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SE DESHOJO LA FLOR J. BALMOHI
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Se deshojó la flor : novela filipina

May 08, 2023

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Khang Minh
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SE DESHOJO LA FLOR

J. BALMOHI

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JESUS DALMOM. 2/

SI BiSHOJÓ LA FLBB NOVELA FILIPINA

~~vy

MANUA-I915

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ES PROPIEDAD.

Quejan Uecìioi los registros <¡ue marca Ai ï.ey*

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Se deshojó la Fior

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OFRENDA Dedico este libro á DOLORES,

á NATIVIDAD, d NIEVES y á ROS AMO, cuatro Angeles de mi y u arda en la vida.

JESéS BALMORÍ.

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Porque fu* humilde como fos matas de las violetas,

¡Cantad, poetas! Porque fué buena sufriendo engaños y padeceres ¡Orad, mujeres! Porque fué un vuelo de mil palomas Su dulce vida de bandolines. (Alzad por ella vuestros aromas Blancos roca!es de los jardines! Porque en b vida fué como un coro De ruiseñores y golondrinas, Verted por ella llantos de oro

Santas campanas maravillosas de Filipinas!

JESÚS BALMORI.

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PRIMERA PARTE

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>E W.SHOJÚ Ì.K H OR

I.

—Tema, rosas comò tu boca. Y Rafael le golpeó el ramo de las rojas flores

sobre el hombro desnudo,* sin el pañuelo de la cami­sa, a la dulce.

Volvióse ella, sobre el banquillo del piano, brin-dadora de su alma intensamente en sus labios y en sas ojos y en el divino estremecimiento de sus car­nes sacudidas ¡or el ramo; y se inclinó, primero para mirar si en la caida alguien les observaba, para des­pués suspirar mejor que hablarle al cuñado:

—Rosas como mi boca y como ésto. Ije sacaba la lengua, roja, fina, pequeña, como

la hoja caída de una rosa de aquel ramo de rosas, apretadamente, entre los labios; y tomó de las ma­nos de el con las suyas cargadas de pulseras, una a una las flores, para prendérselas en los cabellos, con una larga horquilla de oro.

Rafael se alejaba, huía en tanto j>or no allí mis. mo acercársela al alma y bebería como a un perfume* ella se volvía al piano, gentil, provocadora con un dulce vals al alma apasionada del en pasión dulcísima rendido; y tarareaba la música apagadamente, en los ojos de el clavados los suyos a través de la luna bi-Velada del es¡*jo sobre ti piano lustroso, mientras él íeguía amándola, suspirándola.

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12 PCR JESÍS BAfMOR!

Adorábala así, extasiada, con ojos de loco, de ebrio, deseneajadamente abiertos, visionarios de todo un poema de amor Inconmensurable, de un afin de toda ella, anhelosa el alma y los labios resecos en la fiebre Incensadora de la espera. Mas, de pronto dejó de nvrarla, do beber en sus pupilas el ensuerto de luz encantado; y se volvió, le volvió las espaldas para inclinarse sobre el balcón, sobre el jardín, al morir despacioso de la tarde olorosa de Mayo, como las a ella abiertas—incensarlos de petalos,—sampa-guitas; tarde alba, como su primera estrella abierta en el viento.

De abajo, las altas copas de los flang-ilangs se alzaban cargadas de dorados ramos; más allá del jar­dín el mar temblaba arrojando sus olas como cofres de esmeraldas a la playa ancha y limpia. Ermita softaba bajo el véspero aureo por las almas de todas sus mujeres, de todas sus olas, de todas sus flores; de su humilde iglesia en la torre con melancolía so­naban las campanas la oración de los ángeles.

Y pensaba Rafael. Kl pretérito fijamente des­plegado ante su vista: su entrada en la familia Delio, adorado por la de él rendida de amor, esposa suya ahora, Dolores; y de entonces, dos arios, convertido en seftorón el pobre artista de familia pobre y pro­vinciana, sin más porvenir que cuatro pinceles y un par de cuadros, por él ¡u*gado* excelsos y para el re>to de los hombres indiferentemente desconocidos ó desaprobados trozos de mar azul y una vela como un jacinto abierta sobre una barca en blancura de nieves, cestos de flores de las flores cogidas en el jardín para modelo; y rostros de mujeres, muchos

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SS DtSUOJO IAFLOg j i^

rostros, identicamente parecidos, monótonamente iguales, de ojos lánguidos y chinos, de pálidas son­risas; la cara tal de la cufiada, Leonarda.

Y seguía pensando, sobre la flora, sobre la pompa de las ramas, varias hacia él tendidas como brazos largos y velludos en sus hojas, hasta que la voz de Dolores sonó a sus espaldas, en tanto en ti viento seguían encendiéndose, lentamente, estrellas.

—<En qué piensa V., caballero? Se asustó, se volvió: —En nada, en la tarde. Cariñosa ella, junto a él se asomó al balcón,

para seguirle hablando casi ceñida a él. —Mira cómo caen las hojas, mira.... Señalaba con los labios las ramas desmayadas,

del oro* del cielo novias, y caídas de langor; él indi­ferente miraba; del piano, allá dentro, pulsado por l eonarda, sonaba la clave en armonías.

Y se hacia la noche; los perlados bombones, bajo las tulipas como encajes, de las lámparas eléc­tricas, iban fulgurando, barriendo sombras por la casa; un criado anunciaba la cena, y al comedor se fueron los esposos.

Se encontraron a Leonarda, de paso. ¡Cuántas Mores! —¿Te gustan* ¿no? me las ha dado Rafael. Le habló al marido, Dolores: —¿Tú? —Si, eran para ti, pero se las llevó Leonarda

para darle celos al futuro... Silencio. Leonarda se volvió; —¿Qué?

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—Para darle celos a Cristóbal, mujer, ¿no lo has oido?

Hablaba seca, tremula, umiliti* amonte colean. lío del brazo del esposo ti suyo moreno y mórbido bajo la trasparencia a'ul de la camisa; retane!j con b»js bellos ojo>\ ^rand^s, divinos de tagala pura, los oblicuamente rascados do la hermana, que sostuvie­ron el mirar en triunfo provocativo, hasta ya una vez sentados a la mc*a, sin importarles la presencia de D.a Carmen y 1). Simplicio, sus jadres, preocupados el uno en los negocias del día y la otra en las nove­nas de la tarde, hablar.J > de números y santos, mien­tras ante Rafael sentada !>eonarda, le ponía s- bre cl pié bu pie arrancado a la zapatilla, desnudo, cosqui-Ufándole con sus «ledos más leves que las hojas de un jatmm, hablando en tanto con la l>oca llena de pollo.

— l'apa, mañana esci Lîota Flores. Alzó la cabeza D. Simplicio: —Dueño ¿qué? —Que vendrán por mi las de Silva, para la pro­

cesión. —Pues vete con las de Sil\a,

Al fin se alzó, caprichosa y rara, como siempre y por costumbre, de la mesa, a encerrarse en su cuarto y dorm.r o nonar sin cerrados los nárretdos teñese en la cama, n„ sin antes mirar, .cnd.da, al cufiaco y lue«o, aima, a la h, rmana tund.Ja Cn do brasas dudas, be alzó como una culebra ¿c rosas

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¿E rrMiojó iA.ri.cx 15

Bver.o. Dcbres y Rafael también'se fueron, Jtjando a los viejos, al uno haciendo restas con d forno del tenedor sobre el mantel y la otra *urtando en San Apapucio, patrón de les paneleros, tri>tes r.o saUan los dos por qué, sus corazones.

C)cron a Levitai da en ¡a sala tocar el piano un va!s más loco que ella, estruendosamente; y en el cuarto, Dolores cayó tronchada, corrò una flor de luz herida sobre la nieve de las sábanas, haciendo garrir el lecho al gcîpe de su cuerpo, a las palpita­ciones de su corazón,

—¿Por qué lleras? Xo contestó, llevándose las manos abiertas a los

ojos farà enjugarse las lágrimas, que a la voz de el, brotaron con fuerza más ardi» ntr, él insano:

—d'or qué Horas? Alta noche. La luna rodaba como un jazmín

por las nubes; su luz, por las ventanas del cuarto abiertas, llegaba excelsa al lecho; de abajo subía, como de un incensario al ara, el olor de las, a dulces golpes de luna y viento, abiertas Mores; el vals de Leonarda seguía sonando lejos triunfal, perverso.

•Porqué lloraba! <1o quería saber de una vez? —Pues l!co porque le quieres a Leonarda, ¿El? ¿que él le quería a Leonarda... Pero ¡qué

reteestú^da era Dolores! iOh! Se ahogaba de Harto* de martirio, de celo?,

cía misma no sab'a qué tiempo, y asi, hasta el día agüente por la tarde sin hallarle siquiera a Ra­ía*!, dolida.

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Y al día siguiente, un alboroto en el jardín. Las de Silva que no querían pasar, impacientes por la hora, ansiosas p>r llegar pronto a la procesión, Ha. mando a Lconarda que tardaba vistiéndose entre ñores, jara el Bota Flores.

*~* • I rorido. —iPronto! Se alzalxm sus voces, sus risas, flotando claras

y miedosas al azul de la tai de, mientras Leonarda, a prisa, nerviosa, se llenaba de las últimas sampagui-tas la frente, ante el espeio del armario toda e¡!<i re­flejada.

—¡Pronto!... Ahora le apremiaban en la misma puerta en­

treabierta del cuarto. Se volvió a ver quién, y sonrió.

Era Rafael, aguardándola. —¿Vienes, acaso? —Si. Volvió a sonreír, a mirarse al espejo; él la llamó

despacio: —¿Guapísima! Aguardaba, recreándose en vtrla arreglarse

ante el espejo, tan preciosa esta tarde, que esta tarde a ser posible se le acercara él a los labios y como a una de aquellas sus sampaguitas la deshojara a besos. Se lo suspiró: '-

—<Si yo te diera un'beso? -—Te llevarías un palo. —¡Cá! me lo devuelves. —¡Sí' ¿eh? Prueba... Pero no tuvo el tiempo de hacer la prueba; Do«

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r:>!íi>;ó I.A ii.ca *7

lores se le había acercado, despacio, como una som­bra

—¿A dónde vas? —A la fiesta. —¿Tú? no, señor. —¿Por qué?-—Porque no. Rió tremulo, nervioso: —Vamos, mujer, cestas loca? Pasó Leonarda, casi corriendo, dejando a su

pasar uri olor a templo, a flor; él quiso seguirla; se lo impidió Dolores.

—Te he dicho que no vas: La vio los ojos arrasados en lágrimas, y cómo

después fueron cayendo lentamente grandes, redon. cas, por su cara triste; le tuvo piedad:

—Pero ¿que tiene de particular? ¿a ver? —Oue vas por Leonarda. —-—¿Yo5... La empujó, brusco,contra la pared» para abrirse

paso; y saíió dejándola caída, como muerta sobre tí suelo, para ourrer tras de Leonarda y sus ami-gas, ya lejos, cerca de la Iglesia.

» Volteaban las campanas despidiendo a la proce­sión presidida por la cruz y los ciriales y un fraile -1 frente de dos filas de herniosas jóvenes porta­doras de cestos de flores, entre un grupo de ra­paces qucíkl/aban en triunfo caftas en cu>as puntas colorinescos faroles de pajel en forma de estrellas de gaí!os,do rosas, do peces, suspensos temblaban ai los aires pausadamente, y.trc una orquesta ¿r gui-tirra* y band-aria i que sonaban marcha*. •

l

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IS 1\>K JLblS KU.MORl

—¿Ves5 ilWaî —Pues ¿hala? ¿hala! Hablaban, impacientes por reunirse al grupo

cuanto antes, corriendo por el atrio perseguidas jK>r Rafael.

Y llegaron al f>n, riendo, alborotando; a Leo» narda se le cayeron flores del cesto; él las recogió, se las guardó.

—No, dámelas, son para la Virgen. —Para la Virgen o para Dios/ Yo soy tu

D*;DS. Callaron el rápido hablar en vez baJ3, más apa­

gado aún por el revolar de los vibrantes campaneos, la procesión seguía, calle arriba, en dirección al Ma­lecón, hacia la Catedral, donde la Virgen Maria del Pandan aguardaba en su ara de platas refulgentes a las vírgenes de Mayo, dulces vírgenes en flor que iban a arrojarla flores menos flores que ellas.

El mar se tendía, de un verde naranja, ha-beando espumas sobre la playa; en el viento, dos es­trellas encendidas; la luneta llena de curiosos viendo pasar la procesión.

Le -secretearon a Lconarda: —Ahí está Crisòstomo. Miró. Venía hacia ellas rápido, fijó en ella, su

prometida gentilísima. Y saludó a todos; ioli, qué hermosa estaba la de su alma, alma!

—¿De veras?... No contestó .Cristobal; la miraba ahora enter-

necido, como en éxtasis ante una maravilla, mientras Rafael se ajanaba, siguiéndoles de lejos, dejándoles hablar, abandonando m conducios al pobre novio

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si risHo;ó ix rica *9

squél ¿e galantear y creerse arredo por la que sola­mente per eî, por Rafael, señaba y pactaba; y se distra^ mirando al mar que poco a poco ennegrecía y a las estreüas que se multiplicaban, mientras ¿el set allá a lo lejos, apenas si quedaba ena tenue man­cha l la-

So naba la orquesta, confundida su música con las voces de las daîa^as charladoras; el buen cura párroco a veces volvía la cara para hablar de orden; entonces sus moisescas barbas Motaban al viento y se le encandilaban los ojos con rebrillar de luceros.

Llegaban a Intramuros, al gran templo; volteo de campanas, trompeteo de órgano, olor a incienso, a crio ardiente, a jaron de rosas, a carne de mujer. La ceremonia ieligk>sa.% Ellas variando a los prés de Marta sus cestas de rio»es; y ruego, vuelta a la Ermita otra ve*, siempre en procesión, \ a de noche, por el mismo camino cabe el mar.

Terminada la Eesta. Al salir del convento er-mltense, donde dos o tres frailes comenraron a re­partir dulces y estampas a las jóvenes, Lecnarda, apartada a un lado, le habló al novio.

—Vête, cSabes? Hoy no podemos hablar en casa; estoy fat;£ad's;r~af y al Hegar me acuesto-

—Entonce*, macana. —Sí, mañana te espero.

Se desdidieren, cHa indiferente; ti delirando en e~a, mordisqueando de eia un flan^-tían;* entre los labios. Ya era tíemjo; Rafael le \'vj partir; üegaba.

—tXos vamos? —Vamos SaLercn, casi huyendo, apo) ata cIU en el brazo

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IV& j».sís r A L ^ i ¿ y ^ ^ ^ i " ^ ^ ^ ^ » *

0* ti, só protexto do dolerle los pies por la larga ca-roiriau emprendida; aquellos pies que Rafael quena como a dos rosas.

—Pobres ¿te duelen mucho? - S i . Y para corroborar que sí, que le dolían mucho,

se colaba casi, del brazo apoyador, cargando su di-vino peso, tan junta a Rafael que le aplastaba con-tra ci pecho, el pecho.

Cruzaban la calle en silencio, mudos, aterrados, conocedores de su loco amor y por su amor acari­ciándose con el contacto de sus carnes. Iban des­pacio, despacio, anhelosos acaso de retardar la lle­gada a casa; de pronto él la |>aró bajo la sombra de una acacia en la sómbia de la calle desierta:

—iLeonarda! No contestó. Y sintióla el sólo temblar y cómo

dobló la frente sobre su hombro en un suspiro. —iLconarda! Continuaron la marcha, cobarde él, provocativa

eüa; y llegaron a ca a sin sentirlo. Se sentó ella a! piano; "La música Prohivita";

el se metíó en su cuarto, a oscuras; encendió la luz. iEn donde estaría su mujer? Comenzó a desnudarse, recreándose en la dulce

romanza; sí; también su pasión, la pasión de los afa-nes de é! y de ella, era prohibida, pero también era acariciadora y celestial como aquella música arran-cada acaso p.nra él, de la clave harmoniosa; ¡oh, las manos, dos flores que caían sobre el teclado blanco'

. i JMÍ 5 ' d o s n ° r e * que temblaban sobre los pedales bailoteantes!... Sintió paso,, luego un rumor

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«n rrsnojo i.\ IICR 21

¿e tildas, que la puerta se abría, un perfume leve de violetas, Dolores.

—¿Has vuelto? —;No lo ves? Se le acercó, le rodeó con los brazos el cuello,

le Leso en los ojos —lîueno, mira; antes íuí una tonta, pero oye,

tú me hiciste caer y me hice dafto. Doblaba la frente hacia atrás para que él se la

viera* lastimada de un £o!pe: —Pero no importa, ¿sabe*' no importa; yo sé

que no lo has hecho por malo, porque ya no me quieras, porque ya no quieras a tu Dolores ¿Vrerdad, Rafael?

Volvió a besarle. Y lloró.

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SE PF-SIIOJÓ ÍA n.OR *3

II.

—¿Quieres, Iomboy? Le invitaba Leonarda a Dolores, frente a una

gran taza de la negra fruta remojada en agua y sal, desde el comedor frente al mar bañado en lumbres.

Se acercó» se sentó junto a ella, y aceptadora de la invitación, comieron juntas.

Rafael en la oficina, con su suegro, en la casa naviera Delio y Compañía, en la que desde los tres meses después de su boda comenzara, con un im­portante cargo, a trabajar. D.* Carmen aún no ha­bía vuelco de la iglesia, retenida acaso, en alguna Sacristía, en alguna conferencia sobre las benditas ánimas del Purgatorio con el corro de perpetuas beatas.

—Dulces <"nn? —Sí. Comían, arrojando los morados huesos por el

balcón a la playa; Leonarda de pronto rió una sonora y loca carcajada.

—¿Por qué te rics? —Mira tu boca; parece boca de muerta.... —Pues la tuya, igual. La suya ¡horror! Se levantó, a mirársela en el espejo del apara-

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dor platero; volvió después, encogiéndose de hom. bros.,

—No importa, me lavo bien después. Y siguieron comiendo; en la playa un grupo de

chicuelos alborotaban bañándose; Dolores los mi­raba encantada; sobre todo a uno, pequeflín y regor. déte, en cueros vivos. iVof qué Dios no les daba a su Rafael y a ella, un nino, un granujilla de esos, cielo de las madres, alma de las casas?

Flotante su pensamiento, pájaro de amor, voló al marido, al amado para ella tan ingrato sabiéndose de ella ídolo en lo más alto de su amor: tembló de pronto encarándose con la hermana:

—Oye, ¿qué te cuenta Rafael cuando estáis so­los, cuando te habla?

—¿Y a qué venía aquella pregunta? Pálida un solo, instante, fijos sus ojos en los ojos de la triste interrogadora, altísima, ingenua, murmuró:

— i \ mi? ¿qué me dice a mí tu marido? pues puedes figurarte que no me estará haciendo el amor.

¡Oh! La vio abatir la frente, y como de sus manos

mal cerradas caía el lomboy, negro como el dolor, a) fondo de la ta¿a.

Y piadosa en mentira compasiva, explicó: —Tonta, a veces me da bromas de Cristobal

¿acaso no oye» tú como me río? Verdad. La oía reír. Tero aquella risa no

sería provocada por.... ¡ay Dios! no quería ella ser mal prosada; además de que él, Kafacl, la juró a flor d*: dulzuras la noche tk 1 Üota Flores quo entre él y Lconurda sólo jodia existir im carino de herma-

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SE nrsuc.jó i.\ FIOR 25 » ^ ^ * ^ ^ *

nos, de cacados; y hasta -llegó a compararlas a las dos en su afán de sincerarse torpemente; tú, Dolo-res, la decía ¡tan buena, tan dulce, tan amoi! ¡y ella uri hasta china! ¡vamos!....

Estremecida, arrepentida, clamó: —Perdón, Leonarda; tu «abes lo que quiero a

Rafael... La interrumpió: —Pero, mujer, conmigo... Callaron. De la playa subía la gritería de los

chiquillos; Dolores volvió a la playa sus ojos; bus­caba al chiquitín aquél, que la hiciera soñar en uno suyo; pero ya no estaba el niAo y ella se fué.

—¿No quieres más? * Le ofrecía más lomboy, Leonarda. Gracias. Tenia que hacer. Iba a arreglar el

cuarto todo alborotado. Se fué. El cuartodaba al jardín. ¿Qué iba

»a trabajar en el cuarto? La que buscaba era sole­dad, sin que ella misma supiera porqué esta cruel misantropía; se asomó a la ventana; los troncos de los ilang ilangs se erguían negros, recubiertos de gusanos: pensó, filósofo, que la vida también pudiera ser así, un tronco altivo, lleno de savia, sostenedor de una copa de flores perfumadas, peí o tristemente corroído, ennegrecido por gusanos.

Y pensi) en Rafael. <No s» ría él también así? <un tronco así en alma y corazón, y solamente su boca engaitadora, la coj a de las flores olorosas?

Acaso no; acaso sí. Recordaba ... Era un mes cíe Mayo triste y limo de flores

que no eran para su alma, en Antipolo; y era él,

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: $ roa jr.ns BU.MORI

Rafael, asedándola de amores noche y día. De todo hacía tres años. Recordaba... Luego ella, por él rendida, brîndadora en sus

labios de su alma, en un beso bajo el orto de! so!, en el sendero de un òjfis, ocultos en las frondas de cuya pompa el rocío caía poco a poco, como lá-grimas.

Y las relaciones ocultas luego; y la^ oposición de los padres al saberlo en Manila después; y los golpes que sufriera; y las amenazas y e! llanto que costó a sus ojos; y, al fin, por encima de todos y de todo, ella, la cobarde, la ingenua, (ella misma hasta ahera no sabía qué fuerzas, qué nervios, qué alas diérale el amor entonces) una noche bruna y tene­brosa, luego de besar a Leonarda, niña aún que dormía junto a ella, atravesando el jardín corriendo, para caer desmayada de ternura y gloria en los brazos de Rafael.

Y la fuga, en vehículo, hacía una casa de ñipa lejos, en Sta. Ana; y la noche... ¡aquella noche!

Recordaba... Luego !a boda, ante un sacerdote cualquiera,

a las cuatro del día, sin dormir la noche toda en !a Iglesia de Sta. Ana. Y luego días y mas días'en que el Rafael del alma suya le besábalos cabellos ' loa ojos, las manps, llamándola ¡mi vida! ¡mi cielo. *

Recordaba... Luego lo doloroso, !a madre lio. rosa, mconso ada/una tardo legando a su casa en ausencia do Rafad.

Hija, hija de mi alma <qué has hec! io?

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sr r-rs!toj«S ».A TICK 27

Y tüa en los brazos de la madre llorando, coft h madre confundida en llanto, en suspiro*.

Y las explicaciones; el secreto de família igno. raio, revelándose bruscamente abrumador.

—Tú no eres hija de tu padre. Dolores; tú ere» hija m:a, mía Sola; cuando Simplicio se casu conmigo yo era una pobre desgraciada que como piedad de la desgracia te tenía a tí, a tí, tierna, pé-quelita, desamparada, hija de mi corazón.

Más suspiros... —Simplicio, loco por mí, porque yo como tú

era muy guapa, se casó conmigo apesar de todo, olvidándolo todo, y te reconoció.

Con el tuve tu hermana Leonarda, y puedes comprender, Dolores, puedes comprender porque tienes talento, !o que él querrá más a su hija que a tí, y puedes comprender su disgusto, su casi rencor y reproche a mí por mi hija fugada, perdida de casa con un cualquiera.

Recordaba que ella entonces protestó: —".Un cualquiera su Rafael! Y lloró por él, en su ausencia, lágrimas de re­

beldía y desconsuelo. Luego el arreglo; la madre venía por éso; que

ella y su esposo vivieran en casa ya que todo es­taba hecho y la cosa sin remedio:

—Yo no puedo vivir sin tí <me oyes, hija mía? <para qué sirve tu marido? ¿para pintor?... Eso sí que no; los artistas se mueren de hambre; qro-aprenda a hacer números y que trabaje en la ofic/& fon Simplicio.

Recordó todavía...

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Li entrali con su esposo a los pocos día¿ K;e;o do la vìsita de su nuire, en la casa, muerta cl a!rm ca vertenza* infinitas, humillada bajo cl ¿oblo wotivo tío saberse intrusa y saberse no hija á¿ aqi:,*l VA\o que la recibió, que les recibió tal que v tv? los recibiera, perdonándoles cen un perdón ¿c ríe ve, s:n misericordia y sin amor.

Y luc2o el emt)!eo de Rafael en las Oficinas; y el olvido de lo pagado; el tiempo con sus alas de encobas barriendo ci preterito dolido; la conviven­cia feüz; Rafael, honrado y laborioso, tratado como un hija; y olía dichosa, llenas alma y carne de mise-lieorJes dulcedumbres-

Pera aquella chiquiiía, Leonarda, por obra y «'rnci.i de un triunfo de lineas acabadas, se había hecho mujer, desde entonces notó el cambio radical de su marido para con ella y para todos; Leonarda parecía alentarle en un amor absurdo ¿quién de los dos amaba a quien5 o ¿acaso se.querían ios dos?

Se aí/ú el alma de la santa de amor en protes­ta* tumultuarías; no, Rafa'I no quería a Leonarda, ní Leonara a Rafael; ¡uro en el fondo del alma que-dó!a flotante un sedimento amargo/ a modo de ía amargura de un espeso rerfume de adelfas des-florada».

Ouiso sonreír. Sonrió. Parecía que los ía-Líos llorasen; se volvió a la puerta del cuarto que se eritrea!tría.

Dona Carmen, acabada de llegar sabía Dios oc qu¿ convento, con velo puesto aún, fumando un magmt.ro habano, y que la miraba a través de sus gafas de oro.

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—Toma, la virgen Je los Dolores, te la manda e! Padre Mamerto.

Recogió la estampa; preciosa. Mana llorosa; María inconsolada; la besó, la puso en el altar, un akarito hecho por ella, todo azul, en un rincón del cuarto, frente al lecho.

Dofta Carmen se alejaba cnfurrruilada con los criados; todo desarreglado en casa cuando ella no estaba; eque hacía Lconarda? hasta el piano estaba abierto.

Volvió al balcon. Placíala contemplar el jar-dm y en el temblor de sus follajes y en la gama de sus llores, de sus rosas dejar errando el j>cnsamicn-to; el viento del mar sacudía las ramas; los troncos de los ilang-ilangs seguían negros de gusanos; vol­vió a filosofar si sería así la vida; un tronco así sos­tenedor de una copa llena de flores perfumadas, de pájaros, de luz... ¿seria así su Rafael?

No. Y al día siguiente, domingo, sin trabajo, saltó

de la cama él y sin lavarse encendió un cigarrillo. Ella dormía aún, cubierta hasta medio cueqx)

por la inmensa sábana que caía al suelo en sus bor-des de encajes; j>or el escotado camisón asomaba el pecho abultado y moreno, descubriendo el nacimiento de los senos, erectos y suaves como |K>mpones'de seda china.

Cerró los cristales del balcón, abiertos a la no­che por el calor excesivo y ahora dejando penetrar con los primeros rayos del sol el viento mañanero ino y oloroso; y se tendió sobre una mecedora con una Revista escogida del velador, cualquiera.

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3 o rok jcsCs EAtSîoki

Repicaban en la puerta con los dedos: —Dolores, Dolores... —¿Quien? Do. a Carmen. Se acercó él al lecho, sacudió

levemente por un brazo a la dulce dormida. —Dolores.. Iüla se dobló a un lado, cerrados los ojos,

en un suspiro. —Dolores... Volvió a suspirar, entre ensueños: —¿Qué? —Tu mamá, que te llama. Poco a poco se abrieron sus ojos preñados aun

de sueño y llenos de sueño* todavía; le sonrió ten­diéndole los brazos:

—Álzame.. La cogió, alzándola, sentándola en el lecho; de

afuera volvía a llamar Doña Carmen: —Dolores... —Mamá. —A misa, hija, que es tarde. Se llevó las manos a los ojos; luego, descalza,

saltó de la cama, aprisa, para empezar a vestirse, abierto de par en par el armario oloroso a ilangilang seco en la pila de ropas amontonadas en sus gradas. Se vistió; se puso ti velo a la cabeza, cerró el ar­mario y se contempló en la luna biselada de su es­pejo, toda ella gentilmente.

El, leyendo, la sentía de un lado para otro, arrastrando las enaguas almidonadas, derramando por el cuarto el perfume de los frascos de olor que

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abría y ti encantado aroma tic los polvos "Rose de France."

Se le acercaba con un pequeflo estuche (!e terciopelo rojo entre las manos:

—Pónine los pendientes. Se lus puso. Y en los rosados lóbulos de las

orejas temblaron, claros, los brillantes, como dos Rotas de rocío sobre dos rosas.

Bueno. Le daba un beso. Hasta luego ¿eh?... ¿No iba el a misa?

—Más tarde: después. Pues, adiós; hasta luego. —Adiós. Salió, empulserándose la mano con el rosario

de contar, Doña Carmen aguardaba en la caída, im-paciente; Lconarda tardaba vistiéndose, dos siglos.

Pero al fin apareció guapísima, perfumada, he­cha una máscara; en el coche, Dolores, riendo, tuvo que advertirla:

—iCómo tienes la cara, mujer! —¿De qué? —De polvos; jereces un Pierrot. Se los cmj>ezó a quitar con el paAuclito, sir.

viéndola de espejo los ojos de la hermana. —¿Estoy bien ya? —Un joco más, debajo de los labios... Llegaban a la iglesia de San Ignacio. En el

altar mayor, entre flores y candelabros ardientes, vestida de azul, coronada c'c estrellas, bajo sus pies la luna, unidas las manos, y los ojos en la altura como sintiendo la nostalgia de los cielos, sonreía an«

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\2 I OR Ji'SlS B.VI.MOK!

célicamente una Purísima. A ella, Dolore*, de hi-nojos", elevó fervorosa su oración.

—Dios te salve, reina y madre, vida y dulzura... La interrumpid Lconarda, sccrctcándola |KV>.

irada a su lado: U y c .

-cQué? —Préstame el devocionario; me olvidé el mio

en casa. Se lo dio. Y continuò orando. Pedia de todo corazón que la hiciera feliz y

eternamente amada, aquella virgen tan guapa del altar; pedía de todo coraron que hiciera bueno, muy bueno a su Rafael; pedia de todo corazón que bo­rrase de su frente, la Virgen, los malos pensamien­tos; y a cambio de todo, enternecida, semillorosa en el ambiente saturado de incienso, en la grave y tea­tral quietud del templo, ella, Dolores de los Dolores, le ofrecía a la Reina, alma, \ida y corazón...

—A tí, celestial princesa, Virgen sagrada María, Te ofrezco desde este día, Alma vida y corazón.

Sonaban campanillas; sonaba el órgano. Ante el altar ti Jesuíta vestido de oro alzaba a Dios en la Hostia Santa; Dolores, inclinada la frente como una flor, seguía suspirando:

—Alma, vida y corazón... Terminada la misa, se fueron, no sin gran con­

trariedad de doña Carmen que quería pasar por el sMn <¡z visitas para conferenciar con el Padre Ma«

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s:: DESHOJÓ UK ii.oa ¿J v » w ^

r.trto sobre un Importante asunto de cofradía. Leo­nida protestaba:

—iPcro mamá, sin desayunar! A mi me duele ya el estómago.

Volvería, tendría que volver ella a las nueve: tvii Leon JÍ Ja nu se j>odía ir a ninguna parte.

Partió el coche rápido, arrastrado velozmente per el tronco de magníficos bayos; y ya en casa, la primera en subir corriendo las escaleras fué Leo­nardi que se encontró a Rafael, bajando para misa o par?, el Club, y que la retuvo una mano, mirán­dose en sus ojos, a f.or de luces la mirada-

—Suelta, allí está Dolores. La soltó, no sin que Dolores se apercibiera de

toda ¿A dónde iba él tan temprano? —¿A dónde vas tú tan temprano? —Pues a misa. —¿Y para ir a misa necesitas cogerle las ma­

nos a Ixonardo? <Oue él le había cogido las manos a Leonarda\.. ¡Vamos, hombre! Ni que volviera eîîa ciega de humo de incienso.

—<l£n dónde tienes los ojos? Les interrumpió la aproximación de dofia Car­

men; ella calló, él siguió escaleras abajo; pero en el comedor, mientras D. Simplicio, fumando, leía la prensa, y ellas, vestidas aún y únicamente despoja­das de los velos, desayunaban, la madre, fijándose en Dolores, ¡peguntó:

—¿Lloras?... Se le formaban las Ligrimas en los ojos, se le

faltaban y caían rodando por su cara hasta la mesa. Se levantó.

I

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—No si, n u m i díbe habérseme metido arena en los o}es; rr.e e^e!e:ìt ne lagrimean...

—Pues lávattlos, h:ja. Se rr.e::ó en el coarto, serena, tranquila y a

poco volvió a continuar el desayuno interrumpido; D. Simplicio, quitándose !•'$ lento y dejando de leer preguntaba por Rafael.

—d la salido Rafael? Le dijeron que si; volvió a calarse los crista­

les, encendió el cigarro que se había apagado y con­tinuó leyendo, acariciada la calva por cí viento del mar, recio y fresco.

Leonarda se levantaba enjugándose las puntas de los dedos llenos de a-úcar de torta, con el agua sobrante dv.1 vaso; había visita en la caída; miró j)or la. puerta, a escondidas. ¡Vaya, tan de mañana! N'i Us chines. Crisòstomo Cristobal, su novio.

Sa'ió, le tendió !a mano, mojada. Qué agunr

dará, cth? ella iba a quitarse toda aquella ropa de misa; cinco minutos.

V la vio el n-nio desaparecer por la sala de­jándote un reguero de aromas, no sabía él ctnl m/s djîcc?, los de su carne o tes de I'jraud.

—AmÍ£o Crisòstomo... —D. Simplicio ¿cómo está ustcd:

—Tirando, tirando; ¿de misa, ch? —No sefior, del tennis; un sport muy agrada»

b!rr «'-bre to«b ¡or Lis mañanas. —Ya. Ill Urr.poo oía rnro, y aquí, entre ellos,—

l JXÁ que C«nnc», Lui devota, un fanatica, \amos,

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$C X*ESHOJ¿ ! A II OR J $

U pebre, no lo oyera—ti, amigo Cristobal, se fu­traba en todo eso*

CrUrobal sonreía inclinando !a cabeza en afir» macón compieta y absoluta de cuanto Ü. Simplicio susurraba, en tanto ei naviero continuaba cada t n mas enaltado y haciendo gaîa de ateismo y hereda:

—Créame usted, Cristobal; todo eso de reñi y confesiones y comuniones, farsa, negocio; buceo para níAos de teta y viejas de ochenta aftosfo que yo me rio, amigo, lo que yo me rio de mi b e t d u mujer*..-.

Y continuaba: —Porque para probarlo « usted lo absurdo ¿c

todo eso, le empezaré por echar patas abajo la L¿-ilia, ¿se Vie?— la Biblia en pasta» amì^o mio.

