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Traducción de Matuca Fernández de Villavicencio

Jul 17, 2022

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Traducción deMatuca Fernández de Villavicencio

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Para Susan Moss, mi hermana del «alma»

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No avanzaré lentamente a lo largo de lacosta,

sino que navegaré mar adentro,guiándome por las estrellas.

GEORGE ELIOT

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Mar Egeo

Siempre recordaré con exactitud dóndeme encontraba y qué estaba haciendocuando me enteré de que mi padre habíamuerto.

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Estaba tomando el sol, desnuda, en lacubierta del Neptune, con la mano deTheo descansando en ademán protectorsobre mi vientre. La desierta curva deplaya dorada de la isla que habíadelante de nosotros brillaba bajo el sol,acurrucada en su rocosa ensenada. Elagua turquesa y cristalina hacíaperezosos esfuerzos por crear olas algolpear la arena, pero tan solo levantabauna espuma elegante como la crema deun capuchino.

«Encalmada —pensé—, como yo.»La noche anterior, al ponerse el sol,

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habíamos fondeado en la bahía de ladiminuta isla griega de Makares.Después, vadeamos el agua hasta la calacargados con dos neveras portátiles.Una contenía las sardinas y salmonetesfrescos que Theo había pescado aquelmismo día, y la otra vino y agua. Dejémi carga sobre la arena, resoplando, yTheo me plantó un beso tierno en lanariz.

—Somos náufragos en nuestra isladesierta particular —anunció abarcandocon los brazos el idílico entorno—. Yahora me voy a buscar leña para asar el

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pescado.Lo vi alejarse hacia las rocas que

formaban una media luna alrededor de laplaya, rumbo a los arbustos ralos ysecos que crecían en las grietas. Suconstitución delgada no dejaba entreversu verdadera fuerza de navegante deprimer orden. En comparación con losotros hombres con los que yo solíatripular en competiciones de vela, todosde músculos prominentes y pectoralescomo los de Tarzán, Theo era sin dudamenudo. Una de las primeras cosas queme habían llamado la atención de él era

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su andar ligeramente irregular. Mástarde me contó que de niño se había rotoel tobillo al caer de un árbol y el huesono había soldado bien.

—Supongo que es otra de las razonespor las que siempre he estado destinadoa vivir sobre el agua. Cuando navego,nadie sabe lo ridículo que parezcocaminando en tierra firme —bromeó.

Asamos el pescado e hicimos el amorbajo las estrellas. La mañana siguientesería la última que pasaríamos juntos abordo. Y justo antes de decidir quedebía conectar el móvil para recuperar

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el contacto con el mundo exterior y dedescubrir entonces que mi vida se habíaroto en mil pedazos, me había tumbadoen la cubierta junto a él, embargada poruna paz absoluta. Y como si de un sueñose tratara, mi mente había evocado unavez más el milagro que éramos Theo yyo, y cómo habíamos ido a parar a aquelbello lugar…

Lo había visto por primera vez hacíamás o menos un año, en la regataHeineken de la isla caribeña de San

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Martín. La tripulación ganadora estabafestejando su victoria en la cena declausura y me sorprendió descubrir queel patrón era Theo Falys-Kings. Theoera una celebridad en el mundo de lavela por haber conducido a mástripulaciones a la victoria que ningúnotro capitán a lo largo de los cinco añosanteriores.

—No es en absoluto como me loimaginaba —le comenté en voz baja aRob Bellamy, un viejo compañero con elque había navegado en el equiponacional suizo—. Tiene pinta de

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repelente con esas gafas de concha —añadí cuando Theo se levantó paraacercarse a otra mesa—, y camina deuna forma muy rara.

—Reconozco que no es el prototipode navegante cachas —convino Rob—,pero ese tío es un verdadero genio.Posee un sexto sentido en lo referente almar, y yo no confiaría más en ningúnotro patrón en medio de una tempestad.

Esa noche Rob me presentó a Theo, ycuando este me estrechó la mano advertíque sus ojos verdes, salpicados demotas color avellana, me observaban

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pensativos.—Así que tú eres la famosa Al

D’Aplièse.Su acento británico modulaba una voz

firme y cálida.—Sí con respecto a lo segundo —

respondí, cohibida por el cumplido—,pero yo diría que aquí el famoso eres tú.—Mientras intentaba no desviar lamirada bajo su persistente escrutinio,suavizó el semblante y soltó unacarcajada—. ¿Qué te hace tanta gracia?—pregunté.

—Si te soy sincero, no te esperaba

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así.—¿Qué quieres decir con que no me

esperaba así?Un fotógrafo que quería retratar al

equipo reclamó la atención de Theo, demodo que me quedé con las ganas desaber qué había querido decir.

Después de aquello empecé a repararen su presencia en algunos de loseventos sociales relacionados con lasregatas en las que ambosparticipábamos. Poseía una energíaindefinible y una risa suave y naturalque, pese a su actitud aparentemente

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reservada, daban la sensación de atraera la gente. Si la velada era formal, sevestía con chinos y una chaqueta de linoarrugada como deferencia al protocolo ya los patrocinadores de la regata, pero,con sus náuticos viejos y sus rebeldescabellos morenos, su aspecto era el deuna persona recién desembarcada de unvelero.

En aquellos primeros encuentrosparecíamos jugar al gato y el ratón.Nuestras miradas se cruzaban a menudo,pero Theo nunca intentó retomar nuestraprimera conversación. Finalmente, hace

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seis semanas, cuando mi tripulaciónganó en Antigua y estábamoscelebrándolo en el Lord Nelson’s Ball,el acto que marcaba el final de lasemana de competición, me dio unosgolpecitos en el hombro.

—Felicidades, Al —dijo.—Gracias —respondí, satisfecha de

que, para variar, nuestra tripulaciónhubiera ganado a la suya.

—Estoy oyendo cosas muy buenassobre ti esta temporada. ¿Te gustaríaformar parte de mi tripulación en laregata de las Cícladas de junio?

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Ya me habían ofrecido un puesto enotro barco, pero aún no había aceptado.Theo se dio cuenta de que titubeaba.

—¿Ya te han fichado?—Sí, aunque de manera provisional.—Bueno, toma mi tarjeta. Piénsatelo

y dime algo hacia el final de la semana.Me iría muy bien tener a alguien como túa bordo.

—Gracias. —Aparté las dudas de mimente. ¿Quién se atrevería a rechazar laoportunidad de competir con el hombreal que en aquel momento se conocíacomo «El rey de los mares»?—. Por

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cierto —dije cuando se alejaba—, laúltima vez que hablamos, ¿por quédijiste que no me esperabas así?

Se detuvo y me miró de arriba abajo.—No te había conocido en persona,

solo había oído hablar de tus aptitudescomo navegante, eso es todo. Y comodije, no eres lo que me esperaba. Buenasnoches, Al.

De camino a mi habitación de unpequeño hotel junto al puerto de St.John, mientras me dejaba acariciar porel aire de la noche, repasé nuestraconversación y me pregunté por qué

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Theo despertaba en mí tanta fascinación.Las farolas bañaban las alegres fachadasmulticolores en un cálido resplandornocturno, y el rumor perezoso y lejanode la gente de los bares y los cafésflotaba en el aire. Yo apenas notabaninguna de aquellas cosas, emocionadacomo estaba por la victoria… y por laoferta de Theo Falys-Kings.

En cuanto entré en mi habitación, meacerqué de inmediato al portátil y leescribí un correo electrónico paracomunicarle que aceptaba su oferta.Antes de enviarlo, me di una ducha,

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volví a leerlo y me ruboricé por laimpaciencia que transmitían mispalabras. Tras decidir guardarlo en lacarpeta de borradores y esperar un parde días para mandárselo, me tumbé en lacama y estiré los brazos para aliviar latensión y el dolor provocados por lacarrera.

—Bien, Al —murmuré con unasonrisa—, será una regata de lo másinteresante.

Finalmente envié el correo y Theo mecontestó enseguida para decirme queestaba encantado de que me uniera a su

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tripulación. Así que hace solo dossemanas, presa de un nerviosismo queno lograba explicarme, embarqué en elvelero Hanse 540 amarrado en el puertode Naxos a fin de empezar a entrenarpara la regata de las Cícladas.

En lo relativo a las regatas decompetición, la de las Cícladas no eraexcesivamente difícil, pues entre losparticipantes se cuenta una mezcla denavegantes serios y entusiastas de fin desemana, alentados todos ellos por laperspectiva de ocho días de fabulosanavegación entre algunas de las islas

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más bellas del mundo. Y, como parte deuna de las tripulaciones con másexperiencia, sabía que teníamos muchasposibilidades de ganar.

Las tripulaciones de Theo destacabansiempre por su juventud. Mi amigo RobBellamy y yo teníamos treinta años yéramos los «veteranos» del equipo encuanto a edad y experiencia. Me habíancontado que Theo prefería reclutartalentos que se hallaban en las primerasfases de su carrera de navegantes paraevitar malos hábitos. Los otros trestripulantes tenían poco más de veinte

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años: Guy, un inglés corpulento; Tim, unaustraliano relajado, y Mick, unnavegante medio alemán medio griegoque conocía las aguas del Egeo como lapalma de su mano.

Aunque tenía muchas ganas detrabajar con Theo, no había tomado ladecisión a ciegas; previamente, habíahecho todo lo posible por buscarinformación en internet sobre elenigmático «Rey de los mares» y hablarcon personas que ya habían navegadocon él.

Sabía que era británico y había

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estudiado en Oxford, lo que explicaríasu pulido acento, pero en internet superfil decía que era ciudadanoestadounidense y que, como capitán,había llevado al equipo de vela de Yalea la victoria en numerosas ocasiones. Unamigo mío había oído que era de familiaadinerada, otro que vivía en un barco.

«Perfeccionista», «controlador»,«difícil de complacer», «adicto altrabajo», «misógino»… Esos fueronalgunos de los comentarios que llegarona mis oídos, el último por parte de unanavegante que aseguraba haber sido

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marginada y maltratada por latripulación de Theo, lo que me hizodudar por un momento de mi decisión.Pero la conclusión de la mayoría erasimple: «Sin lugar a dudas, el mejorpatrón con el que he trabajado».

Aquel primer día a bordo del veleroempecé a comprender por qué Theo eratan respetado por sus colegas. Yo estabaacostumbrada a patrones histéricos quegritaban órdenes e insultaban a sustripulantes como chefs malhumorados enuna cocina. La actitud comedida de Theofue toda una revelación. Se mostraba

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parco en palabras a la hora demarcarnos el ritmo y nos supervisabadesde la distancia. Cuando el día tocó asu fin, nos reunió y señaló nuestrospuntos fuertes y débiles con su tonosereno y firme. Me percaté de que no sele había escapado nada y de que con suaire de autoridad natural conseguía quetodos tuviéramos en cuenta cada una desus palabras.

—Por cierto, Guy, se acabó lo defumar a escondidas durante las prácticas—añadió con una media sonrisa antes dedar por terminada la reunión.

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Guy se puso colorado.—Ese tío debe de tener ojos en la

nuca —farfulló cuando desembarcamospara darnos una ducha y cambiarnospara la cena.

Aquella primera noche salí del hostalcon el resto de la tripulaciónsintiéndome satisfecha por haber tomadola decisión de participar en la regata conellos. Paseamos por el puerto de Naxos,el viejo castillo de piedra iluminado enlo alto y el laberinto de callejuelasserpenteantes que descendían entre lascasas enjalbegadas. Los restaurantes del

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puerto estaban repletos de navegantes yturistas disfrutando del marisco fresco yalzando un vaso de ouzo tras otro. Enuna de las callecitas traserasencontramos un establecimientoregentado por una familia, con sillas demadera tambaleantes y platosdesparejados. La comida casera erajusto lo que necesitábamos después deun largo día en el barco, pues la brisamarina nos había despertado un apetitovoraz.

Mi voracidad atraía las miradas delos hombres cada vez que atacaba la

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musaca o me servía una porcióngenerosa de arroz.

—¿Qué pasa? ¿Nunca habíais vistocomer a una mujer? —comenté consarcasmo antes de hacerme con otro pande pita.

Theo contribuyó al jolgorio conalguna que otra observación mordaz,pero se marchó nada más terminar lacena, decidido a no participar en la farraposterior en el bar. Yo seguí su ejemplopoco después. A lo largo de mis añoscomo navegante profesional, habíaaprendido que las payasadas de los

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muchachos una vez anochecía no eranalgo que me apeteciera presenciar.

Durante los dos días siguientes, bajola mirada verde y pensativa de Theo,empezamos a aunar esfuerzos y prontonos convertimos en un equipocompenetrado y eficiente, así que miadmiración por su metodología fue enaumento. Nuestra tercera noche enNaxos, tras un duro día bajo el virulentosol del Egeo, me sentí especialmentecansada y fui la primera en levantarmede la mesa.

—Me largo, chicos.

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—Yo también. Buenas noches,muchachos. Y mañana nada de resacas abordo, por favor —dijo Theo saliendodel restaurante detrás de mí—. ¿Puedoacompañarte? —me preguntó ya en lacalle.

—Claro que sí —dije sintiéndomesúbitamente nerviosa por estar a solascon él por primera vez.

Regresamos al hostal por lascallejuelas empedradas, bajo una lunaque iluminaba las casitas blancas conlas puertas y los postigos pintados deazul. Traté de entablar conversación,

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pero Theo solo contribuía con algún queotro «sí» o «no», y sus concisasrespuestas empezaron a irritarme.

Cuando llegamos al vestíbulo delhostal, se volvió hacia mí de repente.

—Llevas la navegación en la sangre,Al. Les das mil vueltas a la mayoría detus compañeros. ¿Quién te enseñó?

—Mi padre —contesté sorprendidapor el cumplido—. Desde muy pequeñaempezó a llevarme a navegar por el lagode Ginebra.

—Ah, Ginebra, eso explica tu acentofrancés.

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Me preparé para la típica petición de«di algo sexy en francés» que loshombres solían hacerme en esemomento, pero no llegó.

—Pues tu padre debe de ser un grannavegante, porque ha hecho un trabajoexcelente contigo.

—Gracias —dije desarmada.—¿Qué te parece ser la única mujer a

bordo? Aunque estoy seguro de que noes la primera vez que te ocurre —seapresuró a añadir.

—No pienso en ello, la verdad.Me observó detenidamente a través

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de sus gafas de concha.—¿En serio? Perdona que te lo diga,

pero yo creo que sí lo haces. Tengo lasensación de que a veces te esfuerzasmás de lo necesario para compensar elhecho de ser mujer, y es entonces cuandocometes errores. Te aconsejo que terelajes y seas tú misma. Buenas noches.

Sonrió brevemente y desapareció porla escalera de baldosas blancas queconducía a su habitación.

Aquella noche, mientras yacía en laestrecha cama, las sábanas almidonadasme rozaban la piel y su crítica hacía que

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me ardieran las mejillas. ¿Tenía yo laculpa de que las mujeres fueran todavíauna relativa rareza —o, como sin dudadirían algunos de mis colegas varones,una novedad— en las regatasprofesionales? ¿Y quién se creía TheoFalys-Kings que era? ¿Uno de esospsicólogos de tres al cuarto que van porahí analizando a gente que no lonecesita?

Siempre había pensado que manejababien el tema de ser mujer en un mundodominado por hombres, y que habíaaprendido a aceptar de buen talante las

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bromas y comentarios cordiales sobremi condición femenina. A lo largo de micarrera, me había construido un muro deinviolabilidad y dos imágenesdiferentes: «Ally» en casa y «Al» en eltrabajo. Sí, a veces resultaba difícil yhabía tenido que aprender a mordermela lengua, sobre todo cuando loscomentarios eran de naturalezadeliberadamente sexista y hacían alusióna mi supuesta conducta de «rubia».Siempre me había asegurado demantener tales comentarios a rayarecogiéndome los rizos cobrizos en una

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coleta bien tirante y absteniéndome dellevar maquillaje para resaltar mis ojoso disimular las pecas. Además,trabajaba tanto como cualquier hombredel barco, puede que, rezongué pordentro, incluso más.

Entonces, todavía indignada e incapazde conciliar el sueño, recordé a mipadre diciéndome que si una persona seirritaba ante una observación personalera, generalmente, porque dichaobservación encerraba algo de verdad.Y, a medida que pasaban las horas, tuveque reconocer que era probable que

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Theo estuviera en lo cierto. No estabasiendo «yo misma».

La noche siguiente, Theo volvió aacompañarme de regreso al hostal. Pesea que no era un hombre alto, meresultaba tan intimidante que a vecesincluso se me trababa la lengua. Meescuchó en silencio mientras meesforzaba por explicarle lo de mi dobleimagen.

—Mi padre, cuyas opiniones nosiempre me parecen imparciales —dijo—, aseguró en una ocasión que lasmujeres gobernarían el mundo si se

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limitaran a explotar sus puntos fuertes ydejaran de intentar ser hombres. Quizádeberías seguir ese consejo.

—Para un hombre es fácil decirlo,pero ¿ha trabajado tu padre alguna vezen un entorno enteramente dominado pormujeres? ¿Sería «él mismo» en esecaso? —repliqué, alterada por su actitudcondescendiente.

—Buena pregunta —convino Theo—.Bueno, a lo mejor te ayuda en algo quete llame Ally. Te queda mucho mejor queAl. ¿Te importaría?

Antes de que tuviera oportunidad de

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responderle, se detuvo bruscamentesobre el pintoresco malecón del puerto,donde las pequeñas barcas de lospescadores se mecían entre los veleros ylas lanchas mientras los relajantessonidos de un mar tranquilo chapoteabancontra sus cascos. Levantó la vista alcielo e, hinchando visiblemente lasaletas, aspiró el aire para adivinar elclima que traería la madrugada. Era algoque solo había visto hacer a viejosmarineros, y se me escapó la risa alimaginarme a Theo como un ancianolobo de mar de pelo blanco.

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Se volvió hacia mí con una sonrisaperpleja.

—¿De qué te ríes?—De nada. Y si eso te hace sentir

mejor, puedes llamarme Ally.—Gracias. Bien, es hora de irse a

dormir. Mañana tengo preparado un díaduro para todos nosotros.

Aquella noche volví a dar vueltas enla cama mientras repasaba mentalmentenuestra conversación. Yo, que por logeneral dormía como un tronco, y másaún cuando estaba entrenando ocompitiendo.

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Durante los dos días siguientes, elconsejo de Theo, en lugar de ayudarme,me llevó a cometer numerosos errorestontos que me hicieron sentir más comouna novata que como la profesional queera. Me fustigué mucho por ello, pero,aunque mis colegas me gastaban bromasafables, ni una sola crítica salió de loslabios de Theo.

En nuestra quinta noche, estaba tanavergonzada y desconcertada por mipobre rendimiento que ni siquiera salí acenar con el resto del equipo. En lugarde eso, me senté en la pequeña terraza

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del hostal a comer aceitunas, pan yqueso feta servidos por la amablepropietaria. Ahogué mis penas en eláspero vino tinto que me puso delante y,después de unas cuantas copas, empecéa notarme mareada y a sentir unatremenda lástima de mí misma.Haciendo un gran esfuerzo, acababa delevantarme de la mesa para irme a lacama cuando Theo apareció en laterraza.

—¿Estás bien? —preguntóajustándose las gafas para verme mejor.

Lo miré con los párpados entornados,

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pero su cara se había vueltoinexplicablemente borrosa.

—Sí —contesté con la voz ronca.En ese momento, el mundo empezó a

dar vueltas a mi alrededor y volví asentarme en la silla de inmediato.

—Los chicos se han preocupadocuando no has aparecido en la cena. Noestarás enferma, ¿verdad?

—No. —Noté el gusto amargo de labilis trepándome por la garganta—.Estoy bien.

—Si estás mareada, puedesdecírmelo. Te juro que no te lo tendré en

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cuenta. ¿Puedo sentarme?No respondí. De hecho, no fui capaz

de hacerlo porque estaba luchando porcontrolar las náuseas. Theo se sentó detodos modos en la silla de plástico quehabía al otro lado de la mesa.

—Entonces ¿qué te ocurre?—Nada —alcancé a contestar.—Ally, estás blanca. ¿Seguro que te

encuentras bien?—Eh… Disculpa.Me levanté con dificultad y apenas

conseguí llegar hasta la barandilla antesde vomitar sobre la acera de abajo.

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—Pobre. —Noté que unas manos mesujetaban por la cintura con firmeza—.Es evidente que no estás bien. Teacompañaré a tu habitación. ¿Quénúmero es?

—Estoy… perfectamente —farfullé,horrorizada por lo que acababa desuceder.

Y todo delante de Theo Falys-Kings,a quien, por alguna razón, estabadeseando impresionar. Bien mirado, nopodría haberme sucedido nada peor.

—Vamos.Se echó al hombro mi brazo inerte y

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me llevó casi a rastras hacia el interiorbajo las miradas de asco de los demáshuéspedes.

Ya en mi habitación, vomité variasveces más, pero al menos lo hice en elcuarto de baño. Cada vez que salía deallí, Theo estaba esperándome en lapuerta para ayudarme a volver a lacama.

—Mañana por la mañana estaré bien—gemí—, te lo prometo.

—Llevas dos horas diciendo lomismo entre vómito y vómito —dijo condesenfado mientras me limpiaba el

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sudor pegajoso de la frente con unatoalla húmeda.

—Vete a la cama, Theo —murmuréadormilada—. En serio, estoy bien. Solonecesito dormir.

—Dentro de un rato.—Gracias por cuidar de mí —susurré

cuando los ojos se me empezaron acerrar.

—No hay de qué, Ally.Y entonces, mientras me sumergía en

el mundo de la inconsciencia previa alsueño, sonreí.

—Creo que te quiero —me oí decir

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antes de entregarme al letargo.Al día siguiente me desperté

sintiéndome débil pero mejor. Cuandosalí de la cama tropecé con Theo, quehabía cogido una almohada y estabaacurrucado en el suelo, durmiendoprofundamente. Cerré la puerta delcuarto de baño, me senté en el borde dela bañera y me acordé de las palabrasque había pensado —¿o, cielos, lashabría dicho en alto?— la noche previa.

«Creo que te quiero.»¿De dónde diantre había salido

aquello? ¿O había soñado que lo decía?

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Al fin y al cabo, me encontraba muy maly a lo mejor había alucinado. «Por Dios,eso espero», gemí enterrando la cabezaentre las manos. Por otro lado… si no lohabía dicho, ¿por qué recordaba laspalabras con tanta claridad? Eran deltodo falsas, naturalmente, pero puedeque Theo pensara que las había dicho enserio. Cosa que no era cierta, ¿verdad?

Al final salí del cuarto de bañomuerta de vergüenza y vi que él estaba apunto de marcharse. Fui incapaz demirarlo a los ojos cuando me dijo que seiba a su habitación a ducharse y que

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volvería a buscarme al cabo de diezminutos para bajar a desayunar.

—Ve tú solo, Theo. No quieroarriesgarme.

—Ally, tienes que comer algo. Si noconsigues retener la comida en elestómago durante una hora, me temo queno podrás subir al barco hasta nuevaorden. Ya conoces las reglas.

—De acuerdo —cedí a regañadientes.En cuanto salió del cuarto, deseé con

todas mis fuerzas ser capaz de volvermeinvisible. Nunca había ansiado tantoestar en otro lugar como en aquel

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momento.Quince minutos después, salimos

juntos a la terraza. Los demás miembrosde la tripulación nos lanzaron sonrisitasde complicidad desde la mesa a la queestaban sentados. Me entraron ganas dedarles un puñetazo.

—Ally tiene gastroenteritis —anuncióTheo cuando nos sentamos—. Y por tucara, Rob, se diría que tú tampoco hasdormido mucho.

Los compañeros rieron y Rob seencogió avergonzado mientras Theoprocedía a explicar con calma la sesión

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de entrenamiento de aquel día.Yo escuchaba en silencio,

agradeciéndole que hubiera pasado aotro tema, pero sabía lo que pensabantodos los demás. Lo más irónico era queno podían estar más equivocados. Mehabía jurado a mí misma que nunca meacostaría con un compañero detripulación, pues sabía lo deprisa quelas mujeres podían ganarse mala fama enel cerrado mundo de la vela. Al parecer,después de aquella noche me la habíaganado por defecto.

Por lo menos pude retener el

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desayuno y se me permitió embarcar. Apartir de aquel momento, puse todo miempeño en dejar claro a la tripulación—y en especial al capitán— que notenía el menor interés en Theo Falys-Kings. Durante los entrenamientos memantenía lo más alejada de él que podíaen aquella pequeña embarcación y lerespondía con monosílabos. Y por lasnoches, después de cenar, apretaba losdientes y me quedaba con loscompañeros cuando él se levantaba paravolver al hostal.

Porque, me decía, no lo quería. Y no

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deseaba que los demás creyeran locontrario. Aun así, mientras meesforzaba por convencerlos, comprendíque en realidad ni siquiera yo lo teníaclaro. Me sorprendía mirando a Theocuando lo creía distraído. Admiraba suforma serena y comedida derelacionarse con la tripulación y losperspicaces comentarios que hacía, quenos unían y nos instaban a trabajar mejorcomo equipo. Y que, a pesar de suestatura relativamente baja, debajo de laropa su cuerpo fuera firme y musculoso.Yo lo observaba mientras él demostraba

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una y otra vez que era el más fuerte y elmejor entrenado de todos nosotros.

Cada vez que mi mente traidora sedesbocaba en esa dirección, hacíacuanto estaba en mi mano para recuperarlas riendas y hacerla volver a su cauce.Pero de pronto empecé a reparar en lafrecuencia con que Theo se paseaba porel velero sin camisa. Durante el díahacía un calor abrasador, cierto, pero¿de verdad necesitaba descubrirse eltorso para consultar los mapas de laregata…?

—¿Necesitas algo, Ally? —me

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preguntó en una ocasión en que se dio lavuelta y me pilló mirándolo.

Ni siquiera recuerdo qué farfulléantes de apartar la vista con la caraardiendo de vergüenza.

Fue un alivio que nunca mencionaralo que quizá le dijese la noche que mepuse enferma, así que empecé aconvencerme de que, en realidad, lohabía soñado. No obstante, sabía quealgo irrevocable me había sucedido.Algo sobre lo que, por primera vez enmi vida, parecía no tener control. Nohabía perdido únicamente mi habitual

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patrón de sueño, sino también misaludable apetito. Cuando conseguíadormirme, soñaba con él, tenía sueñosque hacían que me ruborizara aldespertarme y que me comportara aúncon mayor torpeza en su presencia. Deadolescente había leído novelas deamor, pero acabé rechazándolas en favorde las historias de suspense. Sinembargo, cuando repasaba mentalmentelos síntomas, por desgracia todosparecían encajar: de alguna manera, mehabía enamorado hasta la médula deTheo Falys-Kings.

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La última noche del período deentrenamiento, Theo se levantó de lamesa después de la cena y nos dijo quetodos habíamos hecho un gran trabajo yque tenía muchas esperanzas de queganáramos la regata. Después debrindar, me disponía a ponerme en piepara regresar al hostal cuando la miradade Theo se posó sobre mí.

—Ally, hay un tema que me gustaríacomentar contigo. El reglamento exigeque un miembro de la tripulación sehaga cargo de los primeros auxilios. Esun mero trámite burocrático, solo hay

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que firmar unos impresos. ¿Te importa?Alzó una carpeta de plástico y señaló

una mesa vacía.—Yo no sé nada de primeros

auxilios. Y que sea mujer —añadí entono desafiante cuando nos sentamos a lamesa, lejos de los demás— no significaque pueda cuidar de alguien mejor queun hombre. ¿Por qué no se lo pides aTim o a cualquiera de los otros?

—Ally, por favor, cierra el pico. Erasolo un pretexto. Mira. —Theo meenseñó las dos hojas en blanco quehabía sacado de la carpeta—. Bien —

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continuó al tiempo que me tendía unbolígrafo—, a fin de salvar lasapariencias, sobre todo por ti, ahoravamos a mantener una conversaciónsobre tus responsabilidades comomiembro de la tripulación a cargo de losprimeros auxilios. Y, a la vez,comentaremos el hecho de que la nocheque te pusiste tan mal me dijiste quecreías que me querías. El caso, Ally, esque creo que es posible que yo sienta lomismo por ti.

Atónita, lo miré para ver si me estabatomando el pelo, pero estaba ocupado

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fingiendo que revisaba las hojas.—Lo que me gustaría proponerte es

que descubramos qué significa esto paraambos —prosiguió—. Mañana tengoprevisto marcharme unos días con mibarco. Me gustaría que me acompañaras.—Finalmente, levantó la vista paramirarme—. ¿Qué me dices?

Yo abría y cerraba la boca como sifuera un pez, pero es que era incapaz deencontrar la forma de responderle.

—Por lo que más quieras, Ally,simplemente di que sí. Disculpa lapobre analogía, pero tú y yo estamos en

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el mismo barco. Los dos sabemos quehay algo entre nosotros, y que lo hahabido desde el día en que nosconocimos hace un año. Si te soysincero, por lo que había oído sobre tiesperaba encontrarme con una mujermuy masculina, pero cuando aparecistecon esos ojos azules y ese preciosocabello rojizo me dejaste totalmentedesarmado.

—Oh —dije sin poder articularpalabra.

—Así pues… —Theo se aclaró lagarganta y me di cuenta de que estaba

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tan nervioso como yo—. Hagamos loque más nos gusta hacer a los dos: pasarunos días ganduleando en el agua. Así ledaremos una oportunidad a esto, sea loque sea. Por lo menos, el barco tegustará. Es muy cómodo. Y rápido.

—¿Habrá… alguien más? —preguntétras recuperar el habla.

—No.—Eso significa que tú serás el patrón

y yo tu única tripulante.—Sí, pero te prometo que no te haré

trepar por las jarcias y pasar la noche enla cofa. —Me sonrió y sus ojos verdes

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rezumaron ternura—. Ally, dime quevendrás.

—De acuerdo —acepté.—Bien. Y ahora, si no te importa,

firma en la línea de puntos para… sellarel trato.

Con un dedo, señaló un punto en lahoja vacía.

Lo miré y vi que seguía sonriéndome.Y al fin le devolví la sonrisa. Escribí minombre y le devolví la hoja. La examinócon fingido interés y la guardó de nuevoen la carpeta.

—Ya está —dijo en alto para que lo

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oyeran nuestros colegas, que, sin duda,estaban pendientes de la conversación—. Te veré en el puerto mañana a lasdoce para informarte de tusresponsabilidades.

Me guiñó un ojo y regresamostranquilamente a la mesa de latripulación, yo disimulando con miandar sosegado el maravillosohormigueo que sentía por dentro.

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Huelga decir que ni Theo ni yosabíamos qué esperar cuando zarpamosde Naxos en su Sunseeker, el Neptuno,un potente yate de líneas elegantes y seismetros de eslora más que el Hanse queíbamos a pilotar en la regata. Yo estaba

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acostumbrada a compartir las atestadasinstalaciones de los veleros con muchosotros tripulantes, de modo que, al sersolo dos, el gran espacio entre nosotrosse me antojaba excesivo. El camaroteprincipal era una lujosa suite forrada deteca, y cuando vi la enorme cama dematrimonio, me encogí de vergüenza alrecordar las circunstancias que rodearona la última vez que Theo y yo dormimosen el mismo cuarto.

—Lo compré a muy buen precio haceun par de años, cuando el propietario searruinó —me explicó Theo mientras

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sacaba el yate del puerto—. Desdeentonces, al menos tengo un techo sobrela cabeza.

—¿Vives en este barco? —preguntésorprendida.

—Los períodos de descanso largoslos paso con mi madre en su casa deLondres, pero este último año he vividoaquí durante los raros momentos en queno estaba compitiendo o trasladando unvelero a una regata. Aun así, al fin hellegado al punto de desear un hogarpropio en tierra firme. De hecho, acabode comprarme una casa, aunque necesita

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muchas reformas y no sé cuándo voy atener tiempo de hacerlas.

Yo ya estaba acostumbrada al Titán,el fantástico yate de mi padre, y a susofisticado sistema de navegacióninformatizado, de modo que nosturnábamos en la «conducción», como aTheo le gustaba llamarla. Pero aquellaprimera mañana me costó abandonar elprotocolo habitual. Cada vez que Theome pedía que hiciera algo, tenía queesforzarme para no responder: «¡Sí,capitán!».

Se palpaba la tensión entre nosotros.

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Ni él ni yo teníamos muy claro cómopasar de la relación profesional quehabíamos tenido hasta aquel momento aun trato más íntimo. La conversaciónresultaba forzada, pues yo medía todo loque decía y, la mayor parte del tiempo,recurría a temas triviales. Theo apenasabría la boca, así que cuando echamosel ancla para comer yo ya empezaba apensar que todo aquello había sido ungran error.

Agradecí que sacara una botellahelada de rosado provenzal paraacompañar la ensalada. Nunca había

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sido muy bebedora, y aún menos en elmar, pero, por algún motivo,conseguimos pulirnos la botella entrelos dos. A fin de arrancar a Theo de suincómodo silencio, decidí sacar el temade la navegación. Repasamos nuestraestrategia para las Cícladas y hablamosde lo diferente que sería regatear en losJuegos Olímpicos de Pekín. Mis pruebasfinales para un puesto en el equipo suizotendrían lugar a finales de verano, yTheo me contó que él iba a competir porEstados Unidos.

—Entonces ¿eres estadounidense de

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nacimiento? Porque tu acento esbritánico.

—Padre estadounidense, madreinglesa. Estudié en un internado deHampshire y luego fui a Oxford y a Yale—explicó—. Siempre fui un pocoempollón.

—¿Qué estudiaste?—Literatura clásica en Oxford y un

máster en psicología en Yale. Allí tuvela suerte de que me seleccionaran parael equipo universitario de vela y acabécapitaneándolo. Era de esos que vivenen una especie de torre de marfil. ¿Y tú?

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—Estudié flauta en el Conservatoriode Música de Ginebra. Pero eso loexplica todo.

Lo miré con una gran sonrisa dibujadaen el rostro.

—¿Eso explica qué?—Que te guste tanto analizar a la

gente. Y, en parte, tu éxito como patrónse debe a la buena mano que tienes conla tripulación. Y en especial conmigo —añadí envalentonada por el vino—. Tuscomentarios me han ayudado mucho, deverdad, aunque en su momento no mehiciera mucha gracia escucharlos.

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—Gracias —dijo agachandotímidamente la cabeza ante el halago—.En Yale me dieron vía libre paracombinar mi amor por la navegación conla psicología y desarrollé un estilo demando que algunos consideran extraño,pero que a mí me funciona.

—¿Te apoyaban tus padres en tupasión por navegar?

—Mi madre sí, pero mi padre… Sesepararon cuando yo tenía once años, yun par de años después pasaron por undivorcio complicado. Después deaquello, mi padre regresó a Estados

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Unidos. De pequeño pasaba lasvacaciones allí, pero él siempre estabatrabajando o viajando y contratabaniñeras para que me cuidaran. Fuealgunas veces a Yale para vermecompetir, pero no puedo decir que loconozca mucho. Solo a través de lo quele hizo a mi madre, y reconozco que suhostilidad hacia él ha influido en mijuicio. Pero, a todo esto, me encantaríaoírte tocar la flauta —soltó de repentecambiando de tema y clavando al fin sumirada verde en mis ojos azules.

Pero el momento pasó y Theo volvió

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a apartar la mirada, removiéndose en suasiento.

Me sentí frustrada al ver que misesfuerzos por hacerlo hablar no estabanfuncionando, así que también yo me sumíen un silencio irritado. Después dellevar los platos sucios a la cocina, metiré al agua y nadé enérgicamente paradespejarme la cabeza embotada por elvino.

—¿Te apetece tomar el sol en lacubierta de arriba antes de continuar? —me preguntó cuando regresé al barco.

—Vale —contesté, a pesar de que

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notaba que mi piel blanca y pecosa yahabía recibido sol más que suficiente.

Por lo general, cuando estaba en elmar me embadurnaba en una crema conpantalla de protección total, pero eraprácticamente lo mismo que ir pintadade blanco y no me proporcionaba unaspecto muy seductor. Aquella mañanahabía utilizado a propósito unaprotección más ligera, pero estabaempezando a pensar que las quemadurasno merecerían la pena.

Theo sacó dos botellas de agua de lanevera y nos dirigimos a la cubierta

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superior, situada en la proa del yate.Nos instalamos en las lujosas y mullidastumbonas y, cuando lo miré de reojo, laproximidad de su cuerpo semidesnudome aceleró el corazón. Decidí que siTheo no daba pronto el paso, tendría quedejarme de remilgos y ser yo la que seabalanzara sobre él. Miré hacia otrolado para evitar que mi mente siguieraalimentando pensamientos lascivos.

—Háblame de tus hermanas y de esacasa en el lago de Ginebra en la quevivís. Suena muy idílico —dijo.

—Es…

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Teniendo en cuenta que mi cabeza eraun torbellino de deseo y alcohol, loúltimo que me apetecía era embarcarmeen una larga perorata sobre mi complejasituación familiar.

—Tengo un poco de sueño. ¿Teimporta que te lo cuente más tarde? —dije tumbándome boca abajo.

—En absoluto. ¿Ally?Noté la leve caricia de sus dedos en

mi espalda.—¿Sí?Me di la vuelta y, expectante, lo miré

a los ojos conteniendo la respiración.

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—Se te están quemando los hombros.—Oh. Entonces será mejor que baje

—espeté.—¿Voy contigo?No le contesté, me limité a encogerme

de hombros antes de levantarme y echara andar por la parte estrecha de lacubierta que conducía a la popa. Depronto me cogió la mano.

—Ally, ¿qué ocurre?—Nada. ¿Por qué?—Pareces… tensa.—¡Ja! Tú también —repliqué.—¿Yo?

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—Sí —dije mientras me seguíaescaleras abajo.

Me dejé caer pesadamente sobre elbanco de popa, a la sombra.

—Lo siento, Ally —dijo con unsuspiro—. Nunca se me ha dado bienesta parte.

—¿A qué te refieres exactamente con«esta parte»?

—Ya sabes. A los preámbulos, no séllevarlos. Lo que quiero decir es que megustas y te respeto, y no quería que tesintieras como si te hubiera traído albarco para darnos un revolcón. Podrías

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haber pensado que era lo único quepretendía de ti, porque eres muyconsciente de tu condición femenina enun mundo de hombres y…

—¡Eso no es cierto, Theo!—¿Ah, no? —Puso los ojos en

blanco, sin dar crédito a lo que oía—.Para serte sincero, hoy en día a los tíosnos aterra que nos acusen de acososexual simplemente por mirar a unamujer. Ya me sucedió una vez con otromiembro femenino de mi tripulación.

—¿De veras? —pregunté haciéndomela sorprendida.

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—Sí. Creo que dije algo como:«Hola, Jo, me alegro de tenerte a bordopara animar a los muchachos». A partirde ahí me sentenció.

Lo miré incrédula.—¿Le dijiste eso?—Maldita sea, Ally, quería decir que

su presencia nos mantendría despiertos.Tenía una excelente reputación comonavegante. Pero, por lo visto, interpretómal mis palabras.

—No entiendo por qué —comentémordaz.

—Yo tampoco.

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—¡Estaba siendo irónica, Theo!Entiendo perfectamente que seofendiera. No puedes imaginar la clasede comentarios de que somos objeto lasmujeres navegantes. No me extraña quese lo tomara a mal.

—Bueno, pues por eso me inquietabatanto tenerte a bordo. Sobre todo porquete encuentro tremendamente atractiva.

—Yo soy el polo opuesto,¿recuerdas? —contraataqué—. ¡Mecriticaste por intentar actuar como unhombre y no sacar partido a mis puntosfuertes!

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—Touché —dijo con una pequeñasonrisa—. Y ahora estamos aquí solos, yyo trabajo contigo y a lo mejor piensasque…

—¡Theo, esto empieza a resultarridículo! ¡Creo que el problema lotienes tú, no yo! —repliqué exasperada—. Me invitaste a tu barco y vinevoluntariamente.

—Lo sé, pero si te soy sincero, Ally,todo esto… —Guardó silencio y memiró muy serio—. Me importas mucho,Ally. Y te pido que me perdones por miestúpido comportamiento, pero hace

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mucho tiempo que no… cortejo a unamujer. No quiero meter la pata.

Me ablandé.—¿Qué tal si dejas de analizarlo todo

y te relajas un poco? Puede que entoncestambién yo me relaje. Estoy aquí porquequiero, no lo olvides.

—De acuerdo, lo intentaré.—Bien. Y ahora que estoy empezando

a parecer un tomate maduro —dijemientras me examinaba los brazos—, mevoy abajo para descansar del sol. Si lodeseas, puedes acompañarme. —Melevanté y puse rumbo a la escalera—. Y

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te prometo que no te denunciaré poracoso sexual. De hecho —añadí conatrevimiento—, quizá sea yo quien teanime a ello.

Bajé las escaleras riéndome pordentro de mi descarada invitación ypreguntándome si Theo reaccionaría aella. Cuando entré en el camarote y metumbé en la cama, me embargó unasensación de poder. Puede que Theofuera el jefe en el trabajo, pero estabadecidida a ser su igual en cualquierrelación personal que pudiéramos teneren el futuro.

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Cinco minutos después, Theoapareció tímidamente en la puerta y sedeshizo en disculpas por su absurdocomportamiento. Al final le pedí quecerrara el pico y viniera a la cama.

En cuanto «aquello» sucedió, lascosas se arreglaron. Y con el paso delos días ambos comprendimos que entrenosotros había algo mucho más profundoque una mera atracción física: el rarotriunvirato de cuerpo, corazón y mente.Y por fin nos zambullimos en la dichamutua de habernos encontrado el uno alotro.

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Nuestro vínculo se estrechó a un ritmomás rápido del habitual porque yaconocíamos nuestras virtudes ydebilidades, aunque es justo decir queapenas hablábamos de las segundas,pues preferíamos regodearnos en lomaravilloso que nos parecía el otro.Pasábamos las horas haciendo el amor,bebiendo vino y comiendo el pescadofresco que Theo cogía desde la popa delbarco mientras yo leía un libro con lacabeza perezosamente apoyada en suregazo. A nuestro apetito físico sesumaba una sed igualmente insaciable de

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saberlo todo sobre el otro. Solos en elmar en calma, me sentía como siviviéramos fuera del tiempo, como sisolo nos necesitáramos el uno al otro.

La segunda noche, me tumbé bajo lasestrellas sobre la cubierta superior y,mientras Theo me abrazaba, le hablé dePa Salt y mis hermanas. Como el restode la gente, escuchó fascinado lahistoria de mi extraña y mágica infancia.

—A ver si lo he entendido bien: tupadre, a quien tu hermana mayor apodó«Pa Salt», os encontró a ti y a otroscinco bebés en sus viajes alrededor del

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mundo y os llevó a su casa. Es un pococomo esas personas que coleccionanimanes para la nevera, ¿no?

—En pocas palabras, sí. Aunque megusta pensar que valgo más que un imán.

—Eso ya lo veremos —dijomordisqueándome suavemente la oreja—. ¿Y cuidó de todas vosotras él solo?

—No. Teníamos a Marina, a quiensiempre hemos llamado «Ma». Pa lacontrató como niñera cuando adoptó aMaia, mi hermana mayor. Esprácticamente nuestra madre, y todas laadoramos. Marina es francesa, por eso

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todas hemos crecido hablando francés,además de porque es uno de los idiomasoficiales de Suiza. Pa estabaobsesionado con que fuéramosbilingües, de modo que él nos hablabaen inglés.

—Pues hizo un buen trabajo. De noser por tu adorable acento francés,jamás habría adivinado que el inglés noes tu lengua materna —dijo mientras meestrechaba contra su pecho y me besabaen la coronilla—. ¿Os ha contado algunavez vuestro padre por qué os adoptó?

—En una ocasión se lo pregunté a

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Ma. Me dijo que Pa se sentía solo enAtlantis y tenía mucho dinero paracompartir. En realidad mis hermanas yyo nunca nos preguntamos el porqué,simplemente aceptamos nuestrasituación, como hacen todos los niños.Éramos una familia, y nos bastaba coneso.

—Parece una historia sacada de uncuento. El rico benefactor que adopta aseis huérfanas. ¿Por qué únicamenteniñas?

—Más de una vez hemos comentadoen broma que, una vez que empezó a

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bautizarnos con los nombres del grupode estrellas de las Siete Hermanas,adoptar a un niño habría fastidiado lacadena —contesté entre risas—. Pero locierto es que no tenemos ni idea.

—¿De modo que tu verdadero nombrees Alción, la segunda hermana? Es másdifícil de pronunciar que Al —bromeó.

—Sí, pero nadie me llama así salvoMa cuando se enfada conmigo —aclarécon una mueca—. ¡Y ni se te ocurraempezar a hacerlo tú!

—Me encanta el nombre de Alción,creo que es perfecto para ti. ¿Y por qué

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sois solo seis, si el grupo de estrellasson siete?

—No tengo ni idea. La últimahermana, que, de haberla traído Pa, sehabría llamado Mérope, nunca llegó —expliqué.

—Es una pena.—Sí, pero teniendo en cuenta la

pesadilla que fue mi sexta hermana,Electra, cuando llegó a Atlantis, ningunade nosotras se moría de ganas de añadirotro bebé llorón a la familia.

—¿Electra? —Theo reconoció elnombre enseguida—. ¿No será la famosa

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supermodelo?—La misma —respondí con cautela.Se volvió atónito hacia mí. Yo raras

veces mencionaba que Electra y yoéramos hermanas, pues la genteenseguida intentaba sonsacarme quién seescondía realmente detrás de uno de losrostros más fotografiados del mundo.

—Caramba. ¿Y tus demás hermanas?—continuó, y me alegré de que no mehiciera más preguntas sobre Electra.

—Maia es la mayor. Es traductora.Heredó de Pa su facilidad para losidiomas. He perdido la cuenta de todos

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los que habla. Y si Electra te pareceguapa, deberías ver a Maia. Mientrasque yo soy todo pecas y pelo rojo, ellatiene la piel y el cabello oscuros ypreciosos. Parece una diva latinaexótica, excepto por el carácter. Esprácticamente una ermitaña. Sigueviviendo en Atlantis con la excusa deque quiere cuidar de Pa Salt, pero todaslas hermanas creemos que se esconde dealgo… —se me escapó un suspiro—,aunque no sabría decir de qué. Estoysegura de que le ocurrió algo cuando semarchó a la universidad, porque volvió

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completamente cambiada. De niña laadoraba, y todavía la quiero con locura,aunque tengo la sensación de que en losúltimos años se ha distanciado de mí. Enrealidad se ha distanciado de todo elmundo, pero las dos estábamos muyunidas.

—Cuando te vuelves introvertidotiendes a prescindir de la gente —murmuró Theo.

—Muy profundo. —Le regalé unasonrisa—. Pero sí, eso es más o menoslo que pasó.

—¿Y tu siguiente hermana?

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—Se llama Star y es tres años menorque yo. La verdad es que mis doshermanas medianas van en pareja. CeCe,la cuarta, llegó a casa con Pa solo tresmeses después que Star, y desdeentonces han sido uña y carne. Ambashan llevado una vida bastante nómadadespués de terminar la universidad, hanviajado por Europa y Asia, pero alparecer ahora quieren instalarse enLondres para que CeCe pueda hacer uncurso de arte. Si me preguntaras qué tipode persona es realmente Star, o quétalentos y ambiciones tiene, no sabría

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qué responder, porque CeCe la tienecompletamente dominada. Es bastantecallada y deja que CeCe hable por lasdos. CeCe tiene un carácter muy fuerte,como Electra. Como podrás imaginar,existe cierta tensión entre ellas. Electra,tal como indica su nombre, es un postede alta tensión, pero siempre he pensadoque por dentro es muy vulnerable.

—Podría hacerse un estudiopsicológico fascinante con tus hermanas—opinó Theo—. ¿Quién viene después?

—Tiggy, que es fácil de describir,porque, sencillamente, es un encanto. Se

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licenció en biología y trabajó durante untiempo como investigadora en el zoo deServion. Luego se largó a las Highlandsde Escocia para trabajar en una reservade ciervos. Es muy… —busqué lapalabra apropiada— etérea, con unmontón de extrañas creenciasespirituales. Es como si literalmenteflotara en algún punto entre el cielo y latierra. Me temo que todas nos hemosburlado de ella cruelmente a lo largo delos años cuando anunciaba que habíaoído voces o que había visto un ángel enel árbol del jardín.

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—Entonces ¿tú no crees en esascosas?

—Digamos que tengo los pies bienplantados en la tierra. O, por lo menos,en el agua —me corregí con una sonrisa—. Soy práctica por naturaleza, ysupongo que esa es, en parte, la razón deque mis hermanas me hayan vistosiempre como la líder de nuestrapequeña pandilla. Eso no significa queno respete aquello que desconozco o noentiendo. ¿Y tú?

—Bueno, aunque nunca he visto unángel, como tu hermana, siempre he

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sentido que estoy protegido. Sobre todocuando navego. He vivido momentos demucho peligro en el mar y, hasta lafecha, toco madera, he salido airoso.Puede que Poseidón esté velando pormí, por utilizar una analogía mitológica.

—Y que dure —murmuré convehemencia.

—Por último, pero no por ello menosimportante, háblame de tu increíblepadre. —Theo comenzó a acariciarme elpelo con suavidad—. ¿Cómo se gana lavida?

—Francamente, una vez más, ni mis

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hermanas ni yo lo tenemos claro. Sea loque sea, no hay duda de que le va bien.Su yate, el Titán, es un Benetti —dije enun intento de expresar la fortuna de Paen un lenguaje que Theo pudieraentender.

—¡Uau! A su lado este parece un boteinflable. Vaya, vaya, con tus palacios entierra y mar, yo diría que eres unaprincesa encubierta —bromeó.

—No hay duda de que hemos vividobien, pero Pa estaba decidido a quetodas saliéramos adelante por nuestrospropios medios. De mayores nunca nos

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ha dado carta blanca con el dinero, amenos que fuera, o sea, para fineseducativos.

—Un hombre sensato. ¿Estáis muyunidos?

—Mucho. Él lo ha sido… todo paramí y para mis hermanas. Estoy segura deque a cada una de nosotras nos gustapensar que tenemos una relaciónespecial con Pa, pero como él y yocompartíamos el amor por lanavegación, de niña pasé mucho tiempoa solas con él. Y no me enseñó solo anavegar. Es el ser humano más sabio y

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bondadoso que conozco.—De modo que eres una auténtica

niña de papá. Me parece que me hanpuesto el listón muy alto —comentóTheo mientras me deslizaba una manopor el cuello.

—Basta de hablar de mí, quiero sabercosas de ti —dije distraída por suscaricias.

—Más tarde, Ally, más tarde… Noimaginas el efecto que ese adorableacento francés tiene sobre mí. Podríapasarme toda la noche escuchándolo.

Se acodó sobre la cubierta, se inclinó

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para besarme en los labios y, después deeso, dejamos de hablar.

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Al día siguiente, acabábamos dedecidir ir a Mykonos para abastecernoscuando Theo me llamó para que bajaradesde la cubierta al puente de mando.

—Adivina una cosa —me dijo conaire ufano.

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—¿Qué?—He estado charlando por radio con

Andy, un amigo navegante que está porla zona con su catamarán, y me hapropuesto quedar más tarde en la bahíade Delos para tomar una copa. Habromeado diciendo que lo localizaríaenseguida porque está atracado justo allado de un yate descomunal llamadoTitán.

—¿El Titán? —exclamé—. ¿Estásseguro?

—Andy me ha asegurado que era unBenetti, y dudo que el barco de tu padre

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tenga un doble. También me hacomentado que se estaba aproximandootro palacio flotante y que empezaba aagobiarse, de modo que se hadesplazado un par de millas. ¿Quieresque paremos a tomar un té con tu padreantes de ir al catamarán? —me preguntó.

—No lo entiendo —respondí confranqueza—. Pa no me habíamencionado que tuviera planeado venira estas islas, aunque sé que el Egeo essu lugar preferido para navegar.

—Probablemente no se imaginara quefueras a estar por la zona, Ally. Cuando

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nos acerquemos, podrás comprobar conlos prismáticos si realmente es el barcode tu padre e informar al patrón porradio de nuestra llegada. Pasaríamosbastante vergüenza si no fuera su yate einterrumpiéramos a un oligarca ruso conel barco lleno de vodka y prostitutas. Dehecho, ahora que lo pienso —Theo sevolvió hacia mí—, ¿tu padre alquilaalguna vez el Titán?

—Nunca —respondí con firmeza.—En ese caso, señorita, coja los

prismáticos y vaya a relajarse a lacubierta mientras su fiel capitán se hace

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cargo del timón. Cuando veas el Titánhazme una señal por la ventana ycomunicaré por radio que nos estamosacercando.

Mientras regresaba a la cubierta paraaguardar en tensión la aparición delTitán en el horizonte, me pregunté cómome sentiría cuando el hombre que másquería en el mundo conociera al hombreque estaba empezando a querer un pocomás cada día. Traté de recordar si Pahabía conocido a alguno de mis noviosanteriores. Tal vez le hubiera presentadoa algún ligue durante mis años en el

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Conservatorio de Ginebra, pero pocomás. A decir verdad, nunca había tenidoun «compañero» al que me hubieraapetecido presentar a Pa o a mi familia.

Hasta entonces…Veinte minutos después, un barco con

una silueta familiar apareció a lo lejos ylo enfoqué con los prismáticos.Efectivamente, era el yate de Pa. Diunos golpecitos en el cristal del puentede mando y levanté el pulgar. Theoasintió y cogió el auricular de la radio.

Bajé al camarote, me recogí losalborotados cabellos en una coleta y me

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puse una camiseta y un pantalón corto.Sentí una repentina emoción por podercambiar los papeles por una vez y ser yoquien le diera una sorpresa a Pa. Deregreso en el puente de mando, lepregunté a Theo si Hans, el patrón delTitán, había contestado.

—No. Acabo de enviar otro mensaje,pero si no recibimos respuestatendremos que correr el riesgo depresentarnos sin avisar. Qué interesante.—Theo cogió sus prismáticos y losdirigió hacia otro barco anclado cercadel Titán—. Conozco al dueño del otro

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superyate que mencionó Andy. Es elOlympus, y pertenece al magnate KreegEszu. Es el dueño de LightningCommunications, una empresa que hapatrocinado un par de barcoscapitaneados por mí, así que lo he vistoen varias ocasiones.

—¿En serio? —pregunté fascinada.Kreeg Eszu, a su manera, era tan famosocomo Electra—. ¿Y cómo es?

—Bueno, por decirlo suavemente, nome inspira demasiada simpatía. Mesenté a su lado en una cena y se pasótoda la noche hablando de él y de su

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éxito. Y su hijo Zed es aún peor, unniñato malcriado que cree que porque supadre es rico él puede hacer lo que levenga en gana.

Los ojos de Theo se habían llenadode una indignación inusual en él.

Agudicé el oído. No era la primeravez que una persona próxima a mímencionaba el nombre de Zed Eszu.

—¿Tan terrible es?—Sí. Una amiga mía salió con él y la

trataba como un trapo. En fin… —Theovolvió a mirar por los prismáticos—.Será mejor que intentemos comunicarnos

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de nuevo con el Titán, porque pareceque se está alejando. ¿Por qué no envíastú el mensaje, Ally? Si tu padre o elpatrón lo escuchan, quizá reconozcan tuvoz.

Así lo hice, pero no obtuve respuestay advertí que el barco ganaba velocidady se alejaba de nosotros.

—¿Lo seguimos? —propuso Theo.—Voy a buscar el móvil y telefonearé

directamente a Pa.—Yo, entretanto, aumentaré los

nudos. Estoy casi seguro de que estándemasiado lejos, pero nunca he

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intentado dar alcance a un superyate ypodría ser divertido —bromeó.

Dejé a Theo jugando al gato y el ratóncon el barco de Pa y bajé al camarote.Tuve que aferrarme al marco de lapuerta cuando aceleró. Saqué el móvilde la mochila, pulsé el botón deencendido y miré con impaciencia lapantalla inerte. El aparato me devolvióla mirada como una mascota abandonadaa la que hubiera olvidado dar de comery comprendí que se había quedado sinbatería. Hurgué de nuevo en la mochilaen busca del cargador y, seguidamente,

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para buscar un adaptador americano queencajara en el enchufe que había junto ala cama. Enchufé el móvil y recé paraque se encendiera.

Para cuando regresé al puente demando, Theo ya había bajado lavelocidad a un ritmo normal.

—Es imposible darle alcance a tupadre, ni siquiera navegando a nuestravelocidad máxima. El Titán va a todapastilla. ¿Lo has telefoneado?

—No, acabo de poner el móvil acargar.

—Utiliza el mío.

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Me tendió su teléfono y marqué elnúmero de Pa Salt. Me desvió al buzónde voz y le dejé un mensaje donde leexplicaba la situación y le pedía que mellamara lo antes posible.

—Da la impresión de que tu padrehuye de ti —bromeó Theo—. Puede queno quiera recibir visitas en estosmomentos. En fin, llamaré a Andy porradio para que me dé su ubicaciónexacta e iremos a verlo a éldirectamente.

Theo debió de reparar en midesconcierto, porque me rodeó con los

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brazos.—Solo estaba bromeando, cariño.

Recuerda que no es más que una línea deradio abierta. Es probable que el Titánno haya recibido los mensajes. A mí meha pasado muchas veces. Tendrías quehaberlo llamado al móvil nada mássaber que estaba aquí.

—Lo sé —convine.Pero mientras nos dirigíamos a Delos

a una velocidad mucho más baja parareunirnos con el amigo de Theo, yosabía, por mis muchas horas denavegación con Pa, que él siempre

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insistía en tener la radio encendida entodo momento y en que Hans, el patrón,permaneciera siempre atento a ella porsi había algún mensaje para el Titán.

Mirando ahora atrás, recuerdo loinquieta que estuve el resto de la tarde.Quizá fuera una premonición de lo queestaba por venir.

De modo que al día siguiente medesperté entre los brazos de Theo en labella y desierta bahía de Makares, conel corazón entristecido solo de pensar

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que teníamos que regresar a Naxosaquella misma tarde. Theo ya habíahablado de que debíamos prepararnospara la regata que comenzaría al cabo deunos días, así que parecía que nuestroidílico tiempo juntos estaba a punto deacabar, al menos por el momento.

Cuando desperté de mi ensueño,tumbada sobre la cubierta a su lado,desnuda, tuve que obligar a mi mente aabandonar el maravilloso caparazón queformábamos Theo y yo. Mi móvil seguíacargándose desde el día anterior e hiceademán de levantarme para ir a

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buscarlo.—¿Adónde vas?La mano de Theo me detuvo al

instante.—A buscar el móvil. Debería

escuchar mis mensajes.—Vuelve enseguida, ¿vale?A mi regreso, Theo me cogió por la

cintura y me ordenó que dejara el móviltranquilo unos minutos más. Baste decirque tardé otra hora en encenderlo.

Sabía que lo más probable era quetuviera algún que otro mensaje deamigos y familiares. No obstante, tras

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apartar la mano de Theo de mi estómagocon cuidado para no despertarlo, vi quehabía una lista de mensajes de textoextrañamente larga. Y varios avisos delbuzón de voz.

Todos los mensajes de texto eran demis hermanas.

«Ally, por favor, llámame en cuantopuedas. Te quiero. Maia.»

«Ally, soy CeCe. Todas estamosintentando localizarte. ¿Puedes llamar aMa o a una de nosotras de inmediato?»

«Ally, cariño, soy Tiggy. No sabemosdónde estás, pero tenemos que hablar

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contigo.»Y el mensaje de Electra me produjo

un escalofrío de terror: «¡Dios mío,Ally! ¿No es terrible? ¿Puedes creerlo?Ahora volando a casa desde L.A.».

Me levanté y caminé hasta la proa delyate. Era evidente que había sucedidoalgo horrible. Me temblaban las manoscuando marqué el número del buzón devoz para escuchar qué era lo que habíainstado a todas mis hermanas a ponerseen contacto conmigo con tanta urgencia.

Escuché el mensaje más reciente, yfue entonces cuando me enteré.

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«Hola, soy CeCe otra vez. Las demásparecen estar demasiado asustadas paradecírtelo, pero es preciso que vengas acasa de inmediato. Ally, lamento ser laportadora de una noticia tan terrible,pero Pa Salt ha muerto. Lo siento… Losiento… Por favor, llama en cuantopuedas.»

CeCe debió de pensar que habíafinalizado la llamada antes de hacerlode verdad, porque escuché un fuertesollozo previamente a que sonara elpitido del siguiente mensaje.

Me quedé inmóvil, con la mirada

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perdida en el horizonte, mientraspensaba en que justo el día anteriorhabía visto el Titán a través de losprismáticos. «Debe de ser un error», medije para tranquilizarme. Pero entoncesescuché el siguiente mensaje de voz. Erade Marina, mi madre en todos losaspectos salvo el biológico, que mepedía que la llamara cuanto antes, yhabía otro de Maia, y de Tiggy, y deElectra…

—Dios mío, Dios mío…Me agarré con fuerza a la barandilla

para no caerme. El móvil se me resbaló

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de la mano y aterrizó sobre la cubiertacon un ruido sordo. Agaché la cabezacuando sentí que mi cuerpo se quedabasin sangre y que iba a desmayarme. Conla respiración entrecortada, mederrumbé sobre la cubierta y enterré lacabeza en las manos.

—No puede ser verdad, no puede serverdad… —gemí.

—¿Qué te ocurre, cielo? —Todavíadesnudo, Theo apareció a mi lado y melevantó el mentón—. ¿Qué ha pasado?

Solo fui capaz de señalarle el móvil.—¿Malas noticias? —preguntó

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mientras lo recogía con la preocupaciónescrita en el rostro.

Asentí.—Ally, parece que hayas visto un

fantasma. Vamos a sentarnos a lasombra. Te traeré un vaso de agua.

Con mi móvil todavía en la mano,Theo me levantó del suelo, me ayudó abajar y me sentó en un banco de cuerodel interior. Recuerdo que en esemomento me pregunté si estabadestinada a que aquel hombre me vierasiempre incapaz de valerme por mímisma.

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Se puso un pantalón corto a todaprisa, me acercó una de sus camisetas y,con gran delicadeza, ayudó a mi cuerpoinerte a entrar en ella antes de ponermedelante un brandy generoso y un vaso deagua. Me temblaban tanto las manos quetuve que pedirle que llamara a mi buzónde voz para poder escuchar el resto delos mensajes. Me atraganté con elbrandy, pero el líquido me calentó elestómago y me ayudó a calmarme.

—Toma.Theo me tendió el teléfono y,

aturdida, escuché nuevamente el mensaje

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de CeCe, seguido de todos los demás,entre ellos tres de Maia y uno deMarina, y luego la voz poco familiar deGeorg Hoffman, a quien recordabavagamente como el abogado de Pa. Yotras cinco llamadas en blanco en lasque, al parecer, la persona no habíasabido qué decir y había colgado.

La mirada de Theo seguía clavada enmí cuando dejé el móvil en el banco.

—Pa Salt ha muerto —susurré, y mequedé mirando al vacío durante un buenrato.

—¡Dios mío! ¿Cómo?

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—No lo sé.—¿Estás totalmente segura?—¡Sí! CeCe ha sido la única que ha

tenido el valor de decírmelo. Perotodavía no entiendo cómo ha podidoocurrir… vimos el barco de Pa ayermismo.

—Me temo que no tengo unaexplicación para eso, cariño. Lo mejorque puedes hacer es llamar a tu casaenseguida.

Theo me acercó de nuevo el móvil.—No… no puedo.—Lo entiendo. ¿Quieres que llame

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yo? Si me das el número…—¡No! —le grité—. No, solo

necesito irme a casa. ¡Ya!Me levanté mirando con impotencia a

mi alrededor y después hacia el cielo,como si esperara que un helicópteroapareciera sobre nuestras cabezas paratrasladarme al lugar donde tantonecesitaba estar en aquellos momentos.

—Espera, voy a entrar en internet y ahacer unas llamadas. Vuelvo enseguida.

Theo subió al puente de mandomientras yo permanecía sentada en elbanco en estado catatónico.

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¿Mi padre… Pa Salt… muerto? Laidea se me antojaba tan absurda quesolté una carcajada de indignación. Paera indestructible, omnipotente. Paestaba vivo…

—¡No, por favor!Sentí un escalofrío y noté un

hormigueo en las manos y los pies, comosi estuviera en los Alpes nevados y noen un barco bajo el sol del Egeo.

—Bien —dijo Theo cuando regresódel puente de mando—. Ya no llegamosal vuelo de Naxos a Atenas de las doscuarenta, así que tendremos que llegar a

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Atenas en barco. Hay un vuelo aGinebra mañana a primera hora. Ya te hecomprado el billete, porque quedabanmuy pocas plazas.

—¿No puedo irme a casa hoy?—Ally, es la una y media de la tarde y

el trayecto en barco hasta Atenas eslargo, y eso por no hablar del vuelo aGinebra. Calculo que, forzando lamáquina durante la mayor parte de latravesía y haciendo una parada en Naxospara repostar, llegaremos al puerto justoantes de que oscurezca. Ni siquiera a míme haría gracia meter este barco de

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noche en un puerto tan concurrido comoel del Pireo.

—Lo entiendo —murmuré mientrasme preguntaba cómo iba a ser capaz delidiar con todas las interminables horasque quedaban para emprender el viaje.

—Voy a encender el motor —anuncióTheo—. ¿Quieres subir y sentarte a milado?

—Dentro de un rato.Cinco minutos después, cuando

escuché el traqueteo rítmico e hidráulicodel ancla al levarse y el suave zumbidode los motores que se ponían en marcha,

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caminé hasta la popa y me acodé en labarandilla para ver cómo nosalejábamos de la isla que la nocheprevia me había parecido el nirvana yque a partir de aquel momentorecordaría siempre como el lugar dondeme había enterado de la muerte de mipadre. Conforme el yate ganabavelocidad, el sentimiento de culpa fueapoderándose de mí. Durante los díasanteriores me había comportado comouna completa egoísta. Había pensadosolo en mí y en mi felicidad junto aTheo.

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Y mientras yo yacía en los brazos deTheo, haciendo el amor, mi padre yacíaen otro lugar, agonizante. ¿Cómo iba aperdonármelo algún día?

Theo cumplió su palabra y llegamos alpuerto ateniense del Pireo al atardecer.Durante la angustiosa travesía, me habíaacurrucado en el puente, con la cabezasobre su regazo, mientras él meacariciaba el pelo con una mano ypilotaba el barco sobre un mar picadocon la otra. Después de atracar, Theo

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bajó a la cocina, preparó un plato depasta y me la dio a cucharadas, como sifuera una niña.

—¿Vienes a la cama? —me preguntó,y me di cuenta de que estaba agotadopor la concentración que le habíanexigido las últimas horas—. Tenemosque levantarnos a las cuatro para quecojas el avión.

Acepté, pues sabía que de locontrario insistiría en quedarselevantado conmigo. Mientras mepreparaba para una larga noche deinsomnio, dejé que me condujera hasta

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el camarote, donde me ayudó a metermeen la cama y me acunó entre sus brazoscálidos.

—Si te sirve de consuelo, Ally, tequiero. Ya no solo lo «creo», ahora losé.

Me quedé mirando la oscuridad y, apesar de que aún no había derramado niuna sola lágrima, noté que se mehumedecían los ojos.

—Y te prometo que no lo digoúnicamente para hacer que te sientasmejor. Te lo habría dicho esta noche detodos modos —añadió.

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—Yo también te quiero —susurré.—¿En serio?—Sí.—Pues, si lo dices de verdad, soy

más feliz que si hubiera ganado laFastnet Race de este año. Ahora, intentadescansar.

Y sorprendentemente, arropada porTheo y su declaración de amor, medormí.

Al día siguiente, mientras el taxisorteaba el tráfico de Atenas, denso

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incluso al alba, advertí que Theo mirabadisimuladamente el reloj. Por lo generalera yo la que estaba al tanto de esascosas, la que controlaba el tiempoincluso para los demás, pero en aquelmomento agradecí que él se hicieracargo.

Llegué cuarenta minutos antes de lasalida del vuelo, justo cuando elmostrador de facturación estabacerrando.

—¿Seguro que estarás bien, cariño?—Theo frunció el cejo—. ¿De verdadno quieres que te acompañe a Ginebra?

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—Estaré bien, en serio —dijedirigiéndome hacia la zona deembarque.

—Por favor, si puedo hacer cualquiercosa por ti, dímelo.

Habíamos llegado al final de la colaanterior al control de seguridad. Mevolví hacia Theo.

—Gracias por todo. Me has ayudadomucho.

—No tienes que agradecérmelo, Ally.Y otra cosa —me atrajo hacia sí conapremio—, no olvides que te quiero.

—No se me irá de la cabeza —

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susurré con una sonrisa débil.—Y si en algún momento te vienes

abajo, llámame o escríbeme.—Te prometo que lo haré.—Por cierto —dijo al separarse de

mí—, si, dadas las circunstancias, no teves con ánimos de participar en laregata, lo entenderé perfectamente.

—Te lo haré saber lo antes posible.—Sin ti perderemos. —De pronto,

sonrió—. Eres el mejor tripulante quetengo. Adiós, amor mío.

—Adiós.Me incorporé a la cola y la

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impaciente masa humana me engulló deinmediato. Cuando estaba a punto dedejar la mochila en una bandeja parapasarla por el escáner, me di la vuelta.

Theo seguía allí.—Te quiero —articuló sin emitir

sonido y, después de lanzarme un beso,se marchó.

Mientras esperaba en la sala deembarque, la surrealista burbuja deamor en la que había vivido los últimosdías estalló bruscamente y sentí unapunzada de terror en el estómago alpensar en todo aquello a lo que tendría

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que enfrentarme. Saqué el móvil y llaméa Christian, el joven patrón de la lanchade la familia que debía trasladarme, através del lago, desde Ginebra a mihogar de la infancia. Le dejé un mensajeen el que le pedía que me recogiera a lasdiez en el embarcadero. También ledecía que no informara a Ma y mishermanas de mi llegada, que yo mismalas telefonearía.

No obstante, cuando subí al avión yme dispuse a hacer la llamada, me dicuenta de que no podía. La terrible ideade pasar otras cuantas horas sola

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después de que un miembro de mifamilia me hubiera confirmado la verdadpor teléfono me lo impedía. El avióncomenzó a avanzar por la pista dedespegue y, cuando nos separamos delsuelo en dirección al sol que salía sobreAtenas, apoyé una mejilla calientecontra el frío cristal de la ventanilla ysentí que el pánico se apoderaba de mí.Para distraerme, eché un vistazodistraído a la portada del InternationalHerald Tribune que me había dado laazafata. Ya iba a doblarlo cuando untitular me llamó la atención: EL CUERPO

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DE UN MAGNATE MULTIMILLONARIO

ARRASTRADO POR EL MAR HASTA UNA ISLA

GRIEGA.El periódico mostraba la fotografía de

un rostro que me resultaba vagamentefamiliar, acompañada de una leyenda.

«Kreeg Eszu hallado muerto en unaplaya del Egeo.»

Conmocionada, seguí mirando eltitular. Theo me había dicho que eraprecisamente el barco de Kreeg Eszu, elOlympus, el que había atracado cercadel yate de Pa Salt en la bahía deDelos…

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Dejé que le periódico resbalara hastael suelo y desvié la mirada hacia laventanilla, presa del abatimiento. Noentendía nada. Ya no entendía nada enabsoluto…

Casi tres horas más tarde, cuando elavión emprendió su descenso hacia elaeropuerto de Ginebra, el corazónempezó a latirme tan deprisa que mecostaba respirar. Estaba volviendo acasa, algo que por lo general me llenabade alegría y emoción porque la personaa quien más quería en el mundo estaríaallí para darme la bienvenida con los

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brazos abiertos a nuestro mágico mundo.Pero entonces sabía que aquella personano estaría allí para recibirme. Y quenunca más volvería a estarlo.

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4

Quiere llevarla usted, mademoiselleAlly?

Christian señaló el asiento frente alvolante en el que solía sentarme parapilotar la lancha a toda velocidad porlas tranquilas aguas del lago de Ginebra.

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—Hoy no, Christian.Asintió con expresión sombría, y su

gesto me confirmó que todo lo que yo yasabía era cierto. Puso en marcha elmotor y me dejé caer en uno de losasientos de popa, con la cabeza gacha eincapaz de mirar hacia otro lugar que nofuera mi regazo mientras recordaba eldía en que, siendo una niña, Pa Salt mesentó en sus rodillas y me dejó manejarel volante por primera vez. En aquelmomento, a escasos minutos no solo detener que enfrentarme a la realidad, sinotambién de tener que reconocer que no

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había escuchado los mensajes de mifamilia ni respondido a ellos, mepregunté cómo sería capaz algún dios dearrastrarme desde la cima de lafelicidad hasta la profundadesesperación que sentía conforme nosacercábamos a Atlantis.

Desde el lago, los inmaculados setosque protegían la casa de las miradasajenas tenían el mismo aspecto desiempre. Seguro que era un error, medije cuando Christian entró en elembarcadero y yo bajé para amarrar lalancha al bolardo. Pa aparecería de un

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momento a otro para recibirme, teníaque hacerlo…

Segundos después, vi a CeCe y a Staracercándose por el césped. Luego oí aTiggy gritar algo desde la casa antes desalir disparada para dar alcance a susdos hermanas mayores. Eché a correrpor la hierba para reunirme con ellas,pero al ver la expresión de sus caras elmiedo me bloqueó las rodillas y medetuve en seco.

«Ally —me dije—, tú eres la líderaquí, tienes que tranquilizarte…»

—¡Ally! ¡Qué alegría que ya estés

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aquí! —Tiggy fue la primera en llegarhasta mí mientras yo seguía clavada alsuelo tratando de aparentar calma. Seabalanzó sobre mí y me estrechó confuerza—. ¡Llevamos días esperando tullegada!

CeCe fue la siguiente en darmealcance, seguida de Star, su sombra, queno dijo nada pero se sumó a mi abrazocon Tiggy.

Finalmente me aparté, reparando enlos ojos llorosos de mis hermanas, ycaminamos en silencio hacia Atlantis.

Al ver la casa, sentí de nuevo el

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aguijón de la pérdida. Pa Salt la llamabanuestro reino privado. Construida en elsiglo XVIII, era cierto que parecía uncastillo de cuento de hadas, con suscuatro torrecillas y su fachada rosa.Recogida en su península privada yrodeada de magníficos jardines, yosiempre me había sentido segura allí.Pero ya se me antojaba vacía sin PaSalt.

Cuando llegamos a la terraza, Maia,mi hermana mayor, salió del Pabellónque se alzaba a un lado de la casaprincipal. Me di cuenta de que sus

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bellas facciones estaban contraídas porel dolor, pero en cuanto me vio se leiluminó el rostro.

—¡Ally! —exclamó mientras corría ami encuentro.

—Maia —dije cuando me abrazó—,es espantoso.

—Sí, terrible. ¿Cómo te has enterado?Llevamos dos días intentando contactarcontigo.

—¿Entramos en casa? —les pregunté—. Os lo explicaré dentro.

Mientras el resto de mis hermanasentraban arremolinadas en torno a mí,

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Maia se quedó ligeramente rezagada.Aunque ella era la mayor y la hermana ala que acudían de manera individualcuando tenían un problema, como gruposiempre era yo la que tomaba el mando.Y sabía que aquello era lo que Maia meestaba dejando hacer entonces.

Ma ya estaba esperándonos en elvestíbulo y me envolvió en un abrazodulce y callado. Permití que mi cuerpose sumergiera en el consuelo de susbrazos y la estreché con fuerza. Mealegré de que nos propusiera ir a lacocina, pues había sido un viaje largo y

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me moría por un café.Mientras Claudia, nuestra ama de

llaves, preparaba una cafetera grande,Electra, cuyas extremidades largas yoscuras hacían gala de una elegancianatural incluso con pantalón corto ycamiseta, entró en la cocina.

—Ally —dijo con voz queda.Cuando se acercó, me di cuenta de lo

agotada que parecía; era como si alguienla hubiese pinchado con una aguja y leshubiese extraído el fuego a susincreíbles ojos de ámbar. Me dio unabrazo fugaz y me acarició el hombro.

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Miré a mis hermanas una a una ypensé en las pocas veces que estábamostodas juntas últimamente. Y al recordarel motivo, se me formó un nudo en lagarganta. Aunque en algún momentotendría que escuchar qué le habíasucedido a Pa, sabía que primero debíacontarles dónde había estado, qué habíavisto y por qué había tardado tanto enllegar a casa.

—Bien. —Respiré hondo—. Voy acontaros qué ha pasado porque,sinceramente, todavía estoydesconcertada. —Cuando nos sentamos

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a la mesa, advertí que Ma se hacía a unlado y le indiqué que tomara asiento—.Ma, tú también deberías escucharlo.Quizá puedas ayudar a explicarlo.

En cuanto Ma se hubo sentado, tratéde ordenar mis pensamientos para tratarde relatar la aparición del Titán en misprismáticos.

—Resulta que estaba en el mar Egeoentrenando para la regata de lasCícladas de la semana que viene,cuando un amigo también navegante mepreguntó si quería pasar unos días con élen su yate. Hacía un tiempo fantástico y

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me apetecía mucho relajarme en el marpor una vez.

—¿De quién era el barco? —preguntóElectra, como sabía que haría.

—Ya os lo he dicho, de un amigo —respondí evasivamente. Por mucho quedeseara hablarles de Theo a mishermanas, estaba claro que aquel no erael momento—. El caso es que allíestábamos hace un par de tardes cuandomi amigo me dijo que un compañero denavegación lo había llamado por radiopara decirle que había visto el Titán…

Trasladándome hasta aquel momento,

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bebí un sorbo de café y expliqué lomejor que pude que nuestros mensajesde radio no habían recibido respuesta yel desconcierto que sentí cuando elbarco de Pa Salt empezó a alejarse.Todas mis hermanas me escucharonabsortas y vi que Ma y Maiaintercambiaban una mirada de tristeza.Respiré hondo y les conté que, debido ala terrible cobertura de la zona, no habíarecibido sus mensajes hasta el díaanterior. Me odié a mí misma pormentirles, pero no soportaba decirlesque, simplemente, había apagado el

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móvil. Tampoco mencioné el Olympus,el otro yate que Theo y yo habíamosvisto en la bahía.

—Y ahora, por favor —supliqué alfin—, ¿puede contarme alguien qué estápasando? ¿Y qué hacía el barco de PaSalt en Grecia cuando él ya estaba…muerto?

Todas nos volvimos hacia Maia. Supeque estaba sopesando sus palabras antesde hablar.

—Ally, Pa Salt sufrió un ataque alcorazón hace tres días. Nadie pudohacer nada por él.

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Escuchar de labios de mi hermanamayor cómo había muerto Pa lo hizomucho más definitivo. Mientras luchabapor contener las lágrimas, Maiaprosiguió.

—Su cuerpo fue trasladado enavioneta hasta el Titán y luegotrasladado mar adentro. Pa Salt deseabadescansar para siempre en el mar. Noquería hacernos pasar por ese mal trago.

La miré al tiempo que caía en lacuenta de algo espantoso.

—Dios mío —susurré—. Eso quieredecir que con toda probabilidad me topé

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con su funeral íntimo. Con razón elbarco se alejó de mí a toda velocidad.No…

Incapaz de seguir fingiendo fortalezay tranquilidad ni un segundo más,escondí la cabeza entre las manos yrespiré hondo varias veces paracontrolar el pánico que me embargaba.Mis hermanas me rodearon de inmediatopara intentar consolarme. Pocoacostumbrada a mostrar mis emocionesdelante de ellas, oí que me disculpabamientras trataba de recuperar lacompostura.

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—Debe de ser muy duro para ticomprender qué estaba pasando enrealidad. Lo sentimos mucho, Ally —dijo Tiggy con dulzura.

—Gracias —acerté a decir, y farfulléque en una ocasión había oído a Pa decirque quería ser enterrado en el mar. Erauna coincidencia increíble que mehubiese cruzado con el Titán en laúltima travesía de Pa Salt. Al darmecuenta de ello la cabeza empezó a darmevueltas y, de pronto, sentí que me faltabael aire—. Chicas —dije lo másserenamente que pude—, ¿os importaría

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que pasara un rato a solas?Mis hermanas coincidieron en que

sería lo mejor, y salí de la cocinaenvuelta en sus palabras de apoyo.

Una vez en el vestíbulo, miré a mialrededor con desesperación, tratandode arrastrar mi cuerpo hacia el consueloque tanto necesitaba pero sabiendo que,fuera hacia donde fuese, no loencontraría, porque Pa ya no estaba.

Crucé a trompicones la pesada puertade roble, ansiosa por estar fuera y poderdar rienda suelta al sentimiento depánico que me oprimía el pecho. Mi

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cuerpo me condujo automáticamentehasta el embarcadero y, al ver el Laseramarrado allí, respiré aliviada. Subí, icélas velas y solté los cabos.

Cuando me alejé de la orilla, sentíque había buen viento, de modo quedesplegué la spinnaker y navegué por ellago lo más rápido que pude. Al final,sintiéndome exhausta, solté el ancla enuna ensenada protegida por unapenínsula rocosa.

Esperé a que mis pensamientosfluyeran para intentar comprender lo quemis hermanas acababan de contarme. Sin

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embargo, estaban tan enmarañados queprácticamente no ocurrió nada y melimité a contemplar el lago como unatonta, con la mente en blanco y ansiandopoder aferrarme a algo que me ayudara aentender. Los embrollados hilos de miconciencia se negaban a penetrar en ladevastadora realidad de lo que habíasucedido: que había estado presente enlo que sin duda había sido el funeral dePa Salt… ¿Por qué había estado allípara verlo? ¿Existía alguna razón paraello o se trataba de una meracoincidencia?

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Poco a poco, cuando mi corazóncomenzó a calmarse y mi cerebro afuncionar de nuevo, cobré conciencia dela dureza de la verdad. Pa Salt habíamuerto y probablemente no hubiera nadamás que entender. Y si yo, la eternaoptimista, quería superarlo, no mequedaba más remedio que aceptar loshechos tal como eran. No obstante, todoslos recursos que solía emplear cuandoalgo terrible sucedía me parecían ahoratópicos inútiles y vacíos arrastrados porla marea de mi dolor y mi incredulidad.Comprendí que, por mucho que mi mente

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buscara, las acostumbradas vías deconsuelo habían desaparecido y nadapodría reconciliarme con el hecho deque mi padre me había abandonado sindespedirse.

Me quedé un buen rato sentada en lapopa, consciente de que aquí, en latierra, estaba transcurriendo otro día sinque Pa formara parte de él. Y de que, dealguna manera, debía aceptar la terribleculpa que sentía por haber dadoprioridad a mi felicidad cuando mishermanas —y Pa— me necesitabandesesperadamente. Les había fallado en

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el momento más importante de todos.Levanté la vista al cielo con las mejillasempapadas de lágrimas y le supliqué aPa Salt que me perdonara.

Bebí agua y me recosté en la popapara dejarme acariciar por la cálidabrisa. Como siempre, el suave vaivéndel bote me calmó e incluso dormité unrato.

«El momento presente es lo único quetenemos, Ally. Nunca lo olvides.»

Me desperté recordando que esahabía sido siempre una de las frasesfavoritas de Pa. Y aunque seguía

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sonrojándome al pensar en lo queprobablemente estuviera haciendo conTheo en el instante en que Pa exhalabasu último suspiro —la crudayuxtaposición de los procesos de la vidaque comienza y la que termina—, medije que a él o al universo les habríadado lo mismo que hubiese estadotomando una taza de té o profundamentedormida. Y sabía que mi padre, más queninguna otra persona, se habría alegradomucho de que hubiese encontrado aalguien como Theo.

Emprendí el regreso hacia Atlantis

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sintiéndome algo más sosegada. Sinembargo, había omitido un dato aldescribirles a mis hermanas el momentoen que me había cruzado con el yate dePa. Y sabía que debía compartirlo conalguien para intentar comprenderlo.

Como ocurre en todas las familiasnumerosas, dentro de la nuestra habíavarios clanes; Maia y yo éramos lasmayores, y fue a ella a quien decidíconfiarle lo que había visto.

Amarré el Laser al embarcadero yregresé a la casa sintiendo que, por lomenos, la opresión que me atenazaba el

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pecho era menos intensa que antes dezarpar. Una Marina jadeante me dioalcance en el jardín y la saludé con unasonrisa triste.

—¿Has salido con el Laser, Ally?—Sí. Necesitaba despejar la cabeza.—Entonces te has cruzado con tus

hermanas. Se han ido a dar un paseo porel lago.

—¿Todas?—Todas excepto Maia. Se ha

encerrado en el Pabellón para trabajarun rato.

Nos miramos y, aunque resultaba

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evidente lo mucho que la muerte de Pale estaba afectando también a ella, quisea Marina por poner siempre por delantenuestros problemas y angustias. Nocabía duda de que estaba muypreocupada por Maia, quien, según missospechas, siempre había sido sufavorita.

—Iba de camino a verla parahacernos compañía mutuamente —dije.

—En ese caso, dile que GeorgHoffman, el abogado de vuestro padre,no tardará en llegar, pero que primeroquiere hablar conmigo, ignoro por qué.

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Así que la espero en la casa dentro deuna hora, y también a ti, claro.

—De acuerdo.Ma me apretó la mano con cariño y

regresó a la casa.Cuando llegué al Pabellón, llamé

suavemente con los nudillos, pero nadieme abrió. Sabía que Maia nunca echabala llave, de modo que entré y la llamé.Fui a la sala de estar y la encontrédormida hecha un ovillo en el sofá, conlas perfectas facciones relajadas, labrillante cabellera castaña naturalmentedispuesta como si estuviera posando

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para una sesión de fotos. Cuando meacerqué, se incorporó sobresaltada y untanto avergonzada.

—Lo siento, Maia. ¿Estabas dormida?—Eso creo —dijo sonrojándose.—Ma dice que el resto de las chicas

están dando un paseo por el lago, asíque he decidido venir a charlar contigo.¿Te importa?

—En absoluto.Era obvio que la había despertado de

un sueño muy profundo, por lo que meofrecí a preparar un té a fin de darleunos minutos para espabilarse. Cuando

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nos sentamos con sendas tazashumeantes, me di cuenta de que metemblaban las manos y necesitaba algomás fuerte que un té para contarle mihistoria.

—Hay algo de vino blanco en lanevera —dijo Maia con una sonrisacomprensiva, y fue a la cocina abuscarme una copa.

Después de darle un sorbo, me arméde valor y le conté que dos días anteshabía visto el barco de Kreeg Eszucerca del de Pa. Para mi asombro, mihermana empalideció y, aunque a mí me

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había sorprendido que el Olympusestuviese allí, sobre todo desde que mehabía enterado de lo que estabasucediendo en el Titán en aquel instante,Maia parecía mucho más afectada de loque me esperaba. Observé sus esfuerzospor recuperar la calma y luego, mientrascharlábamos, por restarle importancia alasunto e intentar tranquilizarme.

—Ally, por favor, olvídate del otrobarco. Carece de relevancia. Pero elhecho de que estuvieras allí para verdónde Pa quiso que lo enterraran mereconforta. Quizá este verano, tal como

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propuso Tiggy, podamos hacer uncrucero todas juntas y lanzar una coronade flores al mar.

—Lo peor de todo es que me sientoculpable —solté de repente, incapaz deseguir ocultándolo.

—¿Por qué?—Porque… los días que pasé en el

barco fueron maravillosos. Era muyfeliz, más de lo que lo he sido nunca. Yla verdad es que no quería que nadie melocalizara, así que desconecté el móvil.¡Y mientras yo tenía el móvil apagado,Pa estaba muriéndose! ¡No estuve a su

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lado cuando más me necesitaba!—Ally, Ally… —Maia se sentó a mi

lado y me apartó el pelo de la cara conuna caricia antes de empezar a mecermecon suavidad—. Ninguna de nosotrasestuvo con él. Y francamente, creo queese era el deseo de Pa. Recuerda queincluso yo, que vivo aquí, estaba deviaje cuando sucedió. Además, segúndice Ma, tampoco habríamos podidohacer nada. Y así debemos creerlo.

—Sí, ya lo sé. Pero tengo lasensación de que quería preguntarle ycontarle muchas cosas, y ahora ya no

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está.—Creo que todas nos sentimos igual.

Pero al menos nos tenemos las unas a lasotras.

—Es cierto. Gracias, Maia. ¿No esincreíble el vuelco que puede dar unavida en cuestión de horas?

—Sí, lo es. Por cierto, en algúnmomento —añadió con una sonrisa—me gustaría conocer el motivo de tufelicidad.

Pensé en Theo y disfruté del consueloque su recuerdo me proporcionaba.

—Y yo te prometo que en algún

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momento te lo contaré, pero ahora no.¿Y tú cómo estás, Maia? —le preguntépara cambiar de tema.

—Bien. —Se encogió de hombros—.Todavía conmocionada, como todas.

—Claro, y además no ha debido deresultarte fácil decírselo a nuestrashermanas. Siento mucho no haber estadoaquí para ayudarte.

—Por lo menos ahora que ya estásaquí podremos reunirnos con GeorgHoffman y pasar a otra cosa.

—Ah —dije mirando el reloj—, meolvidaba de decirte que Ma nos ha

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pedido que estemos en la casa dentro deuna hora. El abogado llegará de unmomento a otro, pero al parecer primeroquiere tener una conversación con ella.Así que —suspiré—, ¿me sirves otracopa de vino mientras esperamos?

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5

A las siete en punto, Maia y yo nosdirigimos a la casa principal parareunirnos con Georg Hoffman. Nuestrashermanas llevaban un rato esperando enla terraza, disfrutando del sol delatardecer pero tensas a causa de la

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impaciencia. Electra, como siempre,estaba ocultando su nerviosismohaciendo comentarios sarcásticos sobreel talento de Pa Salt para el drama y elmisterio, cuando finalmente Marinallegó con Georg, un hombre alto y depelo cano vestido con un traje de colorgris oscuro impecable: la quintaesenciade un abogado suizo de éxito.

—Disculpad la espera, chicas, perotenía que organizar algunas cosas —dijo—. Os acompaño en el sentimiento. —Una por una, fue estrechándonos lasmanos—. ¿Puedo sentarme?

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Maia señaló la silla que tenía al ladoy, cuando Georg tomó asiento, percibí sutensión mientras hacía girar alrededorde su muñeca un reloj de pulsera caropero discreto. Marina se excusó y entróen la casa para dejarnos a solas con él.

—Bien, chicas, lamento mucho quenuestro primer encuentro se produzca encircunstancias tan trágicas —comenzóGeorg—. Aun así, tengo la sensación deque, a través de vuestro padre, hellegado a conoceros muy bien a todas.Lo primero que debo deciros es que osquería mucho. —Me percaté de que una

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emoción sincera embargaba susemblante—. No solo eso, sino queestaba sumamente orgulloso de laspersonas en las que os habéisconvertido. Hablé con él justo antesde… de que nos dejara y me pidió queos lo dijera.

Nos dedicó una mirada amable a cadauna antes de centrar su atención en lacarpeta que tenía delante.

—Lo primero que debo hacer esabordar el tema económico y asegurarosque estaréis cubiertas, hasta ciertopunto, durante el resto de vuestras vidas.

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Sin embargo, vuestro padre insistía enque no quería que vivierais comoprincesas ociosas, de modo que todasrecibiréis unos ingresos que ospermitirán manteneros a flote, pero sinlujos. Vuestro padre me dejó muy claroque esa parte debéis ganárosla, comohizo él. No obstante, ha dejado supatrimonio en fideicomiso y me haconcedido el honor de administrarlo ensu nombre. Me corresponderá a mí ladecisión de proporcionaros una ayudaeconómica extraordinaria si acudís a mícon una propuesta o un problema.

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Todas permanecimos calladas,escuchando con atención.

—Esta casa también forma parte delfideicomiso, y Claudia y Marina hanaccedido encantadas a quedarse paracuidar de ella. El día en que fallezca laúltima hermana, el fideicomiso sedisolverá, Atlantis podrá venderse y lasganancias se repartirán entre los hijosque hayáis tenido. En el caso de que nohaya hijos, el dinero se destinará a unaorganización benéfica elegida porvuestro padre. Personalmente —continuó Georg, abandonando al fin los

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formalismos legales—, creo que vuestropadre ha hecho algo muy inteligente:cerciorarse de que la casa siga aquímientras viváis para que siempre podáiscontar con un lugar seguro al queregresar. Aunque, por supuesto, elprincipal deseo de vuestro padre es quetodas voléis y forjéis vuestro propiodestino.

Mis hermanas y yo intercambiamosmiradas, pues nos preguntábamos quécambios provocaría aquello en nuestrasvidas. En mi caso, supuse que al menosmi futuro financiero no se vería

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afectado. Siempre había sidoindependiente y había trabajado duropara conseguir lo que tenía. En cuanto ami destino… pensé en Theo y en lo queesperaba que siguiéramos compartiendo.

—Y ahora —continuó Georg,arrancándome de mi ensimismamiento—, vuestro padre os ha dejado otracosa. He de pediros a todas que meacompañéis. Por aquí, por favor.

Seguimos a Georg sin tener ni idea deadónde nos llevaba. Rodeamos la casa ycruzamos el césped hasta el jardínprivado de Pa Salt, oculto tras una hilera

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de tejos podados a la perfección. Nosrecibió una explosión de coloresprocedentes de la lavanda, el levístico yla caléndula que siempre atraían a lasmariposas en verano. El banco favoritode Pa descansaba bajo un emparrado derosas blancas que aquella tarde secolumpiaban perezosamente sobre ellugar donde nuestro padre debería estarsentado. Cuando éramos niñas, leencantaba vernos jugar en la playita deguijarros que se extendía entre el jardíny el lago, yo tratando de manejartorpemente los remos de la pequeña

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canoa verde que me había regalado pormi sexto cumpleaños.

—Esto es lo que deseaba mostraros—dijo Georg, quien me sacó una vezmás de mis ensoñaciones al señalarhacia el centro de la terraza.

Una escultura sorprendente habíaaparecido en aquel punto, dispuestasobre un pedestal de piedra que mellegaba a la altura de la cadera. Mishermanas y yo la rodeamos paraexaminarla. Una bola dorada atravesadapor una delgada flecha metálicadescansaba entre una miríada de anillos

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de metal que la envolvían siguiendo unintrincado patrón. Cuando reparé en eldelicado contorno de los continentes ylos océanos grabado en la superficie dela bola, comprendí que se trataba de unglobo terráqueo y que la punta de laflecha apuntaba directamente hacia laEstrella Polar. Una anilla algo másgrande, con el dibujo de los doce signosdel zodíaco, cubría la línea del ecuador.Parecía un instrumento de navegaciónantiguo, pero ¿qué mensaje pretendía Patransmitirnos con él?

—Es una esfera armilar —anunció

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Georg, y procedió a explicarnos queaquellos instrumentos existían desdehacía miles de años y que en su épocalos antiguos griegos las utilizaban paradeterminar la posición de las estrellas yla hora del día.

Tras comprender su utilidad, estudiéla brillantez de aquel antiquísimodiseño. Todas expresamos nuestraadmiración, pero Electra preguntó conimpaciencia:

—Muy bien, pero ¿qué tiene que vercon nosotras?

—No me corresponde explicároslo

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—se disculpó Georg—. Aunque si osfijáis bien, veréis que en los anillos queacabo de señalaros aparecen vuestrosnombres.

Y ahí estaban, grabados en el metalcon una letra clara y elegante.

—Aquí está el tuyo, Maia. —Se loseñalé—. Y al lado hay unos númerosque parecen un conjunto de coordenadas—dije antes de estudiar los míos—. Sí,está claro que son coordenadas.

Junto a las coordenadas había otrasinscripciones. Fue Maia quien sepercató de que estaban escritas en

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griego y se ofreció a traducirlas mástarde.

—Vale, es una escultura muy bonita yestá en la terraza. —A CeCe se le estabaagotando la paciencia—. Pero ¿quésignifica exactamente?

—Una vez más, no me corresponde amí decíroslo —contestó Georg—. Yahora, siguiendo las instrucciones devuestro padre, Marina está sirviendochampán en la terraza principal. Élquería que todas brindarais por supartida. Después os daré a cada una unsobre de su parte, y espero que su

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contenido explique mucho más de lo queyo puedo contaros.

Cavilando sobre las distintasubicaciones que tal vez indicaran lascoordenadas, regresé a la terraza conmis hermanas. Todas estábamos muycalladas, tratando de encontrarle sentidoal legado que nos había dejado nuestropadre. Mientras Ma nos servía una copade champán a cada una, me preguntéhasta qué punto estaba ella al corrientede las actividades de aquella tarde, perosu semblante permanecía impasible.

Georg alzó su copa para proponer un

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brindis.—Por favor, uníos a mí para celebrar

la extraordinaria vida de vuestro padre.Solo puedo deciros que este era elfuneral que él deseaba: todas sus hijasreunidas en Atlantis, el hogar que tuvo elhonor de compartir con vosotras todosestos años.

—Por Pa Salt —dijimos levantandonuestras copas.

Mientras bebíamos en silencio,medité sobre lo que habíamos visto ycomprendí que necesitaba respuestasdesesperadamente.

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—¿Cuándo nos dará las cartas? —pregunté.

—Iré a buscarlas ahora mismo.Georg se levantó y abandonó la mesa.—Este es sin duda el velatorio más

extraño que he visto en mi vida —aseguró CeCe.

—¿Puedo tomar un poco más dechampán? —le pregunté a Ma mientraslas preguntas volaban por la mesa yTiggy empezaba a llorar quedamente.

—Ojalá Pa Salt estuviera aquí parapoder explicárnoslo en persona —susurró.

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—Pero no está, cariño —dije en untono ligero, pues sentía que la atmósferase iba tiñendo de pesimismo yabatimiento—. Y en cierto modo piensoque es lo mejor. Pa Salt ha hecho queuna experiencia tan espantosa sea másllevadera. Y ahora debemos darnosfuerza unas a otras.

Mis hermanas asintieron con tristeza,incluida Electra, y le apreté la mano aTiggy con fuerza cuando Georg regresó ydejó seis gruesos sobres de vitelaencima de la mesa. Los miré y vi losnombres de todas nosotras escritos

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sobre el papel con la inconfundiblecaligrafía de Pa.

—Estas cartas me fueron confiadashace aproximadamente seis semanas —explicó Georg—. Tenía instrucciones deentregároslas en el caso de que vuestropadre falleciera.

—¿Y? ¿Debemos abrirlas ahora ocuando estemos solas? —le pregunté.

—Vuestro padre no dejóinstrucciones a ese respecto —respondió Georg—. Únicamente dijoque cada una debía abrirla cuandoestuviera preparada y se sintiera

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cómoda haciéndolo.Al mirar a mis hermanas, me di cuenta

de que probablemente todasestuviéramos pensando que preferíamosleer nuestra carta en privado.

—Bien, mi trabajo aquí ha terminado.—Georg nos saludó con una leveinclinación de la cabeza y nos entregóuna tarjeta suya a cada una diciendo queestaba a nuestra disposición—. Nodudéis en llamarme si necesitáis miayuda. Y sabed que podéis recurrir a mía cualquier hora del día y de la noche.Aunque, conociendo a vuestro padre,

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estoy seguro de que ya se habráanticipado a lo que cada una de vosotraspodría necesitar. En fin, ha llegado elmomento de dejaros. Una vez más,chicas, os acompaño en el sentimiento.

Me hacía cargo de lo difícil que debíade haberle resultado transmitirnos elmisterioso legado de Pa y me alegré deque Maia le diera las gracias en nombrede todas.

—Adiós. Ya sabéis dóndeencontrarme si me necesitáis.

Con una sonrisa triste y diciendo queno hacía falta que lo acompañáramos

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porque ya conocía la salida, se marchó.También Ma se levantó de la mesa.—Creo que no nos iría mal comer

algo. Le diré a Claudia que sirva la cenaaquí —dijo antes de entrar en la casa.

No se me había pasado por la cabezacomer algo en todo el día. Las cartas yla esfera armilar seguían acaparandomis pensamientos.

—Maia, ¿crees que podrías volver ala esfera armilar y traducir las citas? —pregunté.

—Claro —dijo justo cuando Marina yClaudia regresaban con los platos y los

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cubiertos—. Lo haré después de cenar.Electra miró los platos y se puso en

pie.—Espero que no os importe, chicas,

pero no tengo hambre.Cuando se hubo marchado, CeCe se

volvió hacia Star.—¿Tienes hambre?Star aferraba su sobre con fuerza en

una mano.—Creo que deberíamos comer algo

—murmuró.Era lo más sensato, y cuando la

ensalada y la pizza casera llegaron a la

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mesa, las cinco nos obligamos a comer.Luego, una a una, todas mis hermanasfueron marchándose en silencio paraestar a solas, hasta que solo quedamosMaia y yo.

—¿Te importa que me vaya también ala cama, Maia? Estoy hecha polvo.

—En absoluto. Fuiste la última enenterarte y todavía estás asimilando elgolpe.

—Creo que sí. —Me levanté y le diun beso suave en la mejilla—. Buenasnoches, cariño.

—Buenas noches.

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Me sentí culpable por dejarla allícompletamente sola, pero, como el restode mis hermanas, necesitaba un poco desoledad. Y me moría de impaciencia porabrir la carta. Tras preguntarme adóndepodría ir para encontrar paz y soledad,decidí que mi dormitorio de la infanciasería el lugar idóneo, de modo que subílos dos pisos de escaleras que meseparaban de él.

Todas nuestras habitaciones estabanen la última planta, y de pequeñas Maiay yo a veces jugábamos a que éramosprincesas en una torre. Mi cuarto tenía

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mucha luz y una decoración sencilla, consus paredes de color magnolia y unascortinas de cuadros blancos y azules.Tiggy había comentado en una ocasiónque se parecía mucho al camarote de unbarco antiguo. El espejo redondo estabaenmarcado con un salvavidas que teníalas palabras «SS Ally» dibujadas en lasuperficie con una plantilla, un regalo deNavidad de Star y CeCe de hacía años.

Después de sentarme en la cama yexaminar mi sobre, me pregunté si mishermanas estarían ya abriendo el suyo osi lo que pudiera contener las

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inquietaría. El mío tenía un pequeñobulto que se movió cuando lo agité allevantarlo. De todas las hermanas, yosiempre había sido la más impaciente ala hora de abrir los regalos de Navidady de cumpleaños, y lo mismo sentía enaquel momento, con el sobre entre lasmanos. Lo desgarré y, al sacar la gruesahoja de papel, di un respingo cuando unobjeto pequeño y pesado cayó sobre eledredón. Sorprendida, vi que era unarana de color marrón.

Después de observarla detenidamentey de reírme de mí misma por haber

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pensado que podía tratarse de un bichode verdad, me la puse en la palma de lamano. Tenía el lomo salpicado de motasamarillas y unos ojos tiernos yexpresivos. Acaricié su superficie conlos dedos, totalmente perpleja por elhecho de que Pa Salt la hubiera incluidoen mi carta. Que yo recordara, ni él niyo habíamos tenido nunca un interésespecial en las ranas. Tal vez se tratarade una de las bromas de Pa Salt y lacarta lo explicara.

Recogí la hoja, la desplegué y empecéa leer.

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Atlantis

Lago de GinebraSuiza

Mi queridísima Ally: Mientras escribo esta carta, te imagino a

ti, mi bella y dinámica segunda hija, leyendoa toda prisa las palabras, ansiosa por llegar alfinal. Y teniendo que volver a leerlas despuésmás despacio.

A estas alturas, sabrás que ya no estoy convosotras, y no dudo de que habrá sido unduro golpe para todas. También sé que, comola más optimista de entre tus hermanas,aquella cuyo pensamiento positivo y

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entusiasmo por la vida han iluminado la mía,llorarás mi muerte, pero luego, como hashecho siempre, te repondrás y seguirásadelante. Como debe ser.

Quizá tú seas la que más se parece a mí detodas mis hijas. Solo puedo decirte quesiempre he estado muy orgulloso de ti y queconfío en que sigas viviendo tu vida como lohas hecho hasta ahora, aunque yo ya no estépara velar por ti. El miedo es el enemigo máspoderoso al que se enfrenta el ser humano, ytu valentía es el don más grande que Dios teha otorgado. No la pierdas, mi queridísimaAlly, ni siquiera ahora que estás triste.

La razón por la que te escribo, aparte depara despedirme oficialmente, es que haceun tiempo decidí que era justo dejaros a

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todas una pista sobre vuestros orígenes. Estono quiere decir que pretenda que lo dejestodo de inmediato para ir tras ella, peronunca se sabe lo que puede suceder en elfuturo. O cuándo podrías necesitar o desearindagar.

Para cuando leas esto, ya habrás visto laesfera armilar y las coordenadas grabadas enella. Estas señalan una ubicación que teayudará a emprender tu viaje. Además, en laestantería de mi estudio hay un libro escritopor Jens Halvorsen, un hombre fallecidohace largo tiempo. Te contará muchas cosas,y quizá te ayude a decidir si quieres seguirexplorando tus orígenes. De ser así, poseesel ingenio necesario para averiguar cómohacerlo.

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Querida hija, naciste con muchos dones…casi demasiados, me he dicho a veces. Ytener demasiado de algo puede ser tan difícilcomo tener demasiado poco. También metemo que, debido a lo feliz que me hacía quecompartieras mi pasión por el mar, es muyposible que te haya desviado de tu rumbocuando existía para ti otro camino igual deaccesible. Tenías un gran talento para lamúsica y me encantaba oírte tocar la flauta.Si ha sido así, te pido perdón, pero quieroque sepas que algunos de los días quepasamos juntos en el lago siguen contándoseentre los más felices de mi vida. Así que,desde lo más hondo de mi corazón, gracias.

Este sobre contiene uno de mis objetosmás preciados. Aunque decidas no descubrir

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tu pasado, guárdalo como un tesoro. Quizáalgún día se lo regales a tus hijos.

Queridísima Ally, estoy seguro de que apesar del impacto que te ha supuesto leeresta carta, tu tenacidad y tu optimismo tepermitirán ser lo que desees y estar conquien desees. No desperdicies ni un solosegundo de tu vida, ¿de acuerdo?

Velaré por ti.Tu padre, que te quiere,

PA SALT X

Tal como Pa había vaticinado, tuve

que leer la carta una segunda vez por lodeprisa que la había devorado en la

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primera ocasión. Y sabía que la leeríacien veces más en los días y añosvenideros.

Me recosté en la cama con la ranita enla mano, ignorando aún qué significadopodía tener para mí y meditando sobrelo que Pa había escrito en su carta.Decidí, entonces, que quería hablarle aTheo de ella, pues creía que podríaayudarme a entenderla. Instintivamente,busqué el móvil en el bolso para ver sime había escrito, pero en ese momentorecordé que lo había dejado cargando enla cocina cuando llegué a Atlantis

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aquella mañana.Recorrí el pasillo en silencio para no

despertar a mis hermanas. Vi que lapuerta de Electra estaba entornada yasomé la cabeza sin hacer ruido por sidormía. Mi hermana estaba sentada en elborde de la cama, de espaldas a mí,bebiendo de una botella. Al principiopensé que debía de ser agua, perocuando le dio otro sorbo me percaté deque era vodka. Observé que la cerrabacon el tapón y la guardaba debajo de lacama.

Me alejé de la puerta antes de que

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pudiera verme y bajé las escaleras depuntillas, preocupada por lo queacababa de presenciar. De todasnosotras, Electra era, de lejos, la másobsesionada con su salud, así que mesorprendía que estuviera bebiendoalcohol a aquellas horas de la noche.Pero tal vez las reglas habituales nofueran aplicables a ninguna de nosotrasen aquellos momentos tristes y difíciles.

Dejándome guiar por un impulso, medetuve en el rellano de la primera plantay me dirigí hacia las habitaciones de Pa,desesperada por sentirlo cerca.

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Abrí tímidamente la puerta y los ojosse me llenaron de lágrimas al ver lacama individual donde mi padre habíaexhalado su último aliento. Lahabitación era muy distinta del resto dela casa: funcional y austera, con un suelode tablones pulidos y desnudos, unacama alta de madera y una maltrechamesilla de noche de caoba. Sobre elladescansaba el despertador de Pa. Meacordé de que de niña había entrado unavez en aquella habitación y me habíaquedado mirándolo con fascinación. Pame dejó subir y bajar el interruptor

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varias veces para disparar y detener laalarma. Cada vez que sonaba, meentraba la risa.

—Tengo que darle cuerda todos losdías para que no se pare —me habíaexplicado mientras giraba la palomilla.

Ahora, el despertador estaba parado.Crucé la estancia y me senté en la

cama. Las sábanas estabanperfectamente planchadas yalmidonadas, pero aun así pasé losdedos por el algodón blanco de laalmohada sobre la que había reposadopor última vez la cabeza de Pa.

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Me pregunté dónde estaría su viejoreloj Omega Seamaster y qué habríasido de sus demás, como decían en lasfunerarias, «efectos personales».Todavía podía imaginarme el reloj en sumuñeca, con su sencilla esfera de oro yla correa de piel rozada a la altura delcuarto agujero. Una vez le regalé unacorrea de repuesto por Navidad y Pa meprometió que la utilizaría cuando lavieja se rompiera, pero aquello nuncallegó a ocurrir.

Mis hermanas y yo solíamos comentarque Pa habría podido comprarse

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cualquier reloj que quisiera o vestirsecon ropa de diseño, y sin embargo todasteníamos la sensación de recordarlosiempre llevando la misma ropa, por lomenos cuando no estaba navegando: unavieja americana de tweed acompañadade una camisa blanca inmaculada yperfectamente planchada, unos discretosgemelos de oro con sus iniciales en lospuños y un pantalón oscuro con la rayamarcada con precisión militar. Calzabainvariablemente zapatos marronespunteados y con cordones. De hecho,pensé mientras paseaba la mirada por el

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armario y la cómoda de caoba —losúnicos muebles de la habitación, apartede la cama y la mesilla de noche—, lasnecesidades personales de Pa siemprehabían rayado en lo frugal.

Contemplé la fotografía enmarcadaque descansaba sobre la cómoda; en ellaaparecíamos Pa y todas nosotras a bordodel Titán. Aunque la foto se habíatomado cuando él contaba ya más desetenta años, no cabía duda de queposeía el físico de un hombre muchomás joven. Alto y muy bronceado, susatractivas y curtidas facciones se abrían

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en una amplia sonrisa mientras posabaapoyado contra la barandilla del yaterodeado de sus hijas. Desvié entonces lamirada hacia el único cuadro que habíaen la pared, justo en frente de la camaestrecha.

Me acerqué para examinarlo. Era unboceto al carboncillo de una joven muybonita. Debía de tener unos veinticincoaños, y cuando la observé másdetenidamente, me di cuenta de quehabía tristeza en su semblante. Poseíaunos rasgos sorprendentes, pero casidemasiado grandes para su estrecho

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rostro con forma de corazón. Los ojos,enormes, estaban proporcionados conlos gruesos labios, y se le formaba unhoyuelo a cada lado de la boca. Teníauna cabellera rizada y espesa que lellegaba por debajo de los hombros. Enel ángulo inferior del cuadro había unafirma, pero no fui capaz de distinguir lasletras.

—¿Quién eres? —le pregunté—. ¿Yquién era mi padre…?

Con un suspiro, regresé a la cama dePa y me acurruqué en ella mientras laslágrimas me resbalaban por las mejillas

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y empapaban la almohada que todavíaconservaba su limpio olor a limón.

—Yo estoy aquí, querido Pa —murmuré—, pero ¿dónde estás tú?

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6

Desperté al día siguiente en la camade Pa, aturdida pero descansada. Nisiquiera recordaba haberme quedadodormida, y no tenía ni idea de qué horaera. Me levanté y miré por la ventana.Me dije que las vistas compensaban de

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sobra la ausencia de lujos de lahabitación de Pa Salt. Hacía un díaespléndido y el sol se reflejaba sobre lasuperficie lisa del lago, que parecíaextenderse a izquierda y derecha hastaun infinito brumoso. Al otro lado de lamasa de agua, se veía la exuberantevegetación de la colina que se alzabaabruptamente desde la orilla. Y duranteunos segundos, Atlantis volvió aparecerme mágica.

Subí a mi cuarto, me duché y salí delbaño pensando en lo preocupado quedebía de estar Theo, pues aún no le

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había llamado para decirle que habíallegado. Me vestí aprisa, agarré elportátil y bajé corriendo a la cocina abuscar el móvil que había pretendidorecoger la noche anterior. Tenía variosmensajes de Theo, y me emocioné alleerlos.

«Solo quería saber cómo estás. Teenvío todo mi amor.»

«Buenas noches, mi queridísima Ally.Te llevo en el pensamiento.»

«No quiero molestarte. Llámame oescríbeme cuando puedas. Te echo demenos. Besos.»

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Los mensajes eran dulces ygenerosos… ni siquiera me pedían unarespuesta inmediata. Con una sonrisa, lecontesté mientras recordaba lo que Pame decía en la carta: que podía ser loque quisiera y estar con quien quisiera.

Y en aquellos momentos, quería estarcon Theo.

Claudia estaba junto a la encimera dela cocina amasando algo en un cuenco.Me ofreció un café caliente a modo desaludo y acepté agradecida.

—¿Soy la primera en bajar? —lepregunté.

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—No. Star y CeCe ya se han ido conla lancha a Ginebra.

—¿En serio? —Bebí un sorbo dellíquido fuerte y oscuro—. ¿Y las demásno se han levantado aún?

—Si lo han hecho, no las he visto —respondió Claudia con tranquilidad, sindejar de amasar con sus manos fuertes yhábiles.

Cogí un cruasán del espléndidodesayuno dispuesto sobre la larga mesay mordí el mantecoso hojaldre.

—¿No es maravilloso que podamosconservar Atlantis? Creía que a lo mejor

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teníamos que vender la casa.—Sí lo es, para todas. ¿Le apetece

algo más? —me preguntó Claudia altiempo que volcaba el contenido delcuenco en una bandeja y la dejaba juntoal horno.

—No, gracias.Asintió con la cabeza, se quitó el

delantal y salió de la cocina.A lo largo de nuestra infancia,

Claudia había sido una referencia deAtlantis tanto como Ma o Pa. Su acentogermano le daba un aire severo, perotodas sabíamos que debajo se escondía

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un corazón bondadoso. Reparé en lopoco que sabíamos de ella. Nunca, ni deniñas ni de adultas, se nos habíaocurrido preguntarnos el dónde, el cómoo el porqué. Claudia, como todo en elmágico universo en el que habíamoscrecido, simplemente era.

Pensé entonces en las coordenadas dela esfera armilar y me pregunté cómoafectarían los secretos que contenían alo que sabíamos —o no sabíamos—acerca de nosotras mismas. La idea measustaba, pero no dudaba de que Pa Saltnos las había dejado por una razón y

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debía confiar en su decisión. Ahora noscorrespondía a nosotras, de maneraindividual, elegir si queríamos indagaren ellas o no.

Cogí un bolígrafo y una libreta delaparador y salí de la cocina por lapuerta de atrás, parpadeando bajo lafuerte luz de la mañana. La caricia delaire fresco sobre la piel me espabiló. Elsol todavía no había caldeado el céspedque, frío y húmedo, me rozaba elreborde de los pies. En los jardinesreinaba un silencio interrumpidoúnicamente por el esporádico trino de

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algún pájaro en el aire y el levechapoteo del agua contra la orilla dellago.

Desanduve mis pasos de la nocheprevia rodeando la casa en dirección aljardín privado de Pa mientras admirabalas muchas variedades de rosas que,recién abiertas, impregnaban el aire dela mañana con su denso aroma.

En el centro de la esfera armilar, labola dorada brillaba bajo un sol que yaempezaba a proyectar sombras nítidassobre los anillos. Con la manga, retiré elrocío del anillo que llevaba mi nombre y

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pasé el dedo con suavidad por lainscripción escrita en griego. Mepregunté qué diría y cuánto tiempohabría pasado Pa planeando todoaquello.

Puse manos a la obra y anotécuidadosamente mis coordenadas y lasde todas mis hermanas procurando noadivinar —especialmente las mías—qué lugar señalaban. Y entonces algo mellamó la atención. Conté los anillos denuevo hasta que mis dedos tocaron elséptimo. Tenía grabada una solapalabra: «Mérope».

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—Nuestra séptima hermana ausente—susurré, y me pregunté por qué diantrese le habría ocurrido a Pa añadir sunombre a la esfera armilar cuando él yano podría llevarla a casa.

«Tantos misterios —penséemprendiendo el regreso a la casa—. Ynadie que responda mis preguntas.»

De vuelta en la cocina y con lascoordenadas delante, encendí el portátil.Mientras me comía un segundo cruasán,aguardé con frustración a que seconectara a una señal de internet que porlo visto se había ido de vacaciones y

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había dejado en su puesto a un sustitutonovato. Cuando al fin se dignó funcionar,investigué sitios web que emplearancoordenadas para marcar ubicaciones yme decanté por Google Earth. Meplanteé con cuál de mis hermanasdebería empezar y decidí que lo haríapor orden de edad, aunque me dejaría amí para el final. Introduje lascoordenadas de Maia preguntándome siel sistema las reconocería y observé elpequeño globo terráqueo aproximarse yseñalar un lugar concreto.

—Uau —murmuré fascinada—,

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funcionan.Fue una hora desesperante, pues la

señal iba y venía a su antojo, pero paracuando Claudia regresó a la cocina paraempezar a preparar el almuerzo ya habíaconseguido anotar la informaciónesencial de todos los grupos decoordenadas excepto el mío.

Las introduje y contuve la respiracióndurante unos segundos interminablesmientras el ordenador hacía su magia.

—¡Ostras! —exclamé al leer losdetalles.

—¿Qué ocurre? —preguntó Claudia.

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—Nada —me apresuré a responder, yanoté la ubicación en la libreta.

—¿Le apetece comer, Ally?—Sí, gracias —contesté

distraídamente mientras le daba vueltasen la cabeza al hecho de que el lugar quela búsqueda había señalado era, alparecer, un museo de arte.

No tenía sentido, aunque lo cierto eraque tampoco estaba segura de que lascoordenadas de mis hermanas lotuvieran.

Levanté la mirada cuando Tiggy entróen la cocina y sonrió.

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—¿Solo comemos tú y yo?—Eso parece, sí.—Pues será un almuerzo estupendo,

¿verdad? —dijo al tiempo que seacercaba a la mesa como si flotara.

Pese a sus extrañas ideas espirituales,cuando se sentó frente a mí envidié supaz interior. Como ella solía decir, suserenidad era fruto de la firme creenciaen que la vida era mucho más de lo quesemejaba a simple vista. Parecía llevarel aire fresco de las Highlands deEscocia en su tez clara y su abundantepelo castaño, y su calma se reflejaba en

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sus amables ojos marrones.—¿Cómo estás, Ally?—Bien, ¿y tú?—Regular. Puedo sentirlo a mi

alrededor, ¿sabes? Como si —con unsuspiro, se pasó la mano por lacabellera rizada— no se hubiese ido.

—Por muy triste que sea, Pa ya noestá con nosotras, Tiggy.

—Ya, pero que no puedas ver aalguien no significa que no exista.

—En mi opinión, sí —repliquébruscamente, pues no estaba de humorpara los comentarios esotéricos de

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Tiggy.La única forma que conocía de

enfrentarme a la pérdida de Pa eraaceptarla lo antes posible.

Claudia interrumpió nuestraconversación colocándonos delante unaensalada César.

—Hay suficiente para todas, pero sino viene nadie más, ya se la tomarán lasdemás para cenar.

—Gracias. Por cierto —le dije aTiggy mientras me servía—, he anotadotodas las coordenadas y he averiguadocómo buscarlas con Google Earth.

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¿Quieres que te dé las tuyas?—Ahora no, más adelante. ¿Tú crees

que son importantes?—No estoy segura, la verdad.—Lo digo porque,

independientemente de dónde provenga,Pa Salt y Ma son quienes me hancuidado y se han ocupado de mí hastaconvertirme en la persona que soy.Puede que sí te pida lo que hasaveriguado sobre las coordenadas, porsi algún día siento la necesidad deindagar. En cierto modo… —Tiggysuspiró y reparé en su incertidumbre—

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no quiero creer que vengo de otro lugar.Pa Salt es mi padre y siempre lo será.

—Lo entiendo. Bueno, solo porcuriosidad, ¿dónde crees que está PaSalt, Tiggy? —le pregunté cuando ambasempezamos a comer.

—No lo sé, Ally, pero te aseguro queno se ha ido.

—¿De tu mundo o del mío?—¿Hay alguna diferencia? Para mí no

—matizó antes de que pudieracontestarle—. Somos energía, nada más.Al igual que todo lo que nos rodea.

—Supongo que es una manera de

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verlo —respondí, consciente del tonocínico en mi voz—. Sé que a ti tefuncionan esas creencias, Tiggy, peroahora mismo, con Pa recién fallecido, amí no me sirven.

—Y lo entiendo, Ally, de verdad.Pero el ciclo de la vida continúa, y nosolo para las personas, sino para toda lanaturaleza. Una rosa florece hastaalcanzar su máximo esplendor, luegomuere y otra florece en su lugar, en lamisma planta. Y —me miró con unapequeña sonrisa— tengo la impresión deque, pese a la terrible noticia, a ti te está

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sucediendo algo bueno en estosmomentos.

—¿Tú crees?La miré con desconfianza.—Sí. —Me cogió la mano—.

Disfrútalo mientras puedas, ¿deacuerdo? Nada dura eternamente, ya losabes.

—Sí, es cierto —dije, y su certerocomentario hizo que me pusierarepentinamente a la defensiva y que mesintiera vulnerable. Cambié de tema—.¿Y cómo estás tú?

—Bien, bien… —Lo dijo como si no

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buscara convencerme solo a mí, sinotambién a ella misma—. Estoy bien.

—¿Todavía disfrutas cuidando de tusciervos en la reserva?

—Adoro mi trabajo. Parece hecho apropósito para mí, aunque vamos tancortos de personal que nunca tengo unmomento libre. Y, ya que tocamos eltema, no me queda más remedio quevolver a Escocia lo antes posible. Hemirado vuelos y me voy esta mismatarde. Electra también se va. Iremos alaeropuerto juntas.

—¿Tan pronto?

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—Sí. ¿Qué más podemos hacer aquí?Estoy segura de que Pa preferiría quesiguiéramos con nuestras vidas en lugarde quedarnos en esta casa lloriqueandoy compadeciéndonos de nosotrasmismas.

—Sí, tienes razón —convine. Y, porprimera vez, pensé en algo que no fueraaquel terrible paréntesis, en el futuro—.Me están esperando para participar en laregata de las Cícladas que tendrá lugardentro de unos días.

—Pues vete, Ally, de verdad —meinstó Tiggy.

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—Tal vez lo haga —murmuré.—Bien, tengo que ir a hacer la maleta

y a despedirme de Maia. Creo que es ala que más le está afectando todo esto.Está destrozada.

—Lo sé. Toma, aquí tienes tuscoordenadas.

Le tendí la hoja en la que las habíaescrito.

—Gracias.La vi levantarse y dirigirse a la

puerta, donde se detuvo y se volvió paramirarme con ternura.

—Y recuerda que, si me necesitas a

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lo largo de las próximas semanas, estoya solo una llamada de teléfono.

—Gracias, Tiggy. Lo mismo digo.Después de ayudar a Claudia a

recoger la mesa, subí a mi cuartopreguntándome si no debería marcharmeyo también. Tiggy tenía razón: allí ya nopodíamos hacer nada más. Y laperspectiva de volver al mar —y nodigamos a los brazos de Theo— meimpulsó a bajar de nuevo con mi portátilpara comprobar si había algún vuelo aAtenas con plazas libres en lassiguientes veinticuatro horas. Cuando

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entré en la cocina, me encontré a Ma depie frente a la ventana con airepensativo. Al oírme entrar se dio lavuelta con una sonrisa, pero no antes deque hubiera distinguido un fugaz atisbode tristeza en sus ojos.

—Hola, chérie. ¿Cómo estás hoy?—Planteándome si debo volver a

Atenas para participar en la regata delas Cícladas, tal como tenía planeado.Pero me preocupa dejaros a las chicas ya ti aquí. Sobre todo a Maia.

—Creo que es una idea excelente queparticipes en la regata, chérie, y estoy

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segura de que es exactamente lo que tupadre habría querido. No te preocupespor Maia, me tiene a mí.

—Lo sé —dije, y pensé que, aunqueno fuera nuestra madre biológica, meresultaba imposible imaginar a otrapersona queriéndonos y apoyándonostanto como ella.

Me levanté para acercarme a ella yabrazarla con fuerza.

—Y recuerda que tú nos tienes atodas nosotras.

Subí a buscar a Electra paraentregarle las coordenadas antes de que

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se marchase. Llamé a la puerta y, aunqueme abrió, no me invitó a pasar.

—Hola, Ally. Estoy haciendo lamaleta y voy con el tiempo justo.

—Solo te traigo las coordenadas dela esfera armilar. Toma.

—Creo que no las quiero. En serio,Ally, ¿qué tenía nuestro padre en lacabeza? —dijo irritada—. Tengo lasensación de que está jugando connosotras desde la tumba.

—Solo quería darnos la oportunidadde saber de dónde venimos, Electra, porsi algún día necesitamos la información.

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—Entonces ¿por qué no lo hizo comolo haría una persona normal? ¿Por quéno escribió la información en un papelen lugar de someternos a una especie deextraña búsqueda del tesorogenealógica? Por Dios, siempre tancontrolador…

—¡Por favor, Electra! Seguramente noquisiera darnos toda la información sinmás por si preferíamos no saberla. Asíque nos desveló lo justo para quepudiéramos hacer averiguaciones si eseera nuestro deseo.

—Pues yo no quiero hacerlas —

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espetó.—¿Por qué estás tan enfadada con él?

—le pregunté con suavidad.—No estoy enfadada… —Un destello

de dolor y desconcierto asomó a susojos ambarinos—. Vale, lo estoy… —Seencogió de hombros y negó con lacabeza—. No sé decirte por qué.

—Bueno, cógelo de todos modos. —Le ofrecí el sobre sabiendo porexperiencia que no debía insistirle más—. No tienes que hacer nada con lainformación, si no quieres.

—Gracias, Ally. Y lo siento.

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—No te preocupes. ¿Seguro que estásbien, Electra?

—Sí… estoy bien. Ahora he de hacerla maleta. Nos vemos luego.

La puerta se cerró de golpe ante micara y me alejé con la certeza de queElectra estaba mintiendo.

Por la tarde, Maia, Star, CeCe y yo nosacercamos al embarcadero paradespedir a Electra y Tiggy. Maia lesentregó las citas traducidas.

—Creo que Star y yo tampoco

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tardaremos en marcharnos —comentóCeCe mientras regresábamos a la casa.

—¿En serio? ¿No podemos quedarnosun poco más? —preguntó, apenada, Star.

Y, como siempre, el contraste de susfísicos me llamó la atención: Star, alta ydelgada hasta rozar la escualidez, con elpelo rubio claro y la piel blanca como lanieve; y CeCe, de piel morena yconstitución robusta.

—¿Para qué? Pa ha muerto, ya hemosvisto al abogado y tenemos que llegar aLondres cuanto antes para buscarapartamento.

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—Tienes razón —concedió Star.—¿Qué harás en Londres mientras

CeCe va a la escuela de arte? —lepregunté.

—Todavía no lo sé —dijo mirandode reojo a CeCe.

—Estás pensando en hacer un cursoen el Cordon Bleu, ¿no es cierto? —contestó CeCe por ella—. Star es unacocinera excelente.

Cuando CeCe y Star partieron con laintención de buscar un vuelo a Heathrowpara esa noche, Maia y yointercambiamos una mirada de

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preocupación.—No lo digas —suspiró Maia—. Lo

sé.Caminamos hacia la terraza

comentando lo mucho que nos inquietabala relación entre Star y CeCe. Siemprehabían sido inseparables. Confiaba enque, ahora que CeCe iba a estarconcentrada en su curso de arte, sedespegaran un poco.

Reparé en la palidez de Maia y caí enla cuenta de que se había saltado elalmuerzo. Una vez en la terraza, le roguéque se sentara y fui a la cocina para

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pedirle a Claudia que preparara algo decomer. Tras lanzarme una mirada decomplicidad, procedió a hacer unossándwiches mientras yo regresaba juntoa Maia.

—Maia, no quiero entrometerme,pero ¿abriste anoche tu carta? —lepregunté.

—Sí. Bueno, en realidad lo he hechoesta mañana.

—Y es evidente que te ha afectado.—Al principio sí, pero ya estoy bien,

de verdad, Ally. ¿Y tú?Su tono se había vuelto huraño, y

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comprendí que no debía seguirinsistiendo.

—Yo también la he abierto —dije—.Es muy bonita y me ha hecho llorar, peroal mismo tiempo me ha animado. Me hepasado la mañana buscando lascoordenadas en internet. Ahora ya séexactamente de dónde venimos cada unade nosotras. Y hay más de una sorpresa,créeme —añadí mientras Claudiallegaba con un plato de sándwiches y lodejaba sobre la mesa antes de retirarserápidamente.

—¿Sabes exactamente dónde

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nacimos? ¿Dónde nací? —inquirióvacilante.

—Sí, o por lo menos dónde nosencontró Pa. ¿Quieres saberlo, Maia?Puedo decírtelo o dejar que lo busquestú misma.

—No… no estoy segura.—Lo único que puedo decirte es que

Pa viajó mucho —bromeé tontamente.—Entonces, ¿sabes de dónde eres? —

preguntó Maia.—Sí, aunque todavía no le encuentro

mucho sentido.—¿Y las demás? ¿Les has dicho que

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sabes dónde nacieron?—No, pero les he explicado cómo

introducir las coordenadas en GoogleEarth. ¿Te lo explico a ti también? ¿Oprefieres que te lo diga sin más?

—Todavía no estoy segura —dijobajando sus preciosos ojos.

—De todos modos, ya te he dicho quees muy fácil buscarlo.

—Entonces, quizá lo haga cuando mesienta preparada.

Me ofrecí a anotarle los pasos quedebía seguir para introducir lascoordenadas, si bien dudaba de que

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algún día reuniera el valor necesariopara hacerlo.

—¿Has podido traducir alguna de lascitas grabadas en la esfera armilar?

—Sí, las tengo todas.—Me encantaría saber qué frase

eligió Pa para mí. ¿Me la dices, porfavor?

—No la recuerdo con exactitud, peropuedo ir al Pabellón y anotártela en unpapel —dijo Maia.

—Según parece, entre tú y yopodemos proporcionar al resto denuestras hermanas la información que

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necesitan si desean explorar su pasado.—Así es, aunque puede que aún sea

pronto para plantearnos si queremosseguir las pistas que nos ha dado Pa.

—Es posible —suspiré—. Además,la regata de las Cícladas está a punto deempezar y voy a tener que marcharmeenseguida para unirme a la tripulación.Si te soy sincera, Maia, después de loque vi hace un par de días en el mar, nome resultará fácil volver a navegar.

—Me lo imagino. Pero todo irá bien,estoy segura —me tranquilizó.

—Eso espero. Es la primera vez que

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siento miedo desde que empecé acompetir.

Decirle aquello en voz alta a mihermana mayor fue un alivio. Enaquellos momentos, cada vez quepensaba en las Cícladas me venía a lacabeza una imagen de Pa tendido en suféretro en el fondo del mar.

—Llevas años dedicándote en cuerpoy alma a la navegación, Ally. No debesdejar que el miedo te pueda. Hazlo porPa. Él no habría querido que perdierasla confianza en ti misma —me alentóMaia.

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—Tienes razón. Cambiando de tema:¿estarás bien aquí sola?

—Claro que sí. No te preocupes pormí, por favor. Tengo a Ma y tengo mitrabajo. Estaré bien.

Mientras la ayudaba a dar buenacuenta de los sándwiches, le hiceprometerme que mantendríamos elcontacto y luego, a pesar de que sabíaque probablemente no lo haría, lepregunté si le gustaría pasar unos díasnavegando conmigo cuando avanzara unpoco el verano.

CeCe apareció en la terraza.

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—Hemos conseguido dos asientos enun vuelo a Heathrow. Christian nosllevará al aeropuerto dentro de una hora.

—En ese caso, voy a ver si consigoun vuelo a Atenas y me marcho convosotras. Maia, no olvides anotarme lacita, ¿vale? —dije antes de ir en buscade mi portátil.

Tras encontrar asiento en un vuelo deúltima hora para aquella noche, preparéel equipaje a toda prisa. Al pasear lamirada por la habitación paraasegurarme de que no me olvidaba denada, la posé sobre mi flauta, que

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descansaba en la estantería dentro de suestuche. Llevaba mucho tiempo sinsacarla de ahí. Pensando en lo que Padecía de ella en su carta, decidíllevármela. Theo había comentado quele gustaría oírme tocar, y tal vez lohiciera después de practicar un poco.Luego bajé para despedirme de Ma.

Me abrazó con fuerza y me besóafectuosamente en las mejillas.

—Cuídate mucho, chérie, y ven averme cuando puedas.

—Lo haré, Ma, te lo prometo —dije.Después, Maia me acompañó hasta el

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embarcadero.—Buena suerte con la regata —dijo, y

me tendió el sobre con la traducción dela cita que Pa había elegido para mí.

