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1 TEMA 1. CONCEPTOS FUNDAMENTALES. ACCIÓN, DEMANDA, PRETENSIÓN, CONTRADICCIÓN, OPOSICIÓN. TUTELA JUDICIAL EFECTIVA Y TUTELA PROCESAL EFECTIVA. LA TUTELA DIFERENCIADA I.- LA ACCIÓN. I.1.- Apuntes sobre el devenir histórico en su formación. I.1.1.- A modo de introducción. Recuerda ALCALÁ-ZAMORA Y CASTITLLO que "La jurisdicción se sabe que es, pero no se sabe dónde esta; el proceso se sabe dónde está, pero no se sabe que es; la acción no se sabe qué es ni donde esta"; la acción es uno de los conceptos más difíciles de ser definidos en el derecho contemporáneo. En la misma línea de ALCALÁ-ZAMORA se pronuncia el profesor argentino AMÍLCAR MERCADER. Un buen ejemplo del acierto de lo afirmado por ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO son las múltiples acepciones que se dan de acción. El término acción presenta, afirma COUTURE, varias acepciones, entre los cuales pueden citarse a: • Como sinónimo de derecho, es el sentido que tiene el vocablo cuando se dice que el actor carece de acción, lo que significa que el actor carece de un derecho efectivo que el proceso deba tutelar.
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Oct 16, 2020

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TEMA 1.

CONCEPTOS FUNDAMENTALES. ACCIÓN, DEMANDA,

PRETENSIÓN, CONTRADICCIÓN, OPOSICIÓN. TUTELA JUDICIAL

EFECTIVA Y TUTELA PROCESAL EFECTIVA. LA TUTELA

DIFERENCIADA

I.- LA ACCIÓN.

I.1.- Apuntes sobre el devenir histórico en su formación.

I.1.1.- A modo de introducción.

Recuerda ALCALÁ-ZAMORA Y CASTITLLO que "La jurisdicción se

sabe que es, pero no se sabe dónde esta; el proceso se sabe dónde está,

pero no se sabe que es; la acción no se sabe qué es ni donde esta"; la

acción es uno de los conceptos más difíciles de ser definidos en el derecho

contemporáneo. En la misma línea de ALCALÁ-ZAMORA se pronuncia el

profesor argentino AMÍLCAR MERCADER.

Un buen ejemplo del acierto de lo afirmado por ALCALÁ-ZAMORA Y

CASTILLO son las múltiples acepciones que se dan de acción. El término

acción presenta, afirma COUTURE, varias acepciones, entre los cuales

pueden citarse a:

• Como sinónimo de derecho, es el sentido que tiene el vocablo

cuando se dice que el actor carece de acción, lo que significa que el actor

carece de un derecho efectivo que el proceso deba tutelar.

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• Como sinónimo de pretensión, este es el sentido más usual, en la

doctrina y en la legislación, se halla recogido en textos legislativos del siglo

XIX que mantienen su vigencia aún en nuestros días; por ello que se habla

de acción fundada e infundada, acción real y personal, acción civil, acción

penal; en estos vocablos la acción es la pretensión, la existencia de un

derecho sustantivo concreto, válido y en nombre del cual de promueve la

demanda respectiva.

• Como sinónimo de facultad de provocar la actividad de la

jurisdicción, se habla en consecuencia de un poder jurídico que tiene todo

sujeto de derecho por su calidad de tal, y en nombre del cual es posible

acudir al órgano Jurisdiccional en demanda del amparo de su pretensión.

• Como referencia a la vía procedimental, esta acepción es

incorporada por MONROY GALVEZ, se refiere a la acción de hábeas

corpus, acción de amparo, acción de inconstitucionalidad etc.

Estas distintas acepciones trajeron situaciones contradictorias y

absurdas dentro del desarrollo de la acción por ello es necesario conocer,

aunque no agotar la transformación de dicha conceptualización.

I. 1.2.- Devenir histórico.

El estudio y análisis de las distintas teorías formuladas sobre la

acción debe abordarse desde una perspectiva histórica, pues, como

recuerda MORENO CATENA ”en el concepto de acción se halla reflejado

históricamente la evolución de toda la ciencia jurídica” y no olvidando, por

una parte que las teorías sobre la acción son en verdad “como las noches

de la leyenda, mil y una, y todas maravillosas” (CALAMANDREI) y, por otra

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que, pese a la acertada aseveración de PRIETO-CASTRO FERRANDIZ en

relación a lo prolongado, en el tiempo, acerca de lo que sea la acción sin

que se hayan conseguido logros positivos, el tema de la acción

-parafraseando a ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO- es uno de los “preferidos”

en las últimas décadas de los procesalistas, habiéndose producido una

bibliografía desbordante -si bien es también cierto que el punto de mira

de las últimas publicaciones gira más bien en torno a la tutela judicial

efectiva.

El anunciado recorrido histórico debe iniciarse con la referencia al

concepto romano de acción que, prácticamente, se mantiene inalterado

hasta el s. XIX, prescindiendo, pues, de la etapa del ordo iudiciorum

privatorum en el que la actio aparece como una reminiscencia del agere

propio de la venganza privada. Es conocida la definición de acción,

ofrecida por CELSO, y recogida en la forma siguiente: “nihil aliu destactio

queam iur quod sibi debeatur iudicio persequendi” (D. XLIV. VII, 51) -

prácticamente reproducida por JUSTINIANO en I.IV, VI. 1. Latia, en el

fondo de dicho concepto, una idea que llevaba a embeber la acción en el

derecho: la acción no era otra cosa que el mismo derecho en movimiento,

el derecho a perseguir en juicio.

El derecho romano más que sistema de derechos fue un sistema de

acciones, le dio más importancia a la discusión judicial en relación a los

derechos subjetivos, sin embargo pese a la considerable trascendencia

que tuvo la actividad jurisdiccional el concepto de acción del derecho

romano es irrelevante desde una perspectiva científica del proceso,

puesto que tiene una óptica material de esta.

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Sin embargo, ello no impide reconocer que esta concepción se

encuentra vigente en algunos ordenamientos jurídicos, verbigracia dentro

el Código Civil español o peruano de manera reiterada utiliza el derecho

de acción como sinónimo de derecho material, también dentro del

ejercicio profesional en las cláusulas contractuales se incorporan como

objeto la transferencia "derechos y acciones", pese a que desde una

perspectiva científica el derecho de acción es inalienable, intransmisible,

irrenunciable e indisponible; dentro del derecho societario el término

acción hace alusión a la parte alícuota en que se divide el capital social.

El concepto de acción en este estadio doctrinal se caracteriza, en

resumen, por lo siguiente:

a) La vinculación de la acción al derecho subjetivo privado.

b) La acción se situaba en el mismo plano relacional que el derecho

subjetivo privado: era un poder del titular del derecho de exigir al que lo

había lesionado o puesto en peligro que le reintegrara en el disfrute de su

derecho y, de ser imposible, que le indemnizara.

Respecto de la acción, así entendida, no le quedaba a las leyes de

procedimiento, más que regular las formas con arreglo a las cuales debía

ejercitarse ese poder jurídico privado.

Sin embargo, con el paso del tiempo se fue dando una particular

relevancia y cierta autonomía al interés ligado a la tutela o defensa del

derecho. El solo hecho de distinguir funcionalmente los dos momentos

constituía un reconocimiento implícito de la autonomía conceptual de la

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acción, cono el instrumento que se concede al sujeto para proveer a la

defensa de sus derechos a través de la tutela jurisdiccional.

Desde la segunda mitad del s. XVIII y primeras décadas del s. XIX la

materia procesal se fue excluyendo de los tratamientos iusprivatistas; a

partir de entonces el antiguo “ius in indicio persequendi” acabó

perteneciendo a otro “sistema” conceptual, al mundo del proceso, que, si

bien por su fines se consideraba aún un instrumento de garantía del

Derecho privado, pertenecía como organización al Derecho público.

El segundo momento del recorrido histórico, que estamos

efectuando, sin lugar a dudas, lo constituye la polémica doctrinal sobre la

“actio” entablada entre WINDSCHEID y MÜTHER. Dicha polémica -surgida,

en parte, con el objeto de refutar la tesis de SAVIGNY- supuso el inicio de

la autonomía del concepto de acción y su separación del derecho

subjetivo, constituyendo un verdadero hito en la historia del Derecho

procesal que, cronológicamente, se hace coincidir con el movimiento

codificador germánico y la evolución del proceso civil, tradicionalmente

encuadrado en el Derecho privado, hacia el Derecho público dados los

fines que persigue.

Durante el año 1856, se suscitó la polémica entre el pandectista

WINDSCHEID y MÜTHER, hasta antes de dicha polémica la tesis romana

del derecho de acción mantuvo considerable acogida, confundiéndose con

el derecho material que a través de ella se pretendía hacer valer, en ese

año WINDSCHEID ratifico la tesis clásica que equipara la actio romana con

el derecho subjetivo material. Por sus parte, MÜTHER replico y concibió al

derecho de acción como uno absolutamente independiente del derecho

subjetivo material, el que además está dirigido al Estado, a efectos de que

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este le conceda tutela jurídica a través de una sentencia favorable, de

acuerdo a esta última concepción solo tiene la razón aquel que tiene un

derecho subjetivo material que ha sido violado, por ello para este

procesalista el derecho de acción es concreto.

Efectivamente la autonomía conceptual del derecho de acción parte

de la referida polémica doctrinal sobre la “actio” y su aplicabilidad en el

derecho moderno habida a mediados del s. XIX. La acción aparece como

un derecho autónomo, desligado, o diferenciado al menos, del derecho

subjetivo material cuya tutela se pretende.

Las críticas frente a las concepciones doctrinales precedentes, y el

correlativo esfuerzo constructivo, se orientó en una doble dirección. Por

un lado se advirtió que la tutela jurisdiccional del derecho privado no

quedaba explicada, completa y correctamente, con la referencia a un

derecho subjetivo privado lesionado, del que continuaba pretendiéndose

su satisfacción por el obligado, aunque ahora por vía judicial, sujetándose

a las formas procesales. De estas consideraciones críticas parten las

concepciones de la acción como derecho a una tutela jurisdiccional

concreta.

Por otra parte se observó que la referencia apuntada no permitía

explicar la iniciación y desarrollo del proceso cualquiera que fuera su

resultado: el poder de provocar un proceso y los distintos actos que lo

integran, se atribuye con independencia de la existencia de un derecho y

de su lesión. El intento de explicación de esto lo realizan las concepciones

abstractas de la acción.

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I.2.- Principales teorías en torno a la acción.

Pasemos, pues, a exponer más detalladamente la denominada

teoría concreta de la acción y teoría abstracta de la acción.

I. 2.1.- La teoría concreta de la acción.

La acción como derecho concreto, formulada, fundamentalmente,

por WACH, siendo, posteriormente, seguida, entre otros, por HELLWING,

GOLDSCHMIDT, CHIOVENDA -con matices-, CALAMANDREI y GÓMEZ

ORBANEJA, consiste en afirmar que la acción es un derecho subjetivo

público (distinto del derecho subjetivo privado) a obtener, por parte de su

titular, una tutela jurisdiccional favorable. Es decir, se trata de un derecho

en el que debe concurrir para su existencia el interés y necesidad de tutela

jurídica (no bastando la simple existencia de un derecho subjetivo

lesionado). En consecuencia, tanto objetiva (su objeto es la tutela

jurisdiccional en un determinado sentido) como subjetivamente (es un

derecho subjetivo público porque se dirige contra el Estado) no coincide

con el derecho subjetivo material. Completa WACH su teoría

distinguiendo entre acción (se dirige frente al Estado que es el único que

puede satisfacerla) y pretensión material (se dirige contra el sujeto pasivo

del derecho subjetivo material).

Al autor citado, como defensor de la teoría concreta hay que añadir,

entre otros, y con variantes, a GOLDSCHMIDT -considera a la acción como

“… un derecho público subjetivo dirigido contra el Estado para obtener la

tutela jurídica del mismo mediante una sentencia favorable”-, CHIOVENDA

-quien, encuadrando la acción entre los derechos potestativos, la definía

como “el poder jurídico de dar vida (porre in essere) a la condición para la

actuación de la voluntad de la Ley”- CALAMANDREI -para el cual no existía

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contradicción entre los términos de poder y derecho, rectamente

entendidos, porque el segundo es una manifestación del primero- y STEIN.

Son muchas las observaciones críticas que se han dirigido a la tesis

concreta sobre la acción:

1) Introduce una dualidad de derechos innecesarias (un

derecho subjetivo material y un derecho subjetivo público a una

sentencia de contenido concreto;

2) Incoercibilidad de ese derecho a la sentencia favorable;

3) Los actos procesales efectuados por las partes difícilmente

pueden considerarse consecuencia del ejercicio del derecho de

acción porque tal derecho no existe hasta que se dicte la sentencia

4) Inaplicación de la tesis al proceso penal y a determinados

procesos civiles, administrativos y laborales.

I. 2.2.- La teoría abstracta de la acción.

La teoría de la acción como derecho abstracto -formulada

inicialmente por DEGENKOLD y PLÖSZ- se caracteriza por abstraer el

derecho de acción de la razón o no que pueda asistir a la persona que lo

ejercita. La acción se entiende como derecho de acceso a la justicia o a la

actividad jurisdiccional, sin hacer depender su existencia del resultado. Los

autores, anteriormente citados, coinciden en afirmar que el concepto de

acción formulado, conforme a la tesis concreta, era muy impreciso, pues

dejaba sin explicar los supuestos de desestimación, concluyendo que la

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acción es un derecho público a una decisión jurisdiccional, pero sin

relación con el contenido.

De otro lado, DEGENKOLB es el primer procesalista que definió al

derecho de acción como subjetivo y a la vez público, lamentablemente

abandonó posteriormente esta tesis debido a las profundas críticas de

PLOSZ. Muestra DEGENKOLB la manera en que la acción civil con relación

al derecho puede carecer de fundamento, cuando el demandante

promueve una demanda ante el tribunal, puede no tener razón nadie va a

discutirle su derecho de dirigirse al tribunal pidiéndole una sentencia

favorable, lo que el demandado podrá negar es su derecho a obtener una

sentencia favorable, en consecuencia la acción es un derecho que

pertenece a todos aun sin tener la razón. Muchos años después varío su

criterio exigiendo que el demandante se creyera asistido sinceramente por

el derecho, su pensamiento perdió claridad a partir de ello.

