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1 El legado de Colón y la jerarquía de verdades cristianas Juan Luis Segundo Al no ser yo historiador, ni siquiera dentro del campo que se supone debe ser el mío —la teología— sólo puedo pensar el acontecimiento cuyo quinto centenario se celebra, de manera simbólica. Parecería además que para ello hubiera el destino preparado al personaje central, cuyo nacimiento y cuyo cadáver desaparecen en el misterio. Como para que adquiriera aún más significación el hecho. Tal Melquisedec cuyo pasado y futuro material se pierden en las tinieblas como para hacer resallar mejor la importancia «simbólica» del encuentro: el del padre de Israel con el Dios Altísimo a quien aquél sirve y representa. Cuando digo que sólo puedo pensar en aquel acontecimiento como simbólico, no insinúo que haya que despojarlo de su sólida materialidad. De alguna manera, trenzada con otras infinitas variables, la forma concreta con que Europa se topa con América a través de esas carabelas que arriban hace medio milenio al Caribe, está presente en problemas de tanto calibre y urgencia como la deuda externa latinoamericana. Pero esa deuda, que me aparece en los rostros conocidos que veo todos los días junto a mí, no simboliza mi precisa identidad latino, o hispanoamericana, si se prefiere. Lo que me apresto a celebrar cala más hondo aún como símbolo de un origen. De un origen muy preciso que condiciona la misma forma de mi pensamiento, mi lugar en el mundo. Y en esa misma medida, debo decir que el símbolo que celebro y sobre el cual medito no es el «descubrimiento de América». Comprendo, sí, que sea ésa la forma en que influyó en la vida de Europa: la conquista de un nuevo espacio, temporal y espiritual, para Europa. Ese espacio nuevo que se ofrece primero a España, luego a Portugal, luego a otras naciones europeas, va a cambiar y a determinar de ese modo en gran parte el destino de todas esas naciones del «viejo mundo». Pero en América Latina o Hispana, el acontecimiento simbólico no les un descubrimiento. Es, más bien, el encuentro mutuo de dos munidos notablemente distintos, pero ambos igualmente «humanos». Estoy celebrando, entonces, más que un descubrimiento, la «primera comunicación» entre dos mundos humanos destinados, por ese acontecimiento, a vivir en simbiosis. Obviamente, no pretenderé describir, ni menos evaluar, cómo se hizo esa simbiosis o cuáles fueron sus resultados. El mismo hecho de pensar y de escribir en el «nuevo mundo» que comienza en Colón, me coloca ya en una situación determinada, interesada y tal vez culpable, incapaz en todo caso de decir una palabra imparcial sobre la simbiosis en cuestión. Sólo puedo meditar en algunos elementos que tomaron parte en ella y que están presentes en ese suceso cuyo primer medio milenio se conmemora. Y escribir unas breves anotaciones sobre uno de los problemas que plantea la mutua comunicación que allí comienza. Colón no sólo lleva consigo a América la cultura europea de su época. O por mejor decir, dentro de ella, simbólicamente también, lleva la cruz, el signo de algo que va a formar parte integrante y central de la comunicación entre esos dos mundos humanos: el cristianismo. Mi planteamiento acerca de ese encuentro entre el cristianismo que Colón llevaba y las religiones existentes en el mundo pre-colombino va a dejar de lado un punto muy crítico de la historiografía. Algo que, no dudo, va a influir bastante en que se celebre o no de buen grado el quinto centenario de ese simbólico suceso de la llegada de Colón a América. Me refiero a la llamada por algunos «leyenda negra». Esta constituye (junto con la crítica de la Inquisición con la que se halla unida), uno de los frutos más lógicos de la Ilustración europea. Sea o no verídica —o, mejor, sean o no justas las proporciones que se le asignan— ella constituye la protesta de la razón humana ante las pretensiones de la sociedad civil de imponer por la fuerza una religión determinada coartando la libertad de pensar de los habitantes de un territorio cualquiera.
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Segundo, Juan Luis - El Legado de Colon y La Jerarquia de Verdades Cristianas-1988

Aug 14, 2015

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Javier Sanchez
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El legado de Colón y la jerarquía de verdades cristianas

Juan Luis Segundo

Al no ser yo historiador, ni siquiera dentro del campo que se supone debe ser el mío —la teología— sólo puedo pensar el acontecimiento cuyo quinto centenario se celebra, de manera simbólica. Parecería además que para ello hubiera el destino preparado al personaje central, cuyo nacimiento y cuyo cadáver desaparecen en el misterio. Como para que adquiriera aún más significación el hecho. Tal Melquisedec cuyo pasado y futuro material se pierden en las tinieblas como para hacer resallar mejor la importancia «simbólica» del encuentro: el del padre de Israel con el Dios Altísimo a quien aquél sirve y representa.

Cuando digo que sólo puedo pensar en aquel acontecimiento como simbólico, no insinúo que haya que despojarlo de su sólida materialidad. De alguna manera, trenzada con otras infinitas variables, la forma concreta con que Europa se topa con América a través de esas carabelas que arriban hace medio milenio al Caribe, está presente en problemas de tanto calibre y urgencia como la deuda externa latinoamericana. Pero esa deuda, que me aparece en los rostros conocidos que veo todos los días junto a mí, no simboliza mi precisa identidad latino, o hispanoamericana, si se prefiere.

Lo que me apresto a celebrar cala más hondo aún como símbolo de un origen. De un origen muy preciso que condiciona la misma forma de mi pensamiento, mi lugar en el mundo. Y en esa misma medida, debo decir que el símbolo que celebro y sobre el cual medito no es el «descubrimiento de América». Comprendo, sí, que sea ésa la forma en que influyó en la vida de Europa: la conquista de un nuevo espacio, temporal y espiritual, para Europa. Ese espacio nuevo que se ofrece primero a España, luego a Portugal, luego a otras naciones europeas, va a cambiar y a determinar de ese modo en gran parte el destino de todas esas naciones del «viejo mundo».

Pero en América Latina o Hispana, el acontecimiento simbólico no les un descubrimiento. Es, más bien, el encuentro mutuo de dos munidos notablemente distintos, pero ambos igualmente «humanos». Estoy celebrando, entonces, más que un descubrimiento, la «primera comunicación» entre dos mundos humanos destinados, por ese acontecimiento, a vivir en simbiosis.

Obviamente, no pretenderé describir, ni menos evaluar, cómo se hizo esa simbiosis o cuáles fueron sus resultados. El mismo hecho de pensar y de escribir en el «nuevo mundo» que comienza en Colón, me coloca ya en una situación determinada, interesada y tal vez culpable, incapaz en todo caso de decir una palabra imparcial sobre la simbiosis en cuestión.

Sólo puedo meditar en algunos elementos que tomaron parte en ella y que están presentes en ese suceso cuyo primer medio milenio se conmemora. Y escribir unas breves anotaciones sobre uno de los problemas que plantea la mutua comunicación que allí comienza. Colón no sólo lleva consigo a América la cultura europea de su época. O por mejor decir, dentro de ella, simbólicamente también, lleva la cruz, el signo de algo que va a formar parte integrante y central de la comunicación entre esos dos mundos humanos: el cristianismo.

Mi planteamiento acerca de ese encuentro entre el cristianismo que Colón llevaba y las religiones existentes en el mundo pre-colombino va a dejar de lado un punto muy crítico de la historiografía. Algo que, no dudo, va a influir bastante en que se celebre o no de buen grado el quinto centenario de ese simbólico suceso de la llegada de Colón a América. Me refiero a la llamada por algunos «leyenda negra». Esta constituye (junto con la crítica de la Inquisición con la que se halla unida), uno de los frutos más lógicos de la Ilustración europea. Sea o no verídica —o, mejor, sean o no justas las proporciones que se le asignan— ella constituye la protesta de la razón humana ante las pretensiones de la sociedad civil de imponer por la fuerza una religión determinada coartando la libertad de pensar de los habitantes de un territorio cualquiera.

