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TIEMPOS DE ARENA Antología coordinada por Jesús Mesado Sánchez y Sara Cáceres Gabriel
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Aug 29, 2019

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TIEMPOS DE ARENAAntología coordinada por

Jesús Mesado Sánchez y Sara Cáceres Gabriel

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Primera edición: Febrero de 2018Nº registro legal: 1802125757659Attribution-NonCommercial-NoDerivatives4.0De la ilustración de la cubierta: © Lorena Gil Rey 2018De las ilustraciones interiores: © Sergio Ramos PérezAutor: VV,AA,Maquetación: Lorena Gil Rey

Vuelo de Cuervos:Mail: [email protected]: vuelodecuervos.blogspot.com.esTwitter: @VCuervosFacebook: @vuelodecuervo /vuelodecuervoDescaga nuestras revistas y antologías en LektuVisionado On-Line de las Revistas de Vuelo: ISSUUPágina en blanco:Mail: [email protected]: www.acpaginaenblanco.esTwitter: @pagblancoFacebook: paginaenblancoac Dirección de Vuelo de Cuervos:Lorena Gil ReyCoordinación de entrevistas y traducción de Vuelo de Cuervos:Aitor Heras y Lara GuardiolaGestión de Marketing, publicidad y eventos en Vuelo de Cuervos:Jesús Mesado, JM Segura

No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por

registro y otro método, sin el permiso previo del autor.Todos los personajes y sucesos en esta publicación, más allá de los que son claramente de dominio público, son ficticios y cualquier parecido

con la realidad es pura coincidencia.

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ÍNDICE

PRÓLOGOJesús Mesado Sánchez

DIBLOCJuan Manuel Sánchez Villoldo

EL AROMA DE LA VICTORIAJLF Caronte

HILOS DE SANGREÓscar Lamela Méndez

CRÓNICA DE INDIASÁngel G. Ropero

HÉROESAitor Heras Rodríguez

ECOS DEL SILENCIOJuanma Nova García

EPÍLOGOLorena Gil Rey

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PRÓLOGOJesús Mesado Sánchez

Cuando coges un puñado de arena e intentas retenerla te es imposible, se escapa entre los dedos, entre las pe-

queñas aberturas que quedan en tu puño, intentas mojarla y aun así, aunque sabes que caerá y huirá de ti, vuelve a rechazar cualquier trampa para que quede ahí, donde tu quieras, para poderla mirar, observar y captar la formada a lo largo del tiempo, de los años ya pasados. ¿Cuántas perso-nas habrán visto los mismos granos? ¿Cuántas historias po-dría contarnos un puñado de arena? El tiempo, inmortal, se presta a ser cómplice porque al igual que ella, también se nos escapa entre las manos sin que nos demos cuenta; podríamos llamarlos tiempos de arena, tiempos ya pasados que ya no volverán pero que podemos recordar. Vivencias desde el principio de los tiempos, desde el primer grano movido por el viento y el primer segundo de existencia.

Dicho esto, en esta antología de relatos encontraréis seis historias muy diferentes entre sí, que transcurren en seis épocas muy distintas. Sin embargo, hay una cosa que todas tienen en común, y es que sus seis autores nos trans-portaran con sus relatos a diferentes momentos temporales donde nos bridarán con unas historias rebosantes de vida. Comenzando con el relato de Juan Manuel Sánchez Villoldo que está ambientado en la prehistoria. Continuando con el relato de Jlf Caronte en la Edad Antigua. Que sigue con la historia de Óscar Lamela Méndez que transcurre en la Edad

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Media. A continuación, cruzaremos la Edad Moderna con la historia de Ángel G. Ropero. Prosiguiendo con el relato de la Edad Contemporánea de Aitor Heras Rodríguez. Para concluir con la última historia que tiene lugar en la Edad Espacial escrita por Juanma Nova García.

Ante vosotros, tenéis seis fabulosas historias que os ha-rán viajar por el tiempo conociendo cada una de las di-ferentes edades que se componen en nuestro marco his-tórico. Escritas por personas que deslumbran una amplia imaginación y un gran potencial literario, y por supuesto, no podemos olvidarnos del inmenso talento que tiene el ilustrador Sergio Ramos Pérez, que es quien ha plasmado con sus dibujos cada una de las historias que componen esta antología.

La idea surgió de Vuelo de Cuervos, como enlace para dar a conocer a escritores e ilustradores; nos embarcamos en la aventura de ayudar a la Asociación Página en Blanco, que también lucha por promover la literatura y la cultura. Escritores de ambos lados y el ilustrador mencionado ante-riormente, han puesto su granito de arena para que tú, sí, tú conozcas su trabajo, nuestro trabajo y puedas, así, for-mar parte de este camino tan bonito y cargado de ilusión.

Por ello, tengo la certeza y la seguridad de que disfru-taréis de estas seis historias, y confío que cada una de ellas se quede en lo más profundo de vuestros corazones para que con el paso del tiempo no se pierdan y no queden en el olvido.

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DIBLOCJuan Manuel Sánchez Villoldo

El Joven Mariscador miró al promontorio sobre su ca-beza. El Que Mira las Estrellas permanecía de pie, con

sus piernas torcidas asentadas con firmeza sobre la roca. El humo arrastraba al son de la brisa los aromas de las plantas secas que se quemaban en una concavidad de la piedra. La voz ronca y gutural del oficiante repartía por la playa una monótona salmodia que el Joven Mariscador era incapaz de entender. Su padre, el Viejo Mariscador, le había explicado muchas veces a la cambiante luz de la hoguera cómo los Que Miran las Estrellas tenían una forma única de hablar con los espíritus del aire y del agua. A sus catorce años re-cordaba haber visto al chamán encaramarse a aquella roca muchas veces para hablar con el cielo y con el mar.

¡Viento que vienes del frío! ¡Cállate!¡Aliento que sale del mar como la bruma de la montaña!

¡Aléjate!¡Espíritu de las tormentas! ¡Ven a visitar a tu pueblo! ¡Rie-

ga las plantas que nos dan de comer! ¡Limpia el fango del lecho del río! ¡Danos el agua para beber!

Todo el pueblo se tumbó boca abajo con la cara ente-rrada en la arena. Los viejos lo hicieron de forma natural, acostumbrados a aquella liturgia. Los más jóvenes tuvieron que mirar antes de imitar los movimientos rituales, teme-

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rosos de que la ceremonia pudiera fallar por su culpa de su sinexpertas reverencias.

El Que Mira las Estrellas añadió un puñado de plantas aromáticas al cuenco y una nube de humo fragante dio so-porte sus palabras. Levantó los brazos y retiró de su rostro la máscara ritual hecha de corteza de árbol y plumas de ave teñidas de rojo intenso.

¡Mira al pueblo de la cueva cómo yace a mis pies! ¡Soy la voz que manda a los espíritus! ¡Yo te ordeno que antes de la próxima luna, vuelvan las tormentas que nos has robado, que se retire la espuma de mar del alto de las montañas y que los días vuelvan a ser largos y cálidos, como lo eran antes de que llegara el frío! ¡Obedece al que Mira las Estrellas, como obede-ciste a mi padre y al padre de mi padre y a otros antes de que el Gran Oso se los llevara!

Durante unos instantes solo se escuchó el rugido de las olas a espaldas de los hombres tumbados en la arena. El Joven Mariscador levantó la mirada con disimulo. Todos estaban allí. Solo algunas ancianas se habían quedado en las cuevas con los niños, que podrían interrumpir el rito por ser demasiado pequeños para entender la importancia de aquella ceremonia.

Casi todos lucían prendas nuevas aquel atardecer. Unos llevaban pieles recién curtidas, teñidas con tierras o con plantas, que le daban algo de color y mitigaban el inten-so olor de las cabras. Los más afortunados llevaban cueros blanqueados conseguidos de los nómadas, quienes de vez en cuando se acercaban hasta la costa para cambiar su mer-

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cadería por conchas marinas y esponjas, incluso por ali-mento fresco. El Joven Mariscador no era tan afortunado. Las afiladas rocas cortaban las pieles que le servían de botas y el agua del mar destruía sus vestimentas, que terminaban secas y quebradizas como la corteza del árbol que curaba las heridas. En su lugar llevaba en su antebrazo un brazalete hecho de tendones y cuentas que había aprendido a pulir y a perforar, y que soportaban bien el ataque de agua salada.

—¡Baja la cabeza!La voz del Viejo Mariscador le sorprendió y no tuvo

más remedio que obedecer. No era su auténtico padre, en realidad no sabía quién lo era, pero eso no mermaba su autoridad. Supo que sería castigado por ese atrevimiento, pero, al menos, el Que Mira las Estrellas no se había dado cuenta de su travesura.

La ceremonia concluyó y el pueblo se retiró a las cue-vas. Todos menos ellos dos. Los mariscadores eran malditos para el pueblo. Ni tan siquiera los que enterraban a los muertos eran tan rechazados como ellos.

El pueblo temía al mar. Lo consideraban una frontera puesta por los espíritus para que los hombres no se adentra-ran en el reino de los muertos, donde reinaba el Gran Oso. El río tributaba al mar los animales muertos que encontra-ba en su camino, en ocasiones incluso hombres. El agua salada se los tragaba y los devolvía en forma de pequeñas criaturas envueltas en piedra que se pegaban a las rocas. Los mariscadores se alimentaban de ellos, pero no el pue-blo, aunque admiraban las conchas y la madreperla con la que mercaban con los nómadas o fabricaban herramientas, adornos e incluso pequeños juguetes.

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—¿Es que te has vuelto loco —preguntó muy enfadado el Viejo mientras se refugiaban bajo el sombrajo de ramas y pieles que les servía de hogar—. ¿Es que no has aprendido nada?

El Joven bajó la cabeza ante los gritos de su padre. Cuando se enfadaba sus enormes y prominentes cejas pare-cían más hirsutas aún, y hacían sombra a la gran nariz bajo sus ojos. Estaba tan enfadado que la saliva se le escapaba de su boca festoneada de enormes dientes desordenados.

—¡¿Niegas tu desobediencia?! —la voz ronca del Viejo hizo temblar al muchacho—. ¿Y si no vienen las lluvias?

—Siempre vienen, Padre —se defendió el muchacho.—¡Porque siempre se respeta al Que Mira las Estrellas!

—bramó como un trueno—. ¿Y si esta vez no hay agua para beber?

—Entonces querrá decir que la magia no es tan fuerte, si la mirada de un maldito sirve para pararla.

El ataque del Viejo Mariscador fue tan fulminante que el Joven no lo vio venir. La mano abierta del padre estalló en la cara del muchacho que cayó sobre una pila de con-chas rotas que se clavaron en su espalda y en su pierna. La sangre comenzó a correr sobre su piel. No se atrevió a moverse, temeroso de que eso hiciera crecer la ira del Viejo.

—¿¡Te atreves a insultar a los espíritus!? ¡Que ellos de-jen su maldición fuera de mí!

El Joven abandonó la choza entre asustado y enfadado. Tenía sus dudas sobre el hechicero, pero no podía preocu-parse por ello; tenía otras prioridades. Un corte en su pier-na sangraba mucho, y el montón de conchas sobre el que había caído estaba lleno de arena y parte de ella se había

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introducido en las heridas. Sabía que esas heridas termina-ban mal. Había visto miembros negros y malolientes por heridas menores que la suya.

Fue con la pierna a rastras hasta las cercanías de la cue-va. Era un mariscador y no le permitirían entrar en ella. Un niño se quiso acercar a él pero su madre salió y se lo llevó como si temiera por su vida.

—¿Qué buscas aquí? —preguntó un anciano—. Hoy no es día de trueque.

—Estoy herido —Respondió el Joven—. Quiero ver al que Habla con el Bosque.

—¿Para qué, Mariscador? —el hombre dio un paso con agresividad—. Las heridas se curarán solas. El agua de mar las secará.

—No anciano. El agua las hará escocer, pero el mal se ha metido dentro, y sin las hierbas que curan, mi pierna se hinchará y yo tendré mucho calor… Lo he visto antes. Recuerda al hijo de El que Caza. Le mordió una alimaña y murió en pocas lunas. Si yo muero, ¿quién mariscará? El Viejo está llegando al fin de sus días…

Varias cabezas se volvieron hacia él. El Joven vio varias chicas adolescentes esconder una risita antes de seguir una sentada tras la otra quitándose los parásitos del pelo. Una punzada de amargura cruzó su pecho. Él nunca tendría una mujer; los malditos no se casaban.

—¡Guardián de la Cueva! —una voz tronó sobre el res-to de conversaciones interpelando al anciano—. Tú ocúpa-te de las mujeres y deja las heridas para mí.

El que Habla con el Bosque era un anciano también,

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sin embargo era impresionante. Pese a su edad, tenía la voz de un trueno y sobrepasaba en casi una cabeza al joven más alto de la tribu, incluido el Joven Mariscador. Las pieles con las que se cubría eran blancas, preparadas por él mismo, lo mismo que las botas, a las que había añadido de una suela hecha de una corteza flexible que protegía sus pies cuando entraba entre los espinos en busca de hierbas. Aparte de eso, solo unos collares de cuentas y conchas marinas, entre los que el Joven reconoció algunos hechos por él mismo, evidenciaban su autoridad y posición entre el pueblo.

Se acercó al muchacho mientras dejaba en silencio a todos los que curioseaban desde la boca de la cueva.

—¿Cómo te has hecho eso, muchacho? —preguntó con la seguridad de conocer la respuesta—. ¿Te ha herido el Viejo? ¡Ese oso enfadado lleno de pulgas! —rio—. Ya es muy anciano para aprender a comportarse. Déjame ver… Estos cortes están muy sucios. Ven: acompáñame.

Caminaron varios minutos sobre una senda que los condujo hasta el corazón del bosque, donde el anciano prendió un fuego con pedernal y un poco de hierba seca. Después sacó de su morral un pequeño cuenco de piedra en el que vertió algo de agua de una especie de calabaza. Puso todo sobre el fuego y esperó a que borboteara.

—Esto tomará un tiempo —dijo sin mirar al mucha-cho—. Te vi en la ceremonia de la lluvia —dijo de repen-te—. Levantaste la mirada.

—¡No es cierto! —negó el Joven, aterrado.—Sí lo es —dijo el anciano, divertido—. Te vi con cla-

ridad. Yo tampoco creo en ese mentiroso.El agua rompió a hervir. Tomó unas hierbas secas de

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un saquito de piel y las añadió. Cuando el agua burbujeó de nuevo apagó el fuego y cubrió el cuenco con una hoja verde.

—Ya casi está. Hay que esperar a que se enfríe un poco. Tráeme una de esas —dijo señalando una planta tras la es-palda del Mariscador.

El anciano tomó la hoja una vez que el joven se la entre-gó. La plegó con habilidad y fabricó un recipiente en forma de cono invertido. Indicó al Joven que lo sujetara y él tomó el cuenco ya templado y coló el líquido con un cestillo he-cho de hierbas trenzadas.

—Esto hay que beberlo tan caliente como tu boca lo aguante —dijo—. Expulsará el calor de tu cuerpo antes de que aparezca. Ahora vamos a tapar ese corte.

Limpió la herida con el resto del líquido y devolvió al cuenco de piedra los restos que habían quedado en el cesto. Añadió un poco de arcilla blanca y, tras buscar por los alre-dedores, una telaraña. Mezcló todo con cuidado hasta que adquirió la consistencia de una pomada y lo aplico sobre la herida. Después cubrió la zona con un liquen y lo sujetó con la misma hoja que había servido de vaso y una tira de corteza blanda.

—Toma: mastica esto —dijo mientras tendía un trozo de raíz del tamaño de su dedo pequeño.

—¿Para qué sirve? —preguntó el Joven aprensivo.—Para evitar que te mueras. No te hace falta saber más

—respondió el anciano algo malhumorado.Hubo un silencio durante unos minutos. El anciano

estaba mirando a su alrededor evaluando si alguna de aque-llas plantas tendía utilidad para él. En un par de ocasiones

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aplastó unas hojas y se las llevó hasta su enorme nariz, pero ninguna le satisfizo.

—¿Sabes? —dijo por fin sin mirar al muchacho—. Yo conocí a tu padre. Fue un cazador valiente.

El interés del muchacho se avivó al instante.—¿Cazador? —preguntó incrédulo—. ¿Y por qué soy

yo mariscador?—Murió antes de que abandonaras las entrañas de tu

madre. A ella la eligió otro guerrero, pero no quería hacerse cargo de ti. El Viejo Mariscador estaba solo y yo hablé con él para que te cuidara.

—¿No había nada mejor? —preguntó el joven enfada-do—. Nadie me mira a los ojos. Ninguna mujer me dejará nunca…

—¡Sí, sí, sí! Sé a qué te refieres, es normal. Estás en la edad —dijo el anciano divertido—. Pero recuerda que las mujeres de la cueva no son las únicas.

La mirada de El que habla con el Bosque se clavó en los ojos del muchacho a la espera de su reacción.

—¿Te refieres al pueblo nómada? ¡Para ellos somos unas alimañas apestosas! ¡Nunca una de sus mujeres obedecerá cuando le pida que se agache para mí!

—¿Qué sabrá un jovenzuelo como tú? —rugió el ancia-no—. ¡Ha pasado antes y volverá a pasar!

—Sus mujeres son más altas que nuestros hombres, y su piel apenas tiene pelo —insistió el muchacho—. Y sus hombres no les piden que se agachen como nosotros. ¡Ellas miran al cielo!

—¿Y cómo lo sabes?El Joven sintió la sangre subiendo tumultuosa a su cara.

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—Les has espiado, ¿verdad? —los ojos del anciano bri-llaban con picardía—. Me imagino que estarías haciendo mientras mirabas…

El muchacho decidió no responder, aunque sabía que con su silencio daba la razón al anciano.

—Bueno, no importa —continuó hablando—. Eso lo hemos hecho todos alguna vez. Escúchame —el anciano bajó la voz—. Quiero que mañana después de la marea vengas hasta aquí. Tienes que venir solo. Quiero enseñarte algo. No se lo digas a nadie, ¿de acuerdo?

Para cuando el joven quiso responder el anciano había desaparecido entre la espesura.

Las pocas horas nocturnas que quedaban hasta la ma-rea se le hicieron eternas. El sol se tomó su tiempo antes de terminar de colgarse en el cielo. El Joven Mariscador fue saltando de roca en roca recolectando todo aquello que fuera comestible o que pudiera servir para fabricar dijes y ajorcas con las que mercadear con los Nómadas. En un ces-tillo fue guardando lapas, mejillones, percebes y unas ostras de cascara desigual y rugosa que tenía que romper entre dos piedras. Le gustaba cubrirlas con unas hojas de acedera que daba a los pobres moluscos un delicado sabor ácido. Cuando lograba atrapar algún desdichado cangrejo lo en-volvía en grandes hojas verdes y lo enterraba entre las rocas casi incandescentes con las que el Viejo rodeaba y protegía el fuego. Estaban deliciosos, en especial la carne blanca de las enormes patas. También recogió trozos de coral blan-co y azulado junto con grandes trozos de nácar. Con todo aquello realizaría hermosos collares muy apreciados por los

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Nómadas, en especial por sus mujeres. Iba a retirarse cuando vio algo inesperado. En una pe-

queña poza había quedado atrapado un brillante cohom-bro de mar. No siempre encontraba uno de esos, y sabía que era algo muy apreciado por los Nómadas y algunos hombres de la Cueva, pero a este le daría un destino espe-cial. Se lo entregaría al Que habla con las Plantas en lugar de dárselo al Viejo. Alguna vez había visto cómo los secaba y los molía para obtener remedios.

Por fin llegó la hora del encuentro y se dirigió hecho un manojo de nervios al lugar de encuentro. El anciano le es-peraba de pie. Con un gesto le indicó el camino que debían seguir y, sin decir una palabra, comenzó a andar. La senda entre la vegetación no era conocida para el Joven, pero su sentido de la orientación le hizo saber que se acercaban al mar, aunque por un camino diferente y hacia una cala que nunca había visitado. El curandero no se detenía ante nin-guna planta, cosa que extrañó al muchacho que sabía que los paseos del anciano eran siempre lentos y dedicados a la recolección. El sonido de las olas y los gritos de las gaviotas alcanzaron los oídos del Joven, como confirmación de que se dirigían al mar. Sin embargo, cuando el anciano apartó una cortina de vegetación, lo que apareció ante sus ojos hizo que sus piernas cortas y rechonchas temblaran como si un oso entrara en la cueva. Estaba a punto se echar a correr de vuelta a su choza cuando el anciano le detuvo.

—No debes tener miedo —dijo con voz paternal—. Nada de esto puede hacerte daño —añadió mientras des-colgaba de una rama unos despojos adornados con plumas del mismo color que las que adornaban la máscara del que

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Mira a las Estrellas.—Esto no lo ha puesto aquí ningún espíritu —aña-

dió arrojando a un lado aquella carroña maloliente—. Han sido los hombres. Ellos quieren que temas a los espíritus para preservar su secreto.

El Joven no conseguía articular palabra alguna. El an-ciano siguió hablando.

—¿Cómo sabes tú cuando vienen grandes mareas, Jo-ven Mariscador? —preguntó mientras le miraba a los ojos.

—El viejo me enseñó —respondió el Joven—, él sabe por dónde aparece el sol cada día. Cuando sale encima de las rocas que están a este lado—levantó la mano derecha—, retiramos la choza hacia el bosque, porque el agua subirá hasta lo más alto de la playa. Cuando empieza a retroceder, podemos volver a bajar.

—¿Y por qué es así?—No lo sé, respondió el Joven confundido—. El Viejo

dice que siempre ha sido así.—Lo que te pregunto, hijo, es si tú piensas que la ma-

rea es más alta porque el Viejo dice que debe ser así, o si subiría igual si el Viejo Mariscador no estuviera mirando por dónde sale el sol.

El muchacho se quedó un momento pensativo. Algún día, más pronto que tarde, el viejo moriría y sería él quien decidiría cuándo mover la choza lejos de la playa.

—No —contestó por fin—. Eso ha pasado siempre y seguirá pasando.

—¿Y cuándo ocurre eso? —preguntó una vez más el anciano—. ¿Antes o después de que vengan las tormentas?

—No lo sé. Nosotros no mandamos sobre las tormen-

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tas. Eso es cosa del que Mira a las Estrellas.—Haz memoria: ¿Alguna vez ha ocurrido antes de que

él llame a las tormentas?El joven reflexionó un poco más. Quería decir un mon-

tón de cosas, pero, aunque las imágenes y las ideas llega-ban hasta él, no encontraba la manera de explicarse. Se dio cuenta de que le faltaban sonidos, palabras con las que ex-plicar lo que pasaba por su pensamiento tan rápido como las veloces estrellas de los días cálidos.

La pregunta del anciano cayó sobre sus propias dudas. La razón por la que había levantado la cabeza durante el ritual estaba ahí. Su curiosidad había sido más fuerte que el miedo, y quiso saber qué hacía a un hombre distinto de otro, para que uno dominara las tormentas a su capricho y el otro no. No había querido aceptar que la magia no exis-tía, se escondía en pensar que quizás el diferente era él, in-capaz de entender las fuerzas de la naturaleza porque él no había sido elegido. Por el contrario. Había sido despreciado hasta los más bajos estratos de la monolítica sociedad de la Cueva. Estuvo abstraído en sus pensamientos hasta que sus ojos se toparon con los del anciano, que a su vez le miraba con cierta complicidad.

—¿Te das cuenta? —dijo por fin—. A los hombres nos diferencia el conocimiento y el valor. Nunca la magia, porque la magia, hijo mío, no existe. Ven conmigo —dijo mientras tomaba un camino que bajaba hacia la playa.

Conforme se acercaban a la arena las señales de adver-tencia se volvieron más sangrientas y aterradoras. Por fin, una empalizada de cañas coronadas con cráneos humanos

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cerraba un camino entre las rocas. El Joven estaba horrori-zado. Sólo había algo peor que ser mariscador, y era tener que tocar los huesos de los muertos.

—No te preocupes —dijo el anciano despreocupado mientras apartaba a un lado la valla—. Estos desgraciados no podrán hacerte nada. Cuídate de los vivos.

La senda les condujo hasta una nueva cala, inaccesible desde la costa. El anciano se detuvo un instante, como si temiera que alguien pudiera descubrirles, pero tras un mo-mento indicó con un gesto al joven que le siguiera.

A poca distancia una roca plana se elevaba sobre las de-más. Un par de piedras a un lado, servían de peldaños para alcanzar aquella meseta que se enfrentaba al mar. El ancia-no trepó hasta allí con dificultad e invitó al Joven a subir.

La superficie era mayor de lo que parecía desde abajo. La roca era tan plana que resultaba difícil creer que fuera natural, sin embargo, eso no era lo más sorprendente. Toda la parte visible estaba cubierta de símbolos, de extraños di-bujos que el Joven no podía comprender. También había agujeros, y los símbolos más próximos a ellos estaban relle-nos de ocre rojo, como si significara que esos puntos y no otros fueran los más importantes.