El rechazo inicial a la teoría abstracta de la acción dio paso a una

aceptación casi generalizada, fundamentalmente en Italia con ROCCO

-quien considera a la acción como un derecho subjetivo público frente al

Estado, en orden a la actividad jurisdiccional de éste, para eliminar la

incertidumbre del derecho-, CARNELUTTI -la distinción entre el derecho

subjetivo material y la acción ha costado siglos (afirma), pero al final de se

ha logrado: el derecho subjetivo material tiene por contenido el

prevalecimiento del interés en litigio y por sujeto pasivo a la otra parte, el

derecho subjetivo procesal tiene por contenido el prevalecimiento del

interés en la composición del litigio y por sujeto pasivo al Juez- o

ZANZUCCHI -considera a la acción, no propiamente como un derecho

subjetivo, sino una potestad consistente en el poder de poner los

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presupuestos necesarios para el ejercicio, en el caso concreto, de la

función jurisdiccional, que corresponde al ciudadano en cuanto tal y al

Estado mismo en la persona de uno de sus órganos, el Ministerio público-.

Con anterioridad a la obra de CARNELUTTI la dificultad estaba en

distinguir en derecho que se hace valer en juicio (derecho subjetivo

material) del derecho mediante el cual se hace valer aquél (derecho

subjetivo procesal).

Anota CARNELUTTII: "Tan lejos están de confundirse el derecho

subjetivo procesal y el derecho subjetivo material, que el uno puede existir

sin el otro; yo tengo derecho a obtener del Juez una sentencia acerca de mi

pretensión, aunque esta sea declarada infundada. La distinción entre los

dos derechos atañe tanto a su contenido como al sujeto pasivo de ellos: el

derecho subjetivo material tiene por contenido la prevalencia del interés

sobre la litis, y por sujeto pasivo a la otra parte; el derecho subjetivo

procesal tiene por contenido la prevalencia del interés en la composición

de la litis, y por sujeto pasivo al juez, o en general al miembro del oficio a

quién corresponde proveer sobre la demanda propuesta por una parte".

Es, a partir de CARNELUTTI, que queda absolutamente esclarecido el

carácter autónomo del derecho de acción, de otro lado acaba con la

disputa que había alrededor del carácter concreto o abstracto del derecho

de acción afirmándose además el carácter público. De ahora en adelante,

los rasgos subjetivo, autónomo y abstracto serán en punto de partida de

los análisis contemporáneos sobre el derecho de acción. Otro de sus

aportes es el desarrollo del interés de la acción denominado interés para

obrar.

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Una de las críticas que se le formula es haber colocado al Juez como

sujeto pasivo del derecho de acción, restándole importancia al Estado,

critica que, por cierto algunos procesalistas, no consideran trascendente.

En Iberoamérica, también encontramos defensores de la teoría

abstracta de la acción, pudiendo reseñarse, entre otros, a COUTURE, si

bien su pensamiento estuvo influenciado por CARNELUTTI, tienen un

desarrollo original que las hace trascendentes en la escena

contemporánea.

Para COUTURE, "el derecho de acción en una subespecie del derecho

de petición, al que considera como un derecho genérico, universal,

presente en todas las constituciones de los pueblos civilizados, a través del

cual se regula la relación del individuo contra el Estado y le concede al

primer el derecho de exigir al segundo el cumplimiento de los derechos

básicos que configuran la vida en sociedad". Define al derecho de acción

como: "(...) el poder jurídico que tiene todo sujeto de derecho, de acudir a

los órganos jurisdiccionales para reclamarles la satisfacción de una

pretensión".

Una de la críticas que se le hace es que aligera tanto el derecho de

acción al punto de colocarlo próximo a su disolución.

Su mérito radica en reafirmas las tesis carneluttianas sobre el

carácter abstracto y la diferencia entre la acción y la pretensión, es a partir

de él que empieza a tonarse la relación intrínseca entre los derechos

procesales básicos y los derechos constitucionales esenciales a un sujeto

de derechos.

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También, en la doctrina iberoamericana puede reseñarse a ALSINA

-quién realiza una pequeña variación de la tesis de CARNELUTTI-

afirmando que el Estado es el sujeto pasivo del derecho de acción y

participa de la idea de CHIOVENDA al entender como concreto al derecho

de acción, es decir, que un derecho presente solo en quienes tienen un

derecho material y van a recibir una sentencia favorable.

Las referencias que se pueden realizar con relación al derecho de

acción en la doctrina peruana, deben tener en consideración que la

vigencia prolongada del Código de Procedimientos Civiles de 1912 -81

años- con una concepción precientífica y sobre todo la enseñanza

exegética, ha despojado al derecho nacional de una propuesta crítica y

comprometida con una sociedad, han determinado que los estudios

peruanos de naturaleza científica sean escasos por no decir casi

inexistentes. A pocos años de que entrara en vigencia el Código de

Procedimientos Penales JULIAN GUILLERMO ROMERO escribió en seis

tomos los comentarios al Código citado, pudiéndose advertir que su

concepción de acción corresponde a lo esbozado por Celso y publicitado

por Justiniano en las Institutas, es decir, fiel a la concepción romana

consideraba el derecho de acción como concreto.

A comienzos de la década de los cincuenta ALZAMORA VALDEZ

desarrollo trato de verificar un estudio del derecho procesal, su obra que

es caracterizada por ser fundacional más no por realizar ningún aporte,

desarrollo en su obra el tránsito desde la concepción tradicional hasta el

auge de la evolución científica, aparentemente acoge la tesis carneluttiana

del derecho de a acción; sin embargo termina, sin advertirlo, manteniendo

la tesis clásica y tradicional al realizar la clasificación de las acciones de

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acuerdo a la naturaleza en materiales, de otro lado al referirse al concurso

y acumulación de acciones pues se trata de un concurso de pretensiones.

Para VÈSCOVI "La acción es un "derecho" o "poder" jurídico que se

ejerce frente al estado -en sus órganos jurisdiccionales- para reclamar la

actividad jurisdiccional.".

Para MONRROY GÁLVEZ "Es aquel de derecho constitucional,

inherente a todo sujeto –en cuanto es expresión esencial de este- que lo

faculta a exigir al Estado tutela jurisdiccional para un caso concreto".

Entiende CARRIÓN LUGO que: "Por el derecho de acción todo sujeto,

en ejercicio de su derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, y en forma

directa o a través de un representante legal o apoderado, puede recurrir al

órgano jurisdiccional pidiendo la solución de un conflicto de intereses o

solicitando la dilucidación de una incertidumbre jurídica. Por ser titular del

derecho a la tutela jurisdiccional efectiva el emplazado en un proceso civil

tiene derecho de contradicción (art. 2 CPC)".

En un intento de síntesis, entre la teoría abstracta y la concreta,

LIEBMAN entiende que la acción es una relación subjetiva de poder que

pone la condición para que el órgano del Estado se ponga en movimiento,

y también MICHELI o ALLORIO -para quien es un “poder concreto sobre

una sentencia favorable”. Dentro de las diversas posturas de síntesis

PRIETO-CASTRO Y FERRANDIZ define a la acción como la “facultad de

promover la incoación de un proceso encaminado a la tutela del orden

jurídico, con referencia a un caso concreto, mediante la invocación de un

derecho a un interés jurídicamente protegido, respecto de otra persona”.

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Queda evidenciado, lo que al principio afirmábamos, acerca de la

ingente lista de teorías sobre la acción, que puede resultar interminable,

por ello, concluiremos este estudio histórico aludiendo a otros tres grupos

de teorías, que, por su relevancia doctrinal, no podemos dejar de citar.

I. 2.3.- Otras concepciones doctrinales sobre la acción.

En primer lugar nos referiremos aquellas que destacan a la acción

como un derecho extraprocesal (ROSSENBERG y GUASP DELGADO). Se

debe a GUASP DELGADO la teoría de la pretensión procesal, figura que

arranca del campo del Derecho civil el cual -afirma- ha deformado su

esencial. La teoría tiene su punto de partida en una concepción sociológica

del proceso; “lo que el actor y el demandado quieren fundamentalmente

fijar no es si su derecho a obtener la tutela jurídica existe o no, sino

efectivamente la obtención pura y simple de la misma”. Cabe hablar de

esta queja interindividual como de una pretensión, en sentido sociológico,

lo que en el Derecho corresponde a la figura de la pretensión jurídica que,

para el derecho, se satisface una vez examinada y actuada, de modo que

“… el demandante cuya demanda es rechazada está jurídicamente tan

satisfecho como aquel cuya demanda es acogida….”. La acción, en cambio,

no pertenece al Derecho procesal pues “… el poder de provocar la

actividad de los Tribunales es un puro poder político o administrativo, si se

quiere”. Formula su idea fundamental del siguiente modo: “… concebido

por el Estado el poder de acudir a los Tribunales para formular

pretensiones (derecho de acción), el particular puede reclamar cualquier

bien de la vida frente a otro sujeto distinto del órgano estatal (pretensión

procesal), incoando para ello el correspondiente proceso (demanda), ya

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sea al mismo tiempo, ya sea después de esta iniciación”. La pretensión es,

pues, el verdadero objeto del proceso.

El segundo grupo de tesis, anteriormente referidas, lo constituye la

denominada tesis monista, defendida por SATTA. Descarta que pueda

utilizarse el concepto de acción como “derecho” autónomo, pues ello

presupone inevitablemente el dualismo entre acción y derecho material.

Ahora bien, el derecho subjetivo, material, es incierto; no se conocerá

hasta la decisión judicial. Por ello puede decirse que el derecho subjetivo

no existe con anterioridad a la sentencia; sólo existen intereses

reconocidos y garantizados por la Ley. El derecho ha de ser concreto,

“existe como tal sólo en cuanto exista ese orden en lo concreto” y ni

siquiera admite que la norma abstracta sea “derecho”, pues el

ordenamiento sólo se forma a través del juicio. La acción es, pues,

postulación del juicio y, por consiguiente, postulación de derecho.

Y, por último, debemos referirnos al enorme esfuerzo coordinador

realizado por SERRA DOMÍNGUEZ, para quien es posible la compatibilidad

entre las varias teorías y una síntesis de todas ellas. En realidad casi todas

las teorías son exactas, variando tan sólo según contemplen una u otra

institución, pues bajo una misma denominación se ha comprendido

instituciones completamente distintas que es preciso deslindar para una

perfecta comprensión de la materia y que sustancialmente pueden

reducirse a tres:

a) La posibilidad concedida por las leyes a los ciudadanos a acudir a

los Tribunales efectuando determinadas peticiones (el llamado derecho

abstracto de acción).

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b) La probabilidad legítima de obtener una sentencia favorable de

los Tribunales de Justicia (el llamado derecho concreto de acción).

c) La acción como pretensión o como acto por el que se solicita una

resolución jurisdiccional.

Añade el autor citado que son también relevantes características la

continuidad de la acción, no reducida, por tanto, a un acto de mera

iniciativa, sino que perdura a lo largo de todo el proceso; así como, en

punto a las relaciones entre Derecho material y Derecho procesal, que

éstas no cristalizan en el momento de la acción, sino en el de la

jurisdicción.

I.3.- Concepto.

Siguiendo básicamente las opiniones favorables a la teoría

constitucional, debe partirse del presupuesto de que cualquier concepto

de acción debe ser relativo, pues está condicionado por coordenadas

histórico-temporales y, como ya se expuso, está íntimamente ligado al de

jurisdicción, siendo realmente un derecho a la jurisdicción. Como éste

último concepto, la existencia de la acción debe determinarse a partir de

un momento determinado: desde la prohibición de la autotutela

(entendida como satisfacción por el propio particular de los intereses que

le reconoce el Derecho), consiguientemente el Estado adquiere el deber

de impartir justicia que se convierte en monopolio: de este modo el

Estado, a través de los órganos jurisdiccionales ejercita la función

jurisdiccional en la forma jurídicamente regulada. A partir de tal premisa

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pueden trazarse una serie de notas que caracterizan el concepto

fundamental que estamos analizando.

En primer lugar, se trata de un derecho subjetivo público, entendido

como poder que corresponde a toda persona o grupo de personas de

obligar al órgano jurisdiccional a un pronunciamiento sobre determinada

petición. Los ciudadanos tienen, por tanto, un Derecho a la administración

de justicia caracterizado por encuadrarse, en la clásica distinción de los

derechos subjetivos de JELLINECK, en el status positivo o civitatis, según el

cual una vez reconocida capacidad jurídica al ciudadano se le conceden

pretensiones jurídicas positivas que tienen como contrapartida

prestaciones del Estado en favor del individuo, es decir, en este caso,

mediante el ejercicio de la acción necesariamente ha de surgir la

obligación del Estado, a través de sus órganos jurisdiccionales y de las

normas procesales legalmente establecidas, de admitir o desestimar la

petición que se le dirija por medio de una resolución motivada, todo ello

sin que haya que evidenciar la existencia de un interés o derecho, pues la

legitimación es un requisito que afecta a la eficacia de la pretensión y no al

derecho de acción.

Además, es un derecho de naturaleza constitucional, como

consecuencia directa de la prohibición de autodefenderse, salvo en las

excepciones admitidas en las leyes. Por ello, para satisfacer los intereses

socialmente reconocidos que le han sido desconocidos, negados o

violados el ciudadano o grupo de ciudadanos debe poder defender su

posición constitucional con la posibilidad de acceder a la tutela del Estado.

En este sentido el monopolio en el ejercicio de la función jurisdiccional,

como uno de los principios organizadores básicos del Estado, por tanto,

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con dimensión constitucional, se ve compensado con el propio

reconocimiento constitucional del Derecho a la jurisdicción, y así se

reconoce en la parte dogmática de los textos constitucionales

contemporáneos. En España, este reconocimiento se opera a través del

art. 24 C.E. que eleva a la acción a rango de derecho fundamental,

instaurándose además, como mecanismo garantizador de ésta, una vía

reforzada para su protección como es el recurso de amparo ante el

Tribunal constitucional.

En cuanto al objeto de este derecho fundamental, lo constituye el

ejercicio de la actividad jurisdiccional, es decir, de la actuación

jurisdiccional del Estado, protegiendo el interés general mediante la

satisfacción de los intereses socialmente reconocidos. Como se acaba de

explicar, la acción es un derecho dirigido al Estado, que hace surgir la

obligación para el órgano jurisdiccional de poner en marcha su actividad y

de dar lugar a una resolución jurídicamente fundada.

En definitiva, hoy la doctrina mayoritaria parte de una posición

abstracta acerca de la acción, en cuanto derecho a la administración de la

Justicia por el Estado, derecho subjetivo de naturaleza pública que se

encuentra constitucionalizado en el ordenamiento jurídico y que supone la

excitación por la parte -sin más requisitos que el general de capacidad-,

para que la actividad jurisdiccional del Estado se desarrolle en la forma

jurídicamente regulada, es decir, a través del proceso.

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19

III.- LA PRETENSIÓN PROCESAL.

III. 1.- Relevancia técnico-jurídica del objeto del proceso.

El planteamiento del objeto del proceso civil deberá realizarse

acudiendo básicamente a los planteamientos doctrinales y al

posicionamiento jurisprudencial.

