Tipos mexicanos
Tipos mexicanos
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Director De la colección
Álvaro Uribe
consejo eDitorial De la colección
Arturo Camilo Ayala Ochoa Elsa Botello López
José Emilio PachecoAntonio Saborit
Juan Villoro
Director FunDaDor
Hernán Lara Zavala
colección
Pequeños GranDes ensayos
Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCoordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
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Tiposmexicanos
Presentación decamilo ayala ochoa
universiDaD nacional autónoma De méxico2013
IGNACIO RAMÍREZ
EL NIGROMANTE
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Primera edición en la colección Pequeños Grandes Ensayos: 23 de agosto de 2013
D. R. © 2013 universiDaD nacional autónoma De méxico
Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, 04510, México, D. F.
Dirección General De Publicaciones y Fomento eDitorial
ISBN de la colección: 978-970-32-0479-3 ISBN de la obra: 978-607-02-4595-4
Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio, sin autorización escrita de su legítimo titular de los derechos patrimoniales.
Impreso y hecho en México
Ramírez, Ignacio, 1818-1879Tipos Mexicanos / Ignacio Ramírez ; presentación de
Camilo Ayala Ochoa. -- Primera edición92 páginas. -- (Colección Pequeños Grandes Ensayos)isbn: 978-607-02-4595-4
1. Características nacionales mexicanas. 2. México-- Vida social y costumbres. 3. México--Vida intelectual. I. Ayala Ochoa, Camilo, prologuista. II. Título. III. Serie
F1210.R35 2013
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Presentación
En 1947, Diego Rivera fue contratado por el
Hotel del Prado de la ciudad de México para
pintar en las instalaciones de su restaurante un
mural que entregaría al año siguiente bajo el tí-
tulo de Sueño de una tarde dominical en la
Alameda Central. En la obra confluían varios
personajes de la historia mexicana, entre ellos
Ignacio Ramírez, quien sostenía un pergamino
con la frase “Dios no existe”, que fue parte de su
discurso de ingreso a la Academia de Letrán,
pronunciado en 1836 y titulado “No hay Dios,
los seres de la naturaleza se sustentan por sí
mismos”. Por esa expresión, el arzobispo Luis
María Martínez se negó a bendecir el hotel en su
inauguración y los grupos católicos protestaron
a tal punto que la pintura fue raspada y terminó
siendo cubierta primero con un bastidor de
madera y más tarde con una cortina. La obra fue
nuevamente expuesta cuando en 1956 su autor
cambió la frase por “Conferencia en la Academia
de Letrán”.
El terremoto de 1985, que tanto cambió el
paisaje del centro de la capital mexicana, dejó
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al Hotel del Prado deteriorado en grado sumo y
tuvo que demolerse, pero el fresco de Rivera,
que en 1961 había sido trasladado al vestíbulo,
sobrevivió y actualmente está resguardado en
el Museo Mural Diego Rivera.
Lo anterior es una muestra de la tempestad
con que marcó su vida e imprimió a su nombre
Ignacio Ramírez Calzada, quien nació en 1818
en San Miguel el Grande, Guanajuato, y heredó
de su padre el gusto por la masonería, que en su
tiempo era una práctica ligada al liberalismo.
