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MUERTE EN EL VATICANO Novela donde se une lo imaginario con lo real MAURICE SERRAL Y MAX SAVINGNY Es preciso retroceder más de un milenio para que la idea de dar muerte al Papa pueda tener alguna verosimilitud. El año 1897 encontramos a un Esteban VI, que muere estrangulado. Sin embargo, en los últimos lustros, la humanidad ha estado pasando por experiencias violentas que rebasan las fronteras de lo ordinario y violan lo que siempre se había visto como su código más sagrado. Hechos concretos, como secuestros de personas y vehículos, asesinatos en las más altas esferas y otros parecidos, han suministrado a los autores de Muerte en el Vaticano material real para presentar, en forma de novela, pero muy en consonancia con los tiempos actuales, una situación que parece pertenecer a épocas superadas hace unos diez siglos. Las circunstancias, la conducta de los personajes, la sucesión de los acontecimientos son tan auténticas, que hacen estremecer al más imperturbable. En las páginas de este libro un plan siniestro, factible por muchos conceptos, va perfilándose con espantoso realismo. Sus consecuencias obligan al lector a preguntarse si la humanidad podrá afrontar los cambios que su ejecución provocaría en el orden universal. Muerte en el Vaticano impresiona y conmueve el ánimo del lector porque todos los elementos de la narración se sitúan en la indefinida línea divisoria que separa lo imaginario de lo real.
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Serral Maurice - Muerte en El Vaticano

Jun 21, 2015

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MUERTE EN EL VATICANO Novela donde se une lo imaginario con lo real MAURICE SERRAL Y MAX SAVINGNY Es preciso retroceder más de un milenio para que la idea de dar muerte al Papa pueda tener alguna verosimilitud. El año 1897 encontramos a un Esteban VI, que muere estrangulado. Sin embargo, en los últimos lustros, la humanidad ha estado pasando por experiencias violentas que rebasan las fronteras de lo ordinario y violan lo que siempre se había visto como su código más sagrado. Hechos concretos, como secuestros de personas y vehículos, asesinatos en las más altas esferas y otros parecidos, han suministrado a los autores de Muerte en el Vaticano material real para presentar, en forma de novela, pero muy en consonancia con los tiempos actuales, una situación que parece pertenecer a épocas superadas hace unos diez siglos. Las circunstancias, la conducta de los personajes, la sucesión de los acontecimientos son tan auténticas, que hacen estremecer al más imperturbable. En las páginas de este libro un plan siniestro, factible por muchos conceptos, va perfilándose con espantoso realismo. Sus consecuencias obligan al lector a preguntarse si la humanidad podrá afrontar los cambios que su ejecución provocaría en el orden universal. Muerte en el Vaticano impresiona y conmueve el ánimo del lector porque todos los elementos de la narración se sitúan en la indefinida línea divisoria que separa lo imaginario de lo real.

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Contenido I ROMA - 5. II Florencia - 43. III PARÍS - 95. IV VERONA - 111. V ORIENTE - 127. VI ROMA - 143. MUERTE EN EL VATICANO

I ROMA Todo estaba preparado para el magnicidio. Hacía tiempo que los complotados estudiaban minuciosamente el plan. No poda fallar. No se trataba de complotados cualesquiera. Entre ellos había un ex general que se había distinguido por su audacia y habilidad durante la campaña de Abisinia y un ex jefe de la inteligencia militar que había burlado el bloqueo inglés y desmantelado el espionaje aliado en África. También contaban con el técnico en electrónica que había participado en el atentado que más cerca estuvo de costarle la vida al general De Gaulle. Y además, con un equipo rigurosamente seleccionado de expertos que pondría en marcha el complicado mecanismo para terminar con la vida de la ilustre víctima. Y es que tampoco se trataba de una víctima cualquiera. Desde hacía por lo menos mil años esta sería la primera vez que se asesinaba públicamente a un Papa. El día fijado para el crimen cada hombre estaba en su puesto. Todos, seguros de lo que tenían que hacer. Todos, menos uno. Gennaro Santamara revisó por décima vez el flamante Alfa Romeo robado la noche anterior. Las falsas placas diplomáticas estaban ya colocadas y el delicado mecanismo electrónico. Sin embargo, el pistolero continuaba dando vueltas en torno al automóvil, buscando inútilmente una falla que le permitiera retrasar la terrible decisión. Cuando una semana atrás había aceptado el siniestro encargo, pensó que lo llevaría a cabo con la misma frialdad profesional con que había eliminado a policías, jefes de bandas rivales o competidores en el tráfico de drogas. Pero matar a un Papa era diferente. Ahora se daba cuenta.

Desde que lo habían deportado a Italia, su país natal, comprobaba extrañado, que volvían a aflorar en él viejos sentimientos religiosos que creía desvanecidos para siempre. Le parecía volver a escuchar las plegarias de su niñez, en la pequeña aldea siciliana donde había nacido. Venían a su mente viejos cánticos religiosos y volvía a ver al viejo cura párroco que le enseñó las primeras letras, las únicas que adquirió en toda su vida. Después vino la emigración y la vida azarosa del delito organizado. En Chicago había conocido a algunos hombres de iglesia. Pero eran americanos, hablaban otro idioma y nunca le parecieron sacerdotes auténticos. Y ahora se preparaba para asesinar al más auténtico de todos. Al sacerdote número uno de la Iglesia. Al que los creyentes llaman Santo Padre. El crimen al que se había comprometido, se le aparecía ahora en toda su enormidad y empezaba a darse cuenta de que no sería capaz de cumplir la parte que se le había encomendado. La peor parte, la más directa, la más mortífera. Toda la noche pasó

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dando vueltas a estos pensamientos, mientras buscaba un pretexto que le permitiera desligarse del monstruoso delito. Era muy avanzada la noche cuando por fin sus dudas se desvanecieron, cesó su lucha interior y lo invadió una extraña tranquilidad. Había tomado una resolución. Cerró cuidadosamente la puerta del destartalado garaje de la Vía Petrella, encendió un cigarro y se sentó dentro del coche robado a esperar que amaneciera. El hermano Ettore despertó sobresaltado. Tenía la sensación angustiosa de que algo siniestro e impreciso había roto el orden natural de las cosas. Algo no encajaba en el marco habitual de su vida cotidiana ni en el ordenamiento severo de la rutina vaticana. ¿Qué era? Atontado, recorrió con la vista la humilde habitación que casi parecía una celda. Una celda como la que ocupaba en el ruinoso convento de su pueblo natal en la Lombardia, cuando todavía no soñaba que un día tendría el honor de ser sirviente del Papa. Había pasado una noche atormentado por extraños sueños que ya empezaban a desvanecerse. Recordaba, confusamente, lamentos que resonaban, lúgubres, por los viejos corredores vaticanos. Monjes que entonaban letanías fúnebres. Un mar de sombras que avanzaba hacia él, como queriendo envolverlo. Pero no eran esos sueños los que le habían producido esa sensación angustiosa. Había sido un momento brevísimo, justamente cuando despertó. O mejor dicho, cuando estaba todavía en ese limbo brumoso, entre el sueño que se disipaba y la vigilia que todavía no se afirmaba. Tenía la impresión de que había visto algo en ese momento. Algo inquietante. Pero inmediatamente, la imagen se había desvanecido. Y era algo cargado de peligro y amenaza. Recorrió con la vista los objetos familiares: un lavamanos y una jofaina propia del siglo pasado, un rústico armario, la pequeña mesa de noche y la ascética cama en que estaba acostado. Todo seguía igual. Entonces, ¿por qué esa visión fugaz, presentida, más que vista, de algo ominoso? Miró por la ventana y entonces vio. Comprendió qué era lo que había producido en él esa sensación de interrupción de su mundo habitual. Simplemente, la ventana del aposento papal estaba iluminada desde el interior. Su Santidad mantenía la luz encendida. A las seis de la mañana, y cuando ya el sol de un otoño tardío se insinuaba a través de la inmensa mole del Vaticano. El hermano Ettore sonrió tranquilizado. Era extraño ver encendida la luz eléctrica en la recámara papal a esa hora, pero no era para alarmarse. Sin embargo persistía en él la sensación de que había visto algo más. ¿Quizá en la misma ventana? No podía asegurarlo. Sentía todavía la cabeza pesada por el sueño. Hizo un esfuerzo por recuperar la lucidez. A sus setenta y cinco años, cada mañana el esfuerzo era mayor. Pronto tendría que dejar el puesto a alguien más joven. Pero entre tanto, pensaba continuar prestando sus modestos servicios. Hasta que la artritis lo inmovilizara definitivamente. Su memoria también había empezado a fallar en toda la línea. En realidad, su organismo era un barco que hacía agua por todas partes. "De todos modos, todavía me quedan cinco años", pensó, irónico. "Por lo menos, los cardenales, hasta los ochenta, gozan de todas sus prerrogativas. Pero después de esa edad, pierden una de las más importantes: la de elegir al sucesor del Supremo Pontífice. Así lo había dispuesto Pío XII. ¿O había sido Juan XXIII? No. Fue Paulo VI. Ahora lo recordaba. En su memoria se confundían los reinados pontificios. Había servido a cuatro Papas. "Elegir sucesor al Santo Padre es una gran responsabilidad", pensó. "Es natural que esté reservada solo a los jóvenes". A los jóvenes menores de ochenta años. En el Vaticano, juventud y vejez tenían otra dimensión. Ningún Papa de los

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que había conocido había muerto antes de los ochenta años. Y este Juan Clemente que acababa de subir al Solio apenas tenía sesenta y cinco y parecía fuerte y sano. Seguramente tenía para mucho tiempo de reinado. Con suerte podría estar reinando todavía para el año 2000. El, el humilde hermano Ettore, naturalmente con sus setenta y cinco años, no llegaría a conocer al sucesor. Echó otra mirada a la ventana del aposento papal. Seguía iluminada. Y ya el sol alumbraba el edificio del Vaticano. Sintió una inquietud inexplicable. "¿Se habrá quedado dormido con la luz encendida?", pensó, desconcertado. "¿O habrá pasado leyendo toda la noche?" ¿Por qué un detalle mínimo como este lo desazonaba así? El mismo no poda explicárselo. La vejez, quizá. Cada vez iba siendo más difícil aceptar lo que salía de la rutina establecida a lo largo de los años. Y en los cuarenta que llevaba de servicio en el Vaticano no recordaba que un Papa hubiera dejado encendida la luz de su recámara toda la noche. Mientras se lavaba y se vestía, siguió ordenando recuerdos de su vida en el Vaticano. Recordar fechas era un buen ejercicio mental, sobre todo para alguien que perdía la memoria en forma alarmante, como él. Volvió a revivir ese día de verano de 1938 cuando el Padre Mayordomo que entonces era tan anciano como él lo era ahora, lo había iniciado en sus labores de servidor del Papa. El Papa era Pío XI en esa fecha. Pío XI, que acababa de cumplir ochenta y un años y que ya mostraba un rostro velado por la muerte próxima o por la tristeza de ver que la obra pacifista que había marcado todo su pontificado, se derrumbaba ante una Europa que parecía correr, gozosa, hacia el suicidio. Recordaba hasta en los menores detalles ese día. Un día memorable para Roma y para Italia. Y no porque el se hiciese cargo del servicio del Papa, naturalmente. Era el día de la llegada de Hitler en visita oficial a Roma. La atmósfera delirante de la ciudad contrastaba con el silencio y la soledad de los corredores vaticanos. El Padre Mayordomo lo había llevado ante Su Santidad para presentarlo. Pero encontraron al Pontífice con la cabeza hundida entre las manos, escuchando por la radio el belicoso discurso de Mussolini. El Papa tenía una expresión tan sombría que el Padre Mayordomo optó por dejar la presentación para el día siguiente. Conservaba un recuerdo conmovido de Pío XI. Un Papa humano, bondadoso, de sonrisa fácil, de palabra siempre amable y oportuna. Paciente y tolerante. En el breve año que estuvo a sus servicios, el hermano Ettore cometió muchas torpezas y equivocaciones. Quizá el empeño exagerado que ponía en atenderlo era la causa. Pero Pío XI se lo perdonaba todo. Le costó un año acostumbrarse a la idea de que vivía bajo el mismo techo que el Papa. Era solo un criado, es cierto, pero cuántos en su pueblo lo envidiaban. Ver todos los días, al jefe supremo de la cristiandad. Pensar que reyes y jefes de estado tenían que pedir audiencia para verlo. Y él no necesitaba permiso de nadie. Le bastaba llevarle el desayuno cada mañana. Al año, el buen Papa Pío XI murió. Justo cuando el hermano Ettore había aprendido por fin a satisfacer las exigencias cotidianas de su patrón, sin equivocaciones ni tardanzas. Luego vino el otro Pío. El XII. ¡Qué diferencia! Lejano, frió, ascético, siempre serio. Jamás tuvo una palabra dura para él, es cierto. Jamás un reproche, pero jamás una sonrisa tampoco. Por lo demás, no era él solo quien atendía las necesidades domésticas de Pío XII. El Pontífice se había traído de Munich una monja alemana, fuerte y enérgica que miraba con no disimulado desdén al nervioso y solícito lego milanés. Poco a poco fue remplazándolo en casi todas sus funciones.

Después vino el Papa más popular de este siglo: Juan XXIII. Pero tampoco este Santo Padre significó para Ettore un periodo muy feliz.

También Juan XXIII había traído consigo al Vaticano a una servidora a la que ya estaba acostumbrado.

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Fueron largos años de sentirse casi inútil, con el temor de ser despedido de un momento a otro. Pero del Vaticano casi nadie sale, si no es como difunto, y el hermano Ettore continuó sirviendo aunque fuera solo nominalmente, al Papa en turno. Por fin, cuando la vejez ya hacia presa en él, tuvo oportunidad de recuperar todas sus prerrogativas de servidor a tiempo completo del Sumo Pontífice. Paulo VI lo conservó junto a él los quince años que duró su reinado. Y ahora, desde hacía un mes, Ettore, limitado por la artritis se esforzaba por asimilar las costumbres del nuevo Papa. Buen hombre Juan Clemente Tenía los hábitos de un buen padre de familia: ordenado, frugal, alegre. Era fácil darle en el gusto. Ordenado, y sin embargo dejaba encendida toda la noche la luz de su habitación. Era la primera vez que lo hacía en los dos meses que llevaba como Papa. El propio Pontífice le había contado que Dios lo había bendecido con un sueño de niño. O de campesino, que es lo que había sido. Leía media hora antes de acostarse y luego se dormía apaciblemente. Pero por lo visto, no siempre. "¿Debería tener en cuenta la anomalía de esta mañana y llevarle más tarde el desayuno?", pensó Ettore, preocupado. El servicio empezaba temprano. A las siete debía servirle el desayuno en su recámara. Interrumpió el rosario de sus evocaciones y miró el reloj: eran casi las siete. Ettore terminó de vestirse. Le quedaba el tiempo justo para ir a las cocinas y retirar el desayuno. Miró por última vez hacia la ventana del aposento papal, con la esperanza de que la luz se hubiera apagado y todo hubiera vuelto al orden acostumbrado. Pero la ventana seguía iluminada.

Ahora más desde fuera que desde adentro. El sol radiante de Roma bañaba a raudales la ventana pontificia y hacía difícil distinguir la luz artificial del interior. De nuevo se sintió asaltado por una vaga inquietud que no sabía a qué atribuir. Un recuerdo trataba de abrirse paso en su mente. Algo amenazador que tenía que ver con la habitación del Papa y quizá con la ventana iluminada. Apresuradamente, salió de su cuarto y se dirigió a las cocinas, mientras hacía esfuerzos por reconstruir las últimas horas de la noche anterior. Había llevado las medicinas que el Santo Padre acostumbraba a tomar antes de acostarse. En la puerta se había encontrado con el padre Martello. ¡El padre Martello! Ese era el recuerdo que se obstinaba en recuperar. ¿Pero qué tenía que ver el padre Martello con esa luz encendida en la ventana? Nada, evidentemente. En su pobre cerebro deteriorado se confundían ya ideas, temores y recuerdos. Lo que sí recordaba ahora perfectamente, era que el padre Martello, hombre de confianza y amigo personal del Pontífice, había tomado de manos del hermano Ettore la bandeja con el agua y las medicinas y había entrado a la habitación de Su Santidad. Ettore, disimulando su disgusto, dejó en manos del padre Martello la última diligencia de la noche. No le gustaba que usurparan sus funciones. Aunque durante dos reinados pontificios había debido renunciar a obligaciones que eran para él verdaderas prerrogativas, por lo menos se trataba de monjas enviadas exprofeso al Vaticano para servir al Papa. Pero el padre Martello no ejercía ninguna función oficial. Para Ettore era simplemente un cortesano que abusaba de su amistad anterior con el Santo Padre para deambular a todas horas por el Vaticano y enfrascarse en largos coloquios con el Papa, atropellando la severa etiqueta vaticana. Y, por lo que el hermano Ettore había podido observar, no era él el único que miraba con disgusto el ascendiente que había tomado el padre Martello sobre el Papa en los escasos dos meses que llevaba Juan Clemente I de pontificado.

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Hacía cinco minutos, por lo menos, que el reloj de la basílica de San Pedro había dado las campanadas de las siete, cuando el hermano Ettore golpeó suavemente a la puerta del aposento papal. Cinco minutos de retraso. Al germanizado Pío XII quizá le habrían parecido muchos. Pero este Papa amable y sonriente, no, parecía cuidarse mucho del reloj. Por lo menos, todavía. Ettore sabía cuánto cambian a veces los hombres al llegar al poder. Y ya le había parecido notar ciertos cambios en Juan Clemente I. Hablaba con la misma voz suave de siempre, pero algo nuevo había aparecido en su mirada en los últimos días. Había una especie de ansiedad reprimida, de excitación secreta en sus ojos. El hermano Ettore era buen observador. Los años habían embotado quizá su memoria y entorpecido sus movimientos, pero su capacidad de observación se había agudizado últimamente. Algo se avecinaba en el Vaticano. Estaba en el aire. Volvió a golpear más fuerte. Pero el silencio siguió.

El hermano Ettore permaneció un momento desconcertado. ¿Estará Su Santidad sumergido en sus plegarias matutinas? Volvió a pensar en el detalle extraño de la luz encendida. Golpeó por tercera vez. Tampoco hubo respuesta. Ettore empezó a alarmarse. ¿Se sentirá mal el Santo Padre? ¿Pero hasta el extremo de no poder hablar? Se preguntó qué debía hacer. Trató de recordar precedentes, pero ninguna situación similar se le vino a la memoria. Mientras pensaba rápidamente, golpeó una vez más. Ante el persistente silencio, llamó entonces con su voz vacilante. Y como ya lo temía, tampoco hubo respuesta. Ya francamente asustado, el hermano Ettore dejó la bandeja con el desayuno sobre una de las sillas españolas que parecían montar guardia a lo largo del corredor y se dirigió, con toda la velocidad que le permitían sus piernas artríticas, a buscar al Padre Mayordomo. El coronel en retiro Alberto Costa ex jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército Italiano de África, ordenó a su chofer disminuir la velocidad cuando el coche salió del Viale dei Quattro Venti para enfilar la calle del Correggio. A los pocos metros, su mirada experta comprobó que el primero de sus hombres, el encargado de hacer la señal convenida cuando la comitiva del Papa se acercara, estaba ya en su sitio. Hizo una marca en el plano que llevaba sobre las rodillas. Más adelante, en el puesto de periódicos, instalado especialmente para la operación, el segundo vigía estaba también preparado. Al llegar a la esquina, vio en la puerta del pequeño café al tercero. Esto indicaba claramente que en el interior, junto al teléfono, otro de los cómplices estaba también alerta. El coche cruzó la bocacalle dando tiempo al coronel para cerciorarse de que la camioneta seguía en el mismo lugar donde el había mandado estacionarla, desde la noche anterior. Faltaban veinticinco minutos para la hora fijada y todos estaban en sus puestos. Le quedaba solo por revisar la última pieza del engranaje: el hombre clave de la operación. El que debía atravesar el coche, cargado de explosivos, en el camino de la comitiva. Era la misión más difícil y peligrosa de todas, pero tenía plena confianza en Gennaro Santamara. Una vista excepcional, nervios a toda prueba y una habilidad extraordinaria como chofer que le había salvado más de una vez la vida. Y sobre todo, experiencia. Santamara era el más fogueado de todo el equipo. Un verdadero profesional. Pero al cruzar la segunda esquina lanzó una exclamación de rabia y sorpresa. -¡Para! Ordenó bruscamente al chofer. El Alfa Romeo no estaba en el lugar convenido. Y lo que era peor, el puesto cuidadosamente elegido, a pocos metros de la bocacalle estaba siendo ocupado en ese momento por un camión cargado de refrigeradores.

Miró la hora. Faltaban veinte minutos. Quizá era tiempo. Había tomado la precaución de alquilar un garaje en la Vía Petrella, a pocas cuadras de allí. Dio la dirección al chofer y empezó a pasar revista en su mente a todas las posibles causas de la ausencia de Santamara.

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¿Había sido descubierta la conspiración? ¿Habrían apresado al pistolero? ¿Qué otro inconveniente pudo haberle impedido llegar a tiempo? Habrían localizado, quizá, el automóvil robado? En pocos minutos estuvieron en la Vía Petrella. Con cautela, el coche se fue acercando al portón. No se veía nada normal. El chofer hizo sonar el claxon en la forma que habían establecido como señal. Los dos hombres esperaron, tensos. Pasaron unos segundos y repitieron la señal. Costa no separaba los ojos de la puerta del garaje que continuaba cerrada. Bajó entonces del auto y con simulada despreocupación sacó una llave y abrió el portón. El chofer permaneció en el volante con el motor en marcha y el rostro impasible. Estaba acostumbrado a esperar y no hacía nunca preguntas. Pasaron cinco minutos. Las pocas personas que en este momento transitaban por la Vía Petrella no habrían identificado, ni aunque hubieran prestado atención, el leve ruido seco, que llegó por tres veces consecutivas desde el interior del garaje. Pero el oído, experimentado del hombre sentado al volante supo inmediatamente que se trataba de tres tiros de una Beretta 32, disparada con silenciador. El hombre esperó alerta. Sin despegar la vista del portón, llevó la mano disimuladamente hacia su propia pistola. El también estaba preparado. Como siempre. 4 El Padre Mayordomo miró perplejo al hermano Ettore. El también había golpeado una segunda y tercera vez a la puerta de Papa, pero dentro, el silencio continuaba. Decidiéndose, el sacerdote pulsó la puerta. Estaba abierta. Los dos hombres entraron, respetuosamente. Desde la puerta, el Padre Mayordomo miró hacia el lecho y empezó a hilvanar una disculpa. Pero se detuvo casi inmediatamente. Incrédulos, los dos miraron la forma inmóvil del Papa, tendido en el lecho. Los rasgos estaban contraídos en una expresión de sufrimiento o de horror. De su mano, extendida hacia el piso, había caído algo que parecía un pequeño libro o cuaderno. El hermano Ettore comprendió inmediatamente que el Papa estaba muerto, pero el Padre Mayordomo se precipitó al teléfono. -¡Doctor, habla el padre Leonardi! dijo nerviosamente-. Es necesario que venga usted inmediatamente a la recámara de Su Santidad. Parece que ha sufrido un síncope. Colgó y se volvió a mirar el cuerpo. Su primera reacción había sido la de acercarse al Papa para intentar socorrerlo. Pero era un hombre frío y cerebral y se impuso su sentido del orden y de la disciplina. Había todo un cuerpo médico encargado de velar por la salud del Papa y en él estaban los mejores médicos de Italia. Uno de ellos, siempre al alcance de una simple llamada. En pocos segundos, el doctor Grimaldi estaría ahí y sabría qué hacer. Sin embargo el padre Leonardi no se hacía ilusiones. Había visto demasiados cadáveres en su vida para no darse cuenta de que el Pontífice estaba muerto, sin necesidad de acercarse a tocarlo. En los breves segundos que tardó el doctor Grimaldi en aparecer en el aposento del Papa, el Padre Mayordomo pensó rápidamente. Más rápidamente de lo que lo había hecho en toda su vida. Ya había cumplido con el deber urgente de dar, primero, aviso al médico. Lo que el Padre Mayordomo debía decidir ahora era a quién darle la noticia en segundo lugar, que era como si fuera el primero, pues el médico estaba obligado al silencio. Se acercó al cuerpo inmóvil. Quería tener antes la confirmación de lo que ya era para el evidente. Respetuosamente, tomó la mano yerta y ya fría. No había pulso ni ningún signo vital que pudiera hacer pensar en la posibilidad de un síncope. El hermano Ettore parecía esperar instrucciones.

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Dentro de la complicada jerarquía vaticana, el Padre Mayordomo ocupaba un rango modesto, pero en ese momento se sintió depositario de una responsabilidad histórica. Nunca en los últimos siglos había muerto un Papa en forma tan brutal y repentina. Unos por enfermedad; otros por su avanzada edad, todos habían hecho prever su muerte inminente. Pero la desaparición de Juan Clemente I tomaría a todos por sorpresa. El Mayordomo sabía la profunda división que separaba a la Iglesia. Una división que llegaba hasta las máximas autoridades de la Santa Sede. La muerte repentina de Juan Clemente I favorecería quizá a una de las facciones, aunque no podría decir a cual. El saber antes que la otra la noticia también podía significar una ventaja. Se podrían echar a andar antes de que lo hicieran los demás, mecanismos de poder, combinaciones y compromisos encaminados a la elección del sucesor. Era entonces vital decidir en ese momento a quien dar la noticia ahora. Al nivel del Padre Mayordomo, las intrigas de alto vuelo llegaban convertidas en simples murmuraciones, de modo que le era difícil determinar con cuál de las dos grandes corrientes se sentía más identificado. Sin embargo, el elegir en estos momentos, el abanderizarse, lo proyectaba repentinamente a las alturas de la política vaticana. El Padre Mayordomo eligió.

Volviéndose al hermano Ettore que seguía mirando el cadáver con aire estúpido le ordenó, imperioso. -Avise al cardenal Cruciani. El hermano Ettore lo miró atónito. -¿Al cardenal Cruciani? -Sí. ¿No sabe dónde duerme el cardenal? -preguntó impaciente el Padre Mayordomo. -Sí, pero... -Rápido. Haga lo que le he dicho. Diga a su eminencia lo que ha ocurrido. Y a nadie más. El hermano Ettore se decidió por fin a obedecer y salió, todavía atontado, mientras el Padre Mayordomo se abstraía, en la contemplación del cuerpo. 5 El general Aldo Bontempelli, miró por quinta vez su reloj.

Era un hombre alto y corpulento y aunque no sobrepasaba los sesenta años, la piel curtida y tostada por el sol africano lo hacía parecer de mayor edad. Vestía con escrupulosa corrección, pero la rigidez con que llevaba la ropa delataba al militar de profesión. Una insignia en la solapa lo acreditaba como ex combatiente de la campaña de Abisinia. El general sabía que en estos casos uno se siente inclinado a pensar que el reloj anda mal, pero de todos modos, comparó su hora con la que marcaba el pequeño reloj incrustado en el vientre de un pingüino de porcelana que adornaba la repisa. Era un reloj absurdo. Todo era absurdo en el departamento de Antoniella Pittaluga. Pero normalmente, el general toleraba de buen talante las extravagancias de la muchacha. Esta vez el reloj le pareció irritante. Quizá porque iba tan lento como el suyo. Mentalmente, el general Bontempelli seguía el itinerario de la víctima. A estas horas, el Papa debería estar saliendo del Vaticano. Le parecía ver a los guardias suizos presentando armas a la limosina papal. Antes de dos minutos, el vehículo y su comitiva estarían cruzando en Tiber. Aún calculando un tránsito intenso, como el que habían previsto a esa hora, los vehículos enfilarían antes de cinco minutos, la Vía dei Quattro Venti. Y desde ese momento, a menos que mediara una circunstancia imprevista, el desenlace sería cuestión de segundos. Acostumbrado a misiones arriesgadas, el general no se había sentido tan nervioso, desde aquel lejano día de diciembre de 1935 cuando el general Graziani

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le había encomendado apoderarse por sorpresa, al mando de una columna móvil, de la capital etíope.

El grueso del ejército italiano, estaba todavía a muchos kilómetros de Addis Albea, pero Graziani pretendía ofrecer la ciudad como un regalo de Navidad a Mussolini. Bontempelli, en ese tiempo un joven comandante, sabía que la empresa era prácticamente imposible. Pero la acometió de todos modos. Y estuvo a punto de lograrlo. Si hubiera tenido el apoyo aéreo que pedía, la ciudad habría caído seis meses antes y quizá habría sido posible capturar al Negus, que era el objetivo que secretamente perseguían. Esta vez, Bontempelli daba por seguro el éxito. La operación dependía solo de el, que la había planeado y del coronel Costa su hombre de confianza, que había conseguido el personal más seguro y experimentado para llevarla a cabo. Sin embargo, su nerviosidad aumentaba a medida que se acercaba la hora 0. El general sabía que siempre hay que contar con los imponderables que pueden hacer fracasar el plan mejor concebido. Miró el teléfono y no pudo evitar una sonrisa sardónica. A través de ese ridículo aparato color rosa, recibiría de un momento a otro la noticia. La voz de Costa diciendo las palabras convenidas, llegaría hasta él antes que los boletines oficiales, los comunicados urgentes de la radio y la televisión, las ediciones especiales de los diarios y toda la avalancha informativa que desencadenaría el crimen. En ese momento sonó el teléfono. Sin poder contenerse, Bontempelli se lanzó hacia él. -Habla la Productora Apolo para recordar a la signorina Antoniella Pitaluga que tiene llamado mañana a las siete en el foro cinco de Cinecitta. -De acuerdo -dijo el general impaciente-. Se lo diré. -¿Quién recibe el mensaje? preguntó la voz, con irritante calma. -¡Cuelgue ya! -rugió el general, golpeando furioso la horquilla. Contuvo su irritación diciéndose a sí mismo que llamadas como esta formaban parte del mundo banal de Antoniella. Eran parte del precio que tenía que pagar por disfrutar de una amante de veintitrés años. No tenía derecho a enojarse, y menos en esta ocasión, en que había elegido deliberadamente el departamento de la muchacha para recibir allí las noticias. Era menos peligroso recibir una llamada telefónica en el departamento de Antoniella que en su propia casa o en los lugares que solía frecuentar. Se rumoreaba que el gobierno estaba interviniendo los teléfonos de algunas figuras públicas consideradas extremistas. Bontempelli había sabido mantener sus relaciones con la muchacha en un plano de discreción y las posibilidades de que también estuviera intervenido el teléfono de Antoniella, eran prácticamente nulas. El reloj de la Annunziata empezó a dar las campanadas de las ocho. La vida del Papa ya solo se contaba en segundos para Bontempelli. El general seguía con la vista fija en el teléfono.

Sonaría antes de un minuto. La voz de Costa diría las palabras clave: "Operación Jerusalén Libertada, cumplida con éxito".

Amante de los clásicos, el mismo había elegido la consigna. Pero lo que oyó fue la voz de Antoniella a sus espaldas.

-¿La llamada era para mí, tesoro? Frotándose los ojos, cargados de sueño, la espléndida muchacha vestida solo con el saco de la pijama, llegó junto a él y lo besó. -Mañana a las siete en el foro cinco de Cinecitta -dijo el general, reprimiendo su impaciencia. No era habitual que Antoniella despertara tan temprano. Maldijo la llamada inoportuna. -Vuelve a la cama. Tienes sueño atrasado y se te nota. Mañana tienes que estar muy guapa. La muchacha hizo un mohín. -Guapa, sí. Pero como siempre, para hacer un papel de extra. -Ya llegará tu oportunidad Facetta Nera. Ten paciencia.

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Le decía "Facetta Nera" porque le recordaba a una muchacha etíope que había sido su amante durante la campaña en África. Antoniella era casi tan morena como ella, pero mucho menos inteligente. Y mucho más inoportuna. Justamente en ese momento se lanzó en una serie de reproches que el general ya había escuchado muchas veces. -He tenido demasiada paciencia. Cuantas veces me has prometido que vas a hablar con el senador Tartini, para que me recomiende con Bertolucci. Puras promesas. -Ya te he dicho que el senador se enemistó con Bertolucci -dijo el general, conteniendo su rabia-. Pero me ha prometido hablar en la RAI. -Sabes que no me gusta la televisión. Lo que yo quiero hacer es cine. -Está bien. Ya veré con quién hablo dijo mecánicamente Bontempelli, con la mirada fija en el reloj. Costa tenía ya cuatro minutos de retraso, aun tomando en cuenta el plazo de tolerancia que habían calculado. La muchacha seguía hablando, pero el ya no la oyó. Algún problema tenía que haber surgido. Cuatro minutos dentro de un plan tan minucioso representaban ya una incógnita grave. -Además, el productor de la Apolo no me va a dar nunca un buen papel. Solo me llama porque quiere acostarse conmigo. El general se volvió, exasperado. Pero no tuvo tiempo de decir nada. En ese momento sonó el timbre de la puerta y la muchacha corrió a ponerse una bata. El general miró frenético el teléfono. Diez minutos. El silencio de Costa ya era alarmante. En la puerta, Antoniella discutía con alguien, pero la atención de Bontempelli seguía concentrada en el teléfono y en la llamada que no llegaba. El retraso se acercaba ya a los quince minutos. Era el desastre. Instintivamente miró por el amplio ventanal hacia Roma que se extendía a sus pies, como si desde allí le hubiera sido posible divisar y oír la explosión que debía ocurrir, pero que no ocurría. Su nombre, pronunciado por una voz conocida, lo sacó de su idea fija. Se volvió rápidamente, alerta, listo para la acción.

Como en sus tiempos de campaña. Ante él estaba Costa, impávido, como siempre. Nada denotaba en su actitud que hubiera ocurrido algo grave. Pero su sola presencia allí a esa hora no podía significar otra cosa que una catástrofe. -¡Costa! ¿Qué pasa? Antoniella miraba furiosa. Bontempelli no se había permitido jamás la indiscreción de recibir visitas en el departamento de ella. El visitante podía ser un personaje importante de los que el general conocía tantos. La figura seca, enjuta, el pelo blanco y tupido, los rasgos finos, la contextura atlética a pesar de la edad, impresionaron a la muchacha. La manga vacía del traje gris impecable lo hacía más interesante. Antoniella esperó las presentaciones. Pero el general, con una aspereza que no le conocía, le ordenó salir. Ella esbozó una protesta. -¡Déjanos solos, te digo! -casi gritó Bontempelli. Asustada y humillada, Antoniella salió. El general contuvo su nerviosidad. -¿Qué ha pasado, Costa? -Un tropiezo grave, general. Santamara, el americano... es decir el italoamericano que estaba encargado del coche con el explosivo no pudo tomar parte en la maniobra Según él, la policía lo seguía desde anoche. Prefirió no arriesgarse. Y yo tampoco.

De modo que suspendí la operación hasta nueva orden. -¡Hasta nueva orden! ¿Sabe usted cundo puede tardar esa nueva orden? ¿Cuánto tendremos que esperar hasta que se vuelva a presentar una oportunidad

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tan favorable como la de hoy? Y entre tanto tendremos que correr el riesgo de que ese Santamara caiga en manos de la policía. De que hable. De que revele todo. Por eso yo no era partidario de emplear a un hombre que no fuera de los nuestros. -Santamara no hablará dijo, impasible, Costa. -¿Por qué está tan seguro? Nunca he confiado en mercenarios. -Santamara no podrá decir ya nada a la policía. Ni a nadie -agregó en tono significativo. El general comprendió. -Por lo menos ha resuelto usted ese problema dijo, más tranquilo. Aunque la investigación que haga la policía siempre representa un peligro. -No lo creo, general. Santamara tenía antecedentes criminales y estaba ligado al delito organizado. Aquí y en Estados Unidos. La policía no pensará que su muerte pueda tener algún significado político. La atribuirán a un arreglo de cuentas con otros pistoleros. El general se paseó, preocupado, unos momentos. Costa esperaba, silencioso. -Por lo pronto, es urgente hacer saber a nuestros amigos lo que ha ocurrido dijo, pensativo-. Luego decidiremos. No creo que por el momento debamos recurrir nuevamente a sus servicios, Costa. De todos modos si hubiera que tomar alguna medida de emergencia, supongo que cuento nuevamente con usted. -Como siempre, general -dijo Costa con sencillez. 6 En la recámara papal, el doctor Grimaldi certificó la muerte y se volvió al cardenal que esperaba al pie del lecho. Tanto el médico, como el pequeño grupo que miraba con recogimiento la escena, conocían el ritual. El cardenal se acercó y golpeó tres veces con los dedos la frente del muerto. -¿Joannes, Mortuus es? ("Juan, estás muerto?") -preguntó tres veces, con voz monótona. Se produjo un momento de silencio y luego el cardenal entonó. -Papa Joannes Clemens Primus vere mortuus est. Quitó entonces el Anillo del Pescador del tercer dedo de la mano derecha del muerto. De acuerdo con el rito milenario, se debía romper el anillo para enterrarlo con el cadáver. Nadie podría así usurpar la autoridad papal usando el sello del Pontífice muerto para legalizar decretos o documentos. Esta práctica se había instaurado en tiempos más primitivos. En la actualidad el riesgo de una falsificación era remoto. Pero como tantas otras tradiciones del Vaticano, la destrucción del sello, aunque solo simbólica, se seguía efectuando. Según la tradición, ahora debía procederse a lavar el cuerpo, para envolverlo luego en la vestidura blanca y la capa roja propias de su rango. La bandera de la Santa Sede bajaría a media asta y las verjas del Vaticano se cerrarían con gruesas cadenas. Sin embargo, el desconcierto y la indecisión parecían reinar entre los presentes. Todos miraban al doctor Grimaldi, esperando una explicación médica del inaudito acontecimiento. -Aparentemente, fue un infarto agudo del miocardio dijo el doctor. El cardenal Cruciani miró fijamente al médico. -¿No le parece extraño, doctor? El doctor hizo un gesto intranquilo. -¿Extraño? Puede ocurrirle a cualquier persona. -Pero tengo entendido que usted había examinado a Su Santidad hace menos de una semana, antes de su viaje a Castelgandolfo. -Así es. Yo y mis colegas. El Papa gozaba de perfecta salud.