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Excluyo esa cuestión de mi planteamiento, a sabiendas de que con ello me aparto en algo de la dirección tomada cada vez más claramente por la misma teología latinoamericana de la liberación. Ha sido, en efecto, preocupación dominante en ésta, cuando se vuelve hacia el pagado continental, no tanto la de justificar a España y a los misioneros que acompañaron a sus conquistadores, sino la de mostrar la dosis notable de contenido liberador que no pudo ser acallada por los intereses de la conquista y que clamó por la libertad y otros derechos humanos de los pueblos sometidos. Este fermento cristiano liberador seguiría actuando en la síntesis que los pueblos dominados hicieron del cristianismo con sus propias religiones autóctonas. Ya que, si por una parte, éstas fueron barridas de la historia en apariencia, sus elementos más humanos habrían sobrevivido bajo los nombres cristianos con que los oprimidos consiguieron mantener mucho de lo más hondo de sus culturas propias. Está, así, en la lógica de la teología de la liberación una crítica a la Ilustración en la medida misma en que ésta no ve más que opresión y pérdida de identidad en la religión «católica» que profesa y hasta cierto punto practica la inmensa mayoría de los pueblos hispanoamericanos.

Mi planteamiento no pretende ignorar las cuestiones que trajo la introducción del cristianismo en América. Pero, al celebrar el quinto centenario de la «comunicación de culturas» que trajo el desembarco de Colón, quiere preguntarse algo puntualmente más cercano al suceso mismo: ¿qué tipo de cristianismo entraba en esa comunicación?

I

Para no tener más en vilo la atención del lector, mi planteamiento consistirá en un evidente anacronismo. Según el concilio Vaticano II, en asuntos de diálogo ecuménico, hay que recordar que «existe un orden o 'jerarquía' en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR II).

El anacronismo salta a la vista, pues no es lógico hacer a un personaje del pasado una pregunta que sólo se formula casi quinientos años después de él y del suceso que lo ha hecho famoso. Más aun, el principio que origina la pregunta se plantea a propósito del ecumenismo y creo que sería ser injustos con Colón el investigar cómo llevó a cabo una tarea que por cierto no llevaba in mente.

Para hacer de abogado del diablo de mi propia pretensión, pido permiso para hacer un pequeño discurso sobre la «novedad» de ese principio teológico que halló, para asomarse a escena, el Decreto sobre Ecumenismo del Vaticano II: Unitatis Redintegratio.

En general, la «novedad» suena casi siempre mal en teología. Tiene lo que los franceses llaman mauvaise presse. San Agustín, según cuentan, se dirigía a unos teólogos heterodoxos con este argumento brevísimo: «mira dicitis; nova dicitis; ergo falsa dicitis» (decís cosas admirables; luego son nuevas; luego son falsas...). Pocos teólogos, sin embargo, negarán, según creo, que el principio en cuestión sea «nuevo». Aunque no sería inútil buscar algo similar en los documentos del magisterio extraordinario u ordinario de la Iglesia. Sea como fuere, si no están de acuerdo con él, preferirán probablemente decir que el Vaticano II, siendo, como es, «pastoral» en su intención, «no definió nada» y que, por lo mismo, principios teológicos como el que se acaba de mencionar son «menos para la 'fe' y la 'contemplación' que para obrar mejor»1. En el terreno de que se trata, que es la práctica ecuménica.

1 Así se expresa en el capítulo III, intitulado «El Concilio del Espíritu Santo», de su obra Puntos centrales de la fe (trad. cast. BAC. Madrid 1985, p. 85), el conocido teólogo Hans Urs von Balthasar. Con términos menos técnicos, como corresponde a un reportaje periodístico, se expresa en forma similar el cardenal J. Ratzinger (en J. RATZINGEr V. MESSORI, Informe sobre la fe, trad. cast. BAC, Madrid 1985, p. 34-35): «En cuanto a los contenidos, es preciso recordar que el Vaticano II se sitúa en rigurosa continuidad con los dos concilios anteriores (Vaticano I y Trento; subrayado mío. JLS)... Es imposible para un católico tomar posiciones en favor del Vaticano II y en contra de Tiento o del Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes... Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por las del Papa Juan XXIII y,

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El Papa Montini no estaría muy de acuerdo con esto, pues en su discurso de clausura del Vaticano II habla de la «riqueza doctrinal» del Concilio. Sería difícil conciliar esta «riqueza» con la mera repetición de lo ya sabido. Verdad es que «el magisterio de la Iglesia, aunque no ha querido pronunciarse con sentencia dogmática extraordinaria, ha prodigado su enseñanza autorizada acerca de una cantidad de cuestiones que hoy comprometen la conciencia y la actividad del hombre»2. La alusión al «hoy» respecto a tal compromiso no puede sino indicar que ciertas verdades, antes oscuramente presentes, comienzan, por su «nueva» claridad, a embarcar a los cristianos en tareas «nuevas».

El que esta riqueza sea un enriquecimiento y signifique, por ende, una «novedad», esto es, aspectos de la «fe» no percibidos anteriormente al Concilio, o, por lo menos no con la misma claridad, lo muestra, ade-más, el frustrado intento que hizo Rahner por aplicar ese principio al diálogo con los hermanos cristianos separados. En un libro escrito en colaboración con H. Fries, Rahner aboga por un diálogo ecuménico que tome como punto de partida ese fondo común de la fe cristiana aceptada por los primeros ecuménicos. Es decir, por aquellos que celebró la Iglesia cristiana unida antes del llamado «cisma de Oriente». Esta propuesta suscitó un artículo muy crítico de D. Oís, aparecido en L'Osservatore Romano el 25 de febrero de 1985, muerto ya Rahner, donde la propuesta de éste y de Fries era considerada «no conciliable con la fe católica». Según el autor, el artículo le habría sido encargado por el cardenal J. Ratzinger3.

Esta presunta «novedad» empero no es, en realidad, tal. Por lo menos no lo es para una teología atenta a ciertos elementos de gran importancia que la precedieron. El mismo cardenal Ratzinger, tan interesado en interpretar al Vaticano II como estando en la misma línea que Trento y el Vaticano I, podría recordar que en la misma explicación de lo que se pretende definir en este último respecto a la infalibilidad del Papa se usa implícitamente el principio mencionado para limitar el campo de las definiciones ex cathedra.

En el debate provocado por el libro de Hans Küng sobre esta materia Harry J. McSorley critica a Küng por dejar suponer que la infalibilidad papal no tiene prácticamente limites en materias de fe y costumbres. Admite McSorley que: «Es cierto que sólo estudiando las actas del Vaticano I y de un modo especial la exposición del obispo Gasser, uno puede discernir la intención del Concilio de limitar la infalibilidad a la revelación y a materias necesarias para explicar y preservar esa revelación4.

Para hacer ver hasta qué punto constituye esto un límite tan significativo como necesario, McSorley usa dos argumentos. En efecto, y en primer lugar, el obispo Gasser mostró «que era la intención del Vaticano I que esas 'materias' (vagamente designadas como fe y costumbres) fueran, ya sea la revelación misma o verdades íntimamente relacionadas con la divina revelación». Y mostró esto concretamente en un ejemplo, al explicar por qué el Concilio (Vaticano I) rechazó la propuesta número 45 que extendía el campo de la

después, las de Pablo VI. Los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otro época desde mediados de la antigüedad.» En esa clave ofrecida para interpretar el Vaticano II, no se ve por qué la Tradición, si ésta se toma en su clásico y riguroso sentido teológico, obligaría a interpretar «la letra y el espíritu» del Vaticano II en tal «rigurosa continuidad» «en particular» con los dos concilios precedentes. Parecería, más bien, que o bien deben tenerse igualmente en cuenta todos los concilios anteriores y, más aún, el mismo depósito de la revelación divina, o bien tener en cuenta que los contextos (que ayudan a comprender el espíritu de un concilio) a que se hace referencia están separados, especialmente con respecto a Trento, por siglos donde han tenido lugar cambios sustanciales de la problemática humana. Lo cual es cierto aun para el siglo que separa al Vaticano II del I.

2 Alocución pronunciada por S. S. Pablo VI el 7 de diciembre de 1985, en la Basílica Vaticana, durante la sesión pública con que se clausuró el Concilio Vaticano II (En Concilio Vaticano II Constituciones, Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1966. n. 12, p. 829). Un poco más adelante, formula esta pregunta: «Todo esto cuanto podríamos aún decir sobre el valor humano del Concilio, ¿ha desviado acaso la mente de le Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna.' Desviado, no; vuelto, sí» (ib., n. 14). Esta «vuelta» tan radical no es posible que sea dejada de lado cuando se trata de entender lo que ha cambiado en el «espíritu» del Vaticano II ya con respecto al Vaticano I y más aún respecto a Trento.

