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1 Santísima Virgen María, Madre de Dios La Virgen María, Madre de Dios «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien» (San Francisco, Saludo a la B.V. María). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (San Francisco, Antífona del Oficio de la Pasión). «Francisco rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). «Francisco amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). «El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una relación vital única con la santísima Trinidad. María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia». «Puesto que la encarnación del Hijo de Dios constituía el fundamento de toda la vida espiritual de Francisco, y a lo largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en todo las huellas del Verbo encarnado, debía mostrar un amor agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a Dios en forma humana, sino que hizo "hermano nuestro al Señor de la majestad"» (K. Esser). «El intenso amor a Cristo-Hombre, tal como lo practicó San Francisco y como lo dejó en herencia a su Orden, no podía dejar de alcanzar a María Santísima. Las razones del corazón católico y de la caballerosidad de San Francisco lo llevaban al amor encendido de la Madre de Dios... San Francisco cultivó con esmero y con toda su intensidad el servicio a la Virgen Santísima dentro de los moldes caballerescos y condicionado a su concepto y a su práctica de la pobreza. Nada más conmovedor y delicado en la vida de este santo que la fuerte y al mismo tiempo dulce y suave devoción a la Madre de Dios» (C. Koser).
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Santísima Virgen María, Madre de Dios

Jun 07, 2015

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Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha Iglesia y elegida
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por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo
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Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien
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Santísima Virgen María, Madre de Dios La Virgen María, Madre de Dios «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien» (San Francisco, Saludo a la B.V.

María). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (San

Francisco, Antífona del Oficio de la Pasión). «Francisco rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). «Francisco amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). «El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una relación vital única con la santísima Trinidad. María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia». «Puesto que la encarnación del Hijo de Dios constituía el fundamento de toda la vida espiritual de Francisco, y a lo largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en todo las huellas del Verbo encarnado, debía mostrar un amor agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a Dios en forma humana, sino que hizo "hermano nuestro al Señor de la majestad"» (K. Esser). «El intenso amor a Cristo-Hombre, tal como lo practicó San Francisco y como lo dejó en herencia a su Orden, no podía dejar de alcanzar a María Santísima. Las razones del corazón católico y de la caballerosidad de San Francisco lo llevaban al amor encendido de la Madre de Dios... San Francisco cultivó con esmero y con toda su intensidad el servicio a la Virgen Santísima dentro de los moldes caballerescos y condicionado a su concepto y a su práctica de la pobreza. Nada más conmovedor y delicado en la vida de este santo que la fuerte y al mismo tiempo dulce y suave devoción a la Madre de Dios» (C. Koser).

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María Santísima en la experiencia religiosa de Francisco de Asís por José Álvarez, o.f.m. Decir que San Francisco no fue un teólogo de escuela resulta ya un tópico, pero es verdad. Él no es un teólogo, es un lugar teológico, diríamos. Por eso, cuando nos acercamos a él para tratar un tema, uno se encuentra desarmado, porque sus escritos son breves, no tiene una doctrina sistematizada ni tesis doctrinales desarrolladas. Francisco es un sentidor, un creyente lleno del Espíritu Santo, un testigo que nos ha transmitido una experiencia y nos invita a sus hermanos a reproducirla en nuestras vidas. San Francisco se definió simple e iletrado, pequeñuelo, siervo, heraldo del gran Rey. No lo dijo, pero podía haber dicho que fue también el heraldo, el pregonero de la Virgen, su caballero amante, de la que predicó mucho y escribió poco, pero, quizás, en ese poco dijo todo lo que se puede decir y predicar de la Virgen María. De ello nos queremos ocupar aquí y ahora. Sueño profetico de San Francisco 1. Francisco, heraldo de María, la Madre de Jesús En San Francisco la clave de interpretación de todas sus actitudes y expresiones es el amor. Rubén Darío lo ha contemplado y descrito certeramente con dos palabras: «Un hombre con alma de querube y corazón de lis». El «serafín de Asís», le llama el pueblo devoto. Francisco amaba a Dios y a todas las criaturas con todo su ser, pero de modo particular «amaba con indecible afecto a la madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad, y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba principalmente en ella su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos los hermanos» (LM 9,3; cf. 2 Cel 198). Lo de Francisco transciende el sentimentalismo; es devoción auténtica, y es amor filial motivado por lo que es nuclear en la Virgen María: su maternidad. Esta es la motivación que explica todo lo que Francisco siente, vive y nos transmite cuando habla y cuando escribe. Dice su biógrafo Celano que «le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, y le ofrecía afectos tantos y tales como no puede expresar lengua humana. ¡Ea, abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198). Francisco veía en María, por su condición de madre, la prolongación de la misericordia, del amor y de la omnipotencia de Jesús, su hijo y redentor nuestro. Ambos, como diría la teología posterior, fueron predestinados en un mismo decreto por el Padre para consumar la misma obra: la redención del género humano. Madre e Hijo constituyen un tándem indesglosable. Dos fiestas eran para San Francisco objeto de particular fervor y regocijo, y para las que se preparaba con un retiro de cuarenta días de oración y ayuno: Navidad y la Asunción. La Navidad, nos dice Celano, «la llamaba la fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (2 Cel 199). Cuando meditaba este misterio, dicen las fuentes franciscanas que lloraba de ternura y agradecimiento. Este agradecimiento lo expresa ante el Padre cuando en el capítulo 23 de la primera Regla, su "credo", al hacer un repaso de la historia de la salvación, escribe: «Y te damos gracias porque (...) quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María» (1 R 23,3). María es para Francisco, como no podía por menos, modelo y ejemplo. En un escrito dirigido a toda la Orden dice a los hermanos sacerdotes que celebran, reciben y administran el cuerpo del Señor: «Si

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la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque ha llevado en su santísimo seno al Señor..., ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos ese mismo cuerpo en la eucaristía!» (cf. CtaO 21). La ejemplaridad de María es propuesta por Francisco a los hermanos en paralelo con Cristo, su hijo, en particular cuando se refiere a la santa pobreza. En la Carta a todos los fieles, después de referirse al misterio de la Encarnación, añade: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la beatísima Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Llamaba a la pobreza reina de las virtudes, «pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su Madre» (LM 7,1; cf. 2 Cel 200). En su "Testamento" a la hermana Clara le recuerda: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1-2). San Francisco quiso ser pobre porque Cristo y su Madre fueron pobres y vivieron pobres. Amaba a los pobres y veía en ellos, con los ojos de la fe, un icono de Cristo y de su pobrísima Madre. Solía decir: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85). Francisco, que tanto amó y veneró a María por el don de su maternidad divina, se alegraba y daba también gracias por saber que, por gracia de Dios y obra del Espíritu Santo, él, y cualquier cristiano, puede ser respecto de Cristo espiritualmente lo que la Virgen fue física y biológicamente, es decir, engendrarlo por la escucha de la Palabra, llevarlo en el corazón y darlo a luz mediante las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de los otros (cf. 2CtaF 53; 1CtaF I, 10). Después de Cristo, su Madre, María, pero siempre y en todo inseparables. 2.- Francisco ora a María, cree y proclama Pocos teólogos habrán logrado hacer una síntesis tan completa de la mariología como este «intrépido caballero de la Señora», como le llama el padre Gemelli. La sabiduría de este hombre era don del Espíritu Santo. Nada de razonamientos ni abstracciones. Usó el lenguaje más sencillo, expresivo y comprensible a todos. María es la madre que engendra en su seno a Jesús, el Niño Dios, al que convierte en nuestro hermano, y al que crió con sus pechos como cualquier otra madre humana (cf. 2 Cel 199). Al usar el santo este lenguaje tan realista, quizás haya que recordar aquí una circunstancia particular, y es la de que Francisco tiene ante sí un ambiente contaminado por la doctrina docetista del doble principio propagada por los Cátaros, quienes enseñaban que la naturaleza humana, la materia, es mala. De ser esto así, Dios no habría podido encarnarse en ella y, por tanto, la Virgen María no podía, en modo alguno, ser madre de Dios ni madre nuestra. Francisco llega aquí como un cruzado providencial de la ortodoxia entre el pueblo sencillo al que habla con su mismo lenguaje, al tiempo que en pocas palabras escritas dejó para los teólogos posteriores de su Orden el desarrollo del más completo tratado de mariología, como puede comprobarse por la historia. Con la fe más viva y la ternura filial más profunda, Francisco fija la mirada en la Señora, la confiesa y la saluda: «¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen convertida en templo -hecha Iglesia-, y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de gracia y todo bien! No ha nacido entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: (...) ¡Salve, palacio de Dios! ¡Salve, tabernáculo de Dios! ¡Salve, casa de Dios! ¡Salve, vestidura de Dios! ¡Salve, esclava de Dios! ¡Salve, Madre de Dios! Ruega por nosotros...» (SalVM; OfP Ant). Evidentemente, no es este el lugar ni el momento de detenernos a comentar tan preciosos y profundos textos. Pero, en síntesis, creo que el Saludo es una bellísima paráfrasis del Ave María.

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Que Francisco sabe enmarcar muy acertadamente el icono de María en el seno de la Trinidad. Ella es santa, pero en dependencia siempre de Dios trino, que es el santísimo. Ella es madre, pero es hija y esclava; es la incomparable, pero sin dejar de ser humana; la elegida entre todas las mujeres para ser la primera Iglesia -virgen hecha iglesia-, llamada a ser madre, modelo y prototipo de la Iglesia. Ella es la que ha revestido a Dios de carne mortal -vestidura de Dios-, y se ha convertido en tienda para que el Verbo de Dios acampara entre nosotros -casa de Dios y tabernáculo de Dios-. María es pura inhabitación de la Santísima Trinidad, que la consagró con su elección y presencia antes de crear el mundo, para ser la inmaculada Madre del Verbo por obra del Espíritu Santo. ¿Qué más se puede decir de María? Las Fuentes franciscanas destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los lugares marianos, es decir, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Entre todas tuvo para él un especial atractivo la ermita, restaurada con sus propias manos, de Santa María de los Angeles o de la Porciúncula. Solía decir que tenía revelación de que la Virgen amaba aquella iglesia con predilección entre todas las construidas en su honor en todo el mundo, y por eso el santo la amaba también más que a todas, y tenía buenas razones para ello: allí recordaba y revivía su llamada evangélica; allí reunió los 12 primeros compañeros que le regaló el Señor; allí acogió a la hermana Clara cuando vino a él para consagrarse definitivamente a Dios; allí quería reunirse en capítulo para confraternizar y alegrarse con todos los hermanos. No es de extrañar que al sentirse próximo a entregar su espíritu a Dios quisiera que le llevaran también «allí donde por mediación de la Virgen Madre de Dios había recibido el espíritu de gracia» (cfr. LM 14,3). No nos extraña, pues, que, no obstante su radical desprendimiento de todo, al referirse a la Porciúncula dijera a los hermanos: «Hijos míos, mirad que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel 106; LM 2,8). La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles de la tradición cristiana, pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por la Orden y transmitida a través de los siglos con la pluma y con la palabra, y, a veces, incluso, a costa de la sangre, como ocurrió con el dogma de la Inmaculada. Desde el Capítulo General celebrado en Toledo el año 1645, la Orden se puso bajo la protección de María Inmaculada, a la que declaró Reina y Señora de toda la Familia Franciscana. Acojamos este amor y esta devoción del Seráfico Padre como una preciosa herencia, y hagamos nuestra aquella oración puesta por Tomás de Celano en boca de San Francisco: «¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» -el fin del mundo- (2 Cel 198). [José Álvarez Alonso, OFM, María Santísima en la experiencia religiosa de Francisco de Asís, en Santuario (Arenas de San Pedro), n. 115, mayo-junio de 1997, pp. 5-7] María y la vida espiritual franciscana por León Amorós, o.f.m. Nuestro Seráfico Padre es uno de esos hombres insignes previstos y predestinados en la mente divina para las grandes gestas de la gloria de Dios, y Asís el lugar preordenado por el Señor para irradiar su acción bienhechora sobre inmensa muchedumbre de almas. En fuerza de la asociación inseparable que existe entre Jesucristo y su Santísima Madre por virtud del misterio de la Encarnación, toda acción divina, allí donde obre, ha de ir siempre acompañada de la cooperación de la Santísima Virgen, que será más o menos manifiesta a nuestros humanos ojos, pero realísima y hondamente radicada en este principio teológico, rector de la presente economía de la gracia.

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La pasmosa vida sobrenatural de Francisco, tan rica en divinas experiencias como favorecida en dones celestiales, que le habían de constituir el gran cantor de las divinas alabanzas en el acordado concierto de la creación y aptísimo al par que docilísimo instrumento, manejado por manos divinas, para irradiar poderosas corrientes de vida sobrenatural, debió tener, y tuvo, según el principio enunciado, una vida mariana abundante y opulenta, radicada en lo más íntimo de su espíritu, con sabrosísimas experiencias de la presencia de la Virgen Santísima en su alma. Y el nacimiento de su obra, de prolongado y profundo apostolado, había de tener también como cuna la ciudad de Asís y cabe al santuario de la Santísima Virgen de los Angeles, madre y maestra de aquella pequeña grey, origen y principio de la Orden Seráfica. La Orden Franciscana es, en los planes de Dios, una pieza de excepcional importancia en la contextura de la historia de la Iglesia. Los hechos así lo han demostrado y siguen demostrándolo. Forzoso era, que, siguiendo la ley natural, también estuviera presente la Virgen Santísima en el origen y ulterior proceso y actividad de esta grande obra. N. S. Padre, en quien, según venimos diciendo, los divinos carismas con tanta prodigalidad habían de darse cita, debió tener una vida mariana intensa, porque también fue muy subida su vida divina interior, y porque era el fundador de una grande obra de irradiación de los dones divinos. Aunque los testimonios de la vida mariana del Santo Padre que han llegado a nosotros no son muy abundantes, son, sin embargo, muy significativos y elocuentes en orden a esta espiritualidad. Dice San Buenaventura: «Nunca he leído de santo alguno que no haya profesado especial devoción a la gloriosa Virgen» (1). Y de San Francisco, el Santo Doctor no solamente leyó su vida, sino que fue escritor de sus gestas. Como biógrafo, pues, del Seráfico Padre, cuyas fuentes de información fueron los propios compañeros del Santo Padre, pudo sondear muy bien las interioridades del espíritu del Pobrecillo, para descubrir allí los principios rectores de toda su esplendorosa vida espiritual. Naturalmente, éstos no podían ser más que Jesús y María. Es principio teológico inconcuso, como luego veremos, que la acción de la Santísima Virgen en el proceso de toda vida cristiana a partir del santo Bautismo, y aun antes de él por la vocación a la fe, es realísima y honda, como colaboradora que es del mismo principio fontal de donde dimanan todos los dones divinos, que es Jesucristo. Esta actuación, real en todas las almas, puede ser más o menos consciente en el sujeto que la recibe y, consiguientemente, con manifestaciones más o menos explícitas, en el desarrollo normal de la vida espiritual del cristiano. Nuestro Santo Padre, predestinado por el Señor para fundar la Orden que, con el transcurso del tiempo había de vivir, sentir y defender la gran prerrogativa de la Virgen Santísima, su Concepción Inmaculada, forzoso era que la vida mariana fuera en él intensa y plenamente consciente. Cimabue: La Virgen en majestad (Basílica de Asís) Nos dice su biógrafo San Buenaventura en la Leyenda Mayor: «Su amor para con la bienaventurada Madre de Cristo, la Purísima Virgen María, era realmente indecible, pues nacía en su corazón al considerar que Ella había convertido en hermano nuestro al mismo Rey y Señor de la gloria, y que por Ella habíamos merecido la divina misericordia» (LM 9,3). Magnífico testimonio de contenido profundamente teológico de la vida mariana del Seráfico Padre: la asociación de la Santísima Virgen al misterio de la Encarnación y Redención, y su cooperación como causa meritoria de la misma. Este «amor realmente indecible» del Santo Padre, de que nos habla San Buenaventura, tiene su magnífica y esplendorosa manifestación en el bellísimo Saludo que el Pobrecillo dirige a la celestial Reina, el cual se halla en sus opúsculos o escritos (SalVM).

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Si bien la vida cristiana es sustancialmente una, tanto en los individuos como en las instituciones, sin embargo su fecundidad divina es tal que, sin menoscabo de esta unidad, produce una variadísima floración de celestiales matices por los cuales no es difícil reconocer en ellos los rasgos peculiares de la fisonomía moral de Jesucristo y, consiguientemente también, de su Madre, que da personalidad sobrenatural al individuo o la institución que se nutre de esta vida. El rasgo divino que San Francisco reproduce de la fisonomía de Jesús y de su Madre, es la virtud de la pobreza evangélica, que lleva en sí contenidas, como las premisas contienen las consecuencias, la humildad, la sencillez evangélica, la infancia espiritual, el desapego a todo lo terreno. Es el propio San Buenaventura quien nos presenta este matiz divino de la vida del Seráfico Padre: «Frecuentemente -dice- se ponía a meditar, sin poder contener las lágrimas, en la pobreza de Cristo y de su Madre Santísima, y después de haberla estudiado en ellos, aseguraba ser la pobreza la reina de todas las virtudes, pues tanto había resplandecido y tanto había sido amada por el Rey de los reyes y por su Madre la Reina de los Cielos» (LM 7,1). Lo mismo dicen otras fuentes biográficas: 2 Cel 83, 85, 200; TC 15; LP 51. Y el propio San Francisco, en la Carta dirigida a todos los fieles, dice: «Este Verbo del Padre..., siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 4-5; [Jamás habla Francisco -señala el P. Iriarte- de la pobreza de Jesús sin que asocie a ella el recuerdo de la pobreza de la Virgen, su Madre: 1 R 9,5; UltVol 1]). Estos caracteres de la vida divina de Francisco no podían menos que pasar a su obra. Así que la Orden por él fundada había de estar asentada sobre la virtud de la pobreza evangélica, y mecida su cuna al calor de la Santísima Virgen. Quiso la divina Providencia que fuera esta pobrísima cuna la iglesita dedicada a Santa María de los Angeles. Que el Seráfico Padre tuviera perfecto conocimiento de la acción poderosa y decisiva de la Santísima Virgen en los principios de la Orden Franciscana, lo atestigua San Buenaventura: «Francisco -dice-, pastor amantísimo de aquella pequeña grey, siguiendo los impulsos de la divina gracia, condujo a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula; siendo su fin al obrar de este modo, el que así como en aquel lugar y por los méritos de la bienaventurada Virgen María había tenido principio la Orden de los Frailes Menores, así también allí mismo recibiese, con los auxilios de la bendita Madre de Dios, sus primeros progresos y aumentos en la virtud» (LM 4,5). Lo mismo refieren otras fuentes biográficas: 1 Cel 21-23 y 106; 2 Cel 18-19; EP 83. Profundamente radicadas ya en la devoción dulcísima de la Santísima Virgen la vida sobrenatural de Francisco y la de los doce primeros discípulos suyos, fundamentos sobre los que había de sentarse la gran obra que él fundara, la Orden Seráfica logrará ya desde su origen la plena conciencia del espíritu vital mariano que habría de ser su principio rector con el transcurso del tiempo. Quedaba, pues, plenamente vinculada la Orden Franciscana a la acción vivificadora de la Santísima Virgen. Como consecuencia lógica de este estado de cosas, y como coronamiento de esta obra, procedía ahora una declaración del Santo Fundador poniendo la Orden bajo el amparo y plena tutela de María Santísima, dedicándola a su gloria; o sea, hablando en términos modernos, consagrando la Orden a la Santísima Virgen María. Que el Santo Padre cerrara su obra con este broche de oro nos lo dice el Seráfico Doctor con estas lacónicas palabras: «En María, después de Cristo, tenía Francisco puesta toda su confianza; por lo cual la constituyó abogada suya y de sus religiosos, y a honor suyo ayunaba

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devotamente desde la fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo hasta el día de la Asunción» (LM

9,3). Y si queremos ahondar más en el conocimiento de la influencia poderosa de la oración de Francisco en el Corazón maternal de María, no sólo en favor de sus religiosos, sino también de todos los fieles, cuya salud espiritual tanto conmovía el celo por las almas del Seráfico Padre, recordemos la tierna y conmovedora escena del origen de la Indulgencia de la Porciúncula, en cuya capilla se instituye el primer Jubileo Mariano en la historia de la Iglesia, por el cual queda convertida esta bendita capilla en potentísimo centro de irradiación de toda suerte de dones celestiales que, dimanando de Jesús y pasando todos ellos por María, han santificado y siguen santificando a tantas almas. Espiritualidad mariana de San Buenaventura Suele decirse de San Buenaventura que es el segundo fundador de la Orden Seráfica. Título ciertamente bien merecido, porque él fue quien dio cuerpo y figura a la herencia que recibiera de sus antecesores, indecisa y vacilante después de la muerte del Seráfico Padre, en su constitución jurídica y en su orientación doctrinal. Fue la mano certera del Doctor Seráfico la que supo plasmar y dar estabilidad a esta persona moral que es la Orden Franciscana. Pero también el Santo Doctor, el príncipe de los místicos, como le llama León XIII, había de actuar dando nuevo impulso y energía a la orientación espiritual que la Orden recibiera de su Santo Fundador. Ciñéndonos a lo que nos atañe, el espíritu vital mariano, infundido por el Seráfico Patriarca en la Orden, debía actuar como savia vivificadora en los escritos espirituales de San Buenaventura, que con el transcurso del tiempo habían de ser el aliento que había de nutrir la vida divina de nuestros Santos. Que el Santo Doctor haya dado a sus escritos una influencia eficaz y decisiva de la acción de la Virgen Santísima en el proceso y desarrollo de la vida divina en las almas, es cosa clara. Establece primeramente el Santo Doctor la ley general, profundamente teológica, que rige en la actual economía de la gracia, el orden con que ésta se difunde a partir del principio fontal de ella, siguiendo esa misteriosa cadena cuyo último eslabón es la Virgen beatísima, por cuyas manos necesariamente ha de pasar todo bien celestial en las almas. Dice el Santo Doctor: «La bienaventurada Virgen es llamada fuente por la manera como se originan los bienes. Estos se originan principalmente de Dios, luego por Cristo, derivándose después a la bienaventurada Virgen, por cuya razón es llamada fuente, y, por último, a cualquier otra persona a quien se comunica algún bien» (2). Para San Buenaventura es tal la conexión interna entre la vida sobrenatural y la Santísima Virgen, que aquélla necesita como condición indispensable de su desarrollo estar hondamente radicada en la Virgen benditísima. «La Virgen Madre -dice el Santo Doctor- santifica a los que echan raíces en ella por el amor y devoción, alcanzándoles de su Hijo la santidad»; y precisamente a raíz de este pasaje es cuando advierte San Buenaventura que no conoce santidad alguna sin la Virgen: «Nunca he leído -dice- de santo alguno que no haya profesado especial devoción a la gloriosa Virgen» (3). Siendo Jesucristo acabado ejemplar y dechado perfecto de toda santidad, a Él debe tender todo anhelo y esfuerzo de santificación en las almas. Precisa, pues, caminar hacia Jesús. La Virgen Santísima es el camino que a Él nos conduce y por eso suele decirse: Ad Jesum per Mariam, a Jesús por María.

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Esta función de conductora de las almas a Jesús, por la cual quedan éstas indisolublemente vinculadas a la Santísima Virgen, no escapa a San Buenaventura: «... incurriendo en la hipocresía de Herodes -dice-, se desvía de la dirección de la Virgen, radiante estrella, cuyo oficio es conducir a Cristo» (4). Es clásica la división de la vida espiritual en las tres etapas de vía purgativa, iluminativa y unitiva o perfecta. Para llegar a la meta, posible en este mundo, de la perfección cristiana, es forzoso que el alma pase por estas tres penosas y dolorosas fases, donde la acción potente de la gracia paulatinamente va sobrenaturalizando el alma en sus más hondas aficiones. Según el principio general de la cooperación directa e inmediata de la Virgen Santísima en esta obra de la santificación de las almas, es igualmente forzoso e ineludible que la Santísima Virgen tenga colaboración juntamente con Jesús en estos procesos de la vida divina en las almas. San Buenaventura, maestro indiscutible en los caminos de la vida espiritual, describe admirablemente la naturaleza y modos de estos tres estados de que acabamos de hablar. No escapa a su perspicacia, como teólogo insigne, esta acción directa e inmediata de la Santísima Virgen en estos tres estados de la vida del espíritu. Con harta frecuencia encontramos esta idea en sus escritos, que llega a constituir como un principio rector de sus tratados espirituales. «Ella, en efecto -dice-, es purificadora, iluminadora y perfectiva... Es la estrella del mar que purifica, ilumina y perfecciona a los que navegan por el mar de este mundo» (5). Y en otra parte, aún con mayor firmeza, insiste sobre el mismo punto: «Porque eres estrella del mar, ruega por nosotros para que seamos iluminados; porque eres mar amargo, exento de podredumbre, ruega por nosotros para que seamos purificados; porque eres Señora, ruega por nosotros, desprovistos de perfección, para que seamos perfeccionados. Necesitamos estas tres cosas para que la palabra divina sea eficaz en nosotros, ya que ella se dirige a iluminar nuestro entendimiento, a purificar nuestro afecto y perfeccionar nuestras obras. Y no podemos conseguir esto sin la intervención de la Virgen» (6). Según el principio teológico que venimos enunciando, la Virgen Santísima coopera de una manera directa e inmediata a la aplicación de la gracia a las almas, o sea a la redención subjetiva. Pero ésta tiene su modo ordinario y normal de obrar por medio de los Sacramentos, canales auténticos por donde fluye la gracia, fruto legítimo de los méritos ganados en el Calvario por el grupo redentor, Jesús y María. Pero cada Sacramento lleva consigo su propia gracia, la gracia sacramental, la vis sacramenti, fuente y raíz de toda vida cristiana. Es lógico que el Santo Doctor lleve las premisas, en lo que vamos diciendo, hasta las últimas consecuencias al fijar su atención en la acción de la Santísima Virgen en este proceso profundamente vital de la actuación de los sacramentos en las almas. Sírvanos como ejemplo este bellísimo pasaje donde presenta a la Virgen en su actuación en la gracia sacramental o virtud del sacramento de la Eucaristía. «Sin su patrocinio -dice- no se comunica la virtud de este Sacramento. Y por eso, así como por medio de Ella se nos dio este santísimo Cuerpo, así también se ha de ofrecer por sus manos y recibir de sus manos, bajo las especies sacramentales, lo que nació de su virginal seno y fue donado a nosotros» (7). Pasa por su pluma la acción de la Virgen en su cooperación con las almas en cada una de las virtudes. Como maestro de espiritualidad franciscana, centra su atención en la acción de la Virgen Santísima en las grandes virtudes franciscanas: la pobreza, la sencillez evangélica, la caridad en su doble orientación, divina y humana. Más aún, lo que constituye la esencia del estado religioso, los tres votos, tiene su consistencia gracias a la ayuda de María. «Los tres votos -dice- conducen al hombre al desierto de la Religión, como por un camino de tres días, a saber: de la continencia,

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pobreza y obediencia, gracias a la ayuda de la Virgen María, que fue pobrísima, humildísima y castísima. Ella va delante y prepara el camino hasta introducir en la tierra de promisión...; con el auxilio de la Virgen se hace fácil lo que antes parecía difícil» (8). Y como remate de toda esta síntesis del pensamiento de San Buenaventura acerca de la acción de la Virgen Santísima en la vida sobrenatural de las almas, todavía nos queda por decir lo que la Santísima Virgen obra en el momento de coronar la vida cristiana con el logro de la gloria, a cuyo trance no debe andar ajena su actuación. «Llegaron al sepulcro salido ya el sol (Mc 16,2). Por la llegada al sepulcro -dice- se significa la consumación final de los méritos, en la cual la bienaventurada Virgen se manifiesta perfectamente ayudando a los Santos para que entren en la gloria» (9). La vida espiritual mariana en nuestros santos En el orden intelectual hay en la Orden Franciscana una orientación doctrinal filosófico-teológica que, partiendo de las experiencias místicas de la gran virtud de la caridad y amor divino del Seráfico Padre en sus celestiales transportes, sigue una dirección homogénea, cristalizando en argumentos teológicos a través de los grandes maestros de nuestra Seráfica Orden, constituyendo ese fondo doctrinal que se conoce en la Historia de la Filosofía con el nombre de la Escuela Franciscana. Según vamos viendo, en este cuerpo de doctrina ocupa un lugar eminente la mariología franciscana, que toma su origen en el Seráfico Padre, adquiere cuerpo doctrinal en San Buenaventura, y queda finalmente como personificada por sus inmediatos antecesores, y continuada y defendida por todos sus sucesores, hasta culminar en la esplendorosa definición dogmática de Pío IX. Y así como la santidad de los alumnos que pertenecen a una Orden religiosa toma, en no pequeñas dosis, las modalidades del contenido doctrinal que caracteriza a esta Orden, nuestra seráfica Religión eminentemente mariana desde su origen, debía dejar esta impronta en la vida espiritual de nuestros Santos. Su orientación, francamente mariana, lógicamente debía llegar a este resultado, ya que los escritos de nuestros maestros eran el alimento espiritual de que se nutrían nuestros religiosos. Si, al decir de San Buenaventura, no hay santo alguno cuyo espíritu no esté orientado a la Santísima Virgen, en una Orden eminentemente mariana como la nuestra, el espíritu de sus Santos debe manifestar siempre estos caracteres inconfundibles de vida mariana en su santidad. Toda nuestra numerosa y variada hagiografía rezuma de esta suavísima devoción a María. Por citar sólo algunos ejemplos, baste indicar a San Juan José de la Cruz, cuya vida interior está toda ella radicada en la entrega a la Santísima Virgen, y para todos los asuntos que se le confían es Ella su consejera en quien deposita toda su confianza, expirando en su regazo. Santa Coleta de Corbeya, cuya familiaridad con la Virgen es pasmosa. A ella confía su Reforma de religiosas y religiosos, y por intercesión especial de la Virgen, en su misterio de la Concepción Inmaculada, le asegura el feliz logro de su Reforma. Santa Catalina de Bolonia, cuyo nacimiento es preanunciado por la Santísima Virgen. Como reflejo de la intensidad de la vida mariana de esta alma, son muchas las manifestaciones de su admirable trato con la Virgen Santísima. B. Juan Righi de Fabriano, que pasaba largas horas en profunda meditación a los pies de la Virgen, entendiéndose a maravilla y fundiéndose los dos corazones de Madre e hijo. San Salvador de Horta, en cuyo espíritu caló tan hondo la vida mariana, que de él se ha podido escribir: los numerosos y sonados milagros obrados por él no eran ni más ni menos que el fruto de su oración y filial confianza en la Santísima Virgen.