El anciano miró al muchacho. Tenía los ojos tan abier-tos que amenazaban con saltar de su cara.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó conocedor de la res-puesta.

El muchacho negó con la cabeza varias veces.—Esto resume todo los que tenemos que saber, y no.

No hay magia. Mira:El viejo curandero tomó una caña que estaba escondida

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en un hueco de la roca y la introdujo con cuidado en uno de los agujeros. La sombra de aquella estaca quedo entre dos marcas rojas. No estaba por encima o por debajo, sino entre ellas. El extremo de la caña coincidía con una línea grabada en la piedra entre las dos marcas teñidas con ocre.

—Mientras la sombra este entre ambas señales, será época de tormentas —explicó en anciano—. Cuando el sol proyectó ayer la sombra de la caña sobre el primer símbolo, el que Mira las Estrellas realizó el ritual. ¿Ves esta otra señal? —señaló otra marca algo más pequeña y sin pintar—. Sirve para saber cuándo crecerán las mareas, y aquella anuncia cuándo los picos de las montañas se teñirán de blanco.

El muchacho ponía toda su atención, pero, aunque comprendía el significado de todo aquello, no terminaba de entender el funcionamiento de aquel despliegue de sím-bolos y agujeros en el suelo… Por fin se decidió a hablar.

—¿Y cómo sé que debo poner la estaca en ese hoyo y no en otro? —preguntó en voz muy baja.

Por toda respuesta, el anciano tomó la caña y la movió hasta otro agujero en la roca. Junto al mismo había otras dos marcas pintadas con ocre, pero la sombra de la estaca quedó muy corta, lejos de alcanzar el espacio entre las mar-cas.

—No somos nosotros los que decidimos, hijo —dijo mientras volvía a ocultar la caña—. Es el sol cuando viaja por el cielo quien decide cuando ha de llover o cuando las plantas estarán a punto para ser comidas. Él nos dice cuán-do las bestias tendrán descendencia y cuándo tendremos que abrigarnos con pieles más gruesas.

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—Entonces —el Joven no se atrevía a expresar lo que pensaba—, La magia…

—No existe —terminó la frase el anciano—. Algún día, cuando las tribus sean más grandes y poderosas, al-guien contará como hemos vivido engañados por falsos magos y todo cambiará.

El muchacho se quedó callado de nuevo. Le faltaban muchos recursos para llegar a entender todas las conse-cuencias de la revelación a la que el anciano le había some-tido. Su frágil mente crujió como una hoja seca.

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó confundido.—Porque sé que mis días se terminan —fue la sorpren-

dente respuesta del anciano—. Pronto dejaré de ser lo que soy, y tú eres el único que se atrevió a levantar la cabeza ante el que Mira las Estrellas. No debo llevarme esta verdad.

—¡Pero yo no la quiero! —fue la inesperada respuesta del Joven—. ¡No quiero que las cosas cambien!

—Ya han cambiado, Joven Mariscador. ¿Crees que el que Mira las Estrellas no sabe que desafiaste su magia cuan-do él llamaba a las tormentas? ¡Lo sabe! El Viejo Marisca-dor lo contó a toda la cueva a cambio de una calabaza llena de agua de semillas fermentadas. Va a hacer que dejes de ser quien eres —anunció con la fórmula que usaban para refe-rirse a la muerte—. Él propiciará la visita del Gran Oso.¬

—¡Pero yo no hice nada!—¡Eso da igual! —interrumpió el anciano—. Eres un

mariscador, nadie valora tu vida. El que Mira las Estrellas hará que dejes de ser quien eres para que los habitantes de la cueva le teman aún más. Tu muerte parecerá algo mági-

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co, y todos pensarán que los espíritus son sus amigos y que terminaron con tus días porque te atreviste a mirar duran-te el rito de las tormentas. Hijo —dijo con cariño—, tu destino estaba claro cuando levantaste la cabeza. Los actos tienen consecuencias.

—¡No quiero entender tus palabras! ¡No he hecho nada!—Nadie se acerca a vuestra choza, es un terreno maldi-

to —continuó el anciano—. Cualquier noche El que Mira las Estrellas irá hasta allí y hará que tu muerte parezca má-gica. Tal vez ponga algo en tu agua, conoce las plantas tan bien como yo. Cuando por la mañana te encuentren con la boca llena de espuma y los ojos secos mirando al cielo, to-dos le temerán, y nadie volverá nunca a dudar de su poder. Tu rebeldía le hará más fuerte.

El mundo estaba cambiando muy rápido. Los nómadas contaban que ellos, el pueblo de la cueva, eran los últimos que quedaban de su estirpe. Se decía que en el norte, allí donde vivían más como ellos, algo había ocurrido, algo te-rrible. Ahora siempre hacía frío y las plantas habían muerto y no quedaba caza. El Joven se había dado cuenta de aque-llo. A veces la playa aparecía llena de peces muertos.

Los nómadas no estaban siempre de viaje. Se movían con las temporadas secas, yendo de un lugar a otro allí don-de el sol calentaba la tierra. No eran como ellos.

Los nómadas eran más altos y delgados. Sus manos eran hábiles, y decoraban sus cuerpos con tierras de colores. Ni tan siquiera hablaban las mismas palabras que el pueblo de la Cueva. Sus voces eran menos toscas y tenían muchas formas de llamar a las cosas. Siempre se asombraban de la delicadeza de las cosas que el Joven creaba con conchas, se-

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millas y todo aquellos que arrojaba el mar. No cazaban tan bien como ellos, ni manejaban las lanzas, ni estas eran tan pesadas como las del pueblo del Joven. Algunos se reían de su aspecto, bajo y deforme a sus ojos, pero la mayoría eran respetuosos. Los ancianos decían, que en tiempo del padre de su padre, peleaban a menudo. Los Nómadas les daban caza casi por diversión, y ellos, en ocasiones, los embosca-ban y esclavizaban o les daban muerte, salvo a las mujeres, con las que se divertían hasta que se cansaban de ellas. Des-pués las mataban también.

Por fortuna aquellos tiempos habían pasado, y los nó-madas negociaban con ellos. Eran amables con el Joven. Se referían a él con una palabra que era incapaz de repetir, pero que identificaba por su sonido, y le hacía sentirse par-te de algo, cosa que el pueblo de la Cueva le negaba cuando le mostraban su desprecio hacia los mariscadores.

—Joven —la voz del anciano le arrancó de sus pensa-mientos—, no tenemos mucho tiempo: hay que salir de aquí antes de que regresen los hechiceros. Ahora tendrás que elegir. O sigues viviendo como un miserable ignorante, a la espera de que te maten, o te decides a aprender de este viejo antes de que venga a buscarme el Gran Oso, y te aviso que ya está de camino.

Ese día el Joven comenzó a recibir las enseñanzas del anciano. Le enseñó a entender lo que significaban todas aquellas marcas grabadas en la roca, a leer en las nubes y a entender las estrellas. Pronto comenzó a anticiparse al que Mira las Estrellas. Con su habilidad única entre los de su pueblo, grabó en piedras miniaturas que reproducían la

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gran roca plana, y aunque no funcionaban como aquella, eran útiles como recordatorio de lo estaba por venir. Algo le decía que no debía dejar que se perdiera lo que estaba aprendiendo, y aquel diseño no tardó en ser el motivo prin-cipal de cuanto hacía, en especial las pulseras y colgantes que perfeccionó con esmero, hasta encontrar una combi-nación de cuentas y colores que representaran a la perfec-ción los cambios de las estaciones. Incluso reprodujo en un lugar secreto la enorme piedra que había visto en la playa.

Pasó el tiempo, y el Joven se quedó solo al fallecer el Viejo Mariscador. También el anciano que Habla con el Bosque recibió la visita del Gran Oso, que se lo llevó con su enorme abrazo a reunirse con sus antepasados.

Sabía que pronto necesitaría otro mariscador. A él no le permitían tener una mujer de la Cueva, pero no le im-portaba. Hacía tiempo que había encontrado una mucha-cha entre los Nómadas. Cada dos lunas llenas esperaba su visita para el trueque, y siempre tenía algo preparado para ella, un collar, una pulsera, e incluso ostras recogidas en esa misma marea, que a la muchacha le encantaban. Como pasaba con casi todas las palabras de los Nómadas, ella te-nía un nombre que no podía repetir, pero él inventó una aproximación que aceptó: la llamaba Pria. Por su parte los Nómadas se referían a él como Igtal Dibloc. Al menos a él le sonaba así.

También el que Mira las Estrellas dejó de ser y pasó al lado de los espíritus. Tomó su lugar un joven de su clan, un muchacho con fama de despiadado que ahora sin duda era el nuevo dueño de los secretos que sus ancestros escondían en la playa. No permitía que nadie le mirara a los ojos, ni

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tan siquiera a aquellos que antes habían sido sus amigos. Con Dibloc, como poco a poco le iba conociendo todo el mundo, no fue mejor.

Una mañana, al terminar la marea, volvió a su choza. Antes de entrar ya se dio cuenta de que algo raro pasaba. Las cosas que solía dejar fuera parecían haber sido removidas, como si alguien hubiera estado buscando algo entre ellas. No le preocupó demasiado. Lo importante lo escondía en el bosque, sin embargo, la curiosidad le mordía. ¿Quién podría estar interesado en sus cosas lo suficiente como para entrar en el hogar de un maldito? Pronto salió de dudas.

El sucesor del que Mira las Estrellas se hacía llamar El Dueño de las Almas, y estaba allí, sentado en el interior de su choza. El Joven bajó la mirada de inmediato, temeroso de ser diana de la maldad de aquel adolescente arrogante.

—Aquí puedes levantar los ojos— dijo con voz aflauta-da—. No te mataré por eso.

No lo hizo. Se limitó a buscar una esquina y ponerse de cuclillas, a la espera de lo que el hechicero tuviera que decir.

—Como quieras —dijo con displicencia—. Com-prendo tu temor ante mi presencia —se puso en pie—. He venido a protegerte. ¿Sabes? Me habían hablado de tu habilidad para pulir cuentas y hacer bellos adornos, pero esto supera lo que había imaginado. Me complace mucho tu trabajo, y he decidido recompensarte por ello. Te voy a confiar un secreto.

Caminó hasta la entrada de la choza y dejó que su silue-ta se recortara sobre la luz que se colaba entre las pieles. Su antecesor, incluso el Viejo Mariscador, habían sido hom-

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bres impresionantes, pero aquel muchacho era ridículo, cubierto de pieles que le sobraban y recargado de inútiles abalorios, entre los cuales el Joven Dibloc reconoció algu-nos trabajos suyos.

—Verás —continuó—. Los espíritus me han hablado, y están muy enojados. Exigen sacrificios o no obedecerán más mis peticiones para que vuelvan las tormentas.

Dibloc se puso alerta. No faltaba mucho para que el sol dejara caer la sombra ente las dos marcas que anunciaban la llegada de las tormentas. El hechicero mentía, siempre lo habían hecho los de su casta, pero ahora aquello se iba a convertir en un abuso.

—Como todo el mundo sabe —continuó aquel farsan-te—, puedo conseguir que los espíritus me escuchen, pero será muy difícil sin sacrificios. Ya lo saben los de la cueva y están de acuerdo, así que todo el mundo cederá la mitad de lo que tienen para que yo lo ofrezca en sacrificio. Tú también lo harás.

El Joven Dibloc se quedó mudo. Vivía con humildad y eso gracias al trueque con los Nómadas. Si daba la mitad al hechicero se quedaría casi sin nada con lo que sobrevivir. Tiempo atrás no habría tenido ninguna duda y habría obe-decido sin protestar, pero entonces desconocía lo que ahora sabía. Iba a protestar cuando el hechicero volvió a hablar.

—Claro que en tu caso —dijo mientras se enfrentaba a su mirada—, tomar la mitad de tus miserables pertenen-cias, es como condenarte a muerte. Así que —se acercó hasta él pero sin llegar a tocarle—, he pensado en otra cosa.

Caminó por la pequeña choza acariciando los abalorios de concha y coral a medio terminar que colgaban en esta-

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cas. Se detuvo en uno en especial. Estaba confeccionado con trozos pulidos de un raro coral azulado que era difícil de encontrar. Era un regalo para Pria, pero Dibloc no pro-testó cuando el hechicero lo tomó y se lo colgó al cuello.

—Digamos que esto es un anticipo —dijo con una sonrisa de reptil que inquietó al Joven Mariscador—. Eres muy habilidoso, sin duda, y los nómadas te han enseñado el arte de pulir como nadie lo había hecho antes entre los clanes de la cueva, pero, créeme, —bajó la voz—, nada de eso me interesa en absoluto. Busco algo más grande.

En la choza había un tocón pulido por el agua sala-da que había arrojado la marea tiempo atrás, y en el que Dibloc solía sentarse a trabajar. El hechicero se acomodó sobre él y dejó al joven de pie frente a él.

—Seré claro contigo —dijo con su voz aflautada mien-tras pretendía sonar como un adulto—. Quiero que los Nómadas me respeten. Los clanes de la cueva son unos pa-letos sin futuro. Quedamos muy pocos, y sólo es cuestión de tiempo que los caigan sobre nosotros y nos exterminen. Con nosotros desaparecerá nuestro pueblo y ¿sabes una cosa? Me da igual.

»Somos un pueblo torpe. Hubo un tiempo en el que dominamos todos los valles desde aquí hasta el horizonte, incluso más allá, pero eso se acabó. El frío ha terminado con todos los clanes salvo los nuestros, los de la cueva. La raza de los Nómadas ha tomado nuestro lugar. Ellos apren-dieron a moverse, a huir del hielo y el frío, a seguir a la caza… Han aprendido a hacer que la comida crezca donde ellos quieren y, según he oído, hacen que algunos animales

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sean obedientes.»Estamos condenados. Fuimos grandes guerreros, más

fuertes que ellos, pero ellos van a seguir aquí cuando el úl-timo de nosotros sea visitado por el Gran Oso.

—¡Eso no es posible! —gritó Dibloc aterrado por las palabras del hechicero.

—No eres más que otro ignorante. Si no te necesitara terminaría contigo ahora mismo. Escúchame bien, haz lo que te diga y permitiré que vivas con cierta comodidad.

—¿Qué es lo que quieres de mí? — preguntó el Joven mientras notaba como el terror se iba apoderando de él.

—Nada especial, es poca cosa —la sonrisa lupina vol-vió a la cara del chamán. Tienes algo que yo necesito.

—Toma lo que quieras, brujo. Todo lo que ves te per-tenece.

—Lo sé —fue la respuesta—. Incluso tú me pertene-cerías si yo lo quisiera así, pero eso da igual ¿Qué podría querer yo de esta choza que apesta a pescado seco? No. No me interesa nada de lo que tú saques del mar.

El Hechicero se levantó y caminó de nuevo hacia la entrada. Los abalorios que le cubrían chocaban entre sí emitiendo diversos sonidos huecos. Dibloc reconoció entre ellos vainas de caña fístulas que su antiguo mentor le ense-ño a usar como remedio para golpes, torceduras e incluso picaduras de insectos. No se encontraban con facilidad, y casi siempre las obtenían de los Nómadas, que las traían secas en unos rudimentarios cestos hechos de hierba tejida. Él recordaba que de pequeño las ataba a una rama y fabri-caba con ellas una especie de sonajero.

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—Quiero a Pria.La decisión en la voz del chamán evaporó la sangre de

la cara del Joven. Se le nubló la vista y sintió algo en su pecho que nunca había sentido antes. El deseo de quitarle la vida al hechicero se hizo fuerte en él, y estuvo a punto de no poder detenerse pero en lugar de aquello se limitó a responder.

—No.El chamán no daba crédito a lo que había ocurrido.

Nunca pensó que un inferior pudiera negarle algo.—¿Cómo? —no fue capaz de encontrar otras palabras.—Que nunca tendrás a Pria. Ella no te pertenece.—Hay demasiadas cosas que desconoces, mariscador

—dijo con desprecio—. ¿Quieres saber por qué eres un maldito? No se te rechaza por ser un paria… No. Eres un paria porque eres un maldito.

Aquella afirmación cuajó la sangre Dibloc. La afirma-ción que acababa de escuchar era casi una sentencia para él.

—Igtal Dibloc … El que nació de dos Pueblos…¿No sa-bías el significado —reveló el chamán—. Nadie te quiere. Eres un mestizo. La mujer que te crio en la cueva no era tu madre, y fue feliz cuando por fin te trajo el Viejo Marisca-dor a su choza. ¿Crees que los Nómadas te quieren? ¡Iluso! ¡Ellos te abandonaron! —añadió en tono triunfal—. ¡No-sotros te recogimos por la insistencia del que Hablaba con el Bosque! Los nómadas mataron a tu padre por atreverse a abusar de una de sus mujeres.

»¿Crees que Pria te va a querer a ti? ¡Pobre ignorante! Le haces gracia porque eres habilidoso y creas cosas que los de la cueva son incapaces ni tan siquiera de pensar, pero

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¡olvídate! Ella nunca irá contigo. ¡Eres su mascota, un des-terrado!

—¡Mientes! ¡Sé que mientes! —respondió Dibloc con rabia—. No tienes magia, no hablas con los espíritus. Con-taré a la gente de la cueva que cuando pasen tantas lunas como dos veces todos mis dedos, lloverá, y no será por tu magia, sino porque el sol lo dice. Cuando pasan tantas lu-nas como piedras he guardado en una cueva todo se repi-te… La gente de la cueva no lo sabe: son demasiado estú-pidos, pero yo lo sé. He guardado una piedra por cada luna desde que el sol sale por encima de las rocas, y sé cuándo todo se repite ¡Lo he comprobado dos veces!

»Voy a llevar a todos a la playa donde escondes la roca que hace sombras ¡Nadie te respetará entonces! Verán que no eres especial, que no tienes poder sobre el Gran Oso… Y, además, sabrán que no soy ningún maldito, que puedo hacer lo mismo que tú.

El chamán no se mostró demasiado sorprendido. Daba la impresión de que esperaba que algo así ocurriera. Sus palabras lo confirmaron.

—Sabía que el que Habla con el Bosque rondaba por la roca de las sombras, pero no pensé que alguien más cono-ciera el secreto. Bien, da igual. Nadie más lo sabrá. Aquí va a morir este secreto.

Se abalanzó contra el Joven con una rama afilada en la mano. Dibloc no pudo reaccionar a tiempo. La punta del dardo entró con profundidad en su vientre y, con un hábil y ensayado gesto de muñeca, el hechicero lo partió dejando una parte enterrada en su interior. No había forma de sa

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—Se acabó, Mariscador. Esa punta esta emponzoñada. Cuanto más te muevas antes morirás, pero no temas: no será doloroso, te dormirás antes de pasar al lado de los espí-ritus. El que Habla con el Bosque me instruyó bien —dijo con su sonrisa de lobo más abierta que nunca.

—A mí también, hechicero… A mí también me ense-ñó —fue la respuesta del Joven Dibloc.

Estaba de rodillas en el suelo. Sentía cómo se acercaba el Gran Oso, pero reservó las últimas fuerzas para levan-tar la mano y mostrar una concha afilada cubierta de una tintura verdosa dejaba caer rojas gotas sobre la arena. El chamán se llevó la mano al cuello. Sintió cómo la sangre escapaba palpitante de un profundo corte.

—Usé la sangre de un gusano marino —dijo Dibloc con dificultad—. Te quitara el dolor y te mantendrá des-pierto, y sentirás como el abrazo del Gran Oso rompe to-dos tus huesos sin que nadie pueda evitarlo.

Ambos estaban ya tendidos en el suelo. Era verdad. El chamán murió con los ojos abiertos, y sintió aterrorizado cómo se le escapaba la vida.

Las lluvias pasaron y las grandes mareas se llevaron la choza de Dibloc. El pueblo de la Cueva se quedó sin ma-riscador y sin chaman, pero sobrevivieron. Descubrieron que no había nada malo en el mar ni en sus frutos, y que tampoco era necesario que alguien invocara a los espíritus. Todo ocurrió como siempre había ocurrido. Unas estacio-nes sustituían a las otras y, aunque nunca entendieron por qué, se acostumbraron a vivir al son del sol y de la natura-leza.

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Tiempo después Pria bajó hasta la playa. Su abultado vientre le anunciaba que su hijo estaba a punto de venir al mundo. Había rechazado la ayuda de la partera: quería hacerlo sola, eso le había prometido a Dibloc cuando supo que su semilla estaba creciendo en su interior. Buscó un lugar entre las rocas. Allí nació el hijo del Mariscador, sobre la arena. El agua del mar fue su primer baño.

—¿Sabes? —dijo cuando pudo por fin relajarse—, tu padre quería que tuvieras esto.

Colgó al cuello del niño uno de los collares con cuentas de colores que el Joven le había regalado.

—Tu padre era un hombre muy listo —continuó—. No tenía magia, no hablaba con las estrellas. Ellas le habla-ban a él. Me dijo que algún día entenderás lo que significa este collar, y entonces yo te enseñaré la gran roca que él escondió en el bosque. Él me enseñó que es mejor pensar que creer, trabajar que rogar, querer que ser querido…

El sol tiñó de rojo el atardecer. Pria ató al pequeño a su cintura y volvió con los suyos.

Nacía un nuevo mundo.

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EL AROMA DE LA VICTORIAJLF Caronte

Los carros se aceleraban a través de la estepa y los hom-bres que los montaban sentían la sangre recorrer sus ve-

nas. Esta hervía y oxigenaba sus cuerpos ante el encuentro inminente, generando un éxtasis que alimentaba una sen-sación única que en condiciones similares siempre acentua-ba la esencia de guerreros curtidos por la dureza del clima y la hostilidad de las circunstancias antes de cada combate. Todo indicaba que la batalla se inclinaría a su favor lle-gado el momento. Estaban armados adecuadamente para el terreno, conocían el estado y el número del enemigo y además se habían alimentado recientemente. Los caballos corrían en plena libertad de sus capacidades a campo abier-to, se podría decir que olvidaron que a metro y medio de sus colas existían carro, auriga y dos pasajeros más, todos bien pertrechados. Estos animales eran tan feroces como sus amos en plena contienda y en tamaño evento tiraban de sus dueños poseídos por el afán indomable de dominar un viento que con fuerza los acompañaba vestido con la arena caliente mientras agitaba las crines y endurecía sus lomos tratando de participar de algún modo, para la ocasión.

El capitán del escuadrón de los carros iba a la cabeza, montado en uno especialmente ornamentado para su ran-go, alzó el puño derecho con el brazo en vertical como si en ese preciso momento el cielo amenazase con derrumbarse

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sobre sus cabezas y de esa manera consiguiera sostenerlo con firmeza. Erguido de esa forma, no volvió a una posi-ción más relajada hasta que su batallón de catorce carrua-jes (quince con el suyo), se alinearon detrás formando una columna casi perfecta. Ya estaban muy cerca. Algo cortaba el horizonte, una hilera de lanzas inquietas se hundían en el cielo en la lejanía, o eso parecía. Pero, ¿realmente se mo-vían?, y de ser así ¿hacia dónde? Qué importancia tenía ya, era un reducto de perdedores desertores que ahora iban a recibir su merecido, su sino llegaría algo más tarde, pero sería mortal pese a todo.

Casi sin darse cuenta el capitán, y de forma precipitada, sostuvo su lanza como un resorte de mortandad para herir la carne enemiga, ¡ya estaban ahí!, ¿una emboscada quizás?, con la rigidez del acero se posicionó rápidamente a un ex-tremo del carro para dar la cara que la muerte le dibujaba mientras a punto estuvo de perder su casco empenacha-do del color de la sangre. ¡¿Pero cómo era posible?! Todos aquellos hombres ya estaban a la altura de sus ruedas, a ras del suelo, tumbados e inertes, con lanzas que se zarandea-ban al viento, que parecían sostenidas por los cuerpos ten-didos de sus adversarios, atravesados. ¿Cómo iban a llegar tan pronto si no?, no era fácil calcular el movimiento de combate ante un enemigo despavorido que se movía a gran velocidad, sobre todo cuando este ya no se movía hacia ninguna parte. Estaban bien muertos. Pero, ¿qué o quién los mato tan rápido antes de que ellos llegaran?

El siguiente gesto del capitán indicaba el giro de esti-mación (demasiado ajustado) una vez dejado atrás el su-puesto objetivo que persiguieron. De tardar un poco más

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en aquella decisión estratégica, un barranco habría sido el fatídico destino de todo el grupo. Un final más que cruel, a la par que irónico. Un destino que mata a perseguidos como a perseguidores. Bordearon a escasos metros del ex-tremo de una dura y despiadada caída, una garganta rocosa que les habría triturado cada hueso antes de llegar al río. En círculos, a una velocidad moderada, se iban acercando conforme escudriñaban a aquél grupo de desafortunados que con sus cuerpos salpicaban la superficie de aquella tie-rra estéril barrida por el viento y la desventura. Mientras trazaban con las ruedas de sus carros de combate aquella espiral de polvo, la distancia en cada círculo se reducía al completar cada vuelta alrededor de la banda masacrada y más seguros se sentían al percatarse de que la amenaza se mantenía impasible, y la muerte patente.

