entonces imágenes que se aproximancada vez más a la postración presente: se hace difícil an-dar, y después está encerrado. Los recuerdos no son ale-gres, pero de forma extraña son portadores de espe-ranza, porque establecen un puente entre la miseria delmundo exterior y la calidad del interior. Humanizan

el mundo, que de golpe deja de ser absurdo.Lo mismo sucede con los modos de discurso que im-

plican, en mayor medida que los demás, la participación

 y la solidaridad de los interlocutores, como el humor.Pero el humor nunca ha estado ausente de las páginas deBeckett. Aparece allí donde no se esperaba: términoseruditos que se aplican a situaciones banales, anáforas(los primeros, los últimos, éstos, aquéllos) exageradas,clichés administrativos, clichés en sentido literal antité-tico («se ha cortado por lo sano la prolongación»), pero

sobre todo su gran afición al arte combinatorio. Com- pañía , como otros libros de Beckett, es narrado por al-guien que tiene «un tipo de imaginación muy manchadopor la razón» y que se dice: «En los momentos difícileste gusta volcarte en simples operaciones aritméticas.Como en un remanso». Le gusta además enumerar to-dos los casos que pueden resultar de una combinación,

 y lo que debería ser fastidioso provoca una sonrisa: «Es-peranza y desespero, por no nombrar más que ese viejo

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i o 8   Lecturas

tándem en cuanto se siente». «Pero una vez postrado,nada le impide oscilar sobre uno u otro costado, o sobresu única espalda.»

¿Por qué frases como éstas hacen que surja la espe-ranza? Lo que describen es la postración y la nada, perodebido a su forma «muy manchada por la razón» in-troducen cierta distancia entre la experiencia que se evo-

ca y la persona que la narra. Crean un espacio en el quenosotros, los lectores, podemos inmiscuirnos, un reman-so de paz en el que todavía podemos sonreír,  ju n to s ,ante la desesperada situación.

El mundo de Beckett no es desesperado. Es ciertoque se trata de un mundo sin ilusiones ni complacen-

cia, pero precisamente por eso encontrar la esperanzaes más valioso que si la tomáramos del entusiasmo in-genuo, donde abunda. Pero está ahí, aunque el inmen-so pudor impida nombrarla. Está en la perfección dela obra de arte, en el recuerdo apenas confesado y en lasonrisa compartida. Ese viejo tándem. El pudor hace

que el cuadro sea algo menos verdadero de lo que de-bería ser, pero el pintor mucho más interesante.En otro texto («De una obra abandonada», en Cabe-

zas muertas) Beckett dice: «Desde mi punto de vista,nunca he amado a nadie. Lo recordaría». El contenidode la frase es oscuro, pero su tono es como un guiño: nopuedo decíroslo abiertamente, y además no me gustan

los grandes discursos, pero en el fondo ya sabéis que osquiero.

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FINAL

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Un perfil de Goethe

 ¿Puedegustarnos Goethe? 

No siempre es fácil que te guste Goethe. Para que estaafirmación fuera menos general y más exacta, quizá de-bería añadir «en la actualidad», o «si no hemos crecidoen la tradición germánica», o, siendo más humilde, queeso es lo que me sucedió a mí cuando empecé a leer. Sinembargo, no creo que mi primera reacción fuera tan ex-

cepcional, y quien aborda hoy en día la obra de Goethepor una u otra razón se enfrenta al problema de que deforma espontánea no le resulta simpático. Seguramente

la simpatía implica la conciencia de la vulnerabilidaddel otro, y es difícil tenerla en el caso de Goethe, ya quesu personalidad, su vida y su obra son demasiado uni-formes, demasiado perfectas para que resulte fácil «en-

gancharse».De repente percibimos sus defectos, que no son más

que sus virtudes llevadas al exceso. Tenemos tan claro queGoethe fue un sabio, que sus reiterados preceptos acaban

pareciéndonos un poco planos: el hombre debe ser fiel asu naturaleza, el poeta sólo debe expresar lo que está vivo, el arte debe acercarse a la naturaleza, el progreso y

la ilustración son mejores que las tinieblas... Ya sus coe-táneos, y con más razón los lectores de épocas posterio-

res, percibieron también cierto «egoísmo» de Goethe, suconciencia de su propia valía, su insensibilidad ante lasnecesidades de los demás y su tendencia a acumular bie-nes. Nos molesta un poco verlo a los ochenta años pe-leándose con su nuera por un autógrafo de Byron.

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2IZ   Final

Lo mismo sucede con sus reacciones ante el dolor.

Cuando su hijo menor muere, decide «mantenerse firmerecurriendo a los medios que nos ofrece cultivar el espí-ritu». Y treinta años después, cuando muere el mayor,

 vuelve a mostrarse igual de rígido, según dice su fielcompañero Eckermann: «Estaba de pie, muy tieso, y meapretaba los brazos. Me parecía que estaba perfecta-mente sereno y tranquilo. Nos sentamos y enseguida ha-

blamos de cosas concretas [...] No dijimos una palabrade su hijo». Cuando murió la gran duquesa, muy ami-ga de Goethe, todos temen por él, pero no conocen a estehombre: «Estaba sentado ante nosotros, como un ser deuna naturaleza superior al que no le afectan los sufri-mientos terrenales».' No estamos demasiado seguros desi era superior o inferior, pero sin duda diferente de las

personas corrientes, de las que se dejan amar. Parece in-teresarle más su Fausto  que su hijo. Seguramente la hu-manidad (los lectores futuros) se beneficia de ello, pero¿y las personas que estaban a su alrededor?

Cuando intentamos conocer las ideas de Goethe, sur-ge otro problema: no es un pensador sistemático y no legusta demasiado la teoría. Hay que decir que inconscien-

temente estamos tentados de compararlo con los grandesfilósofos de su tiempo, que fue sin duda grande. Tuvo lasuerte (o la desgracia) de ser contemporáneo del mayoresplendor que ha conocido el pensamiento filosófico mo-derno, el que va de Kant a Hegel, pasando por Fichte,Schelling y Solger, autores con extensas obras teóricas.Incluso a los escritores de esta época, como Herder, Schiller, Hólderlin, Friedrich Schlegel y Novalis, les apasionamás la abstracción que a Goethe, crean sistemas audaces

 y manejan con maestría la frase brillante y la paradojareveladora. A su lado, Goethe, con sus incontables rese-ñas de obras de los demás, sus reacciones puntuales y, loque es peor, «moderadas» ante los acontecimientos ar-tísticos de su tiempo y sus reflexiones caóticas, cuando nofrancamente contradictorias, parece una figura pálida.

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Un perfil de Goethe « 3

Nos preguntamos si tiene sentido buscar la coheren-

cia del pensamiento de Goethe cuando lo vemos valorarla estética de la siguiente forma: «Después hablamos delos estéticos, que se toman la gran molestia de expresarla esencia de la poesía y del poeta mediante definicionesabstractas, pero no llegan a resultados claros. No haytanto que definir. Ser poeta es sentir vivamente las situa-ciones y tener capacidad de expresarlas».2 Está claro.Kant, Schelling y Hegel se han tomado tantas molestiaspara nada. El tema era muy simple, pero no se dieroncuenta. Sentir y tener capacidad, eso es todo. Quizá esincluso demasiado simple.

En cualquier caso, no podemos negar a Goethe eJmérito de haber sido consciente de que estaba en unaposición singular. No sólo porque, en concreto durantesu juventud, afirme que el arte es por principio irreduc-tible a las teorías, ni porque, de forma más significativa,evite quedarse encerrado en todo sistema dogmático

 y siempre quiera juzgar a trompicones, en función de lascircunstancias del momento (su vida está llena de ejem-plos de juicios disparatados): «Por mi parte al menos,

mi juicio varía en todo momento en función de mi dis-posición personal». No. Goethe rechaza de forma másradical la «filosofía» («no tenía ningún órgano concretopara la filosofía», escribe también).5

Schiller recibe Lo s años de aprend izaje de W ilhelm  

 M eister , y aunque expresa su admiración, cree percibiren la obra cierta debilidad: «Hablemos en serio. ¿Có-

mo es posible que hayas formado totalmente a un hom-bre sin haber tropezado jamás con necesidades que sólola filosofía puede satisfacer?». Asegura que no preten-de convertir a Goethe en filósofo, pero esta afirmaciónadopta el tono de una negación: «Quizá pienses que em-pleo con total tranquilidad artimañas para empujarteartificiosamente hacia la filosofía, pero te aseguro...».

 Y aunque en esa época Goethe concede gran valor a lasideas de Schiller, se mantiene firme: «Somos tan diferen-

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2 Í 4   Final

tes que fatalmente, haga lo que haga, jamás podría satis-

facer del todo las exigencias que para ti son imperiosas».En otra ocasión vuelve a mencionar esta diferencia detalantes. Responde enseguida a Schiller, que le había es-crito que «exigimos necesariamente [al Fausto] que seafilosófico y a la vez poético»: «Es poco probable que tú

 y yo lleguemos a cambiar nuestra manera de entenderesta obra».4

El atractivo que sienten sus amigos por la especula-ción filosófica le parece incluso una enfermedad adicio-nal. Veinte años después de la muerte de Schiller, siguesin perdonarle su tendencia a la abstracción y no deja decondenar ese «desafortunado periodo de especulacio-nes». Siente cierta debilidad por Schelling y su doctrina,pero no puede aceptar del todo a una persona que se

propone deducir a priori los diversos géneros artísticos.Prefiere no relacionarse con él, porque «para mí la filo-sofía es nefasta para la poesía».5

Cuando, de forma excepcional, sus amigos logran im-ponerle un trabajo «teórico», no tarda demasiado en qui-társelo de encima sin el menor remordimiento. «Las con-sideraciones teóricas no podrán satisfacerme mucho mástiempo. Ha llegado el momento de volver al trabajo.» Esdecir, la teoría nada tiene que ver con el «trabajo». O enotra ocasión: «Todas mis reflexiones afianzan mi decisiónde no volver a orientar mi trabajo más que hacia obrasoriginales, sean del tipo que sean, hacia la creación, y des-pedirme de toda manifestación teórica». «Del tipo quesean» salvo uno, el teórico. Cuando Goethe emprendeproyectos teóricos y discursivos, lo hace con un solo ob-

 jetivo: ayudar a los artistas en su quehacer. «Hay quepensarlo todo de manera práctica.» ¿De qué sirve un tra-tado de estética si no ayuda al pintor a crear un cuadromás bello? Si participa en una revista, es porque «antetodo nos proponemos formar a buenos artistas».6

 Aunque mantiene relaciones de amistad con varios fi-lósofos, no le apetece demasiado leer sus obras, pero si lo

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Un perfil de Goethe *15

hace, tiene que ponerse en condiciones concretas que

le permitan neutralizar la aridez de los textos. Es lo que lesucede con Kant: «Lo leí mientras los niños jugaban a mialrededor, y es también un buen reactivo, ya que, dadaslas alturas que alcanza la razón pura, la vida entera pare-ce una mala enfermedad, y el mundo una casa de locos». Aunque algunas veces admira la crítica de la razón deKant, acaricia la idea de escribir una «crítica de los senti-dos», que contribuya al progreso de las artes. En realidadsus esfuerzos en esta dirección se despliegan a un niveltotalmente diferente. Por ejemplo, intentará que lleguen a Alemania copias de las grandes obras antiguas o italia-nas. Así, excluye de entrada toda incursión en la teoría almargen de la práctica. La teoría sólo le interesa si se ma-

terializa en la acción. Hasta el punto de que cuando mu-cho después se replantea la filosofía crítica, reconoce elimpacto positivo que ha tenido en él, pero le reprochaestar demasiado alejada de la vida, mientras que «la ale-gría de la vida es nuestro contacto inmediato con el mun-do externo». Al salir de una conferencia de Kant, afirmaestar satisfecho, pero enseguida añade, como si habla-

ra en general: «Por lo demás, me horroriza todo aquelloque se limita a instruirme sin enriquecer mi capacidad deacción o sin procurarme un plus inmediato de vida».7

 A buen entendedor pocas palabras bastan.«En general prefiero las historias a los razonamien-

tos», dice un personaje de Goethe, y piensa él mismo.Esta preferencia por volver al mythos en lugar de al logos 

no se debe a que el primero sea de mayor eficacia teóricaque el segundo, ni siquiera a que Goethe prefiera lo con-creto a lo abstracto, ya que lo que rechaza es separar loabstracto y lo concreto, el pensamiento y la acción, cosaque le reprocha a la filosofía. «Que mi pensamiento no sesepare de los objetos (...] que mi contemplación sea pen-samiento, y mi pensamiento contemplación.» La filosofía

sólo beneficia si «reúne, o mejor aún exalta nuestra sensi-bilidad originaria como si formáramos una unidad con la

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naturaleza, que la conforta y transforma en una intuición

profunda y apacible».8Goethe sigue este mismo principio en su trabajo como

creador: «Todos mis poemas son poemas de circunstan-cias», le gusta repetir, es decir, que parten de un hecho

concreto, no porque lo concreto sea preferible a lo gene-ral, sino porque lo general está en lo concreto, y sólo ahídebe estar. Schiller dice de él: «Pides a toda la infinita

multiplicidad de modos de existencia fenoménica que décuenta del individuo». Lo que explica el fenómeno es elfenómeno, no una ley abstracta. Lo que pide es una sabi-duría de lo sensible, una fusión de la idea y la visión, quese encuentra a igual distancia de la pura abstracción y delempirismo literal. Goethe se aventura a decir: «Lo máselevado sería entender que los propios hechos son teoría.

El azul del cielo nos muestra la ley cromática fundamen-tal. No busquemos nada más allá de los fenómenos, por-que ellos mismos son ya teoría». Y en otra frase de susúltimos años: «Lo particular y lo universal coinciden.Lo particular es lo universal tal y como aparece en fun-ción de la diversidad de condiciones».9

 Así, si no encontramos «teoría» en Goethe, como la

encontramos en Kant y en Schiller, es porque el propioGoethe es la teoría. «Para mí mi formación era un temaserio, y por eso trabajé sin descanso para hacer de míuna criatura más noble», dice borrando de un plumazola frontera entre las obras de arte y su vida, entre losproductos y la producción. Y así vemos que tiene la mis-ma habilidad para escribir poesía que para trinchar el

asado o servir la bebida. Le interesa tanto el futuro delcanal de Panamá o de Suez como los textos de sus ami-gos filósofos. Estando de viaje, escribe a Schiller: «No

 volveré hasta haberme entregado hasta la saciedad alempirismo cotidiano, porque tenemos prohibido lo ab-soluto». Nos preguntamos hasta qué punto el final dela frase no es una justificación destinada a los demás. Encualquier caso dudamos que lamente esas circunstan-

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Un perfil de Goethe  Z17 

cias. Durante toda su vida se entrega «hasta la sacie-

dad» a ese empirismo cotidiano y vive en los objetos, enlas acciones y en las personas, porque no conoce otra vida. «En realidad sólo puedo pensar actuando.»10

Goethe escribe al final de una carta a Schiller sobretemas literarios: «Sé una vez más indulgente con la vacui-dad de esta carta, que intento compensar enviándote unplato de zanahorias».1' Sí, habéis leído bien: «un plato de

zanahorias». De pronto me doy cuenta de que puede gus-tarme Goethe por esa continuidad que tienen para él lasideas que expresa en la carta y las zanahorias cocidas queenvía como regalo. ¿Podemos imaginar a Kant o a Hegelenviando a un amigo un opúsculo filosófico acompaña-do de un plato de chucrut por si resulta que al amigo eltexto le parece demasiado flojo? Sin duda Goethe recurre

a múltiples registros y está presente en todos ellos. Quizáno es un teórico (como los demás), pero es porque para éllos propios hechos son teoría.

 Así pues, merece la pena tomar conciencia de algu-nos hechos.

