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Tommas Melendo

Jul 06, 2018

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INDICE

1. ¿Es la teoría lo que hace digno al

trabajo?

2. Raíces de la dignidad humana

3. La dignidad del obrar humano

TOMAS MELENDO LA INDOLE PERSONAL DEL TRABAJO HUMANO

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Sin lugar a dudas, la mayor gananciaobtenida por el trabajo a lo largo de los sigloses la que proviene de su progresiva conside-ración como actividad estrictamente personal.

En efecto, si comparamos entre sí las tres con-cepciones básicas del trabajo que han dadoorigen a la noción contemporánea deltrabajo,1 examinado en otro cuaderno, es fácildescubrir una neta correspondencia entre elrango teórico concedido al hombre como tal yel valor que se atribuye al trabajo en cada unade ellas.

a) Y así, para Aristóteles, junto al ciudadanode pleno derecho u hombre libre existen otrosindividuos -los esclavos- a quienes, hablandoen estricto rigor, habría que negarles la calidadderivada de la condición de persona. En con-cordancia con ello, el trabajo -función propiade estos “seres de segundo nivel”- es tambiénuna actividad que degrada, incompatible conla auténtica valía humana e indigna de los

hombres libres.b) En el extremo opuesto, la filosofía

moderna pretende consagrar definitivamentela eminencia del hombre, desvinculándolo decualquier instancia superior a él, que pudieraponer en peligro esa dignidad absoluta, des-ligada, estricta y exclusivamente humana. Y ¿aqué instrumento acude para obtener esa

“mayoría de edad”? Precisamente al trabajo,entregándose sin reservas a la fascinación delprogreso científico-técnico. Y así, el hombreautorizado para emanciparse de toda tutela

es, justamente, el homo faber, dotado de unacapacidad transformadora que pondrá en susmanos el completo dominio de la naturaleza;en la misma medida en que abandona susuerte -¡plenamente!- a esa aptitud paraseñorear el mundo en su propio provecho, elhombre contemporáneo espera alcanzar lamadurez que ha de instaurar su majestad defi-nitiva.

Pero ya sabemos que hombre y trabajo -con- juntamente- acaban por venirse abajo: elhombre actual se ha autoproclamado un “serpara la muerte”, una “pasión inútil”; y el inne-gable poderío técnico -fruto maduro de supeculiar concepción del trabajo lejos de asegu-rarle la plenitud, se muestra impotente paradar razón de sí mismo: enredado en múltiples

aporías, termina por poner de relieve la incon-sistencia del inmenso proyecto -¡casi cuatrosiglos de historia!- que al poderío técnicohabía confiado la completa elevación delgénero humano. En efecto, se ha señalado conacierto que, paradójicamente, “la crisis queafecta a la civilización técnica (...) está pro-vocada por el éxito sin precedentes de la inteli-

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gencia técnica, que en sus propios dominios veabrirse ante sí una senda ilimitada”2: pruebaevidente -puesto que la técnica triunfa y elhombre se hunde con ella- de que este modo

de entender el trabajo no es el más adecuadoa la dignidad humana.

c) Por el contrario, el hombre adquiere en elpensamiento cristiano una suprema noblezacomo imagen del absoluto; y el trabajo, parti-cipando de esa calidad constitutiva, pero sinarrogarse funciones que no le corresponden,acaba por conseguir una grandeza teórica y

práctica que, fuera de esa visión del mundo, jamás había obtenido. Subrayada la categoríapersonal del hombre, la dignificación deltrabajo se deduce casi como un corolario.

Resulta, por tanto, evidente que es la defi-nitiva y justificada magnificación teórica de la persona lo que, en radical instancia, va a per-mitir el encumbramiento del trabajo: el trabajo será mejor o peor conceptuado a tenor del valor que se atribuya a su sujeto.

1. ¿Es la teoría lo que hace digno altrabajo?

Que la cuestión es como venimos afirmandoresultará aún más patente en cuanto advir-

tamos, en concreto, las consecuencias de optarpor una u otra de las concepciones anterior-mente a que hemos aludido, a la hora de fun-damentar teóricamente la dignidad del

trabajo.Acudir a la visión moderna equivale, como

acabamos de ver, a introducirse en un callejónsin salida: para la modernidad el hombre pre-tende ser definido plenamente en función deltrabajo -homo faber-, pero, al cabo, hombre ytrabajo terminan en el derrumbadero.

¿Qué sucedería si optáramos por la solución

de Aristóteles? La cuestión merece ser estu-diada con algo más de detenimiento. Enprimer término, es obvio que no podemosapelar al Aristóteles “histórico”: a aquel quedefiende el carácter natural de la esclavitud yla naturaleza intrínsecamente degradante delas labores manuales. Habrá que acudir, por elcontrario, a la enorme fecundidad de los prin-cipios aristotélicos, ampliando y modificando

con ellos la virtualidad de lo que expresamenteafirma su autor. Y este enriquecimientointerno puede llevarse a cabo, en relación altema que nos ocupa, de dos formas fundamen-tales.

a) La primera consistiría en ensanchar lanoción aristotélica de trabajo. Como sabemos,para Aristóteles el trabajo tenía que ver esen-

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cialmente con las operaciones que no danrazón de sí mismas, sino que están orientadasa un cierto fin exterior a ellas; de ahí que lasactividades laborales propiamente dichas

fueran las realizadas con el cuerpo y, más con-cretamente, las que modificaban -en el sentidoamplio del término- una materia exterior: enuna palabra, lo que normalmente entendemosal hablar de trabajos físicos y manuales. Juntoa este tipo, Aristóteles enumera otras dos acti-vidades básicas: las operaciones intelectuales,en cuya cumbre se encuentra la teoría, y elobrar moral.

Este último lo entiende Aristóteles de unamanera muy semejante a como lo concebimosen la actualidad. no necesita, pues, de mayorexplicación. ¿A qué denomina teoría? Engeneral, Aristóteles confiere este calificativo alas actividades cognoscitivas que no tienenotro fin que el conocimiento mismo: saber quéy cómo son las cosas (o las personas). Se con-

traponen, por tanto, a los conocimientos queestán intrínsecamente supeditados a un finexterno al conocimiento mismo, como puedeser la dirección de la propia vida o la cons-trucción de algún artefacto provechoso para elhombre. Una distinción semejante, en la actua-lidad, es la que contrapone las ciencias puras,que en parte equivaldrían a la teoría aristo-

télica, a las ciencias aplicadas, que no seestudian tanto por sí mismas, sino precisa-mente por el uso que puede hacerse de ellas.Existe, con todo, una diferencia fundamental:

mientras hoy día se privilegia lo útil, conmenosprecio mas o menos declarado de lopuramente teórico, para Aristóteles -precisa-mente por no estar subordinada a nada, porser fin en sí misma- la teoría era la actividadsuprema, aquella por la que el hombre lograbala felicidad. Se entenderá mejor esta supre-macía si advertimos que nuestro filósofo con-sidera como parte fundamental o culminación

de la teoría el conocimiento intelectual quepodemos alcanzar de la realidad más noble ymás inteligible: Dios. Y esto es, fundamental-mente, lo que hoy se conoce como contem-plación.

