Top Banner
PROSA DEL SIGLO XX. REAL MARAVILLOSO Y REALISMO MÁGICO JORGE LUIS BORGES : La biblioteca total Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874) JULIO CORTAZAR: Axolotl Continuidad de los parques LAURA ESQUIVEL ¡Sea por Dios y venga más! JORGE LUIS BORGES La biblioteca total El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi veinticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo
49

Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Jan 31, 2018

Download

Documents

VũDương
Welcome message from author
This document is posted to help you gain knowledge. Please leave a comment to let me know what you think about it! Share it to your friends and learn new things together.
Transcript
Page 1:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

PROSA DEL SIGLO XX. REAL MARAVILLOSO Y REALISMO MÁGICO

JORGE LUIS BORGES :

La biblioteca total

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)

JULIO CORTAZAR:

Axolotl

Continuidad de los parques

LAURA ESQUIVEL

¡Sea por Dios y venga más!

JORGE LUIS BORGES

La biblioteca total

El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi veinticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.

El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: “A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición”. En el

Page 2:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

tratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.

Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: “No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso.”1

La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.

Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los “caracteres de oro” acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum2. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. “Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, ‘¿qué libro escribiré?’, sino ‘¿cuál libro?’

“Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.

La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)

Page 3:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.

Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles.

Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo… Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.

1- No teniendo a la vista el original, copio la versión española de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, p.88). Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es imposible que el “ilustre bibliófago” haya donado el oro y haya retirado la bolsa.

2- Bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal.

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz

(1829-1874)

I'm looking for the face I hadBefore the world was made.-Yeats: The Winding Stair

El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja,

Page 4:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, solo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada. Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.

En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:

En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era este un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino

Page 5:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció… El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; estos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

JULIO CORTAZAR

Axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

Page 6:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Page 7:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas… Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Page 8:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente

Page 9:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

LAURA ESQUIVEL

¡Sea por Dios y venga más!

Toda la culpa de mis desgracias la tiene la Chole. Apolonio es inocente, digan lo que digan. Lo que pasa es que nadie lo comprende. Si de vez en cuando me pegaba era porque yo lo hacía desesperar y no porque fuera mala persona. Él siempre me quiso. A su manera, pero me quiso. Nadie me va a convencer de que no. Si tanto hizo para que aceptara a su amante, era porque me quería.

Él no tenía ninguna necesidad de habérmelo dicho. Bien la podía haber tenido a escondidas, pero dice que le dio miedo que yo me enterará por ahí de sus andanzas y que lo fuera a dejar. Él no soportaba la idea de perderme porque yo era la única que lo comprendía. Mis vecinas pueden decir misa, pero a ver, ¿quiénes de sus maridos les cuentan la bola de amantes que tienen regadas por ahí? ¡Ninguno! No, si el único honesto es mi Apolonio. El único que me cuida. El único que se preocupa por mí. Con esto del sida, es bien peligroso que los maridos anden de cuzcos, por eso, en lugar de andar con muchas decidió sacrificarse y tener sólo una amante de planta. Así no me arriesgaba al contagio de la enfermedad. ¡Eso es amor y no chingaderas! ¡Pero ellas qué van a saber!

Bueno, tengo que reconocer que al principio a mí también me costó trabajo entenderlo. Es más, por primera vez le dije que no. Adela, la hija de mi comadre era mucho más joven que yo y me daba mucho miedo que Apolonio la fuera a preferir a ella. Pero mi Apo me convenció de que eso nunca pasaría, que Adela realmente no le importaba. Lo que pasaba, era que necesitaba aprovechar sus últimos años de

Page 10:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

macho activo porque luego ya no iba a tener chance. Yo le pregunté que porque no lo aprovechaba conmigo, y él me explicó hasta que lo entendí, que no podía, que ese era uno de los problemas de los hombres que las mujeres no alcanzamos a entender. Acostarse conmigo no tenía ningún chiste, yo era su esposa y me tenía a la hora que quisiera. Lo que le hacía falta era confirmar que podía conquistar a muchachitas. Si no lo hacía, se iba a traumar, se iba a acomplejar y entonces sí, ya ni a mí me iba a poder cumplir. Eso sí que me asustó.

Le dije que está bien, que aceptaba que tuviera su amante. Entonces me llevo a Adela para que hablara con ella, porque Adelita, que me conocía desde niña, se sentía muy apenada y quería oír de mi propia boca que yo le daba permiso de ser la amante de Apolonio. Me explicó que ella no iba a quedarse con él. Lo único que quería era ayudar en nuestro matrimonio y que era preferible que Apolonio anduviera con ella y no con otra cualquiera que sí tuviera interés en quitármelo. Yo le agradecí sus sentimientos y me parece que hasta la bendije. La verdad, yo estaba más que agradecida porque ella también se estaba sacrificando por mí.

Adela, con su juventud, bien podría casarse y tener hijos y en lugar de eso estaba dispuesta a ser la amante de planta de Apolonio, nomás por buena gente.

Bueno, el caso es que el día que vino, hablamos un buen rato y dejamos todo aclarado. Los horarios, los día de visita, etc. Se supone que con esto yo debería de esta muy tranquila. Todo había quedado bajo control. Apolonio se iba a apaciguar y todos contentos y felices. Pero no sé por qué yo andaba triste.

Cuando sabía que Apolonio estaba con Adela no podía dormir. Toda la noche me la pasaba imaginando lo que estarían haciendo. Bueno, no necesitaba tener mucha imaginación para saberlo. Lo sabía y punto. Y no podía dejar de sentirme atormentada. Lo peor era que tenía que hacerme la dormida pues no quería mortificar a mi Apo.

El no se merecía eso. Así me lo hizo ver un día en que llegó y me encontró despierta. Se puso furioso. Me dijo que era una chantajista, que no lo dejaba gozar en paz, que él no podía darme más pruebas de su amor y yo en pago me dedicaba e espiarlo, a atormentarlo con mis ojos llorosos, y mis miedos de que nunca fuera a regresar. ¿Qué acaso alguna vez me había faltado? Y era cierto, llegaba a las cinco o a las seis de la mañana pero siempre regresaba.

