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El cuerpo de Ulises Adsuara apareció flo- tando en la bahía un domingo de agosto a las dos de la tarde cuando la playa estaba llena de gente. Las olas, que en ese momento eran sua- ves, lo fueron sacando a tierra boca arriba des- de alta mar y al principio sólo era un punto os- curo que se divisaba más allá del rompiente del segundo espigón, por eso muchos bañistas lo confundían con un palangre o un madero, pero después su forma se fue concretando y final- mente comenzó a flotar con los brazos abiertos entre la multitud que chapoteaba en la orilla. Nadie habría reparado en aquel cuerpo si hubiera ido en traje de baño ya que la sua- vidad de su vaivén era parecida a la de esos na- dadores que se hacen el muerto, pero en este ca- so se trataba de alguien que nadaba vestido con esmoquin, pantalón gris negro con cinta de se- da, fajín, camisa blanca, corbata de lazo y zapa- tos de charol. También llevaba una flor silvestre en el ojal que el oleaje no había logrado arran- car. Hubo un momento en que su mano cris- pada rozó el costado de una chica cuando ya el ahogado venía flotando entre los bañistas más www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Son de mar
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Oct 12, 2018

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El cuerpo de Ulises Adsuara apareció flo-tando en la bahía un domingo de agosto a lasdos de la tarde cuando la playa estaba llena degente. Las olas, que en ese momento eran sua-ves, lo fueron sacando a tierra boca arriba des-de alta mar y al principio sólo era un punto os-curo que se divisaba más allá del rompiente delsegundo espigón, por eso muchos bañistas loconfundían con un palangre o un madero, perodespués su forma se fue concretando y final-mente comenzó a flotar con los brazos abiertosentre la multitud que chapoteaba en la orilla.

Nadie habría reparado en aquel cuerposi hubiera ido en traje de baño ya que la sua-vidad de su vaivén era parecida a la de esos na-dadores que se hacen el muerto, pero en este ca-so se trataba de alguien que nadaba vestido conesmoquin, pantalón gris negro con cinta de se-da, fajín, camisa blanca, corbata de lazo y zapa-tos de charol. También llevaba una flor silvestreen el ojal que el oleaje no había logrado arran-car. Hubo un momento en que su mano cris-pada rozó el costado de una chica cuando ya elahogado venía flotando entre los bañistas más

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alejados de la orilla y el reproche que la chicale lanzó de repente se convirtió en un grito depánico que alertó a cuantos estaban alrededor yque enseguida se multiplicó en unas voces deauxilio o de terror cuando finalmente la gentese dio cuenta de que estaba nadando junto a unmuerto.

Acudió muy pronto la zodiac del equi-po de socorristas alertado por los gritos que seiban sucediendo hasta la playa. Ulises Adsuarafue cargado en la lancha y aunque parecía evi-dente que se trataba de un ahogado con mu-chas horas de navegación, el equipo de socorrohizo por él todo lo establecido en las normasde salvamento. Primero se intentó reanimarlocon la respiración artificial, con un masaje car-díaco, con todos los ejercicios que vienen en elmanual de la resurrección; un salvador muybragado le dio varios besos de tornillo con quetrató de devolverle el alma; después en la playase le puso cabeza abajo para que arrojara el aguaque llevaba dentro y finalmente fue deposi-tado en la arena ardiente vestido como un no-vio y mientras llegaba la ambulancia el náufra-go quedó a pleno sol con las pupilas dilatadasa disposición del turismo, que no siempre ha-lla un suceso de esta índole para matar el tediodel verano.

Aunque se trataba de un vecino de Cir-cea, pequeña ciudad de 20.000 habitantes donde

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todo el mundo se conocía, en el primer mo-mento nadie pensó en aquel Ulises Adsuara,que fue famoso en los bares del puerto. El nau-fragio apenas le había alterado el rostro, aunquesí el cuerpo, pero en este caso había un elementorealmente insólito: resulta que Ulises Adsuaraya había muerto ahogado otro verano, hacíadiez años. Entre los curiosos que ahora rodea-ban su cadáver el guardia civil jubilado Die-go Molledo, también vecino de esta poblaciónmarinera, fue el primero en advertir que aquelnáufrago no era desconocido. Cuando la am-bulancia se llevó el fiambre hacia la ciudad elguardia civil volvió a sentarse en el chiringuitoy no paró de darle vueltas a la cabeza mientrasse tomaba unas cañas. No lograba dar con elnombre del ahogado hasta que su señora le pi-dió al camarero otra ración de patatas fritas yuna mojama de atún. Eso le abrió de golpe lamemoria. ¿Patatas fritas, has dicho? ¿Mojamade atún? Aquel náufrago se parecía muchísimoa Ulises Adsuara, cayó de pronto en la cuentaDiego Molledo, guardia civil jubilado, pero en-seguida desechó esa posibilidad. Él era coman-dante del puesto cuando hace años, lo recor-daba muy bien, a Ulises Adsuara se le dio porahogado en esta misma playa, un domingo deagosto como éste. Su rostro no había cambia-do demasiado. Aunque hubiera jurado que setrataba de la misma persona, en Circea todo el

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mundo daba por supuesto que Ulises Adsuarahabía zozobrado en su barca aquel verano, demodo que el guardia aceptó que estaba sufrien-do una alucinación. Sólo unos pocos sabían queUlises le había pedido a su mujer patatas fritaspara comer ese día. A cambio él había juradoque le traería el primer atún de la temporada.Mientras Ulises naufragaba Martina estaba frien-do aquel domingo aciago esas patatas que tan-to gustaban a su marido, redondas, crujientes,ahogadas en el aceite de oliva que habían com-prado durante la excursión por el alto valle de laAlcudiana. Ese dato fue objeto de comentarioen la investigación, por eso ahora había abiertola memoria del guardia civil jubilado.