: Y enumeraba errores.. — F o r de pronto ¿cómo era aquel'o Ce que ua

Dios inmensamente sabio y t>cdcroíO necesitara s^Is ¡Lis pira crear un mundo, hornija comparado cen» iA ¿<A y las e*?trel!as fpe formó de un sopîe? ¿Y cv.c era oquvüo de fermar d l barro, a su ís:j¿;ea y s/.-mejanía, un hombre y tere r «¡uè sumíríe !u*¿> en profundo sueíto para arrant at îc una cos tuta y fer­mar U muy rquu forra ca ^ su came, î«ir.£re y ¿ lu sav^rr, rW.so de MM huesos, y que le dir;a h ¡oí q;e teñirían ip.:»; cnif.tr v conui pçrrxrs jara ü ¿ sînvGÎvirrnciito d'.l. j»«.'.-ir.rj humar.* v pih'.VnJo, V¿n ¿¿b*ò;un ju*to y tau j.<u!:io»f», lïâî<r:' evitado eVcrinen r.cfùr.Jo ce que- tc¿.:» f j·'í.ur.·is: tïîr'<.cii« c»tf it$ cTe t;n j x ¿ñ ir.u^ io*

¿Xo peina h*Vr crr.*<!«;< ctV»v n'î h***:* "••£*, A* •*;* r.ue4vaJ.dc ¿;rtóv'r'¿i far*>:rañ<5»*5» cr*.tl:U\#

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- N o s-:, mami ¿el* habérseme metido ¿rena tab* c;os; me ¿¿tien, ne b-rimcan...

—Pues lavati los, hip. Se metió en cl cuarto, serena, tranquila y a

poco volvió a continuar el desayuno interrumpido; U* « impiiuu, iju»i <io-.--»>- •«•— <v...».i ^ --J --leer preguntaba por Kafaeì.

—cl la saîîdo Rafael? Le dijeron que sí; volvió a calarse los crista-

i«rs, encuidió el cigarro q<»e se había apagado y con­tinuó leyendo, acariciada la calva por el viento deJ mar, recio y fresco.

Leonarda se levantaba enjugándose las puntas de los dedos llenos de a-úcar de torta, con el agua sobrante dd vaso; había visita en la caída; miró \or la puerta, a escondidas. ¡Vaya, tan de mañana! Xi los chinos. Crisòstomo Cristobal, su novio.

Sa'ió, le tendió !a mano, mojada. Qué aguar­dara, ¿eli? ella iba a quitarse toda aquelTa ropa de misa; cinco minutos.

Y la víó el novio desaparecer por la sala de-jáncfofe un recuero de aromas, no sabía él cuál más duke?, los de su carne o lps de Pinaud.

—AmΣo Crisòstomo... Ü. Simplicio ¿cómo está usted?

—Tirando, tiendo; ¿de misa, ch?

! V J T ^ Y ^ d í tCnnis; L'n ^on mu>' adrada, b.e, v,bre todo jor las macanas. —Va.

, - « * . . Cernen, tS, <ic-.cu. : i n f.-,;^ % a n¿

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bZ rr.siiojü iA iioR J j ^

íi pebre, r.o lo oyera—él, anillo Cristobal, se fu­traba en todo eso.

Cristobal sonreía inclinando la cabeza en afir. rución completa y absoluta de cuanto D. Simplicio susurraba, en tanto el naviero continuaba cada vez r.ú> exultado y haciendo gata de ateismo y herejía:

—Créame usted, Cristobal; todo eso de misa y cor/esiones y comuniones, farsa, negocio; bueno para ranos de teta y viejas de ochenta aflos;¡loque }o me r;'o, amigo, lo que yo me rio de mi bendita ir» **jcr«»»«

Y continuaba: —Porque para probarle a usted lo absurdo de

todo eso, le empezaré por echar patas abajo la Bi­blia, ese rit»?... la Biblia en pasta, amigo mío.

Y enumeraba errores. —Por de pronto ¿cómo era aquello de que un

Dios inmensamente sabio y poderoso necesitara seis das para crear un mundo, hormiga comparado con el sol y las estrella* que formó de un soplo? <Y que era aquello de formar tkl barro, a su imagen y semejanza, un hombre y tener que sumirle luego en profundo suerio para arrancarle una costilla y for­mar la mujer que fuera carne de su carne, sangre de su sangre, hu< so de sus huesos, y que le daría hijos que tendrían que cruzarse como perros para el desenvolvimiento del genero humano, pudiendo, l*n sab:o, tan justo y tan ¡noderoso, haber evitado el crimen nefando de que todos futramos deseen, ¿entes de un gran inccsto>

<Xo podría haber errado oro mil hombres, y K3 ntcoidai de dormirlos pata arrancarles costilla»,

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cica mil mujeres luego, que dieran un millón ik su­cesores?

Cristobal sonreía; D. Simplicio seguía cada vez más entusiasta.

—Farsa, amigo, farsa pura; le podía a V. citar embustes mas grandes que la Catedral; como lo ueí célebre "Fiat lux'* antes de la creación de los as­tros; ¿quiere V. hacer el favor de decirme qué lur era esa? porque nosotros recibimos la luz de los as­tros, y eso no siempre, que muchas veces tenemos que agenciárnosla nosotros.

—Sería la eléctrica la del "Fiat," D. Simplicio. Rió una carcajada sonora y larga, levantándose

y tendiendo la mano a Cristóbal en despedida. —Ya lo ve V.; conmigo no reza aquello de

descansar el día séptimo; me armarían un lio en la oficina al despachar el "Lconarda."

Dolores había vuelto a salir con D.* Carmen y tuvo una criada que stntar.se en un rincón de la sala para hacerle compartía a la'r.ovia, sola junto a Cri­sòstomo.

—¿De que hablabas con papá? —De la Biblia. —<Y por eso te reías tanto? —Por eso. —Hueno, toma. Le daba rosas, maravillosas,esplendorosas, en­

tornando los ojos que sonreían lo mismo que las rosas húmedas de sus labios.

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SE W-MIOld !.\ MOR 37

111.

Amaneció el día lloviendo y siguió lloviendo todo el día; a la tarde barrió los nubarrones una fuerte tormenta; el éter se hizo azul y la tierra lim­pia y húmeda olió a búcaro. .

¡Jetaban D. Simplicio y Rafael de la oficina. Se encontraron a Dolores y Leonarda jugando el sin-tdk en la sala, sentadas sobre el suelo. Dolores se alzó corriendo hacia el marido; D. Simplicio se me­tió en su cuarto y comenzó a desnudarse sin arran­car un solo movimiento a doña Carmen postrada ante el altar lleno de Santas y Santos, novena en mano, los ojos en blanco, como en éxtasis, como erantes de una visión celeste, y los labios trémulos, en continuo farfullar de padre nuestros y avemarias.

Rafael estrechó a su mujer por la cintura; ve­nía del gran humor, acrecentado ahora al ver tan en harmonía a sus amores; no, rjue no se molestara su mujercita en ayudarle a desnudarse; que siguiera jugando con Leonarda; el saldría después a mezclar­se en el juego.

Se desnudó; volvió a la sala en camisa de chi-no, y se sentó a jugar al siutak con tilas sobre el piso.

—iDe ejuíen son estas zapatillas? De Leonardo. Las cogió, las separó a un lado

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9 • • * t *

dí.cUT.í-:¿; eüa ccr.0 tr.ccr.sclcr.te, entretenida, i j -est!; T^¿J, por el juego, ncrJo y alborotando cerno n i leca, dejaba esalar por k* velantes de La saya sus pies c!arccs, l í e s e o s suaves tal cual b s abs ce las nalomas: y, ;tak! ItaVt caían las redonda* pled-ec^as redando se neramente por el suelo, y vo­l i la el ftzztjfj a la atura, y siempre por cualquier pretexta, las mar.es d>¿ Rafael se unían a las de Le^-arda r sui cTos se miraban en sus ojos.

Y Deleres aüi, hacendó de no ver, prudente y rairtr en dsFmuîos torpes que no po<Lan negar sus ejes lacrimosos sus manos temblorosas» su pe-cHo paTrlta'-.te; sintiendo caer del corazón marchi­tes, los Crios de tola a!egna; sin que los muy divi­nas Indiscretos de sa amonta gloría apercibieran sj tcrr^ntD.

Se levantó de pronto; ro quería jugar mas; que jugaran eZos; y se refugió en el cuai to de su madre para cSrecer el resano, pap abogar en el rezo su dolor.

Quedaren sclos, cHa con la frente calda, ha­cendó turbada^cnte sz&t con las píedrecítas; él fi­jes en eua sus cjo% sin pestañear, adorándola; por las vfrtanas abiertas er.traïa un ventarrón Larrun-tauor de ; « u ; tra nube negra, temblorosa, cnor-me, corro Lu üuces de un ¿n¿'^ se trababa a la lana; ctanciua-a» a ca-r gruesas gctas de agua; y

»—•••-.* se u / t a una culebra de f>S* ardendo j*; r t:s aires

» , c f t "SL*! r ; ' T f , J , ! r u f Í*O.-OÜJO; ct caer Je

C-J *-...* t u t b» «IcTs»; y ¿J jir¿.i ,a»o U t v

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sr. rrsHOjó IA FIOR 39

peso, abrumador, penetrando confundido perlas ven­taras, un perfume do ¡langihng, karrjinings y jar* [TV** i t s .

Dejó caer las piedras al suelo: —Juega; te tocaba a tí. Rafael no se movió, no contestó; seguíala mi­

rando fascinado; seguíala acariciando con la mirada la carne de maravilla rosa-perla.

—Pero ¿qué haces? Juega. Hablaba lánguida, al ¿ando la cara hacia atrás,

con los ojos entornados, moviendo los pies que sa­lían desnudos por c! borde de la saya azul, bajo las tras bordadas de la enagua. Brusco, él cogió uno de los pies, le puso en un dedo una sortija de rubíes y lo besó una, dos, y más veces, como a una reliquia un pobre fanático, cosquilleándolo tedo, mientras ella, de e^pa!das a la caida, asustada, trémula, caída de langor, le dejaba hacer, vuelta la cara en temor de ser vista o sorprendida.

—Hasta, loco, basta... Retiró los pies al fin, ocultándolos en la saya;

y se alzó sonriéndole. amenazándole con la mano: —Tilío, ¡verás! Y se sentó al piano; y cayó un torrente de

harmonía excelsa por la sala. D.l Conde de Luxem­burg, el \aîs del beso. '

Se acercó a ella; —Leorurdj, blanca flor del jazminero, ídolo

mío... Continuó sin mirarle, fija en el piano, atenta a

sus nanos que iban saltando por el teclado como dos 'mariposas de .mata en mata, como arrebatada-

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por las ondas del \a!s, como muerta en música, en ideal, en cefcstialidad; y cl seguía a sus espaldas acariciándola la nuca con sus suspiros, llamándola, gimiéndola:

—Blanca flor del jazminero.. Se desprendía de sus carnes un olor de virgen,

de jazmín; sus cabellos, recogidos en un moflo tan bajo que le caía a la nuca, prendido de flores, olían a (¿n'taJ; el gran espejo de luna biselada sobre el plano reflejaba la adoración.

Un fulgor vivísimo, semi azul, semi púrpura, relumbró un instante velando las luces de las lám­paras eléctricas; seguidamente un trueno hizo tem­blar los vidrios de la ventanas, fugándose después a modo de un lejano cañoneo. Ella se alzó, asus­tada, cerrando de un golpe el piano; Rafael la cogió por la cintura;

i\ dónde iba? Temblaba en sus brazos de miedo, de amor. Rafael repetía, besándola ahora en la boca hú­

meda, abierta para él, para sus besos: —¿A dónde vas? Otro relámpago más vivo, más intenso, tornó

a relumbrar; y el estrépito del trueno fué mayor; se diría que la exhalación había caído allí mismo, en el jardín, sobre la copa j>omposa de alguno de aque-líos abuelos ilangüang. ¡Oh! se le cefiía tcmbtoro-sa; cl la habló sobre los labios.

—Ven. —<A dónd*:? A donde fuera. No había nadie, nadie tes ve­

ría, nadie a turbar vendría su dicha inenarrable.

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sn nr.siiojó L\ FIOR 4*

Mataria las luces, cerrarían las puertas, y que ca-yeran rayos y truenos y hasta los astros.

. —Ven, ven, sé mía, como lo eres en el alma, en tu carne de oro y de rosas, ídolo.

La invitaba, la arrastraba febrilmente a un rin­cón; ella se dejaba llevar, se dejaba empujar a la glo­ria de la vida bajo la lluvia de los besos y la apo­teosis de los relámpagos. l)c pronto, las lámparas se apagaron; pareció incendiarse todo; un estrépito horrísono, como si la casa se desplomase, retumbó largamente; y Leonarda caída, derrotada, venada, sintió en sus carnes el contacto ardiente de las ma­nos trémulas de Rafael.

¡Oh! Murieron el relámpago y el trueno; las lampa

ras volvieron a arder luminosas; y entonces, incor­porándose avergonzada, ruborosa y cobarde bajo la luz, huyó, huyó corriendo, arrugada la camisa, ensan-g.etados los labios, dañándose el pié al correr des­calza con el dedo ensortijado de rubíes; huyó sin vol­ver la cara, como si huyera de la tormenta, como si huyera de aquél que a punto estuvo como a una mar­garita de arnor, de deshojarla.

—¡Leonarda!... iRafacl!... Salía vociferando dort a Carmen, con voz ronca

de espanto, apricamente, seguida de Dolores: —íLeonarda!... ¡Rafael! Les salió Rafael al encuentro; estaba solo; ¿Leo­

narda? No sabia él donde estaba Leonarda. La vieron, los tres, luego, salir de su cuarto, se-

rena, altísima; ¿que si había sentido los truenos? el

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42 SOR jr.SfS tVI.MPRf

último, que h despertó porque se había quedado dormida.

esquivaba la mirada de Rafael, de todos, pa-sindone las manos por los ojos tal que si ciertamen­te arábase de despertar; amparábanla cu Id mentira sus cabellos revueltos y lo marchito de sus ropas.

La tormenta en tanto se fugaba, galopando per el viento, arrastrada por sus bridones cuyos cascos al golpear las nubes hacían retemblar la tierra y de cuyos belfos caían los rayos como largos jacintos de goteantes fulgores. Y al fugarse ìa tormenta galo­pando, galopando, los nervios volvían a su primitiva regular función, los pechos oprimidos respiraban an­chamente, hambrientos de respirar; y Rafael ante Leo­nardi pudorosa, jadeante, dulcísima, se preguntaba si fué un sueño aquéllo de la sala, y si fué él quien palpó y besó et cuerpo superbo de la divina chiqui­lla encantadora.

La cení fué de prisa; parecían todos y cada uno preocupados de diverso modo; se levantaron los manteles; las mujeres se fueron a la sala; Rafael tuvo que quedarse con el suegro, allí mismo, sobre la mesa de comer, ayudándole a resolver unas cuentas-

Oía el piano; oía el vals del beso del *Conde de Luxenburgo"; Leonardi se lo recordaba, se lo repitii esplcnderosnmcntc; y soñando cucila, Rafael, lleno aun su cuerpo del ¡>erfume de eUa, se pcrd'a y embrollaba las cuentas multiplicando cuatro o cin­co veces una misma operación.

Seguía distraído, luciendo númcios; oyó de pronto la voz de su mujer cantando el vals:

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SE DrsHCj'j i-v n OR 43

Por favor, m Por favor, * Dame un beso

De amor... Muy bonito, su mujer teníala voz como e! 2LT.2,

dulcemente melancólica. Don Simplicio acabó por distraerse también

con la música; y acabó por quitarse los lentes y re­cocer los papeles:

—Mira, mejor es que lo dejemos para maca­na, en la oficina.

Abrió la petaca: —¿Quieres un cigarrillo? Se lo tomó, dándole en cambio un fósforo en­

cendido; fumaron sin moverse de sus asientos, fijos en el humo de los cigarrillos que se alzaba lento y roto en flores y en quimeras.

Gemía el viento golpeando el ventanal dé con­chas entreabierto; bramaba el mar; tímidamente ful­guraba una estrella; y un claro azul anunciaba el re­nacimiento de la luna.

Discutían a gritos los viejos pescadoics en-la playa si lanzarse con sus bánhas a la pesca o no; la llama de sus farolillos rojos ponía en su reflejo manchas débiles de sangre sobre la arena; cl mur-mullo de sus voces roncas, alcohólicas, se unía al de lasolas.como en hermano a otro. %

Don Simplicio acabó jor tirar el cigarrillo > bostezar:

—íAaah!.., Bueno, tenía sueño; se iba a descansar; hasta

maftana.

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En h si'a había ccs-do toil música; Deleres * ^ « ^ o * * "urn <

—:No ¿tres su-e'o?

Crunrcn k calda y k sak desiertas. 2 escura; <k.*a Carmen haiia s p c ^ - o k s luces antes ce re-c: ~trse; él se ¿esr.s¿59 ¿26 el mosquitero y se xne-t"3 en la CLTO. Do!cres en camisón, rezaba k s erzde-es d-e k roche* de rcníllas.

La contem; ¿aba así, esbelta, harmoniosa, resal-urdo ce ta albira ¿d lanza el moreno rosa ¿e k s CL T» "-? mórbidas; y cerró los ojos.- Todopc ¿eresâ sa fantasia, îe arrastró el pensamiento hada k otra, tan diferente de ésu, muñeca hecha de pasta de pé­tale* de rosas, de luz, de nieve, dormida ahora, o acaso crispada en su lecho de \irgen, soñando» me-m*or£r*!b!e a él anhelosa de sus kbzos y s^s brazos, en eí manwiTjoso recuerdo vencida de k primera sea-sacón gustada. -

Suspenso del ensueño, cerró mas las ojos. Kra e! süendo, k noche, «.I oro de la anur.da-

C Í I C Í las estrcüas Sotando y ondas de sahumerio dd jariin. Resto de Hum concentrada, goteante d: 2a sedia a ua dd ba!cc*n. Voces lejanas ahueca-dis, perdidas en la ceche

^ Y entre toda y schre todo esto, una luz, estre­lla de las citrtÜís, for de las fiore* y gota mis que Us ^otas de b üum cristalina y jera, £cxa de deli. ci2st £¿ísm\kJ y maraOta: Lccrarda.

Lronarda, survend* cerro tina f-cr calda del ' c a"* r~" t—y» ^- «wu ta cerrados, para

perfumar vus sueScs, s JS O;CS.

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La veía. La sentia jalpitar junto junto a s/, c-.r.tra su j^echo, como hacía horas al resplandor de rayes; sentía su perfume; paladeaba cl sabor acre ¿2 la sanare que sorbió, excelso, de sus labios las. timados, heridos, rotos como las alas de una mari-j-o-si al latigazo do sus besos; la vio de nuevo caer abar.dor.ada, desvanecida en sus brazos, en entre­ga de toda ella, sabía y cobardemente; y se es­tremeció en el lecho y abrió los ojos, y se perdió la

Se agitaba. Era frío y húmedo el viento de la noche, de esta noche de Mayo, poblada aún de tenues relampagueos, de errantes estrellas y una luna de oro velada; se agitaba Rafael; Dolores ter­minaba su oración:

—Rafael, Rafaelirig, ¿duermes? —No. La sintió subirse a la cama y tender sobre los

dos la sábana; el contacto de su carne fría; el beso de buenas noches de sus labios; el arco de seda de sus brazos que se alzaban para rodearle en un certi-dò abrazo luego. Y volvió a cerrar los ojos, fama-seando que quien asi le amaba era Leonarda, Leo narda de su vida.

Y mísero, la abrazó a su vez y la besó, muy cerrados los ojos. ICI aroma del cuerpo y el de Pi-r.aud, los mismos eran en Leonarda que en Dolores; lentamente se rindió a la quimera, al deseo, al fraude, y, ardiente y tarifioso, ilusionando en su mujer a Leonarda, se durmió.

Roncaba prosaicamente; ella incorporada sobre

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01, le adoraba velándole el sueno, hallándole dor­mido.

—No, si tú no eres malo, si tú no quieres a nadie sino a mí ¿verdad, amor mío?

Le contemplaba, le besaba despacto para no romperle el sueño, hasta que al fin, caída ella de sueño, cerró los ojos.

Pasaron d/as y Rafael quedó solo en casa; toda !a familia en Antipolo y desde el día anterior, sábado, también don Simplicio abandonó la oficina hasta el lunes.

Una mañana se despertó temprano, cuando los pájaros y los gallos cantaban al alba que nacía; y saltó del lecho, aquel gran lecho que parecía helado, no tener alma y arrojarle de él, despojo de amor.

Eran las primeras veces que en tres años dor­mía sin Dolores; y en el tiempo de su ausencia no podía acostumbrarse a dormirse sin la dulce miseri­cordia de su beso y Sudar, dormido, entre sus bra­zos y confundir con ella hasta el aliento.

Una leve blancura, como de sangre de nardos, resbalaba por el cristal de las ventanas; el día des­pertaba con Rafael; poco a poco la blancura se hizo rosa y el sol se alzó por los aires, bola de luz.

Se vistió con un tr?je de franela; la noche pa­sada había sido toda de tormenta y la mañana diá­fana, apárcete fría, olorosa a tierra húmeda y flores

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M: r:>ì;»vv> i.\ I U R 4*> y ^ ^ M b ^ ^ ^ ' M ^ M M ' N ^ ^ ^ ^ ^ O ^ ^ ^ '

jc.v.o>u!-s cc^ô sj caballete y su paleta y s/fcff

Era k!:i. Podà pintar con libertad sîn qttanx vii vlr.lcra a perturbarle r.ï a cutiosear su traLvijc>; k barrente, ante cl caballete, con li pa'eta ücrü de cc'eru» y cl pincel pronto a tra/ar cl esbozo, su frente se enccr.&a como sí hasta ella, tal que los do-raies ilangüang que alfombraban las sendas caye­ran arcmadis de gloria, la flores de la gloria.

Y pensó; E! Honro era grande; el tiempo de sobra ¿per

què no hacer un cuadra5 tun cuadro seficr? ¿el pri. nero?.-

Quiso pintar de memoria y pintó. Selva oriental, patria; a su sombra culebreando

ta riachuelo y pronta a entrar en el agua, inclinada sobre sus linfas, virginalmente desnuda, sin más velo pora el sexo que el del catello destrenzado, caído, alborotado a Jo largo del cuerpo, una mujer.

¿Lconarda? Sobre el paisaje, el oro de un vago ful-or <o-

Ur; y a! otro hdo, lejos, sallando sobrc/¿'j>/7//c1 S Uso** a b a a n h c b n t c >' rœsuroso para tirarle

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muerto todas las mujeres y todos los hombres, ce-jándoles solos en la tierra a él y a la gentil sombra desnuda, palpitante "en el cuadro.

—¿Señorito? —¿Eh? Un criado que le alargaba la correspondencia

—cartas, paquetes, periódicos—y que a sus espal­das quedó aguardando maravillado y boquiabierto ar.tc el cuadro.

—Súbelo tojo a mi cuarto. ¿Qué hora es? Eran las doce.

—Bueno, dile a Tomas que venga. Siguió pintando, retocando mejor, la obra rá­

pidamente terminada; luego, con la paleta y los pin­celes húmedos de color, marchó tras el criado que subía la imagen.

Se sentó a la mesa; iqué triste cerner solo! no había desayunado y, sin embargo, maldita la gana de almorzar que tenía; pidió coñac y se bebió dos copas. »

Le abrió forzadamente el apetito, y el vino, al no.acostumbrado a tomarlo, acabó de embriagar al ya borracho de :rte; concluyó de! comer; encen­dió un cigarro; se metió en su cuarto.

Y fumó, tendido, tumbado en una mecedora-ante Leonarda desnuda, maravillosa y brindada ¡or cl para él mismo en gloria de arte y voluptuosidad; y de rejunte tiró el cigarro, se acercó al lienzo, y borró con sus labios en .larga mancha de carmín y rosa, la boca aún fresca de carmín y rosa en la pin-tura de la poderosamente ídolo.

Tuvo que volver a pintarla, a la tarde, sonando

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ss rnsìiojò IÀ ne* 40 m w rfw-<LM.iV» ' " i i « ' » n i i »"»r i r - | - I I - I I - i · | · | - ' « t u m i m^*

ri e1,a en sus labios, allí mismo en ti cuarto, Iue^o ¿¿ la gran siesta que se durmió de un tirón por ti "Medock;" ¡oh! alma! ialmaî

Pensaba en ella, en delirio, en suspiros, en celos; eque bacia en Antîpolo? ¿Se entregaría, como a él, ai beso del novio? ¿Sonreiría a otros hombres que ¿1 no fueran?... ¿Qué haría?...

Consultó el reloj: a las cuatro; tenía tiempo de co¿er el tren, pasar la noche en el •Balneario y vol­verse al día siguiente con el Suegro; rápido el pen­samiento, el deseo acrecido en triunfo de celos, de amor, de no sabía qué amargura o qué dulcísima ansiedad, se vistió, hizo que preparan el aufo a prisa y bajó en cuatro saltos las escaleras. ¡Hala! volando a la estación del tren.

Cuando llegó, el tren partía; solo de él queda­ba flotante lejanamente una nube de humo, primero negra, después gris, después plata... ¡Diablos! se acercó a la ventanilla del despacho de billetes ya cerrada; la golpeó.

Nada; volvió a golpear; la ventanilla se abrió: —¿Qué desea? —El tren que acaba de marchar ¿es de Anti­

polo? —Sí seftor. —¿Y no hay otro para allá? —No seflor. —¿En toda la tarde? ¿en toda la noche? —No stftor.

t Pegó recia y nerviosamente sobre la taquilla mientras i! ventanuco se cerraba de un golpe; y se estuvo allí un buen rato sin pensar, sin saber qué

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!u;cr sc\ Uè pronto le cruzó la idea ce llegar en el e:.!j a Ar.t!¡»o!o; y lo Lusco; no estaba, se había ïio, crc)cr,ic!e pasajero en el tren, advertido por él, el chofer, del viaje jtfesuroso; y se subió a un vehi-cu'o de a'qnüer, bajo una lluvia rej)entina, brusca, torrencial, de tormenta, ¡ara volver a! caserón vacío donde vacaba soío como alma en pena..

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, Sunsaba Rafael las cassdades de los seis che­ques Hhrados a favor de la casa aqpel dia; guardó Za neta y se los estregó si cajero.

Ascsr-aba per la campara áz sa despacho la crade! sue^ror

—¿Deséala esteJ a!¿o? Entru. Xada, «pe en el trtn de la L·rCt se

T^ria a Anrîpcîo, q:;e sí quena îrse cen il; ç<ylà dfjsr los trabajos pé l en l e s a Cuíkrrcx, d rejero.

B¿serx>„ Era cerca al med¿o da; etrró su c%cri-teño jr a^sardá a epe sa suegro acabara en t j des-pscîio; juntos se vu vieren a casa. i/;';'Er>tro en %a cuno; como siempre, ly ¡cimero, c^e$a?to a sus ojos'"fué el «TAT.: cuadro, (¿è la Uaaca «toorrnídad rcsr/íandoroM de Leccarda ¿c$~ ;'ftâiw'jpièstà''âÎ3para su ídsairta,

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Se acercó, recocido en cargosa veneración; h pintura estaba seca; ¿>csó la imagen.

La refractaban sus ojos amantes destacada del lienzo como una enorme, gigantesca flor, con sus f íes de nácar con matiz de rosas soterrados en la arena, con sus suaves macíseces escalofriadas de gloria, con sus pedios de virgen, con sus muslos de combas lujuriantes y sus cabellos tendidos en negra diafanidad de tul sobre el venero misterioso de la vida. Y la ca-a dulcemente china, de muñeca guapa, aquella cara que no jxxlía Rafael conservar en modo alguno sobre el lienzo, s'brc el magnífico desnudo a'Ií en su cuarto ni en ninguna parte. Esto no se le haba ocurrido sinó ahora que había gente en casa, que estaba don Simplicio; cicádidamente tenía que desfigurar (accionis, matar dulzuras; ¡un crimen?

Lo dzjò para después de comer, tan tarde ya, que tuvo un críaJo que advertirle que el sefior le es taba en la mesa; cogió una sábana y cubrió el lienzo; luego saíió tranquilo al comedor.

Don Simplicio charlaba hasta por los codos du­rante la comida; Rafael comía aprisa, limitándose a contestar con asentacior.es de cabeza y menosca­bos; cqué le importarían a el todas aquellas historias escandalosas de Antipole?... Más escándalo que ti de el y la mujer en cueros que le aguardaba mansa­mente en el cuarto!...

Bueno; un poco de jaqueca; se iba a acostar un rato; hasta las tres.

Se levantó. —Pero, hombre, ¿no temas postre, manga? Va había tomado dulces, gracias.

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SÜ DCSIIOJÓ IA FIOR 5.>

Volvió al cuarto, cerró la puerta, descorrió la sábana del cuadro, cogió los pinceles y la paleta y sia mirar siquiera el lienzo, trémula la mano, el alma, la vida toda en concreción de una amargura indeed ble, de un solo brochazo borró la cabeza de Leonarda.

Tenía los ojos moteados de rojo, luminosos, tal que si debajo de los párpados dos lágrimas de fuego quisieran estallar; se volvió al lienzo y comenzó a pintar otra cara cualquiera: la tuvo que borrar.

Era la misma; de tal suerte tenía el muy amante perfumada en los ojos, en el alma, en el cerebro, la visión de la adorada; y tuvo que borrar la divina ca­beza pr.ra recomenzar otra. ¡Oh, esta vez era dife­rente, absolutamente; sólo tenía de Leonarda la son« risa hechicera!

Se abrió de golpe la puerta y apareció don Simplicio. ¿Pero qué hacia RafacP Eran las tres. y quince.

Se quedó parado de pronto, mudo, absorto, ante el cuadro y ante Rafael, absorto también y mudo ante la sorpresa; jamás su suegro.se había permi-. tido la libettad de entrar sin anunciarse en su cuar. to; hubo un largo silencio; don Simplicio se aproxi­mó al cuadro, se detuvo \m buen rato ante él, y al fin habló:

—Chico, chico, ¡esto es suprior, archique su. perior, admirable! ¿has pintado tú ésto?

Rafael respiró. Sí, lo había pintado hacía al­gunos días, aburrido, solo en la casa; tas antiguas aficione* resurrectas en las hora* fastidiosas: ¿te pa­recía bien al suegro? era un mamarracho; hasta un poco indecente; ¿eh? ahora lo estaba retocando,..

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(Mamarracho? ¿indecente? ¡Vamos hombre! ¿Por que era mamarracho; indecente aquello? Protestaba don Simplicio, ¿por el denudo? iUna maravilla, re-diez! ¡preciosísimo!

Ya le constaban a Rafael sus gustos, sus ideas; con él no iban hipocresías ni val/an desentendimien­tos; mira—y seftaíaba a la imagen—de esas carnes desnudas salimos desnudos todos, y con esos pechos nos dan la vida a todos, al descubierto, lo mismo a los Papas de Roma que a los cargadores de la ofi-ciña; que me vengan a mí toda la partida de mora­listas diciendo que no saben lo que es un pecho des­nudo de mujer. ¡Puñales! ia menos que se hayan criado con biberón y leche condensada!...

No pudo menos de sonreír Rafael; don Simpli­cio continuó, siempre admirando el cuadro y siem­pre, como cada vez que se trataba de algo en pug­na con sus ideas, exaltándose.

—Créeme, Rafael, créeme; al menos esc cua­dro es real, es arte, es vida;* una maravilla, hombre; no creía yo que pintaras lan bien.

Y hablaba de arte, deleitado ante el desnudo; él entendía de pintura; en Europa, entre aquel bri. llame grupo de filipinos, Ri/al, Pedro Paterno, Luna, Marcelo del Pilar, Resurrección Hidalgo, Gregorio Aguilera y otros, él hab/a rodado por les museos y había mascado arte; la gloria imperecedera de los Goya, los Rembrandt, los Tiziano, los Miguel An-gel, o* Murillo, Van Dylc, Rafael, Carlos Dolce, Gui­do, Ken. I ouv;.n, Adams, Miers, Teniers, Gerardo )ow, Salvador Rosa y cien más. ¡Qué cuadros, Ra-

fari, que cuadros' Pero aquello no se vé mas que

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5~ L:_>::;;J i.\ ilea 55

:TJ; r.o* s-'ed- -" i ; p"f b n:?nc>» hiy q*->e est^r en

S-^>T:ó; ¡Esp3'*1- :*-* ^ s - 2 r a ^ e las pnr.ee-sis, dr l i £* :~rraf de b s tores y t s reps cea cT¿-

—Tú teñirías que I-erb, K*btí, tesdnas ÇJ~ verla; después de ésta, h tkrra n¿s fcers^a del

Se^ia fijisJase, en tanto I^V-iba, ea d Heme; ce pronto se L-terru.Tip:ó brusco ¿a q*-¿éa se tureca esta mujer? £a qu'en?

Se cTó una fs'mada en la frenis. ¡RedTez! se pareo* a Ijecmrda ¿eJi? q-je se £jara el artista; !a sonrisa de Leonord*.

Raía d friinciend-> d cerio hizo de mirar al esa-drou ¿La cor.rî-a d ì Leonardi3 TaZ-nente, no;ar^o, por lo ¿¿¡ce entre la ro~a de los hblcs y los hoyue­las en las mejïlas rota, erxantadora~ente rosa.

Se Toîiî * a contestar. —Muy poco, r2£XTrer.te_-. ¿Pocr*? ¡Rediez! Taîrr.er.te, absortamente, hem-

tre! q»;e la rìsi o la sonrisa a^ueüa la vjrra la ma-¿re que b par io; eh. Rafael, en cuestiones picióri-ras no îe ¿iba a él rade H rr.:co; Leccarda, pefa-îe£ la sonrisa de Leccarda.

Rafael ca!bba; co^>6 un |*r,eel mcjsJo en 1>CT. r rüSn y runico tì cuadro. hie^o corr.cr-róa vestirse a-te el « -e ro >a \rrpzr^ly jara el viaje, spigando e-: m t.* vacíos C e h s maVta% muJas ile ropas arrancadas a) arers d--<- de j ^ e , 3a «¿aba ílstn; no f-cra <;\>e j*/¿>.ran d tren; zr.d¿r*¿o.

Urparen al ta?r,car»o de roche. KenvTJos c u

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.t.. - - - i i , u «-1-I I - I -r- - i - - . ui - i- ~i » i ' • ' ' " " * * ' * • ' - • • • • . i

tn fueteo ¿el tren, prefirieron a la incómoda carre mita, las hi.T.âcas y entraron tendidos, fumando sendos carros, en el pueblo uno detras de otro llevados per los hombros de cuatro fornidos £a-' *r •» » c

Cuando licuaron a la casa, cofia Cannen y Do-lores, previamente por un telegrama de donSím. pudo advertidas de su Helada, les a;juardaban aso-iradas a la ventana; Rafee! fué el primero en divi­sar a su mujer, distinguiéndola desde lejos, como desfallecido y oculto bajo la tolda de la hamaca que le recubría y ocultaba a modo de un enorme casco de tortuca.

—4Do!ores! r— iRaíad! Le recibió en sus brazos, en sus besos, en el

rdlrno de la escalera,abrazada a él, como hambrienta y sedienta de él y de él perdidamente enamorada la ¡mortal pasta flores de carne y corazón; y él, en­contrándola otra a través de la ausencia, correspon-¿ó febrilmente a sus carif.os, cariñoso.

Subían las escaleras abrazados; don Simpudo detrás.

—¡Hola, dofta Carmen! ¿y Leonarda? <Lconarda> îAy, Simpudo! apenas si apare­

cía por casa; se la llevaban y se la traían tas ami. gas, las de Silva, las de Cruz, las de Camacho, y veinte más; era uní locura aquella ñifla perdida y embargada por la locura en fiestas de todas sus amigas.

Kei'a don Símpücio: —Iíucno, mujer, déjala que se dmcita; ha he-

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rciuo c! espíritu juerguista de su padre; sí tú me hubieras conocido a los veinte abriles, ¡rediez!...

Cenaron, sin Leonardi, invitada aquella noche, como muchas otras anteriores, en casa de las de SÜ/a; la noche reía blanca, coronada de cs:*-c!!as; ¿z pronto sonaron guitarras en la calle; alguien can­tó dolida, tiernamente, un Kundhnan de amor. Se. renata a Lconarda.