Cuarenta y cinco soldados asirios se empeñaban en la labor de examinar y expoliar alrededor de treinta y dos cuerpos de amorreos sin vida, llevándose todo cuando en-contraban de valor con la esperanza próxima de iniciar una ubérrima subasta, si su capitán lo aprobaba, dado que se habían hecho con multitud de bártulos estimables que aquellos saqueadores ya no necesitaban. El capitán se en-contraba en pleno centro de aquella marisma inesperada, se sentía crispado por una curiosa mezcla de sentimientos: de-cepción, ira, inseguridad, turbación, inquietud..., no iban bien las cosas, demasiado extraño y ahora acompañaba ese olor. Un olor demasiado… ¿vivo? Una muerte precipitada

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la que se rebelaba ante sus ojos con aquel extraño aroma, de repente, que el viento les traía para una ocasión incierta y en apariencia, triunfal. Era una extraña mezcla de mirra con aloe, lo amargo con lo dulce en una fusión armoniosa y suculenta, pero, ¿de dónde provenía?, su presencia fue muy repentina. Un espectáculo digno de admirar cómo todos aquellos guerreros impregnados con la sangre de ca-dáveres se pusieron a dar vueltas olfateando el aire, la ropa, levantando y agitando los cuerpos sin vida en busca de al-gún extraño bote de perfume. Incluso uno sacó su catale-jo con la intención de otear a mayor distancia en torno a su posición, cuyo propósito era el de encontrar las plantas causantes de aquel olor, bienvenido por supuesto, pero tan intenso, y todo era desierto, y roca, y pajullo ondulante, y...

En la lejanía se divisaba un hombre vestido con una túnica de lino blanco, que destellaba al sol y que se apro-ximaba extraordinariamente rápido a pesar de que en apa-riencia andaba con sencillez. Todos se pusieron en guardia al escuchar la alarma de su camarada, estos inmediatamen-te se unieron y formaron filas delante de su capitán, el cual con gran tranquilidad, fue adelantándose para tomar una posición dominante, sin atisbo de temor, con la intención de mirar a los ojos la posible amenaza cuando esta llegara, mientras jugueteaba con sus dedos con el pomo de su es-pada envainada. Ya era la punta de lanza, forzó la vista para añadir más definición a la triste figura. Se decía que no iba armado y que el riesgo se ausentaba en la actitud del nuevo visitante, y la experiencia a la vista acostumbrada del gue-rrero explorador rara vez engañaba hasta ese punto y tan a

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las claras. Además, ¡el capitán no era de los que se acobar-daban ni ante hombres ni elefantes!, eso pensaba hasta que de repente, aquel hombre de blanco, sin más y ya muy de cerca, desapareció a la vista de todos. Entonces el miedo les azotó expeditivo, ¡¡utukki!! ¡¡utukki!!, la descompostu-ra reinó y solo imperaba encontrar a aquel ser maligno al mismo tiempo que todos se juntaron de cuclillas con sus lanzas en alto, inquietos, en guardia y aterrados. El capitán hizo ademán de actuar como sus hombres, pero se contuvo, por encima de todo quedaba su nombradía y reputación, además, ¡no era de los que se acurrucaban ante demonios, había que dar la cara como señor dirigente de sus huestes, que había mucha gloria en ello! ¡¡Y puede que hasta recom-pensa!! También podía morir, no sin antes ser atormentado de la forma más horrible jamás imaginada por su retorcida mente, a causa de su osadía.

El capitán y sus hombres ya estaban hechos una ver-dadera mezcolanza tiritona y, además, que el viento se le-vantase cada vez con más alaridos en su creciente embate, no ayudaba demasiado. El hombre de blanco apareció de repente entre los cadáveres, apenas a unos metros de los asustados asirios. Arrodillado, con las manos en tierra, la espalda inclinada hacia adelante y el rostro caído, como en una especie de pose de oración, como un mártir buscando consuelo, que rezaba por los muertos en medio de ellos. Su perfume se hizo mucho más intenso dada la cercanía de aquel enigmático y misterioso hombre que, poco a poco, inmóvil e inocente, iba incrementando el denuedo de los soldados reducidos en su aprensión, que se iban disgregan-

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do a medida que su seguridad se fortalecía ante la visible y prolongada falta de amenaza. El capitán tomó la iniciativa al levantarse, con firmeza, pero solo para ordenar a uno de sus soldados que se acercase al extraño con premura. El soldado se acercó rápido, pero aproximadamente a dos me-tros del hombre agachado, se detuvo y decidió acercar por precaución la punta de su lanza justo en frente del rostro ajeno, con la intención de que se percatase de su presencia y observar su reacción. Ni se inmutó.

El soldado se mantuvo sosteniendo su lanza ante el ros-tro del hombre de blanco unos minutos, moviéndolo de arriba abajo, acercando y alejando el frio metal, girándolo. Acto seguido, miró a su capitán esperando nuevas instruc-ciones y este le respondió rápidamente, con un movimien-to tajante de su mano en plano, simulando una lanza y con el movimiento y la acción de ejecutar que puso a su subordinado en calidad de verdugo. Entonces, alzó su lanza sin pensarlo dos veces para dar muerte a aquel individuo desafortunado, pero...

El suelo empezó a temblar, una grieta se abrió en la tierra y en su interior se precipitaron varios de los cuerpos sin vida, carros, armas, etcétera. Un sonido gutural y de-moníaco parecía ascender de aquel abismo que se estaba formando ante los ojos de los presentes, inundando sus co-razones de pavor ante tan grotesco suceso. Sin embargo, el hombre vestido de blanco se mantuvo tranquilo mientras iba dando pasos hacia atrás en dirección a los nuevamente apilados asirios asustados, dándoles la espalda y en consi-guiente, mostrándose de frente ante la nueva amenaza. De

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la grieta salió una criatura aberrante y aterradora, tanto en extremo que será mejor no describirla, no solo por la falta de recursos gramáticos para ello, sino para evitar también el posible daño moral y espiritual al lector de este relato, que resultaría en la mayoría de los casos irreversible.

La criatura incrementaba su tamaño a medida que se aproximaba hacia ellos con la intención aparente de des-truirlos o engullirlos hasta que el hombre de blanco alzó sus manos cuando ya estaba muy cerca, consiguiendo inexplicablemente que el ser se detuviera. Aquel monstruo pareció dudar al principio hasta que, acto seguido, se erigió rápidamente como si hubiese detectado alguna presencia amenazante sobre él. Empezó a moverse de una forma ex-traña, espasmódica, algo se estaba desatando en su interior que le afectaba sobremanera, para alivio y perplejidad de los presentes. Pero el hombre de blanco volvió a desapa-recer una vez más para sorpresa de los asirios mientras la criatura se deshacía en pedazos que caían a su alrededor. Estos pedazos tomaban forma antropomorfa al poco de aterrizar, convirtiéndose en seres con su propia autonomía mientras se acercaban a los soldados, rodeándolos. Eran de tez oscura cuya morfología carecía de naturaleza rígida en comparación a lo físico conocido. Más bien parecía que es-taban hechos de una especie de un humo negro muy espeso que les daba consistencia corpórea. También se les apre-ciaba un inmenso orificio central, tal vez una boca donde debía situarse el rostro o cabeza y todos mostraban muy malas intenciones.

Los asirios reaccionaron, formaron filas de inmediato y en pose de combate plantaron cara a aquellos seres del

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inframundo. No podían quedarse quietos mientras espera-ban una muerte así, era el momento de despertar, el coraje volvió a inflar sus corazones y se sentían con fuerzas para derramar hasta la última gota de sangre luchando, dispues-tos a cobrar muy caro sus vidas.

La lucha fue despiadada, a diestro y siniestro los hom-bres peleaban con bravura ensartando y golpeando a sus adversarios que parecían vulnerables a sus embates. Estos caían por decenas ante el avance frío e inexorable de los cada vez más envalentonados asirios. No podían creerlo, la victoria era suya, el capitán estaba fuera de sí al verse con sus hombres en tan prodigiosa hazaña contra semejantes criaturas sobrehumanas y optó por tirar sus armas y añadir una oración de agradecimiento a su dios, Bel. Y en ese mo-mento, la sombra del infortunio volvió como una tormen-ta sobre sus cabezas, revistiendo sus corazones de pesadum-bre y desolación. Los demonios que antes parecían estar prácticamente vencidos incrementaron su poder como al principio y recuperaron el terreno perdido con una rapidez pasmosa, aplastando a los débiles humanos que a punto estuvieron de salir corriendo despavoridos para alejarse de aquella pesadilla, donde fuera. El capitán gritó una orden y lo que quedaba de su escuadrón (menos de la mitad), se reestructuró de escolta, rodeándole como un erizo, con sus lanzas en alto y los escudos firmes mientras se iban alejando como último recurso para sobrevivir, a la desesperada. No sabían qué hacer, no entendían aquel cambio tan brusco, creyeron ser poseedores de una completa victoria y ahora iban a morir sin remedio.

Convencidos de que la muerte ya estaba a punto de

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llegar, uno de los guerreros cerró los ojos y, acordándose de una oración que le movió algo en su interior que escuchó hace mucho tiempo a un hombre viejo en el desierto de Canaan, la entonó con emoción y decisión, empleándola como su última carta, ignorando el credo que le enseñaron desde su niñez. Mientras lo hacía, se deshizo de sus armas y figuras de cerámica que siempre llevaba encima y que re-presentaban a sus dioses. Sintió que le habían abandonado.

Impresionante, las criaturas volvieron a cambiar y esta vez para su desdicha, una parte retrocedía desalentada y la otra simplemente parecía inclinarse como siendo víctima de una especie de conjuro que las dominaba, causándo-las… ¿dolor?, ¿temor? Estaban aturdidas, habían perdido el sentido. Era el momento, una nueva oportunidad emanaba por doquier, ascendía como un sol resplandeciente al alba que iluminaba el rostro de los guerreros asirios, esta vez no perderían la oportunidad y todos a una mientras volvían a cargar contra el enemigo, se hicieron con la oración de su compañero. Memorizándola la cantaban como un himno a pleno pulmón, invadidos de un fulgor como nunca antes sintieron ni imaginaron que llegarían a sentir.

Solo quedaban ellos tras dar muerte a todos los seres humanoides, habían vencido, ninguno quedó en pie y, ade-más, sus cuerpos se iban desintegrando conforme caían en tierra durante el combate. Extasiados por lo que habían lo-grado, se sintieron especiales, se miraban como hermanos, con un sentimiento de amor, de fraternidad. Se acordaron del extraño hombre vestido de blanco y al momento sintie-ron un fulgor en su interior que aumentaba por momen-

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tos, como si de repente hubieran activado algo que en ese instante trataba de salir súbitamente de sus corazones. Los ojos de todos los hombres destellaban una luz muy intensa, esta luz que salía de todos los componentes del batallón se concentraba en un punto concreto delante de ellos. En el punto donde se concentraba toda la luz, parecía distinguir-se una figura humana acurrucada que poco a poco se iba enderezando hasta conseguir una posición completamente vertical. Los detalles de esta presencia empezaron a desta-carse conforme la luz iba perdiendo intensidad y quedaba únicamente el cuerpo original ya totalmente materializado, que para su sorpresa final, ¡era el hombre de blanco!

En aquel momento el contingente militar se encontró en un dilema en el que se veían enfrentados desde sus co-razones. Empezaron a comprender lo que había sucedido y hallaron en la figura del misterioso hombre de blanco la fuente de su reciente hazaña. Era evidente que el grupo al que perseguían había sido eliminado por la criatura que acababan de abatir, aunque fuera por partes, con relativa ecuanimidad cuando se transfiguró en numerosas formas humanoides, y a todo esto se sumaba que no había ni rastro de los cuerpos sin vida de los amorreos hallados cuando llegaron, misteriosamente.

El hombre de blanco se disponía a marcharse hacia las montañas no sin antes echar una última mirada hacia los asirios, que ya se habían desecho de todos sus pertrechos militares amontonándolos junto con todos los objetos antes recopilados para después acercarse a su nuevo guía espiritual, dispuestos a descubrir una senda flamante, un renacer y revestirse de hombres nuevos. Marcharon. A sus

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espaldas una pira alimentaba un fuego cada vez más gran-de, que se regocijaba al consumir la vanidad de un pasado impregnado por la violencia y la irracionalidad, e iniciaba con su purga un nuevo despertar de las almas que desde que vinieron al mundo, ansiaron aquel encuentro.

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HILOS DE SANGREÓscar Lamela Méndez

Oscuro, sucio, triste y mil adjetivos o sentimientos más, son los que recorren cada día el alma de Melissa. Una

chica de apenas catorce años y que a todos en aquella co-muna situada al sur de Francia y a medio camino entre Per-piñán y Toulouse llamada Carcassonne, les producía una ternura especial.

Cada mañana, Melissa se levantaba de la cama en cuanto el primer rayo de sol se colaba por la ventana de su humilde hogar y acariciaba esa nube rojiza que tenía por cabello. Vivían «ellos», su madre Emilie, su hermana pequeña de ocho años Gwen y ella, junto a su perro Milo. Desde que su padre muriera en el asedio de las cruzadas albigenses, junto a todo su pueblo, incluyendo al noble y apuesto conde Raimon Roger Trecavel, señor de aquella ciudad amurallada y defensor a ultranza de los derechos de todo aldeano de aquel rincón que abrazaba su religión, o como más bien la llamaba su padre Jarno, la única fe, aun-que más bien el catarismo se basara en los conocimientos, la humildad y la sencillez de su existencia, Melissa se había convertido en el pilar de su familia.

Su madre era la sombra de lo que un día fue. Jarno era la luz de su existencia y aunque amaba a sus hijas con todo su ser, sin él se convirtió en una parte más de aquella pequeña casa de piedra que con tanto amor construyó su padre para ellas. Un hombre que luchó hasta los límites de

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su existencia para salvar a su familia y que para ello tuvo que condenar a su hija mayor.

Había transcurrido tan solo un año desde aquel fatídi-co 1 de agosto de 1209, cuando los cruzados comandados por el cruel Simón de Montfort, dueño actual de la cité y respaldados por el asesino y despiadado papa Inocencio III, sitió la ciudad y expulsó a todos los suyos. Trecavel trató por todos los medios de salvar a su pueblo y aunque en un principio se llegó a un acuerdo que contemplaba la expul-sión y perdón de los cátaros, la vil víbora de Montfort faltó a su palabra. Degolló a Trecavel en las mismas mazmorras y una vez que todos los cátaros salieron de la fortificación, fueron quemados en una pila de fuego de la cual aún se escucha mezclado en el viento, los remanentes de gritos y oraciones que los suyos dejaron en el ambiente para siem-pre, pero sobre todo en el corazón de Melissa y su familia.

La noche anterior a lo sucedido, mientras su madre y su hermana dormían, Jarno cogió a su hija Melissa a solas y le confió el último escrito cátaro que quedaba de su pueblo. Un secreto que debía defender con su vida.

—Hija. Algo me dice que mañana posiblemente será nuestro último día. Mientras servía a los soldados de Mon-tfort un poco de la comida que nos obligan a hacer para ellos, uno de los guardias le ha dicho a otro que Trecavel se ha suicidado en su celda.

—Eso es imposible padre —le interrumpió ella.—Lo sé mi amor. Es por ello que te confío este escrito.

Es el último resquicio que queda de nuestras creencias. De ti depende que el mundo conozca de nuestra existencia y

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no seamos olvidados a través de los siglos. Os advierto de lo que va a pasar. Debéis huir esta misma noche de aquí. Es posible que mañana no quede nada de nosotros….

—No, me niego a irme sin vos. ¿Qué vamos a hacer sin usted? ¿Por qué no escapamos todos juntos?

—Eso es inviable querida hija. Necesitamos una dis-tracción para que podáis escapar. Lee este ensalmo unas diez veces —dijo mientras abría aquel pequeño libro ajado de color marrón‒ y cuando termines despierta a tu madre y a tu hermana. Bajad por aquella ladera. Seguid el camino paralelo al bosque y no miréis atrás hasta que salga el sol.

—Padre, por Dios, no lo haga. Le necesitamos —sollo-zó Melissa hasta mojar sus propios cabellos rizados.

—Tranquila hija mía ‒dijo Jarno mientras le acariciaba la mejilla y le secaba las lágrimas—. Todo saldrá bien. Eres ya toda una mujercita. Fuerte, valiente y decidida. Sé que sacarás a esta familia adelante. Pídele perdón a tu madre y dile que la quise tanto como la querré el resto de la eterni-dad.

Los latidos que rodeaban a Melissa eran en ese instante como un pozo vacío y oscuro en el que no dejas de caer. Cada noche desde entonces soñó con el rostro de su padre diciéndole una y otra vez la misma frase: «Ni el fuego ni la muerte nos alejará de la verdad».

Quizás os preguntéis cómo fue posible que aquellas tres mujeres acabaran de nuevo en la misma casa en la que vi-vieron tantos años felizmente, si fueron expulsadas de allí apenas un año antes. He aquí la sentencia de Melissa.

Una vez que escaparon y gracias a Dios, solo pudieron

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imaginar el dolor y sufrimiento por el que tuvo que pasar su padre y su pueblo cuando fueron abrasados vivos, se escondieron en uno de los bosques que rodeaban la cité durante unos días. Emilie no era ni la sombra de lo que fue, Gwen aún no comprendía nada y de vez en cuando preguntaba cuándo podrían ir a ver a su padre. Al escuchar esas palabras su madre se ponía a llorar sin mesura y Melis-sa optaba por llevarse a su hermana por el bosque a buscar algo de alimento, aunque fueran unas tristes bayas. El ham-bre empezaba a mermar sus fuerzas y nublar su mente. No podía permitírselo. Ella era la única esperanza de su padre y la promesa firme de su supervivencia, pero el destino como siempre es caprichoso y despiadado.

Perdida entre sus pensamientos bajó la guardia y sin previo aviso se coló en medio de uno de los caminos que llevaban a Carcassone. En ese instante y sin saberlo, había sellado la salvación de su familia, pero también su condena eterna.

A lo alto de un carromato tirado por dos mulas viejas, iba un hombre de no menos edad que aquellos animales. Sus pequeños ojos grises denotaban la oscuridad de su alma y tras una sonrisa gigantesca y espeluznante, parecía escon-derse los mismos secretos que en la carga que llevaba a sus espaldas. Las miró de arriba abajo con lascivia y tras rela-merse aquellos labios arrugados y cuarteados con una len-gua puntiaguda y ennegrecida, les dijo sin reparo: «¿Dónde vais pequeñas cachorritas?».

Gwen, llena de más pura inocencia le contestó con sol-tura: «En busca de comida»

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—Yo tengo todo lo que podéis desear hijas mías —mu-sitó acariciando lenta y siniestramente la tela ennegrecida que cubría la carga.

—Gracias —dijo Melissa interrumpiendo al merca-der—, nos basta con lo que nos da la naturaleza de este bosque.

—¿Acaso vivís aquí?—Sí —dijo a la ligera Gwen, sin que le diera tiempo a

Melissa de retener las palabras de su hermana.A continuación, el hombre sonrió y después de mirar

de nuevo a ambas jóvenes les propuso un trato.—Si venís conmigo, os prometo que no os faltará de

nada y tendréis un techo en el que resguardaros de las llu-vias que se aproximan —afirmó señalando al horizonte te-nebroso que se cernía poco a poco sobre aquel bosque tan perfectamente coloreado por la naturaleza.

—No, gracias. Le repito que estamos bien —sentenció Melissa.

—Mira lo que he encontrado por el camino papá —dijo de repente una voz que salía de entre unos matorrales.

Las dos hermanas giraron la cabeza al unísono hacía aquella chirriante voz y vieron como su madre caía a los pies de un joven obeso de al menos cinco años mayor que Melissa y con un enorme grano peludo bajo su asquerosa y enorme papada.

—¡¡Mamá!! —gritó Gwen mientras corría junto a su hermana para recoger a Emilie del suelo.

—Me parece que la venta de hoy se nos va a dar muy bien hijo mío —dijo el mercader aún sobre el carromato

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y frotándose las manos con celeridad entre sonoras carca-jadas.

—¿Cuánto cree usted padre que podrán darnos por los huesos de estas tres? —preguntó con avidez su hijo.

—La piel de cátaro es una verdadera pieza de lujo en es-tos días Samuel. Si estos nobles y ricos ignorantes supieran con que están encuadernados la mitad de sus libros y los ungüentos con los que se cuidan la piel sus mujeres, paga-rían hasta más de lo que dan. Lástima que el ser humano sea tan escrupuloso.

En ese instante, el tal Samuel destapó de un fuerte y seco tirón la sucia lona rojiza que cubría la mercancía del carromato. Las tres mujeres vieron de reojo lo que parecían ser trozos de piel y restos aparentemente humanos dentro de una pila de cajas abiertas.

Emilie empezó a vomitar. Melissa se quedó paralizada y blanca como la luna llena. Gwen era la cara de la in-comprensión, simplemente se agarraba a la pierna de su hermana y acariciaba lentamente la cabeza de su madre, intentando inútilmente que se recuperara de aquel sorpre-sivo malestar.

De repente y a la par, dos carcajadas se hicieron con aquel amanecer gris de nuevo. El mercader se bajó hábil-mente del carromato y posando su mano rugosa y pelu-da sobre el inmenso hombro de su hijo, se presentó como aquel que piensa vender sus productos.

—Perdonen ustedes la mala educación de mi hijo y la mía propia, me presentaré: Soy Edmond Belrose y este es mi hijo Samuel. Somos unos humildes comerciantes de

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pieles “varias”, cremas para la piel y algún que otro amuleto o complemento para las mujeres de la alta sociedad. Debo decirles —prosiguió con su terrorífica presentación—, que son unas auténticas privilegiadas y por la gracia de Dios, son las primeras personas que conocen la verdad de nues-tro pequeño éxito. Con ello, también debo comunicarles, que mi hijo y yo nos vemos en la imperiosa necesidad de matarlas (no sin antes divertirnos un poco), para no revelar nuestro secreto. Así pues…

—Haced conmigo lo que os plazca, pero dejad a mi madre y a mi hermana libres —esbozó con decisión Me-lissa interrumpiendo de nuevo al mercader—. Ellas no os delatarán.

—No hija —susurró entre hastiados sollozos su ma-dre—. Cogedme a mí y dejad a mis niñas. Haré cuanto pidáis.

—Es una suculenta oferta señora —dijo Edmond—, pero su hija ofrece «mayores posibilidades». Si se portan bien las tres y obedecen con apremio, no tendrán porqué pasar por ningún apuro. Eso sí, a la primera desobediencia, las consecuencias pueden ser muy duras, ¿verdad hijo?

—Sí. Hace tiempo que no disponemos de unos huesos tan jóvenes…. —susurró tenebrosamente Samuel, babean-do y mirando fijamente a Gwen, como si fuera un simple carnero al que degollar y descuartizar sin pena alguna.

El corazón de Melissa latía como una horda de caballos desbocados. De repente y ante la atenta mirada de los pre-sentes, se levantó del suelo y se acercó lentamente hacia los comerciantes, subiéndose poco a poco aquel vestido azul, cuya tela hecha jirones y llena de suciedad, aún daba pie a

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la imaginación desbordante y asquerosa de los dos hombres que empezaban a abrir los ojos y la boca como dos hienas esperando la cena.

Emilie trató de interponerse entre su hija y aquellos dos desalmados, pero de nuevo, el rechoncho Samuel la tiró al suelo y cogió a Melissa por las nalgas como si fuera un simple trozo de carne que meterse en aquella desdentada y negra boca. Gwen intentó ayudar a su madre para incor-porarse, y esta a su vez, trató de tapar los oídos de su hija menor y dar la espalda a lo que iba a ocurrir.

Aquel saco de grasa, sin dejar de soltar una de las nal-gas de Melissa, con la mano derecha la agarró del cuello y le lamió hasta la cara como si fuera un perro. La puso bruscamente a cuatro patas sobre el árbol más próximo y la deshojó como una margarita en plena primavera. Con cada una de las embestidas, la pobre chica gemía levemente, aguantando el dolor, mientras Emilie perdía poco a poco parte de su alma al ver a su hija en esa tesitura.

La mañana del 4 de agosto de 1209, Melissa perdió su adolescencia, su vida y la pureza de su alma. Desde aquella mañana, recordando una y otra vez las últimas palabras de su padre, se juró así misma que sacaría a su familia de aquel infierno y vengaría la humillación a la que fue expuesta.

Cayeron las semanas y las vejaciones iban turnándo-se entre padre a hijo, mientras su madre Emilie perdía la noción del tiempo y su hermana se convertía en una jo-ven muda. No dijo una sola palabra más desde aquel día. Melissa temblaba con solo pensar en el día en que Gwen

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tuviera edad suficiente para ser también pasto de aquellos monstruos. Casi todo el mundo en la cité intuía lo que pasaba en el interior de aquellos muros y como siempre, fue el destino el que una tarde de invierno se coló entre los rincones ocultos de aquella hermosa pelirroja.

