Verdades religiosas, política laica: Habermas sobre la religión en la esfera pública. José Luis Lópe z de Lizaga Universidad de Zaragoza Cuando escribió El liberalismo político, Rawls se preguntaba si era realmente apremiante la cuestión de la posibilidad de convivencia de una pluralidad de cosmovisiones y religiones en el seno de una comunidad política democrática. “Entre nuestros problemas más básicos están los raciales, étnicos y de género” 1 , escribía Rawls en 1992, y ante la urgencia de estos graves problemas podría parecer anacrónico discutir las condiciones de una convivencia pacífica y tolerante entre creencias diversas. Hoy seguramente Rawls no habría necesitado hacerse esa pregunta. Los problemas raciales, étnicos y de género siguen estando, en Estados Unidos y en cualquier otra parte, en una situación no muy distinta a aquella en que es taban hac e 15 años. Pero en los últimos tiempos las cuestiones relacionadas con la religión han pasado a ocupar un lugar muy destacado en los debates que tienen lugar en la esfera pública y en la propia teoría política. Este rebrote de la cuestión religiosa puede atribuirse a muchas causas. El fanatismo islamista es una de ellas, como también lo es el tono mesiánico (convencido o cínico, eso es lo de menos) con que la política norteamericana de los últimos años ha respondido a él. Y aunque no cabe descartar que esta reaparición de la religión en la vida pública sea interesada y pasajera (una especie de moda política desmentida por la imparable secularización de la sociedad y la cultura, la pérdida de influencia social de las iglesias, la crisis de “vocaciones” religiosas, etc.), hay indicios de que el discurso religioso está penetrando el lenguaje político no sólo de quienes se han propuesto rehabilitarlo, sino también de sus adversarios. 2 Esta influencia inadvertida podría extenderse pronto, si es que no lo ha hecho ya, a otros ámbitos sociales distintos del sistema político. En una palabra: la religión está hoy muy presente en la vida pública, más presente que antes, y la teoría política algo tiene que decir sobre ello. 1 Rawls 2004, 24. 2 Sobre este tema en Estados Unidos, cf. E. Menéndez del Valle, “Casi todos hablan con Dios en Estados Unidos”, El País, 26-06-2008. 1
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Verdades religiosas, política laica: Habermas sobre la religión en la esfera pública
José Luis López de Lizaga, Universidad de Zaragoza.
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5/14/2018 Verdades religiosas, pol tica laica: Habermas sobre la religi n en la esfera p b...
Verdades religiosas, política laica:Habermas sobre la religión en la esfera pública.
José Luis López de LizagaUniversidad de Zaragoza
Cuando escribió El liberalismo político, Rawls se preguntaba si era realmente
apremiante la cuestión de la posibilidad de convivencia de una pluralidad de
cosmovisiones y religiones en el seno de una comunidad política democrática. “Entre
nuestros problemas más básicos están los raciales, étnicos y de género” 1
, escribía
Rawls en 1992, y ante la urgencia de estos graves problemas podría parecer anacrónico
discutir las condiciones de una convivencia pacífica y tolerante entre creencias diversas.
Hoy seguramente Rawls no habría necesitado hacerse esa pregunta. Los problemas
raciales, étnicos y de género siguen estando, en Estados Unidos y en cualquier otra
parte, en una situación no muy distinta a aquella en que estaban hace 15 años. Pero en
los últimos tiempos las cuestiones relacionadas con la religión han pasado a ocupar un
lugar muy destacado en los debates que tienen lugar en la esfera pública y en la propia
teoría política. Este rebrote de la cuestión religiosa puede atribuirse a muchas causas. El
fanatismo islamista es una de ellas, como también lo es el tono mesiánico (convencido o
cínico, eso es lo de menos) con que la política norteamericana de los últimos años ha
respondido a él. Y aunque no cabe descartar que esta reaparición de la religión en la
vida pública sea interesada y pasajera (una especie de moda política desmentida por la
imparable secularización de la sociedad y la cultura, la pérdida de influencia social delas iglesias, la crisis de “vocaciones” religiosas, etc.), hay indicios de que el discurso
religioso está penetrando el lenguaje político no sólo de quienes se han propuesto
rehabilitarlo, sino también de sus adversarios.2 Esta influencia inadvertida podría
extenderse pronto, si es que no lo ha hecho ya, a otros ámbitos sociales distintos del
sistema político. En una palabra: la religión está hoy muy presente en la vida pública,
más presente que antes, y la teoría política algo tiene que decir sobre ello.
1 Rawls 2004, 24.2 Sobre este tema en Estados Unidos, cf. E. Menéndez del Valle, “Casi todos hablan con Dios en Estados
Unidos”, El País, 26-06-2008.
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Hay varias formas posibles de enfocar teóricamente este fenómeno. Una de ellas
consiste en valorar los méritos y deméritos del laicismo o el ateísmo en comparación
con la religión. Quienes escogen esta vía de análisis se enzarzan en disputas, acaso un
tanto estériles, sobre si el fanatismo religioso ha tenido históricamente consecuencias
más o menos criminales que el fanatismo ateo, o sobre si el ateísmo no será, en el
fondo, una religión encubierta tan dogmática como las otras. En estas páginas no nos
adentraremos en estos debates.3
Me interesa examinar más bien las tesis que
recientemente ha defendido Habermas en torno a la posición de la religión en la
sociedad y la política contemporáneas. Y acotando más aún nuestro tema, la cuestión
que nos ocupará puede exponerse del siguiente modo: ¿es lícito que el lenguaje
religioso, o los argumentos basados en creencias religiosas, intervengan en los debates
en torno a cuestiones de interés público en sociedades democráticas, pluralistas y en
buena medida secularizadas?