Rafael, riendo, se asomó a la ventana. —Caballeros ¿es a mí la emprentada? Le saludó una gritería; hombre, no; pero que

bajara, que se uniera a ellos; estaban dando serena­ta a todas las chicas del pueblo.

—Pues aquí no hay más chicas que yo; podéis ahorraros gritos ¡hombre, qué canto, ni David!

—¡I3aja, Rafael! —No puedo; acabo de llegar, estoy rendido,

y además, en paños menores... Le interrumpieron, vociferando, ahogándole las

palabras. ¡Recontra! que se pusiera unos calzoncillos y

una camisa de chino. —¡Baja, hombre! vente con nosotros. —Mariana, dejadme esta noche descansar. Salió del grupo una voz de bajo fingida, for­

midable; —iAdíos, queridos seres; dejarle descansar! Un alboroto.—¡Sí, sí, dejarle descansar!—¡No,

no, que venga! I-a voz de bajo fingida, formidable, volvió a tronar.

—¡Vaya, Rafael, aunque sea en clástica! lo

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5 § FOR JESÍS B.U.MOR1

q le no pueden pasar son los calzoncillos; ponte una saya de serpentina.

—Bueno, callaos; ja que os empeñáis, allá voy.

Se dispersaron, corriendo, alborotando; les ha bia echado una palangana de agua; la voz de bajo volvió a sonar a distancia, como la trom¡>eta de un órgano;

—Otra vez, avisa, icarambas! ino das ni tiem­po a que se ponga uno el capote!...

Se alejaban, rasgueando las guitarras, canean­do, silbando; se perdieron sus huellas, sus voces, a lo largo del camino polvoriento y blanco bajo la luna; Rafael, rien !o en la ventana, alzó la frente al cielo; y el ciclo, como la juventud, reía por todas las bo­cas de sus estrellas en su azul.

Se le acercó su mujer: —¿Se fueron? Con bastante fresco; les eché el agua de la pa.

langana; no hay miedo de que vuelvan a dar la lata. En la sala, Leonarda con cinco o seis amigas,

seguidas j>or varios jóvenes, entre ellos Crisòstomo, acabados de llegar; Rafael st mordió los labios de des¡>echo, de celos despiertos de improviso; ¡cómo se divertía la grandísima chispas; venerada reina y señora por todo aquel enjambre de imbéciles?

Le tendió la mano como a las demás, como a todos, fría y ceremoniosamente; en vano ella le brindó el alma en su mirada y en la rosa de sus la­bios la sonrisa dulcísima; se Imo el desentendido; él sal/a disimilar enormemente aquella angustia por ve! primera sentida tan adentro, tan en lo hondo de su

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si: DESHOJÓ ÌK n o * 59.

JrXi loca amargura que !e Inda temblar como nun­ca y con mas fuerza ti loco corazón enamorado.

Ella no le notó el dolor, la ansiedad; descarada* rente se sentó a sa lado mientras en la sala se ha­cia tertulia, seguida por las miradas ardorosas del novio.

—¿Vas a estar aqui pocos d/as? Pareció despertar de pronto,'y sacudirse es­

tremecido de un suerto de quebranto; /que? ¿qué le preguntaba?

—Si vienes por mucho tiempo. —¿Te importa saberlo? Le quedó mirando sorprendida, enfadosa: —c'Qué tienes? ¿porqué me hablas así? Se levantó sin contestar, dejándola con la pa­

labra en los labios; que dispensaran los amigos la descortesía, pero estaba molido del viaje y se ¿ba a la cama; y se fu<*; muy buenas noches.

Quedó asombrada, blanca, sin saber que con­jeturar, Leonarda; ¿ser/a estúpido? ¿qué de malo !c había dicho o hecho ella para que fuera tan grosero?

Se desquitó del desvío poniéndose visiblemen­te empala,/ia con el novio, matmdo, cariñosa con el novio, su amalgama de dolor y asombro hacia Rafael.

Y poco a poco fué decayendo la animación en «tertulia; parecían candados al fin dç tanta charla invola; y al Cm s e fueron despidiendo, citándose to. co* paraci día sígnente, en la misa, hasta quedar •oía Leonardi, lloiando no sabía ella si de irá o de amor, mientras Rafael, adormilado sobre cl sait*

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citi cuarto, junto a Dolores, la decía besándola, c: suspiros.

—Tú sí que eres buena; tú s¡ que eres una fior.

Se despertaron tarde. Alborotaban, desde la calle, sin subir los amigos, para la iglesia; se les unieron el!os; y el'grupo marchó lento y risotero hasta el itrio, pleno en confusión de gentes.

«Nanay, tatay. Narito ka na pali. I s i g Y ô n ffiO SrvO.

Nang isang pera»... Bien. Entraron a rempujones, deshaciéndose

de la'chiquillería limosnera, de las manos de los por-dioseros a ellos tendidas, de las cien tenderas con sus cíen bilioi llenos de ex-votos de cera sucia y candelas amarillas y rojas; abriéndose paso brus­camente, ahogados entre aquel montón de carne hu­mana, contubernio esplendoroso en olor de mugre, sampaguitas, de pábilo extinto y carne perfumada de mujer.

Y al fin, vencidas las escalas, llegaron a la jwerta lateral del templo.

¿Dios, qué calor! Venía Rafael, el primero, seguido por las mu­

jeres, por los amigos; se había presentado volun-tario para estar a vanguardia y abrir el paso entre la gleba; ya estaban todos ¿eh? Se busca

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sK wsiiojó I.A ucR 6i — — — • M M W k / M M M

i » W***0^ S ^ » » ^ ^ * » ^ ^ ^ ^ ^ ^

* , c- llamaban, se contaban con los ojos; ¿hala,

Se cerraban las sombrillas de ellas bajo el por-t-:o ¿rado de sol, lentamente, a modo de Rigantcs-c:s Hores rojas, lilas, verdes, y entraron en la iglesia rri de «na compacta multitud abigarrada de ipdzz Us razas y todas las castas y todos los colores en maravilla de contrastes, postrados unos, en pié otros, reptando los demás; puestos de hinojos sobre el sudo pavimento, del centro hacia el aîtar, y orando en to­dos los dialectos filipinos, en chino, en castellano, y hasta en latin, desesperadamentei a voz en grito, CGir.o si la buena Señora que en lo alto del ara reci­bía tanto fervor, recubierta de oros y joyas sobre una nube de incienso, de luz, de flores, no íes escuchara o estuviera sorda.

Se acomodaron como pudieron las mujeres en ua banco cedido por algunos jóvenes, galantemente; a Leonarda se le había perdido el pañuelito; estaba cen la cabeza descubierta, llena de flores.

—¿Quieres este? Le ofrecía su pañuelo Rafael, alti a su lado a

. Vf í ? ,Crisos tomo baciale la oferta del suyo* tomó d del novio sonándole, cubriéndose a m¿ S l t t t c ?dorabl.c. Çentilmente, con el pañuelo Unco,Rafael se mordía los labios despechado. Z ¡ni IUPÏ * ?n?nlada b l a n c a fior * los ka.

& í é n d 0 S C d? ¿1 rcndida abcsos [* »*>ca wTeÈL*.^/ d ^ h s Carncs jipadas * la luz del sol y de los ojos de su padre mis.

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rr.o, de Cwir.tcsq oleran verlo, maestramente,pere!, du\e y ¿¿Uo nuestro de summer.

AI d:a siguiente mismo, por ri primer tren, se \o!v.a a Minila; basta de rid.culo; estaba harto de las ûrsas de ella y su> incidas adoraciones al novio por carte en *a caccia a ti «o (¡Uv c»« •w-»1«^* o o b t e n í a en la cabeza .Cuernos? ¡Si, señorita! Y n i s iar^os que los de! diablo, y aquí mismo, en p!c no tempto y ante una virgen adorada y pura, el im­bécil a'jut! del Crisòstomo.

Se volvió a ella y h miró. Estaba de rodillas, sobre el banco, de cara a'

altar, rezando; caía sobre su frente, como una au* reota, un iris de colores desprendido de los vidrios de las claraboyas, en lo alto; parecía un ensuerto, la princesa durmiente de vn de hadas el cuento de en­canto.

¡Oh, hermosa! Tenía la falda roja y el pecho azul. Su boca,

de color de limón; una mejHIa era violeta y la otra ámbar, en su frente se dijera que hubieran caldo, despetaladas, mil champacas.

Segua quieta, séria, gloriosa de saberse divina bajo e! íufcer de !a c!a de céleres que palpitaba en sus carnes y sus ropas; y Rafael, encantado, arras. trado en encaro de hermosura de la amada, a la amada, la besó, en ilusiones, ti amarillo de oro, ti morado, d a/uL. lur^o el rosa de la frente, el belio-tropo de los labios, bs violetas de sus ofos.

Le llamaba invitándole Dolores; iban a subir

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SK M.SHOJÛ LA n Oft ¿ }

:,: Jos a besar el manto de la Virgen, Je Marò ¿e la Dr.

—Bueno, í>abes? all/ arriba hace un caíor tre-rr.er.do; id todos; yo le beso a la Virgen desde aquí.

Leccarda se negaba también a subir ¿con aquel calor?' ¿con aquella gentuza apírtad3, estrujándose sube que te baja? que la dejaran quieta; estaba re-lando el rosario; lo que iba ella a hacer era volverse a casa lo más pronto posible.

Les dejaron. Dolores le secreteó a) marido to­davía. Bueno, tila le dai Ya dos b¿sos a /a Virgen, per los dos.

Sí, que la diera mil y que bajara cuanto antes; se estaba marcando; quería volverse a casa.

Buscó a Crisòstomo; no estaba: se había ido coa los de la expedición al beso.v

—¡Leonarda'... Silencio; se oía el suspiro de su alma en Jos

labios. —¡LeónardaL. —Déjame rezar. —¡Leonarda, por Dios.1

—Que me dejes, que nos está viendo todo el mundo.

—Vero, c'es qué piensas seguir asi? —Pregúntaselo a tu corazón... —Dice que no, que no. —Pues e! mío dice que sí, que si. Has el fa­

vor de dejarme rezar. Le arrancó bruscamente el pañuelo blanco de

la cabeza y huyó perdido entre el flujo y reflujo de U niultilud como un octano dentro del templo. De

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6 4 I-PS K>l:S PAl-MoKl

h freme de tila, cayeron arrastradis con el partue!û algunas llores; ¡oh, Rafael!...

Ni ella supo después qué tiempo, pensando insensateces continuó de rodillas sobre el banco; estaba como idiota; al llegar a casa armó un escán-di!o; se desmayó.

Y le repitieron los desmayos dos o tres veces durante c! día; el Doctor, a la noche, llamó confida:-cialmente a don Simplicio: ¿tenía novio la niflx*

Hombre, si; ¿porgué ío preguntaba? —Pues... pues porque sería conveniente casarla

cuanto antes; remedio infalible; se acababan enfer, melad y desmayos por encanto.

Don Simplicio pedía explicaciones. ¡Qué pu­ri ales! ¿1 *enia ideas modernistas apesar de sus arlos y sus c m s , Doctor; ¿por qué necesitaba casarse tan súbitamente la muchacha? ¿Es que existía algo en deshonor?... ¡Vamos! ¿algún desliz de los chicos5

El Doctor negaba rotundamente con la cabeza; no, no, don Simplicio se había alarmado sin motivo alguno; lo que había era!..

Le cruzó un brazo por la espalda, se lo llevó i una ventana abierta, y allí, sobre el marco los doi apoyados, le explicó, despacito, el caso...

Sí, eso; ijuventud! ¡primavera! Estallido de flores y de caries; la tierra virgen, fuerte, hermo­sa que se secaba, se agrietaba, se moría falta de gérmenes, de sol, de ¡luvia de cielos, o de lluvias de amor. Todo aquello era, aquello: Histerismo.

El cielo estaba cuajado de luceros; el aire anti-polerto erraba suavemente; por la calle vagaban mil nombras; y a!U, desde lejos, oyeron en pausa de si-

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s;: DtsHOjó !A it.ük 65

Lncio cl Doctor y don Sîmr lido, Korar de pronto >s.z% guitarras, una canción tarata.

Sa silong ng langît at mata ng binvan Ako'y naririto at íyong tunghayan Ako'y nag iîsa't ang tampó rig búhay Ang tanging sa aki'y nakikíulayaw.

Ang lamig ng hanging taós fcáJuluwa Sa puso ko'y wari batí ng balísa Ang gunîguni ko'y walang nakîkîta Kungdi kamatayan bago.mag umaga-

Ang búhay ng tao'y na sa pagibîg, Pagibig ang lupà, pag-ibîg ang langît; Kahima't kumilos, kung uhaw ang dîbdib, Sa dagtâ ng puso'y patay ang kawangîs.

Kayâ tunghayan mo îtong akîng palad Na naghihingalò sa pagkawakawak Sa pag iisa ko'y ang îyong pagliyag Ang tangi kong buhay, aliw, twa't lunas.

Se iiguìó de pronto, cl Doctor. —<Dc modo que V. croc, Doctor?... —Eso, reftor Delio; eso: boda. Y se fué. Quedó solo don Simplicio coa los bra/os apo*

ya¿ca sebre cl balcón y la cabera apoyada entre las

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t í KX V^ÍS L·KlMLlt

runes, ca h r.îsrra actituJ qje antes que se f-cra t! DvKtcr guardara escuchando cl lurJinan de 2LT.or.

Acabar aqutüo cuanto antes; <no se querían les ch'cos? ¡pues entonces, que punies de rcîaaones! ya ïevabin nueve meses y pico piando h pava; ¿3 haV.aria a Crisostomo, y tafùs ang CLO:/J.

Era biun tarde; se retiró a dormir, al pasar fír la habltadôn que ocupaba Rafael, lo encontró arre-gumdo sus maletas con Dolores; decididamente se voVá a Manila en el primer tién del d/a siguiente.

Se lo había anunciado al suegro, convendéndo-!e por ía tarde en lógica reflexión, que co pedía la cñdna quedarse en manos de meros empleados tau> ta tiempo.

Quedó roncando don Simpíido al annuo de las Salves a Moría de la Paz que con lacla unden murmuraba su mujer; y roncando soi ó, scSó que etra vez, al lado del Doctor que le hablaba de primaveras y de novios, oía b dulce quejumbre de las guitarras y la uova dulzona y tagabL,

Ang Luhay n¿ tao'y nasa sa pag-ibîg Pag-ibig ang lupa, pag-ibig ang bn¿it, Kahima't kumiíos kung uhaw ang d:bd;b, Sa ¿agtá ng puso'y patay ang kawar¿is. ¿Si! ¡Hores! .besos! ¿luces! Las carnes de las

vírgenes en Incas de lira reventando de harmonio; Jos cucrpvs de los efebos, recios y fuertes y altos, negros de arder coroo los kamagones de las patrias selvas, alzándolos brazos a bs nubes, al azul, para robar estrtlbs. ¡SE a ida! ívida! Y sobre la vida L·si afán~. ¡El afán del amor!

•vv

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SEGUNDA PARTE

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^ v ^ >

I.

Como una novia bianca y olorosa se había muerto Mayo. Y ahora las noches no tenían besos n¡ los jardines rosas. La tarde bochornosa, sin un aura, declinaba doliente; y como lágrimas de oro caían de los árboles las hojas secas.

Para que todo fueran tristezas, Dolores había enfermado, de tan grave enfermedad que la casa en-tera andaba revuelta; y un médico cualquiera lo ha­bía dicho, moría de consunsión; aquella llama azul de estrellas se cstinguía; el dulce aroma de violetas se apagaba; el alma pura, alma de ángeles y de Mo­res, enferma de amores de amor ¡ba a morir.

¿Se iba morir? En su cuarto, en su gran lecho blanco se ador­

milaba, mientras doña Carmen junto al lecho, recli­nada en un sillón se atiborraba con la vida y mila­gros de no im¡)orta que santos. En la sala Lconarda hacía la visita a las d; Silva; sus risas, sus voces, y de vez en vez la música del piano, llegaban hasta el etano alborotando.

Llegaba Kafacl también, sabía Dios de donde, a la tertulia; aquel medio día había tenido riña con Lconarda jor cuestión de un beso y volvía bebido* nacía tiempo que hacia esto; ahogar las ¡xrnas en a!. cohol, como cualquier infeliz.

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Venia florojatado con un enorme Linneo pom­pon de camias; arrastrando una silla se sentó junto a Lecnarda.

Elia le susurraba, burlándosele en h can: —Apestas a flor y a vino... ¡Oh seftora! a flor y a vino; de lo que se com-

ponían sus esencias. —Pero hombre, al menos debe darte ver.

guenza... —¿El qué? ¿Quiea> ¿Las de Silva?... Ahora

verás. Se acercó a Charing Silva, siempre arrastrand}

por el salón su asiento, y a su lado, pegándose a ella y orando leve su charla, cínicamente le habló c!e amor.

Quedaron apartados en un rincón cerca al piano ajbícrto, Bajo los abanicos rfe una enorme bonga chi­na; ella reía a cada palabra seductora de él, mirándole enternecida, loca, sin saber que pensar y dudando si la enamoraba por estar bebido; y el, cada dulce sonrisa y cada mirada Iangorosa de ella, se las brin­daba a Leonarda haciendo gestos y visajes.

¿Eh? ¿Qué se había creído Leonarda? íque se fijará en la Charing reventando de ilusión por él! Y eso qué era más bonita, («ro mucho más bonita que Leonarda.

—Cante V., Charing. —¿Yo? ¿cantar? ¿para que se ría V. de mi? ¿Reírse él? ¡vamos, que barbaridad! —Si lo que me pasa a mi cuando la oigo es

que me entran unas ganas tremendas de darle un Uucno; Leonarda, ¿quieres hacer el favor de acom

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$:: r:>::r>!Ó r.\ nez ; t

:.v*ar a h Señorita de Silva a! pur.c? Va a cantar cl v !s de Eva.

—lAy, pero bi cl vais de Eva?.. Leonardo, -había oído? e! viU de Ev.i; rue Io

¿a a cantar Eva, es decir, Charing.., . Se levanto, se acercó al piano y puso cl papel

t.- cl atril; l is letras c î vals él las había cambiado per ctras compuestas por el mismo; desde cl piano c-imo:

—;Ya está! Se le acercaron; Leonardi trémula de ira, ¿e

rencor, de no sabía ella cuantas ganas de abofetear il grandísimo sin vergüenza de su cufiado; Charing» rosa îa cara y cl vestido, toda ella temblando her. tr.csa y pura como un rosal de flores abrumado.

Sonó el preludio, dulcísimo, y luego aun mas dulce la voz alagadora, volando lentamente—

Es en la vida el mayor dolor Que vida y alma hace estremecer, Cuando se muere llorando el amor Y no nos besa ninguna mujer...

Junto a ella, casi a su oído, murmuró Rafael: —Ninguna mujer como V.# por supuesto. Tembló ella un solo instante; las rosas de su

cara 5c hicieron púrpura; sin mirarle siquiera, siguió cantando:

Y es en b vidi el mayor pîaccr I-as rebeldías ahogar en flor Y de rodillas ante una mujer Toder Iîcrar de amor...

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IO* jrSÍS BAUIORI .jCrVM"»'*'* a * *

Si-uìó cantando; élla admiraba en tanto a * briaco por su voz, por toda su gentil figura per ci atoma emanado de sus carnes, de virgen, de li* non. Y mientras Lconarda le miraba a él a hurta. dflhs admirando su solemnísima desfacnatés, él dije-rase extasiado en la cara de la chiquilla que ilumina-ban dos temblorosos h:Ios de brillantes pendientes de los lóbulos de las orejas, como dos pétalos de rosa.

Cuando acabó la canción, Charing Silva se sentó junto a Leonarda; quedó Rafael lejos, frente a ellas mal humorado y triste; ninguna de las dos le hacía caso, Charing esquivándole. las miradas y Leonarda hablando con Mercedes, la hermana de Charing.

. Bueno. Dios las criaba y ellas se... etc. Ya verían las dos, Charing y Leonarda, si con él se ju­gaba con fuego; por lo t>ronto a Charing no serian, cíe fijo, los mosquitos los que a Ja noche le quitaran el sueno.

Pero era tarde y las de Silva se iban; volaron, sonando, besos por la sala; y recuerdos, y alivios para la enferma; Lconarda y Rafael las despejan [ t 0 / ° *,'? CfCalc

tra; «""*> *e Pedieron en

l £ ; ¿ÜC| ** ,te rÍCS? * ° I » * * «ber? noria J r i C> * ^ * t U D i™ ^

revfcnufd^to-*K^ l û b V « «• «e» e» que -<Yo>...

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SE DESHOJÓ U HOR 73

—Tú, scrtora, y con razón, porque Charing es rucho más bonita, mucho más mujer, y mucho más lien educada que tú.

Ni menos ni más; y que se enterara bien. ¡Vaya, quien hablaba de educación, D. Rafael

Lozano etc. etc.! lo que él debía hacer era cuidar a su mujer que se estaba muriendo de consunción y de consumición; y esto era de lo que ci podía enterarse; ni menos ni más.

Se separaron, odiándose, como enemigos irre-conciliables, prontos a poder, hacerse tricas almas y carnes allí mismo, a araftazos o a besos; él mareado, sin darse cuenta de lo hecho ni lo dicho; ella real y verdaderamente celosa, humillada en su amor o en su amor propio hacía Rafael, por Rafael en sus amo­rosos rendimientos a la de Silva.

Y se separaron, por no poder acometerse, los dos con una idea de venganza unánime. Ella pen­sando que luego de la cena, vendría Cristobal, su no­vio, y que sería capaz hasta de darle un beso con tal de que Rafael lo viera y se muriera de envidias y de celos; y él pensando que cuando llegará Cris­tobal se las pagaba todas i>or juntas Leonarda, por-que el novio biombo aquel se cargaba una tomadu­ra de pelo de las de tres con cuatro.

Cenaron, sin Dolores, débil a levantarse de la cama y sin dona Carmen que jx>r ro dejar sola a su hija se hizo servir la cena en la misma habitación; don Simplicio los miraba a los dos enfurruñados, le­jos, porque Rafael había cambiado de sitio y se ha-|>|a sentado al estremo opuesto de li mesa; les ha t.ó con el tenedor al aire lleno de fritura:

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—¿Que? chabía camora? Ko, nada; que estaban mal humorados por Ja

enfermedad de la pobre Dolores; y luego la lata de las visitas; h% cursis de las de Silva..,

LcOiuiJa fué la primera en ¡Mutar: —Que son tres marisabidillas a cual más entro­

metidas, fastidiosas... —Estúpidas, feas, endiabladas, continao Ra­

fael, haciendo muecas con la boca llena. Leonarda le miraba ahora, sorprendida, dudan-

do si reírse o soltarle una fresca; verdaderamente era un cínico, pero un cínico enei colmo del cinismo, cf gran Rafael.

Le habló, por todo lo alto: —Hombre, al menos Glaring no te parece eso;

bien que la estuviste dando coba... —¡Hola! ¡hola! murmuró D. Simplicio. —Nada, figúrese V., atajó Rafael, que estaba

empegada en que yo le diera lecciones de inglés; y yo no sabía en que forma disculparme; está loca aho­ra por el inglés; debe tener algún novio americano.

—¡Mentira! clamó Leonarda. Y D. Simplicio: ~ —Bueno, iy que disculpa diste? —rucs sencillísima; que no sabia del ingles

más que la última palabra: ¡Gordemis! —Don Simplicio soltó la carcajada, mientras

él, con ti gesto más hipócrita del mundo miraba a Lconarda;cl!a le sacaba la lengua, furiosa, haciéndole muecas. ¿Eh? ¡Qué se chupara esa y volviera por otra!

Cuando concluyeron el yantar, ya estaba Cri-

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sn PESIÏOJÜ !A noa 75 . x M W * «»">«« » I ^ I ^ » X M ^ < M X » » * » » ^ i » * ^ ^ * ^ i ^ ^ ^ ^ » ^ . ^ ^ ^

sostomo aguardando en la sala; cran sus ho:as ofi­cíales de visita estas de las nueve a las once de la noche; mientras los novios se saluJaban y se aco­modaban juntos en un sofá, Rafael se acercó al piano y con un dedo comenzó a teclear el 'No me mates:*'

—Rafael, ¿quieres hacer el favor de no dar la lata*

iCaracoles!; ni de perlas el reto! ¡ahora iba a ver ella!

—¿Lata? pero oye; si estoy ensayando esto para tocarlo en los Capuchinos el d/a de tu boda.*.

Se quedó roja; Crisòstomo, riendo, le habló: —¡Chico, que bromas! —¡Que bromas ni que bromuros, hombre? ¿es

qué tú te piensas que el día que te cases te van a tocar otra cosa? ¡déjate de ilusiones, hombre! ¡esto!... ¡esto!... Y volvía a teclear, cantando:

"No me mates Con tomates, Mátame Con bacalao../'

Crisòstomo se ponía serio, y Lconarda pensó: ;si se pegaran!... pero no; ¡qué escándalo! !e susurró al novio:

—No le hagas caso, tú; está bebido; en toda la tarde, en toda la noche no ha parado de hacer y decir majaderías.

, Pues, vaya, que se fuera a dormir; con ti no se divertía ningún Rafael ¡no faltaba mas

Le ofrecía a la novia la rosa que llevaba píen*

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dida al hojal de la elegante americana, y se b ofrecía en inglés, llamándola darling y swtdr-Tûkt itt la decía, for it is as you% the rose.

Rafael dejó el piano y le habló desde el centro del salón a Cristóbal:

—Oye, Cristo; ¿quieres darle lecciones de in­glés a Charing Silva?

—<Por qué no se las das tú? —Porque me revientan las viudas de hombres

vivos. —¡No seas bárbaro! Esas son calumnias de

cuatro, despechados ¡bien sabes tú lo que es Manila! yo te puedo asegurar que Charing Silva es doncella, es virgen...-

—¿Virgen?... Mira, Cristo, en Filipinas yo no creo en más vírgenes que en esas de palo que hay en las Iglesias.

—¡Hombre, qué bárbaro! ¡Lo que oyes! Y que se rasque al que le pique. Leonarda le miraba en un tris de tirarle im¿

silla a la cabeza; afortunadamente entraba D. Sim­plicio, calados los lentes, un magnifico Perfecto entre los labios, y media docena de j>criód¡cos en las manos.

—Hola, Crisòstomo! Cristobal se levantaba a saludar al viejo; Rafael,

siempre en el centro del salón, con las manos a la cintura, contemplaba a Leonarda riéndose, retándola; D. Simplicio le interrogó:

—Justabas pronunciando al ún discurso? —Kstaba dando lecciones de Ortojiedia a Cris,

to; e* un pefectísimo camole; figúrese V. que a estas fechas y con su facha, me viene a mi con la teoria

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ÌZ Lz>::o;j LA ÌUZ ; ;

¿•/-r.dìJaporél ;por Aníbal! de b r u s ì i d en FTIp:-: adelas virger.es de nuestra Sociedad, «ja! íja! ;ja!..,

—Hombre ¡no vayas a erter tú tampoco çue ;^i.s sean unas pes!

— w»aro es que é*ay csccpc¡vSri, como en toco; pero desencájese V.; después del targo, /jtr¿af^ Siro etra cosa peer...

Leonardi se Iba, canino del cierto de b en-ferma; D. Simpudo se alzaba de hcebros; Crisòs­tomo tronó:

—Hombre; tú estás faltando, insultando a b crjjcr filipina, a b mujer más bandita del mundo per dulce, por humilde, por buena; la mujer que Dios hizo de flores solamente para amar y arañar en la vida; y esto lo haces sin importarte un b!edo el cu-tu mujer sea tagala y ta/nadre sea tagala y tus her" mar-as sean tagalas, hombre!

Rafael gesticuló: ^ - T e he dicho que en todo hay escepdóa, ¡m-

Don Simplicio calmó. No nescríuhan txnerse de ese modo, y recurrir a tiendas p S Ê S .puíi'es! las cosas en su lugar «scuiir

dos los CluS* \, ,n . J C Y t ,u> ^ m o ««a* en to-

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Cristobal se despedía, se iba; temblaba todo él de ganas d¿ abofetear a Rafael; le deban asco sus palabras, sus ideas, todo loqte de él pudiera ema-'nar y proceder; al despedirse de él, en ve* de escu. pirle a la cara como le impulsaba su alma honrada, se contentó con decirle:

—Si hablaras así en otro lugar que no fuera tu casa y a amigos te podrían dar un disgusto bas­tante serio.

Se reía a carcajadas. ¿Disgustos? a él, disgustos? ino había nacido ek

hijo de su mamá, Cristo! Cuando quedaron solos, L). Simplicio amo­

nestó: —No, Rafael, no tanto; que hay alguna que

otra zorra bajo plumas de paloma, y alguno que otro macho cabrio de írac y lentes de oro entre tanta gente como compone la alta, la buena Sociedad, bueno; en todas partes del mundo, y en otras partes mis que aquí, pasa esto, inevitablemente; pero de eso a lo que tú sustentas, una enormidad, una atro­cidad, una barbaridad

-ríMirc V. que le puedo citar casos estu­pendos!

—No te digo que no; si te empiezo por recono­cer que los hay, que existen; pero es que tu genera­lizas, tiendes la re la en general, y eso, ya te lo he dicho y te repito que es absurdo y criminal.

Bueno, también su suegro, abogado de . . . Se mordió los labios; tentaciones le daban de gritarle que él también, el defensor de una Sociedad corrotti, pida y corruptora, era el primero en tirar el dinero

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Si: MI.MIOJÓ 1A MCk 70^

• v ) mujer y de sus hijas con cuatro indecentes lu-/ s j o b Zarzuela, coa más roña que hermosura y

r'\ coloretes que vergüenza; |x.ro se contuvo, dejó ! suegro eropoltronado, a que leyera la Prensa

I: la noche, y *c salió a! comedor a temar algo; 5.:\:ía una sed abrasadora.

cOue bebería? bah, cualquier cosa; !c pidió a un criado, coñac; y se bebió medio vaso de un sólo serbo; la cara se le arreboló y sus ojos lagrimearon Je pronto; ¡bah! otro medio vaso más; así dormiria cemo un lirón, sin pensar, sin sentir, sin soñar...

Se encaminó a su cuarto; su mujer dormia con los labios abiertos, respirando anhelosa; junto al le­cho, en el gran sillón tendida, doña Carmen dormía uinbién; se cambió de ropas y se acostó en un diván.

Imposible dormir; se revolvía y se agitaba sin poder conciliar el sueño; ¡maldito insomnio, y maldito co*ac, y maldito calori ni un soplo de brisa penetraba en la estancia, y por los balcones blancos a la luz del f-ïeniîunio, se miraban les árboles y las matas con las hojas y las (lores sin un solo temblor."

Imposible dormir. Se calzó las zapatillas y se tajó al jardín; la luna llena, cercada a distancias azu les, de estrellas, teñía de plau el viento "y el solar; ola a malacocos, a champacas, a mujer; sobre el combo surtidor de una fuente, caía un hilo de agua < c se hacia azul, plata, morado, lila, rosa...

Deambulaba Rafael por los senderos blancos y y penosos, bajo el palio de las acacias desmayadas y ios naranjos perfumados; una vez tropezó, y sintió «•» Rolpc violento en ti pecho, lin la bolsa dd 14. Jfcna tenia el revolver. *

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<Y por qué estaba allí? a la luz de la luna lo miró; cargado; ocho balas, ni una menos; era vira magnifica Browning automática, modernísima; íqué divino el encuentro ahora con un ladrón, por ejem. [Jo! le piraban los dedos ¡>or disparar...

Sintió sobre él, muy alto, un trémulo aleteo; miró; eran tres gallinas, grandes, blancas, posadas las tres en h rama de un naranjo ¡las grandísimas..: puercas! estas eran más pura?, más castas que las señoronas que él conocía; al menos dormían sin tí ansia del gallo; pero seflorona había a quien no le bastaba en una noche un par de caballeros, el ma­rido y el amante. ¡Eso! ¡Una verdad más grande que d Palacio Ep:seopal!

No, en el mundo no podían vivir las HONRADAS; ¡pues no faltaba más! Empuñó la Browning y apuntó: ¡Pum! Se oyó un revuelo de alas, un trémolo de píos, y por el aire, girando como una nivea fior rizada, cayó una gallina. ¡Pum! cayó otra gallina. ¡Pum! cayó la úlüma gallina...

Y Rafael, borracho perdido, contempló a sus pies, temblando ensangrentadas, las blancas aves destrozadas a tiros, por puas, por virtuosas, bajo una lluvia de azahares deshojados, ?ns cápsulas de oro llenas de aroma y miel de las naranjas, y la luna.

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SS DESHOJÓ ! À FLOU &t

II.

Se echô co un vato tres dedos de cortac, en­cendió un cigarrillo y Ve asomó al balcón.

Amanecía. ^En el vîeniô se.dijera que se iba lentamente abriendo üná.'rosá ^gantesc^ y enorme. El airelleno del ozono de las flores y del yodo "del mar Centró en su pechp'dilátándolo como una onda pura, Sà'y'âAt. el pecho pprioiído'/y'ahgusuáuQ coc! des­vao a la enferma y en el olor a drogas, a diablos

Una lluvia fina¡ Imperceptible^ como un polvillo levísimo de cristal caía sobre el Jardín; tos pi jaros despiertos; aleteando refugiados en los aleros délas tartanas arrullaban aguardando el sol; là mañana de FHipinas era hermosa convj \ \ sonrisa ài sus níflos.

_La "enferma dormía r^iran^ [anhelosamente íobre la pompa'de'aquel lechof ¿l b<¿ cómo un iV menso azahar que* recogió .en su brocce cl misterio <fe "io amor; Rafaelde vez "en vez volvía desdé el Incùti la cara,1 velándola; dona Carmen r dormitaba •obre un gran sillón de minbres."

Las cinco. •" Lo decía'el fcloj tíe la caída can. todo una música china con su lengua de gong; el V*n sillón de mimbres'se extremeció, y dofta Car? n*a abrió îos ojos.

Llamaba, susurrando' -Rafael...

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S : ÍVK n:>is !îAi.Mok!

Se volvió: —¿í}u¿» <lu^ (l l ,'crc ^ QiaTsc acostara; que ?c fuera a descansar; ella

ya había echado su suerto. ' —No» siga V. durmiendo; le hace .más falta;

total ya es de día. Que no, que de ninguna* manera, que desean,

sarà él hacia tres no.hes sin pegar los ojos. liueno, se* acostar/a para darla gusto; ¡pero no

tenía sueño! Y se durmió sohre otro si'lón, rendido, loco de

sueño en tanto Dolores abría los ojos delirando y doria Carmen caminando en ptmtillas se acercaba a la cama con las manos enlazadas sobre el pecho..

¿Ouc decía, su hija? ¿q té quería? ¿por qué ha-biaba?"

La enferma deliraba en voz queda y clarísima. —¿Ves tú, corazón? ¿ves tú como se ríen y se

besan mientras tú y yo nos morimos llorando? ¿lo ves?

Tú me decías que yq era una loca, que estaba enferma, que todo eran visiones, imira cómo se aman, mira!

Dofta Carmen se inclinaba al lecho, sobre la enferma de sus entrañas; ¿qué hablaba? ¿qué estaba hablando aquella chiquilla5

—Primero le daba rosas, después le daba be-sos, después le daba su alma y su vida; tú y yo nos vamos, coraíón; la tierra es más .buena que el alma de Rafael.

Lloraba softor.do; le resbalaban las (.¡¡¿rimas por U cara flaca color de nácares y perlas.