Una de tantas mañanas en las que Melissa aprovecha-ba los viajes de aquellos dos seres despreciables, se levantó temprano y fue a por un par de mendrugos de pan con el que poder preparar un desayuno decente para su madre y su hermana. Corriendo, con la cabeza gacha por la vergüenza y la rabia que sentía al saber que todos conocían sus pesa-res y que nadie los ayudaba, se tropezó violentamente con alguien. El pan salió volando y antes de que ella y el propio desayuno de su familia corriera por el suelo como cualquier vulgar trozo de piedra, uno brazos, de ojos profundamente negros y tez oscura y afilada, los cogió a ambos. La respi-ración agitada y aquella mirada, puso inexplicablemente a Melissa muy nerviosa. Después de todo lo que había pasa-do, su animadversión al resto de seres humanos era tal que no soportaba ni el mínimo contacto. Sin embargo, aquellas recias y firmes manos se apoderaron de sus cinco sentidos. Simplemente, no pudo dejar de mirarle a los ojos.

—Lo siento ¿Estás bien? —preguntó aquella voz dulce y melosa—. Me llamo…

—Suéltame. Tengo que irme —vomitó la chica repen-tinamente y quitándole el pan de la mano de mala manera, se fue por donde había venido.

Unos rizos azabaches la miraron fijamente y a pesar de su comportamiento, le sonrió de tal manera que a Melis-

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sa le temblaron las piernas sin sentido alguno. «¿Qué era aquello? —se dijo a sí misma». Intentó borrarlo de sus pen-samientos con una leve negación de cabeza, pero no podía apartar aquella sonrisa de su mente.

Cuando llegó a casa, su madre seguía en el camastro y su hermana estaba afuera de la casa jugando con Milo entre las plantas que rodeaban la pequeña parcela donde vivían. Era el único que conseguía sacar a su hermana de aquel le-targo emocional y el causante de las pocas sonrisas que de-rramaba. En toda la cité, seguramente, solo él comprendía el sufrimiento real de cada una de ellas. Siempre estaba en el momento justo y en el lugar preciso cuando las lágrimas o la soledad martilleaban en aquel trío de latidos perdidos en la inmensidad de aquel fortín de piedra y argamasa. Fue el único gesto amable que tuvieron aquellos dos entes ma-liciosos que se apoderaron de sus vidas.

A la mañana siguiente, la rutina cambió con un leve gesto. Melissa se levantó, lavó su cuerpo magullado y amo-ratado en una pequeña pila de bronce y se dirigió lenta-mente hacia la ventana. Al abrirla de par en par, en el al-féizar había un pequeño muñeco de trapo relleno de paja con una ínfima flor en las manos. En un primer instante se asustó y miró rápidamente por la ventana para ver si veía al causante de aquella extraña circunstancia, pero no vio a nadie.

—No. No puede ser —susurró recogiendo aquel pe-culiar monigote—. ¿Es posible? Después de mi comporta-miento. Además, ¿Cómo iba a saber...? Claro que lo sabe —se contestó a si misma—. Este lugar no es tan grande y

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por desgracia la vida aquí es muy aburrida. ¡Qué vergüenza! —exclamó.

—¿De qué te avergüenzas hija mía? —preguntó Emi-lie arrastrando los pies por la madera de un suelo tan frío como su alma.

—De nada madre —dijo rápidamente escondiendo el muñeco de paja entre sus faldones—. A veces le doy vueltas a lo que pensará la gente de nosotros y me da hasta miedo salir a la calle.

Emilie, en vez de consolar a su hija y quitarle aquellas absurdas ideas de la cabeza, se dio la vuelta corriendo esta vez hacia la cama de nuevo, mientras dejaba un rastro de pena y llanto.

A los dos segundos, Gwen entró por la puerta como la caída de un árbol en pleno bosque y del susto, a Melissa se le cayó el monigote. Milo fue el más rápido de los tres y lo cogió de un salto, llevándoselo hacia el camino empedrado que daba a la Basílica de Sant‒Nazaire. Aquel monumento a la ostentación eclesiástica y que tan vilmente ocultaban bajo la máscara de un “homenaje a Dios”, hacía sentir a Melissa como las noches en las que Edmond y Samuel la visitaban por partida doble. Era absurdo ver como aquellos que se hacían llamar cristianos, “la única fe”, desmoronaban con sangre cualquier creencia que se pudiera arremolinar alrededor suya. Melissa solo pensaba en una cosa: «Nuestro señor jamás obligaría a nadie con fuego y muerte». Amor, ese era el único mensaje.

Perdida entre sus divagaciones, la chica no se dio cuen-ta de que su hermana entraba en aquel antro de perversión de sus creencias, mientras Milo la esperó fuera paciente-

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mente con el monigote entre sus fauces y moviendo la cola con ansia.

—Parece ser que tu hermana es muy curiosa —mur-muró una voz dulce y suave que se coló en su oído izquier-do a la vez que sentía el roce de unos dedos sobre la palma de su mano derecha.

Se giró rápidamente y ahí estaba. Esa enredadera te-nebrosa que la miraba con piedad, pero a la vez con cierta desazón. Melissa sentía que el corazón y sus latidos se le agolpaban en la garganta. La gente que pasaba a su vera la miraba con extrañeza. Observaban una escena que les parecía fuera de lo común. ¿Era miedo a lo desconocido o a lo nuevo? Ella no podía evitarlo, no sabía lo que estaba pasando en su corazón, cada vez que miraba a esa chica. Era como si fuese su otra mitad, la persona que estuvo es-perando toda su vida. Mil veces soñó con el típico príncipe azul, pero después de lo ocurrido con aquellos dos mons-truos y sádicos comerciantes de piel humana, sus ilusiones se vinieron abajo.

Allí, frente a aquel monumento hereje y olvidando todo lo que había a su alrededor, incluso a su hermana, abrazó aquel cuerpo envuelto en un sencillo vestido raso de color verde y la besó en los labios.

«¿Qué hace esa chica?», decían algunos. «Se ha vuelto loca», murmuraban otros. «¡Vas a conseguir que te ahor-quen o te quemen! », gritó de repente una vieja con escasos dientes.

Al abrir los ojos de nuevo ante aquella improvisada ma-nifestación de improperios, Melissa se encontró sola. La chica había desaparecido y su hermana tiraba de ella como

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si fuera el mismo Milo intentando que le hiciera caso para jugar.

Se maldijo a sí misma. Cogió a Gwen con furia del brazo y entre los murmullos de la gente y los ladridos de su perro, callejeó un poco hasta salir por la puerta del Aude, dejando a su derecha el precioso castillo condal construido ochenta años atrás por un antepasado del pobre Raimond Roger Trecavel, y llenando de odio su alma ante lo que le hizo aquella chica.

Gwen la miraba con extrañeza conforme protestaba fu-nestamente ante los tirones que le daba su hermana. En uno de esos forcejeos murmuró con rabia y tiró de su her-mana con tal fuerza que cayó al suelo de bruces. Su pelo rubio se llenó de barro ante un pequeño charco que tenía delante y ni por entonces, Melissa se percató de lo ocurri-do. Siguió por la cuesta de arenisca refunfuñando, apre-tando con fuerza el monigote que le quitó previamente a Milo y tras un grito de furia, lo lanzó lejos, tan lejos que se perdió en la arbolada que rodeaba la Cité.

—No puedo fiarme de nadie. Lo siento padre. Te he fallado. Os he fallado a ti y a nuestro Señor. Me he dejado llevar por la tentación de la carne y no he sabido controlar mis míseros impulsos. No volverá a ocurrir.

Las caras de Gwen y su perro eran una mezcla de asom-bro y temor. No entendían nada. Después de lo sucedido en aquel bosque tiempo atrás, Gwen sintió que su corazón se había convertido en una lápida o más bien una piedra gi-gantesca que obstaculizaba su garganta. Aunque lo intentó en alguna que otra ocasión, no podía hablar. Sentía que ya

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no merecía la pena decir nada en esta vida. Se conformaba con los lametones y ladridos de Milo. Sin embargo, al ver a su hermana aquellos últimos días, le estaba empezando a preocupar en demasía. Eran ya varias las noches en las que la tenue luz de una vela la despertaba. Era Melissa la que siempre seguía a esa lumbre, acompañada de unos susurros aterradores, como si mantuviera una conversación consigo misma. El pánico al desvelarse cada noche era abrumador y la pobre niña callaba inevitablemente. Un solo grito de ella en la noche podía provocar que aquellos dos carniceros se cebaran con su hermana si los despertaba en la noche.

La calma rociaba aquellas paredes cada madrugada cuando padre e hijo se iban a vender sus macabras mercan-cías y el infierno planeaba de nuevo sobre el tejado cuando regresaban borrachos como siempre y con ganas de hacer cosas malas con su madre y su hermana. Era una niña, pero sabía perfectamente que, llegada una edad, pasaría por el mismo trago que su hermana y madre si no ponía un reme-dio al respecto.

Cuando Melissa se calmó, regresaron a casa y mientras

ella se dedicaba a los quehaceres de la casa, Gwen y Milo se fueron como siempre afuera a jugar. Era una época de po-cas cosechas. El calor abrasó toda la tierra como si hubiera sido el mismo infierno de los católicos y las pocas lluvias hicieron que empezara a escasear de todo el cultivo que sustentaba la vida en aquel lugar sitiado por los adoradores del Papa.

Después de lo ocurrido frente a la basílica, Melissa sin-

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tió que su alma se había liberado. Unas cuantas noches se-guidas, leyendo aquel secreto que su padre le confió, fue suficiente para purificar su alma. Si volvía a toparse con aquella chica, la ignoraría como hacía su madre con su her-mana y con ella.

Su misión era sencilla: preservar la palabra de sus creen-cias, grabarlas a través del tiempo para que su pueblo no fuera olvidado por el fuego y la oscuridad, y sobre todas las cosas: hallar la venganza o más bien la justicia que merecía su pueblo. Antes tenía que eliminar a aquel hombrecillo y su puerca descendencia de la manera que fuera. El vene-no era una opción plausible, pero si solo eran ellas las que cocinaban, era evidente que las culpas recaerían sobre su verdadera familia.

Dicen que el azar y el destino siempre compiten entre ellos. Que les gusta desafiarse mutuamente a ver quién es el mejor hijo del tiempo. Yo os digo, que a pesar de que la vida nos hace sufrir mucho, el tiempo siempre pone las piezas correctas en los casilleros de la vida. Y así fue como sin comerlo ni beberlo, nuestra protagonista se encontró de bruces con la solución a todos sus problemas: la competen-cia entre mercaderes.

En la cité y alrededores solo había dos vendedores de los mismos productos. Edmond y Emmanuelle Couture. Un viejo y avezado cazador. Su corpulencia destacaba por encima de todos y llegó a Carcassone casi de la mano de Montfort. No compartía ni sus métodos ni las formas con las que trató al pueblo cátaro, pero en aquella época si ibas contra la iglesia, eras pasto de las llamas.

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A pesar de su aspecto, osco y lleno de matices penum-brosos, aquel cazador era un trozo de pan y procuraba ayudar a sus semejantes si estaba en sus manos. Desde el primer día, se enamoró de perdidamente de Emilie y Me-lissa lo sabía. Jamás intentó nada, pues respetaba mucho la memoria de Jarno. No es que la chica mantuviera contacto habitualmente con él y mucho menos que fueran amigos, pero en más de una ocasión, cuando Melissa conseguía sa-car a su madre de casa para que al menos le diera el sol, siempre, a la orilla de su pequeña tienda, Emmanuelle es-taba observando a su madre con los mismos ojos que la miraba su difunto padre. Solo por eso, aquel hombre le caía bien.

Melissa nunca se atrevió a hablar con aquella masa de músculos. Es más, a lo máximo que llegó fue a gesticular un saludo tímido alguna que otra vez cuando se cruzaban con él. El culpable de aquellas escasas confrontaciones era el gato que tenía en su tienda de pieles. Una bola de pelos regordeta de ojos verdosos y que siempre bufaba a Milo cuando acompañaba a las tres mujeres a dar un paseo. Fue en uno de esos días en los que el perro decidió presentarse a Rufus (el gato en cuestión), cuando Melissa tuvo las prime-ras palabras con aquel vendedor de pieles de animal.

—Lo siento —dijo apurada la chica—. Normalmente Milo no hace estas cosas y de hecho no es la primera vez que los animales se cruzan entre sí. No sé qué bicho le ha picado.

—No pasa nada —contestó aquel muro de color carne con una voz tan gruesa como su cuello—. Los animales son impredecibles. Por cierto…

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—¡¡Gwen!! ¡¡Estate quieta!! No incites al perro a atacar —dijo Melissa interrumpiendo al gigante.

De repente en el aire sonó un golpe seco y el gemido correspondiente de un ser de cuatro patas que jugaba ino-centemente con otro de distinta raza. Edmond había hecho acto de presencia en medio de aquella trifulca y sin mediar palabra pateo a Milo dejándolo en la tierra dolorido y con la lengua fuera.

—¡¿Qué haces pedazo de animal?! —vociferó al instan-te el frondoso cazador.

Como un resorte, y tras esas palabras, la mano enorme de aquel hombre fue directa hacia la cara del decrépito y escuálido comerciante, pero su hijo Samuel se interpuso entre ambos y se llevó la tunda que iba fermentada para la cara de Edmond. Este, astuto y pérfido como era, empezó a gritar a pleno pulmón que aquel animal del demonio había pegado a su pobre hijo, cuando él solo quiso mediar entre los animales e incluso ayudar a que su gato fuera agredido por su perro.

Evidentemente la gente empezó a arremolinarse alre-dedor del conflicto y no tardó en aparecer la guardia del barón, y en esos tiempos soberano de la cité, Simón de Monfort.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo uno de los soldados con la lanza y el escudo por delante de su cota de malla y aquella gran cruz roja que predominaba sobre la tela blanca que lo cubría.

—Nada señor —dijo en un susurro Emilie.—¡Tú calla, mujer! —vociferó el otro soldado—. Ha-

blaba con tu marido.

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—Yo solo he tratado de mediar entre los animales para que la sangre no llegara al río y este infame ha intentado agredirme. Por desgracia, mi hijo se ha llevado su furia des-controlada en la cara ‒dijo Edmond tocando con cuidado el rostro de su repugnante hijo, el cual lloraba exagerada-mente para dar más veracidad a lo ocurrido.

—¿Es cierto lo que dice este hombre? —interrogó el primer soldado al gigantesco curtidor.

—Solo en parte. Es cierto que he pegado a su hijo, pero en realidad iba a por él. Ha aparecido de la nada y ha maltratado a su perro. No he podido evitarlo. Amo a los animales.

—Tremenda contradicción ¿no cree? Los curtidores no nos servimos precisamente de piel humana para nuestro negocio, sino la de los animales —esbozó con malicia aquel saco de huesos encorvados que abusó tantas noches de Me-lissa.

Los soldados miraron con curiosidad al grandullón, es-perando una especie de réplica ante tal argumento. Este por su parte solo pudo alegar su verdad:

—Sí, soy curtidor, pero jamás he matado a un animal. No me dedico a cazar, sino más bien a recoger a los pobres animales que perecen en estos extensos bosques y trato de darles a mi modo de ver una utilidad después de muertos. Es como un homenaje. Una reencarnación útil de su espí-ritu.

—Menuda memez —musitó Samuel mientras se po-nía de nuevo en pie y trataba inútilmente de colocarse la mandíbula.

Los soldados se quedaron embobados ante tal explica-

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ción y sin saber que hacer tomaron el camino más fácil y directo: ordenaron que cada uno se fuera a su casa y olvi-daran el altercado. De lo contrario, pasarían unos y otros, varias noches seguidas en los calabozos donde el pobre Tre-cavel se quitó supuestamente la vida.

Aquel era un detalle que aún le robaba tiempo a los pensamientos de Melissa. ¿Se sabría algún día la verdad de aquel incidente?

Al llegar a casa, Edmond la tomó con las tres mujeres. De una tremenda bofetada tumbó a Gwen sobre el lecho donde dormían las tres juntas y apiladas como gallinas. Cuando Melissa salió en su defensa, Samuel la cogió de su incipiente y frondosa cabellera y la arrastró hasta los pies de la pequeña chimenea que un día hizo su padre con sus propias manos. Gwen lloraba como un animal cuando le pisaban la cola, pero de forma continua y Emilie… Emilie estaba petrificada en medio de la sala, con las manos tapan-do sus orejas y tambaleándose como si estuviera poseída.

La impotencia de Melissa empezó a fundirse poco a poco con la rabia que su corazón desprendía. Su hermana pequeña llorando, Milo en un rincón muerto de miedo y su madre o la sombra de lo que fue, ida como una loca de las que la inquisición se nutría para incendiar el temor de los pecadores. Respiró profundo, miró de reojo cómo Ed-mond se reía y se acercaba a su madre mientras se bajaba los calzones diciendo: «Vamos a darnos el capricho de probar aquello que tanto parece que desea ese estúpido curtidor del tres al cuarto».

¿Fue aquel el detonante? Es difícil saberlo. Hasta en-tonces, Melissa había soportado todo tipo de vejaciones

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en su propio cuerpo, pero lo que iba a suceder en breves momentos era como si traicionara la promesa que hizo a su padre. Debía cuidar de su madre y su hermana a toda costa. Cerró un puño poco a poco sobre el suelo, incluso arañando con las uñas de los dedos la superficie arenosa que los rodeaba. Pensar en que aquel amasijo de huesos y carne arrugada iba a profanar el amor de su padre, le hizo reaccionar sin pensarlo dos veces. Deslizó una mano sobre uno de los troncos que reposaban sobre el hueco de la chi-menea y, antes de que Samuel pudiera parpadear, le asestó un golpe certero en la mitad de su enorme cabeza.

Las carcajadas de Edmond pararon en seco. Aquel so-nido mudo le hizo girar sobre sí mismo con sus partes pu-dientes en la mano y su mandíbula se desencajó como la cabeza de su hijo. Melissa utilizó todo el odio, frustración e ira para golpear de nuevo al tonel de carne que derramaba sangre a borbotones de su cabeza como si fuera el agua de un riachuelo. Sin dar tiempo a que el viejo decrépito auxiliara a su hijo, un crujido acuoso hizo mella en el ri-ñón izquierdo de Edmond. Emilie salió de su letargo y sin cambiar el gesto de su rostro, perforó a su agresor con un cuchillo repetidamente ante la petrificada mirada de sus hi-jas. Le agarró la cabeza por la frente sudorosa y arrugada, y terminó la faena rebanando el pescuezo del curtidor como si cortara un trozo de hogaza de pan. La sangre salpicó cada rincón de su ser, miró fijamente a Melissa y le dijo: «Cuida de tu hermana, yo estoy demasiado agotada». Se sentó so-bre un pequeño taburete de madera e hizo lo mismo con su cuello que con el de Edmond.

Samuel miraba la escena como si no fuera con él, mien-

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tras la lava roja que caía por su cara le impedía respirar, como si quisiera volver a entrar en su cuerpo a través de la boca y la nariz. Cayó al suelo de rodillas e intentando articular alguna palabra señalando a su padre desangrado, se derrumbó con un golpe sordo.

Melissa dejó de temblar y salió despavorida hacia la cama donde su hermana estaba a punto de gritar como el gallo de la mañana. Tapó el terror que anidaba en los ojos de Gwen y a la vez que balanceaba su cuerpo para calmar-la, miraba el escenario diabólico que se había perpetrado en tan solo unos segundos en aquella humilde casa que, tiempo atrás, fue un rincón lleno de felicidad y amor junto a su padre.

Emilie era lo más parecido a un trapo caído sobre el suelo. Sus manos reposaban por delante de su cuerpo en-corvado y la sangre de los tres fallecidos empezaba a jun-tarse unas con otras de tal modo que a Melissa le dio una pequeña arcada.

—Has hecho lo que debías. Siento mucho lo de tu ma-dre.

De la nada, a causa del shock o de lo que fuera, la joven de rizos negros se presentó de repente en medio de aquella carnicería y la pobre Melissa ni se percató.

—¡¿Qué haces tú aquí?! ¡Vete ahora mismo! —gritó la chica ante la mirada de asombro de Gwen.

—¿Con quién hablas hermana? ‒susurró esta temerosa.—Con quién va a ser. Con la chica que vimos en la

basílica.—¿Qué chica Melissa? Allí no había nadie.

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—¿Cómo que no?—Tal que así. Cuando salí de la iglesia, estabas en me-

dio de la plaza hablando sola y la gente te estaba mirando con miedo. Algunos murmuraban que te habías vuelto loca por las cosas que te hacían esos malnacidos.

—Y así es ¿verdad Melissa? —dijo con ironía la chica de rizos que estaba ahora sentada junto al cadáver de Edmond y chupando uno de sus dedos con la sangre que había por el cuerpo.

—¡¡Cállate!! —gritó de nuevo la pobre pelirroja ante la risa macabra de aquel ser y los ojos de pánico de su her-mana—. Lo siento Gwen, no es a ti. Bueno, no sé qué me ocurre.

—Si quieres puedo ayudarte al respecto… Digamos que me ha interesado mucho tu alma y ya que ahora no están tus padres para protegerte, es más fácil hacerme con tu hermana y contigo gracias a la locura que invade a este pobre y obsoleto ser humano. La verdad es que disfruté mucho el día que estos ridículos católicos quemaron vivos a todos los tuyos, incluido tu padre. Adoro ese olor. Me ahorraron mucho trabajo. Lo de hoy ha sido un pequeño entretenimiento y a pesar de lo que ha hecho tu madre, debes reconocer que mi ayuda te ha servido de algo. Te he librado de esa bola de sebo y el enclenque de su padre.

—¡¡NO VOY A DARTE NADA!! —¿Quién ha dicho que quiera algo? No me hace falta

pedir limosna como lo hacen los católicos estos. El poder de la fe los atrae como corderitos, yo sin embargo juego con el poder que más controla al ser humano: el miedo. No

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me hace falta ser corpóreo y hacer unos cuantos milagros para que la gente siga creyendo en mí. Yo estaré siempre ahí —afirmó señalando el corazón de Melissa‒. Mientras el ser humano este con vida, yo tendré en mis manos su ansiada esperanza.

—Melissa —susurra Gwen aterrada y resguardada de-trás de sus piernas recogidas sobre si misma encima de la cama‒. Me estás asustando mucho. En serio, ¿con quién hablas?

—Hazle caso a tu hermana cariño. Tenemos toda la eternidad para seguir divirtiéndonos. No tengo prisa algu-na. La pobre está muy asustada. Yo que tú, no diría nada de nuestro secreto a nadie. Es fácil que te juzguen por hereje o bruja en estos días. A veces pienso que el ser humano es tan imbécil y manipulable, que me aburro —afirmó con una desesperanza cómica.

Melissa empezó a sentir un dolor fuerte en el pecho, era como si el corazón se estuviera pudriendo poco a poco en su interior. Su ira iba en aumento al ver que no tenía esca-patoria posible ante todo lo que había pasado en esa casa en tan solo unos instantes. Escuchaba la voz de su hermana en la lejanía, como un murmullo. Lo único que acertó a decir fue: «Corre Gwen, no dejes de correr hasta que pierdas de vista este lugar».

A continuación, giro la cabeza hacia su hermana, y fue tal la penetrante convicción de aquellos ojos sin vida, que Gwen saltó de la cama como un animal perseguido sin mi-rar atrás.

—Ha sido una buena intención por tu parte Melissa, pero no le va a servir de nada. Vuestro hilo de vida está

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conectado sin remedio y a través de él, por mucho que se deje los pies sobre los senderos angostos de estas tierras, daré con ella.

—Los hilos de la sangre son tan fuertes como los nudos familiares, pero al igual que unos pueden deshacerse, otros pueden cortarse. Solo la fe en Dios, la única, es la que lleva al hombre hacia la verdad.

—¿La misma que ha llevado a tu pueblo a desaparecer? —preguntó el demonio entre sonoras carcajadas.

—Pronto lo verás….Segundos después, un sonido seco y sordo cayó sobre

aquel tejado lleno de muerte.

—¡Corre, corre! —gritaba desesperadamente Gwen, mientras tiraba con todas sus pequeñas fuerzas de aquel mastodonte de al menos cien kilos de peso.

Las lágrimas brotaban de sus ojos con la misma descon-certante firmeza con la que segundos antes había entrado en casa del curtidor para pedirle ayuda. Gritando a pleno pulmón que su madre estaba muerta y su hermana estaba en peligro. Emmanuelle sintió como su corazón perdía el ritmo habitual al que subsistía y se convertían en una horda de caballos desbocados. Horas antes había fantaseado en formar una familia con aquellas tres hermosas hembras y ahora solo veía en su cabeza a la pobre y bellísima Emilie rodeada por un charco inmenso de sangre.