 Más allá del romanticismo

Goethe puede parecer bastante poco generoso con suscontemporáneos. En cualquier caso, sus opiniones sonsensiblemente diferentes de nuestras valoraciones actua-les. «Suspende» a Hólderlin, Friedrich Schlegel, Hoff

mann y Kleist (por hablar sólo de los escritores). Aunasí, seríamos un poco ingenuos si en los comentariosnegativos de Goethe sobre algunos contemporáneos su-

 yos sólo viéramos una consecuencia de su egocentrismo.De hecho sus valoraciones se inscriben en un sistema,pero lo que ahora ya no compartimos es ese sistema. Aúnpeor: desde hace doscientos años no hemos hecho sino

afirmar cada vez más los valores que combatía Goethe,por lo que no es sorprendente que nuestras preferencias

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no coincidan con las suyas. En pocas palabras, Goethe

es hostil a sus contemporáneos románticos, mientrasque posteriormente son ellos los que han triunfado. Vivi-mos en gran medida, y a menudo sin saberlo, en un mun-do de valores romántico. De entrada, se han impuestouna ética y una estética del extremo y de la negatividad,mientras que para Goethe no hay valores superiores a lamoderación y al equilibrio.

¿Qué reprocha a sus contemporáneos? «Llevar al ex-tremo, hasta lo imposible, lo feo, lo terrible, las cruelda-des, las bajezas y toda la sarta de infamias. En eso con-siste su satánica labor.»11 Dejando de lado todo juicio de

 valor (en la medida de lo posible), lo que comenta es sinduda un aspecto de la estética contemporánea. Nos gus-ta el éxtasis y la experiencia de los límites. A Goethe le

recuerdan la enfermedad y la fiebre, mientras que él rei- vindica la salud. Por eso, aunque reconoce el talentode esos creadores, prefiere a los que encarnan el equili-brio, a Rafael antes que a Miguel Ángel, y a Mozartantes que a Beethoven. Si en la actualidad tendemos a locontrario, no es por capricho del gusto, sino porque he-mos adoptado el sistema de valores que Goethe rechaza

(los gustos son discutibles).Esta preferencia por el equilibrio lleva a Goethe a dar

a los artistas un consejo que podría sorprendernos: in-tentad siempre hacer lo contrario de lo que haríais es-pontáneamente, intentad en concreto asimilaros a loque se opone a vuestra naturaleza. En la introduccióna L o s p r o p i l e o s  escribe que el pintor al que le atrae la

ligereza debe buscar la gravedad. Lo mismo en el casode los actores: «Cuando el actor era capaz de entrar enescena, le daba en primer lugar papeles que armoniza-ran con su carácter y provisionalmente sólo le pedía quese interpretara a sí mismo. Después, si por ejemplo teníaun carácter demasiado ardiente, le asignaba papeles fle-máticos. Si, por el contrario, me parecía demasiadotranquilo y lento, le asignaba personajes ardientes e ira-

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Un perfil de Goethe 2.19

cundos para que aprendiera a despojarse de sí mismo y

a sumergirse en una personalidad extraña». Así el artis-ta logra progresivamente una especie de apertura a lapluralidad, que Goethe valora por encima de todo, comoexplica también en el W ilhelm M eister : «El que sólo sa-be representarse a sí mismo no es un actor. El que no sabeconvertirse en múltiples personajes, tanto mental comoexternamente, no merece este nombre». Además cree

que no es el único que defiende este ideal, y resulta re- velador verlo cometer un contrasentido filológico cuan-do traduce un párrafo de la Poética   de Aristóteles parahacerle decir que el objetivo supremo de la tragedia esel sosiego y el equilibrio. Para hacerlo no duda en afir-mar que éste es el sentido de la palabra catharsis.  «Aris-tóteles entiende por catharsis esta conclusión reconcilia-

dora que en el fondo todo drama e incluso toda obrapoética exigen [...] Para ser una obra poética perfectala tragedia debe concluir con la reconciliación o la re-solución.»’3

Goethe da a sus contemporáneos la imagen del equili-brio y de la moderación. Alguien que lo conoció en su

 juventud lo caracteriza como risueño entre los risueños,pero sin excesos. Cuando se sobrepasaban los límites,

 volvía a su seriedad. Schiller le escribe: «Tienes el granprivilegio de ser contemporáneo y ciudadano de dosmundos poéticos, el antiguo y el moderno, y esta noble ventaja te dispensa de optar exclusivamente por uno opor el otro». Eckermann añade: «Goethe sigue avanzan-

do hacia una gran síntesis». Él mismo se ve en una po-sición intermedia, reconciliando contrarios, o al menosalternándolos. Los filósofos descienden de las ideas abs-tractas al mundo real, y los físicos ascienden de lo concre-to a la abstracción. «Por mi parte, y con toda humildad,sólo encuentro la salvación en la intuición directa, queestá situada en un nivel intermedio.» «Una confidencia

sobre mi persona [...] en mis relaciones intelectuales conlas cosas soy realista en toda la acepción del término (...)

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tío   Fiital

Por el contrario, cuando se trata de acción positiva [...] me

comporto como un idealista lo más determinado posi-ble.» Goethe parece tan apasionado por el equilibrio quesuponemos que en un momento en que está gravementeenfermo, se alegra secretamente de poder aplicarse estafrase que alude a la simetría: «Siento que ha llegado lahora en que empieza en mí la lucha entre vida y muerte».M

Goethe se aleja pues de los románticos porque defien-

de sistemáticamente la armonía en lugar de entusiasmar-se con los extremos. En concreto, afirma con dicotomíasclaves la contigüidad de términos que sus contemporá-neos tienden a oponer: subjetivo y objetivo, condiciona-do e ilimitado, ideal y real. Analicémoslos brevemente.

En materia de creación artística, el polo objetivo loencarnará una descripción lo más fiel posible al mundo

exterior. Por el contrario, estaremos en el polo subjetivocuando se trate sólo de la interioridad del autor. Goethe,deseoso de equilibrar ambos, critica la presencia exclusi-

 va de uno u otro elemento constitutivo del arte, porquepara él lo admirable es la interacción de ambos. Para con-seguirlo realmente es preciso que «el artista sepa introdu-cirse en el fondo de los objetos, así como en el fondo de su

alm a».'5 En su crítica al exceso de objetividad, es decir, ala sumisión del arte a la naturaleza por la vía de la imita-ción, se une a los románticos, que condenaban la estéti-ca clásica (que en este caso es también naturalista). Peroal rechazar también el exceso de subjetividad, se oponea ellos. Se sale del margen de su estética, aunque eso noquiere decir que se sitúe en la posición que éstos critican.En este sentido no es prerromántico, sino posromántico.

Goethe es muy consciente de que su época, el roman-ticismo, potencia el polo subjetivo (exige al escritor queexprese sus estados de ánimo) en lugar de imponer la pre-sencia del mundo exterior en la obra. «La enfermedaduniversal de estos tiempos es la excesiva vuelta sobre unomismo.» «Toda mi época era diferente de mí porqueavanzaba hacia la subjetividad, mientras que yo me que-

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Un perfil de Goethe 12 1

daba totalmente solo con mis esfuerzos objetivos.» En

otras ocasiones se ve arrastrado por ese mismo torbelli-no: «Todos lo sufrimos. Tampoco yo puedo negar mi mo-dernidad» (entiéndase el romanticismo). Para él este tipode épocas corresponden a una decadencia enfermiza delespíritu humano. «Todas las épocas de retroceso o de di-solución son subjetivas, mientras que todas las épocas deprogreso avanzan hacia la objetividad. Nuestro tiempo es

de retroceso, porque es subjetivo.» Esta forma de ver lascosas lo orienta incluso en circunstancias de la vida prác-tica, como en su viaje a Italia. No quiere parecerse al via- jero «romántico» que «puede viajar sin ver nada fuera desí mismo». Su proyecto es muy distinto: «No hago estemaravilloso viaje para engañarme a mí mismo, sino paraaprender a conocerme por medio de los objetos». Cree

además que este principio se aplica a todos. «El hombremás excelente [...) se mantiene en una situación miserablecuando se repliega demasiado en sí mismo y olvida recu-rrir al tesoro del mundo exterior, el único en el que puedeencontrar el alimento para crecer y una escala con la quemedir su crecimiento.»‘é

Pero Goethe no tiene la menor duda de que un poetaque sólo revela su propia intimidad crea una poesía me-diocre. «No se merece el nombre de poeta si sólo se sabeexpresar algunas experiencias subjetivas. Poeta es el quesabe asimilar el mundo y expresarlo.» La poesía que re-presenta la interioridad sin lo exterior está en el nivelmás bajo de la escala poética. Por el contrario, no dejade elogiar a los poetas que saben encontrar motivos, ele-gir temas y describir situaciones. Está de acuerdo conByron porque sabe representar a personas que no seconfunden con el autor: «Los personajes hablan total-mente a partir de sí mismos y de su situación, y nadaconservan de los sentimientos, pensamientos y opinio-nes subjetivas del poeta. Eso es verdadero arte».'7

Goethe no podía saber hasta qué punto la estéticaromántica «subjetiva», dominante en su época, iba a ex-

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ZZZ   Final

tenderse y a triunfar después hasta hacer incomprensi-

bles las preocupaciones de objetividad de los escritoresde épocas anteriores y desembocar en una especie de solipsismo, como si el autor del libro fuera el único ser queexiste y el mundo que lo rodea estuviera desprovisto detodo interés. Pero es quizá también la razón por la quehoy en día las palabras de Goethe adquieren para noso-tros actualidad.

Una segunda oposición, en la que los románticos op-tan por un solo término, mientras que Goethe querríamantener la continuidad de ambos, caracteriza la natu-raleza del ideal al que se aspira. En sus decisiones de la

 vida corriente, a Goethe le gusta dar muestras de ciertaprudencia e intenta tener en cuenta los diversos interesesque entran en juego en cada situación. Pero se da cuenta

de que a los demás no les gusta demasiado esta actitud,que prefieren manifestar la pura voluntad, que pasa poralto toda limitación. «Cuando alguien hacía una locurasin objetivo y sin utilidad, era un rasgo de genio.» Trasestos comportamientos se perfila una jerarquía de valo-res: «Jóvenes ardientes, a veces de verdad dotados, seperdían en lo ilimitado», porque les parecía el valor más

elevado. Goethe elige el camino inverso: «Cree recono-cer cada vez más |dice de sí mismo en tercera persona]que vale más alejar su pensamiento del infinito, de loinaprensible».18 Lo logra gracias a una estratagema a laque suele recurrir: asignar esa sed de lo ilimitado a unode sus personajes, el conde Egmont. Al objetivar estesentimiento, puede tomar distancias con él.

 A este respecto los románticos encarnan una versiónprofana de la doctrina cristiana. Antes de las religionesmonoteístas lo inaprensible, lo infinito y lo ilimitado notienen buena prensa, porque corresponden a un estadomítico, el caos original, anterior a la creación del mundo.Desde esta perspectiva, ser humano consiste en introducirorden en el caos, y por lo tanto en poner límites. El mono-teísmo invierte esta jerarquía: es el mundo imperfecto de

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Un perfil de Goethe   « • 3

aquí abajo el que reconoce su carácter finito y limitado,

mientras que su creador, el Dios único, es infinito e incon-dicionado. Los románticos, herederos de esta doctrina,mantienen la misma formulación, incluso cuando se libe-ran de la idea de Dios. Pero Goethe está convencido deque la aspiración a lo incondicional, a la total libertadde la voluntad, es dañina para la actividad humana. Seráuno de los grandes temas de su novela Wilhelm Meister ,

en la que el protagonista llega a la siguiente conclusión:«El hombre no es feliz mientras sus ilimitadas aspiracio-nes no se ponen a sí mismas un límite».'9

La tercera oposición, en la que se señala la diferenciaentre Goethe y sus contemporáneos románticos respec-to de lo ideal y lo real, es también una herencia cristia-na. La doctrina cristiana, al menos en sus versiones más

influyentes, denigra la vida en la tierra y proyecta suideal al más allá, a la ciudad de Dios. A este respectotiene rastros de las doctrinas gnósticas y maniqueas con-tra las que luchó. A Goethe no le atrae esta manera de ver las cosas y no se preocupa de su alma inmortal. A loque da valor es a las acciones en este mundo: «Un hom-bre superior (...) que todos los días tiene que trabajar,luchar y actuar, deja en paz el mundo futuro y se conten-ta con ser activo y útil en éste». En este sentido se sientemás cercano a los griegos paganos, que no practicabaneste dualismo entre la tierra, lugar de depravación y depecado, y el cielo perfecto. Los antiguos «sentían que suúnico bienestar estaba dentro de los dulces límites del

hermoso mundo».*0Goethe no opta por la tierra frente al cielo, sino por lacontigüidad de ambos en lugar de la oposición. La vidacotidiana puede ser penosa, agotadora y mecánica, perocuando para consolarnos de los desengaños nos refugia-mos en el otro extremo, el sueño, la esperanza piadosa oincluso la poesía, no superamos las dificultades, sino que

nos las ocultamos. Sólo hay un camino, el que discurre enla tierra, y ese camino es el que se debe iluminar desde

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124   Final

dentro para descubrir su posible grandeza. Es demasiado

fácil aunque vano glorificar la ausencia y despreciar elpresente en nombre del futuro, lo de aquí en nombre delo lejano. El camino que Goethe prefiere consiste en bus-car uno dentro del otro. Podemos hacerlo, ya que lo par-ticular es indisociable de lo universal, y entonces todaexperiencia individual se vive como un símbolo que llevaa la armonía cósmica. «Todo estado de cosas, incluso

todo segundo tiene un valor infinito, porque representatoda una eternidad.» Así describe «El libro del paraíso»en su Diván de Oriente y Occidente :  vemos como «locotidiano sublimado nos presta alas para elevarnos pro-gresivamente hasta las más altas cimas».11 Se trata no dedespreciar lo cotidiano y adular lo sublime inaccesible,sino de sublimar lo cotidiano, habitado por seres huma-

nos de carne y hueso.

El hombre dialógico

Otra faceta de la crítica de la subjetividad tiene que vercon la oposición entre individual y social. El romántico,al que preocupa exclusivamente su interioridad, es indi-ferente a los que lo rodean. Vive en la ilusión de la auto-suficiencia y no ve en el tejido social más que una pesadaconvención. «No se intenta seriamente entrar en el con- junto social, no hay el menor deseo de complacer a lasociedad, sino todo lo contrario, sólo se aspira a que sefijen en uno y a llamar la atención lo máximo posibleante el mundo [...J El individuo quiere extenderse portodas partes y nunca vemos un verdadero esfuerzo por so-meter el yo a la sociedad y a la causa común.»11 El indi-

 vidualismo imperante es causa y a la vez efecto de la sub- jetividad romántica.

Tampoco en este punto Goethe está de acuerdo con

muchos de sus contemporáneos. Las fuerzas del hombreaislado son limitadas. Lo poderoso es la humanidad to-

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Un perfil de Goethe 2.25

mada como un todo. «La naturaleza es insondable por-

que un hombre es incapaz por sí solo de abarcarlo todo,mientras que la humanidad en su conjunto puede hacerloperfectamente.» Todos nosotros somos seres incomple-tos, pero el contacto con los demás nos enriquece. Cons-tatar la distancia se convierte en el punto de partida deuna transformación interna. «Siempre me ha gustadocontemplarme en las naturalezas que poseen lo que me

falta.» El hombre visto de forma aislada es un hombremutilado. «En general sólo debe considerarse a un hom-bre como un suplemento de todos los demás.» Si el in-dividuo toma conciencia de este carácter complementa-rio, puede aspirar a alcanzar la plenitud y la felicidad.«El hombre verdadero es sólo la humanidad entera, y elindividuo sólo puede estar contento y ser feliz si tieneel valor de conocerse como un elemento del todo.»**

Por su parte, la aspiración a la sabiduría debe funda-mentarse en esta interpretación de la condición humana.En su vida cotidiana los individuos son presa de grancantidad de deseos, pero ni siquiera se quedan tranqui-los cuando logran satisfacerlos. No tardan en sustituirlos

por otros deseos cuyo objeto es diferente, pero la formasigue siendo la misma. El aprendizaje de la sabiduría em-pieza cuando descubrimos que la relación entre los sereshumanos no tiene por qué ajustarse a la lógica del de-seo. No buscamos a un amigo para que nos haga un fa- vor, sino porque nos sentimos bien con él, y no quere-mos a un compañero (o a nuestro hijo, o a un familiar)

para satisfacer un deseo, sino porque el amor es fuentede alegría. El cariño y el afecto detienen la carrera de-senfrenada del deseo y lo sustituyen por una preocupa-ción por el otro que no se erosiona con el uso.