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La vieja también lloraba, despacio, despacio... ¡Pobre su hija! ipobre cielo! más \aüera no ba­

lería parido, para verla asi, sufriendo en delirios bees, morir de consunsión

¡Morir! ¿nero ac?.so pedia mcrir su hija? íi uc c:sas se le ocurrían a ella! ¡sí estaría delirando tarn* Líen! ¿para qué tantos miles de pesos? ¿jxira qué tan. tos Médicos en el mundo? ¿para qué, cntor.ces, h Virgen Santísima en el Ciclo? Primero se quedaba eüa con la saya, la camisa y un par de suecos pi-cendo limosna por las calles, que su Dolores morir por falta de todos los rem» dios habidos y por ha­ber. Dios.

—Primero le daba rosas, después le daba Le­sos, después cantaban y se reían; yo lloraba, yo no podía hacer nada; un3 noche él me pegó; pero ape­sar de todo ¡como le quiero, madre!

¡De quien hablaba! —<Dc quién hablas tú, hija de rhí vida? ¿quién

te ha pegado a tí? ¿a quién quieres tú tanto que no te pliera, ángel mío?...

La mariana se hacía esplendorosa, llenando de luz la habitación; ya tos pájaros pialan de rama'en rama; ya las mariposas abrían sus alas como las ho­jas de las rosas; y por el viento se alzaba, riendo, nuestro señor el sol.

La enferma calló de pronto su delirio de que tranto en el quebranto de un golpe <?c tos, recio y acongojado; parecía que el alma tembíara en sus listos, en la flor de rosa de la espuma para irse vo-«Ruó como los pájaros y los aromas en un rayo de t;l a h nada. J

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I ^ ^ ^ w f ^ -

Muy temprano, cl Medico de cabecera leyendo h última temperatura en el termómetro movía la caben, a su pesar, con desaliento.

—<Ha delirado anoche? —Un poco; hoy a la madrugada, más. —¿Y tos? ¿mucha tos? —Menos que otras noches. —Sin embargo... Se tragó lo restante, recetando; volvería antes

de medio día; hasta después. La vieja le siguió a la escalera: —Doctor... —Señora... —¿Cree V. que mi hija se pueda morir? —Señora, eso no lo sabe más que Dios. —Entonces los Médicos, ¿no saben nada? —Los Médicos, Señora, ponemos todo cuanto

esta de nuestra parte, todo cuanto a la ciencia al­canza, para arrancar a la muerte un s¿r; pero Dios, a lo mejor, se ríe* de nosotros y se lo lleva; por eso le digo a V. que nadie sino Él, puede saber sí ?u hija de V. se va,, o no, a morir.

—Pero hasta donde V. comprende, hasta donde alcanza esa ciencia que V. dice, Doctor...

—Oh, a yeces nosotros desahuciamos un en. fermo; convenimos en junta de tres, de cuatro, de cuarenta, si V. quiere, que el enfermo se vá, se va; y entonces, Señora, entonces Dios, se ríe de noso-tros y el enfermo ise salva!

Y bajó precipitadamente las escaleras, como hu. yernu de aquella madre que a costa de no importa, ba que angustia» quería arrancarle Ja certesa dolo-

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SR DC5H0JÓ IÁ TICK &$ > < v ^ M w « y M v w v > M < « * ^ iw^'Ki^^nx^»'»^»1 ^ V ^ ^ ^ ^ K * ' >^**

rosa do la suerte de una vida para ella idolatrada; ;rué cosas tienen las madres, seflor, que cosas!

Quedó dofia Carmen sin saber que pensar; pero estaba serena y sus ojos brillaban constelados de esperanzas.

¡Sí! iDios! Dios era el único que sab/a de esto do ¡a vida tío las mujeres y los hombres en la vida; y Dios respondía al corazón de las madres, cuando las madres eran buenas y lloraban por sus hijos.

Entró en su cuarto, se postró ante su altar, allí estaba Dios clavado en una cruz, mirándola, como aguardando su oración.

Y doria Carmen oró, oró fervorosamente, mu­cho tiempo, no sabía ella cuanto tiempo; y cuando se alzó apoyándose en el respaldo del reclinato­rio para no caer muerta de abatimiento, desfalle­cida, le pareció ver temblar los labios del Cristo.

iEa, la salvaba Él! ~-S¡, salvadla, Dios de los Dioses, Dios Pa.

dre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo.. La voz. de su marido la hurtó del éxtasis

divino: —¿Qué ha dicho el Medico? ¿cómo esti? —El Médico no ha dicho nada, pero el Seflor

me acaba de decir que mi hija no se muere, Sim-{HiCIO.

D. Simplicio sonrió: i » ~*A*" sca» muJer, asi sea; mira que sería horri-fc« eso de ¡vamos! no quiero ni ansarlo; seria «paz de volar la casa; ¡así reventamos todos!

fl"-íu\ *£ftIc , ! cSó c l , , a d r c M a ™ « ° con re!¡. 1-as, con huesos de el supiera que Santos o que

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pitos; tenia la voz pastosa, con un fuerte y arras, trante acento cataUn; ellos, los Misioneros de la Com-pania de Jesús, no tenían por costumbre iraYisitara casas particulares, pero ¿\ en gracia a la familia y a la pobrecita enferma, había venido; ¿cómo estaba la enfermita? ¡bah! si aquello no era nada íverdad? nada; un poco de calentura, 'algunos d/as en la cama, y luego ¡tan frescos!

Se plegaba cPmanteo sobre las rodillas, ele­gantísimo; se afirmaba sobre las narices de ave de rapiña los fulgurantes lentes de oro; Rafael en tanto le ofrecía una cerveza.

—Gracias, no se moleste, no bebemos. —Un cigarro, entonces. —No se moleste, no se moleste, no fumamos. Cuando se fué, D. Simplicio llamó a Rafael; —¿Como sigue Dolores? —Lo mismo ¿por qué? —Pues porque, porque ¡puñales! como he visto

sali: de vuestro cuarto un murciélago!.. —¿El Padre Mamerto? —No sé quien; todos son iguales; en cuanto

aparecen en alguna |>a te ¡catástrofe en puertas! Se dirigieron al cuarto. Aquella vez la infer­

ma parecía tranquila, más tranquila; no había tosido y sus ops muy abiertos vagaban luminosos de cara en cara, d'? cosa en cosa. De pronto entró Leo. narda con un enorme ramo de llores; se las traía a su hermana; la pondrían buena, ya vería; tan hueñis como eran, tan olorosan, las Hores

Su voz vibrante y musical se al;al»a como en gorjro; en el cuarto esUlu toda la fami ia congre

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nia; h enferma scutrîa a Lccnan'a por b p'icdzd ¿i sus fìores, de sus palabras; parecía que sii alma Itios ya Je todo lo h.imano oUîdase la miseria de b carne para abrirse en cruz y i*-r donar.

La puso las flores sobre la cama y se sentó a su lado;

—¡Pobrecita, que fiaca V penes!... Dolores la seguía sonriendQ. En un rincón, Rafael jugaba al ajedrés con su

suegro; en realidad su pensamiento volaba muy le­jos; le parecía un sueño, un cuento, aquel lecho blanco destacado en la penumbra sobre ti que entre P.ores su mujer moría; veíala )a muerta entre las rosas y la sombra azul de la vida de Leonarda triun­fal junto a ella como na triunfo de la Vida sobre la Muerte. ¡Oh, si muriese Dolores! ¿qué haría él? ¿sería feliz o desgraciado' de todas suertes quedaba libre, libre para amar y gozar a su antojo, sin los Ramos y los orlos y las bobadas de su mujer...

—îUeinaî gritó D. Simplicio; ¿te duermes? Jugó ma<4uinalmente, fijo en la idea de la muerte

de Dolores; no se le había ocurrido esto sino ahora, ahora que la contemplaba yerta entre flores y las campanas de la iglesia doblaban llorosas.

—Oración: Dotta Carmen |>oniéndosc la primera en pié

comen/aba el re/o de- la tarde: —El ángel del Señor anunció a María San.

« v.ma... U resiiondian Leonarda y Rafael y la enferma

Todamente; D. Simplicio había encendido un ciga-rn.;o y «-guía las ondas de su humo añiles erran.

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SS ro* jrsfs PAT.MORI

tes y pérdidas.. Cuando terminó la dradón ya no jijaron; el viejo tenía que -revisar unos papeles e3 su despacho. Se fué.

Rafael se acercó al lecho; la enferma Julia cerrado los ojos; los ojos de Leonarda lagrimeaban.

—¿Duerme? —Si ¿no lo ves? Se separaren, muy despacio, de la cama, los dos;

el cuarto estaba todavía en sombras, sin la lámpara encendida; so!o lo iluminaban débilmente y a trechos las% dos velas ardientes sobre el altarito, junto al sillón en el que dofta Carmen inmóvil parecía no existir. Se sentaron juntos en un diván. Y hubo un silencio largo antes de que hablaran:

—Leonarda... —¿Qué, Rafael?... —¿Por que llorabas? —Por Dolores, pobrecita; parece que se vá a

morir. ¡Qué burrada! ¿Qué se iba a morir Dolores*

¡Si estaba mejorando a ojos vistos!... No sabia el porque esta hora del crepúsculo ponía sensiblero el corazón de las mujeres.,

—Te estarías acordando de Cristobal, por eso. —No digas tonterías. —¿Sabes tú, Leonarda, lo que pasa aquí? pues

que tu mama con tantos aspavientos y tantas nove na* y tantos lloriqueos, parece que es la que está de­seando que se lleven a Dolores al Cementerio del Norte.

—No hables así, Rafael. —Mira, no te negaré que está enferma, que

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S3 ss rr>:¡v\K> u rica

::::okaya estado un poco grave; pero de t>to a ••:• s¿ vaya a morir, hombre, ni sotarlo. V No, si rih tarocco creía c*>; pero estaba tan : :ra, un |viitui, que w*a Cv/ui¿'.oti*i \W»»^

—¿No te la inspira a ti? —¿Y por eso me voy a poner a llorar comò

.Ù natio? Habían hecho las paces, hacía días jurándole

el por todo lo jurable que Rosario Silva le merecía la misma pasíón que el gallo de la idem; y ahora con la enfermedad de la Obstáculo, su amor triunfaba y andaba todo el día tras ella buscándola, anhelándola.

La cogía las manos oprimiéndoselas le veniente, s bre el diván. Así, de azul, îqué bon itaera! se pa­recía a la Virgen de las estampas caladas; se parecía a la princesa encantada de los cuentos de hadas ma­drinas y dragones alados; se precia a los lirios que tiemblan de amor en las noches de luna.,

—i Mira como te adoro! bésame. Se encendió la lámpara y el cuarto quedó en

1-z; ella se fué entonces; la enferma seguía durmicn-do; dofli Carmen seguía como momificada en su pol. trona.

Y Rafael quedó sofiando. i rJY S* r c a T m c n t c se muriera, se apagará la vida

<* Dolores? Oh, entonces... Entonces si, estaba resucito; se casaría con

^narda; 1a quería con todo el corazón, estaba *Zwo% de su amor. Guardaría como en una rtl¡. f . w «-1 fondo de! alma el recuerdo del carino

y U bondad <k Dutercs irían juntos el y su nue. "«sposa a llenarla de flores la tumba y a rc/ar.

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ço pea izsis BAIMORI

h; pero que se muriera, qr.e les dejará la \ida, h vida y el amor.

Cuando él Doctor se fué aquella noche szs ideas cambiaron; la enferma estaba mejor; quzís para corroborarlo ella le llamaba dcbümente desde la cama:

—Rafael. —Voy, mi amor; {qué quieres? Qne se sentará a su lado, así; que le hablara. Le hab'ó; veinte y cinca mil mentiras, mientras

se les acercaba doña Carmen: —¿Qué quiere mi hija? —Nada, tenerme a su lado, que le cuente his­

torias... Bueno, pues ella iba a contar una historia muy

bonita, que oyeran. Rafael hizo una mueca y encendió un cigarri­

llo, mientras la vieja murmuraba: —Esto hará muchos, pero muchos arios, cuan­

do por el nvindo andaban todavía Jesús Mana y José.

Rafael se santiguó. —Ellos vivían entonces en la Laguna, en una

casita de caftas y de ñipas rodeada -do árboles a orillas del lago; y como eran tan ¡)obrcs, en tanto San José iba a aserrar maderas al Maquüing, la Yir-f^cn tenía que lavar los paftales de Jesús que era entonces muy |>cquen1to.

Una vez, la Virgen iba a coigar los nafla!cs <k un árbol cuando se f.jó que este estaba carga Jo üe racimos de redondas y doradas frutas, ya iba a

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junar una de eìlas, cuando un campesino que acertó i pasar por el lugar, se lo impidió diciendo:

—AU% foson f\ Entonces Mana clavó una tina en la pulp3

de la fruta, y desde entonces veréis en todos los lanzones, la marca de la ufta de la Virgen Santísima. Y es por esto el que de tan amargos y daftinos, se convirtieran en tan dulces y sabrosos los lanzor.es; ¿r¡o te gustan los lanzones, hija mía? ¿quieres que te traigan lanzones para que veas la* marca de la Virgen?

t Dolores dormía, caída de nuevo en uno de aquellos sopores que la horrible enfermedad hacia en ella tan continuos. Rafael lo aprovecho para salir, para huir de la bruja de su suegra...

Bueno, la huida a Egipto. Buscaba a Leonarda; le quedó de ella el perfu­

me como un gayuma\ el perfume divino de su cuer­po virgen, de sus ropas zahumadas, de sus cabellos recogidos en un moño por dos rosas; la buscaba por la sala, por la caída, por el despacho de su suegro, por la galería, por el comedor, no estaba; al fin se atrevió y llamó despacio a la puerta cerrada de su cuarto.

Le abrió la puerta en bata japonesa, con los cabellos sueltos, descalza; el cuarto estaba a oscuras.

—Oh, Rafael! —<Qué haces? Nada; estaba acontada; le dolía la cabe/a. La miraba, dulcísima, toda entera, como para

el brindada, como hacia í\ caída, brutalmente cmnu.

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POR JF.SÍS BAI.MORI

jada por la vida y cl amor. Ella temblaba, hallar., do aprisa, temerosa de él, huyéndole.

—Pronto; di ¿qué quieres? —Acércate; un poco nada más. —No, Rafael, no, por Dios! —No llames a'Dios cuando otro Dios podero-

so, mas dulce, mas divino para tí, te tiene ahora d corazón'dentro de su corazón... hala, déjame entrar, un instante solamente; para un beso solamente...

—¡Rafael! El continuaba en voz baja, anhelosa, temblan­

do como un haz de palay estremecido j>or el viente: Algún día ha de ser, tiene que ser, convéncete,

mía; <a que retardar su gloria? ámame... —Ño, como tu quieres, no. —Como yo-quiero tienes que querer tú, como

yo quiero. —No. Le dejó, cerrando de un golj* la puerta, tran­

cándose por dentro... El se fué lentamente, caídas las manos a lo lar­

go del cuerpo, caida la frente sobre el pecho, loco de deseos por la aspirada; y se metió lentamente en su cuarto, en aquel cuarto en cuyo ambiente aletea­ba el suspiro anhelante y agónico de la pobre mu-jer enferma.

Allí estaba, sobre una mesa, la botella de co-fiac; se llenó medio vaso y bebió; los ojos le brillo-tcaban con resplandores aurirojos; jadeaba, se sentía no sabía el mismo cómo, con qué malestar descono-c do, superbo, alma y carne; de repente su suegra lo

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SE rrsiioji !-\ ucx 9\

—lOue, qué quiere usted5

Aqulîîo que habia ¿li, en el rircín, cubierto », !i sábana; ¿qué era aquella'

—Un cuadro. —;Dc algún Santo? —De una Santa. —A ver, a ver. . . Se alzó la v:eja y a la luz blanca y llena de los

:~s bembones <lc la lámpara, reentras Rafael enco­r d ó s e de hombros la dejaba hacer, 'Jzô la muse-: a.

Y quedó anonadada, boquiabierta, retrocediendo :rr.b!orosa y dejando caer la sábana como sí hubie­ra visto un Satanás oculto, con sus cuernos y sus r¿rr.as, pronto a saltar sobre ella

El se reía, se reía cada vez más, contemplando ala vieja devota hacerse cruces, retroceder en páni­co de la divina imagen desnuda, palpitante en el lien­zo, de Lconarda gentilmente en cueros, como ella, ¿c.'.a Carmen, la parió, sin acaso hacerse tantas cru­ces ni tantos aspavientos.

—¿Y a eso le llamas Santa? Quita eso de al!i; q'itma ese demonio...

El pensó contestar. -^Señora, ese demonio es mi vida porque sin

U muncra y o ; ese demonio es mi Dios; ese demonio

^5, esc demonio es vuestra hija, en su verdadera

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g 4 103 JVSÍS PA I.MORI

belleza, como debieran ic todas las^nujeres hermo­sas por el mundo...

Pero le asustó tanta enormidad y el enorme­mente raro y sorbedor de vida diáfana, pura, se calió.

—Quémalo. Quítalo de a!I/. Que vergüenza... Maflana, seflora, mariana; que no se pusiera as/

por tan poca cosa; que no se ahogara en una charca de agua; después de todo no era ningún pecado mor-tal escomulgado por.ningún Pontífice un desnudo de arte...

Y concluyó pensando: —¡Bah! Cuando yo quiera de verás, el oririnal

de la estampa que te asusta, así, en cueros, se me muere de amor entre los brazos'

- ^ i « t » ^ ^

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I I I .

Estaba cansado de velar, harto de estar ence­rrado en casa hacia días Rafael, bin más afanes que i i ilusión, el amor de Leonarda^y un sinsabor, la - r.ierrncdad de su mujer.

La tarde azul, de Agósto, que arrojaba tem­iendo a lo lejos, las hojas muertas de los árboles, precia arrojarle a él también, lejos, no sabía a don. ¿?, con su amor y su pena alma adentro.

Y salió, a,pié, sin saberse a donde ir, discurrien­do por las calles de la Ermita, como un autómata, sia pensar, sin sentir, cansados cerebro y corazón.

De pronto se desplegó ^ en lo alto, ante sus ojos, sobre una ventana, algo .como una bandera azul, champaka, y rojo. Miró. Eran las ¿z Silvi asomadas de colorín colorado; sonrío; pues bien, ya tenía donde pasar el rato.

Subió. Las tres hermanas se le diputaron en la cariñosa acojida; sobre todo Charing, tan guapa quella tarde resaltando su blancor de perla del sua-'•e ckimpaca de sus ropas.

Llegaban visitas; jóvenes pretendientes de las Urmanas de Charing; Rafael quedó solo hablando '•-i ella en un «-ingulo del silón.

—Y el de V., ctu.mdo Üe-a* —El m/o, ¿cju¿?

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No valían desentendimientos; de sobra sal;* ¿la por lo que preguntaba, por ti príncipe ¿d suefio que llegaba de lejos a ensenara besar a todas las mujeres.

—¡Qué equivocado esta V., Rafael! Le preguntaba, haciendo de rehuir la conver­

sación, ;*>r Dolores. ¿Cómo seguía? Desde luego buena, cuando a él, que era un modelo de maridos ya se le veía de paseo ¿verdad? El a- ent/a con la cabeza, y las palabras, poco a poco, de los dos, fueron haciéndose íntimas y la charla varió de cien temas, y concluyeron por el de amores y amoríos.

A Rafael admirábale ahora la cultura, la eru­dición, de esta linda muchacha de quien una vez ya le sorprendiera la hermosura; de esta dulce Cha-ring a quien él tuviera tiempo atrás por una tonta y pasara a su lado y estuviera junto a ella tantas veess sin parar maldito la atención en ella. ¡Qué canción en su voz! ¡Qué luz en su sonrisa! ¡Y qué sonrisa de luz en sus miradas, en sus ojos! La contemplaba embebecido, sin atreverse a rom­perla la feliz palabrería por el gusto de oírla, de oiría siempre hablar; y solo cuando calló un ins-tante, acaso por no saber ya que decir, se indicó a ella para murmurarla, fijos los ojos en el ciclo:

—Mire V., la luna... Se alzaba, plena, en el viento moteado de luces;

él continuó: —La luna que es el corazóo;. y saliendo de

esc corazón palabras de cariflo, de luz, que van y vienen ¿No cree V. que sea -así la vida, to<ia h vida;

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Le miró coa la mis suave mirada de sus ojos • jklos; no le entendía jnrro Je iba a ensertar su ; i de postales, ^^

Y se alzó para coger de encima del piano un *;::rme libro azul que entregó a Rafael.

Iban pasando páginas; juntos, miraban sin mi­ri: los cromos; elIa~por sabérsclos.de memoria, el -erque había descubierto iin pié de ella, asomado pr el borde de la saya, como el pié de una ñifla cíe breve y de blanco, desnudo en la chinela color ít sangre.

Pasaban las páginas; ésta postal era de fulana, ésta de zutana, estable fulano, ésta otra de lutado; ella las indicaba a medida que Rafael hacía de fijarse co ellas y hasta que verdaderamente se fijó en una; conocía la letra.

—IV ésta? preguntó. —Pues de V.; la única que tengo de V. Releyeron los versos que Rafael había escrito

sobre la polícroma cartulina...

Oye, Charing, una cosa: Cuentan que al sentir su fin Sobre su rosal la rosa, Llora por la mariposa Que vino a violarla ruin.

Alguien me causó una herida; Pero yo-, como la flor, Dejo en la mano querida Mientras deshoja mi vida Una lágrima de amor...

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Ç5 I OR jLSt S BAt.MOKl

—Son muy bonitos; ;>arece V. poeta. —Y ustcJ tina muñeca. Sonrió. Y charló: iOh, si el supiera lo que a día !e gustaban hi

verso*! ¡se moría por les versos! ni pretendiente ¿? Mercede? que era poeta, no hacia mis que pecürk autógrafos; pero las poesías que le gustaban masera.! las de... cías había leído Rafaei? una divinidad

Si, las había leído; conocía las producciones di­casi todos los poetas patrios; podían codearse con los más afamados de Europa y de América Lat'na; en ambos mundos eran admirados.

—Mire V.; ésta. Le mostraba otra postal pintada al óleo, de una

dilaga del terruño bañándose en el río; era admiraba la miniatura, la piuturita aquella; y en la frente de Ra-fael aleteó un instante la imagen de su cuadro en la imagen todo poderosa de Leonarda,su amor.

—Yo he pintado, porque yo pinto, <no lo sabia v., Charing* algo parecido a ésto, aunque mayor, en cuadro.

—¿Así? <con la dala'a? —Con algo más que con la daln^a icon la D;osi! —Dolores, <no?

quién? t!e interesaba, acaso? el poda pmtar todas cuantas mujeres quisiera.

—Pínteme V. a mi. * ~-cA V.? (¿Q verás lo dice V ?

!•* dÏlS* Kr0 ,IenC ** *' * «""»*• " —Aunque ica <M t a m i r t 0 ¿ç G o l ¡ a t

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si: Manojo u\ non Ç9

—Pues convenidos. —Convenidos. Vendría él, a la mariana siguiente muy de ma:

rana, y la pintaría en la playa sobre un fondo de mar azul, de olas; así fuera ella a modo de una perla arro-jaJa a la arena y recojida por sus manos de él para él y para su loco corazón.. '.

—(No, Charing? No le entendía, pero quedaban convenidos en

que al día siguiente empesarían el retrato. Y batía como una niña, de alegría, las manos,

viéndose ya trasladada al lienzo; ¿de qué color quería el pintor que se pusiera el .vestida' ¿de cualquiera? bueno; verdad que él podría colorearlo a su gusto.

Y a la mariana siguiente, fiel a su palabra y a no sabía que impulso innovador xle su alma, Rafael cargado de todo lo necesario para pintar, comenzó en la playa la cara de Rosario Silva.

Reía el mar. Sobre su lomo azul, a fior de espumas volaban

las gaviotas, y primero una, luego otra y luego otra, cargadas de pesca iban arribando las Sancas a la arena.

—Estése quieta; sonríase,un poco, así... Retocaba los labios de su boca de flor leve­

mente abiertos en una sonrisa; el pincel lleno de rosa temblaba en su mano; el artista se imponía al hombre y aquella sola mañana, en una sola sesión, terminó de pintar la cabeza de Rosario.

Cuando ella, seguida de sus hermana* rodearon al pintor para curiosear el lienzo, todo fueron txcla.

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!0Ô ÍV& JISÍS HAlMOkt

madones iîc admiración. El admitía como natun. y letico el incienso quemado en su honor, el apbj. so unànime de las tres lindas muchachas; y bs s:« «Iones SÍ repitieron cuatro o anco veces más, cada ver mis abroadas por Rafael que se aprovéchala de ellas para hablarla de amor a la de Silva.

Estaba encaprichado, loco de remate por ccn. seguii que cüa se'enamorara de él para él hacera suya; anhelaba de todas veras aquel cticrpccito es­belto y mórbido de perfume de virgen, de azucena?, en cuya cintura se podía cerrar una pulsera; aquellas manos y pies*tan suaves y pequeños; aquella cara dulce y blanda y langorosa.

Y tan prendado estaba, que en sus fervorosas y nuevas adoraciones por la de Silva, su alma de mariposa volaba lejos de Lconarda, de Dolores, de b casa toda; y solo ahora una estrella sendereaba su ruta, Rosai io; y un atan consumía sus afanes, su amer.

Una tarde en que Iîej;o a la casa más tempra. no que otras veces, le salió al encuentro Beatriz sola-Rosario y Mercedes estaban en la playa, cogiendo' Otti WIS.

k ^ Podia encontrarlas, si quería; no andarían muy

Bajó.

cha en bu>ca de! molusco; lo¡ úhïmos fu ¿ r » 0 1 «¿coronaban s u cabera, ce colores; Rafael a" " i

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$n rr.Nüoj(i LA m a ^JüJL

—'.Salve, ondina! Se asustó; alió la frente: —iOh, Rafael! Tenía junto así un lilao Heno de caracoles; !c-

jes, Mercedes inclinada a la playa parecía una man­ciù azul, un retazo de cielo azul caído y ondulante sobre la arena y las espumas. Y alanos "pájaros ¡¿r.aban volando sobre sus frentes, como ensueflos.

—Cuidado, no se acerque V. se vá a manchar; estoy perdida de arena y agua.

Rafael la miraba las rodillas, como dos lirios de triunfales; ella, notándolo, se soltó e! prendido de la saya. ¡Vaya, después que él había saboreado la maravilla!

—¿Y què va V. a hacer con tanto a!¿»:is? —Sopas, para V. Le sonreía, le provocaba con la sonrisa, con

la mirada, con todo su cuer|x>, vaso de aromas, vara ce nardos; decididamente la de Silva Je quería !c quería, Y Rafael recordó rápidamente cómo una noche, hablando de amonis, le dijo eíla sin hipocrc sias ni escrúpulos que el d;a que amara, amaría has.

^ a n ^ d o : , m , " r U r l e * ^ * dC ^ >'

cnrr-r< N o ,d i C c l í q u e c l a m o r c* C'círo? pues yo No°Ü\Ti C C r r a d 0 S a ,0S ^ d^-or ¿No habría dicho esto por tP

- c K $ * C,,a r t s u c U ° ;> ™i!* h» "«nos...

ZSrulC, Y \ ? u c s c c s ü "anchando... •CharínK: Ahora quc citano» solo,, escuche

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10J ICR )!^SJ!A1.V0M K W W O «W»^^«><

V., escuche V. por favor, c!c unì vez y para siempre. —Pero ¿qué qui.re V.?. —Quiero... quiero decirla, que la quiero. — 1 \ roi? Se le encendió la cara y quedó sin saber si po­

nerse «¿ría o reírse, con los ojos fijos en el liho del ahvnis; él, sin soltarla las manos, repet/a exalta, do, como utí nirto cuando pide vn rnufleco:

•^Que le quiero, que le quiero, que le quiero. Por Dios, Rafael, que pensara bien lo que ha.

cía; ella no podía en modo alguno consentir en eso; se iban a perder los dos¿ a perderse para siempre—

El la interrumpía; ¿perderse? lo que iban a ha­cer era ganarse, unirse para siempre en un corazón y en una felicidad:

—Porque tu me quieres, no lo niegues, me quieres, amor mío, y yo, ite adoro?

La playa se llenaba de sombras, sin aves ya, sin luz; cuando el primer lucero rutiló, Rosario Silva apoyaba su frente sebre el pecho de Rafael y su guir. nalda de colores de sol estaba rota a besos.

Aquella noche, cuando Rafael volvió a su casa y se acercó a la cama de su mujer, la j>obrc mujer abrió los ojo* pira hablarle:

—Ya sabía qu? «rras tú; cono/co hasta tus pa-sos; ¿a donde vas luce días, que te ausentas tanto tierna I apa dice que hoy no has estado en la oficinx

—Porque lo ha querido decir; yo no me tengo la culpa de que no me haya usto.

—¿Y a donde vai todas hs tardes' —Por allí, a dar vueltas, cerno los tromjv-•;

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sn Dr.cnojti XA nox to%

:e d.'as n u c m e ^ ; í c ' e ' a ^beza atrozmente; no te ; Ì jueves fiorar.

Sonreía ella ante la inocente falsedad; parecía r:~:ira que con ti talento de su marido no cncon-t.-ira escusa más indigna de ser creída que aquella; ít t^dos modos debía estar más a su lado; se sentía r.jy débil, muy mal:

—Mira, siquiera estes días, no te alejes mucho ¿t mi; a lo mejor vuelves y me eucuentras ya muerta:

—iVamos, hombre! —Créeme, Rafael, créeme; tú te piensas que

estoy mejor, que estoy buena; todos se piensan eso; piro yo sola sé lo que siento, yo sola sé como me encuentro, y por eso te imploro que no te vayas muy lejos de mi lado; ¡bastante tiempo tendrás después

ara divertirte y ha~er el amor a todas las mujeres que quieras!

Protestaba. No, Dolores, no; que no hablara así; él no quería a nadie, a nadie en el mundo sino a ella, su Dolores del corazón suyo; lo.que había era, que ella mojor que nadie sabia de sus hábitos bohemios, de su afán de va£art sorbedor do a*ul% cabí cl mar, bajo ci sol o la luna.

La acariciaba la cara con sus manos, la be­saba en la cabellera destrenzada; ella, a través de todo, notaba su fahedad; pero callaba, callaba en el ¿-Ice consuelo de sentirse como en mejores días, acariebda por la voz y el contacto, aunque fuera f inada, de MI Rafael.

De sobras sabía sus trapisondas cun Lconarda y con quien no era Lconarda; y de eso se enferma

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rvx jr«í< txtxou.

t., y cor eso moría, y se iba poc o a r*co un r ¿ 1 - rSa abandonarle en libertad cíe ameres, a do'r^ la luz se extingue y tl f*rfume se apaga.

AI esfuerzo cue hizo por hablarle, tosió y r -d j luego tronchada sobre cl blancor de las a lma* dis; se dormía; deliraba.-

Era una mujer, la que siempre veía, la que !: daba Crío, Usando a la puerta del cuarto; Ra¿e! temblaba, acobardado, escuchando ci àtìhio; l a r . : jer no se atrevía a entrar; pero la enfermarse helaba-.

Doña Carmen, en tanto, redoblaba sus reres, sus votos, sus promesas cor la habitación Motaba una onda de desconsuelo, de pavor; se diría que de-amblaban espectros por ella, o en sus rincones hi­cieran, almas en pena, su refugio.

Una de estas noches de alta fiebre y más a!to delirio, creyeron que se mona; se alborotó la casa y hasta se fué corriendo en busca de un padre confe­sor, a la mañana siguiente la llevaron el Santo Vía-tico.

Aquel *CK> conmovió a Rafael y no volvió a sa.nr se contentaba ahora, metido en el cuarto y fc.

. t v . * sueuarse s;emprc con las âV>« mitando el t emoo en *»c/Vi : t • s

una v en ^ L ^^biilc uvA.x* cartas a !a ura y en aprovechar todas la* dal>'~ ^ . * » gozar de la otra I «£%V ,CS o c a s U j n « de tav Era « Ini*t. ! ' * C | , m«ta!a a sus c r-

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se DESHOJÓ i A r i:oR 105

ciando estaban solos, se dejaba, fingiendo desrna* yci, caer a besos, entre sus brazos.

Una vez allí, en el mismo cuarto, le sorprendió h enferma; cuando Leonarda se fué, le habló a él, llo­rando:

—Rafael <por qué haces eso? /por qué hacéis €SO?

¡ba a mei»tir, de nuevo, descaradamente; pero ella le atajó humilde la mentira:

—»¿Tú crées que Leonarda te ama, que te po-drá amar como yo? ipobre hombre! En !a vida na-die, nadie te querrá ya, Rafael!

Ya te contaré yo un cuento de hadas, pensa-saba él; ya verás si soy un pobre hombre como tú te piensas, sí me querrán o no.

Y recordó con alegría loca la escena de la pía. ya, rosa por el crepúsculo; recordó a la de Silva en su dulce abandono de j>asión, besoteados sus cabe­llos, sus ¡arpados, su boca; recordó todo esto, y sonrió.

Un pensamiento macabro, abrumador, surgió de pronto de las negruras de su «\rcbro como una llamarada diabólica haciendo culebrear por sus car­nes un escalofrío de terror y sorpresa; era el mismo de otras veces, sin que, como ahora, tan fijo, tan abiertamente espantoso se clavara en él:

—iSi ella se muriera'.., <Y por qué no? Eternamente enferma y triste»

le ahogaba la vida con las alas de su alma, alas de murciélago, blandas, negras, frías, lì I tenía derecho a la vida, a la libertad, a rom¡>cr de un mazazo las

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ca Jena?, a destruir e! yugo; il estaba en pié; ¡y era cl mis fuerte!

—;Si el?a se. muriera!... Pero luego pareció despertarle un suerto ho­

rrible, do unafpcsadflla enorme.y cruel; salir de un encierro tenebroso y encontrarse de pronto, ante ios ojos, ardiendo el sol; ¡que horror, desear una muerte! ¡y la muerte de su Dolores! l'ero ¿estaba loco? no, Dios mío no; que viviera la pobre mujer que si de algo pecó fué de amarle con toda §u alma en su vida toda. Que viviera Dolores, por los si. glos de los siglos.

Se acercó a su cama; le arropó con las sábanas. —¿Duermes? Dormía. Encendió un cigarrillo, se sentó fren­

te a un velador y comenzó a escribir con un lápiz ro­bre el marmol: Charing. Leonarda. Charing. Leo-narda. Leonarda..*.

Entraba su suegra y aprovechó la ocasión para salir; la odiaba; se ie había hecho insoportable la condenada de la vieja beata desde que le obligó á romper el cuadro de Leonarda, su gran cuadro. Y no le valió ni la intervensiéa de don Simplicio para evitar el cr/men; que ella misma rasgó el lienzo a ti-jeretazos.

—Bueno: se queda V., ¿eh? tengo que hacer fuera; Dolore* está dormida.

AI día siguiente se despertó a las à\çz de b mariana; *c había p^adS h noche bebiendo WisUc y leyendo a Felipe Trigo; ahora que fuera a li of.-eina cl ! adre Mamerto; el a donde se iba era alWo.

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sr: nrsitojá IA ri OR i o ;

Se vistió una bata japonesa y salló. El baflo estaba cerrado; el agua île la ducha caía sonora y fresca; ¿quién estaría dentro?

Puso una silla frente a la puerta y se subió para mirar sobre el tabique que no llegaba al techo.

No le engaftaba su corazón; era Leonarda la del baño; la veía ahora como la sonó mil veces, ve­lada levemente por el fino camisón mojado, pegado al cuerpo, haciéndole triunfar la carne en su gloria de formas, de líneas; era ella, blanca bajo la lluvia sutil, con los brazos cruzados sobre los pechos y la frente en lo alto, dejando caer sobre hombros y espaldas la endrina cabellera suelta, con los ojos entornados y en toda la cara una espresión indefinible de volup­tuosidad al contacto del agua que la recorría toda acariciándola.