Cuando llegaron a la casa, el escenario no distaba mu-cho de lo que podía ser una batalla encarnizada entre tem-plarios e infieles. La sangre de varios cuerpos se mezclaba sobre el suelo y la teñía de rojo carmesí. Gwen cayó al suelo

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de rodillas justo a unos pasos de la entrada. Con las manos en los ojos dejó que su cuerpo se rindiera ante lo que no pudo e intuyó que pasaría… Melissa yacía al lado de su madre, con el cuello abierto como un melón. Su mano iz-quierda reposaba sobre la mejilla de su Emilie como si una caricia hubiera sido lo último que dejó a medias en este mundo y la otra, ocultaba a medias bajo su vestido un libro ajado. Al lado, sobre el suelo de madera y arena, una frase de tinta roja decía: «Sigue los hilos de la sangre, no dejes que el tiempo nos olvide».

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CRÓNICA DE INDIASÁngel G. Ropero

Año 15...

—¡Ah, hideputa! —escupe por la borda un soldado barbudo y lleno de cicatrices.

Unos monjes franciscanos, jóvenes pero, con aspecto de haber sufrido lo indecible, se miran y se santiguan, asus-tados por los maneras salvajes del soldado.

El ambiente en la cubierta del galeón Santa Catalina es todo lo contrario a normal. No se puede decir que no haya tranquilidad, pero es una tranquilidad tensa, derivada de la incomodidad y del silencio de unas personas que descon-fían del resto de sus compañeros de viaje. Un silencio lleno de sospechas que condimenta una atmósfera ya de por sí densa.

Otro grito rompe por segunda vez la monotonía del galeón. El Capitán, un rudo hombretón con más aspecto de pirata que de marino, escupe y grita una ininteligible serie de insultos y órdenes a los miembros de la tripulación. Tiene un aspecto desgreñado, cojea notablemente y se pa-sea con su arma en ristre, como si todo fuera una amenaza. No es un buen día para estar a sus órdenes; ha matado a uno de los hombres a su cargo por intentar beber más agua de la cuenta.

Los dos franciscanos tiemblan y se sacuden, aterrados por estar rodeados de tantos hombres violentos y desequi-

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librados. Rezan a susurros y se mantienen alejados de to-dos los demás. Cuando el Capitán les permitió embarcar en su viaje de vuelta al viejo Continente, suponían que el trayecto sería más tranquilo, pero ahora se arrepienten. El viejo lobo de mar pasa a su lado y hacen lo posible por no mirarle, no vayan a conjurar su ira, pero este les supera sin inmutarse y se acerca al soldado.

—¡Vos sois de los míos! —le grita, a pesar de estar a poca distancia—: ¡un luchador, cojones!

—Yo no me parezco en nada a vos—. Su voz suena tan cansada como se ve su aspecto. Parece un hombre que ha visto y vivido mucho y poco de ello bueno—. Yo ya no soy nada, una cáscara vacía.

—No digáis insensateces —saca una bota con vino y le tienta. Al ver que la rechaza, bebe él—. ¿A qué vienen esos remilgos? No me digáis que sois abstemio.

—Nadie que haya visto lo que yo he visto puede per-manecer sobrio mucho tiempo —le arranca la bota y se echa un buen trago al coleto—. Si supierais…

A pesar de su intento de pasar desapercibidos y man-tenerse al margen, ambos monjes levantan la cabeza con curiosidad. Los dos son misioneros y regresan de haber pa-sado muchas penurias en el nuevo continente. Les interesa sobremanera oír el relato de otros que hayan vivido cosas similares.

A pesar de ser un galeón de guerra y no de transporte, el Santa Catalina había aceptado recoger y llevar de regreso a España a algunos compatriotas que querían abandonar el Nuevo Continente. Además del veterano soldado y los

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dos monjes hay un cuarto miembro que también escucha atentamente al Capitán.

—Todos tenemos cuentos que contar alrededor de una hoguera —replica el Capitán. Al notar la atención de los presentes se anima y se hincha, orgulloso—. ¿Queréis oír la mía?

—Lo que quiero es volver pronto a Huelva y olvidarme de esa maldita tierra —le responde el soldado.

—Yo escucharé vuestra historia, Capitán.El aludido se gira y mira al hombrecillo enjuto y pe-

queño que le ha hablado. A pesar de su aparente falta de fortaleza física, se mueve como quien se sabe con el control de la situación. Parece ocupar el doble de lo que le corres-pondería por su tamaño y tiene en la cara la expresión del que se cree mejor y más listo de todos. Su ropa está man-chada y destrozada, como la del resto, pero se ve de buena factura. Gracias a él y a sus palabras, el Capitán accedió a llevarle a él y a los otros tres de regreso a España. Prometió pagar íntegro el viaje en cuanto regrese a su hogar.

—Mi Señor, es de agradecer el interés, pero me gustaría volver a hablar sobre el tema del pago —el Capitán suena sumiso, pero en su rostro se reconoce el odio y la avaricia.

—En otro momento, Capitán. No os preocupéis, que recibiréis vuestro dinero— aparta sus preocupaciones con un gesto de la mano—. Y ahora, oigamos su historia.

—¿Qué os parece —intervino tímidamente uno de los monjes—, si cada noche contamos una historia? Esto hará el viaje más ameno para todos.

—Como en Las mil y una noches —añade el segundo.

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La historia del Capitán

—Maldito sea el día que se me ocurrió embarcar hacia el Nuevo Mundo —el Capitán escupe hacia el mar—. Era joven e ignorante y me engañaron con historias de ciudades de oro y calles empedradas con diamantes.

«La primera vez que llegué a tierra, tras una tormenta que duró una semana, pensé que había llegado al paraíso. Dicen que tras la tempestad llega la calma y así había sido entonces. La mar estaba tranquila, como una balsa, más aún de lo que está esta noche, apenas había una brisa que no empujaba el navío y la orilla estaba cerca, una imagen prometedora, llena de aventuras y lugares por descubrir».

Un joven grumete, sin pelo en el pecho y nada más que la sombra de una barba en la cara observaba con alegría el horizonte.

A proa se veía por fin tierra, a popa, habían dejado una de las peores tormentas que muchos de los marineros, ya perros viejos, recordaban. Varios de ellos habían desapare-cido, tragados por las olas. Otros habían recibido heridas de gravedad, zarandeados por la marea. Pero el chaval, de nombre Iker Mendieta, miraba al futuro con ilusión. Sabía que lo peor ha pasado, que tenía por delante riquezas sin fin y que ese Nuevo Mundo solo le traería gloria y honor.

Los marineros que quedaban, entre ellos Iker, fletaron varias barcas y desembarcaron en su nuevo hogar. Todos ellos habían venido convencidos por un hombre, el Capi-tán Sánchez, respetado y conocido, al que la idea de una

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ciudad dorada le había envenenado la mente y embotado los sentidos. Como al resto, claro.

—Ah, amigos míos —convocó a su alrededor a los doce marineros que había traído con él y les lanzó una mi-rada que intentaba ser brava, pero no dejaba de ser la de un adicto, en busca de su dosis—, estamos cerca de El Dora-do, la Tierra Prometida. En esa dirección —se tambaleó y acabó señalando hacia el mar, Iker le colocó el dedo en la dirección correcta—. Sí, gracias. En esa dirección está lo que nos han prometido. Una tierra llena de riquezas. Sé a ciencia cierta que no se puede llegar de cualquier manera —se tocó el pecho—, solo siguiendo las indicaciones del mapa podremos encontrar ese lugar mágico. Seguidme, ca-balleros, ¡a la victoria!

Los doces marineros le siguieron, apenas echando un vistazo al barco que les había traído, dejado a buen recaudo del resto de la tripulación, con órdenes de esperarles hasta nuevo aviso.

Los bravos hombres se adentraron en la selva, siguien-do las órdenes del Capitán, que leía las marcas dejadas en el mapa. Afortunadamente para él, era el único que sabía leer, una precaución que había tomado para evitarse moti-nes. Sin él, El Dorado sería imposible de encontrar. Solo tenía cierta preocupación que no terminaba de formarse, pero que no se le iba de su aturdida mente. Algo sobre un número le acosaba pero, incapaz de saber a qué se refería, prefirió obviarlo.

Sonrió a su joven amigo, la última adquisición a su tri-pulación, otro de sus grandes aciertos. Le había agarrado de un arrabal y le había prometido su barco y una parte de

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las ganancias si hacía todo lo que le dijera. Necesitaba una persona en la que confiar a ciegas, sí. Pero también necesi-taba una cabeza de turco, alguien a quién echarle las culpas si todo iba mal. Y los marineros que había traído con él serían analfabetos, pero tampoco eran estúpidos. El chaval, sin embargo, era un buen recurso.

Miró el mapa y leyó lo que tenían que hacer. En primer lugar, debían llegar a una isla con forma de media luna. Eso había sido fácil, allí estaban, pese a la tormenta y a Dios, habían llegado a su destino. Aunque durante algún tiempo tuvo dudas, pues pensó que se habían desviado, la vista de la costa le confirmó que todo había salido bien. Iba a ser rico.

Las primeras jornadas transcurrieron con tranquilidad. Llegaron a un claro en medio de la isla que se parecía al círculo dibujado en el mapa y descansaron algunas horas. Sentados, alrededor de una hoguera, compartían el ron y discutían sobre lo que harían cuando encontraran El Do-rado.

—Yo me compraré una reina y la montaré todo el día —dijo uno, acompañando sus palabras de un gran eructo. Todos se rieron.

—Yo creo que me quedaré en la ciudad y me nombraré a mí mismo Alcalde —dijo otro—. Tendré monos amaes-trados que me traerán la comida y los salvajes me entrega-rán todo lo que quiera. También a sus hijas.

—¿Solo alcalde? —le retó otro de ellos—. Pues yo seré rey de El Dorado y tú tendrás que darme todas tus riquezas.

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—¡Sobre mi cadáver! —el que quería ser alcalde se le-vantó y sacó un cuchillo. El resto volvió a reírse.

—Yo quiero un barco —dijo de pronto Iker. Todos se callaron y le miraron—. Un barco para descubrir nuevas costas. ¡Quiero ser conquistador!

Mientras ellos discutían nuevas formas de gastar las ri-quezas que lograrían, la preocupación del Capitán crecía. Algo estaba mal y no sabía qué era. El joven, cansado de los comentarios y las burlas de los marineros, se acercó a él y le saludó.

—¿Qué sucede, Capitán Sánchez? Este saltó y le miró con ojos de ira hasta que le recono-

ció. Cuando la bruma de su mente se evaporó al menos en parte, le sonrió.

—Nada, grumete, nada que te deba preocupar— le qui-tó la importancia con un gesto—. Solo estudiaba el mapa. ¿Ves? Estamos aquí —le señaló un punto lo más alejado posible de la realidad— y aquí están la gloria y el honor.

—¿Seguro, mi Capitán? —Iker miró el mapa pero no entendió las palabras que ponía, porque era analfabeto. Pero sí reconoció algunas figuras—. Creo que deberíamos estar aquí —señaló el círculo—, pero este claro no es circu-lar, parece más una media luna, como la isla.

Sánchez quitó el mapa de su vista y su cara se tornó en odio.

—No me habías dicho que sabías leer —le golpeó con el canto de la mano—. A tu Capitán no se le miente.

—Lo siento, seño r se disculpó entre lágrimas—. No sé leer, pero sí me gustan los mapas.

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—Bueno, bueno, no sucede nada —el Capitán se rela-jó, calmado tras la explicación—. Eres un buen marinero, me estás siendo de gran ayuda —le puso una mano en el hombro y el joven pegó un respingo—, tienes razón. Esta-mos donde dices, pero me he preocupado, porque no quie-ro que ninguno de ellos pueda leer el mapa.

—¿Y eso por qué, Capitán? —Porque si soy el único con capacidad para entender-

lo, soy el único indispensable —bajó la voz, como en una confidencia—. Mantengamos entre tú y yo nuestro secre-to, no queremos que ellos se rebelen.

—Pero, ¿no confiáis en ellos? —el Capitán ignoró, de-liberadamente, la falta de respeto.

—Les confiaría mi vida —dijo en voz alta, para que le escucharan si estaban atentos—, pero nunca mi oro. Ese es un consejo que debes aprender.

—Sí, Capitán, mi Capitán.

Cuando ya llevaban una semana de búsqueda, las cosas empezaron a estropearse. El Capitán Sánchez y diez de los hombres que habían ido con él estaban acampados bajo un alto árbol, a cubierto de una copiosa tormenta que trataba de hundir la isla en medio del océano. Dos días atrás, ha-bían mandado a uno de los marineros de regreso al barco. Debía informar del estado del mismo y avisar a los que ahí estaban de que todo seguía igual. Esperaban que regresara esa misma noche o la siguiente, pues había partido en línea recta.

Pero pasó esa noche y la siguiente y el marinero no re-gresó.

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—Está muerto, seguro —se oyó un susurro en la no-che.

—No digas eso ni loco —le reprendió otro, un hombre bastante tonto, pero leal a muerte al Capitán.

—O eso o se ha amotinado, junto con los demás que se quedaron en el barco— dijo el primero.

Un disparo los hizo callar.—¡Aquí nadie se ha amotinado! —rugió el Capitán

Sánchez, la pistola humeante en la mano. Apuntó a los que habían hablado, por turnos—. Estamos a punto de llegar a El Dorado, el mapa no miente y pronto seréis más ricos de lo que jamás hayáis imaginado.

—Eso si sobrevivimos —le contestó otro, levantándose de pronto y encarando al Capitán—. Ya hemos perdido a uno por las fiebres y hay otros que empiezan a enfermar. —Animado por las voces de los que le coreaban, se enva-lentonó—. Empiezo a pensar que esto ha sido mala idea y debemos regres...

Un poco de plomo acabó con el conato de levanta-miento.

—¿Alguien más quiere renunciar a su parte para que los que quedemos nos llevemos más? —preguntó el Capitán. Nadie dijo nada y todos se encogieron, para no ser los si-guientes—. ¡Perros cobardes!

Sánchez sacó el mapa y lo volvió a mirar, al revés. Hacía más de una semana que estaban completamente perdidos, pero no quería reconocerlo. Ni a sí mismo ni a los ma-rineros. Los últimos retazos de su cordura le decían que abandonara, pero como un enemigo invisible, lo rechaza-ba, inclusive con la violencia.

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Los siguientes días, perdieron a más compañeros. Uno

cayó en una trampa, dos más fallecieron por las fiebres y uno más desapareció sin más. Quedaban solo seis y descon-fiaban unos de otros. El Capitán ya solo hablaba con Iker o consigo mismo y los otros cuatro hablaban de espectros, de una selva encantada y de salvajes comedores de hombres. Pero lo hacían en corrillos, cuando ni Sánchez ni Iker los pudieran escuchar.

Cumplidas más de dos semanas, El Dorado estaba tan lejos como la torre de Babel y los ánimos eran irrecupe-rables. Los seis estaban enfermos, la caída a la locura del Capitán era tal que ya hablaba solo y no comía nunca, a menos que Iker le obligara.

—Smith, te tengo dicho que odio los relojes —dijo de pronto, despierto en medio de la noche.

—Capitán, tranquilícese —le acunó el grumete, des-velado a su pesar, torturado por la tos—. Estamos cerca y pronto acabará todo.

—Sí, pronto acabará todo —la voz de Sánchez, tan lú-cida y calmada, asustó al joven, pero vio que ya se había quedado dormido y pronto se le olvidó.

A la mañana siguiente solo se despertaron ellos y uno de los marineros. Tras golpear y tratar de hacer que se le-vantaran los otros, desistieron y se marcharon de esa zona. Alicaídos y agotados, ya sin reservas de comida, vagaron durante varias millas hasta que salieron de la selva por pri-mera vez desde que empezó la expedición.

Sin embargo, en vez del extremo contrario de la isla se

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encontraron con un río y, al otro lado una montaña oculta, con un edificio excavado en la misma.

—¡Eso es! —gritó el Capitán—. ¡Al fin lo hemos en-contrado! ¡El Dorado!

Iker y el marinero salieron corriendo tras él, asustados de que pudiera pasarle algo. Y curiosos por el edificio, gran-de como un castillo, que habían encontrado.

Cerca ya de la ladera de la montaña, se llevaron una nueva sorpresa. Un poblado, con casas mal hechas y gentes en cueros, les salían a su encuentro con actitud cautelosa. El joven gritó al Capitán que, enfervorecido por la fiebre y la locura, parecía ciego a lo que tenía frente a él.

Al verlos gritar y correr, los habitantes se pusieron ner-viosos y huyeron en desbandada.

—¡Cuidado, Capitán!Demasiado tarde, Sánchez detuvo su acometida. Una

flecha que pretendía ser de advertencia se le clavó en el cuello. Muchas otras surcaron el cielo y cayeron sobre Iker y el otro superviviente. Su aventura había acabado de la peor manera.

—Y esta es mi historia —gruñe el Capitán Mendieta, escupiendo una vez más al mar. Todos le miran sobrecogi-dos, los dos frailes se santiguan por enésima vez y suspiran. En el rostro del gallego solo hay codicia.

—¿Y cómo sobrevivisteis? —pregunta este. —Los habitantes de ese poblado me capturaron, cu-

raron mi pierna y, una vez hube podido caminar por mí mismo, me dejaron en la civilización.

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—¿Cómo es posible? —Parece ser que la tormenta nos desvió mucho más de

lo que el pobre Capitán Sánchez, que Dios lo tenga en su gloria, pudo haber imaginado —se saca la pata de palo y la vuelve a colocar—. No llegamos a la isla del mapa, si no a pleno Nuevo Continente. Estas gentes ya habían contac-tado con los españoles y me llevaron donde estaban ellos.

—¿Y el mapa?—El mapa se perdió.

La noche ha caído y el navío sigue imperturbable su viaje hacia las costas españolas. Las olas mecen el barco y sus ocupantes empiezan a acusar el cansancio. Poco a poco, sin hablar más que para musitar una leve despedida, se van recogiendo y buscando un sitio donde dormir.

Todos menos uno. Una figura pequeña camina bajo la luz de una enorme luna y admira su reflejo en el mar.

—Llegáis tarde.—En este barco siempre hay trabajo —le responde la

persona que se acerca. —Quedan dos meses de viaje y quiero saber si puedo

contar con vos.—Sabéis que sí…, gallego.—El plan es el siguiente: el barco no debe llegar a Cá-

diz, algo tiene que pasar para que se hunda con todos sus pasajeros. Pero debe estar lo suficientemente cerca de la costa para que yo, para que nosotros, podamos pasar por los únicos supervivientes. Una vez en tierra, recibiréis vues-tra paga. No antes.

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—En cuanto se vea la costa, este barco dormirá con los peces, descuidad.

Las dos figuras se separan. Todos en el barco descansan ajenos a la amenaza que les sobrevuela.

La historia del soldado.

El día llega y muere. Los pasajeros se vuelven a reunir en torno al Capitán, esperando escuchar una nueva historia. Se miran entre ellos, esperando ver quién da el paso.

—La historia que os voy a contar, parece cuento o men-tira, pero es verdad —asegura el soldado—. Yo pensaba que en esta maldita tierra nadie conocía el honor, más al menos hay uno que lo tiene.

Mirando al horizonte, donde ya desaparece la línea de la costa, añade:

—Os voy a hablar de Gonzalo Guerrero.

Francisco de Contreras llegó al Nuevo Mundo como Capitán de varios jóvenes y bisoños soldados. Sin embargo, el barco que debía dejarlos en La Española naufragó cerca de la península del Yucatán y casi todos murieron ahoga-dos.

Solo Francisco y otros cinco sobrevivientes consiguie-ron llegar a tierra. Atardecía cuando alcanzaron la orilla, por fases. Se encontraron todos y, al ver que se encontraban en buen estado, decidieron permanecer juntos.

Poco después caía la noche.

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—Oigo ruidos —dijo uno.—¡Callad! —le reprendió Francisco—, solo son anima-

les. —Capitán Contreras… —empezó a decir uno de los

soldados.Un sonido atravesó la playa y una flecha se clavó en la

arena, a los pies del que estaba hablando.—¡Salvajes! —gritó alguien y comenzó el caos.Sin armas de fuego, pues la poca pólvora que tenían es-

taba mojada, la batalla fue corta. Lograron reducir a alguno de los atacantes, pero pronto fueron vencidos. Uno de los soldados, el que primero se asustara por los ruidos de la noche, trató de huir, pero una certera flecha le golpeó entre los omóplatos. El resto de los españoles se dejaron atar y conducir por la selva.

Al amanecer, la expedición llegó a lo que parecía la al-dea de los indios. Paupérrimas cabañas de madera y gentes en cueros, llenos de tatuajes y con el cuerpo perforado, les esperaban y les espiaban con curiosidad. A pesar de lo que esperaban ver, no parecían un pueblo de guerreros salvajes. Los españoles se sorprendieron al verse rodeados por niños que corrían entre las piernas de sus mayores y hombres y mujeres con caras asustadas. Se dieron cuenta en seguida de que no estaban ante un pueblo de guerreros.

—Mi Capitán… —trató de hablar uno de sus solda-dos, pero un gruñido de este le hizo callar.

—Allí hay alguien —acertó a decir otro de ellos, antes de que el salvaje que les guiaba le golpeara con el asta de su lanza.

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Contreras miró en la dirección que había señalado con la cabeza y lo vio. Una persona, aparentemente más alta que el resto, los miraba desde la lejanía, oculto entre las sombras de una de las chabolas. El Capitán se preguntó por qué se mantenía apartado del resto. Pero antes de poder seguir reflexionando sobre el extraño observador, los cinco sobrevivientes del naufragio fueron llevados a una tienda y encerrados en jaulas de madera, aislados unos de otros.

Al fin, tras muchos días incomunicados, pero a cobijo de las inclemencias del tiempo y bien alimentados, per-mitieron que los cincos soldados se reunieran. De nuevo atados, fueron llevados a una tienda diferente donde les dejaron varias horas. Allí pudieron hablar y constatar que todos seguían bien.

—¿Qué creéis que nos harán? —preguntó uno, origi-nario de Sevilla, temblando como una virgen en la noche de bodas.

—Nos van a comer, está claro —respondió otro, ara-gonés para más señas—. Pero no a mí, que me den una oportunidad, que saldré corriendo. Siempre he sido rápido, correré y no me pillarán.

—Sois un botarate —le reprendió Francisco—, si salís corriendo, algo en la selva os matará. Además, ¿en qué di-rección huiríais?

—¡Mejor muerto que comido!Antes de que nadie pudiera responder, la luz iluminó

sus rostros, cegándoles durante unos instantes. La tela que hacía las veces de puerta se abrió y una figura tapó la cla-ridad.

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—¡Españoles! —una voz, con un extraño acento, les habla—. ¡Hacía años que no veía ninguno!

—¿Quién sois? —habló Francisco a la aparición—. ¿Cómo es que habláis en cristiano?

—Siento la forma en que os han tratado, pero les dais miedo.

Cuando la persona penetró en la tienda los soldados se sorprendieron al ver un hombre muy alto, casi desnu-do, perforado y con los tatuajes típicos de los salvajes, pero barbudo como un español. Tras él, dos salvajes guardaban la tienda, pero sin entrar.

—Me llamo Gonzalo Guerrero —todas las bocas esta-ban abiertas, de sorpresa—, y soy español de nacimiento.

—Pero vuestras ropas…—Ahora vivo aquí. Estas son mis gentes. Ellos me hi-

cieron un hueco. Y les protejo y les cuido.—¡Traidor! —gritó el aragonés—. ¡Mal español!—Callaos —Francisco lanzó una mirada asesina al que

había gritado—, quiero escuchar lo que tenga que decir—. ¿Cómo llegasteis a esta situación?

Gonzalo Guerrero se acercó una silla y se sentó frente a los presos. Con una señal mandó a los guardias a que se marcharan. Tras unos instantes de vacilación, lo hicieron.

—Os contaré mi historia y vosotros me contaréis la vuestra —negoció—. Creo que si las cosas van bien, os po-dréis marchar pronto.

—Me llamo Francisco de Contreras y soy Capitán de los tercios de Flandes.

—¿Flandes? —preguntó Guerrero—, ignoraba que tu-viéramos intereses en Flandes.

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Durante las siguientes horas, el Capitán y el resto de su tropa le contaron sus aventuras desde que salieron del puerto. Cuando ya terminaban, el sol ya desaparecía por el horizonte. Antes de que pudiera Guerrero contar su histo-ria, aparecieron varios guerreros y le hablaron en su extraña lengua. Al terminar de parlamentar, volvió a mirar a los presos.

—Señores míos, mis obligaciones me reclaman. —Aún no nos habéis contado vuestra historia, Gue-

rrero.—Mañana sin falta y sin esquivar ningún detalle. Con una reverencia se marchó y les dejó sin más com-

pañía que la suya propia. Al poco rato, varias muchachas les trajeron alimentos. Esa noche descansaron con la cabeza y el estómago llenos.

A la mañana siguiente, uno de los salvajes les despertó con golpes de su lanza. Frente a ellos estaba Gonzalo Gue-rrero y un hombre mayor, de piel muy oscura y arrugada. Se movía como si fuera el jefe de todos. La comitiva incluía a varias jóvenes de extraordinaria belleza y una escolta de soldados.

—Españoles —Guerrero les saludó—, este es el jefe Na Cha Can, cacique de todo lo que veis.

—Y tu propietario, sin duda —escupió el sevillano, es-cudado por el aragonés, que habían hecho buenas migas en su desprecio a sus captores.