Yo no tenía por qué preocuparme. Debería estar más feliz que nunca y ¡sabe Dios por qué no lo estaba! Es más, me empecé a enfermar de los colerones que me encajaba el canijo Apolonio. Daba mucho coraje ver que le compraba a Adela cosas que a mí nunca me compró. Que la llevaba a bailar, cuando a mí nunca me llevó. Bueno, ¡ni siquiera el día de mi cumpleaños cuando cantó Celia Cruz y yo le supliqué que me llevara! De puritita rabia, los ojos se me empezaron a poner amarillos, el hígado se me hinchó, el aliento se me envenenó, los ojos se me disgustaron, la piel se me mancho y ahí fue cuando la Chole me dijo que el mejor remedio en esos casos era poner en un litro de tequila un puño de té de boldo compuesto y tomarse una copita en ayunas. El tequila con boldo recoge la bilis y saca los corajes del cuerpo. Ni tarda ni perezosa fue al estanquillo de la esquina, le compré a Don Pedro una botella de tequila y la preparé con su boldo. A la mañana siguiente me lo tomé y funcionó muy bien.

Page 11:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

No sólo me sentía aliviada por dentro, sino bien alegre y feliz, como hacía muchos días no me sentía. Con el paso del tiempo, los efectos del remedio me fueron mejorando. Apolonio, al verme sonriente y tranquila, empezó a salir cada vez más con Adela y yo a tomarme una copita cada vez que esto pasaba, fuera en ayunas o no, para que no me hiciera daño la bilis. Mis visitas a la tienda de Don Pedro fueron cada vez más necesarias. Si al principio una botella de tequila me duraba un mes, llegó el momento en que me duraba un día. ¡Eso sí, estaba segura de que no tenía ni una gota de bilis en mi cuerpo! Me sentía tan bien, que hasta llegué a pensar que el tequila con boldo era casi milagroso. Bajaba por mi garganta limpiando, animando, sanando, reconfortando y calentado todo mi cuerpo, haciéndolo sentir vivo, vivo, ¡vivo!

El día en que Don Pedro me dijo que ya no me podía fiar ni una botella más creí que me iba a morir. Yo ya no era capaz de vivir un solo día sin mi tequila. Le supliqué. Al verme tan desesperada se compadeció de mí y aceptó que le pagara de otra manera. Al fin que siempre me había traído ganas el condenado. Yo la mera verdad, con tanto calor en mi cuerpo también estaba de lo más ganosa y ahí sobre el mostrador fue que Apolonio nos encontró dando rienda suelta a las ganas.

Apolonio me dejó por borracha y puta. Ahora vive con Adela. Y yo estoy tirada a la perdición. ¡Y todo por culpa de la pinche Chole y sus remedios!

Tomado de: PARA LEER DE BOLETO EN EL METRO, Núm. 8.

Fragmento de

Malinche

Dos.

Malinalli se había levantado más temprano que de costumbre. No había podido dormir en toda la noche. Tenía miedo. En el día que estaba aún por iniciar, por tercera vez en su vida, experimentaría un cambio total. Cuando el sol saliera, nuevamente la iban a regalar. No se explicaba qué podía haber de malo en su interior para que la trataran como un objeto estorboso, para que con tal facilidad prescindieran de ella. Se esforzaba por ser la mejor, por no causar problemas, por trabajar duro y, sin embargo, por alguna extraña razón no la dejaban echar raíces.Molía maíz casi a oscuras. Sólo la alumbraba la luz de la luna.Desde el día anterior, cuando el canto de las aves había emigrado, su corazón había comenzado a encogerse. En total silencio observó cómo los pájaros, en su huida, se llevaban por el aire parte del clima, algunos trozos de luz y un pedazo de tiempo. De su tiempo. Ya nunca más vería el atardecer desde ese lugar. La noche se avecinaba acompañada de incertidumbre.¿Cómo sería su vida al lado de sus nuevos dueños? ¿Qué sería de su milpa?¿Quién sembraría de nuevo el maíz y quién lo cosecharía por ella? ¿Moriría sin sus cuidados?Malinalli dejó escapar unas lágrimas. De pronto pensó en Cihuacóatl, la mujer serpiente, la diosa también llamada Quilaztli, madre del género humano, quien por las noches recorría los canales de la gran Tenochtitlan llorando por sus hijos.

Page 12:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Decían que aquellos que la escuchaban ya no podían conciliar el sueño. Que sus lamentos de dolor y preocupación por el futuro de sus hijos eran aterradores.Hablaba a gritos del peligro y la destrucción que los acechaba. Malinalli, al igual que Cihua-cóatl, lloraba por no poder proteger su sembradío. Para Malinalli cada mazorca era un himno a la vida, a la fertilidad, a los dioses. Sin sus cuidados, ¿qué le esperaba a su milpa? Ya no lo sabría. A partir de ese día empezaría a recorrer el camino que ya antes había transitado: el del desapego a la tierra con la que se había encariñado.Nuevamente iba a llegar a un lugar desconocido. Nuevamente iba a ser la recién llegada. La de afuera, la que no pertenecía al grupo. Sabía por experiencia que de inmediato tenía que ganarse la simpatía de sus nuevos amos para evitar el rechazo y, en el peor de los casos, el castigo. Luego venía la etapa en que tenía que agudizar sus sentidos para ver y escuchar lo más acuciosamente que pudiera para conseguir asimilar en el menor tiempo posible las nuevas costumbres y las palabras que el grupo al que iba a integrarse utilizaba con más frecuencia para, finalmente y en base a sus méritos, ser valorada.Cada vez que trataba de cerrar los ojos y descansar, un vuelco en el estómago la despertaba. Con los ojos muy abiertos recordó a su abuela y en su mente se infiltraron imágenes queridas y dolorosas a la vez. La muerte de la abuela había marcado su primer cambio.El afecto más cálido y protector que Malinalli tuvo en su primera infancia fue su abuela, quien por años había esperado su nacimiento. Dicen que durante ese tiempo, muchas veces estuvo a punto de morir, pero pronto se recuperó diciendo que no podía partir antes de ver a quien tendría que heredarle su corazón y su sabiduría. Sin ella, la infancia de Malinalli no habría tenido ningún momento de alegría. Gracias a su abuela, ahora contaba con elementos suficientes para adaptarse a los dramáticos cambios que tenía que enfrentar, y sin embargo... tenía miedo.Para calmarlo, buscó en el cielo a la Estrella de la Mañana. A su Quetzalcóatl querido, siempre presente. Su gran protector. Desde la primera vez que la regalaron siendo muy niña, Malinalli aprendió a superar el miedo a lo desconocido apoyándose en lo familiar, en la estrella luminosa que quedaba frente a la ventana de su habitación y que veía «danzar» en el cielo de un lado a otro, dependiendo de la época del año. A veces estaba sobre el árbol del patio, a veces la veía brillar sobre las montañas, a veces a un lado de ellas, pero siempre parpadeante, alegre, viva. Esa estrella era la única que nunca la abandonaba en la vida. La había visto nacer y estaba segura de que la iba a ver morir, ahí, desde su puesto en el firmamento.Malinalli relacionaba la idea de eternidad con la Estrella de la Mañana. Había escuchado decir a sus mayores que el espíritu de los seres humanos, de las cosas vivientes y de los dioses vivía por siempre, que era posible ir y venir de este tiempo a ese otro lugar fuera del tiempo, sin morir, sólo cambiando de forma. Esta idea la llenaba de esperanza. Eso significaba que en el infinito cosmos que la rodeaba, su padre y su abuela estaban tan presentes como cualquier otro astro; que era posible su regreso. Como lo era el del señor Quetzalcóatl. Con la diferencia de que el regreso de su padre y su abuela sólo la beneficiaría a ella y el regreso deQuetzalcóatl, por el contrario, modificaría por completo el rumbo de todos los pueblos que los mexicas tenían sojuzgados.Malinalli estaba en total desacuerdo con la manera en que ellos gobernaban, se oponía a un sistema que determinaba lo que una mujer valía, lo que los dioses querían y la cantidad de sangre que reclamaban para subsistir. Estaba convencida de que urgía un cambio social, político y espiritual. Sabía que la época