Aristóteles contraponía el trabajo en sentidoestricto (póiesis) a la teoría y al obrar moral.Por consiguiente, ampliar su noción de trabajo

equivaldrá a acoger dentro de él a esos otrosdos tipos de actividad. Es lo que, en esencia,realiza R. Alvira cuando, tras afirmar que “enterminología clásica no es trabajo la actividadque, de un modo u otro, tiene un fin fuera desí”, añade: “si el trabajo es actividad en la dis-tancia, trabajo -en un sentido ampliado, perono simplemente metafórico- es tanto el que se

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realiza en la vida teórica, como en la técnico-artística, como incluso en la estrictamentemoral”3.

b) La segunda posibilidad mantiene la inspi-

ración aristotélica de la noción de trabajodentro de sus límites estrictos. Es lo que haceA. Caturelli: “el trabajo -resume- es el ejerciciode una acción transeúnte, como lo es todoobrar humano ad extra”; y concreta: “eltrabajo es la acción transeúnte ejercida por elhombre (causa agente) por medio de la cualprocede una obra (efecto)”4.

Pero ¿qué es lo que sucede -en esta segundaperspectiva- al conservar la acepción estrechade trabajo? Evidentemente, que el hombre nopodrá ser reducido a su condición de traba- jador. El mismo Aristóteles, que situaba lagrandeza humana en un ámbito distinto al delas tareas laborales -en los dominios de lateoría-, y sobre todo, la experiencia moderna,que reduciendo al hombre a su capacidad

técnica transformadora amenaza con destruirconjuntamente el trabajo y la humanidad,invitan a trascender esa visión. El trabajo nopuede “definir” al hombre: éste ha deencontrar, más allá del trabajo, la razón de suverdadera nobleza.

En ese sentido, vuelve a afirmar Caturelli:“el lector habrá observado que eludo la

expresión común “trabajo intelectual”, pues laconsidero inexacta y peligrosamente distorsio-nadora de la vida intelectual orientada, per se,a la contemplación de la verdad, no a la pro-

ducción de un efecto extrínseco”. “Desearidentificar trabajo manual con “trabajo” inte-lectual es contra natura y un imposible,además de un absurdo metafísico”. “De ahíque no todo acto del espíritu deba conside-rarse trabajo; constituye un grave error, deconsecuencias aún más graves, considerar“trabajo” a toda actividad espiritual”5.

Esas consecuencias graves podrían expre-sarse, más o menos, como sigue: sin contem-plación y ocio subordinante, reduciendo todoa trabajo, el trabajo pierde íntegramente susentido y se deshumaniza. Y, con el trabajo, eltrabajador. “La inhumanidad del mundo deltrabajo totalitario -comenta Pieper- estriba enque el hombre es considerado como “traba- jador” hasta en lo profundo de su existencia

espiritual, para el cual existe desde luego lapausa, pero no el descanso”6: es decir, existeel reposo de la tarea, orientado y subordinadoa la tarea misma, pero no el ocio como lugarde la contemplación.

En todo lo cual, es evidente, palpita unnúcleo de verdad, que más adelante explicita-remos; me interesa más ahora resaltar cómo

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estos planteamientos son deudores de la con-cepción aristotélica del trabajo y de su contra-posición al ocio como espacio para la teoría.Dependencia que resulta todavía más clara

cuando intentamos responder, de la mano deestos autores7, a la pregunta que ha originadolas presentes disquisiciones: ¿en qué sentido, opor qué instancia, puede resultar dignificadoel trabajo? Y la respuesta, si nos mantenemosen las coordenadas aristotélicas, es evidente:en la medida en que se encuentre relacionadocon la teoría, con la contemplación. Aquí noexisten ya diferencias entre el primer y el

segundo modo de enriquecer el plantea-miento de Aristóteles.

a) En el primer caso, el trabajo que formaparte de la vida teórica (dejamos de lado, porel momento, el obrar moral) será digno por símismo; y el que no constituya parte de ella -lasactividades técnico-artísticas resultará encum-brado en la misma medida en que en él inter-venga la teoría o, en su caso, en la proporción

en que se subordine a ella. En consecuencia, sipretendemos “salvar” la dignidad del trabajo,habrá que sostener que “en todo tipo de acti-vidad, en cualquiera de las tres señaladas(teoría, praxis moral y arte-técnica), se venimplicadas las otras dos”; o también, referido

más en concreto a nuestro problema: “la claveestá en una buena síntesis de trabajo y con-templación”8. Donde, repito, es evidente elpapel ennoblecedor de la teoría.

b) En el segundo caso, puesto que no puedehaber convivencia entre trabajo y contem-plación, pues aquél ha sido definido en contra-posición a ésta, lo que engrandece al trabajoserá su subordinación a la actividad contem-plativa. En consecuencia, habrá que poner demanifiesto -pues, efectivamente, ésta se dalasupeditación del trabajo a la contemplación:“no existe trabajo, labor ni tarea que (...) nopenda del momento contemplativo directa,indirecta o muy indirectamente”. “Es, pues, lacontemplación como acto y el ocio  comoestado la causa y a la vez el fin del trabajo 9.

Todo lo cual me parece exacto y penetrante,y trasciende -partiendo de él- lo expresamenteafirmado por Aristóteles. Sin embargo, quizásel planteamiento10 no sea del todo suficiente,

por cuanto, aristotélicamente, mantiene elproblema y su solución dentro de unas coorde-nadas en las que, fundamentalmente, se hacenintervenir a dos factores: la teoría, dignifi-cadora del hombre, y el trabajo (la  póiesis),ennoblecedor de la obra. De modo que el

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trabajo sólo se enaltece, como ya hemos dicho,por su relación a la teoría.

Pero aquí -para el hombre corriente y parael filósofo que pretenda atender a la realidad

antes que a las disquisiciones de los otros pen-sadores- surgen algunas aporías que, por suimportancia, confirman las dudas que aca-bamos de avanzar en cuanto al carácter defi-nitivo de las soluciones propuestas. La primeray más importante, a mi parecer, es la que lle-varía a sostener la mayor nobleza de los ejer-cicios profesionales basados en la actividad del

entendimiento o, si se quiere, la de aquéllos enlos que existiera mayor proporción de teoría;mientras que las labores manuales -en las que,evidentemente, la dosis intrínseca de actividadteórica es menor- resultarían, por su mismanaturaleza, inferiores o de segundo grado. Sinninguna duda, cualquier sensibilidad humanaun tanto desarrollada -incluidas las de quienesnos dedicamos profesional mente al cultivo de

la inteligencia- se revela radicalmente anteesta conclusión, que llevaría a discriminar a loshombres en función del trabajo que desem-peñan. Y, sin embargo, nótese bien, la conse-cuencia es inevitable si se admite el plantea-miento aristotélico: es la presencia de la teoría-parcial o total, extrínseca o intrínseca- lo queconfiere auténtico valor humano a un trabajo.