Tras un último abrazo, subí a bordode la lancha, donde CeCe y Star ya meestaban esperando. Mientras Christianse alejaba del embarcadero, las tres ledijimos adiós a Maia con la mano.Durante la travesía por el lago recordéque Pa Salt siempre me decía que nohabía que mirar atrás. Aun así, sabía quevolvería la vista atrás, una y otra vez,hacia lo que había sido y ya no era.

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Me alejé de CeCe y Star y me dirigí ala popa con el sobre todavía en la mano.Sentí que no había mejor lugar para leerla cita de Pa que el lago de Ginebra,donde él y yo habíamos navegado juntostantísimas veces. Abrí el sobre y saquéla hoja de papel que contenía: «En losmomentos de debilidad, descubrirás tuverdadera fuerza».

Y mientras Atlantis se perdía en ladistancia hasta desaparecer tras losárboles, recé para que las palabras dePa fluyeran por mi interior y meayudaran a encontrar el valor que

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necesitaba para seguir adelante.

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Theo me había escrito un mensaje paradecirme que me recogería en elaeropuerto de Atenas. Cuando crucé lapuerta de llegadas, caminó hacia mí concara de expectación y me abrazó.

—Estaba muy preocupado por ti,

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cielo. ¿Cómo estás? Supongo quedestrozada, pobrecita mía. Y hasadelgazado —añadió palpándome lascostillas.

—Estoy bien —le dije con firmeza altiempo que aspiraba su olor maravillosoy tranquilizador.

Se hizo cargo de mi mochila ysalimos al sofocante calor de una nochede julio en Atenas.

Subimos a un taxi, con sus asientos deplástico pegajosos y su olor a tabacorancio, y pusimos rumbo a un hotelsituado en el puerto de Faliro, el lugar

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desde el que arrancaría la regata de lasCícladas.

—Hablo en serio cuando te digo que,si no te ves con ánimos de participar,podemos apañárnoslas sin ti, de verdad—aseguró Theo mientras recorríamoslas calles de la ciudad.

—No sé si tomármelo como uncumplido o como un insulto —repliqué.

—Decididamente, como un cumplido,puesto que eres una parte fundamental dela tripulación. Pero como se trata de ti yte quiero, no me gustaría que te sintieraspresionada.

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«Te quiero.» Cada vez que Theopronunciaba aquellas palabras con tantanaturalidad, me estremecía. Y en aquelinstante estaba allí, a mi lado,estrechándome la mano y diciéndolasuna vez más. Y yo también lo quería a élpor su honestidad, por su franqueza y sunegativa a jugar al gato y el ratón. Talcomo me había dicho durante aquellosmaravillosos días en el Neptuno, cuandoyo aún no sabía que Pa había muerto, siyo le rompía el corazón, simplementetendría que buscarse otro.

—Sé que esto es lo que Pa querría

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que hiciera, volver a subirme a un barcoy seguir con mi vida en lugar dequedarme en casa llorando. Y,obviamente, ganar.

—Ally. —Me apretó la mano—.Ganaremos por él, te lo prometo.

Cuando al día siguiente subí a bordo delHanse con los demás miembros de latripulación para comenzar nuestrosúltimos días de entrenamiento, tambiénellos parecían imbuidos de un grandeseo de ganar. Y me conmovió que

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todos intentaran hacerme la vida lo mássencilla posible. La regata de lasCícladas no era, ni por asomo, tan arduacomo otras carreras en alta mar en lasque había participado: duraría ocho díasen total, pero con una parada deveinticuatro horas y un día de descansoen cada isla en la que atracáramos.

Theo se había dado cuenta de que mehabía llevado la flauta.

—¿Por qué no la subes al barco?Podrías tocar para darnos ánimos —propuso.

Mientras surcábamos las aguas bajo

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el magnífico atardecer del primer día decompetición, me acerqué el instrumentoa los labios y sonreí a Theo antes deembarcarme en una versión improvisadade Fantasía sobre un tema de ThomasTallis, una pieza que se había hechofamosa gracias a la película deaventuras marinas Master andCommander. Theo captó el guiño y medevolvió la sonrisa desde el timóncuando entrábamos en el puerto deMilos. Los muchachos me aplaudieroneducadamente y me sentí como sihubiera rendido mi pequeño homenaje a

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Pa Salt.Ganamos la primera etapa con

holgura, quedamos terceros en lasegunda y segundos en la tercera, lo quenos colocaba en primer lugar junto conuna tripulación griega. La penúltimanoche de la regata nos encontró en elpuerto de Finikas, en Siros, una islagriega pequeña e idílica cuyosresidentes habían organizado un festínpara todos los tripulantes. Después decenar, Theo nos convocó a una reunión.

—Caballeros, y dama, entenderé queme tachéis de aguafiestas, pero vuestro

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patrón os ordena que os vayáis pronto ala cama. Mientras nuestros rivales —señaló con la cabeza a los miembros dela tripulación griega, que ya estabanmedio borrachos y cogidos de loshombros bailando como Zorba al ritmode un buzuki— se divierten, nosotrosdormiremos como bebés y mañana nosdespertaremos como nuevos ydispuestos a liquidarlos. ¿Queda claro?

Hubo algún que otro gruñido, perotodos regresaron obedientemente albarco y se retiraron a sus respectivoscamarotes.

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Dada la estrecha convivencia con elresto de la tripulación, Theo y yohabíamos desarrollado una rutinanocturna que nos permitía pasar unosmomentos a solas sin levantarsospechas. Como era la única mujer,tenía mi propia ratonera privada en laproa del barco, mientras que Theodormía en el banco de la zona destinadaa cocina, biblioteca y sala de estar.

Yo esperaba a que los chicosterminaran de utilizar el diminuto lavabodotado de un lavamanos y un retrete.Entonces, cuando ya reinaba el silencio,

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subía las escaleras hacia la oscuridad dela noche, donde una mano cálida meesperaba para atraerme hacia sí. Theo yyo nos abrazábamos durante cincominutos, intranquilos, como si fuéramosadolescentes temerosos de serdescubiertos por sus padres. Luego, paraestablecer una coartada por si alguienme oía deambular por el barco, bajabade puntillas a la cocina, abría la puertade la nevera, cogía una botella de agua ya continuación regresaba a mi camarotey cerraba la puerta con estrépito.Estábamos convencidos de que

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habíamos interpretado tan bien la farsaque en la tripulación nadie tenía lamenor idea de lo que había entrenosotros. Cuando, la víspera del últimodía de regata, Theo me estrechó contrasu pecho, noté una mayor pasión en susbesos de buenas noches.

—Espero que estés dispuesta a pasarpor lo menos veinticuatro horas conmigoen la cama para compensar toda lafrustración que he padecido estos días—gimió.

—A la orden, mi capitán. Lo que túdigas. Pero no es justo que el patrón

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ordene a los tripulantes que se acuestentemprano y luego desobedezca suspropias órdenes —le susurré al oídoantes de apartar una mano traviesa de miseno izquierdo.

—Tenéis razón, como siempre. Asíque partid, Julieta mía, desapareced demi vista o en verdad que no seré capazde contener el deseo que despertáis enmí.

Con una risita, le besé una última vezy me deshice de su abrazo.

—Te quiero, cielo. Que duermasbien.

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—Yo también te quiero —le contesté.

Las tácticas disciplinarias de Theodieron su fruto una vez más. Llegar a laúltima etapa de la carrera estando a lapar con el equipo griego había sidoestresante, pero, como Theo comentótriunfalmente el sábado, cuandocruzamos la línea de meta en el puertode Vouliagmeni cinco minutos antes queellos, probablemente fuera el ouzo loque les hizo perder al final. En laceremonia de clausura, mis compañeros

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me colocaron sobre la cabeza la coronade hojas de laurel de la victoria, lascámaras dispararon sus flashes y elchampán llovió sobre la gente. Cuandome entregaron una botella para beber, lalevanté y, en silencio, le dije a Pa Saltque iba por él. También lancé un sentido«Te echo de menos» al cielo.

Después de la cena, cuando aúnestábamos alrededor de la mesa, Theome cogió la mano y me invitó a ponermeen pie.

—En primer lugar, brindo por Ally.Dadas las circunstancias, creo que todos

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estaremos de acuerdo en que ha estadoincreíble.

Los chicos me jalearon y su sinceraefusión hizo que se me saltaran laslágrimas.

—En segundo lugar, me gustaría quetodos considerarais la posibilidad desumaros a mi tripulación en la FastnetRace de agosto. Pilotaré el Tigresa en sutravesía inaugural. Puede que algunoshayáis oído hablar de él. Es un barcoque acaba de ser lanzado. Lo he visto, yestoy seguro de que puede conducirnos aotra victoria. ¿Qué decís?

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—¿El Tigresa? —exclamó Robentusiasmado—. ¡Cuenta conmigo!

El resto de los muchachos aceptaroncon igual entusiasmo.

—¿Estoy incluida? —le pregunté envoz baja.

—Pues claro que sí, Ally.Y dicho eso, se volvió hacia mí, me

rodeó con los brazos y me besóapasionadamente en los labios.

Aquello generó otra ovación cuandome aparté de él con la cara roja como untomate.

—Y eso era lo último que quería

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anunciaros. Ally y yo estamos juntos. Sia alguien le supone un problema, que melo comunique, ¿de acuerdo?

Vi que todos los chicos arqueaban lascejas en un gesto de desinterés.

—Vaya novedad —suspiró Rob.—Eso, ¿dónde está la sorpresa? —

intervino Guy.Theo y yo los miramos atónitos.—¿Lo sabíais? —preguntó él.—Disculpa, capitán, pero llevamos

varios días viviendo como sardinas enlata y, dado que nadie más ha tenido elplacer de tocarle el trasero a Al sin

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recibir un manotazo ni conseguido que ledé un beso y un achuchón de buenasnoches, no había que ser un genio paraadivinarlo —dijo Rob—. Hace siglosque lo sabemos. Lo siento.

—Oh —fue cuanto Theo acertó adecir mientras me abrazaba con másfuerza.

—¡Buscaos una habitación! —gritóGuy, y el resto de la tripulación comenzóa hacer comentarios subidos de tono.

Theo me besó de nuevo y quise que latierra me tragara allí mismo, pues me dicuenta de que el amor realmente podía

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ser ciego.Así que «nos buscamos una

habitación», una de hotel, másconcretamente, en Vouliagmeni. Fiel a supalabra, Theo nos mantuvo a los dossumamente ocupados durante lassiguientes veinticuatro horas. Tumbadosen la cama, hablamos de la Fastnet Racey de lo que haríamos después.

—Entonces ¿estás libre para unirte amí en el Tigresa?

—Ahora sí. Normalmente en agostome iba siempre de vacaciones con PaSalt y algunas de mis hermanas en el

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Titán… —Tragué saliva con dificultad yme apresuré a continuar—. Luego, enseptiembre, si con un poco de suertesupero las últimas pruebas, empezaré aentrenar con el equipo suizo para losJuegos Olímpicos de Pekín.

—Yo también iré con el equipoestadounidense.

—Estoy segura de que serás un fuerterival, pero no te lo pondré fácil —bromeé.

—Gracias, señorita. Espero estar a laaltura. —Theo me dedicó una reverenciaburlona—. ¿Y qué me dices de los

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próximos días? Voy a tomarme unas yodiría que más que merecidas vacacionesen la casa de veraneo de mi familia.Está a pocas horas de aquí en barco.Luego iré a la isla de Wight a fin deprepararme para la Fastnet. ¿Te gustaríaacompañarme?

—¿En tus vacaciones o en la Fastnet?—En las dos cosas. Aunque, y ahora

hablo en serio, sé que eres unanavegante experimentada, la Fastnet noes ninguna tontería. Participé en laúltima, hace dos años, y estuvimos apunto de perder a un miembro de nuestro

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equipo cuando rodeábamos la roca. Mattsalió literalmente volando del barco. Esuna regata peligrosa y, si te soy sincero—Theo respiró hondo—, estoyempezando a pensar que quizá me hayaequivocado al proponerte que te unierasa la tripulación.

—¿Por qué? ¿Porque soy una chica?—¡Maldita sea, Ally, supéralo de una

vez! Por supuesto que no es por eso. Esporque te quiero y si te pasa algo nopodría perdonármelo. En cualquier caso,podemos dedicar los próximos días ameditarlo, ¿no? Preferiblemente frente a

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una copa de vino en una terraza convistas al mar. Mañana por la mañana hede devolverle el Hanse a su propietarioen el puerto, que es donde tengoamarrado el Neptuno, así que podríamosirnos justo después. ¿Qué me dices?

—La verdad es que estaba pensandoque debería ir a casa para pasar unosdías con Maia y Ma —dije.

—Si crees que eso es lo que debeshacer, lo entenderé. Aunque a mi parteegoísta le encantaría que vinierasconmigo. Parece que a los dos nosespera un año movido.

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—Quiero ir contigo, pero primerollamaré a Ma para ver cómo están lascosas. Entonces decidiré.

—¿Por qué no llamas mientras meducho?

Theo me plantó un beso en lacoronilla antes de bajar de la cama deun salto y dirigirse al cuarto de baño.

Cuando la telefoneé, Ma me aseguróque en Atlantis todo iba bien y que noera necesario en absoluto que volviera.

—Tómate unas vacaciones, chérie.Maia ha decidido dedicar un tiempo aviajar, así que ella no estaría aquí, de

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todos modos.—¿En serio? Menuda sorpresa —

comenté—. Pero ¿estás segura de que note sientes sola? Te prometo que esta veztendré el móvil conectado en todomomento por si me necesitas.

—Estoy bien y no te necesitaré,chérie —respondió con estoicismo—.Por desgracia, lo peor ya ha sucedido.

Colgué y, de pronto, el desánimo seapoderó de mí, como cada vez que mepermitía recordar que Pa ya no estaba.Pero Ma tenía razón, lo peor ya habíasucedido. Y por una vez lamenté no

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pertenecer a una religión con firmespreceptos para afrontar el triste períodoque sigue a la muerte de un ser querido.Aunque tales pautas me habían parecidoarcaicas en el pasado, ahora comprendíaque eran un ritual destinado a ayudar alos seres humanos a superar losmomentos más duros de una pérdida.

Al día siguiente, Theo y yo dejamosel hotel y nos dirigimos al puerto.

Después de tomar una copa decelebración a bordo del Hanse con supropietario —que estaba encantado conla victoria y ya le hablaba a Theo de

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futuras regatas—, bordeamos el puerto ysubimos al Neptuno. Antes de zarpar,Theo trazó el rumbo en el sistema denavegación. Se negó en redondo adesvelarme nuestro destino, y en tanto élsacaba el barco del puerto deVouliagmeni y salía a mar abierto, yo medediqué a llenar la nevera de cerveza,agua y vino.

Mientras surcábamos las tranquilasaguas turquesas, por mucho que intentaraconcentrarme en la belleza del paisaje,el conflicto de emociones que habíaexperimentado en mi última travesía a

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bordo del Neptuno volvía a mí una yotra vez. Me descubrí pensando queentre Pa Salt y mi amante existíansimilitudes: a ambos les gustaba elmisterio y, decididamente, tener lascosas bajo control.

Justo cuando estaba preguntándome sime habría enamorado de una figurapaterna, noté que el Neptuno disminuíala velocidad y oí que se echaba el ancla.Cuando Theo apareció junto a mí en lacubierta, decidí que no compartiría misúltimas reflexiones con él. Dada supasión por el análisis, sabía que le daría

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una y mil vueltas.Frente a una cerveza y una ensalada

de feta con aceitunas frescas que habíacomprado en un puesto del puerto, lehablé de la esfera armilar y de las citasy coordenadas que tenía grabadas en losanillos. Y de la carta que Pa Salt mehabía escrito.

—Vaya, da la sensación de que lotenía todo previsto. Se necesita tiempopara planear algo así.

—Sí, era ese tipo de persona.Siempre lo tenía todo organizado almilímetro.

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—Parece que era de los míos —señaló Theo, dando voz a mis anterioresreflexiones—. Yo ya he escrito mitestamento y dejado instrucciones parami funeral.

—No digas esas cosas —protesté conun escalofrío.

—Lo siento, Ally, pero los navegantesestamos metidos en un juego peligroso ynunca se sabe lo que puede pasar.

—Estoy segura de que a Pa le habríascaído muy bien. —Miré el reloj paracambiar de tema—. ¿No deberíamosreemprender el camino hacia donde sea

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que vayamos?—Sí, dentro de poco. Quiero que

nuestra llegada se produzca en elmomento idóneo. —Theo esbozó unasonrisa enigmática—. ¿Nadamos?

Tres horas después, cuando el sol delatardecer inundó el cielo de una intensaluz naranja y esta se reflejó sobre lascasas encaladas que salpicaban la costade una isla diminuta, comprendí por quéTheo había querido esperar.

—¿Lo ves? ¿No es absolutamenteperfecto? —suspiró.

Hizo entrar el barco en el pequeño

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puerto con una mano en el timón y laotra alrededor de mi cintura.

—Sí —reconocí mientras estudiaba laforma en que los rayos del solcrepuscular se habían filtrado en lasnubes, como si fueran una yema dehuevo que liberaba su contenidolentamente después de haber reventado—. Pa siempre decía que las puestas desol griegas eran las más bellas delmundo.

—He ahí otra cosa en la quehabríamos coincidido.

Theo me besó en el cuello con

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ternura.Dadas mis cavilaciones de aquella

tarde, decidí no volver a mencionar losgustos y aversiones de Pa Salt durantenuestras vacaciones.

—¿Vas a decirme de una vez dóndeestamos? —pregunté cuando nosadentramos en el puerto y un joven depiel morena se acercó para agarrar elcabo que le lancé y amarrar laembarcación.

—¿Acaso importa? Lo sabrás a sudebido tiempo. De momento,llamémoslo sencillamente «Algún

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Lugar».Convencida de que tendríamos que

acarrear nuestras mochilas por unaempinada cuesta, me llevé una sorpresacuando Theo me indicó que las dejaradonde estaban. Tras cerrar la cabina conllave, desembarcamos y Theo le diounos euros al joven por su ayuda.Después me cogió de la mano y mecondujo por el puerto hasta una hilera deciclomotores. Tras rebuscar un poco,sacó una llave de su bolsillo y laintrodujo en un candado, gesto queliberó la retorcida masa de cadenas

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metálicas que rodeaba uno de losciclomotores.

—Los griegos son gente encantadora,pero actualmente la situación económicadel país es desesperada y convienetomar precauciones. No me gustaríallegar aquí y descubrir que me handesaparecido las dos ruedas. Sube.

Sintiendo que el alma se me caía a lospies, obedecí a regañadientes. Yoodiaba los ciclomotores. Antes deempezar los estudios, y siguiendo elconsejo de Pa Salt, me tomé un añosabático y me largué a ver mundo con

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dos amigas, Marielle y Hélène.Empezamos en Extremo Oriente, dondevisitamos Tailandia, Camboya yVietnam. De regreso a Europa, dondehabía conseguido un trabajo de camareradurante el verano en la isla de Citnos,recorrimos Turquía en ciclomotores dealquiler. Camino de Kalkan desde elaeropuerto de Bodrum, Marielle calculómal a la hora de tomar una curva cerraday tuvo un accidente.

Encontrar su cuerpo aparentementesin vida entre la maleza de la cuneta yesperar en mitad de la carretera la

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llegada de algún vehículo que pudieraayudarnos era algo que nunca habíaolvidado.

Por aquella carretera no pasabanadie, así que finalmente cogí el móvil ytelefoneé a la única persona que pensabaque sabría qué hacer. Le expliqué a PaSalt lo sucedido y dónde estábamos y élme dijo que no nos preocupáramos, quela ayuda estaba en camino. Tras mediahora de angustiosa espera, llegó unhelicóptero con un piloto y unparamédico. Nos trasladaron a las tres aun hospital de Dalaman. Marielle

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sobrevivió con la pelvis destrozada ytres costillas rotas, pero el golpe en lacabeza todavía sigue provocándolefuertes migrañas.

Cuando aquella tarde me instalé en elasiento trasero del ciclomotor de Theo,después de no haberme acercado a unodesde el accidente de Marielle, tenía elcorazón en un puño.

—¿Lista? —me preguntó.—Todo lo lista que puedo estar —

farfullé aferrándome a su cintura contodas mis fuerzas.

En cuanto tomamos la estrecha

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carretera que conducía a «Algún Lugar»,decidí que si Theo era uno de esosconductores salvajes que buscabaimpresionarme, le exigiría que detuvierael vehículo y me bajaría. Aun así, apesar de que resultó no serlo, tuve quecerrar los ojos cuando empezó a subirpor un camino empinado y polvoriento.Finalmente, después de un trayecto quese me hizo eterno pero que lo másprobable es que no durara más de quinceminutos, noté que Theo frenaba einclinaba la moto para poner el pie en elsuelo antes de apagar el motor.

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—Bueno, ya hemos llegado.—Genial.Abrí los ojos, temblando de puro

alivio, y me concentré en apearme de lamoto.

—¿No es una maravilla? —dijo Theo—. Las vistas durante la subida sonespectaculares, pero creo que desdeaquí lo son más todavía.

Como había hecho el trayecto con losojos cerrados, no tenía informaciónalguna sobre las vistas. Me cogió de lamano y me guio por una explanada dehierba áspera y seca. Vi los olivos

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ancestrales que tachonaban la ladera,que descendía en picado hasta el mar.Asentí para indicar que sí, que era unamaravilla.

—¿Adónde vamos? —le preguntécuando echamos de nuevo a andar por elolivar.

Delante no se divisaba casa alguna,tan solo un viejo establo destinado contoda probabilidad a las cabras.

—Allí. —Señaló el establo y sevolvió hacia mí—. Hogar, dulce hogar.¿No es fantástico?

—Es…

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—Te has puesto muy blanca, Ally.¿Te encuentras bien?

—Sí —le aseguré.Finalmente llegamos al establo y

empecé a preguntarme cuál de los doshabía perdido el tornillo. Si aquel era,efectivamente, su «hogar», aunquetuviera que recorrer a pie cadakilómetro del camino de vuelta en mediode la oscuridad, lo haría. No tenía lamenor intención de pasar la noche allí.

—Sé que ahora mismo parece unachoza, pero hace poco que lo hecomprado y quería que fueras la primera

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en verlo, especialmente con la puesta desol. Soy consciente de que necesitamucha reforma, y aquí, como no podíaser de otra manera, la normativaurbanística es muy estricta —continuó altiempo que abría la astillada puerta demadera de un empellón.

Por el enorme agujero abierto en eltejado se veían las primeras estrellasque empezaban a aparecer en el cielo.Dentro de la construcción se respirabaun fuerte olor a cabra, y mi estómago yarevuelto sufrió otra arcada.

—¿Qué te parece? —me preguntó.

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—Creo que, como has dicho, tieneunas vistas preciosas.

Mientras escuchaba a Theo explicarque había contratado a un arquitecto yque su plan era hacer la cocina justoallí, y una gran sala de estar allá, asícomo una terraza con vistas al mar,negué con la cabeza y salí del establo atrompicones, incapaz de seguirsoportando el olor a cabra. Eché acorrer por la tierra escabrosa y seca delexterior y conseguí doblar la esquinaantes de agacharme y tener otroespasmo.

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—¿Qué te ocurre, Ally? ¿Estásenferma otra vez?

Theo apareció enseguida a mi lado yme sostuvo en tanto yo negaba de nuevocon la cabeza.

—No, estoy bien. Es solo… essolo…

Y entonces me dejé caer sobre lahierba y empecé a llorar como una niñapequeña. Le conté lo del accidente deciclomotor, y lo mucho que extrañaba ami padre, y cuánto lamentaba quevolviera a verme en aquellascondiciones.

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—Ally, eres tú la que debeperdonarme. Todo esto es culpa mía. Esnormal que estés agotada por la regata ypor el trauma de haber perdido a tupadre. Es tal la imagen de mujer fuerteque das que yo, que alardeo de mi grancapacidad para leer a las personas, te hefallado. Llamaré a un amigo para pedirleque nos recoja en su coche de inmediato.

Demasiado exhausta para discutir, mequedé sentada en la hierba mientrasTheo hacía una llamada con su móvil. Elsol empezaba a ocultarse tras el mar ycuando empecé a serenarme, decidí que

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Theo tenía razón. Las vistas eranrealmente espectaculares.

Diez minutos después, con Theosiguiéndonos sobre el ciclomotor,circulaba pausadamente colina abajo enun viejísimo Volvo conducido por unhombre igual de viejo al que Theo mehabía presentado como Kreon. A mediodescenso, el coche dobló hacia laderecha y tomó otro camino polvorientoy lleno de baches que, una vez más,parecía no llevar a ningún lugar. Sinembargo, en aquella ocasión, cuandollegamos al final del mismo divisé las

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acogedoras luces de una bella casaconstruida sobre un acantilado.

—Siéntete como en casa, cariño —medijo Theo cuando entramos en un ampliorecibidor y una mujer de mediana edad yojos oscuros apareció y lo abrazóafectuosamente mientras murmurabapalabras cariñosas en griego—. Irene esnuestra ama de llaves —me explicó—.Te enseñará tu habitación y te prepararáun baño. Yo bajaré al pueblo con Kreonpara recoger nuestras cosas del barco.

La bañera resultó estar en una terrazaexcavada —como el resto de la casa—

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en las recortadas rocas que seprecipitaban vertiginosamente desde elacantilado hasta el mar. Tras disfrutar deun baño de espuma con agua perfumada,pasé al bonito y espacioso dormitorio.Luego salí a explorar y me topé con unsalón elegantemente amueblado que seabría a una inmensa terraza con unasvistas espectaculares y una piscinainfinita a la que un nadador olímpico nole habría hecho ascos. Me dije queaquella casa era como Atlantis, perosuspendida en el aire.

Poco después, envuelta en un

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albornoz de algodón que habíaencontrado sobre la cama, me senté enuna de las butacas tapizadas de laterraza. Irene apareció con una botellade vino blanco dentro de una cubitera ydos copas.

—Gracias.Bebí un sorbo al tiempo que

contemplaba la oscuridad tachonada deestrellas y agradecía la suntuosidad delentorno después de varios días denavegación. Además, ahora tambiénsabía que cuando llevara a Theo aAtlantis, se sentiría como en casa.

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Muchas veces, en el pasado, cuandoinvitaba a alguna amiga del internado apasar unos días a Atlantis o a un cruceroen el Titán, nuestro estilo de vida laintimidaba y perdía su naturalezasociable. Después se iba y, cuandovolvíamos a vernos, yo sentía por suparte lo que ahora suponía que eraanimosidad, y nuestra amistad ya nuncavolvía a ser la misma.

Por suerte, no tendría ese problemacon Theo. Era evidente que su familiavivía tan bien como la mía. Sonreí alpensar que ambos nos pasábamos al

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menos tres cuartas partes de nuestraexistencia durmiendo sobre duroscamastros en camarotes agobiantes ysintiéndonos afortunados si de ladiminuta ducha salía un chorrito de agua,ya fuera fría o caliente.

Noté una mano en el hombro ydespués un beso en la mejilla.

—Hola, cielo. ¿Te encuentras mejor?—Mucho mejor, gracias. Nada como

un baño caliente después de una regata.—Ya lo creo. —Theo se sirvió una

copa de vino y se sentó frente a mí—.Yo también estoy a punto de darme uno.

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Ally, quiero pedirte perdón una vez más.Sé que puedo ser muy obstinado cuandotengo un objetivo en mente. Me hacíamucha ilusión enseñarte mi casa nueva.

—No pasa nada, en serio. Estoysegura de que será una casa maravillosacuando esté terminada.

—No tanto como esta, obviamente,pero por lo menos será mía. Y a veces—añadió encogiéndose de hombros—eso es lo único que importa, ¿no crees?

—Para serte sincera, jamás se me hapasado por la cabeza tener una casapropia. Paso tanto tiempo compitiendo

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que me parece absurdo comprar algo sipuedo volver a Atlantis. Y losnavegantes ganamos tan poco quetampoco podría permitirme gran cosa.

—Por eso me he comprado un establode cabras —convino Theo—. Perosupongo que no tiene sentido negar quelos dos hemos contado siempre con unared de seguridad bajo nuestros pies.Personalmente, preferiría morir dehambre a pedirle dinero a mi padre. Losprivilegios siempre tienen un precio, ¿noestás de acuerdo?

—Puede, pero dudo mucho que la

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gente nos compadezca.—No estoy diciendo que merezcamos

compasión, Ally, pero, aunque estemundo materialista piense lo contrario,yo no creo que el dinero pueda resolvertodos los problemas. Mira a mi padre,por ejemplo. Inventó un chip informáticoque lo hizo multimillonario a los treintay cinco años, la edad que yo tengoahora. Cuando yo era niño, le encantabadecirme que él había tenido que lucharmucho de joven y que debía serconsciente de mi gran suerte. Suexperiencia, evidentemente, no se

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parece en nada a la mía, porque yo crecícon dinero. Es casi un círculo vicioso:mi padre no tenía nada y eso lo empujó ahacer algo en la vida, mientras que yo lohe tenido todo y sin embargo él me hahecho sentir culpable por ello. Así queme he pasado toda mi existenciaintentando salir adelante sin su ayuda,viviendo permanentemente en la ruina ysintiendo que no he estado a la altura desus expectativas. ¿También ha sido asípara ti? —me preguntó.

—No, aunque sí es cierto que Pa Saltnos enseñó a valorar el dinero. Siempre

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nos decía que habíamos venido a estemundo para ser nosotras mismas y quedebíamos luchar por ser nuestra mejorversión. Siempre he sentido que estabamuy orgulloso de mí, sobre todo comonavegante. Supongo que el hecho de quecompartiéramos esa pasión ayudaba.Aunque en la carta que me dejó escritadice algo curioso: da a entender quecreía que dejé mi carrera musicalporque quise convertirme en naveganteprofesional para complacerlo.

—¿Y es cierto?—Creo que no. Me gustan ambas

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cosas, pero se me presentó laoportunidad de dedicarme a lanavegación y la aproveché. Así es lavida a veces, ¿no crees?

—Sí —coincidió Theo—.Curiosamente, yo soy una mezcla de mispadres. Poseo la vena tecnológica de mipadre y la pasión por la vela de mimadre.

—En mi caso, al ser adoptada, notengo ni idea de lo que hay en mis genes.Crecí marcada por mi entorno, no por miherencia genética.

—¿Y no te parecería fascinante

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descubrir si tus genes han influido en tuvida hasta la fecha? Tal vez algún díadeberías emplear las pistas de tu padrepara averiguar de dónde vienes. Sería unestudio antropológico asombroso.

—No lo dudo —dije ahogando unbostezo—, pero ahora mismo estoydemasiado cansada para pensar en ello.Y tú hueles a cabra. Creo que ya vasiendo hora de que te des ese baño.

—Tienes razón. Le pediré a Irene quesirva la cena en la terraza y estaré devuelta dentro de diez minutos.

Me besó en la nariz y entró en la casa.

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Algo más calmados tras el torbellinode pasión que había caracterizado elcomienzo de nuestra relación, durantelos ociosos días que pasamos en «AlgúnLugar» Theo y yo nos dedicamos aconocernos mejor. Me descubrí

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confiándole cosas que no le habíacontado a ninguna otra persona, detallesnimios que, no obstante, significabanmucho para mí. Me escuchaba con unaatención que jamás flaqueaba, y sumirada verde e intensa permanecíaclavada en mí. De alguna manera,conseguía que me sintiera más valoradade lo que me había sentido en toda mivida. Estaba especialmente interesadoen Pa Salt y mis hermanas, en el«orfanato de lujo», como llamaba anuestra existencia en Atlantis.

Una mañana bochornosa en la que el

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aire estaba tan quieto que tanto Theocomo yo habíamos vaticinado tormenta,vino a sentarse conmigo en el diván dela terraza.

—¿Dónde estabas? —le pregunté.—En una tediosa teleconferencia con

nuestro patrocinador para la Fastnet, elentrenador del equipo y el propietariodel Tigresa. Y mientras ellos hablabande los pormenores, yo me he dedicado agarabatear.

—¿En serio?—Sí. ¿Intentaste alguna vez hacer

anagramas con tu nombre o escribirlo al

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revés cuando eras pequeña? Yo sí, y mesalía una palabra ridícula —dijo conuna sonrisa—. «Oeht.»

—Ya lo creo, y la mía es igual deabsurda: «Ylla».

—¿Hacías también anagramas con tuapellido?

—No —respondí, preguntándomeadónde querría ir a parar.

—De acuerdo. Pues a mí me encantajugar con las palabras y, como meaburría durante la conferencia, me hepuesto a jugar con tu apellido.

—¿Y?

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—Vale, sé que soy algo obsesivo yque adoro los misterios, pero también séalgo de mitología griega porque estudiéa los clásicos en Oxford y porque hepasado aquí todos los veranos desde miniñez —explicó Theo—. ¿Puedoenseñarte lo que he descubierto?

—Si insistes.Me tendió un papel donde había

anotadas unas palabras.—¿Has visto la palabra que sale de

D’Aplièse?—Pleiades* —dije leyendo la palabra

que Theo había escrito debajo de mi

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apellido y que, al parecer, habíaextraído de «D’Aplièse».

—Exacto. ¿Y reconoces el nombre?—Me resulta familiar —acepté con

renuencia.—Ally, es el nombre griego del grupo

de estrellas formado por las SieteHermanas.

—¿Y qué me quieres decir con eso?—repliqué poniéndome absurdamente ala defensiva.

—Solo que es mucha casualidad quetú y tus hermanas os llaméis como lassiete, o quizá debería decir seis,

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célebres estrellas y que vuestro apellidosea un anagrama de «Pleiades». ¿Eratambién el apellido de tu padre?

Noté que el rubor me abrasaba lasmejillas mientras trataba de recordar sialguien había llamado alguna vez «señorD’Aplièse» a Pa Salt. El personal deAtlantis y del Titán lo llamaba «señor»a secas, salvo Marina, que al igual quenosotras, lo llamaba «Pa Salt» o«vuestro padre». Intenté pensar si algunavez había visto un apellido escrito en lascartas que llegaban a casa, pero solo mevenían a la mente sobres y paquetes de

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aspecto oficial dirigidos a alguna de lasmuchas empresas de Pa.

—Probablemente —respondí al fin.—Lo siento, Ally. —Theo había

percibido mi malestar—. Solo intentabaaveriguar si tu padre inventó un apellidoo si también él se llamaba así. Encualquier caso, cariño, mucha gente secambia el nombre en el registro. Dehecho, el tuyo es muy bonito. Eres«Alción Pleiades». En cuanto al apodode «Pa Salt», diría que…

—¡Ya basta, Theo!—Perdón, es que lo encuentro

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fascinante. Estoy convencido de que tupadre era mucho más de lo queaparentaba a simple vista.

Me excusé y entré en la casa,incómoda por el hecho de que Theohubiera reparado en algo tan íntimosobre mi familia —aunque solo hubierasido al jugar con las letras— que mishermanas y yo, sin embargo, ni siquierahabíamos notado. Y si ellas lo habíandescubierto, jamás lo habíanmencionado abiertamente.

Cuando regresé a la terraza, Theo novolvió a sacar el tema. Durante la

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comida me habló de sus propios padresy de su amargo divorcio. Se habíapasado la vida yendo de aquí para alláentre Inglaterra, donde vivía su madre, yEstados Unidos, donde pasaba lasvacaciones con su padre. Como eratípico en él, relató casi toda la historiaen tercera persona —analíticamente,como si tuviera poco que ver con él—,pero me di cuenta de que había muchatensión y rabia subyacentes. Intuí queTheo jamás le había dado unaoportunidad a su padre por lealtad a sumadre. No obstante, aún no sentía la

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confianza suficiente para decírselo,aunque supe que con el tiempo lo haría.

Aquella noche en la cama, afectadatodavía por el descubrimiento sobre miapellido, me costó conciliar el sueño. Sinuestro apellido era un anagrama creadopor Pa como consecuencia de suobsesión por las estrellas y la mitologíade las Siete Hermanas, ¿quiénes éramos,en realidad?

Y más importante aún, ¿quién habíasido él?

Por desgracia, sabía que ya nuncapodría averiguarlo.

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Al día siguiente tomé prestado elportátil de Theo y busqué el grupo deestrellas de las Siete Hermanas oPléyades. Aunque Pa nos había habladode ellas y Maia había pasado muchotiempo con él en el observatoriolevantado sobre Atlantis, yo nunca habíamostrado demasiado interés. Toda lainformación que Pa compartía conmigosolía ser de índole técnica, cuandosalíamos a navegar juntos. Me habíaenseñado a utilizar las estrellas para

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navegar en el mar y me había contadoque durante miles de años los marinerosse habían servido de las Siete Hermanaspara orientarse. Finalmente, cerré elordenador pensando que, fueran cualesfuesen las razones por las que Pa noshabía puesto aquellos nombres, setrataba simplemente de otro misterio quejamás sería desvelado. Y que tratar dedescubrirlo solo aumentaría mi malestar.

Así se lo expliqué a Theo durante lacomida, y estuvo de acuerdo conmigo.

—Lo siento, Ally, no deberíahabértelo mencionado. Lo que importa

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es el presente y el futuro. Eindependientemente de quién fuera tupadre, lo único que cuenta es que hizo locorrecto al recogerte cuando eras unbebé. Y aunque he descubierto algo másy estoy deseando contártelo…

Me miró tentativamente.—¡Theo!—Vale, vale, entiendo que no es el

momento.No lo era, pero aquella misma tarde

—tal como quizá había pretendido Theo— saqué la carta de Pa de entre laspáginas de mi diario donde la había

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guardado y volví a leerla. Puede quealgún día, pensé, decidiera seguir lapista que me había dejado. O que por lomenos buscase el libro que mencionabaen aquellas líneas y que descansaba enla estantería de su estudio de Atlantis…

Hacia el final de nuestras vacaciones,me sentía como si Theo se hubieraconvertido en parte de mí. Cada vez queme repetía aquella frase mentalmente,apenas podía creerme que fuera yo quienla decía. Sin embargo, y aunque se

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trataba de una idea romántica, de verdadsentía que era mi alma gemela. Con élme sentía completa.

Y no comprendí lo aterrador quepodía llegar a ser aquel nuevosentimiento hasta que, con su habitualserenidad, Theo mencionó la necesidadde abandonar «Algún Lugar» —queahora ya sabía que estaba en la isla deAnafi— y volver a la realidad.

—Primero he de ir a Londres a ver ami madre. Luego recogeré el Tigresa enSouthampton y lo llevaré a la isla deWight. Eso me dará la oportunidad de

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acostumbrarme un poco a él. ¿Y tú,cariño?

—Yo también debería pasar unos díasen casa —dije—. A Ma se le da muybien fingir que está bien, pero ahora queMaia y Pa no están allí, tengo lasensación de que debería ir a verla.

—He estado mirando vuelos. ¿Qué teparece si este fin de semana vamosjuntos hasta Atenas en el Neptuno yluego coges un avión a Ginebra desdeallí? Hay uno con plazas libres amediodía, casi a la misma hora que mivuelo a Londres.

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—Genial, gracias —respondí conbrusquedad, pues de pronto me sentíatremendamente vulnerable.

Me asustaba estar sin él y lo quepudiera depararnos el futuro. Incluso sihabría siquiera un futuro después de«Algún Lugar».

—¿Qué te ocurre, Ally?—Nada. Hoy me ha dado demasiado

el sol y creo que debería irme ya a lacama.

Me puse en pie para abandonar laterraza, pero Theo me cogió la mano.

—No hemos terminado la

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conversación. Siéntate, por favor. —Medevolvió a la silla con firmeza y mebesó en los labios—. Está claro quetenemos que hablar de nuestros planesdespués de volver a casa. Por ejemplo,de la Fastnet. He estado dándole muchasvueltas durante estos días y quieroproponerte algo.

—Adelante —dije con frialdad.Aquellos no eran precisamente los

«planes» de los que quería oírle hablaren ese instante.

—Quiero que vengas a entrenar con latripulación, pero si veo que las

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condiciones meteorológicas sondemasiado peligrosas para queparticipes en la regata propiamentedicha o si empiezas la regata pero en unmomento dado te pido que vuelvas atierra, tienes que jurarme queobedecerás mis órdenes.

Me obligué a asentir.—A sus órdenes, capitán.—No te lo tomes a risa, Ally, estoy

hablando muy en serio. Ya te dije unavez que si te pasara algo nunca podríaperdonármelo.

—¿No crees que tomar esa decisión

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me corresponde a mí?—No. Como tu patrón, y no digamos

como tu amante, me corresponde a mí.—¿Y yo tendré permitido detenerte si

creo que la regata es demasiadopeligrosa?

—¡Naturalmente que no! —Theo negócon la cabeza, frustrado—. Seré yoquien tome las decisiones, para bien opara mal.

—¿Y si es «para mal» y yo lo sé?—Me lo dices y tendré en cuenta tu

advertencia, pero la decisión final serámía.

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—¿Y por qué no puedo tomarla yo?No es justo, yo…

—Ally, esto es absurdo, así nollegaremos a ninguna parte. Además,estoy seguro de que no ocurrirá nada deesto. Lo único que intento decirte es quetienes que hacerme caso, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —acepté malhumorada.Aquello era lo más parecido a una

discusión que habíamos tenido hasta elmomento y, con el poco tiempo que nosquedaba en aquel lugar idílico, lo últimoque quería era que la situaciónempeorara aún más

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—Pero lo más importante de todo…—vi que la mirada de Theo seenternecía mientras alargaba una mano yme acariciaba la cara— es que nodebemos olvidar que hay todo un futurodespués de la Fastnet. Estas han sido lasmejores semanas de mi vida, pese a todoel trauma. Cielo, sabes que no soy dadoa los discursos románticos, pero meencantaría que encontráramos la manerade estar juntos para siempre. ¿Qué medices?

—Me parece bien —farfullé, incapazde cambiar de una «irritación extrema»

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a «pasemos nuestra vida juntos» en unospocos segundos. Estuve tentada de echaruna ojeada a la agenda de Theo para versi tenía anotado «Hablar del futuro conAlly».

—Y por anticuado que parezca, séque nunca encontraré a otra mujer comotú. Así que, teniendo en cuenta que ya nosomos unos críos y hemos tenidosnuestras experiencias, quiero que sepasque estoy completamente seguro de loque siento por ti. Y que me haría muyfeliz casarme contigo mañana mismo. ¿Ya ti?

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Lo miré de hito en hito, tratando envano de asimilar lo que me estabadiciendo.

—¿Es una proposición al estilo Theo?—espeté.

—Supongo que sí. ¿Y bien?—Entiendo lo que quieres decir.—¿Y…?—Bueno, la verdad es que no es

precisamente una escena sacada deRomeo y Julieta.

—Tienes razón. Como ya has tenidola oportunidad de comprobar, no se medan bien los grandes momentos.

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Supongo que solo quiero quitármelos deen medio y seguir… viviendo. Y locierto es que me gustaría mucho vivircontigo… casarme contigo, quiero decir—se corrigió.

—No tenemos por qué casarnos.—No, pero imagino que aquí es

donde entra en juego mi educacióntradicional. Quiero pasar contigo elresto de mi vida y, por esa razón, quieropedirte matrimonio formalmente. Megustaría que fueras la señora de Falys-Kings y poder decirle a la gente «miesposa y yo».

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—A lo mejor no quiero adoptar tuapellido. Hoy en día muchas mujeresconservan su apellido de solteras —repliqué.

—Es cierto —reconoció él con calma—, pero es mucho más fácil así, ¿no teparece? Me refiero a compartir elmismo apellido. Para las cuentasbancarias, y ahorra explicaciones a lahora de telefonear a electricistas yfontaneros y…

—¿Theo?—¿Sí?—¡Por lo que más quieras, cierra el

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pico! A pesar de lo irritantementepráctico que puedes ser a veces, antesde que me analices para intentarsacarme un sí, déjame decirte que yotambién me casaría contigo mañanamismo.

—¿En serio?—Pues claro.Entonces me pareció ver que se le

llenaban los ojos de lágrimas, y la partede mí que tanto se semejaba a élcomprendió que hasta el ser humano másaparentemente seguro se volvíavulnerable al creer que la persona a la

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que amaba correspondía sussentimientos. Y que lo deseaba ynecesitaba con igual desesperación. Meacerqué a él y lo abracé con fuerza.

—¿No es maravilloso?Theo sonrió y se enjugó

disimuladamente las lágrimas.—Teniendo en cuenta tu porquería de

declaración, sí.—Genial. Y ahora… aunque se trata

de otra petición anticuada que puedesatribuir a la educación que he recibido,me gustaría que mañana fuéramos acomprar algo que marque nuestro

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compromiso.—¿Quieres que nos prometamos? —

pregunté con tono burlón—. Aunquehablas como si te hubieras escapado deuna novela de Austen, será un placer.

—Gracias. —Theo alzó la vista hacialas estrellas, negó con la cabeza y memiró a los ojos—. ¿No te parece unmilagro?

—¿Qué parte?—Todo. Llevaba treinta y cinco años

sintiéndome solo en este planeta, y unbuen día tú apareces de la nada y derepente lo entiendo.

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—¿Qué es lo que entiendes?Hizo un gesto de negación y se

encogió levemente de hombros.—El amor.

Al día siguiente, tal como Theo mehabía pedido, fuimos a la capital de laisla, Chora, que en realidad era pocomás que un aletargado pueblo de casitasblancas situado en lo alto de una colinacon vistas a la costa sur de la isla.Paseamos por sus pintorescascallejuelas, donde encontramos un par

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de tiendecitas que vendían joyas hechasa mano además de un batiburrillo deproductos alimenticios y utensilios parala casa, así como un pequeño mercadoal aire libre con algunos puestos debisutería. Nunca me habían gustadomucho las joyas, y después de pasarmemedia hora probándome anillos, me dicuenta de que Theo empezaba aimpacientarse.

—Tiene que haber algo que te guste—me alentó cuando nos detuvimos anteel último puesto del mercado.

De hecho, acababa de echarle el ojo a

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un objeto en concreto.—¿Te importaría que no fuera un

anillo?—Ahora mismo aceptaría un piercing

en el pezón con tal de regalarte algo quete guste y de que pudiéramos irnos acomer. Estoy hambriento.

—Muy bien; entonces, quiero eso.Señalé una delicada cadena de plata

con un elegante ojo de cristal azul, elcolgante tradicional griego contra el«mal de ojo».

El vendedor lo descolgó del expository se lo colocó en la palma de la mano

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para que pudiéramos verlo mejormientras señalaba la etiqueta con elprecio escrito a mano. Theo se quitó lasgafas de sol y levantó el colgante entrelos dedos pulgar e índice paraexaminarlo.

—Ally, es muy bonito, pero, porquince euros, no es lo que se dice unasortija de diamantes.

—A mí me gusta. Los marineros lollevan para protegerse de los marestempestuosos. Además, mi nombresignifica que soy la protectora de losmarineros.

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—Lo sé, aunque no estoy seguro deque un amuleto contra el mal de ojo seala joya de compromiso más adecuada.

—Pues a mí me encanta, y antes deque los dos nos hartemos y desistamos,¿puedo quedármelo, por favor?

—Solo si prometes protegerme.—Lo prometo —dije rodeándole la

cintura con los brazos.—De acuerdo. Pero te lo advierto,

aunque solo sea por un tema de formas,es posible que en el futuro me veaobligado a regalarte algo más…tradicional.

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Minutos después, nos alejábamos delmercado con el pequeño talismán ya entorno a mi cuello.

—Ahora que lo pienso —dijo Theomientras recorríamos de nuevo lastranquilas calles buscando una cerveza yalgo de comer—, creo que es muchomás apropiado tenerte encadenada porel cuello que por un solo dedo, aunquetarde o temprano tendremos quecomprarte un anillo como es debido. Sinembargo, me temo que no podrá ser deTiffany o Cartier.

—¿Quién está mostrando ahora sus

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raíces? —bromeé justo cuando nossentamos en la terraza sombreada de unataberna—. Y, solo para que lo sepas, nome gustan las marcas de diseñador.

—Tienes razón. Te pido perdón pormostrar mi arraigado pasado de club decampo de Connecticut. Y ahora —cogióuna carta plastificada—, ¿qué te apetececomer?

Al día siguiente, después de separarme aregañadientes de Theo en el aeropuertode Atenas, me senté en el avión

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sintiéndome perdida sin él. De manerainconsciente, no dejaba de volverme unay otra vez hacia mi sorprendido vecinopara contarle a Theo algo que se meacababa de ocurrir. Solo entoncesrecordaba que él ya no estaba. Tuve quereconocer para mis adentros que mesentía totalmente vacía sin él.

No había avisado a Ma de que volvíaa casa porque pensé que sería agradabledarle una sorpresa. Y mientras el aviónme trasladaba a Ginebra y yo mepreparaba para llegar a un Atlantis quehabía perdido su alma, mi corazón se

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debatía entre la felicidad por lo quehabía encontrado y el espanto por lo quehabía perdido y al que me disponía aregresar. Y esta vez mis hermanas noestarían allí para llenar el enorme vacíoque había dejado Pa Salt.

Cuando llegué a Atlantis, por primeravez en mi vida nadie se acercó arecibirme al embarcadero, y aquellosolo aumentó mi tristeza. TampocoClaudia estaba en su habitual puesto dela cocina, pero sobre la encimera habíaun bizcocho de limón recién hecho, que,casualmente, era mi favorito. Corté una

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generosa porción y subí a mi cuarto.Dejé la mochila en el suelo y me sentéen la cama admirando la vista del lagosobre los árboles y escuchando aquelsilencio perturbador.

Me incorporé y fui hasta la estanteríapara coger el barco dentro de unabotella que Pa Salt me había regaladocuando cumplí siete años. Contemplé lacomplicada maqueta de madera y lona ysonreí al recordar la tabarra que lehabía dado a Pa para que me explicaracómo podía haber entrado por elestrecho cuello de la botella.

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—Es magia, Ally —me susurró aloído—. Y hemos de creer en ella.

Saqué mi diario de la mochila y,desesperada por volver a sentirlo cerca,extraje la carta que me había escrito.Después de repasar los detalles, decidíbajar a su estudio y buscar el libro queme aconsejaba que leyera.

Me detuve en el umbral y dejé que elfamiliar olor a limón, aire fresco yseguridad me inundara.

—¡Ally, cuánto siento no haber estadoaquí para recibirte! No sabía que ibas avenir, pero es una sorpresa maravillosa.

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—¡Ma! —Me di la vuelta paraabrazarla—. ¿Cómo estás? Tenía unosdías libres y quería asegurarme de quete encontrabas bien.

—Sí, sí… —dijo con cierta premura—. ¿Y cómo estás tú, chérie?

Sentí que me escudriñaba con sumirada de ojos inteligentes y sagaces.

—Ya me conoces, Ma, yo nuncaenfermo.

—Y tanto tú como yo sabemos que note estoy preguntando por tu salud, Ally—repuso con dulzura.

—He estado ocupada, y creo que eso

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me ha ayudado. Por cierto, ganamos laregata —comenté débilmente, pues noestaba preparada para hablarle a Ma deTheo y de la posible felicidad queacababa de encontrar. No me parecíaapropiado estando en Atlantis sin Pa.

—Maia también está aquí. Se ha ido aGinebra hace un rato, después de que semarchara el… amigo que la habíaacompañado desde Brasil. No tardará envolver, y se alegrará mucho de verte,estoy segura.

—Y yo a ella. Me envió un correoelectrónico hace unos días y parecía

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muy feliz. Estoy deseando que me hablede su viaje.

—¿Te apetece una taza de té? Vamosa la cocina para que puedas contármelotodo sobre la regata.

—Está bien.Me alejé del estudio de Pa y seguí

obedientemente a Ma. Puede que solofuera porque yo me había presentado encasa sin avisar, pero la notaba tensa,privada de la serenidad que lacaracterizaba normalmente. Hablamosde Maia y de la regata de las Cícladas y,veinte minutos después, oímos el motor

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de la lancha. Me acerqué alembarcadero para recibir a Maia.

—¡Sorpresa! —dije abriendo losbrazos.

—¡Ally! —Maia me miró atónita—.¿Qué haces aquí?

—Te parecerá extraño, pero estatambién es mi casa —bromeé mientrasregresábamos a Atlantis cogidas delbrazo.

—Lo sé, pero no te esperaba.Decidimos sentarnos en la terraza y

fui a buscar una jarra de la limonadacasera de Claudia. Observé a Maia

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mientras me hablaba de su reciente viajea Brasil y pensé que hacía años que nola veía tan animada. Tenía la pielresplandeciente y los ojos le brillaban.Sin duda, descubrir su pasado a travésde las pistas póstumas de Pa Salt lahabía ayudado a sanar.

—Y, Ally, quiero contarte algo más.Debería habértelo explicado hace muchotiempo…

Entonces me desveló qué era lo que lehabía sucedido en la universidad y lahabía hecho recluirse desde aquelmomento. Mientras escuchaba la historia

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se me llenaron los ojos de lágrimas ybusqué su mano para reconfortarla.

—Maia, no sabes cuánto siento quetuvieras que pasar por todo eso tú sola.¿Por qué no me dijiste nada? ¡Era tuhermana! Siempre pensé que teníamosuna relación estrecha. Habría estado a tulado, de verdad que sí.

—Lo sé, Ally, pero por aquelentonces solo tenías dieciséis años. Y,además, me daba vergüenza.

A continuación le pregunté quién erala horrible persona que tanto habíahecho sufrir a mi hermana.

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—Ah, no lo conoces. Es un chico queiba conmigo a la universidad. Sellamaba Zed.

—¿Zed Eszu?—Sí. Quizá hayas oído hablar de él

en las noticias. Su padre es el magnateque se suicidó.

—Y cuyo barco, no sé si te acordarás,estaba cerca del de Pa el día que supeque había muerto —dije con unescalofrío.

—Es casi una ironía que fuera Zed elque, sin saberlo, me forzó a coger unavión hacia Río cuando aún me estaba

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planteando si ir o no. Después decatorce años de silencio, un buen día medeja un mensaje en el contestadordiciéndome que viene a Suiza y que sipodemos vernos.

La miré con extrañeza.—¿Quería quedar contigo?—Sí. Me dijo que se había enterado

de la muerte de Pa y que podíamosprestarnos el hombro mutuamente parallorar. Si algo podía hacerme salirhuyendo de Suiza a toda prisa, era eso.

Le pregunté si Zed sabía lo que lehabía ocurrido todos esos años atrás.

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—No. —Maia sacudió enérgicamentela cabeza—. Y si lo supiera, dudo que leimportara lo más mínimo.

—Creo que hiciste bien alejándote deél —le aseguré.

—¿Lo conoces?—No personalmente, pero conozco

a… alguien que sí. En cualquier caso —continué recomponiéndome antes de quepudiera seguir interrogándome—,juraría que subirte a ese avión es lomejor que has hecho en tu vida. Oye, aúnno me has contado nada de tu invitado,el brasileño atractivo. Creo que Ma se

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ha quedado prendada de él. Cuando hellegado, no hablaba de otra cosa. Esescritor, ¿verdad?

Hablamos un rato de él y luego Maiame preguntó por mí. Decidí que aquelera su momento de hablar de la personaque había encontrado después de tantosaños, así que me abstuve de mencionarlea Theo y en su lugar le conté lo de laFastnet y las pruebas olímpicas a las queme sometería.

—¡Ally! ¡Es genial! Mantenmeinformada, ¿eh? —suplicó.

—Pues claro.

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Marina apareció en la terraza.—Maia, chérie, no sabía que estabas

en casa, me lo acaba de decir Claudia.Christian me ha dado esto para ti estamañana; me temo que me había olvidadopor completo de entregártelo.

Marina le tendió un sobre y los ojosde Maia se iluminaron al reconocer laletra.

—Gracias, Ma.—¿Os apetece cenar algo? —nos

preguntó Ma.—Si estás preparando algo, me

apunto. Maia —me volví hacia ella—,

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¿te apetece cenar conmigo? No solemostener muchas oportunidades de ponernosal día.

—Sí, claro. —Maia se levantó—.Pero, si no os importa, antes me voy unrato al Pabellón.

Ma y yo miramos con una mediasonrisa primero la carta que tenía en lasmanos y luego a Maia.

—Te vemos luego, chérie —dijoMarina.

Cuando entré en la casa con Ma,estaba muy afectada por lo que Maiaacababa de contarme. Por un lado, me

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alegraba que hubiésemos aclarado lascosas, pues al fin comprendía por quéMaia se había vuelto tan distantedespués de la universidad y habíadecidido vivir en lo que parecía unexilio autoimpuesto. Pero el hecho deque me hubiera contado que Zed Eszuhabía sido la causa de su sufrimiento eraalgo muy distinto…

Con seis chicas en la familia, y todastan diferentes, los chismorreos sobrenovios y aventuras amorosas habíanvariado de acuerdo con la personalidadde la hermana en cuestión. Hasta ahora,

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Maia se había mostrado totalmentehermética respecto a su vida privada yStar y CeCe se tenían la una a la otra yraras veces hablaban con el resto denosotras. De manera que solo quedabanElectra y Tiggy, y las dos habíanconfiado en mí a lo largo de los años…

Subí a mi habitación y, paseando connerviosismo de un lado a otro, cavilésobre el dilema ético de saber algo quepotencialmente afectaba a otras personasa las que quería y de si debía compartiresa información o callar. Pero, dado queMaia acababa de sincerarse conmigo

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por primera vez en años, me dije que ladecisión de contar o no su historia alresto de nuestras hermanas era suya ysolo suya. ¿De qué serviría que meentrometiera?

Tomada la determinación, consulté elmóvil y sonreí al ver un mensaje deTheo.

«Mi querida Ally, te echo de menos.Poco original, pero cierto.»

Contesté de inmediato.«Y yo a ti (menos original todavía).»Mientras me duchaba antes de bajar a

cenar con Maia, ansié contarle a mi

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hermana que yo también había conocidoa un hombre maravilloso, pero merecordé que, después de tantos años,aquel debía ser su momento y que el míopodía esperar.

Durante la cena, Maia anunció queregresaba a Brasil al día siguiente.

—Solo se vive una vez, ¿no es cierto,Ma? —dijo, radiante de felicidad, ypensé que nunca la había visto tanguapa.

—Ya lo creo —convino Ma—. Y sialgo hemos aprendido a lo largo de estasúltimas semanas es justamente eso.

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—Se acabó el esconderse. —Maiaalzó su copa—. Y si no funciona, por lomenos lo habré intentado.

—Se acabó el esconderse —brindésonriente con ella.

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9

Marina y yo le lanzamos besos a Maiamientras la veíamos abandonar Atlantis.

—Me alegro tanto por ella —dijoMa, enjugándose disimuladamente laslágrimas cuando nos dimos la vueltapara regresar a la casa, donde, frente a

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una taza de té, hablamos del difícilpasado de Maia y su al parecerprometedor futuro.

De las cosas que Ma decía, resultabasencillo deducir que tenía la mismaopinión de Zed Eszu que yo. Apuré el téy le dije que debía ir a revisar mi correoelectrónico.

—¿Te importa que use el despacho dePa? —le pregunté, pues sabía que teníala mejor señal de internet de toda lacasa.

—Pues claro que no. Recuerda queahora esta casa es tuya y de tus hermanas

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—respondió Ma con una sonrisa.Cogí el portátil de mi habitación, bajé

a la planta baja y abrí la puerta delestudio de mi padre. Estaba comosiempre, con sus paneles de madera deroble en las paredes, del mismo tonoque los muebles antiguos y confortables.Me senté tímidamente en la butaca decuero con ruedas de Pa Salt y coloqué elportátil sobre el escritorio de nogal.Mientras se iniciaba, hice girar elasiento para contemplar distraídamentela cornucopia de objetos que Pa siemprehabía tenido en los estantes. No

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guardaban relación entre sí, y yo habíadado por sentado desde que era niña queúnicamente eran cosas de las que sehabía encaprichado durante susincontables viajes. Paseé la mirada porla librería que cubría una de las paredesde arriba abajo y me pregunté dóndepodía estar el libro que mencionaba ensu carta. Al percatarme de que Dantedescansaba junto a Dickens yShakespeare junto a Sartre, comprendíque los libros estaban colocados pororden alfabético y eran tan eclécticos yde gustos tan diversos como lo había

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sido el propio Pa.El portátil decidió que, a pesar de que

acababa de encenderlo, aquel era elmejor momento para preguntarme siquería instalar actualizaciones, así que,mientras esperaba a que se reiniciara,me levanté de la silla y me acerqué alreproductor de CD de mi padre. Todaslas hermanas habíamos intentado que sepasara al iPod, pero, aunque en sudespacho tenía todo tipo de sofisticadosaparatos informáticos y de equipamientoelectrónico, siempre decía que ya erademasiado viejo para cambiar y que

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prefería «ver» físicamente la música quele gustaba. Encendí el equipo, fascinadaante la posibilidad de descubrir loúltimo que había escuchado Pa Salt, y laestancia se llenó de inmediato con lasprimeras notas de «La mañana» de lasuite de Peer Gynt.

Me quedé allí plantada, con los piespegados al suelo, asaltada por un aludde recuerdos. Era la pieza orquestalfavorita de Pa, y a menudo me pedía quele tocara las primeras notas con laflauta. Con el tiempo se habíaconvertido en la banda sonora de mi

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infancia, porque me recordaba todos losgloriosos amaneceres que habíamoscompartido cada vez que me llevaba allago para enseñarme a navegar.

Lo echaba muchísimo de menos.Y también extrañaba a otra persona.La música que salía de los altavoces

fue ganando intensidad e inundando eldespacho con su maravilloso sonido. Sinpensarlo, cogí el teléfono que habíaencima de la mesa de Pa para hacer unallamada.

Me lo acerqué a la oreja dispuesta amarcar el número, cuando me di cuenta

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de que alguien más estaba usando lalínea de la casa. Oí una voz conocida, lamisma voz grave que tantas veces mehabía consolado de niña, y no pudeevitar interrumpir la conversación.

—¿Hola? —dije mientras meabalanzaba sobre el equipo de músicapara bajar el volumen y asegurarme deque era él.

Pero la voz ya se había convertido enun pitido rítmico. Y supe que se habíaido.

Me senté, respirando agitadamente, yluego me levanté de un salto y salí al

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rellano para llamar a Ma. Mis gritostambién alarmaron a Claudia, que llegócorriendo desde la cocina. Paraentonces, yo ya estaba llorandoincontroladamente y, cuando Maapareció en el rellano del primer piso,fui a su encuentro.

—Ally, chérie, ¿qué te ocurre?—¡Acabo… acabo de oírlo, Ma! ¡He

oído su voz!—¿La voz de quién, chérie?—¡De Pa Salt! Estaba hablando por la

línea de la casa cuando he descolgado elteléfono del estudio para marcar un

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número. ¡Dios mío! ¡No está muerto, noestá muerto!

—Ally. —Advertí que Maintercambiaba una mirada significativacon Claudia antes de rodearme con unbrazo y conducirme al salón—. Cálmate,chérie, te lo ruego.

—¿Cómo quieres que me calme? Miintuición me decía que no estaba muerto,Ma, y eso quiere decir que está en algúnlugar y sigue vivo. Y alguien de estacasa estaba hablando con él…

Le lancé una mirada acusadora.—Ally, de verdad, entiendo que creas

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haber oído a tu padre, pero tiene unaexplicación muy sencilla.

—¿Qué explicación puede tener algoasí?

—El teléfono sonó hace unos minutos.Lo oí, pero estaba demasiado lejos parapoder cogerlo y saltó el contestador.Estoy segura de que lo que hasescuchado es la grabación de tu padrepidiendo que dejen un mensaje.

—¡Estaba sentada justo delante delteléfono y no lo he oído sonar antes dedescolgar!

—Tenías la música muy alta, Ally.

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Podía oírla desde el piso de arriba,desde mi habitación. Quizá por eso no lohayas oído.

—¿Estás segura de que no estabashablando por teléfono con él? O tal vezfuese Claudia —sugerí desesperada.

—Ally, por mucho que desees que tediga lo contrario, me temo que no puedo.¿Quieres marcar el número de la casadesde tu móvil? Si lo dejas sonar cuatroveces, oirás el mensaje de voz de tupadre. Pruébalo, por favor —me instó.

Me encogí de hombros, avergonzadade haber acusado a Ma y a Claudia de

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mentirme.—No, no, te creo —dije—.

Simplemente… quería que fuera él,deseaba creer que toda esta situaciónhorrible había sido un error.

—Es lo que nos gustaría a todas, Ally,pero tu padre se ha ido y nada de lo quehagamos hará que regrese.

—Lo sé, y lo siento.—No es necesario que te disculpes,

chérie. Si puedo hacer algo…—No. —Me levanté—. Iré a hacer mi

llamada.Marina me sonrió con ternura

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mientras regresaba al estudio de Pa Salt,donde me senté una vez más frente alescritorio y examiné el teléfono.Descolgué, marqué el número de Theo yme salió el buzón de voz. Deseandohablar con él y no con una máquina,colgué bruscamente sin dejarle ningúnmensaje.

Entonces recordé que aún tenía queencontrar el libro que Pa Salt quería queleyera. Me puse en pie, examiné lostítulos de los autores que empezaban por«H» y di con él en cuestión de segundos.

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Grieg, Solveig og JegEn biografi av Anna og Jens Halvorsen

Jens Halvorsen Tan solo entendí que se trataba de

algún tipo de biografía, pero me lo llevéhasta la mesa y me senté.

Era un libro sin duda antiguo, puestenía las páginas amarillentas yquebradizas. Me fijé en que se habíapublicado en 1907, hacía exactamentecien años. Gracias a mis conocimientosde música, enseguida supe casi con totalseguridad a qué hacía referencia el

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señor Halvorsen. Solveig era la tristeheroína del poema de Ibsen, y tambiénaparecía en la célebre composiciónescrita por el maestro Edvard Griegpara acompañar la representación teatralde dicho poema. Cuando pasé la página,vi que también había un prólogo en elque reconocí las palabras «Grieg» y«Peer Gynt». Por desgracia, fue lo únicoque pude leer, puesto que el resto deltexto estaba escrito en lo que imaginabaque era noruego, la lengua materna deGrieg e Ibsen, y, por lo tanto, meresultaba indescifrable.

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Con un suspiro de decepción, pasé laspáginas y encontré varias imágenes enblanco y negro de una mujer menudacaracterizada de campesina para unaobra de teatro. Debajo de aquella láminapodía leerse: «Anna Landvik somSolveig, septiembre de 1876». Examinélas fotografías y advertí que la tal AnnaLandvik era prácticamente una chiquillacuando se tomaron las imágenes. Bajo lagruesa capa de maquillaje escénico, seadivinaba un rostro muy joven. Pasé lasdemás láminas, en las que habíafotografías donde aparecía con unos

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años más, y parpadeé atónita alreconocer el rostro del mismísimoEdvard Grieg. Anna Landvik estaba depie junto a un piano de cola y Griegdetrás, aplaudiéndola.

Había otras imágenes que mostraban aun hombre joven y guapo —el biógrafodel libro— posando junto a AnnaLandvik, que sostenía un bebé en losbrazos. Frustrada por el hecho de que ellibro no pudiera desvelarme más cosas acausa de la barrera idiomática, noté quese me había despertado la curiosidad.Necesitaba que me lo tradujeran, y me

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dije que Maia, como profesional de latraducción, seguramente conociera aalguien que pudiera ayudarme.

Dada mi formación musical, la ideade que hubiera podido existir unaconexión entre mis antepasados y uno delos más grandes compositores de lahistoria —por el que Pa y yo, además,sentíamos predilección— me conmovíaprofundamente. ¿Era esa la razón de quea Pa le gustara tanto la suite de PeerGynt? A lo mejor me la había puestoporque conocía mi conexión con ella…

Lamenté una vez más su muerte y las

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preguntas que ya nunca obtendríanrespuesta.

—¿Estás bien, chérie?Arrancada de mis pensamientos,

levanté la vista y vi a Ma de pie en elumbral.

—Sí.—¿Estabas leyendo?—Sí —contesté posando una mano

protectora sobre el libro.—La comida está servida en la

terraza.—Gracias, Ma.

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Frente a una ensalada de queso de cabray una copa de vino blanco helado, volvía disculparme con Ma por mi exageradareacción de hacía un rato.

—No hace falta que te disculpes, enserio —me tranquilizó—. Bien, las dosnos hemos puesto al día sobre Maia,pero tú has hablado muy poco de ti.Cuéntame cómo estás, Ally. Intuyo que teha pasado algo bueno, porque tú tambiénestás distinta.

—La verdad, Ma…, es que yotambién he conocido a alguien.

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—Lo imaginaba —dijo con unasonrisa.

—Y esa es la razón de que noescuchara los mensajes de voz que todasme dejasteis cuando murió Pa. En esosmomentos estaba con él y habíadesconectado el móvil —solté derepente, pues necesitaba contar laverdad y liberarme de la angustia queme oprimía el pecho—. Lo lamentomucho, Ma. Me siento muy culpable.

—Pues no deberías. ¿Quién iba aimaginar que sucedería algo así?

—La verdad es que soy una montaña

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rusa emocional —suspiré—. Creo quenunca he estado tan contenta y tan triste ala vez. Es muy extraño. Me sientoculpable por ser feliz.

—Dudo mucho que tu padre desearaque te sintieras así, chérie. ¿Y quién esese hombre que te ha robado el corazón?

Se lo conté todo. Y el mero hecho depronunciar el nombre de Theo hizo queme sintiera mejor.

—¿Crees que es el hombre de tu vida,Ally? Nunca te había oído hablar así denadie.

—Creo que podría serlo, sí. De

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hecho… bueno, me ha pedidomatrimonio.

—¡Dios mío! —Ma me miró perpleja—. ¿Y has aceptado?

—Sí, aunque aún tardaremos muchoen casarnos, estoy segura. Pero meregaló esto. —Tiré de la cadena de platapara enseñarle el colgante contra el malde ojo que llevaba en el cuello—. Séque todo ha ido muy deprisa, pero sientoque es lo que quiero. Y él también. Yame conoces, Ma, no soy de esaspersonas que se dejan llevar por elromanticismo, de modo que todo este

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asunto todavía me tiene un pocoimpactada.

—Sí, te conozco, Ally, y por eso séque se trata de algo importante.

—A decir verdad, Theo me recuerdaa Pa. Me habría gustado que seconocieran. —Suspiré antes de comer unpoco de ensalada—. Cambiando detema, ¿realmente crees que Pa queríaque todas averiguáramos de dóndevenimos?

—Creo que quería proporcionaros lainformación que necesitaríais en caso deque algún día sintierais el deseo de

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hacerlo. Pero la decisión, obviamente,es vuestra.

—A Maia, desde luego, la ha ayudadomucho. Mientras indagaba en su pasadoha encontrado su futuro.

—Es cierto —dijo Ma.—Pero creo que es posible que yo ya

haya encontrado el mío sin necesidad deahondar en mi historia. Puede que algúndía lo haga, pero ahora solo quierodisfrutar del presente y ver hacia dóndeme lleva.

—Me parece muy bien. Espero quetraigas pronto a Theo para que lo

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conozca.—Lo haré, Ma —dije, y la mera idea

me hizo sonreír—. Te lo prometo.

Después de unos días disfrutando de losguisos de Claudia, de noches de sueñoreparador y del fabuloso clima de julio,me sentía recuperada y en paz. Todas lastardes sacaba el Laser y daba tranquilospaseos por el lago. Y cuando el solapretaba, me tendía en la embarcación ydejaba que mis sentimientos por Theome inundaran. Me notaba más cerca de

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él y de Pa cuando estaba en el agua.Poco a poco, me di cuenta de que ibaaceptando la pérdida de Pa. Y, aunque lehabía dicho a Marina que no iba ainvestigar mi pasado por el momento, yale había escrito un correo a Maia parapreguntarle si conocía a algún traductordel noruego. Me había contestado queno, pero que haría algunasaveriguaciones. Dos días después, mehabía enviado un correo con los datosde una tal Magdalena Jensen. Yo ya lahabía llamado y, cuando hablamos,Magdalena se había mostrado encantada

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de empezar a traducir el libro. Despuésde fotocopiar la cubierta y lasfotografías por si se extraviaba, embaléel libro con sumo cuidado y se lo mandépor FedEx.

Mientras preparaba la mochila parapartir hacia la isla de Wight —situadafrente a la costa de Inglaterra— ycomenzar los entrenamientos, unescalofrío de inquietud me recorrió laespalda. La Fastnet Race era un asuntoserio, y Theo estaría al mando de veintetripulantes muy experimentados y a losque había seleccionado minuciosamente.

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Yo jamás había participado en undesafío como aquel. Tendría que dar lomejor de mí y estar dispuesta a observary aprender. Bien mirado, era un inmensohonor que Theo me hubiera propuestoparticipar.

—¿Lista? —me preguntó Ma cuandoaparecí en el vestíbulo con la mochila yla flauta, puesto que Theo me habíapedido que volviera a llevarla. Alparecer era cierto que le encantabaoírme tocar.

—Sí.Me abrazó con fuerza y me dejé

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mecer por el consuelo y la seguridadque Ma representaba.

—Sé prudente en la regata, ¿deacuerdo, chérie? —me pidió mientrasbajábamos hacia el embarcadero.

—No te preocupes, Ma, por favor. Teprometo que tengo el mejor capitán delmundo. Theo me mantendrá a salvo.

—Pues entonces asegúrate de hacerlecaso, ¿entendido? Sé lo obstinada quepuedes llegar a ser a veces.

—Lo haré —dije con una sonrisaburlona, pensando en lo bien que meconocía.

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—Llama de vez en cuando, Ally —mepidió al ver que apartaba la lancha delembarcadero al tiempo que Christianrecogía los cabos y subía.

—Descuida, Ma.Y en cuanto la lancha ganó velocidad,

sentí que por fin navegaba hacia mifuturo.

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10

Hola, Ally.Miré sorprendida a Theo mientras la

marabunta humana del aeropuerto deHeathrow me dejaba atrás a toda prisa.

—¿Qué haces aquí?—¿Qué pregunta es esa? Cualquiera

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diría que no te alegras de verme —rezongó en tono de broma antes deestrecharme entre sus brazos y besarmeen mitad del pasillo de llegadas.

—¡Claro que me alegro! —Me reítontamente cuando nuestras bocas sesepararon para coger aire, y me dicuenta de que Theo siempre conseguíaasombrarme—. Creía que estabasocupado con el Tigresa. Salgamos deaquí —añadí deshaciéndome de suabrazo—, estamos provocando un atascohumano.

Theo me llevó hasta la parada de

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taxis.—Sube —dijo antes de darle la

dirección al taxista.—¿No pretenderás que vayamos en

taxi hasta el transbordador de la isla deWight? —pregunté una vez dentro delvehículo—. Está lejísimos.

—Naturalmente que no. Pero, dadoque una vez allí no haremos más queentrenar, he pensado que sería agradableque pudiéramos disfrutar de una nocheíntima antes de que yo vuelva aconvertirme en «patrón» y túsimplemente en «Al». —Me atrajo hacia

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sí—. Te he echado de menos, mi amor—susurró.

—Y yo a ti —contesté en tanto veía altaxista sonreír por el retrovisor.

Para gran sorpresa y deleite míos, eltaxi se detuvo delante del hotelClaridge, donde Theo tenía reservadauna habitación. Pasamos una tardemaravillosa recuperando el tiempoperdido. Antes de apagar la luz aquellanoche me quedé un rato mirando cómodormía Theo y empapándome de él. Ysupe que mi lugar estaba dondeestuviera él.

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—Bueno, antes de tomar el tren a

Southampton, debemos hacer una visitade cumplido.

—¿No me digas? ¿A quién?—A mi madre. Por si lo has olvidado,

vive en Londres, y se muere de ganas deconocerte. Así que me temo que vas atener que levantar de la cama eseprecioso trasero tuyo mientras yo medoy una ducha.

Obedecí y me puse a hurgar entre miscosas, nerviosa porque me disponía a

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conocer nada más y nada menos que ami futura suegra. Lo más elegante quetenía eran los tejanos, las camisetas ylas zapatillas deportivas que reservabapara las raras tardes que no estaba en elbarco vestida de arriba abajo de Gore-Tex, la hermana impermeable yabsolutamente opuesta a lo sexy de lalicra.

Entré en el cuarto de baño parabuscar en mi neceser mi único juego derímel y barra de labios, y descubrí queme lo había dejado en Atlantis.

—Ni siquiera tengo un mísero

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pintalabios —aullé a Theo a través de lamampara de la ducha.

—Ally, me gustas sin adornos —dijocuando salió del humeante cubículo—.Ya sabes que detesto las mujeresdemasiado maquilladas. Y métete en laducha de una vez. Nos iremos enseguida.

Cuarenta minutos más tarde, despuésde recorrer un laberinto de calles quepertenecían, según me explicó Theo, aun barrio de Londres llamado Chelsea,el taxi se detuvo frente a una bonita casaadosada pintada de blanco. Tresescalones de mármol conducían a una

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puerta principal flanqueada por macetasrepletas de aromáticas gardenias.

—Es aquí. —Theo subió losescalones a toda prisa, sacó una llavedel bolsillo y abrió—. ¿Mamá? —llamócuando entramos en el recibidor.

Lo seguí por un pasillo angosto hastauna espaciosa cocina dominada por unarústica mesa de roble y un aparadoratestado de objetos de cerámica devivos colores.

—¡Estoy aquí, cariño! —trinó una vozfemenina al otro lado de las ventanasfrancesas.

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Salimos a una terraza de losetas,donde una mujer de complexión delgaday pelo rubio oscuro recogido en unacoleta corta estaba cortando rosas en unjardín vallado, pequeño y frondoso.

—Mi madre se crió en la campiñainglesa e intenta recrearla en el centrode Londres —murmuró tiernamenteTheo al tiempo que la mujer levantaba lacabeza y nos obsequiaba con unasonrisa.

—Hola, cariño. Hola, Ally.Cuando se acercó, sus ojos azul claro

me dedicaron la misma mirada

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penetrante que los de su hijo. Sus rasgosde muñeca y su piel, que recordaba a latípica rosa inglesa, me hicieron pensarque era una mujer preciosa.

—He oído hablar tanto de ti que tengola sensación de que ya te conozco —dijobesándome afectuosamente en lasmejillas.

—Hola, mamá. —Theo le dio unabrazo—. Tienes buen aspecto.

—¿Tú crees? Justo esta mañana me heestado contando las canas frente alespejo. —La mujer soltó un suspirofingido—. Por desgracia, a todos nos

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llega la vejez. ¿Qué os apetece tomar?—¿Café? —preguntó Theo

volviéndose hacia mí.—Perfecto —dije—. Por cierto,

¿cómo se llama tu madre? —le susurrémientras la seguíamos hasta la cocina—.Yo diría que todavía es pronto parallamarla «mamá».

—¡Ostras, lo siento! Se llama Celia.—Theo me estrechó la mano—. ¿Vatodo bien?

—Estupendamente.Durante el café, Celia me preguntó

sobre mi vida y, cuando le expliqué que

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Pa Salt había muerto, me consoló conternura y empatía.

—Creo que ningún hijo llega asuperar del todo la muerte de unprogenitor, y aún menos las hijas conrespecto al padre. Yo me quedédeshecha cuando perdí al mío. Lomáximo a lo que puedes aspirar es laaceptación. Además, todavía está muyreciente, Ally. Espero que mi hijo no teesté haciendo trabajar demasiado —añadió mirando a Theo de soslayo.

—En absoluto. Y, si te soy sincera,estar ociosa no hace más que empeorar

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la situación. Prefiero mantenermeocupada.

—Pues yo no respiraré tranquila hastaque haya terminado esta Fastnet Race. Siun día tienes hijos, entenderás por quévivo con el corazón encogido durante eltiempo que dura cada una de las regatasen las que Theo participa.

—Por favor, mamá, ya he competidoen la Fastnet dos veces y sé lo que mehago —protestó Theo.

—Y es un patrón excelente, Celia —añadí—. Su tripulación haría cualquiercosa por él.

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—No lo dudo, y te aseguro que estoymuy orgullosa de él, pero a veces megustaría que hubiese elegido laprofesión de contable o de agente debolsa, o al menos alguna que noentrañara tanto peligro.

—Venga, mamá, normalmente no teinquietas tanto. Como ya hemos habladootras veces, mañana mismo podríaatropellarme un autobús. Además, fuistetú la que me enseñó a navegar.

Theo le dio un codazo cariñoso.—Perdona, no volveré a mencionarlo.

Ya os lo he dicho antes: debe de ser la

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edad, que me está volviendo sensiblera.Por cierto, ¿has sabido algo de tu padreúltimamente? —preguntó Celia en untono un tanto mordaz.

Theo tardó un segundo en responder.—Sí. Me envió un correo electrónico

para contarme que estaba en su casa delCaribe.

—¿Solo?Celia arqueó una ceja elegante.—Ni idea. Y tampoco me importa —

repuso su hijo con firmeza, einmediatamente cambió de temapreguntándole a su madre si pensaba ir a

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algún sitio en agosto.Los escuché en silencio mientras

conversaban acerca de los inminentesplanes de Celia de pasar una semana enel sur de Francia y, hacia finales de mes,unos días en Italia. A juzgar por lanaturalidad con que hablaban, eraevidente que se adoraban.

Al cabo de una hora, Theo apuró susegunda taza de café y miró el reloj demala gana.

—Me temo, mamá, que tenemos queirnos.

—¿En serio? ¿No os quedáis a

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comer? Puedo preparar una ensalada, noes ninguna molestia.

—Imposible. A las cinco tenemos unareunión a bordo del Tigresa con latripulación al completo y no estaría bienque el capitán llegara tarde. Hemos decoger el tren en Waterloo a las doce ymedia. —Theo se levantó—. Voy unmomento al lavabo. Os veré en elrecibidor.

—Ha sido un placer conocerte, Ally—aseguró Celia cuando Theo salió de lacocina—. Cuando me dijo que eras lamujer de su vida, me inquieté bastante,

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como es lógico. Es mi único hijo y lapersona más importante de mi vida. Peroahora ya veo que hacéis una parejaperfecta.

—Te agradezco que me lo digas.Somos muy felices —dije con unasonrisa.

Camino del recibidor, me puso unamano en el brazo.

—Cuida de él, ¿de acuerdo? Tengo lasensación de que nunca ha llegado aentender el peligro.

—Haré cuanto esté en mi mano,Celia.

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—Es…Se disponía a añadir algo, cuando

Theo reapareció junto a nosotras.—Adiós, mamá. Te llamaré, pero no

te inquietes si no doy señales de vidadurante la semana de la regata.

—Lo intentaré —respondió Celia conun ligero temblor en la voz—. Y estaréen Plymouth para aplaudirte cuandocruces la meta.

Me dirigí hacia la puerta para quepudieran despedirse en privado, pero nopude evitar fijarme en que Celiaabrazaba a su hijo como si no soportara

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dejarlo ir. Finalmente, Theo se liberó desu presa con suavidad y su madre nosdijo adiós desde la puerta con unasonrisa forzada.

Durante el trayecto en tren haciaSouthampton, Theo parecía abstraído ymás callado de lo normal.

—¿Estás bien? —le pregunté al verlomirar por la ventanilla con airepensativo.

—Estoy preocupado por mi madre,eso es todo. Hoy la he notado rara. Nosuele ser tan negativa. Siempre medespide con una sonrisa de oreja a oreja

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y un abrazo fugaz.—Es evidente que te adora.—Y yo a ella. Todo lo que soy se lo

debo a mi madre, y siempre ha apoyadomi gusto por la navegación. Puede quesimplemente se esté haciendo mayor —concluyó encogiéndose de hombros—.Además, dudo mucho que algún díasupere lo del divorcio.

—¿Crees que todavía quiere a tupadre?

—Seguramente, aunque eso nosignifica que le caiga bien. Y laentiendo. Cuando descubrió la larga

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lista de aventuras de mi padre, se vinoabajo. La pobre se sintió tan humilladaque, aunque aquello le rompía elcorazón, le pidió que se marchara.

—Es horrible.—Sí. Mi padre, como no podía ser de

otra manera, también sigue adorándola.Estar separados los hace desgraciados alos dos, pero supongo que la línea quesepara el amor del odio es muy fina.Imagino que es como vivir con unalcohólico: en un momento dado, has detomar la decisión de perder a la personaque amas y conservar tu propia salud

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mental. Y nadie puede protegernos denosotros mismos, por mucho que nosquieran.

—No, es cierto.De pronto, Theo me cogió la mano.—Nunca permitas que a nosotros nos

pase lo mismo, Ally.—Nunca —respondí con firmeza.

Los siguientes diez días fueron —comosucedía siempre antes de una regata—frenéticos, tensos y agotadores, todo elloacentuado por la reputación de la

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Fastnet de ser una de las regatas másduras y técnicamente exigentes delmundo. El reglamento requería que elcincuenta por ciento de la tripulaciónhubiera completado trescientas millas deregatas en alta mar a lo largo de losúltimos doce meses. La primera noche,cuando Theo reunió a los veintemiembros de su equipo en el Tigresa,me di cuenta de que yo tenía muchamenos experiencia que la mayoría deellos. Aunque Theo era conocido porapoyar a los jóvenes talentos y habíaincluido a la tripulación de la regata de

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las Cícladas, estaba claro que no queríacorrer riesgos y había elegido al restoentre la flor y nata de la hermandadinternacional de la navegación.

La ruta, ardua y peligrosa, recorríatoda la costa sur de Inglaterra, cruzabael mar Celta hasta la roca de Fastnet, enla costa irlandesa, y regresaba paraterminar en Plymouth. En regatasanteriores, los fuertes vientos del oeste yel sudoeste, las corrientes traicioneras ylos impredecibles sistemas climáticoshabían terminado con las esperanzas demuchas embarcaciones. Y, como bien

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sabíamos todos, a lo largo de los añosse habían producido bastantes muertes.Ninguna tripulación se tomaba la Fastneta la ligera, y mucho menos aquellas,como la nuestra, cuyo objetivo eraganar.

Todos los días nos levantábamos alalba y pasábamos horas en el marrepitiendo las maniobras necesarias unay otra vez, poniendo a prueba lascapacidades tanto de la tripulacióncomo del barco de última generación yllevándolas al límite. Durante lassesiones de entrenamiento, aunque me

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daba cuenta de que Theo se frustrabacuando un miembro de la tripulación nose integraba en el «juego de equipo»,como él lo llamaba, jamás perdía losestribos. Cada noche, durante la cena, sedebatían y refinaban las tácticas yestrategias de cada fase de la carrera,aunque era Theo el que tenía la últimapalabra.

Además del entrenamientopropiamente dicho, asistimos a variasformaciones exhaustivas para aprender amanejar el sofisticado equipo deseguridad a bordo del velero y a todos

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se nos dotó de una radiobaliza deemergencia, un transmisor personal queiba sujeto al chaleco salvavidas. Cuandono estábamos navegando, la tripulacióntrabajaba incansablemente en el barcorevisando con meticulosidad hasta elúltimo detalle bajo la mirada atenta deTheo, desde repasar el inventario de losequipos hasta probar las bombas y loscabestrantes o examinar la ropa denavegación. Theo, entre sus otrasmuchas obligaciones como capitán,asignaba las literas y elaboraba losturnos rotativos de vigilancia.

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Gracias a su inteligente liderazgo, elespíritu de equipo se hallaba en un puntoálgido cuando pronunció su arenga finalla víspera del 12 de agosto, el día quearrancaba la regata. Y hasta el últimomiembro de la tripulación se levantó yle aplaudió.

Al fin estábamos totalmentepreparados. La única pega era la atrozpredicción climatológica para los díassiguientes.

—Cielo, tengo que ir al Royal OceanRacing Club para la reunión de lospatrones —me dijo Theo, y me dio un

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beso fugaz en la mejilla mientras el restode la tripulación empezaba a dispersarse—. Vete al hotel y date un largo baño deagua caliente. Es el último quedisfrutarás durante un tiempo.

Eso hice, procurando saborear almáximo el lujo sentir que el agua casiquemaba, pero, cuando más tarde mirépor la ventana, vi que el viento habíacogido fuerza y rugía sobre el puertozarandeando con violencia losdoscientos setenta barcos congregadosen él y alrededor de la isla. Se merevolvió el estómago. Era lo último que

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necesitábamos, y la expresión de Theocuando se reunió más tarde conmigo enla habitación era de preocupación.

—¿Qué pasa? —le pregunté.—Malas noticias, me temo. Como ya

sabíamos, la predicción es nefasta, tantoque hasta están pensando en posponer elcomienzo de la regata. Se ha declaradola alerta por vientos huracanados. Paraserte sincero, Ally, la situación nopodría ser peor.

Se sentó, con aspecto de estarcompletamente desmoralizado, y meacerqué para darle un masaje en los

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hombros.—Theo, no olvides que es solo una

regata.—Lo sé, pero ganarla sería el

pináculo de mi carrera hasta elmomento. Tengo treinta y cinco años,Ally, y no podré seguir compitiendoeternamente. ¡Maldita sea! —Golpeó elbrazo de la butaca con el puño—. ¿Porqué este año?

—Bueno, esperemos a mañana. Lospronósticos del tiempo se equivocan amenudo.

—Pero la realidad no —suspiró

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señalando el cielo ennegrecido—. Encualquier caso, tienes razón, no puedohacer nada. Mañana a las ocho llamarána todos los patrones para comunicarnossi se aplaza la salida. Así que ahora metoca a mí disfrutar de un baño caliente.

—Iré a preparártelo.—Gracias. Por cierto, Ally…—¿Qué? —dije dándome la vuelta.Theo me sonrió.—Te quiero.

Tal como Theo temía, la regata se

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pospuso por primera vez en sus ochentay tres años de historia. La desanimadatripulación comió en el Royal LondonYacht Club contemplando sombríamentelos cielos a través de los ventanales yesperando un milagro. Se tomaría unanueva decisión al día siguiente aprimera hora, de modo que después delalmuerzo Theo y yo regresamoscabizbajos a nuestro hotel del puerto.

—Acabará aclarando, Theo, siemprelo hace.

—Ally, he consultado hasta la últimapágina de internet, además de llamar

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personalmente al centro meteorológico,y por lo visto estamos en medio de unaborrasca que durará varios días. Aunqueconsigamos empezar la regata, serádificilísimo llegar a la meta. En fin —me miró y de pronto sonrió—, al menostenemos tiempo para otro baño caliente.

Aquel domingo por la noche cenamosjuntos en el restaurante del hotel, los dossintiéndonos tensos y nerviosos. Theoincluso se permitió una copa de vino,algo que nunca hacía la víspera de unaregata, y regresamos a la habitación unpoco más tranquilos. Aquella noche me

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hizo el amor con especial urgencia ypasión; después, se derrumbó sobre lasalmohadas y me estrechó contra sucuerpo.

Justo cuando empezaba a conciliar elsueño, lo oí decir:

—¿Ally?—¿Sí?—Si todo va bien mañana,

zarparemos, pero será una regata dura.Solo quería recordarte la promesa queme hiciste en «Algún Lugar». Como tupatrón, si te digo que quiero queabandones el barco, obedecerás.

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—Theo…—En serio, Ally, no te dejaré

embarcar mañana a menos que tenga lacerteza de que harás lo que te diga.

—En ese caso, lo haré —respondíencogiéndome de hombros—. Eres micapitán y he de obedecer.

—Y antes de que vuelvas amencionarlo, no es porque seas mujer oporque dude de tus aptitudes. Es porquete quiero.

—Lo sé.—De acuerdo. Que duermas bien,

amor mío.

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A primera hora de la mañana,veinticinco horas después del inicioprevisto, llegó la noticia de que laFastnet Race comenzaría ese día.Después de informar a la tripulación,Theo se marchó de inmediato al barco yme percaté de que había recuperado lamotivación y la energía.

Una hora después, me sumé el restodel equipo en el Tigresa. Incluso dentrodel puerto los barcos se mecíanpeligrosamente azotados por el viento y

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las olas.—Y pensar que ahora mismo podría

estar en el Caribe capitaneando un yatede lujo alquilado —farfulló Rob cuandooímos el pistoletazo de salida yaguardamos nerviosos a que llegaranuestro turno de abandonar el puerto.

Durante la espera, Theo nos congregóen la cubierta para sacarnos una foto debon voyage.

Hasta los navegantes másexperimentados que nos acompañabanestaban un tanto pálidos cuandofinalmente dejamos la protección del

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puerto. El mar embravecido que elviento alzaba en remolinos de espumanos empapó a todos en cuestión desegundos.

Durante las turbulentas ocho horasque siguieron, en las que el vientocontinuó arreciando, Theo guardó lacalma y apenas titubeó mientras pilotabael barco por las aguas enfurecidas.Emitía una avalancha casi constante deórdenes para que conserváramos elrumbo y mantuviéramos la velocidad.Arrizábamos y desarrizábamos sin cesarlas velas para intentar sortear unas

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condiciones climáticas del todoimpredecibles, como por ejemploráfagas de viento de cuarenta nudos queparecían surgir de la nada. Y, entretanto,una lluvia sesgada nos acribillaba sindescanso.

Aquel primer día se nos asignaron lastareas de cocina a un compañero y a mí.Intentamos calentar sopa, pero, aunutilizando el fogón basculante diseñadopara mantener la estabilidad del cazo, elcabeceo del velero era tan violento queel contenido se derramaba por todaspartes y nos abrasó en más de una

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ocasión. Finalmente optamos porcalentar raciones de comidaprecocinada en el microondas. Losmiembros de la tripulación bajaban porturnos, tiritando bajo la ropa de regatistay demasiado agotados para quitárseladurante los breves minutos queempleaban en comer. Pero sus miradasde gratitud me recordaban que en unaregata las tareas domésticas eran tanimportantes como lo que acontecía en lacubierta.

Theo bajó con el último turno y,mientras devoraba su comida, me

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informó de que varios veleros ya habíandecidido refugiarse en diferentes puertosde la costa sur de Inglaterra.

—Será mucho peor cuando salgamosdel Canal y naveguemos por el marCelta. Sobre todo cuando oscurezca —añadió mirando su reloj.

Eran casi las ocho de la noche y la luzempezaba a decaer.

—¿Qué piensan los demás? —lepregunté.

—Todos quieren continuar, y yo creoque el barco puede aguantar…

En ese momento, el Tigresa dio tal

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bandazo hacia estribor que nos hizo salirdisparados de los bancos. Cuando elborde de la mesa se me clavó en elestómago solté un grito. Theo —elhombre que yo había llegado a creer quepodía caminar sobre el agua— se estabalevantando del suelo.

—Se acabó —dijo al verme dobladade dolor—. Como bien dijiste, es solouna regata. Nos vamos a puerto.

Y sin darme tiempo a replicar, subiólos escalones de dos en dos hasta lacubierta.

Una hora después, entrábamos en el

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puerto de Weymouth. Pese a nuestrasropas impermeables de alta tecnología,estábamos todos empapados hasta loshuesos, y absolutamente agotados. Trasechar el ancla, arriar velas y comprobarque no hubiera daños en el equipo, Theonos convocó en la cabina principal. Nossentamos pesadamente allí dondeencontramos un hueco, todavía ataviadoscon nuestros uniformes de regatanaranjas, como si fuéramos langostasmoribundas atrapadas en una red depescar.

—Es demasiado arriesgado continuar

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esta noche y no estoy dispuesto a ponervuestras vidas en peligro. Sin embargo,la buena noticia es que casi todos losdemás veleros ya han buscado refugio,así que es posible que aún nos quedeuna pequeña posibilidad. Ally y Mickprepararán pasta y, entretanto, podréisducharos siguiendo la lista de turnos.Nos pondremos en marcha en cuantosalga el sol. Que alguien ponga agua ahervir para que podamos tomar un té yentrar en calor. Mañana necesitaremosestar muy concentrados.

Mick y yo nos levantamos,

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tambaleantes, y nos dirigimos hacia lacocina. Mientras hervíamos la pasta enuna olla grande y calentábamos la salsaprecocinada, Mick preparó té y yo mebebí el mío agradecida, imaginando queel calor descendía hasta mis pieshelados.

—No me iría mal algo más fuerte —comentó Mick con una sonrisa—. No meextraña que los marineros de antaño ledieran al ron.

—Al, es tu turno en la ducha —llamóRob.

—No te preocupes, no me importa

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dejarle mi turno a otro y ducharme mástarde.

—Buen chico —dijo con gratitud—.Me haré pasar por ti.

Jamás mis dudosas aptitudesculinarias habían sido tan apreciadascomo aquella noche. Después de cenar ylavar los cuencos de plástico, latripulación comenzó a dispersarse paradormir mientras pudiera. Dado que elbarco no estaba diseñado para quetantos tripulantes durmieran a la vez, sefueron acomodando en los bancos y enel suelo embutidos en sus ligeros sacos

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de dormir.Yo fui a darme una ducha

preguntándome si el agua helada, queera la única que quedaba al final de larotación, me haría sentir mejor o peor.Cuando salí, Theo me estaba esperando.

—Ally, tengo que hablar contigo.Me cogió de la mano y cruzamos la

cabina en penumbra, ya sembrada decuerpos inertes, hasta el diminutoespacio atestado de material denavegación que él llamaba su «oficina».Me invitó a sentarme y tomó mis manosentre las suyas.

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—Ally, ¿tú crees que te quiero?—Sí, claro.—¿Y crees que pienso que eres una

navegante increíble?—De eso no estoy tan segura. —

Esbocé un sonrisa torcida—. ¿Por qué?—Porque no quiero que continúes en

la regata. Dentro de unos minutos vendráa recogerte una lancha neumática. Tienesuna habitación reservada en un hostaldel puerto. Lo siento —dijo—.Simplemente no puedo.

—¿No puedes qué?—Correr el riesgo. El pronóstico es

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pésimo, y ya he hablado con variospatrones que están pensando enabandonar. Creo que el Tigresa puedecontinuar, pero no puedo tenerte abordo. ¿Lo entiendes?

—No. No lo entiendo. ¿Por qué yo?¿Por qué no los demás? —protesté.

—Te lo ruego, cariño, ya sabes porqué. Además —guardó un breve silencioantes de continuar—, si quieres saber laverdad, me resulta mucho más difícilconcentrarme y realizar mi trabajocontigo a bordo.

Lo miré desconcertada.

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—Deja que me quede, Theo, porfavor —le supliqué.

—Esta vez no. Disputaremos muchasotras regatas juntos, cielo. Y no todassobre el agua. No las pongamos enpeligro.

—Pero ¿por qué está bien que túcontinúes si te preocupa tanto que yohaga lo mismo? Si otros barcos estánpensando en retirarse, ¿por qué no lohaces tú también?

Mi rabia aumentaba a medida que micerebro iba asimilando la devastadoradecisión de Theo.

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—Porque esta carrera ha sidosiempre mi destino, Ally. No puedodecepcionar a todo el mundo. Bien, serámejor que recojas tus cosas, la lanchaestá a punto de llegar.

—¿Y no te importa que yo decepcionea la gente? ¿Que te falle a ti? —dijedeseando gritarle pero consciente de quehabía gente durmiendo cerca—. ¡Sesupone que soy tu protectora!

—Ten por seguro que medecepcionarás si sigues discutiendoconmigo —repuso bruscamente—.Recoge tus cosas. Ya. Es una orden de tu

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capitán. Obedece, por favor.—Sí, patrón —espeté irritada,

sabedora de que debía aceptar laderrota.

Cuando fui a recoger mi mochila,estaba furiosa con Theo por un montónde razones contradictorias. Subí acubierta y vislumbré las luces de lalancha que se acercaba desde el puerto.Me dirigí a la popa para bajar laescalerilla.

Decidida a marcharme sin dirigirle lapalabra a Theo, agarré el cabo que melanzó el patrón de la lancha y lo amarré

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a la cornamusa. Acababa de montarmeen la escalerilla para descender cuandouna linterna me alumbró la cara desdearriba.

—Te hospedas en The WarwickGuesthouse —dijo la voz de Theo.

—Bien —respondí muy seria.Arrojé la mochila a la lancha y bajé

otro escalón antes de que una mano meagarrara del brazo y tirase de mí haciaarriba.

—Por el amor de Dios, Ally, tequiero. Te quiero… —susurró Theoestrechándome entre sus brazos mientras

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las puntas de mis pies hacían equilibriossobre el travesaño de la escalerilla—.Nunca lo olvides, ¿me oyes?

Pese a mi enfado, mi corazón seablandó.

—Nunca. —Le quité la linterna deentre las manos y le iluminé el rostropara grabar sus rasgos en mi memoria—. Ten cuidado, amor mío —musitécuando Theo me soltó a regañadientespara poder desamarrar el cabo.

Bajé los peldaños y salté a la lancha.Aquella noche, pese a lo agotada que

estaba después del día de navegación

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más arduo de mi vida, no conseguíconciliar el sueño. Para colmo, cuandorebusqué en mi mochila me di cuenta deque con las prisas me había dejado elmóvil a bordo del velero. No podríacomunicarme directamente con Theo, yme reprendí por mi estupidez. Mientrascaminaba nerviosa por la habitación,pasaba de la indignación por haber sidoabandonada en tierra de cualquiermanera al miedo cada vez que atisbabapor la ventana los nubarrones y eldiluvio que caía sobre el puerto o queescuchaba el continuo golpeteo de los

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aparejos zarandeados por el viento.Sabía lo mucho que aquella regatasignificaba para Theo, pero temía que eldeseo de ganar nublara su criterioprofesional. Y de repente vi el mar talcomo era en realidad: una bestiaindomable que podía reducir a los sereshumanos a pedazos con su fuerzadescomunal.

Cuando un alba neblinosa empezó adespuntar, divisé el Tigresa cuandoabandonaba el puerto de Weymouth parasalir a mar abierto.

Aferré mi colgante de compromiso

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con los dedos y supe que no podía hacernada más.

—Adiós, amor mío —susurré, y seguícontemplando el Tigresa hasta que nofue más que un punto diminuto arrojadoa las crueles olas del mar abierto.

Pasé las siguientes horas presa de unasensación de total aislamiento. Al finalcomprendí que no tenía sentidopermanecer sola y deprimida enWeymouth, de modo que hice la mochilay tomé el tren y el transbordador deregreso a Cowes. Por lo menos allíestaría cerca del centro de control de la

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Fastnet y sabría de primera mano cómoiban las cosas, en lugar de tener quedepender de internet. Todos los velerosllevaban a bordo rastreadores por GPS,pero yo sabía que eran poco fiables anteel mal tiempo.

Tres horas y media después, meregistraba en una habitación del mismohotel donde Theo y yo nos habíamosalojado durante el entrenamiento y fuicaminando hasta el Royal YachtSquadron para ver qué podía averiguar.Se me cayó el alma a los pies alreconocer a varias de las tripulaciones

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que habían comenzado la regata connosotros sentadas alrededor de lasmesas con aire abatido.

Cuando reparé en Pascal Lemaire, unfrancés con el que había navegado añosatrás, me acerqué a hablar con él.

—Hola, Al —me saludó sorprendido—. No sabía que el Tigresa se hubieraretirado.

—No lo ha hecho, por lo menos queyo sepa. Ayer el patrón me ordenódesembarcar. Pensaba que erademasiado peligroso.

—Y tenía razón. Docenas de barcos

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han abandonado oficialmente la regata oestán aguardando en puerto a que eltiempo mejore. Nuestro capitán optó porque nos retiráramos. Para los velerospequeños como el nuestro estar ahíafuera era un infierno. Pocas veces hevisto un tiempo como este. Pero tuscompañeros estarán bien en un barco detreinta metros. El velero que capitaneatu novio es insuperable —me tranquilizóal ver la preocupación en mis ojos—.¿Te apetece una copa? Esta noche somosmuchos los que estamos ahogandonuestras penas.

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Acepté la invitación y me uní al grupojusto en el momento en que empezaban,inevitablemente, a comparar lascondiciones climatológicas de aquel añocon las de la Fastnet Race de 1979,cuando las olas derribaron ciento docebarcos y dieciocho personas, entre ellastres miembros de los equipos desalvamento, perdieron la vida. Al cabode media hora, preocupada por Theo yel Tigresa, me disculpé, me puse elforro polar y me dirigí por las callessacudidas por la lluvia hacia el centrode control de la Fastnet, ubicado en el

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Royal Ocean Racing Club. Enseguidapregunté si tenían información sobre elTigresa.

—Sí, acaba de dejar atrás BishopRock y avanza a buen ritmo —contestóel operador examinando la pantalla—.Actualmente va cuarto. Aunque, a estepaso, con la cantidad de abandonos quese están produciendo, quizá gane porfalta de contrincantes —añadió con unsuspiro.

Celebrando que, aparentemente, todoiba bien y Theo estaba sano y salvo,regresé al Royal Yacht Squadron y pedí

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un sándwich mientras veía llegar apuerto a más tripulaciones agotadas ycaladas hasta los huesos. El viento habíaarreciado de nuevo, los oí decir, peroestaba demasiado ensimismada parapoder involucrarme en susconversaciones, así que regresé al hotely conseguí dormir un par de agitadashoras. Al final tiré la toalla y a las cincode la mañana, mientras un amanecerplomizo luchaba por abrirse paso, yaestaba de vuelta en el centro de control.Cuando entré en la estancia se hizo elsilencio.

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—¿Alguna novedad?Vi que los operadores intercambiaban

miradas de preocupación.—¿Qué ha ocurrido? —pregunté con

el corazón súbitamente en un puño—.¿Va todo bien en el Tigresa?

Otro intercambio de miradas.—Recibimos una llamada de socorro

a las tres y media de la madrugada.Hombre al agua, al parecer. Se haenviado un barco salvavidas y unhelicóptero de rescate. Todavía estamosesperando noticias.

—¿Saben quién ha caído? ¿Cómo

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ocurrió?—Lo siento, de momento no tenemos

más información. ¿Por qué no vas atomar una taza de té? Te avisaremos encuanto sepamos algo.

Asentí, intentando controlar la histeriaque me invadía por dentro. El Tigresaera una embarcación de últimageneración con un sistema decomunicación inmejorable. Sabía queme estaban mintiendo cuando decían queno conocían los detalles de lo ocurrido.Y eso solo podía significar una cosa.

El corazón me latía tan deprisa que

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pensé que iba a desmayarme. Entré en elservicio de señoras y me desplomésobre la tapa del retrete, tratando derespirar mientras el pánico se apoderabade mí. A lo mejor estaba equivocada, alo mejor no podían difundir lainformación hasta saber qué habíasucedido exactamente. Pero en el fondode mi ser, ya lo sabía.

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11

Un helicóptero trasladó a tierra elcuerpo de Theo. El director de la regatame ofreció amablemente un coche paraque me llevara a Southampton en eltransbordador y de allí, si quería, alhospital en cuyo depósito yacería su

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cadáver.—La madre de Theo y usted aparecen

en el formulario de ingreso como susallegados. Lamento tener que hablarlede esto, pero probablemente una de lasdos tendrá que… en fin… rellenar todoel papeleo. ¿Quiere que llame a laseñora Falys-Kings o prefiere hacerlousted?

—No… no sé —respondí aturdida.—Quizá debería hacerlo yo. Me

preocupa mucho que pueda enterarse porla radio o la televisión. Por desgracia,la noticia tendrá una gran repercusión en

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todo el mundo. Lo siento mucho, Ally.No recurriré al tópico de que Theo hacíaalgo que amaba. Estoy simplementedesolado por usted, por su tripulación ypor el mundo de la navegación engeneral.

No contesté. Sobraban las palabras.—Bien. —Era evidente que no sabía

qué más hacer conmigo, que seguíasentada en su despacho en estadocatatónico—. ¿Quiere que la lleve a suhotel para que pueda descansar un poco?

Me encogí de hombros, desesperada.Sabía que sus intenciones eran buenas,

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pero dudaba que algún día pudieravolver a «descansar».

—No hace falta, gracias. Irécaminando.

—Si puedo hacer algo por usted,Ally, lo que sea, dígamelo. Tiene minúmero de móvil, así que llámeme sidesea el coche. En este instante, el restode la tripulación está devolviendo elTigresa a Cowes. Estoy seguro de quequerrán hablar con usted en algúnmomento y explicarle qué sucedióexactamente, si está preparada paraescucharlo. Entretanto, me pondré en

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contacto con la madre de Theo.Regresé al hotel caminando como una

autómata por el puerto, deteniéndome unsegundo para contemplar el mar gris ycruel. Y mientras permanecía allíinmóvil le grité obscenidades, aullandocomo una desquiciada, exigiendo saberpor qué me había arrebatado a mi padrey después a Theo.

Y en ese momento, me juré que nuncamás volvería a poner un pie en un barco.

Pasé las siguientes horas sentada enmi habitación, sumida en un gran vacío,incapaz de pensar, sentir o procesar

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nada.Lo único que sabía era que ya no me

quedaba nada.Nada.El teléfono que había junto a la cama

sonó y me levanté mecánicamente pararesponder. La recepcionista mecomunicó que unos amigos meesperaban abajo.

—El señor Rob Bellamy y otros tres—especificó.

A pesar del aturdimiento comprendíque, por muy doloroso que fueraenfrentarme a la tripulación, tenía que

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escuchar cómo había muerto Theo. Lepedí a la recepcionista que les dijeraque me reuniría con ellos en la cafeteríadel hotel.

Cuando entré, Rob, Chris, Mick y Guyme estaban esperando. También ellosestaban conmocionados, y apenaspudieron mirarme a los ojos cuando medieron el pésame.

—Hicimos todo lo que pudimos…—Fue muy valiente al lanzarse a

rescatar a Rob…—Nadie tiene la culpa, fue un trágico

accidente…

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Asentí y conseguí ofrecer respuestasbreves a sus palabras de consuelo, darla impresión de que seguía siendo un serhumano funcional. Finalmente, Mick,Chris y Guy se levantaron paramarcharse, pero Rob dijo que queríaquedarse.

—Gracias, chicos —dijededicándoles un patético gesto dedespedida con la mano.

—Al, si no te importa, necesito unacopa. —Rob le hizo señas a la camareraque mataba el tiempo junto a la barra—.Y, antes de que te cuente lo que sucedió

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exactamente, tú también.Al cabo de unos minutos, armados

con sendos brandis, Rob respiró hondo yadvertí que tenía la mirada vidriosa.

—Habla, Rob, te lo ruego —lo insté.—De acuerdo. Habíamos echado el

ancla debido al mal tiempo. Yo estabaen la cubierta de proa haciendo mi turnode vigilancia, cuando Theo vino arelevarme. Justo después de quedesabrochara mi arnés del jackstay, unaola gigantesca me golpeó y me tiró almar. Por lo visto perdí el conocimiento,así que me habría ahogado

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irremediablemente, pero Theo dio laalarma, arrojó el bote salvavidas y élmismo saltó al agua. Yo seguíainconsciente, pero para entonces el restode los muchachos ya estaba en lacubierta y me han contado que Theoconsiguió nadar hasta mí, arrastrarmehasta el bote y subirme a él, peroentonces otra ola enorme lo lanzó lejosde mí y lo engulló. Después de aquellolo perdieron totalmente de vista; era denoche y el mar estaba muy picado, ysabes tan bien como yo que es imposibledivisar a alguien en el agua en esas

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condiciones. Si hubiera logradomantenerse agarrado al bote —Robahogó un sollozo— probablementehabría sobrevivido. La tripulación pidiópor radio un helicóptero de rescate.Cuando llegó, el equipo me encontró yme subió al barco gracias a la luz delbote. Pero Theo… al final localizaronsu… su… su cuerpo una hora despuésgracias a la señal de su radiobaliza.Dios, Al, lo siento muchísimo. Nuncapodré perdonármelo.

Por primera vez desde que me habíandado la noticia, sentí que una emoción

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real volvía a correr por mis venas. Poséuna mano sobre la suya.

—Rob, todos sabemos los peligrosque entraña la navegación, y Theo losconocía mejor que nadie.

—Lo sé, Al, pero si no me hubieradesabrochado el arnés en esemomento… ¡mierda! —Se tapó los ojoscon la otra mano—. Estabais hechos eluno para el otro… y es culpa mía queahora ya no estéis juntos. ¡Debes deodiarme!

Rompió a llorar desconsoladamente ysolo fui capaz de darle unas palmaditas

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mecánicas en el hombro. Lo peor detodo era que una parte de mí, en efecto,lo odiaba, porque él había sobrevivido yTheo no.

—No fue culpa tuya. Hizo lo quehabría hecho cualquier capitán. Y yo nohabría esperado menos de él. Hay cosasque… —Me mordí el labio paracontener las lágrimas, incapaz de seguirconsolándolo.

—Perdona, Ally, no debería ser yo elque llora. —Rob se secó los ojos conexpresión contrita—. Pero necesitabaconfesarte cómo me siento.

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—Gracias. Y te agradezco mucho queme hayas contado cómo sucedió.Tampoco debe de haber sido fácil parati.

Nos quedamos un rato en silencioantes de que Rob finalmente hicieraademán de levantarse.

—Si puedo hacer algo por ti,llámame, por favor. Por cierto —sellevó la mano al bolsillo del tejano—,encontré esto en la cocina. ¿Es tuyo?

—Sí, gracias.Cogí el móvil que me tendía.—Theo me salvó la vida —susurró

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—. Es un auténtico héroe. Lo… losiento.

Me quedé mirando a un Robdesesperado mientras abandonaba lacafetería y después me di cuenta de que,ahora que ya había visto a la tripulación,nada me retenía allí. Además, estabasegura de que Celia querría identificarel cuerpo de su hijo. Cuando me puse enpie, impaciente por abandonar el lugarque había sido el telón de fondo de mianiquilación personal, me preguntéadónde debería ir. A casa, en Ginebra,supuse. Pero también allí, comprendí,

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me esperaba el abismo de otra pérdida.No tenía dónde refugiarme.Entré en la habitación y me puse a

recoger mis cosas distraídamente.Aquella vez mantuve el móvil

apagado por la razón opuesta a cuandoestuve en el Neptuno con Theo. Estabademasiado afectada para contárselo a mifamilia. Además, mis hermanas nosabían lo de nuestra relación. Habíadado por hecho que ya habría tiempo desobra para que conocieran a Theo en elfuturo. Y teniendo en cuenta lo poco quehacía que nos conocíamos, ¿cómo

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explicarles lo que había significado paramí? ¿Cómo explicarles que aunque,físicamente, solo habíamos pasadojuntos unas semanas, sentía que nuestrasalmas llevaban juntas toda una vida?

Cuando Pa Salt falleció, pensé que,por lo menos, había sido el ordennatural del ciclo de la vida. Y Theohabía estado allí para consolarme, parabrindarme la ilusión de un nuevocomienzo. Mientras lo meditaba,comprendí hasta qué punto habíaconfiado en que Theo llenara el enormevacío que Pa había dejado tras él. Pero

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ahora él también se había ido. Al igualque nuestros sueños de futuro. En eltranscurso de unas pocas horas, no soloTheo sino también mi pasión por lanavegación me habían sido brutalmentearrebatados.

Justo cuando me disponía a salir de lahabitación con la mochila a cuestas,sonó el teléfono de la mesilla.

—¿Diga? —respondí con reticencia.—Ally, soy Celia. El director de la

regata me ha dicho que estabas alojadaen el New Holmwood Hotel.

—Sí… Hola.

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—¿Cómo estás? —preguntó.—Destrozada —farfullé, pues ya no

me veía capaz de seguir haciéndome lafuerte. Y entendía que, al menos conella, tampoco era necesario—. ¿Y tú?

—Igual. Acabo de volver delhospital.

Se hizo un silencio mientras las dosdigeríamos la espantosa irrevocabilidadque representaban sus palabras. Casipodía sentir a Celia luchando porcontener las lágrimas antes de proseguir.

—Ally, estaba preguntándome…¿adónde piensas ir ahora?

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—No estoy segura. No… no lo sé.—¿Por qué no coges el transbordador

y vienes a Southampton? Podríamosviajar juntas a Londres y pasar unos díasconmigo. La atención mediática que estáempezando a recibir todo este asunto esuna pesadilla. Podríamos atrincherarnosen mi casa durante un tiempo y tratar depasar desapercibidas. ¿Qué me dices?

—Creo… —Tragué saliva cuandounas lágrimas de alivio y gratitudcomenzaron a rodar por mis mejillas—.Creo que me encantaría.

—Tienes mi número. Llámame

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cuando sepas a qué hora estarás en laestación de tren de Southampton y mereuniré allí contigo.

—De acuerdo, Celia. Y gracias.Desde entonces, muchas veces he

pensado que si Celia no me hubiesellamado en aquel durísimo momento,bien podría haberme arrojado al marencabritado en pos de Theo mientras eltransbordador me llevaba aSouthampton.

Cuando nos encontramos en laestación y reparé en la palidez de surostro, semioculto tras unas gafas de sol

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enormes, corrí hacia sus brazos abiertosde la misma manera en que lo habríahecho con Ma. Estuvimos abrazadas unbuen rato, dos relativas extrañas unidaspor el dolor, ambas acompañadas por laúnica persona que sabíamos que podríaentendernos.

Una vez en Waterloo, tomamos un taxihasta la bonita casa blanca de Chelsea y,tras caer en la cuenta de que ninguna delas dos había comido nada desde lanoticia, Celia preparó una tortilla.También sirvió dos generosas copas devino y, juntas, nos sentamos en la terraza

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para disfrutar de un cálido y tranquiloatardecer de agosto.

—Ally, necesito contarte algo. Quizáte parezca una estupidez, pero el caso esque la última vez que estuvisteis aquí —un estremecimiento sacudió el delicadocuerpo de Celia—, lo supe. Cuando medespedí de él con un beso, sentí que erapara siempre.

—Y Theo notó tu temor, Celia. Estuvomuy callado durante el viaje en tren aSouthampton.

—¿Lo que sintió fue mi corazonada ola suya? ¿Recuerdas que justo antes de

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marcharos fue al cuarto de baño y dijoque se reuniría con nosotras en elrecibidor? Pues después de cerrar lapuerta, volví a la cocina y me encontréesto en la mesa del pasillo, dirigido amí.

Me pasó un sobre grande con lapalabra «Mamá» escrita con lacaligrafía elegante y ensortijada deTheo.

—Lo abrí —continuó Celia—, ydentro encontré una copia de untestamento nuevo junto con una cartapara mí. Y otra para ti, Ally.

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Me llevé una mano a la boca.—Dios mío.—He leído la mía, pero la tuya está

aquí dentro, todavía sin abrir,naturalmente. Es posible que aún noestés preparada para leerla, pero debodártela, tal como Theo me pedía quehiciera en la carta dirigida a mí.

Sacó un sobre más pequeño del sobregrande y me lo tendió. Lo cogí con lasmanos temblorosas.

—Pero, Celia, si Theo tenía unacorazonada, ¿por qué no abandonó laregata como hicieron muchos otros

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patrones?—Creo que las dos conocemos la

respuesta, Ally. Como navegante, túsabes que cada vez que te subes a unbarco al comienzo de una regata estáscorriendo un riesgo. Como Theo nosdijo aquel día, también podría haberloarrollado un autobús. —Celia seencogió de hombros con tristeza—.Quizá sintiera que su destino era…

—¿Morir a los treinta y cinco años?¡Imposible! Si sentía eso, ¿cómo podríahaberse enamorado de mí? ¡Me habíapedido que me casara con él! Teníamos

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toda la vida por delante. No. —Sacudíla cabeza con vehemencia—. No puedoaceptarlo.

—Por supuesto que no, y te pidoperdón por haberlo mencionado, pero,por algún extraño motivo, a mí meresulta reconfortante. La muerte es algomuy confuso. Nadie acepta realmenteque sus seres queridos vayan a moriralgún día. Y, sin embargo, aparte delnacimiento, es lo único que sabemos concerteza que nos ocurrirá a todos y cadauno de nosotros.

Contemplé el sobre que descansaba

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en mis manos.—Tal vez tengas razón —suspiré con

resignación—. Aun así, ¿por qué habríadejado un testamento nuevo y una cartapara cada una de nosotras si no hubiesetenido algún tipo de premonición?

—Ya conoces a Theo: siempreorganizado y eficiente, incluso en lamuerte.

Sonreímos a nuestro pesar.—Sí. Igual que mi padre. Supongo

que debería leer la carta.—Cuando consideres que es el

momento oportuno. Y ahora, si me

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disculpas, subiré a darme un baño.Celia se marchó, y supe que lo hacía

más por dejarme un rato a solas queporque realmente le apeteciera bañarse.

Tomé un largo sorbo de vino, devolvíla copa a la mesa y abrí el sobre con losdedos temblorosos. No me pasóinadvertido el hecho de que era lasegunda carta póstuma que recibía en lasúltimas semanas.

De mí, sin una dirección en particular

(de hecho, estoy en el tren de Southamptoncamino de recogerte en Heathrow)

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Amor mío: Reconozco que esta idea que se me ha

metido últimamente en la cabeza es bastanteabsurda, pero, como ya sabes y mi madre teconfirmará, soy una persona muy organizada.Ella tiene guardada una copia de mitestamento desde que empecé a competir enregatas. No es que tenga mucho que dejarle anadie, pero creo que dejarlo todo dispuestolo hace más fácil para los que se quedan.

Y, claro, ahora que has llegado a mi vida yte has convertido en el centro de mi universoy en la persona con la que espero pasar elresto de mis días, las cosas han cambiado.Dado que la situación no será «oficial» hasta

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que te ponga el anillo en el dedo para alargarla cadena que ya llevas en torno al cuello, meparece fundamental que todo el mundo sepa,por lo menos en el ámbito económico,cuáles son nuestras intenciones, por si acasome ocurre algo.

Estoy seguro de que te llevarás una alegríaenorme (¡ja!) cuando te diga que te dejo elestablo de cabras de «Algún Lugar». El díaque lo viste por primera vez me di cuenta delo mucho que te gustaba (ejem), pero almenos el terreno, junto con el permisourbanístico, valen algo. («Algo en AlgúnLugar» sería un buen nombre para la casa,¿no crees?) También quiero que te quedescon el Neptuno, mi actual hogar en el mar.Para serte sincero, esos son mis únicos

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bienes materiales con algún valor. Aparte dela motocicleta, pero creo que te sentiríasofendida si te la dejara, y con razón. Ah, seme olvidaba el exiguo fondo fiduciario de migeneroso padre, que por lo menos pagará elvino cutre que decidas beber en «AlgúnLugar» en el futuro.

Perdona la caligrafía, pero estamospasando por un tramo de baches. Estoyseguro de que en cuanto regresemos de laregata le birlaré esta carta a mi madre parapasarla a máquina. Pero, ante la remotaposibilidad de que no vuelva porque la hayapalmado, podré descansar tranquilo sabiendoque las cosas se harán según mis deseos.

Y ahora, Ally —puede que aquí me pongaun poco sensible— quiero que sepas lo

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mucho que te amo y que lo has sido todopara mí durante el poco tiempo que hemosestado juntos. Literalmente, has hechotemblar mi barco (espero que aprecies laanalogía marinera) y estoy deseando pasar elresto de mi vida sosteniéndote la cabezamientras vomitas, hablando de los orígenesde tu extraño apellido y descubriendo hastael último detalle sobre ti mientrasenvejecemos y perdemos los dientes juntos.

Y si, por lo que sea, llegas a leer esto,levanta la vista hacia las estrellas, pues hasde saber que estaré mirándote desde allí. Yprobablemente tomándome una cerveza contu Pa para que me explique todas tus malascostumbres de la infancia.

Mi querida Ally —mi Alción—, no

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imaginas cuánta dicha has traído a mi vida.¡Sé FELIZ! Ese es tu don.

THEO XXX

Me quedé allí sentada, riendo y

llorando al mismo tiempo, mientras caíala noche. La carta era tan típica de Theoque se me rompió el corazón una vezmás.

Celia y yo nos vimos al día siguienteen el desayuno. La noche anterior mehabía mostrado mi habitación, pero nome había preguntado absolutamente nadasobre el contenido de la carta, y se lo

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agradecí. Por la mañana, me dijo quetenía que salir para registrar ladefunción de Theo y realizar los trámitespertinentes para el traslado del cuerpo aLondres, y también que deberíamosdecidir juntas la fecha del funeral.

—Ally, Theo decía algo más en lacarta que me escribió. Preguntaba siquerrías tocar la flauta en su funeral.

—¿En serio?La miré sin dar crédito al nivel de

previsión de Theo.—Sí —suspiró—. Hacía años que

había dejado instrucciones sobre su

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funeral. Quería una ceremonia en surecuerdo, seguida de una incineración ala que, por cierto, insistía en que nodebía asistir nadie. También dispuso quesus cenizas se esparcieran por el puertode Lymington, donde aprendió a navegarconmigo. ¿Te ves capaz?

—No… no lo sé.—Theo me dijo que tocas muy bien.

Como ya te imaginarás, la músicaelegida es tan poco convencional comoél. Quería que tocaras «Jack’s the Lad»,de Fantasia on British Sea Songs.Seguro que la has escuchado en Last

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Night of the Proms.—Sí, la conozco. No hay un solo

marinero que no se sepa al menos lamelodía. Básicamente, es la tonada de«Sailor’s Hornpipe».

Repasé mentalmente algunas de lasnotas. Las había tocado hacía muchosaños, pero todavía las recordaba. Lapetición era muy propia de Theo: aunabasu amor por la navegación con su innataalegría de vivir.

—Sí, creo que me gustaría tocarla.Y entonces, por primera vez desde su

muerte, lloré desconsoladamente.

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A lo largo de los espantosos días quesiguieron, mantuvimos las escotillascerradas mientras los medios decomunicación acampaban delante de lacasa. Vivimos como reclusas y solosalimos para comprar comida y unvestido negro para el funeral. Y, amedida que fuimos abordando lasdesagradables tareas que me hicieronrespetar aún más a Pa Salt por suautoorquestado entierro, mi respeto porCelia también crecía. Aunque estaba

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claro que Theo lo había sido todo paraella, en ningún momento se mostróegoísta con su dolor.

—Imagino que nunca te lo mencionó,Ally, pero a Theo le encantaba la iglesiade la Santísima Trinidad de SloaneStreet. No está lejos de aquí. Su colegioestaba cerca, y era la iglesia del barrio.Cuando tenía más o menos ocho años,cantó el solo de Away in a Manger en unoficio de villancicos —me explicó conuna sonrisa tierna—. ¿Qué te pareceríaque celebráramos allí el funeral?

Me conmovía profundamente que

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contara con mi opinión en susdecisiones, aun cuando mis comentariosfueran irrelevantes. Ella había pasadotoda una vida conociendo a Theo —suúnico hijo—, y sin embargo era lobastante generosa y empática para ver ycomprender lo que yo sentía por él. Y loque él había sentido por mí.

—Lo que a ti te parezca mejor, Celia.—¿Hay alguien a quien quieras

invitar al funeral?—Aparte de las personas a las que tú

ya has invitado, como la tripulación y lahermanad de navegantes, nadie nos

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conocía como pareja —respondí consinceridad—, así que no creo que loentendieran.

Pero ella sí lo entendía. Y muchasveces, cuando nos encontrábamos en lacocina a las tres de la madrugada, elmomento en que el dolor alcanzaba supunto álgido, nos sentábamos a la mesay hablábamos de Theo sin parar, con laesperanza de encontrar en ello elconsuelo que ambas necesitábamos.Pequeños recuerdos de la vasta reservade treinta y cinco años de duración queCelia poseía, mientras que los míos

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abarcaban solo unas cuantas semanas. Através de ella llegué a conocer mejor aTheo, y no me cansaba de ver fotos desu niñez o de leer las cartas con faltasde ortografía que había escrito desde elinternado.

A pesar de que era perfectamenteconsciente de que aquella no era larealidad, me reconfortaba que Celia y yolo mantuviéramos vivo a través de lapalabra. Y eso era lo más importante detodo.

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Lista? —me preguntó Celia cuandonuestro coche se detuvo ante la iglesiade la Santísima Trinidad.

Asentí y, con un rápido apretón demanos de solidaridad mutua, dejamosatrás los flashes de las cámaras y

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entramos. La iglesia era grande yumbrosa, y al verla llena hasta arriba,únicamente con huecos libres paraquedarse de pie en la parte de atrás, casise me escaparon las lágrimas que habíajurado que no derramaría.

Theo ya aguardaba en el altar cuandorecorrí el pasillo junto a Celia endirección a su féretro. Tragué saliva condificultad a causa de aquella espantosaparodia de la boda que habríamoscelebrado si él aún estuviera vivo.

Nos sentamos en el primer banco y eloficio comenzó. Theo había elegido un

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variado repertorio musical para susexequias. Después de las palabras delpastor, llegó mi turno y me sumé a lapequeña orquesta que Celia habíaconseguido reunir. Situada en la partedelantera de la iglesia, la formabanvarios violines, un chelo, dos clarinetesy un oboe. Envié una plegaria silenciosaal cielo, me llevé la embocadura a loslabios y empecé a tocar. Y cuando elresto de la orquesta se unió a mí y eltempo se aceleró, vi que los asistentesempezaban a sonreír y a levantarse uno auno hasta que todos estuvieron en pie,

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realizando el tradicional movimiento derodilla del baile del «Sailor’sHornpipe», con los brazos cruzados yestirados delante del pecho. Nuestrapequeña orquesta aceleró el compás,tocando como si la vida le fuera en ello,mientras la gente subía y bajaba cadavez más rápido, al ritmo de la música.

Cuando llegamos al final, estalló unaovación colectiva y los asistentesprorrumpieron en aplausos. Hubo un bis,como sucedía siempre que seinterpretaba aquella pieza. Regresé albanco con mi flauta y me senté al lado

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de Celia, que me estrechó la mano confuerza.

—Gracias, querida Ally, muchasgracias.

Justo después, Rob caminó hasta elfrente de la iglesia, subió los escalonesy, tras colocarse ante el féretro de Theo,ajustó el micrófono.

—Celia, la madre de Theo, me hapedido que diga unas palabras. Comotodos sabéis, Theo perdió la vidasalvando la mía. Nunca podréagradecerle lo que hizo por mí aquellanoche, pero sé que su sacrificio les ha

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provocado un gran sufrimiento a Celia yAlly, la mujer a la que amaba. Theo,todas las personas que hemos navegadocontigo te enviamos nuestro amor,respeto y gratitud. Eras el mejor. Y Ally—me miró directamente a los ojos—,esto es lo que pidió que cantaran para ti.

Una vez más, noté la mano de Celiasobre la mía cuando el coro se levantó yofreció una hermosa interpretación del«Somewhere», de West Side Story. Tratéde sonreír por el guiño privado de Theo,pero las sobrecogedoras palabras meconmovieron profundamente. Cuando

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terminó la canción, ocho miembros de latripulación de la Fastnet Race, entreellos Rob, alzaron suavemente el féretropara cargarlo sobre sus anchas espaldasy comenzaron a andar por el pasillo.Celia me cogió del brazo y juntasencabezamos la procesión de dolientesque se congregó detrás del féretro.

Mientras salíamos, vi algunos rostrosconocidos entre los asistentes al funeral.Star y CeCe estaban entre la multitud yme sonrieron con cariño y empatíacuando pasé junto a ellas. Una vez fuera,Celia y yo nos detuvimos para observar

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cómo introducían el féretro de Theo enel coche fúnebre que trasladaría sucuerpo durante su solitario viaje hasta elcrematorio. Y mientras se alejaba porSloane Street, ambas le dijimos adiós ensilencio por última vez. Luego me volvíhacia Celia y le pregunté cómo se habíanenterado mis hermanas.

—Theo me pedía en su carta que, si lesucedía algo, llamara a Marina para queella y tus hermanas estuvieran alcorriente. Pensaba que podríasnecesitarlas.

La gente fue saliendo poco a poco de

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la iglesia y se congregó en la acera,saludándose unos a otros en voz baja.Algunas personas se me acercaron, en sumayoría amigos navegantes, para darmeel pésame y expresar su admiración pormi hasta entonces desconocido talentomusical. Miré a mi alrededor y vi a unhombre alto con traje oscuro y gafas desol, algo apartado de la multitud.Parecía tan desolado que me excusé antela gente y me acerqué a él.

—Hola —lo saludé—. Soy Ally, lanovia de Theo. Me han pedido que lediga a todo el mundo que están invitados

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a casa de Celia para tomar un refrigerio.Está a solo cinco minutos de aquí a pie.

Se volvió hacia mí, pero sus gafas desol me impidieron verle los ojos.

—Sí, ya sé dónde está. Antes vivíaallí.

Entonces comprendí que aquelhombre era el padre de Theo.

—Me alegro mucho de conocerle.—Estoy seguro de que entenderá que,

pese a lo mucho que me gustaría volvera esa casa, por desgracia no sería bienrecibido.

No supe que contestar, así que me

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limité a bajar la mirada, avergonzada.Era evidente que estaba destrozado e,independientemente de lo que hubierasucedido entre su esposa y él en elpasado, aquel hombre también habíaperdido a un hijo.

—Es una pena —acerté a decir.—Usted debe de ser la chica con la

que Theo me dijo que iba a casarse. Meenvió un correo hace unas cuantassemanas —continuó con su suave dejoestadounidense, muy diferente del acentobritánico de Theo—. Voy a marcharme,pero, Ally, le ruego que acepte mi

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tarjeta. Estaré unos días en la ciudad yme encantaría hablar con usted de mihijo. A pesar de lo que seguro le habráncontado de mí, lo quería mucho.Supongo que es lo bastante inteligentepara saber que todas las historias tienendos caras.

—Sí —contesté recordando que PaSalt me había dicho exactamente lomismo en una ocasión.

—Será mejor que vuelva con susamigos, pero ha sido un placerconocerla, Ally. Adiós, de momento —dijo antes de darme la espalda y alejarse

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despacio por la acera, rezumandodesesperación por todos los poros.

Cuando me volví hacia la gente, vi aCeCe y a Star esperandorespetuosamente a que terminara miconversación. Me acerqué a ellas y lasdos me rodearon con los brazos.