Page 13:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

más gloriosa de sus antepasados se había dado en el tiempo del señor Quetzalcóatl y por eso mismo ella anhelaba tanto su retorno.Infinidad de veces había reflexionado sobre el hecho de que si el señorQuetzalcóatl no se hubiera ido, su pueblo no habría quedado a expensas de los mexicas, su padre no habría muerto, a ella nunca la habrían regalado y los sacrificios humanos no existirían. La idea de que los sacrificios humanos eran necesarios le parecía aberrante, injusta, inútil. A Malinalli le urgía tanto el regreso del señor Quetzalcóatl —principal opositor de los sacrificios humanos— que hasta estaba dispuesta a creer que su dios tutelar había elegido el cuerpo de los recién llegados a estas tierras para que ellos le dieran forma a su espíritu, para que ellos lo albergaran en su interior.Malinalli tenía la plena convicción de que el cuerpo de los hombres era el vehículo de los dioses. Ésa era una de las grandes enseñanzas que su abuela le había transmitido mientras, jugando, le enseñó a trabajar con el barro.Lo primero que aprendió a modelar fue una vasija para beber agua. Malinalli era una niña de sólo cuatro años de edad, pero con gran sabiduría, y le preguntó a la abuela:—¿A quién se le ocurrió que hubiera jarros para el agua?—Al agua misma se le ocurrió.—¿Y para qué?—Para poder reposar en su superficie y así poder contarnos los secretos del universo. Ella se comunica con nosotros en cada charco, en cada lago, en cada río; tiene diferentes formas para vestirse de gala y presentarse ante nosotros siempre nueva. La piedad del dios que habita en el agua inventó los recipientes donde, al tiempo que alivia nuestra sed, habla con nosotros. Todos los recipientes donde el agua está nos recuerdan que dios es agua y es eterno.—¡Ah! —respondió la niña, sorprendida—. Entonces, ¿el agua es dios?—Sí. Y también lo son el fuego y el viento y la tierra. La tierra es nuestra madre, la que nos alimenta, la que cuando reposamos sobre ella nos recuerda de dónde venimos. En sueños nos dice que nuestro cuerpo es tierra, que nuestros ojos son tierra y que nuestro pensamiento será tierra en el viento.—Y el fuego, ¿qué dice?—Todo y nada. El fuego produce pensamientos luminosos cuando deja que el corazón y la mente se fundan en uno solo. El fuego transforma, purifica e ilumina todo lo que se piensa.—¿Y el viento?—El viento es también eterno. Nunca termina. Cuando el viento entra a nuestro cuerpo, nacemos y, cuando se sale, es que morimos, por eso hay que ser amigos del viento.—Y... este...—Ya no sabes ni qué preguntar. Mejor guarda silencio, no gastes tu saliva. La saliva es agua sagrada que el corazón crea. La saliva no debe gastarse en palabras inútiles porque entonces estás desperdiciando el agua de los dioses, y mira, te voy a decir algo que no se te debe olvidar: si las palabras no sirven para humedecer en los otros el recuerdo y lograr que ahí florezca la memoria de dios, no sirven para nada.Malinalli sonrió al recordar a la abuela. Tal vez ella también estaría de acuerdo en que los extranjeros venían de parte de los dioses.No podía ser de otra manera. Los rumores que recorrían casas, pueblos y aldeas afirmaban que esos hombres blancos, barbados, habían llegado empujados por el viento. Todos sabían que al señor Quetzalcóatl sólo se le podía percibir cuando el viento estaba en movimiento. ¿Qué mayor indicio

