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Elogio de la calle: la ciudad de Mxico se convierte en
personaje, 1847-1860
VICENTE QUIRARTE
Instituto de Investigaciones Bibliogrficas, UNAM
RESUMEN. El presente artculo muestra cmo la ciudad de Mxico en
sus primeros aos de vida independiente empieza a aparecer como ser
actuante, y posteriormente, por los usos y atributos que le otorgan
los escritores decimonnicos, surge como personaje de novelas,
ensa-yos y poemas.
[...] esta capital que me engrandece con sus pala-cios, que me
enamora con sus mil encantos, que me enloquece con sus beldades, y
que me interesa con su misma indolencia y abandono (Guillermo
Prieto. "Faces del centro de Mxico", El Album Mexicano, 1849).
Oh, pos entonces s que muy pronto vas a abrir la boca. Ya vers
qu alameda, qu calles, qu casas tan brbaras; y en seguida los
muecos, el caba-llito de Troya (Jos Mara Rivera, Los mexicanos
pintados por s mismos).
Presa disputada con encarnizamiento por los ban-dos polticos,
carece de representacin en el Con-greso General: la falta de vigor
y accin en los encargados de la justicia, la hacen el foco de los
bandidos y el teatro de los crmenes ms atroces. Sin polica, la
exponen a que perezca entre las llamas o desaparezca en el fondo de
las lagunas, y por fin: sin ayuntamiento la privan de los que
expresamente tienen el deber de su conservacin. Parece una ciudad
maldita sobre la que pesa el azote del Seor, ciudad rproba, que a
la manera de las que nos habla la Escritura, lleva el sello del
anatema y exterminio (Francisco Zarco, "El cle-ra", El Demcrata, 30
de abril de 1850).
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Francisco El Memorioso
Vspera de la Navidad de 1860. A travs de la pequea ventana de la
celda que ocupa en la crcel de La Acordada, Francisco Zarco observa
en el muro los cambios provocados por la luz del amanecer. As lo ha
venido haciendo a lo largo de los ms de siete meses que dura su
cautiverio. En los rboles semidesnudos de la Alameda, los pjaros
reinician su canto, ajenos en aparien-cia a que el pas cumple tres
aos de guerra civil entre quienes defienden los privilegios y
fueros tradicionales, y quienes luchan por la construccin de una
sociedad laica. El rumor callejero, ocupado en la celebracin de la
Navidad en la Tierra, trae asimis-mo noticias sobre un final
enfrentamiento armado entre la oficia-lidad ms selecta del ejrcito
conservador y la tropa de chinacos forjada en el transcurso de la
guerra.
Zarco piensa en sus treinta y un aos de edad y en la presurosa
maduracin a que lo han obligado estos tiempos tempestuosos. Al
igual que otros jvenes liberales de su tiempo, ha transitado por
dos territorios igualmente apasionantes, igualmente inciertos: la
literatura y la poltica. Su pasin bien correspondida por la
prime-ra lo llev tempranamente a convertise en alma de La
Ilustracin Mexicana. Se ha movido en el escenario urbano valindose
de diferentes recursos y usando las diversas mscaras exigidas por
una poca de definiciones. La ciudad otorga sus favores pero a
cambio de que el escritor en ciernes acepte multiplicarse en tareas
que le hacen ganar el pan del da, "ya traduciendo novelas para los
folletines de los peridicos, ya dando lecciones de piano;
co-medias, traducciones y lecciones que se le pagaban demasiado
mal" (Daz Covarrubias II 343). Hiperblicos y apasionados, los
autores y actores de la primera mitad del xix se afanan en dejar
huella de su paso, protagonizan su drama personal y sientan las
bases de una sensibilidad urbana. Del aula al Congreso, de la
ofi-cina al campo de batalla, modelan su educacin sentimental y
p-blica mientras con ellos el pas decide su forma de gobierno.
Gui-llermo Prieto detalla los tres mbitos citadinos donde ejerca
sus actividades: "El colegio, en mi calidad de alegre y desplanado
capense; la aduana, en mi categora de meritorio despabilado y
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ladino; la calle, con mi investidura de trovador callejero, eran
las tres fases de mi aporreada existencia, que bien pudiera
tacharse de pobre y aventurera, pero de ninguna manera de montona".
A travs de sus obras y sus acciones, los escritores integran el
retra-to de la ciudad romntica. No el romanticismo superficial que
permea actitudes, modas y comportamientos y resulta fcil blanco de
las stiras, sino el poderoso cisma ideolgico que, al trascen-der el
escritorio donde el poeta confiesa sus delirios, provoca un cambio
de sensibilidad en todos los rdenes.
Frescas en la memoria las humillaciones sufridas durante la
presencia del ejrcito estadounidense en la capital de la Repblica
los aos 1847 y 1848, Francisco Zarco se recuerda joven que ape-nas
rebasa la veintena, a la conquista de las calles de una ciudad que
lo vio llegar, siendo muy pequeo, desde su natal Durango. Fiel a
las exigencias polticas de su momento, no poda renunciar a intentar
una escritura que rebasara los lmites fijados por una incipiente
literatura nacional. La defensa de la ciudad ante la in-vasin
estadounidense haba sido el detonante para que la ciudad de Mxico,
como un solo hombre, personificara al soldado de la libertad
cantado por Fernando Caldern en uno de sus poemas ms celebrados.
Litgrafos y escritores descubren en el cuadro de costumbres
producto de la sociedad urbana la preocupacin romntica por la
cultura popular y la exaltacin del ciudadano como un individuo que,
si bien forma parte de la masa, es dueo de una individualidad
irrepetible. La muerte se convierte en moti-vo de exaltacin y los
cementerios adquieren una monumentali-dad que intenta combatir los
horrores del acabamiento: en el Pan-ten de San Fernando, la tumba
de Dolores Escalante, prometida de Jos Mara Lafragua, no solamente
marca la desaparicin de una mujer, sino confirma la unin
indisoluble entre el genio de la vida y el talento de la obra.
Lafragua consagrar su pasin por la muchacha cuando en 1852 son
trasladados los restos mortales de Dolores Escalante vctima de la
epidemia del clera de 1851 al monumento encargado a la casa
Tangassi en Italia. Llega a convertirse en un hito urbano tan
notable que mereci ser descrito en La Ilustracin Mexicana y despus
citado por Manuel Orozco y Berra en sus artculos sobre la ciudad de
Mxico. El testimonio
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de Lafragua, publicado bajo el ttulo Ecos del corazn, rinde
cuentas de cmo la ocupacin sentimental de la urbe va ms all de la
muerte.
Al igual que otros de sus contemporneos, Zarco ha vivido la
existencia de varios seres. Su personalidad multifactica lo ha
lle-vado a ser traductor, escribiente, editor, crtico literario,
autor costumbrista, memorioso parlamentario, conspirador y ahora
preso poltico. Y es en la ciudad de Mxico, asiento de los pode-res
civil, religioso y militar que se disputan el derecho al cabal
ejercicio de la polis, donde forja su carcter y se define su
voca-cin. Alguna vez, durante el breve lapso de una forma de
existen-cia que prometa ser para toda la vida, Zarco pens en ser
exclu-sivamente literato, hombre de genio que resolviera los
problemas tcnicos de la escritura y hombre de ingenio disputado por
las damas en los salones: dandysmo forjado con base en esfuerzo y
entrega, antes que en la imitacin superficial, creadora de los
moldes que son los enemigos del verdadero dandy. Zarco supo de ese
xito inmediato, donde, amparado en el seudnimo Fortn, devino rbitro
de la moda, traduca las novedades literarias ms all del Ocano,
buscaba en la ciudad de Mxico las equivalen-cias de los caracteres
de La Bruyre o enseaba nuevas formas de mirar la ciudad a travs del
ejercicio educado de la mirada. Pero los tiempos exigan otros
caminos. La literatura si quera po-da esperar. No as la
participacin en la defensa de la soberana, la batalla legal por la
supresin de privilegios, la construccin de un Mxico que llevara a
sus ltimas consecuencias la independen-cia poltica, de acuerdo con
el ideario liberal. Las pginas de El Demcrata primero, y El siglo
xix, posteriormente, testimonian la temprana vocacin poltica de
Zarco, su capacidad dialctica de convencer con argumentos slidos
sobre la necesidad de ejercer con plenitud los avances que en el
dominio poltico y material tenan lugar en otras partes del mundo.
La generacin de Zarco es de las primeras en utilizar las plumas de
acero, con lo que el ritmo escritural adquiere un ritmo
diferente.
En uno de sus primeros textos literarios, Zarco haba escrito
sobre la semejanza que el paso del tiempo en la ciudad tiene con la
evolucin de un individuo a lo largo del da. Ahora, al sentir a
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travs de su ventana los primeros signos vitales de la urbe,
regre-san las palabras a travs de las cuales daba fe del despertar
capi-talino
al amanecer [la ciudad] est perezosa, aletargada, las puertas
todas estn cerradas como si ella cerrara los ojos; slo se ven en la
calle vacas que van a ser ordeadas en las plazuelas, serenos que se
retiran de su puesto, artesanos que tiritando de fro se dirigen a
sus talleres; y por todas partes se oye el ruido de las escobas que
barren las banquetas; las calles se riegan; la ciudad se hace su
toilette; comienza el movimiento en los mercados, y cuando la clase
media sale a sus ocupaciones, se recrea en el aseo de las calles y
respira una agradable frescura (Zarco 1968 173).
Ciudad levtica, cuyo tiempo es marcado desde las primeras horas
por sus numerosos templos. Ciudad de las campanas y los caones,
donde a cada uno de los dos sonidos corresponde una forma de
concepcin urbana: el pregn religioso y el militar: la intolerancia
clerical y un ejrcito que no estaba dispuesto a perder sus
privilegios. Ciudad habituada a la cotidiana representacin de los
pronunciamientos, cuyos principales protagonistas eran los
oficiales ambiciosos y sus espectadores inevitables, la poblacin
civil. Ciudad conformada por diversas urbes, reales e imaginarias,
como la Jerusalem que los poetas Jos Joaqun Pesado y Manuel Carpi
evocan en sus versos y reconstruyen pacientemente, va-lindose de
cartn y corcho; ciudad para los placeres de pocos a costa del
sacrificio de muchos; "ciudad de 200 mil habitantes, entre los
cuales se cuentan 847 aguadores, 94 billeteros, 1,600 cargadores,
1,001 criados domsticos, 4,251 criadas y apenas 15 evangelistas"
(Almonte 1852).
Francisco Zarco recuerda, evoca, reconstruye. La memoria es arma
y disciplina. Ha sabido ejercitarla y vivir de ella. Su maestro
Luis de la Rosa, quien infundi en l la ventaja de estudiar otros
idiomas, not su precocidad: a los 14 aos, Zarco trabajaba en la
Secretara de Relaciones Exteriores, y a los 18 era su oficial
ma-yor. El peridico Las Cosquillas es un manifiesto de Zarco hacia
su sociedad y su urbe, una demostracin de que la nueva genera-cin
liberal fundaba su prestigio no en la adulacin y la incondi-
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cionalidad al tirano en turno, sino a la personal capacidad de
res-puesta: Las Cosquillas. Peridico Retozn, Impoltico y de Malas
Costumbres. Redactado por los ltimos Literatos del Mundo. Bajo la
Proteccin de Nadie. Gracias a la memoria prodigiosa que sus
contemporneos admiraron en l, pudo escribir, apoyado solamen-te en
sus apuntes, la Historia del Congreso Constituyente 1856-1857. Juez
y parte, actor y testigo, en esas sesiones defendi el espacio
urbano que haba hecho suyo. En la sesin del 11 de di-ciembre de
1856, su voz se levant para decir: "Por ms que se insulte a la
ciudad de Mxico, por ms que se diga que suspira por Felipe II, ella
ha sido y ser el ms firme baluarte de la liber-tad y la
independencia, tanto en las guerras extranjeras como en las
contiendas civiles" (Zarco 1991 IX 261).