—Dios mío, Ally, todas te hemosdejado un montón de mensajes en elmóvil desde que nos enteramos —dijoCeCe—. Lo sentimos muchísimo,¿verdad, Star?

—Sí. —Mi otra hermana asintió y vique también ella estaba al borde de las

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lágrimas—. Ha sido un funeral precioso,Ally.

—Gracias.—Me ha encantado oírte tocar la

flauta —añadió CeCe—. No hasperdido tu magia.

Vi que Celia agitaba una mano parallamar mi atención y señalaba el cochenegro que aguardaba junto al bordillo.

—Escuchad, debo irme con la madrede Theo, pero os espero en la casa.

—Me temo que no podemos ir —sedisculpó CeCe—. Pero nuestroapartamento está justo al otro lado del

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río, en Battersea. Cuando estés mejor,danos un toque y ven a vernos, ¿deacuerdo?

—Nos encantaría verte, Ally —dijoStar dándome otro abrazo—. Todas lasdemás te envían su cariño. Cuídatemucho.

—Lo intentaré. Y gracias de nuevopor venir. No imagináis lo importanteque ha sido para mí.

Mientras subía al coche, las vialejarse calle abajo y me sentíprofundamente conmovida por supresencia.

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—Tus hermanas son encantadoras. Esuna maravilla tener hermanos —comentóCelia cuando el coche se puso enmarcha—. Yo soy hija única, comoTheo.

—¿Estás bien? —le pregunté.—No, pero ha sido un funeral muy

bello y emotivo. Y no imaginas lo muchoque ha significado para mí oírte tocar.—Guardó silencio durante unossegundos y suspiró hondo—. Te he vistohablar con Peter, el padre de Theo.

—Sí.—Debía de estar escondido en la

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parte de atrás, porque no lo he visto alentrar. De lo contrario, lo habríainvitado a sentarse con nosotras.

—¿En serio?—¡Pues claro! Puede que ya no

seamos amigos, pero estoy segura deque está tan destrozado como yo.Supongo que ha dicho que no vendrá acasa.

—Sí, pero también me ha dicho quepasará unos días en la ciudad y que legustaría verme.

—Señor, qué triste que no hayamospodido estar juntos ni siquiera en el

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funeral de nuestro hijo. En fin, teagradezco mucho tu apoyo, Ally —dijoCelia cuando el coche se detuvo delantede la casa—. No habría sido capaz depasar por todo esto sin ti. Y ahora,entremos para recibir a nuestrosinvitados y celebrar la vida de nuestromuchacho.

Dos días después, me desperté en laacogedora y algo anticuada habitaciónde invitados de la casa de Celia. Antelas ventanas pendían cortinas floreadas

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de Colefax and Fowler, a juego con lacolcha de la enorme cama de madera enla que yo estaba tumbada y con elgastado papel de rayas de las paredes.Eché una ojeada al despertador y vi queeran casi las diez y media. Desde elfuneral, por fin había empezado a dormirotra vez, pero casi con una profundidadanormal. Por las mañanas me despertabacomo si tuviera resaca o me hubiesetomado uno de los somníferos que Celiame había ofrecido y yo había rechazado.Aunque había dormido a pierna sueltadurante más de diez horas, permanecí

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inmóvil en la penumbra, sintiéndome tancansada como cuando me acosté, ymedité sobre el hecho de que no podíaseguir escondiéndome allí con Celiaconsolándome con nuestrasinterminables charlas sobre Theo. Ellatenía previsto marcharse a Italia al díasiguiente y, a pesar de que me habíainvitado a acompañarla, yo sabía quedebía seguir adelante con mi vida.

La pregunta era: ¿adónde iría desdeallí?

Ya había decidido que llamaría alentrenador del equipo de vela suizo para

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comunicarle mi decisión de nopresentarme con la tripulación a laspruebas olímpicas. Celia había insistidoen que no debía permitir que lo sucedidoechara a perder mi futuro y disminuyerami pasión por el mar, pero cada vez quepensaba en volver a navegar me entrabaun escalofrío. Tal vez algún día se mepasara, pero no antes de que comenzaseel duro entrenamiento para elacontecimiento deportivo másimportante del planeta. Habríademasiados conocidos de Theo en elcampo de entrenamiento, y aunque

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hablar de él con su madre me habíaproporcionado un maravillosodesahogo, me sentía increíblementevulnerable cuando otras personas lomencionaban.

Pero ahora que Theo ya no estabaconmigo y había dejado de navegar, elfuturo se me antojaba vacío, un abismointerminable que no tenía ni idea decómo llenar.

Quizá fuera la nueva Maia de lafamilia, cavilé, destinada a regresar aAtlantis y soportar mi dolor en soledad,como había hecho ella. Sabía que mi

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hermana mayor había desplegado susalas y emprendido el vuelo hacia sunueva vida en Río, y eso quería decirque podía volver a casa y ocupar sunido en el Pabellón.

Las últimas semanas me habían hechocomprender que hasta aquel momentohabía tenido una vida de ensueño y que,si era sincera conmigo misma, tendríaque reconocer que siempre había miradopor encima del hombro a las personasmás débiles que yo. No entendía por quéno podían volver a ponerse en pie,sacudirse de encima el trauma que

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llevaran a cuestas y seguir adelante.Ahora estaba empezando a comprender,de una manera brutal, que hasta que nose ha sufrido en carne propia unapérdida, con el consiguiente dolor, esimposible empatizar realmente con otraspersonas en igual situación.

En un esfuerzo por conservar eloptimismo, me dije que por lo menos loque me había sucedido quizá meconvirtiera en mejor persona. Y,motivada por esa idea, finalmente saquéel móvil. Me avergonzaba reconocer queno lo había encendido desde la muerte

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de Theo hacía ya más de dos semanas.Lo puse a cargar al ver que no teníabatería y, mientras me duchaba, escuchélos insistentes pitidos de los mensajesde texto y voz que llegaron cuando elmóvil volvió a la vida.

Me sequé, me vestí y me preparémentalmente antes de cogerlo y leer losinterminables mensajes de texto de Ma ymis hermanas, y de muchas otraspersonas que se habían enterado de loocurrido. «Ally, ojalá pudiera estar ahícontigo, ni me imagino por lo que debesde estar pasando, pero te envío todo mi

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cariño», había escrito Maia. «Ally, te hellamado varias veces, pero no contestas.Ma me lo ha contado y lo sientomuchísimo por ti. Aquí me tienes, Ally,día y noche, para lo que necesites.Besos. Tiggy.»

Pasé entonces a los mensajes de voz.Sin duda, la mayoría de ellos, como enel caso de los de texto, serían de genteque me daba el pésame. Pero marqué elnúmero para recuperarlos y el corazónme dio un vuelco al escuchar el mensajemás antiguo, dejado hacía más de dossemanas. Había interferencias y la voz

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sonaba lejana, pero supe que era Theo:«Hola, amor mío. Te llamo con elteléfono vía satélite ahora que tengo unmomento. Estamos detenidos en algúnpunto del mar Celta. Hace un tiempoendiablado y hasta mi célebre equilibriome ha abandonado. Sé que estásenfadada conmigo por haberte echadodel barco, pero antes de intentar dormirun par de horas quiero que sepas que notiene nada que ver con tus aptitudescomo navegante. Y, si te soy sincero,ahora me encantaría que estuvieras aquí,porque vales lo que diez de los hombres

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de a bordo. Sabes que solo se debe alhecho de que te quiero, mi adorada Ally.¡Y espero que sigas dirigiéndome lapalabra cuando vuelva! Buenas noches,cariño. Te quiero. Adiós».

Abandoné la idea de escuchar losdemás mensajes y me limité a reproducirel de Theo una y otra vez, empapándomede cada palabra. Sabía, por el momentoen que lo había enviado, que debía dehaber llamado solo una hora antes desubir a cubierta y ver cómo una olaarrojaba a Rob al mar. Y de lanzarse arescatarlo a costa de su propia vida. No

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tenía ni idea de cómo se conservaba unmensaje para siempre, pero decidí quetenía que averiguarlo.

—Yo también te quiero —susurré.Y el último resquicio de la rabia que

había albergado contra Theo en miinterior por haberme ordenado bajar delbarco aquel día se desvaneció.

Durante el desayuno, Celia me dijo quetenía previsto salir para hacer unascompras de última hora para Italia.

—¿Has decidido adónde vas a ir

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ahora, Ally? Ya sabes que puedesquedarte aquí mientras estoy fuera. Oacompañarme. Estoy segura de quepodrías conseguir un vuelo de últimahora a Pisa.

—Gracias, eres muy amable, perocreo que me iré a casa —contesté, puestemía estar convirtiéndome en una cargapara Celia.

—Lo que decidas me parecerá bien,solo házmelo saber.

Cuando se hubo marchado, subí a micuarto y decidí que me sentía lo bastantefuerte para telefonear a CeCe y Star.

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Marqué primero el número de CeCe,pues siempre era ella quien organizabalos planes de ambas, pero me salió elbuzón de voz y llamé a Star.

—¿Ally?—Hola, Star. ¿Cómo estás?—Bien. Pero lo importante es saber

cómo estás tú.—Bien. Estaba pensando en pasarme

mañana por vuestra casa.—Estaré yo sola. CeCe se irá a hacer

unas fotos de la central eléctrica deBattersea. Quiere utilizarlas comoinspiración para uno de sus proyectos de

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arte antes de que la conviertan en unnuevo complejo residencial.

—Entonces ¿puedo ir a verte a ti?—Claro, me encantaría.—Genial. ¿A qué hora te va bien?—Estaré aquí todo el día. ¿Por qué no

vienes a comer?—De acuerdo. Llegaré sobre la una.

Hasta mañana, Star.Después de colgar, me senté en la

cama y caí en la cuenta de que al díasiguiente sería la primera vez quepasaría más de cinco minutos con mihermana pequeña sin que CeCe

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estuviera presente.Pensando que debería leer mis

correos electrónicos, saqué el portátilde la mochila y lo dejé sobre el tocador.Lo encendí y vi que había más mensajesde pésame y mensajes basura de rigor,entre ellos uno de una tal «Tamara» queme ofrecía consuelo ahora que lasnoches empezaban a acortarse. Entoncesvi otro nombre que no reconocí deinmediato: Magdalena Jensen. Al cabode unos instantes, recordé que era laprofesional que me estaba traduciendoel libro que había sacado de la

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biblioteca de Pa Salt y di gracias alcielo por no haber pulsado «eliminar».

De: [email protected]: [email protected]: Grieg, Solveig og Jeg / Grieg,Solveig y yo20 de agosto de 2007

Querida señora D’Aplièse: Estoy disfrutando sobremanera de la

traducción de Grieg, Solveig og Jeg. Es unalectura fascinante, y nunca me había topadocon una historia así en Noruega. Pensé quequizá le interesaría empezar a leer el

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manuscrito, de modo que le adjunto laspáginas que he hecho hasta ahora, las 200primeras. Espero poder enviarle el restodentro de diez días.

Reciba un cordial saludo,

MAGDALENA

Abrí el archivo que contenía la

traducción y leí la primera página.Luego, la segunda y, para cuando meembarqué en la tercera, ya había cogidoel portátil y lo había enchufado junto ala cama para poder ponerme cómodamientras seguía leyendo…

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Anna Andersdatter Landvik se detuvopara esperar a Rosa, la vaca más viejade la manada, antes de proceder a bajarpor la empinada ladera. Como decostumbre, Rosa se había quedadorezagada mientras sus compañeras

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avanzaban hacia nuevos pastos.—Cántale, Anna, y verás como viene

—solía decirle su padre—. Irá detrás deti.

Anna entonó las primeras notas dePer Spelmann, la canción favorita deRosa, y la melodía que brotó de suslabios resonó en el valle como unacampanilla. Consciente de que el animaltardaría en alcanzarla, se sentó en lahierba basta y su cuerpo esbelto adoptósu postura favorita para pensar, esto es:las rodillas pegadas al mentón y losbrazos alrededor de las piernas. Aspiró

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el aire todavía cálido del atardecer yadmiró el paisaje sin dejar de tararear alritmo del zumbido de los insectos. El solcomenzaba a descender sobre lasmontañas del otro lado del valle ycubría el lago de un brillo parecido aldel oro rosa fundido. Prontodesaparecería por completo y la nochecaería rápidamente.

A lo largo de las últimas dossemanas, mientras contaba las vacas quepastaban en la ladera, la oscuridad sehabía adelantado cada día un poco más.Después de meses de luz hasta cerca de

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la medianoche, sabía que aquel día, paracuando ella regresara a la cabaña, sumadre ya habría encendido los quinqués.Y que su padre y su hermano pequeñohabrían llegado para ayudarlas a cerrarla vaquería de verano y bajar losanimales al valle en preparación para elinvierno. Aquel acontecimiento marcabael fin del verano nórdico y eladvenimiento de lo que, para Anna,suponían unos interminables meses deoscuridad casi perpetua. El intensoverdor de la montaña pronto luciría unagruesa capa de nieve, y su madre y ella

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abandonarían la morada de maderadonde pasaban los meses más cálidospara volver a la granja familiar, situadaa las afueras del pequeño pueblo deHeddal.

Cuando Rosa echó a andar hacia ella,deteniéndose de vez en cuando paraolisquear la hierba, Anna cantó otraestrofa de la canción para animarla. Supadre, Anders, creía que Rosa no veríaotro verano. Nadie sabía su edad exacta,pero no era mucho más joven que lapropia Anna, que tenía dieciocho años.La idea de que Rosa ya no estuviera allí

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para saludarla con lo que a la joven legustaba pensar que era una mirada dereconocimiento en sus dulces ojosambarinos hacía que los suyos sellenaran de lágrimas. Y pensar en loslargos y oscuros meses que laaguardaban propulsaba las gotastitilantes hacia sus mejillas.

Por lo menos, pensó mientras se lasenjugaba a toda prisa, cuando volviera ala granja de Heddal vería a su gatoGerdy y a su perro Viva. Nada legustaba tanto como acurrucarse delantede la estufa, comiendo gomme dulce con

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pan, con Gerdy ronroneando sobre suregazo y Viva esperando para lamer lasmigajas. Aunque sabía que su madre nola dejaría pasarse todo el inviernoholgazaneando y soñando.

—Algún día tendrás un hogar propiodel que ocuparte, kjære, y yo no estaréallí para daros de comer a ti y a tumarido —solía decirle Berit, su madre.

Desde batir mantequilla y zurcir ropahasta dar de comer a las gallinas oestirar con el rodillo los lefse —aquellos panes planos que su padredevoraba por docenas—, Anna tenía

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poco interés en las tareas domésticas y,desde luego, ninguna intención de dar decomer a un marido imaginario por elmomento. Por mucho empeño quepusiera —y, si era sincera consigomisma, sabía que no era el suficiente—,el resultado de sus esfuerzos en lacocina solía ser incomible por no decirdesastroso.

—Llevas años haciendo gomme y elsabor no ha mejorado lo más mínimo —había comentado su madre hacía solouna semana tras plantar un cuenco deazúcar y una jarra de leche fresca sobre

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la mesa de la cocina—. Ya es hora deque aprendas a hacerlo como es debido.

Pero hiciera lo que hiciese, el gommede Anna siempre salía revuelto yquemado por debajo.

—Traidor —le había susurrado aViva, pues hasta el perro de la granja,siempre apetente, había apartado elhocico.

Aunque hacía cuatro años que habíadejado el colegio, Anna todavía echabade menos la tercera semana de cadames, cuando frøken Jacobsen, la maestraque repartía su tiempo entre los pueblos

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del condado de Telemark, llegaba aHeddal con nuevas cosas queenseñarles. Aquello le gustaba muchomás que las estrictas clases del pastorErslev, en las que tenían que recitar dememoria pasajes de la Biblia y eranevaluados delante de todos los demáscompañeros. Anna odiaba aquellosmomentos, y siempre había sentido quela cara le ardía al notar las miradas detodo el mundo clavadas en ella cuandose encallaba con palabras desconocidas.

La mujer del pastor, fru Erslev, eramucho más amable y tenía más paciencia

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con ella cuando le tocaba aprenderse loshimnos para el coro de la iglesia. Y,últimamente, solía asignarle los solos.Cantar era mucho más fácil que leer,pensaba Anna. Cuando cantaba, solotenía que cerrar los ojos y abrir la bocapara que de ella saliera un sonido que,al parecer, era del agrado de todos.

A veces soñaba con actuar delante deuna congregación en una iglesia grandede Cristianía. Cuando cantaba, era elúnico momento en que sentía que valíaalgo. Pero, en realidad —como sumadre le recordaba constantemente—,

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más allá de cantar para las vacas y de,algún día, entonar nanas para sus hijos,su talento carecía de utilidad. Todas suscompañeras del coro estaban yaprometidas, casadas o sufriendo lasconsecuencias del matrimonio, que porlo visto consistían en tener náuseas yponerse gordas para, finalmente, generarun bebé rubicundo y llorón y tener quedejar de cantar.

En la boda de Nils, su hermanomayor, Anna había tenido que soportarlos codazos e indirectas de todos susfamiliares respecto a su propio futuro

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matrimonial, pero, dado que hasta elmomento ningún pretendiente se habíaofrecido para el puesto, aquel inviernoella sería la única que se quedaría atráscon las gammefrøken, que era como suhermano pequeño, Knut, llamaba a lassolteronas del pueblo.

—Con la ayuda de Dios, encontrarásun marido que pueda ignorar la comidade su plato y, a cambio, sumergirse enesos preciosos ojos azules que tienes —solía bromear Anders, su padre.

Anna sabía que la pregunta querondaba por la mente de todos los

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miembros de su familia era si LarsTrulssen —que había compartido amenudo sus chamuscadas ofrendas—sería ese hombre valiente. El muchachovivía en la granja vecina con su padreenfermo. Los hermanos de Anna habíanconvertido a Lars —hijo único yhuérfano de madre desde los seis años— prácticamente en un tercer hermano, ymuchas noches se lo veía cenando a lamesa de la familia Landvik. Anna seacordaba de lo mucho que, durante loslargos inviernos, habían jugado todosjuntos en los días de nieve. A sus

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atolondrados y bulliciosos hermanos lesencantaba enterrarse mutuamente en lanieve de manera que el característicopelo rojizo de los Landvik destacarasobre el paisaje blanco, mientras que,para consternación de ambos, Lars, queera de naturaleza mucho más sosegada,se metía en casa para leer un libro.

En circunstancias normales Nils,como hijo primogénito, se habríaquedado a vivir con su nueva esposa encasa de los Landvik después de casarse.Sin embargo, el reciente fallecimientode los padres de ella había hecho que

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heredaran la granja familiar en unpueblo situado a varias horas deHeddal, así que Nils se había mudadoallí para dirigirla. Ahora lecorrespondía a Knut pasar todo sutiempo en los campos de la granja de losLandvik ayudando a su padre.

De modo que a menudo Anna sedescubría sentada a solas con Lars, queseguía visitando la casa con regularidad.A veces le hablaba del libro que estabaleyendo en aquellos momentos y,mientras ella aguzaba el oído paraescuchar su voz apagada, el chico le

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narraba historias fascinantes de otrosmundos que parecían mucho másemocionantes que Heddal.

—Acabo de terminar Peer Gynt —ledijo una noche—. Me lo envió mi tíodesde Cristianía, y creo que te gustaría.En mi opinión es lo mejor que ha escritoIbsen hasta el momento.

Anna había bajado la mirada, reacia areconocer que no tenía ni idea de quiénera aquel tal Ibsen, pero Lars no la juzgópor ello y le explicó todo lo relacionadocon el más grande dramaturgo noruegoaún vivo. Al parecer, Ibsen había nacido

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en Skien, una ciudad muy próxima aHeddal, y estaba dando a conocer almundo la literatura y la cultura noruegas.Lars le dijo que había leído todo lo queIbsen había escrito. De hecho, Annatenía la impresión de que había leídotodos los libros que se habían escrito enel mundo. Lars incluso le habíaconfesado su sueño de convertirse algúndía en escritor.

—Pero no es probable que ocurraaquí —añadió clavando connerviosismo su mirada de ojos azules enlos de ella—. Noruega es un país muy

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pequeño y muchos de nosotros tenemosuna educación pobre, pero he oído queen Estados Unidos, si trabajas duro,puedes llegar a ser lo que quieras…

Anna sabía que Lars había aprendidopor su cuenta a leer y escribir en inglésa fin de prepararse para ese momento.Componía poemas en ese idioma y decíaque pronto los enviaría a una editorial.Siempre que él empezaba a hablarle deEstados Unidos, Anna sentía unapunzada de dolor, pues sabía que Larsjamás podría permitirse tal cosa. Supadre padecía artritis y tenía las manos

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permanentemente paralizadas en unsemipuño, de modo que Lars tenía quellevar la granja solo y seguía viviendoen la desvencijada casa familiar.

Cuando el joven no cenaba con ellos,no era extraño que el padre de Anna selamentara del abandono que sufríandesde hacía años las tierras de lafamilia Trulssen y de que sus cerdoscampasen a sus anchas por ellas y lasrevolvieran hasta tornarlas pobres yyermas.

—Con toda la lluvia que ha caídoúltimamente, son poco más que un

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lodazal —decía—. Pero ese muchachovive en el mundo de sus libros, no en elmundo real de los campos y las granjas.

Durante el invierno anterior, una tardeen que Anna estaba intentando descifrarla letra de un himno nuevo que fruErslev quería que se aprendiera, Larshabía levantado la vista de su libro y sehabía quedado mirándola desde el otrolado de la mesa de la cocina.

—¿Necesitas ayuda? —se habíaofrecido.

Sonrojándose al comprender quehabía estado vocalizando las mismas

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palabras una y otra vez en un intento dememorizarlas bien, Anna se habíapreguntado si quería que el muchacho seacercara más, pues siempre apestaba apuerco. Finalmente, había asentido contimidez y Lars se había sentado a sulado. Habían repasado juntos todas laspalabras hasta que ella se dio cuenta deque podía leer el himno de carrerilla.

—Gracias por ayudarme —le habíadicho.

—De nada —había contestado él,ruborizado—. Si quieres, podríaayudarte a leer y a escribir mejor. Si

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prometes cantar para mí de vez encuando.

Consciente de que su nivel de lecturay escritura había empeorado a lo largode los cuatro años que habíantranscurrido desde que dejó el colegio,Anna había aceptado. Y a partir de aquelmomento, ambos habían pasado muchasnoches del último invierno sentados a lamesa de la cocina con las cabezasjuntas. Tanto es así, que Anna habíadescuidado sus bordados, para disgustode su madre. Pronto habían pasado delos himnos a los libros que Lars le

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llevaba desde su casa envueltos enpapel encerado para proteger lasvaliosas páginas de la lluvia y la nieveincesantes. Y, terminada la clase, loslibros se cerraban y Anna cantaba paraél.

Aunque al principio sus padres habíanvisto con cierta preocupación la aficiónde Anna por los libros, les gustabaescucharla cuando les leía por lasnoches.

—Yo habría escapado de esos trolesmucho más deprisa —les había dichodespués de leerles Las tres princesas de

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Blanquilandia una noche frente al fuego.—Pero si uno de los troles tenía seis

cabezas —había señalado Knut.—Seis cabezas te obligan a correr

más despacio —había replicado ellacon una sonrisa.

También había practicado sucaligrafía, y Lars se había reído al ver lafuerza con la que apretaba el lápiz, hastaque los nudillos se le ponían blancos acausa de la tensión.

—No se va a escapar —le habíadicho colocándole cada dedo en laposición adecuada alrededor del lápiz.

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Una noche, tras ponerse el abrigo depelo de lobo para protegerse del fríoglacial, Lars había abierto la puerta paramarcharse y unos copos de nieve tangrandes como mariposas se habíancolado en la casa. Uno de ellos aterrizósobre la nariz de Anna y Lars alargótímidamente el brazo para quitárseloantes de que se derritiera. Al notar laaspereza de su mano sobre la piel de lajoven, la devolvió rápidamente albolsillo del abrigo.

—Buenas noches —había murmurado,antes de salir a la oscuridad del

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invierno, y los copos de nieve sederritieron en el suelo cuando la puertase cerró a su espalda.

Anna se levantó cuando Rosa finalmentellegó hasta ella. Mientras le acariciabalas orejas aterciopeladas y le plantabaun beso en la estrella blanca que tenía enmedio de la frente, no pudo por menosque reparar en los pelos grises en tornoal morro rosado.

—Por favor, aguanta hasta el veranoque viene —le susurró.

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Tras cerciorarse de que Rosadescendía con parsimonia hacia laumbría ladera en la que pastabanapaciblemente sus compañeras, Annapuso rumbo a la cabaña. Por el caminodecidió que todavía no estaba preparadapara un cambio; lo único que quería eraregresar allí cada verano y sentarse enlos prados con Rosa. Su familia tal vezpensara que era una ingenua, pero Annasabía exactamente lo que le teníanplaneado. Y recordaba a la perfección elextraño comportamiento de Lars cuandose había despedido de ella al comienzo

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del verano.Le había dado el poema de Peer Gynt

de Ibsen para que lo leyera y le habíatomado suavemente la mano mientrasella sostenía el libro frente a su pecho.Anna se había quedado petrificada.Aquel contacto había representado unaforma nueva de intimidad, muy diferentede la relación de hermanos que siemprehabía creído que tenían. Al mirar a Lars,había visto una expresión distinta en susintensos ojos azules y de pronto le habíaparecido un extraño. Aquella noche sehabía ido a la cama temblando a causa

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de esa mirada, pues sabía muy bien quésignificaba.

Al parecer sus padres ya se habíaninformado de las intenciones de Lars.

—Podríamos comprar las tierras delos Trulssen como dote de Anna —habíaoído que su padre le decía a su madreuna noche.

—Deberíamos buscarle un partidomejor —había contestado Berit en unsusurro—. Los Haakonssen todavíatienen un hijo casadero en Bø.

—Me gustaría tenerla cerca —habíarespondido Anders con firmeza—. Si

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compramos la propiedad de losTrulssen, estaremos tres años sinobtener ingresos, hasta que la tierra serecupere. Pero después, la cosecha seduplicará. Creo que Lars es lo máximo alo que podemos aspirar, dadas las…limitaciones de Anna.

El comentario le había dolido, y suresentimiento había aumentado cuandosus padres habían empezado a hablarabiertamente de posibles planes de bodaentre ella y Lars. Se preguntaba si enalgún momento se tomarían la molestiade preguntarle si quería casarse con él.

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Pero ese momento no llegó, así queAnna se abstuvo de comentarles que,aunque Lars le caía bien, no tenía muyclaro que pudiera llegar a quererlo.

Aunque en más de una ocasión habíaimaginado cómo sería besar a unhombre, no estaba para nada segura deque en realidad fuera a gustarle. Y encuanto a esa otra cosa desconocida —elacto que sabía que debía producirsepara tener hijos—, era algo sobre lo quesolo podía especular. A veces, por lanoche, oía crujidos y gemidos extrañosprocedentes del dormitorio de sus

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padres, pero cuando le había preguntadoa Knut al respecto, su hermanosimplemente había soltado una risita y lehabía dicho que así habían llegado todosal mundo. Si se parecía en algo almomento en que el toro se le presentabaa la vaca… Anna se estremeció alrecordar cómo había que animar a lacriatura, que no paraba de bramar, asubirse sobre su conquista femenina, altiempo que el mozo lo ayudaba a meterla «cosa» dentro de ella para que lavaca tuviera un ternero unos mesesdespués.

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Deseaba poder preguntarle a su madresi el proceso de los humanos eraparecido, pero nunca conseguía reunir elvalor necesario para hacerlo.

Para colmo, se había pasado elverano forcejeando con Peer Gynt, y nisiquiera entonces, después de analizarinfinitas veces la historia, era capaz deentender ni lo más mínimo por qué lapobre campesina —Solveig, se llamaba— había malgastado toda su vidaesperando a un hombre horrible ymujeriego como Peer. Y luego, cuandoeste al fin regresa, lo acepta y se posa su

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cabeza embustera e infiel sobre elregazo.

—Yo la habría utilizado como pelotapara que Viva jugara con ella —farfullócamino de la cabaña.

Y lo que sí había decidido firmementeaquel verano era que jamás, jamás,podría casarse con un hombre al que noamara.

Cuando llegó al final del sendero,divisó la sólida cabaña de madera,intacta desde hacía varias generaciones.El tejado de pasto destacaba como unlozano recuadro verde brillante entre el

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follaje más oscuro de las píceas delbosque circundante. Anna tomó agua delcubo que descansaba junto a la puerta yse lavó las manos para quitarse el olor avaca antes de entrar en la alegre cocinay sala de estar donde, tal como habíavaticinado, ya ardían los quinqués.

La estancia albergaba una mesagrande cubierta por un mantel decuadros, un aparador de pino labrado,un viejo horno de leña y una enormechimenea abierta donde su madre y ellacalentaban la olla de hierro con lasgachas del desayuno y la cena, y la carne

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y las verduras del mediodía. En la partede atrás estaban las habitaciones: la desus padres, la de Knut, y el diminutocuarto donde ella dormía.

Cogió uno de los quinqués de la mesa,avanzó por el gastado suelo de tablonesy abrió la puerta de su habitación. Teníaque entrar prácticamente de costado,pues el espacio era tan reducido que lacama casi chocaba con la puerta. Dejóla lámpara en la mesilla de noche y sequitó el gorro para dejar que la melenade bucles cobrizos le cayera sobre loshombros.

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Tomó su desvaído espejo y,sentándose en la cama, se miró la cara yse limpió una mancha de tierra de lafrente a fin de estar presentable para lacena. Se quedó unos instantesexaminando su reflejo en la agrietadasuperficie. No se consideraba unamuchacha especialmente bonita. Su narizparecía excesivamente pequeña encomparación con sus grandes ojosazules y sus labios carnosos yredondeados. Lo único bueno de lallegada del invierno, pensó, era que lasabundantes pecas que le brotaban en

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verano sobre el puente de la nariz y lasmejillas remitirían e hibernarían conella hasta la primavera.

Con un suspiro, dejó el espejo, saliódel cuarto con dificultad y miró la horaen el reloj de pared de la cocina.Marcaba las siete. Le extrañó que nohubiera nadie en casa, sobre todoporque aquel día esperaban a su padre ya Knut.

—¿Hola? —llamó en vano.Salió a la luz crepuscular, que se

desvanecía a toda prisa, y rodeó lacabaña hasta la parte de atrás, donde,

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sobre la tierra áspera, descansaba unamesa de pino macizo. Para su sorpresa,vio a sus padres y a Knut allí sentadoscon un desconocido cuyo rostro aparecíailuminado por la luz del quinqué.

—¿Dónde diantre estabas, criatura?—le preguntó su madre poniéndose enpie.

—Asegurándome de que las vacasbajaran de la montaña, tal como mepediste.

—Hace horas que te fuiste —lareprendió Berit.

—Tuve que ir a buscar a Rosa. Las

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demás la habían dejado atrás,completamente sola.

—Bueno, por lo menos ya estás aquí.—Berit parecía aliviada—. Estecaballero ha subido con tu padre y tuhermano para conocerte.

Anna le echó un vistazo al caballeropreguntándose por qué habría hecho unacosa así. Nadie había ido nunca a ningúnlugar solo para «conocerla». Cuando loobservó con más detenimiento, advirtióque no era de la región. Lucía unaamericana de sastre oscura con solapasanchas, un pañuelo de seda en torno al

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cuello y un pantalón de franela que, pesea las manchas de barro de losdobladillos, era la clase de prenda queusaba la gente elegante de las grandesciudades. Lucía un gran bigote con laspuntas mirando hacia arriba, como loscuernos de una cabra, y Anna le calculó,por las arrugas de la cara, cincuentaaños largos. Mientras lo escudriñaba, sedio cuenta de que él también la estabaexaminando. Finalmente, el hombreesbozó una gran sonrisa de aprobación.

—Ven a conocer a herr Bayer, Anna.Su padre le hizo señas para que se

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acercara al tiempo que cogía la granjarra que había en la mesa para servircerveza casera en la taza del caballero.

Anna se acercó tímidamente alhombre, que se levantó de inmediato y letendió la mano. Ella alargó la suya y él,en lugar de estrechársela, la tomó entrelas suyas.

—Frøken Landvik, es un honorconocerla.

—¿De veras? —respondió Anna,atónita.

—¡No seas maleducada, Anna! —lareprendió su madre.

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—No, por favor —intervino elhombre—, estoy seguro de que Anna nopretendía serlo. Simplemente lesorprende mi presencia. Apuesto a quesu hija no vuelve todos los días a sucasa de las montañas para encontrarse aun desconocido esperándola. Y ahora,Anna, si tienes la amabilidad de tomarasiento, te explicaré por qué estoy aquí.

Mientras ella obedecía, sus padres yKnut observaban la escena conexpectación.

—En primer lugar, permite que mepresente. Me llamo Franz Bayer y soy

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profesor de historia noruega en laUniversidad de Cristianía. También soypianista y profesor de música. Misamigos y yo solemos pasar muchosveranos en el condado de Telemarkestudiando la cultura nacional que lasbuenas gentes de estos lares tan bienconserváis y buscando jóvenes talentosmusicales para actuar en Cristianía, lacapital. Cuando llegué a Heddal, comosiempre hago, me encaminé en primerlugar hacia la iglesia, y allí conocí a furErslev, la esposa del pastor. Me contóque es la directora del coro, y cuando le

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pregunté si tenía alguna voz excepcionalentre sus filas, me habló de ti. Supuse,como es lógico, que vivirías en elpueblo o sus alrededores. Entonces meexplicó que pasabas los veranos aquíarriba, a casi un día de trayecto encarreta, pero que daba la casualidad deque tal vez tu padre pudieseproporcionarme un medio de transporte,y así lo hizo. —Herr Bayer se volvióhacia Anders con una inclinación decabeza—. Mi querida señorita, confiesoque tuve mis reticencias cuando fruErslev me dijo dónde vivías. Sin

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embargo, la mujer del pastor me aseguróque el viaje merecería la pena. Dice queposees una voz angelical. De modo que—abrió los brazos y esbozó una gransonrisa— aquí estoy. Y tus padres se hanmostrado sumamente hospitalariosmientras aguardábamos tu regreso.

Mientras Anna intentaba asimilar laspalabras de herr Bayer, cayó en lacuenta de que tenía la boca abierta acausa de la sorpresa y se apresuró acerrarla. No quería que un sofisticadohombre de ciudad la tomara por unacampesina bobalicona.

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—Me siento honrada de que hayahecho el viaje solo para verme a mí —dijo, y esbozó la reverencia máselegante que fue capaz de realizar.

—Bueno, si la directora de tu corotiene razón, y me consta que tus padrestambién creen que posees talento, elhonor es todo mío —respondió herrBayer—. Y, por supuesto, ahora que yaestás aquí, me complace comunicarteque tienes una oportunidad de demostrarque están en lo cierto. Me encantaría quecantaras para mí, Anna.

—Por supuesto —dijo Anders al ver

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que Anna se quedaba paralizada,titubeando en silencio—. ¿Anna?

—Solo sé himnos y cancionespopulares, herr Bayer.

—Bien; cualquiera de las dos cosasservirá, te lo aseguro —la animó.

—Canta Per Spelmann —sugirió sumadre.

—Es un buen comienzo —respondióherr Bayer asintiendo con la cabeza.

—Pero hasta ahora solo se la hecantado a las vacas.

—Imagina, entonces, que soy tu vacafavorita y que quieres que vuelva a casa

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—propuso herr Bayer con un brillodivertido en la mirada.

—Está bien, señor. Lo intentaré.Anna cerró los ojos y trató de

imaginarse de nuevo en la laderallamando a Rosa, tal como había hechoaquella tarde. Respiró hondo y empezó acantar. Las palabras brotaban de suinterior sin que tuviera que pensarlasmientras contaba la historia del pobreviolinista que entregó su vaca pararecuperar su violín. Y cuando el aire dela noche se hubo llevado la última nota,abrió los ojos.

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Miró a herr Bayer con incertidumbre,esperando una reacción. El silencio sealargó durante unos instantes mientras elhombre la estudiaba detenidamente.

—Ahora un himno —propuso al fin—. ¿Conoces Herre Gud, dit dyre Navnog Ære?

Anna asintió y abrió de nuevo la bocapara cantar. Aquella vez, cuandoterminó, vio que herr Bayer sacaba unpañuelo y se secaba los ojos.

—Jovencita —dijo con la voz ronca acausa de la emoción—, has estadosublime. Ha merecido cada una de las

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horas de dolor de espalda que sufriréesta noche a consecuencia del viaje.

—Por descontado, pasará la nochecon nosotros —intervino Berit—. Puedeinstalarse en el dormitorio de nuestrohijo Knut. Él dormirá en la cocina.

—Muchas gracias, querida señora.Aceptaré su invitación encantado, puestenemos muchas cosas de las que hablar.Disculpe mi atrevimiento, pero ¿podríaofrecer algo de pan a este exhaustoviajero? No he probado bocado desde eldesayuno.

—Le pido mil perdones, señor —se

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disculpó Berit, horrorizada por haberseolvidado por completo de la comida enmedio de la agitación—. Anna y yoprepararemos ahora mismo para todosalgo de comer.

—Entretanto, herr Landvik y yohablaremos de cómo podríamos llevarla voz de Anna hasta los oídos del granpúblico noruego.

Con los ojos como platos, Annasiguió obedientemente a su madre hastala cocina.

—¿Qué pensará de nosotros? Yo te lodiré: ¡que somos tan poco hospitalarios,

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o tan pobres, que no hay comida ennuestra mesa para un invitado! —seregañó Berit en tanto preparaba una granfuente con pan, mantequilla y lonchas decerdo curado—. Seguro que vuelve aCristianía y les cuenta a sus amigos quelas historias que han oído sobre nuestrosmodales incivilizados son ciertas.

—Mor, herr Bayer parece uncaballero bondadoso y estoy segura deque no hará tal cosa. Si ya está todolisto, iré a buscar leña para el fuego.

—Bueno, date prisa, que has de ponerla mesa.

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—Sí, mor.Anna salió con una gran cesta de

mimbre bajo el brazo. Después dellenarla de troncos, se quedó un ratocontemplando las luces titilantes quebrillaban intermitentemente en la laderaque descendía hasta el lago y queindicaban la presencia de otrasviviendas humanas. El corazón todavíale latía desbocado por los sorprendentesacontecimientos de aquella noche.

No tenía una idea clara de lo quesignificaban para ella, aunque habíaoído historias de otros cantantes y

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músicos con talento que habían sidoarrastrados hasta la ciudad desde suspueblos de Telemark por profesorescomo herr Bayer. Se preguntó si, en elcaso de que el hombre le pidiera que semarchase con él, le apetecería de verdadhacerlo. Pero, teniendo en cuenta que suexperiencia más allá de la lechería selimitaba a Heddal y algún que otro viajeesporádico a Skien, ni siquiera podíaempezar a imaginarse lo que implicaríaun paso así.

Al oír que su madre la llamaba, girósobre sus talones y regresó a la cabaña.

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A la mañana siguiente, durante losbreves instantes de sopor que separan elsueño de la vigilia, Anna se revolvió ensu cama con la vaga idea de que algoincreíble había sucedido la nocheprevia. Cuando al fin recordó qué era,se levantó e inició el engorroso procesode ponerse los pololos, la camisetainterior, la blusa de color crema, lafalda negra y el chaleco de vivoscolores que conformaban su atuendocotidiano. Tras recogerse el pelo bajo el

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gorro de algodón, se calzó las botas.La noche anterior, después de la cena,

había cantado dos canciones más y otrohimno antes de que su madre la enviaraa la cama. Hasta aquel momento lacharla no se había centrado en Anna,sino en el tiempo inusitadamente cálidoy la cosecha que su padre preveíaobtener el año siguiente. Luego, noobstante, la joven había escuchado lasvoces quedas de sus padres y herr Bayera través de las finas paredes de maderay comprendido que estaban discutiendode su futuro. En un momento dado,

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incluso se había atrevido a abrir lapuerta de su cuarto unos centímetros.

—Como es lógico, me preocupa quesi Anna nos deja para marcharse a laciudad, mi esposa tenga que cargar solacon las tareas domésticas —había oídodecir a su padre.

—Reconozco que la cocina y lalimpieza no son lo suyo, pero estrabajadora y se ocupa de los animales—había añadido Berit.

—Bueno, estoy seguro de quepodemos llegar a un acuerdo —habíacontestado herr Bayer para

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tranquilizarlos—. Naturalmente, estoydispuesto a compensarles por perder laayuda que representa su hija.

Anna había contenido la respiración,incrédula, cuando el profesor mencionóuna cifra. Incapaz de seguir escuchando,había cerrado la puerta con sigilo. «¡Asíque piensan venderme como una vaca enel mercado!», farfulló indignada por elhecho de que el dinero pudiera siquierainfluir en la decisión de sus padres. Sinembargo, también había sentido unpequeño estremecimiento de emoción.Después de aquello, había tardado un

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buen rato en conciliar el sueño.Por la mañana, frente a las gachas del

desayuno, Anna guardó silencio mientrassu familia hablaba de herr Bayer, queseguía durmiendo para recuperarse delagotamiento del viaje. Por lo visto, elentusiasmo de la noche previa habíadecaído y su familia había empezado apreguntarse si era prudente dejar que suúnica hija se marchara a la ciudad conun desconocido.

—Solo contamos con su palabra —señaló Knut, molesto por haber tenidoque cederle su cama a herr Bayer—.

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¿Quién nos asegura que Anna va a estara salvo con él?

—Digo yo que si fru Erslev le hadado su aprobación y nos lo ha enviadoaquí arriba, será porque es un hombrerespetable y temeroso de Dios —opinóBerit mientras preparaba un cuenco degachas más copioso para su huésped,con una cucharada de mermelada dearándanos encima.

—Lo mejor sería que fuera a hablarcon el pastor y su esposa cuandoregresemos a Heddal la semana queviene —concluyó Anders, y Berit

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asintió.—En ese caso, herr Bayer tendrá que

darnos algo de tiempo para meditarlo yvolver a visitarnos dentro de unos díaspara comentarlo.

Anna no se atrevía a abrir la boca,pues sabía que era su futuro lo queoscilaba sobre la balanza y no estabasegura de hacia qué lado quería que sedecantara. Deseosa de pasar el día conlas vacas para poder reflexionar en paz,se escabulló antes de que su madrepudiera asignarle otras tareas.Canturreando por el camino, se preguntó

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por qué herr Bayer estaba tan interesadoen ella cuando seguro que en Cristianíahabía muchas chicas que cantaban mejor.Apenas le quedaban unos días en lasmontañas antes de regresar a Heddalpara el invierno, y de pronto se angustióal comprender que quizá no regresaraallí el siguiente verano. Tras darle unabrazo y un beso a Rosa, cerró los ojosy siguió cantando para ahuyentar susmiedos.

Una semana después, ya de regreso en

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Heddal, Anders fue a hablar con elpastor Erslev y su esposa, quienes lotranquilizaron con respecto al carácter ylas credenciales del profesor. Alparecer, herr Bayer había tomado a otrasmuchachas bajo su protección y lashabía convertido en cantantesprofesionales. Una de ellas, comentóentusiasmada fru Erslev, incluso habíacantado en el coro del Teatro deCristianía.

Cuando herr Bayer fue a verlos pocotiempo después, Berit había preparadola mejor pieza de cerdo que había

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encontrado para el almuerzo. Despuésde comer, mandaron a Anna a proseguircon su habitual tarea de dar de comer alas gallinas y llenar los abrevaderos deagua. La muchacha se había acercado envarias ocasiones a la ventana de lacocina, desesperada por escuchar lo quese estaba hablando dentro, pero noconsiguió oír nada. Al final, Knut salió abuscarla.

Mientras se quitaba el abrigo, Annavio que sus padres charlabanamigablemente con herr Bayer al tiempoque se bebían la cerveza casera de

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Anders. El profesor la recibió con unasonrisa jovial cuando se sentó a la mesacon Knut.

—Anna, tus padres han accedido aque vengas a vivir conmigo en Cristianíadurante un año. Seré tu mentor, ademásde tu profesor, y les he prometido queactuaré fielmente in loco parentis. ¿Quéte parece?

Anna lo miró fijamente y no contestó,reacia a mostrar su ignorancia, pues notenía la menor idea de qué significaba«mentor» o «in loco parentis».

—Herr Bayer quiere decir que

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vivirás con él en su apartamento deCristianía y que te enseñará a cantarcomo es debido, te presentará a genteinfluyente y se hará cargo de que recibaslos mismos cuidado que si fueras su hija—le explicó Berit posando una manoreconfortante en la rodilla de Anna.

Al reparar en su expresión dedesconcierto, herr Bayer se apresuró atranquilizarla todavía más.

—Como ya les he explicado a tuspadres, la convivencia, naturalmente,tendrá lugar bajo el máximo de losdecoros. Mi ama de llaves, frøken

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Olsdatter, también reside en elapartamento y estará siempre a tudisposición para acompañarte y atendertus necesidades. Así mismo, les hemostrado cartas con referencias de miuniversidad y de la hermandad demúsicos de Cristianía. De modo que notienes nada que temer, mi queridaseñorita, te lo aseguro.

—Entiendo.Anna se concentró en la taza de café

que su madre le había puesto delante ybebió despacio.

—¿Dirías que te complace mi

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propuesta, Anna? —preguntó herr Bayer.—Creo… que sí.—Herr Bayer también está dispuesto

a sufragar todos tus gastos —la alentó supadre—. Es una oportunidadmaravillosa, Anna. Cree que tienesmucho talento.

—Así es —confirmó el profesor—.Tienes una de las voces más puras quehe escuchado en mi vida. Y tu educaciónno será solo musical. Aprenderás otrosidiomas y te pondré profesoresparticulares para mejorar tu nivel delectura y escritura.

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—Disculpe, herr Bayer —lointerrumpió Anna, incapaz de contenerse—, pero ya domino ambas cosas.

—Me alegro, porque eso quiere decirque podremos empezar a cultivar tu vozantes de lo que esperaba. Entonces,Anna, ¿aceptas?

Anna estaba deseando preguntar porqué: ¿por qué quería aquel hombre pagara sus padres para dedicar su tiempo aeducarlas a ella y su voz, y encimatenerla alojada en su apartamento? Perocomo nadie más parecía hacerse esapregunta, pensó que tampoco le

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correspondía a ella hacerla.—Pero Cristianía está muy lejos y un

año es mucho tiempo…La voz de Anna se apagó cuando al

fin comprendió la enormidad de lo quele estaban proponiendo. Todo lo queconocía, todo lo que había conocidohasta aquel momento, desaparecería desu vida. Ella era una muchacha humildede una granja de Heddal, y aunque suvida y su futuro se le antojaban insulsos,el salto que le estaban pidiendo quediera sin apenas tiempo para meditarlode pronto le pareció excesivo.

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—Eh…Tenía cuatro pares de ojos clavados

en ella.—Yo…—¿Sí? —preguntaron sus padres y

herr Bayer al unísono.—Si durante mi ausencia Rosa muere,

prometedme que no os la comeréis.Y dicho eso, Anna Landvik rompió a

llorar.

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14

Tras la partida de herr Bayer, el hogarde los Landvik se convirtió en unhervidero de actividad. Su madreempezó a confeccionar una maleta paraque Anna pudiera trasladar sus escasaspertenencias hasta Cristianía. Le lavó y

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remendó meticulosamente sus dosmejores faldas y blusas, así como laropa interior, pues, como decía Berit,ninguna hija suya parecería una vulgarcampesina entre aquella gente arrogantede la ciudad. Fru Erslev, la esposa delpastor, le regaló a Anna un devocionarionuevo de hojas blancas e inmaculadasantes de recordarle que rezara susoraciones todas las noches y no sedejara seducir por las costumbres«paganas» de la ciudad. Habíanquedado en que el pastor Erslev larecogería en Drammen y la acompañaría

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en el tren hasta Cristianía, donde debíaasistir a una reunión eclesiástica.

Anna, por su parte, se dio cuenta deque apenas disponía de tiempo parasentarse y reflexionar sobre su decisión.Cada vez que la asaltaban las dudas, seesforzaba por apartarlas. Su madre lehabía dicho que Lars iría a verla al díasiguiente, y la muchacha notaba que elcorazón le aporreaba dolorosamente elpecho cuando recordaba lasconversaciones susurradas de sus padresrespecto a su boda. Tenía la impresiónde que, independientemente de lo que le

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deparara el futuro, ya fuera en Heddal oen Cristianía, otras personas estabantomando las decisiones por ella.

—Ha llegado Lars —anunció Berit a

la mañana siguiente como si creyera quela propia Anna no había estadoangustiosamente pendiente del chapoteode sus botas contra el barro provocadopor las lluvias de septiembre—. Yoabriré la puerta. ¿Por qué no lo recibesen el salón?

La joven asintió, consciente de que el

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salón era la estancia «seria». Allíestaban el banco con arcón, el únicomueble tapizado de la casa, y una vitrinadonde se almacenaba una mezcla deplatos y pequeños adornos que su madreconsideraba lo bastante buenos para serexhibidos. El salón también habíaalbergado los féretros de tres de losabuelos de Anna cuando habíanabandonado aquel mundo. Mientrasrecorría el estrecho pasillo en direccióna tal estancia, la muchacha pensó que enrealidad eran muy pocas las veces enque el salón había acogido a gente que

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respirara. Y cuando abrió la puerta, unaráfaga de aire con olor a rancio legolpeó la cara.

La conversación que estaba a puntode mantener justificaba,presumiblemente, la sobriedad delentorno, y Anna se preguntó dóndedebería colocarse para cuando Larsentrara en la sala. Al oír las fuertespisadas en el pasillo, corrió a sentarseen el banco, cuyos cojines eran casi tanduros como las tablas de pino que lossostenían.

Llamaron a la puerta y a Anna se le

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escapó una risita agitada. Hastaentonces, nadie había solicitado supermiso para entrar en una estancia queno fuera su dormitorio.

—¿Sí? —respondió.La puerta se abrió y apareció el rostro

redondo de su madre.—Lars ya está aquí.Anna lo observó mientras entraba. Se

había esforzado por domar su espesamata de pelo rubio y lucía su mejorcamisa de color crema y el pantalónnegro que normalmente solo se poníapara ir a la iglesia, además de un

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chaleco azul marino que ella no le habíavisto antes y que pensó que entonaba consus ojos. Se dijo que en verdad erabastante guapo, pero también pensaba lomismo de Knut, su hermano, y sinembargo tenía clarísimo que no queríacasarse con él.

No se habían visto desde que él lehabía prestado Peer Gynt, y Anna tragósaliva con nerviosismo al recordar lamano de Lars sujetando la suya. Selevantó para recibirlo.

—Hola, Lars.—¿Te apetece una taza de café, Lars?

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—le preguntó Berit desde la puerta.—N-no, gracias, fru Landvik.—En ese caso —dijo Berit después

de un instante de silencio—, os dejosolos para que habléis.

—¿Quieres sentarte? —le preguntóAnna una vez su madre se hubomarchado.

—Sí —respondió él.Anna se acomodó torpemente en el

otro extremo del banco y entrelazó lasmanos sobre el regazo.

—Anna —Lars se aclaró la garganta—, ¿sabes por qué estoy aquí?

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—¿Porque siempre estás aquí?Su respuesta le arrancó una risa

tímida a Lars y aligeró la tensión.—Sí, supongo que tienes razón.

¿Cómo te ha ido el verano?—Como todos los veranos anteriores,

así que no puedo quejarme.—Pero este ha sido especial para ti,

¿no? —insistió él.—¿Lo dices por herr Bayer, el

hombre de Cristianía?—Sí. Fru Erslev se lo ha contado a

todo el mundo. Está muy orgullosa deti… y yo también —añadió—.

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Probablemente seas la persona máscélebre de todo el condado de Telemark,con excepción de herr Ibsen, claro.Entonces ¿irás?

—Bueno, far y mor creen que es unagran oportunidad para mí. Dicen que esun honor que un hombre como herrBayer quiera ayudarme.

—Y no se equivocan. Pero megustaría saber si tú realmente quieres ir.

Anna lo meditó.—Creo que debo hacerlo —contestó

—. Rechazarlo sería una grosería, ¿no teparece? Sobre todo porque herr Bayer

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hizo todo un día de viaje para subir a lamontaña y oírme cantar.

—Sí, supongo que lo sería.Lars desvió la mirada hacia el cuadro

del lago Skisjøen que colgaba de lapared de pesados troncos de pinosituada detrás de Anna. Se hizo un largosilencio que la muchacha no sabía siromper o no. Finalmente, Lars volvió afijar la vista en ella.

—Anna.—¿Sí, Lars?El joven respiró muy hondo, y ella se

percató de que agarraba con fuerza el

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brazo del banco para que dejara detemblarle tanto la mano.

—Antes de que te marcharas a lasmontañas a pasar el verano, hablé con tupadre de la posibilidad de pedir… tumano. Acordamos que yo le vendería lastierras de mi familia y que lastrabajaríamos juntos. ¿Sabías algo deesto?

—He oído a mis padres hablar deello —confesó Anna.

—Antes de que viniera herr Bayer,¿cuál era tu opinión al respecto?

—¿Te refieres a lo de que far te

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comprara las tierras?—No. —Lars se permitió esbozar una

sonrisa irónica—. A lo de que noscasemos.

—Si te digo la verdad, no pensabaque realmente quisieras casarteconmigo. Nunca me lo has mencionado.

Lars la miró estupefacto.—Anna, es imposible que no te hayas

dado cuenta de mis sentimientos por ti.El invierno pasado venía casi todas lasnoches a ayudarte con la caligrafía.

—Pero, Lars, tú siempre has estadoaquí, desde que era niña. Eres… como

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mi hermano.Una punzada de dolor atravesó el

rostro de Lars.—El caso es, Anna, que te quiero.Ella lo miró atónita. Había dado por

sentado que Lars consideraría lapropuesta de matrimonio un asunto deconveniencia, especialmente porqueella, con sus limitadas aptitudesdomésticas, estaba lejos de ser un buenpartido. Al fin y al cabo, según lo quehabía visto en su corta vida, la mayoríade los matrimonios parecían basarse enesa premisa. Pero Lars acababa de

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decirle que la quería… y aquello eraalgo muy diferente.

—Es muy amable por tu parte, Lars.Quererme, quiero decir.

—No es «amable», Anna, es…Lars se interrumpió. Parecía confuso

y aturdido. Se hizo un largo silenciodurante el cual Anna pensó en lo parcasque serían sus conversaciones de la horade la cena si se casaban. Larsprobablemente se concentraría en suplato, y de eso, sin duda, no saldría nadabueno.

—Me gustaría saber, Anna, si habrías

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aceptado mi proposición de matrimoniosi herr Bayer no te hubiese pedido quefueras con él a Cristianía.

La muchacha pensó en lo mucho queLars la había ayudado durante el últimoinvierno y en el enorme cariño que letenía, y supo que solo podía darle unarespuesta.

—Sí, la habría aceptado.—Gracias —dijo él, visiblemente

aliviado—. Bien, tu padre y yo hemosacordado que, dadas las circunstancias,el contrato de la compra de la granja demi familia será redactado de inmediato.

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Después, te esperaré durante el año quepases en Cristianía y, a tu vuelta, pedirétu mano formalmente.

Anna empezó a alarmarse. Lars habíamalinterpretado sus palabras. Si lehubiera preguntado si ella lo amabacomo él decía amarla a ella, habríacontestado que no.

—¿Te parece bien, Anna?El silencio se adueñó de la estancia

mientras la joven trataba de ordenar suspensamientos.

—Confío en que puedas aprender aquererme como yo te quiero a ti —

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continuó el chico en voz baja—. Ypuede que algún día nos vayamos aEstados Unidos y comencemos allí unanueva vida. Toma, esto es para ti, elsello de nuestra promesa mutua, aunqueaún no sea oficial. Te resultará más útilque un anillo, al menos de momento.

Se llevó la mano al bolsillo delchaleco, sacó un estuche de maderaalargado y estrecho y se lo tendió.

—Yo… Gracias.Anna acarició la lustrosa madera con

los dedos y abrió el estuche. Dentroencontró la pluma estilográfica más

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bonita que había visto en su vida, y sedio cuenta de que debía de haberlecostado una fortuna. El cuerpo, de ligeramadera de pino, se curvaba conelegancia para encajar en su mano a laperfección, y el plumín terminaba en unapunta delicada. La sostuvo tal como Larsle había enseñado a hacerlo. Y aunqueno lo amaba ni quería casarse con él, suregalo la conmovió e hizo que se lesaltaran las lágrimas.

—Lars, es el objeto más bello que heposeído en mi vida.

—Te esperaré, Anna —le aseguró él

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—. Tal vez puedas utilizarla paraescribirme cartas contándome cómo estu vida en Cristianía.

—Claro.—¿Y estás de acuerdo en que nos

prometamos formalmente el año queviene cuando regreses de Cristianía?

Sintiendo toda la fuerza del amor deLars y bajando la mirada hacia la bellapluma, Anna pensó que solo podíaresponder una cosa.

—Sí.El muchacho esbozó una sonrisa de

oreja a oreja.

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—Estoy muy contento. Y ahora iremosa anunciarles a tus padres que hemosllegado a un acuerdo. —Se puso en pie yla tomó de la mano. Después inclinó lacabeza para besársela—. Querida Anna,esperemos que Dios sea bondadoso connosotros.

Dos días después, todos lospensamientos inquietantes sobre Lars ylo que sucedería un año más tardedesaparecieron de la mente de Annacuando se levantó temprano para

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emprender el largo viaje hastaCristianía. Estaba tan nerviosa queapenas pudo probar las tortitasespeciales que su madre le habíapreparado de desayuno. Cuando Andersanunció que había llegado la hora departir, Anna se puso en pie sintiendo quelas piernas le temblaban como si fueranqueso de cabra. Al contemplar porúltima vez la acogedora cocina, la asaltóun repentino deseo de deshacer lamaleta y cancelar el viaje.

—Todo irá bien, kjære —dijo Beritabrazando a su hija y acariciándole los

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largos bucles—. Estarás de vuelta paravisitarnos antes de que te des cuenta. Noolvides rezar tus oraciones todas lasnoches, ir a la iglesia los domingos ycepillarte bien el pelo.

—Mor, deja de preocuparte o no seirá nunca —le espetó Knut al tiempo queabrazaba a su hermana—. Y no teolvides de divertirte mucho —le susurróal oído antes de enjugarle las lágrimasde las mejillas.

Su padre la llevó en la carreta hastala ciudad de Drammen —a casi un díade viaje—, desde donde tomaría el tren

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a Cristianía con el pastor Erslev. Sehospedaron en una modesta casa dehuéspedes que también disponía decuadras para el caballo. Así podríanmadrugar y llegar a la estación contiempo suficiente.

El pastor Erslev estaba esperando enel andén, que se hallaba abarrotado deviajeros. Cuando al fin el tren hizo suentrada, los sibilantes penachos de humoy el chirrido de los frenos abrumaron aAnna, que vio que los demás pasajerosse apresuraban a embarcar. Anders laayudó con la amplia maleta mientras

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seguían al pastor hacia el vagón.—Far, estoy muy asustada —susurró

Anna.—Hija mía, si no eres feliz, solo

tienes que volver a casa —respondió élcon suavidad y acariciándole la mejilla—. Subiré contigo para ayudarte ainstalarte.

Subieron los escalones y recorrieronel vagón hasta encontrar asientos paralos dos viajeros. Anders ya habíacolocado la maleta sobre la rejilla demetal de arriba y, cuando el jefe deestación hizo sonar el silbato, se agachó

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para besar a su hija.—Asegúrate de escribir regularmente

a Lars para que podamos enterarnos decómo estás y recuerda el gran honor quese te ha concedido. Demuestra a esagente de la ciudad que sus hermanos delcampo saben comportarse.

—Lo haré, far, lo prometo.—Buena chica. Te veremos en

Navidad. Que el Señor te proteja y tebendiga. Adiós.

—Quédese tranquilo, se la entregaré aherr Bayer sana y salva —dijo el pastorErslev al estrecharle la mano a Anders.

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Anna se esforzó por no llorar cuandosu padre se apeó del tren y se acercó ala ventanilla para decirle adiós con lamano. En aquel momento, el tren arrancócon una fuerte sacudida y el rostro de supadre desapareció de inmediato tras lanube de vapor.

Mientras el pastor Erslev seconcentraba en su devocionario, Anna sededicó a observar a los demásocupantes del vagón, y de repente sintióque su vestido tradicional llamabademasiado la atención. El resto de losviajeros vestía ropa de ciudad, elegante,

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y aquello hizo que Anna se sintieraexactamente como la campesina que era.Se llevó la mano al bolsillo de la falda ysacó la carta que Lars le había entregadoel día anterior, cuando se habíandespedido. La había obligado aprometer que no la leería hasta queestuviera en el tren. Exagerando el gestopara demostrarles a los demás viajerosque, pese a ser una muchacha de campo,sabía leer, abrió el lacre.

Las palabras, escritas con lacaligrafía cuidada de Lars, le planteabanun desafío, pero la muchacha perseveró

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con tenacidad.

Stalsberg VåningshusetTindevegen

Heddal

18 de septiembre de 1875

Kjære Anna: Quería decirte que estoy orgulloso de ti.

Aprovecha todas las oportunidades que se tepresenten para mejorar tu voz y tuconocimiento del mundo que se extiendemás allá de Heddal. No le tengas miedo, yrecuerda que debajo de las ropas elegantes y

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las distintas costumbres de las personas queconocerás, solo son seres humanos como túy como yo.

Yo, entretanto, esperaré con ansia el día detu regreso. Por favor, escríbeme paradecirme que has llegado bien a Cristianía. Atodos nos fascinará conocer hasta el últimodetalle de tu nueva vida.

Tu afectuoso y siempre fiel,

LARS

Anna dobló la hoja con mucho

cuidado y la devolvió a su bolsillo. Lecostaba relacionar la persona física deLars, tan torpe y callada, con la

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elocuencia natural de las palabras quehabía escrito en la carta. Mientras eltren traqueteaba rumbo a la capital y elpastor Erslev dormitaba en el asiento deenfrente —con una gotita de humedadcolgándole peligrosamente de la puntade la nariz sin llegar a caer—, Annasofocó la oleada de pánico que sentíacada vez que pensaba en su futura boda.Pero un año era mucho tiempo y podíansuceder muchas cosas. A la gente podíacaerle un rayo encima, o podía pillar unmal catarro y morir. Tal vez ella mismamuriera, pensó cuando el tren pegó un

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repentino bandazo hacia la derecha. Ycon ese pensamiento, cerró los ojos ytrató de conciliar el sueño.

—¡Buenos días, pastor Erslev! Y mi

querida frøken Landvik, permítame quele dé la bienvenida a Cristianía. ¿Tienesinconveniente en que te llame Annaahora que vamos a vivir en la mismacasa? —le preguntó herr Bayer altiempo que le cogía la maleta y laayudaba a bajar del tren.

—Desde luego, señor —respondió

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ella tímidamente.—¿Qué tal el viaje, pastor Erslev? —

preguntó mientras el anciano pastorrenqueaba a su lado por el concurridoandén.

—Muy agradable, gracias. Bien, hecumplido con mi deber y veo que elpastor Eriksonn ya me está esperando —anunció saludando con la mano a unhombre calvo y bajito con una sotanaidéntica a la suya—. Ha llegado elmomento de despedirnos, Anna.

—Adiós, pastor Erslev.Anna vio que el último vínculo que la

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unía a todo lo que le resultaba conocidocruzó la verja de la estación y salió auna calle bulliciosa donde aguardabanvarios coches de caballos.

—También nosotros tomaremos unode esos para que nos lleve rápido acasa. Normalmente cojo el tranvía, perotemo que te resulte excesivo después dellargo viaje.

Herr Bayer le dio la dirección alcochero y la ayudó a subir.Entusiasmada con la idea de viajar en unmedio de transporte tan lujoso, Annatomó asiento en el banco, tapizado con

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un suave material de color rojo y muchomás cómodo que el del salón de su casa.

—El trayecto hasta mi apartamento escorto —comentó herr Bayer— y mi amade llaves nos ha preparado la cena.Debes de tener apetito después del largoviaje.

Anna deseó secretamente que eltrayecto durara mucho. Descorrió lascortinillas de brocado y, mientras seadentraban en el centro de la ciudad,miró fascinada por la ventanilla. Adiferencia de las calzadas estrechas eirregulares que zigzagueaban por Skien,

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allí las calles eran anchas, arboladas ybulliciosas. Adelantaron un tranvíatirado por caballos, con sus pasajerosbien vestidos, las cabezas de loshombres tocadas con lustrosas chisterasy las de las mujeres con sofisticadascreaciones adornadas con flores ycintas. Anna trató de imaginarseluciendo uno de aquellos sombreros yahogó una risita.

—Tenemos mucho de que hablar —iba diciendo herr Bayer—, pero haytiempo de sobra hasta que…

—¿Hasta qué, señor? —preguntó

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Anna.—Oh, hasta que estés preparada para

recibir a un público más numeroso, miquerida señorita. Ya hemos llegado.

Herr Bayer abrió la ventanilla y pidióal cochero que detuviera el carruaje.Mientras el profesor la ayudaba a bajary recuperaba la maleta, Anna contemplóel alto edificio de piedra cuyas muchasplantas llenas de ventanas luminosasparecían elevarse hasta el cielo.

—Lamentablemente, aún no hemosinstalado una de esas modernasmáquinas elevadoras, por lo que

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tendremos que subir a pie —la informóherr Bayer tras cruzar la gran puerta dedoble hoja y detenerse en el enormevestíbulo de suelos de mármol—.Cuando llego al apartamento —comentóal empezar a ascender por una escaleracurva con una brillante barandilla debronce—, por lo menos siento que me heganado la cena.

Anna solo había contado tres brevestramos de escalera, en su opinión muchomás fáciles de subir que la ladera de unamontaña bajo la lluvia, cuando herrBayer la condujo por un amplio

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corredor y abrió una puerta.—¡Frøken Olsdatter, ya estamos en

casa, ha llegado Anna! —gritó mientrasla invitaba a recorrer un pasillo y entraren un salón espacioso con las paredesforradas de papel rojo rubí y losventanales más grandes que Anna habíavisto en su vida—. ¿Dónde se habrámetido esa mujer? —protestó herr Bayer—. Si me disculpas un momento,querida Anna, iré a buscarla. Siéntate yponte cómoda, por favor.

Anna estaba demasiado tensa parapermanecer quieta, así que aprovechó

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aquel rato para inspeccionar la estancia.Junto a uno de los ventanalesdescansaba un piano de cola, y debajode otro había un enorme escritorio decaoba abarrotado de montones departituras. El centro de la estanciaestaba dominado por una versión másgrande y mucho más refinada del bancode su familia. Enfrente tenía doselegantes butacas tapizadas con lamisma tela de rayas rosas y marrones y,entre ellas, una mesa baja hecha de unahermosa madera oscura, con una pila delibros y una colección de tabaqueras

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encima. Las paredes estaban adornadascon cuadros de paisajes campestres querecordaban a los que rodeaban su casade Heddal, así como con cartas ydiplomas enmarcados. Uno de ellos lellamó especialmente la atención y seacercó para examinarlo.

Det kongelige Frederiks Universitet

tildelerProf. Dr. Franz Bjørn BayerÆresprofessorat i historie

16 de julio de 1847

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Debajo del texto, había un sello delacre y una firma. Anna se preguntócuántos años de universidad habríanecesitado su mentor para conseguiraquel título.

—¡Caray, ya está oscureciendo yapenas son las cinco! —se lamentó herrBayer cuando volvió a entrar en el salónacompañado de una mujer alta y delgadade una edad tal vez similar, pensó Anna,a la de su madre.

Llevaba un vestido de lana oscura,con el cuello alto y largo hasta los pies,que, aunque de corte elegante, era

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sencillo y sin más adornos que elmanojo de llaves que colgaba de la finacadena que le rodeaba la cintura. Elpelo, de color castaño claro, lo teníarecogido en un moño bajo.

—Anna, te presento a frøkenOlsdatter, mi ama de llaves.

—Es un placer conocerla, frøkenOlsdatter —dijo la joven con unareverencia, tal como le habían enseñadoque debía hacer para mostrar respeto asus mayores.

—Lo mismo digo, Anna —contestó lamujer con una media sonrisa en sus

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cálidos ojos castaños cuando la vioincorporarse—. Estoy aquí para servirtey atenderte a ti —recalcó—, de modoque debes informarme de cualquier cosaque necesites o que no sea de tu agrado.

—Eh… —Anna estaba confusa. ¿Eraposible que aquella dama tan bienvestida fuera una sirvienta?—. Gracias.

—Por favor, frøken Olsdatter,encienda las lámparas —ordenó herrBayer—. Anna, ¿tienes frío? Si es así,encenderemos también la estufa.

Anna tardó un rato en responder, puesestaba demasiado ensimismada

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observando a frøken Olsdatter bajar laaraña que colgaba del techo sirviéndosede una cuerda y después girar un pomode bronce situado en el centro de lamisma antes de acercarle una vela decera encendida. Unas llamas delicadasbrotaron de los brazos labrados de lalámpara, que fueron inundando laestancia con una suave luz doradamientras se alzaban hacia el techo. Annase fijó entonces en la estufa a la que serefería herr Bayer. Estaba fabricada conalgún tipo de cerámica especial y era decolor crema. La amplia chimenea se

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elevaba hasta el alto techo de eleganteentramado y la repisa labrada tenía elfilo dorado. Comparada con el feoartilugio de hierro de su casa, aquello noera una estufa, pensó Anna, era una obrade arte.

—Gracias, herr Bayer, pero no tengofrío.

—Frøken Olsdatter, por favor, coja lacapa de Anna y déjela en su habitaciónjunto con la maleta —solicitó elprofesor.

Anna se desató la cinta y el ama dellaves le retiró la capa de los hombros.

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—La gran ciudad debe de resultarteabrumadora —le susurró mientras secolgaba la capa del brazo—. A mí, sinduda, me lo pareció cuando llegué desdeÅlesund.

Anna supo de inmediato, gracias aaquellas pocas palabras, que un díafrøken Olsdatter también había sido unachica de campo. Y que la entendía.

—Ahora, mi querida señorita, nossentaremos y tomaremos una taza de té.En cuanto disponga de un momento paratraerlo, frøken Olsdatter.

—Enseguida, herr Bayer.

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El ama de llaves asintió, cogió lamaleta de Anna y se marchó.

El profesor le señaló a la joven unade las butacas y él se sentó en el banco,frente a ella.

—Tenemos muchas cosas de quehablar, y como no hay mejor momentoque el presente, empezaré a contartecómo será tu nueva vida aquí, enCristianía. Dices que sabes leer yescribir, lo cual nos ahorrará muchotiempo. ¿Sabes también leer unapartitura?

—No —admitió Anna.

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Vio que herr Bayer se acercaba uncuaderno de piel y cogía una plumaesmaltada que hacía que la que Lars lehabía regalado a ella pareciera un toscotrozo de madera. El hombre sumergió lapluma en el tintero que descansaba en lamesa de centro y empezó a tomar notas.

—E imagino que no conoces otrosidiomas.

—No.Apuntó algo más en su cuaderno.—¿Has asistido alguna vez a un

concierto, y con eso me refiero a unaactuación musical, en un teatro o en un

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auditorio?—No, señor, solo en la iglesia.—Pues hemos de ponerle remedio a

eso lo antes posible. ¿Sabes qué es unaópera?

—Creo que sí. Es cuando en una obrade teatro los personajes cantan lahistoria en lugar de hablar.

—Muy bien. ¿Y cómo andas decálculo?

—Sé contar hasta cien —contestóAnna muy orgullosa.

Herr Bayer reprimió una sonrisa.—Y eso es más que suficiente para la

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música, Anna. Como cantante, has desaber contar los tiempos. ¿Sabes tocaralgún instrumento?

—Mi padre tiene un violín hardangery aprendí lo esencial para poder tocarlo.

—Está visto que ya eres una señoritamuy formada —dijo satisfecho cuandoel ama de llaves entró con la bandeja—.Ahora tomaremos una taza de té ydespués, si frøken Olsdatter es tanamable, te enseñará tu habitación.Cenaremos juntos a las siete en elcomedor.

A Anna le llamó la atención la extraña

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jarra de la que el ama de llaves estabasirviendo lo que parecía un cafésumamente flojo.

—Es té de Darjeeling —le dijo herrBayer.

Tratando de no desvelar suignorancia, siguió el ejemplo de herrBayer y se llevó la delicada taza deporcelana a los labios. El sabor eraagradable pero un tanto insulsocomparado con el del café fuerte quehacía su madre en casa.

—En tu habitación encontrarás variasprendas sencillas que te ha

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confeccionado frøken Olsdatter.Obviamente, solo pude darle una ideaaproximada de tu talla y, ahora que temiro, eres aún más menuda de lo querecordaba, así que es posible que hayaque retocarlas. Como ya habrásobservado, en Cristianía ya casi nadieviste el traje tradicional noruego salvoen los días de fiesta.

—Estoy segura de que la ropa quefrøken Olsdatter haya confeccionado meirá bien, señor —respondióeducadamente Anna.

—Mi querida señorita, debo

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reconocer que estoy gratamenteimpresionado con tu aplomo hasta elmomento. He pasado tiempo encompañía de otras cantantes jóvenesllegadas del campo y entiendo el enormecambio que todo esto representa paravosotras. Por desgracia, muchas de ellasvuelven a sus casas como ratoncillosasustados. Tengo el presentimiento deque contigo será diferente. Y ahora,Anna, frøken Olsdatter te enseñará tuhabitación para que te instales mientrasyo me enfrento al interminable papeleode la universidad. Nos veremos a las

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siete para cenar.—Muy bien, señor.Anna se levantó y vio que frøken

Olsdatter ya estaba esperándola en lapuerta. Le dedicó una reverencia alprofesor y siguió al ama de llaves por elpasillo hasta que la mujer se detuvodelante de una puerta y la abrió.

—Esta va a ser tu habitación, Anna.Espero que te resulte acogedora. Lasfaldas y blusas que te he confeccionadoestán en el armario. Pruébatelas mástarde y veremos si necesitan arreglo.

—Gracias.

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Anna contempló la enorme camacubierta por una colcha bordada. Era eldoble de grande que la que sus padrescompartían en casa. Después se fijó enque, a sus pies, descansaba un camisónde hilo.

—Ya he deshecho parte de tuequipaje y te ayudaré con el resto mástarde. En la jarra de la mesilla de nochehay agua por si tienes sed, y el cuarto debaño está al final del pasillo.

«Cuarto de baño» era una expresióndesconocida para Anna, así que la jovenmiró a frøken Olsdatter con indecisión.

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—La habitación que contiene elretrete y la bañera. La difunta esposa deherr Bayer era estadounidense e insistíaen gozar de tales comodidades. —Elama de llaves arqueó ligeramente lascejas y Anna no supo decir si comogesto de aprobación o de censura—.Nos veremos en el comedor a las siete—añadió antes de marcharse.

La muchacha se acercó al armario, loabrió y ahogó un grito de asombro al versu nuevo vestuario. Había cuatro blusasde delicado algodón que se abrochabana la altura del cuello con botoncitos de

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nácar y dos faldas de lana. Pero lomejor de todo era que también había unvestido de fiesta verde con polisón deuna tela lustrosa y brillante que debía deser seda. Cerró el armario con unestremecimiento de placer y, siguiendolas indicaciones de frøken Olsdatter,tomó el pasillo para ir al cuarto debaño.

De todas las cosas que había vistoaquel día, lo que apareció ante sus ojoscuando abrió la puerta fue lo másmilagroso. En un rincón de la estanciahabía un gran banco de madera que

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sostenía un asiento esmaltado con unagujero en el centro y, por encima, unaanilla de hierro suspendida de unacadena. Cuando tiró con timidez de laanilla, un chorro de agua cayóautomáticamente en el agujero y Annacomprendió que se trataba de una letrinainterior. En medio de la habitación,sobre el suelo de baldosas, descansabauna bañera blanca y reluciente que hacíaque la cuba de latón que de tanto entanto utilizaba su familia en Heddalpareciera algo donde solo se bañaríauna cabra.

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Maravillada de que tales cosas fueranposibles, Anna regresó a su habitación.El reloj le informó de que apenas faltabamedia hora para la cena con herr Bayer.Cuando se encaminó hacia el armario afin de elegir un conjunto para la ocasión,reparó en que frøken Olsdatter habíadejado papel de carta y la pluma demadera sobre la lustrosa mesitacolocada bajo la ventana. Se prometióque, en cuanto tuviera la oportunidad,escribiría a Lars y a sus padres parahablarles de todo lo que ya había visto.Luego procedió a arreglarse para su

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primera noche en Cristianía.

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Apartamento 410 St. Olav’s Gate

Cristianía

24 de septiembre de 1875

Kjære Lars, mor, far y Knut:

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Os pido perdón por las faltas de ortografía

y la mala gramática, pero espero que podáisapreciar lo mucho que he mejorado micaligrafía. Ya llevo aquí cinco días y debocompartir con vosotros lo maravillada queme tiene la vida de la ciudad.

Para empezar —y espero que no metachéis de grosera por mencionarlo—, ¡hayun aseo interior con una cadena de la quetiras después para que se lo lleve todo! ¡Yuna bañera que me llenan de agua calientedos veces por semana! Me preocupa quefrøken Olsdatter, el ama de llaves, y herrBayer piensen que tengo alguna enfermedady necesito pasar horas en la bañera.

También hay lámparas de gas, y una estufa

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en el salón que parece el altar de una iglesiaimponente y que calienta tantísimo que aveces pienso que voy a desmayarme. FrøkenOlsdatter lleva la casa y prepara y sirve lascomidas, y también tenemos una doncellaque viene todas las mañanas a limpiar elapartamento y lavar y planchar la ropa, por loque confieso que apenas levanto un dedo encomparación con mis obligaciones en casa.

Vivimos en un tercer piso, en una callellamada St. Olav’s Gate que tiene unasbonitas vistas a un parque donde la gentepasea los domingos. Al menos veo algo decésped desde mi ventana, y unos cuantosárboles que están perdiendo rápidamente lashojas con la llegada del invierno, pero queme recuerdan mucho a casa. (Aquí es raro

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encontrar un pedazo de tierra que no estéocupado por un edificio o una carretera.)

En cuanto a mis estudios, estoyaprendiendo a tocar el piano. Herr Bayertiene mucha paciencia, pero creo que soymuy torpe. Mis pequeños dedos no parecenalcanzar las teclas como a él le gustaría.

Os contaré en qué consiste mi día y así loentenderéis mejor. Me despierto a las ochode la mañana, cuando frøken Olsdatter llamaa mi puerta con la bandeja del desayuno. Enese momento, he de confesar que me sientocomo una princesa. Bebo té, a cuyo sabor mevoy acostumbrando poco a poco, y como unpan blanco recién hecho que, según herrBayer, también se toma en Francia eInglaterra. Al lado hay un tarro de confitura

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que se esparce sobre el pan. Después dedesayunar, me pongo la ropa que me hahecho frøken Olsdatter, que parece muymoderna en comparación con la que vestíaen casa, y a las nueve me presento en elsalón para empezar mi clase de música conherr Bayer. Durante aproximadamente unahora me enseña las notas al piano y despuésestudiamos partituras. He de aprender cómose corresponden las notas plasmadas en elpapel con las teclas del piano y, poco a poco,gracias a las excelentes enseñanzas de herrBayer, estoy empezando a entenderlo.Después de finalizar la clase, herr Bayer semarcha a la universidad de la que es profesor,o a comer con sus amigos.

Y entonces llega mi parte favorita del día:

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la comida. Al día siguiente de mi llegada,frøken Olsdatter me sirvió el almuerzo en elcomedor, que tiene una mesa gigantesca queme hace sentir aún más sola. (La superficieestá tan pulida que brilla como un espejo yveo mi reflejo en ella.) Después de comer,recogí mi plato y mi vaso y los llevé a lacocina. Frøken Olsdatter me miróhorrorizada y dijo que quitar la mesa eratarea suya. Entonces, por el rabillo del ojo,reparé en algo que no había visto nunca: unenorme fogón negro de hierro. FrøkenOlsdatter me enseñó que, para cocinar lacomida, las ollas se colocaban sobre loshornillos de gas que había debajo y no sobreun fuego abierto. Es muy diferente denuestra cocina de la granja, pero hizo que me

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acordara tanto de casa que le supliqué quelos días que herr Bayer no estuviera en casame dejara comer con ella. Y eso es lo quehemos hecho desde entonces. Charlamoscomo amigas, y ella es muy amable ycomprende lo extraña que esta nueva vida espara mí. Por las tardes debo descansar unahora en mi cuarto con un libro que me «abrala mente». Ahora estoy leyendo (ointentando leer) la traducción al noruego delas obras de teatro de un escritor inglésllamado William Shakespeare. Estoy segurade que habréis oído hablar de él, pero murióhace mucho tiempo y la primera obra que leíiba de un príncipe escocés llamado Macbethy era muy triste. ¡Mueren prácticamentetodos!

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Salgo de mi habitación cuando herr Bayerregresa de la universidad. Bebemos té otravez y él me cuenta su día. La semana queviene quiere llevarme al Teatro de Cristianía.Veremos un ballet representado por unosrusos. Según me ha contado, es un baileacompañado de música donde nadie habla nicanta (¡y donde los hombres no llevanpantalones, sino medias, como las chicas!).Después del té regreso a mi habitación y mepongo el vestido de noche que me hizofrøken Olsdatter. Ojalá pudierais verlo, esprecioso y no se parece a nada de lo que hayallevado antes. Durante la cena, bebemos unvino tinto que herr Bayer se hace enviardesde Francia y comemos una cantidadenorme de pescado en una salsa blanca que,

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por lo visto, es muy común aquí, enCristianía. Después de cenar, herr Bayer seenciende un puro, que es tabaco envuelto enuna hoja de tabaco seca, y bebe brandy. Enese momento, me retiro a mi habitación, porlo general muy cansada, y allí me encuentroun vaso de leche de vaca caliente junto a lacama.

El domingo frøken Olsdatter meacompañó a la iglesia. Herr Bayer dice queél también vendrá otro día, pero que esta vezestaba muy ocupado. La iglesia es grandecomo una catedral, y en ella había cientos depersonas. Como podéis ver, mis experienciasaquí son muy diferentes de la vida que solíallevar en Heddal. Ahora mismo tengo lasensación de estar viviendo un sueño, de que

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nada es real, y nuestra casa me parece muylejana.

Pensaba que herr Bayer me había traído aCristianía para cantar. Lo cierto es que loúnico que he hecho hasta el momento escantar algo llamado escalas con el piano, esdecir, he repetido las notas en ordenascendente y descendente una y otra vez, sinpalabras.

Mi dirección aparece al comienzo de lacarta y os agradecería mucho que mecontestarais. Perdonad las manchas de tinta.Es la primera carta que escribo en mi vida yme ha llevado muchas horas. Estoyutilizando, por supuesto, la pluma que meregalaste, Lars, y la tengo sobre mi mesapara poder verla siempre.

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Por favor, diles a mor, a far y a mishermanos que los echo de menos. Esperoque puedas leerles esta carta. No puedoescribirles otra porque tardo mucho y,además, las letras tampoco son lo suyo.

Espero que estés bien, y también tuscerdos.

ANNA

Releyó la carta muy despacio. Era la

última de alrededor de una docena deborradores redactados a lo largo de losúltimos cinco días, el resto de los cualeshabía empezado y descartado. Eraconsciente de que había escrito algunas

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palabras tal como sonaban y temía quehubiera faltas. Sin embargo, se dijo,seguro que Lars preferiría una misivaimperfecta a nada. Se moría deimpaciencia por poder contarle a sufamilia la transformación que estabaexperimentando su vida. Tras doblar lacarta con cuidado, se levantó y vio sureflejo en el espejo. Se examinó elrostro un instante.

«¿Sigo siendo yo?», le preguntó. Alno recibir respuesta, se encaminó alcuarto de baño.

Aquella noche, al acostarse, escuchó

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las voces y las risas que le llegaban delsalón. Herr Bayer tenía invitados, demodo que no había cenado con él en lalustrosa mesa del comedor, sino en sucuarto con una bandeja que le habíallevado frøken Olsdatter, cuyo nombrede pila ahora sabía que era Lise.

—Mi querida señorita, permítemeexplicarme —le había dicho herr Bayerdespués de anunciarle que ella noestaría presente en la cena—. Estásprogresando mucho y muy deprisa. Dehecho, mucho más deprisa que cualquierotro estudiante de música al que haya

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tenido el honor de instruir. No obstante,si te presentara a mis invitados seguroque querrían que cantaras para ellosdespués de todo lo que les he contadosobre tu potencial. Y no podemosexhibirte hasta que estés formada deltodo, momento en el que te sacaremos detu escondite para que los deslumbres.

Aunque Anna estaba empezando aacostumbrarse al elaborado uso dellenguaje de herr Bayer, se preguntó quéquería decir exactamente con «formadadel todo». ¿Tenía que crecerle otramano? Seguro que eso la ayudaría con

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sus lecciones de piano. O quizá unoscuantos dedos más en los pies paracorregir su pésima postura. Un directorde teatro que se había personado en lacasa aquella misma tarde le habíaseñalado dicho defecto. Le habíaexplicado que herr Bayer lo habíacontratado para que le enseñara algo quedenominó «presencia escénica», paracuando actuara en el teatro. Esta, por lovisto, tenía mucho que ver con mantenerla cabeza erguida y juntar los dedosdentro de los botines para asegurarse deque, una vez obtenida la postura

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deseada, pudiera permanecer inmóvil.—Entonces esperas a que terminen de

aplaudir. Una pequeña inclinación decabeza para mostrar tu agradecimientopor los aplausos, así. —El hombre bajóel mentón hacia el pecho y se llevó elbrazo izquierdo hacia el hombroderecho—. Y luego empiezas.

Durante la siguiente hora, el hombrele había pedido que entrara y saliera delsalón ensayando los mismosmovimientos una y otra vez. Le habíaresultado tremendamente tedioso ydesalentador, pues hasta aquel momento,

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si bien era cierto que no sabía coser nicocinar, Anna siempre había creído quese le daba bien caminar.

Se tumbó sobre un costado en laenorme cama, sintiendo la suaveblandura de la almohada bajo la mejilla,y se preguntó si algún día podríaconvertirse en aquello que herr Bayerquería que fuera.

Tal como le había contado a Lars enla carta, creía que la habían llevado allípor su talento para cantar. Sin embargo,herr Bayer no le había pedido queentonara una sola canción desde su

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llegada. Anna sabía que eran muchas lascosas que debía aprender y que nopodría tener un mentor más amable opaciente, pero a veces tenía la sensaciónde que estaba perdiendo su viejapersonalidad, por inculta o cándida quefuera. Se sentía dividida entre dosmundos: una muchacha que hacía tansolo una semana no había visto unalámpara de gas o un retrete interior yque, no obstante, se había acostumbradoa tener criada, a beber vino tinto en lacena y a comer pescado…

—¡Señor! —gimió al pensar en el

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omnipresente pescado.Quizá herr Bayer la creyera

demasiado estúpida para percatarse desus intenciones. Pero Anna se habíadado cuenta enseguida de que la habíallevado a Cristianía no solo paraeducarle la voz, sino también paraconvertirla en una dama a la que poderpresentar como tal. La estabaamaestrando, como si fuera uno de losanimales de la feria que a veces pasabapor Heddal. Rememoró la noche en queherr Bayer llegó a la cabaña de sufamilia en las montañas y dedicó un

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buen rato a cantar las alabanzas de lacultura regional noruega. Así que nopodía entender por qué veía tannecesario cambiarla.

—No soy un experimento —susurrófirmemente para sí antes de quedarsefinalmente dormida.

Una gélida mañana de octubre, Annaentró en el salón a la hora habitual de suclase con herr Bayer.

—Mi querida Anna, ¿has dormidobien?

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—Muy bien, herr Bayer, gracias.—Estupendo, estupendo. Es un placer

para mí comunicarte hoy que creo queestás preparada para que demos otropaso, así que empezaremos a cantar. ¿Deacuerdo?

—Sí, herr Bayer —respondió ella concierto sentimiento de culpa por lospensamientos que había tenido unasnoches antes.

—¿Te encuentras bien, Anna? Estásmuy pálida.

—Estoy bien.—No perdamos más tiempo,

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entonces. Quiero que cantes PerSpelmann, como la noche que nosconocimos. Te acompañaré al piano.

Anna seguía tan desconcertada poraquel inesperado giro de losacontecimientos que se quedó inmóvil,mirando a herr Bayer en silencio.

—¿No estás preparada?—Perdone. Sí, lo estoy.—Me alegro. Y ahora, canta.Durante los siguientes cuarenta y

cinco minutos, Anna repitió incontablesveces aquella canción que conocíadesde que tenía memoria. De vez en

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cuando, herr Bayer la interrumpía y lepedía que utilizara un poco más de loque él llamaba «vibrato» en una notaconcreta, o que alargara unadeterminaba pausa, o que contara lostempos… Ella se esforzaba por seguirsus instrucciones, pero después decatorce años cantándola siempre de lamisma manera, le resultaba muycomplicado.

A las once en punto sonó el timbre dela puerta. Anna escuchó unas vocesquedas en el pasillo, tras lo cual frøkenOlsdatter entró en el salón seguida de un

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caballero moreno de aspectodistinguido, nariz aguileña y entradas enel pelo. Herr Bayer se levantó y seacercó a saludarlo.

—Herr Hennum, le agradezco quehaya venido. Le presento a frøken AnnaLandvik, la muchacha de la que le hehablado.

El caballero se volvió hacia ella y lasaludó con una inclinación de la cabeza.

—Frøken Landvik, herr Bayer se hadeshecho en elogios acerca de su voz.

—¡Y ahora va a tener la oportunidadde oírla! —Herr Bayer regresó al piano

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—. Anna, canta como cantaste para míaquella primera noche en las montañas.

Anna lo miró estupefacta. Si queríaque cantara como siempre lo habíahecho, ¿por qué se había pasado unahora intentando enseñarle otra manerade hacerlo? Pero ya era demasiado tardepara preguntárselo, pues el profesor yahabía comenzado a tocar los primerosacordes, así que empezó a cantardevolviéndole la libertad a su voz.

Cuando hubo terminado, miróexpectante a herr Bayer, sin saber sihabía cantado bien o de manera

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mediocre. Había logrado recordaralgunas de las cosas que él le habíadicho, pero no todas, y se sentía muyconfusa.

—¿Qué opina, Johan? —preguntó herrBayer poniéndose en pie.

—Es exactamente como la ha descritoy, por tanto, perfecta. Está claro que aúnno está pulida, pero quizá sea lo mejor.

—No esperaba que sucediera tanpronto. Tal como le expliqué, Anna llegóa Cristianía hace menos de un mes yacabo de empezar a educarle la voz —respondió herr Bayer.

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La muchacha escuchaba a aquellosdos hombres hablar de ella y de susaptitudes «sin pulir» sintiéndose como sifuera un mueble de madera bastanecesitado de cera.

—Estoy pendiente de recibir lapartitura definitiva, pero se la traeré encuanto la tenga y llevaremos a Anna alteatro para que cante delante de herrJosephson. Ahora debo irme. FrøkenLandvik —Johan Hennum le dedicó otraleve inclinación—, ha sido un placeroírla cantar, y no hay duda de que yo ymuchas otras personas tendremos la

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oportunidad de volver a escucharla enun futuro muy próximo. Buenos días alos dos.

Herr Hennum se dirigió hacia lapuerta del salón con la capa ondeando asu espalda.

—¡Buen trabajo, Anna!Herr Bayer se acercó a ella, le tomó

la cara entre las manos y le plantó unbeso en cada mejilla.

—Por favor, señor, ¿podría decirmequién es ese hombre?

—Eso no importa ahora. Lo único queimporta es que tenemos mucho trabajo

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por delante para prepararte.—¿Prepararme para qué?Pero herr Bayer no la estaba

escuchando, estaba mirando el reloj.—Tengo que dar una clase dentro de

media hora y debo partir de inmediato.Frøken Olsdatter —llamó—, ¡mi capa,rápido! —Camino de la puerta sonrióuna vez más—. Ahora, Anna, descansa,y cuando regrese empezaremos atrabajar.

Aunque Anna se pasó las siguientes dos

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semanas intentando averiguar quién eraherr Hennum y para qué estabantrabajando, herr Bayer se mostróirritantemente misterioso. La joven noentendía por qué, de repente, el profesorse empeñaba en que cantara todas lascanciones populares que conocía enlugar de, como les había mencionado asus padres, enseñarla a cantar ópera.«¿De qué sirve esa clase de músicaaquí, en la ciudad?», pensó con tristezaal acercarse a la ventana un mediodíaque herr Bayer se había marchado paraasistir a una reunión. Trazó con el dedo

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el rastro que las gotas de lluvia dejabanpor el exterior del cristal y de prontosintió la necesidad de salir. Llevaba unmes sin apenas poner un pie en la calle,salvo para ir a la iglesia los domingos, yempezaba a sentirse como un animalenjaulado. Puede que simplemente herrBayer se hubiera olvidado de que ellahabía crecido y pasado toda su vida alaire libre. Echaba de menos el vientofresco, los amplios prados de la granjade sus padres, espacio para caminar ycorrer a sus anchas…

—Aquí no soy más que un animal que

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hay que domesticar —declaró a laestancia vacía justo antes de que frøkenOlsdatter entrara para comunicarle quela comida estaba lista.

Anna la siguió hasta la cocina.—¿Qué te ocurre, kjære? Pareces un

arenque que acaba de morder el anzuelo—comentó el ama de llaves cuando sesentaron a la mesa y Anna le dio unsorbo a su caldo de pescado.

—Nada —contestó.No quería que la mujer le preguntara

por su estado de ánimo. Pensaría que erauna niña mimada y difícil. Al fin y al

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cabo, su lugar en la casa era muysuperior al de frøken Olsdatter en cuantoa posición y comodidades. Pero notóque sus ojos inteligentes y sagaces laescudriñaban.

—Mañana, Anna, he de ir al mercadopara comprar carne y verduras. ¿Tegustaría acompañarme?

—¡Oh, sí! Nada me gustaría tanto —respondió conmovida por el hecho deque la mujer hubiese percibido qué eraexactamente lo que le pasaba.

—Así será, entonces, y quizá antessaquemos un rato para ir a dar un paseo

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por el parque. Mañana herr Bayer estaráen la universidad entre las nueve y lasdoce y después comerá fuera, de modoque tenemos tiempo de sobra. Seránuestro pequeño secreto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Anna asintióaliviada—. Gracias.

A partir de aquel día, las escapadas almercado se repitieron dos veces porsemana. Aparte de los domingos cuandoiba a la iglesia, aquellos eran los díasque Anna esperaba con más ilusión.

A finales de noviembre cayó en lacuenta de que llevaba en Cristianía más

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de dos meses. Se había dibujado uncalendario en el que contaba los díasque quedaban para regresar a Heddal ypasar la Navidad con su familia. Por lomenos había nevado en la capital, yaquello le levantó un poco el ánimo. Aaquellas alturas, las mujeres quepaseaban por el parque que había al otrolado de la calle llevaban abrigos ysombreros de pieles y las manosescondidas en manguitos, moda queAnna consideraba de lo más absurda,porque si necesitaban rascarse la narizse les podían congelar los dedos en el

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proceso.Poco había cambiado en su rutina

diaria dentro del apartamento, si bien lasemana previa herr Bayer le habíaentregado un ejemplar del Peer Gynt deherr Ibsen y le había pedido que loleyera.

—Oh, ya lo he leído —habíacontestado ella toda ufana.

—Tanto mejor. Así te resultará másfácil volver a hacerlo.

La primera noche, Anna habíaignorado el libro, puesto que pensabaque era una pérdida de tiempo hacer lo

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que herr Bayer le pedía cuando yaconocía el final. Al día siguiente, sinembargo, el profesor la interrogóexhaustivamente sobre las primerascinco páginas del poema y la joven, queapenas recordaba nada, le mintió y ledijo que la noche previa había tenido unterrible dolor de cabeza y se habíametido pronto en la cama. Así pues, loleyó una vez más, y hasta se llevó unaalegría al comprobar lo mucho quehabía mejorado su capacidad de lecturadesde el verano. Ya eran pocas laspalabras que no conseguía descifrar, y

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en tales casos herr Bayer se mostrabamás que dispuesto a ayudarla. PeroAnna ignoraba por completo quérelación podría tener aquel poema consu futuro en Cristianía.

—¡Mi kjære Anna, anoche al fin

recibí de herr Hennum la partitura queestaba esperando! Nos pondremos atrabajar con ella ahora mismo.

Aunque no tenía ni idea de a quépartitura se refería, Anna advirtió que sumentor rezumaba entusiasmo cuando

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tomó asiento frente al piano.—¡No puedo creer que tengamos un

ejemplar en nuestras manos! Acércate,Anna, y la tocaré para ti.

La muchacha obedeció y estudió lapartitura con interés.

—«Canción de Solveig» —murmuróleyendo el título que aparecía arriba.

—Sí, Anna. ¡Y tú serás la primera encantarla! ¿Qué tienes que decir a eso?

Anna había aprendido que cuandoherr Bayer le hacía esa pregunta, cosaque sucedía a menudo, debía respondersiempre en afirmativo.

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—Que estoy muy contenta.—Bien, bien. Confiábamos en que el

propio herr Grieg viajara a Cristianíapara ayudar a la orquesta y los cantantescon su nueva composición, pero, pordesgracia, sus padres murieron hacepoco y todavía está muy afectado, asíque se ve incapaz de hacer el viajedesde Bergen.

—¿Herr Grieg ha escrito esto? —preguntó Anna asombrada.

—En efecto. Herr Ibsen le pidió quecompusiera la música para acompañarsu producción teatral de Peer Gynt, que

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se estrenará en febrero en el Teatro deCristianía. Mi querida señorita, tantoherr Hennum, el hombre al que conocistehace unas semanas, que es el admiradodirector de la orquesta de esta ciudad,como yo creemos que deberías ser túquien cantara las canciones de Solveig.

—¿Yo?—Sí, Anna, tú.—Pero… ¡yo no me he subido a un

escenario en mi vida! ¡Y aún menos alescenario más famoso de Noruega!

—Y eso, mi querida muchacha, es lomás maravilloso de todo. Herr

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Josephson, el director del teatro y de laproducción, ya ha seleccionado a unaactriz de renombre para el papel deSolveig. El problema, según recientespalabras de herr Hennum, es que seráuna gran actriz, pero cuando abre laboca para cantar suena como un gatoescaldado. Por tanto, necesitamos unavoz pura, alguien que cante entrebambalinas mientras madame Hanssonmueve los labios articulando la letra deesta canción y de otra. ¿Lo entiendes,querida?

Anna lo entendía perfectamente, y no

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pudo evitar sentir una punzada dedecepción al saber que el público no lavería. Y que la actriz con la voz de gatoescaldado fingiría que la de Anna erasuya. Aun así, el hecho de que eldirector del famoso Teatro de Cristianíaadmirara su voz tanto como paraprestársela a madame Hansson era todoun cumplido. Y no quería parecerdesagradecida.

—Tenemos ante nosotros una granoportunidad —continuó herr Bayer—.Como es natural, todavía no hay nadadefinitivo. Primero has de cantar delante

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de herr Josephson, el director de laobra, para ver si considera que tu voztransmite el verdadero espíritu deSolveig. Has de interpretar lascanciones con tal emoción, con talsentimiento, que no quede un solomiembro del público sin lágrimas en losojos. Herr Josephson ha aceptadorecibirnos el 23 de diciembre por latarde, justo antes de marcharse a pasarla Navidad fuera. Tomará la decisiónentonces.

—¡Pero yo me voy a Heddal el 21! —protestó Anna, incapaz de contenerse—.

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Y si he de esperar aquí hasta el 23 porla tarde, no llegaré a casa a tiempo parala Navidad. El viaje dura casi dos días.¿No… no podría herr Josephsonrecibirnos otro día?

—Anna, debes comprender que herrJosephson es un hombre muy ocupado yque el mero hecho de que nos hayaconcedido unos minutos en su presenciaya es un honor de por sí. Entiendoperfectamente que no sea de tu agradoquedarte aquí conmigo durante lasfiestas navideñas, pero esta podría serla mejor oportunidad que se te presente

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en la vida para cambiar por completo elcurso de tu futuro. Tendrás muchas otrasNavidades para pasarlas con tu familia,pero solo una oportunidad paraconseguir cantar las canciones deSolveig en una obra en la que eldramaturgo y el compositor máscélebres de Noruega combinan sustalentos por primera vez. —Herr Bayernegó con la cabeza dejándose llevar porun raro momento de frustración—. Anna,has de procurar comprender lo que estopodría representar para ti. Y si nopuedes, te aconsejo que vuelvas a casa

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de inmediato y te dediques a cantar paralas vacas en lugar de para un público enel Teatro de Cristianía en un estreno queprobablemente haga historia. Y ahora,¿quieres intentar cantar esta canción ono?

Sintiéndose pequeña e ignorante, talcomo había pretendido el profesor, lajoven asintió despacio.

—Sí, herr Bayer.Aquella noche, sin embargo, lloró

hasta quedarse dormida. Aunqueestuviera «haciendo historia», comohabía dicho herr Bayer, no soportaba la

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idea de no pasar la Navidad con sufamilia.

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Cristianía16 de enero de 1876

Jens! ¿Sigues vivo?Jens Halvorsen despertó sobresaltado

cuando la voz de su madre resonó a

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través de la puerta de su dormitorio.—Dora me ha dicho que cree que es

posible que te hayas muerto mientrasdormías, porque no has contestado entoda la mañana.

Con un suspiro, se levantó de la camay contempló su reflejo desaliñado —ytodavía completamente vestido— en elespejo.

—Bajaré a desayunar dentro de diezminutos —respondió.

—Es la hora de la comida, Jens. ¡Yate has perdido el desayuno!

—Enseguida voy.

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Jens estudió su aspectodetenidamente, como hacía cadamañana, para ver si entre sus onduladoscabellos de color caoba había brotadoalguna cana. A sus escasos veinte años,sabía que eso no debería ser unapreocupación, pero, dado que el pelo desu padre se había vuelto blanco de lanoche a la mañana a los veinticinco —probablemente debido al impacto decasarse con su madre aquel mismo año—, Jens se despertaba temblando todaslas mañanas.

Fiel a su promesa, diez minutos

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después apareció en el comedor vestidocon ropa limpia y besó a Margarete, sumadre, en la mejilla antes de ocupar sulugar a la mesa. Dora, la joven criada,procedió a servir la comida.

—Lo siento mucho, mor. Esta mañaname dolía tanto la cabeza que no podíalevantarme. De hecho, todavía me notoalgo indispuesto.

En un santiamén, la expresión deenfado de su madre fue sustituida poruna de compasión. La mujer estiró unbrazo por encima de la mesa paratocarle la frente con la mano.

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—Es cierto, estás un poco caliente.Puede que tengas fiebre. Mi pobremuchacho. ¿Quieres comer aquí oprefieres que Dora te lleve una bandejaa la cama?

—Me quedaré, aunque espero que meperdones si no como mucho.

Jens, en realidad, estaba hambriento.La noche previa había quedado con unosamigos en un bar y habían terminado enun prostíbulo del muelle, cosa que lehabía proporcionado un final muygratificante a la velada. Había bebidodemasiado aquavit y solo recordaba

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vagamente que un coche de caballos lohabía llevado a casa y que habíavomitado las entrañas en la zanja quetranscurría junto a ella. Y sus numerososintentos fallidos, debido a la nievecompacta que cubría las ramas, deencaramarse al árbol que lindaba con laventana de su habitación, que Dora ledejaba abierta siempre que salía por lanoche.

Por lo tanto, se dijo a sí mismo, suhistoria no era del todo falsa. Por lamañana se había encontrado bastantemal, así que había seguido durmiendo

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pese a los tímidos intentos de Dora pordespertarlo. Sabía que la criada estabaenamorada de él, de ahí que aceptaracubrirlo siempre que Jens lo necesitaba.

—Es una pena que ayer salieras, Jens.Mi buen amigo herr Hennum, el directorde la orquesta de Cristianía, vino acenar —dijo Margarete interrumpiendosus pensamientos.

Su madre era una fiel mecenas de lasartes y empleaba el «dinero cervecero»del padre de Jens, como ambos lollamaban en privado, para financiar supasión.

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—¿Y fue una velada agradable?—Mucho. Como seguramente ya te he

contado, herr Grieg ha escrito unamaravillosa partitura para acompañar elportentoso poema Peer Gynt de herrIbsen.

—Sí, mor, ya me lo has contado.—La obra se estrenará en febrero,

pero ayer herr Hennum me explicó que,lamentablemente, la orquesta no está a laaltura de las expectativas de herr Grieg,y tampoco de las suyas, de hecho. Lascomposiciones, al parecer, soncomplejas y deben ser interpretadas por

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una orquesta competente yexperimentada. Herr Hennum estábuscando músicos de talento que toquenmás de un instrumento. Le he hablado delo bien que tocas el piano, el violín y laflauta y quiere que vayas al teatro ytoques para él.

Jens mordió un trozo del bagre traídoespecialmente de la costa oeste deNoruega.

—Mor, en estos momentos estoyestudiando química en la universidadpara poder hacerme cargo de la fábricade cerveza. Sabes perfectamente que far

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no permitirá que deje los estudios paratocar en una orquesta. De hecho, sepondría furioso.

—Si es un hecho consumado, tal veztransija —propuso ella.

—¿Me estás pidiendo que mienta?De repente Jens se sintió tan

indispuesto como había fingido hacíaunos minutos.

—Lo que digo es que cuando cumplasveintiún años serás un hombre y podrástomar tus propias decisiones sinimportar lo que los demás piensen deellas. Recibirías un sueldo de la

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orquesta, aunque no muy alto, que tedaría cierta independencia económica.

—Faltan seis meses para micumpleaños, mor. De momento, sigodependiendo de mi padre y estando bajosu control.

—Te lo suplico, Jens. Herr Hennumestá dispuesto a oírte tocar en el teatromañana a la una y media. Por favor, porlo menos ve a verlo. Nunca se sabe loque puede pasar.

—No me encuentro bien. —Jens selevantó bruscamente de la mesa—.Disculpa, mor, pero necesito volver a

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mi cuarto y tumbarme.Margarete vio a su hijo cruzar el

comedor, abrir la puerta y cerrarla trasde sí con un golpe seco. Sintiendo unapunzada de dolor en las sienes, se llevólos dedos a la frente. Sabía qué habíaprovocado la marcha de Jens y suspirócontrita.

Desde que su hijo tenía poco más detres años, se lo había sentado sobre lasrodillas y le había enseñado las notas alpiano. Uno de los recuerdos más bonitosque Margarete conservaba de la infanciade Jens era el de sus dedos regordetes

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deslizándose raudos por el teclado demarfil. Su mayor deseo había sido quesu único hijo heredara su propio talentomusical, puesto que ella no le habíaextraído todo su potencial debido a sumatrimonio con el padre de Jens.

Jonas Halvorsen, el esposo deMargarete, no tenía alma de artista ysolo le interesaba la cantidad de coronasque aparecía en los libros decontabilidad de la Halvorsen BrewingCompany. Desde el comienzo de sumatrimonio había considerado que lapasión de su esposa por la música era

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algo que había que desalentar, y conmayor vehemencia aún, la de su hijo. Sinembargo, mientras Jonas estaba en lafábrica, Margarete había perseverado ensus esfuerzos por desarrollar de talentode Jens, de manera que para cuando estecumplió seis años ya interpretaba contotal soltura sonatas que habríanrepresentado un desafío para unestudiante que lo triplicara en edad.

Cuando Jens tenía diez años, y encontra de los deseos de su marido,Margarete organizó un recital en casa einvitó a la flor y nata del círculo musical

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de Cristianía. Quienes oyeron tocar a supequeño se mostraron cautivados y leauguraron un gran futuro.

—Debe asistir al conservatorio deLeipzig en cuanto tenga edad suficiente.Allí ampliará sus aptitudes yconocimientos, pues ya sabes que lasoportunidades aquí, en Cristianía, sonlimitadas —le había comentado JohanHennum, el nuevo director de laorquesta de Cristianía—. Con laformación adecuada, podría llegar muylejos.

Así se lo había dicho Margarete a su

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marido, pero este respondió con unarisita cruel:

—Mi querida esposa, sé lo muchoque deseas que nuestro hijo se conviertaen un músico famoso, pero, como biensabes, Jens se incorporará al negociofamiliar cuando cumpla veintiún años.Mis antepasados y yo no hemosdedicado más de ciento cincuenta años aconstruir la fábrica para que en mi lechode muerte se le venda a uno de miscompetidores. Si Jens desea juguetearcon sus instrumentos hasta entonces,adelante. Pero esa no será la profesión

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de un hijo mío.Margarete, sin embargo, no se

acobardó. Durante años, siguióenseñando a Jens a tocar el violín y laflauta además del piano, consciente deque para ingresar en cualquier orquestaun músico debía dominar más de uninstrumento. También le había dadoclases de alemán e italiano, idiomas quecreía que lo ayudarían a abordar obrasorquestales y operísticas complejas.

El padre de Jens había continuadohaciendo caso omiso de los bellossonidos que emergían de la sala de

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música y resonaban en toda la casa. Lasúnicas veces que Margarete conseguíaobligarlo a escuchar a su hijo eracuando este tocaba el violín hardanger.A veces lo animaba a tocar para supadre después de cenar, y veía queJonas —con la ayuda de varias copas debuen vino francés— relajaba el rostro yesbozaba una sonrisa soñadora mientrastarareaba las canciones popularesinterpretadas por su hijo.

Pese a la indiferencia de su maridocon respecto al talento de Jens y a suempeño en que la música nunca podría

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convertirse en una profesión para suhijo, Margarete siguió creyendo quecuando Jens tuviera unos años más seencontraría algún tipo de solución aldilema. Pero, entonces, el niño que contanta diligencia había trabajado en lasclases de música empezó a crecer yJonas pasó a hacerse cargo de él. Enlugar de las dos horas diarias de ensayomusical, Jens seguía a su padre por lacervecera mientras este supervisaba laproducción o la contabilidad.

Los planes de Jonas se habíanmaterializado tres años atrás, cuando

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insistió en que su hijo estudiara químicaen la universidad, ya que, según suspalabras, aquella ciencia leproporcionaría una buena formaciónpara trabajar en la cervecera, auncuando Margarete le había suplicado derodillas que lo dejara ingresar en elConservatorio de Leipzig.

—¡No tiene el menor interés por laquímica ni por la empresa, y sí un grantalento para la música! —le habíarogado.

Jonas la había mirado con frialdad.—Te he dejado seguir con ese

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capricho hasta ahora, pero Jens ya no esun niño y ha de comprender cuáles sonsus responsabilidades. Será la quintageneración de Halvorsen que dirija lacervecera. Te has estado engañando a timisma si creías que tus aspiracionesmusicales para nuestro hijo daríanresultado. El curso empieza en octubre.Asunto zanjado.

—No llores, mor, por favor —le

había dicho Jens tras conocer la noticiade labios de su desconsolada madre—.

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No esperaba otra cosa.Tal como Margarete había imaginado

que sucedería, al verse obligado a dejarla música por una disciplina que no leinteresaba y para la que no teníaaptitudes, Jens había sacado pocoprovecho de la universidad. Y lo peorde todo era que su carácter alegre y suactitud despreocupada habían empezadoa apartarlo del buen camino.

Margarete, que tenía el sueño ligero yse despertaba al menor ruido, sabía quea menudo su hijo trasnochaba hasta altashoras de la madrugada. Jens tenía un

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amplio círculo de amigos que se sentíanatraídos por su joie de vivre y suencanto natural. Su madre sabía que erageneroso en extremo, tanto que muchasveces acudía a ella a mediados de mesdiciendo que ya se había gastado laasignación de su padre en regalos ypréstamos para tal o cual amigo y que sipodía hacerle un préstamo.

Con frecuencia notaba el alcohol en elaliento de su hijo, por lo que habíaconsiderado la posibilidad de que labebida también tuviera algo que ver enel vaciado de sus bolsillos. Margarete

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sospechaba, asimismo, que en lasjuergas nocturnas de Jens participabanmujeres. La semana anterior, sin ir máslejos, había visto una mancha de carmínen el cuello de su camisa. Pero eso almenos podía entenderlo: todos loshombres jóvenes —y los no tan jóvenes— tenían sus necesidades, como sabíapor experiencia propia. Así era lanaturaleza masculina.

Para ella el problema era biensencillo: ante un futuro que no deseaba ysin su amada música, Jens se sentíainsatisfecho y recurría a la bebida y a

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las mujeres para ahogar sus penas.Margarete se levantó de la mesa rezandopara que al día siguiente Jens acudiera asu cita con herr Hennum. En su opinión,era lo único que podía salvarlo.

Entretanto, Jens estaba en su cama dandovueltas a los mismos pensamientos quesu madre. Hacía tiempo que habíacomprendido que, para él, convertirseen músico profesional jamás sería unarealidad. En cuestión de mesesterminaría la universidad y entraría a

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trabajar en la cervecera de su padre.La idea lo horrorizaba.No sabía a quién compadecía más, si

a su padre, un esclavo de su cuentabancaria y de las interminables intrigasdentro de su próspera fábrica, o a sumadre, que había aportado a la unión unpedigrí muy necesario pero estabainsatisfecha con la vida. Jens veía conclaridad que su matrimonio era pocomás que un pacto destinado a beneficiara ambos. El problema para él era que, alser hijo único, sus padres lo utilizabanconstantemente como peón en su partida

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de ajedrez emocional. Hacía tiempo quehabía comprendido que él no podíaganar. Y, últimamente, tampoco teníaespecial interés en intentarlo.

Aunque lo que su madre le habíadicho aquel día era cierto. Ya casi eramayor de edad. ¿Y si fuera posiblereavivar el sueño por el que tanto habíaluchado de niño?

Cuando oyó a su madre salir de casadespués del almuerzo, bajó con sigilo y,llevado por un impulso, entró en la salade música donde Margarete todavíarecibía a algún que otro alumno.

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Se sentó en el banco situado ante elbello piano de cola y su cuerpo adoptóautomáticamente la postura correcta.Levantó la tapa y dejó que sus dedosacariciaran las teclas de arriba abajomientras caía en la cuenta de que debíade hacer más de dos años que no tocaba.Comenzó con la sonata Patética deBeethoven, que siempre había estadoentre sus favoritas, y rememoró laspacientes instrucciones de su madre y lafacilidad con que había asimilado lapieza. «Cuando tocas, has de hacerlocon todo el cuerpo —le había dicho ella

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en una ocasión—, además del alma y elcorazón. Eso es lo que distingue a unmúsico de verdad.»

Jens perdió la noción del tiempomientras tocaba. Y cuando la músicainundó la estancia, olvidó su batalla conlas clases de química que tantodetestaba y el futuro que tanto temía, yse permitió perderse en la maravillosamúsica, como había hecho en otrostiempos.

Cuando la última nota reverberó en lasala, se dio cuenta de que se le habíanllenado los ojos de lágrimas por la

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simple dicha de tocar. Y decidió queacudiría a su cita de la mañana siguientecon herr Hennum.

A la una y media del día siguiente, Jenstomó asiento frente a otro piano en elfoso vacío de la orquesta del Teatro deCristianía.

—Bien, herr Halvorsen, la última vezque lo oí tocar tenía diez años. Su madreme ha dicho que desde entonces se haconvertido en un músico excepcional —dijo Johan Hennum, el reconocido

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director de la orquesta.—Mi madre peca de imparcialidad,

señor.—También dice que no ha recibido

educación formal en un conservatorio.—Lamentablemente no, señor. Llevo

dos años y medio estudiando química enla universidad. —Jens notó de inmediatoque el director creía que estabamalgastando el tiempo. Probablementehubiera accedido a verlo para hacerle unfavor a su madre, a cambio de susgenerosas donaciones al mundo del arte—. Pero debo añadir que mi madre me

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enseñó música durante muchos años.Como bien sabe, es una profesora muyrespetada.

—Ciertamente. Y dígame, ¿quéinstrumento prefiere de los cuatro que laseñora Halvorsen me ha dicho que sabetocar?

—Sin duda, el que más me gusta tocares el piano, pero creo que domino enigual medida el violín, la flauta y elhardanger.

—En la orquestación de herr Griegpara Peer Gynt no interviene el piano.Sin embargo, estamos buscando un

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segundo violinista y otro flautista. Tome.—Hennum le tendió una partitura—.Ensaye la parte de la flauta; yo volverédentro de un rato para oírlo tocar.

El hombre se despidió con unainclinación de la cabeza y desapareciópor la puerta que había debajo delescenario.

Jens echó un vistazo a la partitura:«Preludio del IV acto: “La mañana”».Sacó su flauta del estuche y la ensambló.En el teatro hacía casi el mismo fríoglacial que en la calle, así que se frotócon energía los dedos entumecidos para

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tratar de reactivar la circulaciónsanguínea. Finalmente, se llevó elinstrumento a los labios y probó lasprimeras seis notas…

—Bien, herr Halvorsen, veamos loque ha conseguido —dijo Johan Hennumcuando regresó al foso cinco minutosdespués.

Jens sentía la imperiosa necesidad deimpresionar a aquel hombre, dedemostrarle que estaba capacitado parael puesto. Agradeciendo a Dios suhabilidad para repentizar —pericia quesiempre lo había ayudado a la hora de

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convencer a su madre de que habíaensayado más de lo que lo había hechoen realidad—, empezó a tocar. Al cabode pocos segundos se descubriócompletamente inmerso en aquellamúsica evocadora que no se parecía anada de lo que hubiera escuchado hastaentonces. Cuando terminó la pieza, bajóla flauta y miró a Hennum.

—Para tratarse de un primer intento,no ha estado nada mal. Nada mal.Ahora, mírese esto. —El hombre letendió otra partitura—. Es la parte delprimer violín. Veamos qué puede hacer

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con ella.Jens sacó el violín del estuche y lo

afinó. Luego estudió la partitura duranteunos minutos y practicó las notasquedamente antes de empezar a tocar.

—Muy bien, herr Halvorsen. Sumadre no exageró al describir su talento.Reconozco que estoy gratamentesorprendido. Es usted un excelenterepentista, lo cual será fundamental enlas semanas venideras, cuando reúna alos miembros más bien dispares de miorquesta. No habrá tiempo paracontemplaciones. Y deje que le diga que

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tocar en una orquesta y tocar comosolista son cosas muy diferentes. Lellevará tiempo adaptarse a la dinámica,y le advierto que no tolero conductaspoco aplicadas por parte de mismúsicos. Normalmente, sería reacio aaceptar a un novato, pero la necesidadobliga. Me gustaría que empezara dentrode una semana. ¿Qué me dice?

Jens lo miró de hito en hito, sin podercreerse que aquel hombre le estuvieraofreciendo un puesto. Estabacompletamente seguro de que su falta deexperiencia provocaría una respuesta

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negativa. Por otro lado, no era ningúnsecreto que la orquesta de Cristianía erauna variopinta mezcla de músicos, puesla ciudad carecía de una escuela demúsica decente y, por lo tanto, habíapocos talentos entre los que elegir. Sumadre le había contado que en unaocasión había tocado en ella unmuchacho de solo diez años.

—Será un honor para mí ocupar unlugar en su orquesta en un estreno tanimportante —se oyó responder.

—Bienvenido entonces, herrHalvorsen. Posee los rudimentos

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necesarios para llegar a ser un buenmúsico. El salario, sin embargo, es algoescaso, aunque no creo que eso sea unproblema para usted. Las horas deensayo durante las próximas semanasserán largas y arduas. Y como ya habráobservado, el entorno no esprecisamente acogedor. Le aconsejo quese abrigue bien.

—Lo haré, señor.—Ha mencionado que actualmente

está estudiando en la universidad.Supongo que está dispuesto a poner sucompromiso con la orquesta por delante

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de sus clases.—Sí —respondió Jens, sabedor de

que su padre tendría algo que decir alrespecto, pero decidiendo que, dado queera Margarete la que lo había metido enaquella situación, a ella lecorrespondería aplacar cualquierobjeción. Aquel era su camino hacia lalibertad y tenía intención de seguirlo.

—Por favor, transmítale a su madremi agradecimiento por haberlo enviado.

—Lo haré, señor.—Los ensayos comienzan la semana

que viene. Nos veremos el lunes a las

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nueve en punto de la mañana. Ahoradebo partir en busca de un fagotistaaceptable, y le aseguro que no es fácildar con uno en esta ciudad nuestradejada de la mano de Dios. Buenos días,herr Halvorsen, y disculpe que no loacompañe a la salida.

Desconcertado ante el radical giroque acababa de dar su vida, Jensobservó al director abandonar el foso dela orquesta. Se volvió y contempló elauditorio en penumbra. Había estado allímuchas veces con su madre, viendoconciertos y óperas, pero cuando se dejó

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caer con brusquedad sobre el banco delpiano se sintió repentinamenteabrumado. Sabía que llevaba un tiempovagando sin rumbo fijo por la vida,centrado en el presente sin pensar másallá, temiendo el día de su graduación ysu futuro como fabricante de cerveza.

Justo en aquel instante, mientrasinterpretaba la nueva y exquisitacomposición de herr Grieg, habíasentido un atisbo de su antigua euforia.De joven solía tumbarse en la cama ycomponer en su cabeza melodías que aldía siguiente probaba al piano. Nunca

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las había anotado, pero componer supropia música era lo que más loestimulaba.

Aquel día, envuelto en la tenue luz delfoso, posó sus dedos helados sobre lasteclas del piano de cola y se remontóhasta las piezas que había compuesto deniño. Una en particular, no muy diferentede la nueva composición de Grieg encuanto a la estructura, recordaba a lasantiguas canciones populares. Jensempezó a tocarla de memoria para elauditorio vacío.

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17

Stalsberg VåningshusetTindevegen

Heddal

14 de febrero de 1876

Kjære Anna:

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Gracias por tu última carta. Como

siempre, tus descripciones de la vida enCristianía resultan instructivas además dedivertidas. Siempre consiguen arrancarmeuna sonrisa. Y ten la certeza de que tucaligrafía y tu ortografía mejoran cada día.Aquí, en Heddal, todo sigue igual quesiempre. La Navidad transcurrió sin novedad,pero con la pena de que no estuvieras aquípara celebrarla con nosotros. Como biensabes, estamos en la época más fría y oscuradel año, cuando no solo hibernan losanimales, sino también los humanos. Lasnieves han sido más prolongadas yabundantes de lo habitual y he descubiertoque hay una gotera en el tejado de nuestra

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granja, lo que me obligará a reemplazar laturba antes del deshielo de primavera si noqueremos que se forme un lago interior en elque podríamos patinar. Mi padre dice que laturba no se ha cambiado nunca, así que por lomenos le hemos sacado provecho. Knut meha prometido que me ayudará en primavera, yle estoy muy agradecido.

Knut ha estado cortejando a una señoritade un pueblo cercano a Skien. Se llamaSigrid y es dulce y bonita, aunque un pococallada. La buena noticia es que tus padreshan dado su aprobación y este veranorepicarán campanas de boda en la iglesia deHeddal. Confío en que puedas venir a casapara el acontecimiento.

Me cuesta creer que vayas a formar parte

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del estreno teatral de mi poema favorito deIbsen, con una música compuestaespecialmente por el mismísimo herr Grieg.¿Has visto ya a herr Ibsen en el teatro?Seguro que va por allí para asegurarse de quela obra se ajusta a sus deseos, aunque creoque actualmente vive en Italia. Quizá notengas tiempo de volver a escribir antes de lanoche del estreno, pues solo faltan diez díasy supongo que estarás muy ocupada con losensayos. Por si es así, os deseo a ti y a tupreciosa voz toda la suerte del mundo.

Con toda mi admiración,

LARS

P. D.: Te adjunto uno de mis poemas. Lo

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envié hace poco, junto con otros cuantos, aun editor de Nueva York, Estados Unidos,llamado Scribner. Lo he traducido de nuevoal noruego para ti. Anna le echó un vistazo al poema,

titulado «Oda a un abedul plateado».Como no tenía ni idea de lo que era una«oda», lo leyó en diagonal sin reconocermuchas de sus rimbombantes palabras ylo dejó junto al plato para seguirdesayunando. Ojalá su vida fuera tanemocionante como creía Lars. Hasta lafecha solo había estado en el Teatro deCristianía dos veces: una para cantar

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delante de herr Josephson justo antes deNavidad, momento en que se acordóque, efectivamente, sería ella quieninterpretara las canciones de Solveig, yotra la semana anterior, cuando losactores habían realizado su primerensayo sobre el escenario para que Annapudiera observarlos desde lasbambalinas y entender la obra.

Habiendo asumido erróneamente queun lugar tan magnífico como un teatroestaría caldeado, se había pasado el díasentada en un taburete soportando lacorriente de los bastidores y muerta de

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frío. Solo habían conseguido llegar altercer acto antes de que estallara unacrisis. Henrik Klausen, el actor queinterpretaba a Peer, había tropezado conla tela de color azul bajo la que diezniños, colocados de rodillas, movían elcuerpo para dar la impresión de quePeer estaba cruzando un martempestuoso. El actor se había torcido eltobillo y, como no podía haber obra sinel personaje principal, se habíansuspendido los ensayos.

Anna había cogido un fuerte catarro ypasado en cama los últimos cuatro días

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mientras herr Bayer cuidaba como unagallina clueca de su voz ronca.

—¡Y solo falta una semana! —sehabía lamentado el hombre—. Nopodría haber sucedido en peor momento.Has de tomar toda la miel que puedas,señorita. Confiemos en que logrereparar tus cuerdas vocales a tiempo.

Aquella mañana Anna había cantadotímidamente algunas escalas después dela obligada dosis de miel —llevabaingerida tal cantidad de dicha sustanciaque temía que su cuerpo fuera a criaralas y a llenarse de rayas amarillas y

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marrones—, y herr Bayer se habíamostrado aliviado.

—Afortunadamente estás recuperandola voz. Madame Thora Hansson, laactriz que interpreta a Solveig, notardará en llegar para que podáistrabajar juntas en el movimiento de laboca mientras tú cantas. Es un granhonor que haya accedido a venir alapartamento debido a tu indisposición.Como sabes, es una de las actrices másfamosas de Noruega y la preferida deherr Ibsen —había añadido herr Bayer.

A las diez y media, Thora Hansson

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hizo su entrada en el apartamento conuna preciosa capa de terciopeloribeteada de piel. Llegó al salón, dondeAnna la esperaba nerviosa, envuelta enuna nube de intenso perfume francés.

—Perdona que no me acerque, kjære,pero aunque herr Bayer dice que ya nocontagias, no puedo permitirme contraertu dolencia.

—Lo entiendo, madame Hansson —respondió recatadamente Anna con unapequeña reverencia.

—Por lo menos esta mañana no tendréque utilizar la voz —dijo con una

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sonrisa—, pues serás tú la que emitaesos sonidos celestiales. Yo me limitaréa abrir y cerrar la boca, y concentrarémis esfuerzos en la representaciónvisual de las bellas canciones de herrGrieg.

—Muy bien, madame.Cuando herr Bayer entró en el salón y

se puso a hablar con madame Hansson,Anna aprovechó para estudiar a laactriz. En el teatro solo la había visto delejos y le había dado la impresión deuna mujer bastante mayor. Sin embargo,al tenerla cerca advirtió que en realidad

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era joven, quizá solo unos cuantos añosmayor que ella. Le pareció muy guapa,sus rasgos eran finos y su espesa matade pelo, castaña. A Anna le costabacreer que, ni siquiera embutida en untraje tradicional, aquella sofisticadajoven pudiera convencer al público deque era una humilde campesina de lasmontañas.

Una campesina como ella…—Bueno, ¿empezamos? Despacio,

Anna —le aconsejó herr Bayer—. Noqueremos que fuerces la voz durante turecuperación. Si está preparada,

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madame Hansson, comenzaremos con«Canción de Solveig» y luegopasaremos a «Canción de cuna».

Las dos mujeres pasaron el resto de lamañana practicando lo que,básicamente, era un dúo con una de lasdos cantantes muda. En variasocasiones, Anna reparó en la frustraciónde la actriz cuando abría la boca en elmomento equivocado y la voz de Annasonaba un compás más tarde. MadameHansson propuso que Anna abandonarael salón para que herr Bayer pudieracomprobar si realmente daba la

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impresión de que era ella la quecantaba. De pie en el pasillo helado, conla cabeza dolorida y la gargantanuevamente irritada a causa del canto,Anna empezó a odiar las canciones.Tenía que aplicar siempre la mismalongitud a las notas y las pausas paraque madame Hansson supiera conexactitud cuándo abrir y cerrar la boca.Una de las cosas que normalmente legustaban de cantar era poder interpretaruna canción para sus oyentes de unamanera diferente cada vez, ya fueranpersonas o vacas. Lo cual, pensándolo

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con perspectiva, se le antojaba muchomás gratificante que cantarle, como enaquellos momentos, a una puerta.

Finalmente herr Bayer aplaudió.—¡Perfecto! Creo que lo tenemos.

Buen trabajo, madame Hansson. Vuelve,Anna, por favor.

La muchacha entró y la actriz sevolvió hacia ella con una sonrisa.

—Creo que saldrá de maravilla. Peroprométeme, querida, que cantarás deforma idéntica todas las noches.

—Descuide, madame Hansson.—Anna, estás pálida. Me parece que

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los esfuerzos de esta mañana te hanagotado. Ve a descansar. Le diré afrøken Olsdatter que te sirva la comidaen la habitación y más miel parasuavizarte la voz.

—Sí, herr Bayer —dijo ellaobedientemente.

—Gracias, Anna. Y ten por seguroque nos veremos muy pronto en el teatro.

Madame Hansson le sonrió condulzura y Anna hizo otra pequeñareverencia antes de retirarse a su cuarto.

Apartamento 4

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10 St. Olav’s GateCristianía

23 de febrero de 1876

Kjære Lars, mor, far y Knut: Escribo con prisa porque hoy es el ensayo

general de Peer Gynt y mañana el estreno.Me encantaría que todos pudierais asistir,pero entiendo que el gasto hace imposiblevuestra visita.

Estoy ilusionada pero también un poconerviosa. Herr Bayer me ha enseñado losperiódicos y todos hablan delacontecimiento de mañana, y hasta corre elrumor de que el rey y la reina estarán

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presentes en el palco real. (Yo,personalmente, lo dudo. Viven en Suecia, yhasta para la familia real sería un viajedemasiado largo solo para asistir a unafunción, pero eso es lo que se dice por aquí.)Dentro del teatro el ambiente es tenso. HerrJosephson, el director, cree que el estrenoserá un desastre porque aún no hemosensayado la obra entera sin tener quedetenernos durante horas a causa de algúnproblema técnico. Y herr Hennum, eldirector de la orquesta, que me cae muy bieny siempre se había mostrado tranquilo, gritaconstantemente a sus músicos por no contarlos tempos.

¿Podéis creeros que aún no haya cantado«Canción de cuna» en el teatro porque no

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hemos conseguido llegar al final de la obra?Herr Hennum me ha asegurado que hoy lacantaré.

Entretanto, paso el rato con los niños quehan contratado para interpretar a lospersonajes pequeños, como los troles ydemás. Cuando me instalaron en sucamerino, me sentí insultada, porque lasotras chicas del coro están en otro. Puedeque simplemente no sean conscientes de miedad. Ahora, sin embargo, me alegro, porquelos niños me hacen reír y jugamos a lascartas para entretenernos.

No puedo seguir escribiendo porque he demarcharme al teatro, pero debo informarte,Lars, sé que para tu gran decepción, de queherr Ibsen no ha aparecido aún.

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Con todo mi cariño para todos desdeCristianía,

ANNA

Antes de salir del apartamento hacia

el teatro, dejó la carta en la bandejita deplata del recibidor.

Llevaban casi cuatro horas con elensayo general y Jens estaba cansado,aterido e irascible, como el resto de laorquesta. Durante los últimos días, latensión había ido en aumento en el foso.

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Herr Hennum le había gritado en más deuna ocasión que prestara atención, yJens consideraba que era injusto porqueSimen, el anciano primer violinista quese sentaba a su lado, parecía pasarse eldía dormitando. Jens calculaba que erael único miembro de la orquesta menorde cincuenta años. Los músicos, sinembargo, eran gente simpática ybromista y el muchacho disfrutaba de sudivertida camaradería.

Hasta el momento había conseguidollegar puntual todos los días, aunque conalguna mala resaca esporádica. Pero

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como era algo que también parecíapasarle al resto de la orquesta, se sentíacomo pez en el agua. Además, estabanlas encantadoras señoritas del coro, alas que admiraba sobre el escenariodurante las interminables pausas en queherr Josephson se dedicaba a mover alos actores a su antojo.

Después de que le ofrecieran elpuesto en la orquesta, la euforia de sumadre había estado a punto de hacerlollorar.

—Pero ¿qué le diremos a far? —había preguntado Jens—. Sabes que

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para asistir a los ensayos no tendré másremedio que saltarme las clases de launiversidad.

—Será mejor que, por el momento,ignore tu repentino… cambio de rumbo.Le haremos creer que sigues asistiendo atus clases. Seguro que ni se da cuenta.

En otras palabras, había sido laconclusión de Jens, a su madre leaterraba contárselo.