3 cf. G. ZIZOLA, La Restauración del Papa Wojtyla. trad. cast. Cristiandad. Madrid 1985, p. 243-246.

4 H. MCSORLEY en la obra colectiva The Infallibility Debate. Ed. by John J. Kirvan. Paulist Press, New York 1971, p. 85.

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infalibilidad a todos los principios morales. Dijo que sólo llegaba a aquellas verdades morales «que pertenecen bajo todos sus aspectos al depósito de la fe»5

Parece obvio, en efecto, que hay que tomar en serio esa negativa. Y si así se hace, y se pregunta uno lo que con ella se quiere evitar, parece claro que es el declarar verdad de fe algo que, por verdadero que pueda ser, no pertenece a la sustancia misma del mensaje cristiano. Se apunta así a la gran importancia de señalar un núcleo de principios o de verdades que, «bajo todos los aspectos pertenecen al depósito de la fe», o sea a algo sustancialmente idéntico a lo que el principio antes aludido sobre el ecumenismo llamaba «el fundamento de la fe cristiana» (que no es otro, claro está, que la revelación de Dios). Por el contrario, es necesario admitir también una zona de verdades morales, conectadas si con la le pero de una manera jerárquicamente (pura usar el vocabulario del Vaticano II) inferior.

El segundo argumento de McSorley aducido contra el peligro vislumbrado por Küng de una infalibilidad ubicua in potentia, no reduce ésta al plano de las verdades morales, sino que la extiende al de las verdades (teológicas) en general. La intención del Vaticano I de limitar el ámbito de la infalibilidad a la revelación o a materias necesarias para explicar y preservar esa revelación, se habría clarificado explícitamente en el texto del Vaticano II (LG 25) donde se dice que «Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviera su Iglesia... se extiende tanto cuanto se extiende el depósito de la Divina Revelación». Esta limitación, este «tanto-cuanto» (que no aparece en la traducción castellana del texto latino) es importante, porque fue acentuado por la misma «relación» hecha antes de la votación para especificar y aclarar su sentido: «El objeto de la infalibilidad de la Iglesia, así expuesto, tiene la misma extensión del depósito revelado; se extiende, por tanto, a todas aquellas cosas y sólo a aquellas cosas (et ad ea tantum) que, o directamente tocan al depósito revelado o que se requieren para guardar religiosa y fielmente el depósito revelado"6

El argumento de McSorley me parece extremamente claro y sólido. El Vaticano II reafirma, sin lugar a dudas, y de un modo aún más explícito (que la «relación» del obispo Gasser sobre los límites de la infalibilidad durante el Vaticano I) la voluntad de reducir el área de posibles definiciones ex cathedra a algo que no puede llevar otro nombre que el de «fundamento de la fe cristiana», o sea a todo y sólo aquello que pueda constituir un artículo stantis aut cadentis revelationis. En buen castellano, a aquello que sea cuestión de vida o muerte para el Evangelio. Pero ello apunta lógicamente a que tal limitación, presente ya en el Vaticano 1, supone un «orden o jerarquía» entre las cosas verdaderas que, con el tiempo, han ido pasando a formar parte de la fe de un cristiano. Lo mismo que pretende el principio, aparentemente «nuevo», del decreto del Vaticano II sobre el ecumenismo7.

5 Ib., n. 36.

6 Schema Constitutionis de Ecclesia (Vaticano 1964, p. 97, citado por MCSORLEY, ib., p. 86). No entra dentro de los límites de este artículo el mostrar que, al reducir el campo de la infalibilidad papal a sólo aquellas cosas que o directamente tocan al depósito revelado o que se requieren para guardarlo fielmente, los Padres del Vaticano II entienden por «depósito revelado» la Sagrada Escritura. Como se sabe, varios teólogos han señalado, no sin razón, que la constitución Dei Verbum no quiso dirimir la cuestión de si había una o dos fuentes de la revelación divina. Cabría, no obstante, argüir que, por lo menos al nivel alcanzado por esa Constitución, es clara la inclinación del Concilio a admitir una sola fuente: la Sagrada Escritura, si bien se le da la debida importancia a la interpretación que de ésta se hace —por «tradición»— en la comunidad eclesial. Creo que es minimizar la «riqueza doctrinal» del Concilio —con palabras de S. S. Pablo VI— el mostrarlo como neutro frente a esta cuestión. Y el no admitir una «tradición» oral independiente de la Escritura tiene, obviamente, mucho que ver con la limitación a lo esencial del «depósito de la fe».

7 Por mi parte creo que sólo uno de los cuatro dogmas mariales (Virginidad de María antes, en y después del parlo, Maternidad divina, Inmaculada Concepción y Asunción de María a los cielos luego después de su muerte), sólo uno —el de su Virginidad previa al parto— tiene por lo menos explícito o aparente apoyo bíblico, a condición, empero, de no tomar en cuenta el género literario (teológico y cristológico) de los llamados «evangelios de la infancia». Es verdad que el cardenal J. Ratzinger sostiene lo contrario al declarar, en el reportaje ya mencionado a Messori, que «los cuatro dogmas mariales tienen en la Escritura su base indispensable» (op. cit., p. 116). K. Rahner piensa, por el contrario, que, con respecto por lo menos a la Asunción de María, «una verdad menos perceptible, inmediata y explícitamente, en la Escritura, que ésta apenas podrá concebirse». Teniendo en cuenta al mismo tiempo estos tres elementos —explícita base bíblica, pertenencia directa (requerida por la explicación oficial del Vaticano I hecha por Gasser) y el principio de la

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Pero si el volver a lo esencial es particularmente importante cuando el cristianismo dialoga con hermanos separados por diferencias en algunos puntos de la fe cristiana8 o con distintas religiones —y el lector percibirá que, después de este excurso «teológico», nos estamos acercando de nuevo al tema del centenario que se celebra— cabe preguntar: ¿cómo se vuelve al fundamento de la fe cristiana?, ¿cómo se re-descubre lo esencial de la revelación?

En efecto, el cristianismo que hoy vive Hispanoamérica desciende en línea recta de ese encuentro del que Colón es el símbolo. Por un lado, las religiones pre-colombinas destinadas a perecer (en su forma oficial y pública). Por otro lado, el cristianismo, destinado a sustituirlas. Pero, una vez más, ¿qué cristianismo, si se admite que las verdades en las que cree un cristiano tienen una distancia variable con respecto al fundamento de su fe?

II

Creo que no es necesario ser historiador o tener conocimientos especiales para responder a esta última pregunta. Colón lleva a América a la España cristiana de fines del siglo xv. Esta lleva a su fin el mismo año del «descubrimiento» de un nuevo mundo, la única cruzada que tuvo éxito. Por lo menos éxito completo y estable. Con Granada, cae en poder de la España cristiana el último bastión del imperio islámico establecido en casi toda la Península ocho siglos antes.

Es una España especial. El no haber pasado, como los otros pueblos europeos, por una Edad Media, le da una especie de frescura profunda en su cristianismo, algo bastante lejano a la crisis de fatiga del medioevo que, en el resto de Europa lleva al Renacimiento y a la Reforma. Para ella, se podría decir, termina una cruzada y empieza otra. El empuje cultural y religioso que tiene la predestinan a dirigir la Contra-reforma. Sólo pasará un siglo, y España estará a la cabeza de Europa en la plenitud de su siglo de oro.