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Y modernamente tenemos a la M. María de los Angeles Sorazu cuya vida admirable y rica en experiencias místicas, la podemos definir como fruto legítimo de una profunda y consciente acción recíproca de esta alma y la Virgen Santísima, cuyas maravillosas manifestaciones de vida mariana forman la contextura sobrenatural de esta dichosa alma. La piadosa devoción de la Esclavitud Mariana, propagada por San Luis María Griñón de Montfort, tiene su origen en nuestra Orden como brote natural de esa pujanza de vida mariana que siempre ha animado al gran árbol franciscano. Nacida en el convento de Santa Ursula de los Concepcionistas de Alcalá de Henares, en 1575, se constituyó en cofradía en 1595, con la aprobación de sus Constituciones, con la exposición de la idea esclavista, por el P. Pedro de Mendoza, Comisario General de los Franciscanos en España, en 1608, y aparición de la interesante obra Exhortación a la devoción de la Virgen Madre de Dios, del P. Melchor de Cetina, O. F. M., en 1618. Este escrito, inspirado todo él en la mariología de San Buenaventura, a quien llama el P. Cetina «gran devoto y Capellán de la Virgen Madre de Dios», es notable principalmente por la exposición que hace de todo cuanto se refiere a la teología de la Esclavitud Mariana. ¡Cuántos Esclavos de la Virgen Santísima ha habido desde estas fechas, y cuántos han vivido como Esclavos antes de estas fechas en la Orden Franciscana!; porque, si bien antes de este tiempo no se conocía este nombre, existía, sin embargo, todo un sistema esclavista de espiritualidad mariana, tanto en la vida de innumerables religiosos y religiosas que la vivían intensamente en la evolución de todos los procesos de su espíritu, como en los escritos mariológicos de nuestros tratadistas, sobre todo San Buenaventura, de cuyos escritos extrae el P. Cetina todas las ideas fundamentales de su teología esclavista mariana. La espiritualidad mariana en la dirección de las almas Antes de indicar las normas de la dirección espiritual de las almas en función de la espiritualidad mariana, es conveniente que digamos algo de los fundamentos donde estriba la acción de la Santísima Virgen como formadora de la santidad de las almas. Cosa conocida es que el fundamento y raíz de donde dimanan todos los privilegios de la Santísima Virgen es su asociación al misterio de la Encarnación por su maternidad divina. Quiso el Señor que esta asociación fuera tan honda y estrecha, que la Madre siguiera en todo, juntamente con el Hijo, las gestas de este gran Misterio con todas las consecuencias que de él se derivan. Según esto, el Hijo y la Madre integran en la obra de la creación el grupo glorificador de Dios en nombre de la misma y, después del pecado, el grupo restaurador de la gloria de Dios por la redención de las almas. Ciñéndonos ahora a este segundo momento de la obra de Dios, que es la Redención, Jesucristo nos recupera este atuendo divino, que es la vestidura de la gracia, con el precio y méritos de su sangre derramada en el sacrificio de la cruz. Asociada estuvo en este momento de la adquisición de las gracias su Santísima Madre, no solamente con su cooperación mediata e indirecta, por lo que Ella aportó a este gran misterio con su consentimiento a la Maternidad y a la Redención, sino también de una manera inmediata y directa con su propia compasión y méritos propios que, juntamente con los de su Hijo, pesaban real y verdaderamente en la balanza divina como precio, que en plenitud de justicia, se ofrecía a Dios por nuestro rescate. Ciertamente, esta aportación de la Virgen no era necesaria ni igualmente principal con la de su Hijo, sino de libre voluntad del Señor que así le plugo, y secundaria y subordinada a la de su Hijo, pero real, directa, efectiva e inmediata. Si Jesucristo es Redentor, puede decirse con plenitud de justicia,

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que la Santísima Virgen es redentora con Él. Es ésta legítima consecuencia de todo cuanto venimos diciendo. Es, pues, muy acertado y verdadero el título de Corredentora con que la Teología Católica saluda a la bienaventurada Virgen María. La Redención tiene una segunda parte: la aplicación de los frutos de la misma a las almas. Si la primera, que hemos considerado ahora, se llama objetiva en atención al logro del objeto que en ella se persigue, esta segunda se llama subjetiva en consideración a los sujetos o individuos a quienes se aplican los frutos de la primera. Sin la segunda, la primera no nos sería de ningún provecho. En este segundo momento de la Redención, siguen obrando Jesús y María con la misma unión, íntima y apretada, que en la primera. Como propietarios y dueños que son de las gracias que adquirieron con sus penalidades y méritos mancomunados en la Redención objetiva, son Ellos los que los han de distribuir y aplicar ahora en las almas, cuya acción conjunta en este orden debe extenderse en el tiempo, en el espacio y a todas las almas y con el mismo orden de subordinación de que hemos hablado antes. La Santísima Virgen, pues, como mediadora universal, obra de una manera directa e indirecta en la aplicación de cada una de las gracias a cada una de las almas en todas las fases del proceso espiritual en que puedan encontrarse éstas. Según los principios que hemos enunciado, estas gracias, por voluntad libérrima del Señor, no tienen otro camino para llegar y obrar en las almas sino por la Virgen Santísima en su colaboración subordinada a Jesús, ya sea por medio de los Sacramentos, canales auténticos de los frutos de la redención, ya sea por los otros innumerables modos extrasacramentales con que la gracia se difunde en las almas. La santidad, en todas las formas y etapas en que se le considere, no es más que el fruto de la operación de las gracias por Jesús y María con la cooperación libre de la voluntad humana, espoleada también por la misma gracia divina. Limitándonos ahora a lo que venimos tratando en orden a la Santísima Virgen, ésta es por voluntad del Señor un factor de primer plano en la santificación de las almas, desde el primer momento de la vocación a la fe hasta el término de ella por la entrada en la gloria. Que nosotros tengamos conciencia de ello o que no la tengamos, la acción de la Santísima Virgen en nuestras almas es siempre honda, directa e inmediata. No olvidemos, pues, según esto, que, cuanto más intensa y conscientemente centremos nuestra atención en esta actuación santificadora de la Santísima Virgen en nuestro ser sobrenatural con una devoción sentida y vivida, más y mejor dispondremos nuestro espíritu para que esta presencia misteriosa de la Virgen en nuestra alma sea más eficaz y rápida en sus efectos de santificación. Conocemos en las vidas de los santos, en qué manera y frecuencia les ha dado el Señor a conocer y saborear los divinos efectos de su presencia en ellos; hechos conocidos y catalogados por la teología mística. La presencia íntima y admirable de la Santísima Virgen en las almas tiene también sus maravillosas y sabrosísimas experiencias; hechos todavía no suficientemente estudiados y catalogados por no estar explorada esta parte de la teología mariana con el cuidado y detención que sería de desear. Encontramos en la hagiografía cristiana relaciones de la presencia mariana en las almas que serían capaces de desconcertar a más de un teólogo poco avisado. Basta leer, por ejemplo, ciertos pasajes de María de los Angeles Sorazu, o bien de María Antonieta Geuser (Consummata), por no citar otras. Es de advertir que estas almas siempre distinguen la diferencia de matiz de naturaleza y profundidad de acción de Jesús y María en lo más hondo de su ser sobrenatural. Pero conocer, experimentar y saborear la acción de ambos en nosotros, es cosa que va necesariamente encuadrada en la vida

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sobrenatural de las almas. Nuestras relaciones con el Señor están bien grabadas en nuestro ser consciente. Nuestras relaciones con la Santísima Virgen deben estarlo más. La floración de cristianas virtudes que brotan de la acción de estos dos principios en nosotros está condicionada a nuestra aprehensión espiritual de los mismos, ciertamente y en primer término por fe, bien instruida y vivida en nosotros. Siendo, pues, fundamentalísima para el normal desarrollo de la vida cristiana la devoción consciente y bien definida de la Virgen Santísima, como única norma y dirección espiritual de vida mariana para las almas, yo daría ésta: el director espiritual debe instruir a las almas que él dirige, en lo referente a la función de la Santísima Virgen en la obra de nuestra santificación. Debe despertar en ellas un estado de consciencia habitual de esta maravillosa acción continua e inmediata de la Virgen en nuestro proceso sobrenatural. Tratará de formar en el alma un convencimiento tal de esta transfusión de vida mariana a la nuestra, que la ponga en tensión continua hacia tan buena Madre. No cabe duda que esto creará en el alma un estado habitual de docilidad a las mociones de la gracia, que se manifestará pronto en la abundante copia de virtudes cristianas que la conducirá hasta las etapas más subidas de la perfección. Por su parte, debe el alma corresponder con un acendrado amor filial operativo y eficaz como tributo obligado al singular afecto que tan buena Madre le dispensa; una devoción suavísima, plenamente consciente y operante, que pueda en todas las vicisitudes de su existencia cobijarse siempre al amparo y protección de Ella, conductora obligada de nuestras almas a Jesús. 1) Obras de San Buenaventura, «De Purificatione B. M. Virginis», Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1947, Tomo IV, p. 663. 2) «De Assumptione B. M. Virginis», BAC, IV, 881. 3) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 663. 4) Obras de San Buenaventura, «In Epiphania Domini», Madrid, BAC, 1946, Tomo II, p. 405. 5) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 639. 6) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 657-659. 7) «De Sanctissimo Corpore Christi», BAC, II, 517. 8) «De Nativitate B. M. V.», BAC, IV, 947. 9) «De Nativitate B. M. V.», BAC, IV, 927.

[León Amorós, O.F.M., María y la vida espiritual franciscana, en Estudios Mariológicos. Memoria del Congreso Mariano

Zaragoza 1956, pp. 844-855] Devoción de San Francisco a María Santísima por Kajetan Esser, o.f.m. Mucho se ha solido hablar del amor de san Francisco a María; y muchos han sido los que en tono encendido lo han celebrado (1). Las más de las veces los que han tratado el tema se han limitado a reunir con más o menos sentido crítico lo que las diversas tradiciones franciscanas nos han legado acerca de la devoción mariana del santo. Como es natural, en estos trabajos se ha podido atribuir a Francisco lo que generaciones posteriores de buen grado hubieran querido ver en él para poder ensalzarlo (2). A esto se ha de añadir que con frecuencia se ha considerado demasiado aisladamente la devoción mariana del santo. Ni se trataba de situarla en el conjunto de la vida espiritual de san Francisco, ni se buscaban en la vida de la Iglesia las raíces de una devoción que se hundía en tiempos más remotos que los de Bernardo de Claraval (3). Por todo ello, puede parecer conveniente dedicar una particular atención a la piedad mariana del santo de Asís (4). Este estudio no se propone «a priori» metas muy elevadas, porque se ha de reconocer honradamente que san Francisco no fue teólogo de escuela. No se puede, por consiguiente, esperar de él expresiones claramente formuladas a nivel de escuela teológica acerca de María. Carece de sentido

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pretenderlo de un santo sin letras. También en éste, como en otros campos, Francisco es hijo de su tiempo, fuertemente condicionado por la vida espiritual y religiosa contemporánea. A través de la predicación y con una fe absoluta va él asimilando las verdades acerca de la Madre de Dios; sobre ellas va creciendo su piedad mariana. Por testimonios unánimes de sus biógrafos, sabemos que Francisco era amartelado devoto de la Virgen, y que su devoción era superior a la corriente. Su piedad mariana no era producto de la ciencia de los libros, sino de la oración y la meditación cada vez más profunda del misterio de María y del puesto excepcional que ella ocupa en la obra de la salvación (5). Lo que él dijo e hizo como fruto de esa oración y devoción, lleva un sello tan personal y está acuñado de tal forma con su originalidad espiritual, que aún hoy se merece una atención especial. I. Estructura teológica de la devoción mariana de San Francisco «Rodeaba de amor indecible a la madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198), «y por habernos alcanzado misericordia» (LM 9,3). 1.-- María y Cristo Estas sencillas palabras de sus biógrafos expresan el motivo más profundo de la devoción de san Francisco a la Virgen. Puesto que la encarnación del Hijo de Dios constituía el fundamento de toda su vida espiritual, y a lo largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en todo las huellas del Verbo encarnado, debía mostrar un amor agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a Dios en forma humana, sino que hizo «hermano nuestro al Señor de la majestad» (6). Esto hacía que ella estuviera en íntima relación con la obra de nuestra redención; y le agradecemos el que por su medio hayamos conseguido la misericordia de Dios. Francisco expresa esta gratitud en su gran Credo, cuando, al proclamar las obras de salvación, dice: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, te damos gracias por ti mismo... Por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María» (1 R 23,1-3). Aquí, «el homenaje que el hombre rinde a la majestad divina desde lo más profundo de su ser», característica de la antigua edad media, se funde en desbordante plenitud con el amor reconocido del hombre atraído a la intimidad de Dios. Otro tanto sucede en el salmo navideño que Francisco, a tono con la piedad sálmica de la primera edad media, compuso valiéndose de los himnos redactados por los cantores del Antiguo Testamento: «Glorificad a Dios, nuestra ayuda; cantad al Señor, Dios vivo y verdadero, con voz de alegría. Porque el Señor es excelso, terrible, rey grande sobre toda la tierra. Porque el santísimo Padre del cielo, nuestro rey antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto, y nació de la bienaventurada Virgen santa María. Él me invocó: "Tú eres mi Padre"; y yo lo haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra» (7). Con alabanza desbordante de alegría, Francisco da gracias al Padre celestial por el don de la maternidad divina concedido a María. Este es el primero y más importante motivo de su devoción mariana: «Escuchad, hermanos míos; si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno...» (CtaO 21). En aquella época campeaba por sus respetos la herejía cátara, que, aferrada a su principio dualista, explicaba la encarnación del Hijo de Dios en sentido docetista y, por consiguiente, anulaba la participación de María en la obra de la salvación. Para manifestar su oposición a la herejía, Francisco, devoto de María, no se cansaba de proclamar,

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con extrema claridad, la verdad de la maternidad divina real de María: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (8). Y en el Saludo a la bienaventurada Virgen María celebra esta verdadera y real maternidad con frases siempre nuevas, dirigiéndose a ella de un modo exquisitamente concreto y expresivo, llamándola: «palacio de Dios», «tabernáculo de Dios», «casa de Dios», «vestidura de Dios», «esclava de Dios», «Madre de Dios» (9). Estos calificativos, tan altamente realistas, nos dan a comprender con qué celo tan grande defiende ortodoxamente Francisco la figura auténtica de María en una cristiandad tan fuertemente amenazada por la herejía. No estará de más recordar aquí que el santo no trató de combatir la herejía con la lucha o la confrontación, sino con la oración. Tal vez también en esto seguía el mismo principio que estableció respecto al honor de Dios: «Y si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Cosa sorprendente: la mayor parte de las afirmaciones de Francisco sobre la Madre de Dios se encuentran en sus oraciones y cantos espirituales. A su aire, sigue con sencillez y simplicidad la exhortación del Apóstol: «No os dejéis vencer por el mal, sino venced el mal con el bien» (Rom 12,21). Tal vez esto explique su exquisita predilección por la fiesta de navidad y su amor al misterio navideño: «Con preferencia a las demás solemnidades, celebraba con inefable alegría la del nacimiento del niño Jesús; la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (10). Esta «preferencia» parece advertirse también en su ya mencionado salmo de navidad: «En aquel día, el Señor Dios envió su misericordia, y en la noche su canto. Este es el día que hizo el Señor; alegrémonos y gocémonos en él. Porque se nos ha dado un niño santísimo amado y nació por nosotros fuera de casa y fue colocado en un pesebre, porque no había sitio en la posada. Gloria al Señor Dios de las alturas, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad. Alégrese el cielo y exulte la tierra, conmuévase el mar y cuanto lo llena; se gozarán los campos y todo lo que hay en ellos. Cantadle un cántico nuevo, cante al Señor toda la tierra» (11). Pero Francisco da todavía un paso más importante. En la conocida celebración de la navidad en Greccio trata de explicar a los fieles con evidencia tangible este misterio, y habla profundamente emocionado del Niño de Belén (véase el relato completo en 1 Cel 84-86). A este propósito es de una claridad meridiana la conclusión del relato de Tomás de Celano: «Un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño». Y prosigue: «No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados» (12). Mediante el amor que él tenía al Hijo de Dios hecho hombre y a su Madre la Virgen, y que lo hizo patente precisamente ese día, encendió en muchos corazones el amor que se había enfriado por completo. Lo que hizo en Greccio y cuanto manifestó en muchos detalles de su pensamiento y comportamiento (cf. 2 Cel 199-200), no era más que la concretización de su principio general: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196). Si intentamos con todo cuidado explicar la siempre válida significación de este primer rasgo fundamental de la devoción mariana de Francisco, tendremos primero que subrayar que él no ve a

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María aisladamente, separadamente del misterio de su maternidad divina, que es la que justifica la importancia de María en el cristianismo. Para san Francisco la veneración de la Virgen quiere decir colocar en su lugar preciso el misterio divino-humano de Cristo. Hasta podría tal vez decirse, para salvar ortodoxamente este misterio, que «se ha hecho nuestro hermano el Señor de la majestad». Por otro lado, bien podemos añadir que, al subrayar con vigor la maternidad física de María respecto de Dios, se está sin más afirmando el Jesucristo histórico, que, no pudiendo según la Escritura ser disociado del Jesús resucitado y glorificado, está presente y actúa operante en la vida cristiana, en la oración, y en el seguimiento. Por eso, la devoción de Francisco a María carecía de toda abstracción y era todo menos conocimiento conceptual; ella brota siempre y fundamentalmente de algo que es palpable por concreto e histórico, y, por consiguiente, de la revelación de Dios que se manifiesta en hechos tangibles y concretos de la historia de la salvación. Será esto precisamente lo que posibilitará a la devoción mariana de Francisco su influencia viva en el futuro de la Iglesia. 2.-- María y la santísima Trinidad El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una relación vital única con la santísima Trinidad. María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia. Francisco no ve ni contempla a María en sí misma, sino que la considera siempre en esa relación vital concreta que la vincula con la santísima Trinidad: «¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, Virgen hecha iglesia, y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado, y el Espíritu Santo Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!» (13). También esto nos deja ver que cuanto Francisco dice de la Virgen y las alabanzas que le dirige, todo nace de ese misterio central de la vida de María, de su maternidad divina; pero ésta es la obra de Dios en ella, la Virgen. Incluso la perpetua virginidad de María ha de ser comprendida sólo en relación con su maternidad divina. La virginidad hace de ella el vaso «puro», donde Dios puede derramarse con la plenitud de su gracia, para realizar el gran misterio de la encarnación. La virginidad no es, pues, un valor en sí -muy fácilmente podría significar esterilidad-, sino pura disponibilidad para la acción divina que la hace fecunda de forma incomprensible para el hombre: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». Esta fecundidad es mantenida por la acción de Dios-Trinidad: «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien». Esta relación vital entre María y la Trinidad la expresa Francisco aún más claramente en la antífona compuesta por el santo para su oficio, llamado con poca exactitud Oficio de la pasión del Señor, antífona que quería se rezara en todas las horas canónicas: «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant). También estas afirmaciones se fundan en lo que la gracia de Dios ha obrado en María. Las alabanzas a la Virgen son al mismo tiempo alabanzas y glorificación de aquel que tuvo a bien realizar tantas maravillas en una criatura humana. Si los dos primeros atributos son claros e inteligibles sin más, y se usaron con frecuencia en la tradición anterior de la Iglesia, tendremos que detenernos un poco más en el tercero, «esposa del Espíritu Santo», tan común hoy día. Lampen, después de un minucioso estudio de los seiscientos títulos aplicados a María por autores eclesiásticos de Oriente y Occidente, recogidos por C. Passaglia

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en su obra De Immaculato Deiparae Virginis conceptu (14), hace constar que no aparece entre ellos este título. Esto le hace suponer con un cierto derecho que fue san Francisco el primero en emplearlo

(15). Como tantas otras veces, también en este caso pudo Francisco haber penetrado con profundidad en lo que el evangelio dice de María, y haber expresado claramente en su oración lo que veladamente se contenía en el anuncio del ángel según san Lucas (Lc 1,35). María se convierte en madre de Dios por obra del Espíritu Santo. Ya que ella, la Virgen, se abrió sin reservas -o, para decirlo con san Francisco, en «total pureza»- a esta acción del Espíritu, en calidad de «esposa del Espíritu Santo» llegó a ser madre del Hijo de Dios. Esta manera de ver estos misterios nos puede descubrir en Francisco un fruto de su oración contemplativa. Según Tomás de Celano, «tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación..., que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Por eso no se cansaba de sumergirse en este misterio por medio de la oración. Podía pasar toda la noche en oración «alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre» (1 Cel 24). Todo esto lo inundaba de una inmensa veneración y era para él la más íntima y pura realidad de Dios. En todo esto redescubría a Dios en su acción incomparable; y esta consideración lo hacía caer de rodillas para una oración de alabanza y agradecimiento. Esta acción del divino amor, que María había acogido y aceptado con un corazón tan creyente, la elevaba, según Francisco, sobre todas las criaturas a la más íntima proximidad de Dios. Por esto, Francisco ensalzaba tanto a la «Señora, santa Reina», proclamándola «Señora del mundo» (LM 2,8). 3.-- María y el plan de la salvación Siendo María la madre de Jesús, Francisco la honraba especialmente como «madre de toda bondad» (1 Cel 21). Fue lo que le indujo a establecerse junto a la ermita de la Madre de Dios en la Porciúncula. Todo lo esperaba de su bondad. «Después de Cristo, depositaba principalmente en ella su confianza» (LM 9,3). Según esta profunda frase de san Buenaventura, Francisco concibió y dio a luz el espíritu de la verdad evangélica en esta iglesita, por los méritos de la madre de la misericordia. El santo doctor subraya esta explicación aludiendo a que esto ocurrió al amparo de aquella que «engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad» (LM 3,1; cf. Lm 7,3). Con esta alusión se ha tocado con seguridad lo más profundo acerca del amor y veneración marianos en Francisco. Esta devoción no termina en ardientes oraciones ni en cánticos de alabanza; se realiza más bien y llega a su culminación en el esfuerzo de Francisco por asimilar en todo la actitud de María ante el Verbo de Dios (16). Como primera cosa, el «concepit», «concibió»: como María, el hombre debe acoger al Verbo de Dios, aceptarlo en actitud de obediencia creyente y dejarse llenar totalmente de Él. Pero el «concepit» -y este es el segundo momento- debe convertirse en «peperit», «dio a luz»: el hombre, obediente y creyente, de nuevo como María, debe dar a luz al Verbo de Dios, darle vida y forma. San Buenaventura atribuye estos dos momentos a María y Francisco. No podía él expresar y explicar con mayor acierto y profundidad la fundamental actitud mariana que existía en la vida evangélica de san Francisco. No; san Buenaventura no introdujo en la vida de Francisco pensamientos teológicos extraños. Lo demuestra palmariamente la magnífica carta que Francisco escribió a los fieles de todo el mundo, en la que desarrolló abundantemente los pensamientos de su corazón (2CtaF 4-15, 15-60-, 63-71). En ella (v. 4) el santo describe el nacimiento del Verbo divino de las entrañas de la santa y gloriosa Virgen María. Pero este nacimiento divino no acontece sólo en María; debe realizarse también en los corazones de los fieles. Los Padres de la Iglesia, desde Hipólito y Orígenes, meditaron largamente sobre este íntimo misterio de la vida cristiana y trataron de aclararlo con explicaciones siempre nuevas (H. Rahner). En la misma citada carta (v. 53), Francisco hace un comentario muy condensado