Poco importaba ahora, pensó mientrasafinaba su violín, porque si su decisiónde no trabajar en la cervecera era firmeantes, ahora era inamovible. Pese a las

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largas horas de ensayos, el frío y loscomentarios a menudo cáusticos deHennum, Jens sabía que habíarecuperado la pasión por la música quehabía sentido en otros tiempos. Lapartitura de herr Grieg poseíanumerosos pasajes evocadores, desde elalegre «En la gruta del rey de lamontaña» hasta «La danza de Anitra»,durante la cual Jens solo tenía que cerrarlos ojos para imaginar el exotismo deMarruecos mientras interpretaba lasnotas en su violín.

Aun así, su pasaje favorito era «La

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mañana», al comienzo del IV acto. Erala música que acompañaba el momentoen que Peer se despierta al amanecer enÁfrica, con una fuerte resaca y sabiendoque lo ha perdido todo. Entonces piensaen Noruega, su tierra natal, y en el solcuando se eleva sobre los fiordos. Jensnunca se cansaba de tocarla.

En aquellos momentos, él y el otroflautista, que probablemente letriplicaba la edad, se turnaban paratocar las evocadoras notas de los cuatroprimeros compases. Cuando Hennumapareció en el foso y dio unos

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golpecitos con la batuta para llamar laatención de los músicos, Jens se diocuenta de que quería ser el flautista quetocara dichas notas la noche del estreno,era lo que más deseaba en el mundo.

—Bien, vamos a por el IV acto —anunció Hennum. Llevaban más de unahora de interrupción entre acto y acto—.Bjarte Frafjord, usted tocará hoy laprimera flauta. Cinco minutos yempezamos —añadió antes demarcharse a hablar con herr Josephson,el director de la obra.

Jens se sintió embargado por una

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profunda decepción. Si Bjarte tocaba laprimera flauta en el ensayo general, lomás probable sería que Hennum tambiénquisiera que lo hiciese al día siguiente,en el estreno.

Minutos después, Henrik Klausen, queinterpretaba a Peer Gynt, se acercó paracolocarse con el cuerpo doblado sobreel foso de la orquesta, desde dondefingiría que vomitaba sobre los músicosmientras el protagonista se recuperabade su resaca.

—¿Cómo estáis hoy, muchachos? —saludó afablemente desde arriba.

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Se produjo un murmullo generalmientras Hennum reaparecía y cogía subatuta.

—Herr Josephson me ha prometidoque podremos ejecutar el IV acto sinapenas interrupciones para que asípodamos llegar finalmente al V acto.¿Listos?

Hennum alzó la batuta y el sonido dela flauta de Bjarte se elevó desde elfoso. «No es tan bueno como yo», pensóJens enfurruñado mientras se colocabael violín bajo el mentón y se preparabapara tocar.

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Una hora después, pese a una pequeñacomplicación que se había solucionadode inmediato, se aproximaban al finaldel IV acto. Jens levantó la mirada haciamadame Hansson, la actriz queinterpretaba el papel de Solveig. Inclusovestida de campesina, le parecíasumamente atractiva, así que tenía laesperanza de poder conocerla al díasiguiente, en la fiesta de después delestreno.

Recuperó rápidamente laconcentración cuando herr Hennumlevantó una vez más la batuta y los

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violinistas atacaron los primerosacordes de «Canción de Solveig».Prestó atención cuando madameHansson empezó a cantar. Tenía una voztan pura, tan perfecta y evocadora queJens se descubrió trasladándosementalmente a la cabaña de lasmontañas donde Solveig residía con sucongoja. No tenía ni idea de quemadame Hansson pudiera cantar así. Erauna de las voces femeninas másmaravillosas que había oído en su vida.Simbolizaba el aire puro y la juventud,pero también el dolor de las esperanzas

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y los sueños perdidos…Tan embelesado estaba que se ganó

una mirada severa por parte de Hennumcuando entró un compás tarde. Cuando,hacia el final de la obra, lasdolorosamente tristes notas de «Canciónde cuna» —interpretada por Solveigcuando el escarmentado Peer regresa ydescansa la cabeza sobre su regazo—resonaron en el auditorio, Jens notó queel vello de la nuca se le erizaba ante laimpecable interpretación de madameHansson. Cuando, minutos después, cayóel telón el personal del teatro, que se

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había congregado para mirar y escuchar,prorrumpió en aplausos.

—¿Has oído eso? —le comentó Jensa Simen, que ya estaba guardando suviolín para abandonar apresuradamenteel foso y cruzar la calle hasta elEngebret Café antes de la última ronda—. No sabía que madame Hanssontuviera una voz tan bella.

—¡Pero qué infeliz eres, Jens! Lo queacabamos de escuchar es una vozbellísima, sí, pero no pertenece amadame Hansson. ¿No te has dadocuenta de que ella se limitaba a mover

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los labios? Esa mujer no es capaz deafinar ni una nota, así que han tenido quetraer la voz de otra para que dé laimpresión contraria. Seguro que a herrJosephson le encantará saber que sutruco ha funcionado.

Simen rio y le dio unas palmaditas enel hombro antes de marcharse.

—¿Quién canta entonces? —quisosaber Jens antes de que su compañerodesapareciera bajo el escenario.

—Buena pregunta —contestó Simenpor encima del hombro—. Es una vozfantasma y nadie conoce a la

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propietaria.

La propietaria de la voz que tanto habíaconmovido a Jens Halvorsen seencontraba en aquel momento en uncoche de caballos camino delapartamento de herr Bayer. Convencidade que llamaba la atención con el trajenacional que el profesor le había pedidoque llevara en sus «actuaciones» paraque tuviera el mismo aspecto que lasseñoritas del coro, se alegraba de hacerel trayecto a solas. Había tenido otro día

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largo y agotador, de manera que sintióun gran alivio cuando frøken Olsdatter leabrió la puerta y le quitó la capa.

—Debes de estar exhausta, kjæreAnna. Pero dime, ¿como crees que hascantado hoy? —le preguntó mientras laempujaba delicadamente hacia eldormitorio.

—La verdad es que no lo sé. Cuandocayó el telón, hice justo lo que herrBayer me dijo que hiciera: salir por lapuerta de atrás y subirme rápidamente alcoche. Y aquí estoy —suspiró Annadejando que frøken Olsdatter la ayudara

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a desvestirse y acostarse.—Herr Bayer dice que mañana

puedes dormir hasta la hora que teapetezca. Quiere que tú y tu voz estéisdescansadas para el estreno. Te hedejado la leche caliente con miel en lamesilla de noche.

—Gracias.Anna cogió el vaso.—Buenas noches, Anna.—Buenas noches, frøken Olsdatter, y

gracias.

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Johan Hennum apareció en el foso y diounas palmadas para llamar la atenciónde sus músicos.

—¿Están todos listos?Miró a su orquesta con cariño y Jens

pensó en lo diferente que era laatmósfera que se respiraba en el teatroen aquel momento comparada con la deldía anterior. No solo los músicosvestían esmoquin en lugar de suabigarrada colección de atuendos decalle, sino que un público expectantehabía entrado ya en el auditorio paraocupar sus asientos. Las mujeres se

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quitaban los abrigos de piel para dejaral descubierto una colección dedeslumbrantes vestidos de nocheadornados con joyas suntuosas quebrillaban bajo la tenue luz de la arañadel techo.

—Caballeros —continuó Hennum—,esta noche tenemos el honor de ocuparnuestro lugar en la historia. Aunque herrGrieg no pueda estar presente, haremosque se sienta orgulloso de nosotros ydaremos a su maravillosa música lainterpretación que merece. Estoy segurode que algún día les contarán a sus

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nietos que formaron parte de esto. Y herrHalvorsen, esta noche usted tocará laprimera flauta en «La mañana». Bien, siestamos todos preparados…

El director se subió al podio paraindicar al público que la representaciónestaba a punto de comenzar. Enseguidase hizo el silencio, como si el auditorioal completo estuviera conteniendo larespiración. Y en aquel momento, Jensdio gracias al cielo por que le hubieranconcedido su deseo más ferviente.

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Ninguna de las personas que aguardabanentre bambalinas sabía qué le estabapareciendo la representación al público.Anna se acercó despacio hasta elcostado del escenario para interpretar suprimera canción. La acompañaba Rude,uno de los niños que actuaba en lasescenas corales.

—No se oye ni el vuelo de unamosca, frøken Anna. He espiado alpúblico desde un escondrijo y creo queles está gustando.

La joven ocupó su lugar al lado delescenario —oculta por los decorados,

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pero colocada de tal manera que pudieraver a madame Hansson— y de pronto elmiedo la paralizó. Aunque nadie pudieraverla y su nombre apareciera en elprograma debajo de la larga lista del«Coro», sabía que ahí fuera herr Bayerestaría escuchándola. Como todas laspersonas importantes de Cristianía.

Notó la manita de Rude estrechar lasuya.

—Tranquila, frøken Anna, todospensamos que canta como los ángeles —dijo antes de dejarla sola.

Anna clavó entonces la mirada en

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madame Hansson y escuchó con atenciónel momento de su entrada. Cuando laorquesta tocó los primeros acordes de«Canción de Solveig», respiró hondo. Ypensando en Heddal, en Rosa y en sufamilia, dio rienda suelta a su voz.

Cuarenta minutos después, cuando elúltimo telón cayó, Anna se encontrabanuevamente junto al escenario despuésde haber interpretado «Canción decuna». El público guardaba un silencioreverencial mientras los actores secongregaban para el saludo final. Comonadie le había pedido que saliera, Anna

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se quedó donde estaba. Y cuando eltelón volvió a alzarse para mostrar a losactores, el clamoroso estallido deaplausos estuvo a punto de dejarlasorda. La gente pateaba el suelo y pedíaun bis.

—¡Cante de nuevo «Canción deSolveig», madame Hansson! —oyógritar a alguien, pero la actriz declinóelegantemente la petición con un gestode la cabeza y un saludo refinado con lamano.

Herr Josephson apareció al fin en elescenario para transmitir al público las

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disculpas tanto de Ibsen como de Griegpor sus respectivas ausencias y, tras elúltimo saludo, el telón cayódefinitivamente y los actores empezarona dispersarse. Todos ignoraron a Annaal pasar a su lado llenos de adrenalina ycharlando animadamente de lo queparecía haber sido un éxito rotundodespués de tantas semanas de trabajo.

La joven regresó a su camerino pararecoger la capa y despedirse de losniños, cuyas orgullosas madres estabanayudándolos a cambiarse de ropa. HerrBayer le había dicho que el coche

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estaría esperándola fuera y que debíamarcharse en cuanto terminara larepresentación. Cuando se dirigía por elpasillo hacia la puerta de atrás, setropezó con herr Josephson, que en esemomento salía del camerino de madameHansson.

—Anna, has cantado como losángeles. Creo que has hecho llorar hastaal último espectador. Felicidades.

—Gracias, herr Josephson.—Que tengas un buen trayecto hasta

casa —añadió con una inclinación de lacabeza antes de darse la vuelta para

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llamar al camerino de Henrik Klausen.Anna llegó a la puerta de atrás y

abandonó el teatro con renuencia. —Entonces ¿quién es la chica que

canta «Canción de Solveig»? —preguntóJens mientras escrutaba con la mirada ala gente reunida en el vestíbulo—. ¿Estáaquí?

—No lo sé, nunca la he visto —respondió Isaac, el violonchelista, queya no podía con su alma—. Canta comoun ángel, pero, con tanto misterio, lo

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mismo es que tiene cara de bruja.Decidido a averiguarlo, Jens acorraló

al director de la orquesta.—Felicidades, joven —le dijo

Hennum, eufórico por el éxito de aquellanoche, mientras le daba una palmada enel hombro—. Me alegro de no habermeequivocado con usted. Podría llegarlejos con algo de práctica y experiencia.

—Gracias, señor. Por cierto, ¿quiénes la chica desconocida que hainterpretado las canciones de Solveig deforma tan bella esta noche? ¿Está aquí?

—¿Se refiere a Anna? Es nuestra

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Solveig de las montañas en la vida real.Pero no creo que se haya quedado parala fiesta. Es la protegida de Franz Bayer,muy joven y poco habituada a la ciudad.El profesor la tiene muy vigilada, por loque imagino que su Cenicienta se ha idoa casa antes de que el reloj marque lamedianoche.

—Es una lástima. Me habría gustadodecirle lo mucho que me ha emocionadosu voz. También —continuó Jensaprovechando la oportunidad— soy ungran admirador de madame Hansson.¿Cree que podría presentármela para

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que pueda expresarle mi admiración porsu actuación de esta noche?

—Naturalmente —dijo herr Hennum—. Seguro que para ella será un placerconocerlo. Sígame.

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18

Al día siguiente, «Cenicienta» estabasentada en el salón frente a herr Bayer.Ambos bebían café mientras él repasabala crítica del estreno en Dagbladet yleía en alto las partes que creía quepodrían gustarle a la joven.

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«Es un placer ver a madame Hanssonen el papel de Solveig, la sufrida jovencampesina, y su voz pura y dulce es unregalo para los oídos.»

—¿Qué te parece?El profesor levantó la vista hacia ella.Si hubiera sido su nombre el que

figurase en los diarios de aquellamañana, pensó Anna, y su voz aquellacuyas virtudes se ensalzaban, le habríaparecido maravilloso. Pero no era elcaso, así que le daba igual.

—Me alegro de que la obra y mi vozhayan gustado —acertó a decir.

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—Como es lógico, es la partitura deherr Grieg lo que los críticos encuentranespecialmente inspirador. Suinterpretación del maravilloso poema deherr Ibsen es sin duda sublime. Bien,Anna, como hoy no hay representación,te tomarás un descanso más quemerecido. Deberías estar muy orgullosade ti misma, mi querida señorita. Nopodrías haber cantado mejor. Pordesgracia, yo no puedo descansarporque debo ir a la universidad. —Selevantó y se encaminó a la puerta—.Cuando vuelva a casa esta noche,

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celebraremos nuestro éxito durante lacena. Que tengas un buen día.

Cuando herr Bayer se marchó, Annase terminó su café, ya tibio, sintiéndosedesalentada y un tanto irritada. Tenía lasensación de que en los últimos mesestodo había tenido como único objetivoel estreno. Y ahora que había pasado,nada había cambiado. No estaba segurade qué esperaba que cambiase, pero nopodía evitar sentir que algo deberíahaberlo hecho.

¿Conocía ya herr Bayer la necesidadde una cantante «fantasma» cuando la

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había encontrado en las montañas elverano anterior?, se preguntó. ¿Eraaquella la razón de que la hubierallevado a la ciudad? Anna era muyconsciente de que en el teatro todo elmundo deseaba que ella fuera invisiblepara poder atribuir su voz a madameHansson.

Cogió uno de los periódicos y clavóel dedo en el lugar donde se mencionabala voz «pura» de la actriz.

—¡Es mi voz! —aulló—. Mi voz…Quizá a causa de la presión que había

liberado la noche previa, como el

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corcho de una de las botellas dechampán de herr Bayer, se arrojó sobreel sofá y lloró.

—Anna, kjære, ¿qué te ocurre?La muchacha levantó el rostro bañado

en lágrimas y se dio cuenta de quefrøken Olsdatter había entrado en laestancia sin avisar.

—Nada —farfulló, secándoseatropelladamente los ojos.

—Puede que estés agotada yabrumada por la experiencia de anoche.Y recuperándote todavía del catarro.

—No, no… Me encuentro muy bien,

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gracias —insistió Anna con firmeza.—¿Quizá echas de menos a tu

familia?—Sí, sí. Y el aire puro del campo.

Creo… creo que quiero volver a Heddal—susurró.

—No te preocupes, querida, loentiendo. Siempre es así para los quevenimos del campo. Y además, la vidaque llevas es muy solitaria.

—¿Usted echa de menos a su familia?—le preguntó Anna.

—Ya no, porque me he acostumbrado,pero al principio era muy infeliz. Mi

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primera señora era una mujer cruel quenos trataba a mí y a sus demás criadascomo si fueran perros. Me escapé dosveces, pero en ambas ocasiones meencontraron y me obligaron a volver.Entonces, una noche que fue a cenar acasa de mi señora, conocí a herr Bayer.Quizá se percatara de mi desdicha opuede que realmente necesitara un amade llaves, pero el caso es que meofreció trabajo aquella misma noche. Miseñora no se opuso. Creo que sealegraba de perderme de vista. Así queherr Bayer me trajo aquí. Pese a su

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excentricidad, Anna, puedes estar segurade que es un hombre bueno y amable.

—Lo sé —dijo la joven sintiéndoseculpable por haberse compadecido de símisma cuando la vida de frøkenOlsdatter había sido mucho más difícilque la suya.

—Si te sirve de consuelo, he visto amuchas protegidas de herr Bayer salirpor esa puerta durante mis años a suservicio Pero nunca lo he visto tanentusiasmado como lo está por tutalento. Anoche me dijo que cautivasteal público con tu voz.

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—Pero casi nadie sabe que soy yo laque canta —repuso débilmente Anna.

—Ahora no, pero has de confiar enque un día se sabrá. Eres muy joven,kjære, y afortunada por formar parte deuna producción tan prometedora. Lagente más importante de Cristianía te haoído cantar. Sé paciente y deja que elSeñor guíe tu destino. Y ahora llegotarde al mercado. ¿Quieresacompañarme para que te dé un poco elaire?

—Me encantaría. —Anna se levantó—. Y gracias por escucharme.

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A tan solo tres kilómetros de allí, JensHalvorsen también sentía una granfrustración mientras se paseaba por sucuarto escuchando las fuertes voces quele llegaban desde la salita de abajo. Lafarsa que su madre y él habíanrepresentado a lo largo de las últimassemanas delante de su padre habíaalcanzado un brusco final aquellamañana durante el desayuno, cuandoJonas Halvorsen había leído laexcelente crítica de Peer Gynt en el

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diario. El autor había tenido ladeferencia de mencionar que «“Lamañana”, al comienzo del IV acto, es enmi opinión uno de los momentos cumbrede la partitura de herr Grieg, con loscautivadores y memorables primerosacordes interpretados a la flauta demanera sublime por Jens Halvorsen».

La cara de su padre había semejadouna tetera de cobre olvidada en el fuego.

—¿Por qué no se me ha informadohasta ahora? —había estallado Jonas.

—Porque no me pareció importanteque lo supieras —había contestado

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Margarete, y Jens comprendió que sumadre estaba preparándose para unaterrible escena.

—¿No te pareció importante? ¡Yo, unpadre que cree que su hijo estáestudiando en la universidad, descubropor la prensa que está trabajando en laorquesta de Cristianía! ¡Es un ultraje entoda regla!

—Te prometo que apenas ha perdidoclases.

—Entonces explícame por qué eleminente crítico añade a continuaciónque «herr Johan Hennum, director de la

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orquesta de Cristianía, ha pasadomuchos meses reuniendo a los músicos yensayando con ellos a fin de hacerjusticia a la compleja orquestación deherr Grieg». ¿En serio esperas que mecrea que nuestro hijo, a quien de hechonombran en este mismo artículo, se haaprendido la partitura de un día paraotro? ¡Señor! —Jonas sacudió la cabezacon vehemencia—. Está claro queambos me habéis tomado por idiota. Osconvendría no tratarme como tal a partirde este momento.

Margarete se había vuelto entonces

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hacia Jens.—Sé que tienes que estudiar. Sube a

tu cuarto y ponte con ello.—Sí, mor.Debatiéndose entre el sentimiento de

culpa por dejar a su madre a merced dela ira de su padre y el alivio por notener que sufrirla él mismo, Jens habíaasentido con la cabeza y se habíamarchado.

En aquellos momentos, mientras sepaseaba con nerviosismo por suhabitación escuchando los bramidos desu padre, decidió que a lo mejor el

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incidente del periódico había sido parabien: su padre se habría enterado tarde otemprano de sus actividadesextrauniversitarias. En parte le apenabaque Jonas no pudiera alegrarse de que suhijo hubiera sido objeto de semejanteelogio, pero lo entendía. Los músicos deCristianía carecían de estatus social ysus ingresos eran limitados. Para supadre no había nada admirable en suempeño de hacerse músico. Y aúnmenos en la idea de que su hijo noocupara el puesto que le correspondía ala cabeza de la Halvorsen Brewing

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Company.Por otro lado, Jens estaba demasiado

contento para dejar que su padre lodesanimara. Había encontrado su futuroen la orquesta y por fin se sentíarealizado. La camaradería de los otrosmúsicos, su sentido del humor y suafición por el alcohol cuando se reuníanpor las noches en el Engebret Cafédespués de la función constituían unmundo en el que Jens se sentía muycómodo. Por no mencionar la actitudclaramente relajada de las señoritas dela obra…

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La noche previa, herr Hennum habíahecho lo que Jens le había pedido y lehabía presentado a madame Hansson.Cuando la celebración por el éxito delestreno tocaba a su fin, Jens habíareparado en las miradas que le dirigía laactriz y se había ofrecido a acompañarlaa su apartamento. Había sido uninterludio sin duda agradable: Thora erauna mujer experimentada y entusiasta, yJens no había abandonado su lecho hastala llegada del gélido amanecer. Al díasiguiente tendría que esquivar sutilmentea Hilde Omvik, una bonita chica del

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coro con la que estaba saliendo. Nopodía permitir que a madame Hansson lellegaran rumores sobre su conducta en elteatro. Y, al fin y al cabo, Hilde iba acasarse la semana siguiente…

Llamaron a la puerta y respondió deinmediato.

—Jens, he hecho cuanto he podido,pero tu padre quiere hablar contigo.Ahora.

Su madre estaba pálida y agotada.—Gracias, mor.—Nosotros dos hablaremos cuando

se haya ido a la fábrica.

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Margarete le dio una palmadita en elhombro y, cuando Jens bajó, Dora loinformó de que su padre lo esperaba enel salón.

El joven dejó escapar un suspiro,pues sabía que los asuntos graves queafectaban a la familia Halvorsen setrataban siempre en el salón, unaestancia tan fría y austera como supadre. Abrió la puerta y entró. Como decostumbre, la chimenea estaba apagaday por los ventanales entraba un torrentede luz blanca proyectada por la nieveapilada fuera.

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Su padre se encontraba frente a una delas ventanas y se volvió al oírlo entrar.

—Siéntate.Señaló una butaca. Jens obedeció y se

esforzó por que su rostro expresaracontrición y desafío a partes iguales.

—En primer lugar —comenzó Jonastomando asiento frente a su hijo en unorejero de piel—, quiero decirte que note culpo. Todo esto es culpa de tu madrepor meterte esa ridícula idea en lacabeza. Sin embargo, en julio alcanzarásla mayoría de edad y te convertirás enun adulto que ha de tomar sus propias

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decisiones. Y debes decidir no vivirmás bajo la influencia de tu madre.

—Sí, señor.—La situación no ha cambiado —

continuó Jonas—. Te incorporarás a lacervecera este verano, cuando hayasterminado tus estudios. Trabajaremosjuntos y un día la fábrica será tuya.Serás la quinta generación de Halvorsenque dirija el negocio emprendido por mitatarabuelo. Tu madre asegura que tusestudios no se han visto afectados por tutrabajo en la orquesta, peropersonalmente lo dudo. ¿Qué dices tú,

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jovencito?—Mi madre está en lo cierto —mintió

tranquilamente Jens—. He perdido muypocas clases.

—Aunque me gustaría poder hacerlo,comprendo que no sería bueno para lareputación de la familia sacarte del fosode la orquesta ahora, pues ya te hascomprometido con herr Hennum. Envista de que no puede hacerse nada alrespecto, tu madre y yo estamos deacuerdo en que se te permitirá continuarhasta que las representaciones de PeerGynt finalicen el mes que viene. Espero

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que durante ese tiempo llegues a aceptarplenamente dónde está tu futuro.

—Sí, señor.Jens vio que su padre se interrumpía

para hacer crujir sus nudillos, unacostumbre que lo irritaba sobremanera.

—Todo arreglado, entonces. Pero telo advierto, una vez haya pasado esta…novedad, no volveré a tolerar uncomportamiento semejante. A menos quedesees dedicarte profesionalmente a lamúsica, en cuyo caso no tendré másremedio que dejarte sin un céntimo ypedirte que abandones esta casa de

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inmediato. Los Halvorsen no hemostrabajado durante casi ciento cincuentaaños para ver a nuestro único herederodilapidar su legado tocando el violín.

Jens estaba decidido a no darle a supadre el gusto de ver la conmociónreflejada en su rostro.

—Lo entiendo, señor.—En ese caso, me marcho a la

fábrica. Ya llego más de una hora tarde ysiempre debo dar ejemplo a misempleados, al igual que tendrás quehacerlo tú cuando empieces a trabajarconmigo. Buenos días, Jens.

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Jonas Halvorsen se despidió con ungesto de la cabeza y se marchó paradejar que Jens reflexionara a solas sobresu futuro. Sintiendo que no podíaenfrentarse a su madre en ese momento,el muchacho cogió los patines delrecibidor, se puso la cazadora de piel, elgorro y los guantes, y salió a la calle adesahogarse.

Apartamento 410 St. Olav’s Gate

Cristianía

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10 de marzo de 1876

Kjære Lars, mor, far y Knut: Gracias por vuestra última carta y por

decir que mi ortografía ha mejorado. Yo nolo creo, pero lo intento. Ya han pasado dossemanas desde el estreno de Peer Gyntsobre el escenario del Teatro de Cristianía(aunque yo no lo pisé). Herr Bayer dice quetoda la ciudad habla de ello y que la «casa»,como la gente llama al auditorio, ha vendidolas entradas de todas las funciones. Estánhablando de alargar las representacionesdebido a la demanda.

Aquí la vida sigue igual, con la diferencia

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de que herr Bayer me está enseñando algunasarias italianas que encuentro muy difíciles.Una vez a la semana viene a casa un cantantede ópera profesional llamado Günther paradarme clase. Es alemán y, debido a su acento,me cuesta entenderlo. Además, huele a ropasin lavar, está todo el rato esnifando rapé yeste a menudo le gotea por la nariz y leforma un charquito en el labio superior. Esmuy viejo y muy flaco, y me da bastantepena.

No estoy segura de qué haré cuandotermine Peer Gynt, aparte de lo que hagotodos los días aquí, que es aprender a cantarmejor, quedarme encerrada en casa y comerpescado. La temporada de teatro comienzadespués de Pascua y hablan de volver a

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representar Peer Gynt en el futuro. Osgustará saber que se rumorea que herr Ibsenvendrá desde Italia para ver la función. Siefectivamente viene, os lo haré saber.

Por favor, Lars, dale las gracias a mor porlos chalecos que me ha hecho. Me resultanmuy útiles en este largo invierno. Estoydeseando que llegue el calor y espero poderir pronto a casa.

ANNA

Dobló la carta y la cerró con un

suspiro. Suponía que su familia estaríadeseando escuchar chismorreos sobre lagente del teatro, pero no podía

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desvelarles ninguno. Enclaustrada un díatras otro en el apartamento, al queregresaba cada noche nada más terminarla función, se le estaban agotando lasnovedades que escribir en sus cartas.

Se acercó a la ventana para ver elcielo y advirtió que, a las cuatro de latarde, todavía era de día. La primaveraestaba finalmente en camino, y despuésde eso llegaría el verano… Apoyó lafrente contra el cristal que la separabadel aire fresco de la calle. La idea depasar los meses de calor recluida enaquella casa en lugar de en las montañas

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con Rosa se le hacía casi insoportable.

Rude llegó puntualmente al foso de laorquesta para cumplir su misiónnocturna.

—Hola, Rude, ¿cómo estás hoy? —lepreguntó Jens.

—Bien, señor. ¿Tiene una nota omensaje para mí?

—Ya lo creo. Toma. —Jens se inclinópara hablar al oído del niño—.Entrégale esto a madame Hansson.

Introdujo una moneda y una carta en la

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mano menuda y entusiasta del muchacho.—Gracias, señor. Así lo haré, señor.—Muy bien —dijo Jens mientras

Rude se disponía a marcharse—. Ah,por cierto, ¿quien era la joven con laque te vi salir anoche por la puerta deatrás? ¿Tienes novia? —bromeó.

—Será de mi estatura, señor, perotiene dieciocho años. Demasiado mayorpara mí, que tengo doce —contestóRude muy serio—. Era Anna Landvik.Actúa en la obra.

—¿En serio? Pues no la reconocí…Claro que había poca luz y solo alcancé

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a verle la cabellera pelirroja.—Lo que quiero decir, señor, es que

participa en la función pero no se la veen el escenario. —Echando una miradadeliberadamente exagerada a sualrededor, Rude le hizo señas para queacercara la oreja—. Es la voz deSolveig.

—Oh, entiendo —asintió Jens confingida gravedad.

El hecho de que madame Hansson noera la que cantaba se había convertidoen el secreto peor guardado del edificio,pero había que mantener las apariencias

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ante el mundo exterior.—La señorita es muy bonita, ¿no cree,

señor?—Su melena decididamente lo es,

pero es lo único que vi de ella.—Personalmente, me da mucha pena.

Nadie puede saber que es ella la quecanta tan bien. Hasta la han puesto connosotros en el camerino de los niños.Bueno —dijo Rude cuando sonó eltimbre para indicar que faltaban cincominutos para el comienzo de larepresentación—, entregaré la nota, nose preocupe.

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Jens plantó otra moneda en la palmadel muchacho.

—Entretén esta noche a frøkenLandvik en la puerta para que pueda verbien a nuestra cantante misteriosa.

—Creo que no será un problema,señor —aceptó Rude antes de escurrirsecomo un ratón, satisfecho con susganancias de aquella noche.

—¿Otra vez al acecho, Peer?Simen, el primer violinista, no estaba

tan sordo como parecía y había oídoparte de la conversación. En el foso, losmúsicos comentaban entre burlas que los

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devaneos de Jens con los miembrosfemeninos de la compañía recordabanmucho a los del héroe homónimo de laobra.

—En absoluto —murmuró Jens justocuando Hennum aparecía en el foso. Alprincipio el apodo le había parecidodivertido, pero ya estaba empezando acansarlo—. Ya sabes que solo tengoojos para madame Hansson.

—Pues ayer debí de excederme con eloporto, porque estoy seguro de que te visalir del Engebret con Jorid Skrovsetdel brazo.

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—Estoy seguro de que fue el oporto.Jens levantó la flauta cuando Hennum

indicó que estaban listos para empezar.Aquella noche, después de la

representación, salió del teatro por lapuerta de atrás y se quedó merodeandopor los alrededores a la espera de queRude apareciera con la misteriosamuchacha. Jens, por lo general, se iba alEngebret mientras Thora recibía a susadmiradores en su camerino y secambiaba. Luego la actriz subía a sucoche de caballos y lo recogía unosmetros calle abajo, pues no quería que

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nadie los viera juntos.Jens sabía que la razón de que Thora

no quisiera que la paseara con él por laciudad era su modesto estatus demúsico. Estaba empezando a sentirsecomo una vulgar fulana que satisfacíauna necesidad física pero no era lobastante buena para ser vista en público.Lo cual era bastante ridículo, teniendoen cuenta que provenía de una de lasfamilias más respetadas de Cristianía yera el actual heredero del imperiocervecero Halvorsen. Thora no parabade repetirle que había cenado con la flor

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y nata de Europa, que Ibsen la adoraba yque la llamaba su musa. Jens habíatolerado sus aires de grandeza hastaentonces porque, en la intimidad deldormitorio, la actriz le compensaba concreces las humillaciones que tenía quesoportar. Pero ya estaba harto.

Al fin, vio salir a dos figuras por lapuerta de atrás. Se detuvieron unmomento en el umbral, tenuementeiluminado por la lámpara de gas delpasillo que tenían detrás, mientras Rudele señalaba algo a la joven. Con elsemblante semioculto bajo la gorra, Jens

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la observó con detenimiento.Era una chiquilla delicada de

adorables ojos azules, nariz minúscula,labios rosados dentro de un rostromenudo con forma de corazón y unaespectacular cabellera pelirroja que lecaía formando bucles alrededor de loshombros. Poco dado a los elogios, depronto Jens se sintió al borde de laslágrimas mientras la contemplaba. Eraun auténtico soplo de aire puro de lasmontañas y hacía que, a su lado, lasdemás mujeres parecieran muñecas demadera emperifolladas.

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Sumido en una especie de trance, laoyó despedirse de Rude con un quedo«buenas noches» y pasar flotando por sulado antes de subir a un coche decaballos.

—¿La ha visto, señor? —Los sagacesojos de Rude localizaron a Jensmerodeando entre las sombras en cuantoel coche de Anna se hubo alejado—. Hehecho todo lo posible, pero no hepodido retenerla más tiempo. Mi madreme está esperando en el camerino. Le hedicho que tenía que entregarle unmensaje al portero.

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—La he visto. ¿Siempre se marchanada más terminar la representación?

—Todas las noches, señor.—Entonces he de concebir un plan

para conocerla.—Le deseo suerte, pero ahora debo

irme.Rude se quedó donde estaba,

titubeante, y finalmente Jens se llevó lamano al bolsillo y le entregó otramoneda.

—Gracias, señor. Buenas noches.Jens se dirigió al Engebret, pidió un

aquavit y se sentó en un taburete de la

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barra con la mirada perdida.—¿Te encuentras mal, muchacho? —

le preguntó Einar, el cimbalero, trasacercarse a la barra—. Estás pálido.¿Quieres otra?

Jens admiraba a Einar por suasombrosa habilidad para abandonar elfoso en mitad de la representación ydirigirse al Engebret contando loscompases. Una vez allí, se tomaba unacerveza sin dejar de contar y regresaba asu lugar en el foso justo antes de que letocara estrellar de nuevo los platillos.La orquesta al completo seguía

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esperando que cualquier noche perdierala cuenta, pero, al parecer, no habíafallado una sola vez en diez años.

—Sí a las dos preguntas —respondióJens.

Se llevó el vaso a los labios y vacióel contenido de un trago. Mientras leponían delante otro aquavit, se preguntósi no estaría incubando algún tipo deenfermedad, pues desde que había vistoa Anna Landvik se sentía extrañamenteinquieto. Decidió que, al menos aquellanoche, madame Hansson podía regresarsola a su apartamento.

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19

Frøken Anna, tengo una carta parausted.

Anna levantó la vista de los naipes ymiró a Rude, que esbozó una sonrisadescarada antes de pasarle una notaplegada con disimulo. Estaban en el

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camerino de los niños, rodeados por eltrajín de los preparativos para larepresentación de aquella noche.

Se disponía a abrir la carta cuandoRude le susurró:

—Aquí no. Me han dicho que debeleerla en privado.

—¿Quién?Anna estaba desconcertada.Rude se mostró debidamente

enigmático y negó con la cabeza.—No me corresponde a mí decírselo.

Solo soy un mensajero.—¿Por qué querría alguien escribirme

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una carta?—Tendrá que leerla para averiguarlo.Anna lo miró con el cejo fruncido, lo

más severamente que pudo.—Dímelo —exigió.—No.—En ese caso, ya no jugaré contigo al

pináculo.—No importa, tengo que vestirme.El niño se encogió de hombros, se

levantó y abandonó la mesa.Una parte de ella quería reírse de las

trastadas de Rude: era un diablillo,siempre a la caza de un mensaje que

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entregar o de una oportunidad para echaruna mano a cambio de una moneda o unbombón. Anna pensaba que de mayorsería un excelente timador, o quizáespía, pues estaba al tanto de todos loschismorreos que corrían por el teatro.Comprendió que, a juzgar por lashuellas mugrientas que había alrededordel sello roto, Rude sabía exactamentequién le enviaba la misteriosa misiva yprobablemente hubiera leído sucontenido. Tras decidir que la leeríacuando estuviera a solas en suhabitación, se guardó la carta en el

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bolsillo de la falda y fue a prepararsepara la representación.

Teatro de Cristianía

15 de marzo de 1876

Mi querida frøken Landvik: Dado que nunca nos han presentado, le

pido disculpas por este impertinentemensaje y el medio por el que le ha sidoentregado. Lo cierto es que, desde que la oícantar por primera vez la noche del ensayogeneral, su voz me tiene cautivado. Y desdeaquel momento la escucho extasiado todas

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las noches. ¿Cree que sería posible que nosviéramos mañana en la puerta de atrás delteatro antes del comienzo de la función —digamos a las siete y cuarto— para poderpresentarnos formalmente?

Acuda, se lo ruego.Sinceramente suyo,

Un admirador Después de releer la carta y

esconderla en el cajón de la mesilla denoche, Anna dedujo que debía dehaberla escrito un hombre, pues sería delo más peculiar que una mujer escribieraalgo así. Mientras apagaba el quinqué

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para echarse a dormir, llegó a laconclusión de que se trataba de uncaballero mayor, del estilo de herrBayer… una perspectiva, pensó con unsuspiro, de lo menos estimulante.

—¿Se reunirá con él esta noche? —le

preguntó Rude con expresión inocente.—¿Con quién?—Ya sabe con quién.—No, no lo sé. Además, ¿cómo sabes

tú que me han invitado a reunirme conalguien, eh? —Anna disfrutó al ver la

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cara de consternación del muchachocuando cayó en la cuenta de que se habíadelatado involuntariamente—. Te juroque ahora sí que no volveré a jugarcontigo a las cartas, ni por dinero ni porcaramelos, si no me dices el nombre delautor.

—No puedo, frøken Anna, lo siento.—Rude bajó la mirada y negó con lacabeza—. Me estoy jugando la vida. Lejuré al remitente que no lo diría.

—Bueno, si no puedes decirme elnombre de la persona, por lo menospodrás responder a algunas preguntas

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con un «sí» o un «no».—Eso sí —aceptó el niño.—¿Fue un caballero el que escribió la

nota?—Sí.—¿Tiene menos de cincuenta años?—Sí.—¿Menos de cuarenta?—Sí.—¿Menos de treinta?—Frøken Anna, no estoy seguro de su

edad, pero yo diría que sí.Al menos ya era algo, pensó Anna.—¿Es un miembro asiduo del

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público?—No… Bueno, en realidad… —

Rude se rascó la cabeza—. Sí, en ciertamanera sí. Digamos que la oye cantarcada día.

—Entonces ¿es un miembro de lacompañía?

—Más o menos.—¿Es músico, Rude?—Frøken Anna, me está poniendo en

un aprieto. —El muchacho soltó unsuspiro melodramático—. No puedodecirle más.

—Está bien, lo entiendo —cedió

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Anna, satisfecha con el resultado de suinterrogatorio.

Echó un vistazo al viejo y poco fiablereloj de pared y le preguntó a una de lasmadres, que estaba bordandodiscretamente en un rincón, qué horacreía que era.

—Yo diría que casi las siete, frøkenLandvik. Hace un momento estaba en elpasillo cuando llegó herr Josephson. Yél es siempre muy puntual —añadió.

—Gracias.Miró de nuevo el reloj de pared,

agradecida de que aquella noche

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funcionara bien. ¿Debía acudir a la cita?Al fin y al cabo, si aquel hombre teníamenos de treinta años tal vez desearaverla por razones indecorosas y noporque admirara su voz. Muy a su pesar,se ruborizó. La mera idea de que susintenciones pudieran ser de esa índole—y de que se tratara de un hombrerelativamente joven— la atraía muchomás de lo que debería.

La manecillas del reloj siguieronavanzando mientras se preguntaba quéhacer. A las siete y trece minutosdecidió que acudiría a la cita. A las

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siete y catorce minutos decidió que no…Y a las siete y cuarto en punto se

descubrió caminando por el pasillohasta la puerta de atrás, únicamente paradescubrir que allí no había nadie.

Halbert, el portero, abrió la ventanillade su caseta para preguntarle sinecesitaba algo. Anna negó con lacabeza y se dio la vuelta para regresaral camerino. Una corriente de aire fríola asaltó cuando la puerta se abrió a suespalda y, un segundo después, una manole tocó suavemente el hombro.

—¿Frøken Landvik?

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—Sí.—Le pido disculpas por retrasarme

unos segundos.Anna se dio la vuelta para tropezarse

con los profundos ojos de color avellanadel propietario de la voz. Notó un nudoextraño en el estómago, como cuandotenía que cantar. Mientras Halbert loscontemplaba desde su caseta como sifueran idiotas, ellos simplemente sededicaron a mirarse.

El joven que Anna tenía delanteaparentaba aproximadamente su mismaedad y poseía un rostro atractivo en

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extremo, coronado por una mata de pelode color caoba que se le ensortijaba porencima del cuello de la camisa. No eraalto, pero sus espaldas anchas le dabanun imponente aire masculino. Annasintió como si todo su ser —físico,mental y emocional— la abandonara ypenetrara en aquel otro ser humanodesconocido. Fue una sensación de lomás extraña, y la hizo tambalearseligeramente.

—¿Se encuentra bien, frøkenLandvik? Cualquiera diría que ha vistoun fantasma.

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—Perfectamente, gracias. Estoy unpoco mareada, eso es todo.

Sonó el timbre que avisaba a lacompañía y a la orquesta de que faltabandiez minutos para alzar el telón.

—Se lo ruego —susurró Jens,consciente de que Halbert seguíaobservándolos embobado por encima delas gafas—, no tenemos mucho tiempo.Salgamos fuera para poder hablar enprivado. Por lo menos así le dará unpoco el aire.

Jens la rodeó con un brazo paraacompañarla hacia el exterior y advirtió

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que la cabeza de ella encajabaperfectamente en la curva de su hombro.Después abrió la puerta y la ayudó asalir. Era tan menuda, tan perfecta, tanfemenina que el muchacho sintió alinstante el deseo de protegerla cuandoella se apoyó brevemente en él como sifuera la cosa más natural del mundo.

Anna se detuvo en la acera a su lado,con el brazo del joven todavía a sualrededor, y aspiró el aire vigorizante dela noche.

—¿Por qué quería verme? —preguntócuando recuperó la compostura y cayó

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en la cuenta de lo inapropiado que eramantener semejante proximidad físicacon un hombre. Y, para colmo,desconocido. Aunque tenía quereconocer que no lo sentía en absolutocomo un desconocido…

—Si le soy sincero, no estoy seguro.Al principio fue su voz lo que mefascinó, pero luego pagué a Rude paraque la entretuviera aquí fuera y poderobservarla a hurtadillas… FrøkenLandvik, ahora debo irme o herrHennum me arrancará las tripas, perodígame cuándo puedo volver a verla.

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—No lo sé.—¿Esta noche, después de la función?—No, herr Bayer envía siempre un

coche a recogerme en cuanto termina larepresentación.

—¿Durante el día?—No. —Anna se tocó la cara. Tenía

las mejillas ardiendo a pesar del frío—.Ahora mismo no puedo pensar.Además…

—¿Qué?—Esta situación es de lo más

impropia. Si herr Bayer supiera denuestro encuentro, me…

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Sonó el timbre de los cinco minutos.—Se lo ruego, reúnase aquí conmigo

mañana a las seis —propuso Jens—.Dígale a herr Bayer que la hanconvocado antes para un ensayo.

—Bu… buenas noches.Anna se dio la vuelta y se encaminó

hacia la puerta. Justo cuando se disponíaa cerrarla tras de sí, Jens vio que susdedos menudos la sujetaban por el cantoy volvían a abrirla.

—¿Puedo saber al menos su nombre,señor?

—Le pido disculpas. Me llamo Jens.

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Jens Halvorsen.Anna regresó aturdida al camerino y

se sentó para intentar tranquilizarse.Cuando se hubo serenado, se dijo quetenía que averiguar todo lo que pudierasobre Jens Halvorsen antes de aceptarotra cita con él.

Aquella noche durante larepresentación, preguntó a todas laspersonas en las que confiaba, e incluso aalgunas en las que no confiaba, quésabían de él.

Hasta el momento, había descubiertoque tocaba el violín y la flauta en la

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orquesta y que, para decepción suya,todo el mundo en el teatro conocía sufama de mujeriego. Tanto era así que laorquesta le había puesto el apodo de«Peer» por su carácter donjuanesco. Unade las chicas del coro le confirmó que lohabía visto con Hilde Omvik y JoridSkrovset. Y lo peor de todo, serumoreaba que era el amante secreto demadame Hansson.

Cuando se colocó junto al escenariopara interpretar «Canción de cuna»,estaba ya tan desconcentrada quesostuvo una nota más tiempo del debido

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y madame Hansson cerró la boca antesde que la terminara. Anna no se atrevía avolver la cabeza hacia el foso de laorquesta por si su mirada se posaba enJens Halvorsen.

«No voy a pensar en él —se dijo condeterminación antes de apagar elquinqué de su mesilla de noche—. Estáclaro que es un hombre horrible y cruel—añadió deseando que los rumoressobre sus devaneos no la excitaran—.Además, estoy prometida.»

Al día siguiente, sin embargo, tuvoque recurrir a toda su fuerza de voluntad

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para no pedir el coche de caballos antesde la hora acostumbrada y decirle a herrBayer que tenía un ensayo extra. Cuandollegó al teatro a las seis cuarenta ycinco, su hora de siempre, no vio anadie frente a la puerta de atrás y sereprendió con dureza por la profundadecepción que la embargó.

Cuando entró en el camerino, fuerecibida por el habitual grupo de madresque bordaban en un rincón y los niñosque corrían a su encuentro para ver siles había llevado algo nuevo con lo quejugar. Solo un niño se quedó donde

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estaba, y mientras Anna abrazaba a losdemás, reparó en la infrecuenteexpresión apesadumbrada de Rude porencima de las cabezas de suscompañeros. Los pequeños tuvieron quesalir a escena y, con una última miradade pesar, Rude se marchó del camerinopara ocupar su lugar en el escenario. Enel entreacto, la acorraló.

—Mi amigo me ha dicho que no haacudido a la cita de esta noche. Se hapuesto muy triste. Le envía otra carta.

Le tendió un sobre sellado.Anna lo rechazó.

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—Por favor, dile que no estoyinteresada.

—¿Por qué no?—Porque no, Rude, y ya está.—Pero frøken Anna —insistió él—,

esta noche he visto la desdicha en susojos cuando usted no se ha presentado.

—Rude, eres un jovencito con muchotalento, tanto para actuar como parasacar monedas a los adultos. Sinembargo, hay cosas que todavía noentiendes…

Anna abrió la puerta y salió delcamerino, pero él la siguió.

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—¿Cómo qué?—Son cosas de mayores —replicó

ella con impaciencia mientras se dirigíaa los bastidores.

Todavía no le tocaba cantar, peroquería escapar del implacableinterrogatorio del muchacho.

—Sí que entiendo las cosas demayores, frøken Anna. Sé qué rumoresdebe de haber oído desde que supoquién era su admirador.

—Entonces, si sabes esas cosas de él,¿por qué sigues suplicándome que lovea? —Anna se volvió bruscamente

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hacia el niño y Rude se detuvo deinmediato—. ¡Tiene una reputaciónespantosa! Además, yo ya tengopretendiente y algún día —giró de nuevosobre sus talones y siguió andando—nos casaremos.

—Pues me alegro mucho por usted,pero le prometo que las intenciones delcaballero en cuestión son nobles.

—¡Por lo que más quieras, criatura,déjame tranquila!

—Lo haré, pero debería conocerlo,frøken Anna. El negocio es el negocio,estoy seguro de que lo entiende, pero lo

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que acabo de decirle es gratis. Comomínimo acepte esta carta.

Sin darle tiempo a seguir protestando,el niño le puso el sobre en la mano yhuyó por el pasillo. Anna se colocódiscretamente detrás de uno de losdecorados, donde nadie podía verla, yescuchó a la orquesta afinar para elsegundo acto. Bajó la vista hacia el fosoy vio a Jens Halvorsen ocupar su lugar ysacar la flauta del estuche. Cuando lajoven alargó tímidamente el cuello paraobservarlo mejor, él levantó la vista ydurante un breve instante sus miradas se

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encontraron. La desilusión que Anna vioen el semblante del músico ladesconcertó. Volvió a ocultarserápidamente tras los decorados yregresó aturdida al camerino. Por elcamino se cruzó con madame Hansson yla familiar nube del perfume francés dela actriz invadió el pasillo. La mujerapenas reparó en ella y, cuando Annarecordó el rumor que había oído acercade su amante secreto, se le endureció elcorazón. Jens Halvorsen no era más queun sinvergüenza, un mujeriego que nodudaría en llevarla a la perdición.

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Consciente de que le conveníamantenerse ocupada, cuando entró en elcamerino prometió a los niños quejugaría a las cartas con ellos durante elsiguiente entreacto.

Aquella noche, cuando llegó alapartamento, se encaminó directamentehacia el salón vacío. Y haciendo un granesfuerzo para controlarse, sacó la cartasin abrir del bolsillo de su falda y laarrojó a las llamas de la estufa.

Rude siguió llevándole una nueva carta

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de Jens Halvorsen todas las nochesdurante las dos semanas siguientes, peroAnna las quemaba en cuanto llegaba acasa. Y aquella noche se habíareafirmado en su postura después de quetanto ella como todas las demáspersonas que se encontraban en elpasillo de los camerinos hubieranescuchado el eco de un aullidoacompañado de un estallido de cristales.Los actores sabían perfectamente que elalboroto provenía del camerino demadame Hansson.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó a

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Rude.—No puedo decírselo —respondió él

con testarudez y cruzando los brazos.—Por supuesto que puedes, siempre

me lo cuentas todo. Te pagaré —lepropuso Anna.

—No se lo diría ni por dinero. Soloconseguiría darle la impresiónequivocada.

—¿De qué?Rude negó con la cabeza y se alejó.

Más tarde, cuando el rumor empezó acircular por todas partes durante larepresentación, una de las chicas del

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coro le contó que madame Hansson sehabía enterado de que, dos semanasantes, habían visto a Jens Halvorsen conJorid, otra chica del coro. Como Annaya estaba al tanto de la historia, no sesorprendió, pero al parecer madameHansson era la única del edificio que nolo había sabido hasta aquel momento.

Cuando llegó al teatro para la primerafunción de la semana siguiente, Anna vioun enorme ramo de rosas rojas sobre elmostrador de la cabina del portero. Al

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pasar junto a ellas de camino alcamerino, oyó que Halbert la llamaba.

—¿Frøken Landvik?—¿Sí?—Estas flores son para usted.—¿Para mí?—Sí, para usted. Lléveselas, por

favor, me tienen el mostrador invadido.Con las mejillas tan coloradas como

las rosas, se dio la vuelta y regresóhasta la cabina.

—Vaya, por lo visto tiene unadmirador, frøken Landvik. Me preguntoquién será…

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El portero, en un gesto de gravedesaprobación, enarcó una ceja mientrasAnna recogía el enorme ramo sinatreverse a levantar la mirada.

—¡Qué caradura! —se dijo mientrasrecorría el pasillo en dirección a lasletrinas gélidas y malolientes quecompartían las mujeres de la compañía—. Hacer esto con madame Hansson yJorid Skrovset en el edificio. Estájugando conmigo —farfulló indignadatras cerrar la puerta con violencia yechar el pestillo—. Ahora que madameHansson ha descubierto sus devaneos,

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cree que puede seducir a la humildecampesina con un puñado de flores.

Leyó la tarjeta que acompañaba lasrosas.

«No soy como imagina. Le ruego queme dé una oportunidad.»

—¡Ja!Anna la rompió en mil pedazos y los

tiró a la letrina. En el camerino laasediarían a preguntas sobre el ramo yquería deshacerse de toda prueba quedelatara su procedencia.

—¡Dios mío, Anna! —dijo una de lasmadres cuando entró en el camerino—.

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Son preciosas.—¿Quién te las envía? —preguntó

otra.La estancia al completo guardó

silencio mientras sus ocupantesesperaban una respuesta.

—Obviamente —Anna tragó salivatras una pausa—, Lars, mi pretendientede Heddal.

Un coro de exclamaciones invadió lahabitación.

—¿Es por una ocasión especial?Tiene que serlo, si se ha gastado tantodinero —señaló otra madre.

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—Es… es mi cumpleaños —mintióAnna a la desesperada.

Las madres prorrumpieron en unnuevo coro de «¿Tu cumpleaños?» y«¿Por qué no nos lo habías dicho?».

Anna pasó el resto de la nocherecibiendo felicitaciones, abrazos ypequeñas muestras de cariño de la gentemientras ignoraba la sonrisa sardónicade Rude.

—Bien, Anna, como ya sabes la

temporada de Peer Gynt está a punto de

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acabar. En junio organizaré una veladade verano aquí, en el apartamento, einvitaré a la flor y nata de Cristianíapara que venga a oírte cantar. Por fin nospondremos a trabajar para empezar alanzar tu carrera. ¡Y lo mejor de todoesto es que la «voz fantasma» al finpodrá mostrarse!

—Entiendo. Gracias, herr Bayer.El profesor guardó silencio mientras

observaba con preocupación laexpresión de Anna.

—No pareces muy convencida.—Solo estoy cansada, pero le

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agradezco mucho su dedicación.—Sé que estos últimos meses han

sido difíciles para ti, Anna, pero teaseguro que muchos conocidos míos delentorno musical saben perfectamente aquién pertenece en realidad la hermosavoz de Solveig. Ahora ve a descansar,no tienes buena cara.

—Sí, herr Bayer.Mientras la veía abandonar el salón,

Franz Bayer comprendió la frustraciónde la muchacha, pero ¿qué otra cosapodría haber hecho? El anonimato deAnna había sido parte del trato al que

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había llegado con Ludvig Josephson yJohan Hennum. Pero la situación estabaa punto de cambiar y el acuerdo habíacumplido su propósito. El aliciente deconocer a la propietaria de la misteriosavoz que tan exquisitamente habíainterpretado las canciones de Solveigconseguiría atraer hasta la velada de suapartamento a todos los miembrosinfluyentes de la comunidad musical deCristianía. Tenía grandes planes para lajoven Anna Landvik.

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20

Una semana después de finalizar latemporada de Peer Gynt, Jens sedespertó en su casa con el ánimoespecialmente decaído. Y aunqueHennum le había prometido un puestopermanente en la orquesta para las

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compañías de ópera y ballet visitantesque requirieran sus servicios, tenía pordelante un mes sin trabajo hasta elcomienzo de la nueva temporada. Paracolmo, como solo había asistido a mediadocena de clases desde el inicio de PeerGynt, no estaba en absoluto preparadopara los exámenes finales de launiversidad. No le cabía duda de quesuspendería.

La semana previa, antes de lapenúltima función, había reunido elvalor necesario para mostrarle aHennum las composiciones que se había

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pasado horas escribiendo cuando tendríaque haber estado estudiando. Despuésde interpretarlas para él, el directorhabía declarado que eran «pocooriginales» pero buenas para tratarse deun principiante.

—Le aconsejo, joven, que estudiemúsica en un conservatorio extranjero.Posee talento como compositor, pero hade aprender a «escuchar» la melodíaque ha escrito de la manera en que seráinterpretada por cada instrumento. Porejemplo, esta pieza —Hennum señaló lapartitura— ¿arranca con toda la

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orquesta? ¿O quizá… —tocó lasprimeras notas al piano y hasta para losparciales oídos de Jens sonaron como unhomenaje a «La mañana» de herr Grieg— con una flauta?

Herr Hennum esbozó una sonrisairónica y Jens tuvo la gentileza desonrojarse.

—Entiendo, señor.—Y en cuanto al segundo pasaje,

¿será interpretado por violines? ¿Por unchelo? ¿Una viola? —Hennum ledevolvió la partitura con unas palmadasen el hombro—. Si realmente desea

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seguir los pasos de herr Grieg y suseminentes amigos compositores, miconsejo es que aprenda a hacerlo comoes debido, tanto dentro de su cabezacomo sobre el papel.

—Pero aquí no puedo hacerlo, porqueen Cristianía no hay nadie que puedaenseñarme —se lamentó Jens.

—Razón por la cual debe irse alextranjero, como han hecho todosnuestros grandes músicos ycompositores escandinavos. Puede que aLeipzig, como hizo herr Grieg.

Jens se había marchado maldiciendo

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su ingenuidad. Y sabiendo que, si supadre cumplía la amenaza de cerrarle elgrifo del dinero si decidía dedicarse a lamúsica, no dispondría de los recursosnecesarios para estudiar en unconservatorio. También había empezadoa comprender que su talento natural parala música le había servido hastaentonces, pero ya no era suficiente. Siquería convertirse en compositor teníaque aprender las técnicas adecuadas.Tenía que trabajar en ello.

Mientras entraba en el teatro por lapuerta de atrás se reprendió por las

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generosas asignaciones que habíaderrochado a lo largo de los últimos tresaños. Si no se las hubiese gastado enmujeres y alcohol, habría podidoahorrarlas para su futuro. Ahora, pensóapesadumbrado, no cabía duda de queya era demasiado tarde. Habíadesaprovechado sus oportunidades y laculpa era únicamente suya.

Pese a su firme decisión de no recaer ensus viejos hábitos cuando terminara latemporada de Peer Gynt, Jens tenía un

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terrible dolor de cabeza. La nocheanterior, presa de la desesperación,había ido al Engebret para ahogar suspenas con cualquier músico conocidoque casualmente deambulara por allí.

El silencio reinaba en la casa, señalde que la mañana ya estaba avanzada ysu padre se había marchado a la fábricamientras su madre había salido a tomarcafé con alguno de sus conocidos. Tocóel timbre —necesitaba un café conurgencia— y esperó a que llegara Dora.La doncella, después de un retrasodeliberado, llamó a la puerta, entró con

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expresión huraña una vez que él le diopermiso para pasar y dejó la bandejasobre la cama con una brusquedadinnecesaria.

—¿Qué hora es? —preguntó Jens.—Las once y media, señor. ¿Desea

algo más?Jens sabía que estaba enfurruñada

porque últimamente no le había hechomucho caso. Mientras se planteaba sidebería hacer el esfuerzo de intentarapaciguarla solo para hacerse más fácilla vida en la casa, bebió un sorbo decafé, pensó en Anna y decidió que no

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podía.—No, Dora. Gracias.Desviando la mirada del semblante

herido de la muchacha, Jens cogió eldiario de la bandeja y fingió leerlo hastaque la doncella se hubo marchado.Luego soltó el periódico y suspiróhondo. Estaba profundamenteavergonzado de sí mismo por suborrachera de la noche previa, pero sehabía sentido tan desanimado y perdidoque simplemente había querido olvidar.Y Anna Landvik tampoco ayudaba amejorar su humor.

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—¿Qué te ocurre? —le habíapreguntado Simen la noche anterior—.Problemas de faldas, seguro.

—Es la chica que cantaba lascanciones de Solveig. No puedo dejarde pensar en ella. Simen, creo que estoyrealmente enamorado por primera vez enmi vida.

Tras aquellas palabras, Simen habíaechado la cabeza hacia atrás con unacarcajada.

—¿Es posible que no veas lo que estápasando, Jens?

—¡No! ¿Qué te hace tanta gracia?

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—¡Es la única chica que te harechazado! ¡Por eso crees que estás«enamorado» de ella! Vale, tal vez tehaya cautivado el lado poético de suspuras maneras campestres, pero porfuerza has de ver que no encaja ni porasomo con un muchacho educado y deciudad como tú.

—¡Te equivocas! La amaría ya fueraaristócrata o campesina. Su voz es… esel sonido más bello que he escuchado enmi vida. Y además tiene cara de ángel.

Simen contempló el vaso vacío deJens.

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—Me temo que es el aquavit el quehabla. Créeme, amigo, simplementeestás sufriendo tu primera experienciacon el rechazo, no con el amor.

En aquellos momentos, mientras sebebía su café tibio, Jens se preguntó siSimen no llevaría razón. Sin embargo, elrecuerdo del rostro y la celestial voz deAnna Landvik seguía acechando sussueños. Y con todos los problemas quedebía afrontar en aquel momento, deseóno haberse fijado nunca en ella. Nihaberla oído cantar.

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—La velada tendrá lugar el 15 de

junio, coincidiendo con el cumpleañosde herr Grieg —le anunció herr Bayercuando se reunió con Anna en el salónunos días después de la última funciónde Peer Gynt—. Le enviaré unainvitación para que conozca a suauténtica «Solveig», aunque creo que seencuentra en el extranjero.Elaboraremos un programa que contengaalgunas de sus canciones populares y,cómo no, las de Peer Gynt. También el«Aria de Violetta», de La Traviata, y un

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himno, quizá Leid, Milde Ljos. Megustaría que los invitados escucharan tuamplia variedad de registros.

—Pero ¿podré regresar a Heddal parala boda de mi hermano? —preguntóAnna, pensando que, si no respirabapronto el aire fresco del campo,acabaría ahogándose.

—Naturalmente, querida. Podrásmarcharte a Heddal después de lavelada y pasar allí el verano. Bien,mañana empezaremos a trabajar enserio. Tenemos un mes para conseguirque tú y tu voz alcancéis la perfección.

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A fin de prepararla para la tarea, herrBayer había reclutado a variosprofesores que consideraba adecuadospara instruirla debidamente en lascanciones que iba a interpretar. Güntherregresó para concentrarse en las ariasoperísticas, un maestro de coro de lacatedral apareció, con las uñasmordidas y una cabeza casi calva yreluciente, para compartir con ella sudominio de los himnos, y el propio herrBayer pasaba una hora al díaenseñándole técnica vocal. Una modistallegó al apartamento para tomarle

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medidas y crearle un ropero digno deuna joven estrella. Y lo mejor de todo,para gran deleite de Anna, herr Bayerempezó a sacarla del apartamento parallevarla a conciertos y recitales.

Una de aquellas noches, antes departir hacia el Teatro de Cristianía parael estreno de El barbero de Sevilla, deRossini, interpretado por una compañíade ópera italiana, Anna entró en el salónluciendo uno de sus nuevos y elegantesvestidos de noche, confeccionado conseda de color azul de Prusia.

—Mi querida señorita —dijo herr

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Bayer levantándose y juntando lasmanos—, estás sencillamentedeslumbrante. Ese color te sienta muybien. Permíteme que lo realce un pocomás.

El profesor le tendió un estuche decuero que contenía un collar de zafiros yunos pendientes de lágrima a juego. Lasgemas, de múltiples caras titilantes,pendían de una elaborada filigrana deoro, la marca de un maestro artesano.Anna contempló las joyas sin apenassaber qué decir.

—Herr Bayer…

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—Eran de mi esposa. Y me gustaríaque las lucieras esta noche. ¿Puedoayudarte con el collar?

Anna no pudo negarse, pues elhombre ya estaba sacándolo del estuche.Mientras le abrochaba el cierre, notó elcontacto de los dedos de herr Bayersobre su cuello.

—Te quedan perfectos —declaró élsatisfecho, lo bastante cerca para queAnna pudiera oler su rancio aliento—.Bien, ha llegado la hora de partir haciael Teatro de Cristianía.

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A lo largo del mes siguiente, Anna hizotodo lo posible por concentrarse en susestudios musicales y disfrutar de suestancia en Cristianía. Escribíaasiduamente a Lars y todas las nochesrezaba sus oraciones con fervor. Sinembargo, los pensamientos sobre JensHalvorsen el Malo, como lo habíabautizado con la esperanza de queaquello la ayudara a darle una lección asu traicionero corazón, acudían a sumente con una regularidad exasperante.Anna lamentaba no tener una amiga con

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la que poder hablar de su sufrimiento.Tenía que haber alguna medicina que locurara.

—Señor —suspiró una noche despuésde sus oraciones—, creo que estoy muymuy enferma.

A medida que se acercaba el 15 dejunio, Anna iba dándose cuenta de queherr Bayer se sumía en un estado de granexcitación.

—Querida —anunció la mañana de lavelada—, he contratado a un violinista ya un violonchelista para que teacompañen. Conmigo al piano, por

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supuesto. Ambos llegarán dentro de unrato para ensayar con nosotros. Y por latarde descansarás y te prepararás para tugran noche.

A las once en punto sonó el timbre yAnna, que aguardaba en el salón, oyó afrøken Olsdatter abrir la puerta y recibira los músicos. Cuando entraron en laestancia con herr Bayer, la joven selevantó.

—Permíteme que te presente a herrIsaksen, el violonchelista, y a herrHalvorsen, el violinista —anunció elprofesor—. Vienen recomendados por

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mi amigo herr Hennum.Una vez más, Anna creyó que iba a

desmayarse cuando Jens Halvorsen elMalo cruzó el salón para saludarla.

—Frøken Landvik, es un honor paramí formar parte de su velada de estanoche.

—Gracias —acertó a decirvislumbrando el regocijo que danzabaen los ojos del joven.

Mientras el corazón seguíagolpeándole las costillas, ella no fuecapaz de encontrar nada remotamentedivertido en la situación.

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—Empezaremos con Verdi —propusoherr Bayer mientras los dos músicos secolocaban junto al piano—. ¿Me hasoído, Anna?

—Sí, herr Bayer.—Entonces, comencemos.La joven era consciente de que no

estaba dando lo mejor de sí mismadurante el ensayo. Sentía la irritación deherr Bayer cada vez que olvidaba todolo que había aprendido o se quedaba sinaliento al final de una nota con vibrato.«Y toda la culpa la tiene Jens Halvorsenel Malo», pensaba furiosa.

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—Es suficiente por ahora, caballeros.Confío en que esta noche estemos másarmonizados. Les espero a las seis ymedia en punto, pues la velada comienzaa las siete.

Jens y su compañero asintieroneducadamente y se despidieron de Annacon una breve inclinación de la cabeza.Al salir de la estancia, Jens le lanzó a lamuchacha una mirada llena decomplicidad con sus ojos coloravellana.

—Anna, ¿qué te ocurre? —lepreguntó herr Bayer—. Estoy seguro de

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que el acompañamiento no puede ser lacausa de tus despistes. Te acostumbrasteenseguida a cantar con una orquestacompleta durante Peer Gynt.

—Lo siento, herr Bayer. Me duele unpoco la cabeza, eso es todo.

—Yo diría que estás sufriendo unataque de nervios de lo máscomprensible, mi querida jovencita. —El profesor suavizó la expresión de surostro y le dio unas palmaditas en elhombro—. Come algo ligero y descansa.Antes de la actuación de esta noche, nosbeberemos una copa de vino juntos para

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calmar los nervios. Estoy convencido deque la velada será un gran éxito ymañana serás la estrella de Cristianía.

A las cinco en punto de la tarde,frøken Olsdatter entró en la habitaciónde Anna con un vaso de agua y la ubicuamiel.

—Te he llenado la bañera, querida.Mientras te bañas te prepararé la ropade esta noche. Herr Bayer desea que tepongas el vestido azul de Prusia y loszafiros de su esposa. También hasugerido que te recojas el cabello. Teayudaré a vestirte cuando vuelvas.

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—Gracias.Anna se estiró en la bañera con una

toallita sobre la cara para intentarcalmar su corazón, que no había dejadode latir con violencia desde que habíaposado la mirada en Jens Halvorsenaquella mañana. Su mera presencia lehabía provocado una intensa reacciónfísica en las rodillas, la garganta y elcorazón.

—Te lo ruego, Señor, dame fuerza ycoraje para esta noche —rezó mientrasse secaba con la toalla—. Y perdónamepor desear que a Jens Halvorsen el

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Malo le dé un cólico y no pueda venir atocar.

Después de vestirse y peinarse con laayuda de frøken Olsdatter, Anna recorrióel pasillo en dirección al salón. Habíatreinta sillas doradas y de terciopelorojo dispuestas en semicírculos frente alpiano, situado junto a la ventana envoladizo. Jens Halvorsen y elviolonchelista ya estaban charlando conherr Bayer, cuyo rostro se iluminó alverla.

—Estás perfecta, mi querida señorita—dijo tendiéndole una copa de vino—.

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Y ahora, brindemos todos por esta nocheantes de que comience el alboroto.

Anna bebió un sorbo de vino yadvirtió que la mirada de Jens se deteníabrevemente en su escote; ignoraba siestaba contemplando los zafiros o laextensión de piel blanca y desnuda sobrela que descansaban, pero aun así notóque se le sonrojaban las mejillas.

—Por ti, Anna —brindó herr Bayer.—Por frøken Landvik —lo secundó

Jens alzando la copa en su dirección.—Ahora ve a sentarte en la cocina

con frøken Olsdatter hasta que vaya a

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buscarte.—Sí, herr Bayer.—Buena suerte, amor mío —susurró

Jens para sí cuando Anna se dirigíahacia la puerta para abandonar la sala.

Ya fuera por el vino o por el empáticoacompañamiento de Jens Halvorsen elMalo al violín aquella noche, cuando laúltima nota reverberó en el silenciososalón, incluso Anna supo que había dadolo mejor de sí misma.

Tras un aplauso entusiasta, losinvitados, entre ellos Johan Hennum, secongregaron a su alrededor para

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felicitarla y proponerle actuaciones enla Logia y en la Sala de Actos. HerrBayer estaba a su lado, sonriéndole conaire protector, mientras Jens permanecíaen segundo plano. Cuando el profesor seapartó al fin, Jens aprovechó laoportunidad para acercarse.

—Frøken Landvik, permítame quetambién yo la felicite por su actuaciónde esta noche.

—Gracias, herr Halvorsen.—Y quiero que sepa, Anna —

continuó bajando la voz—, que he sidoun hombre atormentado desde la última

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vez que la vi. No puedo dejar de pensaren usted, de soñar con usted… ¿No seda cuenta de que el destino ha vuelto aconspirar para reunirnos?

Escuchar su nombre de pila de suslabios le pareció algo tan íntimo queAnna tuvo que dejar la mirada perdidamás allá de Jens, pues sabía que si laposaba en sus ojos estaría perdida.Porque sus palabras eran el reflejoexacto de lo que ella sentía.

—Veámonos, por favor, donde ycuando usted quiera…

—Herr Halvorsen —consiguió decir

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ella al fin, recuperando la voz—, prontovolveré a Heddal para la boda de mihermano.

—En ese caso, permítame verlacuando regrese a Cristianía. Anna, yo…—Viendo que herr Bayer se acercaba aellos, Jens inclinó educadamente lacabeza—. Ha sido un placeracompañarla esta noche, frøken Landvik.

Levantó la mirada hacia la joven yAnna vislumbró en sus ojos un brevedestello de desesperación.

—¿Verdad que ha estadomaravillosa? —Herr Bayer le asestó una

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palmada en el hombro a Jens—. Esossuaves ascensos en los registrosintermedios y altos y ese magníficovibrato… ¡Ha sido su mejor actuación!

—Frøken Landvik ha estadociertamente soberbia. Y ahora, deboirme.

Jens miró expectante a herr Bayer.—Claro, claro. Disculpa, mi querida

Anna, pero he de hacer cuentas connuestro joven violinista.

Cuando finalmente se retiró a suhabitación una hora más tarde, Anna sesentía bastante mareada. Quizá fuera por

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la euforia de la actuación de aquellanoche, o por la segunda copa de vinoque había aceptado imprudentemente,pero, mientras frøken Olsdatter laayudaba a desvestirse, en el fondo de sucorazón comprendió que la causa eraJens Halvorsen. Era embriagador pensarque seguía enamorado de ella. Igual queella, reconoció a regañadientes, loestaba de él…

Stalsberg VåningshusetTindevegen

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Heddal

30 de junio de 1876

Kjære Anna: Te escribo para darte una triste noticia. Mi

padre falleció el martes pasado. Por fortuna,tuvo una muerte tranquila. Y quizá haya sidolo mejor, pues ya sabes que padecía muchosdolores. Para cuando recibas esta carta, elentierro ya se habrá celebrado, pero creíaque debías saberlo.

Tu padre me pide que te diga que lacosecha de cebada promete y que sus miedoseran infundados. Anna, cuando regreses parala boda de tu hermano, tendremos mucho que

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hablar sobre el futuro. Pese a la tristenoticia, me alegra saber que pronto volveré averte.

Hasta entonces,Kjærling hilsen,

LARS

Después de leer la carta, Anna se

recostó sobre la almohada sintiendo queno era mejor persona que JensHalvorsen el Malo. No había pensadoen nada más desde que había vuelto averlo en la velada. Ni siquiera cuandoherr Bayer le había hablado con gran

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ilusión de los recitales que le habíaconseguido fue capaz de mostrar eldebido entusiasmo.

La noche previa el profesor le habíapedido que acudiera al salón a lamañana siguiente a las once. Se vistió ycruzó desconsoladamente el pasillo.Cuando entró en la estancia, vio que sumentor era presa de una gran excitación.

—¡Anna, acércate a escuchar lamaravillosa noticia! Esta mañana heestado con Johan Hennum y LudvigJosephson. Quizá recuerdes que herrHennum asistió a tu recital y me dijo

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que, debido al éxito de Peer Gynt,deseaban incluir la función en latemporada de otoño. Pues bien, hanpropuesto que retomes el papel deSolveig.

Anna lo miró con una mezcla deasombro y desencanto.

—¿Se refiere a cantar de nuevo entrebastidores mientras madame Hanssonfinge que mi voz es suya?

—¡Diantre, Anna! ¿Crees que osaríaproponerte siquiera esa posibilidad?No, mi querida señorita, quieren que túrepresentes el papel en su totalidad.

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Madame Hansson no está disponible enestos momentos, y ahora que ya te hasrevelado como la talentosa dueña de lavoz fantasma entre los círculosmusicales de Cristianía, están deseandoverte actuar. Por si eso fuera poco, herrGrieg ha anunciado que finalmentevendrá a la ciudad a ver la producción.Tanto Johan como Ludvig creen que tuinterpretación de sus canciones esinsuperable, así que quieren hacerte unaprueba el próximo jueves paradeterminar si tienes talento suficientecomo actriz. ¿Recuerdas alguna de las

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frases que Solveig dice en la obra?—Sí, herr Bayer. Las he pronunciado

muchas veces en silencio al mismotiempo que madame Hansson —respondió Anna sintiendo que unhormigueo le recorría la espalda.

¿De verdad era posible que laquisieran a ella como la estrellaprincipal? ¿Y tocaría en la orquesta elYa No Tan Malo Jens Halvorsen…?

—¡Fantástico! En ese caso, hoy nosolvidaremos de las escalas y de la nuevaaria que quería que aprendieras yrepasarás el papel de Solveig mientras

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yo leo las intervenciones de todos losdemás personajes de Peer Gynt. —Elhombre cogió un ejemplar de la obra ylo abrió—. Puedes sentarte, si quieres.Ya sabes que la obra es larga, peroharemos lo que podamos. ¿Lista? —lepreguntó.

—Sí, herr Bayer —contestó Annamientras intentaba recordar las palabras.

—¡Caramba, caramba! —concluyó

una hora más tarde el profesordedicándole una mirada de admiración

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—. Al parecer no solo tienes voz, sinotalento para interpretar personajes. —Lebesó la mano—. Mi querida señorita, hede confesar que no dejas desorprenderme.

—Gracias.—No temas por la prueba, Anna.

Actúa exactamente como lo has hechohoy y el papel será tuyo. Y ahora,comeremos juntos.

El jueves por la tarde, a las dos enpunto, Anna se reunió con herr

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Josephson en el escenario del teatro yambos tomaron asiento para leer juntosel guión. La muchacha se percató delligero temblor de su voz durante lasprimeras frases, pero fue ganandoconfianza a medida que leía. Leyó laescena en la que Solveig conoce a Peeren una boda, y también la escena final,cuando él regresa junto a Solveigdespués de sus viajes alrededor delmundo y ella lo perdona.

—¡Excelente, frøken Landvik! —exclamó herr Josephson cuando Annalevantó la vista del papel—. Creo que

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no necesito oír más. Debo reconocer queno estaba a favor de esta idea cuandoherr Hennum me la propuso, pero se hadefendido muy bien para tratarse de unaprimera lectura. Tendremos que trabajarpara mejorar la proyección de la voz yla entonación, pero creo que estoy deacuerdo en que debería desempeñar elpapel de Solveig la próxima temporada.

—¡Anna! ¿No es una noticiamaravillosa? —Herr Bayer, que habíaestado observando y escuchando conatención desde la platea, subió alescenario.

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—Los ensayos empezarán en agosto yel estreno será en septiembre. Confío enque no tenga previsto marcharse alcampo en esa época —señaló herrJosephson.

—No se preocupe, Anna estará aquí—respondió herr Bayer por ella—.Ahora deberíamos hablar de dinero.Hemos de acordar los honorarios defrøken Landvik por asumir un papel tandestacado.

Diez minutos después, estaban denuevo en el coche de caballos. HerrBayer propuso ir al Grand Hotel para

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celebrar el éxito de Anna con unamerienda.

—Y por si eso fuera poco, es muyprobable que herr Grieg venga en otoñopara verte actuar. ¡Piénsalo, mi queridaseñorita! Si consigues deslumbrarlo,quizá surja la oportunidad de viajar alextranjero para actuar en otros teatros osalas de conciertos…

Anna dejó de prestarle atenciónmientras se imaginaba a Jens Halvorsenen el foso de la orquesta mirándolamientras pronunciaba las palabras deamor de Solveig.

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—Escribiré a tus queridos padres

para comunicarles la maravillosa noticiay rogarles que nos permitan a la gente deCristianía y a mí disfrutar del placer detu compañía durante unos meses más,mientras representas Peer Gynt.Regresarás a casa en julio para la bodade tu hermano y estarás de vuelta enagosto —le dijo Herr Bayer aquellanoche durante la cena—. Yo también meausentaré de Cristianía, como decostumbre, para pasar unos días con mi

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hermana y mi pobre madre enferma en lacasa de verano de mi familia, enDrøbak.

—Entonces ¿no tendré tiempo desubir a las montañas? —Anna captó eldejo de irritación de su propia voz, peroquería ver con sus propios ojos queRosa seguía viva.

—Anna, tendrás muchos más veranospara cantarles a las vacas, pero solo unopara prepararte el papel protagonista deuna producción de Peer Gynt en elTeatro de Cristianía. Por supuesto, yotambién regresaré cuando comiencen los

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ensayos.—Estoy segura de que frøken

Olsdatter puede cuidar de mí en el casode que desee ausentarse más tiempo. Nome gustaría molestarle con misnecesidades —respondió ellaeducadamente.

—Ni se te ocurra pensar eso, miquerida señorita. Hoy día tusnecesidades son las mías.

Para Anna fue un alivio retirarse a sucuarto aquella noche. Sabía que laefervescencia natural de herr Bayer erauna cualidad adorable, pero vivir con

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ella día tras día también podía resultaragotador. Por lo menos Lars eratranquilo, pensó cuando se puso derodillas para rezar sus oraciones,sabedora de que lo vería muy pronto yobligándose a recordar sus virtudes.Pero incluso mientras le hablaba a Jesúsde Lars, sus pensamientos regresabanconstantemente a Jens Halvorsen.

—Por favor, Señor, perdona a micorazón, pues creo que me heenamorado del hombre equivocado.Ayúdame a amar al que se supone quedebo querer. Y —añadió antes de

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levantarse para tratar de decir algo quefuera generoso—, ¿puedes hacer queRosa viva otro verano?

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21

Cuando, una semana más tarde, Annapartía hacia Heddal, Jens cargaba conalgunas de sus pertenencias máspreciadas hasta el centro de Cristianía.Se sentía desalentado y exhausto por lapesadilla de las últimas horas.

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Aquella mañana, el joven se habíasentado a la mesa del desayuno con laespalda erguida y la cabeza alta, sintocar el pan y las confituras que teníadelante. Tras respirar hondo, habíapronunciado las palabras que necesitabadecir en voz alta.

—He hecho todo lo posible por estara la altura de sus expectativas, far, peromi futuro no está en la cervecera. Quieroser músico profesional y, algún día,convertirme en compositor. Lo siento,pero no puedo dejar de ser quien soy.

Jonas siguió salando sus huevos y

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comió un bocado antes de contestar.—Que así sea. Has tomado tu

decisión y, tal como te dije la primeravez que hablamos sobre el asunto, norecibirás más asignaciones y no habránada para ti en mi testamento. Desdeeste momento, ya no eres mi hijo.Sencillamente, no puedo soportar sertestigo de lo que estás despreciando nitampoco que me traiciones de ese modo.Por tanto, tal como acordamos, esperoque, para cuando regrese de la oficinaesta noche, hayas abandonado esta casa.

Jens se había estado preparando para

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la reacción de su padre, pero aun así sesintió conmocionado. Se volvió hacia elrostro horrorizado de su madre.

—Pero Jonas, kjære, nuestro hijocumple veintiún años dentro de unosdías y, como bien sabes, le hemosorganizado una cena. ¿No puedesconcederle unos días de gracia paracelebrarlo con sus padres y amigos?

—Dadas las circunstancias, dudo quetengamos nada que celebrar. Y si creesque con el tiempo me ablandaré, estástristemente equivocada. —Jonas doblóel periódico dos veces, como hacía

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siempre—. Ahora debo irme a lafábrica. Buenos días a los dos.

Lo peor de todo aquel episodio fuever a su madre romper a llorar en cuantola puerta se hubo cerrado. Jens laconsoló lo mejor que pudo.

—He decepcionado a far. Quizádebería retractarme y…

—No, no… Debes seguir tu pasión.Ojalá yo lo hubiera hecho cuando teníatu edad. Lo siento, Jens, kjære, peropuede que haya pecado de ingenua.Creía que, cuando llegara el momento, tupadre cambiaría de parecer.

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—Pues yo no, y por tanto estabapreparado para ello. Así que ahora debocumplir su deseo y abandonar la casa.Perdona, mor, he de subir a hacer lamaleta.

—Quizá haya hecho mal al animarte—dijo Margarete retorciéndose lasmanos— e ir en contra de los planes quetu padre tenía para ti. Tendría que habersupuesto que ganaría.

—No ha ganado, mor. Hago estovoluntariamente. Y no imaginas loagradecido que te estoy por habermedado el regalo de la música. Mi futuro

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sería mucho más triste sin ella.Una hora después, Jens bajó al

vestíbulo acarreando dos maletas contodas las pertenencias que habíaconseguido embutir en ellas.

El rostro lloroso de su madre lorecibió en la puerta del salón.

—Oh, hijo mío —sollozó en suhombro—. Puede que con el tiempo tupadre lamente lo que ha hecho hoy y tepida que vuelvas a casa.

—Creo que los dos sabemos que nolo hará.

—¿Adónde piensas ir?

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—Tengo amigos en la orquesta yestoy seguro de que alguno de ellos meacogerá bajo su techo durante un tiempo.Quien me preocupa eres tú, mor. Tengola sensación de que no debería dejartesola con él.

—No te preocupes por mí, kjære.Solo prométeme que me escribirás paradecirme dónde estás.

—Te lo prometo —accedió el joven.Entonces su madre le puso un

pequeño paquete en las manos.—Vendí el collar y los pendientes de

diamantes que tu padre me regaló por mi

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cuarenta cumpleaños por si acasollevaba a cabo su amenaza. Aquí dentroestá lo que me dieron por ellos. Tambiénencontrarás la alianza de oro de mimadre para que puedas venderla si lonecesitas.

—Mor…—Calla, eran míos y, si me pregunta

dónde están, le diré la verdad. Aquí haydinero suficiente para pagar un año deestudios y alojamiento en Leipzig. Jens,júrame que no lo despilfarrarás comohas hecho tantas veces en el pasado.

—Mor. —Jens se descubrió

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embargado por la emoción—. Teprometo que no lo haré.

Y, antes de que pudiera derrumbarsedel todo, abrazó a su madre y la besócon ternura.

—Confío en que algún día puedasentarme en el Teatro de Cristianía paraverte dirigir una obra compuesta por ti—dijo ella con una sonrisa triste.

—Tienes mi palabra, mor, y haré todolo posible por cumplirla.

Jens salió de su casa por última vez,aturdido pero también eufórico por ladecisión que había tomado, y cayó en la

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cuenta de que, aunque había intentadotranquilizar a su madre al respecto, enrealidad no había hecho planes sobreadónde iría si sucedía lo peor. Y asíhabía sido, así que puso rumbo alEngebret con la esperanza de encontrar aalgún músico que le prestara una camapara pasar la noche. Simen se habíaofrecido a acogerlo en su casa, le habíaanotado la dirección y le había dichoque lo vería allí más tarde.

Después de unas cuantas cervezaspara mitigar la enormidad de lo queacababa de hacer, Jens se descubrió

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caminando hacia una parte de la ciudaden la que nunca había estado. Ysintiendo que llamaba muchísimo laatención con su elegante traje hecho amedida. Le dolían los brazos por el pesode las maletas y caminaba lo más rápidoque podía, esquivando las miradas delos transeúntes.

Nunca se había internado tanto en losaledaños de la ciudad, donde, adiferencia de en el centro de Cristianía,aún no se habían prohibido las casas demadera por el riesgo de incendio. Elestado de los edificios empeoraba

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cuanto más se alejaba. Finalmente, sedetuvo delante de una casa vieja conentramado de madera y volvió acomprobar la dirección que Simen lehabía dado en el Engebret. Llamó a lapuerta y escuchó un gruñido y el sonidode alguien que escupía en el interior. Lapuerta se abrió y allí estaba Simen,medio borracho, como siempre, ysonriendo.

—Entra, entra, muchacho. Bienvenidoa mi humilde morada. No es gran cosa,pero es mi hogar.

La pequeña y abarrotada sala de estar

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olía a comida rancia y al tabaco de pipaque fumaba Simen. Jens observó quecada centímetro estaba ocupado por uninstrumento musical. Dos chelos, unaviola, un piano, multitud de violines…

—Gracias, Simen. Te agradezcomucho que hayas aceptado acogerme entu casa.

Su amigo restó importancia a suspalabras con un gesto de la mano.

—No es nada. Cualquier jovendispuesto a renunciar a todo por su amora la música merece toda la ayuda quepueda prestarle. Estoy orgulloso de ti,

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Jens, en serio. Ahora subiremos paraque puedas instalarte.

—Menuda colección tienes aquí.Jens sorteó el revoltijo de

instrumentos y siguió a Simen por unaangosta escalera de madera.

—Soy totalmente incapaz de resistirla tentación de comprarlos. Uno de loschelos tiene casi cien años —explicó elhombre mientras los escalones crujíanbajo el peso de las maletas que Jensarrastraba con él.

Llegaron a un cuarto con varias sillasdestartaladas y una mesa polvorienta

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cubierta de restos de comida y bebidade hacía días.

—Hay un camastro para ti en algúnlugar. No es a lo que estásacostumbrado, estoy seguro, pero esmejor que nada. Y ahora, amigo mío, ¿unaquavit para brindar por tuindependencia?

Simen cogió una botella y un vasoturbio de la mesa. Olisqueó el recipientey arrojó al suelo las gotas que aúncontenía.

—Gracias.Jens aceptó el vaso sucio. Si aquella

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iba a ser su nueva vida, cuanto antes laaceptara, mejor. Aquella noche agarróuna buena curda y al día siguiente sedespertó con una terrible resaca y conlos huesos doloridos por la dureza delcolchón. Y cayó en la cuenta de que nohabría una Dora esperándolo con unareconfortante taza de café. Trasacordarse con sobresalto del paquete dedinero, se abalanzó sobre la chaquetapara palpar el bolsillo donde lo habíaguardado antes de salir de casa.Comprobó que seguía allí, lo abrió y,además de la alianza, vio que,

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efectivamente, había suficiente dineropara un año de estudios en Leipzig. Ouna cama cómoda en un hotel durante laspróximas noches…

«No.» Jens se detuvo en seco. Lehabía prometido a su madre que nomalgastaría el dinero y no teníaintención de decepcionarla.

Anna subió al tren que debía cubrir laprimera etapa de su viaje hasta Heddal.Cuando llegó a la estación de Drammenya había oscurecido, y al bajar del

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vagón vio que su padre la estabaesperando en el andén.

—¡Far, far! ¡Oh, far, cuánto mealegro de verte!

Y, para sorpresa de Anders, Anna searrojó a sus brazos en una inusitadamuestra de emotividad en público.

—Bueno, bueno, Anna. Imagino queestarás cansada después del viaje.Venga, vamos a la casa de huéspedes.Esta noche podrás dormir lo que teapetezca y mañana saldremos haciaHeddal.

Al día siguiente, recuperada tras una

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buena noche de sueño, Anna subió a lacarreta y Anders dio unos golpecitos alcaballo para que se pusiera en marcha.

—Pareces diferente a la luz del día.Creo que te has convertido en una mujer,hija. Estás preciosa.

—Qué cosas dices, far, eso no escierto.

—Todos están deseando verte. Tumadre te está preparando una cenaespecial y Lars nos acompañará.Recibimos la carta de herr Bayer en laque nos habla de tu éxito en el Teatro deCristianía. Dice que Solveig es nada

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menos que la protagonista.—Sí. Pero ¿no te importa que alargue

mi estancia en Cristianía, far?—Sería injusto quejarse después de

todo lo que herr Bayer ha hecho por ti—respondió el hombre con voz calmada—. Dice que te harás famosa y que todala ciudad habla ya de tu voz. Estamosmuy orgullosos de ti.

—Creo que herr Bayer exagera, far—dijo Anna ruborizándose.

—Lo dudo. Pero debes hablar conLars, Anna. No le hace gracia tener queretrasar vuestros esponsales una vez

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más, pero esperemos que le importes losuficiente para entenderlo.

Al oír el nombre de Lars, Anna sintióque se le encogía el estómago. Decididaa no permitir que aquellos pensamientosestropearan su primer día en Heddal, seesforzó por apartarlos de su mente.

Cuando salieron de Drammen acampo abierto, lucía el sol y Anna cerrólos ojos para percatarse de que lo únicoque oía era el ruido de los cascos delponi y el trino de los pájaros en losárboles. Aspiró el aire puro y frescocomo si fuera un animal enjaulado al que

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acaban de soltar en mitad del campo ydecidió que a lo mejor no regresabanunca a Cristianía.

Su padre le contó que Rosa habíasobrevivido a otro invierno, lo cualreforzó la creencia de Anna en que sehabían escuchado sus plegarias.También hablaron de los preparativos dela boda de Knut y del trajín que sellevaba su madre cocinando yhorneando.

—Sigrid es una chica dulce y creoque será una buena esposa para Knut —comentó Anders—. Y lo que es más

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importante, a tu madre también le gusta,lo cual es de agradecer, porque la felizpareja vivirá bajo nuestro techo. CuandoLars y tú os caséis, te mudarás a su casay el próximo año empezaremos a pensaren construir otra vivienda.

Cuando llegaron a la granja hacia elfinal de la tarde, todo el mundo salió arecibirla. Hasta Gerdy, la vieja gata,echó a correr hacia ella todo lo deprisaque se lo permitieron sus tres patas, yViva, el perro, la siguió dando saltos dealegría.

Su madre le dio un largo abrazo.

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—Llevo todo el día esperando tullegada. ¿Qué tal el viaje? ¡Dios mío,qué flaca estás! Y cuánto te ha crecido elpelo, creo que necesita un buen corte…

Anna entró en la casa escuchando elparloteo incesante de Berit. Camino dela cocina, el reconfortante olor a leña, alos polvos de talco de su madre y aperro mojado asaltó sus fosas nasales.

—Lleva la maleta de Anna a su cuarto—le ordenó Berit a Knut antes de poneragua a hervir para preparar café—.Anna, espero que no te importe, pero tehemos trasladado a la habitación de

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Knut. Era demasiado pequeña para lacama de matrimonio que Sigrid y élcompartirán una vez casados. Tu padreha quitado las literas y creo que haquedado muy acogedora con una solacama. Conocerás a tu nueva hermanamañana cuando venga a cenar. Estoysegura de que te encantará, Anna. Esmuy atenta y sus bordados son finísimos.Y también sabe cocinar, lo cual me seráde gran ayuda, porque el reuma no me hadado tregua este invierno.

Anna se pasó la siguiente hora oyendoa su madre hablar maravillas de Sigrid.

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Un tanto molesta por haber sidoexpulsada de su cuarto sin que siquierase lo hubieran consultado, se esforzó porno sentirse desplazada por aquelaparente dechado de virtudesdomésticas. Después de apurar su café,fue a deshacer el equipaje.

Cuando entró en su nuevo dormitoriovio que habían apilado todas sus cosasen las cestas que su madre solía utilizarpara llevar las gallinas al mercado. Sesentó en el duro colchón de su hermano,se preguntó qué habría sido de su camade la infancia y concluyó que, tal como

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estaban las cosas por allí, seguramentesu padre la habría despedazado yutilizado como leña para la estufa.Profundamente contrariada, comenzó avaciar la maleta.

Desplegó la funda de cojín que habíapasado horas bordando como regalo deboda desde que se enteró de que Knutiba a casarse con Sigrid. Noche trasnoche, había lamentado su falta dehabilidad mientras se pinchaba losdedos y extraía los hilos de las puntadasmal hechas. La extendió sobre la cama ycontempló los agujeros deshilachados

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que exhibía la tela de arpillera allídonde había tenido que corregir unapuntada. Aunque su nueva y modélicacuñada destinara el cojín a la cesta delperro, Anna sabía que por lo menoshabía dado cada puntada con amor.

Con la cabeza bien alta, salió de lahabitación para compartir con su familiasu cena de «bienvenida».

Lars llegó cuando Anna estabaayudando a su madre a servir la comida.Cargada con la fuente de patatas, loobservó entrar en la cocina y saludar asus padres y a Knut. Y, para su

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irritación, no pudo evitar compararlo deinmediato con Jens Halvorsen el Malo.Físicamente eran opuestos, y mientrasque Jens era siempre el centro deatención, Lars procuraba pasardesapercibido.

—Por lo que más quieras, Anna,suelta esas patatas y saluda a Lars —lareprendió su madre.

La joven dejó la fuente en la mesa yse acercó a él limpiándose las manos enel delantal.

—Hola, Anna —dijo Lars en voz baja—. ¿Cómo estás?

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—Bien, gracias.—¿Has tenido buen viaje?—Sí, gracias.La muchacha advirtió que Lars se

sentía cada vez más incómodo mientrasla miraba y pensaba en lo que debíadecir a continuación.

—Tienes un aspecto… saludable —comentó al fin.

—¿Tú crees? —intervino Berit—. Yola encuentro demasiado flaca. La culpala tiene todo ese pescado que comen enla ciudad. No tiene grasa.

—Anna siempre ha sido delgada.

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Dios la hizo así.Lars le dedicó a Anna una pequeña

sonrisa de apoyo.—Lamento el fallecimiento de tu

padre.—Gracias.—¿Comemos, Berit? —propuso

Anders—. Ha sido un viaje largo y tumarido está hambriento.

Durante la cena, Anna respondió a lasinterminables preguntas acerca de suvida en Cristianía. Luego laconversación derivó hacia la boda deKnut y los preparativos para los

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invitados.—Debes de estar agotada por el

viaje, Anna —dijo Lars.—Lo estoy, sí —admitió ella.—A la cama, entonces —le ordenó

Berit—. Los próximos días habrá muchoque hacer y muy poco tiempo paradormir.

Anna se levantó.—Buenas noches.Lars la siguió con la mirada mientras

salía de la cocina para ir a su cuarto.Anna ya estaba medio desvestida cuandode repente recordó que en la casa de sus

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padres no había cuarto de baño. Volvió avestirse y salió al patio para utilizar laletrina. Ya en la cama, intentó buscar unapostura cómoda. La almohada de crinparecía una roca en comparación con elmullido plumón de ganso sobre el quedormía en el apartamento de herr Bayer,la cama le resultaba estrecha y elcolchón estaba lleno de bultos. Meditósobre las muchas cosas a las que habíaempezado a acostumbrarse sin apenasdarse cuenta. En Cristianía no tenía queocuparse de las tareas de la casa ycontaba con una criada que lo hacía

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todo.«Anna —se reprendió—, creo que te

estás volviendo una malcriada.» Y conese pensamiento se quedó dormida.

Pasaron la semana antes de la bodacocinando, limpiando, llevando ytrayendo y ocupándose de lospreparativos de último minuto.

Pese a desear que la novia de suhermano, con todas sus habilidadesdomésticas, no fuera de su agrado, Annadescubrió que Sigrid era exactamente

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como su madre la había descrito.Aunque estaba claro que no era unabelleza, poseía un carácter calmado queayudaba a contrarrestar la histeria deBerit a medida que se acercaba el grandía. Sigrid, por su parte, impresionadapor la vida refinada que Anna llevaba enCristianía, la trataba con sumo respeto yaceptaba sin rechistar sus opiniones.

El hermano mayor de Anna, Nils,llegó la víspera del enlace acompañadode su esposa y sus dos hijos. Hacía másde un año que Anna no los veía y semostró encantada de poder pasar tiempo

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con sus pequeños sobrinos.En medio de la alegría de tener a toda

la familia reunida, había algo que lainquietaba: todos parecían dar porsentado que cuando regresara deCristianía después de la temporada dePeer Gynt, se mudaría a la destartaladacasa de los Trulssen como esposa deLars. Y que compartiría con él no solola habitación, sino el lecho.

El mero hecho de pensar en ello hacíaque se le revolviera el estómago y lequitaba el sueño por las noches.

La mañana de la boda, Anna ayudó a

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Sigrid a ponerse el traje de novia.Consistía en una falda colorada, unablusa blanca de batista y un bolero negroadornado con pesadas piezas de metaldorado. Examinó el exquisito bordadodel delantal de color crema que se atabaa la cintura y cubría la parte delanterade la falda.

—Qué rosas tan elaboradas. Yo seríaincapaz de bordar algo así, Sigrid. Eresmuy hábil.

—Lo que pasa es que no tienestiempo con la vida tan ajetreada quellevas en la ciudad. Me llevó muchas

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noches de los meses de invierno coser elajuar —respondió ella—. Además, yono sé cantar como tú. Cantarás en elbanquete, ¿verdad?

—Si quieres, sí. Y ahora que lopienso, creo que será mejor que digamosque ese es mi regalo de boda. Os hehecho una funda de cojín, pero me haquedado espantosa —confesó.

—No te preocupes, hermana. Estoysegura de que la has hecho con cariño, yeso es lo único que importa. Y ahora,¿me ayudas a ponerme la corona?

Anna sacó de la caja la pesada corona

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nupcial chapada en oro. Custodiada porla iglesia desde hacía ochenta años,todas las novias del pueblo la lucían eldía de su boda La colocó sobre loscabellos rubios de Sigrid.

—Ahora ya eres una novia de verdad—dijo mientras Sigrid se miraba en elespejo.

Berit asomó la cabeza por la puerta.—Tenemos que irnos, kjære. Y deja

que te diga que estás preciosa.Sigrid tomó las manos de Anna entre

las suyas.—Gracias por tu ayuda, hermana. La

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próxima serás tú, cuando te cases conLars.

Mientras seguía a Sigrid hasta lacarreta engalanada con flores frescasrecogidas de los prados, Anna tuvo unescalofrío involuntario.

En la iglesia, contempló a suhermano, ya de pie frente al altar conSigrid y el pastor Erslev. Se le hacíaextraño pensar que Knut se habíaconvertido en cabeza de familia y quepronto tendría sus propios hijospelirrojos. Observó de reojo a Lars, queestaba escuchando con atención y, por

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una vez, no la estaba mirando.Después de la ceremonia, más de cien

personas siguieron la carreta de losrecién casados hasta la casa de losLandvik. Berit llevaba semanassuplicando al Señor que lesproporcionara un cielo claro, puesdentro de la casa no había espacio paratodos. Sus plegarias habían sidoescuchadas y las mesas de maderainstaladas en el prado contiguo sellenaron pronto de comida, en gran parteaportada por los propios invitados.Fuentes de cerdo salado y sazonado, de

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ternera tierna asada lentamente en unespetón y, por supuesto, de arenquesmantuvieron los estómagos llenos yayudaron a amortiguar la cerveza caseray el aquavit que corrieron en abundanciadurante toda la fiesta.

Mucho más tarde, cuando empezaba acaer la noche, encendieron farolillos ylos colgaron de postes de madera paracrear una plaza improvisada y darcomienzo al baile. Los músicosarrancaron con la animada melodía delhallingkast y la gente retrocedió entrevítores para abrir un círculo en el

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centro. Una joven se colocó en mediodel mismo y, sirviéndose de un palo,sostuvo un sombrero en alto frente aella. A continuación, retó a los hombresa derribarlo de una patada. Loshermanos de Anna fueron los primerosen salir a bailar y saltar alrededor de lachica, jaleados por la multitud.

Casi sin aliento a causa de la risa,Anna se volvió y vio a Lars sentado soloa una mesa con aire taciturno.

—Anna, ¿cumplirás tu promesa decantar para nosotros? —le preguntóSigrid tras aparecer a su lado.

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—Sí, tienes que cantar —se sumó alruego un Knut jadeante.

—¡Canta «Canción de Solveig»! —gritó una voz entre la multitud.

La idea fue recibida con gritos deaprobación. Anna se colocó en el centrode la pista, respiró hondo y empezó acantar. Y mientras lo hacía, suspensamientos regresaroninesperadamente a Cristianía y al jovenmúsico que, cautivado por su voz, nohabía dejado de buscarla…

«Volveremos a vernos, amor mío, ynunca nos separaremos. Nunca nos

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separaremos…»Para cuando se perdió la última nota,

Anna tenía lágrimas en los ojos. Tras unsilencio sobrecogido, alguien empezó aaplaudir y el resto siguió su ejemplohasta que el prado entero retumbó consus ovaciones.

—¡Canta otra, Anna!—¡Sí! Una canción de las nuestras.Durante la media hora siguiente,

acompañada por su padre al violín,Anna no tuvo tiempo de preocuparse porsus sentimientos mientras cubría elrepertorio de canciones populares que

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todos los invitados conocían dememoria. Finalmente, llegó la hora deque los novios se retiraran. Entrechanzas bienintencionadas y silbidos,Knut y Sigrid entraron en la casa y lagente empezó a dispersarse.

Mientras ayudaba a recoger, Anna sesentía cansada y alterada. Se movíacomo una autómata, llevando lasbandejas y los platos al tonel lleno deagua que ya habían extraído antes delpozo para ese fin.

—Pareces agotada, Anna.Al notar el ligero contacto de una

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mano sobre el hombro, se dio la vuelta yvio que era Lars quien estaba detrás deella.

—Estoy bien —dijo sonriendodébilmente.

—¿Lo has pasado bien?—Sí, ha sido una boda preciosa.

Sigrid y Knut serán muy felices juntos.Al volverse para proseguir con su

tarea, notó que la mano de Larsabandonaba su hombro. Por el rabillodel ojo, lo vio con la cabeza gacha y lasmanos en los bolsillos.

—Anna, te he echado de menos —

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dijo tan quedamente que ella apenas looyó—. ¿Tú… tú me has echado demenos a mí?

Se quedó paralizada y el platoenjabonado se le resbaló de las manos.

—Claro, os he echado de menos atodos, pero no imaginas lo ocupada quehe estado en Cristianía.

—Con todos tus nuevos amigos,imagino.

—Sí, como frøken Olsdatter y losniños del teatro —se apresuró aresponder mientras seguía lavando elplato y, secretamente, deseaba que Lars

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se marchara.Él titubeó unos segundos y Anna pudo

sentir la mirada del joven clavada enella.

—Ha sido un día largo para todos —dijo al fin Lars—. Es hora de que mevaya… pero primero debo hacerte unapregunta, pues sé que mañana has deregresar a Cristianía. Y quiero que seassincera, por el bien de los dos.

Anna captó la gravedad que traslucíasu voz y el estómago le dio un vuelco.

—Por supuesto, Lars.—¿Todavía… todavía deseas casarte

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conmigo? Dado lo mucho que las cosashan cambiado y seguirán cambiandopara ti, juro que lo entenderé si no esasí.

—Yo… —Anna bajó la cabeza, cerrólos ojos con fuerza y deseó que aquelmomento se esfumara—. Creo que sí.

—Y sin embargo yo creo que no.Anna, por favor, es mejor para ambostener las cosas claras. Solo puedo seguiresperándote si hay esperanza. No logroevitar sentir que mi proposición te haincomodado desde el principio.

—Pero ¿qué pasa con mor y far y la

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tierra que les has vendido?Lars dejó escapar un profundo

suspiro.—Anna, acabas de decirme todo lo

que necesitaba saber. Ahora me iré, perote escribiré para decirte cómo debemosorganizar las cosas. No hace falta queles digas nada a tus padres, yo meocuparé. —Sacó del agua una de lasmanos de Anna, se la llevó a los labiosy la besó—. Adiós, Anna, y que Dios tebendiga.

Anna lo vio perderse en la noche ycomprendió que al parecer su

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compromiso con Lars Trulssen habíaterminado antes incluso de empezar.

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22

Era más de mediodía cuando levanté lavista de la pantalla del portátil, así quelas rayas del papel de pared que habíadetrás bailaron borrosas delante de míantes de que mis ojos pudieranreajustarse. Pese a no tener la menor

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idea de cómo encajaba yo en unahistoria que había tenido lugar hacía másde ciento treinta años, lo que había leídohasta el momento me tenía fascinada. Enel Conservatorio de Ginebra habíaestudiado las vidas de numerososcompositores y sus obras maestras, peroaquel libro retrataba la época a laperfección. Y también me fascinaba elhecho de que Jens Halvorsen hubierasido el flautista que había tocadoaquellos emblemáticos primerosacordes en el estreno de una de mispiezas musicales predilectas.

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Pensé entonces en la carta de Pa y mepregunté si lo único que pretendía eraque leyera la historia de cómo se creóPeer Gynt para ayudar a reavivar mipasión por la música. Como si supieseque tal vez la necesitara…

Y sí, tocar en el funeral de Theo mehabía reconfortado. Incluso el tiempoque había pasado ensayando la pieza mehabía servido para no pensar en él.Desde entonces, había sacado la flauta ytocado por placer. O, más exactamente,para mitigar el dolor.

La pregunta era si aquella conexión

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iba más allá y existía un lazo de sangreentre Anna, Jens y yo, un vínculo que seextendía como un frágil hilo de seda a lolargo de ciento treinta años…

«¿Es posible que Pa Salt conociera aJens o a Anna cuando era mucho másjoven?», pensé. Dado que Pa habíamuerto con más de ochenta años, supuseque existía esa posibilidad, dependiendode la edad a la que hubieran fallecidoJens y Anna. Un dato que, para mifastidio, no tenía a mi disposición enaquellos momentos.

El agudo timbre del teléfono fijo

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interrumpió mis cavilaciones. Comosabía que el viejo contestador de Celiaestaba estropeado y que el aparato, portanto, no dejaría de sonar, bajécorriendo al recibidor para contestar.

—¿Diga?—Hola. ¿Está Celia?—No. —Enseguida reconocí aquella

voz masculina con acento americano—.Soy Ally. ¿Quieres dejar un mensaje?

—Ah, hola, Ally. Soy Peter, el padrede Theo. ¿Cómo estás?

—Bien —respondí de maneramecánica—. Celia volverá en torno a la

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hora de la cena.—Demasiado tarde para mí, por

desgracia. Solo telefoneaba para decirleque regreso a Estados Unidos estanoche. Quería hablar con ella antes demarcharme.

—Le diré que has llamado, Peter.—Gracias. —Se produjo un silencio

—. Ally, ¿tienes algo que hacer ahoramismo?

—No, la verdad es que no.—Entonces ¿podríamos vernos antes

de que me vaya al aeropuerto? Estoyalojado en el Dorchester. Podría

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invitarte a tomar el té. Está a solo quinceminutos en taxi de la casa de Celia.

—Es que…—Por favor.—Está bien —acepté con renuencia.—¿Qué tal a las tres en el

Promenade? Debo salir hacia Heathrowa las cuatro.

—De acuerdo. Hasta luego.Colgué y enseguida me pregunté qué

diantres podría ponerme para tomar el téen el Dorchester.

Cuando, una hora después, entré en elhotel, me sentía extrañamente culpable,

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como si estuviera traicionando a Celia.Pero Pa Salt siempre me había enseñadoa no juzgar a la gente por lo que se dicede ella. Además, Peter era el padre deTheo, así que debía darle unaoportunidad.

—Buenas tardes, señorita —me llamódesde una mesa del lujoso salón conpilares de mármol que conectaba con elvestíbulo. Cuando me acerqué se levantóy me dio un apretón de manos firme ycálido—. Siéntate, por favor. No estabaseguro de qué te apetecería y, como notenemos mucho tiempo, me he tomado la

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libertad de pedir el menú completo.Señaló la mesa baja repleta de

bandejas de porcelana con emparedadoscortados al milímetro y una fuente devarios pisos con delicados dulcesfranceses y scones acompañados demermelada y nata.

—También hay litros de té,naturalmente. ¡No sé qué harían losingleses sin su té!

—Gracias —dije tomando asientofrente a él sin la menor sensación deapetito.

Un camarero de aspecto impecable y

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guantes blancos se acercó enseguidapara servirme una taza de té y, mientraslo hacía, estudié detenidamente al padrede Theo. Tenía los ojos oscuros, un cutispálido apenas marcado por las arrugasde la edad —a pesar de que debía derondar los sesenta y cinco años— y unaconstitución musculosa bajo unaamericana azul marino informal perohecha a medida. Advertí, por el tonomate y poco natural de su pelo castaño,que se teñía. Acababa de decidir queTheo no guardaba ningún parecido consu padre cuando Peter me sonrió. El

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gesto torcido de su boca se semejabatanto al de su hijo que el corazón me dioun vuelco.

—Bueno, ¿cómo estás, Ally? —mepreguntó cuando el camarero se marchó—. ¿Qué tal lo llevas?

—Tengo momentos buenos ymomentos malos, supongo. ¿Y tú?

—Si te soy sincero, estoy destrozado.Ha sido un golpe demasiado fuerte. Nohago más que recordar a Theo depequeño, era un crío encantador. No estádentro del orden natural de las cosas queun hijo muera antes que su padre.

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—Lo sé. —Me puse en su lugar y mesentí intrigada por aquel hombre del quetan mal me habían hablado Celia y Theo.

Me di cuenta de que intentabamantener la compostura, pero percibíasu sufrimiento, pues emanaba de su sercomo una presencia tangible.

—¿Cómo lo lleva Celia? —preguntó.—Con mucha dificultad, como todos.

Se está portando muy bien conmigo.—Puede que sea terapéutico tener a

alguien de quien cuidar. Ojalá yotambién pudiera hacerlo.

—Quiero que sepas —dije tras coger

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un sándwich de salmón y darle unbocado— que Celia me dijo que tehabría invitado a sentarte con ella en laiglesia de haber sabido que estabas allí.

—¿En serio? —El semblante de Peterse iluminó ligeramente—. Me alegramucho saberlo, Ally. Tal vez deberíahaberla avisado de que venía, perosabía que estaría destrozada y no queríadisgustarla aún más. Supongo que yahabrás adivinado que no soy santo de sudevoción.

—Quizá le resulta difícil perdonartepor… ya sabes, por lo que le hiciste.

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—Bueno, como ya te dije el día delfuneral, señorita, siempre existe la otraversión de la historia, pero no quieroentrar en eso ahora. Y sí, asumo una granparte de la culpa. Entre tú y yo, todavíaquiero a Celia —suspiró Peter—. Laquiero tanto que me duele físicamente.Sé que la decepcioné y no hice bien lascosas, pero nos casamos muy jóvenes yahora, cuando miro atrás, comprendoque tendría que haberme corrido misjuergas antes y no durante nuestromatrimonio. Celia… —Peter se encogióde hombros— era una auténtica «dama»

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en ese sentido, no sé si me entiendes.Éramos completamente opuestos en eseaspecto. En cualquier caso, heaprendido la lección.

—Sí —dije reacia a que siguieraexplicándose en aquellos términos—.De hecho, yo creo que ella tambiénsigue queriéndote.

—¿En serio? —Peter enarcó una cejasuspicaz—. Te aseguro que eso sí que noesperaba oírlo de ti.

—Me lo imagino. Pero se lo veo enlos ojos cuando habla de ti, inclusocuando está diciendo algo negativo. Tu

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hijo me dijo una vez que la línea quesepara el amor del odio es muy fina.

—Una frase digna de él. Mi hijo eraun joven con una gran inteligenciaemocional. Ojalá poseyera la mitad desu comprensión de la naturaleza humana—suspiró Peter—. Es evidente que no laheredó de mí.

Me di cuenta de que probablementeme había adentrado demasiado en aguaspantanosas, pero como ya me llegabanhasta el cuello, decidí continuar:

—¿Sabes? Creo que a Theo le habríaencantado la idea de que sus padres se

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vieran y tal vez hicieran las paces con elpasado, de que por lo menos algo buenoresultara de esta tragedia.

Peter se quedó mirándome mientrasme llevaba la taza a los labios.

—Creo que entiendo perfectamentepor qué mi hijo te quería tanto. Eres unamujer especial, Ally. Pero, por muybuenas que sean tus intenciones, ya nocreo en los milagros.

—Yo sí. De veras —insistí—.Aunque Theo y yo solo pasamos unassemanas juntos, él cambió mi vida. Fueun milagro que nos conociéramos y

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conectáramos tanto, y sé que, a pesar detodo este dolor, me ha hecho mejorpersona.

Entonces me tocó a mí emocionarme,y Peter estiró un brazo por encima de lamesa para darme unas palmaditas en lamano.

—Eres admirable, Ally, por intentarbuscar lo positivo en lo negativo. Haceaños yo también era así.

—¿No podrías volver a ser de esamanera?

—Creo que perdí esa parte de mídurante el divorcio. Pero háblame de tus

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planes para el futuro. ¿Te ha dejado mihijo en buena situación?

—Sí. De hecho, modificó sutestamento antes de la regata. Tengo suSunseeker y un viejo establo en Anafi,cerca de tu preciosa casa. Para sertesincera, aunque quería mucho a Theo, nosé si me veo con ánimo de ir a «AlgúnLugar», que era como llamábamos aAnafi, y de pelearme con las autoridadesgriegas para construir la casa de sussueños.

—¿Te dejó ese establo para cabras?—Peter soltó una carcajada—. Que

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sepas que me ofrecí muchas veces acomprarle una casa, pero siemprerechazó mi propuesta.

—Orgullo —dije encogiéndome dehombros.

—O estupidez —replicó Peter—. Mihijo era un deportista entregado a supasión. Yo comprendía que necesitabaayuda económica, pero él nunca laaceptó. Apuesto a que tú tampoco te hascomprado una casa, Ally. ¿Cómopodrían permitirse algo así hoy día losjóvenes que ganan un sueldo medio?

—No, no me he comprado una casa,

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pero ahora tengo el establo —dije conuna sonrisa.

—Pues quiero que sepas que siempreserás más que bienvenida en mi casa deAnafi. Celia sabe que también puedeusarla cuando quiera, pero se niega ahacerlo, al parecer por algo que le dijeuna vez que estuvimos allí hace años.No me preguntes qué, porque no lorecuerdo. Y si alguna vez necesitasayuda con las autoridades urbanísticaslocales, soy tu hombre. He invertidotanto dinero en esa isla que deberíannombrarme alcalde. ¿Tienes ya la

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escritura?—Todavía no, pero creo que me la

mandarán cuando la hayan autenticado.—Cuenta conmigo para cualquier

cosa que necesites, señorita. Es lomenos que puedo hacer: cuidar de lachica que mi hijo amaba.

—Gracias.Nos quedamos un rato callados,

extrañando a Theo.—Aún no me has hablado de tus

planes para el futuro —dijo finalmentePeter.

—Porque todavía no estoy segura de

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lo que voy a hacer.—Theo me contó que eras una

navegante excepcional y que estabas apunto de entrar en el equipo olímpicosuizo.

—Me he retirado. Y, por favor, Peter,no me pidas que te explique los motivos.Simplemente, no puedo hacerlo.

—No hace falta que me expliquesnada. Y, por lo que he podido ver,posees otras habilidades. Eres unaexcelente flautista, Ally. Tu actuación enel funeral me conmovió profundamente.

—Eres muy amable, Peter, pero estoy

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muy desentrenada. Hace años que nopractico como es debido.

—Pues a mí no me lo pareció. Si yotuviera un talento como el tuyo, locuidaría. ¿Viene de familia?

—No estoy segura. Puede ser. Mipadre murió hace solo unas semanas y…

—¡Dios mío, Ally! —Peter me miróhorrorizado—. ¿Cómo has podidoperder a los dos hombres de tu vida sinvenirte abajo?

—Si te digo la verdad, no lo sé. —Tragué saliva con dificultad, sintiendoque me emocionaba. Era capaz de

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aparentar fortaleza siempre y cuandonadie me ofreciera su compasión—. Alo que iba, el caso es que mis cincohermanas y yo somos adoptadas, y elregalo de despedida de mi padre fuedarme algunas pistas sobre mi pasado. Ya juzgar por lo poco que he descubiertohasta el momento, es posible que, enefecto, lleve la música en los genes.

—Entiendo. —Sus ojos oscuros memiraron con empatía—. ¿Tienesintención de seguir indagando?

—Todavía no lo sé. La verdad es quecuando estaba con Theo decidí no

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hacerlo. Quería mirar hacia el futuro.—Es comprensible. ¿Tienes algún

plan para las próximas semanas?—No, ninguno.—Pues ahí tienes la respuesta: sigue

las pistas que te han dado. Yo lo haría,no tengo la menor duda, y creo que Theohabría querido que lo hicieras. Y ahora—miró su reloj—, por desgracia tengoque dejarte si no quiero perder el avión.La cuenta está pagada, así que si quierespuedes quedarte y acabar de merendar.E insisto, Ally: si alguna vez necesitasalgo, llámame.

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Se puso en pie y yo lo imité. Y,espontáneamente, me envolvió entre susbrazos y me estrechó con fuerza.

—Ally, es una lástima que nodispongamos de más tiempo paracharlar, pero me alegro de haberteconocido. Hoy has sido la única cosabuena que he podido extraer de loocurrido, y te doy las gracias por ello.Alguien me dijo en una ocasión que lavida solo nos somete a las pruebas quecree que somos capaces de afrontar.Eres una joven realmente extraordinaria.—Me dio su tarjeta—. Llámame algún

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día.—Lo haré —le prometí.Se despidió con un gesto triste y se

alejó con paso ligero.Me recosté en la butaca para

contemplar el festín que se desplegabaante mis ojos y, de mala gana, cogí unscone, porque no soportaba la idea detirar comida. También yo lamentaba queno hubiésemos tenido más tiempo parahablar. Independientemente de lo queCelia me hubiera contado sobre su exmarido, y de lo que él le hubiera hecho,me caía bien. Porque, a pesar de todo su

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dinero y de su conducta reprochable,había algo intrínsecamente vulnerable enaquel hombre.

Cuando llegué a casa, encontré aCelia en su dormitorio haciendo lamaleta.

—¿Qué tal tu día? —me preguntó.—Bien, gracias. He ido a tomar el té

con Peter. Telefoneó para hablar contigodespués de que te marcharas estamañana y me encontró a mí.

—Caray, qué sorpresa. Normalmenteno llama cuando viene al Reino Unido.

—Normalmente no ha perdido un

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hijo. En cualquier caso, te mandasaludos.

—Ya. Bueno, como ya sabes, Ally —prosiguió con exagerado alborozo—, memarcho mañana a primera hora. Puedesquedarte aquí el tiempo que quieras.Solo tienes que conectar la alarma yechar las llaves por el buzón de lapuerta cuando te marches. ¿Estás segurade que no quieres acompañarme? LaToscana está preciosa en esta época delaño. Y Cora no es solo mi mejor amiga,sino también la madrina de Theo.

—Te agradezco la invitación, pero

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creo que ha llegado el momento de quesalga y me busque una vida.

—Recuerda, no obstante, que aún estátodo muy reciente. Yo me divorcié dePeter hace veinte años y creo quetodavía no he conseguido encontrar lamía. —Me miró con tristeza—. Lodicho, puedes quedarte el tiempo quequieras.

—Gracias. Por cierto, he compradounas cosas antes de volver a casa y estanoche me gustaría hacer la cena paradarte las gracias. Nada complicado,solo pasta, pero espero que te ayude a

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calentar motores para Italia.—Eres un cielo, Ally. Acepto

encantada.Nos sentamos en la terraza para

disfrutar de nuestra última cena juntas.Yo tenía poco apetito y, mientras meesforzaba por probar algún bocado,advertí que las rosas de Celia estabanperdiendo su color, que los pétalosestaban marrones y secos por losbordes. Hasta el aire olía diferente: máspesado, con un leve aroma a tierra queanunciaba la llegada del otoño. Durantela cena nos sumimos cada una en

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nuestros propios pensamientos,conscientes de que estábamos perdiendonuestra burbuja de mutuo consuelo y deque teníamos que enfrentarnos de nuevoal mundo.

—Quería darte las gracias por estaraquí, Ally. Realmente no sé qué habríahecho sin ti —dijo Celia cuandollevamos los platos a la cocina.

—Y yo sin ti —añadí mientras ellaempezaba a fregar y yo cogía un trapopara secar.

—También quiero que sepas quesiempre que vengas a Londres has de

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considerar esta como tu casa, Ally.—Gracias.—Odio tener que mencionarlo, pero a

mi vuelta de Italia iré a recoger lascenizas de Theo. Tendremos que buscaruna fecha para ir a Lymington yesparcirlas juntas.

—Sí —dije con un nudo en lagarganta—, claro.

—Te echaré de menos, Ally.Realmente siento que eres la hija quenunca tuve. Y ahora —añadió con ciertabrusquedad— será mejor que me vaya ala cama. El taxi vendrá a buscarme a las

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cuatro y media y, como no espero que televantes para decirme adiós, medespediré ahora. Llámame de vez encuando, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.Aquella noche, las páginas en blanco

de mi inminente futuro me persiguieronen sueños. Hasta aquel momentosiempre había sabido exactamenteadónde quería ir y lo que quería hacer.La sensación de vacío y letargo queestaba experimentando aquellos días eranueva para mí.

—Puede que esté cayendo en una

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depresión —murmuré al día siguientecuando me levanté casi a rastras de lacama y, con una ligera sensación denáusea, me obligué a ducharme.

Tras secarme el pelo con la toalla,tecleé «Jens Halvorsen» en un buscadorde internet. Para mi fastidio, los pocosresultados que aparecieron estabanescritos en noruego, así que entré en lapágina de una librería online y busquéperezosamente libros en inglés o francésque pudieran mencionarlo.

Y entonces lo encontré.

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El aprendiz de GriegAutor: Thom Halvorsen

Fecha de publicación (en EstadosUnidos): 30 de agosto de 2007

Localicé la sinopsis:

Thom Halvorsen, célebre violinista de laOrquesta Filarmónica de Bergen, ha escritola biografía de su tatarabuelo, JensHalvorsen. Relata la vida de un compositor ymúsico de talento que trabajó estrechamentecon Edvard Grieg. Con la ayuda defascinantes recuerdos familiares, vemos a unGrieg nuevo a través de los ojos de unhombre que lo conoció en profundidad.

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Encargué el libro de inmediato,

aunque me fijé en que tenía que llegardesde Estados Unidos y marcaban untiempo estimado de entrega de comomínimo dos semanas. Entonces tuve unaidea brillante y saqué de mi billetera latarjeta de Peter. Le escribí un correoelectrónico donde le daba las graciaspor la merienda y le explicaba quenecesitaba hacerme con un libro quesolo estaba disponible en EstadosUnidos. Después, le preguntaba si podíabuscármelo. No me sentí demasiado

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culpable al pedirle aquel favor, puesestaba segura de que disponía deincontables subalternos que podríantratar de conseguirlo.

Seguidamente, tecleé Peer Gynt y leípor encima las diferentes referencias.Llegué a la del Museo Ibsen de Oslo —o de Cristianía, el nombre con el que lahabían conocido Anna y Jens— y suconservador, Erik Edvardsen. Alparecer era un experto en Henrik Ibsende fama mundial, y quizá estuvieradispuesto a ayudarme si le escribía uncorreo.

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Estaba ansiosa por proseguir con misindagaciones y leer lo que me quedabade la traducción, pero recordé que habíaquedado para comer con Star enBattersea media hora más tarde y meobligué a cerrar el portátil.

Tomé un taxi y al cruzar el Támesissobre un recargado puente de color rosadecidí que me estaba enamorando deLondres. Poseía una eleganciaintrínseca, casi majestuosa, sin laenergía frenética de Nueva York o lainsulsez de Ginebra. Como todo enInglaterra, parecía tener una confianza

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plena en su historia y su singularidad.El taxi se detuvo delante de lo que

antaño había sido, sin duda, un almacén.Situado frente al río, en otros tiempostanto él como sus vecinos habríanproporcionado fácil acceso a lasbarcazas cargadas de té, sedas yespecias. Pagué al taxista y llamé altimbre situado junto al número que Starme había dado. La puerta se abrió conun zumbido electrónico y su voz me dijoque tomara el ascensor hasta la terceraplanta. Así lo hice, y encontré a Staresperándome en la puerta.

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—Hola, cariño, ¿cómo estás? —mepreguntó dándome un abrazo.

—Voy tirando —mentí mientraspasábamos a una espaciosa sala decolor blanco dotada de unos grandesventanales que daban al Támesis—.¡Uau! —exclamé al acercarme a ellospara admirar la vista—. ¡Este lugar esfantástico!

—Lo eligió CeCe —dijo Starencogiéndose de hombros—. Tienemucha luz y espacio de sobra para quepueda trabajar.

Miré a mi alrededor y me fijé en el

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espacio diáfano, el mobiliariominimalista sobre el parquet claro y laelegante escalera de caracol quepresumiblemente conducía a losdormitorios. No era la clase deapartamento que yo habría elegido, puesera de todo menos acogedor, pero eradecididamente espectacular.

—¿Qué te apetece tomar? —mepreguntó Star—. Tenemos vino de todoslos colores y, por supuesto, cerveza.

—Tomaré lo mismo que tú.La seguí hasta la zona de la moderna

cocina, toda ella de acero inoxidable y

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cristal esmerilado. Star abrió una de laspuertas de la nevera doble y pareciódudar.

—¿Vino blanco? —le sugerí.—Sí, buena idea.Mientras mi hermana bajaba dos

copas del armario y abría el vino, penséuna vez más en que Star nunca parecíaexpresar sus propias opiniones o tomardecisiones. Maia y yo nos habíamospreguntado muchas veces si aquellatendencia a condescender formaba partede su personalidad o era consecuenciadel papel dominante de CeCe en su

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relación.—Huele bien.Señalé una olla que borbotaba sobre

la placa de tamaño industrial. Vi quetambién había algo cocinándose en elhorno.

—Vas a ser mi conejillo de Indias,Ally. Estoy probando una receta nueva, yya casi está lista.

—Genial. Cheers, como dicen enInglaterra.

—Cheers.Tras beber un sorbo de vino, dejé la

copa sobre la encimera, porque por

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algún motivo noté enseguida acidez en elestómago. Mientras veía a Star removerel contenido de la olla, pensé en lojoven que parecía con su pelo rubioclaro hasta los hombros y el largoflequillo que solía caerle sobre la frenteocultando como una cortina protectorasus enormes ojos azul cielo y lo queestos expresaban. Me costaba recordarque Star era una mujer adulta deveintisiete años.

—Bueno, ¿qué tal va lo de vivir enLondres? —le pregunté.

—Bien, creo. Me gusta esta ciudad.

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—¿Y cómo va el curso de cocina?—Ya lo he acabado. Estuvo bien.—¿Crees que podrías dedicarte a ello

profesionalmente? —insistí con laesperanza de sacarle una respuesta máselaborada.

—Creo que la cocina no es para mí.—Ya. ¿Y sabes qué harás ahora?—No.Y entonces llegó el silencio, como

solía ocurrir en las conversaciones conStar. Al rato, me preguntó:

—¿Y cómo estás tú, Ally? Ha tenidoque ser durísimo para ti, con la muerte

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de Pa tan reciente.—La verdad es que no sé muy bien

cómo estoy. Todo ha cambiado para mí.Tenía mi futuro perfectamente planeadoy de repente se ha desvanecido como elhumo. Le he dicho al entrenador delequipo nacional suizo que no mepresentaré a las pruebas olímpicas. Nome veo capaz de enfrentarme a ellasahora mismo. La gente dice que hagomal y me siento culpable por no tenerfuerzas para continuar, pero no meparece lo más correcto. ¿Tú qué opinas?

Star se apartó el flequillo de los ojos

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y me miró con cautela.—Pienso que has de hacer lo que tú

sientas, Ally. Aunque a veces es difícil,¿verdad?

—Sí. No quiero decepcionar a nadie.—Exacto. —Star dejó escapar un

suspiro mientras dirigía la mirada hacialos ventanales y después procedía aservir el contenido de la olla en dosplatos—. ¿Comemos fuera?

—¿Por qué no?Contemplé el río y la terraza que

abarcaba el largo de la sala, y mepregunté, mezquinamente, cuánto

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costaría el alquiler de aquel lugar. Noera un apartamento propio de unaestudiante de arte sin blanca y suhermana al parecer perdida. Eraevidente que CeCe había conseguidoengatusar a Georg Hoffman para que lediera dinero la mañana que Star y ellafueron a verlo a Ginebra.

Trasladamos la comida a la mesa, quetenía como telón de fondo una miríadade plantas aromáticas que crecíanexuberantes en grandes macetasdispuestas a lo largo de la terraza.

—Qué bonita. ¿Qué es? —Señalé un

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tiesto con una masa frondosa de floresnaranjas, blancas y rosas.

—Una Sparaxis tricolor, comúnmentellamada «arlequina», pero creo que nole gusta la brisa del río. Su sitio, enrealidad, está en un rincón recogido deun jardín inglés.

—¿La has plantado tú? —preguntéantes de probar los fideos con mariscoque Star había preparado como platoprincipal.

—Sí. Me gustan las plantas. Siempreme han gustado. Solía ayudar a Pa Salten su jardín de Atlantis.

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—¿De veras? No lo sabía. Esto estámuy bueno, Star —dije, aunque apenastenía hambre—. Hoy estoy descubriendotodos tus talentos ocultos. Yo solo sécocinar cosas básicas y no sabría niplantar una margarita, así que de todoesto mejor ni hablar.

Señalé la profusión de flores que nosrodeaba. Se hizo otro silencioincómodo, pero reprimí la tentación dellenarlo.

—Últimamente me he estadopreguntando qué es en realidad eltalento. Es decir, las cosas que haces

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con facilidad ¿son un don? —preguntóStar con timidez—. Por ejemplo,¿tuviste que esforzarte para tocar laflauta tan bien?

—Supongo que no, por lo menos alprincipio. Pero para mejorar tuve quepracticar mucho. No creo que el merohecho de poseer un talento te libre detener que trabajar duro. Mira a losgrandes compositores: no basta conescuchar la melodía en tu cabeza, has deaprender a orquestarla y a plasmarlasobre el papel. Eso requiere años depráctica y aprendizaje. Estoy segura de

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que millones de personas poseemos unahabilitad natural para algo, pero si no ladesarrollamos y nos dedicamos a ella,nunca alcanzaremos nuestro verdaderopotencial.

Star asintió despacio.—¿Has terminado? —preguntó

mirando mi plato casi intacto.—Sí. Lo siento, Star, está delicioso,

en serio, pero últimamente no tengomucho apetito.

A continuación hablamos de nuestrashermanas y de lo que estaban haciendo.Star me contó que CeCe estaba muy

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ocupada con sus «instalaciones». Yomencioné el traslado sorpresa de Maia aRío y lo fantástico que era quefinalmente hubiera encontrado lafelicidad.

—Me alegro mucho de verte, Star —dije con una sonrisa—. Me ha levantadoel ánimo.

—Y yo de verte a ti. ¿Adónde tienespensado ir ahora?

—Lo cierto es que puede que vaya aNoruega e investigue el lugar donde lascoordenadas de Pa Salt dicen que nací.

Estoy segura de que mis palabras me

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sorprendieron mucho más a mí que aStar, pues era la primera vez que aquellaidea se me pasaba por la cabeza.

—Muy bien —dijo ella—. Creo queeso es justamente lo que debes hacer.

—¿Tú crees?—¿Por qué no? Las pistas de Pa

podrían cambiarte la vida. Hancambiado la de Maia. Y puede que —Star hizo una pausa— también la mía.

—¿En serio?—Sí.Se hizo otro silencio y comprendí que

era inútil intentar sonsacarle más

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detalles sobre su revelación.—Bueno, creo que ya es hora de irme.

Muchas gracias por la comida. —Melevanté, presa de un cansancio repentinoe impaciente por volver a mi refugio—.¿Es fácil encontrar un taxi por aquí? —le pregunté a Star camino de la puerta.

—Sí. Gira a la izquierda y llegarás ala calle principal. Adiós, Ally. —Medio dos besos—. Si decides ir aNoruega, dímelo.

De regreso en la silenciosa casa de

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Celia, subí a mi dormitorio y abrí elestuche que contenía mi flauta. Clavé lamirada en ella como si pudieraresponder a todas las preguntas que seagolpaban en mi cabeza. La más urgenteera adónde debía ir a continuación.Sabía que podía recluirme en «AlgúnLugar». Una llamada telefónica a Peter ysu hermosa casa de Anafi sería mía eltiempo que quisiera. Podría pasar unaño concentrada en renovar el establopara cabras de Theo. Se me pasaron porla cabeza imágenes de Mamma Mia, elmusical de Abba, y se me escapó la risa.

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Por muy tentador que fuera el caparazónde «Algún Lugar», sabía que no meayudaría a avanzar. Simplemente medejaría vivir en mi mundo con Theo, unmundo que fue pero ya no era.

Por otro lado, ¿me convendría ir aAtlantis? ¿Me quedaba algo allí? Aunasí, todo lo que descubriera en Noruegatambién formaba parte del pasado, y yoera una persona que siempre mirabahacia delante. No obstante, dado que el«ahora» se hallaba en un punto muerto,quizá tuviera que retroceder a fin depoder avanzar. Decidí que solo tenía dos

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opciones: regresar a Atlantis o volar aNoruega. Tal vez me sentaran bien unosdías de reflexión íntima en un paísnuevo, lejos de todo y de todos. Allínadie conocería mi historia e investigarel pasado me daría, por lo menos, algoen lo que concentrarme. Aunque al finalno me condujera a nada.