Obrar en bien del grupo beneñcia a todos sus miem-bros. Algunas veces puede darnos la impresión de queeste argumento permite a Goethe renunciar a toda acti-

 vidad política. «Habría creído que todos debían empe-zar por sí mismos y buscar su propia felicidad, de la que

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resultaría inevitablemente la felicidad general [...] Si to-

dos hacen lo que deben a nivel individual, en la esfera deacción que les es más próxima, y actúan con lealtad y ener-gía, la sociedad en su conjunto irá bien. En mi carrera deescritor nunca me he preguntado qué quiere la masa delpaís, ni cómo podía servir a la sociedad.»14 Pero no de-bemos confundir el sentido de estas frases. Goethe dice«empezar», no «quedarse en», y habla de su carrera de

escritor, no de la condición humana. Por el contrario,las obras de sus últimos años afirman la superioridad delos actos que contribuyen al bienestar de la comunidad.Cuando Fausto, que hasta ese momento no se había deja-do tentar por ningún bien terrenal, emprende un proyec-to de utilidad pública, secar los pantanos que envenenanla vida de la población, se decide a decir: «Instante, de-

tente», aunque eso signifique entregarse al poder de Mefistófeles. Del mismo modo Wilhelm Meister, concluidossus viajes, renuncia a su carrera de artista y se hace mé-dico para poder servir a los hombres.

Esta pertenencia del individuo a la cadena humanalleva también a reconocer todo lo que el individuo debea los demás, a los que lo rodean, y a rechazar la idea delhombre autosuficiente. La idea de originalidad, que tan-to valora la estética romántica, no tiene sentido paraGoethe. «Siempre se habla de originalidad, pero ¿qué seentiende por eso? Desde que nacemos el mundo empiezaa actuar sobre nosotros, y así hasta el final, en todo.Sólo podemos atribuirnos nuestra energía, nuestra fuer-

za y nuestra voluntad.» «En el fondo, por más que ha-gamos, todos somos seres colectivos. Lo que podemosllamar nuestra propiedad en sentido estricto es muypoca cosa, y sólo por eso somos muy poca cosa. Todosrecibimos y aprendemos tanto de los que estuvieron an-tes que nosotros como de los que están con nosotros [...]¿Qué hay de bueno en nosotros aparte de la fuerza y la

tendencia a apropiarnos de los elementos del mundoexterior?»15

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Un perfil de Goethe 2 2 7

El hombre no puede concebirse de forma aislada. Des-

de que aparece en el mundo está sumido en el diálogo delas voces que lo rodean, tanto las de sus predecesores

como las de sus contemporáneos. No existe un «hombrenatural» anterior al hombre social. Lo que tiene de pro-pio es sólo la energía vital, la fuerza informe, cuya fun-ción es precisamente enfrentarse al exterior y absorberuna parte. El hombre es en sí mismo un ser colectivo, lo

que no significa que la persona no tenga ninguna singula-ridad, sino que ésta no le viene exclusivamente del inte-rior. Es más bien el resultado de todas las acciones que elmundo exterior ha ejercido en él, lo que lleva necesaria-mente a una única configuración, propia de este ser y deningún otro. Si queremos dar la espalda al mundo, preo-cuparnos exclusivamente por nosotros mismos, nos con-denamos a la angustia. «El desaliento es siempre el hijo,el bebé de la soledad.»16

 Así, tan vano es reducir a un hombre a las influenciasque ha sufrido como imaginarlo virgen de toda interac-ción con los demás. Goethe comenta sobre la investi-gación de influencias externas: «Es totalmente ridículo.

También en el caso de un hombre bien alimentado po-dríamos invesrigar las vacas, los corderos y los cerdos quese ha comido y que le han dado fuerzas. Sin duda lleva-mos con nosotros facultades, pero debemos nuestro desa-rrollo a las mil influencias de un mundo infinito. Nosapropiamos de lo que podemos y de lo que nos convienedel mundo». Dado que todo en nosotros procede de la

interacción con el exterior, es irrisorio acusar al escritorde haberse dejado influir por determinado predecesor. Detodas formas nadie puede ser otra cosa que el productode todas las interacciones en las que se ha visto implica-do. Por la misma razón no hay que exigir que todos reco-

nozcan lo que han tomado prestado de las personas conlas que se han cruzado en el pasado. Esta ausencia de

gratitud es excusable, porque en caso contrario pasaríantodo el tiempo reconociendo sus deudas y «no les queda-

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ría ni tiempo ni sensibilidad para recibir nuevos benefi-

cios y gozar de ellos». Lo inverso también es cierto: nomedimos todos los efectos que nuestras acciones tienendirecta o indirectamente sobre los demás. Todo individuono es más que un relevo formado por la acción de losotros y que a su vez participa en la formación de los mis-mos. De ahí sacamos una especie de definición de lo pro-piamente humano: la vida en diálogo, la interpelaciónpermanente. «Ésta es en concreto la naturaleza que el es-píritu estimula eternamente.»17

En este contexto podemos entender por qué la auto-biografía de Goethe, Poesía y verdad ,  o los otros textosen los que alude a su vida se parecen tan poco a la obraque ha introducido este género literario en la moderni-

dad, las Confesiones  de Rousseau, que analiza ante todosu propia interioridad. El mundo exterior interviene re-flejado por la percepción del sujeto. Goethe afirma ya enel prólogo de su libro: «La labor principal de la biogra-fía es representar al hombre en sus relaciones con eltiempo, mostrar hasta qué punto el mundo le ofrece re-sistencia, hasta qué punto lo favorece, cómo se forma

una concepción del universo y del hombre, y si es artis-ta, poeta o escritor, cómo las refleja al exterior». Lo quele interesa a Goethe no es el individuo en sí (que no exis-te), sino su interacción con el mundo. Por eso su librono contiene revelaciones sobre los sentimientos del suje-to, sino que despliega un relato de lo que este último ha visto y oído, de lo que ha hecho y lo que es. Esta duali-

dad de lo exterior y lo interior está ya en la base de lasobras de Goethe, sus poesías y sus novelas. Así, paraescribir Werther,  tuvo que «soltar su naturaleza íntimasiguiendo la pendiente que le era propia» y a la vez «per-mitir que refluyera sobre él la naturaleza exterior consus propias cualidades». Y Goethe hace general esteprincipio para la conducta de la vida: «Si por una parte

nos vemos obligados a individualizarnos | verselbsten: realizarnos a nosotros mismos], por la otra no debería-

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Un perfil de Goethe   2 19

mos olvidar desindividualizarnos [entselbstigen: liberar-

nos de nosotros mismos] a un ritmo regular».18Esta comunicación permanente de los seres humanos

entre sí no significa que los individuos sean transparentesrespecto de los demás, ni que estén destinados a vivir enarmonía. Las diferentes personas emplean las mismas pa-labras de maneras diferentes, y en sus intercambios siem-pre hay una parte de malentendidos. Tampoco hay que

esperar que los demás reconozcan infaliblemente nues-tros méritos: «Los hombres son muy parcos a la hora deaprobar, reducen las alabanzas, y a poco que sea posible,las convierten en censuras».19 Pero todo esto no disminu-

 ye la dependencia de cada quien respecto de todos losdemás.

Si la humanidad avanza de la barbarie a la civilización,

ese avance sólo puede medirse con un único patrón: lamanera como percibimos y juzgamos a los demás. En unbreve texto de su vejez, Goethe diferencia varias «épocasde la cultura social». En el punto más bajo de la escala decivilización apenas se sale de uno mismo, se confía sólo enlos íntimos y no se cree que el mundo continúe más alláde los límites del pueblo. En la época siguiente, que ya es«social», «ya no se rechaza la influencia de las lenguasextranjeras» y se tolera a los demás aunque no se los reco-nozca del todo. Por último, la futura época universal serála de «la alianza de todos los grupos». La persona siguedependiendo de los demás, y, por encima de sus diferen-cias, los hombres se parecen. Pero el bárbaro, según lodefine, cree que los otros no existen, o no cuentan, o queno son más que bárbaros. Hablando del futuro de las na-ciones, Goethe imagina que surgirá un principio opuestoa la barbarie y al egoísmo. No es demasiado optimistarespecto del alcance de este principio, pero no por eso dejade defenderlo. «Sin duda no podríamos esperar que, alhacerlo, pueda instalarse una paz universal, pero al menos

sí que la inevitable disensión se volverá poco a poco ve-nial, la guerra menos cruel y la victoria menos arrogante.»50

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En cuestiones de lengua Goethe está en contra de lo

que llama el «purismo negativo» (rechazar las palabrasextranjeras) y en favor del «purismo positivo» (aceptar lainfluencia). «La fuerza de una lengua no se manifiesta porrechazar lo que le es extraño, sino por incorporarlo.»Esta actitud es también la más recomendable cuando setrata de intercambios humanos. Goethe nunca se cansade felicitarse, por ejemplo, de haber conocido a Schiller.

«Sólo hay verdadero placer y verdadero provecho en lareciprocidad.» «Cuánto podemos ganar si nos miramosen el espejo de otro en lugar de en el propio.» Porque auncuando el otro esté ya en la persona, puede también ser-

 virle de espejo. Conocer el mundo es conocerse a unomismo, y viceversa. No duda en generalizar esta conclu-sión poniendo en cuestión el precepto socrático «Conóce-te a ti mismo», que interpreta como un «ardid de curas»que querrían apartar a los hombres de la acción y ence-rrarlos en una contemplación estéril. «El hombre sólo seconoce a sí mismo en la medida en que conoce el mun-do», afirma Goethe, que sitúa este conocimiento en «dosmomentos que se conjugan inextricablemente: el mundo

en él, y él en el mundo».JIEl reconocimiento del otro lleva necesariamente a lareflexión sobre la pluralidad humana. Si admito al otrocomo interlocutor, y no sólo como objeto del discursoo como destinatario de mis órdenes, si al mismo tiemposoy consciente de todas las diferencias que nos separan,tiendo, incluso sin darme cuenta, a realizar una tipolo-

gía de los hombres, de las actitudes o de las obras, demanera que todos nosotros podamos ocupar una casillaequivalente pero no idéntica. Al mutuo reconocimientode dos hombres, Goethe y Schiller, debemos algunas delas diferenciaciones más fecundas del pensamiento esté-tico de la época (aunque cada uno de ellos tienda secre-tamente a valorar su propia posición). Para situarse res-

pecto de Goethe, Schiller introduce la oposición entre lo«ingenuo» y lo «sentimental», que se convertirá des

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Un perfil de Goethe   131

pues en clásico y romántico. Para definirse ante Schiller,

Goethe distingue el símbolo de la alegoría. Y si tantouno como otro intentan entender la identidad de la epo-peya y del drama, es porque tienen ante sí sus obras, poruna parte un drama y por la otra una epopeya, lo quemuestra que las diferenciaciones en apariencia teóricas

 y abstractas se enraízan en las contingencias de la vi-da, y a la vez que el reconocimiento del otro es un pri-

mer paso necesario para conocer el mundo.El otro existe no sólo fuera de sí, sino también dentro

de la persona. Goethe decía que todos somos seres colec-tivos, una pluralidad de sujetos en un solo cuerpo. A par-tir de ahí, toda esperanza de cohesión perfecta entre lapersona y su discurso será necesariamente fallida. Acari-ciamos la ilusión de que es posible la presencia plena, de

que la persona se entregará entera en sus manifestacio-nes, y por eso valoramos la sinceridad, la honestidad y larectitud, y en consecuencia condenamos la mentira, la hi-pocresía y la vanidad. Pero si la persona es múltiple, ¿po-demos esperar de ella un discurso que la explique total-mente y que no dé cuenta de nada más? Toda convicciónabsoluta, por el mero hecho de ser absoluta, ¿no es almismo tiempo imposible, en la medida en que traiciona lamultiplicidad de la persona? Goethe escribe en una cartaa Schiller: «Sé bien que el idealista trascendental está fir-memente convencido de que está sólidamente instaladoen lo más alto de la escala, pero lo que ni con la mejor voluntad del mundo logro que me guste de él es que de-

clara la guerra a los otros modos de representación, por-que no veo ninguna buena razón para impugnar cual-quiera de ellos». Para ilustrar la idea, Goethe pone elejemplo de sus teorías «morfológicas» (en ciencias natu-rales) y concluye: «En lugar de elegir entre las diferentesopciones, lo mejor es mantenerlas todas y hacer el mejoruso posible de este estado de indivisión hasta el día en que

los filósofos decidan ponerse de acuerdo sobre los mediospara volver a reunir lo que se dedicaron a separar».3*

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Final*   3 *

Ese feliz día seguramente está todavía por venir. Mien-

tras llega, la solución de Goethe, que se niega a elegir en-tre las diferentes opciones y prefiere mantenerlas todas,

pone en cuestión de forma radical la propia filosofía.

 Aceptar o cambiar el mundo

Cuando Goethe piensa en sus años de formación, cons-tata que, por más que se remonte en el tiempo, siempre

 ve en él cierta benevolencia hacia el mundo y los sereshumanos a los que conoce. No se fundamenta en una

experiencia concreta, sino que parece más bien previaa todas ellas, como si fuera consecuencia de su buenaconstitución fisiológica. No todas las personas a las que

conoce comparten esta actitud, pero sus esfuerzos porconvencerlo de su punto de vista son tan inútiles queenseguida renuncian a ello. Así, poco antes de marchar-

se de su ciudad natal, Fránkfurt, para estudiar, entablaamistad con un joven brillante. «Le habría gustado con-

 vertirme en adepto a su desprecio al género humano,pero perdía el tiempo conmigo, porque yo seguía tenien-do grandes deseos de ser bueno y de que los demás meparecieran buenos.» El deseo es previo a la experiencia.Unos años después viaja con unos amigos. Goethe des-cribe a uno de ellos, llamado Merck, como un espíritumefistofélico. Merck desprecia a sus compañeros y leaflige ver que Goethe no comparte su punto de vista.

«Le entristecía mi incorregible e ingenua benevolencia.Esa eterna tolerancia, esa tendencia a vivir y dejar vivireran para él esperpentos.»” Goethe no discute que losargumentos de su amigo sean correctos, pero se niega aadoptarlos porque considera que todo ser humano esplural y posee también aspectos dignos de aprobación.

 Así, Goethe suele admirar no a las personas que se

 jactan de su lucidez para despreciar al género humano y vilipendiar el mundo, sino a los que encarnan esa mis-

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Un perfil de Goethe   233

ma benevolencia. En Dresde conoce a un humilde zapa-

tero cuya vida cotidiana no es fácil, y por eso mismo nopuede evitar admirar «la serenidad con la que contem-plaba su propia vida, llena de molestias y estrecheces,pobre y penosa, las bromas que hacía de los males y lasincomodidades, su convicción imperturbable de que la

 vida es un bien en sí».34 No se trata de pretender quetodo va siempre bien. La vida es a menudo penosa, y los

males no están ausentes, pero el zapatero (y Goethe conél) se niegan a sistematizar estas condenas puntuales enun rechazo general. No podemos afirmar que toda lanaturaleza es mala, ya que nosotros mismos y nuestracapacidad de juzgar formamos parte de ella. Ni que to-dos los hombres son malos, porque en realidad estánnecesariamente provistos de características múltiples,incluso contradictorias.

