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Seminario socrático para adolescentes

Apr 12, 2017

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LAS RANAS PIDIENDO REY Esopo

Cansadas las ranas del propio desorden y anarquía en que vivían, mandaron una

delegación a Zeus para que les enviara un rey. Zeus, atendiendo su petición, les envió un grueso leño a su charca. Espantadas las ranas por el ruido que hizo el leño al caer, se escondieron donde mejor

pudieron. Por fin, viendo que el leño no se movía más, fueron saliendo a la superficie y dada la quietud que predominaba, empezaron a sentir tan grande desprecio por el nuevo rey, que brincaban sobre él y se le sentaban encima, burlándose sin descanso.

Y así, sintiéndose humilladas por tener de monarca a un simple madero, volvieron donde Zeus, pidiéndole que les cambiara al rey, pues éste era demasiado tranquilo.

Indignado Zeus, les mandó una activa serpiente de agua que, una a una, las atrapó y devoró a todas sin compasión.

LA ROSA Y EL SAPO Reflexiones para el alma

Había una vez una rosa muy bella, que se sentía una maravilla al saber que era la rosa

más bella del jardín. Sin embargo un día se dio cuenta que la gente la miraba de lejos y observó que al lado

de ella había un sapo negro, grande y gordo. Al percatarse que por eso nadie se acercaba a ella le dijo muy molesta: - sapo por qué no te alejas de mí, ¿no ves que por tu culpa nadie se acerca a mi?, ¡es

que eres muy feo! El sapo le contestó:

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- Está bien… si eso es lo que quieres me iré. Muy obediente el sapo se alejó brincando de la rosa. Poco tiempo después, el sapo se paseaba por el jardín cuando se dio cuenta que la

rosa estaba toda marchita y con muy pocos pétalos en ella y le dijo: - ¿qué te pasó que te encuentras tan marchita? La rosa le contestó: - Es que desde que te fuiste las hormigas me han comido día y noche, no volveré a ser

la más bella del jardín. El sapo le dijo: - Pues claro, cuando yo estaba aquí me comía a esas hormigas y por eso siempre eras

la más bella del jardín…

EL PATITO FEO Hans Christian Andersen

Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral

estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos. Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se

congregaron ante el nido para verles por primera vez. Uno a uno fue saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los

gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto.

Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.

Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...

La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis.

El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían... Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy

rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito. Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole

feo y torpe. El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de

verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado.

Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.

Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.

Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también.

Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron: - ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros! A lo que el patito respondió:

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-¡No os burléis de mí! Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso... - Mira tú reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos. El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado.

¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne! Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque.

Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.

EL HILO PRIMORDIAL Mamerto Menapace

Agosto había terminado tibio. Había llovido en la última semana y, con el llanto de las

nubes, el cielo se había despejado. Cuando se acerca setiembre, suele suceder que el viento de tierra adentro sopla suavemente y a la vez que va entibiando su aliento, logra devolver al cielo todo su azul y su luminosidad.

Y aquella tarde, pasaje entre agosto y setiembre, el cielo azul se vio poblado por las finas telitas voladores que los niños llaman Babas del Diablo. ¿De dónde venían? ¿Para dónde iban? Pienso que venían del territorio de los cuentos y avanzaban hacia la tierra de los hombres.

En una de esas telitas, finas y misteriosas como todo nacimiento, venía navegando una arañita. Pequeña: puro futuro e instinto.

Volando tan alto, la arañita veía allá muy abajo los campos verdes recién sembrados y dispuestos en praderas. Todo parecía casi ilusión o ensueño para imaginar. Nada era preciso. Todo permitía adivinar más que conocer.

Poco a poco la nave del animalito fue descendiendo hacia la tierra de los hombres. Se fueron haciendo más claras las cosas y más chico el horizonte. Las casas eran ya casi casa, y los árboles frutales podían distinguirse por los floridos, de los otros que eran frondosos.

Cuando la tela flotante llegó en su descenso a rozar la altura de los árboles grandes, nuestro animalito se sobresaltó. Porque la enorme mole de los eucaliptos comenzó a pesar misteriosa y amenazadoramente a su lado como grises témpanos de un mar desconocido.

Y de repente: ¡Tras! Un sacudón conmovió el vuelo y lo detuvo. ¿Qué había pasado? Simplemente que la nave había encallado en la rama de un árbol y el oleaje del viento la hacía flamear fija en el mismo sitio.

Pasado el primer susto, la arañita, no sé si por instinto o por una orden misteriosa y ancestral, comenzó a correr por la tela hasta pararse finalmente en el tronco en el que había encallado su nave. Y desde allí se largó en vertical buscando la tierra. Su aterrizaje no fue una caída, sino un descenso. Porque un hilo fino, pero muy resistente, la acompañó en el trayecto y la mantuvo unida a su punto de partida. Y por ese hilo volvió luego a subir hasta su punto de desembarco.

Ya era de noche. Y como era pequeña y la tierra le daba miedo, se quedó a dormir en la altura. Recién por la mañana volvió a repetir su descenso, que esta ve fue para ponerse a construir una pequeña tela que le sirviera en su deseo de atrapar bichitos. Porque la arañita sintió hambre. Hambre y sed.

Su primera emoción fue grande al sentir que un insecto más pequeño que ella había quedado prendido en su tela-trampa. Lo envolvió y lo succionó. Luego, como ya era tarde, volvió a trepar por el hilito primordial, a fin de pasar la noche reencontrándose consigo misma allá en su punto de desembarco.

Y esto se repitió cada mañana y cada noche. Aunque cada día la tela era más grande, más sólida y más capaz de atrapar bichos mayores. Y siempre que añadía un nuevo círculo a su tela, se veía obligada a usar aquel fino hilo primordial a fin de mantenerla tensa,

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agarrando de él los hilos cuyas otras puntas eran fijados en ramas, troncos o yuyos que tironeaban para abajo. El hilo ese era el único que tironeaba para arriba. Y por ello lograba mantener tensa la estructura de la tela.

Por supuesto, la arañita no filosofaba demasiado sobre estructuras, tironeos o tensiones. Simplemente obraba con inteligencia y obedecía a la lógica de la vida de su estirpe tejedora. Y cada noche trepaba por el hilo inicial a fin de reecontrarse con su punto de partida.

Pero un día atrapó un bicho de marca mayor. Fue un banquetazo. Luego de succionarlo (que es algo así como: vaciar para apropiarse) se sintió contenta y agotada. Esa noche se dijo que no subiría por el hilo. O no se lo dijo. Simplemente no subió. Y a la mañana siguiente vio con sorpresa que por no haber subido, tampoco se veía obligada a descender. Y esto le hizo decidir no tomarse el trabajo del crepúsculo y del amanecer, a fin de dedicar sus fuerzas a la caza y succión de presas que cada día preveía mayores.

Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y dejando de recorrer aquel hilito fino y primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora. Sólo se preocupaba por los hilos útiles que había que reparar o tejer cada día debido a que la caza mayor tenía exigencias agotadoras.

Así amaneció el día fatal. Era una mañana de verano pleno. Se despertó con el sol naciente. La luz rasante trizaba las perlas del rocío cristalizado en gotas en su tela. Y en el centro de su tela radiante, la araña adulta se sintió el centro del mundo. Y comenzó a filosofar. Satisfecha de sí misma, quiso darse a sí misma la razón de todo lo que existía a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano, se había vuelto miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por olvidar que más allá de ella y del radio de su tela, aún quedaba mucho mundo con existencia y realidad. Podría al menos haberlo intuido del hecho de que todas sus presas venían del más allá. Pero también había perdido la capacidad de intuición. Diría que a ella no le interesaba el mundo del más allá; sólo le interesaba lo que del más allá llegaba hasta ella. En el fondo sólo se interesaba por ella y nada más, salvo quizá por su tela cazadora.

Y mirando su tela, comenzó a encontrarle la finalidad a cada hilo. Sabía de dónde partían y hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían.

Hasta que se topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuándo lo había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esa altura de la vida los recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa conquistada. Su memoria era eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había no había apresado nada en todos aquellos meses. Se preguntó entonces a dónde conduciría. Y tampoco logró darse una respuesta apropiada. Esto le dio rabia. ¡Caramba! Ella era una araña práctica, científica y técnica. Que no le vinieran ya con poemas infantiles de vuelos en atardeceres tibios de primavera. O ese hilo servía para algo, o había que eliminarlo. ¡Faltaba más, que hubiera que ocuparse de cosas inútiles a una altura de la vida en que eran tan exigentes las tareas de crecimiento y subsistencia!

Y le dio tanta rabia el no verle sentido al hilo primordial, que tomándolo entre las pinzas de sus mandíbulas, lo seccionó de un solo golpe.

¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de tensión hacia arriba, la tela se cerró como una trampa fatal sobre la araña. Cada cosa recuperó su fuerza disgregadora, y el golpe que azotó a la araña contra el duro suelo, fue terrible. Tan tremendo que la pobre perdió el conocimiento y quedó desmayada sobre la tierra, que esta vez la recibió mortíferamente.

Cuando empezó a recuperar su conciencia, el sol ya se acercaba a su cenit. La tela pringosa, al resecarse sobre su cuerpo magullado, lo iba estrangulando sin compasión y las osamentas de sus presas le trituraban el pecho en un abrazo angustioso y asesino.

Pronto entró en las tinieblas, sin comprender siquiera que se había suicidado al cortar aquel hilo primordial por el que había tenido su primer contacto con la tierra madre, que

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ahora sería su tumba.

HISTORIA DE ABDULA, EL MENDIGO CIEGO Las mil y una noches - Anónimo

El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera

acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia: -Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y

con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado imperio.

Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contestó:

-Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.

Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.

Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.

El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.

El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno.

Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino.

No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -pensé-, conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.

Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche. Lo alcancé.

-Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir

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cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en apuros para gobernarlos.

-Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.

Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo:

-Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor en el Paraíso.

La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con tanto esmero.

Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades del mundo, no necesitaba pomadas.

En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó.

Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije: -Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de

esta pomada. -Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el

derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.

Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo. El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan

diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho, para ver más tesoros.

-Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista. -Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos cualidades

tan contrarias y dos virtudes tan diversas. Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me

decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.

Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mí desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.

-Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la vista.

-Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha quitado para castigar tu codicia.

Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos

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días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.

EL CUENTO DEL NIÑO MALO Mark Twain

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que

en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.

Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.

Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido... no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.

Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro... nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de religión.

Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la gorra a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y

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se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado:

-No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo.

Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.

Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí... esa debe ser la razón.

La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivocó ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.

Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.

Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.

EL RUISEÑOR Y LA ROSA Oscar Wilde

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-,

pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, óyele el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado. -¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

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Y sus bellos ojos se llenaron de llanto. -¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito

los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del Jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba. -¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola

levantada. -Sí, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol. -Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue. -Llora por una rosa roja. -¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería! Y la lagartija, que era algo cínica, se echó a reír con todas sus ganas. Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció

silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor. De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín. En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó

sobre una ramita. -Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el rosal meneó la cabeza. -Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que

la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá él te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol. -Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el rosal meneó la cabeza. -Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que

se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante. -Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el arbusto meneó la cabeza.

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-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo. -Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso. -Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al

claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas! Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una

fuente argentina. Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno

de notas y su lápiz. "El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza

innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Qué lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico?"

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se quedó dormido. Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra

las espinas. Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal

se detuvo y estuvo escuchando toda la noche. Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la

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sangre de su vida fluía de su pecho. Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha,

y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. -Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté

terminada. Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro,

porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen. Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara

de un enamorado que besa los labios de su prometida. Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la

rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. -Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté

terminada. Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su

corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor. Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor

sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba. Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los

pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón. Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se

extendió sobre sus ojos. Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta. Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la

aurora se detuvo en el cielo. La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del

alba. El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños

a los rebaños dormidos. El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar. -Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa. Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón

traspasado de espinas. A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera. -¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa

semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.

E inclinándose, la tomó. Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano

la rosa. La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete,

con un perrito echado a sus pies. -Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la

rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.

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Pero la joven frunció las cejas. -Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino

del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera. Y tiró la rosa al arroyo. Un pesado carro la aplastó. -¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo,

¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa. "¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil

que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

ALIBABA Y LOS 40 LADRONES Cuento de Las mil y una noche

Alí Babá era un pobre leñador que vivía con su esposa en un pequeño pueblecito dentro

de las montañas, allí trabajaba muy duro cortando gigantescos árboles para vender la leña en el mercado del pueblo.

Un día que Alí Babá se disponía a adentrarse en el bosque escuchó a lo lejos el relinchar de unos caballos, y temiendo que fueran leñadores de otro poblado que se introducían en el bosque para cortar la leña, cruzó la arboleda hasta llegar a la parte más alta de la colina.

Una vez allí Alí Babá dejó de escuchar a los caballos y cuando vio como el sol se estaba ocultando ya bajo las montañas, se acordó de que tenía que cortar suficientes árboles para llevarlos al centro del poblado. Así que afiló su enorme hacha y se dispuso a cortar el árbol más grande que había, cuando este empezó a tambalearse por el viento, el leñador se apartó para que no le cayera encima, descuidando que estaba al borde de un precipicio dio un traspiés y resbaló ochenta metros colina abajo hasta que fue a golpearse con unas rocas y perdió el conocimiento.

Cuando se despertó estaba amaneciendo, Alí Babá estaba tan mareado que no sabía ni donde estaba, se levantó como pudo y vio el enorme tronco del árbol hecho pedazos entre unas rocas, justo donde terminaba el sendero que atravesaba toda la colina, así que buscó su cesto y se fue a recoger los trozos de leña.

Cuando tenía el fardo casi lleno, escuchó como una multitud de caballos galopaban justo hacia donde él se encontraba ¡Los leñadores! – pensó y se escondió entre las rocas.

Al cabo de unos minutos, cuarenta hombres a caballo pasaron a galope frente a Alí Babá, pero no le vieron, pues este se había asegurado de esconderse muy bien, para poder observarlos. Oculto entre las piedras y los restos del tronco del árbol, pudo ver como a unos solos pies de distancia, uno de los hombres se bajaba del caballo y gritaba: ¡Ábrete, Sésamo!- acto seguido, la colina empezaba a temblar y entre los grandes bloques de piedra que se encontraban bordeando el acantilado, uno de ellos era absorbido por la colina, dejando un hueco oscuro y de grandes dimensiones por el que se introducían los demás hombres, con el primero a la cabeza.

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Al cabo de un rato, Alí Babá se acercó al hueco en la montaña pero cuando se disponía a entrar escuchó voces en el interior y tuvo que esconderse de nuevo entre las ramas de unos arbustos. Los cuarenta hombres salieron del interior de la colina y empezaron a descargar los sacos que llevaban a los lomos de sus caballos, uno a uno fueron entrando de nuevo en la colina, mientras Alí Babá observaba extrañado.

El hombre que entraba el último, era el más alto de todos y llevaba un saco gigante atado con cuerdas a los hombros, al pasar junto a las piedras que se encontraban en la entrada, una de ellas hizo tropezar al misterioso hombre que resbaló y su fardo se abrió en el suelo, pudiendo Alí Babá descubrir su contenido: Miles de monedas de oro que relucían como estrellas, joyas de todos los colores, estatuas de plata y algún que otro collar… ¡Era un botín de ladrón! Ni más ni menos que ¡Cuarenta ladrones!

El hombre recogió todo lo que se había desperdigado por el suelo y entró apresurado a la cueva, pasado el tiempo, todos habían salido, y uno de ellos dijo ¡Ciérrate Sésamo!

Alí Babá no lo pensó dos veces, aún se respiraba el polvo que habían levantado los caballos de los ladrones al galopar cuando este se encontraba frente a la entrada oculta de la guarida de los ladrones. ¡Ábrete Sésamo! Dijo impaciente, una y otra vez hasta que la grieta se vio ante los ojos del leñador, que tenía el cesto de la leña en la mano y se imaginaba ya tocando el oro del interior con sus manos

Una vez dentro, Alí Babá tanteó como pudo el interior de la cueva, pues a medida que se adentraba en el orificio, la luz del exterior disminuía y avanzar suponía un gran esfuerzo.

Tras un buen rato caminando a oscuras, con mucha calma pues al andar sus piernas se enterraban hasta las rodillas entre la grava del suelo, de pronto Alí Babá llegó al final de la cueva, tocando las paredes, se dio cuenta que había perdido la orientación y no sabía escapar de allí.

Se sentó en una de las piedras decidido a esperar a los ladrones, para poder conocer el camino de regreso, decepcionado porque no había encontrado nada de oro, se acomodó tras las rocas y se quedó adormilado.

Mientras tanto, uno de los ladrones entraba a la cueva refunfuñando y malhumorado, pues cuando había partido a robar un nuevo botín se dio cuenta de que había olvidado su saco y tuvo que galopar de vuelta para recuperarlo, en poco tiempo se encontró al final de la sala, pues además de conocer al dedillo el terreno, el ladón llevaba una antorcha que iluminaba toda la cueva.

Cuando llegó al lugar en el que Alí Babá dormía, el ladrón se puso a rebuscar entre las montañas de oro algún saco para llevarse, y con el ruido Alí Babá se despertó.

Tuvo que restregarse varias veces los ojos ya que no cabía en el asombro al ver las grandes montañas de oro que allí se encontraban, no era gravilla lo que había estado pisando sino piezas de oro, rubíes, diamantes y otros tipos de piedras de gran valor. Se mantuvo escondido un rato mientras el ladrón rebuscaba su saco y cuando lo encontró, con mucho cuidado de no hacer ruido se pegó a este para salir detrás de él sin que se enterase, dejando una buena distancia para que no fuera descubierto, pudiendo así aprovechar la luz de la antorcha del bandido.

Cuando se aproximaban a la salida, el ladrón se detuvo, escuchó nervioso el jaleo que venía de la parte exterior de la cueva y apagó la antorcha. Entonces Alí Babá se quedó inmóvil sin saber qué hacer, quería ir a su casa a por cestos para llenarlos de oro antes de que los ladrones volvieran, pero no se atrevía a salir de la cueva ya que fuera se escuchaba una enorme discusión, así que se escondió y esperó a que se hiciera de noche. No habían pasado ni unas horas cuando escuchó unas voces que venían desde fuera “¡Aquí la guardia!” – ¡Era la guardia del reino! Estaban fuera arrestando a los ladrones, y al parecer lo habían conseguido, porque se escucharon los galopes de los caballos que se alejaban en dirección a la ciudad.

Pero Alí babá se preguntaba si el ladrón que estaba con él había sido también arrestado ya que aunque la entrada de la cueva había permanecido cerrada, no había escuchado

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moverse al bandido en ningún momento. Con mucha calma, fue caminando hacia la salida y susurró ¡Ábrete Sésamo! Y escapó de allí.

Cuando se encontró en su casa, su mujer estaba muy preocupada, Alí Babá llevaba dos días sin aparecer por casa y en todo el poblado corría el rumor de una banda de ladrones muy peligrosos que asaltaban los pueblos de la zona, temiendo por Alí Babá, su mujer había ido a buscar al hermano de Alí Babá, un hombre poderoso, muy rico y malvado que vivía en las afueras del poblado en una granja que ocupaba el doble que el poblado de Alí Babá. El hermano, que se llamaba Semes, estaba enamorado de la mujer de Alí Babá y había visto la oportunidad de llevarla a su granja ya que este aunque rico, era muy antipático y no había encontrado en el reino mujer que le quisiera.

Cuando Alí Babá apareció, el hermano, viendo en peligro su oportunidad de casarse con la mujer de este, agarró a su hermano del chaleco y lo encerró en el almacén que tenían en la entrada de la vivienda, donde guardaban la leña. Allí Alí Babá le contó lo que había sucedido, y el hermano, aunque ya era rico, no podía perder la oportunidad de aumentar su fortuna, así que partió en su calesa a la montaña que Alí Babá le había indicado, sin saber, que la guardia real estaba al acecho en esa colina, pues les faltaba un ladrón aún por arrestar y esperaban que saliese de la cueva para capturarlo.

Sin detenerse un instante, Semes se colocó frente a la cueva y dijo las palabras que Alí Babá le había contado, al instante, mientras la puerta se abría, la guardia se abalanzó sobre Semes gritando “¡Al ladrón!” y lo capturó sin contemplaciones, aunque Semes intentó explicarles porque estaba allí, estos no le creyeron porque estaban convencidos de que el último ladrón sabiendo que sus compañeros estaban presos, inventaría cualquier cosa para poder disfrutar él solo del botín, así que se lo llevaron al reino para meterle en la celda con el resto de ladrones.

Al día siguiente Alí Babá consiguió salir de su encierro, y fue en busca de su mujer, le contó toda la historia y está entusiasmada por el oro pero a la vez asustada acompañó a Alí Babá a la cueva, cogieron un buen puñado de oro, con el que compraron un centenar de caballos, y los llevaron a la casa de su hermano, allí durante varios días se dedicaron a trasladar el oro de la cueva al interior de la casa, y una vez habían vaciado casi por completo el contenido de la cueva, teniendo en cuenta que su hermano estaba preso y que uno de los ladrones estaba aún libre se pusieron a buscarlo. Tardaron varios días en dar con él, ya que se había escondido en el bosque para que no le encontraran los guardias, pero Alí Babá conocía muy bien el bosque, y le tendió una trampa para cogerle. Así que lo ató al caballo y lo llevo al reino, donde lo entregó a cambio de que soltaran a su hermano, este, enfadado con Alí Babá por haberle vencido cogió un caballo y se marchó del reino.

Alí Babá ahora estaba en una casa con cien caballos, que le servirán para vivir felizmente con su mujer, y decidió asegurarse de que los ladrones jamás intentasen robarle su tesoro, así que repartió su fortuna en muchos sacos pequeños y le dio un saquito a cada uno de los habitantes del pueblo, que se lo agradecieron enormemente porque así iban a poder mejorar sus casas, comprar animales y comer en abundancia.

Así fue como Alí Babá le robó el oro a un grupo de ladrones que atemorizaban su poblado, repartió sus riquezas con el resto de habitantes y echó a su malvado hermano del pueblo, pudiendo dedicarse por entero a sus caballos y no teniendo que trabajar más vendiendo leña.

Se dice hoy que cuando Alí Babá sacó todo el oro de la cueva, esta se cerró y no se pudo volver a abrir.

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA Adaptación del cuento de Las Mil y Una Noches

Érase una vez un muchacho llamado Aladino que vivía en el lejano Oriente con su

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madre, en una casa sencilla y humilde. Tenían lo justo para vivir, así que cada día, Aladino recorría el centro de la ciudad en busca de algún alimento que llevarse a la boca.

En una ocasión paseaba entre los puestos de fruta del mercado, cuando se cruzó con un hombre muy extraño con pinta de extranjero. Aladino se quedó sorprendido al escuchar que le llamaba por su nombre.

– ¿Tú eres Aladino, el hijo del sastre, verdad? – Sí, y es cierto que mi padre era sastre, pero… ¿Quién es usted? – ¡Soy tu tío! No me reconoces porque hace muchos años que no vengo por aquí. Veo

que llevas ropas muy viejas y me apena verte tan flaco. Imagino que en tu casa no sobra el dinero…

Aladino bajó la cabeza un poco avergonzado. Parecía un mendigo y su cara morena estaba tan huesuda que le hacía parecer mucho mayor.

– Yo te ayudaré, pero a cambio necesito que me hagas un favor. Ven conmigo y si haces lo que te indique, te daré una moneda de plata.

A Aladino le sorprendió la oferta de ese desconocido, pero como no tenía nada que perder, le acompañó hasta una zona apartada del bosque. Una vez allí, se pararon frente a una cueva escondida en la montaña. La entrada era muy estrecha.

– Aladino, yo soy demasiado grande y no quepo por el agujero. Entra tú y tráeme una lámpara de aceite muy antigua que verás al fondo del pasadizo. No quiero que toques nada más, sólo la lámpara ¿Entendido?

Aladino dijo sí con la cabeza y penetró en un largo corredor bajo tierra que terminaba en una gran sala con paredes de piedra. Cuando accedió a ella, se quedó asombrado. Efectivamente, vio la vieja lámpara encendida, pero eso no era todo: la tenue luz le permitió distinguir cientos de joyas, monedas y piedras preciosas, amontonadas en el suelo ¡Jamás había visto tanta riqueza!

Se dio prisa en coger la lámpara, pero no pudo evitar llenarse los bolsillos todo lo que pudo de algunos de esos tesoros que encontró. Lo que más le gustó, fue un ostentoso y brillante anillo que se puso en el dedo índice.

– ¡Qué anillo tan bonito! ¡Y encaja perfectamente en mi dedo! Volvió hacia la entrada y al asomar la cabeza por el orificio, el hombre le dijo: – Dame la lámpara, Aladino. – Te la daré, pero antes déjame salir de aquí. – ¡Te he dicho que primero quiero que me des la lámpara! – ¡No, no pienso hacerlo! El extranjero se enfureció tanto que tapó la entrada con una gran losa de piedra,

dejando al chico encerrado en el húmedo y oscuro pasadizo subterráneo. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo salir de ahí con vida?… Recorrió el lugar con la miraba tratando de encontrar una solución. Estaba absorto en

sus pensamientos cuando, sin querer, acarició el anillo y de él salió un genio ¡Aladino casi se muere del susto!