En la memoria halla Zarco su fuerza, desde aquel 13 de mayo de
1860 en que, luego de dos aos de persecucin, fue encarcela-do por
la polica de Flix Zuloaga en casa del curtidor Crescencio Garca,
quien esa tarde haba ofrecido asilo y comida al conspira-dor
liberal. Terminaban as dos aos de incesante actividad, don-de Zarco
haba desempeado el papel de soldado civil de la Re-forma: cada da
en un nuevo domicilio, estableca contactos, escriba panfletos
anticonservadores, enviaba comunicaciones al extranjero,
desbarataba conjuras clericales, serva de enlace entre la capital
veleidosa y el Puerto de Veracruz, asiento del gobierno liberal.
Por la diversidad y la diligencia con que realizaba tales
actividades, Guillermo Prieto lo llamar Gavroche, en honor del nio
callejero que en Los miserables es la chispa de la llama
li-bertaria, la alegra de vivir en medio del desfile de la muerte.
Cuando Zarco interrumpe su carrera de escritor y decide llevar la
poesa al terreno de la accin, encarnar otra forma del hroe
ro-mntico, perseguido por la polica, que no por la justicia. Sus
aventuras con Juan B. Lagarde, jefe de la polica conservadora, lo
aproximan a la figura de Jean Valjean y sus continuas escapato-rias
del inspector Javert. La clandestinidad no impeda que Zarco
continuara realizando no solamente sus actividades polticas, sino
aquellas que nutran su sensibilidad. En una ocasin, burl la
vi-gilancia de Lagarde a la salida del Teatro Nacional: disfrazado
con un domin que pesc al vuelo, pudo mezclarse entre la multi-
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 151
tud. En otra, la persecucin que la polica a caballo haca del
te-mible Zarco, termin cuando ste se refugi en el edificio de la
embajada inglesa.
Tampoco poda dejar de recordar la actuacin de los escritores en
el escenario urbano cuando la guerra contra Estados Unidos divide
cronolgica y emocionalmente el siglo en dos mitades. Si para muchos
nacionales el Septentrin mexicano era una realidad inasible, la
invasin y la guerra los volvieron conscientes de que no bastaba un
desierto para separarnos de la ambicin de nuestros vecinos. El
septiembre negro de 1847, la capital vio cumplida la profeca de Jos
Mara Gutirrez de Estrada, al ondear sobre Pala-cio Nacional la
bandera de las barras y las estrellas. A la mitad de un siglo
convulsionado por el surgimiento y la defensa de las
na-cionalidades, donde el yo se lanza a la conquista de la gloria o
se sumerge hasta el fondo para encontrar lo desconocido, el
escena-rio estaba preparado para las actuaciones del canalla, el
hroe y el artista. En un Mxico que haba soportado los veleidosos
retornos del general Antonio Lpez de Santa Anna a la primera
magistra-tura, el General-Presidente encarnaba al canalla que venda
terri-torio y sacrificaba intilmente a sus soldados, al hroe
salvador de la Patria y al artista capaz de desempear con xito el
papel adecuado a la situacin, siempre en su personal beneficio.
Si Santa Anna se pona su disfraz para otra de sus
representa-ciones, los escritores mexicanos habrn de vestir sus
respectivos trajes para ejercer la ciudad en tiempos de urgencia.
Manuel Eduardo de Gorostiza deja momentneamente las tablas para
ocu-parse de otro escenario. Activo en el batalln de Bravos, donde
figuraba Manuel Payno como mayor, olvida sus 58 aos y su an-tigua
herida de bayoneta, producto de la defensa de Madrid contra el
ejrcito napolenico, para ocuparse en la instruccin militar de los
novatos en los patios de la Escuela de Medicina, en la plaza de
Santo Domingo. Jos Mara Lafragua abandona la tranquilidad de su
gabinete y de sus libros que empastaba con devocin cerca-na al
fanatismo, para incorporarse al batalln Independencia. Ele-gante y
optimista tanto en la redaccin de El Monitor Republica-no como en
medio de la tertulia, Vicente Garca Torres hace un parntesis en su
trabajo de impresor, para montar el bridn de
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combate. Sin la preparacin militar de los anteriores, pero con
el mismo amor a la gloria y un patriotismo a toda prueba, Guillermo
Prieto, entonces frisando la treintena, se apresura a formar una
"guerrilla de la pluma". En compaa de los jvenes redactores de El
Monitor Republicano, Pablo Torrescano, Castillo Velasco y Ramn
Alczar, otro de los futuros autores de los Apuntes para la guerra
entre Mxico y los Estados Unidos, se incorpora al ejrci-to del
Norte, veterano de La Angostura, al mando del general Va-lencia.
Llegaron al cuartel, dice Prieto, en caballos "que ms pa-recan
hijos de sus jinetes, que animales empleados a su servicio". Buen
centauro desde sus infantiles cabalgatas de Molino del Rey al
centro de la capital, Prieto recibe de Valencia la encomienda de
llevar importantes correos para Santa Anna. Gracias a las pginas
dedicadas a la poca en Memorias de mis tiempos, podemos ver cmo una
de las causas de la derrota militar fue el odio entre Santa Anna y
sus generales. El Ejrcito del Norte, tan heroico como ignorado, ser
el nico en merecer el respeto de los libera-les, como puede verse
en escritos de Juan Daz Covarrubias y Fernando Orozco y Berra. En
lugar de exhibir su herosmo, uno est recluido, casi ciego y loco,
en un cuarto de vecindad, y otro se ve obligado a convertirse en
tahr.
Aquellos escritores que no toman la espada, fustigan a los
in-vasores con versos donde el patriotismo resulta
conmovedoramen-te superior a la condicin de obra de arte. Las
invasiones pretri-tas de Barradas a Baudin, para utilizar la frase
de Carlos Pereyra eran una experiencia lo bastante inolvidable y
cercana, no obstante la triste experiencia de las guerras
fratricidas, para que la poesa llamara a la concordia. En el aire
se presagiaba la retrica que Gonzlez Bocanegra fijara al escribir
los versos de nuestro Himno Nacional, "fuerte y rispido como un
chorro de al-cohol", segn lo definir ya en nuestro siglo el poeta
Gilberto Owen. Inspirados en La Marsellesa y su llamado a degello
con-tra los enemigos de la libertad, los poetas declaman en los
teatros, en las plazas pblicas o a la vista del enemigo. Si el
Ayuntamien-to se apresura en abrir fosos, desmontar de madera sus
carruajes y reforzar trincheras y barricadas, los escritores
aprestan sus estro-fas o afilan las flechas de sus stiras. La voz
del poeta en el teatro
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y la hoja volante en la calle crean una literatura de urgencia,
resu-men del dolor o la indignacin colectiva. A Jos Mara Esteva
pertenece la siguiente estrofa, dedicada a los defensores de
Vera-cruz, y recitada por el poeta en el Teatro Nacional:
Guerra, sangre, exterminio, venganza, no la paz con la afrenta
comprada, que humeante fulmine la espada entre escombros la muerte
doquier. No la paz vergonzosa, cobarde; sangre, fuego, exterminio,
venganza, y al fragor de la horrible matanza que se dicte al
vencido la ley. (Citado en Olavarra y Ferrari I 457).1
Sobre la inspiracin de los poetas que se sentan con razn o sin
ella encarnacin del soldado de la libertad; sobre la elegan-cia
escapista de Carpi y los cabellos mesados del Prieto elegia-co,
restalla la musa annima, la cancin leperusca que hace a los
invasores y a sus simpatizantes blanco de sus burlas. La risa
miti-gaba la tragedia pero no conceda tregua al enemigo. El Hotel
La Bella Unin situado en la esquina de las actuales calles de
Pal-ma y 16 de Septiembre se convierte en cuartel general de la
canalla. Los oficiales procuran entrar en relacin con la sociedad
capitalina, pero la mayor parte responde con el arma de los
orgu-llosos: el desprecio. A una funcin de teatro organizada por la
compaa dramtica que acompaa al ejrcito invasor, acuden es-paoles y
estadounidenses pero ningn mexicano. Con todo, el rechazo a los
invasores no sera, a la larga, unnime. Por hambre o por
convencimiento, las muchachas de cascos ligeros protagoni-zan
escenas orgisticas con la soldadesca yanqui, que despiertan la
indignacin de los clrigos y aun la de Guillermo Prieto. Mar-garitas
ser el nombre que los extranjeros otorgan a esas livianas.
1 Subrayo el hecho de que Esteva haya dado lectura a su poema en
el inte-rior de un teatro, puesto que es el espacio pblico por
excelencia donde la ciudad decimonnica vive algunas de sus
principales comuniones colectivas.
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Una copla de la poca da testimonio de la indignacin popular ante
ese colaboracionismo tan estrecho:
Si las Margaritas fueran de mamn, cuntas Margaritas me comiera
yo.
Pero tienen uas, saben araar; ah vienen los yanquis, se las
llevarn (Mendoza 198).
La pasadita uno de los sones ms conocidos de la poca, y cuya
popularidad seguira durante la Intervencin Francesa se cantaba por
las calles invadidas. La guerrilla de la cancin popu-lar responda
festivamente ante la doble humillacin de ver a la ciudad ocupada y
a sus mujeres en brazos del extranjero:
Ay, amigos mos, os voy a contar o que me ha pasado en esta
ciudad: entraron los yankees, me arriesgu a apedrear, y a la
pasadita, tan-da-rn-da-rn.
Ya las Margaritas hablan el ingls, les dicen: me quieres y
responden: yes, mi entende de monis mucho geno est y a la pasadita
tan-da-rn-da-rn.
Slo las mujeres tienen corazn para hacer alianza
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con esa nacin, y ellas dicen: vamos, pero no es verdad, y a la
pasadita tan-da-rn-da-rn.
Todas esas nias en la "Bella Unin" bailan muy alegres baile y
rigodn; parecen seoras de gran calidad y a la pasadita
tan-da-rn-da-rn.
Slo de los hombres no hay que desconfiar, pues lo que ellos
hacen no lo hacen por mal: suelen como el gato tambin halagar, y a
la pasadita tan-da-rn-da-rn (Garca Cubas 439).2
El anterior discurso misgino no es del todo justo ni puede
aplicarse a la generalidad de las mujeres. La musa callejera
olvi-daba las hazaas que, en la medida de sus posibilidades, haban
realizado las mujeres durante la guerra. Adems de las soldaderas
que cubrieron, junto con sus hombres, la distancia entre la capital
y La Angostura, es justo mencionar a las que rompieron sus
vaji-llas luego de haber servido a los colaboracionistas poblanos,
para no contaminarse, decan, de sus traiciones. O a la incansable
labor de la catalana Micaela Ayans, que en el Hospital de San Pablo
recibi a los heridos en los combates de Padierna y Contreras (vase
Crdenas de la Pea 137-138). O a la madre del recluta
2 Enrique de Olavarra y Ferrari recuerda que la clebre actriz
Ana Bishop, en la funcin del 21 de febrero de 1850, "arrebat a su
numeroso pblico con la cancin mexicana La pasadita, dicha en
castellano y en gracioso traje de china poblana" (I 493).