La posición reciente de Habermas en torno a esta cuestión es, como veremos,
extraordinariamente favorable hacia las religiones, a las que concede un derecho casi
irrestricto de circulación en la esfera pública. Esta complacencia con la religión resulta
sorprendente para quienes conocen la obra anterior de Habermas, y además tiene
consecuencias muy problemáticas. En efecto, en sus últimos escritos Habermas ha
abandonado uno de los principios fundamentales con los que el pensamiento político
liberal ha abordado usualmente el fenómeno de la religión en la sociedad democrática.
Se trata del principio, fundamentado con toda claridad por John Rawls, que exige que
en los debates de interés público los ciudadanos, con independencia de sus orientaciones
éticas o religiosas particulares, sólo hagan uso de argumentos cuyas premisas puedan
compartir también aquellos que no comparten sus propias convicciones éticas o
religiosas. En estas páginas presentaré, en primer lugar, la posición de Rawls en torno a
este problema, que puede considerarse paradigmática de la concepción liberal e
ilustrada que Habermas parece haber abandonado ahora (I). A continuación quisiera
examinar la reciente posición de Habermas, y señalar algunas dificultades importantes a
las que, en mi opinión, conducen inevitablemente sus tesis (II). Por último, quisiera
apuntar una hipótesis que permite explicar este reciente giro del pensamiento de
3 Para mencionar algún autor representativo de estos debates, citemos el libro de Richard Dawkin TheGod Delusion (Dawkin 2006), y la respuesta de John Gray en The Guardian, 15-03-2008. Cf. también
Peña-Ruiz 1999, parte I.
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La posición de Rawls se articula en torno a la distinción entre la “razón pública”
y la pluralidad de “razones no públicas” que coexisten en la sociedad. Podemos
entender por “razón no-pública” el conjunto de principios que permiten fundamentar la
validez de una proposición o de una norma en un ámbito social diferenciado
funcionalmente, como son, entre otros, las iglesias.5
En el seno de una comunidad
religiosa, por ejemplo la católica, pueden considerarse verdaderas las proposiciones del
Credo, o los Diez Mandamientos, o las encíclicas del Papa. Estas proposiciones servirán
como principios de fundamentación de otras proposiciones acerca del mundo, o como
principios de justificación de ciertas acciones obligatorias para los católicos. Pues bien,
estas proposiciones asumidas como verdaderas por la comunidad socialmente acotada
de los católicos pueden considerarse razones, en el sentido enteramente trivial de
argumentos, de principios de razonamiento. Pero es evidente que estas razones no son
propiamente públicas, a pesar de ser compartidas por un conjunto de individuos (quizás
numerosísimo): no lo son, porque sólo son válidas para los miembros de esa asociación
particular que es la Iglesia católica, exactamente en el mismo sentido en que la regla
que obliga a lucir una determinada camiseta en un estadio de fútbol sólo es válida para
los miembros de un club de aficionados de un determinado equipo. Es importante
señalar, pues, que la distinción rawlsiana entre “razón pública” y “razones no públicas”
no se superpone a la distinción entre lo público y lo privado, ni tampoco se refiere al
número, más o menos cuantioso, de quienes comparten dichas razones. La razón no-
pública no puede considerarse “privada”, porque no pertenece a un único individuo o a
su esfera privada, sino que es común a muchos individuos. Pero por muchos que sean,
las razones no son públicas mientras su validez siga dependiendo de la pertenencia a
una asociación particular , por ejemplo una iglesia.
Por contraste con las razones no públicas, siempre plurales y heterogéneas,
Rawls define la razón pública como el conjunto de principios “morales y políticos
básicos que determinan las relaciones de un gobiernos democrático con sus ciudadanos
y de éstos entre sí”.6
Estos principios deben eliminar las fricciones que se producen en
los puntos de intersección entre el Estado y la esfera pública débil: permiten al Estado
“justificar razonablemente sus decisiones políticas”,7
y permiten a los ciudadanos
5 Rawls 2004, 255. Rawls cita otros ejemplos de asociaciones igualmente dotadas de razones no-públicas,como “las universidades, las sociedades científicas y las asociaciones profesionales.” No obstante, para
nuestro tema podemos atenernos al ejemplo de las iglesias.6 Rawls 2001.7 Rawls 2001, 160.
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justificar sus posiciones políticas frente a otros ciudadanos de creencias y valores
diferentes, puesto que son principios compartidos por todos ellos.8
Ahora bien, la
pregunta que inmediatamente se plantea es cómo podemos identificar la razón pública
de una sociedad, es decir, el conjunto de principios o razones “que puedan ser
compartidos por los ciudadanos” con independencia de su pertenencia a diversas
asociaciones, y con independencia de las cosmovisiones vinculadas a las prácticas de
dichas asociaciones. Se diría, en efecto, que en las sociedades funcionalmente
diferenciadas todas nuestras actividades están inscritas en algún subsistema social
organizado de acuerdo con sus propias reglas.9
Todas las razones parecen ser razones
no-públicas; todas las comunicaciones sociales parecen ajustarse a una lógica particular,
inconmensurable con la lógica de otros subsistemas sociales. Y sin embargo,
precisamente porque las sociedades contemporáneas son plurales, culturalmente
heterogéneas, es imprescindible encontrar un conjunto de principios independientes de
las cosmovisiones particulares para fundamentar consensualmente las acciones
colectivamente vinculantes. La razón pública es necesaria; la cuestión es saber si
también es posible: ¿qué principios pueden servir como principios de una razón
pública?