– ¿Qué deseas, mi amo? Pídeme lo que quieras que te lo concederé. El chico, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: – Oh, bueno… Yo sólo quiero regresar a mi casa. En cuanto pronunció estas palabras, como por arte de magia apareció en su hogar. Su

madre le recibió con un gran abrazo. Con unos nervios que le temblaba todo el cuerpo, intentó contarle a la buena mujer todo lo sucedido. Después, más tranquilo, cogió un paño de algodón para limpiar la sucia y vieja lámpara de aceite. En cuanto la frotó, otro genio salió de ella.

– Estoy aquí para concederle un deseo, señor. Aladino y su madre se miraron estupefactos ¡Dos genios en un día era mucho más de lo

que uno podía esperar! El muchacho se lanzó a pedir lo que más le apetecía en ese momento.

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– ¡Estamos deseando comer! ¿Qué tal alguna cosa rica para saciar toda el hambre acumulada durante años?

Acto seguido, la vieja mesa de madera del comedor se llenó de deliciosos manjares que en su vida habían probado. Sin duda, disfrutaron de la mejor comida que podían imaginar. Pero eso no acabó ahí porque, a partir de entonces y gracias a la lámpara que ahora estaba en su poder, Aladino y su madre vivieron cómodamente; todo lo que necesitaban podían pedírselo al genio. Procuraban no abusar de él y se limitaban a solicitar lo justo para vivir sin estrecheces, pero no volvió a faltarles de nada.

Un día, en uno de sus paseos matutinos, Aladino vio pasar, subida en una litera, a una mujer bellísima de la que se enamoró instantáneamente. Era la hija del sultán. Regresó a casa y como no podía dejar de pensar en ella, le dijo a su madre que tenía que hacer todo lo posible para que fuera su esposa.

¡Esta vez sí tendría que abusar un poco de la generosidad del genio para llevar a cabo su plan! Frotó la lámpara maravillosa y le pidió tener una vivienda lujosa con hermosos jardines, y cómo no, ropas adecuadas para presentarse ante el sultán, a quien quería pedir la mano de su hija. Solicitó también un séquito de lacayos montados sobre esbeltos corceles, que tiraran de carruajes repletos de riquezas para ofrecer al poderoso emperador. Con todo esto se presentó ante él y tan impresionado quedó, que aceptó que su bella y bondadosa hija fuera su esposa.

Aladino y la princesa Halima, que así se llamaba, se casaron unas semanas después y desde el principio, fueron muy felices. Tenían amor y vivían el uno para el otro.

Pero una tarde, Halima vio por la casa la vieja lámpara de aceite y como no sabía nada, se la vendió a un trapero que iba por las calles comprando cachivaches. Por desgracia, resultó ser el hombre malvado que había encerrado a Aladino en la cueva. Deseando vengarse, el viejo recurrió al genio de la lámpara y le ordenó, como nuevo dueño, que todo lo que tenía Aladino, incluida su mujer, fuera trasladado a un lugar muy lejano.

Y así fue… Cuando el pobre Aladino regresó a su hogar, no estaba su casa, ni sus criados, ni su esposa… Ya no tenía nada de nada.

Comenzó a llorar con desesperación y recordó que el anillo que llevaba en su dedo índice también podía ayudarle. Lo acarició y pidió al genio que le devolviera todo lo que era suyo pero, desgraciadamente, el genio del anillo no era tan poderoso como el de la lámpara.

– Mi amo, es imposible para mí concederte esa petición, pero sí puedo llevarte hasta donde está tu mujer.

Aladino aceptó y automáticamente se encontró en un lejano lugar junto a su bella Halima, que por fortuna, estaba sana y salva. Sabían que sólo había una opción: recuperar la lámpara maravillosa como fuera para poder regresar a la ciudad con todas sus posesiones.

Juntos, idearon un nuevo plan. Pidieron al genio del anillo una dosis de veneno y Aladino fue a esconderse. A la hora de la cena, Halima entró sigilosamente en la cocina del malvado extranjero y lo echó en el vino sin que éste se diera cuenta. En cuanto se sirvió una copa y mojó sus labios, cayó dormido en un sueño que, tal como les había prometido el genio, duraría cientos de años.

Aladino y Halima se abrazaron y corrieron a recuperar su lámpara. Fue entonces cuando le contó a su mujer toda la historia y el poder que la lámpara de aceite tenía.

– Y ahora que ya lo sabes todo, querida, volvamos a nuestro hogar. Frotó la lámpara y como siempre, salió el gran genio que siempre concedía todos los

deseos de su señor. – ¿Qué deseas esta vez, mi amo? – ¡Hoy me alegro más que nunca de verte! ¡Llévanos a casa, viejo amigo! – dijo Aladino

riendo de felicidad. ¡Y así fue! Halima y Aladino regresaron, y con ellos, todo lo que el viejo les había

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robado. A partir de entonces, guardaron la lámpara maravillosa a buen recaudo y continuaron siendo tan felices como lo habían sido hasta entonces.

PLATO DE BARRO Mamerto Menapace

En esto de buscar el humor en cosas de la familia tengo un cuento que me contó una

vez una chica de 4º grado. Me lo trajo en un libro de lectura. Es conocido, pero se los voy a contar porque es un lindo cuento de familia.

Hombre de campo él, se le murió la señora. Lo único que le quedó fue un gurisito: el hijito. Tal vez por cariño a quien se fue, dedicó toda su vida de hombre de campo al chiquito. Lo mandó a la escuela y cuando terminó la primaria se trasladaron al pueblo para que pudiera hacer la secundaria. Visto que le muchachito respondía y era inteligente, decidió mandarlo a la facultad a estudiar medicina. El chiquito rindió realmente.

El padre se desgastó en trabajos de campo, con los animales, con la chacrita, con todo para pagarle al hijo la cuota de la pensión, y el hijo se recibió de médico.

Cuando el muchacho se recibió, el padre dejó el campito. Vendió todo y le compró, en el pueblo, un lugar para el consultorio. El padre gastó todo, pensando:

- Y bueno, total, mi vida es la de mi hijo. El muchacho se casó con una chica de la ciudad. Hija única, acostumbrada a otro ritmo

de vida. Andando el tiempo les nació un hijito. Pero el abuelo, desgastado, no estaba acostumbrado a la vida de la ciudad. Imagínense, traigan un abuelo campiriño, así, del campo. Resultó que le temblaban las manos y al servirse la sopa la desparramaba sobre el mantel.

La muchachita ésta fue juntando- diríamos -, bronca. Porque le resultaba molesta la figura de este viejo en casa. Vamos a decirlo finito, para que nadie se ofenda.

La cosa estalló. El día que al pobre viejo se le cayó un plato. Uno de los doce platos de porcelana que la abuela de la muchacha había traído de las Europas. Y ahí sí fue un desastre. Se puso furiosa y gritó:

- ¡Pero, esto es el colmo! Ya no puedo soportarlo más. Me voy a la casa de mi mamá. Todo un desastre. Al final el pobre viejo tuvo que ir a comer a la cocina. Le compraron

una cantidad de platos, de esos platos de barro cocido para que el abuelo, si tuviera que hacer un estropicio, lo hiciera con algo que se pudiera romper fácilmente. Y se creyó que el asunto estaba arreglado.

Pero el pequeño había hecho buenas migas con el abuelo. Un día, el chiquito no estaba en casa para la hora de la comida. Lo buscaron por todas partes.

- ¿Dónde se habrá metido este mocoso? Imagínenlo al guricito. Al final: ¿Saben dónde lo encontraron? En el fondo del patio, al

lado de la canilla y embarrado hasta la coronilla. Y la mamá le preguntó. - ¿Qué estás haciendo acá? El chiquito le dijo: - Estaba haciendo platos de barro, para que ustedes, cuando sean viejitos, puedan

comer también en la cocina con sus platos de barro. El cuento afortunadamente terminó lindo, porque a partir de ese día el abuelo volvió a

comer en la mesa con la familia. Porque dicen que lo que Juancito ve hacer es lo que va a hacer un día Juan.

El chiquito va a tomar con ustedes, cuando sea grande él y ustedes sean abuelos, las actitudes que él vio que ustedes tomaron con su abuelo.

Digo ¿no? Para el Día del Padre es una linda reflexión. Lo digo con un gran cariño para los abuelos, para los padres y para los chicos. Un día en familia.

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Menapace Mamerto, Cuento con ustedes, "Plato de barro", Editorial Patria Grande, Buenos Aires, Segunda Edición, agosto 1998.

NUESTRO LORO

En casa teníamos un loro. Pero un loro auténtico. No una cotorra. Ni siquiera se lo hubiera podido confundir con

uno de esos loros chicos, que comen girasol y que en norte llaman calancates. El nuestro era un loro grande, nacido en el norte.

Lo habían traído de pichón y se había criado con nosotros, compartiendo nuestra vida de cada día, nuestros entusiasmos y nuestras discusiones. Y fue así como aprendió a gritar muchas cosas.

Se llamaba Pastor. Es cierto que ese nombre se lo habíamos impuesto. Pero él lo había aceptado. Cuando tenía hambre, por ejemplo, y quería suscitar nuestra compasión, repetía en tono triste:

-¡Pobrecito Pastor! ¡La papa para Pastor, pobrecito Pastor! - Y agarraba con una de sus patitas el pedazo de pan familiar.

Aferrándose con la otra de donde estaba apoyado, lo comía con gesto humano. Con gesto de familia.

Cuando sentía torear los perros, gritaba: “¡Fuera, fuera!”, y compartía nuestras euforias gritando: “¡Viva Boca!” cuando escuchaba los partidos por radio. Además repetía las órdenes que se daban a los chicos, y así nos mandaba encerrar los terneros, traer agua; o simplemente nos llamaba por nuestro nombre.

En casa lo teníamos por uno más de la familia. Habiendo compartido casi la totalidad de su vida consiente con nosotros, pensábamos que todos sus ideales se identificaban con los nuestros. Lo creíamos un loro domesticado. Le teníamos tanta confianza que le habíamos otorgado plena libertad.

Porque tienen que saber que teníamos otros pájaros: tres cardenales copete rojo y una urraca de monte. Tuvimos tordos y boyeros de esos que hacen su nido como una larga media colgada de las ramas de un algarrobo. En fin, una variedad de otros pájaros salvajes. Pero a todos los teníamos en cerrados en sus jaulas. De ellos nos interesaban sus trinos y sus colores; pero sabíamos que no deseaban compartir nuestra vida. No estaban integrados.

En cambio nuestro loro, no. Se subía a nuestros mismos árboles y gateaba las mismas ramas que nosotros, los chicos. Nuestro parral era también suyo. Y los días de lluvia o frío compartían la tibieza de nuestra cocina.

Para saber dónde estaba, bastaba con gritar fuerte: -¡Pastor!…- y él, desde su rama o su rincón contestaba: -¡Eu! Con pico y patas descendía hasta uno para tomar su pedazo de pan familiar. Eso sí. Tenía sus agresividades. ¡Cómo no! Y también sus antipatías. Eso era lógico. A

todos en casa nos pasaba más o menos lo mismo. Pero no. Seguramente no fue ése el motivo de su insólita actitud aquella tarde de otoño. Sí. Era otoño. Lo recuerdo bien. Como una cicatriz de mi infancia. Era otoño porque

aquella tarde casi todos los mayores estaban juntando algodón en el campo. Papá estaba en el pueblo. Algunos estábamos en la escuela, y sólo quedaba en casa mamá y uno o dos de los más chicos. Habrán sido las tres o cuatro de la tarde. Cada uno estaba en lo suyo, y todo parecía estar en paz.

Viniendo desde el sur, una bandada de loros salvajes emigraba hacia el norte; hacia las selvas, las Cataratas, el Paraguay. Su vuelo nervioso era apuntado por esos gritos característicos del loro en vuelo:

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-¡Creo, creo, creo!…- y la bandada pasó sobre mi casa. ¿Qué le pasó a nuestro loro? ¿Habrá estado triste, disconforme? ¿Se habrá sentido

oprimido o alienado? Puedo asegurarles que en casa no le faltaba nada y papá era exigente en que no se maltratara a ningún animal; menos al loro familiar por el cual sentía afecto especial.

No. Estoy seguro de que no. No fue por ninguno de esos motivos. No fue para liberarse de algo. Fue simplemente porque sintió que algo se liberaba en él. Sacudido por ese grito ancestral de su raza en vuelo, también en él surgió la necesidad imperiosa de afirmar su fe en aquellas realidades primordiales que constituyen la esencia de todos los loros. Y agitando sus alas torpes, no adiestradas para el vuelo, lanzó también él ese grito que le dormía dentro:

-¡Creo, creo, creo!… - y se largó a volar. Fue sólo un gesto. Una manera de concretizar su profunda fe en las selvas, en las

cataratas, en yerbales y naranjales que él nunca viera, y que nunca serían plenamente suyos.

La bandada se perdió pronto sobre los chañares, arreando hacia el norte su profesión de fe.

Nuestro loro no pudo seguirla. A las pocas cuadras perdió altura y aterrizó. No estaba adiestrado para el vuelo largo. En nuestra familia nadie tenía esas oportunidades, y a él mismo nunca se había presentado la necesidad de ensayarlas.

Esa noche, al reencontrarnos todos nuevamente reunidos en familia, notamos la ausencia de Pastor. En su media lengua, mi hermanito menor dio a entender que el loro se había volado hacia el norte. Alguien creyó recordar que, efectivamente, a media tarde una bandada de loros había sobrevolado el algodonal.

Todos lamentados sinceramente que nuestro loro se hubiera podido ir con ellos. Y a todos nos sobrecogió el temor por los peligros que acecharían a Pastor, ya que sabíamos que era imposible que hubiera podido seguir el ritmo de la bandada. Caído a mitad de vuelo, quizás no habría un árbol cerca; así estaría en pleno campo bajo el peligro de los zorros o de los gatos. Una de mis hermanas - la más sensible - se largó a llorar.

Con todo, creo que se exageraron un poco los peligros. Probablemente lo que nos preocupaba no era tanto las dificultades que encontraría nuestro loro en su nueva situación, cuando el haberlo perdido. Sobre todo nos mortificaba que ya no fuera nuestro loro.

De hecho, Pastor había caído a unas pocas cuadras entre el algodonal. Dos o tres días después lo encontramos. ¡Pobre!, daba lástima. Estaba muerto de hambre. Y lo descubrimos justamente porque al pasar cerca de él, se puso a gritar esa serie de frases familiares que había aprendido entre nosotros. Sus ¡vivas! y sus ¡fuera! Fue así como descubrimos su paradero.

Todos nos alegramos de haberlo reencontrado. Y todos estuvimos de acuerdo en que había que cortarle las plumas de sus alas para que no volviera a repetir la experiencia. Hasta mi hermana - ¡la más sensible! - estuvo de acuerdo también. Porque Pastor nunca podría seguir a las bandadas. Por tanto había que impedirle nuevas experiencias.

Hoy, al pensar en aquella decisión de mi familia, me pregunto: “¿Fue un auténtico y sincero cariño por Pastor lo que nos llevó a cortarle las alas para evitarle problemas?”.

Tal vez hubiera sido mejor darle mayores oportunidades de vuelos controlados, para que realmente estuviera capacitado. No sé. Por ejemplo, se lo podría haber llevado lejos, dejándolo luego un poco solo, para obligarlo a volar por su cuenta hasta nosotros. Así, a la vez que ensayaba el vuelo largo, aprendería a tomar nuestra casa como punto de referencia y lograría realizar el vuelo de retorno.

Pero tengo que reconocer que fuimos egoístas. Preferimos la solución fácil. Pastor fue humillado y perdió las hermosas plumas de colores de la punta de sus alas.

Pienso que también dramatizamos algo que no era para tanto. ¿Qué es lo que en el

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fondo había hecho Pastor? Seguramente, su gesto no fue un signo de protesta contra nuestro estilo de vida familiar. No fue un querer irse porque estuviera en desacuerdo, o como un decirnos que todos sus gestos anteriores habían sido un simple formulismo hecho sin convicción; como si nunca hubiera compartido auténticamente lo nuestro.

Simplemente había sentido de repente ese grito que despertaba en Pastor una fidelidad que nunca había sentido antes entre nosotros. Era la profesión de fe de su raza en vuelo. Y Pastor, sacudido por ese grito de su raza, había realizado un gesto sin pensar siquiera en las consecuencias, y menos que con ello pudiera ofender nuestra incapacidad de volar.

Se había equivocado. De acuerdo. Pero ¿a quién en casa no le había pasado alguna vez algo parecido, no se había equivocado al escuchar un grito nuevo?

-Habría podido consultar - se me dirá. Pero ¿a quién? Cada uno estaba enteramente ocupado en lo suyo y ni siquiera hubiera podido comprender su intimidad intransferible de loro.

Nosotros sacamos demasiadas conclusiones. La verdad: le tuvimos miedo al futuro. Y olvidamos sus diez mil gestos buenos, profundos, con sentido auténtico, por uno que le fracasó y que había hecho sin consultar.

¡Qué ridículo fuiste, Pastor, durante un tiempo, caminando pasito a paso por los patios, intentando vuelos que irremediablemente terminaban en tumbos, con tus alas amputadas! Para alcanzar las ramas que antes eran las metas de sus bólidos, ahora tenías que gatear el tronco con pico y patas como una comadreja. Realmente, Pastor, te hicimos sufrir una gran humillación.

Pero, créemelo: lo pensábamos justificado. Porque con ello asegurábamos tu permanencia definitiva entre nosotros. Nosotros, ¡te hubiéramos extrañado tanto! Con esa decisión de cortarte las plumas y no permitirte el vuelo largo, nosotros nos comprometíamos con vos, con tu futuro, con tu seguridad.

Pero nuestra familia no era dueña del futuro. Ni del tuyo, ni del de ella misma. El futuro es sólo de Dios. ¡Es tan delicado comprender a los demás definitivamente mediante nuestras decisiones arbitrarias y poco generosas!

Unos cuantos años después nuestra familia tuvo que emigrar. Tuvo que dejar ese campo familiar, ese rancho con tantos recuerdos y esos árboles que vos y yo gateábamos rama a rama. Y nos fuimos a vivir al pueblo.

No. No fue fácil acostumbrarse. Tampoco para nosotros. Créemelo. El terreno era pequeño. La casa de material, con pisos de cemento. No había árboles. Al principio ni siquiera teníamos un parral.

Pero si a mi familia se la hacía difícil amoldarse, a vos se te hizo imposible. No hubo santo. No tenías espacio vital. Comenzaste a ponerte triste. Ya no hablabas.

Perdías el color de tus plumas. Andabas todo el día huraño. Y lo que es peor: molestabas en todas partes porque no lograbas ubicarte vos mismo.

Las visitas, que allá en el campo dejabas admiradas, ahora preguntaban para qué te teníamos. Y entre esas visitas, no faltó quien te codiciara. En su casa tenía un lindo bananal.

Y fue así nomás: te vendimos. Siento una profunda vergüenza al tener que confesarlo. Pero… te vendimos. Quinientos pesos viejos. Casi como para decir que carecías de valor. Como quien se saca de encima un estorbo.

La última vez que te vi estabas encaramado entre las hojas del bananal. No diste señales de reconocerme.

Y sin embargo yo quiero creer que no nos guardas rencor. Necesito creerlo. Para que en mí no muera lo mejor de vos. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Nuestro Loro.

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Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Podemos reconocer partes en el relato? Describir lo sucedido en cada una. ¿Qué proceso fue viviendo el loro? ¿Cómo reaccionó la familia? ¿Qué reflexiona el autor, tiempo después de transcurrido todo esto, al mirar para atrás? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

LOS DOS BURRITOS

Érase una vez una madre - así comienza esta historia encontrada en un viejo libro de

vida de monjes, y escrita en los primeros siglos de la Iglesia -. Érase una vez una madre - digo - que estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en que ella los había educado. Mal aconsejados por sus maestros de retórica, habían abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban entregando a una vida licenciosa desbarrancándose cada día más por la pendiente del vicio.

Y bien. Esta madre fue un día a desahogar su congoja con un santo eremita que vivía en el desierto de la Tebaida. Era este un santo monje, de los de antes, que se había ido al desierto a fin de estar en la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la oración. A él acudían cuantos se sentían atormentados por la vida o los demonios difíciles de expulsar.

Fue así que esta madre de nuestra historia se encontró con el santo monje en su ermita, y le abrió el corazón contándole toda su congoja. Su esposo había muerto cuando sus hijos eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado. Había puesto todo su empeño en recordarles permanentemente la figura del padre ausente, a fin de que los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una motivación para seguir su ejemplo. Pero, hete aquí, que ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando. ¿Qué hacer? Retirar a sus hijos de la escuela, era exponerlos a que suspendidos sus estudios, terminaran por sumergirse aún más en los vicios por dedicarse al ocio y vagancia del teatro al circo.

Lo peor de la situación era que ella misma ya no sabía qué actitud tomar respecto a sus convicciones religiosas y personales. Porque si éstas no habían servido para mantener a sus propios hijos en la buena senda, quizá fueran indicio de que estaba equivocada también ella. En fin, al dolor se sumaba la dura y el desconcierto no sabiendo qué sentido podría tener ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su esposo difunto.

Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en silencio y con cariño. Cuando terminó su exposición, el monje continuó en silencio

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mirándola. Finalmente se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba esta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada a su tronco una burra con sus dos burritos mellizos.

-¿Qué ves? - le preguntó a la mujer quien respondió: -Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritos que retozan a su

alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parece perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba.

-Has visto bien - le respondió el ermitaño-. Aprende de la burra. Ella permanece atada y tranquila. Deja que sus burritos retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den cuenta de que están extraviados.

Sé fiel y conservarás tu paz, aun en la soledad y el dolor. Diciendo esto la bendijo, y la mujer retornó a su casa con la paz en su corazón adolorido.

Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Los dos burritos. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Cuál era la preocupación de esta madre, protagonista del relato? ¿A quién acude a pedir consejo? ¿Cómo son las actitudes del monje hacia ella? ¿Qué le hace ver el monje para ayudarla en su problema? ¿Cuál es su consejo? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

LOS DOS PARAÍSOS

En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos. De chico nunca me pregunté si ellos también habrían nacido, crecido, o sido

trasplantados. Simplemente estaban allí, en el patio, como estaban el cielo las estrellas, la cañada en

el campo, y el arroyo allá dentro del monte. Formaban parte de ese mundo preexistente, de ese mundo viejo con capacidad de acogida que uno empezaba a descubrir con asombro.

Eran lo más cercano de ese mundo porque estaban allí nomás, en el medio del patio, con su ancho ramerío cubriéndolo todo y llenando de sombra toda la geografía de nuestros primeros gateos sobre la tierra.

Ellos nos ayudaron a ponernos de pie, ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte

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tronco sin espinas. Encaramados a sus ramas miramos por primera vez con miedo y con asombro la tierra allá abajo, y un horizonte más amplio alrededor.

Los pájaros más familiares, fue allí donde los descubrimos. En cambio los otros, los que anidaban en la leyenda y en el misterio de los montes, los fuimos descubriendo mucho después, cuando aprendimos a cambiar de geografía y a alejarnos de la sombra del rancho.

Fue en ellos donde aprendimos que la primavera florece. Para setiembre el perfume de los paraísos llenaba los patios y el viento del este metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan fuerte como los naranjos, pero su perfume era más parejo. Parecía como que abarcara más ancho. A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá de los corrales.

También nos enseñaron cómo el otoño despoja las realidades y las prepara para cuartear el invierno. Concentrando su savia por dentro en espera de nuevas primaveras, amarilleaban su follaje y el viento amontonaba y desamontonaba las hojas que ellos iban entregando.

En otoño no se esperaba la tarde del sábado para barrer los patios. Se los limpiaba en cada amanecer.

¡Cuántas cosas nos enseñaron los dos viejos paraísos, nada más que con callarse! Fue apoyado en sus troncos, con la cara escondida con el brazo, donde puchereamos

nuestros primeros lloros después de las palizas. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse de nuestros suspiros entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras primeras reflexiones internas de niños castigados. Y en el silencio de sus arrugas, guardaron junto con nuestros lagrimones esas primeras experiencias nuestras sobre la justicia, la culpa, el castigo y la autoridad.

Y luego, cansados de una reflexión que nos quedaba grande y agotada nuestra gana de llorar, nos alejábamos de sus troncos y reingresábamos a la euforia de nuestros juegos y de nuestras peleas.

Cuando jugábamos a la mancha, transformaban su quietud en la piedra del “pido” que nos convertía en invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y luego eran la meta que era preciso alcanzar antes que el otro, para no quedar descalificado. Ellos participaron de todos nuestros juegos y fueron los confidentes de todos nuestros momentos importantes.

Escondidos detrás de sus troncos, nuestra timidez y viveza de chicos de campo espiaba a las visitas de forasteros, mientras escuchábamos nuevas palabras, otra manera de pronunciarlas y nuevos tonos de voz, que luego se convertían en material de imitación y de mímica para las comedias infantiles en que remedábamos a las visitas. Así fue como aprendí la palabra “etcétera”, que me causó una profunda hilaridad, y que al repetirla luego a cada momento y para cualquier cosa, nos hacía reír a todos en la familia. En mi familia siempre producían hilaridad las palabras esdrújulas.