Empecé a mirar vuelos a Oslo yencontré uno que salía aquella mismatarde y tenía asientos libres. Caí en lacuenta de que tenía que salir enseguidasi quería llegar a Heathrow a tiempo.Me quedé mirando al vacío, tratando de

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tomar una decisión.—Vamos, Ally —me dije con

brusquedad mientras mi dedosobrevolaba la tecla de confirmación—,¿qué puedes perder?

Nada.Además, estaba preparada para saber.

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23

Mientras el avión volaba hacia elnorte aquella tarde de finales de agosto,eché una ojeada a la información quetenía sobre el Museo Ibsen y el TeatroNacional de Oslo. Al día siguiente porla mañana, me dije, visitaría ambos

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lugares para ver si alguien podía arrojarmás luz sobre los datos que habíaextraído del libro de Jens Halvorsen.

Cuando desembarqué en el aeropuertode Oslo, noté que caminaba con unaligereza inesperada y algo que casiparecía ilusión. Tras pasar la aduana,me dirigí directamente al mostrador deinformación y le pregunté a la joven quelo atendía si podía recomendarme unhotel cerca del Museo Ibsen. Mencionóel Grand Hotel, llamó y me comunicóque solo tenían disponibilidad en lashabitaciones más caras.

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—Está bien —dije—. Aceptaré loque me ofrezcan.

La joven me entregó un recibo con laconfirmación de mi reserva, me pidió untaxi y señaló la salida para que loesperara fuera.

Cuando entramos en el centro deOslo, la oscuridad me impidió hacermeuna idea de dónde estaba o llevarme unaimpresión de la ciudad. Cuandollegamos a la imponente entrada delGrand Hotel, el portero me invitóenseguida a entrar y, una vez resueltaslas formalidades, me condujeron a mi

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habitación, que resultó llamarse la«Suite de Ibsen».

—¿Es de su agrado, señora? —mepreguntó el botones en inglés altenderme la llave.

Contemplé la hermosa sala de estar,con su lámpara de araña y variasfotografías de Henrik Ibsen adornandolas sedosas paredes de rayas, y lacoincidencia me hizo sonreír.

—Sí, muchas gracias.Le di una propina y, cuando se

marchó, me paseé por la suite pensandoque no me importaría instalarme en ella

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de manera permanente. Después dedarme una ducha, salí del cuarto de bañoacompañada por un tañido de campanasde iglesia que anunciaba la medianochey me alegré de estar allí. Me acostéentre las sábanas de lino y me dormí.

A la mañana siguiente, madrugué ysalí al pequeño balcón para contemplarla ciudad con la luz de un nuevo día. Amis pies se extendía una plazaflanqueada de árboles y rodeada de unamezcla de bellos edificios antiguos depiedra y unos cuantos algo másmodernos. A lo lejos, sobre una colina,

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vislumbré un castillo rosa.Entré de nuevo y caí en la cuenta de

que no había comido nada desde elalmuerzo del día anterior. Pedí eldesayuno al servicio de habitaciones yme senté en la cama con mi albornoz,sintiéndome como una princesa en sunuevo palacio. Estudié el plano que mehabía entregado el recepcionista alregistrarme en el hotel y vi que el MuseoIbsen se hallaba a un breve paseo a pie.

Después de desayunar, me vestí y bajéarmada con mi plano. Cuando crucé laplaza, enseguida me llegó el familiar

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olor del mar y recordé que Oslo estabaconstruida sobre un fiordo. Reparéentonces en las muchas personas decabello pelirrojo y tez clara que pasabanpor mi lado. Durante mis años escolaresen Suiza, mis compañeras se reían de mipiel blanca, mis pecas y mis rizospelirrojos. Sus burlas me dolían, comosuele ocurrir a esas edades, y recuerdoque un día le pregunté a Ma si podíateñirme el pelo.

—No, chérie, tu pelo es tu principalatractivo. Algún día esas niñasdespreciables te tendrán envidia —fue

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su respuesta.«Bueno —pensé mientras seguía

caminando—, está claro que aquí nollamaré la atención.»

Me detuve delante de unimpresionante edificio de ladrilloblanquecino cuya entrada estabapresidida por una columnata de pilaresgrises:

NATIONALTHEATER

Leí la inscripción grabada en lo alto

de la elegante fachada y vi que, justo

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debajo, tallados en placas de piedra,aparecían los nombres de Ibsen y otrosdos hombres de los que nunca habíaoído hablar. Me pregunté si sería aquelel edificio donde se estrenó la obra PeerGynt. Para mi desilusión, el teatroestaba cerrado en aquel momento, demodo que seguí caminando por laconcurrida avenida hasta el MuseoIbsen. Cuando entré, me descubrí en unapequeña librería de cuya paredizquierda pendía un tablero con lasfechas de los principalesacontecimientos de la exitosa carrera

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del poeta. El corazón se me aceleró unpoco cuando leí: «24 de febrero de1876, estreno de Peer Gynt en el Teatrode Cristianía».

—God morgen! Kan eg hjelpe deg?—dijo la chica del mostrador.

—¿Habla inglés? —fue lo primeroque le pregunté.

—Claro —contestó con una sonrisa—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Sí, o por lo menos eso espero. —Saqué del bolso la fotocopia de lacubierta de la biografía y la depositésobre el mostrador—. Me llamo Ally

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D’Aplièse y estoy recabandoinformación sobre un compositorllamado Jens Halvorsen y una cantantellamada Anna Landvik. Ambosparticiparon en el estreno original dePeer Gynt en el Teatro de Cristianía. Mepreguntaba si alguien del museo podríacontarme algo más sobre ellos.

—Yo no, dado que solo soy unaestudiante a cargo de la cajaregistradora —confesó—, pero subiré aver si ha llegado Erik, el director delmuseo.

—Gracias.

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Cuando la chica desapareció por unapuerta situada detrás del mostrador, yome paseé por la tienda y cogí unatraducción al inglés de Peer Gynt. Comomínimo, debería leerla, pensé.

—Erik bajará a verla enseguida —meconfirmó la joven a su vuelta.

Le di las gracias y pagué el libro.Un rato después, apareció un hombre

de pelo blanco y aspecto elegante.—Hola, señorita D’Aplièse. Soy Erik

Edvardsen —dijo tendiéndome la mano—. Ingrid me ha dicho que estáinteresada en Jens Halvorsen y Anna

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Landvik.—Así es.Le estreché la mano antes de

enseñarle la fotocopia de la cubierta.La estudió y asintió con la cabeza.—Creo que tenemos un ejemplar en la

biblioteca. Sígame, por favor.Me invitó a cruzar una puerta que

desembocaba en un vestíbulo austero.Comparado con el estilo moderno de lalibrería, fue como retroceder en eltiempo. El director del museo abrió laverja del viejo ascensor, la cerró unavez que nos subimos y pulsó un botón.

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Durante el ascenso, Erik me señaló unaplanta en particular.

—Ese es el apartamento donde Ibsenvivió los últimos once años de su vida.Es un privilegio para nosotros tener sucustodia. ¿Es usted historiadora? —mepreguntó cuando salimos del ascensor auna espaciosa sala forrada de librosdesde el suelo hasta el techo.

—Dios mío, no —respondí—. Ellibro me lo dejó en herencia mi padre,que falleció hace unas semanas. Dehecho, quizá debería decir que es másbien una pista, porque todavía no estoy

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segura de la relación que guardaconmigo. Actualmente me estántraduciendo el texto del noruego alinglés y solo he leído la primera entrega.Lo único que sé hasta el momento es queJens fue el músico que tocó los primerosacordes de «La mañana» en el estrenode Peer Gynt. Y que Anna era la vozfantasma de las canciones de Solveig.

—Para serle franco, no sé si podréserle de gran ayuda, porque miespecialidad es Ibsen, no Grieg. Enrealidad necesita ver a un experto en elpropio Grieg, y la persona que mejor

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podrá ayudarla es el conservador delMuseo Grieg de Bergen. No obstante —dijo paseando la mirada por lasestanterías—, tengo algo que podríainteresarle. Ah, aquí está. —Sacó unlibro antiguo y grande de una de lasestanterías—. Lo escribió RudolfRasmussen, también conocido como«Rude», uno de los niños que participóen la producción original de Peer Gynt.

—¡He leído sobre él en el libro!Hacía de mensajero entre Jens y Annacuando se enamoraron en el teatro.

—¿En serio? —dijo Erik mientras

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pasaba las páginas—. Mire, aquí hayfotos del estreno, con todos los actorescaracterizados.

Me tendió el volumen y contemplécon incredulidad las caras de lasmismas personas sobre las que acababade leer. Allí estaban Henrik Klausen enel papel de Peer Gynt y Thora Hanssonen el de Solveig. Intenté imaginármelacomo una estrella glamurosa, sin elatuendo campestre de Solveig. En otrasfotografías aparecía el elenco alcompleto, pero sabía que Anna noestaría entre ellos.

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—Puedo fotocopiarle las imágenes, siquiere —se ofreció Erik—, así podráexaminarlas con detenimiento.

—Sería fantástico, gracias.Mientras Erik se dirigía a la

fotocopiadora que había en un rincón dela estancia, me fijé en una fotografía deun teatro antiguo.

—Hace un rato he pasado por delantedel Teatro Nacional y he tratado deimaginármelo en el estreno de PeerGynt —comenté para romper elsilencio.

—En realidad Peer Gynt no se

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estrenó en el Teatro Nacional, sino en elTeatro de Cristianía.

—Ah. Había dado por hecho que setrataba del mismo edificio y quesimplemente había cambiado de nombre.

—Lamentablemente, el Teatro deCristianía desapareció hace muchotiempo. Estaba en Bankplassen, a quinceminutos de aquí. Ahora es un museo.

Boquiabierta, clavé la mirada en laespalda de Erik.

—¿No se referirá al Museo de ArteContemporáneo?

—El mismo. El Teatro de Cristianía

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se cerró en 1899 y todas lasproducciones musicales fuerontrasladadas al nuevo Teatro Nacional.Tome.

Me tendió las fotocopias.—Me temo que ya he abusado

bastante de su tiempo. Muchas graciaspor atenderme.

—Antes de que se vaya, le anotaré ladirección de correo electrónico delconservador del Museo Grieg. Dígaleque va de mi parte. Estoy seguro de quepodrá ayudarla mucho más que yo.

—Herr Edvardsen, le aseguro que ha

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sido usted de gran ayuda —afirmémientras garabateaba la dirección.

—Hasta yo me resigno al hecho deque la música de Grieg ha superado enfama a la del propio poema —comentócon una sonrisa mientras meacompañaba al ascensor—. Se haconvertido en una composiciónemblemática en todo el mundo. Adiós,señorita D’Aplièse. Me encantaría sabersi ha conseguido resolver el misterio. Ysi necesita algo más, ya sabe dóndeencontrarme.

—Gracias.

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Regresé al Grand Hotel prácticamentedando brincos. Las coordenadas de laesfera armilar por fin cobraban sentido.Y cuando entré en el Grand Café, queocupaba la esquina frontal del hotel,examiné el fresco de Ibsen y tuve lacerteza de que, de alguna manera, Jens yAnna formaban parte de mi historia.

Siguiendo el consejo de Erik, duranteel almuerzo escribí un correo alconservador del Museo Grieg. Luego,llevada por la curiosidad, tomé un taxihasta el antiguo Teatro de Cristianía. ElMuseo de Arte Contemporáneo se

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alzaba sobre una plaza con una fuente enel centro. El arte contemporáneo no eralo mío, aunque estaba segura de que aCeCe le habría encantado, y decidí noentrar. Divisé entonces el Engebret Café,al otro lado de la plaza, y me acerqué.

Dentro, las mesas y las sillas eran demadera rústica, exactamente como lashabía imaginado por la descripción queJens hacía en su libro. Un olor particular—a alcohol rancio, a polvo y, en menormedida, a humedad— flotaba en el aire.Cerré los ojos e imaginé a Jens y a suscompañeros de la orquesta, hacía más

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de un siglo, ahogando sus penas enaquavit durante horas. Pedí un café en labarra y me tomé el líquido caliente yamargo sintiéndome frustrada por nopoder leer el resto de la historia hastaque la traductora me la hubiese enviado.

Salí del Engebret, saqué el plano ydecidí regresar caminando al hotelmientras imaginaba a Anna y Jenspaseando por aquellas mismas calles.Estaba claro que la ciudad había crecidodesde entonces, pero, aunque habíazonas ultramodernas, todavíaconservaba muchos de sus bellos

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edificios antiguos. Cuando llegué alGrand Hotel, decidí que Oslo poseía unencanto especial. Su estructura compactaresultaba reconfortante; allí me sentíacomo en casa.

De vuelta en mi habitación, revisé micorreo electrónico y vi que elconservador del Museo Grieg ya mehabía contestado.

Estimada señorita D’Aplièse: Sí, sé quiénes fueron Jens y Anna

Halvorsen. Como seguramente ya sabrá,Edvard Grieg fue una suerte de mentor para

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ambos. Me encontrará aquí, en Troldhaugen,a las afueras de Bergen, todos los días denueve a cuatro. Sería un placer conocerla yayudarla en su investigación.

Atentamente,

ERLING DAHL Jr.

No tenía ni idea de dónde se hallaba

Bergen, así que busqué un mapa deNoruega en internet y vi que estaba en lacosta, al noroeste de Oslo, sin duda a untrayecto en avión desde la capital. Hastaaquel momento no me había percatadode lo vasto que era aquel país. Pasado

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Bergen, había otra enorme porción detierra que subía hacia el Ártico. Decidíreservar un vuelo para el día siguiente yescribí al señor Dahl para comunicarleque llegaría a Bergen a mediodía.

Eran más de las seis y fuera todavíaera de día. Me imaginé los largosinviernos noruegos, cuando el soldesaparecía después de comer y la nievelo cubría todo con su manto. Y entoncespensé en lo que mis hermanascomentaban a menudo: que yo parecíainmune al frío, porque siempre estabaabriendo las ventanas para dejar entrar

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el aire fresco. Siempre había creído que,sencillamente, estaba acostumbrada alfrío por mis horas de navegación, peroal recordar la capacidad de Maia parasoportar el calor y adquirir un atractivobronceado en apenas unos minutosmientras yo me ponía roja como unagamba, me dije que a lo mejor elinvierno era parte de mi legado, igualque los climas soleados lo eran del deMaia.

Sin pretenderlo me puse a pensar enTheo, como me ocurría siempre que seacercaba la noche. Sabía que le habría

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encantado acompañarme en aquel viajey que probablemente habría analizadomis reacciones a cada paso. Cuando memetí en la cama, que aquella noche seme antojaba demasiado grande, mepregunté si alguien podría ocupar sulugar en el futuro. Y dudé de que fueraposible. Antes de dejarme arrastrar porcompleto por el sentimentalismo, puse eldespertador a las siete, cerré los ojos eintenté conciliar el sueño.

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Las vistas panorámicas de Noruegadesde el avión eran, sencillamente,espectaculares. Bosques de color verdeoscuro cubrían todas las laderas de losfiordos azul marino y una nievedeslumbrante coronaba unas montañas

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siempre heladas, incluso a principios deseptiembre. Cuando llegamos alaeropuerto de Bergen, subí a un taxi atoda prisa y le pedí al conductor que mellevara directamente a Troldhaugen, elhogar de Grieg en su día y ahora unmuseo. El único paisaje que se divisabadesde la transitada autovía era unainterminable mancha de árboles, perofinalmente salimos de ella y tomamosuna carretera rural.

El coche paró frente a unaencantadora casa de listones pintados deamarillo claro. Pagué al taxista, bajé del

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coche y me colgué la mochila al hombro.Me detuve un momento para contemplarla fachada, los grandes ventanales consus marcos verdes y el balcón enrejadoque sobresalía en la planta superior. Enuna de las esquinas se alzaba una torre yen lo alto de un poste ondeaba labandera noruega.

Vi que la casa descansaba sobre laladera de una colina con vistas a un lagoy estaba rodeada de majestuosas píceasy mantos de hierba. Admirada por laserena belleza del paisaje, entré en elmoderno edificio que se anunciaba como

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la entrada del museo y me presenté a lachica sentada detrás del mostrador de latienda de regalos. Tras pedirle queinformara al conservador de mi llegada,eché un vistazo al expositor de cristalsituado debajo del mostrador y contuvela respiración.

—Mon Dieu! —murmuré en miprimera lengua a causa de la sorpresa.

Allí, dentro del expositor, había unacolección de ranitas marrones idénticasa la que había encontrado dentro delsobre de Pa Salt.

—Erling, el conservador, llegará

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enseguida —me informó la chicadespués de colgar.

—Gracias. ¿Puedo preguntarle porqué venden estas ranas?

—Grieg siempre llevaba el modelooriginal en el bolsillo a modo detalismán —me explicó—. Iba con ella atodas partes y, antes de dormirse, ledaba un beso de buenas noches.

—Hola, señorita D’Aplièse. SoyErling Dahl. ¿Qué tal el vuelo?

Un hombre atractivo de pelo canohabía aparecido a mi lado.

—Muy bien, gracias —dije tratando

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de serenarme tras el descubrimiento dela rana—. Y se lo ruego, llámeme Ally.

—De acuerdo, Ally. ¿Puedopreguntarte si tienes hambre? En lugarde charlar en mi abarrotado despacho,podríamos hacerlo en la cafetería con unsándwich delante. Puedes dejarle tuequipaje a Else.

Señaló a la chica del mostrador.—Me parece perfecto.Le entregué mi mochila a la chica con

un gesto de agradecimiento y seguí alconservador a través de una puertadoble. Las paredes de la sala en la que

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entramos estaban hechas casi por enterode cristal, de manera que permitíandisfrutar de la imponente vista del lago através de los árboles. Contemplé larefulgente extensión de agua, tachonadade pequeñas islas festoneadas de pinosantes de perderse en el horizontebrumoso.

—El lago Nordås es magnífico,¿verdad? —dijo Erling—. A vecesolvidamos lo afortunados que somos detrabajar en un lugar como este.

—Es impresionante —susurré—. Enefecto, sois muy afortunados.

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Después de pedir café y sándwichespara los dos, Erling me preguntó de quémodo podía ayudarme. Saqué una vezmás las fotocopias del libro de Pa Salt yle expliqué lo que quería saber.

Las estudió detenidamente.—No he leído el libro, pero conozco

la historia que cuenta. No hace muchoayudé a Thom Halvorsen, el tataranietode Jens y Anna, a documentarse para unanueva biografía.

—Sí. Estoy pendiente de que mellegue de Estados Unidos. Entonces¿conoces a Thom Halvorsen en persona?

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—Ya lo creo. Vive a pocos minutos apie de aquí, y la comunidad musical deBergen es pequeña. Toca el violín en laOrquesta Filarmónica y hace poco quelo han nombrado subdirector de lamisma.

—¿Crees que podrías presentármelo?—pregunté cuando llegaron lossándwiches.

—Desde luego, pero actualmente estáde gira por Estados Unidos con laorquesta. Vuelve dentro de unos días.¿Hasta dónde has llegado en tuinvestigación?

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—Todavía no he terminado de leer labiografía original, puesto que estoyesperando el resto de la traducción. Mequedé en el momento en que Jens se veobligado a abandonar la casa familiar ya Anna Landvik le ofrecen el papel deSolveig.

—Entiendo. —Erling me sonrió ymiró su reloj—. Lamentándolo mucho,no puedo contarte nada más ahoramismo porque dentro de media horatendrá lugar nuestro concierto delmediodía. Pero, de todas maneras,puede que lo mejor sea que termines de

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leer el manuscrito de Jens y charlemosdespués.

—¿Dónde es el concierto?—En nuestro auditorio, llamado la

Troldsalen. Durante los meses de veranoinvitamos a pianistas para queinterpreten la música de Grieg. Hoyofrecemos el Concierto para piano enla menor.

—¿De veras? ¿Te importa que asista?—En absoluto. —Erling se levantó—.

¿Por qué no terminas tu sándwich y teacercas después al auditorio mientras yovoy a comprobar si nuestro pianista

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tiene lo que necesita?—Me parece estupendo, gracias,

Erling.Después de obligarme a comerme el

resto del sándwich, seguí los letrerosque, a través del frondoso bosque,guiaban hasta un edificioacogedoramente oculto entre los pinos.Una vez dentro, bajé la escalera delempinado auditorio y descubrí que yaestaba lleno en sus dos terceras partes.El pequeño escenario, en cuyo centrodescansaba un magnífico piano de colaSteinway, estaba rodeado de más

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ventanales que, con los abetos y el lagodetrás, ofrecían un telón de fondoimponente.

Poco después de que me sentara,Erling apareció en el escenarioacompañado de un hombre joven depelo moreno y constitución delgada que,incluso de lejos, llamaba la atención porsu aspecto. Erling se dirigió al públicoen noruego y seguidamente en inglés,como gesto de deferencia a los muchosturistas presentes.

—Es un honor para mí presentarles alpianista Willem Caspari. Este joven ha

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dejado ya su impronta en todo el mundocon sus actuaciones, la más reciente enel Proms del Royal Albert Hall deLondres. Le estamos sumamenteagradecidos por haber aceptadodeleitarnos con su presencia en estepequeño rincón del planeta.

El público aplaudió y Willem asintióimpertérrito antes de sentarse frente alpiano y esperar a que se hiciera elsilencio. Cuando tocó los primerosacordes, cerré los ojos y dejé que lamúsica me trasportara a mis días en elConservatorio de Ginebra, donde todas

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las semanas asistía a conciertos y amenudo tocaba en ellos. En otrostiempos, la música clásica había sido migran pasión y, sin embargo, me di cuentacon gran vergüenza de que hacía por lomenos diez años que no asistía ni al másmodesto de los recitales. Mientrasescuchaba a Willem, fui relajándome.Observé la elegancia con que deslizabasus ágiles manos sobre el teclado. Y meprometí que a partir de aquel momentopondría remedio a la situación.

Terminado el concierto, Erling vino abuscarme y me llevó hasta el escenario

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para presentarme a Willem Caspari. Elpianista poseía un rostro de faccionesparticularmente angulosas. De pielblanca y tersa, sus pómulos elevadosenmarcaban unos ojos azul turquesa yunos labios rojos y carnosos. Todo en élera impecable, desde el cabello morenohasta los zapatos brillantes y negros. Encierto modo, recordaba a un vampiroatractivo.

—Muchas gracias por el concierto —le dije—. Me ha encantado.

—No hay de qué, señorita D’Aplièse.—Antes de estrecharme la mano, se

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secó discretamente los dedos con unpañuelo blanquísimo. Luego me mirócon detenimiento—. ¿Sabe? Estoy casiseguro de que nos hemos visto antes.

—¿Usted cree? —repuse un tantoapurada, pues era incapaz de recordardónde.

—Sí. Fui alumno del Conservatoriode Ginebra. Creo que usted entró cuandoyo me encontraba en mi último año.Aparte de poseer una memoria excelentepara las caras, recuerdo su apellidoporque en aquel entonces me pareciópoco corriente. Es usted flautista,

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¿verdad?—Sí —dije sorprendida—, o por lo

menos lo era.—¿En serio, Ally? No me lo habías

dicho —intervino Erling.—Bueno, ya hace mucho de todo eso.—¿Ya no toca? —me preguntó

Willem al tiempo que se alisabacompulsivamente las solapas en lo queparecía más un gesto inconsciente que unesfuerzo por impresionar.

—No.—Si no recuerdo mal, asistí a un

recital suyo en una ocasión. Interpretó

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Sonata para flauta y piano.—Es verdad. Ciertamente, posee una

memoria increíble.—Para las cosas que deseo recordar,

sí. Tiene su parte buena y su parte mala,créame.

—Qué interesante, porque el músicosobre el que Ally está investigando enestos momentos también era flautista —señaló Erling.

—¿Y de quién se trata, si no esindiscreción? —inquirió Willemclavando en mí su mirada de ojosbrillantes.

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—De un compositor noruego llamadoJens Halvorsen y de su esposa Anna,que era cantante.

—Me temo que no he oído hablar deellos.

—Los dos fueron muy conocidos enNoruega, sobre todo Anna —explicóErling—. Y ahora, si dispones detiempo, quizá te apetezca visitar la casade Grieg y la cabaña de la ladera de lacolina donde componía su música.

—Sí, gracias.—¿Le importa si la acompaño? —

preguntó Willem sin dejar de

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observarme con la cabeza ladeada—.Llegué a Bergen anoche mismo y todavíano he tenido tiempo de darme una vuelta.

—En absoluto —contesté, puesprefería caminar a su lado a seguirsiendo objeto de un escrutinio enapariencia desapasionado pero sin dudaintenso.

—En ese caso, os dejo —dijo Erling—. Antes de marcharos, pasaos por midespacho para despediros. Y gracias portu fantástica actuación de hoy, Willem.

Willem y yo salimos del auditoriodetrás de Erling y subimos los escalones

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flanqueados de árboles que conducíanhasta la casa. Franqueamos la puerta yentramos en un salón con suelo demadera donde, arrimado a una pared,había un piano de cola Steinway. Elresto de la estancia contenía unaecléctica mezcla de muebles rústicos yelegantes piezas de nogal y caoba. Sobrelas paredes de pino añejo, los retratos ylos cuadros de paisajes se disputaban laatención del visitante.

—Sigue pareciendo un hogar —comenté.

—Es cierto —convino Willem.

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Distribuidas por toda la estanciahabía fotos enmarcadas de Grieg y suesposa Nina, y una en concreto, en laque aparecían los dos de pie junto alpiano, atrajo mi atención. Nina sonreíacon candor y Grieg mantenía unaexpresión impenetrable bajo sus gruesascejas y el denso bigote.

—Se los ve muy bajos al lado delpiano —dije—. ¡Parecen muñecos!

—Por lo visto medían poco más demetro y medio. ¿Sabía que Grieg sufríade neumotórax? Cuando posaba se poníaun cojín pequeño dentro de la americana

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para rellenar el hueco, por eso siempretiene la mano sobre el pecho, parasujetarlo.

—Fascinante —murmuré mientraspaseábamos por la estancia examinandolos diferentes objetos expuestos.

—¿Por qué dejó la música? —mepreguntó de pronto Willem repitiendo unpatrón conversacional que yo ya estabaempezando a reconocer: era como simentalmente marcara una casilla quedecía «Punto tratado» antes de pasar alsiguiente tema de la lista.

—Me convertí en navegante

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profesional.—¿Y pasó a tocar el hornpipe? —Se

rio de su propio chiste—. ¿Echa demenos tocar?

—La verdad es que a lo largo de losúltimos años no he tenido tiempo. Lanavegación ha sido mi vida.

—Yo no puedo imaginarme una vidasin música. —Willem señaló el piano deGrieg—. Este instrumento es mi pasión ymi tortura, el motor de mi vida. A vecestengo pesadillas con contraer artritis enlos dedos. Sin mi música no tendríanada.

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—Entonces puede que usted crea másen su talento de lo que yo creí en el míoen determinada época. Cuando estaba enel conservatorio, llegó un momento enque sentí que estaba estancada. Pormucho que practicara no tenía lasensación de progresar.

—Yo llevo años sintiendo eso todoslos días, Ally. —Al parecer, Willemhabía decidido que ya podíamostutearnos—. Me temo que son gajes deloficio. Debo creer que progreso, de locontrario me suicidaría. ¿Te apetece queechemos un vistazo a la cabaña donde el

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gran hombre compuso algunas de susobras maestras?

La cabaña no estaba lejos de la casa.A través de los vidrios de la puerta deentrada atisbé un modesto piano verticaljunto a una pared, con una mecedora allado y una mesa delante de la granventana que daba al lago. Y sobre lamesa, otra rana como la mía. Decidí nocompartir aquel detalle con Willem.

—Qué vista —suspiró—. Bastaríapara inspirar a cualquiera.

—Es un lugar muy solitario, ¿nocrees?

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—A mí eso no me molestaría —dijoencogiéndose de hombros—. Estaríafeliz aquí solo. Soy muy autosuficiente.

—Yo también, pero aun así creo queacabaría volviéndome loca. —Sonreí—.¿Volvemos?

—Sí. —Willem miró su reloj—. Hequedado a las cuatro en mi hotel con unaperiodista que quiere entrevistarme. Larecepcionista del museo me ha dichoque me pediría un taxi. ¿Dónde tehospedas? Quizá pueda acompañartecon el coche.

—Todavía no he buscado alojamiento

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—dije de regreso al museo—. Seguroque encuentro algo a través de la oficinade turismo de la ciudad.

—¿Por qué no pruebas en mi hotel?Es muy limpio y se encuentra en elpaseo del puerto viejo, así que tieneunas vistas espectaculares del fiordo.Me admira tu actitud relajada respectoal tema del alojamiento —añadiócuando entrábamos en la recepción—.Cuando viajo, he de reservar el hotelcon varias semanas de antelación ysaber exactamente dónde voy ahospedarme; si no, me pongo tan

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nervioso que podría darme un ataque.—Tal vez mi actitud se deba a los

años dedicados a la navegación. Puedodormir en cualquier lugar.

—Y quizá yo no pueda porque soymás quisquilloso que la mayoría de lagente. Todo el que me conoce sedesespera con mi obsesión por tenerlotodo controlado.

Else, la chica de la caja, me devolvióla mochila y esperé junto a la puerta aque Willem consiguiera un taxi.Mientras lo estudiaba con disimulo, medije que su tensión interna se reflejaba

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físicamente en su porte, que era como elde un soldado, con los tendones tirantesy unas manos que se abrían y cerrabanmientras Else hablaba con la compañíade taxis.

«Pertinaz», fue la palabra que mevino a la cabeza.

—¿Y dónde vives cuando no estásnavegando o recorriendo el mundoinvestigando a músicos fallecidos hacetiempo y a sus esposas? —me preguntócuando subimos al taxi.

—En Ginebra, en la casa de mifamilia.

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—Entonces ¿no tienes casa propia?—Nunca la he necesitado. Siempre

estoy viajando.—He ahí otra cosa que nos

diferencia. Mi apartamento de Zúrich esmi refugio. Y tengo que contenerme parano pedirle a la gente que se quite loszapatos antes de entrar o para noponerles una toallita antibacteriana enlas manos cuando vienen a verme.

Recordé que después de tocar elpiano se había limpiado discretamentelas manos.

—Sé que soy raro —continuó en un

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tono afable—, de modo que no teavergüences por pensarlo.

—Casi todos los músicos que heconocido son excéntricos. A vecespienso que es un rasgo inherente alartista.

—O «autista», como dice mipsiquiatra. Puede que exista una líneamuy fina entre ambas cosas. Mi madredice que necesito encontrar pareja paraenderezarme, pero dudo que hayaalguien dispuesto a soportar mis manías.¿Tienes pareja?

—La… la tenía, pero murió hace unas

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semanas —dije mirando por laventanilla del taxi.

—Lo siento mucho, Ally.—Gracias.—No sé qué decir.—No te preocupes, le pasa a todo el

mundo —lo tranquilicé.—¿Por eso has venido a Noruega?—Supongo que sí.El taxi redujo la velocidad al

adentrarse en el encantador puertoflanqueado de edificios con tejados ados aguas y fachadas de madera pintadasen blancos, granates, ocres y amarillos.

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Los colores se tornaron borrosos cuandonoté el escozor de las lágrimas en losojos.

Willem se aclaró la garganta despuésde un largo silencio.

—No suelo hablar de ello, pero elcaso es que tengo experiencia deprimera mano en lo que estás pasando.Mi pareja murió hace cinco años, justodespués de Navidad. No es un buenrecuerdo.

—Lo siento mucho.Le di una palmadita en el puño

apretado y entonces fue él quien desvió

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la mirada.—Para mí fue una liberación. La

enfermedad de Jack se agravó muchohacia el final. ¿Y en tu caso?

—Theo tuvo un accidente navegando.Desapareció de un momento para otro.

—No sé qué es peor, la verdad. Yotuve tiempo de hacerme a la idea, perotambién tuve que ver sufrir a la personaque amaba. Creo que aún no lo hesuperado. Pero perdóname, no pretendíadeprimirte más de lo que seguramente yalo estás.

—No te preocupes. En cierto modo

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resulta reconfortante saber que otraspersonas han pasado por lo mismo.

El taxi se detuvo delante de unedificio alto de ladrillo.

—Este es mi hotel. ¿Por qué no entrasy preguntas si tienen habitaciones? Dudoque encuentres algo mejor.

—En lo que a vistas se refiere, seguroque no —convine.

Cuando bajé del taxi, vi que el hotelHavnekontoret se alzaba a solo unosmetros del borde del muelle, dondehabía amarrada una preciosa goleta dedoble mástil.

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—A Theo le habría encantado —musité, agradecida de poder comentaralgo así y saber que mi interlocutor meentendería al instante.

—Sí. Permite que te lleve el equipaje.Le pedí al taxista que aguardara unos

minutos mientras entraba en el hotel conWillem y preguntaba la disponibilidaden recepción. Tras reservar unahabitación, salí y le dije que podíamarcharse.

—Me alegro de que ya tengas dóndealojarte. —Willem esperaba junto a larecepción en actitud tensa—. Parece que

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mi periodista ya ha llegado. Los detesto,pero qué se le va a hacer. Te veré mástarde.

—De acuerdo —dije, y él echó aandar hacia la mujer que aguardaba en elvestíbulo.

Después de entregar mi tarjeta decrédito y obtener la contraseña de lawifi, subí en ascensor a mi habitación.Se hallaba en el último piso y ofrecíaunas vistas del puerto impresionantes.Como empezaba a anochecer, me quitélos vaqueros, me puse un pantalón dechándal y una sudadera y encendí el

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portátil. Mientras se ponía en marcha,pensé en Willem y en el hecho de que,pese a todas sus rarezas, me había caídobien. Entré en mi cuenta de correoelectrónico y vi que había otro correo deMagdalena Jensen, la traductora.

De: [email protected]: [email protected]: Grieg, Solveig og Jeg / Grieg,Solveig y yo1 de septiembre de 2007

Querida Ally: Te adjunto el resto de la traducción. Te

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devolveré el libro original mandándolo porcorreo a la dirección de Ginebra. Espero quedisfrutes de la lectura. Es una historiainteresante.

Saludos cordiales,

MAGDALENA

Cliqué en «Abrir archivo» y esperé

impaciente a que el siguiente bloque depáginas se descargara. Y una vez más,empecé a leer…

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25

Anna, kjære, qué alegría tenerte denuevo con nosotros. —Frøken Olsdatterhizo pasar a la muchacha al apartamentoy le cogió la capa—. Con herr Bayer enDrøbak, las cosas han estado demasiadotranquilas por aquí. ¿Lo has pasado bien

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en el campo?—De maravilla, gracias, aunque se

me ha hecho un poco corto.Anna siguió al ama de llaves hasta el

salón.—¿Té?—Sí, gracias.—Enseguida vuelvo.Cuando la mujer salió de la

habitación, Anna pensó que se alegrabade estar de nuevo en Cristianíadisfrutando de las amables atencionesdel ama de llaves. «Y aunque me hayavuelto una malcriada, me da igual», se

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dijo con un suspiro de alivio al recordarque aquella noche dormiría en uncolchón cómodo y al día siguiente sedespertaría con la bandeja del desayunoen la cama. Por no mencionar el bañocaliente…

Frøken Olsdatter interrumpió suspensamientos al regresar con el té.

—Tengo que darte una noticia —dijomientras servía el líquido humeante endos tazas de porcelana y le pasaba una aAnna—. Herr Bayer aún tardará enregresar a Cristianía. Su pobre madreestá muy enferma y no puede dejarla

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sola. Cree que el final está cerca y,como es lógico, quiere estar a su lado.Así que te ha dejado a mi cargo hasta suregreso.

—Siento mucho oír que la madre deherr Bayer esté tan enferma —respondióAnna, si bien no lamentaba en absolutoque la vuelta de herr Bayer se demorara.

—Los ensayos tendrán lugar duranteel día, de modo que yo misma te llevaréy te traeré en el tranvía. Después del tédeberías revisar tu nuevo guardarropa.Ya han llegado las prendas de inviernoque herr Bayer encargó a la modista. En

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mi opinión, son magníficas. También teha llegado una carta que te he dejado enla habitación.

Diez minutos después, Anna abrió suarmario y lo encontró repleto depreciosas prendas confeccionadas amano. Había blusas de la seda y lamuselina más suaves, faldas de delicadalana y dos vestidos exquisitos: uno decolor topacio y otro rosa oscuro.También había dos corsés nuevos,varios pares de bombachos y medias tanfinas como una tela de araña.

La idea de que herr Bayer le hubiese

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encargado aquellas prendas tan íntimasla hizo estremecerse, pero la apartó desu mente diciéndose que seguramentehabría sido frøken Olsdatter quien sehabía ocupado de ello. Sobre un estantedescansaban dos pares de zapatos detacón: uno forrado con la misma sedarosa del vestido y adornado con unahebilla plateada y el otro de color marfilcon encaje blanco. Mientras se probabalos zapatos rosas su mirada se posó enuna sombrerera. La bajó del estante consumo cuidado y al abrir la tapa soltó unaexclamación. El sombrero, a juego con

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el vestido rosa, exhibía el arreglo deplumas y cintas más elaborado que habíavisto en su vida. Se acordó del día enque llegó por primera vez a la estaciónde tren de Cristianía y de lo mucho quela habían maravillado los sombreros delas señoras. Este, se dijo mientras se locolocaba delicadamente en la cabeza, notenía nada que envidiarles. Se paseó porla habitación con su sombrero y suszapatos nuevos, sintiéndose más adulta ymás alta, y pensó con asombro en lomucho que había cambiado desde sullegada a Cristianía.

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Con el sombrero todavía en la cabeza,se sentó y cogió la carta que frøkenOlsdatter le había dejado allí. Con unsuspiro, vio que era de Lars y la abriócon recelo, temiendo lo que pudieracontener.

Stalsberg Våningshuset

TindevegenHeddal

22 de julio de 1876

Querida Anna:

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Prometí que te escribiría para proseguircon la breve conversación que mantuvimos lanoche de la boda de tu hermano.

A lo largo de los últimos meses se hahecho obvio que tu vida en Cristianía haalterado tus esperanzas y proyectos defuturo. Te lo ruego, mi querida Anna, no tesientas culpable por ello. Es totalmentenormal que cambien. Tienes mucho talento, yademás lo has depositado en manos de genteimportante que puede cultivarlo yofrecérselo al mundo.

Aunque tus padres crean que las cosasapenas han cambiado, yo sé que sí lo hanhecho, y mucho. Interpretar a Solveig en elTeatro de Cristianía en otoño es unaoportunidad que por fuerza te ha de

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transformar aún más. Por difícil que meresulte, he de aceptar que la idea de casarteconmigo ya no te parezca atractiva. Si es quealguna vez te lo pareció, algo que dudo.

Sé que tu sentido de la ética y tu corazónbondadoso jamás te habrían permitidoexpresar tus verdaderos sentimientos. Apartedel dolor que pudieras causarme, no tehabrías arriesgado a decepcionar a tuspadres. Por lo tanto, tal como acordamos,les diré que he decidido que no puedo seguiresperándote. Tu padre ya me ha comprado lastierras y estoy satisfecho con el acuerdoeconómico al que hemos llegado. Igual quetú no estás hecha para la casa, yo no estoyhecho para la granja, y ahora que mi padre hamuerto poco me retiene aquí.

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Y parece ser que existe otra alternativa.Anna, debo decirte que he recibido

noticias de Scribner, la editorial de NuevaYork a la que te dije que había enviado mispoemas. Quieren publicarlos y me hanofrecido un pequeño adelanto. Como biensabes, siempre he soñado con ir a EstadosUnidos. Con el dinero que me ha dado tupadre por la tierra tengo lo justo paracomprar el pasaje. Como puedes imaginar,estoy muy ilusionado con el viaje, y el hechode que vayan a publicar mis poemas es todoun honor. Nada me habría gustado tantocomo convertirte en mi esposa y llevarteconmigo para empezar allí una nueva vida.Sin embargo, es un mal momento para ti. Yfrancamente, Anna, aunque no lo fuera,

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entiendo que nunca podrías amarme como yote he amado.

No te guardo rencor y te deseo lo mejor.Curiosamente, el Señor nos ha dado libertadpara seguir nuestros respectivos caminos,que ya no podrán estar entrelazados. Aunqueya no vayamos a casarnos, espero que sigasconsiderándome tu amigo.

Parto hacia América dentro de seissemanas.

LARS

Anna dejó la carta sobre la cama yreflexionó largo rato sobre su contenido,conmovida y alterada a partes iguales.

Estados Unidos. Se reprendió por

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haber creído que era una quimera deLars y por no haberlo tomado en serio.Ahora, ahí estaba, con sus poemas apunto de ser publicados y la posibilidadde seguir un día los pasos del propioherr Ibsen.

Por primera vez dejó de ver a Larscomo una víctima, como un perro tristenecesitado de caricias. Después dehaberle vendido a su padre la tierra amodo de dote, él también tenía laoportunidad de escapar de Heddal yperseguir su sueño, justo igual que ella.

Aquello, al menos, la reconfortaba.

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¿Se habría ido a América con él si selo hubiera pedido?

—No.La respuesta brotó espontáneamente

de sus labios. Se recostó en la cama y sunuevo sombrero de seda se cayó haciadelante y le cubrió los ojos.

Apartamento 4

10 St. Olav’s GateCristianía

4 de agosto de 1876

Querido Lars:

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Gracias por tu carta. Me alegro mucho de

tu buena fortuna. Espero que me escribasdesde Estados Unidos. Y por favor, acepta migratitud por todo lo que has hecho por mí. Tuayuda con la lectura y la escritura hizo quemi vida aquí, en Cristianía, fuera posible.

Dales recuerdos a mor y a far de mi parte.Espero que no te echen la caballería encimacuando les digas que la boda se cancela. Esmuy generoso por tu parte asumir la culpa.

Espero que en Estados Unidos encuentresuna esposa mucho mejor que yo. Y como tú,también deseo seguir siendo tu amiga.

Espero que no te marees en el mar.

ANNA

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Mientras le aplicaba el lacre al sobre,

Anna acusó el impacto de lo que Lars lehabía contado en su carta. Ahora que yasolo era su amigo y se marchaba a otropaís, se dio cuenta de que lo echaría demenos.

«¿Debería haberme casado con él? —se preguntó tras levantarse y acercarse ala ventana para contemplar la calle—.Era muy bueno y amable. Yprobablemente hará fortuna en EstadosUnidos, mientras que yo bien podríaquedarme soltera toda la vida…»

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Más tarde, cuando se dirigía alrecibidor para dejar la carta en labandejita de plata, sintió que,finalmente, el último y frágil hilo que launía a su antigua vida se rompía.

Los ensayos de Peer Gynt comenzarontres días después. Los demás actores,muchos de ellos de la primeraproducción, se mostraron amables yatentos con Anna, pero, si bien aprenderuna canción y cantarla no representabaningún problema para la joven, ser

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actriz le resultaba mucho máscomplicado de lo que se habíaimaginado. Unas veces se trasladabahasta el lugar correcto del escenariopero olvidaba su frase; otras, recordabaambas cosas pero no lograba que surostro expresara la emoción debida.Aunque herr Josephson, el director, eramuy paciente con ella, para Anna eracasi tan difícil como tener que frotarsela barriga y darse palmadas en la cabezaal tiempo que bailaba una polca.

Descorazonada, después del cuartodía de ensayo empezó a preguntarse si

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algún día conseguiría hacerlo bien. Alsalir del teatro, se le escapó un gritocuando notó que una mano la agarrabadel brazo.

—Frøken Landvik, veo que ya está devuelta en Cristianía. ¿Qué tal lo pasó enel campo?

Y allí estaba Jens Halvorsen el Malo.Su cercanía aceleró el corazón de Annay, aunque el muchacho relajó la mano,no la apartó del todo. La chica notó sucalor a través de la manga de la blusa ytragó saliva con dificultad. Cuando sevolvió hacia él, le sorprendió ver el

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cambio que había experimentado. Elpelo, antes brillante y ensortijado, lecaía lacio alrededor de la cara y llevabael traje arrugado y roñoso. Tenía pintade no haberse dado un buen baño desdehacía semanas, y su olfato se loconfirmó.

—Mi carabina me espera fuera —musitó—. Deje que me vaya, por favor.

—De acuerdo, pero antes debodecirle que no he dejado de extrañarlani un solo día. ¿No cree que ya le hedemostrado con creces mi amor ylealtad? Por favor, le ruego que diga que

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me concederá una cita.—No pienso decir tal cosa —replicó

ella.—Entonces, nada me impedirá verla

aquí, en el teatro, ¿no cree, frøkenLandvik? —gritó Jens mientras Annasalía a toda prisa por la puerta y esta secerraba a su espalda con un fuerte golpe.

Durante la semana siguiente, Jensesperó a Anna todos los días a la salidadel teatro, después de los ensayos.

—Herr Halvorsen, esta situaciónresulta cada vez más irritante —lesusurraba ella mientras Halbert, el

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portero, ocupaba su habitual asiento deprimera fila para presenciar el cortejo.

—¡Fantástico! Puede que así transijay me permita por lo menos invitarla atomar el té.

—Mi carabina estará encantada deacompañarnos. Por favor, comuníquelesu petición —le decía ella cuandopasaba a su lado tratando de reprimiruna sonrisa.

En realidad, Anna esperaba aquellosencuentros diarios con gran ilusión yhabía empezado a relajarse un poco,consciente de que ambos estaban

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disputando el atormentador juego delgato y el ratón. Dado que Lars ya no la«estaba esperando» y que ella se habíapasado el verano soñando con Jens, sudeterminación, pese a todos susesfuerzos, empezó a flaquear.

El lunes siguiente, después de unlargo fin de semana encerrada en elapartamento, frøken Olsdatter anuncióque tenía que ir a la otra punta de laciudad para encargarse de un asunto deherr Bayer y que consideraba a Anna lobastante responsable para volver a casasola en el tranvía. Así pues, cuando

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Anna abandonó el escenario aquel día,supo que había llegado el momento deceder.

Jens la estaba esperando, comosiempre, junto a la puerta de atrás.

—¿Cuándo me dirá que sí, frøkenLandvik? —preguntó lastimosamentecuando Anna pasó a su lado—. He deconfesar que, pese a mi aguante, suindiferencia está minando lentamente mideterminación.

—¿Hoy? —propuso Annavolviéndose hacia él con brusquedad.

—Eh… sí… por supuesto.

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Anna observó su desconcierto consatisfacción.

—Iremos al Engebret Café —dijo él—. Está aquí mismo, al otro lado de laplaza.

Anna había oído hablar del Engebrety, de hecho, le parecía un lugar muyatrayente.

—¿Y si nos ve alguien? Consideraránpoco decoroso que acuda sin carabina.

—Lo dudo mucho —rio Jens—. ElEngebret lo frecuentan sobre todobohemios y músicos borrachos que nisiquiera pestañearían aunque bailara

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desnuda sobre una mesa. Nadie se fijaráen nosotros, se lo prometo. Vamos,frøken Landvik, estamos perdiendo untiempo precioso.

—Está bien.Anna notó un hormigueo en el

estómago.Salieron del teatro en silencio y

cruzaron la plaza hasta el café, dondeella señaló una mesa en el rincón másoscuro y tranquilo. Jens pidió té parados.

—¿Y qué tal tu verano, Anna?—Mucho mejor que el suyo a juzgar

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por su aspecto. Parece… enfermo.—Bueno, gracias por expresarlo de

una manera tan… delicada —rio Jensante su franqueza—. No estoy enfermo,solo es que soy pobre y necesito ropalimpia y un baño como es debido.Simen, que también toca en la orquesta,dice que me he convertido en un músicoauténtico. Tuvo la amabilidad deproporcionarme un techo cuando tuveque dejar mi casa.

—¡Dios mío! ¿Por qué?—Porque mi padre desaprueba mis

aspiraciones musicales. Quiere que siga

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sus pasos y dirija la fábrica de cervezacomo han hecho mis antepasados.

Anna lo miró con renovadaadmiración. Debía de ser muy valiente,pensó, para abandonar a su familia y sucómoda vida por el bien del arte.

—Aun así —continuó Jens—, ahoraque ha empezado la temporada en elteatro y finalmente estoy ganando dinero,me mudaré a un lugar mejor. Otto, eloboe, me dijo ayer que me alquilará unahabitación en su apartamento. Su esposaha muerto hace poco, y como era unamujer bastante rica, espero encontrar un

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entorno más salubre. Ese apartamento seencuentra a solo cinco minutos de tucasa, Anna. Seremos prácticamentevecinos. Podrás venir a tomar el té.

—Me alegra saber que estará máscómodo —dijo ella con timidez.

—¡Y mientras yo caigo en el arroyo,tu estrella no para de ascender! Puedeque un día te conviertas en la ricabenefactora que todo músico necesita —bromeó Jens cuando llegó el té—.Mírate, con esa ropa elegante y esesombrero de París. Últimamente parecesuna dama acaudalada.

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—Puede que mi estrella caiga con lamisma rapidez con que ha subido. Soyuna actriz pésima y no me extrañaría queperdiera mi trabajo muy pronto —confesó de repente Anna, agradecida depoder desahogarse con alguien.

—Eso no es cierto. Cuando laorquesta se reunió ayer para su primeraintervención, oí a herr Josephson decirlea Hennum que aprendías deprisa.

—Usted no lo entiende, herrHalvorsen. A mí nunca me hapreocupado plantarme delante delpúblico y cantar, pero declamar y

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representar un personaje es algo muydiferente. Creo que incluso tengo pánicoescénico —dijo Anna mientrastoqueteaba distraídamente el asa de sutaza—. No sé de dónde voy a sacar elvalor para salir al escenario la nochedel estreno.

—Anna… ¿qué te parece si yo tellamo Anna y tú me llamas Jens? Creoque ya nos conocemos lo bastante paratutearnos.

—Me parece bien. Pero solo enprivado.

—Gracias. Como te decía, Anna,

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estoy seguro de que estarás tan bella ycantarás tan bien que nadie reparará enlo que dices.

—Le… te agradezco tus palabras,Jens, pero no puedo dormir por lasnoches. No quiero defraudar a nadie.

—Y estoy seguro de que no lo harás.Y ahora, dime, ¿cómo está tu prometido?

—Se marcha a Estados Unidos. Sinmí —contestó Anna con cautela ydesviando la mirada—. Ya no estamosprometidos.

—Lo lamento, aunque debo confesarque acabas de darme una alegría. No he

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dejado de pensar en ti desde la últimavez que nos vimos. Eres lo único que meha ayudado a mantenerme en pie duranteeste difícil verano. Y estoyperdidamente enamorado de ti.

Anna lo miró fijamente a los ojosantes de contestar:

—¿Cómo es posible? Apenas meconoces. Nunca hemos conversado másde dos minutos seguidos. A las personasse las ama por su manera de ser. Y paraeso hay que conocerlas bien.

—Te conozco bastante mejor de loque crees. Por ejemplo, sé que eres

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modesta por lo mucho que te ruborizastecuando la gente te aplaudió tras tu éxitoen el recital que diste en casa de herrBayer. Sé que eres poco vanidosa por laausencia de maquillaje en tu rostro.También sé que eres una personavirtuosa y leal, con elevados principiosmorales, hecho que me ha dificultadosobremanera la tarea de cortejarte. Yeso también me lleva a pensar que, unavez que has tomado una decisión, eresterca como una mula, pues, según miexperiencia, son muy pocas las mujeresque no echarían por lo menos un ojeada

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rápida a la carta de un pretendiente antesde arrojarla al fuego, aunque estuvieranfirmemente convencidas de que suefusivo acoso era inapropiado.

Anna se esforzó por no mostrarsorpresa ante su perspicacia.

—Pero hay muchas cosas —repusotragando saliva— que no sabes. Porejemplo, que mi torpeza con las laboresdomésticas desespera a mi madre. Soyuna cocinera terrible y no sé coser. Mipadre dice que se me da mejor cuidar alos animales que a las personas.

—En ese caso, nos alimentaremos de

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amor y compraremos un gato —respondió él con una sonrisa.

—Lo siento, pero debo coger eltranvía y volver a casa. —Anna se pusoen pie, sacó unas monedas de su bolso ylas dejó sobre la mesa—. Por favor,permíteme pagar el té. Adiós, Jens.

—Anna. —Él le cogió la manocuando se dio la vuelta para marcharse—. ¿Cuándo volveré a verte?

—Sabes perfectamente que estoy enel teatro todos los días entre las diez ylas cuatro.

—Entonces te esperaré mañana a las

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cuatro —dijo Jens mientras la muchachase dirigía hacia la puerta con pasopresto.

Cuando Anna se hubo marchado, Jenscontempló las monedas y vio que habíasuficiente para pagar el té y costearse uncuenco de sopa con un vaso de aquavit.

Una vez a salvo en el tranvía, Annacerró los ojos y sonrió. Había sidomaravilloso estar a solas con JensHalvorsen. Ya fuera por sus nuevascircunstancias o simplemente por laperseverancia de su cortejo, el caso esque ya no le parecía un gallito orgulloso

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y ufano.—Señor —rogó aquella noche—,

perdóname si digo que creo que JensHalvorsen el Malo ya no es tan malo. Hapasado por una dura prueba y hacambiado su actitud. Ya sabes que hehecho todo lo posible por no ceder a latentación, pero —Anna se mordió ellabio— puede que ahora lo haga. Amén.

Durante las semanas anteriores alestreno, Anna y Jens se vieron todos losdías después del ensayo. Temiendo los

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rumores que pudieran correr por elteatro, Anna le propuso que la esperaradentro del Engebret. El café estabatranquilo a aquella hora de la tarde, ypoco a poco la joven empezó a relajarsey a preocuparse menos por mantener lasapariencias. Un día en que Jens le buscóla mano por debajo de la mesa, lamuchacha permitió que se la cogiera, ydesde entonces se sentaban el uno juntoal otro la mayoría de los días, con losdedos discretamente entrelazados.Resultaba difícil servir el té y la lechecon una sola mano, pero merecía la pena

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cada segundo.Jens había recuperado su antiguo

aspecto. Se había mudado alapartamento de Otto y, tal como leexplicó con todo lujo de detalles, habíadisfrutado de un exhaustivo despioje. Enel apartamento, además, había unadoncella que le lavaba la ropa, y Annase alegraba de que oliera mucho mejor.

Pero, más allá de todo aquello, era elrecuerdo del contacto de la piel de Jenssobre la suya —una caricia enapariencia inocente pero que prometíamucho más— lo que consumía los

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pensamientos de Anna día y noche. Porfin comprendía cómo se sentía Solveig ypor qué había sacrificado tanto por suPeer.

Muchas veces ignoraban el té y selimitaban a empaparse el uno del otro ensilencio. Aunque Anna se decía quedebía ser cauta, sabía que finalmente sehabía rendido a él. Y que cada vez caíaen su hechizo con más fuerza.

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26

Tres días antes de que se inaugurara lanueva temporada de Peer Gynt en elTeatro de Cristianía, se retomó el arduoproceso de aunar orquesta y actores. Enaquella ocasión, Anna no compartía elcamerino de Rude y los demás niños,

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sino que ocupaba el antiguo tocador demadame Hansson, con toda una pared deespejos y un diván de terciopelo dondetumbarse cuando estaba cansada.

—¿A que es bonito, Anna? —habíacomentado Rude mirando a su alrededor—. Parece que algunos de nosotroshemos medrado en los últimos meses.¿Le importa que venga de vez en cuandoa hacerle compañía? ¿O ahora esdemasiado famosa para relacionarse conalguien como yo?

Anna le había cogido la cara entre lasmanos mientras reía.

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—Puede que no tenga tiempo parajugar a las cartas, pero puedes venir averme cuando quieras.

La noche del estreno, Anna entró en elcamerino y lo encontró lleno de ramosde flores y de notas de buena suerte.Había incluso una de sus padres y deKnut, con una carta en la que, con todaprobabilidad, se haría referencia a laruptura de su compromiso con Lars. Ladejó a un lado para leerla más tarde.Mientras Ingeborgla la maquillaba, leyólas demás tarjetas, conmovida por lasamables palabras que la gente le había

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dedicado. Hubo una en particular,acompañada de una única rosa roja, quehizo que se estremeciera.

Esta noche estaré ahí, viéndote alcanzar

las estrellas. Y sentiré cada latido de tucorazón.

Canta, mi bello pájaro. ¡Canta!

J. Cuando Anna escuchó el timbre que

anunciaba el comienzo de la obra, lanzóuna plegaria al cielo: «Por favor, Señor,no permitas que desprestigie mi nombre

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o el de mi familia esta noche. Amén».Luego se levantó y puso rumbo abastidores.

Aquella noche hubo momentos que Annasupo que permanecerían grabados parasiempre en su memoria. Como el terribleinstante en que, durante el segundo acto,salió al escenario y se quedó en blanco.Había mirado horrorizada hacia el fosode la orquesta y había visto a Jensarticular las palabras con los labios.Anna confiaba en haberse repuesto antes

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de que el público lo notara, pero yahabía estado nerviosa durante el resto dela representación. Solo durante«Canción de cuna», justo al final,cuando la cabeza de Peer descansabasobre sus rodillas y estaban solos en elescenario, había recuperado la confianzaen sí misma y había dado rienda suelta asu voz y sus emociones.

Después de que se apagara la últimanota, hubo numerosos saludos, y ella yMarie, la actriz que interpretaba a Åse,la madre de Peer, recibieron sendosramos de flores. Cuando por fin cayó el

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telón, Anna abandonó el escenario yrompió a llorar sobre el hombro de herrJosephson.

—Te lo ruego, querida, no llores —latranquilizó el director.

—¡He estado horrible! ¡Sé que heestado horrible!

—En absoluto, Anna. ¿No ves que tuinseguridad natural ha realzado lavulnerabilidad de Solveig? Al final elpúblico estaba… bueno, cautivado.Podría decirse que este papel estáescrito para ti, y estoy seguro de que siherr Ibsen y herr Grieg te hubieran visto,

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se habrían sentido satisfechos. Además,has cantado como los ángeles, comosiempre. Y ahora —le secó una lágrimade la mejilla— vamos a celebrar tuéxito.

Anna se encontró su camerinoabarrotado de gente que deseabafelicitarla. Todos querían presenciar lacoronación de una nueva princesanacida y criada en las entrañas del país,y Anna se aseguró de dedicarle a cadauno las palabras adecuadas. Al cabo deun rato, herr Hennum entró y echó a todoel mundo.

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—Ha sido un placer dirigir laorquesta esta noche y verte debutar enlos escenarios, Anna. Y no, no hasestado perfecta como actriz, pero eso esalgo que aprenderás a medida queaumente tu confianza, te lo prometo. Porfavor, trata de disfrutar de los elogios dela gente de Cristianía, porque son bienmerecidos. Herr Josephson te recogerádentro de quince minutos paraacompañarte a la fiesta que daremos enel vestíbulo.

Y con una inclinación de la cabeza,Hennum se marchó y la dejó sola.

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Mientras Anna se cambiaba, ungolpecito en la puerta le anunció lallegada de Rude.

—Lo siento, frøken Anna, pero mehan pedido que le entregue una nota. —Se la tendió con una sonrisa descarada—. Esta noche está preciosa, si mepermite decirlo. ¿Puede preguntarle a mimadre si puedo ir a la fiesta? Quizá medeje si se lo pide usted.

—Sabes que no puedo, Rude, pero, yaque estás aquí, ¿puedes abrocharme elvestido?

Cuando Anna salió al vestíbulo

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acompañada por herr Josephson, fuerecibida con una gran ovación. Jens laobservaba desde lejos y se repitió quenunca la había amado tanto, tal como lehabía dicho en la nota que le habíaentregado Rude. Mientras la veía sonreíry charlar con la gente, pensó en lo altoque había volado su pájaro desde laprimera vez que lo oyó cantar.

Pero el corazón le dio un vuelcocuando vio que una figura familiar seacercaba a Anna, con el enormemostacho casi erizado de dicha,mientras la gente se apartaba para

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dejarlo pasar.—¡Anna! Mi querida señorita, ni la

enfermedad de mi madre me habríaimpedido estar presente esta nochegloriosa. Has estado soberbia, kjære,realmente soberbia.

Jens observó que el semblante deAnna se ensombrecía ligeramente. Luegola vio reponerse y saludar a herr Bayercon afecto. Abatido por no podertransmitirle a Anna lo orgulloso queestaba de ella debido a la aparición desu mentor, decidió marcharse.

Aunque Anna no se diera cuenta,

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pensó Jens en el Engebret mientrasahogaba sus penas en aquavit, él sí eraperfectamente consciente de lo queestaba pasando. Puede que la joven sehubiera librado de su pretendiente delcampo, pero a todo el mundo leresultaba evidente que herr Bayer estabaenamorado de ella. Y aquel hombrepodía darle todo lo que deseara. Hacíaunos cuantos meses, se dijo Jens, élhabría podido hacer lo mismo.

Por primera vez, se preguntó si nohabría cometido un tremendo error.

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«Puede que frøken Landvik no aporte laseguridad y la experiencia de madameHansson al papel de Solveig, pero locompensa con su inocencia, su juventudy su exquisita interpretación de lascanciones de Solveig.»

—Y en la primera edición delDagbladet el crítico menciona de nuevotu belleza, tu juventud y el…

Anna había dejado de prestar atencióna herr Bayer. Se alegraba de habersalido airosa de la noche del estreno,pero ni siquiera era capaz de plantearse

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la idea de volver a pasar por ello al díasiguiente.

—Lamentablemente, Anna, solopuedo quedarme en Cristianía hastamañana por la mañana, pues he de tomarel ferry para volver junto a mi madre loantes posible —dijo herr Bayer trascerrar el periódico.

—¿Cómo está?—Ni mejor ni peor —suspiró el

profesor—. Mi madre siempre ha tenidoun espíritu inquebrantable y eso es loúnico que la mantiene viva. No puedohacer nada salvo estar con ella mientras

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se acerca el final. Pero no hablemos másde eso. Esta noche, Anna, quiero quecompartamos una cena especial y mecuentes todo lo que ha ocurrido desde laúltima vez que te vi.

—Claro, será un placer, pero ahoramismo me siento un poco cansada. Siesta noche vamos a cenar juntos, ¿puedoretirarme a descansar un rato?

—Por supuesto, mi querida señorita.Y felicidades otra vez.

Franz Bayer observó a Anna salir dela estancia y pensó, maravillado, en lomucho que había cambiado en un año. Y

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en especial desde la última vez que lahabía visto. Siempre había sido uncapullo a punto de abrirse, pero ya habíaflorecido del todo. Era hermosa y, bajosu tutela, había adquirido una nuevaelegancia y sofisticación.

A pesar de que acababa de quejarsede cansancio, Anna parecía desprenderun nuevo brillo que herr Bayer noalcanzaba a definir. Confiaba en que notuviera nada que ver con aquel violinistaque la había dejado tan visiblementeprendada en la velada de junio. Lanoche anterior, herr Josephson le había

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comentado en broma que era un alivioque él, Franz, hubiera vuelto, pues suprotegida había sido vista en más de unaocasión tomando el té con dicho sujetoen el Engebret.

Hasta entonces, herr Bayer habíaestado aguardando el momento oportuno,pues no deseaba asustar a Anna. Pero,después de lo que herr Josephson lehabía dicho, decidió que lo mejor seríadejar claras sus intenciones.

—Mi querida señorita, esta noche

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estás radiante —exclamó herr Bayercuando Anna entró en el comedor con suvestido de color topacio.

Por muy bella que la gente le dijeraque estaba —«sobre todo los hombres»,pensó Anna con sarcasmo—, si la vieransin los mágicos polvos para la cara, suspecas saldrían a la luz una vez más yprobablemente la encontrarían de lo máscorriente.

Para corresponder al comentariogalante de herr Bayer, lo único que se leocurrió a la muchacha fue alabarle elnuevo pañuelo de estampado de

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cachemir, confiando en que el hombre nodetectara la falta de sinceridad de suvoz.

—¿Cómo encontraste a tu familiacuando fuiste a verla este verano? —preguntó el profesor.

—Están todos bien, gracias. Y laboda fue preciosa.

—Frøken Olsdatter me ha contadoque, lamentablemente, tú y tu prometidohabéis roto el compromiso.

—Sí. Lars decidió que no podíaseguir esperándome.

—¿Y estás triste?

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—Creo que es lo mejor para los dos—respondió con diplomacia antes dellevarse un trozo de pescado a la boca.Estaba deseando acostarse y soñar conJens.

Después de tomar café en el salón,frøken Olsdatter le llevó una botella debrandy a herr Bayer y, paraconsternación de Anna, también unacubitera con una botella de champán.Era demasiado tarde para beber alcoholy enseguida se preguntó si herr Bayeresperaba invitados.

—Cierre la puerta cuando salga —

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dijo el profesor, y frøken Olsdatterobedeció—. Y ahora, mi queridaseñorita, tengo algo que decirte. —Seaclaró la garganta—. Habrás advertidoque mi afecto por ti ha ido creciendodesde que viniste a vivir aquí, y confíoen que sepas apreciar los esfuerzos quehe hecho para guiarte en tu carrera.

—Desde luego, herr Bayer. Nuncapodré agradecérselo lo suficiente.

—Dejemos a un lado lasformalidades. Por favor, Anna, llámameFranz. A estas alturas ya me conoces losuficiente…

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Herr Bayer se interrumpió. Era laprimera vez que Anna lo veía quedarsesin palabras desde que lo conocía.Finalmente, el profesor se repuso ycontinuó:

—Verás, Anna, si he hecho todo estono ha sido solo para cultivar tu talento,sino porque… porque estoy enamoradode ti. Evidentemente, como soy uncaballero, no podía decírtelo mientrasestuvieras prometida a otro hombre,pero ahora que estás libre, en fin… Mehe dado cuenta de la profundidad de missentimientos hacia ti este verano,

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mientras hemos estado separados. Y séque debo abandonarte de nuevo paravolver junto al lecho de mi madreignorando cuánto tiempo estaré ausente.Así pues, he pensado que es preferibleque te comunique mis intenciones ahora.—Hizo una breve pausa y respiró hondo—. Anna, ¿me harías el honor de casarteconmigo?

La joven lo miró en silencio, incapazde impedir que el espanto se reflejara ensu cara. El profesor reparó enseguida enla expresión de la muchacha y carraspeóde nuevo.

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—Comprendo que mi proposición tehaya sorprendido, pero ¿te das cuenta delo lejos que podríamos llegar juntos? Tehe ayudado mucho en tu carrera hasta elmomento y ya has tocado el cielo aquí,en Cristianía. Pero Noruega es un paíspequeño, demasiado pequeño para tutalento. Ya he escrito a varios directoresde orquesta y a comités de programaciónde Dinamarca, Alemania y París parahablarles de tu don. Y es indudable que,después de la función de anoche, oiránhablar de ti. Si nos casáramos podríaviajar contigo a Europa cuando actúes

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en las salas de concierto másimportantes. Podría protegerte,cuidarte… He esperado muchos añospara encontrar un talento como el tuyo.Y, obviamente —se apresuró a añadir—,también me has robado el corazón.

—Entiendo. —Anna tragó saliva condificultad, pues sabía que debía deciralgo.

—Supongo que tú también meaprecias.

—Sí, y le estoy… agradecida.—Creo que formamos una buena

pareja tanto dentro como fuera de los

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escenarios. Al fin y al cabo, has vividobajo mi techo durante casi un año yconoces todas mis manías —rio—. Yespero que también algunas de misvirtudes. Nuestro matrimonio, por tanto,no sería un salto tan grande comoimaginas, porque muchas cosas denuestra vida seguirían igual.

Anna se estremeció por dentro, puessabía en qué aspectos esperaría herrBayer que su relación fuera diferente.

—No dices nada, mi querida Anna.Veo que te he sorprendido. Mientras queyo concebía esto como la evolución

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natural de nuestra relación, tú,probablemente, ni siquiera te lo habíasplanteado.

«En eso tiene toda la razón», pensóAnna.

—No —dijo en alto.—Quizá el champán haya sido un

gesto un tanto presuntuoso por mi parte.Ahora comprendo que debo darte algode tiempo para considerar mi oferta. ¿Lomeditarás, Anna?

—Por supuesto, herr Bayer… Franz.Tu proposición me halaga —acertó afarfullar.

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—Estaré fuera al menos dos semanas,puede que más. Eso te dará tiempo parareflexionar. Solo espero y suplico que turespuesta sea afirmativa. Tenerte en micasa me ha hecho comprender lo soloque he estado desde que falleció miesposa.

Herr Bayer parecía tan triste queAnna sintió deseos de consolarlo, igualque habría deseado consolar a su padre.Descartó la idea y, tras decidir que nohabía nada más que decir, se levantó.

—Meditaré detenidamente tuproposición. Tendrás una respuesta a tu

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vuelta. Buenas noches… Franz.La joven tuvo que hacer un esfuerzo

para no huir del salón a la carrera, peroen cuanto llegó al pasillo apretó el paso.Ya en su habitación, cerró la puerta yechó la llave. Se dejó caer pesadamentesobre la cama y enterró la cabeza entrelas manos, todavía sin poder dar créditoa lo que acababa de suceder. Se devanólos sesos pensando en qué podía haberhecho para que herr Bayer la creyeradispuesta a casarse con él. Estabasegura de que su comportamiento habíasido intachable en todo momento. No

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recordaba haber coqueteado con él nihaberle hecho «ojitos», como lollamaban las chicas del coro de PeerGynt, ni una sola vez.

Sin embargo, reconoció, sus padreshabían accedido a que Anna vivierabajo su techo y a que herr Bayer laalimentara, la vistiera y leproporcionara oportunidades con lasque ni siquiera habría podido soñar. Porno mencionar el dinero que el profesorle había entregado a su padre. ¿Por quéno debería el hombre dar por sentado,después de todo lo que había hecho por

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ella, que la recompensa por susesfuerzos sería una unión permanente?

—Dios mío, no puedo niimaginármelo… —gimió.

Las posibles repercusiones de laproposición de herr Bayer eran enormes.Si Anna la rechazaba, sabía que nopodría seguir viviendo bajo su techo. Yentonces ¿adónde iría?

En aquel momento comprendió lomucho que dependía de él. Y que eranmuchas las jóvenes, y puede que hastalas mujeres mayores como frøkenOlsdatter, que estarían encantadas de

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convertirse en su esposa. Herr Bayer erarico, culto y frecuentaba los círculos dela alta sociedad de Cristianía. Tambiénera amable y respetuoso. Pero casi letriplicaba la edad.

Además, Anna no había olvidado lapromesa que se había hecho a sí misma.Ella no amaba a herr Bayer. Amaba aJens Halvorsen.

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27

Después de la representación de lanoche siguiente, que a Anna se le antojóinsulsa y desapasionada en comparacióncon el estreno, encontró a Jensesperándola en la puerta.

—¿Qué haces aquí? —siseó. Vio que

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el coche de caballos la estaba esperandoy caminó presurosa hacia él—. Podríanvernos.

—No temas, Anna, no pretendocomprometer tu reputación. Solo queríadecirte en persona que estuvistemaravillosa en el estreno. Y preguntartesi te sucede algo.

Anna se detuvo en seco y se volvióhacia el joven.

—¿Por qué lo preguntas?—Esta noche te he notado rara. Nadie

más se ha dado cuenta, te lo prometo.Has estado fantástica.

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—¿Cómo has podido saber lo queestaba sintiendo? —preguntó ellamientras unas lágrimas de aliviobrotaban de sus ojos.

—Entonces tengo razón —dijo élcuando llegaron al coche y el conductorabrió la puerta—. ¿Puedo hacer algopara ayudarte?

—No… no lo sé… Ahora debo irmea casa.

—De acuerdo, pero deberíamoshablar a solas, por favor —insistió Jensbajando la voz para que el cochero nopudiera oírlo—. Por lo menos toma mi

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dirección. —Deslizó un papel en lamano menuda de Anna—. Otto, micasero, irá mañana a casa de uno de susalumnos. Estaré solo en el apartamentode cuatro a cinco.

—No te prometo nada —musitó ellaantes de darle la espalda y subir alcoche.

El cochero cerró la portezuela y Annase derrumbó en el asiento del interior.Jens le dijo adiós con la mano y ellaestiró el cuello para verlo a través de laventanilla mientras cruzaba la calle endirección al Engebret. Cuando el coche

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se puso en marcha, la joven se recostóen el asiento con el corazón desbocado.Sabía perfectamente que visitar a unhombre solo en su apartamento era de lomás inapropiado, pero también sabíaque tenía que hablar con alguien de loque había ocurrido con herr Bayer lanoche previa.

—Esta tarde iré al teatro a las cuatro

—le anunció Anna a frøken Olsdatter aldía siguiente durante el desayuno—.Herr Josephson ha programado un

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ensayo porque no está satisfecho con unaescena del segundo acto.

—¿Estarás de vuelta para la cena?—Espero que sí. No creo que dure

más de dos horas.Quizá fuera su imaginación, pero

Anna tuvo la impresión de que frøkenOlsdatter la miraba como lo hacía sumadre cuando sabía que su hija estabamintiendo.

—Muy bien. ¿Quieres que mande uncoche a recogerte?

—No, el tranvía todavía funcionará ypuedo volver a casa sola sin problemas.

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Anna se levantó y abandonó la mesadel desayuno lo más calmadamente quepudo.

Cuando aquella tarde salió delapartamento, distaba mucho de estarcalmada.

Ya en el tranvía, el corazón le latíacon tanta fuerza que le extrañaba que suvecino no pudiera oírlo. Se bajó en lasiguiente parada y caminó presurosahacia la dirección que Jens le habíaentregado. Trató de justificar sucomportamiento diciéndose que era suúnico amigo en Cristianía y la única

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persona en la que podía confiar.—Has venido —dijo él con una

sonrisa cuando abrió la puerta delapartamento—. Entra, por favor.

—Gracias. —Anna lo siguió por unpasillo hasta un salón elegante yespacioso, no muy diferente del de herrBayer.

—¿Te apetece una taza de té? Aunquete advierto que he de prepararlo yo,porque la doncella se ha marchado a lastres.

—No, gracias. He tomado un té antesde salir y el trayecto hasta aquí no es

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largo.—Siéntate, por favor.Jens señaló una butaca.—Gracias. —Anna se alegró de que

la butaca se hallara cerca de la estufa,pues estaba tiritando de frío y nervios.Jens tomó asiento frente a ella—. Es unapartamento muy acogedor —añadió.

—Si hubieras visto dónde vivíaantes… —Jens meneó la cabeza y rio—.Solo te diré que estoy muy contento dehaber encontrado otro alojamiento. Perono perdamos el tiempo hablando detrivialidades. Anna, ¿qué te ocurre? ¿Te

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sientes con ánimos de hablar de ello?—¡Señor! —Anna se llevó una mano

a la frente—. Es… complicado.—Los problemas suelen serlo.—El problema es que herr Bayer me

ha propuesto matrimonio.—Entiendo. —Jens asintió con

aparente serenidad, pero había cerradolos puños con fuerza—. ¿Y qué le hasrespondido?

—Herr Bayer se marchó a Drøbakayer por la mañana temprano. Su madrese está muriendo y quiere estar a sulado. Debo darle una respuesta a su

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vuelta.—¿Y cuándo será eso?—Cuando su madre muera, supongo.—Contéstame con sinceridad: ¿cómo

te sentiste cuando te lo propuso?—Horrorizada. Y también culpable.

Has de entender que herr Bayer ha sidomuy bueno conmigo. Me ha dado mucho.

—Anna, es tu talento lo que te hadado todo lo que ahora tienes.

—Sí, pero él me ha educado y me haofrecido oportunidades que jamás habríapodido imaginar cuando vivía enHeddal.

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—Entonces estáis en paz.—Yo no lo siento así —insistió ella

—. Y cuando lo rechace, ¿adónde iré?—¿Estás diciendo que quieres

rechazarlo?—¡Naturalmente! ¡Sería como

casarme con mi abuelo! Debe de tenermás de cincuenta años. Pero tendré quedejar el apartamento y seguro que meganaré un enemigo.

—Yo tengo muchos enemigos, Anna—suspiró Jens—. Vale, reconozco quela mayoría me los he buscado. Pero herrBayer tiene menos poder en Cristianía

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de lo que tú y él creéis.—Tal vez, pero ¿adónde iré, Jens?Se hizo un silencio mientras los dos

reflexionaban sobre lo que acababan dedecir. Y sobre lo que quedaba sin decir.Jens fue el primero en romperlo.

—Anna, me resulta muy difícil opinarsobre tu futuro. Antes del verano, podríahaberte ofrecido lo mismo que herrBayer, y admito que por ser mujer lavida tiene para ti más limitaciones. Sinembargo, no debes olvidar que te hashecho famosa por méritos propios: eresla actual estrella del firmamento de

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Cristianía. Necesitas a herr Bayer menosde lo que imaginas.

—Supongo que no sabré cuánto lonecesito hasta que haya tomado ladecisión, ¿no?

—Exacto. —El pragmatismo de Annale arrancó una sonrisa—. Ya sabes loque siento por ti, Anna, pero aunque micorazón desea ofrecértelo todo, no tengoni idea de cuál será mi situacióneconómica en el futuro. No obstante,debes creerme cuando te digo que seríael hombre más desdichado de Cristianíasi te casaras con herr Bayer. Y no solo

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por razones egoístas, sino también porti, porque sé que no lo quieres.

Anna cayó entonces en la cuenta de lodesagradable que debía de resultarletodo aquello a Jens, quien, a diferenciade ella, ya le había confesado su amor.Aturdida, se levantó para marcharse.

—Perdóname, Jens, no debería habervenido. Es del todo… —buscó lapalabra que habría utilizado herr Bayer— indecoroso.

—Reconozco que es duro para míescuchar que otro hombre te ha dichoque te ama. Aunque la mayor parte de

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Cristianía aplaudiría que aceptaras suproposición de matrimonio.

—Lo sé. —Anna desvió la mirada yse encaminó hacia la puerta—. Lo sientomucho, pero realmente debo irme.

Abrió la puerta, pero notó que lamano de Jens envolvía la suya y lainstaba a retroceder.

—Por favor, independientemente delas circunstancias, no desperdiciemoseste valioso momento que tenemos paraestar a solas por una vez. —Se acercóun poco más y tomó el rostro de Annaentre sus manos—. Te quiero, Anna, y no

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me cansaré de decirlo. Te quiero.Y fue entonces cuando ella lo creyó

por primera vez. Estaban tan cerca eluno del otro que podía sentir el calorque emanaba del cuerpo de Jens.

—Quizá también sea importante paratu decisión reconocer ante ti misma, yante mí, por qué has venido —continuó—. Admítelo, Anna: tú me quieres, mequieres…

Antes de que pudiera impedírselo,Jens comenzó a besarla. Y Annadescubrió que sus labios respondían deinmediato y sin su permiso. Sabía que

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aquello estaba muy mal, pero ya eratarde, pues la sensación era tanmaravillosa y tan deseada que no se leocurría ni una sola razón parainterrumpirla.

—¿Vas a decírmelo, entonces? —lesuplicó él cuando se preparaba parairse.

Anna se volvió hacia el.—Sí, Jens Halvorsen, te quiero.

Una hora después, Anna utilizó su llavepara abrir la puerta del apartamento de

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herr Bayer. Como la actriz que estabaaprendiendo a ser, estaba preparadacuando frøken Olsdatter la abordócamino de su habitación.

—¿Cómo ha ido el ensayo, Anna?—Muy bien, gracias.—¿A qué hora te gustaría cenar?—Esta noche me gustaría cenar en mi

habitación, si no es mucha molestia.Estoy exhausta después de la función deanoche y el ensayo de hoy.

—En absoluto. ¿Quieres que te llenela bañera?

—Sería maravilloso, gracias.

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Anna entró en su dormitorio y cerró lapuerta tras ella con un suspiro de alivio.Se arrojó sobre la cama y se rodeó eltorso con los brazos, extasiada por elrecuerdo de los labios de Jens sobre lossuyos. Y entonces supo que, fuerancuales fuesen las consecuencias, debíarechazar la proposición de herr Bayer.

La noche siguiente, un nuevo rumorempezó a circular por el teatro.

—He oído que va a venir.—No. Ha perdido el tren en Bergen.

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—Pues alguien ha oído a herrJosephson hablar con herr Hennum, yesta tarde han convocado más pronto ala orquesta…

Anna sabía que solo una personapodía confirmarle el rumor, de modoque la mandó llamar. Rude entró en sucamerino minutos después.

—¿Quería verme, frøken Anna?—Sí. ¿Es cierta esa historia que

ronda esta noche por el teatro?—¿Que herr Grieg asistirá a la

representación?—Sí.

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—Bueno —Rude cruzó los brazossobre su cuerpo delgaducho—, esodepende de quién lo diga.

Con un suspiro, Anna le plantó unamoneda en la palma de la mano y elmuchacho esbozó una sonrisa de oreja aoreja.

—Puedo asegurarle que herr Griegestá con herr Hennum y herr Josephsonen el despacho de arriba. No puedoconfirmarle si asistirá o no a larepresentación, pero dado que está aquí,es probable que lo haga.

—Gracias por la información, Rude

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—dijo Anna cuando el muchacho sedirigía a la puerta.

—No hay de qué, frøken Anna. Buenasuerte esta noche.

Cuando se anunció que larepresentación estaba a punto decomenzar y los actores ocuparon sulugar entre bastidores, los clamorososaplausos que se alzaron al otro lado deltelón le confirmaron que, efectivamente,una persona muy importante acababa deentrar en el auditorio. Por fortuna, Annano tuvo mucho tiempo de pensar en lasconsecuencias, porque en aquel

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momento la orquesta arrancó con el«Preludio» y la función comenzó.

Antes de hacer su primera entrada,notó que una mano le tiraba del brazo.Se volvió y vio a Rude a su lado. Elmuchacho se rodeó la boca con lasmanos para susurrarle algo al oído y ellase agachó.

—Recuerde, frøken Anna, lo quesiempre me dice mi madre: que hasta elrey tiene que mear.

Anna soltó una risita que todavía seapreciaba en sus facciones cuando salióa escena. Con la dulce presencia de Jens

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en el foso de la orquesta, se relajó y diolo mejor de sí misma. Cuando el telóncayó tres horas después, todo el teatroestalló en aplausos histéricos cuando elpropio Grieg saludó desde su palco.Anna sonrió a Jens desde el escenariomientras recibía un ramo detrás de otro.

—Te quiero —le dijo él con loslabios.

Cuando el telón bajó definitivamente,les pidieron a los actores queaguardaran en el escenario y la orquestasubió desde el foso para unirse a ellos.Anna se volvió hacia Jens y él le lanzó

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un beso.Finalmente, un hombre delgado, no

mucho más alto que ella, subió alescenario acompañado de herrJosephson. La compañía lo recibió conun aplauso sonoro y Anna se percató deque Edvard Grieg era mucho más jovende lo que pensaba. Tenía el pelo rubio yondulado peinado hacia atrás y un bigoteque nada tenía que envidiar al de herrBayer. Para gran sorpresa de lamuchacha, el compositor fue directo aella, la saludó con una inclinación de lacabeza y le besó la mano.

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—Frøken Landvik, su voz era lomáximo a lo que podía aspirar cuandocompuse los lamentos de Solveig.

Después se dio la vuelta paradirigirse a Henrik Klausen, el actor queinterpretaba nuevamente a Peer, y alresto de los miembros principales delelenco.

—Creo que les debo una disculpa atodos los actores y músicos por miausencia hasta hoy en este teatro.Ciertas… —Guardó silencio un instante,como si necesitara hacer acopio defuerzas para poder proseguir—. Ciertas

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circunstancias me han mantenido alejadode Cristianía. Lo único que puedo haceres expresar mi más sinceroagradecimiento a herr Josephson y herrHennum por crear una producción de laque me enorgullece haber formado parte.Permítanme felicitar a la orquesta portransformar mis humildes composicionesen algo mágico y a los actores ycantantes por dar vida a los personajes.Gracias a todos.

Cuando los actores y músicosempezaron a abandonar el escenario, lamirada de Edvard Grieg se posó de

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nuevo en Anna. Regresó a su lado y letomó la mano una vez más al tiempo quehacía señas a Ludvig Josephson y JohanHennum para que se acercaran a ellos.

—Caballeros, ahora que ya he vistola obra, mañana hablaremos de algunaspequeñas alteraciones, pero lesagradezco que hayan realizado unproducción tan magnífica con unosrecursos que sé son limitados. HerrHennum, la orquesta ha estado muchomejor de lo que me habría atrevido asoñar. Ha hecho un milagro. Y en cuantoa esta joven señorita —continuó

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mirando a Anna con sus expresivos ojosazules —, quienquiera que la hayaelegido para el papel de Solveig es ungenio.

—Gracias, herr Grieg —dijo Hennum—. No hay duda de que Anna es unnuevo gran talento.

Herr Grieg se acercó un poco más ala joven para susurrarle al oído:

—Hemos de proseguir nuestraconversación, querida, porque puedoayudarla a seguir triunfando.

Y con una sonrisa, le soltó la mano yse volvió hacia herr Josephson.

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Anna abandonó el escenarioasombrada, una vez más, por el giro quehabía dado su vida. Aquella noche, elcompositor más famoso de Noruegahabía elogiado su talento públicamente.Mientras se cambiaba y se quitaba elmaquillaje, le costaba creer que fuera lamisma chica de campo que hacía pocomás de un año se dedicaba a cantar a lasvacas.

Aunque, obviamente, no era la mismachica.

—Sea quien sea ahora, soy lo que soy—murmuró para sí mientras el sonido de

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los cascos del caballo que tiraba delcoche la arrullaba camino delapartamento de herr Bayer.

Excepcionalmente, aquella nocheHennum se había sumado al resto de laorquesta en el Engebret después de lafunción.

—Herr Grieg os pide disculpas porno acudir a la celebración, pero, comobien sabéis, todavía está de luto por lamuerte de sus padres. No obstante, meha dado dinero suficiente para teneros

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bien contentos durante al menos un mes—declaró entre vítores.

Los músicos estaban muy animados,en parte por las interminables rondas deoporto y aquavit, pero también por saberque la precaria existencia que llevabancon su exiguo salario, sin apenas ungracias por sus esfuerzos, había sidoenaltecida aquella noche por los elogiosy el agradecimiento sincero del propiocompositor.

—Herr Halvorsen. —Hennum le hizoseñas para que se acercara—. Quierohablar un momento con usted.

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Jens obedeció.—He pensado que le alegraría saber

que le he mencionado a herr Grieg quees usted un compositor en ciernes y quehe escuchado algunas de suscomposiciones. Simen me ha contadoque se ha pasado el verano trabajandoen algunas más.

—¿Cree que podría convencer a herrGrieg de que le eche un vistazo a lo quehe compuesto hasta el momento?

—No se lo garantizo, pero sé que esun gran defensor del talento noruego, asíque es posible. Entrégueme lo que tenga

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y se lo enseñaré mañana por la mañanacuando venga a verme.

—Muy bien, señor. No sabe cuánto selo agradezco.

—Simen también me ha contado queeste verano ha tomado una decisióndifícil. Un músico que está dispuesto asacrificarlo todo por su arte merece todala ayuda que pueda prestarle. Y ahoradebo irme. Buenas noches, herrHalvorsen.

Johan Hennum se despidió con unainclinación de la cabeza y salió del bar.Jens buscó a Simen y le dio un abrazo.

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—¿Qué ocurre? ¿Se te han acabadolas mujeres y ahora recurres a loshombres? —preguntó su asombradoamigo.

—Puede —bromeó Jens—. Gracias,Simen. Muchísimas gracias, de verdad.

Al día siguiente, a mediodía, entregaronen mano en el apartamento una cartadirigida a Anna.

—¿De quién crees que puede ser? —preguntó frøken Olsdatter mientras lajoven estudiaba la caligrafía.

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—No tengo ni idea.La abrió y empezó a leer. Unos

segundos después, miró al ama de llavescon incredulidad.

—Es de herr Grieg, el compositor.Quiere venir a verme esta tarde.

—¡Santo Dios! —Frøken Olsdatterlanzó una mirada inquieta a la plata sinpulir del aparador y, seguidamente, alreloj de la pared—. ¿A qué horallegará?

—A las cuatro.—¡Qué gran honor! Ojalá herr Bayer

estuviera aquí para conocerlo también.

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Ya sabes que es un gran defensor de lamúsica de herr Grieg. Lo siento, Anna,pero si hemos de prepararnos para uninvitado tan ilustre, debo poner manos ala obra de inmediato.

—Claro —contestó la muchachamientras el ama de llaves salíaprácticamente corriendo del comedor.

Anna terminó su almuerzo con unacreciente sensación de nervios en elestómago. Cuando fue a su habitación aponerse algo más adecuado para tomarel té con un compositor célebre,examinó su nuevo y vasto guardarropa.

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Tras descartar varias blusas por serdemasiado anticuadas, demasiadoatrevidas, demasiado pomposas odemasiado sosas, se decidió por elvestido de seda rosa oscuro.

El timbre sonó a la hora señalada yfrøken Olsdatter acompañó a su invitadoal salón. Desde la hora del almuerzo,había comprado flores y había horneadoapresuradamente unos pasteles; lepreocupaba que Edvard Grieg sepresentara con un séquito de amigos,pero en realidad había acudido solo.

—Querida frøken Landvik, gracias

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por recibirme a pesar de haberlaavisado tan tarde.

Anna se levantó y herr Grieg le besóla mano.

—Siéntese, por favor. ¿Le apeteceuna taza de té? ¿Un café? —tartamudeóella, poco acostumbrada a recibirinvitados estando sola.

—Preferiría un vaso de agua.Frøken Olsdatter asintió y salió de la

estancia.—Me temo que no tengo mucho

tiempo, pues he de regresar a Bergenmañana mismo y, como puede imaginar,

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tengo muchas visitas que hacer enCristianía. Pero antes de irme deseabaverla. Frøken Landvik, posee usted unavoz exquisita, aunque no seré tanpresuntuoso como para pensar que soyla primera persona que se lo dice. Dehecho, he oído que herr Bayer la haguiado en su carrera.

—Así es —reconoció Anna.—Y a juzgar por su actuación de

anoche, ha hecho un trabajo excelente.No obstante, la capacidad de herr Bayerpara proporcionarle a su talento todaslas oportunidades que merece es…

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limitada. Yo, por el contrario, tengo lasuerte de poder presentarlepersonalmente a directores musicales detoda Europa. Muy pronto viajaré aCopenhague y Alemania, donde podríamencionar su talento a mis conocidos deallí. Frøken Landvik, debe entender que,aunque nos gustaría que no fuera así,actualmente Noruega no es más que unpunto diminuto en el mapa culturaleuropeo. —Al ver la cara dedesconcierto de Anna, herr Grieg sonrió—. Lo que estoy intentando decirle,querida, es que deseo ayudarla a

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impulsar su carrera fuera de nuestrasfronteras.

—Es muy amable por su parte, señor,y todo un honor.

—Pero, antes que nada, ¿puedopreguntarle si está libre para viajar? —inquirió herr Grieg cuando frøkenOlsdatter entraba en el salón con unajarra de agua y dos vasos.

—Podré una vez que finalice latemporada de Peer Gynt, pues no tengomás compromisos en Noruega.

—Bien, bien —dijo el hombre cuandoel ama de llaves abandonó la habitación

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—. ¿Y no está casada o comprometidacon ningún joven en estos momentos?

—No, señor.—Imagino que tendrá muchos

admiradores, pues no solo posee un grantalento, sino también belleza. En muchosaspectos me recuerda a mi queridaesposa, Nina. Ella también tiene la vozde un pájaro cantor. Bien, le escribirédesde Copenhague y veré qué puedehacerse para dar a conocer suexcepcional voz al resto del mundo.Ahora debo irme.

—Gracias por su visita, señor —le

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dijo Anna cuando se puso en pie.—Y permítame que la felicite una vez

más por su actuación. Me ha servidousted de inspiración. Estoy seguro deque volveremos a vernos, frøkenLandvik. Adiós.

Herr Grieg le besó la mano y despuésla miró de una forma que Anna habíaaprendido a reconocer como indicadorade un interés por ella como mujer.

—Adiós —lo despidió con unapequeña reverencia.

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—¿Qué quiere decir con que se ha idode Cristianía?

—Pues lo que acabo de explicarle,que ha tenido que volver a Bergen.

—¡Entonces no hay nada que hacer!Solo Dios sabe cuándo volverá.

Jens se dejó caer en su incómoda silladel foso de la orquesta mientras mirabaabrumado a herr Hennum.

—La buena noticia es que conseguíque escuchara sus composiciones antesde partir. Y me ha dado esto para usted.

Herr Hennum le tendió un sobredirigido «A quien pueda interesar».

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Jens lo miró sin entender nada.—¿Qué es?—Una carta de recomendación

expresa para el Conservatorio deLeipzig.

Jens golpeó el aire con el puño.Aquella carta era su pasaporte al futuro.

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28

Cuando finalice la producción de PeerGynt me iré a Leipzig. Ven conmigo,Anna, por favor —le suplicó Jens.Estaban sentados en el salón delapartamento de Otto, los brazos de élalrededor de la delicada figura de ella

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—. Me niego a dejarte en Cristianía amerced de las garras de herr Bayer. Noconfío en que vaya a comportarse comoun caballero una vez que rechaces suproposición. —Le dio un beso tierno enla frente—. Hagamos como los jóvenesamantes de las novelas y huyamosjuntos. ¿Dices que herr Bayer tieneguardados tus ingresos de estos meses?

—Sí, pero estoy segura de que me losdará si se los pido. —Anna se mordió ellabio y titubeó—. Jens, sería una gravetraición después de todo lo que herrBayer ha hecho por mí. ¿Y qué haría yo

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en Leipzig?—¡Leipzig es el centro del escenario

musical de Europa! Podría ser una granoportunidad para ti. El propio herrGrieg te dijo que el mundo en Cristianíaes muy pequeño y que tu talento mereceun público más amplio —insistió Jens—. Su editor musical vive allí y élmismo pasa una gran parte de su tiempoen esa ciudad, de modo que podríasreencontrarte con él en el futuro.Piénsalo, Anna, por favor. Creo que esla única solución para nosotros. En estosmomentos, no se me ocurre ninguna otra.

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Anna miró a Jens con nerviosismo.Había tardado un año en acostumbrarsea la vida en Cristianía. ¿Y si noconseguía hacer lo mismo en otro lugar?Además, una vez que había adquiridoseguridad, había empezado a gustarlehacer de Solveig, y echaría de menos afrøken Olsdatter y a Rude… Perocuando intentó imaginarse su vida enCristianía sin Jens, se le encogió elcorazón.

—Sé que te estoy pidiendo mucho —reconoció él leyéndole el pensamiento—, y es cierto que podrías quedarte aquí

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y convertirte en la soprano más famosade Noruega. Pero podrías aspirar a algomás, compartir una vida de amorconmigo y triunfar a lo grande.Naturalmente, no será fácil, pues tú notienes dinero y yo solo cuento con el quemi madre me dio para pagarme losestudios y el alojamiento en Leipzig.Viviríamos exclusivamente de lamúsica, el amor y la fe en nuestro talento—terminó con gesto triunfal.

—¿Y qué les diría a mis padres? HerrBayer se verá obligado a contarles loque he hecho. Deshonraré el apellido de

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mi familia. No podría soportar quepensaran… —La voz de Anna se apagóy la muchacha se llevó la mano a lafrente—. Necesito tiempo parameditarlo…

—Por supuesto —dijo Jens condulzura—. Todavía falta un mes paraque termine Peer Gynt.

—Y yo no podría… no podría estarcontigo si permanecemos solteros —añadió Anna, muerta de vergüenza portener que mencionar ese asunto—. Mepudriría eternamente en el infierno y mimadre se arrojaría a la olla de agua

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hirviendo antes que enfrentarse a talescándalo.

Jens reprimió una sonrisa ante lavívida imaginación de Anna.

—Frøken Landvik —dijo tomándolelas manos—, ¿está intentando añadir unatercera proposición a su lista depretendientes?

—¡Por supuesto que no! Solo digoque…

—Anna. —Jens le besó la manodiminuta—. Sé lo que quieres decir y loentiendo. Y te prometo que, tanto si nosfugáramos a Leipzig como si no, sería

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mi deseo proponerte matrimonio.—¿En serio?—En serio. Si nos vamos a Leipzig,

nos casaremos en secreto antes denuestra partida, te lo prometo. Nodesearía comprometer tus principiosmorales.

—Gracias.Anna respiró aliviada al comprender

que el ofrecimiento de Jens iba en serio,que si, efectivamente, «se fugaban» —contuvo un escalofrío— por lo menosserían marido y mujer a los ojos deDios.

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—Dime, ¿cuándo volverá herr Bayersuspirando por tu respuesta?

—No tengo ni idea, pero… —Annamiró el reloj de la pared y se tapó laboca con una mano al ver la hora—. Loque sí sé es que debo irme ya. He deestar en el teatro una hora y media antesde que se alce el telón para que memaquillen.

—Claro. Pero, Anna, por favor, espreciso que comprendas que, aunque yono me fuera a Leipzig, si rechazas laproposición de herr Bayer, presiento quenos hará la vida imposible. Ven y

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bésame antes de marcharte. Te veré mástarde en el teatro, pero prométeme quepronto me darás una respuesta.

Anna estaba exhausta cuando regresó alapartamento después de larepresentación de aquella noche. Soloquería meterse en la cama y dormir.

—¿Qué tal la función?Frøken Olsdatter la miró

inquisitivamente cuando le llevó el vasode leche caliente y la ayudó adesvestirse.

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—Bien, gracias.—Me alegro, kjære. Esta tarde he

recibido un telegrama de herr Bayer. Sumadre ha fallecido esta mañana. Él y suhermana deben quedarse para el funeral,pero regresará a Cristianía el viernes.

«Solo tres días», pensó Anna.—Lamento mucho su situación.—Sí, pero quizá sea un alivio que fru

Bayer al fin haya dejado de sufrir.—Me hace ilusión que herr Bayer

vuelva a casa —mintió Anna antes deque frøken Olsdatter saliera de lahabitación.

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Mientras se preparaba para acostarse,notó que se le formaba un nudo en elestómago al pensar en el regreso de herrBayer.

A la mañana siguiente, entró en elcomedor todavía dándole vueltas a susituación.

—Estás pálida, Anna. ¿No hasdormido bien? —le preguntó frøkenOlsdatter.

—Tengo… cosas en la cabeza.—¿Te gustaría compartirlas conmigo?

Tal vez pueda ayudarte.—Nadie puede ayudarme —suspiró

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la joven.—Entiendo. —Frøken Olsdatter la

estudió con detenimiento, pero noinsistió—. ¿Comerás aquí?

—No, hoy… debo ir pronto al teatro.—Muy bien, Anna. Entonces te veré

en la cena.Frøken Olsdatter y la doncella externa

se pasaron los tres días siguienteslimpiando a fondo el apartamento. Annadedicaba su tiempo a ensayar cómo leexplicaría a herr Bayer por qué no podíaaceptar su proposición de matrimonio.

Desconocían la hora exacta de su

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llegada, pero a las tres y media, incapazde seguir soportando la tensión en elapartamento, Anna se puso la capa y ledijo a frøken Olsdatter que salía a dar unpaseo por el parque. El ama de llaves leclavó una de aquellas miradas —unamezcla de incredulidad y fría aceptación— que en los últimos tiempos se habíanconvertido en algo habitual.

Como siempre, el aire fresco y limpiola reanimó. Desde su banco favorito,Anna contempló el fiordo y las aguasplateadas que resplandecían bajo la luzdel atardecer.

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«Estoy donde estoy —se dijo—, ypoco puedo hacer salvo actuar congratitud y gentileza, tal como meenseñaron a hacer de niña.»

Se levantó pensando en sus padres yse le llenaron los ojos de lágrimas. Lehabían escrito una carta breve perocariñosa para consolarla por la rupturade su compromiso con Lars y suinesperada marcha a Estados Unidos. Enaquel momento deseó con todas susfuerzas que herr Bayer no la hubieraencontrado nunca y estar a salvo en sucasa de Heddal casada con Lars.

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—Herr Bayer llegará a tiempo para lacena —la informó frøken Olsdatterabordándola en el recibidor—. Te hepreparado el baño y tienes el vestidosobre la cama.

—Gracias.Anna continuó caminando y fue a

prepararse para la confrontación. —¡Anna, min elskede! —exclamó

herr Bayer con familiaridad cuando lamuchacha entró en el comedor. Tomócon su enorme mano una de las de la

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joven y se la besó—. Ven a sentarte.Mientras comían, el profesor le habló

del triste fallecimiento de su madre y delos pormenores del entierro. Annaalbergaba la vaga esperanza de que,debido a la pena, el hombre se hubieraolvidado de su proposición. Noobstante, cuando pasaron al salón paratomar café y brandy, la joven percibióque la atmósfera cambiaba.

—¿Y bien, mi querida señorita, haspensado en la importante pregunta que tehice antes de mi partida?

Anna bebió un sorbo de café y

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aprovechó el inciso para ordenar suspensamientos antes de hablar. Aunque, adecir verdad, había ensayado laspalabras un centenar de veces.

—Herr Bayer, su proposición mecomplace y halaga…

—¡Entonces soy feliz! —anunció élcon una gran sonrisa.

—Sí, pero, después de meditarlomucho, creo que debo rechazarla.

Anna advirtió que la expresión delprofesor se alteraba, que afilaba lamirada.

—¿Puedo preguntar por qué?

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—Porque creo que no podría ser loque usted necesita en una esposa.

—¿Qué diantres quieres decir coneso?

—Que no se me da bien dirigir unacasa ni tengo la educación suficientepara atender a sus invitados o…

—Anna. —Herr Bayer suavizó elsemblante al escucharla y Annacomprendió que había utilizado elenfoque equivocado—. Es propio de tudulzura y modestia decir esa clase decosas, pero has de saber que nada deeso importa. Tu talento compensa con

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creces aquellas cualidades de las quecareces, y tu juventud e inocencia sonalgunas de las razones por las que te hasgranjeado mi aprecio. Por favor, miquerida señorita, no debes subestimarteo pensar que no eres digna de mí. Te hetomado mucho cariño. En cuanto acocinar, ¡para eso tenemos a frøkenOlsdatter!

Se produjo un silencio durante el queAnna trató de pensar en otrosargumentos.

—Herr Bayer…—Anna, llámame Franz, por favor, ya

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te lo he dicho.—Como quieras, Franz. Aunque tu

proposición me halaga, lamento decirteque no puedo aceptarla. Y mi decisiónes definitiva.

—¿Hay alguien más?El tono súbitamente severo del

profesor le provocó un escalofrío.—No…—Anna, antes de que sigas hablando,

debes saber que, aunque no he estadopresente en Cristianía durante lasúltimas semanas, tengo mis espías. Siestás rechazando mi proposición por ese

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apuesto sinvergüenza que toca el violínen la orquesta, permíteme prevenirte. Nosolo como un hombre que te ama y deseaofrecerte todo aquello con lo quesiempre has soñado, sino también comotu consejero y guía en un mundo que aúneres demasiado ingenua para entender.

Anna no contestó, pero era conscientede que todas y cada una de sus faccionesreflejaban su conmoción.

—¡Bien! —Herr Bayer se dio unapalmada en los firmes muslos—. Heacertado. Por lo visto estoy compitiendopor tu afecto con un patán sin blanca de

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la orquesta. Lo sabía —rio echando lacabeza hacia atrás—. Lo siento, Anna,pero esta noche me has demostradohasta dónde llega realmente tuingenuidad.

—¡Pues sí, perdóname, pero estamosenamorados! —El hecho de que herrBayer se riera de ella y menospreciaralo que Jens y ella sentían hizo queperdiera los estribos—. Y lo apruebes ono, es la verdad. —Se puso en pie—.Dadas las circunstancias, creo que serámejor que me vaya. Te agradezco todolo que has hecho por mí y lamento que

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mi negativa no haya sido de tu agrado.Se encaminó hacia la puerta a toda

prisa, pero él la alcanzó en apenas doszancadas.

—Espera, Anna, no nos despidamosasí. Siéntate y hablemos, por favor.Siempre has confiado en mí hasta ahoray me gustaría demostrarte lo errónea quees tu actitud. Conozco a ese hombre yentiendo que te haya hechizado. No teculpo por ello. Eres muy cándida y, sí,crees que estás enamorada. Pocoimporta ya que aceptes o no miproposición. Ese hombre te romperá el

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corazón y te destruirá, como hadestruido a muchas otras mujeres antesque tú.

—No, no lo conoces…Anna se retorció las manos,

desesperada, mientras lágrimas defrustración rodaban por sus mejillas.

—Intenta tranquilizarte, por favor,estás muy nerviosa. Te lo ruego, ven asentarte y hablemos.

Dándose por vencida, Anna se dejóconducir hasta una butaca.

—Querida —comenzó herr Bayer consuavidad—, ya debes de conocer las

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relaciones que herr Halvorsen hamantenido previamente con otrasmujeres.

—Sí, las conozco.—Jorid Skrovset, la chica del coro,

sufrió tanto que se ha negado a volver alteatro. Y la propia madame Hanssoncayó en tal estado de desolacióndespués de que herr Halvorsen seaprovechara de ella que se ha ido alextranjero para recuperarse. Y esa es larazón por la que tú estás interpretandosu papel en el Teatro de Cristianía.

—Señor, sé por el propio Jens que…

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—Perdona, Anna, pero no sabes nadade ese hombre —la interrumpió elprofesor—. Comprendo que no soy tupadre ni, lamentablemente en estosmomentos, tu prometido, y que por tantopoco puedo influir en tus decisiones.Pero debo decirte, por el profundoafecto que te profeso, que JensHalvorsen solo te causará problemas. Tedestrozará, Anna, como ha hecho contodas las mujeres que han tenido la malafortuna de caer en su trampa. Es unhombre débil, y su debilidad son lasmujeres y la bebida. Temo por ti, te lo

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digo con total sinceridad, y ha sido asídesde que me enteré de esta… relación.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —susurró Anna, incapaz de mirarlo a losojos.

—Unas semanas. Y debería advertirteque en el teatro todo el mundo está alcorriente. Y sí, fue ese descubrimientolo que motivó mi proposición,sencillamente porque quiero salvaros ati y a tu talento de ti misma. Si te vas conél, no tardará en dejarte por otra. Y nosoporto la idea de que lo arrojes todopor la borda por un donjuán egoísta,

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después de lo mucho que hemostrabajado.

Anna guardó silencio mientras herrBayer se servía otro brandy.

—En vista de que no respondes, tediré lo que creo que deberíamos hacer.Si te empeñas en seguir con ese hombre,estoy de acuerdo en que deberíasabandonar este apartamento deinmediato e irte con él a Leipzig cuandofinalice la temporada de Peer Gynt,sencillamente porque no soportaríapresenciar el dramático e inevitabledesenlace. —Reparó en la cara de

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estupefacción de Anna y continuó—: Sidecides que eso es realmente lo quequieres, te entregaré el dinero que hasganado en el teatro y te dejaré marchar.No obstante, si crees que hay algo deverdad en lo que te he contado y accedesa renunciar a herr Halvorsen y casarteconmigo después del debido período deduelo por mi madre, entonces, por favor,te pido que te quedes. No hay prisa, loúnico que necesito de ti es unadeclaración de buena voluntad. Te loruego, Anna, medita detenidamente tudecisión, pues cambiará tu vida para

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siempre, ya sea para bien o para mal.—Si sabías todo esto, ¿por qué no me

lo dijiste antes? —preguntó ella con unhilo de voz—. Tenías que saber que terechazaría.

—Sencillamente porque me culpo porlo ocurrido. No he estado en Cristianíapara protegerte de él. Ahora que hevuelto, estoy dispuesto a hacerlo, perosolo con la condición de que destierresa Jens Halvorsen de tu vidainmediatamente. Si me rechazaras porotro pretendiente, puede que lo aceptarasin rechistar. Pero en este caso soy

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incapaz, porque sé que te destruirá.—Estoy enamorada de él —insistió

Anna inútilmente.—Sé que así lo crees, y entiendo que

es muy difícil para ti aceptar miscondiciones, pero espero que algún díapuedas ver que todo esto lo hago por tubien. Y ahora será mejor que nosretiremos. He tenido unas semanasagotadoras y estoy muy cansado. —HerrBayer le besó la mano—. Buenasnoches, Anna, que duermas bien.

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29

Al día siguiente, Anna se alegró dellegar al teatro, donde, para su consuelo,todo seguía como siempre. Divididaentre lo que le dictaban la cabeza y elcorazón, no había pegado ojo en toda lanoche. Gran parte de lo que herr Bayer

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le había contado era cierto, sobre todopara alguien que lo viera desde fuera.Ella misma había pensado aquellascosas de Jens, por lo que no podíareprochar a los demás que sintieran lomismo. Y seguro que todo el mundo leaconsejaba que se casara con herr Bayery no con un músico sin blanca. Sería ladecisión más sensata.

Tales razonamientos, sin embargo, noresolvían el dilema, porque lo miraracomo lo mirase, la idea de renunciarpara siempre a Jens Halvorsen leresultaba, sencillamente, imposible.

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Por lo menos, se dijo cuando salió delcamerino para dirigirse al escenario,vería a Jens al cabo de unos minutos,transmitiéndole su amor y su apoyodesde el foso de la orquesta. Anna ya lehabía escrito una nota diciéndole queera preciso que se vieran después de lafunción y le había pedido a Rude que sela entregara durante el primer entreacto.A punto de comenzar la obra, Annaintentó calmar su agitado corazón.Cuando salió al escenario y empezó adeclamar, bajó disimuladamente lamirada hacia el foso.

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Y vio, horrorizada, que Jens no estabaallí y que un anciano minúsculo ocupabasu silla.

Finalizado el primer acto, presa delpánico, abandonó el escenario einmediatamente llamó a Rude a sucamerino.

—Hola, frøken Anna, ¿cómo está?—Bien —mintió—. ¿Sabes dónde

está herr Halvorsen? He visto que estanoche no está tocando en el foso.

—¿En serio? Caramba, por una vezme cuenta algo que no sabía. ¿Quiereque lo averigüe?

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—Sí, por favor.—Seguramente me llevará un rato, así

que la veré en el siguiente intermedio.Anna interpretó el segundo acto

atormentada por la angustia, y cuandoRude se personó en su camerino como lehabía prometido, pensó que iba adesmayarse a causa de la tensión.

—La respuesta es que nadie sabenada. Puede que esté enfermo, frøkenAnna. Pero aquí seguro que no está.

Anna sobrevivió al resto de suactuación sumida en un estado deaturdimiento. Tras el último saludo de

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los actores, se vistió a toda velocidad,salió del teatro y le indicó al cocheroque la llevara al apartamento de Jens.Una vez allí, bajó del coche de caballosy le pidió que la esperara antes deirrumpir en el edificio y subir a lacarrera. Resoplando, aporreó la puertahasta que escuchó unos pasos.

La puerta se abrió y Anna vio a Jens.Se derrumbó en sus brazos sintiendo unaoleada de alivio.

—Gracias a Dios, gracias a Dios…—Anna.Le pasó un brazo por los hombros

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temblorosos y la llevó al salón.—¿Dónde estabas? Pensaba que te

habías ido… Yo…—Anna, por favor, cálmate y déjame

explicártelo. —Jens la condujo hasta elsofá y se sentó a su lado—. Esta tarde,cuando llegué al teatro, Johan Hennumme comunicó que la orquesta ya norequería mis servicios. Habíanencontrado a otro violinista y flautistapara sustituirme con efecto inmediato.Le pregunté si se trataba de un arreglotemporal y me dijo que no. Me pagó elsueldo entero y me despachó. Anna, te

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juro que no tengo la menor idea de porqué me ha despedido.

—Yo sí. Dios mío… —Anna enterróla cabeza entre las manos—. Jens, poruna vez esto no tiene nada que ver con tuconducta, sino con la mía. Anoche ledije a herr Bayer que no podía casarmecon él. ¡Y entonces él me contó quesabía lo nuestro! Dijo que podía seguiralojándome en su casa si renunciaba a tide inmediato, pero que si no estabadispuesta a hacerlo debía marcharme delapartamento.

—Señor —suspiró Jens, que por fin

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lo entendía todo—. Y un día después meinvitan a abandonar la orquesta deCristianía. Herr Bayer ha debido dedecirles a Hennum y Josephson que soyuna mala influencia y que estabadesconcentrando a su nueva estrella.

—Lo siento, Jens, no creía que herrBayer fuera capaz de una cosa así.

—Yo sí, y te lo dije —farfulló él—.Por lo menos ahora ya conozco elmotivo de mi repentino despido.

—¿Qué vas a hacer?—Pues la verdad es que estaba

haciendo el equipaje.

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—¿Para ir adónde? —preguntó Annahorrorizada.

—A Leipzig, naturalmente. Esevidente que aquí ya no tengo futuro. Hedecidido que cuanto antes me vaya,mejor.

—Entiendo.Anna bajó la mirada y se concentró en

contener las lágrimas.—Pensaba escribirte esta noche y

dejar la carta en la portería del teatro.—¿Lo juras? ¿O simplemente

pensabas desaparecer sin decir palabra?—Anna, min kjære, ven aquí. —Jens

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la tomó entre sus brazos y le acarició laespalda con ternura—. Sé que estáspasando por un momento muy difícil,pero hace solo unas horas que Hennumme despidió. Claro que iba a decirtedónde estaba. ¿Por qué no iba a hacerlo?Fui yo quien te pidió que vinierasconmigo a Leipzig, ¿recuerdas?

—Sí, sí… tienes razón. —Anna seenjugó las lágrimas—. Estoy muynerviosa. Y tremendamente enfadada porel hecho de que te hayan castigado a tipor algo que he hecho yo.

—Pues no lo estés. Ya sabes que tenía

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planeado irme de todos modos,simplemente tendré que hacerlo antes delo previsto. ¿Se enfadó mucho contigoherr Bayer, amor mío?

—En absoluto. Dijo que no queríaque echara a perder mi vida estandocontigo y que deseaba que no volviera averte por mi propio bien.

—Por eso me han echado del foso sinmiramientos, para que no pudierasvolver a verme. ¿Qué piensas hacer?

—Herr Bayer me ha dado un día parameditarlo. ¡Cómo se atreve ainmiscuirse de este modo en nuestras

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vidas!—Los dos nos hallamos en una

situación difícil —suspiró Jens—. Memarcho a Leipzig mañana mismo. Hacesolo dos semanas que comenzó el cursoen el conservatorio, de modo que no mehabré perdido mucho. Si quieres, puedesreunirte allí conmigo cuando finalice latemporada de Peer Gynt.

—¡Jens, después de lo que te hanhecho sería incapaz de volver al teatro!—Anna se estremeció—. Me iré contigoahora mismo.

El joven la miró estupefacto.

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—¿Estás segura de que es lo mássensato, Anna? Si te marchas antes deque termine la temporada, no podrásvolver a trabajar en el Teatro deCristianía nunca más. Tu nombrequedará tan desprestigiado como el mío.

—Tampoco querría volver a trabajarallí —replicó ella con la miradaencendida a causa de la indignación—.Me niego a permitir que la gente, porimportante y rica que sea, se comportecomo si yo fuera de su propiedad.

Jens rio al ver su expresión feroz.—Debajo de esa apariencia dulce

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escondes una auténtica rebelde, ¿no esasí?

—Mis padres me han enseñado adistinguir lo que está bien de lo que estámal, y sé que lo que te han hecho estámal, muy mal.

—Lo sé, amor mío, pero pordesgracia poco podemos hacer alrespecto. En serio, Anna, deboadvertírtelo: por muy enfadada queestés, medita detenidamente lo devenirte conmigo mañana. Detestaría serla causa de la destrucción de tu carrera.Y que conste —la silenció cuando ella

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abrió la boca para protestar— que no lodigo porque no desee que meacompañes. Sencillamente me preocupaque mañana tomemos el transbordador aHamburgo y luego el tren nocturno aLeipzig sin saber siquiera dónde vamosa alojarnos o si me aceptarán en elconservatorio.

—Pues claro que te aceptarán, Jens.Tienes la carta de herr Grieg.

—Tienes razón, y es muy probableque ingresé en la escuela, pero, mientrasque yo soy un hombre y puedo soportarlas privaciones físicas, tú eres una

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señorita con ciertas… necesidades.—Que nació en una granja y que no

había visto un retrete interior hasta quellegó a Cristianía —replicó Anna—. Enserio, Jens, tengo la impresión de queestás haciendo todo lo posible porconvencerme de que no vaya.

—Bueno, cuando lleguemos a Leipzigno digas que no te previne. —Jenssonrió de repente—. Y ahora que ya hehecho cuanto estaba en mi mano pordisuadirte y que te has negado a hacercaso de mis advertencias, tengo laconciencia tranquila. Partiremos juntos

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mañana al amanecer. Ven aquí, Anna.Abracémonos y démonos fuerza para laaventura que estamos a punto deemprender.

La besó en la boca y en aquelmomento todos los temores que Annahubiera podido sentir por la reticenciade Jens o respecto a la decisión quehabía tomado se desvanecieron.Finalmente, separaron los labios y,cuando Anna apoyó la cabeza sobre supecho, Jens le acarició el cabello.

—Hay algo más de lo que debemoshablar. Tendremos que hacernos pasar

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por un matrimonio delante de todas laspersonas que conozcamos en el viaje, ytambién en Leipzig. Deberás convertirteen fru Halvorsen de la noche a lamañana a los ojos del mundo, pues nadienos alquilaría una habitación si supieraque no estamos casados. ¿Qué piensas alrespecto?

—Pienso que debemos casarnos encuanto lleguemos a Leipzig. No podríatolerar ningún…

La voz de la muchacha se apagó.—Por supuesto que nos casaremos. Y

no te preocupes, Anna, aunque tengamos

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que compartir lecho, ten la certeza deque siempre me comportaré como uncaballero. Entretanto —Jens salió de laestancia y regresó un minuto despuéscon un pequeño estuche de terciopelo—,debes llevar esto. Era la alianza de bodade mi abuela. Mi madre me la diocuando me fui de casa para que lavendiera en el caso de que necesitara eldinero. ¿Te la pongo?

Anna contempló el delgado anillo deoro. Aquella no era, ni mucho menos, la«boda» con la que había soñado, perosabía que debía bastarle por el

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momento.—Te quiero, fru Halvorsen —dijo él

poniéndole el anillo en el dedo condelicadeza—. Y te prometo que enLeipzig nos casaremos como es debido.Ahora debes irte y prepararte paramañana. ¿Puedes estar aquí a las seis enpunto?

—Sí —respondió ella camino de lapuerta—. De todas maneras, no creo queconsiga dormir mucho esta noche.

—Anna, ¿tienes algo de dinero?—No. —Se mordió el labio—. Y

difícilmente podría pedirle mis

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estipendios a herr Bayer ahora. Noestaría bien. Le he fallado a él y a muchaotra gente.

—Entonces seremos pobres comovagabundos hasta que nos abramos pasoen esa nueva ciudad —dijo élencogiéndose de hombros.

—Sí. Buenas noches, Jens —susurróAnna.

—Buenas noches, amor mío.

Cuando Anna llegó al apartamento, todoestaba en silencio. Avanzaba con sigilo

panda
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por el pasillo cuando vio el rostroangustiado de frøken Olsdatter asomarpor la puerta de su dormitorio.

—Me tenías preocupada, Anna —susurró la mujer yendo a su encuentro—.Menos mal que herr Bayer se haacostado pronto aquejado de una levecalentura. ¿Dónde has estado?

—Por ahí —se limitó a responder lamuchacha, que ya no quería darleexplicaciones a nadie.

Giró el pomo para entrar en su cuarto.—¿Por qué no vamos a la cocina? Te

calentaré un vaso de leche.

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—Porque… —Anna se detuvo.Aquella mujer había sido muy amablecon ella y no le parecía bien marcharsesin decirle nada—. Gracias.

Se dejó arrastrar por el pasillo hastala cocina.

Frente a un vaso de leche caliente,Anna le explicó toda la historia al amade llaves. Y cuando hubo terminado, sealegró de haberlo hecho.

—Caray, kjære —murmuró la mujer—, estás hecha una rompecorazones. Porlo visto los caballeros se desviven porcortejarte. Entonces ¿has decidido

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seguir a tu violinista hasta Leipzig deinmediato?

—No tengo elección. Herr Bayer medijo que debía abandonar esta casa si noestaba dispuesta a renunciar a Jens. Ydespués de lo que le ha pedido a herrHennum que haga contra Jens, no quieroseguir en Cristianía ni un minuto más.

—Anna, ¿no crees que herr Bayersolo está intentando protegerte? ¿Queúnicamente piensa en lo que es mejorpara ti?

—¡En absoluto! ¡Está pensando en loque él quiere, no en lo que quiero yo!

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—¿Y qué pasa con tu carrera? Te loruego, Anna, tienes mucho talento. Es unsacrificio excesivo, incluso por amor.

—Pero es necesario —insistió ella—.No puedo vivir en Cristianía sin Jens. Ypuedo cantar en cualquier lugar delmundo. El propio herr Grieg me dijo queme ayudaría si alguna vez se lo pedía.

—Y es un benefactor influyente —convino frøken Olsdatter—. ¿Qué harásen cuanto al dinero?

—Herr Bayer me dijo que me daríalos estipendios que he ganado en elteatro, pero he decidido no pedírselos.

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—Es un gesto que te honra, pero hastalos enamorados necesitan comida y untecho sobre sus cabezas. —El ama dellaves se levantó, se acercó al cajón delaparador y sacó una caja de latón. Trasseleccionar una llave de la cadena quele pendía de la cintura, la abrió. Dentrohabía una bolsa con monedas y se latendió a Anna—. Toma. Son misahorros. Actualmente no los preciso y tunecesidad es mayor que la mía. Nopuedo verte salir de esta casa y caminarhacia un futuro incierto con los bolsillosvacíos.

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—No puedo aceptarlos… —protestóAnna.

—Puedes y lo harás —replicó lamujer con firmeza—. Y un día, cuandome entere de que estás cantando en elTeatro de la Ópera de Leipzig, meinvitarás a ir a verte como recompensa.

—Gracias, es usted muy buena. —Conmovida hasta el extremo por elgesto, Anna le cogió la mano—. Seguroque piensa que me estoy equivocando.

—¿Quién soy yo para juzgarte? Yasea una decisión correcta o equivocada,eres una joven valiente y de firmes

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principios, y te admiro por ello. Cuandoestés más calmada, deberías escribir aherr Bayer.

—Me asusta que pueda ponersefurioso.

—No estará enfadado, Anna, soloterriblemente triste. Tú lo ves como unhombre mayor, pero recuerda que,aunque envejezcamos, nuestro corazónfunciona igual que lo ha hecho siempre.No le culpes por haberse enamorado deti y desear que te quedes a su lado parasiempre. Y ahora, si has de levantarte alalba, será mejor que te acuestes e

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intentes dormir.—Sí.—Y por favor, Anna, escríbeme

desde Leipzig para asegurarme que estásbien. Herr Bayer no es el único de estacasa que extrañará tu presencia. Procurarecordar que posees juventud, talento ybelleza. No los desperdicies, ¿deacuerdo?

—Haré cuanto esté en mi mano parano desaprovecharlos. Gracias por todo.

—¿Qué les dirás a tus padres? —lepreguntó de pronto frøken Olsdatter.

—No lo sé —suspiró Anna—,

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sinceramente no lo sé. Adiós.

Cuando el transbordador abandonó elfiordo rumbo a Hamburgo, escupiendohumo y vapor por sus chimeneas, Annaestaba sola en la cubierta viendodesaparecer su tierra natal tras la brumadel otoño. Y se preguntó si algún díavolvería a verla.

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30

Veinticuatro horas después, Anna yJens se apeaban al fin del tren en laestación de Leipzig. El sol acababa desalir y, dado que Anna estaba tancansada que apenas podía tenerse enpie, Jens cargó tanto con su maleta como

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con la de ella. El tren de Hamburgo aLeipzig disponía de coches cama, perohabían decidido que no debían gastarseel dinero en la comodidad de una litera.Habían pasado la noche sentados en losduros asientos de madera, donde Jens sehabía quedado dormido casi deinmediato, con la cabeza sobre elhombro de Anna. Con el paso de lashoras, la incredulidad de la muchachaante lo que acababa de hacer había idoen aumento.

Al menos hacía una mañana soleadacuando salieron de la bulliciosa estación

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y se adentraron en el centro de laciudad. A pesar del cansancio, Anna seanimó un poco al contemplar la bellezade Leipzig. Las calles, amplias yadoquinadas, estaban flanqueadas poredificios altos e imponentes, muchos deellos decorados con esculturas ogabletes elaborados y largas hileras deelegantes ventanas abatibles. Lostranseúntes hablaban un idiomaentrecortado que Anna sabía que eraalemán porque lo había escuchadodurante el largo viaje en tren desdeHamburgo. Jens le había asegurado que

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él lo hablaba con razonable soltura, peroella solo lograba entender las escasaspalabras que se semejaban al noruego.

Terminaron en la plaza del mercadocentral, dominada por el majestuosoayuntamiento de tejado rojo y arcadafrontal, sobre el que destacaba la grantorre abovedada del reloj. La plaza yaestaba abarrotada de puestos y hervía deactividad. Jens se detuvo ante unmostrador donde un panadero estabaextendiendo un amplio surtido dehogazas recién horneadas. Al aspirar eldelicioso aroma, Anna cayó en la cuenta

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de lo hambrienta que estaba.Pero Jens no se había detenido por la

comida.—Entschuldigung Sie, bitte. Wissen

Sie wo die Pension in der Elsterstraβeist?

Anna no entendió ni una palabra de laáspera respuesta del panadero.

—Bien, la pensión que herr Grieg merecomendó no queda lejos —dijo Jens.

Esta resultó ser un edificio modestocon entramado de madera situado en unacallejuela que desembocaba en una calleque Anna vio que se llamaba

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Elsterstrabe. Tenía un aspecto muydiferente de los edificios espléndidosque habían visto por el camino, pensócon recelo. El barrio parecía un tantodescuidado, pero, obligándose arecordar que era cuanto podíanpermitirse, siguió a Jens cuando estesubió los escalones de la entrada yllamó con fuerza a la puerta. Al cabo devarios minutos apareció una mujeratándose apresuradamente el cordón dela bata para taparse el camisón y Annacayó en la cuenta de que no debían deser más de las siete de la mañana.

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—Um Himmels willen, was wollenSie denn? —gruñó la mujer.

Jens respondió en alemán y Anna soloentendió «herr Grieg». Al oír el nombre,la mujer relajó el rostro y los invitó apasar.

—Dice que está completo, pero quecomo nos envía herr Grieg podemosutilizar temporalmente una habitación deservicio que hay en el desván —tradujoJens.

Subieron y subieron acompañados porel crujido de los peldaños de madera.Finalmente llegaron al último piso y la

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mujer abrió la puerta de una habitacióndiminuta situada debajo de los aleros dela casa. Una cama estrecha de bronce yuna cómoda con una jofaina y una jarraencima constituían todo el mobiliario,pero al menos parecía limpia.

Se produjo otra conversación enalemán entre Jens y la mujer. Él señalóla cama y ella asintió antes de salir delcuarto.

—Le he dicho que nos la quedaremoshasta que encontremos otro alojamiento.También le he dicho que la cama esdemasiado estrecha para los dos y ha

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ido a buscarme un colchón. Yo dormiréen el suelo.

Cansados, examinaron la habitaciónen silencio hasta que la mujer regresócon el colchón. Jens le tendió unasmonedas.

—Nur Goldmark, keine Kronen —dijo la mujer negando con la cabeza.

—Acepte las coronas por el momentoy más tarde compraré marcos —propusoJens.

La mujer aceptó las monedas aregañadientes y, dando nuevasinstrucciones, señaló el espacio de

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debajo de la cama antes de marcharsepor segunda vez.

Anna se sentó con cautela. La cabezale daba vueltas debido al agotamiento,pero sobre todo le urgía ir al lavabo.Sonrojándose, preguntó a Jens si lamujer le había dicho dónde estaba.

—Me temo que ahí. —También élseñaló debajo de la cama—. Aguardaréfuera mientras tú…

Cada vez más colorada, Anna asintióy cuando Jens se hubo marchado hizo loque llevaba horas ansiando hacer.Después de cubrir el contenido del

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bacín con el trapo de muselina destinadopara ese fin, dejó entrar a Jens.

—¿Mejor? —sonrió él.—Sí, gracias —contestó cohibida.—Me alegro. Y ahora, propongo que

descansemos un rato.Anna se sonrojó y desvió la mirada

cuando Jens procedió a desvestirsehasta quedarse en calzas y camiseta dealgodón. Empleando el abrigo comomanta, se tumbó en el colchón.

—Tranquila, te prometo que nomiraré —dijo entre risas—. Quedescanses, Anna. Los dos nos

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encontraremos mejor después de dormirun poco.

Le lanzó un beso y se tumbó dándolela espalda.

Anna se desató las cintas de la capa,se quitó la blusa y la pesada falda y sequedó en camisola y bombachos. Paracuando se metió bajo la basta manta delana y apoyó la cabeza en la almohada,ya le llegaban desde el colchón delsuelo los ronquidos suaves de Jens.

«¿Qué he hecho?», pensó. Herr Bayertenía razón. Era una muchacha ingenua yobstinada que no se había detenido a

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pensar en las consecuencias de susactos. Ahora había quemado todas susnaves y había terminado en aquelcuartucho claustrofóbico, durmiendo apocos centímetros de un hombre con elque ni siquiera estaba casada y teniendoque realizar actos íntimos sin la menorprivacidad.

—Señor, perdóname por el dolor quehe causado a otros —susurró a loscielos, donde se imaginaba a Diosobservándola en aquel momento yextendiéndole un billete al averno.

Finalmente, se sumió en un sueño

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inquieto.

Para cuando Jens se removió en sucolchón, Anna ya estaba levantada yvestida de arriba abajo, muerta dehambre y desesperada por un vaso deagua.

—¿Es cómoda la cama? —le preguntóél con un bostezo.

—Me acostumbraré.—Ahora iremos a comprar marcos y a

buscar algo de comer —continuó Jensmientras se vestía y Anna le daba la

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espalda—, pero primero, ¿puedo pedirteque salgas de la habitación? Saldré encuanto termine de hacer misnecesidades.

Horrorizada ante la idea de que Jensviera lo que ya había en el bacín, Annahizo lo que le pedía. Al rato, para suespanto, Jens salió con el bacín en lamano.

—Hay que preguntarle a la casera quéhacemos con la porquería —dijo alpasar por su lado en dirección a laescalera de madera.

Anna lo siguió con las mejillas

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ardiendo. Puede que hubiera llegado aCristianía como una humilde chica decampo, pero jamás se había tropezadocon algo tan antihigiénico y repugnante.En su casa de Heddal la letrina estabafuera y era muy básica, pero desde luegomuy preferible a aquello. Comprendióque, tras haberse acostumbrado almoderno cuarto de baño del apartamentode herr Bayer, nunca se había parado apensar en cómo se deshacían de susdeposiciones los habitantes de lasciudades.

Encontraron a la casera en el

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recibidor y Jens le tendió el bacín comosi fuera una sopera. La mujer asintió yseñaló hacia la parte de atrás de la casa,pero lo cogió de todos modos.

—Asunto arreglado —dijo Jens alabrir la puerta de la casa—. Salgamos acomer algo.

Recorrieron las concurridas calleshasta dar con una Bierkeller en unrecodo de una plaza pequeña y sesentaron a una mesa. Jens pidió cervezasy los dos contemplaron el tablón dondeaparecía la carta escrita con tiza. Annano entendía una sola palabra.

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—Hay bratwurst, o sea, salchichas.He oído que son muy buenas, aunquealgo más grasientas que las nuestras —explicó Jens—. Knödel, no me preguntesqué es… Speck, que imagino que estocino…

—Creo que tomaré lo mismo que tú—dijo Anna en tono hastiado cuando lacerveza llegó acompañada de un cuencode pan negro. Aunque habría preferidoagua, agarró la jarra y bebió con avidez.

Contempló la animada plaza a travésde las ventanas deslucidas. Casi todaslas mujeres llevaban vestidos negros y

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sencillos con delantales blancos o grisesque acentuaban la palidez de su piel ylos afilados rasgos germanos. Annapensaba que vería atuendos másrefinados en Leipzig, pues le habíancontado que era una de las ciudades másimportantes de Europa. De tanto en tantopasaba un coche de caballos que lepermitía vislumbrar un elegantesombrero de plumas sobre la testa deuna mujer pudiente.

Llegó la comida y Anna devoró laspatatas y las salchichas grasientas. Lacerveza se le había subido a la cabeza y

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sonrió a Jens con ternura.—¿Cómo pido agua?—Has de decir: «Ein Wasser, bitte»

—respondió Jens antes de desviar laatención hacia la pequeña orquestacallejera de violines que tocaba enmedio de la plaza con un gorro en elsuelo para que la gente dejara dinero.

Anna lo vio desperezarse mientrasescuchaba complacido.

—¿No es maravilloso? Nuestro futuroestá en esta ciudad, estoy seguro. —Alargó el brazo y le cogió la mano—.¿Qué te parece nuestra aventura hasta el

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momento?—Me siento sucia, Jens. Cuando

volvamos, ¿crees que podríamospreguntarle a la casera si hay algún sitiodonde tomar un baño y lavar la ropa?

Jens la miró con dureza.—Por Dios, Anna, me dijiste que eras

una chica de campo acostumbrada a lasprivaciones. ¿Eso es lo único que se teocurre decir sobre haber llegado aLeipzig?

La joven pensó con añoranza enHeddal y en la nieve impoluta querecogían en invierno y derretían al fuego

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para lavarse. Y en los arroyoscristalinos y frescos donde se bañabanen verano.