Esta aceptación global de la vida y del mundo no ex-cluye que nos indignemos. Goethe lo constata duranteun episodio en Estrasburgo, donde le parece que la de-coración de un edificio es inadecuada: «Mi gusto y mi juicio no solían excluir nada totalmente, pero el tema

me alteró». Ese «totalmente» es fundamental. Encon-tramos otro ejemplo cuando Goethe describe el ambien-te político del momento, en concreto en lo relativo almantenimiento del orden público. «El humanismo seextendía y todo el mundo rivalizaba por mostrarse huma-no incluso en los temas jurídicos. Se reformaron las pri-siones, se excusaron crímenes y se suavizaron las penas.»35

Goethe no dice que todo lo que sucede sea bueno, quehaya que aceptar todo acto y renunciar a toda represión,no pide que se cierren las cárceles y que se libere a losdelincuentes, sino que recuerda que los prisioneros for-man parte de la humanidad, de la que proceden tambiénquienes los juzgan y los encierran. Los unos no son me-nos humanos que los otros.

En un momento dado Goethe se da cuenta de queesta visión del mundo no termina de cuadrar con la in-

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Finalz 34

terpretación imperante del cristianismo. Descubre una

de las más antiguas disputas respecto de la naturalezahumana que agitan esta doctrina, la de los agustinianos y los pelagianos. «Los unos afirmaban que el pecadooriginal había corrompido la naturaleza humana hastatal punto que ya no se podía encontrar en ella el menorbien, ni siquiera en su fondo más íntimo, y por eso elhombre debe renunciar absolutamente a sus fuerzas

 y esperarlo todo de la gracia y del efecto que produce.»Esta interpretación, que formula san Agustín, es adop-tada tanto por Lutero y el protestantismo alemán co-mo por los jansenistas franceses. Pero las simpatías deGoethe recaen en sus adversarios, herederos indirectosdel monje Pelagio. En primer lugar, su juicio sobre elmundo está lejos de ser tan negativo. «Por todas partesme veía impelido hacia la naturaleza, que se me mostra-ba en toda su magnificencia.» Lo mismo sucede con losseres humanos: «Había aprendido a conocer a muchaspersonas buenas y valientes que se implicaban en la víadel deber y sufrían dificultades por su amor a él». Así,no hay que desesperar y limitarse a esperar la gracia di-

 vina, sino que se puede actuar para que la vida sea me- jor. «El mundo exterior exigía que esta actividad se re-gulara y se empleara en beneficio de los demás, y tuveque satisfacer esta exigencia capital mediante la elabo-ración interior.»36

La actitud de Goethe no se reduce a lo que Nietzschellama amor fat i ,  amor al destino. No se trata sólo de

aceptar el mundo como es, cosa que en realidad casinunca podemos elegir, sino además de amarlo suceda loque suceda. Goethe ama espontáneamente la vida y par-te de un presupuesto favorable respecto de los seres hu-manos que lo rodean, pero eso en absoluto le impide valorar sus actos e intentar mejorar el mundo. Es preci-so diferenciar aquí entre normas de la sociedad humana

 y búsqueda de la felicidad individual (o, como se dicealgunas veces, entre moral y ética). Ambas son necesa-

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Un perfil de Goethe   * 3 5

rias, pero su lógica no es la misma. Los seres humanos

 viven en el presente y Ies interesa mucho no olvidar, nodescuidar su existencia y la de sus seres queridos ennombre de sueños vagos de un futuro mejor o de remi-niscencias de un pasado que ya no existe. Fausto dice aHelena: «La mente aparta de la mirada el futuro y elpasado, ya que sólo en el presente...». Y Helena añade:«... está la felicidad».37

Pero esta regla de vida no significa que el presentesólo esté formado por sí mismo. La memoria y las espe-ranzas, el pasado y el futuro forman parte de la persona,

 y el pensamiento surge de lo que Fausto (y Goethe) lla-man d ie W echselrede , el discurso alterno. El individuosólo existe en el intercambio humano. La sabiduría con-siste en equilibrar ambas exigencias, no en que una si-

lencie la otra.Goethe constata en el curso de su vida cotidiana que

es más feliz si acepta verse como una parcela del mundo,que obedece las leyes comunes de la naturaleza, que si seencierra en su propia conciencia y contempla su expe-riencia únicamente desde el interior. Se da cuenta de elloen concreto en el momento en que vive las experienciasque trasladará al Werther. La idea del suicidio lo acosa, y dispone de un buen puñal. «Lo dejaba siempre cercade la cama, y antes de apagar la luz hacía una pruebapara ver si lograría hundirme en el pecho la afilada pun-ta unas pulgadas. Pero como nunca lo conseguía, acabériéndome de mí mismo. Aparté de mí todas esas locuras

hipocondriacas y decidí vivir.»38 Si Goethe no se suicida,no es porque haya elaborado un buen razonamiento,sino porque ha intentado hacer el gesto, pero no lo haconseguido. Su deseo de vivir es demasiado fuerte. Perouna vez formulada esta constatación, decide que su re-flexión se adapte a su persona y renuncia a las mórbidasensoñaciones. Lo logra viéndose como desde fuera, co-

mo un joven que cada noche, al acostarse, hace una ten-tativa de suicidio, pero no se decide a derramar una sola

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gota de sangre. Es normal que se ría, ya que la risa sur-

ge de esa mirada que lo contempla desde fuera. Graciasa este método inaccesible para todos los románticos,que se encierran en la subjetividad el acontecimientotrágico da lugar a un relato cómico.

Para que los hombres a los que conoce no lo decep-cionen de entrada, Goethe se niega a medirlos por elrasero de una norma previamente establecida. Un díaconoce a Lavater, con el que mantuvo correspondencia.Su primer instinto es alegrarse. «Veía ante mí, viva yactiva, a una criatura única, insigne, como nunca hemos visto y nunca volveremos a ver.» Estas frases recuerdanel inicio de las Confesiones de Rousseau: «No soy comoninguna de las personas a las que he visto. Me atrevo apensar que no soy como ninguna de las personas queexisten». Pero la diferencia significativa es que Rous-

seau lo dice sobre sí mismo, mientras que Goethe loaplica a otro. Lo único es el f«, no el  yo . Al mismo tiem-po se da cuenta de que Lavater reacciona de diferentemanera, porque la imagen que se había hecho de Goetheno coincide con la realidad. Entonces Goethe intenta ex-presar su alegría elemental a su interlocutor: «Le asegu-ré, con mi realismo innato y adquirido, que dado que

Dios y la naturaleza habían tenido a bien hacerme así,teníamos que contentamos con ello».” Eso no le impe-dirá, a medida que avance su relación, ver qué rasgos deLavater no le gustan, pero este hecho no merma su ca-pacidad de maravillarse ante lo que existe simplementeporque existe.

Esta experiencia será fundamental durante su viaje a

Italia entre 1786 y 1788 (nació en 1749). En un primermomento le da la impresión de que se enfrenta a un ex-ceso de bellezas naturales y artísticas, y adopta una acti-tud de humildad, de apertura al mundo y de absorciónpasiva que engendran a su vez la sensación de serenidad,de «beatitud tranquila y atenta». Pero da un paso más.Lo que admira no son sólo los más bellos ejemplares del

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Un perfil de Goethe   *3 7

arte y de la naturaleza, sino todo lo que pone de mani-

fiesto tanto la actividad del espíritu como la vitalidad dela naturaleza. El pescado que ve en el mercado lo mara- villa. Los caballos galopan en el campo, ante sus ojos:«Es la primera vez en mi vida que los veo y siento quese me abre el corazón». Todo organismo vivo suscitasu admiración por cómo su ser se adecúa a su función.«¡Qué valioso y magnífico es un ser vivo! ¡Cómo se adap-

ta a su circunstancia! ¡Qué verdadero! ¡Qué forma deexistir!»40F.1 silencio del pez y del caballo, seres extramorales, le

colma. Su verdad es mera coherencia interna. Goethe daimportancia a los objetos que lo rodean en detrimento desu propio sujeto. Se opone también en este caso a la acti-tud romántica y entona un verdadero himno a la vida,

que libera de cortapisas ideológicas preconcebidas.Su itinerario lo lleva de Venecia a Rom a, y después se

dirige hacia el sur. En Nápoles descubre un contexto quele parece próximo a la perfección, no sólo por la bellezade los lugares y las obras, sino también por las actitudesmás habituales. Los napolitanos parecen cumplir esteideal: no someten su existencia momentánea a un obje-

tivo lejano, sino que saben gozar del presente. «Nápoleses un paraíso. Todos viven en una especie de embriaguez y de olvido de sí mismos (...] Aquí sólo se quiere vivir, seolvida el mundo y a uno mismo, y para mí es una sensa-ción singular vivir con hombres que sólo se dedicana gozar.» La vida en Nápoles es goce. «Todos, cada uno asu manera, trabajan no sólo para vivir, sino para  gozar, 

e incluso en el trabajo quieren divertirse.» Gracias a ellolos habitantes de Nápoles, sea cual sea su condición,pueden acceder a la felicidad: «Un napolitano que paranosotros sería un mendigo perfectamente podría desde-ñar el lugar del virrey de Noruega». Goethe no puededejar de admirar a esas personas «siempre dispuestas asentarse al gran banquete del mundo»,41 y una vez de

 vuelta en Roma intentará vivir así, adecuándose a su ser

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238   Final

como el caballo que galopa en el campo, tan colmado de

su presente como el mendigo napolitano.En un poema más tardío, del Diván de Oriente y Oc-cidente, Goethe diferencia dos niveles en este gozar delmundo. En el primero se goza de lo que se experimenta,

 y en el segundo se adquiere conciencia de la existenciadel mundo entero.

Grande es la alegría de existir, y más grande todavía la alegría ante la existencia.'**

En esta segunda experiencia el individuo siente queforma parte de un orden impersonal. Ambos se encuen-tran unidos por lo que Goethe llama el símbolo, es decir,cuando todas las cosas, todos los actos existen plena-mente en sí mismos, pero a la vez remiten a lo universal.Sentir esta pertenencia y esta correspondencia provoca

 júbilo. «Todo estado de cosas, incluso todo segundo esde un valor infinito, representa toda una eternidad.»43

El camino que traza Goethe parece prometer a loshombres una serenidad que podría acercarlos a la felici-dad, pero muchos se desvían de él e incluso a veces lo

condenan. Es lo que sucede con los amigos melancólicosque se lamentaban de su benevolencia con el mundo,

con los cristianos agustinianos e incluso con los poetasingleses de su época, en los que destaca su melancolía,«que extiende por sus escritos una desagradable atmós-fera de repulsión hacia todo». Rechazar el camino deGoethe es incluso mucho más general. «Nuestro camino

tanto físico como social, nuestras costumbres, nuestroshábitos, nuestra sabiduría mundana, la filosofía, la reli-gión e incluso los acontecimientos accidentales, todonos invita a renunciar.» La sabiduría que nos inculcan atodos parece ser que digamos no a la vida, y todo deseode una vida mejor está mal visto. «Cuanto más amargoes el cáliz, mejor cara debemos poner.» Goethe nos dice

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Un perfil de Goethe *39

que ha podido escapar de este consenso gracias a la in-

fluencia de Spinoza, pensador al que en su momento seacusó de ateísmo, pero al que él considera panteísta.«Spinoza no demuestra la existencia de Dios. La exis-tencia es Dios», escribe a Jacobi.44

Goethe explica esta actitud de rechazo del mundopor nostalgia de lo absoluto, herencia de la religión.Querríamos que una vez alcanzado el bien, todo se de-

tuviera, pero la vida es un eterno volver a empezar en elque nada es del todo diferente de lo anterior, pero tam-poco nada es rigurosamente idéntico. Las horas pasan,una tras otra, y no se parecen, y lo mismo sucede con lasestaciones y también con los años. Lo que proyectamossobre la naturaleza que nos rodea lo trasladamos tam-bién al mundo humano. Querríamos que una vez encon-

trado el amor, permaneciera intacto para siempre, y lomismo el reconocimiento. «El favor de los grandes, lasgracias de los poderosos, los ánimos de las personas ac-tivas, la inclinación de la multitud, la amistad de los in-dividuos, todo sube y baja, y no podemos detenerlo,como no podemos detener el sol, la luna y las estrellas.»Esto nos sume en la angustia, ya que hace tambalear

incluso nuestra idea de la eternidad y del infinito. Si yano encontramos refugio en Dios, caemos en el «hastíoante la vida».45 Al hacerlo, olvidamos que sólo los hu-manos convierten lo relativo en absoluto, transformansus azares en necesidades intangibles y erigen sus pro-pias opciones en valores trascendentes.

Goethe ha proclamado en muchos poemas esta necesi-

dad de aceptar el devenir de todas las cosas, lo que impli-ca también su decadencia. Estar vivo es sinónimo de sermortal. Así, en «Selige Sehnsucht» («Nostalgia feliz»):

 Voy a cantar al ser vivoque aspira a morir en la llama.[...]

 Y mientras nunca entiendas

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Final240

ese: ¡Muere y vuelve ser!,no serás más que un sombrío huésped

en la tierra tenebrosa.4*

 Y en «Uno y todo»:

Un actuar eterno y vivo se dedicaa transformar todo lo que está ya formadopara que no se quede inmóvil en hostil rigidez.

[...]En ningún caso se le permite descansar.Tiene que moverse, actuar y crear,tomar forma primero y transformarse después.

[•••] Ya que todo debe disolverse en la nadasi quiere seguir siendo.47

E l p a p e l d e l arte

Durante sus años de aprendizaje, Goethe se asigna comoobjetivo entender el mundo en lugar de doblegarse a supropia voluntad. Hemos visto que prefiere vivir y dejar

 vivir, cada quien según sus máximas. «En mi pequeño

entorno nuestro tema era aprender a conocer al hom-bre; en cuanto a los hombres, preferíamos dejarlos ha-cer lo que les diera la gana.» También durante el viajea Italia querría asumir el papel puramente pasivo delobservador. «Si fuera posible, quisiera abstenerme total-mente de juzgar.» «En lo que me queda de vida deberíadedicarme exclusivamente a observar», se dice.4® Sin

embargo, nunca puede quedarse sólo en esta actitud.Como todo el mundo, se adapta a las normas sociales desu tiempo, y quiere favorecer a sus amigos y gratificara sus amores. Así, no le basta con dejar vivir a cada quien asu manera, sino que interviene activamente en el cursodel mundo. Sobre todo adquiere conciencia de su voca-

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Un perfil de Goethe   141

ción, ser poeta, creador de obras de arte. Pero el artista

no es un simple consumidor; no se limita a observar y co-nocer, sino que transforma el mundo en el que vive, yaque incorpora obras que antes no estaban.

Es cierto que, desde determinado punto de vista, lasobras de arte tienen que ver con la naturaleza. En con-creto dan esa impresión las de los mejores artistas, quehan sabido escuchar el mundo y presentir sus designios,

por lo que también es legítimo no atribuir estas obrassólo a sus autores. El arte extrae de la naturaleza tantola materia, que es la propia existencia del mundo, comolas leyes. «Las grandes obras de arte han sido realizadaspor hombres según leyes naturales y verdaderas, comolas obras supremas de la naturaleza. Todo lo arbitrario,todo lo imaginario se desmorona. Ahí está la necesidad, y ahí está Dios. »4S Él mismo no siempre siente que es elautor de sus obras, que le parecen incluso más logradassi han surgido de él al margen de su voluntad, comodictadas por la naturaleza, que está fuera de él. No poreso es menos cierto que el arte es intervenir activamenteen el orden natural, que no se explica sólo por el consen-

timiento al mundo, sino que implica también el deseo decambiarlo, incluso de mejorarlo. Pero ¿cómo?Goethe señala que de entrada escribir un texto cam-

bia al autor, que se da cuenta desde los primeros inten-tos serios de escribir poemas. Encontrar el equivalente verbal de un sentimiento le permite tomar distanciasconsigo mismo. Tanto si la experiencia es feliz como si

es dolorosa, transformarla en poema le permite en unprincipio entenderla mejor y además recuperar la pazinterior. Es especialmente afortunado por poder alejarde él todo lo que lo atormenta y convertirlo en poema.Su talento poético tiene «poderes curativos». Lo mismoconstata durante los acontecimientos que lo llevan a es-cribir el Werther.  Para superar sus decepciones y frus-

traciones debe recurrir a la forma poética. Mediante esteacto de escribir se transforma lo que supuestamente de-

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bían describir con fidelidad las palabras. «Me sentía

como tras una confesión general, volvía a ser feliz, libre y estaba dispuesto a empezar una nueva vida.»50 Escri-bir poesía lo cura de lo que la había provocado, le pro-porciona el sosiego de la mente y del corazón.