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-Según el doctor Giacometti, usted declaró, después del examen, que Su Santidad tenía el corazón de un hombre de treinta años más joven -dijo el cardenal suavemente. -También hay hombres de treinta y cinco años que mueren de un infarto dijo el doctor, incómodo. -En todo caso, no es frecuente insistió el cardenal-. Su Santidad parecía tranquilo. No se sometió a ningún esfuerzo físico violento que sepamos. Además, su frugalidad, su equilibrio, los cuidados de que lo rodeábamos hacen todavía más inexplicable su muerte. Se interrumpió, al ver aparecer por la puerta entreabierta a un sacerdote alto, esbelto que no parecía llegar todavía a los cuarenta años. La sotana, los cabellos, quizá más largos de lo conveniente en un miembro de la Iglesia y el perfil aquilino acentuaban aún más su aspecto de florentino del Renacimiento. Era el padre Bruno Martello. El cardenal lo miró con sorpresa y disgusto. ¿Cómo se habría enterado tan pronto de la terrible noticia? El padre Martello no contaba con las simpatías de los cardenales del Vaticano. Cruciani le manifestaba su aversión en la forma suave e irónica que era su estilo. -Nunca hará carrera un cura con aspecto de actor de cine -había dicho sonriendo al verlo entrar por primera vez en el Vaticano. La aparición de un cura desconocido al lado del Sumo Pontífice había despertado la hostilidad general. Todos esperaron con curiosidad la reacción de Martello ante la vista del cadáver. Los rasgos armoniosos y firmes del rostro del cura estaban contraídos ahora por una congoja que no trataba de disimular.

Como si la amistad personal que lo había ligado al Papa le diera derechos especiales, cruzó el pequeño grupo de altos dignatarios que permanecía respetuoso al pie del lecho y llegó hasta la cabecera misma. Allá se arrodilló, pero no para rezar sino para mirar el rostro del muerto, como podría haberlo hecho un hijo. Sus lágrimas corrían libremente sin que el hiciera nada por ocultarlas.

Los demás lo miraron, impresionados, a pesar de todo. Esto les impidió notar que Martello sin dejar de mirar el cadáver tomaba suavemente el tomo que la mano del muerto había dejado caer y ocultándolo con su cuerpo, lo guardaba dentro de su sotana. La escena se prolongaba demasiado. El cardenal Cruciani dijo entonces. -Padre Martello, comprendemos su dolor. Pero es necesario dejar que los médicos terminen su delicada tarea. El padre Martello se levantó y sin mirar a nadie, salió silenciosamente de la alcoba del muerto. El doctor Grimaldi miró al cardenal, reprimiendo su contrariedad. -Creo, Eminencia, que por ahora no es mucho lo que se puede hacer. Mis colegas ya están avisados. Los esperar y redactaremos el parte médico oficial. -Podrá usted establecer la hora del deceso, doctor? -El deceso debe haber ocurrido hace tres o cuatro horas. -Yo creo que el Santo Padre murió antes de lo que usted cree, doctor dijo el padre Corvini, un sacerdote de lentes y aspecto nervioso. Los demás lo miraron con sorpresa. El doctor Grimaldi le preguntó molesto: -¿Es usted médico, padre? -No, doctor. Pero el hermano Ettore encontró la luz encendida, como si el Santo Padre hubiera estado leyendo, cuando le sobrevino la muerte. -No veo la relación dijo secamente el médico. -Su Santidad no solía leer más de media hora antes de dormirse. Me lo contó el mismo. Y se retiraba muy temprano.

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-A propósito dijo el cardenal-. ¿Dónde está el libro que cayó junto a la cama? Todos comprobaron sorprendidos, que ya no estaba. -¿Alguien lo alzó del suelo. Fue usted, doctor? Grimaldi negó enfáticamente. -¿Alguien alcanzó a ver cuál era el libro? -preguntó Cruciani. Pero nadie había pensado en tocar nada. El cadáver inspiraba demasiado respeto. -¿Pero por qué tiene esa expresión de angustia, doctor? -preguntó el padre Corvini. -Parece que hubiera sufrido terriblemente en el momento de morir. Sin embargo, usted dijo que la muerte había sido instantánea. El doctor Grimaldi volvió a dar muestras de nerviosidad. -Es cierto que un infarto de esta especie suele producir una muerte fulminante. Sin embargo, es posible que la robusta constitución de Su Santidad le haya permitido resistir unos minutos. -En ese caso, ¿por qué no pidió auxilio? -preguntó otro de los dignatarios-. Quizá si alguien hubiera acudido a tiempo para prestarle ayuda, podría haberse salvado. ¿No cree, doctor? -Solo podríamos responder a esas preguntas si se hiciera la autopsia dijo el doctor, intranquilo. -¿Autopsia? ¿No recuerda usted la disposición de Su Santidad Paulo VI, a quien Dios tenga en su gloria? -Ya sé que Paulo VI la prohibió. Pero tenía entendido que se refería solo a la autopsia de su propio cuerpo. -Se necesitara otro edicto papal para modificar esa disposición. Y cuando se haya elegido al sucesor del Papa Juan Clemente I, ya no será tiempo de hacer la autopsia. -Es lamentable que Su Santidad Paulo VI no haya establecido claramente el alcance que tenía su edicto sobre la autopsia insistió el médico. -Habría servido para tranquilizar a los fieles del mundo entero. No faltará quien piense que hubo descuido o negligencia de nuestra parte. Tiemblo al pensar en lo que podría publicar cierta prensa. -Tampoco tranquilizará mucho a los fieles del mundo entero, saber que Su Santidad murió con esa expresión de horror en su rostro -dijo el padre Corvini. -No será edificante una noticia así. El mundo espera que un Papa muera en olor de santidad. ¿Hay alguien que está tan cerca de Dios como el Supremo Pontífice? Entonces por qué esa expresión? No puede haber sido el miedo a la muerte. -Luigi Andreani dio muestras sobradas de valor personal, antes de ser Papa -dijo el cardenal Cruciani-. ¿Además, a estas alturas de la vida y en su posición, es posible creer que un Papa tenga miedo a la muerte? Un sacerdote pequeño, de barba y pómulos salientes que le daban aspecto oriental, dijo entonces: -Yo creo que la discusión es inútil. Ni la autopsia podría aclarar el punto que nos preocupa, porque la expresión que tiene el rostro de Su Santidad no es de sufrimiento físico, es de horror. ¿Quizá por algo que vio u oyó antes de morir? Todos lo miraron asombrados y contemplaron luego el rostro del cadáver, como Si lo vieran por primera vez. La actitud de los testigos parecía corroborar las palabras del obispo Cherliassian. El cardenal se adelantó entonces. -Hay preguntas que es mejor no formular. Es por eso que estoy seguro de que ninguno de ustedes protestará por lo que voy a hacer. Todos esperaron, nerviosamente, pero nadie dijo nada. El cardenal llegó junto al cadáver y con sus dedos flacos y todavía firmes a pesar de la edad, empezó a manipular los rasgos del rostro del muerto. El médico hizo un gesto de desagrado.

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-¡Qué hace usted, Eminencia! Pero su protesta no fue más allá. Los testigos miraron, fascinados. El cardenal proseguía su fúnebre masaje, pero el rostro del cadáver parecía resistirse a la falsificación. Y mientras los dedos inexpertos, pero resueltos del cardenal trataban de moldear la expresión del rostro yerto, los rasgos pasaban de una expresión a otra, como si no se decidieran por la definitiva. Durante unos momentos, la cara del Pontífice muerto pareció sonreír bajo las manos de su escultor. Luego las facciones dibujaron una mueca de cólera y quién sabe qué nervios presionaran las manos del cardenal, pero el Papa muerto abrió los ojos que había cerrado el doctor Grimaldi. Todos retrocedieron, horrorizados. Por fin, el rostro de Juan Clemente I adoptó una expresión neutra que casi parecía de serenidad. El cardenal se incorporó, agotado y tembloroso. -Dios es testigo de que mi intención ha sido buena -murmuró. Y ya recuperado, se dirigió al grupo. Sus ojos claros y fríos recorrieron las caras de los presentes y se fijaron luego en el secretario. -Cancele usted todas las audiencias que tenía fijadas para hoy Su Santidad. -¿Qué motivo aduciremos? -No aduzca ningún motivo. Simplemente, suspéndalas. Se volvió luego a un inquieto sacerdote de gruesos lentes y calva incipiente que daba la impresión de ser un profesor que llega retrasado a clases. -Padre Guerra, cite usted para dentro de dos horas a mi despacho a los directores del Osservatore Romano y de Radio Vaticano -miró luego a Corvini-. Padre Corvini, es necesario mantener la más absoluta reserva sobre lo que ha sucedido hasta que decidamos en qué forma daremos la noticia al mundo. Un sacerdote alto, con cara de atleta, asintió respetuosamente. 7 "Decididamente, hoy es un día especial", pensó Antoniella. Era la cuarta vez que abría la puerta a un visitante desconocido.

El general había recibido a cada uno de ellos con una parquedad que era casi descortesía. A Antoniella esto le pareció muy mal. Al fin y al cabo era su casa y mundo del espectáculo. Y para colmo, Bontempelli no le había presentado a ninguno. Cierto que el clima que reinaba en la reunión no era precisamente una invitación a las amenidades sociales. Los cuatro hombres que habían ido llegando después de la partida de Costa, eran, muy distintos entre sí, pero todos tenían en común el aspecto de gente importante y un marcado aire de nerviosidad. Intrigada, Antoniella los miraba de reojo, mientras fingía ocuparse del arreglo del departamento. Todos estaban silenciosos y parecían esperar algo o a alguien. Finalmente sonó de nuevo el timbre y Antoniella abrió otra vez la puerta. Si los demás le habían parecido nerviosos, el recién llegado le dio la impresión de un verdadero histórico Sin preguntar nada, ni saludar a nadie se precipitó dentro de la sala gritando: -¡Yo lo sabía! ¡Se los había advertido! -¡Cállese! -le dijo el general, brutalmente-. Todo está bajo control. Siéntese y tenga calma. El hombre obedeció, aunque temblaba de excitación. Bontempelli se dirigió entonces a la muchacha. "Por fin", pensó ella. "Ahora vendrán las presentaciones". Pero ante su desilusión, el general le dijo con una sonrisa forzada que trataba de parecer amable:

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-Con un vestido nuevo lucirás mejor mañana en Cinecitta. Estoy seguro de que las boutiques de Vía Veneto se alegrarán de verte. Hace tiempo que les debes una visita. Y le pasó un fajo de billetes. Había una nota tan imperiosa bajo el tono amable, que la muchacha no se atrevió a hacer preguntas y guardó el dinero. Apenas hubo salido Antoniella, el general, anticipándose a preguntas y recriminaciones, con el laconismo y precisión de un comunicado militar, hizo saber a sus cómplices el fracaso del plan. El diputado Santini, un hombre gordo y calvo, que ocultaba su nerviosidad bajo una permanente sonrisa, pareció aliviado. -Yo me imaginaba algo peor. No cree usted, general, que lo más probable sea que la policía ande detrás de ese hombre por el robo del coche y no porque lo crea implicado en nuestra operación? -Es lo que pienso yo también. El hecho es que todo queda suspendido hasta nuevo aviso. -Lástima -dijo Cassorla, el periodista-. Yo tenía ya preparado un estupendo artículo. Había hecho un verdadero trabajo de orfebrería para hacer recaer la culpa en la izquierda extraparlamentaria. -Yo casi prefiero que haya sido así. Nunca me convenció del todo el proyecto -dijo con voz reposada un hombre alto de aspecto intelectual. Pronunciaba cuidadosamente, esforzándose por disimular los vestigios que le quedaban de su acento calabrís-. Era una empresa que habría tenido repercusiones tan enormes, tan imprevisibles, que posiblemente hubieran escapado a nuestro control. Quizá podríamos aprovechar la espera forzada que nos impone lo que ha sucedido, para entonces usar medios más sutiles, más racionales, para alcanzar los mismos objetivos. -Usted razona siempre como lo que es: un intelectual, profesor dijo con cierto desprecio el general. Yo prefiero la acción. -Es que hay acción y acción. Está la acción regida por la inteligencia, por el cálculo de las probabilidades, por la reflexión. Y la que es meramente brutalidad y fuerza contestó con calor, el profesor Romani. -Calma señores -intervino el diputado-. Todos estuvimos de acuerdo en la necesidad absoluta de hacer lo que habíamos planeado. ¿Qué ganamos ahora con recriminaciones? Debemos mantener la armonía y reconsiderar el problema desde el comienzo. Porque estarán ustedes de acuerdo en que el problema sigue en pie. -Ya lo creo que sigue en pie dijo con rabia el general mientras desplegaba el periódico que estaba junto al teléfono-. No sé si habrán leído esta noticia: "El Papa hará importantes nombramientos esta semana. Se cree que designará varios nuevos cardenales" Y miró con alegra maligna a los demás. -¿Y saben ustedes quien estará entre estos nuevos cardenales, según sé de buena fuente? prosiguió. Los otros esperaron, inquietos. -Bruno Martello -dijo triunfante el general. -¿Bruno Martello? ¡Un simple cura! dijo estupefacto Santini. -¿Y qué? No será la primera vez que ocurre. Acaso Paulo VI no nombró cardenal a Giulio Bevilacqua, un simple párroco de provincia? El general parecía gozar con la consternación que produjo la noticia. -¿Está usted seguro, general? -Me lo había anunciado ya el padre Corvini y esta es la confirmación contestó el general blandiendo el periódico-. Con que ya ven ustedes si el problema sigue en pie. Es más grave que nunca. -O sea -intervino pensativo el diputado, debemos decidir qué medidas tomar ahora para conseguir el objetivo que se frustró hoy. En eso todos estamos de acuerdo.

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-¡Yo no! -gritó de pronto el que había llegado al último y que hasta el momento no había dicho una sola palabra-. ¡Yo he comprendido! Todos lo miraron atónitos. Tenía los ojos de un iluminado y le temblaban las manos. -He comprendido que Dios ha querido hablar. Lo que ha ocurrido esta mañana, es un aviso del cielo Dios ha querido decir que íbamos a cometer un pecado horrendo. Aunque estemos obrando en bien de la propia religión, el matar a un Papa es un sacrilegio. Equivocado o no, es el representante de Dios en la Tierra. Y es una locura monstruosa levantar la mano contra él. Hemos tenido la demostración esta mañana. ¡Dios ha hablado! En ese momento sonó el teléfono. Automáticamente, el general levantó la bocina. -Sí, soy yo. Se quedó escuchando, incrédulo. Luego colgó. Permaneció un momento interminable con la mirada perdida en el vaco. -¿Qué pasa, general? ¿Quién era? -preguntó inquieto el diputado. -El padre Corvini -contestó el general con voz neutral-. El Papa ha muerto. Un silencio de estupor cayó sobre los cinco hombres y así permanecieron un largo minuto. Los invadía la oscura y misteriosa sensación de haber intentado interferir propósitos incomprensibles que estaban muy por encima de sus fuerzas.

Bontempelli fue el primero en recuperarse de la sorpresa. Y observó a los demás con fría curiosidad. Los veía temblorosos, tratando de ocultar el miedo que sentían, sin saber exactamente de qué. Se había producido el acontecimiento que tanto habían deseado y que habían intentado provocar ellos mismos. Y ahora que, quién sabe por qué misteriosos designios, el hecho se había anticipado, parecían aterrados. El general los miró con menosprecio. Los recordaba dos meses antes, tan diferentes, tan seguros de sí mismos, tan convencidos de su importancia. Ninguno osaba siquiera que dos meses más tarde tendrían que enfrentar la hora de la verdad, emplear el último de los recursos, el definitivo, el más drástico de todos, para detener lo que consideraban era la mareba hacia el abismo de la sociedad que representaban. Es cierto que aquella vez, los cinco no estaban solos. Eran muchos más los que se habían reunido esa tarde en la villa Aldobrandini. 8 En una de las siete colinas que rodean Roma, está la Villa Aldobrandini. Es una casa antigua rodeada de jardines, de árboles añosos y de monumentos agredidos por el tiempo. Barrio residencial, formado por otras villas, igualmente antiguas, habitadas por gentes modernas, pero que a veces se comportan como si fueran también de otras épocas. Discretas, silenciosas, nadie hace preguntas cuando se ve llegar de cuando en cuando a señores de aspecto serio, importante y preocupado que se encierran por largas horas en la casa. Se rumora que villa Aldobrandini pertenece a un poderoso consorcio financiero. O posiblemente a uno de los partidos políticos dominantes en Italia. Y hasta alguien ha dicho alguna vez que el señorial caserón forma parte de la enorme red de propiedades que, repartidas en toda Italia, tiene el Vaticano. Pero la curiosidad no va más allá de alguna simple pregunta, aventurada casi al azar Ni periodistas ni curiosos franquean los altos muros. Pero aquella mañana de julio, la villa Aldobrandini había recibido más visitantes de lo acostumbrado. Como la reunión coincida con la agravación de los eternos problemas del gobierno italiano, entre los habitantes de las casas vecinas empezó a correr el rumor de que era inminente una crisis política decisiva. Sin embargo, dentro de la villa, unas veinte personas conversaban en tono despreocupado, como desmintiendo los rumores.

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Al verlos, un inglés habría recordado el famoso dicho "Politics make strange bedlellows". Efectivamente, la concurrencia no podía ser más variada. Junto al brillante parlamentario se podía reconocer a uno de los periodistas más combativos de JI Borghese. Junto a uno de los banqueros más poderosos, a la exquisita escritora Matilde Borgioli, ganadora del último premio Strega o al atildado duque de Ventimiglia. Pero todos tenían un rasgo en común: consideraban la posibilidad de un giro radical a la izquierda, como lo peor que podía ocurrirle a Italia. No obstante, esta posibilidad, siempre presente, desde hacía más de treinta años, no parecía alarmar excesivamente a los ahí reunidos. -Acuérdense de lo que les digo: antes de un mes tendremos por lo menos tres ministros comunistas dentro del gobierno. -¿El Compromesso esto rico, verdad? Hace cinco años que estoy oyendo hablar del famoso Compromesso sto rico. A mí me ocurre ya como al doctor insólito de aquella famosa película "De cómo perdí el miedo y aprendí a amar a la bomba atómica". Que venga el Compromesso sto rico. Prefiero que esto explote de alguna manera. -Supongo que está usted hablando en broma, profesor. Si el señor Berlinguer y su gente llegan al gobierno ya nadie los sacará de allá, por mucho que esos señores están hablando ahora de respetar el libre juego democrático. -Será vivir con la espada de Damocles suspendida sobre nuestras cabezas. -Y qué? -dijo el que había mencionado la bomba atómica-. ¿Acaso no hemos vivido así en los últimos treinta años? Se puede vivir perfectamente con una espada suspendida sobre la cabeza. Al cabo, la leyenda no nos dice que la espada le cayera, a Damocles en ningún momento. En cuanto a mí, la posibilidad de un comunista en el gobierno no me quita el sueño. Estoy seguro de que en muy poco tiempo todo volverá a lo de siempre. En Italia nunca cambia fundamentalmente nada. Plus a change, plus cest la mee chose. -Ese es el terrible error en el que veo que están cayendo todos ustedes -dijo con energía el diputado Santini, que hasta ese momento había escuchado pensativo. En la crisis política actual ha hecho su aparición un elemento nuevo. Un peligro con el que no contábamos. Un peligro que puede significar el desastre total. El que hasta ayer era nuestro aliado natural, está a punto de convertirse en nuestro peor enemigo. Todos miraron interrogantes a Santini. -Y quién es ese enemigo? -preguntó, escéptico, el banquero. -El Vaticano -contestó el diputado con voz tajante-. Desde que subió al Solio Pontificio Juan Clemente I, la actitud del Vaticano ha cambiado. En este breve tiempo, el nuevo Papa ha dado a entender claramente que se propone realizar una renovación total de la Iglesia. -Eso yo ya lo había predicho dijo un anciano cardenal, acercándose al grupo que rodeaba a Santini-. Apenas se leyó el último recuento de votos en el cónclave, supe que habíamos cometido el peor error de nuestra historia, al elegir a Luigi Andreani. El nuevo Papa llevará a la Iglesia a la catástrofe. Los asistentes a la reunión escuchaban desconcertados. Las primeras actuaciones del Papa no habían despertado muchas simpatías en los círculos conservadores. Pero nadie había imaginado que el peligro fuera tan serio, ni habían esperado un juicio tan lapidario, como el que acababa de emitir el venerable cardenal Petrone. Pero evidentemente no a todos habían tomado por sorpresa las declaraciones del diputado Santini. El general Bontempelli, conocido por sus opiniones abiertamente fascistas, y el profesor Hugo Romani, brillante catedrático de la

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Universidad de Roma, se acercaron al diputado, asintiendo, como gente que ya ha debatido el tema. -Creo que desde la Reforma la religión no ha enfrentado un peligro tan grave dijo el profesor. -Y no solo la religión -agregó Barletta, un hombre alto, delgado, distinguido. Tenía más aspecto de profesor que Hugo Romani, pero era uno de los más poderosos industriales del norte de Italia-. Toda la estructura social y económica del país está amenazada. Creo que la influencia de los comunistas sobre las masas ha llegado ya a su punto máximo de expansión posible. En adelante, solo podrá decrecer. Pero el día en que la Iglesia cambie su política y decida apoyar al marxismo, no habrá ya nada que pueda detener el derrumbe de la sociedad occidental. -¿Pero es tan grave el peligro? -preguntó, impresionada, la escritora-. Yo no creo que por el solo hecho de que el Papa haya celebrado su primera misa en un presidio se le pueda acusar de tendencias disolventes. -Esa fue solo una pequeña pincelada dentro del gran fresco que se propone pintar el Papa como nueva imagen de la Iglesia -dijo sonriente un joven periodista, que no tendría más de treinta años. Sin embargo, era el comentarista político más temido de Italia-. ¿Sabe usted, mi admirada señora Borgioli, que dos días después de esa misa, el cura de la parroquia de Santa Agata dijo en su sermón dominical que la misa del Papa en la cárcel de Regina Coeli era simbólica? Según el, simbolizaba la prisión espiritual en que viven los hombres dentro de la sociedad actual. Declaró que a la Iglesia le correspondía liberarlos de esa cárcel para que los cristianos pudieran comunicarse por fin con Dios en plena libertad. La noticia causó estupor general. -Sí esa interpretación se le da a una simple misa dijo el profesor Romani-, ¿se imaginan las repercusiones que pueden tener actos más graves y temerarios, como los que está considerando en estos momentos el Papa? Sabemos de buena fuente que se propone reabrir asuntos extremadamente conflictivos y peligrosos, que van desde el celibato eclesiástico hasta el posible apoyo de la Iglesia a las luchas revolucionarias que están afectando a varios países. -¡Lefebvre tenía razón! -gritó, exaltado, un hombre bajo de estatura, de barba canosa y gruesos lentes. Su aspecto dejaba una sensación de descuido que desentonaba en el marco mundano de la reunión. La mayoría no sabía exactamente quién era ni qué hacía Maximiliano Kursan. Unos decían que era un ex jesuita y otros un ex comunista convertido. Lo que sí se sabía de él eran tres cosas: que pertenecía al círculo de admiradores incondicionales del obispo Lefebvre, que era un obsesionado de la ortodoxia religiosa y que había hecho sus millones en el tráfico de armas. -Este Papa va usar para sus propios fines el Concilio, que en mala hora inició Juan XXI II. Por eso, el último Papa que yo reconozco como válido, es Pío XII -gritó Kursan-. ¡Los que han venido después, no han sido más que los enterradores de la Iglesia! Todos se sintieron incómodos ante la vehemencia del hombrecillo que hablaba como predicador. -Juan XXI II fue el aprendiz de brujo que abrió las compuertas de este torrente infernal que ha sido el concilio. De ahí han nacido las masacres guerrilleras en Colombia, las blasfemias contra la Inmaculada Concepción, el culto a Satán, las misas celebradas por mujeres, los matrimonios religiosos entre homosexuales y todas las demás aberraciones que nos están indicando la inminencia del Apocalipsis. El malestar de la concurrencia aumentaba. La mayoría parecía más preocupada por las consecuencias políticas de los actos del Papa que por los conflictos de orden teológico que pudiera provocar. -Lo que yo no me explico, es este súbito cambio de posición -intervino un ex alcalde de Verona, con la evidente intención de hacer regresar la

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conversación a su cauce original-. Antes de que Luigi Cardenal Andreani se convirtiera en el Papa Juan Clemente I, era considerado por toda Verona un hombre sensato, equilibrado y bien inspirado políticamente. -No estoy tan seguro de eso dijo el ex general Bontempelli-. Yo también conocí a Andreani antes de que fuera Papa. Fue durante la guerra Cuando yo me retiraba con mis tropas a través del Veneto, el era un simple cura párroco en una aldea de los alrededores de Verona. Quise que viniera con mis hombres como capellán, porque acabamos de perder al nuestro. Pero el se negó con varios pretextos. Después me dijeron que se había ido a las montañas a prestar sus auxilios religiosos a una banda de partisanos. -Me parece extraño comentó el padre Carmine, un hombre apuesto y elegante, de quien nadie hubiera sospechado que era sacerdote-. El padre Andreani fue profesor mío en la Universidad Gregoriana y lo oí varias veces atacar con energía y efectividad las teorías marxistas. -Entonces, ¿cómo explicarse este cambio? -preguntó la escritora. -Será porque el poder cambia a los que llegan a las alturas? ¿Se sentirá Andreani el hombre de la providencia en estos momentos tan difíciles para la Iglesia? Se habrá dejado tentar por la vanidad de pensar que los ojos de la cristiandad y del mundo están fijos en el y querrá dejar una huella importante en la historia? -La explicación es mucho más simple, señora. Y menos literaria -contestó con voz suave el padre Solari-. Y se puede resumir en una sola palabra: Martello. Se miraron desconcertados. El nombre no significaba nada para la mayoría de los presentes. Mario Cassorla, el periodista y el profesor Romani eran quizá las únicas excepciones. -El padre Bruno Martello, doctor en Teología, licenciado en antropología y medicina en la Universidad de la Sorbona, miembro de la Real Sociedad de Historia de Londres y amigo íntimo y consejero privado de Su Santidad Juan Clemente I dijo el padre Solari. Pareció saborear la precisa enumeración de los títulos y la extrañeza que vio aparecer en la cara de sus interlocutores. -¿Y que tiene que ver ese padre Martello por mas títulos que tenga, con el cambio en la conducta del Papa? -preguntó secamente el general Bontempelli. -Es un caso clásico en la historia de los poderosos -intervino con cierta pedantería el padre Solari, sintiéndose el Centro de la atención general-. Supongo que recordarán al padre José Deirs de Richelieu, el cura que desde entonces conoce la historia como la Eminencia Gris, el orientador, el poder detrás del trono -sonrió malicioso y agregó: O si ustedes prefieren, Rasputín, detrás del último zar de Rusia. Se levantó una ola de preguntas. Todos querían saber más acerca de ese padre Martello, alma negra, según Solari, del nuevo Papa. ¿Cómo había podido llegar al Vaticano? ¿Qué vínculo misterioso lo ligaba al Papa? ¿En qué residía la influencia que según Solari, parecía ejercer en el Sumo Pontífice? La reunión se disolvió antes de que ninguno de los presentes hubiera podido contestar las preguntas, ni siquiera el padre Solari. II FLORENCIA - 1958 El padre Andreani recorrió ese día con una mirada llena de interés las caras de los jóvenes. Era el primer día de clases y Andreani había propuesto a sus alumnos escribir el nombre que admiraban más en los evangelios, aparte del de

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Jesús. Debían, además, dar sus razones. Había pensado que era una buena manera de conocerlos. -"San Pedro... María... San Juan Bautista... La Magdalena.."

Mientras recorría distraídamente los nombres, no pudo evitar hacer un rápido cómputo mental. San Pedro ganaba por mayoría absoluta. Todos los años era lo mismo. -"San Pedro... San Pedro... San Juan Evangelista... La Verónica..." De pronto tuvo un sobresalto y creyó haber leído mal. Volvió la hoja y releyó: -"Judas Iscariote". La letra era apenas legible. Trazos nerviosos, descuidados y un estilo directo y casi agresivo. Fascinado leyó algunas frases: -"Siempre me ha parecido el personaje más patético del Nuevo Testamento. El más digno de piedad. Y el más incomprendido. No creo que haya traicionado al Maestro por treinta denarios. Debe haber tenido otros motivos. No sé cuáles, pero es un enigma que siempre me ha fascinado". Al final, un nombre que le costó descifrar: Bruno Martello. -¿Quién es Bruno Martello? -preguntó. Pero en ese mismo instante estuvo seguro de saberlo, antes de que ninguno de los treinta muchachos se levantara. En un extremo del aula vio a un seminarista distinto a los demás. Alto, extremadamente delgado, la boca de labios carnosos, contrastaba curiosamente con una palidez casi ascética. -Yo soy, padre. Contestó con una voz que dentro de su tono modesto parecía encerrar una nota velada de desafío. Y permaneció en pie, como esperando una refutación. Durante unos momentos, Andreani se preguntó si convendría iniciar una polémica abierta en torno a la opinión expresada por el joven alumno. Luego pensó que quizá era esto, justamente, lo que el muchacho buscaba. Pero antes de que alcanzara a tomar una decisión, sonó la campana, poniendo término a la clase. Tras la oración de rigor, los seminaristas comenzaron a salir ordenadamente y pronto el aula estuvo vaca. Andreani tenía una curiosa sensación de frustración. Le habría gustado escuchar lo que el joven Martello tenía que decir. Pensativo, salió de la sala de clases. Con alegría vio que el seminarista estaba junto a la puerta, como esperándolo. -Aja -exclamó Andreani con sonrisa paternal-, el admirador de Judas Iscariote. ¿Pero de veras piensas así, hijo mío? ¿O estabas tratando solo como dicen los franceses, de pater le bourgeo'is? Porque si es así, lo conseguiste. Me dejaste realmente sorprendido. Nunca había oído a nadie defender a Judas. -Comprendo que incurro en pecado de soberbia, padre al pensar en forma tan distinta de los demás. Pero no es solo la figura de Judas lo que es un enigma para mí. Confieso que hay muchas preguntas que quisiera hacer a las Escrituras. Muchas dudas que quisiera resolver. -Veremos, dentro de mis modestos medios, qué dudas podrá resolver y a qué preguntas podré contestar yo. Ese fue el comienzo de una extraña amistad. Todo debería haberlos separado, además de la edad. La sólida formación escolástica de Andreani frente a los estudios un tanto anárquicos del joven seminarista. Su distinta procedencia social: Andreani, hijo de un obrero; Martello, descendiente de una familia de patricios florentinos. Andreani, siempre reposado, sereno, tolerante; Martello, todo pasión e impulso. Sin embargo, pronto los unió un afecto que no disminuyó con los años. La primera vez que Andreani oyó a Martello defender sus puntos de vista siempre tan personales, siempre tan divergentes de la posición oficial de la Iglesia, había tal pasión, tanta vehemencia en el joven seminarista, que pensó: "Este muchacho, o llega a ser un padre de la Iglesia, o cuelga los hábitos antes

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de recibir las órdenes menores". Pero la crisis que estuvo a punto de truncar la carrera eclesiástica de Bruno Martello vino por otros motivos. 2 Hacía dos meses que Bruno disfrutaba de sus primeras vacaciones del seminario en la imponente mansión que los Martello conservaban en Florencia. Aunque su familia seguía haciendo una intensa vida social, respetaba la soledad que el joven buscaba cada vez con más insistencia. El primer año en el seminario había afirmado en el su vocación sacerdotal. Pasaba largas horas estudiando las obras fundamentales de los padres de la Iglesia. Yendo más allá de los temas teológicos, a veces su interés se desbordaba hacia aspectos puramente históricos del rico pasado de Florencia. Era feliz encerrado días enteros en la vieja biblioteca de la casa paterna, desempolvando manuscritos de la época de los Médicis o examinando documentos del proceso a Savonarola. Sentía una afinidad especial por los estudios históricos y se alegraba anticipadamente de las oportunidades que le iba a ofrecer la carrera sacerdotal para dedicarse por entero a sus estudios predilectos. Su padre, que al principio se había opuesto a la idea de que el único hijo varón de la familia abrazase la carrera sacerdotal, había terminado por resignarse. Durante un tiempo abrigó la esperanza de que, por lo menos, Bruno aspirara a las más altas dignidades eclesiásticas. Un cardenal Martello no le parecía una perspectiva desechable. Había habido varios en la familia. Y los viejos retratos que colgaban en las paredes de los salones suntuosos, firmados algunos por célebres maestros, así lo atestiguaban. Es cierto, que los tiempos habían cambiado y que el viejo Martello habría preferido ver a su hijo convertido en un director de banco, en un presidente de una compañía industrial. Pero por lo visto, Bruno tampoco parecía inclinarse por el aspecto brillante de la carrera eclesiástica. Su afición hacia los estudios solitarios y su aversión a participar en reuniones sociales donde podía haberse relacionado con personajes importantes de la banca, de la industria y hasta del mismo clero, terminaron por decepcionar al padre. La familia se resignó a que Bruno hiciera su vida solo. El lo prefería así. Las pocas veces en que tenía que alternar socialmente con su padre y sus hermanas, se sentía incómodo. Los temas de conversación habituales en ellos, le parecían banales y aburridos y regresaba a su soledad apenas podía. Otra cosa habría sido si su madre viviera todavía. La recordaba nebulosamente, pero intuía que habría encontrado en ella un apoyo entusiasta. De ella aprendió las primeras plegarias, y tenía la impresión de que había sido una mujer profundamente religiosa y dedicada al culto. A veces, huyendo de la agitación de la ciudad, se aislaba aún más. Llenaba de libros el pequeño Fiat que habían puesto a su disposición y se iba a refugiar por dos o tres días en la pequeña quinta que la familia poseía en los alrededores del pueblo de Pontassiede. Prácticamente, era él el único que la usaba. 3 Una semana antes de la fecha en que debía regresar al seminario, se dirigía Martello a la quinta de Pontassiede, manejando como siempre su Fiat. Era septiembre. El espléndido septiembre otoñal de la campiña florentina. Pero Martello no tenía ojos para la infinita variedad de tonos de los álamos del camino ni para los manchones multicolores de las flores silvestres. Generalmente manejaba con excesiva velocidad. Se lo habían hecho observar muchas veces sus hermanas, riendo: "No manejas como cura. O es que tienes prisa por entrevistarte con tu Jefe Supremo?"

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Su manera vertiginosa de conducir hacía que nunca tuviera ocasión de detenerse cuando alguien le hacía la clásica señal del autostop, tan frecuente en las carreteras italianas. Años más tarde, Martello se preguntaba, recordando el incidente, si no habría sido un designio deliberado de Dios el que puso aquella tarde en su trayecto a la muchacha. Se le echo materialmente encima, casi como si hubiera querido arrojarse bajo las ruedas. Martello pensó por un momento que la había lastimado. Hasta le pareció que la mujer se tambaleaba. Hundió el pie a fondo en el freno y la observó, alarmado, por el espejo retrovisor. La muchacha corrió entonces, cojeando, hacia él. Aunque llevaba el cuerpo inclinado, se echaba de ver que tenía una figura frágil y delicada. El seminarista puso marcha atrás para acortarle el camino y detuvo el coche. Ella abrió la portezuela. Martello vio entonces un par de ojos oscuros y una cabellera negra, alborotada. Esta intensamente pálida y no parecía tener más de veinte años. -¿Va a Forli? -preguntó ansiosa. -¿La lastimé? -preguntó a su vez Martello, nervioso. -No dijo ella-. ¿Me puede llevar? Voy a Forli. -Llegó solo a Pontassiede. -No importa. Lléveme por favor. Y sin esperar respuesta, se subió al coche. Tomado de sorpresa, Martello puso en marcha el auto. Durante unos momentos los dos guardaron silencio. Ella lo miraba de reojo. Martello, incómodo aceleraba aún más. La confusión de Martello hizo que no advirtiera que la desconocida estaba sufriendo una violenta tensión nerviosa que a duras penas podía disimular. Las ruedas chirriaron al tomar el coche con fuerza una curva. Haciendo un esfuerzo, ella intentó una sonrisa. -Sí sigues manejando así, no vamos a llegar ni a Pontassiede. El tuteo lo puso aún más nervioso. Pero era lo habitual entre muchachos. Le costaba admitir que solo tenía veinte años. Detalles como este le hacían comprender hasta qué punto su vida retirada y su vocación religiosa lo iban apartando cada vez más de lo que se consideraba normal a su edad. Ante el silencio de Martello, ella insistió: -¿Vives en Pontassiede? -No. Vivo en Florencia. Durante unos momentos ella fingió abstraerse en la contemplación del paisaje. Luego, para ocultar el temblor de sus manos, aferro con fuerza el respaldo del asiento y volvió la mirada al interior del coche. El brusco frenazo había hecho caer los libros. -¿Estudiante? -preguntó cauta, la muchacha. El titubeó antes de contestar. -Sí. En cierta forma. -¿Por qué en cierta forma? ¿Qué es lo que estudias? Se extendió sobre el asiento, tratando de alcanzar uno de los libros desparramados en el piso del coche. Pero al hacerlo lanzó un gemido y se llevó la mano a la cadera con un gesto de dolor. Extrañado, Martello la miro. Un hilo de sangre salía por debajo de la falda y corría a lo largo de su pierna. Martello, asustado, detuvo otra vez violentamente el coche. -¿Esta usted herida? Pero ella, dominándose con un esfuerzo se echo a reír bruscamente. -¡Qué va! Es algo perfectamente natural que nos ocurre a todas las mujeres. Esta vez me tomó desprevenida. Perdóneme.