—Perdona. Estoy segura de que podréapañármelas.

Jens levantó su segunda jarra decerveza y bebió.

—Debería darle las gracias a herrBayer por haberme obligado a caminarfinalmente hacia mi futuro.

—Me alegra verte tan feliz por estaraquí, Jens.

—Lo estoy. Aspira el aire, Anna.Incluso huele diferente. Esta ciudad es

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un crisol de música y creatividad. ¡Miraa toda esa gente congregada alrededorde los músicos! ¿Has visto algo así enCristianía alguna vez? Aquí la música secelebra, no se ridiculiza como unaafición de pobretones. Y ahora yo podréformar parte de esa celebración. —Apuró la jarra y arrojó unas monedassobre la mesa antes de ponerse en pie—.Ahora iré a buscar la carta de herr Griege iré directo al conservatorio. ¡Este es elprincipio de todo aquello con lo que hesoñado!

De regreso en la pensión, rebuscó en

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su maleta hasta dar con la preciadacarta. Luego besó a Anna y se dirigió ala puerta.

—Descansa, Anna. Te despertaré mástarde con vino y buenas noticias.

—¿Preguntarás en el conservatorio sialguien podría oírme cantar…?

Pero la puerta ya se había cerrado.Anna se desplomó sobre la cama.

Ahora comprendía que aquella«aventura» tenía un trasfondo muydiferente para cada uno de ellos: Jenscorría hacia algo y ella huía de algo. Yahora, pensó apesadumbrada, no había

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nada que pudiera hacer al respectoaunque se hubiera equivocado.

Al cabo de unas horas, Jens regresódel conservatorio aún más eufórico.

—Cuando llegué y pregunté por eldirector, el doctor Schleinitz, el porterome miró como si fuera el tonto delpueblo. Entonces le enseñé la carta y, encuanto la leyó, ¡fue a buscarlo a sudespacho! El doctor Schleinitz me pidióque tocara el violín y una de miscomposiciones al piano. Y no te lo vas acreer —Jens golpeó el aire con el puño—, ¡me hizo una reverencia! Lo que

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oyes, Anna, ¡me hizo una reverencia amí! Hablamos de herr Grieg y me dijoque estaría encantado de enseñar a unprotegido suyo. Así que mañanacomienzo mis estudios en elConservatorio de Leipzig.

—¡Eso es maravilloso, Jens!Anna trató de que su voz sonara

alegre.—De regreso a la pensión he pasado

por un sastre y he tenido que pagarle eldoble para que mañana por la mañaname tuviera listo un traje como es debido.No quiero que nadie me tome por un

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simplón de los fiordos. ¿No esmaravilloso? —Abrazó a Anna por lacintura, la levantó del suelo y diovueltas con ella mientras reía—. Y antesde salir a celebrarlo nos mudaremos anuestro nuevo alojamiento.

—¿Ya has encontrado un lugar paranosotros?

—Sí. No es un palacio, perodecididamente es mejor que esto.Mientras haces el equipaje, iré a pagarlea la casera sus marcos. Te espero abajo.

—No… —Anna estaba a punto dedecirle que no creía que pudiera cargar

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sola con las dos maletas, pero Jens ya sehabía ido.

Minutos después, jadeando por elesfuerzo, se reunió con él en elrecibidor.

—Bueno, ya podemos marcharnos anuestra nueva morada —proclamó Jens.

Anna lo siguió hasta la calle y,estupefacta, lo vio cruzar la acera yentrar en la casa de enfrente.

—Vi el letrero de vacante en laventana y se me ocurrió entrar apreguntar —explicó Jens.

La casa se parecía mucho a la que

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acababan de dejar, pero la habitaciónestaba en la primera planta y, por lomenos, era más grande y tenía mejorventilación que el agobiante desván. Unagran cama de bronce ocupaba casi todoel espacio y Anna sintió que el corazónle daba un vuelco cuando vio que en elsuelo no había sitio para un colchón.

—Al otro lado del rellano hay unretrete, lo que quiere decir que estahabitación es más cara, pero por lomenos será de tu agrado. ¿Estáscontenta, Anna?

—Sí —asintió ella con estoicismo.

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—Bien. —Jens le entregó unasmonedas a frau Schneider, la casera, dequien Anna pensó que por lo menosparecía más atenta que la anterior—.Esto cubrirá nuestra primera semana dealquiler —prosiguió el joven con unasonrisa magnánima.

—Kochen in den Zimmern istuntersagt. Abendbrot um punkt siebenUhr. Essen Sie hier heute Abend?

—Dice que está prohibido cocinar enla habitación, pero que podemos cenartodas las noches abajo, a las siete —explicó Jens bajando la voz. Luego se

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volvió hacia frau Schneider—. Meparece una idea excelente. ¿Cuánto será?

Una vez más, el dinero cambió demanos y finalmente la puerta se cerró.

—Dime, frau Halvorsen —sonrióJens—, ¿qué te parece nuestro nuevonido?

—Es…La muchacha contempló la cama y

Jens vio el miedo reflejado en susemblante.

—Ven aquí, Anna.Obedeció y él la estrechó entre sus

brazos.

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—Cálmate. Ya te he prometido que note tocaré hasta que me des tu permiso,pero al menos podremos darnos calordurante las frías noches de Leipzig.

—En serio, Jens, tenemos quecasarnos lo antes posible —lo instóAnna—. Tenemos que encontrarenseguida una iglesia luterana donde…

—Lo haremos, pero no nospreocupemos por eso ahora.

La atrajo hacia sí e intentó besarla enel cuello.

—¡Jens, lo que estamos haciendo esun pecado contra Dios! —le espetó

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Anna rechazando sus caricias.—Tienes razón —suspiró él contra su

piel antes de apartarse—. Y ahora creoque los dos necesitamos un buen aseo.Después saldremos a comer y beber.¿Sí?

Jens le levantó el mentón para podermirarla a los ojos.

—Sí —dijo ella con una sonrisa.

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Durante las dos semanas siguientes,Anna fue creándose una rutina. O, almenos, encontrando cosas con las quemantenerse ocupada durante sus muchashoras de soledad mientras Jens estaba enel conservatorio.

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El invierno se estaba echando encimade la ciudad y la habitación amanecíahelada por las mañanas, de modo quecuando Jens se iba a la escuela, ellaregresaba a la cama y se acurrucababajo el calor de las mantas de lana aesperar que el carbón que habíaencendido en la pequeña chimeneacaldeara el ambiente. Luego se lavaba yse vestía, salía a la calle y caminabahasta el mercado a fin de comprar pan yfiambre para su almuerzo.

La única comida caliente del día erala que frau Schneider les servía por la

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noche. Casi siempre consistía en algúntipo de salchicha acompañada de patataso de pastosas bolas de pan sumergidasen una salsa insípida. Anna añoraba elsabor de las verduras frescas y losalimentos saludables de su infancia.

Pasó muchas horas intentandoredactar las cartas que sabía que debíaenviar a sus padres y a herr Bayer. Conla pluma de Lars entre los dedos, sepreguntaba si ya habría zarpado haciaEstados Unidos como tenía previsto. Yen sus momentos más bajos sepreguntaba si debería haberse ido con

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él.

Leipzig

1 de octubre de 1876

Apreciado herr Bayer: A estas alturas ya sabrá, dado que no estoy

en Cristianía, que me he trasladado a Leipzig.Herr Halvorsen y yo nos hemos casado ysomos felices. Quiero darle las gracias portodo lo que me ha dado. Le ruego que sequede con mis estipendios del Teatro deCristianía para pagar una parte de todo ello, yconfío en que pueda vender los vestidos que

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me regaló, pues son muy bonitos.Herr Bayer, siento que no pudiera amarlo.Atentamente,

ANNA LANDVIK

Después cogió otra hoja y comenzó

una segunda carta.

Kjære mor y far: Me he casado con Jens Halvorsen y me he

ido a vivir a Leipzig. Mi marido estáestudiando en el conservatorio de la ciudad yyo me ocupo de la casa. Soy feliz. Os echode menos a todos. Y también extraño

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Noruega.

ANNA

Sintiéndose demasiado asustada y

culpable para recibir susrecriminaciones, no les facilitó unadirección. Por las tardes, daba paseospor el parque o deambulaba por lascalles de la ciudad, a pesar de que sucapa no fuera suficiente contra el vientoafilado, simplemente para poder sentirseparte de la humanidad. En todas partesencontraba testimonios del legado

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musical de Leipzig, desde estatuas decompositores famosos y calles con susnombres, hasta las casas donde habíanvivido nada menos que Mendelssohn ySchumann.

Su lugar favorito era el espectacularTeatro Nuevo, hogar de la Compañía deÓpera de Leipzig, con su alta columnataen la entrada y las enormes ventanas enarco. A veces Anna lo contemplabapreguntándose si algún día se atrevería asoñar con actuar en un teatro comoaquel. Una tarde incluso reunió el corajesuficiente para llamar a la puerta de

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atrás e intentar comunicarse con elportero. Pero por más que gesticuló noconsiguió hacer entender al hombre queestaba buscando trabajo como cantante.

Descorazonada y cada vez másconvencida de que aquel no era su lugar,había encontrado refugio en laThomaskirche, un majestuoso edificiogótico sobre el que se alzaba un bellocampanario blanco. Aunque era muchomás grande que la iglesia de Heddal, elolor y la atmósfera le recordaban a suhogar. El día que finalmente envió lascartas a sus padres y a herr Bayer, fue a

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retirarse allí. Tomó asiento en un banco,agachó la cabeza y pidió redención,fuerza y consejo.

—Señor, perdóname por las terriblesmentiras que contienen las cartas. Creoque la peor es —tragó saliva condificultad— la de que soy feliz, porqueno lo soy. En absoluto. Pero sé que nomerezco compasión ni perdón.

Notó una mano suave en el hombro.—Warum so traurig, mein Kind?Sobresaltada, levantó la mirada y vio

el rostro sonriente de un pastor.—Kein Deutsch, nur Norwegisch —

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acertó a decir, tal como Jens la habíaenseñado.

—¡Ah! —exclamó el pastor—. Yo séalgo de noruego.

Aunque Anna hizo lo posible porcomunicarse con él, el noruego delpastor era tan limitado como su alemán,así que la joven comprendió que tendríaque ser Jens quien hablara con él de laboda y lo convenciera de su fe.

El mejor momento del día era cuandose sentaban a cenar y Jens le hablaba delconservatorio: los demás alumnos, queprovenían de toda Europa, las hileras de

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pianos Blüthner para ensayar y losmaravillosos profesores, muchos de loscuales eran además músicos de laOrquesta de la Gewandhaus de Leipzig.Aquella noche el tema era elStradivarius que le habían permitidotocar.

—La diferencia en la calidad delsonido es similar a la de una meseratarareando y una soprano cantando unaria —aseguró encantado—. ¡Todo estan fantástico! No solo puedo tocar elpiano y el violín todos los días, sino queestoy aprendiendo muchas cosas en las

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clases de composición musical, armoníay análisis musical. Y en historia de lamúsica ya he estudiado obras de Chopiny Liszt de las que nunca había oídohablar. Pronto tocaré el Scherzo n.º 2 deChopin en un concierto de alumnos quetendrá lugar en la sala de laGewandhaus.

—Me alegro mucho por ti —dijoAnna procurando mostrar entusiasmo—.¿Hay alguien a quien puedas preguntar siexiste la posibilidad de que me oigancantar?

—Siempre me preguntas lo mismo,

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Anna —contestó él entre bocado ybocado—, y siempre te contesto que sino aprendes alemán te será muy difícilabrirte camino en esta ciudad.

—Pero seguro que hay alguiendispuesto a escucharme. Me sé el «Ariade Violetta» en italiano, y más adelantepodría aprenderla en alemán.

—No te preocupes, cariño. —Jens lecogió la mano—. Te prometo quevolveré a consultarlo.

Tras la cena, siempre llegaba laincómoda rutina de acostarse. Anna seponía el camisón en el retrete y se metía

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a toda prisa bajo las mantas, donde Jensya la esperaba. Él la envolvía con susbrazos y ella se relajaba contra supecho, aspirando su olor almizclado. Élla besaba y Anna notaba que su cuerporespondía, y al igual que el de Jens,ambos deseosos de más… Entonces ellase apartaba y él dejaba escapar unsuspiro hondo.

—No puedo —había susurrado ellauna noche en la oscuridad—. Primerodebemos casarnos.

—Lo sé, amor mío, y algún día noscasaremos, pero, antes de eso, ¿no

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podríamos…?—¡No, Jens! Simplemente… no

puedo. Ya sabes que he encontrado unaiglesia donde podemos casarnos pronto,pero tienes que hablar con el pastor paraorganizar la ceremonia.

—No tengo tiempo para eso, Anna.Mis estudios requieren toda mi atención.Además, por el conservatorio corrennuevas ideas. Entre los estudiantes hayradicales que creen que la Iglesia soloexiste para controlar a la gente.Prefieren una visión más progresista,como la de Goethe en su obra Fausto,

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una historia que aborda todos losaspectos de lo espiritual y lo metafísico.Un amigo me ha dejado un ejemplar yeste fin de semana te llevaré alAuerbachs Keller, el bar que Goethefrecuentaba y donde hay un fresco en elque se inspiró para escribir su obra.

Anna nunca había oído hablar del talGoethe ni de su, al parecer, reveladoraobra. Lo único que sabía era que antesde poder unirse físicamente a Jens teníaque estar casada a los ojos de Dios.

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La llegada de la Navidad le recordó aAnna que Jens y ella ya llevaban enLeipzig tres meses. Quería asistir a laChristmette, la misa del gallo, y elpastor Meyer incluso le había regaladoun librito de himnos tradicionalesalemanes. Feliz ante la perspectiva devolver a cantar con otras personas,había estado tarareando Stille Nachtpara sí misma. Jens, sin embargo,insistió en que pasaran la Nochebuenaen casa de Frederick, un compañero delconservatorio.

Con una jarra de Glühwein caliente

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en la mano, Anna se pasó toda la cenasentada al lado de Jens, escuchando ensilencio el alemán gutural sin entendernada de lo que se decía. Jens, que yaestaba borracho, no hizo ningún esfuerzopor traducírselo. Después de cenartocaron instrumentos, pero el muchachono le propuso que cantara en ningúnmomento.

Cuando regresaban a casa en la fríanoche, Anna oyó que las campanasdaban las doce anunciado el comienzodel día de Navidad. Al pasar pordelante de la iglesia le llegó un rumor de

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villancicos y miró a Jens, que tenía lacara roja por el alcohol y el jolgorio dela velada. La joven elevó una plegariasilenciosa por su familia, que estabacelebrando la Navidad sin ella enHeddal, y deseó con todas sus fuerzaspoder estar allí con ellos.

A lo largo de los meses de enero yfebrero Anna pensó que iba aenloquecer de aburrimiento. Su rutinadiaria, que al principio le habíaresultado soportable por la novedad, se

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le antojaba ya terriblemente tediosa. Lanieve había llegado a Leipzig y a veceshacía tanto frío que se le entumecían losdedos de las manos y los pies. Sepasaba el día subiendo cubos de carbónpara la estufa, lavando ropa en el gélidolavadero y haciendo esfuerzos patéticospor entender las palabras de Fausto, laobra que Jens la había animado a leerpara mejorar su alemán.

—¡Soy demasiado estúpida! —sereprendió una tarde, cerrando el librocon brusquedad y echándose a llorar,algo que ahora hacía con una

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regularidad alarmante.Jens estaba cada vez más implicado

con el conservatorio y los compañeros ymuchas veces llegaba a casa amedianoche, después de un concierto,oliendo a cerveza y a humo de tabaco.Ella fingía dormir cuando sus manos labuscaban y le acariciaban torpemente elcuerpo por encima del camisón.Entonces lo oía refunfuñar por su faltade respuesta y, mientras el corazón lelatía con fuerza contra el pecho, Jens sedaba la vuelta con un gruñido y se poníaa roncar. Era entonces cuando podía

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Anna respirar aliviada y dormirse.A aquellas alturas ya cenaba sola casi

todos los días y observaba a los demáshuéspedes con disimulo. Muchoscambiaban semanalmente y la jovenimaginaba que eran vendedoresambulantes. Había, sin embargo, uncaballero mayor que, como ella, parecíaresidir en la pensión de formapermanente y cenaba solo todas lasnoches. Siempre tenía la nariz enterradaen un libro y vestía con anticuadadistinción.

El hombre se convirtió para Anna en

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objeto de estudio durante la cena. Sepasaba horas preguntándose cuál seríasu historia y por qué habría elegidopasar sus últimos años allí. A veces,cuando cenaban ellos dos solos, él lasaludaba con la cabeza y decía «GutenAbend» cuando entraba y «Gute Nacht»cuando ella se marchaba. Anna se diocuenta de que le recordaba a herr Bayercon su mata de pelo blanco, su pobladobigote y sus modales educados.

—Debo de ser muy infeliz si echo demenos incluso a herr Bayer —farfullóuna noche al salir del comedor.

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Unas cuantas noches después, elcaballero se levantó y cruzó la estanciacon su inevitable libro en la mano.

—Gute Nacht —se despidió con unainclinación de la cabeza camino de lapuerta. Pero luego, como pensándoselomejor, se dio la vuelta—. Sprechen sieDeutsch?

—Nein, Norwegisch.—¿Es usted noruega? —preguntó

sorprendido.—Sí —respondió Anna, encantada de

que el hombre hubiera contestado en suidioma con fluidez.

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—Yo soy danés, pero mi madre erade Cristianía y me enseñó su idiomacuando era pequeño.

Después de tantos meses sin podercomunicarse como es debido con nadiesalvo Jens, Anna sintió deseos deabrazarle.

—Es un placer conocerlo, señor.Advirtió que el hombre la observaba

desde la puerta con aire pensativo.—¿Ha dicho usted que no habla

alemán?—Solo conozco unas cuantas

palabras.

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—¿Y entonces cómo es posible quese las arregle en esta ciudad?

—Para serle franca, señor, no lohago.

—¿Su marido trabaja en Leipzig?—No, estudia en el conservatorio.—¡Músico! Ahora entiendo por qué

casi nunca cena con usted. ¿Puedopreguntarle cómo se llama?

—Anna Halvorsen.—Yo soy Stefan Hougaard. —Le

dedicó una ligera venia—. Es un placerconocerla. ¿Trabaja usted, fruHalvorsen?

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—No, señor, aunque espero encontrarpronto un empleo de cantante.

—Entretanto, ¿qué le parece si laayudo a estudiar alemán? —propuso él—. Al menos podría enseñarle losconceptos básicos. Si quiere, podríamosreunirnos aquí por las mañanas, despuésdel desayuno, bajo la feroz mirada denuestra casera para que su marido nopiense que hacemos algo indecoroso.

—Es usted muy amable, señor, y leagradecería enormemente su ayuda.Aunque debo advertirle que aprendodespacio y las letras no son mi fuerte, ni

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siquiera en mi propio idioma.—En ese caso, simplemente

tendremos que insistir un poco más. ¿Leparece bien mañana a las diez?

—Me parece perfecto.Anna se acostó mucho más animada

aquella noche a pesar de que Jens habíavuelto a dejarla sola porque estaba, ledijo, ensayando para un concierto. Elmero hecho de poder conversar con otroser humano la había llenado de dicha, ycualquier cosa que pudiera hacer paraañadir un poco de variedad a sus díastenía que ser bueno. Y si aprendía un

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poco de alemán, tal vez existiera algunaposibilidad de volver a cantar enpúblico…

Los árboles empezaron a dar susprimeras flores y Anna aún pasaba lasmañanas en el salón de la pensióntratando de obligar a su obtuso cerebro amemorizar y repetir las palabras queherr Hougaard le enseñaba.Transcurridos unos días, él insistió enacompañarla en sus visitas diarias almercado, donde se mantenía a cierta

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distancia y escuchaba con atención aAnna mientras la joven, siguiendo susinstrucciones, daba los buenos días alvendedor, pedía lo que necesitaba ypagaba antes de despedirse. Lasprimeras veces la muchacha se puso muynerviosa y se trabó al pronunciar lasfrases que había aprendido, pero poco apoco fue ganando confianza.

A lo largo de las semanas, lasincursiones en la ciudad con herrHougaard comenzaron a diversificarseconforme el alemán de Anna mejoraba,hasta que un día pidió ella sola en un

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restaurante un almuerzo para los dos queinsistió en pagar como gesto deagradecimiento.

Seguía sin saber apenas nada de él,salvo que su esposa había muerto unosaños atrás. Tras enviudar, se habíamudado del campo a la ciudad paradisfrutar de todos los beneficios de laescena cultural de Leipzig sin tener quepreocuparse de las tareas domésticas.

—¿Qué más necesito aparte de unestómago lleno, sábanas limpias, ropalavada con regularidad y un conciertomagnífico a solo unos minutos a pie para

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estimular mis sentidos? —le había dichocon una amplia sonrisa.

Herr Hougaard se sorprendía de queJens no invitara a Anna a asistir a losnumerosos conciertos en los que ledecía que tocaba. Jens argumentaba queno podían gastarse dinero en eso, pero,según herr Hougaard, muchos erangratuitos. De hecho, Anna veía cada vezmenos a su «marido», y últimamentehabía días en que ni siquiera volvía acasa por las noches. Una mañana, alabrir la ventana de la habitación paradejar entrar el aire primaveral antes de

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bajar para su clase diaria, la jovenpensó que si no fuera por herr Hougaardhacía meses que se habría arrojado anteun tranvía.

Fue en una de sus salidas por elcentro de la ciudad a la hora de comercuando Anna se sorprendió de ver a Jenssentado a una mesa junto al ventanal delThüringer Hof, uno de los mejoresrestaurantes de Leipzig. Era el lugardonde la aristocracia local se reunía,luciendo sus elegantes trajes, mientrassus coches de caballos aguardabanpacientemente formando una hilera para

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llevarlos a casa después de un almuerzoopulento. La misma vida que ella habíallevado una vez en Cristianía, pensó conremordimiento.

Estiró el cuello para atisbar entre loscoches de caballos a la persona queestaba comiendo con Jens. Por elsombrero colorado y la pluma sujeta a élque se bamboleaba cuando la figurahablaba, comprendió que se trataba deuna mujer. Tras acercarse un poco más,para extrañeza de herr Hougaard,advirtió que tenía el pelo castaño y unperfil que su madre habría definido

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como romano, que básicamente queríadecir narigón.

—¿Qué diantre está mirando, Anna?—Herr Hougaard se le acercó pordetrás—. Parece la pequeña cerilleradel cuento de mi compatriota HansChristian Andersen. ¿No quiereacercarse a pegar la nariz al cristal,como hacía ella? —rio.

—No. —Anna desvió la miradacuando Jens y la mujer juntaron un pocomás las cabezas para hablar—. Pensabaque había visto a un conocido.

Aquella noche Anna se obligó a

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permanecer despierta hasta que Jensregresó pasada la medianoche. Desdehacía un tiempo, el chico se cambiaba enel retrete y se metía en la cama a oscuraspara no despertarla. Pero, obviamente,la despertaba. Cada noche.

—¿Qué haces todavía despierta? —lepreguntó cuando entró en el cuarto, sinduda sorprendido al ver el quinquétodavía encendido.

—Te estaba esperando. Tengo lasensación de que ya nunca nos vemos.

—Lo sé —suspiró él derrumbándoseen la cama a su lado, y Anna supo de

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inmediato que había estado bebiendootra vez—. Por desgracia, así es la vidadel estudiante de música en el célebreConservatorio de Leipzig. ¡Si apenastengo tiempo ni para comer!

—¿Ni siquiera a mediodía? —espetóAnna antes de poder frenarse.

Jens se volvió hacia ella.—¿Qué quieres decir?—Hoy te he visto comiendo en un

restaurante del centro.—¿En serio? ¿Y por qué no has

entrado a saludar?—Porque no iba debidamente vestida

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para un lugar tan lujoso. Y porqueestabas muy entretenido conversandocon una mujer.

—Ah, sí, la baronesa von Gottfried.Es una gran benefactora delconservatorio y sus alumnos. La semanapasada asistió a un concierto en el quecuatro jóvenes compositores tuvimos laoportunidad de interpretar una denuestras piezas cortas. Es lacomposición en la que he estadotrabajando, ¿recuerdas?

No, no lo recordaba, porque Jens yanunca estaba allí para contarle las cosas.

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—Ya.Anna sintió que se le formaba un nudo

en la garganta y que la indignacióncrecía dentro de ella al preguntarse porqué Jens, si había estrenado unacomposición, no la había invitado aescucharla.

—La baronesa me ha invitado acomer para hablar de la posibilidad dedar a conocer mis composiciones a uncírculo más amplio. Tiene muchoscontactos en todas las grandes ciudadeseuropeas. París, Florencia,Copenhague… —Jens sonrió con

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expresión soñadora y se colocó lasmanos debajo de la cabeza—. ¿Teimaginas que mi música llegara ainterpretarse en las grandes salas deconciertos del mundo, Anna? HerrHennum se quedaría con un palmo denarices, ¿no te parece?

—Sí, y seguro que eso te daría unasatisfacción enorme.

—¿Qué te ocurre, Anna? —preguntóJens al percibir la frialdad de su voz—.Vamos, suéltalo. Tienes ganas dedecirme algo.

—¡Pues sí! —Anna no pudo contener

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su rabia durante más tiempo—. Apenaste veo durante la semana y ahora medices que estás dando conciertos a losque yo, tu prometida y a los ojos delmundo tu esposa, ni siquiera estoyinvitada. Casi todos los días llegasdespués de medianoche, ¡y a veces nieso! Y yo me quedo aquí, esperándotecomo un perro fiel, sin amigos, sin nadaque hacer salvo tareas domésticas y sinperspectiva alguna de continuar con micarrera de cantante. Y por si eso fuerapoco, voy y te veo en uno de los mejoresrestaurantes de la ciudad comiendo con

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otra mujer. ¡Eso es lo que tenía quedecir!

Una vez que quedó claro que Annahabía dado por finalizado su arrebato,Jens se levantó de la cama.

—Ahora, Anna, vas a escuchar lo queyo tengo que decir. ¿Tienes idea de loque significa para mí yacer cada nochejunto a la mujer que amo, estar tan cercade su hermoso cuerpo, y que no mepermitan tocarlo más allá de una cariciao un beso? ¡Por Dios, si hasta en ciertomodo esa pequeña concesión que tedignas a hacerme solo contribuye a

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aumentar mi frustración! Noche trasnoche me tumbo a tu lado soñando conhacerte el amor, hasta el punto de que nologro descansar. Es mejor para mí y misalud mental no acostarme a tu ladoardiendo de deseo, sino llegar a casa lomás tarde y lo más borracho posiblepara caer derrotado. ¡Sí! —Jens secruzó de brazos con gesto desafiante—.Porque esta… «vida» que compartimosno es ni carne ni pescado. Eres miesposa pero no eres mi esposa. Temuestras reservada y taciturna… y da laimpresión de que nada te gustaría más

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que volver a casa. Anna, por favor, noolvides que venir aquí fue decisión tuya.¿Por qué no te marchas? Es evidente queno eres feliz. ¡Que yo no te hago feliz!

—¡Estás siendo muy injusto, Jens!Sabes tan bien como yo que estoydeseando casarme para que podamosconstruir una vida juntos como marido ymujer, pero cada vez que te pido quevengas a conocer al pastor dices queestás demasiado cansado o demasiadoocupado. ¿Cómo te atreves a culparmede esta situación cuando no esresponsabilidad mía?

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—En eso tienes razón. —Laexpresión de Jens se suavizó—. Pero¿por qué crees que no quiero ver alpastor todavía?

—¿Porque no quieres casarteconmigo?

—Anna —soltó una carcajadaexasperada—, sabes que estoy deseandoconvertirme en tu marido de verdad,pero creo que no eres consciente de loque cuestan esas cosas. Necesitarás unvestido, invitados, un banquete… Lo quetoda novia merece. Y lo que yo quieroque tengas. Pero no tenemos dinero para

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eso, así de sencillo. Vivimos con lojusto.

La furia de Anna se desvaneció degolpe cuando por fin lo entendió.

—Pero Jens… yo no necesito nada deeso. Yo solo quiero que nos casemos.

—Bueno, si lo que dices es cierto,nos casaremos enseguida. Aunque,desafortunadamente, no será la boda conla que soñabas de niña.

—Lo sé. —Anna tragó saliva conesfuerzo al pensar que nadie de sufamilia estaría presente. Ni mor, ni far,ni Knut y Sigrid. El pastor Erslev no

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presidiría la ceremonia y ella no luciríala corona nupcial del pueblo—. Pero nome importa.

Jens se recostó en la cama y la besócon ternura.

—Iremos a ver a tu pastor y fijaremosuna fecha.

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32

La ceremonia nupcial en laThomaskirche fue breve, sobria e íntima.Anna lucía un sencillo vestido de colorblanco que había comprado para laocasión con el dinero de frøkenOlsdatter y flores blancas en el pelo. El

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pastor Meyer sonrió afablemente alpronunciar los votos que los uniríanpara el resto de sus vidas.

—Ja, ich will —dijeron tanto Annacomo Jens cuando les llegó el turno.

Después, el joven deslizó la sencillaalianza de oro de su abuela en el dedode Anna con gesto dulce y firme. Ellacerró los ojos cuando Jens la besócastamente en los labios y, con granalivio, sintió el perdón del Señor en sucorazón.

El reducido cortejo nupcial setrasladó a la Bierkeller, donde los

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amigos músicos de Jens improvisaronuna marcha nupcial cuando los reciéncasados hicieron su entrada, y los demásclientes alzaron sus jarras de cervezapara brindar por su felicidad. Frente auna sencilla sopa de albóndigas, Annanotó el tranquilizador contacto de lamano de su marido sobre la rodilla.Gracias a herr Hougaard, pudo sumarsea las bromas y brindis de los amigos deJens y dejó de sentirse como una extrañaen un mundo extraño.

Aquella noche, mientras subían por laescalera hacia su habitación, Jens le

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puso la mano en la parte baja de laespalda y le provocó escalofríos denerviosa expectación.

—Mírate —murmuró él con los ojosllenos de deseo tras cerrar la puerta a suespalda—, tan menuda, tan inocente, tanperfecta… —La atrajo hacia sí y paseóaudazmente las manos por su cuerpo—.Necesito poseer a mi esposa —lesusurró al oído antes de levantarle elrostro para besarla—. ¿Y te extraña quebuscara consuelo en otro lado?

Al oír aquellas palabras, Anna seapartó de él con brusquedad.

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—¿Qué quieres decir?—Nada, nada… únicamente que te

deseo.Antes de que ella pudiera replicar, él

ya estaba besándola y acariciándole laespalda, los muslos, los pechos… y aAnna, muy a su pesar, le pareciómaravilloso y natural que su propia ropay las demás barreras que los habíanseparado cayeran al fin para poderconsumar su unión. Jens la tendió en lacama, se desnudó y se tumbó sobre ella.Las manos de Anna le exploraron contimidez los duros músculos de la

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espalda. Cuando su marido la penetró, lajoven estaba lista, sabedora de que sucuerpo llevaba ensayando aquelmomento de manera inconsciente desdela primera vez que vio a Jens.

El proceso le resultó extraño, perocuando él suspiró y cayó derrumbado asu lado, acurrucando la cabeza en suhombro, todas las historias de terror quehabía escuchado sobre aquel momentose desvanecieron. Pues ahora sepertenecían de verdad el uno al otro.

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Durante las semanas siguientes, Jensllegó a casa a la hora de la cena,ansiando, como ella, terminar el platopara poder retirarse a su cuarto. A Annase le hizo obvio que su marido era unexperto en el arte de amar y, una vez queél ganó confianza y ella se relajó, lasnoches se convirtieron en una aventuramaravillosa. La soledad de los últimosmeses fue quedando atrás a medida queAnna iba comprendiendo la diferenciaentre amigos y amantes. Y daba laimpresión de que se habían invertido lospapeles, pues era ella quien deseaba

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constantemente sentir las caricias deJens.

—Por Dios, esposa mía —le dijo éluna noche mientras jadeaba a su lado—.Estoy empezando a arrepentirme dehaberte enseñado este juego. ¡Eresinsaciable!

Y lo era. Porque aquellos momentoseran la única parte de él que lepertenecía por completo. Cuando élabandonaba sus brazos por la mañana yse vestía para ir al conservatorio, Annaveía que la expresión le cambiaba ynotaba que su mente se alejaba. Había

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adquirido la costumbre de acompañarloa pie hasta el conservatorio, donde Jensla abrazaba y le decía que la queríaantes de cruzar la puerta y desapareceren aquel otro mundo que lo consumía.

«Mi enemigo», pensaba a veces Annacuando se daba la vuelta y regresaba acasa.

Herr Hougaard había reparado en sunuevo andar brioso y en la rápidasonrisa con que lo saludaba por lasmañanas.

—Parece más contenta, frauHalvorsen, y me alegro mucho por usted

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—decía.Espoleado por aquel nuevo

optimismo, el alemán de Anna habíamejorado muy deprisa. Ahora hablabacon una seguridad que herr Hougaardaplaudía. Y la muchacha tenía laimpresión de que cada palabra queaprendía la conducía hacia muchasotras.

Decidió que no quería seguiresperando de brazos cruzados a que Jensle consiguiera trabajo como cantante. Leescribió una carta a herr Grieg paracomunicarle que se había trasladado a

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vivir a Leipzig y preguntarle si podíaconseguirle una audición con alguienque conociera en la ciudad. Jens habíapedido en el conservatorio la direcciónde C. F. Peters, la editorial musical deherr Grieg en Leipzig. Tras localizar elnúmero diez de Talstraβe, Anna leentregó la carta en mano a un joven quetrabajaba en la tienda de la planta bajavendiendo partituras. A partir deentonces, todas las noches rezaba paraque herr Grieg recibiera la misiva ycontestara.

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Un día de junio, tras mantener unaconversación de quince minutos enalemán sin cometer un solo error, herrHougaard se inclinó ante ella.

—Frau Halvorsen, ha estadoimpecable. La felicito.

—Danke —rio Anna.—También debo decirle que me

marcho a Baden-Baden para tomar lasaguas, como hago siempre en los mesesde verano. En la ciudad hace demasiadocalor para mí y hace un tiempo que menoto particularmente cansado. ¿Piensan

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herr Halvorsen y usted regresar aNoruega cuando termine el curso?

—No me ha comentado nada alrespecto.

—Parto mañana por la mañana, demodo que volveré a verla, con suerte, enotoño.

—Así lo espero. —Anna se puso enpie imitando a herr Hougaard ylamentando no poder mostrarle su afectoy gratitud de una manera menos formalque la que exigían las normas decortesía—. Estoy en deuda con usted,señor.

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—Frau Halvorsen, le aseguro que hasido un placer —dijo él paradespedirse.

Cuando herr Hougaard se marchó aBaden-Baden, Anna también notó uncambio en Jens. Ya no volvía a casa acenar con la misma frecuencia, y cuandolo hacía estaba nervioso, como un gatosobre las brasas. Y cuando le hacía elamor, lo sentía lejos.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó unanoche—. Sé que pasa algo.

—No es nada —respondió élsecamente antes de escapar de entre sus

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brazos y darse la vuelta—. Estoycansado, eso es todo.

—Jens, min elskede, te conozco. Porfavor, dime qué pasa.

Jens permaneció inmóvil durante unrato antes de volverse de nuevo haciaella.

—Está bien, tengo un dilema y no sécómo resolverlo.

—Por lo que más quieras, dime dequé se trata. Tal vez pueda ayudarte.

—El problema es que no va a hacerteninguna gracia.

—Razón de más para que me lo

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cuentes.—¿Te acuerdas de la mujer con la

que me viste comiendo?—La baronesa —dijo Anna con un

escalofrío—. ¿Cómo iba a olvidarla?—Me ha pedido que pase el verano

con ella en París, en el château que sumarido y ella tienen cerca del palacio deVersalles. Todas las semanas ofreceveladas musicales para la flor y nata delmundo de las artes y quiere que estreneallí mis composiciones. Es unaoportunidad de oro para dar a conocermi obra, obviamente. La baronesa von

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Gottfried conoce a todo el mundo y,como ya te dije en una ocasión, es unagran mecenas de los jóvenescompositores. Me ha contado queincluso herr Grieg tocó en una de susveladas.

—Entonces está claro que debemos ir.No entiendo dónde está el dilema.

Jens soltó un gemido.—Por eso no te lo quería decir, Anna.

El problema es que no puedo llevarteconmigo.

—Ah. ¿Puedo preguntar por qué?—Porque… —Jens suspiró— la

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baronesa von Gottfried no sabe queexistes. Nunca le he mencionado queestoy casado. Si te soy sincero, pensabaque podría perjudicar su buenadisposición hacia mí. Cuando la conocí,nuestra relación era… complicada yvivíamos prácticamente como hermanoso amigos. Y así está la cosa. No tiene niidea de que existes.

—Entonces ¿por qué no le cuentasahora que sí que existo? —repuso Annaen un tono quedo y frío mientras digeríael significado subyacente a las palabrasde su marido.

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—Porque… tengo miedo. Sí, Anna, tuJens tiene miedo de que la baronesa yano desee que la acompañe a París si seentera.

—¿Quieres que la baronesa crea queestás disponible para que te ayude en tucarrera?

—Sí, Anna. Dios, soy un imbécil…—Lo eres.Anna miró desapasionadamente a Jens

cuando este se cubrió la cabeza con unaalmohada y se escondió como un niñotravieso regañado por su madre.

—Perdóname, Anna. Me detesto, pero

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por lo menos ya lo sabes todo.—¿Cuánto tiempo quiere que vayas?—Tan solo el verano. —Jens asomó

la cabeza por debajo de la almohada—.Quiero que entiendas que todo esto lohago por nosotros, para dar un impulso ami carrera y ganar el suficiente dineropara que puedas salir de esta habitacióny tener tu propia casa, que es lo querealmente te mereces.

«Y para que puedas saborear la famaque crees merecer», pensó ella conamargura.

—Entonces debes ir.

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—¿En serio? —Jens parecía receloso—. ¿Por qué ibas a dejarme ir?

—Porque me has puesto entre laespada y la pared. Si te lo prohíbo,estarás todo el verano enfurruñado y meculparás de tu desgracia. Y, en contra delo que piensan los demás —Annarespiró hondo—, yo confío en ti.

—¿De veras? —La miró atónito—.¡Entonces eres una auténtica diosa!

—Eres mi marido, Jens. ¿Qué sentidotendría estar casada contigo si nopudiera confiar en ti? —respondió ellacon gravedad.

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—Gracias. Gracias, mi queridaesposa.

Jens se marchó pocos días despuésdejándole el dinero suficiente para vivircon holgura hasta su regreso. Laabrumadora gratitud del joven por sugenerosidad había bastado paraconvencer a Anna de que había tomadola decisión correcta. Durante las nochesanteriores a su partida, cuando yacían eluno junto al otro en la cama, Anna lohabía visto contemplarla con

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admiración.—Te quiero, Anna, te quiero… —le

repetía una y otra vez.Y la mañana de su marcha la estrechó

contra su pecho como si no soportara laidea de separarse de ella.

—Prométeme que me esperarás, miadorada esposa, pase lo que pase.

—Por supuesto, Jens. Eres mi marido.

Anna sobrevivió al sofocante verano deLeipzig a fuerza de determinación. Denoche yacía desnuda en la cama,

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sudando y con las ventanas abiertas depar en par a fin de dejar entrar el pocoaire que se colaba entre las casas de laangosta calle. Terminó el Fausto deGoethe y leyó con gran esfuerzo todoslos libros que pudo tomar prestados dela biblioteca municipal para mejorar suléxico en alemán. También comprabatelas en el mercado y se llevaba lacostura al parque, donde, sentada a lasombra de un árbol, se confeccionó unvestido de fustán y una capa gruesa parael invierno. Al tomarse las medidas, lainquietó comprobar que, pese a no haber

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cumplido aún los veinte, se habíaensanchado de cintura, como les sucedíaa otras mujeres una vez casadas. Solíavisitar la Thomaskirche un día sí y otrono, en busca de solaz tanto espiritualcomo físico, pues el fresco interior de laiglesia era el único lugar donde podíaescapar del calor.

Escribía regularmente a Jens a ladirección que le había dado antes deirse a París, pero solo recibió de él dosnotas breves en las que le contaba queestaba bien y muy ocupado conociendo amuchos de los importantes contactos de

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la baronesa von Gottfried. Decía que sucomposición había sido bien recibida enel recital y que estaba trabajando enalgo nuevo en los ratos libres.

«¡El château me está inspirando mimejor obra hasta el momento! ¿Cómopuede alguien no sentirse creativo en unlugar tan bello?»

El verano parecía no tener fin, peroAnna se resistía a sucumbir a lossombríos pensamientos que luchabanpor abrirse paso en su mente respecto a

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la rica y poderosa mecenas de Jens. Sumarido volvería pronto a su lado, sedecía, y continuarían con su vidamarital.

Jens no había especificado la fechaexacta de su regreso, pero una mañanade principios de septiembre, mientrasAnna estaba desayunando, frauSchneider, la casera, le preguntódeliberadamente si su marido teníaprevisto llegar a Leipzig ese día, atiempo para el comienzo del curso en elconservatorio la mañana siguiente.

—Seguro que sí —contestó con

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calma, decidida a no mostrar susorpresa.

Subió enseguida a su cuarto paracepillarse el pelo y ponerse su vestidonuevo. Se miró en el espejito que teníaencima de la cómoda y le gustó lo quevio. No cabía duda de que se le habíanredondeado las mejillas desde la marchade Jens, y estaba segura de que sumarido lo aprobaría, pues, al igual quesu familia, solía decirle que estabademasiado delgada.

Nerviosa e ilusionada por el regresode su marido, no salió de la bochornosa

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habitación en todo el día.No obstante, cuando la noche empezó

a caer, también lo hizo su ánimo. Jens nose perdería el primer día de curso en suamado conservatorio, se dijo. Sinembargo, cuando las campanas de lasiglesias dieron las doce anunciando elcomienzo de un nuevo día, se quitó elvestido y se tumbó en la cama con laenagua. Sabía que aquella noche ya nollegarían más trenes a la estación deLeipzig.

Tres días después, estaba a punto devolverse loca de preocupación. Se

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acercó al conservatorio y esperó a quelos estudiantes salieran por sus puertasfumando y charlando. Al reconocer aFrederick, el joven con el que habíanpasado la Nochebuena, se acercó a éltímidamente.

—Perdone que le moleste, herrFrederick —dijo, pues no conocía suapellido—. ¿Ha visto a Jens en laescuela esta semana?

El joven la estudió y tardó unosinstantes en reconocerla, tras lo cualintercambió una mirada significativa consus amigos.

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—Me temo que no, frau Halvorsen.¿Alguno de vosotros lo ha visto? —preguntó al grupo que lo acompañaba.

Negaron con la cabeza y miraronhacia otro lado, avergonzados.

—Me preocupa que le haya ocurridoalgo en París, pues hace más de un mesque no sé nada de él y tenía que regresarpara el comienzo del curso. —Nerviosa,Anna le daba vueltas a la alianza quelucía en el dedo—. ¿Hay alguien más enel conservatorio que pueda conocer suparadero?

—Puedo preguntarle al tutor de herr

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Halvorsen si sabe algo, pero, si he deserle franco, frau Halvorsen, tengo laimpresión de que su plan eraestablecerse en París. Me dijo que solotenía dinero para pagar un año deconservatorio aquí, aunque es posibleque la escuela le haya concedido unabeca. ¿Es ese el caso? —le preguntó.

—Yo…Anna sintió que la cabeza le daba

vueltas y se tambaleó levemente.Frederick la agarró del brazo para queno perdiera el equilibrio.

—Frau Halvorsen, está claro que no

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se encuentra bien.—No, no, estoy perfectamente. —

Anna se liberó de su presa y recurrió asu orgullo para alzar el mentón—.Danke, herr Frederick —dijo con unleve asentimiento, y se alejó con lacabeza lo más alta que pudo.

—Dios mío, Dios mío —murmurabamientras luchaba por volver a casa através de las concurridas calles, todavíamareada y sin aliento.

Se derrumbó sobre la cama, cogió elvaso de agua de la mesilla y bebió conavidez para calmar la sed y el

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aturdimiento.—No puede ser verdad. ¡No puede

ser verdad! Si su intención es quedarseen París, ¿por qué no ha mandado abuscarme? —Las paredes desnudas dela habitación no pudieron darle larespuesta que necesitaba—. Él no meabandonaría, es imposible —se dijo—.Me quiere, soy su esposa…

Después de pasar la noche en velatemiendo enloquecer a causa de lospensamientos que la asediaban, bajó adesayunar y se encontró a frau Schneideren el recibidor leyendo una carta.

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—Buenos días, frau Halvorsen.Acabo de recibir una noticia muy triste.Por lo visto, su amigo, herr Hougaard,falleció hace dos semanas de un ataqueal corazón. Su familia me pide querecoja sus pertenencias porque enviaráun carro a buscarlas.

Anna se llevó la mano a la boca.—No, Dios mío, no.Y en aquel momento, todo se volvió

negro.

Despertó tumbada en el sofá de la sala

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privada de frau Schneider con unacompresa fría sobre la frente.

—Tranquila —susurró la mujer—. Séque apreciaba mucho a herr Hougaard,como yo. Debe de haber sido un fuertegolpe para usted, con su marido todavíade viaje. Y en su estado.

Anna siguió la mirada de la mujerhasta su barriga.

—¿A… a qué se refiere con «en miestado»?

—Pues a su embarazo, a qué va a ser.¿Sabe cuándo sale de cuentas? Con lomenuda que es usted, frau Halvorsen,

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tiene que cuidarse mucho.Anna sintió que el mundo volvía a

girar a gran velocidad y pensó que iba avomitar sobre el sofá de terciopelo defrau Schneider.

—Intente beber un poco de agua —lesugirió la mujer tendiéndole un vaso.

Anna obedeció mientras frauSchneider seguía parloteando.

—Pensaba hablar con usted sobre elfuturo cuando regresara su marido. Verá,una de las normas de la casa es que nose admiten niños. Los gritos y los llantosmolestan a los demás huéspedes.

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Si Anna creía que las cosas no podíanempeorar, al parecer acababan dehacerlo.

—Sin embargo, mientras su esposoesté ausente, no me parece bien dejarlaen la calle, así que estoy dispuesta atenerla aquí hasta que nazca el bebé —declaró la mujer con magnanimidad.

—Danke —susurró Anna, conscientede que la breve exhibición de empatíade su casera había llegado a su fin y deque la mujer deseaba seguir con susmenesteres. Se puso en pie—. Ya meencuentro mejor. Le agradezco su

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amabilidad y le pido disculpas por lasmolestias que le he causado.

Saludó educadamente y regresó a sucuarto.

Pasó el resto del día tendida en lacama, inmóvil. Quizá, si permanecíaquieta y con los ojos cerrados, las cosasterribles que habían sucedido —y lo queestaba sucediendo en aquel precisoinstante— desaparecieran. Pero simovía un solo músculo, significaría queseguía viva y que tendría que enfrentarsea la realidad.

—Señor, te lo ruego, ayúdame —

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musitó.Más tarde, después de verse obligada

a salir de la cama para visitar el retrete,se quitó el vestido y se quedó en ropainterior. Tras levantarse la camisola, seforzó a bajar la vista y reconocer laligera hinchazón de su barriga. ¿Por quéno había relacionado el aumento de sucintura con un posible embarazo?

—¡Idiota! —aulló—. ¿Cómo esposible que no te hayas dado cuenta?¡Herr Bayer tenía razón! ¡Eres unacampesina estúpida e ingenua!

Cogió papel y tinta del cajón, se sentó

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en la cama y procedió a escribir a sumarido.

—Esta mañana ha llegado una carta

para usted —anunció frau Schneidertendiéndole un sobre. La criatura, puesasí veía la casera a su menuda inquilina,la miró con ojos tristes y vacíos, y porprimera vez la mujer vislumbró en ellosun destello de esperanza—. Lleva unsello francés. Estoy segura de que es desu marido.

—Danke.

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Frau Schneider hizo un gesto deasentimiento y salió del salón para que«la criatura» pudiera leerla en privado.Desde hacía dos semanas, era elespectro de Anna el que salía de lahabitación para mirar con desinterés lacomida que ella le ponía delante yretiraba intacta. Suspirando, la casera sedirigió a la cocina para lavar los platosdel desayuno en el barril de madera. Yahabía visto otros casos así. Y aunque lamuchacha le daba un poco de pena,confiaba en que aquella carta resolvierael problema. Hacía tiempo que había

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aprendido que las vidas de sushuéspedes, por trágicas que fueran, noeran responsabilidad suya.

Anna subió a su cuarto y abrió lacarta con dedos temblorosos. Hacíasemanas que había escrito a Jens alchâteau para contarle lo del bebé. Quizáaquella fuera finalmente su respuesta.

París

13 de septiembre de 1877

Mi querida Anna:

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Perdona mi tardanza en escribirte, peroantes quería estar definitivamente instalado.Estoy viviendo en un apartamento en París yestudiando composición con AugustusTheron, un renombrado profesor de música.Me está ayudando a mejorar mucho. Labaronesa von Gottfried ha sido muy generosaactuando como mi benefactora y mecenas ypresentándome a todas las personas quepodrían prestarme su ayuda. Incluso haorganizado un recital en noviembre para quepueda interpretar mis piezas delante de laalta sociedad parisina.

Como ya te dije, no me parecíaconveniente hablarle de ti, pero la verdad es,Anna, que no quería preocuparte antes de mipartida. El caso es que se me había

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terminado el dinero y, de no ser por laliberalidad de la baronesa, ahora los dosestaríamos viviendo en la miseria. Te dejé enLeipzig todo lo que tenía, y sé que aúnconservas las monedas que frøken Olsdatterte dio, así que confío en que no estéssufriendo.

Anna, entiendo que debes de ver mimarcha y el hecho de que no haya vueltojunto a ti como una terrible traición denuestro amor, pero tienes que creermecuando te digo que te AMO y que todo estolo he hecho por nosotros y por nuestrofuturo. Cuando mi música empiece a serconocida, podré mantenernos a los dos sinayuda de nadie y entonces iré a buscarte,amor mío. Te lo juro por la Biblia que en

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tanta estima tienes. Y por nuestra unión.Te lo ruego, Anna, cumple tu promesa y

espérame. Trata de comprender que esto lohago por los dos. Aunque te cueste, confíaen mí y créeme cuando te digo que esta es lamejor manera.

Te echo de menos, amor mío. Mucho.Te quiero con todo mi corazón.Siempre tuyo,

JENS

Anna dejó que la carta resbalara hasta

el suelo y enterró la cabeza entre lasmanos para intentar ordenar sus ideas.Jens no mencionaba al bebé. ¿Acaso no

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había recibido la carta? ¿Y cuántotiempo más debía esperarlo?

«Ese hombre te romperá el corazón yte destruirá…» Las palabras de herrBayer resonaron en su mente y minaronsu decisión de confiar en su marido.

La joven consiguió sobrevivir otro mes.Cómo ignoraba cuándo regresaría Jens ylas monedas de frøken Olsdatter ibandesapareciendo, decidió salir a buscaralgún tipo de trabajo.

Durante una semana, recorrió las

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calles de Leipzig solicitando empleo decamarera o marmitón, pero en cuanto elempleador reparaba en su protuberantebarriga, negaba con la cabeza y ladespachaba.

—Frau Schneider, ¿no necesitaríausted algo de ayuda con la cocina o lalimpieza? —preguntó un día a su casera—. Ahora que herr Hougaard ya no estáy aguardo el regreso de mi marido, meaburro. He pensado que me gustaríahacer algo útil.

—Aquí trabajamos duro, pero si estásegura de que quiere ayudar —contestó

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la casera mirándola con recelo—, escierto que no me iría mal alguien que meechara una mano.

Para empezar, Frau Schneider la pusoen la cocina a preparar desayunos, asíque Anna debía levantarse a las cinco ymedia de la mañana. Después de lavarlas ollas, subía a las habitaciones de loshuéspedes y cambiaba la ropa de camacuando se necesitaba. Las tardes eranpara ella, pero a las cinco estaba deregreso en la cocina pelando patatas ypreparando la cena. Teniendo en cuentasu falta de aptitudes para las tareas

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domésticas, Anna encontraba susituación irónica. Era un trabajo duro ypesado y la barriga la lastraba,especialmente cuando subía y bajaba laescalera, pero estaba tan cansada quepor lo menos dormía toda la noche.

—¿En qué me he convertido? —sepreguntó con tristeza una noche cuandoya estaba tumbada en la cama—. Laestrella de Cristianía transformada enfregona en apenas unos meses.

Después, como hacía todas lasnoches, rezó para que su maridovolviera a su lado.

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—Te lo suplico, Señor, no permitasque mi amor por mi marido y mi fe en élsean una equivocación y que laspersonas que han dudado de Jens esténen lo cierto.

Cuando el viento gélido de noviembreempezó a soplar, Anna notó un dolorrepentino en la barriga en mitad de lanoche. Tras encender el quinqué quedescansaba junto a la cama con granesfuerzo, se levantó para aliviar elmalestar y vio, horrorizada, que sus

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sábanas estaban empapadas de sangre.El dolor le atravesaba el vientre enespasmos regulares mientras lamuchacha luchaba por no gritar.Demasiado asustada para gritarpidiendo ayuda por si aquellodisgustaba a frau Schneider, se enfrentósola a las largas horas de parto y, aldespuntar el día, bajó la mirada y viouna criatura diminuta que yacía inmóvilentre sus piernas.

Reparó en que había un trozo de pielunido al ombligo del bebé que tambiénparecía estar unido a ella. Incapaz de

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seguir conteniendo el pánico, gritó contodo el dolor, el miedo y el agotamientoque sentía. Frau Schneider llegó deinmediato, contempló la carnicería quese había montado sobre la cama y corrióa avisar a la comadrona.

Anna despertó de un sueño febrilcuando unas manos suaves le retiraron elpelo de la cara y le pusieron un trapo enla frente.

—Tranquila, Liebe, tranquila. Voy acortar el cordón y a lavarla —murmuródulcemente una voz.

—¿Se está muriendo? —La voz

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familiar de frau Schneider penetró en laconciencia de Anna—. Debí pedirle quese marchara en cuanto vi que estabapreñada. Esto es lo que pasa cuandodejo que mi blando corazón mandesobre mi cabeza.

—No, la señorita se pondrá bien,pero, por desgracia, el bebé ha nacidomuerto.

—Una verdadera tragedia, pero metemo que tengo mucho que hacer.

Y sin más, frau Schneider salió de lahabitación chasqueando la lengua.

Una hora después, Anna estaba

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aseada y descansando entre sábanaslimpias. La comadrona había envuelto albebé en una mantita y se lo tendió paraque se despidiera de él.

—Era una niña, querida. Intente nodisgustarse, estoy segura de que tendrámás hijos en el futuro.

Anna contempló los perfectos rasgosde su hija, si bien la piel ya mostraba untono azulado. Demasiado aturdida parapoder llorar siquiera, la besó condulzura en la frente y dejó que lacomadrona se la quitara de los brazos.

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33

Ahora que está algo más recuperada,me gustaría hablar con usted —dijo frauSchneider mientras retiraba del regazode Anna el plato con el desayunointacto.

La criatura seguía en la cama después

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de una semana, demasiado débil paralevantarse. La casera había decidido queya estaba harta.

Anna asintió con desgana, pues sabíaperfectamente lo que la mujer sedisponía a decirle. La traía sin cuidadoque la echara a la calle. Ya todo le dabaigual.

—No ha recibido ninguna carta de sumarido desde principios de otoño.

—No.—¿Le dijo cuándo pensaba volver?—No. Solo que lo haría.—¿Y todavía lo cree?

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—¿Por qué iba a mentirme?Frau Schneider la miró sin poder dar

crédito a su candidez.—¿Tiene dinero para pagarme el

alquiler de la semana pasada?—Sí.—¿Y de la semana que viene? ¿Y de

la otra?—No lo he mirado, frau Schneider.

Lo haré ahora mismo.Anna metió la mano debajo del

colchón y sacó la caja de latón.Frau Schneider no necesitó que le

dijera que allí apenas quedaban

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monedas. Cuando la criatura abrió latapa, vio el pánico reflejado en sus ojosazules. Anna sacó dos monedas, se lastendió a la casera y cerró la caja.

—Danke. ¿Y qué hay de loshonorarios de la comadrona? ¿Puedepagármelos también? Antes de irse medejó una factura. Y, claro, también estáel asunto del entierro de la pequeña. Subebé sigue en el depósito de cadáveresmunicipal, y si no quiere que loentierren en una fosa común, tendrá quepagar el funeral y la parcela en elcementerio.

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—¿Cuánto costará?—No lo sé, pero lo cierto es que las

dos sabemos que más de lo que posee.—Sí —asintió Anna con pesar.—Criatura, no soy una mala mujer,

pero tampoco soy una santa. Le hetomado cariño y sé que es usted unamuchacha buena y temerosa de Dios queha caído en la miseria por culpa de unhombre. Y no soy tan cruel como paradejarla tirada en la calle después de lomucho que ha sufrido. Pero tenemos queser realistas. Esta habitación es la mejorde la pensión y el dinero que ha ganado

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trabajando para mí apenas cubre dosnoches del alquiler semanal. Y luegoestán sus otras deudas…

Frau Schneider se quedó mirándola ala espera de una reacción, pero los ojosmuertos de Anna ni siquieraparpadearon. Tras un suspiro, prosiguió:

—Por tanto, le propongo que sigatrabajando para mí en la pensión ajornada completa hasta que su maridovuelva, si es que vuelve, a cambio de lahabitación de servicio que hay al fondode la cocina, en la parte de atrás de lacasa. Se alimentará de los restos del

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desayuno y la cena que servimos a loshuéspedes y, además de eso, le prestaréel dinero necesario para pagar a lacomadrona y dar a su pequeña unentierro cristiano. ¿Qué me dice?

Anna no podía decir nada. Su mentese hallaba lejos de allí. Solo estabapresente físicamente, porque no teníaelección, de modo que asintió de maneramecánica.

—Decidido, entonces. Mañanatrasladará sus pertenencias a su nuevocuarto. Hay un caballero que deseaalquilar esta habitación durante un mes.

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La casera se encaminó hacia la puertay, tras envolver el pomo con su manogrande y competente, se volvió haciaAnna con el ceño fruncido.

—¿No piensa darme las gracias,criatura? Otras personas ya la habríanechado a la calle.

—Gracias, frau Schneider —repitióAnna como un loro.

La mujer farfulló algo al salir y Annacomprendió que no había mostradosuficiente gratitud. Cerró los ojos paraaislarse de la realidad. Lo más seguroera quedarse en un lugar donde nada ni

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nadie pudiera alcanzarla.A principios de diciembre,

acompañada por un viento helado, Annafue al cementerio de Johannis y sedetuvo ante la tumba de su hija.

«Solveig Anna Halvorsen.»El Dios en el que siempre había

creído, el amor por el que lo habíasacrificado todo, su bebé… todo aquellohabía muerto.

Durante los tres meses siguientes, Annase limitó a existir. Frau Schneider la

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hacía trabajar de la mañana a la nocheaprovechándose del acuerdo económicoal que habían llegado cuando Annaestaba convaleciente. La caseraholgazaneaba en su sala de estar privadamientras cargaba a Anna con cada vezmás tareas. Por la noche, la joven setumbaba en el camastro de aquelcuartucho que apestaba a comidapodrida y a desechos procedentes delangosto sumidero del patio de atrás, tancansada que se dormía enseguida y nosoñaba con nada.

Se le habían agotado los sueños.

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Cuando finalmente reunió el corajenecesario para preguntar cuánto lefaltaba para saldar la deuda y poderpercibir un sueldo por su trabajo, frauSchneider le respondió con un gruñido:

—¡Niña ingrata! ¿Te doy techo ycomida y todavía quieres más?

«No —pensó Anna aquella noche—,es frau Schneider la que quiere más.»Por aquel entonces ya se ocupaba detodas las labores de la pensión, así quesabía que debía buscarse otro empleoque le proporcionara un salario, porprecario que fuera. Cuando se desvistió

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y contempló su rostro mugriento en elespejo, se dio cuenta de que no teníamucho mejor aspecto que una rata decloaca: estaba famélica, se vestía conharapos y olía a basura. Difícilmente ledarían trabajo en aquel estado.

Pensó en escribir a frøken Olsdatter eincluso en pedir clemencia a sus padres.Cuando preguntó en una casa deempeños cuánto le darían por la plumaque Lars le había regalado, comprendióque no le llegaría ni para sufragar elenvío de una carta a Noruega.

Además, el escaso orgullo que le

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quedaba le decía que era la únicaresponsable de la desgracia que habíacaído sobre ella y que no merecíapiedad.

La Navidad llegó y pasó, y los díasgélidos de enero fueron minando la pocafe que todavía albergaba en su interior.Si en otros tiempos había rezado paraobtener la salvación, en aquel momentolo hacía para no volver a despertarse.

—Dios no existe, es todo mentira…una gran mentira —susurraba por lanoche antes de caer rendida.

Una tarde de marzo que se hallaba en

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la cocina cortando verduras para la cenade los huéspedes, frau Schneider entróen la estancia muy alterada.

—Ha venido a verte un caballero,Anna.

La joven se volvió con una expresiónde alivio en el rostro.

—No, no es tu marido. Le he hechopasar a mi salón privado. Antes de irquítate el delantal y lávate la cara.

Desalentada, Anna se preguntó sisería herr Bayer, que había ido aburlarse de ella. En el fondo le dabaigual, pensó mientras recorría el pasillo

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camino del salón de frau Schneider.Llamó a la puerta, presa delnerviosismo, y la casera le dijo quepasara.

—¡Frøken Landvik! ¿O deberíadirigirme a usted como fru Halvorsen?¿Cómo está mi pequeño pájaro cantor?

—Eh…Anna miró atónita al caballero,

estudiándolo como si fuera un objetoexpuesto en el museo de su vida pasada.

—Vamos, criatura, dile algo a herrGrieg —la reprendió frau Schneider—.Le aseguro que cuando le interesa, no

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tiene pelos en la lengua —comentó lacasera con ironía.

—Sí, siempre ha sido una joven fuertey con carácter. Pero así es el espíritu delos artistas, señora —replicó Grieg.

—¿Artista? —Frau Schneider miró aAnna con desdén—. Creía que el artistaera el marido ausente.

—Puede que el marido sea un buenmúsico, pero esta joven señorita es elauténtico talento de la familia. ¿No la haoído cantar, señora? Posee la voz másbella que he oído en mi vida, aparte dela de mi querida esposa Nina, por

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supuesto.Anna permaneció callada mientras

herr Grieg y frau Schneider hablaban deella, disfrutando de la cara de pasmo desu casera.

—Naturalmente, si lo hubiese sabidola habría traído a este salón y la habríahecho cantar para mis huéspedesmientras yo la acompañaba al piano.Soy una simple aficionada, pero muyaplicada.

Frau Schneider señaló el viejoinstrumento que descansaba en un rincóny que Anna jamás le había oído tocar.

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—Estoy seguro de que subestima susaptitudes, querida señora. —EdvardGrieg se volvió hacia Anna—. Mi pobrecriatura —dijo en noruego para que frauSchneider no pudiera entender lo quedecía—. Hace apenas unos días quellegué a Leipzig y me entregaron sucarta. Está usted medio desnutrida. Lepido disculpas. De haber conocido susituación, habría venido antes.

—Por favor, herr Grieg, no debeinquietarse por mí. Estoy bien.

—Salta a la vista que eso no escierto, y es un placer para mí ayudarla

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en todo lo que pueda. ¿Le debe algo aesta bruja?

—No lo creo, señor. Hace seis mesesque no me paga y yo diría que misdeudas están más que saldadas, peropuede que ella no opine lo mismo.

—Mi pobre, pobre niña —dijo Griegasegurándose de mantener un tonodesenfadado ante el escrutinio de frauSchneider—. Ahora le pediré que vaya abuscarme un vaso de agua. Cuando salgadel salón, irá directamente a suhabitación y recogerá sus cosas.Después traerá el vaso, cogerá la maleta

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y saldrá de la casa. Me reuniré con usteden la Bierkeller de la esquina deElsterstraße. Entretanto, yo me ocuparéde frau Schneider. —Se volvió hacia lacasera y prosiguió en alemán—. Leestaba diciendo a Anna que estoysediento y se ha ofrecido a traerme unvaso de agua.

La casera asintió con la cabeza yAnna salió de la estancia y corrió a sucuarto a hacer el equipaje, tal como herrGrieg le había pedido que hiciera. Llenóun vaso de agua y, antes de entrar en elsalón, dejó la maleta junto a la puerta de

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la calle.—Gracias, querida —le dijo Grieg

cuando le tendió el vaso—. Bien, seguroque tendrá tareas que atender. La veréantes de marcharme.

Volviéndose hacia frau Schneider, lehizo un guiño discreto a Anna, que seretiró apresuradamente, cogió la maletay abandonó la casa.

Atónita ante el repentino giro de losacontecimientos, esperó junto a laBierkeller durante veinte minutos hastaque vio que la figura familiar de susalvador se acercaba por la acera con

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paso ligero.—Bueno, fru Halvorsen, espero que

algún día su marido ausente merecompense por haber negociado suliberación.

—¡Dios mío! ¿Ha tenido que pagarle?—No, ha sido mucho peor que eso. Su

casera se ha empeñado en que le tocarami Concierto en la menor con esehorrible instrumento. Debería hacer leñacon él para calentar su orondo cuerpo eninvierno —rio Grieg mientras cogía lamaleta de Anna—. Le he prometido queiría a verla otro día para darle una

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serenata, pero puedo asegurarle que notengo intención alguna de cumplir mipromesa. Ahora tomaremos un coche enla plaza para ir a Talstraβe y, por elcamino, me contará todo lo que hasufrido en manos de esa malvada frauSchneider. Parece usted Aschenputtel yesa mujer la cruel madrastra que ladestierra a la cocina para que le haga decriada. ¡Solo nos faltan las dos horribleshermanastras!

Grieg le ofreció la mano paraayudarla a subir al coche de caballos.En aquel momento, Anna se sintió, en

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efecto, como una auténtica princesa decuento de hadas rescatada por supríncipe.

—Iremos a casa de mi gran amigo, eleditor musical Max Abraham —leinformó Grieg.

—¿Está al tanto de mi visita?—No, querida señorita, pero en

cuanto conozca su situación se mostraráencantado de acogerla. Siempre mealojo en su casa cuando vengo a Leipzig.Disfrutará de una estancia muyconfortable hasta que le busquemos otrolugar. Yo dormiré sobre el piano si es

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necesario.—Por favor, señor, no quiero ser un

problema ni una molestia para usted.—Le aseguro que no lo es, querida,

solo estaba bromeando. —Herr Griegesbozó una sonrisa afable—. En casa deMax hay muchas habitaciones libres. Yahora, dígame, ¿cómo ha llegado a estasituación después de lo alto que habíallegado la última vez que la vi?

—Verá, señor…—¡No me lo diga! —Grieg alzó la

mano y luego se acarició el bigote—.Déjeme adivinar. Las atenciones de herr

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Bayer se estaban tornando intolerables.Puede que hasta le propusieramatrimonio. Usted lo rechazó porqueestaba enamorada de nuestro apuestopero poco de fiar violinista y aspirante acompositor. Él le dijo que quería venir aestudiar a Leipzig y usted decidiócasarse con él y seguirlo. ¿He acertado?

—No se burle de mí, se lo ruego. —Anna bajó la cabeza—. Es evidente queya conocía la historia. Todo lo que hadicho es cierto.

—Fru Halvorsen… ¿puedo llamarlaAnna?

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—Por supuesto.—Me enteré de tu repentina

desaparición por herr Hennum, perodesconocía los detalles. Y por losrumores que me habían llegado enCristianía, comprendí que lasintenciones de herr Bayer iban más alládel ámbito profesional. ¿Tu maridoviolinista sigue en París?

—Creo que sí.Anna se preguntó cómo se habría

enterado de aquello.—E imagino que se hospeda en el

apartamento de una rica benefactora

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llamada baronesa von Gottfried.—Ignoro dónde se hospeda, señor.

Hace meses que no sé nada de él. Ya nolo considero mi marido.

—Has sufrido mucho, mi queridaAnna. —Grieg le tendió una manoreconfortante—. Por desgracia, labaronesa es muy entusiasta en subúsqueda de talentos musicales. Cuantomás jóvenes y atractivos, mejor.

—Disculpe, señor, pero no meinteresa oír los detalles.

—Naturalmente que no. Te pidoperdón por mi falta de tacto. La buena

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noticia, sin embargo, es que la baronesase cansará pronto de él, se buscará aotro joven y tu marido volverá a tu lado.—La miró—. Siempre he dicho que erasel espíritu de mi Solveig. E, igual queella, estás esperando a que regrese juntoa ti.

—No, señor. —Anna endureció elrostro ante aquellas palabras—. Yo nosoy Solveig y no esperaré a que Jensvuelva a mi lado. Él ya no es mi maridoy yo ya no soy su esposa.

—Dejemos este tema por el momento,Anna. Ahora estás conmigo y a salvo, y

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voy a hacer todo lo que pueda porayudarte. —Grieg se quedó calladocuando el coche de caballos se detuvodelante de una bella y elegante casablanca de cuatro plantas tachonada porhileras de grandes ventanales en arco.Anna la reconoció como el edificiodonde tiempo atrás había dejado la cartapara el compositor—. Por cuestión dedecoro, es preferible que la gente pienseque estás pasando por una situacióndifícil mientras esperas que tu maridovuelva de París. ¿Lo entiendes?

La miró un instante con sus

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penetrantes ojos azules al tiempo que leestrechaba la mano con más fuerza.

—Sí, señor.—Llámame Edvard, te lo ruego. Y

ahora —dijo soltándole la mano—,entremos y anunciemos nuestra llegada.

Aún aturdida por los acontecimientosdel día, Anna dejó que la doncella lacondujera a los encantadores aposentosdel ático y luego se sumergió en unabañera de agua caliente. Tras restregarsecon fuerza para desprenderse de lamugre de los últimos meses, se puso unvestido de seda verde esmeralda que

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había aparecido por arte de magia sobresu cama con dosel. Curiosamente, elvestido se ceñía perfectamente a sufigura menuda.

Contempló maravillada las hermosasvistas de Leipzig desde el gran ventanal,sintiendo que, mientras admiraba laopulencia que la rodeaba, el recuerdo desu encierro en la diminuta pensión yaempezaba a diluirse. Se dirigió a laplanta baja, como le habían dicho quehiciera, pensando que de no ser por herrGrieg todavía estaría en la mugrientacocina de frau Schneider pelando

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zanahorias para la cena.La doncella la guio hasta el comedor

y Anna se descubrió sentada a una largamesa entre Edvard, como debía llamarloa partir de aquel momento, y herrAbraham, el anfitrión. Cuando este lededicó unas palabras de bienvenida,Anna vio el brillo de unos ojos amablesdetrás de sus gafas redondas. Sentados ala mesa había otros músicos, y la cenatranscurrió entre risas y buena comida.Pese a estar muerta de hambre, Anna nopudo comer mucho, ya que su estómagohabía perdido el hábito de digerir. Así

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pues, se dedicó a escuchar a los demáscomensales en silencio, pellizcándose elbrazo de cuando en cuando paraasegurarse de que no estaba soñando.

—Esta bella dama —dijo Griegalzando la copa de champán en sudirección— es la cantante con mástalento de Noruega. ¡Obsérvenla! Es lamismísima encarnación de Solveig. Yame ha servido de inspiración paraalgunas canciones populares que hecompuesto este año.

El resto de los invitados le suplicaronde inmediato que tocara sus nuevas

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canciones acompañado por la voz deAnna.

—Tal vez más tarde, amigos, si Annano está excesivamente fatigada. ¡Havivido unos meses durísimossecuestrada por la mujer más malvadade Leipzig!

Mientras Edvard narraba lascircunstancias que habían conducido alrescate de la muchacha —y los invitadosahogaban una exclamación en todos losmomentos oportunos—, Anna procuróno dejarse abrumar por los penososrecuerdos de lo que había pasado.

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—¡Pensaba que mi musa se habíadesvanecido! ¡Pero aquí estaba,viviendo delante de nuestras narices enel mismísimo Leipzig! —terminó con unademán teatral—. ¡Por Anna!

—¡Por Anna!Los comensales alzaron sus copas y

bebieron a su salud.Después de la cena, Edvard le hizo

señas para que se acercara al piano y lepuso delante una partitura.

—Y ahora, Anna, a cambio de miheroico rescate, ¿crees que tendrásfuerzas para cantar? La canción se titula

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La primera prímula y nadie la hainterpretado aún, porque tenías quehacerlo tú. Ven a sentarte a mi lado —dio unas palmaditas en el banco— y laensayaremos durante unos minutos.

—Señor… Edvard —murmuró Anna—, llevo mucho tiempo sin cantar.

—Lo que quiere decir que tu voz hadescansado y volará como un pájaro.Presta atención a la música.

Anna obedeció lamentando que noestuvieran solos para, al menos, podercometer errores en privado y no delantede gente tan entendida. Cuando Edvard

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anunció que estaban preparados, elpúblico se volvió hacia ellos con carade expectación.

—Levántate, Anna, por favor, asícontrolarás mejor la respiración.¿Puedes ver la letra por encima de mihombro?

—Sí, Edvard.—Entonces, empecemos.Anna temblaba de pies a cabeza

cuando su salvador tocó los primeroscompases. Llevaba tanto tiempo sinejercitar las cuerdas vocales que notenía ni idea de lo que saldría de su

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boca cuando la abriera. Y,efectivamente, las primeras notassonaron afinadas pero endebles. Noobstante, en cuanto aquella hermosamúsica empezó a inundarle el alma, suvoz recuperó la memoria y la confianzay echó a volar.

Cuando terminó de cantar, Anna sabíaque había hecho una buena actuación. Lagente aplaudió entusiasmada y pidió unbis.

—Impecable, Anna, como sabía quesería. ¿Publicarás la canción en tucatálogo, Max?

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—Desde luego, pero creo quetambién deberíamos ofrecer un recital enla Gewandhaus con las demás cancionespopulares que has escrito, siempre ycuando sean interpretadas por nuestraangelical Anna. Es evidente que se hanescrito únicamente para su voz.

Abraham se inclinó ante Anna paraexpresarle su admiración.

—Así se hará —dijo Edvard con unasonrisa al tiempo que Anna ahogaba unbostezo.

—Querida, veo que está ustedagotada. Si desea retirarse, estoy seguro

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de que mis invitados no se lo tendrán encuenta —dijo Max para alivio de Anna—. Por lo que nos han contado, hapasado usted por una experienciaterrible.

Edvard se levantó y le besó la mano.—Buenas noches, Anna.Anna subió la escalera hasta su

habitación del ático, donde encontró a ladoncella avivando el fuego. Desplegadosobre la enorme cama, encontró uncamisón.

—¿Puedo preguntarle a quiénpertenecen todas estas prendas? Son

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justo de mi talla.—A Nina, la esposa de Edvard. Herr

Grieg me ha dicho que no tenía nada queponerse y que sacara algunos trajes delarmario de frau Grieg —explicó ladoncella mientras la ayudaba a quitarseel vestido.

—Gracias —dijo Anna, que habíaperdido la costumbre de que la sirvieran—. Ya puede retirarse.

—Buenas noches, frau Halvorsen.Cuando la doncella se marchó, Anna

se puso el suave camisón de popelina yse deslizó, extática, entre las limpias

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sábanas de hilo.Por primera vez desde hacía meses,

dirigió una oración de agradecimiento alDios que había desterrado y pidióperdón por haber perdido la fe. Despuéscerró los ojos, demasiado cansada paraseguir pensando, y se quedóprofundamente dormida.

A lo largo de las siguientes semanas,todo Leipzig se hizo eco de la historia,cada vez más aderezada, de cómo herrGrieg había rescatado a Anna de las

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garras de la malvada frau Schneider. Ymientras su nuevo y poderoso mentor lapaseaba por las altas esferas sociales ymusicales de la ciudad, todas las puertasse abrían para ellos. Asistieron a variascenas elegantes en las casas más bellasde Leipzig, después de las cuales pedíana Anna que cantara para ganarse lacomida, como decía Edvard. Otrasveces Anna participaba en pequeñasveladas musicales con otros cantantes ycompositores.

Edvard la presentaba siempre como«la personificación de todo lo bello y

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puro de mi país» o como «mi perfectamusa noruega». En algunas ocasiones,mientras cantaba las piezas delcompositor sobre vacas, flores, fiordosy montañas, Anna se preguntaba si nodebería vestirse simplemente con labandera nacional para que Edvardpudiera desfilar con ella. No porque lemolestara, naturalmente; para ella era unhonor que Grieg se interesase tanto porella. Y en comparación con la vida quehabía llevado hasta aquel momento enLeipzig, cada segundo le parecía unmilagro.

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Con el paso de los meses conoció agrandes compositores del momento,entre ellos a Piotr Chaikovski cuyamúsica apasionada y romántica adoraba.Todos acudían a Max Abraham, que,como director de C. F. Peters, la habíaconvertido en una de las editorialesmusicales más admiradas de Europa.

El negocio ocupaba las plantasinferiores del edificio y a Anna leencantaba deambular por ellas y leer loslibros de partituras, bellamenteencuadernados y con sus característicastapas de color verde claro, admirando

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las composiciones de genios como Bachy Beethoven. También le fascinaban lasimprentas mecánicas del sótano, queproducían página tras página de partituraa una velocidad de vértigo.

Poco a poco, gracias a la buenacomida, el descanso y, sobre todo, lostiernos cuidados que toda la casa leprodigaba, Anna fue recuperando lasfuerzas y la confianza en sí misma. Laterrible traición de Jens todavía leremovía las entrañas y la llenaba de unaira candente, pero se esforzaba porapartarla —al igual que a él— de su

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mente. Ya no era una niña ingenua quecreía en el amor, sino una mujer cuyotalento podía proporcionarle todo lo quenecesitaba.

Cuando, desde Alemania y otrospaíses, empezaron a llegarle conregularidad solicitudes para actuar enrecitales, Anna decidió hacerse tambiéncon el control de sus finanzas, pues noquería volver a depender de ningúnhombre. Con el sueño de poderpermitirse algún día su propioapartamento, ahorraba hasta el últimocéntimo. Edvard la estimulaba y

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alentaba, y su relación era cada vez másestrecha.

A veces, Anna se despertaba en mitadde la noche a causa del sonido lastimerodel piano de cola que había justo debajode su habitación, al que Edvard solíasentarse para componer hasta altas horade la madrugada.

Una noche de finales de primavera,atormentada por la visión recurrente desu pobre hija sepultada fría y sola bajotierra, salió de su habitación, bajó por laescalera y se sentó en el último peldaño,junto al salón, para escuchar la

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melancólica melodía que Edvard estabatocando. Comenzó a llorar quedamente yenterró la cabeza entre las manos paradejar que el dolor de su pérdida brotaracon las lágrimas.

—¿Qué te ocurre, pequeña?Sobresaltada, Anna levantó la cabeza

al notar una mano en el hombro y setropezó con los ojos azules y amables deEdvard.

—Lo siento. Es por la hermosamúsica, que me ha llegado al alma.

—Yo diría que es por algo más. Ven.—Edvard la hizo pasar al salón y cerró

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la puerta tras ellos—. Vamos, siéntate ami lado. Puedes secarte las lágrimas conesto.

Le tendió un pañuelo de seda.La empatía de Edvard provocó otro

torrente de lágrimas que Anna fueincapaz de contener. Finalmente,avergonzada, levantó la vista.Consciente de que Edvard merecía unaexplicación, respiró hondo y le habló dela pérdida de su bebé.

—Pobre chiquilla. Debe de habersido terrible pasar sola por todo eso.Como es posible que ya sepas, yo

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también perdí una hija… Alexandravivió hasta los dos años, una criaturaadorable a la que quería con toda mialma. Su muerte me rompió el corazón, yal igual que tú, perdí la fe en Dios y enla propia vida. Y confieso que tuvorepercusiones en mi matrimonio. Ninaquedó destrozada y desde entonces nosha sido prácticamente imposible darnosconsuelo el uno al otro.

—Al menos yo ese problema me loahorré en aquel momento —ironizóAnna.

Edvard rio.

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—Mi dulce Anna, te has convertidoen alguien muy importante para mí.Admiro profundamente tu espíritu y tucoraje. Los dos conocemos el verdaderosufrimiento y lo único que puedo decirtees que debemos buscar consuelo ennuestra música. Y quizá —Edvard lecogió la mano y la miró a los ojos— eluno en el otro.

—Sí, Edvard —dijo ellacomprendiendo exactamente lo quequería decir—, estoy de acuerdo.

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Un año después, con la ayuda deEdvard, Anna pudo dejar la casa deTalstrabe y mudarse a su propiaresidencia adosada en Sebastian-Bach-Strabe, en una de las mejores zonas deLeipzig. Iba a todas partes en coche decaballos y conseguía las mejores mesasen los restaurantes más exclusivos de laciudad. Cuando su fama creció enAlemania, empezó a viajar con Edvard aBerlín, a Frankfurt y a muchas otrasciudades para ofrecer recitales. Ademásde interpretar las composiciones deGrieg, su repertorio incluía el «Aria de

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las campanas», de la recién estrenadaópera Lakmé, y el aria «Adiós, colinas ycampos» de La doncella de Orleans, suópera favorita de Chaikovski.

Habían viajado incluso a Cristianíapara actuar en un recital en el mismoteatro donde Anna había comenzado sucarrera. La joven había escritopreviamente a frøken Olsdatter y a suspadres para invitarlos a la actuación,incluyendo también en el sobre coronassuficientes para pagar el viaje. Además,les había reservado habitación en elGrand Hotel, donde se alojaba también

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ella.Después de todo lo que había

sucedido y de lo mal que se sentía porhaberlos defraudado, Anna habíaesperado sus respuestas con grannerviosismo. No tendría por qué habersepreocupado. Todos aceptaron lainvitación y fue un reencuentro dichoso.Después del recital, durante la cena decelebración, frøken Olsdatter lecomunicó con discreción que herr Bayerhabía fallecido recientemente. Al oír lanoticia, Anna le dio el pésame y lesuplicó que regresara con ella a Leipzig

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como su ama de llaves.Lise, por fortuna, aceptó. Anna sabía

que, dadas las circunstancias, necesitabaque en su casa trabajara alguien deabsoluta confianza.

En cuanto a su marido errante,pensaba en él lo menos posible. Sabíaque la baronesa había sido vista enLeipzig, y también le habían llegadorumores de que estaba impulsando lacarrera de otro joven compositor, perohacía años que nadie sabía nada de Jens.Como solía comentar Edvard, habíadesaparecido como una rata en las

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cloacas de París. Anna rezaba por queestuviera muerto, pues, aunque llevabauna vida poco convencional, era feliz.

Eso fue hasta que Edvard llegó aLeipzig en el invierno de 1883 comorespuesta a la carta urgente que ella lehabía enviado.

—¿Comprendes lo que debemoshacer, kjære? ¿Por el bien de todos?

—Lo comprendo —respondió Annacon los labios apretados y expresión deresignación.

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Llegó en la primavera de 1884. Ladoncella llamó a la puerta del salón paracomunicarle a Anna que un hombredeseaba verla.

—Le he dicho que vaya a la puerta deservicio, pero se niega en redondo amoverse de donde está hasta que la hayavisto. He cerrado la puerta principal,pero se ha sentado en el escalón de laentrada. —A través de la ventana, lamujer señaló una figura encorvada—.¿Llamo a la policía, frau Halvorsen? Esevidente que se trata de un mendigo o deun ladrón, ¡o de algo peor!

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Anna se levantó despacio del sofá enel que estaba descansando y se acercó ala ventana. Sentado en el escalón vio aun hombre con la cabeza enterrada entrelas manos.

El alma se le cayó a los pies y, unavez más, pidió fuerzas al Señor. Solo Élsabía cómo iba a soportar aquello, pero,dadas las circunstancias, no teníaelección.

—Por favor, hágalo pasar deinmediato. Parece ser que mi marido havuelto.

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Cuando leí que Jens había regresadojunto a Anna, se me desbocó el corazóny pasé las siguientes páginas a todaprisa para averiguar qué sucedía tras suvuelta. Sin embargo, el propio Jenshabía preferido pasar de puntillas sobre

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los que debieron de ser unos mesestremendamente difíciles y concentrarseen su traslado, un año más tarde, a unacasa llamada Froskehuset, muy próximaa Troldhaugen, la residencia de Grieg enBergen. Y en el posterior estreno de suscomposiciones en dicha ciudad. Fuihasta la última página, donde aparecía lanota del autor.

Este libro está dedicado a mi maravillosa

esposa, Anna Landvik Halvorsen, que hafallecido recientemente de neumonía a laedad de cincuenta años. Si no me hubieseperdonado y recogido cuando aparecí en su

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puerta años después de haberla abandonado,me habría visto literalmente engullido porlas cloacas de París. Gracias a sugenerosidad, hemos disfrutado de una vidafeliz junto a nuestro querido hijo Horst.

Anna, mi ángel, mi musa… tú meenseñaste lo que verdaderamente importa enla vida.

Te quiero y te echo de menos,

Tu JENS

Cuando cerré el portátil me sentía

agitada y confusa. Me costaba muchocreer que Anna, una mujer de carácterfuerte y firmes principios morales —las

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mismas herramientas que le habíanpermitido superar lo que Jens le habíahecho—, hubiera podido perdonarlo sinmás y aceptarlo de nuevo como marido.

—Yo lo habría echado sinmiramientos y me habría divorciado deinmediato —les dije a las paredes de lahabitación, enfadada por el final delincreíble relato de Anna.

Pese a saber que en aquellos tiemposlas cosas eran diferentes, a mí meparecía que Jens Halvorsen —laencarnación del mismísimo Peer Gynt—había salido impune.

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Miré la hora y vi que eran las diez dela noche. Me levanté para ir al cuarto debaño y conectar el hervidor de agua paraprepararme un té.

Mientras echaba las pesadas cortinassobre las luces titilantes del puerto deBergen, me pregunté si yo habría sidocapaz de perdonar a Theo si me hubieseabandonado. Cosa que supuse que habíahecho en realidad, y de la forma másdefinitiva y espantosa posible. Y sí,sabía que yo también estaba enfadada yque no había perdonado aún al universo.A diferencia de Jens y Anna, mi historia

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con Theo había terminado antes inclusode empezar, y sin que ninguno de los dostuviéramos la culpa.

Para evitar ponerme sentimental,consulté mis correos mientras asaltabala fuente de fruta, pues estaba demasiadocansada para bajar al restaurante y nohabía servicio de habitaciones despuésde las nueve. Vi que tenía un mensaje deMa, otro de Maia y un tercero de Tiggy,en el que me decía que me llevaba en elpensamiento. Peter, el padre de Theo,también me había escrito paracomunicarme que había conseguido un

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ejemplar del libro de Thom Halvorsen ypreguntarme adónde debía enviarlo. Lecontesté que me lo mandara por FedEx ala dirección del hotel y decidí que mequedaría en Bergen hasta que llegara.

Al día siguiente iría a buscar la casade Jens y Anna y tal vez me pasara denuevo a ver a Erling, el amableconservador del Museo Grieg, para queme contara más cosas de ellos. Megustaba estar en Bergen, aun cuando, enaquellos momentos, mi investigación sehubiese quedado estancada.

El teléfono de la mesilla de noche

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sonó y di un respingo.—¿Diga?—Hola, soy Willem Caspari. ¿Estás

bien?—Sí, gracias.—Me alegro. Ally, ¿te gustaría

desayunar mañana conmigo? Tengo unaidea que me gustaría comentarte.

—Eh… sí, claro.—Estupendo. Que duermas bien.La comunicación se cortó

bruscamente y colgué sintiéndome untanto incómoda por haber aceptado lainvitación de Willem. Traté de averiguar

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la causa y finalmente reconocí que eraculpa. Siendo sincera conmigo misma,debía admitir que notaba un levehormigueo dentro de mí que me decíaque me sentía físicamente atraída por él.Aunque mi cabeza y mi corazón se loprohibieran, mi cuerpo estabadesobedeciendo las órdenes yreaccionando por su cuenta. Pero nopodía decirse que aquello fuera una«cita». Además, a juzgar por lo queWillem me había contado sobre Jack, supareja, estaba claro que era gay.

Mientras me preparaba para

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acostarme, me permití esbozar unasonrisa; al menos era una atracción sinriesgos, y probablemente se debiera másal talento de Willem como pianista que aotra cosa. Sabía que se trataba de unafrodisíaco poderoso y me perdoné porsucumbir a él.

—¿Qué te parece? —me preguntó

Willem al día siguiente durante eldesayuno mientras me atravesaba con sumirada de ojos azul turquesa.

—¿Cuándo es el recital?

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—El sábado por la noche. Pero ya hasinterpretado esa pieza en otrasocasiones, y tenemos el resto de lasemana para ensayar.

—Por Dios, Willem, han pasado diezaños. Me halaga mucho tu propuesta,pero…

—La Sonata para flauta y piano esbellísima, y nunca olvidaré la noche quela tocaste en el Conservatorio deGinebra. Si me acuerdo de ella y de tidiez años más tarde, significa que fueuna interpretación brillante.

—No poseo, ni de lejos, tu talento o

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tu éxito —protesté—. Te he buscado eninternet y eres toda una celebridad,Willem. ¡El año pasado tocaste en elCarnegie Hall! Así que muchas graciaspor proponérmelo, pero no, gracias.

Willem echó un vistazo a la comidaintacta de mi plato. Me había levantadocon el estómago revuelto.

—Estás nerviosa, ¿verdad?—¡Pues claro que sí! ¿Te imaginas lo

oxidado que estarías después de diezaños sin tocar una sola tecla?

—Sí, pero por otro lado tocaría conrenovado ímpetu. Deja de comportarte

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como una cobarde y como mínimointéntalo. ¿Por qué no vienes alauditorio después de mi concierto delmediodía y tocamos la pieza juntos?Estoy seguro de que a Erling no leimportará, aunque puede que considereuna blasfemia interpretar a FrancisPoulenc en el santuario de Grieg.Además, el Teatro Logen, donde secelebrará el recital del sábado, es unlugar precioso. Es la manera idónea deque encuentres de nuevo tu camino haciala música.

—Me estás acosando, Willem —dije

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al borde de las lágrimas—. ¿Por quétienes tanto interés en que toque?

—Si después de la muerte de Jack nome hubiesen empujado a retomar elpiano, lo más probable es que jamáshubiera vuelto a tocar una sola nota, asíque podría decirse que, kármicamente,estoy devolviendo el favor. ¿Qué medices?

—Ah, está bien. Esta tarde iré aTroldhaugen y lo intentaré —acepté,dándome por vencida.

—Genial.Willem dio una palmada de

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aprobación.—Cuando me oigas tocar, es muy

probable que te quedes horrorizado. Escierto que toqué en el funeral de Theo,pero eso fue diferente.

—Después de esa experiencia, lo delsábado será coser y cantar. —Se levantóde la mesa—. Te veré a las tres.

Lo observé mientras se alejaba. Ladelgadez de su cuerpo contrastaba con elcontundente desayuno que acababa deverlo zamparse. Estaba claro que sealimentaba de adrenalina. De regreso enmi habitación, diez minutos más tarde,

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abrí el estuche con parsimonia ycontemplé la flauta como si fuera elenemigo al que debía enfrentarme en unabatalla.

—¿Qué he hecho? —gemí al tiempoque sacaba las piezas y las ensamblaba,enroscando despacio las juntas yalineando correctamente el instrumento.

Después de afinarlo y probar unascuantas escalas, toqué de memoria elprimer movimiento de la sonata. Paratratarse de un primer intento, no sonódemasiado mal, me dije mientras,mecánicamente, secaba el exceso de

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humedad y limpiaba los platillos antesde devolver la flauta al estuche.

Luego salí a dar un paseo por elmuelle. Como la temperatura habíabajado en picado y en la mochila solollevaba ropa de verano, entré en una delas tiendas de listones de madera paracomprarme un jersey de pescador.

Regresé al hotel para recoger laflauta, tomé un taxi y pregunté al taxistasi conocía una casa llamada Froskehusetque se encontraba en la misma carreteraque el Museo Grieg. Me dijo que no,pero que podríamos fijarnos en los

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nombres de las residencias por las quepasáramos, y así fue como dimos conella. Froskehuset se hallaba a solo unosminutos a pie del museo. Despedí altaxista y me quedé contemplando lahermosa casa de madera, pintada decolor crema y de diseño tradicional.Cuando me acerqué a la verja vi queestaba bastante descuidada, pues lapintura estaba levantada y el jardínabandonado. Sintiéndome como unaladrona que planea un atraco, mepregunté quién viviría allí en aquellosmomentos y si debería llamar a la puerta

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para averiguarlo. Tras descartar la idea,continué calle arriba hasta el MuseoGrieg.

Me dirigí a la cafetería notándomeligeramente revuelta una vez más. Desdela muerte de Theo había perdido elapetito, y sabía que había adelgazado.Aunque no tenía hambre, pedí unsándwich de atún y me obligué acomérmelo.

—Hola, Ally. —Erling se acercó a mimesa con una sonrisa dibujada en la cara—. He oído que esta tarde después delconcierto tienes un ensayo improvisado

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en el auditorio.—Siempre y cuando no suponga un

inconveniente para ti, Erling.—Nunca tengo inconveniente en que

la gente toque buena música aquí —measeguró—. ¿Has leído algo más de labiografía de Jens Halvorsen?

—La terminé anoche, de hecho.Acabo de ir a ver la casa en la que viviócon Anna.

—Justamente ahí vive ahora ThomHalvorsen, el biógrafo y tataranieto deAnna y Jens. ¿Crees que podrías estaremparentada con la familia Halvorsen?

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—Si lo estoy, no se me ocurre cómo.Al menos por el momento.

—Tal vez Thom pueda aclarartealgunas cosas cuando regrese de NuevaYork a finales de semana. ¿Asistirás alconcierto del mediodía de Willem?

—Sí. Es un pianista con muchotalento, ¿no te parece?

—Ya lo creo. Quizá te haya contadoque hace un tiempo sufrió una trágicapérdida. Creo que eso lo ha hechomejorar como pianista. Esa clase deexperiencias vitales pueden matar ocurar, no sé si me explico.

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—Perfectamente —respondíconmovida.

—Te veré en el auditorio.Media hora después, estaba de nuevo

en la Troldsalen, la sala de conciertos,oyendo tocar a Willem. En aquellaocasión tocó Moods, una pieza pococonocida que Grieg había escrito haciael final de su vida, cuando apenas podíasalir a la calle debido a su enfermedadpero aún conseguía trasladarsetrabajosamente hasta la cabaña paracomponer. Willem ofreció unainterpretación soberbia, y me pregunté

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qué demonios hacía yo planteándomesiquiera la posibilidad de tocar con unpianista de su talla. O, más exactamente,qué hacía él proponiendo que tocáramosjuntos.

Después de que el agradecido públicoabandonara el auditorio, Willem me hizoseñas y bajé al escenario hecha unmanojo de nervios.

—Nunca había escuchado esa pieza—dije—. Es preciosa, y tuinterpretación ha sido magnífica.

—Gracias. —Inclinó brevemente lacabeza y me miró con fijeza—. ¡Ally,

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estás blanca como la leche! Será mejorque empecemos antes de que te entre elpánico y salgas corriendo.

—No vendrá nadie, ¿verdad? —dijelevantando la vista hacia la puerta delauditorio.

—¡Por Dios, Ally, te estás volviendotan paranoica como yo!

—Lo siento —farfullé.Saqué la flauta y la monté antes de

que Willem me diera la señal paracomenzar. Me sentí orgullosa cuandoconseguí superar los doce minutos deduración de la pieza sin saltarme una

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sola nota, aunque el acompañamientointuitivo de Willem y el increíble timbredel piano Steinway me ayudaronenormemente.

Los aplausos de Willem resonaron enel auditorio vacío.

—Si tocas así después de diez años,tendré que pedir que dupliquen el preciode la entrada para el recital del sábado.

—Eres muy amable, pero no puededecirse que haya sido una interpretaciónperfecta.

—Tienes razón, pero es un grancomienzo. Ahora tocaremos la pieza más

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despacio. Hay algunas cuestiones deritmo que necesitamos pulir.

Durante la media hora siguiente,ensayamos los tres movimientos de lapieza por separado. Y mientras guardabala flauta y salíamos juntos del auditorio,caí en la cuenta de que no había pensadoen Theo ni una sola vez durante losúltimos cuarenta y cinco minutos.

—¿Vuelves al centro? —me preguntóWillem.

—Sí.—En ese caso pediré un taxi.Durante el trayecto de regreso a

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Bergen, le di las gracias y le confirméque el sábado tocaría con él.

—Me alegro mucho —respondiómirando distraídamente por la ventanilla—. Bergen es un lugar especial, ¿nocrees?

—Sí, yo también tengo esa sensación.—Una de las razones de que aceptara

venir para dar los conciertos demediodía de esta semana en laTroldhaugen es que me han pedido queme incorpore a la Orquesta Filarmónicade Bergen como pianista permanente.Quería tantear el terreno, pues si

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aceptara tendría que dejar mi refugio enZúrich e instalarme en Bergen casi todoel año. Y después de lo que te contéayer, ya sabes lo difícil que sería paramí dar semejante paso.

—¿Jack y tú vivíais juntos en Zúrich?—Sí. Puede que me haya llegado el

momento de empezar de cero. YNoruega, por lo menos, es un paíslimpio —añadió Willem muy serio.

—Ya lo creo —reí—. Y la gente esmuy amable. Aunque aprender noruegodebe de ser tremendamente difícil.

—Por suerte, tengo muy buen oído.

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Las notas y los idiomas se me dan bien,además de algún que otro acertijomatemático. Y, por otro lado, aquí todoel mundo habla inglés.

—Creo que la orquesta sería muyafortunada si consiguiera ficharte.

—Gracias. —Esbozó una sonrisainesperada—. ¿Qué haces esta noche?—me preguntó cuando entramos en elhotel.

—Todavía no lo he pensado, laverdad.

—¿Cenamos juntos? —Enseguidareparó en mi titubeo—. Perdona, seguro

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que estás cansada. Te veré mañana a lastres. Adiós.

Willem se alejó bruscamente y medejó sola en el vestíbulo, sintiéndomeculpable y desconcertada. Sin embargo,era cierto que no me encontraba muybien, cosa extraña en mí. Cuando entréen mi habitación, me tumbé en la cama ypensé con tristeza que últimamente habíamuchas cosas «extrañas» en mí.

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Había tenido que salir de compras porBergen en busca de algo elegante ydiscreto para el recital. Y mientras meponía el vestido negro que había elegidopara la actuación, ahuyenté el recuerdode haber lucido uno parecido en el

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funeral de Theo. Me apliqué un toque derímel y noté que empezaba a subirme laadrenalina. Tanto que tuve queinclinarme sobre el retrete, presa de unaarcada. Me enjugué las lágrimas yregresé frente al espejo para retocarmela máscara de pestañas y añadir un pocode carmín. Después cogí la chaqueta y elestuche de la flauta y bajé al vestíbulopara reunirme con Willem.

No solo me encontraba malfísicamente, sino que había estadoincómoda con Willem desde que mehabía invitado a cenar. A partir de aquel

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momento, había notado cierta frialdad ensu trato durante nuestros ensayos. Sehabía encargado de mantener nuestrasconversaciones restringidas a lo«profesional» y en el taxi solohablábamos de la música que habíamosensayado.

Las puertas del ascensor se abrieron ylo vi esperándome en la recepción, muyatractivo con su pajarita y su impecableesmoquin negro. Y confié en no haberlodisgustado con mi rechazo. Habíapercibido trazos de la misma torpezaque Theo y yo habíamos experimentado

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en los inicios de nuestra relación, yademás algo me decía quedecididamente Willem no era gay…

—Estás muy guapa, Ally —dijomientras se acercaba a mí.

—Gracias, pero a mí no me lo parece.—Les ocurre a todas las mujeres —

espetó cuando salíamos del hotel parasubir al taxi que había reservado.

Hicimos el trayecto en silencio y mesentí frustrada por el malestar que sepalpaba entre ambos. Willem parecíatenso y distante.

Al llegar al Teatro Logen, entramos y

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él fue al encuentro de la organizadoradel recital, que estaba esperándonos enel vestíbulo.

—Síganme, por favor.Nos condujo hasta un elegante

auditorio de techos altos, numerosashileras de asientos y lámparas de arañaque iluminaban la estrecha galeríasuperior. En el escenario solo había unpiano de cola y un atril para mí. Lostécnicos aún encendían y apagaban losfocos mientras hacían las últimaspruebas.

—Los dejaré solos para que puedan

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ensayar —dijo la mujer—. Abriremoslas puertas al público quince minutosantes de que comience el recital, demodo que disponen de media hora paraevaluar la acústica.

Willem le dio las gracias, subió losescalones del escenario y se acercó alpiano de cola. Levantó la tapa y deslizólos dedos sobre el teclado.

—Es un Steinway B —se congratuló— y suena bien. ¿Hacemos un repasorápido?

Saqué la flauta del estuche y almontarla advertí que las manos me

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temblaban. Tocamos la sonata y despuésfui al cuarto de baño mientras Willemensayaba sus solos. Tuve otra arcada y,cuando me lavé la cara con agua fría, mereí del reflejo pálido que me devolvía elespejo. Se suponía que era una mujercapaz de soportar las condiciones másduras en el mar sin sufrir la menormolestia. Y allí, en tierra firme, tocandola flauta en público durante doceminutos, me sentía tan mareada comouna novata en su primera tormenta.

Regresé a bastidores y vi por unarendija que el auditorio empezaba a

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llenarse. Miré de reojo a Willem, que, apocos metros de mí, parecía estarrealizando algún tipo de ritualconsistente en farfullar, caminar de unlado a otro y estirar los dedos, así quelo dejé hacer. Por desgracia, la Sonatapara flauta y piano era la penúltimapieza del recital, lo cual quería decirque tendría que permanecer entrebambalinas, esperando y poniéndomenerviosa.

—¿Estás bien? —me susurró Willemmientras oíamos al presentador leyendolos hitos más destacados de su

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currículum antes de darle paso.—Sí, gracias —contesté cuando un

fuerte aplauso reverberó en la sala.—Quiero disculparme formalmente

por mi presuntuosa invitación a cenar dela otra noche. Fue del todo inoportuna,dadas las circunstancias. Comprendo elpunto en el que te encuentras en lo que aemociones se refiere y a partir de ahoralo respetaré. Espero que podamos seramigos.

Sin más, Willem salió al escenario ysaludó con una inclinación de la cabezaantes de sentarse frente al piano.

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Comenzó con el rápido y complejoEstudio en sol bemol mayor n.º 5 deChopin.

Mientras lo escuchaba tocar,reflexioné sobre la intrincada einterminable danza que elaborabancontinuamente los hombres y lasmujeres. Y cuando las últimas notas dela pieza inundaron el auditorio, reconocíque una parte de mí se sentíaextrañamente decepcionada por el hechode que Willem esperara que pudiéramosser amigos. Por no mencionar elsentimiento de culpa que me asaltaba

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cada vez que pensaba qué habría dichoTheo en cuanto a la confusión que meproducía mi atracción por Willem…

Después de pasearme arriba y abajopor los estrechos bastidores durante loque me pareció una eternidad, oí que alfin Willem me presentaba y salí paraunirme a él sobre el escenario, donde loobsequié con una amplia sonrisa deagradecimiento por su amabilidad yaliento de los últimos días. Después, mellevé la flauta a los labios, le indiquéque estaba preparada y empezamos atocar.

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Cuando Willem terminó su últimapieza de la noche, subí de nuevo alescenario y me sentí muy extrañasaludando al público a su lado. Losorganizadores incluso me regalaron unpequeño ramo de flores.

—Felicidades, Ally, lo has hecho muybien. Muy muy bien, de hecho —me dijoWillem mientras abandonábamos juntosel escenario.

—Estoy de acuerdo contigo.Me volví hacia la voz familiar y vi a

Erling, el conservador del Museo Grieg,acompañado entre bambalinas de otros

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dos hombres.—Hola —lo saludé con una sonrisa

—. Y gracias.—Ally, te presento a Thom

Halvorsen, el biógrafo y tataranieto deJens Halvorsen, además de virtuosoviolinista y subdirector de la OrquestaFilarmónica de Bergen. Y él es DavidStewart, el gestor de la orquesta.

—Es un placer conocerte, Ally —dijoThom en tanto que David Stewart sevolvía hacia Willem—. Erling me hacontado que estás buscando informaciónsobre mis tatarabuelos.

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Me quedé mirándolo y pensé que mesonaba su cara, pero en aquel momentono supe decir de qué. Poseía un físicotípicamente noruego: cabello pelirrojo,pecas en la nariz y ojos grandes yazules.

—Así es.—En ese caso, estaré encantado de

ayudarte en lo que pueda. Aunque estanoche tendrás que perdonarme si estoyalgo despistado. Acabo de llegar deNueva York. Erling me ha recogido en elaeropuerto y me ha traído directamenteaquí para que pudiera escuchar a

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Willem.—Los jet lags son matadores —

dijimos a la vez y, tras un brevesilencio, ambos sonreímos con timidez.

—Lo son —añadí.David Stewart se volvió hacia

nosotros.—Lo siento, pero he de marcharme

enseguida. Thom, llámame si hay buenasnoticias.

Se despidió de todos los demás ydesapareció.

—Ally, seguro que ya sabes queestamos intentando convencer a Willem

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de que se incorpore a la OrquestaFilarmónica de Bergen. ¿Has pensado enello, Willem?

—Sí, Thom, y tengo algunas preguntasque hacerte.

—En ese caso, te propongo quevayamos a comer algo al restaurante deenfrente. ¿Nos acompañáis? —nospreguntó a Erling y a mí.

—Si tenéis cosas de qué hablar, nonos gustaría molestaros —respondióErling por los dos.

—En absoluto. Solo se necesita un«sí» de Willem para abrir el champán.

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Diez minutos después, estábamossentados en un acogedor restauranteiluminado con velas. Uno frente al otro,Thom y Willem estaban absortos en suconversación, de modo que me puse ahablar con Erling.

—Esta noche has estado estupenda,Ally. Eres demasiado buena para ignorartu talento, y eso por no hablar del meroplacer de tocar.

—¿Tú también eres músico? —lepregunté.

—Sí. Pertenezco a una familia demúsicos, igual que Thom. Soy

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violonchelista y toco con una orquestapequeña aquí, en Bergen. Esta ciudadtiene una gran cultura musical. LaFilarmónica de Bergen es una de lasorquestas más antiguas del mundo.

—¡Ya podemos abrir el champán! —anunció de repente Thom—. Willem haaceptado el puesto.

—Para mí no, gracias —repuso elpianista con firmeza—. Nunca beboalcohol después de las nueve.

—Si vas a mudarte a Noruega, metemo que tendrás que cambiar ese hábito—bromeó Thom—. Es lo único que nos

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ayuda a superar los largos inviernos.—Creo que la ocasión merece una

excepción —aceptó educadamenteWillem al tiempo que el camareroaparecía con la botella.

—¡Por Willem! —brindamos cuandollegó la comida.

—Me siento mucho más despiertodespués de esta copa de champán. —Thom me sonrió—. Cuéntame más cosassobre tu conexión con Jens y AnnaHalvorsen.

Le hablé brevemente del legado de PaSalt, que incluía la biografía de Anna

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escrita por su marido, Jens Halvorsen, ylas coordenadas de la esfera armilar,que me habían conducido primero aOslo y después a Bergen y el MuseoGrieg.

—Es fascinante —murmuró mientrasme miraba con aire pensativo—. Esoquiere decir que podríamos estaremparentados. Aunque, sinceramente,después de mis recientes investigacionessobre la historia de mi familia, en estosmomentos no se me ocurre cómo.

—A mí tampoco —lo tranquilicétemiendo de pronto que pudiera tomarme

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por una «robagenes» cazafortunas—. Heencargado tu libro, por cierto. Me loestán trayendo desde Estados Unidosmientras hablamos.

—Te lo agradezco, Ally, pero en casatengo un ejemplar de sobra si quieresconsultarlo.

—Lo tendré en cuenta. O por lomenos te pediré que me firmes el mío. Yahora, aprovechando que te tengodelante, quizá puedas aclararme algunascosas. ¿Sabes qué le ocurrió a la familiaHalvorsen en los años posteriores a labiografía de Jens?

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—Más o menos. Por desgracia, setrata de un período poco agradable de lahistoria del hombre, con las dos guerrasmundiales en camino. Noruega semantuvo neutral en la primera, pero enla segunda se vio seriamente afectadapor la ocupación alemana.

—¿De verdad? Ni siquiera sabía queNoruega hubiera sido ocupada —confesé—. La historia no era mi fuerteen el colegio. De hecho, nunca me heparado a pensar en el impacto que pudotener la Segunda Guerra Mundial en lospaíses que no fueron los principales

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protagonistas, y aún menos aquí, en estatranquila nación recluida en la cima delmundo.

—Bueno, en el colegio tendemos aaprender la historia de nuestro país. ¿Dedónde eres tú?

—De Suiza.Lo miré riéndome.—Neutral —dijimos al unísono.—Pues resulta que los alemanes nos

invadieron en 1940 —continuó Thom—.De hecho, Suiza me recordó a Noruegacuando estuve en Lucerna hace un par deaños para un concierto. Y no solo por la

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nieve. Ambos países parecen vivir untanto desconectados del resto delmundo.

—Es cierto —convine. Observé aThom mientras comía, tratando deaveriguar aún por qué su cara meresultaba tan familiar, y llegué a laconclusión de que debía de estarreconociendo en él algunos de losrasgos que había visto en las fotografíasde sus antepasados—. Entonces ¿losHalvorsen sobrevivieron a las dosguerras?

—Es una historia muy triste, en

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realidad, y sin duda demasiadocompleja para que mi cerebro reciénaterrizado pueda explicártela. Peropodríamos quedar otro día, quizámañana por la tarde en mi casa. Tambiénfue la casa de Anna y Jens, y podríaenseñarte dónde vivieron algunos de losmomentos más felices de su relación.

Arqueó una ceja y sentí una ligeraemoción al darme cuenta de que éltambién conocía toda la historia de Annay Jens.

—La vi hace un par de días caminode la Troldhaugen.

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—Entonces ya sabes cómo llegar. Yahora, si no te importa, necesito ir aacostarme. —Thom se levantó y miró aWillem—. Buen viaje de vuelta aZúrich. Estoy seguro de que eldepartamento de administración sepondrá en contacto contigo para el temadel contrato. Si se te ocurre algunapregunta más, llámame. Ally, ¿mañana alas dos en Froskehuset?

—Sí. Y gracias.—¿Te apetece caminar? —me

preguntó Willem después de que nosdespidiéramos también de Erling, que se

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ofreció a llevar a Thom en coche—. Elhotel no está lejos.

—Buena idea.Me notaba la cabeza cargada y pensé

que el aire fresco me sentaría bien.Recorrimos las calles empedradas ysalimos al puerto. Willem se detuvofrente al muelle.

—Bergen… ¡Mi nuevo hogar! ¿Creesque he tomado la decisión correcta,Ally?

—No lo sé, pero no se me ocurre unlugar más bonito para vivir. Cuestaimaginar que aquí puedan suceder cosas

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malas.—Eso es justamente lo que me

preocupa. ¿Estoy intentando borrarmedel mapa? ¿Huyendo una vez más de loque le sucedió a Jack? No he parado deviajar desde que ella murió, y ahora mepregunto si en realidad vengo aquí aesconderme.

Suspiró y reemprendimos la marchapor el muelle en dirección al hotel.Enarqué mentalmente las cejas alpercatarme de que Willem se habíareferido a su pareja como «ella».

—También podrías mirarlo desde un

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prisma más positivo y decir que vienesaquí para pasar página y comenzar denuevo —le sugerí.

—Sí, cierto. De hecho, queríapreguntarte si tú también has pasado porla fase de «por qué murió él y no yo».

—Ya lo creo, y aún no la hesuperado. Fue Theo quien me obligó aabandonar el velero en el quecompetíamos poco antes de que seahogara. Pese a saber que habría sidoimposible, me he pasado horas y máshoras pensando que si me hubiesequedado, habría podido salvarlo.

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—Es un camino que no lleva aninguna parte. Yo he comprendido que lavida es una sucesión de acontecimientosaleatorios. Tú y yo nos hemos quedadoaquí y tenemos que seguir adelante. Mipsicoterapeuta dice que por eso tengosíntomas de TOC. Tras la muerte deJack, sentía que no podía controlar mivida y he tratado de compensar esadeficiencia desde entonces. Poco a pocovoy mejorando. Por ejemplo, esa copade champán después de las nueve… —Willem se encogió de hombros—. Sinprisa, Ally, paso a paso.

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—Sí. Por cierto, ¿cuál era el nombrecompleto de Jack?

—Jacqueline, por Jacqueline du Pré.Su padre era violonchelista.

—La primera vez que me hablaste deella pensé que era un hombre…

—¡Ja! Por lo visto es otra forma decontrol, y funciona. Me ha protegido detodas las mujeres depredadoras que sehan cruzado en mi camino. En cuantomenciono a mi pareja Jack, reculan. Séque no soy una estrella del rock, perodespués de los conciertos siempre seacercan algunas fanáticas del piano que

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me hacen ojitos y me piden ver mi, eh…,instrumento. Una incluso me dijo que sufantasía era que le tocara el Concierton.º 2 de Rachmaninoff desnudo.

—Pues espero que no me tomaras poruna de ellas.

—Ni mucho menos. —Nos habíamosdetenido delante del hotel y Willem sevolvió hacia las tranquilas aguas quelamían el muelle—. De hecho, fue todolo contrario. Y, como ya te dije antes, meequivoqué al invitarte a cenar. Típico demí —suspiró, de repente taciturno—.Cambiando de tema, gracias por tocar

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esta noche. Confío en que quierasmantener el contacto.

—Willem, soy yo quien debe dartelas gracias. Me has ayudado a recuperarla música. Pero, si no me voy a la camaya, caeré redonda aquí mismo.

—Me voy mañana a primera hora —anunció cuando entramos en el desiertovestíbulo—. Tengo muchas cosas queorganizar en Zúrich. Thom quiere queme incorpore a la orquesta lo antesposible.

—¿Cuándo volverás?—En noviembre, justo a tiempo para

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preparar el Concierto del Centenario deGrieg. ¿Piensas quedarte por aquí muchotiempo? —me preguntó camino delascensor.

—No lo sé, la verdad.Entramos juntos y pulsamos los

botones de nuestras respectivas plantas.—Bueno, aquí tienes mi tarjeta. Por

favor, cuéntame cómo te van las cosas.—Lo haré.El ascensor se detuvo en su planta.—Adiós, Ally.Se despidió con una sonrisa fugaz y

un leve gesto de la cabeza y salió.

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Diez minutos después, cuandoapagaba la lámpara de mi mesilla denoche, confié en que Willem y yomantuviéramos realmente el contacto.Aunque estaba a años luz de pensar entener otra relación, me gustaba. Ydespués de lo que acababa de decirme,sospechaba que yo a él también.

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Hola. —Thom me dedicó una sonrisacuando abrió la puerta de Froskehuset—. Vamos al salón. ¿Qué te apetecetomar?

—Un vaso de agua, gracias.Eché un vistazo a la estancia mientras

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Thom iba a la cocina. La pintorescadecoración era de un estilo que habíaempezado a reconocer como típicamentenoruego: sencillo y muy acogedor.Incluía una mezcolanza de sillonesdisparejos y un sofá con antimacasaresde encaje, todos ellos bien dispuestosalrededor de una enorme estufa dehierro que imaginé que mantendría elfrío totalmente a raya por las noches. Elúnico objeto llamativo de la sala era elpiano de cola negro situado frente a laventana en voladizo con vistas almagnífico fiordo.

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Me acerqué a un recodo para vermejor la colección de fotografías quedescansaba sobre un espantoso burófaux rococó. Me llamó la atención unaen particular, de un niño de unos tresaños —Thom, supuse— sentado sobreel regazo de una mujer, junto al fiordo ybajo un sol radiante. Tenían la mismasonrisa amplia, el mismo color de tez ylos mismos ojos grandes y expresivos.Cuando Thom regresó al salón, vi en susemblante vestigios del niño de lafotografía.

—Disculpa la decoración —dijo—.

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Me mudé a esta casa hace solo unosmeses, tras la muerte de mi madre, ytodavía no he tenido tiempo decambiarla. Yo soy más minimalista, degustos escandinavos modernos. Estareliquia del pasado no es mi estilo.

—Pues la verdad es que yo estabapensando que me gusta mucho. Es muy…

—¡Auténtica! —exclamamos ambosal mismo tiempo.

—Me has leído el pensamiento —rioThom—. Y dado que estás investigandola vida de Anna y Jens, está bien queveas la decoración original antes de que

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empiece a tirar cosas al contenedor.Muchos de estos muebles eran suyos ytienen más de ciento veinte años, comoel resto de la casa, incluidas lascañerías. Mis tatarabuelos compraron elsolar, o, mejor dicho, lo compró Anna,en 1884 y tardaron un año en construir lacasa.

—No había oído hablar de ellos hastaque leí el libro —dije en un tono dedisculpa.

—Anna era la más conocida de losdos en Europa, pero Jens también erabastante célebre, sobre todo en Bergen.

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Empezó a destacar de verdad despuésde la muerte de Grieg en 1907, aunque,para serte franco, su música poseíanumerosas reminiscencias del maestro yno estaba a su altura. Ignoro cuántosabes de la influencia de Grieg en lavida de Anna y Jens…

—Bastante, ahora que he leído labiografía de Jens. Sé lo que hizo porAnna tras rescatarla de la pensión deLeipzig.

—Sí, bueno… Como aún no hastenido la oportunidad de leer mi libro,una cosa que no sabes es que fue Grieg

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quien encontró a Jens viviendo con unamodelo artística en Montmartre. Sumecenas, la baronesa, lo habíaabandonado y se ganaba precariamentela vida tocando el violín, casi siempreborracho y bajo los efectos del opio,como muchos artistas del círculobohemio de París de aquella época. Alparecer, Grieg le leyó la cartilla, le pagóel billete a Leipzig y le dejó muy claroque tenía que ir a ver a Anna y suplicarsu perdón.

—¿Quién te contó todo eso?—Mi bisabuelo, Horst, a quien se lo

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había contado la propia Anna en sulecho de muerte.

—¿Y cuándo regresó Jens a Leipzig?—En torno a 1884.—¿Varios años después de que Grieg

rescatara a Anna de la pensión? Laverdad, Thom, es que cuando llegué alfinal del libro se me cayó el alma a lospies. No fui capaz de entender que Annaaceptara de nuevo a Jens después detantos años de abandono. Y ahora nocomprendo por qué Grieg fue a buscar aJens a París. No me cabe duda de quesabía lo que Anna sentía por él. No tiene

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sentido.Thom me estudió como si estuviera

dándole vueltas a algo en la cabeza.—He ahí el problema de la historia,

tal y como descubrí mientras investigabael pasado de mi familia —dijo al fin—.Conoces los hechos, pero averiguar lasverdaderas motivaciones humanas ya esmás difícil. Recuerda que fue Jens quienescribió la biografía. En ningúnmomento sabemos qué piensa Annasobre el tema. El libro se publicódespués de la muerte de ella y fue,básicamente, un homenaje de su marido.

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—Yo, personalmente, habría agarradoel cuchillo de la carne nada más ver aJens cruzar la puerta. Me parecía muchomejor persona Lars, su primer novio.

—¿Lars Trulssen? ¿Sabes que semarchó a Estados Unidos y se convirtióen un poeta de cierto renombre?Contrajo matrimonio con una mujer quepertenecía a una familia acaudalada deorigen noruego que llevaba tresgeneraciones en Nueva York. Tuvomuchísimos hijos.

—¿En serio? Eso me hace sentirmucho mejor. Me daba mucha pena Lars.

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Pero ya se sabe que las mujeres nosiempre elegimos al hombre que másnos conviene, ¿verdad?

—Me niego a opinar sobre eso —dijoThom con una carcajada—. Lo únicoque puedo decirte es que, al parecer,Anna y Jens permanecieron felizmentecasados hasta que ella murió. Por lovisto, Jens siempre les estuvo muyagradecido a ambos, a Grieg porhaberlo salvado de los antros deperdición de París y a Anna por haberloperdonado. Los dos matrimoniospasaban mucho tiempo juntos, pues

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vivían casi puerta con puerta. CuandoGrieg murió, Jens contribuyó a crear undepartamento de música en laUniversidad de Bergen con el legadoeconómico del compositor. Ahora es laAcademia Grieg, y ahí fue donde estudiéyo.

—En realidad no sé nada de lafamilia Halvorsen después de 1907, quees cuando termina el libro de Jens, y, dehecho, nunca he escuchado ninguna desus composiciones.

—En mi opinión, escribió pocaspiezas que merezcan la pena. Aunque,

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cuando estuve organizando susnumerosas carpetas de partituras, quellevaban años acumulando polvo en eldesván, tropecé con algo muy especial.Un concierto para piano que, según heaveriguado, jamás se ha interpretado enpúblico.

—¿En serio?—Como este año es el centenario de

la muerte de Grieg, se han organizadovarios eventos, entre ellos un granconcierto aquí, en Bergen, paraclausurar las celebraciones.

—Sí, Willem me lo ha comentado.

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—Como te imaginarás, la músicanoruega ocupará un lugar muy destacadoen el programa y sería fantástico poderestrenar la pieza para piano de mitatarabuelo. He hablado con el Comitéde Programaciones y con el propioAndrew Litton, el venerado director dela Filarmónica de Bergen y actualmentemi mentor. Han escuchado la pieza, que,en mi opinión, es sensacional, y handecidido incluirla en el programa parael concierto del 7 de diciembre. Comoen el desván solo encontré la partiturapara piano, se la envié a un tipo que

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conozco y que tiene mucho talento paraque hiciera la orquestación, pero cuandollegué ayer de Nueva York me encontréun mensaje suyo en el contestador. Diceque su madre enfermó hace unassemanas y todavía no ha podido siquieraponerse con ella.

Guardó silencio y vi, por la expresiónde su cara, que estaba decepcionado.

—Dudo mucho que esté lista paradiciembre. Es una verdadera pena,porque creo que es lo mejor que Jenscompuso en toda su vida. Además,estrenar una obra original compuesta por

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un Halvorsen que tocó en la primerarepresentación de Peer Gynt habría sidoperfecto. Pero basta de hablar de misproblemas. Háblame de ti, Ally. ¿Hastocado alguna vez en una orquesta?

—Dios mío, no. Nunca he tenidonivel para eso. Digamos que soy unaaficionada entusiasta.

—Después de escucharte ayer,permíteme que disienta. Willem dice queestudiaste cuatro años de flauta en elConservatorio de Ginebra. Eso no lohace una «aficionada entusiasta», Ally—me regañó.

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—Puede que no, pero hasta hace solounas semanas era navegante deprofesión.

—¿En serio? ¿Y cómo es eso?Frente a una infusión que Thom había

encontrado en un armario, le hice unresumen de mi vida y de losacontecimientos que me habían llevadohasta Bergen. Me di cuenta de que meestaba acostumbrando a relatarlos deforma mecánica, sin implicaciónemocional. Y no tenía ni idea de siaquello era bueno o malo.

—Caray, Ally, pensaba que mi vida

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era complicada, pero la tuya… No sécómo has conseguido superar estasúltimas semanas. Me descubro ante ti.

—Me he mantenido ocupada hurgandoen mi pasado —dije con impaciencia,deseosa de cambiar de tema—. Y ahoraque ya te he aburrido con mi vida,¿crees que podrías devolverme el favory hablarme de los Halvorsen máscontemporáneos? Si no es molestia —me apresuré a añadir, consciente de queestaba pidiendo información sobre lafamilia de Thom. No quería que pensaraque estaba reclamando algún tipo de

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derecho—. En el caso de que tengaalgún vínculo con ellos, debe estar en elpasado reciente, porque solo tengotreinta años.

—Yo también. Nací en junio. ¿Tú?—El 31 de mayo, según mi padre

adoptivo.—¿En serio? Yo el 1 de junio.—Nos llevamos un día —musité—.

Pero cuéntame, soy toda oídos.—Veamos. —Thom bebió un sorbo

de café—. A mí me crió aquí, en Bergen,mi madre, que murió hace un año. Poreso me vine a vivir a Froskehuset.

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—Lo siento mucho, Thom. Sé muybien lo que significa perder a un padre.

—Gracias. Fue un golpe durísimo,porque estábamos muy unidos. Ella eramadre soltera y vivimos sin un marido yun padre que nos apoyara.

—¿Sabes quién era tu padre?—Desde luego. —Thom enarcó una

ceja—. Es el vínculo sanguíneo con JensHalvorsen. Felix, mi padre, es subisnieto. Pero, a diferencia de Jens, quepor lo menos al final regresó junto aAnna, mi padre nunca asumió susresponsabilidades.

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—¿Sigue vivo?—Ya lo creo, aunque tenía unos

veinte años más que mi madre cuando seconocieron. Desde mi punto de vista, detodas las generaciones de hombresHalvorsen, mi padre es el que mástalento musical posee. Y mi madre, aligual que Anna, tenía una vozmaravillosa. Total, que mi madre asistióa clases de piano con mi padre y él lasedujo. Se quedó embarazada con veinteaños. Felix se negó a aceptar que el hijoera suyo y le aconsejó que abortara.

—Eso podría ser una prueba

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irrefutable. ¿Fue eso lo que tu madre tecontó?

—Sí. Y, conociendo a Felix, la creo—aseguró Thom—. Mi madre lo pasómuy mal después de tenerme. Suspadres, granjeros del norte con unamentalidad muy conservadora, larepudiaron y Martha, mi madre, sequedó prácticamente en la indigencia.No olvides que hace treinta añosNoruega era todavía un paísrelativamente pobre.

—Qué horror, Thom. ¿Y qué hizo?—Afortunadamente, mis bisabuelos,

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Horst y Astrid, nos ofrecieron su casa.Aunque creo que mi madre nunca serepuso de lo que le había hecho mipadre. Sufrió terribles episodiosdepresivos el resto de su vida. Y nuncaexplotó su talento como cantante.

—¿Te reconoce ahora Felix como suhijo?

—Se vio obligado a hacerlo cuando,siendo yo un adolescente, el tribunal leexigió una prueba de ADN —explicóThom con semblante triste—. Mibisabuela había muerto y, en lugar dedejarle la casa a Felix, su nieto, me la

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dejó a mí. Felix impugnó el testamentoalegando que mi madre y yo éramosunos impostores, de ahí que el tribunalpidiera una prueba de ADN. ¡Y bingo!Se demostró que con total seguridad lasangre de los Halvorsen corría por misvenas. Aunque yo nunca lo habíadudado. Mi madre jamás habría mentidosobre algo así.

—Vaya. Primero, deja que te diga quetu pasado no tiene nada que envidiarle almío en cuanto a dramatismo —dije conuna sonrisa, y vi, aliviada, que Thom mela devolvía—. ¿Ves a tu padre alguna

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vez?—De vez en cuando me lo encuentro

por la ciudad, pero no mantenemos unarelación social.

—¿Vive aquí?—Sí, en las colinas, con sus botellas

de whisky y un reguero incesante demujeres llamando a su puerta. Es unauténtico Peer Gynt, un hombre quenunca ha sido consciente de sus errores.

Thom se encogió de hombros conpesar.

—Hay algo que se me escapa… Mehas hablado de tus bisabuelos, pero falta

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una generación. ¿Qué fue de tus abuelos,los padres de Felix?

—Esa es la historia que te mencionéanoche. Nunca llegué a conocerlosporque murieron antes de que yonaciera.

—Lo siento mucho, Thom.Sorprendida, advertí que se me

llenaban los ojos de lágrimas.—Dios mío, Ally, no llores. Estoy

bien y he conseguido seguir adelante conmi vida. Tú has pasado por cosas muchopeores últimamente.

—Sé que lo has superado, Thom.

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Perdona, la historia me ha conmovido,eso es todo —dije sin entender muy bienpor qué me afectaba tanto.

—No son cosas de las que suelahablar, como puedes imaginar. Dehecho, me sorprende haber sido capazde hablarte de ello con tanta franqueza.

—Y yo te agradezco que lo hayashecho, Thom, de verdad. Solo unapregunta más. ¿Alguna vez hasescuchado la versión de la historia de tupadre?

Me miró extrañado.—¿Qué otra versión puede haber?

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—No sé…—¿Una distinta a la de que es un

cabrón egoísta e inútil que dejó a mimadre embazada y sola, quieres decir?

—Sí —respondí con un suspiro ycomprendiendo que había entrado enterreno pantanoso. Reculé de inmediato—. Por lo que me has contado,probablemente tengas toda la razón y nohaya más que eso.

—Eso no significa que Felix no me dépena a veces —reconoció Thom—. Suvida es un absoluto desastre y ha tiradosu extraordinario talento por la ventana.

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Por suerte, heredé una pizca de ese dony siempre le estaré agradecido por ello.

Vi que Thom consultaba la hora y medije que había llegado el momento demarcharme.

—Será mejor que me vaya. Ya te herobado suficiente tiempo.

—No, Ally, no te vayas aún, porfavor. De hecho, ahora mismo estabapensando que estoy hambriento. EnNueva York es más o menos la hora deldesayuno. ¿Te apetecen unas tortitas? Esel único plato que sé preparar sin unareceta delante.

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—Thom, en serio, si quieres que mevaya, dilo.

—No quiero que te vayas. De hecho,¿por qué no vienes a la cocina y hacesde pinche?

—Vale.Mientras hacíamos las tortitas, Thom

me preguntó sobre mi vida.—Por las cosas que me cuentas,

parece que tu padre adoptivo era unhombre muy especial.

—Lo era, sí.—Y con tantas hermanas… seguro

que nunca te ha faltado compañía. Yo a

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veces me sentía muy solo siendo hijoúnico. Siempre deseé tener hermanos.

—Cierto, nunca sufrí de soledad.Siempre había alguien con quien jugar,algo que hacer. Y, sobre todo, aprendí acompartir.

—Mientras que yo lo tenía todo paramí y me agobiaba el hecho de ser elpríncipe de mi madre —dijo él mientrasservía las tortitas en dos platos—.Siempre sentí la presión de tener quecumplir sus expectativas. Solo me teníaa mí.

—A mis hermanas y a mí siempre nos

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alentaron a que fuéramos nosotrasmismas. —Nos sentamos a la mesa de lacocina—. ¿Te sentías culpable por elhecho de que tu madre hubiera sufridotanto para traerte al mundo?

—Sí. Y cuando caía en sus episodiosdepresivos y me decía que yo tenía laculpa de que su vida se hubiera ido altraste, me entraban ganas de gritarle queyo no había pedido nacer y que ladecisión había sido suya.

—Menudo par estamos hechos tú yyo.

Me miró con el tenedor suspendido en

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el aire.—Y que lo digas. De hecho, me

resulta agradable tener a alguien capazde entender mis peculiarescircunstancias familiares.

—A mí también.Lo miré y sonreí. Él me devolvió el

gesto y de pronto tuve una fuertesensación de déjà vu.

—Qué extraño —murmuró Thom unossegundos después—, me siento como site conociera de toda la vida.

—Sé a qué te refieres, a mí me pasalo mismo.

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Un rato después, me llevó al hotel encoche.

—¿Estás libre mañana por lamañana? —me preguntó.

—Sí, no tengo planes.—Genial. Vendré a recogerte para dar

un paseo en barco por el puerto. Y tecontaré lo que les pasó a Pip y Karine,mis abuelos. Como ya te he comentado,es un capítulo duro y doloroso de lahistoria de los Halvorsen.

—¿Te importaría que nos viéramos entierra firme? Desde que Theo murió soyincapaz de subirme a un barco.

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—Es comprensible. ¿Por qué nosubes otra vez a Froskehuset? Vendré abuscarte a las once. Buenas noches,Ally.

—Buenas noches, Thom.Le dije adiós desde la puerta del hotel

y subí a mi habitación. Me asomé a laventana para contemplar el mar,maravillada por las muchas horas queThom y yo habíamos pasado hablandode todo y de nada, y por lo cómoda queme había sentido. Me duché y me metíen la cama pensando que,independientemente de lo que surgiera

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de mis indagaciones sobre mi pasado, almenos estaba haciendo nuevos amigospor el camino.

Y con esa idea me dormí.

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37

Cuando me desperté al día siguiente,la serenidad que había sentido la nocheanterior me abandonó mientras corría alcuarto de baño a vomitar. Regresé a lacama a trompicones, con los ojoshúmedos e incapaz de entender por qué

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me encontraba tan mal. Siempre habíagozado de buena salud. De niña rarasveces enfermaba y siempre era la queayudaba a Ma cuando un virusespecialmente agresivo saltaba de unahermana a otra.

Aquel día me encontraba fatal yempecé a preguntarme si las náuseas quehabía sentido en Naxos se debieron aalgún virus estomacal que seguía dentrode mí, porque no había vuelto aencontrarme bien desde entonces. Dehecho, cada vez estaba peor… Seguroque simplemente se debía a la tensión de

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las últimas semanas, pensé conimpotencia. Necesitaba comer —debíade estar baja de azúcar—, de modo quepedí un desayuno continental completo,decidida a no dejar ni una miga. «Así escomo se tratan los mareos en el mar,Ally», me recordé cuando me senté en lacama con la bandeja sobre las rodillas ypeleé valientemente por comer todo loque pude.