De acuerdo con Rawls, la razón pública de una sociedad democrática puede
incluir principios diversos. Los dos principios que Rawls propuso en su Teoría de la
justicia de 1971 son aceptables como principios de razón pública, pero también podrían
mencionarse otros, por ejemplo los que contiene la Declaración de los Derechos
Humanos de 1948. Pero sea cual sea su contenido concreto, los principios de la razón
pública de una sociedad democrática se basan en un supuesto importante: el supuesto de
que la sociedad es “un sistema de cooperación justo entre personas libres e iguales” 10.
Que la sociedad se conciba como un sistema de cooperación justo significa que los
términos de la interacción deben contar con el consentimiento de los propios actores (en
lugar de venir impuestos por un régimen dictatorial apoyado en el terror, por ejemplo);
y que los ciudadanos sean personas libres e iguales significa, en pocas palabras, que
debe reconocerse a cada uno de ellos la capacidad de escoger sus propias creencias y su
forma de vida particular.
8 Rawls 2001, 162.9 Rawls 2004, 256: “Considérese lo diferentes que son las autoridades invocadas en un concilio
eclesiástico al discutir un asunto de doctrina teológica, en una facultad universitaria al debatir la políticadocente y en una reunión científica que intente evaluar el daño público de un accidente nuclear.”10 Rawls 1990, 10
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Pues bien, Rawls sostiene que este supuesto no forma parte de ninguna
cosmovisión; o en la terminología rawlsiana, no pertenece a ninguna de las “doctrinas
comprehensivas” que coexisten en una sociedad plural. Está emparentado
históricamente con el pensamiento filosófico liberal de la Ilustración, Locke, Kant, J. S.
Mill, etc.,11
pero su validez no depende de ninguna filosofía o cosmovisión particular,
tampoco la de la filosofía liberal. La principal diferencia entre los principios de la razón
pública y las doctrinas comprehensivas es una diferencia de alcance: las doctrinas
filosóficas o religiosas incluyen concepciones del ser humano, del fin último de la vida
humana, del sentido de la historia, etc.12
Así lo hacen las religiones, pero también la
filosofía liberal, que por ejemplo incorpora ciertos valores como el individualismo o la
autonomía moral, y ciertas posiciones teóricas como el agnosticismo o el ateísmo. La
razón pública no necesita tanto: sólo incluye los principios que permiten justificar una
ley o una decisión política en una sociedad que, precisamente, no es culturalmente
homogénea. Y la prueba de que los principios de la razón pública no pertenecen a
ninguna “doctrina comprehensiva”, aunque históricamente procedan de una de ellas, es
precisamente el hecho de que otras doctrinas religiosas o filosóficas diferentes del
liberalismo pueden hacer suyo el supuesto de una sociedad de individuos libres e
iguales que interactúan de acuerdo con principios que consideran justos. Pueden hacerlo
suyo, en efecto, y emplearlo en sus argumentaciones con quienes defienden doctrinas
diferentes de las propias. Y esto no se debe a una imposición imperialista de los valores
liberales sobre las cosmovisiones religiosas o tradicionales, ni de los valores
occidentales sobre los de otras culturas. Concebir la sociedad como un sistema de
cooperación justa entre individuos que defienden libremente formas de vida y creencias
diferentes es, simplemente, hacerse cargo del hecho del pluralismo cultural, sin
renunciar a la exigencia de que la integración social tenga una base consensuada (y no,
por ejemplo, meramente coactiva). Por eso la pretensión de que otras doctrinas
comprehensivas distintas del liberalismo se atengan a los principios de la razón pública
no es una imposición violenta (como lo sería, en cambio, la pretensión de que
asumiesen la concepción liberal de la historia, de los fines últimos de la vida humana,
etc.)
11 Rawls insiste en esto muchas veces. Cf. por ejemplo Rawls 2004, 43-44. 12 Rawls 2004, 43: “Una concepción moral es general si se aplica a un amplio espectro de asuntos y, en ellímite, a todos los asuntos universalmente. Es comprehensiva si incluye concepciones acerca de lo que es
valioso para la vida humana, ideales de carácter de la persona, así como ideales de amistad y derelaciones familiares y asociativas, y muchas otras cosas que informan acerca de nuestra conducta y, en el
límite, sobre la globalidad de nuestra vida”. Cf. también Rawls 2000, 59-60.
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un ejemplo controvertido: el actual debate sobre la conveniencia de legalizar alguna
forma de eutanasia. Es obvio que esta cuestión afecta potencialmente a todos los
ciudadanos, y no sólo a los creyentes en una religión. Por otra parte, la eutanasia choca
frontalmente con las convicciones y las creencias de algunos sectores de la población,
como los miembros de la iglesia católica. Pues bien, es perfectamente lícito que la
iglesia católica forme una doctrina en relación con la eutanasia, y que la comunique a
sus fieles empleando para ellos sus propios recursos de acceso a la esfera pública débil:
ceremonias religiosas, publicación de encíclicas papales u otros documentos, creación
de opinión a través de medios de comunicación afines, etc. Sin embargo, cuando llegue
el momento de discutir la conveniencia de la despenalización de la eutanasia con otros
ciudadanos (agnósticos, ateos o creyentes en otras religiones), y por supuesto cuando
dirija sus reclamaciones al Estado en relación con este asunto, la iglesia católica debería
renunciar a los argumentos religiosos y articular su posición en los términos que permite
la razón pública, y sólo en estos términos. Y debería hacer esto no ya por algún
imperativo racional, sino por razones estrictamente pragmáticas: debería hacerlo porque
sólo de este modo puede esperar convencer a otros de la corrección de sus propios
puntos de vista, y porque sólo si articula sus posiciones en los términos de la razón
pública puede aportar los argumentos que un Estado laico podría hacer suyos para
fundamentar el tipo de legislación que precisamente prefiere la iglesia, en este caso una
legislación prohibitoria. Si admitimos que el discurso de los derechos humanos forma
parte de la razón pública de nuestra sociedad, una iglesia como la católica puede
oponerse públicamente, si quiere, a la despenalización de la eutanasia, pero debe
hacerlo argumentando, por ejemplo, que la eutanasia atenta contra los derechos
humanos. En cambio, no tiene derecho a emplear públicamente (es decir, dirigiéndose a
toda la sociedad) el argumento de que la eutanasia atenta contra la voluntad de Dios.16
No tiene derecho a argumentar públicamente de este modo porque no puede pretender
convencer así a los no creyentes, ni mucho menos puede pretender que un Estado laico
haga suyo este argumento para fundamentar la prohibición de la eutanasia.