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en un lenguaje que le es propio: somos «madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo alumbramos por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros». En un primer momento podría parecer que estas palabras representan una visión ascética del misterio, que remontaría a san Ambrosio y que fue la que privó en el occidente hasta la edad media (H. Rahner). Pero se ha de tener en cuenta que poco antes (v. 51) Francisco ha dicho algo que no se puede separar de lo que ha afirmado acerca de la maternidad espiritual: «Somos esposos [de Cristo] cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo». El misterio de la maternidad espiritual se funda y radica en el misterio del desposorio que se le regala al alma fiel mediante el Espíritu Santo (17) y que no se desarrolla por un esfuerzo voluntarista y ascético. Es un don gratuito del amor de Dios en el Espíritu Santo. Si Francisco canta a la Madre de Dios como «esposa del Espíritu Santo», también coloca junto a la maternidad del alma fiel su desposorio en el Espíritu Santo (18). Es Él quien por su gracia y por su iluminación infunde todas las virtudes en los corazones de los fieles, para de infieles hacerlos fieles (SalVM 6). Tampoco es de casualidad que esta alusión se encuentre en el Saludo a la bienaventurada Virgen María. Así como por la acción del Espíritu Santo el Verbo del Padre se hizo carne en María, de modo análogo la gracia y la iluminación del mismo Espíritu engendran a Cristo en las almas, y las van conformando a una vida cada vez más cristiana (19), hasta que, como dice la misma carta en su v. 67, por tener en sí al Hijo de Dios, llegan a poseer la sabiduría espiritual, pues el Hijo es la sabiduría del Padre. Pero el nacimiento de Dios en el corazón de los fieles es sólo un aspecto de esta maternidad. Francisco indica también otro: en fuerza de esta vida cristiana, es decir, «por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros», Cristo es engendrado en los otros hombres. De esta forma, la función maternal de la vida cristiana, como testimonio vivo, se extiende a la Iglesia (20). Francisco habló de buen grado y con frecuencia acerca de esta misión maternal de los fieles en la Iglesia; así, por ejemplo, cuando, aplicando a sus hermanos, sencillos e ignorantes, las palabras de la sagrada Escritura: «la estéril tuvo muchos hijos» (1 Sam 2,5), las explica de la forma siguiente: «Estéril es mi hermano pobrecillo, que no tiene el cargo de engendrar hijos en la Iglesia. Ese parirá muchos en el día del juicio, porque a cuantos convierte ahora con sus oraciones privadas, el Juez los inscribirá entonces a gloria de él» (21). Lo que se realizó en la maternidad de María para la salvación del mundo se prolonga en los corazones de los fieles, por la acción sobrenatural del Espíritu Santo. En última instancia se trata del misterio mismo de la Iglesia, del que participan los fieles. Francisco se sabe agraciado con el mismo don gratuito que admira en María. Y este don, concedido a él y a sus hermanos, lo considera como tarea en la Iglesia. María es para él, ante todo y sobre todo, Madre de Cristo, y por esto la ama amarteladamente. Madre de Cristo son también para él los fieles «que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8,21), y de esta manera participan de la misión de la Madre Iglesia. Así vista la devoción mariana de Francisco, la podemos condensar en esta fórmula: vivir en la Iglesia como vivió María. La realización de la obra de la salvación y su transmisión -de ello se trata en la devoción mariana de Francisco- tiene como fin hacer visible en el misterio de la encarnación del Verbo la divinidad invisible. Pero Francisco conoce otra forma de hacerse visible el Dios invisible: la que él tanto aprecia y venera en la santísima eucaristía. Tal como dice en su primera Admonición, donde late una clara oposición a la herejía cátara contemporánea, en la eucaristía se ha de ver en fe a aquel que, siendo

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hombre, dijo a sus discípulos: «El que me ve a mí, ve también a mi Padre» (Jn 14,9). Por eso exclama san Francisco: «Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla (22), como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote». Pero también aquí indica Francisco que depende del «Espíritu del Señor», «que habita en sus fieles», el poder participar de ese misterio, el poder creer en él «secundum spiritum», «según el espíritu». Esta advertencia nos muestra que no ha sido por casualidad que Francisco haya hecho mención de la encarnación de Cristo en María. Porque se abrió sin reservas a la acción del Espíritu Santo -podemos recordar de nuevo a la «esposa del Espíritu Santo»-, pudo mediante María convertirse en visible y palpable el Dios invisible. Y el que, como ella, se abre con fe al Espíritu del Señor, contemplará «con ojos espirituales» al mismo Señor en el misterio de la eucaristía, será colmado por Él y se hará un espíritu con Él (cf. 1 Cor 6,17). En este misterio verá unitariamente el comienzo y el fin de la obra de la salvación, pues «de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,22). II. Expresiones concretas de la piedad mariana de San Francisco Las formas prácticas de la piedad mariana de san Francisco se inspiran en lo que de concreto conocemos de la vida histórica de María. También en esto deja de lado todo lo abstracto y genérico. Su piedad se inflama y aviva en la contemplación de los hechos históricos de la vida de María unida a la de Cristo y del puesto concreto que ella ocupa en los planes salvíficos de Dios. 1.-- María, la «Señora pobre» Francisco no se limita a contemplar las relaciones íntimas de la vida cristiana con la vida de María; quiere asemejársele también en la vida externa. Por eso destaca en primer lugar su maternidad divina, y, como consecuencia de ella, subraya fuertemente otro título de gloria de María: es para él «la Señora pobre» (23). Tampoco este título tiene para él un valor independiente; la pobreza de María es una concretización de la pobreza de Cristo. Y señal de que ella, como madre, ha compartido el destino de su Hijo y ha participado plenamente en él (24). En la Carta a los fieles, después de describir el misterio de la encarnación (cf. 2CtaF 4), inmediatamente prosigue el Santo: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (25). Este texto revela en Francisco una plena conciencia de la función redentora de la pobreza, como aparece en este versículo de san Pablo que cita tan a menudo: «Conocéis la obra de gracia de nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (26). María y los discípulos participan de esta pobreza redentora de Cristo; también Francisco quiere compartirla, como la deberán compartir todos los que quieran seguirle. Cuando, en consecuencia, exige de sus hermanos una vida en pobreza mendicante, les pone delante el ejemplo de Cristo, que «vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos» (1 R 9,5). Y en la Última voluntad a santa Clara y sus hermanas reafirma expresamente: «Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin»; y las hermanas deben atenerse a ella a pesar de todas las dificultades (UltVol). Por eso, llamaba a la pobreza reina de las virtudes, «pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su madre» (27).

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Siempre le impresionaba profundamente la pobreza compartida por María con Cristo en su vida terrena, y lo estimulaba a una participación total en la misma: «Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su madre» (LM 7,1). En navidad no podía menos de llorar recordando a la Virgen pobre, que en aquel día sufrió las más amargas privaciones: «Sucedió una vez que, al sentarse a la mesa para comer, un hermano recuerda la pobreza de la bienaventurada Virgen y hace consideraciones sobre la falta de todo lo necesario en Cristo, su Hijo. Se levanta al momento de la mesa, no cesan los sollozos doloridos, y, bañado en lágrimas, termina de comer sentado sobre la desnuda tierra» (2 Cel 200). Tampoco aquí se trataba simplemente de sentimientos de compasión, sino de crudeza y de realismo en una responsabilidad cristiana que afloraba en él cuando consideraba tales sufrimientos. La pobreza de Cristo y de su madre no eran para él sólo hechos históricos dignos de compasión; eran realidad presente en la Iglesia. En una interacción mutua, la realidad presente sirve para evocar la pobreza de Cristo y de su madre, y ésta a su vez evoca al pobre de nuestros días. «El alma de Francisco desfallecía a la vista de los pobres; y a los que no podía echar una mano, les mostraba el afecto. Toda indigencia, toda penuria que veía, lo arrebataba hacia Cristo, centrándolo plenamente en Él. En todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (28). A los ojos de Francisco, el pobre tiene la misión de reflejar la pobreza de Cristo y de su madre. Cuando alguno de sus hermanos era descortés con algún pobre, le castigaba severamente y después le amonestaba: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su madre pobre» (29). Así, pues, cuando la contemplación de la vida pobre de Cristo y de su madre nos estimula al amor, ese amor debe volcarse en los pobres que son «los hijos de la Señora pobre». Francisco ve en María a la enamorada de la vida evangélica de pobreza. Según él la Virgen estima más una vida en pobreza que cualquier otro culto exterior que se le rinda: «El hermano Pedro Cattani, vicario del santo, venía observando que eran muchísimos los hermanos que llegaban a Santa María de la Porciúncula y que no bastaban las limosnas para atenderlos en lo indispensable. Un día le dijo a san Francisco: "Hermano, no sé qué hacer cuando no alcanzo a atender como conviene a los muchos hermanos que se concentran aquí de todas partes en tanto número. Te pido que tengas a bien que se reserven algunas cosas de los novicios que entran como recurso para poder distribuirlas en ocasiones semejantes". "Lejos de nosotros esa piedad, carísimo hermano -respondió el santo-, que, por favorecer a los hombres, actuemos impíamente contra la regla". "Y ¿qué hacer?", replicó el vicario. "Si no puedes atender de otro modo a los que vienen -le respondió-, quita los atavíos y las variadas galas a la Virgen. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado"» (30). Estas palabras, que revelan una profunda confianza, muestran también con claridad meridiana la seriedad con que Francisco tomaba la imitación de la pobreza de María y la importancia que la pobreza tenía para él en el conjunto de la vida según el evangelio. Se ha de reconocer también que la piedad mariana de san Francisco no era un elemento extraño y aislado en su vida. Ella estaba fundida en una sólida unidad con el ideal de imitación exterior e interior de la vida de Cristo, a través sobre todo de su amor a la altísima pobreza. 2.-- María, protectora de la Orden Las reflexiones precedentes han demostrado que en toda su vida interior y exterior Francisco se sentía particularmente ligado a la Madre de Dios. El santo expresó esta vinculación en la forma propia del tiempo y según le nacía de su personalidad.

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San Buenaventura cuenta que en los primeros años después de su conversión, Francisco vivía a gusto en la Porciúncula, la iglesita de la Virgen Madre de Dios, y le pedía en sus fervorosas oraciones que fuera para él una «abogada» llena de misericordia (LM 3,1). Poniendo en ella toda su confianza, «la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). Tomás de Celano refiere lo mismo al hablar de los últimos años del santo: «Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de la orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, los hijos que estaba a punto de abandonar» (2 Cel 198). En el lenguaje medieval la palabra «advocata» tenía el sentido de protectora. El protector representaba en el tribunal secular al monasterio a él confiado. Debía protegerlo y, en caso de necesidad, defenderlo de las violencias y usurpaciones exteriores. Sin embargo, con el tiempo hubo abusos e inconvenientes. Por eso los Cistercienses renunciaron sistemáticamente, no siempre con fortuna, a dichos protectores. Y eligieron a la Virgen como protectora de su orden. Es verdad que este título, aplicado a María (31), aparecía en la antífona que comienza «Salve, Regina misericordiae» (32) y que es anterior a este hecho. No obstante, parece que tiene su importancia recordar que los Cistercienses en su capítulo general de 1218 determinaron cantar diariamente esta antífona. San Francisco la conocía y la tenía en alta estima, como nos demuestra el relato de Celano al que todavía hemos de referirnos (3 Cel 106). Para Francisco y para los hermanos menores, que habían renunciado a toda propiedad terrena, este término podía tener desde luego sólo una significación espiritual. María debía representar a los hermanos menores ante el Señor; debía cuidar de los mismos y protegerlos en todas las circunstancias difíciles y problemas de su vida (33). Debía intervenir en su favor, cuando ellos no pudieran valerse. Francisco se dirige a la «gloriosa madre y beatísima Virgen María» para pedirle que junto con todos los ángeles y santos le ayuden a él y a todos los hermanos menores a dar gracias al sumo Dios verdadero, eterno y vivo, como a Él le agrada (1 R 23,6), por el beneficio de la redención y salvación; que ella, en la cumbre de toda la Iglesia triunfante, presente en lugar nuestro este agradecimiento a la eterna Trinidad. Después que a Dios, trino y único Señor, y antes que a todos los santos confiesa él «a la bienaventurada María, perpetua virgen» todos sus pecados, particularmente las faltas cometidas contra la vida según el evangelio tal como lo exige la regla, y en lo referente a la alabanza de Dios por no haber dicho el oficio, según manda la regla, por negligencia, o por enfermedad, o por ser ignorante e indocto (34). Por estas faltas contra Dios, lleno de confianza se dirige a su «abogada», para que interceda ella en su favor. Esta petición aparece también en la Paráfrasis del Padrenuestro, que, aunque con seguridad no es obra de san Francisco, sin embargo la ha rezado el santo muy a placer y con mucha frecuencia: «Y perdónanos nuestras deudas: por tu inefable misericordia, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y, por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos» (ParPN 7). Suplica insistentemente a ella, la criatura elegida y colmada de gracia con preferencia a toda otra, que interceda en su favor ante el «santísimo Hijo amado, Señor y maestro» (OfP Ant 2). La única vez que Francisco alude a Cristo como a «Señor y maestro» en el Oficio de la pasión, que recitaba a diario (OfP introducción), es en la antífona de dicho oficio; ciertamente la razón es que, en la oración que hace mediante este oficio, no busca él sino la imitación de Cristo, cuya fiel realización pide por intercesión de María, ya que la identificación que se dio entre María y Cristo era para Francisco la meta última de su vida evangélica. Estos pensamientos tomados de los escritos del santo coinciden en cuanto al contenido con lo que en rimas artísticas cantó el poeta de Francisco, Enrique de Avranches, pocos decenios después de la muerte del santo. Cuando los hermanos piden a Francisco que les enseñe a orar, él les responde: «Al

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estar todos envueltos en pecados, no puede vuestra oración elevarse al cielo por méritos vuestros. Tendrá ella que apoyarse en el patrocinio de los santos. Ante todo sea la bienaventurada Virgen la mediadora ante Cristo, y sea Cristo el mediador ante el Padre» (35). Sin duda ha quedado aquí formulado lo que Francisco intentó expresar en aquel lenguaje rudo que era con frecuencia el suyo. Este segundo aspecto de la piedad práctica de Francisco revela también que en toda su piedad hay una ordenación verdadera y viva: María, la «abogada», es para él la que maternalmente conduce a Cristo, el Dios-hombre, y Cristo es para él el mediador único en todas las cosas ante el Padre. ¿Puede haber una fórmula más exacta y precisa: María «mediatrix ad Christum» y Cristo «mediator ad Patrem»? 3.-- Vivencia de la piedad mariana Las biografías destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los lugares marianos, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Tres de estas iglesitas las restauró personalmente. La más significativa e importante para la vida futura de Francisco y de su orden fue la ermita de Santa María de los Angeles, cerca de Asís, llamada Porciúncula. El santo no se cansaba de contárselo a sus hermanos: «Solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19). Este relato resalta inequívocamente que Francisco se afanaba con infantil sencillez en amar todo lo que sabía que María amaba. Y este amor era particularmente premiado precisamente en la Porciúncula (36). Por eso, lleno de confianza llevó a sus doce primeros hermanos a esta iglesita, «con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la orden de los menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento» (37). Y aquí fijó su primera residencia, por su entrañable amor a la Madre bendita del Salvador (38). Y cuando se sintió morir, se hizo conducir allá, para morir «donde por mediación de la Virgen madre de Dios había concebido el espíritu de perfección y de gracia» (Lm 7,3). Por así decirlo, quiso pasar toda su vida en la casa de María, para encontrarse siempre cerca de su solicitud maternal. Y lo deseó también para sus seguidores. Por eso, ya moribundo, recomendó de modo especialísimo a sus hermanos este lugar santo: «Mirad, hijos míos, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel 106; cf. LM 2,8). Sintiéndose muy íntimamente vinculado a la Madre de Dios y tan profundamente obligado con ella a lo largo de su vida, se mostraba particularmente agradecido: «Le tributaba peculiarmente alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). Como lo demuestran las rúbricas para el Oficio de la pasión, diariamente rezaba especiales «salmos a santa María» (OfP introducción), muy probablemente el así llamado Officium parvum beatae Mariae Virginis, compuesto ya en el siglo XII y que con frecuencia se rezaba juntamente con las horas canónicas. Enseñaba a sus hermanos a decir también el Ave María, en la forma breve de la edad media, cuando rezaban el Pater noster. Debían meditar particularmente las alegrías de María, «para que Cristo les concediese un día las alegrías eternas» (39). Parece que entre todas las fiestas de la Virgen, Francisco tenía predilección por la de la Asunción. Acostumbraba prepararse a ella con un ayuno especial de cuarenta días (40). Puede que se deba a él el que los hermanos de la penitencia (los terciarios) estuvieran dispensados de la abstinencia este día, como ocurría en las fiestas más grandes, si coincidía con alguno de los días que según la regla fueran de abstinencia. En esta fiesta debía prevalecer la alegría por el honor concedido a María. Poseído por la más completa confianza en la Virgen, Francisco realizó obras maravillosas. Así, cierto día cogió unas migas de pan, las amasó con un poco de aceite tomado de la lámpara que «ardía

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junto al altar de la Virgen» y se lo mandó a un enfermo, que «por la fuerza de Cristo» curó perfectamente (LM 4,8). Se apareció también a una señora, aquejada por los dolores de un parto dificilísimo, y le dijo que rezara la «Salve, Regina misericordiae». Mientras la rezaba, dio felizmente a luz un niño (3 Cel 106). Aunque estos relatos pudieran ser dejados de lado por legendarios, demuestran cuando menos hasta qué punto los contemporáneos de Francisco apreciaban su confianza en María y con qué delicadeza la han asociado a su imagen. La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles por la corriente de la tradición cristiana, pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por su orden, y transmitida a través de los siglos. Si un examen más amplio y una reflexión más profunda han aportado algunas novedades y han introducido algunas diferencias, con todo permanecen como columnas firmes aquellas verdades que Francisco transmitió con tanta convicción a los hermanos menores: María es la madre de Jesús, y, como tal, es el instrumento escogido por la Trinidad para su obra de salvación; María es la «Señora pobre», y, como tal, la protectora de la orden. Su culto en la historia es la actualización de una corta y admirable oración compuesta por Tomás de Celano: «¡Ea, abogada de los pobres!, cumple en nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2

Cel 198). 1. Cf. la abundante literatura sobre el tema en B. Kleinschmidt, Maria und Franziskus in Kunst und Geschichte, Düsseldorf 1926, p. 136; y, en parte, también en H. Felder, Los ideales de san Francisco de Asís, Buenos Aires 1948, p. 409s. 2. Entre muchos ejemplos, citamos el señalado por Kleinschmidt (o.c., p. 137s) o por Felder (o.c., p. 411 n. 76): Wadingo hace remontar a san Francisco la misa sabatina en honor de la Virgen, cuando se sabe que fue introducida por san Buenaventura. El estudioso de la tradición franciscana encontrará numerosas «transposiciones» parecidas. Por eso, en este capítulo nos basaremos sobre todo en los Escritos de san Francisco, y consultaremos además las fuentes franciscanas del siglo XIII; solamente así puede haber un sólido fundamento histórico. 3. Pueden servir de ejemplo las indicaciones ofrecidas por Felder, o.c., pp. 409-413. 4. M. Brlek, Legislatio ordinis fratrum minorum de Immaculata Conceptione B. V. Mariae, en Antonianum 20 (1954) 3-44, cree no ser necesario tal estudio porque considera resueltas todas las cuestiones relativas al tema. 5. Ya Kleinschmidt (o.c., XIII) distingue entre los grandes doctores y panegiristas de la Virgen y sus sencillos devotos. Su libro trata de demostrar que el arte cristiano ha concedido a san Francisco «la palma del amor a María dentro del grupo de los que la han venerado con sencillez de corazón». 6. Este pensamiento precisamente nos muestra a Francisco como a quien ha llevado a la cumbre la piedad medieval y como a quien ha impreso una orientación a esa misma piedad. Al igual que toda la piedad precedente, ve todavía a Cristo como al «Dominus maiestatis», al Señor que domina sobre todos y sobre todas las cosas; así está representado en la «maiestas Domini» del arte cristiano antiguo y del alto medievo. Pero Francisco sabe también -y con ello queda ligado a la nueva forma de piedad cristiana- que, según el evangelio (Mt 12,50; 25,40.45), el Hijo de Dios encarnado es el hermano de todos los redimidos (cf. 1 R 22). La maternidad divina de María le ha dado la posibilidad de unir y fusionar los dos aspectos. 7. OfP 15,1-4. No insistimos sobre la expresión «el santísimo Padre del cielo... antes de los siglos envió a su amado Hijo de lo alto», que parece ser como un preludio de la doctrina de Juan Duns Escoto sobre la predestinación absoluta de Cristo. Tales pensamientos evidentemente no eran extraños a Francisco, como lo insinúa el texto de la Adm 5: «Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu». 8. 2CtaF 4.-- También aquí marchan unidos los dos aspectos: «el Señor de la majestad», hecho en todo semejante a nosotros. Sería interesante estudiar más detalladamente en qué medida la imagen de Cristo como «Señor glorificado», contemplado solamente en el esplendor de su majestad divina, favoreció el brote de la herejía docetista cátara en los albores de la edad media; cf. Fr. Heer, Aufgang Europas, Wien-Zürich, 1949, p. 110: «Es muy significativo que, desde los días de Notker hasta el comienzo del siglo XII, nunca encontremos en la literatura alemana el nombre de Jesús, que Cristo llevaba como hombre». En todo caso puede parecer sorprendente que, con la expansión del catarismo y frente a sus amenazas, se desarrollase dentro de la Iglesia una forma de piedad que tratase de comprender de nuevo seriamente la naturaleza humana de Cristo, que ayudó a la Iglesia a vencer la herejía desde dentro. Vale lo mismo para la devoción a la eucaristía, floreciente en aquel tiempo, que para los cátaros era algo abominable por la vinculación estrecha de lo divino con lo material. Para la cristología y mariología de los cátaros cf. A. Borst, Die Katharer, Stuttgart 1953). No podemos imaginar la raigambre de la herejía cátara y los daños que ella hubiera podido causar en la alta edad media de no haberse producido en la piedad popular la evolución a la que hemos aludido, y de la que Francisco fue uno de los representantes más importantes e influyentes. Este proceso jugó un papel relevante incluso dentro del arte cristiano. Pero no podemos detenernos a estudiar esta influencia; sería salirnos de los límites de nuestro propósito. 9. SalVM.-- W. Lampen, De s. Francisci cultu angelorum et sanctorum, en AFH 20 (1957) 3-23, afirma que diversas expresiones usadas en esta alabanza se encuentran ya en la literatura de la primera edad media, particularmente en Pedro Damiano (p. 13s). Lampen reúne

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también todos los títulos con los que Francisco honra a María, y llega a la curiosa constatación de que jamás ha usado el mismo título dos veces. Ve en ello una señal de una originalidad poética y de un amor lleno de inventiva en Francisco. 10. 2 Cel 199.-- Véase también en este texto el realismo de las expresiones que hacen imposible cualquier sublimación espiritualizante y toda interpretación docetista. 11. OfP 15,5-10.-- En estos textos escogidos no se puede pasar por alto que todo, hasta el mundo material, inorgánico, participa en la alabanza de la encarnación; muy lejos están de la posición de los cátaros, para quienes el mundo inanimado era obra del príncipe del mal y estaba en sí condenado. 12. 1 Cel 86.-- Naturalmente no queremos afirmar que la celebración de Greccio tuviese el carácter de una demostración anticátara. Está demasiado profundamente enraizada en la piedad de san Francisco (cf. 1 Cel 84). Pero a su vez es innegable que en los planes de la divina Providencia pudo tener gran importancia, aun cuando san Francisco no tuviese conciencia de ello. 13. SalVM 1-3.-- Tal vez no sea inútil advertir una vez por todas que cuanto conservamos de san Francisco está desprovisto de todo sentimentalismo y que en cambio está informado de una fe sobria que penetra siempre hasta lo más hondo de los misterios. 14. Tomo I, Nápoles 1855. 15. W. Lampen, o.c., p. 15. 16. «Y mientras no llevaba a la práctica lo que había concebido en su corazón, no hallaba descanso» (1 Cel 6). Cf. también 1Cel 22. 17. Parece que estos pensamientos no se encuentran entre los Padres sino en Cirilo de Alejandría, aunque en forma un poco distinta. Cf. Hugo Rahner. 18. También la Forma de vida para santa Clara, demuestra que él había comprendido muy vivamente esta idea. 19. Los escritos de santa Clara, la más fiel discípula de Francisco, demuestran cómo la primera generación franciscana vivió estas verdades. 20. Hugo Rahner aporta un solo testimonio de la literatura patrística y de la primera edad media: de Gregorio Magno: «Et mater eius efficitur, si per eius vocem amor Dei in proximi mente generatur». Pero este texto se refiere sólo a la proclamación de la palabra de Dios, mientras que Francisco se refiere a toda la vida cristiana como tal. 21. 2 Cel 164.-- Expresiones análogas en 2 Cel 174; LM 8,1; 9,4. 22. Cf. 1 Cel 84: «la humildad de la encarnación». 23. 2 Cel 83; cf. 2 Cel 85, 200, etc. 24. Por eso no podemos compartir la opinión de Felder, según la cual la vida pobre de María, como modelo particular de los hermanos menores, fue un motivo especial del amor de Francisco hacia ella (o.c., p. 410). La «Señora pobre» no debe separarse de la «Madre de Dios». Los dos aspectos van inseparablemente unidos. 25. 2CtaF 5.-- Nótese que en ésta y en las citas siguientes Francisco habla siempre al mismo tiempo de la pobreza de Cristo y de la de María. 26. 2 Cor 8,9.-- Cf. 2 Cel 73,74, etc. Respecto al sentido redentor de la pobreza cristiana, como pobreza de Cristo, cf. el capítulo Mysterium paupertatis en este mismo libro, pp. 73-96. 27. LM 7,1; cf. también 2 Cel 200.-- Para comprender el pleno significado de este pensamiento, hay que considerarlo dentro de una visión total de la pobreza de san Francisco (Cf. el capítulo Mysterium paupertatis de este mismo libro, pp. 73-96. 28. 2 Cel 83.-- Pocas veces se ha visto tan claramente como aquí la presencia de la pobreza de Cristo y de su madre en el misterio de la Iglesia. 29. 2 Cel 85.-- Para Celano, speculum significa siempre lo que hace visible y permite ver en sí otra cosa. 30. 2 Cel 67.-- El pasaje de la regla a que se alude en el relato es el de 1 R 2. 31. Sobre María como «protectora» en la piedad del siglo XII, cf. Fr. Heer, o.c., p. 113s. Para el hombre del siglo XII la «abogada nuestra» era una «poderosa protectora». Con ella se estableció una relación estrictamente vinculante: la reina prometía protección y gracia a cambio de que el hombre se empeñara en servirla sobre la tierra (p. 116). En Francisco no se aprecia rastro alguno de esta relación. La relación jurídica queda transformada en relación de amor y de confianza. Por otra parte Celano nota expresamente que los hermanos menores no buscaban «la protección de nadie» (1 Cel 40). 32. Así comienza la antífona en la edad media. La palabra «mater» fue añadida más tarde. 33. Francisco nunca llama a María «patrona» de la orden. El patrono principal es el mismo Señor, como claramente aparece en el relato de 2 Cel 158. Para él, María es la «abogada». Esto se ve también a través de otros muchos testimonios sobre la vida de san Francisco.