La veía toda entera. El cuello císnal, como t\ de una gardenia. Los pechos, dos bolas de ámoar y coral. Y las piernas de Venus, lineadas hasta los breves lindos pies, con un lomboy morado, por an­tojos de su madre, en un muslo virginal, de ópalos.

La miraba; la miraba temblar como una lira, de frío, de gozo, mientras el mirándola temblaba de gloria y de ilusión; y tuvo, a lo mejor, un pensa-miento; se bajó de la silla y corrió al comedor a por fares sobre la mesa de comer.

Volvió con ellas, cargado de ellas, a su impro­visado observatorio; el agua ya no corría; Leonarda surgía ante sus ojos desnuda, superba de hermosura y maravilla.

Le tiró las flores, todas las flores; luego se bajó

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¿s en salto y se fugó refugiándose en c! despe:;. do sa suegro.

Quedó eüa con el grito del susto ahogado en:-los labios; de fijo.era el: ¿quien, s¡ no, de atrevido ; Joco? la había Msto cu cueros, se había relamido en la contemplaron de su cuerpo entero... Bueno, ztpc. lío si que no podía, ni debía quedar así; era derra­bado descarado Rafael.

En tanto él, sentado ton un cigarro entre h* labios, revolvía la mesa despacho, de su sucçn abriendo y cerrando los cajones, sonriendo a cadi nuevo lío descubierto, algún nuevo secreto del grzr. D. Simplicio. ¡Valiente punto! tenía cerca de tira docena de retratos de tiples y no tiples de la zar­zuela española, con sendas y tiernas dedicatorias; las leiV. "A mí Simplicio de m¡ alma, de su Amparo/ "Al vejestorio de mis entrañas, Matilde.'* "Para e! nene de su, Remedios..." etc. etc. etc. ¡Valiente pun­to! ¡valiente punto estaba hecho su suegro! Y entre los retratos, cartas y cintas y ramitos de violetas se­cas y... y no pudo ver mas, Rafael, porque Leonardi le llamaba desde la puerta.

—;QMé? —Oye, íque eres un grandísimo sinvergüenza,

y que desde hoy hemos terminado! —Pero /por que?... Temblaba cüa de enojo, de ira, de desecho de

saberse enteramente vista, descubierta en su enea* tau> virginal misterio; él segua, sin arañarse tí agarro de los labios, sonriendo despectivamente.

¿Que? cqué le había hecho de malo5 ¿a que \c

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i aquella nueva esplosi¿n de locuras y ce insti-

Ya verían él a que venían; sí no fuera por Do* ; res que se moriría del disgusto, armaba un cscá.i-¿a!o; P c r o s*a necesidad de esto y para que *c Mi­sera lo que era él, se lo iba a contar todofahora ir.ismo, a su madre.

—Pero ¿el que? ¿qpc vas a contar tú? —Hazte el desentendido, ihifxScrita! ¿So has

estado viéndome mientras me bañaba, todo el cucr· po, y me has echado, por encima del tabique, flores5

—¿Y me tengo yo la culpa de que te bafics tú desnuda? Debes dar un millón de gradas a que te eché las flores y no fui yo el que me tiré adentro ¿I verte tan divina. ¡Vamos, hombre! ¿Era cso*cuan-to tenías que contar a tú madre? . Pues puedes de­cirla también, de mi parte, que le beso a Lconarda en los labios y en donde me dá la gana, cuando me di la gana.

—¡Rafael! —Me llamo... Se alejó, soberbia, altiva, como una princesa

ultrajada; ahora como no podía tocar el piano por la enfermedad de Dolores, se encerraba en el cuarto a darse los grandes atracones de lectura con los nove* luchos de la Üraamc y la Invernilo. A el le buscaba «n criado, con dos cartas recien llegadas a su nom-ore. Las abrió para leerlas allí mismo, en el despacho.

^ De la de Silva, la una; que fuera a la tarde sin Ma; quería verle; necesitaba hablarle. De su ma* <<rc, la otra; como siempre, quejándose de dinero,

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I t o tUk jrsÌS_BAI.MOM

quejándose de enfermedades y malas cosechas y tram­pas r.o saldadas. Rompió las dos cartas y empezó a escribir, a contestarlas.

"Charing, ciclo, ídolo: Iré esta tarde porque adivino lo que ansias; me

quieres hablar para decirme que me quieres; me quieres ver para pedirme besos.

Y esto es verdad, porque c.» verdad que yo te sueño y te suspiro.

¡Oh, te adoro! Recoje tú el suspiro de mi alma." "Madre: Recibida y leída tu carta; te giraré cien pesos;

es lo único que puedo hacer por vosotros ahora, porque hemos tenido y seguimos teniendo mil gas. tos con la enfermedad de Dolore ;. No sabíais que estaba enferma Dolores? Pues está bastante en-ferma, y ésto hace tiempo.

Recuerdos a padre y a Susana y a Andrea; tú, madre, dame tu bendición y recibe mis besos." '

Rubricó las cartas, las cerró y las mandó a Co-rreos; luego, sintiendo la llegada del médico entró en la habitación de su mujer.

Se sentía mejor, incorporada en la cama, sobre un mundo de encajes, de blancuras. El Doctor, sin embargo, no parecia satisfecho y se marchó sin re-ectar.

# Era inútil otro tratamiento, más drogas; nue siguiera con lo mismo, con todo el tratamiento an. tenor.

Rafael pasó toda la siesta en el cuarto, locuaz, alegre, cannoso hasta con la suegra; a la tarde dijo

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vK nrsHo.iii u no« ^ ILL

r : c se ¡ba a dir una vuelta; mandó ¡.reparar cl au!i\ se perfumó hasta los calcetines y se fué a casa de hs de Silva.

Rosario le esperaba, asomada al balcón; había recibido su carta; que presumido era...

—Porque lo que >o tengo que decirte, no es lo que tú supones, ni te quería ver para pedirte lo que dices.

Para lo que fuera; aquí estaba el, amándola, adorándola, lindísima, muñeca; aquí estaba tí; que hablara ¿quería la luna o quería esto?...

La besó en los labios una, dos, diez xcecs.,. Estaban solos en la galería que iba apenunbran-

do la tarde al apagarse; era esa hora de dulce ro­manticismo en que parece que el alma se envueve en alas, que es la vida un perfume perdurable. Fren­te a ellos, el mar babeaba sus espumas que hacía lu­minosas el último celeste resplandor; veían las velas de las barcas allá lejos; los pájaros marinos revolan­do; y huecas, broncas, quebrando la jx>csia ves­peral, hasta ellos llegaban los gritos de los pescado­res que se hablaban perdiéndose ma/ adentro.

Se estrechaban las manos, juntos, tan juntos que se escuchaban el latir del corazón. Parecía men-tira, <no, Rafael? parecía mentira qnc fueran novios que se llegaran a comprender tan pronto, que se amaran ya tanto. Y concluía la romántica con su voz langorosa y musical:

—Porque yo te quiero, ya lo vés, sin importar-me tu estado, ni lo malo que eres; porque yo te quiero mucho!... ' * * c

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fiorita; ù ver? que moviera la mano... i cn ia un-brta relumbraba la pedrería tic los anillos corno un relámpago.

Sus dos figuras marcaban una silueta única en el fondo, como la una en la otra refugiadas; ella le contcmpl-ba arrobada, tomo a un Dios.

Rafael, Rafael de su vida, que no la dejara nun^ ca. Le buscaría de rodillas llorando por el mundo. Seria su esclava, ya que él lo quizo, ya que él lo de­seó. Rafael de su vida, Rafael de su alma, Rafael de su corazón...

La sed de mar y ser amada-hacíala temblar de amor; él la estrechó por la cintura, y alzó un brazo -tendiéndolo hacia el mar, hacía los cielos:

-Mira, la luna. La luna que es el corazüru V saliendo de ese corazón besos de am*. Wenen, besos de amor qu s o n h vS 2* ^ y

Charing? Toma un beso' Dame un ¿ t , ' * ? £ ? ? • es eso, besos... eso* « vida

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ss n\<;:o:ó IA no* i f t

IV.

Aquel día llegó Crisòstomo Cristobal a casa de lV::o de punta en negro; rígido y estirado, afectan­do solemne gravedad; !e acompasaba su padre, un v;?jo tocado a la antigua, de alba y reluciente ca­misa ta£a!a abotonada con brillantes.

—i Ando>! —Simplicio... Se abrazaron, cordialmente; eran íntimos, lo

habían sido desde su juventud, condic/puJos en San ¡¿iti de Letrán; y apesar del antagonismo de sus ca­racteres, completamente opuestos, se querían, seque-ruin..»

—Chico, ¡tanto tiempo! ¡te creía difunto, pu-fiaîes*

:Qué quería, chicoy? Se había pasado en la La­guna más de un aflo; la gente se le iba; aquello era un desbarajjstc; todo abandonado; con tanto sinver­güenza politicastro y tanto vicio y tanto... en fin, chicoy, que había tenido que hacer ti sacri (icio de pasarse unos meses por allá para poner las cosas en erden...

—cY tú? c*t,is mus panzudo; buena vida, ('eh? rúenos nc^ociob?

Se sentaron frente a frente, en U <.iM.it mim. tras Crisòstomo lo lucü en el s.iícn junto a Leo.

I

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«i t i vk JIMS PAI MUX»

rarda; cSabia ella para que había venido su padre? Pues para arrecar la boda, su boda de ellos, oh aJoradx

Leonarda le escuchaba encendida, temblorosa como una rama cargada de flores; su frente se pò. bîaba de mil pensamientos, diversos, locos, maripo-saîes; y cuando habló, cuando a las'de el, palabras m tJ¿adoras de amor, entrabrió el milagro de sus hbios, habló murmurando:

—Pero... ¿ya? tfan pronto? ¿tanta prNa, Crisòs­tomo?...

El la decía que sí con la cabeza y con los labios; U quería, su>a, cuanto antes más Miz; ya llevaban dos años tratándose, amándose a traves de obstáculos mil, que a él le impedían periodicamente mirarse en sus ojos como en el cristal del agua los lotos sus co'ores; que le impedían no poder, por el respeto a la novia, morir en las dulzuras que a la espesa bnndiríacn besos, en suspiros, sin ¡m

FZ™ íl a m 0 r V " ? l—verberada™ £ > morir Mil cosas, oh adorada; suplidos M ¿ los y afanes y ensueños que ella no S a ^ r t no le quería, como él a ella, comprender. W *

r< ? v o e» w M |*ra'so mío? , Le escuchaba sonriendo, sin e scud in

lejos del amante cerebro y corazón \ m U y

y Jétalo le d.jo que no. <Qjc<

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SK l·lbllOjó IA lï.Ok „ _ j J j L

ro5 le tiró al novio las hojas rotas a la cara. Hue-no, ¿cuando era la boda?

Ah.losvicjosNíecidirían, j>ero muy pronto, muy pronto.

Volvía ella a pensar en el otro; ¿por qué tem­blaba su corazón? ¿de amor? ¿de miedo?, ¿de qué?... Sor mentirosa de champaca, ¿por qué temblaba su corazón?

La quebró la vacilación de alma, la voz atipla­da y temblona del futuro papá suegro.

—Esa picarona, ¿dónde esta esa picarona? que quiero verla...

Se alzó, vara de rosas, de luz, de carne de dia* fanidad y maravilla, la que de luz y flores semeja­ba estar hecha toda la gloriosa; y arrastrando las zapatillas en su paso lento, inclinada hacia un*hom-bro y hacia atrás la cabeza, caído el pañuelo de !a camisa a un lado, los labios enjoyados de sonrisa, se adelantó por la caída, triunfal.

Quedó ti viejo boquiabierto, largo tiempo mu-do; pero... ¿pero era ésta, Leonarda? ¿aquella chiqui-Iicuatra de Leonarda? ¿que milagro le había conver­tido en... en, ¡vamos! en tan guapa? porque, ¡vaya si era guapa la chispas de la chiquilla!

Y a don Andoy le fulguraban los ojillos semi-ocultos bajólas enormes patas de gallo que le llena ban la cara, y le trcmulaba la voz silbante entre las encías desdentadas.

Hombre, que se acercara para que la viera bien; así; caracoles; si parecía una murteca; a ver, a ver...

Se caló las gafas para contemplai la a su sabor, M reía nerviosa, visiblemente molesta con el exa-

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nen del vejete; concluyó j.or colerla la cara con L;

manos. . « ^ J**AI %-Bueno, iy qué? de quieres mucho a este? Este era Crisòstomo, allí cerca de ella, radiante

de gozo por la buena impresión de! viejo; Leonardi no contesto; sus mejillas, granadas dijéransc que Ú! contacto más leve reventaran para estallar en púr-pura.

En tanto, don Andoy. seguía el animado hablar; ya estaba concertado lo del casamiento; prontito, prontitc*, el tiempo necesario para las amonestació. nes; pasadas estas, la gran fiesta, si señora, la gran fiesta; el gran bail uh an en su casa; y después, De* minus Vobhcuni; a vivir como Dios y el mundo mandan! ¿eh? ¡equdoaia!

Nada, se hab'a salvado el mundo; el buen ve­jete lo arreglaba todo-cn un amén; don Simplicio lo aprobaba todo, y duna Carmen no se o¡>onía a nada.

A la. hora de comer, el suegro le dio la gran noticia a Rafael.

—Hay novedades, ¿sabes? y gordas. ¿Gordas?... Como no fueran la Amparo y com­

pañía de las dedicatorias faltas de ortografía que-había descubierto en su escritorio; más gordas que

Siguió comiendo tranquilamente: —t'stcd dirá.

s iesta / '™' * "• "*>" <**<"« *» L«o... ¿Qud í c ca4iba Lconarc!a>...

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—Si, hombre, $•'; hoy lu venido Andoy i j«e-¿rnt-la para Crisòstomo.

I-a quedó mirando con los ojos de ¡ar en par abiertos como estatuado t!c improviso ante la enor­midad d *1 notición {qué se cariba I eonarda? ¿qué se c?.ñba Leonardi?...

—¿Te casas? Al*ó ella la frente doblada hacía la mesa, y sin

mirarle, murmuro: —¿No lo dice japá? No hablaron ya durante el resto de la comida,

aprisa y triste, sino de la enfermedad de Dolores, ce cía en día más enferma; Rafael se levantó antes que nadie: ibi a relevar, en su cuarto, a dofla Car-rúen f*ara que saliera a comer.

Leonarda le siguió: —Oye. Se volvió: —¿Qué' —Esta noche, cuando todos duerman, espé­

rame en la azotea, üi'-n; la esperaría. Y sin siquiera mirarla, pasó al cuarto de su

mujer. !,a enferma estaba despierta, incorporada so­

bre !a* almohadas de h cama; su cara blanca, tan páüda, crecía la lux de la luna; sus ojos y sus la. tíos se alebraron; su jiccho suspiró:

—Rafael... <Cómo estaba, cómo estaba, desde la mañana

MI enferma? ' l)ofla Carmen contestó j>or ella;

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Me'or. como nunca mejor; animadísima y a:. va fiebre; hacia i:n rato, charlaba; ahora se ha ; a faticai un poco; ibi a cbrnvrse cuando el entró.

4 Se sentó a su lado; le acarició la cara, las ma­nos juntas sobre el pecho como un par de alas di una paloma en reposo:

—Dolores... Doíoretes... Dolontas... Suspiraba, fijos en él los ojos, el alma, toda

la vida; sintiéndose de él en amor acariciada" como en el ciclo; él, enternecido, despierto a mil memo­rias y mil recuerdos de ella el corazón, de pronto, y sin saber porqué, seguía arrullándola dulcemente:

—Dolores, Doíoretes, Dolontas... Se dormía. Y él veía, cómo, poco a poco, se cerraban sus

párpados y sus labios se abrían en angustioso respi­rar, ti veía, cómo, la cabeza coronada de los negros cabellos que besó tantas veces, resbalaba lenta por el blancor de las almohadas.

Siguió allí, junto a ella, velando su sueño, en-trepido en un libro; y acabó fatigado de pensar y de leer, por dormirse también.

Y sonar.

Era un día de fiesta. Era un día de boda

das r^creT * " " ^ * flores' d c ,UCCS'>* * ^

n - r a a ^

' ,,ern,osa» pura, como en su primer

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dia de amor, envuelta en los albores de su traje nupcial, feliz y pudorosa, llena dé sampaguitas...

Sa velo parecía las hojas de los lirios, su paso el lemblor de una nube errante en el azuJ, y 'el ¡n* denso que arde sagrado en los templos el olor de sus carnes, y la rosa que se abre galana en los cam* pos su sonrisa.

En el fondo del suefio se alzaba un altar de oro y de estrellas. Hacía él las lindas mujeres empuja-ban a Rafael. Entonces cesaron las músicas, las risas, las palabras, y se vio ante el ara. Pero se vio solo. ¿Dónde estaba la novia gentil?

¿Dónde estás, Dolores, la del velo tejido de ho­jas de lirios la del i>aso como una nube errante en el azul, la, como el incienso que arde sagrado en los templos el olor de las cames y las ropas, la como la rosa que se abre galana en los campos, .la son­risa?

c'Dóndf estás, tú, la llena de pureza y sampa-guitas, mi pálida y dulce desposada?....

De pronto se apagaron las luces, se murieron las flores, se callaron las músicas, se borraron las mujeres; y Rafael, recostado en el sillón, con los brazos este ndidos a las sombras, desertó.

Atardecía. Dolores seguía durmiendo; dona Carmen oraba, sabía Dios que novena a que Santo de la Celeste Corte.

¡Olí, que suerto! ¡Qué locura de suefloí... Se alzó, restregándose los ojos con los puflos

cerrados; \uyo se vistió y se largó a casa de las de Suva.

Necesitaba allí, a besos en los labios de Cha-

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îi~*. ahogar cï sinsabor cel suefío, Leber la vi.!;.. arr.nr, y í:er.:e al rur cannonerò y murmurador, c:

—¿Sabes, Charing? Tecs he softado una b:r-barldai Calcula. Oueme cacaba ¿z nuevo, pero cea qu:éa ni en suecos tú ¡«drías imaginarte; c¿n De!: res.

ETia !e sonría enigmáticamente; el continuó; D^eno, aquello era el sueflo, pero en verdad

que !e guardaba el muy hacía poco sorprendido, una sorpresa que también se dijera cosa de sueños; la teda de Leonarda con_ con el gran&simo caprípe­de ce Crisfsnmo.

—Pero, ¿Leonarda?... —Mira, a t¡ que eres para mí lo que eres, te

ciré, sia que per ello llores ni celes, que Leonardi hace b:*n en casarse con Cristobal o con el primero que s? ¡e presente, porque es de oro y piedras pre­ciosas; ¡si tj sepieras!... No la he hecho mi que­rida por lástima y porque es hermana de m¡ mujer.

Calló. El mar iba rizando, como blondas, sus o!as; lejos, ca su fondo verdinegro, temblaban los faroles ro'os de las vin'as pescad >ras; el air*, llega­ba cuente a resaca; en Io alto, b noche lloraba su primera lágrima de luz.

Mar de la Ermita, canta. Tus olas como las cuerdas de un arpa gigantes­

ca, que de cosas tan dulces cuentan girrit «do a! cora­zón! Ahora que el vierto te arrastra como el man­to ¿? cna Reina v te besa la hit a, .canta! abra tu* espumas; b noche esiá de novios esta 'noche es ur, beso.

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SE DFMIOJÓ !A H OR }2L·

—Tú y yo, perdidos, lejos, por allí, por las olas, pescadores de alma con el anzuelo ¿z tes be-sos; sobre tu frente, ardiendo jXtra que yo te pueda contemplar, una estrella, Venus; nuestra banca iria ¿c aquí para allá como la vida de los homares, y los ft mos mal sujetos por mis manes, caerían chapo­teando, el uno a un lado, como una ala y el otro al otro, como otra ala:

Tu cantarías, hermosa mía, la música triste de unos versos que yo por ti soñara y te enseñara a cantar a besos... <te atreverías? Abajo hay una banca, allá, sobre la playa, mira...

—Oh, Rafael. —Tú y yo, perdidos, lejos» por allí, por las olas,

pescadores de alma con el anzuelo dd los besos; tú y yo solos, solos; y todo lo demás azul, en una com pacta gran nube azul el mar y el cielo. Verás como pasa el viento silbando risas y cómo, en el fondo del agua se enfloran las algas y menos mil veces que tú hermosas, del blancor de sus nácares suben tem­blando para ti las |>erlas.

Le acariciaba mientras y se dejaba acariciar la loca;' las nunca encantadas escuchadas palabras, red tendida eran en donde sus últimos escrúpulos contorcionaban presos; el último pudor se lo mató el glorioso arrastrándola en gloria hacíala playa, ha. cía las sombras.

—Ven. Vamos... La banca se mecía como una mancha negra,

sujeta por una cuerda a una enorme piedra; él la de! samarró y cnttarcaron.

Olia a pescado en un olor marisco y penetran.

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te nue exaltaba los nervios la embarcación aqutía arrastrada mar adentro, en tanto, sobre una such red abandonada en su paiva, la d- Silva se inclinaba ñor caída a! cenagal, más blanca al íuígor celeste, temblorosa de miedo y de ansiedad.

Y fué, allí, donde él quería, sobre el retiemblo de las aguas y entre las sombras azules de la noche, suya.

—Toma, tus corchos. Se los alcanzaba a la aturdida presurosa, que

saltó á la play? en miedo de ser por la tardanza sor. prendida, descalza; y la vio alejarse corriendo, co­rriendo, hasta per dorse en el solar y en la casa llenos ahora de su impureza virginal.

Sí, había caído, caído para siempre y con una facilidad que a él mismo le asombrara la ingenua so­nadora de afán de amores encendida; y como (illa, ¡cuantas! ¡Cuantas |>obres vírgenes apagaban sus lámparas ante el altar de maravilla ardiente* y miste riosoî

Pensaba Rafael en las conquistas rápidas de que tan orgullosos mostrábanse, al narrarlas escan­dalosamente a la hora postprandial «le algun Resto­rán de moda, sus grandes amigotcs. V sonreía. ¡Oh. si en aquellas lenguas cayera su aventura?... yue nueva hermosa ingenua para la gran exposi-s.ón de las Pilar, las Paz, las Felisa, | M armen, las babel, y las ciento mas de pobres (lores caídas, la

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SE DESHOJÓ LA FI OR ijtj

que no en una red mal oliente de una vìnta, en la as. sucrosa red tendida por cualquier salvaje dcshoJ3dor de flores.,.

Algo desconocido, algo Heno de aroma, como una bondad dormida despertó de pronto en el fondo de su alma; y se vio miserable, vencido, arrepentido; rota la quimera, vaciló en el vacío de amor, de amor no, de ilusión únicamente, porque él, Rafael, no amaba ni podía amar a la dp Silva.

Ahora*lo veía en todo su esplendor de clarida-des, de realidad tangible, comparando, en su vida, la hora de encanto inicial con la gentil chiquilla, a la otra hora en que por primera vez gozara a su mujer en la misma suerte del idilio; y triste, con la tristeza del animal satisfecho, de la carne harta, de la moral hecha lampazos, Rafael se encaminó a su casa lenta­mente.

Se informaba al llegar sin atreverse a entrar en su cuarto, por la salud de Dolores; ¿seguía mejo­rando?

Le dijeron qi*e sí, y se entretuvo has,ta la hora de la cena en ojear un Magasine. IJebió mas que comió, y luego se bajó al jardín.

Le envolvía un olor de sampaguitas, de ibng-ilangs, de malvarosas y malacocos desparramados por el viento recio y húmtdo, heraldo de lluvia, bajo las negras nubes que se iban tragando estrellas; y le envolvía también, le seguía envolviendo no sabía él porque con tama obsesión y a pesar de haber .en vino querido ahogarlas muy profundas, la tristeza animal de la carne y el doloroso escrúpulo del alma.

No, no; no amaba a Rosario Silva, ni a Leo-

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_j»_rxrV¥- i~*i " i •* f* " * - ~i "ir r .

rarJi. rJ a ranina otra mujer; estala de ésto l í t s o-wro; sin que esto sorprendente y nuevo que vera ahora a contarle ti cora/ón, fuera a efectos c!d vino que le daivaba en la cabeza; y sín embargo, sola mente horas antes, ¿qué no hubiera hecho el por h?, dos hermosas creyOmln-?^ en mentira terpe, catr |or ellas de adoración?

Sintió un leve rumor de |asos, y cómo una ra­ma de pabias caía doblada a tierra; oyó su nombre vjsurrado aprima y quietamente después.

—¿Rafael?... ;Oh, Leonarda! Le habja visto bajar y venía por la cita dada 2

anticipársela cuanto antes; necesitaba hablarle. «-- ¡Habla! Pues nada, lo de la boda; que ella, decididamen.

te, se casaba con Cristobal —Porqué, ¡desensáñate, Rafael! lo que tu y v o

hemos hecho, es una locura. —¿Locura? — S í , m e d í t a l o V VÍT-ÍC* n¡ t.» .v,

te .,u,ero ¿no te !o ha dicho el cordón» ' ^ > Ad..mas, Dolores..

n»e b ^ ^ E S Í f Í * , a *** —hacha

donosa como e m L " f . «mstno, ansiándola

«•-' »na c" a,¡a,5 i » 7 7 " h caU''a' f» lirias alas aJ a , i i1"1'0' "-««nScnJ.. ,, >or su

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—Como antes ¿sabes* como hermanos; cerro tuer.os hermanos...

¡Puah! No podía ya contenerse; no podía as'' verse fríamente ultrajado por las palabras en moral repentina de la que de él sabíase hasta desnuda con-lemptada; no podía ni en un sueño.imaginarse ti, que para oír cuatro latinajos y recibir la bendición de un mamarracho con sotanas, al lado de el venado de Crisostomo, viniera el!a a aplanarle en sus desvíos; r.o, no jiodia, ni debía, ni quera permitirlo y se in-incorporó al verla tratar de volverse, sujetándola las rcanos:

—Oye, al menos ¡devuélveme mis besos? Ella, rápida, le había esquivado y se alejaba hu­

yendo por las sombras del jardín; la vio desaparecer, f.jaen ella la mirada... ¡Bah, que cochinos las muje­res y el amor!

Pero ésta... —Oh, tú, señora, me las tienes que pagar! Un grito horrible, desgarrador, que partió de

los altos de la casa, le hizo estremecer de pronto; sodamente oyó sollozos, largos y angustiosos sol ÎÎ02OS que espantaron la paz del lugar alzando ecos lastimeros en la noche dormida; cuando llegó tem. traodo a la caída se encontró a doña Carmen retor. céndosc en una soia comò una sicq>c herida, y a su suegro que le salía al encuentro con los brazos en cruz, c n

-Bueno, ¡puñales! esto se acabó; ten rcsívna. cían, Kafacl... *

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1 20 h'K USI'S BAIMCkl

iEh! d'ero que estaba hablando cl suegro? ¿Qué pasaba aquí*

—Pues, pasa.. pasa, que Dolores... —¿Dolores, qué? —Ha muerto, ¡puñales! que la lian encontrado

mu ci ta. Muerta, si; allí estaba, en su lecho, rigida, con

los ojos abiertos todavía, como aguardándole para jx3r vez última mirarle y despedirse de él, de su Ra­fas); allí estaba la pobre; se murió como una flor.

El cuarto fué invadido; hasta los criados llora-ban; la vieja casa entera, temblaba de dolor; había muerto la buena para todos, la santa de los amores, la mansa y humilde de corazón.

Soîo Rafael no lloraba, no sufría; y en vano afectando la más teatral pena posible, llamaba a las lágrimas a fuerza de restregarse los ojos con el pa­ñuelo, y recordaba cosas tristísimas para despertar sentimentalismos en su alma; sus ojos seguían secos y su alma, cual de improviso convertida en piedra, se hacía inaccesible a todo entermecimicnto.

—Bueno, írediez! no seas nifio; ya no tiene re­medio; la pobre ha descansado.

V Don Simplicio, llena la cara de lagrimones, se llevaba a Rafael,* que se dejaba arrastrar en pleno fingimiento fuera del cuarto.

La casase llenaba de visitas, de achones ardien­tes, de flores y más flores; el cuarto de la muerta se dijera un jardin; y sobre el cuerpo muerto, con las rosas, caían oraciones y responsos de la partida de Jesuítas amigos de dora Carmen que oía como una

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Qclccoà cca tcdbs Ics pc2a!es ¿cl deler ¿ a v a i s ^x cl s e » , Ics tcrpes ¿arroses consueles de Ics can padres cíe Loyo&L

A U tarde fue ti entierro; Rafael, ¿e rijcrcso 5iS\ ¿I lado de su scevro, cn las puertas del ceces-sris, ren ia 2ÍccU£*i> uà quebranto y una gravedad coy lejos de él, el pésame de los arriaos qne fer-•nahan c! cortejo. Al vc-ïver a casa se emborrachó, se &nsí<x Y scio aï ¿Li siguiente al despertar ca etra baracca que co era la suya, recordando czizz los fayres de! dTah'o vico, todavía, Io pasado, se ¿16 denta de qce estaba soío.

Scìe! . E2 jamás Ce£Ó a esparar aqueCo taa monstruo­

so, taa imprevisto; ci nxmea se :nr2¿rsó qce pediese zneex su Dolores, taa dulce, tan hermosa, tan ho-¡nude; d lo pensó» si, pero lo pensó tan solo èn cn Seco, o en dos, o más locos momentos de extravio, «pe después no fe cupieron en el cerebro, en el alma, « el amor; pero ahora, ahora, ¡Dios! la realidad le apeaba con todos sus martillos y descende a des­trozarle con todas ses puas tcüamadiis.

cDor.de: estaba?- cDonde estaba la que con el ùt amor vhió, y ^ con el de amor el corazón transverberado U huo el, pobre esclava de su vida, ài sa vida foca y miserable?

Ebrio todavía, quién supiera s¡ de alcohol o de **oc9 forró la pueru ce! cuarto y penetró rescc!-bínente..

El cuarto ola a cera muerta, a for muerta * t « ! o ewcrto, to¿a fri^d ca la bezuda q<ieu

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rojc I IM'S KU-MOM

0 . ,c arrojó al abrírsele; y a!h estaba el blanco , S , ] cho entre sel, gigantescos candelabro , I.e.... S sus blancuras aún de bs huelbs * la adone;, con las últimas rosas, como de oro, secas en.r;

sus oros. Sobre sus blancuras y sus rosas cayó, cap

también él como muerto en cruz, en divinidad, en verdulero amor, en no importa que diáfanas y su t'Jo <. art >ransas dulcísimas de amor...

;Oh, todos los rostros de bellas mujeres y sus besos!._ El era un derrotado, un vencido, un idiota?

Uoraba, ahogándose primero, tragándose las lágrimas qt'c reventaban en sus ojos, hinchándole los párpados temblorosos; reciamente después, tal que si ya abiertas las fuentes del llanto quisieran desbordarse impetuosas por su cara y su pecho en enormes gemidos más semejantes a aullidos que a sollozos; y se alzó de pronto para recorrer el cuarto, para buscarla por debajo de los muebles, detrás de las cortinas, entre las sábanas del lecho

No, no podía creer que la había perdido, que no estaba en la casa, que dormía para siempre ya debajo de un montón de tierra y flores, la pobre amada, la pobre rema de su amor. No, no podía creer este absurdo, este imposible, cbte destrtr'o absoluto y total de su vida entera V S U ? L T «scorno P * - tridos, llenábanla h ï b i a c i ó «

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,>.v»«r-

cDonJc i-stis, Uo'ores, la del v*!o tejido dc !;oliS iîe lirîos h del jaso como tina r#üLc errarle ca cl azul, la, como cl incienso ejus arde sagrado cu los altares el olor de las carnei y las roj>as, la como la rosa tjuc so abre galana en los camj os, îa sonrisa?..,

¿Donde estas tú, la llena de pureza y samja-guitas, amada mu, esposa mía5...

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TERCERA PARTE

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SE DESHOJÓ lA MOR tj£

I.

Volvía el caballo con las riendas sueltas que Rafael abandonaba por su cuello bayo, pastando flo­res por los bordes del camino. El sol caía dorando el viento, por d :trás de la montaña; y bajo la sombra que empezaba a envolver la sementera, las mujeres tornaban, de pilar el palay march'tas, a su§ casas, dejando las huellas de sus pies descalzos en el pol­vo; y los pájaros volvían a sus nidos, a la arbole­da de la selva, dejando el ruido de sus alas en la luz.

A la entraba del pueblo divisó a sus hermanas acompañadas de Quico, el viejo datan, que le salían al encuentro, asustadas Susana y Andrea, de fijo, de que no hubiera vuelto de la montaña en todo el día.

—¡Kh! les gritó, ¡no me he perdido! Y alzaba tremolando por el aire un haz de margaritas silves­tres, saívajes, doradas.

Se juntaron al fin; se apeó 01; y envió a Quico con el caballo por delante.

Las hermanas le hablaban, resentidas; padre es­taba muy inquieto y madre había Horado de miedo por que le hubiera pasado algo de malo, y de despe­cho, por haberle preparado un guiso de setas y pi. chones que él, por no haber vuelto, no pudo catar, tan bueno como estaba.

Se le colgaron la una de un brazo, la otra de

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ct:o Imo. Erar. l!ancx% con caras de irü/.ca, '-uar:<:r.a> las tics. Susam tcr.â oyuclcs en las c te^a*; y Andrea un I^rar cr> Li teca que pa-rc¿a un bianco prematadamente puesto ala para in £Îcr:cso tlrvlco de Lc^os.

Ra'ael las nuraba, embeîesado, volviendo h caVcra île un h Jo a! ctro liJo; ¡Oh, sus hcrmar-is! :0\ las clu!cts tas humildes. Las lindas pueblen-cas* Estas si, que ca el rincón azul ce selv i y c;e!o ça que crecan, como matas de sampar^is crecían, o!crosas y pûx«^

Le levaban a rastras, entre las dos, tirando de ¿1 aîisiosas de llegar cuanto actes a calmar les temores de* la vieja y la inquietud del viejo; y Andrea le «peda esplîcaciones:

—Pero ¿per q;-é no has vuelto? ¿qué has hecho toJo el da en ci bosque? ¿qué ros comido?

Calma, Señorita. No había vuelto porque se ¿trajo perdido, después de txito tempo sia ver cl mor.te, per c! monte; y las heras se le fueron vo­lando como mariposas. En cuanto a comer, haba ce mi io; epe a falta ¿e los pichones y las setas de madre, había mabclos y £uayabas y cereras en la selva,

—Como cuando era r.Í¿\>; ¿no os scordai* ya? A lo mejor me ila aî £*5¿t y r.o aparecía por casa ta varios c!as; en car.ro \oívia. p-adre mi dala cuatro bejacxcqs, y i'iuoühaua la próxima! % ;0:^. aq^cl'os eran los das fc;:cc% sus das cV ri*V>t SUÍ das éc r.i/*o\*.

Se ponía tríst-, caTando de ¡mproilso; Su>ara

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si? DF.SIIOIA ÌA n.oR I 35

SÌ lo notabi y le atajaba los malos pensamientos habîa'idole en sonrisas...

—¿Y cuándo te bañabas en el río y volvías a îa tarde con la cara encendida como una macopa, ¿te acuerdas? Una vez volviste desnudo, pasando' desnudo por todo el pueblo, porque tus ropas se hs había llevado la corriente...