Cuando llegó la ambulancia al puestode la Cruz Roja del Mar también allí se produ-jo el natural revuelo de curiosos. Todos los ve-ranos se ahoga algún bañista en esta playa perola gente no acaba de acostumbrarse a este tri-buto que el Mediterráneo se cobra en especie acambio de tanta felicidad como proporciona.Los socorristas sacaron la camilla y antes deque fuera introducido en el ambulatorio el ca-dáver pasó descubierto por delante de la para-da de taxis que había en la puerta. Uno de lostaxistas, Vicente Lambert, viéndolo sólo de re-filón, dijo que aquel muerto era Ulises Adsua-ra, marido que fue de su prima Martina. Es

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más, lo afirmó de forma rotunda. Pero ense-guida otro taxista le rebatió:

—¿El profesor Ulises? ¡Cómo dices eso!Ulises ya murió una vez.

—No importa.—Murió también ahogado.—Se lo tragaría el mar o quien tuviera

más hambre, pero su cuerpo no ha aparecidotodavía.

—¿Y crees que un náufrago va a llegara tierra después de diez años o más?

—No importa. Ese ahogado es Ulises.Yo tengo buen ojo para los muertos —asegurósu pariente lejano, Vicente Lambert.

El cadáver quedó tumbado en una me-sa apropiada, cubierto con un paño, en aquelpuesto de socorro a la espera de que llegara eljuez, quien, como es lógico, siendo un domin-go de agosto, había hecho todo lo posible paraque no lo molestara nadie. Allí se personó unpolicía municipal, nuevo en la plaza, que prime-ro husmeó el fiambre, luego le registró el trajey del bolsillo interior del esmoquin le sacó unpasaporte empapado, hasta el punto que la tin-ta corrida hacía difícil leer el nombre del pro-pietario y su filiación. En cambio la fotografíaplastificada estaba en perfecto estado y corres-pondía a los rasgos del muerto que en ese mo-mento aún tenía los ojos azules muy abiertos yusaba la misma barba recortada que no era de

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aventurero. Después de descifrar con pacienciacada una de las letras, el policía concluyó quela documentación pertenecía a Andreas Mista-kis, natural de Corfú; de edad incierta, puestoque la fecha de nacimiento no se leía bien,aunque por la calidad de su dentadura parecíatener cuarenta años bien cumplidos.

Al principio se dio por bueno que el aho-gado era un turista extranjero, probablementegriego, según constaba en el pasaporte, pero enaquella habitación donde permanecía el cuerpoaparente de Andreas Mistakis entraba y salíagente. Unos por curiosidad y otros por morbolevantaban el paño mortuorio para verle la caray no pasó mucho tiempo sin que la polémicase planteara de nuevo. Las personas que rodea-ban la mesa eran paisanos del ahogado, algunasde su edad más o menos, de modo que podíanaportar algún dato acerca de su identidad. To-dos coincidían en que el parecido con Ulises Ad-suara, aquel profesor de literatura clásica, al quellamaban el Cazalla en los cafetines del puerto,era no sólo extraordinario sino casi milagroso.Pero uno de los presentes, Xavier Leal, que fueamigo y colega, profesor de dibujo en el mismoInstituto, planteó la primera duda. Ulises en vi-da tenía los ojos negros y su cadáver los teníaazules. Enseguida comenzó la discusión. ¿Có-mo se puede recordar el color de unos ojos des-pués de tantos años? Sólo si has estado muy ena-

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morado. El testigo Xavier Leal aseguraba queesas pupilas dilatadas cuya tonalidad era deun azul verdoso transparente no pertenecían aaquel compañero que había desaparecido bajolas aguas del Mediterráneo. ¿Acaso a Ulises, des-pués de pasar tanto tiempo en el fondo del mar,los ojos se le habían vuelto azules? Esta idea leparecía demasiado cursi o poética para manifes-tarla ante aquel cuerpo presente. En cambio lapequeña cicatriz que le partía la barbilla la reco-nocía como legítima de su colega, producto deun mordisco de amor que le había dado Marti-na en un momento en que ella sacó la loba quellevaba dentro, pero este hecho a Xavier Leal nole resolvió la duda. Creía que Ulises en vidano era tan alto, si bien el esmoquin le caía a me-dida.

Entre las personas que aguardaban aljuez no había ningún filósofo. De ser así, mien-tras llegaba el informe oficial de la muerte, sepudo haber discutido de fenomenología, de laapariencia de los seres o de la realidad de loscuerpos presentes. Una sola peca o una míni-ma herida ayuda más al principio de identidado a la investigación de un crimen que todos losconocimientos del alma humana. Las personascambian. Su individualidad se inscribe en lapiel mediante las erosiones que crea el tiempohasta labrar un jeroglífico que la policía debedescifrar y en esta tarea hay momentos en que

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los filósofos se cruzan con los detectives, peroalrededor del cadáver de Ulises Adsuara no ha-bía ningún filósofo y el único policía que seencontraba allí era nuevo en la localidad y nosabía nada de esta historia de aparecidos.

—Aquí hay un cadáver con el pasapor-te en regla —dijo el policía municipal—. Hayque llevarlo al depósito del hospital para la au-topsia. Que alguien avise al forense. ¿Por quéno viene el juez?