Al llegar la noche, todo nuestro mundo amigo se atrincheraba alrededor de los paraísos. El farol que se colgaba de una de sus ramas creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos pertenecía en este mundo. Más allá estaba el reino de la noche desde donde nos venían los gemidos de las ranas sorprendidas por las culebras; y hacia donde los perros hacían rápidas salidas para defender nuestro reino sitiado. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro puerto de luz algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras que había logrado ubicar el faro de nuestra lámpara suspendidas de las ramas de los paraísos. Desde lo más hondo de la noche remaban hacia la lámpara miles de insectos: las luciérnagas describían amplios círculos de luz alrededor de los paraísos, y a veces volvían a hundirse en la inmensidad sideral de la noche como pequeños cometas de nuestro pequeño sistema solar. Otras veces, encandiladas por la luz del farol, terminaban en nuestras manos llenándolas de todo eso misterioso que brilla en las noches.

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Cuando me vine hacia el sur, la imagen de los paraísos vino conmigo, y conmigo fue creciendo al ritmo de mi propio crecimiento. Los veía simplemente como parte de mi propia historia.

Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos familiares. Sí. Eran los mismos: ocupaban el mismo sitio; los aseguraban las mismas raíces y los identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos.

Y sin embargo me parecieron más pequeños. Cierto: la cabellera de sus copas había raleado, y tal vez sus ramas ya no fueran tan flexibles. Pero fundamentalmente habían quedado iguales; idénticos. No fue por haber cambiado por lo que me resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos lo que había crecido, lo que me daba de ellos una visión distinta.

Quizá no es que los viera más pequeños; sino que ya no me parecían tan altos, ni tan ancha su sombra, ni tan difíciles de subir, ni tan imprescindibles dentro de la geografía del mundo que me tocaba habitar. Mientras tanto, yo ya había conocido otros árboles grandes, importantes, útiles o amigos, y a lo mejor había adornado inconscientemente con esas dimensiones prestadas a mis dos viejos paraísos familiares.

Ahora, al verlos en su realidad concreta, desmitizados de mis adornos fantasiosos, comencé a darme cuenta de sus auténticos límites, de la dimensión concreta de sus ramas. Podría decir que casi afloró a mi conciencia un descubrimiento:

“Mis dos viejos paraísos también tenían su historia.” Historia personal, intransferible. Su existencia no era sólo relación conmigo. También

ellos habían nacido en alguna parte, habían tenido su historia de crecimiento, para luego ser trasplantados juntos y compartir la historia de un mismo patio. El estar allí, el compartir su vida con nosotros, su sombra y el ciclo de sus otoños y primaveras, era el resultado de decisiones que bien hubieran podido ser distintas, y con ello totalmente otra mi propia historia y mi geografía personal.

Me di cuenta de la tremenda responsabilidad de sus decisiones; cosa que ningún otro árbol había tenido, ni jamás podría tener en mi vida.

Y pienso que, si hoy todo árbol es mi amigo, esto se debe a la calidez de amigo que supe encontrar allá en mi emplumar, en aquellos dos paraísos familiares. Ellos dieron a mis ojos, a mi corazón y a mis manos, esa imagen primordial que trataría de buscar en cada árbol luego en mi vida.

Insisto. Esto lo empecé a ver y a comprender cuando desmiticé a mis dos viejos paraísos de todo lo que no era auténticamente suyo. Cuando comprendí que también ellos tenían unas dimensiones concretas y relativamente pequeñas; cuando les descubrí sus carencias y cuando supe que su existencia almacenaba, como la mía una cadena de decisiones personales, y no un mero sucederse de preexistencias sin historia. Cuando me di cuenta de que tenían menos dimensiones de las que yo me imaginaba, y más méritos de los que yo suponía.

Hoy aquel patio familiar existe sólo en mi recuerdo. Los dos paraísos han dejado en pie dos grandes huecos de luz. Buscando sus copas mis ojos miran para arriba y se encuentran con el cielo.

No han muerto. Y pienso que no morirán nunca, porque rama a rama se van quemando en el fogón familiar, y de cada astilla que se ha vuelto ceniza se ha liberado la tibieza que calienta nuestros inviernos. Y sus troncos rugosos se han vuelto tablas de la mesa familiar que nos seguirá reuniendo a los hermanos distantes para compartir el pan.

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Los dos paraísos. Lectura

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Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué se describe en el relato? ¿Qué recuerdos se entrelazan en el relato? ¿Qué cambio experimentó el autor, en relación a estos dos árboles? ¿Qué descubrió? ¿Qué reflexiona el autor, contemplando esta historia, parte de su vida? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

OJOS EMBRUJADOS

El Abad Arsenio hacía muchos años que vivía en el desierto. Se había retirado a la

soledad a fin de luchar contra todos los engaños del diablo, y así poder mirar las cosas con ojos simples y ver sólo lo que Dios veía. Muchos años le había costado esa lucha, hasta que finalmente Dios en su misericordia le había concedido la gracia de ver la realidad de las cosas. Es decir, ver las cosas con los ojos de Dios, simple y puramente. Vivía desierto adentro, tres días de camino.

Al borde del desierto había una ciudad. Y en ella vivía un matrimonio de personas ya mayores, que tenían sólo una hija adolescente, por la que estaban más que preocupados. Permanentemente se sentían angustiados por la jovencita, a la que tenían acobardada a consejos, tratando de evitarle los peligros propios de su edad. La verdad era que su hija daba bastantes motivos para que sus padres se preocuparan, ya que estaba en esa etapa de la vida en que se vive sin ver los peligros reales e imaginándose todas las oportunidades como posibles.

Un día la angustia se les hizo espesa. Había llegado el rumor de que se acercaba a la ciudad una compañía de brujos, con su circo de animales, sus camellos llenos de campanillas, y toda su hechicería a cuestas. Sobre todo se hablaba mucho del Brujo Mayor, hombre de poder maléfico, que con su sola mirada era capaz de seducir a una joven y convertirla en una animal que luego utilizaba para sus pruebas en el circo. En aquella época se creía que los animales amaestrados, eran en realidad personas convertidas en tales por arte de encantamiento, y que por ello junto a su nueva forma animal les quedaban restos de comprensión humana.

Imagínense el terror que se apoderó de los padres de la muchacha al saber que la compañía de brujos se acercaba al poblado, y que su hija no se hallaba en casa. Comenzaron a temer lo peor. Sabía de la imprudencia de ella, y no podían sacarse de la imaginación lo que ocurriría si llegaba a encontrarla en su camino la caravana se aproximaba. Angustiados y con el corazón oprimido cerraron la casa trancando puertas y ventanas. Y cuando sintieron el tropel de las pisadas y el tintinear de las campanillas, no pudieron resistir el acercarse a la puerta espiando por el agujerito del visor lo que pasaba justo frente a su casa. Lentamente fueron desfilando las jaulas con los animales y luego las carretas con los equipajes apilados. Detrás del cortejo, venía el Brujo Mayor, en su camello

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negro, erguido y escrutando con ojos de fuego a su alrededor. No pudieron sacarle la vista de encima. Cuando pasaba frente a su puerta detrás de la que ellos estaban como encandilados mirándolo, vieron que lentamente fue girando la cabeza, hasta que su mirada se clavó en la de ellos a través del pequeñísimo espacio de la mirilla. Un terror frío les corrió por el cuerpo e instintivamente retrocedieron como quemados por aquella mirada.

Ya no les cabía duda. Algo terrible le habría pasado ciertamente a su hija. Esta obsesión se les fue metiendo en el alma a medida que crecía la noche. Sintieron ruidos raros que golpeaban sus puertas y ventanas. Voces misteriosas e incomprensibles que pedían se les abriera. Todo inútil: arrimaron aún más muebles a las trancas y se mantuvieron quietos y templando en el rincón más oscuro de la habitación. Así pasaron aquella horrible noche de vigilia, pensando en la joven que en algún lugar estaría convertida en bestia por encantamiento del Brujo.

Cuando supusieron que sería de día, fueron lentamente retirando muebles y camas, y por último destrancaron las puertas para mirar el mundo exterior. Y allí se confirmaron sus temores y ansiedades. Dormida en el atrio de su casa, estaba tirada su hija convertida en una asna. No hay para qué describir la reacción de gritos, reproches y barbaridades con la que sus padres rubricaron lo que veían sus ojos. Inmediatamente pusieron a la bestia un bozal, y a empujones y latigazos la fueron empujados hasta el corral donde la dejaron amarrada al palenque sin agua y sin comida. Así la tuvieron todo el día, mientras desahogaban su angustia con reproches y reconvenciones.

-¡Viste - gritaban - tenía que sucederte al fin! Nosotros te habíamos dicho. Pero es inútil. Ustedes los jóvenes no quieren escucharnos. Y ahora ¿qué vamos a hacer?

Finalmente, desesperados, decidieron ir a consultar al abad Arsenio; quizá él con su poderosa intercesión pudiera desembrujar a su hija para que recobrara su ser original. Y diciendo y haciendo, emprendieron el viaje.

Atada con su cabestro por el bozal, y a gritos y empujones, fueron haciendo los tres días de camino desierto adentro hasta llegar al lugar en que Arsenio habitaba. Al ver de la colina su celda, dejaron allí atada a la asna y fueron corriendo y llorosos a postrarse a los pies del anciano suplicándole que desembrujara a su hija que había quedado convertida en una asna por encantamiento maléfico. Le contaron todo lo sucedido, detallándole el momento en que se sintieron flechados por la mirada terrible del Brujo Mayor que pasara frente a su casa, y que no les viera más que los ojos ansiosos detrás de la mirilla.

Con calma Arsenio los consoló y les pidió que lo acompañaran hasta el lugar donde habían dejado atada a la joven. Al acercase les preguntó:

-¿Dónde está la asna, de la que hablan? Yo no la veo. -¿Cómo no la ves? Está delante tuyo - le respondieron. Pero el anciano insistió en que él no veía asna alguna. Lo que sus ojos veían era una

muchacha aterrorizada, castigada y humillada a la que tenían atada con un bozal y cabestro, y que lo miraba con miedo, sin entender nada. Entonces el anciano levantó sus ojos al cielo y oró. Y Dios lo iluminó para que de pronto comprendiera todo. Miró profundamente a los ojos atemorizados de los padres y les ordenó que se arrodillaran. Y entonces suplicó:

-Padre Santo. Señor de la luz y la verdad. Dígnate librar a estos tus hijos de la mentira que hay en sus ojos, para que vean la verdad de su hija.

Y diciendo esto trazó sobre su vista la señal de la cruz. Como si un velo se les hubiera quitado, ellos vieron desaparecer la imagen de la asna, y reencontraron la de su hija maltrecha y asustada.

La que estaba embrujada no era la muchacha, sino los ojos de sus padres, obsesionados por el miedo y la angustia.

En mi vida de monje, he visto muchas veces el reverso de este cuento. He conocido muchos jóvenes que tenían los ojos embrujados y eran incapaces de ver la verdad de sus padres. Donde ellos no descubrían más que seres celosos y chapados a la antigua, que

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nada comprendían, la verdad demostraba una pareja de padres cariñosos y sinceramente responsables del bien de su hijo.

Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Ojos embrujados. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Quién era el abad Arsenio? ¿Qué don importante había recibido? ¿Qué sucede con los padres del relato y su hija? ¿Cómo era su relación, qué

dificultades tenía? ¿Qué les pasa cuando llega el circo a su pueblo? ¿Qué consejo y ayuda reciben del abad? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

EL CANDIL DE LA NONA

Ha quedado en mi recuerdo como uno de esos objetos sin edad. Como si a fuerza de estar y de alumbrar, hubiera logrado vencer el tiempo y

permanecer. Era una lámpara antigua de bronce. Tampoco podría afirmar, al revivirla hoy en mi

recuerdo, si lo que la adornaba eran dibujos o simplemente arrugas con las que la vida y los acontecimientos habían ido ganándole un rostro.

Tenía ese noble color del bronce, y la capacidad de alumbrar en silencio. Era una lámpara con pie. Cuando se la encendía, se la colocaba siempre en el centro

de la mesa familiar. De ahí que su recuerdo lo tengo acollarado a las noches de invierno. Porque en verano vivíamos a la intemperie, y entonces no se usaba la lámpara, sino un farol que se colgaba de las ramas del árbol del patio.

Pero la lámpara de bronce tenía esa rara cualidad de crear la intimidad. Objeto quedado, de entre miles de objetos idos, la vieja lámpara de bronce parecía haber asumido en lo más íntimo de sí su propia soledad, y quizá fuera de allí de donde sacara esa misteriosa fuerza para crear la comunión.

Cuando entrada la noche se encendía la lámpara, parecía que su luz quieta hiciera crecer a su alrededor el silencio, y no sé qué misterio viejo. Mirando su llamita, los niños dilatábamos las pupilas, y quietos de cuerpo y alma, remábamos tiempo adentro. Hacia esa época legendaria en que grandes vapores llenos de inmigrantes avanzaban por el mar hacia nosotros. En uno de ellos había venido a desembarcar en nuestra mesa aquella lámpara.

Entre nosotros su luz creaba esa misteriosa realidad de hacernos sentir con raíces, viniendo de un tiempo viejo. Sabíamos que en otros tiempos su luz había alumbrado fiestas bulliciosas; que en ocasiones había creado la sombra precisa para ocultar una mirada

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furtiva; y que su llama había mantenido la luz necesaria para alimentar las confidencias. En aquellos tiempos viejos, quizá había sido en las noches de la llanura la única

respuesta de luz en leguas a la redonda, para el diálogo de nuestros abuelos con las estrellas.

No la sentíamos vieja. Porque intuíamos que había superado el tiempo. De la misma manera no nos atrevíamos a llamar vieja a una fruta madura. Madura de alumbrar, había terminado por asumir la vida en sí misma. Uno sabía que esa madurez de vida era el combustible que le permitía seguir alumbrando quieto.

Porque tenía una rara manera de alumbrar sin hacer ruido: tenía una luz mansa. Aparecía entre nosotros a eso de la oración; y su presencia en la mesa familiar

convertía en liturgia esos ritos primordiales de partir en cada plato la polenta humeante y el guiso oscuro y fuerte.

Cuando luego de unos años de ausencia volví a mi familia, la vieja lámpara ya no estaba allí con su color bronce y su luz mansa. Pero su ausencia seguía creando ese hueco de silencio familiar.

El candil de la nona fue en mi vida uno de esos objetos vivientes que me enseñaron que los humanos también tenemos raíces.

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento El candil de la nona. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). El relato está armado sobre un objeto, ¿cuál era este objeto? ¿Por qué era significativo para el autor? ¿Qué recuerdos evoca esta lámpara de la abuela? ¿Qué descubre el autor, evocando este recuerdo, parte de su vida? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

SORGO Y CHAMICO

El sorgo estaba chico. Tal vez a no más de una cuarta de altura. Y el verano había

exagerado la sequía con varios días de viento norte. A la hora de la siesta era casi preferible no mirar el sorgal. Su aspecto era más vale

desalentado. Chamuscado como estaba por el calor y el viento norte, el pequeño sorgal mostraba el sufrimiento de la sequía.

Sólo el chamico parecía gozar de privilegio. Aunque mirado bien y de cerca, también él mostraba los efectos de la sequía. Lo malo era que había mucho chamico. Y para el sorguito eso representaba un doble peligro.

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Un peligro presente, ya que el chamico - nacido antes que el sorgo - lo aventajaba en vigor y le quitaba gran parte de la poca humedad que tenía esa tierra resecada por el sol del verano que empezaba recién. Y además era un peligro futuro. Sorgo y chamico semillarían juntos. Y juntos terminarían en los silos, y juntos pasarían a la molida. Y dicen que la semilla de chamico es venenosa. Que hace abortar a las preñadas. Y era una pena que el fruto de ese sorgal destinado a alimentar a los demás, estuviera envenenado por el fruto abortivo del chamico.

Había que tomar una decisión. Me llamaron para que viera el sorgal. A esa hora el sol ya apretaba, y el viento norte se dejaba sentir.

¡Me dio pena el sorgo! Había algo de tristeza en sus hojas, un cierto cansancio y ganas de no seguir aguantando más. El chamico aparecía potente, con sus hojas anchas y redondas, junto a las hojas afiladas de las plantitas del sorgal.

Una solución parecía imponerse. La de los manuales. Una fumigación con herbicida, si fuera posible esa misma tarde. Fumigación aérea era, o parecía ser, lo más seguro, lo más rápido. Al no estar todavía protegido por el sorgo, el chamico presentaba toda su superficie a la fumigación y el efecto del herbicida ofrecía la seguridad de realizarse sobre la maleza. Tomándolo de tardecita, con viento quieto y algo de rocío, el herbicida quedaría sobre las hojas. A la mañana siguiente, con el apretar del sol, el castigo del veneno actuaría con todos sus efectos.

Sí. Todo eso estaba bien, pensando en la manera de frenar o eliminar el chamico. Pero ¿y el sorguito?

Estaba el sorguito justo en ese momento de su crecimiento en que abiertas sus hojas, ofrece el follaje al aire y a la luz mostrando su cogollo central, esa zona donde se genera la vida. El herbicida entraría también allí y seguramente haría su efecto.

Era un pésimo momento para fumigarlo. Ni demasiado chico, ni demasiado grande. Y además sufrido por la dura experiencia de una sequía que lo venía maltratando casi desde su madrugar.

El peligro estaba en que el sorguito no aguantaría la sacudida de la fumigación. Tal vez terminara por secarse definitivamente. Y aunque quizá no se llegara a eso, era seguro que el tratamiento frenaría su desarrollo y que el rinde del sorgal perdería un gran porcentaje en el momento de la desgranada.

La decisión, ustedes comprenderán, no podía tomarla basándome en la bronca al chamico. Tenía que tomarla por amor al sorgal. En definitiva, ustedes estarán de acuerdo: lo que importaba en aquel campo no era la no existencia del chamico, sino la abundancia del sorgo.

Y el sorgo aquel aquella tarde no se fumigó. Tal vez no fuera una decisión de ingeniero; era simplemente un manejo de chacarero. De hombre con amor por su campo.

Pero pienso que hubo también detrás otro motivo. Aquel viento norte no podía durar eternamente. Los años pasados en el campo me decían que todo viento norte carga agua, y que al final explota en una tormenta que casi siempre termina en lluvia.

Había que tener fe en el cielo, que era quien podía mandarnos la lluvia. Luego de la tormenta, y con el campo regado por ese llanto de las nubes, era probable

que se pudieran tomar pequeñas decisiones para acompañar el crecimiento. Tal vez entrar a azada, o aporcar los surcos. Tal vez una fumigación terrestre.

En todo caso cosas que exigirían más tiempo, más dedicación, y bastante más esfuerzo. Cosas de las que sólo es capaz un chacarero. Porque él se queda comprometido con el campo. Mientras que el ingeniero prefiere las soluciones rápidas, ya que luego de tomadas, se va y tal vez sólo vuelve para la cosecha.

Para él el resultado se convierte en dato. Para el chacarero, en grano. A veces pienso que en mi vida he tenido dos grandes suertes. La primera es haber nacido en el campo y con eso haber conseguido un profundo

cariño por la tierra y los sembrados. Como a mi tata le faltaba una pierna, siempre lo

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tuvimos en casa y de chiquitos nos hablaba y nos contaba muchas cosas cuando trabajábamos al lado suyo. Mi tata fue un gran hombre.

La segunda suerte que tuve fue que el primer ingeniero con el que me inicié era también un gran hombre. Recorriendo los sembrados, muchas veces me hablaba de sus hijos, de la cooperativa que organizaba en su barrio, y de su amor por los hombres. Fue un gran ingeniero: tenía corazón de chacarero.

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Sorgo y Chamico. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué sucedía en el campo sembrado con sorgo? ¿Qué dificultades había sufrido el sorgal? ¿Cómo estaba su crecimiento entonces? ¿Qué era el chamico? ¿Cuál era su peligro? ¿Qué alternativa se plantea para salvar la cosecha o parte de ella? ¿Qué

inconvenientes tenía esta solución? ¿Qué hace finalmente el chacarero (hombre de campo)? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LOS TRES DESEOS

Érase una noche de invierno. Y en ella una pareja que habitaba un rancho frío, por el

que se colaba el viento pampero haciendo parpadear el candil de sebo que lo alumbraba. Don Ciriaco y la Nemesia, su mujer, aparentemente ya no tenían nada que decirse. Hacía añares que vivían juntos, y los hijos emplumados habían dejado el rancho buscando otros horizontes donde anidar. La ancianidad se les iba acercando despacio como para que tuvieran todo el tiempo de sentirle los pasos cansados.

Se encontraban uno frente al otro, simplemente porque el braserito improvisado con una lata, estaba entre ellos. Sus miradas clavadas en los carbones incandescentes que de vez en cuando chisporroteaban, buscaban mirar realidades muy lejanas. El diálogo ya parecía inútil. Se había desdoblado en dos monólogos interiores en el que cada uno soliloquiaba con sus propios recuerdos.

-¡Velay con mi triste suerte! – se decía Ciricaco -. Haber renunciado a tantas cosas por atarme a la Nemesia. Yo era tropero libre. Sólo los caminos eran mi querencia. Anidaba al sereno, y ente el montado y el carguero repartía mi cuerpo y mis cosas en mi libre andar de pago en pago. Pero un día me embretaron los ojos de la Nemesia, y me dejé pialar de parado nomás. Me aquerenció en este trozo de tierra, y aquí levanté este ranchito lleno de sueños, que ahora de apoco va despajando el pampero, yo que podría haber llegado a

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tener tropilla de un pelo con madrina y cencerro. Yo, que habría podido conocer mundo, aquí estoy, estaqueado entre dos horcones por haber creído que la Nemesia me iba a hacer feliz. Quizá la pobre no pudo dar más. Pero lo mismo. Aquí estoy y es esta mi triste suerte.

También la Nemesia tenía sus recuerdos para rumiar. Ella había sido la flor del pago. Cuántas veces los troperos al pasar habían detenido adrede sus fletes delante del rancho, con cualquier excusa, por el simple deseo de recibir de sus manos el mate cordial y prometedor. Si recordaba patente aquella tarde en que él, mozo guapo, con montado y carguero de tiro, había pedido humildemente permiso para desensillar en cualquier parte, mientras con la mirada decía bien a las claras, cuál era el patio donde quería hacer pie. Tantas cosas había ella soñado aquella noche. Sus ilusiones le habían prometido un futuro feliz, con horizontes infinitamente más amplios que los de aquel rancho que terminaba con la mirada entre los cardos y el pajonal. Lo vio libre, y se imaginó que sería el creador de la libertad. Lo vio fuerte, y lo soñó el distribuidor de la firmeza y la seguridad. No estaba segura de haberse equivocado. Pero sentía pena que no le había podido llenar sus sueños.

Y así estaban los dos, en sus soliloquios, deseando imposibles y desperdiciando oportunidades. Pidiendo a Dios en el secreto de sus corazones todo aquello que creían podría llenar sus anhelos y curar sus frustraciones.

Y Dios los estaba escuchando. Como escucha todo lo que pasa por dentro del corazón de cada uno de nosotros, aunque no nos animemos a sacarlo hecho súplica y palabra. Y Tata Dios en su bondad quiso hacerles dar un paso hacia delante. Eligió a uno de sus mejores chasquis. Mandó al ángel Gabriel que fuera de un volido a llevarles su propuesta.

¡Impresionante el refucilo! A pesar de lo serenito de aquella noche de pampero frío en que las estrellas brillaban como nunca, el rancho fue sacudido por el trueno, y un relámpago lo llenó de luz. La Nemesia se santiguó, como en un conjuro, mientras que Ciriaco levantó instintivamente el brazo izquierdo a la altura de la cara, como si en él tuviera enrollado el poncho.

-¡Nómbrese a Dios! ¡La paz con ustedes! ¡No tengan miedo! – dijo Gabriel con tono tranquilo, como para infundirles confianza.

No podían creer lo que sus ojos veían a pesar del encandilamiento. En su mismo rancho, un ángel del cielo había aparecido, y les hablaba. Si parecía un sueño. Pero no. Ahí estaba, todo resplandeciente, hecho un temblor de luz, trayéndoles un mensaje del mismo Tata Dios para ellos dos.

-¡Nómbrese a Dios! ¡La paz esté con ustedes! – Volvió a repetir el arcángel San Gabriel -. Vengo de parte de Tata Dios para anunciarles que Él ha escuchado lo que ustedes piensan, desean y andan diciéndose en su corazón. Y ahora les manda el siguiente recado: tres deseos se les van a cumplir. Los primeros que ustedes pidan. Usted, doña Nemesia, tiene derecho a pedir individualmente un deseo. El primero que pida en voz alta se le va a cumplir en el acto. Lo mismo para usted, don Ciriaco. Lo primero que se le ocurra en voz alta será cumplido en el acto. Piénselo bien cada uno. Porque más luego, tendrán todavía la oportunidad de un tercer deseo. Pero para que éste se realice tendrán que ponerse de acuerdo los dos y pedirlo en forma conjunta. Ya saben: piénsenlo bien, y que Dios esté con ustedes.

Dichas estas palabras el ángel desapareció como había venido, en medio de un refucilo de luces y temblor de plumas.