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que en el poema de Prieto entrega personalmente a su hijo Miguel
al general Anaya, para que defienda a costa de su vida el convento
de Churubusco. O las damas de la mejor sociedad capi-talina, que
utilizaron el peso centenario de sus apellidos para or-ganizar
funciones teatrales en beneficio de los heridos y viudas de La
Angostura. Con su prolijidad habitual, Olavarra y Ferrari re-gistra
los nombres de Josefa Cardea de Salas, Paula Rivas de Gmez de la
Cortina, Dolores Rubio de Rubio, Antonia Gonzlez de Agero, Loreto
Vivanco de Morn, Margarita Parra de Gargo-11o, Ana Noriega de
O'Gorman e Ignacia Rodrguez de Elizalde.
Una crnica llamada litografa
Con la claridad que ya ilumina totalmente el cielo y derrama sus
bondades sobre los habitantes libres de la urbe, Zarco imagina el
trfago cotidiano de la ciudad, aumentado ahora por la fecha
sig-nificativa. Cada rincn de la ciudad debe parecer ahora una
lito-grafa como las realizadas por Casimiro Castro, el genial
dibujan-te que lo invit a l, al igual que a otros escritores de la
poca, para hacer los textos alusivos a sus representaciones
urbanas. Po-cos sufrieron ms que Zarco. Las representaciones
grficas logra-das por Castro eran tan elocuentes, que escasamente
podan las palabras superar ese retrato.
En 1828, Claudio Linati introduce la litografa en nuestro pas,
mediante la publicacin del libro cuyo ttulo Trajes civiles,
milita-res y religiosos. Linati retrata a una ciudad en sus
primeros aos de vida independiente y, aunque la suya es la visin de
un liberal romntico, no deja de caer, tanto en sus imgenes como en
los textos que las acompaan, en apreciaciones superficiales o
juicios apresurados. Sin embargo, uno de los mritos de Linati
consiste en demostrar que a una ciudad la conforman
fundamentalmente sus habitantes: las lminas de su libro pasan a
revista la poblacin urbana con su multiplicidad de oficios, colores
y sonidos. El len-guaje corporal de sus personajes revela la
ocupacin ciudadana en que se afanan. Antes que la escritura fue la
imagen. La ciudad comienza a aparecer como ser actuante desde la
introduccin de
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la litografa por Claudio Linati. En su lbum Trajes religiosos,
civiles y militares, los personajes de la ciudad son la ciudad; sus
actitudes corporales y los entornos urbanos donde aparecen, sus
trajes coloridos y su representacin en el momento mismo de
rea-lizar sus tareas, contribuyen a cimentar esta nueva forma de
re-presentar a la ciudad no exclusivamente desde la exposicin de
sus edificios, sino mediante su interrelacin con los habitantes que
la viven y la justifican. Linati supo captar en los trajes
mexi-canos la escenografa urbana donde a cada vestimenta
correspon-de una actuacin especfica en el escenario. No haba
sucedido as anteriormente. Al revisar la vasta historiografa sobre
la ciudad de Mxico en el siglo xvm, Francisco de Solano enumera las
caracte-rsticas generales de esa ciudad palaciega, impersonal y
autorita-ria:
La mayor parte de estas historias se dedican a enumerar las
carac-tersticas de Mxico, describiendo bastante aspticamente los
ras-gos de la ciudad. Aparecen, con variado brillo, el esplendor de
los templos y de los palacios, la perfeccin del trazado y de las
pla-zas, la riqueza de algunos de sus habitantes, la habilidad de
las autoridades [...]. No aparecen en esas descripciones el fervor
hu-mano, la virtud y los defectos de sus habitantes, no se plasma
ni la alegra ni el dolor. Y cuando aparecen se dibujan sin sangre,
ni llanto, sin olor y sin sonrisas. En esta importante literatura
apenas entra el ciudadano corriente (Solano 60).
En su afn por mitigar los horrores de la invasin
estadouni-dense, la voluntad del gobierno por hermosear la capital
coincide con una serie de intentos de anlisis, sistematizacin y
explora-cin de la ciudad de Mxico. La capital, alabada unnimemente
por viajeros y nativos a causa del trazo de su calles, la
transparen-cia del aire, la belleza de sus paisajes aledaos, deja
de ser exclu-sivamente un escenario, para convertirse en personaje
de tratados, novelas, ensayos y, un poco ms tardamente, de poemas.
Entre 1854 y 1856 aparecen dos obras de conjunto donde la ciudad de
Mxico es el principal personaje, con sus usuarios y edificios, sus
oficios y monumentos, sus trajes y escenografas: Los mexicanos
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pintados por s mismos y Mxico y sus alrededores. El xito de la
litografa, de fcil y relativamente econmica reproduccin, se
ex-plica por dos razones: el analfabetismo de gran parte de los
mexi-canos y la posibilidad de encontrar reproducida varias veces
la imagen del hombre de la calle. Gracias a la litografa, el
ciudada-no comn se encuentra en las pginas de la revista ilustrada,
en el peridico o en la hoja suelta. Hesiquio Iriarte es el artista
de Los mexicanos pintados por s mismos, mientras Casimiro Castro es
el alma de Mxico y sus alrededores. Los ciudadanos, en el primer
caso; la ciudad, en el segundo, son el eje central de las
obras.
Si en el libro de Linati hay lugar para los militares y los
religiosos, tres dcadas ms tarde Hesiquio Iriarte da fe del cambio
de los tiempos al rendir homenaje exclusivamente a la sociedad
civil en Los mexicanos pintados por s mismos. A tra-vs de hombres y
mujeres que cumplen su oficio y con ello una especfica funcin
ciudadana, la urbe que inicia la segunda mitad del siglo xix
demuestra sus conquistas, sus cambios, sus anhelos. Surge de tal
modo una precaria clase media as titu-lar una de sus novelas Juan
Daz Covarrubias que inventa recursos materiales y espirituales para
conquistar su individua-lidad dentro del relativo anonimato que
otorga la ciudad prein-dustrial: "colocada entre la alta y el
pueblo, no tiene los place-res de la primera, teniendo sus
aspiraciones y sufre con los dolores de la segunda sin tener su
ignorancia" (Daz Covarru-bias 351).
A travs de los personajes de Los mexicanos pintados por s mismos
se integra el mosaico de la ciudad de Mxico de media-dos de siglo.
Ciudad analfabeta, donde el evangelista suple la ig-norancia que
sus clientes tienen del silabario; ciudad de difcil higiene, donde
el barbero y el aguador desempean sus labores multidisciplinarias;
ciudad de varones, donde la costurera, la es-tanquillera y la
chiera conquistan paulatinamente su independen-cia y su derecho al
trabajo, mientras las preciosas ridiculas ejer-cen su poder en el
saln y sobre los sentidos. Ciudad de poetas, donde el verdadero ha
de combatir a un ejrcito de poetastros para quienes la emocin es
garanta de gran arte. Ciudad donde los pocos que saben leer viven,
paralelamente a los propios, los
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dramas y aventuras concebidos por la imaginacin de Sue, Dumas y
D'Harlincourt. Ciudad donde para hacer luz en medio de la no-che
basta con encender un cerillo. Ciudad que vive un tiempo "fosfrico
y luminoso" y que ya no reclama el uso del pedernal, la yesca, el
eslabn y la pajuela. Ciudad donde cada alacena era, al decir de
Ignacio Ramrez, una miniatura del Palacio de Cristal que sirvi a la
exposicin de Londres.
Ciudad colorida, cuya policroma nace desde los trajes de sus
pobladores. Estricto contemporneo de Casimiro Castro es el lien-zo
de H. S. Hegi Mxico, 1854, donde el colorido y la variedad de
materiales y texturas en los trajes del grupo que sale de
Cate-dral, explica la protesta de Guillermo Prieto contra la ciudad
que luego de consumada la Reforma enluta los vestidos con el color
negro que Benito Jurez primero y despus Porfirio Daz habrn de
portar emblemticamente. Un ejemplo de esta riqueza cromti-ca de la
capital de la primera mitad del siglo xix lo proporcionan la
descripcin que Daz Covarrubias hace de los personajes de la
aristocracia mexicana. Por ejemplo, el traje del comerciante
Rai-mundo Gonzlez cuando se presenta al Teatro Iturbide: "Iba
ence-rrado en una levita verde pao, un chaleco amarillo y unos
enor-mes cuellos que rodeaban una corbata de color azul celeste"
(412). Y a la hora del baile en la casa, el personaje viste "un
frac color de pasa con botones dorados, un chaleco de terciopelo
car-melita, una pantaln color de caf con leche y una corbata verde
gay que puso sobre la cama" (425).
Al maestro de escenografa y arquitecto Pedro Gualdi se deben
algunas de las representaciones ms imponentes de nuestra capital a
mitad de centuria: sus leos y sus litografas privilegian la
ar-quitectura de la ciudad, los efectos de la luz solar sobre las
cons-trucciones que convertan a la ciudad en un espacio solemne y
venerable. Pero ser uno de sus discpulos, Casimiro Castro, quien
lleve a sus ltimas consecuencias la puesta en escena donde los
hombres y las piedras se alian en el contexto urbano para una sola
representacin.
Castro haba litografiado los dibujos que Edouard Rivire,
es-cengrafo como Gualdi, hizo para acompaar su novela Antonino y
Anita o Los nuevos misterios de Mxico (1851). La trama de la
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obra literaria es anodina, superficial e ingenua, sin ms relacin
que el ttulo con la novela de Eugenio Sue Los misterios de Pars,
publicada en 1843. En Memorias de mis tiempos, Guillermo Prie-to
confiesa la intencin de escribir, en coautora con Ignacio Ra-mrez,
unos Misterios de Mxico. Niceto de Zamacois intent una obra en
verso y su traslacin al teatro. Por su parte, Jos del Ro publica en
1851 unos Misterios de San Cosme. La influencia de Sue se
manifiesta exclusivamente en las variantes de nombre de su novela,
y no en su exploracin del vientre de la urbe. Ser Manuel Payno uno
de los lectores ms tempranos y atentos de la obra de Sue, y ms
tarde descifrar los verdaderos misterios de Mxico en numerosas
pginas de Los bandidos de Ro Fro. Por todo ello resultan valiosas,
desde el punto de vista tanto histrico como esttico, las imgenes
donde Rivire y Castro logran crear una atmsfera urbana ominosa y
sugerente. Las litografas no slo salvan la obra, sino en conjunto
forman una completa narracin en imgenes, donde los personajes y la
arquitectura urbana apare-cen entrelazadas de manera estrecha y
donde el espectador pasea, junto con los personajes, por una ciudad
nocturna y enigmtica. Notables son aquellas litografas de una
fuerza expresiva supe-rior a la ancdota que supuestamente ilustran
donde un hombre yace bajo la luz de la luna en la Calzada de los
Misterios, como igualmente misteriosa resulta la litografa de Luis
Garcs para El libro de Satans, y donde un hombre camina, embozado y
solo, junto a la fuente de El Salto del Agua.