16 Los argumentos de la iglesia católica sobre este asunto combinan ambos tipos de razones. En la
Declaración “Iura et bona” sobre la eutanasia de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe se
lee que la iglesia afirma “la dignidad excelente de la persona humana y de modo particular su derecho a la
vida”; pero también se lee que “un Dios creador, Providente y Señor de la vida confiere un valor eminente
a toda persona humana y garantiza su respeto”, o que la “vida, muerte y resurrección” de Cristo “ha dado
un significado a la existencia y sobre todo a la muerte del cristiano”. Las apelaciones al derecho a la vidapertenecen a la razón pública, mientras que las consideraciones sobre Dios o sobre Cristo son
estrictamente del dominio de la razón no pública de los católicos.
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Habermas había ido formulando en torno a la religión entre los años sesenta y
ochenta.17
De acuerdo con Mardones, las ideas centrales de Habermas acerca de la
religión hasta la Teoría de la acción comunicativa constituyen una síntesis de Marx y
Kant. El Habermas de la primera época inscribe el fenómeno religioso en una
concepción evolucionista de la sociedad, según la cual a cada tipo de organización
social corresponde una forma de religión. Así, al animismo de las sociedades arcaicas
seguiría el politeísmo de las primeras civilizaciones, el monoteísmo de las culturas
desarrolladas y, por último, la apropiación o asimilación filosófica del discurso religioso
en las sociedades modernas. Esta concepción evolucionista de la religión hereda de
Marx un enfoque funcionalista: la diferencias entre las religiones corresponden a las
diferencias entre sus respectivas sociedades porque las religiones contribuyen a la
legitimación ideológica de los órdenes de dominación correspondientes.18
No obstante,
ya en esta época Habermas combina el funcionalismo marxista con una posición más
próxima a Kant: si la religión tiene un contenido de verdad más allá de sus funciones
ideológicas, éste sólo puede salvarse de la crítica funcionalista si la religión queda
absorbida, superada dialécticamente por la filosofía, y más en concreto por la ética.19
Como se ve, estas opiniones de Habermas son las de un sociólogo materialista,
ilustrado y más bien distante hacia el fenómeno religioso. Sin embargo, a partir de la
Teoría de la acción comunicativa parece perfilarse en Habermas una actitud distinta. En
efecto, ya en esta obra Habermas admite que ciertos contenidos del lenguaje religioso
no quedan enteramente absorbidos por la Ilustración. La religión tiene una capacidad
peculiar para articular experiencias de sufrimiento, “las contingencias de la penuria, la
soledad, la enfermedad y la muerte”.20
Dado que estas experiencias requieren alguna
forma de expresión, y dado que, por el momento al menos, sólo la religión parece capaz
de proporcionársela, el discurso religioso tendría cabida también en una cultura
17 Mardones 1998. Un estudio similar, aunque más actualizado, es el libro de Estrada 2004.18 Habermas 1973, 30 y sigs., especialmente p. 34: desde el momento en que surgen las sociedades de
clases, es funcionalmente necesaria la formación de “imágenes del mundo legitimadoras” que “sustraigan
a la tematización y el examen público las pretensiones de validez contrafácticas de las estructuras
normativas”. Cf. también Habermas 1976, 97-101; Habermas 1991[2], 141, y los estudios de dos
colaboradores de Habermas, Döbert 1973; y Eder 1976.19 Habermas 1981[2], 140: “En la medida en que el ámbito de lo sacro ha sido determinante para la
sociedad, no son ni la ciencia ni el arte los que recogen la herencia de la religión; sólo una moral
convertida en ética del discurso, fluidificada comunicativamente, puede en este aspecto sustituir la
autoridad de lo santo.” Algunos de los conceptos fundamentales de la ética secular moderna tienen, según
Habermas, un origen religioso. Por ejemplo, el imperativo de igual respeto para todos traduce el dogma
de que todos los hombres son hijos de Dios; y la idea de emancipación que manejaron los movimientos
revolucionarios surgidos en el siglo XIX puede interpretarse como una versión secularizada de la ideacristiana de redención. Cf. Habermas 2001; cf. también Habermas 1988, 23.20 Habermas 1991, 125.