Imagínense cómo habrán quedado los dos esposos con semejante sorpresa. No podía hacerse a la idea. Pero al final tomaron conciencia de que la cosa era cierta. La primera en reaccionar fue la Nemesia. Como fuera de sí por la emoción, se levantó de un salto y tomando el banquito donde estaba sentada lo dio vueltas dando la espalda a su esposo, mientras le decía:

- ¡Por favor Ciriaco, no me digas nada, no me hables! Déjame pensar a solar lo que tendré que pedir. – Y luego exclamó para sí: ¡Ay, mi diosito lindo! Quien lo hubiera

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imaginado! Podré al fin cumplir mis sueños. Esos que el Ciriaco nunca pudo darme -. Y extasiada consigo misma comenzó a pasar a toda velocidad la película de sus

sueños, sus deseos y sus ambiciones personales. Pensó en pedir de nuevo la juventud, la belleza, las oportunidades. Luego se imaginó que todo eso era poco. Pediría plata, salud, larga vida. Tampoco así quedaba satisfecha del todo. Debería pedir además amistades, un palacio, vestidos, cantidad de sirvientes, y la oportunidad de hacer fiestas todas las semanas.

Mientras la Nemesia continuaba su soliloquio fantasioso, el Ciriaco hacía más o menos lo mismo. Dando vueltas la cabeza de vaca que le servía de asiento, comenzó a golpearse despacito las botas con la lonja de su rebenque, mientras soltaba la tropilla de ambiciones por los campos de su imaginación. Ya se veía al trotecito del redomón haciendo punta a su tropilla de un pelo, con madrina zaina y cencerro cantor. La estancia que pensaba pedir no tendría límites, y la hacienda que la poblaría no necesitaría ser contada. Hasta donde diera la vista, campo y cielo, todo sería de don Ciriaco.

En estos y otros pensamientos estaban ambos, mientras la noche seguía su curso y el pampero enfriaba cada vez más el interior del rancho. Entumecida por la inmovilidad y la temperatura exterior, la Nemesia volvió a la realidad buscando con los ojos el brasero. Se dio vuelta y volvió a estirar sus manos sobre él para calentarse un poco. Y cayó en la trampa. Al ver aquellas brasas rojas y sobre ellas la parrillita, no va y se le cruza el maldito con una tentación haciéndole imaginar un chorizo chirriando sobre los carbones encendidos. Imaginarlo y desearlo es casi lo mismo. Lo peor fue que lo expresó en voz alta:

-¡Qué hermosas brasas! ¡Cómo me gustaría tener aquí sobre la parrillita un chorizo de dos cuartas de largo asándose!

¡Para qué lo habrá dicho! Aunque ni se le había pasado por la mente que este sería su pedido, de hecho lo fue. Decirlo y suceder fue lo mismo. Porque en ese preciso instante un hermoso chorizo aparecido milagrosamente goteando grasa en el centro del brasero, sobre la parrillita.

Nemesia pegó un grito. Pero ya era tarde. Su pedido estaba realizado. Se quedó atónita mirando el fuego y sintiendo el crepitar de las gotitas de grasa al caer sobre las brasas, mientras un humo apetitosos comenzaba a llenar el rancho. Ciriaco, que casi ni había escuchado a su mujer, volvía la realidad con su grito. Fue ver, y darse cuenta de lo sucedido. Y como era hombre de genio arrebatado y de palabra rápida, también él cayó en la trampa que parecía pensada por el mismo Mandinga. Se levantó de un salto y dirigiéndose a su mujer la apostrofó:

-¡Pero mujer! Tenías que ser siempre la misma. Mirá lo que has hecho. Venir a gastar la gran oportunidad de tu vida pidiendo solamente un miserable chorizo. Si sería como para sacarte zumbando ahora mismo del rancho. Tenías que ser vos, siempre la misma arrebatada, incapaz de pensar con la cabeza antes de meter la pata. ¡Cómo me gustaría que este chorizo se te pegar en la nariz y no te lo pudieras sacar!

¡Para qué lo habrá dicho! Porque el hombre no imaginó que al decir aquello estaba expresando en voz alta su primer deseo. De esto solo se percató cuando ante sus ojos asombrados vio cómo el chorizo pegaba un brinco desde el brasero para ir a colgarse de la punta de la nariz de Nemesia. Imagínense el grito de dolor y de rabia de la mujer al sentir que su nariz ardía por la quemadura, lo mismo que sus dedos al querer sacárselo.

La escena que siguió no es para describir, sino para imaginar. Porque ahora le tocó el turno a la Nemesia, que arremetió con todo lo peor de su abundante vocabulario para hacerle sentir al Ciriaco la enormidad de lo que acababa de realizar. Porque no sólo había malgastado también él su oportunidad, sino que lo había hecho provocándole semejante estropicio a ella.

Todo fue inútil para calmarla. El Ciriaco se arrodilló, suplicó, lloró, prometió, quiso hacer que la Nemesia se calmara para reflexionar. Pero nada. Y no ea para menos. Gritaba pidiendo que se llamara inmediatamente al ángel para que en forma conjunta le pidieran

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que se pudiera sacar de su nariz ese maldito chorizo que la estaba martirizando. Ciriaco sintió que el mundo se le venía abajo. Acababan de desperdiciar ambos su

oportunidad personal, y ahora veía con angustia que tendrían que malgastar también la tercera posibilidad de ser felices, simplemente tratando de arreglar el desastre que habían provocado. Pero no le quedaba otra alternativa que ceder. Y con pena cedió.

El ángel fue llamado. Apareció en el pobre rancho llenándolo nuevamente de luz. Escuchó con bondad la súplica compungida del hombre en favor de su mujer, y simplemente dijo:

-¡Hágase como ustedes han deseado! En aquel mismo instante todo volvió a estar como al principio. Solamente que a la pobre

Nemesia le quedó ardiendo la nariz, y por todo el rancho los cuzcos y perros grandes andaban husmeando en busca del chorizo desaparecido.

A veces se me ocurre pensar que el cuento podría haber terminado diferente, si lo hubiera podido inventar yo. Me lo imaginaría al Ciriaco tomándolo de las manos a la Nemesia, y mirándola profundamente a los ojos, le diría:

-Al fin tengo la oportunidad de cumplir tus sueños. Quisiera saber cuáles son tus esperanzas y anhelos, porque deseo gastar esta gran oportunidad de mi vida, en tu favor.

Emocionada la Nemesia le respondería más o menos de la misma manera. Gastaría su oportunidad pidiendo que se cumplieran los sueños de Ciriaco.

Y todavía les quedaría la tercera posibilidad conjunto. Sugiero que la piensen ustedes mismos. Porque este cuento tiene que completarlos cada uno según el momento del cuento en que esté.

Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Los tres deseos. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Quiénes son los protagonistas? ¿Quién se acerca y para qué? ¿Cómo reacciona cada uno de los esposos? ¿Qué sucede con los deseos? ¿Cómo termina la historia? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

LO INMEDIATO Y LA NOCHE

La abundancia de luz nos regala lo inmediato. Es nuestro este árbol, este pájaro, esta

flor. Nuestra mirada se aquerencia en lo que está cerca, en los que nos rodea. Nos quedamos quietos en medio de nuestra jaula de cosas, y todo viene hasta nosotros traído por esa luz que abunda. Los colores, las formas, el movimiento: todo llega hasta nosotros,

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como llega el alimento hasta el enjaulado que termina por creerse el centro de todo lo que existe.

La jaula de la luz abundante puede amputar en nosotros la capacidad de volar. Y el que es incapaz de volar, termina por reducir la realidad a su pequeña realidad. Todas estas cosas que él cree poseer, y que en realidad lo poseen a él, pueden terminar por convertirse para él en lo único que existe; o en lo único que vale la pena pensar que existe. Terminará así por olvidar que en su misma tierra existen desiertos y ríos, montañas con nieve y selvas con pájaros en libertad. Terminará por no importarle que existan océanos y hombres que los navegan. Aunque sepa que existen otros mundos más allá de su propio planeta, esos mundos no le interesan para nada, y piensa que nada tiene que aportarle a su vida de jaula en su pequeña geografía satisfecha.

Y es entonces cuando viene la noche. La noche que nos empobrece radicalmente. Que al quitarnos la luz, nos arrebata todo lo inmediato. La noche que desenjaula en nuestro interior todos esos viejos miedos; que nos hace sentir pobres y desprotegidos. Que nos vuelve a hacer sentir la necesidad de creer en el ángel de la guarda. En que nuestro niño se despierta y vuelve a buscar refugio en su madre.

Y la noche, al quitarnos con la luz la presencia de lo inmediato, vuelve a encender allá arriba, muy lejos, la luz de las estrellas inmensas.

Porque las estrellas necesitan de la oscuridad para poder brillar. O tal vez no sean las estrellas las que necesiten de la oscuridad. En realidad somos nosotros los que necesitamos ser liberados de nuestra pequeña jaula luminosa, para así ser capacitados de poder ver esos inmensos astros de las lejanías que estaban allí, brillando desde siempre. Porque al arrebatarnos lo inmediato, la oscuridad nos capacita para ver lo real que brilla mucho más lejos. Nos ensancha el horizonte a las dimensiones del universo. Obliga al hombre a emprender el vuelo. La presencia de las estrellas en la noche ha permitido a los hombres largarse tierra adentro, hacerse navegantes.

Cuando la oscuridad de un hombre se preña con una estrella, su Noche mala se convierte en Noche Buena. La oscuridad nos da la oportunidad del silencio y nos capacita para la búsqueda. Nos obliga a ir hombre adentro y nos invita a adentrarnos en el mar. Hay estrellas inalcanzables que regalaron a ciertos navegantes audaces nuevos continentes. Eran hombres con capacidad de largarse al mar, mineros de la noche con la sola luz de una estrella.

Lo fecundo de la noche no está en que nos libera de las cosas inmediatas, sino que libera en nosotros la capacidad de ver más allá de lo inmediato. Nos obliga a ver lo exigente más allá de lo útil. Nos hace superar la necesidad y nos hace crecer hasta el deseo. Por eso nos capacita para la renuncia.

El dolor y la pobreza son fecundos, sólo si nos capacitan para volar. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Lo inmediato y la noche. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿De qué nos habla el autor en el cuento? ¿Por qué habla de la jaula de la luz?

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¿Qué nos dice de la noche y las estrellas? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LA ESPIGA Y LA VIDA

La misión de la espiga nos es ser el lugar definitivo para la semilla. Cada semilla debe

asumir la vida de una manera tan suya y personal, que pueda vivirla independientemente de la espiga en la que maduró. Toda semilla que quiera cumplir con su vocación de vida, y con su misión por los demás, debe aceptar la deschalada y el desgrane. Sólo si ha asumido su vida en plenitud y de una manera personal, será capaz de seguir viviendo luego de la desgranada. Y así podrá incorporarse al gran ciclo de la siembra nueva.

Si su vida es auténtica y acepta hundirse en el surco de la tierra fértil, su lento germinar en el silencio aportará al sembrado nuevo una planta absolutamente única, pero que unida a las demás, formará el maizal nuevo.

No es el maizal el que valoriza la identidad de las plantas. Es el valor irremplazable de cada planta en su riqueza y fecundidad lo que valoriza al maizal.

No es la sociedad nueva la que creará los hombres nuevos. Son los hombres nuevos quienes formarán la nueva sociedad.

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

LA INDECISIÓN

Lo habían agarrado en flagrante delito de robo, y no existían circunstancias atenuantes

que lo justificaran. A pesar de todas sus negativas no pudo evitar que la justicia lo mandara a la muerte.

Cierto, había tratado de mostrarse sereno y había logrado impresionar a sus mismos jueces. Todavía le quedaba un poco de humor, y decidió jugarse hasta la última carta. Trataría al menos de ganar tiempo, para vivir un rato más.

Cuando le leyeron la sentencia que lo condenaba a la horca, la escuchó con calma, y concluyó la sesión preguntado si tendría la oportunidad de expresar su último deseo. Era imposible que se lo negasen. Y así fue. Se lo concedieron, antes aún de averiguar de qué se trataba.

-Quisiera – dijo – ser yo mismo quien elija el árbol en cuya rama tendré que ser ajusticiado.

Aunque la petición pareció a los jueces un tanto romántica para lo dramático de las circunstancias, no hubo inconvenientes en concedérsela. Le designaron un piquete de cuatro guardias para que lo acompañaran en el recorrido por el bosquecito de las afueras de aquella vieja ciudad medieval, en la que este suceso se desarrollaba conforme a las costumbres y procederes de la época.

Más de tres horas duró la caminata, que impacientó a todos, menos al interesado, que gastaba su tiempo desaprensivamente observando con superioridad e ironía cada árbol y cada gajo que podría ser su último punto de apoyo sobre esta tierra de la que se despediría en breve. Los miraba y estudiaba minuciosamente, para desecharlos luego casi con desprecio. No sería una miserable planta con tantos defectos la que tendría el honor de

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cargar con su partida. De esta manera fue pasando de árbol en árbol, hasta que hubo inspeccionado todos los posibles.

De nuevo ante el juez, expresó así sus conclusiones: -¡Señor juez! ¿Quiere que le diga la verdad? No hay ninguno que me convenza. Murió lo mismo. Y sin haber elegido. Tengo dos amigos. Uno de ellos ha llegado a la convicción de que debería consagrar su

vida a Dios. Pero todavía no ha encontrado ninguna congregación que lo convenza. El otro cree en el amor. Pero no cree en las mujeres.

Me temo que los dos van a morir sin haber elegido. Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

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una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Qué sucede con el protagonista? ¿Qué pedido realiza? ¿Lo lleva a cabo? ¿Por qué? ¿Cómo termina su vida? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

ELIGIENDO CRUCES

Esto también es del tiempo viejo, cuando Dios se revelaba en sueños. O al menos la

gente todavía acostumbraba a soñar con Dios. Y era con Dios que nuestro caminante había estado dialogando toda aquella tarde. Tal vez sería mucho hablar de diálogo, ya que no tenía muchas ganas de escuchar sino de hablar y desahogarse.

El hombre cargaba una buena estiba de años, sin haber llegado a viejo. Sentía en sus piernas el cansancio de los caminos, luego de haber andado toda la tarde bajo la fría llovizna, con el mono al hombre y bordeando las vías del ferrocarril hacía tiempo que se había largado a linyerear, abandonando, vaya a saber por qué, su familia, su pago y sus amigos. Un poco de amargura guardaba por dentro, y la había venido rumiando despacio como para acompañar la soledad.

Finalmente llegó mojado y aterido hasta la estación del ferrocarril, solitaria a la costa de aquello que hubiera querido ser un pueblito, pero que de hecho nunca pasó de ser un conjunto de casas que actualmente se estaban despoblando. No le costó conseguir permiso para pasar la noche al reparo de uno de los grandes galpones de cinc. Allí hizo un fueguito, y en un tarro que oficiaba de ollita recalentó el estofado que le habían dado al mediodía en la estancia donde pasara la mañana. Reconfortado por dentro, preparó su cama: un trozo de plástico negro como colchón que evitaba la humedad. Encima dos o tres bolsas que llevaba en el mono, más un par de otras que encontró allí. Para taparse tenía una cobija vieja, escasa de lana y abundante en vida menuda. Como quien se espanta un

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peligro de enfrente, se santiguó y rezó el Bendito que le enseñara su madre. Tal vez fuera la oración familiar la que lo hizo pensar en Dios. Y como no tenía otro a

quien quejarse, se las agarró con el Todopoderosos reprochándole su mala suerte. A él tenían que tocarle todas. Pareciera que el mismo Tata Dios se las había agarrado con él, cargándole todas las cruces del mundo. Todos los demás eran felices, a pesar de no ser tan buenos y decentes como él. Tenían sus camas, su familia, su casa, sus amigos. En cambio aquí lo tenía a él, como si fuera un animal, arrinconado en un galpón, mojado por la lluvia y medio muerto de hambre y de frío. Y con estos pensamientos se quedó dormido, porque no era hombre de sufrir insomnios por incomodidades. No tenía preocupaciones que se lo quitaran. En el sueño va y se le aparece Tata Dios, que le dice:

-Vea, amigo. Yo ya estoy cansado de que los hombres se me anden quejando siempre. Parece que nadie está conforme con lo que yo le he destinado. Así que desde ahora le dejo a cada uno que elija la cruz que tendrá que llevar. Pero que después no me vengan con quejas. La que agarren tendrán que cargarla para el resto del viaje y sin protestar. Y como usted está aquí, será el primero a quien le doy la oportunidad de seleccionar la suya, vea, acabo de recorrer el mundo retirando todas las cruces de los hombres, y las he traído a este galpón grande. Levántese y elija la que le guste.

Sorprendido el hombre, mira y ve que efectivamente el galpón estaba que hervía de cruces, de todos los tamaños, pesos y formas. Era una barbaridad de cruces las que allí había: de fierro, de madera, de plástico, y de cuanta material uno pudiera imaginarse.

Miró primero para el lado que quedaban las más chiquitas. Pero le dio vergüenza pedir una tan pequeña. Él era un hombre sano y fuerte. No era justo siendo el primero quedarse con una tan chica. Buscó entonces entre las grandes, pero se desanimó enseguida, porque se dio cuenta que o le daba el hombro para tanto. Fue entonces y se decidió por un tamaño medio: ni muy grande, ni tan chica.

Pero resulta que entre éstas, las había sumamente pesadas de quebracho, y otras livianitas de cartón como para que jugaran los gurises. Le dio no sé qué elegir una de juguete, y tuvo miedo de corajear una de las pesadas. Se quedó a mitad de camino, y entre las medianas de tamaño prefirió una de peso regular.

Faltaba con todo tomar aún otra decisión. Porque no todas las cruces tenían la misma terminación. Las había lisitas y parejas, como cepilladas a mano, lustrosas por el uso. Se acomodaban perfectamente al hombro y de seguro no habrían de sacar ampollas con el roce. En cambio había otras medias brutas, fabricadas a hacha y sin cuidado, llenas de rugosidades y nudos. Al menor movimiento podrían sacar heridas. Le hubiera gustado quedarse con la mejor que vio. Pero no le pareció correcto. Él era hombre de campo, acostumbrado a llevar el mono al hombro durante horas. No era cuestión ahora de hacerse el delicado. Tata Dios lo estaba mirando, y no quería hacer mala letra delante suyo. Pero tampoco andaba con ganas de hacer bravatas y llevarse una que lo lastimara toda la vida.

Se decidió por fin y tomando de las medianas de tamaño, la que era regular de peso y de terminado, se dirigió a Tata Dios diciéndole que elegía para su vida aquella cruz.

Tata Dios lo miró a los ojos, y muy en serio le preguntó si estaba seguro de que se quedaría conforme en el futuro con la elección que estaba haciendo. Que lo pensara bien, no fuera que más adelante se arrepintiera y le viniera de nuevo con quejas.

Pero el hombre se afirmó en lo hecho y garantizó que realmente lo había pensado muy bien, y que con aquella cruz no habría problemas, que era la justa para él, y que no pensaba retirar su decisión. Tata Dios casi riéndose le dijo:

-Ven, amigo. Le voy a decir una cosa. Esa cruz que usted eligió es justamente la que ha venido llevando hasta el presente. Si se fija bien, tiene sus iniciales y señas. Yo mismo se la he sacado esta noche y no me costó mucho traerla, porque ya estaba aquí. Así que de ahora en adelante cargue su cruz y sígame, y déjese de protestas, que yo sé bien lo que hago y lo que a cada uno le conviene para llegar mejor hasta mi casa.

Y en ese momento el hombre se despertó, todo adolorido del hombre derecho por haber

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dormido incómodo sobre el duro piso del galpón. A veces se me ocurre pensar que si Dios nos mostrara las cruces que llevan los demás,

y nos ofreciera cambiar la nuestra, cualquiera de ellas, muy pocos aceptaríamos la oferta. Nos seguiríamos quejando lo mismo, pero nos negaríamos a cambiarla. No lo haríamos, ni dormidos.

Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Eligiendo cruces. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Qué sucede con el protagonista? Caracterizar al protagonista. ¿Cuál es su queja? ¿Qué le propone Dios? ¿Cómo es el proceso de su elección? ¿Qué elige finalmente? ¿Qué le muestra Dios entonces? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

EL NÓMADA Y LA SIEMBRA

El hombre niño vivía tironeado entre el miedo y el asombro. Y cada una de esas

realidades las vivía por sí mismas; desconectadas las unas de las otras. Cuando el trueno bramaba, acurrucado en su caverna temblaba por su vida. Toda su

vida se refería a la tormenta en ese momento. Cuando el sol aparecía, olvidaba el vendaval y gozaba del fresco aire y de la luz. El hombre niño era recolector. Dividía a los árboles entre frutales y silvestres, según le

dieran fruta o no. Distinguía a los animales entre mansos y salvajes. Llamaba manso al animal que lo acompañaba, y salvaje al que le huía o lo atacaba.

No. No era un turista. Se sentía menos importante que la tierra, a la que no sentía como amante sino como madre. No era un turista, era un nómada. Vivía de la búsqueda: por eso florecía en asombros y se marchitaba en angustias. Vivía de lo que encontraba y por eso trashumaba por la tierra en busca de frutos, raíces y semillas.

Gozaba y sufría al ritmo de sus hallazgos y de sus decepciones. No comprendía el porqué de la dureza del carozo encerrado en el dulzor de la fruta madura. A veces, presionado por el hambre al final de los inviernos, volvía a buscar el carozo y se entristecía al encontrarlo germinado en tallo, inútil ya como alimento. Y se iba decepcionado sin entender el sentido del carozo. ¡Cuántas veces malgastó frutas y desperdició semillas, porque tenía ya el hambre saciada! Pero la tierra madre velaba por su hombre niño, y recogía esas semillas y esas frutas mordidas a medias, para hacerlas germinar en nuevas entregas.

Tal vez haya sido su decepción hecha experiencia frente al germinar de los carozos; tal

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vez haya sido el hambre o su recuerdo en los días de abundancia. Lo cierto es que a medida que iba creciendo, el hombre niño se fue aquerenciando en la tierra. Se dio cuenta de que podía ser algo más que recolector. De que si sembraba una semilla, luego de la espera tendría allí un puñado de semillas; de que si regaba una planta, la planta florecía. Comenzó a realizar actos de fe en la tierra; y sembró esa tierra con amor y tuvo en ella esperanza.

Y el hombre se hizo agricultor y sedentario. Ya no buscaba semillas en la tierra; sembraba la tierra con semillas y aguardaba las

cosechas. Conoció que la tierra tiene sus ciclos, y aprendió a respetar los ciclos de la tierra. Y se dio cuenta de que eso tenía que ver con las estrellas. Mucho tiempo después, cuando se convirtió en navegante, descubrió que su tierra también era como una estrella. Que también él navegaba en los espacios, habitante de una estrella.

Porque lo importante, lo que alimenta a un hombre que ha crecido, no es la habilidad para encontrarle sentido a la vida. Lo que importa es ponerle sentido a cada acontecimiento de nuestra vida. Dios nos ha regalado una semilla: su Palabra. Su palabra para nosotros; su plan concreto para sembrar nuestra vida. A nosotros nos toca, bajo su mirada buena, sembrar de sentido los acontecimientos de nuestra vida, que marcha hacia la trilla violenta de la muerte, donde lo que perdurará será la semilla, teniendo que abandonar el rastrojo que hasta allí la hizo posible.

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento El nómada y la siembra. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿De qué nos habla el autor en el cuento? ¿Cómo caracteriza al hombre nómada? ¿A partir de qué va madurando su cambio? ¿Cómo caracteriza al hombre sedentario? ¿Con qué compara la semilla, la siembra y la cosecha? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

UN TROPIEZO

El Chaco ardía en el algodonal. Mediaba enero, y Ciriaco se había levantado muy

temprano a fin de aprovechar el fresco de la mañana para pegar la última carpida al tabloncito de algodón que tenía en un claro del monte, como a siete cuadras de las casa. Comenzaban ya a preñarse los capullos tratando de reventar en una mano abierta que regalaba la blanca fibra.

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Serían cerca de las once de la mañana. Estaba con la azada en la mano desde las cinco, y ahora el cansancio se desparramaba por su cuerpo lo mismo que el sudor que lo deshidrataba dejándole huellitas de sal al secarse. Tenía sed y esperaba llegar cuando antes a su rancho para refrescarse bajo el chorro de agua de la bomba y beber después despacio y a sorbos lentos. Conocía los peligros del agua fresca para el que la bebe con ansia y con el cuerpo recalentado por las faenas del campo.

Decidió acortar el camino. En lugar de hacerlo por la huella que bordeaba un rastrojo viejo lleno de malezas, lo cortó derecho por entre los yuyos altos y la gramilla espesa. Con la azada al hombro, y arrastrando a medias sus viejas alpargatas, trataba de avanzar por entre el malezal donde el año anterior había tenido la chacra. Iba distraído de lo que hacía y concentrado en lo que le esperaba. Ni tiempo tuvo de darse cuenta, cuando sus pies tropezaron en un gran bulto que estaba escondido entre el pastizal.

No hubo manera de evitar la costalada. Instintivamente arrojó a un lado la azada, para no lastimarse con ella, y dejó que el cuerpo cayera lo más flojo posible, para evitar quebraduras. Se dio un tremendo golpe que apenas si lograron mitigar las ramas del yuyo colorado que lo recibió, junto con algunas rosetas traicioneras. Desde adentro le nació la necesidad de desahogarse con una maldición. ¡Lo que le faltaba al día!