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Martello tardó unos momentos en comprender. Se puso intensamente pálido y con violencia echo a andar nuevamente el vehículo. Ella reía, con una risa casi inocente. Durante un trecho ninguno habló. Ella lo observaba con disimulo. -¿Te molestó lo que dije? El se limitó a negar con la cabeza y siguió con la vista fija en el camino. El auto saltó en ese momento en un bache de la carretera. La muchacha hizo un gesto de dolor y no pudo evitar un gemido. -¿Qué le pasa? -preguntó Martello inquieto. -No es nada. Me tomo de sorpresa el brinco -y agregó rápidamente, temerosa de que el notara su malestar-: ¿Y por qué hablas de usted? ¿Te parezco una anciana? No esperó la contestación de Martello. Se aferró bruscamente de su brazo, haciendo que el coche se desviara y casi se saliera de la cinta asfáltica. -¡Disminuye la velocidad! -pidió angustiada. Automáticamente Martello obedeció. -¿Ves allá, en el cruce de la carretera? -Parecen policías -replicó el sin comprender. -Es una barrera de control y ya no hay tiempo para volver atrás -continuó ella, atropelladamente-. Voy a decir que soy tu novia. No me desmientas. El esbozó una protesta. Ahora no puedo explicarte, pero por el amor de Dios, ¡haz lo que te digo! –lo apremió ella. -Y viendo que Martello hacia amagos de detener el coche, casi le gritó desesperada-: ¡No pares! ¡Sigue manejando normal! Estaban ya cerca de la barrera y uno de los policías se adelantó haciéndoles señal de que se detuvieran y estacionaran el auto. -Documentos -pidió el policía, saludando cortésmente y fijando una mirada penetrante en la pareja. Martello, esforzándose por no mirar a la muchacha, sacó los papeles y los mostró. -Ah, es usted estudiante. ¿De la Universidad de Florencia? -preguntó el policía, con desconfianza. -No -contestó con voz neutra Martello. Del Seminario Pontificio de Roma. Y mostró otra credencial. El policía la examinó someramente y su actitud cambio de inmediato. Le devolvió el documento, mientras le decía, con deferencia: -Hubo un asalto a un banco esta mañana, en Florencia. Por eso estamos controlando a todos los automóviles. Pueden ustedes seguir. Pero en ese momento recordó a la mujer. -¿Y la señorita? La muchacha tuvo un estremecimiento y miro al futuro sacerdote. Por su parte, Martello evitó mirarla. -No puedo decirlo -dijo con voz apenas audible. Transcurrió un momento que se le hizo interminable, pero luego el policía sonrió, tolerante. -Comprendo -y con la mano les hizo señal de que podían seguir. Martello apretó las mandíbulas y aferró el volante con rabia. El coche dio un verdadero salto hacia delante y se alejo velozmente. El policía se volvió hacia sus compañeros con una sonrisa indulgente. -Al fin y al cabo todavía no toma los hábitos. Antes, tiene derecho a divertirse un poco. Peccata minuta. Recorrieron tres kilómetros sin que ninguno de los dos dijera una palabra. Luego la muchacha dijo con cierto embarazo: -Supongo que debo agradecerle, padre. -No me llame así. Aún no soy sacerdote.

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-Perdón, pero entiendo muy poco de esas cosas. De todos modos, le agradezco por haberme salvado. -No me agradezca, porque mi intención no fue salvarla. Me limité a decir la verdad. El policía me preguntó quién era usted y yo le contesté que no podría decirlo y es efectivo. Aún ahora no sé quién es usted. Ella lo miró, irónica. -¿De veras que no, padre?... Perdón, ahora ya no sé cómo debo llamarlo. Tampoco me atrevo a tutearlo. ¿Cómo quiere que le llame? En cuanto a mí, me dicen Nina. -No tiene importancia cómo me llamo. No habrá ya muchas oportunidades para usar nombres -dijo él, tratando de dar a su voz un tono de frialdad-. Como usted comprenderá, mi deber ahora es muy claro. -Comprendo. Me va a entregar -hablaba casi desafiante. ¿Ve cómo sí sabe quién soy? -Después de lo que dijo el policía, no tiene sentido que lo niegue. -Efectivamente, murieron dos policías, pero la culpa fue de ellos. Entraron por la fuerza en la casa donde nos refugiábamos y trataron de detenernos. No nos dejamos. Usted también es estudiante, usted habría hecho lo mismo, -¿verdad? -sonrió, perdón es cierto que ustedes no hacen esas cosas. Martello le dirigió una rápida mirada. Se burlaba de él, pero ya no le importaba. La observaba, de reojo, fascinado. Por primera vez se daba cuenta de lo joven que era. "Qué lástima de vida desperdiciada", pensó. -De modo que usted es de esos que quieren mejorar el mundo matando policías. Ella permaneció en silencio un momento y luego dijo, serena: -No. No creo en la violencia. En la universidad estudio filosofía. Creo que el mundo se puede mejorar por medio de la razón, del conocimiento, la justicia. -¿Y las muertes de hoy? -Ya le dije que no nos proponíamos matar a nadie. Fue... casi un accidente. De pronto, el rostro de ella reflejo un intenso sufrimiento. Estaba muy pálida y ya no se preocupaba por disimular. Se llevó una mano a la pierna, oprimiéndosela fuertemente. Martello se dio cuenta entonces de que tenía la falda empapada de sangre. Había un pequeño agujero circular a la altura del muslo. -Entonces, sí está usted herida. Martello estaba alarmado. -Por supuesto que estoy herida. -¿o se creyó usted lo que le dije hace un rato? -Tendré que llevarla a un hospital. Puede ser grave. -Ni hospital, ni médico exclamó ella, enérgica-. Me arrestaran inmediatamente. -De todos modos dijo, nervioso, Martello siempre será preferible que la arreste la policía en el hospital. -La verdad es que no hay mucho dónde escoger -Nina sonreía a pesar del dolor-. Sin embargo, habría una tercera posibilidad. -¿Cuál? -preguntó él, intranquilo. -Antiguamente, los perseguidos por la justicia solían buscar asilo en las iglesias. ¿No es así, padre? -Ya le he dicho que no soy sacerdote y no tengo iglesia objetó él, hosco. Pensó un momento. Lo que sí tengo es una casa de campo en Pontassiede. Quizás podría permanecer allá unas horas -agregó, inseguro. -Gracias. Nina cerró los ojos. Martello no pudo ver su mirada de triunfo Era mediodía cuando el coche abandonó la carretera y enfiló por un camino vecinal polvoriento. A corta distancia estaba la pequeña quinta de verjas blancas. Martello detuvo el auto y se volvió a mirar a la muchacha. Nina seguía con los ojos cerrados. -Animo. Ya hemos llegado. Nina abrió los ojos.

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-¿Quién vive aquí? -preguntó con voz débil. -Nadie -contestó Martello. Había un cuidador, pero ya no está. Martello bajo del coche y miro alrededor nerviosamente. Abrió la verja, cruzó el patio con rapidez y llegó hasta la puerta de la casa. Se volvía para buscar a Nina, cuando la vio venir. La muchacha cruzó el jardín cojeando. Se detuvo un momento y respiró hondo. En medio de la maleza, que nadie se había preocupado de arrancar desde hacía quién sabe cuánto tiempo, crecían los olivos. -En la casa de mis padres en Siena, había olivos dijo Nina. Desde la puerta él la apuró con un ademán. Adentro había una gran sala de paredes encaladas. Un gran diván, algunas sillas y muchos libros por todas partes. Todo acentuaba la sensación de abandono. Nina permaneció un momento indecisa. -¿No quieres recostarte? -¿Dónde está el baño? -Un momento, voy a ver si todo está en orden dijo el, confuso. -Eso no tiene importancia. El se limitó a mirar hacia una puerta, al fondo del pasillo. Nina le sonrió tratando de mostrarse amable. Pero a el la sonrisa le pareció burlona. "¿Qué debo hacer ahora?", se preguntó Martello mientras la esperaba. Se trataba de una delincuente, por mucho que ella quisiera darle al crimen el aspecto de una simple algarada estudiantil. Su apelación al supuesto derecho de asilo era casi una burla. Toda su actitud revelaba desconsideración hacia su condición de seminarista. Encontraba mil razones que justificaran moralmente que la entregara. Hasta el mismo hecho de estar herida, quizá gravemente, estaba aconsejando hacerlo. Era una verdadera imprudencia privarla de ayuda médica. Aún como hombre, se sentía atropellado en su dignidad. La muchacha lo haba usado en forma descarada para franquear la barrera policial y había tratado de obligarlo a mentir para protegerla. Y por lo visto, pretendía seguir usándolo. La situación no podía tener más salida que esa: entregarla a la justicia. Y, sin embargo, mientras más razones acumulaba en su mente para entregarla, más desesperadamente buscaba introspección y formado en el riguroso análisis moral de todos sus actos, necesitaba encontrar un fundamento de conciencia que le permitiera conservarla. -¿Hay en la casa un poco de alcohol? -y al ver su gesto de confusión agregó: por lo menos alguna bebida alcohólica fuerte. -No. Pero en el pueblo hay una farmacia. Podría ir a comprarlo. -En ese caso, podía comprar también vendas y algodón. Supongo que en la casa no hay nada de eso. -¿Entonces es grave lo que tiene? -No sé. Quizá no. Espero que la bala no haya interesado el hueso, pero he perdido mucha sangre. Temo que la herida se infecte. -Está bien, iré a la farmacia y volveré lo antes que pueda. -Gracias dijo ella con suavidad-. Le iba a decir otra vez "padre". Como no sé cómo se llama. -Mi nombre es Bruno Martello. -Martello... -ella pensó un momento y agregó luego sorprendida-: ¡Cómo! ¿Martello, de los...? -Sí. De los Martello de Florencia. Ella sonrió y pareció que iba a añadir algo pero repentinamente, cerró los ojos y se tambaleó. Él tuvo que sostenerla. En la farmacia había más gente que de costumbre, pero apenas lo vio entrar, el anciano farmacéutico ignoró a todos los demás. -¡Bruno! ¡Qué sorpresa! ¿En qué puedo servirte? ¿Viniste con la familia? -No.

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-Entonces, ¿estás solo? Martello titubeo. -Sí... es decir. Y agregó rápidamente, para ocultar su confusión: -Vengo a comprar algunas cosas. ¿Tiene usted alcohol? El farmacéutico rió. -¿Pero como no voy a tener alcohol? Puso un frasco sobre el mostrador. -¿Qué más? -Vendas. Y algodón agregó Martello atropelladamente. El farmacéutico puso todo sobre el mostrador. -¿Se accidentó alguien? -preguntó curioso. Ante el silencio incómodo de Martello, agregó: A propósito, ¿sabes quién me preguntó ayer por ti? Morelli. ¿Te acuerdas de Renato Morelli? Terminó sus estudios y puso aquí un consultorio. Le va muy bien. No es que como médico sea la gran cosa, pero como es el único doctor en el pueblo... -¿Vive todavía frente a la plaza? -preguntó Martello, interesado. -¿Quién? Morelli? Claro que sí. En la casa de su familia. -Gracias dijo el joven y, eludiendo la evidente intención del farmacéutico de proseguir la charla, pagó y se fue.

4 -Vamos, Bruno dijo el joven médico, riendo. Algo quieres decirme y no te atreves. Supongo que no habrás venido con la pretensión de convertirme. Perderás el tiempo. Sigo pensando igual que siempre. La única diferencia es que en las próximas elecciones no voy a votar por los comunistas. -Menos mal dijo, sonriendo, Bruno. -Me parecen demasiado burgueses. Estoy buscando un partido más a la izquierda -y rió, feliz de su ocurrencia-. Pero tampoco has venido a discutir conmigo de política. Estoy seguro. Vamos, dime que te pasa. ¿Estás enfermo? ¿Alguna de esas enfermedades "vergonzosas", sobre todo para alguien que va a Ser cura? -Por favor, Renato. Ya sabes que no me gustan esas bromas. -Entonces, dime de una vez a qué has venido. -Quisiera pedirte un consejo. -¿Un consejo? -Un consejo médico. ¿Qué medidas se deben tomar con una persona que ha sido herida de bala? Morelli lo miro, atónito. -¿Herida de bala? Bueno, depende de muchas cosas: de la localización de la herida, de la profundidad, de la trayectoria de la bala, de los órganos o tejidos que pueda haber interesado, de la edad y fortaleza de la persona... en fin, no te puedo decir nada seguro sin examinar antes al herido. Dime de quién se trata. Martello titubeo. -Perdóname, pero prefiero no decírtelo. Hasta ese momento, el doctor Morelli haba tomado a la ligera las preguntas de su amigo. Pero al ver la expresión preocupada del joven, dijo, desconcertado: -Pues entonces, no veo cómo puedo ayudarte. -Te contestaré algunas de tus preguntas. La herida es en... en el muslo. La bala no parece haber interesado el hueso, porque la persona puede mover la pierna. -¿Sangra mucho? -No mucho. -Entonces no habrá interesado la arteria femoral. En esos casos la sangre

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sale a borbotones. ¿La bala tiene orificio de salida? -Eso no lo sé. -¿Tiene fiebre? -Me parece que sí. -El peligro más inmediato podría ser la infección, sobre todo si la bala ha quedado dentro. -¿Qué se puede hacer para prevenir ese peligro? -preguntó ansiosamente Martello. -Antibiótico. Pero lo primero es localizar la bala -el doctor se interrumpió de pronto, con expresión grave-. No puedo decirte nada más sin ver al herido -y esperó. Pero Martello continuó silencioso. El doctor lo apremió. ¿Qué ha pasado? ¿Quién es el herido? Si estás metido en un problema, cuéntame. Sabes que puedes tener confianza en mí. -Sí, lo sé. Pero no puedo decirte más. Te lo agradezco. Adiós. Se levantó y salió apresuradamente. Dio un suspiro de alivio al regresar a la farmacia y ver que esta vez no había más que una persona comprando. El farmacéutico lo miró con sorpresa. -¿Se te olvidó algo, muchacho? -Sí -dijo Martello, ocultando su turbación-. También necesito antibióticos. -¿Qué antibióticos? -preguntó el farmacéutico. Bruno se recriminó por no haberle preguntado más detalles a su amigo. -Realmente no sé... ¿cuál será mejor? -Según para qué. ¿De qué enfermedad se trata? -No es enfermedad. Se trata de una herida. Es para prevenir una posible infección. -Penicilina -dijo el viejo. -Eso es. Penicilina. -¿En qué dosis? Y al ver que el muchacho lo miraba indeciso, el farmacéutico le ayudó. -¿Es para un niño? ¿Para una persona adulta? ¿Para un viejo? -Digamos... para alguien como yo. -Está bien -gruñó el farmacéutico. Se dirigió al refrigerador. Pero recordó de pronto y se volvió de nuevo. -¿Inyección, verdad? Martello tuvo un sobresalto ante la nueva complicación. Titubeante, preguntó: -¿En pastillas es lo mismo? Por fin terminó la tortura. Apretando el frasquito, salió de la farmacia, mientras el viejo lo veía alejarse con mirada socarrona. Se volvió hacia el cliente con quien conversaba cuando llegó Martello, y que había seguido con curiosidad el diálogo. -¿En qué lío estará metido el padrecito? -¡Cómo! ¿Es un cura? -comentó el otro sorprendido. -Para allá va. Por ahora es solo seminarista. Pero ¿no lo recuerda usted, señor Bianchi? Es el muchacho de los Martello, de Florencia. Los que tienen esa quinta a la entrada del pueblo. -¿Usted cree que anda en malos pasos? -preguntó, ávido, Bianchi. -No sé. Pero su conducta hoy día ha sido muy sospechosa. -¡Vaya con el curita! Y así se extraña usted, señor Bergamasco, de que yo sea anticlerical. Cuando entró a la casa, la vio inmóvil y tan pálida que creyó que estaba muerta. Corrió, angustiado, hacia ella. Tranquilizado, comprobó que respiraba. Quiso hablarle, pero se dio cuenta de que no recordaba su nombre. -¿Cómo se siente? -preguntó con suavidad. Ella no contestó.

Continuaba con los ojos cerrados. Pero Bruno recordaba las palabras del

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médico. Lo urgente era prevenir el peligro de la infección. Había pues que desinfectar la herida. Miró, nervioso a la muchacha inmóvil, tendida de espaldas. La mancha en la falda que indicaba el lugar de la herida, se había puesto negruzca. Las piernas destacaban, blanquísimas, entre la falda azul y la cubierta roja del diván. En ese momento, Nina abrió los ojos y vio la mirada del seminarista fija en ella. -Traje todo lo que me pidió. Y además antibióticos dijo rápidamente Martello para ocultar su nerviosidad-. El doctor me dijo que era necesario el antibiótico para prevenir una posible infección. -¿Qué doctor? -preguntó ella, alarmada. -No se preocupe. No sabe de quién se trata. Se apresuró a abrir el paquete de medicinas. -Además, traje algo de comer. La muchacha se levantó con cierto esfuerzo y se dirigió al baño. -Voy a curarme y después podemos cenar juntos. Supongo que aceptar una invitación -agregó sonriendo y cerró la puerta. El la vio desaparecer, impresionado. La muchacha había cambiado. Su rostro ya no tenía la expresión agresiva y desconfiada. A pesar de su herida, parecía recobrar la vitalidad, la alegría de vivir propia de sus veinte años. se dio cuenta de la atracción que despertaba ahora en él. ¿Ahora? Tuvo que reconocer que lo había atraído desde el primer momento. Y se alarmó. La mujer haba sido siempre para el un mundo desconocido, lleno de misterios y peligros, al que nunca quiso asomarse. Pero esta renuncia no le haba significado ningún problema. Sabía del tormento de sus compañeros, en la lucha sin tregua por dominar el instinto; el lo había sublimado sin esfuerzo. Lo que en otros era frustración y represión violenta, en él se había convertido en meditación, estudio y exaltación mística. Pero ahora era diferente. Nunca había conocido a una mujer así, ni se había visto en circunstancias como esta. Nina salió del baño y dijo alegre: -Parece una herida bastante superficial, a pesar de lo que ha sangrado. Creo que no tendrá problemas. El notó que además de curarse, se había hecho algo en la cara o en el pelo, no sabía precisarlo, pero estaba mucho más bella. -¿Qué me mira? -No sé. La veo distinta. Ella sonrió. -Aproveché para arreglarme un poco. Soy revolucionaria. Pero también soy mujer. Además, quería estar presentable para la cena. -Yo no puedo quedarme -dijo él con brusquedad-. Tengo que regresar a Florencia. Nina lo miró, sorprendida. -Supongo que no se irá por causa mía. -No. No es eso. Simplemente, tengo que irme. En cuanto a usted, si quiere quedarse, ya que más da un día o dos. Yo regresaré mañana y veremos qué se hace. -Gracias. De todos modos, si no me encontrara usted aquí mañana, quiero que sepa que le estoy muy agradecida. -Yo preferiría que no se fuera usted hasta que yo venga -y agregó, rápido: No tema, no voy a denunciarla. -Ya sé que no me va a denunciar -dijo ella con una sonrisa que lo conturbó aún más. ¿Era de agradecimiento o de insolente seguridad en sí misma? -Bien, me voy. Sea prudente. No salga para nada. Nadie tiene por qué venir a la casa. La oscuridad era ya casi completa. Desde la puerta, el agregó todavía:

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-Será mejor que no encendiera la luz. Nina echo cerrojo a la puerta y caminó, pensativa, hasta la ventana. Alcanzó a ver el pequeño Fiat que se alejaba por el camino y lo siguió hasta que se perdió en la oscuridad. Regresó hasta la mesita donde Martello había puesto la comida, pero se dio cuenta, sorprendida, de que no tenía ganas de comer. Sintió la necesidad de un cigarrillo. Se buscó ansiosa en los bolsillos y encontró una cajetilla arrugada y todavía húmeda de sangre. Quedaba un cigarrillo. El último.

5

Martello pasó una noche en blanco. No pudo apartar de su mente el problema que en forma tan sorpresiva había aparecido en su vida, hasta aquí tan serena. Era ya madrugada cuando logró conciliar el sueño, sin haber decidido aún lo que deba hacer. Sabía perfectamente que estaba violando la ley civil. Dar asilo a un prófugo de la justicia, un deliro. Sin embargo, comprobaba con sorpresa que el aspecto legal no le preocupaba mayormente, por grave que fuera el delito de encubrimiento. Hacía tiempo que, a raíz de lecturas y meditaciones, había empezado a gestarse en el un vago rechazo y menosprecio hacia muchos de los principios y leyes que rigen a la sociedad y que el consideraba deshumanizados y mezquinos. "La ciudad de Dios" de San Agustín se convirtió en su libro favorito. Partiendo de las ideas de San Agustín, el seminarista soñaba con una utopía en la que desapareciera el conflicto entre la vida material, sujeta a las leyes civiles que han creado los apetitos y las necesidades materiales del hombre, y la vida espiritual que debería estar regida solo por las leyes divinas. Oscuramente intuía que debería haber una verdadera Ciudad de Dios, organizada y regida por los representantes del poder divino. Las objeciones morales a su conducta frente a Nina, creía haberlas resuelto también, amparándose en el espíritu de la caridad cristiana. ¿Entonces por qué lo conturbaba de tal manera aquella muchacha encerrada en la casa de Pontassiede? El futuro sacerdote era hombre introspectivo y razonador, pero también era hombre de acción. Sabía que, a veces, la mejor respuesta a las dudas era actuar. Subió a su Fiat y se dispuso a tomar el camino de regreso a Pontassiede. Pero antes pareció recordar algo y sonrió. Dirigió el coche hacia el centro de Florencia, donde están las tiendas más elegantes de la ciudad. Nina terminó de bañarse y comprobó con satisfacción que su herida presentaba buen aspecto. No sentía dolor ni fiebre. Indudablemente, pronto estaría totalmente recuperada. Claro que habría sido mejor recibir tratamiento médico. Cuatro o cinco puntos habrían apresurado la cicatrización. Sin ellos, quedaría una fea cicatriz. "Menos mal que yo no soy una de esas burguesitas bobas que van a lucirse a la playa en bikini", pensó. Recordó que la última vez que estuvo en una playa fue huyendo de los carabineros que la perseguían por haberse robado un Maserati. Se vio obligada a dejar abandonado el coche en la playa de Ostia y a mezclarse entre la muchedumbre, que junto al mar, bailaba enloquecida, la última importación musical llegada de Estados Unidos. Mientras se secaba, Nina recorrió con la vista el amplio baño de la casa. Polvo por todas partes. Abandono. Pero un abandono elegante. Los restos de la pastilla de jabón que acababa de usar era de las marcas caras y en el botiquín descubrió un frasco de perfume francés de los más finos. Lo tomó con curiosidad. Por primera vez tenía en sus manos un frasco que solo había visto reproducido en los anuncios de las revistas. Luchó un momento entre un sentimiento de desprecio hacia ese símbolo de decadencia y despilfarro burgueses y una curiosidad muy femenina de saber cómo olía. Lo destapó por fin y comprobó con cierta desilusión

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que estaba seco. Todavía desnuda, regresó a la sala y pasó revista al estado de su ropa. El vestido estaba definitivamente arruinado. El agujero de la bala, la mancha de la sangre que se había extendido y los desgarrones sufridos durante la huida, lo hacían irrecuperable. Mientras lavaba su ropa interior, pensó que le habría gustado recibir al seminarista bien presentada. No es que ella le diera gran importancia a esto, pero ya se sabe cómo impresionan esas banalidades a los burgueses. Sin embargo, reconocía en Martello algunas cualidades que no reconocía a los demás de su clase. "Simple gratitud", se dijo a sí misma sin demasiada seguridad. "Un burgués cualquiera me habría entregado". Lo que estaba empezando a reconocer, divertida, es que el seminarista la atraía también como hombre. Era tan diferente a todos los que había conocido. A pesar de sus veinte años, Nina creía tener ya bastante experiencia respecto a los hombres. Ya había tenido varios amantes. La vida azarosa compartida con compañeros de peligro e ideales comunes, hacía que mirara la relación íntima sin ninguna inhibición ni prejuicio. Se había dado a los hombres por un sentimiento de admiración y hasta por simple compañerismo. Se preguntó qué haría si su salvador quisiera acostarse con ella. Pero desechó inmediatamente la idea. No es que tuviera un concepto muy elevado de la moral de la gente de iglesia, pero había algo en Martello que parecía ponerlo por encima de las pasiones vulgares. La desconcertaba. Había momentos que hubiera querido herirlo en su castidad religiosa. Se preguntó si sería virgen y rió pensando en la cara que pondría el muchacho si saliera a recibirlo así desnuda, como estaba. Recordó a uno de sus compañeros estudiantes. "¿Qué diría Mario si supiera que estoy bajo la protección de un cura?", pensó divertida. Tendió su ropa interior. Hacía bastante calor, a pesar de que ya había comenzado el otoño. Se secaría a tiempo. Se asomo con precauciones a una de las ventanas. Había un sol espléndido. Había dormido inesperadamente bien y aunque sus problemas distaban mucho de estar resueltos, se sintió invadida por una irrefrenable sensación de euforia. En ese momento oyó el ruido de un coche que se acercaba por el camino vecinal. Volvió a asomarse por entre los visillos y reconoció el Fiat azul de Martello. Venía antes de lo que ella esperaba. Se vistió rápidamente con su ropa interior mojada y su vestido desgarrado. Pensó qué absurdo sería que fuera a enfermarse ahora de una pulmonía, después de haber escapado del peligro de las balas. La ropa mojada marcaba indiscretamente su cuerpo juvenil. -Buenos días dijo con brusquedad Martello al entrar. Ella sonrió. -La paz del Señor sea con usted dijo sonriendo. ¿Le parece un buen saludo para recibirlo? -Le ruego que no me haga esa clase de bromas. -Perdón. Entonces pongámonos serios. Está todavía la barrera policial que había ayer? -No, ya no. -¡Bravo! Dijo ella, contenta-. Eso quiere decir que podré irme antes de lo que pensaba. ¿No se alegra? -agregó, viendo que él seguía mirándola, hosco. -Sí. Me alegro por usted. Solo que. ¿Piensa irse así, con ese vestido? ¿Cree que pueda pasar inadvertida? -Eso es cierto. Tendré que resolver lo del vestido. -Por lo menos ese problema creo que ya se lo solucioné yo dijo él con timidez. Solo en ese momento se fijo la muchacha en el paquete que traía Martello bajo el brazo. Él lo abrió. Era un vestido.

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-¿Es Para mí? -dijo ella, incrédula. -Tal vez no le guste. -Está muy bien. Era un vestido muy sencillo, pero elegante. Martello no entendía de modas, pero era florentino y había crecido en medio del refinamiento del Palazzo Martello. Nina lo desplegó sobre su cuerpo. -¿Cómo supo mi medida? -En la tienda había una muchacha de figura como la suya y pedí el vestido como si fuera para ella. -¿Entonces, se había fijado en mi figura? -No... es decir Ella lo salvó del suplicio, dando media vuelta y corriendo al baño con su vestido nuevo, mientras le gritaba: -Voy a ponérmelo ahora mismo. Así podré quitarme la ropa interior mojada. No me la podía quitar con este vestido roto -y cerró la puerta. Martello se paseó nervioso por la sala. Vio la comida que había traído la tarde anterior y se dio cuenta de que Nina no la había tocado. La vio reaparecer y quedó asombrado. El cabello oscuro recogido acentuaba la pureza de sus rasgos. Pensó en la Madonna de Lippi. El vestido oscuro y estilizado le daba una nobleza inesperada a su figura. Era otra cosa. Le pareció imposible que fuera la misma que el día anterior se había visto envuelta en un hecho sangriento. Como si le hubiera adivinado el pensamiento, la muchacha dijo, sonriendo: -¿Verdad que nadie se imaginara al verme vestida así en el lío en que estoy metida? Podré irme apenas consiga un coche. Además ya me contó usted que la vigilancia ha disminuido. -No esté tan segura. Los periódicos de hoy hablan mucho de las pesquisas que se están haciendo. -¿Periódicos? -dijo ella, ávidamente-. ¿Me trajo alguno? -No se me ocurrió. Lo siento. -Por lo menos, cuénteme qué decían. -No creo que digan nada que usted no sepa. Aún no lograron detener a ninguno, pero que le siguen la pista muy de cerca. No la mencionan a usted por su nombre. Hablan solo de una mujer que estaba en el grupo. Ni siquiera le atribuyen a usted los disparos. ¿Por qué no me dijo ayer que fueron sus compañeros los que dispararon? -la miró, conteniendo su ansiedad. Había una vaga sonrisa en la cara de ella. Nerviosamente insistió-. ¿O fue usted? -¿No quedamos en que no está usted todavía facultado para recibir confesiones? -dijo ella con un brillo de malicia en la mirada. -¡Por favor! ¡No tome esto con tanta ligereza! Recuerde que murieron dos hombres. ¿Quién los mató? Ella calló un momento. -Qué más da. Ellos o yo, me siento solidaria en la responsabilidad. Estaba con ellos. Son mis compañeros. -Por lo visto, el hecho de que hayan matado a dos personas no parece importarle mucho. -¿Qué se le va a hacer? En toda guerra hay bajas, por una y otra parte. Ayer fue uno de ellos, mañana puede ser uno del pueblo. -Eran policías humildes. Ellos también son pueblo. -Yo no los considero así. Engañan al pueblo, lo mismo que ustedes. -¿Ustedes? ¿Yo también engaño al pueblo? -sonrió, irónico-. Supongo que se refiere al "opio del pueblo". Ella lo miró, pensativa, un momento. Luego sonrió. -Si le contestara a eso creo que pecaría de ingratitud. ¿Me imagino que la ingratitud es un pecado, no? Usted entiende más que yo de esto. Comprendió que la muchacha le tendía un puente de cordialidad y optó por

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seguirle el juego. -No, Nina. La ingratitud, estrictamente hablando, no es un pecado. Ella se acercó entonces a la mesa y empezó a disponer los platos y cubiertos que encontró a mano, mientras decía: -Lo que sí es un pecado es la gula, ¿verdad? Lo recuerdo perfectamente. Y es un pecado que vamos a cometer usted y yo ahora mismo. Hoy no me podrá decir que no tiene tiempo para ser mi invitado. Y yo tengo un hambre espantosa. Hace veinticuatro horas que no pruebo bocado. -Le confieso que yo también tengo apetito. -Entonces, vamos a hacer los honores a la comida que usted trajo ayer. Siéntese. Aunque el ser ama de casa no es mi fuerte, haré lo posible. ¿Dónde guardan los cubiertos aquí? Martello la ayudó de buen grado. En poco tiempo dispusieron sobre la mesa los alimentos. -¡Gorgonzola! -dijo ella con alegría infantil-, me encanta este queso. Se interrumpió al ver que Martello tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada. Nina lo miro con curiosidad. -¿Esta rezando? -Simplemente, doy gracias a Dios por los alimentos que vamos a tomar. Supongo que usted nunca lo hace. Ella sonrió. -Primero los probaré y después veremos. -Veo que tiene sentido del humor. -¿Por qué no habría de tenerlo? Supongo que su Dios también lo tiene. ¿No cree? Bruno pensó un momento. -Creo que sí. Debe de tenerlo. Solo así se explica que nos tolere tantas cosas a los seres humanos. Nina empezó a comer vorazmente. Martello la observaba complacido. -Cuándo compro todo eso, no estaba seguro que le iba a gustar. Me agrada verla comer con tanto entusiasmo. -Ya le dije que me iba a entregar al pecado de la gula. Ahora solo falta que llueva. -¿Que llueva? ¿Por qué que llueva? -¿No recuerda al Dante? "Voi citaddini mi chamasti Ciaccoper la dannosa colpa della golacome tu vedi, ala pioggia mi fiacco." -¿Ha leído al Dante? -dijo sorprendido, Martello. -No solo eso, sino que me aprendo de memoria muchas estrofas. Cuando era niña soñaba con ser actriz y creía que la Divina Comedia era eso: Una comedia. Martello rió. -Es una coincidencia. A mí me ocurrió lo mismo de niño. -¿También crea que la Divina Comedia era una comedia? -No. Quiero decir que también me gustaba el teatro. Y durante un tiempo llegué a pensar que un día sería actor. -No habría sido mala idea. Tiene usted muy buen tipo para eso. Lo veo perfectamente haciendo el Hamlet o el Romeo. -¿También ha leído a Shakespeare? -Ya le dije que me apasionaba el teatro. El se la quedó mirando pensativo. Durante unos momentos, comió en silencio. -¿En qué piensa? -preguntó ella. -En lo lejos que estamos los dos de nuestros sueños infantiles. -Quién sabe dijo ella, pensativa a su vez-. ¿No le parece que en la profesión de sacerdote también hay un elemento dramático que lo acerca un poco al teatro? Recuerdo cómo me impresionaba de niña un cura en la iglesia del barrio. Nos pintaba el infierno con tanta elocuencia, con una voz tan vibrante y con gestos tan impresionantes que una vez olvidé que estaba en la misa y aplaudí

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al final del sermón. El seminarista volvió a reír. Le sorprenda encontrar en la muchacha una gracia natural y una frescura sana que contrastaban con la primera idea que se había formado de ella. Cada vez le parecía más inverosímil que se tratara de una terrorista. -¿Y qué fue lo que la hizo abandonar su ambición de ser actriz? -le preguntó repentinamente. Antes de contestar, ella buscó un cigarrillo, pero recordó que la noche anterior se había fumado el último. -¿Usted fuma? -le preguntó, esperanzada. -No -dijo él. Pensó que le habría gustado fumar para poder complacerla ahora. -¿Por qué abandoné mi ambición de ser actriz? -repitió Nina-. Descubrí que mi vocación no era tan fuerte como yo creía.

Pensé que estaba enamorada del teatro. Pero un día descubrí que de quien estaba enamorada en realidad, era de un actor. Martello sintió una inquietud desconocida para el hasta entonces y esperó ansioso la continuación. -Alcancé a hacer algunos papeles. Pero a los dos meses el me dejo y ahí terminó mi carrera de actriz. "Cuántos hombres habrían venido después del actor" -pensó Martello. Le habría gustado preguntárselo, pero no se atrevió. Volvió a sentir la angustia de hacía un momento y comprendió que estaba celoso. Rechazó la idea, indignado consigo mismo. Ella parecía perdida en los recuerdos. -Cuando pienso en ese tiempo, me parece imposible que yo haya sido esa muchacha. Indiferente, egoísta, preocupada solo de sí misma y de su ridícula carrera de actriz que terminó en nada. En esos momentos en que solo soñaba con ver mi nombre con letras luminosas y con ganar dinero a manos llenas, haba un millón de obreros cesantes en Italia. Tuve que conocer a un hombre extraordinario para darme cuenta de que había cosas más valiosas en la vida. "Un hombre extraordinario" Otra vez el insoportable malestar. Ella siguió hablando con pasión. Pero Martello ya no la escuchaba. La contemplaba con admiración. Los ojos parecían iluminársele mientras hablaba. Su voz adquiría tonos cálidos y profundos, como si en vez de proclamar una fe política, estuviera revelando una confidencia íntima. Una frase lo sacó bruscamente de su abstracción. -La Iglesia también tendrá que cambiar y ser nuestra aliada natural. -¿A qué se refiere? -A que el cristianismo está muy cerca de lo que nosotros buscamos. Lo único que nos separa es la Iglesia. -Lo que dice es absurdo. Sin la Iglesia el cristianismo habría desaparecido. -Al contrario. Si el cristianismo hubiera sido lo que fue en un principio, la Iglesia como se la concibe hoy día no hubiera tenido razón de ser. Si el cristianismo hubiera seguido siendo el credo de los humildes, de los débiles, de los desposeídos, ahora estaríamos del mismo lado en la lucha. Pero se atravesó, por desgracia en la historia ese emperador siniestro: Constantino. Y el cristianismo pasó a ser la religión oficial del estado. La religión de los oprimidos se volvió religión de los opresores. En vez de mártires, hubo Papas. En vez de catacumbas, catedrales. En vez de misericordia, inquisición. La escuchaba fascinado. Se le ocurrían mil argumentos para rebatirla, pero no quería romper el encanto. La dejo proseguir, preguntándose hasta dónde llegaría en su arranque. -Por un momento, otro emperador estuvo a punto de cambiar el curso de la historia: Juliano el Apóstata reinició la persecución y pareció que los

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cristianos iban a volver a las catacumbas y a su pereza original... Pero prefirieron aniquilar a Juliano y recuperar el poder. La leyenda dice que el emperador reconoció su derrota y que murió diciendo: "Triunfaste, Galileo". Pero fue una victoria pública. En adelante la Iglesia ya no se apartaría más de los ricos y de los poderosos -se quedo un momento pensativa-. Y sin embargo, creo que no está todo perdido.