Fue abogado, político, ilustrador, periodista, li-
terato, maestro, antropólogo, economista, tra-
ductor y poeta; y pasó por todos los cargos
públicos imaginables: secretario de Guerra y
Hacienda del Estado de México, jefe Superior
Político del Territorio de Tlaxcala, secretario de
Gobierno de Sinaloa, juez de lo civil en la ciudad
de México, diputado constituyente entre 1856 y
1857, secretario personal del presidente de la
República, ministro de Justicia, Instrucción
Pública, Fomento, Agricultura, Comercio, Colo-
nización e Industria, jefe del Ayuntamiento de
la Ciudad de México, diputado en 1863, jefe del
Ayuntamiento del Distrito Federal, ministro de
la Suprema Corte de Justicia de la Nación des-
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de 1871 y ministro de Justicia e Instrucción
Pública en 1876 y 1877. Restableció el Instituto
Científico y Literario de Toluca, reorganizó la
Academia Nacional de Bellas Artes y de San
Carlos, restauró la Biblioteca Nacional, rehabi-
litó la Academia Nacional de Bellas Artes, pre-
sidió la Sociedad Mexicana de Geografía y
Estadística, constituyó la Sociedad de la Lengua
y creó la Sociedad Mutualista de Escritores
Mexicanos. Además fundó los periódicos Don
Simplicio en 1845 y Themis y Deucalión en 1848,
El Porvenir y El Clamor Progresista en 1857, La
Chinaca en 1863, La Insurrección en 1865 y El
Correo de México en 1867; y escribió en El De-
mócrata, El Mensajero, El Precursor, La Sombra
de Robespierre, Las Cosquillas, La Opinión, La
Estrella de Occidente, El Renacimiento, El Siglo
xix y El Monitor Republicano.
Con una hoja de servicios tan extensa, para
sus contemporáneos fue extraño que Ignacio
Ramírez viviera con humildad. No sólo eso; es
de los contados ejemplos de funcionarios probos
en la historia de México. El 12 de junio de 1879
se sintió enfermo y solicitó una licencia en la
Suprema Corte de Justicia para irse a su casa y,
tras tres días de dolorosa agonía, expiró. Sus
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cinco hijos, su madre Sinforosa Calzada y su
hermano, el general Juan Ramírez, no tenían
recursos para el sepelio por lo que, en la propia
casa del muerto, Ignacio Manuel Altamirano
escribió una carta a Ignacio L. Vallarta, a la sazón
presidente del Poder Judicial, quien se presentó
en la noche junto con el presidente de la Repú-
blica, Porfirio Díaz. Los funcionarios les anun-
ciaron que el gobierno se haría cargo de los
funerales y que la familia recibiría el sueldo que
por año y medio se le había retenido a Ramírez.
La humildad de la casa, sobre todo su casi inexis-
tente mobiliario, impresionó al presidente. La
estampa mortuoria corresponde al genio y la fi-
gura de un hombre que desde joven no cayó en
la tentación de buscar su beneficio, aunque tuvo
en sus manos enormes riquezas. No hay que ol-
vidar que él fue quien administró la confiscación
de bienes de la Iglesia católica.
En 1845, a la edad de 27 años, Ignacio Ramí-
rez fundó junto con Guillermo Prieto y Manuel
Payno el periódico satírico Don Simplicio,
“redactado por unos simples”. Los editores
fueron presentados en verso; y las letras delica-
das a Ramírez fueron: “Y un oscuro Nigromante /
que hará por artes del diablo / que coman en un
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establo / Sancho, Rucio y Rocinante / con el
Caballero andante”. Desde entonces, El Nigro-
mante sería su nom de guerre.
En El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra, los
nigromantes son magos discípulos de Zoroastes
que socorren a los caballeros andantes. A uno
de ellos le atribuye Don Quijote que trocara a
una reina en particular doncella; y a otro más,
llevar por los aires a Sancho Panza al Toboso
para que pudiera entrevistarse con Dulcinea.
Zoroastes es Zoroastro o Zaratustra, el agorero
persa que escribió las muy antiguas letras del
Avesta y, según Plinio el Viejo, ha sido el único
hombre que nació sonriendo. A Ignacio Ramírez
bien pudo gustarle la alegoría de quien tiene el
conocimiento para transformar la realidad;
aunque David R. Maciel lo aprecia de otra forma,
porque para él ese seudónimo periodístico es
una postura en contra de la desbocada y quijo-
tesca imaginación de los dirigentes del país.