Veinte minutos después, eché eldesayuno entero por el inodoro.Mientras me vestía con las manostemblorosas, pues solo faltaba media

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hora para que llegara Thom, decidí quele pediría el nombre de un buen médico,pues ya no me cabía duda de quepadecía alguna dolencia. En esas estabacuando sonó el teléfono.

—¿Diga?—¿Ally?—Tiggy, ¿cómo estás?—Estoy… bien. ¿Dónde estás?—Sigo en Noruega.Se produjo un silencio y finalmente

dijo:—Ah.—¿Qué ocurre, Tiggy?

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—Nada, nada… Solo quería saber sihabías vuelto ya a Atlantis.

—No, lo siento. ¿Va todo bien?—Sí, sí, muy bien. Únicamente

llamaba para saber cómo estabas.—Estoy bien, y descubriendo muchas

cosas sobre las pistas que me dejó Pa.—Me alegro. Bueno, avísame cuando

vuelvas de Noruega para que podamosvernos —dijo con una alegría falsa en lavoz—. Te quiero, Ally.

—Y yo a ti.Tomé el ascensor pensando,

desconcertada, en lo extraña que se

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había mostrado Tiggy. Estabaacostumbrada a su serenidad, a sucapacidad para hacer que todos los quela rodeaban se sintieran mejor trasofrecerles su visión esotérica de la vida.Aquel día, sin embargo, la había notadomuy diferente. Me hice la promesa deescribirle un correo más tarde.

—Hola.Thom se acercó a mí cuando salí del

ascensor.—Hola —dije con una sonrisa y

procurando mantener la compostura.—¿Estás bien, Ally? Se te ve…

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pálida.—Sí. Bueno, la verdad es que no —

confesé camino de la salida—. No meencuentro muy bien, y ya llevo variosdías así. Estoy segura de que no es másque una simple gastroenteritis, peroquería preguntarte si conoces a algúnmédico.

—Claro. ¿Quieres que te lleve ahora?—Caray, no, no estoy tan mal. Solo

me siento… rara.Me ayudó a subir a su destartalado

Renault.—Ally, tienes muy mala cara —

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insistió mientras sacaba el móvil—.Deja que te pida hora para hoy mismo.

—Está bien, gracias.Thom marcó un número y habló con la

persona del otro lado de la línea ennoruego.

—Hecho, tienes hora a las cuatro ymedia. —Contempló mi rostro macilentoy sonrió—. Te propongo que vayamos aFroskehuset y te tumbes en el sofá conun edredón calentito. Luego podrásdecidir si quieres que te cuente lahistoria de mis abuelos o que te toque elviolín.

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—¿No podrían ser las dos cosas?Esbocé una sonrisa débil y me

pregunté cómo podría saber Thom queen aquel frío día de otoño y con elestómago revuelto, un edredón, unahistoria y algo de música eranjustamente lo que necesitaba.

Media hora después, acurrucada en elsofá, con el privilegio añadido de quehubiera puesto en marcha la enormeestufa de hierro, le pedí a Thom quetocara el violín para mí.

—¿Por qué no empiezas por tu piezapreferida?

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—De acuerdo. —Fingió un suspiro—.Aunque teniendo en cuenta tu estado, noquiero que pienses que guarda relaciónalguna.

—No lo pensaré —prometí,extrañada por el comentario.

—Está bien.Thom se colocó el violín debajo del

mentón con suma delicadeza, dedicóunos segundos a afinarlo y finalmente desu arco empezaron a brotar lasevocadoras notas de una de mis piezaspredilectas. Solté una carcajada alcomprender lo que había querido decir.

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Se interrumpió con una sonrisa.—Te lo advertí.—La muerte del cisne también es una

de mis piezas favoritas.—Me alegro.Y siguió tocando mientras yo,

recogida bajo el cálido edredón, gozabadel privilegio de un recital privado porparte de un virtuoso natural del violín.Cuando la última nota se desvaneció enel aire, aplaudí.

—Precioso.—Gracias. ¿Qué te gustaría escuchar

ahora?

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—Lo que más te guste tocar.—Muy bien. Ahí va.Durante los cuarenta minutos

siguientes, escuché a Thom tocar unamaravillosa selección de sus piezasfavoritas, entre ellas el primermovimiento del Concierto para violínen re mayor de Chaikovski y la sonataconocida como El trino del diablo deTartini, y lo vi perderse en otro mundo,un mundo en el que había vistosumergirse a todos los músicos deverdad cuando tocaban. Volví apreguntarme cómo había sido capaz de

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vivir sin música y sin músicos durantelos últimos diez años. Yo también habíaconocido aquella sensación en otrostiempos. En algún momento debí dequedarme traspuesta del todo, pues mesentía tan relajada y segura que,simplemente, me evadí. Hasta que notéuna mano suave en el hombro.

—Vaya, perdona —dije al abrir losojos.

Thom me estaba mirando con cara depreocupación.

—Podría sentirme muy ofendido porel hecho de que el único miembro de mi

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público se haya dormido, pero no me lotomaré como algo personal.

—No deberías, Thom, de verdad. Teprometo que, aunque te resulteparadójico, es un cumplido. ¿Puedo usarel cuarto de baño? —pregunté mientrassalía despacio de debajo del edredón.

—Sí, está al final del pasillo a laizquierda.

—Gracias.Cuando regresé, aliviada por

encontrarme algo mejor, vi a Thom en lacocina con algo borboteando en elfuego.

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—¿Qué estás haciendo? —pregunté.—La comida. Es más de la una. Te he

dejado dormir dos horas largas.—¡Caray! No me extraña que te hayas

sentido ofendido. Perdona.—No hay nada que perdonar, Ally.

Por lo que me has contado, últimamentelo has pasado muy mal.

—Sí. —No me daba vergüenzareconocerlo delante de él—. Añoromucho a Theo.

—Estoy seguro. Aunque te parezcaextraño, en cierto modo te envidio.

—¿Por qué?

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—Yo aún no he sentido eso porninguna mujer. He tenido relaciones, sí,pero ninguna ha salido bien. Todavía hede encontrar ese gran amor del que todoel mundo habla.

—Lo encontrarás, estoy segura.—Puede, pero la verdad es que voy

perdiendo la esperanza con la edad. Noparece tarea fácil.

—Thom, alguien aparecerá, comoTheo apareció para mí, y en esemomento lo sabrás. ¿Qué estáscocinando?

—El otro plato con el que es

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imposible que falle: pasta. A la Thom.—No sé qué le pones tú, pero estoy

segura de que mi «pasta especial» esmucho mejor que la tuya —bromeé—.Es mi plato estrella.

—¿Ah, sí? Apuesto a que no puedesuperar la mía. La gente baja en tropeldesde las colinas de Bergen únicamentepara probarla —afirmó mientrasescurría la pasta y la mezclaba con unasalsa—. Haga el favor de sentarse.

Empecé a comer con cautela, pues nome atraía la idea de tener que realizarotra visita al cuarto de baño, pero

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descubrí que el plato de Thom —unasabrosa combinación de queso, hierbasy jamón— me estaba sentando muy bien.

—¿Qué te ha parecido? —preguntóseñalando mi plato vacío.

—Excelente. Tu pasta especial me hadevuelto a la vida. Estoy lista paraescuchar el concierto de tu tatarabuelo.Si te apetece interpretarlo para mí,claro.

—Por supuesto. Aunque has de tenerpresente que el piano no es mi primerinstrumento y que, por consiguiente, nole haré justicia.

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Regresamos al salón y me instalé denuevo en el sofá, esta vez con la espaldaerguida, mientras Thom cogía lapartitura del estante.

—¿Es la partitura original?—Sí. —La dejó sobre el atril—. Te

ruego que tengas paciencia con mitorpeza.

Cuando empezó a tocar, cerré los ojosy me concentré en la música. Había enella indudables resonancias de Grieg,pero también algo único, una melodíabella e hipnótica que recordaba aRachmaninoff con una pincelada, quizá,

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de Stravinski. Thom terminó con unafloritura y se volvió hacia mí.

—¿Qué te parece?—Ya estoy tarareándola en mi

cabeza. Es una música hechizante.—Estoy de acuerdo, y también lo

están David Stewart y Andrew Litton.Mañana me concentraré en intentarencontrar a alguien que haga laorquestación. No sé si podrá terminarseen tan poco tiempo, pero merece la penaintentarlo. Si te soy sincero, no entiendocómo se las ingeniaban nuestrosantepasados. Si hoy en día resulta difícil

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pese a todas las herramientasinformáticas que tenemos, escribirmanualmente cada nota para cadainstrumento de una orquesta en unapartitura debía de ser una tareadescomunal. No me extraña que losgrandes compositores tardaran tanto eninstrumentar sus sinfonías y conciertos.Me quito el sombrero ante Jens y todoslos demás.

—Está claro que perteneces a unlinaje ilustre, ¿eh?

—La gran pregunta, Ally, es, ¿y tú? —dijo despacio Thom—. Anoche, cuando

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te fuiste, estuve pensando un buen ratoen cuál podría ser tu parentesco con elclan Halvorsen. Dado que Felix, mipadre, es hijo único y ninguno de misabuelos tenía hermanos, solo he sidocapaz de llegar a una conclusión.

—¿Cuál?—Me preocupa que te ofendas, Ally.—Suéltalo, Thom, lo soportaré —lo

insté.—Está bien. Teniendo en cuenta el

escabroso pasado de mi padre con lasmujeres, me he preguntado si existe laposibilidad de que tuviera una hija

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ilegítima de cuya existencia, tal vez, nisiquiera es consciente.

Clavé la mirada en Thom mientrasasimilaba sus palabras.

—Es una teoría, sí. Pero recuerda quetodavía no tengo pruebas de que estéemparentada con los Halvorsen. Y mesiento muy incómoda apareciendo depronto aquí e irrumpiendo en tu historiafamiliar.

—Para mí, cuantos más Halvorsenseamos, mejor. En estos momentos, soyel último de la dinastía.

—Pues solo hay una manera de

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averiguarlo, y es preguntárselodirectamente a tu padre.

—Estoy seguro de que mentiría —repuso Thom con amargura—, comohace siempre.

—Por como lo describes, espero queno tenga nada que ver conmigo.

—No pretendo ser negativo, Ally,pero digamos que no tiene muchas cosaspositivas a las que agarrarse.

Thom se encogió de hombros.—Bien —dije para pasar a otro tema

—, a ver si me aclaro con lasgeneraciones. Jens y Anna tuvieron un

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hijo llamado Horst.—Exacto. —Thom cogió un libro que

descansaba sobre el buró—. Esta es mibiografía, e incluye el árbol genealógicode la familia Halvorsen. Toma. —Me latendió—. Está al final, antes de losagradecimientos.

—Gracias.—Horst era un violonchelista muy

bueno y estudió en París, no en Leipzig—prosiguió Thom mientras yo buscabala página—. Regresó a Noruega y tocóen la Filarmónica de Bergen la mayorparte de su vida. Era un hombre

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encantador, y aunque tenía noventa y dosaños cuando yo nací, lo recuerdo muyactivo. Fue el primero que me puso losdedos en un violín cuando tenía tresaños, según me contó mi madre. Murió alos ciento un años sin haber estadoenfermo un solo día de su vida. Ojaláhaya heredado sus genes.

—¿Y sus hijos?—Horst se casó con Astrid, que era

quince años más joven que él, y vivieronen esta casa casi toda su vida. Tuvieronun hijo al que pusieron de nombre Jensen honor a su abuelo, aunque, por alguna

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razón, todo el mundo lo llamaba Pip.—¿Y qué fue de él? —pregunté,

confusa, mientras examinaba el árbolgenealógico.

—Esa es la desgarradora historia quete mencioné, Ally. Con lo mal que teencuentras, ¿seguro que te ves conánimos de escucharla?

—Sí —respondí con firmeza.—De acuerdo. Jens júnior demostró

ser un músico de gran talento y semarchó a estudiar a Leipzig, igual quehabía hecho su abuelo y tocayo antes queél. Pero estamos hablando de 1936 y el

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mundo estaba cambiando…

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Jens Horst Halvorsen —más conocidocomo «Pip», apodo recibido cuando aúnera una diminuta semilla en el vientre desu madre— caminaba con paso ligerohacia el magnífico edificio de piedraclara que albergaba el Conservatorio de

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Leipzig. Aquella mañana suscompañeros y él tenían una clasemagistral con Hermann Abendroth, elcélebre director de la Orquesta de laGewandhaus de Leipzig, y sentíaescalofríos de emoción. Desde quehabía llegado a Leipzig dos años ymedio antes, procedente de los estrechosconfines musicales de Bergen, su ciudadnatal, todo un mundo nuevo se habíaabierto para él, tanto creativa comopersonalmente.

En lugar de la música hermosa —peroanticuada, para el oído de Pip— de

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compositores como Grieg, Schumann yBrahms que había escuchado desde lainfancia con Horst, su padre, elconservatorio le había dado a conocercompositores coetáneos. Su favorito enaquellos momentos era Rachmaninoff,cuya Rapsodia sobre un tema dePaganini, estrenada hacía dos años enEstados Unidos, era la pieza que habíainspirado a Pip para escribir su propiamúsica. Avanzaba por las amplias callesde Leipzig silbando la melodía casi parasí. Sus estudios de piano y composiciónhabían avivado su imaginación creativa

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y lo habían acercado a ideas musicalesprogresistas. Además de admirar labrillantez de Rachmaninoff, también lohabía cautivado La consagración de laprimavera de Stravinski, una pieza tanmoderna y audaz que, veinte añosdespués de su estreno en París en 1913,todavía conseguía que el padre de Pip,consumado violonchelista, la calificarade «obscena».

Mientras seguía su camino, pensó enel otro amor de su vida, Karine. Ella erala musa que lo inspiraba y lo impulsabaa mejorar. Algún día le dedicaría un

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concierto.Se habían conocido hacía poco más

de un año, una fría noche de octubre, enun recital celebrado en la sala deconciertos de la Gewandhaus. Pipacababa de empezar su segundo curso enel conservatorio y Karine el primero.Mientras esperaban en el vestíbulo paraocupar sus asientos en la última fila, aKarine se le había caído un guante delana y Pip se lo había recogido. Cuandose incorporó para dárselo, sus miradasse encontraron y desde entonces habíansido inseparables.

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Karine era una mezcla exótica desangre francesa y rusa y había crecidoen un particularmente bohemio hogar deParís. Su padre era un escultor francésde cierto renombre y su madre unacélebre cantante de ópera. Ella habíaencontrado la forma de expresar supropia creatividad en el oboe y era unade las pocas mujeres que estudiaban enel conservatorio. A pesar de tener elcabello negro y aterciopelado como elpelaje de una pantera y unos ojososcuros y brillantes que descasabansobre unos pómulos prominentes, la piel

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de Karine, incluso en el momento álgidodel verano, permanecía siempre tanblanca como la nieve de Noruega. Vestíacon un estilo singular que evitaba loshabituales adornos femeninos y sedecantaba por los pantalonesacompañados de un blusón de pintor ouna americana hecha a medida. En lugarde hacerla parecer masculina, su manerade vestir realzaba su sensual belleza. Suúnica imperfección física —de la queKarine se quejaba con regularidad— erala nariz, heredada al parecer de su padrejudío. A Pip le habría traído sin cuidado

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que hubiera tenido el tamaño de la dePinocho después de una mentira. Para él,ella era perfecta, sencillamente perfecta.

Ya habían planeado su futuro encomún: intentarían encontrar trabajo enorquestas de Europa y, después deahorrar el dinero suficiente, partirían aEstados Unidos para empezar allí unanueva vida. En realidad aquel sueño eramás de Karine que de él, reconocía Pip.Él podría ser feliz en cualquier lugar delmundo siempre y cuando ella estuviera asu lado, pero comprendía que la jovendeseara marcharse. Allí, en Alemania, la

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propaganda antijudía distribuida por elpartido nazi iba en aumento y, en otraspartes del país, los judíos sufrían unhostigamiento constante.

Por fortuna, el alcalde de Leipzig,Carl Friedrich Goerdeler, seguía siendoun acérrimo opositor de los valoresnazis. Pip le aseguraba a Karine todoslos días que allí no le ocurriría nadamalo y que él la protegería. Y cuando secasaran, añadía siempre, un apellidonoruego sustituiría el revelador«Rosenblum». «Aunque tú me parecestan bella como una rosa en flor», solía

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bromear cada vez que surgía el tema.Pero aquel día, sin embargo, lucía un

sol radiante y los tensos rumores sobrela amenaza nazi parecían lejanos yexagerados. Pese al frío, aquella mañanahabía decidido hacer a pie el agradabletrayecto de veinte minutos que separabael conservatorio de su pensión enJohannisgasse en lugar de tomar eltranvía. Pensó en lo mucho que habíacrecido la ciudad desde los tiempos desu padre. Aunque Horst Halvorsen habíavivido en Bergen la mayor parte de suvida, había nacido en Leipzig, y aquella

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conexión familiar le daba a Pip unamayor sensación de pertenencia.

Al aproximarse al conservatorio,pasó junto a la estatua de bronce deFelix Mendelssohn, el fundador de laescuela, erigida delante de la sala deconciertos de la Gewandhaus. Lo saludóllevándose la mano al sombreromentalmente antes de mirar el reloj yaligerar el paso, pues llegaba tarde.

Dos buenos amigos de Pip, Karsten yTobias, lo esperaban apoyados en laarcada que daba entrada a la academia.

—Buenos días, dormilón. Karine te

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tuvo despierto hasta tarde, ¿no? —preguntó Karsten con una sonrisamaliciosa.

Pip sonrió con afabilidad.—No, he venido caminando y he

tardado más de lo que pensaba.—Daos un poco más de brío, por el

amor de Dios —los interrumpió Tobias—. ¿O queréis llegar tarde a la clase deherr Abendroth?

El trío se sumó al torrente deestudiantes que ya estaba entrando en laGrober Saal, un vasto espacio con untecho abovedado sostenido por hileras

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de pilares y una galería superior queasomaba a la platea y el escenario. Solíautilizarse como auditorio y sala deconferencias. Mientras tomaba asiento,Pip recordó su primer recital de pianoen aquel mismo escenario y se le escapóuna mueca. Sus profesores ycompañeros de clase conformaban unpúblico mucho más crítico que cualquierotro que pudiera encontrar en el futuroen las salas de conciertos. Y, en efecto,su actuación de aquel día había sidodebidamente analizada y, a renglónseguido, descuartizada.

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Ahora, dos años y medio después, eraprácticamente inmune a lasobservaciones ácidas sobre su forma detocar. El conservatorio se enorgullecíade producir músicos profesionalescurtidos y preparados para ingresar encualquier orquesta del mundo.

—¿Has leído el periódico de hoy?Nuestro alcalde ha viajado a Múnichpara reunirse con el partido —susurróTobias—. Sin duda le habrán insistidopara que emplee sus tácticas antisemitasaquí, en Leipzig. La situación es cadadía más peligrosa.

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Los estudiantes prorrumpieron envítores cuando Hermann Abendrothentró en el auditorio, pero Pip aplaudiócon el corazón ligeramente acelerado acausa de lo que Tobias acababa decontarle.

Aquella noche se reunió con Karine yla mejor amiga de esta, Elle, en el caféde siempre, situado a medio caminoentre sus respectivas pensiones. Las dosjóvenes se habían conocido durante elprimer trimestre de conservatorio,cuando les asignaron la mismahabitación. Como ambas eran francesas

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de nacimiento y hablaban la mismalengua materna, se hicieron amigasenseguida. Aquella noche Elle habíallevado a su novio, Bo, del que Pip solosabía que también estudiaba su segundoaño de música. Mientras pedían unaronda de cervezas Gose, Pip reparó,sorprendido, en el contraste entre losarrolladores rasgos morenos de Karine yla belleza rubia de ojos azules de Elle.«La gitana y la rosa», pensó cuando lasbebidas llegaron a la mesa.

—Supongo que ya has oído la noticia—le dijo Karine bajando la voz.

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Últimamente nunca se sabía quiénpodía estar escuchando.

—Sí —dijo Pip, y se percató de queel rostro de Karine se había contraído acausa de la tensión.

—Elle y Bo también estánpreocupados. Ya sabes que Elle tambiénes judía, aunque no lo parezca. Tienesuerte —musitó la chica antes devolverse de nuevo hacia sus amigos, queestaban sentados enfrente.

—Creemos que lo que estásucediendo en Bavaria empezará asuceder aquí tarde o temprano —dijo

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quedamente Elle.—Debemos esperar y ver qué

consigue hacer el alcalde en Múnich.Pero aunque suceda lo peor, estoyseguro de que no tocarán a losestudiantes de nuestra escuela —lostranquilizó Pip—. Todos los alemanesllevan la música en el alma y el corazón,sean cuales sean sus inclinacionespolíticas. —Confió en que sus palabrasno sonaran demasiado huecas. Miró aBo, que tenía la mirada sombría y unbrazo protector sobre los hombros de sunovia—. ¿Cómo estás, Bo? —le

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preguntó.—Bien —contestó él.Era un hombre parco en palabras que

insistía en ir a todas partes cargado conel arco de su chelo.

Pip sabía que se trataba de uno de loschelistas con más talento de todo elconservatorio y que todo el mundoesperaba grandes cosas de él.

—¿Dónde pasaréis la Navidad?—Todavía no…En aquel momento, Bo miró por

encima del hombro de Pip, se puso tensoy empalideció. Pip se volvió y vio a dos

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oficiales de las SS, con el inconfundibleuniforme gris y la cartuchera de cueroalrededor de la cintura, cruzar la puerta.Advirtió que Bo se estremecía ydesviaba la mirada. Por desgracia,últimamente no era una escena inusualen Leipzig.

Los dos oficiales pasearon la miradasobre los clientes del café y tomaronasiento a una mesa cercana.

—Todavía no lo hemos decidido —respondió Bo, recuperándose.

Se volvió hacia Elle y le susurró algoal oído. Al cabo de un rato, los dos se

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levantaron para marcharse.—Están muy asustados —suspiró

Karine mientras Pip y ella los veíanabandonar la cervecería con la máximadiscreción.

—¿Bo también es judío?—Él dice que no, pero son muchos

los que mienten. Quien le preocupa es lamujer a la que ama. Creo que podríanmarcharse de Alemania muy pronto.

—¿Y adónde irán?—No lo saben. A París, quizá, aunque

Elle dice que a Bo le preocupa que siAlemania decide entrar en guerra,

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también Francia se vea involucrada. Mihogar.

Pip le cogió la mano que le tendía yse dio cuenta de que estaba temblando.

—Esperemos a ver qué sucedecuando el alcalde Goerdeler regrese deMúnich —insistió Pip—. Si esnecesario, Karine, nosotros también nosiremos.

Al día siguiente, de camino alconservatorio, Pip avanzó entre la típicaneblina gris de las mañanas denoviembre en Leipzig. Cuando seaproximaba a la Gewandhaus, las

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rodillas estuvieron a punto de fallarle alreparar en la multitud que se habíacongregado delante del edificio. En ellugar donde el día anterior se alzabaorgullosa la espléndida estatua de FelixMendelssohn, el fundador judío delconservatorio, ahora solo quedabanescombros y polvo.

—Dios mío —farfulló mientraspasaba raudo junto a una muchedumbrevestida con el uniforme de lasJuventudes Hitlerianas y escuchaba losinsultos que proferían entre los cascotes—. Ya ha empezado.

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Cuando entró en el conservatorio, unaaglomeración de estudianteshorrorizados llenaba el vestíbulo. Vio aTobias y se acercó a él.

—¿Qué ha ocurrido?—Ha sido Haake, el alcalde adjunto,

quien ha ordenado la destrucción de laestatua de Mendelssohn. Lo tenía todoplaneado para que sucediera mientrasGoerdeler estuviera en Múnich. Ahoraseguro que lo obligarán a dimitir. Yentonces Leipzig estará perdido.

Pip buscó a su novia entre el tumultoy la encontró mirando por uno de los

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ventanales. La muchacha dio un respingocuando Pip le puso una mano en elhombro y se volvió hacia él conlágrimas en los ojos. Karine negó con lacabeza sin decir una palabra mientras eljoven la abrazaba.

Aquel día, el director delconservatorio, Walther Davisson,canceló todas las clases; la tensión en lazona era cada vez mayor y consideróque permanecer allí era demasiadopeligroso para los estudiantes. Karinedijo que había quedado con Elle en uncafé situado en la esquina de

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Wasserstraße y Pip se ofreció aacompañarla. Cuando llegaron, Elleestaba sentada con Bo en un reservadodiscreto.

—Después de lo que ha ocurrido, yano tenemos a nadie que nos proteja —dijo Karine cuando Pip y ella sesentaron a su lado—. Todos sabemosque Haake es antisemita. Acordaos desus esfuerzos por aplicar esas horriblesleyes del resto de Alemania. ¿Cuántotiempo más pasará antes de que losmédicos judíos tengan prohibido ejercery los arios acudir a sus consultas

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también en Leipzig?Pip contempló los tres rostros pálidos

que lo rodeaban.—No debemos dejar que el pánico se

apodere de nosotros, sino esperar a queGoerdeler regrese. La prensa dice quelo hará dentro de unos días. Ha viajadodesde Múnich a Finlandia para unencargo de la Cámara de Comercio.Estoy seguro de que cuando se entere delo sucedido volverá a Leipzig deinmediato.

—¡Pero el ambiente en la ciudad esirrespirable! —espetó Elle—. Todo el

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mundo sabe que en el conservatorioestudian muchos judíos. ¿Y si deciden irmás lejos y echar el edificio abajo,como han hecho con las sinagogas enotras ciudades?

—El conservatorio es un templo de lamúsica, no un poder religioso o político.Por favor, debemos tratar de mantener lacalma —insistió Pip.

Pero Elle y Bo ya estaban hablandoentre ellos en susurros.

—Para ti es fácil decirlo —señalóKarine en voz baja—. Tú no eres judío ypasarás por uno de los suyos. —Clavó

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la mirada en sus ojos azul claro y suondulado cabello rojizo—. Para mí esdiferente. Justo después de quederribaran la estatua, he pasado junto aun grupo de jóvenes camino delconservatorio y me han gritado«Jüdische Hündin!».

Karine bajó la mirada al rememorarel momento. Pip sabía perfectamente quésignificaban aquellas palabras: «Zorrajudía». Le hirvió la sangre, pero noayudaría a Karine perdiendo losestribos.

—Y para colmo —continuó ella—, ni

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siquiera puedo hablar con mis padres.Ahora mismo están en Estados Unidospreparando la nueva exposición deesculturas de mi padre.

—Yo te protegeré, cariño, aunquetenga que llevarte a Noruega paraconseguirlo. Nadie va a hacerte daño.

La cogió de la mano y le retiró unmechón de pelo negro del rostroangustiado.

—¿Me lo prometes?Pip la besó en la frente con ternura.—Te lo prometo.

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Para alivio de Pip, la situación se calmódurante los siguientes días. Goerdelerregresó a Leipzig y prometió quereconstruiría la estatua de Mendelssohn.El conservatorio abrió nuevamente suspuertas y Pip y Karine procurabandesviar la mirada cada vez que pasabanpor delante de los escombros. Losestudiantes parecían tocar ahora conrenovada pasión e intensidad, como siles fuera la vida en aquella música.

Al fin llegaron las vacaciones deNavidad, pero no eran lo bastante largas

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para permitir que Pip o Karineregresaran a casa, así que los dospasaron la semana en un pequeño hoteldonde se registraron como marido ymujer. Dado que había crecido en unhogar luterano que desaprobaba el sexoantes del matrimonio, Pip se habíasorprendido de la actitud relajada deKarine respecto a aquel asunto cuando, alas pocas semanas de conocerse, lehabía propuesto que se acostaran. Piphabía descubierto que, a diferencia deél, su novia ni siquiera era virgen. Laprimera vez que hicieron el amor, a

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Karine le hizo gracia que se sintiera tancohibido.

—Pero si es un proceso de lo másnatural entre dos personas enamoradas—había bromeado cuando se plantódesnuda delante de él con susextremidades largas y blancas expuestascon una elegancia natural y sus senospequeños y perfectos apuntando haciaarriba—. Nuestros cuerpos estándiseñados para darnos placer. ¿Por quédeberíamos negárnoslo?

A lo largo de los últimos meses, Piphabía aprendido el arte del amor físico y

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se había sumergido gustoso en lo que supastor solía llamar los pecados de lacarne. Aquella era la primera Navidadque pasaba lejos de casa, y decidió queestar en la cama con Karine erapreferible a cualquier regalo quepudiera hacerle Papá Noel enNochebuena.

—Te quiero —le susurrabaconstantemente al oído cuando yacía asu lado, tanto despierto como dormido—. Te quiero.

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El nuevo trimestre comenzó en enero yPip, consciente de que le quedaba pocotiempo en el conservatorio, concentrósus energías en empaparse de todo loque le enseñaban. Se pasó el gélidoinvierno de Leipzig caminando sobre lanieve mientras tarareaba aRachmaninoff, Prokofiev y la Sinfoníade los salmos de Stravinski. Y mientraslo hacía, empezó a concebir en sucabeza sus propias melodías.

Cuando llegaba al conservatorio,sacaba de la cartera una partitura enblanco y, con las manos entumecidas por

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el frío, las anotaba antes de que se leolvidaran. Poco a poco, había aprendidoque el método para componer que mejorle funcionaba consistía en pensar conlibertad y dejar volar la imaginación, adiferencia del sistema que preferíanotros alumnos, basado en planificarmeticulosamente los temas y escribir losacordes de uno en uno y de formaordenada.

Le mostraba sus trabajos a su tutor,que lo criticaba, pero también loanimaba a seguir. Pip vivía en un estadode gran excitación, pues sabía que aquel

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no era más que el principio de suexcepcional proceso. Destilaba energíay la sangre se le aceleraba en las venascada vez que escuchaba a su musainterior.

En la ciudad seguía reinando unacalma relativa cuando Goerdeleranunció que se presentaría a lareelección en marzo. El conservatorio alcompleto lo apoyó, repartiendopanfletos y carteles que pedían el votodel ciudadano, y Karine parecíaconvencida de que ganaría.

—Aunque todavía no ha cumplido su

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promesa de reconstruir la estatua, encuanto la gente se exprese y Goerdelersea reelegido, el Reich no tendrá másremedio que apoyarlo en esa empresa —le había comentado esperanzada a Ellefrente a una taza de café después de unlargo día de campaña.

—Sí, pero todos sabemos que Haakese opone abiertamente a su reelección—replicó su amiga—. La destrucción dela estatua de Mendelssohn dejó muyclara su postura ante los judíos.

—Haake está creando tensión parahacerle la pelota al partido nazi —

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convino Karine con tristeza.La noche del recuento de votos, Pip,

Karine, Elle y Bo se sumaron al gentíocongregado ante el ayuntamiento yprorrumpieron en vítores cuando oyeronque Goerdeler había sido reelegido.

Lamentablemente, cuando los árbolesempezaron a florecer en mayo y por finsalió el sol, la euforia de la ciudad seapagó bruscamente.

Pip llevaba varias horas trabajandoen su sala de ensayo del conservatorio

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cuando Karine fue en su busca con lasúltimas noticias.

—Múnich se ha pronunciado: laestatua no se reconstruirá —le dijo conla voz entrecortada.

—Es una mala noticia, cariño, perono te inquietes, te lo ruego. Falta pocopara que termine el curso. Despuéspodremos evaluar la situación yelaborar un plan.

—¿Y si la situación se deteriora antesde eso?

—Estoy seguro de que no lo hará.Ahora, vete a casa. Nos veremos esta

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noche.Pero Karine no se equivocaba y

Goerdeler dimitió pocos días después.Y la ciudad se sumió de nuevo en elcaos.

Pip estaba ocupado preparándose paralos exámenes finales y perfeccionandosu primer opus, pues debía estrenarlo enel concierto de graduación previo alfinal del curso. Obligado a quedarsecada noche hasta altas horas terminandola orquestación, le costaba encontrar un

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hueco para tranquilizar a una Karineconsumida por la inquietud.

—Elle dice que ella y Bo se irán deLeipzig dentro de dos semanas, encuanto termine el curso, y que novolverán. Les parece demasiadopeligroso seguir aquí ahora que losnacionalsocialistas tienen vía libre paraexigir las sanciones contra los judíosque otras ciudades están aplicando.

—¿Y adónde irán?—Todavía no lo saben. Puede que a

Francia, aunque a Bo le preocupa que elproblema llegué también allí. El Reich

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tiene simpatizantes en toda Europa.Escribiré a mis padres para pedirlesconsejo, pero si Elle se va, yo también.

La noticia consiguió captar toda laatención de Pip.

—Pensaba que tus padres estaban enEstados Unidos.

—Y así es. Mi padre está pensandoen quedarse allí mientras dure latormenta antisemita en Europa.

—¿Y te irías con ellos?Pip sintió que el pánico le retorcía las

tripas.—Si ellos lo juzgan conveniente, sí.

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—Y… ¿qué pasa con nosotros? ¿Quévoy a hacer sin ti? —preguntó,consciente del tono lastimero de su voz.

—Podrías venir conmigo.—Karine, sabes que no tengo dinero

para ir a Estados Unidos. ¿Y cómo meganaría la vida allí si no me gradúoprimero en el conservatorio y adquieroalgo de experiencia?

—Chéri, creo que no comprendes lagravedad de la situación. Los judíosnacidos en Alemania y que llevan variasgeneraciones aquí ya han perdido laciudadanía. Mi pueblo tiene prohibido

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casarse con arios, ingresar en el ejércitoy ondear la bandera alemana. He oídoque en algunas regiones están deteniendoa barrios enteros de judíos ydeportándolos. Si ya se ha permitido quesuceda todo eso, ¿quién sabe hastadónde serán capaces de llegar?

Karine apretó la mandíbula,desafiante.

—Entonces ¿serías capaz de irte aEstados Unidos y dejarme aquí?

—Si de ese modo salvo la vida, sí,por supuesto. Por el amor de Dios, Pip,sé que estás muy comprometido con tu

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opus, pero supongo que me prefieresviva antes que muerta, ¿no?

—¡Naturalmente! ¿Cómo puedessiquiera pensar lo contrario? —replicóél indignado.

—Porque te niegas a tomarte esteasunto en serio. En tu seguro mundonoruego, nunca ha habido peligro. Losjudíos, en cambio, sabemos que siemprecorreremos el riesgo de que se nospersiga, como ha ocurrido a lo largo detoda la historia. Lo de ahora no esdiferente. Es algo que sentimos dentro,todos nosotros. Llámalo instinto tribal,

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si quieres, pero los judíos sabemoscuándo hay un peligro inminente.

—No puedo creerme que pretendasirte sin mí.

—¡Por Dios, Pip, madura de una vez!Sabes que te quiero y que deseo pasar elresto de mi vida contigo, pero esta…situación no es nueva para mí. Losjudíos siempre hemos sufrido eldesprecio de los demás, antes incluso deque el Reich legalizara nuestrapersecución. Hace años, en París, a mipadre le lanzaron huevos en una de susexposiciones. El sentimiento antisemita

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existe desde hace miles de años. Tienesque entenderlo.

—¿Y por qué es así?Karine se encogió ligeramente de

hombros.—Porque la historia nos ha

convertido en chivos expiatorios, chéri.La gente siempre teme a quienes sondiferentes, y durante siglos se nos haobligado a dejar un hogar para buscarotro. Y adondequiera que llegamos, nosinstalamos y prosperamos.Permanecemos unidos porque es lo quese nos ha enseñado a hacer. Gracias a

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eso hemos sobrevivido.Avergonzado, Pip bajó la mirada.

Karine tenía razón. Después de haberpasado casi toda su vida protegido y asalvo en su pequeña ciudad de la cimadel mundo, lo que Karine le estabacontando le parecía un relato de ficciónambientado en otro universo. Y aunquehabía visto con sus propios ojos loscascotes de la estatua de Mendelssohn,había logrado convencerse a sí mismode algún modo de que aquello no eramás que la protesta aislada de un grupode jóvenes, como los pescadores hacían

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a veces cuando el precio delcombustible de sus barcos subía perolos comerciantes se negaban a pagarlesmás por el pescado.

—Tienes razón, Karine —reconoció—, y te pido perdón. Soy un ingenuo yun idiota.

—Creo que en realidad tiene más quever con que no deseas afrontar laverdad. No quieres que el mundodesbarate tus sueños y planes para elfuturo. Nadie lo quiere, pero así son lascosas —suspiró Karine—. Y lo cierto esque ya no me siento segura en Alemania,

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así que debo irme. —Se puso en pie—.He quedado con Elle y Bo en el CoffeBaum dentro de media hora para hablarde la situación. Te veré más tarde.

Karine le dio un beso en la coronillay se marchó.

Pip contempló la partitura que teníadelante, extendida sobre la mesa.Faltaban dos semanas para el estreno desu opus. Mientras se reprendía por suegoísmo, no pudo evitar preguntarse siese día llegaría.

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Karine estaba más tranquila cuando sereencontraron horas después.

—He escrito a mis padres parapedirles consejo y, mientras espero surespuesta, no me quedará más remedioque seguir aquí, de modo que esprobable que, al fin y al cabo, te oigainterpretar tu obra maestra.

Pip le cogió la mano.—¿Puedes perdonarme por ser un

egoísta?—Claro que sí. Soy consciente de que

todo esto no podría haber ocurrido enpeor momento.

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—He estado pensando…—¿Sobre qué?—En que tal vez lo mejor sea que

pases el verano conmigo en Noruega.Allí no tendrías que preocuparte de tuseguridad.

—¿Yo? ¿Que vaya a la tierra de losrenos, los árboles de Navidad y lanieve? —bromeó Karine.

—No siempre nieva, en serio. Creoque en verano te parecerá precioso —repuso Pip, que enseguida se puso a ladefensiva—. Tenemos una pequeñapoblación judía que recibe el mismo

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trato que cualquier otro ciudadanonoruego. Allí estarás segura. Y si laguerra estalla en Europa, no llegará aNoruega, y tampoco los nazis. En mipaís todos dicen que somos un territoriodemasiado pequeño e irrelevante paraque reparen en nosotros. Además,Bergen cuenta con una orquestaexcelente, una de las más antiguas delmundo. Mi padre trabaja en ella deviolonchelista.

Karine lo escudriñó con sus ojososcuros y acuosos.

—¿Me llevarías a casa contigo?

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—¡Pues claro! A mis padres ya les hehablado de ti y de nuestra intención decasarnos.

—¿Saben que soy judía?—No. —Pip notó que el rubor le

encendía las mejillas y se puso furiosopor permitirlo—. Pero no porque noquiera que lo sepan, sino porque daigual cuál sea tu religión. Mis padresson gente culta, Karine, no campesinosde las montañas. Recuerda que mi padrenació en Leipzig. Estudió música enParís y siempre nos habla de la vidabohemia de Montmartre durante la Belle

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Époque.Entonces fue Karine quien tuvo que

disculparse.—Tienes razón, estoy siendo una

arrogante. —Se frotó el entrecejo con eldedo índice, como hacía siempre que ledaba vueltas a algo—. Quizá esa sea lamejor solución si no puedo irme aEstados Unidos. Gracias, chéri. Mereconforta saber que existe un lugardonde puedo encontrar refugio si lasituación se pone fea en el futuro.

Se inclinó sobre la mesa y lo besó.Aquella noche, tras meterse en la

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cama, Pip rezó para que «el futuro»pudiera esperar hasta después delestreno de su opus.

Pese a haber leído en la prensa acerca

de unos judíos que habían sidoapedreados al salir de una sinagoga y deotros incidentes sumamentepreocupantes, Karine parecía mástranquila, quizá porque ahora sabía queexistía un plan alternativo. Así lascosas, Pip pasó las dos semanassiguientes concentrado en su partitura.No se atrevía a mirar más allá del día en

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que terminaba el curso y esperaba conansiedad la respuesta de los padres deKarine, que probablemente la instaría aviajar a Estados Unidos. Solo depensarlo le entraban escalofríos, puessabía que no dispondría de dinero paraseguirla hasta que empezara a ganarse lavida como músico.

El día del concierto de graduación, enel que se interpretarían seis obrasbreves de diferentes alumnos, Karine fuea verlo a la hora del almuerzo.

—Bonne chance, chéri —dijo—.Elle y yo estaremos esta noche entre el

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público para aplaudirte. Bo dice que ensu opinión tu composición es la mejor.

—Es muy amable. Y él hace unainterpretación maravillosa de mi obracomo violonchelista. Ahora debo asistiral último ensayo.

Besó a Karine en la nariz y se alejópor el largo y ventoso pasillo endirección a su sala de práctica.

A las siete y media en punto, Pip sesentó con su frac en la primera fila de laGrober Saal junto con los otros cincojóvenes compositores. WaltherDavisson, el director del conservatorio,

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los presentó al público y el primerestudiante subió a la tarima. Pip era elúltimo y sabía que jamás olvidaría laangustiosa hora y media de espera quetendría que pasar antes de que le llegarael turno. Pero pasó, y dirigiendo unabreve plegaria al cielo, el joven subió ala tarima temiendo tropezarse con losescalones de tanto como le temblabanlas piernas. Saludó al público y se sentóante el piano.

Terminado el concierto, apenas podíarecordar los aplausos y ovaciones quese produjeron cuando los demás

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compositores se unieron a él para elsaludo final. Solo sabía que aquellanoche había dado lo mejor de sí mismo,y aquello era lo único que importaba.

Un rato después, compañeros yprofesores se congregaban a sualrededor para darle palmadas en laespalda y augurarle un gran futuro. Unperiodista incluso le pidió unaentrevista.

—Mi pequeño Grieg —le dijo Karinecon una risita después de conseguirabrirse paso entre la gente paraabrazarlo—. Chéri, tu brillante carrera

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acaba de empezar.

Había bebido más champán de la cuentadespués del concierto, así que al díasiguiente Pip se enfadó cuando, a unahora muy temprana, lo despertaron unosgolpes en la puerta de su cuarto de lapensión. Se levantó de la cama atrompicones para ir a abrir y se encontróa su casera, todavía en camisón,mirándolo con cara de pocos amigos.

—Herr Halvorsen, abajo hay unaseñorita que dice que necesita hablar

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urgentemente con usted.—Danke, frau Priewe —dijo antes de

cerrar la puerta y ponerse la primeracamisa y pantalón que encontró.

Fuera lo esperaba una Karine muypálida. Al parecer, frau Priewe aplicabasu norma de «no se admiten señoritas enla casa» incluso en los casos deemergencia.

—¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado?—Anoche prendieron fuego a tres

casas de Leipzig… con sus residentesjudíos dentro. La pensión de Bo fue unade ellas.

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—¡Dios mío! ¿Está…?—Está vivo. Consiguió escapar. Se

encaramó a la ventana de su dormitorio,en el primer piso, y saltó. Con suadorado arco, por supuesto. —Karineacertó a esbozar una sonrisa triste—.Pip, Elle y Bo han decidido abandonarLeipzig de inmediato, y creo que yotambién debería hacerlo. Vamos,necesito un café, y me parece que tútambién, a juzgar por tu cara.

La pequeña cafetería delconservatorio acababa de abrir suspuertas y todavía no había nadie cuando

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se sentaron a una mesa junto a la ventanay pidieron. Pip se frotó la cara en unintento de despejar la cabeza. Tenía unafuerte resaca.

—¿Has recibido respuesta de tuspadres?

—Sabes que hasta ayer no me habíallegado nada, y hoy todavía no hapasado el cartero —respondió Karineirritada—. No hace ni dos semanas queles escribí.

—¿Qué piensan hacer Elle y Bo?—Irse de Alemania en cuanto puedan,

eso seguro. Pero ninguno de los dos

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tiene dinero para marcharse muy lejos.Además, ninguno de nosotros sabedónde podríamos estar a salvo. Encuanto a mí, mis padres han alquilado elapartamento de París mientras están enEstados Unidos. No tengo adonde ir —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Entonces…? —preguntó Pipintuyendo lo que Karine iba a decir.

—Sí, Pip, si tu ofrecimiento sigue enpie, iré contigo a Noruega, al menoshasta que reciba noticias de mis padres.No tengo otra opción. El curso terminadentro de unos días y tú ya has estrenado

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tu composición, así que no veo razónpara demorar nuestra partida. Estamañana Elle y Bo me han contado quedespués de los incendios de anoche, eléxodo de judíos de Leipzig serámultitudinario, por lo que será mejorque nos vayamos ahora que todavíapodemos.

—Sí —convino Pip—. Por supuesto.—Tengo algo más que pedirte…—¿De qué se trata?—Ya sabes que desde que llegué a

Leipzig Elle se ha convertido en mihermana. Sus padres murieron en la

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Gran Guerra y a su hermano y a ella losmandaron a un orfanato. A él loadoptaron cuando todavía era un bebé yElle nunca ha vuelto a verlo. Ella notuvo tanta suerte, y si ahora tiene unfuturo es únicamente porque suprofesora de música reparó en su talentopara la flauta y la viola y solicitó unabeca en el conservatorio para ella.

—Entonces ¿no tiene una casa a laque volver?

—Aparte del orfanato, su casa estáaquí, en Leipzig, en la habitación quecomparte conmigo. Bo y yo somos su

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única familia. Pip, ¿pueden venir aNoruega con nosotros? Aunque solo seaunas semanas. Desde la seguridad de tupaís podrían ver cómo evoluciona lasituación en Europa y decidir qué hacer.Sé que es mucho pedirte, pero no puedodejar a Elle aquí. Y como ella se negaráa dejar a Bo, él también debe venir.

Pip observó el semblantedesesperado de Karine mientras sepreguntaba cómo reaccionarían suspadres si apareciera en la puerta yanunciara que se había llevado aNoruega a tres amigos para pasar el

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verano. Y supo que se mostraríangenerosos y hospitalarios, sobre todoporque los tres eran músicos.

—Por supuesto que pueden venir,cariño. Si crees que es lo mejor.

—¿Podemos irnos de inmediato?Cuanto antes salgamos de aquí, mejor.Por favor. Te perderás tu ceremoniaoficial de graduación, pero…

Pip sabía que cada día que Karinepasara en Leipzig, además de serpeligroso, la acercaría a la carta derespuesta de sus padres proponiéndoleque se reuniera con ellos en Estados

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Unidos.—Claro. Nos iremos todos juntos.—¡Gracias! —Karine le rodeó el

cuello con los brazos y Pip vio el alivioen sus ojos—. Ven, vamos a darles labuena noticia a Elle y a Bo.

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Dos días después, Pip y susextenuados amigos bajaban por lapasarela del barco hasta el puerto deBergen. Una breve llamada telefónicarealizada desde el despacho del directordel conservatorio era todo el aviso que

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sus padres habían recibido acerca de susinesperados invitados. Después deaquello, había tenido lugar unaapresurada sucesión de despedidas yagradecimientos con todos los amigos yprofesores de Pip, y el director le habíadado una palmada en la espaldaalabando su generosidad por llevarse asus amigos a Noruega.

—Lamento no poder quedarme hastaque acabe el curso —había dicho Pipmientras estrechaba con firmeza la manode Walther Davisson.

—Creo que hacen bien en marcharse

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ahora. ¿Quién sabe? Puede que másadelante no sea tan fácil —habíasuspirado el director con tristeza—.Vaya con Dios, muchacho, y escríbamecuando llegue.

Pip se volvió hacia sus amigos, quecontemplaban con cansancio la hilera decasas de madera de vivos colores delpuerto mientras trataban de asimilar sunuevo entorno. Bo a duras penas podíacaminar. Tenía la cara magullada debidoal impacto contra el suelo que habíasufrido tras saltar por la ventana y Pipsospechaba que tenía el codo derecho

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fracturado. Elle se lo habíainmovilizado contra el pecho con unpañuelo y él no se había quejado ni unasola vez en todo el viaje, pese alsufrimiento que se reflejaba en su rostroaunque tratara de ocultarlo.

Pip atisbó a Horst, su padre,esperando en el muelle, y se acercó a élcon una gran sonrisa.

—Far! —exclamó mientras seabrazaban—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias, y lo mismopuedo decir de tu madre —respondióHorst sonriendo cordialmente a los

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cuatro—. Y ahora preséntame a tusamigos.

Pip lo hizo y los chicos estrecharon lamano del hombre con gratitud.

—Bienvenidos a Noruega —dijoHorst—. Estamos encantados de tenerosaquí.

—Far —le recordó Pip—, ten encuenta que ninguno de ellos hablanoruego.

—¡Naturalmente! Os pido disculpas.¿Alemán? ¿Francés?

—Nuestra lengua materna es elfrancés —explicó Karine—, pero

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también hablamos alemán.—¡Entonces hablaremos en francés!

—Horst aplaudió, emocionado como unniño con zapatos nuevos—. Así tendréla oportunidad de presumir de miexcelente acento —añadió con unasonrisa, y se puso a charlar con ellos endicho idioma mientras se dirigían alcoche.

La conversación prosiguió durante eltrayecto por la sinuosa carretera quesubía desde Bergen hasta las colinasdonde se encontraba Froskehuset, lacasa de los Halvorsen. Pip se sintió un

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poco excluido, porque apenas hablabafrancés, así que, sentado en el asientodelantero, se dedicó a observardetenidamente a su padre; llevaba elpelo rubio y ya con entradas peinadohacia atrás, y tenía el rostro surcado dearrugas fruto de años de constante buenhumor. Pip prácticamente no podíarecordarlo sin una sonrisa en los labios.Se había dejado una perilla que, juntocon el bigote, le daba un aire a lospintores impresionistas franceses quePip había visto en fotos. Como era deesperar, Horst se había mostrado

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encantado de recibir a sus amigos, y Pipnunca lo había querido tanto como enaquel momento por su generosidad.

Cuando llegaron a casa, Astrid, sumadre —tan bonita como siempre—,abrió la puerta y los saludó con lamisma calidez, aunque en noruego.Enseguida reparó en Bo, que paraentonces ya estaba tan cansado ydolorido que tenía que caminarapoyándose sobre el hombro de Elle.

Astrid se llevó una mano a la boca.—¿Qué le ha pasado?—Tuvo que saltar por la ventana

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cuando prendieron fuego a su pensión —explicó Pip.

—¡Pobre muchacho! Horst, Pip y túllevad a nuestras invitadas al salón. Ytú, Bo —dijo la mujer señalando la sillaque había en el recibidor, junto alteléfono—, siéntate para que puedaechar un vistazo a esas heridas.

—Mi madre es enfermera —lesusurró Pip a Karine mientras seguían aHorst y Elle por el pasillo—. Seguroque en algún momento os contará lahistoria de cómo se enamoró de mipadre mientras lo cuidaba después de

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una operación de apendicitis.—Parece mucho más joven que él.—Lo es, quince años. Mi padre

siempre dice que se casó con una niña.Solo tenía dieciocho cuando se quedóembarazada de mí. Se adoran.

—Pip…Pip notó los delicados y esbeltos

dedos de Karine en el brazo.—¿Sí?—Gracias, de parte de los tres.

Aquella noche, después de que llamaran

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al médico para que le vendara lasheridas a Bo y pidieran hora en elhospital para que le examinaran el codo,Elle y Astrid subieron con Bo y loacostaron en la habitación de Pip.

—Pobrecillo —dijo Astrid cuandobajó para preparar la cena y Pip lasiguió hasta la cocina—. Está agotado.Tu padre me ha contado por encima loque está sucediendo en Leipzig. ¿Mepasas el pelador de patatas?

—Toma.Pip se lo dio.—No son tres amigos de vacaciones

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en Noruega, sino refugiados, ¿verdad?—Digamos que son ambas cosas.—¿Y cuánto tiempo se quedarán?—Sinceramente, mor, no lo sé.—¿Son todos judíos?—Karine y Elle sí. En cuanto a Bo, no

estoy seguro.—Reconozco que me cuesta creer lo

que está sucediendo en Alemania. Perono me queda otra. El mundo es un lugarmuy cruel —suspiró Astrid—. ¿YKarine es la chica de la que tanto noshas hablado?

—Sí.

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Pip observó a su madre pelar patatasmientras esperaba a que continuara.

—Parece una chica llena de energía ymuy inteligente. Imagino que no siempreserá fácil lidiar con ella —añadió.

—Es un reto, sí —admitió Pip con untono algo defensivo—. He aprendidomuchas cosas del mundo gracias a ella.

—Exactamente lo que necesitas, unamujer fuerte. Solo Dios sabe qué habríahecho tu padre sin mí —rio Astrid—.Estoy muy orgullosa de ti por lo que hashecho para socorrer a tus amigos. Tupadre y yo los ayudaremos en todo lo

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que podamos. Pero…—¿Qué, mor?—Tu generosidad te ha relegado al

sofá del salón hasta que Bo se reponga.

Después de cenar en la terraza convistas al espectacular fiordo, Elle subióa ver a Bo, al que ya le habían llevadouna bandeja con la cena, y luego se fue adormir. Horst y Astrid anunciaron quetambién ellos se retiraban y Pip oyó susrisas quedas en la escalera. Durante lacena, mientras observaba cómo la

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tensión desaparecía de los rostros de susamigos, el joven había pensado quenunca se había sentido tan orgulloso desus padres ni tan agradecido de estar enNoruega.

—Yo también debería subir —dijoKarine—. Estoy agotada, pero estasvistas son demasiado mágicas paraignorarlas. Son casi las once de la nochey todavía hay luz.

—Y mañana el sol se despertarámucho antes que tú. Ya te dije que estelugar era muy bello.

Pip se levantó de la mesa y cruzó la

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terraza para acodarse en la barandilla demadera que separaba la casa de losinterminables pinos que cubrían laladera de la colina hasta el agua.

—Es más que bello… esconmovedor. Y no solo el paisaje,también el recibimiento de tus padres, suamabilidad… Estoy abrumada.

Pip la tomó entre sus brazos y Karinederramó silenciosas lágrimas de aliviocontra su hombro. Alzó la cabeza y lomiró a los ojos.

—Prométeme que nunca tendré queirme.

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Y él se lo prometió.

Al día siguiente, Horst acompañó a Bo ya Elle al hospital. Los médicos lediagnosticaron al muchacho dislocacióny fractura múltiple del codo y tuvo quequedarse ingresado a fin de someterse auna operación para recolocárselo. Ellepasó los siguientes días en el hospitalcon él, y Pip aprovechó para enseñarle aKarine las maravillas de Bergen.

La llevó a Troldhaugen, la casa deGrieg, que se hallaba a solo unos

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minutos a pie de Froskehuset y se habíaconvertido en un museo. Y observó sualborozo cuando visitaron la cabañaencaramada sobre la ladera del fiordodonde el maestro había escrito algunasde sus composiciones.

—¿Tú te harás también una de estascuando seas famoso? —le preguntóKarine—. Yo te llevaré dulces y vinopara almorzar y haremos el amor en elsuelo.

—Entonces no me quedará másremedio que echar la llave por dentro.Un compositor no puede tener

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distracciones mientras trabaja —bromeóél.

—Pues tendré que buscarme unamante que llene mis horas solitarias —replicó ella con una sonrisa pícara antesde darse la vuelta y echar a andar.

Entre risas, Pip la alcanzó y la abrazópor detrás. Sus labios buscaron la suavecurva del cuello de Karine.

—Jamás —susurró—. Yo seré tuúnico amante.

Tomaron el tren hasta el centro de laciudad, donde pasearon por las callesadoquinadas y pararon a comer en una

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cafetería para que ella probara elaquavit.

Los dos rieron cuando a Karine se lesaltaron las lágrimas y declaró queaquello era «más fuerte que la absenta»justo antes de lanzarse a pedir otro.Después de comer, Pip la llevó a ver elTeatro Nacional, del que, en su día,Ibsen había sido director artístico yGrieg director de orquesta.

—Ahora la orquesta tiene sala propia,el Konsert-palæet, donde mi padre pasauna buena parte de su tiempo comoprimer chelo —añadió.

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—¿Crees que podría conseguirnostrabajo?

—Seguro que puede recomendarnos—contestó Pip, que no queríaarrebatarle la ilusión contándole que enla Orquesta Filarmónica de Bergen nohabía, y nunca había habido, miembrosfemeninos.

Otro día tomaron el Fløibanen —eldiminuto funicular— que subía hasta elmonte Fløyen, uno de los sieteimponentes picos que rodeaban Bergen.El mirador ofrecía unas vistasespectaculares de la ciudad con el

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centelleante fiordo detrás. Apoyada enla barandilla, Karine dejó escapar unsuspiro de placer.

—Dudo que exista en el mundo unpaisaje más bonito que este —dijo.

Pip estaba encantado con el sinceroentusiasmo que Karine mostraba haciaBergen, dado que ella siempre habíatenido sus miras puestas en EstadosUnidos. Harta de no poder comunicarsecon Astrid sin un traductor presente,Karine le pidió a Pip que empezara aenseñarle algo de noruego.

—Tu madre se ha portado tan bien

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conmigo, chéri, que quiero expresarlemi agradecimiento en su propio idioma.

Bo volvió a la casa con el brazoderecho enyesado. Por las nochescenaban todos juntos en la terraza ydespués celebraban un conciertoimprovisado. Pip se sentaba frente alpiano de cola del salón con las puertasde la terraza abiertas de par en par.Dependiendo de la pieza, Elle tocaba laviola o la flauta, Karine el oboe y Horstel chelo. Interpretaban desde las

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sencillas canciones populares noruegasque Horst les enseñaba pacientementehasta piezas de viejos maestros comoBeethoven y Chaikovski ycomposiciones más modernas demúsicos como Bartók y Prokofiev, sibien Horst trazó el límite en Stravinski.La maravillosa música resonaba por lascolinas hasta el fiordo. La vida de Pipse había convertido en una combinaciónarmónica de todo lo que amaba ynecesitaba, así que se alegraba de que eldestino hubiera llevado a sus amigos aNoruega.

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Solo de madrugada, cuando yacíaovillado sobre su catre en el cuarto queahora compartía con Bo y añoraba elcuerpo desnudo y sensual de Karine, sedecía que las cosas nunca eran del todoperfectas.

Cuando aquel templado agosto tocaba asu fin, en la casa de los Halvorsen semantuvieron serias conversacionessobre el futuro. La primera fue entre Pipy Karine, un día a altas horas de lanoche en la terraza cuando los demás ya

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se habían retirado. Karine por fin habíarecibido carta de sus padres, quieneshabían decidido quedarse en EstadosUnidos hasta que la amenaza de guerrahubiera pasado y le aconsejaban que noregresara a Alemania para el nuevocurso. Tampoco veían necesario que suhija hiciera la larga y costosa travesíahasta el continente americano deinmediato, pues por el momento estaba asalvo en Noruega.

—Me piden que salude y les dé lasgracias a tus padres de su parte —añadió Karine devolviendo la carta al

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sobre—. ¿Crees que a Horst y a Astridles importaría que alargara mi estancia?

—En absoluto. Creo que mi padreestá ligeramente enamorado de ti. O porlo menos de cómo tocas el oboe —aseguró Pip con una sonrisa.

—Pero si me quedo aquí, no podemosseguir abusando de la hospitalidad detus padres. Además, te echo de menos,chéri —susurró Karine, que se acurrucójunto a él y le mordisqueó la oreja.

Buscó sus labios y se besaron antesde que Pip se apartara al oír una puertaque se abría en el piso de arriba.

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—Esta es la casa de mis padres, ydebes entender que…

—Naturalmente que lo entiendo,chéri, pero podríamos buscarnos unapartamento. Me muero de ganas deestar contigo…

La chica le cogió una mano y se lallevó al pecho.

—Yo también, cariño. —Pip apartósuavemente la mano por temor a quealguien los descubriera—. No obstante,aunque mis padres aceptan muchas cosasque otros noruegos no aceptarían, laidea de que compartiéramos el lecho sin

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estar casados, ya sea bajo su techo o elnuestro, sería para ellos inaceptable. Yuna falta de respeto después de todo loque han hecho por nosotros.

—Lo sé, pero ¿qué podemos hacer?Esto es una tortura. —Karine puso losojos en blanco—. Ya sabes lo muchoque necesito esa parte de nuestrarelación.

—Y yo. —Pip a veces tenía lasensación de que, en el tema de la uniónfísica, él era la mujer y ella el hombre—. Pero, a menos que estés dispuesta aconvertirte para casarte conmigo, así

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son las cosas en Noruega.—¿Tendría que hacerme cristiana?—Luterana, para ser más exactos.—Mon Dieu! Me parece un precio

muy alto por hacer el amor. Estoy segurade que en Estados Unidos no existentales normas.

—Es posible, pero no estamos allí.Vivimos en una ciudad pequeña deNoruega y, por mucho que te quiera, nopodría vivir abiertamente contigodelante de las narices de mis padres.¿Lo entiendes?

—Sí, sí, pero si me convirtiera… en

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fin, estaría traicionando a mi madre. Porotro lado, mi madre era gentil antes deconvertirse para casarse con mi padre,de modo que genéticamente solo soymedio judía. Tendré que preguntarles amis padres qué opinan. Me han dejadoel número de teléfono de la galería paracasos de emergencia y creo que esto loes. Si dan su aprobación, ¿podremoscasarnos enseguida?

—No conozco bien las reglas, Karine,pero creo que el pastor necesitaría vertu partida bautismal.

—Ya sabes que no tengo. ¿Podría

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sacármela aquí?—¿Lo harías? ¿Te bautizarías como

luterana?—Unas gotas de agua y una cruz en la

frente no me convierten en cristiana decorazón, Pip.

—No, pero… —Pip se dio cuenta deque Karine no estaba entendiendo lasimplicaciones de aquella conversación—. Aparte de para que podamos hacerel amor, ¿estás segura de que quierescasarte conmigo?

—Lo siento, Pip —se disculpóKarine con una sonrisa—. Mi ansia por

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encontrar respuesta a los aspectosprácticos ha ensombrecido la parteromántica de nuestra conversación.¡Naturalmente que quiero casarmecontigo! Y para ello estoy dispuesta ahacer lo que haga falta.

—¿Realmente te convertirías por mí?Pip se sentía abrumado y conmovido.

Sabía lo mucho que significaba paraKarine su herencia cultural.

—Si mis padres lo aprueban, sí. Deboactuar con sensatez, chéri. Y estoysegura de que tanto tu dios como el míome perdonarán dadas las circunstancias.

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—Aunque estoy empezando a pensarque solo me quieres por mi cuerpo —bromeó Pip.

—Probablemente —concedió ellaentre risas—. Mañana le pediré a tupadre que me deje telefonear a EstadosUnidos.

Mientras la veía alejarse, Pip pensóque su carácter voluble y sus quijotescosrazonamientos nunca dejaban desorprenderlo. Se preguntó si algún díallegaría a comprender de verdad lacompleja personalidad de Karine. Por lomenos, si conseguían casarse, no se

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aburriría jamás.Los padres de Karine le devolvieron

la llamada la noche siguiente.—Están de acuerdo en que me

convierta —anunció con expresiónsombría—. Y no solo para que puedacasarme contigo. Creen que estaré mássegura llevando tu apellido, por siacaso…

—Me alegro mucho, amor mío.Pip la tomó entre sus brazos y la besó.

Cuando Karine se apartó al fin, tenía lamirada más alegre.

—¿Cuándo podremos casarnos?

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—En cuanto conozcas al pastor yaceptes que te bautice.

—¿Mañana? —propuso ella bajandola mano hacia la entrepierna de Pip.

—Estate quieta —gimió él antes deapartar la mano a regañadientes—. ¿Teparece bien que nos quedemos enNoruega por el momento?

—Hay lugares mucho peores dondeestablecerse, y por ahora debemos vivirel día a día, hasta que sepamos qué va asuceder. Ya sabes que me encanta esto,exceptuando vuestro horrible idioma,claro está.

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—Entonces me pondré de inmediato abuscar trabajo de músico paramantenernos. Puede que en la orquestade Bergen, o quizá en la de Oslo.

—Tal vez yo también encuentretrabajo.

—Tal vez, cuando sepas decir algomás que «por favor» y «gracias» ennuestro «horrible» idioma —bromeóPip.

—¡Vale, vale! Lo estoy intentando.—Sí. —Pip la besó en la nariz—. Lo

sé.

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Astrid preparó una cena especial paralos seis cuando Pip y Karine anunciaronsu intención de casarse.

—¿Os quedaréis aquí, en Bergen? —preguntó.

—De momento, sí. Si far nos ayuda aencontrar empleo de músicos —contestóPip.

—Puedo preguntar, claro —respondióHorst.

En aquel instante, Astrid se levantó yabrazó a su futura nuera.

—Dejemos a un lado los aspectos

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prácticos. Hoy es un día especial.Felicidades, kjære, y bienvenida a lafamilia Halvorsen. Mi dicha es doble,pues creía que perderíamos a Pip y sutalento en algún lugar de Europa oEstados Unidos. Pero tú nos hasdevuelto a nuestro hijo.

Pip tradujo las palabras de su madre yvio que los ojos de Astrid, y también losde su futura esposa, se humedecían.

—Felicidades —dijo Bo de prontoalzando su copa—. Elle y yo confiamosen seguir pronto vuestro ejemplo.

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Astrid, que conocía bien al pastor de laiglesia local, fue a hablar con él. Lo quele contara al hombre acerca de losorígenes judíos de Karine se lo guardópara sí, pero el pastor accedió abautizarla de inmediato. La familiaHalvorsen asistió a la breve ceremoniay más tarde, ya de regreso en la casa,Horst habló con Pip en privado.

—Lo que Karine ha hecho hoy estábien en más de un sentido. Tengo unamigo en la orquesta que acaba deregresar de un concierto en Múnich. La

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campaña nazi contra los judíos estáganando fuerza con rapidez.

—Pero aquí no nos afectará, ¿verdad?—No lo creo, pero cuando un

demente consigue atraer la atención detanta gente, y no solo en Alemania, esimposible saber cómo acabará todo esto—se lamentó Horst.

Poco después, Bo y Elle anunciaronque ellos también se quedarían enBergen por el momento. A Bo le habíanretirado el yeso, pero aún tenía el cododemasiado rígido para poder tocar elchelo.

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—Los dos rezamos para que serecupere pronto —le confesó Elle aKarine aquella noche en el dormitorioque compartían—. Tiene mucho talento ytodos sus sueños dependen de que secure. De momento ha encontrado trabajoen un taller de cartografía náutica delpuerto. Nos han ofrecido el pequeñoapartamento que hay encima. Nos hemoshecho pasar por marido y mujer y yolimpiaré para la esposa del cartógrafo.

—¿Habláis noruego suficiente parahacer todo eso? —le preguntó Karinecon envida.

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—Bo aprende rápido. Y yo,simplemente, me esfuerzo mucho.Además, el cartógrafo es alemán, y tantoBo como yo hablamos bien ese idioma.

—¿Y os casaréis de verdad?—Nos encantaría, sí, pero debemos

ahorrar. Así que, por ahora, viviremosuna mentira. Bo dice que la verdad estáen el corazón, no en un papel.

—Estoy de acuerdo. —Karine lecogió la mano—. Prométeme queseguiremos viéndonos cuando os mudéisal centro.

—Por supuesto. Eres mi hermana en

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todo salvo en el apellido, Karine. Tequiero y nunca podré estaros lo bastanteagradecida a Pip y a ti por todo lo quehabéis hecho por nosotros.

—¿También nosotros tendremos

pronto un hogar propio? —le preguntóKarine a Pip al día siguiente, después decontarle los planes de Elle y Bo.

—Si la entrevista de mañana va comoespero, sí —respondió Pip.

Horst le había conseguido una pruebacon Harald Heide, el director de la

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Orquesta Filarmónica de Bergen.—Irá bien, chéri —le aseguró Karine

con un beso—, ya lo verás.

Pip estaba casi más nervioso cuandollegó al Konsert-palæet que el día enque se había examinado para ingresar enel conservatorio. Quizá fuera, pensó conironía, porque aquella vez su actuacióntendría consecuencias en el mundo real,mientras que por aquel entonces era unjoven despreocupado sin másresponsabilidad que cuidar de sí mismo.

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Le dio su nombre a la mujer de lataquilla, y esta lo condujo por un pasillohasta una espaciosa sala de ensayodonde había un piano y varios atrilesapilados. Poco después llegó un hombrealto, de espaldas anchas, ojoschispeantes y una mata de pelo rubiooscuro que se presentó como HaraldHeide.

—Su padre me ha hablado muy biende usted en más de una ocasión, herrHalvorsen. Está sin duda encantado devolver a tenerlo en Noruega. —Leestrechó calurosamente la mano a Pip—.

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Tengo entendido que toca el piano y elviolín.

—Así es, señor, si bien el piano hasido mi primer instrumento mientrasestudiaba en Leipzig. Con el tiempo megustaría convertirme en compositor.

—Empecemos, entonces. —Eldirector le señaló la banqueta del pianomientras él tomaba asiento en otro bancoestrecho arrimado a una pared—.Cuando quiera, herr Halvorsen.

A Pip le temblaban ligeramente lasmanos cuando las posó sobre el teclado,pero nada más sumergirse en los lentos

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acordes que, como tañidos de campanas,abrían el primer movimiento delConcierto para piano n.º 2 en do menorde Rachmaninoff, su nerviosismo sediluyó. Cerró los ojos y se dejó invadirpor la pasión de aquella música,escuchando en su cabeza losacompañamientos de las secciones decuerda y viento mientras sus dedosdanzaban por la rápida secuencia dearpegios. Iba por la mitad de la secciónlírica en mi bemol mayor cuando herrHeide lo interrumpió.

—Creo que ya he escuchado

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suficiente. Ha estado usted fantástico. Sitoca el violín la mitad de bien, no veoninguna razón para no ofrecerle trabajo,herr Halvorsen. Ahora vayamos a midespacho y charlemos un poco más.

Pip regresó a casa una hora más tarde,ebrio de felicidad, y enseguida anuncióa Karine y a su familia que había sidooficialmente contratado por la OrquestaFilarmónica de Bergen.

—Solo en calidad de suplente.Cubriré el piano y el violín cuando losmúsicos estén enfermos o no puedanacudir, pero herr Heide me ha dicho que

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el actual pianista de la orquesta estámayor y se ausenta a menudo. Esprobable que no tarde en jubilarse.

—Franz Wolf es como una verjaoxidada y padece artritis en los dedos.Tendrás muchas oportunidades de tocar.¡Te felicito, muchacho! —Horst le diouna palmada en la espalda—.Tocaremos juntos, como solíamos hacermi padre y yo.

—¿Le has dicho que también erescompositor? —lo presionó Karine.

—Sí, pero Roma no se construyó enun día y de momento me conformo con

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poder mantenerte una vez que noscasemos.

—Y quizá algún día yo también puedaingresar en la orquesta —dijo Karinecon un mohín—. No creo que llegue aser nunca una buena Hausfrau.

Pip le tradujo enseguida las palabrasde Karine a su madre y Astrid sonrió.

—No te preocupes. Mientras tu padrey tú os dedicáis a la música, yo enseñaréa Karine todo lo que necesita sabersobre el cuidado de la casa.

—Dos Halvorsen de nuevo en unaorquesta, un hijo a punto de casarse y

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seguro que muchos nietos a los quequerer en el futuro.

Los ojos de Horst brillaron defelicidad.

Pip vio que Karine arqueaba lasnegras cejas. Siempre había dicho quecarecía de instinto maternal y que erademasiado egoísta para tener hijos. Élno la tomaba en serio; a Karine legustaba mucho escandalizar a la gentediciendo cosas inimaginables. Y laamaba por ello.

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Karine y Pip se casaron la víspera deNochebuena. Una capa de nieve frescacubría la ciudad como un mullido mantoblanco y, mientras la pareja setrasladaba en coche de caballos alGrand Hotel Terminus, las titilantesluces que engalanaban las calles delcentro de Bergen hicieron que sesintieran como en un cuento de hadas.Después del banquete —que Horst sehabía empeñado en pagar de su bolsillo—, los recién casados se despidieron delos invitados y subieron a la habitaciónnupcial, obsequio de Elle y Bo. Tras

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cerrar la puerta, se abrazaron con unaavidez que solo seis meses deabstinencia podrían producir. Mientrasse besaban, Pip le desabrochó losbotones del vestido de blonda de colorcrema a Karine y, cuando este cayó porlos hombros y los brazos de su esposa,le pasó los dedos por las elegantesclavículas antes de acariciarle lospezones rosados. Gimiendo, ella loagarró del pelo para apartarle la bocade la suya y guiarla hasta sus senos.Cuando los labios de él se cerraronalrededor del pezón, ella jadeó de

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placer y se bajó el vestido por lascaderas hasta que finalmente cayó alsuelo. Entonces Pip la cogió en brazos yla dejó sobre la cama, ardiendo dedeseo y con la respiración entrecortada.Cuando, de pie junto al lecho, procedióa quitarse la ropa con torpeza, Karine sepuso de rodillas sobre el colchón y lodetuvo.

—No —dijo con la voz ronca—.Ahora me toca a mí.

Con dedos hábiles, le desabotonóprimero la camisa y luego el pantalón.Segundos después, lo atrajo hacia sí

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hasta tenerlo encima y se perdieron eluno en el otro.

Una vez saciados, permanecierontendidos en la cama, el uno al lado delotro, escuchando que el reloj de la viejaplaza anunciaba la medianoche.

—Decididamente, la conversión hamerecido la pena —declaró Karineapoyándose en un codo y sonriendomientras acariciaba el rostro de Pip conel dorso de los dedos—. Y, por si no lohabía dicho antes, lo diré ahora, como tuesposa desde hace solo unas horas, yquiero que lo recuerdes siempre: te

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quiero, chéri, y nunca he sido tan felizcomo esta noche.

—Yo tampoco —susurró élllevándose la mano de ella a los labios—. Siempre juntos.

—Siempre.

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40

1938

Mientras la nieve y la lluvia caíanincesantes sobre Bergen a lo largo delos meses de enero, febrero y marzo ylas breves horas de luz sucumbían

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rápidamente a la oscuridad, Pip pasabavarias horas al día ensayando con laFilarmónica de Bergen. Al principiosolo lo llamaban para tocar enconciertos vespertinos una vez a lasemana como mucho, pero a medida queel pobre Franz, el viejo pianista,aumentaba sus ausencias debido alempeoramiento de su artritis, Pip fueconvirtiéndose poco a poco en unmiembro habitual de la orquesta.

Entretanto, dedicaba su tiempo libre acomponer su primer concierto. Noenseñaba los resultados de sus esfuerzos

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a nadie, ni siquiera a Karine. Cuando lotuviera terminado, se lo dedicaría a ella.Por las tardes, después de los ensayos,solía quedarse solo en el auditorio. Allí,rodeado por la atmósfera espectral deuna sala sin orquesta ni público,trabajaba en su composición frente alpiano del foso.

Karine, por su parte, se manteníaocupada gracias a Astrid, a la que habíatomado un gran cariño. Su noruegoempezó a mejorar lentamente, y seesforzaba por aprender el arte de laslabores domésticas bajo la supervisión

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bondadosa de su suegra.Siempre que a Elle se lo permitía su

trabajo, Karine se reunía con ella en eldiminuto apartamento situado sobre eltaller del cartógrafo, en el puerto, y lasdos charlaban acerca de sus sueños yplanes para el futuro.

—No puedo evitar envidiarte portener tu propio hogar —le confesóKarine una mañana frente a una taza decafé—. Pip y yo estamos casados, peroseguimos viviendo con sus padres ydurmiendo en su cuarto de la infancia.No es un ambiente precisamente

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atractivo. Siempre hemos de ir con sumosigilo, y estoy deseando gozar delibertad para hacer el amor condesenfreno.

Elle estaba acostumbrada a losatrevidos comentarios de su mejoramiga.

—Algún día tendrás tu casa, ya loverás. —Sonrió—. Tienes suerte decontar con el apoyo de los padres dePip. Nuestra situación sigue siendodifícil. Bo tiene el codo mucho mejor,pero aún no está lo suficientementerecuperado para probar suerte en la

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orquesta de Bergen o en la de cualquierotro lugar. Le deprime muchísimo nopoder entregarse a su pasión en estosmomentos. Y a mí también, la verdad.

Karine conocía perfectamente aquelsentimiento. Confinada al entornodoméstico desde su llegada a Bergen, sutalento musical había quedadorestringido a los recitales improvisadosque ofrecían en Froskehuset. Perotambién se daba cuenta de que susproblemas eran insignificantescomparados con las dificultades a lasque se enfrentaban Elle y Bo.

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—Lo siento, Elle, estoy siendo unaegoísta.

—No, hermana. Llevamos la músicaen la sangre y es duro vivir sin ella.Pero al menos de la imposibilidad deBo para tocar el chelo ha salido algobueno. Le gusta su trabajo con elcartógrafo y está aprendiendo nuevosmétodos de navegación. De momento seconforma, y yo también.

—Lo celebro —dijo Karine conefusión—. Y me alegro de que sigamosviviendo en la misma ciudad y podamosvernos siempre que queramos. No sé

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qué haría sin ti.—Y yo sin ti.

A principios de mayo, Pip le anunció aKarine que había ahorrado dinerosuficiente para alquilar una casita enTeatergaten, en el corazón de la ciudad,a solo un tiro de piedra del teatro y lasala de conciertos.

Karine se echó a llorar.—No podría haber llegado en mejor

momento, chéri. Porque, por si fuerapoco, tengo que decirte que estoy… mon

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Dieu! Estoy embarazada.—¡Pero eso es maravilloso! —

exclamó Pip, corriendo extasiado junto asu esposa para abrazarla—. No pongasesa cara de espanto —bromeó élmientras le levantaba el trémulo mentónpara poder mirarla a los ojos—. Contodas tus creencias naturalistas, deberíasser la primera en reconocer que un hijoes, sencillamente, el resultado de doscorazones enamorados.

—Lo sé, pero todas las mañanas melevanto con náuseas. ¿Y si no me gustala criatura? ¿Y si soy una madre

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horrible? ¿Y si…?—Tranquila. Estás asustada, eso es

todo. Como todas las madres primerizas.—¡No! Todas las mujeres que

conozco disfrutan siempre de susembarazos. Se acarician la panza comogallinas cluecas y gozan de la atenciónque reciben. ¡Yo solo soy capaz de verun ser extraño dentro de mí, que medeforma la barriga y me roba la energía!

Tras aquellas palabras, se derrumbóen los brazos de su marido, presa deotro ataque de llanto.

Pip reprimió una sonrisa, respiró

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hondo y se esforzó por consolarla.Aquella noche les comunicaron a

Horst y a Astrid que iban a ser abuelos.Y que Karine y él iban a mudarse a supropia casa.

Los felicitaron efusivamente, peroHorst no le ofreció un vaso a Karinecuando sacó la botella de aquavit.

—¿Lo ves? —se quejó ella una vez enla cama—. Ya no puedo disfrutar de lascosas que me gustan.

Riendo, Pip la estrechó contra supecho y le deslizó una mano por debajodel camisón para acariciar el pequeño

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bulto. Era, pensó, como el primerindicio de la luna creciente en un cieloestrellado. Y un milagro.

—Solo has de aguantar seis mesesmás, Karine. Y te prometo que el día quedes a luz te pondré una botella deaquavit en la mesilla y podrás bebértelaentera.

A principios de junio se mudaron a sunueva casa de Teatergaten. Aunquepequeña, era tan bonita como si lahubieran sacado de una postal, con su

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fachada de listones turquesa claro y elporche de madera que comunicaba conla cocina. Durante el verano, mientrasPip trabajaba, Karine pintó el interiorcon la ayuda de Astrid y Elle y llenó elporche de tiestos con petunias y lavanda.A pesar de sus escasos recursos, laconvirtió poco a poco en un paraíso detranquilidad.

La noche en que Pip cumplía veintidósaños, en octubre, volvió a casa desde elteatro después de un concierto y se

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encontró a Karine, Elle y Bo en la salade estar.

—Feliz cumpleaños, chéri —le dijoKarine con la mirada chispeante altiempo que los tres se apartaban paradesvelar un piano vertical situado en unrincón de la estancia—. Sé que no es unSteinway, pero por algo se empieza.

—Pero ¿cómo…? —preguntó Pipanonadado—. No tenemos dinero paraesto.

—De eso me ocupo yo, tú solo has dedisfrutarlo. Un compositor ha de poderdisponer de un instrumento propio en

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todo momento para ir tras su musa —sentenció—. Bo lo ha probado y diceque suena bien. Vamos, toca paranosotros.

—Será un placer.Pip se acercó al instrumento y deslizó

los dedos por la tapa que protegía elteclado mientras admiraba la sencillamarquetería de la madera dorada. Noexhibía la marca del fabricante, peroestaba bien construido y en perfectoestado. Además, resultaba claro quealguien se había esmerado en sacarlebrillo. Levantó la tapa para descubrir

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las lustrosas teclas y buscó con lamirada una silla donde sentarse.

Elle dio un paso al frente.—Y este es nuestro regalo. —De

detrás de una butaca, sacó una banquetatapizada y la colocó delante del piano—. Bo ha tallado la madera y yo lo hetapizado.

Pip contempló emocionado lasdelicadas patas de pino y el laboriosobordado del cojín. Se sintió abrumado.

—No… no sé qué decir —balbuceóantes de sentarse—. Excepto que muchasgracias a los dos.

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—No es nada comparado con lo quetú y tu familia habéis hecho pornosotros, Pip —dijo Bo quedamente—.Feliz cumpleaños.

Pip acercó los dedos al teclado y tocólas primeras notas del Capricho en solbemol de Chaikovski. Bo tenía razón, elinstrumento sonaba muy bien. Y pensó,emocionado, que desde aquel momentopodría trabajar en su concierto acualquier hora del día o de la noche.

Mientras Karine seguía engordando a tan

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solo unas semanas del parto, Pip sesentaba frente a su querido piano paraescribir a un ritmo frenético yexperimentar con acordes y variacionesarmónicas, pues sabía que, cuandonaciera el bebé, la paz del hogar severía seriamente perturbada.

Felix Mendelssohn Edvard Halvorsen—el primer nombre elegido en honor alpadre de Karine— llegó al mundo sanoy feliz el 15 de noviembre de 1938. Y,tal como había sospechado Pip, a pesarde todos sus temores, Karine se adaptósin problema a su papel de madre.

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Aunque se alegraba de verla tan contentay realizada, tenía que reconocer que aveces se sentía excluido del estrechovínculo que compartían madre e hijo.Toda la atención de su esposa estabaconcentrada en el bebé, y Pip adoraba ylamentaba a partes iguales aquelcambio. Lo que más le costaba aceptarera el hecho de que Karine, que siemprelo había animado a trabajar en sucomposición, últimamente lo hicieracallar cada vez que se sentaba al piano.

—¡Pip, el bebé está durmiendo y vasa despertarlo!

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Existía, sin embargo, una razónconcreta por la que Pip se alegraba deque Karine estuviera tan entregaba a supapel de madre, y era que no semolestaba en leer los periódicos, quecada semana parecían informar decrecientes tensiones en Europa. Despuésde que en marzo Alemania se anexionaraAustria, a finales de septiembre se habíavislumbrado la posibilidad de evitar laguerra: Francia, Alemania, Inglaterra eItalia habían firmado el Pacto deMúnich, que cedía el territoriochecoslovaco de los Sudetes a Alemania

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a cambio del compromiso por parte deHitler de no hacer más demandasterritoriales. El primer ministrobritánico, Neville Chamberlain, inclusohabía anunciado en un discurso quedicho acuerdo traería «la paz paranuestro tiempo». Pip rezaba con todassus fuerzas para que el señorChamberlain estuviera en lo cierto. Perohacia finales de otoño, los rumores en elfoso de la orquesta y en las calles deBergen eran cada vez más pesimistas:pocos creían que el Pacto de Múnichfuera a respetarse.

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Las fiestas navideñas lesproporcionaron, al menos, un gratorespiro. Pasaron el día de Navidad encasa de Horst y Astrid con Elle y Bo. EnNochevieja, Karine y Pip dieron unapequeña fiesta en su propia casa y,cuando las campanadas sonaron amedianoche anunciando el comienzo de1939, Pip tomó a su mujer entre susbrazos y la besó con ternura.

—Amor mío, todo lo que tengo te lodebo a ti. Nunca podré agradecertebastante lo que has significado para mí ylo mucho que me has dado —le susurró

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—. Brindo por nosotros tres.

El día de Año Nuevo, Karine —a quiensus suegros habían convencido para quedejara a Felix a su cuidado— subió conPip, Bo y Elle a un barco de laHurtigruten en el puerto de Bergen pararecorrer la magnífica costa occidentalde Noruega. Incluso se olvidó de su celomaternal mientras admiraba losasombrosos paisajes que iban dejandoatrás. La cascada de las Siete Hermanas,suspendida sobre el filo del

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Geirangerfjord, se convirtió en sufavorita.

—Es sencillamente espectacular,chéri —le dijo a Pip, con quien lacontemplaba desde la cubierta envueltaen varias capas de lana para protegersede las gélidas temperaturas.

Ambos admiraron sobrecogidos lasincreíbles esculturas naturales de hieloque se habían formado cuando lostorrentes de agua se habían congelado enplena caída a comienzos del invierno.

El Hurtigruten prosiguió remontandola costa, adentrándose en los fiordos

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para volver después a mar abierto ydeteniéndose con víveres ycorrespondencia en una miríada depuertos diminutos. Tal servicio suponíaun cabo salvavidas para los residentesde las aisladas comunidades quesalpicaban la costa.

Cuando el barco puso rumbo aMehamn, el punto más septentrional dela travesía en la costa ártica de Noruega,Pip explicó a sus compañeros elfenómeno de las luces del norte.

—Las auroras boreales son unespectáculo de luces celestiales propio

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del mismísimo Señor —dijo tratando dedescribir con palabras la belleza delfenómeno y consciente de que no loestaba consiguiendo.

—¿Tú lo has visto? —le preguntóKarine.

—Sí, pero solo una vez en que sedieron las condiciones adecuadas y lasluces llegaron nada menos que hastaBergen. Nunca había hecho este viaje.

—¿Cómo se forma una aurora boreal?—preguntó Elle con la mirada fija en eldespejado cielo estrellado.

—Estoy seguro de que existe una

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explicación técnica —reconoció Pip—,pero no soy la persona indicada paraproporcionártela.

—Y, de todos modos, tal vez no seanecesaria —añadió Bo.

A partir de Tromsø, se encontraron elmar picado y las dos mujeres seretiraron a sus camarotes cuando elbarco se aproximaba al cabo Norte. Elcapitán anunció que aquel era el mejorlugar para observar las luces del norte,pero, consciente de lo mareada queestaba Karine, Pip no tuvo más remedioque dejar a Bo solo en la cubierta

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contemplando el cielo y bajar a cuidarde ella.

—Te dije que odiaba el mar —gimióKarine antes de inclinarse sobre la bolsaque la compañía tenía la deferencia deproporcionar a los que se mareaban enel mar.

El día siguiente, tras abandonar elcabo Norte y emprender el regreso endirección sur hacia Bergen, amaneciósobre aguas más tranquilas. Bo saludó aPip en el comedor con el rostroemocionado.

—¡Amigo mío, lo he visto! ¡He visto

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el milagro! Y su esplendor ha bastadopara convencer al más acérrimo de losateos de que existe un poder superior.Qué colores… verdes, amarillos,azules… ¡el cielo entero brillaba! Fue…—Se le hizo un nudo en la garganta ytuvo que hacer un esfuerzo pararecuperar la compostura. Con la miradavidriosa por las lágrimas contenidas,alargó los brazos y estrechó con fuerza aPip—. Gracias —dijo—. Gracias.

De vuelta en Bergen, y para no molestar

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al pequeño Felix, Pip se retiraba a ladesierta sala de conciertos o a casa desus padres para tocar el piano. Tenía elcerebro embotado a consecuencia de lasinterminables noches que su hijo pasababerreando debido a los cólicos, a losque era particularmente propenso.Aunque Karine se levantaba paraatenderlo y dejaba dormir a Pip, puessabía lo mucho que tenía que trabajar,los llantos agudos de Felix atravesabanlas delgadas paredes de la casa y leimpedían descansar.

—Quizá debería añadirle un chorrito

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de aquavit al biberón y acabar con estode una vez —comentó una Karineexhausta durante el desayuno después deuna noche especialmente difícil—. Eseniño va a acabar conmigo —suspiró—.Siento mucho el alboroto, chéri. A vecesme resulta imposible tranquilizarlo. Soyuna mala madre.

Pip le rodeó la cintura con los brazosy le secó las lágrimas con las yemas delos dedos.

—Eso no es cierto, amor mío. Se lepasará con el tiempo, ya lo verás.

El verano se acercaba y ambos padres

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soñaban con dormir sin interrupciones,aunque solo fuera una noche. Noobstante, durante la primera nochetranquila, tanto Pip como Karine sedespertaron instintivamente a las dos enpunto, la hora a la que solían empezarlos berridos.

—¿Crees que está bien? ¿Por qué nollora? Mon Dieu! ¿Y si está muerto? —aulló Karine, que bajó de un salto de lacama y corrió hasta la cuna colocada enun recodo de la habitación—. No, no,está respirando y no parece que tengafiebre —susurró mientras le tocaba la

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frente.—Entonces ¿qué hace? —preguntó

Pip.Karine esbozó una sonrisa.—Dormir, chéri, simplemente dormir.

Cuando la paz regresó al hogar, Pipcomenzó a trabajar de nuevo en sucomposición. Después de meditarlomucho, había decidido titularla Elconcierto de Hero. Había leído lahistoria de la sacerdotisa quedesobedeció las normas del templo al

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permitir que su joven admirador lehiciera el amor y que, cuando estepereció ahogado, se arrojó al mar paraestar junto a él. Le parecía que encajabaa la perfección con la naturalezaindependiente e impulsiva de Karine.Además, Karine era su «Hero» y Pipsabía que, si algún día la perdía, él haríalo mismo.

Una tarde de agosto soltó el lápiz queutilizaba para escribir en la partitura yestiró los brazos entumecidos. Por finhabía completado la orquestación. Sucomposición estaba lista.

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El domingo siguiente, Karine, Felix yél tomaron el tren para ir a Froskehuseta ver a sus padres. Después de comer,Pip repartió las partituras con las partesdel chelo, el violín y el oboe y les pidióa Karine y a Horst que las estudiaran.Tras un breve ensayo —ambos eranexpertos repentistas—, Pip se sentó alpiano y la pequeña orquesta empezó atocar.

Veinte minutos más tarde, Pip seapoyó las manos en el regazo y sevolvió para ver a su madre enjugándoselas lágrimas.

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—Eso lo ha escrito mi hijo… —susurró Astrid mirando a su marido—.Horst, creo que ha heredado el talentode tu padre.

—Estoy de acuerdo —convino Horst,también visiblemente emocionado. Posóuna mano en el hombro de Pip—. Es unapartitura realmente inspirada, muchacho.Hay que tocarla ante Harald Heide loantes posible. Estoy seguro de quequerrá estrenarla en Bergen.

—Todo esto, claro está, me lo debes

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a mí por comprarte el piano —dijodespreocupadamente Karine mientrasregresaban a casa en el tren—. Así,cuando te hagas rico, podrás reemplazarel collar de perlas que vendí parapagarlo. —Al ver la cara de espanto desu marido, le plantó un beso en lamejilla—. No te inquietes, cariño. Felixy yo estamos muy orgullosos de ti y tequeremos.

Pip se armó de valor para ir a ver aHarald Heide a la sala de conciertosantes de la primera función de lasemana. Lo encontró detrás del

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escenario y le explicó que había escritoun concierto y deseaba conocer suopinión al respecto.

—No hay mejor momento que elpresente. ¿Por qué no lo toca ahora? —propuso Harald.

—Eh… muy bien, señor.Nervioso, Pip tomo asiento frente al

piano, posó los dedos sobre las teclas einterpretó el concierto entero dememoria. Harald no lo interrumpió niuna sola vez, y cuando Pip terminó,aplaudió con ganas.

—Vaya, vaya, herr Halvorsen, es muy

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bueno, buenísimo. El tema central esdeliciosamente original e hipnótico. Yalo estoy tarareando. Por lo que puedover en estas páginas, hay que trabajar unpoco más la orquestación, pero yomismo puedo ayudarlo con eso. Mepregunto —dijo al devolverle lapartitura— si tendremos otro jovenGrieg entre nosotros. Hay una clarainfluencia de su obra en la estructura,pero es posible que también hayaescuchado en ella a Rachmaninoff yStravinski.

—Confío en que también haya

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escuchado un poco de mí, señor —replicó Pip con valentía.

—Desde luego, desde luego. Buentrabajo, joven. Creo que podríamostratar de incluirlo en el programa deprimavera, así dispondrá de tiempo parapulir la orquestación.

Después del concierto, Pip se tomó lalibertad de despertar a su esposa.

—¿Te lo puedes creer, kjære? ¡Va asuceder! ¡Puede que el año que vienepor estas fechas ya sea compositorprofesional!

—Es lo más maravilloso que he oído

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en mi vida, aunque yo jamás lo habíadudado. Serás un hombre influyente —rio Karine—. Y yo seré la esposa delcélebre Pip Halvorsen.

—De «Jens Halvorsen» —la corrigióél—. Como es lógico, utilizaré elnombre que comparto con mi abuelo.

—Quien estoy segura de que estaríamuy orgulloso de ti, chéri. Tanto comoyo.

Brindaron con aquavit y remataron lacelebración haciendo el amor ensilencio para no despertar a Felix, quedormía plácidamente en su cuna a los

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pies de la cama.

«¿Por qué la felicidad siempre dura tanpoco?», se preguntó Pip el 4 deseptiembre al leer en el periódico que,después de la invasión germana dePolonia del 1 de septiembre, Francia eInglaterra habían declarado la guerra aAlemania. Cuando Pip salió de casa ypuso rumbo a la sala de conciertos paraasistir a un ensayo, sintió el manto depesimismo que flotaba sobre losresidentes de la ciudad.

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—Noruega logró mantenerse neutralen la última guerra. ¿Por qué no iba ahacerlo ahora? Somos una naciónpacífica y no deberíamos tener nada quetemer —aseguró Samuel, uno de loscompañeros de Pip, mientras la orquestaafinaba los instrumentos en el foso.

Todos estaban alterados por la noticiay la tensión se palpaba en el ambiente.

—Pero recuerda que Vidkun Quisling,el líder del partido fascista noruego,está haciendo todo lo posible por reunirapoyos para defender la causa de Hitler—replicó sombríamente Horst mientras

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frotaba el arco de su chelo con colofonia—. Ha impartido numerosasconferencias sobre lo que denomina «elproblema judío» y, si asciende al poder,no lo quiera Dios, no hay duda de que sepondrá del lado de los alemanes.

Después del concierto, Pip quisohablar con su padre en privado.

—Far, ¿realmente crees queentraremos en esta guerra?

—Me temo que es posible. —Horstse encogió de hombros con tristeza—. Yaunque nuestro país desoiga la llamada atomar las armas de uno u otro bando,

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dudo que el régimen alemán nos deje enpaz.

Aquella noche, Pip hizo cuanto pudopor consolar a Karine, cuya miradaardía una vez más con el miedo que yala había invadido en Leipzig.

—Tranquilízate, te lo ruego —lesuplicó mientras su esposa se paseabapor la cocina apretando a un Felixinquieto contra su pecho, como si losnazis estuvieran a punto de irrumpir ensu casa y arrebatarle a su hijo—.Recuerda que ahora eres luterana yllevas el apellido Halvorsen. Aunque

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los nazis nos invadan, lo cual es muypoco probable, nadie sabe que eresjudía de nacimiento.

—¡Por Dios, Pip! ¿Cómo puedes sertan ingenuo? No hay más que mirarme ala cara para ver la verdad, y nos lesharía falta investigar mucho paracorroborarla. No entiendes lominuciosos que son. ¡No pararán hastaacabar con nosotros! ¿Y qué pasa connuestro hijo? ¡Tiene sangre judía! ¡Puedeque se lo lleven a él también!

—No veo manera de que lodescubran. Además, tenemos que creer

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que no vendrán a Noruega —insistióPip, decidido a apartar de su mente losanteriores comentarios de su padre—.Varias personas me han dicho que hay ungoteo constante de judíos procedentes deEuropa llegando a Noruega a través deSuecia para escapar de la amenaza nazi.Ellos nos ven como un refugio seguro.¿Por qué tú no?

—Porque puede que esténequivocados. Pip… puede que esténequivocados. —Karine se dejó caerbruscamente sobre una silla con unsuspiro—. ¿Voy a tener que vivir

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siempre con miedo?—Te juro, Karine, que haré todo lo

que esté en mi mano para protegeros a tiy a Felix. Cueste lo que cueste, amormío.

Ella levantó la cabeza para mirarlo.Sus ojos oscuros rezumaban angustia eincredulidad.

—Sé que ese es tu deseo, chéri, y telo agradezco, pero puede que ni siquieratú puedas salvarme esta vez.

Tal como había sucedido después dela destrucción de la estatua deMendelssohn en Leipzig, Pip tuvo la

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sensación de que la atmósfera de tensiónse calmaba a lo largo del mes siguiente,pues los noruegos empezaron a aceptarla situación y a reaccionar enconsecuencia. El rey Haakon y su primerministro, Johan Nygaardsvold, seesforzaron por convencer a susciudadanos de que Alemania no estabainteresada en su diminuto rincón delmundo. No había razones parainquietarse, insistían, si bien habíanmovilizado al ejército y la armada y yase estaban tomando algunasprecauciones por si ocurría lo peor.

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Entretanto, guiado por las manosexpertas y alentadoras de Harald, Pippasaba las horas perfeccionando laorquestación de su concierto. Justo antesde Navidad, el director le comunicó lamaravillosa noticia de que,definitivamente, iba a incluir Elconcierto de Hero en el programa deprimavera, cosa que dio lugar a másrondas de aquavit cuando llegó a casaaquella noche después del concierto.

—Y la primera actuación te ladedicaré a ti, cariño.

—Y yo estaré allí para oírte dar vida

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a tu obra maestra. Tú estuviste conmigocuando yo di vida a la mía —dijoKarine arrojándose a sus brazosimpulsada por el alcohol.

Luego hicieron el amor condesenfreno, sin el impedimento de suhijo, que aquella noche dormía en casade sus abuelos.

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41

Una lluviosa mañana de marzo de1940, sentado frente a su esposa a lamesa del desayuno, Pip la vio fruncir elcejo mientras leía una carta de suspadres.

—¿Qué ocurre, cariño? —le

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preguntó.Karine levantó la vista.—Mis padres dicen que deberíamos

marcharnos a Estados Unidos deinmediato. Están convencidos de queherr Hitler pretende dominar el mundo,que no se dará por satisfecho hasta quecontrole Europa y el resto del planeta.Mira, nos han enviado todos los dólaresque han podido reunir para ayudarnos asufragar el viaje. —Agitó un delgadofajo de billetes—. Si vendiéramos elpiano, conseguiríamos el dinero que nosfalta. Dicen que ya ni Francia y ni

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siquiera Noruega están a salvo de unaposible invasión.

A tan solo unas semanas del estrenode su composición, programada comoparte de un concierto especial en elTeatro Nacional el domingo 14 de abril,Pip le sostuvo la mirada.

—Perdona, pero ¿cómo pueden tuspadres, que están a miles de kilómetrosde aquí, saber más sobre la situación deEuropa que nosotros?

—Porque ellos poseen una visiónglobal e imparcial que nosotros nopodemos tener. Nosotros estamos

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«dentro» del problema, y es posible queaquí, en Noruega, nos estemosengañando porque es lo único quepodemos hacer para consolarnos. Pip,de verdad, creo que ha llegado elmomento de irnos —terció Karine.

—Cariño, sabes tan bien como yo quenuestro futuro y el de nuestro hijodepende del éxito del estreno de miconcierto. ¿Cómo quieres que renuncie aeso ahora?

—¿Para mantener a salvo a tu esposay a tu hijo?

—¡Karine, por favor, no digas eso!

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He hecho cuanto he podido porprotegeros y seguiré haciéndolo. Siqueremos labrarnos un futuro en EstadosUnidos, he de crearme primero unareputación. De lo contrario, llegarécomo otro aspirante más a compositorprocedente de un país del que muchosestadounidenses ni siquiera han oídohablar. Si ya dudo de que me dejaranentrar en la Filarmónica de Nueva Yorko en cualquier otra orquesta como chicode los recados, imagínate como alguiena quien hay que tomar en serio.

Pip vio un repentino brillo de furia en

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los ojos de Karine.—¿Estás seguro de que lo haces por

el dinero? ¿No será más bien por tu ego?—Deja de tratarme con

condescendencia —replicó él confrialdad al levantarse de la mesa—. Soytu marido y el padre de nuestro hijo. Soyyo el que toma las decisiones en estacasa. Tengo una reunión con Haralddentro de veinte minutos. Seguiremoshablando más tarde.

Pip salió de casa echando humo ypensando que, a veces, Karine lopresionaba demasiado. Aparte de leer

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todos los periódicos que caían en susmanos, siempre mantenía el oídoaguzado, atento a las conversaciones quetenían lugar en la calle y en el foso de laorquesta. Entre sus filas había dosmúsicos judíos y ninguno de ellosparecía creer que hubiera motivos parainquietarse. Y hasta el momento nadiehabía insinuado que herr Hitler tuvieraplanes inminentes de invadir Noruega.Decididamente, pensó mientras recorríalas calles de la ciudad, los padres deKarine eran unos alarmistas. Teniendoen cuenta que solo faltaban tres semanas

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para el estreno, sería una locura que semarcharan en aquel momento.

Y por una vez, pensó Pip presa de lairritación por ver sus opinionesdesautorizadas, Karine haría caso a sumarido.

—Como quieras —respondió ella con

desdén cuando Pip le dijo aquella nocheque quería que la familia permanecieraen Bergen hasta después del estreno—.Si crees que tu esposa y tu hijo están asalvo aquí, no me queda más opción que

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confiar en ti.—Lo creo, al menos por el momento.

Más adelante, si es necesario, podremosreconsiderar la situación.

Pip la vio levantarse de la silladespués de oírlo rebatir con firmeza laopinión de sus padres y la intuición desu propia esposa.

—Naturalmente —añadió Pip con ungesto de hastío—, no puedo impedir quete vayas si eso es lo que quieres.

—Como bien has señalado, eres mimarido y debo aceptar tus opiniones ydecisiones. Felix y yo nos quedaremos

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aquí contigo. Esta es nuestra casa. —Karine le dio la espalda y se dirigióhacia la puerta. Luego se detuvo y sevolvió de nuevo hacia él—. Solo esperoque tengas razón, Pip. De lo contrario,que Dios nos proteja.

Cinco días antes del estreno delconcierto de Pip, la maquinaria bélicaalemana atacó Noruega. Para el país,cuya flotilla mercante al completoestaba ocupada ayudando a Inglaterra abloquear el Canal para protegerlo de

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una invasión, fue un golpe totalmenteinesperado. Los noruegos, con suescuálida armada, hicieron lo posiblepor defender los puertos de Oslo,Bergen y Trondheim, e incluso lograrondestruir, en Oslofjord, un buque deguerra alemán que transportaba armas yvíveres. Pero el bombardeo enemigodesde mar, tierra y aire fue incesante eimparable.

Durante el asedio de Bergen, Pip,Karine y Felix se marcharon a lascolinas para refugiarse en Froskehuset,desde donde escuchaban, sumidos en un

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silencio aterrorizado, el rugido de laLuftwaffe sobre sus cabezas y losestallidos de las ametralladoras en laciudad que se extendía a sus pies.

Pip no se atrevía a mirar a Karine alos ojos; sabía exactamente lo queencontraría en ellos. Aquella noche seacostaron sin mediar palabra y yacieroncomo dos extraños mientras Felixdormía entre ambos. Finalmente, incapazde seguir soportándolo, Pip buscó lamano de su mujer.

—Karine —susurró en la oscuridad—, ¿crees que podrás perdonarme algún

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día?Ella tardó un rato en responder.—Debo hacerlo. Eres mi marido y te

quiero.—Te juro que, pese a lo que ha

ocurrido, estamos a salvo. Todo elmundo dice que los ciudadanos deNoruega no tienen nada que temer. Losnazis solo nos han invadido paraproteger el paso de sus suministros dehierro desde Suecia. No tiene nada quever contigo y conmigo.

—No, Pip. —Karine dejó escapar unsuspiro exhausto—. Pero siempre tiene

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que ver con nosotros.

A lo largo de los dos días siguientes, losinvasores alemanes aseguraron a losresidentes de Bergen que no tenían nadaque temer y que la vida seguiría comosiempre. De la fachada del ayuntamientopendían esvásticas y los soldados conuniforme nazi llenaban las calles. Elcentro de la ciudad había sufrido gravesdaños durante la toma de Bergen y secancelaron todos los conciertos.

Pip estaba devastado. Había

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arriesgado la vida de su esposa y de suhijo por un estreno que jamás tendríalugar. Salió de casa, subió por la laderay se adentró en el bosque. Se sentópesadamente sobre un tocón y enterró lacabeza entre las manos. Y por primeravez en su vida de adulto lloró devergüenza y miedo.

Bo y Elle fueron a Froskehuset avisitarlos aquella noche y los seishablaron de la situación.

—Me han contado que nuestrovaleroso rey ha abandonado Oslo —ledijo Elle a Karine—. Está escondido en

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algún lugar del norte. Bo y yo tambiénhemos decidido marcharnos.

—¿Cuándo? ¿Cómo? —preguntóKarine.

—Bo tiene un amigo pescador quetrabaja en el puerto. Le ha dicho que nosllevará a nosotros y a todo el que lodesee a Escocia. ¿Vendréis?

Karine miró de soslayo a Pip, queestaba conversando con su padre.

—Dudo mucho que mi marido quierairse. ¿Crees que Felix y yo corremospeligro aquí? Dímelo, Elle, por favor.¿Qué opina Bo?

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—Es imposible saberlo, Karine.Aunque lleguemos a Gran Bretaña,puede que los alemanes también lainvadan. Esta guerra es como una plagaque no deja de propagarse. Por lo menosaquí estás casada con un noruego, yademás ahora eres luterana. ¿Le hashablado a alguien de aquí de tusorígenes y tu religión?

—¡No! Con excepción de missuegros, claro.

—En ese caso, tal vez sea mejor quete quedes aquí con tu marido. Llevas suapellido y cuentas con la fama de su

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familia en Bergen para protegerte. Paranosotros es distinto. No tenemos nadatras lo que escudarnos. Les estamostremendamente agradecidos a Pip y a sufamilia por habernos acogido y salvadodel peligro. Si nos hubiésemos quedadoen Alemania… —Elle se estremeció—.He oído historias sobre campos parajudíos, sobre familias enteras quedesaparecen de sus hogares en mitad dela noche.

Karine también las había oído.—¿Cuándo os vais?—No voy a decírtelo. Es preferible

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que no lo sepas, por si la situaciónempeora. Y te ruego que no se lo cuentesa Pip ni a sus padres.

—¿Será pronto?—Sí. Y Karine —dijo Elle tomando a

su amiga de la mano—, debemosdespedirnos ahora. Espero que algún díavolvamos a vernos, y rezo por ello.

Se abrazaron con los ojos llenos delágrimas y se cogieron de las manos enuna silenciosa muestra de solidaridad.

—Siempre estaré aquí si menecesitas, amiga mía —susurró Karine—. Escríbeme cuando llegues a Escocia.

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—Lo haré, te lo prometo. Recuerdaque, aunque tu marido se hayaequivocado, es un buen hombre. ¿Quién,salvo los de nuestra raza, habría podidoprever algo así? Perdónalo, Karine. Élno puede entender lo que representavivir siempre con miedo.

—Lo intentaré —concedió Karine.—Bien.Con una pequeña sonrisa, Elle se

levantó del sofá y le indicó a Bo que yapodían irse.

Cuando los vio partir, Karine supo enlo más profundo de su alma que nunca

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volvería a verlos.

Dos días después, Karine y Pip seatrevieron a bajar de la colina y regresara su hogar. Todavía brotaban volutas dehumo de las casas del puerto que habíansido destruidas por el fuego durante losbombardeos.

El taller del cartógrafo era una deellas.

Los dos contemplaron horrorizados lahumeante pila de escombros.

—¿Crees que estaban dentro? —

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preguntó Pip con voz trémula.—No lo sé —respondió Karine

recordando la promesa que le habíahecho a Elle—. Tal vez.

—Dios mío.Pip cayó de rodillas al suelo y rompió

a llorar, pero en aquel momento Karinedivisó un pelotón de soldados alemanesque avanzaba por la calzada.

—¡Levántate! —susurró—. ¡Vamos!Pip obedeció y, cuando los soldados

pasaron por su lado, Karine y él lossaludaron respetuosamente con laesperanza de que simplemente los

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tomaran por dos jóvenes noruegosenamorados.

La mañana del malogrado estreno de Elconcierto de Hero, Pip se despertó y vioque Karine ya se había levantado. Trascomprobar que Felix seguía durmiendoplácidamente en la camita colocada alos pies de la suya, bajó en busca de suesposa. Entró en la cocina y encontróuna nota en la mesa.

«He salido a comprar leche y pan. Notardo. Besos.»

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Pip se acercó a la puerta y caminónervioso hasta la acera, preguntándosepor qué su esposa habría salido sola decasa. Se oían algunos disparos aisladosa lo lejos, pues todavía quedaban focosde soldados noruegos plantando batalla,si bien nadie se hacía ilusiones encuanto a quiénes eran los vencedores.

Al no ver en la calle ni a una solapersona a quien poder preguntar por elparadero de su mujer, Pip entró denuevo en casa y despertó a su hijo.Felix, que para entonces ya teníadiecisiete meses, saltó de la cama y,

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aferrado a la mano de su padre, bajó laescalera con paso inseguro. Se oyó otraráfaga de disparos.

—¡Pum, pum! —exclamó Felix conuna sonrisa—. ¿Dónde está mamá?¡Tengo hambre!

—Mamá volverá enseguida. Veamosqué hay de comer en la cocina.

Pip enseguida comprendió por quéKarine había decidido salir, pues alabrir la despensa la encontró vacía.También reparó en las dos botellas deleche vacías que descansaban junto alfregadero. Recurrió a un mendrugo de

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pan que había sobrado de la cena paradistraer a Felix hasta que su madrevolviera. Se sentó al pequeño en elregazo y le leyó un cuento, intentandoconcentrarse en algo que no fuera supropio miedo.

Al cabo de dos horas, Karine seguíasin aparecer. Desesperado, Pip llamó ala puerta de su vecina. La mujer lotranquilizó diciéndole que la comidahabía empezado a escasear y que el díaantes ella misma había tenido que hacercola durante más de una hora paracomprar pan.

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—Estoy segura de que no tardará envolver. Es posible que haya tenido quealejarse más de lo habitual paraencontrar provisiones.

Pip regresó a casa y decidió que nopodía soportarlo más. Después de vestira Felix, salió a la calle con su hijofuertemente asido de la mano. Sobre labahía todavía se alzaban columnas dehumo acre fruto de los bombardeos de laLuftwaffe, y aún se oía algún que otrodisparo. Pese a que eran más de lasonce, las calles estaban prácticamentedesiertas. Vio que la panadería que

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solían frecuentar tenía los postigoscerrados, al igual que la verdulería y lapescadería de Teatergaten. Escuchó lasfuertes pisadas de una patrulla devigilancia y, al doblar la esquina, losvio marchar en su dirección.

—¡Soldado!Felix los señaló con el dedo, ajeno al

peligro que representaban.—Sí, soldado —dijo Pip mientras se

devanaba los sesos pensando adóndepodía haber ido Karine.

Se acordó entonces de la pequeñahilera de tiendas de Vaskerelven, justo

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pasado el teatro. A veces Karine lepedía que se pasara por allí camino deltrabajo cuando les faltaba algo.

Al llegar al teatro, levantó la vista yvio que la fachada estaba totalmentedestrozada. Horrorizado, se quedó sinaliento. Lo primero que pensó fue que,aunque tenía la partitura original delpiano en Froskehuset, las del resto de suorquestación estaban guardadas bajollave en la oficina del teatro.

—Dios mío, seguro que handesaparecido —musitó desconsolado.

Desvió la mirada para que su hijo no

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reparara en su miedo y pasó junto a losrestos del teatro decidido a nolamentarse por lo que se había perdidoen su interior.

—¿Far, por qué duermen?Felix señaló la plaza, situada unos

metros más adelante, y fue entoncescuando Pip vio los cuerpos, unos diez odoce. Parecían muñecos de trapoarrojados al suelo de cualquier manera.Dos de ellos llevaban el uniforme delejército noruego, pero el resto eranciviles: hombres, mujeres y un niño.Probablemente se hubiera producido una

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escaramuza y aquellos inocentes sehubieran visto atrapados en el fuegocruzado.

Pip trató de apartar a su hijo, peroeste permaneció clavado en el sueloseñalando uno de los cuerpos.

—Far, ¿podemos despertar ya amamá?

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Noté el escozor de las lágrimas en losojos cuando Thom, que había estadocaminando de un lado a otro mientras menarraba la historia, finalmente sedesplomó sobre una butaca.

—Dios mío, Thom, no tengo palabras.

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Es espantoso —susurré al fin.—Sí. Tremendo. Cuesta creer que

sucediera hace solo dos generaciones. Yque ocurriera justo aquí, en lo que hastaahora tenías por nuestro seguro refugioen la cima del mundo.

—¿Cómo consiguió seguir adelantePip después de la muerte de Karine?Debió de sentirse totalmenteresponsable.

—Verás, Ally… No lo hizo. Seguiradelante, quiero decir.

—¿De qué estás hablando?—Después de encontrar a Karine

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muerta en la plaza, Pip trajo a Felix aesta casa para que se quedara con susabuelos. Les dijo a Horst y a Astrid quese iba a dar un paseo porque necesitabapensar. Al ver que anochecía y noregresaba, Horst salió en su busca. Y loencontró muerto en el bosque que hayjusto detrás de la casa. Pip había cogidola escopeta de caza de su padre delcobertizo y se había suicidado.

Lo miré horrorizada, incapaz dearticular palabra.

—Dios mío, pobre, pobre Felix.—Qué va, él no sufrió lo más mínimo

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—replicó Thom—. Era demasiadopequeño para entender lo que habíasucedido, y Horst y Astrid se hicieroncargo de él, obviamente.

—Aun así, perder a tu madre y a tupadre el mismo día…

Me percaté de la expresión de Thom ydecidí callar.

—Lo siento, Ally —se disculpó alreconocer la dureza de su propio tono—. De hecho, creo que lo que es aúnpeor que todo eso es que Felix, al quenunca le habían contado la verdadacerca de la muerte de su padre, se

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enteró por un imbécil de la Filarmónicade Bergen que decidió soltárselo un díapensando que él ya lo sabía.

—Uf.Me estremecí.—Tenía veintidós años y acababa de

incorporarse a la orquesta. Más de unavez me he preguntado si fue eso lo quelo apartó del buen camino e hizo queempezara a beber…

La voz de Thom se apagó.—Tal vez —respondí con delicadeza,

aunque en realidad quería contestar quesí, que estaba segura de que una

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revelación así bastaría paradesestabilizar a cualquiera.

Thom miró su reloj y se levantó de unsalto.

—Debemos irnos, Ally, o nollegaremos a tu cita con el médico.

Salimos de la casa, subimos al cochey descendimos raudos por la colina endirección al centro de Bergen. Cuandollegamos a la clínica, Thom detuvo elcoche frente a la entrada.

—Ve pasando mientras voy a aparcar.—No es necesario que me

acompañes, Thom, de verdad.

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—Lo haré de todas formas. No todoel mundo habla inglés o francés enNoruega, ¿sabes? Suerte —me deseócon una sonrisa antes de dirigirse alaparcamiento.

Me llamaron de inmediato y, aunqueel inglés de la doctora no era perfecto,bastó para que entendiera lo que estabaintentando decirle. Me hizo algunaspreguntas y me sometió a un examenpélvico exhaustivo.

Cuando, terminado el reconocimiento,me incorporé en la camilla, me dijo quequería hacerme un análisis de sangre y

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otro de orina.—¿Cuál cree que es el problema? —

pregunté inquieta.—¿Cuándo tuvo la última regla,

señorita… D’Aplièse?—Mmm… —La verdad era que no lo

recordaba—. No estoy segura.—¿Existe alguna posibilidad de que

pueda estar embarazada?—No… no sé —contesté, incapaz de

asimilar la enormidad de su pregunta.—Le haremos un análisis de sangre

para descartar todo lo demás, pero tienela matriz visiblemente dilatada y es

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probable que sus náuseas sean laspropias de las primeras semanas deembarazo. Calculo que está ya de dosmeses y medio aproximadamente.

—Pero he perdido peso —señalé—.No puede ser eso.

—Algunas mujeres adelgazan debidoa las náuseas. La buena noticia es quetienden a remitir después del tercer mes.Debería empezar a encontrarse mejormuy pronto.

—Ya. Esto… gracias.Me levanté de la camilla sintiendo

que me faltaba el aire. La doctora me

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entregó un bote para la muestra de orinay me indicó dónde se encontraba laenfermera que debía realizar laextracción de sangre. Salí del despacho,busqué el lavabo más cercano y, despuésde hacer lo que tenía que hacer, mequedé allí sentada, sudando y temblandomientras luchaba desesperadamente porrecordar la fecha de mi último período.

—Dios mío —susurré entre lasreverberantes paredes.

Había sido en junio, justo antes deincorporarme a la tripulación de Theopara preparar la regata de las

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Cícladas…Salí del baño tambaleándome para ir

a que me sacaran sangre. Pensé en la deveces que había oído decir a otrasmujeres que no se habían dado cuenta deque estaban embarazadas. Yo siempreme había reído de ellas, pues mecostaba creer que a una mujer se leretirase la regla sin que se le pasara esaidea por la cabeza. Ahora yo era esamujer. Porque con todo lo que me habíasucedido a lo largo de las últimassemanas, sencillamente no habíareparado en tal ausencia.

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«Pero ¿cómo?», pensé cuandolocalicé a la enfermera y me subí lamanga para que pudiera atarme la cintaelástica al brazo. Siempre había tenidomucho cuidado de tomarme la píldorapuntualmente. Pero entonces me acordéde aquella noche en Naxos, cuando mepuse a vomitar delante de Theo y élcuidó de mí con tanto mimo. ¿Eraposible que aquello hubiera reducido elefecto contraceptivo de la píldora? ¿Oacaso había olvidado tomármela algúndía, conmocionada como estaba por lamuerte de Pa…?

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Regresé a la recepción y entregué lamuestra de orina. Allí me dijeron quetendrían los resultados al día siguientepor la tarde y que llamara a la consultapara conocerlos.

—Gracias —dije, y al darme lavuelta me tropecé con Thom.

—¿Todo bien?—Creo que sí.—Me alegro.Lo seguí hasta el coche y permanecí

callada mientras me llevaba al hotel.—¿Seguro que estás bien? ¿Qué te ha

dicho la doctora?

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—Que estoy… agotada, estresada.Quiere hacerme unas pruebas —respondí con ligereza.

No estaba preparada para divulgarlos detalles de un cuarto de hora quepodría cambiarme la vida hasta que yomisma lo hubiera asimilado.

—Mañana por la mañana tengoconcierto con la orquesta en el GriegHall, pero podría pasar después por tuhotel para ver cómo estás. ¿Hacia elmediodía?

—Me encantaría. Gracias por todo,Thom.

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—De nada. Y te pido disculpas si mirelato te ha afectado. Llámame sinecesitas algo, ¿de acuerdo?

Me apeé del coche y reparé en su carade preocupación.

—Tranquilo, lo haré. Adiós.Aguardé en la acera a que el coche

desapareciera por el muelle. Necesitabacerciorarme y la farmacia que habíavisto camino del hotel debía de estar apunto de cerrar. Corrí los pocos cientosde metros que me separaban de ella yllegué justo cuando se disponían a echarla llave. Compré lo que necesitaba y

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volví al hotel a un ritmo mucho mástranquilo.

Una vez en el cuarto de baño, seguílas instrucciones y me dispuse a esperarlos dos minutos que se suponía quetardaba en verse el resultado.

Miré de reojo la tira de plástico y vique, al cabo de solo unos segundos, laraya ya estaba tornándoseindiscutiblemente azul.

Aquella noche experimenté todo unabanico de emociones. Del alivioabrumador que me producía saber queno estaba enferma, sino simplemente

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embarazada, pasé al temor no solo deque a mi cuerpo le estuviera sucediendoalgo que escapaba a mi control, sino detener que afrontar la situación sola. Porúltimo, y de manera totalmenteinesperada, empezó a invadirme unpaulatino sentimiento de dicha.

Iba a tener un hijo de Theo. Una partede él seguía viva… y estaba dentro demí, creciendo y haciéndose un poco másfuerte cada día. Me parecía tanmilagroso que, a pesar del miedo,derramé lágrimas de alegría por laforma en que la vida parecía encontrar

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siempre la manera de reponerse.Superada la conmoción inicial, me

levanté y me puse a caminar de un lado aotro de la habitación. Ya no me sentíadecaída, enferma y asustada, sino llenade una energía nueva. Aquello estabaocurriendo, me gustara o no, y ahoratenía que pensar en lo que iba a hacer.¿Qué clase de hogar podría darle a mihijo? ¿Y dónde? Sabía que el dinero noera, por suerte, un problema. Y tampocome faltaría ayuda, en caso de quererla,con Ma en Ginebra y Celia en Londres.Por no mencionar a las cinco tías

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chochas en que se convertirían mishermanas. No sería una infanciaconvencional, pero me juré a mí mismaque haría todo lo posible por ser tantouna madre como un padre para aquelbebé mío y de Theo.

Mucho más tarde, cuando decidíacostarme y tratar de conciliar el sueño,caí en la cuenta de que, desde que mehabían comunicado que estabaesperando un hijo, ni por un momento seme había pasado por la cabeza notenerlo.

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—Hola, Ally —me saludó Thom al

día siguiente en el vestíbulo del hotel,dándome dos besos—. Hoy tienes mejoraspecto. Ayer me quedé un pocopreocupado.

—Me encuentro mejor… Creo —añadí al tiempo que esbozaba unasonrisa burlona y decidía que, enrealidad, estaba deseando compartir labuena nueva con alguien—. Por lo visto,estoy embarazada y esa es la razón deque me encontrara tan mal.

—Ostras… Uau, es fantástico… ¿no?

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—aventuró tratando de leerme elpensamiento.

—Sí, creo que sí. Aunque ha sido unasorpresa. No me lo esperaba y el padreya no está, pero me siento… ¡feliz!

—Entonces yo también lo estoy.Me di cuenta de que Thom seguía

observándome para cerciorarse de queen realidad no estaba haciéndome lavaliente.

—Estoy encantada, en serio. Dehecho, estoy más que encantada.

—En ese caso, felicidades.—Gracias.

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—¿Se lo has contado a alguien? —mepreguntó.

—No. Eres el primero.—Entonces, me siento halagado —

dijo mientras salíamos del hotel endirección al coche—. Aunque ahora mepregunto si lo que tenía planeado paraesta tarde le conviene a tu delicado…estado.

—¿Qué es?—Había pensado que podríamos

hacerle una visita a Felix para ver sitiene algo que contar. Pero como no seráuna experiencia agradable, quizá

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deberíamos dejarla para más adelante.—No, me encuentro perfectamente, en

serio. Estoy segura de que el miedo queme generaba estar tan hecha polvo hacíaque me encontrara aún peor. Ahora queconozco la causa, puedo empezar ahacer planes. Así que, venga, vayamos acasa de Felix.

—Como te dije ayer, aunque supierade tu existencia, es muy probable que loniegue. Yo vivía justo delante de susnarices y aun así no quiso aceptar queera su hijo.

—¿Thom? —le dije una vez en el

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coche.—¿Qué?—Pareces más convencido que yo de

que tengo una conexión familiar contigoy los Halvorsen.

—Puede —reconoció mientras girabala llave de contacto—. En primer lugar:me contaste que tu padre le entregó acada una de sus hijas una pista sobre supasado y el lugar donde comenzaba suhistoria. En tu caso fue el libro de mitatarabuelo. En segundo lugar: eres o hassido música, y está científicamentedemostrado que el talento puede

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transmitirse a través de los genes. Entercer lugar: ¿te has mirado últimamenteal espejo?

—¿Por qué?—¡Ally, míranos!—Vale.Juntamos las cabezas y nos miramos

en el espejo retrovisor.—Sí —concluí—, nos parecemos.

Pero la verdad es que fue una de lasprimeras cosas que pensé cuando lleguéa Noruega, que me parecía a todo elmundo.

—Estoy de acuerdo en que tu pelo y

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tu piel son típicamente noruegos. Pero,fíjate, si hasta tenemos los mismoshoyuelos.

Thom se llevó los dedos a los suyos yyo hice lo propio.

Estiré los brazos por encima delcambio de marchas y lo abracé.

—Bueno, aunque descubramos que noestamos emparentados, creo que heencontrado a mi nuevo mejor amigo. Losiento, sé que parece sacado de unapelícula de Disney, pero es que ahoramismo tengo la sensación de estarviviendo una película —dije riéndome

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de mi absurda sensación.—Dime otra vez que estás segura de

que quieres hacer esto —insistiómientras se alejaba del bordillo—, queestás preparada para ir a ver al trol dela colina que puede que sea o no sea tupadre biológico.

—Lo estoy. ¿Así es como lo llamas?¿Trol?

—Eso no es nada comparado con losapelativos que le he puesto en el pasado,por no hablar de los adjetivos queutilizaba mi madre.

—¿No crees que deberíamos avisarlo

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de nuestra visita? —pregunté cuandotomamos la carretera del puerto.

—Si se lo decimos, seguro queencontrará una excusa para norecibirnos.

—Por lo menos cuéntame algo más deél antes de que lleguemos a su casa.

—¿Aparte de que es un crápula queha echado a perder su vida y su talento?

—Vamos, Thom. Después de lo queme contaste ayer, sospecho que Felixsufrió mucho de niño. Perdió a suspadres en circunstancias horribles.

—Vale, vale, lo siento. Son los años

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de un resentimiento alimentado, loreconozco, por mi madre. Resumiendo,fue Horst quien enseñó a mi padre atocar el piano. Y, según la leyenda, a lossiete años ya tocaba conciertos de oídoy a los doce había compuesto unopropio. Orquestación incluida —añadióThom—. A los diecisiete obtuvo unabeca para estudiar en París, y tras ganarel concurso de Chopin en Varsovia, fuecontratado por la Filarmónica deBergen. Era el pianista más joven quehabían tenido nunca. Según mi madre,las cosas empezaron a ir mal a partir de

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aquel momento. Felix carecía de éticalaboral, llegaba tarde a los ensayos, amenudo con resaca, y al final de la tardeya estaba borracho. La gente lo tolerabaporque tenía mucho talento, hasta que seles agotó la paciencia.

—Me recuerda un poco a subisabuelo Jens —murmuré.

—Exacto. Al final lo echaron de laorquesta por llegar tarde, o simplementeno presentarse, con demasiadafrecuencia. Horst y Astrid también sehartaron y no tuvieron más remedio queecharlo de Froskehuset. Creo que fue

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uno de esos casos de lo que hoy en díalos terapeutas llaman «aplicación demano dura», aunque Horst le permitióinstalarse en la cabaña que Astrid y élhabían construido años antes paracuando querían pasar tiempo en elbosque cazando. Era muy básica, pordecirlo con delicadeza. Felix vivíafundamentalmente a costa de las mujeresa las que cautivaba y, de acuerdo con mimadre, saltaba de flor en flor. Inclusoahora, pese a tener agua corriente yelectricidad, es poco más que una chozacon pretensiones.

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—Cuanto más sé de él, más merecuerda a Peer Gynt. ¿Cómo lograbasobrevivir sin trabajar?

—Se vio obligado a dar clasesparticulares de piano para pagar suadicción al alcohol. Así fue comoconoció a mi madre. Y, por desgracia,poco ha cambiado en estos treinta años.Sigue siendo un mujeriego borracho ysin blanca en el que no se puede confiar.Pero ahora más viejo.

—Qué desperdicio de talento —suspiré.

—Sí, una pena. En fin, esa es la

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historia resumida de la vida de mipadre.

—¿Y qué hace todo el día ahí arriba?—pregunté mientras el coche continuabasu ascenso por la colina.

—No sabría decirte. Todavía tienealgún que otro alumno y se gasta eldinero que gana en whisky. Felix se estáhaciendo mayor, aunque eso no significaque haya perdido su encanto. Ally, séque lo que voy a decir puede parecerteuna aberración teniendo en cuenta elmotivo de nuestra visita, pero mepreocupa que te tire los tejos.

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—Estoy segura de que sabrémanejarlo, Thom —dije con una sonrisatriste.

—No lo dudo, pero me siento…responsable. Y estoy empezando apreguntarme por qué te he metido enesto. Quizá debería ir a verlo yo solopara ponerlo en antecedentes.

Noté que estaba nervioso y traté detranquilizarlo.

—Ahora mismo, entre tu padre y yono existe ninguna relación. Para mí es undesconocido. Estamos… estás haciendomeras elucubraciones sobre lo que

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podría o no podría ser. Y pase lo quepase, te prometo que no dejaré que meafecte.

—Eso espero, Ally, de verdad. —Aminoró la velocidad y arrimó el cochea una ladera cubierta de pinos—. Hemosllegado.

Mientras subía detrás de Thom porunos escalones toscos y cubiertos devegetación que al parecer conducían aalgún tipo de morada, comprendí queaquel era un acontecimiento mucho másdoloroso para él que para mí.Independientemente de lo que me

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esperara allí arriba, yo continuaríateniendo un padre que me había queridoy cuidado a lo largo de mi infancia. Y,decididamente, no buscaba ni necesitabaotro.

En lo alto de la colina, los escalonesempezaban a descender y, en medio deun claro, vislumbré una cabaña demadera que me hizo pensar en la casa dela bruja del cuento de Hansel y Gretel.

Cuando llegamos a la puerta, Thomme dio un apretón en la mano.

—¿Lista?—Lista —dije.

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Tras un leve titubeo, llamó con losnudillos. Esperamos una respuesta.

—Sé que está porque he visto su motoabajo —susurró Thom antes de volver aprobar—. Ahora mismo ni siquierapuede permitirse un coche, y como lapolicía lo ha parado tantas veces, parececreer que una moto es un medio detransporte más invisible. ¡Hay que seridiota!

Al cabo de unos instantes escuchamospasos en el interior y una voz que decíaalgo en noruego. La puerta se abrióinmediatamente después.

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—Está esperando a un alumno y creeque somos él —me tradujo Thom.

Una figura apareció en el umbral y mimirada se topó con los ojos azul clarodel padre de Thom. Me habíaequivocado al esperar un viejodecrépito con la nariz tumefacta a causadel whisky y el cuerpo devastado poraños de alcoholismo. El hombre quetenía delante iba descalzo y vestía unosvaqueros con un roto en la rodilla y unacamiseta que parecía no haberse quitadodesde hacía varios días. Yo le habíacalculado sesenta años largos; sin

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embargo, apenas tenía canas y en surostro se apreciaban pocas arrugas. Si lohubiera visto por la calle, le habríaechado diez años menos.

—Hola, Felix, ¿cómo estás? —losaludó Thom.

El hombre parpadeó, visiblementesorprendido.

—Bien. ¿Qué haces aquí?—Hemos venido a hacerte una visita.

Mucho tiempo sin verte y todo eso. Tepresento a Ally.

—¿Es tu nueva novia? —Los ojos delhombre chispearon y noté que me

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escrutaba con la mirada—. Es guapa.—No es mi novia, Felix. ¿Podemos

pasar?—Eh… la asistenta lleva días sin

venir y está todo patas arriba, pero sí,adelante.

Yo no había entendido nada de lo quehabían dicho hasta entonces porquehablaban en noruego.

—¿Habla inglés? —susurré a Thomcuando entramos en la casa—. ¿Ofrancés?

—Probablemente. Se lo preguntaré.Thom le explicó mi limitación

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lingüística y Felix asintió con la cabezay cambió al francés de inmediato.

—Enchanté, mademoiselle. ¿Vive enFrancia? —me preguntó mientras noshacía pasar a una sala de estar espaciosapero muy caótica, invadida porprecarias pilas de libros y periódicosviejos, tazas de café usadas y ropatirada de cualquier manera sobrealgunos muebles.

—No, en Ginebra —contesté.—Suiza… Fui una vez para un

concurso de piano. Es un país muy…organizado. ¿Es usted suiza?

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Nos indicó que nos sentáramos.—Sí —contesté.Disimuladamente, aparté un jersey

viejo y un sombrero de fieltro a fin dehacer sitio para Thom y para mí en elmaltrecho sofá de cuero.

—Pues es una pena, porque tenía laesperanza de poder hablar con usted deParís, donde malgasté mi juventud —repuso Felix con una risa ronca.

—Lamento defraudarlo, aunqueconozco bien la ciudad.

—No tan bien como yo,mademoiselle, se lo aseguro. Pero esa

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es otra historia.Felix me guiñó un ojo y no supe si

reír o echarme a temblar.—Por supuesto —respondí

recatadamente.—¿Podemos hablar en inglés, por

favor? —propuso de repente Thom—.Así yo también podré intervenir.

—Bien, ¿qué os trae por aquí? —inquirió su padre cambiando de idioma.

—En pocas palabras, Ally estábuscando respuestas —contestó Thom.

—¿Sobre qué?—Sobre sus verdaderos orígenes.