Presiento que se aproxima un cambio. Ante la ingenuidad y el apasionamiento de la muchacha, el seminarista optó por sonreír. -Por lo visto, usted me quiere convertir dijo con suavidad. Furiosa y humillada, Nina comprendió que Martello rehuía la confrontación. ¿Se sentiría muy por encima de ella en su posición dialéctica? ¿Consideraría que ella era fanática con la que no se podía razonar? ¿O tendría miedo de enfrentarse a argumentos que no era capaz de rebatir? Decidió atacar sin contemplación. Pero no tuvo tiempo. En la ventana había aparecido un rostro de hombre. Automáticamente, con la rapidez que dan reflejos condicionados por el peligro, Nina se puso en pie, lista para la huida. Martello siguió, sorprendido, la mirada de la muchacha hasta la ventana. -¿Hola, Supongo que no molesto? Desde el jardín, los miraba, sonriente, el doctor Morelli. Martello enrojeció. Nina esperaba, tensa. -Regresaba de visitar a un enfermo cuando reconocí tu coche. Anoche me dejaste preocupado. Por eso se me ocurrió pasar a verte para preguntarte si todo está bien. Martello miraba sucesivamente a la muchacha y al doctor, sin saber qué decir. Al fin balbuceó: -Sí... claro... Bien... Todo está bien. -¿Estás seguro? Las heridas a veces son traicioneras. -Yo no estoy herido -dijo atolondradamente el muchacho. El doctor Morelli volvió a sonreír. -Eso ya lo sé desde anoche. Entonces supongo que el herido.. mejor dicho la herida, es la señorita. Nina y Bruno se miraron nerviosamente, pero el médico insistió, bonachón: -Vamos. No se inquieten. Recuerden que para los médicos hay algo que se llama secreto profesional, que es tan estricto como el secreto de la confesión. ¿Entonces, puedo pasar? Decidiéndose, Martello fue a abrir la puerta. Ella hizo ademán de retenerlo, pero comprendió que habría sido peor y se contuvo. El doctor entró y se acercó a Nina mirándola con ojo clínico. Martello buscaba ansiosamente la forma de justificar la presencia de la muchacha. Inició un gesto de presentación, pero desistió. Le parecía absurdo comportarse como si se tratara de una relación normal. Además, recordó que ni siquiera conocía su nombre completo. Pero al médico parecía no preocuparlo este detalle. Tranquilamente, encendió un cigarrillo, mientras seguía con los ojos fijos en Nina. Notó la mirada de avidez de la muchacha y le ofreció uno. Mientras se lo encendía, le preguntó: -¿Es usted siempre así de pálida o es que ha perdido mucha sangre? Indecisa, ella miró a Martello. Él le contestó con otra mirada que quería ser tranquilizadora. Nina comprendió que era inevitable aceptar el riesgo. -He perdido bastante sangre. Pero no creo que sea grave. Hoy me siento bien. -De todos modos, quiero examinarla -dijo con firmeza Morelli. Miró hacia los cuartos interiores, como hombre que ya conocía la casa y se volvió a Martello. -¿Me permites?

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Sin esperar respuesta, guió a la muchacha hasta la primera puerta y se encerró con ella. Martello quedo solo. Se sentía cada vez más atormentado. Estaba furioso. Sin poder precisar contra quién. Desde luego, contra el doctor, por su visita intempestiva que lo hacía aparecer a él en una situación ambigua y comprometida. Contra Nina que, en último término, era la causante principal del problema. Pero más que nada, contra sí mismo, por no ser capaz de resolver, de una vez por todas, la situación. Se sentía arrastrado, cada vez más, por un camino que no había elegido. Los acontecimientos parecían confabularse para empujarlo hacia Nina. El doctor reapareció por fin con una expresión tranquilizadora. Detrás salió Nina, arreglándose el vestido. -Veo que mis recomendaciones de anoche, sirvieron. No hay señales de infección. Además, bajo esa apariencia delicada, esta chica oculta una constitución de hierro. -Lo que el doctor no ha querido preguntarme todavía - dijo Nina mirando a Morelli, como tratando de adivinar sus intenciones-, es cómo me hice esta herida. -Ni se lo preguntaré. No se preocupe. Ya sé que la ley exige que estos casos sean reportados, pero para mi, antes que la ley, está la amistad. ¿Verdad, Bruno? Martello no supo qué contestar. -Y además -comentó el médico riendo, estamos en Italia. Y en Italia ¿quién cumple la ley? Bien, yo me voy -miró a Nina con simpatía-. ¿Quiere que le deje un analgésico? -Preferiría que me dejara el paquete de cigarrillos. El médico tendió el paquete a la muchacha y después miró a Martello con una sonrisa que al muchacho se le antojó maliciosa. -Yo también me voy. Justamente me iba cuando llegaste -dijo precipitadamente Bruno- Te acompaño hasta tu coche -luego se volvió a la muchacha con exagerada formalidad-. Adiós, Nina que siga usted bien. Vio en los ojos de ella el desconcierto de una pregunta muda, pero prefirió no advertirla y salió juntamente con su amigo. A los pocos momentos, oyó Nina el ruido de los Coches que se alejaban. Solo en ese momento se dio cuenta de que el doctor había dejado un periódico sobre el sofá. Lo desplegó presintiendo ya lo que iba a ver. Efectivamente, en la primera plana, con grandes titulares, aparecía la noticia del asalto al banco. Debajo, con un parecido asombroso, estaba el retrato hablado de Nina, la mujer que en estos momentos buscaba toda la policía de Florencia. Desalentada, pensó inútilmente en encontrar una salida. Pero su mente se resistía a obedecerle. Durante unos minutos permaneció atontada, con la mente en blanco. La sacó de su aturdimiento el ruido de un coche que se acercaba velozmente. Era un ruido que se había escuchado varias veces en las últimas horas, desde la casa. ¿Por qué esta vez le sonaba diferente? Tuvo la seguridad de que el vehículo se dirigía a la casa. Efectivamente, pocos momentos después, oyó el ruido del coche al detenerse ante la puerta. Ya era tarde para escapar. Los pasos se acercaron y dio todo por perdido. Por primera vez sintió que su espíritu de lucha la abandonaba. Esperó, apática, a que la puerta se abriera. Y la puerta se abrió. Era Martello. Durante un segundo, lo miró incrédula. Luego en un impulso incontenible corrió a sus brazos.

6 La noche había caído. En la oscuridad solo brillaba el cigarrillo de Nina. La

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muchacha se estrechó contra el cuerpo desnudo de él. Por primera vez, en esa tarde larga y casi irreal, volvió a sentirlo lejano, como antes. Martello había vuelto a encerrarse en su mutismo atormentado. Pero lo que el no podía adivinar era que, en medio de las caricias y de los arrebatos sensuales de la muchacha, a ella también empezaba a agitarla un tormento interior. Ella también se sentía llena de dudas y contradicciones. A ella también la impulsaba una vocación que a veces la obligaba a un ascetismo tan rígido como el de un sacerdote. Ella también aspiraba a un cielo que quizá no existía, pero que le demandaba tantos sacrificios como a él. Y en vez de estar concentrada, con todas sus facultades, en el siguiente paso que le exigía su misión, solo le preocupaba la esperanza absurda de hacer eterno ese momento que necesariamente tenía que ser brevísimo. Sabía que su compañero de aventura, arrastraba quién sabe qué peligros y que debía estar buscándola ansioso. Y sin embargo, ella solo tenía pensamientos para el hombre que estaba a su lado. ¿Y por qué precisamente él? El, que por su origen, por sus creencias, por su posición ante el mundo, era la negación de todo lo que para ella constituía la vida verdadera, la única digna de compartirse con un hombre. ¿Sería quizá por eso, por lo diferente que era Martello de todos los hombres que haba conocido hasta entonces? Nina había conocido al líder de palabra arrebatadora y de inteligencia deslumbrante; al activista de valor personal casi suicida y al compañero abnegado y generoso capaz de cualquier sacrificio. Hasta entonces había creído que ella solo sería capaz de amar a hombres así. Hizo a un lado estos pensamientos y trató de concentrase solo en el placer del momento. Buscó, ansiosa, el cuerpo de él.

Quizá la explicación del misterio residía simplemente en que por primera vez, había conocido la exaltación total del amor físico. ¡Y con un seminarista! Inexplicable, pero así era. La hembra primitiva afloraba repentinamente. Era ya día claro cuando el auto de Martello entró en Florencia. Había manejado desde Pontassiede como un sonámbulo. El tañer de muchas campanas lo sacó de su abstracción. Doblaban a muerte. Extrañado, cruzó el primer puente sobre el Arno mientras el tañido se hacía estruendoso. Todas las iglesias de Florencia doblaban a muerte. Algo insólito ocurría. Sobrecogido, continuó su trayecto, hasta detener el coche frente a la pequeña puerta del jardín que prefería usar para entrar al Palazzo Martello. Las campanas seguían resonando. Un vendedor de periódicos que pasaba en ese momento, le dio la explicación. "Ultima hora. La muerte del Papa". Anonadado, compró el periódico y cruzó el jardín. Efectivamente, Pío XII acababa de morir. Días atrás, Eugenio Pacelli -Pío XII- haba sufrido una embolia cerebral que lo había dejado ciego, pero había ido mejorando paulatinamente. Se le creía ya fuera de peligro. Apretando, tembloroso el periódico, Bruno corrió a encerrarse en su cuarto. Durante unos minutos permaneció atontado. Miro hacia atrás, hacia lo que habían sido esos últimos días para él. Mientras los creyentes de todo el mundo seguían ansiosos, las alternativas de la enfermedad del jefe supremo de la cristiandad, en su espíritu solo había tenido cabida la pasión que sentía por esa mujer. En todos los templos se elevaban rogativas por la salud del Santo Padre, en tanto que él se hundía cada vez más en el pecado. Justamente, en el momento en que iba a saber la tremenda noticia, había decidido en su fuero interno que lo más importante para él, era la felicidad. Aunque para obtenerlo tuviera que truncar su vocación. Se sentía, en cierta forma, asesino del Papa. Atenaceado por una congoja insoportable, estalló en sollozos y cayó de rodillas.

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Frente al espejo, Nina terminó de peinarse. Habitualmente, le daba lo mismo llevar el pelo de una u otra manera. Pero recordaba con deleite, la admiración muda con que la recibió Martello cuando la vio aparecer por primera vez con el cabello recogido y el vestido negro que él le haba comprado. Se extrañaba ella misma de la transformación que estaba sufriendo. Hasta había cometido la imprudencia de incursionar en el jardín, siendo ya pleno día para cortar las últimas rosas del verano que lucían ahora en la mesa de la sala. No se hacía ilusiones. Reconocía que el amor de ellos era el amor de dos condenados. Quizá por eso mismo se aferraba con más fuerza a una felicidad que, necesariamente, tenía que ser precaria. Sabía que todas las felicidades son precarias. Pero las otras, por lo menos, no tenían un plazo fatal. Ahora no quería pensar en eso. ¿Qué importaba que durara un segundo o una eternidad? Estaba ocurriendo ahora, y seguiría ocurriendo esa mañana cuando le abriera la puerta a Bruno. Oyó el ruido de un coche que se acercaba. Debía ser él. Pero el ruido cesó. Se dio cuenta de lo impaciente que estaba. Era la tercera vez que le ocurra lo mismo esa mañana. Trató de dominarse y encendió un cigarrillo. Sonrió, recordando que la noche anterior estuvo a punto de confesarle a Bruno que era la primera vez que besaba a un hombre sin sentir en su boca el olor a tabaco. Pero calló a tiempo. En ese momento, le pareció oír pasos en el jardín. Ahora sí, tenía que ser él. Feliz, corrió hasta la puerta y la abrió. -Entréguese, la casa está rodeada. En un instante la sala Se llenó de policías. Nina permaneció inmóvil. Sin decir nada, sin pensar, sin sentir.

8 La muerte de Pío XII repercutió en todo el mundo: En los círculos eclesiásticas la conmoción fue inmensa. En el Seminario Pontificio de Roma, ese día no se hablaba de otra cosa. Pío XII había reinado casi veinte años. En la sala de lectura, de ordinario silenciosa, se oían los más diversos comentarios en torno al ilustre desaparecido. Y no todos eran favorables. Algunos lo habían conocido personalmente. -Es quizá el Papa más inteligente y autoritario que hayamos tenido en este siglo. Su visión política estaba a la altura de la de los más grandes estadistas. Llevó a la Iglesia al punto más alto de su influencia y poder en todo el mundo decía con respeto un viejo obispo siciliano. -Sin embargo dijo un profesor que ya había renunciado hacía tiempo a llegar alguna vez a las altas dignidades eclesiásticas-, como estadista, cometió errores graves. Se produjo un silencio expectante, pero nadie intentó interrumpir al padre Del Dongo. -Favoreció a los regímenes dictatoriales. Con Mussolini se llevó siempre bien. Y con Hitler hizo lo posible por llevarse bien, aún a costa de cerrar los ojos en varias ocasiones, ante hechos que seguramente su conciencia condenaba. -Su juicio es errado dijo el cardenal Falabella-. Siempre apoyó a los cardenales alemanes y austriacos que trataron de resistir la intromisión de Hitler en la libertad religiosa de Alemania. Si alguna vez cedió, fue para evitar un mal mayor. Forma parte de la estrategia obligada de todo estadista, si quiere obtener resultados. -Pero aún los resultados no los veo yo tan óptimos terció un cura joven. La Iglesia ha retrocedido en casi todo el mundo. Hemos perdido toda influencia en Europa oriental. En dos de los países más católicos del mundo, Polonia y Hungría, la fe católica ha regresado,

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prácticamente, a las catacumbas. Monseñor Stepinac está preso en Yugoslavia desde hace casi diez años. El cardenal Midszenty está refugiado en la embajada americana de Budapest desde 1956. En Checoslovaquia se han cerrado casi todas las iglesias. -Esos son acontecimientos históricos, desgraciadamente fuera del control del Vaticano. Recuerden a Stalin: "¿Cuántas divisiones tiene el Papa?" Solo militarmente se habrían podido impedir las catástrofes que ha mencionado el padre Corrado. Tampoco la Iglesia pudo hacer nada contra Atila y Gengis Khan.

Pero a la postre ya ven ustedes, cómo a pesar del triunfo temporal de los bárbaros, la fe acabó imponindose. -Tampoco los resultados han sido muy satisfactorios en América Latina dijo, sorpresivamente, un joven sacerdote, de baja estatura y tez muy morena-. Y hasta allá no ha llegado Stalin. -¡Sí que ha llegado! -dijo, con calor el cardenal-, y sin necesidad de cruzar el océano. -La influencia comunista es la culpable de los problemas que estamos teniendo en el continente más católico del mundo. Y, justamente, Pío XII vio este peligro antes que nadie. La historia tendrá que reconocérselo. ¿Quién opuso una barrera infranqueable a los comunistas en el año crítico en que estuvieron a punto de ganar las elecciones? Quién puso toda la influencia de la iglesia detrás de los gobiernos católicos de Francia, de Bélgica, de Alemania y de nuestra propia Italia? -¿Y los judíos? -preguntó bruscamente un sacerdote totalmente calvo, aunque no alcanzaba los cuarenta años, y con una cicatriz que le cruzaba toda la cara, recuerdos de Buchenwald. -¿Los judíos, qué? -Dijo, agresivo, el cardenal. -Se dice que el Papa pudo haber salvado la vida a muchos judíos si hubiera condenado oficialmente la política antisemita de Hitler. -Esos son rumores mal intencionados que propagan los comunistas. Son muchos los judíos que pueden atestiguar que recibieron protección de la Iglesia, a pesar del peligro que esto implicaba. -Sin embargo, se ha publicado el nombre del sacerdote que, en plena guerra, logró entrevistarse con el Santo Padre para hacerle saber lo que estaba ocurriendo en los campos de concentración. Pero el Papa se habría negado a intervenir por razones de política. -¡Calma! -Dijo con tono persuasivo un profesor de sociología. -No es el momento oportuno para hablar de política.

Pío XII fue el jefe del Estado Vaticano. Pero también fue Eugenio Pacelli, un ser humano -el catedrático se dirigió con simpatía a un viejo sacerdote que sentado en un sillón, parecía ajeno a la discusión. Usted conoció a Su Santidad personalmente, padre Sammarco. ¿Cómo era Eugenio Pacelli? Sammarco pareció sumirse en sus recuerdos y luego dijo con voz baja y lenta: -Lo vi pocas veces. Yo prestaba mis servicios en la biblioteca Vaticana y no olvidaré nunca lo que ocurrió allí, una tarde, pocos días después de la elección de Su Santidad. El Papa había citado en la biblioteca al cardenal... es mejor que no diga el nombre. El cardenal había votado en contra de la candidatura de Eugenio Pacelli y luego comentó que haba sido un error elegirlo. Pacelli, ya Papa, se entero y lo mandó llamar. Cuando el cardenal estuvo frente a él, el Papa le exigió que renovara públicamente su obediencia. Estábamos ahí el padre Balducci y yo. Al cardenal, que pertenecía a una de las familias más nobles de Italia, lo tomó de sorpresa este ex abrupto. Durante un momento, pensó que el cardenal iba a objetar la orden. Pero era difícil oponerse a Pío XII. Su Eminencia aceptó la humillación y se inclinó, diciendo lo que el Papa le exigía. Pero esto no le bastó al Papa. Con esa voz suave y terrible que usaba a veces, le dijo: "Ahora

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se va usted a arrodillar ante mí y me va a besar el pie derecho". No quise verle la cara al cardenal en ese momento. Cuando volví a mirarlo el cardenal estaba todavía arrodillado, haciendo lo que le había ordenado el Papa. El padre Sammarco desvió la vista, como lo debió haber hecho en aquella ocasión, para no ver la cara de los presentes. Se produjo un silencio de hielo. El primero en reaccionar fue el cardenal Falabella. -Estoy seguro de que la conversación nos ha llevado hasta donde ninguno de nosotros quería llegar. De mortuis nil nisi bene. Lo que debemos hacer es orar por su alma. El padre Andreani era el profesor más popular del seminario. Su despacho se llenó de seminaristas, deseosos de comentar con el la noticia que ocupaba la atención del mundo. ¿Quién sucedería a Pío XII? -Es un momento crucial para la cristiandad. Durante veinte años la Iglesia ha permanecido estática, bajo el gobierno de Pío XII. Su autoridad fue absoluta y su orientación fue esencialmente conservadora. Ha llegado el momento de cambiar, ¿no cree usted padre Andreani? -Dijo un fogoso muchacho de pelo rojo y anchas espaldas que más parecía un levantador de pesas que un seminarista-. Es necesario salir del aislamiento, buscar contactos nuevos. ¿Por qué mirar con hostilidad a las demás iglesias cristianas, si son más las cosas que nos unen que las que nos separan? He leído que la iglesia anglicana trató varias veces de establecer comunicación con el Vaticano, pero Su Santidad se negó siempre. -Y tenía toda la razón. Pío XII cuidaba la pureza de la fe que es lo que le da su fuerza a la iglesia, ¿verdad, padre Andreani? Todos lo consultaban, pero ninguno lo dejaba hablar. Esto no le importaba al padre Andreani. Tolerante, los escuchaba hablar, tomando nota, mentalmente, de lo que decía cada uno. Más para conocerlos mejor a ellos que porque le preocuparan mucho sus argumentos. -Denle entrada a los anglicanos -Dijo el último que había hablado, y pronto estaremos también admitiendo a los luteranos, a los calvinistas y a los ortodoxos. -¿Y por qué no, en ese caso, también a los judíos y a los budistas y hasta a los mahometanos? -apoyó, irónico, otro muchacho. -Eso es lo que digo yo, ¿por qué no? Dijo, desafiante, el pelirrojo. Ellos y nosotros creemos en un solo Dios, el mismo. -Cuidado, Brassens. Eso ya es herejía. -¿Por qué herejía? -Dijo, apasionadamente, Brassens-. No estoy discutiendo puntos del dogma. Estoy hablando de algo eminentemente práctico. La Iglesia no debe contentarse con ser solo la depositaria de las preocupaciones religiosas de los hombres. Debe aportar el caudal inmenso que posee, tanto material como espiritual, para resolver los grandes problemas que abruman al hombre de hoy: La pobreza, la opresión, la ignorancia. Y para eso tenemos que buscar la cooperación, venga de donde venga. -Según eso, la Iglesia debe renunciar a su misión que es espiritual y convertirse en un movimiento social. Un partido político más -dijo otro de los seminaristas-. En los evangelios están bien claras las palabras de Jesús: "Mi reino no es de este mundo" y "Dad al César lo que es del César". No veo en qué te fundas para pensar que la Iglesia debería tomar partido en las luchas políticas. -En el propio Jesús. -Dijo, triunfante, el seminarista atlético-. Si Cristo aceptó hacerse hombre, lo hizo con todas las consecuencias que trae ser un hombre. Y como tal aceptó también las consecuencias sociales y políticas de su misión en la tierra. Si no fuera así, no lo habrían condenado a muerte. -Ya hemos visto las consecuencias que trae, a la Iglesia tomar partido en las luchas políticas. Está reciente todavía el fracaso de curas obreros en

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Francia. Tomaron tan a pecho su papel de redentores sociales que terminaron por olvidar su misión evangelizadora. Unos colgaron los hábitos y se inscribieron en el Partido Comunista y a los otros la Iglesia los tuvo que retirar rápidamente de las fábricas. El padre Andreani creyó llegado el momento de intervenir. -Hijos míos: Vinieron hoy aquí diciendo que querían cambiar ideas sobre la elección del próximo Papa. -Para mí, el papabile con más posibilidades es el cardenal Ottaviani dijo el seminarista de más edad. -Quiera Dios que no. Sería un retroceso objetó el pelirrojo. -Monseñor Ottaviani representa la corriente más conservadora, más rígida, más intolerante dentro del Vaticano. -Si yo estuviera en el Cónclave, yo votaría por monseñor Benelli -dijo otro. Creo que tiene todas las condiciones necesarias: Inteligente, diplomático, buen Político. Es lo que necesita la Iglesia en estos momentos difíciles por los que atravesamos. -Yo no creo que lo que necesitemos sea otro político. En el Vaticano hace falta un guardián de la fe, que nos proteja de las corrientes disociadoras que se están manifestando en varios países. El que me parece perfecto es monseñor Damiani. -¿Y por qué no monseñor Montini? -Dijo el pelirrojo. En él se reúnen las dos condiciones: Es político y es un hombre de doctrina. Tiene una visión perfectamente clara de la línea que debe seguir en estos momentos la Iglesia. -Montini no tiene la menor posibilidad. Ni siquiera es cardenal. -Justamente. Eso me lo hace simpático. Es el primer arzobispo de Milán que no es cardenal. Pío XII no quiso darle el capelo, como castigo por sus ideas independientes. Sería un gran Papa. -Si vamos a nombrar a los papabiles de ideas avanzadas, yo preferiría al cardenal Suenens -dijo un muchacho con fuerte acento francés. -¡Qué! ¡Un belga! ¿Un Papa extranjero? -Dijeron varios, escandalizados. -¿Y por qué no? ¿Qué mejor manera de testimoniar la misión universal del catolicismo? -No creo que se vuelva a elegir a un Papa extranjero. Por lo menos en este siglo. Pasaron los tiempos de Alejandro Borgia y de Adriano VI. -En ese caso dijo el defensor del tradicionalismo, yo preferiría al cardenal Bea. Es el hombre que más conoce los problemas del Vaticano. Estuvo junto a Pío XII en los momentos más difíciles de la Iglesia. -¡Un Papa alemán! Protestó un seminarista genovés-. ¿Hay algo más cómico que el idioma italiano pronunciado por un alemán? ¿Te imaginas cómo sonaría una alocución pronunciada desde la basílica de San Pedro, con acento alemán? Sería una catástrofe. -Ya en plan de reductio at absurdum, el Cónclave podría elegir a un Papa asiático. ¿Y por qué no a un Papa negro? El estudiante atlético preguntó de pronto a Andreani: -¿Qué haría usted, padre Andreani, si de pronto se viera envuelto en el manto rojo papal? -Pensaría que me había equivocado en el guardarropa –Dijo inmediatamente Andreani, en medio de las risas de los muchachos. -¿Yo, Papa? Me conformaría con llegar un día a obispo. -Pero díganos, por lo menos, ¿por quién votaría usted en el Cónclave si fuera cardenal. ¿Por un buen político? ¿Por un diplomático? ¿Por un teólogo? ¿O quizá por un financista? -preguntó, el padre genovés. Andreani pensó un momento. -Votaría por un hombre bueno. Creo que siéndolo, todas las demás cualidades le vendrían por añadidura, como dice el Evangelio.

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9 Martello regresó al seminario, cambiado. Siempre se había mantenido un poco al margen del bullicio propio de los primeros años de estudios. Pero ahora se sumergía en un aislamiento sombrío que lo apartaba totalmente de los demás. El padre Andreani lo notó inmediatamente. Trató de acercarse a el para conocer la causa de su actitud, pero observó, con sorpresa, que, por primera vez, Bruno lo esquivaba. Dolido, Andreani no insistió. Pero, sorpresivamente, mientras leía en un rincón apacible y solitario del jardín, Martello se le acercó. -Padre: tengo que hablar con usted. -Ya era hora, hijo mío. Te esperaba. Martello hizo una larga pausa. -Durante las vacaciones me ha ocurrido algo muy grave dijo por fin. Andreani se demudó. Era un hombre de intuiciones. Sabía lo que vendría ahora. -Padre, he cometido un grave pecado. He llegado a pensar en abandonar mi vocación. Creo que ya no soy digno del sacerdocio. Andreani esperaba, angustiado, la palabra que faltaba.

Habría querido detenerla antes de oírla, como si así hubiera podido borrar lo que debía de haber ocurrido. Pero la palabra cayó, inevitable. -Una mujer... -Martello se detuvo, avergonzado. Esperaba un gesto, una frase de aliento, para continuar. El padre Andreani era un hombre amplio, generoso, inteligente. Comprendería. Tenía que comprender. Por lo menos este pecado. Pero Andreani se endureció bruscamente. Su rostro reflejó una amargura y una ira totalmente incomprensible. -¡Y yo que creí que eras distinto a los demás! Dijo con voz temblorosa-. Desde que te conocí me pareciste distinto. Pero eres igual a todos. Peor que todos, porque Dios te concedió a ti dones que solo concede a sus elegidos. Que deben emplearse en servirle a el. No dilapidarlos estúpidamente en una.. -Andreani calló, avergonzado él mismo de la violencia de su reacción. Martello lo miraba espantado, incrédulo. Andreani hizo un esfuerzo por controlarse y dijo con voz incolora: -He escuchado más de una vez esta clase de confesiones de muchachos desorientados que todavía no afirmaban su vocación. No la esperaba de ti. Pero habla. Prefiero saberlo todo. Cuenta tu gran aventura. Era tan despectivo, tan enconado el tono, que el orgullo de Martello se reveló. -No creo que "mi aventura" se diferencie mucho de las que debe usted haber escuchado. Supongo que es igual a todas. En todo caso, ya terminó. No es eso lo que me tortura. Es lo que hice después. Andreani volvió la cabeza, pero Martello alcanzó a verle los ojos vidriosos por las lágrimas. Intranquilo y desconcertado, Bruno se levantó para irse. -Te dije que quería saberlo todo -murmuró Andreani. -El resto preferiría decírselo en confesión. -No. No sé si podría perdonarte en confesión. -Está bien dijo Martello, sentándose otra vez-. Pequé con una mujer. Ese fue el primer pecado. Pero después hice algo peor: la sacrifiqué a ella. -¿Qué quieres decir? -preguntó Andreani, conteniendo su angustia. -Fui un cobarde. Comprendí que no sería capaz de renunciar a ella por mí mismo y cometí un acto horrible. La entregué a la policía. En frases entrecortadas, Martello se lo contó todo. Cuando terminó de hablar miró a Andreani, esperando por fin una palabra de esperanza. Pero el sacerdote permaneció en silencio.

¿No dice usted nada, padre? -preguntó, angustiado, Bruno. Y como Andreani continuaba en silencio, agregó, desesperado: -Comprendo que soy un gran pecador. Pero dígame algo.

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Andreani evitó mirarlo. -Yo también soy un gran pecador -dijo con tristeza. Se levantó y se fue. Martello lo vio alejarse, descorazonado. El solo tendría que elegir entonces la reparación de su falta. Comprendió que no había más que un camino. Era cruel, pero tenía que hacerlo. Y cuanto antes

10 Le pareció insoportable el tiempo que debió esperar mientras traían a la detenida para la entrevista. Sin embargo, fueron solo unos minutos. La recomendación de una autoridad eclesiástica hacía caer las barreras, hasta de la tupida burocracia italiana. Mientras aguardaba, trataba de apartar la última imagen de Nina que había quedado grabada en su mente. Estaba seguro de que no sería ya la muchacha alegre y sonriente, casi ingenua, que se había despedido de él aquella mañana, segura de volver a verlo dentro de pocas horas. Habría vuelto a ser la de antes. La que conoció, dura, agresiva, insolente. Y más aún, cuando escucharía su confesión. Cuando la tuvo frente a él, solo separada por la reja, atropelladamente le dijo la verdad. Trató de comunicarle su tormento, su desesperación de esos días. Le contó lo que había significado ella para él, la primera y única mujer que habría en su vida. Trató de explicarle lo que era sentir una verdadera vocación religiosa. Luego, sus terribles dudas, su indecisión en la insoportable disyuntiva: su amor por ella o la salvación de su alma. Y por último, la desgarradora decisión final: Tenía que delatarla a la policía. No hubiera sido capaz de renunciar a ella. Nina lo escuchaba sin mirarlo. Martello hizo una pausa. Esperaba los peores insultos. Casi deseaba las recriminaciones, las acusaciones que venía dispuesto a aceptar. Pero Nina callaba. Seguía con la mirada fija en un punto impreciso. -Podrás perdonarme algún día? -murmuró Martello. Ella permaneció todavía un momento inmóvil. Luego se volvió, siempre sin mirarlo, hacia la celadora que esperaba a cierta distancia. -Lléveme de nuevo a la celda dijo con voz incolora. Martello no supo cuánto tiempo transcurrió después de eso. Sintió una mano en el hombro y una voz que le pareció infinitamente lejana. -Su tiempo ha terminado. Sí. El tiempo de la visita haba terminado, pero ahora comenzaba a correr el tiempo del remordimiento.

11 Al rector del seminario no lo tomo de sorpresa la solicitud. El padre Andreani pedía ser relevado de sus funciones de profesor, hasta que el arzobispado le asignara otro destino, preferentemente lejos de Roma. El mismo llevó la renuncia al despacho del rector. Monseñor Eyzaguirre leyó la carta. Se levantó de su escritorio y se acercó a la ventana. Durante largo rato permaneció mirando al patio, donde los jóvenes seminaristas, recién incorporados al plantel, disputaban un partido de futbol. Por fin, se volvió hacia Andreani. -He pensado en una solución mejor dijo-. El alumno Bruno Martello es un muchacho excepcional. Andreani enrojeció. -Creo que sería justo dar a conocer las dotes de inteligencia, preparación y dedicación de Bruno más allá de nuestras fronteras -prosiguió el rector-. El seminario de Lovaina me propone un intercambio de alumnos. Me parece que nadie mejor que él podría representar al futuro clero italiano. He propuesto ya su

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nombre. -¡Pero eso sería una injusticia! -dijo Andreani, con calor-. Bruno no sabe nada de esto. No tiene ninguna culpa. El que debe alejarse soy yo. -Este alejamiento no es un castigo. Todo lo contrario. El seminario de Lovaina es uno de los mejores del mundo. La noticia hará feliz a Martello. ¿No lo cree usted? -Es posible -dijo Andreani, con tristeza. Hubo otra larga pausa. -Comprendo la pena que siente, Andreani, y pido a Dios que la bendiga -Dijo entonces Eyzaguirre-. En el fondo, todo nace de la necesidad de amar. Todos la sienten. ¿Por qué vamos a estar exentos nosotros? Y es tan difícil convencer a nuestro corazón de que debe limitarse a amar solo a Dios -volvió a mirar hacia el patio-. Dios parece estar a veces tan lejos y en cambio sus criaturas, tan cerca. El rector regresó a su escritorio y devolvió su solicitud a Andreani. -Vuelva usted a sus clases, padre Andreani. Y piense que ningún amor se pierde. Y que a veces aún el que nos parece culpable, si somos capaces de sentirlo con total generosidad, con el completo olvido de nosotros mismos, sin pedir nada a cambio, hasta ese amor se parece mucho al que sentimos hacia nuestro Creador. Quizá todos los amores no sean sino otros tantos caminos que nos llevan a Dios.

12 Martello estaba arreglando sus maletas cuando entró Andreani en su habitación. El muchacho lo miró con sorpresa y resentimiento. -¿Todo está listo para el viaje? -Sí, padre. Salgo esta noche a las 10:30. El sacerdote hizo un esfuerzo para hablar con naturalidad. -He venido a decirte que mis sentimientos hacia ti no han cambiado. Te recordaré siempre con el mismo afecto. El otro día no supe darte el consuelo que necesitabas. Perdóname. Mañana, la primera misa que celebre será por ti, por tu pena de ahora. Porque encuentres la serenidad y el olvido. En la soledad del altar pensaré mucho en ti. Se dio cuenta de que no iba a poder seguir hablando. Para ocultar su emoción le tendió un periódico que traía y le dijo con brusquedad. -Tengo que darte también una mala noticia. De todos modos te habrías enterado por el periódico. La noticia le saltó a Martello a los ojos como un golpe brutal: "DETENIDA SE AHORCA EN LA CARCEL" Y seguían los detalles. Habían encontrado sin vida el cuerpo de Nina la noche anterior. El diario censuraba demente el desorden y la falta de vigilancia en las prisiones italianas. Martello llegó hasta el final de la columna. La suicida solo había dejado una nota. "Triunfaste, Galileo" En la prisión nadie comprendía el significado. Pero Martello comprendió. III PARIS - 1968 En diez años el rostro del mundo había cambiado.

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Por primera vez en su historia, Estados Unidos había elegido un presidente católico. Y también, por primera vez, en la historia, un país latinoamericano caía bajo un régimen comunista. En Asia continuaba abierta la dolorosa herida de Vietnam. Africa rompía su letargo colonial de siglos y nacían en su geografía veinte repúblicas que buscaban su libertad en medio de las convulsiones del alumbramiento. Europa parecía entrar en un periodo de estabilización y prosperidad. Y los franceses recibían esa primavera de 1968 con su habitual alegría de vivir, al iniciarse el décimo año de la era del general De Gaulle. Aquella tarde de mayo, el nuncio de la Santa Sede en Paris, recibía a un grupo de eclesiásticos italianos, venidos para discutir con sus colegas franceses la unificación de criterios respecto al uso de sus respectivos idiomas en la nueva liturgia católica. El latín había sido una de las primeras bajas en la ofensiva renovadora lanzada por Concilio Vaticano II. La reforma de la liturgia había dado a los laicos una mayor participación en la celebración de la misa, autorizando importantes cambios en los textos y en el lenguaje. Era la primera vez que Andreani salía de Italia. Había dejado su cátedra en el Seminario Pontificio al ser nombrado obispo de Verona. Acostumbrado ya a la tranquila vida provinciana, la ciudad Luz lo deslumbraba y hasta lo atemorizaba un poco. Creía haber cumplido ya con el itinerario obligado del turista al visitar el Louvre, la torre Eiffel y naturalmente la catedral de Notre Dame, cuando el nuncio le preguntó: -¿No le interesa a usted el teatro, monseñor Andreani? La pregunta lo tomó de sorpresa. -¿El teatro? Sí, pero no se me ocurriría ir a una función de teatro en París. -¡Pero cómo! ¡París, la capital mundial del teatro! Se acaba de estrenar una obra herética, provocadora e inmoral, pero muy interesante. Véala y después hablamos. Y fue así como monseñor Andreani asistió esa noche al teatro de la Michodiere para ver "El discípulo". "Hace tres días que el Maestro entró en Jerusalén. El pueblo lo aclamó como su salvador, como al rey que iba a encabezar la justa lucha por la libertad de Israel", decía Judas, desde el escenario, dialogando con sus propios pensamientos. "Y hace tres días que nosotros, sus discípulos esperamos que se manifieste como el dios que dice ser. Ellos y nosotros hemos esperado en vano. El procurador romano sigue oprimiendo al pueblo y nosotros seguimos esperando el nuevo orden divino que debe transformar al mundo" Monseñor Andreani escuchaba, conturbado por una indefinible inquietud. Judas era el héroe de la obra. Pero no el Judas tradicional, el traidor, el discípulo maldito de la tradición cristiana. Era un visionario que rivalizaba casi con Jesús en su misión salvadora. A Andreani la idea le parecía monstruosa, pero escuchaba, suspendido de las palabras del autor. "¿Entre tanto, qué hace él? Reza. ¿A quién reza, si Dios es él mismo? Reza en lugar de actuar. El pueblo necesita un líder, un jefe. Al romano no se le derribará con plegarias ni se cambiará con llantos el mundo corrompido que él prometió redimir. ¿Y para eso lo hemos abandonado todo por seguirlo? Los demás ya empiezan a murmurar. Pronto se quedará solo. Y nosotros nos quedaremos sin jefe y sin dios. Los demás discípulos son débiles, incapaces de actuar, pero yo no. Yo soy un hombre de acción y lo obligaré a realizar su papel". Judas resultaba ser el mejor de los apóstoles. Creía ser el único que había comprendido realmente el sentido de la presencia de Jesús en la tierra. ¿Dónde había escuchado antes Andreani conceptos parecidos? ¿A quién había oído decir que Judas era la figura más admirable del Evangelio? Un recuerdo se habría paso en su memoria.