Page 14:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

podían esperar para comprobar que venían en su representación que el haber sido empujados por el viento? No sólo eso: algunos de los hombres barbados coronaban sus cabezas con cabellos rubios, como los del elote. ¿Cuántas veces ellos, en las ceremonias de celebración, se habían teñido el pelo de amarillo para ser una perfecta representación del maíz? Si la apariencia del cabello de los extranjeros semejaba la de los cabellos de elote, era porque representaban al maíz, al regalo que Quetzalcóatl había dado a los hombres para su sustento. Por tanto, el cabello rubio que cubría sus cabezas podía interpretarse como un signo de lo más propicio.Malinalli consideraba al maíz como la manifestación de la bondad. Era el alimento más puro que podía comer, era la fuerza del espíritu. Pensaba que mientras los hombres fuesen amigos del maíz, la comida nunca faltaría en sus mesas; mientras reconocieran que eran hijos del maíz y que el viento los había transformado en carne, tendrían plena conciencia de que todos eran lo mismo y se alimentaban de lo mismo.Definitivamente, esos hombres extranjeros y ellos, los indígenas, eran lo mismo.No quería pensar en otra posibilidad. Si había otra explicación a la llegada de los hombres que cruzaron el mar, no deseaba saberla. Sólo si ellos venían a instaurar de nuevo la época de gloria de sus antepasados, era que Malinalli tenía salvación.Si no, seguiría siendo una simple esclava a disposición de sus dueños y señores. El fin del horror debía de estar cerca. Así quería creerlo.Para confirmar su teoría, acudió con un tlaciuhque que leía los granos de maíz.El hombre tomó un puño de granos con la mano derecha. Luego, con la boca semiabierta, les sopló desde la garganta. Enseguida, el adivino los lanzó sobre un petate. Observó detenidamente la forma en que los granos habían caído y así pudo responder a las tres preguntas que Malinalli le había hecho:—¿Cuánto voy a vivir? ¿Voy a ser libre algún día? ¿Cuántos hijos voy a tener?—Malinalli, el maíz te dice que tu tiempo no podrá medirse, que no sabrás en su extensión cuál será su límite, que no tendrás edad, pues en cada etapa que vivas descubrirás un nuevo significado y lo nombrarás, y esa palabra será el camino para deshacer el tiempo. Tus palabras nombrarán lo aún no visto y tu lengua volverá invisible a la piedra y piedra a la divinidad. Dentro de poco ya no tendrás hogar, no te dedicarás a la creación de la tela y la comida; tendrás que caminar y mirar y, mirando, aprenderás de todos los rostros, de todos los colores de piel, de todas las diferencias, de todas las lenguas, de lo que somos, de cómo lo dejaremos de ser y de lo que seremos. Ésta es la voz del maíz.—¿Nada más? ¿No dice nada sobre mi libertad?—Ya te dije lo que el maíz habló. No veo más.Esa noche Malinalli no pudo dormir. No sabía cómo interpretar las palabras del adivino. Fue casi de madrugada que pudo conciliar el sueño, y en él se vio como una gran señora, como una mujer libre y luminosa que volaba por los aires sostenida por el viento. Ese feliz sueño de pronto se volvió una pesadilla; Malinalli observó cómo, a su lado, la luna era atravesada por cuchillos de luz que la lastimaban e incendiaban toda. La luna, entonces, dejó de ser luna para convertirse en una lluvia de lágrimas que alimentaron la tierra seca, y de ella surgieron flores desconocidas que Malinalli, asombrada, nombró por primera vez, pero que olvidó por completo al despertar.Malinalli sacó una pequeña bolsa de manta que traía amarrada bajo su enredo y que contenía los granos de maíz que habían utilizado para leerle su suerte. Era un recuerdo viviente que siempre llevaba con ella. Había unido los granos de maíz por en medio con un hilo de algodón para asegurar su destino. Uno

Page 15:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

a uno, los pasaba entre sus dedos cada mañana mientras oraba, y ese día no podía ser la excepción; con gran fervor pidió a su querida abuela que la protegiera, que cuidara de su destino, pero, más que nada, pidió que le quitara el miedo, que le permitiera ver con nuevos ojos lo que había por venir. Cerró los párpados y apretó los granos de maíz fuertemente antes de continuar con su labor.Por su rostro escurrieron unas gotas de sudor provocadas, en parte, por el trabajo que estaba realizando en el metate y, en gran medida, por la humedad del ambiente que desde esa temprana hora se empezaba a sentir. La humedad no le molestaba para nada, por el contrario, le recordaba al dios del agua, que siempre estaba presente en el aire. Le gustaba sentirlo, olerlo, palparlo, pero esa mañana la humedad la incomodaba pues parecía estar cargada de un miedo insoportable. Era un temor que se metía bajo las piedras, bajo las ropas, bajo la piel.Era un miedo que se escapaba del palacio de Moctezuma, que cubría como una sombra desde el valle del Anáhuac hasta la región en donde ella se encontraba. Era un miedo líquido, que impregnaba la piel, los huesos, el corazón. Un miedo provocado por varios presagios funestos que se habían sucedido uno tras otro, años antes de que los españoles llegasen a estas tierras.Todos los augurios pronosticaban la caída del imperio.El primero de ellos fue una espiga de fuego que apareció en la noche y que parecía estar dejando caer gotas de fuego sobre la tierra.El segundo presagio fue el incendio que destruyó el templo de Huitzilopochtli, el dios de la guerra, sin ninguna explicación, sin que nadie hubiese encendido el fuego y sin que nadie lo pudiese apagar.El tercero fue un rayo mortal que cayó sobre un templo de paja perteneciente al Templo Mayor de Tenochtitlan; fue un golpe de sol que surgió de la nada, pues apenas caía una leve llovizna.El cuarto presagio fue la aparición en el cielo de una capa de chispas que de tres en tres formaban una larga túnica que atravesaba todo el cielo con su larga cola, saliendo por donde se mete el sol y dirigiéndose hacia donde éste sale. La gente al verlo daba alaridos de espanto.En el quinto presagio, hirvió el agua en una de las lagunas que rodeaban el valle del Anáhuac. El agua hirvió con tal furia y se levantó tan alto que destruyó las casas.El sexto presagio fue la aparición de Cihuacóatl, la mujer que se oía llorar por las noches diciendo: «¡Hijitos míos! ¿a dónde los llevaré? ¡Tenemos que irnos lejos!».El séptimo presagio fue la aparición de un ave desconocida que unos hombres que trabajaban en el agua encontraron y llevaron ante la presencia de Moctezuma.Era un pájaro ceniciento, como una grulla, que tenía en la cabeza un espejo. SÍ se miraba a través de él, se podía ver el cielo y las estrellas. Cuando Moctezuma miró por segunda vez el espejo, vio en la cabeza del ave a varias personas que se peleaban entre sí y lo tomó como un pésimo presagio.Y el octavo y último presagio fue la aparición de gentes deformes que tenían dos cabezas o estaban unidas por el frente o la espalda y que después de que Moctezuma las veía, desaparecían.Moctezuma, alarmado, mandó llamar a sus magos, a sus sabios, y les dijo:—Quiero que me digan si vendrá enfermedad, pestilencia, hambre, langosta, terremotos, si lloverá o no, díganlo. Quiero saber si habrá guerra contra nosotros o si vendrán muertes a causa de la aparición de aves con espejo en la cabeza, no me lo oculten; también quiero saber sí han oído llorar a Cihuacóatl, tan nombrada en el mundo, pues cuando ha de suceder algo en el mundo, ella lo interpreta primero que nadie, aun mucho antes de que suceda.