A partir de la experiencia adquirida al realizar las litografas
urbanas para Antonino y Anita, Casimiro Castro se convierte en el
gran cronista de su tiempo con Mxico y sus alrededores. Aunque se
convoca a las mejores plumas de la poca para que hagan su versin
escrita de las vistas y monumentos, ninguna logra la efec-tividad
de la ilustracin. De ah la importancia de la litografa: gracias a
ella, el hombre de la calle se reconoca como elemento actuante de
la urbe; el vendedor de sebo, el aguador y la estanqui-llera
reconocan su lenguaje corporal, los atributos y vestuario propios
de su oficio, sin la alegorizacin que las representaciones plsticas
haban tenido en el pasado. Las proporciones de un edi-ficio eran
las mismas que el paseante o el trabajador miraban en
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su recorrido, y el hecho urbano ocurra de manera natural y
para-lela: un hecho cotidiano, capturado como si fuera al azar, que
posteriormente se volvera histrico, modificaba no slo el paisaje
sino la condicin ontolgica de la urbe. As ocurre con la entrada de
los pintos de Juan lvarez, la llegada a la vieja calzada de
Tlacopan de los vendedores provenientes de Tacuba, la luna sobre el
Paseo de las Cadenas. El hallazgo del trmino ciudadano y la
importancia concedida por el romanticismo al individuo,
contribu-yeron decisivamente a esta democratizacin en las formas de
re-presentar al usuario urbano, as como al espacio donde ejerce sus
derechos a caminar, conversar, cambiar impresiones y mercan-cas. El
subttulo del lbum litogrfico subraya su intencin totali-zadora:
Coleccin de monumentos, trajes y paisajes. En otras pa-labras, se
trata de ofrecer una ciudad integrada por su arquitectu-ra, sus
vistas y sus personajes, cuyos vestidos forman una esceno-grafa
viviente.
Debido a que los textos tienen como objetivo hacer a propios y
extraos una invitacin a la capital, e incluso se ofrecen
traduci-dos al ingls y al francs, la hiprbole admirativa es comn a
la mayor parte de los artculos descriptivos. Para Florencio M. del
Castillo, Mxico es una de las ciudades ms hermosas de mundo; Jos M.
Gonzlez la llama la Sultana del Nuevo Mundo, y Niceto de Zamacois
considera que el trazo de sus calles no tiene rival. Al hablar de
los alrededores de Mxico, Payno declara: "Parece que Dios estaba en
la plenitud de toda su bondad, con un amor singu-lar hacia esta
parte del mundo, cuando cre el Valle de Mxico" (14). Al ejercitar
su pluma en el retrato colectivo de la ciudad, los entonces jvenes
escritores manifiestan sus futuras visiones: cuando Payno escribe
sobre la casa de Manuel Escandn, luce su habilidad para la
descripcin de interiores urbanos, como lo har extensamente en su
novela mayor; por su parte, Jos Toms de Cullar descubre, como lo
explorar en las novelas de La Linter-na Mgica, que la ciudad es "un
diorama que cambia sus vistas de hora en hora".
Con la capacidad de observacin y sntesis que tres dcadas ms
tarde lo llevarn a concebir el magno proyecto de su Historia de
Mxico en 18 volmenes, Niceto de Zamacois logra uno de los
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textos ms precisos del conjunto, en el artculo "Soldados del
sur". Examina la ascendencia de los pintos de Guerrero que
cau-saron expectacin y horror en los capitalinos exquisitos, no
habi-tuados a ver su orgulloso espacio invadido por un ejrcito tan
heterodoxo como ste donde no abundaban galones y charreteras, sino
el vestido de manta y el machete con el cual el campesino realizaba
su trabajo. El primer plano de la litografa, en el flanco
izquierdo, est dominado por la figura enrgica de un indgena joven,
de largos cabellos y sombrero de palma. Aunque discute con otro
personaje cuya cabeza est protegida por un quep mili-tar, diseado a
partir del que usaban los ejrcitos europeos, su mirada est dirigida
al frente: observa al espectador, desafiante y orgulloso, por haber
venido desde el Sur hasta la capital, para expulsar definitivamente
a Santa Anna, como lo ostenta la orgu-llosa cinta de su sombrero:
Muera el tirano. Jos Decaen dibuj y Casimiro Castro litografi,
consta en los crditos. Ambos tuvieron el acierto de captar a un
personaje del pueblo en la consumacin de su proyecto histrico y en
el esplendor de su actuacin ciuda-dana. La litografa que representa
los pintos de Juan lvarez en la calle San Juan de Letrn es
reveladora del papel de documento vivido e histrico que puede
representar la litografa y de una nueva manera de representar la
realidad, no mediante la alegori-zacin de la escena sino a travs de
captacin del instante, con una espontaneidad que algunos aos despus
dar la fotografa. La imagen marcaba un cambio radical en la
historia de Mxico, y particularmente en su historia urbana, pues la
revolucin de Ayu-da es la culminacin de tres dcadas ininterrumpidas
de cuartela-zos y pronunciamientos, cuya representacin tena como
escena-rio la ciudad. Los primeros actores eran los militares
ambiciosos y ensoberbecidos. Los secundarios, el resto de la
poblacin. De tal modo, la gran farsa tena en el espacio pblico,
hasta que la Revolucin de Ayutla se constituya en un verdadero
proyecto de gobierno que siente las bases para la futura Guerra de
Tres Aos y la lenta formacin de una Repblica mexicana.
En las litografas de Mxico y sus alrededores late la captacin de
los usos urbanos cotidianos. En ocasiones, los textos que acompaan
a las imgenes no son tan afortunados. Otras, los au-
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tores parecen anticipar lo que el artista plstico expone. El
texto "La Catedral en una noche de luna" que acompaa a la nica
litografa nocturna de la coleccin, "El paseo de las Cadenas bajo
una noche de luna", es de un lirismo exacerbado que no comple-menta
la imagen y que bien pudo haber sido escrito sin tener la
representacin plstica frente a los ojos. En cambio, Manuel Orozco y
Berra hace, en otro tiempo y lugar, un equivalente ver-bal de la
escena litografiada por Castro:
las noches calurosas de verano, las de luna en todas las
estaciones, las de alguna festividad en que hay retretas o
serenatas, una gran parte de la poblacin viene de andar delante del
atrio de la cate-dral, alrededor de las cadenas, suspendidas en
postes de cantera que marcan su recinto. Paseo hasta cierto punto
aristocrtico, es algo montono, porque se observa mucha mesura,
alguna etiqueta; pero en cambio, lo bello del lugar, lo interesante
de la concurren-cia, y la variedad de lances, dignos de observacin
que all se presentan, lo hacen merecedor de estima (132-133).
La mayor parte de los textos que acompaan a las litografas Mxico
y sus alrededores presenta dos caractersticas dominantes: la
erudicin que trae como consecuencia generalidades y la nota
sentimental donde la imagen aparece sin ninguna relacin con el
texto. Algunos optan por una erudita explicacin histrica, mien-tras
otros utilizan la imagen como un mero pretexto para desfogar su
lirismo. En cambio, cuando a Zarco le corresponde su turno, se
apresura a reconocer que la palabra no est para complementar la
imagen porque basta la elocuencia del artista plstico. En la
des-cripcin que hace de la Fuente del Salto del Agua, Zarco capta,
con su habitual agudeza, que en las litografas de Castro todo est a
punto de echarse a andar y cada personaje est a punto de articular
su voz. Tras utilizar la imagen como punto de par-tida para
explicar la anarqua de la historia urbana posterior a la
Independencia, Zarco describe los tipos ciudadanos que ro-dean a la
fuente:
All est el aguador risueo, vivo, paciente, disponindose al
tra-bajo o descansando de sus fatigas; el cargador brusco y arisco,
el
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ranchero malicioso y desconfiado, la garbancera bisbrinda y
pica-resca, el mendigo a quien todos ofrecen un pedazo de pan, el
bi-lletero que ofrece buena suerte como los gitanos, el mercillero
que vende sus efectos a precios ms altos que en la ciudad, el
soldado que a pesar del uniforme se complace en unirse al pueblo de
don-de sali, el guardia diurno vigilante y severo, aunque amable y
parlanchn. All anda el perro sin dueo, que es conocido y ampa-rado
de todos, el muchacho que silba desafinando menos que cier-tas
notabilidades artsticas buenas piezas de msica, al mismo tiempo que
salta y hace travesuras la nia llena de harapos y me-dio desnuda,
que cuando pierda su inocencia sentir no slo la necesidad de
cubrirse como Eva, sino la de engalanarse y adornar-se, y para esto
probar la fatal manzana [...]. Poned en movimien-to todas estas
figuras y tendris una mina inagotable de estudios de costumbres
populares, dignos de la pluma festiva de Fidel (Zar-co 1866 5).
Entre las guas, forasteros, calendarios y almanaques impresos en
la ciudad de Mxico durante la poca que nos ocupa, es preci-so
destacar el Manual del viajero en Mxico o Compendio de la historia
de la ciudad de Mxico, escrito por el poeta Marcos Arrniz y
publicado en 1858, parece ignorar la tormenta desenca-denada
primero en la capital posteriormente en el pas. Mientras Arrniz
cumple con su labor de cronista y sistematiza en seis ca-ptulos la
evolucin histrica de Mxico y emprende junto con nosotros una
caminata por la urbe, liberales y conservadores se disputan las
calles de la capital. El 11 de enero de ese 1858, Flix Zuloaga se
pronuncia en la Ciudadela para exigir la destitucin de Comonfort.
Es el inicio formal de la guerra. El ao concluye con la accin de
San Joaqun, el 26 de diciembre, ganada por Miguel Miramn a Santos
Degollado.
Obra inspirada en informaciones diversas, y por ello no
total-mente original, la de Marcos Arrniz se distingue por su
particu-lar visin de poeta. Los pregones urbanos, sistematizados y
des-critos minuciosamente por Fanny Caldern de la Barca, en Arr-niz
alcanzan una clasificacin tonal producto de su odo educado. El
autor nos obliga a escuchar las diferencias de sonido y entona-cin,
dependiendo del producto en venta, de la hora del da o de la
condicin tnica y social del emisor:
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Adems del continuo ruido de los caballos, del perpetuo rodar de
los coches y del crujido de los carros, que parecen gemir bajo el
peso enorme de sus cargas, los gritos obtienen una superioridad
notable, porque los que los dan se esfuerzan en sobresalir en
me-dio de tan sorprendente bullicio: as es que desde la maana a la
noche no se oye otra cosa que el estruendo de mil voces
discor-dantes, que referimos a continuacin, y que van disminuyendo
de una manera notable, perdindose as esta fisonoma peculiar de
nuestra capital. El alba se anuncia en las calles de Mxico con la
voz triste y montona de multitud de carboneros, quienes pa-rndose
en los zaguanes gritan con toda la fuerza de sus pulmo-nes:
Carbosi! (Carbn, seor). Poco despus se hace or la voz melanclica de
los mercaderes de mantequillas, quienes sin dete-nerse en su marcha
gritan: Mantequa... mantequa de a rial y dia medio. Cesina buena!
es el anuncio que lo interrumpe el carni-cero, con una voz ronca y
destemplada: este grito alterna en segui-da con el fastidioso y
prolongado de la sebera o mujer que compra el sebo de las cocinas,
quien ponindose una mano sobre el carri-llo izquierdo, chilla en
cada zagun: Hay sebooooo! Sale sta y entra la cambista, india que
cambia un efecto por otro, y grita menos alto y sin prolongacin de
silabas: Tejocotes por venas de chile!... Tequesquite por pan duro!