Pero se contuvo. Si había tropezado, con algo sería. ¿Y si aquello fuera una sandía? Se puso de pie, y recogiendo la azada, fue despejando el lugar donde terminaban las huellas de sus pisadas y comenzaba la de su cuerpo. Y efectivamente, allí entre la gramilla alta y los yuyos frondosos, estaba una hermosa sandía con la guía medio seca. Pesaba como veinte kilos. Seguramente alguna semilla de la cosecha anterior había germinado entre el rastrojo, y ahora le ofrecía su fruto de la única manera que tenía: poniéndoselo delante de sus pies.

A pesar del cansancio, del calor, y de su cuerpo dolorido por la caída, cargó con cariño la sandía sobre sus hombros y con cuidado completó la distancia que lo separaba de su rancho. Y mientras de antemano saboreaba la sorpresa que le daría a su patrona, se iba diciendo a sí mismo:

-¡No hay tropiezo que no tenga su parte aprovechable! Anthony de Mello S.J. cuenta en la página 205 de su libro El Canto del Pájaro: “Desde lo alto de un cocotero, un mono arrojó un coco sobre la cabeza de un sabio. El

hombre lo recogió, bebió su dulce jugo, comió la pulpa y se hizo una taza con la cáscara. -Gracias por criticarme”. Les añado un comentario mío. Yo no juzgo la intención del mono. Soy de otra raza.

Pero admiro la actitud del sabio. Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Un tropiezo. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Dónde acontece el relato? ¿Qué sucede con el protagonista? ¿Cómo reacciona ante el tropiezo? ¿Qué enseñanza ofrece el autor al final del cuento?

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Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

LOS HOMBRES Y LA TIERRA

Hay muchas maneras de estudiar la tierra. De relacionarse con ella. He conocido un

grupo de ingenieros que vinieron al campo, extrajeron pequeñas muestras de tierra, y luego las analizaron minuciosamente en sus laboratorios. Al tiempo volvieron acompañados por otros hombres e instalaron una ladrillería. Arañaron la superficie de la tierra y le sacaron toda la capa fértil. La humillaron prolijamente en el pisadero, la mezclaron con otros elementos, de la zona unos y otros traídos de afuera. Moldearon el amasijo, luego lo resecaron al sol y lo apilaron de a miles formando un hormiguero. El fuego completó la obra, endureciendo esta tierra fértil, desmenuzada sin identidad en una infinitud de paralelepípedos útiles para ser transportados y apilados en cualquier parte.

Cuando se agotó la tierra fértil y el paisaje mostró su rostro agrio de médano y de tosca, esos hombres levantaron el campamento y se fueron a reanudar su minería en paisajes nuevos. No creo que la nostalgia haya tenido nada que hacer en su despedida. Nada dejaban allí esos hombres que fuera obra suya, a no ser los restos de hornallas de color entre rojo y negro, que en ese paisaje de tierra semejaban bocas de puñalada en el cuerpo de un finado.

También he visto un grupo de hombres que en términos científicos hablaban de la fauna y de la flora. De cada yuyo distinto sacaron un par de hojitas. Descubrieron flores raras y se indignaron al comprobar que otras se habían extinguidos. Estos hombres, ¡con qué respeto y con qué altura hablaban de la tierra! Con términos precisos y correctos aborrecieron el trabajo de los ladrilleros.

Y luego de unos días, agotado ya lo que tenían que decir, se fueron también ellos del paisaje, sin que quedaba de ellos ni un recuerdo en absoluto. A su paso, es cierto, el paisaje no quedó humillado. Pero tampoco se aportó nada nuevo al paisaje. No se vio allí organizarse un trebolar, ni verdear un trigal. Ni preñarse los surcos en el batatal.

Al tiempo, una ley declaró a ese paisaje: “Parque Nacional”. Y con ello esa tierra fue sentenciada a virginidad perpetua; a ser para siempre tierra de turismo, paisaje para ser gozado o estudiado sin compromiso; con prohibición absoluta de que allí se hiciera ni organizara nada.

Y he visto también otros grupos de hombres. Vinieron con todo lo poco que tenían, y algunos animales. Tenían muchas menos posibilidades que los ladrilleros y mucha menos ciencia que los sabios. Pero tenían una gran riqueza: tenían tiempo y cariño por la tierra.

Comenzaron por incendiar un trozo de pajonal. Ordenaron un pequeño trozo de paisaje y allí se instalaron para vivir. Traían semillas distintas, nuevas para ese paisaje viejo. Al principio todo pareció quedar igual, salvo los pequeños tablones de geografía cambiada. Y la presencia constante de aquellos hombres en diálogo continuo con la tierra, interpelándola por los abrojos, por la quínoa y el chamico.

Nuestros hombres no interpelaban a la tierra por lo visible de la tierra, por lo que la tierra mostraba. Interpelaban a la tierra por lo que en la tierra había de oculto. No se limitaron a recoger u organizar lo que encontraron en su superficie. La incendiaron, la roturaron, la recorrieron tranco a tranco sembrándola de semillas nuevas. Después supieron esperar. Esperaron vigilantes, carpiendo siempre el rebrote del paisaje viejo. Y lo que es importante: vivieron en la tierra; no se fueron de ella.

Eran hombres con fe en la tierra. Con un cariño profundo por la tierra. Sabía que la tierra tiene posibilidades muchísimo más ricas que aquello que puede dar cuando es dejada a sus solas fuerzas.

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No es que se hayan propuesto liberarla de algo: yuyos invasores o antiguo pajonal. No quisieron liberar la tierra de algo. Quisieron liberar algo en ella. Sus posibilidades ocultas, su capacidad de trigal, su florecer de linares, sus rastrojos de maizal fortificado de trojas.

La tierra aceptó a estos hombres. Les devolvió con inmensa generosidad las semillas que ellos habían sembrado. Al tiempo comenzó a haber una identificación entre esos hombres y la tierra liberada.

Bajo un mismo sol, la tierra y los hombres comenzaron a tener la piel color trigal. Y cuando el hombre se acostó a dormir en el surco, la tierra se levantó a vivir en el alma de sus hijos.

Así cuentan que nació el folklore, con sus coplas. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Los hombres y la tierra. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿De qué nos habla el autor en el cuento? ¿Qué tipos de hombres va presentando? ¿Cómo los caracteriza? ¿Cómo describe su

relación con la tierra? ¿Qué características tiene la relación de los hombres que trabajan y se quedan a vivir

en la tierra? Comparar con los anteriores. ¿Qué actitudes descubres en la práctica de estos últimos hombres? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LOS TRES ESPÍRITUS

De esto hace mucho tiempo. Fue para poco después de esa gran creciente que se llevó

a casi toda la humanidad, con aves, bichos y sabandijas. Además de cuarenta días de aguacero sin parar, se rompieron las defensas y el agua sublevada atropelló llevándoselo todo por delante.

Anoticiado por Tata Dios, el paisano don Noé había construido una gran jangada, sobre la que armó un enorme galpón en el que guareció de cada especie de bicho una yunta. Además logro salvar a su familia: su patrona y los tres hijos con sus esposas.

Cuando bajó la creciente, aquello parecía un cementerio. Pero no era cuestión de echarse para atrás. Enseguida se comenzó todo de vuelta. Noé entregó a cada uno de sus hijos los animalitos salvados, asignándoles la zona de campo donde podrían criarlos. Como él ya andaba medio viejo y con las tabas entumecidas de tanta humedad como había soportado, decidió dedicarse a cultivar una pequeña chacrita vecina a las casas.

Además de la verdura y hortalizas para el consumo, le dio al viejo por probar con unas

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especies nuevas, que parecían ser de buen porvenir. En una cosa de esas dio una plantita medio rugosa, que daba una especie de racimos con frutita muy dulce. Pensó que podía ser buena fruta para fabricar algún jugo virtuoso y reconfortante. Sin darse cuenta, había descubierto la planta de vid.

Como era hombre de ingenio, en cuanto la vio prosperar y crecer, enseguida le armó una parra para que se fuera agarrando. A cosa de una cuadra de las casas quedaba el terrenito que le dedicó. Todos los días iba a echarle una miradita, a la vez que aprovechaba para carpir los yuyos que aparecían entre los surcos y almácigos. Si algún gusano, de los salvados vaya a saber cómo de la inundación, se atrevía a subirse al parral, lo bajaba de allí con el lomo del falcón, y lo aplastaba con la bota sin miedo de acabar con su especie.

Una mañanita encontró algo raro en su quinta. Vio pisadas que no eran de cristiano, pero tampoco parecían de animal. Y para peor, parecía que el desconocido se las había agarrado con la plantita de viña. Porque allí se arremolinaban las huellas, y hasta había removido la tierra alrededor del tronco. Lo rastreó, pero la rastrillada se le perdió entre los pajonales un par de cuadras más allá.

Como no era hombre de dejarse madrugar por un cualquiera, Noé se decidió a esperarlo escondido entre los matorrales, para ver qué intenciones traía. Al principio no tuvo suerte. Una tardecita sintió que le bicho volvía. Digo bicho, porque le pareció que se trataba de eso cuando vio aparecer algo que podía parecerse a un mono. Pero pronto se percató de que en realidad se trataba del mismísimo Mandinga en persona. Traía de una soguita una mona, puro gruñido y morisquetas. Se arrimó a la plantita de parra, y sin más ceremonia, agarró a la mona por el pescuezo y la degolló allí mismo. Con su sangre regó bien la tierra en derredor del tronco de la planta. Después agarró al animalito muerto, y revoleándolo de la cola, lo tiró entre los pajonales. Limpió el facón en los pastos, y sin siquiera saludar se hizo humo.

Don Noé no tuvo tiempo para reaccionar. Cuando se quiso dar cuenta, Satanás ya se había ido sin dejar rastros. Pensaba irse para su casa a comentar lo extraño del suceso pero volvió a sentir ruido entre los pajonales. Esta vez la cosa parecía en serio, porque eran bramidos. Y no era para menos Mandinga apreció de nuevo, traía un puma a la cincha. Bravo andaba el bayo, tirando zarpazos y dentelladas por todos lados. Pero el diablo no era manco, y pisándole en las ancas lo inmoló allí mismo, repitiendo el extraño rito de regar con su sangre la plantita de viña. Terminada la operación, tomó al puma por la cola y revoleándolo lo tiró entre los pajonales. Y a los saltos desapareció como si se fuera a buscar otro animal para repetir lo que andaba haciendo.

Noé sospechó que volvería esta vez decidió no dejarlo escapar. Se tanteó la cintura para cerciorarse de que el facón estaba a mano. De su empuñadura colgaba el grueso rebenque cabo de naranjo, y lonja de cuatro dedos de ancho. Se agazapó sobre sus garrones, listo para el salto. No tuvo que esperar mucho. De nuevo se sintieron unos gruñidos y golpes. Mandinga traía de la cola y a los rodillazos un chanchito. Aunque el animal se quería empacar, el diablo se dio maña y lo arrimó a la parra. Después de degollarlo, como entendido en el asunto, volvió a regar con su sangre el tronco y toda la tierra que lo rodeaba. Ya se disponía a tomarlo de la cola para revolearlo, cuando Noé se le fue encima como un ventarrón. No le dio tiempo ni pa’ encomendarse a Dios. De un talerazo en la nuca lo volteó panza abajo, y ya se le tiró encima apretándolo con las rodillas en la cintura, mientras le bajaba el rebenque sin asco por las asentaderas.

Mientras le menudeaba los azotes, Noé le gritaba furioso: -¡Te agarré, maldito! De aquí no vas a salir sin marca, hasta que no me hayas

confesado todito lo que andás haciendo, y por qué me has querido engualichar mi viña. Bramaba el maldito por el dolor, pero no podía sacárselo al paisano Noé de encima. La

boca se le llenaba de tierra, y ya medio ahogado le suplicó que no le siguiera pegando. Que le contaría todo lo que había estado haciendo. Así, ya medio charqueado por la lonja de la guacha que Noé no le mezquinaba, se decidió a confesar la picardía que andaba

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realizando. Y apretando contra el suelo, al final dijo: -Le estaba echando gualicho a la raíz de la viña, para darle virtú al vino. -¿Y de que virtú se trata? – bramó Noé. -Son tres espíritus diferentes – respondió el apretaro -. Tres espíritus que se van

despertando a medida que le hombre se interna en el vino. Al principio es el de la mona. Al que no sabe dominarse a tiempo, en cuanto se bandea un poco, le entra el espíritu de este bicho, y comienza a hacerse el gracioso para hacer reír a la gente. Y todos los que lo ven, lo cargan diciéndole que suelte la mona que se agarró. Si continúa bebiendo, se le despierta el espíritu del puma. Se pone malo y peleador. Se atreve cobardemente con su mujer y con los chicos. Le da por buscar camorra y por provocar peleas. Es que le ha entrado en el cuerpo la sangre del puma. Si continúa bebiendo, entonces es el cerdo el que se le despierta por dentro. Comienza a gruñir, se le cae el chiripá y termina por tirarse en las cunetas revolcándose en el barro igualito que un chancho.

-¡Ahá, bicho desgracio! – bramó Noé, al tiempo que le descargaba un tremendo rebencazo -. Yo te voy a enseñar a andar haciendo picardías. Aquí mismo te voy a despenar para limpiar el mundo de un sabandija como vos.

Pero al querer sacar el facón, aflojó un poco las rodillas, y Mandinga se le fue de abajo como carozo mal apretado. Noé quedó de rodillas y con el cuchillo en la mano, mientras Mandinga salía echando humo por los pajonales con el trasero ardiéndole por los rebencazos.

Noé se secó el sudor de la cara con la punta del pañuelo que tenía al cuello. Después se arrimó con pena a la planta de vid, dispuesto a cortarla de un solo hachazo. Ya había levantado el facón, cuando el ángel del cielo le detuvo el brazo al tiempo que le pegaba el grito:

-¡No amigo, no lo haga! ¡Respete los dones de Dios! Llegará un día en que el mismísimo Hijo de Dios necesitará del vino, para convertirlo en su sangre, a fin de que todo aquel que la beba tenga la vida eterna, lo que es la vida de Dios. Ahora usted ya sabe los peligros que encierra. Tómelo con moderación y enséñele a sus hijos y nietos la verdad de esta historia.

Pero Noé medio afligido le dijo que aunque así lo hiciera, a lo mejor sus descendientes, empezando por sus hijos, no le harían caso.

Entonces el ángel de Dios agachándose levantó del suelo el rebenque y se lo alcanzó, mientras riendo le decía:

-Tome amigo, y enséñeles esto...¡pa’ recuerdo! Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Los tres espíritus. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Quiénes son los protagonistas del relato? ¿Qué realiza "Mandiga" (Satanás) con la planta de vid? ¿Cómo reacciona Noé? ¿Cuáles son las consecuencias de abusar del fruto de la vid, a la luz de esta historia? ¿Qué enseñanza ofrece el autor al final del cuento?

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Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

LA QUEMAZÓN Y LAS SEMILLAS

La vida es en gran parte posibilidad y disponibilidad, igual que la tierra. Es fértil. Pero no

sólo es fértil; tiene también una historia. Y esa historia ha dejado en ella semillas que estarán siempre al acecho de la oportunidad que les permita brotar. Toda tierra fértil contiene en su humus semillas de yuyos que duermen en espera de que ella sea removida por el cultivo. No es culpa de la tierra: es consecuencia de su historia. Es el riesgo de ser fértil y estar en disponibilidad.

Ese grupo de hombres se había encariñado con la tierra descubierta. Y a través de su cariño comenzó a sensibilizarse por el dolor de su tierra cubierta por el pajonal. Tal vez ni siquiera supieran gran cosa del paso por ella de los ladrilleros, ni de los especialistas en su fauna y en su flora. Lo que vieron fue cómo los pastitos pequeños morían ahogados por las grandes matas de yuyos que acaparaban la fertilidad que la tierra destinaba para todos. A medida que se internaron en el yuyal vieron también que la luz no llegaba a los pastos pequeños, porque al extender los grandes sus ramajes acaparaban lo que el sol derramaba para todos sobre la tierra.

Y ese grupo de hombres con cariño por la tierra, tuvo así la experiencia de la opresión, del abuso, de lo que no debía ser. Junto a su sentimiento de amor y de cariño por la tierra, sintieron también otro sentimiento, mezcla de rabia y de impotencia.

Por eso se alegraron cuando vieron incendiarse el pajonal. Y ellos mismos ayudaron a desparramar el fuego, ayudados por el viento de Dios que siempre sopla sobre la tierra en caos. Y a la luz del incendio vieron derrumbarse los viejos matorrales y aparecer de nuevo el rostro de la tierra, que es rostro de fiesta y de esperanza.

Pero ¿estaba con eso la tierra liberada? No. Absolutamente no. Simplemente estaba de nuevo la tierra disponible. Disponible para la siembra y también

disponible para el rebrote de todas esas semillas del viejo yuyal. Hasta aquí, en cierta manera, nada había habido de específico en el actuar de aquellos

hombres. Habían colaborado en un proceso que volvía a poner la tierra en disponibilidad. Habían sido simples compañeros de otras fuerzas que actuaban de acuerdo con el antiguo yuyal instalado. Pero al llegar a este momento comenzaron a darse cuenta de que su misión se diversificaba. De que su misión con respecto a esa tierra concreta, disponible para futuros proyectos, era distinta de la de los elementos que hasta allí habían sido sus colaboradores: el viento, el fuego, la luz. Ahora su tierra comenzaba a crear nuevas estructuras. Y en la exigencia concreta del futuro, la tierra tenía derecho a exigir de ellos algo específico. Comenzaba para ellos su auténtica misión: la de sembradores. Eran los hombres de la semilla. De una realidad pequeña pero poderosa y portadora de una vida nueva.

De una vida y de una realidad que la tierra nunca podría producir por sí misma. De algo que tiene que venir de afuera. La realidad de la que estos hombres eran portadores, no pertenecía a la vieja historia de esa tierra. La realidad del trigal, tenía para ella mucho de irrupción, de desembarco. Y sin embargo, desde siempre había estado abierta a la posibilidad del trigal. En lo profundo de su posibilidad, junto a las viejas semillas del yuyal, dormía la esperanza del trigal.

Se hacía urgente para aquellos hombres dedicar todo su esfuerzo concentrándose en la siembra. Ya no se trataba de luchar contra el viejo yuyal, batido en retirada. Había que medirse con el yuyal nuevo que rebrotaba de la vieja historia de la tierra. El viejo egoísmo acaparador, la antigua violencia prepotente, el abuso de usar para sí lo que estaba

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destinado para todos. Todas estas realidades volvían a subir desde la tierra trepando por los tallos jóvenes del nuevo yuyal.

Luchando contra ello directamente, nada se lograría para la tierra y todo gesto de esos hombres estaría vacío de contenido auténtico.

Sólo se regresaría indefinidamente al mismo punto de partida, dejando a la tierra en disponibilidad para las viejas semillas del yuyal, cuando a los hombres los venciera finalmente el cansancio.

Por eso estos hombres se internaron con cariño en aquella tierra abierta y disponible, sembrándola con la semilla de Dios. Con la semilla del amor, del desinterés, del olvido de sí mismo, entregando a los demás por renuncia hasta eso mismo que estaba destinado para ellos. Porque también ellos tenían un proyecto bien lúcido para la tierra en liberación: su proyecto era llevarla a trigal. Trigal que es tierra liberada. Tierra en la que se ha liberado su capacidad de pan, para ser partido en cada mesa.

Conozco trozos de tierra humilde, donde el yuyal ha sido vencido por el trigal. Son los manchones de tierra liberada por la siembra, que alimentan a nuestra patria.

Elija una sola estrella quien quiera ser sembrador. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento La quemazón y las semillas. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿De qué nos habla el autor en el cuento? ¿Qué describe? ¿Qué posibilidades y disponibilidades encierra la tierra? ¿Cuál es la acción que realizan los hombres al principio del relato? ¿Qué realizan

luego? ¿Qué consecuencias tiene cada trabajo sobre la tierra? ¿Cómo caracteriza la acción del yuyal sobre la tierra y los brotes nuevos? ¿Qué actitudes son necesarias para la siembra? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LA MANO DERECHA

Este es un cuento de bichos. Y trata de Aguará, el Zorro. Don Juan, como se lo llama en

el campo. Personaje lleno de astucia, y por demás aficionado a los gallineros. Pero que no deja así nomás el cuero en la estaca. Aunque a veces el hambre lo lleva a cometer imprudencias, que suele pagar caro.

Se la tenían jurada en la estancia a Don Juan. Sabían que era inútil buscarlo entre las pajas bravas del cañadón, una vez que allí se ganaba. También hubiera sido de gusto buscarlo con perros de día. Los olía de lejos y cualquier cueva le servía de escondite para

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hacérseles humo. De ahí que decidieron ganarle por la astucia. Conocían su preferencia por las que llevan pluma, sobre todo cuando están gordas y alejadas de la defensa normal de los gallineros cercanos a la casa.

Y así fue que le armaron la trampa. En la tapera vieja. Le ataron una gallina viva y gorda a media altura, enredándola en un alambre, entre los gajos no muy altos de un naranjo viejo. Todo parecía haber sucedido de casualidad. La gallina podría haberse alejado de la casa habitada y la noche la sorprendería picoteando en el patio lleno de yuyos en la tapera vieja. Allí se habría subido al naranjo para dormir a seguro, y un alambre quizá de cuánto tiempo olvidado, la habría enganchado dejándosela a pedir de boca a Don Juan.

Al menos esa fue la conclusión a la que llegó el Aguará luego de estudiar desde la distancia y con cautela la situación con la que se encontró aquella nochecita. El hambre lo había sacado del pajonal, y antes de arriesgar una cercanía al gallinero había querido pasar por aquel lugar para averiguar el ruido del aleteo de lo que podría ser un ave. No se dejó convencer muy fácil. Pero al fin el hambre por un lado, y su instinto de cazador solitario por el otro, lo animaron a acercarse. Y lo que vio le confirmó sus esperanzas. La gallina estaba al alcance de sus saltos, y de ninguna manera había allí arriba nada que se pareciera a una trampa. Tenía suficiente experiencia como para conocer dónde había peligro. Y la gallina estaba realmente apetitosa.

-Dios ayuda al que madruga – se dijo, sin percatarse de que otro había madrugado antes que él. De esto se dio cuenta recién cuando al segundo salto, y casi teniendo ya el ave entre sus dientes, al caer a tierra sintió el ¡trac! De la trampa de hierro que estaba escondida entre los pastos del suelo.

Eso no se lo había esperado. ¡Maldita gula, que lo llevó a descuidarse! La trampa no estaba entre las ramas, sino donde había puesto la pata. O mejor la mano. Porque la pinza de hierro con dientes herrumbrados, había agarrado su mano derecha justo por arriba de la muñeca. La sangre comenzó a chorrear y el frío inicial se fue convirtiendo en un agudísimo dolor que le acalambraba todo el cuerpo. Fueron inútiles los esfuerzos. Los dientes penetraban cada vez más en la coyuntura, y la trampa estaba amarrada con alambre al tronco del árbol.

Bien pronto Don Juan el Aguará comprendió que todo estaba perdido. De allí no se soltaría, ni podría llevarse aquella maldita trampa a su cueva. Luego de una noche de dolores tremendos, llegaría la madrugada y con ella el peón recorriendo al trotecito de su caballo zaino. Abriría desde arriba la tranquera, se acercaría a la tapera, se dejaría caer del caballo con el talero en la mano, arrollada la lonja sobre el puño y libre el cabo para sacudirle el golpe que lo despenaría definitivamente. De todo esto no le cabía la menor duda. Aunque a veces el dolor y su instinto de conservación lo llevaban a realizar desesperados esfuerzos por arrancar su mano derecha de la dentadura de fierro que lo atenazaba.

Y llegó la madrugada. El golpe del cierre sobre el travesaño de la tranquera lo despertó del letargo. Allí estaba el peón acercándose al trotecito sobón de su zaino. Don Juan se dio cuenta de que había llegado el momento decisivo. Había que optar. Y optó.

Arrimó con rabia sus afilados dientes a los dientes de hierro de la trampa, afirmándolas justo allí sobre la herida que producían. Cerró los ojos, y a la vez que daba un tremendo tirón, mordió con todas sus fuerzas su propia mano, cortándosela a ras del hierro.

Allí quedaría su mano derecha, mientras él, en tres patas y casi sin fuerzas, huía hacia los pajonales salvando así su vida.

Consideró preferible salvar la vida rengo, que terminar con sus cuatro patas bajo el talero del peón.

Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento La mano derecha.

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Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Quién es el protagonista del relato? ¿Qué trampa le tienden y por qué? ¿Por qué cae el zorro en la trampa? ¿Cuál sería la consecuencia de su imprudencia? ¿Qué decide hacer? ¿Qué enseñanza ofrece el autor al final del cuento? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

EL OJO DE LA AGUJA

A los que hemos tenido infancia campesina, los adjetivos nos han quedado acollarados

casi siempre, no a ideas, sino a objetos. Por ejemplo, para mí, el adjetivo grande lo tengo unido al eucalipto que quedaba entre el patio de naranjos y el piquete de terreno en que se encerraba al caballo nochero.

Era realmente grande. No sé cuánto de alto podría tener. Ahora pienso que tal vez llegara a los veinticinco metros. Pero era enorme para mi estatura de gurí que no llegaba siquiera a uno. Se lo distinguía de más de dos leguas de distancia. Y era claramente un punto de referencia. Cuando alguien quería llegar a casa, era fácil ubicarla aunque se estuviera lejos. La casa de don Antonio era la que tenía el eucalipto grande. Me animaría a decir que su tamaño llegaba a dar nombre propio al lugar. Así con mayúsculas: Eucalipto Grande.