En América pasarán unos años apenas después de Colon, y aparecerá la primera Universidad a la europea en Lima. La jerarquía eclesiástica sigue la rapidez fulgurante de la conquista. Con ambas llega toda la

jerarquía de verdades proclamado en el Vaticano II—, los dos pretendidos dogmas mariales declarados tales por los Sumos Pontífices (la Inmaculada Concepción y la Asunción de María) no deben ser considerados tales. No por carencia de infalibilidad pontificia, sino por no pertenecer ni directa ni indirectamente al fundamento de la fe. El caso de la Inmaculada Concepción es más claro por no haber sido declarado «ex cathedra», sino contar con las mismas características que otros documentos donde no se juega la infalibilidad papal, como la comúnmente considerada errónea bula Unam sanctam: «Lo declaramos, lo decimos, definimos y pronunciamos como de toda necesidad de salvación» Tampoco está en juego la infalibilidad pontificia, por más que erróneamente el Sumo Pontífice Pío XII haya creído comprometerla, en la declaración de la Asunción de María (explicitando que se trataba de una definición «ex cathedra»), por no pertenecer esto (que no negamos sea verdad) al depósito de la revelación de tal manera que éste cayera de no creer alguien esa declaración pontificia. Véase, a fortiori, los argumentos de K. RAHNER sobre la «Virginitas in partu» (Escritos de Teología, trad. cast. Ed. Taurus. Madrid 1966, t. IV).

8 Existen aquí problemas que la teología debe aún investigar con toda seriedad de modo que, al mismo tiempo, se

preserve la función del magisterio y la coherencia en la reflexión de los cristianos. En el artículo indicado en la nota anterior, K. Rahner muestra cómo «no puede decirse que sólo eso (lo que durante largo tiempo fue enseñado de hecho universalmente y sin discusión en la Iglesia) le pertenezca a ella (la tradición divino apostólica), ni tampoco que todo (subrayado mío, JLS) lo que durante largo tiempo fue enseñado de hecho universalmente y sin discusión en (toda) la tradición y todo lo que se tuvo por verdadero posea ya, por eso, la garantía de la traditio divino-apostolica... El que el magisterio no haga constar explícitamente tal diferencia en un determinado punto no equivale a una declaración de su inexistencia (la de la diferencia)» (ib.). Por ejemplo, cuando el obispo de Roma, patriarca de Occidente, y el patriarca (ortodoxo) de Oriente —sin renunciar este último a su posición dogmática contra el Credo de Occidente donde se afirma que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque)— se abrazan y se levantan mutuamente las excomuniones que en el pasado ambos se habían mutuamente lanzado —el cristiano común ya no sabe cómo puede estar en comunión con alguien que no acepta un artículo del Credo que profesa. ¿Será que aun las verdades que en él aparecen —como es, de manera clara, el Filioque— no pertenecen al depósito de la fe o a las cosas necesarias para guardarlo con fidelidad? Pero, en tal caso, ¿cómo llegó esa doctrina a formar parte del Credo?

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teología del catolicismo europeo. Desde sus devociones populares hasta sus manifestaciones más académicas. Creo que es inútil que trate de llenar con datos fehacientes este cuadro que una historia harto conocida presenta.

Sí me interesa mostrar que, con todo ese enorme bagaje, aportado tal cual desde la Europa «civilizada y cristiana», el diálogo con los nuevos «pueblos bárbaros» de América (lo sean o no, basta que lo parezcan a los ojos de los compañeros de Colón) que esperan del otro lado del océano, se vuelve prácticamente inviable.

Mostrar algo de esto, y en relación con lo visto en el párrafo anterior, será el objeto de éste. En efecto, el diálogo de que aquí se trata tiene un nombre técnico: evangelización, El Vaticano II no trató específicamente esta cuestión entre sus documentos. Pero si vale para el ecumenismo el principio teológico de la distinta relación que guardan las verdades en que los cristianos creen con el fundamento de la fe cristiana, ello debe valer aún más, para el dialogo inicial con el no creyente. Es decir, para la evangelización o primera proclamación de la fe cristiana.

Pienso que no hago injuria a Colón si digo que la primera comunicación de los dos mundos: el Viejo y el Nuevo, cuyo quinto centenario vamos a celebrar, es tal vez símbolo de una primera y torpe comunicación entre dos mundos culturales. Más aún, que es el símbolo de lo que, por lo general, se hizo y terminó convirtiendo a Latinoamérica en un continente cristiano. Sólo en casos contados ese diálogo fue cabalmente una «evangelización».

¿Qué es «evangelizar»? André Seumois, consultor de la S.C. de Propaganda Fidei y consejero de la Comisión Misionera Preparatoria del Vaticano 11, lo define, en síntesis, así: a) es comunicar lo esencial, re-duciéndose a ello; b) como una buena noticia; y c) no progresar desde ese núcleo fundamental (=buena noticia) sino a un ritmo tal que mantenga esencial lo que es tal9.

Creo que en el primero de estos tres ítems se ha concentrado —tal vez con un cierto desmedro de los otros dos— el interés de la teología europea. Se ha percibido que la Iglesia no puede dialogar con su «dogma» si no lo aligera de cosas añadidas durante siglos por las más diversas vías del conocimiento, y donde lo periférico prevalece a menudo sobre lo esencial. Creo que ese interés es el que prima en el libro de marras de H. Fries y K. Rahner. Pienso, en cambio, que, en forma implícita o explícita, el cristianismo iberoamericano se plantea ese primer ítem estrechamente ligado a los otros y formando un solo problema: el de una necesaria, pero difícil o imposible, nueva evangelización del continente.

Es obvio que no es éste el lugar para hacer una detallada demostración histórica de esa necesidad y de la correspondiente dificultad o imposibilidad. Me referiré solamente aquí a algunos elementos simbólicos que hablan, con bastante elocuencia por cierto, de ese planteo. Y lo hago entendiendo que el problema se plantea desde el primer encuentro de los dos mundos culturales cuyo quinto centenario se celebra.

Las raíces cristianas, gestadas bien o mal durante diez siglos en la Iglesia medieval, parecen eximir al cristianismo del segundo ítem constitutivo de la evangelización (hasta hace poco, y en algunas regiones o países más que en otros): presentar lo esencial —y sólo lo esencial— del cristianismo como una -buena noticia-. Lo que se vuelve connatural suple muchas veces la «única razón» para ser cristiano: Creer en la buena noticia (=evangelio). Esto no podía, en cambio, suceder así en el primer encuentro de aquellas dos culturas: la pre-colombina (de los indígenas) primero y la africana (de los esclavos) después, por una parte, con el cristianismo de los conquistadores, por otra. La destrucción de la propia cultura no es nunca un «evangelio».

No es, así, extraño, que los intentos más originales de diálogo intercultural y, hasta cierto punto interreligioso en América hispana, hayan nacido, vivido y muerto aislados de lo que Colón pretendía hacer: agregar las Indias al reinado de los Reyes Católicos.

No se puede negar, en efecto, que, en la catequesis, hubo un intento de simplificar lo dogmático. Pero, como decía, lo más original no está allí, sino en el intento de asociar el cristianismo a una «buena noticia»

9 Cf. A. SEUMOIS, O.M.I., Apostolat. Structurer Théologique, Université Pontificale «De Propaganda Fidei», Roma 1961, p. 88-89.

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cultural. Las reducciones, tanto franciscanas como jesuíticas, trataron aquí, en la medida de lo posible, de comenzar por el comienzo. Siempre a título de símbolo, recuerdo un ejemplo leído a propósito de las misiones franciscanas en el norte de México o el sur de los Estados Unidos. A la pregunta de indios «no reducidos» sobre qué significa un poblado cristiano (indígena), el misionero habría respondido con esta respuesta maravillosamente ad rem: «eso es ser cristiano». Se dirá que se apelaba de este modo a la codicia humana. Es cierto, mas no hay otra manera de comenzar a asociar el cristianismo con una buena noticia. Moisés habla en el Éxodo de la «tierra prometida». Jesús anuncia el «Reino» cercano prometido a los pobres, a sabiendas de las expectativas asociadas a esa palabra ambigua.

Sea o no verdadera la anécdota, sociológicamente es una evidencia que la buena noticia que llevó a la creación de poblados y reducciones indígenas en la Nueva España fue la «convocación» a vivir socialmente de una manera más plena, más justa, más humana, asociada al mensaje central del cristianismo. En otras palabras, aunque habría que preguntar más detalladamente a la historia qué se les enseñaba a esos indígenas del mensaje cristiano, se puede decir, que, por lo menos en un primer momento, se guardaba un cierto ritmo donde lo esencial, como buena noticia, permanecía siendo lo esencial. Es en la reducción dogmática a las pocas verdades que podían ser comprendidas por los indígenas donde habría que examinar si el principio que hoy propone el Vaticano II del «orden o jerarquía de verdades» se cumplía.