Con sta tropieza un buhonero o mercader ambulante de mercera
menuda, y entrando hasta el patio, relata la larga lista de sus
efectos, con tono incitativo y bus-cando sus ojos a las mujeres:
Agujas, alfileres, dedales, tijeras, botones de camisa, bolitas de
hilo? Pero rivaliza con ste el fru-tero, apagando sus ecos, porque
con voces descompasadas y atro-nadoras produce la relacin de todas
sus variadas frutas.- Entre-tanto se hace or en la esquina la
tonadilla cadenciosa de una mu-jer que anuncia esta vendimia:
Gorditas de horno calientes, mi alma? Gorditas de horno? Los
constructores de esteras o peta-tes de Puebla parece que no tienen
otro mercado que el de Mxico para expenderlos: as es que todos se
diseminan por las calles, y gritan de un modo uniforme: Petates de
la Pueeeeebla!jabn de la Pueeeeebla! compitiendo con stos los
indgenas que expenden los fabricados de tule en Hochimilco, que a
su vez gritan con voz rasposa: Petates de cinco vaaaras! Petates de
a media y tlaco! El medio da no est exento de estas voces
mortificantes; un limosne-ro reza blasfemias por un pedazo de pan;
un ciego recita un ro-mance milagroso por igual inters; al mismo
tiempo se escucha el penetrante grito de una india que rasga los
odos y que anuncia:
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Melcuiiiii! (melcocha); el del quesero, que con toda la fuerza
de su gaznate publica: Requesn y melado bueno!... Requesn y que-so
fresco; y el meloso clamoreo del dulcero que segn su nomen-clatura
particular ofrece a dos palanquetas... a dos condumios... caramelos
de espelma... bocadillo de coco... relacin frecuente-mente
interrumpida por la trmula y aguardentosa voz, o por el agudo
chillido (segn la edad del individuo) de los numerosos portadores
de la fortuna popular que ofrecen hasta por medio real el ltimo
billetito que me ha quedado para esta tarde... y ese lti-mo nunca
se acaba. En la tarde son comunes iguales gritos; pero pertenecen
especialmente a esta parte del da el de las torti-llas de cuajada y
el fnebre lamento del nevero, que con voz se-pulcral anuncia: A los
canutos nevados!!! En la estacin de las aguas se ve correr por las
calles varias indgenas con un trotecillo peculiar a ellas solas
gritando: No mercan nilatzilio! con cuya voz anuncian su venta de
elotes, y las nueceras la suya con esta voz seca: Toman nuez? En la
noche cesan estas vendimias, y les suceden otras: los vendedores de
castaas las pregonan por todas las calles de la ciudad anunciando
el invierno con la voz fuerte y como contenida: Castaa asada y
cocida: castaa asada! Lo mismo hacen las pateras con su canto
carioso, que repiten a cada minu-to, permaneciendo alguna en las
esquinas, as como las juileras y las que expeden tamalitos
sernidos, tamalitos queretanos, por entre los innumerables gritos
de vendedoras de otros objetos; algaraba infernal, que va
desapareciendo paulatinamente a medida que se adelanta la noche.
Pero el rey de los gritos, el ms poderoso por-que los domina a
todos, es a medio da: A las bueeenas cabeeezas calieeeeeentes de
horno! La Semana Santa, entre el ruido de las matracas y los
racimos de Judas, repite en medio de sus procesio-nes el consabido
estribillo: A dos rosquillas y un mamn (130-134).3
Al igual que varios de los autores de Los mexicanos pintados por
s mismos, Arrniz intenta el retrato fiel de la ciudad. Contra un
casticismo que expulsa del lenguaje cualquier palabra que no sea
autorizada por el diccionario, los escritores de mitad de
centu-
3 Se ha respetado la transcripcin fontica del original, as como
los signos admirativos e interrogativos utilizados por el autor,
porque de ellos se deriva la intencin polifnica y tonal que Arrniz,
como poeta que era, intentaba comu-nicar.
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ria demuestran que la norma la establece el uso; de ah que en
sus escritos aparezcan aunque con rigurosas cursivas las voces del
hombre de la calle que van conformando nuestra identidad lingstica.
En un pionero afn nacionalista, ms tarde sistemati-zado por
Altamirano, registran la multiplicidad de voces, donde la suavidad
de las lenguas vernculas se funde con el ruido de los pesados
carretones contra el empedrado, y donde los pregones del comercio
ambulante se entremezclan con los campanarios que ri-gen la
existencia terrena con la autoridad que la Divinidad su-puestamente
ha delegado en sus ministros.
Defensor de uno de sus dos oficios fundamentales, dedica el
captulo cuarto a hacer una breve historia de la literatura
mexica-na. La visin de sus contemporneos es parcial, y reducida la
n-mina de escritores incluidos. En su Gua de forasteros, Almonte no
hace referencia particular a los hombres de letras. En su Ma-nual
del viajero en Mxico, Arrniz otorga a sus compaeros de gremio un
lugar especial. Desde el ttulo de su libro, quiere dejar claro que
la suya es una gua para el viajero culto, que no se limita a
moverse a travs del espacio, sino sabe que a ste lo determina un
tiempo rico en historias y leyendas. Su historia ur-bana exige
entonces el conocimiento de nuestro pasado, de sus nombres
impronunciables y sus usos ancestrales. De tal modo, el usuario de
su Gua de forasteros se entera de los horarios de los omnibuses,
los domicilios de los cafs y los baos para caballos, pero tambin de
quines son los escritores que contribuyen a la identidad de la
urbe, esos escritores que a pocos das de haber asumido la
presidencia el general Mariano Arista, en enero de 1851, establecen
los trabajos del Liceo Hidalgo con la presencia del primer
magistrado; esos escritores que al instalar el busto de Manuel
Eduardo de Gorostiza en el Teatro Nacional, el 27 de diciembre del
mismo ao, obligan a la polis a rendir homenaje al patriota y al
dramaturgo que puso sus mltiples talentos al servi-cio de la
ciudad.4 Por su doble condicin de actor y testigo, resul-
4 Los peridicos censuraron que no asistiera el Presidente
Arista, sobre todo porque era notoria su aficin a las corridas de
toros y su celebracin de las hazaas de los toreros. La prensa
subrayaba, adems de las cualidades estticas
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ta ms que elocuente el mapa literario que Arrniz traza de su
momento:
Desgraciadamente para la perfeccin y esplendor de nuestras
le-tras, la mayor parte de todos estos escritores han desertado del
pensil ameno de las Musas: unos han subido a las tribunas
parla-mentarias o a los altos puestos ministeriales; otros han
huido a lejanas legaciones; otros se ocupan de la imprenta poltica;
otros de sus respectivas carreras; aquellos resfran su sensibilidad
o el fuego de la inspiracin o son presa prematura de la muerte. As
st paraliza la marcha desembarazada de nuestra literatura que hizo
concebir tan altas y fundadas esperanzas (209).
En este retrato sin nombres, no es difcil identificar a cada uno
de los compaeros de Arrniz, quien resume la dinmica de los
escritores en la dcada que nos ocupa, su relacin con la polis y los
diversos modos como la sirven. En el proceso intertextual de la
novela mexicana del siglo xix, los propios escritores se
con-vierten en personajes, como ocurre con las constantes menciones
que de los autores romnticos hace en sus novelas Juan Daz
Co-varrubias, o cuando los poetas Carpi y Pesado sufren un asalto
en Los bandidos de Ro Fro.
La ciudad como laboratorio social
Doblan las campanas a muerto. Doblan por alguien que abandona el
mundo. En pocas ocasiones Francisco Zarco sinti que la muerte del
otro era la propia como los das 10, 11 y 12 de abril
de Gorostiza, los servicios que como militar haba prestado en la
guerra contra los Estados Unidos. Al respecto escribe Enrique
Olavarra y Ferrari: "...se dej or la Marcha Nacional, se alz la
cortina y apareci el templo de la Norma; en el fondo se vea el
busto del poeta entre trofeos militares y emblemas poticos, los
ttulos de sus comedias, el nombre de Churubusco y un artstico grupo
de banderas mexicanas y espaolas, pues Gorostiza como soldado y
como literato fue gloria de las dos naciones. Leyronse despus
composiciones de los mejo-res poetas, que el pblico oy con atencin
y con placer, y aplaudi con entu-siasmo, y a continuacin los
autores y los literatos condujeron el busto al lugar que le estaba
destinado. As honr entonces Mxico al intrpido soldado de almonacid
y Churubusco" (509).
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de 1859 en que recibi la noticia de que en Tacubaya el abnegado
Santos Degollado haba perdido el combate contra las fuerzas
co-mandadas por Miramn y Mrquez. La indignacin llev inme-diatamente
a Zarco a escribir un folleto que denuncia las atrocida-des. A
semejanza de las frmulas religiosas utilizadas por el ad-versario,
Zarco se vale de la Biblia para escribir un epgrafe que resume su
sentir ante los acontecimientos: "Maldito sers sobre la tierra, que
abri la boca para recibir la sangre de tu hermano de-rramada por tu
mano". Entre los estudiantes asesinados se ha-llaban Ildefonso
Portugal, Gabriel Rivero, Manuel Snchez, Juan Duval y Alberto Abad,
Jos Mara Snchez y Juan Daz Covarru-bias. Entre los extranjeros cuyo
nico delito fue ser capturados en el sitio de los hechos, Zarco
destaca los nombres de los italianos Ignacio Kisser y Miguel
Dervis, as como de dos hermanos de apellido Smith, de 15 y 17 aos
de edad.
En el prlogo a su novela El Diablo en Mxico, dedicada a Luis G.
Ortiz, el poeta, novelista y mdico Juan Daz Covarrubias apuntaba:
"Tal habr muchos que digan que slo un nio o un loco es el que
piensa escribir en Mxico en esta poca aciaga de desmoronamiento
social, y pretende ser ledo a la luz rojiza del incendio y al
estruendo de los caones". Si algn escritor personi-fica con su
pasin y muerte esa entrega a la causa liberal es Juan Daz
Covarrubias. No obstante los escasos 22 aos que le toc vivir,
sostuvo una apasionada relacin con la ciudad de Mxico, patente
hasta en su forma de abandonarla para siempre, cuando su deber en
la prctica mdica lo llev a morir en la calle, tras ne-garse a
abandonar a los heridos que precisaban sus servicios. Am la ciudad
donde naci y la sirvi curando el cuerpo de sus pobladores y
tratando de curar su espritu con la fuerza de sus palabras, ya en
los espacios pblicos donde su voz de orador edu-caba a las masas,
ya en los espacios privados donde los lectores devoraban sus
novelas de costumbres. Cuando el 11 de abril de 1859, en Tacubaya
haca entrega de su reloj al oficial conservador encargado de su
fusilamiento, Daz Covarrubias no poda dejar de recordar la
descripcin que haba hecho de la ciudad vista desde esa villa,
cuando su personaje Romn como l, mdico est a punto de batirse por
el supuesto honor ofendido de un petimetre.
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Como en Tacubaya habra de morir el propio Daz Covarrubias, la
descripcin que desde las alturas hace de la capital resulta
do-blemente significativa:
Mxico la bella, la hermosa coqueta, orgullosa con las
adulaciones que murmuran a sus odos las ondas de Chalco y de
Texcoco, la ciudad de los palacios y los jardines, la blanca beldad
cuya frente, sin embargo, est manchada de sangre de hermanos, la de
los mil sun-tuosos templos, medio encubierta por las primeras
brumas de los la-gos y las primeras tintas del crepsculo. Por otra
parte, los campana-rios de las aldeas de Mixcoac, San ngel, Santa
Fe, sobresaliendo de un ocano de flores, como ramilletes tirados al
acaso por una maga. Y todo ese valle de Mxico, obra maestra de
Dios, admiracin de los hombres, impregnado de recuerdos del barn de
Humboldt (388).