En orden a los planteamientos doctrinales aludidos sobre el objeto

del proceso civil resulta imprescindible hacer mención destacada a la

posición defendida por GUASP DELGADO. Efectivamente, se debe al citado

autor la formulación más relevante, en España, en torno al objeto del

proceso civil o la pretensión procesal, figura que arranca del campo del

Derecho civil, el cual –afirma GUAP DELGADO- ha deformado su esencia.

La teoría del citado autor tiene su punto de partida en una concepción

sociológica del proceso, afirmando que “ … lo que el actor y el demandado

quieren fundamentalmente fijar no es si su derecho a obtener la tutela

jurídica existe o no, sino efectivamente la obtención pura y simple de la

misma.”. Cabe hablar de esta queja interindividual como de una

pretensión, en sentido sociológico, lo que en el Derecho Procesal

corresponde a la figura de la pretensión jurídica que, para el derecho, se

satisface una vez examinada y actuada, de modo que “… el demandante

cuya demanda es rechazada está jurídicamente tan satisfecho como aquel

cuya demanda es acogida.”. La acción, en cambio, no pertenece al

Derecho Procesal pues “el poder de provocar la actividad de los Tribunales

... es un puro poder político o administrativo, si se quiere”. Formula su idea

fundamental de la pretensión procesal del siguiente modo: “concebido

por el Estado el poder de acudir a los Tribunales para formular

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pretensiones (derecho de acción), el particular puede reclamar cualquier

bien de la vida frente a otro sujeto distinto del órgano estatal (pretensión

procesal), incoando para ello el correspondiente proceso (demanda), ya

sea al mismo tiempo, ya sea después de esta iniciación”. La pretensión es,

pues, el verdadero objeto del proceso.

La identificación de la pretensión procesal como objeto del proceso

es sostenida, entre otros por GIMENO SENDRA, quien afirma que la

pretensión se configura como “… la declaración de voluntad, debidamente

fundamentada, del actor que formaliza generalmente en el escrito de

demanda y deduce ante el Juez, dirigida contra el demandado en cuya

virtud se solicita del órgano jurisdiccional una sentencia que, en relación

con un derecho, bien o situación jurídica, declare o niegue su existencia,

cree, modifique o extinga una determinada situación o relación jurídica, o

condene al demandado al cumplimiento de una determinada prestación.”;

por su parte, MONTERO AROCA sostiene que: “En sentido estricto el

objeto del proceso es aquello sobre lo que versa éste de modo que lo

individualiza y lo distingue de todos los demás posibles procesos, es

siempre una pretensión, entendida como petición fundada que se dirige a

un órgano jurisdiccional, frente a otra persona, sobre un bien de la vida.”.

Los elementos, pues, que configurarían el objeto del proceso, para

MONTERO ROCA, serían:

a) se trataría de una declaración;

b) que contiene una petición fundada;

c) no se trataría de un trámite, ni un acto procesal –lo que diferencia

dicha posición doctrinal de la sostenía por GUASP DELGADO, para quien la

noción de pretensión la refería a un acto procesal-, ni un derecho,

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d) que se dirige a un órgano jurisdiccional y

e) interpuesta frente a otra persona.

Como respuesta a la petición del demandante aparece la resistencia

u oposición del demandando, dirigida al órgano jurisdiccional, frente al de-

mandante, solicitando no ser condenado. Dicha resistencia –que no tiene

necesariamente que estar fundada- no sirve para delimitar el objeto del

proceso, aun cuando puede contribuir a ampliar los términos del debate y

la congruencia de la sentencia.

La relación entre acción y pretensión procesal queda perfilada de

forma diferente en función del concepto de acción que se adopte. Así si se

adopta la concepción concreta de acción se afirma que el objeto del litigio

se determina, principalmente, con la acción ejercitada en el proceso (RIFÁ

SOLER), no faltando objeto al proceso aunque el tribunal declare que, en

el caso concreto, tal derecho no existe o no corresponde al actor (ORTELLS

RAMOS); mientras que si se opta por el concepto abstracto de acción, el

objeto del proceso no lo constituye la acción –que es el libre acceso a la

jurisdicción a fin de obtener una resolución fundada, motivada y

congruente, erigiéndose en el motor del proceso- sino la pretensión

procesal (GIMENO SENDRA), diferenciándose, pues, entre acción y

pretensión procesal u objeto del proceso civil; por último, si se opta por

una concepción iurisprivatista, el proceso tendrá y habrá tenido su objeto

aunque el tribunal no lo reconozco al actor a exigir algo del contrario,

derecho que aquél afirmó ejercitar (ORTELLS RAMOS).

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La relevancia técnico-jurídica del concepto del objeto del proceso se

evidencia por su utilidad para:

1) determinar el ámbito cognoscitivo de la decisión judicial,

2) la prohibición de la transformación de la demanda,

3) el procedimiento adecuado,

4) la viabilidad de la acumulación de pretensiones,

5) los límites de la reconvención,

6) la congruencia de la sentencia,

7) la excepción de litispendencia y

8) el alcance de la cosa juzgada.

Efectivamente, tal y como ha señalado el legislador, la L.E.Cv. se

inspira en el principio de justicia rogada o principio dispositivo, del que se

extraen todas sus razonables consecuencias, entre otras, que corresponde

a los sujetos jurídicos la configuración del objeto del proceso,

contribuyendo éste a fijar los límites del conocimiento judicial.

La prohibición de la transformación de la demanda, prevista en los

arts. 412 y 426 L.E.Cv., disponiéndose en el primer precepto citado que

establecido lo que sea objeto del proceso en la demanda, en la

contestación y, en su caso, la reconvención, las partes no podrán alterarlo

posteriormente, por lo que, la fijación de la alteración o no del objeto se

podrá afirmar previamente delimitado éste conforme al contenido de la

demanda; por su parte, el segundo de los preceptos citados, permite a los

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litigantes, en la audiencia, la introducción de alegaciones

complementarias en relación con lo expuesto de contrario, siempre que

no se altere sustancialmente sus pretensiones, ni los fundamentos de

éstas expuestos en sus escritos, por lo que, nuevamente, las alegaciones

complementarias que podrán introducir las partes en la audiencia

requiere de un contraste de ésta con el objeto del proceso.

La pluralidad de procedimientos –plenario, abreviado y sumarios-

(recogido en el C.P.Cv. peruano)-, requiere imprescindiblemente conocer

la naturaleza de la pretensión a fin de tramitarse ésta de acuerdo con el

procedimiento adecuado al objeto de que pueda ser resuelta

judicialmente.

La viabilidad de la acumulación de pretensiones queda

condicionada a la existencia o no de dos objetos diferentes y a la

conexión entre ambos, por lo que resulta indispensable fijar el objeto del

primer para resolver sobre la admisibilidad o no de la acumulación, lo

mismo ocurre respecto de la fijación de la homogeneidad o

heterogeneidad a los efectos de examinar su conexión en el

procedimiento de la acumulación de procesos.

La admisibilidad de la reconvención queda condicionada a la

existencia de conexión entre la pretensión de la demanda principal y la

pretensión de la demanda reconvencional, por lo que, nuevamente, la

fijación del objeto de la demanda principal permitirá decidir la posibilidad

de la admisión o no de la demanda reconvencional.

La admisión de la excepción de litispendencia a fin de impedir el

inicio de un segundo proceso sobre un objeto ya planteado en un proceso

anterior requiere que, precisamente, la posibilidad de contrastar ambos

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objetos, por lo que se requiere la fijación de uno y otro a fin de evitar

dicho segundo proceso.

La fijación de la congruencia de la sentencia requiere el necesario

contraste entre la resolución judicial y el objeto del proceso.

Por todo lo expuesto, queda evidenciado que el tema del objeto del

proceso civil no solo tiene relevancia doctrinal, sino también una evidente

relevancia técnica jurídica.

III. 2.- Elementos delimitadores del objeto; el “petitum”; la causa de pedir.

Distingue la doctrina entre los elementos subjetivos –referidos a las

partes procesales- y objetivos del objeto del proceso –relativos a la

petición y a su causa de pedir o fundamentación- (TAPIA FERNÁNDEZ).

Por su parte, GIMENO SENDRA, al referirse a los requisitos que

condicionan la validez de la pretensión, diferencia entre requisitos

formales y materiales.

En cuanto a los requisitos formales (los presupuestos procesales),

que condicionan la admisibilidad de la pretensión, diferencia entre:

a) requisitos comunes, relativos al del órgano jurisdiccional –la

jurisdicción y la competencia-, a las partes –la capacidad, la

representación y la postulación procesal y el derecho de conducción de la

actividad- y a la actividad –el procedimiento adecuado, la litispendencia y

la cosa juzgada, y

b) relativos a los medios de impugnación, que condicionan la

admisibilidad de la pretensión impugnativa, diferenciando entre requisitos

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procesales comunes: el gravamen y la conducción procesal y especiales:

prestación de caución o prestación de depósito para interposición del

recurso, o cumplimiento de una determinada summa gravaminis.

Por lo que se refiere a los requisitos de fondo o requisitos

materiales, que no forman parte de la pretensión, aun cuando condiciona

su examen, diferencia entre requisitos subjetivos –legitimación activa y

pasiva de las partes procesales- y objetivos –relativos a la petición y la

fundación fáctica y jurídica de la pretensión.

Por lo que se refiere a los requisitos subjetivos o requisitos formales

comunes relativos a las partes debe recordarse que, conforme al principio

de justicia rogada o principio dispositivo, que inspira el C.P.Cv.,

corresponde a los sujetos procesales la configuración del objeto del

proceso, determinando, con suficiente precisión, qué tutela jurisdiccional

pretende, debiendo alegar y probar los hechos que fundamentan dicha

petición, aduciendo los fundamentos jurídicos correspondientes a la

pretensión de aquélla tutela.

Seguidamente, teniendo en cuenta las aportaciones doctrinales más

relevantes (GUASP DELGADO, ORTELLS RAMOS, TAPIA FERNÁNDEZ,

ARMENTA DEU) se pasa a exponer los elementos objetivos del objeto del

proceso o requisitos materiales a los que expresamente se hace referencia

en diferentes preceptos de la L.E.Cv., tales como: 222 –la cosa juzgada

excluye un ulterior proceso cuyo objeto sea idéntico al del proceso en que

aquélla se haya producido, alcanzado tal efecto a las pretensiones de la

demanda y de la reconvención, así como a los puntos a que se refieren el

art. 408.1 y 2), arts. 399 y 400 (se expondrán numerados y separados los

hechos y los fundamentos de derechos, fijándose con claridad y precisión

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lo que se pida, relatándose los hechos de forma ordenada y clara con

objeto de facilitar su admisión o negación por el demandado al contestar,

debiéndose aducirse en la demanda conjuntamente los diferentes hechos

o distintos fundamentos o títulos cuando lo que se pida pueda tener

diversidad de fundación fáctica y/o jurídica, siempre que resulten

conocidos o puedan invocarse al tiempo de interponer la demanda, sin

que sea admisible reserva su alegación para u proceso ulterior), art. 406

(la reconvención habrá de expresar con claridad la concreta tutela judicial

que se pretende obtener respecto del actor y, en su caso, de otros

sujetos)-.

En cuanto a la petición o “petitum”, recogida en el “suplico” de la

demanda, integrante del contenido sustancial de la pretensión y delimita-

dora de los límites cualitativos y cuantitativos del deber de congruencia

del tribunal, se configura como la declaración de voluntad dirigida al

órgano jurisdiccional, constituida por una petición inmediata –atendida a

la actuación jurisdiccional que ha de llevar a cabo el tribunal en atención a

la clase de tutela jurisdiccional instada por los sujetos procesales- y una

petición mediata consistente, o bien en una petición de hacer, dar –cosa

específica o genérica- o entregar cantidad de dinero –en el supuesto de

ejercicio de una pretensión procesal de condena-, o bien en la declaración

existencia, inexistencia de una relación o situación jurídica o de un

negocio jurídico –en la hipótesis de planteamiento de una pretensión

meramente declarativa-, o bien, en la creación, modificación o extinción

de una elación o situación jurídica –en el supuesto de presentación de una

pretensión constitutiva-.

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Resultando el petitum –tanto mediato, como inmediato-

insuficiente para la determinación del objeto del proceso, dado que un

mismo bien puede pedirse con base en causas de pedir muy diversas

(MONTERO AROCA), resulta procedente abordar seguidamente la cuestión

relativa a la fundamentación –fáctica y jurídica- de la pretensión procesal.

Con relación a la distinción entre los “hechos” –o fundamentación

fáctica- y los fundamentos de derecho, que apoyan la petición o petitum

de la demanda, surge la necesidad de calificar si ambos o sólo uno de ellos

constituyen, junto a la petición, elementos determinantes de la pre-

tensión u objeto procesal. Para dar respuesta a dicho interrogante surge,

en Alemania, dos teorías –de la individualización y de la substanciación de

la demanda-. Para la teoría de la individualización lo determinante en la

formación del objeto procesal es la individualización que ha de efectuar el

demandante de los hechos en los correspondientes preceptos materiales,

mientras que para la teoría de la substanciación lo decisivo en la

determinación del objeto son los hechos que sirven de fundamento a la

pretensión (GIMENO SENDRA).

Entendemos que los hechos, que fundamenten la demanda,

deberán tener relevancia jurídica, es decir, deberán constituir el supuesto

de hecho de una norma jurídica cuyas consecuencias jurídicas se

pretenden por los sujetos procesales, por lo que respecto de dicha

fundamentación o calificación jurídica, en orden a la construcción del

objeto del proceso, puede afirmarse que:

En materia jurídica rige el principio iura novi curia. Conforme a

dicho principio puede afirmarse que la alegación de una norma jurídica no

vincula al tribunal, pudiendo éste aplicar la norma que estime procedente,

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aunque no hayan sido acertadamente alegados o citadas por los litigantes,

por lo que el cambio de calificación jurídica de los hechos alegados por los

sujetos procesales no motiva una situación de incongruencia, pudiendo

realizar pronunciamiento jurídicos previstos en una norma jurídica aunque

no haya sido peticionada por las partes. Sin embargo, el Tribunal no podrá

conceder por acción distinta a la ejercitada por las partes, ni por derecho

diferente al alegado por éstas. El principio de justicia rogada, inspiración

fundamental del proceso civil –excepto en los casos en que predomina un

interés público que exige satisfacción- no constituye, en absoluto, un

obstáculo para que el tribunal aplique el Derecho que conoce dentro de

los límites marcados por la faceta jurídica de la causa de pedir. El tribunal

no tendrá que tomar en consideración la calificación jurídica, realizada por

las partes, sino es esencial para la decisión.