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34. CtaO 38-39.-- Felder (o.c., p. 413) reduce esta confesión de pecados a los que «él creía haber cometido». Pero, ¿tenemos derecho a atenuar tan honrada declaración del santo? 35. Analecta Franciscana X, p. 418: «Immo mediatrix Virgo beata ad Christum, Christus ad Patrem sit mediator». 36. No vamos a estudiar aquí los problemas históricos referentes a la indulgencia de la Porciúncula. Nos remitimos a la literatura ya existente. 37. LM 4,5.-- No se ve por qué Felder (o.c., p. 411) tenga que extender a los demás hermanos lo que san Buenaventura dice sólo de los doce primeros. 38. 1 Cel 21; cf. también LM 2,8. 39. Enrique de Avranches, Legenda versificata 7, v. 9-15 (AF X, p. 449). Este pasaje es el testimonio más antiguo de la devoción de los hermanos menores a las «alegrías de María», y permite suponer que esta devoción se remonta al mismo san Francisco. 40. LM 9,3; cf. la nota escrita por el hermano León en el pergamino que le entregó san Francisco, y que contiene dos breves escritos del santo, las Alabanzas de Dios y la Bendición al hermano León.

[Kajetan Esser, O.F.M., Devoción a María Santísima, en Idem, Temas espirituales.

Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 281-309]. María Santísima y la piedad de S. Francisco El intenso amor a Cristo-Hombre, tal como lo practicó San Francisco y como lo dejó en herencia a su Orden, no podía dejar de alcanzar a María Santísima. Las razones del corazón católico y de la caballerosidad de San Francisco lo llevaban al amor encendido de la Madre de Dios. «Su amor para con la bienaventurada Madre de Cristo, la purísima Virgen María, era de hecho indecible, pues nacía en su corazón, cuando consideraba que ella había transformado en hermano nuestro al mismo Rey y Señor de la gloria y que por ella habíamos merecido alcanzar la divina misericordia. En María, después de Cristo, ponía toda su confianza. Por eso la escogió por abogada suya y de sus religiosos, y ayunaba en su honor devotamente desde la fiesta de San Pedro y San Pablo hasta la fiesta de la Asunción» (LM 9,3). San Francisco no es solamente un santo muy devoto, muy afecto a la Madre de Dios, sino uno de los santos en quien la piedad mariana se manifiesta con una floración original y singular, sin que por ello se aparte en lo más mínimo de las líneas marcadas por la Iglesia. La Edad Media, de la cual es hijo San Francisco, tuvo una piedad mariana llena de los más suaves encantos, porque estaba fundada íntegramente en la nobleza de los sentimientos y en la cortesía de las actitudes de los caballeros. Los caballeros se consideraban paladines de la honra y de la gloria de María Santísima. En general, respetaban en las mujeres a la Madre de Dios, habiendo introducido así costumbres suaves y delicadas en una época de la Historia que fue excesivamente guerrera y dura. Las reinas y emperatrices santas de esta época deben su santidad, y no en último término, a la presión que sobre ellas ejercían la mentalidad caballeresca de su tiempo y la piedad mariana. Esta mentalidad y esta piedad las protegía y envolvía y les exigía un comportamiento que facilitaba mucho la práctica de las virtudes eminentemente femeninas y cristianas. Es cierto que el caballero ideal fue muy raro en la realidad, pero todos tenían el ideal ante los ojos y siempre era presentado de nuevo con los más vivos colores y con las más estimulantes exhortaciones. En consecuencia, muchísimos aspiraban a ello; todos lo tenían en cuenta como altamente deseable y así influía en todos poderosamente. San Francisco, que en su concepción específica de la vida religiosa partía de este ideal, y que consideraba a los suyos como «caballeros de la Tabla Redonda» (EP 72), cultivó con esmero y con toda su intensidad el servicio a la Virgen Santísima dentro de los moldes caballerescos y condicionado a su concepto y a su práctica de la pobreza. Nada más conmovedor y delicado en la vida de este santo que la fuerte y al mismo tiempo dulce y suave devoción a la Madre de Dios. Derivada del amor a Dios y a Cristo, orientada por el Evangelio y vaciada en los moldes y costumbres

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de la caballería medieval que él transportó a una sobrenaturalidad, pureza y fuerza singularísimas, esta piedad mariana del santo Fundador es parte integrante de lo que legó a su Orden y que en ésta fue cultivada con esmero. San Francisco hizo de los caballeros de Madonna Povertà los paladines de los privilegios y de la honra de la Madre de Cristo. Las fuentes de la vida y de la espiritualidad de San Francisco son unánimes en narrar cómo la iglesita de la Porciúncula -minúscula, pobre y abandonada en el valle al pie de Asís, iglesita de Nuestra Señora de los Angeles-, atraía las atenciones de San Francisco y le ataba a dedicarse a ella. Atrajo sus atenciones cuando estaba para cumplir, según la interpretación que él le daba, la orden de Cristo de reconstruir la santa Iglesia. El edificio amenazaba ruinas. San Francisco puso manos a la obra y en poco tiempo, con piedras y cal de Madonna Povertà restauró la estructura de la capilla: «Viéndola (la capilla) San Francisco en tan ruinoso estado, y movido por su indecible y filial afecto a la Soberana Reina del Universo, se detuvo allí con el propósito de hacer cuanto le fuese posible para su restauración... En este lugar fijó su morada, movido a esto por su reverencia a los santos ángeles, y mucho más por su entrañable amor a la Bendita Madre de Cristo» (LM 2,8). La obra del santo no fue muy artística, ya que él trabajaba más con los medios de la santa pobreza que con la regla y la escuadra. Pero sí la hizo firme, de acuerdo con su devoción. Quizá nunca jamás dedicó mayor amor a una obra en su vida. Esta sencilla y pobre capillita tornóse en lugar predilecto para el santo. Allí hacía sus largas vigilias, allí rezaba, allí tuvo visiones de los ángeles y santos, de Cristo, de la Virgen Madre. Con toda ternura amaba la pobreza de este lugar, incluyendo la capillita en el amor que dedicaba a la Señora de los Angeles. Allí mismo, en esta capillita, formó la Orden Franciscana, allí formó los primeros compañeros, allí edificó el primer convento, allí vistió el hábito a Santa Clara, allí celebró los primeros Capítulos Generales. De sus peregrinaciones apostólicas volvía siempre a este lugar con grande añoranza e inmensa alegría. Si acaso él tuvo residencia, ésa fue la Porciúncula. Amaba tanto la capillita de Nuestra Señora, que determinó que fuera la casa central de la Orden que iba creciendo. Y casa central, en el pensamiento de San Francisco, no era una curia, dotada de mucho personal y de todos los recursos administrativos propios de una obra de tal envergadura, sino el cuartel general de la pobreza y la humildad, del celo seráfico y de la disciplina rígida, envuelta en una simple y discreta alegría. Pidió que allí, en el santuario de la indulgencia inaudita que él alcanzó de Cristo y de los Papas por intercesión de María Santísima, fueran colocados pocos frailes, dedicados a la oración y a la contemplación (EP 55). Con el correr de los tiempos muchos frailes menores vivieron efectivamente así en ese lugar y allí se santificaron, aprovechándose de las reglas de rigurosa disciplina y clausura que facilitan la vida de contemplación y de virtud. Después de haber sido marcado por Cristo con las señales gloriosas pero dolorosas de la Pasión, San Francisco regresó a la Porciúncula. De allí volvió a partir para predicar, pero siempre regresaba. Los frailes, preocupados por su salud delicada, le obligaron a que permitiera ser llevado a donde mejor podían atender al tratamiento que exigía su estado. Así, pues, cuando estaba para terminar el tiempo que Dios le había concedido, y que él sabía cuándo iba a tener fin, San Francisco pidió que lo llevasen nuevamente a la capillita de la Virgen de los Angeles. Y a la sombra de la iglesita entregó su alma a Dios en ese tránsito incomparable que fue el suyo (1 Cel 97ss). María Santísima, tan agraciada por Dios, posee encantos mil, y su semejanza con su Hijo Divino es tan rica, que un corazón humano no puede venerar de una sola vez todas las prerrogativas que se acumularon en ella gracias a la generosidad divina. De ahí la posibilidad de las más variadas devociones a la Virgen, la posibilidad de que cada cual la venere y ame bajo el aspecto que más lo conmueve, que más lo inflama.

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De acuerdo con la orientación fundamental de la piedad que cultivaba, San Francisco sobre todo vio en María las prerrogativas máximas, las relaciones especialísimas con la Santísima Trinidad: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (Saludo a la B.V.M.). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y sierva del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros...» (Antífona del OfP). Son éstas, sin duda, las prerrogativas más misteriosas y menos accesibles para la pobre mente humana, pero al mismo tiempo son también la fuente de todo lo demás en María Santísima; más aún: son las mayores prerrogativas que en ella se pueden considerar. Quien consigue inflamar en ellas su corazón está de hecho muy aprovechado en el camino de la virtud, de la abnegación, de la desnudez espiritual, del recogimiento; está ya muy cerca del amor puro y casto de Dios. Como en la actitud franciscana delante de Dios, también aquí la espiritualidad seráfica conduce a las más altas cumbres, a los más estrechos y solitarios caminos, manda bordear los más peligrosos precipicios. No por espíritu de aventura, ni por amor a la singularidad y a la extravagancia, ni siquiera por un falso amor propio y por vanidad, y sí por amor profundo y caballeresco a Dios Uno y Trino y a esa mera creatura que el poder divino aproximó más a su misterio. Un franciscano no retrocede ante las dificultades en este camino, pues es el camino del amor seráfico, del amor que no mide dificultades ni peligros, que no calcula expensas y ganancias, del amor que única y exclusivamente tiene en vista a la persona amada. Así amó San Francisco. Su amor esclarecido con ciencia infusa y la gracia divina lo llevaron derecho a los misterios más profundos y más difíciles, a los más llenos de oscuridad para el espíritu humano, pero al mismo tiempo más llenos de Dios y por lo mismo más llenos de estímulos para el amor. Estos estímulos, por tanto, no podían ser aprovechados con la mera inteligencia. La mente humana por sí sola es incapaz de esta empresa y no es el arma con la cual se forzará la entrada a esta plaza fuerte de las prerrogativas trinitarias de María Santísima. El arma apropiada es el amor que secunda la inteligencia iluminada por la fe. Solamente el amor que a cada paso que da se enciende nuevo y más fuerte; que, por así decirlo, saborea todos los términos que se usan y todas las proposiciones que se descubren, solamente este amor es capaz de percibir el verdadero valor de sentir los fortísimos y altísimos estímulos; solamente este amor es capaz de aprovechar las energías casi infinitas, escondidas en estas recónditas verdades de la santa fe. No es, pues, de admirar que el seráfico santo y todos sus verdaderos imitadores hayan sentido los más fuertes atractivos precisamente hacia este misterio de la Virgen santa. María está en una especial e íntima relación de Hija y de Sierva respecto del Eterno Padre. ¿Podrá un mortal, pobre y ciego en el amor, medir lo que significan para la Madre de Dios estas palabras en su sentido especial: Hija y Sierva del Eterno Padre? ¡Cuánta ternura, cuánto ardor, cuánta dedicación, cuánta generosidad, cuánta caridad y gracia sobrenatural, cuánta sublimidad y grandeza, cuánta preferencia no se ocultan en estos términos tan simples! San Francisco procuraba entenderlos, a semejanza de lo que hacía la propia Virgen Madre: «María conservaba todo esto y lo meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Hacía los más constantes esfuerzos para que estas palabras: Hija y Sierva del Eterno Padre, no fuesen únicamente la proposición de palabras frías, sino un foco de luz y calor para su alma. En la realidad significada estas palabras son fuego, fuego ardiente de luz y calor. Los hombres, infelices, tienen la triste posibilidad de neutralizar las copiosas y ardentísimas energías que dimanan de este misterio, privando las palabras de su proporcional repercusión en la

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mente. San Francisco, con seriedad y tenacidad, con comprensión siempre más profunda, con calor e interés cada vez más intensos, logró que el torrente vivo de amor de este misterio se derramase en su alma. Madre del Verbo Eterno. Si el término «Hija y Sierva» ya contiene de por sí dulzuras inmensas y fuerzas incalculables, mucho más es lo que adivina y con razón el alma de San Francisco al oír este otro término mariano: «Madre». Realmente Dios en su sabiduría infinita supo encontrar un medio para hacer de una creatura su Madre, Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Hizo que las entrañas purísimas de esta creatura concibiesen y que de ellas naciese el cuerpo humano, dotado de alma humana por creación omnipotente de Dios y unido sustancialmente, en la unidad de persona, al Verbo Eterno, desde el más primitivo instante de la concepción. De esta forma la Virgen se convirtió en Madre de Dios en el mismo sentido real y completo en que otras mujeres son madres de sus hijos, simples hombres. Nada, absolutamente nada, falta de los elementos que de hecho constituyen la maternidad. Como otras madres son madres de sus hijos en aquello que estrictamente significa ser madre, así María es Madre de Dios. Como las otras madres no lo son únicamente del cuerpo que de ellas proviene por causalidad física, sino que lo son del individuo, de la persona toda que de hecho dan a luz, de la misma forma María Santísima es Madre de Cristo todo, Dios y Hombre, en la unidad de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y así, en sentido verdadero y real, no metafóricamente, ella es Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Solamente Dios mismo podía idear y concretar maravilla tan sublime. Mediante esta maravilla establecióse entre la Virgen y su Dios -que es su Hijo- la intimidad singular que existe entre Madre e Hijo: el amor maternal es en María un amor teologal. San Francisco intentaba comprender lo que esto significa para la Virgen. Intentaba asociarse respetuosamente a los ardores del amor que ardía en su corazón. Intentaba medir la sublimidad de su posición. Intentaba medir los tesoros que la infinita riqueza de Dios había depositado en el alma de su santa Madre. Consideraba amorosamente, embebido, que toda la ternura del más amoroso corazón de Madre era el ejercicio de la virtud teologal de la caridad infusa, dirigida directamente a su Dios, porque este Dios es realmente su Hijo. ¡Qué felicidad indecible para una creatura, poder en esta forma dirigir directa y totalmente a Dios toda la fuerza natural del amor maternal, sin impedimento y sin restricción! ¡Cuántos no serán los méritos de tan inmenso amor! ¡Cuántas no serían las riquezas que de instante en instante acumulaba el alma bendita de la Virgen! San Francisco, en su amor, sentíase feliz de ver esta felicidad, esta riqueza, esta gloria y esta honra de María. Y también se sentía feliz de alcanzar a través de este camino que el oculto misterio de la Santísima Trinidad fuera más accesible a su alma. Entraba por esta «Puerta del Cielo» para entrever, ofuscado, el misterio de amor de la relación entre Padre e Hijo. Así aprovechaban a su caballero las riquezas de María Santísima. Ella, tan rica, no tiene necesidad de guardar celosamente sus prerrogativas. Si ellas aprovechan a sus hijos, más la glorificarán a ella. Por eso, no en vano la liturgia le acomoda las palabras de la Sabiduría, enseñando así que ella misma aprendió a amar en sus prerrogativas: «Aprendí (la Sabiduría) sin falsedad, y sin envidia la comunico, y no escondo su santidad. Es un tesoro infinito para los hombres. Los que de ella usaren se harán partícipes de la amistad de Dios, recomendados por los dones de la disciplina» (Sab 8,13-14). «Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor y de la santa esperanza. En Mí está la gracia de todos los caminos y las virtudes, en Mí toda la esperanza de la vida y de la virtud» (Ecl 24,24-25). Nada difícil es verificar cómo operaron estas acomodaciones litúrgicas en la mente de San Francisco respecto de su piedad marial. Para convencerse de esto basta considerar las palabras con las cuales se refiere a María Santísima, por ejemplo en la oración arriba citada (Saludo a la B.V.M.).

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El título de Esposa del Espíritu Santo producía también en San Francisco una dulzura y una dignidad sublimísima. Todas las almas son esposas del Espíritu Santo, pero María lo es, sin embargo, en un sentido completamente peculiar, en un sentido intensísimo, que fue suficiente para que la revelación apropiase al Espíritu Santo la obra de la fecundación del seno virginal de la Madre de Dios en la hora de la Encarnación: Spiritus Altissimi obumbrabit te, «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), le explicó el Arcángel. Y cuando la Virgen dijo su «Hágase» (Lc 1,38), celebróse el supremo matrimonio místico del cual participa como esposa una mera creatura. ¿Qué son todos los arrobos experimentados por almas santas en los matrimonios místicos, en comparación con este de la Virgen Madre? Ningún otro ha tenido por fruto la Encarnación del Verbo Eterno, ningún otro ha tenido por fruto el Cuerpo santísimo de Cristo Jesús, el Verum corpus, natum de Maria Virgine. Ningún otro, por lo mismo, estableció lazos tan íntimos entre el Esposo divino y el alma agraciada. Ningún otro trajo consigo elevación tan alta, consagración tan sublime, plenitud tan completa y perfecta. El matrimonio divino de la Virgen de Nazaret es singularísimo, único en el más estricto sentido de la palabra. Todos los demás son indudablemente gracias sublimes e inmerecidamente grandes, pero no llegan nunca a formar sino una unión mística y un cuerpo místico, un miembro del Cuerpo Místico de Cristo y, dentro del conjunto de todos, el Cuerpo Místico como tal. El matrimonio divino de María tuvo en cambio como fruto el Cristo físico, y ella misma se convirtió, no solamente en miembro, sino en Madre y Reina de todo el Cuerpo Místico, causa meritoria de todos los demás matrimonios místicos con que fueron agraciadas las creaturas racionales: ángeles y hombres. Su matrimonio no es únicamente más íntimo, más profundo, más amplio, más proficiente, más sublime y más real, sino que se distingue de los demás por su cualidad: forma como una especie aparte en este orden sobrenatural de las relaciones con Dios. Este título significa para la Virgen una intimidad sin par con Dios, una dulzura infinita de sus relaciones, una elevación singularísima e incomprensiblemente alta. San Francisco no tradujo estas verdades en términos teológicos. Las entrevió a su modo; fueron para él una puerta más para penetrar en el misterio trinitario, un motivo más para amar a la Virgen. Tenía presentes las palabras que la Iglesia aplica a María Santísima: El Esposo divino que dice a la Esposa: «¡Cómo eres bella, amiga mía, cómo eres bella!» (Cant 4,1). Y la Esposa, María Santísima, que dice: «Su izquierda bajo mi cabeza, su diestra me abraza» (Cant 8,3). El santo intentaba comprender respetuosamente esta intimidad de amor. Sabía, y esto lo colmaba de indecible dulzura, que a semejanza de esta intimidad, también para él era el amor del Esposo divino y que María es Madre del amor santo y hermoso: «Yo soy la Madre del amor hermoso... Quien me oye no se confundirá. Los que obran por Mí, no pecarán. Los que me esclarecen tendrán la vida eterna» (Ecl 24,24; 30-31). ¡Qué transportes de alegría y de amor no sacaría de estas sublimes verdades! Contemplando estas maravillas, ya no se admiraba San Francisco de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hubiesen adornado a la Virgen de prerrogativas singularísimas y estupendas. Contemplaba principalmente la plenitud de gracias, la plenitud de virtudes y la plenitud de poder. Si en esta consideración preferencial de los privilegios se tiene en cuenta la mentalidad caballeresca del santo, también se pone de manifiesto su seguro tino teológico: concentróse sobre las prerrogativas marianas que fluyen en línea recta de las relaciones con la Santísima Trinidad. ¿Cómo podría el Padre Eterno no adornar a su Hija de todos los dones de la santidad? ¿Cómo podría el Hijo, el Verbo Eterno, no conceder a su Madre todos los privilegios que pudieran ponerse en ella? ¿Cómo podría el Espíritu Santo tenerla como Esposa, sin hacerla al mismo tiempo Señora y Reina del Universo? Hasta parece que estas prerrogativas no son sino el complemento de aquellas otras, las relaciones especiales de las Divinas Personas. San Francisco escogió bien y coherentemente. Procuraba

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penetrar más y más en el sentido de estas prerrogativas, para que se transformasen en otros tantos motivos de amor y de celo caballeresco a Dios y a su santa Madre. La devoción marial fue para San Francisco lo que debe ser según la intención divina: una escuela de virtudes. Son tantas las virtudes de la Virgen, que no caben en el alma de cada uno de sus hijos, por lo cual es necesario escoger. San Francisco escogió, orientado aún en esto por su espíritu de caballero y por su piedad trinitaria, principalmente tres centros, tres focos de toda virtud moral. Se extasiaba con la virginidad: Hija Virgen del Eterno Padre, éste le conservó milagrosamente la virginidad cuando la hizo Madre de su Hijo. Madre de Cristo, la Virgen practicó la virtud de la pobreza -y San Francisco encantóse en contemplar la pobreza de la Virgen, la más fiel imagen de la pobreza de Cristo-. Casi siempre la excelsa Madonna Povertà se confunde en San Francisco con la imagen de la Madre de Dios. Finalmente lo llenaba de ternura la contemplación del amor de la Virgen Esposa del Espíritu Santo, y así desembocaba en este centro de toda su espiritualidad: el amor, siempre el amor. Esta imagen característica de María en la mente de San Francisco tenía que llevarlo también a una piedad mariana de cuño característico. Y fue así. Por encima de todo se esforzó en imitar el amor que el Eterno Padre consagra a su Hija predilecta y singular. San Francisco ardió en amor a María, amor sublime, amor casto, amor intenso y fuerte, amor que no conocía límites, amor que no retrocedía ante las dificultades, amor que le dictaba las más sublimes y arriesgadas proezas de virtud en la glorificación y en la imitación de la Virgen María. Imitó también con el mismo celo seráfico la veneración filial de Cristo para con su Madre. Considerábase hijo de esta Madre de Dios y le dedicó toda la ternura que un corazón tan bien formado como el suyo puede dedicar a Madre tan sublime y amorosa. Correspondió también al modo peculiar del amor del Esposo divino, dedicado a María, todo y sin reserva, sobrenaturalizado e intensificado, todo el amor que los caballeros dedicaban a la Esposa de sus soberanos. Amor intrépido, inquebrantable, fiel, casto y respetuoso. Por todas partes defendió las prerrogativas de la Madre de Dios, las engrandeció, le conquistó los corazones, inflamó en amor mariano las voluntades, colmó de amor filial a las almas, puso en todos los labios la oración celestial del «Ave María». Hijos de este caballero intrépido de la Madre de Dios, herederos de su piedad y de su teología mariana, es preciso que los franciscanos cultiven el amor a la Virgen. Arda fuerte e inflame en sus corazones el celo por María y la piedad mariana de cuño franciscano. La Mariología en la Orden Franciscana Si la Orden Seráfica imitó con empeño las ideas caballerescas de San Francisco en la teología de Dios Uno y Trino y en la Cristología, no podía dejar de cultivar también con igual empeño y cariño esta herencia sagrada de la piedad y de la teología marianas, ardientes y caballerescas como lo fueron en el santo Fundador. Y, de hecho, tanto la piedad como la teología mariana en la Orden Franciscana son un capítulo glorioso. La Orden demostró celo ardiente por todas las formas del culto mariano y no cesó de desarrollar y ampliar las posiciones teológicas que fundamentan la piedad mariana característica de San Francisco. Los caballeros seráficos conquistaron en esta lid trofeos incontables y gloriosísimos. Particularmente el Paladín de la Inmaculada, Juan Duns Escoto. Caballerosamente estableció como principio de su mariología la generosidad filial de Cristo, la generosidad paternal del Padre, la generosidad esponsal del divino Espíritu Santo. El Doctor Sutil, en su aporte positivo, tan notable para esa época, en su excepcional agudeza especulativa, en su espíritu crítico sutilísimo, en su rigor lógico atentísimo, aplicó con maestría el axioma: «Si no fuere contrario a la autoridad de la Iglesia o a la autoridad de la Escritura, parece probable atribuir a María lo más excelente» (1). Este axioma en manos menos hábiles podría llevar a exageraciones perniciosísimas. Duns Escoto, consciente del peligro pero caballerosamente resuelto a glorificar

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cuanto podía a la Virgen Madre, se enfrentó al riesgo, procurando con suprema prudencia reducirlo a un mínimo: hizo todo cuanto podía para acertar con la verdad. Para lograrlo, bastaba con que se atuviese de hecho al axioma en todos sus elementos, sin omitir ninguno. El riesgo está en que no se tomen debidamente en serio las verificaciones, que en el magisterio y en la Escritura no existe nada contra una aserción; y suponiendo, también livianamente, sin verificarlo, que determinada posición es más excelente, más honrosa para la Virgen. Basta con el espíritu agudamente crítico del Sutil para conjurar estos peligros. Por otra parte, él era bastante franciscano para ser caballero y apreciar sumamente un axioma de tenor tan caballeresco: nada de medidas estrechas, nada de avaricia, sino valerosa penetración de un terreno inexplorado y nuevo, con el impulso de la más acendrada caridad y con las armas de la agudeza más sutil. Nada de limitarse al mínimo: ni en las tesis, ni en los trabajos, ni en las exigencias extremas hechas a los argumentos. Esta mentalidad hizo que el Doctor Sutil y Mariano (2) pudiese realizar sus conquistas mariológicas y así le fue dado lanzar los fundamentos de una mariología que hasta el presente no ha sido aún llevada a su término en las consecuencias que fluyen de sus fecundos principios. Quien no posea el espíritu caballeresco y la generosidad de alma de Duns Escoto ha de acobardarse ante el arrojo de sus tesis y ha de abandonarlas, sin tener en cuenta los argumentos, hasta hoy irrefutados, que fueron formulados por el doctor Sutil. Así han obrado muchos en el transcurso de los siglos, pero no es justo obrar así. Si alguna de las tesis parece poco consistente, esta opinión debe provenir de la verificación de fallas en la argumentación y no del temor ante aquello que se afirma. Quien no obrare así no es hijo del santo seráfico, del intrépido caballero de la Madre de Dios, y no es heredero de la teología que practicó siempre la Orden. Muchos acusan a esta teología de temeridad en la tesis, pero las más de las veces ni siquiera se dan al trabajo de examinar los argumentos sobre los cuales se han apoyado tales tesis, y si llegan a considerar los argumentos, no llegan a refutarlos. Permítasenos un testimonio personal: hasta hoy hemos procurado en vano entre los adversarios de la teología franciscana una refutación de sus posiciones. No hemos omitido el provocarla; lo que nos ha faltado es encontrarla. Las búsquedas que hemos hecho y las tentativas inútiles de refutación no han conseguido sino confirmarnos más y más en las posiciones que heredamos de nuestros mayores en la Orden y en la Teología. El principio marial de Duns Escoto, a más de traducir de manera perfecta su actitud caballeresca y generosa, es también de un valor teológico eximio, ya que incluye una valoración perfecta de las cosas. Puédese suponer, a priori, que la Santísima Trinidad en su amor a la Virgen Santísima haya hecho maravillas excelentes. El Padre no se dejará vencer en el amor de su Hija predilecta, el Hijo no se dejará vencer en su amor a su Madre, el Espíritu Santo no se dejará vencer en su amor a su Esposa, elegida por encima de todas. Es de suponer, mientras no haya prueba en contrario, que las tres personas divinas hayan hecho por María y en María todo cuanto podía hacerse dentro del plan, una vez establecido éste por la sabiduría divina. Así, a priori, lo verdaderamente más glorioso para la Virgen, puestas las condiciones enunciadas explícitamente por el axioma, posee probabilidad, y hasta puede decirse que probabilidad mayor de la que tenga su contrario. Sin embargo, es preciso saber manejar esta espada de dos filos con prudencia, con seriedad, con rigor crítico, con amor entrañable a la verdad, con conocimientos vastos y profundos de la economía divina acerca de la creación y de la gracia, con la convicción más profunda y más atenta de que la verdad es siempre más gloriosa que el error. De lo contrario se abren las puertas a las tesis más evidentemente contrarias a la revelación y a las intenciones divinas. Establecer tales tesis no es honrar a María, ya que ella, la Virgen sapientísima, no puede ser honrada ni se la puede alegrar con falsedades.