—El juez y el forense deben de estar enla playa.

—Habrán dejado, al menos, un núme-ro de teléfono.

—Lo estamos averiguando —contestóel jefe de los socorristas.

—Hay que buscarlos. Oficialmente es-te individuo no está muerto mientras no lo fir-me la autoridad competente y aquí hace muchocalor.

Encontrar a un juez y a un forense a lasdos de la tarde de un domingo de agosto enuna playa del Mediterráneo con siete kilóme-tros de sucesivas urbanizaciones que vertíanoleadas de cuerpos desnudos en la arena, todoscon el mismo deseo de quedar transfigurados,planteaba un problema tan difícil de resolvercomo saber quién era realmente aquel indivi-duo vestido de boda que estaba tumbado en lacamilla del puesto de la Cruz Roja en el puer-

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to. Después de una hora de discusión se llegóal acuerdo de que se necesitaba más superficiede piel para reconocer a aquel ser que habíavomitado el Mediterráneo. En estos casos siem-pre existe una peca secreta que soluciona laidentidad de las personas, ese código del tactoque sólo conocen los amantes en la oscuridad,pero allí no había nadie, ni siquiera su amigoíntimo Xavier Leal, que aportara una pruebainequívoca sobre la identidad del náufrago.Alguien dijo que la única forma de salir de du-das era llamar a Martina, la hipotética viuda,para que reconociera el cadáver. Lógicamenteella debía recordar el cuerpo de su primer ma-rido hasta el último detalle. El taxista VicenteLambert corrió en busca de su prima.

Mientras tanto, después de muchos in-tentos por localizar al juez y al forense a travésdel móvil que estaba fuera de servicio, el jefe delos socorristas optó por mandar una furgonetadotada con megáfono para que recorriera lasplayas voceando sus nombres, cosa que hizo du-rante una hora cuando el sol caía más a plomosobre la arena. Sin duda uno de aquellos cuer-pos desnudos, que se apelmazaban en la orilladel mar ese día tan caluroso de agosto, perte-necía a Fabián García, forense titulado, y otroa Leonardo Muñoz, juez de instrucción cuyafirma era necesaria para dar avío a un cadáver.

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En efecto, había que desenmascarar a un muer-to vestido de esmoquin, pero ¿quién sería capazde reconocer a un juez y a un forense total-mente desnudos? A lo largo del paseo marítimouna poderosa voz metálica que salía del techode la furgoneta dio varias pasadas sobre la ex-tensión de bañistas tendidos en la arena rogan-do a estos dos señores que se presentaran en elpuesto de socorro. Atención, atención, donFabián García, preséntese urgentemente en elambulatorio del puerto. El altavoz lo llamabade forma tenaz, cada vez con más autoridad,con más impertinencia. Atención, atención, seruega a don Fabián García, preséntese urgen-temente en la Cruz Roja.

El forense oyó sonar su nombre en elespacio y trató de abrir los ojos contra la verti-cal del sol que lo deslumbraba pero no hizonada por abandonar aquel sopor de las tres dela tarde. ¿Sería Dios quien lo llamaba para elJuicio Final? Aunque fuera eso, no pensaba le-vantarse de la tumbona. Tendría que bajar Diosa condenarle allí mismo en la playa de La Si-rena. El fulgor del sol en la piel le impulsó arebelarse, a hacerse fuerte en aquella modorratan dulce. Llegó a imaginar que si este placerdel verano coincidiera con el Juicio Final, al oírlas trompetas de los arcángeles, muchos muer-tos podían negarse a resucitar por simple pere-za y él, Fabián García, forense titulado, sería

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uno de ellos. Existe una rebeldía propia de loshedonistas, que se atrincheran en cualquier clasede dulzura y se niegan a experimentar más allá,pero desde el paseo el megáfono no cesaba derepetir su nombre obsesivamente, una y otravez. Pensó que tal insistencia se debía, no a quetuviera que resucitar él mismo, sino a que sehabía producido algún muerto. Que se vaya aldiablo, rezongó para sí. ¿A qué insensato se lehabría ocurrido morir bajo el esplendor de undía como ése? El forense era un resistente des-nudo que se sentía enmascarado por el resplan-dor del sol, de modo que decidió no cumplircon su deber y se quedó tumbado en la playa.Si había algún muerto, podía esperar a que ter-minaran esas horas de felicidad. Atención, aten-ción, se ruega a don Fabián García que se pre-sente a certificar un náufrago.

—Tendrás que ir. Insisten demasiado—le dijo su novia Marita extendida a su lado enla arena.

—No pienso hacerlo ahora. Iré despuésde la verbena. Tú y yo tenemos que bailar elchachachá —contestó el forense.

Por su parte el juez Leonardo Muñoz seencontraba a esa hora en la cala de los nudistas,al sur de la ciudad, un lugar al que sólo se po-día acceder a pie a través de varios barrancosescarpados, por una bajada muy brava despuésde dejar el coche en una pequeña explanada an-

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tes del acantilado. Leonardo Muñoz era un jueznaturista. Durante la semana celebraba juicios,dictaba sentencias y ni siquiera en los días defiesta abandonaba su oficio. En verano se lle-vaba algún sumario a la cala de los nudistas yse pasaba el domingo estudiando a pleno sol esospapeles completamente desnudo, solo, con unasempanadillas de espinacas y un perro lobo queatendía por el nombre de Reo. En ese momen-to tenía en las manos unos infolios en los quese relataban los pormenores de un crimen acae-cido en su demarcación: un constructor muyconocido en esa parte de la costa había apa-recido flotando dentro de una bolsa de plásti-co entre los cañaverales de un humedal con laevidencia de haber sido asesinado con un esco-petazo a bocajarro por la espalda. La lectura deeste caso de sangre se fundía en el cerebro deljuez con el sonido de las olas y los gritos de losniños.