Lo cierto es que el terrible sobrenombre de
Ignacio Ramírez representó para sus contempo-
ráneos un sacrilegio, una profanación, una
protesta contra las creencias religiosas. Y es que
el cristianismo arremetió desde muy temprano
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contra la magia, la adivinación, la astrología y la
nigromancia. Los apóstoles Pedro y Juan se
enfrentaron con grandes esfuerzos y derrota-
ron a Simón el samaritano, conocido como el
Mago. En el Nuevo Testamento la confronta-
ción es verbal; en escritos apócrifos Simón
tenía el poder de elevarse en el aire. Las pros-
cripciones de lo esotérico se formularon en
los concilios de Ancyra de 314, Laodicea de
363, Vannes de 461, Agde de 506, Orleáns de 511
y Auxerre de 518; y a partir del Concilio Latera-
no de 1179 se equiparó a la brujería con las
manifestaciones heréticas.
La catolicidad encontró un problema en la
nigromancia o necromancia, más aún si en la Bi-
blia se encuentra documentado el caso de Saúl,
el primer rey israelita, que en la víspera de la ba-
talla contra los filisteos en el valle de Jezrael
consultó en Endor a una mujer a través de la cual
el profeta Samuel habló y le predijo su muerte,
la de sus hijos y la ascensión de David al trono.
Ya san Agustín se había opuesto vigorosamente
contra todas las artes mágicas; pero a partir del
siglo xiii, con Pedro Hispano, Alberto Magno y
santo Tomás de Aquino, se toma una posición
más definida contra la magia negra. Sin embargo,
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en 1258 el papa Alejandro iv solicitó a sus inqui-
sidores perseguir sólo los sortilegios que pare-
cieran heréticos; y esa actitud titubeante
terminó cuando en 1327 el papa Juan xxii firmó
la bula Super illius specula contra los nigroman-
tes o aquellos que se alían con la muerte y hacen
un pacto con el infierno.
Para Emilio Arellano, quien forma parte de
la estirpe de Ignacio Ramírez, su consanguíneo
escogió llamarse El Nigromante porque se
identificó con su definición: “el que habla con
los muertos para conocer el futuro”. Algo de
verdad debe de haber en esto. Para Cicerón los
hombres pensaban en ultratumba cuando legis-
laban, instituían, ordenaban el Estado, por la
misma razón que hacía prescribir a Estacio en
los Sinefebos, en tono de admiración en tercera
persona: “siembra él árboles que al otro siglo
sirvan”. El Nigromante pensaba en el futuro al
educar a una sociedad e instituir un país. Traba-
jó para que su voz, desde el sepulcro, siguiera
escuchándose.
El siglo xix mexicano está sembrado de pa-
radojas. Un grupo de conservadores trajo a un
príncipe europeo para que gobernara y pronto
se dieron cuenta de que el emperador Maximi-
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liano, impuesto bajo la protección francesa,
sostenía un proyecto constitucional, la Acte
fondamentale, de expresión netamente liberal.
El campeón del liberalismo, Benito Juárez Gar-
cía, llegó a presidir la Suprema Corte de Justicia
y como tal asumió el gobierno de la República
sin que el presidente constitucional renunciara,
y en las ocasiones en que llamó a elecciones,
compró votos y manipuló los resultados. De esa
forma Juárez permaneció 174 meses en el poder
implementando disposiciones centralistas como
la pérdida de la autonomía de los poderes Legis-
lativo y Judicial, el control de los funcionarios
estatales y locales y el uso del ejército como
mecanismo de presión.
Hay más contrasentidos, como el de que
Maximiliano fuera el introductor del traje de
etiqueta de charro, que aún llevan los mariachis,
y Juárez se empeñara en vestir a la europea con
levita, chistera, bastón y guantes. Pero la mayor
incongruencia que se presenta a quienes leen
con atención y sin prejuicios la historia mexica-
na es la enemistad entre Benito Juárez e Ignacio
Ramírez durante los últimos años de sus vidas,
que algunos explican por el distinto grado de
liberalismo que estos personajes profesaban.
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Bajo esa lógica, Juárez sería un moderado o un
político realista y Ramírez un exaltado o un de-
mócrata impaciente.