La noche del 15 de septiembre de 1857, Juan Daz Covarru-bias,
que entonces no ha cumplido los 19 aos de edad, es el encargado de
pronunciar el discurso cvico en la ciudad de Tlal-pan, Sodoma de
los jugadores, paraso perdido del gallero Anto-nio Lpez de Santa
Anna y su corte de aduladores. Para nuestros tiempos puede resultar
excesiva la extensin de aquellos discur-sos. Rancheros y chinas,
abogados y petimetres, escuchaban a ese joven, casi nio, hablar
sobre la Independencia como un proyecto retardado e interrumpido,
por el cual era necesario seguir luchan-do. Si una de las posibles
causas por las que Mrquez orden el fusilamiento de Daz Covarrubias
fue la radicalidad de su pensa-miento liberal, Zarco se apresura a
tomar la estafeta y hacer la crnica de esa historia escrita sobre
la marcha, al escribir el folle-to Las matanzas de Tacubaya, una de
las publicaciones ms per-seguidas por la polica de Zuloaga. A
partir de abril de 1861, ya triunfante el gobierno liberal de
Benito Jurez, el recordatorio de los Mrtires de Tacubaya se
convierte en una importante festivi-dad cvica. Del mismo modo en
que una de las razones para que Mrquez diera la orden de
fusilamiento haba sido la furia que contra Daz Covarrubias tenan
por sus discursos pronunciados con motivo de la Independencia,
siempre en contra de los conser-vadores, Zarco era perseguido por
la capacidad combativa de sus escritos. Su voz se levant para hacer
una sntesis apasionada y
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 171
objetiva de los hechos, una denuncia lcida para protestar por la
barbarie armada contra la inteligencia.
En la urbe utpica anhelada por Daz Covarrubias, los ricos
aportan su dinero, la clase media sus virtudes y los pobres su
trabajo. A pesar de este reduccionismo bien intencionado y de que
las novelas de Daz Covarrubias son ms expresiones sociol-gicas que
plenos logros estticos, es en ellas donde por primera vez en
nuestra ficcin las calles de la ciudad de Mxico adquieren su carta
de naturalizacin literaria y alcanzan una actuacin tan importante
como la de los otros protagonistas. Son notables las rutas
recorridas por sus personajes, porque stas ocurren en luga-res
donde su lector contemporneo, y aun los presentes, recono-cen su
mbito urbano. En El Diablo en Mxico, Enrique sigue a Dolores el
segundo domingo de marzo de 1856, cruzan la plaza hacia el Portal
de Mercaderes, caminan dos cuadras de Plateros, doblan hacia la
izquierda en Espritu Santo y llegan a una casa en la calle de la
Cadena. Finalmente, los dos personajes masculinos se alejan por la
calle de Zuleta. Los jvenes calaveras de La clase media entran en
el Hotel de la Gran Sociedad y ordenan fsforos, esa bebida cuya
base es el aguardiente cataln, que recorre gran parte de la
literatura de los bajos fondos de nuestro siglo xix. La escena
climtica de la novela, cuando Romn, el joven mdico, alquila un
coche para asistir a un duelo de honor, es una recons-truccin de la
ciudad decimonnica. El carruaje parte de la Plaza de Armas, toma
por la actual Avenida Chapultepec, donde obser-va el acueducto,
"obra maestra del genio y la constancia"; pasa por el Castillo de
Chapultepec; llega a Tacubaya, "la de los idi-lios juveniles, la
nia consentida de Mxico"; dobla hacia la ha-cienda de la Condesa,
donde el personaje se apea para internarse en las entonces
solitarias lomas entre el camino a Toluca y el Olivar del Conde: el
escenario y los personajes como un todo. Los mbitos ciudadanos como
espacios donde se cumple la propia aventura: el caf, la casa de
vecindad, el saln, son mbitos urba-nos que delimitan la accin
narrativa, y donde la clase media de Daz Covarrubias combate nos
dice con los anhelos de los ricos y sin la resignacin de los
pobres. De tal modo, los persona-jes pueden ser t o yo, se mueven
por calles con nombres que
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172 VICENTE QU IR ARTE
cotidianamente ejercemos: la ciudad no es ms un escenario sino
otro personaje. Los protagonistas no se desplazan por espacios
convencionalmente literarios, sino actan en mapas urbanos don-de a
cada significante corresponde un significado social. No se trata de
convenciones literarias sino de hitos urbanos que desem-pean una
actuacin nica e insoslayable. Miguel, el estudiante de Medicina que
tantos elementos autobiogrficos tiene de Daz Covarrubias, traza con
su ruta sus hbitos de estudiante pobre: "se dirigi a su habitacin
que era un modesto aposento en la calle de Santa Catarina, cambi de
traje, se desayun en un caf de la calle de Tacuba, y se encamin al
Hospital de San Pablo". En marcado contraste, Isidoro, el seorito
econmicamente poderoso, cumple su rutina ciudadana:
En cuanto a Isidoro, haba salido del lecho a las nueve de la
ma-ana [...] mand ensillar su caballo, se dirigi al Tvoli de San
Cosme donde almorz perfectamente, fue al tiro de pistola de las
Delicias, donde estuvo ejercitndose en colocar algunas balas en el
anillo del centro de la placa, luego se lanz a galope por la
romancesca calzada de la Piedad, volvi a su casa, donde se visti
con un esmero y elegancia con que lo hara para un baile, estuvo una
hora en casa de la divina Eulalia platicando y tocando el pia-no, y
por ltimo se fue a buscar a Enrique, con su indiferencia habitual
cantando entre dientes una cancin bquica (385-386).
Para Daz Covarrubias, las calles, edificios y rutas de la ciudad
son significantes cuyo significado encuentra exclusivamente el
iniciado. La ciudad se convierte no slo en lugar de trnsito fsico
del cuerpo, sino en refejo del trayecto espiritual del personaje.
El Castillo de Chapultepec es descrito como un importante hito
urbano:
Chapultepec, severo castillo que reposa sobre una alfombra de
verdura, ese testigo mudo, sombro acusador de las locuras y
ex-travos de la opulenta capital, esa pgina palpitante de nuestra
in-feliz historia, desde Moctezuma hasta Santa Anna, desde la
entra-da del Ejrcito Trigarante en 1821, hasta el estruendo del can
invasor en 1847, ese gigante que vive con la existencia de los
siglos (387).
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 173
La prosopopeya del Castillo como testigo viril y la ciudad como
coqueta casquivana, muy repetida en nuestro autor, de-muestra una
innovacin con respecto a sus antecesores: los edifi-cios estn vivos
y forman parte esencial de la vida de una ciudad gracias a los usos
y atributos que le otorgan los hombres. Para Daz Covarrubias, la
novela rinde testimonio de la historia inme-diata: nmeros y fechas
determinan la breve novela El Diablo en Mxico, cuya accin
transcurre en la capital entre el segundo do-mingo de marzo de 1856
y septiembre de 1857. Con esta insisten-cia en incluir fechas, el
novelista subraya la indiferencia general ante el drama poltico que
paralelamente se desarrolla: los perso-najes aman y se afanan sin
pensar en lo que ocurre alrededor. Por ejemplo: el 8 de marzo de
1856 tiene lugar la batalla de Ocotln, con la victoria de
Comonfort,5 y en septiembre de 1857 el enfren-tamiento entre
liberales y conservadores alcanza puntos lgidos: se descubre una
conspiracin reaccionaria en Guadalajara; en Monterrey, Santiago
Vidaurri hace prisionero al obispo Verea y se intervienen los
bienes del clero en Puebla, contraviniendo la orden del presidente
Comonfort. Por lo tanto, es clara la intencin metafrica de Daz
Covarrubias: mientras el pas se desintegra, la capital se pavonea
en delirios amorosos y bailes de saln.
Adems del avance que para la historia social represent la
no-velstica de Juan Daz Covarrubias, sus descripciones de la ciudad
son una manera de defender el espacio urbano donde naci y mu-ri. Ms
adelante, Altamirano escribira indignado contra la nove-la La
esposa mrtir del espaol Enrique Prez Escrich quien, en
5 El poeta Marcos Arrniz particip en este encuentro, del lado de
los con-servadores. Seguidor del general Santa Anna, bajo sus
rdenes lleg a ser capi-tn de lanceros. Como actor y testigo de la
batalla, Arrniz ofrece su parcial punto de vista. Escrito al calor
de los acontecimientos, y con clara visin parti-dista, su Manual de
Historia y cronologa de Mxico (Pars: Librera Rosa y Bouret, 1858),
registra de este modo los hechos: "8 de marzo de 1856. Bata-lla
reida de Ocotln en que afrontaron las columnas de los pronunciados
sali-dos de Puebla al mando de Haro y Castillo los estragos de las
bateras y briga-das enemigas; rompiendo el centro, y tomando por
trofeos banderas, caones y un batalln prisionero. 22 de marzo de
1856. Capitulacin de Puebla en que se rindieron las fuerzas que
sostenan el plan de Zacapoaxtla por falta de muni-ciones y recursos
a las fuerzas acudilladas por el presidente Comonfort".
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174 VICENTE QU IR ARTE
su afn de infundir a su obra un sabor extico, dice que a la
Re-pblica Mexicana se entra por el Callao. Su personaje deja su
fragata en Puebla de los ngeles y llega a la ciudad de Mxico, donde
describe el lago de Santa Fe.
Entre el carnaval y el pronunciamiento; entre la danza de la
muerte y la incansable alegra de vivir, transcurre la vida de la
capital. Alabada unnimemente por viajeros y nativos a causa del
trazo de su calles, la transparencia del aire, la belleza de sus
pai-sajes aledaos, la urbe deja de ser exclusivamente un escenario,
para convertirse en personaje. Las crnicas de Francisco Zarco y
Fernando Orozco y Berra; las novelas de Juan Daz Covarrubias; La
musa callejera de Guillermo Prieto conforman la geografa li-teraria
de una ciudad que exige su lugar en la imaginacin colec-tiva, con
sus nombres e impurezas, sus iluminaciones y cadas. Semejante
preocupacin por la exactitud topogrfica tambin es privilegiada en
la poesa: la Migajita de Prieto vive en La Palma, barrio bravio
donde habitaban los curtidores de pieles; es curada de sus heridas
en el Hospital de San Pablo y, finalmente, se le sepulta en el
Panten de Dolores. Orozco y Berra, en la crnica "Revista del
desayuno", publicada en La Ilustracin Mexicana, hace un mapa
gastronmico de cafs y restaurantes mexicanos: alaba la decoracin o
deplora la vajilla utilizada, y externa su opi-nin sobre la calidad
de los productos ofrecidos. Inspirado en las lecciones de su
maestro Luis de la Rosa, Zarco examina, con ri-gor cientfico, la
teora y la prctica de la flnerie por las calles de la ciudad de
Mxico, en crnicas ms prximas al lirismo de Baudelaire que al cuadro
de costumbres.
La vagancia considerada como una de las bellas artes
Con la llegada del crepsculo, Francisco Zarco extraa, ms que
nunca, la libertad que tena para tomar guantes, bastn y sombre-ro,
actos rituales que preludiaban su salida a la calle. Ahora no puede
asomarse ni siquiera a mirar la fragua del cielo, solidaria con las
caminatas que, solo o en compaa de Guillermo Prieto, haca por la
ciudad. Irona de la topografa urbana: la Crcel de la
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 1 7 5
Acordada se encuentra en uno de los enclaves ms privilegiados de
la ciudad, all donde pueden verse la Plaza de Toros y el co-mienzo
del Paseo Nuevo de Bucareli, sitio de moda para ver y ser visto, y
donde la celebrada transparencia del aire y los efectos de la
perspectiva forjan los mejores crepsculos de la urbe. A los
tormentos y humillaciones fsicos que el carcelero Acvez inflige al
cuerpo de los presos, se suma la negativa de permitirles mirar ese
diario espectculo cuyo gozo es, para los libres, gratuito. Po-cos
lo describieron mejor que Prieto:
El sol desciende con blandura al ocaso: su luz moribunda alumbra
un paisaje tan encantador, que la mano ms diestra no pudiera
trasladar al lienzo; desde el centro de concurridsimo Bucareli, se
tiende la vista y la enajena la contemplacin de la frtil y extensa
llanura que est en el primer plano de este cuadro magnfico: se
presenta a los ojos dicha llanura con su apacibilidad melanclica,
con el dcil rebao que pace esparcido, y con el humo espeso que en
el ter pursimo y sereno, sube y se extiende de la humilde chozuela
del cuidador pacfico de los rebaos (Prieto 1993 42).