Podemos vivir la misma experiencia como lectores, ya

que el texto que leemos nos permite tomar distancias res-

pecto de nuestra experiencia, y llegado el caso, que nosparezca más fácil soportarla. «La verdadera poesía se re-conoce en el hecho de que, como un evangelio profano,puede librarnos de las cargas terrenales que nos abruman,porque nos proporciona serenidad interna y a la vez pla-cer externo.» No se trata de procurarse la evasión a un

mundo más agradable que el mundo en el que vivimos,sino de elevarse por encima de nuestra experiencia, verlacomo con los ojos de otro e inscribir así nuestro destino

en el avance del mundo. En este sentido, poco importa eltono concreto de la obra que leemos, tanto positivo comonegativo. Lo que cuenta es el hecho mismo de la represen-tación, y por lo tanto de lo vivido íntimamente. «Lasobras más alegres y las más serias tienen el mismo objeti- vo: moderar tanto la alegría como el dolor mediante unarepresentación acertada y espiritual.»5'

 Aunque desde este punto de vista la experiencia delautor y la del lector pueden ser paralelas, es imposible

proceder en sentido inverso, de la representación a lo vivido. El autor alimenta el poema con su vida, pero ellector no debería leerlo como si contuviera instruccionesdirectas sobre cómo conducir la suya. Pero es precisa-mente lo que sucedió cuando apareció el Werther.  El

autor se había librado de sus veleidades suicidas atribu- yéndolas a su personaje en el papel, pero desgraciada-

mente muchos lectores adoptaron esas obsesiones en su vida real. «Mientras que yo me sentía aliviado e ilumi-nado por haber convertido la realidad en poesía, misamigos se equivocaron y creyeron que había que con-

 vertir la poesía en realidad, revivir esa novela y, si era

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Un perfil de Goethe i 43

preciso, levantarse la tapa de los sesos.» Su amigo

Merck, que no pierde la lucidez, le dice tiempo después:«Tu esfuerzo, la tendencia de la que no se podría apar-tarte, es dar forma poética a lo real. Los demás intentanrealizar eso que llamamos poético, imaginario, y esosólo da lugar a tonterías».51 Goethe está totalmente deacuerdo. Entre ambas tendencias hay una «enorme dife-rencia». La vida proporciona la materia a la poesía, pero

ésta no debe dictar sus leyes a la vida. El que parece unafigura poética espléndida sería en la vida un personajesiniestro, ya que los dos órdenes no obedecen a los mis-mos principios ni comparten los mismos valores. Poreso Goethe es ajeno a todo esteticismo, a toda tentaciónde someter la existencia a los criterios de lo bello tal y como se deducen de las prácticas artísticas.

El arte no sólo actúa sobre quienes lo crean o lo con-sumen, sino que causa también efecto en el mundo querepresenta. Podríamos decir que lo pone de manifiesto,

 y es lo que Goethe valora de la pintura. Cuando descu-bre la galería de cuadros de Dresde, ve que la imagenpuede ser más elocuente que su objeto, y por lo tantoenriquecer el mundo que la rodea. «La comparación con

la naturaleza que conocemos ponía necesariamente demanifiesto el mérito del arte sobre todo en las obras quemás me atraían [...] en las que el pincel había triunfadosobre la naturaleza.» El pintor ha visto lo que escapaa la mirada del espectador medio. Al haberlo represen-tado, permite que este último también se lo apropie. Esasimismo el beneficio que saca Goethe de su viaje a Ita-

lia. «En estos momentos estoy tan encantado con Mi-guel Ángel que, en comparación con él, incluso la natu-raleza me parece insípida, porque sólo puedo verla consus grandes ojos.»53

Este poner de manifiesto el mundo por medio del artetiene también lugar, aunque de forma menos evidente,en poesía. La descripción poética de un paisaje nos hace

sensibles a una belleza que en caso contrario nos pasaría

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inadvertida. De forma más básica, la intervención del

poeta es necesaria para pasar de lo real a lo verdadero.Ésta es la enseñanza que sacamos del proyecto autobio-gráfico de Goethe, que se titula, de forma algo enigmáti-ca, Dichtung und Wahrheit, Poesía y verdad.  Da algu-nas indicaciones al respecto en el prólogo. Dice que alprincipio quería ofrecer un simple comentario fácticosobre sus obras, señalar en qué circunstancias concretas

surgieron. Éste sería un primer sentido de la diferenciaentre poesía y verdad: las obras por un lado, y la vidapor el otro. Pero poco a poco se da cuenta de que elegirlas circunstancias es mucho más difícil de lo que imagi-naba y se ve obligado a aludir cada vez más al conjuntode su existencia, de la de sus contemporáneos y de gran-des momentos de la historia. Ya en la manera de dirigirel relato los dos términos que forman el título encuen-tran otra justificación, dado que se trata de una «mane-ra medio poética y medio histórica».54 La poesía ya nose separa de la historia y de los hechos, sino que se entre-mezcla con ellos y permite así avanzar hacia la verdad,puesto que los hechos en sí no poseen un sentido deter-minado, sino que el relato surge a partir del momentoen que el sentido une un hecho con otro. Es al autor al

que le incumbe esta tarea, y por esta razón no hay ver-dad humana que no pueda depender de la poesía, de laficción y de la invención.

Según Goethe, en esto reside la diferencia fundamen-tal entre las obras del hombre y las de la naturaleza. Lasprimeras son siempre objetos provistos ya de sentido

 y destinados a que otro los interprete, mientras que las

segundas se limitan a existir, y sólo la voluntad del intér-prete les otorga sentido. «La naturaleza forma seres vi- vos, pero cualesquiera, mientras que el artista forma seresmuertos, pero dotados de significación |...] En el caso deobras de la naturaleza, el espectador debe aportar el sig-nificado, el sentimiento, los pensamientos, el efecto y laacción en el alma; en el caso de la obra de arte, quiere

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Un perfil de Goethe   ¿45

 y debe encontrar todo ello en la obra |...] La naturaleza

parece actuar por sí misma, mientras que el artista actúacomo hombre, por el bien de los hombres.»55

Desde este punto de vista, el arte posee un estatusintermedio entre la naturaleza y el sermón. Como éste,está lleno de sentido, y como aquélla, produce obraspara que las contemplen. Esto quiere decir también queno se confunde ni con una ni con el otro. El sentido le da

 vida, y la lección de moral lo atrofia. Así como los pre-ceptos estéticos no deben regir la vida práctica, las exi-gencias morales no deben orientar el arte. Goethe se nie-ga a fijar un objetivo didáctico a sus obras. «Un relatodigno de este nombre no lo tiene, ni lo aprueba. No cen-sura, sino que concatena las acciones y los sentimientos, y de este modo ilumina e instruye.»56 La instrucción

puede convertirse en efecto de la obra, pero no debe sersu objetivo. El gran artista es el que crea obras perfectas,no el que encarna las mejores virtudes.

El paralelismo entre arte y religión subyace a menu-do en las descripciones de Goethe. Cuando entra en lagalería de pintura de Dresde, le da la sensación de queentra en un templo, en un santuario, tanto más cuanto

que las obras que ve colgadas han adornado previamen-te las paredes de iglesias. Goethe no deja de felicitarsepor este traslado, no sólo porque las telas escapan delnegro humo de las velas y del incienso, que amenaza conhacer desaparecer las imágenes, sino porque lo bello selibera de toda tutela ideológica. La poesía, como hemos visto, le parece como un evangelio profano, porque ayu-

da a elevarse por encima del mundo. Su creación es paraél equivalente a la confesión, que le permite adentrarseen nuevos caminos. Siempre compara al gran creadorcon Dios, y califica Italia, patria de las artes, como «nue- va Jerusalén».

Pero no por eso sugiere Goethe que las obras de artedeban contener preceptos de comportamiento, a la ma-

nera de los dogmas religiosos. Se trata más bien de que

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unas y otros encarnan una cima de las aspiraciones hu-

manas, aun cuando no sea la misma, y por eso merecenque los consideremos sagrados. Entre ambos, las prefe-rencias de Goethe apuntan al arte, y dirige a los sacerdo-tes católicos la siguiente demanda: «No me escondáis elsol del arte sublime y de la humanidad pura». La supe-rioridad del arte procede precisamente de que es exclu-sivamente humano. Cuando visita la Capilla Sixtina, en

el Vaticano, Goethe no experimenta un sentimiento depiedad o de devastación ante la grandeza divina, sino

que ve un monumento sin igual a la grandeza humana:«Si no se ha visto la Capilla Sixtina, no es posible hacer-se una idea concreta de lo que el hombre puede llevar acabo».57 El arte no se opone a la vida, sino que crea unaforma de vida especialmente densa y pura.

H a c ia l o u n iv e r s a l  

Goethe comparte una convicción, ampliamente extendi-da durante la Ilustración, a saber, que los seres humanos y los pueblos no se parecen, pero que sus diferencias enningún caso justifican el desprecio o la discriminación

que sufren algunos de ellos. El ejemplo más importante,el que lleva consigo todos los demás, tiene que ver con lareligión. «En esos tiempos de tolerancia se repetía muya menudo que cada quien tiene su religión particular, supropia manera de honrar a Dios», recuerda. Goethe eseducado desde niño en esta actitud tolerante respecto dela diversidad. En su ciudad natal ve surgir gran cantidad

de sectas protestantes, que tienen «todas el único propó-sito de acercarse a la divinidad», aunque no se parecen. Elniño se pregunta si es necesario elegir entre ellas. Ya adul-to, decide no hacerlo, y junto con otros defiende lo quellama «la consigna de la época, quiero decir la tolerancia,que admiten las mejores cabezas y los mejores talantes».En nombre de esta apertura universal expresa sus prefe-

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Un perfil de Goethe *47

rencias por la «religión natural» frente a las religiones

reveladas, ya que éstas favorecen a sus fieles, mientrasque aquélla se dirige a todos los hombres sin distinción nidiscriminación, siempre y en todas partes. «Por este mis-mo principio de moderación concedíamos los mismosderechos a todas las religiones positivas, lo que las hacía

equivalentes entre sí e igualmente inciertas.»5* La «tole-rancia general» de Goethe llega a tratar en pie de igual-

dad la fe y la ciencia, aunque es cierto que no todos susamigos lo siguen en este camino.

Este principio de tolerancia y de universalidad puedeextenderse a los pueblos. Como sucede con el ser huma-no, que deja atrás la barbarie primitiva que le hacía creeren su superioridad sobre los demás hombres y debe re-conocer e incluso cultivar su presencia, todo país de-

be reconocer los mismos derechos a los demás países.Goethe admite haber necesitado más de sesenta años de

 vida para sentir «la felicidad o la desgracia de un pueblo vecino como del suyo propio», pero lo vemos desde su juventud devorando con la mayor curiosidad descrip-ciones de las costumbres de todos los pueblos de la tierra.Sabe que no todos sus contemporáneos comparten su

amplitud de miras. En absoluto reaccionan de la mismamanera según si las víctimas de la violencia son sus com-patriotas o pueblos de costumbres y creencias diferen-tes, como los turcos. Desde las alturas de su sensaciónde formar parte del país más civilizado de la humanidad,están dispuestos a considerar que los demás no son deltodo humanos. «Parecía que no se hubiera sacrificado

a ningún hombre cuando esos infieles caían por milla-res. Que su flora ardiera en el puerto de Chesme provo-có la alegría general en el mundo civilizado.»59

Pero no por eso Goethe pierde toda esperanza de queesta situación evolucione. En un primer momento basta-ría con que los países «adquirieran conciencia unos deotros, que se entendieran», que se estableciera «una me-

diación y un reconocimiento recíprocos». Esta familiari-

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dad de los pueblos entre sí podría ser el único resultado

positivo de las guerras (napoleónicas) que poco anteshabían asolado Europa. Para que avanzaran en esta víadebería incentivarse el estudio de las lenguas «y el reco-nocimiento del vecino», así como las traducciones, cuyopapel es «promover el intercambio recíproco». Sin em-bargo, y esto es fundamental, el objetivo de este mejorconocimiento de los otros es lograr no una amalgama de

ambos, sino una conciencia más aguda de las diferen-cias que los separan. «Cuando se traduce, debe avanzar-se hacia lo intraducibie. Sólo a partir de ese momentoadquirimos plena conciencia de un país extranjero y de

su lengua.»60En efecto, Goethe no desea que desaparezcan las dife-

rencias nacionales, ni siquiera en la época moderna, de

intercambio generalizado entre países. «No se trata de quelos países piensen de la misma manera.» Su idea es másbien la siguiente: lograremos acercar a los pueblos noobligándoles a abandonar sus características tradiciona-les, sino logrando que descubran lo universalmente hu-mano que hay detrás de todo comportamiento particular,que no es más que una lengua diferente pero equivalen-te para decir lo universal. Se expresa así: «Hay queaprender y conocer las particularidades de cada país parapermitírselas, lo que precisamente permite que nos rela-cionemos con él, ya que las particularidades de un paísson como su lengua y su moneda, facilitan los intercam-bios, y más todavía, sólo ellas los hacen posibles en todasu amplitud». La desaparición de las diferencias tendríaun efecto desastroso, porque la vía de lo general pasa ne-

cesariamente por lo particular. Goethe sigue diciendo:«Alcanzaremos con toda seguridad la tolerancia generali-zada si dejamos en paz las particularidades de los diferen-tes individuos humanos y de los diferentes pueblos sinperder la convicción de que el rasgo distintivo de lo real-mente meritorio reside en la pertenencia a la humanidadentera». Los hechos son singulares, pero los valores, uni-

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Un perfil de Goethe   149

 versales. En otras palabras, lo nacional no será más que el

símbolo de lo universal, pero la existencia de lo simboli-zado debe ser discreta: «Veremos brillar cada vez más launiversalidad y transparentarse a través del carácter na-cional e individual».61

 Aceptar la diversidad es todavía más evidente en elámbito de los juicios estéticos, donde Goethe parte tam-bién de una experiencia de infancia. En el grupo de niños

con los que se relaciona se ha convertido en costumbrepresentar cada domingo algunos versos escritos por ellos.«Mis poesías, fueran como fueran, siempre me parecíannecesariamente las mejores.» Pero al momento se ofusca,porque se da cuenta de que todos los participantes estánen el mismo caso. Entonces se introduce una duda en sumente: «Un día se me ocurrió de repente la idea de que

quizá yo estaba en ese caso, y me preguntaba (...] si nopodía parecer, con razón, tan tonto a mis compañeroscomo ellos me lo parecían a mí». Esta experiencia precozde verse con los ojos de los otros le servirá más adelante,porque le enseñará además que los juicios estéticos sonrelativos. Todos tienen derecho a creerse tan buenos comolos demás, y todos son igualmente humanos. «La existen-

cia de lo más excelente no impide la de lo más enclenque.Un hombre bajito también es un hombre.» Lo mismosucede con las obras de la naturaleza. «La primavera con-mueve la garganta del ruiseñor, pero también la del cuco.Tanto las mariposas, que tanto nos gustan, como las mos-cas, por las que nuestra sensibilidad siente repulsión, na-cen con el calor del sol.»6i

La poesía y la ciencia se dirigen a todos, y por esoejercen un atractivo universal. «La ciencia y el arte per-tenecen al mundo entero, y ante ellas caen las fronterasde las nacionalidades.» Practicarlas posee incluso una virtud profiláctica, en la medida en que pueden liberar-nos de nuestros prejuicios nacionales. En 18 0 1 Goetheescribe: «Quizá no tardaremos en convencernos de que

ningún arte es patriótico, ninguna ciencia es patriótica.