La verdad es que Ignacio Ramírez, autolla-
mado El Nigromante, fue un intelectual inso-
bornable que sostuvo sus opiniones sin importar
que lo llevaran a la persecución, la cárcel, la
pobreza y el desprecio. Combatió las arbitrarie-
dades y la ilegitimidad de los gobiernos de An-
tonio López de Santa Anna, Ignacio Comonfort,
Maximiliano de Habsburgo, Benito Juárez, Mi-
guel Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. No se sumó
a la adulación ni transigió en la búsqueda de un
país educado, que respetara las libertades de
conciencia y de creencias, con justicia y sin
pobreza; y entregó, para conseguirlo, su patri-
monio y su tranquilidad.
Dos veces el francés Victor Hugo —autor de
Nuestra señora de París, La leyenda de los
siglos y Los miserables— escribió para interce-
der a favor de condenados a muerte en México:
en 1866 logró que a El Nigromante le fuera
conmutada la pena por el destierro a Estados
Unidos de América; y un año después le escribió
a Juárez para pedir por la vida de Maximiliano:
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Los principios se afirman, sobre todo, brindando
protección a nuestro enemigo. La grandeza de
los principios está en ignorar. Los hombres no
tienen nombre ante los principios, los hombres
son el Hombre. Los principios no conocen sino a
sí mismos. En su estupidez augusta no saben sino
esto: la vida humana es inviolable.
Ignacio Ramírez era un hombre de principios.
El 15 de mayo de 1867 Maximiliano de Habsbur-
go, en señal de rendición de la plaza de Queré-
taro, entregó su espada al general Mariano
Escobedo, que tenía el mando del ejército repu-
blicano. El 19 de junio siguiente, tras un proceso
militar, fueron fusilados en el Cerro de las Cam-
panas Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás
Mejía. Para El Nigromante esas ejecuciones no
sólo eran inhumanas sino anticonstitucionales:
Pero ¡matar a un hombre con las formalidades de
un juicio! No culpamos al Consejo de Guerra; sus
miembros tenían obligación de obedecer; pero el
superior y el gobierno, a quienes se permite y toca
deliberar, ¿buscaron la venganza? Eso es indigno.
¿Quisieron imponer un castigo? La primera de las
leyes, la Constitución, protegía la cabeza del reo.
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17•
¿Procuraron impedir un nuevo crimen de parte de
Maximiliano? ¿Sabían, por ventura, que volvería al
trono de México? La Europa y el criminal no les
merecían ninguna consideración, pero debieron
respetar la Constitución que les ha concedido las
armas para salvarla y no para corromperla.
Salvando a Maximiliano y sus cómplices en
nombre de nuestro Código, ¡con cuánto respeto,
con cuánta admiración hubiera sido proclamada
como divina la primera ley que contiene palabras
de vida para nuestros enemigos! “Los títulos de la
humanidad se han encontrado, dirían los pueblos;
el Congreso de 1857 estaba compuesto de Mesías;
Juárez ejerce un sacerdocio.” Ahora somos unos
legisladores vulgares.
Si los que convirtieron las tablas de la ley en
una piedra de sacrificios como la de Huitzilopo-
chtli pueden, consultando con su conciencia, jurar
que han salvado a la patria, dignos son de respeto
por sus servicios, y de piedad porque la suerte
los condenó a tan duro ministerio; levanten con
mano firme el corazón de la víctima y declaren
los agüeros de su propia fama ya que la patria no
necesita de tan funestos auspicios.
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18•
El conflicto entre Ignacio Ramírez y Juárez no
fue personal, sino de valores ideológicos y mo-
rales. Ramírez nunca se definió como juarista ni
vio en el oaxaqueño la encarnación de la Repú-
blica, sino que lo consideró como un compañe-
ro de lucha que se aprovechó de la situación.
¡Alegraos, naciones extranjeras! Cuando abando-
nasteis los campos de batalla, levantamos frente a
vuestros reyes y caudillos al más despreciable de
nuestros personajes, como un insulto. Lo fuimos
a buscar al confín de la nación, donde se había
ocultado en cuclillas, palpitante bajo los pliegues
de una bandera extranjera, mientras los buenos
mexicanos medían sus armas contra los invasores.