En segundo término, y la observación esespecialmente pertinente en el mundo con-temporáneo, ¿no quedarían algunos trabajosdesprovistos casi totalmente de dignidad por

el hecho de que muy difícilmente puedenorientarse hacia la contemplación? Porque,evidentemente, la actividad del artista incluyeun momento inicial contemplativo ydesemboca también -la fruición ante la obraacabada, el reposo en la visión de la misma- enuna actitud marcadamente teórica; pero¿cabría afirmar otro tanto de¡ tan citado -pero

no por ello menos existente integrante de unacadena de montaje, sometido sin cesar a la rea-lización de los mismos movimientos y privadode la satisfacción de “contemplar” el resultadode su trabajo; del funcionario o la funcionariainvoluntariamente burocratizados. o delmédico “del seguro”, impedido -también sincolaboración personal- de todo contacto

humano con sus pacientes? ¿Constituyen estascondiciones -objetivamente inhumanas, sinduda alguna- razón suficiente para privar aesos trabajos de la dignidad que les conferiríala inexistente contemplación? ¿Basta paradevolverles su valor esa dependencia “muydirecta” respecto al momento contemplativo aque antes aludíamos?

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Todo ello, y algunas otras objeciones queserían del caso, nos invitan a volver nuestramirada hacia otra fuente de inspiración, hacialo que cabría denominar “el influjo del cristia-

nismo”11. Y nos lleva a recordar que, enesencia, lo que esta doctrina propone es losiguiente: a) todo ser humano es digno por sumisma condición de persona; b) esa índole per- sonal hace que”todas” las actividades profe- sionales, con independencia de su contenidoteórico o manual, participen -o “puedan” par-ticipar- de la excelencia constitutiva de la

 persona.De lo que se trata, ahora, es de mostrar si

estas verdades son simplemente una decla-ración de principios o, por el contrario, gozande un apoyo doctrinal y un fundamento filo-sófico definitivos. Me inclino decididamentepor el segundo miembro de la alternativa. Paramostrar las razones que me inducen a ello -

dentro de los límites de extensión y tono deeste escrito- creo necesario responder ordena-damente, y con la amplitud que el casorequiera, a estos dos interrogantes: a) ¿Por quépuede afirmarse que toda persona humana esdigna?; b) ¿en qué sentido hay que admitirque esa excelencia intrínseca o constitutivapuede comunicarse a todas sus operaciones?

2. Raíces de la dignidad humana12

Analizaremos esta cuestión desde dos pers-pectivas: una de ellas pone la dignidad

humana en relación con la libertad; la otra,con el acto de ser personal. Examinemos laprimera.

a) Dignidad humana y libertad. Oigamos, enrelación a este punto, a tres representantescualificados del pensamiento filosófico, corres-pondientes a corrientes doctrinales bien dis-tintas.

En primer lugar, a Kant, tal vez el exponentemás preclaro de la Ilustración filosófica: “lahumanidad misma es una dignidad -escribe-,porque el hombre no puede ser tratado porningún hombre (ni por otro, ni siquiera por símismo) como un simple medio, sino siempre, ala vez, como un fin, y en ello precisamenteestriba su dignidad (la personalidad)”13.

En segundo término, escuchemos a uno de

los pensadores más representativos del huma-nismo renacentista: Pico della Mirandola. Enuna especie de oración alegórica -dentro de suconocido Discurso sobre la dignidad del hombre-, pone en boca del Creador lassiguientes palabras: “No te he dado unamorada permanente, Adán, ni una forma quesea solamente tuya, ni ninguna función

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peculiar a fin de que puedas, en la medida detu deseo y de tu juicio, tener y poseer aquellamorada, aquella forma y funciones que a timismo te plazcan (...). Tú, sin verte obligado

por necesidad alguna, decidirás por ti mismolos límites de tu naturaleza, de acuerdo con ellibre arbitrio que te pertenece y en las manosdel cual te he colocado (...). No te he creado nidivino ni terrestre, ni mortal ni inmortal, paraque puedas con una mayor libertad deelección y con más honor, siendo en ciertomodo tu propio modelador, modelarte a timismo según las formas que puedas preferir.

Tendrás el poder de asumir las formas infe-riores de vida, que son animales; tendrás elpoder, por el juicio de tu espíritu, de renacer alas formas más elevadas de la vida, que sondivinas”14.

Por fin, Tomás de Aquino, la figura mássobresaliente del pensamiento cristianomedieval, hace radicar la superioridad del

hombre sobre el resto de la creación materialen el hecho de haber sido creado a imagen ysemejanza de Dios, y ese mayor grado de simi-litud se debe -continúa- a que el hombre poseeuna voluntad libre (es liberam voluntatemhabens) por la que puede dirigirse a sí mismohacia su propia perfección (es sibi providens).Con palabras textuales: “el hombre es imagen

de Dios en cuanto es principio de sus obras porestar dotado de libre albedrío y dominio de susactos”15.

Aunque -como apuntaba- estos tres autores

se encuadran en movimientos filosóficos diver-gentes, coinciden en relacionar la dignidadhumana con la libertad. Y, efectivamente, auncuando tal vez no sea ésta la dimensión másprofunda en que cabe considerar el asunto, eslícito afirmar que, en los dominios operativos,la dignidad del hombre se encuentra estrecha-mente ligada a su condición de ser libre.Veamos por qué.

Una realidad es verdaderamente librecuando no sólo puede elegir los medios paraalcanzar un determinado objetivo -impuesto por otro-, sino cuando, al menos en ciertamedida, goza de un relativo dominio sobre supropio fin, sobre la meta que pretendealcanzar con sus actos y, al término, con todasu vida. Y aunque es verdad que el imperio

humano sobre el fin no es absoluto y total, quela libertad del hombre es limitada, esto noelimina un cierto dominio -restringido, peroefectivo y real- sobre el fin de su propia exis-tencia.