La cala estaba repleta de nudistas a lastres de la tarde de ese domingo de agosto cuan-do, de pronto, Reo levantó las orejas, movió elrabo y se puso a mirar muy nervioso un puntoconcreto de la línea del mar. Al parecer le habíallamado la atención algún hecho que pasabainadvertido a cuantos nudistas estaban nadan-do en ese instante.

El perro había quedado de muestra mien-tras el suave oleaje de la cala traía desde alta

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mar hacia la arena un ramo de flores silvestres,atado con una cinta roja, que llegaba a la orillameciéndose entre los cuerpos que chapotea-ban. Tal vez esas flores, entre las que había al-gunos lirios salvajes, tenían a Reo muy intrigadoporque las estuvo olisqueando lleno de interéscuando una niña nudista las sacó a la playa paramostrárselas a los padres que estaban en sushamacas bajo una sombrilla. Poco después,por el mismo camino del agua, llegaba flotan-do una pamela blanca adornada con algunasfrutas de raso. El juez Leonardo Muñoz, aje-no al nerviosismo del perro, siguió estudiandoel crimen del constructor sin advertir tampo-co que era requerido por el teléfono móvil, elcual carecía de cobertura debido a lo angostode la cala.

Convencido de que el náufrago era Uli-ses Adsuara y nadie más, el guardia civil jubi-lado Diego Molledo que se había quedado enel chiringuito, llevado por un celo profesionalnunca apagado, después de meditar sobre elcaso a lo largo de tres cervezas, se decidió a in-vestigar por su cuenta y para afianzarse en suconvicción quiso contemplar de nuevo el ca-dáver. Se acercó al puesto de la Cruz Roja enel puerto y se sumó al corro de curiosos queopinaba sobre la identidad del muerto. Allí seenteró de la última novedad.

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—Es un extranjero —le notificaron.—¿Está demostrado?—Lleva pasaporte. Es un griego o un

italiano, nacido en Corfú, no se sabe todavía—contestó el policía municipal.

—Déjenme que le eche otro vistazo.—Está a su disposición —dijo el jefe de

los socorristas.—Es imposible que un hombre se ase-

meje tanto a su cadáver y no sea el muerto. Enmi vida he visto un parecido tan igual —afir-mó Diego Molledo después de escrutarle aten-tamente el rostro.

Además del rostro del ahogado el guar-dia civil Diego Molledo también comenzó aanalizar la ropa que vestía. El esmoquin pa-sado de moda tenía una mancha en la solapa yllevaba una etiqueta de un antiguo estableci-miento de Valencia; los zapatos de charol erande horma clásica; los pantalones aparecían conseñales de polilla aunque no estaban usados,de modo que el muerto daba la sensación deque acababa de salir de un viejo armario cerra-do durante mucho tiempo.

—Este pájaro se habrá caído borrachode algún yate durante una fiesta en alta mar—comentó alguien.

—También parece como si se acabarade casar. ¿Alguno de ustedes recuerda la boda deUlises? —preguntó el guardia civil jubilado.

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—Yo me acuerdo muy bien de su bodaporque fui uno de los testigos. Se casó con estemismo esmoquin. Estoy completamente seguro—contestó Xavier Leal, el colega del Instituto.

—Eso que dice usted es muy curioso.¿Podría explicarlo?

—Un servidor acompañó a Ulises unverano a Valencia a alquilar este mismo esmo-quin. Lo recuerdo por esta mancha en la solapa.

—¿Cómo es posible acordarse de eso?—Pues me acuerdo —exclamó Xavier

Leal.—¿Cuánto hace?—Unos diez años lleva ya muerto. Y con

Martina estuvo casado cinco o seis. Ésa es lacuenta. Los años que tenga su hijo Abelito.

—Ya, ya. ¿Y este papel? —exclamó elguardia civil jubilado haciéndose el detectiveinglés.

De uno de los bolsillos del esmoquinDiego Molledo acababa de sacar un papel hu-medecido que contenía un dibujo al carbonci-llo que el agua había convertido en una amal-gama negra casi indescifrable pero en ella aúnpodían adivinarse algunos trazos, entre ellos elde la firma. Al ver ese papel Xavier Leal quedómuy turbado, guardó silencio, salió a la calle yno pudo reprimir las lágrimas. Ahora podía ju-rar que aquel muerto era Ulises.