¿Qué cosa puede saber Juárez que no sepan mil,
diez mil, cien mil en la nación? Los insensatos que
recomiendan a Juárez como un hombre necesario
no tienen el instinto de que, procediendo de este
modo, se degradan a sí mismos. Es estimarse en
muy poco, no digamos ya como republicano, sino
como hombre, el creerse incapaz de hacer lo que
ha hecho Juárez.
Para Ramírez era incomprensible y reprobable que
alguien se sintiera superior a los demás, que se
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concibiera imprescindible y se identificara con el
poder al punto de no abandonarlo. Por eso no le
tembló el pulso para denunciar a Juárez como un
dictador que empleaba el presupuesto público en
[…] mantener un ejército inconstitucional, ga-
nar votaciones, comprar las urnas electorales,
imponer gobernador en los Estados, asesinar a
los ciudadanos, enriquecer agiotistas, festejar
protectores personales, organizar el espionaje,
asalariar cantones, y mantener las mulas y los
lacayos de palacio.
Ésa es la razón por la que la historia oficial ha
resaltado la participación de El Nigromante en
la elaboración de la Constitución de 1857 y las
leyes de Reforma, pero guarda silencio en torno
a su vida y su labor como crítico del sistema
político, como periodista y educador. Para esa
clase de historia, Ignacio Ramírez debe seguir
siendo una tumba en la Rotonda de las Personas
Ilustres, una estatua en el Paseo de la Reforma
o el rótulo de una calle. Y sólo existe el gran li-
beral de la Revolución de Ayutla de 1854 pero
no el del Plan de la Noria de 1871 o el del Plan
de Tuxtepec de 1876.
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20•
El Nigromante fue un lector voraz y el gusto por
la lectura lo llevó a escribir. Es legendaria la
fiebre amorosa que lo atacó después de la muer-
te de su esposa, Soledad Mateos Losada, por una
joven, Rosario de la Peña y Llerena, que también
fue cortejada por Manuel M. Flores, Luis G.
Urbina, José Martí y Manuel Acuña. Pensando
en ella El Nigromante escribió:
¿Por qué, Amor, cuando espiro desarmado,
de mí te burlas? Llévate esa hermosa
doncella tan ardiente y tan graciosa
que por mi oscuro asilo has asomado.
En tiempo más feliz, yo supe, osado,
extender mi palabra artificiosa
como una red, y en ella, temblorosa,
más de una de tus aves he cazado.
Hoy de mí mis rivales hacen juego,
cobardes, atacándome en gavilla;
y libre yo, mi presa al aire entrego.
Al inerme león el asno humilla;
vuélveme, Amor, mi juventud, y luego
tú mismo a mis rivales acaudilla.
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21•
*
En 1838 comenzó a publicarse en Inglaterra, por
entregas, la obra Heads of the People: or Por-
traits of the English; y entre 1840 y 1841 apare-
ció reunida en dos volúmenes. El proyecto
editorial reunió a varios escritores para mostrar
diversos tipos sociales, como la cantinera, la
costurera, el deshollinador o el aprendiz de
imprenta, personajes que se acompañaron de un
grabado. Esa clase de sociología fue admirada
por quienes buscaban la identidad de un pueblo.
En Francia se publicó la traducción sincroniza-
da de las entregas y la obra reunida como Les
anglais peints par eux-mêmes; pero desde 1839
se produjo la adaptación nacional, Les français,
Moeurs contemporaines que cambió su título a
Les français peints par eux-mêmes.
El editor, impresor y librero Ignacio Boix
adecuó el modelo editorial para el público en
lengua española. También por entregas presen-
tó Los españoles pintados por sí mismos, obra
escrita por varios autores e ilustrada con viñetas.
El primer volumen de colección fue encuader-
nado en 1843 y el segundo al año siguiente. La
industria editorial iberoamericana retomaría el
concepto en 1847 con Las habaneras pintadas
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por sí mismas en miniatura, en 1852 con Los
cubanos pintados por sí mismos y en 1854 con
Los mexicanos pintados por sí mismos.