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—¿A qué te refieres con eso?—Ally fue adoptada cuando era un

bebé y su padre adoptivo murió haceunas semanas. Le dejó varias pistas paraayudarla a encontrar a su familiabiológica en el caso de que ese fuera sudeseo —añadió Thom—. Entre laspistas se encontraba la biografía de Jensy Anna Halvorsen escrita por tubisabuelo, así que he pensado que talvez podrías ayudarla.

Vi que Felix volvía a estudiarme dearriba abajo. Tras aclararse la garganta,cogió una bolsa de tabaco y papel de

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fumar para liarse un cigarrillo.—¿Y de qué manera crees que puedo

ayudar, exactamente?—Ally y yo hemos descubierto que

tenemos la misma edad… —Noté queThom libraba una batalla interna antesde proseguir—. Me preguntaba si algunade las mujeres que has conocido… unanovia, quizá… tuvo… bueno, tuvo unaniña en torno a la misma época en quemi madre me tuvo a mí.

Tras aquellas palabras, Felix soltóuna sonora carcajada y encendió elcigarrillo.

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—Felix, por favor, esto no tieneninguna gracia —protestó Thom

Le estreché la mano para intentartranquilizarlo.

—Tienes razón, lo siento. —Elhombre recuperó la seriedad—. ¿EsAlly un diminutivo de Alison?

—De Alción.—Una de las Siete Hermanas de las

Pléyades —señaló.—Exacto. Por eso me pusieron ese

nombre.—¿En serio? —Felix había retomado

el francés y me pregunté si sería una

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treta deliberada para irritar a Thom—.Pues bien, Alción, desgraciadamente notengo más hijos, que yo sepa. Pero siquieres que telefonee a todas mis exnovias y les pregunte si, ignorándolo yo,dieron a luz una niña hace treinta años,lo haré encantado.

—¿Qué ha dicho? —me susurróThom.

—Nada importante. Felix —continuérápidamente en francés—, no culpes aThom por hacerte una pregunta tandifícil. Yo siempre he pensado que erauna empresa inútil. Tu hijo es una buena

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persona y solo estaba intentandoayudarme. Sé que vuestra relación no hasido fácil, pero deberías estar orgullosode él. No te robaremos más tiempo. —Me levanté para marcharme, harta de suactitud condescendiente—. Vamos,Thom —dije volviendo al inglés.

Él se incorporó y vi el dolor en sumirada.

—Dios mío, Felix, ¿cómo se puedeser tan capullo?

—¿Qué he hecho? —protestó elhombre.

—Sabía que sería una pérdida de

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tiempo —farfulló Thom enfadadomientras salíamos de la cabaña yempezábamos a subir los escalones.

De repente, noté una mano en elhombro. Era Felix.

—Te pido disculpas, Ally, no meesperaba esta visita. ¿Dónde tehospedas?

—En el hotel Havnekontoret —contesté secamente.

—Bien. Adiós.Me di la vuelta y subí a la carrera

para alcanzar a Thom.—Lo siento, Ally, ha sido una

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estupidez venir aquí.Abrió la portezuela del coche y entró.—No lo ha sido —lo consolé—.

Gracias por intentarlo. ¿Por qué novolvemos a tu casa y te preparo una tazade café para que te relajes?

—De acuerdo.Dio la vuelta y nos alejamos a toda

velocidad. El pequeño motor delRenault rugía como un león enfurecido acausa de la innecesaria presión del piede Thom sobre el acelerador.

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Ya de regreso en Froskehuset, Thomdesapareció durante un rato. Eraevidente que necesitaba estar solo, yentonces comprendí cuán hondo era eldolor que le producía el pasado. Elrechazo de su padre había dejado en suinterior una herida profunda que,después de conocer a Felix, dudaba quepudiera cerrarse. Me senté en el sofá yhojeé la vieja partitura del conciertopara piano que había compuesto JensHalvorsen y que descansaba,desordenada, sobre la mesa. Estabaleyendo por encima la primera página

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cuando reparé en unos números romanosescritos con letra pequeña en el ánguloinferior derecho. Obligué a mi cerebro arecordar mis clases del colegio, cogí unbolígrafo y traduje los números en laúltima página de mi agenda.

—¡Claro! —exclamé en tono triunfal.«Puede que esto le levante el ánimo a

Thom», pensé.—¿Estás bien? —dije cuando

reapareció.—Sí.Se sentó a mi lado.—Lamento que estés disgustado,

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Thom.—Y yo lamento haberte presentado a

Felix. ¿Cómo es posible que esperaraalgo de él? Está claro que la gente nocambia, Ally. Esa es la verdad.

—Puede que tengas razón, peroescucha, Thom —lo interrumpí—.Siento mucho cambiar de tema, perocreo que he descubierto algo muyinteresante.

—¿Qué es?—Imagino que siempre has dado por

sentado que este concierto lo escribió tutatarabuelo, Jens.

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—Sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?—¿Y si no lo hubiese escrito él?—Ally, su nombre aparece en la

portada de la partitura. —Thom laseñaló y me miró extrañado—. La tienesjusto delante. Ahí pone que la escribióél.

—¿Y si el concierto para piano queencontraste en el desván no fuera de tutatarabuelo Jens, sino de tu abuelo, JensHalvorsen júnior, más conocido comoPip? ¿Y si este es El concierto de Herodedicado a Karine que nunca llegó aestrenarse? Puede que Horst lo guardara

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en el desván porque no soportaba laidea de volver a escucharlo después delo que le había sucedido a su hijo y a sunuera.

Mi teoría quedó flotando en el aire yesperé a que Thom la asimilara.

—Continúa, Ally. Te escucho.—Sé que comentaste que, por su

estilo, el concierto parecía noruego, y escierto que posee influencias. No soyhistoriadora musical, de modo quepuedo equivocarme, pero la música quetocaste ayer para mí no encajaba con loque se estaba componiendo a principios

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del siglo XX. Capté en ella vetas deRachmaninoff y, más importante aún, deStravinski que no empezó a componersus obras más destacadas hasta lasdécadas de 1920 y 1930, mucho despuésde que Jens Halvorsen falleciera.

Se hizo otro silencio y observé aThom cavilar sobre lo que acababa dedecirle.

—Tienes razón, Ally. Supongo quesimplemente di por hecho que era laprimera obra de Jens. Para mí laspartituras antiguas no son más que eso,antiguas, ya tengan ochenta, noventa o

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cien años. En el desván encontré tantaspartituras que pertenecían sin duda alprimer Jens Halvorsen que supuse queeste concierto también lo había escritoél. Además, el título de El concierto deHero no aparece por ningún lado.¿Sabes una cosa? Cuanto más lo pienso,más convencido estoy de que podríastener razón —admitió.

—Me dijiste que las partiturasorquestales fueron destruidas casi contotal seguridad durante el bombardeodel teatro. Lo más probable es que esta—señalé las hojas— sea la partitura

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original del piano, escrita antes de quePip decidiera el título.

—Las obras de mi tatarabuelo eranmenos originales y mucho másrománticas. Aquí, en cambio, hay fuego,pasión… Es diferente de todas laspiezas escritas por él que he escuchado.Dios mío, Ally. —Thom esbozó unasonrisa torcida—. Empezamos con tumisterio y hemos acabadodesentrañando el mío.

—Existe, de hecho, una pruebairrefutable —anuncié, y hasta yo capté lapetulancia de mi voz.

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—¿En serio?—Sí, mira.Señalé las pequeñas letras anotadas

en el ángulo inferior derecho de la hoja.—MCMXXXIX —leí en voz alta.—¿Y?—¿Aprendiste latín en el colegio? —

le pregunté.—No.—Pues yo sí, y estas letras

representan números.—Bueno, hasta ahí llego. Pero ¿qué

significan?—El año 1939.

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Thom digirió el significado de mispalabras en silencio.

—Entonces, esto lo compuso miabuelo.

—Por la fecha, yo diría que sí.—No… no sé qué decir.—Yo tampoco, y aún menos después

de lo que me contaste ayer.Nos quedamos un rato callados.—Caray, Ally, es un descubrimiento

realmente increíble —dijo Thom cuandoal fin logró recuperar el habla—. Nosolo por las connotaciones emocionales,sino por el hecho de que, en un

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principio, estaba previsto que laFilarmónica de Bergen estrenara elconcierto de Pip hace casi setenta años.Y, por todo lo que te he contado, nuncavio la luz.

—Y Pip le había dedicado elconcierto a Karine… su «Hero»…

Me mordí el labio al notar que losojos se me llenaban de lágrimas,consciente de las similitudes queaquello guardaba con mi vida.

Pensé que también ellos eran jóvenesy estaban empezando una nueva vidacuando la muerte la truncó cruelmente. Y

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pensé en lo afortunada que era de habernacido en una época mejor, de seguirviva y, con suerte, tener el privilegio decuidar de la criatura que crecía dentrode mí.

—Sí. —Thom me había leído elpensamiento y me dio un abrazoespontáneo—. Independientemente de larelación que nos una, Ally, te prometoque siempre podrás contar conmigo.

—Gracias, Thom.—Te llevaré al hotel y luego me

pasaré por el Grieg Hall para hablar conDavid Stewart, el gestor de la orquesta.

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Tengo que contarle lo de El concierto deHero. Y espero que me ayude aencontrar a alguien que lo orqueste atiempo para el Concierto del Centenariode Grieg. Hemos de tocarlo esa noche sío sí. Así de simple.

—Estoy de acuerdo.

Cuando Thom me dejó en el hotel, teníaun mensaje esperándome en larecepción. Lo abrí en el ascensor y,sorprendida, descubrí que era de Felix.

«Llámame», decía. Había dejado su

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número de móvil.Desde luego, no tenía la menor

intención de llamarlo después de cómose había comportado aquella mañana.Me duché y me metí en la camameditando sobre los acontecimientos dela jornada, y volví a sentir pena porThom.

Thom, que desde niño había sabidoque su padre conocía su existencia y sinembargo lo había rechazado. Rememorétodas las noches de mi adolescencia quehabía dedicado a despotricar contra laautoridad de Ma o Pa Salt y había

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deseado estar con mis padresbiológicos, convencida de que ellos mehabrían entendido mucho mejor.

Al quedarme dormida, me di cuenta,con mayor claridad que nunca, de loprivilegiada que había sido mi infancia.

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Lo primero que hice al día siguientefue llamar a la doctora para conocer losresultados del análisis de orina. Laprueba, como era de esperar, había dadopositivo, y la mujer me felicitó.

—Cuando regrese a Ginebra, señorita

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D’Aplièse, tendrá que ponerse encontacto con los servicios de maternidad—añadió.

—Lo haré. Y muchas gracias portodo.

Me recosté en la cama con una taza deté, pues no soportaba el olor del café.Aunque las náuseas persistían, desdeque conocía el motivo habían dejado depreocuparme. Me dije que debíacomprarme por internet un libro sobre elembarazo. Era una ignorante en todo loreferente a tener un bebé, pero ¿quémujer no lo era hasta que se encontraba

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en la tesitura?Yo siempre había tenido sentimientos

encontrados respecto a la maternidad.No estaba ni a favor ni en contra,simplemente era una de esas cosas quepodrían sucederme o no en el futuro.Theo y yo, obviamente, habíamoshablado del tema y nos habíamos reídopensando en nombres ridículos paranuestros retoños imaginarios. Ycomentando que el establo para cabrasde «Algún Lugar» tendría que ser losuficientemente grande para albergar anuestra numerosa prole de tez bronceada

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mientras disfrutaba de una infanciaextraída directamente de una novela deGerald Durrell. Por desgracia, la suerteno lo había querido así. Y en algúnmomento no muy lejano me tocaríadecidir dónde quería dar a luz. Y dóndeestaba realmente «mi casa».

El teléfono de la mesilla sonó ycontesté. La recepcionista me informóde que tenía una llamada del señorHalvorsen y, dando por sentado quesería Thom, le pedí que me la pasara.

—Bonjour, Ally. Ça va?Para mi espanto, era Felix.

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—Sí, estoy bien —respondísecamente—. ¿Y tú?

—Todo lo bien que me lo permitenmis viejos huesos. ¿Estás ocupada?

—¿Por qué?Se produjo un silencio al otro lado de

la línea.—Me gustaría hablar contigo.—¿De qué?—No quiero comentarlo por teléfono.

¿Cuándo tienes un rato para que nosveamos?

El tono de su voz me dijo que, fueralo que fuese, se trataba de algo serio.

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—¿Dentro de una hora? ¿Aquí?—Perfecto.—Hasta luego.Yo ya estaba esperándolo en la

recepción cuando llegó con un casco demoto lleno de arañazos en la mano. Allevantarme para saludarlo, me preguntési la luz le estaba jugando una malapasada o si realmente había envejecidode un día para otro. Aquel díaaparentaba su edad.

—Bonjour, mademoiselle —dijo conuna sonrisa forzada—. Gracias porhacerme un hueco. ¿Dónde podemos

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hablar?—Creo que hay un salón para los

clientes. ¿Te parece bien?—Sí.Cruzamos el vestíbulo y entramos en

el salón, que a aquellas horas estabavacío. Felix tomó asiento y se quedó unrato mirándome antes de esbozar unasonrisa débil.

—¿Es demasiado pronto para unacopa?

—No lo sé, Felix, eso lo decides tú.—Café, entonces.Fui a buscar a una camarera que nos

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sirviera café y agua y pensé que Felixparecía muy decaído aquella mañana,como si toda su energía se hubiesedesintegrado dejándolo hundido y vacío.Charlamos de trivialidades hasta que lacamarera nos llevó las bebidas y semarchó, y comprendí que lo que fueraque Felix tenía que decirme debíahablarse en privado y sin interrupciones.Lo observé expectante mientras bebía unsorbo de café y advertí que le temblabanlas manos.

—Ally, en primer lugar quierohablarte de Thom. Es evidente que

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tenéis una relación muy estrecha.—Sí, aunque en realidad solo hace

unos días que nos conocemos. Esincreíble. Sentimos que ya estamos muyunidos.

Felix me miró con los ojosentornados.

—Cierto. Por la manera en que ostratabais ayer, pensaba que hacía añosque os conocíais. Bien, a lo que iba,imagino que te habrá contado quedurante muchos años me negué a aceptarque yo fuera su padre.

—Sí.

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—¿Me creerías si te dijera que, hastaque me hice la prueba de ADN, estabaconvencido de que Thom no era hijomío?

—Si tú lo dices, será verdad.—Lo es, Ally. —Felix asintió con

vehemencia—. La madre de Thom,Martha, era mi alumna. Es cierto quetuvimos un breve idilio, pero sospechoque ella nunca le contó a Thom que,durante aquella época, ella tenía novio.De hecho, cuando nos conocimos estabacomprometida con él y ya tenían fechapara la boda.

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—Entiendo.—No quiero parecer presuntuoso —

continuó Felix—, pero Martha seenamoró perdidamente de mí nada másverme, hasta el punto de obsesionarse.Para mí, claro está, lo nuestro nosignificó nada. Hablando en plata, fuesolo sexo, nada más. Nunca habíaquerido otra cosa de ella, ni de ningunaotra mujer, en realidad. La verdad, Ally,es que yo nunca he estado hecho para elmatrimonio, y aún menos para ejercer depadre. Supongo que hoy día se diría demí que tengo fobia al compromiso, pero

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siempre he sido muy claro con misnovias a ese respecto. Yo crecí en la eradel amor libre, en los desinhibidos añossesenta, cuando todo el mundo empezóde repente a liberarse de los viejosconvencionalismos. Y para bien o paramal, esa actitud nunca me abandonó.Simplemente soy así —concluyóencogiéndose de hombros.

—Vale, y cuando la madre de Thomte contó que estaba embarazada, ¿qué ledijiste? —pregunté.

—Que si quería tener el niño, que enaquel entonces yo estaba convencido de

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que era de su prometido, dado queMartha y yo solo nos habíamos acostadoun par de veces, debía decírselo a sunovio y casarse con él de inmediato.Pero entonces me confesó que había rotoel compromiso la noche anterior porquese había dado cuenta de que no lo queríay de que a quien quería era a mí. —Felixse llevó una mano a la frente y luego setapó los ojos con ella—. Me avergüenzareconocer que me reí en su cara y le dijeque estaba loca. Aparte de que noexistía ninguna prueba de que el niñofuera mío, la idea de que nos fuéramos a

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vivir juntos y jugáramos a la familiafeliz me resultaba descabellada. Yovivía con una mano delante y otra detrásen una cabaña donde te congelabas…¿Qué podía ofrecerles yo a una mujer y aun niño, aunque hubiese queridohacerlo? Así que la mandé a paseo conla esperanza de que, al ver que conmigono tenía nada que hacer, no le quedaramás remedio que volver con suprometido. Pero no lo hizo. En lugar deeso, poco después de dar a luz fue a vera Horst y a Astrid, mis abuelos, que paraentonces tenían noventa y tres y setenta y

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ocho años respectivamente, y les contóque me había portado como un cabróncon ella. Si mi relación con mis abuelosya era problemática, aquello acabó derematarla. Mi abuelo y yo apenasvolvimos a hablarnos antes de quemuriera, a pesar de que de niño siemprelo había adorado. Horst era un hombremaravilloso, Ally. Cuando yo era joven,lo veía como mi héroe. —Felix me miróabatido—. ¿Tú también piensas que soyun cabrón, como Thom?

—No estoy aquí para juzgarte, sinopara escuchar lo que tienes que decir —

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repuse con cautela.—Bien. El caso es que Martha

desapareció después de que le dijeraque no quería saber nada del niño, perome escribió para contarme que iba aseguir adelante con el embarazo y queestaba viviendo en casa de una amigasuya en el norte, cerca de su familia,hasta que decidiera lo que quería hacerdespués. Siguió escribiéndome cartasinterminables en las que me decía queme quería. Yo no respondía, puesconfiaba en que mi silencio la ayudara apasar página. Martha era joven y muy

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atractiva, así que no me cabía duda deque le resultaría sencillo encontrar aotra persona que le diera lo quenecesitaba. Entonces… recibí una cartacon una fotografía justo después delparto…

Felix se interrumpió y me miró de unaforma extraña antes de proseguir:

—Durante unos meses, no volví asaber nada de ella, hasta que un día la viempujando un cochecito por el centro deBergen. Como el cobarde que soy —torció el gesto— me escondí, perodespués le pregunté a un amigo mío si

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sabía dónde vivía. Fue él quien me dijoque mis abuelos la habían acogido en sucasa porque no tenía adónde ir. Alparecer, la amiga con la que habíaestado viviendo la había echado.Supongo que Thom te habrá contado queMartha sufría episodios depresivos, eimagino que su posparto no fue sencillo.

—¿Cómo te tomaste que estuvieraviviendo con tus abuelos? —le pregunté.

—¡Me puse furioso! Creía que sehabían dejado embaucar por una mujerque decía tener un hijo mío. Pero ¿quépodía hacer? Martha se las había

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ingeniado muy bien para convencerlos.Hacía años que mis abuelos me teníanpor un crápula sin principios, de modoque aquella conducta les parecía muypropia de mí. Dios, qué enfadadoestaba. Lo estuve durante años. Sí, habíacometido el error de dejar embarazada auna mujer, pero mis abuelos nuncaquisieron escuchar mi versión de lahistoria, nunca. Martha les había hechocreer que yo era un desgraciado, y nisiquiera se plantearon lo contrario. Oye,voy a pedir una copa. ¿Quieres algo?

—No, gracias.

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Mientras Felix salía del salón endirección al bar, rememoré las palabrasde Pa Salt acerca de la otra versión dela historia. Todo lo que Felix me habíacontado hasta el momento tenía sentido.Y aunque fuera un borrachoirresponsable, no creía que me estuvieramintiendo. Si acaso, era demasiadoclaro y sincero. Si lo que explicaba eracierto, podía entender perfectamente supunto de vista.

Regresó con un whisky doble.—Skål! —dijo antes de beber un

largo trago.

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—¿Has intentado alguna vez contarletodo esto a Thom?

—Por supuesto que no. —Soltó unacarcajada—. Desde el día en que nació,le dijeron que yo era un canalla.Además, siempre ha defendido a sumadre a capa y espada. Y lo entiendo —añadió—. No obstante, a medida quepasaban los años empecé a sentir penapor él. Sabía, por lo que se contaba porahí, que Martha seguía padeciendoepisodios depresivos. Por lo menos, elhecho de vivir con mis abuelos durantelos primeros años de su vida le

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proporcionó a Thom una estabilidadmuy necesaria en esa etapa. Martha erauna muchacha un poco especial, con unapersonalidad muy infantil. Siempre creíaque las cosas tenían que ser como ellaquería.

—Así que dejaste que la situación sequedara como estaba hasta que teenteraste de que Thom iba a heredar lacasa familiar.

—Ajá. Horst falleció cuando Thomtenía ocho años, pero mi abuela, que erabastante más joven, estuvo con él hastaque cumplió dieciocho. Cuando el

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abogado me comunicó que mis abuelosme habían dejado el chelo de Horst yuna pequeña suma de dinero y que elresto había ido a parar a manos deThom, me dije que tenía que hacer algoal respecto.

—¿Cómo te sentiste cuandodescubriste que, efectivamente, eras elpadre de Thom?

—Estupefacto —reconoció Felixantes de beber otro sorbo de whisky—.Pero la naturaleza es así, ¿no? —añadiócon una risa—. Juega malas pasadas. Séque al impugnar el testamento conseguí

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que Thom me odiara todavía más, perodespués de lo que te he contado estoyseguro de que puedes comprender porqué estaba tan convencido de que Thomera un cuco instalado en el nido que yodebía heredar.

—¿Te alegraste cuando supiste queThom era hijo tuyo? —inquirí, y mesentí como una psicóloga analizando aun cliente.

«A Theo le habría encantado», pensé.—Francamente, no recuerdo qué sentí

—reconoció Felix—. Cuando la pruebade ADN salió positiva, me pasé varias

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semanas completamente borracho.Martha, por supuesto, me escribió unacorrosiva carta de triunfo que arrojé alfuego. —Suspiró hondo—. Quédesastre, qué jodido desastre.

Nos quedamos un rato en silenciomientras yo asimilaba las cosas queFelix me había revelado. Y sentí unaprofunda tristeza por aquellas vidas quetanto se habían torcido.

—Thom me ha contado que eras unpianista y compositor muy bueno —comenté.

—¿Era? ¡Has de saber que todavía lo

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soy! —Felix sonrió de verdad porprimera vez.

—Pues es una pena que no utilices tutalento.

—¿Y cómo sabes que no lo utilizo,mademoiselle? Ese piano que tengo enla cabaña es mi amante, mi tormento ymi cordura. Puede que sea demasiadobebedor e irresponsable para quealguien me contrate, pero eso nosignifica que haya dejado de tocar paramí. ¿Qué crees que hago todo el día enesa cabaña perdida en medio delbosque? Tocar, tocar para mí. Tal vez un

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día te permita escucharme —añadió conuna sonrisa irónica.

—¿Y a Thom?—Dudo que quiera, y supongo que no

puedo reprochárselo. Él ha sido lavíctima en todo esto. Atrapado entre unamadre amargada y depresiva y un padreque nunca se hizo cargo de él. Tienetodo el derecho a despreciarme.

—Felix, deberías explicarle a él loque acabas de contarme a mí.

—Ally, te prometo que en cuantopronunciara una sola palabra negativasobre su adorada madre, daría media

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vuelta y se iría. Además, sería unacrueldad echar por tierra lo que Thomlleva creyendo toda su vida, que Marthaera la parte inocente, y derribarla de supedestal, y más aún ahora que estámuerta. ¿Qué importa ya? —suspiró—.Lo hecho hecho está.

Felix empezó a caerme mejor, pues loque acababa de decir demostraba queThom y Martha le importaban, auncuando no hubiera hecho nada paragranjearse el cariño de su hijo.

—¿Puedo preguntarte por qué me hasexplicado todo esto? ¿Es porque quieres

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que sea yo quien se lo cuente a Thom?Me miró a los ojos durante unos

segundos, levantó su copa de whisky yla apuró.

—No.—Entonces ¿lo has hecho para

decirme que Thom tenía razón? ¿Quesoy otra hija ilegítima tuya? ¿De otra detus conquistas? —bromeé a pesar de queveía en sus ojos que no había terminadode hablar.

—Es algo más complicado que todoeso, Ally. ¡Mierda! Enseguida vuelvo.—Se levantó de nuevo, llegó a la barra

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prácticamente corriendo y regresó conotro whisky doble—. Lo siento, pero nohace falta que te diga que soyalcohólico. Y para tu información, tocomucho mejor cuando estoy borracho.

—Felix, ¿qué es lo que quierescontarme? —le insistí temiendo queperdiera del todo el hilo cuando elwhisky invadiera su torrente sanguíneo.

—Verás… ayer, cuando Thom y túestuvisteis sentados el uno al lado delotro en mi sofá, me di cuenta de queerais como dos gotas de agua. Y sumédos más dos. Llevo toda la noche

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pensando si debo decírtelo o no.Contrariamente a lo que todo el mundoopina de mí, poseo ciertos códigoséticos y emocionales. Y lo último quedeseo es hacer más daño del que ya hecausado.

—Felix, por favor, habla de una vez—repetí.

—Vale, vale, pero, como acabo dedecirte, es solo una suposición. Bien…

Se llevó la mano al bolsillo y sacó unsobre viejo. Lo dejó sobre la mesadelante de mí.

—Ally, cuando Martha me escribió

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para decirme que había dado a luz,incluyó una fotografía en el sobre.

—Sí, ya me lo has dicho. De Thom.—Sí, de Thom. Pero también aparecía

ella con otro bebé en los brazos. Unaniña. Martha tuvo gemelos. ¿Quieres verla carta y la fotografía?

—Dios mío —musité, y me agarré albrazo de la butaca cuando de repente elmundo empezó a girar a mi alrededor.

Metí la cabeza entre las piernas ysentí que Felix venía a sentarse a milado y me daba palmadas en la espalda.

—Toma, bebe un poco de whisky,

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Ally. Siempre ayuda en los momentosdifíciles.

—No. —Aparté bruscamente el vaso,pues el olor me producía náuseas—. Nopuedo, estoy embarazada.

—¡Señor! —oí que exclamaba Felix—. Pero ¿qué he hecho?

—Pásame el agua. Ya me encuentroun poco mejor. —Bebí unos sorbos y lasensación de mareo se redujo—. Losiento, de verdad que ya estoy bien.

Miré el sobre que descansaba sobrela mesa y lo cogí. Me temblaban lasmanos tanto como las de Felix, pero lo

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abrí y saqué una hoja de papel de carta yuna vieja fotografía en blanco y negro deuna hermosa mujer que enseguida supeque era la madre de Thom, puesto queera la misma que había visto en losretratos enmarcados de Froskehuset.Sostenía en brazos a dos bebésenvueltos en sendas mantitas.

—¿Puedo leer la carta?—Está en noruego. Tendría que

leértela yo.—Hazlo, por favor.—De acuerdo. Primero pone la

dirección, Hospital St. Olav de

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Trondheim. Está fechada el 2 de junio de1977. Bien, allá voy. —Felix se aclaróla garganta—. «Mi querido Felix, hepensado que deberías saber que hetenido gemelos, un niño y una niña. Laniña nació primero, justo antes de lamedianoche del 31 de mayo, y nuestrohijo llegó unas horas más tarde, durantela madrugada del 1 de junio. Estoy muycansada porque fue un parto largo, asíque puede que me quede en el hospitalotra semana, aunque me voyrecuperando poco a poco. Te adjuntouna fotografía de tus hijos. Si quieres

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verlos ahora que ya están aquí, o sideseas verme a mí, ven cuando desees.Te quiero. Martha.» Ya está. Eso es loque pone en la carta.

Felix tenía la voz ronca y pensé queiba a echarse a llorar.

—El 31 de mayo… mi cumpleaños.—¿En serio?—En serio.Miré a Felix con absoluta

incredulidad y de nuevo a los bebés dela fotografía. Eran indistinguibles eignoraba cuál de ellos podría ser yo.

—Imagino que, al no tener casa ni

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marido, Martha decidió daros a uno delos dos en adopción enseguida —dijoFelix.

—Pero cuando la viste en Bergendespués de que diera a luz, por fuerzatuviste que preguntarte dónde estaba elotro bebé… —tragué saliva condificultad—, dónde estaba yo, ¿no?

—Ally —Felix posó una mano tímidasobre la mía—, me temo que di porsentado que la niña había muerto.Martha nunca volvió a mencionármela.Y, que yo sepa, tampoco les habló nuncade ella a mis abuelos o a Thom. Pensé

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que seguramente era un recuerdodemasiado doloroso para ella y quehabía decidido borrarlo de su mente.Además, después de aquello yo apenasme comunicaba con Martha, y cuando lohacía siempre era con rabia yresentimiento.

—En esta carta… —Fruncí el cejodesconcertada—. Martha habla como sicreyera que ibais a estar juntos.

—Tal vez pensara que ver lafotografía de mis supuestos hijos meprovocaría algún tipo de respuestaemocional. Que como ya estaban en este

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mundo no tendría más remedio queasumir mis responsabilidades.

—¿Respondiste a su carta?—No, Ally, no lo hice. Lo siento.Tenía la impresión de que iba a

estallarme la cabeza con tantainformación, y también sentía el corazónlleno de emociones encontradas. Antesde saber casi con total seguridad queFelix era mi padre biológico había sidocapaz de racionalizar lo que me habíacontado sobre su pasado. Pero ahora yano sabía qué pensar de él.

—Puede que esta niña no sea yo —

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farfullé a la desesperada—. No haypruebas contundentes de que lo sea.

—Es cierto, pero después de veros alos dos juntos, sumado a lo de tu fechade nacimiento y al hecho de que tu padreadoptivo te enviara en busca de losHalvorsen, me sorprendería mucho queno lo fueras —argumentó Felix consuavidad—. Hoy en día es muy fácilaveriguarlo, lo sé por experiencia. Unaprueba de ADN lo confirmaría. Estoydispuesto a ayudarte a hacerla si lodeseas, Ally.

Apoyé la cabeza contra el respaldo

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del sofá, respiré hondo y cerré los ojos,pues sabía que no necesitabaconfirmación. Como acababa de decirFelix, todo encajaba. Y además de lasrazones que él había citado, estaba elhecho de que la primera vez que vi aThom me sentí como si lo conociera detoda la vida. Su cara me resultó familiardesde el principio. Éramos como dosgotas de agua. A lo largo de los últimosdías, habíamos tenido simultáneamentela misma ocurrencia en multitud deocasiones, y eso nos había hecho reír. Laposibilidad de haber encontrado a mi

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hermano gemelo me llenaba de dicha,pero al mismo tiempo me forzaba aenfrentarme al hecho de que mi madrehabía tenido que elegir a qué bebé daren adopción. Y me había elegido a mí.

—Sé lo que estás pensando, Ally, y losiento mucho —dijo Felixinterrumpiendo mis pensamientos—. Site sirve de algo, cuando Martha mecomunicó que estaba embarazada, medijo que estaba convencida de que eraun niño y que eso era lo que quería.Estoy seguro de que fue una decisiónbasada en el género del bebé, nada más.

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—Gracias, pero ahora mismo eso nohace que me sienta mejor.

—Lo sé. ¿Qué puedo decir? —suspiró.

—Nada. Al menos de momento, perogracias por contármelo todo. ¿Teimporta que me quede la carta y lafotografía durante unos días? Te prometoque te las devolveré.

—Claro.—Perdona, pero me gustaría ir a dar

un paseo. Sola —añadí mientras meponía en pie—. Necesito que me dé elaire.

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—Lo entiendo. Y, una vez más, tepido perdón por habértelo explicado. Dehaber sabido que estabas embarazada nolo habría hecho. Seguro que eso loempeora todo.

—De hecho, Felix, hace que todo seamucho mejor. Gracias por ser tansincero conmigo.

Salí del hotel para respirar el airefrío y salobre del puerto, y eché acaminar con paso presto en dirección almar, donde los barcos cargaban ydescargaban sus mercancías. Finalmenteme detuve junto a un bolardo y me senté

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sobre su superficie fría y dura. Hacíaviento y, como el pelo me azotaba lacara, me lo recogí con la goma quellevaba siempre en la muñeca.

Al fin conocía la verdad. Una mujerllamada Martha me había concebido enBergen con un hombre llamado Felix,me había traído al mundo y me habíaentregado enseguida en adopción. Mimente racional me decía que aquelloúltimo era, sencillamente, el resultadoinevitable de mis indagaciones sobremis orígenes, pero el dolor de que mimadre no me hubiera elegido a mí en

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lugar de a mi hermano era desgarrador.¿Habría preferido ser el bebé que

conservó y haber ocupado el lugar deThom?

No lo sabía…Lo que sí tenía claro era que, desde el

día en que nací, siempre había existidoun universo paralelo al mío que bienpodría haber sido mi destino. Y ahoraambos universos habían colisionado yyo daba bandazos del uno al otro.

—Martha. Mi madre.Pronuncié las palabras en alto y me

pregunté si, dadas las letras con las que

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comenzaba su nombre, también la habríallamado «Ma». La ironía me hizosonreír mientras contemplaba el vuelode dos gaviotas. Y pensé en la vida queestaba creciendo dentro de mí, una vidaque jamás había imaginado queexistiría…

Aunque solo hacía veinticuatro horasque lo sabía, y a pesar de que antes deese momento jamás me había parado apensar en serio en la maternidad, elinstinto protector que manaba de miinterior era tan profundo como cualquiersentimiento de amor que hubiera

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experimentado hasta entonces.—¿Cómo pudiste entregarme? —le

grité al agua—. ¿Cómo pudiste? —insistí con un sollozo.

Dejé que las lágrimas rodaranlibremente por mis mejillas y que elviento las secara.

Nunca lo sabría. Nunca conocería suversión de la historia. Nunca sabríacuánto había sufrido mi madre alentregarme y despedirse de mí porúltima vez. Probablemente se aferrase aThom con más fuerza si cabe, porquetodavía le quedaba un hijo al que querer.

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Con la conciencia aún agitada, melevanté y seguí caminando deprisa. Mispensamientos chocaban unos con otroscomo las olas contra el puerto,reflejaban mi desesperacióndesconcertados por su incapacidad defluir sosegadamente.

Dolía. Dolía mucho.«¿Qué vine a buscar aquí? —me

pregunté—. ¿Dolor?»Ally, te estás dejando llevar por el

victimismo —me reprendí—. ¿Qué pasacon Thom? Has encontrado a tu hermanogemelo.

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»Sí. ¿Qué pasa con Thom?»Y conforme me fui tranquilizando y

empecé a pensar en la parte positiva, caíen la cuenta de que, igual que Maiacuando se había marchado en busca desu pasado, yo también había encontradoel amor, aunque de un modo muydiferente. La noche anterior me habíaacostado sintiendo lástima por Thom ysu difícil infancia. También me habíaconfesado a mí misma que hastaentonces me había preocupado lo unidaque me había sentido a él. E incapaz deponer un nombre a lo que Thom

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representaba para mí, me había negado areconocer que lo que sentía era amor.Pero así era. Y ahora que sabía que erami hermano gemelo, significaba quetales sentimientos eran naturales yaceptables.

Cuando llegué a Noruega, habíaperdido a las dos personas másimportantes de mi vida. Y mientrasregresaba al hotel por el muelle, supeque haber encontrado a Thomcompensaba con creces el dolor de loque había descubierto.

Volví al hotel agotada, subí a mi

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habitación, pedí a la recepción quebloquearan mi teléfono y me sumí en unsueño profundo.

Cuando desperté ya había oscurecido.Miré el reloj y vi que eran más de lasocho de la tarde y que había dormidovarias horas. Aparté el edredón, fui alavarme la cara con agua fría y, mientraslo hacía, recordé lo que me habíacontado Felix. Pero antes de empezar aanalizarlo de nuevo, caí en la cuenta deque estaba hambrienta, así que me puseunos vaqueros y una sudadera y bajé alrestaurante.

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Para mi sorpresa, al cruzar elvestíbulo me encontré a Thom sentadoen uno de los sofás. En cuanto me vio, selevantó de un salto y me miró muypreocupado.

—Ally, ¿estás bien? He llamado a tuhabitación, pero tienes el teléfonobloqueado.

—Sí… ¿Qué haces aquí? Hoy nohabíamos quedado, ¿verdad?

—No, pero este mediodía se hapresentado en la puerta de mi casa unFelix histérico. Dios mío, Ally, si hastaestaba llorando. Lo llevé a la sala, le

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puse un whisky y le pregunté qué lepasaba. Me dijo que te había contadoalgo que no debería haberte explicado,pero que en aquel momento no sabía queestabas embarazada. Estaba muypreocupado por tu estado de ánimo. Medijo que habías salido a dar un paseopor el puerto.

—Como puedes ver, no me hearrojado al mar. Thom, ¿te importa quesigamos hablando en el restaurante?Estoy muerta de hambre.

—En absoluto. De hecho, es unabuena señal —dijo con patente alivio

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cuando encontramos una mesa y nossentamos—. Después Felix me contótoda la historia.

Lo miré por encima de la carta.—¿Y?—Me he quedado de piedra, como tú,

pero Felix estaba tan mal que al finalacabé consolándolo. Y sintiendo lástimapor él por primera vez en mi vida.

Llamé a la camarera, le rogué que mellevara pan de inmediato y le pedí unbistec con patatas fritas.

—¿Quieres algo? —le pregunté aThom.

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—¿Por qué no? Tomaré lo mismo quetú. Y una cerveza, por favor —añadiócuando la camarera ya se iba.

—Cuando dices que tu padre te hacontado «toda» la historia, ¿te refierestambién a la situación de tu madrecuando Felix la conoció?

—Sí, pero otra cosa es que lo crea.—Como simple espectadora de todo

este asunto hasta hace unos días, yo creoque dice la verdad. Eso no justifica loque hizo… o, más bien, lo que no hizo—me apresuré a añadir, pues no queríaque Thom pensara que estaba

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poniéndome del lado de su padre—.Pero, en cierta manera, explica sucomportamiento. Felix se sintiómanipulado por todo el mundo.

—Me temo que aún no he llegado a lafase de poder confiar en él o empezar aperdonarlo, pero por lo menos hoy hevisto algo de remordimiento. Pero bastade hablar de mí y de cómo me siento ome dejo de sentir. ¿Qué me dices de ti?Tú eres la que ha recibido el golpe másfuerte. Lo siento mucho, Ally. Creo quedebo disculparme por ser el bebé queconservó mi madre.

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—No digas tonterías, Thom. Nuncasabremos las verdaderas razones por lasque hizo lo que hizo, y aunque ahoramismo me resulta muy doloroso pensaren ello, lo hecho hecho está. Por mipropia tranquilidad, me gustaríacomprobar si el hospital donde Marthanos dio a luz tiene algún tipo de registrode nuestro nacimiento, o quizá algúndocumento relativo a mi adopción. Y, sino te importa, también me gustaría quenos hiciéramos una prueba de ADN.

—Por supuesto. Aunque, francamente,Ally, no creo que existan muchas dudas.

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—No —dije justo cuando el panllegaba a la mesa.

Arranqué un pedazo y me lo llevé a laboca con urgencia.

—Por lo menos parece que, a pesardel trauma, has recuperado el apetito.Quizá este no sea el mejor momentopara pensar en la parte positiva, porquetú aún estás bajo el impacto de la partenegativa, pero acabo de caer en lacuenta de que voy a ser tío. Y eso mehace muy feliz.

—Siempre es un buen momento paramirar el lado positivo de las cosas,

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Thom —convine—. Antes de llegar aNoruega, me sentía tremendamente solay perdida. Y ahora resulta que heencontrado una nueva familia. Aunquemi verdadero padre sea un alcohólicodepravado.

Thom me asió tímidamente la mano.—Hola, hermana gemela.—Hola, hermano gemelo.No quedamos así un buen rato, ambos

embargados por la emoción. Éramos lasdos mitades de un todo, así de sencillo.

—Es curioso… —dijimos al mismotiempo, y nos echamos a reír.

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—Tú primera. Al fin y al cabo, eresla mayor.

—Ay, qué extraño me resulta eso. Yosiempre he sido la segundona de lafamilia y Maia la mayor. Ten por seguroque me aprovecharé todo lo que puedade mi nueva posición de superioridad —bromeé.

—No lo dudo ni por un segundo —dijo Thom—. Bueno, los dos decíamosque era curioso que…

—Sí, pero he olvidado a qué merefería concretamente. Son tantas lascosas que me resultan curiosas en este

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momento… —dije cuando llegó la cena.—¿A mí me lo dices? —Thom se

sirvió la cerveza y brindó con mi vasode agua—. Por nuestro reencuentrodespués de treinta años. ¿Sabes qué?

—¿Qué?—Que ya no soy hijo único.—Es cierto —dije—. ¿Y sabes otra

cosa?—¿Qué?—Que ahora las seis hermanas tienen

un hermano.

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Durante la cena, Thom me propuso queme mudara de inmediato a Froskehuset.

—No hay nada más triste que alojarseen un hotel y, técnicamente, Ally, lamitad de esta casa debería ser tuya —añadió mientras subía los escalones de

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la casa con mi mochila a cuestas unahora más tarde.

—Por cierto —le pregunté—, ¿quésignifica «Froskehuset»?

—«La casa de la rana.» Por lo visto,Horst le contó a Felix que conservabauna réplica de la rana que Grieg teníasiempre sobre el atril del piano. Ignoroqué fue de ella, pero quizá guarderelación con el nombre de la casa.

—Creo que eso resuelve el misterio.—Sonreí cuando Thom dejó la mochilaen el recibidor e introduje la mano en elbolsillo lateral para sacar mi rana—.

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Mira, esta es la otra pista que me dejóPa Salt. He visto decenas como esta enel Museo Grieg.

Thom la examinó y sonrió.—La rana te estaba guiando hacia

aquí, Ally. Hacia tu verdadero hogar. Thom y yo solicitamos una prueba

genética y Felix insistió en contribuircon muestras de saliva y un folículocapilar. Una semana después, seconfirmó que yo era, en efecto, lahermana gemela de Thom y que Felix

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era mi padre.—Al ser de diferente sexo no somos

idénticos —dije mientras examinábamosla carta con los resultados—. Cada unotiene su propio perfil de ADN.

—Está claro que yo soy mucho másguapo que tú, hermana mayor.

—Gracias.—De nada. ¿Llamamos a nuestro

descarriado padre y le damos la buenanoticia?

—¿Por qué no?Felix apareció aquella noche con una

botella de champán y otra de whisky

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para él. Y los tres brindamos porcompartir el mismo acervo genético. Medi cuenta de que Thom todavíadesconfiaba de su padre, pero tambiénde que se esforzaba en mejorar larelación por mí. También me percaté deque Felix estaba intentandocompensarlo. Y por algo se empezaba,me dije mientras bebía unas gotas dechampán con mi padre y mi hermano.

Felix se levantó para marcharse y sedirigió hacia la puerta tambaleándose.

—¿Seguro que estás en condicionesde conducir esa cosa por la colina? —le

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pregunté mientras se ponía el casco.—Llevo haciéndolo casi cuarenta

años, Ally, y todavía no me he caído —gruñó Felix—, pero te agradezco elinterés. Hacía mucho tiempo que nadiese preocupaba lo suficiente por mí comopara hacerlo. Buenas noches, y gracias.No desaparezcas, ¿de acuerdo? —dijoantes de perderse en la noche.

Cerré la puerta con un suspiro, puessabía que no debía mostrar la lástimaque sentía por mi padre delante deThom.

Pero, una vez más, mi hermano

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gemelo me había leído el pensamiento.—No me importa —dijo cuando

regresé a la sala y me acerqué a la estufapara calentarme las manos.

—¿Qué no te importa?—Que Felix te dé pena. De hecho,

muy a mi pesar, a mí también me la da.No estoy preparado para perdonarle porlo que le hizo a mi madre, pero cuandopienso en que vio a su propia madremuerta en la calle y que su padre sesuicidó horas después… —Thom seestremeció—. Aunque Felix no recuerdelos detalles, es una historia horrible, ¿no

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crees? A saber qué cicatrices le hadejado.

—Sí, quién sabe —convine.—Pero basta de hablar de Felix. —

Thom exhaló y clavó la mirada en mí—.Hay algo más que me gustaría compartircontigo.

—¿De veras? Te has puesto tan serioque me pregunto si estás a punto dedesvelarme que tengo otro hermano ohermana.

—Eso tendría que decírnoslo Felix,así que ¿quién sabe? —bromeó—. No,se trata de algo más… —Thom buscó la

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palabra adecuada— importante.—No se me ocurre nada más

importante que descubrir que soy unaHalvorsen de nacimiento.

—Sin pretenderlo, has dado en elclavo. Quiero enseñarte algo.

Se acercó al buró que descansaba enun rincón de la sala y cogió una llave deun jarrón que había encima. Abrió unode los cajones, sacó una carpeta yregresó al sofá. Yo guardé silencio y melimité a esperar a que pusiera orden ensus pensamientos, fueran los que fuesen.

—Bien. ¿Recuerdas lo enfadada que

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estabas después de leer la biografía deJens Halvorsen? No podías creerte queAnna hubiese aceptado el regreso deJens sin rechistar después de que él lahubiese abandonado en Leipzig añosatrás.

—Desde luego que lo recuerdo, ysigo sin entenderlo. El propio Jens diceen el libro que pensaba que Anna habíarenunciado al amor y a él. Y la describecomo una mujer tan batalladora que meresulta imposible creer que lo dejaravolver sin más.

—Exacto.

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Thom me miró fijamente.—Suéltalo de una vez —lo animé.—¿Y si se vio obligada?—¿A qué?—A aceptar su regreso.—¿Para guardar las apariencias?

¿Porque en aquellos días una mujer nopodía divorciarse sin provocar unescándalo?

—Sí, pero no. Has acertado en loreferente a la presión moral de la época.

—Thom, son más de las once de lanoche y no tengo ganas de jugar a lasadivinanzas. Dime adónde quieres ir a

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parar.—De acuerdo, Ally, pero antes tienes

que jurarme que no se lo contarás anadie. Y eso incluye a Felix, nuestropadre. Nunca he hablado de esto connadie.

—Hablas como si hubierasencontrado el vellocino de oro debajode Froskehuset. Cuéntamelo de una vez,por favor.

—Perdona, es que es una auténticabomba. El caso es que cuando estabainvestigando la relación de Jens y AnnaHalvorsen con Grieg para mi libro, sus

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pasos me llevaron hasta Leipzig. Y heaquí lo que encontré.

Thom extrajo un sobre de la carpeta,sacó la hoja que había dentro y me latendió.

—Échale un vistazo a esto.Lo leí por encima y vi que era la

partida de nacimiento de Edvard HorstHalvorsen.

—Nuestro bisabuelo. ¿Y?—Supongo que ahora mismo no lo

recuerdas, pero Jens cuenta en subiografía que regresó a Leipzig en abrilde 1884.

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—No, no lo recuerdo, la verdad.—Aquí tienes una fotocopia de la

página donde lo dice. —Me la tendió—.He resaltado el párrafo en cuestión. Noobstante, según esta partida denacimiento, Horst nació el 30 de agostode 1884. Técnicamente, eso querríadecir que Anna tuvo un hijo después decuatro meses de embarazo. Incluso unsiglo más tarde, eso sigue siendoimposible.

Examiné la fecha de la partida denacimiento y vi que Thom estaba en locierto.

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—Puede que Jens simplementeolvidara el mes exacto en que volvió aLeipzig. A fin de cuentas, la biografía laescribió muchos años después.

—Lo mismo pensé yo. Al principio.—¿Estás intentando decirme que el

hijo que Anna llevaba dentro, o seaHorst, no podía ser de Jens?

—Exacto.A Thom se le hundieron los hombros

inesperadamente, pero no supe si dealivio, desesperación o miedo. Quizáfuera una mezcla de las tres cosas.

—Vale, hasta el momento te sigo.

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¿Qué más descubriste para confirmar tuteoría?

—Esto.Thom sacó otra hoja de la carpeta.

Era una fotocopia de una carta antiguaescrita en noruego. Antes de que pudieraprotestar, me pasó otra hoja.

—La he traducido al inglés.—Gracias.Leí la misiva, fechada en marzo de

1883.—Es una carta de amor.—Ajá. Y hay muchas más en el lugar

donde la encontré.

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—Thom —dije levantando la vista—,¿de quién es esta carta? ¿Quién la firmacomo «Ranita»? —Y antes de quepudiera responder, lo supe—. Dios mío—murmuré—. No hace falta que me lodigas. ¿Has dicho que hay más?

—Docenas. Era un corresponsal muyprolífico. Escribió cerca de veinte milcartas a diferentes personas en eltranscurso de su vida. Y he comparadola caligrafía con la de las cartas delmuseo de Bergen. Decididamente sonsuyas.

Se me formó un nudo en la garganta.

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—¿Y dónde encontraste esta?—Han estado en esta sala, delante de

las narices de todo el mundo, durante losúltimos ciento diez años.

—¿Dónde?Miré a mi alrededor.—Encontré el escondite totalmente

por casualidad. Se me cayó un bolígrafoy se metió debajo del piano. Cuando meagaché a recogerlo, me golpeé la cabezacon la parte inferior del instrumento. Allevantar la vista, me di cuenta de que sehabía añadido a la estructura unaespecie de bandeja de madera estrecha

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pero de casi tres centímetros deprofundidad. Ven, te la enseñaré.

Nos colocamos de rodillas junto alpiano. Y allí, clavada toscamente a labase, justo debajo de la sección de lascuerdas, vimos una bandeja de maderacontrachapada. Thom sujetó el fondo dela misma y la deslizó por las guías.

—Mira —dijo tras salir de debajodel piano y dejar la bandeja sobre lamesa—. Hay docenas de ellas.

Con sumo cuidado, cogí las cartas deuna en una para examinarlas. La tinta dela vitela estaba tan gastada que resultaba

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prácticamente ilegible —aunque hubiesesabido noruego—, pero comprobé quelas fechas iban de 1879 a 1884 y quetodas estaban firmadas por «LitenFrosk», es decir, ranita en noruego.

—Y aunque siempre lo llamaron«Horst», habrás visto en la partida denacimiento que nuestro bisabuelotambién fue bautizado con el nombre de«Edvard» —continuó Thom.

—No… no sé qué decir —musitémientras contemplaba la bella caligrafíade una de las misivas—. Estas cartas deEdvard Grieg a Anna deben de tener un

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valor enorme. ¿Se las has enseñado a unhistoriador?

—Ya te he dicho antes, Ally, que nose las he enseñado a nadie.

—¿Y por qué no las incluiste en tulibro? Son una prueba irrefutable de queexistía una relación entre Grieg y AnnaHalvorsen.

—En realidad demuestran algo másque eso. He leído todas y cada una deesas cartas, y queda clarísimo quefueron amantes. Durante al menos cuatroaños.

—Uau. Si eso es cierto, estoy segura

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de que habrías vendido millones deejemplares si hubieras incluido en tulibro una revelación tan jugosa sobreuno de los compositores más famososdel mundo. No entiendo por qué no lohiciste, Thom.

—¿De verdad no te lo imaginas,Ally? —me preguntó frunciendo el cejo—. ¿Todavía no has sumado dos másdos?

—No me trates como si fuera tonta,Thom —repliqué irritada—. Estoyintentando asimilar todo lo que mecuentas, pero necesito tiempo. O sea que

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estas cartas confirman que Anna y Griegfueron amantes. Y supongo que piensasque Grieg era el padre del hijo de Anna.

—Creo que es muy probable, sí.¿Recuerdas que te conté que fue elpropio Grieg quien sacó a Jens de lascloacas de París? Aquello fue a finalesde 1883, cuando Grieg llevaba casi unaño separado de Nina, su esposa, yestaba afincado en Alemania. Luego, enla primavera de 1884, justo cuando Jensse presenta en casa de Anna, Griegvuelve a Copenhague junto a Nina. YEdvard Horst Halvorsen nace en agosto.

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—Edvard Horst Halvorsen, hijo deGrieg —murmuré tratando de digerir lamagnitud de semejante posibilidad.

—Como tú misma comentaste despuésde leer la biografía, ¿por qué demoniosfue Grieg a París a buscar a Jensdespués de seis años de ausencia? ¿Ypor qué se mostró Anna tan dispuesta aaceptar su regreso? La única explicaciónes que ella y Grieg hubiesen llegado aalgún tipo de acuerdo por un tema dedecoro. No hay que olvidar que enaquella época el compositor era uno delos hombres más célebres de Europa.

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Aunque fuera aceptable que se le vieraen compañía de musas de talento comoAnna por la ciudad, no podía arriesgarsea que lo señalaran como el padre de unhijo ilegítimo. Y recuerda que entoncesGrieg estaba separado de Nina y queexisten pruebas documentalesprocedentes de los programas que seconservan en los archivos de que Anna yél viajaron juntos por Alemania dandorecitales. Puede que corrieran rumoressobre su relación, pero la reaparicióndel marido en escena habría evitado lasposibles especulaciones cuando llegara

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un bebé unos meses después. Anna yJens se mudaron a Bergen aquel mismoaño y presentaron al niño en Noruegacomo un Halvorsen.

—¿Y te parece que Anna aceptó queaquello era lo que debía hacer? ¿Viviruna mentira?

—Recuerda que ella también erafamosa en aquel entonces. El menorescándalo en torno a su persona habríaterminado con su carrera de cantante.Comprendió que Grieg nunca sedivorciaría de Nina. Y ambos sabemosque Anna era una joven sensata y

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pragmática. Apuesto a que concibieronel plan entre los dos.

—Si estás en lo cierto y Jens regresópara encontrarse a Anna embarazada decuatro o cinco meses, ¿por qué sequedó?

—Probablemente porque sabía muybien que si no lo hacía moriría dehambre en las calles de París pocodespués. Y estoy casi seguro de queGrieg le prometió que haría todo loposible por ayudarlo a hacerse unnombre como compositor en Noruega.¿No lo ves, Ally? Todos salían ganando.

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—Y, menos de un año después, lasdos parejas estaban viviendo aquí,prácticamente puerta con puerta. Esincreíble, Thom. ¿Crees que Ninasospechó alguna vez lo que habíasucedido?

—No sabría decírtelo. Está claro queEdvard y Nina se adoraban, pero ser laesposa de semejante celebridad tenía unprecio, como ocurre en la mayoría delos casos. Quizá se conformara con quesu marido hubiese vuelto a su lado. Y,claro, luego estaba Horst. El hecho deque vivieran tan cerca significaba que

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Grieg podía ver a su supuesto hijosiempre que quería sin levantarsospechas. Recuerda que Nina y él ya notenían hijos. En una de sus muchas cartasa un amigo compositor, Grieg explicaque se le caía la baba con el pequeñoHorst.

—Por tanto, Jens solo tenía quetolerar la situación.

—Sí. Personalmente, creo que recibiósu castigo por abandonar a Anna. Viviópara siempre bajo la sombra musical deGrieg y, casi con total seguridad, tuvoque educar al hijo ilegítimo de este

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como si fuera suyo.—Entonces ¿por qué escribió Jens la

biografía de ambos si tenían que ocultarsemejante secreto?

—No sé si sabrás que Anna murió elmismo año que Grieg. A partir de esemomento, las composiciones de Jensempezaron a destacar de verdad. Yodiría que el libro no fue más que unamanera de sacar tajada a la fama queJens sentía que tanto había tardado enalcanzar. La biografía fue todo un éxitoen su día, y debió de ganar un buendinero con ella.

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—Tendría que haber sido máscuidadoso con las fechas —señalé.

—¿Quién iba a saberlo, Ally? Amenos que alguien fuese a Leipzig abuscar la partida de nacimiento originalde Horst, como hice yo.

—Sí, más de ciento veinte añosdespués. Thom, todo esto es puraespeculación.

—Echa un vistazo a esto. —Sacó tresfotografías de la carpeta—. Este esHorst de joven, y estos dos son susposibles padres. ¿A quién dirías que separece?

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Examiné las fotografías y vi que nocabían muchas dudas.

—Pero Anna también tenía el peloclaro y los ojos azules, como Grieg.Puede que Horst heredara esos rasgosde su madre.

—Cierto —admitió Thom—. Todoesto está basado en las únicasherramientas de las que disponemoscuando indagamos en el pasado: pruebasdocumentales y una buena dosis deconjetura.

Estaba escuchando a Thom solo amedias cuando de repente caí en la

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cuenta de lo que significaba todoaquello.

—Entonces, si estás en lo cierto,Horst, Felix, tú y yo…

—Exacto. Como te dije al principio,puede que, estrictamente hablando, al finy al cabo no seas una Halvorsen.

—En serio, Thom, esto es más de loque puedo asimilar. Si quisiéramos,¿podríamos demostrarlo de algunamanera?

—Desde luego. John, el hermano deGrieg, tuvo hijos, y sus descendientessiguen vivos. Podríamos mostrarles las

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pruebas y preguntarles si se prestarían aun test de ADN. Se me ha pasado por lacabeza cientos de veces ponerme encontacto con ellos, pero luego me digoque qué sentido tiene provocar unrevuelo que podría dañar la inmaculadareputación de Grieg. Todo eso ocurrióhace más de ciento veinte años y, en loque a mí respecta, me gustaría que mimúsica obtuviera fama porque es buena,no porque estoy sacando partido de unviejo escándalo. Así que he tomado ladecisión de dejar el pasado tranquilo.Por eso no incluí en el libro lo que había

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descubierto. También tú has de tomaruna decisión, Ally, y si quierescerciorarte de tus orígenes, no te loreprocharé, aunque yo preferiría dejarlas cosas como están.

—Por Dios, Thom, me he pasadotreinta años muy tranquila sin necesitarsaber de dónde venía, así que creo que,por el momento, con un acervo genéticotengo más que suficiente —dije con unasonrisa—. ¿Qué hay de Felix? ¿Me hasdicho que no se lo has contado?

—No, porque temo que seemborrache y empiece a proclamar a los

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cuatro vientos que es el bisnieto deGrieg y nos meta a todos en un lío.

—Estoy de acuerdo. Uau —suspiré—, menuda historia.

—Sí. Y ahora que ya me he quitadoese peso de encima, ¿te apetece una tazade té?

Cuando mi partida de nacimiento llegóunos días después, se la enseñé a Thom.Había escrito al hospital y al registromunicipal de nacimientos y defuncionesde Trondheim no solo porque quisiera

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ver la prueba, sino también para obtenertoda la información que pudieserespecto a cómo me había encontrado PaSalt.

—Fíjate —le dije—. Me pusieron denombre «Felicia», el femenino de Felix.

—Me gusta mucho. Es muy bonito ycursi —bromeó Thom.

—Perdona, pero si hay algo que nosoy, es cursi. Ally me pega mucho más—repliqué.

Le enseñé otro documento que habíallegado junto con la partida denacimiento. Decía que había sido

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adoptada el 3 de agosto de 1977.Debajo había un sello que parecíaoficial, pero aquello era todo.

—Todas las agencias de adopcióncon las que me he puesto en contacto mehan contestado diciendo que en susarchivos no consta ninguna adopciónoficial y que, por tanto, la mía debió derealizarse de forma privada. Y esosignifica que probablemente Pa Saltconociera a Martha —razoné mientrasdevolvía la carta más reciente a lacarpeta.

—Es solo una idea, Ally —dijo de

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repente Thom—, pero me has contadoque Pa Salt adoptó a seis niñas y que lespuso a todas los nombres de lasPléyades. ¿Y si fue él quien te eligió?¿Y si fui yo al que rechazaron?

Pensé en ello y me di cuenta de queera una posibilidad. Y aquello mitigó eldolor de manera inmediata. Me levanté yme acerqué a mi hermano, que estabasentado frente al piano. Le rodeé elcuello con los brazos y le planté un besoen la coronilla.

—Gracias.—No hay de qué.

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Miré la partitura que tenía en el atril,que estaba llena de anotaciones escritascon lápiz.

—¿Qué estás haciendo?—Echando un vistazo a lo que ha

hecho hasta el momento el tipo que merecomendó David Stewart para realizarla orquestación de El concierto deHero.

—¿Y cómo va?—Pues lo que he visto hasta ahora no

me parece gran cosa, la verdad. Dudomucho que esté lista para el Conciertodel Centenario de Grieg de diciembre.

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Estamos casi a últimos de septiembre yla partitura definitiva tiene que ir aimprenta a últimos del mes que vienepara que la orquesta tenga tiempo deensayarla. Después de haber conseguidoel visto bueno de David para incluirlaen el programa del centenario, medisgustaría mucho que no pudierainterpretarse, pero esto —se encogió dehombros señalando la partitura— no meconvence en absoluto. Y decididamenteno cumple los requisitos paraenseñársela a David.

—Ojalá pudiera ayudarte —dije.

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De pronto, se me ocurrió una idea,aunque no estaba segura de si debíaexpresarla en alto.

—¿Qué pasa? —me preguntó Thom.Empezaba a darme cuenta de que era

imposible ocultarle nada a mi nuevohermano gemelo.

—Si te lo digo, prométeme que no lodescartarás de inmediato.

—Prometido. Habla.—Podría hacerlo Felix, es decir,

nuestro padre. A fin de cuentas, es elhijo de Pip. Estoy segura de queconectaría de una manera especial con

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la música de su padre.—¿Qué? ¿Te has vuelto loca, Ally?

Sé que estás intentando que todosjuguemos a la familia feliz, pero esto meparece excesivo. Felix es un borracho yun vago que no ha completado ni unasola tarea en la vida. No pienso darle elhermoso concierto de nuestro abuelopara que lo destruya. O, aun peor, paraque lo deje a medias. Si existe algunaposibilidad de estrenarlo en elcentenario, te aseguro que ese no es elcamino a seguir.

—¿Sabes que Felix sigue tocando

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varias horas al día únicamente para sudisfrute personal? Y tú mismo me hasdicho mil veces que de adolescente eraun genio componiendo y orquestando suspropias composiciones —insistí.

—Basta, Ally. No hay más que decir.—Está bien.Me encogí de hombros y me fui de la

sala. Estaba frustrada y disgustada. Erala primera vez que Thom y yodiscutíamos.

Por la tarde, Thom se marchó aensayar con la orquesta. Yo sabía queguardaba la partitura original de Pip

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Halvorsen en el buró de la sala. Sintener ni idea de si estaba haciendo locorrecto o no, abrí el buró, saqué lashojas y las metí en una bolsa de plástico.Luego busqué las llaves del coche quehabía alquilado y salí de casa.

—¿Qué opinas, Felix?Le había explicado la historia que

había detrás de El concierto de Hero ylo mucho que urgía orquestarla.Acababa de oírle tocar el concierto deprincipio a fin. Y, aunque no había visto

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la partitura en su vida, lo habíainterpretado sin cometer un solo error. Ycon un estilo y un dominio técnicopropios de un pianista de gran talento.

—Creo que es maravilloso, deverdad. Dios mío, mi padre era ungenio.

Felix estaba visiblemente emocionadoy, guiada por un impulso, me acerqué aél y le apreté el hombro.

—Sí, ¿verdad?—Es una pena que no recuerde nada

de él. Era muy pequeño cuando murió.—Lo sé. Y también fue una pena que

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este concierto nunca llegara aestrenarse. ¿No sería maravilloso que lolográramos ahora?

—Sí, sí, con la debidaorquestación… por ejemplo, aquí, en losprimeros cuatro compases, un oboe,acompañado por una viola aquí —señaló la partitura—, pero los timbaleshan de entrar casi de inmediato parasorprender, así. —Me hizo unademostración del tempo sirviéndose dedos lápices—. Eso desconcertará aquienes crean que están escuchando otropastiche de Grieg. —Sonrió con

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picardía y vi que se le iluminaba lamirada mientras cogía una partitura enblanco y anotaba los arreglos queacababa de describir—. Dile a Thomque sería un auténtico golpe maestro. Ydespués —prosiguió cuando empezó atocar de nuevo— llegan los violines,todavía acompañados por los timbalespara prolongar ese trasfondo de peligro.

Volvió a rellenar varios compases enla partitura. Luego se detuvobruscamente y me miró.

—Lo siento, me estoy dejando llevar.Te agradezco que me lo hayas enseñado.

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—Felix, ¿cuánto tiempo crees quetardarías en orquestar la pieza entera?

—Dos meses, quizá. No sé si esporque la escribió mi padre, pero yaoigo cómo debería sonar exactamente.

—¿Qué tal tres semanas?Se volvió hacia mí, puso los ojos en

blanco y soltó una carcajada.—Es una broma, ¿no?—No. Tendré que hacerte una

fotocopia de la partitura del piano, perosi consigues orquestar esto ypresentárselo a Thom con la mismabrillantez con que acabas de

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presentármelo a mí, dudo que él o elgestor de la Orquesta Filarmónica deBergen pudieran decirte que no.

Felix lo meditó en silencio.—¿Me estás desafiando? ¿Quieres

que le demuestre a Thom que puedohacerlo?

—Aparte del hecho de que en estosmomentos esta pieza está incluida en elprograma del Concierto del Centenariode Grieg de diciembre, sí. A juzgar porlo que he escuchado hace unos instantes,eres un genio. Y, sin ánimo de ofender,la escasez de tiempo significará que no

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tienes más remedio que ponerte laspilas.

—Eso ha sido un batiburrillo decumplidos e insultos, jovencita —resopló Felix—. Me quedaré con loscumplidos, porque, naturalmente, sonciertos. Trabajo mucho mejor con lapresión de una fecha límite, y en losúltimos años ha habido muy pocas en mivida.

—Entonces ¿lo intentarás?—Si acepto el encargo, ten por seguro

que haré mucho más que intentarlo.Empezaré esta misma noche.

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—En cualquier caso, me temo quetendré que llevarme la partitura original.No quiero que Thom descubra lo queestamos haciendo.

—Oh, no te preocupes por eso, ya latengo en la cabeza. —Felix recogió lashojas, las apiló con cuidado y me lastendió—. Tráeme una copia mañana,pero después no quiero volver a vertemerodeando por aquí para ver cómo vanlas cosas mientras esté trabajando. Asíque te veré dentro de tres semanas.

—Pero…—No hay peros que valgan —replicó

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Felix mientras me seguía hasta la puerta.—Vale, mañana te traeré la partitura.

Adiós.—Otra cosa, Ally.—¿Qué?—Gracias por darme esta

oportunidad.

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Durante las tres semanas siguientes, dimuchas vueltas por la casa. Sabía que,por lo general, orquestar una sinfoníarequería meses de arduo trabajo. Peroaunque Felix solo consiguiera completarlos primeros cinco minutos, esperaba

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que bastaran para convencer a Thom delo que yo misma había escuchado. Y siFelix no había hecho nada, tampocoimportaba, porque Thom nunca losabría.

«Todo el mundo merece una segundaoportunidad», pensé para mí cuando oíque se abría la puerta de la calle y queThom volvía de tocar la ópera Carmencon la orquesta. La temporada deconciertos había arrancado y, cuandocayó derrengado en el sofá, le tendí unacerveza bien fría.

—Gracias, Ally. Podría

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acostumbrarme a esto —dijo mientras laabría—. De hecho, estos últimos días heestado dándole vueltas a la cabeza.

—¿Ah, sí?—¿Has decidido ya dónde quieres

tener a Pulgarcito?Pulgarcito era el apodo que le

habíamos puesto al bebé un día queThom me preguntó qué tamaño tenía enaquel momento y yo, siguiendo mi nuevolibro sobre el embarazo, se lo mostréutilizando el pulgar.

—No, todavía no.—¿Y por qué no te quedas en

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Froskehuset conmigo? Siempre dicesque te encantaría hacerle reformas, yestá claro que yo no dispongo de tiempopara ello. Teniendo en cuenta eso delsíndrome del nido que leíste el otro díaen tu libro del embarazo, ¿por qué no locanalizas de una manera práctica ypones manos a la obra? A cambio decama y comida, gasto que no para deaumentar, con eso de que ahora comespor dos —se burló—. Y, por supuesto, acambio de convertirte en propietariaoficial de la mitad de la casa.

—¡Thom, esta casa es tuya! Jamás se

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me ocurriría quedarme una parte.—¿Y si inviertes algo de dinero, en el

caso de que lo tengas, en modernizarla?Me parece un trueque justo. ¿Lo ves? Noestoy siendo tan generoso comopensabas.

—Podría preguntarle a GeorgHoffman, el abogado de Pa. Estoysegura de que lo vería como una buenainversión. No hará falta mucho dineropara modernizar esta casa, aunqueestaba pensando que deberíamosarrancar ese engendro de estufa ysustituirla por una chimenea moderna, y

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tal vez poner suelo radiante en el restode la casa. Y también hay que cambiar lacaldera, y las tuberías de todos loscuartos de baño, porque estoy harta deducharme con un chorrito de agua tibia,y…

—Diantre —rio Thom—, estáshablando de un millón de coronas comomínimo. La casa está valorada en cuatromillones, de modo que te pagaré un extracomo interiorista. Deberíamos acordarque si uno de los dos necesita venderlaen el futuro, el otro tendrá derecho acomprarle su parte, pero, Ally, creo que

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es importante que sientas que tu hijo y tútenéis un hogar propio.

—Hasta el momento me ha ido biensin tenerlo.

—Porque hasta el momento no hastenido hijos. Y como alguien que crecióen una casa que mi madre no cesaba derecordarme que no era nuestra, megustaría que mi sobrino o sobrina notuviera esa preocupación. Podríaofrecerte mis servicios como mentor yfigura paterna hasta que aparezca otrohombre en escena. Y estoy seguro de queaparecerá —añadió.

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—Pero, Thom, si me quedara aquí…—¿Qué?—¡Tendría que aprender noruego! Y

eso es imposible.—Bueno, el bebé y tú podríais

aprender juntos —repuso Thom con unasonrisa.

—¿Y qué pasa si uno de los dos, o losdos, conocemos a alguien?

—Ya te lo he dicho, podemos venderla casa o comprarle su parte al otro.Además, no olvides que esta casa tienecuatro dormitorios. Y como me niego apermitir que estés con un hombre que no

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cuente con mi aprobación, no hay razónpara que no podamos vivir aquí todosjuntos en plan comuna. En cualquiercaso, no creo que tenga mucho sentidopreocuparse por lo que tal vez pase másadelante. ¿No es esa una de tus frasesfavoritas?

—Antes sí, pero… ahora he de pensaren nuestro futuro.

—Claro que sí. La maternidad ya haempezado a cambiarte.

Aquella noche me metí en la camadiciéndome que Thom tenía razón. Ya nopensaba solo en mí, sino también en qué

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era lo mejor para mi pequeño. No habíaduda de que me sentía feliz, segura y enpaz en aquel país que estaba empezandoa querer. Y el hecho de que a mí se mehubiese privado de mi verdaderaherencia cultural hacía más importantede alguna manera que mi hijo pudieraabrazar la suya. La abrazaríamos juntos.

A la mañana siguiente, le dije a Thomque, en principio, su idea me parecíafantástica y que me encantaría quedarmey tener el niño allí.

—También quiero ver si puedo hacerque me traigan el Sunseeker de Theo

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hasta aquí. Aunque yo ya no me atreva asubirme a un barco, tal vez a ti teapetezca llevarte a tu sobrino a dar unavuelta por los fiordos en verano.

—Me parece una idea genial —convino Thom—. Aunque, por el biendel bebé, además de por el tuyo, tendrásque volver al mar en algún momento.

—Lo sé, pero aún es pronto —leespeté bruscamente—. Lo único que mepreocupa ahora es qué haré después dejugar a ser interiorista y dar a luz.

Dejé sobre la mesa del desayuno lastortitas que tanto le gustaban a Thom.

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—¿Lo ves? Ya estás haciéndolo otravez, Ally. Estás anticipando el futuro.

—Cierra el pico, Thom. Tienesdelante a una mujer que ha trabajadotoda su vida y que cada día seenfrentaba a algún tipo de desafío.

—¿Y mudarte a otro país y tener unhijo no te parece suficiente desafío?

—Por supuesto, al menos demomento. Pero, aparte de ejercer demadre, me gustaría hacer otras cosas.

—Tal vez pueda echarte un cable —dijo Thom despreocupadamente.

—¿Cómo?

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—En la orquesta siempre hay sitiopara una flautista de tu talento. Dehecho, quería proponerte algo.

—Ah, ¿y de qué se trata?—Ya te he hablado del Concierto del

Centenario de Grieg, en el que debíaestrenarse El concierto de Hero, aunqueahora probablemente ya no sea posible.La primera parte incluye la suite de PeerGynt y estaba pensando en lo apropiadoque sería que una Halvorsen de carne yhueso tocara las primeras notas de «Lamañana». De hecho, ya se lo hemencionado a David Stewart y le parece

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una idea fantástica. ¿Qué me dices?—¿Ya has hablado con él?—Pues claro que sí, Ally. Fue pan

comido y…—Aunque lo haga de pena, me

dejarán tocar por mi apellido —terminépor él.

—¡No digas tonterías! David te oyótocar con Willem en el Teatro Logen,¿recuerdas? Lo que estoy intentandodecirte es que nunca se sabe qué puertaspodría abrirte ese concierto. Así que yono me preocuparía demasiado por eltema del trabajo si decides echar raíces

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aquí.Lo fulminé con la mirada.—Ya lo tienes todo pensado,

¿verdad?—Sí. Exactamente como habrías

hecho tú.

Justo tres semanas después de haberlellevado el concierto a Felix, llamé a lapuerta de su casa con gran nerviosismo.Durante un rato no obtuve respuesta, asíque empecé a sospechar que, a pesar deque eran casi las doce, Felix seguía

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durmiendo la mona.Y cuando finalmente me abrió, con

cara de sueño y vestido con unacamiseta y un bóxer, se me cayó el almaa los pies.

—Hola, Ally. Pasa.—Gracias.La sala de estar olía a tabaco y a

alcohol rancio, y mi inquietud creciócuando reparé en las botellas de whiskyvacías y dispuestas en fila sobre la mesade centro, como si fueran bolos.

—Disculpa el desorden, Ally.Siéntate. —Retiró del sofá una

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almohada y una manta raída—. Me temoque durante estas últimas semanas hedormido donde caía muerto.

—Ah.—¿Una copa?—No, gracias. Sabes por qué estoy

aquí, ¿no?—Más o menos. —Se pasó una mano

por el pelo ralo—. ¿Algo relacionadocon el concierto?

—Sí, exacto. ¿Y bien? —pregunté sinrodeos, ya desesperada por saber sihabía superado el reto.

—Sí… esto… ¿dónde lo he puesto?

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Había pilas de partituras por toda lasala, y muchas otras convertidas enpelotas que ya estaban allí en mi últimavisita y que ahora acumulaban polvo ytelarañas allá donde las habían tirado.Desalentada, observé a Felix rebuscaren estantes, en cajones atestados y detrásdel sofá donde estaba sentada.

—Sé que lo puse a buen recaudo…—farfulló mientras se agachaba paramirar debajo del piano—. ¡Ajá! —exclamó al abrir la tapa del preciosopiano de cola Blüthner y sujetarla con lavarilla de madera—. Aquí está.

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Introdujo la mano en las tripas delinstrumento y sacó una gigantesca pilade partituras. Se acercó al sofá y la dejócaer sobre mis rodillas, que casi sehundieron bajo su peso.

—Terminado.Vi que las primeras páginas

pertenecían a la parte original del pianoy estaban guardadas en una carpeta deplástico transparente. La siguientesección correspondía a la flauta, seguidade la viola y de los timbales, tal comoFelix había descrito. Fui pasandocarpeta tras carpeta de partituras

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impecables y, cuando llegué a la secciónde metales, había olvidado para cuántosinstrumentos era la orquestación deFelix. Levanté la cabeza, absolutamenteanonadada, y vi que me estaba sonriendocon petulancia.

—Si me conocieras mejor, querida yrecién hallada hija, sabrías que siempreme crezco ante un reto musical. Y, sobretodo, ante uno tan importante como este.

—Pero…Clavé la mirada en las botellas de

whisky que cubrían la mesa.—Recuerdo muy bien haberte dicho

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que trabajo mejor borracho. Triste perocierto. En cualquier caso, está todo ahí,listo para que se lo lleves a mi amadohijo y nos dé su veredicto.Personalmente, creo que mi padre y yohemos creado una obra maestra.

—No estoy capacitada para juzgar lacalidad, pero sin duda la cantidad detrabajo que has hecho en tan pocotiempo es un milagro.

—Noche y día, cariño, noche y día. Yahora, largo.

—¿Seguro?—Sí, quiero acostarme otra vez. No

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he dormido mucho desde la última vezque te vi.

—Como quieras.Me levanté sujetando la pila de hojas

contra el pecho.—Cuando sepas el veredicto,

comunícamelo, ¿de acuerdo?—Descuida.—Ah, y dile a Thom que la única

parte que no acaba de convencerme es laentrada de la trompa con el oboe en eltercer compás del segundo movimiento.Quizá sea un poco excesivo. Adiós,Ally.

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Y, sin más, cerró la puerta con firmezadetrás de mí.

—¿Qué es eso? —me preguntó Thom

aquella tarde cuando llegó a casadespués del ensayo con la orquesta y violas partituras que descansaban sobre lamesa de centro del salón.

—Oh, nada, solo la orquestacióncompleta para El concierto de Hero —contesté como si tal cosa—. ¿Un café?

—Sí, por favor —dijo mientras, congesto cómico, volvía a clavar los ojosen las partituras.

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Me dirigí tranquilamente hacia lacocina, serví el café y regresé a la sala,donde Thom ya estaba pasando lashojas.

—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién?—Felix. A lo largo de las últimas tres

semanas.—¡Me estás tomando el pelo!—No.Me entraron ganas de golpear el aire

con el puño en señal de triunfo al ver sucara de pasmo.

—Como es lógico —carraspeó hastabajar el tono una octava—, ignoro si el

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trabajo es bueno, pero…Lo oí tararear la parte del oboe y las

violas. Luego pasó a los timbales y seechó a reír.

—¡Es brillante! Me encanta…—¿Estás enfadado?—Te lo diré más tarde. —Me miró y

en sus ojos vi euforia y un respetosincero—. Pero, a primera vista, creoque Felix ha hecho un trabajo increíble.Olvida el café, voy a llamar a DavidStewart antes de que se marche delteatro. Voy a llevárselo ahora mismo.Estoy seguro de que va a quedarse tan

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pasmado como nosotros.Lo ayudé a recoger la partitura y,

emocionada, le deseé buena suertedesde la puerta.

—Pip —les susurré a las estrellas—,tú «Hero» va a estrenarse al fin.

El otoño seguía su curso y lospreparativos para el estreno delconcierto —completo con la inspiradaorquestación de Felix— cobrabanforma. Yo, entretanto, me manteníaocupada con mis propios planes. Había

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llamado a Georg Hoffman paraexplicarle la situación. Le habíaparecido sensato que creara un hogarpara mi hijo y para mí en una casa de laque era copropietaria. Tras añadir alproyecto mis escasos ahorros y elpequeño legado de Theo, habíacomenzado con las reformas deFroskehuset. En mi mente ya habíatomado forma la visión de un bellorefugio escandinavo con suelos yparedes de pino claro reciclado,muebles de diseñadores noruegosjóvenes y lo último en tecnología de

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bajo consumo.Después de meditarlo mucho, había

llegado a la conclusión de que,técnicamente, sería justo que Thom y yole cediéramos una tercera parte delvalor de la casa a Felix en el momentode modificar la escritura para incluirmeen ella. Cuando le planteé el asunto, mipadre me sonrió.

—Gracias, cariño, pero no. Teagradezco el detalle, pero estoy contentocon la cabaña y, en cualquier caso, losdos sabemos perfectamente adónde iríaa parar el dinero.

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Además, la semana anterior, EditionPeters —la editorial de Leipzigconocida como C. F. Peters en lostiempos en que había publicado lasobras de Grieg— ya se había interesadopor El concierto de Hero y habíaprogramado una grabación con laFilarmónica de Bergen para el añosiguiente. Como heredero legítimo delos derechos de publicación yrepresentación de la obra de su padre,así como de los de su propio trabajo deorquestación, era muy probable queFelix ganara mucho dinero si el

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concierto, como auguraba AndrewLitton, era un éxito.

Con la conciencia tranquila, y tal veza causa del síndrome del nido, me sentíallena de optimismo y energía cuandoentrevistaba a proveedores y obreros dela zona, hablaba con los responsables deurbanismo y consultaba sin parar cientosde revistas y páginas web. Pensaba encómo se habrían reído de mí mishermanas: Ally interesada en el diseñode interiores. Y me maravillabacomprobar hasta qué punto eranresponsables las hormonas de muchos

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de nuestros actos.Mientras ojeaba un muestrario de

telas, sentí un aguijonazo deculpabilidad al caer en la cuenta de quedesde mi llegada a Bergen no habíatelefoneado a Ma todo lo que debería. Ytampoco a Celia. Y ahora que el«período de riesgo» de los tres meseshabía pasado, ambas merecían conocerla noticia.

Llamé primero a Ginebra.—¿Diga?—Ma, soy yo, Ally.—Chérie! Qué alegría oírte.

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Cuando escuché la calidez y la totalausencia de reproche en su tono de voz,sonreí aliviada.

—¿Cómo estás? —me preguntó.—Buena pregunta —dije con una

carcajada de sincero arrepentimiento.Y a renglón seguido, acompañada por

las expresiones de sorpresa eincredulidad de Ma, le hablé de Thom yde Felix y de cómo me habían llevadohasta ellos las pistas de Pa Salt.

—Así pues, Ma, espero que entiendasque haya decidido quedarme unatemporada en Bergen —dije al fin—. Y

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hay otra cosa que todavía no te hecontado y que complica un poco lascosas. Estoy esperando un hijo de Theo.

Se hizo un breve silencio al otro ladode la línea, seguido de una exclamaciónde alegría ahogada.

—¡Es una noticia maravillosa, Ally!Después de lo mucho que… has pasado.¿Cuándo sales de cuentas?

—El 14 de marzo.No me pareció adecuado mencionarle

que, después de que la ecografíaconfirmara la fecha exacta, yo habíacalculado que habíamos concebido el

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bebé en torno al día de la muerte de Pa.—No imaginas cuánto me alegro por

ti, chérie. ¿Tú estás contenta? —mepreguntó.

—Mucho —la tranquilicé.—Tus hermanas también lo estarán.

Van a ser tías y volveremos a tener unbebé correteando por Atlantis cuandovenga de visita. ¿Se lo has contado ya?

—Todavía no. Quería que fueras laprimera en saberlo. Durante el últimopar de semanas he hablado por teléfonocon Maia, Tiggy y Star, pero no consigodar con Electra. No me contesta los

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mensajes ni los correos electrónicos.Llamé a su agente de Los Ángeles y ledejé un mensaje en el buzón de voz, perono me ha devuelto la llamada. ¿Va todobien?

—Seguro que solo es que está muyocupada. Ya sabes que tiene unoshorarios de locura —fue la respuesta deMa después de lo que me pareció unbreve titubeo—. Que yo sepa, Electraestá bien.

—Bueno, es un alivio. Y cuandollamé a Star a Londres y le pedí que mepusiera con CeCe, simplemente me dijo

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que no estaba. No he sabido nada deninguna de ellas desde entonces.

—Ajá —fue la lacónica respuesta deMa.

—¿Tienes alguna idea de lo que estápasando?

—No, pero, una vez más, estoy segurade que no hay razón para preocuparse.

—¿Me llamarás si tienes noticias deellas?

—Por supuesto, chérie. Pero, dime,¿qué planes tienes para cuando nazca elbebé?

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Después de colgar, no sin antes haberinvitado a Ma y a todas las hermanasque pudiera congregar al Concierto delCentenario de Grieg en diciembre,marqué el número de Celia. Al igual queMa, se alegró mucho de oírme.

Ya había decidido que quería darle lanoticia del bebé en persona, pues sabíaque sería un momento muy emotivo paraella. Además, todavía teníamospendiente el tema de las cenizas deTheo.

—Celia, ahora mismo no tengo mucho

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tiempo para hablar, pero queríapreguntarte si te importaría que fuera averte dentro de unos días.

—Ally, no tienes ni que preguntarlo.Aquí siempre serás bienvenida. Meencantaría que vinieras.

—Tal vez podríamos ir a Lymingtona…

No pude evitar que se me formara unnudo en la garganta.

—Sí, creo que ha llegado el momento—respondió ella con calma—. Loharemos juntas, como a él le habríagustado.

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Dos días después aterricé en Heathrow,donde Celia me esperaba en la sala dellegadas. Cuando dejamos atrás elaeropuerto en su viejo Mini, se volvióhacia mí.

—Ally, espero que no te moleste,pero vamos directamente a Lymington,no a Chelsea. No sé si te habíacomentado alguna vez que todavía tengouna casita allí. Es muy pequeña, pero esdonde Theo y yo nos instalábamosdurante sus vacaciones escolares para

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navegar juntos. He pensado que estaríabien… pasar allí la noche.

Alargué el brazo y le estreché la manoque apretaba con fuerza el volante.

—Me parece perfecto, Celia.Y lo fue. La casita, con su fachada

curva, se hallaba justo en el centrogeorgiano del pueblo de Lymington,rodeada de calles adoquinadas ypintorescos edificios de color pastel.Tras dejar el equipaje en el estrechorecibidor, seguí a Celia hasta una salade estar acogedora y luminosa. Una vezallí, me tomó las manos entre las suyas.

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—Ally, antes de enseñarte tuhabitación, has de saber que esta casasolo tiene dos dormitorios. Uno es elmío y el otro… Bueno, es donde dormíaTheo y, como es lógico, todavíacontiene… muchos recuerdos.

—No importa, Celia —la tranquilicé,conmovida como siempre por suamabilidad y consideración hacia mí.

—Si quieres, puedes subir tu bolsamientras yo enciendo la chimenea yempiezo a preparar la cena. He traídounas cuantas cosas para poderimprovisar algo. ¿O prefieres cenar

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fuera?—No, prefiero que nos quedemos

aquí, gracias. Enseguida bajo a ayudarte.—El cuarto es la primera puerta de la

izquierda.Recogí la mochila y subí. Ya en el

rellano, vi una puerta baja con laspalabras LA CABAÑA DE THEO toscamentetalladas en la madera. La abrí y vi unacama estrecha debajo de una ventana deguillotina y, recostado sobre los cojines,un viejo osito de peluche de colorcaramelo vestido con un jersey depescador minúsculo. Las paredes

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irregulares estaban salpicadas de fotosde veleros y, colgado sobre la cómodapintada, había un antiguo salvavidasantiguo de rayas rojas y blancas. Se mellenaron los ojos de lágrimas al repararen lo mucho que se parecía a midormitorio de la infancia en Atlantis.

—Mi alma gemela —susurré, y derepente sentí la esencia de Theo a mialrededor.

Me senté en la cama y apreté el ositode peluche contra mi pecho al tiempoque, con el rostro bañado de lágrimas,tomaba conciencia de que Theo jamás

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vería a su hijo.Aquella noche, Celia sirvió un guiso

de pollo mientras charlábamosamigablemente. Había encendido unfuego en la chimenea de la sala y las dosnos sentamos a cenar en el mullido sofá.

—Es una casa muy acogedora, Celia.No me extraña que te encante venir aquí.

—Tuve la suerte de heredarla de mispadres. A ellos también les gustabanavegar, y era un lugar perfecto paratraer a Theo cuando era niño. A Peternunca le entusiasmó el mar y, de todasmaneras, por aquel entonces casi

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siempre estaba de viaje por trabajo, asíque Theo y yo veníamos aquí a menudo.

—Hablando de Peter, ¿has sabidoalgo de él últimamente? —le preguntécon suavidad.

—Es extraño, pero sí. De hecho,incluso me atrevería a decir que noshemos hecho bastante colegas duranteestas últimas semanas. Me llama amenudo y hasta nos hemos planteado laposibilidad de que pase la Navidadconmigo en Chelsea, dado que ningunode los dos parece tener un plan mejor.—Un leve rubor le tiñó las delicadas

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mejillas—. Sé que puede parecer untópico, pero creo que la muerte de Theoha acabado con parte del resentimientoque sentíamos.

—No me parece ningún tópico. Séque Peter te hizo mucho daño, Celia,pero tengo la sensación de que se hadado cuenta de los errores que cometióy de lo mucho que te afectaron.

—En fin, nadie es perfecto, Ally.Creo que yo también he madurado y hevisto algunas de las cosas que hice mal.Para empezar, sé que cuando Theo nacióse convirtió en el centro de mi vida

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durante años. Dejé a Peter de lado, ycomo ya habrás advertido, no es unhombre al que le guste que lo ignoren —añadió con una sonrisa.

—Tienes razón. Me alegro de que porlo menos volváis a hablaros.

—De hecho, le conté que íbamos avenir aquí para lanzar las cenizas deTheo mañana al amanecer, pero no meha contestado. Típico de él —suspiróCelia—. Nunca se le ha dado bienhablar sobre las cosas que realmenteimportan.

»Pero da igual, ya basta de hablar de

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mí. Quiero que me lo cuentes todo sobretu aventura en Noruega. En el coche mehas dicho que has estado siguiendo laspistas que te dejó tu padre. Si te ves conánimo, me encantaría que me contarastoda la historia.

A lo largo de la siguiente hora, leexpliqué la extraña búsqueda de misorígenes. Al igual que había hecho conMa, tan solo omití el detalle de miposible vínculo genético con EdvardGrieg. Al igual que Thom, preferíaguardarme esa revelación. Sin pruebascontundentes, no significaba nada y era,

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por tanto, irrelevante.—¡Es una historia increíble! ¡Me he

quedado de piedra! —exclamó Celiacuando terminé y las dos habíamosdejado ya la bandeja de la cena a unlado—. Has encontrado un hermanogemelo y un padre. Qué extraordinariogiro de los acontecimientos. ¿Cómo tesientes?

—Feliz, la verdad. Thom se parecemucho a mí —dije con una sonrisa—. Yespero no resultar desconsiderada sidigo que, después de perder a Pa Salt,mi mentor, y a Theo, mi alma gemela,

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parece que he encontrado a otro hombrecon el que conecto, aunque de unamanera muy diferente.

—¡Ally, cariño, me parece fantástico!Menudo periplo has vivido estas últimassemanas.

—Y el periplo no acaba ahí, Celia.Tengo que contarte otra cosa. —La miréa los ojos al ver su expresión inquisitivay respiré hondo—. Vas a ser abuela.

Su cara pasó de la estupefacción aldesconcierto momentáneo mientrasasimilaba mis palabras. Luego,lentamente, esbozó una sonrisa exultante

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y me envolvió en un fuerte abrazo.—Casi no me atrevo a creerlo, Ally.

¿Estás segura?—Completamente. Me lo confirmó

una doctora de Bergen. Y la semanapasada me hicieron la primeraecografía. —Me levanté del sofá paracoger el bolso y hurgué en él hasta darcon lo que estaba buscando. Saqué lagranulosa imagen en blanco y negro y sela tendí—. Sé que todavía no se vemucho, pero este es tu nieto, Celia.

Cogió la ecografía y la examinómientras acariciaba con los dedos el

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perfil borroso de la minúscula vida quecrecía en mi interior.

—Ally… —Cuando al fin consiguióhablar, se le entrecortó la voz a causa dela emoción—. Es… es lo más bonitoque he visto en mi vida.

Después de reír, de llorar y deabrazarnos una docena de veces más,nos recostamos en el sofá, ambasligeramente mareadas.

—Por lo menos ahora puedocontemplar nuestra… misión de mañanacon algo de esperanza en el corazón —dijo Celia—. Y hablando de eso, tengo

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un velero pequeño en el puertodeportivo. Creo que lo más acertadosería que las dos zarpáramos alamanecer y… diéramos descanso a Theoen el mar.

—Lo… lo siento mucho, Celia —tartamudeé—, pero no puedo hacerlo.Cuando Theo murió, juré que nunca másvolvería a hacerme a la mar. Espero quelo entiendas.

—Lo comprendo, cariño, peropiénsatelo, por favor. Tú misma medijiste que es imposible cerrarse alpasado. Seguro que ya sabes que Theo

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habría detestado pensar que te haapartado de tu pasión.

Y en aquel momento me di cuenta deque, por muy difícil que me resultara, ledebía a Theo y a nuestro hijo subirme denuevo a un barco.

—Tienes razón, Celia —dije al fin—.Eso es exactamente lo que deberíamoshacer.

La alarma del móvil me despertó al díasiguiente antes del amanecer. Me sentíligeramente desorientada hasta que noté

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la textura de algo rasposo en la mejilla.Encendí la lámpara de la mesilla denoche y vi que el oso de peluche deTheo descansaba sobre la almohada ami lado. Lo cogí y hundí la nariz en supelaje áspero, como si de ese modopudiera aspirar el espíritu de su dueño.Luego me levanté y me puse a toda prisaunas mallas y un jersey grueso antes debajar a la sala, donde Celia ya meestaba esperando. No hicieron faltapalabras cuando reparé en la inocuaurna azul que sostenía entre las manos.

Las calles de Lymington estaban

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desiertas cuando salimos de la casa ybajamos hasta el puerto rodeadas por laluz blanquecina que precedía al alba.Cuando llegamos al embarcadero dondeCelia tenía amarrado el velero, tan solose apreciaba actividad en un barco depesca cercano. La pareja de pescadoresnos saludó con un breve gesto de lacabeza antes de proseguir con la tareade remendar y preparar las redes paralas capturas del día.

—¿Sabes? A Theo le habríaencantado esto. El ritmo incesante de lasolas y el mar, siempre igual, desde el

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comienzo mismo de los tiempos.—Sí, le habría encantado.Las dos nos volvimos hacia aquella

voz familiar y vimos que Peter seacercaba por el muelle hacia nosotras.Advertí la expresión de sorpresa deCelia y que se le iluminó el rostrocuando él le abrió los brazos y ella sedejó envolver por ellos. Me mantuveapartada para respetar aquel momentode intimidad, pero enseguida volvierona mi lado y Peter me abrazó a mítambién.

—Bueno —dijo él con la voz

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entrecortada—, en marcha.Mientras Celia subía al barco, Peter

me susurró al oído:—Solo espero no hacer el ridículo

delante de vosotras echando el desayunopor la borda en un momento tan solemne.El mar no es mi fuerte, Ally.

—En estos momentos, tampoco el mío—suspiré—. Vamos —dije tendiéndolela mano—, subiremos juntos.

Una vez a bordo, ayudé a Peter asentarse mientras yo misma meesforzaba por mantener el equilibrio.

—¿Lista, Ally?

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—Sí —le contesté a Celia mientrasizaba las velas y soltaba los cabos.

Los primeros rayos de sol empezabana acariciar la costa y se reflejaban en lascrestas de las olas perezosas cuandosalimos al estrecho de Solent. Celiallevaba el timón mientras yo me movíapor la cubierta ajustando las velas. Labrisa fresca impulsaba la embarcación yme apartaba el pelo de la cara consuavidad, y pese a lo que me habíacostado volver al mar, me sentíextrañamente en paz. Algunas imágenesde Theo destellaban en mi mente, pero,

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por primera vez desde su partida, pensaren él me llenaba no solo de tristeza, sinotambién de dicha.

A unos cuantos centenares de metrosde la costa, con una magnífica vista delpuerto de Lymington, arrizamos las velasy Celia bajó a la cabina para emergertan solo unos segundos después con laurna azul entre las manos. Fuimos abuscar a Peter, que estaba sentado en lapopa con la cara blanca, y lo ayudamosa incorporarse.

—Cógela tú, Peter —dijo Celiacuando el sol se despegó al fin de la

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línea del horizonte y brilló con todo suesplendor.

—¿Preparadas? —dijo él.Asentí con la cabeza y los tres

colocamos las manos alrededor de laurna, tan insignificante en aparienciapero tan llena de sueños, esperanzas yrecuerdos. Cuando Peter levantó la tapay lanzó el contenido al viento,observamos la fina lluvia de cenizaflotar hasta reunirse con el mar. Cerrélos ojos y una lágrima me resbaló por lamejilla.

—Adiós, cariño —susurré mientras,

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instintivamente, me llevaba una mano alvientre para acariciar su suave curva—.Quiero que sepas que nuestro amorpervive.

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7 de diciembre de 2007

Como de costumbre, me despertétemprano azuzada por un suave ajetreoen mi interior. Miré la hora y, al ver queeran poco más de las cinco, recé para

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que aquella no fuera la dinámica delfuturo, para que el bebé no hubieraestablecido ya su patrón de sueño dentrode mi útero. Todavía era de nochecuando, aún adormilada, eché un vistazoal exterior a través de las cortinas ydescubrí que una gruesa capa deescarcha cubría la ventana. Fui al cuartode baño y regresé a la cama paraintentar dormir un poco más. Tenía pordelante un día muy largo. Aquella noche,el Grieg Hall tendría ocupados sus milquinientos asientos para el Concierto delCentenario. Y entre el público estarían

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mis amigos y mi familia. Star y Matenían previsto llegar a Bergen por latarde para asistir al evento y estabadeseando verlas.

En cierta manera, y por muy extrañoque pareciera, sentía que mi embarazo yel bebé que crecía dentro de mí eran unaexperiencia colectiva: aunque yo era lamadre y tutora, su llegada al mundo alcabo de tres meses proporcionaría unvínculo entre un grupo de personas hastaaquel momento dispares.

Estaba el vínculo con mi pasadorecién descubierto —Felix, mi padre

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biológico, y Thom, mi hermano gemelo— y el de las cinco tías que, sin duda,cubrirían de mimos a la criatura.Electra, que finalmente me había escritoun correo para felicitarme, ya me habíaenviado una caja con ropa de diseñoescandalosamente cara para el bebé.Había recibido correos conmovedoresde casi todas mis hermanas, y tambiénde Ma, de quien sabía que, a su maneradiscreta y comedida, estaba deseandotener un recién nacido en los brazos yrevivir los bellos recuerdos de cuandonosotras llegamos a Atlantis para que

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ella nos cuidara. Luego estaba la familiade Theo, Celia y Peter, quienesformaban parte esencial de mi presentemás reciente y que también acudirían alconcierto aquella noche. Y quienes sabíaque serían una parte importante de mifuturo y del de mi hijo.

—El ciclo de la vida… —murmurépara mí al pensar que, en medio de unapérdida terrible, había brotado una vidanueva, una esperanza nueva.

Y tal como había comentado Tiggyacerca de los capullos que empezaban aflorecer mientras los pétalos de las

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rosas más antiguas caían, también yohabía descubierto el milagro de lanaturaleza. Y aunque había perdido a lasdos personas más importantes de mivida con apenas meses de diferencia,había recibido la recompensa de unamor que solo haría que crecer, y mesentía inmensamente bendecida por ello.

Y aquella noche, después de laactuación, las diferentes hebras de mihistoria se conocerían en una cena.

Lo que me llevó a pensar en Felix…El programa de aquella noche era

sencillo: abriría con la suite de Peer

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Gynt conmigo a la flauta. La tataranietade Jens Halvorsen tocaría aquellosemblemáticos acordes iniciales, talcomo había hecho él en el estreno hacíamás de ciento treinta y un años. O, comoThom y yo habíamos especulado enprivado, tal vez fuera la tataranieta delpropio compositor. De cualquiermanera, ninguno de los dos tocaríamosde manera fraudulenta. Thom estaríacerca, como primer violín —el segundoinstrumento de Jens—, y así se cerraríael círculo de la historia de losHalvorsen.

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Los medios de comunicaciónnoruegos habían mostrado un graninterés por nuestro vínculo familiar, y larepercusión de la noticia fue aún mayordebido a que la segunda parte delprograma consistiría en el estreno delrecientemente recuperado concierto parapiano de Jens Halvorsen júnior,orquestado por el hijo del propiocompositor, Felix, quien ademáslideraría la orquesta al piano.

A Andrew Litton, el consagradodirector de la Filarmónica de Bergen, lehabía entusiasmado descubrir El

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concierto de Hero y estabaimpresionado por la inspiradaorquestación de Felix, por no hablar delpoco tiempo que le había llevadorealizarla. No obstante, cuando Thom lepreguntó a David Stewart si permitiríaque su padre tocara el concierto lanoche del estreno, este se había negadoen redondo.

Thom había llegado a casa después deaquella conversación negando con lacabeza.

—Dice que conoce bien a Felix y queel estreno de la obra de nuestro abuelo y

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el evento en general son demasiadoimportantes para ponerlos en peligro. Yhe de reconocer que estoy de acuerdo,Ally. Por fantástica que sea tu idea dereunir —señaló mi barriga— cincogeneraciones musicales de Halvorsen,Felix es el eslabón más débil. ¿Y si lanoche antes pilla una buena borrachera ysimplemente no se presenta? Sabes tanbien como yo que el éxito de esteconcierto depende del pianista. Si supapel fuera tocar los platillos en laúltima fila, sería diferente, pero el pianoocupa el centro del escenario. Y los

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mandamases de la Filarmónica noquieren arriesgarse a sufrir la ignominiade que nuestro querido padre noaparezca. Ya te conté que hace años loecharon por informal.

Entendí muy bien sus argumentos,pero no estaba dispuesta a tirar la toalla.

Así que había ido a ver a Felix a loque Thom y yo llamábamos su «foso» yle había preguntado si, en el caso de quepeleara por él, podría prometerme sinreservas —por la vida de su futuro nieto— que asistiría a los ensayos y sepresentaría la noche del estreno.

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Él se me había quedado mirando consus ojos empañados por el alcohol y sehabía encogido de hombros.

—Por supuesto. Aunque tampoco esque necesite ensayar. Podría tocar eseconcierto mientras duermo y con un parde botellas de whisky en el cuerpo,cariño.

—Ya sabes que las cosas nofuncionan así —le había replicado—. Ysi esa va a ser tu actitud…

Había girado sobre mis talones ypuesto rumbo a la puerta.

—Vale, vale.

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—¿Vale qué? —le había preguntado.—Prometo que me comportaré.—¿Seguro?—Sí.—¿Porque yo te lo he pedido?—No. Porque es el concierto de mi

padre y quiero que esté orgulloso de mí.Y porque sé que nadie puedeinterpretarlo mejor que yo.

Desde allí, me había ido directamentea ver a David Stewart. Después de queel gestor se negara una vez más a dar suaprobación, había recurrido —meavergüenza reconocerlo— a cierta dosis

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de chantaje.—Felix es, a fin de cuentas, el hijo de

Pip y, por tanto, el propietario legítimode los derechos del concierto —le habíadicho con la mirada gacha para evitarsonrojarme—. Mi padre tiene seriasdudas sobre su estreno. Cree que si él nopuede interpretar la partitura de lamanera que habría querido su padre,quizá sea preferible no incluirla en elprograma.

Contaba con el hecho de que laorquesta ansiaba con todas sus fuerzasofrecer la primera interpretación en

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público de la mejor composiciónnoruega escrita desde los tiempos deGrieg. Y, por suerte, la intuición no mehabía fallado. David, finalmente, habíaterminado cediendo.

—No obstante, le pediremos aWillem que él también ensaye con laorquesta. Así, si su padre nos deja en laestacada, podremos salvar la noche. Yni siquiera adelantaré a la prensa laparticipación de Felix. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.Nos dimos la mano y me marché con

la cabeza bien alta, celebrando mi golpe

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de gracia.Aunque Felix había cumplido su

palabra y había llegado puntual a losensayos de la última semana, todossabíamos que no existía ninguna garantíade que apareciera en el momento clave.Al fin y al cabo, ya había fallado conanterioridad.

Felix no fue anunciado oficialmentecomo el pianista del concierto, y Thomme contó que se había enterado de quehabían impreso dos programasdiferentes, uno con el nombre de Felix yotro con el de Willem.

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Me sentía un poco culpable por ello,pues imaginaba que no debía de ser muyagradable para el ego de Willem saberseel sustituto de un borracho irresponsableentrado en años por la única razón deque llevara el apellido Halvorsen. Noobstante, interpretaría el Concierto parapiano en la menor de Grieg durante laprimera parte del recital, lo cual era unconsuelo.

La semana anterior había ido unanoche al auditorio para ver tocar a Thomcon la orquesta, y Willem habíainterpretado el Concierto n.º 1 para

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piano de Liszt. Mientras observaba susdedos esbeltos y ágiles volar por elteclado, con las aletas de la narizdilatadas y los mechones morenosagitándose sobre su frente, sentí unhormigueo en el estómago que nada teníaque ver con el bebé que llevaba dentro.Y me dije que aquella reacción físicainstintiva significaba que,probablemente, con el tiempo superaríala pérdida de Theo, aunque aún faltarapara eso. Y que no debía sentirmeculpable por ello. Tenía treinta años ytoda una vida por delante. Y estaba

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segura de que Theo no querría quepasara por ella como una monja.

Curiosamente, Thom y Willem sehabían hecho amigos. Habían empezadoa relacionarse gracias al trabajo, pero,poco a poco, su relación se habíaextrapolado del plano profesional alpersonal. Thom lo había invitado a casala semana siguiente y yo todavía nohabía decidido si quería estar presente.

Al final, tras asumir que me resultaríaimposible seguir durmiendo, encendí elportátil y consulté mis correoselectrónicos. Vi que había uno de Maia y

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lo abrí.

Querida Ally: Solo te escribo para decirte que hoy te

llevaré en el pensamiento. Ojalá pudieraestar ahí, pero Brasil y Noruega están muylejos. Nos hemos ido a la montaña porque elcalor en Río es asfixiante incluso para mí.Estamos instalados en la fazenda y no meveo capaz de explicarte lo bonito que esesto. Necesita una reforma exhaustiva, peroestamos barajando la posibilidad deconvertirla en un centro destinado a niños delas favelas, para que puedan venir aquí ygozar de libertad y espacio para corretear enplena naturaleza. Pero basta de hablar de mí.

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Espero que tú y el bebé estéis bien. Memuero de ganas de conocer a mi sobrina osobrino. Estoy muy orgullosa de ti,hermanita. Besos.

MAIA

Sonreí; la notaba feliz y aquello me

alegraba. Fui a darme una ducha antesde ponerme el pantalón del chándal, unade las pocas prendas que todavía seadaptaban a mi cintura en expansión.Reacia a tirar el dinero comprando ropade embarazada, me pasaba el díaembutida en uno de los jerséis holgados

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de Thom. Me había comprado un vestidoelástico de color negro para la actuaciónde aquella noche, y Thom habíacomentado con amabilidad que mequedaba muy bien, aunque yosospechaba que solo lo decía parahacerme sentir bien.

Bajé a la improvisada cocina —temporalmente reubicada en la sala deestar hasta que terminaran las reformas—, compuesta por un aparador con unhervidor de agua y un microondas. Lacocina propiamente dicha habíadesaparecido por completo, pero por lo

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menos, me dije, lo más difícil ya estabahecho. Teníamos una caldera nueva y losoperarios estaban a punto de instalar elsuelo radiante. Sin embargo, las obrasse estaban alargando mucho más de loprevisto y me aterraba que la casa noestuviera lista para cuando llegara elbebé. El síndrome del nido me manteníaimparable y, comprensiblemente, volvíalocos a los obreros.

—Buenos días —dijo Thom cuandoapareció detrás de mí con los pelos depunta, como le ocurría siempre allevantarse—. Hoy es el gran día —

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suspiró—. ¿Cómo te sientes?—Nerviosa, ilusionada y

preguntándome…—Si Felix aparecerá —dijimos al

unísono.—¿Café? —propuse cuando el agua

rompió a hervir.—Sí, gracias. ¿A qué hora llega tu

gente? —me preguntó Thom mientras seacercaba distraídamente a las nuevaspuertas acristaladas que daban a laterraza y ofrecían una vista espectacularde los abetos y el fiordo.

—Cada uno a una hora diferente. Les

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he dicho a Ma y a Star que entren por lapuerta de atrás antes de que comience elrecital para saludar. —Noté un ligerohormigueo en el estómago, ya agitado depor sí—. Qué absurdo, me preocupamucho más tocar delante de un puñadode amigos y familiares que lo quepuedan decir los críticos.

—Es normal. Por lo menos te quitarástu solo de encima nada más empezar.Después solo nos quedará sufrir hastaque Felix haya tocado la última nota deEl concierto de Hero.

—Nunca he actuado delante de un

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público tan numeroso —gemí—. Y aúnmenos de un público que haya pagado.

—Lo harás muy bien —me tranquilizóThom, pero cuando le tendí el café me dicuenta de que él también estabanervioso.

Era un gran día para ambos.Sentíamos que entre los dos habíamosconcebido un nuevo ser musical queestaba a punto de ver la luz del mundo.Y aquella noche nosotros seríamos losorgullosos padres que presenciaban sunacimiento.

—¿Piensas llamar a Felix para

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asegurarte de que se acuerda? —mepreguntó mi hermano.

—No. —Ya había decidido nohacerlo—. Tiene que serresponsabilidad suya y solo suya.

—Lo sé —suspiró Thom—. Bien, mevoy a la ducha. ¿Estarás lista para salirdentro de veinte minutos?

—Sí.—Dios, espero que aparezca.En aquel momento comprendí que,

pese a asegurarme lo contrario, el hechode que Felix hiciera acto de presenciaaquella noche significaba aún más para

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Thom que para mí.—Aparecerá, ya lo verás.No obstante, cuando dos horas

después ocupé mi puesto en la orquestapara comenzar el ensayo final y vi que elbanco del piano estaba vacío, miconfianza empezó a flaquear. A las diezy cuarto, cuando Andrew Litton anuncióque no podíamos seguir esperando,estrujé el móvil entre mis palmascalientes.

No, no lo llamaría.Le pidieron a Willem que ocupara el

lugar de Felix al piano y, cuando

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Andrew Litton levantó la batuta, Thomme lanzó una mirada desolada.

—¿Cómo has podido hacer algo así?¡Cabrón! —farfullé para mí antes de vera Felix correr hacia el escenario por elpasillo del auditorio pálido y sin apenasaliento.

—Dudo que alguien de aquí me crea—jadeó mientras subía los escalones—,pero cuando bajaba de la montaña se meha parado la moto y he tenido que hacerautostop. He traído como prueba a laamable señora que me ha recogido en lacarretera. Hanne —llamó—, ¿estoy

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diciendo la verdad?Ciento un pares de ojos siguieron el

dedo de Felix hasta la puerta delauditorio, donde una mujer de medianaedad aguardaba con patente apuro.

—Hanne, dígaselo.—Es cierto, se le ha parado en seco

la moto y lo he traído en coche.—Gracias. Tendrá una entrada para el

concierto de esta noche esperándola enla taquilla. —Felix se volvió hacia laorquesta e hizo una exageradareverencia—. Pido disculpas porhaberles hecho esperar, pero a veces las

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cosas no son lo que parecen.Después del ensayo, vi a Felix

fumando un cigarrillo junto a la entradade los artistas y me acerqué.

—Hola, Ally. Lamento lo ocurrido.Una razón de peso, por una vez.

—Sí. ¿Te apetece una copa?—No, gracias, cariño. Prometí

comportarme para esta noche,¿recuerdas?

—Sí. ¿No es increíble? Cuatro, o casicinco generaciones de Halvorsen estaránesta noche sobre ese escenario.

—O de Grieg —dijo encogiéndose de

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hombros.—¿Qué…? ¿Estás al corriente de

eso?—Naturalmente. Anna se lo confesó a

Horst en su lecho de muerte, y tambiénel lugar donde tenía escondidas lascartas. Y Horst me lo contó a mí justoantes de que me fuera a estudiar a París.Las he leído todas. Un asunto bastantetórrido, ¿eh?

Su despreocupada revelación me dejóparalizada.

—¿Y nunca has pensado en sacarlo ala luz? ¿En utilizarlo?

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—Hay secretos que deberían seguirsiendo tales, ¿no crees, cariño? Y túmejor que nadie deberías saber que loque importa no es de dónde provienentus genes, sino en quién te conviertes.Buena suerte esta noche.

Y, sin más, me dijo adiós con la manoy se alejó.

A las seis y media, Star me envió unmensaje de texto para decirme que Ma yella habían llegado. Fui a buscar a Thomal camerino de los músicos y recorrí elpasillo con él, nerviosa ante la idea depresentarle mi gemelo a mi hermana.

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—Ma —dije apretando el paso alverla, tan elegante como siempre, conuna chaqueta Chanel y una falda azulmarino.

—Ally, chérie, cuánto me alegro deverte.

Me abrazó y aspiré el familiar aromade su perfume, que para mí representabaseguridad y protección.

—Cuánto me alegro de verte tambiéna ti, Star. —Le di un abrazo y me volvíhacia mi hermano gemelo, que se habíaquedado mirando a mi hermana con laboca abierta—. Y este es Thom, mi

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nuevo hermano.Star levantó la vista y le sonrió con

timidez.—Hola, Thom. —le dijo.Y yo tuve que propinarle un codazo a

mi gemelo para que contestara.—Sí, hola. Esto… me alegro de

conocerte, Star. Y también a usted,Ma… quiero decir, Marina.

Miré a Thom extrañada, pues estabacomportándose de una forma muy rara.Normalmente era muy efusivo en sussaludos, y me fastidió un poco que no lofuera precisamente en aquella ocasión.

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—Para nosotras también es un placerconocerlo a usted, Thom —contestóMarina—. Muchas gracias por cuidar deAlly en nuestra ausencia.

—Nos cuidamos mutuamente,¿verdad, hermana? —dijo sin dejar demirar a Star.

En aquel momento, una voz pidió a laorquesta por megafonía que se reunieraen el escenario.

—Me temo que tenemos que irnos,pero os veremos luego en el vestíbulo—dije—. Dios, estoy temblando —suspiré antes de besarlas a las dos.

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—Lo harás muy bien, chérie, estoysegura —me tranquilizó Ma.

—Gracias. —Me despedí con ungesto de la mano y volví a recorrer elpasillo en compañía de Thom—. ¿Te hacomido la lengua el gato? —le pregunté.

—Dios, tu hermana es preciosa —fuelo único que consiguió articular mientraslo seguía hasta el escenario para recibirla arenga de Andrew Litton antes de laactuación.

—Estoy preocupada —le susurré a

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Thom cuando aquella noche regresamosal escenario exactamente a las siete yveintisiete y fuimos recibidos por ungran aplauso—. Felix todavía parecesobrio. Y me dijo que toca mucho mejorcuando está borracho.

Thom rio al ver mi expresión deverdadera angustia.

—La verdad es que Felix me da pena.¡No hay manera de que atine! Encualquier caso, recuerda que tiene todala primera parte y el intermedio paraponerle remedio a la situación. Ahora—susurró—, deja de preocuparte por él

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y disfruta de este maravilloso momentode la historia de los Halvorsen… o delos Grieg. Te quiero, hermanita —añadió con una sonrisa antes de que nosseparáramos para ocupar nuestrosrespectivos puestos en la orquesta.

Me senté en la sección de losinstrumentos de viento de maderaconsciente de que tres minutos más tardeme levantaría para tocar los primeroscompases de «La mañana». Y de que,como Felix me había dicho antes, dabaigual quién me hubiera concebido. Loúnico que importaba era que se me había

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concedido el regalo de la vida y que demí dependía extraer lo mejor de ella yde mí misma.

Cuando las luces de la platea seapagaron y se hizo el silencio, pensé entoda la gente que me quería, sentada enla oscuridad en algún lugar delauditorio, y que me animaba a seguiradelante.

Y pensé en Pa Salt, que me habíadicho que encontraría mi verdaderafuerza en mi momento de mayordebilidad. Y en Theo, que me habíaenseñado lo que era amar de verdad a

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otra persona. Ninguno de ellos estabapresente físicamente aquella noche, perosabía que estarían mirándome desde lasestrellas y sintiéndose muy orgullososde mí.

Y después sonreí al pensar en lanueva vida que crecía dentro de mí yque aún no conocía.

Me llevé la flauta a los labios yempecé a tocar para todos ellos.

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Las luces del auditorio se apagaron yvi a mi hermana levantarse de su asientoen el escenario. Distinguí, bajo suvestido negro, el contorno de la nuevavida que crecía en su interior. Ally cerrólos ojos un momento, como si estuviera

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rezando. Cuando finalmente se llevó laflauta a los labios, una mano se posó enla mía y la estrechó con suavidad. Ysupe que Ma estaba sintiendo lo mismoque yo.

Cuando la hermosa y familiarmelodía, que había formado parte de miinfancia y de la de mis hermanas enAtlantis, reverberó en el auditorio, sentíque algo de la tensión de las últimassemanas me abandonaba con el fluir dela música. Mientras la escuchaba, supeque Ally estaba tocando para todosaquellos a los que había querido y había

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perdido, pero asimismo entendí que,igual que el sol sale después de unanoche larga y oscura, en aquellosmomentos ella también tenía una nuevaluz en su vida. Y cuando la orquesta seunió a ella y la bella música alcanzó supunto culminante, celebrando elcomienzo de un nuevo día, yo sentíexactamente lo mismo.

Sin embargo, otros habían sufrido conmi propio renacimiento, y aquella era laparte con la que todavía tenía quereconciliarme. Hacía muy poco quehabía comprendido que existen muchas

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clases diferentes de amor.En el intermedio, Ma y yo fuimos al

bar y Peter y Celia Falys-Kings, que sepresentaron como los padres de Theo, sesumaron a nosotras para tomar una copade champán. Cuando vi el ademánprotector con que el brazo de Peterdescansaba sobre la cintura de Celia,pensé que parecían dos jóvenesenamorados.

—Santé —dijo Ma brindandoconmigo—. ¿No es una noche fantástica?

—Lo es —respondí.—Ally ha tocado de maravilla. Ojalá

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tus hermanas hubieran podido verla. Y tupadre, naturalmente.

Advertí que, de repente, Ma fruncía elcejo con preocupación, y me preguntéqué secretos escondía. Y hasta qué puntole pesaban. Como a mí los míos.

—Entonces, ¿CeCe no ha podidovenir? —preguntó vacilante.

—No.—¿La has visto últimamente?—Hace días que no paro mucho por

el apartamento, Ma.No insistió. Sabía que era mejor no

hacerlo.

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De repente, una mano me rozó elhombro y me sobresalté. Siempre hesido muy sensible al tacto. Peterinterrumpió el incómodo silencio,aunque yo estaba acostumbrada a ellos.

—Hola. —Se volvió hacia Ma—.¿De modo que usted es la «madre» quecrió a Ally desde pequeña?

—Sí.—Pues ha hecho un trabajo excelente

—le aseguró.—El mérito es de Ally, no mío —

respondió Ma con modestia—. Estoymuy orgullosa de todas mis chicas.

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—¿Y usted es una de las famosashermanas de Ally?

Peter clavó en mí su miradapenetrante.

—Sí.—¿Cómo se llama?—Star.—¿Y qué lugar ocupa?—Soy la tercera.—Interesante. —Me miró de nuevo

—. Yo también era el tercero. Nadie nosescuchaba, nadie nos hacía caso,¿verdad?

No respondí.

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—Apuesto a que dentro de esa cabezasuya pasan muchas cosas, ¿verdad? —prosiguió—. En mí caso, por lo menos,así era.

Aunque tuviera razón, no pensabadecírselo. En lugar de eso, me limité aencogerme de hombros.

—Ally es una persona muy especial.Los dos hemos aprendido mucho de ella—me dijo Celia cambiando de tema conuna sonrisa cálida.

Me di cuenta de que la mujer pensabaque mis silencios se debían a que Peterme incomodaba, pero estaba

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equivocada. Eran los demás quienes losencontraban incómodos.

—Ya lo creo. Y ahora vamos a serabuelos. Su hermana nos ha hecho ungran regalo, Star —dijo Peter—. Y estavez voy a estar ahí para ese pequeño. Lavida es demasiado corta, ¿no cree?

Sonó el timbre que anunciaba quefaltaban dos minutos para la segundaparte y todos los que me rodeabanapuraron sus copas, por muy llenas queestuvieran. Regresamos al auditoriopara ocupar nuestros asientos. Ally yame había puesto al día de sus

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descubrimientos en Noruega por correoelectrónico. Observé detenidamente aFelix Halvorsen cuando salió alescenario y decidí que el vínculogenético con él había influido poco enlos rasgos físicos de Ally. Tambiénreparé en su andar tambaleante cuandose dirigía al piano y me pregunté siestaba borracho. Recé por que no loestuviera. Sabía, por lo que Ally mehabía contado, lo mucho que significabaaquella noche para ella y para su reciéndescubierto gemelo. Thom me habíacaído bien nada más verlo.

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Cuando Felix levantó los dedos haciael teclado y se detuvo, noté que todos ycada uno de los demás espectadorescontenían el aliento conmigo. La tensiónno se rompió hasta que apoyó los dedosen las teclas y los acordes iniciales deEl concierto de Hero sonaron porprimera vez delante de un público.Según el programa, poco más de sesentay ocho años después de haber sidoescritos. Durante la media horasiguiente, todos fuimos obsequiados conuna actuación hermosa y singular frutode una alquimia perfecta entre

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compositor e intérprete: padre e hijo.Y mientras mi corazón se elevaba

hacia las alturas con la belleza de lamúsica, vi un atisbo del futuro.

—«La música es el amor en busca deuna voz», susurré citando a Tolstói.

Había llegado el momento de que yoencontrara mi propia voz. Y también elvalor para expresarme a través de ella.

El aplauso fue merecidamenteensordecedor. El público se puso en piepara aclamar con entusiasmo a laorquesta y patear el suelo. Felix saludóvarias veces e hizo señas a Ally y a

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Thom para que lo acompañaran. Luegopidió silencio y dedicó su actuación asus hijos y a su difunto padre.

En aquel gesto vi una prueba clara deque era posible pasar página. Y hacer uncambio que los demás terminarían poraceptar, por mucho que les costara.

Cuando el público empezó a desfilar,Ma me tocó el hombro y me dijo algo.

Asentí mecánicamente, sin apenasescucharla, y luego le susurré que mereuniría con ella en el vestíbulo. Y mequedé allí sentada. Sola. Pensando. Ymientras lo hacía, miré distraídamente al

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público que subía por el pasillo. Y depronto, por el rabillo del ojo, vislumbréuna figura familiar.

Se me aceleró el corazón y mi cuerpo,sin que yo lo quisiera, se levantó de unsalto y echó a correr por el auditoriovacío hacia la multitud congregada enlas salidas. Con la mirada, busquédesesperadamente a aquella figura,rogando que aquel perfil inconfundiblereapareciera entre el gentío.

Me abrí paso por el vestíbulo y salí alaire gélido de diciembre. Me detuve enmitad de la calle con la esperanza de

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volver a atisbarla, únicamente paracerciorarme, pero sabía que la figurahabía desaparecido.

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Yo tenía solo cinco años cuando mipadre regresó de uno de sus viajes aNoruega con un disco de la suite dePeer Gynt de Grieg. Sin duda, seconvirtió en la música de fondo de miinfancia, pues sonaba mientras élensalzaba la belleza de ese país y, en

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especial, de los magníficos fiordos. Medijo que, si en el futuro se me presentabala oportunidad, tenía que ir a verlos enpersona. Curiosamente, justo después dela muerte de mi padre, Noruega fue elprimer país que me invitó a realizar unagira promocional de mis libros. Merecuerdo sentada en el avión, con losojos llenos de lágrimas, volando hacialo que él solía llamar la cima delmundo. Sentía, igual que Ally, que yotambién estaba siguiendo las palabras demi difunto padre. Desde aquel primerviaje, he visitado Noruega en numerosas

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ocasiones y, como mi padre antes queyo, me enamoré de ese país. Así pues,tenía muy claro dónde transcurriría elsegundo libro de la serie de «Las sietehermanas».

La hermana tormenta se basa enpersonajes históricos reales, comoEdvard Grieg y Henrik Ibsen, aunque enmi novela el retrato de laspersonalidades de esas figuras se debeúnicamente a mi imaginación, más que ahechos reales. El libro ha precisado untrabajo de documentación exhaustivo, ypara ello he contado con la gran ayuda

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de mucha gente maravillosa. Algunas delas personas que conocí en ese viaje sehan convertido en personajes de lanovela, y les doy las gracias porpermitirme utilizar sus nombres reales.

Mis amigos de Cappelen Damm, mifantástica editorial, fueron decisivos a lahora de presentarme a la gente con laque necesitaba hablar. De modo que miprimer (y mayor) agradecimiento es paraKnut Gørvell, Jorid Mathiassen, PipHallen y Marianne Nielsen.

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En Oslo: doy las gracias a ErikEdvardsen, del Museo Ibsen, que memostró las fotografías originales de laproducción de Peer Gynt y me habló dela «voz fantasma» de Solveig, cuyaverdadera identidad sigue sin conocerse.Eso me dio la clave para el «argumentodel pasado». La perspectiva históricasobre la vida en Noruega durante ladécada de 1870 procede de Lars Roede,del Museo de Oslo. Los detalles sobrelos trajes tradicionales, los nombres, lostransportes y sus conexiones y lascostumbres de Noruega en dicha década

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provienen de Else Rosenqvist y Kari-Anne Pedersen, del Norsk Folkemuseumde Oslo. También de Bjørg Larsen Rygh,de Cappelen Damm (cuya disertaciónsobre desagües y tuberías en laCristianía de 1876 superó con crecessus responsabilidades). Asimismo, doylas gracias a Hilde Stoklasa, de la OsloCruise Network, y en especial unagradecimiento al personal del GrandHotel de Oslo, que me dio de comer yde beber a cualquier hora del día y de lanoche mientras escribía el primerborrador.

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En Bergen: estoy en deuda con JohnRullestad, quien me presentó a ErlingDahl, el ex director del Museo EdvardGrieg de Troldhaugen, en Bergen. Erlinges el biógrafo más destacado de Grieg anivel mundial y ganador del PremioGrieg. Él y Sigurd Sandmo, el actualdirector del Museo Grieg, no solo meconcedieron libre acceso a la casa deGrieg (¡hasta me permitieron sentarmefrente a su piano de cola!), sino quecompartieron conmigo sus amplios

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conocimientos sobre la vida y lapersonalidad del compositor. Erlingtambién me presentó a Henning Målsnes,de la Orquesta Filarmónica de Bergen,quien me explicó cómo funciona unaorquesta en el día a día, así como lahistoria de la Filarmónica durante laguerra. También estoy en deuda conMette Omvik, que me facilitó numerososdatos sobre el teatro Den NationaleScene de Bergen.

Erling me dio la oportunidad,asimismo, de conocer al consagradocompositor noruego Knut Vaage, que me

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expuso el proceso de la composiciónorquestal desde una perspectivahistórica. Doy las gracias también alpersonal del hotel Havnekontoret, deBergen, que cuidó de mí durante miestancia en la ciudad.

En Leipzig: estoy muy agradecida aBarbara Wiermann, de la Universidadde Música y Teatro MendelssohnBartholdy, y a mi encantadora amigaCaroline Schatke, de Edition Peters deLeipzig, cuyo padre, Horst, nos hizo

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coincidir en circunstancias sumamentefortuitas y emotivas.

No soy una persona aficionada a lanáutica, de manera que en todos lostemas relacionados con el mar recibímucha ayuda de David Beverley y,concretamente en Grecia, de JovanaNikic y Kostas Gkekas, de Sail in GreekWaters. Por su ayuda con misindagaciones sobre la Fastnet Race, megustaría dar las gracias al personal tantodel Royal London Yacht Club como del

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Royal Ocean Racing Club de Cowes.También a Lisa y Manfred Rietzler, queme sacaron en su Sunseeker un díaentero y me mostraron lo que era capazde hacer.

Me gustaría asimismo dar las graciasa mi fantástica ayudante, Olivia, y a midiligente equipo de edición einvestigación, compuesto por SusanMoss y Ella Micheler. Todas ellas hantenido que ser muy flexibles con sushorarios de trabajo para hacermalabarismos no solo con la serie de«Las siete hermanas», sino con la

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reescritura y la corrección de mis librosde catálogo.

A mis editores de todo el mundo, enespecial a Catherine Richards y JeremyTrevathan, de Pan Macmillan en elReino Unido, a Claudia Negele y GeorgReuchlein, de Random House enAlemania, y a Peter Borland y JudithCurr de Atria, en Estados Unidos. Todosellos han apoyado y abrazado los retos—y la ilusión— de una serie de sietelibros.

A mi increíble familia, por su granpaciencia, pues en estos momentos vivo

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permanentemente pegada a unmanuscrito y un bolígrafo. Sin Stephen(que también me hace de agente), Harry,Bella, Leonora y Kit, este viaje literarioapenas tendría sentido. A mi madreJanet, a mi hermana Georgia y aJacquelyn Heslop, y una mención muyespecial a Flo, mi fiel compañero deescritura, al que perdimos en febrero ytodavía extrañamos enormemente.También a Rita Kalagate, a João deDeus y a todos mis increíbles amigos dela Casa de Dom Inácio de Abadiâna,Brasil.

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Y, por último, a vosotros, lectores,cuyo cariño y apoyo cuando viajo por elmundo y escucho vuestras historias meinspiran y dan lecciones de humildad. Yme hacen comprender que nada de loque escriba puede compararse con laalucinante y siempre compleja aventurade estar vivo.

LUCINDA RILEY

Junio de 2015

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Siete hermanas, sietedestinos,

un padre con un pasadomisterioso

Ally D’Aplièse está a punto de competiren una de las regatas de yates máspeligrosas del mundo cuando recibe lanoticia de que su padre acaba defallecer. Al reunirse con sus cincohermanas en la mansión familiar en

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Suiza descubren que su padre, unmisterioso multimillonario conocidocariñosamente como Pa Salt, ha dejadoa cada una de ellas una carta coninformación sobre sus orígenes.

Tras la lectura de la carta Ally decidedejar a un lado tanto el mar como laapasionada relación que acababa decomenzar para seguir una pista que lalleva hasta la nevada Noruega. Allídescubrirá sus raíces y cómo su historiaestá unida a la de la joven AnnaLandvik, una cantante desconocida quevivió en el país escandinavo cien años

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antes y que cantó en la primerarepresentación de Peer Gynt de Ibsencon música de Grieg.

«La segunda entrega de laemocionante serie de Lucinda Riley

nos ha entusiasmado. El talento de laautora para mezclar la actualidad conel pasado (aquí salta del presente alsiglo XIX en Noruega) gustará a las

lectoras en busca de ficción histórica.Además, las fans de Kristin Hannah,por ejemplo, apreciarán ante todo la

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historia de amor, de dolor, perotambién de profundos lazos

familiares.»Booklist

«Es la segunda entrega de la seriesobre siete hermanas adoptadas y

educadas en una mansión a orillas deun lago suizo. El misterioso padre ybenefactor, Pa Salt, muere de formarepentina y les deja pistas sobre sus

orígenes. Una novela con mucho amory drama que no podrás soltar.»

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The Daily Mail

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Lucinda Riley nació en Irlanda ydurante la juventud fue actriz de teatro,cine y televisión. A los veinticuatro añosescribió su primer libro, pero el éxito lellegó con El secreto de la orquídea,traducida a treinta y cuatro idiomas. Havendido más de siete millones deejemplares de sus libros en todo elmundo y varios de ellos han aparecidoen las listas de best sellers de The NewYork Times y de The Sunday Times.

En la actualidad está dedicada porcompleto a su nueva serie, Las SieteHermanas. El primero, Las siete

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hermanas, y el segundo, La hermanatormenta, han sido éxitos de ventas entoda Europa y una productora deHollywood ha adquirido los derechospara una serie de televisión. Además, Lahermana tormenta ha sido nominada alprestigioso Premio Bancarella en Italia.

Lucinda vive con su marido y suscuatro hijos entre North Norfolk,Inglaterra, y West Cork, Irlanda. Cuandono está escribiendo, viajando ocorreteando tras sus hijos le gusta leerlibros que no ha escrito con una copa devino rosado de Provenza en la mano.

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Título original: The Storm Sister Edición en formato digital: noviembre de 2016 THE STORM SISTER (Book 2)Copyright © 2015, Lucinda Riley© 2016, Penguin Random House GrupoEditorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2016, Matuca Fernández de Villavicencio,por la traducción La cita reproducida al inicio del ebook de lapresente edición pertenece a la obraMiddlemarch de George Eliot, traducida por

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José Luis López Muñoz, Debolsillo, 2004 Diseño de portada: Penguin Random HouseGrupo Editorial /Yolanda ArtolaFotografía de portada: © Lisa Ledrey Penguin Random House Grupo Editorial apoya laprotección del copyright. El copyright estimula lacreatividad, defiende la diversidad en el ámbito de lasideas y el conocimiento, promueve la libre expresión yfavorece una cultura viva. Gracias por comprar unaedición autorizada de este libro y por respetar las leyesdel copyright al no reproducir ni distribuir ningunaparte de esta obra por ningún medio sin permiso. Alhacerlo está respaldando a los autores y permitiendoque PRHGE continúe publicando libros para todos loslectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español deDerechos Reprográficos, http://www.cedro.org) sinecesita reproducir algún fragmento de esta obra.

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ISBN: 978-84-01-01809-1 Composición digital: M.I. Maquetación, S.L. www.megustaleer.com

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* «Pléyades» en español. (N. del T.)

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Índice

La hermana tormenta

Árbol genealógico de la familia

Halvorsen

Listado de personajes

Ally. Junio de 2007

Capítulo 1

Capítulo 2

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Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Anna. Telemark, Noruega. Agosto de

1875

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

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Capítulo 21

Ally. Agosto de 2007

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Anna. Cristianía, Noruega. Agosto

de 1876

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

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Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Ally. Bergen, Noruega. Septiembre

de 2007

Capítulo 34

Capítulo 35

Page 2233: Traducción de Matuca Fernández de Villavicencio

Capítulo 36

Capítulo 37

Pip. Leipzing, Alemanía. Noviembre

de 1936

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Ally. Bergen, Noruega. Septiembre

de 2007

Page 2234: Traducción de Matuca Fernández de Villavicencio

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Star. 7 de diciembre de 2007

Capítulo 47

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre la autora

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Créditos

Notas