Lo que sí es de suma importancia para el porvenir del cristianismo en América es que el precio pagado por esa evangelización incipiente fue la separación. Ello selló claramente el destino de las reducciones del Paraguay. El haber logrado del Rey separar por la fuerza a los indios reducidos de la codicia de los españoles asentados en sus cercanías y de su manera de vivir el «cristianismo» se volverá más tarde el motivo aducido para destruir más tarde esa obra, por cierto original, de evangelización. Si la iglesia debía ser y continuar siendo Iglesia de masas en Iberoamérica, ello debió finalmente hacerse a partir del tipo de cristianismo llevado y practicado por los conquistadores europeos.

La necesidad de la separación, por lo menos para un triste comienzo truncado de evangelización en el caso de los esclavos, quedó como simbolizada en la obra de San Pedro Claver. Los africanos, futuros esclavos, no se ponían en contacto con sus dueños y tareas hasta después de una somera introducción (aparte) en el cristianismo, hecha por el misionero. El bautismo, símbolo de liberación, era la señal para que fueran llevados a los lugares donde debían comenzar su vida de esclavos.

Para el resto de la población, el cristianismo europeo fue la regla. Y quienes estaban destinados a medrar en el nuevo continente (blancos y mestizos) debían reconocer como suyo un cristianismo hecho por un milenio de cultura ajena a América, y para otras circunstancias y menesteres. El pueblo más pobre y marginado (indígenas y parte de mestizos y mulatos), debió practicar abiertamente el cristianismo, pero, en general, se las ingenió para seguir rindiendo culto a sus dioses autóctonos bajo formas cristianas. También aquí, un hecho puede tener el valor de símbolo.

Me refiero al hecho conocido de que prácticamente en las culturas pre-colombinas más desarrolladas se rendía culto a la Pachamama (—Madre Tierra). La Virgen María va a cumplir esa función religiosa en todos aquellos sitios donde se funde la cultura (o las culturas) del indio con la del español. Hablando sobre «El método de la evangelización en el Nican Mopohua» (=relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego), Clodomiro L. Siller A. escribe: «En la transmisión y realización del mensaje guadalupano se asume la cultura antigua (subrayado del autor): se completa lo que ya existía en el mundo náhuatl. Así encontramos que la Virgen de Guadalupe se presenta a Juan Diego como la Madre de los dioses principales que figuraban en la teología indígena. 'Sabe y ten entendido tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, madre del verdadero Dios (inhuelnelli Téotl), por quien se vive (inipalnemo- huani), del Creador (inteyocoyani), cabe el quien está todo (in Tloque Nahuaque), Señor del cielo y la tierra (in Ilhuicahua in Tlalticpaque)'»10.

No es por cierto el objeto de este artículo discutir en profundidad afirmaciones como las que se acaban de leer. También aquí, ello debe ser tomado como símbolo de una situación irreversible. En efecto, los

10

Revista de Teología y Pastoral Servir, Jalapa (México), año XVII, n. 93-94 (1981), p. 257-293.

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acontecimientos narrados en el Nican Mopohua tuvieron lugar menos de cuarenta años después de la llegada de Colón a América. Y cinco siglos después (con evaluaciones diferentes y aun opuestas) esos mismos datos forman parte de la realidad de todo el continente, atestiguados en millares de obras, artículos e investigaciones científicas. Léase, para señalar sólo un ejemplo, y para saber lo que ocurre con la religión en regiones de cultura indígena, como la de los aymaras en Bolivia, el libro escrito por un misionero canadiense que convivió una vida entera con ellos: J. E. Monast, On les croyait chrétiens (Ed. du Cerf. París 1969; existe una versión castellana editada por Carlos Lohlé en Buenos Aires).

Lo que quisiera de alguna manera dejar sentado, antes de dar un paso más en el aspecto teológico, es que la evangelización quedó rápidamente paralizada por un doble conservatismo. Paralelo a la división del trabajo que es ya casi visible en el primer encuentro de Colón con las Indias. Cuatro siglos antes de Marx, la primera comunicación entre las dos culturas que se encuentran, tiene como resultado el que cada una de ellas deba apoyarse de alguna manera en lo «cristiano» para defender algo que estima ser profundamente propio. De ahí la creación de dos mundos religiosos, ambos con rótulo cristiano. Uno, el que respalda a los grupos dominantes, es el cristianismo importado pieza por pieza de España, y de espaldas, salvo excepciones, a la «realidad» nueva del hombre americano. El otro, el mundo de los oprimidos, que acude al cristianismo para mantener ocultos y secretamente vivos los hontanares de su cultura amenazada y oprimida.

Como los dos tipos de religión se saben confusamente a la defensiva de algo de suma importancia para la supervivencia de los grupos humanos que representan, no hay que extrañarse de que ambos carguen en su interior una gran dosis de conservatismo y que, durante siglos, su convivencia no evolucione. Ni dialoguen. La Iglesia oficial, ciega ante la división, y aun la separación de estos dos mundos religiosos, los tiene a ambos como cristianos. ¿Cómo volver a lo esencial? ¿Cómo darlo de nuevo cuando todo el inundo siente que en la permanencia de lo que existe está pendiente algo decisivo para su supervivencia?

III

Podríamos quedarnos en este punto. Es, en efecto, clave. Y creo que se puede decir que hasta hace pocos años se trataba de una realidad a la que la teología, aun la existente en América Latina, no prestaba atención alguna. Quien lea, por ejemplo, las actas del Concilio Plenario de América Latina, tenido en Roma hace menos de un siglo en 1899, constatará que la teología con que se observa la realidad continental es aun completamente europea11.

Creo que es mérito de la Teología de la Liberación el haberse inclinado seriamente, y con estructuras teológicas propias, sobre esta realidad cuyo símbolo, una vez más, está en ese primer encuentro de un cristianismo europeo con las religiones americanas pre-colombinas. Más aún, ya he tenido en otras ocasiones y por otras vías, la ocasión de mostrar que la problemática que aquí se acaba de tratar es tan honda. y está tan Jejos de ofrecer soluciones, que de hecho ha llevado a una cierta división a la misma Teología de la Liberación. Esta ha sido, a mi modo de ver, atraída sucesivamente por las posibilidades de una clase media que proviene de los grupos de cultura europea que mantuvieron su cultura y su cristianismo tal como era en la España del siglo XVI, y luego por los valores liberadores que el pueblo oprimido manifiesta a través de ese sincretismo religioso, donde lo cristiano está lejos de haber sido una mera máscara de idolatrías o supersticiones.

11

Cf. Acta el Decreta Concilii Plenarii Americae Latinae in Urbe celebrati. Roma 1900(2 vol.). Como símbolo del talante casi completamente europeo de este Concilio regional latinoamericano, vale la pena señalar que entre los «impedimentos y peligros de la fe» en un continente mal evangelizado donde la inmensa mayoría de la población cristiana era, sobre todo a fines de siglo, analfabeta, se nombran «los principales errores de nuestra época» (materialismo, panteísmo, racionalismo, naturalismo, liberalismo...) y, en segundo lugar, «los libros y revistas malas» (cf. ib., p. 53-68)

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Pero no quisiera detenerme aquí. Una vez más, y corriendo siempre los riesgos de malentendidos y las fáciles acusaciones de elitismo, desearía proponer a título de hipótesis, una visión de lo que, de una manera u otra, ha trabado en América Latina la creatividad «cristiana» e imposibilitado o retrasado considerablemente una re-evangelización del continente.

Para ello me permitirá el lector internarme de nuevo en el primer excurso teológico. Aunque le haya aquél parecido largo, sólo lo dejé a mitad de camino...

Traté entonces de mostrar, por la vía del razonamiento teológico, cómo los dos concilios Vaticano I y II tienen, cuando se examinan sus actas y su mismo lenguaje al hablar de la extensión de la infalibilidad papal, la convicción de que en la fe común de los cristianos se entremezclan muchas cosas con diferencias cualitativas importantes en cuanto a su relación con lo que es «fundamental»: el depósito de la revelación cristiana y sus necesarios supuestos. Y esto es tanto más significativo cuanto que se lo explícita, en el Vaticano II, a propósito del diálogo que la Iglesia Católica debe tener con las Iglesias que se apoyan en el mismo depósito de la revelación cristiana.