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"Pronto será demasiado tarde. Alguien tiene que obligarlo a que cumpla su destino. Y ese alguien seré yo. Yo, el que más lo ama, seré su verdugo. Pero es por el bien del mundo. El ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Ahora tiene que morir para que pueda vivir eternamente. Gracias a su muerte se transformará el hombre. El se llevará la gloria y a mí me maldecirán por los siglos de los siglos. Pero no importa. El hombre fuerte no retrocede ante su destino cuando sabe que su sacrificio no será estéril". ¡Martello! Eran palabras como las que había escrito Bruno Martello diez años atrás, al iniciarse las clases en el Seminario Pontificio. Trémulo, Andreani consultó el programa que no había mirado hasta esos momentos, pero el autor tenía un nombre alemán desconocido para el. ¿Se ocultaría Bruno al amparo de un seudónimo? Andreani salió esa noche del teatro sin poder definir las emociones que le había provocado la obra. El drama de Judas había dejado de interesarle. Su mente estaba llena de recuerdos de Martello. Recordaba mil incidentes de los breves meses que lo tuvo en su cátedra. Y le parecía volver a escuchar la voz vibrante del muchacho exponiendo teorías audaces, conceptos que bordeaban con frecuencia la herejía. ¿Dónde estará ahora? Lo había visto por última vez aquella tarde de la despedida. Nunca más intentó comunicarse otra vez con él. Fue un esfuerzo supremo, pero había sido capaz de realizarlo. Sabía, vagamente, que había hecho estudios brillantes en él extranjero y que su nombre ya destacaba en distintos campos del conocimiento, pero nunca buscó tener noticias de él. Ahora pensaba que después de tantos años, la dolorosa crisis que significó Martello en su vida, se podía considerar definitivamente superada. Martello debía ser ya un hombre plenamente formado, intelectual y moralmente, y al abrigo de las acechanzas del sentimiento. Por su parte, él, a los cincuenta y cinco años se encaminaba sin amargura hacia su ocaso, con la serenidad que proporciona una vida guiada por la rectitud moral y la fe religiosa. Sin embargo, en esos momentos sintió unos deseos vehementes de hablar con él, de volver a verlo. Trató de convencerse a sí mismo que era solo la nostalgia de los días de seminario, compartidos con esa juventud brillante y tumultuosa, de la que Martello había sido el mejor exponente. La noche anterior al regreso de los delegados italianos, el nuncio les ofreció una cena de despedida. Recordando la recomendación que le había hecho Andreani, el diplomático le preguntó: -¿Qué le pareció la obra que le recomendé el otro día, monseñor Andreani? ¿La vio? -¿Muy interesante. Pero, dígame, Excelencia, ha oído usted hablar de Bruno Martello? La pregunta tomó de improviso al nuncio, pero recuperado de su sorpresa, pasó revista rápidamente al ordenado kardex que era su mente. -Me pareció oír decir que estaba en Francia -agregó Andreani, disimulando su ansiedad. -Y aquí sigue todavía -dijo por fin el nuncio-. Si no me equivoco, el padre Martello está dando actualmente un curso en la universidad. Y si mal no recuerdo, sobre un tema peligroso y controvertido. Andreani sonrió, tolerante. -El mismo de siempre. -¿Perdón...? Dijo el nuncio sorprendido. -¿Sobre qué es el curso? ¿Supongo que no será sobre Judas? -Mucho más peligroso. Lo de Judas fue hace dos mil años. Pero Teilhard de Chardin es un problema muy actual. -Entonces, ¿el curso es sobre Teilhard de Chardin? -"El pensamiento de Teilhard de Chardin y la teoría de la evolución". Por cierto que los medios eclesiásticos aquí están bastante preocupados. Martello trató de conseguir ji nihil obstat del Arzobispado de París, pero se lo negaron.

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Sin embargo, él está dando su curso de todos modos. -El mismo de siempre --repitió Andreani. -Por lo visto usted lo conoce bien. Andreani le lanzó una rápida mirada. Pero no había la menor malicia en la pregunta. -Fue alumno mío hace muchos años, pero no he sabido más de él. Me imagino que habrá hecho una carrera brillante. -Sí y no. Se ha hecho de un nombre prestigioso en el terreno científico. Colabora en revistas especializadas muy importantes, ha participado en varios congresos y ha dado algunos cursos universitarios, como el que está dando ahora. Pero como sacerdote su actuación ha sido muy discutible. Tiene un verdadero ojo clínico para buscarse problemas y para creárselos a los demás. Mire usted el momento que ha escogido para divulgar a Teilhard de Chardin. -Pero Teilhard de Chardin es un gran pensador y hombre de ciencia. -Puede ser, pero a los ojos de Roma es casi un hereje. El año pasado la Santa Sede emitió una solemne advertencia contra los peligros que contienen sus obras. Como usted comprenderá, la Iglesia no puede avalar la teoría de la evolución, aunque se le dé un sentido religioso como lo hace el padre Teilhard de Chardin. Al día siguiente, en el aeropuerto de Orly, el secretario de Andreani sorprendió a los delegados italianos que se aprestaban para tomar el avión de regreso a Roma, al anunciarles que monseñor no haría el viaje con ellos. A última hora había decidido permanecer uno o dos días más en París. -¿Pero por qué? ¿Con qué objeto? -preguntó uno de los delegados. -No sé. No me dio ninguna explicación. -¡Qué raro! A mí me había dicho hace unos días que tenía urgencia de regresar a Verona. ¿Espero que no estará enfermo? -Al contrario dijo el secretario. Hacía tiempo que no lo vea tan animado. La voz era tan vibrante como diez años atrás. Pero ahora había adquirido nuevas inflexiones. Era más persuasiva, más convencida y a la vez, más pasional. Era la voz de un racionalista, de un hombre de ciencia que de pronto tomaba resonancias místicas. "La vida es movimiento", según Teilhard de Chardin. De las capas de materia terrestre de miles de millones de años de antigüedad, surgió, primero, el reino de los organismos vivos. El reino biológico. "Pero apareció el hombre y con el", dice Teilhard de Chardin, "apareció también el universo del pensamiento y del espíritu. La evolución pues, no ha terminado. Solo se ha desplazado del plano material al espiritual" Seguramente, en el auditorio no predominaban los creyentes. Sin embargo, Andreani noto con satisfacción que reinaba un silencio tan atento y respetuoso como el que podría observarse en una iglesia. Las mujeres, sobre todo, lo escuchaban fascinadas. Físicamente también había cambiado. Andreani calculo que no podía tener todavía treinta años. Y sin embargo, ya parecía haber alcanzado el apogeo de su vigor físico y mental. Había engrosado, pero esto solo agregaba virilidad y solidez a sus rasgos renacentistas, tan puros como antes. "La realidad de la evolución se refleja en la expansión del conocimiento, de la investigación, del pensamiento. Del avance tecnológico incesante. Esta erupción de la vida del espíritu conducirá al hombre inevitablemente, pero también libremente, hacia una nueva era de unidad planetaria que será la culminación de la historia y el comienzo de su encuentro con Dios" Martello terminó y se produjo un silencio. Las palabras y el pensamiento del conferencista parecían flotar todavía en el aire. Y de pronto estallo la ovación. Andreani recordó los aplausos que habían premiado la actuación de Judas, la noche anterior, en el teatro. La idea de que un mensaje espiritual, una disertación filosófica fuera

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acogida en esa forma ruidosa no le molestó. Le pareció una manifestación de vivacidad y simpatía, típicamente francesas. Ni por un momento pensó Andreani en las serias objeciones que le había hecho el nuncio acerca del curso que terminaba de impartir Martello. Ni en que las obras de Teilhard estaban prácticamente en el índice. Solo pensaba en que había sido él, Andreani, quien había guiado a Martello en sus primeros estudios filosóficos y religiosos. Esto lo llenaba de orgullo y de emoción. El había intuido desde el primer momento en el casi adolescente seminarista, un espíritu brillante y original. ¡Qué justificado se sentía ahora! Por un momento estuvo tentado de unirse al grupo entusiasta que rodeaba ahora al joven profesor. Pero un sentimiento de timidez lo contuvo. Prefirió esperar. Pasó entre los asistentes al curso y salió del corredor. Momentos después apareció Martello, acompañado todavía de jóvenes entusiastas que no se resignaban a que esta hubiera sido la última conferencia. Lo asediaban a preguntas, aportaban sus comentarios. Algunos, sobre todo las muchachas, invadían ya el terreno personal y querían saber detalles de su vida privada, sus proyectos y compromisos profesionales. De pronto, Martello vio ante el a Andreani y sus miradas se encontraron. El joven sacerdote se puso intensamente pálido. Era su reacción habitual ante una emoción intensa. Los alumnos comprendieron que el desconocido significaba algo importante para el profesor y se alejaron discretamente. -Hace diez años, ocurrió exactamente esto, pero a la inversa. Yo acababa de dar mi clase y tú me estabas esperando. Martello intentó besar el anillo obispal, pero Andreani retiró la mano sonriendo. -No, eso no. Ahora somos colegas. Aunque tú me has sobrepasado con creces. Yo ya ni siquiera enseño a seminaristas. A lo más, alguna vez, visito las catequesis de mi diócesis. Quiero decirte que he disfrutado enormemente de tu conferencia. -¿Entonces usted también está familiarizado con la obra de Teilhard? Dijo, entusiasta, Martello. -Solo en forma muy elemental, mi querido Bruno. Nada que me permita mantener contigo una discusión sobre el tema. -¿Una discusión? Usted tampoco está de acuerdo con él? Es natural. Roma virtualmente lo ha prohibido. -Por desgracia, no es la primera vez que Roma condena a sus profetas en vida, para glorificarlos después de muertos. Creo que ya está próxima la rehabilitación del padre Teilhard. Sé que Su Santidad ha reconocido privadamente su grandeza. Martello revivió luego el recuerdo de sus días de seminario. -Lo he recordado tantas veces, padre. Cuando me enteré de su designación como obispo de Verona, me alegró mucho. Me habría gustado enviarle un telegrama, pero estaba en plena selva amazónica. Recibí la noticia con dos meses de retraso. Además, no había un telégrafo en muchos kilómetros a la redonda. -¿En la selva amazónica? Dijo Andreani. -Me agregué a una expedición. Me interesaba mucho la antropología. -Es admirable todo lo que has abarcado. -Y sin embargo, todavía me parece tan poco. Es tan breve la vida y tanto lo que me falta por aprender. Quisiera enriquecer mi fe con todos los conocimientos humanos. ¡Qué magnífico ejemplo nos dio el padre Teilhard! Un paleontólogo, un gran hombre de ciencia, un filósofo y a la vez un teólogo. ¡Y qué teólogo! La Iglesia necesita más hombres como él. El padre Teilhard ya murió, pero los que seguimos debemos continuar su búsqueda. Se aproximan grandes batallas y la Iglesia solo las ganará haciendo uso de todas las armas que dan la ciencia y el conocimiento. -La ciencia, el conocimiento... -repitió, pensativo, Andreani. -Pero, ¿no crees que olvidas otra arma? Si es que se pueden llamar armas al amor y la

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caridad, que son fuerzas quizás más efectivas que todos los conocimientos humanos. ¿Acaso el propio padre Teilhard no dijo que el amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías cósmicas? -Puede ser, padre. Pero las batallas que se aproximan se librarán con otras armas. -Sigues hablando de batallas, hijo mío. Pero yo miro el mundo de los creyentes. Y veo que a pesar de los graves problemas de la hora presente, en lo espiritual por lo menos, todo tiende hacia la concordia y la armonía. Las guerras religiosas son cosa del pasado. El Concilio Vaticano II busca la reunificación de todos los cristianos. Y ha ido más allá. Busca la concordia hasta con los creyentes de otras religiones. Ha proclamado la reconciliación con los judíos. El Vaticano ha establecido relaciones cordiales con los musulmanes. El Santo Padre ha llegado hasta viajar a la India y ha destacado los puntos de contacto entre nuestra fe y la budista. -Es que la guerra que se ha entablado no es entre la nuestra y las demás religiones tradicionales. Ni siquiera entre los creyentes y no creyentes, como en otro tiempo. Esta guerra que se está librando ahora es entre todas las religiones y una nueva que viene sacudiendo al mundo. Andreani lo miró, preguntándose a dónde querría ir a parar. Había cierta estridencia en el tono, cierto brillo de iluminado en los ojos del joven profesor, que lo inquietaron. -La religión que nos está dando la batalla en todos los frentes, se llama marxismo. -¿El marxismo una religión? Dijo Andreani, dubitativo. -Como nosotros, ellos también tienen su Dios que se llama Marx. Su cielo que es la sociedad comunista. Su Biblia que es El capital. Su Mesías, Lenin. Sus beatos, que lo son todos. Sus mártires que son capaces de morir con tanta entereza como morían los nuestros, cuando todavía teníamos mártires. En fin... hasta su Vaticano, Moscú, y sus herejes. Es una verdadera religión. Tan bien organizada como la nuestra. Es por eso que son tan peligrosos. La Iglesia no ha sabido hacerles frente. Les hemos abandonado las banderas que un día fueron nuestras. ¡Debemos recuperarlas! ¡Tenemos más derecho que ellos! Andreani se sintió incómodo ante tanta vehemencia. No conseguía hacerlo hablar de lo que realmente le interesaba: Martello, como hombre y sacerdote, más que como ideólogo. Saber cómo era ahora el Martello que el conoció seminarista, apenas salido de la adolescencia. Sonrió a Martello con su sonrisa, engañosamente cándida. -Veo que tu pensamiento vuela muy alto para mí, hijo mio. Yo he continuado siendo un simple cura, aunque ahora sea obispo. Y mientras tú te ocupas de las grandes batallas que enfrenta la Iglesia, yo tengo que confesarte que solo tengo tiempo para pensar en los problemas que afectan a mis feligreses. Problemas humanos, cotidianos, pequeños, en comparación con los que acabas de exponer. Pero te prometo que voy a pensar en lo que has dicho. Y supongo que tendremos tiempo de sobra para discutir tus ideas.

Porque después de este reencuentro, me imagino que nos seguiremos viendo con frecuencia. Como antes. Sus miradas se encontraron y Andreani agregó, rápidamente, para ocultar su turbación: -Anoche me acordé de ti. Fui al teatro a ver "El discípulo" -Yo también la vi. Una obra muy interesante. -Me sorprendió la coincidencia. Por un momento hasta pensé que tú la habías escrito. -¿Yo? -dijo, extrañado, Martello. ¿Por qué yo? Iban llegando al final del corredor. Los ojos de Andreani recorrieron con añoranza una de las salas de clase, ya vacía. -Me parece volver a ver al muchacho delgado, inquieto y, sin embargo, lleno

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de una extraña seguridad en sí mismo que se sienta al final del aula, el primer día de clases. El profesor ha pedido a los alumnos que escriban el nombre del personaje evangélico que más admiran. Y mientras todos mencionan a las figuras de siempre, él elige la del réprobo, la del apóstol maldito, la del nombre más inesperado: Judas. Vio que la evocación no despertaba ningún eco en Martello. -¿Es posible que no recuerdes? Dijo, con decepción. -Le confieso que no, padre. Pero no es extraño que yo haya escrito eso. La figura de Judas siempre me interesó. Y cuando vi esa obra me sentí varias veces identificado con las palabras que el autor pone en boca de Judas. Yo también creo posible que Judas se angustiara viendo que el dios que había en Jesús, no terminaba de manifestarse plenamente. El era Dios, indudablemente, pero de tanto convivir con los hombres se había vuelto humano el también. Había pues, que obligarlo a volver a ser Dios. Y para eso, el único camino era ponerlo entre la espada y la pared. A pesar del amor que sentía por el Maestro, Judas lo entregó. No le importó sacrificar lo que más quería. Eso es lo que le da más grandeza a su acto. Yo habría hecho lo mismo. Había tal convicción en sus palabras que Andreani se extraño. Nerviosamente, trató de cambiar el curso de la conversación. -¿Ves por qué te decía que, por un momento, pensé que tú podías ser el autor de la obra? No se te ha ocurrido escribir nunca una obra de teatro? Martello pensó un momento. -No. Creo que el teatro no sería el medio adecuado para decir lo que quisiera decir algún día. -¡Ah! De modo que si has pensado en abordar otros géneros, además de los trabajos que has publicado. Martello tuvo un momento de vacilación. Casi de timidez, le pareció a Andreani. Por un momento volvió a ver al seminarista deslumbrado por el mundo que iba descubriendo y a la vez, turbado, con la inseguridad de la adolescencia. -Algún día escribiré algo diferente -dijo Martello, pensativo-. Lo vengo pensando desde hace años. Siento la necesidad de expresar muchas cosas, ideas, sentimientos que todavía no han encontrado una forma definitiva, pero que quisiera comunicar. -¿Poesía, tal vez? -preguntó, interesado, Andreani. -¿Poesía? -Martello pareció analizar la idea-. Es posible. Todo lo que permita decir las cosas con más fuerza, con más libertad. Pero tendría que ser algo más que poesía... Le repito que no sé todavía qué forma elegir, pero lo que si sé, es que lo escribiré algún día. Ya tengo escritas muchas páginas... desordenadamente. Y he destruido muchas más. -Tal vez lo que necesitas es un tiempo de recogimiento... un ambiente de paz... de serenidad, que te permita ordenar tus ideas. Que te dé tiempo para escribir sin interrupción. -¿Y dónde podría encontrar ese refugio, padre? ¿En este mundo en el que me muevo? -En Verona dijo con sencillez Andreani. Martello lo miro, sorprendido. -¿Verona? ¿Pero aparte de escribir, qué podría hacer yo en Verona? -Por ejemplo... ocuparte de supervisar la oficina de comunicaciones de la diócesis. Tendrías muy poco que hacer y podrías dedicarte de lleno a escribir tu libro -sonrió con timidez. Confieso que mi proposición es un poco egoísta. Me gustaría mucho tenerte a mi lado -y agregó rápidamente-: para que me ayudaras en la preparación de algún sermón importante o de alguna homilía difícil. Martello camino silencioso unos pasos. -Me gustaría mucho, padre. Me haría muy feliz estar a su lado y disfrutar de su sabiduría y su bondad. -Entonces... ¿aceptas? -preguntó, esperanzado Andreani. -No puedo, padre. El momento actual no es el de la paz y de la serenidad

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que usted me ofrece. Es tiempo de lucha. Más tarde escribiré. Ahora hay que actuar. Estaban ya en la puerta de la universidad. Un rumor sordo que ellos, abstraídos en su conversación, no habían notado hasta ese momento, se hizo ahora estruendoso. Una multitud de estudiantes ocupaba las escalinatas y se desbordaba hasta la calle. Se oían discursos y lemas, coreados con pasión. Los dos hombres se asomaron a una de las ventanas. Un río humano avanzaba por la avenida, engrosado por más y más estudiantes que salían de la universidad. Se oían gritos, risas, cantos, mientras enormes pancartas multicolores, salpicadas de banderas rojas daban la sensación de un gigantesco mosaico en movimiento. Era una manifestación distinta a las que se habían visto hasta entonces. Las consignas, coreadas por millares de voces y desplegadas en las pancartas, también eran distintas. "HAY QUE CAMBIAR LA VIDA" "LA IMAGINACIÓN AL PODER" "DEBE PROHIBIRSE Prohibir" "LA GUERRA Y LA injusticia SON EL RESULTADO DE LA PROPIEDAD" -Veo que Marx sigue influyendo en las universidades francesas comentó Andreani. -Perdón, padre, pero esa frase la escribió San Agustín. Andreani sonrió. -Ya ves cómo me es necesario un intelectual como tú en Verona. Durante unos momentos miraron a la multitud exaltada. -Supongo que serán las manifestaciones de siempre. En Italia también los estudiantes exigen la reforma universitaria. Como para contestar a, Andreani, en ese momento pasaba otra pancarta: "¿REFORMA? MIERDA" "HAY QUE TRANSFORMAR AL MUNDO" "Lo DIFÍCIL PUEDE HACERSE EN SEGUIDA. LO IMPOSIBLE TOMA UN POCO MÁS DE TIEMPO" "EL SOCIALISMO SIN LA LIBERTAD ES EL CUARTEL" "HAY QUE DESTRUIR TODO PARA CONSTRUIRLO DE NUEVO" -Pero esto es una verdadera revuelta dijo, extrañado, Andreani. -No, padre. Como le contestó Lafayette a Luis XVI: "No es una revuelta, es una revolución". ¿Comprende por qué debo quedarme aquí? -Pero aunque fuera una revolución, no veo qué tienes que hacer tú en ella. Déjasela a los políticos. -Es que esta revolución se está haciendo sin los políticos. Y yo diría, que hasta ahora contra los políticos. Los valores que están en juego ahora, son más importantes. Quieren cambiar hasta las bases espirituales de la sociedad. Los cristianos no podemos permanecer neutrales. Lea esa pancarta que va pasando ahora: "JESÚS COMENZÓ SIENDO Dios. AHORA ES UN BUEN NEGOCIO" Esa noche monseñor Andreani regresó a Verona. A Martello se lo tragó el caótico y ardiente mayo del 68. IV VERONA Andreani miro, incrédulo, la figura cadavérica que avanzaba hacia el. La sotana lo envolvía como un sudario. Solo cuando estuvo frente a su mesa lo reconoció: Era Martello. Martello que parecía venir del fondo de los tiempos, de quién sabe qué abismo de sufrimiento y angustia. Los rasgos desencajados, los ojos

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vidriosos y febriles. De la armonía clásica de sus rasgos quedaban solo los restos. Eran las últimas horas de la tarde. En el despacho del cardenal Andreani no quedaba nadie. Andreani se levantó emocionado. Hizo un esfuerzo por dominar su impresión. -¡Bruno, hijo mío! ¿Pero eres tú? No te reconocí al verte entrar. No te veía con sotana desde tus días de seminarista. Martello sonrió con tristeza. -Cuidado, Eminencia. Las mentiras, aun las piadosas, son pecado. Solo la voz seguía siendo la misma. Sonora, dulce, musical. -Antes que nada, quiero felicitarlo por su designación como cardenal. Andreani lo miraba y volvía a mirarlo y no encontraba la forma de preguntarle las causas de esa transformación brutal, sin herirlo. Pero antes de que tuviera tiempo de decir nada, Martello le tomo la mano y besó su anillo cardenalicio. Andreani, conmovido, abrazó a Martello y solícitamente lo hizo sentarse en uno de los viejos sillones de la amplia y severa sala del palacio Cardenalicio que le servía de despacho. -Cuéntame qué ha sido de tu vida estos cinco años. No nos vemos desde aquel mayo del 68, ¿recuerdas? Esperaba recibir alguna vez de ti una carta o alguna simple tarjeta. ¿De dónde vienes ahora? ¿Supongo que no regresas otra vez de la selva del Amazonas? -Padre, he venido a morir a Italia. Cerca de usted. Aunque el derrumbe físico de Martello saltaba a la vista, la noticia golpe brutalmente a Andreani. -Un tumor maligno en el cerebro. Me queda aproximadamente un mes de vida. Tras un largo silencio, Andreani reaccionó por fin. -¿Por qué aceptar un veredicto así con ese fatalismo? -Dijo con desesperación-. No puedo creer que a tu edad haya que resignarse. La ciencia descubre todos los días nuevos recursos contra tu enfermedad. No debes dejarte vencer. ¡Debes luchar, luchar! ¡Con fe! ¡Con energía! ¡Con pasión! -Ya se ha intentado todo. He pasado los dos últimos años en Estados Unidos. Las mejores clínicas, los especialistas más famosos se han ocupado de mí. -¿Y ellos te han dado ese plazo tan estricto? ¿Cómo te pueden haber dicho una cosa así? Martello volvió a sonreír. -El gran dilema moral de los médicos ante esta enfermedad es el de si deben decir o no la verdad al paciente. En el caso mío, creo que no han tenido este problema. Se supone que un sacerdote debe aceptar la muerte con serenidad. ¿Acaso el ser sacerdote no equivale a prepararse día a día para saber morir? -Como sacerdote, te doy la razón. Pero como hombre que se siente ligado a ti con un afecto de padre, me niego a aceptar esa actitud. Dios no nos ha prohibido luchar hasta el último momento por nuestra vida.

-¿Pero qué más se puede hacer ya? Andreani se levantó y dio unos pasos por la sala. Repentinamente se volvió hacia Martello, decidido. -En Verona no tenemos las grandes clínicas americanas. Pero en la

universidad hay un profesor que está a la altura de los mejores del mundo como autoridad en cancerología. Sus trabajos de investigación se están estudiando en las principales universidades de Europa. Es el doctor Cesare Brentano. Se le atribuyen curaciones asombrosas. ¿Me autorizas hablarle de ti?

2 Martello quedo solo en el cuarto inmaculadamente blanco de la clínica. Su mirada recorrió las paredes. Recordó el color verde claro de la habitación de la clínica de Rochester. A Verona no llegaban todavía esas innovaciones. Aquí todo seguía siendo blanco en vez de los colores alegres con que ahora se intentaba

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animar la atmósfera deprimente de los hospitales, en otras partes del mundo. Andreani acababa de irse. Había hecho todos los arreglos necesarios para poner al enfermo al cuidado del famoso especialista. La solicitud de Andreani conmovió a Martello. Era más que solicitud. Todavía no había tenido ocasión de apreciar hasta dónde llegaba el afecto que Andreani sentía por él. Lo comparó con la fría benevolencia de su padre. Hacía años que había muerto sin que su desaparición provocara en él un gran pesar. Sus hermanas, nunca muy cercanas al, estaban ahora más lejanas que nunca. Casadas, una vivía en Inglaterra y la otra, que seguía en Florencia había dejado de escribirle hacía años. En este momento postrero de su vida, comprendía que su verdadera familia era Andreani. El fuerte vínculo espiritual que había nacido en el seminario persistía, a pesar de las pocas ocasiones que los habían reunido en los últimos años. La enfermera le había anunciado la visita del eminente médico para dentro de unos minutos. Martello esperaba sin gran interés. No se hacía ilusiones. ¿Qué podría hacer por él que ya no hubieran hecho los demás? Había aceptado más que nada por agradecimiento. Por fin apareció el doctor Brentano. Su aspecto lo sorprendió. Rechoncho, miope, la bata cubría mal una vestimenta descuidada. No le acompañaba el habitual séquito de ayudantes ni daba la sensación de concederse a sí mismo mucha importancia. Era conocido por sus opiniones avanzadas y anticlericales. Pero esto no alteraba el aprecio que Andreani sentía por él. Le bastaba saber que era un hombre de bien. Lo consideraba un buen ejemplo de lo que el llamaba "un cristiano ateo" Saludó al enfermo con sencillez y cordialidad que parecían sinceras. -El señor Andreani me ha hablado maravillas de usted. "Señor Andreani". Le llamó la atención el tratamiento. -Además, es usted muy valiente. Ya me contó la enfermera que no se dejó inyectar, a pesar de que estaba sufriendo fuertes dolores. ¿Por qué? -Todavía soy capaz de soportarlo, aunque reconozco que cada vez me va siendo más difícil. -Me parece absurdo soportar un martirio innecesario. En la lucha contra el cáncer todavía estamos muy lejos de poder cantar victoria. Pero al menos, hemos logrado grandes progresos en la supresión del dolor. -Ya lo sé. Pero todas las drogas contra el dolor embotan los sentidos. Y yo quiero llegar al final con toda lucidez. -Es cruel de mi parte recordárselo, pero antes del final, la naturaleza se encarga de la misión caritativa de hacer que se pierda la conciencia. -Es cierto. Dios es misericordioso -murmuró Martello. -¿También le parece misericordioso permitir los dolores del cáncer? Dijo Brentano en tono de reproche. Martello le dirigió una mirada extraña. -¿Realmente le interesa, doctor, que le explique en qué consiste la misericordia de Dios? El doctor sonrió, confuso. -Perdóneme. No he venido a entablar polémicas religiosas. Vamos a hablar de su enfermedad. Siguieron las preguntas de rigor. Claras, precisas y sin rodeos. En ningún momento el doctor intentó hacerlo concebir falsas esperanzas. Al día siguiente ya se habían hecho los análisis, radiografías y exámenes necesarios. Brentano tenía ya una idea muy clara del estado del enfermo. -El diagnóstico que le hicieron a usted en Estados Unidos parece exacto y mi prognosis es aún más pesimista que la de mis colegas. Comparando las radiografías, veo que el tumor crece más rápido de lo que ellos pensaban. Y por su ubicación, temo que el plazo que le mencionaron pueda ser aún más breve.

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-Gracias, doctor. Me habían dicho que en Italia los médicos se mostraban todavía muy reticentes para tratar estos casos con sus pacientes. Pero veo que no es así. -Cuando un paciente está tan bien informado de su enfermedad y la acepta con tanta entereza, no veo ningún motivo para ser reticente. -En resumen, doctor en mi caso no hay nada que hacer. ¿No es eso? -Un momento -dijo el doctor-. Yo no he dicho eso. Aunque el caso, aparentemente está perdido, yo creo que todavía hay una posibilidad -el doctor pensó un momento. -Será un recurso arriesgado dijo por fin. -¿está pensando usted en una operación? -No. Comparto también en eso la opinión de mis colegas. Por su ubicación, el tumor es inoperable. Lo que le propongo es algo totalmente diferente. Hace muchos años que mi preocupación principal es la lucha contra esta enfermedad a base de la quimioterapia. He conseguido algunas curaciones bastante prometedoras. Aunque, le confieso, nunca en un caso tan grave como el suyo. -Creo que me han dado ya todas las drogas conocidas dijo Martello, pesimista. -La última que yo he logrado sintetizar no es conocida. Está solo en la etapa experimental. Hasta aquí no la he usado en seres humanos. Su uso puede entrañar un gran peligro. -A estas alturas. -dijo, con tristeza, Martello. -Le advierto que si la reacción de su organismo a la droga es negativa, ese plazo de un mes que hemos calculado, puede reducirse a días. -Comprendo, doctor. -Es la única posibilidad que existe. Ya se lo expliqué al señor Andreani. El está temeroso del riesgo -y continuó, con leve ironía: me imagino que el señor cardenal preferiría que usted hiciera una peregrinación a Lourdes. -Se han dado casos dijo Martello. ¿No cree usted en la intervención divina? -Yo solo creo en la ciencia. Se produjo una larga pausa. El médico esperaba. Martello se volvió entonces hacia él y dijo, resignado: -Está bien. Acepto.

3 Hacía dos horas que el cardenal Andreani estaba sentado a la cabecera del enfermo. Había mil asuntos que reclamaban su presencia en el palacio Cardenalicio. Pero Andreani solo podía ocuparse de Martello, del hijo pródigo, del discípulo bienamado, que siempre recuperaba para volver a perderlo enseguida. Y esta vez, por la más dolorosa de las pérdidas. La última, la definitiva. En vano había intentado distraer su atención para ayudarlo a sobrellevar la agresión feroz del dolor. Lo había paseado por todos los temas que atraían el interés de Bruno. Pero notaba, acongojado, que el cerebro excepcional de Martello, le permitía seguir la conversación, por complicada que fuera, sin dejar por eso de registrar el ataque despiadado de la enfermedad. Al fin el cardenal fue menos resistente que Martello y dijo, angustiado. -Sufres, hijo mío. -Sí. Terriblemente. -¿Quieres que llame a la enfermera? -No. Tratará de inyectarme y yo no quiero sedantes. -¿Por qué? ¿Por qué te obstinas en sufrir sin necesidad? ¿Qué mal hay en que aceptes un calmante? -Necesito de toda mi lucidez y me queda tan poco tiempo. -¿Tan poco tiempo para qué? -preguntó desconcertado el cardenal. Martello cerró los ojos durante un momento y luego habló con esa voz suave

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que siempre conmovía a Andreani. -La muerte no me asusta. -Ya lo sé. Estás dando muestras de un valor admirable. -¿Por qué admirable, padre? La muerte puede quizás parecer triste a algunos, pero, ¿qué otro final podíamos tener? Dios dispuso que todas las cosas fueran transitorias. Y así debe ser, para que tengan sentido. Esto no me parece triste en sé mismo. La muerte nos parece triste por una ilusión sentimental que nos hace imaginarnos que todas las cosas quisieran perdurar y que su final es siempre prematuro. Pero no es así. Todo dura el tiempo que debe durar. Lo único realmente triste es que un impulso se frustre en medio de su trayectoria. Que no pueda alcanzar el objetivo que se había propuesto. Yo sentía dentro de mí un impulso que podía haber aportado algo valioso. Todos estos años, he buscado incesantemente algo. He perseguido, yo mismo no sé qué. -Yo sé qué. Dios, dijo Andreani gravemente. -Sí. En último término, Dios. Pero para llegar a él he tratado de encontrar otros caminos, otros conocimientos, otras experiencias. Febrilmente, sacó de debajo de la almohada un grueso cuaderno. -Aquí he anotado muchas de las ideas que me han preocupado en esta larga búsqueda. Me gustaría que leyera esto después de mi muerte. Quiero seguir escribiendo hasta el último momento. Para eso quiero mi lucidez. ¿Me promete que lo leerá? -Te lo prometo, hijo mío. Pero por favor cálmate. Martello lanzó un gemido ronco. Durante un momento su sufrimiento pareció vencerlo. -Esto no puede seguir. Voy a llamar a la enfermera -dijo, angustiado, Andreani. Pero Martello negó, frenéticamente, con la cabeza. -No lo haga. Ya está pasando y se dejo caer sobre la almohada. Cerró los ojos. Los dos permanecieron en silencio, agotados. -Le dije que no tenía miedo a la muerte, padre -dijo Martello después de un tiempo, con voz más tranquila. Cuando los médicos me dijeron por primera vez qué enfermedad tenía, mi primer pensamiento no fue la muerte. Fue el dolor. Me espantaba la idea del sufrimiento físico. Siempre me había considerado débil en ese sentido. Pero cuando por fin llegó el momento de la prueba, comprobé, casi con alegría, que era capaz de soportar el dolor. ¡Y mientras más sufría, más intensamente sentía una especie de exaltación gloriosa, al darme cuenta de que el sufrimiento no podía vencerme! Andreani lo miro, sobrecogido. Había una excitación en la voz de Martello, un brillo en su mirada, que el cardenal hubiera querido calificar de fervor religioso, pero que más parecía soberbia. -Ten calma le dijo, tratando de tranquilizarlo. Tengo esperanza en el doctor Brentano. Esta noche comienza tu tratamiento. Confía en Dios y esperemos.

4 -Tienes que oírme, Señor.. Esta vez si... Ahora si... Hace muchos años también te pedí por él, pero estaba equivocado... No debía ser... Después lo comprendí... Pero ahora sé, por el. Por el solo... Sálvalo.. No puede morir todavía... ¿Por qué él...? Por qué su cerebro... Un cerebro como el suyo... Un cerebro que está lleno de ti... Tú lo creaste para pensar... No puedes dejarlo morir ahora... ¿Por qué el, Señor? ¿Por qué el?. . . Dale más tiempo. Él lo necesita... La nieve caía afuera, descomponiendo la luz en miradas de tonos irreales. La vieja ciudad parecía hundirse en su pasado de siglos. El presente y el remoto

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pasado se fundían en una atmósfera de sueño. Fue como si todo el silencio de la noche estallara de pronto en la habitación donde oraba Andreani. Hubo ecos misteriosos que resonaron solo en la mente del hombre arrodillado. Noche transfigurada. Las palabras ya no eran necesarias. Lo invadió una serenidad inefable. Paz. Serenidad. Sueño. El doctor Brentano controló una vez más el pulso del enfermo. Ya no había duda. Su corazón latía con fuerza. La palidez cadavérica se había atenuado y Martello dormía con un sueño tranquilo y regular. Por lo menos la crisis de la noche anterior podía considerarse superada. El médico se dejó caer en el sillón, agotado. La reacción a la droga había sido más violenta aún de lo que el temía. Durante un momento lo creyó perdido. Muerto de cansancio, pero contento, cerró los ojos; la enfermera lo miro con simpatía. -¿Le traigo un café, doctor? El médico se levantó con esfuerzo. -No, gracias. Voy a dormir unas horas. Siga pendiente del enfermo y avíseme cualquier cambio. Cuando se vaya dele las instrucciones que ya conoce a Isabella. -Sí, doctor. Brentano se dirigió con paso cansado hacia la puerta. Pero recordó de pronto y se detuvo. -Prometo comunicarme a primera hora con el señor Andreani. Andreani recibió la noticia con calma. Por lo menos ya había una leve esperanza. El enfermo había resistido el shock de la primera aplicación de la droga. Se podía esperar que resistiera cada vez mejor las sucesivas aplicaciones. -Naturalmente, esto no significa que se haya alterado el curso de la enfermedad. Habrá que hacer nuevas radiografías, exámenes, y esperar. Cuidado con el exceso de optimismo, señor cardenal terminó diciendo el médico. Pero la espera no hizo más que justificar el optimismo. Los signos vitales de Bruno se fueron afirmando cada vez más. El dolor desapareció bruscamente y las radiografías fueron revelando la rápida y progresiva disminución del tumor. A los quince días, el doctor Brentano levantó, radiante, la última radiografía ante los ojos ávidos de Martello. -Vea usted mismo, casi no quedan rastros del tumor. -¿Esto quiere decir que estoy curado? Dijo. Incrédulo Martello. -Yo siempre he sido franco con usted. No me atrevo a emplear la palabra "curado". Debe esperarse por lo menos cinco años para declarar curado un caso de cáncer. Supongo que usted lo sabe. Sobre todo un caso terminal como el suyo. Prefiero decir que la sentencia de muerte que pesaba sobre usted, ha quedado definitivamente suspendida. -Entonces, ¿puedo levantarme? ¿Reanudar mis actividades normales? -Por mí, puede decir misa ahora mismo. -Y es lo primero que haré. Agradeceré a Dios -se volvió, emocionado hacia el médico-. Y a usted también, naturalmente, doctor. -En realidad, no sé hasta qué punto deba usted agradecérmelo a mí. -¿Qué quiere usted decir, doctor? -Que yo mismo estoy asombrado de lo que ha ocurrido. Tenía fe en mi droga, pero el resultado ha sido tan increíble que he empezado a pensar si no habrán intervenido otros factores, desconocidos, en su curación. -No le comprendo. -Quiero decir que es posible que se trate de un caso de curación espontánea. La medicina registra casos de regresión inexplicable de tumores avanzados, en pacientes que se consideraban incurables. Andreani, que hasta ese momento se había limitado a escuchar sin decir nada, habló, repentinamente.

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-¿Y cuáles piensa usted que podrían haber sido estos "factores desconocidos"? -¡Ah...! Si supiéramos eso, tendríamos ganada la batalla contra el cáncer. Lo único que sabemos es que, a veces, en forma caprichosa, ilógica, un enfermo, de pronto, se mejora. Hay casos célebres como el de Solyenitzin, que el mismo relata en su libro. Martello dijo pensativo: -¿Podría haber influido en esa curación espontánea el deseo intenso del enfermo de salvarse para cumplir un propósito al que ha dedicado su vida? -Indudablemente. Recuerdo el caso, precisamente, de aquel jesuita en la novela "El judío errante", que se había propuesto apoderarse de una herencia para la Compañía de Jesús y se salvó del cólera, incurable en ese tiempo, por su sola fuerza de voluntad. Es un caso ficticio, pero que ilustra perfectamente lo que acaba usted de decir, padre. A la inversa, lo que sé está comprobado es que el enfermo que pierde el deseo de vivir, está perdido. Y todavía queda una tercera hipótesis. La menos halagadora para mí y para la medicina en general. O mejor dicho, para todos los médicos que hemos estado tratando su caso. Los dos sacerdotes lo miraron, interrogantes. -Que todo haya sido un terrible error. Que el diagnóstico haya estado equivocado desde el comienzo. Que no se tratara de un tumor maligno. Los tres permanecieron en silencio un momento. -Sus dudas lo honran, doctor -dijo por fin Martello-. Yo prefiero pensar que, aparte de Dios que es quien en último término todo lo decide, mi curación se la debo a usted, doctor. -Muchas gracias, señor Martello. Sea lo que sea, lo que lo ha salvado, el hecho es que ya puede usted cantar victoria. Se volvió a Andreani, sonriente. -¿Y usted, señor cardenal, no dice nada? -Y también sonrió enigmáticamente.