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El día en que lo tragó el mar, Ulises noiba vestido de esmoquin sino de pescador do-minguero, con vaqueros, camisa de cuadros,gorra de visera, gafas de cuatro dioptrías y pla-yeras. Aquella mañana de agosto, hacía diezaños, Ulises preparó sus pertrechos para salir apescar al curricán los primeros alevines de atúnque ya habían comenzado a bajar desde el golfode León, según contaban los marineros en loscafetines del puerto. Tenía una pequeña barca,bautizada con el nombre de su mujer, Martina,escrito en la aleta de estribor con letras azules.A media mañana en ella se hizo a la mar. Ya novolvió. Al caer la tarde su mujer fue a dar laalarma en el puesto de la Guardia Civil dondela atendió Diego Molledo y éste alertó al equi-po de salvamento de la Cruz Roja. La lancha delos socorristas salió en busca de Ulises juntocon otras embarcaciones de voluntarios pero lanoche se echó encima en medio de una fuertemarejada y hubo que abandonar el rescate. Aldía siguiente la barca de Ulises apareció a la de-riva a varias millas de la costa. Tenía el curricánlanzado y en él se había enganchado un atún demedio kilo, el que Ulises había prometido traera su mujer, mordido ya por otros peces. En elpequeño camarote habían quedado unas cerve-zas, un bocadillo de jamón intacto, el paquetede cigarrillos, las gafas y el transistor encendidoque en el momento en que la embarcación fue

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abordada por el equipo de socorro estaba dan-do por la radio local la noticia de la búsquedade Ulises alternándola con canciones de JulioIglesias. Ulises no sabía nadar. Y aunque hubie-ra sabido le habría servido de poco, dada laaltura en que se encontraba la barca y la fuertemarejada que se estableció de repente ese día.El guardia civil jubilado que había participadoen aquella operación no paraba de contar unay otra vez esta aventura a los recién llegados queya la sabían de memoria.

—Si el cuerpo no apareció, ¿a qué creeusted que se debe? El mar no quiere hombres.Tarde o temprano suele echarlos fuera, pero diezaños parecen demasiados. ¿No se habló de quese había suicidado atándose el ancla al cuelloy que se hundió a cien brazas de profundidad?—preguntó alguien al guardia civil jubilado.

—Tenía razones muy fuertes para no ha-cerlo. Ese domingo su mujer le estaba prepa-rando patatas fritas para comer.

—¿Y ésa es una buena razón para nomatarse?

—Lo es.—¿Ni para huir?—Eso creo —contestó muy firme el

guardia civil jubilado—. Según contó la mu-jer en su día Ulises le había prometido que letraería un atún recién pescado, el primero de latemporada, pero las patatas fritas eran lo que

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más le gustaba del mundo. Aunque sólo fuerapor eso tenía que haber regresado a casa. Nohabía nada que deseara tanto como pescar elprimer atún y que Martina friera unas patatascon aceite de oliva. Eso juraba ella.

Media hora después de haber salido eltaxista a avisar a su prima Martina a la man-sión del cerro donde ahora vivía, Vicente Lam-bert volvió al puesto de la Cruz Roja muy ex-citado diciendo que su prima Martina habíadesaparecido y que nadie sabía de su parade-ro desde el jueves en que se fue de casa conuna bolsa de deporte sin despedirse de nadie.De esta forma en torno a este suceso comenzóa crecer la curiosidad y, si bien a esa primerahora de la tarde de aquel domingo de agosto eltermómetro marcaba cuarenta grados, algunosallegados al caso se fueron acercando al puestode la Cruz Roja y entre ellos estaba el cons-tructor Alberto Sierra, actual marido de la de-saparecida Martina, y el hijo que el náufragoUlises tuvo con ella, a quienes acompañabanotros familiares y conocidos. Abelito era un ni-ño todavía cuando a su padre se lo tragó el mar.Ahora tenía unos quince años y parecía muyreflexivo. El policía municipal levantó el pañoy le presentó el cadáver al muchacho que quedóperplejo observándole el rostro detenidamen-te. El policía le preguntó:

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—¿Lo reconoces como tu padre?—No estoy seguro —contestó el mu-

chacho después de un largo silencio.—¿No recuerdas ninguna señal que tu-

viera en la cara o en las manos?—Sólo recuerdo su voz. Mi padre a ve-

ces me llevaba al mar en su barca y me cantabacanciones napolitanas.

Aunque tampoco reconocía la identidadde aquel náufrago, para el actual marido de ladesaparecida Martina de pronto tomaron sen-tido algunas reacciones equívocas, ciertos silen-cios confusos de su mujer durante el últimoaño. Comenzó a sospechar que estaba sucedien-do algo muy desagradable. Alberto Sierra eraun hombre importante en la localidad, metidoen política y que además tenía una constructo-ra con centenares de apartamentos y chalets re-partidos por playas y colinas de aquel lugar dela costa. Estaba acostumbrado a imponer suvoluntad en el Ayuntamiento con métodos nomuy legales y de él se decía que criaba un coco-drilo en la piscina y que si hubiera nacido enSicilia el capo de los mafiosos le habría servidopara ir a por tabaco, pero tenía el corazón mástierno que uno pueda imaginar.

El orgullo de Alberto Sierra le impedíamanifestar la angustia que sentía por la desa-parición de su mujer. Podía tratarse de un se-cuestro, aunque hasta ese momento no había re-

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cibido ninguna llamada exigiendo rescate. Tam-poco se había descartado un accidente, perodespués de tres días de ausencia todas las comi-sarías y hospitales ya habían sido investigadossin resultado alguno. Y por otra parte, pensarque su mujer se había fugado con un amante lesumía en la más profunda humillación. A él nopodía pasarle eso. No concebía que Martina,tan dulce y tan sumisa, le hubiera abandonado.Se lo había dado todo. Hija de un tabernero,después mujer de un desarrapado profesor deInstituto desaparecido en el mar, ahora Martinaera la señora de este multimillonario, el más in-fluyente político de la ciudad, el cacique indis-cutible que mandaba en la sombra. Pese a queno estaba dispuesto a admitir esta contrariedad,sintió una emoción muy confusa cuando vioaquel cadáver vestido con ese maldito esmoquinpasado de moda que él reconocía. No era el ros-tro del náufrago sino ese esmoquin y la puta floren el ojal lo que le había perturbado. El día an-terior había visto ese traje de novio en el podri-do camarote de un barco y era el mismo que sumujer había guardado en un baúl del desván. En-tre la gente que rodeaba el cuerpo del extranjeroahogado comenzó a cundir también la preocu-pación por el paradero de Martina.