K. Rahner en particular se ha expresado con mucha fuerza sobre el hecho de que, en el correr de los siglos, se han ido mezclando muchas tradiciones meramente humanas con la única tradición divino- apostólica. Y que la Iglesia, sin tener un criterio claro para discernir, las ha dejado entrar en el contenido obligatorio de la fe cristiana, enseñándolas de manera autoritaria y unánime a través de su magisterio ordinario12.

Y así, cuando propone una vuelta a lo que la Iglesia Católica creía en forma unánime al finalizar los primeros concilios ecuménicos, creo yo que está pensando en una Iglesia más dialogante al haber reducido su bagaje de «verdades obligatorias». En nuestro caso se podría decir que hoy celebraríamos mejor los cristianos la llegada de Colón a América si hubiera traído a ésta una lista más reducida (a lo esencial) de verdades cristianas.

El lector recordará que, en orden a una «evangelización», era éste el primer requisito de los tres presentados por Seumois. Pero sólo el primero. Si se me permite una pequeña crítica a un teólogo de la talla de Rahner, pienso que se mantiene aún en los límites de una teología académica que busca simplificar o reducir su contenido. El contenido del que, por necesidad, debe informar a los fieles cristianos. Seumois, tal vez por su interés más práctico en la tarea misionera, planteaba, en los otros dos elementos restantes, la necesidad de una respuesta del grupo o pueblo supuestamente al alcance del Evangelio. Respuesta que la revelación divina no puede sugerir por sí misma si no encuentra eco y verificación en la experiencia humana13.

Recordará, además, el lector la critica que hacía McSorley a Hans Küng, mostrando, a través de la exposición del dogma de la infalibilidad pontificia hecha por el obispo Gasser en el Vaticano I y por el «tanto-cuanto» con que es limitada explícitamente en el Vaticano II, el reconocimiento del orden o jerarquía entre las diversas «verdades» en que creen los fieles cristianos.

Pues bien, me reservé entonces un argumento, que la Teología de la Liberación, aunque no de manera exclusiva, ha desarrollado por estar así exigida por las circunstancias particulares en que vive el Evangelio. Me

12

Cf. supra, nota 7.

13 Los tratados sobre «Revelación» que suceden al Vaticano II ya muestran claramente la importancia creciente que se concede, en el proceso revelatorio, a la recepción de la revelación por la aceptación «activa» y experimental de los fieles. G. MORÁN, en su obra Theology of Revelation (Herder & Herder. New York 1966, p. 136 y 139), escribe: «No existe una pura palabra de Dios, contaminada en distinta medida por la distorsión humana. Por el contrario, la recepción, la comprensión y la interpretación humanas son intrínsecas a la revelación misma... Exactamente como la experiencia humana de Cristo fue necesaria para el desarrollo de la revelación en su vida terrena, así también la experiencia de todos los pueblos y de todos los tiempos es necesaria para la completa y perfecta revelación en la Iglesia.» Pero hasta leer hoy la imponente relevancia que estos elementos de la reflexión activa de la comunidad tienen en un libro tan hermoso como sereno y rico, el de A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre (Ed. Cristiandad. Madrid 1987), para ponderar todo el inmenso camino realizado desde el Vaticano II hasta hoy por la teología más sería y prometedora en esta materia.

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refiero a que, tanto el Vaticano I como el II, al referirse a la infalibilidad pontificia, apuntan algo decisivo: que ella no se añade, como si se tratase de una infalibilidad particular, a aquella de que el Señor hizo don a la Iglesia entera. Creo que ello es muy revelador y merecería un mayor desarrollo. El Vaticano I dice «que el Romano Pontífice... por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres» (D 1830).

El Vaticano II, en la construcción misma de la frase, muestra aún mejor el que la infalibilidad de la Iglesia entera y la del Sumo Pontífice no «hacen número» como si fuesen cosas distintas: «Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de la fe o moral, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la divina Revelación entregado para la fiel custodia y exposición. Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice... (LG 25).

No puede caber duda de que, desde el punto de vista formal, ambas fórmulas pretenden decir y dicen lo mismo. No en vano el texto del Vaticano II en todo este apartado hace cuatro referencias seguidas a la explicación de la infalibilidad hecha por el obispo Gasser antes de la votación en el Vaticano I. Con razón escribe a este respecto, pensando muy bien todas sus palabras, J.-M. René Tillard: «Al igual que la Pastor aeternus (Vaticano I), el Vaticano II pone su confianza, en última instancia, no sólo en el juicio personal del pontífice romano, sino en la presencia activa del Espíritu en la Iglesia. Aquí entra en juego el sensus fidelium visto como conspiratio de fieles y obispos. Será necesario tomar esto en serio sin que intervengan los antiguos reflejos ultramontanos»14.

Creo, sin embargo, que el tomar en serio esto pasa, en primer término, por la observación de dos, al parecer pequeñas, diferencias entre el texto de ambos concilios. El Vaticano I comienza su exposición por la infalibilidad pontificia; el Vaticano II por la infalibilidad concedida a la Iglesia. De ahí que el primero llegue a terminar la definición dogmática con estas palabras: «... por tanto, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por si mismas y no por el consentimiento de la Iglesia» (D 1839). El Vaticano II, que ha comenzado por la infalibilidad concedida a la Iglesia como un todo, incorpora para terminar algo muy importante (citando al obispo Gasser): «... A estas definiciones (del Romano Pontífice) nunca puede faltar el asenso (o asentimiento) de la Iglesia por la acción del Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe (LG 25).

Se concluye de aquí que si, de acuerdo con el Vaticano 11, las definiciones infalibles del Sumo Pontífice no necesitaban evocar o invocar el consentimiento de la Iglesia, no era porque pudieran separarse de él, sino, por el contrario, porque el Espíritu Santo, que trabajaba para conservar y hacer crecer una misma fe en la Iglesia toda, hacia al Sumo Pontífice intérprete (en circunstancias extraordinarias o criticas)15 de la fe una y común.

Se sigue igualmente de aquí, que sería, en los planes de Dios, completamente inútil una infalibilidad poseída por una persona o por un cuerpo de personas si ella, por falta de relevancia o por defectos en la preparación y creatividad de la Iglesia, no correspondiera a la experiencia de la vida cristiana de la comunidad eclesial entera. Y que el desarrollar esta experiencia y ponerla en comunicación íntima y creadora con lo básico del evangelio —los dos puntos restantes en la exposición que hacia Seumois sobre qué era «evangelizar»— es una condición constitutiva de la «infalibilidad» concedida por Dios a la Iglesia para mantener y vivir intacto el depósito de la revelación divina. De ahí tanto la necesidad de hacer de lo esencial de ese depósito una «buena noticia» cuanto la de no progresar a partir de allí sino a un ritmo que permita a lo esencial permanecer tal. Y que no lo vaya sustituyendo por cosas más periféricas o menos relevantes.

14

J. Mª RENÉ TILLARD, El Obispo de Roma. Estudio sobre el papado, trad. cast. Sal Terrae. Santander 1986, p. 83. En este equilibrado libro se echa algo de menos un estudio como el ya mencionado de McSorley sobre las explicaciones que dio el obispo Gasser antes de la definición conciliar de la infalibilidad del Papa, para impedir eso que con razón estima Tillard como un error y un peligro serios: hacer del Sumo Pontífice «algo más que un Papa».

15 Cf. ib., cap. III.

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He dicho que la sensibilidad hacia esta necesidad se percibía o vivía más en América Latina. Precisamente por su falta. Ello no es, sin embargo, exacto en el ámbito de la teología. De Europa, aunque de una Europa muy sensible a las inquietudes de la teología latinoamericana, nos llega hoy el libro sobre «revelación divina» y su relación con la realización humana de A. Torres Queiruga16. En él, y como continua-ción lógica de un camino que la Iglesia sólo comenzó con el Vaticano II, se afirma la necesidad de la experiencia histórica para que el proceso de iluminación y realización del hombre que Dios comenzó en el pasado y culminó en cierta manera en Jesucristo, siga su camino hacia «toda verdad» (Jn. 16,7.12-13), guiado por el mismo Espíritu de Jesús.