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 Ambos pertenecen, como todo lo bueno, al mundo en-

tero». Y más adelante añade: «Todas las literaturasextranjeras están en pie de igualdad con la literaturanacional». «Como hombre, como ciudadano, el poetaamará su patria. Pero la patria de su fuerza y de su acti- vidad poética es el Bien, lo Noble y lo Bello, que no es-tán vinculados a ninguna provincia en especial, a ningúnpaís en especial, y que capta y forma allí donde los

encuentra.»63 Así, no ve el privilegio de adscribirse a una poesía enlugar de a otra, dejando al margen a sus queridos griegos,excepción debida no al patriotismo, sino a que los griegosson para él el instrumento que permite identificar lo belloen otros lugares. La poesía erudita y cultivada no es supe-rior a la de los «bárbaros», pero tampoco éstos, pese a loque sugieren los «primitivistas» de su época, detentan el

monopolio de la verdadera poesía. Goethe escribe respec-to de la poesía popular serbia: «Llegaremos a entendercada vez más lo que podrían significar las expresiones“ poesía popular” y “ poesía nacional” , ya que en el fondosólo hay una  poesía, la auténtica, que no pertenece nia los pueblos ni a los nobles, ni al rey ni al campesino.El que se sienta un verdadero ser humano podrá practi-

carla. Surge inevitablemente en un pueblo sencillo, inclu-so tosco, pero tampoco se niega a los países cultivadoso incluso muy cultivados». O sobre la literatura china:«Cada día me doy más cuenta de que la poesía es un biencomún de la humanidad y de que se muestra por todaspartes, en todas las épocas y en centenares y centenares de

hombres».64

Las literaturas pueden beneficiarse directamente delos intercambios entre países. Del mismo modo que elhombre no puede ni debe vivir solo, «toda literatura vaperdiendo su vitalidad cuando no la refresca la partici-pación extranjera». Goethe ve la fecundación recíprocade las literaturas a imagen de su «purismo positivo».Hay que tomar prestado y asimilar todo lo que nos fal-

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Un perfil de Goethe 2 5 1

ta. Así representa su experiencia de los pueblos extran-

 jeros. Dice que nunca «he lanzado una mirada ni dadoun paso en un país extranjero sin la intención de cono-

cer en sus formas más variadas lo universalmente huma-no, lo que está extendido y repartido por todo el mun-do, y después reencontrarlo en mi patria, reconocerloe incentivarlo». Así, mediante progresivas anexiones delo extranjero, se elaborará una literatura nueva, que

Goethe llama Weltliteratur: «Me gusta tener en cuentalos países extranjeros y aconsejo a todo el mundo quehaga lo mismo. Hoy en día la literatura nacional ya notiene demasiado sentido. Ha llegado el momento de laliteratura universal, y en la actualidad todos tienen quetrabajar para que llegue cuanto antes»/5

El programa de Goethe respecto de la literatura uni-

 versal es más ambicioso y a la vez más original de lo quepodríamos esperar. En la actualidad, mucho después de lamuerte de Goethe, gozamos sin duda de más informaciónsobre la literatura de los oíros, no sólo en Europa occi-dental, sino también de un continente a otro. El «recono-cimiento recíproco» ha dado desde entonces un gran pasoadelante. Pero la literatura universal no se consigue su-

mando las obras maestras de todos los países. Goethesugiere algo diferente: transformar progresivamente lasliteraturas vivas, las que están escribiéndose, para que seacerquen a lo «universalmente humano». «Toda poesíanacional es vana o llegará a serlo si no se basa en lo queante todo hay de humano.»66 Hay dos vías para alcanzareste objetivo. Por una parte, en lugar de renunciar a las

propias particularidades, esta literatura debe reforzarlas,profundizar en ellas hasta que aparezcan experiencias co-munes a todos los hombres. Y al mismo tiempo, por otraparte, no hay que dudar en incorporar lo que se descubreen otras culturas, ya que el objeto último de esas diferen-tes representaciones es el mismo.

 Vemos que Goethe, que sobre todo en la segunda mi-

tad de su vida se dedica incansablemente a conocer y pro

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l 5 i   Final

mocionar las literaturas extranjeras en Alemania, no por

eso pierde su identidad de alemán y de europeo. Todo suDiván de Oriente y Occidente, por ejemplo, que surge desu admiración por la poesía persa, da muestras de estedoble movimiento. Por una parte, Goethe afirma que «siqueremos participar en las producciones de estos geniosmagníficos, tenemos que orientalizarnos, porque no seráOriente el que venga a nosotros». Ése es pues su gesto de

empatia y de comprensión, que sigue siendo indiscutible,aun cuando algunos de sus «orientalismos» puedan ha-cernos sonreír. Pero, por otra parte, en este mismo libroexpresa sin disfraces su sistema de valores, como la con-dena al despotismo: «Lo que nunca entrará en la mentede los occidentales es el servilismo mental y corporal ha-cia un señor y un maestro». Todo el sentido del proyectode Goethe reside en este doble movimiento, y en una car-ta escribe que su objetivo es «que las costumbres y losmodos de pensamiento de cada una de las dos zonasse desborde sobre la otra». Para describir su trabajo en elDiván, cuyos poemas son a la vez «occidentales» y «orien-tales», Goethe se compara con un viajero que «tiene elhonor de adaptarse de buen grado a las costumbres depaíses extranjeros, que se esfuerza en asimilar su lengua,

en compartir sus sentimientos y adoptar sus costumbres ».í7 Ya en Italia se consideraba un «italiano de adopción»,próximo y diferente a la vez. Eso no significa que el viaje-ro de buena voluntad pierda su anterior pertenencia. Nollega a ser un miembro como los demás de ese nuevo país,sino que conserva su acento extranjero. Sólo así puedeestablecerse un diálogo entre las dos culturas, que abre el

camino a la universalidad.

V i v ir lo q u e s e p i e n s a

Goethe aspira a ajustar su existencia a su concepción dela vida buena, a perfeccionarla como una obra sin dejar

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Un perfil de Goethe *53

de escucharse a sí mismo y de someterse a las inclinacio-

nes de su naturaleza, y sabiendo también que la adecua-ción entre ideal y realidad nunca podrá ser total. En unacarta a Schiller se describe como un hombre «que pocoa poco se da cuenta de que no está a la altura de los in-dividuos de los que quisiera llegar a ser maestro, y quehasta el final de su carrera no cae en la cuenta de que sóloestá en condiciones de volver a empezar todo desde el

principio».68 Pero sólo se vive una vez. Aun así, durantetoda su vida Goethe ha intentado acercar al máximo su

 vida a su ideal.

Intenta materializar a su manera la universalidad queobserva y alaba en el mundo. Quisiera convertirse enuna persona sin personalidad. Le encanta que confun-dan sus escritos con los de Schiller, porque en ello ve «la

prueba de que nos liberamos cada vez más de las formaspersonales y de que vamos camino de alcanzar el bien

 verdadero y universal». Podríamos ser escépticos ante laafirmación de que basta con unir a ambos escritorespara alcanzar lo universal, pero el proyecto está ahí.Goethe aspira a liberarse de todo lo personal. Y cuandoadquiere una opinión, querría que de forma natural fue-

ra también la de todo el mundo. «¿Acaso todo hombresensato no comparte sus ideas?»69

Goethe querría que no se le pudiera identificar concada uno de sus actos. Se imagina que responde libre-mente a los impulsos que siente en cada situación con-creta, y por eso sus múltiples ocupaciones son muy va-liosas para él. Dice que «recurro a cambiar de tema

cuando me apetece y a elegir libremente lo que convieneen determinado momento y en función de la disposiciónde la mente». En la vida práctica, a Goethe le preocupano parecer excepcional, único, sino confundirse con elcomún de los mortales. «Por eso siempre verás que pre-fiero viajar de incógnito, que elijo un traje de menor ca-lidad en lugar de otro mejor, y en las conversaciones con

los extranjeros o con gente a la que sólo conozco a me-

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2-54   Final

dias busco sobre todo los temas de menor alcance o

cuando menos las expresiones menos significativas, memuestro más frívolo de lo que soy. En pocas palabras,por así decirlo, me interpongo entre mí mismo y miapariencia.»70

En esa misma línea de ausencia de sí y de universali-zación, prefiere escuchar a los demás que hablar: «Si hehablado a alguien un cuarto de hora, lo dejaré que ha-

ble dos horas», y Eckermann lo confirma: «Parecía quesiempre le gustaba más escuchar que hablar». Se pro- yecta sobre su pueblo e imagina también a los alemanescomo un país cuya principal particularidad sería la deno tener ninguna, o mejor ser capaces de entender y ab-sorber la de todos los demás pueblos. «Ésa es la voca-ción de los alemanes, alzarse como representantes delciudadano universal total», es decir, entender los demáspaíses, «cada cual en su estilo» y «prestarse a la origina-lidad extranjera».7*

Los países deberían vivir en paz, y los individuostambién. Nada es más ajeno a Goethe que la polémica.«Nunca me he implicado en las controversias», dice.

 Y también: «Todo acto polémico es contrario a mi natu-raleza y me resulta poco agradable». Durante todo su

periodo de actividad rechaza la guerra. Así, hablando deShakespeare, no quiere «dejarse arrastrar a peleas y dis-cursos que se oponen». O de Aristóteles: «En este tema,como en otras ocasiones, prefería no proceder de mane-ra polémica». O de Byron: «Todo acto de oposición tie-ne un origen negativo, y lo negativo no es nada. ¿Ganoalgo cuando digo que lo malo es malo? [...] No hay que

destruir, sino construir». Incluso aunque alguna vez esinjusto con algunos contemporáneos suyos, lo que casisiempre impera en sus valoraciones sobre los escritoresde su tiempo es la admiración: Stendhal, «profunda mi-rada psicológica»; Walter Scott, «gran talento»; Manzoni, «la perfección»,y Alexander von Humboldt, «¡quéhombre!».71

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Un perfil de Goethe 2-55

Sin embargo, este rechazo de la hostilidad, esta ten-

dencia a la admiración no implican que quiera absorbera las demás personas ni proyectarse en ellas hasta per-derse. Así como la buena relación entre países implicaque se mantengan las particularidades, las relacioneshumanas exigen que se reconozca la alteridad del otro

 y que no se desee confundirse con él. «Es una gran locu-ra pedir que los hombres estén en armonía con nosotros.

Nunca he actuado así. Siempre he considerado que todohombre es un individuo que existe por sí mismo, al queme esforzaba en analizar y conocer en su originalidad,pero al que no pedía después la menor simpatía. Así lle-gué a mantener relaciones con cualquier hombre, y só-lo de esta manera se aprende a conocer la diversidad decaracteres.»73

En este texto vemos la ambición universal de Goethe.Todo hombre le interesa en igual medida, y su curiosi-dad es insaciable. Aun así lo más importante es que sabeadmitir que el otro existe no por él, por Goethe, sinopor sí mismo, y que la comunicación no implica la fu-sión afectiva, sino todo lo contrario. Ahí está la clavedel famoso «egoísmo» de Goethe. Se le reprocha esa fal-

ta de simpatía, que para él representa precisamente elfundamento del reconocimiento del otro. Así, «egoís-mo» no es más que el nombre peyorativo que se atribu-

 ye a una de las posiciones que sin duda Goethe asume,nombre que forma parte del propio sistema que intentacombatir. Por lo demás, lo mismo sucede con las demásrazones que podríamos tener para que Goethe no nos

guste. Si algunas veces sus afirmaciones nos parecen ba-nales, es porque aspira a que todo el mundo compartasus ideas. Si le falta humildad, es porque no se identificaconsigo mismo, sino que se ve como si fuera un tercero.No es vanidoso, sino realista. Y si hay un exceso en él,es más bien el de despersonalizarse que el del culto al yo.Hay tantas otras explicaciones que quizá hacen que no

nos guste Goethe, aunque, como hemos visto, él no nos

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Un perfil de Goethe   *57

bir, Goethe se crea un interlocutor. Su don es imaginar

a los demás por dentro, identificarse con su condición y participar en formas de vida que le son extrañas. Enalgunos casos, como un Cyrano de Bergerac, presta supluma a sus amigos para escribir cartas de amor apasio-nadas. Cuando ya es escritor, aprovecha esta habilidad,

 y de ahí surge la forma epistolar del Werther , la primeraobra «que tanto habían aplaudido», en la que supo

«convertir el monólogo en diálogo». Goethe sitúa a ve-ces la poesía en la cima de las actividades humanas por-

que en ella se cumple esta fusión de la expresión con lacomunicación. «En la producción poética logramos sa-tisfacernos mejor a nosotros mismos, y encontramosa la vez el mejor medio para mantener estrechas relacio-nes con los demás hombres.»75

Incluso en sus escritos más «teóricos» Goethe no dudaen recurrir a la forma dialogada.  A rqu itectura a lem an a ,un texto de juventud, no es más que una concatenación

de interrogaciones, de acuerdos y de desacuerdos, de ré-plicas imaginarias de un coro de protagonistas. Verdad  

 y vero sim ilitu d  opone a un acusador y un defensor, quese alegran ambos de los avances que les proporciona el

método dialéctico. Sin Schiller, Goethe jamás habría lle- vado a cabo una reflexión teórica sobre los géneros lite-rarios. El diálogo entre ambos está siempre presente ensegundo plano. Goethe se explica más extensamenteen su comentario sobre el E n sayo sobre la p in tura   deDiderot. Le cansa la mera idea de presentar una confe-rencia o escribir un tratado. Estas formas de escritura

disimulan el carácter dialógico del pensamiento bajo laapariencia del sistema impersonal. «Toda exposiciónunilateral, por mucho que sea completa y fruto de laconcepción más metódica, nos parece triste y pesada. Lacausa es probablemente la siguiente: el hombre no estáhecho para enseñar, sino para vivir, para actuar y seractivo. Sólo nos alegra la acción y la contraacción.»