Resumiendo y simplificando un tanto lacuestión, podría sostenerse que al hombre leha sido determinado -precisamente por aquel

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mismo Ser que lo ha hecho libre- el término alque debe encaminar sus pasos si deseaalcanzar la perfección humana, si pretende serun hombre cabal y completo. Pero ese camino

debe recorrerlo  por sí mismo, autónoma-mente,. y eso es hasta tal punto cierto, queestá en sus manos aceptar libre y reduplicativamente el fin inscrito en lo íntimo de su ser (ésesería el uso correcto y la verdadera actuali-zación de su libertad) o, negando y empe-ciendo la posibilidad que se le ha ofrecido dedirigirse libremente hacia su perfección,

rechazar el fin que lo colmaría en cuantopersona, y encauzar su vida por otros derro-teros, enderezándola hacia una meta distintade aquella a que le inclina su propia natu-raleza.

Pero, y nos estamos acercando al final de laargumentación, si el mismo Dios ha conferidoa todo hombre la capacidad de elegir su

propio fin -aceptando el que se encuentraimpreso en el fondo de su ser o rechazándoloy sustituyéndolo por otro-, a nadie le está per-mitido “enmendar la plana” al Absoluto,imponiendo a otra persona un fin distinto alque ella libremente escoja y utilizándola comomedio o instrumento para ese objetivo. De ahí,repito, que el hombre -todo hombre- deba ser

considerado  siempre como un cierto fin en símismo.

Mas lo que es fin de esta forma, lo que debeser buscado y querido por sí -y no como medio

para lograr algo distinto- es lo que a lo largode toda la historia se ha calificado corno unbien y, en los últimos tiempos, como un valor.En consecuencia, el hombre -cualquiera quesea- se configura como un bien en sí mismo,como un valor, como algo dotado de unanobleza y dignidad intrínsecas. Volveremos aencontrarnos con estas ideas.

b) Dignidad humana y acto de ser personal.Enfoquemos la cuestión desde una perspectivamás radical: la del acto personal de ser. Este es,efectivamente, el que en última instancia dis-crimina a las realidades personales de las queno lo son. Pero ¿cómo podríamos, de unamanera un tanto intuitiva, advertir su superio-ridad?

Si recordamos que el acto de ser es aquel

principio radical por el que Dios confiere acada criatura todo lo que ésta es, y convenimosen definir a la persona creada como “alguiendelante de Dios y para siempre”16, cabría des-cubrir la peculiar nobleza de ésta, en primertérmino, examinando los caracteres particu-lares que acompañan a su creación. Pues, enefecto, en el estricto momento en que lo crea,

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Dios otorga a cada uno de los hombres quepueblan la tierra un acto de ser personal, poniéndolo delante de Sí de una manera pecu-liarísima y distinta del modo en que tiene pre-

sentes a las realidades no personales.Un indicio clarísimo de esta diferencia se

encuentra en el relato de la creación con-tenido en el Génesis. Expresándonos con tér-minos humanos -los únicos a nuestro alcance,por otra parte-, cabría decir que la actitud deDios cambia radicalmente en el momento decrear al hombre. En ese “hagamos al hombre anuestra imagen y semejanza” puede versereflejado un especial interés divino, una parti-cular deferencia, que lleva a las Tres Personasque constituyen al único y verdadero Dios a“reunirse en consejo”, con el fin de extremarel cuidado con el que van a dar el ser a quiencon todo derecho podemos denominar rey dela creación material. Pues bien, prescindiendoahora parcialmente del lenguaje figurado, esa

particularísima consideración se repite en lacreación de cada nueva alma humana. El modoen que Dios se relaciona con ella es -comodecía- plenamente diverso al adoptado con elresto de la creación. De la totalidad de éstacabría sostener que Dios la creó radicalmenteal inicio del mundo y que, conservándola cons-tantemente, la mantiene en su conjunto,

atento también a sus particularidades, perodejando que éstas se rijan por las leyescomunes del universo material. Por el con-trario, cada alma es objeto directo de un

nuevo acto creador, en el que Dios -valga denuevo la metáfora- se vuelca de una maneraestrictamente peculiar. Hasta el punto de quepuede afirmarse que la atención que Diospresta a cada nueva criatura personal, consi-derada individualmente, es infinitamentesuperior a la que concede a todo el universono personal. Lo cual, sin ninguna duda, cons-tituye para cada hombre la razón más radical

de su particular excelencia: todo un Absolutolo pone delante de Sí y se recrea en él como sidel único objeto de su creación se tratara.

Estas últimas palabras, las que subrayan lasingularidad y “unicidad” de cada persona, noconstituyen sólo un modo de decir más omenos figurado. Antes bien, por su mismaíndole personal, cada hombre que viene a este

mundo supone una novedad absoluta, algoirrepetible, que introduce una riqueza originalen el universo y es fruto de un acto formal ypropiamente creador: la producción ex nihilo(de la nada) de una nueva alma -con su ser per-sonal-, que de ninguna manera se encontrabacontenida en el cosmos antes del momento dela concepción. Por el contrario, el cuerpo y el

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alma (animal) de las bestias, o la materia y laforma accidental de cualquier artefacto,estaban encerrados potencialmente en reali-dades ya existentes. Por tanto, acudiendo a

una expresión bastante impropia, pero relati-vamente comprensible y muy relacionada conlo que queremos mostrar -la peculiar noblezadel ser personal; cabría afirmar que la “can-tidad de ser” producida en el momento inicialdel universo no recibe incremento alguno porel nacimiento de los animales o la fabricaciónde cualquier tipo de realidades artificiales, alpaso que se ve aumentada -y de manera

radical- con la creación de una nueva alma. Yesto por la razón -también fácilmente inteli-gible- de que cada ser humano goza de la sin-gularidad en un grado sublime, que lo dife-rencia plenamente de las realidades no perso-nales. En este sentido -como recordábamoshace un momento- el alma de cada hombre hade considerarse fruto de una atención divina

peculiarísima y singular, que, poniéndola anteSí, la moldea -podría decirse, si la comparaciónno resultara infinitamente pobre- con elmismo mimo con que el orfebre da vida a lamás preciada de sus joyas. Por eso, cadapersona tiene, a los ojos de Dios y por supropia índole, un valor propio, que le segregade los demás componentes del género

humano, situándola sin intermediarios ante lamirada y el aprecio del Creador.

Con el lenguaje paradójico que lo carac-teriza, Kierkegaard ha comentado, en relación

con esta propiedad de las personas: “tienenrazón los pájaros cuando atacan a picotazos,hasta la sangre, al pájaro que no es como losotros, porque aquí la especie es superior a losindividuos singulares. Los pájaros son todospájaros, ni más ni menos. En cambio, el destinode los hombres no es ser “como los otros”, sinotener cada uno su propia particularidad”17. Y,extremando la paradoja, agrega: “Hegel,como el paganismo, en el fondo hace de ¡oshombres un género animal dotado de razón.Porque en un género animal vale siempre elprincipio: el singular es inferior al género. Elgénero humano, por el contrario, tiene lacaracterística,  precisamente porque cadaSingular es creado a imagen de Dios, de que elSingular es más alto que el género”18.