¿Dónde estaba el juez? ¿Por qué no ha-bía llegado todavía el forense? Eran las pregun-

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tas que se hacían el policía municipal, el guar-dia civil jubilado, el grupo de socorristas, el ta-xista y otros allegados a este suceso a quienes aesa hora del domingo se les estaba pasando yala comida. En ese momento preciso Reo, el pe-rro lobo del juez, había comenzado a ladrarmuy excitado en la cala de los nudistas. Tam-bién comenzaron a oírse los gritos de unas ni-ñas. Primero había llegado el ramo de flores sil-vestres navegando y a éste le había seguido lapamela adornada con frutas de raso color lilaque trajeron las olas hacia la arena. Ahora uncuerpo de mujer estaba siendo batido por gol-pes de mar contra las rocas del farallón y allílo divisaron unos bañistas alarmados. Despuésla resaca lo fue llevando hacia el fondo de la calaque cerraba la pequeña bahía y parecía llegarmeciéndose con toda suavidad hasta la playa.Era una mujer vestida con traje sastre de Cha-nel, de un tono blanco crudo. Había perdido loszapatos, pero no el collar de perlas ni las pul-seras de oro. Flotaba boca abajo con los brazosabiertos. Varios nudistas de pie con el agua a lacintura recibieron a aquella mujer llena de algasy entre el oleaje la sacaron a la arena donde fuetendida y auxiliada inútilmente.

En este caso no hubo duda alguna. Des-de el primer momento muchos nudistas, entreellos el juez, reconocieron enseguida a la aho-gada. Era Martina, la esposa del constructor

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Alberto Sierra, aunque la mayoría ignoraba quetambién fue mujer de Ulises antes de que a és-te se lo hubiera tragado el mar hacía diez años.El levantamiento del cadáver no tuvo esta vezninguna demora: lo ordenó al instante el propiojuez, Leonardo Muñoz, completamente des-nudo, y fue él mismo quien llamó por el móvilal servicio de socorro para que acudiera a la calade los nudistas a llevarse a la mujer. Su cuerpopodía salir de la cala por tierra o por mar, pe-ro el equipo de salvamento anunció que iba amandar una ambulancia que quedaría aparca-da en la pequeña explanada donde comienzael acantilado. El cadáver de Martina debía sertransportado hasta allí a brazo o en camilla ypara eso tenía que ser ascendido por un sende-ro escarpado hasta lo alto de la trocha despuésde atravesar algunos barrancos muy abruptos.

Cuando llegaron los camilleros de la CruzRoja el cadáver de Martina vestido de Chanelestaba tendido en la arena y el grupo de nudis-tas que lo rodeaba tuvo que abrirse para quefuera cargado. Alguien le había colocado el ra-mo de flores en las manos y la pamela de fru-tas sobre los pies descalzos y de esta forma fuellevado hasta la ambulancia. Bajo el sonido delas chicharras y el violento aroma de las hierbassilvestres los despojos de Martina pasaron a ple-no sol por un pedregal que lanzaba destellosminerales. El termómetro marcaba cuarenta gra-

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dos a la sombra a esa primera hora de la tardede aquel domingo de agosto y el calor borrabalos perfiles de la naturaleza hasta formar contodo una pasta solar muy turbia que no se dis-tinguía del sudor de los ojos. El juez metió elsumario en la cartera, llamó a Reo y tirado porla correa del animal a lo largo de la empinadasenda, totalmente desnudo a excepción de lasplayeras Nike, acompañó a la camilla hasta laexplanada. Dentro de su propio coche allí apar-cado se vistió sucintamente con un pantalóncorto y luego siguió a la ambulancia hasta elpuesto de la Cruz Roja del Mar donde el cadá-ver del supuesto Ulises vestido de novio espe-raba el de Martina también vestido de novia,como si fueran a celebrar esta vez unas nupciasal otro lado de la vida.

En el puesto de la Cruz Roja se sabíaque llegaba una ahogada. Al parecer ese día elmar había dado una gran cosecha, pero nadiesospechaba que fuera Martina esta segundavíctima. Alguien anunció que con el cadávertambién venía el propio juez que lo había le-vantado y el público de curiosos y allegados querodeaba el ambulatorio, cuyo edificio tenía latraza de una capilla en medio de la explanadadel puerto, semejaba a ese grupo de invitados auna boda que espera fuera de la iglesia a quelleguen los contrayentes. En este caso el novio,

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aunque nadie sabía quién era, ya había venidodesde alta mar por el lado de la playa abiertaque se extiende al norte de la población de Cir-cea y ahora la novia salida también de las aguasazules estaba a punto de arribar por el sur desdeuna de las calas del acantilado. A simple vistaparecían dos seres hechos el uno para el otroque se buscaban más allá de la muerte.

Cuando la ambulancia se hizo visible en-tre los contenedores que esperaban el embarqueal pie del transbordador de Ibiza el públicoprodujo el natural murmullo de expectación yal instante se abrió para facilitar la maniobraen la misma puerta del ambulatorio. En esemomento algunos repetían el nombre de laahogada sin equivocarse. Era Martina, mujerde Ulises, Martina, la esposa del constructor,la madre de Abelito, la hija de Basilio Lam-bert, dueño de El Tiburón, una de las cantinasdel puerto.