Pero de pronto aparece un interlocutor y los obstáculos

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Finalz S 8

desaparecen. Poco importa si estamos más o menos de

acuerdo con él. Lo principal es que se materialice el se-gundo e indispensable polo de todo discurso. «Rápida-mente desaparecen todas las dudas, nos implicamos vi-

 vamente, escuchamos y respondemos.»76 A falta de un interlocutor real, podemos encontrar

uno imaginario. Pero la presencia activa del otro es to-davía más valiosa, e incluso aunque haya tenido que ais-larse para escribir, Goethe suele asegurar a sus interlo-cutores que son al menos tan responsables como él delas obras que les envía. Le alegrará ver como Schiller seapropia de ideas que le plantea. «Me gustaría muchoponer entre tus manos gran cantidad de proyectos [...]para que gracias a ti adquirieran vida.» Mucho tiempodespués dice a Eckermann: «N o es bueno que el hombreesté solo. Para que logre hacer lo que pretende necesita

que se interesen por lo que hace, que lo estimulen. Deboa Schiller mi “ Aquileida” y muchas de mis baladas, por-que fue él quien me impulsó, y cuando termine la segun-da parte del Fausto, podrás atribuírtela». El interlocutores el autor, y Goethe ve en ello una fórmula general: «Allector o al espectador sólo puede gustarles de verdaduna obra si los empuja a interpretarla según sus propios

sentimientos, de alguna manera a continuar y completarla creación».77

Hemos visto que Goethe rechaza la diferencia entrepensadores originales y pensadores que han sufrido in-fluencias. Cuando Schiller muere, le da la impresión deque ha perdido no sólo a un amigo, sino también la mi-tad de sí mismo. Nada le cuesta reconocer lo que debe

a los demás. «Si pudiera enumerar todas las deudas quehe contraído con mis grandes predecesores y mis con-temporáneos, lo que me quedaría sería poca cosa.» Una

 vez más el individuo es sólo un eslabón en una transmi-sión perpetua. De viaje en Italia observa: «Celebrar lamemoria de un antecesor me resulta agradable y me pa-rece a la vez mi deber. ¿No soy yo mismo el antecesor de

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Un perfil de Goethe ¿59

otros que vendrán después de mí, tanto en la vida como

en el viaje?». Esta convicción aumenta a medida quese acerca a la muerte. Un mes antes del zz  de marzode 1 8 3 z retoma el tema con Eckermann. «¿Qué me per-tenece de verdad, aparte de la facultad y de mi tendenciaa ver y oír, distinguir y elegir, otorgar cierto espíritu y repetir con cierta habilidad lo que había visto y oído?» Y en la última carta que escribe, unos días antes de mo-

rir, a Wilhelm von Humboldt: «El mejor genio es el quelo absorbe todo, el que sabe apropiarse de todo, sinque su determinación fundamental, eso que llamamoscarácter, sufra el menor perjuicio, incluso que se encuen-tre todavía más elevado y a partir de ahí capaz de abrir-se a todas las posibilidades».7*

Los días previos a su muerte, cuando quizá sin saber-

lo habita en él el oscuro presentimiento del momento enel que la tierra absorberá su cuerpo y se mezclará con eluniverso objetivo, Goethe sólo piensa en una cosa: quesu espíritu sólo es resultado de mil y una absorciones,que su originalidad consiste en la capacidad de asimilar-lo todo, que el ser es el otro. Justo en el momento en que

 ya sólo existirá en y gracias al espíritu de los demás re-

conoce plenamente a los otros en él. El ser individual noes más que una ínfima transición en este intercambiogeneralizado, porque estamos hechos de los otros, y losotros están y estarán hechos de nosotros. Desde el puntode vista del individuo, nacer y morir son acontecimien-tos decisivos, pero desde el punto de vista de la humani-dad jamás pueden interrumpir la cadena de interacción

humana. Y es la única inmortalidad válida. Los otros viven en nosotros, y nosotros vivimos en los otros. Nosomos más que la transformación de una transforma-ción anterior, que a su vez será transformada.

Ésta es la apoteosis de Goethe. Justo en el momentoen que su cuerpo perecedero está destinado a perder-se en la materia, su espíritu se da cuenta de que sólo es

memoria y se entrega confiado a la memoria de los otros,

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2.6o   Final

contemporáneos y futuros lectores. La permeabilidadgeneralizada disuelve a la persona, y a Goethe, como

a todos los hombres, no se lo llevan los ángeles, sinootros hombres, que a su vez se transmitirán a otros, y asíhasta el inñnito.

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NOTAS

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Pr ó l o g o

1 . La experiencia totalitaria, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2.010.

2. La conquista de América: La cuestión del otro, Méxi-co, Siglo XXI, 1987, p. 13.

3.  Nosotros y los otros, México, Siglo XXI, 1991.4. El miedo a los bárbaros, Barcelona, Galaxia Guten

berg, 2008.$. La vida en común, Madrid, Taurus, 199$.

O   b e r t u r a

Edward Said 

1.  Joseph Conrad and the Fiction of Autobiography, 

Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1966.2. Beginnings: ¡ntention and Method , Cambridge (Mass.),

Harvard University Press, 1974.3. Reflections on Exile,  Cambridge (Mass.), Harvard

University Press, 2000; traducción francesa: Réflexions sur  l’exil,  Arles, Actes Sud, 2008, p. 37. [Traducción española:Reflexiones sobre el exilio: ensayos literarios y culturales, Barcelona, Debate, 2005.]

4. The World, the Text and the Critic, Cambridge (Mass.),Harvard University Press, 1983. [Traducción española: El mun-do, el texto y el crítico, Barcelona, Debate, 2004.]

5. Réflexions sur l’exil, opus cit., p. 17.6. Ibidem, p. 699.7. La Conquéte de l’Amérique, París, Seuil, 1982. [Tra

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'Vivir solos iuntos264

ducción española: La conquista de América, México, Siglo XXI,1987];  Nous et les autres, París, Seuil, 1989. [Traducción es-

pañola:  Nosotros y los otros, México, Siglo XXI, 1991.]8. Covering Islam, Cambridge (Mass.), Harvard Univer

sity Press, 1981; Culture and Imperialism, Nueva York, Viking Press, 1994; traducción francesa: Culture et Impérialis me, París, Fayard, 2.000. [Traducciones españolas: Cubriendo el islam,  Barcelona, Debate, 2005; Cultura e imperialismo, Barcelona, Anagrama, 2004.]

9. Raymond Aron,  Mémoires,  París, Robert Laffont,

2003, pp. 729730.10. Citado en Remembering Edward Said, Nueva York,

Columbia University Press, 2004, p. 73.1 1 . Representations ofthe Intellectual, Nueva York, V¡

king Press, 1994; traducción francesa: Des intellectuels et du  pouvoir, París, Seuil, 1996. [Traducción española: Represen-taciones del intelectual, Barcelona, Paidós, 1996.]

12. L’Homme dépaysé, París, Seuil, 1996. [Traducción es-pañola: El hombre desplazado, Madrid, Taurus, 1997.]

13. Humanism and Democratic Criticism, Nueva York,Columbia University Press, 2004; traducción francesa: Hu manisme et Démocratie,  París, Fayard, 2005, pp. 141142.[Traducción española: Humanismo y crítica democrática, Barcelona, Debate, 2006.J

14. Des intellectuels et du pouvoir, opus cit., pp. 63, 69.

15. E. Said y D. Barenboim, Parallels and Paradoxes, Nueva York, Pantheon Books, 2002; traducción francesa: Pa ralléles et Paradoxes, París, Le Serpent á Plumes, 2003, p. 23.[Traducción española: Paralelismos y paradojas, Barcelona,Debate, 2002]; From Oslo to Iraq and the Road Map, Nueva York, Pantheon Books, 2004; traducción francesa: D’Oslo a Irak,  París, Fayard, 2005, p. 258; On Late Style,  Londres,Bloomsbury, 2006, p. 8. [Traducción española: Sobre el estilo 

tardío, Barcelona, Debate, 2009.]16. París, Arléa, 1997.17. Out of Place, Nueva York, A. A. Knopf, 1999; traduc-

ción francesa: A contrevoie, París, Le Serpent á Plumes, 2002 y Le Livre de Poche, 2003. [Traducción española: Fuera de lugar, Barcelona, Grijalbo, 2001.]

18. Réflexions sur l’exil, opus cit., pp. 691, 689.

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Notas 265

19. D’Oslo a Irak, opus cit., p. 223.

20. Humanism and Democratic Criticism, opus cit.; From Oslo to Iraq and the Road Map, opus cit.; On Late Style, opus cit.; Musicat the Limits, Nueva York, Columbia University Press, 2008.

21. «Préface» (2003), L’Orientalisme,  París, Seuil, 2005,p. v.

22. Réflexions sur l'exil, opus cit., pp. 21, 630.23. Ibidem, p. 659.

L   e c t u r a s

El descubrimiento de América

1. Existe traducción francesa de estos escritos en la anto-logía Le Nouveau Monde,  París, Les Belles Lettres, 1992.

2. C. Colomb, I m Découverte de l’Amérique, vol. 111: Écrits et Documents. 1492-1506,  París La Découverte, 1991,pp. 4849. Michel Lequenne, el responsable de esta edición,insiste mucho en este punto.

3. P. Gaffarel y P. Louvot tradujeron al francés variascartas de Mártir no incluidas en sus Décadas en «Lettres de

Pierre Martyr», Revue de Géographie, 1884. Podemos encon-trar los fragmentos principales en Colomb, La Découverte de l'Amérique, opus cit., pp. 8387.

4. Todos los textos de Vespucio están incluidos en El   Nuevo Mundo, Buenos Aires, Nova, 1951.

5. Sobre el tema del descubrimiento puede consultarsetambién A. Ronsin, Découverte et baptéme de l’Amérique, Montreal, G. Lepape, 1979 (reedición: Nancy, Éditions de

l’Est, 1991), y N. Broc, La Géographie de la Renaissance (1420-1620), Mémoires de la Section de Géographie,  9, Bibliothéque Nationale, 1980.

6. Colomb, La Découverte de l’Amérique, opus cit.,  vol. n, 1979, p. 75.

7. F. Colomb, Christophe Colomb raconté par son fils, París, Perrin, 1986.

8. Véase, en traducción francesa, Récits aztéques de la

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 1 66 Vivir solos juntos

Conquéte, París, Seuil, 1983 (reeditado en 2009 con el títuloL a Conquéte. Récits aztéques); Témoignages de l’ancienne 

 parole, París, La Différence, 1991.9. He dedicado al estudio de Colón y de sus sucesores mi

libro La Conquéte de l’Amérique, París, Seuil, 1982.

La Rochefoucauld: la comedia humana

1. M significa máxima; MS, máxima suprimida; MP,máxima postuma, y R, reflexión. Salvo que se indique lo con-trario, todas las citas de La Rochefoucauld corresponden a lasiguiente edición: Máximes, Réflexions, Lettres, París, Hachette, 1999. Las citas de las cartas de la época sobre las máximasproceden de Máximes, París, Bordas, 1992.

2. Al padre Thomas Esprit, 6 de febrero de 1664.3. Ibidem.

4. Pensées, París, Garnier, 1966, B.455, L.597.5. A Thomas Esprit, 6 de febrero de 1664.6. Pensées, opus cit., B.100, L.978.7. Ética a Nicómaco, vm.5.5.8. Ibidem,vm.12.3.9. Carta del 6 de febrero de 1664.

10. De la forcé du gouvernement actuel de la France, Pa-rís, Flammarion, 1988, vn, p. 74; Pensées, B.233, L.418.

11. «Préface á  Narcisse», CEuvres completes, París, Gallimard, vol. 11,1964, p. 972.

12.  Mes Pensées, (Euvres completes,  París, Seuil, 1964,B.1042, N.464; «Lettres morales*, vi, (Euvres completes, Pa-rís, Gallimard, vol. iv, 1969, p. 1 1 16 .

13. Cicerón, Tratado de ¡os deberes, xxi, 113 .14. Ibidem, xxxiv, 125.15. Carta del 17 de agosto de 1662.

16. Al conde de Guitaut, 19 de noviembre de 1666.

Rousseau, un ser mixto

1. Salvo que se indique lo contrario, las notas remitena los cinco volúmenes de las Oeuvres completes (OC), París,

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Notas 267

Gallimard, Pléiade, 1959-1995. En este caso, Émile,  OC, vol. iv, iv, p. 601.

2. Lettre á Beaumont, OC, vol. iv, p. 937.3. Fragments politiques, OC, vol. m, vi, p. 510.4. Émile, v, p. 849.5. OC, vol. iv, p. 1139 .6. Émile, ni, pp. 483-484; OC, vol. 11,60, p. 165.7. Émile,  iv, p. 501; Contrat social, OC,  vol. m, 1, 4,

p. 356.

8. «Lettre sur la vertu, l’individu et la société», Afínales de la Société JeanJacques Rousseau, x l i (1997), pp. 313 -3 27,aquí p. 320; Fragments, 11, p. 477; Lettreá Beaumont, p. 936;Lettre, p. 325.

9. OC, vol. v, ix, p. 401.10. vi, p. 505.1 1 . Émile, iv, p. 587.12. Mateo 22, 37-40.

13. Lettre a Beaumont, p. 969; Émile, iv, p. 632.14. Émile, iv, p. 602.15. Lettre sur la vertu, p. 325; Émile, iv, p. 589.16. Émile,  iv, pp. 600-601; Dialogues, OC,  vol. 1, m,

PP- 9 7 2|.965.17. Émile, iv, pp. 594-595» 523-18. Lettre á Franquiéres, OC, vol. iv, pp. 1142-1143.

19. Émile, iv, p. 589; v, p. 771; Correspondance comple-te, 4 de octubre de 1761, vol. ix, p. 147.20. Gesammelte Schriften, Berlín, 1934, vol. xix, pp. 120-

121 .21. A Sophie d’Houdetot, 17 de diciembre de 1757, CC, 

 vol. ív, p. 394.

 Mozart: un ilustrado

r. Cito las cartas de Mozart a partir de la Correspon-dance,  París, Flammarion, 1989-1993: vol. 1 (1756-1776), vol. 11 (1777-1778), vol. ii i ( 1778-1781), vol. ív (1782-1785) y vol. v (1786-1791). A Leopold, 4 de febrero de 1778.

2. «Testament Johanis», en Lessing, Schriften,  1886-1907, vol. x i i i , p. 15.

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i   6  8 Vivir solos juntos

3. A Leopold, 1 1 de septiembre de 1778.4. Al padre Martin!, 1775.

5. 9 de mayo de 1781.6. A Leopold, 20 de junio de 178 1.7. A Leopold, 1775.8. A F. J . Bullingec, 7 de agosto de 1778.9. En el álbum de su amigo Gottfried von Jacquin

en 1786.10. 4 de abril de 1787.1 1 . A Leopold, 4 de febrero de 1778; 17 de agosto de 1782.12.  Mémoires de Lorenzo da Ponte, París, Mercure de Fran

ce, 1980.

Constant: política y religión

1. De la religión, Arles, Actes Sud, 1999, 11, 8, p. 139;

«Histoire abrégée de l’égalité», (Euvres completes, Tubinga,Niemeyer Verlag, vol. m, i, 1995, p. 373.2. «De Madame de Staél et de ses ouvrages», (Euvres, 

París, Gallimard, 1979, p. 826; «Lettre sur Julie», ibidem, pp. 806807.

3. «Des réactions politiques», De la forcé du gouveme mentactuel de la France, París, Flammarion, 1988, vm, p. 136.

4. A Anette de Gérando, 5 de junio de 18 15 , en B. Cons-

tant y Mme Récamier, Lettres 18071830, París, Champion,1992.5. Texto de 1806, recogido en los «Annexes aux Princi-

 pes de politique», en B. Constant, De la liberté chez les mo dernes, París, Le Livre de Poche, 1980, pp. 437440.

6. De la religión, opus cit., p. 617.7. Ibidem, p. 469.8. Ibidem, p. 340.

9. Ibidem, p. 48.ro.  Adolphe, x, (Euvres, opus cit., p. 78 [traducción espa-

ñola: Barcelona, El Acantilado, 2002]; De la religión, opus cit., p. 577.

1 1 . He dedicado a Constant una monografía: Benjamín Constant. La passion démocratique, París, Hachette, 1997;reed. París, Le Livre de Poche, 2004.

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Motas í 6 9

Stendhal: amor y egotismo

i. Del arnour,  París, Gallimard, Folio, 1980, p. 30;x x x i i ,  p . 1 1 2 ; xxix, p. 98; x x x i i ,  p . 1 1 0 .

z. Ibidem, 1, p. 28; x, p. 47; x l i i , p. 153.3. Ibidem, p. 241; x l , p. 145; l i x , p. 235; Vie de Henry 

Brulard, (Euvres intimes,  vol. 11, París, Gallimard, Bibliothéque de la Pléiade, 1982, x l i i ,  p . 933; x l i u ,  p . 940. [Tra-

ducción española: Vida de Henry Brulard, Madrid, Alfagua-ra, 1988.]4. De l’amour,  p . 338; x u , p. 148; x l i i ,  p p . 153154;

x l i x , p. 177; «Fragments divers», 56, p. 261; x l i ,  p . 150.5. Ibidem, «Fragments divers», 56, p. z6i ;XLUI, p. 155;

«Troisiéme préface»,pp. 341342; x l v i i , p. i 6 9 ; x l i v  , p. 159;«Troisiéme préface», p. 341.