Los hombres experimentamos como unvalor, y un valor de gran alcance, la singula-ridad irrepetible de quienes nos rodean. Unaprueba palpable de ello nos la ofrece laabsoluta diversidad de la actitud que adop-tamos ante las cosas de que nos servimos ennuestra vida diaria y ante las personas que con-viven con nosotros y a quienes queremos. Con

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las excepciones que sean de] caso -y quederivan de una “personalización” de losobjetos en cuestión-, a nadie le plantea ungrave problema reemplazar los enseres de que

se sirve por otros de idénticas características.Por el contrario, ¿quién desearía sustituir a supadre o a su madre, a su novio o a su novia, asu mujer o a su esposo, o incluso a sí mismo...por otras personas “similares”? Evidente-mente, y es muy loable, podemos pretenderque todos ellos mejoren... pero sin dejar de serquienes son; de forma semejante, cada uno de

nosotros puede estar empeñado en una luchaencarnizada por extirpar los propios defectos:pero no está dispuesto a dejar de ser quien es(puesto que, entre otras cosas, eso supondríasu efectiva extinción). ¡Toda persona -inclusoplagada de taras y deficiencias- aporta al uni-verso una contribución única e irrepetible, quehace de ella algo radicalmente irremplazable!

Con lo cual queda suficientemente señaladala nobleza o dignidad que compete al hombre-a todo hombre- por el hecho de ser persona.Procede ahora indicar los fundamentos quepermiten afirmar que esa excelencia originariaafecta -o puede afectar- a todas y cada una delas operaciones del ser humano.

3. La dignidad del obrar humano

Para mostrarlo parece imprescindible aludira  la naturaleza y propiedades del acto deser19. Decíamos antes que éste -no sólo el serpersonal, sino el de cualquier realidad creada-constituye el término más propio e inmediatode la acción de Dios, el principio primigeniopor el que Este comunica sus perfecciones atodo lo existente. Teniendo esto en cuenta, noserá difícil comprender el ser como la energíaontológica fundamental e intimísima de cadauna de las realidades que pueblan el universo:

esa fuerza primigenia y profundísima que Diosdeposita en el centro de todo lo creado y quese establece, al mismo tiempo, como el prin-cipio fundamental que da razón de la íntimaunidad de cada uno de esos entes. En efecto,todas y cada una de las perfecciones de las per-sonas y cosas existen y, en su caso, cobran vidapor participar de ese acto o fondo energéticoprimordial constituido por el ser: no son más,

podríamos decir, que “extensiones” o “mani-festaciones” de la energía radical constitutivadel acto de ser; por eso, porque todo en cadarealidad participa del único ser de la misma,puede hablarse propiamente de unidad delcompuesto: todo lo que en un ente hay-repito- es, en fin de cuentas, una manifes-tación de su único acto de ser.

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Dando un paso más, cabría sostener que elser recibe una cualificación originaria y pri-mordial por el hecho de “pertenecer” a undeterminado tipo de realidades: rosas, pájaros,

hombres...; y que, lograda esa cualificación pri-maria (por su recepción en la esencia sus-tancial, habría que afirmar, acudiendo a unaterminología correcta), en virtud de su propiacondición de acto o energía primordial, tiendea expandirse, a fructificar en cualidades y ope-raciones, y a “empapar con su propia tona-lidad ontológica” a todas y cada una de lasperfecciones (cualidades, facultades, acción,

acabamos de decir) de la realidad a la queconstituye: pues, en última y definitiva ins-tancia, todas ellas son efectivamente y, en con-secuencia, son lo que son por participar delacto de ser o energía primordial de cadaente20.

Si aplicamos lo visto al caso del hombre,habría que mantener que todo lo que encon-

tramos en cada uno de los representantes denuestra especie ha de calificarse como humanopor participar o derivarse de la virtualidad ori-ginaria de un ser humano (de un ser, diríamosde nuevo, hablando con propiedad, que de surespectiva esencia sustancial ha obtenido parasiempre semejante cualificación). Dicha cua-lidad básica -la condición de humano, anclada

en el ser impregnará de humanidad todocuanto el hombre es y realiza,- y, consecuente-mente, también al trabajo, sea éste fundamen-talmente intelectual o básicamente físico.

Para acabar de comprender esto último -laidéntica dignidad personal de cuanto elhombre realiza- tal vez bastaría con apelar a lacomposición sustancial de alma y cuerpo, a laíndole de “espíritu encarnado” propia de lapersona humana . sería suficiente recordar elcarácter intimísimo de la unión de estos doscoprincipios -cuerpo y alma- y aludir a la mul-titud de influjos que la experiencia cotidiana,

la medicina y, quizás especialmente, la psi-quiatría, ponen de manifiesto. Con todo, ycomo venimos observando, la condición pro-piamente humana y personal de cuanto en elhombre anida sólo quedará definitivamentefundamentada si seguimos examinando lanaturaleza de] acto de ser personal, raíz de ladignidad y unidad intimísimas de cada

hombre.Ciertamente, en el compuesto humano, el

cuerpo y el alma se ligan de una manera tanestrecha que, por decirlo así, cada uno pasa aparticipar de las características propias delotro: el alma se “encarna”, quedando“marcada” por su unión al cuerpo, y ésteadquiere su peculiar grandeza, su particular y

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superior estructuración orgánica y la aptitudpara realizar operaciones nobilísimas, envirtud de su fusión con el alma. Pero en últimay definitiva instancia -y esto es algo que sólo se

advierte plenamente al considerar la comúnparticipación de ambos en un único ser- es elcuerpo el que resulta favorecido y elevadohasta la categoría del alma, pasando así todoel compuesto a gozar del rango de lo estricta-mente personal.

Para advertirlo, basta recordar que el almahumana, cada una de las almas que vienen aeste mundo, es resultado de una particularacción divina creadora: Dios crea cada alma -leconfiere el ser, pues no otra cosa es crear- en elmismo instante en que la infunde al cuerpo. Enconsecuencia, el acto de ser es propiedad ori-ginaria del alma21 -por eso ésta es inmortal- y,de acuerdo con lo que antes sugeríamos,queda “definido” por la categoría ontológicade ella, y no por la del cuerpo. Este, a su vez -y

sin que medie dilación temporal alguna- par-ticipa (recibe su actualidad y perfección) delser propio del alma y, por ende -puesto que elser es el mismo para ambos y puesto que de éldimana toda la perfección del conjunto-, se veencumbrado hasta la misma altura ontológicaen que se halla situada aquélla (la de las reali-dades personales, repito). En resumen: por ser

uno y el mismo el ser del que participan elcuerpo y el alma, idéntica -participadamenteidéntica, habría que decir, si quisiéramos serprecisos- es la categoría y la dignidad de estos

dos principios constitutivos de la esenciahumana- y esa excelencia, reitero, es la delalma, de la que deriva para el hombre íntegrola condición de persona.