Sostiene TAPIA FERNÁNDEZ que la causa de pedir está integrado por

dos elementos, a saber: el fáctico y el jurídico, mientras que el primero

vincula, en todo caso, al Juez, el segundo (jurídico), formado por dos

subelementos: el punto de vista jurídico (o calificación jurídica, o el

razonamiento jurídico, o la fundamentación jurídica) y el elemento

puramente normativo de este punto de vista jurídico (la concreta norma

aplicable a ese objeto procesal delimitación por las partes y sometidos al

juez), siendo este segundo subelemento de apreciación por el Juez,

aunque las partes no hubiesen alegado esas normas, en el sentido de que

“… el Juez –sin apartarse de esa fundamentación jurídica alegada por la

parte- puede introducir normas aplicables silenciadas por las partes y que

refuercen esa fundamentación de Derecho ofrecida”.

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La posición cambiante de la doctrina legal ha sido puesto de

manifiesto por TAPIA FERNÁNDEZ, que no da una idea clara y concluyente

sobre lo que constituye la causa de pedir, puesto que mientras en

ocasiones proclama que la causa de pedir está constituida únicamente por

los hechos alegados, el acaecimiento histórico, la relación de hechos que,

al propio tiempo que la delimitan, sirve de fundamento a la pretensión

que se actúa, por entender que los brocardo da mihi factum et dato tibi

ius e iura novit curia atribuyen a los tribunales la libertad de aplicar el

derecho que se corresponda con los hechos alegados; de lo que se deriva

que el elemento jurídico no identifica la causa de pedir, ya que tal

elemento jurídico puede ser variado sin dificultad sin que cambie este

elemento identificador de la acción; en otras ocasiones, el T.S. ha venido

considerando que la potestad de los Jueces y Tribunales para aplicar la

norma adecuada tiene como límite infranqueable el respeto a la causa de

pedir, es decir, al hecho debatido y a la norma que éste naturalmente

postule o requiera, aduciendo para considerar el elemento identificador

de la causa de pedir también al elemento normativo es que “… sería una

extralimitación que impediría el normal uso de la defensa jurídica

causando indefensión … al no poderse contrarrestar con aportaciones de

hecho distintas o con fundamentos jurídicos exceiconantes.” (S. –Sala 1ª-

de 15 de octubre de 1984).

III. 3.- Modalidades de tutela jurisdiccional.

La ruptura entre el derecho subjetivo y la acción ha llevado a la

doctrina procesalista a distinguir, acertadamente, entre acción y

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pretensión. Sin duda, el mérito en la elaboración del concepto de

pretensión ha de imputarse a GUASP DELGADO.

Las modalidades de tutela jurisdiccional, que pueden instarse ante

los tribunales, podrían clasificarse en:

La tutela jurisdiccional declarativa, o más estrictamente, el

ejercicio de la misma da origen a un proceso encaminado a

obtener la mera declaración de existencia o inexistencia de una

relación jurídica (meramente declarativas) o a obtener una

prestación procedente de la contraparte (de condena) o a

modificar una situación jurídica existente (constitutivas).

La tutela jurisdiccional ejecutiva abre un proceso dirigido a

obtener la efectividad de un derecho previamente reconocido o

declarado, contemplado en un título de ejecución, en situaciones

de incumplimiento voluntario del condenado previamente en

sentencia.

La tutela jurisdiccional cautelar tiene como objetivo el

aseguramiento de una ejecución futura, dando lugar a la

apertura del proceso cautelar, cuya naturaleza jurídica es,

doctrinalmente, discutible.

Distingue GÓMEZ DE LIAÑO GONZÁLEZ, en atención a los sujetos y

al ámbito de aplicación, entre acción personal, acción pública, acción

popular y acción colectiva.

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La acción personal o individual es la que corresponde a toda

persona física o jurídica capaz para la defensa de sus propios y particulares

intereses.

La acción pública se concede a toda persona que demuestre un

interés para su propia defensa en el terreno del Derecho público, en el de

los intereses comunes, es decir, aquéllos en los que la satisfacción de un

interés común, constituye la forma de satisfacer los de todos.

La acción popular faculta al ciudadano para impugnar un acto lesivo

para el interés general, no siendo preciso invocar la lesión de un derecho,

ni un interés legitimado, aunque pueda existir.

La acción colectiva es la que correspondería a “grupos” y colectivos

sin personalidad jurídica necesaria para la defensa de sus intereses.

Probablemente, a nivel iberoamericano, se acoge más acertadamente el

tratamiento de la legitimación en la tutela procesal de derechos e

intereses colectivos, inclinándose por establecer un esquema amplio de

legitimación activa, con caracteres concurrente, disyuntiva y exclusiva y

con exigencia de “representación adecuada” (GIDI). Dicha tendencia se

aprecia claramente en el Código Modelo para Iberoamérica (art. 3°) –

MENESES PACHECO-.

III.4.- Acción y pretensión.

Para finalizar el examen del concepto de acción como fundamental

de nuestra disciplina, es necesario distinguirlo de la pretensión, otro

concepto importante para el Derecho Procesal. Si se parte del derecho de

acción como derecho abstracto, la pretensión podrá concebirse como acto

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concreto, en cambio si partimos de una consideración concreta de la

acción queda difuminado el concepto de pretensión, así como el de

legitimación.

La elaboración doctrinal en torno a la pretensión arranca del

Derecho civil, concretamente de WINSCHEID, para el cual la pretensión

constituye el aspecto activo de una relación jurídica obligacional:

sustituyendo el término romano de actio por el de Anspruch concibe

concretamente a esta última como el derecho de exigir de otro,

concepción que después se consagraría en el art. 194 BGB.. Pero, este

pandectísta alemán, aún poniendo de relieve el elemento de protección

del derecho sitúa la pretensión en el ámbito del Derecho civil.

Entre la doctrina procesalista española fue GUASP DELGADO el que

se dedicó a la construcción de un concepto de pretensión procesal.

Considera que deben ser abandonadas las teorías sobre la acción, pues

ésta se encuentra fuera del ámbito del Derecho procesal, sino en el

Derecho político o en el civil, y debe ser sustituida por el concepto

concreto de pretensión procesal, frente al abstracto de acción. Así, en su

famosa obra La pretensión procesal, GUASP DELGADO, tras haber

analizado la institución del proceso, afirma que “… todo proceso supone

una pretensión, toda pretensión origina un proceso, ningún proceso

puede ser mayor, menor o distinto que la correspondiente pretensión”.

Afirma que los conceptos de acción y demanda han tenido “secuestrado”

el concepto de pretensión que debe ser depurado, delimitando el campo

de actuación de cada uno de ellos. El derecho de acción es previo al

proceso, por tanto no puede constituir su objeto; tampoco la demanda

puede serlo porque es un mero detalle del proceso, una particularidad: es

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el acto de iniciación del proceso. En realidad, todas las vicisitudes

procesales giran en torno al elemento de la pretensión, entendida como

“la reclamación que una parte dirige frente a otra y frente al juez”, lo cual

constituye el elemento objetivo del proceso. Por tanto, el objeto del

proceso no es un derecho sino un acto procesal: el acto de reclamación

que el actor formula contra el demandado. Este acto sería la concreción

del derecho extra o preprocesal de acción, operada mediante el ejercicio

de ésta última. El objeto del proceso o pretensión procesal es, en

definitiva, según este autor, una declaración de voluntad en la que se

solicita una actuación del órgano jurisdiccional frente a persona

determinada y distinta del autor de la declaración. Tal declaración consiste

en una petición, en la que la voluntad exteriorizada agota su sentido en la

solicitud dirigida a algún otro elemento externo para la realización de un

cierto contenido, es decir, una petición de un sujeto activo ante un órgano

jurisdiccional frente a un sujeto pasivo sobre un bien de la vida.

El desarrollo de la diferenciación entre los conceptos de acción y de

pretensión ha tenido lugar por obra de diversos autores, entre los que

destaca FAIRÉN GUILLÉN. A partir de estas elaboraciones doctrinales se ha

llegado a una serie de conclusiones:

En primer lugar, la acción se considera como un derecho público

subjetivo de naturaleza constitucional o política, mientras que la

pretensión es un acto de declaración de voluntad petitoria.

En segundo lugar, la acción, como derecho, corresponde a todas las

personas y puede ser ejercitada por los que tengan capacidad de obrar,

accionando en otro caso sus representantes, pero la pretensión sólo es

eficaz si está fundada, reconocida por el ordenamiento jurídico, y existe

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legitimación, es decir, exista una relación especial del sujeto con el objeto

del proceso.

En tercer lugar, la acción es eficaz desde el primer momento,

cuando se ponen en marcha los órganos jurisdiccionales; en cambio la

pretensión sólo será eficaz cuando se resuelva sobre el fondo

favorablemente a la petición del actor.

En cuarto lugar, la acción se dirige contra el Estado, el cual debe

satisfacer tal derecho por medio de los órganos jurisdiccionales que

deberán resolver mediante una resolución fundada jurídicamente, en

cambio la pretensión se dirige contra el demandado.

De todo ello se deduce la naturaleza claramente diversa de la acción

y la pretensión: la acción como concepto, fundamental para el Derecho

procesal, pero de carácter preprocesal, mientras que la pretensión es

netamente procesal, entendida como objeto del proceso.

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35

VI.- EL DERECHO FUNDAMENTAL A OBTENER UNA TUTELA JUDICIAL.

PRINCIPALESASPECTOS DEFINIDOS PRO LA JURISPRUDENCIA

CONSTITUCIONAL.

El derecho a la tutela jurisdiccional aparece consagrado een el art.

139.3 de la C.Pr., tratándose, afirma LANDA ARROYO de “… un derecho

genérico o complejo que parte de una concepción garantista y tutelar para

asegurar tanto el derecho de acceso a los órganos de justicia como la

eficacia de lo decidido en la sentencia.”; mientras que el art. 4 del C.Pro. C.

se refiere a la tutela procesal.

Partiendo, pues, de los arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E. es desde donde

estimamos puede, en la actualidad, afrontarse el estudio de la acción.

Es prioritario, sin embargo, determinar previamente, el ámbito

subjetivo y objetivo que se perfila en los arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E. Y, en

este orden de cosas, puede señalarse que se consideran sujetos activos o

titulares de este derecho constitucional a todas las personas, tanto sean

personas físicas o jurídicas, nacionales o extranjeras.

La atribución de la titularidad del derecho a la tutela judicial

efectiva, tanto a ciudadanos peruanos, como extranjeros se deduce, no

sólo del citado arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E., sino también de los arts. 10

D.U.D.H., 6.1 CEDH y 14.1 PIDCP. De aquí se puede extraer uno de los

caracteres del derecho a la jurisdicción: “el derecho a la jurisdicción cuyo

sustrato jurídico material es el poder medial de defender los derechos,

constituye, sin duda patrimonio del “iusgentium ...” (ALMAGRO NOSETE).

El tema en orden a la titularidad del derecho a la tutela

jurisdiccional cobra singular interés en la C.Pr., donde el art. 139 están

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ubicado sistemáticamente en el capítulo VII (Del Poder Judicial) y bajo la

rúbrica de Principios de la Administración de Justicia, señalándose que

“Son principios y derechos de la función jurisdiccional”, señalándose que:

“3. La observancia del debido proceso y la tutela jurisdiccional.

Ninguna persona puede ser desviada de la jurisdicción

predeterminada por la ley, ni sometida a procedimiento distinto de los

previamente establecidos, ni juzgada por órganos jurisdiccionales de

excepción ni por comisiones especiales creadas al efecto, cualquiera sea su

denominación.”.

Los “jueces y Tribunales” (los órganos judiciales del Estado) son los

obligados, por lo tanto, a la prestación jurisdiccional.

Parafraseando a DIEZ-PICAZO Y PONCE DE LEÓN puede afirmarse

que la tutela judicial es una estrella que se proyecta sobre:

VI.1.- Derecho de acceso a la justicia.

En un orden lógico y cronológico, su primer contenido será el libre

acceso a la justicia -que presupone el concepto anterior de ésta -(SS.TC

165/1985, de 23 de mayo; 100/1988, de 7 de junio)-.

La C.E. reconoce de forma sumamente amplia el derecho de libre

acceso a los tribunales (“todas las personas”) -a lo que ya hemos tenido

ocasión de referirnos-, configurándose así la acción como un derecho

subjetivo público, constitucionalmente reconocido, cuyo objeto es poner

en funcionamiento la actividad jurisdiccional (GIMENO SENDRA).

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Tanto la D.U.D.H. (art. 8) como el P.I.D.C.P. (art. 14) y el C.E.D.H.,

6.1º establecen el derecho de toda persona a que su causa sea oída

equitativa, públicamente y dentro de un plazo razonable por un Tribunal

que decidirá los litigios sobre sus derechos y obligaciones de carácter civil

o el fundamento de cualquier acusación en materia penal dirigida contra

ella. Son muchas las sentencias del TEDH que proclaman el derecho de

acceso de los ciudadanos a los Tribunales de Justicia (SS. de 21 de enero

de 1975 -caso Golder- y de 1 de julio de 1961 -caso Lawelss-),

reconociendo la necesidad de protección del derecho de acceso a los

tribunales, dentro de las garantías del derecho a un proceso equitativo.

El derecho a la tutela judicial efectiva, pese a algunas posturas

doctrinales que así lo defienden, ni es el objeto del derecho de acción, ni

se consume, en el libre acceso a la justicia (ORTELLS RAMOS), sino que

comprende otra serie de derechos que pasamos seguidamente a exponer.

VI. 2.- El derecho a una sentencia motivada de fondo.

El proceso habrá de concluir, normalmente, con una resolución

motivada de fondo fundada en derecho si concurren todos los requisitos

procesales para ello (SS.TC 119/2007, de 21 de mayo; 52/2009, de 23 de

febrero; 125/2010, de 29 de noviembre; 231/2012, de 11 de enero),

razonada y congruente con las peticiones de las partes (SS. TC. 206/1987,

de 21 de diciembre; 51/1992 de 2 de abril).

Pasemos a analizar cada uno de los condicionantes exigidos a la

mencionada resolución motivada de fondo, anteriormente mencionados.

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El artículo 139 inciso 5 de la C.Pr, concordante con el art. 12 del

Texto Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial, e incisos 3 y 4

del artículo 122 y 50 inciso 6 del Código Procesal Civil, dispone que toda

resolución emitida por cualquier instancia judicial debe encontrarse

debidamente motivada. Es decir, debe manifestarse en los considerandos

la radio decidendi que fundamenta la decisión, la cual debe contar, por

ende, con los fundamentos de hecho y derecho que expliquen por qué se

ha resuelto de tal o cual manera. Solo conociendo de manera clara las

razones que justifican la decisión, los destinatarios podrán ejercer los

actos necesarios para defender su pretensión.