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“Las tradiciones religiosas proporcionan hasta hoy la articulación de la conciencia de lo
que falta. Mantienen despierta una sensibilidad para lo fallido. Preservan del olvido esas
dimensiones de nuestra convivencia social y personal en las que los progresos de la
modernización cultural y social han causado destrucciones abismales. ¿Por qué no habrían de
contener aún hoy algunos potenciales semánticos cifrados, que podrían desplegar su fuerza de
inspiración con tal de que se los transformase en habla argumentativa y se desprendiesen de su
contenido de verdad profana?”25
Ya en este punto hay algo en la posición de Habermas que resulta
desconcertante. En realidad las experiencias de pérdida, desesperación, dolor, etc.,
pueden articularse a través de la religión, pero también a través de otras manifestaciones
culturales, como el arte o la literatura.26
No se comprende por qué Habermas no
reivindica también estas otras manifestaciones, o por qué decide privilegiar la
religión.27
Quizás podría pensarse que Habermas reivindica precisamente el discurso
religioso porque en realidad reivindica cierta forma paradójica de mesianismo ateo que
practicaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt. Adorno recurre al lenguaje religioso
desde posiciones filosóficas laicas o incluso ateas en la última página de Minima
Moralia, en la que atribuye a la filosofía la tarea de iluminar la realidad desde la
perspectiva de una redención en la que ya no se tiene ninguna esperanza.
28
YHorkheimer resume esta misma actitud hacia la religión en esa paradójica frase según la
cual la teoría crítica “sabe que Dios no existe, y sin embargo cree en él.”29
Pero esta
interpretación, que entronca a Habermas con el mesianismo ateo de los primeros
frankfurtianos, sería errónea. Lo que sucede es, más bien, que Habermas reivindica la
importancia cultural del discurso religioso como tal, o al menos el de las grandes
religiones mundiales.30
Y en esto va bastante más lejos que sus predecesores
25 Habermas 2005, 13.26 Así lo reconoce el propio Habermas, por ejemplo en Habermas 1992, 442.27 De hecho, el propio Habermas, hace no muchos años, advertía contra un uso retórico de conceptos
religiosos en argumentaciones filosóficas: “el uso metafórico de vocablos como redención, luz mesiánica,
restitución de la naturaleza, etc., convierte la experiencia religiosa en una mera cita. En esos momentos
de impotencia, el habla argumentativa (...) desemboca en la literatura.” Habermas 1991, 136. (El
subrayado es mío).28 Adorno 2003, 283.29 Horkheimer 1988, 508.30 Habermas 2005, 12. A esta categoría pertenecen, además del cristianismo y el Islam, las grandesreligiones surgidas en el periodo que Karl Jaspers denominó “época axial” (800-200 a.C.), es decir:
hinduismo, budismo, taoísmo, confucianismo y judaísmo.
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frankfurtianos, para quienes las grandes religiones estaban culturalmente muertas,
debido en buena medida a su connivencia con la barbarie de poderes seculares.31
Habermas sostiene ahora que la religión y su pervivencia tenaz, tras los largos y
beligerantes procesos de Ilustración secularizadora de los últimos dos siglos,
constituyen un “desafío cognitivo”32
que la filosofía no puede despachar considerando
la religión como un mero atavismo cultural en vías de extinción. La religión exige de la
filosofía no sólo una actitud de respeto o de tolerancia, sino una disposición al
aprendizaje. Esto significa que el laicismo no puede considerarse como una posición
cognitiva o filosóficamente superior (es decir, más racional) que la conciencia religiosa.
Habermas no duda en extraer esta conclusión, con una coherencia que le honra, pero
que le conduce, desde luego, a sendas espinosísimas. Pues no se comprende de entrada
en qué sentido una filosofía que no quiera recaer en alguna forma de filosofía religiosa,
es decir, que no quiera aceptar como premisa algún dogma religioso (o como dice
Habermas, que se mantenga “agnóstica en relación con la religión”33
) tendría que
concebirse a sí misma como una filosofía “postsecular”. Se concebirá como una
filosofía secular , laica, a no ser que se quiera introducir en el secularismo o el laicismo
algún núcleo dogmático del que habría que desprenderse “postsecularmente”.
Pues bien, esto es exactamente lo que hace Habermas, que ahora interpreta el
laicismo como la variante positivista o naturalista de la Ilustración. Con lo que, dicho
sea de paso, Habermas parece alinearse de entrada en el frente de esos discursos
religiosos (por ejemplo, el católico) que tienden a identificar la Ilustración con el
“materialismo”, el “naturalismo”, el “cientificismo”, el “antihumanismo”, etc.34
Para
poder exigir a la filosofía este particular giro postsecular, Habermas tiene que identificar
más o menos tácitamente el secularismo y el cientificismo, entendido como una
ideología que “desdibuja la frontera entre, por un lado, los conocimientos teóricos de las
ciencias de la naturaleza que son relevantes para la interpretación que hacen los
hombres de sí mismos y de su posición en el conjunto de la naturaleza; y por otro lado,
31 Horkheimer 1985. En este escrito, Horkheimer compara a las “religiones establecidas” (p. 234) con el
socialismo real: tanto aquéllas como éste habrían traicionado sus propios ideales de emancipación de la
humanidad.32 Habermas 2005, 113.33 Habermas 2005, 149. Es interesante esta profesión de “agnosticismo”. Hasta ahora, Habermas hablabamás bien de “ateísmo metódico” para caracterizar su actitud filosófica hacia la religión. Cf. por ejemplo
Habermas 1991, 137.34 Una versión moderada, pero inequívoca, de este discurso, puede leerse en la contribución de Ratzinger
a su discusión con Habermas, cf. Ratzinger 2005, 39 y sigs.