Algunos de los presentes se pusieron nerviosos y levan-taron las lanzas. Guerrero les tranquilizó con gestos y ha-

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blando rápidamente en su lengua. —Yo soy un hombre libre —repuso el converso—,

hace muchos años que fui liberado. —Y los salvajes os obedecen —añadió Contreras, que

se había fijado en cómo le miraban todos. —Sí, no os he sido completamente sinceros —con un

gesto mandó marchar a los guerreros que les seguían—. Soy el Nacom Balan, el jefe guerrero.

—¡Traidor! —esta vez fue el aragonés, que intentó le-vantarse, aunque las ataduras lo impedían—. ¡Te has aliado con los salvajes!

—¡Alto! Uno de los guerreros había entrado e iba a golpear al

que había gritado. Se detuvo con la lanza en alto. —Dejad que me mate —volvió a escupir y miró a los

salvajes con odio y asco—. Como habréis matado a mu-chos de los nuestros. No me merecéis más que desprecio.

—¡Callaos ya! —esta vez fue el Capitán Contreras, que se había mantenido al margen, el que habló—. Dejad que hablen y no os comportéis como animales.

—He venido a contaros mi historia, pero antes, el ca-cique quiere conoceros —una mirada de Guerrero y otra de Contreras bastaron para contener la lengua del que iba a volver a hablar—. Ha conocido a varios españoles y nos tiene mucho respeto.

—¿Ha habido otros españoles aquí? —preguntó uno de los soldados con curiosidad. Movía la cabeza buscán-dolos, como si fueran a salir de detrás de los salvajes en cualquier momento—. ¿Dónde están?

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—Jerónimo de Aguilar —suspiró Guerrero—, un buen amigo mío. El único superviviente, junto conmigo, que aguantó la vida en la selva. Ya no está con nosotros.

Los españoles se santiguaron.—No, me he expresado mal —se río, y la risa relajó sus

facciones—. No está muerto. Volvió a España cuando un tal Cortés vino a rescatarnos.

—¿No fuisteis con él?—No, yo aquí tengo mujer e hijos —les explicó—. Y

miradme: ¿qué pensarán de mí mis compatriotas si regre-sara a Huelva?

—Yo sé lo que pienso —le dijo el Capitán—. Y en Huelva seríais bienvenido de nuevo— añadió con una son-risa.

—No soy tan ingenuo como para pensar que todos me recibirían con la misma buena voluntad —le devolvió la sonrisa—. Pero os lo agradezco.

—No olvidéis que es un traidor —de nuevo el sevillano se hizo notar—. Ha estado enseñándoles a los salvajes a luchar contra nosotros.

—Sí, y se ha casado con una de esas… una de esas… Los ojos de Guerrero se clavaron en el soldado aragonés

que cerró la boca antes de decir nada.—Si termináis esa frase, tendréis que luchar conmigo

—le amenazó.—Una. De esas. Zorras. Salvajes —escupió con toda la

bilis que guardaba dentro. Gonzalo Guerrero se levantó con furia y el cacique y

las mujeres que le acompañaban se asustaron, pues no en-tendían nada de la plática que estaba teniendo lugar. Los

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guerreros que había afuera entraron, protegiendo con sus lanzas a los suyos y mirando con odio a los españoles, a los que consideraban una amenaza.

—¡Basta de sinsentidos! —gritó Contreras a sus solda-dos—. No sé vosotros, pero yo quiero salir de aquí.

—Nos van a matar y nos van a comer —le contestó el que había provocado todo—. Mejor morir con una espada en la mano, que en el puchero de algún salvaje.

—Sea.

Al anochecer, los españoles fueron conducidos a lo que parecía el centro del pueblo. Aun atados, los dejaron al car-go de varios guerreros. Toda la aldea se encontraba reunida en círculo, expectantes. Gonzalo Guerrero y el cacique lle-garon juntos y se abrieron paso al centro de la concurren-cia. Con un gesto, un salvaje separó al aragonés del resto y lo llevó frente al converso.

—Podéis elegir arma —le dijo este mientras le desa-taban. Un grupo de guerreros les rodeó, para evitar que escapara ninguno de los dos.

El soldado miró a su alrededor, sudando desprecio y mirando a todos los presentes con odio. Cogió una espada ropera, de las que portaban cuando naufragaron. En su mi-rada, la astucia al creerse más listo que nadie.

—Supongo que pensáis, que ya no sé manejar armas cristianas —Guerrero agarró un arma similar y probó su equilibrio—. Veréis que estáis muy equivocado.

El aragonés, sin mediar palabra, se lanzó contra el jefe maya, que esquivó sin dificultad la acometida. Se giró con tranquilidad y presentó la espada a su rival. Este se acercó

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por segunda vez, pero ya más despacio, calculando cada movimiento. Hizo una tentativa tras otra, pero sin fuerza, calibrando a su rival.

Un trueno retumbó y todos se agacharon, asustados. El jefe guerrero trató de calmar a su pueblo, momento que su rival aprovechó para atacar.

—¡Cuidado, Guerrero! —el Capitán Contreras intentó zafarse de sus ataduras al ver al artero aragonés cargar con-tra el converso.

Alertado a tiempo, este se dio la vuelta y con un movi-miento de espada bloqueó el ataque.

—Lucháis sin honor. Morid como habéis vivido.—Qué sabréis vos del honor, ¡traidor! —le escupió a

la cara, cegándole. Con una patada le tiró al suelo— ¡Por España! —gritó al ir a dar el estoque final.

Pero su espada no llegó a morder carne. Entre él y su objetivo se había interpuesto el Capitán que, con una mano, sujetaba la muñeca del aragonés. Usó su mano libre para pegarle un puñetazo y tirarle al suelo.

—Este hombre sabe más de honor que vos, que en-suciáis el nombre de nuestra España con actos traidores y viles—. Le arrancó la espada y la lanzó lejos—. Desde este momento quedáis expulsado de los ejércitos de nuestro rey.

Se apartó para levantar al bravo mestizo cuando otro disparo sonó en las inmediaciones. El poblado entero entró en pánico. Los guerreros rodearon al cacique y al Nacom Balan, que agradecía el gesto a Francisco de Contreras.

Antes de que pudieran hablar, soldados españoles bien pertrechados entraban en el poblado.

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—¡Viva España! —gritó el aragonés, huyendo hacia los recién llegados. Pero una flecha desde atrás y un arcabuz que vino de frente dieron buena cuenta de él.

El resto de los prisioneros se tiraron al suelo, para no ser confundidos con los salvajes. Contreras los miró y les preguntó:

—¿Quién está dispuesto a luchar por esta gente que nos ha tratado con respeto?

—¡Yo! —contestó uno, que se había mantenido al mar-gen durante todos esos días. Sus compañeros le miraron con incredulidad.

—Muy bien, Olivares, acompañadme. Estas son gentes de paz y les defenderemos con nuestras vidas.

Contreras, Olivares y Guerrero cargaron contra los es-pañoles…

—Así expulsamos a los invasores y pude volver con los míos —terminó el Capitán, cuyos ojos eran un espejo de todo lo que había vivido. Las arrugas y la barba llena de canas hablaban de mucho sufrimiento.

—¿Ayudasteis a los salvajes? —preguntó el Capitán—. Se os juzgará por esto, ¿lo sabéis?

—Actúe por honor y aceptaré cualquier sentencia pues mi corazón y mi alma están en paz.

—¿Qué pasó con Guerrero? ¿Y el resto de los prisione-ros? —preguntó uno de los frailes.

—Guerrero y su pueblo sobrevivieron —respondió el Capitán Contreras, sacando un cuchillo de su macuto—, esto es un regalo suyo. Mis compañeros de filas no corrie-

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ron la misma suerte. Los frailes se santiguaron y musitaron algunas plegarias. La luna brillaba en el cielo y las olas empujaban el barco

suavemente. Los presentes se fueron marchando en silencio y solo dejaron al soldado, que miraba el mar con nostalgia. Parecía buscar con la mirada, como si se hubiera dejado algo por el camino.

Al poco, él también se marchó a dormir.

La historia de los monjes.La siguiente noche, todos los pasajeros del Santa Catali-na acudieron a su cita con presteza. Ya acostumbrados a escuchar una historia antes de partir hacia el mundo de los sueños, ninguno quería perder la oportunidad de huir durante algunas horas de la monotonía del viaje, perderse en las anécdotas de otro, era una buena manera de olvidar las propias tribulaciones.

Sin embargo, esa noche, una vez estuvieron todos reu-nidos, el ambiente se sentía distinto. Los miembros del pa-saje parecían intuir que el final de esos encuentros se acer-caba. Solo quedaban dos historias y no parecía claro qué pasaría después. ¿Volverían todos a su mutismo habitual? ¿Seguirían juntándose para hablar?

El gallego fue el primero en tomar la palabra. —No he visto gentes más salvajes que las que encontré

en una isla en medio del continente. Os contaré cómo salvé la vida: por mi valentía, claro está. Y por mi habilidad con la espada.

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En realidad, al gallego no le salvó su habilidad con la espada, pues no la tenía. Siempre decía que el Señor le ha-bía otorgado dos dones y que los iba a usar con orgullo. Uno de ellos era la capacidad de convencer a cualquiera de cualquier cosa. Su otro don, el único que podía servirle en la selva, era el más importante de ambos: la suerte.

Y eso es lo que pasó, que se quedó enganchado en una rama baja cuando los salvajes le llevaban en una canoa. Es-tos no se enteraron y al poco cayó al río, cuya corriente le condujo hasta un asentamiento cristiano.

—No, señor mío —el Capitán le cortó, harto de su pa-labrería—. Hoy nos contarán sus aventuras los frailes, que han tenido la bondad de darnos esta idea que nos mantiene felices y apartados de los malos pensamientos durante al menos un rato cada noche. —El soldado le apoyó—. Que hablen ellos.

—Bueno, si no es molestia, os contaremos nuestro viaje y nuestros problemas en ese infierno en la Tierra que es el Nuevo Mundo.

—Cuando nos enteramos de que monseñor Romero buscaba voluntarios para la Santísima y cristiana misión de viajar a las Indias y llevar la palabra de Nuestro Señor Jesu-cristo, tanto Pedro, aquí presente, como yo mismo nos pre-sentamos encantados —el otro monje comenzó la historia.

—Nos sentíamos abrumados, aunque también orgullo-sos, ese pecado ha de ser confesado, cuando fuimos acepta-dos para formar parte de la expedición.

—Qué equivocados estábamos.

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Dos jóvenes y alegres monjes franciscanos se estable-cieron sin problemas en una de las muchas aldeas pobladas por los habitantes de estas tierras. Allí les enseñaron gra-mática, técnicas de agricultura y hasta a tocar instrumentos musicales.

Todo parecía perfecto. Los salvajes se civilizaban, el tiempo acompañaba y Dios les parecía sonreír desde las al-turas. Si su cometido no se encontraba con impedimentos, es que era la voluntad del Altísimo que lo hicieran.

A pesar de haber abandonado su patria y a todo ser humano conocido, eran felices.

Hasta un día en el que todo eso cambió.Todo comenzó con una espectacular tormenta que pi-

lló por sorpresa a los dos misioneros. Los campos de cultivo se inundaron, las casas fueron destruidas y, lo peor de todo, los exploradores se encontraron con cazadores de otras al-deas en su búsqueda de los animales huidos.

En cuestión de horas la guerra empezó y terminó. El pueblo al que habían estado ayudando fue arrasado y ellos, junto con los nativos de esa y otras aldeas, fueron esclaviza-dos y arrastrados hacia el interior de la selva.

—¿Qué haremos Ramón? —habló por fin Pedro, tiem-po después, cuando han sido dejados a su suerte, hacinados con el resto de los presos.

—Rezar.Y así pasaron los días y las semanas, sin más actividad

que la de esperar por una ayuda que quizás nunca llegaría y pedir asistencia a su dios, que parecía haberles abando-nado. De vez en cuando la monotonía de su encierro era interrumpida cuando alguno de los habitantes de la tribu

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aparecía, seleccionaba a uno de los presos y se los llevaban. A los que llamaban, nunca los volvían a ver y pasaban mu-chos días hasta que regresaban a por otros.

Esto sucedió así durante mucho tiempo. Un día, final-mente, fueron los monjes quienes acabaron reclamados por los salvajes. Habían pasado varios meses y habían perdido mucho peso, pero se mantenían firmes en su resolución y seguían todavía su rutina. Cuando fueron a buscarlos, se levantaron y les acompañaron sin ofrecer resistencia.

Los llevaron frente a sus líderes y les mostraron el al-tar donde realizaban sus ritos ante sus dioses paganos. Sin temor aceptaron cada cambio de manos y cada exigencia que, en su idioma extraño, les fue hecha.

No estaban asustados y no parecían impresionados por ninguno de los actos de poder que sus captores escenifica-ron. Como si los frailes fueran turistas o dignatarios extran-jeros, los aristócratas les hicieron un tour por la gran capital que controlaban. Así vieron las pirámides truncadas, los acueductos y palacios que hasta entonces no habían podido sino intuir desde sus celdas.

A pesar de lo que se esperaban, el pueblo por el que habían sido capturados estaba mucho más avanzado que aquellos que ya habían visto en su viaje. Estos tenían lo que aparentaba ser un complejo sistema político y religioso de castas. Pudieron ver que conocían la agricultura, la minería e, incluso, la astronomía, pues una noche les vieron estu-diar las estrellas.

Aun sin entender la mayoría de sus palabras, los frailes pudieron aprender y sorprenderse con la avanzada civiliza-ción que habían descubierto, pese a que se sabían prisione-

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ros y no tenían más esperanzas que la de fallecer antes de ser torturados o, como se temían, devorados.

Esta nueva situación se repitió durante semanas. Fue-ron separados de los otros presos y llevados a dependen-cias que si no podían considerase lujosas, al menos no eran tan ruinosas como las celdas en que habían estado hasta el momento. Seguían encerrados, pero empezaron a recibir alimentos y un tratamiento mucho menos violento del que habían visto hasta entonces.

Se encontraron con el rey Dios en varias ocasiones y les hizo ver infinidad de veces cómo los señores de otras ciudades le entregaban prisioneros y ofrendas a cambio de su misericordia. Hacían también gala de su fuerza militar, que reafirmaba su posición.

El momento más tenso de su viaje ocurrió un día que les hicieron presenciar lo que, desde el principio se aseme-jaba a un sacrificio humano. Un joven acompañado por cuatro mujeres realizó una subida por las escaleras de la pi-rámide. El rey dios y todos los nobles esperaban arriba del todo. El hombre, que parecía músico, fue deshaciéndose de diferentes flautas hasta que llegó a la cumbre, donde fue ro-deado y apuñalado. Los dos monjes cerraron los ojos y no llegaron a descubrir el desenlace del rito, pues se negaron a abrir los ojos tras aquello.

Cuando ya se habían adaptado a su nueva vida, lo que parecía una nueva señal de Dios llegó. Casi seis meses des-pués de su llegada al nuevo continente, comenzó una tor-menta igual a la que ocurrió ese fatídico día en que fueron capturados.

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Pedro y Ramón, que habían estado ocupados rezando, miraron al cielo y sus ojos se llenaron de lágrimas, pues habían estado esperando un momento como este. Juntos recorrieron las dependencias reales y buscaron el lugar que, en una de sus escapadas, habían descubierto.

Después de muchos meses, sus captores habían solta-do las cadenas y les habían permitido vagar por la ciudad. Nunca, hasta hacía unas semanas, habían llegado a experi-mentar los límites de la tolerancia de sus amos, pues nunca habían pasado de caminar durante unos metros antes de regresar.

Sin embargo, una noche, tras los rezos nocturnos, lle-garon a la espalda del palacio, donde una de las estructu-ras de piedra simulaba un tobogán, que acababa en un río cercano.

A pesar de ser una locura escapar, volvieron todas las siguientes noches y una de ellas cuando la lluvia era cuan-tiosa, el tobogán estaba inundado.

—Si nos lanzamos ahora, llegaremos al río. Podremos escapar.

—Recemos, si esta situación se repite, es que Dios nos ha hablado.

—Ese día llovió más de lo que he visto llover nunca —retoma la palabra Ramón—. La caída de piedra era una cascada inmensa y pensé que nos ahogaríamos. Pero fun-cionó. Llegamos al río y, gracias a su curso, volvimos a tie-rras españolas.

—Aún no sé cómo escapamos de esa situación.—Por acción del Altísimo, está claro.

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Los dos monjes terminan su relato y se mantienen en silencio, temblorosos. Los demás han escuchado su relato completamente callados, sorprendidos del valor y el temple que unos religiosos habían mantenido durante su situación.

Ninguno de ellos dijo nada más durante esa noche, simplemente permanecieron juntos hasta que poco a poco fueron retirándose.

Han pasado varias jornadas desde que el barco partió. El ambiente, debido a las historias, se ha ido relajando y el pasaje está mucho más tranquilo. Todos ellos aún portan los dramas que los acompañarán siempre, pero al menos se han encontrado los unos a los otros.

Aún queda mucho viaje por delante y nunca se harán amigos, pero al menos han podido compartir sus penas con otros iguales a ellos.

La cara del soldado ya no alberga solo dolor. Los frailes ya no se asustan a cada paso del Capitán. Y el gallego repar-te consejos y, aunque no cae bien a nadie, todos le toleran. El Capitán, sin embargo, está cada día más tenso. Parece presentir un motín o alguna catástrofe.

Esa noche, tras cenar todos juntos, se reúnen una vez más como ya llevan haciendo desde hace semanas. Char-lan, comparten el vino y se preguntan sobre lo que les espe-ra de nuevo en el Viejo Continente.

Pasadas varias horas, todos comienzan a bostezar y se retiran de buen humor. El último en marcharse es el Ca-pitán Contreras. Le hace un gesto al gallego, para hablar con él.

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—Hace un par de noches os oí hablar con uno de los marinos.

—Sí, le preguntaba por Vigo —le contestó este—. Otro de los marinos me dijo que era compatriota mío y quería saber si había estado últimamente por allí.

—Algo me dice que vosotros no vais a ver vuestra tierra nunca más.

—¿Cómo decís?Un gemido ahogado y un sonido de algo cayendo al

agua rompen la quietud de la noche.—Lo siento, Guerrero, he perdido tu regalo.

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HÉROESAitor Heras Rodríguez

Diciembre de 1989

La puerta se abrió con un lastimero quejido. Nunca se acordaba de engrasar las bisagras. Marius seguía muy

atento a la radio, como todos los rumanos durante esos días, a lo largo y ancho del país. Los acontecimientos se ha-bían precipitado como una cerilla arrojada a un charco de gasolina. Ya todos tenían asumido que ese año la Navidad sería algo diferente.

No levantó la cabeza, sabedor de que, por la hora, quien había llegado era su hija, Ramona. Ella había insistido en ir al colegio, a pesar de la oposición de sus padres. Marius pensó que al día siguiente no iría. Las cosas se estaban po-niendo peligrosas en la calle. Ya habían podido oír el eco sordo de disparos en la lejanía.

—Buenas tardes, hija. ¿Qué tal ha ido el día?La única respuesta que obtuvo fue un silencio por parte

de ella, sólo roto por el murmullo de la voz del locutor, que pasó enseguida a un segundo plano, en el momento en que algo en el interior de Marius se activó, una especie de aler-ta, cuando ella no dijo nada. Levantó la mirada y lo que vio fue como un puñetazo en el estómago, como si una bola de demolición sin freno impactase contra él.

El lado derecho de la cara de su hija era una masa mora-

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da, hinchada por los golpes. Tenía sangre seca bajo la nariz, descansando sobre su labio superior como un viajante ago-tado. El inferior estaba partido.

Todo aquello le revolvió las tripas a Marius, pero pasó a un segundo plano cuando se dio cuenta de que había más sangre bajando por sus muslos, seca, el vestigio de un an-tiguo río de aguas extintas. Por su mente desfiló la imagen de algún cabrón violando a su hija, y tuvo que contener una náusea.

Se levantó con tal ímpetu que la silla con asiento de mimbre terminó volcada en el suelo. Se arrodilló al lado de Ramona y la abrazó, consciente de que el calor de su cuerpo poco podría hacer para frenar el torbellino que de-bía de estar agitando la mente de la niña. Las lágrimas no tardaron en brotar de sus ojos y resbalar por sus mejillas, mientras deseaba con todas sus fuerzas que aquello no hu-biese ocurrido, que su hija no hubiese tenido que pasar por esa experiencia. Echó de menos a Claudia, su esposa muerta hacía dos años. Por primera vez en meses sintió verdadero dolor físico por su ausencia. Era demasiado para pasarlo solo.

La bombilla titilaba sin cesar, lo que sumía en momen-táneas sombras los rostros de padre e hija. Marius se secó las lágrimas con la manga. Levantó a Ramona del suelo y la llevó al cuarto de baño. Le quitó el uniforme del colegio, manchado de sangre, y observó su menudo cuerpo desnu-do. Unos cuantos golpes habían dejado su testimonio sobre la piel de la niña en forma de incipientes moratones. La llevó al pequeño y mal iluminado aseo. En la bañera lim-

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pió su piel hasta hacer desaparecer toda la sangre seca que se pegaba a su piel. Deseó que el jabón también pudiera limpiar los recuerdos. Una llamarada ardió en el estómago del hombre mientras sacaba del cajón de la vieja cómoda un camisón, con el que cubrió la desnudez de su pequeña.

—Hija, ¿quién te ha hecho esto?Ni siquiera supo por qué preguntaba. En su mente es-

taba muy claro quién, o quiénes, habían violado a su hija de doce años: Dan Petrescu, Ionel Ghita y Stefan Grasu. Sus rostros flotaron ante sus ojos, exhibiendo sardónicas y obscenas sonrisas de satisfacción y superioridad.

—Han… han sido Dan…Marius apoyó la mano en la frente de Ramona.—Tranquila, hija, ya sé quiénes son los hijos de puta

que han hecho esto.—Has… dicho una palabrota.Marius no pudo evitar sonreír, aunque sus ojos no

acompañaron el gesto de su boca.—Cariño, ¿podrás quedarte sola un momento? Vuelvo

enseguida.Ella asintió con un casi imperceptible movimiento de

cabeza. Marius salió del piso, dejando la puerta entornada, y bajó dos plantas, hasta la tercera. Golpeó con los nudillos una puerta aún más ajada y estropeada que la de su propia casa. No parecía haber nadie en el interior. Aun así, vol-vió a percutir la madera con los huesos de su mano, hasta que, aguzando el oído, pudo oír unos pies arrastrándose. La hoja se abrió y ante él se encontró con la cálida y ama-ble mirada de un hombre de pelo cano, muy cercano a la

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setentena, con unas pobladas cejas blancas y unos ojos que habían visto mucho dolor.

—Marius.—Doctor Lucescu…—Cosmin, por favor.—Doc… Cosmin, necesito tu ayuda. ¿Podrías venir a

mi casa?El médico retirado asintió.—Y no olvidé coger su maletín.Aunque Marius no lo vio, el tópico hizo sonreír al doc-

tor. Abandonó el quicio de la puerta con su lento y cansado caminar, para regresar con lo que había ido a buscar. Era de piel negra, y ésta presentaba rozaduras y arañazos en muchos puntos.

En la escalera Marius tuvo que acomodar su paso al del doctor, para el que los dos pisos parecían ser un obstácu-lo insalvable. Cuando llegaron a la puerta de la casa, que permanecía entornada, Cosmin jadeaba. Marius empujó la madera y le hizo un gesto con la mano al doctor para que entrase.

—Al fondo, en el dormitorio de Ramona.Todo lo bueno que reflejaba la cara del doctor desapa-

reció cuando vio a la pequeña tumbada en su cama. Esta-ba tapada hasta el cuello, pero algo en sus ojos verdes, un dolor desgarrador, un miedo atroz, se asomaba, a la vista de cualquiera que hubiese tratado con el sufrimiento hu-mano durante toda su vida. Todo ello hizo que casi pasara desapercibido para él el color morado de su piel, en el lado derecho de su rostro. Ramona le miró unos instantes, y

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apartó la mirada hacia la pared.—¿Qué… qué ha pasado?Marius le pidió al médico con un gesto de la cabeza que

fuesen al salón. Allí habló casi en un susurro, como si des-cribir los hechos en voz alta pudiera hacer que ocurriesen de nuevo.

—La han violado, doctor.El rostro del viejo médico se deformó cuando su mente

procesó la barbaridad que acababa de escuchar. Abrió la boca para decir algo, para romper el denso silencio que se había instalado entre ellos, pero no encontró palabras ade-cuadas. Sacudió la cabeza para volver a ser el galeno que había sido, en un intento de desechar todas las implicacio-nes personales.

—Si no te importa quisiera examinarla.Marius le invitó a hacerlo extendiendo la mano hacia

su pequeña.—Quería pedirte otro favor, doctor. ¿Podrías quedarte

aquí con ella? Tengo que salir.Cosmin lo miró a los ojos. Lo que vio en ellos le pareció

algo obvio, razonable, hasta necesario.—De acuerdo. Tómate el tiempo que necesites.