5 Martello entró con paso ágil y vigoroso al despacho del cardenal. Era el Martello de antes. Una semana de convalecencia parecía haberle restaurado junto con la salud, la seguridad en sí mismo. El despacho estaba lleno de gente. Sacerdotes, autoridades, señoras beatas, delegaciones de provincia y hasta una fila de niños de uniforme. Martello sorteo los grupos con soltura. Acostumbrado a la preferencia que siempre le manifestaba el prelado, llegó hasta su escritorio, sin preocuparse de la gente. El cardenal lo saludó con una sonrisa que a Martello le pareció simplemente cortés. Desde que el doctor Brentano lo había declarado fuera de peligro, notaba en Andreani un alejamiento que no sabía a qué atribuir. Al ver ahora a la gente que llenaba el despacho, pensó que el cambio de actitud del cardenal se debía al exceso de trabajo. En ese caso lo que le iba a anunciar ahora, lo alegraría y restablecería entre ellos la habitual cordialidad. Pero Andreani le dijo, nerviosamente, casi evitando mirarlo: -Perdona que no pueda ocuparme de ti, hijo mío. Pero ya ves cuánta gente me espera. -Entonces le va a alegrar lo que le vengo a decir, monseñor. -Creo que no necesitas decírmelo. Que estás completamente restablecido. Ya lo estoy viendo. -Y eso se lo debo a usted, padre. -¿A mí? Dijo, intranquilo, el cardenal. -Si no hubiera usted llamado al doctor Brentano. -¡Ah! sí, claro... fue una buena idea. ¿Verdad? -para ocultar su turbación, se volvió al concejal que había puesto atención al oír el nombre del médico-.

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sí, el profesor Brentano, su correligionario señor Salvi. Se dirigió nuevamente a Martello. -Supongo que has venido a despedirte. Estarás ansioso de volver a tu mundo, tan diferente de este. Efectivamente, era lo que Martello deseaba. Pero sonrió y respondió, afectuosamente, esforzándose por parecer alegre: -Ninguna de las dos cosas, Eminencia. He venido a decirle que me quedo. -¿Qué te quedas? No entiendo. ¿Dónde? ¿Por qué? -Aquí, con usted, monseñor. ¿Recuerda el ofrecimiento que me hizo hace cinco años en París? ¿Está todavía en pie? Me sentiría muy feliz de quedarme en Verona, para trabajar a su lado. Andreani lo miro un momento, turbado. Evidentemente, no esperaba el ofrecimiento. -Te extrañará, hijo mío, pero ahora eso ya no es posible. Atravesamos un momento difícil en la administración del Arzobispado. Hay exceso de cargos en esta diócesis. En fin, problemas internos que sería largo explicar. Martello permaneció perplejo un momento. No le satisfizo la explicación, pero había una sincera nota de pesar en la voz del cardenal. Él, por su parte, se sintió aliviado. La idea de quedarse a trabajar en Verona le parecía muy poco tentadora. Se había decidido a aceptar, movido solo por un sentimiento de gratitud. El cardenal lo miraba, indeciso. Bruno comprendió que debía despedirse. -Monseñor, hay tantas cosas que quisiera decir, pero comprendo que no es el momento adecuado. Impulsivamente, dobló la rodilla y tomo la mano del cardenal para besar el anillo. Andreani se puso intensamente pálido. Para el era la despedida definitiva. Nunca más volvería a ver a Martello. Era el pacto. Noto que se había producido un silencio casi solemne. Todos los miraban. Adivinaban algo más que una simple despedida en la actitud de los hombres, aunque no comprendían qué era. Andreani venció su emoción con su violento esfuerzo y mientras Martello se alejaba con decisión, se volvió al concejal. -Perdone la interrupción, señor Salvi. Esto es parte de mis deberes de pastor. Volvamos a nuestro problema. El tren se puso en marcha y Martello Se asomo otra vez a la ventanilla. El padre Andreani no había venido a la estación a despedirlo. Hasta el último momento espero verlo aparecer. Volvió a analizar la actitud extraña del cardenal el día anterior. La explicación que le había dado para rechazar su ofrecimiento de quedarse en Verona, seguía pareciéndole débil. Presentía que había un motivo que se le escapaba. Recordaba el interés que había demostrado cinco años antes en París Andreani por llevarlo a su lado. ¿Por qué ese cambio ahora? ¿Habría hecho o dicho algo que lo molestara? Desechó la idea al pasar revista a lo que habían sido esos días terribles en la clínica. A la abnegación y a la angustia de Andreani. A sus cuidados verdaderamente paternales. Y de pronto, creyó encontrar la explicación. Era también el efecto paternal lo que dictaba la actitud de Andreani. Había comprendido el sacrificio que significara para él el trabajo rutinario y sin horizontes que podía ofrecerle a su lado en Verona. Bendijo mentalmente al cardenal por esa nueva prueba de desinterés y afecto. El tren dejaba atrás las últimas villas de los suburbios de Verona. El pensamiento de Martello volvió a unas semanas atrás, al día de su llegada. Comparó su estado de ánimo de ahora con el de entonces. En vez de la inminencia de una muerte terrible, volvía a empezar para el la vida, una vida abierta a todas las posibilidades. "Dios tiene un propósito encarnado en toda persona por humilde que sea.

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Mientras no hemos realizado nuestra misión, no podemos morir. Me diste una prueba, Señor, de que yo todavía no he realizado la mía, al salvar mi vida en Verona" Y sin embargo, no era exaltación lo que sentía Martello, al intuir que una misión suprema lo esperaba. Le parecía encaminarse hacia un abismo desconocido, sin posibilidad ya de volverse atrás. Se reprochó esta sensación de fatalidad, poco cristiana. Pero quien podía apartar de su mente el presentimiento de que su vida tenía un destino único y terrible y de que ahora marchaba a su encuentro. Cerró los ojos, haciendo un esfuerzo por concentrarse en una plegaria, mientras el tren se perdía en la noche. V ORIENTE Es durante los años que siguieron a su enfermedad, cuando se pierde la trayectoria de Bruno Martello. Las noticias que se tienen de él en esa época, son incompletas y fragmentadas. Y a veces, contradictorias. Durante ese tiempo apareció una serie de artículos en diversas revistas de ciencia y de filosofa, escritos con el estilo característico de Martello, aunque los firmaba un nombre desconocido. Algunos pensaron que Martello se ocultaba tras un seudónimo para evitar problemas con la jerarquía eclesiástica, ya que los artículos se referían todos a temas peligrosos, y el enfoque que les daba el autor difería considerablemente de la ortodoxia católica. Especialmente llamó la atención de los eruditos un brillante trabajo sobre el Sepher Yezirah, el texto más antiguo conocido de los cabalistas judíos. La interpretación de Martello, si es que el autor era Martello, parecía más mágica que religiosa. También se comentó extensamente en ciertos círculos una curiosa biografía del monje y taumaturgo medieval Arnoldo de Villanova que apareció por esa misma época. Villanova, como monje, había criticado ferozmente al clero de su tiempo; como médico había realizado curaciones prodigiosas y la leyenda dice que disponía también de venenos misteriosos, desaparecidos después para siempre. Como astrólogo, había predicho la venida del Anticristo y el fin de este mundo corrompido. Villanova favorito de dos reyes y tres papas, tenía la ambición de curar no solo a las personas sino también a los estados y hasta a la Iglesia. Sus libros fueron puestos en el índice y se los creía destruidos o desaparecidos para siempre. Aunque, el autor de la biografía, que firmaba con un nombre obviamente inventado, demostraba haber tenido amplio acceso a ellos. Un crítico mencionó a Martello al comentar la obra y eso bastó para que muchos también se la atribuyeran al sacerdote florentino. Un periodista trató de entrevistarlo, pero hacía tiempo que nadie sabía de su paradero. Sin embargo, el prior de un convento del sur de Francia, recibió un día la visita de un viajero que, aunque vestía como un turista cualquiera, le dio la impresión de ser hombre de Iglesia. El desconocido decía estar realizando una peregrinación histórica tras las huellas, desaparecidas hace ya siglos de los Cátaros y los Caballeros Templarios. El prior, hombre de gran erudición, quedo maravillado de los conocimientos históricos del visitante. Hasta entonces, los historiadores habían aceptado la versión tradicional, que acusaba a los Templarios de haberse entregado al culto de la magia y a ritos sacrílegos y atribuían su condena y exterminación al temor del rey Felipe el Hermoso de ver extenderse sus prácticas por toda Francia. Pero el visitante tenía una teoría muy distinta. Según él, los Templarios habían sabido fundir el credo místico

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cristiano con una agresiva filosofa de poder, heroico, ascético, aristocrático y social a la vez, lo que les daba el carácter de una especie de "fascistas del cristianismo" ¿Era Martello el incógnito viajero? El prior recordaba vagamente a un sacerdote italiano que había conocido en París, años atrás, pero no habría podido asegurar que se tratara de Martello. Lo que parece estar comprobado es que Martello viajó al Oriente en los primeros años de la década de los 70. Se dice que conoció personalmente el infierno del Vietnam, aunque no se sabe cuál de los dos Vietnam. Los círculos católicos norteamericanos de Saigón, no confirmaron nunca estas noticias. Y Hanoi, hermético como siempre, no aportó ninguna aclaración. Se le llegó a dar por perdido en el conflicto y se inició una investigación, interrumpida por el desastre final. También se sabe, de cierto, que transcurrió un tiempo no determinado en la India. El superior de un convento suizo de Lahore lo tuvo como huésped y refirió después que Martello le había dado la impresión de un hombre "intoxicado con Dios". Parecía buscar algo, perseguir un objetivo que lo obligaba a viajar constantemente. Pero nunca quiso decir al prior cuál era ese objetivo. Después de unas semanas pasadas en meditar y leer en la biblioteca del convento, se despidió de los monjes, diciendo que se dirigía al norte. Por algunas preguntas que le hizo y por haberlo visto estudiando el idioma y consultando mapas, el superior del convento llegó a la conclusión de que ese "norte" se refería a la China. Si entró, efectivamente, en el inmenso y, en esos días, todavía impenetrable paso comunista, es solo asunto de conjeturas. El prior duda de que las autoridades chinas le hubieran permitido cruzar sus fronteras en una época en que el régimen de Pekín mantenía todavía encarcelados a los pocos misioneros que habían permanecido en sus puestos después del triunfo de Mao Tse-tung. La expresión de "intoxicado con Dios" tuvo fortuna. La reprodujo un famoso periodista británico en un reportaje sobre el Oriente que apareció en el Times de Londres. Allá hablaba de la atracción que sigue ejerciendo la India sobre los místicos de todas las denominaciones. El periodista había planeado hacer un reportaje sobre los hippies americanos y europeos que en esos días habían hecho de Katmandú, en Nepal, una especie de capital mundial de la droga. Pero luego oyó hablar de Martello y extendió el tema de sus artículos a la India, el yoga, Buda, y demás aspectos místicos que se relacionan generalmente con la tradición hindú. Algunas autoridades indias de Uttar Pradesh recordaban al sacerdote italiano. Cuando leyeron la frase "intoxicado con Dios", dijeron, maliciosamente, al periodista inglés que posiblemente la "intoxicación" era de un orden mucho más material. Martello había sido detenido en la frontera de Nepal bajo sospechas de tratar de introducir droga en la India. En su equipaje se le encontró una sustancia sospechosa que les hizo pensar que se trataba de heroína. Pero analizada, resultó ser un polvo desconocido. Por lo menos para las autoridades hindúes. Aunque no muy convencidas, se vieron pues, obligadas a ponerlo en libertad.

2 En el Leprosario de Darjeeling, en el norte de la India, el padre Morvan terminó de cambiar los vendajes de Sunita y vio con tristeza, que, a pesar, de sus cuidados, habían aparecido nuevas manchas en la piel de la pequeña. Siempre ocurra igual. Los padres terminaban por contagiar la lepra a sus hijos. Aún aquellos cuya enfermedad se había detenido, como en el caso de los padres de Sunita. Pero la convivencia forzada hacía a la larga inevitable el contagio. Las

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sulfonas producían a veces milagros de curación, pero los niños volvían a infectarse y había que volver a empezar. En hindustani rudimentario, el misionero inquirió información de la chica. Tal como temía, partes de la piel habían perdido ya la sensibilidad al frío y al calor. Pronto las manchas cambiaran de color y aparecerían las hinchazones y después de eso, solo Dios podría decir si triunfarían las sulfonas del misionero o del bacilo de Hansen reactivado por el contagio de los padres. De pronto, los interrumpió una gritería. -¿qué les pasará ahora? -preguntó el padre Morvan, fastidiado. Los leprosos estaban siempre peleándose. Sobre todo los jóvenes. Ayer había tenido que recurrir a toda su autoridad para poner paz entre dos mocetones con lepra incipientes que se disputaban los favores de una mujer tan enferma como ellos. O mejor dicho, mucho más, porque a ella la lepra le había devorado ya completamente la nariz y su rostro ya tenía el característico aspecto leonino que da la enfermedad. Sin embargo a ellos debía parecerles hermosa. Dios, en su infinita misericordia, alteraba también por lo visto, junto con el cuerpo, el sentido estético de los leprosos. La gritería continuaba. Irritado, el padre Morvan se levantó. Era demasiado blando con los enfermos. Decidido a poner orden de una vez por todas, salió del dispensario. Al cruzar entre las cabañas del leprosario, noto que estaban vacías. Aparentemente, toda la colonia se había congregado junto al riachuelo que marcaba el temido límite del sanatorio. De lejos los vio. Efectivamente, todos estaban reunidos y gritaban, agitando sus muñones los que no tenían manos o sus bastones, los que no tenían pies. Hasta los que, ya incapacitados para andar, solo podían desplazarse arrastrándose por el suelo, habían logrado llegar hasta el grupo y también gritaban. El padre los miró alarmado. "¡Un motín de leprosos. Lo que nos faltaba!" Tuvo un momento de vacilación. Había mandado a sus dos ayudantes al pueblo. Estaba solo. Apenas lo vieron, varios de los enfermos corrieron hacia él, hablando todos al mismo tiempo. Se dio cuenta de que Se esforzaban por decirle algo, pero estaban tan excitados y hablaban en forma tan confusa que al padre Morvan le fue imposible entenderles. Optó por acercarse al grupo para descubrir por sí mismo, la causa del tumulto. A su paso, los leprosos se apartaron mecánicamente. El misionero tuvo por fin la explicación del enigma. Junto a unos matorrales, ya dentro de los terrenos del leprosario, estaba sentado un hombre con las piernas cruzadas. Primero, le pareció que estaba rezando pero al llegar más cerca de el, vio que tenía los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, con las manos extendidas en la clásica postura que los yoguis llaman "el loto". "Un yogui en el leprosario" pensó el misionero, atónito. Y su asombro aumentó al ver que se trataba de un europeo. La presencia de un extranjero no era un hecho común, pero no justificaba la excitación de los leprosos. Hasta que vio la cobra muerta entre la yerba. Por fin logró enterarse de lo que había ocurrido. La venenosa serpiente había mordido al desconocido y los leprosos la habían matado a palos. Alarmado, el padre Morvan se acercó a el y le habló. Pero no obtuvo respuesta. El hombre continuaba inmóvil, pero erguido. Aunque no se perciba en él el menor movimiento respiratorio, evidentemente no estaba muerto. A pesar de la falta de cooperación del extraño visitante, el padre Morvan decidió que lo más urgente era aplicarle el suero antiofídico que guardaba para estos casos. Y regresó a toda prisa al dispensario. Las cobras venenosas seguían siendo un azote en esta parte de la India. Pero ahora el suero era fácilmente obtenible. El misionero recordaba cuán difícil era, adquirir medicinas cuando llegó a Darjeeling. Y no solo suero, sino el aceite de chalmugra, el único remedio para la lepra conocido entonces. Ahora contaba con una provisión de

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sulfonas y del suero suficiente para las pocas emergencias de esta clase que se presentaban en el leprosario. Pero era necesario aplicarlo con la máxima prontitud. ¿Cuanto tiempo habría pasado desde la mordedura? ¿Será todavía tiempo de salvarlo? Pero todas estas preguntas tuvieron una contestación inesperada. Cuando el padre Morvan regresó con la jeringa y el suero, encontró a la supuesta víctima conversando animadamente con los leprosos. Y en un indostaní mucho más fluido que el suyo. Y eso que el padre Morvan llevaba cuarenta años viviendo en la India. Al verlo acercarse, el desconocido le sonrió y se dirigió hacia el en perfecto francés. -¿El padre Morvan, supongo? Horas mas tarde, mientras saboreaban una taza de té en la cabaña del misionero, Martello insistía en llevar la conversación hacia las excelencias de la bebida que ha hecho famoso el nombre de Darjeeling en el mundo entero, a pesar de los esfuerzos del padre Morvan por oír de su huésped la explicación de lo ocurrido. -En la China, el té no es solamente una bebida refrescante como aquí decía el viajero. Es un elixir que abre las puertas de la espiritualidad. Los chinos dicen que estimula la imaginación y hace más delicados los sentimientos. Para ellos, beberlo es un verdadero rito. -¿Y lo usan también como antídoto contra las mordeduras de las serpientes? -preguntó, burlón, el padre Morvan. Martello decidió abordar por fin el propósito que lo había llevado hasta allá. -Me sorprende tanto interés suyo, padre, por volver sobré algo que a usted, menos que a nadie, debía extrañar dijo cautelosamente. Supongo que está familiarizado con el yoga, después de tantos años en la India. El misionero sonrió. -¿Se refiere usted a los faquires encantadores de serpientes, a la cama con clavos y esas cosas? Pero Martello lo miro gravemente. -Usted sabe, perfectamente, padre, que no me refiero a eso. Sé que es usted un profundo conocedor de las técnicas místicas del Oriente -hizo una pausa y lo miró fijamente a los ojos-. Y es por eso que he venido a buscarlo hasta aquí. Una sombra de inquietud apareció en los ojos del anciano. Después de un largo silencio dijo en voz baja: -Hubo un tiempo... ya muy lejano, en que me preocuparon esas técnicas que usted menciona. Pero luego, las abandoné para siempre. No quisiera volver sobre el tema. -Yo he venido desde muy lejos para hacerle ciertas preguntas, padre. -Yo no soy un gurú -Dijo, nerviosamente, el misionero-. Aquí podré encontrar la paz y la serenidad, pero solo si las busca como cristiano. -Lo que me propongo es recorrer las dos sendas. Una no excluye a la otra. -¿Pero por qué venir a pedirme ayuda a mi? Usted ya lleva recorrido un gran trecho. Acaba de demostrarlo allá afuera. Para hacer lo que usted hizo se necesita haber alcanzado un alto grado de perfección. -No me basta dijo Martello, con decisión-. Quiero llegar mucho más allá. Sé que entre aquellas montañas, al otro lado de la frontera, los lamas tienen secretos que solo han revelado a muy pocos occidentales. Uno de esos occidentales... El misionero se levantó bruscamente. -¡Basta! -Dijo con agitación-. ¡Ya le dije que me niego a hablar de eso! Cuando su Santidad Paulo VI vino a la India y habló de un acercamiento con los budistas, pensé por un momento que mi deber era llegar hasta el para ponerlo en guardia. Pero tuve miedo y desistí. Y le aconsejo a usted hacer lo mismo.

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Deténgase a tiempo. No intente penetrar secretos que solo pueden llevarlo a la perdición. -Estoy dispuesto a correr ese riesgo -Dijo Martello, serenamente. Cambió de tono. Tenía conciencia de lo persuasivo que podría ser y de la fascinación que emanaba de el, cuando se lo proponía. -Comprenda, padre. Usted me puede orientar. Usted es cristiano, usted es sacerdote como yo. Usted puede evitarme tropezar con obstáculos innecesarios... Usted puede indicarme cómo llegar antes a mis objetivos... cómo comunicarme con los lamas... Ya he aprendido el idioma tibetano, pero eso no basta. Tengo que atravesar esa barrera tremenda que los aísla del resto del mundo.. -¿Aprendió usted el tibetano? -dijo el misionero, atónito. Es el idioma más difícil del mundo. He oído decir que es dos veces más difícil que el chino. El padre Morvan comprendió entonces que ni con todos sus consejos, ni con toda su experiencia lograría detener a Martello. Nada podría detenerlo.

3 -Acércate, extranjero dijo el lama. Martello lo miró asombrado. Estaba preparado para encontrarse ante un anciano. Pero el hombre que lo esperaba sentado entre cojines color azafrán, con las piernas cruzadas, parecía tener la edad del mundo. ¿Cien años? ¿Ciento veinte? No se atrevió a calcular. Le asombró aún más constatar al acercarse, que el lama - en vez de adoptar una actitud solemne, reía-. Reía con una risa silenciosa y extraña que lo mismo podía ser de bienvenida que de sarcasmo ante la osadía del profano que intentaba penetrar secretos de siglos. Se aproximó con desconfianza. Temía este momento. ¿Qué ocurriría si ahora se suscitaba una discusión de carácter teológico en la que él, forzosamente, tendría que antagonizar a un creyente en el nirvana y en la transmigración de las almas?. Hasta ahora había podido mantener la pureza de su fe. No era este el aspecto que le interesaba de las prácticas esotéricas orientales. Tranquilizado, oyó que el lama le decía, mientras señalaba una pequeña puerta al fondo de la vastísima sala: "Detrás de esa puerta, empieza el camino del conocimiento y la sabiduría. Ahora ya eres digno de cruzarla". ¡Por fin! Este era el momento que había esperado tanto tiempo. Había valido la pena someterse a tantas pruebas y sacrificios. En la India se había iniciado en el ascetismo yoga, pero ahora había ido mucho más allá. había aprendido a prescindir de lo que se considera el mínimo indispensable para la supervivencia. Comió yerbas y lamió el rocío de las rocas. Torturó su cuerpo y su mente durante días y noches ininterrumpidas de meditación para permitir a su espíritu remontarse, liberado, a las regiones de lo absoluto. Había pasado por las pruebas mentales absurdas, por los cuestionarios diabólicos del zen que retuercen los conceptos más simples y burlan al pensamiento occidental. Detrás de esa puerta lo esperaba la última etapa. La que, recorrida, le permitiría alcanzar el punto más alto del desarrollo de todas las facultades humanas. Aquel que permite ver con los ojos del espíritu, más allá del tiempo y del espacio. "El tiempo" había dicho el lama, "no existe para el iniciado, porque el pasado, el presente y el futuro se unen en una sola visión". ¿Qué nuevas pruebas le esperaban detrás de esa pequeña puerta pintada de azafrán? ¿Qué nuevas torturas físicas y mentales debía superar? Pero no titubeó ni un momento. Con mano firme, abrió la puerta y la cruzó.

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4 Fue solo gracias a los perros que lograron encontrarlo los serpas que habían enviado en su búsqueda los monjes, preocupados por su desaparición. Al subirlo al trineo, comprobaron que el cuerpo estaba helado, pero no rígido. Cuando abrió los ojos en su celda de siempre, estaba solo. Intentó reconstruir lo que le había ocurrido. Después de los ejercicios de meditación y de concentración de cada mañana, había sentido un impulso irresistible de apartarse, de estar solo y había elegido el camino de la montaña sin saber por qué, a pesar del frío y de la intensa nevada.

Primero fue como una comunión con todo lo que lo rodeaba. El silencio absoluto, la nieve, el aire delgado y transparente y al fondo siempre, la inmensa mole blanca del Himalaya, como una catedral de hielo que continuaba llamándolo. Y de pronto, como una luz vivísima, un paroxismo de felicidad. Sin raciocinio, sin ataduras. Una sensación de pureza absoluta, de gozo trascendente que le pareció que lo liberaba de la materia. Comprendió que era el instante de la iluminación. Pero cuando esperaba la revelación última ocurrió la terrible visión. ¿Por qué en ese momento tan esperado, tantas veces descrito por los lamas como el de la beatitud excelsa, de la fusión con la eternidad, de la integración perfecta del ser con el infinito, ante el solo habían surgido imágenes de muerte y de crimen? Los lamas también se lo habían advertido: "Cuidado con la montaña. En las soledades nevadas se ven y se oyen cosas que no existen". Allá estaba el peligro. Equivocar el camino. Ya lo había dicho el sabio: "El camino de la verdad es tan angosto como el filo de un cuchillo". ¿Había sido una alucinación provocada por los largos ayunos y los extenuantes ejercicios mentales? Por qué en ese preciso momento había visto la vida de Andreani cortada por la mano de un asesino a quien no lograba identificar? La visión fue tan vívida que se resistía a creer que hubiera sido un sueño. Tampoco le satisfizo la explicación del lama, cuando horas más tarde le confió su angustia. -Todo tiene un sentido. Todo tiene una explicación. Cuando llegue el momento, tú mismo descubrirás el sentido y significado de tu visión. Lo que debe alegrarte es que has traspasado por fin la barrera que separa la luz de la oscuridad; el saber del no saber. Tu espíritu se ha liberado al fin de ataduras de tus sentidos. El recuerdo de la visión, siguió torturando a Martello. Se preguntaba qué debía hacer. ¿Escribir al cardenal, poniéndolo en guardia? Comprenda que era absurdo. ¿En guardia contra qué? La experiencia que había tenido en la montaña no era de las que se pueden transferir, ni siquiera explicar. Andreani pensaría que se había vuelto loco. El mismo llegó a dudar, por momentos, de su equilibrio mental. Recordó las advertencias del viejo misionero. ¿No estaría pagando ya el precio por haber llegado más allá de lo permitido a un occidental y a un cristiano? Hizo un esfuerzo por liberarse de la atmósfera onírica que empezaba a hacérsele opresiva. En la soledad de esas montañas remotas, habitadas solo por los místicos, obsesionados por la idea del kharma, que atribuye trascendencia a todos los actores humanos, la vida diaria adquiría contornos irreales. Buscó la actividad física como antídoto y durante horas trabajó rudamente en el huerto de la lamasera. Recordó que había encargado fertilizante al serpa que viajaba todas las semanas en el jeep de los lamas al pueblo más cercano. Recibió el paquete de manos del hombre y regresó, pensativo, al huerto. Tenía disposición para los trabajos de la tierra. De niño gustaba de observar al viejo jardinero de la familia, mientras trabajaba en el jardín del palazzo. De él había aprendido muchas cosas y tenía la inocente vanidad de creerse un experto. Mientras desenvolvía el paquete que contenia las bolsas de abono,

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recordó con satisfacción la admiración que causaron las rosas que había conseguido hacer crecer en los jardines de un monasterio capuchino donde pasó un tiempo de retiro. De pronto, su mirada se fijó, incrédula, en la noticia. Venía a cuatro columnas en el viejo número del Indian Times en el que habían envuelto las bolsas de fertilizante: Luigi Cardenal Andreani, Patriarca de Verona, había sido elegido Papa, bajo el nombre de Juan Clemente I. Devoró la información. Después de un dificultoso Cónclave, las diversas tendencias que luchaban en el seno de la Iglesia, habían transado en un nombre que parecía a todos una garantía de equilibrio. Ante el peligro de una pugna abierta, de consecuencias imprevisibles, se había considerado la elección de Andreani como una tregua. Los comentarios dejaban la impresión de que se le tenía por un hombre inofensivo, que, por lo menos, mantendría la armonía entre las diversas facciones. No se esperaban de el cambios importantes, a pesar de los muchos problemas que afrontaba la Iglesia al morir el Papa anterior. Esta muerte también tomaba de sorpresa a Martello. Durante meses había vivido aislado completamente del mundo en el recogimiento espiritual de la lamasera, celosamente protegida de la contaminación de radios y periódicos. Su primera reacción fue de una inmensa alegría. Su mentor, su mejor amigo, el hombre a quien miraba casi como a un padre, elevado a la primera dignidad de la Iglesia. Después, la frustración de saberse tan distante, de no poder compartir la alegría de ese momento. Se preguntó por qué caprichos de las circunstancias lo sorprendía a e él el acontecimiento en el lugar más apartado del mundo. Quizá el único lugar en el que le había sido imposible enterarse a tiempo. Y, súbitamente, tuvo la revelación y comprendió. No era el azar el que lo había llevado hasta la montaña de los lamas. Al contrario. Había un designio oculto que había orientado sus pasos en los últimos años, llevándolo a este reducto espiritual, capaz de impartir a los iniciados, poderes desconocidos para los demás. El lama había dicho: "Cuando llegue el momento, sabrás". Y ahora, SABIA. La visión en la montaña era un aviso, una llamada. Su puesto estaba al lado del jefe de la Iglesia. Su misión era proteger su vida amenazada. Durante mucho tiempo lo había obsesionado la idea de que tenía una misión qué cumplir. Era una noción vaga que había surgido en él, no sabía cómo ni cuándo. Lo perseguía a través de sus sueños y de intuiciones súbitas, inexplicables. Muchas veces trató de determinar el porqué de esta predestinación y llegó a preguntarse si todo no sería más que una ilusión y un pecado de vanidad. ¿Por qué Dios iba a elegirlo a el un simple sacerdote? Ahora comprendía por qué. ¿Quién podía considerarse más cercano afectivamente al nuevo Papa que él? Y ahora, quién estaba en guardia ante ese misterioso peligro que amenazaba su vida, sino él. Los lamas lo vieron partir con tristeza. No comprendían por qué, precisamente ahora que se abría para el nuevo hermano la vía del conocimiento y la perfección, Martello optaba por el mundo de lo ilusorio y lo imperfecto. ¿Cómo explicarles a esos solitarios que dedicaban la vida entera al perfeccionamiento de sí mismos, indiferentes al resto de la humanidad, que para él, un cristiano, solo era válida la búsqueda de la perfección, junto a los demás hombres? ¿Cómo explicarles que la lucha que ellos libraban en la soledad de su mundo interior, para él y millones de hombres, era una guerra abierta y que él era un soldado en esa lucha? Los lamas le habían proporcionado armas espirituales con las que antes no contaba. El sabría usarlas en las batallas decisivas que se aproximaban.

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VI ROMA Los que conocieron a monseñor Luigi Cardenal Andreani en Verona encontraban dificultad para reconocerlo en Su Santidad el papa Juan Clemente I. Era demasiado el cambio para tan poco tiempo. La tristeza y preocupación de su mirada, el aire de soledad que lo envolvía, la reserva que se advertía en sus palabras, lo habían transformado. Era otro hombre. Seguía siendo afable y paciente como antes. Pero a veces tenía rasgos y actitudes que desconcertaban a los dignatarios del Vaticano. A un obispo paraguayo que le mostraba, orgulloso, el proyecto realizado por un famoso arquitecto romano para una nueva basílica en su pequeño país, lo había tomado de sorpresa preguntándole cuál era el ingreso per cápita en el Paraguay. Había postergado, inexplicablemente, la audiencia de un poderoso cardenal norteamericano y en cambio había recibido sin dilaciones a un humilde cura negro sudafricano que le traía un mensaje de la pequeña comunidad católica de Soweto. Había causado embarazo en los círculos oficiales su decisión de oficiar su primera misa fuera del Vaticano, en un presidio, justamente, cuando, a raíz de la fuga del criminal de guerra Dorfier, se debatía en el parlamento italiano una ley para hacer más severo el régimen carcelario para los detenidos políticos. Aquella mañana, después de una jornada agotadora, el Papa se disponía a retirarse a sus habitaciones, cuando el secretario encargado de las audiencias le presentó la lista de las personas que aspiraban a ser recibidas en los próximos días. Con gesto cansado, el Papa recorrió los nombres. Pero, de pronto viendo uno que lo galvanizó. Tratando de ocultar su emoción se limitó a señalarlo, mientras miraba con aire interrogante al secretario. -Es un sacerdote que dice ser amigo personal de Su Santidad. El padre Bruno Martello. ¿Lo conoce Su Santidad? -Sí, lo conozco dijo lentamente el Papa. -¿Le parece bien a Su Santidad que le fije audiencia para la semana próxima? -¡No! -Dijo, vivamente Andreani-. La semana próxima no. -¿Cuándo entonces? -preguntó el secretario extrañado por el tono del Pontífice. Andreani hizo una larga pausa. -No sé -contestó por fin. Tal vez nunca. Tanto fervor y tanta contrición. En un momento solemne y terrible, había jurado no volver a ver a Bruno. Y había cumplido.

Dios sabía lo que le había costado. Sabía también que su intención más sincera era seguir manteniendo su promesa. Pero había ocurrido lo inesperado. Lo que nadie hubiera creído posible. El cardenal Andreani que veía deslizarse su vida, apaciblemente en la oscuridad de su arquidiócesis provinciana, podía prescindir de la presencia confortadora del discípulo amado. Pero el Papa Juan Clemente I que tenía la terrible responsabilidad de dirigir el destino de la Iglesia y del mundo cristiano necesitaba a su lado la inteligencia brillante, la fe apasionada, la voluntad y el saber del sacerdote que reaparecía en el momento más crítico. Andreani rogaba a Dios que lo liberara de su promesa. No se lo pedía por él. Se lo pedía por la Iglesia. El secretario encargado de las audiencias no sabía qué pensar. Verdaderamente, las decisiones del Papa eran impredecibles. Después de haber cancelado en forma prácticamente definitiva la audiencia solicitada por el padre Bruno Martello, esa mañana lo había llamado a primera hora para ordenarle que le fijara audiencia para ese mismo día. Con dificultad el secretario se las había arreglado para incorporar su nombre en el último lugar de la lista, recortando el tiempo de las audiencias y postergando para otro día a un beato magnate de la

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prensa. En la sala Nervi del Vaticano estaban reunidos un nutrido grupo de peregrinos españoles, dos cardenales, y la representación diplomática de un país centroamericano, cuando apareció el padre Martello. Casi no tuvo tiempo de sentarse. El padre ujier, advertido seguramente por el Papa, y ante la indignación del secretario, le hizo pasar antes que los demás. Cuando los dos hombres quedaron solos, se miraron en silencio. Los dos se sentían embargados de emoción, aunque en forma muy distinta. Para Andreani la presencia de Martello rompía por primera vez el círculo de frialdad y protocolo que lo rodeaba desde que llegó al Vaticano. Con Martello venían a él recuerdos de días menos solemnes, pero más felices. Su afecto por él seguía siendo el mismo, a pesar de los años transcurridos. -Santidad... -de los labios de Martello salieron, espontáneo el tratamiento y reverente el tono. En los veinte años que llevaba de conocerlo nunca había visto en Andreani sino al maestro, al padre afectuoso, al amigo franco con quien podía tratar abiertamente. El trayecto ascendente de Andreani dentro de la jerarquía eclesiástica, no había alterado esta relación. Pero ahora era diferente. La sonrisa de Andreani seguía siendo afectuosa, su palabra igualmente cordial, pero había algo indefinible en torno a su persona, una aureola de majestad, de autoridad, que sobrecogió a Martello. Pensó en la siniestra imagen entrevista durante esos días mágicos del Tíbet y comprendió que no se atrevería a hablar. Se mantendría en silencio, pero alerta, junto al Jefe Supremo, cuidando su vida. No sabía cómo lograría el acceso al Pontífice para llevar a cabo esta misión. Pero presentía que se le abriría un camino, llegado el momento. "Llegado el momento, sabrás tú, solo lo que tienes que hacer", había dicho el lama. -Supongo que esta vez sí vienes a quedarte conmigo. Te necesito más que nunca -dijo el Papa. El camino se había abierto. Martello miró alrededor, asombrado. Había entrado por primera vez al Vaticano veinte años atrás, recién ordenado sacerdote. Sentía en esos días la necesidad de conocer el cuartel general de la Iglesia, la reliquia máxima de la fe cristiana. Conservaba un recuerdo inolvidable de la visita. Ahora, muchos años después, se encontraba otra vez solo bajo las bóvedas seculares. Había venido a una segunda entrevista con el Papa. "Tenemos mucho de qué hablar", le había dicho llevándolo a la biblioteca. "Voy a despachar un asunto urgente y regreso. Espérame un momento". Martello le obedeció y permaneció unos momentos en la biblioteca. Para un bibliófilo apasionado como él, era un deleite imaginar los tesoros que debían estar a su alcance. Sabía que allí se conservaba uno de los dos únicos ejemplares que quedaban en el mundo de la primera Biblia impresa por Gutenberg y una copia manuscrita de la Divina Comedia que perteneció al propio Dante. Su mirada recorrió las largas filas de manuscritos y de antiquísimos volúmenes donde estaban contenidas las miserias y grandezas de dos mil años de historia de la Iglesia. Las telas de los maestros inmortales, las estatuas, todo estaba igual que hacía veinte años. Rectificó: seguramente igual que hacía quinientos años, cuando Rafael dirigió la construcción de las obras. Pensativo, siguió caminando por la galería, cruzó los jardines de Belvedere y se encontró en el Palacio Pontificio. Estupefacto, observó los apartamentos del Papa. Los cambios aquí eran radicales. Nada quedaba del rojo esplendoroso de los cortinajes y terciopelos, de ese "rojo católico" que la tradición ha asociado siempre con los grandes momentos del Papado. También habían desaparecido baldaquines, damascos, poltronas doradas y

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orfebrerías renacentistas. La imagen de ese glorioso mundo del ayer que había sabido mantener el Vaticano por tantos siglos, se había desvanecido. Un soplo irreverente parecía haber barrido las suaves penumbras, las luces atenuadas, los candelabros dorados. Recorría, horrorizado, una sucesión de salones que más parecían departamentos modernos que residencia del sucesor de San Pedro. Paredes verde Nilo, techos azul pastel o amarillo champaña. Y una luz agresiva en todas partes. Haciendo contraste absurdo con esta decoración ultramoderna, los guardias suizos con sus arcaicos uniformes, diseñados por Miguel Angel. Uno de ellos le cerró el paso. Más allá estaba la sala del trono. Ya el día anterior, durante su primer audiencia, había advertido el despojo sufrido -también allá habían sido suprimidos los baldaquines, los brocados, los relojes dorados y toda la pompa propia de la majestad del poder. La emoción del reencuentro con Andreani le habían impedido analizar el malestar que estos cambios le habían producido entonces. Deprimido, regresó a la biblioteca. El boato, la esplendidez del ambiente, las manifestaciones visibles de la tradición tenían también valor. No estaban destinadas a ensalzar a un simple ser humano, sino al representante de Dios sobre la tierra. ¿Acaso la belleza del culto católico no residía en la magnificencia de sus símbolos, en el dramatismo impresionante de sus ceremonias, tan superiores a las sombras y desnudas manifestaciones del rito protestante? ¿Por qué renunciar a la contribución de tantos genios inmortales o de artesanos oscuros que habían aportado lo mejor de su arte y de su fe al embellecimiento del templo máximo de la religión cristiana? A los pocos minutos regresó el Papa a la biblioteca. Venía contento. -Creo que ya encontré la solución a un problema absurdo. El de la proliferación cada vez mayor en la plaza de San Pedro de vendedores de baratijas que se atreven a ofrecer como reliquias.