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una imagen del mundo construida sintéticamente a partir de dichas ciencias”.35 Así, y
por extraño que parezca, en la argumentación de Habermas el laicismo parece
confundirse con las ideologías cientificistas. Es inequívoco el siguiente pasaje, que
sorprende enormemente porque en él Habermas disocia expresamente el laicismo de los
fundamentos normativos del Estado liberal:
“La neutralidad del poder estatal en lo que respecta a las cosmovisiones, neutralidad que
garantiza iguales libertades éticas a todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización
política de una visión secularista del mundo. Los ciudadanos laicos, en la medida en que actúen
como ciudadanos de un Estado, no pueden negarles a las cosmovisiones religiosas un potencial
de verdad, ni deben cuestionar a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer aportaciones
en el lenguaje religioso a las discusiones públicas”.36
El insólito argumento de Habermas es, pues, éste: el secularismo se identifica, en
el fondo, con el cientificismo. Ahora bien, el cientificismo es una ideología no menos
cargada de supuestos, o de prejuicios, que las doctrinas religiosas.37 Es, por decirlo en la
terminología de Rawls, una más entre las muchas “doctrinas comprehensivas” que
compiten en el espacio cultural contemporáneo. Por consiguiente, debemos renunciar al
secularismo a favor de una conciencia filosófica “postsecular”. Lo extraño en esteargumento es, claro está, la conclusión. Pues si el problema es el cientificismo, basta
con renunciar a él, en lugar de renunciar al secularismo como tal. De hecho, casi no hará
falta recordar que el propio Habermas fue durante los años sesenta un muy agudo crítico
del positivismo y el cientificismo, y sin embargo en aquella época no habló nunca de
renunciar a la conciencia secular, laica e ilustrada. Al contrario, la crítica de Habermas
al positivismo en la época de Conocimiento e interés se interpretaba más bien como un
correctivo de lo que, con una expresión afortunada, Habermas llamaba entonces la
“errónea autocomprensión cientificista”38
de la Ilustración. Pero en nuestros días
Habermas prefiere renunciar al secularismo, en vez de renunciar a su distorsionada
variante cientificista. Podría pensarse que aquí se trata de un mero cambio de nombre:
donde antes se decía “cientificismo”, léase ahora “secularismo”; y donde antes se
35 Habermas 2005, 147.36 Habermas 2005, 118. (Los subrayados son míos).37 Habermas 2005 150: “El rol de la ciudadanía democrática supone en los ciudadanos seculares unamentalidad que no es más pobre en presuposiciones que la mentalidad de las comunidades religiosas
ilustradas. Y por esta razón las cargas cognitivas que le impone a ambas la adquisición de las apropiadasactitudes epistémicas no están en absoluto distribuidas asimétricamente”.38 Cf. por ejemplo Habermas 1968, 300.
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defendía la Ilustración, defiéndase ahora el pensamiento “postsecular”. Pero ciertamente
no se trata de una variación sólo nominal, y la prueba de ello está en el pasaje que
hemos citado en último lugar, en el que Habermas señala las importantes consecuencias
políticas del tránsito del secularismo al postsecularismo. Pues, en efecto, Habermas
sostiene que la sociedad postsecular debe abandonar el privatismo religioso
característico de las sociedades liberales para readmitir los argumentos religiosos en las
discusiones públicas. Habermas rechaza, pues, el principio rawlsiano de justificación
secular, con el argumento de que mantener este principio impide que el Estado sea
verdaderamente neutral hacia las diversas cosmovisiones.
Dado que la afirmación de Habermas de que los ciudadanos laicos (convertidos
de pronto en positivistas cerriles) “no deben cuestionar a sus conciudadanos creyentes el
derecho a hacer aportaciones en el lenguaje religioso a las discusiones públicas” parece
dirigirse directamente contra Rawls, hay que señalar que el propio Rawls subraya la
diferencia entre la razón pública de un Estado liberal y las cosmovisiones
comprehensivas naturalistas y positivistas.39
No obstante, esta distinción en ningún
momento impide a Rawls seguir afirmando el “deber de civilidad” que obliga a todos
los ciudadanos a dejar de lado sus razones no públicas en las discusiones públicas. Sólo
una interpretación errónea del pensamiento de Rawls permite a Habermas vincular el
principio de justificación secular a una cosmovisión naturalista o positivista. Pero lo
importante del rechazo de Habermas del principio rawlsiano de justificación secular no
es el error (o la trampa) de interpretación en que se apoya, sino las problemáticas
consecuencias que trae consigo. Habermas mantiene aún hoy, por supuesto, que la
religión, la metafísica o la teología no son necesarias para fundamentar la legitimidad
del derecho o del poder político. En una cultura secularizada y postmetafísica, basta la
racionalidad inmanente al lenguaje para construir un procedimiento de legitimación de
normas que puede hacerse extensivo desde la ética del discurso hasta el ámbito del
derecho y la política.40
Así, el Estado liberal y democrático moderno “puede cubrir su
necesidad de legitimación de manera autosuficiente”, es decir, independiente de
39 Rawls 2001, 167: “Debemos distinguir la razón pública de lo que a veces se denomina razón secular y
valores seculares. La razón secular tiene que ver con la argumentación formulada en términos de
doctrinas comprehensivas no religiosas”; p. 172: las “doctrinas filosóficas seculares no suministran
razones públicas”; p. 201: “A este respecto, el liberalismo político es radicalmente diferente del
liberalismo de la Ilustración, que históricamente atacó a la cristiandad tradicional”.40 Habermas 2005, 107: para la legitimación de las normas jurídicas y políticas bastan los “supuestosdébiles acerca del contenido normativo de la constitución comunicativa de las formas socioculturales de
vida”.
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éstos de la obligación de traducir sus argumentos a los términos de una razón pública.
Estas fricciones podrían ilustrarse desde muchos flancos, pero me atendré únicamente a
dos dimensiones que señala el propio Habermas: los límites de la tolerancia del Estado
laico hacia las creencias y las prácticas religiosas, y la posibilidad de entendimiento
entre ciudadanos laicos y ciudadanos religiosos.