El frío invernal golpeó el rostro de Marius como un guante helado. Corría un viento cortante, que, al chocar contra su piel, parecía estar hecho de miles de minúsculos fragmentos de cristal. Se caló aún más el gorro de lana, tratando de cubrir la totalidad de sus orejas, que ya ha-

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bían empezado a sufrir el rigor de las bajas temperaturas. Mientras cruzaba la calle respiraba deprisa, y el vaho que salía de su boca no tenía de tiempo de desaparecer antes de mezclarse con el de la siguiente exhalación.

Llegó al portal en penumbra y penetró en un blo-que de pisos idéntico al que albergaba su casa. Subió al primer piso por unas escaleras estrechas y sucias. Recorrió el pasillo hasta el final y pulsó el timbre. Éste sonó en el interior de la vivienda, amortiguado. Nadie fue a abrir la puerta. Volvió a pulsar el timbre, alargando la presión de su dedo en el pegajoso plástico. Esta vez, en el silencio que reinaba, pudo escuchar unos pasos, más unos que reptaban que verdaderos golpes en el suelo. La puerta se abrió y el inquilino del piso le invitó a entrar sin pronunciar una sola palabra. Era un chico joven, para el que la adolescencia era un recuerdo muy cercano. De la comisura de sus finos labios colgaba un humeante cigarrillo a medio consumir. La columna de humo blanco ascendía hasta el techo, mag-nificada por el efecto de una bombilla encendida justo tras ella.

—Marius.—Vecino.Nunca había sabido el nombre real del muchacho. En

el barrio le conocían con ese apodo, sólo “Vecino”. El chico se sentó en un sofá destrozado, con la tapicería rajada en varios puntos y lleno de quemaduras de cigarrillos. Echó la ceniza en un cenicero que rebosaba colillas. Miró a Marius.

—¿Y bien?Se quedó en silencio unos instantes, calibrando en su

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mente la magnitud del paso que estaba a punto de dar.—Querría… querría… aquello que me ofreciste hace

un par de días.Vecino apagó la colilla con parsimonia, estiró el brazo

y extrajo otro cigarrillo del paquete. Lo encendió, inhaló y expulsó el humo de su cuerpo como si hiciese una dramá-tica pausa para revelar algo vital.

—Imagino que la situación no ha cambiado desde hace dos días.

Marius agachó la mirada.—No ha cambiado —respondió sin levantarla. El chi-

co aspiró algo más de humo de manufactura soviética, dejando que le rascara la garganta y deleitándose con esa pequeña incomodidad.

—Entonces el resultado de esta conversación será el mismo que hace dos días.

Vecino se levantó de la ruina que utilizaba como sofá y fue a la cocina, que carecía de separación con el pequeño salón. Abrió la nevera y se agachó para contemplar su in-terior, como si buscase la respuesta a alguna pregunta tras-cendental.

—Petrescu, Grasu y Ghita han violado a mi hija. El chico se irguió despacio. Cerró la nevera con

mucha calma, más parecía que manejase algún inestable explosivo que la puerta de un refrigerador. Se giró, con su eterno cigarrillo en la comisura del labio, colgando, como una mortal y ardiente extensión de su rostro.

—Entiendo —fue todo lo que dijo—. Quédate aquí.Vecino desapareció por un oscuro pasillo, sólo él y Dios

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sabían hacia qué habitación. Marius se quedó de pie, muy quieto, en el pequeño salón. La tentación le pudo y él mis-mo cogió y encendió uno de los cigarrillos soviéticos de su anfitrión. Hacía cuatro años que había fumado por última vez, así que el humo le provocó tos y un leve mareo. Tres caladas después, sintió que jamás había soltado el tabaco.

El muchacho regresó con algo envuelto en un trapo de cocina, que una vez había sido blanco, pero que tenía tan-tas manchas que su albor era ya una quimera. Lo metió en una bolsa de plástico verde y se la dio a Marius.

—Me debes un favor.Marius asintió.—No sé cuándo te lo cobraré. Puede que nunca. Pero

si llega el día, deberás hacer lo que te pida. Se encontró con unos ojos pétreos, llenos de asen-

timiento, una firma visual de lo que parecía un pacto de sangre. Nunca lo supo, pero si hubiese podido leer el pen-samiento del chico, sólo habría visto seis palabras.

«Buena suerte, mata a esos cabrones».

El combustible que le había mantenido en funciona-miento la última media hora, el odio, la ira, la adrenalina lo llamarían muchos, pareció acabarse de repente. Dio tres pasos fuera del portal, hacia la frialdad de la desierta calle, en la que había empezado a nevar, y se quedó petrificado, al igual que el tiempo, que parecía detenido, excepto por los copos que el cielo dejaba caer. Al fin analizó lo que había ocurrido, lo que estaba haciendo y lo que estaba planeando

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hacer. Inspiró el gélido oxígeno, dejando que llenara sus pulmones. Miró la bolsa que sostenía con la mano derecha. En su mente se hizo una imagen mental de lo que contenía, rodeado por sus fríos dedos. Al instante se vio reemplazada por el rostro hinchado y magullado de su hija. Eso pareció poner en marcha la maquinaria de nuevo.

Echó a andar hacia el sur. Rebuscó en sus bolsillos y encontró la calderilla suficiente. Sin saber muy bien cómo, se encontró en una tienda, comprando un mechero y un paquete de cigarrillos. En la calle encendió uno, y fue como darse un abrazo con un viejo amigo al que no veía en años. Caminar mientras el humo salía de su cuerpo, mezclado con el vaho, le hizo sentir cierta seguridad en sí mismo.

Se dejó envolver por la calma que reinaba en esa parte de la ciudad. En el centro la cosa era muy distinta. Según la radio los manifestantes, cada vez más hartos y em-bravecidos, lanzaban consignas contra el Conducător. Se rumoreaba que muchos soldados se habían unido incluso a ellos.

Para Marius aquello estaba ocurriendo a un millón de kilómetros de allí y no en el centro de la ciudad. No había que ser muy listo para saber que llegaban tiempos de cam-bio, pero su mente estaba muy lejos de una revolución que, en su interior, llevaba deseando mucho tiempo.

Arrojó la colilla humeante al suelo al llegar a su desti-no. Un bloque de ladrillo rojo, bastante más nuevo y en mejores condiciones que en el que él vivía, más moderno y menos maltratado por el humo de los coches y las incle-mencias del duro tiempo.

Sacó el paquete de la bolsa y lo sujetó. Arrojó la bolsa

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al suelo y vio cómo se la llevó el frío viento que soplaba. Sostuvo en sus manos lo que Vecino le había dado, pero se resistió a retirar el sucio trapo, como si lo que en realidad sujetase fuese una caja de Pandora sin vuelta atrás. Hasta que una idea aguijoneó su mente. “Si he llegado hasta aquí, no hay marcha atrás”. Volvió a ver el rostro de Ramona, imaginó a esos tres cabrones recorriendo cada centímetro de su piel con sus asquerosas manos. El cuerpo se le llenó de combustible de nuevo.

Cuando apartó la tela, sus ojos contemplaron, al fin, el arma que Vecino le había dado, y con la que le había hecho suyo. Plateada, con las cachas de la culata negras, estaba impoluta y brillante. Parecía que jamás unos dedos la hu-biesen mancillado. La acompañaba un cargador repleto de balas.

La munición pasó a su bolsillo trasero, el arma lo puso a su espalda, sujeto a la cinturilla de sus gastados pantalones vaqueros. Cuando penetró en el portal, en el que la luz se encontraba apagada, tuvo la sensación de adentrarse en las fauces de un monstruo gigantesco y aberrante. Entonces las bombillas se iluminaron y sólo vio las paredes pintadas y no muy maltratadas, el suelo de plaquetas. Y las escaleras, que se alzaban ante él.

El apartamento de Dan se encontraba en el segundo piso. Todos en el barrio lo sabían, y él jamás había hecho nada por ocultarlo. Marius, antes de comenzar el ascenso, se quitó el abrigo y lo dejó colgado en la barandilla. De repente lo encontró opresivo y agobiante.

Comenzó a subir las escaleras, agarrado al pasamanos,

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con pasos lentos, tratando de desechar de su cabeza la idea de dar media vuelta. Cientos de imágenes desfilaron por su mente (el rostro de Ramona, el de Claudia, dentro de su ataúd, el día en que la enterraron, las piernas de su hija con la sangre seca que sólo podía brotar de un lugar) y, antes de darse cuenta, estaba ante la puerta del apartamento al que había ido.

La golpeó con los nudillos.Nada.Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, volvió

a hacerlo.Fue Stefan Grasu quien abrió. Ante los ojos de Marius

se materializaron los irónicos ciento veinte kilos del chico, que hacían que su apellido casi pareciese un designio di-vino. Su elocuente mirada sólo decía “¿quién coño eres?”.

—¿Quién es, Grasu? —bramó una voz ronca y varonil desde dentro del apartamento. Sabía que era la de Dan, el que mandaba sobre sus dos perros fieles, el gordo que te-nía ante él y Ionel, un chico delgado, nervudo, de aspecto aniñado, pero rápido con los puños y muy peligroso con la navaja.

Grasu se giró. —No lo sé. Un don nadie.Se oyeron unos pasos. La puerta se abrió del todo y

Marius se encontró con el rostro de Dan Petrescu, el hijo de puta al que había ido a buscar.

—¿Qué quieres?Marius tragó saliva.—Sólo hablar contigo.Con un cómico gesto de la mano, Dan le invitó a pasar.

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Marius se encontró, en contra de sus prejuicios, con un apartamento limpio, ordenado, bastante más pulcro y en condiciones que el de Vecino. Ionel Ghita estaba sentado en el sofá, fumando con la mano derecha, mientras que con la izquierda jugueteaba con una pequeña navaja. El gordo Grasu se sentó a su lado y siguió bebiendo su botella de cerveza, a medio terminar.

—No creo tener el placer de conocerte. Para mí, eres lo que este gordo cabrón ha dicho, un don nadie.

Grasu y Ghita soltaron sendas carcajadas, parecía que aquello fuese lo más gracioso que habían podido escuchar en su vida. Marius alzó la mirada, para clavar sus ojos en los del violador de su hija.

—Eso es porque no me conoces. Quizá por eso piensas que soy un don nadie. Pero, ¿y si te dijera que, aunque no me conoces, sé que eres un violador hijo de puta?

Las palabras parecieron golpear a Petrescu en el rostro, ya que se echó hacia atrás. Miró, perplejo a sus dos perros y los tres echaron a reír. Cuando terminó, encendió un ci-garrillo. Le ofreció el paquete a Marius, que decidió fumar.

—¿Has venido aquí para decirme lo que todo el mun-do sabe? Mi tiempo es muy valioso.

El cambio de expresión en el rostro de Petrescu entre la primera frase y la segunda fue patente. Marius dio una calada y exhaló el humo. El estómago le ardía, como si hu-biese tragado hierro fundido.

—Quiero preguntarte una cosa. ¿Cuándo has empeza-do a incluir niñas en el menú? ¿O es algo que llevas hacien-do desde siempre?

—Traed otras dos cervezas. ¡Vamos!

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Fue Grasu quien obedeció la orden. No tardó en apare-cer con una botella en cada mano, helada, con trocitos de hielo adheridos al cristal. Se las entregó a su jefe y al hom-bre que había aparecido allí. Le miró y pensó que si salía de ese apartamento con vida sería un milagro.

Petrescu dio un largo trago, acompañado de más tabaco ardiente. Apagó el cigarrillo en el cenicero y encendió otro.

—No hay que ser muy listo para imaginar que eres el padre de alguna niña que ha tenido el placer de probar-me. —La sonrisa en su rostro al decir eso era tan grande y asquerosa, que Marius se vio a sí mismo sacando la pistola que ardía tras su espalda y pegándole un tiro en la cara—. Me pregunto de cuál de ellas.

—Ramona. La niña a la que has violado hoy.Petrescu alargó entonces la mano, ofreciéndosela a Ma-

rius para que se la estrechara, lo que éste no hizo.—Ionel, Stefan, quiero que recordéis bien la cara de

este hombre. Porque es un hombre de verdad. Tiene dos pelotas bien puestas. Ha venido aquí, seguro que armado, para matarme. Está sentado en mi sofá, compartiendo una cerveza con el violador de su hija, sin esconder nada.

Le miró a los ojos.—Vas a morir, pero quiero que sepas que cuentas con

mi respeto.Marius sintió una oleada eléctrica recorriendo su cuer-

po. El momento era ese. Se levantó, al tiempo que golpeaba el rostro de Petrescu con el cristal helado de la botella de cerveza. Se llevó la mano derecha a la espalda para coger el arma, que había sentido palpitar todo el tiempo que había

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estado allí, llamándole. El disparo sonó en el interior del piso como una explosión. Marius sintió una llamarada en la pierna, allí donde la bala desgarró su carne. No supo en qué parte exacta el metal le había herido, ya que cayó hacia el sofá. Antes de poder parpadear un puñetazo en la man-díbula le dejó sin sentido.

Abrió los ojos despacio. Los párpados le pesaban una tonelada cada uno. El dolor de cabeza aguijoneaba el inte-rior de su cráneo con insistencia, así como la mandíbula, en donde había recibido el potente derechazo de Petrescu. Tardó unos minutos en ver y percibir su entorno con cla-ridad. Los tres chicos estaban sentados en el sofá. Seguían fumando y bebiendo cerveza, como si no hubiese transcu-rrido tiempo alguno.

—Parece que se está despertando —dijo el gordo Gra-su. El humo salió de su cuerpo con cada sílaba que pronun-ció. Marius parpadeó para enfocar la mirada. Trató de mo-verse, pero se dio cuenta de que algo lo mantenía agarrado con firmeza. Eran cuerdas. Le habían atado las muñecas a los reposabrazos y las piernas al tubo de una vieja silla de oficina, a la que le faltaban las ruedas.

«Ahora sí que estoy jodido», pensó, y cerró los ojos para ver el rostro de su hija, el de verdad, sin las secuelas de lo que esos tres cabrones le habían hecho.

Petrescu se levantó del sofá y se acercó a él. Dio varias vueltas alrededor de la silla que era su prisión. Al final, es-tando a su espalda, se agachó y le susurró al oído:

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—Tú debes de ser el padre de Ramona. Os parecéis mucho.

Marius levantó la mirada y clavó sus desafiantes ojos en los de Petrescu. Si iba a morir al menos no mostraría miedo.

—Sí, no hay duda. Déjame decirte que tu hija es ado-rable. Y cómo huele… Como Cișmigiu en primavera. Su piel es…

El golpe de unos nudillos sonó. Los tres se miraron con incredulidad. No recordaban un día en ese apartamento en que dos personas distintas hubiesen llamado a su puerta. Ghita se dirigió a la entrada con paso cansado. En cuanto la madera había completado una tercera parte de su recorri-do un sonido seco, breve e inconfundible resonó. Petrescu estaba de espaldas a la puerta, pero pudo ver la cara de ho-rror del gordo Grasu. El ruido del delgado cuerpo de Ghita cayendo desplomado al suelo, sin vida, como un muñeco, fue lo que hizo que Petrescu se olvidase de su molesto invi-tado por un momento y se girase. En cuanto vio a su amigo supo que le habían disparado en la frente, a quemarropa.

El cañón de un arma con silenciador se materializó ante ellos, seguido de un chico que tendría más o menos su edad. Nunca le habían visto, pero por la descripción Petrescu sabía que estaba contemplando al famoso Vecino. Un cigarrillo a medio fumar colgaba de la comisura de sus labios. Pasó por encima del cuerpo de Grasu y dio unos pasos hasta los otros dos chicos. Miró a Marius, atado en la silla, con la marca en la cara en la que el puñetazo que le había dejado sin sentido había impactado. Aunque su

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rostro permaneció inalterado, en sus ojos pareció refulgir algo que a Marius se le asemejó con la lástima.

—Suéltale —divo Vecino, apuntando a la cara de Pe-trescu. Éste esbozó una sonrisa.

—Bienvenido a mi casa. Tú debes de ser el célebre Ve-cino del que no hago más que oír hablar. ¡Pasa, siéntate! ¿Quieres una cerveza?

No movió ni un músculo.—Ionel, dale una cerveza a nuestro invitado. Es un tío

importante, y como tal hay que tratarle.Ghita tardó en obedecer la orden, pero acabó levantán-

dose del sofá y se dirigió hacia la nevera. Vecino le golpeó en la frente con la culata de su pistola, con la fuerza su-ficiente para dejarle sin sentido. Petrescu, con los reflejos dignos de un gato criado en la calle, tuvo tiempo de sa-car de su espalda la misma arma que Marius había llevado hasta allí. En un momento, ante los ojos atónitos de éste, atado en la silla, vio a los dos chicos, poco mayores que su propia hija, mirando el ojo negro y mortal del cañón de la pistola que el otro empuñaba.

El tiempo se detuvo. De la calle desierta no llegaban los sonidos que deberían llegar. No se oían motores de coches, ni las voces de los viandantes. Nada.

Hasta que los dos disparos resonaron en el salón. Fue-ron como un trueno que rasgara sin compasión un silencio perfecto. Marius cerró los ojos sin darse cuenta. Tardó en abrirlos de nuevo.

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Mayo de 2017

La primavera estaba siendo cálida. Junio era ya casi una realidad, y el sol brillaba alto en el cielo. Marius y Ramo-na caminaban por la calle Victoriei, justo al lado del verde césped de la Plaza de la Revolución. A pesar de ser sábado por la mañana, o justo por ello, el tráfico era escaso. Pocos coches rompían la calma del lugar. Ramona sujetaba con su mano la de su hijo, un precioso niño que, aunque había nacido en una remota aldea de África central, se llamaba Marius, como su abuelo adoptivo, y hablaba a la perfección el idioma de su madre.

Fue el pequeño quien se soltó y entró en la plaza. Se quedó clavado ante un monumento en forma de obelisco. Frente a él, dos muros curvos llenos de nombres. Marius y Ramona se acercaron al niño y se quedaron mirando, los tres en una perfecta formación, la piedra negra en la que se homenajeaba, con nombres y apellidos, a los muertos en la revolución que acabó con la tiranía en su país.

—¿Qué es esto, mamá? ¿Quiénes son estas personas?Ramona optó por la explicación más sencilla.—Gente que luchó y murió por la libertad de Ruma-

nía. Fue hace muchos años. Yo era una niña entonces.A su mente acudieron entonces hechos y vivencias que,

de vez en cuando, perturbaban aún su descanso. Recuerdos que trataba de mantener a raya. A veces los agradecía, ya que le habían llevado hasta su hijo Marius. Su adopción, ante la imposibilidad de tener hijos propios, había sido un proceso largo y tedioso, pero se encontró con un niño que

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le cambió la vida la primera vez que le cogió de la mano. Un niño al que amaba de manera incondicional. Se pre-guntaba a menudo si querría tanto a su hijo si hubiese sido biológico.

—Vamos, hijo, hoy me apetece una buena hamburgue-sa. ¿Y a ti?

Al pequeño se le iluminaron los ojos. Cogió a su ma-dre de la mano y echaron a andar. Su abuelo se quedó allí, tan pétreo como el obelisco a su espalda. No tardó en en-contrar los tres nombres. Allí estaban, Dan Petrescu, Ionel Ghita y Stefan Grasu. Estaba solo, así que sin pudor ni complejo escupió en el primero. Allí estaban esos tres cer-dos, elevados a la categoría de héroes nacionales, sólo por haber muerto en los días de la Revolución.

Se giró y miró la espalda de su hija y su nieto. Echó a andar con ellos, dando gracias a Dios por tenerles. Y se hizo una anotación mental. Se acercaba el cumpleaños de Vecino. Tenía que pensar en algún regalo para él. Era lo mínimo por haberle salvado la vida, por haber perdido una oreja por ello y, sobre todo, por no haberle pedido nunca que le devolviera el favor que le debía.

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ECOS DEL SILENCIOJuanma Nova García

«El universo no fue hecho a medida del hombre; tampoco le es hostil: es indiferente».

(Carl Sagan)

El General del ejército Alain Joubert contemplaba el crepúsculo con gesto taciturno mientras pensaba que

la memoria del universo siempre sería un misterio para el hombre. Más que preocupación, su semblante evidencia-ba claros signos de cansancio y resignación, como si un hálito sombrío le hubiera arrebatado de un soplido todas sus reservas de entusiasmo y energía. Creemos saberlo todo de la historia del cosmos, pensaba, pero existieron eras de tiempo en las cuales hubo maravillas hoy ya desaparecidas. Miles de millones de galaxias ya olvidadas y otras tantas aún no nacidas que ningún miembro de la raza humana verá jamás. Su mirada se detuvo en un disco luminoso. La estrella Tabit se recortaba tras las lejanas montañas, a punto de ser engullida por la línea del horizonte. Tabit, también conocida como π3 Orionis, era una estrella de la constela-ción de Orión y el corazón que daba luz y vida a Sagan, el hermoso planeta en que vivía y el quinto en cercanía a su estrella de los trece que giraban en torno a ella. Un poco más arriba y a la derecha también era perfectamente visible Asimov, el planeta vecino que también albergaba vida y

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que fue colonizado por el hombre al mismo tiempo que Sagan. Suspiró cuando la última luz solar se perdió tras la cordillera montañosa y se volvió para enfilar el camino pedregoso que descendía hacia un valle verde donde se di-visaban unas enormes construcciones que alojaban el com-plejo residencial y militar donde residía. La última orden que acababa de recibir de su Capitán General aún resonaba como un eco lejano en el transmisor que tenía alojado den-tro de su cerebro.

«General Joubert, organice con la mayor celeridad po-sible la evacuación del planeta. Solo personal imprescindi-ble. Repito: solo personal imprescindible. Riesgo de ataque inminente por parte de la CSI. Debe poner rumbo a la estrella Gliese 205 según el último plan de evacuación. Re-cibirá instrucciones más precisas cuando se aproximen a su destino. De ser posible, intentaremos evacuar al resto de la población antes del ataque. Pero la prioridad ahora es que ponga a salvo a todo el personal de élite antes de 12 horas. Repito: antes de 12 horas.»

Era el tercer planeta que tenía que abandonar desde que fue ascendido a General del ejército de la CEI. Dichas siglas pertenecían a la confederación que incluía lo que, en la Tierra, aquel lejano planeta donde se creía que sur-gió por vez primera la vida humana, habían constituido las naciones que en el siglo XXII aún formaban la llamada Unión Europea. Mientras regresaba al complejo militar, decidió repasar parte de la historia de la humanidad que tenía almacenada en la monumental biblioteca incluida en una de las memorias instaladas en su cerebro. Los orde-

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nadores, computadoras, internet y toda aquella tecnología casi prehistórica hacían sonreír a Alain con suficiencia. Sin embargo, todos y cada uno de aquellos inventos que ahora le parecían tan primitivos como la rueda fueron poniendo su pequeño granito de arena para conformar todo lo con-seguido hasta ese momento. El viejo internet estaba ahora ensamblado dentro del sistema neuronal de los seres hu-manos en una enorme y compleja red de información que unía a toda la humanidad. Bastaba con pensar la fecha y evento que se quería consultar y el buscador de su circuito integrado le facilitaba toda la información requerida me-diante impulsos electromagnéticos que estimulaban el ce-rebelo y se transformaban en imágenes o datos, según fuera la consulta requerida, dentro de su mente. Por supuesto, existía información clasificada que solo estaba al alcance de las élites poderosas y era omitida o censurada a las grandes masas. Era peligroso que determinadas informaciones reca-yeran en mentes que no debían. Cerró los ojos y buceó en la historia del Planeta Madre.

La Tierra fue parcialmente destruida en la llamada Ter-cera Guerra Mundial, una devastadora guerra nuclear en la que participaron varias superpotencias enfrentadas. Ese maravilloso y luminoso planeta azul quedó reducido a som-bras y ceniza durante varios siglos, asfixiado bajo un enor-me manto de nubes contaminadas y lluvia radioactiva en un gélido invierno nuclear. Todo rastro de aquel irrepetible vergel de vida quedó reducido a muerte y destrucción. Por suerte, para aquel entonces la humanidad había consegui-do avanzar lo suficiente tecnológicamente como para hacer

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realidad su viejo sueño de viajar por el espacio y habitar y conquistar nuevos planetas. La teoría de los agujeros de gu-sano descrita en las ecuaciones de la relatividad general que ya en el siglo XX algunos astrofísicos defendían, finalmente supuso el gran avance que la humanidad necesitaba para viajar a otras galaxias. A finales del siglo XXII tuvo lugar el primer gran viaje intergaláctico. Pese a que las naves actua-les eran capaces de alcanzar velocidades cercanas a la de la luz, aún se hubiesen necesitado siglos para viajar a algunos de los planetas conquistados. El descubrimiento y posterior utilización de la energía que acumulaban los agujeros de gusano fue determinante para el futuro de la humanidad y su posterior supervivencia.