Tres niños tomados por la mano, haciendo ronda, no hubiéramos podido abarcar su enorme tronco, que recién se abría en ramas a una cierta altura. Esto hacía imposible treparlo. Además, su tamaño había hecho que los mayores crearan una especie de zona de exclusión respecto a este árbol. Al Eucalipto Grande no se debía subir. Eso lo hacía doblemente fascinante, y en más de una siesta los más chicos probamos fortuna. Sobre todo porque en sus ramas más abiertas las cotorras hacían sus enormes nidos y nuestros gomerazos apenas llegaban hasta allá con fuerza como para ser efectivos.

Era el árbol en que anidaban los pirinchos. Allí tenían su conventillo del que salían y entraban continuamente las pirinchas para poner sus huevos, tirando a veces al suelo a aquellos que habían tenido la mala suerte de quedar en los bordes. Eran e aquellos tipos de huevos muy estimados por su color verde claro lleno de pintintas blancas de cal. Junto con los de perdiz, pitogué, paloma y calandria, servían para hacer grandes collares que adornaban las paredes del comedor. En medio de aquel rosario de colores, algún huevo de avestruz ya medio amarillento por lo viejo, oficiaba de Padrenuestro por su tamaño y consistencia. También él podía aspirar entre sus semejantes al adjetivo de Grande.

Pero aquí viene lo impresionante. Un día don Alejandro Weliz, el dueño del campo, y antiguo poblador de la zona, nos informó de que aquel inmenso árbol había pasado por el ojo de una aguja. Si, así como suena, y sin exégesis atenuantes. No lo hubiéramos creído, si no fuera porque don Weliz nos merecía un respeto muy cercano a la veneración. Nuestra familia le debía al viejo habernos posibilitado ser inquilinos en su campo y con ello tener

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una tierra que trabajar y donde vivir. En casa siempre se habló de él con sumo respeto y aprecio. Cuando él nos visitaba, los chicos éramos lavados a fondo, y amonestados para que no hiciéramos zafarrancho. Y esto era señal de que la visita sería de máxima categoría.

Pero a pesar de la credibilidad que nos merecía quien lo afirmaba, nuestras mentes infantiles ya eran lo suficientemente críticas como para negarse a creer que el Eucalipto Grande hubiera podido alguna vez, hacía mucho tiempo, haber pasado por el ojo de una aguja. Y no se trataba, como en los cuentos, de una aguja enorme, sino de la aguja de coser los remiendos del pantalón. Evidentemente la cosa necesitaba pruebas. Y don Alejandro, aguja en mano, nos llevó hasta el Eucalipto Grande para proporcionárnosla.

Buscó en el suelo una ramita que tenía su pequeño racimo de semillas. Mejor dicho, lo que el racimito mostraba, era el pequeño rombo dentro del cual estaban las semillitas. Todo era inmensamente pequeño. El rombo semillero tuvo que ser destapado cuidadosamente en la palma de la mano con la punta de la uña del dedo chico. Al hacerlo, el pequeño envase derramó una gran cantidad de semillitas casi invisibles. Y una de ellas pasó por el ojo de la aguja y quedó en la yema del dedo índice de don Weliz, quien nos aseguró que así de igualita había sido la que él mismo sembrara cuando quiso que naciera aquel Eucalipto.

La demostración fue contundente. Hecho semilla, el árbol podía pasar. Pienso que nuestra vida hecha semilla por la madurez del dolor y el despojo también

puede pasar para encontrar el dedo de Tata Dios en el Reino de los Cielos. Para Tata Dios todo es posible.

Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento El ojo de la aguja. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿De qué nos habla el relato? ¿Qué recuerda el autor? ¿Cómo describe al eucalipto de su hogar? ¿Qué historia le habían contado que le costaba creer? ¿Cómo pudo, finalmente, comprobar esa historia? ¿Qué enseñanza ofrece el cuento? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

EL MISTERIO DE LA VIDA

Si en una fábrica de tractores se quiere acelerar la producción, se recurre a la

intensidad en el trabajo, y a la duplicación de la materia prima utilizada. Con ello se consigue producir la misma cantidad, en la mitad del tiempo. Por ejemplo, si en nueve meses salen de la fábrica una cantidad determinada de unidades, duplicando las horas de

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trabajo y el material utilizado esa misma cantidad de tractores podrán salir en cuatro meses y medio. Para ello basta una decisión eficiente del señor director de la fábrica.

Pero si ese mismo señor se convierte en padre de un hijito, tendrá que esperar ansiosamente los nueve meses del embarazo para poder ver su rostro. No ganará nada con tener dos señoras.

Porque la vida tiene sus propias maneras de realizarse. Poniendo el doble de granos de trigo sobre la misma superficie de campo, no necesariamente se consigue duplicar el rendimiento. Al contrario, suele acontecer que las plantitas se condicionen de tal manera por su cercanía que el resultado es exactamente el contrario del que se buscaba indebidamente.

La vida no se produce. Hay que aceptarla y acompañarla. Es un misterio que exige respeto y dedicación. Tiene sus propios ciclos y sus tiempos. El trigo es sembrado en el corazón del invierno, y madura en la plenitud del verano. El maíz nace en primavera y se lo cosecha al comenzar el invierno, luego de las primeras heladas. Los mandarinos florecen en setiembre, y en nuestra zona mantienen sus frutas maduras de mayo a agosto. Las castañas entregan sus granos grandes y harinosos para Pascua.

Lo que el agricultor decide es su plan de siembra y de plantación. Para ello elige las especies que desea, y les asigna un trozo de chacra o de huerta. En su sabiduría escalona los cultivos, y distribuye la cantidad de los distintos frutales. Pero jamás exige a una variedad que se amolde a la manera de ser de otra. Si quiere ciruelas, planta ciruelas. Y cuando busca melones, no se emperra en sembrar sandías.

Todo esto parece tan evidente. Y sin embargo lo que admitimos con naturalidad en la vida vegetal y animal, no queremos aceptarlo en la vida espiritual.

Tantas veces perdemos la paciencia ante la lentitud de los procesos de crecimiento propio o de los demás. Nos gustaría que un impulsivo diera frutos de paciencia, y le anulamos toda la riqueza de sus iniciativas. Exigimos a los niños que tengan la madurez que los grandes piensan haber conseguido, y con ello los hacemos apáticos a todo lo que no resulte eficiente.

Y en la oración ni que hablar. Pretendemos engendrar al Espíritu Santo mediante técnicas ascéticas, o con complicados métodos psico-gimnásticos. Y pensar que sería más sencillo pedírselo a Nuestro Padre que está en los cielos que, como lo afirmó Jesús, no nos negará su Espíritu Bueno si se lo pedimos con actitud de hijos necesitados.

La vida será siempre un misterio. Pero real y presente en todas partes. Nos está permanentemente contando sus parábolas, si es que tenemos los oídos para oír, y el corazón para escuchar.

Contemplativo no es el que se encierra en sí mismo evadiéndose de todo lo que lo rodea. Lo es aquel que tiene los ojos dilatados y los oídos abiertos para rastrear las huellas de Tata Dios por allí donde haya pasado.

Y donde veamos algo que vive... el dedo de Dios está ahí. Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento El misterio de la vida. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar).

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¿De qué nos habla el relato? ¿Qué comparación realiza al principio del cuento? ¿Cómo se puede aumentar la

producción de una fábrica? ¿Es posible realizar lo mismo con los procesos de la vida? Recordar los ejemplos del campo que menciona, en la zona donde vives ¿qué se puede

plantar, en qué tiempo se siembra y cuándo se cosecha cada variedad? ¿En qué se parece la vida espiritual, la oración a estos procesos de la naturaleza? ¿Qué significa ser contemplativo en la mirada del autor? ¿Qué enseñanza ofrece el cuento? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

LA MISIÓN DE LAS MANOS

No tenemos en nuestras manos las soluciones para los problemas del mundo. Pero

frente a los problemas del mundo, tenemos nuestras manos. Cuando el Dios de la historia venga, nos mirará las manos.

El hombre de la tierra no tiene el poder de suscitar la primavera. Pero tiene la oportunidad de comprometer sus manos con la primavera. Y así que la primavera lo encuentra sembrando. Pero no sembrando la primavera; sino sembrando la tierra para la primavera. Porque cada semilla, cada vida que en el tiempo de invierno se entrega a la tierra, es un regalo que se hace a la primavera. Es un comprometer las manos con la historia.

Sólo el hombre en quien el invierno no ha asesinado la esperanza, es un hombre con capacidad de sembrar. El contacto con la tierra engendra en el hombre la esperanza. Porque la tierra es fundamentalmente el ser que espera. Es profundamente intuitiva en su espera de la primavera, porque en ella anida la experiencia de los ciclos de la historia que ha ido haciendo avanzar la vida en sucesivas primaveras parciales.

El sembrador sabe que ese puñado de trigo ha avanzado hasta sus mansos de primavera en primavera, de generación en generación, superando los yuyales, dejándolos atrás. Una cadena ininterrumpida de manos comprometidas ha hecho llegar hasta sus manos comprometidas, esa vida que ha de ser pan.

En este momento de salida del invierno latinoamericano es fundamental el compromiso de siembra. Lo que ahora se siembra, se hunde, se entrega, eso será lo que verdeará en la primavera que viene. Si comprometemos nuestras manos con el odio, el miedo, la violencia vengadora, el incendio de los pajonales, el pueblo nuevo sólo tendrá cenizas para alimentarse. Será una primavera de tierras arrasadas donde sólo sobrevivirán los yuyos más fuertes o las semillas invasoras de afueras.

Tenemos que comprometer nuestras manos en la siembras. Que la madrugada nos encuentre sembrando. Crear pequeños tablones sembrados con cariño, con verdad, con desinterés, jugándonos limpiamente por la luz en la penumbra del amanecer. Trabajo simple que nadie verá y que no será noticia. Porque la única noticia auténtica de la siembra la da sólo la tierra y su historia, y se llama cosecha. En las mesas se llama pan.

Si en cada tablón de nuestro pueblo cuatro hombres o mujeres se comprometen en esa siembra humilde, para cuando amanezca tendremos pan para todos. Porque nuestra tierra es fértil. Tendremos pan y pan para regalar a todos los hombres del mundo que quieran habitar en nuestro suelo.

Si amamos nuestra tierra, que la mañana nos pille sembrando. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

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Guía para el trabajo con el cuento La misión de las manos. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). El cuento trabaja con la imagen de la siembra. Recordar los pasos necesarios para

hacer una buena siembra. Comentarlos en el grupo. ¿Para qué es necesario cada paso? ¿Qué sucede si nos apuramos?

¿Qué actitudes exige el ser sembrador? Si hablamos de esperanza, como lo hace el cuento, ¿qué significan las semillas? ¿Las

manos del sembrador? ¿El tiempo de siembra? Relacionar con la situación de nuestra comunidad, del país, de nuestra sociedad.

Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta.

Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

CUAJADA Y FERMENTO

En el campo se trabaja con la vida. Quizá sea el aspecto más característico de los

trabajos rurales. Aquí hay que respetar ciclos y hay que acompañar procesos. La vida es así. Nadie puede sembrar trigo en Navidad y cosecharlo en Pascua. Por más tierra que mueva, si no respeta las leyes de la vida, lo único que consigue es perder tiempo. Cada cosecha tiene su época, y está precedida por la siembra, los laboreos y el crecimiento. A la vida hay que acompañarla y alimentarla. No se la puede ni inventar ni apresurar.

Esto sucede así, hasta cuando se hace el queso. Algunos creen que al queso se lo fabrica. Pero en realidad nace y madura como cualquier realidad que tiene vida.

No quiero hacer alardes de conocimiento. Simplemente comparto lo que yo mismo aprendí desde pequeño y luego comprendí siendo ya mayor. Esto es bueno que lo sepan todos aquellos a los que les gusta el queso.

Dos grandes realidades intervienen en su nacimiento: la cuajada y el fermento. Lo primero, en realidad es algo muy sencillo. Todo es cuestión de tener un poco de verdadero cuajo. Una pequeñísima cantidad se mezcla con un gran volumen de leche, y en poco tiempo se opera una crisis en la tina. Lo sólido se condensa en la masa, y el líquido se separa formando el suero. Todo depende de la fuerza vital del cuajo. Este verdaderamente es una fuerza poderosa que actúa en forma inmediata, y su función es muy precisa: obliga a optar, separa discierne la realidad profunda y a cada cosa le da su identidad.

Pero si todo quedara ahí, y se pretendiera poner el resultado en un molde, sólo se conseguiría un queso insulso, o lo que es peor, uno se expondría a que el producto fermentara de manera imprevisible. Se hace necesario el fermento.

Se trata de otra realidad viva. Un pequeño volumen de leche ha sido previamente esterilizado, llevado a una temperatura óptima aislándolo de las corrientes de aire y de las moscas que pudiera haber en el lugar. Se le ha dado todo el tiempo necesario para que en él se desarrolle la vida de ciertas bacterias bien definidas, generalmente oriundas del lugar

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y que allí se han sembrado con sumo cuidado, luego de haber constatado su pureza. Con el fermento se es muy exigente. En él no pueden admitirse interferencias de torso fagos, es decir de vida extraña o contraria.

Este volumen de fermento es relativamente pequeño, en comparación con el total de la leche que se está cuajando. Pero la intensidad de la vida que tiene, hace que toda la masa adopte su proceso y reproduzca sus notas fundamentales. Produce un efecto similar al de la levadura en la masa del pan. De él depende el gusto y la identidad específica. Un queso es de esta variedad, y no de otra, gracias al fermento que lo ha hecho madurar. Y por lo tanto su valor propio.

Muchas veces he sentido discutir el problema de lo que es prioritario en al evangelización de la juventud. Algunos afirman que la evangelización debería ser masiva, a fin de abarcar la totalidad de los jóvenes mediante el anuncio escueto de la buena noticia de Cristo Nuestro Salvador, para que los jóvenes opten. Otros afirman que se deben preparar grupos de vida intensa, que introducidos en la masa la vayan fermentando por su fuerza propia.

Creo que las dos realidades están muy lejos de oponerse. Se exigen mutuamente. Un anuncio masivo, que lleve a la opción, debe ser cualificado por la acción de grupos de una intensa vida espiritual y comprometida. Estos grupos no se improvisan. Necesitan ser preparados cuidadosamente y con una dedicación atenta.

Cristo mismo gastaba mucho tiempo con las multitudes, a las que dedicaban a veces jornadas enteras. Anunciaba la realidad del Reino, y la misericordia del Padre. Pero luego en privado, preparaba intensamente a su grupito de discípulos, para que fueran fermento, sal y luz. Con ellos era muy exigente.

Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento Cuajada y fermento. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿De qué nos habla el relato? ¿Qué características presentan las labores del campo, según el autor? ¿Cómo se produce el queso? ¿Qué es la cuajada y qué produce en la leche? ¿Qué es

el fermento y cuál es su acción sobre la leche que ha cuajado? Caracterizar cada uno: cuajada y fermento.

¿Qué enseñanza ofrece el cuento? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

EL CIENTÍFICO Y LA ROSA

Se trataba de un científico serio. No de un guitarrero. Le habían pedido que estudiara

los problemas de una planta de rosa que estaba pasando por dificultades en su período de floración.

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Tomó las cosas muy en serio. Primero estudió la tierra. Descubrió que estaba cerca de una pared cuyos cimientos llegaban hasta la tosca. La greda extraída había sido tirada precisamente en el lugar donde luego tuvo que estar el rosal. Se trataba de una tierra con historia y con condicionantes en parte negativos. Además, toda la lluvia que caía sobre aquella parte del tejado, se descargaba en el alero que daba justo sobre la planta. Podía suceder que a veces hubiera exceso de humedad. Carecía de sol por la mañana; en cambio de tarde lo tenía en demasía, por el reflejo de la pared encalada que le devolvía duplicado el calor.

Había muchos porqués en la historia previa de su tierra y en la geografía que le tocaba compartir. Pero también los había en su propio ser de rosal y en la historia de su crecimiento. Porque la variedad no era la más adaptada a este clima. Fue plantada fuera de su época, y de pequeña había sufrido un serio accidente que por poco termina con su existencia.

¡Cuántos traumas y condicionantes! Realmente al leer el informe, era como para desesperarse. ¿Qué se podía hacer? Aparentemente se trataba de circunstancias irreversibles, o muy poco variables ya.

Pero aquí estaba, a mi parecer, la equivocación. La suma de todos los porqués del pasado de la rosa, no daban ninguna explicación sobre el para qué de su existencia allí, en ese lugar y en esas condiciones. Todos los porqués se referían a su pasado, y eran simplemente informes sobre la realidad existente y comprobable. Y lo que en realidad interesaba era el presente de la planta y su futuro.

Fueron nuevamente al científico, para pedirle un consejo. Más que ello, quizá, quisieron saber para qué la planta estaba justamente allí y no en otro lugar. Para qué se le pedía a la pobre rosa que viviera esa geografía e historia con tantos condicionantes negativos. Y el hombre, que era un científico en serio, no un guitarrero, les respondió:

-Eso no me lo pregunten a mí. Pregúntenselo al jardinero. Y era cierto. La respuesta estaba integrada en un plan mucho más amplio que el de la

simple historia comprobable de la planta. El jardinero tenía un proyecto en totalidad que abarcaba todo el jardín. En su sabiduría, conocía muy bien todo lo que con su ciencia descubriría el científico. Y sin embargo quiso que la rosa viviera, y que su existencia embelleciera dolorosamente aquel rincón del jardín, comprometiéndose a vigilar sus ciclos y a defender su vida amenazada. El jardinero estaba comprometido tanto con la rosa como con toda la vida y la belleza del jardín. Esto dependía de un plan nacido en la sabiduría de su corazón, y por tanto no podría nunca ser investigado por el científico, que reducía su búsqueda a la mera existencia de la planta individualmente considerada en su geografía concreta.

Al médico podrás preguntarle sobre los porqués de tu dolor. Al psicólogo sobre la raíz de tus traumas. Al historiador y al sociólogo el pasado que te condiciona. Pero el para qué fuiste llamado a la vida aquí y ahora, eso tenés que preguntarse a

Dios.

Guía para el trabajo con el cuento El científico y la rosa. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar).

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¿De qué nos habla el relato? ¿Cuál es la historia del rosal, protagonista del cuento? ¿Qué reveló el estudio del científico? ¿Alcanzaba ese estudio para explicar para qué existía el rosal en ese sitio? ¿Quién revela ese futuro? ¿Dónde hallar la respuesta al "sentido" de la propia existencia? ¿Qué enseñanza ofrece el cuento? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.

EL POZO Y LOS CAMELLOS

En las ciudades de los hombres hay fuentes que largan su chorro día y noche. Su

misión no es la de abrevar a los hombres de la ciudad. Más bien cumplen con la función de alegrar la vista con su juego de agua en movimiento, y los oídos con su despreocupado murmullo en medio del bullicio. Fuentes que son visitadas por los turistas, hombres que llegan hasta ellas sin sed y con una máquina de fotografiar en bandolera.

Abundancia de aguas inútiles, derrochadas frente a hombres sin sed. Armonía de movimientos y colores para entretener a hombres que necesitan gastar su tiempo, porque se han detenido en la vida al quedarse sin metas. Fuentes conocidas por todo el mundo.

En la Plaza de San Pedro, compré una vez por noventa liras, diez tarjetas postales con diez fuentes distintas que había visitado en una sola mañana en que no sabía qué hacer. En ninguna de ellas sentía necesidad de beber.

Pero en el país de los nómades, las cosas son diferentes. En la tierra de hombres en movimiento, con metas difíciles y lejanas, no hay fuentes, sino solamente pozos. Pozos del desierto, distantes y ocultos bajo la monotonía de los arenales. Abrevadas en un pozo, hay caravanas que a veces tienen que caminar con urgencia largo tiempo antes de encontrar el más próximo. Y a veces su presencia es tan irreconocible que no les queda más remedio que fiarse del instinto afiebrado de sus camellos sedientos, que buscan rumbos olfateando el viento.

Pero los camelleros saben también que cuando la sed se agranda, comienzan los espejismos. En los cerebros recalentados despiertan entonces las tarjetas postales de fuentes exuberantes y tentadoras que llevan a las dunas donde sólo está la muerte. ¡Pobre el turista que se adentre en el desierto con su cerebro equipado con postales de fuentes! Probablemente morirá de sed autoengañado, a poco trecho del pozo que podría haberle devuelto a la vida pero que le permaneció oculto, simplemente porque su presencia no se manifestaba con los mismos signos que las fuentes para turistas con las que había equipado su imaginación.

En ese momento los conductores de camellos deben aferrarse a dos convicciones: que los camellos con más sed son los mejor equipados para encontrar el pozo, y que la misión de los conductores es hacer lo imposible por mantener unida la caravana sin permitir la desbandada de los camellos sedientos, ni el rezagarse de los camellos satisfechos. De lo contrario los camellos sedientos a lo mejor encontrarán el pozo, pero una vez abrevados se habrán quedado sin caravana, y por ello sin meta, encadenados a morir junto a ese pozo agotado bien pronto. Y los otros, la caravana sin sedientos, habrán perdido con ellos la única posibilidad de dar con el pozo que les habría permitido continuar su marcha hacia la meta.

La eliminación de los inquietos es el suicidio de las comunidades. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

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Guía para el trabajo con el cuento El pozo y los camellos. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Cómo presenta a las fuentes de las ciudades el autor? ¿Y qué nos dice de las

personas que acuden a ellas? ¿Cómo presenta a los pozos del desierto? ¿Qué puede pasar con los espejismos? Para que la caravana encuentre el pozo de agua hacen falta dos aportes: los camellos

con más sed (los más capaces para encontrarlos) y los conductores (que mantienen unida la caravana) ¿Cómo caracteriza a cada grupo?

¿Cuál es la comparación que señala al final del relato? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LA UTILIDAD DE LOS RUMIANTES

Una vez, no hace tanto ni muy lejos, había un pueblito solitario y perdido entre las

ciudades de los hombres. Era un pueblito chiquito y sin importancia. No tenía emisora ni diario, y por eso todo pensaban que esa gente del pueblito no tenía nada que decir. En ese pueblito de campo todos hablaban bajito porque se habían acostumbrado a escuchar. De vez en cuando, sí, cantaban, chiflaba o tarareaban; y tenían los ojos grandes, acostumbrados a mirar.

Era un pueblito con niños desnutridos, de barriguita abultada y bracitos de mamboretá. Un grupo de científicos vino una vez a visitar el pueblito. Vinieron derrochando palabras

y sonrisas, y hablaron en términos exactos e incomprensibles. Llenaron planillas con nombres y preguntas, tubitos de vidrio con muestras de sangre. La verdad es que la gente del pueblito se sintió humillada y guardó silencio. Los científicos los conceptuaron como gente apocada y taciturna. Diagnosticaron descalcificación y avitaminosis. Mientras que los niños del pueblo hasta ahora sólo se había cuenta de que tenían hambre. Los científicos elevaron un informe al ministerio. Si llegó hasta aquella orilla, no sé: porque era de papel.

Pero el Señor Dios amaba a ese pueblito. Y quiso ayudarlo. Por eso un buen día el Señor Dios mandó a ese pueblito tres cabritos y una vaca. Cuatro animalitos de ojos mansos y un balido adentro. Nada traían para el pueblito; simplemente venían a quedarse. Una había nacido en una estancia, las demás en otras partes.

Al principio despertaron la curiosidad. Al pasar por las calles del pueblito la gente las miraba. Como no venían a traer ni a buscar nada, pronto fueron admitidas en la vida del pueblito. Las vieron mansas e indefensas y comenzaron a protegerlas; hasta comenzaron a hablarles porque las vieron calladas.

Para alimentarse les bastó con los yuyos y pastos que crecían en el lugar, y que ellas

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mismas salían a buscarse. Y la gente se alegró de verlas comer y alimentarse de lo mismo que había entre ellos. Y por eso, no sólo no las espantaron del lugar sino que hasta llegaron a construirles un corral. Un corral para sus noches; porque de día les gustaba verlas por las calles, entrar en sus patios, participar en su misma geografía familiar. Hasta se hicieron amigas de sus perros, que ya no las toreaban al verlas llegar. Y ustedes saben que en el campo, solamente a las visitas amigas los perros no les ladran.

Y fue así cómo, con el tiempo, el pueblito se dio cuenta del regalo que Dios les había hecho con ellas. En cada madrugada empezaron a contar con su vaso de leche para sus niños chicos, para sus ancianos enfermos, para sus madres que amamantaban.

Vaso de leche que no era una realidad traída de afuera. Pero que sin embargo hasta ahora nunca habían tenido. Eran sus propios pastos, su trébol familiar asumido y rumiado lento en sus horas de silencio y soledad, con sus ojazos vueltos hacia el cielo. Y los hombres del pueblito se dieron cuenta de la importancia de esos tiempos de rumia y de silencio que pasaban sus animalitos. Y como por instinto comenzaron a respetar esos momentos.