Basta ya de esa imagen de un Vaticano folklórico y turístico. Sonrió y durante unos minutos hablaron con la sencillez de viejos amigos

que rememoran días felices. Pero de improviso, la expresión del Papa cambió y, bruscamente, llevó a Martello al tema que le interesaba. -Me eligieron Papa porque me consideran un hombre inocuo. A lo más, piensan que seré un árbitro en la lucha que enfrentan a las dos grandes tendencias en que está dividida la Iglesia actualmente. Eso tú ya lo debes de saber. Y no les faltaba razón. Reconozco que me esforcé siempre en ser justo y tolerante con todos, sin tomar partido. Comprendía lo que había de razonable en uno y otro campo. Me parecía que la tradición era valiosa, pero que había que tener el espíritu abierto para juzgar las nuevas ideas. Por eso, a lo más que aspiraba cuando fui elegido, era a ser un buen administrador. Pero en los tres meses que llevo en esta casa donde tanto se sufre, me he dado cuenta de que mi deber es otro. Ante el asombro de Martello, el Papa fue exponiendo los males del mundo actual y el papel que jugaba en ellos la Iglesia, deliberadamente o por omisión. Habló de las incalculables riquezas de la Iglesia, y del boato de las ceremonias religiosas, irritante en países en donde las capas humildes de la población se mueren de hambre. Censuró la complacencia y hasta la complicidad de la Iglesia con gobiernos injustos, en su afán por mantener su influencia y proteger sus inversiones. Lamentó la identificación de la religión cristiana con los objetivos de partidos políticos impopulares. Mencionó su extrañeza ante la ceguera de altos dignatarios eclesiásticos que cerraban las puertas a los intentos de acercamiento de otras corrientes políticas y religiosas, siendo que la hora actual debía ser de concordia y cooperación entre todos los hombres de buena voluntad. Se refrió duramente a la actitud de algunos influyentes prelados ante la guerra. Recordó que algunos habían llegado al extremo de bendecir cañones y de alentar ofensivas militares.

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Martello escuchaba, espantado. El Papa enumeraba la serie de problemas que, según él, enfrentaba la Iglesia, y no mencionaba el más grave, el más urgente, el más trascendental de todos: La lucha a muerte que se libraba desde hacía tiempo entre el mundo cristiano, defendido por una Iglesia cada vez más asediada y debilitada y la marea marxista que amenazaba aniquilarla. -Cuando examiné estos problemas desde la altura del trono papal, comprendí lo ciego que había estado continuó el Papa. -Ahora que tengo en mi mano datos, informes, estadísticas, estudios confidenciales de todas partes del mundo, me doy cuenta de nuestro fracaso. Nos hemos ocupado de salvar las almas y hemos descuidado los cuerpos, como si el cuerpo no fuera importante, como si la salvación del alma de cada hombre no dependiera también del uso que haga de ese cuerpo. ¿Cómo se le puede exigir piedad, caridad, virtudes, a un alma encerrada en un cuerpo torturado por la ignorancia, la miseria, la enfermedad, la injusticia? Por eso, la Iglesia debe cambiar radicalmente su estructura y ponerse al lado de los oprimidos. Martello aventuró una objeción. -Pero, Santo Padre, ya hay una fuerte corriente dentro de la Iglesia que trata de colocarla junto a uno de los campos políticos en que está dividido el mundo. ¿Ese será el camino? ¿No nos llevará a una ruptura interna total, a un nuevo cisma? -Los esfuerzos que se han hecho hasta ahora en ese sentido, han sido quizás bien inspirados, pero individuales, esporádicos y, casi siempre, frente a la oposición de la jerarquía eclesiástica. Eso es lo que ha creado el antagonismo y la división entre nosotros. Por eso se han endurecido las posiciones y se ha radicalizado el enfrentamiento. Pero si la iniciativa partiera del propio Vaticano, esta división no tendría razón de ser. Se suavizarían las diferencias. Todos aportarían de buena fe lo mejor de su inspiración y de su experiencia para marchar, todos unidos, hasta un fin común: el rescate material y espiritual del hombre que es el fin que debió perseguir siempre la Iglesia. Su voz se quebró en las últimas palabras y el Papa calló, emocionado por la grandiosidad de su idea. Pero Martello seguía abrumado por la revelación. Cómo un sacerdote en quien nunca notó la menor desviación de la ortodoxia, un arzobispo que había censurado severamente una huelga en los hospitales de Verona, en suma, un hombre a quien consideraba un modelo de prudencia y moderación, se había convertido en un Papa exaltado que se disponía a cometer la más desastrosa transformación en la institución más sólida y antigua del mundo? -Hasta ahora he estado solo -prosiguió el Papa-. Aún los cambios más modestos que he intentado imponer han tropezado con la rutina burocrática, con la indiferencia o con la oposición abierta de quienes me rodean. "¿Cambios modestos?", pensó Martello. "Se debe referir a la destrucción despiadada de la noble pátina del tiempo que caracterizaba antes a los salones pontificios. Pero cambiar la convicción de los hombres que no se han dejado engañar por ideas desquiciadoras y engañosas le va a ser más difícil". El lucharía con todas sus fuerzas para que le fuera imposible. Conservaba su ascendiente sobre Andreani y sabría utilizarlo. Por el propio bien del Sumo Pontífice y por el bien de la Iglesia. -Pero ahora estás tú aquí. Tú, que siempre mostraste inquietudes y sensibilidad por estos problemas continuó el Papa, sin adivinar la confusión y la resistencia que sus palabras despertaban en Martello. Recuerdo tus trabajos en el seminario.

Siempre se traslucía en ellos tu angustia por los sufrimientos de los débiles y desposeídos. Te recuerdo también aquella tarde de mayo en París, saliendo a la calle para unirte a la multitud que pedía cambios impostergables. Me imagino, después, tu peregrinar por la India, acercándote a esas masas que conocen la miseria más dolorosa del mundo.

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"Sí. Hice todo eso. Pero lo que me motivaba era todo lo contrario de lo que está usted diciendo", sentía ganas de gritarle Martello. "Sí me mezclé con las multitudes, fue para conocer los resortes que las impulsaban, fue para familiarizarme con las armas que utilizan nuestros enemigos para movilizarlas.

Yo no amo a las multitudes. Las compadezco, porque me lo pide la caridad cristiana, pero creo que de ellas no podrá salir nunca nada valioso. Yo también quisiera cambiar las estructuras de la Iglesia. Pero no para entregarla a nuestros enemigos, sino todo lo contrario. Para hacerla más inflexible, más poderosa, más rígida. Más de lo que nunca fue. Yo lo haré recapacitar. No sé cómo, pero yo lo obligaré a que se manifieste como lo que debe ser: jefe y guía de la parte sana de la Iglesia y lo obligaré a que asuma el papel que Dios le ha designado". Envuelto en sus pensamientos, Martello había dejado de escuchar al Papa, de modo que la pregunta lo tomó de sorpresa. -¿Estás de acuerdo? -¿De acuerdo? -preguntó Martello, desconcertado. -Quisiera que te encargaras de analizar la enorme masa de información que se ha acumulado aquí sobre los problemas que te he mencionado. Tenemos que luchar con armas precisas. Documentos, datos, evaluación exacta de nuestras posibilidades en cada uno de los pases críticos. Despacharás directamente conmigo. -¿Su Santidad quiere decir que me incorpora al personal del Vaticano? El Papa sonrió, afable. -Sí. Pero en un carácter muy especial. Muy diferente al del resto del personal. Y para evitar suspicacias, he pensado que sería político asignarte un puesto en la biblioteca Vaticana. ¿Quién con más merecimientos que un intelectual como tú? El Papa pareció recordar, de pronto-. ¿Y a propósito, terminaste ya tu libro? -¿Mi libro? -En varias ocasiones me has hablado de ese libro que empezaste a escribir hace años y en el que debe estar lo más valioso de ti. Sabes cómo me gustara leerlo. -Faltan solo unas pocas páginas y el manuscrito estará terminado. -¿Me prometes que me lo darás a leer antes que a nadie? -Se lo prometo a Su Santidad -Dijo Martello.

2 Muy pronto comprendió que todo era inútil. Nunca lograría hacer ver al Papa el abismo a que se encaminaba, arrastrando con él la suerte de la Iglesia y de la cristiandad. Martello se había ilusionado falsamente pensando que el afecto y la admiración que le había demostrado siempre Andreani, se iba a traducir ahora en ascendiente sobre el Papa. Peor aún, ese afecto y esa admiración que sentía por su antiguo discípulo parecían obrar ahora en el Pontífice como estímulo para empujarlo hacia metas cada vez más insensatas. Era como si quisiera deslumbrarlo, conmoverlo, seducirlo con sus proyectos. Martello, por su parte había intentado, en vano, hacerle compartir la gloriosa visión de un mundo mejor que se había ido creando él, a través de años de estudios, experiencias y reflexiones. Un mundo regido por una Iglesia renovada, perfeccionada, armada con todas las armas que la sabiduría del pasado y los adelantos del presente ponían a su alcance. Una Iglesia que recuperaría las banderas de la redención humana que se había dejado arrebatar, tanto por los que predican el odio y la lucha de clases, como por los que adoran los falsos valores del dinero. Solo un cristiano regenerado, purificado, podría crear esa sociedad perfecta que había anhelado siempre la humanidad.

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El no pretendía que en su Ciudad de Dios, todos fueran felices. Pero eso tampoco lo podían conseguir los otros. Quizás eran los designios de Dios que siempre pudieran existir el mal y el dolor. Quizás en su corazón Dios quisiera que no ocurrieran ciertas cosas, pero ni siquiera él, todopoderoso como es, puede impedirlas, porque así lo ha decidido él mismo. Quizás el propio Dios no podía hacer ya nada una vez que hubo puesto en marcha el Universo con su soplo creador. Quizás ese mal, ese dolor forman parte del camino que debe recorrer el hombre para llegar a la perfección y a la gloria. Pero los ilusos, los mezquinos, los malvados, los necios, pretenden imponernos su pequeña idea de bienestar de insectos, su dosis grotesca de comodidades terrenas, llamándolas "felicidad", "paz", "justicia social". Como si aún con todas sus viles necesidades terrenas satisfechas, no continuaran existiendo para el ser humano los grandes problemas del alma, los dolores inevitables, la transitoriedad de la vida, la fragilidad del amor, la vejez, la muerte. No, él no pretendía el mezquino y miope contentamiento de los marxistas, el orden satisfecho y eficiente de los autómatas, para su sociedad presidida por Dios. La vida humana seguiría siendo siempre un renovado drama. Pero regida por la Iglesia, por lo menos sería un drama con sentido y grandeza, no la farsa en que querían convertirla los otros con su siniestra sociedad de robots adoctrinados. El Papa hablaba de "acercamiento a otras corrientes políticas", hablaba de concordia y cooperación entre todos los hombres de buena voluntad. "Hombres de buena voluntad", los inventores de los Gulags y de los lavados de cerebro. Los que habían aplastado la libertad, y no solo religiosa, de diez países. ¡Los que habían levantado un muro de hierro en torno a sus territorios para impedir la fuga de sus habitantes! "Buena voluntad", los que habían cerrado iglesias y establecido otra inquisición peor que la religiosa, porque ahora contaban con medios terribles que no soñaron los inquisidores de antaño y con "pecados" nuevos que inventaban a su arbitrio. El Papa quería usar a la Iglesia para apoyar a los que pensaban que un poco de pan y de bienestar material se podían comprar con el sacrificio de sus conciencias. Quería apoyar a los que ansiaban entregar lo más valioso que tiene el hombre, lo que hace una vida digna de ser vivida, a cambio del bíblico plato de lentejas. Apoyo a los que hablan de liberar al hombre y solo pueden mantener sus sistemas inhumanos por la fuerza. Apoyo a los que aspiran no a rescatar el alma de los hombres, sino a cambiar su mentalidad. Hablaban de suprimir las clases sociales y habían instituido divisiones humanas peores, más rígidas, más infranqueables. Hablaban contra el imperialismo y apoyaban a la nación que se había apoderado, materialmente, de media Europa. El Papa esperaba paz y armonía y la Iglesia se aliaba a los marxistas. Y los propios marxistas no habían sido capaces de encontrar esa paz y armonía ni entre ellos mismos, ni siquiera ahora que habían llegado al poder en un tercio del mundo: Rusia contra China, Camboya contra Vietnam, Etiopía contra Somalia. ¿No demostraba eso que por eficiente que pareciera ser a algunos ilusos como sistema económico, el marxismo, no lograba conquistar espiritualmente al hombre? ¿No habían sido los obreros los primeros en levantarse en contra de los gobiernos comunistas de Hungría, Alemania Oriental y Polonia? ¿Y qué decir de esa parte equivocada de la Iglesia que el Papa parecía defender? Apoyaban a un sistema que, lo primero que hace cuando llega al poder, es hacer a un lado a esa misma Iglesia, cuando no la extermina. Él, Martello, era más avanzado, más revolucionario que todos esos curas desorientados. No lo asustaban las más audaces reformas. Estaba dispuesto a predicar contra el capital, el dinero, los privilegios. Él estaba a favor de instaurar todos los adelantos materiales de que hablaban los marxistas; pero

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siempre bajo el signo de su Iglesia. ¿Por qué dejar a los sin Dios llevar a cabo esta obra? ¿Por qué aliarse con ellos? ¿Por qué no había de realizarla la propia Iglesia? ¿Quién mejor dotado espiritualmente para ello? ¿Qué poder supranacional podría ser superior? Es cierto que habían pasado dos mil años sin que la Iglesia lograra crear esa sociedad con la que él soñaba. Pero porque no estaban dadas las condiciones necesarias. Ahora sí. El mundo había cambiado en esos dos mil años. Los adelantos tecnológicos permiten llevar la palabra del Evangelio hasta los rincones más remotos, hasta los seres más desposeídos de la tierra. Con los conocimientos de hoy, se podrían hacer florecer desiertos, centuplicar cosechas, destinar los miles de millones que gastan las naciones en armamento a aliviar el hambre y la miseria. Se podría cambiar la faz de la tierra, siempre que hubiera un poder rector inspirado por Dios que buscara engrandecer al hombre en lugar de sojuzgarlo. Que buscara la felicidad de los seres humanos y no la supremacía de una nación u otra.

Y ese poder solo podía ser la Iglesia. Y la Iglesia de hoy. Porque ella también había cambiado a través de los siglos. Ya no existen los Borgias, los abates galantes, los obispos príncipes feudales, los prelados millonarios, los religiosos por obligación. La Iglesia de hoy solo cobija a convencidos. Ni aun a los más equivocados podría hoy acusárseles de perseguir su propio interés. Era pues el momento de unir a todos sus hijos, pero no para entregarlos a sus enemigos como iba a hacer el Papa al forzar a la Iglesia a entrar en el juego partidista. En vez de unirla, iba a escindirla definitivamente. Cristianos de izquierda y de derecha. Esas palabras para él no tenían sentido. Su credo lo abarcaba todo. Veía al cristianismo como una inmensa cruz, con sus dos brazos que se tienden hacia ambos lados, a izquierda y derecha. Entre esos dos brazos cabían todos los sueños, todos los anhelos y toda la humanidad. Una luminosa cruz de esperanza que avanzaba hacia el futuro, al encuentro con Dios. Pero todos los esfuerzos de Martello por exponer su utopía teocrática se estrellaban contra el fervor de Juan Clemente, que se obstinaba en sus decisiones cada vez más radicales, pero de un contenido totalmente opuesto al ideal de Martello. Le daba la impresión, de un iluminado, de un profeta, Martello llegó a preguntarse si el Papa no habría enloquecido. Solo en un loco podía explicarse que el antes equilibrado y prudente Andreani se sintiera ahora el Nuevo Mesas. Pero él, Martello tenía que detenerlo de alguna manera.

3 Todo ocurrió con una velocidad pasmosa. Dos tiros disparados casi simultáneamente y que podían haberse confundido con el motor de un automóvil. Un grito aterrorizado de mujer y un hombre alto, elegante de pelo blanco que cayó al suelo apretándose una pierna y con la cara contraída por el dolor. Casi simultáneamente, un auto se perdió por la calle solitaria. Eso fue todo. -¡Cállate y vete! No quiero escándalos! Dijo el general Bontempelli en voz baja e imperiosa, a la bellísima muchacha que seguía gritando a su lado. Ante la indecisión de la chica, agregó furioso-: Vete, te digo. Tú no has visto nada. Sube a tu departamento y no salgas. Pero ya los gritos de Antoniella haban atraído a algunos curiosos. La muchacha aún tuvo tiempo de recoger algo que brillaba en el suelo y regresó al elegante edificio de donde acababa de salir, junto con la víctima. Se notaba el deseo del herido de alejar a los curiosos, como si no quisiera recibir ayuda. -No es nada. No necesito nada contestó, secamente, a las preguntas de los que se habían acercado, solícitos. Se incorporó con dificultad y, con un gran esfuerzo, caminó, cojeando,

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hasta un lujoso automóvil, estacionado unos metros más allá. Pero antes de que lograra abrir la portezuela, se oyó la sirena de una patrulla. Alguien había avisado a la policía. El general Bontempelli se resignó a lo inevitable. -Bontempelli, Aldo, general de ejército en retiro contestó a la primera pregunta del policía. El comisario Bonino, miembro de la Brigada Antiterrorista, no recordaba un caso más irritante. La víctima se rehusaba, testarudamente a cooperar en la investigacin. Evidentemente se trataba de un caso de delito político menor. Se sabía que los pistoleros de la Brigate Rosse tenían cuidadosamente estudiada la jerarquización de los que consideraban enemigos de su causa. Y la gravedad de los atentados iba desde el asesinato liso y llano hasta los simples disparos a las piernas. A Aldo Moro lo habían secuestrado y asesinado. Al general Bontempelli le habían atravesado una pantorrilla. Quizás, secretamente, esto no dejaba de ofender el orgullo del general. Al fin y al cabo, ¿quién había sido Aldo Moro? Un primer ministro de Italia y el jefe del partido político más importante del país. Pero en último término, un político más. En cambio, el general haba sido uno de los pocos héroes militares italianos de la Segunda Guerra Mundial y ahora buscaba la renovación y la regeneración total de Italia. "Algún día -pensaba-, llegará la hora de Giorgio Almirante y de su MSI y entonces necesitará un hombre como yo a su lado". Pero, por lo visto, las Brigadas Rojas no pensaban así. Quizás solo habían tomado en cuenta los briosos artículos que el general venía publicando en 11 Borghese, reivindicando la memoria de Mussolini y sobre todo, del ejército del Duce, del que él había sido uno de sus oficiales más brillantes. Sin embargo, hasta ese momento, cuarenta y ocho horas después del atentado, todavía no se recibía en ningún periódico la clásica llamada, reivindicando el delito para las Brigadas Rojas, cosa que tenía intrigados tanto a la policía como al general. -Insisto en que es necesario, señor general, que sepamos de dónde salía usted en el momento de la agresión. Con su habitual sentido de la oportunidad, ese fue el momento que escogió la bella Antoniella para aparecer en el cuarto que ocupaba el general en el hospital militar de Roma. Un enorme ramo de rosas rojas enmarcaba su rostro de colegiala pervertida. -Perdón -dijo con una deliciosa sonrisa-. Espero no molestar. No se preocupen por mí. Y, con los movimientos lánguidos y elegantes que había adquirido cuando fue modelo de Pucci, empezó a colocar las rosas en un jarrón. El inspector Bonino apartó con esfuerzo la mirada de las caderas de Antoniella y repitió la pregunta. -Necesitamos conocer, señor general, todas sus idas y venidas el día del atentado. Posiblemente, usted fue seguido hasta el lugar de la agresión. -No recuerdo dónde estuve ese día. El policía contuvo su irritación. -¿Y tampoco recuerda de dónde salía? -Tampoco -dijo Bontempelli, con indiferencia-. Y aunque lo recordara, eso es asunto mío. -As no podremos llegar a ningún resultado en nuestras pesquisas dijo ya furioso, el inspector. -De todos modos, no llegaran a ningún resultado. Cada investigación de ustedes termina en un fracaso. Otra cosa era la policía hace cuarenta años, cuando este país estaba bien gobernado. Para empezar, no había terroristas. El inspector se levantó. -Veo que es inútil proseguir esta conversación -dijo secamente- En vista de su falta de cooperación, no creo que podamos hacer nada. -No importa. Por lo menos, yo sí sé lo que tengo que hacer. Conozco al enemigo. -¿Quiere usted decir que tratará de hacerse justicia por su propia mano?

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Dijo, irónico, el inspector. -Yo sé lo que quiero decir. El inspector se digirió hacia la puerta. -Cuidado, general. Cuidado con crearnos nuevas complicaciones. Buenas tardes. Ni siquiera la cinematográfica sonrisa que le dirigió Antoniella, logró suavizar la expresión indignada que tenía al irse. -¿Por qué no quisiste decirle que salías de mi departamento, tesoro? No veo qué puede haber de mal en ello. Tú eres libre y yo también. No creo que me desprestigie el que sepa que tengo un amante como tú. -A ti no. Pero a mi sí me desprestigiaría. Hay algo que se llama imagen. Y cuando uno tiene ambiciones políticas, hay que pensar en ello. -Lástima -dijo, suspirando, Antoniella-. Para mí hubiera sido una publicidad fantástica. ¿Qué sería de Agostina Belli sin la publicidad que le dio el asesinato de su madre? -A ella no la asesinaron las Brigadas Rojas. -Mejor publicidad todavía. Un ataque de las Brigadas Rojas contra las piernas de Antoniella Pittaluga -y se levantó la falda, generosamente, en una pose muy solicitada por los papparazi. El general no pudo menos que reír. Ella, encantada del éxito de su broma, se acercó a besarlo. -¿No merezco un beso de mi viejo gruñón? -Esta vez, si, Por las rosas y por lo bien que te portaste cuando estaba aquí el polizonte. Tuviste el buen sentido de callarte. -Y eso que tenía algo muy interesante que contar dijo, orgullosa, Antoniella. -¿A qué te refieres? -preguntó, extrañado, Bontempelli. -Tú, herido como estabas, no podías fijarte. Pero yo alcancé a ver la crucecita que te tiraron desde el auto y la recogí. -¿Qué crucecita? ¿De qué estás hablando? -De esto -buscó rápidamente, en su bolsa. Era una pequeña cruz metálica. El general la examinó estupefacto. -Esta sí es una novedad. ¿Por qué una cruz? Para nadie es un misterio mi manera de pensar. ¿Por qué este detalle melodramático? -el general reflexionó un momento. Se encogió de hombros y guardó la insignia en el cajón de la mesa de noche. Se volvió entonces hacia la muchacha con afecto condescendiente. -Y ahora, cariño, vete, porque tengo que hacer varias llamadas telefónicas. Una vez solo, el general marcó el número del diputado Carlo Cenci, líder de la fracción más conservadora de la Democracia Cristiana. La noticia que escuchó por el teléfono lo tomó desprevenido. Durante un momento permaneció atontado. Cenci acababa de morir, víctima de un atentado similar al suyo, dos horas antes. Esto cambiaba radicalmente el aspecto de las cosas. Había que actuar sin demora. En la Villa Aldobrandini esperaban al general. A pesar de su herida había insistido en la necesidad de reunirse cuanto antes. La atmósfera era sombría, casi fúnebre. Santini, colega en la Cámara, del diputado asesinado, era el más indignado. -Espero que el Vaticano condene este monstruoso asesinato en forma enérgica y explícita. -Los tres últimos papas han condenado la violencia política dijo sin convencimiento, el padre Solari. -Sí. Pero en términos vagos y acomodaticios, tratando siempre de quedar bien con todos y de no comprometerse con nadie. Lo que se requiere ahora es un mensaje papal valiente y explícito que no deje ninguna duda. Todo el mundo sabe de dónde vienen los atentados. -Esta será la gran oportunidad para que el nuevo Papa demostrara que tiene la autoridad que el mundo necesita. -Juan Clemente condenar a sus amigos de la izquierda? Ni lo sueñe, señor

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Santini dijo irónico, Cassorla, el periodista. -Por lo menos, ya es algo que no les otorgue su bendición. -No exageremos -Dijo Barletta, el industrial-. ¿El Papa otorgar su bendición a los criminales de las Brigadas Rojas que han sido condenados por toda la opinión pública y por todos los partidos políticos de Italia, desde los comunistas hasta los fascistas? -La audacia de estos asesinos es ya intolerable -dijo Barletta, el industrial-. Cada vez que salgo de casa me pregunto si no seré yo la próxima víctima. -Y eso que usted puede pagarse el mejor servicio de seguridad de Italia -dijo, con amargura, el profesor Romani-. Yo no puedo permitirme esos lujos. He tenido que adoptar una actitud fatalista. Estoy resignado a recibir un balazo en cualquier momento. El sacerdote movió la cabeza con escepticismo. -Yo no creo que las precauciones sirvan de mucho. Ya ven el caso de Aldo Moro, a quien Dios tenga en su gloria. Contaba con guardias especialmente entrenados, pero eso no detuvo a los asesinos. La vida de todos los hombres aun de los más poderosos está solo en manos de Dios. -¿Quiere usted decir que Dios está de acuerdo con los terroristas? dijo incisivo, el periodista. El sacerdote enrojeció. -Sabe usted perfectamente lo que quiero decir. Y me parece de muy mal gusto su broma. -Calma, señores -dijo, conciliador Barletta-. Todos sabemos que Dios no puede aprobar actos así. Pero su representante en la tierra es otra cosa. Por lo menos, el que tiene ahora. Fue en ese momento cuando llegó el general Bontempelli. Cojeaba visiblemente. Todos los presentes se adelantaron solícitos, a ayudarlo. -Gracias. No es necesario -dijo secamente, el general-. No es la primera herida que recibo, aunque las otras me las hicieron de frente, cara a cara al enemigo. -Tuvo usted más suerte que el pobre diputado Cenci; general. -Yo no lo llamo suerte. Tengo una especie de sexto sentido para estas cosas. Casi antes de que sonara el primer disparo, me arrojé al suelo. Gracias a eso, la primera bala no interesó el hueso y la otra no dio en el blanco. Pero tengo cosas más importantes que decirles. Por eso les he pedido que nos reunamos. No sé si ustedes estarán enterados de todos los detalles del asesinato del diputado Cenci dijo, mientras se dirigía a sentarse, apoyándose en su bastón. -Son los mismos sórdidos detalles de siempre dijo Barletta. -La ráfaga de disparos y el automóvil que se aleja a toda velocidad. -¿A qué detalles se refiere usted, general? -preguntó el periodista. -¿Se recibió en algún periódico la clásica llamada anónima de los asesinos atribuyéndose el atentado? Dijo Bontempelli. Todos se miraron desconcertados. -Es cierto, no ha habido llamada. -Ni creo que la haya. Estamos ante un nuevo tipo de crímenes políticos. Mi caso y el del diputado Cenci lo prueban. ¿Están enterados de que los asesinos de Cenci, junto con dispararle, arrojaron a sus pies, una cruz? Esto no se ha publicado en ningún periódico, pero me lo dijo a mi su viuda. -¿Una cruz? -dijo, extrañado, el periodista-. ¿Qué significado puede tener un acto así? -Hay varias explicaciones posibles -dijo Bontempelli-, por ejemplo, se podría haber querido significar que el diputado asesinado, había procedido en contra de su fe religiosa, a juzgar por sus recientes actuaciones. Mejor dicho, de lo que los criminales consideran que debía ser su fe religiosa. -Hasta ahora las Brigadas Rojas no han demostrado tener preocupaciones de

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tipo religioso dijo, escéptico, el padre. Solari<. -Justamente -dijo, triunfante, el general-. ¿Y si los asesinos no pertenecieron a las Brigadas Rojas? Si fuera alguna nueva asociación de criminales políticos? Hubo miradas intrigadas. ¿A dónde se proponía llegar Bontempelli? -¿Y todo eso porque alguien arrojó una cruz a los pies de la víctima? -preguntó, irónico el profesor-. Vamos general. Es cierto que fuimos los italianos los que inventamos el melodrama, pero su explicación me parece demasiado novelesca. -Lo mismo pienso yo -dijo el diputado democristiano-. La época del teatro en la política terminó con Mussolini. -El teatro no desaparecerá nunca de la política -dijo, irritado, el general-. Con el Duce o con ustedes, los democristianos, lo que importa distinguir es que hay buen teatro y mal teatro. Y, con inconsciente teatralidad, arrojó sobre la mesa la cruz que le había correspondido a él en el atentado. El símbolo milenario que siempre se asoció con las ideas de paz y amor y que ahora aparecía inexplicablemente ligado al odio y al crimen, concentró por un momento las miradas, como si todavía conservara las salpicaduras de sangre. -Estos detalles podrán parecer teatrales, ingenuos, pueriles si ustedes quieren, pero perfectamente podrían anunciar que el terrorismo cuenta con nuevos adeptos, provenientes esta vez no del comunismo, sino de las filas de esos fanáticos que se dicen izquierdistas cristianos. -No puedo creer que sean católicos, hombres capaces de llegar a esos extremos -protestó Solari. -¿Ah no? -Dijo, agresivamente, el general-. Veo que ha olvidado usted la historia política reciente. Recuerde quiénes eran los más extremistas dentro del régimen del presidente Allende, en Chile. No eran ni los comunistas, ni los socialistas, sino los del MAPU, los desertores marxistas de la democracia cristiana. -Y en Colombia no fue precisamente la cruz la que empuñó el sacerdote Camilo Torres -recordó el periodista. -¿Pero en Italia...? Dijo, intranquilo, el padre Solari. -En Italia, y en todo el mundo, la Iglesia se ha escindido en dos campos irreconciliables y uno de ellos está apoyando activamente la subversión. Hasta aquí esta facción era la más débil, pero ahora que cuentan con un aliado en el Vaticano, no habrá nada que los detenga, si no es una acción decidida y drástica. Debemos ir a la raíz misma del mal. Bontempelli parecía dominar. -Sé de buena fuente que el Papa se ha entrevistado con varios sujetos vinculados con la subversión. -Cualquier persona tiene derecho a pedir una audiencia al Papa -dijo, nerviosamente, el padre Solari-. Puede tratarse de simples audiencias a título personal. -¿Le parece a usted, padre? ¿Audiencias a título personal a extremistas fichados, justamente en estos momentos en que recrudece el terrorismo en todo el mundo? -el general sacó un papel del bolsillo y se lo tendió al sacerdote. -Hace dos semanas, el padre Gutiérrez fue recibido por el Papa y ayer trajo el cable la noticia de su muerte en un enfrentamiento armado con las fuerzas del gobierno de El Salvador. La pausa fue larga. Todos parecían comprender la gravedad de la situación planteada por Bontempelli. -¿Y qué se puede hacer? -dijo el cura, deprimido-. Un Papa tiene poder absoluto. Ustedes saben que varios cardenales han intentado convencerlo sin éxito, de que debe cambiar de rumbo. No nos queda más que rogar a Dios para que lo ilumine.

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-¿Y entre tanto qué? -Dijo Barletta irritado-. ¿Esperar cruzados de brazos a que nos ahogue la ola roja? Que los hombres de bien terminemos cazados a tiros en las calles, como el diputado Cenci? Hay que detener esta marcha al precipicio por cualquier medio. -Yo no veo cómo -dijo Solari, pesimista-. A un Papa no Se le puede destronar. -Destronar no. Pero se le puede atacar en lo que tiene de más delicado y vulnerable: su prestigio, Su ascendencia moral, su famosa infalibilidad. Se le puede desprestigiar en tal forma que todo lo que emane de su autoridad sea recibido con duda, con escepticismo y con resistencia. Hay que demostrar que, lejos de ser infalible, está cometiendo errores fatales; que los ha cometido en el pasado y que continuará cometiéndolos. Así perderá toda su fuerza el apoyo que está prestando a la facción extremista dentro de la Iglesia y del mundo cristiano -el profesor Romani hablaba con tanta seguridad como si ya tuviera en sus manos todo un dossier de antecedentes delictuosos del intachable monseñor Andreani. Los presentes parecieron sopesar las posibilidades de la idea. -No será fácil -dijo Cassorla-. Los cuatro o cinco artículos que escribí y que contenían ataques velados, pero bastante graves contra el Papa no parecen haber tenido la menor resonancia. Juan Clemente I es cada da más popular. -Durante su última aparición en público, la guardia de seguridad, se vio en grandes apuros para contener a la multitud que le pedía autógrafos. Y hubo tal demanda por sus sagradas manos que hasta su ropa quedo materialmente roja por el lápiz de labios. Menos mal que el rojo parece ser su color favorito. -No bastan ya los ataques velados, amigo Cassorla. Hay que atacar de frente y a fondo. No hay hombre, por puro que sea, que no tenga "un esqueleto en su closet" como dicen los ingleses. Escudriñaremos en su pasado y estoy seguro de que encontraremos el material que necesitamos. El padre Solari Se levantó bruscamente. -Yo no puedo seguirlos en este terreno. Ustedes saben que yo también me opongo con todas mis fuerzas al desastroso cambio de política que ha iniciado Juan Clemente. Pero soy sacerdote y tengo el deber de respetar la disciplina de la Iglesia. Les ruego que me excusen. Y abandonó el salón, rápidamente. -No importa -dijo el profesor Romani-. Tenemos mejores contactos que él en el Vaticano. El padre Corvini es un hombre convencido y seguro -se volvió hacia los demás, buscando aprobación para su idea-. ¿Están ustedes de acuerdo de que debemos proceder sin mayor tardanza? -No sé -dijo el diputado democristiano, dubitativo-. No estoy seguro. En otras ocasiones, en el pasado se intentó atacar al papado y desprestigiarlo. Los resultados fueron casi nulos. El anticlericalismo ya cayó en desuso. -Porque partió de gente como los masones, los Comunistas, o los nazis. O sea, gente que no conocía realmente a la Iglesia.

La atacaban desde fuera. Con nosotros no ocurrirá lo mismo. La conocemos muy bien, porque nos hemos formado dentro de ella.

Además, no nos ponemos atacar a la Iglesia. Ni siquiera al papado. Es la persona de Juan Clemente I la que será el blanco de nuestra ofensiva. La Iglesia es eterna e invencible, pero las personas no. Esto pareció terminar de convencerlos a los dudosos. -¿Cuál será el procedimiento? -preguntó el industrial interesado. -Creo que entre todos nosotros contamos con los medios y las personas que necesitamos para la empresa -dijo Romani-. El señor Cassorla conoce perfectamente los periódicos que puede consultar. El general Bontempelli puede aportar datos muy valiosos a través de sus contactos con los servicios de inteligencia. El padre Corvini tiene accesos a

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los inmensos archivos del Vaticano. Y en cuanto a mí, ya he comenzado a ocuparme del tema. Es probable que a la próxima reunión traiga un material interesante.