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Duns Escoto no legó a la posteridad una Mariología terminada. Enunció principios, indicó caminos, delineó fragmentos, dio orientaciones, acumuló los más fecundos estímulos. Es preciso proseguir en su espíritu y en su método, para llegar a construir una Mariología completa. A la historia de la Teología le interesa mucho no olvidar esto y verificar siempre en las tesis qué fue lo que personalmente dijo Duns Escoto y qué es apenas consecuencia de sus posiciones, consecuencias que él no vio o que al menos no dejó escritas y que fueron puestas en su debida luz por sus seguidores. Si a la teología histórica esto le interesa mucho, su importancia puede ser muy secundaria para la verdad teológica como tal, relativa al objeto de la revelación. Y puede también dejar de interesar aquí, ya que no se trata de hacer una historia de la teología franciscana. Es preciso tener una noción de la Virgen muy próxima a la realidad, tan completa y tan fiel cuanto sea posible. La coincidencia que existe entre esta imagen y las consecuencias de los axiomas de Duns Escoto es un hecho, pero es, sin embargo, enteramente secundaria para la Mariología como tal. La estructura de la Mariología está evidentemente en dependencia de la Cristología. De aquí que puesta la teología positiva con todos sus datos, su aprovechamiento para una Mariología completa, que incluya los elementos resultantes de la «analogía con las cosas que la razón conoce naturalmente y de la comparación de los misterios entre sí y con el fin» (3), debe partir de aquello que ya está firmemente conquistado en la Cristología. Los mismos principios generales que allí tuvieron aplicación la tienen también aquí, evidentemente que con las necesarias restricciones y precauciones en la aplicación. Se trata, ante todo, de una transposición cuidadosa de la perspectiva finalista de la Cristología hacia la Mariología. Esta perspectiva finalista, la consideración de las cosas a la luz de la causa final, a la luz del plan divino, es lo que más caracteriza a la teología escotista y franciscana. Y la meta de esta labor intelectual debe ser profundizar cuanto sea posible los conocimientos sobre María Santísima y con el conocimiento estimular al amor, para que de este estímulo, con más fuerza y a un nivel más elevado, abierta con nuevos conocimientos, la inteligencia lleve a un nuevo amor. María no fue unida hipostáticamente a ninguna de las Personas Divinas. Es una mera creatura. En esto se distingue esencialmente su relación con las Personas Divinas, de la relación que para con estas mismas Personas tiene su Hijo Jesucristo. En esto está uno de los datos fundamentales de la Mariología, negativo pero de mucha importancia para la demarcación del campo de las investigaciones teológicas. El dato positivo más importante es que, siendo y permaneciendo mera creatura, es Madre de Cristo, Madre de Dios en sentido verdadero y completo, hasta las últimas consecuencias que pueden derivarse del concepto de maternidad y que caben en los moldes de la vida de Cristo tal como Él la llevó en este mundo. Como Madre participa de modo directo y único de las prerrogativas de Cristo y se sitúa, por lo mismo, en un punto especial del plan divino: forma parte de sus elementos decisivos y con una prioridad casi absoluta, sobrepujada única y exclusivamente por su Hijo. La plenitud de gracia de que está dotada según el testimonio del arcángel (Lc 1,8), las relaciones especialísimas con la Santísima Trinidad que se desprenden de la maternidad divina y de esa plenitud de gracia, todo esto la coloca muy por encima de todas las demás creaturas, en un nivel que solamente es inferior al de Cristo. Ella sigue inmediatamente después de su Hijo. «Inmediatamente», no en el sentido de proximidad de valor, sino en el sentido de «negación de mejor», en el sentido etimológico de la palabra: si entre Dios y Cristo-Hombre no hay creatura, entre Cristo-Hombre y su Madre tampoco hay ninguna. Ellos son inmediatamente subsiguientes en el plan y en la obra divina, si bien que de un valor inconmensurablemente desigual. El título de Madre de Dios es, después del título de Hijo de Dios, el más sublime, el más alto, el más singular, el más noble. Nada hay que se le pueda igualar entre los demás títulos y dignidades concedidos a las creaturas. Síguese de esto, según los principios teológicos aplicados en la Cristología para saber la posición de Cristo-Hombre en el plan divino, que

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la Virgen es la segunda en dicho plan y que en todo ocupa el segundo lugar: viene inmediatamente después de Cristo-Hombre. Con esto se anticipa también, en la intención divina, al pecado original. De un modo semejante al que se da en Cristo. En ninguna hipótesis María debe su existencia ni su dignidad de Madre de Dios a la culpa de Adán. Y esto en el orden real y concreto, no en un orden apenas posible. Todo el orbe de los espíritus y de la materia lo ideó Dios como Reino de Cristo-Hombre, y María fue ideada después de Cristo-Hombre como Reina. Pertenece así al núcleo más íntimo del plan divino. Siendo la segunda en dignidad dentro de este plan, también hacia ella se dirigió, en segundo lugar -sucesión de orden, no de cronología o de espacio y después de dirigirse a Cristo-Hombre-, la atención divina. Las expresiones «luego, después, en seguida, en segundo lugar» y otras semejantes, fácilmente sugieren ideas erróneas del modo de entender el plan divino, como si allí hubiese sucesión de tiempo o de ideas. Tal sucesión ya se le ha objetado muchas veces a la teología escotista. Pero esto es suponer una excesiva primitividad en un teólogo a quien los propios adversarios le reprueban un excesivo espíritu de crítica y de sutileza. A priori deberían darse cuenta de que un espíritu tan sutil y de una crítica tan acérrima no había de ser víctima de un error tan grosero y tan contrario a sus ideas más explícitas y a sus aserciones más formales. Pero aunque los adversarios que hacen tal objeción ni siquiera merecen respuesta, es preciso, sin embargo, ponerle atención a la objeción para que en la mente no se insinúen ideas que sean antropomorfismos inadmisibles y que vengan a dar una idea completamente errada de las cosas. La sucesión mencionada en Dios no solamente no existe, sino que es inclusive imposible. En Dios todo es simultáneo. El plan fue concebido en un único y exhaustivo pensamiento, sin ningún trabajo, sin necesidad de raciocinio, sin multiplicidad en Dios, sin necesidad de ulterior especificación, y, mucho menos, sin la humana contingencia de revisiones y reajustes. Pero en este plan divino, que es un único e inmenso pensamiento en Dios, simple como Dios, hay orden y estructuración tanto de jerarquía natural como sobrenatural, tanto de seres como de valores. Este orden, marcado por la secuencia de las finalidades, es también la secuencia de la dignidad y el orden de previsión en el plan divino. A ella se refiere el teólogo cuando habla de primero, segundo o tercer lugar en la intención divina. La Inmaculada Concepción de la Virgen, tal como fue definida por Pío IX, no es toda la doctrina propuesta por la escuela franciscana a través de los siglos, sino apenas una parte. La Bula Ineffabilis Deus dejó abierta la cuestión del débito del pecado original: ¿Tuvo o no María la necesidad de incurrir en el pecado original? La respuesta a esta cuestión se une íntimamente al orden de predestinación, al orden intencional del plan divino. Si Cristo vino por causa del pecado, de tal manera que sin el pecado de Adán no hubiera venido, como se dice vulgarmente, también María santísima depende de que se hubiera cometido el pecado, y parece que en este caso hubiera tenido hasta la necesidad de incurrir en la culpa original. Ella sería hija de Adán, no sólo en cuanto a la carne, sino también en cuanto a la subordinación moral, siendo así que la Inmaculada Concepción podría no ser preservación de débito, sino simplemente de contracción. Probada, como parece que está probada por Duns Escoto, la independencia interna, actual y concreta de la encarnación respecto del pecado de Adán, coherentemente también María Santísima en su existencia y en sus prerrogativas estaría internamente independiente del pecado original. En este caso no se ve ninguna imposibilidad de que hubiera sido preservada aun del propio débito de pecado. Con esto no se hace independiente de su Hijo Divino, ya que toda esta exención la debe a los méritos del mismo. Así la preservación del pecado original no es solamente de la contaminación con la culpa misma, sino de la propia necesidad de incurrir en el pecado. Como se ve, esta doctrina es una consecuencia de los principios que Duns Escoto aplicó en la Cristología. La aplicación de los

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mismos principios al caso de María es legítima, siempre que se guarde la debida proporción y que se tomen en consideración todos los elementos que entran en juego. Con todo, la doctrina que se desprende de esta aplicación y la legitimidad de la deducción se discuten no solo entre teólogos de escuelas distintas a la escotista, sino aun entre los mismos adeptos a la teología de Duns Escoto. En esta construcción teológica, que no es mera opinión, sino que está firmemente fundada sobre la más amplia y resistente base de teología positiva y especulativa, María Santísima aparece con una dignidad sublimísima. Entre las meras creaturas ninguna fue ideada por Dios que se pueda comparar, ni de muy lejos siquiera, con la magnificencia y sublimidad de la Hija y Sierva del Padre, Madre del Verbo Eterno, y Esposa del Espíritu Santo. Esta predestinación absoluta en el sentido de no depender del pecado de Adán ni de otras condiciones creadas extrínsecas a Cristo-Hombre y a la propia Virgen, es íntegramente debida a los méritos de su Hijo, previstos por Dios y aplicados a ella, la Madre, en primer lugar y en una medida singularísima. Si Cristo-Hombre mereció para todos una profusión de gracias, ¿qué será lo que no habrá merecido, lleno de amor y de consagración filial, para su Madre tan querida? Como se vio ya en las consideraciones sobre Cristo, este orden del plan divino es orden y jerarquía de amor. Si María fue creada en este orden de preferencia sublimísima en el plan de la economía divina y si ahí está colocada en segundo lugar en el amor -el amor que ella consagra a Dios y que Dios le ha consagrado-, entonces ocupa el segundo lugar en la escala. Si Cristo-Hombre es summus, María, su Madre, le sigue inmediatamente, sin que haya otro intermedio. Entre todas las meras creaturas ella también es summe diligens Deum, la que más ama a Dios. Existe una gran distancia entre su amor y el de Cristo-Hombre, esa misma distancia que hay entre su matrimonio místico y su maternidad respecto de la unión hipostática de Cristo-Hombre. Pero esta enorme distancia de amor no es ocupada por ningún otro: después de Cristo sigue inmediatamente María Santísima. Siendo tan sublime en el amor, ella es también la mera creatura que más se asemeja a Dios, que más íntimamente participa de la naturaleza divina, que más íntimamente está incorporada al Cuerpo Místico, que más vasta e importante función ejerce en todo el universo de la gracia y de la naturaleza, Cristo Jesús, su Hijo, la mereció aun esta plenitud de gracias de excelsa y singular semejanza, gracias proporcionadas a su dignidad de Madre de Dios. Predestinada así María, independientemente no sólo de la contracción del pecado original, sino también del propio débito de contracción, y exenta consiguientemente también de que Adán ejerza principado moral sobre ella, es también la Reina de todas las simples creaturas por realeza de excelencia. Los privilegios recibidos la levantan tan incomparablemente por encima de todas las demás creaturas, que la afirmación de su realeza de excelencia no es sino una consecuencia inmediata. Si en el orden de la naturaleza ella se iguala a los hombres, por otra parte, en el orden de la gracia, en el orden que rebasa la razón de ser de todos los demás órdenes, y que de esta suerte da la verdadera escala de todos los valores, ella aventaja incomparablemente a todas las demás creaturas racionales, por más agraciadas que ellas sean. Nadie, después de su Hijo, la alcanza en el orden de la predestinación, y por consiguiente también, en el orden de ejecución. Ella es realmente Reina, ya que es superior a todas las simples creaturas. Por tanto, no solamente posee la realeza de excelencia, sino también la propiamente dicha, o sea, la jurisdiccional: todos los seres, a excepción de su Hijo, fueron previstos por Dios como súbditos de ella (4). Todos, pues, tanto por la naturaleza como por la gracia, son súbditos de María, forman parte de

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su reino. Por poco que lo quieran y por poco que se acuerden de esto, con ese fin fueron creados. Grande debe ser el regocijo de todos con María, la Reina, y deben dedicarle caballerosamente el más sincero amor, respeto y fidelidad a toda prueba. Todos saben que no pueden ser agradables a Dios si no se sujetan al imperio de la Madre de Dios. Es una ley del universo, porque Dios mismo lo ha dispuesto así. Es una ley orgánicamente ligada a la economía de la creación y de la gracia, y quien intentare transgredir esta ley, lejos de herir a la Virgen, se hiere a sí mismo, porque se vuelve reo del juicio. La posibilidad de elección no llega hasta el punto de que alguien salte por encima del plan divino: o está dentro de él como hijo obediente y feliz, o como reo de penas eternas. No se menciona esto por suponer que esta disposición divina respecto de la Virgen puede disgustar a alguien y llevarlo a oponerse, sino para evidenciar, lo más claramente posible, cómo la realeza de jurisdicción de la Madre de Dios es real, perfecta en sentido propio. Pero María no es solamente Reina de los hombres. Habiendo sido ideada y predestinada en un nivel superior al de los ángeles y en una plenitud superior a todos, ella también es Reina de los espíritus celestiales. Su realeza de excelencia sobre los ángeles ha sido pregonada con unanimidad a través de los siglos. Menos lo ha sido la de jurisdicción, pero sigue los mismos principios y tiene el mismo grado de certeza que la que se refiere a los hombres. Siendo en esta forma Reina de todos los seres racionales creados, María es igualmente Reina de todo el universo, ya que todo lo demás fue hecho para las creaturas racionales y debe sujetarse por lo mismo a aquella para la cual fueron hechas. De esta suerte todo el Reino de Cristo es también reino de María su Madre, aunque -como es claro- con diferencias de extensión en lo que respecta al mismo Cristo, el cual en ningún sentido está sujeto a la jurisdicción de la Virgen, y con diferencias de motivo y por consiguiente de cualidades de jurisdicción. No hay, pues, fuera de Cristo, una parte del reino que sea de Cristo y otra que sea de María, sino que todo el reino es de ambos, si bien con diversidad de poder y de excelencia. María no es la primera con Cristo, sino que está colocada en segundo lugar. Posee, no obstante, un poder verdaderamente universal, vastísimo, que se extiende a todos los súbditos de Cristo. Y esto no en una forma meramente metafórica, no únicamente como si fuera un modo de hablar, sino realmente: Ella tiene jurisdicción plena y perfecta sobre todo el Reino de su Hijo Divino. Claro está que en completa subordinación a Cristo y sin ninguna posibilidad de conflicto entre ambos poderes. Son dos porque corresponden a individuos diferentes, son ejercidos por voluntades distintas, fundados en motivos distintos y por lo mismo realmente distintos entre sí. Pero son también uno solo por no haber posibilidad de desavenencia y por la armonía completa y la sujeción perfecta del poder de María al poder de Cristo, su Hijo divino. Por ser Reina en el Reino de Cristo, ipso facto María lo es también del Cuerpo Místico, ya que éste no es otra cosa que el Reino de Cristo. En el Cuerpo Místico ella preside, por tanto, todas las funciones: es Reina poderosa y posee jurisdicción propiamente dicha y universal, única y exclusivamente inferior a la de Cristo, pero incomparablemente superior a todas las demás. Es también de un tipo diferente a la de los demás: no es de origen sacramental, ni de administración de los sacramentos y ni siquiera de representación de Cristo como lo es la de los ministros de éste. Esto, no obstante, verdadera y plenamente, y con una perfecta subordinación a Cristo, posee dentro del Cuerpo Místico funciones de gobierno parecidísimas a las de Cristo. Por eso puede decirse que ella participa de un modo inaudito de la gratia capitis y que posee, según se expresan muchos teólogos modernos, una gracia capital de tipo maternal.

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Difícil será encontrar en un organismo natural algún miembro o algún órgano que tenga una función análoga a la de María en el Cuerpo Místico. Ni siquiera al corazón le competen funciones tan completas, tan vastas y tan decisivas. Las comparaciones que se hacen son demasiado precarias para dar una idea de la realidad, y es por esto por lo que no pueden ser debidamente aprovechadas en la piedad y en la teología marianas. Solamente esta comparación de la participación de las funciones de la cabeza está en condiciones de satisfacer la realidad mariana que la teología viene descubriendo. Nada, realmente nada, en el Cuerpo Místico, en todo el Reino de Cristo, con excepción del propio Cristo, está exento de las funciones de María. Ella lo posee todo, lo dispone todo, participa de todo, todo se concentra en ella, para concentrarse por ella en Cristo y por Cristo en Dios. De aquí que pueda decirse con un profundo sentido teológico: Omnia propter Mariam, per Mariam, in Maria, todo por María, por medio de María, en María. Si la fórmula se parece a la que se aplica a Cristo su Hijo, ni aun así a nadie se le ocurrirá confundir las cosas. Cristo es inconmensurablemente superior a su Madre, y prueba de esto es que ella en todo depende de Él. Cristo Jesús no es únicamente Rey en su Reino, no es únicamente Cabeza del Cuerpo Místico, sino que es también el fundador, la causa de su Reino y de su Cuerpo. Aun en cuanto hombre Cristo es causa, bien que no eficaz, pero sí meritoria, en adquisición y distribución. En atención a los méritos de Cristo-Hombre todo es hecho tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia por la causalidad eficaz y omnipotente de Dios. Y aun en esto se le asemeja su madre. También María tiene, en efecto, la función de Medianera Universal de todas las gracias. No cumulativa como Cristo y mucho menos al lado de Cristo, pero sí en completa dependencia de su Hijo y con sujeción a Él. Sin embargo ella posee real y verdaderamente esta prerrogativa. Esta función es complemento de las prerrogativas de predestinación descritas arriba, un complemento, por tanto, que entró en discusión e investigación teológica antes que sus fundamentos. La evolución teológica de este tema ya se encuentra muy avanzada, pero las prerrogativas que son su fundamento todavía no han sido suficientemente consideradas. En buena parte la culpa de este atraso la tienen los franciscanos, porque no supieron cultivar debidamente la herencia teológica y mariana inconcebiblemente rica que les legaron otros que fueron más caballerosamente franciscanos. A todos los miembros del Cuerpo Místico les corresponde una actividad, a cada uno en pro del otro. Esta actividad social, en nuestro caso, no es adquisitiva de redención, sino solamente distributiva (5). Pero a María Santísima, gracias a una de esas maravillas de la sabiduría, generosidad y condescendencia divinas, le corresponde la actividad adquisitiva universal de todos los méritos, de todas las gracias de la redención. Se puede decir que todo el tesoro de méritos fue adquirido por Cristo para María y que ella lo adquirió por su actividad dependiente de Cristo, para el Cuerpo Místico: ángeles y hombres. Hay teólogos que niegan esta mediación adquisitiva, pero cada vez son menos numerosos y menos tenidos en cuenta. Lo que más que todo se objetaba contra esta tesis era la disminución de la honra de Cristo que se veía en esta mediación de María. Pero si todo, enteramente todo lo que ella merece, depende de los méritos de Cristo, ¿cómo puede ser disminuida la honra de Cristo a causa de esos méritos? Se decía entonces: si es así que todo depende de Cristo, ¿para qué sirve entonces la cooperación de la Virgen? ¿No se hace completamente inútil una tal cooperación? A esto se puede responder: tan inútil como es la cooperación obligatoria de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo en la distribución. Si esta «inutilidad» no es en este caso objeción, ¿por qué ha de serlo en el caso de María? La dependencia de María es total: nada puede, a no ser en virtud de los méritos adquiridos por su Hijo. Empero, con estos méritos y por obra de la gracia de Cristo, puede todo. No es que Cristo tuviera necesidad de esta cooperación, sino que Él la ha adquirido gustosamente, como una gloria singular para su Madre, como un engrandecimiento de Dios y de sus obras.

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Igualmente vasta es, naturalmente, la mediación distributiva de la Virgen: todas las gracias se distribuyen en atención a sus méritos, a su acción en el Cuerpo Místico y a sus ruegos insistentes. Desde la primera que se distribuyó en este Reino sobrenatural ideado por Dios (excepción hecha de las gracias del propio Cristo y de la raíz de las gracias, en María), hasta la última que será distribuida, todo depende de María, todo, absolutamente todo. Claro está: antes de que María existiese de hecho, su influencia no podía ser de orden físico, pero Dios pudo admitir después y conceder también esta influencia. Así, pues, la influencia de la Virgen en virtud de la previsión divina de sus méritos futuros no está restringida dentro de esos límites. Qui omnia nos habere voluit per Mariam, "quiso Dios que todo lo recibiéramos por medio de María", nos manda rezar la Iglesia en la fiesta de la Mediación Universal de la Virgen. Verdaderamente que todo, todo depende de ella. Aun la naturaleza, ya que, como se ha observado varias veces, la naturaleza existe para la gracia. Esta influencia de los méritos y de la acción de la Virgen, a la cual todos deben la propia naturaleza y toda la gracia sobrenatural, los une en el vastísimo y sobrenatural organismo de la Iglesia, los ata con vínculos realmente entitativos, reduce todo a unidad mística sin herir las personalidades; inserta a todos los vivos y sobrenaturalmente vivificados en Cristo como miembros, haciendo que se extienda a todos la gracia increada, el mismo Dios que es fuente en cada uno de la gracia santificante propia e individual. También todo esto se debe a María. Pero hay más todavía: para los hombres María intervino de una manera más profunda, habiendo recibido también de Cristo la dignidad de Co-Redentora. Ella también está incluida en este plan misterioso de la virtus in infirinitate perficitur, «la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9). Ella también se sujetó a los dolores y a los más crueles sufrimientos por amor de Dios, pagando los pecados cometidos por otros y mereciéndoles así la redención y dándole a Dios especialísima gloria en este acendradísimo amor junto a la Cruz de su Hijo. El pecado fue también permitido para que María tuviese la gloria singular de ofrecerse como víctima inocente en favor de los reos de castigo eterno. Pagó integralmente el precio de los pecados. Es evidente: también a Cristo le debe enteramente esta gracia singularísima, esta inserción indeciblemente profunda en la obra que el Padre le encomendó realizar (Jn 17,4) por obediencia hasta la muerte de cruz (Fil 2,8). La hora en que esto se realizó era la hora de Cristo, esa hora de que habló tantas veces y de la cual había dicho a su Madre en Caná de Galilea que todavía no había llegado (Jn 2,4). Era la hora de la cual había dicho el profeta Simeón que penetraría como una espada en el corazón virginal, santo e inocente de la Madre de Dios (Lc 2,34). La hora que se realizó en una agonía tremenda y espiritual, cuando de pie, junto a la Cruz, ella, firme e inquebrantable, se ofreció al Altísimo a una con la Víctima Divina: ella en inmolación incruenta, Cristo en inmolación cruenta, ambos por «el intenso amor de Dios y de nosotros, a quienes nos amaban a causa de Dios» (6). Y así como por voluntad de Dios todos reciben todo por María en mediación descendente, así también todo lo que de todos se dirige a Dios va por María ejerciendo ella la mediación ascendente. No en fuerza de la naturaleza, ni tampoco porque así lo quieran sus hijos para honrarla, sino porque así lo ha dispuesto el mismo Dios. Esta mediación no debe concebirse por consiguiente como interposición de María entre Dios y los agraciados, de manera que éstos no puedan tener un contacto y una unión directa con su Señor. La gracia santificante es en sí misma unión con Dios, participación de su naturaleza, y por esto mismo no admite ningún elemento interpuesto. Así, pues, no hay elemento interpuesto, ni la Virgen, ni Cristo, que sea intermediario entre Dios y el alma agraciada. La mediación no significa interposición, sino una acción tal que lleve al alma a la unión inmediata.

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Las doctrinas marianas recordadas en estas páginas no son todas privativas de la Orden Franciscana, como tampoco fueron todas propuestas originalmente en el seno de ella, pasando luego a otros. Lo que es propio de la Orden Seráfica, de su escuela teológica, es la importancia dada a la consideración del plan divino, del ordo intentionis, y la actitud de amor que estimula el conocimiento y del conocimiento que estimula el amor. En tan pocas páginas no es posible hacer la formulación de toda la inmensa riqueza de la doctrina de gloria para María, del estímulo de amor que contiene la mariología franciscana. Lo que aquí se ha presentado es apenas un esquema. Pero por lo menos se han mencionado las doctrinas más importante y los fundamentos teológicos de esta ya multisecular piedad mariana franciscana, nacida del corazón inflamado del santo Fundador. Esta teología no es sino la traducción correcta de los anhelos y del amor de San Francisco. Muestra que la devoción a María, la fidelidad caballeresca a su causa, no es una de las muchas cosas que se pueden hacer, y que sin pecado podría dejarse de hacer, sino que es una verdadera obligación. Es evidente que la obligación no se refiere a una determinada forma de piedad mariana. Hay millares de formas, y cada uno escogerá entre ellas la que más le conviene a su individualidad. Pero nadie puede, sin pecar, sin exponerse a la ira divina, rechazar la devoción mariana como tal. Este, entre los elementos integrantes de la piedad católica, es uno de los esenciales. Quien no quiera a María se contrapone a Dios, porque no quiere el plan que el Omnisciente y Sapientísimo Señor ideó en su amor. Los hijos de San Francisco lo comprenden muy bien y, lejos de oponerse, se regocijan con esta profunda inserción de la «Madre del amor hermoso» en el grandioso plan divino. Cuanto más se medita esta inserción, tanto más es lo que ella lleva al servicio de María, y por María a Cristo y por Cristo a Dios. «Dignare me laudare te, Virgo Sacrata. Da mihi virtutem contra hostes tuos», es una plegaria que deberá recitarse con todo el amor y con toda la caballerosidad. Muchas serán las veces que aflorarán a los labios estas oraciones del santo Patriarca: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (Saludo a la B.V.M.). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (Antífona del OfP).