Zarco tena 11 aos de edad cuando ley esa pgina en El Mu-seo
Popular del 15 de enero de 1840, firmada con el seudnimo Benedetto.
Con ella, Prieto dio inicio a su faceta de escritor de costumbres.
Tena 22 aos y la experiencia antes que la teora le haba enseado que
la posesin de una ciudad se realiza mediante el contacto directo de
los tacones con el empedrado. Bajo el ttulo "Costumbres mexicanas",
Prieto resea un domingo en la ciudad de Mxico. El escritor echa a
andar, pone sus sentidos en funcio-namiento. Como an no es un
jacobino acrrimo, disfruta hasta los templos donde da testimonio de
su erudicin cronomtrica para conocer las horas y especialidades que
las diferentes iglesias ofrecen a sus devotos. Declaracin de amor y
manifiesto de prin-cipios: el usuario profesional de la urbe, aqul
que desea dejar testimonio escrito de sus prodigios, deber ejercer
el movimiento, sufrir insolacin, empolvarse, agotar los sentidos en
la aprehen-sin del fenmeno urbano. Como se ha encargado de
investigar Malcolm D. Me Lean, "entre 1840 y 1881 [Prieto] escribi
unos 150 cuadros, suma que no incluye las numerosas escenas de
indo-
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176 VICENTE QU IR ARTE
le parecida incorporadas por l a sus relatos de viajes y a sus
Memorias" (80).
La observacin de Me Lean subraya la distincin existente en-tre
las crnicas escritas para la celeridad del peridico y aqullas que
el memorioso Prieto hizo en la serenidad del escritorio, una vez
que la pacificacin del pas permita el ejercicio ms dilatado de la
pluma: la primera edicin de Memorias de mis tiempos apa-recera en
1906, casi una dcada despus del fallecimiento de Fi-del. Es en el
ejercicio cotidiano donde Prieto y el resto de los escritores
liberales luchan para educar y despertar del letargo a sus
conciudadanos, y donde la ciudad emerge con sus defectos y
virtudes, como laboratorio de la modernidad y espacio
centrali-zante de la actividad poltica, comercial y cultural del
pas. En el volumen I de la Revista Cientfica y Literaria, en 1845,
Prieto publica lo que puede considerarse un manifiesto de
principios. "La Literatura Nacional. Cuadro de costumbres" afirma
que es el gnero que mejor puede contribuir a cimentar el esptiru
naciona-lista y a tener una literatura propia (vase Alonso Snchez
1991); Prieto considera que para criticar las costumbres, con un
tinte de irona, con un estilo ligero, es necesario primero
conocerlas. De ah que el mtodo de demostracin consista en una
exposicin del hecho o del tipo y posteriormente la tesis que se
pretende demos-trar.
Hijo del romanticismo, hermano de la litografa, el cuadro de
costumbres es el gnero que ve su florecimiento en las sociedades
urbanas. La insistencia en los tipos como elementos conformado-res
de una potica urbana es vislumbrada por Zarco: "Como Byron andaba
en pos de hroes para cantarlos en sus poemas in-mortales, yo ando
en pos de tipos que estudiar en mis pobres articulejos" (1968 107).
Marcos Arrniz expres tericamente la importancia del gnero para la
comprensin de la historia de un pueblo:
Si cada siglo nos hubiera transmitido sus crnicas de usos
familia-res y domsticos, se comprenderan hoy sin mucha dificultad
las alusiones que a las costumbres e idiomas locales hallamos en
las antiguas relaciones, y que hoy ya son oscuras para nosotros;
por
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 177
sus trajes vendramos a conocer perfectamente el estado de sus
manufacturas, y sus adelantos sociales; pero los escritores de
todos tiempos miran comnmente esas bagatelas, as las llaman, como
indignas de su consideracin, sin atender a que algn da la
popu-laridad ms extendida de estos usos peculiares de cada pueblo
puede llegar a verse sepultada en el ms profundo olvido.
Entre-tanto no es cierto que siempre nos sentimos movidos de una
viva curiosidad por conocer el modo de existir de nuestros
ascendien-tes, y que las particularidades ms mnimas de sus
costumbres do-msticas nos parecen llenas de inters, aunque sea slo
por com-placernos en nuestra superioridad relativa? En el da hay
algunos usos que deben recordarse, y sin cuyo conocimiento no se
califi-cara sino imperfectamente nuestra poca (129-130).
Para Jos Mara Rivera uno de los ms fecundos y variados
colaboradores de Los mexicanos pintados por s mismos, "al es-cribir
artculos de costumbres la gracia est en escribir sobre cos-tumbres
malas". En este maniquesmo tan radical, el pensamiento liberal se
manifiesta unilateral en sus juicios: separa tajantemente lo que es
la gente de razn del resto de la poblacin.6 Como ms tarde ver
Antonio Gramsci, el folklore ser el modo ms autnti-co y profundo de
comprender la identidad de un pueblo. Para los liberales romnticos
mexicanos, la arena era para todos y todos deban encontrarse en
ella.
Como hemos examinado antes, la vida literaria de Francisco Zarco
estuvo limitada a unos cuantos aos. Sin embargo, supo imprimir al
cuadro de costumbres un matiz que ninguno entre sus contemporneos
salvo su amigo Arrniz supo o quiso com-prender. Lo que Zarco
experimenta en la ciudad de Mxico, es captado por Poe, Balzac y
Baudelaire en sus respectivos espacios urbanos. Ante el alud de
novelas de costumbres surgidas en Pars, Baudelaire encuentra que su
popularidad se debe al gusto de la multitud. "As como a Pars le
gusta or hablar siempre de Pars, la multitud se complace en los
espejos donde se ve reflejada. Pero
6 Como seala Moiss Gonzlez Navarro, el liberalismo ortodoxo crea
que no era preciso ayudar a los trabajadores, mientras no cayeran
en la invalidez o en el crimen. El liberalismo "no quera ver que el
axioma de dejar hacer, dejar pasar, cambiar en dejar de padecer,
dejar morir" (410).
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178 VICENTE QU IR ARTE
cuando la novela de costumbres no est elevada por el buen gusto
natural del autor, corre el riesgo de resultar rida y tambin
com-pletamente intil, ya que en materia de arte la utilidad puede
me-dirse por el grado de nobleza. Si Balzac pudo hacer de este
gne-ro tan vulgar una cosa tan admirable, siempre singular y a
veces sublime, fue porque en ello puso todo su ser" (23).
Si liberales y conservadores tienen diferentes maneras de leer
la ciudad, entre los propios liberales, la manera de concebir la
ciudad como un gran cuadro de costumbres, conformado por ml-tiples
mosaicos, variaba de acuerdo con la sensibilidad de cada quien y
con las lecturas que hubieran hecho. La sensibilidad del joven
Zarco haba sido moldeada por La Bruyre, Balzac y Ga-varni, as como
por los ensayistas ingleses. En su anteriormente citado repaso de
la literatura mexicana, Arrniz establece una di-ferenciacin entre
el trabajo de Francisco Zarco y el de Guillermo Prieto:
Fidel se hace notar por su charla picante, su locuacidad burlona
y su exuberancia festiva; pero Zarco con su risa hiela de vergenza
a la sociedad; con su mirada magnetiza a los tipos sociales, sobre
quienes se fija y les hace confesar sus ridiculeces a su antojo.
Fi-del con su burla divierte y se divierte; Zarco se daa asimismo
con su irona y su sarcasmo; se asemeja a Juvenal; ha ledo con
provecho a Larra (213).
En otras palabras, Prieto apuesta por el mural y Zarco por el
retrato de caballete. Fidel es un cronista de mirada externa,
mien-tras Fortn examina su ser interior en medio de la masa. Como
ha notado Magdalena Galindo, los artculos firmados por Francis-co
Zarco en El Demcrata y El siglo xix son los dedicados al periodismo
combativo y framente razonado (VII-XXIII). En cambio, Fortn es el
autor frivolo y refinado, el flneur que en la caminata encuentra su
justificacin vital. Zarco no fue el mejor amigo de su obra
artstica. Aunque alguna vez manifest el deseo de publicar sus obras
literarias en forma de libro, nunca lo pudo hacer. Por todo lo
anterior, no puede atribuirse a mala voluntad, sino ms bien a que
Zarco no haba sido bien ledo, lo que Prieto subraya en su discurso
"En honor de Francisco Zarco", pronun-
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 1 7 9
ciado un ao despus de la muerte del amigo, el 13 de abril de
1874: "Zarco senta poco y calculaba demasiado para pulsar la lira
con xito; aunque el divino atractivo de la poesa sonri a su
juventud, los ecos de su lira se apagaban y pasaron inapercibidos
entre sus aspiraciones polticas. Pero Zarco, al entregar sus
ensa-yos poticos a las llamas, revel al mundo el buen sentido que
le hizo verdaderamente grande" (Prieto 1994 488).
La ambigedad del trmino ensayos poticos puede servirnos como
punto de partida para la discusin en torno a la naturaleza de los
textos que Ren Avils rene bajo el rubro "Artculos cos-tumbristas".
Acaso fueron fallidos los versos de Francisco Zarco, pero las
piezas en prosa que nos dej, donde se niega a seguir la frmula del
cuadro de costumbres, examina el dilogo profundo del caminante con
la ciudad. Es el primer escritor mexicano en hablar del tedio
urbano, la movilidad como remedio contra la me-lancola y la
vagancia considerada como una de las bellas artes. En alguna de las
conversaciones que tena con su maestro y supe-rior Luis de la Rosa
en la ciudad de Quertaro, antes de la firma de los Tratados de
Guadalupe Hidalgo, seguramente De la Rosa le hablaba sobre esa
extraa enfermedad sin sangre y sin dolor fsi-co provocada por la
soledad, y los modos cmo los antiguos aprendieron a curar semejante
padecimiento.
Para Zarco, la ocupacin del caballero andante es mirar,
anali-zar y estudiar en el libro abierto de la urbe. El flneur
tiene el privilegio de ver a los otros, pero no piensa, en el
instante de la contemplacin, que l es observado por los otros. La
multitud existe en funcin de l. Es su sistematizador, su ordenar.
Pero sin la multitud, el solitario no existira. De tal modo,
multitud y soli-tario, se mezclan en una simbiosis donde una
precisa inevitable-mente del otro. Pocos textos de nuestra
literatura urbana de la primera mitad del siglo alcanzan la riqueza
conceptual del tro de colaboraciones de Zarco publicadas en La
Ilustracin Mexicana-, "Los transentes", "Mxico de noche" y "El
crepsculo de la ciu-dad". Son tres piezas ms cercanas a Edgar Alian
Poe y Charles Baudelaire que a Guillermo Prieto. Apenas salido de
la adolescen-cia, Zarco explora la relacin del individuo con la
masa, la sole-dad individual en medio de la multitud. Antes de que
Baudelaire
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180 VICENTE QU IR ARTE
escriba sus "Tableaux parisiens", incluidos en Les fleurs du
mal, donde convierte a Pars en protagonista de la ciudad moderna,
Zarco explora el rostro oculto de la capital mexicana. Al tiempo
que Casimiro Castro realiza sus litografas de las calles de Mxi-co,
Baudelaire escribe sus poemas sobre las calles y la gente de Pars.