Pues bien, siempre en el plano de grandes comparaciones que pueden ser útiles, pero que también podrán ser desmentidas por muchos hechos aislados, se podría decir que el resultado de ese encuentro de pueblos que Colón hace posible, se caracteriza por su parálisis teológica. A nivel de los fieles. Tanto de aquellos que siguen en su cristianismo el modelo importado de España como de aquellos otros, el pueblo más oprimido, que guarda con todas sus fuerzas el resto de su religión y de su cosmovisión cerrándolo a la fuerza invasora, heterónoma, de un cristianismo obligatorio.

También aquí, sólo ciertos símbolos pueden tener alguna elocuencia para la reflexión. Que el cristianismo de las clases medias, más o menos europeizadas, de América Latina, por lo menos hasta que aparece la Teología de la Liberación, no dé signos de vivir de un modo experiencial las crisis que atacan, pero también enriquecen, el cristianismo europeo, lo muestra una especie de ortodoxia chata, en el sentido de que no se la vive en sus crisis y en sus reacciones. Esa pobreza de un cristianismo apenas asumido, está tal vez simbolizada en el hecho de que cinco siglos después de ese «encuentro», América Latina sea el continente más «cristiano» del mundo. Y el único. Y que, no obstante ello, necesite la continua y trágica transfusión de «sangre» —sacerdotes, agentes de pastoral, enorme ayuda económica— de un continente que, en apariencia, es muchísimo «menos» cristiano, como es Europa. ¿Cómo se ha podido vivir cinco siglos leyendo el mismo Evangelio sin sentir su empuje y el compromiso que supone con la realidad continental?

Pero tal vez otro símbolo pueda hacer ver cómo un cristianismo que se sustrae, de cualquier manera que sea, a la experiencia, puede ser unánimemente cristiano y no reflexionar en lo que representa su le, lo da el mismo número especial de la revista Servir de donde hemos extraído una cita acerca de cómo los pueblos de cultura oprimida en el continente han mantenido, bajo rótulos cristianos, sus creencias intocadas. En un artículo muy interesante y sugerente, A. Zenteno trae varios testimonios de miembros escogidos de las Comunidades Eclesiales de Base en México a quienes se les ha dado como lema de reflexión el Nican Mopohua, o sea el relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, por siglos patrona del pueblo mexicano.

Obviamente, el artículo tiene dos supuestos (que por otra parte se explicitan). En primer lugar, la Teología de la Liberación, y su clave hermenéutica —la «opción por los pobres»— está presente y todo gira en torno a ella. En segundo lugar, el relato de las apariciones es utilizado como elemento de «evangelización» en el sentido en que aquí se ha explicado esta palabra.

Sintetizando esos testimonios que el lector puede saborear mucho mejor en el lenguaje mismo en que fueron expresados, estas personas pertenecientes al pueblo oprimido entienden que la elección que la Virgen hace de Juan Diego para llevar su mensaje nada menos que al Señor Obispo (español), constituye un testimonio de que la Virgen hace la misma opción por los más pobres. El mensaje exigía del Sr. Obispo «que le edificaran un templo, que sus hijos (los pobres) fueran allí con ella y aliviara (así) sus penas y dolores». Y continúa: «Lo más interesante es que la Virgen se le presentó a un humilde y le pidió que le indicara al obispo (lo que éste debía hacer) cuando hubiera sido mucho más fácil presentársele al obispo (para) que le creyera: pero escogió a un pobre, a un humilde, al más pequeño»17.

16

Cf. supra, n. 13, y en la obra de TORRES QUEIRUGA el Cap. IV, p. 117-160.

17 A. ZENTENO, Experiencias. Servir, rev. cit., p. 297-324. Las citas de los testimonios que seguirán a continuación proceden todas de este interesante y sugerente artículo.

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Hay aquí un comienzo. Y ese comienzo recuerda otra evangelización: la que iba a guiar a Israel durante su historia y dejarlo en el umbral de la buena noticia decisiva, la del Reino próximo, según la predicación de Jesús. Pero esta similitud con el Éxodo (que se pretende explotar, como antaño, de manera liberadora) no resiste una seria comparación. No entro, por supuesto, en la discusión sobre la historicidad del relato de las apariciones de la Virgen a Juan Diego. Pero hay allí elementos importantes de simbolismo y reflexión, desde el punto de vista que nos ocupa.

El primero es, a mi parecer, el hecho de que quien opta por los pobres (indios) no sea Dios mismo, sino la Virgen del Tepeyac. Prescindo del dato de que la Virgen misma señala que quiere ser llamada «de Guadalupe», adaptación a una nomenclatura religiosa española que, en mi modesto entender, supone una rápida recuperación de cualquier contenido contestatario que pudiera poseer la apelación mariana. Voy, en cambio, al hecho de que la opción que se hace de los pobres indios tiene como sujeto a una figura típicamente maternal. Esta característica, presente en los testimonios de los cristianos de las comunidades de base, no la traigo aquí para minusvalorar el elemento femenino en sí. Si hay en la imagen misma un elemento femenino que indica que esta «opción» no está destinada a cambiar las estructuras de la sociedad, ello puede deberse a un «machismo» tácito ya en quienes hicieron el relato. Lo que importa es que la Virgen de Guadalupe no convoca, como el Dios del Éxodo, a una gesta histórica. Desde el punto de vista que nos ha ocupado hasta aquí, no me cabe duda de la debilidad que supone una evangelización que se hace en base a la periferia del dogma cristiano. Cuando se constate, como se hará, que esa opción no modifica estructuralmente la situación de los pobres, ello no parecerá afectar a la idea que se tiene de Dios, de sus proyectos y de sus prioridades. La experiencia de lo divino queda intocada.

En segundo lugar, el encargo está, sí, confiado a un pobre indio. Pero, ¿de qué se trata en él? De la construcción de un santuario. También aquí la mentalidad occidental secularizada, o la misma secularización hasta cierto punto intrínseca de la religión judeo-cristiana, pueden hacernos aquí una mala jugada. Y olvidar que el santuario es, para muchos pueblos religiosos una especie de ombligo del mundo, donde éste se pone en comunicación con la divinidad. Pero, una vez más, de todos modos, se juega aquí el porvenir de una evangelización. En ese santuario se supone que María escuchará las plegarias y verá las aflicciones de sus hijos. Lo que significa, primero, que no los llama a ser agentes de ninguna tarea histórica. Significa también que el rezo, con los tiempos de las peregrinaciones que se unen a él, forma parte de un campo muy específico de la vida social e individual. El resto, y lo que supone llevar el peso de una situación de opresión y marginalidad, no es afectado. Y, finalmente, el santuario no va a ser un santuario indígena: está hecho por la Iglesia de raíz y poder españoles. No es extraño que uno de los testimonios perciba algo de esto: «Y ahora, pues no sé. A lo mejor si se nos apareciera (la Virgen) a alguno, yo creo que lo primero que diría (es que) para ahora ya hay muchas iglesias. Yo pienso que lo primero que diría (la Virgen) es cómo hemos utilizado las iglesias...»

En tercer lugar, en una hermosa frase que centra la Introducción de los documentos de Medellín se lee: «Así como otrora Israel, el primer Pueblo, experimentaba (soy yo el que subraya, JLS) la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto... y lo conducía a la tierra de la promesa, así también nosotros, nuevo Pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas.» Pero si aquel primer pueblo no pudo soportar sin murmurar contra Dios y volverse contra quien lo representaba, los cuarenta años del plazo que tardó en realizarse la promesa, qué pensará un pueblo por quien se supone optó la Santísima Virgen y a quien prometió aliviar sus males, casi cinco siglos después de ello. Y, no obstante, nada ocurre. La experiencia no cuenta.