4 El asunto surgió primero como una breve información periodística en un diario del norte de Alemania. La viuda del tristemente célebre coronel Dorfier se había propuesto reivindicar la memoria de su esposo, fallecido recientemente en su tierra natal, después de su espectacular fuga de un hospital de Roma. Herbert Dorfier purgaba una condena a perpetuidad como criminal de guerra en una cárcel del sur de Italia, convicto de haber ordenado la masacre de rehenes italianos, en las cuevas ardeatinas de Roma, en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras estaba en prisión conoció a una enfermera alemana que se enamoro de él y acabaron casándose. La nueva señora Dorfier realizó infinitas gestiones tratando de obtener el perdón de su marido, pero el espíritu de venganza de los italianos estaba todavía vivo y todos sus esfuerzos fueron inútiles. Así cumplió Dorfier treinta y un años de cárcel. Los médicos descubrieron entonces que sufría de un cáncer terminal y lo trasladaron a un hospital de Roma. La emprendedora señora Dorfier decidió que había llegado la oportunidad de liberar a su marido. Después, de una novelesca fuga, planeada y llevada a cabo por la audaz mujer, la pareja consiguió llegar a Alemania. La aventura suscitó una inmensa indignación en Italia, pero poco después, como ya se preveía, murió Dorfier y todo el asunto pareció definitivamente terminado. ¿Por qué ahora, meses después del desenlace volvía al plano de la actualidad? La incansable señora Dorfier, no contenta con rescatar el devastado cuerpo de su marido, se proponía ahora rescatar igualmente su buen nombre. Según la información del periódico, la viuda de Dorfier estaba en condiciones de probar que la matanza de los rehenes italianos en las cuevas ardeatinas, como represalia por el asesinato de cuarenta y dos soldados alemanes, pudo haberse evitado. Una columna de partisanos, que tenía en su poder a dos importantes prisioneros alemanes había propuesto el canje de estos por los rehenes, utilizando para ello a un sacerdote, como intermediario. Dorfier habría aceptado, pero el sacerdote traicionó la misión que le fue encomendada, provocando con ello, la matanza. El nombre del sacerdote era Luigi. Unos días después, la noticia se convirtió en un amplio reportaje que publicó el semanario de más tiraje en Alemania. Esta vez se daban detalles completos del tenebroso asunto y se aclaraban puntos oscuros. ¿Por qué Dorfier no había mencionado en su descargo dicha gestión, durante el juicio que se le siguió después de la guerra? Porque las conversaciones se llevaron a cabo sin más testigos que un oficial, su ayudante y el sacerdote en cuestión. Dorfier tenía órdenes estrictas de llevar adelante la masacre, de modo que arriesgaba su vida al desobedecerlas. ¿Y por qué solo ahora salía a la luz esta revelación? Porque solo ahora habían llegado a poder de la viuda de Dorfier las cartas que le había escrito el teniente ayudante del coronel a su esposa, violando la estricta censura militar alemana. El teniente había muerto poco antes del final de la guerra. Su viuda había conservado las cartas, sin percatarse de la importancia que podían tener en el curso de un proceso realizado en Italia y del que ni siquiera tuvo noticia. ¿Qué motivo podría haber inducido al sacerdote a traicionar la confianza que habían puesto en él sus compañeros de la resistencia al confiarle la gestión

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salvadora? La respuesta era simple. Aunque el padre Luigi era capellán de los partisanos que combatían contra la ocupación nazi, era también furiosamente anticomunista, en esos días. Cuando el comandante alemán le mostró la lista de los rehenes que iban a ser sacrificados y vio en ella los nombres de diez importantes dirigentes comunistas de la clandestinidad, consideró que bien valía la pena el sacrificio de cuatrocientos treinta inocentes, si con ellos se eliminaban diez peligrosos enemigos futuros. Regresó entonces al campamento guerrillero y mintió, diciendo que Dorfier se negaba a todo arreglo. El jefe de los guerrilleros de aquel entonces había decidido hablar solo ahora, al enterarse, misteriosamente, del contenido de las cartas del ayudante de Dorfier. Todo estaba explicado lógicamente. Con lujo de detalles, fechas y lugares y, lo más sensacional de todo, Se mencionaba al sacerdote con sus nombres completos y sus títulos: Luigi Andreani, vicario de Cristo, obispo de Roma, Jefe Supremo de la Iglesia, más conocido en el mundo como Su Santidad, el Papa Juan Clemente I. La repercusión en todo el mundo fue instantánea y en Italia fue inmensa. Fue noticia de primera plana en todos los periódicos. Los comentarios eran indignados, violentos, y hasta irónicos. Algunos, los menos, incrédulos. Estaban todavía recientes la indignación y el estupor que habían causado la fuga de Dorfier. Psicológicamente, el terreno era propicio para el juicio apresurado, para la aceptación simplista de la monstruosa noticia. "POR LO VISTO SU SANTIDAD NO SIEMPRE Tuvo POR SUS AMIGOS EXTREMISTAS LA SIMPATÍA QUE LES DEMUESTRA AHORA", decía un periódico que hasta entonces se había caracterizado por su imparcialidad. Entre tanto, los autores de la maquinación se felicitaban del éxito de la idea. Al principio, las autoridades vaticanas, experimentadas en campañas adversas, no le concedieron mayor importancia y optaron por encerrarse en un silencio digno. Pero fueron tales la magnitud de la reacción pública y la resonancia en todo el mundo, que la Santa Sede tuvo que emitir un comunicado desmintiendo categóricamente las acusaciones. Pero ya era demasiado tarde. El mal estaba hecho. No bastaba un desmentido. Había que poner en marcha una contrainvestigación que permitiera descubrir cuál era el origen de la calumnia y qué intereses se movían detrás de ella. Pero eso tomaría tiempo y entre tanto el descrédito del Papa cundía. A Andreani la tormenta lo tomó de sorpresa. Todavía había en él una gran dosis de ingenuidad y no comprendía que se le calumniara en forma tan gratuita. Escudriñaba en su memoria tratando de recordar algún incidente que pudiera haber dado pie a un posible error de persona o a una mala interpretación de un hecho real. Había acompañado, efectivamente, a fuerzas de la resistencia en los últimos meses de la guerra, pero lo había inspirado únicamente un sentimiento de caridad. Lo había conmovido el fervor religioso de esos hombres acosados, muchos de ellos heridos y que continuaban la lucha en condiciones desesperadas. Igual habría acompañado a las derrotadas tropas de Mussolini, si la ocasión se hubiera presentado. La idea de la política no entraba para nada en el celo apostólico del joven sacerdote de entonces. Desde que había llegado al solio pontificio Andreani sabía que sus ideas renovadoras habían causado resistencia dentro y fuera del Vaticano, pero Se negaba a admitir que esta oposición pudiera estar relacionada con un ataque tan despiadado. En su zozobra y soledad, en quien primero penso como confidente y consuelo, fue, naturalmente, en Martello. Estupefacto, se entero de que Bruno ya no estaba. Había salido precipitadamente del Vaticano, sin dar explicaciones. En esta hora de prueba, su mejor amigo desertaba.

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5 El profesor Romani hizo las últimas recomendaciones a Giacomo Belli. Era un hombrecillo enjuto, de pelo blanco e hirsuto, muy moreno, con un incesante parpadeo que podía ser causado lo mismo por un nerviosismo permanente que por una conjuntivitis crónica, pero que hacía sentirse incómodos a sus interlocutores. Sin embargo, Giacomo ya no necesitaba recomendaciones. Llevaba diez días de entrevistas, reportajes, interrogatorios, fotografías, filmaciones y las demás formas de que disponen los medios de comunicación modernos para escarbar en la vida de un hombre que se ha transformado en el centro de una noticia sensacional. Estaba convertido en un experto. Contestaba con absoluta seguridad y con un aplomo que maravillaba al propio Romani, a todas las preguntas, por difíciles o capciosas que fueran. Cada día agregaba nuevos detalles a su relato, sin contradecirse jamás. Sus penalidades de partisano, viviendo a salto de mata en las montañas, con los alemanes siempre pisándole los talones. La captura del capitán y del mayor de la SS. Su chispazo de intuición al conservarles la vida en lugar de hacerlos matar en el acto, como era la costumbre entre los guerrilleros. La alegría con que habían acogido la incorporación del padre Andreani al grupo y, después, la indignación al conocer la inminente ejecución de los rehenes. Las esperanzas que habían puesto en la proposición del canje de los prisioneros alemanes por los italianos condenados. La ansiedad con que esperaban el regreso del sacerdote encargado de la gestión. La rabia con que escucharon dar cuenta al padre Andreani del fracaso de su misión. El hombre tenía un talento natural de actor: Relataba todo con tal convicción y sentimiento, que Romani, asombrado, tenía por momentos, la sensación de que Belli había llegado a creer sinceramente en la veracidad de lo que decía. Romani se felicitaba de su hallazgo. Era un típico ejemplo de personalidad histérica. Prácticamente, un caso clínico. Pero para el papel que se le había asignado, esto resultaba una ventaja inapreciable.

Hacía tiempo que el profesor Romani acariciaba la idea de complicar a Andreani en algún incidente turbio con los grupos más radicales de la resistencia, aprovechando los caóticos días del final de la guerra. Se sabía que el sacerdote había acompañado, en carácter de capellán, a uno de esos grupos. La idea primitiva de Romani era demostrar que el hoy Papa, manifestaba ya desde entonces sus inclinaciones procomunistas. Que había ocultado hábilmente sus ideas políticas, esperando el momento oportuno para ponerlas en práctica y engañar as a todo el mundo. Logró por fin localizar al único sobreviviente de uno de los grupos en que había servido, fugazmente, Andreani. Era Giacomo Belli. Cuando Romani conoció su personalidad neurótica, comprendió inmediatamente el partido que se poda sacar de él. Los hechos reales y comprobables eran pocos. Belli había servido, efectivamente, en la resistencia y había conocido al padre Andreani. Sus hombres habían apresado a dos oficiales de la SS. Y Belli haba intentado varias veces canjearlo por prisioneros italianos. Eso era todo y la única parte de verdad del relato. La mente ágil y flexible del profesor, decidió entonces dar un vuelco total a su idea original. Aunque resultara paradójico, acusaría a Andreani de anticomunista, de pronazi; por lo menos en esa época. Los comunistas se han encargado de que este tipo de acusaciones encuentren siempre crédito. Fascismo, imperialismo, anticomunismo, a pesar de lo gastadas, son palabras que siempre encuentran resonancia. Recordó el caso Dorfier y comprobó que las fechas podían coincidir. De los antiguos compañeros de Belli no quedaba nadie que pudiera contradecirle. Todo dependía pues de la habilidad con que el ex guerrillero pudiera representar su papel y del talento de Romani para seleccionarlo y

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completar la historia. Estimulado por una generosa suma de dinero, Belli no solo estuvo dispuesto a cooperar, sino que resultó un verdadero genio en el desempeño de su parte. El ala italiana de la ofensiva, como habría dicho Bontempelli estaba en marcha. Faltaba el ala alemana. Era el eje Roma-Berln reconstituido. Pero la parte alemana fue la más fácil, por lo menos para el profesor Romani. Bastó recurrir a ciertos contactos internacionales, secretos y clandestinos, siempre dispuestos a ayudar a correligionarios en apuros, en cualquier paso que fuera. Facilitó las cosas el deseo de ciertos personajes alemanes, estratégicamente colocados, de suavizar el clima de hostilidad que había creado el caso Dorfier en Italia. Como en otras ocasiones, sus eficientes contactos alemanes, no defraudaron a Romani. A la semana tuvo todo lo que necesitaba en su poder. El nombre del difunto teniente ayudante de Dorfier y las supuestas cartas con los detalles precisos del intento de canje de los dos oficiales germanos y de la pretendida intervención del padre Andreani. Era la novena rueda de prensa a la que tenía que someterse Giacomo Belli. Estas entrevistas colectivas eran las que más temía el profesor. Cada vez que vea a su pupilo sometido al fuego cruzado de los ases del periodismo internacional, temblaba pensando en una contradicción grave o en algún error fatal en que pudiera caer Belli. Desde su discreto punto de observación, Romani recorrió con la mirada a los corresponsales nacionales y extranjeros que llenaban la sala. Vio con alivio que Oriana Fallacci no estaba entre ellos en esos momentos, Belli relataba en voz baja, como si el recuerdo le produjera ciertos remordimientos, el momento en que comunicó a los dos prisioneros alemanes que tenía en su poder, que Dorfier había rechazado la oferta de canje y que, por lo consiguiente, debían prepararse para morir. Su incesante y nervioso parpadear daba más sinceridad a su relato. Contaba su última conversación con los alemanes. -En realidad, eran dos pobres tipos, igual que todos nosotros, obligados a ir a la guerra, sin el menor deseo de matar o de morir. Me fue muy duro tener que ordenar su ejecución, ¿pero, qué podía hacer? Me despedí de ellos como si fueran camaradas. -¿Also Sie sprechen deutsch? Dijo bruscamente, el corresponsal del Spiegel. A Romani le dio un vuelco el corazón. Lo que tanto haba temido. Maldijo el exceso de imaginación de Belli que lo hacía agregar siempre nuevos detalles. Hubo un momento de titubeo en Belli. -Ein Bisschen. Aber frher sprach ich deutsch ganz gut. ¡Romani sintió deseos de besarlo, Belli hasta sabía hablar alemán! El corresponsal, visiblemente impresionado, no insistió. Tranquilizado, y deseoso de no hacer demasiado evidente su presencia, el profesor se retiro de la conferencia. No dejaba a Belli desamparado del todo. Siempre haba dos hombres, discretamente confundidos entre los periodistas, listos para hacer frente a una posible agresión, pues algunas veces, devotos espontáneos defensores del Papa, habían insultado a su detractor y hasta habían intentado atacarlo. La rueda de prensa seguía sin mayores incidentes, cuando Belli se interrumpió bruscamente en medio de una frase, haciendo un gran esfuerzo desvió la mirada. Intentó seguir hablando, pero había perdido la hilación del relato. Su seguridad, su lucidez, su euforia verbal parecieron disolverse ante los ojos asombrados de los corresponsales. Hasta el parpadeo que daba una extraña vivacidad a su mirada había desaparecido. Parecía un animal embalsamado. Un lamentable hombrecillo asustado, que tartamudeaba sin poder apartar la vista, fija en el fondo de la sala, como hipnotizado. Todos se volvieron curiosos. En la puerta haba aparecido un hombre alto, vestido de negro, extremadamente pálido, de clásico perfil florentino. Nadie lo

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conocía. Después de unos momentos, al ver todas las miradas fijas en él, se retiro tan silenciosamente como había entrado. Los periodistas intentaron continuar la entrevista, pero a Belli le fue imposible volver a decir una palabra. Fue necesario que sus guardaespaldas improvisaran una débil excusa y lo sacaran de la sala. -¿Quién es ese hombre? ¿Dónde lo conociste? Preguntaba, furioso, el profesor Romani. -No sé, Eccellenza. No lo había visto nunca. -¿Entonces, por qué te comportaste así? ¿Qué te paso? -No sé, Eccellenza. No sé. De pronto se me nubló todo dentro de la cabeza y ya no pude seguir hablando. Fue imposible sacarle otra explicación. Los guardaespaldas tampoco habían visto antes al hombre. El profesor Romani dio órdenes estrictas de que nunca más se le permitiera al desconocido la entrada en otra entrevista o aparición pública de Belli. Pero la precaución fue inútil. Belli no fue capaz de sostener ya más entrevistas. Cayó en un mutismo obstinado y una apatía que el profesor calificó de catatónica.

Romani la atribuyó a una manifestación típica de su personalidad histérica. La presión de los acontecimientos había sido demasiado para el ex partisano. Felizmente, pensó el profesor, ya había cumplido su papel. Belli fue internado en una clínica y los complotados creyeron que ya no sería necesario ocuparse de él.

A estas alturas, el escándalo en torno a la figura del Papa había alcanzado tales proporciones que parecía que nada podía ya sofocarlo. Desgraciadamente para los autores de la maniobra, Belli consiguió un día burlar la vigilancia de la clínica y desapareció. Días después lo encontraron muerto, junto a una nota de su puño y letra en la que pedía perdón al Papa y confesaba que todas sus declaraciones eran solamente un gigantesco engaño.

6 -Digamos la verdad, profesor. La campaña no solo ha sido un fracaso, sino que el resultado ha sido contraproducente –dijo Barletta-. El Papa ha salido fortalecido. Sus partidarios en todo el mundo deben sentirse triunfantes, al darse cuenta de lo que nos proponíamos. Los extremistas van a empujar cada vez más a Juan Clemente I por el camino de las reformas. -No han mencionado ustedes todavía otro revés grave que hemos sufrido. Toda esta maniobra ha servido para que Bruno Martello afiance aún más su posición de influencia en el Vaticano -dijo Cassorla. -¿Qué tiene que ver ese Martello en toda esta maniobra? -preguntó el industrial. -Qué fue el deus ex machina de nuestro fracaso. Cassorla tomo un periódico y lo agitó ante los ojos de Barletta. -¿Quién cree usted que fue ese misterioso personaje que interrumpió la última rueda de prensa de Belli?, Martello. -¿Cómo lo sabe? -Porque aquí está -dijo Cassorla, señalando una de las fotos del diario-. Miren bien la foto. -¿Cuál es? -dijo el diputado-. Yo no lo conozco. -Ni yo dijo el industrial. -Pero yo sí. Y para mayor seguridad, hice ampliar la fotografía. -¿Pero cómo se las arreglo para echar abajo una combinación tan bien urdida? -preguntó Santini. -Hemos establecido que paso unas semanas revisando los registros parroquiales, informándose con gente de la región y pidiendo antecedentes de Belli.

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-¿Bueno y qué? -dijo el general-. Eso mismo deben de haber hecho varios hombres del Vaticano. ¿O esperaban ustedes que el Papa se quedara con los brazos cruzados? Yo suponía, profesor, que usted se había preocupado que no hubiera nada sospechoso y de que todos los antecedentes del caso se pudieran mostrar abiertamente, a la luz del día. -Y así estaba todo, irreprochable. La prueba está en que nadie pudo desmentir ninguno de los datos que aportamos. Fue necesario que el propio Belli se traicionara dijo el profesor. -Entonces, ¿cómo logró ese Martello perturbar hasta tal punto a Belli? -preguntó Santini. -Es, lo que yo quisiera saber también, mi querido diputado contestó el profesor. Mario Cassorla, sonrió, burlón. -Recuerden lo que dijo el padre Solari aquí mismo un día. Martello es el Rasputín del Vaticano. Como ustedes saben, Rasputín tenía poderes misteriosos. -Usted lo dice en broma, pero yo estoy comenzando a creer que es cierto -contestó Romani. -Yo no lo digo en broma -dijo el periodista, pero seguía sonriendo-. Durante una semana Belli, que fue un verdadero hallazgo del profesor, da entrevistas, aparece en la televisión, sostiene ruedas de prensa y, siempre, con una seguridad y una destreza pasmosas. Pero bastan unos minutos, durante los cuales Martello lo miro fijamente, sin decir nada, para que este mismo hombre se transforme, en un idiota balbuceante que se suicida una semana después. ¿No recuerdan lo que le paso a Korchnoi durante el último campeonato mundial de ajedrez? Por lo visto los curas no solo se están inclinando hacia el comunismo, sino que se están dedicando también a la parapsicología. Pronto los veremos monopolizando el estudio de los ovnis. -¡Basta! -gritó indignado el general-. El problema es serio. Yo les pregunto a ustedes: ¿Qué se hace ahora? -Si ese Martello es tan peligroso como ustedes dicen y si es él quien está inspirando las medidas desquiciantes del Papa, ¿por qué no proceder contra él? ¿No hay nada que se pueda hacer para detener a ese cura nefasto? -preguntó Barletta. -Yo ya me he ocupado de eso -dijo el periodista, satisfecho sacando unos papeles. Dudo mucho de que el Papa esté enterado de algunos antecedentes interesantes de su hombre de confianza. Por ejemplo, hace tres años fue detenido por la policía de Rawalpindi, bajo sospecha de posesión de drogas. Si esto se publicara... -¡No! Otra campaña de desprestigio, no -interrumpió bruscamente Bontempelli. -Tiene usted razón, general -apoyó Barletta-. Yo soy partidario de echar mano de medidas extremas. Hay que eliminar a ese Martello. En ese momento son el teléfono. -Debe ser para mí. Estoy esperando una llamada de mi periódico -y se dirigió al aparato. A los pocos momentos regresó junto al grupo con esa expresión de siniestra alegría por el mal ajeno que el general, gran admirador del idioma alemán llamaba con esa palabra que no tiene equivalente en ningún otro idioma: "Schadenfreude". -Novedades en la huelga de los metalmecánicos. -¿Terminó? -preguntó, vivamente interesado, Barletta-. Estamos a punto de ganarla. -Los huelguistas acaban de recibir un apoyo inesperado -los miro, irónico uno por uno-. ¿No adivinan de quién? -¡Imposible! No puedo creerlo -exclamó el profesor. -Pues créalo usted. Esta noche aparecerá en todos los periódicos el apoyo oficial de Su Santidad a la huelga de los metalmecánicos. Len XIII, Pío XI, la

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Rerum Novarum y todas las demás encíclicas,... Esperen a que Juan Clemente emita la primera encíclica suya. El "Manifiesto comunista" va a palidecer. Se produjo un largo silencio que rompió por fin el general. -¿Alguien habló de eliminar al brazo derecho del Papa? No sería suficiente. Debemos ir más lejos. ¿Por qué cortar una rama si podemos derribar el tronco? -¿A quién se refiere? -preguntó, tembloroso el diputado. -Lo saben ustedes perfectamente -dijo el general con tono frío-. Me refiero a Luigi Andreani, en mala hora, Papa Juan Clemente I.

7 El Papa examinaba con estupor creciente, uno a uno, los documentos del dossier. Era un informe asombrosamente completo, exacto y detallado de todos los antecedentes, etapas, personajes y datos que habían contribuido a crear el mayor escándalo periodístico de los últimos tiempos. Cada acusación, cada testimonio, cada documento, aparecían cuidadosamente analizados y rebatidos. La monumental investigación terminaba con un estudio psicológico penetrante de las características mentales de Giacomo Belli, el principal actor de la siniestra farsa. El informe parecía a la vez, obra de un historiador, de un sociólogo, de un psiquiatra y de un detective. Y todo, realizado en el breve plazo de una semana. -¿Quién es el autor de esto? -preguntó, conmovido, el Papa al funcionario que le había traído el dossier. Pero antes de que este le contestara, adivinó el nombre que iba a oír. -El padre Bruno Martello, Santidad. -¡Bruno! -ahora comprendía el porqué de su ausencia durante esos siete días. ¿Pero por qué no había hablado? ¿Por qué no había explicado? Cuando había vuelto a verlo, después de su ausencia de una semana, Martello se había disculpado con evasivas y desde entonces, parecía esquivarlo. El Pontífice se preguntaba, dolorido, la razón. Ahora comprendía. Modestia, abnegación, timidez. Desde su regreso a Roma, Bruno veía en él solo al Pontífice, olvidando que para él era el mismo Andreani de siempre. Una oleada de gratitud y afecto lo inundó. Y pidió la presencia inmediata de Martello. Pero antes de que el funcionario saliera, cambió de idea y anuló la orden. Ira él mismo a la habitación de Martello. Era quizás un rasgo desusado en un Papa. Pero lo único que le importaba en este momento era comunicarle su alegría y su agradecimiento. El Papa tocó por dos veces a la puerta de Martello. Al no obtener respuesta, la entreabrió. Martello estaba sentado en el suelo, inmóvil con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Admirado, Andreani se acercó y lo observó un momento. Martello parecía sumido en un profundo trance. Sin embargo, aunque el Papa Se había cuidado de no hacer el menor ruido para no perturbarlo, Bruno tuvo un brusco estremecimiento y abrió los ojos. -Perdona, hijo -dijo el Papa-, si he interrumpido tu meditación. Pero acabo de enterarme de lo que has hecho y siento la necesidad de venir a decirte mi agradecimiento -el cuarto estaba en penumbra. Fue por eso que Andreani no advirtió la expresión de los ojos de Martello. Volvía de un largo viaje por ese océano interior que, según los místicos orientales todos llevamos en nosotros, pero que solo los iniciados pueden explorar. La presencia del Papa le hizo regresar a la realidad externa, pero traía en los ojos y en el cerebro una visión terrible. Era la misma que lo había atormentado aquel día en la montaña. Pero lo que aquella vez fue una imagen confusa, incompleta, aparecía ahora con horrible claridad y con todo su significado. Aquella vez haba visto solo a la víctima: Andreani. Ahora había visto

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también a su victimario: él mismo. Le pareció que la voz del Pontífice le llegaba desde muy lejos, expresándole su agradecimiento y su afecto, mientras él, en su mente, vea la misión inevitable. Era él, el que tenía que salvar a la Iglesia. Por fin comprenda. Por fin se precisaba el vago presentimiento que lo había acompañado durante toda su vida. Ese era el papel que su destino le había asignado dentro del grandioso plan que lo obsesionaba. Salvar a la Iglesia de su destructor. Era el sacrificio supremo que su gran misión le exigía. Y él lo aceptaba. Estaba preparado. Hacía largos años que, sin saberlo, había estado preparándose. El momento había llegado. Por fin, el general Bontempelli tenia las manos libres. Eran pocos los que se habían declarado dispuestos a seguirlo en un acto tan temerario. Pocos, pero suficientes. Entre ellos reunían los medios y los hombres necesarios para llevar a cabo la empresa. Los más difíciles de convencer fueron el profesor Romani, que desconfiaba de los métodos de fuerza y Maximiliano Kursan, quizás el más fanático de los enemigos del Papa, pero a quien la idea de asesinar al que se considera representante de Dios sobre la tierra, parecía atemorizar, a pesar de su odio. El general que desconfiaba de los fanáticos, habría preferido prescindir de él, pero su dinero era necesario para financiar el plan. La verdad era que el general hubiera preferido prescindir de todos ellos. Confiaba más en sus propias gentes. Su larga carrera militar lo había puesto en contacto con hombres audaces, hábiles y dispuestos a todo. Retirados del ejército como el, seguían unidos ahora por el vínculo ideológico y por una fidelidad personal a toda prueba. De ellos, el hombre clave sería el ex coronel Costa, que había sido su ayudante durante la ultima guerra, y, luego, alto oficial dentro de los servicios de inteligencia del ejército. Costa se encargó de reclutar a los hombres necesarios para el atentado y, junto con el general, ideo el plan de acción, hasta en sus más mínimos detalles. El contacto que tenían en el Vaticano se encargaba de tenerlos al tanto de los movimientos del Papa. El Pontífice había prometido visitar un viejo manicomio de Roma. Se conocía la fecha, la hora, y el itinerario. Era suficiente.

8 Martello escribía, febrilmente, las últimas líneas de su obra. En ella había volcado los pensamientos, las inquietudes, los proyectos, los sueños que había ido acumulando en veinte años. El manuscrito era un maremagnum de experiencias adquiridas, de disquisiciones religiosas, filosóficas y políticas. De teorías, brillantes unas, confusas otras. Saltaba, bruscamente, del relato de un viaje a diálogos imaginarios con grandes personajes del momento o del pasado. Había oraciones, versos.

Hasta inconscientes blasfemias. En él figuraban lo mismo un premio Nobel de física en París, que un mendigo leproso en la India. Podía ser la obra de un genio o de un loco. ¡Pero, qué estilo! ¡Qué imágenes audaces! ¡Qué chispazos prodigiosos de intuición! Era un caos. Pero un caos magnífico. En la abigarrada sucesión de personajes había uno que, gradualmente, iba adquiriendo importancia, hasta ocuparlo casi por completo: Luigi Andreani. Mencionado primero como el profesor Andreani, casi al pasar y convertido al final en el Papa como leit-motiv de la obra. En Andreani convergían todos sus proyectos y esperanzas, primero, y su decepción, su frustración, su angustia de los últimos días, después. Acababa de transcribir la última conversación sostenida con él, solo minutos antes en la biblioteca, cuando por fin había

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accedido a darle a leer el manuscrito. Sin embargo, el manuscrito no estaba aún terminado. Faltaban todavía unas últimas líneas y faltaban porque estas líneas pertenecían al futuro, al futuro inmediato. También en ellas, el protagonista sería Andreani. Para ello le bastara transcribir su última visión. El Papa mismo, con su muerte, pondría la palabra fin. Recorrió, lentamente, el corredor que conducía a los aposentos del Papa, llevando el manuscrito terminado. Se detuvo a unos metros de la puerta. Supo aun antes de verlo aparecer, que ahora se haría presente el instrumento inconsciente del sacrificio y esperó. A los pocos momentos, desembocó en el corredor la figura encorvada del hermano Ettore que arrastraba sus piernas artríticas. Traía una bandeja con un vaso de agua y las habituales medicinas que tomaba el Papa cada noche. El ciclo estaba a punto de cerrarse. Todo entraba en el ordenamiento inexorable de las cosas. "Al iniciado se le abren los ojos del espíritu y ve. Al no iniciado se le paraliza el corazón y muere", le haba dicho el sabio. Eran los hongos que solo crecen en Katmandú. -Tengo que ver a Su Santidad ahora, deme usted esas medicinas. Yo se las llevaré. El anciano lo miró, malhumorado, pero obedeció y se alejo, refunfuñando. Suavemente, pero con decisión, Martello tocó a la puerta. El Papa estaba de buen humor. -Una buena noticia -dijo contento- acabo de recibir respuesta del cardenal Rotzinger, de Alemania. Le escribí una carta privada, exponiéndole varias de las ideas y proyectos que tú ya conoces. Me comunica su apoyo incondicional. Aún más. Cree que podré convencer a gran parte del clero alemán y holandés –se interrumpió al ver el grueso manuscrito en manos de Martello. -Con que traes por fin tu pera magna. Hizo ademán de hojearla. Pero Martello lo detuvo. -No, Santo Padre. Prefiero que la lea a solas. El Papa sonrió. -¿Crees que seré capaz de entenderla yo solo? Recuerdo lo que me costó seguirte aquella vez en París, cuando disertabas sobre Teilhard de Chardin. Se interrumpió al notar, sorprendido, que Martello tenía los ojos llenos de lágrimas. -¿Qué tienes, hijo mío? -le preguntó, preocupado. Pero en vez de responder, Martello le tomo la mano con un gesto brusco y la mantuvo un momento entre las suyas apretándola con fuerza. Luego, para ocultar su emoción, transformó el gesto en el beso ritual del anillo pontificio. El Papa lo miró, extrañado y conmovido, pero antes de que tuviera tiempo de hacerle más preguntas, Martello salió precipitadamente.

9 Hay que destruir, destruir sin piedad, sin compromiso, sin excepciones, todo aquello que siglos de complacencia de errores y de debilidades instalaron en la mente y el corazón de los hombres. Hay que examinar todo de nuevo y estar preparados, como si nunca hubiéramos oído hablar de Jesús, como si estuviéramos otra vez a la espera del Mesías, para esta vez comprenderlo y seguirlo sin tardanzas, sin cobardías, sin vacilación". El Papa leía y volvía a leer, espantado: "Hay que vivir en estado de alerta permanente. En estado de guerra. Guerra contra el pecado, pero también contra la entrega, la debilidad y la falsa caridad. Dios nunca nos ordenó que fuéramos débiles. Dios jamás hizo caer la espada de la mano de sus elegidos. Al contrario. Armo la voluntad y la honda de David y la espada de los Macabeos. ¿Y Jesús no venía acaso como enviado de ese mismo Dios que había inspirado tantos actos heroicos?". Era otra vez el Señor de los Ejércitos de que habla el Viejo

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Testamento. La espada vengadora de Dios en vez del evangelio de amor y caridad que predicó Jesús. "La evolución la puso en marcha Dios y nos fijo también la meta. Pero la oscureció con la niebla de la felicidad, la piedad, la cobardía y la voluptuosidad. Así solo sus elegidos podrían conocerla porque la meta última es una nueva raza de hombres, más cercanos a Dios porque se parecerán más a él". Era Teilhrd de Chardin injertado en Nietzsche. El propio Nietzsche, el enemigo máximo de la fe cristiana, aparecía luego invocado como si fuera San Agustín o Santo Tomás. "¡Ay de nosotros! Está llegando el día en que el hombre ya no se atreverá a lanzar el dardo de sus aspiraciones más allá del hombre". Y Martello agregaba: ¡Cómo te comprendo, Nietzsche! Hay que sujetar al corazón, porque si se lo deja suelto arrastra consigo al intelecto. Cuidado con la compasión, porque de ella nace una espesa niebla que ciega a los hombres. El conocimiento de Dios es la fuente de todas las alegrías, pero si dejas que beba en ella la chusma, el agua se envenena. Odio la sed de los impuros. Hay que ser fuertes. Solo el poder da la verdadera pureza. La chusma es feliz con sus sueños impuros que llama felicidad. La única felicidad digna del hombre es el conocimiento de Dios". Nietzsche redivivo, interpretado a la luz de un terrible cristianismo que era tal solo en el hombre. ¿Y esto escribía un hombre educado en la filosofa escolástica? El Papa no podía creer. Estos no eran pensamientos de un sacerdote, ni siquiera de un cristiano. Martello proponía imponer la doctrina del amor y de la caridad a sangre y fuego. "La Iglesia debe llevar la imaginación a sus puestos de comando. Hay que inventar nuevos métodos para el apostolado y nuevos hombres. Hay demasiados sacerdotes. Por eso han surgido entre ellos tantos desviados y equivocados. Es el número, la democracia, el socialismo, que han invadido también a la Iglesia. Se necesitan pocos, pero superiores. No hay que tratar de reclutar el número, sino la calidad. Los apóstoles solo eran doce y conquistaron el mundo. Cuando fuimos muchos los volvimos a perder. Se necesita un ejército de escogidos, de tropas de choque, audaces, ágiles, eficaces, que lo den todo por la causa. Se necesita centuplicar la potencia de fuego de la Iglesia, en lugar del número de sus soldados. La fe y el fervor de sus apóstoles suplirán el número de los sacerdotes que pierde". ¿Y pretendería Martello encontrar seguidores de esta concepción aberrante y siniestra del cristianismo? Pero, más adelante, Martello contestaba esta objeción. No le importaba ser "la voz que clama en el desierto" porque llegara su hora. Dios lo había elegido como su brazo ejecutor para altos designios. "¿No es así que mis palabras son el fuego -dice el Señor-y como el martillo que quebranta las penas?". El será ese martillo. Por algo su nombre era Martello. Martello, el martillo de Dios. Y luego sus experiencias personales. La interpretación que daba a los momentos culminantes de su vida. Los terribles momentos de su enfermedad en Verona, el verse al borde de la muerte y la forma inexplicable en que se había salvado, todo contribuía a afirmar más en él la convicción de que su vida tenía un sentido mesiánico. Escribía con tenebrosa elocuencia y belleza siniestra de imágenes, lo que había sido su pensamiento en esos días. Andreani se preguntó si no estaría justamente en la enfermedad la explicación. Si no estaría ante la obra de un loco.

Quizás el tumor cerebral había afectado para siempre su razón. El Papa hizo un alto en la lectura y revivió aquellos momentos patéticos. Volvió a ver a Bruno con el rostro distorsionado por el dolor, pero negándose a aceptar el alivio de la analgesia para no perder ni un momento de lucidez. ¿Y esta era la lucidez que quería conservar? ¿Para esto le había servido? ¿Para escribir este libro monstruoso? Recordaba, después, sus ojos atormentados por el sufrimiento, pero en los que nunca había dejado de reconocer el afecto y la

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gratitud. ¿Había entonces dos Martellos? Uno, el Martello que había conocido hasta entonces, ¿otro el que estaba conociendo esta noche? Uno amaba, el otro odiaba. ¿Lo odiaría a él también? El llenaba todo el episodio de Verona. Lo releyó, tenso. A pesar de su angustia no pudo evitar una sensación de alivio. El estilo de Martello se suavizaba inesperadamente. Se hacía casi lírico al hablar de su sentimiento filial por el cardenal. Continuó la lectura. Martello hablaba ahora de su viaje al Oriente. "Los sueños y las visiones me han enseñado más que todos los padres de la Iglesia. En nuestro mundo interior Dios se nos manifiesta directamente, sin la mediación de las palabras, que son siempre insuficientes y engañosas. Yo he visto la cara de Dios durante un momento en el Tíbet. Miro y vi. Mis ojos, libres de velos y obstáculos, iban penetrando más en la inmensidad. Tuve que apartarlo, porque comprendía que la visión me iba llevando hasta la Gran Presencia y temía. Pero cuando estuve preparado, ya no temí. Y pude ver". Las visiones ocupaban páginas y páginas. Ellas le habían permitido comprender la misión que le estaba encomendada. Se trataba de un sacrificio. De un sacrificio doloroso, terrible y sublime, porque el sacrificio sería el hombre que Martello más amaba. Su tarea sería doblemente cruel porque su acto no tendría siquiera la grandeza de la inmolación pública a la faz del mundo.

No podía arrastrar consigo a la majestad de la Iglesia. Ya había salvado del desprestigio a su figura máxima, porque la Iglesia seguía siendo para él un símbolo sagrado. Por eso ahora tenía que actuar solo y asestar el golpe en la sombra. Y recurrir al medio más vil de todos: El veneno: "Al iniciado se le abren los ojos del espíritu y Ve; al no iniciado, se le paraliza el corazón y muere". Parecería un ataque al corazón. Nadie podría decir que era un sacerdote el que había asesinado al Sumo Pontífice. Por fin, Andreani comprendió. Bruscamente recordó el sabor no habitual en su medicina de todas las noches. Recordó que fue el propio Martello el que se la había traído. Recordó su actitud misteriosa y su mirada extraviada al salir violentamente del aposento. ¡Su asesino el ser humano a quien más quería en el mundo! Su asesino, el hombre que había jurado no ver más, en un juramento solemne que no cumplió. Pero ya era tarde para estas consideraciones. Ya era tarde para el arrepentimiento. Ya era tarde para todo. Una sensación extraña de frío y pesadez empezaba a invadirle las piernas. Sintió terror. Terror por su propia vida. Terror al pensar que un loco asesino estaba libre dentro del Vaticano. Se incorporó en el lecho. Intentó levantarse para correr hacia la puerta, pero no alcanzó. Se desplomó en el lecho, mientras su mano se abría y dejaba caer el manuscrito.

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EPILOGO Martello trabaja en la biblioteca del Vaticano, rodeado de antiguos manuscritos. Podría creerse que lo absorben por completo. Es lo que piensan quizás los estudiosos que a esa hora concurren a la sala de lectura. Pero todos están demasiado ocupados para observar a Martello. Abajo, en los jardines del Belvedere se pasea el Papa al cubierto de las miradas de los curiosos. Es un Papa nuevo. Por primera vez, en casi cuatro siglos, se ha elegido un Papa no italiano. No se sabe qué política va a seguir. Hasta aquí todo son especulaciones. Por lo pronto: Donec provideatur. El Papa ha anunciado que, provisoriamente todo el personal del Vaticano seguirá en sus puestos. También Martello. Pero nunca se sabe los cambios que puede experimentar el modo de pensar del hombre que llega al trono Pontificio. Máxime, tratándose de un extranjero. Lo más probable es que el nuevo Papa vuelva al camino de la prudencia y la moderación que ha caracterizado siempre al Vaticano. Aunque también es posible que, contra la mayoría de los pronósticos, se lance por el peligroso camino de las reformas equivocadas. Todo es posible. Pero Martello vigila. El 28 de octubre de 1979 se terminó de imprimir esta obra en los talleres de Edivisión, Compañía editorial, S. A. Roberto Gayol 1219, México 12, D. F. La edición consta de 20,000 ejemplares