Page 16:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

En el silencio del amanecer, Malinalli podía jurar que había escuchado los lamentos, los llantos de Cihuacóatl, y sintió unos deseos irresistibles de orinar. Dejó la labor del metate y salió al patio. Se levantó el enredo y el huípil, se puso en cuclillas y pujó, pero el esperado líquido se resistía a dejar su cuerpo. Malinalli entonces se dio cuenta de que la sensación que tenía en el vientre provenía del miedo y no de una necesidad fisiológica. Extrañó a su abuela como nunca y recordó el día en que la habían regalado por primera vez.Era sólo una niña de cinco años.La idea de dejar atrás todo aquello querido por ella le resultaba aterradora.Temblaba de pies a cabeza. Le dijeron que sólo podía llevar lo indispensable y ella no lo tuvo que pensar ni un instante. Tomó un costalito de yute y dentro metió la herencia de su abuela: un collar y una pulsera de jade, un collar de turquesa, unos huipiles que la abuela le había bordado, unas figuras de barro que juntas habían modelado y unos granos de maíz de la milpa, que juntas habían cosechado.Su madre la condujo hasta la salida del pueblo. Malinalli, con su cargamento a cuestas, se aferraba a la mano de su madre, como queriendo hacerse una con ella.Como si ella misma —una frágil niña— fuese el propio Quetzalcóatl, luchando por fundirse con el sol para gobernar al mundo.Pero ella no era diosa y su deseo fue en vano. Su madre le soltó los pequeños dedos agarrotados, la entregó a sus nuevos dueños y dio media vuelta. Malinalli, al verla alejarse, se orinó y en ese momento sintió que los dioses la abandonaban.Que no iban a ir con ella, que el agua que escurría entre sus piernas era el signo de que el dios del agua la abandonaba, y lloró todo el camino. Dejó regadas sus lágrimas por las veredas que recorría como si fuera marcando el camino que años más tarde habría de seguir de regreso, esta vez en compañía de Cortés.La tristeza de ese aciago día se aminoró grandemente cuando en la madrugada, cansada de llorar, al observar las estrellas descubrió entre ellas a la Estrella de laMañana. Su corazón le brincó dentro del pecho. Saludó a su eterna amiga y la bendijo. En ese momento y a pesar de su corta edad —o tal vez gracias a ella—, a Malinalli le quedó muy claro que no había perdido nada. Que no había por qué tener miedo, que sus dioses estaban en todos lados, no sólo en su casa. Ahí mismo soplaba la brisa del viento, había flores, había canto, estaban la luna y la Estrella de la Mañana presentes, y al amanecer vio que el sol también salía por aquellas latitudes.Con los días comprobó que su abuela tampoco había muerto, vivía en su mente, vivía en la milpa donde Malinalli había sembrado los granos de maíz que había traído en su morral. Juntas, la abuela y ella habían seleccionado los mejores granos de su última cosecha para ser sembrados antes de la próxima temporada de lluvias.Malinalli ya no lo pudo hacer ni con las bendiciones de su abuela ni en su querido terruño; sin embargo, la siembra había sido un éxito. La milpa se llenó de enormes mazorcas, que estaban impregnadas de la esencia de la abuela y, después de la cosecha, Malinalli pudo entrar en comunión con ella cada vez que se llevaba una tortilla a la boca.La abuela había sido su mejor compañera de juegos, su mejor aliada, su mejor amiga a pesar de que con los años se había ido quedando ciega poco a poco. Lo curioso era que mientras la abuela menos veía, menos necesitaba los ojos. Ella no comentó a nadie que estaba perdiendo la vista. Se movía igual que

Page 17:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

siempre y sabía perfectamente dónde estaban todos los objetos. Nunca tropezó ni tampoco pidió ayuda. Parecía haber dibujado en su mente todas las distancias, los caminos y los rincones de su entorno.Cuando Malinalli cumplió tres años, su abuela le regaló figuras de barro y juguetes de arcilla, un vestido que ella misma había bordado, casi a ciegas, un collar de turquesa y una pequeña pulsera de granos de maíz.Malinalli se sintió muy amada. Acompañada de su abuela, salió al patio a jugar con todos sus regalos. Al poco rato una nube negra las cubrió y un fuerte trueno interrumpió la fiesta. Un relámpago llamó la atención de Malinalli. Era plata en el cielo. ¿Eso qué significaba? ¿Qué era ese brillo plateado en lo gris? Y antes de que la abuela contestara comenzó a granizar. El sonido fue tal que ya no se oyó una voz más. Sólo la voz del granizo que todo lo ensordecía.Malinalli y su abuela se guarecieron de la lluvia dentro de la casa. Cuando la lluvia cesó, Malinalli pidió permiso para salir a jugar. Entusiasmada y feliz, hundió sus manos en las piedras de hielo, levantó figuras, hizo círculos de hielo, hasta que éste poco a poco se fue volviendo agua. Jugó durante horas con el agua y el lodo.Manchó su vestido nuevo, sus rodillas y sus manos. Hizo muñecas de barro, pelotas de lodo y finalmente se cansó. Ya oscureciendo entró de nuevo a su casa y con una gran alegría le dijo a su abuela:—De todos los juguetes que me han regalado, los que más me gustan son mis juguetes de agua.—¿Por qué? —le preguntó la abuela.—Porque cambian de forma. Y la abuela le explicó:—Sí, hija, son tus más bonitos juguetes, no sólo porque cambian de forma sino porque siempre vuelven, pues el agua es eterna.La niña se sintió comprendida y le dio un beso a su abuela. Al recibirlo, la abuela notó que la niña olía a tierra mojada y que estaba llena de lodo de pies a cabeza. A la abuela no le molestó que hubiera ensuciado su vestido; tampoco la reprendió por haber desgastado tan pronto lo que con tanto esfuerzo sus ojos ciegos habían creado. Al contrario, le habló de la alegría que era obtener placer con el agua, con la tierra y con el viento. Que entregarse a ellos era una forma de gozar la vida.Después de la lluvia otra vez el calor se apoderó del clima y poco a poco se volvió insoportable. Malinalli, aunque ya era de noche, pidió permiso para salir nuevamente a jugar; la abuela, por ser su cumpleaños, se lo concedió. La anciana se sentó en el portal mientras su nieta jugaba y reía. Después de un rato, el silencio se hizo presente. No se oyó un sonido más.La abuela se alarmó y fue a buscar a su nieta, a la cual amaba más allá de la carne, más allá de la mirada, más allá de las estrellas. Caminando, tropezó con ella y descubrió que la niña se había quedado dormida encima del lodo. Con gran ternura la acarició, la cargó en sus brazos y la llevó dentro de la casa. La durmió en su regazo y se quedó contemplando las estrellas. No las podía ver con sus ojos del cuerpo pero sí con los del alma, y con ésos hacía tiempo que ella había dibujado en su corazón un planetario.Ese día la casa había estado en silencio y sólo el cascabel de la risa de Malinalli había llenado los espacios y las distancias del hogar. Sólo la abuela y Malinalli habían celebrado su cumpleaños pues su mamá había salido varios días antes, en compañía de un tlatoani, del cual estaba enamorada, para asistir como espectadores a la ceremonia del Fuego Nuevo que cada cincuenta y dos años se realizaba en esas tierras. Era un evento importante, pero la madre de Malinalli había tardado más de lo necesario en regresar.