Reían las dos, consiguiendo hacerle a él reír tambión con los gratos recuerdos de la infancia. Susana continuaba:

—Una vez, tragiste una culebra, y padre se puso furioso: estuviste sin postre en las comidas más de una, semana; pero nos( tras te guardabarros locayo% y te salía bien el castigo, porque te encon­trabas con doble ración ¿te acuerdas?

. —¿Y te acut rdas, decía Aïidrea, cuando te pe­leabas con nosotras por que 'dejabas desolado el jardín para chupar el tallo c*e las flores que tu decías que eran dulces? ¿te acuerdas?...

Sí, se acordaba de todo, de todo, hasta de cuando les rompía las muñecas y los kalanes y las cllitai de barro, y las camisolas^ peleando a araría, zos, como un gato, con ellas. Que distante ya aquel tiempo. IQue distante y que hermoso!

Llegaban a su casa, una casa de ñipas, de ca. nas y maderas, perdida en un inmenso soTar lleno de árboles frutales y plantas florecida*. Entraron espantando a un mundo de pavos, de patos, de gan. sos y gallinas que invadían la eo'trada disputan, cose el grano que dona Feliza, la madre de R.v Ucl, les echaba a puñados... ¡Oh, Rafael, hijo, vaya un día que les había dado de zozobra y de te.

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rr.or. Abandonaba las aves, para avisar, a gritos, al marido, que llegaba Rafael; el vîejo le contes-taba a gritos también, desde el otro lado del solar en donde estaba podando malvarrosas, que ¡ba, que ya iba; y media hora después la fimiìia reunida en el comedor, cenaba charlando alegremente.

Hacia quince días que Rafael había llegado y hacia tres semanas qud Dolores había "muerto. El había llegado enfermo, llaço, macilento, a refu­giar su corazón hecho polvo en el pedazo de tierra en que nació y a llorar su dolor en el regazo ben­dito de la buena mujer que le dio el ser. Odiaba la casa, le aplastaba, le ahogaba, se le venía encima la maldita casa aquella en donde paseaba como un fantasma negro y silente la beata empedernida de su suegra; en donde su suegro lo llenaba todo de ¡Puñales! en donde Leoriarda impura y hermosa, perpetua provocación era a instantes de cópula y locura; ¡y en donde como una flor se deshojó su amor, su único amor, Dolores!...

¡Oh, paz, dulce y suave y dormida paz del pueblo! ¡Oh, visión constantemente azul de la mon­tana, el rio, el viento y la campiña! ¡Oh, espesura olorosa y temblorosa, como una novia, de la selva! ¡Oh, rústico albergue lleno del encanto virginal de dos chiquillas y la santa tranquilidad de vida y cora­zón de dos viejos honrados!...

Un optimismo de vivir, una alegría inesperada de gozar invadía de nuevo como abierto torrente cau-daloso el alma dei siti ventura; un ansia de amor, de tener a quien amar, le latía en la sangre; y amaba, amaba y bendec/a la paz del terruño, el aroma sat-

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SÜ PCSHOJÓ u FI.OS U7

vro de tas fiorcs, la olorosa carne de las frutas, la purera de la leche rizada en encajes de espuma, la larga crin de í»St su bayo caballejo, la nieve tem* b'.orosa de los gansos, la dulzura inenarrable de Su* sana y Andrea...

Lo amaba todo, todo, en el ansia fervorosa y ardiente de amar; como el Santo de Asís, su pobre enlutado connón abarcaba el universo; y a él, a ve­ces, imuchas veces! le era dable esclamar también:

—Hermana agua; hermano lobo; hetmana /lor... Pero una noche, Quico, el viejo ¿a/a», le habló

de venados. Había una pareja espléndida; no hacía una semana él la había visto chapoteando a orillas ilei río, en un rincón del bosque. ¿Los quería cazar Rafael?

¡Desde luego, hombre! Y haber desembucha­do mucho antes el notición.

Bueno. Entonces prepararía el viejo la ce­lada, la red, los hombres, las luces que fascinaban, porque la cosa seria de noche...

¡Qué red, ni qué luces, n¡ qué noches! Que le ensenara el viejo el habitáculo; él iría a pleno sol, frente a frente, y los mataría a tiros.

r— !*o que tú vas a hacer ahora mismo es lim­piarme el rifle; mañana a la madrugada/andando.

Y a !a madrugada fría, perfumada, bajo el ciclo que se tenía de un tenue rosa bordado de estrellas, atravesaron los campos cuajados de rocío a inter-narse en el bosque que les abría sus puertas de fio-res, de ramas y de pomas, tal que un paraíso sin Lvas ni amores...

—¡Hala, Quico!

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fOR jrSÍS BAI MORI

Volvía !a cabeza, subiendo la pendiente mon. u:.osa, para animar al viejo que se quedaba atrás, hipando, apoyado en una escopeta mas vieja que su abuelo. A su paso huía por la maleza, silban-do, una serpiente; o desde el copón de un árbol tendía el vuelo, asustado, un pajarraco.

Distaba aún el tugar de la caza, y Rafael acabó, como el viejo, por rendirse. ¡Eh, Quíco; se moría de sed; ¿dónde diablos encontrarían a^ua, leche, vino, o cuernos coronados?

El murmullo del río, lejano, que la brisa desparramaba por el bosque y que el eco dividido en mil ecos agrandaba fantástico, aumentaba la sed del cansado cazador.

—Hay un remedio, proponía Quico. —¿Cual? —Masticar hojas de guayaba. ¡Pues era verdad! iy haberse él olvidado de

eso!... Se internó, por un sendero abierto en la espe­

sura en busca de un árbol de guayabas; de pronto oyó el ladrido de un perro; apartó las ramas y ¡oh! ¡arriba, corazón! en un claro del bosque se alza, ba una choza bajo las hojas como estrellas de oro y azur del pomposo cartaveral.

Silbó, grito después, llamando a Quico; rero Quico no aparecía, acaso por no dar cond sendero

?2£¿¡L?fol,ajci cl,pcrrü te « wiS Síh cal a T ? 7 >'a Íba Rrf*'«« latirle de un toS^^^d*?1 a c o m c d d a . cuando llaman.

ai anima!, surgió de pronto, en el fondo azul de

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52 r-ZSllOjÒ IA HCR I j 9

lis ca£is, CO.T.0 un pe Jaro de so! ca/do del espa. cb» tra larga y notante mancha roja; una mujer.

;Ohî ¿Pero estaba sotando Rafael, o Dc!o-res, su Do'orcs, su amor, le salía al encuentro tras ei can sumiso y quiero ahora?

Porque era ella, ella, ¡Dios! con sus cabellos lardos, riegros, cubriéndole los hombros, las espal­das, los fíes; ella con sus ojos grandes y divinos de tagala pura; ella con su triste sonrisa, con su dulce boca de perlas y corales; ella, d a misma, larga y piíida como un lirio de un huerto sacrosante..

;Dxs! Se le acercó, saludándola en tagalo, hablando-

la en tagalo, a la gentil. Era una rústica y dulce lj¿<z-¿uki.Ít hija de uû mj£sasaká% sin otra,madre conocida que la selva, sin -mas hermanos que las ñores salvajes, salvaje ella también y arisca y virgen como las llores, olorosa a cinamomos.

—cQué busca usted? ¿qué quiere usted3... Le interrogaba envolviéndole en sus miradas,

recelosa, brava. El, que la miraba tiernamente, en asombros de mirar rediviva la imagen de la mu-jfr any da y para siempre perdídi, apenas si supo multar que licuaba sediento, que venía rendido, a implorar la limosna de unas gotas de a^ua.

La vio volverse a la choza, desa[\arcccr en clia y volver luego con un tal/> Heno que le ofrecía con ambas manos; él, entonces, 5ació su sed; Iue£o, qui-tinsse el sombrero y terci-indose el riîîe sobre el hombro, habló:

—(Querría usted permitirme, hasta que lle^a-

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, o roa I:.MS CALMOM

c

ra mi criado lamente, descansar en el fiafaf ter. :;Jo frente a su casa, en su solar?

Dudó ella. Estaba sola. Su padre, en la se-rr.er.tcra, no volvería ya si no a la hora vesperal; sin embargo, ante el humilde que rendido y hermoso lç peda un instante do descanso a la sombra de su choza, por caridad, dijo que sí, que la siguiera, y Rafael, tras el manto perfumado de sus cabellos sueltos, fijos los ojos en los talones de fresa y de leche de sus pies descalzos, la siguió, sintiendo, co sabía él porque, sollozar su corazón, sin que tampo­co supiera o comprendiera, si el lloro era de angus-tia .o felicidad...

Se sentó, se reclinó, mejor, sobre el inmenso ïaP*Z\ bajo el tcldo blancamente florido de un cerezo, mientras ella también se sentaba, se reclina­ba, mejor, en el mas alto peldaño de la escala de cafias de la choza, y el perro deambulaba al rede­dor de Rafael, olfateándolo, y escapando de pronto a perseguir las sombras fugaces de las ramas.

Alzó él la cabeza a sorprender con la mirada a la que fijos en él los ojos le miraba ahora compia, cida. •

—¿Usted baja al pueblo, alguna vez? —Algunas veces. —¿Muchas?

Ir. oZ^T^ n0; C"and0 « C n K 0 nCCCSidld dc

—¿Sola? —Si sc-fior; so!x -¿Tiene usted pariente» en ti pueblo?

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—No sef.or, estamos solos en el mundo, mi p i r e y yo.

Pausa. El perro ladraba en !a entrada del sentiero. Ella, inclinándose, se ponía la mano abier­ta a modo de \ ¡cera'ante los ojos para ver quien llegaba. Nadie. Rafael en unto, quieto, como un autómata, no apartaba de cjla su mirada.

—¿Conoce V. mucha sente, en c! pueblo? —Algunas tenderas del faltnqui y dos o tres

air.igas; nada más. —¿Quiere V. decirme su nombre? Se hecho eila a reír: —¿Para qué? —Para que seamos amibos /quiere. V.? Yo

vengo siempre al bosque a pasear, a cazar; acaso un dia, otro día cualquiera, vuelva a pedirla a V. un poco de agua.

Dudó ella un momento; luego, dejando de reír, aprisa, nerviosa, le brindó su nombre...

—Margarita. Volvía a ladrar el perro, y esta ver, si; esta

vez llegaba gente; ella obligó al guardian:—¡Aquí, Su!tin, quieto!—Y al final del sendero surgió la bruna y encorvada silueta de! viejo Quico.

—Debe ser su criado, ¿no? —Si, mi criado. -Pues voy por agua; tamban debe traer

sed. »

Fué por el (abo, lo volvió a llenar y se lo a!can¿6 al viejo, que caía tronchado de fatiga junto a kafael, estaban molidos, ni menos r.i más; tres ho­ra» y más de caminata.

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¡ 4 J roa Tisis MU'Qjil

- E h , fr/i.¿«; me parece que hoy se ríen dì nosotros los venados. .

H viejo asentaba, moviendo h cabeza afirma-tivamJnte; traía herido e! píe; se le había clavado en la phnta un espino de aroma.

Día se entraba en la casa, a preparar la co­mida; podían quelarse; a seguir descansando, si querían, él !e habló todavía antes de que ella se

—¿De dónde se proveen usteues de a£ca? ¿dd ría tan distante?

Del rio; y nada de distante, sino bien cerca; ¿veía él aquellos ftfaft/s, a la izquierda? pues por allí cuestión de media hora llenar ¡a ban^a y volver con ella a la cabeza.

—¿Y usted?... ¿Usted es la que vá? Sí seftor, ella misma; ¿de qué se estragaba el

señorito? Desde el pap<x°% completamente recostado ya,

se abría a sus ojos la pobre cocina del casucho. Y distinguía, perfectísimamentc, los kalants

encendidos, humeantes, y los toscos cacharros en donde ella preparaba con sus manos de azucena el arroz, las legumbres y el pescado salado y seco de su frugal condumio.

Poco a poco, una laxitud, un sopor, una pereza deliciosaJe fue invadiendo y aflojando nen ios; erra-ba una brisa suave y hermosa en el silencio, en la

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SK PhSHOJû LA HCR M j

Ya apenas si veía las ondas dispersas de humo rue arrojaba un kaldn% ardiendo como un incensario, al techo ahumado á¿ la rústica cocina; ya apenas si veía los pies grandes, como de fresa y leche, de Mar­garita; después, nada; ya no veía nada; se había queda­do mansamente dormido sobre las cañas entreabier* tas del taPa!t\ bajo el palio del ceroso albescente de flores.

E! perro se había tendido a sus pies, silencioso, espantando quietamente a las moscas que venían a posársele en sus largas ,y negras orejas moteadas de amarillo; Ouicose había subido a la cocina, a ayu­dar, a la fuerza, a la muchacha, en su trabajo; un lato bato lloraba su canción dolida desde lo alto de un santo/.

Margarita le preguntó, de pronto, al viejo que se quemaba los dedos dando vueltas sobre la brasa a dos tomates.

—Su señorito de V. ¿es de aquí, del pueblo? Tero, iquéí <no le conocía cita? si lo conocía

todo el mundo, hasta los labuyos del monte, a él, a sus hermanas, a su madre y a su padre, el capitán Julián...

' —Pues yo no los conosco; ¿viven en el pueblo? ^ ---Claro ¿dónde van a vivir, si es el presidente

municipal?... —<Quién, él? —No, él no; él acaba de llegar de Manila; su

—Y... oiga V. ¿cómo se llama ¿1? —Rafael. —Y es soltero, ¿no?

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. . . K>R )ESCS BAtMOM * » * • • . « » r » • » • • • " « ^ ^ « ^ ^ l · ' u " l · , % ' , * V ^ * ^ ^ « ^ - » - ' '"»"• - * ' " ','· •"" ">~*

—No, víudo. —•¿Viudo?... —S¡ viudo do una mujer bellísima, riquísima,

de lo nus notab'e de Manila, que acaba de morir. La oyó ti viejo suspirar. —iTan joven! Bueno. ¿Y a qué venían todas aquellas pre-

guntas, aquel suspiro? Se fijaba el vejete en la chi-quilla, que se dejaba mirar sin sonrrosarse por el examen de los ojos hundidos entre nubes de arru. gas... Como linda, vaya, ya lo creo que era Jinda la salvaje... Maliciosamente, guiñando sus ojillos, habló Quico.

—Si, es casi un niño; todavía puede casarse siete veces.

El sol, en lo alto, traspasaba su cerco dorán­dolo todo con su ardiente resplandor; hacía dos ho­ras, más, que Rafael dormía; la muchacha invitaba a comer al viejo y...

-rSi él como de ésto, tan pobre, despiértelo » . . .

Se bajó el viejo a despertar a Rafael; ella que. daba arriba, de pié en la puerta de la escala, miran-dolo dormido. Cuando él abrió los ojos, su mirada curiosa, dulce, no sabía él cómo, le envolvía enigma, tica. Y oía su vor, sonora como un golpeado cristal

-Suba V.; es muy humilde la comida; pero es mejor que nada... *

dc U^Ì^\Xh^ asado tlIa " * « * ™ "oro mrTsinít RaíaiCl SCz !aV° Ia5 ™»°>> y con las manos, sentado en el soti¿ comenzó a comer, d e

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fallecido de hambre, todo cuanto ella, sonriendo ante el gran apetito de él, le ofrecía sobre el dulang.

Y como después de cerner era muy malo el caminar al calor del sol, convinieron en que se vol­vería al pueblo cuando el sol apagase el incendio de sus rayos.

Pero ella tenía trabajo, tenía que lavar, y les dejó de nuevo solos a ocultarse, a inclinarse en el tatelán sobre una enorme batea llena de mojadas ropas; Rafael se volvió a tender abajo, en el solar; pero ahora no dormía; y no obstante ísofiaba! sus ojos de par en par abiertos leian bajo las flores del cerezo una historia de amor.

Cuando el sol, declinando, se iba a hundir en la cresta iluminada del monte, Rafael se despidió de la muchacha. Volvería, oh, volvería...

—Si vuelvo ime dará V. otra vez, hospitalidad? Ella le contaría a su padre lo pasado, su amis­

tad; sí, ¿por qué no? él podía volver... Se alejaba Rafael, se alejaba por el sendero

azul, cuadrado de silvestres violetas; ella le miraba alejarse, desde lo alto del baUlán% con las manos y tos brazos desnudos llenos de espumas de jabón.

Se alejaba, se alejaba Rafael en pos del viejo (pe ahora caminaba aprisn, ¡anuiente abajo; y ya iba a desaparecer en una recodo; oculto ¡>or la es-pesura temblorosa, cuando volvió la cara y la vio to. davía en el lejano batalán, fijos en él sus ojos llenos de tristeza, de poesía, de dulzura...

Alzó la mano; —íAdíos:

la

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14'» *A!fLli2l¿? fvM-ffift*

Ella no se movió; siguió mirándole, hasta una vez ¡>crd¡do ya.

Y entonces inclinó la frente sobre el pecho, y cubierta por la noche perfumada de sus cabellos, suspiró.

SJW»

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y¿ i·i'<no}ò IA neri Uf ^ • ^ V ^ ^ ' ^ V V ^ ^ W

I I . <

Había caído la hembra acribillada a balazos y el macho en vez de huir, aguardaba a su vez Ja muerte junto a* su amada compañera, estremeciendo í l bosque con sus gemidos de dolor.

Rafael dirigía a él ahora el cartón del rifle, ecuíto entre la pompa del follaje. Sonó el disparo, subió por el aire una ligera onda cíe humo, y el cervo se desplomó batiendo la tierra con sus enor< res y rizadas astas.

—Quicooo!... —Señorito'. —'.Hala, tulisán% amarra a la j>areja y arrástra­

la hasta abajo. Se los llevaba el viejo a casa del ntagsasaeá;

Rafael había prometido regalarles uno, si mataba a los dos; él se encaminaba al río, silbando tina can­ción en boga.

Nadie. El río se deslizaba como el vc!o de tul de una princesa, perfumado por las matas en Sor de sus orillas; y sin embargo, el reloj de su pulcera marcaba a las nueve, y esta era media hora nus tarde de la que ella solía venir a llenar de agua u banga.

Ifcjó el rif.c aun lado y se tendió sobre las ^cra!d¿s del campo con los brazos cruzados por

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debajo de h nuex No, no podía tardar; y así LÌ cómo pasados dos, cinco, dies minutos, surgió ella de pronto, forma!, altiva, con su iat¡¿a a la cabeza cerno una monstruosa corona que el sol hacía de oro.

No se movió, no sintió un solo laudo estreme-cerlc, y siguió así, tumbado en la ribera sin poder ver de ella sino los pies y las rodillas que h saya corta y arremangada dejaba a pícra luz, en tanto eüa avanzaba hasta llegar junto a él, que entonces, de un salto se puso en pié, atajándola.

—Margarita, flor del bosque... Reía, enseñando la doble hilera de sus diente-

citos más blancos que las carnes del coco; ya sabía e!!a que andaba el señorito por allí'; había oído las detonaciones de su rifle. ¿En donde estaban las víc­timas?

El la dijo en donde, mientras le ayudaba a He-nar de agua el cacharro; al inclinarse la descubría el seno, y bajo la camisa que los marcaba excelsos, miraba temblar sus pechos, como dos amapolas.

Si, se parecía a Dolores, pero solo de cara, nada mas. que su cara. El cuerpo no, ni softa/!o; ésta era bronca y basta; y sus pies y sus manos eran grandes y toscos aunque fueran de rosas y blancuras de leche

¡Oh, pero sus ojos, su boca, el óvalo armonio-so de su rostro y su larga cabellera inmensa!

—Margarita, flor del bosque... Dejaron la òan^t junto, al rifle, cubriendo su

boca d- hojas d<; pütano para evitar al agua c!t-l polvo y de! calor; y i e untaron juntos, mirando a

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!o> faûAv que arrastraba el río como arrastra el amor el corazón de las hijas de los hombres.

—Margarita, oh, Margarita! Ahora sí, ahora descompasadamente !e klian

las venas, el pulso, el corazón; ella, con los ojos ba­jos bajo los párpados de blanco terciopelo, musitaba;

—¿Qué? ¿qué quiere V. de mi? Se lo dijo, al fin, confesándole el incauto su pa.

síónj la quería, U quería porque ella se parecía como una gota a otra gota de agua a una mujer que él llevaba adorándola imposiblemente, porque ya estaba muerta, en el fondo de su corazón.

Y unía sus manos, sobre el pecho, brindando su corazón, tumba de amor, al nuevo amor que bro­taba sobre la misma tumba como una flor azul.

—Te amo, dispuesto a hacerte mia para toda la vida, no imjorta a que precios de vida y felicidad; haré manto tú quieras, lo que tú mandes; y con tal de tenerte tempre, de verte a cada instante, de envolverme en tin cabellos, en tus brazos, y aspirar, besándote, ti aroma de tus labios y el suspiro de tu alma, seré un esclavo, un pobre buen esclavo que de rodillas a tus pies, te adorará.

Ella escuchaba. —Viviremos aquí; yo haré que alzcn para no­

sotros una choza aquí, en el bosque en donde tú seas dulcísima Eva y yo serpiente que te ahogue de amor entre mis ai os después de haberte tentado de amor, de haberte puesto en los labios la manzana y los besos de un amor y un paraíso; y nuestra vida será un momento azul, que, como la corriente

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vjs r.\i.v:M

¿s t>s r.o se t i f.^-rJD sa!* Dios a donde, re— U5 cr.cvt es núslca > cristal.

Ei.! esru:>~ba. •Y ésta r.cche,—Esta roche es de luna—ta-

pa: Invadendo sus enttóas con un beso de hirvientes

t a j a - ' » " " w *

D contìnuo, errándola: —Margaría me quiere. ¿Qué piensa V. de

t do ésto? Y como ta padre me dirá—Eso, a2i vosotros,

si queréis casaros—yo, Margarita, yo, Margarita nua, para probarte que te quiero, que es honrada nú intención y que estoy deseando, muriendo, por mirarme eu tu hermosura, me caso contigo, digan Io que cT an, pese a quien pese, jasando por endma odi mundo cutero.

Inclinada al pecho, ocultaba ella la cara entre sjsnianos blancas, grandes, bastas sin h luz de un brif ante m d olor de un perfume; él se las separó para mirarla; cataba EoranJo.

•Oh, la», ¿-v., ,i « *»'* *e cubren lo rí"„ R c n c s • > * * a1 l^fiar el

J **Jr ** en I orar!...

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ss t:5;:o;¿ ÎA ricg *5f

Siri una palabra más, sin e! mas leve contacto, sin un solo beso qije sellara la pasión mutuamente con­fesada, élla ayudó a posarse la ban*a en la cabera.

Ko podían îr juntos por el estrecho sendero y marchaba en pos de ella, fijos los ojos en c! temblor de su Uph colorado, en las plantas de sus p:és blancos, grandes, como masas de leche y ¿e cere-sas. El sal ardía en las ramas del bosque, en el bitin de flores y frutas que cí viento col implaba. Y el murmullo del río era un trueno de risas sofocadas—

Cuando Rafael llegó a su casa con el mejor buen humor de su vida, su padre le llamó, ceremo­nioso como nunca !e conociera él, con un aìre cîe preocupación y gravedad del todo opuestos a la pe­riódica alegría del buen viejo.

¡Eh, Rafael! Tenían que hablar. (Hablai? ¿De qué? *»lhh, de lo que fuera! Si

le llamaba para reprenderle por sus amores con Mar­garita, tiempo perdido; él estaba dispuesto a unirse como Dios manda con la dulce (a%a ítdid% por en­cima de todo, con tal de no perderla; que allá que­daba ella, esta noche de luna, en el perfume de su selva, de sus carnes, con una sortija de brillantes en las manos, prometida suya para toda la vida.

Se encaminó a la sala. El buen viejo no es-uba solo: le acompañaban dofta Felisa, Susana, An-dr*a, y tío Pepe, un viejo hermano de su madre, un vie/j de ideas endiabladas apesar de ser el organista de la iglesia del pueblo y haberle dejado al cura pa. rroco más de una vez sin moscatel que trincaren la misa iSangrc de Cristo!...

¡Sangre de Baco! decía él.

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> •

Rafael se inmutó. Aquello tenía todas lastra :as do un concejo de faglia. Apostaba la cabe;;, sin temor a perderla, a que el escándalo de la no. via del bosque, llegado a su casa sabia Dios en que forma a-randado por los chismes y la malicia paita­das del hampa pueblerina, origen iba a ser de ufi mis grave, verdadero escándalo en el seno del hogar.

Más se quedó absorto, sin saber que responder, cuando su padre cometo a hablar:

—Siéntate, Rafael, siéntate, que tenemos que hablar de asuntos algo serios. Yo tengo un plan en todo aprobado por tu madre y tu tío Pepe, y desde luego que tú, más que nosotros llamado por la esperiencia a darnos o a no darnos la razón,.fa­llarás. Se trata del porvenir de tus hermanas* de Susana y Andrea.

—¡Ah! respiró Rafael. —Pues como te iba diciendo, continuo el viejo,

tu madre que tiene hechos algunos ah'orrillos, ha pensado conmigo, y muy divinamente, en que las ni-fias que ya van para verdaderas mujeres, pues Su sana tiene diez y siete años cumplidos y Andrea va a cumplir los diez y seis, no saben absolutamente nada de nada, y no las vendría mal el pasarse aira, nos cursos en cualquier Escuela del Gobierno para seguur una carrera, la de maestras, por ejemptoP

Rafael pegó un brinco en su asiento.

tes de e-o „TC a ' nUnCa; d e n í n^na manera! An

í ^ i K Á ^ ^ *•** f u c ™ "nas burra,

—Pero hombre, por qué?

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•i ru:::-;} IA Í Í C Í 153 % W M W a ' • " ^

;Pcr q-¿? Pcrq :c en lis esc-elas p-tücas ¿e ! !ir.rju ca.'an cerno resas a! Ioio hs rxbres hócen­les provincianas; y antes de salir rentras ¿cl estu­d i í fcjîés, ¡Recristo! \a eran maestras consona. ¿¿s y consumidas de toda clase ¿e ¡mirtee!» en el trJLs prc'.ñco deshonor, arrastradas por una parida ¿* /rrv 6 miiiert de gaías de oro, corbatas ¿e rosa y a.T: encanas de seda hasta las rodeas.

—Pero hombre, ¡y Jos profesores? —Les profesores son profesores, y no inspec­

tores de ccraüdad; basante hacen coa mei críes en la cabeza el Òxlznglanjr de asignaturas que cursan; sin ellos; ellos los que luego de la dase se encar­gan por su cuenta de abrir otra cátedra en donde la más inocente obra de texto es b gramática abierta por el verbo besar.

Yo beso, tú besas, ti besa; nosotros besamos, vosotros besáis.- ¡todos besan!

—De modo ¿que tú crées?... —Que- están muy bien donde están, padre;

que la carrera, b úrica carrera a que debe aspirar era mujer, es a b de ser esposa de un ciudadano Honrado y ser más Urde una madre nonada, gloría y orgullo de su hogar y de su Patria; que, ¡ya se Jo he dicho a V., padre! preferiria verbs acarreando xacate por el pueblo, antes que saberlas en Manila, cerno unas locas \*>t las calles hallando « l ingles en los tranvías con cuatro criados de americanos dis.

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abeja es que confecciona dilìgente la miel que ha ¿: endubar los labios de h Patria.

—Pero hijo, no todas... —Nada. No admito objeciones discusiones;

tiendo la regla en general; cl país no necesita mues, tras, ni médicas, ni abogadas, ni farmacéuticas, ¡par-tida de mujeres estériles!... el país necesita vírge-nes, vírgenes que dejen de serlo cuando quieran y con quién quieran, vírgenes que procreen, que ges­ten, que conciban, ique nos den otros nueve millo­nes de habitantes!...

Dofta Felisa creyó del caso intervenir: —Pero hijo, Rafael; no todas serán como las

pintas tú; ya sabes que en estos casos, todo depen­de de la mujer­

i l atajó, Rafael: —Madre, ninguna mujer es mala porque ella

lo quiso. Bien sabe usted ésto. Hien comprende usted ésto.

El tío Pepe habló entonces: —Estoy en todo con tu hijo, Felisa; mira tú,

si no, la sobrina del cura; se marchó a Manila para estudiar farmacia y, bueno, sí, salió farmaceutica; pero tanto se entusiasmó con la farmacia, ique se trajo la botica!

—No te entiendo... —Que llegó con una barriga de siete meses

mujer! —Verdad; la Rosita. —Si señora, la Rosita, la Rosita; y luego ven-

Kan los bestias de aquí en calumniar al pobre cura murmurando en que'si era él o no era él el editor

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responsable ¿cl hf¡i/i/r9 cuando al pobre ¿cl padre Miguel le falta agua bendita para tantos bautizos.-.

—Pepe, ¡;x>r Dios! —Por Dios date una vuelta cualquier dia por

el convento y fíjate en la azotea; si aquello ro parc-ce una lavandería infantil, cese de tocar yo el órga-r.o fer sécula secuhmm\ verás más pañales que hos­tias se haya jamado el bendito padre Miguel desde que es cura párroco, mujer. .

El viejo habló mirando fijamente a Rafael: —De modo que de ninguna manera, eli? —De ninguna manera, de ninguna. Se disolvió la reunion. Susana y Andrea

un poco tristes por ver caída para siempre a sus pies la ilusión del Manila maravilloso, abierto como un cuento azul de hadas a sus ojos de pobres pro­vincianas; dofta FelUa y don Ponciano, cabisbajos, pensativos; Rafael excitado todavía y el tío Pepe riéndose del mundo entero con la boca y los ojos velados y ocultos tras los enormes cristales de unas gafas ahumadas. Y cada cual por su lado ya, Ra-fací se asomó a la galería, en la blanca noche ilumi­nada por la luna.

Miraba al ciclo lleno de estrellas, que recor-taban cercanas las cumbres de los montes plateados.

Alïi estaba ella, allí, en el cielo lleno de luna! viendo como arrastraba fu vida miserable, solo y mal aventurado, sin su peregrino amor <Por qué le había abandonado Dolores? <Por que?

La ofrecía, en la noche iluminada como un wtar, su nuevo amor a la ida amada, disculpando su aT.or; éi quería, y d iba a desposarse con Margan

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l&

ta solo porque Margarita se parecía a ella, su De!c-es y i\ Jodia para siempre hacerse la ilusión &

que" eìa mentira, de que no la había perdido, besan. do en los rosados labios de la viva, el alma, la MU-c*na d** almi de la muerta.

Al dia siguiente todo el día se pasó leyendo EL INTRUSO; aquello era un libro, ¡Dios! Yaque-lio eran verdades como los altos hornos rojos ¿c fuego y de sangre obrera. Y si no, aver. ¿Qué ha­cían los cuagos negros éstos en Filipinas, lo mismo que toda la patulea de los frailes, si no dos cuartos de lo mismo que hacían sus compañeros en Europa y en el mundo entero? Intrusos, sí. Intrusos en to­das partes.

A la tarde se fué, caballero sobre fíob% a ver a Margarita; la llevaba un rosario de casi un me­tro de largo de champacas y sampagas. De no­che'ya, se apeó junto a su choza; ella ajena.a su llegada, oculta en el fondo de su casucho, remen-daba, cantando una doliente leyenda de la selva* b luna como una bola de jabón azul, de azul teñía 'los velos de la noche; Rafael aguardó abajo, silencioso, escuchando la canción que le empapaba de un mila-grò d¿ duzuras el alma toda estremecida.

Y ella cantaba: "En una selva india y en flor, cierto pastor

Gualba su rebano, fclo era en el Abril Cuando tiemblan las flores eomr, \~ .

, , l o r c s c o m o tesos de amor.* Calló un instante; luego continuó;

I astor indio y g€nti| Cofiador idolcnte, perezoso pastor,

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Con algo de romántico y mucho de juglar, Que a la sombra tendíase de algún árbol en fior, Fara, cara a ios ciclos, sin dormirse, soñar/

Calló. Suspiró. Siguió despues:

•Una tarde, arrastrándose basta él, de su ensueño Le alejó algo vibrante, silbador y pequeño; Un 3¿wá% que perdido por la selva reptaba. Y el cojió a la serpiente, la'amansó en su cariño Y Jugando con ella con diabluras de niño Cada sol que rodaba en la selva le hallaba. ¡Cuantos soles pasaron! ¡Cuanto y cuanto jugaron Y se amaron bailando y silbando a Ja parí El pastor obsequioso y la sierpe confiada, Como dos compañeros, como un niño y un hada En el bosque que el sol convertía en altar. Eran ambos tan niños... Tero un día, ¡oh, aquel día1. —Retemblaba del bosque como un trueno la tierra— Por el bosque pasaron con horrible alegría Mil soldados que se iban a morir a la guerra. Y el pastor, no se sabe por que cosa o que instinto, Arrastrado lo mismo que en el viento una hoja, Fué a vagar tras sus pasos, con el bolo en el cinto, Bajo el vuelo bendito de una flámula roja.

Hizo una pausa. Su voz, vibrante, virginal, se perdía entre las hojas, en las flores, en la noche..!

•Y fué un año y otro año y otro año. Y un día, El pastor ya era un hombre que volvió de la guerra; Sobre el bosque encantado el sol de oro moría Y de frutas y rosas se llenaba la tierra. ¿Y el sawái ¿donde estaba la íclU compañera Pe tus juegos de niño? ¿donde e»taba U amada?

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i ; S JOIN JIMS ISA! VJM

RI castor la llamaba, impaciente en la espera Pero nada en el bosque respondíale nada. Y ya a! fin, de rtpente, retemblaron las ramas, Se tronchó de fctfújs una rama flotante Y surgió como un tronco de viscosas escamas^ Un ofidio tremendo, una sierpe gigante... ¡Oh, Sdiva de su vida! ¡Cómo había crecido!... Vero no le temía ni !e huía por eso; ?cro quie\o, ¿h? nada de silbar a su oido Que era ya muy gandul para darle a el un beso*...

Se interrumpió de pronto; suspirando otra vez. Y terminó así.

Pero fué la serpiente y envolviéndole loca Anillada a su cuerpo se sació de sus besos... Y la sangre una rosa parecía en su boca ¡Al hundirse sus carnes y romperse sus huesos!"

Calló. Rafael sintió entonces hacerse el silencio en

torno de él y de la selva; solo las hojas temblaban en el viento susurando bajo la noche inmensamente clara.

(Terminaba así la salvaje, la tiste y trágica le­yenda* No. Apoyándose, recostándose, mejor, con-tra d tronco de nu árbol, alzó su voz, a su vez, can­tando estremecido:

"En una selva india y en flor que alguien *oi\ó. Mujer, hay un pastor, y ese pastor soy yo Hiy pijaros y flores y luna, (jUe es Abril Y tu e»U» en U selva C o m o un Sawá ^ Como un ¿*wé de estrellas, de müslcts y flores

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Tú reinas en Ir selva en donde soy pastor, Y por cuanto eres sola mi amor de mis amores, Enrroscas a mi vida tus aros seductores jY entre tus dulces aros me matas con tu amor!"

Las hojas seguían temblandoi como encaje* arules; y un òaiobató, el vago ruisefior de los bos­ques filipinos, irumpió de pronto, en contagio de ar­monías, en un himno que caía como un hilo de per­las hecho pedazos, a la luna.

—iOh, Rafael! —¡Margarita, Margarita! Caballeros: ¿habéis tenido alguna vez, una no­

via muy blanca y muy bonita que viviera lejos, en el rincón enmaraAado de una selva y una noche de luna con ella completamente a solas la besasteis la boca?...

¡Qué más cielo en la vida que los labios de la nr.ujer que se adora, que los labios olorosos, húme­dos, abiertos por un beso!...

—»Qué más cielo en la vida que tu boca, Margarita!