Nadie se equivocaba porque Martinapodía ser las tres o cuatro mujeres a la vez. Uli-ses la estaba esperando dentro tendido sobreuna mesa en una habitación donde tambiénhabía una zodiac de salvamento. El hijo Abe-lito y su padrastro, el multimillonario Alber-to Sierra la aguardaban en primera fila bajo eldintel para ser los primeros en recibirla cuan-do se abriera la ambulancia. Ambos alimen-taban una remota esperanza de que se tratara

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de un cadáver incierto, pero habían comen-zado a llorar de antemano sin tener la absolutaseguridad de por quién lo hacían, y para dete-ner sus lágrimas no fue suficiente el que Mar-tina llegara sonriendo abrazada a un ramo delirios salvajes más hermosa que nunca, cosa queasombró a todo el mundo. Apenas cumplidoslos treinta y cinco años Martina manifestaba lasazón de una gran belleza sólo arañada porunas leves arrugas que la hacían aún más atrac-tiva y su cuerpo tenía una fragilidad que obli-gaba a imaginarla como un ser transparentesin dejar de ser por eso una mujer muy fuerte.Al posarse la muerte sobre ella, lejos de abotar-garla a causa del naufragio, le cubrió el rostrocon una dulzura que llegaba a la fascinación.De esta forma fue apeada de la ambulanciamientras el barco que iba a zarpar hacia la islahizo sonar la sirena cuyo oscuro soplido pare-cía un homenaje a los náufragos y el llanto dela familia siguió a este sonido hasta la habita-ción donde los camilleros la depositaron enotra mesa junto al cadáver de Ulises y, aunquenadie lo dijo, todos pensaron que hacían unamagnífica pareja.

El juez dio algunas explicaciones a losfamiliares acerca de la aparición del cadáver deMartina en la cala de los nudistas. A su vez elguardia civil jubilado volvió a contar los por-menores de la llegada del ahogado allí presente

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a la playa abierta. Al contemplarlos ahora jun-tos y acicalados como para una fiesta o cere-monia nupcial, todos sospecharon que amboscuerpos estaban relacionados o atados por unnudo irremediable; en principio se creía quepodía tratarse de un crimen o de un misterioque habría que resolver, pero nadie imaginó queestos cadáveres acababan de vivir una maravi-llosa historia de amor.

A ciencia cierta no se podía asegurartodavía quién era el contrayente que habíaacompañado a Martina al más allá. Ulisesno tenía familia. Algunos amigos y conocidosaportaron detalles pero ninguno era conclu-yente. Después de que los familiares derrama-ran las lágrimas inevitables la pareja de ahoga-dos, previa orden del juez, partió en la mismaambulancia hacia el depósito del hospital co-marcal situado en la falda de una montaña convistas al mar para que el forense realizara la au-topsia y hacía tanto calor en ese momento quela ropa de los cadáveres se había secado ensegui-da pero ahora ellos habían comenzado tam-bién a sudar.

Bajo el bochorno de ese domingo de agos-to las terrazas del puerto a la sombra de losplátanos estaban repletas de turistas sedientos ylos ahogados cruzaron este bullicio del paseoflanqueando el tinglado de la orquesta que iba

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a amenizar las fiestas del verano. Los noviosllegaron al depósito y fueron guardados en elfrigorífico. Poco después comenzó a sonar laorquesta en el paseo de las palmeras frente almuelle donde estaban atracados los pesquerosy mientras tanto ya doblaba el sol sobre el cas-tillo dispuesto a componer un crepúsculo san-griento de primera calidad, algo así como unagloria de Bernini que a veces hacía aplaudir alos forasteros.

En el polvoriento atardecer, con el solya muy oblicuo, el espejo de la dársena se habíaconvertido en una lámina de oro y en ella flo-taban las manchas iridiscentes de aceite pesa-do que dejaban los transbordadores de Ibiza yotros cargueros. A lo largo del muelle estabantendidas las redes de pesca con boyas de to-dos los colores y entre ellas se habían montadopuestos de helados, tenderetes de pipas y cara-melos, mercadillos de pequeña artesanía conmantas tendidas en el suelo y abriéndose pasoen el bullicio de la fiesta pasaban grupos de jó-venes con las mochilas para abordar los sucesi-vos barcos rumbo a la isla y sobre esta sensaciónde felicidad mediterránea donde no faltabangatos paseándose por las cubiertas de las barcassonaba una orquestina que no tocaba rock si-no canciones melódicas a cargo de un vocalistacon patillas, pelo de brillantina, paquete ceñi-do, camisa con alas y un peine en el bolsillo de

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atrás. Desde lo alto de la tarima bajo las pal-meras cantaba un bolero de Benny Moré quedecía: Hoy como ayer, yo te sigo queriendo, mibien, con la misma pasión que sintió mi corazónjunto al mar.