Y es que la exigencia de que las resoluciones judiciales sean

motivadas, por un lado, informa sobre la forma como se está llevando a

cabo la actividad jurisdiccional, y por otro lado, constituye un derecho

fundamental para que los justiciables ejerzan de manera efectiva su

defensa. Este derecho incluye en su ámbito de protección el derecho a

tener una decisión fundada en Derecho. Ello supone que la decisión esté

basada en normas compatibles con la Constitución, como en leyes y

reglamentos vigentes, válidos, y de obligatorio cumplimiento.

“[…] [L]a motivación de las resoluciones judiciales como principio y

derecho de la función jurisdiccional (…), es esencial en las decisiones

judiciales, en atención a que los justiciables deben saber las razones por las

cuales se ampara o desestima una demanda, pues a través de su

aplicación efectiva se llega a una recta administración de justicia,

evitándose con ello arbitrariedades y además permitiendo a las partes

ejercer adecuadamente su derecho de impugnación, planteando al

superior jerárquico, las razones jurídicas que sean capaces de poner de

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manifiesto, los errores que puede haber cometido el Juzgador.[…]”

Casación Nº 918-2011 (Santa), Sala Civil Transitoria, considerando

séptimo, de fecha 17 de mayo de 2011.

Si bien el artículo 139 inciso 5 de la Constitución menciona de

manera expresa que la motivación de las resoluciones debe realizarse de

forma escrita, no puede aceptarse una interpretación meramente literal

del mismo, “[…] pues de ser así se opondría al principio de oralidad y a la

lógica de un enjuiciamiento que hace de las audiencias el eje central de su

desarrollo y expresión procesal. […]”(Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116).

Ahora bien, este derecho no garantiza una determinada extensión

de la motivación sin que exista suficiente sustento fáctico y jurídico en la

decisión, y que además haya relación entre lo pedido y lo resuelto. Esto

último quiere decir que el razonamiento que utilice el juez debe responder

a las alegaciones de las partes del proceso. Sobre esto, existen dos

situaciones que vuelven incongruente esta relación: cuando el juez altera

o excede las peticiones planteadas (incongruencia activa), y cuando no

contesta dichas pretensiones (incongruencia omisiva). Pero ello no

significa que todas y cada una de las alegaciones de las partes sean, de

manera necesaria, objeto de pronunciamiento, sino solo aquellas

relevantes para resolver el caso.

“[…] Basta, entonces, que el órgano jurisdiccional exteriorice su

proceso valorativo en términos que permitan conocer las líneas generales

que fundamentan su decisión. La extensión de la motivación, en todo caso,

está condicionada a la mayor o menor complejidad de las cuestiones

objeto de resolución, esto es, a su trascendencia. No hace falta que el

órgano jurisdiccional entre a examinar cada uno de los preceptos o

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razones jurídicas alegadas por la parte, sólo se requiere de una

argumentación ajustada al tema en litigio, que proporcione una respuesta

al objeto procesal trazado por las partes […]” (Acuerdo Plenario N° 6–

2011/CJ–116).

Pero la motivación deviene en defectuosa cuando, además de

carecer de argumentos jurídicos y fácticos sólidos, ocurren dos

presupuestos. Primero, cuando de las premisas previamente establecidas

por el juez resulte una inferencia inválida; y segundo, cuando exista tal

incoherencia narrativa en el discurso que vuelva confusa la

fundamentación de la decisión. La motivación debe ser, pues, lógica y

coherente. En este sentido, se ha señalado que:

“[…] Una motivación comporta la justificación lógica, razonada y

conforme a las normas constitucionales y legales señaladas, así como con

arreglo a los hechos y petitorios formulados por las partes; por

consiguiente, una motivación adecuada y suficiente comprende tanto la

motivación de hecho o in factum (en el que se establecen los hechos

probados y no probados mediante la valoración conjunta y razonada de

las pruebas incorporadas al proceso, sea a petición de parte como de

oficio, subsumiéndolos en los supuestos fácticos de la norma), como la

motivación de derecho o in jure (en el que selecciona la norma jurídica

pertinente y se efectúa una adecuada interpretación de la misma). Por

otro lado, dicha motivación debe ser ordenada, fluida, lógica; es decir,

debe observar los principios de la lógica y evitar los errores in cogitando,

esto es, la contradicción o falta de logicidad entre los considerandos de la

resolución […]” (Recurso de Casación Nº 1068-2009, Sala Civil Transitoria

(Lima), considerando séptimo, de fecha 21 de enero de 2011).

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Tal es así que en el ámbito penal, el derecho a la debida motivación

supone que la decisión final resulte de una deducción razonable de los

hechos del caso y de la valoración jurídica de las pruebas aportadas.

“[…] [S]i se trata de una sentencia penal condenatoria –las

absolutorias requieren de un menor grado de intensidad–, requerirá de la

fundamentación (i) de la subsunción de los hechos declarados probados en

el tipo legal procedente, con análisis de los elementos descriptivos y

normativos, tipo objetivo y subjetivo, además de las circunstancias

modificativas; y (ii) de las consecuencias penales y civiles derivadas, por

tanto, de la individualización de la sanción penal, responsabilidades civiles,

costas procesales y de las consecuencias accesorias […]” (Acuerdo Plenario

N° 6–2011/CJ–116).

Además, la motivación en el auto de apertura de instrucción no

debe limitarse a la puesta en conocimiento del justiciable sobre los cargos

que se le imputan, sino que debe asegurar también que la acusación que

se le hace sea cierta, clara y precisa. El juez debe, pues, describir de

manera detallada los hechos que se imputan y los elementos probatorios

en que fundamentan los mismos.

En el caso de decisiones de rechazo de demanda o que impliquen la

afectación a derechos fundamentales, la motivación debe ser especial,

toda vez que en estos casos “(…) la motivación de la sentencia opera como

un doble mandato, referido tanto al propio derecho a la justificación de la

decisión como también al derecho que está siendo objeto de restricción

por parte del Juez o Tribunal” (Exp. N° 00728-2008-HC/TC). Es así que la

detención judicial preventiva, límite al derecho fundamental a la libertad,

exige una motivación especial que asegure que el juez ha actuado en

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conformidad con la naturaleza excepcional, subsidiaria y proporcional de

esta medida cautelar.

En cualquier caso, la falta de motivación puede dar lugar a la

nulidad procesal, siempre que:

“[…] el defecto de motivación genere una indefensión efectiva –no

ha tratarse de una mera infracción de las normas y garantías procesales–.

Ésta únicamente tendrá virtualidad cuando la vulneración cuestionada

lleve aparejada consecuencias prácticas, consistentes en la privación de la

garantía de defensa procesal y en un perjuicio real y efectivo de los

intereses afectados por ella, lo que ha de apreciarse en función de las

circunstancias de cada caso […]” (Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116).

Puede afirmarse que el derecho del art. 139.3 C.Pr. impone a los

tribunales ordinarios el deber de dictar una resolución razonada y fundada

en Derecho sobre el fondo y, en el caso de no entrar en el fondo por no

darse todos los presupuestos procesales o cumplirse los requisitos de

forma exigidos, ésta se habrá de razonar o fundar en Derecho, pudiendo el

TC discernir si la causa impeditiva afecta o no al contenido esencial del

derecho. Ha de precisarse que si bien las normas procesales, en la medida

en que disciplinan la actividad de los sujetos que intervienen en el

proceso, son normas que imponen el cumplimiento de exigencias formales

para la validez y eficacia de los actos, sin embargo, no todos los requisitos

previstos por la Ley pueden merecer idéntica consideración y su

incumplimiento abocar al tribunal ordinario a no pronunciarse sobre el

fondo: sólo cuando no concurra algún presupuesto procesal, o resulte

incumplido alguno de los requisitos esenciales, podrá dictarse una

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resolución de inadmisión o desestimación por motivos formales (SS. TC

17/1985, de 9 de febrero; 134/1989, de 19 de julio). De aquí que el

derecho a la tutela judicial obligue a elegir la interpretación de la Ley que

sea más conforme con el principio pro-actione y, por tanto, que “… las

causas de inadmisión, en cuanto vienen a excluir el contenido normal del

derecho, han de interpretarse en sentido restrictivo después de la CE” (S.

TC 126/1984, de 26 de diciembre).

El derecho a la tutela judicial efectiva exige la obtención de una

resolución “fundada en derecho”. Pero qué alcance ha de darse a esta

expresión. Bastará con que la resolución sea simplemente motivada,

quedando el razonamiento adecuado confiado al órgano jurisdiccional

competente, y que la sentencia de inadmisión razonada jurídicamente

satisface “normalmente” el derecho de tutela. Parece, pues, en principio

que cualquier razonamiento jurídico es válido para conformar la tutela, y

más si como señala la S. TC 9/1983, de 21 de febrero “… excluye que este

Tribunal pueda constituirse en un órgano que analizando cada supuesto

concreto planteado actúe como revisor de la decisión judicial aplicando el

sistema de mera legalidad. Sólo en los supuestos excepcionales de que la

decisión judicial pueda estimarse como no respetuosa con el contenido del

art. 24.1º por arbitraria, por efectuar una valoración claramente impropia

es cuando el Tribunal podrá entrar a conocer, mediante el recurso de

amparo, la decisión por vulneración de dicho art. 24.1º”. De lo dicho, pues,

cabe afirmar que la tutela judicial efectiva exige que las decisiones

judiciales, no sólo estén motivadas, sino que dicha motivación sea

conforme a derecho, ajustada a derecho, pudiendo el TC, entrar a

examinar la legalidad ordinaria aplicada por los Tribunales ordinarios en

supuestos de decisiones judiciales arbitrarias o irrazonadas.

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En relación con el requisito del razonamiento que ha de contener

toda resolución judicial debe recordarse que ello supone una garantía

esencial del justiciable mediante la cual se puede comprobar que la

resolución dada al caso es consecuencia de una exigencia racional del

ordenamiento y no fruto de la arbitrariedad (S. TC 49/1992, de 2 de abril).

Por ello se considera que “… una sentencia que en nada explique la

solución que proporciona a las cuestiones planteadas, sin que pueda

inferirse tampoco cuáles sean las razones próximas o remotas que

justifican aquélla, es una resolución judicial que no sólo viola la ley, sino

que vulnera también el derecho a la tutela judicial consagrado en el art.

24.1º” (S. TC 116/1986, de 8 de octubre).

Y, por último, respecto a la exigencia de congruencia que ha de

existir entre la decisión judicial y las peticiones de las partes debe

recordarse que se trata de una doctrina consolidada del TC en orden a

que, a fin de evitar cualquier grado de indefensión, (SS. TC 20/1982, de 5

de mayo; 15/1984, de 6 de febrero) pues una resolución judicial que

altere de modo decisivo los términos en que se desarrolla la contienda,

substrayendo a las partes el verdadero debate contradictorio propuesto

por ellas, con merma de sus posibilidades y derecho de defensa y que

ocasione un fallo o parte dispositiva no adecuado o ajustado

sustancialmente a las recíprocas pretensiones de las partes, incurre en la

vulneración del derecho a la congruencia amparado por el art. 139.3º

C.Pr.. Por ello se ha reconocido la dimensión constitucional de la

incongruencia como denegación de la tutela judicial, cuando el órgano

judicial omite la decisión sobre el objeto procesal, trazado entre la

pretensión y su contestación o resistencia.

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VI. 3.- Derecho a la ejecución.

La tutela judicial efectiva también extiende su eficacia a la fase de

ejecución, pues resultado de todo punto insuficiente el simple dictado de

la sentencia si ésta no se lleva a efecto de modo coactivo en los casos en

que voluntariamente no se cumpla el pronunciamiento contenido en ella.

Por otro lado, el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales

que han pasado en autoridad de cosa juzgada constituye otra

manifestación del derecho a la tutela jurisdiccional. Si bien la C.Pr. no hace

referencia al derecho a la tutela jurisdiccional “efectiva”, un proceso solo

puede considerarse realmente correcto y justo cuando alcance sus

resultados de manera oportuna y efectiva (LANDA ARROYO).

Por tal razón, el TC considera con acierto que el derecho

fundamental a la tutela judicial efectiva comprende el derecho subjetivo a

que se ejecuten las sentencias de los tribunales ordinarios, y

objetivamente supone, a su vez, una pieza clave para la efectividad del

Estado de Derecho. De aquí se sigue la obligatoriedad de cumplir las

sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales. Si no

fuera así las decisiones judiciales y el reconocimiento de los derechos que

contuvieran se convertirían en meras declaraciones de intenciones (SS. TC

26/1983, de 13 de abril; 167/1987, de 28 de octubre).

Con respecto a la Administración Pública, en varias ocasiones ha

establecido el TC la doctrina de que “… el derecho a la ejecución de las

sentencias y demás resoluciones firmes de los órganos jurisdiccionales no

se satisface solo con la remoción inicial de los obstáculos que a su efectivo

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cumplimiento pueda oponer la Administración, si no que postula además,

que los propios órganos judiciales reaccionen frente a ulteriores

actuaciones o comportamientos enervantes del contenido material de sus

decisiones, y lo hagan en el propio procedimiento incidental de ejecución al

cual es aplicable el principio “pro actione” que inspira el art. 24,1º CE” (S.

TC 182/1987, de 28 de octubre). En supuestos en que pudieran estar en

colisión el principio de seguridad jurídica, que obliga al cumplimiento de

las sentencias, con el de legalidad presupuestaria, aquél tiene que

prevalecer, pues de lo contrario se deja “de hecho sin contenido un

derecho que la C.E. reconoce y garantiza (S. TC 32/1982, de 7 de junio).

Las medidas de ejecución no deben adoptarse “con una tardanza excesiva

e irrazonable” (S. TC 1983, de 13 de abril) y “ … si un Juez o Tribunal se

aparta, sin causa justificada, de lo previsto en el fallo que debe ejecutarse

… estaría vulnerando el art. 24, 1º de la CE ….” (S. TC de 15 de julio de

1987).

VI.4.- Derecho al debido proceso debido (o proceso con todas las

garantias).

Los arts. 139.3 C.Pr y 24.1º C.E. no se han limitado a

constitucionalizar el derecho de acción como derecho a poner en

funcionamiento la actividad jurisdiccional del Estado, sino que va más allá,

abarcando el denominado derecho a un proceso con todas las garantías

(SS. TC 13/1981, de 22 de abril; 118/1989, de 3 de julio) o proceso debido

–más adecuadamente, entiendo, debiera referirse al proceso justo-,

utilizando el citado precepto constitucional peruano la conjunción

disyuntiva “y” entre tutela judicial y proceso debido, por lo que debe

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necesariamente interpretarse como dos derechos constitucionales

diferenciados. El principio lo ha enunciado la CE señalando que la tutela

otorgada por los Jueces y Tribunales ha de ser efectiva –no lo hace así el

texto constitucional peruano, si bien, como ya se ha afirmado, no puede

afirmarse la existencia de tutela judicial, sino ésta no es efectiva- y

reforzándolo con la prohibición de que en ningún caso se produzca

indefensión.