A partir de l, la ciudad entra en la poesa con sus perfu-mes y
miasmas, sus aberraciones y epifanas. El poeta reivindica la calle
no slo como va de trnsito para llegar a un destino, sino como un
espacio recorrido gratuitamente, con la lentitud y la deli-cia con
las cuales descubrimos un cuerpo, sus secretos y noveda-des, sus
olores domsticos y sus cotidianas sorpresas. El lenguaje en que el
escritor traduce su lectura de la calle y las maneras en que, a su
vez, la calle se modifica en l, son termmetros para medir la
temperatura de la ciudad.
Con "Los transentes", Zarco ofrece una de las mejores crni-cas
sobre el hombre solitario en medio de la muchedumbre, del que
camina, sin una finalidad pragmtica, entre la gente. A Zarco se
debe la introduccin de la palabra flneur en un texto literario
mexicano, y su comprensin como un ejercicio espiritual antes que
como una actividad puramente fsica:
No creo que hay gnero de filosofa que disipe ese mal; pero suele
curarse con el movimiento, con vagar sin objeto, esperando que la
movilidad del cuerpo ejerza alguna influencia en la mente, y la
libre de esas nubes negras y pesadas que la oprimen [...]. A m me
gusta perderme as entre la muchedumbre, correr, detenerme,
apresurar el paso sin saber por qu, caminar sin direccin, y esto
que viene a ser lo que se llama flner, es sin duda el mejor modo de
pasear (Zarco 1968 162).
Una de las fuentes literarias donde bebi para sistematizar sus
ideas fue seguramente la novela Un chino en Pars, de Merry, que
Zarco tradujo para La Ilustracin Mexicana. En una parte de "Los
transentes" hace una breve alusin a ese chino que, para aliviar sus
males amorosos, se fatiga fatigando la ciudad. La na-rracin de
Merry puede resumirse en pocas lneas: un chino se enamora de una
actriz francesa. Ella aparenta aceptarlo, pero le pide
continuamente tibores, vajillas y marfiles de procedencia
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 181
china. El enamorado accede, hasta que, una vez consumidos sus
ahorros y energas, la muchacha desaparece. Ms adelante, el chi-no
se entera de que ella ha contrado matrimonio con otro hom-bre. Un
da, deambulando por las calles de Pars, se topa con una tienda de
artculos chinos, en cuyo aparador reconoce los regalos causantes de
su desgracia econmica y sentimental. Tras una bre-ve indagacin
descubre que quien atiende ese bazar de artculos chinos es nada
menos que el esposo de la perdida. El abandonado emprende entonces
un curioso proceso de purificacin: agota la ciudad, camina sus
calles, sube sus escaleras, monta en sus edifi-cios y sus
omnibuses. De pronto, se descubre curado. La ciudad ha sido su
hospital; el movimiento, su antdoto. Tan satisfecho queda de su
nuevo estado, que se apresura a colocar el siguiente anuncio:
Curacin radical!!!
DEL AMOR DESGRACIADO
EN QUINCE DIAS *
Consulta de las doce a las dos de la tarde, en la casa del
Doctor 1, calle Nueva de Luxemburgo.
Se paga adelantado
Los grandes solitarios son grandes caminadores, escribe Gastn
Bachelard, y caminar es la forma ms profunda de posesionarse de la
calle. "Los sentidos humanos se han desarrollado entera-mente para
caminar; la vista, el odo, el olfato y el tacto estn organizados
exactamente de tal manera que darn el mximo de informacin, cuando
la velocidad de desplazamiento no sea ma-yor a 5 km. por hora
[...]. Conduciendo un automvil nos move-mos a travs de la ciudad y
caminando estamos dentro de la ciu-dad" (Gehl 24).
Bajo la sonrisa que deja en el lector el relato de Merry, Zarco
supo encontrar la metfora del solitario entre la multitud.
Antes
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182 VICENTE QU IR ARTE
que el resto de sus contemporneos, comprendi que el de
tran-sente es un oficio que demanda un desarrollado sentido de la
vista y una gran capacidad de abstraccin, por lo cual sus textos se
acercan ms al ensayo analtico que al cuadro de costumbres. Zarco
quiso leer la condicin del hombre ante los enigmas plan-teados por
la modernidad. Irnico y brillante, Zarco coquetea con los lectores
que an no nacan: "Ah! No son esas cuestiones para el escritor de
costumbres, que tiene que detenerse en la superficie de las cosas,
que debe pintar sin analizar, sin profundizar".
La crnica de Zarco es hermana del texto The Man of the Crowd de
Edgar Alian Poe, publicado por primera vez en el Burton's
Gentlemen's Magazine de diciembre de 1840. Induda-blemente,
Francisco Zarco, no obstante su probada capacidad para el
conocimiento de idiomas extranjeros, no pudo tener conoci-miento
del texto de Poe, pionero en recuperar el sentido de la frase de La
Bruyre, quien estudi la sintomatologa de enferme-dad de no poder
estar solo. Naturalmente, la flnerie haba sido tema de los
escritores franceses de costumbres del siglo xix. Des-de Les
franais peints par eux mmes (1841), Auguste de Lacroix haba hecho
su anatoma de esta nueva criatura nacida con la ciu-dad moderna. En
los conceptos de Zarco se vislumbra una lectura atenta de Lacroix:
"Sin duda el flneur ama tambin el movi-miento, la variedad y la
multitud, pero no lo domina una irresisti-ble necesidad de
locomocin" (9).
En sus romances y crnicas, Guillermo Prieto es el hombre en la
multitud; Zarco explora al hombre de la multitud, esa especie
nacida como parte de una nueva forma de convivencia o desapego
urbanos. El tiempo de Poe entre nosotros sera cuando Rubn Da-ro lo
introdujera en 1897 con su libro Los raros. De ah, resulta
doblemente significativa la exploracin que Zarco hace de la
cria-tura urbana. No hace los retratos del sereno, la china, el
abogado o la vendedora de cha; el foco de su atencin lo constituye
el transente que, en su paso por la ciudad, cumple una funcin ms
simblica: la calle es un mundo, eje de su acontecer exaltado, y el
transente deviene metfora del habitante del planeta Tierra: al
caminar por caminar, cumple su misin. La ciudad da seales: su
usuario es el caballero andante que tiene la obligacin de
desci-
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 183
frarlas. El narrador en el cuento antes aludido de Poe sigue a
un personaje para conjeturar sobre su misin en la Tierra; de igual
manera, Zarco se obliga a descifrar los misterios de la calle:
"Pero en el transente siempre hay algo que examinar, algo que todos
quieren encubrir, pues en la calle se nota un esfuerzo gene-ral de
ocultar qu es lo que hace andar a cada uno, qu lo hace correr, qu
lo detiene" (Zarco 163).
El aislamiento del individuo en medio de la multitud, como
naufragio personal en el desierto de la sociedad urbana, comenza-ba
a ser identificado como uno de los males espirituales del siglo.
Como cerca de un siglo ms tarde lo ver Walter Benjamin, el flneur
es un vago con oficio. La vagancia es un arte, una educa-cin que se
afina conforme se complican los cdigos de la ciudad. El artista de
la calle llevar la duracin a ritmos exasperantes para quien se
desplaza con objeto de llegar a un destino: pasea por la calle con
una langosta sujeta de un hilo y adeca su paso al del animal.
Durante el Porfirismo, el verbo flanear adquir carta de ciudadana,
pero fue utilizado como una moda elegante, sin las exigencias
filosficas y las responsabilidades estticas que seme-jante oficio
demandaba. El vagabundo deambula por la ciudad sin conocimiento de
causa; el flneur lo hace sin causa pero con co-nocimiento. Quien
practica el segundo oficio, ejerce la ciudad y la domina. Lacroix
entiende por flneur exclusivamente a ese re-ducido nmero de hombres
privilegiados que estudian el corazn humano en la naturaleza misma,
y la sociedad en el gran libro del mundo. Distingue entre el flneur
y el badaud, que es, llanamen-te, el mirn. Para Lacroix, el flneur
es al badaud lo que el gour-met al glotn. Ambas son especies de
bpedos humanos pero tie-nen diferencias. El badaud no piensa y slo
percibe los objetos exteriormente. No existe comunicacin entre su
cerebro y sus sentidos: "Para l las cosas no existen sino de manera
simple y superficial, sin caractersticas particulares y sin
matices; el cora-zn humano es un monolito cuyos jeroglficos no le
interesan. A sus ojos, las sociedades no son sino reuniones de
hombres; los monumentos, conjuntos de piedras" (66). Zarco cumple
con la exigencia de Lacroix cuando dedica su vagancia y su
profesional capacidad de observacin a ver a los transentes por las
calles de
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184 VICENTE QU IR ARTE
la ciudad, "adivinando o suponiendo mil existencias diversas", y
concluir que "los transentes en una ciudad son la imagen de los
transentes por el mundo".
No era fcil caminar en el siglo xix. Imaginemos el caos
pro-vocado por la multitud de carruajes de las ms diversas
traccio-nes, las implacables lluvias que convertan la calle en
lodazales, los canillitas que pululaban en pos de la cartera ajena:
"Faltan losas en las banquetas y en las atarjeas, hay barrancas y
sinuosi-dades; pero en fin, a fuerza de resbalones y tropezones se
puede andar" (Zarco 148). Adase a eso la considerable inversin
tem-poral que demandaba la toilette, paso imprescindible para
enfren-tar la calle. Mucho antes de la Revolucin Industrial, un
vido caminante antecesor de la flnerie, Jean-Jacques Rousseau, es
arrollado por un vehculo mientras practica el doble arte de
cami-nar y filosofar, como queda demostrado en sus Ensoaciones del
paseante solitario. Baudelaire, prncipe de los andariegos, mostra-r
esa misma dialctica: defiende ferozmente su individualidad ti-ndose
el pelo de verde, pero empua un fusil durante la Revo-lucin de
1848.
La cotidiana odisea realizada por un hombre al salir de su casa
ser fruto de la novela fundadora de la modernidad en nuestro siglo:
James Joyce hace con Ulysses la refundicin de gran parte de los
mitos del hombre que no puede estar solo en medio de la multitud,
pero que tampoco puede estar sin ella. Sin embargo, la gesta del
hombre que descubre su herosmo en el acto supremo de soportar la
vida sobre sus dos piernas y ser digno de la ciudad, halla sus
orgenes ms profundos en los escritores del xix. El cita-do Edgar
Alian Poe de The Man of the Crowd (1840); el Natha-niel Hawthorne
de Wakefield (1849); el Hermn Melville de Bar-tleby (1852) y el
Ralph Waldo Emerson de Walking (1862) de-muestran que el ejercicio
de los nuevos caballeros andantes tiene lugar no en bosques
legendarios sino en el laberinto de mltiples cdigos de la ciudad
moderna. Londres y Nueva York son las ciudades donde
preferentemente se ubica la accin de estos perso-najes que se
enfrentan, con sus caminatas, a una sociedad cada vez ms adoradora
del progreso material.
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LA CIUDAD DE MXICO SE CONVIERTE EN PERSONAJE 185
En el ensayo denominado Walking, Emerson haba descubierto el
carcter subversivo del hombre que