Page 18:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Pasada la medianoche se oyeron las risas y el bullicio que hacían la madre de Malinalli y su nuevo señor. Venían alegres y muy animados, pues el hombre, al calor del Fuego Nuevo, le había propuesto matrimonio y ella, gustosa, había aceptado de inmediato. Ella lo invitó a pasar, le preparó una hamaca para que durmiera y cuando la madre de Malinalli se disponía a dormir, su suegra la interrumpió diciéndole:—Hoy hace tres años nació tu hija, hoy fue su cumpleaños, ¿por qué no estuviste con ella? ¿Por qué no tuviste el cuidado de poner sobre su pubis la concha roja?—Porque entonces cuando ella cumpla trece años tendría que hacerle la ceremonia del «nacer de nuevo» y yo ya no voy a estar ahí para hacerlo.—¿Cómo es eso de que no vas a estar a su lado?—No, porque la voy a regalar.—No puedes arrancarla de mí. Ella pertenece a mi corazón, ella pertenece a mi sentimiento, en ella está presente la imagen de mi hijo, ¿acaso lo has olvidado?La madre de la niña, con voz hiriente, le contestó:—Todo se olvida en esta vida, todo pasa al recuerdo, todo acontecimiento deja de ser presente, pierde su valor y su significado, todo se olvida. Ahora tengo un nuevo señor y tendré nuevos hijos; Malinalli será entregada a una nueva familia que se encargará de cuidarla pues ella forma parte del fuego viejo que yo quiero olvidar.La abuela reclamó:—No. Yo estoy aquí para regalarle el camino, para suavizar su existencia, para mostrarle que el sueño en el que vivimos puede ser dulce, lleno de cantos y flores.La nuera respondió:—No todos soñamos lo mismo. El sueño puede ser cruel, el sueño puede ser doloroso como el mío. Ella será entregada porque en esta vida se olvida todo.La abuela, con voz autoritaria, repuso:—Es notorio que no te causa llanto ni preocupación lo que pase con tu hija. Veo que has olvidado los consejos de tu padre y de tu madre. ¿Crees acaso que has venido a esta tierra a vociferar, a dormir y a despertar jocosamente con tu nuevo señor? ¿Has olvidado que fue el dios del cerca y del junto quien te dio a esa niña para que la enseñaras a conducirse en la vida? Si es así, deja que yo me encargue de ella. Deja que mientras yo tenga vida, Malinalli viva a mi lado.La madre de Malinalli accedió a la petición de la abuela y fue así que a partir de ese día la niña fue educada amorosamente por ella.Gracias a las largas pláticas que la abuela y su nieta sostenían, desde los dos años el lenguaje de la niña era preciso, amplio y ordenado. A los cuatro años, Malinalli ya era capaz de expresar dudas y conceptos complicados sin el menor problema. El mérito era de la abuela.Desde muy temprana edad, se había encargado de enseñarle a Malinalli a dibujar códices mentales para que ejercitara el lenguaje y la memoria. «La memoria», le dijo, «es ver desde dentro. Es dar forma y color a las palabras. Sin imágenes no hay memoria». Luego le pedía a la niña que dibujara en un papel un códice, o sea, una secuencia de imágenes que narraran algún acontecimiento. Podía ser un hecho real o imaginario. La niña pasaba largas horas dibujando y, por la noche, la abuela le pedía a Malinalli que le narrara su códice antes de dormir. De esta manera era como ellas jugaban. La abuela se divertía

Page 19:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

mucho descubriendo la imaginación y la inteligencia que su nieta tenía para interpretar las imágenes de un lienzo.Lo que Malinalli nunca se imaginó fue que su abuela estuviera ciega. Para ella, la abuela se comportaba normalmente y conversaba muy bonito, sentía que el timbre de su voz acariciaba su oído y despertaba en ella una enorme alegría; se podía decir que Malinalli estaba enamorada de la voz y los ojos de su abuela.Cuando la abuela narraba historias, Malinalli observaba sus ojos con una curiosidad desmedida pues veía en ellos una belleza que no había visto en ninguna otra persona. Lo que más le atraía era que los ojos de su abuela sólo se encendían cuando hablaba. Cuando la abuela quedaba en silencio, sus ojos perdían vida, se apagaban. Fue de manera accidental que descubrió que esto se debía a que no podía ver.Una tarde, cuando la abuela descansaba en el exterior de la casa, Malinalli se acercó en silencio y, sin hacer ruido, se puso muy cerca de su abuela. Traía un pequeño pájaro entre sus manos y le dijo:—Mira abuela, ¿ves cómo sufre? La abuela le preguntó:—¿Qué es lo que sufre?—¿No lo ves? Lo traigo en mis manos y está herido, me gustaría curarlo.—No, no lo veo, ¿de dónde está herido?—De una de sus alas.La abuela extendió las manos y Malinalli depositó en ellas la pequeña ave.Para Malinalli fue toda una sorpresa darse cuenta de que su abuela trataba de descubrir a tientas el daño en el ala del pájaro.—Citli, ¿cómo es que viéndolo todo, no ves nada? Si tus ojos no ven los colores, no ven mis ojos, no ven mi cara, no ven mis códices, ¿qué es lo que ven?La abuela le contestó:—Yo veo lo que está atrás de las cosas. No puedo ver tu cara, pero sé que eres hermosa; no puedo ver tu exterior, pero puedo percibir tu alma. Nunca he visto tus códices, pero los he visto a través de tus palabras. Puedo ver todas las cosas en las que creo. Puedo mirar el porqué estamos aquí y adonde iremos cuando dejemos de jugar.Malinalli empezó a llorar en silencio y su abuela le preguntó:—¿Por qué lloras?—Lloro porque veo que no necesitas los ojos para mirar ni para ser feliz —le respondió—, y lloro porque te quiero y no quiero que te vayas.La abuela, con ternura, la tomó entre sus brazos y le dijo:—Nunca me iré de ti. Cada vez que veas un ave volar, ahí estaré yo. En la forma de los árboles, ahí estaré yo. En las montañas, en los volcanes, en la milpa, estaré yo. Y, sobre todas las cosas, cada vez que llueva estaré cerca de ti. En la lluvia siempre estaremos juntas. Y no te preocupes por mí, yo me quedé ciega porque me molestaba que las formas me confundieran y no me dejaran ver su esencia. Yo me quedé ciega para regresar a la verdad. Fue una decisión mía y estoy feliz de ver lo que ahora veo.Había amanecido. Esa mañana la luz era más líquida y las nubes dibujaban fantásticos animales en el cielo. Malinalli, acompañada del recuerdo de su abuela, dejó la labor del metate y procedió a encender el fuego para calentar el comal en donde la masa se transformaría en tortillas. Lo hizo despacio y en respetuoso silencio. Era la última vez que lo encendería en ese lugar. Por un momento se dedicó a