La prohibición de la indefensión ofrece la vertiente negativa del

derecho constitucional, que ahora estudiamos, con la que se trata de

evidenciar la imposibilidad de que el proceso llegue a su fin a costa del

derecho de defensa de las partes, bien entendido que “la indefensión no

tiene nada que ver con el contenido favorable o adverso de la sentencia,

sino con el camino seguido hasta llegar a ella” (RAMOS MÉNDEZ). En

prevención de cualquier situación de indefensión, el TC ha apelado a los

principios de igualdad de las partes, audiencia y contradicción, defensa

letrada, producción de pruebas pertinentes y publicidad.

Efectivamente la indefensión adquiere relevancia constitucional

cuando supone una privación o limitación del derecho de defensa

contradictorio en juicio “… que si se produce por vía legislativa sobrepasa

el límite del contenido esencial prevenido en el art. 53, y si se produce en

virtud de concretos actos de los órganos jurisdiccionales entraña mengua

del derecho de intervenir en el proceso en el que se ventilan intereses

concernientes al sujeto, respecto de los cuales la sentencia debe suponer

una modificación de una situación jurídica individualizada, así como el

derecho de realizar los alegatos que estimen pertinentes para sostener

ante el juez la situación que se crea preferible y de utilizar los medios de

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prueba para demostrar los hechos alegados y, en su caso y modo, utilizar

los recursos contra las resoluciones judiciales.” (SS. TC 48/1984, de 4 de

abril; 70/1984, de 11 de junio; 96/1985, de 29 de julio).

La garantía del derecho al proceso debido posibilita al litigante para

utilizar todos los mecanismos procesales que el legislador pone a su

alcance durante toda la tramitación del proceso y, en particular, los

recursos previstos en la Ley contra las resoluciones judiciales (SS. TC

110/1985; 191/1988, de 17 de octubre; 265/1988, de 22 de diciembre),

ello no impide que la tutela judicial se configure de una forma

determinada, sino que admite múltiples posibilidades en la ordenación de

los procesos y también de instancias y recursos, de acuerdo con la

naturaleza de las pretensiones cuya satisfacción se inste y de las normas

que las fundamenten; pero cuando el legislador ha establecido un cierto

sistema de recursos, el art. 24,1º C.E. comprende también el derecho de

usar esos instrumentos procesales, debiendo interpretarse sus normas

reguladoras del modo que más favorezca su admisión y sustanciación,

pudiéndose cuestionar la legitimidad de los requisitos exigidos por la ley

cuando no guarden proporción con las finalidades perseguidas o entrañen

obstáculos excesivos (SS.TC 163/1985, de 2 de diciembre; 106/1988, de 8

de junio; 95/1989, de 24 de mayo; 157/1.989, de 5 de octubre).

La adecuada preservación, por otra parte, del derecho de defensa y

su plena efectividad exige, como preferente garantía, asegurar que los

interesados tengan conocimiento de las actuaciones, lo que ha sido objeto

de reiterados pronunciamientos del T.C. exigiendo el emplazamiento

personal y la comunicación de actos procesales, habiendo consolidado un

cuerpo doctrinal sobre el particular (SS.TC 9/1981, de 31 de marzo;

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156/1985, de 15 de noviembre; 205/1988, de 7 de noviembre; 211/1989,

de 19 de diciembre). En este sentido, el TC ha reiterado que los Tribunales

deben adoptar una actitud “pro actione” “… pues la tutela judicial efectiva

que consagra el art. 24.1º supone el estricto cumplimiento por los órganos

jurisdiccionales de los principios rectores del proceso explícitos o implícitos

en el ordenamiento procesal” (S.TC 157/1987, de 15 de octubre), “… de

modo que esta garantía impone a la jurisdicción el deber específico de

adoptar, más allá del cumplimiento rituario de las formalidades legales,

todas las cautelas y garantías que resulten razonablemente adecuadas al

aseguramiento de que esa facultad de conocimiento personal no se frustre

por causas ajenas a la voluntad de aquel a quien se dirigen.” (S.TC

171/1987, de 3 de noviembre).

VI.5.- El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas.

Finalmente, debe señalándose la necesidad de que la mencionada

resolución judicial deba obtenerse en un plazo razonable -por definición,

debe ser el señalado por los códigos procesales, recogiéndose

expresamente esta exigencia al proclamarse el derecho a un proceso sin

dilaciones indebidas (art. 24.2º C.E)- y con un coste económico soportable,

de tal manera que su resultado sea rentable -lo que debe incidir tanto en

la aplicación de los criterios sobre la imposición de costas, como, en su

caso, en el otorgamiento del derecho a la justicia gratuita.

El derecho fundamental a un “proceso sin dilaciones indebidas”,

consagrado en el artículo 14.3 c) del PIDCP, que proclama el derecho de

toda persona acusada de un delito “a ser juzgada sin dilaciones

indebidas”, y en el artículo 6.1 del CEDH, en el que se reconoce que “toda

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50

persona tiene derecho a que su causa sea oída (...) dentro de un plazo

razonable”; más aún, según reconoce la jurisprudencia constitucional, la

lesión del derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas

reconocida por los Tribunales ordinarios o por el Tribunal Constitucional

podría servir de título para acreditar el funcionamiento anormal de la

Administración de Justicia en el que fundar una reparación

indemnizatoria, que deberá hacerse valer mediante el ejercicio de las

acciones oportunas y a través de las vías procedimentales o procesales

pertinentes (SS. TC 41/1996, de 12 de marzo; 33/1997, de 24 de febrero;

53/1997, de 17 de marzo; entre otras).

Siguiendo la doctrina sentada por el Tribunal Europeo de Derechos

Humanos (SS. TEDH de 10 de marzo de 1980 -asunto König-; de 6 de mayo

de 1981 -asunto Buchhloz-; de 15 de julio de 1982 -asunto Eckle-; de 10 de

diciembre de 1982 -asunto Foti y otros-; de 10 de diciembre de 1982 -

asunto Corigliano-; de 8 de diciembre de 1983 -asunto Pretto-; de 13 de

julio de 1983 -asunto Zimmermann-Steiner-; de 23 de abril de 1987 -

asunto Lechner y Hess-; de 25 de junio de 1987 -asunto Capuano-; de 25

de junio de 1987 -asunto Baggetta-; de 25 de junio de 1987 -asunto Milasi;

de 7 de julio de 1989 -asunto Sanders-; de 23 de octubre de 1990 –asunto

Moreiras de Azevedo-; de 20 de febrero de 1881 –asunto Vernillo-; entre

otras), el Tribunal Constitucional estima que la noción de dilación procesal

indebida remite a un “concepto jurídico indeterminado, cuyo contenido

concreto debe ser obtenido mediante la aplicación a las circunstancias

específicas de cada caso de los criterios objetivos que sean congruentes

con su enunciado genérico”. Es por ello que “no toda infracción de los

plazos procesales constituye un supuesto de dilación procesal indebida”; el

retraso injustificado en la tramitación de los procesos no se produce

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necesariamente por el simple incumplimiento de las normas sobre

plazos procesales (se refieran éstas a un acto procesal concreto o al

conjunto de los que integran el proceso en su totalidad), sino por el hecho

de que la pretensión actuada no se resuelva definitivamente en un plazo

procesal razonable. Y, determinar en cada caso si ha sido cumplida o no

esta exigencia y, por tanto, si se ha producido o no una dilación procesal

indebida dependerá del resultado que se obtenga de la aplicación a las

particulares condiciones del concreto supuesto de factores objetivos

definidores del plazo procesal razonable, considerando como tales “la

complejidad del litigio, los márgenes ordinarios de duración de los litigios

del mismo tipo, el interés que en aquél arriesga el demandante de

amparo, su conducta procesal y la conducta de las autoridades” (SS.TC

10/1997, de 14 de enero 58/1996, de 12 de abril, 178/2007, de 23 de julio;

38/2008, de 25 de febrero entre otras).

a) En primer lugar, habrá de valorarse si la “complejidad del litigio”,

en sus hechos o fundamentos de Derecho, no justifica un tratamiento del

objeto procesal especialmente dilatado en el tiempo.

b) En segundo lugar, deberán tomarse en consideración “los

márgenes ordinarios de duración de los litigios del mismo tipo”. Como

afirma el Tribunal Constitucional, “se trata de un criterio relevante en

orden a valorar la existencia de un supuesto de dilaciones indebidas, cuya

apreciación, siempre que no se utilice para justificar situaciones anómalas

de demoras generalizadas en la prestación de la tutela judicial, es

inobjetable” por cuanto “ha protegerse la expectativa de toda parte en el

proceso relativa a que su litigio se resuelva, conforme a la secuencia de

trámites procesales establecida, dentro del margen temporal que, para ese

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tipo de asuntos, venga siendo el ordinario” (SS. TC 223/1988, de 25 de

noviembre; 180/1996, de 12 de noviembre; entre otras). No se trata, sin

embargo, de valorar lo que, en un primer momento, la jurisprudencia

constitucional denominó “‘standard’ de actuación y rendimientos

normales del servicio de justicia” (S. TC 5/1985, de 23 de enero), sino lo

que finalmente se define como el “canon” del propio proceso, es decir, las

pautas y márgenes ordinarios en los tipos de litigio de que se trata, pero

derivados de la naturaleza concreta de cada proceso y no del rendimiento

“normal” de la jurisdicción (SS. TC 81/1989, de 8 de mayo; 10/1991, de 17

de enero; entre otras). Así debe ser, toda vez que la Administración de

Justicia está obligada a garantizar la tutela jurisdiccional con la rapidez que

permita la duración normal de los procesos “aun cuando (...) la dilación se

deba a carencias estructurales de la organización judicial, pues no es

posible restringir el alcance y contenido de este derecho, dado el lugar que

la recta y eficaz Administración de Justicia ocupa en una sociedad

democrática” (SS. TC 35/1994, de 31 de enero; 10/1997, de 14 de enero;

entre otras); en particular, “la consideración de los medios disponibles” o

“el abrumador volumen de trabajo que pesa sobre determinados órganos

judiciales (...) puede exculpar a Jueces y Magistrados de toda

responsabilidad personal por los retrasos con que las decisiones se

producen, pero no priva a los ciudadanos de reaccionar frente a tales

retrasos, ni permite considerarlos inexistentes” (SS. TC 73/1992, de 13 de

mayo; 324/1994, de 1 de diciembre; 53/1997, de 17 de marzo; entre

otras)

c) En tercer lugar, tendrá que ponderarse “el interés que en el

litigio arriesga el demandante de amparo”. Según el Tribunal Cons-

titucional, “la distinción de los derechos e intereses que se cuestionan en

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un proceso y aun la distinta significación de los que, estando atribuidos a

un mismo orden jurisdiccional, permitan una distinta naturaleza y la

misma jerarquización presente en el Título I de la Constitución, llevan a

que no puedan ser trasladables en su misma literalidad las pautas

elaboradas respecto de procesos en materia penal a los procesos en que la

materia es otra y, desde luego no lo es, a los procesos en que la materia es

patrimonial.” (S.TC 5/1985, de 23 de enero); en particular, aunque el

derecho a un proceso sin dilaciones indebidas es invocable en cualquier

tipo de litigios y ante cualquier clase de Tribunales (SS. TC 149/1987, de 30

de septiembre; 81/1989, de 8 de mayo; entre otras), en el proceso penal,

al hallarse comprometido el derecho a la libertad, el celo del juzgador ha

de ser siempre superior a fin de evitar toda dilación procesal indebida (SS.

TC 8/1990, de 18 de enero; 10/1997, de 14 de enero; entre otras).

d) En cuarto lugar habrá de tomarse en cuenta la “conducta

procesal” del actor; esto es, si éste ha cumplido diligentemente con sus

obligaciones, deberes y cargas procesales o si, por el contrario, ha

mantenido una conducta dolosa, propiciando, mediante el planteamiento

de improcedentes cuestiones incidentales, de recursos abusivos, o

provocando injustificadas suspensiones del juicio oral, una tardanza

anormal en la tramitación del proceso.

e) Y, en quinto lugar, deberá examinarse la “conducta de las

autoridades”, asumiendo como criterio general que, ante cualquier

eventualidad, el órgano judicial debe desplegar la actividad necesaria para

evitar un retraso injustificado en la tramitación del proceso. A este

respecto ha de admitirse que las dilaciones procesales indebidas pueden

producirse tanto cuando el tiempo invertido en resolver definitivamente

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un litigio supera lo razonable, como cuando existe una paralización del

procedimiento que, por su excesiva duración, carezca igualmente de

justificación y suponga ya, por sí, una alteración del curso del proceso (SS.

TC 144/1995, de 3 de octubre; 180/1996, de 10 de noviembre; entre

otras). En cualquier caso ha de reconocerse asimismo que las dilaciones

procesales indebidas pueden traer causa tanto de la inactividad omisiva

de los órganos jurisdiccionales propiamente dicha, como de actuaciones

positivas de los Jueces y Tribunales; por ejemplo, la suspensión de un

juicio (S. TC 116/1983, de 7 de diciembre), la admisión de una prueba (S.

TC 17/1984, de 7 de febrero), la solicitud de nombramiento de abogado

de oficio (S. TC 216/1988, de 14 de noviembre) o la reapertura de la

instrucción (S. TC 324/1994, de 1 de diciembre) pueden producir un efecto

procesal dilatorio indebido tan relevante como la típica ausencia de la

obligada actuación judicial.

Y con relación a los costes procesales ha de recordarse que, la

gratuidad de la justicia debe facilitar el libre acceso a los Tribunales

respecto de aquellos que acrediten insuficiencia de recursos para litigar.

La gratuidad de la justicia debiera comportar, en su caso, la libre elección

de abogado, incluso en los asuntos civiles de acuerdo con el art. 24.3º d)

PIDCP y el art. 6.3º c) CEDH. De acuerdo con la doctrina del T.C. (SS.

30/1981, de 3 de octubre; 77/1983, de 16 de noviembre y 216/1988, de

24 de julio) la gratuidad de la justicia se configura como un derecho

subjetivo cuya finalidad es asegurar la igualdad de defensa y

representación procesal al que carece de medios económicos,

constituyendo al tiempo una garantía para los intereses de la justicia.

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El derecho aún proceso sin dilaciones indebidas se consideró en un

primer momento por nuestro T.C. como una manifestación del también

fundamental derecho a la tutela judicial efectiva sancionado en el art.

24.1º C.E. ya que éste no podía entenderse des-ligado del tiempo en que

la misma debía prestarse (SS. TC 24/1981, de 14 de julio y 18/1983, de 14

de marzo, entre otros muchas), llegando incluso a sostener que una vez

dictada la resolución la pretensión del recurrente en amparo había

quedado sin contenido, restableciéndose el derecho que se estimaba

vulnerado al obtener una resolución fundada en derecho (A. TC 273/1984,

de 9 de mayo).