Cuando a eso de la oración, por las tardes, al caer el sol todos volvía del trabajo y las veían reunirse en su corral y quedarse quietas con los ojazos mirando el cielo, se dieron cuenta de la importancia de ese tiempo para ellos. Y respetaron su soledad y su silencio. De esa rumia del atardecer dependía que la leche fuera tan sabrosa en la madrugada. Eso no hubo necesidad de explicárselo a la gente del pueblito; se dieron cuenta solos, porque eran gente con los ojos acostumbrados a ver.

No sé si a ustedes les pasará lo mismo. Pero a mí a veces me da pena ver a tantos animales con capacidad de rumia, uncidos noche y día a los arados, con tiempo apenas para comer. Y me pregunto si no será esa la causa de que en nuestro pueblo se sufra de descalificación.

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento La utilidad de los rumiantes. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Cuál es la historia que presenta el cuento? ¿Dónde sucede? ¿Cómo se describe al

pueblo y a sus habitantes? Elige alguna frase del primer párrafo y coméntala para todo tu grupo. ¿Por qué elegiste

esa característica? ¿Quiénes llegan un día al pueblo? ¿Cuál es su actitud? ¿Cómo tratan a la gente?

¿Tiene consecuencias su visita? ¿Cómo reacciona el pueblo? ¿Por qué? El buen Dios les brinda unos animales… ¿Cómo es el proceso de la gente con relación

a esos animales? ¿Por qué de a poco van cambiando de actitud? Señalar las actitudes positivas que van desarrollando todos los habitantes del pueblo

El cambio de actitud con los animales, ¿qué produjo como beneficio? ¿Cambio en algo la vida de la gente del pueblo? Comparar con visita de los científicos? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta.

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Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LA LUZ Y LAS PUPILAS

En el encierro de nuestra pequeña geografía familiar, bajo la abundancia de luz de

nuestra lámpara de mesa, nuestras pupilas se habían ido reduciendo. Esa presencia tan cercana de la luz, esa necesidad casi inexistente de esfuerzo para nuestras pupilas las fueron reduciendo en su búsqueda, haciéndolas receptivas sólo en una mínima parte de su inmensa capacidad de visión.

Por eso, al apagarse la luz familiar y al entrar bruscamente en la noche del camino, la oscuridad nos parece abrumadoramente espesa. Uno llega a creer que en la noche no hay nada de luz. Uno sabe por intuición y por memoria, de la existencia de las cosas, de los árboles, de los charcos del camino. Pero en ese momento, en el tiempo de transición, todas las cosas carecen de realidad y confunden sus formas en esa carencia absoluta de luz.

Es entonces cuando la mirada busca instintivamente el cielo. Porque el hombre lleva metida hasta en su sangre la verdad de la relación entre luz y cielo. Pero hay veces en que el cielo está nublado. Y cuando el cielo está nublado, todo se ve más oscuro. Y sin embargo nuestros ojos rastrean el cielo, tratando de tomarlo al menos como fondo sobre el que se pueden distinguir las formas borrosas de los árboles y de las cosas de dimensiones mayores.

Frente a lo espeso de la oscuridad, nuestros ojos buscan al menos el borroso contorno de los objetos familiares como punto de referencia. Y en esa búsqueda de las cosas con el cielo como trasfondo, poco a poco nuestras pupilas se van dilatando. Se va despertando en nosotros esa capacidad adormecida de percibir la gran luminosidad adormecida en de percibir la gran luminosidad difusa en toda noche. Al rato uno se sorprende del aumento de luz. Y tal vez lo único que ha sucedido, es que ha aumentado nuestra capacidad de percibirla. Y con ello las cosas van recuperando su concreta realidad, y nosotros la alegría y libertad de movernos entre ellas.

Si esa noche avanza hacia el amanecer, entonces, junto al dilatarse de nuestras pupilas, el horizonte crece también en luminosidad, y uno participa de la alegría profunda de sentir en la mañana crecer alrededor de uno y en uno mismo, al colaborar en su construcción.

A una pareja de jóvenes amigos acaba de apagárseles la pequeña lámpara familiar. Se les ha muerto un hijito. Y sin embargo ese hijito les ha enriquecido el corazón con muchas verdades que ellos han leído en las cosas, ayudados por su luz. Porque la lámpara familiar regala al corazón muchas verdades que son material de rumia cuando los ojos se adentran en la noche.

¡Quisiera, Señor, que estés junto a ellos, noche adentro, en este tiempo de rumia! ¡en este tiempo del dilatarse de sus pupilas! y que junto a Vos caminen unidos hacia la alegría del amanecer, que devolverá su verdad a cada cosa y a cada hombre la alegría de vivir, al sentir sus manos comprometidas en el trabajo, en la vida y en el amor. Mientras se dilatan sus pupilas, alúmbrales, Señor, las manos, para que puedan seguir creyendo en la vida.

Si gastás tu noche llorando la puesta del sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas. (Proverbio árabe).

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento La luz y las pupilas.

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Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué experiencia nos relata el autor? ¿Qué sucede con la capacidad de ver en la

oscuridad? ¿Cómo describe el cambio que sucede? ¿Qué pasa con las pupilas de los ojos? ¿Qué busca nuestra mirada? ¿Por qué? ¿Qué comparación realiza hacia el final? Para la joven pareja que menciona el cuento,

¿quién representaba la lámpara familiar que enriquecía sus vidas con su luz? Comentar la frase final del proverbio árabe. Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LA VIOLENCIA DE LAS SOMBRAS

Dios le había regalado un lindo corazón. Era capaz de amar y apasionarse. Tenía

capacidad para ver. Sus ojos siempre miraban a las cosas, y no le costaba vibrar con lo que veía. Por eso las injusticias lo sacudían fuerte. Muchos le tenían desconfianza porque le conocían un corazón arrebatado y violento.

Encima era bastante ingenuo. Le gustaba hablar, mostrarse y manifestar lo que llevaba adentro. Eso le hacía mar cosas contradictorias, y muchos creyeron que era un incoherente. Otros creyeron poder utilizarlo, y cuando él siguió nomás su rumbo, no lo comprendieron.

Alma de niño, buscaba ansiosamente la verdad, y quería a toda costa practicar la justicia. Llevar la justicia a la práctica era para él una obsesión. Tal vez hubiera algo de biológico en ese apetito de justicia. Por eso se comprometía tan entero cuando veía, en algún lugar o persona, la realidad del compromiso por la justicia. Pero como la justicia es una realidad tironeada por diversos bandos que creen poseerla en exclusiva (como se pelean los perros por achura), le sucedió más de una vez el querer tironear desde distintos rumbos. Desde todos lados le ladraron para animarlo, y de todos lados le lanzaron su mordisco. Y él seguí nomás, apasionado por llevar la justicia a la práctica. Tal vez sin plan, sin proyectos, guiado como por un instinto. Amaba la parte de justicia que encontraba en cada hombre, y pretendió sacudir la vergüenza en cada grupo.

Y eso es peligroso. Es peligroso ponerse a plena luz cuando andan sueltas las tinieblas. Y en cada compromiso, en cada realidad hay un encontronazo ente la luz y las tinieblas, entre el miedo y la vergüenza. Y es peligroso para un hombre amar la luz en cada cosa, y en cada cosa pretender vencer la noche mediante la vergüenza.

Por eso el miedo que hay en cada uno de nosotros se puso a perseguirlo. A escondidas, por supuesto. El miedo suele ser cobarde, y prefiere no mostrar la cara al descubierto. De ahí que el día que lo mataron, nadie quiso ser responsable del suceso. Nos echamos la culpa mutuamente, y hasta a lo mejor creímos ser sinceros.

Poco importa el nombre del que lo mató, y el nombre y apellido del que ha muerto. Lo

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mató la violencia de las sombras, y su nombre está escrito en el libro de la vida. Un pueblo lo lloró en silencio. Ese pueblo que también ama la justicia, y que como todos los perseguidos por llevar la justicia a la práctica, tendrá en herencia el Reino de los cielos.

Porque al morir un hombre por practicar la justicia, se opera en él la victoria definitiva de la luz sobre las sombras. La luz vence en ese hombre a las tinieblas. Y así se le abren las puertas del Reino de la luz.

Felices de ustedes cuando sean perseguidos e insultados, y cuando digan toda clase de cosas falsas sobre ustedes. Alégrense, no se pongan tristes: porque van a recibir un gran premio en los cielos; porque así también persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes (Mt 5, 11-12).

Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

Guía para el trabajo con el cuento La violencia de las sombras. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿Qué experiencia nos relata el autor? ¿Cómo caracteriza a la persona enamorada de la justicia? Hacer un breve retrato de la

misma a partir de las características que señala el padre Mamerto. ¿Qué proceso fue realizando? ¿Qué peligros le empezaron a acechar? ¿Qué pasó finalmente? ¿Cuál fue la reacción del pueblo? Comentar la frase final del evangelio, la última bienaventuranza del evangelio de Mateo. Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya llegado o

impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

LOS TRES CIEGOS

Había una vez tres sabios. Y eran muy sabios. Aunque los tres eran ciegos. Como no

podían ver, se habían acostumbrado a conocer las cosas con solo tocarlas. Usaban de sus manos para darse cuenta del tamaño, de la calidad y de la calidez de cuanto se ponía a su alcance.

Sucedió que un circo llegó al pueblo donde vivían los tres sabios que eran ciegos. Entre las cosas maravillosas que llegaron con el circo, venía un gran elefante blanco. Y era tan extraordinario este animal que toda la gente no hacía más que hablar de él.

Los tres sabios que eran ciegos quisieron también ellos conocer al elefante. Se hicieron conducir hasta el lugar donde estaba y pidieron permiso para poder tocarlo. Como el animal era muy manso, no hubo ningún inconveniente para que lo hicieran.

El primero de los tres estiró sus manos y tocó a la bestia en la cabeza. Sintió bajo sus dedos las enormes orejas y luego los dos tremendos colmillos de marfil que sobresalían de la pequeña boca. Quedó tan admirado de lo que había conocido que inmediatamente fue a

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contarles a los otros dos lo que había aprendido. Les dijo: - El elefante es como un tronco, cubierto a ambos lados por dos frazadas, y del cual

salen dos grandes lanzas frías y duras. Pero resulta que cuando le tocó el turno al segundo sabio, sus manos tocaron al animal

en la panza. Trataron de rodear su cuerpo, pero éste era tan alto que no alcanzaba a abarcarlo con los dos brazos abiertos. Luego de mucho palpar, decidió también él contar lo que había aprendido. Les dijo:

- El elefante se parece a un tambor colocado sobre cuatro gruesas patas, y está forrado de cuero con pelo para afuera.

Entonces fue el tercer sabio, y agarró el animal justo por la cola. se colgó de ella y comenzó a hamacarse como hacen los chicos con una soga. Como esto le gustaba a la bestia, estuvo largo rato divirtiéndose en medio de la risa de todos. Cuando dejó el juego, comentaba lo que sabía. También él dijo:

- Yo sé muy bien lo que es un elefante. Es una cuerda fuerte y gruesa, que tiene un pincel en la punta. Sirve para hamacarse.

Resulta que cuando volvieron a casa y comenzaron a charlar entre ellos lo que habían descubierto sobre el elefante no se podían poner de acuerdo. Cada uno estaba plenamente seguro de lo que conocía. Y además tenía la certeza de que sólo había un elefante y de que los tres estaban hablando de lo mismo. Pero lo que decían parecía imposible de concordar. Tanto charlaron y discutieron que casi se pelearon.

Pero al fin de cuentas, como eran los tres muy sabios, decidieron hacerse ayudar, y fueron a preguntar a otro sabio que había tenido la oportunidad de ver al elefante con sus propios ojos.

Y entonces descubrieron que cada uno de ellos tenía razón. Una parte de la razón. Pero que conocían del elefante solamente la parte que habían tocado. Y le creyeron al que lo había visto y les hablaba del elefante entero.

Ideas para trabajar el texto en grupos: + Analizar el cuento. ¿Qué momentos podemos señalar? ¿Cuál es la conducta de cada

personaje? + Relacionar el cuento con alguna situación similar que hayamos vivido. Ponerla en

común. + Para contestar juntos: - ¿Escuchamos a los demás, sus opiniones, sus ideas? - ¿Creemos tener siempre la "justa", y que los otros están equivocados? - ¿Qué nos enseña este cuento sobre la verdad de las cosas? + ¿Nos pasa lo mismo que a los tres sabios? ¿Por qué? + Hacer un listado de situaciones comunes que puedan ser iluminadas con este cuento.

Por ejemplo, cuando hay que tomar decisiones en conjunto, al analizar la realidad, etc.

EL REGALO DE LOS REYES MAGOS O´Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en

céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el

carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

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Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".

La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero.

Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia su cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas.

Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.

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-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia. -Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo. La áurea cascada cayó libremente. -Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas. -Démelos inmediatamente -dijo Delia. Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la

metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim. Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había

otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor.

Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim.

Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él. -Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía

pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

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-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad. -¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota. -No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es

todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa. -No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado

especial, harían que yo quisiera menos a mí mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim! Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó: -¡Oh, oh! Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta

palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejó caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad.

Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que

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tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia.

Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

“LA FLOR MÁS GRANDE DEL MUNDO” José Saramago

Las historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los niños,

al ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas. Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena.

Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy explicada, y una paciencia muy grande. A mí me falta por lo menos la paciencia, por lo que pido perdón.

Si yo tuviera esas cualidades, podría contar con todo detalle una historia preciosa que un día me inventé, y que, así como vais a leerla, no es más que un resumen que se dice en dos palabras…Se me tendrá que perdonar la vanidad de haber pensado que mi historia era la más bonita de todas las que se han escrito desde los tiempos de los cuentos de hadas y princesas encantadas…

¡Hace ya tanto tiempo de eso! En el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora comienzan a

aparecer algunas palabras difíciles, pero, quien no lo sepa, que consulte en un diccionario o que le pregunte al profesor.)

Que no se preocupen los que no conciben historias fuera de las ciudades, ni siquiera las infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del tranquilo lugar donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal vez algún abuelo, y una parentela confusa de la que no hay noticia.

Nada más empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol en árbol como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso, entretenido en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la infancia a todos nos ha permitido…

Hasta que de pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer sólo. Desde allí en adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño no tiene responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente para redondear la frase.

Desde allí en adelante, para nuestro niño, hay solo una pregunta sin literatura: “¿Voy o no voy?” Y fue.

El río se desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque desde que nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a través, entre extensos olivares, unas veces caminando de campanillas blancas, y otras adentrándose en bosques de altos fresnos donde habías claros tranquilos sin rastros de personas o animales, y alrededor un silencio que zumbaba, y también un calor vegetal, un olor de tallo fresco sagrado como una vena blanco y verde.

¡Oh, que feliz iba el niño” Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a escasear y era ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio una inhóspita colina redonda como una taza boca abajo.

Se tomó el niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿Qué vio? Ni la suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero tan decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, como es un niño de cuento, pensó que tenía que salvar la flor.

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Pero ¿qué hacemos con el agua? Allí, en lo alto, ni una gota. Abajo, sólo en el río, y ¡estaba tan lejos!…

No importa. Baja el niño la montaña, atraviesa el mundo todo, llega al gran río Nilo, en el hueco de

las manos recoge cuánta agua le cabía. Vuelve a atravesar el mundo por la pendiente se arrastra, tres gotas que llegaron, se las bebió la flor sedienta. Veinte veces de aquí allí, cien mil viajes a la Luna, la sangre en los pies descalzos, pero la flor erguida ya daba perfume al aire, y como si fuese un roble ponía sombra en el suelo.

El niño se durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele suceder en estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la familia y los vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.

Lo recorrieron todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que estuviera allí.

Fueron todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo con el niño que dormía.

Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores del arco iris.

A este niño lo llevaron a casa, rodeando de todo el respeto, como obra de milagro. Cuando luego pasaba por las calles, las personas decían que había salido de casa para

hacer una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños. Y ésa es la moraleja de la historia.

Este era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis explicarla de otra manera, como palabras más sencillas que las mías, y tal vez más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños.

¿Quién me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees, pero mucho más bonita?…

Debate grupal: Preguntas disparadoras. o ¿podrían resumir en sus propias palabras lo que relata el cuento? o ¿Saben qué son los valores? ¿Podrían citar algunos que conozcan? o ¿Qué valores refleja este cuento? o En el pizarrón: simbolizamos lo trabajado (puede ser cuadro, dibujo, palabras...)

LA REBELDÍA Gregorio Marañón. “El Silencio Creador”

Y ahora nos toca comentar la juventud y su deber fundamental: que es la rebeldía. A

muchos sorprenderá –tal vez escandalizará a algunos- que consideremos la rebeldía como un deber. Lo cual equivale a considerarla como una virtud de esas de orden supremo a las que acabamos de referimos, en las que hay, tal vez, que contrariar, por voluntario amor al bien, las propias conveniencias. Cuando un ser humano marcha por la vida sin obstáculos, ya decía Santo Tomás, que es necio llamarle virtuoso, por bueno que sea. Mientras no surge la piedra que cierra nuestro camino, el espíritu satánico , que todos llevamos dormido en el alma, prefiere no despertar, porque como gran capitán que es, sólo gusta de entablar sus batallas en las condiciones más favorables. Solo entonces, en el trance difícil, es una virtud el ser rectamente hombre, por encima de todas las sugestiones que nos invitan a claudicar. Y el modo más: humano de la virtud juvenil es la generosa inadaptación a todo lo imperfecto de la vida -que es casi la vida entera-; esto es rebeldía.

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Al buen burgués suele erizársele el cabello -el escaso cabello, ya que una de las características de la morfología burguesa es la calva- cuando oye hablar de rebeldía. Rebeldía suena en sus oídos como algo personificado en un ser frenético, con la cara torva y las armas en la mano) que se agita contra la paz social. Es una palabra que suena a tiros, a revuelta, a incendios y, finalmente, a patíbulo. Rebelde- dice de un modo taxativo el Diccionario de la Academia-es aquel que se subleva o rebela, faltando a la obediencia debida.

Pero la misma Academia -tranquilicemos pues al lector con el mismo texto oficial- añade: rebelde se llama también al indócil, duro, fuerte y tenaz.

Pues bien: yo agrego ahora que, en efecto, el joven debe ser indócil, duro, fuerte y tenaz.

¡Gran locura la de los que no lo comprenden así! El hombre ha nacido para ser un miembro de la sociedad y contribuir -cada cual dentro de su categoría- a la marcha unánime del organismo colectivo. -Más para ser la pieza justa de un engranaje es preciso que la pieza sea forjada de antemano y que no sea utilizada mientras no adquiera la forma y el tamaño justo y el temple suficiente. Y este temple, que hará perfecto y durable el rendimiento gregario del hombre maduro, es la personalidad. Parece paradoja, pero es lo cierto que cada ser humano será tanto más útil a la sociedad de que forma parte cuanto más fuerte sea su personalidad y, por tanto su incapacidad primaria de adaptación.

Ahora bien: la juventud es la época en que la personalidad se construye sobre moldes inmutables. Y, además, la única ocasión en que esto puede realizarse. Toda la vida seremos lo que seamos capaces de ser desde jóvenes. Podrá llenarse o no de contenido eficaz el vaso cincelado en estos años de la santa rebeldía; podrá ese vaso llenarse pronta o tardíamente, pero el límite de nuestra eficacia está ya para siempre señalado por condiciones orgánicas inmodificables cuando llegamos al alto de la cuesta juvenil y con el cuerpo y el espíritu equilibrados y las primeras canas en las sienes entramos en la planicie de la madurez.

7 de abril de 1837

LA POBREZA Y LA FE Mamerto Menapace

No habrá tenido mucho. Pero lo que tenía era muy suyo. Sobre todo, porque de tanto

llevarlo encima había terminado por sentir indispensables todas esas realidades: sus botas, su poncho, sus ropas, su chambergo y su facón.

¡Habían compartido tantas cosas juntas, que había terminado por encariñarse con todo eso! Más que cosas suyas, las sentía como parte de sí mismo. Como realidades de su misma historia. Al sentir consigo todas esas realidades, se sentía viviendo una historia con continuidad: historia con pasado. Y todo hombre que está en camino siente la tentación del pasado. Tentación que se concretiza en el poseer; en el no dejar.

Al llegar a la orilla de ese río, la opción le resultó dura. Esa realidad del río que atravesaba como un tajo su camino, le exigía una decisión dolorosa. No es que no quisiera atravesarlo; ¡si para eso se había puesto en camino! Lo duro no estaba en vadearlo; sino en que para vadearlo debía tomar una actitud nueva frente a todas sus cosas viejas; frente a todo lo que era suyo; frente a todo lo que se le había adherido.

Todo bicho exigido a dejar el pellejo, busca arrinconarse. Lo busca hasta el gusano que quiere ser mariposa. Para poder crecer hasta el volido, necesita aceptar el retiro del capullo. La rosa y el gusano lo hacen por instinto; al cristiano, por ser hombre, le toca decidirlo.

Al llegar a la orilla del río, nuestro hombre se acurrucó en silencio. Antes de despojarse por afuera necesitaba unificarse por dentro. Necesitaba mirar la correntada, dejar que ella le entrara por los ojos y se le fuera corazón adentro. Necesitaba que el corazón pasase

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primero, para poder luego seguirlo su cuerpo. En esa actitud se le fue la tarde, y la noche le cayó encima con todo su misterio. Y en esa actitud lo pilló el lucero. Fue entonces recién cuando dijo: "sí". Un sí que lo venía arreando desde lejos. El mismo sí, que lo pusiera en movimiento al comienzo.

Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro. Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo. A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen de suficiente espesor para impactarnos por sí mismos. O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos.

Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro puntas del poncho que contenía todo los suyo. Lo voleó tres veces como un lazo para darle impulso y lo tiró por encima de la correntada para que fuera a caer a la otra orilla. De este modo colocaba lo suyo allí donde él mismo debía llegar. Hacía que lo suyo se le adelantara para esperarlo en la meta.

Y allí quedó él, en la orilla de acá, liberado de todo para poder vadear mejor ese río y urgido a vadearlo para poder encontrarse con todo lo suyo, que lo había precedido. Porque era un hombre que amaba profundamente lo suyo.

Guía para el trabajo. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan

una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.

Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo

vuelve a contar). ¿De qué nos habla el autor en el cuento? ¿Quién es el protagonista del relato? ¿A qué cosas le tenía mucho afecto? ¿En qué encrucijada se encuentra al tener que cruzar un río? ¿A qué cosas le tenía mucho afecto? ¿Qué proceso hace para decidir? ¿Cuál es su decisión? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya

llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto enel cuento para tu vida.

Compartirlo con los demás.

PRIMER APÓLOGO CHINO Leopoldo Marechal

El maestro Chuang tenía un discípulo llamado Tseyü, el cual, sin abandonar sus

estudios filosóficos, trabajaba como tenedor de libros en una manufactura de porcelanas. Una vez Tseyü le dijo a Chuang:

-Maestro, has de saber que mi patrón acaba de reprocharme, no sin acritud, las horas que pierdo, según él, en abstracciones filosóficas. Y me ha dicho una sentencia que ha turbado mi entendimiento.

-¿Qué sentencia? -le preguntó Chuang. -Que "primero es vivir y luego filosofar" -contestó Tseyü con aire devoto-. ¿Qué te parece, maestro?

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Sin decir una sola palabra, el maestro Chuang le dio a Tseyü en la mejilla derecha un bofetón enérgico y a la vez desapasionado; tras lo cual tomó una regadera y se fue a regar un duraznero suyo que a la sazón estaba lleno de flores primaverales.

El discípulo Tseyü, lejos de resentirse, entendió que aquella bofetada tenía un picante valor didáctico. Por lo cual, en los días que siguieron, se dedicó a recabar otras opiniones acerca del aforismo que tanto le preocupaba. Resolvió entonces prescindir de los comerciantes y manufactureros (gentes de un pragmatismo tan visible como sospechoso), y acudió a los funcionarios de la Administración Pública, hombre vestidos de prudencia y calzados de sensatez. Y todos ellos, desde el Primer Secretario hasta los oficiales de tercera, convenían en sostener que primero era vivir y luego filosofar. Ya bastante seguro, Tseyü volvió a Chuang y le dijo:

-Maestro, durante un mes he consultado nuestro asunto con hombres de gran experiencia. Y todos están de acuerdo con el aforismo de mi patrón. ¿Qué me dices ahora?

Meditativo y justo, Chuang le dio una bofetada en la mejilla izquierda; y se fue a estudiar su duraznero, que ya tenía hojas verdes y frutas en agraz.

Entonces el abofeteado Tseyü entendió que la Administración Pública era un batracio muy engañoso. Advertido lo cual resolvió levantar la puntería de sus consultas y apelar a la ciencia de los magistrados judiciales, de los médicos psiquiatras, de los astrofísicos, de los generales en actividad y de los más ostentosos representantes de la Curia. Y afirmaron todos, bajo palabra de honor, que primero había que vivir, y luego filosofar, si quedaba tiempo. Con mucho ánimo, Tseyü visitó a Chuang y le habló así:

-Maestro, acabo de agotar la jerarquía de los intelectos humanos; y todos juran que la sentencia de mi patrón es tan exacta como útil. ¿Qué debo hacer?