Page 20:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

observar las formas del fuego tratando de adivinar su significado. El dios Huehuetéotl, el Fuego Viejo, le mostró sus mejores formas y colores. Las chispas, rojas y amarillas, se mezclaron con las verdes y azules para dibujar en los ojos de Malinalli mapas estelares, que la ubicaron en un lugar fuera del tiempo. Malinalli por un momento se llenó de paz. En este estado, modeló la masa con las palmas de sus manos y elaboró un par de tortillas que puso a cocer en el comal. La primera se la comió lentamente, hasta sentir dentro de su cuerpo la presencia de la abuela y del señor Quetzalcóatl. La otra la dejó quemar por completo y más tarde la molió en el metate hasta que la tortilla sólo fue una fina ceniza que lanzó al aire para dejar constancia de su presencia en ese lugar, para que el viento hablara por ella de su pasado, de su infancia, de su abuela.Realizada esta íntima y personal ceremonia, Malinalli procedió a empacar sus pertenencias. Metió en un saco de yute los collares que como herencia su abuela le había dejado, unos granos de maíz de su milpa, más unos cuantos granos de cacao; moneda de gran valor, para utilizarlas en caso de una necesidad. Al hacerlo, deseó ser igual de valiosa que un grano de cacao; si así fuera, sería altamente valorada y nadie se atrevería a regalarla así nomás.En cuanto tuvo listo el equipaje que la habría de acompañar, se dedicó a lavarse, vestirse y peinarse con esmero. Antes de partir, bendijo a la tierra que la había alimentado, al agua, al aire, al fuego y le pidió a los dioses que la acompañaran, que la guiaran, que le dieran su luz para conocer su mandato y su voluntad para poder cumplirlos. Pidió su bendición para que todo aquello que ella fuera a hacer o decir de ahí en adelante fuera de provecho para ella, para su pueblo y para la armonía del cosmos. Pidió al sol que le diera el poder de su voz para ser oída por todos y a la lluvia que la ayudara a fecundar todo aquello que sembrara.Cubrió con tierra las cenizas que quedaban de lo que para ella era su fuego viejo y partió, con sus quince años a cuestas y la compañía de su abuela y Quetzalcóatl en las entrañas.Aquel día, Cortés se había levantado de madrugada.No podía dormir. Durante la noche, los pocos ratos en que logró conciliar el sueño fueron interrumpidos por espantosas pesadillas. La más aterradora se derivaba de un sueño que había tenido años atrás, en el cual se había visto rodeado de gentes desconocidas que lo llenaban de atenciones y honores, tratándolo como a un rey. En su momento, ese sueño lo había llenado de felicidad y le había proporcionado la certeza de que él iba a ser alguien importante. Sin embargo, la noche anterior ese sueño se había convertido en pesadilla, los honores en burlas, en intrigas susurrantes, en cuchillos con ojos que se encajaban en su espalda... en muerte. Lo peor de todo era que, al abrir los ojos, el sueño continuaba, el miedo seguía ahí, agazapado en la oscuridad.La oscuridad no le gustaba, le achaparraba el alma. Durante sus largas travesías marinas siempre buscó en el cielo a la estrella Polar, la estrella de los navegantes, para no sentirse perdido. Cuando el cielo estaba nublado y no podía ver las estrellas, navegar sobre un mar negro lo llenaba de ansiedad.No entender el idioma de los indígenas era lo mismo que navegar sobre un mar negro. Para él, el maya era igual de misterioso que el lado oscuro de la luna. Sus ininteligibles voces lo hacían sentirse inseguro, vulnerable. Por otro lado, no confiaba del todo en su traductor. No sabía hasta dónde el fraile Jerónimo de Aguilar era fiel a sus palabras o era capaz de traicionarlas.El fraile le había llegado prácticamente caído del cielo. Sobreviviente de un naufragio años atrás, Jerónimo de Aguilar había sido hecho prisionero por los mayas. En cautiverio, había aprendido la lengua y las costumbres de aquella cultura. Cortés se había sentido muy afortunado cuando se enteró de su