Posteriormente el T.C. ha pretendido dar sustantividad propia a este

derecho, tratando de considerarlo como un derecho autónomo e

intentando diferenciarlo del de tutela; los primeros pasos se dan en las SS.

TC 36/1984, de 14 de marzo y 61/1984, de 16 de mayo y va

consolidándose -con alguna excepción- en las SS. TC 5/1985, de 23 de

enero; 155/1985, de 12 de noviembre; 132/1988, de 4 de julio; 28/1989,

de 6 de junio, entre otras.

La mencionada autonomía se constata en que el derecho a un

proceso sin dilaciones indebidas puede ser objeto de consideración y

valoración independiente, ya que la obtención de una resolución fundada,

fáctica y jurídicamente, puede satisfacer el derecho de tutela, pero si se

obtiene tardíamente habiendo incurrido el órgano en dilaciones

indebidas, éste derecho (a un proceso sin dilaciones indebidas) puede

resultar violado y sólo mediante vía reparatorias sustitutivas puede darse

alguna satisfacción al recurrente al constituir su vulneración un supuesto

de funcionamiento anormal sancionado en el art. 121 C.E. (SS. TC

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50/1989, de 21 de febrero; 85/1990, de 5 de mayo; 10/1991, de 17 de

enero; 69/1993, de 1 de marzo) a pesar de que el T.C. alegue, con carácter

general, que este aspecto indemnizatorio no es invocable ni mucho menos

cuantificable en amparo.

Es interesante destacar como a partir de 1988 el T.C. atribuye a este

derecho fundamental un claro contenido prestacional tratando de

involucrar a todos los poderes públicos en la realización efectiva del

mismo (SS. TC 45/1990, de 15 de marzo; 35/1994, de 31 de enero).

Por proceso sin dilaciones indebidas, dice el T.C. (SS. 43/1985, de 22

de marzo; 133/1988, de 4 de julio, entre otras) hay que en-tender aquel

que se desenvuelve en condiciones de normalidad y en el que los

intereses litigiosos reciben pronta satisfacción, este derecho -repito- ha

venido considerándose por nuestro T.C. como un concepto jurídico

indeterminado (S. TC 5/1985, de 23 de enero) que ha de precisarse en

cada caso concreto atendiendo a una serie de criterios afirmados por la

jurisprudencia del T.E.D.H., al interpretar el Convenio, tales como: la

complejidad del litigio, el comportamiento del recurrente, el

comportamiento de las autoridades nacionales, o el de las eventuales

consecuencias, derivadas de la mora, para la persona que denuncia el

retraso.

El T.E.D.H. (SS. de 16 de julio de 1971, asuno Ringeisen; de 28 de

junio de 1978, asunto Köning; de 15 de julio de 1982, asunto Eckle; de 10

de diciembre de 1982, asunto Corigliano; de 10 de diciembre de 10982,

asunto Foti; de 13 de julio de 1983, asunto Zimmermann y Steiner; de 3

de junio de 1985, Vallon; de 7 de julio de 1989, asunto Unión Alimentaria

Sanders; de 20 de febrero de 1991, Vernillo; de 19 de febrero de 1991,

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asunto Publiese; de 27 de febrero de 1992, asunto Ridi; de 27 de octubre

de 1993, asunto Monnet; de 27 de abril de 1995, asunto Paccione; de 8 d

ejunio de 1995, asunto Mansur) ha ido delimitando, como ya se ha

indicado, los contornos de esta cuestión. Entre las mencionadas

resoluciones es necesario mencionar las dictadas en los

Criterios que, en caso de la duración de la prisión provisional, se

combinan con los de: constatación del peligro de fuga, peligro de

reiteración en la comisión de infracción, peligro de desaparición de

pruebas (SS. TEDH de 27 de junio de 1968, asunto Wemhoff-; de 10 de

noviembre de 1969, asunto Stögmuller-; de 27 de junio de 1969, asunto

caso Neumister; de 3 de junio de 1985, asunto Vallon-, entre otros).

Los criterios inicialmente enumerados son aderezados por nuestro

T.C. con el de duración media de los procesos del mismo tipo o estandar

medio admisible para proscribir las dilaciones más allá de él; criterio más

que dudoso acogido por una abundante jurisprudencia del T.C. (entre ellas

SS. 5/1985, de 23 de enero; 43/1985, de 22 de marzo; 133/1988, de 4 de

julio; 223/1988, de 24 de noviembre; 45/1990, de 15 de marzo; 206/1991,

de 30 de octubre; 73/1992, de 13 de mayo; 150/1993, de 3 de mayo;

2/1994, de 17 de enero; 39/1995, de 13 de febrero), frente a la que se

alzó el voto reservado del Magistrado Tomás y Valiente a la S.TC 5/1985,

de 23 de enero, tratando de impedir que se convirtiera en normal lo

anormal.

Todos estos criterios habrá de barajarlos el Tribunal para

comprobar, caso por caso, si la inobservancia de los plazos legalmente

fijados es o no indebida, ya que el incumplimiento de los plazos legales no

es en sí mismo una dilación indebida.

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Hemos de disentir, lo que acaba de exponerse, ya que parece

ignorar algo que entiendo fundamental: el plazo legal, es decir, ese

espacio temporal que el legislador ha establecido como plazo justo para la

realización de los actos procesales; y el caso es que se apoya en él como

punto de partida para sus razonamientos, pero lo olvida a la hora de

determinar el carácter de dilación.

Este olvido trae causa de la posición mimética que adopta respecto

de la doctrina elaborada por el T.E.D.H. al interpretar el concepto de plazo

razonable del art. 6.1º C.E.D.H., doctrina que se establece al margen de la

realidad normativa del país demandado, y que si puede estar justificado

respecto del T.E.D.H. ya que su función es establecer unos mínimos

exigibles a un derecho humano que el Convenio reconoce a los justiciables

de una pluralidad de países tan heterogéneos en sus realidades normativa

como Turquía y Alemania, por poner un ejemplo, la misma justificación es

difícil de aplicar al T.C. español, que tiene como referencia directa un

ordenamiento procesal con mandatos específicos respecto de este

requisito temporal.

El desinterés por el plazo legal se evidencia, como hemos apuntado

antes, en el establecimiento de un criterio propio: el estandar medio

admisible extraído de lo que habitualmente dura un proceso del mismo

tipo, al margen del tiempo legalmente fijado para la realización de las

actuaciones procesales, como dando a entender la inadecuación de los

plazos legales para conseguir la eficacia temporal del proceso, afirmando

expresamente que la Constitución no otorga un derecho a que los plazos

se cumplan (SS.TC 5/1985, de 23 de enero; 223/1988, de 24 de

noviembre; 313/1993, de 25 de octubre); y a pesar de que se intente

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precisar la expresión, produce desencanto pues de alguna manera la

Constitución no garantiza el cumplimiento del ordenamiento jurídico.

Si el T.C. ha constatado que los plazos fijados legalmente son de

imposible cumplimiento pudiendo vulnerar el derecho al debido proceso,

debería propugnar su cambio y adaptación a la CE, procurando adecuar el

tiempo procesal al real; mientras esto no se haga debemos presumir la

constitucionalidad de nuestras normas procesales en materia de plazos y

debemos exigir su cumplimiento al órgano jurisdiccional, instando de los

poderes públicos la infraestructura humana y de material necesaria para

su efectivo cumplimiento (S.TC. 45/1990, de 15 de marzo).

Volver la espalda al plazo legal es poner el peligro el principio de

legalidad y con él la seguridad jurídica; no estaría demás reflexionar sobre

la obra de DAHRENDORF.

Por ello quizás el razonamiento debería hacerse al contrario, es

decir, habría que partir de que todo exceso temporal del plazo legalmente

establecido es una dilación no debida; existen, sin embargo, determinadas

circunstancias excepcionales, que deben probarse, en las que el exceso

temporal viene exigido por la eficacia del proceso transformándose así lo

indebido en no sancionable y ello porque el derecho a un proceso sin

dilaciones indebidas no es un derecho absoluto y por ello puede

legalmente limitarse, siempre que dicha limitación no afecte a su núcleo

esencial; el principio de proporcionalidad será un test de ineludible

observancia para determinar la constitucionalidad de la posible limitación.

Especial mención ha de hacerse al tema de las dilaciones indebidas

en el proceso penal por la relevancia del mencionado derecho en dicho

tipo de proceso dada la relación inesperable de los conceptos de delito,

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penal y proceso. En ocasiones el T.S. ha llegado a valorar la dilación

procesal como circunstancia atenuante, en razón a que la excesiva

duración del proceso debe imputarse como pena en sí mismo por el

sufrimiento que supone para el acusado. El derecho a ser juzgado en un

plazo razonable constituye una manifestación implícito del derecho a la

libertad, y en este sentido, se fundamenta en el respeto a la dignidad

humana y es que tiene por finalidad que las personas que tienen una

relación procesa no se encuentren indefinidamente en la incertidumbre e

inseguridad jurídica sobre el reconocimiento de su derecho afectado o

sobre la responsabilidad o no del denunciado por los hechos materia de la

controversia.

En este sentido, el derecho a un plazo razonable asegura que el

trámite de acusación se realice prontamente, y que la duración del

proceso tenga un límite temporal entre su inicio y fin. Pero de este

derecho no solo deriva la exigencia de obtener un pronunciamiento de

fondo en un plazo razonable, sino que supone además el cumplimiento,

en tiempo oportuno, de la decisión de fondo en una sentencia firme.

Aunque estas exigencias se predican esencialmente de procesos

constitucionales de la libertad, pueden extenderse perfectamente a

cualquier tipo de proceso jurisdiccional.

En tanto que el plazo razonable constituye un concepto jurídico

indeterminado temporalmente, la declaración de su afectación no está

vinculada de manera absoluta prima facie a una norma jurídica nacional

que la señale, sino a un análisis judicial casuístico en el que se deben

tomar en consideración varios factores determinantes para condenar su

incumplimiento, como la complejidad del asunto, la naturaleza del caso, el

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comportamiento del recurrente y la actuación de las autoridades

administrativas. Cabe mencionar que la complejidad del asunto es

determinada por factores tales como la gravedad del delito, la idoneidad

de la actividad probatoria para el esclarecimiento de los hechos, la

pluralidad de agraviados o inculpados, entre otros elementos que vuelvan

complicada y difícil la dilucidación de la causa.

Existen dos formas en las que los interesados pueden realizar su

actividad procesal: a través de medios legales, y a través de la defensa

obstruccionista; esto es, aquella que por medio de conductas

intencionales busca entorpecer la celeridad del proceso. Esta última se

manifiesta con la interposición de recursos que se sabía serían

desestimadas desde su origen, con las falsas y premeditadas declaraciones

destinadas a desviar el curso de las investigaciones, entre otros. Estas

dilaciones indebidas no deben interferir en el plazo para emitir el

pronunciamiento judicial, por lo que corresponde al juez -en cada caso-

demostrar la conducta obstruccionista de alguna de las partes.

El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, así como impide la

excesiva duración de los procesos, protege al justiciable de no ser

sometido a procesos extremadamente breves o sumarios, cuya finalidad

no sea resolver la litis o acusación penal en términos justos, sino solo

cumplir formalmente con la sustanciación.

Asimismo, el derecho al plazo razonable es exigible en la aplicación

de una medida cautelar, lo que se traduce en que no se puede mantener a

una persona privada de su libertad durante un tiempo irrazonable. Esta

exigencia tiene como finalidad evitar la eventual injusticia ocasionada por

la lentitud o ineficacia en la administración de justicia, prefiriendo que el

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culpable salga libre mientras espera su condena, en vez de que el inocente

permanezca encarcelado a la espera de su absolución. El derecho a ser

juzgado en un plazo razonable afianza el artículo 1 de la Constitución, por

el que debe anteponerse a la persona frente al Estado. En este sentido, la

prisión provisional para ser reconocida como constitucional, debe estar

limitada por los principios de proporcionalidad, razonabilidad,

subsidiariedad, necesidad y excepcionalidad.

La afectación del derecho al plazo razonable constituye una

vulneración del derecho a la presunción de inocencia, dado que se estaría

privando de la libertad al acusado, durante un tiempo prolongado, sin

siquiera emitir fallo que demuestre su culpabilidad o responsabilidad

(LANDA ARROYO).

VI. 5.- Derecho a la tutela cautelar.

En orden a la cuestión relativa a la existencia o no de un derecho a

la tutela cautelar cabe precisar que si bien algunos autores (CARRERAS

LLANSANA y GUTIÉRREZ DE CABIEDES Y FERNÁNDEZ HEREDIA) plantearon,

en 1962 y 1974, respectivamente, si las medidas cautelares se

corresponde o no con un derecho subjetivo sustancial a la cautela,

derecho que, en su caso, comportaría una sanción correlativa,

posteriormente la doctrina mayoritaria afirma la existencia del derecho a

la tutela cautelar (ALMAGRO NOSETE y TOMÉ PAULE se refieren al

derecho a la justicia cautelar; ORTELLS RAMOS afirma la integración en el

derecho a la tutela judicial efectiva el derecho a una tutela judicial

cautelar; PEDRAZ PENALVA sostiene la existencia de un derecho

fundamental a la tutela cautelar si bien como integrante del derecho a un

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proceso con todas las garantías -art. 24.2 CE-, rechazando su ubicación

sistemática en el derecho a la tutela judicial efectiva -art. 24.1 CE-). La

dimensión constitucional de las medidas cautelares es puesta de

manifiesto por otros autores (BARONA VILAR, VALLESTÍN PÉREZ). Por

último, una corriente doctrinal minoritaria se muestra crítica con la idea

de un “derecho a la tutela cautelar”• desde el punto de vista de la teoría

general y desde el punto de vista constitucional (SERRA DOMÍNGUEZ).

El reconocimiento del derecho a la tutela judicial cautelar –sostiene

RAMOS ROMEU- no aparece contemplado ni en la jurispudencia

comunitaria (SS. TJUE de 19 de junio de 1990 y 21 de febrero de 1991),

constitucional (A. TC 1986/1983, de 27 de abril; S. TC 2002/1987, de 17 de

diciembre), civil o laboral, frente a lo establecido por la jurisprudencia

contencioso -administrativo (S. TS de 20 de diciembre de 1990) –por

influencia directa de la S.TJUE de 19 de junio de 1990, caso Factortame- o

la doctrina plasmada en sentencias de diferentes Audiencias Provinciales.

Se ha incluido en el contenido del derecho fundamental a la tutela

efectiva el derecho a la tutela cautelar, en virtud de una corriente iniciada

por el A.TS (Sala 3ª) de 20 de diciembre de 1990 por influencia directa del

a jurisprudencia comunitaria (S.TJUE de 19 de junio de 1990, caso

Factortame). La LJCA de 1998 acoge la tesis, sostenida por el TC (SS.