1) Oxon., lib. III, dist. 3, q. 1, ed. Balic, Ioannis Duns Scoti... Theologiae Marianae Elementa, Sibenici, 1933, 31, líneas 2-5. 2) Cf. Balic, loc. cit., VIII. 3) Denz., 1796. 4) Duns Escoto dejó abierta esta cuestión sobre la realeza de jurisdicción; Balic (loc. cit., p. 172, línea 9) cita el pasaje: «Beata Virgo habet auctoritatem impetrandi, non imperandi» (Report. Paris., lib. IV, dist. 48, q. 2). Tomada la frase así aisladamente parece negar el poder de jurisdicción de la Virgen. Pero en el contexto se ve luego de qué se trata: mera criatura, María no puede poseer la causalidad eficaz necesaria para el «imperium» en el último juicio, la de ejecutar la sentencia. Esta fuerza la tienen solamente Dios, y Cristo-Hombre sólo en cuanto unido a Dios. La mera criatura, como es el caso de la Virgen, solamente puede poseer esta autoridad de modo comisionado y aun así sin causalidad eficaz correspondiente. El texto completo es: «Si autem loquamur de "iudicare" pro determinare per intellectum, et pro imperio efficaci, non tamen efficaci illius naturae, quae imperet, sed illius personae cuius est anima principium coniunctum illi personae, id est Verbo; sic convenit Christo iudicare secundum animam, sive secundum formam humanitatis, ita quod imperium iudicandi erit efficax non illi naturae, sed illi personae, cui est coniunctum, quia Verbo... Unde filius hominis sic habet iudicare secundum forman hominis, et nulli alteri creaturae rationali convenit, nec posset convenire etiam Virgini. Inde beata Virgo habet auctoritatem impetrandi, non imperandi. Et si habet auctoritatem, vel actum imperandi, non tamen impletur imperium efficaciter, nec ab illa natura, nec ab illa persona» (loc. cit., ed. Wadding, Lyon, 1639, vol. XI, col. 886b-887a). 5) Cf. la encíclica Mystici Corporis Christi, de Pío XII. 6) Oxon., lib. III, dist. 20, q. un., n. 11, ed. Wadding, Lyon, 1639, vol. VII, pars I, p. 430.

[Constantino Koser, O.F.M., La Mariología en la Orden Franciscana, en Idem,

El pensamiento franciscano. Madrid, Ed. Marova, 1972, pp. 71-87].

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Las dos oraciones marianas de san Francisco por Leonardo Lehmann, o.f.m.cap. El Oficio de la pasión del Señor (= OfP), compuesto por Francisco para meditar el misterio pascual, nos presenta a María, la madre del Señor, en uno de sus salmos (OfP 15,3) y, sobre todo, en la Antífona que los enmarca a todos. Vamos, pues, a estudiar más de cerca esta Antífona; en un segundo momento completaremos nuestra meditación examinando otra oración mariana de san Francisco, el Saludo a la bienaventurada Virgen María (= SalVM). PARTE I: LA ANTÍFONA Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros, junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes del cielo y con todos los santos, ante tu santísimo Hijo amado, Señor y Maestro. Gloria al Padre... Como era... 1. Una oración emparentada con oraciones anteriores A diferencia del capítulo sobre los salmos de Francisco, en éste la mayor parte del texto aparece escrita en cursiva. Con la cursiva subrayamos las palabras originales de san Francisco, distinguiéndolas de las pertenecientes a una oración más antigua, de la que Francisco se apropia. Esta antigua oración es también una antífona que, desde dos o tres siglos antes, formaba parte de la liturgia con que los monjes celebraban la fiesta de la Asunción de la Virgen María a los cielos. Dice así, según la transcripción de Pedro Damiani: «Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, esplendente como una rosa, fragante como un lirio; ruega por nosotros ante tu Hijo». Aunque los paralelismos entre ambos textos no sean muy extensos, son sin embargo innegables, sobre todo la reproducción literal de la primera parte de la antigua antífona en la de Francisco. Y es muy ilustrativo el modo como Francisco reelabora esta oración, adaptándola a su mentalidad. Él, el famoso amante de la naturaleza, elimina las comparaciones florales e introduce, en su lugar, afirmaciones mucho más importantes: -- a) Llama a María «Santa Virgen». -- b) La presenta íntimamente relacionada con la santísima Trinidad: María es hija y esclava del Padre, madre del hijo, esposa del Espíritu Santo. Estas relaciones de María con Dios Uno y Trino son, sin ninguna duda, el añadido más importante y más valioso desde el punto de vista ecuménico. -- c) Completa el ruego a María con la súplica a todos los ángeles y santos. -- d) Amplía la última parte de la oración según su visión de Cristo: califica la palabra «Hijo» con los atributos, sublimes a la vez que íntimos y personales, santísimo, amado, Señor y Maestro. Tenemos, pues, una vez más, un ejemplo de cómo Francisco vive y se alimenta de la tradición. Para él, la tradición es el terreno donde brota y crece lozano lo nuevo. La Antífona mariana de Francisco brota de una antífona más antigua pero que, con las adiciones fruto de su meditación, se convierte en algo completamente nuevo y personal, que lleva el tono y el timbre, la voz y la firma del Poverello. En la Antífona resuenan, desde luego, otros títulos marianos provenientes del culto tradicional a María. Invocaciones como santa Virgen, hija y esclava, y, sobre todo, madre, hunden sus raíces en la

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Sagrada Escritura y aparecen con frecuencia en la teología de los Padres de la Iglesia. Son títulos cultivados sobre todo en la liturgia, de la que pasaron a la devoción privada. 2. Estructura y comentario Como su antiguo modelo, la Antífona de Francisco consta de dos partes: una serie de aclamaciones, la primera, y una súplica, la segunda. a) Aclamaciones En primer lugar aparece la veneración y el homenaje. María es aclamada con una serie de títulos que proclaman su dignidad y su unión con Dios Trinidad. El hecho de que esta serie de aclamaciones sea más larga que los ruegos es en sí misma una clara demostración «estadística» de que la aclamación tiene prioridad sobre la súplica. Santa Virgen María. Con esta aclamación empieza la Antífona. Francisco es consciente de la distancia existente entre él y María. Suele llamar a Dios «santísimo Padre» y a María «santa Madre» o, como aquí, «santa Virgen». Siguiendo el Credo, donde se proclama que Cristo nació «de María, la Virgen», confiesa la virginidad de la Madre de Dios. A esta aclamación sigue la única proposición afirmativa existente en la Antífona: en el mundo no ha nacido ninguna mujer semejante a María. En la misma línea que el saludo de Isabel: «Bendita tú entre las mujeres» (Lc 1,42), subraya el privilegio de la gracia recibida por María, su elección. No describe lo que María hizo, sino que le adjudica títulos que expresan lo que Dios hizo en ella. El enaltecimiento de María sobre todos los seres humanos, su situación única entre todas las mujeres, no es fruto de sus propios méritos sino don de Dios. Por ello, María es también esclava. No es una diosa al lado y a la par que el Dios único; al contrario, su situación privilegiada remite a Aquel que la ha revestido de tal dignidad. La palabra hija evoca inmediatamente al Padre. Es un título que indica dependencia, a la vez que filiación y dignidad. Hija y esclava. Así, de un tirón, es como la llama. La yuxtaposición de estos dos conceptos es muy significativa y hermosa. Difícilmente podía expresarse con mayor concisión y acierto la elección y la entrega, la dignidad y la actitud de servicio. María es ambas cosas, hija y esclava. Se convirtió en hija del Padre cuando manifestó su disposición a ser la esclava del Señor: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Esta «esclavitud» no tiene, sin embargo, nada de servil y rastrero, es ennoblecedora: María es la esclava del «altísimo Rey sumo». Es característico cómo Francisco se limita a llamar a María hija y esclava, sin añadir ningún adjetivo que la realce; el Padre, en cambio, es el altísimo Rey sumo. Al Padre le corresponde, incluso desde el punto de vista lingüístico, la primacía, la alabanza y homenaje, por delante y por encima de María. Una norma de nuestra veneración mariana podría consistir en considerar a María al modo de Francisco: como hija y esclava; en su elección por el Padre y en su respuesta obediente al Señor; en su dependencia de Dios y en su total «estar pendiente» de Él, entera y libremente entregada a su servicio. Una visión de estas características preserva de exclusivismos y parcialidades. Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo. Mediante la escucha de la palabra del ángel Gabriel, María se convirtió en la madre de Jesús. Una vez más el sustantivo con que se aclama a María, en este caso el sustantivo «madre», aparece solo, sin la adición «amada» o «santa». La palabra «madre» lo dice todo: Madre de Dios, madre de nuestro santísimo Señor. El Hijo es más que la madre; por eso se le llama santísimo y Señor. Y no sólo es Señor de María, es nuestro Señor. Desde el mismo momento en que María es madre, su Hijo pertenece a todos y es el Señor de todos. Esposa del Espíritu Santo. Después de mirar Francisco a María en su relación con el Padre y con el Hijo, la contempla en su relación con el Espíritu Santo. La palabra «esposa» figura, al igual que antes

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la palabra «madre», en su propio valor y sin añadidos ni calificativos como «pura» u otros semejantes. En cambio, el nombre de la tercera persona de la Trinidad, Espíritu, aparece acompañado del adjetivo santo. Observamos, pues, una línea de pensamiento: sólo Dios es digno de adoración, sublime, el Santo. María simplemente participa de la santidad de Dios. Pero lo más importante es que estas aclamaciones contemplan a María en su relación con la Trinidad, como obra de Dios Uno y Trino. La veneración a María se enmarca en la adoración a Dios. María es contemplada en el marco de la historia de la salvación, en sus relaciones personales con las tres divinas personas. La Antífona no califica a la Virgen con ninguna imagen inspirada en objetos (al modo, por ejemplo, de la letanía lauretana, donde se denomina a María «casa de oro», «arca de la alianza», etc.), sino con imágenes tomadas del ámbito de las relaciones humanas, con palabras que se emplean para designar a las personas, con conceptos personales tomados de la vida familiar: hija, madre, esposa, esclava. Estos títulos expresan relaciones de familia: no hay hija sin padre, madre sin hijo, esposa sin esposo. De manera que los títulos con que Francisco designa a María siempre hacen referencia a alguna de las divinas personas. Lo que María es, lo es por Dios. b) Súplica Tras haber enumerado, en una corta letanía, los signos distintivos esenciales que María ha recibido de Dios, Francisco añade una petición: «Ruega por nosotros, junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes del cielo y con todos los santos...». La expresión «ruega por nosotros» Francisco la conoce muy bien de la letanía de todos los santos. Lo que aquí llama la atención es que amplíe la breve súplica responsorial de la letanía: no ve a María sola, sino junto con todos los ángeles y con todos los santos. Menciona expresamente a san Miguel, a quien profesa una veneración especial. Entre las virtudes del cielo están los querubines y serafines, los arcángeles y los ángeles. Así pues, María aparece unida al coro de todos los ángeles. En este punto Francisco está influenciado e impresionado por las pinturas antiguas y contemporáneas. Muchos iconos y muchos mosaicos de los ábsides de las iglesias representaban a María rodeada de los ángeles. La Antífona está condicionada por las circunstancias de la época. En cierto sentido es un reflejo del culto contemporáneo a los santos, pero también expresa la actitud personal de Francisco hacia la Madre de Dios. Según los relatos biográficos más antiguos, el Poverello tenía una especialísima devoción a la iglesita de Santa María de los Angeles de la Porciúncula: allí fue donde escuchó las palabras del evangelio de misión, tan decisivas para su vida (1 Cel 22); ella fue la cuna de la Orden, a la que todos los hermanos de todos los tiempos deben considerar y cuidar como su iglesia madre (1 Cel 106); ella fue, también, el lugar del tránsito de Francisco (1 Cel 109). Estos y otros detalles inducen a pensar que la Antífona mariana -y quizás todo el Oficio de la Pasión- nació en Santa María de los Ángeles, lugar que, por ser la casa madre, estuvo bastante pronto dotado de estructuras conventuales. En todo caso, la Antífona, que invoca a María junto con los ángeles y los santos, respira la atmósfera de la capilla dedicada a María de los Ángeles. No bastándole con mencionar a los ángeles y a los santos, Francisco prosigue: «...ante tu santísimo Hijo amado, Señor y Maestro». La Antífona mariana apunta a Cristo, es cristocéntrica. Con todo lo que ello encierra de simbolismo, su última palabra se refiere a Cristo, Señor y Maestro. Él es quien importa, cuando se venera a su Madre. Él es el único mediador. A Él van dirigidas las invocaciones a María como intercesora, y es ensalzado con varios epítetos, cosa que no se hace con María. Se le llama santísimo Hijo amado.

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Francisco añade también varias veces en sus salmos la expresión «hijo amado» (cf. OfP 7,3; 9,2; 15,3). Y en la Regla recuerda que entre los hermanos no hay otro maestro fuera de Cristo, según la palabra: «Uno sólo es vuestro Maestro» (Mt 23,10), o aquella otra del evangelio de san Juan: «Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy» (cf. 1 R 22,35), Este pasaje sirvió quizás de modelo para la Antífona mariana. Ésta nos revela también la imagen que de Cristo tenía Francisco: Jesucristo es, por una parte, el santísimo Señor, el Señor y Maestro, lleno de majestad, sublime, soberano e instructor; por otra, es el amado Hijo de María, cercano, por consiguiente, a los hombres, que incita al amor y regala amor, a quien podemos imaginamos en brazos de su Madre o junto a ella. Con su orientación al Hijo, ante quien María debe interceder por nosotros, la Antífona, enteramente trinitaria al principio, se concentra al final en el Hijo. Pero, en el Gloria al Padre... conclusivo, esta concentración vuelve a diluirse en una alabanza a la Trinidad. Así pues, la alabanza a María queda, desde esta perspectiva, plenamente enmarcada también en la alabanza a Dios Trino. c) Esposa del Espíritu Santo La aclamación Esposa del Espíritu Santo merece una consideración especial. Es un título que encontramos raras veces en escritos anteriores al tiempo de Francisco. Aparece en el poeta latino Prudencio (después del año 405) y, cuatro siglos más tarde, en un escritor oriental llamado Cosmas Vestitor, quien en un sermón sobre san Joaquín y santa Ana, los padres de María, afirma que Joaquín «engendró a la esposa del Espíritu Santo». En el siglo XII la expresión aparece con cierta frecuencia en Occidente, sobre todo en los Países Bajos. Un predicador llamado Tanchelmo (1115) afirmaba que todo cristiano, por el hecho de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, puede tomar por esposa a María; este predicador se desposó públicamente con María colocando su mano en la mano de una estatua de la Madre de Dios. San Norberto (1134) hubo de intervenir en contra de tales abusos. San Francisco se mantuvo ajeno a estas ideas. Es posible, en cambio, que tuviera conocimiento del ideal del abad Joaquín de Fiore (1202). Para el famoso abad cisterciense, María está plena e íntimamente unida al Espíritu Santo; siguiendo su teoría de las tres edades, afirma que María será la madre de la futura Iglesia espiritual. Ella es la madre de Dios y la madre de la Iglesia santa y pura. Aunque Joaquín subraya que el Paráclito se servirá de María-Esposa como madre de la Iglesia espiritual, no emplea expresamente el título de Esposa del Espíritu Santo. Por ello, «en cuanto a este último título, Esposa del Espíritu Santo, no parece exagerado afirmar que Francisco fue el primero en aplicárselo a María de forma explícita en la oración. Todos sus predecesores tienen locuciones equivalentes, pero no la invocación directa y precisa, con esa fórmula expresa» (I. Pyfferoen y

O. Van Asseldonk). Es importante el hecho de que Francisco encuadre este título en el marco de una devoción y veneración mariana bíblico-trinitaria, sin caer por ello en un fanatismo unilateral y subjetivo, ni en una mística esponsal exagerada. Si tenemos en cuenta que la invocación Esposa del Espíritu Santo se recitaba catorce veces al día, ya que la Antífona que la incluye se rezaba antes y después del salmo de cada una de las siete horas del Oficio de la Pasión, podremos formamos una idea de su gran influencia en la vida de los hermanos menores. De hecho, Francisco aplicó desde bien pronto este título a las clarisas y a todos los fieles. d) Lo que es María, podemos serlo también nosotros Si buscarnos en los otros escritos de Francisco textos paralelos a la Antífona mariana, observamos que el Poverello aplica el vínculo esponsal existente entre el Espíritu Santo y María a cuantos viven espiritualmente, es decir, a cuantos caminan siguiendo el espíritu de Jesucristo, a cuantos dan cabida en sus vidas al Espíritu Santo. Su «plantita» Clara y las clarisas serán las personas a las que primero aplique el título de esposa del Espíritu Santo, con el que alaba a María en la Antífona. En la breve

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Forma de vida que les entregó en 1212/1213, les promete amorosa atención, y basa esta promesa sobre el siguiente motivo: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud». Las relaciones de parentesco con que se indica en la Antífona la intimísima relación de María con Dios Uno y Trino, Francisco las afirma también respecto a Clara y sus hermanos. «Ya que, por divina inspiración» han elegido «vivir según la perfección del santo Evangelio», se han convertido en «hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial» y se han «desposado con el Espíritu Santo». Ahí radica su analogía con María. Clara acoge entusiasmada el triple título de «hija-sierva-esposa» y lo profundiza, aplicándolo al carisma peculiar de la segunda Orden. Así, en una de sus Cartas a Inés de Praga, la saluda como a «hija del Rey de reyes, sierva del Señor de los que dominan, esposa dignísima de Jesucristo» (2CtaCl 1). Y en otra le indica a Inés, canonizada el 12 de noviembre de 1989, que es «esposa, madre y hermana de mi Señor Jesucristo» (1CtaCl 12). Como mujer, Clara vio con más fuerza que Francisco el núcleo de la vida religiosa en el voto de castidad, y caracterizó la vida de las religiosas como desposorios místicos con Cristo. «Clara une la idea del seguimiento de Cristo con su ideal de desposorios místicos» (E. Grau). Esta vinculación de parentesco con Dios se da no sólo en el caso de las clarisas, sino en el de todos los fieles. Quien se aplica a vivir el Evangelio, a «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8), está unido a Dios con lazos de parentesco. Por eso puede escribir Francisco a todos los fieles que hacen penitencia: «¡Oh cuán bienaventurados y benditos son ellos y ellas, mientras hacen tales cosas y en tales cosas perseveran!, porque descansará sobre ellos el espíritu del Señor (cf. Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23), y son hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras hacen, y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a nuestro Señor Jesucristo. Somos para él hermanos cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1Cor 6,20), por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (cf. Mt 5,16). »¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un tal esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor Jesucristo!, quien dio la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre diciendo: »Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado en el mundo (cf. Jn 17,11); tuyos eran y tú me los has dado (Jn 17,6). Y las palabras que tú me diste, se las he dado a ellos, y ellos las han recibido y han creído de verdad que salí de ti, y han conocido que tú me has enviado (Jn 17,8)» (1CtaF I, 5-15). Estas palabras muestran con cuánta emoción describe Francisco las relaciones de parentesco que unen al hombre con Dios. Meditando la inhabitación de la santísima Trinidad en el corazón del hombre, prorrumpe en una triple exclamación de alegría. Esta mística trinitaria brota de la siguiente palabra de Jesús, que Francisco describe y explica: «Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50).

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Reflexionando sobre la maternidad virginal de María y analizando pasajes bíblicos como el que acabamos de citar, los Padres de la Iglesia exponen una doctrina amplia y detallada sobre el nacimiento de Dios en el hombre. Leemos, por ejemplo, en san Juan Crisóstomo: «Nosotros somos el templo, Cristo es el que habita en él. Él es el primogénito, nosotros somos sus hermanos... Él es el novio, nosotros somos la novia». San Agustín y san Gregorio Magno expresaron pensamientos parecidos a los que hemos encontrado en Francisco de Asís. En ellos analizan si podemos permanecer abiertos como María a la acción de Dios Trino. Quien se abre al Espíritu de Dios, se vuelve capaz de engendrar a Jesús y de darlo a luz, como la Virgen María, no, ciertamente, tal y como ella lo dio a luz en Belén, sino mediante una vida ejemplar, con las buenas obras, a través de la predicación... Dice, por ejemplo, Inocencio III: «Por el amor, per affectum, engendramos a Cristo en el corazón, y lo damos a luz realmente, per effectum, mediante las obras». Y san Gregorio Magno escribe: «Debemos saber que quien es hermano y hermana del Señor por la fe, se convierte en su madre por la predicación; en efecto, trae en cierto modo al mundo al Señor y se convierte en su madre cuando, mediante la palabra, lo vierte en el oído del oyente y, por la misma, el amor de Dios nace en el corazón del prójimo». Francisco tiene también esa visión mística de la acción de Dios Trino en el hombre. Por ello contempla a María, no aislada, sino vinculada con la santísima Trinidad y como nuestro modelo. Ella es la expresión y el más sublime ejemplo de la íntima unión que Dios establece con el hombre, corona de la creación. Incluso en su maternidad divina, María es para Francisco el modelo de lo que todo cristiano deber ser. Su entrega a Dios y su ligazón con Él son la expresión más profunda de la identificación con Dios que se realiza en todo cristiano. Por eso, Francisco aplica a todos los hombres y mujeres que hacen penitencia los mismos títulos honoríficos que le corresponden a María por ser la Madre de Dios. «Tener a Jesús por hijo» es, sin duda, una hipérbole, que debe entenderse en sentido místico. Al poco de morir Francisco, esta expresión no fue entendida en sentido correcto y se llegó incluso a considerarla herética; por esta causa, las ediciones de los Escritos la suprimieron del texto de la Carta a todos los fieles (cf. 2CtaF 56). Para Francisco, el pensamiento de dar a luz a Jesús y de tenerlo por hijo es una dicha inefable; de ahí su triple exclamación de júbilo. Pero también es un estímulo para la acción, una tarea. El ser madres de Cristo es una posibilidad que tienen todos los fieles, pero supone unas condiciones: Somos madres de Cristo «cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo» (1CtaF I, 10). Esta última frase ilustra la visión y el sentido misionero de la devoción mariana de Francisco. En el fondo, propone la actitud de fe y de vida de María como un modelo para todos los fieles, recordando la sublime vocación de los mismos a ser hijos/hijas, hermanos/hermanas y madres de Jesucristo. María ya ha llevado a término esta vocación; por eso la alaba Francisco. Y esta vocación ha sido encomendada también a las clarisas, a todos los fieles, a nosotros. Esa es la razón por la que Francisco exhorta a hacer penitencia y a perseverar en la penitencia hasta el final de la vida. María es nuestro modelo, y también es la posibilidad existente en cada uno de nosotros. En el fondo se trata de que, mediante la devoción mariana -sobre todo mediante la meditación-, descubramos y despertemos a «María en nosotros». Ella es esa parte o dimensión virginal existente en nosotros, la virgen en nosotros, el hondón del alma, como dirán más tarde los místicos. Ella es ese núcleo existente en la profundidad de nuestro ser y que es capaz de acoger y de dar a luz a Dios. Ella es nuestro yo más profundo (E. Jungclaussen).

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Quien, contemplando de este modo a María, aprende a mirarse a sí mismo, percibe una imagen positiva de su propia persona, de sus posibilidades y aptitudes. ¡Con cuánta frecuencia nos consideramos inútiles y nos minusvaloramos, sin ver nada bueno en nosotros...! Pues bien, hemos de tener presente que Dios en persona nos ha hablado, llamado; en nosotros existe un núcleo bueno, capaz de acoger a Dios, capaz de hacer el bien... Contemplando a María aprendemos, igualmente, a mirar como ella a los demás, a descubrir el fondo divino en ellos existente, su núcleo sano y bueno...; y aprendemos también a mirar como ella a Dios, que viene a nuestro encuentro, nos habla, nos elige: ¡Dios te salve, lleno/a de gracia, bendito/a tú eres entre los hombres/mujeres! Mirando a María nos damos cuenta de que también a nosotros se nos dirige ese saludo, animándonos a seguir, como ella, nuestro propio camino, pues «Dios ha mirado la pequeñez de su esclava» (Lc 1,48). Contemplar a María. ¡Cuántos la han contemplado a lo largo de los siglos! ¡Cuántos la contemplan en la actualidad! Existen innumerables imágenes de la Madre de Dios. Ningún álbum podría abarcarlas, ningún museo puede contenerlas todas. Una serie de esas imágenes es lo que nos propone la segunda oración mariana de san Francisco. PARTE II: EL SALUDO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA 1.....Salve, Señora, santa Reina, ..................santa Madre de Dios, María, ..................que eres virgen hecha iglesia, 2................y elegida por el santísimo Padre del cielo, ..................que te consagró ..................con su santísimo Hijo amado ..................y el Espíritu Santo Paráclito, 3................en quien estuvo y está ..................toda la plenitud de la gracia y todo bien. 4.....Salve, palacio suyo; .......salve, tabernáculo suyo; .......salve, casa suya. 5.....Salve, vestidura suya; .......salve, esclava suya; .......salve, Madre suya; 6.....y, salve, todas vosotras las santas virtudes, ..................que por la gracia e iluminación del Espíritu Santo ..................sois infundidas en los corazones de los fieles, ..................para hacerlos, de infieles, fieles a Dios. 1. Estructura El Saludo a la Bienaventurada Virgen María no consta, como la Antífona, de aclamaciones y una súplica, sino de una serie de siete Salve, en latín Ave. Es una salutatio, un saludo, en forma litánica, a la Madre de Dios. El primero y el último de los Salve son bastante largos; los restantes se limitan a expresar una imagen gráfica. Se distinguen, por tanto, tres partes bien definidas; la central, a su vez, se subdivide en dos, cada una de las cuales tiene tres Salve. Los Salve 2, 3 y 4 presentan una imagen gráfica espacio-temporal; los 5, 6 y 7, una imagen personal. En la parte inicial se saluda a María como elegida por Dios Trinidad; la parte final centra la atención en la acción del Espíritu Santo.