La tenía quieta, sujeta por las manos, después de haberla, por primera vez en su amor, abierto los labios con un beso. La miraba toda, lleno de ella, de su alma, do su virginidad rota ya en el dormido amor; con ansias de desposarse con ella ahora, en el mismo minuto, bajo aquella blanca alcahueta de los ciclos, y aquel acre perfume de las (lores salvajes.

Pero no, no era la hora todavía; <aqué gozarla, i qué deshojarte, flor, si luego habría de llorar, tcm-Viroso de lujuria, añorando su divino perfume scq.

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tí o io* J j^Lì i^ ì t l

s::al en la fría soledad de un lecho sin el olor ¿. una mujer?

Llegaba el viejo nta¿sa<aca cargado de un ra­millete de pajaritos muertos, a separarlos, a efcjarlcs de toda dulce y siniestra tentación; Rafael le saJu. daba rendido, encorvando nicd'o cuerpo al suelo, como ante algún preterito Rajhá...

—Ma ¿andan* %abi pò. Y ella, como una paloma, saltando de cafla en

carta la mísera escalera, se subía palpitando, con !a boca encendida todavía por el beso, a preparar la pobre cena, mientras Suiti*, plantado en medio.del solar, con la cabeza hacía los délos, como hacen tan. tos imbéciles por el mundo, furiosamente le ladraba a la luna.

Y el viento olia dulcemente a azahares.

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, *0&*iwmtw*f ++^

*2 DESUOIÚ LA FIJOR IÈIA

III .

Por cl luto recientísimo y sin más invitados que los pocos íntimos amigos de la casa, se iba a cele­brar por,fin labodade Leonarda con Crisòstomo, casi en familia,

Le había escrito don Simpudo; a Rafael partici­pándole la noticià/iirgiéndole la vuelta a'.Manila; t"y ella, Leonarda, también le decía en dos lineaste pos­tal, eso; que se casaban y que ella le quería por uno de los testigos de su enlace.

Bueno; las bodas de Candan; solo que aquí el milagro consistía en los bultos que tuvo tenía y ten­dría el chiflado romántico aquel, antes, en, y,después, del parto.

Dudó si concurrir, pretestando cualquier viaje, cualquier rápida enfermedad. Bien 'visto'Jet'caso, ¡ique papel iba a desempeñar él en Ja dichosa boda sino la de borra- fiestas en la fiesta? A más de#que metafisiqueando detenidamente, por encima de endia­bladas certezas, el verdadero cornudo ahora w i í a á ter él, Rafael

Decididamente no iba. Ni escribir ¡au r Va po­dían Don Fútales y "compañía quedarse esperándole hasta ti día del Juicio. -Esto, «i antes no se caían del susto de saberle por tí propio informados que

11

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noche

na

rar su ¿ n a ahora con ci ou»^ r . valica margarita de amor. #

Tcdo esto lo pensaba a la siesta; por la cambió de parecer, iría.

Iria, ¡vaya, s»! tria; ¡pues no faltaba mas! Ln curiosidad sin limites se adueñaba de todo su espí-ritupor\era Lconarda, a la PUDICA Leonarda disfrazada de virgen en el nevar de sus rojias y sus ñores; digna de verse, si sefior, la alt/sima come­dianta acaso deshecha en lloro'de pudor y de Dios supiera arrepentida de que impudores, al sentirse lue­go de las rituales teatrales ceremonias arrancada para s:e*npre de su \ida de... Bueno; que averigua­ra el Nuncio que clase de vida se proponía la encan­tadora aquella en lo futuro... A menos que el ma­rido se terciara en las puertas de su casa parapetán­dolas con sus astas y no pudiera ella salir, ni aga­chándose, a sus cosas.

A la noche, las hermanas le arreglaron Ja ma­leta. Aprovecharía además ti los d/as de su estan­cia en la capital para acabar de arreglar sus cosas y traerse todo cuanto a Dolores y a el pertenecían, SÍS . ? a i" Cn Cl Ccnado funcral «wto aquel abandonado dos días después de la tragedia*

8ÎS v ::T ikmú° a CaÍT,bhr r>or cornac o

^r Moaca a Usos, le aguardaba

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se panojó LAnon *¿3_

llorando, de un resal de pasión la rosa pasionaria,

Ya en cl tren, mientras el tren rodaba cstruen-¿osamente hacia Manila, pensó en poner dos letras a la ingenua, a la que no tuvo tíer.po de decir adío*, a la que en tantos días no podría ir a adorar.... Pero, bah, recordaba. Era completamente inútil ésto de las dos letras, ya que en ésto de letras no entendía e»»a la /\.

Llevaba encerrada en un viejo estuche de rojo terciopelo para la Leonarda de su ensueño y de sus exaltisimos amores, una pulsera de amatistas; para Crisòstomo iun cuerno! Que le regalara su suegra la vida del P. Mamerto en rústica. Eso.

Se reía, arrojando por el ventanuco del tren el humo del cigarro; frente a él, de pasajeras, venían dos señorías enlutadas hablando en pampango, en alemán para él; una de ellas parecía una imagen de cera, tan pálida, tan diáfana. La otra tenía los la­bios purpurados de buyo.

Un minuto se distrajo observándolas. .Y el co­lor aquel de muerta de la señorita pampanga, le re­cordó a Doîores, como un muñeco de papel perdida en el inmenso lecho de su cuarto convertido por la Intrusa en capilla ardiente de lutos y dolor.

Iba, volvía a la casa palacio aquella en la que fuera tan feliz y también tan desgraciado; volvería a ver .el camastrón aquel, los muebles aquellos, su cuarto blanco lleno de espejos refractando en sus cristales la pompa en flor de los jardines; iba a ver «fc nuevo todo aquello semi extinto ya en !a bruma emmaraftada y desolada de su vida

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La casa, desile la caüe, a traves de sus vastos jardines, parecía un templo ardiendo.

Rafael era de la comitiva ci último en üegar de vuelta ¿e ìa i¿!es:a, en el auto que traspasaba ahera h dorada canecía, a deslizarse silencioso por la calle central de los jardines-

Paró el auto. Bajó él. De arriba caía por las ducales escaleras alfombradas la cascada de músi­cas y luces. Y todas aquellas alfombras que inun­daban toda la casa, estaban llenas de rosas y azaha­res esparcidos.

Cerno un templo de amor. Y aîlâ en lo alto, a lado de un monigote de frac florojalado de azaha­res también,—;Qué grada, Crisòstomo, de virgen!— y guantes blancos, eíla, Lconarda bellísima como Rafael jamás adoraría pudo en un ensueño, como ura estatua de oro y alabastro, en esta fiesta de amor como en los rosales las de brisas y besos de la* rosas.

¿Eh? Recordaba Rafael, subiendo las escale-ras, Ajo en 5a pareja tras la cual y entre la cual aso-maban las gafas do oro de doria Carrr.cn, aquello «fe Valle îr.cîan.

"1-a madre linosa, lir.ofa y rajona, que se mea en Li hoguera y guarda d cuerno m h faltriquera. V <.cl ejerzo hac- Un alf.ïeteruî Madre bruèi que con U a-u;a que Beva cri cl cucrro co.c Io* wrgos en <I UHxrna y les colzor.es de !o> maridos cabrcnea*\..

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sr. r»;.?!L..:5 IA MOS I ^ 5 - > r ^ . J V « % ^ , » » y i ^ ^ » « ^ « ^

Se quitó cel frac cl capullo grande y rojo y s e mîab-erto <fc una rosa y casi le tiró la flor a Leo-narda, al |*cho, que fui a caerla entre los pechos y entre los dedos tendidos sobre ellos a caza de la fior, llcr.es de sortijas de brillantes, uc pcriasi de rubis, de esmeraldas y zafiros...

—Enhorabuena, ¿eh? Enhorabuena, setforx —Gracias, oh, gracias, Rafael. Se entró en c! salón atestado de colores, de

mujeres. Ellos, los grandísimos ca...ba!¡eros esta­ban en la azotea, bajo los farolillos rojos, azules y amarillos de papel nipón frente al mar, sobre cuyas espumas la luna, en su menguante, parecía otro fa­rol azul, bebiendo champán y fumando cigarros im­periales. Su suegro que en el centro de un corro de viejos más cu/asisis que él, por lo verdes, tenía las narices como un tomate de tanto como había bebido, le llamaba a vos en grito, alzando la chata copa de cristal esmerilado por lo alto.

—Rafael, Ipurtalesí vente a brindar... —ïAireî —îVcnga! —¡Viva la Independencia! —¡Vìva, hombre! Borrachos todps, medio borrachos. El padre

de Crisòstomo, también. Se acercó al grupo; tomó su copa y a su ves él, el que necesitaba ahogar en champán o en no importaba que condenado vino sus rabias y sus do!orcs, se empezó también á embo. rrachar.

— uurc! —¿Venga!

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—¡Vìva la Independencia!... Una hora más tarde se acercó a Leonarda,' uà

momento sola, y le deslizó entre las manos un alba papel doblado cuidadosamente.

—;On¿ es. Rafael? —Ya lo verás, tartamudeó él, alejándose a vol­

ver a beber a la azotea. Ella sintió como si el papel aquel le quemara

las manos, ardiendo infernalmente; se encerró en su cuarto. Leyó:

"Si esta noche, antes de ser de Crisòstomo no eres mía, MÍA, quiero que comprendas bien cuanto quiero decirte con este MÍA, tu marido y todos los invitados a esta boda, sabrán en la mesa del ban­quete por mis labios y en la forma con que crea yo más propia a elegantizar con certe~«s irrecusables la anécdota, que tú,—i No lo niegues porque te lo vi perfectísfmamente cuando te vi cubierta por mis flo­res y mí ilusión en el baño, desnuda!—tienes por un antojo de tu madre, un morado iomboy en el de ópa­los y perlas encantado muslo blanco."

"Sitio, el jardm, tras la maraña de los sanfran-ciscos. Hora, para mí la de la gloria; para ti la que creas prudentísima. Serta!, que dejes caer al suelo, cuando yo te mire, tu abanico de gasa blanca/*

f íasta la hora del amor, te adoro y te estero ** "Rafael" J ' Cayó, sobre una silla frente al espejo del toca­

dor, como si un rayo de repente le atravesara el co-razr/n, !a mísera agobiada de torturas cruentas.

Tero, Rafael... Rafael, oh, qué malvado!

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Y tendrá que ser, ¡Virgen Santísima! tendría que ser ésta iniquidad que se !e antojaba absurda y abracadabrante pesadilla, porqué sí no él, cüa le co-nocía bien y sabía de cuanto era capir, cometería la infamia y vendría el escándalo tremendo, monstruo­so!... No, no quería ni pensarlo; se volvía loca, pri­mero la muerte; primero eso, sí, entregarse al que por salvajísima calumnia y en la hora más de rosa de su vida, llegaba a obligarla a ser suya en adulte­rio, en no le causaba lástima que destrozos de su \ida y de su honor.

Meditaba, meditaba, anhelante de hallar un án­cora de salvación, un faro milagroso de esperanzas, la infortunada. Y nada. No, a su padre inutil el contarle nada. Fuera más tremendo el escándalo, porque el/Rafael, tenia pruebas de sus besos, de sus locos pasados devaneos, de sus amores, de sus carnes desnudas contempladas cuando él quiso y acariciadas por él mismo tantas veces-

Quedaba sumida en mil olas de no supiera ella misma que abatimientos, ni que iras, ni que locuras. Pasado mucho tiempo, mucho tiempo, se alzó en fir­me suprema resolución.

¡Oh, qué! Al fin y al cabo, el fué su amor pri­mero; si esta noche tenia que ser de cualquiera, se-ría del primero que supo obligarle a ser.

Escribió con un lápiz cnla Rasa de su abanico. "Eres un canalla, pero no puedo nada contra

tí. Ahora mismo, en cl jardin. Ib ja por la escale ra cid salón que yo iré por la de la .volca. Haz mil pedazos dcsjíués el abanico."

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Salló a h azotea so pretesto de haWar cua!-r , W cosa con su ^Jrc , con su suegro; Rafael h vii r:2arf mis pálida que la corona de «aharesque conservaba en su frente de Virreina.

Hablaba nerviosa, visiblemente nerviosa, ton. blando; y a pretesto de sorber un trago de! champán de la copa que don Andoy insistentemente la ofre-cía, dejó caer el abanico al suelo.

¡Oh! Lo recogió, no dando crédito a sus ojos, a sus

manos que apresaban las blancas gasas perfumadas. Se lo tendió:

—Leonarda, tu abanico. —Oye, mira; vés de hacer el favor de tenér­

melo un momento. Le habló mirándole, significativamente. Bueno;

de fijo el abanico traía la respuesta. Se escurrió del grupo y leyó en la letra temblorosa que man. chaba el tul la gloria que anhelaba.

Se bajó al jardín. La esperó. La esperó soló un instante. No, no sonaba

r,i era aquello un delirio del champán que le corría ardiente y cascabelero por las venas. VaiKWxa. gentd, inmaculada como una nueva blanca flor sur.

Zfia?* , m Í T S 0 mSl jard'n' c n , M f i b r a s do do ¡£££ b S C S t r d b s ' " ^ ^ * el, jadean.

íAh, al fin, por finí

«ronchadovcaían ¿ n i í ^ ^ ^ ™ *

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I.A H- :: lü>

—Lconnrda, vida mía, yo rr.c muero sin Vss ojos sin tu alrna,*sm tu vida. iVo te adoro!-

Cerró los ojes ella, a sus bi'baros besos. Y porque él la ob!:go volviéndole la cabeza entre las nanos, ella dejó los cerrados ojos hacía el aiul. Y por que el, después, trató de situarla con menos po­blada violencia sobre el temblor azul de las hojas, ella no protestó. Se morii rendida en aquella acti-cud imprevista que estaba como ahogándola el pe-tho. Y no se entregaba, obedecía locamente, ma-quinalmente , sabiendo inútil toda íesistencia, todo clamor. Muerta, muerta con un fuego de so!es por el rostro, le sentía hacer. Luego, aprisa, oh!...

La ahogó él, con sus besos, el grito de dolor, de ansiedad y de dulzura- Luego, nada; el temblor de su alma por el alma, su cuerpo por el cuerpo—

Y tarde ya. Inutil y estúpido todo intento de repulsión, de rebelión, en esta derrota inmensa de delirio ¡menso. Labios en los labios, vida en otra vi­da... ¡DESHOJADA!

Giró la cara a un lado y lloró, entre si;;pros y sollozos. Él aún intentaba retenerla más. Pero al fin se desceñía de sus brazos, se fugaba cayéndose..

1.a sobrefalda de tul de seda y oro estaba echa girones; de su frente, entre sus cabellos despeinados, se habían roto loi azahares; sobre una de sus me! días blancas, diáfanas, que trasparentaban como una blanca luz las carnes de sus pies, como una rosa se abría hiñiendo todavía una gota de sanare...

Se encerró en su cuarto. Se mudó toda. Pa. recia una idiota después por d salón.

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Io:< jnSÚS PALVOKI

For aivid salón de resplandor de templo en nU fcstt & a-.or como en los rosales las de brisas y teses ¿e las rosas.

Se ¡ban apagando lámparas. Por los balcones v.. par en par abiertos entraba vagamente el fulgor de la aurora. Los últimos convidados se habían ido. Había muerto la fiesta como las muertas pisoteadas fiores de las alfombras del palacio.

D. Simplicio y su mujer y Crisòstomo comen­taban la fiesta sentados en torno a un mármol lleno de regalos; Leonarda, un poco distante de Crisos­tomo, con la cabeza caída en la palmas de las ma-nos, ¿en qué pensaba?

Las cinco. Salió Rafael del cuarto con su maleta de viaj-%

preparado para el viaje. . —Pero, ¡puflales! tú, si lo que debías hacer

ahora es descansar, dormir. —Si, en el tren. —¿Tanto carifto le has cobrado al £v6a:}% No contestó. Se fijaba en su suegra, en su ex.

suegra .oh, gracias a Dios!, que no le decía jota, que parecía alegrarse de su marcha pronta; aquella con-

nunca la ¿ S T ^ U ? , K n r o * a a h o™ como nunca Ja sonaron ;lne<-1-« ni |mmKM,. . ^ demonio. nombres, parecía ry •Leonarda!

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rr TTF:ÏO*J i y ne:: 17 *

No quería miraría, pensar ya más en d!a, cíe; in­doli abandonada en brazos de aque! bestia. Pero ¡qué, hombre! icómo se la dejaba! ique viniera, ha!a, que viniera ahora a defender vírgenes el grandjsimo caprípede!

—Bueno, adiós. Se despedía, tendiendo las manos, del suegro,

de la suegra, de Crisótomo. Luego, de ella; —Adiós, Leonarda.., Y por lo bajo, sin importarle que le oyera Cris-

tobal, que lo oyeran todos: Tú, de ahorary para siempre, ESPOSA MIA... Tembló sacudida de terror, espantada de su

osadía y de su amor. —Adiós, Rafael, adiós. El la retuvo todavía violentamente, la mano,

entre sus manos: —Tú, de ahora y para siempre, ESPOSA

MIA... El chofer sonaba la bocina desde el jardm para

anunciar que estaba listo el auto. D. Simplicio inte rrogaba:

—¿Y todas las cosas que te ibas a llevar?... Las dejaba. Que cerraran el cuarto. Ya vol

vería él a por ellas alguna vex. Se fué, seguido por don Simplicio que le acom­

pañaba hasta abajo. Leonarda se alzó de pronto* cejando al marido con su madre.

Y el marido le habló: —<Donde vas? —Al balcon. Me ahogo. —Pero...

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1-2 l-oK.jrsfS FMMOUI ^_______^__

Se contuvo, en la culminación pronta d»; u:.: ir.:.j;Ica llamara Ja cíe celos, de angustias^

' Si, iba a verlo partir* Por no supiera ella r¿\ locura se le había adentrado de repente en el con,. 2Ón ci color ce no Sv!\ciîe a ver... » ci cr J, *J;Í, él era al fin el que en sus manos y a sus besos, apretándola contra su pecho, la deshojó como a una fior.

Corno ansioso al balcón; se inclinó a su baran­da... El auto iba a partir.

—iRafael! Alzó él la cabeza. —» Adiós!

Y él se puso las manos sobre los labios, y con los dedos, mientras el auto partía lentamente, le fe-echando al vuelo, en el aire azul del día que nacía* como palomas, como rosas, besos.

tSiaS»

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IV.

Un nies. Y otro rr.cs. Y ot:o más. Octubre había toreado hs violetas. —H:y>, Rafael, tu quieres reventar. —No madre, por favor; déjeme usted —Péro sì es que eso es un veneno... —No madre, cl veneno es la vida, esta mise­

rable vida nuestra que arrastramos sin haberla men-citado a nadie por el mundo; el veneno es el amor, los ojos, los besos, la carne de las mujeres.

—Hijo, Rafael. Sorbió un gran trago del segundo vaso Iîeco

que se había servido: —El vino no es veneno, madre; el vino es un

consuelo, un bálsamo que apaga todo do!or, que seca todo llanto, que ahoga toda cobardía; Dios después de crear la mujer, cargado de remordimien­tos, hizo el vino.

Movía la pobre vieja la cabeza en desconsuelo; que cosan, Virgen del Rosario, que cosas se le ocu­rrían af aquel chiquillo. Decididamente la perdida de su esposa fe había trastornado la vida; porque ct no era así, no; no había sido nunca asi.

Aquella manara había llegado al pueblo Cha. ring Silva, hecha una loca, fugada de su casa jara

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* m. n ^ - W h . <*-, < J C V ^ V ^ ^ ^ W * r f " r i

unirse a cl. Allá estaba, oculta, escondida en a u del tío Tepe, porque nadie la viera ni se percatara del escándalo. Estaba empeñada en vivir con é!, casada o*no casada; se había colgado a su cuello ¿i-sesperada, rogando, implorando de ¿I como -de un Dios su limosna de amor. Y no sabiendo p como disculparse por el atrevido paso dado en venir a él para vivir con él de aquella forma, le juraba llorando que sentía en las entrañas el temblor de otra vida.

Allá estaba, en la única habitación del bahay del tío Pepe sin mas familia que una vieja sirviente bo-rracha y cuatro gallos de pelea; allá le encontró el re-fugio, y allá estaba, escondida, sola, con todas las ventanas cerradas, sin nada más que la ropa puesta y los brillantes que llevaba en sus orejas, en su cuello, en sus manos...

"Rafael, Rafael de su vida, que no la dejara nunca. Le buscaría de rodillas llorando por el mundo. Sería su esclava, ya que el lo quiso, ya <jue él lo deseó"...

Se lo dijo antes de caer, en una noche azul de amor y luna. Y ahora se lo repetía refugiándose en su vida, en sus brazos, llenándole la cara de be-sos y de lágrimas.

Entraba Susana a encender la luz. La noche era oscura, lluviosa, sin una sola estrella.

—<Mas mandado preparar tu caballo* " • ""O i .

~<Pcro vas a salir con este tiempo? —Sí. ¡Oh! Clamó angustiadísima la madre; no hijo,

que no sahera para ti bosque con una noche as/ y

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enfermo como estaba; poda enfermar de veras; po­da perderse; podía, Santo Dios, dir un rnal paso Bob y estrellarse contra cualquier abismo.

Rafael no oía nada. Se levantó y comenzó a paMMíbc por u habiiación. Se sentía sereno, fuer­te, como nunca de fuerte...

Se iba. Cogió de un cajoncíto en la mesa ¿e r.oche, la browning. La examinó. Cargada, ocho cápsulas. Se la guardó.

jSe iba, sí; tomada su resolusión. Y en vano la madre le rogaba que no se fuera; ¿què iba a ha-ccr, a estas horas, esta noche mas negra que los cuervos de la selva, en la selva?

Hijo, oh, hijo, tenía el vago presentlmiéntode que alguna desgracia le iba a suceder; ¡Y que raras veces se engañaba el corazón de una madre! Por favor, por ella, por lo que más quisiera, que se qui­tara de la cabeza la tontería aquella de salir.

—«-Mira co'mo llueve, mira... El viento azotaba la casa, haciendo crugir las

cañas y arrancando las ñipas; del espacio en com­pacta tiniebla densa, caía una llovizna helada y tenaz; Susana, y luego Andrea, apoyaban a la madre.

—•Te vas a enfermar, te vas a estravîar. ¡Eh, tonterías, miedos y sensiblerías de mujeres!

Se vestía el cajx>te en tanto y andaba buscando la fusta; ¿por donde andaba la fustx*

Al finia encontró, tirada en un rincón cualquiera. Bueno, hasta después, cuestión de un galope de dos horas.

Se fué, rehuyendo las miradas, los ojos aman-tísirnos de su* hermanas, de su madre. Ya en el

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Fustigó a Bob que salió disparado calle arriba-Al cimar por la plaza del pueblo, divìso a los nota. b!es del pueblo a través de los cristales de la botica

la Constabularia, el tío Pepe y varios mas. Rafael paró un instante. —Eh, tio Pepe! Se le acercó el tio bajo un enorme paraguas

entreabierto. —¿Qué? ¿Vas a casa? —No, voy a otra parte. Diga usted; ¿cómo

está aquella? Tues aquella le estaba aguardando hacia medio

da; concho, y como se hacia él de "desear, S¡ fue­ra él, el tío Pepe, en cualquier hora se movía de su laco ni un rmnuto Porque, vaya si era una mu-neca, una diumdad de mujer la chiquilla aquella.

Miro, dila que no vaya el Domîn-o a mío S I S h ¡ \ 2 Í , , a d r C ^ «I-rea d n ^ í

Rafael sonrió.

c r , a ,,0>> I^ro que manara,

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maftana quedará su vîda arreglada para siempre; adiós.

—Oye, baja antes a tomacte unas copas... —<De qué? —Do ginebra. Superior. Tero s¡ quieres

wiskíe. Bien, wiskíe, si; pero no bajaba por no tener

que saludar a todo aquel corrillo de bestias; ¿no po* día mandarle el tío medio vaso?

¡Eh? ¡Cómo que no? é! mismo, ahora mismo se lo traía volando.

Se fué; desapareció tras la trastienda y volv/o con un vaso y una botella dorada del alcohol. Ra­fael bebió, encendió luego un cigarrillo como pudo, bajo la lluvia, y le dio con la fusta a Bob.*

—Bueno, tío, felicidades.. —Adiós, simpatico; dale a la que sea, dos más,

a mi salud.. Sí, no era mala hembra aquella con la que iba

él a yacer. Si el endiablado del tío Pepe se lo He. gara a sospechar...

Caía el agua, seguía cayendo, monótona, igual. Todo r.egro, confundida la calle con el cielo y las casas y los árboles. Ni un alma en el camino. Solo de trecho en largo trecho, la luz de un vaso de aceite, mortecina y trémula, pendiente de un farol de cristal de algún Òahày y el ladrido de un perro vagabundo y cobarde.

Dejaba el pueblo atrás; el murmullo del río ahora le orientaba camino de la selva; la coîum-'.Taba recortándose oscura en la-profunda oscuridad nocturna; hacía ella iba, gran claustro salvaje de

ii

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îîorc*. de acores en cuyo seno la arnada de su amer dormía, a-dorxir cl también en la paz de los mala-venturados, a deshacerse de aquel astroso guiñapo de una vida que arrastraba mísero por charcas de coler y tus vientres de resa de un ror de sensuali. simas muchachas..* Ah, de nauseas se inclinaba sobre cl caballo a un lado; y no era, no, cl alcohol eî que le hacia hervir en bascas el estómago; era la v&¿n dormida de aquellas blancas y doradas carnes de mujer que crispaba el espasmo en el minuto vo­luptuoso y sin Í£ual de la cópula, blancas carnes como las plumas de aquellas gallinas que él matara a tiros en ta pompa de un naranjo; pero, sí, más cas­tas, mis puras y vírgenes las gallinas.

Lentamente fué cesando la lluvia; lentamente fué aclarándose <! ciclo. Porci bosque millares de luciérnagas aladas pululaban como perlas tembloro­sas de luz, puestas en la espesura. Se oía el silbido de las serpientes que se amaban, el gemido de los cienos que se amaban, el temblor de los pájaros que se amaban... Amor, amor en las tierras y amor en los espacios. Amor en ía selva lujuriosa de sus flo­res, de sus frondas. Y en medio de tanto amor como el del que era circundado, él, Rafael, lleno de amor tamb'én y de amores perseguido, iba a morir de sed de amor sin i:na gota de amor que llevarse a los labios.

¡Dolores..! Unicamente aquella, hecha a su imagen y se*

mejanza, Margarita, poda aún brindarle un poco de dulzura, ó<:\ dulzor que anhelaba su roto corazón; únicamente ella, Margarita, poda en ficción de ilusión

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Sceïii £Tcr su rostro resbalar un recto de gotas Ci £WVJL o £Ctas de Caat«\ no sabta de qué; tenia Lis zr^Lis e m ^ a d a s et c^ irro petraerte de sus lù^cs ss ìubia. a^a^da. Lo tsexipto; ¡Feaîi! Así r^i x e s c ^ x cl là \:cx* a arregla tejos* sia saber a eVede ex curato sì te knpectaba dcadev La que cl cererìa era acíbar, dejar tic suinr, dejar de goiar, no se-:£rr co pensar, co tener que vmr entre cabras y cabecea I* que el asstxba era &3rm£r„ domlr mucho» sc;!ar~

V vulver a encoctrar en donde fuera aquel j>e> ¿L:Q de su alma, *u escfava» su reina, su amor de ves anxres.

¡Pebre tfclcres! iPcbre anrer! St, tardad. Xadle en la Vida le querría ya

CSÍTJO cía te quiso, ni él peda ya querer a radie czrza a cua en la sida. Y esta vida rota, esta vida desolada sia el incr de ero ¿e !o> des, de cHa que *t murió HoranJo para dejarle acaso en el tonrento d* fo% remcrdln::entcs y t* pasión por rila, însatîs-kobos y desconocidos, ¿para qué conûuiarla viviendo sí es sotna, se moría vûkndota, asi intentara aJíc ar MU muerte y e>:- sufrúrlent > en el for.vío de mi! co» fa* y en Us entrabas de mil FACILES?

l&Iahaa Lis Suc>irr-a¿as en ta porcia de! bos. ?:*. N-asca corro ahera cl a cl bosque a 2cr. En

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ri deb comodamente sereno ya, se abrían á gran-ecs trechos,grandes retazos de azul. Bob ibi paso a paso, con las riendas sobre su cuello abandonadas, relinchando al olor de las flores y ci alto kògon per. fumado.

Lejos, lejos él, Rafael, a morir, de la pobre mujer que a su vez moriría de dolor al ver rota !a vida que ella formó entre dolores y dulzores en lo más profundo de sus santas entrañas. Lejos, lejos a morir de aquellas sus hermanas que le llorarían, que por él orarían como angeles y que al vede en-sangrentado y contraído por ti último gesto de quien supiera que dulzura o que pavor, soñarían con él, miedosas, con horribles pesadillas. Lejos a morir de aquella estúpida romántica que acaso ahora mis­mo crispada de lujuria le aguardaba consumiéndose en la espera, tendida sobreseí sahig del bahay del tío Pepe. Lejos, muy lejos a morir de todos; y más que de todoi, de aquella única culpable y responsa­ble de toda esta novela, de toda esta tragedia, de Leonardi.

l'orque era ella la que iba a matarle y no una bala de la browning, flespués de haber matado a su Dolores, si, ella y él con ella a complizado, asesino de su amor.

En el viento se encendía una estrella. La re­fractaban en su humedad las anchas hojas dormidas de la selva. Rafael al¿ó al cíclala cabe/a. Y a tra ves de la estrella buscó a Dios.

Antes de que aquella estrella se apagara, Dios Mn a exigirle a el estricta cuenta de sus actos todos en la vida. \ bien, no le temía, le adoraba. Ante

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Else postraría con la fronte cn lo alto; que aquel Dios inmensamente sabio, justo, misericordioso y poderoso, no era el Dios que los mamarrachos de sus pseudo representantes en la tierra, pintaban arrojando razas cuteras a fantásticos infiernos, ni era tampoco el Dios que ponían como un juguete en las palmas de !as manos de no importa que santos.

Era algo mas grande, algo mas que un alcahuete de los impostores que en su nombre santísimo iban robando por el mundo doncelleces de mujer y mo­nedas d ¿ oro; algo tan inmenso, tan inmenso, que se caía ante El de adoración y los ojos cegaban ante El, más luminoso que un millón de soles; era Aquel que hecho carne, carne miserable de hombre, supo morir de amor en lo alto de una cumbre y de ima cruz entre la sociedad de dos ladrones.

.No le temía, no; le adoraba. Temer el castigo es hacerse acreedor a él; y el confiaba, para el per­dón de sus pecados en la infinita mansedumbre de aquel dulce poeta Nazareno, de aquel suavísimo Je. sus del corazón transverberado de amores. Que toda aquella música de infiernos y purgatorios es­taba* bien para estafar a toda la gran recua de bea­tas y sacristanes que tenían el sentido común por donde las avispas depositai) sus mieles. Y toda aquella fábula de confesiones, comuniones y pre­ceptos creados por los papas de Roma, la farsa mas enorme de que se valían estos tios con faldas jara hurtar a mansalva y satisfacer sus trágicas lujurias.

En esto llevaba como un oro acrisolado la con-ciencia. Si en algo había pecado en su existencia

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îi c-J¡:a había sido solamente un compendio mu!;!-püeido, ¿cl pecado origins!.

Llegaba al fondo de la selva. Ahora ci cìe!o lucìa mas estrellas y el viento era claro, como te-L U C " " . t ¿ * c C k ' W i t v t k M w ^ •—- * • • • |- - . - « » * ' • ' « - «-»

plata. De pronto, ante sus ojos, surgió asilada en. tre los árboles, la casita encantada donde aquella lánguida amada suya, Margarita, aca<o estuviera so-ffáncolc en su amor.

0 \ de ella no. ce ella no huía como de Jas de­más otras mujeres. A ella le buscaba, a ella se acercaba, a ella venía, a su lado a morir.

Un gallo cantó, de prorito, estremeciéndole; era un gallo selvático al que fueron contestando otros gallos en la quieta lejanía. Rafael consultó su reloj. Las cuatro.

I-a hora. % Descendió de 15ob, dejándole suelto, en aban­

dono por la selva. Del impermeable abierto lue­go, desfundó la browning. Se apoyó todavía con la.mano libre en el tronco de un árbol; la otra mano sostenía el revolver a la altura de una de sus sienes.

Nada, ni un temblor. Estaba sereno, hermo­so, sonriente, lo mismo que cuando allá en los fiori-dos balisât Antipoîo, le besaba a Dolores en los labios llamándola su aida, su cielo.

Pensaba en ella, nada más que en ella antes de morir. Ahora la iba a \er, ahora se unirían ya |>ara siempre, siempre, sin nunca más volver a separarse, lejos de Leonardas y Rosarios, lejos de toda clase t e mujeres que pudieran de nuevo ser obstáculo a la felicidad que tntrc los ángeles, j>or ella, ángel de

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y? ri^io^iA ara JílL·

arr.or de sus amores, íb^n los dos a gozar percer*-i K • « « V •

—Ya verás tú, mi relr.3, ya verás tú ccrr.o a ti volando vá mi a!ma.

ApiCtó ci >;ajiï;o. Disparo. Y cayó desplo­mado a* t'erra, de cara a los cíelos, coa los Lraios en cruz...

Mientras, saludando al naciente sol, los kalaos y las cátalas tendían sus plumajes de colores por el bosque.

Las cuatro. Aqutlla era justamente la hora en que el viejo nta*sasaJtd se deseyunaba diariamen­te. Margarita cubierta por su inmensa cabellera, asaba en las brasas del kalan un puñado de sardi, nas secas»

De pronto se estremeció: —Padre-. —Eh. qué. —¿Habéis oído? —Sí. —V.x\ tiro, un tiro muy cerca. —Sí. —Alguien que ha matado, o alguien que ha

muerto... Acaso Rafael... Ll viejo se echó a reír. —l'ues claro que Rafael. I£s el único que

IlT.a a disparar hasta aquí; habrá matado tin kajao* fr-ro temprano viene hoy... *

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. 1 Ih sufría, inquieta, MU saber for que; fu coraza saluba, saltaba como nunca adentro cíe vi

El uejo siguió comiendo. • • » *•• * » • • •

- U h . —¿Y si fuera una desgracia, si no fuera Ka-

fací o fuera Rafael que... El viejo volvió a sonreír; pero de pronto le,

heló en tos labios la sonrisa, lîob que llegaba so!o relinchando, desmontado.

Se levantó el mussatala de un salto. —Dueño, mira; todavía no es muy claro; en.

ciendeme el su-u y voy a ver lo que ha pasado,, Ella había visto ya el caballo que |>arccía pedir

auxilio en el solar; sin volver a hablar, trémula como la ondulante llama del suiti corrió en pos de su padre que corriendo se perdía en la espesura rumoro.'a.

FI 5 1 nacía. El viento era de rosa, de oro, de azul. La selva estaba llena de flores. Un pá. jaro se aízó de pronto poblando del temblor de sus alas el follaje.

Y de pronto también, pudo ver Margarita cómo su padre se paraba bruscamente alia en lo alto y se inclinaba al suelo, horrorizado. •

Se detuvo vacilando, muriendo, y le f;ritó... —<Quién>... El viejo* volvía a aî/arsr; ahora se cogía la

frente con la* manos. Ella volvió a fritar; —<Quien, padre, quien?...

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No contestaba. Y tínicamente ci eco perda su doüdo clamor por todo el bosque.