Page 21:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

existencia y rápidamente lo hizo rescatar. De inmediato, Aguilar le proporcionó a Cortés información importantísima acerca de los mayas y, sobre todo, del imperio mexica, extenso y poderoso.Aguilar resultó muy útil como intérprete entre Cortés y los indígenas de Yucatán, pero no había mostrado habilidad alguna para la negociación y el convencimiento, ya que, de haberla tenido, las primeras batallas entre españoles e indígenas no habrían sido necesarias. Cortés prefería recurrir al diálogo que a las armas. Peleaba sólo cuando fracasaba en el campo de la diplomacia. Y pronto tuvo que hacerlo.Cortés había ganado la primera batalla. Su instinto de triunfo había logrado la derrota de los indígenas en Cintla. Desde luego, la presencia de los caballos y la artillería había jugado el papel más importante en esa su primera victoria en suelo extraño. Sin embargo, lejos de encontrarse con ánimo festivo y celebrando, un sentimiento de impotencia se había apoderado de su mente.Desde pequeño había desarrollado la seguridad en sí mismo por medio de la facilidad que poseía para articular las palabras, entretejerlas, aplicarlas, utilizarlas de la manera más conveniente y convincente. A todo lo largo de su vida, a medida que había ido madurando, comprobaba que no había mejor arma que un buen discurso. Sin embargo, ahora se sentía vulnerable e inútil, desarmado. ¿Cómo podría utilizar su mejor y más efectiva arma ante aquellos indígenas que hablaban otras lenguas?Cortés hubiera dado la mitad de su vida con tal de dominar aquellas lenguas del país extraño. En La Española y en Cuba había progresado y ganado puestos de poder gracias a la manera en que decía sus discursos, adornados con latinajos, luciendo sus conocimientos.Cortés sabía que no le bastarían los caballos, la artillería y los arcabuces para lograr el dominio de aquellas tierras. Estos indígenas eran civilizados, muy diferentes a aquellos de La Española y Cuba. Los cañones y la caballería surtían efecto entre la barbarie, pero dentro de un contexto civilizado lo ideal era lograr alianzas, negociar, prometer, convencer, y todo esto sólo podía lograrse por medio del diálogo, del cual se veía privado desde el principio.En este nuevo mundo recién descubierto, Cortés sabía que tenía en sus manos la oportunidad de su vida; sin embargo, se sentía maniatado. No podía negociar, necesitaba con urgencia alguna manera de manejar la lengua de los indígenas.Sabía que de otra forma —a señas, por ejemplo— le sería imposible lograr sus propósitos. Sin el dominio del lenguaje, de poco le servirían sus armas. Pensó que sería lo mismo que querer utilizar un arcabuz como un garrote, en vez de dispararlo.La velocidad de su pensamiento podía crear en fracción de segundos nuevos propósitos y nuevas verdades que le sirvieran para sostener la vida de acuerdo a su conveniencia. Pero estas ideas y propósitos descansaban en la solidez de su discurso.También estaba convencido de que la fortuna favorece a los valientes, pero en este caso la valentía —que la tenía de sobra— de poco serviría. Ésta era una empresa construida desde el principio a base de palabras. Las palabras eran los ladrillos y la valentía la argamasa.Sin palabras, sin lengua, sin discurso no habría empresa, y sin empresa, no había conquista.La noche que había precedido al nuevo día había llenado de pesadillas la mente de Moctezuma.El emperador había soñado con niños que caminaban desnudos sobre la nieve que cubría los volcanes Popocatepetl e Iztaccíhuatl. Lo hacían gustosos a pesar de que serían sacrificados para que Huitzilopochtli fuera alimentado. Moctezuma vio cómo esos niños fueron ahogados en un ojo de agua y cómo sus cuerpos flotaban.

Page 22:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Luego vio que el dios del agua caminaba encima de ellos y del cielo se desplomaban gruesas gotas de agua, las mismas que el emperador Moctezuma tenía en sus ojos al despertar. Después, sin estar dormido, imaginó que los cráneos de los niños serían los vasos donde todos ellos beberían agua.Su imaginación, al mismo tiempo, le provocaba espanto y placer. Y tal vez esto último fue lo que más lo horrorizó. De pronto, un violento viento abrió la puerta de golpe y dejó caer la luz del sol sobre la cara de Moctezuma. Luz y viento desayunaban sus ojos esa mañana.El aire, con violencia, movía las telas y arrancaba de su lugar lo acomodado, tiraba al piso los objetos del cuarto donde Moctezuma dormía. El terror se apoderó del mandatario y su mente fabricó a gran velocidad una serie de imágenes de castigos ejemplares: agujas de maguey que atravesaban la lengua y el pene; agujas sangrantes que hablaban de culpa, de la gran culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas porque su pueblo, el de los aztecas, había traicionado y deformado los principios de la antigua religión tolteca.Los aztecas eran un pueblo nómada que dejó de serlo cuando se estableció en Tula. El fundador mítico de Tula fue Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y Moctezuma estaba seguro de que la llegada de los españoles se debía a que Quetzalcóatl estaba de regreso y venía a pedirle cuentas. El terror al castigo del dios paralizó su enorme capacidad guerrera. De otra forma, habría aniquilado a los extranjeros en un solo día.

ISABEL ALLENDE

UNA VENGANZA

El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.

La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.

El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo

Page 23:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.

La última misión de Tadeo Cérpedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.

A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.

—El último tomará la llave del cuarto donde está mi hija y cumplirá con su deber —dijo el Senador al oír los primeros tiros.

Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendió por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.

—Es la hora, hija —dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.

—No me mate, padre —replicó ella con voz firme—. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.

Page 24:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.

Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres irrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.

—La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.

Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.

Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la

Page 25:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.

Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazmines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder, lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.

—¿Adónde va, don Tadeo? —preguntó el Prefecto. —A reparar un daño antiguo —respondió saliendo sin despedirse de nadie.

No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.

Page 26:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

—Por fin vienes, Tadeo Céspedes —dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.

—Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti —murmuró él con la voz rota por la vergüenza.

Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.

En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.

Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.

Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y

Page 27:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar.

Dos palabras

Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada.Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin en el universo y más allá.Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos.Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos de animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y sus ojos quemados por la reverberación de la luz.Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.

Page 28:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo más que su timidez.Se acercó a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.— ¿Qué es esto? —preguntó.— La página deportiva del periódico -replicó el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia.La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.— Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero Tiznao en el tercer round.Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas.Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas.Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.— A ti te busco —le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.

Page 29:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

— Por fin despiertas, mujer -dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida. Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.— ¿Eres la que vende palabras? —preguntó.— Para servirte, —balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al hombre más solo de este mundo.— Quiero ser Presidente, —dijo él.Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años durmiendo a la intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos.Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando alPalacio para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre.— Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un discurso? —preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus brazos.Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad del

Page 30:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba sujetándolo con la punta de los dedos.—¿Qué carajo dice aquí?—preguntó por último.—¿No sabes leer?— Lo que yo sé hacer es la guerra —replicó él.Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.— Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve, Coronel —aprobó el Mulato.— ¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer? -preguntó el jefe.— Un peso, Coronel.— No es caro -dijo él abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los restos del último botín.— Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas –dijo Belisa Crepusculario.— ¿Cómo es eso?Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusivo. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien. Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde él estaba sentado y se inclinó para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.— Son tuyas, Coronel —dijo ella al retirarse. —Puedes emplearlas cuanto quieras.El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por él. Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido

Page 31:    Web viewtratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de

de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria.La prensa se ocupó de él. Viajaron de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus seguidores y de sus enemigos.— Vamos bien, Coronel —dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.— ¿Qué es lo que te pasa, Coronel? —le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.— Dímelas, a ver si pierden su poder —le pidió su fiel ayudante.— No te las diré, son sólo mías —replicó el Coronel.Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte, el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.— Tú te vienes conmigo —ordenó.Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos.Tampoco estaba dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.— Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría —dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer.El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.