Respecto del primer problema, Habermas considera que sería arrogante,
paternalista y probablemente represiva la fijación unilateral por parte del Estado laico de
los límites de la tolerancia hacia las creencias y prácticas religiosas. Es necesario que
“la definición de lo que puede ser tolerado y de lo que ya no puede ser tolerado” se
establezca mediante “razones convincentes que todas las partes puedan aceptar por
igual.”44Bien, pero ¿cómo llegarán a aceptar los límites de lo tolerable precisamente
aquellos contra los que se establecen esos límites, por ejemplo los miembros de
comunidades religiosas cuyas creencias o prácticas vulneren alguno de los derechos
fundamentales del Estado liberal y democrático? Y si se rechaza esta idea, un tanto
incomprensible, de una fijación consensuada de los límites de la tolerancia, y se
atribuye al Estado laico la competencia para trazar dichos límites, ¿cómo podrá el
Estado cumplir este cometido sin enfrentarse a una esfera pública en la que circulan con
pleno derecho razones religiosas que, según Habermas, ya no necesitan ser traducidas a
una razón pública? Si la propia esfera pública no se racionaliza en el sentido de la
Ilustración, si no se seculariza, las decisiones del Estado laico en materia religiosa no
podrán contar con el consentimiento de la opinión pública, y por tanto podrán padecer
una especie de déficit crónico de legitimación. No parece, pues, muy convincente la
tesis de Habermas según la cual pueden coexistir sin problemas las instituciones laicas y
una esfera pública no secularizada.
Esto nos conduce al segundo de los problemas señalados, el del entendimiento
entre creyentes y laicos en el seno de la propia esfera pública. Habermas rechaza el
principio de justificación secular de Rawls, pero al mismo tiempo (y un tanto
inconsecuentemente) parece percatarse de que no es posible admitir sin más las razones
religiosas en la esfera pública. Su propuesta consiste, por consiguiente, en que la
traducción de los dialectos religiosos a la lengua franca de la razón pública, de los
argumentos públicamente aceptables, se realice cooperativamente entre creyentes y
44 Habermas 2005, 125. (El subrayado es mío). Esta posición implica una concepción de la “toleranciacomo respeto”, frente a una forma de tolerancia meramente “permisiva”. Habermas basa esta distinción
en el estudio de Forst 2003.
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laicos. Claro está que esto beneficia sobre todo a los creyentes: quienes “sólo pueden
expresarse en un lenguaje religioso (...) pueden entenderse a sí mismos como
participantes en el proceso legislativo (...) confiando en los esfuerzos de traducción
cooperativos de sus conciudadanos”.45
En una palabra: en la esfera pública débil los
ciudadanos laicos tienen que hacer “esfuerzos cooperativos” para traducir a un lenguaje
públicamente aceptable las intuiciones religiosas que los propios creyentes no quieren o
no son capaces de expresar si no es en su dialecto. No es raro que el entonces cardenal
Ratzinger se mostrase tan de acuerdo con Habermas en su contribución al debate que
ambos mantuvieron en el año 2004.46
No es raro, puesto que al fin y al cabo (y esto sí
que es raro) el cardenal católico y el sociólogo frankfurtiano venían a decir casi lo
mismo en aquella ocasión. Y es que, en efecto, esta insólita argumentación de Habermas
distribuye por igual entre creyentes y laicos las exigencias de antidogmatismo, y además
exige del Estado que acuerde con sus ciudadanos religiosos dónde debe comenzar el
laicismo en los asuntos públicos. A mi juicio, ambas exigencias no sólo son muy
cuestionables normativamente, sino además probablemente irrealizables. Los
ciudadanos laicos (que no tienen por qué ser unos positivistas cerriles, como parece
suponer Habermas incomprensiblemente) no tienen ninguna obligación de “cooperar” a
una traducción que convierta el lenguaje religioso o las doctrinas religiosas en algo
públicamente presentable. No la tienen, puesto que ellos ya realizan, y sin la ayuda de
nadie, un distanciamiento reflexivo y antidogmático hacia sus propias opiniones y
orientaciones existenciales “comprehensivas” (en el sentido de Rawls). Si la religión no
es capaz de ese distanciamiento, éste es un problema de la religión, y no del laicismo, y
en consecuencia los ciudadanos laicos podrán argumentar que la traducción del lenguaje
religioso a la razón pública no es, desde luego, asunto suyo. Es asunto de los ciudadanos
religiosos que quieran emprenderla. Y si lo logran o no, esto es en cualquier caso un
asunto privado, públicamente irrelevante. No se comprende por qué Habermas prefiere
ahora convertir esta cuestión en un asunto público, en el que todos, laicos y creyentes,
tuvieran que intervenir “cooperativamente”. Y del mismo modo, tampoco está claro por
qué el Estado laico tendría que acordar con las comunidades religiosas los límites de lo
tolerable: ni se comprende por qué tendría que hacerlo, ni parece posible que pudiera
lograrlo, por la sencilla razón de que nunca aquel a quien ya no se tolera estará de
45 Habermas 2005, 136. El subrayado es mío.46 Ratzinger 2005, 56: “Por lo que atañe a las consecuencias prácticas, estoy ampliamente de acuerdo conlas opiniones que Jürgen Habermas ha desarrollado acerca de la sociedad postsecular, acerca de la
disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes.”