Y no dudó, no pudo duchr más. Como una fiera herida se precipitó desolada a caer sobre el lu-£jìrf sobre el cuerpo muerto de! amado, envolvién­dole en sus brazos, en sus besos, en su suelta ca­bellera, empapada en las rosas de su sangre.. .El viejo había partido, galopando sobre Hob a dar en el pueblo conocimiento del suicidio, del asesinato, de lo que fuera aquello tan increíble. Y ella que­daba sola, sola con él allí, llenando de espanto el bosque cen sus aullidos de dolor, besándole los ojos, los labios, la sangre que titilaba en la tremenda herida...

—iAmor mío!.. íAmor mío!... • El sonreía. Había muerto sonriendo. Y sus

ojos, entreabiertos bajo los párpados que poco a poco se cerraban como los pétalos amarillos de una rosa, estaban líenos de azul, de todo el inmenso, es­plendoroso azul de la selvas y los cielos.

3 P I N .

Manila, Mayo de 1914.

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ALGUNOS JUICIOS CRÍTICOS

ACERCA DEL AUTOR Y DE

SUS OBRAS

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SALMODI aperas se había revelado como prosista y novelador. Algún cuento, algún articulo de periódico, algún boceto de no­

vela poco afortunado, era cuanto conoria-vrss dé ¿L Como poeta, si. Como, poeta de altes vuelos e inspiración robusta, de íntima delica­deza, cuando no cae en prosaímos de mal gusto o c a extravagancias de senil imitación, >a le conocíamos y apreciábamos.

He leído dos veces Bancarrota de almas y con» Teso que no he podcdîdo aún despejar la incógnita. llincarrota di almas es, desde luego, una novela. Pero ¿es una novela filipina? La respuesta es más difícil de lo que a primera vista parece. Fdipinq es el escenario en que se desenlaza la tragedia (por­que Ilanearreia di atmas es un poema trágico). La evocación del paisaje filipino, que todavía nadie ha descrito y cantado como se merece, es ofortuna-disíma en la novela de BalmorL La aparición de Angela y Ventura sobre la playa de la Ermita una matara grísea, nebulosa, de esas mañanas incon. fundibles que siguen a las noches de les baguios fi. •Hi»'û-4, constituye uno de los más felfee** arirrtnt de Uaímori preveía su príulcgiado temperamento de artista. Vudvc a sur-ïr la visión del paisaje filipi. r.o en lai cartas que escribe Ventura a su prima

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¿-Je su Ibclcr.da ¿c h raminga . Retorna, por ù*Vo h evocación oportuna y .evebdora al final ¿ . la novela, cuanJj ti Util que conduce a Angela y Ventura se fíenle en la lejanía tic los campos lu z;»n*ccs...

Fil pinos ?on umlicn los ¡personajes y cañete-res de b no\eIa. Angela y Ventura, Valdivia. Margarita, San José, Petra. Doria Ro¿enda, IV Ale-jar,dro„. son hïipîr.os y, lo que más vale, filipinos de C2rne y hueso, con músculo y sanare, no muñe­cos de cartón fantasmas de terreo. Hay en lian-¿jrr.\'j de chías mudia* y grandes inexperiencias y lagunas, pero pasa s>brc loda la novela una ráfaga tan para e Intensa de |>asión c idealismo, de poesia y verdad, que borra las micubs y deja en el ánimo dd lector la huella del arte.

La noveb interesa v subyuga desde las prime­ras lineas, causa profunda emoción estética y deja en el espíritu sensación inefable de piedad y melai. co!ja. Ba'mori, que se cree un rebelde y un inadap­tado, y no es más que un buen muchacho a quien Dios ha dado una imaginación poderosa y una visión fantástica t!c la vi Ja, ha crudo seguramente escribir una obra inmoral, una obra, mejor dicho, que fuera ca'ifcada de inmoral for la moral acomodaticia y burguesa del pesimismo materialista ambiente, Ese pueril prurito asoma frcojtntemcntc entre las pinnas de la novela, con visible esfuerzo, pero 5 ! ^ l a l £ ! . í?**** »»r U PüJan'* Je la realidad y

una novela

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IH

inmoral y, con su trágica trama, como con fa de Calisto y MtM**% pxiría componer algún predicador elocuente un buen sermón sobre la vanidad y nadería de îas cosas humanas que se deshojan y marchitan cual el alma buena de Angela, ¡nocente pecadora, victima propiciatoria del amor, más jwdcroso que la muerte, cuando el objeto de sus ansias no es pere­cedero, delvrnab!? y misero, cuando sirve asertorque se puede morir.

He citado La Cettina y debo aclarar la cita. No se perqué, reconociendo la distancia que los se­para, los amores de Angelí y Augusto han evocado en mi imaginación el recuerdo de Calixto y Melibea.

Quizás esté el parentesco espiritual que me ha parecido percibir entre las dos fábulas en el am­biente de verdad y poesía que rodea en ambos ca. sos a los amantes y los absuelve literariamente del pecado que cometen» en el tribunal del arte, menos escrupuloso |>ara casos tales que el tribunal de la penitencia. Quizás esté esc parentesco ideal en el trágico soplo que trunca el idilio en flor, en uno y otro caso, lîaîmori probablemente no ha leído La Celestina y no puede haberse inspirado en ella. A lialmori no le atraen mucho los autores que llama­mos vulgarmente clásicos aunque es bastante culto y tiene suficiente tcmjicramcnto de artista para apre, ciar sus méritos y gozar de sus bellezas, llalmori, él mismo lo dice, en liancarrota tte almas imita a Trigo, y, sin embargo, es necesario decirle una cosa que probablemente le causará cstujienda sorpresa. I odo lo que en liancarrota de almas hay de pequcrlo y frágil es de Tri^o, todo lo que hay de grande y fuerte es de Dalmori. Cuando llalmori se ha in?p¡.

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IV nio en 1v¿o ha c<r.¡K.*qtic¿cc¡do SÜ poema: Cuando se ha inorado en la realidad, lo ha elevado y tn-grar.decido. £n una |>aìabra, cuando ha querido scr otro, no ha sido nadie. Cuando no ha querido ser naie , ha'stdo lla!mcri. Así resulta que en Banca* rr:U ¿e olmas% como digo antes, es malo cuanto es de Trigo, desde el estilo, dislocado, hasta la psico­loga, barata, y es bueno cuanto es de Balmori, ¿esce la forma, cálida y \¡viente, hasla ti cSpiiUu, generoso y humano.

La acción de la novela se desenvuelve de ma nera lógica y verosímil, (salvo aquellas ínexperíen-cias de q»ie ya he hablado, naturales en autor tan joven), sin dislocaciones rebuscadas ni violencias ar. artificiales, encadenada |or una e-pecic de fatalidad y ijrcdcs;inación irremediable, superior y aún exte­rior a la voluntad de los personajes que intervienen en la Cábula, juguetes de las incertidumbres de la vida y del amor, como en la ya evoca vía espantosa tragicomedia de Calisto y Melibea.

Angela es un alma inocente que peca con (oda ingenuidad, con toda espontaneidad, con toda pureza de intención, sin medir él abismo moral a que se asoma ni verlo siquiera. Casi a punto de entregarse a Ventura, se entrega a Valvidia y, sin embargo, en las flaquezas de su carne pecadora,.prisión y marti­rio de su alma buena, no hay rastro de liviandad ní de lascivia. Hay solo un dolor intimo, un dolor humano, el dolor de la ¡/.felicidad y de la muerte. Ni aún cuando, después de la muerte de Valvidia, se casa con Ventura, hay asomo de traición en su gesto de mártir resignada y marchita. Hstc ha sido otro genial acierto de l\*!inori. Redimir a Angela

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V ¿i toia impureza de intención, s:n d e s i n a r SJ ca­rácter ni sacaría de la realidad en qte vive. Cuando se casa, forzada por las circunstancias, superiores a su voluntad y si temple de su espíritu, ofrendando a la memoria del amado inolvidable y del hijo presen tido aquel postrer sacrificio, el engaño de que es víctima Ventura no inspira repugnancia ni indigna­ción, sino solo compasión y lástim?, piedad y mise-ricordia- para las flaquezas involuntarias o indiscer-nidas de los hombres y de las mujeres buenos.

Valdivia, el pipeta Augusto Valdivia, es tam­bién un ser real, y la sobriedad y exactitud con que está pintado el proceso de su tisis homicida avalora el mérito de la novela. A Ventura, carácter com­plejo, el personaje más complicado de la novela, lo àia dibujado Bal mori con igual - maestría, aunque afean el diseño algunas acciones y omisiones no del todo justificadas. El matrimonio Margarita—San José constituye otro verdadero acierto. El y ella son seres con realidad corpórea y tangible. Una vez trabado conocimiento con uno y otro, no se les olvida fácilmente^ ¿Y Doria Roscnda? Es otro tipo arrancado a la realidad, un prodigio de observación. Apenas pasa por las páginas déla novela y en cuatro trazos definitivos queda indeleblemente delineada. Su misma ausencia constante de la acción, justifica ésta. Si Doria Roscnda se cuidase más de su hija que del f>anguingue% la pobre Angela no caería en la tentación y en el pecado, en la deshonra y en la desgracia.

<Y cí párroco de la Ermita5 Esta aparición del Padre Capuchino es una maravilh de plasticidad y realismo. Es una silueta imborrable.

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VI \<¿ uunlîcn los demás fcrsonajes episódicos.

Repito que son de carne y huesa Petra, algo des-dibujada en ai-unas escenas, ü . Alejandro, lospa-¿rcs'de Margarita, hasta los personajes que epe-nas asoman a b novela, quedan suatos á la vida por la evocasión del poeta.

Ya he dicho que Bancarrota de almas es un laxa» trajeo, de estuo desigual, vigoroso, «ano, fuerte, noble; cuando Baîmori, prescindiendo de ins-p:ra:*.ones exóticas, se abandona a su propia inspira-cíón y deja caer sobre !as páginas de su novela toda ta ideaüdad de su alma ingenua y sencilla.

Los personajes de Bancarrota de almas son hombres y mujeres sin .complicaciones artificiales, con sus vicios y sus virtudes, viviendo unas vece" las idealidades del espíritu, sucumbiendo otras a las impurezas de la materia. Pero siempre hay algo que ennoblece la fábula v la redime de todas'las fai-Us que la afean y revela la natural bondad del alma de Ka'mori. El linaje humano que nos pinta en Ban­carrota de almast con todas sus flaquezas y todas sus miserias, con todos sus vicios y todas sus pequene­ces, es honrado de intención. Ix>s hombres y muje­res en Bancarrota de almas caen y se levantan, y vuelven a caer y a levantarse, cediendo a presiones cd esp.ntu o a estímulos del medio, pero sin doble*, sin engaño, sin perversión, sin maldad, limpios de corazón. Lna virtud (de virtus, valor) ennoblece dora y fuerte, constituye el fondo común a todos los hombres y a todas las mujeres que desfilan por las

U loTuntnd y los halagos del vicio üueda, pues, demostrado que Bancarrota de

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VII */isMi es una novela, y, apesar de todos sus defec­tos, una buena novela, a inmensa distancia de toda la anterior producción literaria de üalmori, sin excluir acaso su labor poética.

Tero, vuelvo a preguntar: ¿es una novela////» fin** Nótese que eî autor no la ha titulado di costumbres filifinas% sino filifÍ9¡a% sin duda porque en rj\\ las ccitzr,:bn$% eî f*iuijt% la <Kn*wi es lo acd-dental. Lo ensencial es el almi.^^X atma de An­gela, Ventura y Augusto ¿cs fllipina? El autor lo dice, ningún crítico ri per.ódico filipino lo ha negado, leyendo la novela nos lo parece. Sí. Angela Ven-tura y Augusto son filipinos. Pero su espíritu su mentali iad, su linaje de idealismo no son ciertamente ancestrales. La novela de Ualmori, despojada de toda intención j>oÍítica, es, sin embargo, un nuevo y poderoso alegato nacionalista. Els la desmostración más clara y luminosa de que en Filipinas, en tre* siglos de contacto con la civilización española, se ha formado un pueblo nuevo, apto para la realización de sus destinos sobre la tierra, que se ha asimilado las esencias fundamentales de Incultura latina, con­servando lo que le era connatural y característico de sus modalidades prehistóricas. Seguramente, La. kandola redivivo no reconocería en Angela, Augusto y Ventura a comjatriotas suyos. Les separan tres tiglos en el tiemj>o y una inmensidad en el espíritu, aunque en el fondo de su alma queda un sedimento común. ¿Duda alguien que Legaspi resucitado vería en Angela, Ventura y Augusto Vgo muy suyo, y amorosamente los reconocería y adoptaría por hijos espirituales* Les srparan, también, es cierto, tre* %i. g!o* de distancia en el tiempo, pero hay en los re-

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Vili pliegues de su espíritu simpáticas afinidades. Existe, pues, una civilización hispano filipina, que no es solo aborigen ni solo curóla, sino que procede y se ha formado de la fusión de ambas, y esc tesoro que los siglos han ido acumulando es el que hemos de salvar líe los peligros que lo amenazan cuantos lo hemos re­conocido y amado. Hay que defender los restos de h espiritualjch¿de la raza, afirmando !a propia per. *53ìuiiivlui irente a Jainvasión de elementos exóticos. Ebta generosa y ncceSaoabbor deben realizarla, y realísanla, más que Jos hombres políticos, los hom-bres de letras. Poetas, noveladores, periodistas, forman la legión caballeresca encargada de velar por el sagrado patrimonio que nuestros antepasados nos legaron, de mantener enhiesta la bandera del ideal y de obligar constantemente a las muchedumbres, in­constantes y varias, a fijar la vista en la alta cima donde, a la luz de la verdad, tienen su asiento todas las realidades del espíritu...

JOAQUIN PELLICENA CAMACHO. Director de Cultura Filyi„a>

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IX

He UíwO con fruición intensa Bantzrrcta d$ aimai de Je^s Ihlmori. Francamente, me ha jus­tado mucho. Y tanto, que después se la día leer a la más simpàtica de mis amibas, quien ha te­nido sobre el libro una impresión igual a.la mia* Tcdo esto es para mi el rr.rjor galardón que puedo dicernir a su joven'autor; ese poeta adorable de ¿mu multiforme y complicada, frivola y reflexiva, ñifla y decadente, a veces inconsolable y retadora en ocasionés; que de la noche a la mariana de pobre se hace rico y viceversa, que sabe besar volup:

tuosamente muselinas olorosas a no se qué, para quemarlas después; agresivo cuando está (urJat pero bonachón y leal si el alcohol no le. trastorna; bohe­mio como el último decadentista barriolatinesco y aristócrata del tipo del primer abate que recorría la gama de los refinamientos y exquisiteces en las fies­tas galantes del Trianón; que es, en fin, un homo du­plex... con mucho de dios* y no poco de diablo.

Angela, no hay que dudar, es un tipo adorable, Pero na es filipina de pura cepa. Complicada y.ca­prichosísima, carece de la sencillez de la mujer ma­laya. María Cara, a pesar de ser mestiza% está a diez mil leguas de Angela. Tal como pinta el autor a su heroína, ésta tiene más de alma europea que oriental. El capricho de Angela, * muy excusable, porque es mas bien producto de la inocencia que de una corrupción moral, de besar a su primo Ventura, temendo ya entregado todo su espíritu al poeta Val-divia, se me antoja muy poco típico. Contribuye a corroborar esta opinión mía, la ocurrencia de An-gela, muy encantadora j-or cierto, pero exótica, de enterrar el cadaver de Uly% su / / / /,*///, en una

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caja de maque, a ori'.hs de! mar de !i Ermita, bajo la'me'incoíta nostalgica de! crepúsculo. La data¡* besa y acaricia, con travestiras de ñifla mimada, a sus fi!s% pero no se !c ocurren las re flex:ones de Angela sobre su Lily, hij -s de un medio ambiente completamente occidental.

El entierro del cadaver de Lily por Angeîa y Margarita es un capitulo hermosísimo, por lo exqui­sito, encantador y frtWo; pero es un cuadro de ma­tices muy poco filipinos, y estaría mejor expuesto en una sala de Londres que en las aldeas legenda-rías de Magát SaÍámat—

I Angela! Me agrada el nombre escogido, por Ba!mor¡ para heroína de su novela. Porque se presta mucho a carifiosos diminutivos, y además... además, me recuerda un nombre, a quien ha acau­dado siempre mi fantasía con voluptuosidades de poeta...

Leyendo Bancarrota de almas, se nota que Dalmori está atacado de una enfermedad moral, del narcisismo. El protagonista Valdivia, poeta laurea do, co!abora<!or de El Renacimiento, que sabe tanto de hacer versos como de agraciar con buenas tortas al ¡•rimer burgués insolent*! que se presenta; que gusta de absenta, y ama, y sufre; que se ha vuelto tísico de tanto afcoholismo; Valxidia, el héroe, repito, es.. I'aîmori, el simpático, con sus bigotes fina* mente rubios (ahora se ha afeitado, y más que poeta jarece un fraile exclaustrado^ sus ojos vivos y en tendidos y sus cabellos ri/ados; y cjue $abe boxear como Díaz Mirón, Los versos traídos a modo de cita son de Haímorí. El mismo lo dice en su novela En dx\t todaí lai ra e/as, frivolidades y bonhtmmies

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i

et VaÜAÍa, h* peste Salmon, y ca grido s é r i e r . Ugo, todas no; porque Baveri todavía no.es tísico, a;**. ue puede serlo muy pronto.

Y ¿qué diréis de aquel b:en Jesús, inmóvil so-tre el a!tir del templo, en su mansedumbre infinita, Manco, en sa blancura de marfil nuevo, trémulo âc divines aposIorUiiuciHuí, ante quien Arsela Limo g**me adoraciones y se golpea el seno,«^.!oroso a perfume de pebetero indio, de alburas de sampaga abrileña y de turgencias atrevidamente provocativas? Hay aTgo de intencional en el propósito no poco profano del autor, al escoger á Jesús como egida y consuelo ce Angela. Las niñas suelen encomen-darse a la Virgen María, y le confian sus intimida­das, más que a cualquier otro personaje del cielo, ¿in ti mener reparo, y aun con cierto carino, por ser la Virgen de su mismo sexo. En ellas es innato el pudor, y sus mismos caprichos y frivolidades les ha-cea parecer algo violento el demasiado arrimo, aunque espirituil, de sus almas femeninas a Jesús, que después d : todo, es fiiasciMno. Y ahí tenemos a Angelí, q JC sin acordarse para nada de la Madre de las Misericordias,—Ccnsrfatrix affàctcvum — en sus fregarías invoca constantemente a Jesús, no el Crucificado, ni el recién nacido de Belén, sino a Jesús amoroso, el del Corazón trasverberado de di. vinas llagas de amor. Y ese Jesús, que rosee un corazón fervoroso que ama y sufre, y que tiene por espesas a todas las virger.es, es... tocayo del autor, de Balmori.

Uaîmorj es, pues, un narasiifj, im admirador de los propíos atractivos, un alma muy ñifla y muy loca, que el corretear a!egrc y retozona i»or las ri-

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tens arables de! tajo luminoso ¿e su fantasia în-q Jc:a y febriciente, se enamora de sí misma, al ver recejadas sobre una onda consoîadora sus pul­critudes de principe furtivo de un Pah de Ensue-ft os y de Sol

Rdmori se enamora de Ualmori. V ¿qué importa ese? Mis vale ser asi: narcisista. El artista que vive en Filipinas, s¡ quiere tener un solo admirador al menos, tiene que ser narcisista. Y el que no quiere serlo, es sencillamente un tonto. En las ma-m no existe refinamiento. En la burguesía, îo mismo. Hasta las ninas nos miran con cierta indi­ferencia, si no con marcado desden y reproche: por­que han perdido toda noción de arte y sentimenta­lismo, y se creen más grandes y felices hablando de estupideces y formulismos sociales con un burgués intonso, que con la conversación amena y exquisita ¿e un artista refinado. Los que viven en las al-turas y reciben regu^r propina del Gobierno, em-bnagados por el vértigo, no vén o no quieren ver d Arte que se arrastra por los suelos. Los politi

Z^oí^-rlvarduos i~*~»«KJSen. nosoLt <£í dcI ?*'tami<>co s e Preocupan de S e a J ? süna dOCCna y m e d I a & ^««nnos de rvcifjfica, con más o menos tiíf*nt« «>r •* . c

*<-:Ur.taiJ(cons,¡,u>cr, n u c s û o S l L f v y , b u C M

« * ¿ « e n c a m e S " ? ' * s'-'™™. ,odo aunque ta Gloria le II,»,' "* m o v «w- Y J ¿ f a . f u e r £ f i ï £ ^ a t f ' ? ' '™'"e

" - - U > , a c á . muy "S^ÍS

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Xïll ¿z cviuf la degradi & morirse con h\ pypîfcs atWtas.

Yo también soy asi: natcisistj. I-a confesión, toda sinceridad, no me sonroja. Y no sólo yo, sino todo* los artistas. El mismísimo fArise/, el AU/sffi, el poeta j>or antonomasia, el más modesto de todos nosotros, habri sonreído de intima satisfacción más de una ve*, al {.aladear la embriagante nucí de su* estrofas cinceladas en las amables horas dd recoci­miento crepuscular y Ce las diafanidades mpiutinis'. Y ¿Cátulo, el genial? Tues, ese, para insinuar una sonrisa, necesita ¿r.tcs burlarse de todo y de todos.

Mi narcisismo llega en ocasíoncs^a-ü'na verda­dera exageración. No sólo me baten sonreír sin­cera" y tranclfmèíuè* r is ..versoi- Me produce el (r.i3mo efecto la contemplación de mis retratos. Y cuando bien vestidito, con un perfumado bouqutl de violetas en ta solapa de la americana, me pongo tieso y ufano ante una luna veneciana, hago lo que hacen todas las damas, aún las rematadamente feas: sonreír con mucha coquetería, dar una docena de vueltas gráciles, marcharme y volverme a mirar con más coquetería y fxrtulancia.

A mí me llaman orgulloso. Acaso tengan ra zón. *,Y bien! Sabiendo, como lo sé, que se burlan de mí, no hago mis que devolver la jKrlota-vItalmori es también orgulloso. Se lo digo en sus propias nances. Pero su orgullo, como el mío y como el de todos los artistas ingenuos, *% adorable. Es un orgullo más bien psíquico que otra cosa, un orgullo a lo Orts Ramos. Halrnori es capa/ tie regalar y aun de vender sus producciones literarias. l ) c \Q que U no puede desprenderse Ualmori es de su km-

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XIV perimento emotivo, de sus intensidades y nervosi*. mos, de su alma multiforme de sublimes e infinitas complicaciones.

¿Orgullosos los literatos? ¿Y qué? Si nuestra feu soberbia e intolerable no se justifica por nuestra labor na^na, está legitimada por nuestro exiguo número. Somos muy pocos. Apenas llegamos a veinte. Y hay que tener en cuenta que son pocos ios héroes de la patria, son pocos los bienaventura-dos-cíe.Cristo, son pocos, en una palabra, los elegi­dos. Y Aunque no fuéramos poetas ni literatos, sino bandidos», tendríamos e! mismo gesto de rebeldía, si fuéramos como somos: muy contados. Sencillamente, porque constituímos un microcosmos separado de la generalidad.

Todos pueden contemplar la belleza, pero no todos pueden sentirla. Lo primero es don de todo animal. Lo segundo es patrimonio exclusivo del artista. Los animales son legión. Ix>s artistas son apenas un pufiado.

CLARO M. RECTO De Renactmuntê Filipina.

—•^*ttTA«~»*—

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XV

Batteri, cl poeta de hs sensaciones nuevas y reates, acaba de dar a luz un libro lleno de verda­des, titulado Bancarrota dt almas.

Este libro para algún que otro moralista timo­rato sera todo un pecado mortal; pero esto no le debe preocupar a su autor, todo lo contrarío, es una ñama para que Balmori nos escriba pronto otra no­vela: porque to*ta que se diga que un îibio c*tá excomulgado para que hasta las beatas lo lean. De aquí que se pueda augurar un completo triunfo mo­netario al autor de Bancarrota dt almas, libro que pasará muy pronto de mano en mano, y casi me atrevo a asegurar que en las librerías de lloílo no quedará pronto ni un tomo de él por vender.

Balmori ha tenido muy presente que en los li­bros modernos estan de más las careta.*, esa hipp-crecia con que suelen revestir sus relatos ciertos autores anticuados.

En Bancarrota de almas el lector no encuentra nada de esto.

Su lectura no cansa, porque es la misma histo­ria de la realidad. Uñase a esto la prosa clara, y elegante en que está escrito, salpicada de poesías sujestivas, y se verá que el autor de esta producción ha triunfado en toda la linca.

Y ante todo, y sobre todo a nadie le solaza saber pamplinas, falsedades, inverosimilitudes y jor eso Balmori ha triunfado, por que relata un manojo de verdades, claras, terminantes. En una palabra, el autor de Bancarrota dt almas debió titular su nueva producción La verdad desnuda.

Balmori nos presenta una historia admirable, mente escrita en la que descuella por su bcllc/a y

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XVI coraron ¡a tierna dj!j¿:¡¡tet AngUn*enamorada del calavera r oeta Valdivia.

Es toda una bîstoria de amor que, sin ser pe­sada, tier.e como en todas, sus besos y sus ligrimas.

lil argumento de la novela se desarrolla en el barrio manilense de la Ermita, en medio de ese dui. cisimo ambiente del plis de las sampaguitas, de las mujeres cíe cabellos negros, y ojos muy grandes; en ía tierra calida de las adorables da/a^as que son todo amor, que son todo poesia.

cV que mas se puede dear de un libro como fiíncirreta dealmas% en que su autor ha puesto toda su inteligencia de escritor y toda su alma de joven, al escribir una producción tan realista?

Pues poner una escalera de plata al joven poeta; jara que suba mas en el mundo de las letras; para que su nuevo libró no sea el último; para que tenga Filipinas un Felipe Trigo; para que sea, Halmori el escritor favorito de las mujeres de su tierra, y ten­gan estas un paladín decidido de sus belle/as y de SU:» virtudes.

K(>M! R A I .

De HI '/ïiMfo dt /loth,

* • *

Mi verbo cs reto para cl Modernismo; pero no lo cs para tí, porque ci» ti el Modernismo es ritmo y armonia del alma.

MACARIO APRIATICO. DÌ /a ìiiai AútJttiiu Esf anota.

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•\VII

... Pese a Retaiu que vccft'era contra ti Mo* dernismo, tu eres siempre el delicioso poeta e irre. ducubíe bohemio.

l'Y.uuANt» BASA.

Dadi Madrid, Esfafia.

Tiene un sabor de mar, d<* cosa salobre .como el llanto, la primera novela de Balmori, Bancairota dt almas. Se insinúa como un lamento del agua en las antes deliciosas playas de la Ermita y derrá­mase, pecho adentro, con un impulso de vida y un cosquilleo de amor voluptuosísimo.

La impresión total de la obra, en cuanto a la acción se refiere, es de un vtrismo ¡jroteico, dulce y sentimental a veces y a veces combativo y crudo; se abre a la mejor, como un ramo de ilangdlangs fra­gantes, para estallar de súbito a la manera de una nube eléctrica, en apostrofes á la impostura y al tar. tufismo y en himnos cálidos y vibrantes al gozo y al dolor de amar...

• Balmori estiliza, pero se adivina la fuente en que ha bebido. La musa de Felipe, Trigo, psicó-logo y erotista, le ha dicho sus secretos y le ha en sertado a catar la manzana de 'Las litas dd Paraíso. Balmori parecerá carnal y hasta despreocupado a los pontífices de la moral al uso, pero esa salacidad y ese desenfado son simples derivaciones de esta vida nuestra, tan llena de sensaciones, de acuidades y de dulcedumbres divinamente tentadoras... <De qué os ofendéis, dómines? Ll novelista; ai modo de Stendhal, ha pasado un espejo a lo largo del vital camino; y como este tiene rosas y como CÍ4C tiene

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W i l l charco i y espiras, empinas, charcos y rosas se Kan reflejólo en la tersura del cristal.

Hace la obra por su final altamente dramático. Oirá mujer que no fuera Angela, ocultaría el secreto y, por no decirlo, mancharía su tálamo y estimati-zana a su sexo. Este episodio me trae a las mien­tes el a!ma de nuestras mujeies, en cuya boca puso yo no se que Dios, las más bellas palabras de amor, perdón y verdad que ignora la sabiduría de otros pueblos.

Este solo detalle constituye la ejecutoria de la obra. Cantar a la mujer es poner en mas altas ci­mas la fuente de toda vida, de todo amor y de toda belleza, es estimular en el hombre el deseo de-esca-larlas y de clavar en ellas su bandera santa que teja­ron doloics hondos y tirteron sudores y ligrimas ro­bados a momentos trascendentales de la vida...

No, no es ningún DIVINO, como D* Annun­zio, quien ha escrito 'Bancarrota de almas. El fili­pino no tiene derecho a la DIVINIDAD. Regístre­se el calendario y se verá que ni siquiera es a noso­tros accesible la SANTIDAD.

Consecuencia: que la no\ cía c* estrictamente humana. Y lo humano es lo verdadero y lo bello.

FERNANDO M.* GlTKRlKO. Director dt "La Vanguardia"

• • •

Por encima de todo, tengo para mi que este Balmori puede tener sus flaquezas pero es un gran poeta, un VERDADERO poeta; su merito principa! es la fantasía con que sabe dorar sus ideas, es decir SUECOS. Tedas sus producciones pueden dc/inír»

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XIX

se diciendo; Variaciones sobre e! mismo tema, e! amor*

Ivjìmorì seguirà viviendo asi, a pesar de todo. Y esto seri un bien para las Musas y para los afí-c ier ros a c"as, El día en que Baîmori deje de so-for es por que habrá muerto de borrachera, es decir, vX SUC*O»

ÇK.C es ser consecuente con les pnndpíos. i Verdad, anù^o Jesús?

TtoDcso M. KALAW.

Dïrxfsr ¿t "El Remjrimiexl&r

Como ïaJîci sa tirdo, en esie comercio oc <x:£irììCi.xos y îrnanàuSes qae se £ama Xcn^Ia, <tî ¿.ìma, tü esrórita csun en EaTicarrota. Fba smsna-Tiiia.3 con ¡macho «3c Sa criKy.îa3 Celina de D* Annun­cio <es la tno'u «¿bmlnante »del atr^umema. £g¿uo l«î-liante, iti^z a ITÏ OS, yitro siempre caaencâoscu.

¿Qu* donile <esû til «memo3 ,Hn îhilierla e*-'erho'.

Aksrroo 2C L12.

•Si c<ic: auriudio de .miradas «e Katim ,v *-*. ^rramemo .le toma,* .ronsa^rarâ BU feunc^Tau^ **/* , mirraci >n «tempre .tapfcrta^ esa mi Tacili*

Ufe, produciría .« ta , -maravillas. J W o T ^ •«ï!: um sonador rperpemo, que ¿îwiiiwr e ^ ^ , , 1 v r^n , v > minuendo, a ^ b m o / l o d ^ ^ î

. • • i r t i * * » •iartt1

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¿¿¿adaa'eaîeaa«Ktt « « a i » «* que tsdo « ¡ J j d c K i i . Y isi era rf v¿o c¡x cese.

Uoacw Go.wifc» Lfcjcnt. Zfc "£f //¿ti"

AsiÍ£o jesús: %- He \t2¿o ta Ebro y asi que b hube fedo jr tt*

borrado/co se ejoe alabar en éi> si ta beCea jr la írenuoscra ¿el arg^mesto, si b briBantés y jpramSe» ¿e íx rid* que has retratado, o la riqueza y La pe­reza ce ta estío empleado ea la co veía-

Sí se ta de ¿preciar 7 procíarTvar sa rîqaeza y sa Lerabsnra, no Iiay palabra EUS digna ó t dia ^ œ estai

Admirable» PATBICIO ÜIAJUKO

D€ mT*55<¡?

tadudabfemegtcv la personaÎKiari sodai co desa-parece e» d literato y poeta; asi Temos que ~st ~sr> colmante Jesus Baünori es na verdadero tço , lo es tam&etx como prosata jr coa» poeta, coya orrgtcau 5¿iii y Cujtasra exuberante a¿r¿aa y mrt^>t

Uceo ZAUUAJL. ihrtcUr di ~La Drwtacnuùu

• • -. •

¿¿sènio cococe a jesús BaTroor? t s «o poeta, uo gran pocu que por cadi poesia

que sa prt &gia¿> escro produce, metete im laura Como pesista Boîmcr^ ea /Urne*,,** ¿4 €, fc* derostxado Urtar a una altura a la r ^

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XII

crjy rar^s y n - j e¿cc¿'~;s Kev ins ¿e litri* pce-dea Ie~*r. Cea c^ebo ¿e Lasco Ibsf-cj, ca a*;; o ¿e D'Aszsán, y no poco ce TKgo, tH Sd J clvba ca ti o:rrx2o de la nortia, pueden tsttdes Cgzrzryt si co es este E i ^ c d esa gbná, ca k£úzx> cr¡~Zo y gloria de nüplras.' „

DJL Jrjjc RIVOLI. LALULO. DÌTOLT ¿I mAn* DrwiocrscixT

« • #

Es ^a poeta epe w> puedo comparar eoa Ics n£stícrcs dà bosque.

" Para asalzaHo o c ùlraa los prmcfpaJes e ta-¿IspcrraVies desiertos rcastrros.

Debo seguirlo basta donde poeda, pocs es de lascp£empiezadcam^aax^scba3aremc>a!ado basta cas ala de las cebes.

Sa fantasìa es de las que se escapan por sobre los muros dd templo CrepopáDco o por debajo la camisa de (berza de algún Samson y Cega basta donde se disipan los vapores amüÜcos.

. Por cszo no se puede comparar con e! ruiseñor del bosque. Sos tersos son toda una composición química de palabras aromáticas. -

',..: Es amigo de las flores y de la* mariposas; por esto hace fiotar de h atmosfera nubes espumosas de los mundos irreales. .

-. En sus ensuefios, invoca su bandera como sí fecra «na princesa que rive en d destierro.

Craza los campos de amapola*, se eScta basta d azulado firmamento y en las fraguas del Sol funde su ira, despenando con la satisfacción fatigosa de la victoria,

May momeno* en qoc sus estrofas espiar

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XXIi \eis en rilas l e o n e s de indios gandiendo Ian/as y Lcïos.

No hay que asustarse. Termina siempre con h aparición de una reina con carnes rosadas, o una Sultana morera con ojos de cieîc y labios de rosa.

Ka No me es posible seguirle. Nuestro poeta es un bohemio que se pasa muchas horas hablando cea la luna, ¿De qué hablan? No lo sé. Los bo­hemios confian sus secretos a la reina de la noche y bajo su plateada luz encuentran el goce de la mente y les placeres espirituales.

Caminan siempre sin dirección; la ilusión'les guia, desprecian los desengaños* La resignación para ellos es un vicio. Por esto son resignados.

Para seguirle de cerca, para analizarle, ya he dicho que m€ faltaba lo principal.

Os lo diré en voz baja, ya que no estamos solos. Necesitaría fumar opio, beber éter y darme

inyecciones de morfina. Estos ingredientes me fa-cuitarían el camino de los paraísos artificiales. Allí encontraría a nuestro poeta rodeado de las bellas musas que nos cantan su fogosa fantasía...

FRANCISCO CAMPILI A. Director dei ".ìferc+rior

Es muy joven, pues solo cuenta veintisiete artos no obstante lo cual hace ya bastante tiempo se le conoce ventajosamente dentro y fuera de Filipinas incomposiciones se señalan ¡or lo ardiente de Já I l a c i ó n que las inspira y el bello reflejo de las m.\5Xet. Resulta sempre un verdadero geólogo

M "JUilly.DaiUUrtr Madridi fofa ña.