La adaptación mexicana del modelo “pinta-
dos por sí mismos” fue un proyecto de Manuel
Murguía Romero que se vendió principalmente
por suscripción a partir de octubre de 1854.
Murguía había fundado su librería el 11 de junio
de 1846 en el Portal del Águila de Oro, y es cu-
rioso que el mismo año en que salió a la luz Los
mexicanos pintados por sí mismos, la librería
de Murguía había mandado imprimir la primera
edición del himno nacional. En 1855 los ejem-
plares comenzaron a venderse en forma de ál-
bum, sin presentación o prólogo.
Los autores de Los mexicanos pintados por
sí mismos formaban parte de una sociedad de
literatura y sus textos no aparecieron con firmas
individuales. Además de El Nigromante, los
escritores fueron Niceto de Zamacois, Juan de
Dios Arias, Hilarión Frías y Soto, José María
Rivera y Pantaleón Tovar. Las finas litografías
de la edición son obra de Hesiquio Iriarte y
Andrés Campillo, dignos herederos de la tradi-
ción gráfica novohispana de representación de
los tipos oriundos que encontramos en biombos,
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rodastrados, cuadros de castas, figuras de cera
y nacimientos.
En Los mexicanos pintados por sí mismos
encontramos la caracterología y actitudes psi-
cológicas de los tipos populares, la descripción
de modos de vestimenta y lenguaje, y una crí-
tica social con tono irónico. Por sus páginas
transitan 35 tipos: el aguador, la chiera, el
pulquero, el barbero, el cochero, el cómico de
la lengua, la costurera, el cajero, el evangelista,
el sereno, el alacenero, la china, la recamarera,
el músico de la cuerda, el poetastro, el vendu-
tero, la coqueta, el abogado, el arriero, el juga-
dor de ajedrez, el cajista, la estanquillera, el
escribiente, el ranchero, el maestro de escuela,
la casera, el criado, el mercero, la partera, el
ministro, el cargador, el tocinero, el ministro
ejecutor, el panadero y la lavandera.
Los tipos populares de los que se ocupó El
Nigromante fueron el abogado, el alacenero, la
coqueta, la estanquillera y el jugador de ajedrez.
Más de un siglo y medio tienen estos escritos y
no han perdido su embocadura irónica.
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el alacenero
i
Nos patribus longe praestamus avisque.
Esteneo según Galeno
Introducción
Valemos más que los conquistadores y que los
aztecas en materia de comercio. Los indígenas
explotaban solos sus negociaciones; los españo-
les dividían el trabajo y las ganancias con los
americanos: pero nosotros, sus felices descen-
dientes, hemos abandonado las especulaciones
mercantiles a los extranjeros, reservándonos el
caminar de aldea en aldea con una pacotilla bajo
el brazo, o bien cuando nuestro cajón de merca-
dería se ha engrandecido al arrimarlos a las
columnas de los portales. He aquí el único tipo
que ha quedado del negociante mexicano: y no
será difícil que dentro de breves días las ancianas
venidas del Támesis y el Sena con extendidos
pies naturales, y largos rizos comprados, invadan
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no solamente las alacenas, sino que clamen por
la noche en lugar de nuestras indias: Aquí hay
pato, mi alma, tortilla con chile.
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27•
ii
etimoloGía
Unde habeas quarit nemo, sed oportet habere.
Juvenal
Ignoramos si hay algún nombre castizo o alguna
palabra francesa mal españolizada, o por lo
menos alguna expresión técnica sacada del
idioma griego, para expresar con propiedad
aquella clase de comerciantes que tienen su
negociación en una alacena: para suplir esta
ignorancia y por razones obvias los llamamos
nosotros alaceneros, pues necesitábamos un
nombre para el encabezamiento de nuestro ar-
tículo, y teníamos por otra parte, a favor del
bautismo que nos hemos atrevido a hacer, la
famosa regla unde habeas &c., y esta regla es
tanto más oportuna cuanto que nuestros alace-
neros en sus tratos y contratos la siguen estric-
tamente.
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