Es cierto que se hacen críticas, como las que hemos leído y aun otras más fuertes aún que los cristianos del pueblo hacen, en los testimonios que se aducen. Pero se quedan, sin embargo, en el abuso. No muestran una experiencia crítica del dogma mismo. La reflexión sobre él ha quedado, al parecer, fuera de su alcance. Y el camino desde esas críticas incipientes está tan lleno de escollos y peligros en el porvenir, que el ir con ellas hasta el fundamento mismo de la fe cristiana, parece difícil. Más aún, en la medida en que esas críticas se agudizaran, lo más probable es que ellas fueran rechazadas por el pueblo mismo por una parte, y por la jerarquía de la Iglesia por otra.

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Todos estos ejemplos me llevan, como conclusión, a plantear un problema, cuya simbolización más original está representada, a mi parecer, en ese encuentro de dos mundos que tuvo lugar hace cinco siglos. Me he limitado a plantearlo en una forma que entiendo es más profunda y podría dar, por lo mismo, la impresión de que la solución está aún más lejos o es más difícil de lo que comúnmente se cree. No poseo, de más está decirlo, la llave de ninguna solución. O, por lo menos, de ninguna solución práctica a corto plazo. Creo, eso sí, que, a pesar de todo, el camino de una reevangelización del continente latinoamericano tiene que pasar por los condicionamientos que aquí se han apuntado.

Más aún, creo que América Latina está ya avizorando ese camino. La Teología de la Liberación, a través de tanteos que tendrán sin duda mucho de improvisado y aun de erróneo, está rompiendo la pasividad y la parálisis de la Iglesia en dos lugares que creo decisivos. Por una parte, ha logrado la conversión de una opción por los pobres en sectores importantes de la clase media que se limitaba, hasta ahora, a importar teología y espiritualidad de Europa. Por otra parte, la reflexión comienza a apuntar, y de manera crítica, en el mismo pueblo. Si ese camino, con todos sus peligros y crisis continúa, es posible que lo que pareció un encuentro frustrado (para el cristianismo) entre dos mundos opuestos, se convierta en una nueva, más auténtica y honda manera de vivir lo esencial de la buena noticia cristiana.

A propósito de un artículo

Juan Luis Segundo

Mi desconocido amigo J. M. F.:

Me hacen llegar un escrito de usted en que muestra su distanciamiento e incluso escándalo por algunas expresiones que le parece encontrar en mi artículo, aparecido en el último número de esta revista. «El legado de Colón y la jerarquía de verdades cristianas». Déjeme que le diga ante todo, y espero que no lo tome como manifestación de cinismo, que su lectura fue muy adecuada: ese artículo estaba destinado a suscitar, en un momento de euforia fácil (precisamente en torno a las gestas evangelizadoras en América), una reflexión crítica, que necesariamente había de provocar en muchos lectores extrañeza y perplejidad. Se traía, nada menos, de discernir si hubo o no hubo evangelización hace cinco siglos, de acuerdo con el criterio que la Iglesia haya usado en la práctica para distinguir lo esencial de lo periférico en la transmisión a toda América del mensaje de Cristo.

Pero justamente porque otros lectores pueden haber compartido su reacción, quiero con estas líneas ofrecerles a usted y a ellos algunas indicaciones acerca de los puntos de vista que allí presentaba. Comprobará usted que en el artículo priman, en extensión y calidad, citas de otros autores con más calificación que yo en estas materias. En electo, K. Rahner escribe, en el artículo citado acerca de la «virginitas in partu» de la Virgen María, aunque no referido precisamente a ese dogma, que no es necesariamente «tradición divina y católica» cualquier cosa que haya sido creída y enseñada unánimemente y durante mucho tiempo por la Iglesia entera, porque, sobre todo en la Edad Media, «tradiciones humanas» se han mezclado con aquéllas, sin que se tuviera un criterio propio para diferenciarlas. Esto, que aparece con aprobación eclesiástica en los Escritos de Teología de K. Rahner, bien podría creerse «heterodoxo» a la luz del número 25 de la «Lumen Gentium», que parece decir lo contrario. Lo mismo puede ocurrir con McSorley. Se podría objetar a éste que da demasiada importancia, como limitación del campo de la infalibilidad papal, episcopal y aun eclesial, a las palabras patet tantum quantum... se extiende el depósito de la revelación. Se puede alegar que la expresión no pretende limitar nada, sino indicar solamente el objeto formal de la infalibilidad de la Iglesia. Sin embargo, da que pensar que haya escogido, en lugar de fórmulas menos preñadas de expresiones aparentemente limitativas, otras más fáciles, como decir que el objeto de la infalibilidad está constituido por la revelación de Dios.

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Pero usted encuentra falta de rigor en las cosas que yo mismo enuncio. Quede pues claro para usted, como debe quedarlo para cualquier lector de buena voluntad, que el autor no niega ni la infalibilidad papal ni la Inmaculada Concepción o la Asunción de María, y conoce y reconoce el solemne pronunciamiento de la Iglesia sobre su carácter dogmático. Pero se pregunta, por ejemplo, si en el campo del ecumenismo, alguien que admitiera todos los otros dogmas marianos menos estos dos últimos, debería seguir siendo tenido como hermano separado y fuera del seno visible de la Iglesia católica. Creo que esta cuestión merece ser estudiada. No olvidemos que en un terreno no tan distinto, el mismo cardenal Ratzinger (en su Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, p. 236. 238-239) ha afirmado que Roma no debería exigir del Oriente separado incluso una doctrina tan importante como la del primado pontificio (incluyendo el dogma de la infalibilidad), si con ello se favoreciera la reunión con las iglesias ortodoxas; bastaría que los orientales aceptaran la doctrina que les fue formulada y vivida en el primer milenio, antes de la ruptura.

Por otra parte, existen también otros célebres antecedentes. El más claro de ellos, tal vez, es el de la recordada bula Unam Sanctam, en la que Bonifacio VIII empleó todos los términos a su alcance para definir como verdad de fe (de la cual dependía la salvación eterna) algo que hubiera llevado a declarar heterodoxos a los teólogos que posteriormente hubieran osado decir lo que hoy dicen sobre el tema allí tratado todos los teólogos que conozco. No cabe duda de que el Sumo Pontífice de aquellos tiempos entendió ejercer en esa bula toda su autoridad magisterial: «Declaramos, decimos, proclamamos y definimos como absolutamente necesario para la salvación que toda creatura humana está sometida al Romano Pontífice». Ahora bien, cualquiera de los teólogos católicos que hoy niegan que el Papa tenga tal poder dado por Cristo, en el sentido en que probablemente lo entendía Bonifacio VIII, se encuentra en la alternativa de negar la infalibilidad pontificia (no vale decir que te faltó usar la fórmula ex cathedra como si ésta fuera mágica o como si hubiera sido usada en la definición del dogma de la Inmaculada Concepción) o de afirmar que el poder que el Papa crea poseer por haberlo recibido de Cristo no entra dentro del campo de la infalibilidad (por no pertenecer a la revelación divina misma ni ser necesaria para que esta sea comprendida). Y ya hace más de veinte años que H. U. von Balthasar, teólogo a quien los honores recibidos hacia el fin de su vida parecen rehabilitar de pasadas sospechas, señalaba que un misterio que se presenta a la aceptación de la fe (por ejemplo un dogma cuya base bíblica no se perciba claramente) puede ofrecer resistencia a ser iluminado por la luz central del misterio de Cristo, aquélla que manifiesta su pertenencia al depósito fundamental de la fe. Recomienda entonces al creyente que deje reposar provisionalmente ese cuerpo opaco en la periferia de sus creencias, en espera de irlo integrando poco a poco «en unión con todos los santos». También aquí, una diferenciación entre las verdades de la fe que tiene consecuencias ecuménicas, kerigmáticas y pastorales.

En fin, mi estimado comunicante, quizá estas observaciones puedan ayudarle a situar adecuadamente mi punto de vista en el artículo en cuestión. Por lo demás, y para el caso de que usted juzgara mis expresiones todavía improcedentes en orden a su difusión entre el gran público, quiero recordarle que precisamente en las páginas de una revista de nivel científico y de investigación es donde se puede dar lugar a esa «libertad de búsqueda» que el Vaticano II (GS 62) exige para clérigos y laicos, y que Juan Pablo II no ha cesado de evocar y desear en cada una de sus intervenciones ante teólogos.

Reciba un atento saludo desde nuestro común empeño en esa difícil búsqueda.