Estas verdades fundamentan, pongo porcaso, la grandeza de la vida sexual humana yla necesidad de que ésta se encuentre perso-nalizada, centrada en un tú único e irreempla-zable, y acogida bajo los auspicios de un amorpersonal22; e instauran también las bases quepermiten superar la disociación y oposiciónaristotélica entre los trabajos manuales y elejercicio intelectual, del que forma parte lacontemplación constitutiva del ocio, derri-bando así las barreras que distinguen o jerar-quizan las distintas profesiones: todas sonigualmente dignas. Las razones de todo ello

son claras. Según acabamos de ver, no sólo elalma y el cuerpo gozan de una dignidad parti-cipadamente idéntica por cuanto integran unaúnica persona, actualizada por un único ymismo acto de ser, sino que otro tanto sucedecon las operaciones del sujeto humano: seanéstas propias del compuesto -desde las másestrictamente físicas hasta las biológicas y las

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del psiquismo inferior-, sean exclusivas delalma en su vertiente cognoscitiva o volitiva. Endefinitiva repito, todas esas operaciones -entrelas que necesariamente han de incluirse las

que configuran el trabajo humano - ¡cualquier trabajo! -, gozan de idéntica eminencia por  pertenecer a una misma persona, y constituirlamanifestación conclusiva de un mismo acto de ser: todas poseen la dignidad de”lo personal”.

Con lo cual pienso que queda claro en quésentido la apelación a la unidad y dignidad dela persona -lo mismo que a las de su ser per-sonal, de las que aquéllas derivanresuelve de

una manera más directa y definitiva el pro-blema planteado unas páginas atrás: el de lanobleza del trabajo, de todo trabajo. En laperspectiva que hemos adoptado, éste -comocualquier otra actividad humana resulta digno,en primer término, en cuanto es advertidocomo actus personae, como actualizaciónúltima de un ser personal y, en consecuencia,

como participando de la sublime excelenciaque el ser encierra.

Santo Tomás plantea expresamente lacuestión en relación a las actividades artístico-técnicas, que constituyen en su época el ana-logado principal del trabajo. Como vimos alhablar de Aristóteles, tales operaciones debencalificarse como transeúntes, ya que el fruto de

las mismas en una acción exterior y, casisiempre, la configuración o transformación deuna materia externa, que da lugar a un objeto. junto a este tipo de acciones, Tomás de

Aquino, siguiendo a Aristóteles, considera lasinmanentes -cognoscitivas y afecto-volitivas-,llamadas así porque dichas operaciones “per-manecen dentro” del sujeto que las realiza (in-manent), perfeccionándolo. Como es sabido, eluso actual del término trabajo, y la realidadque a él subyace, incluye acciones de los dostipos. Pues bien, las dos son consideradas porTomás de Aquino como expresión o manifes-

tación del ser personal de quien las realiza: lasdos, por consiguiente, quedarán enaltecidaspor la dignidad personal inherente a su sujeto.

En primer lugar, y después de lo que lle-vamos visto, resulta obvio afirmar que las ope-raciones inmanentes -las del entendimiento yla voluntad, fundamentalmente- no son sinoexpresión o actualización adecuada del ser

personal y partícipes, por tanto, de su superio-ridad constitutiva. El caso de las transeúntespodría resultar más problemático. Pero SantoTomás es también claro y tajante. Hablandodel arte -que incluye las actuales actividadesartístico-técnicas-, afirma de modo explícitoque no sólo en la operación, sino en la mismaobra, queda impresa una huella de lo más

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íntimo y constitutivo del artífice: su  ser per- sonal. La cita -fecundísima para la interpre-tación de las actividades artístico-técnicas ypara establecer las condiciones objetivas que

respetan el carácter estrictamente personal deltrabajo humano- merece ser traducida íntegray literalmente: “nuestro ser -dice Santo Tomás-es un cierto acto, Nuestro ser es vivir y, en con-secuencia, obrar, puesto que no existe vida queno se exprese en operaciones. Por otro lado, elque realiza actualmente algo es en ciertamanera la obra que lleva a cabo, pues el actodel que mueve y el acto del que obra se

encuentran en lo movido y en lo realizado. Ypor eso los artesanos, los poetas y los benefac-tores aman su propia obra,  porque aman su propio ser. Ya que es natural que cada unoame su ser”23.

En consecuencia, y se entienda como seentienda -como predominantemente inte-lectual o predominantemente físico, o como

una proporcionada síntesis de ambos tipos deoperación-, el trabajo queda dignificado direc-tamente, si se me permite la expresión, encuanto participa del acto de ser personal deltrabajador.

Además, el recurso al acto de ser -que, comovimos, debe calificarse como la energía onto-lógica fundamental de la que participan todas

las perfecciones del sujeto- permite hacerintervenir con todo derecho al otro granámbito de operaciones inmanentes, en partedescuidado, en lo que afecta a nuestro pro-

blema, por Aristóteles. Me refiero a losdominios de la voluntad, de la libertad, delamor, que acabarán de explicar la inefable dis-tinción del trabajo humano.

De todos es conocido que para Aristóteles elámbito más noble de la actividad humana seencuentra representado por la vida teorética,y que esa vida -en la que el hombre encuentrasu felicidad- no apela expresamente al amor.La razón de esta exclusión es relativamentesencilla. La felicidad debe concebirse como uncierto término o acabamiento, como una cul-minación. Y aunque no es verdad que enAristóteles la voluntad y los apetitos sensibleshayan de considerarse como exclusivamentetendenciales, puesto que tan propio del amor -en su sentido más amplio y aristotélico- es

tender a lo que está ausente como gozarse enel bien presente, sí que es cierto que una yotros -voluntad y apetitos- en rigor no“poseen” sus respectivos objetos, por cuantoesta capacidad pertenece más bien al ámbitocognoscitivo. Y así, en los dominios intelec-tuales, aun cuando sea la voluntad la quegoce, es propiamente la inteligencia la que

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aprehende y hace posible esa fruición. En esesentido, y sólo en ése, cabe afirmar que lavoluntad concebida por Aristóteles no“alcanza” estrictamente lo buscado (aunque

se deleite en ello). Y en ese sentido pienso quedeben entenderse las siguientes palabras de L.Polo: “ni en Aristóteles, ni en Platón, lavoluntad es posesiva: es precisamente noposesiva, es decir, tendencial (...). Lo que secorresponde con lo que nosotros llamamosvoluntad es la palabra órexis, que significadeseo. Ahora bien: se tiende o se deseaaquello que no se posee; no se tiende a lo que

se posee“24. Todo ello explica que el Dios aris-totélico sea Pensamiento que se piensa, perono pueda ser Amor que (se) ama (aunque síobjeto de amor: lo amado y deseado porotros); y explica también que el perfecciona-miento humano definitivo deba ser reservado-según Aristóteles- a los dominios del entendi-miento: a la actividad teórica o contemplativa(respecto a la cual el goce amoroso sería, a lomás, una simple concomitancia).