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acuerdo con esta exclusión, que por definición es impuesta y no puede basarse en un
consenso.47
En el fondo nada se comprende bien en esta reciente posición de Habermas,
extraordinariamente favorable hacia las religiones. Y aunque las críticas no han tardado
en llegar, Habermas no ha modificado sustancialmente sus tesis. En una reciente réplica
a un crítico italiano, Habermas se limita a admitir que quizás su concepción es sobre
todo aplicable a “la cultura política de Alemania”, un país en el que conviven
pacíficamente varias religiones (principalmente el catolicismo y el protestantismo) y en
el que la iglesia católica probablemente ha renunciado a las prácticas de intoxicación
política de sus fieles que, en otras latitudes, aún acostumbra a usar siempre que puede.48
Seguramente en eso tiene razón Habermas, pero no hay que olvidar una cosa: si las
iglesias se han convertido en asociaciones públicamente presentables en las sociedades
democráticas, ha sido gracias a la secularización del Estado y de la propia sociedad
civil. Si han tenido que aprender a articular sus posiciones políticas en el lenguaje de la
razón pública, ha sido porque ésta ha llegado a imponerse gracias a procesos de
secularización que son irreversibles, y que hacen socialmente inaceptable el
dogmatismo y la intolerancia religiosa y política.49
Por eso el concepto mismo de una
sociedad y una cultura “postseculares” encierra un grave malentendido, pues la única
sociedad en la que pueden convivir pacíficamente las diversas creencias religiosas es
aquella en la que éstas han quedado neutralizadas políticamente mediante la
consolidación de una razón pública. Pero esta razón pública no tiene nada de
“postsecular”, puesto que por principio no puede admitir la reaparición pública de los
discursos religiosos, como de ninguna otra razón no pública. La razón pública no es
“postsecular”; es sencillamente secular, es decir: laica.
47 Esta circunstancia torna un tanto inverosímil la concepción de la “tolerancia como respeto” que
defiende Habermas. Si la tolerancia ha de ser “respetuosa” (y no sólo condescendiente o indiferente),
¿habría de serlo también la intolerancia? ¿Podría hablarse de una intolerancia respetuosa, que procurase
recabar el acuerdo de los no tolerados? La idea misma es un contrasentido. Como mucho, cabe imaginar
una intolerancia no meramente arbitraria, sino basada en razones y argumentos que, por definición, los no
tolerados no podrán compartir, pero que quizás convenzan a todos los demás; es decir, en argumentos que
puedan basarse en los principios de la razón pública.48 Habermas 2008, 6. Este texto replica al artículo del filósofo italiano Flores d’Arcais (publicado en
español en el número 179 de la misma revista, cf. Flores d’Arcais 2008).49 En el caso de la iglesia católica, esto sólo ha sucedido a partir del Concilio Vaticano II. Conviene
recordar que, todavía en 1864, el Papa Pío IX condenó los derechos del hombre. Cf. Peña-Ruiz 1999, 53.Con éste y otros datos históricos, Peña-Ruiz argumenta convincentemente que es, en general, una
falsedad histórica el intento de enraizar las ideas liberales y democráticas en el cristianismo. A pesar de suposible origen evangélico, la tolerancia y la democracia se han abierto paso en luchas históricas contra las
iglesias cristianas.
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Nada se comprende bien a primera vista en las recientes tesis de Habermas
acerca de la religión. Sin embargo, creo que esta insólita rehabilitación de la religión se
aclara bastante si suponemos que no obedece a la importancia cultural de las religiones,
presuntamente imprescindibles también para una cultura postmetafísica, sino más bien a
la capacidad que tiene la religión de generar vínculos sociales. La rehabilitación de la
religión que Habermas lleva a cabo podría deberse a la importancia funcional de la
religión como fuente de solidaridad en sociedades en las que es imparable la expansión
de la diferenciación social y de la integración a través de medios sistémicos como el
dinero, y en las que la alternativa de una integración social basada en procesos de
entendimiento parece cada vez más utópica. Por decirlo de un modo un tanto
simplificador: en los últimos escritos de Habermas, la religión parece comenzar a
ocupar el hueco que ha dejado una integración social mediada por procesos de
entendimiento que es cada vez más periférica, residual e irrealizable tanto en la sociedad
como en la propia teoría de Habermas. Ya en Facticidad y validez (1992) atribuye
Habermas a las asociaciones de la sociedad civil la tarea de hacerse eco de los efectos
negativos que tienen los sistemas sociales sobre el mundo de la vida, y por tanto sobre
las experiencias personales de los individuos. La sociedad civil traslada a la esfera
pública fuerte (institucional) las exigencias normativas derivadas de la erosión del
mundo de la vida que provocan la burocratización y monetarización de las relaciones
sociales. La religión tiene, junto a otras manifestaciones culturales, una función
importante en la expresión de esos problemas individuales de origen social.50Pero es
importante observar que Habermas atribuye a la religión la capacidad de dar expresión no
ya a ciertas experiencias negativas inseparables de la condición humana (el “sufrimiento
inevitable”, “la soledad, la enfermedad y la muerte”51), sino también a problemas
individuales cuyo origen es específicamente social.52Resulta significativo que
Habermas hable constantemente de sociedad postsecular, y no de cultura postsecular,
como si su inesperada rehabilitación de la religión no viniese tanto a suplir alguna
carencia del pensamiento o la cultura “postmetafísica”, cuanto más bien a mitigar
50Habermas 1992, 441-442: “Aparte de la religión, el arte y la literatura, sólo los ámbitos de la vida
‘privada’ disponen de un lenguaje existencial en el que poder hacer un balance biográfico de losproblemas generados socialmente. Los problemas que se expresan en la esfera pública política (...) [son]
el reflejo de una presión social generadora de sufrimiento.”51 Habermas 1991, 125.52 Habermas 1981 [2], 293.
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