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En el Saludo a la Bienaventurada Virgen María se refleja, al igual que en la Alabanza que se ha de decir a todas las horas, la devoción trinitaria de san Francisco. Es un opúsculo que consta de tres estrofas. Cada una de ellas tiene, a su vez, una articulación ternaria: la primera estrofa, la A, consta de tres aclamaciones y tres oraciones de relativo; la B tiene dos partes, que se subdividen en tres Salve, y cada uno de éstos tiene tres palabras; la estructura trinaria de la estrofa C la constituyen un saludo, una oración de relativo y una oración final. Como puede verse, el Saludo a la Bienaventurada Virgen María está construido en base a un esquema de tres por tres. La estrofa central es más breve que las otras dos, pero su mayor brevedad queda compensada con su estructuración en dos partes con tres breves series cada una; su mayor número de saludos suple los predicados que en las estrofas A y C aparecen expresados mediante oraciones subordinadas. 2. Comentario a) María, obra de Dios Trinidad La construcción literaria de este breve opúsculo refleja su contenido teológico: la veneración a María está enmarcada en la adoración a la santísima Trinidad. Todas las alabanzas del Saludo a la Bienaventurada Virgen María brotan de la maternidad divina de María, y la expresan y la cantan con imágenes gráficas. Según el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, al igual que según la Antífona, la maternidad divina de María es obra de Dios Trinidad. María ha sido elegida por el Padre, que la consagró con su santo Hijo por el Espíritu Santo. Éste, el Espíritu Santo, es citado de nuevo al final del Saludo como la fuerza que convierte a los infieles en fieles. Así pues, en este opúsculo se da una cierta unidad entre su forma literaria y su fondo teológico. La estrofa A saluda a María, elegida por el Padre y consagrada por el Espíritu como Madre de Jesucristo. El seno de María fue, valga la expresión, la primera Iglesia. La estrofa B desarrolla, en su primera parte, el pensamiento de la inhabitación de Dios en María. Los tres primeros Salve presentan la imagen de vivienda-morada: palacio, tabernáculo, casa. Los otros tres: vestidura, esclava, Madre, inducen a pensar más bien en la persona misma de María. El orden con que aparecen no es casual. María fue creada por Dios, dotada de una vestidura de carne, y, antes de ser Madre de Dios, declaró que era la esclava del Señor. La estrofa C contempla las virtudes y energías con que el Espíritu Santo dotó a María y que, por el mismo Espíritu, pueden actuar también en los demás hombres (C. Paolazzi). b) Virgen hecha iglesia Al igual que la expresión esposa del Espíritu Santo, de la Antífona, la expresión virgen hecha iglesia, del v. 1, requiere una consideración especial. En efecto, esta expresión pronto resultó oscura o fue malentendida, por lo que los copistas la cambiaron por la expresión «virgo perpetua», virgen perpetua. Y así es como aparecía en todas las ediciones de los Escritos de Francisco anteriores al año 1980. Pero una vez demostrado que el grupo de manuscritos en los que aparecía la expresión «virgo ecclesia facta» era anterior al grupo en el que se lee «virgo perpetua», debe preferirse el primero al segundo, por ser de lectura más difícil. Por otra parte, esta expresión hunde sus raíces en la teología patrística y en la de la alta edad media, así como en la liturgia. De hecho, en estos lugares aparece con frecuencia el pensamiento de la Iglesia como virgen y madre, y el de María como tipo de esa Iglesia virgen y madre. Así lo vemos, por ejemplo, en san Ireneo, en Hipólito, en san Agustín, en Orígenes y, más tarde, en los teólogos de la escuela de San Víctor. Francisco depende de esta tradición más que de la escolástica de la baja edad media, que sitúa en el primer plano la idea de la virginidad perpetua de María.

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Los términos «palacio», «tabernáculo», «casa», que aparecen después de la expresión virgen hecha iglesia, en el v. 4, hablan más de «iglesia» que de «perpetua», y son un desarrollo de la idea de María virgen-iglesia. El descubrimiento del texto original arroja mucha luz sobre la piedad mariana y eclesial de Francisco. Ambas hay que contemplarlas mutua e íntimamente compenetradas. Para Francisco María es también iglesia, la primera iglesia consagrada por Dios Trinidad. Así como la capilla de la Porciúncula, de la que el Saludo a la Bienaventurada Virgen María contiene claras referencias, ha sido consagrada, así también ha sido consagrada María, y en un sentido todavía más profundo, por el Padre, que la ha hecho virgen madre de su Hijo y tabernáculo del Espíritu Santo. María es Virgen hecha Iglesia. A través de la iglesia concreta, Francisco contempla a María; y, a través de María, a la Iglesia. María, virgen y madre de Dios, es el tipo de la Iglesia, el prototipo de la Iglesia virgen y madre. c) Iglesia universal El Saludo a la Bienaventurada Virgen María desarrolla una dinámica interna. El primer Salve presenta en primer plano la persona de María y la encarnación de Dios. A continuación, la visión del hecho histórico de la encarnación se abre al tiempo presente: «en quien estuvo y está toda la plenitud de la gracia»; consiguientemente, se amplía también el círculo de las personas. Lo que Dios realizó paradigmáticamente en María, puede seguir realizándolo de otra forma mediante su Espíritu. Es muy significativo, incluso desde el punto de vista lingüístico, que la palabra virgen del primer Salve sea sustituida en el último por la palabra madre: la «virgen-iglesia» se ha convertido en la «madre-iglesia»: la iglesia unipersonal aparece ampliada a todos aquellos que, de infieles, se vuelven fieles a Dios. La palabra infieles (infideles) Francisco la emplea también en el capítulo de la Regla en el que habla a los hermanos «que van entre sarracenos y otros infieles» (1 R 16,3; 2 R 12,1). Él, que había emprendido personalmente viajes misioneros y había llegado en 1219 hasta la presencia del mismo sultán de Egipto, tiene también en cuenta en su Saludo a la Bienaventurada Virgen María a los no cristianos, que, «por la gracia e iluminación del Espíritu Santo», pueden llegar a ser creyentes, fieles al Dios vivo y verdadero. La inhabitación de la plenitud de Dios en María y en la Iglesia se repite en cierto modo cada vez que la acción de Dios en el bautismo convierte a los infieles en creyentes y, mediante la infusión de las virtudes, los ilumina y los mantiene fieles a Él. A partir de la contemplación de María, «en quien estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien», la mirada se dilata y se fija en todos los hombres de todos los tiempos. El Hijo y Señor, a quien la Virgen María concibió y dio a luz, es concebido y engendrado por la Virgen-Madre-Iglesia cada vez que alguien recibe la gracia del bautismo. Francisco no se queda en la mera contemplación de María. Partiendo de la plenitud de la vida interior de María, sus ojos se fijan en esa plenitud de gracia de la que pueden participar todos los hombres. El Saludo a la Bienaventurada Virgen María de Francisco es misionero. d) Meditación sobre el Ave María Cuanto más detenidamente se contempla el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, tanto más se percibe su afinidad con el Ave María. Desde los siglos VII-VIII, el saludo del ángel Gabriel (Lc 1,28) y el de Isabel (Lc 1,42), unidos, fueron empleándose cada vez más en Occidente, llegando a formar una oración mariana de primer orden en la Iglesia. Hacia el 1210 los sínodos empiezan a prescribir que todos los fieles aprendan de memoria, además del Padrenuestro y el Credo, el Ave María, a la que más tarde san Bernardino añadiría el «Santa María, Madre de Dios, ruega...». La difusión del Ave María desde el 1200 induce a pensar, como algo prácticamente evidente, en su influencia en Francisco de Asís. De hecho, no pueden pasar desapercibidas las concordancias lingüísticas existentes entre el Ave María y el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, particularmente

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perceptibles en el latín original. En primer lugar, el saludo Salve, Ave, siete veces repetido en el SalVM. En segundo lugar, la palabra María, que Francisco amplia con tres títulos honoríficos. La expresión llena eres de gracia, gratia plena, aparece también el SalVM en la paráfrasis: «en quien estuvo y está toda la plenitud de la gracia». La palabra el Señor está contigo, Dominus tecum, Francisco la acrecienta aplicándola a las tres divinas personas: «Elegida por el santísimo Padre del cielo, que te consagró con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». La frase «bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre» no aparece literalmente en el SalVM, pero si aparece su contenido: en lugar de «vientre», Francisco habla de «tabernáculo», «casa», «vestidura». El que Dios haya hecho de María su morada y la haya bendecido, por lo que es digna de alabanza, son pensamientos comunes al Ave María y al Saludo a la Bienaventurada Virgen María. Bien mirado, pues, Francisco amplía el Ave María en una especie de letanía de siete Ave, Salve. Ha meditado detenidamente las ideas fundamentales del texto bíblico, y saluda a María aplicándole dichas ideas concretadas en imágenes. PARTE III: SUGERENCIAS PRÁCTICAS 1. Rezar y meditar el Ave María, y recitar luego lentamente el Saludo a la Bienaventurada Virgen María. 2. Rezar diariamente el Ángelus, a ser posible comunitariamente. «Esta oración nos ofrece un texto excelente para la meditación» (Eugen Walter). Posee un ritmo trinario todavía más fuerte que el SalVM. En 1269, el Capítulo general de Asís, presidido por san Buenaventura, decidió «que, en honor de la gloriosa Virgen, todos los hermanos enseñarán al pueblo a saludar varias veces a la bienaventurada Virgen cuando suene la campana de completas». Esta práctica dio pie a la difusión cada vez mayor del rezo del Ángelus, tres veces al día, al toque de las campanas. Los franciscanos tuvieron una participación determinante en la difusión de esta devoción. Theodor Schnitzler la considera «una de las más sublimes formas de oración del pueblo», y la llama «breviario popular abreviadísimo», pues recuerda la encarnación, la crucifixión y la ascensión del Señor a las horas de laudes, sexta y vísperas. 3. Antes del rezo de las Horas canónicas, unirse conscientemente, mediante el rezo de la Antífona mariana de Francisco, a la Iglesia triunfante, pidiendo que interceda por nosotros, el pueblo de Dios que peregrina en la tierra. 4. Rezar lentamente el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, contemplando un icono o una imagen de María. 5. Repetir lentamente el Saludo a la Bienaventurada Virgen María y detenerse, después de las cuatro primeras aclamaciones, meditando por qué Dios puso su morada en María, convirtiéndola en: - Palacio de Dios hecho hombre; - Tabernáculo de Aquel que dijo: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48); - Tienda en la que la Palabra eterna de Dios se hizo carne y «puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14);

- La casa que se preparó Dios mismo. También yo soy casa de Dios, piedra viva para la construcción de «un edificio espiritual» (1 Pe 2,5), «santuario del Espíritu Santo» (1 Cor 6,19). ¿Cómo le preparo una morada al Señor (cf. Jn 14,23)?

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«Ve y repara mi casa», esa casa que eres tú mismo. ¿Me dirige Dios este mandato, como se lo dirigió un día a Francisco? 6. Los siguientes saludos se centran en el tema de «esclava y madre»: -- «Feliz tú, que has creído» (Lc 1,45); -- «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38); -- Dichosos todos los que, por la acción de Dios, llegan a la fe y crecen en la fe y la fidelidad. ¿Cómo influyen estas afirmaciones en mí? ¿Cómo puedo servir, a la vez, a Dios y a los hombres? ¿Cómo puedo ser, a un tiempo, esclavo/a y madre? ¿Cómo puedo ser, simultáneamente, iglesia, virgen y madre? ¿Cómo concibo la Palabra de Dios y cómo la doy a luz? 7. El papa Juan XXIII concluyó su discurso de Navidad de 1962 con la siguiente oración: «Palabra eterna del Padre, Hijo de Dios y de María, repite una vez más en las secretas profundidades de las almas el milagro de tu nacimiento». Estas palabras llenas de contenido teológico resumen la doctrina tradicional sobre el triple nacimiento de Dios. En la invocación a la Palabra eterna del Padre, al Hijo de Dios, el Papa se refiere al nacimiento del Logos en la eternidad; en la invocación al Hijo de María, al nacimiento de Jesús en Belén; y, en tercer lugar, pide al Señor que renueve este milagro de su nacimiento en el corazón de cada hombre. ¿Puedo repetir y apropiarme esta oración? Las siguientes palabras pueden ayudamos a comprender más profundamente estas ideas sobre el nacimiento de Dios: -- «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20); -- «De qué me sirve que Cristo nazca de la santísima Virgen, si no nace en mi alma?» (Orígenes); -- «Aunque Cristo naciera mil veces en Belén, si no nace en ti, estarías perdido para siempre» (Ángel Silesio). 8. Contemplar a María, para así mirar como María: -- a Dios, -- a mí mismo, -- a los demás, -- al mundo. 9. Rezar el Magníficat (Lc 1,46-55); aplicarme las expresiones, formuladas en primera persona del singular, con las que María engrandece al Señor: María engrandece... yo engrandezco al Señor... porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava/o...; el Poderoso ha hecho obras grandes en mí... 10. Comparar el SalVM con la frase de san Pablo: «Porque en Él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él» (Col 2,9). 11. Componer o buscar una melodía para el SalVM y cantarla. 12. Hay una lista interminable de Santos que alabaron a María. He aquí una de las plegarias de san Antonio de Padua: «Te rogamos, pues, Señora nuestra, ínclita Madre de Dios, ensalzada por encima de los ángeles, que llenes con la gracia celestial el vaso de nuestro corazón; que lo hagas resplandecer con el oro de la sabiduría; que lo fortalezcas con el poder de tu virtud; que lo adornes

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con las piedras preciosas de las virtudes; que derrames sobre nosotros el óleo de tu misericordia, tú, olivo bendito, para que cubras la multitud de nuestros pecados, a fin de que merezcamos ser levantados a la altura de la gloria celestial. Ayúdenos Jesucristo, tu Hijo, que te exaltó por encima de los coros de los ángeles, te puso la corona de Reina y te sentó en el trono de luz eterna». Compárala con el Saludo a la Bienaventurada Virgen María.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, n. 64 (1993) 92-108] [L. Lehmann, Francisco, maestro de oración. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Arantzazu]

El Tema Mariano En Los Escritos De Francisco De Asís Cuando Francisco quiere expresar su opción fundamental cristiana, dice así: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1). Con esto dice y proclama dos cosas: la centralidad del seguimiento de Jesucristo en su experiencia cristiana, referida además y enteramente, como veremos, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, protagonistas decisivos y principales de la salvación, y la inevitable y forzosa implicación de la Virgen en la persona, vida y destino de Jesús. Desde esta doble constatación toman camino precisamente estas páginas, que quieren acercarse al tema mariano en los escritos de Francisco. Y dos etapas tendrá nuestro caminar por las pequeñas y humildes páginas de los textos del Pobrecillo: en la primera, a la que dedicamos este artículo, haremos el inventario de lo que los escritos dicen sobre la Señora, teniendo en cuenta además el contexto mariológico del siglo XII y también algunas de las instancias mariológicas de hoy. En la segunda, que será objeto de un próximo artículo, presentaremos la contemplación mariana de Francisco dentro de su confesión y experiencia cristiana, a la luz de estas palabras de la Exhortación Apostólica de Pablo VI Marialis cultus, n. 25: «Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, o, como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu». En los escritos de Francisco encontramos, además de las dos oraciones dirigidas a la Virgen (SalVM y OfP Ant), las siguientes referencias a ella: -- «Salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1,28)» (ExhAD 4). -- «... y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen...» (ParPN 7). -- «... y nació de la bienaventurada Virgen santa María» (OfP 15,3). -- «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad. Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 4-5). -- «... si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno...» (CtaO 21). -- «Además, yo confieso todos los pecados al Señor Dios..., a la bienaventurada María, perpetua virgen...» (CtaO 38). -- «Ved que diariamente se humilla (el Hijo de Dios), como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen» (Adm 1,16).

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-- «Y (nuestro Señor Jesucristo) fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos» (1 R 9,5). -- «Y los ministros... vendrán al capítulo de Pentecostés junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula» (1 R 18,2). -- «Y te damos gracias porque... quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María» (1 R 23,3). -- «Y a la gloriosa madre y beatísima siempre Virgen María, a los bienaventurados..., les suplicamos humildemente, por tu amor, que, como te agrada, por estas cosas te den gracias a ti, sumo Dios...» (1

R 23,6). -- «... porque cada una será reina en el cielo coronada con la Virgen María» (ExhCl 6). -- «Y tampoco estamos obligadas a ayunar en las Pascuas, como lo ordena el escrito de san Francisco; ni en las festividades de Santa María y de los santos apóstoles...» (3CtaCl 36). -- «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre...» (UltVol 1). La lectura de las oraciones y de los textos que acabamos de transcribir nos permiten hacer ya las siguientes constataciones. 1. María desde la fe y en lo esencial de su misterio En contraste con el siglo XII, tan abundante y fervoroso en su contemplación mariana, la referencia a la Virgen en los escritos de Francisco, según se desprende de los textos que acabamos de transcribir y exceptuadas las oraciones, es rápida, de pasada casi y como de quien recita el Credo que sólo quiere decir su fe y lo esencial de la misma. Ateniéndonos por tanto a lo que dicen los escritos que poseemos de Francisco, éstas serían las dos notas más principales que caracterizan su contemplación mariana: Contemplación desde la fe. Francisco nombra, celebra y contempla a la Virgen en cuanto tiene que ver con Dios y su salvación, en cuanto relacionada con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en su comunicación, por nosotros y por nuestra salvación, en Jesucristo, quien tomó la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de María (2CtaF 4). Las demás posibles contemplaciones de la Virgen (como personaje histórico, como mujer o como ideal de perfección, etc.), aun afirmándolas y proclamándolas como veremos, están vistas y contempladas desde el santo amor del Padre, que quiso que su Hijo naciera, para nuestra salvación, de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María (1 R 23,3), resumen de toda la fe y de todo el Credo cristiano. Lo mismo hay que decir de la relación de Francisco con la Virgen que los escritos recogen y señalan. Cuando Francisco alaba, confía y se encomienda a María, lo hace también desde la fe que sabe que ella está presente y cercana en lo que llamamos la comunión de los santos: en la comunión de todos con Cristo, por la fe y el Espíritu Santo, de la que ella fue la primera y principal beneficiaria por su vinculación a su Hijo en el Espíritu Santo y en el sí de su fe y de su entrega. Para Francisco, que tanto en el tema mariano como en los demás de su confesión cristiana «remite indefectiblemente a la fe», ésta es el espacio en el que la Virgen tiene interés y sentido, está presente e interviene a nuestro favor.

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Y la fe es también la que le permitió ver y contemplar lo esencial del misterio mariano, segundo punto que queríamos destacar como característica general de su visión de María. Desde la fe, Francisco ha acertado a contemplar a la Virgen en su relación y vinculación, única e insuperable, con Jesucristo, la Palabra del Padre que recibió en su seno la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad; y, desde ella, en su relación con la Trinidad, y en su relación con los hombres. Y aunque no se entretenga en su desarrollo, como sucede con otros temas de la confesión cristiana que contienen sus escritos y como además es lógico en quien no intenta exponer un capítulo de teología sino sólo expresar, junto con sus hermanos, la fe que vivían y que respaldaba su vida de seguimiento de Jesús, la verdad es que el tema mariano está vinculado en sus escritos con los temas raíces y fundamentales de su vida al estilo y forma de Jesús: el seguimiento, la vida en desapropiación y desinstalación de los pobres, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en su acción y comunicación salvadora en Jesucristo, y la obligada respuesta de la criatura en acción de gracias y operación. Por supuesto que no es todo lo que, desde la fe, cabe decir de la Virgen; pero es lo fundamental y lo más principal del misterio de la que, con el ángel, Francisco saluda: «Salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo». 2. Títulos de la Virgen En las oraciones y textos a que nos estamos refiriendo se encuentran trece títulos o nombres de la Virgen, que aparecen un total de veintiséis veces en sólo seis de los escritos de Francisco. Los siguientes: Virgen, Madre, Hija, Esclava, Esposa, Señora, Reina, Virgen hecha Iglesia, Palacio de Dios, Tabernáculo de Dios, Casa de Dios, Vestidura de Dios. Once de ellos en el Saludo de la Virgen María; cuatro en la Antífona del Oficio de la Pasión; cuatro en la primera Regla; tres en la segunda Carta a los Fieles; dos en la Carta a toda la Orden, y uno en la primera Admonición. La imagen que dichos títulos o nombres esbozan de María acentúa sobre todo lo que Dios ha hecho en ella y con ella; lo que ella es desde la acción de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y desde su relación con ellos, más que su actitud acogedora y responsiva, sin que neguemos que también esta dimensión está presente en ellos. Imagen que está en línea con la primacía y anterioridad de la acción de Dios, de lo objetivo sobre lo subjetivo, que Francisco confiesa tantas veces en sus escritos. En ellos, como es sabido, el Señor es el que da la gracia de hacer penitencia, el que conduce a los leprosos, el que da la fe, o el que hace y dice todo bien. 3. Los adjetivos que coronan su nombre El nombre y los títulos a que nos hemos referido en el número anterior van acompañados en los escritos, como sucede cuando nombra a Dios, a las personas de la Trinidad y a Jesucristo, de uno o más adjetivos que los califican. Los siguientes: Santa, Gloriosa, Beatísima, Bienaventurada, Perpetua Virgen, siempre Virgen, Santísima, santísimo seno. Francisco proclama con ellos, como hace la Iglesia en su liturgia, la gloria, la bienaventuranza y la santidad de la Virgen por su referencia a Jesucristo bienaventurado, santo y glorioso, y, desde Él y por Él, a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que sin principio ni fin es bendito y glorioso. Sólo desde la fe en Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se llega a descubrir la grandeza y dignidad de María, su Madre, viene a decir Francisco. 4. Privilegios y misterios marianos Las oraciones y los textos de los escritos a que nos venimos refiriendo recogen los siguientes privilegios y misterios marianos: la maternidad divina, la perpetua virginidad, la plenitud de gracia y la mediación. Pero los recogen sin entretenerse en precisar su contenido y significado como hacía la teología de su tiempo, en la que san Bernardo, por ejemplo, se detiene en explicar el sentido de la maternidad divina, los distintos momentos de su virginidad, su plenitud de gracia y su mediación.

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No se recogen, sin embargo, otros privilegios marianos como la Inmaculada Concepción, su glorificación corporal en la Asunción y su maternidad espiritual. En cuanto a los distintos misterios de la vida de la Virgen o de la vida de Jesús en los que ella está presente, y de los cuales la liturgia de la Iglesia celebraba ya algunos en aquel tiempo, Francisco en sus escritos sólo se refiere a la Anunciación y al Nacimiento de Jesús. Poco o muy poco en comparación con lo que los Evangelios presentan y sobre todo con lo que el siglo XII, tan rico y generoso en obras mariológicas, ofrece. 5. La dimensión humana e histórica de María Los escritos subrayan la dimensión humana e histórica de la Virgen con la alusión a su nacimiento, al colocarla entre las mujeres de este mundo, con la repetición, por nueve veces, de su nombre; al referirse a su realidad corporal con la expresión «in útero»; y al contemplarla ligada al destino de pobreza de su Hijo. Sin ser mucho, es suficiente como testimonio de que la Virgen de la contemplación de Francisco era de carne y hueso, vivió en nuestro mundo y fue parte de nuestra historia y no algo irreal o mítico. Contemplación de María en su real e histórica humanidad que tiene que ver con la preocupación de Francisco por subrayar la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad que la Palabra del Padre recibió en su seno (2CtaF 4). Aspecto de su confesión cristológica repetidamente proclamado en sus escritos y con una clara postura anticátara además. 6. Primacía y principalidad de la maternidad divina Los escritos se refieren a ella, con el nombre expreso de «Madre», en cinco lugares; cuatro textos hablan del descenso del Hijo de Dios al seno de la Virgen o de su nacimiento del seno de María; un texto llama a Jesucristo, dirigiéndose a María, «tu Hijo»; en otros dos la cercanía de la Virgen a su Hijo está suponiendo, nos parece, la maternidad; y, por fin, el Saludo a la Virgen está polarizado en el título y en la realidad de Madre del Señor que, según los comentaristas, constituye la cumbre de todo el escrito y lo que los distintos «ave» después cantan y admiran. Francisco confiesa con ello, y de una forma además sencilla y concreta, lo que la teología no ha dejado de proclamar, más o menos claramente, desde el principio: la maternidad divina de María, la relación única que, desde ella, tiene con Jesucristo, el Hijo amado del Padre, es la raíz y la razón de la Virgen en lo cristiano y es también su explicación. María está vinculada para siempre a la persona de Jesús. María tiene toda su razón de ser en Jesús. María está ligada y comprometida con su vida, condición y destino. María manifiesta a Jesús. María es la gloria de Jesús. 7. Subrayado de su maternidad fisiológica El repetido «in útero» (en el útero, o en el seno), al que ya nos hemos referido, lo proclama con claridad y con la intención además de confesar, como también hemos indicado ya, la real e histórica humanidad del Hijo de Dios, frente a los cátaros, única forma de confesar uno de los artículos fundamentales de su cristología: el Hijo de Dios es nuestro hermano. 8. El título de Virgen Es uno de los títulos que los escritos dan con más frecuencia a María. Catorce veces. Frecuencia debida, con toda probabilidad, al influjo en Francisco de la liturgia, uno de los caminos más principales de su profundización en la confesión y experiencia cristiana. Para G. Lauriola, sin embargo, el repetido uso del título de Virgen en los escritos se debería a que Francisco considera el don de la virginidad, más como una función o signo de la divinidad del Hijo de Dios encarnado, que como un estado o manera de ser, sobre todo teniendo en cuenta el contexto en el que dicho título aparece.