Dulce y meticuloso, Chuang hizo girar a su discípulo de tal modo que le presentase la región dorsal. Y luego, con geométrica exactitud, le ubicó un puntapié didascálico entre las dos nalgas. Hecho lo cual, y acercándose al duraznero, se puso a librar sus frutas de las hojas excesivas que no dejaban pasar los rayos del sol. Tseyü, que había caído de bruces, pensó, con el rostro en la hierba, que aquel puntapié matemático no era otra cosa, en el fondo, que un llamado a la razón pura. Se incorporó entonces, dedicó a Chuang una reverencia y se alejó con el pensamiento fijo en la tarea que debía cumplir.

En realidad a Tseyü no le faltaba tiempo: su jefe lo había despedido tres días antes por negligencias reiteradas, y Tseyü conocía por fin el verdadero gusto de la libertad. Como un atleta del raciocinio, ayunó tres días y tres noches; limpió cuidadosamente su tubo intestinal; y no bien rayó el alba, se dirigió a las afueras, con los pies calientes y el occipital fresco, tal como lo requiere la preceptiva de la meditación.

Tseyü estableció su cuartel general en la cabaña de un eremita ya difunto que se había distinguido por su conocimiento del Tao: frente a la cabaña, en una plazuela natural que bordeaban perales y ciruelos, Tseyü trazó un círculo de ocho varas de diámetro y se ubicó en el centro, bien sentado a la chinesca. Defendido ya de las posibles irrupciones terrestres, no dejó de temer, en este punto, las interferencias del orden psíquico, tan hostiles a una verdadera concentración. Por lo cual, len la órbita de su pensamiento, dibujó también un círculo riguroso dentro del cual sólo cabía la sentencia: "Primero vivir, luego filosofar."

Una semana permaneció Tseyü encerrado en su doble círculo. Al promediar el último día, se incorporó al fin: hizo diez flexiones de tronco para desentumecerse y diez flexiones de cerebro para desconcentrarse. Tranquilo, bajo un mediodía que lo arponeaba de sol, Tseyü se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia le dijo:

-Maestro, he reflexionado. -¿En qué has reflexionado? -le preguntó Chuang. -En aquella sentencia de mi ex patrón. Estaba yo en el centro del círculo y me pregunté:

"¿Desde su comienzo hasta su fin no es la vida humana un accionar constante?" Y me respondí: "En efecto, la vida es un accionar constante." Me pregunté de nuevo: "Todo

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accionar del hombre no debe responder a un Fin inteligente, necesario y bueno?" Y me respondí a mí mismo: "Tseyü, dices muy bien." Y volví a preguntarme: "¿Cuándo se ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción?" Y mi respuesta fue; "ANTES de la acción; porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y sólo cuaja en estupidez o locura." Maestro, en este punto de mi teorema me dije yo: "Entonces, primero filosofar y luego vivir."

Tseyü no aventuró ningún otro sonido. Antes bien, con los ojos en el suelo, aguardó la respuesta de Chuang, ignorando aún si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada. Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraznero, arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo.

Fuente: MARECHAL, LEOPOLDO, Cuaderno de navegación. Buenos Aires, Sudamérica, 1966 (págs. 7-11)

EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba

todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el

campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos trúhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

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Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores. -¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-.

¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador. Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el

Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos trúhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

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-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, más precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había. -¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones-

para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo? Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del

vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. -¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue

repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño. -¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada! -¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero. Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó:

«Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y las ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

ALEGORÍA DE LA CAVERNA República, libro VII - PLATON (S. IV A. C.)

¿Qué es una ALEGORIA? Es un relato cuya forma es muy parecida a la del mito pero que simplemente sirve de

"ayuda" para entender una serie de verdades; quien presenta una alegoría pretende transmitir un mensaje y para que el mismo se entienda inventa una pequeña historia, pero inmediatamente hace la "traducción" para que sus oyentes o lectores puedan comprender la profundidad del mensaje. Una vez que se ha comprendido el mensaje la alegoría se vuelve superflua: es como una escalera por la que subimos a cierta verdad y que empujamos con el pie, luego de haberla utilizado.

Platón nos ofrece en el famoso texto siguiente el mito de la caverna, metáfora de la

situación del hombre en relación a la verdad y al ser y concentrada imagen de las tesis más importantes de su filosofía.

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"I. -Y a continuación -seguí- compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.

-Ya lo veo –dijo -Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paresilla, unos hombres que transportan

toda clase de objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados

-Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños pioneros! -Iguales que nosotros -dije-, porque, en primer lugar ¿crees que los que están así han

visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?

-¡Cómo -dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

-¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo? -¿Qué otra cosa van a ver? -Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar

refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos? Forzosamente -¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada

vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?

-No, ¡por Zeus! –dijo -Entonces no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa

más que las sombras de los objetos fabricados -Es enteramente forzoso –dijo -Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su

ignorancia y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?

-Mucho más –dijo II. -Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos

y que se escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son realmente más claros que los que le muestran?

-Así es –dijo -Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada

subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan

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llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?

-No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento -Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que

vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.

-¿Cómo no? -Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en

otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones de mirar y contemplar.

-Necesariamente -dijo. -Y, después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las

estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.

-Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro. -¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus

antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos? Efectivamente.

-Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal » o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

-Eso es lo que creo yo -dijo-: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.

-Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente la luz del sol?

-Ciertamente -dijo. -Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente

encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?

-Claro que sí-dijo. III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo

que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de

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todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.

-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo."

EDUCACIÓN INFANTIL Erasmo de Rotterdam (1529)

Ahora es la posesión de la razón la que hace al hombre. Si los árboles y las bestias

salvajes crecen, los hombres creedme, se moldean. Los que antiguamente vivían en bosques, guiados por meras necesidades y deseos naturales, no dirigidos por leyes ni organizados en comunidades, eran más bien bestias Salvajes que hombres. Porque la razón, rasgo de humanidad, sobra allí donde todo lo domina el instinto. Es indiscutible que un hombre no instruido por la razón en filosofía y cultura es una criatura inferior al animal, ya que se demuestra que no hay bestia más salvaje o peligrosa que un hombre que actúe en toda ocasión por ambición, deseo, ira, envidia o mal genio. De aquí que pueda concluir que el que no permite que su hijo sea instruido de forma conveniente, no es hombre, ni hijo de hombre. ( ... ) La naturaleza al daros un hijo-, os presenta, permitirme decirlo, una criatura ruda, informe, el que por vuestra parte debéis moldear para que se convierta en un hombre de verdad. Si este moldeado se descuida, seguiréis teniendo un animal: si por el contrario, se realiza seria y sabiamente, tendréis, casi diría, lo que puede resultar un ser semejante a Dios

EL HOMBRE Nicolás Maquiavelo (1513)

Sentencia es de antiguos escritores que los hombres se afligen en el mal y se hastían

en el bien y que ambas pasiones surten los mismos efectos. Los hombres, cuando no combaten por necesidad, luchan por ambición, la cual es tan poderosa en el pecho

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humano, que jamás lo abandona sea cual fuere el rango que alcance. La causa de ella está en que la naturaleza creó a los hombres de modo que deseen cualquier cosa y no consigan todo y, así siendo constantemente mayor el deseo que el poder de adquirir, resultan el descontento de lo que se tiene y la insatisfacción. Por esto varía su fortuna, porque los hombres temen perder lo ganado, codician acrecentar sus posesiones y surgen la enemistad y la guerra de la cual nace la ruina de una provincia y el encumbramiento de otra.

EL TÚNEL (FRAGMENTO) Ernesto Sábato

"Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese

tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.

(...) A veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué

era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad.

(...) Yo no decía nada. Hermosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi

cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. -Nunca más, nunca más- pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo. "

ANÁLISIS DE LA EXISTENCIA PROVISIONAL Victor Frankl (De ‘’El Hombre en busca de sentido’’)

Ya hemos dicho que, en última instancia, los responsables del estado de ánimo más

íntimo del prisionero no eran tanto las causas psicológicas ya enumeradas cuanto el resultado de su libre decisión. La observación psicológica de los prisioneros ha demostrado que únicamente los hombres que permitían que se debilitara su interno sostén moral y espiritual caían víctimas de las influencias degenerantes del campo. Y aquí se suscita la pregunta acerca de lo que podría o debería haber constituido este "sostén interno".

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Al relatar o escribir sus experiencias, todos los que pasaron por la experiencia de un campo de concentración concuerdan en señalar que la influencia más deprimente de todas era que el recluso no supiera cuánto tiempo iba a durar su encarcelamiento.

Nadie le dio nunca una fecha para su liberación (en nuestro campo ni siquiera tenía sentido hablar de ello). En realidad, la duración no era sólo incierta, sino ilimitada. Un renombrado investigador psicológico manifestó en cierta ocasión que la vida en un campo de concentración podría denominarse "existencia provisional". Nosotros completaríamos la definición diciendo que es "una existencia provisional cuya duración se desconoce".

Por regla general, los recién llegados no sabían nada de las condiciones de un campo. Los que venían de otros campos se veían obligados a guardar silencio y, de algunos campos, nadie regresó. Al entrar en él, las mentes de los prisioneros sufrían un cambio. Con el fin de la incertidumbre venía la incertidumbre del fin. Era imposible prever cuándo y cómo terminaría aquella existencia, caso de tener fin. El vocablo latino finis tiene dos significados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver el fin de su "existencia provisional", tampoco podía aspirar a una meta última en la vida. Cesaba de vivir para el futuro en contraste con el hombre normal. Por consiguiente cambiaba toda la estructura de su vida íntima. Aparecían otros signos de decadencia como los que conocemos de otros aspectos de la vida.

El obrero parado, por ejemplo, está en una posición similar. Su existencia es provisional en ese momento y, en cierto sentido, no puede vivir para el futuro ni marcarse una meta. Trabajos de investigación realizados sobre los mineros parados han demostrado que sufren de una particular deformación del tiempo —el tiempo íntimo— que es resultado de su condición de parados.

También los prisioneros sufrían de esta extraña "experiencia del tiempo". En el campo, una unidad de tiempo pequeña, un día, por ejemplo, repleto de continuas torturas y de fatiga, parecía no tener fin, mientras que una unidad de tiempo mayor, quizás una semana, parecía transcurrir con mucha rapidez. Mis camaradas concordaron conmigo cuando dije que en el campo el día duraba más que la semana. ¡Cuán paradójica era nuestra experiencia del tiempo! A este respecto me viene el recuerdo de La Montaña Mágica, de Thomas Mann, que contiene unas cuantas observaciones psicológicas muy atinadas. Mann estudia la evolución espiritual de personas que están en condiciones psicológicas semejantes; es decir, los enfermos de tuberculosis en un sanatorio, quienes tampoco conocen la fecha en que les darán de alta; experimentan una existencia similar, sin ningún futuro, sin ninguna meta.

Uno de los prisioneros, que a su llegada marchaba en una larga columna de nuevos reclusos desde la estación al campo, me dijo más tarde que había sentido como si estuviera desfilando en su propio funeral. Le parecía que su vida no tenía ya futuro y contemplaba todo como algo que ya había pasado, como si ya estuviera muerto. Este sentimiento de falta de vida, de un "cadáver viviente" se intensificaba por otras causas. Mientras que, en cuanto al tiempo, lo que se experimentaba de forma más aguda era la duración ilimitada del período de reclusión, en cuanto al espacio eran los estrechos límites de la prisión. Todo lo que estuviera al otro lado de la alambrada se antojaba remoto, fuera del alcance y, de alguna forma, irreal. Lo que sucedía afuera, la gente de allá, todo lo que era vida normal, adquiría para el prisionero un aspecto fantasmal. La vida afuera, al menos hasta donde él podía verla, le parecía casi como lo que podría ver un hombre ya muerto que se asomara desde el otro mundo.

El hombre que se dejaba vencer porque no podía ver ninguna meta futura, se ocupaba en pensamientos retrospectivos. En otro contexto hemos hablado ya de la tendencia a mirar al pasado como una forma de contribuir a apaciguar el presente y todos sus horrores haciéndolo menos real. Pero despojar al presente de su realidad entrañaba ciertos riesgos. Resultaba fácil desentenderse de las posibilidades de hacer algo positivo en el campo y esas oportunidades existían de verdad. Ese ver nuestra "existencia provisional" como algo

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irreal constituía un factor importante en el hecho de que los prisioneros perdieran su dominio de la vida; en cierto sentido todo parecería sin objeto. Tales personas olvidaban que muchas veces es precisamente una situación externa excepcionalmente difícil lo que da al hombre la oportunidad de crecer espiritualmente más allá de sí mismo. En vez de aceptar las dificultades del campo como una manera de probar su fuerza interior, no toman su vida en serio y la desdeñan como algo inconsecuente. Prefieren cerrar los ojos y vivir en el pasado. Para estas personas la vida no tiene ningún sentido.

Claro está que sólo unos pocos son capaces de alcanzar cimas espirituales elevadas. Pero esos pocos tuvieron una oportunidad de llegar a la grandeza humana aun cuando fuera a través de su aparente fracaso y de su muerte, hazaña que en circunstancias ordinarias nunca hubieran alcanzado. A los demás de nosotros, al mediocre y al indiferente, se les podrían aplicar las palabras de Bismarck: "La vida es como visitar al dentista. Se piensa siempre que lo peor está por venir, cuando en realidad ya ha pasado."

Parafraseando este pensamiento, podríamos decir que muchos de los prisioneros del campo de concentración creyeron que la oportunidad de vivir ya les había pasado y, sin embargo, la realidad es que representó una oportunidad y un desafío: que o bien se puede convertir la experiencia en victorias, la vida en un triunfo interno, o bien se puede ignorar el desafío y limitarse a vegetar como hicieron la mayoría de los prisioneros.

LA LIBERTAD INTERIOR Victor Frankl (De ‘’El Hombre en busca de sentido’’)

Tras este intento de presentación psicológica y explicación psicopatológica de las

características típicas del recluido en un campo de concentración, se podría sacar la impresión de que el ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su entorno y (entendiéndose por entorno en este caso la singular estructura del campo de concentración, que obligaba al prisionero a adecuar su conducta a un determinado conjunto de pautas).

Pero, ¿y qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un entorno dado? ¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre no es más que el producto de muchos factores ambientales condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o sociológica? ¿El hombre es sólo un producto accidental de dichos factores? Y, lo que es más importante, ¿las reacciones de los prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración, son una prueba de que el hombre no puede escapar a la influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales circunstancias no tiene posibilidad de elección?

Podemos contestar a todas estas preguntas en base a la experiencia y también con arreglo a los principios. Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física.

Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino.

Y allí, siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna; que

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determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.

Visto desde este ángulo, las reacciones mentales de los internados en un campo de concentración deben parecemos la simple expresión de determinadas condiciones físicas y sociológicas. Aun cuando condiciones tales como la falta de sueño, la alimentación insuficiente y las diversas tensiones mentales pueden llevar a creer que los reclusos se veían obligados a reaccionar de cierto modo, en un análisis último se hace patente que el tipo de persona en que se convertía un prisionero era el resultado de una decisión íntima y no únicamente producto de la influencia del campo.

Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo tales circunstancias, decidir lo que sería de él —mental y espiritualmente—, pues aún en un campo de concentración puede conservar su dignidad humana. Dostoyevski dijo en una ocasión: "Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos" y estas palabras retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito.

Una vida activa sirve a la intencionalidad de dar al hombre una oportunidad para comprender sus méritos en la labor creativa, mientras que una vida pasiva de simple goce le ofrece la oportunidad de obtener la plenitud experimentando la belleza, el arte o la naturaleza. Pero también es positiva la vida que está casi vacía tanto de creación como de gozo y que admite una sola posibilidad de conducta; a saber, la actitud del hombre hacia su existencia, una existencia restringida por fuerzas que le son ajenas. A este hombre le están prohibidas tanto la vida creativa como la existencia de goce, pero no sólo son significativos la creatividad y el goce; todos los aspectos de la vida son igualmente significativos, de modo que el sufrimiento tiene que serlo también. El sufrimiento es un aspecto de la vida que no puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la muerte. Sin todos ellos la vida no es completa.

La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De lo contrario, todos estos sufrimientos carecerían de sentido. La pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra: ¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes?

Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en superarla o sucumbir, una vida, por tanto, cuyo sentido dependiera, en última instancia, de la casualidad no merecería en absoluto la pena de ser vivida.

LA SALVACIÓN Isidoro Blaisten

Buenas tardes, señor -dijo el viejo-, ¿qué desea? -Señor -dijo el hombre que buscaba la salvación-, ¿tiene algo que me salve? El viejo dejó el lápiz encima de la boleta, lo corrió justo hasta el borde del talonario,

cerró las tapas, apoyó las manos sobre el mostrador, ladeó la cabeza, y se lo quedó mirando por encima de los lentes.

El hombre ya empezaba a ponerse nervioso. Por fin, el viejo dijo: -Ajá, ¿conque algo que lo salve? -Sí. ¿Tiene? -preguntó el hombre esperanzado.

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El viejo tiró de la punta que asomaba apenas, extrajo el lápiz y dio unos cuantos golpecitos en el mostrador.

-Conque algo que lo salve -dijo nuevamente. "Qué despacioso", pensó el hombre, "parece un telegrafista". El viejo arrugó la cara y miró los estantes de arriba, con un ojo achicado, como si

estuviera recordando. Después volvió a observar al hombre, salió de atrás del mostrador, y se alejó hacia el fondo del local, que era muy largo y bastante oscuro. Regresó empujando lentamente una escalera con rueditas, que estaba unida por un riel a los estantes de arriba.

El hombre notó que el viejo renqueaba un poco de la pierna derecha. Creyó que iba a subir, porque ya había apoyado la escalera, muy cerca de él, como a cinco pasos, pero el viejo la sacudió un poco verificando la solidez de los peldaños, se sonrió y dijo:

-Ahora, señor, si usted se diera vuelta... -¡Eso nunca! -dijo el hombre con el rostro demudado y haciendo un ademán de irse. - Por favor -dijo el viejo sonriéndose más todavía-. Por favor -volvió a decir-. No me interprete mal. Tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y

cierre los ojos. El hombre se dio vuelta y cerró los ojos. El viejo tardaba. Por fin oyó que subía, respirando fuerte, como si le costase. El hombre hizo un amago de girar el cuerpo. Desde lo alto escuchó la voz del viejo. - Ah, no, así no vale. Ya le dije que tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos.

¡Y no espíe, eh! El hombre apretó fuertemente los párpados, tanto, que la cara se le distendió en una

mueca, como si estuviese riendo con la boca cerrada. Atrás, arriba, el viejo estaba revolviendo algo, alguna mercadería, que hacía ruido a

lata. De pronto el sonido cesó. El hombre sintió que el corazón le empezaba a latir apresuradamente. Tu vo miedo. El

viejito no la podía encontrar. Ya la había vendido toda. Se daría vuelta en la escalera, y le diría:

- Señor mío, lo siento mucho. No queda más. Ya puede mirar. Y bajando despaciosamente los escalones, agregaría:

- Hasta la semana que viene no hay nada que hacer... Usted tendría que darse una vueltita el jueves, o más seguro el viernes.

Entonces él, saturado de cansancio, preguntaría por rutina: -Y dígame, señor, ¿no sabe dónde se podrá conseguir por acá cerca? -Pero no le estoy diciendo, señor, que la semana entrante la recibimos seguro -insistiría

el viejo ya un poco amoscado y apoyando la pierna renga en el suelo. -No, no puedo esperar. Gracias -y tendría que irse, y suicidarse con bicloruro de

mercurio. Pero no fue así. El viejo seguía revolviendo cosas. "Probablemente debe de haber cajas

de cartón, también", pensó el hombre, porque por momentos el ruido a lata se amortiguaba. El viejo dijo: -Ajá, já, por ai cantaba Garay. Por la forma como le salió la voz, parecía que estaba tironeando de algo. "Como si

estuviera sacando una muela", pensó el hombre. -Ya está -dijo el viejo. El hombre dio un salto. Una media vuelta como los soldados. - Ah, no -dijo el viejo desde arriba-, sin darse vuelta. El hombre volvió a su posición. No había alcanzado a ver más que el saco color gris

rata del viejo, un poco del pantalón marrón, de un marrón muy antiguo, porque le trajo un recuerdo impreciso de cuando era chico, y dos rayas anchas y blancas.

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La escalera empezó a crujir. El viejo bajaba. Al hombre le pareció que el descenso se le hacía interminable. De frente, escondiendo algo detrás de la espalda, el viejo tarareaba las palabras como los chicos:

-Ya está, ya está, ya está. Llegó hasta donde estaba el hombre. - Ahora, sin espiar, se me va a dar vuelta para el otro lado -dijo. Y le apoyó la mano libre en el hombro, lo ayudó a girar, y verificó que tuviese los ojos

bien cerrados. -¿Ya está? -preguntó el hombre. -Ya va a estar, ya va a estar -dijo el viejo pasando detrás del mostrador. Hizo un ruido con la bobina que al hombre le pareció raro, sobre todo al tirar del papel y

al cortarlo. Pensó que ya estaba exagerando. "Cuánta parsimonia", se dijo. "Evidentemente, ya está haciendo el paquete. "Y lo que el viejito le estaba por vender debía de ser bastante pesado, porque hizo un ruido contundente al ponerlo sobre el mostrador.

- ¿Ya está? -volvió a preguntar el hombre, impaciente, aunque sabía que no estaba, porque recién, recién el viejito lo había acomodado para envolverlo.

-Ya va a estar, ya va a a estar -y el hombre oyó nítidamente el crujido del primer doblez. Además, pensó, debía de ser cuadrado, porque el viejito hacía los pliegues con golpes

secos, como siguiendo con la palma de la mano unos ángulos rígidos. Ahora le estaba poniendo el piolín. El viejo cortó el sobrante del hilo. "Seguro que con un alicate", pensó el hombre.

Después el viejo golpeó con el paquete ya hecho sobre el mostrador y dijo, canturreando la a final como dándole la seguridad al hombre de que efectivamente había terminado:

-Ya está. El hombre primero abrió los ojos, después sacudió la cabeza como un nadador que sale

del agua, se dio vuelta y miró el paquete. El viejo lo sostenía colgado del moñito, con dos dedos, en un gesto casi gracioso. El

hombre vio que tenía forma de prisma, y que estaba eficientemente hecho, con papel madera verde.

"La verdad, que da gusto", pensó. Y sonriendo, lo agarró con las dos manos, como si sacara la sortija.

Lo tuvo un momento contra el pecho. Después, como si recapacitara, lo puso debajo de la axila, y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, preguntó apurado:

-¿Cuánto es? - Novecientos noventa y cinco pesos -dijo el viejo-. ¿Necesita factura? -No, no hace falta -dijo el hombre. El viejo rebuscaba en el cajón del mostrador. El hombre hizo un gesto con la mano

rechazando el vuelto. - Está bien, señor, déjelo. - Valiente -dijo el viejo dándole una moneda de cinco pesos-.Que lo pase usted bien.

Buenas tardes -Y se agachó para recoger el lápiz que se había caído. El hombre apretó el paquete y salió. Recién entonces se dio cuenta de que al abrirse la

puerta, sonaba como un carillón, o una caja de música. El paquete era más o menos como un ladrillo, no tan grande, como le había parecido al

verlo, ni tampoco tan pesado. El hombre deshizo el nudo con impaciencia, y consiguió desenvolver la primera vuelta

del hilo, porque el viejo le había dado dos. Cuando le estaba sacando los parches de dúrex, y mientras pensaba: "Qué curioso, no me había dado cuenta de que le había puesto dúrex. Prolijo, el viejito", lo atropelló el Mercedes de color verde musgo.

Prácticamente le aplastó la cabeza con la rueda izquierda. Se juntó un montón de gente.

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Lo taparon con una bolsa de cal, que un corredor de seguros mandó traer enseguida de la obra en construcción que estaba al lado.

Cuando llegó la ambulancia, todos se corrieron y le dejaron paso. Deportivamente, bajaron el chofer y el practicante; parecían dos jugadores al entrar a la cancha. Trotaron hasta el hombre, se agacharon, lo destaparon y se miraron entre ellos.

El practicante quiso saber qué había en el paquete. El muerto lo sostenía apretado contra el pecho. Trató de abrirle las manos, pero no pudo. Tampoco pudo separarle los dedos. Entonces lo llevaron al hospital Pirovano. Lo bajaron con camilla y todo, y lo dejaron en la guardia, encima de otra camilla verde, con las patas despintadas.

El enfermero fue a llamar a la doctora. Vino la doctora. La doctora era joven y gorda. Hablaba como un hombre, y decía malas

palabras. Cuando lo destapó, hizo un gesto negativo con la cabeza. Sintió curiosidad por el paquete. Intentó sacárselo. El practicante le dijo que no era tan

fácil, que él ya había probado. La doctora dijo, poniendo cara de inteligente: "Es que los muertos son muy duros". Y el

practicante dijo: "Sí, parecen hijos de vascos". La doctora tironeó de los restos del dúrex, y los desprendió. Sacó el papel

nerviosamente, el doble papel, porque el viejo había sido muy minucioso. Entonces su expresión cambió. Su cara tenía ahora un visaje de asombro y desencanto.

La doctora creyó necesario hacer una frase entre el silencio de todos. La ocasión era propicia y a la doctora le gustaban mucho las frases. Miró alternativamente al enfermero, al chofer y al practicante, y dijo:

- Vean a qué cosas se aferran los seres humanos.