Para la que hemos denominado filosofía deinspiración cristiana, representada egregia yconcretamente por Santo Tomás, lo que debeser considerado como más alto en el hombrees su acto de ser personal, otorgado directa einmediatamente por Dios. Pero el ser no es en

absoluto un principio estático; es “energía pri-mordial”,- y su dinamismo hace que el com-puesto fructifique en operaciones por las quela persona va adquiriendo su plenitud. Por eso,

lo que perfecciona al hombre y le otorga sunobleza es, por una parte, su acto de ser per- sonal; por otra, la cooperación culminante dela persona y de ese mismo ser. Santo Tomás losostiene explícitamente: “se dice que algo esbueno -afirma- cuando es perfecto. Pero laperfección es doble. Una perfección primera,que es el mismo ser; y una perfección segunda,que es su operación: y ésta es mayor que la

primera”25. El obrar, por tanto, que no ha deconcebirse con independencia del acto de ser,sino -según decíamos- como su florecimiento ointensificación conclusiva, es el que confiere laplenitud terminal a las realidades creadas y, enconcreto, al hombre. En esto parecen con-cordar cuantos apelan al pensamiento clásico.Pero ya no encontraríamos unanimidad en larespuesta al siguiente interrogante: ¿con-

tribuye igualmente cualquier operación al per-feccionamiento de la persona?; ¿se sitúantodas ellas en plano de igualdad, o más bienhay que considerar a alguna en concreto comoun obrar privilegiado, como la operación pri-mordial y determinante que otorga al serhumano su auténtico y genuino acabamiento?Y en caso de decidirse por el segundo miembro

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de esta última disyuntiva, ¿cuál sería esa ope-ración?

Durante siglos, siguiendo las huellas deAristóteles, se ha hecho residir dicha culmi-

nación en los dominios del entendimiento: yTomás de Aquino, máximo representante de lametafísica del ser, ha quedado así aprisionadoen la “interpretación” aristotélica, de la quesurgieron expresiones tan difundidas como lade “filosofía aristotélico-tomista” o la del“intelectualismo de Santo Tomás”. Pienso quees hora de afirmar resueltamente, con Agustínde Hipona y Tomás de Aquino, que el acaba-miento del hombre hay que buscarlo en lalínea del amor (de un amor inteligente:razonado y razonable). En efecto, el propioSanto Tomás afirma: “el hombre bueno se dicetal en cuanto tiene una voluntad buena, yaque por la voluntad ponemos en acto todos losresortes de nuestra persona. Y de ahí que nose diga bueno el hombre por gozar un buen

entendimiento, sino por poseer una voluntadbuena”26. Y en otro lugar, refiriéndose implí-citamente a los dos niveles de perfección a losque antes aludíamos (el ser y la operación),sostiene: “existe un doble principio: el prin-cipio natural y el principio moral. El principionatural es el alma, y cuanto de ella procedepor vía natural es íntegramente bueno. Mas el

principio moral es la voluntad,- y, por tanto, si la voluntad es buena, también lo será la ope-ración27 y, por ende, recordando lo que antesdecíamos, el hombre entero. En cuanto que la

voluntad buena -el buen amor, el bien quererconfiere su bondad a cualquier otra operaciónhumana, intensifica el ser personal y va otor-gando al hombre su acabamiento conclusivo,su perfección en cuanto hombre.

Por eso Cardona, a quien debemos en buenaparte esta recuperación del verdadero Tomásde Aquino, ha podido afirmar: “Dios obra poramor, pone el amor, y quiere sólo amor, corres-

pondencia, reciprocidad, amistad. (...) Así, alDeus caritas est del Evangelista San Juan, hayque añadir: el hombre, terminativa y perfecti-vamente hombre, es amor. Y si no es amor, noes hombre, es hombre frustrado, autorre-ducido a cosa”28. Para Santo Tomás, Diospuede ser definido como Ser y como Amor, enperfecta identidad; y el hombre en correspon-dencia con El, habrá de ser descrito como elposeedor de un ser que culmina en actos deamor, consumando así su índole personal comoimagen y semejanza del Absoluto.

Este extremo, central para el íntegro desa-rrollo de nuestro escrito, merece una conside-ración más detenida. Tradicionalmente elhombre ha sido definido por su racionalidad

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(como animal racional); pero, en consonanciacon lo que vimos en el capítulo anterior, alhablar de la dignidad humana, pienso quemejor podría describírsele por su índole de ser

libre. Y esto, no sólo por las razones allí apun-tadas, sino por cuanto la libertad es la facultadde las dos potencias superiores -el entendi-miento y la voluntad- y, por ello, facultad de lapersona toda y como tal. Ahora bien, el actosupremo de la libertad no es querer esto o lootro, sino querer sin más, en el sentido fuertedel término, amar: es el amor, calificado porMillán-Puelles como”la forma interpersonal de

la libertad”29. Por consiguiente, lo que con-fiere al hombre -como ser libre- su acaba-miento definitivo es la índole y calidad de suamor.

Veamos lo mismo desde otra perspectiva: ladel incremento de la dignidad personal. Lacuestión acerca de si cabe un engrandeci-miento de la propia valía como persona se

resuelve, en su esencia, distinguiendo dosmomentos o aspectos de la eminencia personalhumana: a) una dignidad que podríamos cali-ficar como “ontológica” o “constitutiva”, quepertenece a todo hombre por el hecho de serioy se halla indisolublemente ligada a su natu-raleza racional y libre y al acto personal de serque la fundamenta., y b) una dignidad

“añadida”, “complementaria” o, si se deseautilizar un término más correcto, acorde con elpensamiento de Santo Tomás antes citado,“moral”: una nobleza ulterior, derivada del

propio carácter libre del hombre, de su índolede realidad incompleta, pero dotada de lacapacidad de conducirse a sí misma a su per-fección definitiva.

Desde este punto de vista, ciertas personasmerecen -valga la expresión- un respeto“suplementario”, del que no son acreedoreslos demás. Ahora bien, si tenemos en cuenta loque hemos venido diciendo, podríamos

intentar responder a esta pregunta clave: ¿cuáles, en fin de cuentas, el único criterio, la solarazón que, desde una perspectiva radical, fun-damenta ese incremento de dignidad y derespeto?, -y la respuesta no podría ser sino lasiguiente: lo que hace de ella -ontológica-mente- mejor o peor persona. No, por tanto, lariqueza, el poder o la posición social,tampocola simpatía, el grado de saber, su ingenio openetración intelectual - sino, en última yradical instancia, el uso que haya hecho de sulibertad, el grado alcanzado en el ejercicio del amor.