6. «Le rameau de Salzbourg», p. 36 1; II, p. 3 1 ; vm,

p. 43; «Fragments divers», 1 2 1, p. 292; Rousseau, La Nouvelle Héloise,  1, 46, (Euvres completes,  vol. 11, París, Gallimard,1964, p. 103; 1 1,18, p. 319; Érnile, v, (Euvres completes, vol. iv,1969, p. 743. [Traducciones españolas: Julia, o La nueva Eloísa, Madrid, Akal, 2007; Emilio, o De la educación, Madrid, Alian-za, 1995.)

7. De l’amour, p. 359; xi, p. 48; xvn, p. 59.

8. Ibidem, xxiii, p. 70.9.  Journal, (Euires intimes, vol. I I , París, Gallimard, 1982,11, p. 46; Journal littéraire, (Euvres completes, vol. 49, Gine-bra, Cercle du Bibliophile, 1972, p. 140; p. 14 1; Souvenirs d’égotisme, (Euvres intimes, opus cit., vol. 11, ix, p. 513. [Tra-ducción española: Recuerdos de egotismo y otros escritos ín-timos, Barcelona, Anagrama, 1974.]

10. De l’amour, p. 36; p. 1 1 1 ; I X , p. 46.

1 1 . Ibidem, p. 334.12. Souvenirs d’égotisme, (Euvres intimes, opus cit.,  1,

P 4 3 4 13 .D e l’amour, 1, p. 28.14. Vie de Henry Brulard, opus cit., 11, pp. 541542.15. Souvenirs d’égotisme, (Euvres intimes, opus cit.,  I,

p. 431; pp. 429430; Vie de Henry Brulard, (Euvres intimes, opus cit., 1, p. 532; xxi, p. 735.

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270 Vivir solos ¡untos

16.  Souvettirs d’égotisme, (Euvres intimes, opus cit.,  n,p. 440; Vie de Henry Brulard, (Euvres intimes, opus cit., x i i i ,  p. 657; Souvenirs d ’égotisme, (Euvres intimes, opus cit.,  vi, p. 486; Vie de Henry Brulard, (Euvres intimes, opus cit.,i» P- 5 3 5 -

17. x i i i , p. 657.18. Ibidem, x l v  , p. 949.19.  Ibidem, 11, p. 547; ix, p. 622; vil, p. 600.20.  Souvenirs d’égotisme, (Euvres intimes, opus cit.,  ix,

p. 509; De l’amour, x l , p. 147.21.  Vie de Henry Brulard, (Euvres intimes, opus cit.,  iv,

p. 562; xxx, p. 819.22. Carta a A. Levavasseur del 21 de noviembre de 1835,

Correspondance,  París, Gallimard, vol. m, p. 140; Journal, opus cit., 11, p. 283; 11, p. 66.

23. Vie de Henry Brulard, (Euvres intimes, opus cit., xxiv,p. 767; 1, p. 534; Souvenirs d’égotisme, (Euvres intimes, opus 

cit., 1, p. 430; vil, p. 495.24.  Journal, 14 de diciembre de 1829,11, p. 109.25. Souvenirs d’égotisme, (Euvres intimes, opus cit.,  v,

p. 453; vi, p. 474; Vie de Henry Brulard, (Euvres intimes, opus cit.,  x x x v i i i , p. 896; 11, p. 540; x l v  , p. 951; «Appendice»,p. 962.

26.  Journal, 11, p. 198.27.  Émile, opus cit., 1, p. 264; v, p. 777.

Beckett: la esperanza

1. República, 514a.2. París, Minuit, 1970. [Traducción española: Sin  

El despoblador, Barcelona, Tusquets, 1984.I3. «Lettres á Malesherbes», (Euvres completes,  París,

Gallimard, vol. 1,1959, p. 1131.4. París, Minuit, 1980. [Traducción española: Compa-

ñía, Barcelona, Anagrama, 1990.]

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Notas 2 7 1

F   i n a l

Un perfil de Goethe

1. GoetheSchiller, Correspondance 17941805,  París,Gallimard, 1994, 2 vols., 21 de noviembre de 1795; Conver sations de Goethe avec Eckermann  [en adelante se citarácomo Eckermann], París, Gallimard, 1988, 23 de noviembre

de 1830; 14 de febrero de 1830.2. Eckermann, 1 1 de junio de 1825.3. A Schiller, 16 de mayo de 1798; «Einwirkungder neu

eren Philosophie», Goethes Werke, Munich, Hamburger Ausgabe, 19811982, vol. xm, p. 25.

4. Schiller a Goethe, 9 de julio de 1796; a Schiller, 10 deagosto de 1796; Schiller a Goethe, 23 de junio de 1797;a Schiller, 24 de junio de 1797.

5. Eckermann, 14 de noviembre de 1823; a Schiller, 19 defebrero de 1802.

6. A Schiller, 30 de diciembre de 1797; 27 de juliode 1799; Écrits sur l'art,  París, Flammarion, 1996, p. 3 1 1 ;a Schiller, 19 de octubre de 1794.

7. A Voigt, 19 de diciembre de 1798, Briefe, Munich, DTV,1988, vol. 1, p. 363; a C. F. Schultz, 18 de septiembre de 1831,

ibidem, vol. iv, p. 450; a Schiller, 19 de diciembre de 1798.8. Écrits sur l'art, opus cit., p. 18 5; « Bedeutende Fordernis», Hamburger Ausgabe, vol. xm, p. 25; a Jacobi, 23 de no- viembre de 1801, Briefe, opus cit., vol. 11, p. 424.

9. Eckermann, 18 de septiembre de 18 23; Schiller aGoethe, 23 de agosto de 1794; «Máximes», Hamburger Aus-

 gabe, vol. xn, pp. 575, 569.10. Eckermann, 14 de abril de 1824; a Schiller, 14 de agos-

to de 1797; t2 de mayo de 1798.1 1 . A Schiller, 6 de marzo de 1799.12. Al conde Reinhard, 18 de junio de 1831.13. Eckermann, 14 de abril de 1825; Wilhelm Meister. 

Les années d’apprentissage, vm, v, en Romans, París, Galli-mard, 1954, p. 883 [traducción española: Los años de apren-dizaje de Wilhelm Meister, Madrid, Cátedra, 2000]; Ecrits sur l’art, opus cit., p. 293.

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Vivir soios ¡untos2.?í

14. Eckermann, 13 de noviembre de 18 ¿3; Schiller aGoethe, 18 de mayo de 1798; Eckermann, 16 de abril de 1825;

a Schiller, 30 de junio de 1798; 27 de abril de 1798; Eckermann,24 de febrero de 1823.

x 5. Écrits sur l’art, opus cit., p. 148.16. Eckermann, 29 de enero de 1826; 14 de abril de 1824;

3 de noviembre de 1823; 29 de enero de 1826; Voyage en Italie, París, Bartillart, 2003, pp. 109, 51 [traducción españo-la: Viaje a Italia, Barcelona, Ediciones B, 2001]; Poésie et Ve-nté, París, Aubier, 1991, x, p. 257. [Traducción española:

Poe-sía y verdad: de mi vida, Barcelona, Alba, 1999.]17. Eckermann, 29 de enero de 1826; 14 de marzo de 1830.18. Poésie et Vérité, opus cit., xix, p. 483; xx, p. 493.19. Wilhelm Meister, opus cit., viu, v, p. 885.20. Eckermann, 25 de febrero de 1824; «Winckelmann»,

Hamburger Ausgabe,  vol. x i i ,  pp. 9899; véase P. Hadot, N’oublie pas de vivre, París, Albín Michel, 2008, p. 34.

21. Eckermann, 3 de noviembre de 1823; Divan occiden taloriental, París, Aubier, 1940, p. 393.22. Eckermann, 20 de abril de 1825.23. A Schiller, 21 de febrero de 1798; Voyage en Italie, 

opus cit., pp. 316, 391; Poésie et Vérité, ix, p. 249.24. Eckermann, 20 de octubre de 1830.25. Eckermann, 12 de mayo de 1825;  17   de febrero

de 1832.

26. Poésie et Vérité, opus cit., xm, p. 369.27. Eckermann, 16 de diciembre de 1828; Poésie et Véri-

té, opus cit., x, p. 263; Écrits sur l’art, opus cit., p. 248.28. Poésie et Vérité, opus cit.,  p. 12; xn, p. 346; vm,

p. 227.29. Ibidem, xv, p. 419.30. Écrits sur l'art, opus cit., pp. 305, 299.

31. ibidem, p. 3x7; a Schiller, 27 de agosto de 1794; 18 defebrero de 1795; «Bedeutende Fordernis», Hamburger Aus- gabe, vol. xm, p. 38.

32. A Schiller, 6 de enero de 1798.33. Poésie et Vérité, opus cit., vi, p. 155; xvm, p. 462.34. Ibidem, vm, p. 206.35. Ibidem, ix, p. 233; x i i i, p. 362.36. Ibidem, xv, pp. 406,407.

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Notas   273

37. Faust, París, Flammarion, 1984, n, 3, vv. 93819382.|Múltiples ediciones en español.]

38. Poésie et Vérité, opus cit., xtu, p. 374.39. Rousseau, (Euvres completes, París, Gallimard, vol. 1,

Confessions, p. 5 [traducción española: Las confesiones, Ma-drid, Alianza, 1997J; Poésie et Vérité, opus cit., xiv, p. 391.

40. Voyage en Italie, opus cit., pp. 501, 220,103.41. Ibidem, pp. 241242, 379, 385.42. Divan occidental-oriental, opus cit., p. 190; véase Ha

dot, opus cit., p. 66.

43. A Eckermann, 3 de noviembre de 1823.44. Poésie et Vérité, opus cit.,  x i i i ,   p . 372; x v i , p . 428;

a Jacobi, 9 de junio de 1785, Briefe, opus cit., vol. 1, p . 475.45. Poésie et Vérité, opus cit., x i i i ,   p . 370.46. Diván occidental-oriental, opus cit., pp. 8083.47. Hamburger Ausgabe, opus cit.,  vol. 1, p. 475; véase

Hadot, opus cit., pp. 248 y ss.

48. Poésie et Vérité, opus cit., xvn, p. 452; Voyage en Ita- lie, opus cit., pp. 138, 236.49. Voyage en Italie, opus cit., p. 446.50. Poésie et Vérité, opus cit.,  v i l , p . 186; x i i i ,   p . 376;

a Schiller, 3 de marzo de 1799.51. Poésie et Vérité, opus cit., x ii i , p. 3 71.52. Ibidem, x i i i ,   p . 376; x v i i i ,   p p . 461462.53. Ibidem, vm, p. 207; Voyage en Italie, opus cit., p. 168.

54. Poésie et Vérité, opus cit., p. 13.55. Écrits sur l'art, opus cit., pp. 194,199.56. Poésie et Vérité, opus cit., x i i i ,  p . 377.57. Voyage en Italie, opus cit., pp. 18 1,4 35 .58. Poésie et Vérité, opus cit., xiv, p. 392; u, p. 34; xu,

p. 328; vil, p. 179.59. Eckermann, 14 de marzo de 1830; Poésie et Vérité, 

opus cit, xvn, p. 45 1.

60. Ecrits sur l’art, opus cit.,  pp. 297, 300; a C. L. vonKnebel, 14 de diciembre de 1822, Briefe, opus cit.,  vol. iv,p. 54; Ecrits sur l’art, opits cit., pp. 300, 321. ’

61. Écrits sur l’art, opus cit., pp. 297, 299300, 299.62. Poésie et Vérité, opus cit., 1, pp. 2829; Voyage en Ita- 

lie, opus cit.,  p . 200; Poésie et Vérité, opus cit.,  x i i , p. 351.6 3. H. Luden (1813), en Goethe, Sdmtliche Werke, Briefe,

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*7 4 Vivir solos juntos

etc.,  vol. vil (xxxiv), Fráncfort, Deutsche Klassiker Verlag(n.° 165), 1999; «FlüchtigeÜbersichtüberdieKunst in Deutschland», Hamburger Ausgabe, vol. xil; Écrits sur l’art, opus cit., p. 306; Eckermann, marzo de 1832.

64. «Compterendu de Serbiscbe Lieder»,  Hamburger Ausgabe, vol. xn, pp. 3 27 y ss.; Eckermann, 31 de enero de 18 27.

65. «Bezüge nach Aussen», Samtliche Werke  (n.° 166);a J. L. Blücher, 14 de junio de 1820, Samtliche Werke, vol. ix(xxxvi); Eckermann, 31 de enero de 1827.

66. Poésie et Vérité, opus cit., vil, p. 182.67. Divan occidentaloriental, opus cit., p. 372; a Cotta,16 de mayo de 18 15 , Briefe, opus cit., vol. lii; Divan occiden-taloriental, opus cit., p. 326.

68. A Schiller, 26 de octubre de 1796.69. A Schiller, 26 de diciembre de 1795; Eckermann,

27 de abril de 1825.70. A Schiller, 15 de diciembre de 1798; 9 de julio

de 1796.71. Eckermann, 26 de febrero de 1824; 14 de octubre

de 1823; a J. L. Blücher, 14 de junio de 1820; Eckermann,10 de enero de 1825.

72. Eckermann, n de abril de 1827; 15 de mayo de 18 31;Écrits sur l’art, opus cit., pp. 248, 294; Eckermann, 24 de fe-brero de 1825; 17 de enero de 1831; 8 de marzo de 1831;18 de julio de 1827; ix de diciembre de 1826.

73. Eckermann, 2 de mayo de 1824.74. Voyage en Italie, opus cit., pp. 243,446.75. Poésie et Vérité, opus cit.,  xv, p. 409; xut, p. 369;

a Schiller, 3 de marzo de 1799.76. Écrits sur l’art, opus cit., p. 190.77. A Schiller, 27 de agosto de 1794; Eckermann, 7 de

marzo de 1830; Entretiens avec le chancelier Müller, París,

Phénix, 1999, p. 285.78. Eckermann, 12 de mayo de 1825; Voyage en Italie, opus cit., p. 289; Eckermann, 17 de febrero de x 832; a W. vonHumboldt, 17 de marzo de 1832, Briefe, opus cit.,  vol. iv,p. 480.

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 índice

Prólogo.................................................................. 7

O   b e r t u r a

Edward Said .......................................................... 17

L   e c t u r a s

El descubrimiento de América...............................   45

La Rochefoucauld: la comedia humana................ 67Rousseau: un ser mixto.......................................... 12 1

Mozart: un ilustrado.............................................. 139Constant: política y religión...................................15 1

Stendhal: amor y egotismo.....................................173Beckett: la esperanza.............................................. 191

F   i n a l

Un perfil de Goethe..................................................z i i

 Notas....................................................................... 2.61

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Titulo de la edición original: La signatura humaine Traducción del francés: Noemi Sobrcgués

Publicado por:

Galaxia Gutcnbcrg, S.L. Av. Diagonal, 36 ], 1 .” 1.* A

08037-Barcclona

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 www.galaxiagutenberg.com

Circulo de lectores, S. A.Travessera de Gracia, 47 -4 9 ,0 8 011 Barcelona

 www.circuio.es

Primera edición: mayo ío t t

© Tz vetan Todorov, 10 09© de la traducción: Noemi Sobrcgués, 10 t i

6 Galaxia Gutcnbcrg, S. L , 10 11

6  para la edición club. Circulo de Lectores, S.A., 1 0 1 1

Preimpresión: María García

Impresión y encuademación: Primer Portuguesa

Edificio Primer; Casais de Mem Martins

163 9-00 1 Rio de Mouro, Portugal

Depósito legal: 319037/11

ISBN Circulo de Lectores: 978-84-6 71-43 04- 1ISBN Galaxia Gutcnbcrg: 978-84-8109-936-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o

transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares,

a parte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de

Derechos Reprográficos) si necesita fotocopias o escanear fragmentos de esta obra

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Los ensayos incluidos en este l ibro pueden

agruparse en torno a un gran tema: la necesaria

relación que mantiene el ser humano con personas

di ferentes de él. Tod orov parte de su propia

experiencia de exil iado y del estudio de momentos