A finales del siglo XXI, Estados Unidos se unió a Cana-dá, Centroamérica, Sudamérica, Australia y Nueva Zelan-da para crear la COAI (Confederación Océano-Americana Intergaláctica). Al igual que la superpotencia americana, otras grandes naciones se fueron uniendo en grupos con-federados para aunar fuerzas en sus proyectos comunes de expansión universal. Así también la CSI (Confederación Soviética Intergaláctica) unió a Rusia y muchas de las an-tiguas exrepúblicas que durante buena parte del siglo XX configuraron la antigua Unión Soviética. La CEI (Confe-deración Europea Intergaláctica) reunió a casi la totalidad de las naciones europeas, escandinavas y algunas del norte de África que, junto a Turquía, se anexionaron posterior-mente. A su vez la COI (Confederación Oriental Interga-láctica), consiguió aunar las tecnologías de los países más desarrollados del lejano Oriente. A los mandos los gigantes

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China y Japón, y junto a ellos Corea (que por aquel enton-ces había vuelto a ser una sola nación), Vietnam, Malasia, Indonesia, Tailandia o Singapur. La CII (Confederación India Intergaláctica) reunió junto a India y Bangladesh a Irán, Irak, Pakistán y otros países menores de Oriente Me-dio y África.

Todas las naciones soberanas e independientes que exis-tían en el planeta en siglo XXI, se anexionaron por decisión propia, o fueron anexionadas a la fuerza, a alguna de estas grandes 5 confederaciones interplanetarias. Y, como hubo ocurrido durante toda la historia de la humanidad, los con-flictos entre unas y otras continuaron. Pese a estar alertadas del enorme peligro que una guerra nuclear podría suponer para el planeta, no fue posible frenar la sed de poder de los unos sobre los otros y el conflicto estalló. Sin contar las numerosas explosiones atómicas, la destrucción de decenas de centrales nucleares por todo el globo y la liberación a la atmosfera de millones de toneladas radiactivas propició la extinción total de todo tipo de vida en la Tierra. Salvo, ¿quién podía saberlo?, pequeños organismos que vivieran en las profundidades terrestres o en ignotas y profundas cuevas donde la radiación no hubiese llegado, o algún tipo de vida marina en el fondo de los océanos. Más de un milenio después, nadie había vuelto a habitar allí para comprobarlo. Las densas nubes de cenizas, contaminadas de uranio y plutonio, fueron menguando con los siglos. El planeta volvía a verse casi azul desde el espacio, pero di-ferentes naves enviadas por distintas confederaciones para tomar muestras del aire indicaban que aún hoy en día la

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atmósfera era irrespirable y el planeta inhabitable. Para el momento del desastre nuclear, las cinco Confe-

deraciones habían explorado ya numerosas galaxias y halla-dos diferentes planetas con posibilidad de albergar vida. En cada uno de los distintos planetas conquistados, la Confe-deración colonizadora anclaba e izaba su correspondiente bandera. La misma sed de poder y posesión que antaño, los mismos vicios. En algunos de aquellos planetas se halló agua y vida, diferentes formas de existencia nunca antes co-nocida o imaginada. La vida se abría paso en el Universo de diferentes e incontables formas. A otros se llevaron especies de animales terrestres. Algunas sobrevivieron y se adapta-ron a sus nuevos entornos, la mayoría se extinguió para siempre. Pero pese a los incontables nuevos mundos des-cubiertos, aún no se había hallado ninguna raza alienígena inteligente, ninguna otra civilización superior o parecida a la humana. Aunque existían evidencias, y seguía habien-do avistamientos en diferentes planetas, que corroboraban su existencia. Numerosos sabios y científicos estaban de acuerdo en que, tal vez, lo único que hacían era vigilar y evitar el contacto con una raza tan dañina y destructiva como la humana.

Un par de siglos después de la expansión por diversos rincones del universo, los problemas y conflictos entre las distintas confederaciones no tardaron en presentarse. Pese a haber encontrado diferentes planetas habitables, no se pudieron hallar tantos como en un principio se pensaba. La inmensa mayoría eran mundos hostiles: muy fríos o de-masiado calientes, sin atmósfera o con atmósferas irrespi-

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rables, con lluvias de azufre o rocas cristalizadas, vientos huracanados o nubes de polvo, inmensas presiones, hiper velocidades rotatorias, océanos de lava y otros innumera-bles impedimentos para la vida. Solo unas decenas de los miles de planetas visitados fueron catalogados como aptos, en mayor o menor medida, para la habitabilidad humana. Pero ninguno de ellos consiguió rivalizar con las idóneas condiciones de la Tierra. Tan solo un par de ellos podría decirse que estaban cerca de hacerlo. Otro importante es-collo encontrado fue que, en algunos de ellos, raras enfer-medades desconocidas para el ser humano, portadas por virus y bacterias autóctonas, hicieron mella en las colonias establecidas, en algunos casos en forma de epidemias o pandemias, con lo que tuvieron que ser abandonados. Fue por eso cuando, con el transcurso de los siglos y las explo-raciones, y los subsiguientes fracasos y decepciones, cada una de las distintas confederaciones empezó a mirar con envidia las conquistas de las demás, por si algún día no se encontraban nuevos mundos habitables y los suyos empe-zaran a carecer de recursos, a sufrir la inevitable decaden-cia de su estrella o a resultar inhabitables. Y una vez más, todos los males inherentes a la raza humana hicieron acto de presencia. No tardaron en comenzar las pequeñas esca-ramuzas… ni en llegar las grandes guerras intergalácticas.

Desde el siglo XXV hasta entonces, otros siete planetas habían sufrido la misma suerte que la Tierra, entre ellos el maravilloso Einstein en la galaxia del Cisne, el primer planeta donde habitantes de la CEI pusieron el pie en el siglo XXII. Las mismas guerras que hombres de uno y otro bando sostuvieron en la Tierra fueron llevadas al espacio

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interestelar, como en una novela o película de ciencia fic-ción. ¿Estaba la humanidad abocada a cometer los mismos errores una y otra vez, a no aprender nunca de ellos?

Suspiró mientras se planteaba aquellas cuestiones. Se detuvo un momento para mirar al cielo. Sobre la línea del horizonte se recortaba Europa, y un poco más arriba a su derecha Escandinavia, las dos lunas de Sagan, bautizadas así en honor a la región de los países nórdicos y al antiguo continente terrestre. Llevaba cinco años viviendo allí y es-taba acostumbrado a la presencia de aquellos dos hermo-sos satélites. Europa, de color anaranjado. Escandinavia, la luna verde. Se volvió a mirar atrás, al cielo, hacia el vecino Asimov. Suponía que el General Harris habría recibido las mismas órdenes que él para evacuar a su gente. Quedaban menos de 12 horas para prepararlo todo. Aligeró el paso de vuelta a la ciudad.

Leia, su ágil gatita siamés, salió a recibirle nada más abrir la puerta de su casa. Se metió entre sus piernas y frotó la cabeza contra sus tobillos en aquel habitual ritual de saludo y bienvenida. Alain se agachó para acariciarle el lomo mientras la mascota ronroneaba encantada. Pero Sophie supo que algo malo sucedía nada más verle aquel ceño fruncido que evidenciaba enfado y que ella tan bien conocía.

—¿Qué sucede cariño? —preguntó antes siquiera de saludar. Él la miró apenado, pero con determinación y fir-meza.

—Coge lo imprescindible. Nos vamos en unas horas —contestó sin dar más explicaciones. Su mujer ya sabía lo que significaba aquello.

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***

La nave intergaláctica Pequod era la mayor de que disponía la CEI, una construcción monstruosa con una masa similar a la de algunos satélites naturales pequeños. Medía casi 50 kilómetros de eslora y en su fabricación fue ideada como una nave-ciudad. Podía albergar a más de 100.000 perso-nas entre tripulación y habitantes. Seis motores nucleares y otros seis reactores de antimateria la propulsaban a veloci-dades cercanas a la de la luz. En el caso de los agujeros de gusano, aprovechaban la energía del vórtice de estos para atravesarlos. Aquella maravillosa construcción disponía de atmósfera y gravedad artificiales controladas. Un escudo de plasma protegía a la nave de rocas, asteroides o basura espacial. También de tormentas electromagnéticas peque-ñas y medianas. La Pequod estaba al frente de las 50 naves intergalácticas de transporte que se encargaban de llevar o evacuar a las élites militares, financieras y científicas de Sa-gan y Asimov. Según las últimas informaciones que recibió el comandante Joubert, tras ellos otras más de 3.000 astro-naves menores habían conseguido evacuar a tiempo, por fortuna, a la totalidad de la población civil de los dos plane-tas. Las naves militares, que en principio se quedaron para defender a la población ante el inminente ataque, abando-naron los planetas tras el resto de naves de transporte. La CSI quintuplicaba en arsenal y cosmonaves de combate a la CEI. Hubiera sido una insensatez quedarse a luchar contra ella. Si solo hubiese quedado aquel mundo que defender y

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no quedase más remedio, lo habrían hecho. Pero aparte de Atlantis, el planeta base de la Confederación donde tam-bién podían haberse trasladado, hacía un par de décadas que habían encontrado un exoplaneta enorme y habitable en Gliese 205, otra estrella de la constelación de Orión. Era raro que ninguna otra confederación hubiese descubierto en los siglos pasados aquel planeta habitable; quizá muchos otros se hubiesen pasado por alto en la absurda disputa de ver quién era el que más lejos llegaba. Pero, fuera como fuese, el hecho es que fue toda una suerte que un grupo de exploradores de la CEI hubiera dado con él. Albergaba la esperanza de que la CSI, al encontrar Sagan y Asimov deshabitados, se conformara con la conquista, sin enfrenta-miento ni coste alguno de vidas y recursos, de aquellos dos hermosos planetas y no les siguiesen la pista. Si conseguían llegar al siguiente agujero de gusano y salir al otro lado, tal vez los hubiesen dejado atrás para siempre. Quizá fuera posible entonces un nuevo comienzo para ellos.

Poco más de 3 meses después aterrizaban en un nuevo planeta, el tercero en cercanía a Gliese 205 de los siete que orbitaban en torno a la estrella. Era un planeta enorme, bastante mayor que Sagan y Asimov juntos. Su atmosfera y gravedad eran idóneas para la vida. Más de la mitad de su extensión eran océanos. Y los continentes eran un pa-raíso verde de vegetación. Habría que explorarlo a fondo, comprobar si aparte de la vegetal, había otras formas de vida animal o depredadores. Las naves expedicionarias que peinaron y exploraron el planeta durante varios años no encontraron construcciones que indicaran la posibilidad de

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vida inteligente, pero eso tampoco significaba nada. Podía haberla escondida entre las inmensas selvas, en el interior de cuevas o montañas, bajo la superficie o incluso en las profundidades de los mares. También habría que analizar el aire en busca de virus o bacterias que supusieran un pe-ligro para la vida humana. Los análisis de los científicos exploradores habían ofrecido resultados negativos, pero se-ría necesario un examen más exhaustivo antes de dejar a la población abandonar las naves. Se ofrecieron 4 posibles nombres para el planeta. Finalmente decidieron llamarlo Gaia, en honor a cómo algunos pueblos nativos se referían a la madre Tierra y la naturaleza.

***

Se encuentra de pie en el interior de una enorme gruta. Las paredes de piedra están llenas de extraños dibujos prehistóricos, aquello que en el planeta Tierra llamaban pinturas rupestres. Puede distinguir con claridad el sol, la luna y algunas estrellas dibujadas en la piedra. Las figuras de unos hombres primitivos postrados de rodillas parecen honrar a alguno de aquellos as-tros celestes, o al firmamento en general, como si fuesen dioses. De repente, las paredes se tiñen del color de la sangre. No, no es que tengan su color, ¡de ellas resbalan regueros de sangre que llegan hasta el suelo! El líquido empieza a cubrir sus pies des-calzos al tiempo que empieza a experimentar una angustiosa sensación de ahogo. Le cuesta mucho respirar. No hay aire ni

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brisa. Ni siquiera parece existir el tiempo allí dentro. Siente que algo le acecha. Nota su presencia detrás de él. No sabe quién es, pero puede sentir su mirada clavada en la espalda como una daga afilada, observando con atención cada uno de sus movimientos. Quiere volverse y enfrentar a ese extraño, pero no se atreve. Tiene miedo. Un miedo ancestral que no puede definir ni explicar. Pero haciendo uso de toda su entere-za, finalmente consigue darse la vuelta. Frente a él no encuen-tra una persona, solo hay un espejo. Pero la imagen que este le devuelve no es la de su propio reflejo. Se enfrenta a un rostro y cuerpo humanos que no son los suyos. Su porte es majestuoso, como el de una estatua griega, y su rostro es de una belleza embriagadora, casi hipnótica. Pero sus ojos transmiten un do-lor inmenso y devastador. Aquel ser se comunica con él. No le habla, pero sí escucha la voz dentro de su mente. Le dice que ese dolor que ve en sus ojos es el sufrimiento de la historia de la humanidad desde sus albores condensado en una fracción de segundo, un leve pestañeo: todas sus guerras, todas sus barba-ries, todos sus males… Un dolor inherente a la raza humana y que jamás tendrá fin. Detrás de la figura, puede contemplar el universo reflejado en el cristal. Planetas, estrellas y galaxias moviéndose a velocidades vertiginosas, como si las estuvieran atravesando a la velocidad de la luz. Siente un vértigo que le hace marearse y vuelve a fijar la vista en la efigie inmóvil frente a él. Ahora está totalmente cubierta de sangre, como las pinturas de las paredes. Pero sus ojos se han cerrado, tal vez para siempre. Quiere tocar aquel rostro. Levanta la mano derecha y acerca sus dedos temblorosos a la superficie del espejo. Pero este no es liso y sólido, y su mano se hunde en un líquido

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gélido y viscoso. Está tan frío que siente que se abrasa como si le estuvieran cercenando la muñeca. El grito desgarrador que escapa de sus pulmones reverbera con un eco devastador en el interior de toda la cueva…

Alain despierta jadeando, el cuerpo y su rostro bañados por un sudor helado. Tarda unos momentos en calmarse y situar el lugar donde se encuentra, su acogedor dormitorio. Ha tenido una pesadilla. El mismo sueño indescifrable y pavoroso que, con algunas pequeñas variantes, viene su-friendo de manera recurrente, al menos un par de veces a la semana, a veces más, durante los últimos meses. Coge el vaso de agua que cada noche deja sobre la mesita de no-che y bebe dos largos sorbos. Después se levanta, abre la ventana y, contemplando las estrellas, rompe en un llanto silencioso.

El General Joubert llevaba apenas 2 años jubilado cuan-do su esposa falleció. Después de más de 4 décadas vivien-do en paz en Gaia, todos los malos recuerdos de tiempos pretéritos parecían haberse evaporado en la atmósfera de aquel bello planeta. Tras llevar desde su juventud sirviendo con lealtad a la CEI, había llegado el momento de disfru-tar plenamente de su familia: su esposa Sophie, y Nadine e Ivette, sus dos preciosas hijas que habían nacido ya en Gaia. Pero un desgraciado accidente al golpearse la cabeza durante una excursión había terminado con la vida de su mujer. Desde su fallecimiento habían transcurrido cinco meses. Nada volvió a ser lo mismo, sobre todo ahora que

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tenía toda la eternidad por delante y no podía compar-tirla con su compañera y amor de toda la vida. La vejez fue vencida definitivamente por la humanidad un par de siglos atrás. Aunque la muerte siempre acechaba en forma de accidente o asesinato y no se había conseguido aún que el cuerpo humano fuese una máquina perfecta, sí se logró ganar la batalla contra el envejecimiento y la mayoría de enfermedades, entre ellas el cáncer. Las células humanas podían rejuvenecerse continuamente y ya nadie envejecía. La inmortalidad como tal no existía, pero sí se podía vivir indefinidamente si no sobrevenía un accidente fatal o des-gracia. Pero a sus 165 años y sin la compañía de Sophie, un fuerte desanimo se había apoderado de Alain y solo el amor por sus hijas le mantenía a flote en los momentos de ma-yor abatimiento. Y para colmo estaba aquel maldito sueño que lo atormentaba y que no conseguía descifrar… hasta aquella noche. Mientras contemplaba el firmamento y las lágrimas resbalaban por sus mejillas, intuyó por primera vez su significado.

Apenas un par de días atrás el nuevo General de la Confederación le notificó unas noticias bastante preocu-pantes, casi aterradoras. Pese a estar retirado, seguía parti-cipando de manera puntual en algunos asuntos de estado y era informado regularmente de los principales problemas y decisiones. El General Jensen le contó en una reunión no oficial que la CSI seguía con su política militar de expan-sión e invasión de otras confederaciones y había atacado y destruido los 4 planetas que gobernaba la CII, eliminando a toda la población y borrando de la faz del universo a la

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Confederación India Intergaláctica para siempre. Eso había motivado que la COAI tomara la firme decisión de declarar la guerra a la confederación soviética. Una vez más, todo volvía a ser un triste y doloroso déjà vu de todo lo aconteci-do durante los siglos de vida en el viejo planeta Tierra y los siguientes en el espacio. Otra vez más la misma sinrazón, el mismo sinsentido de mandatarios irresponsables que lo único que buscaban era destruir a los demás y quedarse todo el control y poder para sí mismos. ¿Acaso no era sufi-ciente con vivir en paz y libertad, cada uno en su mundo? ¿No comprendían que el universo infinito era inconquis-table e ingobernable, que la humanidad era un minúsculo y molesto virus en medio de la inmensidad del espacio? Parecía ser que muchos aún no lo entendían, que no tuvie-ron suficiente con guerras pasadas, que no aprendieron los peligros que tales enfrentamientos entrañaban.

Y lo peor de todo no era aquello. Jensen le contó que el Capitán General de la Confederación informó desde At-lantis, el planeta base de la CEI, que todas las unidades militares de Gaia debían estar preparadas por si era nece-sario participar en la guerra o defenderse de un inminente ataque. Al parecer la COI se había alineado del lado de la CSI, bien por voluntad propia o bien a la desesperada en un intento postrero de salvarse o quedar en una posición ventajosa tras la guerra. La COAI les había pedido enton-ces ayuda a ellos, o que al menos se posicionaran del lado de algún bando. Alain sabía que las relaciones entre am-bas superpotencias no eran las mejores, pero que ya desde los siglos de vida en la Tierra siempre hubo afinidades y

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propósitos comunes. Llegados a este punto, el Capitán se posicionaría de lado de la COAI. Por un lado, era la única manera de detener y frenar la sed de conquista y la locura exterminadora de la CSI para con las demás confederacio-nes. Y, por otra parte, si la CSI vencía a su contrincante, después vendría a por ellos de todos modos. Mucho antes que después. Así que la Gran Guerra, quizá la definitiva, de la humanidad se avecinaba.

Aquella noche cenaba con Nadine e Ivette. No les diría nada. No quería amargarles aquella, tal vez, última cena en paz de los tres juntos en Gaia. Salió al porche trasero de su casa. Aún no había amanecido. En el cielo, aquel maravi-lloso firmamento tachonado de estrellas le hizo contener el aliento. Todavía se seguía fascinando ante tanta belleza, ante aquella vasta e inmensa creación que todavía seguía expandiéndose hacia el infinito y que tantas incógnitas y secretos aún guardaba. La humanidad, como especie, era digna de asombro. Capaz de lo mejor y lo peor. Había conseguido logros impensables, aún los seguía consiguien-do. Y el crecimiento y aprendizaje de su mente parecía no conocer límites. Pero, pese a todo, seguía cayendo en los mismos errores, tropezando en la misma piedra. Y aquello supondría su fin. Alain estaba convencido de que la huma-nidad no tenía salvación. Siempre lo había intuido, pero en el fondo de su corazón también albergaba la esperanza de que se equivocara y la humanidad algún día… La es-peranza. Siempre la maldita esperanza. Capaz de mante-nerte a salvo en las más adversas circunstancias o matarte de las más crueles maneras por aferrarte demasiado a ella.

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Sí, siempre lo intuyó en el fondo de su corazón, pero aho-ra estaba convencido. Porque eso era lo que quería decirle aquel sueño desasosegante que le helaba los huesos. No era solo el sufrimiento por la muerte de su esposa como en un principio había creído, era un dolor inefable ante una inevitable catástrofe que era capaz de percibir de alguna manera. Se acercaban a su ocaso definitivo como especie. Tal vez en años, décadas… Con suerte, tal vez algún siglo más de existencia. No es que no hubiera salvación posible. Es que la misma humanidad se empeñaba en devorarse a sí misma una y otra vez, obviando todas las posibles sal-vaciones del universo que tenían a su alcance y en todas partes. Esa humanidad que tanto amaba era en sí misma una lacra, un virus, un cáncer que exterminaba todo lo que tocaba. Y, como un tumor maligno, su propagación podría suponer una metástasis para las galaxias que habitaban. Tal vez lo mejor que podía sucederle al universo era su extin-ción y que, miles de años después, de aquella hermosa pero destructiva civilización tan solo quedasen los ecos de su si-lencio.

Una estrella fugaz cruzó el cielo frente a él. De manera instintiva, cerró los ojos y pidió un deseo. Nunca creyó en esas absurdas supersticiones, pero cuando era niño y veía alguna su madre siempre le animaba a que lo hiciese. Se le escapó una lágrima pensando en ella, en sus sabios conse-jos, en su amor. No iba a pedir grandes cosas. Sus deseos se volcaron en sus hijas. En que al menos fueran felices por un tiempo, pues eran muy jóvenes aún para morir. En que les quedase el tiempo suficiente para tener hijos y formar

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una hermosa familia feliz. Y en que, al menos, una nueva generación fuese testigo de la imponente grandeza de la Creación antes de la definitiva extinción de su especie.

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EPÍLOGOLorena Gil Rey

Se retorció desde que nació y no paró ni por un mo-mento. Se agrandó y se estiró todo lo que pudo hasta

que aquello que lo había creado lo abandonó a su suerte. Demasiado peligroso como para convertirse en algo digno de un padre. Era un hijo dejado cuando más necesitaba del amor de quienes lograron engendrarle, o al menos, amor es lo que debería añorar si es que alguna vez también habría echado de menos o si tan siquiera supiese el significado. No tardó en tomar conocimiento de su ambiente, de la oscuridad de la que era algo más que un componente. Para nada era humano, no tenía forma de ello ni tan siquiera necesitaba de alimentarse de la forma en la que la raza dominadora del universo lo hacía. Los primeros años pasaron lentos para él, o ella, porque no tenía sexo, tan solo existía y eso ya era suficiente para sentirse así mismo como un todo independiente, ca-paz de ser conocedor de su entorno, de amoldarse a él, de justificar, en parte, su existencia. El resto del tiempo hasta que, pensó, se había convertido en un adulto y consiguió asumir todo el valor que debía tener dentro del pequeño universo en el que se encontraba, lo pasó admirando, sin entender en un primer momento, la infinidad de soles y galaxias que se abrían a un lado y a otro, sin tener un final conocido por nadie y a los que no podía llegar, no todavía. Ni siquiera él estaba seguro de ser capaz de darle nombre

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a aquello que entendió como conocimiento del cosmos dentro de su propio ser. Se deslizaba como quería, pero se sentía a su vez recluido en un mundo que deseaba explorar. Todo parecía quedársele pequeño y se exigió a sí mismo aguantar lo suficiente hasta que alguien o algo viniese a por él. Era un hijo, un hijo solitario, capaz de comprender el hecho de cómo y porqué existía la vida en muchas formas desconocidas todavía para él. Era una figura oscura, am-plia, de proporciones inexactas, capaz de seguir aumentan-do para configurarse como el ente reinante de aquel pedazo de galaxia. Comenzó a descubrir su conciencia. A sentir la car-ga de una culpa que no era suya, y que, sin embargo, ha-bitaba en su ser, como si se hallase responsable de algunos fallos que no tendrían que estar ahí y él debiera ser capaz de mejorarlos. ¿Pero cómo? Se preguntó. Su padre le repudió porque pensó que no era digno de llevar a cabo aquello por lo que tenía que nacer y desarrollarse. Reaccionó de una manera desconocida todavía para él al calor de un sol de color blanquecino que contrastaba con su opacidad. Se alimentó de él hasta que destruyó por completo su fulgor y dejó una piedra muerta y seca de lo que antes hubiese sido una estrella digna de concebir vida si las circunstancias hubiesen sido otras. Contempló aquella roca muerta y la abrazó con su masa que era casi etérea. Cuando quiso darse cuenta todo el pedrusco había desaparecido dentro de él.Se agitó a un lado y a otro, en una danza de sombras, como una nube negruzca capaz de eclipsar a las mismísimas ti-nieblas.

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Su contorno, su figura, opaca y cerrada, como una noche sin luna, era merecedora de cada una de las descripciones que se le podía dar a la oscuridad. Se asustó por un momento, pero después imaginó, pensó, entendió, por qué su padre no quería que saliese jamás de donde le había dejado: no era un creador, era un destructor. Pero él se creía capaz, no era tan solo una crea-ción, era un hijo y como tal iba a hacer que su padre se sintiese orgulloso de él. Llenó su realidad de calma y esperó, en un letargo casi infinito, el momento preciso. Debía demostrarle que su existencia tenía un sentido.

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