Esa melodía bailaba el forense FabiánGarcía amarrado a su novia Marita en medio deuna multitud sudorosa y feliz bajo un aromade almendras garrapiñadas. Las terrazas de loscafetines del puerto estaban pobladas de vera-neantes con la tripa al aire rodeados de madresque tiraban de los carritos de bebés sobre enva-ses pringados con restos de helados y había llan-tos de algunos niños, gritos de muchas pandillasadolescentes que lamían algodones de azúcar yestruendo de tubos de escape de las motos quecruzaban. Algunas ventadas del siroco se lleva-ban este jolgorio de la tarde de domingo hacialas afueras del barrio marinero y por la punta dela escollera se perdía en el mar y con el viento sealejaban también las melodías de amor que can-taba el vocalista entre solos de trompeta. Era lamitad de agosto. El verano no había entradoaún en melancolía y aunque ése había sido undía aciago en que había finalizado trágicamenteuna historia de pasión, la gente bailaba, escupíapipas de girasol, tomaba cerveza, sudaba y erafeliz sin importarle nada que no fuera vivir eseinstante, y el más pegado a la dicha del momen-to era el forense Fabián García.

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Pero en mitad de la verbena, cuando elsol ya se iba por detrás del castillo, al forenselo descubrió el mismo socorrista que le estuvollamando con el megáfono en la playa y queahora bailaba a su lado la canción Corazón demelón, de melón, melón, melón, corazón y sin de-jar de bailar, el joven socorrista se acercó aloído del forense y le dijo:

—Dos cadáveres le esperan a usted enel frigorífico. Le hemos estado buscando todo eldía.

—¿Ha habido algún crimen? ¿Tiene esoalgo que ver con la muerte del constructor?—preguntó el forense bailando el foxtrot.

—Son dos ahogados. Dicen que uno deellos ha vuelto a tierra después de diez añosde haber naufragado.

—Como Ulises —exclamó el forense.—¿Cómo ha sabido el nombre?—He leído la Odisea, joven. No crea

que soy analfabeto.

Los cadáveres de Ulises y de Martinahabían pasado la noche de bodas en la neveradel depósito en el hospital y estaban prepara-dos para emprender un eterno viaje de luna demiel en cuanto el forense les hiciera la autop-sia. El hospital era muy alegre. Todas las habi-taciones y los quirófanos tenían vistas al mar.Enfermeras muy lozanas iban cantando por los

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pasillos, los celadores también silbaban tona-dillas de moda mientras tiraban de las camillasy los cirujanos se llamaban a gritos para con-certar paellas entre ellos para el fin de semana.La sala de disección se abría con un gran ven-tanal a un panorama azul con toda la bahía.Los días en que soplaba el mistral, que es unviento claro, desde allí se divisaba Ibiza comouna nítida silueta mineral; a levante salía el vás-tago del cabo con el acantilado lleno de erosio-nes y grutas marinas; por el norte aparecía lafortaleza romana de Sagunto detrás de las bru-mas que exhalaba la Malvarrosa cerrando esteseno del Mediterráneo.

A primera hora de la mañana, mientrasrealizaba la autopsia a la pareja de ahogados, elforense tenía ante sí esta espléndida visión. Porlo demás el trabajo no carecía de rutina, peroeran tan hermosos y elegantes los cadáveres queFabián se propuso hacerles el menor daño po-sible. Se limitó a buscarles las entrañas bajo elesmoquin y las sedas de Chanel y cuando le-vantaba los ojos veía salir por la bocana delpuerto el barco que iba a la isla cargado de jó-venes con mochilas que eran como guerrerosdispuestos a ganar una gran batalla. Tambiénveía pasar los veleros de alguna regata y las bar-cas de pesca que estaban faenando. Por el con-trario, si bajaba la mirada sólo podía hallar unasvísceras sin demasiado misterio.

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El análisis del cuerpo de Ulises demos-tró que su estómago y sus pulmones estabanllenos de agua de mar. No presentaba ningúnsíntoma que no fuera el de un náufrago or-dinario. Lo mismo sucedía con el cadáver deMartina. Todo estaba en regla. No obstante elforense debía realizar todavía algunos cultivosy mientras con el bisturí se abría paso en elinterior de ambas carnes para extraer algunasmuestras comentó que ya estaban pasando losatunes y que había que prepararse para salir depesca dentro de unos días.

—¿Quién será este individuo, Ulises Ad-suara o un turista de Corfú? —le preguntó elayudante al forense.

—No sé. Voy a tomarle las huellas dac-tilares y se las daré al juez. ¿Sabes?, a mí lo quemás me gusta es pescar al curricán con cucha-rilla. No tienes que cambiar de cebo.

—Ahora están pasando sólo los alevines.Debería estar prohibido pescarlos. Mira esto,Fabián —exclamó el ayudante.

—¿Qué es eso?—Ha aparecido un pequeño boquerón

en el estómago de Ulises o de quien quiera quesea este caballero.

—Qué curioso. ¿Ves? —dijo el forenseFabián—. Debería estar prohibido pescar bo-querones, eso sí. Pero los atunes son peces queengordan por momentos porque no pueden pa-

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rar de comer y de navegar y nunca duermen.Hace un tiempo en la almadraba de esta cofra-día se anilló uno de esos alevines con una cha-pa en la que se hizo constar la fecha, el peso y eltamaño de la pieza, unos diez centímetros delargo y doscientos gramos de peso aproxima-damente. Al cabo de cuatro años ese atún fuecapturado cerca de la isla de Sumatra y pesabacasi cuatrocientos kilos. Oye, corta por aquí.Vamos a sacarle un trozo de intestino a este se-ñor tan elegante, pero cuida de no estropearleel esmoquin porque parece que esta tarde se vaa casar. Ahora hay que tomarle las huellas dac-tilares a esta pareja de argonautas. Después ha-remos la ficha y asunto terminado. ¿Te vienesel sábado a pescar?

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Trabajo
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