Todo ello permite reafirmar, de acuerdo conlo visto, que la categoría del trabajo deriva,para cada individuo, de su intrínseca dignidad

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personal. Pero, según lo analizado hace unmomento, esa dignidad se encuentra de algúnmodo desdoblada en los dos elementos a queacabamos de referirnos: el acto personal de sery el amor. En consecuencia, la valía de la propiatarea procederá originaria y fundamental-mente de la índole personal de quien lo ponepor obra, y complementaria o conclusivamentedel amor con que lo realice. Mas nunca, esto esobvio, de o que según los moldes al uso podríacalificarse como categoría o valor intrínsecodel trabajo, con independencia del sujeto quelo lleva a término. La discriminación definitiva

de cuanto tiene que ver con las personas radica-¡siempre!- en el amor.

Todavía un par de observaciones, antes deconcluir. Decíamos hace un momento que elincremento de la dignidad personal tienecomo única causa el amor. De ello se deduce,sobre la base de la idéntica dignidad consti-tutiva de las personas, que a más amor, a mejoramor, más dignidad personal. Pero también es

evidente, según lo dicho, que a más amor,mejor trabajo. Con lo que queda confirmadala idea capital que venimos subrayando a lolargo de casi todo este escrito, y que reprodu- jimos en el párrafo anterior: la valía del trabajoderiva de la dignidad personal: de la exce-lencia constitutiva, igual en todas las personas,

y del incremento de esa eminencia que cadauno consiga a través del amor. Pero como lavalía constitutiva es idéntica para cualquierpersona -y ésta es la segunda observación quepretendíamos hacer-, el valor de un trabajovendrá medido, exclusivamente, en funcióndel amor que ponga al realizarlo quien loejecuta. Desde este punto de vista, y estamosen estricta deducción filosófica, el trabajo pro-fesional de un primer ministro puede serrebasado, en lo que a categoría se refiere, porel de una modesta vendedora de chucherías; elde un sesudo profesor universitario, por el de

la empleada que realiza la limpieza de su des-pacho... o viceversa: el rango del trabajo delministro y el del catedrático pueden superar enmucho al de esas otras personas, en función -¡exclusiva!- del amor que pongan en reali-zarlo. Extremando la paradoja: la importanciaobjetiva de un trabajo, para el bien de quienlo realiza y para el de la humanidad en su con- junto, es función estricta del amor con que esa

tarea se lleva a término.

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1. Cfr. T. Melendo, Elementos configura-dores de la actual valoración del trabajo, enCuadernos Empresa y Humanismo, Nº 19. Allífundamento también la afirmación con la que

he abierto el presente escrito.2. G. Cottier, Questions de la modernité,

FAC, París 1985, pp. 208-209.

3. R. Alvira, Reivindicación de la voluntad,EUNSA, Pamplona 1988.

4. A. Caturelli, Metafísica del trabajo,Huemul, Buenos Aires 1982, pp. 30 Y 49.

5. ibidem, pp. 63, 68, 50.

6. J. Pieper, El ocio y la vida intelectual,Rialp, Madrid 1962, pp. 308.

7. Ni que decir tiene que las alusiones aAlvira, Caturelli o Pieper tienen sólo unafunción didáctica, que de ninguna manera pre-tende descalificar sus teorías, recogidas aquí

de forma simplificada. Sus soluciones, como esobvio, van mucho más allá de lo expuesto enel texto, y contienen sugerencias preciosas enorden a lo que desarrollaré en el resto de esteescrito.

8. R. Alvira, op. cit., pp. 108-109.

9. A. Caturelli, op. cit., pp. 69 y 72.

10. En la exposición que he hecho de él, noen la elaboración completa realizada por susautores.

11. Cfr. el trabajo citado en la nota 1.

12. Recojo en este punto algunas ideasexpuestas en T. Melendo, “La cuestión de ladignidad humana”, en Boletín de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, 10-11 (nov. 1988), pp. 20-28, y en T.Melendo, Fecundación “in vitro” y dignidad humana, Casals, Barcelona 1987.

13. Kant, Metaphysik der Sitten,

Tugendlehre, 38.14. Pico della Mirandola, Discurso sobre la

dignidad del hombre, Opera Omnia, edit.lehan Petit, París 15 17, sp.

15. Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, pról.

16. C. Cardona, Metafísica del Bien y del mal, EUNSA, Pamplona, 1987, cap. 3; especial-

mente, pp. 88 ss.17. S. Kierkegaard, Diario IX A 80.

18. Ibidem, X’ A 426.

19. Lo que aquí expongo en términos sóloparcialmente técnicos, puede estudiarse másprofundamente en Santo Tomás. Cfr., porejemplo, De Potentia, q.7, a.2 ad 9; q.3, a.7 c;

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S. Th. 1, q.3, a. 4 c; q.4, a. 1 ad 3; q5, a. 1 c; q. 8,a. 1 c; q. 105, a.5 c; I-II, q, 10, a. 1 ad 1; CC., c.28; In I Sent, d. 17, q 1, a.2 ad 3; In I De Anima,a.6 ad 2.

20. Utilizando una expresión más técnica:por una especie de sobreexceso energéticoque deriva de su misma índole de acto, el sertrasciende el ámbito sustancial y reviste con supropio rango hasta las manifestaciones acci-dentales más remotas, a las que alcanza con supoder constitutivo: pues, en efecto, el ser delos accidentes es el mismo que el de sus respec-tivas sustancias.

21. Cfr, Santo Tomás de Aquino, In II Sent.,d. 17, q.2, a.2 ad 5.

22. Cfr., al respecto R. Sancho, Las posibili-dades del amor conyugal, EUNSA, Pamplona

(2) 1979, pp. 35 ss; y V. Frankl, La idea psico-lógica del hombre, Rialp, Madrid 1965, p. 107,

23. Santo Tomás de Aquino, In IX Ethic., lect.7, n. 1846.

24. L. Polo, `Tener y dar”, en Estudios sobrela encíclica Laborem exercens, cit. p. 223.

25. Santo Tomás de Aquino, Lect. in Epist ad Galatas, n. 332.

26. Idem, S. Th. I, q5, a.4 ad 3.

27. Idern, citado (sin referencia) por C. Fabroen la Introduzione a S. Kierkegaard, Gli atti 

dell’ amore, Rusconi, Milán 1983, p. 19.28. C. Cardona, op. cit., p. 101.

29. A. Millán-Puelles, Sobre el hombre y la sociedad, Ria1p. Madrid, 1976, p. 100.

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