115/1987, de 7 de julio; 238/1992, de 17 de diciembre; 148/1993, de 29

de abril) de que “… la tutela judicial no es tal sin medidas cautelares que

aseguren el efectivo cumplimiento de la resolución definitiva que recaiga

en el proceso.”.

VI. 6.- Limitaciones.

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Junto a los obstáculos formales a la tutela judicial efectiva,

anteriormente mencionados, existen otras limitaciones de carácter

material, que repercuten claramente en la efectividad de este derecho

fundamental; entre las principales es preciso enumerar la carestía de la

justicia, la lentitud del proceso, la ineficacia en algunas hipótesis de

ejecución forzosa, el problema de la protección jurisdiccional de los

intereses de grupo, etc.

En primer lugar, es posible que la persona afectada por la lesión o

amenaza de su derecho o interés no sea consciente de tal amenaza o

perjuicio por desconocer cuál es la protección que le dispensa el

ordenamiento: puede que no conozca sus derechos, o aunque no sea así,

puede que desconozca la posibilidad de hacerlos valer ante los tribunales,

o incluso conociéndola, no esté dispuesta a afrontarla. El proceso

tradicional tiene enormes desventajas para el individuo, existen barreras

psicológicas: el lenguaje jurídico y judicial convierte en extraños a los

justiciables, problemas de horarios - que el tribunal tenga un horario que

no coincide con el de tiempo libre del consumidor-, la burocracia. Todos

ellos contribuyen a disuadir a los individuos para acceder a la tutela

judicial. Además la gran empresa o el comerciante pueden estar ya

acostumbrados a pleitear, mientras que al individuo la maquinaria judicial

le puede infundir respeto o incluso miedo. No es extraño que la conclusión

que se saque de este panorama sea la impotencia. Así, se entiende que,

pese a las reformas que van teniendo lugar en nuestro ordenamiento, el

espíritu reivindicativo de los consumidores españoles sea todavía muy

escaso. No hay que olvidar, tampoco, los problemas que se producen por

la complejidad normativa. La existencia de diferentes instancias

legislativas, la concurrencia de normas de rangos diferentes, la

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imperfección técnica, la existencia de contradicciones, etc., reflejan una

evidente necesidad de simplificación que evite la consiguiente inseguridad

jurídica.

Siguiendo con los obstáculos con los que se encuentran los

portadores de intereses de grupo para acceder a la tutela judicial efectiva,

es necesario tener en cuenta, también, los condicionamientos

económicos. El derecho a la tutela judicial efectiva se ve influido

directamente por la onerosidad de la justicia, que actúa en una sociedad

económicamente desigual, convirtiendo, en ocasiones, al acceso efectivo

de los ciudadanos a los órganos jurisdiccionales en una “Justicia de clase”:

en algunos casos, se establecen límites mínimos para acceder a la justicia,

con lo cual sólo se mueve la maquinaria judicial si la reclamación es de

suficiente entidad. También los recursos públicos en los Tribunales de

Justicia, tanto económicos como de tiempo, son escasos, por lo que se

pretende aplicarlos a casos de cierta importancia. No obstante se dificulta

así la tutela efectiva a las reclamaciones menores. En realidad, aunque se

trate de cantidades pequeñas en sí mismas, por tratarse de intereses

individuales generalmente de contenido cualitativamente idéntico, son

numerosas pequeñas cantidades, que agrupadas, pueden ser inmensas,

con lo cual parece claro que no se trata de reclamaciones de poca

importancia. Esta constatación sirve de base para arbitrar mecanismos de

agrupación de las reclamaciones, como pueden ser las Classactions

norteamericanas del tipo (b) (3), en las que la finalidad disuasoria

(deterrence) frente a los eventuales demandados puede llegar a ser más

importante que la de obtener la compensación del perjuicio sufrido.

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La defensa y representación de las partes, o el asesoramiento y

consejo jurídico no son servicios baratos, y la solución no es eliminar la

asistencia de estos profesionales en el proceso, pues en realidad el

ciudadano de a pie por sí sólo tiene pocas posibilidades de defenderse,

especialmente si pretende enfrentarse a contrapartes poderosas. Más que

plantearse cómo poder actuar sin abogado, es más coherente con una

tutela judicial efectiva hablar del aseguramiento de que todos los

litigantes puedan beneficiarse de la asistencia de estos profesionales. Pero

hay otros factores que incrementan los gastos que se ocasionan en el

proceso: así, la intervención de los peritos, más necesaria cuanto más

técnica sea la cuestión debatida en el proceso.

Para paliar las consecuencias derivadas de este elevado coste de la

Justicia está reconocido en la C.E. el derecho a la Justicia gratuita para los

que acrediten insuficiencia de medios para litigar. Por otra parte, la L.

25/1986, de 24 de diciembre suprimió las tasas judiciales por considerar

que “la ordenación actual de las tasas judiciales, sobre ser incompatible

con algunos principios tributarios vigentes, es causante de notables

distorsiones en el funcionamiento de la Administración de Justicia”. Si bien

es cierto que el sistema de Aranceles, como medio de retribución de los

funcionarios está definitivamente suprimido, la realidad es que el art. 35

de la L. 53/20002, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales,

Administrativas y del Orden Social establece la tasa por el ejercicio de la

potestad jurisdiccional en los órdenes civiles y contencioso-administrativo.

La L. 4/2011, de 24 de marzo, de modificación de la L.E.Cv., para facilitar la

aplicación en España de los procesos europeos monitorio y de escasa

cuantía, extendió el pago de la tasa a los procesos monitorios, ante las

distorsiones que entonces se detectaron. La L. 37/2011, de 10 de octubre,

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de medidas de agilización procesal, también introdujo algún ajuste,

matizando la reforma anterior. Ley 10/2012, de 20 de noviembre, amplia

en forma importante tanto los sujetos pasivos como los hechos

imponibles sujetos a la tasa. Y, finalmente, el Real Decreto-ley 3/2013, de

22 de febrero, por el que se modifica el régimen de las tasas en el ámbito

de la Administración de Justicia y el sistema de asistencia jurídica gratuita.

Se transforma de forma importante a través de este texto la L. 10/212 en

varios sentidos; corrigiendo imprecisiones terminológicas de la ley que

habían planteado dudas, aclarando que procesos están exentos sobre

todo en materia de procesosmmatrimoniales, modificando de forma

decisiva la forma de calcular la cuota sobre todo para los sujetos pasivos

personas físicas, y por último anticipando la reforma de la LAJG.

La L.A.J.G., supone un destacado avance en la efectividad del

derecho constitucional a la Justicia gratuita (art. 119 C.E.) en la línea

apuntada en el art. 20, 2º L.O.P.J..

A parte del obstáculo anterior, otra dificultad difícil de superar es la

excesiva duración de los procesos. Sin perjuicio de lo señalado en el

epígrafe III.4. del presente Tema, cabe añadir que difícilmente se puede

pensar en una tutela jurisdiccional eficaz de los intereses de grupo en

España, cuando se observa el problemático funcionamiento general de la

Justicia en España, especialmente por la considerable duración de los

procesos: hay una cierta incapacidad de las estructuras existentes en

ciertos Juzgados y las reformas que pretenden paliar estas situaciones son

lentas. La C.E. consagra expresamente en el art. 24.2º el derecho a un

proceso sin dilaciones indebidas, siguiendo los pasos del art. 6.1º C.E.D.H.

y 14.3º c) PIDCP, y la jurisprudencia constitucional ha entendido que el

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derecho a la jurisdicción del art. 24.1º C.E., no puede desligarse del tiempo

en que debe prestarse por los órganos jurisdiccionales, pues debe

impartirse dentro de términos temporales razonables. En este sentido, las

últimas reformas procesales muestran una tendencia legislativa que prima

la simplificación y la rapidez del enjuiciamiento como uno de sus objetivos

principales. Así, por ejemplo, la L.O. 7/1988, de 28 de diciembre, de los

Juzgados de lo Penal y por la que se modifican diversos aspectos de las

L.O.P.J. y de L.E.Crim., y la L. 10/1992, de 30 de abril, de Medidas Urgentes

de Reforma Procesal.

El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, ubicado en los

arts. 24.2º C.E. y 139.16 C.Pr. goza de rango fundamental y por ello

participa de los caracteres que, a este tipo de derechos, le ha ido

asignando el T.C. en su interpretación del mencionado articulo, por ello es

de mayor valor (SS. 66/1985, de 21 de mayo; 15/1986, de 31 de enero),

conforme los componentes estructurales básicos de nuestro

ordenamiento jurídico (S. 53/1985, de 11 de abril) es un derecho

permanente, imprescriptible e irrenunciable (SS.TC 7/1983, de 14 de

febrero; 58/1984, de 9 de mayo) y es directamente aplicable sin necesidad

de desarrollo legislativo (S. 39/1983, de 17 de mayo).

Otras limitaciones que se señalan se refieren a la problemática de la

ejecución, en la que en ocasiones es ineficaz la ejecución forzosa por

inexistencia de bienes en el patrimonio del deudor. También deben citarse

las dificultades de ejecución de las obligaciones de hacer.

Finalmente, son de destacar los problemas de protección de los

intereses de grupo, colectivos y difusos. Los intereses de grupo no

individualizables, es decir, los que se refieren a objetos indivisibles

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susceptibles de apropiación exclusiva y cuya fruición por un miembro de

tal grupo no excluye la de los demás, tienen el problema de su escasa

aprehensibilidad y su difícil atribución individualizada a los ciudadanos, lo

cual choca con el marcado carácter individualista y patrimonialista que ha

venido rodeando a las instituciones procesales, y especialmente de las

exigencias de legitimación. Para estos intereses de grupo en sentido

estricto el individuo es, en expresión gráfica, “demasiado poca cosa” para

afrontar adecuadamente su tutela. Por otra parte, en el caso de que se

trate de aquellos intereses de grupo en cuyo trasfondo existen realmente

posiciones individuales, pero de contenido homogéneo, es característica la

situación de debilidad e inferioridad de los su-jetos afectados para

hacerlos valer jurisdiccionalmente, frente a las grandes empresas o las

administraciones públicas responsables de la amenaza o del perjuicio.

Incluso es frecuente que la exigüidad de lo que podría reclamarse no

compense las dificultades prácticas y el variado coste que puede conllevar

la exigencia de reparación (por ejemplo, reclamar 10 pesetas cobradas de

más en el recibo de la luz). Algunas normas como el art. 7, 3º o el art. 20,

1º L.G.D.C.U. dan entrada a su posible tutela jurisdiccional. Ante los

obstáculos mencionados se ha propugnado también la necesidad de

potenciar medidas preventivas, tanto administrativas como

jurisdiccionales, para evitar lesiones concretas, además de soluciones

amigables antes de acceder a los tribunales, incluida la vía del arbitraje,

que se ha visto como la panacea que resuelve todos los males de la

Justicia.

VI.7.- Protección.

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Para la tutela de las garantías constitucionales del sistema procesal

se han arbitrado una serie de medios para exigir la observancia de

aquéllas, por lo cual existen en nuestro ordenamiento una pluralidad de

esferas de protección.

En primer lugar, la protección del derecho fundamental a la tutela

judicial efectiva tiene lugar a través de los cauces procesales ordinarios, es

decir, el nivel más inmediato de protección tiene lugar a través de los

tribunales ordinarios. En este sentido, la S.TC 16/1982, de 28 de abril,

afirma que “… la Constitución, lejos de ser un catálogo de principios de no

inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que sean

objeto de desarrollo por vía legal, es una norma jurídica, la norma

suprema de nuestro ordenamiento, y en cuanto tal los ciudadanos como

todos los poderes públicos, y por consiguiente también los Jueces y

magistrados integrantes del Poder Judicial, están sujetos a ella arts. 9.1 y

117, 1º C.E. Por ello es indudable que sus preceptos son alegables ante los

Tribunales (dejando al margen la oportunidad o pertinencia de la

alegación de cada precepto en cada caso), quienes, como todos los

poderes públicos, están además vinculados al cumplimiento y respeto de

los derechos y libertades reconocidos en el capítulo segundo del título

primero de la Constitución art. 53, 1 c) entre los que se cuentan, por

supuesto, los contenidos en el art. 24”. Por lo tanto, haciendo uso del

sistema de recursos previstos en las normas procesales, cualquier

particular que haya sufrido lesión en sus derechos fundamentales podrá

acceder a la protección de su derecho.

Otras vías específicas de tutela jurisdiccional de este derecho

fundamental serían las previstas en algunas leyes como la L.O. 1/1982, de

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5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad

personal y familiar y a la propia imagen, modificada pos-teriormente por

L.O. 31/1985, de 29 de mayo, la L.O. 6/1984, de 29 de mayo que regula el

procedimiento de habeas corpus, L.O. 2/1997, de 19 de junio, del derecho

de rectificación, entre otras.

La protección, por supuesto, llega también al Tribunal

Constitucional, con acceso del ciudadano a través del recurso de amparo

(arts. 53.2º C.E. y 41 y 58 L.O.T.C.). El recurso se interpone ante el T.C. por

la parte agraviada y tras haber agotado todos los recursos utilizables en la

vía ordinaria (art. 44 L.O.T.C.). En estos casos se denuncia el acto u

omisión de un órgano judicial que dé lugar a la vulneración de la garantía

de que se trate. La sentencia del T.C. que otorgue el amparo, reconocerá

la garantía fundamental, restablecerá al recurrente en la integridad de su

derecho fundamental, adoptando las medidas adecuadas para su

conservación. Para obtener la anulación de las disposiciones legales que se

estimen contrarias al derecho fundamental no existe en nuestro

ordenamiento una vía similar al amparo contra leyes alemán, sino que

habrá de acudirse al recurso de inconstitucionalidad por parte de los que

estén legitimados (art. 162.1º a) C.E.), o a la cuestión de

inconstitucionalidad.

Finalmente, el justiciable puede acceder a los mecanismos de

protección supranacionales previstos en los tratados y convenios

ratificados por España, especialmente, ante la CEDH y el TEDH (art. 13

CEDH), previo agotamiento de la vía interna, según dispone el art. 26 del

mismo Convenio. En cuanto al acceso al Tribunal de Justicia de la CEE, el

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acceso de los particulares está muy limitado por las exigencias del art.

173.4º TCEE, reformado recientemente por el TUE.

OBSERVACIÓN: Se recomienda la lectura del trabajo “La efectiva

tutela jurisdiccional de las situaciones jurídicas materiales: hacia una

necesaria reinvindicación de los fines del proceso. (de PRIORI POSADA, G.)

Ius et veritas. Año XIII, núm. 26, págns. 54 a 73.

VII.- LA TUTELA DIFERENCIADA.

Lectura del trabajo: “Del mito del proceso ordinario a la tutela

diferenciada, Apuntes iniciales.” (de MONROY GÁLVEZ, J, y MONROY

PALACIOS, J.).