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9. Funcionalidad de la Virgen santa y gloriosa La fe y la teología saben gozosamente que también la Virgen, su persona, vida y destino, es para la salvación, como lo es Jesucristo, nacido de su seno, que por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo. Ni Jesús ni María, su Madre, son para sí. Son para los demás, para la salvación de todos. Francisco ha acertado a presentar a María como la encrucijada en la que se encuentran la Palabra del Padre que desciende de su seno, y la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad que recibe del seno de la Virgen. María es, aunque no se diga expresamente, para la salvación que realiza y es Jesús, que quiso el Padre que naciera del seno de la Virgen. Con ello afirma Francisco la fundamental funcionalidad de María, además de señalar las otras dos que realiza en la comunión de los santos: dar gracias al Padre e interceder por nosotros. 10. Relación de María con la Trinidad En las dos oraciones de Francisco a la Señora, su contemplación se centra fundamentalmente en la relación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con la Virgen, a quien el Padre elige, y con el Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito consagra (SalVM 2); y en la relación de la Virgen con el Padre, de quien es esclava e Hija; con el Hijo, de quien es Madre, y con el Espíritu Santo, de quien es Esposa

(OfP Ant 2). Dicha contemplación es frecuente en los autores del Siglo XII. En Francisco tiene además un contexto rico y abundante de textos trinitarios. Y, aunque no sea posible señalar hasta qué punto dichos textos responden a una experiencia real de la Trinidad en su vida cristiana y evangélica, sí es cierto que, tanto en ellos como en las dos oraciones a la Virgen, Francisco asume y proclama la fe de la Iglesia en lo que es «lo específicamente cristiano», la Trinidad. Sus escritos permiten además afirmar que la lectura o la escucha del Evangelio de san Juan, el capítulo XVII sobre todo, le ha servido para ahondar y profundizar su fe en la Trinidad por el camino de la contemplación de las relaciones del Padre y del Hijo que dicho Evangelio tanto destaca y que son, al parecer, la fuente de su visión de la vida cristiana, de la vida de los penitentes, como vida de relación con el Padre, con el Hijo en el Espíritu Santo, el Espíritu del Señor que mora en ellos. El tema, referido a santa Clara y sus hermanas, aparece ya en la Forma de vida para santa Clara, primer escrito que se nos conserva de Francisco (1212-1213). Indudable la importancia en Francisco de la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como origen y principio de todo; de la contemplación de Jesús en su relación con el Padre; del Espíritu Santo como Espíritu del Señor y como quien, habitando en nosotros, nos relaciona con el Padre como hijos, y con el Hijo como hermanos, madres y esposos. De ahí que la contemplación de la Virgen en sus relaciones con la Trinidad esté en consonancia con una de las dimensiones más principales de la confesión y experiencia cristiana de Francisco. 11. Señora pero cercana Por razones sociológicas y por el redescubrimiento de la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad que el Hijo de Dios recibió del seno de la Virgen y que lo hizo hermano nuestro, existe hoy como una especie de alergia a todo lo que aparezca con ribetes de singularidad y eminencia. Así se llamaban precisamente dos de los principios mariológicos de los que se servían los teólogos en su estudio de la Virgen. Hoy preferimos la igualdad y nivelación de todos en todo. Desde aquí, entre otras causas, hemos descubierto a la Virgen mujer y hermana; a la Virgen de la noche oscura de la fe; a la Virgen de quien el Señor miró su humillación. En cuanto a Francisco, ya lo hemos indicado, hay en él una decidida contemplación de María desde el quehacer salvador de Dios que se le entrega en la comunión de personas de la Trinidad, eligiéndola y consagrándola como habitación y morada suya, y que puede dar la impresión de que la aleja y distancia de nosotros. Pero los títulos del Saludo a la Virgen, como los de la Antífona del Oficio de la Pasión, además de ser antes florones de Dios que de María, aunque por supuesto la coronen de gloria y de bienaventuranza, son también, aunque en otro orden, gloria y bienaventuranza de

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todos los elegidos que, por la habitación del Espíritu del Señor en ellos, son hijos del Padre, y esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (2CtaF 48-53). Teniendo en cuenta, además, que Francisco contempla a la Virgen ligada y comprometida en la vida de pobreza de su Hijo, hay que decir que los títulos de Señora, Reina, y los demás que se contienen en el Saludo a la Virgen y en la Antífona del Oficio de la Pasión, no le han hecho olvidar la cercanía y vecindad que tiene con nosotros por su vinculación con el que, «siendo sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). 12. Más Madre que Reina Así decía santa Teresa del Niño Jesús que se figuraba a la Virgen. Francisco, que tenía por delante casi un siglo de fervor mariano en el que los nombres de Madre de misericordia y Madre nuestra se repetían con frecuencia, nunca da a la Virgen el nombre de Madre de los hombres. Pero, creemos que tampoco se puede afirmar que prevalezca en él una visión de María como Reina y Señora, ya que sólo una vez recibe María en los escritos dichos nombres. Por ello, teniendo en cuenta la imagen de la Virgen que intercede por nosotros, imagen dos veces presente en sus escritos, el paralelismo entre la Antífona del Oficio de la Pasión y 2CtaF 48-53 junto con FVCl 1, y que, según el Saludo a la Virgen, nos hace participar en sus virtudes (SalVM 6), nos inclinamos a pensar que la actitud maternal de María hacia nosotros no está ausente de los escritos de Francisco. 13. La enteramente fiel El Padre santo y justo..., que quiso que su Hijo naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María (1 R 23,3), no se sirvió de ella como si fuese sólo un mero instrumento útil para sus fines salvadores. «El santísimo Padre del cielo la eligió y la consagró con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2), pero también habló con ella: «Esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, la anunció el altísimo Padre desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Y María respondió, nos dice la revelación en palabras de Lucas 1,38. Hubo por tanto un diálogo entre el Padre y la Virgen, revelador del respeto de Dios frente a la libertad de María y de la respuesta consciente y responsable de ella a Dios. Así lo ha destacado desde el principio la reflexión de la fe de la Iglesia. El tema de la Virgen, nueva Eva, subraya precisamente, desde san Justino y san Ireneo, la fe y obediencia de María frente a la desobediencia de Eva. Y el tema de la Virgen que concibe la carne de Cristo en la fe, tan repetido por san Agustín y otros, proclama lo mismo. Temas que encontramos también, ampliamente desarrollados, en los autores del siglo XII, entre ellos san Bernardo. El Concilio Vaticano II recoge ambos temas, consagrándolos con su autoridad y proclamando en consecuencia la importancia de la fe de María que acoge y consiente, libre y conscientemente, a la Palabra de Dios, en este estupendo texto: «Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada... Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los santos padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (LG 56). Los escritos de Francisco no son demasiado explícitos en señalar el asentimiento y consentimiento de María al anuncio del Padre. Ciertamente lo apuntan al llamarla esclava e hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo (OfP Ant), teniendo en cuenta, sobre todo, los lugares paralelos de 2CtaF 48-53 y FVCl, en los que la respuesta del hombre a la acción de Dios se indica con toda claridad; también al presentar a María vinculada y comprometida en la vida y destino de pobreza de

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su Hijo, con lo que extiende y alarga expresamente su consentimiento más allá del momento de la anunciación. Toda la vida de María es comunión con la persona y la vida de la Palabra del Padre que recibió en su seno la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Pero, además, pocas cosas ha acentuado Francisco tanto en la vida del Evangelio de sus hermanos como la respuesta en adoración, alabanza, fe-esperanza-caridad y en operación, a la comunicación salvadora de Dios Trino en Jesucristo, que tiene en los temas fundamentales de la vida del Evangelio su expresión mayor: el seguimiento, la observancia del Evangelio y el deseo del Espíritu del Señor y su santa operación, coreada por otros muchos textos de sus escritos como, por ejemplo, la segunda Carta a los fieles, vv. 14-62, y el capítulo 23 de la primera Regla. 14. María en la comunión de los santos A lo largo de estas páginas hemos destacado varias veces, en la contemplación mariana de Francisco, la relación que María tiene, y que además la constituye, con Jesucristo y, desde Él y por Él, con la Trinidad y con los hombres, dentro del designio de salvación del santo amor del Padre, de su generosidad. Pero hay en los escritos unas pocas frases que lo subrayan con una fuerza especial y que nos obligan a insistir en ello. Éstas: «Con la santísima Virgen, su Madre» (2CtaF 5); «Ruega por nosotros junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes del cielo y con todos los santos, ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro» (OfP Ant 2); «Y a la gloriosa Madre y beatísima siempre Virgen María... y a todos los santos... les suplicamos humildemente que... por estas cosas te den gracias a ti, sumo Dios verdadero... con tu queridísimo Hijo nuestro Señor Jesucristo y el Espíritu Santo Paráclito»

(1 R 23,6). Frases en las que la preposición «con» señala claramente la compañía, la unión, la comunión, al fin, de María con Jesucristo, con el Espíritu Santo y con todos los santos: lo que llamamos la comunión de los santos, que tiene una espléndida expresión en el último texto citado. Texto en el que María aparece, junto con todos los santos que fueron, y serán, y son, arrastrada en la acción de gracias del queridísimo Hijo, Jesucristo, y del Espíritu Santo al Padre porque envuelta antes en el santo amor del Padre que ha querido nuestra salvación por el nacimiento de Jesucristo de su seno (1 R 23,3). Así ve Francisco a la Virgen y también todas las cosas: envueltas en la luz del amor con que el Padre ama al Hijo (1 R 23,54), y en la acción de gracias con que el Hijo, junto con el Espíritu Santo, responde al Padre (1 R 23,5). Francisco es el hombre comunión, el hombre con los demás. Y así ha visto también a la Virgen: con Jesús, con el Espíritu Santo, con los santos y con los hombres desde su mediación. La Virgen solidaria, fraterna, en comunión. Y, por eso precisamente, la Virgen Iglesia, la Virgen acogedora de la gloria de Dios, manifestada en la humillación del camino y vida de Jesús, que la convierte en templo suyo. 15. María y la capilla de Santa María de los Ángeles La capilla de Santa María de los Ángeles fue para Francisco cauce para expresar su devoción a María, y medio también para profundizar en su piedad hacia ella. De lo primero dan fe sus biógrafos, y de lo segundo tenemos como testimonio comprobante el Saludo a la Virgen compuesto precisamente en honor de nuestra Señora de los Ángeles, la de la ermita de la Porciúncula. Síntesis conclusiva Nos habíamos propuesto ofrecer en esta primera parte un inventario del tema mariano en los escritos de Francisco: textos que se refieren a la Virgen, títulos que se le dan, misterios principales de su vida que se contemplan, aspectos y detalles que se subrayan. Recoger, al fin, todo lo que en los escritos hace referencia a la Señora. Resumiendo nuestro camino por las páginas de los escritos, cabe recoger en los siguientes puntos las ideas principales:

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a) La imagen de la Virgen que en ellos se perfila: La Virgen como mujer de nuestro mundo y de nuestra historia; la Virgen como Madre en la doble dimensión de su maternidad, la biológica y la divina; la Virgen en su vinculación singular con Jesucristo y en seguimiento de lo que resume y define la vida de su Hijo, la pobreza; la Virgen en su relación con la Trinidad y en su relación con nosotros, desde la comunión de los santos. b) El desde dónde de su contemplación mariana: Desde la fe, como única forma de descubrir su relación singular con Jesucristo como salvador y, desde Él y por Él, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en su comunicación salvadora a nosotros; y de descubrir también su comunión con nosotros que, como ella, aunque después de ella y gracias a su maternidad, hemos sido admitidos también, por el Espíritu del Señor, a ser hijos del Padre y hermanos y madres de Jesús. Y desde la gratuidad del santo amor del Padre que le obligó a contemplarla como obra de la gracia y como la que tampoco puede gloriarse sino en su Señor. c) La conexión del tema mariano con los temas mayores de su experiencia cristiana: La Trinidad, en su comunicación salvadora al hombre; Jesucristo, en su realidad humana e histórica, en su camino de pobreza y humillación; Jesucristo, en la dimensión divina de su filiación; y Jesucristo, en su triunfo que lo constituye Señor y Rey, y al que asocia a la Virgen, la Señora y santa Reina; la Iglesia, como la comunión de los que creen, se convierten y siguen a Cristo, de la que María forma parte, en la que alaba y da gracias al Padre, y en la que intercede por nosotros.

[Sebastián López, O.F.M., El tema mariano en los escritos de Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 47 (1987) 171-186

María En La Comunicación Salvadora Del Dios Trino En Jesucristo, Según S. Francisco De Asís Francisco no es un teólogo sino sólo un creyente que confiesa su fe, la celebra en los sacramentos, le da cuerpo en el seguimiento de la pobreza y humillación de Jesucristo, y la comparte y reparte en la real fraternidad y solidaridad con todos los hombres, en primer lugar los más pobres y marginados, y con todas las creaturas. Pero aun así, Francisco nos ha dejado en sus escritos más de un resumen de su fe y de su credo, lo suficientemente amplio como para poder precisar los nervios fundamentales de su confesión de fe. Por ejemplo éste: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra, te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos colocaste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. »Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María, y que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1 R 23,1-3). El texto dice con claridad que la confesión cristiana de Francisco se centra en proclamar que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo; que Dios se nos ha comunicado, para nuestra salvación, según el designio divino que abarca desde la creación hasta la parusía y cuya piedra angular es Jesucristo, por quien el Padre, en el Espíritu, nos ha abierto las puertas de su casa y de su comunión. Nuestro origen y comienzo como criaturas y como cristianos arranca de nuestra participación en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que nos ha sido revelada y entregada en la vida y pobreza de Jesucristo, en su misterio Pascual.

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Esto es lo esencial y nuclear de la fe cristiana que nos salva. Y estas las personas que la hacen y que constituyen su término. Después de esto, en la confesión de fe de Francisco a que nos estamos refiriendo y en su existencia concreta, todo se reduce a admiración, alabanza, acción de gracias y operación, como consentimiento y acogida sin concesiones ni contemplaciones. Sin embargo, Francisco se atreve, porque se atreve la Iglesia, a nombrar y a colocar a la Virgen santa y gloriosa en el corazón mismo del plan salvador del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Para que la salvación tenga rostro humano y sea historia y biografía, pobreza y humillación, la Palabra del Padre tomó en su seno la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad (2CtaF 4). Y desde entonces, santa María está asociada y vinculada al Salvador y a la salvación. Desde entonces, la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es nuestra salvación, tiene que ver con María, esclava e hija del Padre, Madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo (OfP Ant 1-2). Ahí deseamos centrar nuestra reflexión. Una vez que hemos ofrecido el inventario del tema mariano en los escritos de Francisco, quisiéramos hacer ver que su contemplación de María se centra y clava en el blanco del Credo y por lo tanto en el centro de su experiencia cristiana. Nuestra exposición toma camino de Jesucristo, de su vida y pobreza, desde la que llegamos al Padre en el Espíritu. A pesar del innegable teocentrismo de muchas de las oraciones de Francisco, entre ellas las dos dedicadas a María, el Saludo a la Virgen y la Antífona del Oficio de la Pasión, que justificarían una exposición descendente del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, preferimos en nuestra exposición partir de Jesucristo, nacido de santa María la Virgen y seguido por ella en su vida de pobreza: por Él descubrimos al Padre como origen y meta de todo, que eligió y consagró a María esclava e hija suya, en el Espíritu Santo, que consagra a María su esposa. Es el camino que siguió la fe de los apóstoles, el que normalmente sigue la fe y el que también sigue Francisco a veces, como cuando, en el Oficio de la Pasión, se acerca al Padre desde el dolor y la alegría de Cristo sufriente y glorioso, o como cuando, en la primera Admonición, señala a Jesús en su humanidad y divinidad como medio de conocer al Padre. Ahí, en el camino hacia el Padre abierto por Jesús, por el que el cielo se ha acercado a la tierra y por el que la Trinidad ha llegado a ser nuestra casa solariega, coloca Francisco a la Virgen santa y gloriosa. Con ello nos viene a decir que María no tiene otra explicación ni más razón de ser que el santo amor del Padre, manifestado en Jesús nacido de María la Virgen, el cual nos comunica el Espíritu Santo. Es lo que llamamos la economía de la salvación o el plan de la salvación. Por eso la Virgen está en el Credo y tiene que ver con todo el Credo, con toda la confesión y experiencia cristiana. Por eso también, en nuestra exposición, la contemplación de la Virgen convocará los temas principales de la confesión y experiencia cristiana de Francisco. «María -ha dicho R. Laurentin- es el test de la realidad de la encarnación y de todo cuanto se deriva de ella». I. POR NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, EL HIJO AMADO DEL PADRE Francisco comienza el camino y la forma de vida de Jesús de su experiencia cristiana, con el «Señor me condujo a los leprosos» (Test 1-2), el prójimo marginado y doliente, y con su oración a los pies del Crucificado de San Damián, en el que descubrió el amor entregado y servicial, hasta la humillación de la cruz, del Hijo amado del Padre. Ahí aprende además que abrazarse a Él, a su vida y pobreza, a su camino de descenso y despojo, daba sentido a su misericordia con los leprosos, cuyo dolor y marginación ha asumido por nosotros el Hijo de Dios. Así explica la conversión de Francisco y su lógica Raúl Manselli en varios de sus estudios; quizá su texto más significativo sea éste: «Hay que repetir por eso, en primer lugar, lo que me ha parecido el hecho esencial y más significativo de la conversión de Francisco: no se trató de una conversión de la riqueza del mercader de telas a la

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pobreza del penitente, sino del paso de un estado social reconocido, respetado y rico, a una condición de la humillación más total cual era la del leproso, marginado, miserable, rechazado por todos. Por esto, él se distingue de tantos de todos los tiempos, antes y después de él; lo que lo caracteriza es, de hecho, la elección voluntaria de una condición permanente e irreversible de humillación, con la que ciertamente está vinculada también la pobreza, pero sólo como uno de sus aspectos, ligado al hecho, esencial y primario, precisamente del paso a la situación más humilde y baja posible... Si queremos saber la razón profunda de este comportamiento, tendremos que buscarla no en meditaciones teológicas o exegéticas, sino en la intuición inmediata y directa de la realidad humana de Cristo... como persona que cotidianamente vivió, del modo más humilde, más despreciado, la experiencia de vida terrena» (Spiritualitá francescana e societá, Asís 1981, pp. 392-394). Desde entonces, Francisco con sus hermanos no ha cesado de contemplar al buen Pastor que por nosotros soportó la pasión de la cruz. Fijos los ojos en Él, su contemplación fue palpando en Cristo: la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, que lo hizo hermano nuestro y pobre, y que lo condujo a la humillación de la cruz, desde la que el Padre lo acogió con gloria; la relación viva y entrañable que tiene con el Padre, de quien es Hijo, el Hijo amado, igual en todo al Padre, de quien viene y a quien va, con quien vive en comunión de conocimiento, de amor y de dones; por Él, además, conocemos al Padre en el Espíritu; y su ser y función salvadora, por la que saben gozosamente que Jesucristo es enteramente para nosotros y para nuestro bien. Estos son los rasgos más principales del Jesucristo de la contemplación de Francisco, rasgos que podemos contemplar, reflexiona Francisco, gracias a la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad que recibió en el seno de la Virgen gloriosa. De ahí que, en la contemplación mariana de Francisco, la Virgen aparezca junto a Jesucristo y que, además, éste sea el dato más destacado en ella; como dice O. Schmucki, «siempre que el Seráfico Padre habla de la Virgen, la presenta indisolublemente unida con su Hijo». Para Francisco, como para la fe de la Iglesia que en el siglo XII, que lo vio nacer, alcanzaba una generosa y ferviente proclamación, la Virgen sólo se explica desde Jesucristo y por Jesucristo. Todo lo que es y todo cuanto es, lo es por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo. Con otras palabras eso es lo que Francisco canta en el Saludo a la Virgen. Y con ello ha dicho toda la alegría de la salvación de Jesús, que se encarna y nace de ella, y al que ella está unida en su condición y destino. Son los dos puntos de su contemplación que pasamos a exponer. 1. María Madre de Jesús, el Hijo amado del Padre Así narra Francisco el comienzo de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo: «Esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, la anunció el altísimo Padre desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen» (Adm 1,16). «Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1 R 23,3).

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Los textos, que subrayan la decisión salvadora del santísimo Padre del cielo, en la que insistiremos, señalan además, y como punto que levanta la admiración y acción de gracias del Pobrecillo, el acontecimiento salvador de la encarnación y del nacimiento de la Palabra del Padre, de su Hijo amado. Con palabras sencillas, sin teologías, repitiendo fórmulas de la liturgia y del lenguaje religioso popular, Francisco confiesa que la Palabra del Padre ha recibido la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de la santa y gloriosa Virgen María; que el Padre ha hecho nacer al Hijo de la gloriosa siempre beatísima santa María; que el Hijo de Dios se humilla ahora en la Eucaristía como cuando descendió del trono real al seno de la Virgen. Y confesando esto, Francisco es consciente de que está proclamando lo más santo y amado, placentero, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable: tener un tal hermano (2CtaF 56). Y, por tanto, que el Padre, que habita en una luz inaccesible, es noticia y conocimiento en la carne que vieron con sus propios ojos los apóstoles (Adm 1,1-21); y que el santo amor del Padre se ha hecho visible y palpable en su Hijo, nacido de María Virgen. De aquí arranca la admiración y acción de gracias de Francisco, que terminaría, sin terminar nunca, en la prisa del seguimiento de las huellas de nuestro Señor Jesucristo. Pero en su admiración y acción de gracias, tropezaría con Aquélla de la que el Hijo amado recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. María no es objeto directo y expreso de ellas; Francisco, sin embargo, no tiene más remedio, desde su fe, que nombrarla y envolverla en su admiración, que tan bien destacan los adjetivos de santa, gloriosa, beatísima Virgen María, con que la saluda. Porque, sin ella, Jesús, el Hijo amado del Padre, que es nuestro hermano, que fue pobre y huésped y que se entregó en la cruz, no existiría, ni se habría realizado el plan salvador del Padre. De ahí que, aun sin proponérselo, nos ofrezca, en esa alusión rápida a María, unos rasgos que la definen e identifican y que abren sus ojos y los nuestros a la admiración; estos dos: a) La Virgen santa y gloriosa le ha dado al Hijo amado del Padre la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Gracias a ella, Jesucristo es verdadero hombre y está sujeto a los condicionamientos de la existencia humana, que lo han despojado de la gloria que le correspondía como a la Palabra del Padre, tan santa, digna y gloriosa. Nadie, por tanto, ha tenido con el Hijo amado del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre, una relación tan única y singular como ella. Eso es lo que admira y canta Francisco en sus dos oraciones a la Virgen, especialmente en el Saludo, en el que los nombres de palacio, tabernáculo, etc., no proclaman otra cosa que la vecindad, la cercanía increíble de María con el Hijo amado del Padre, en la comunión de personas de la Trinidad. Lo mismo dicen los adjetivos que coronan su nombre en los textos que nos han servido de punto de partida, sobre todo el título de Madre de Dios, con el que la admira e invoca. Título éste que, aun estilísticamente, es el punto más alto del Saludo en su segunda parte, al que todo el movimiento del mismo tiende y en el que se cierra y concluye. Lo más que cabe decir de la Virgen beatísima lo dice su título de Madre de Dios. Relación que sólo se salva salvando la verdad entera de Jesús, que es Hijo de Dios y es también Hijo de María. La insistencia de Francisco en la maternidad de María y en la dimensión fisiológica de la misma busca precisamente salvar, a todo trance, la realidad humana del Hijo de Dios, la carne que tomó del seno de la Virgen, en contraposición al docetismo cátaro. b) La Virgen santa y gloriosa tiene que ver, está implicada en el plan salvador del Padre. Si la Palabra del Padre toma carne en el seno de la Virgen, si el Padre ha querido que su Hijo naciera del seno de María, ha sido por nosotros, por nuestro bien, por nuestra salvación. No es más explícito Francisco en este punto, pero dice claramente que, si con Jesús comienza la salvación, la Virgen no es ajena a la

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misma en cuanto que en su seno comienza el Hijo amado del Padre su camino salvador de pobreza y humillación, y en cuanto que su nacimiento del seno de la Virgen es la manifestación del amor con que el Padre nos ha amado. Desde esta contemplación del comienzo del camino de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, Francisco ha dado en el blanco de la cuestión mariana, sin que tengamos que suponer que él ha hecho este razonamiento. María interesa a la fe, María tiene un lugar incuestionable en la confesión de la fe cristiana, en el Credo, porque si Jesús es el Hijo de Dios en carne humana para salvarnos, lo es porque y desde que se encarnó y nació de santa María. Sin ella, Jesús no sería Jesús: el Hijo de Dios y el Hijo de María, verdadero Dios y verdadero hombre, que «sólo refleja la entraña de Dios en la medida en que refleja a su Madre» (O. González de Cardedal). Por eso ella es gloriosa, santa y beatísima. Y por eso también está justificada la veneración de que se la rodea (CtaO 21). Por el camino de la contemplación de la Palabra del Padre que recibió en el seno de María la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con la encarnación del Hijo del Padre, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que ésta, a su vez, se ilumina; los temas son éstos: a) Importancia de las mediaciones en la experiencia cristiana de Francisco: la confesión y experiencia cristiana de Francisco es consciente de que Dios es inaccesible en sí mismo, y de que sólo es posible conocerlo a través de las mediaciones de Jesucristo, del Espíritu del Señor, de santa María la Virgen, de la Iglesia, de los sacramentos, de los hombres y de las demás criaturas. Lo específico de la mediación mariana, dentro de este conjunto de mediaciones que nos acercan a Cristo y que no tienen todas el mismo rango, consiste en que por ella el Hijo de Dios ha recibido la verdadera carne de nuestra humanidad v fragilidad. b) La absoluta identidad cristiana consiste en la relación con Jesucristo: la confesión y experiencia cristiana de Francisco sabe que el cristiano lo es sólo y en cuanto tiene relación con Jesucristo, el único que nos conduce al Padre. Relación que en la Virgen santa y gloriosa consigue su primera y máxima realización, y que la convierte en la compañera y ejemplar primero de los que, por la inhabitación del Espíritu del Señor, son también «madres, cuando lo llevan en el corazón y en el cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo dan a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 53). Por eso, la dimensión materna de la vida de los Hermanos Menores, destacada en el triple hecho de que el amor de los hermanos entre sí deba sobrepasar al de la madre a su hijo (1 R 9,11; 2 R 6,8), de que los hermanos que cuidan de los que se dedican a la contemplación se llamen «madres» (REr 1-2) y de que se llame estériles a los hermanos dedicados a la actividad apostólica descuidando la oración (2 Cel 164), tiene su raíz en «el puesto dado a María en la imagen franciscana de la Iglesia» (O. Schmucki). c) Centralidad e importancia de la misión en la vida del Evangelio: la fe y experiencia cristiana de Francisco es consciente de que, si Jesucristo Salvador es la salvación y es para salvar, nuestra relación con Él nos define en consecuencia como salvadores y para la misión. «Hemos sido dados al pueblo para su salvación» (LP 83g). Así se señala en los biógrafos lo que aparece claro desde la vocación evangélica de Francisco y desde la de sus primeros hermanos, que la regla y vida de los hermanos recoge ya en las primeras fases de su redacción, sobre todo en los capítulos 16, 17 y 21 de la Regla no bulada. Como María, arrastrada y envuelta en la entrega que el Padre nos hace del Hijo de su amor para nuestra salvación, los Hermanos Menores serán también, desde dicha donación, donadores de gracia para todos.

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2. María, pobre con Jesucristo, el Hijo amado del Padre La confesión cristológica de Francisco abraza, como hemos indicado, la vida y pobreza de N. S. Jesucristo, sus huellas, los misterios principales de su vida terrena. Una de las convicciones cristológicas de Francisco consistía en la certeza de que la historia de Jesús, su biografía o, como dice el Pobrecillo, los ejemplos del Hijo de Dios, no es un marginal que importa poco para la confesión cristológica cristiana. Está en juego en ello la realidad de la encarnación. Por supuesto que Francisco no hace este razonamiento ni es tampoco excesivamente detallista en la contemplación de los distintos misterios de la vida de Jesús; pero el hecho de que los distintos misterios de la vida de Cristo sean objeto de su oración y contemplación como contenido del plan salvador del Padre, de que en ella encuentre el camino de Jesús que debe seguir y por el que él y sus hermanos optaron desde el principio de forma decidida y radical como justificación de su forma de vida, está diciendo que, de hecho, eran conscientes de que, para llegar al Padre, el camino era la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y su santísima Madre, contemplada como expresión de su anonadamiento y desapropiación, y por ello como manifestación de la humildad de Dios. Nguyen van Khanh escribe al respecto: «En la Encarnación del Hijo quedó expresada la donación que la Trinidad hace de sí misma a la criatura; dicho de otra forma, la Encarnación nos descubre la humildad de la Trinidad» (Cristo en el pensamiento de Francisco, p. 103). Vinculada a dicha vida y pobreza aparece también la Virgen, en la contemplación de Francisco. Ya hemos indicado la sobriedad con que los escritos se refieren a los distintos misterios de la vida de María o de la vida de Jesús en la que ella esté presente, si se compara con lo que los Evangelios presentan, con lo que celebraba entonces la liturgia y, sobre todo, con la contemplación de los autores del Siglo XII. Los escritos se limitan a aludir a la Anunciación, al Nacimiento de Jesús y, de una manera general, a su vida pública de peregrino y desinstalado, que Francisco contempla reflejada en la de cualquiera de los marginados del Asís de entonces. Además, tales misterios están allí señalados de una forma escueta y sin entretenerse en los detalles y circunstancias que nos refieren los textos del Evangelio. Sin embargo, tanto en la alusión al Nacimiento como a la vida pública, la contemplación de Francisco destaca la vida de pobreza que la Palabra del Padre quiso escoger en el mundo (2CtaF 5). En ambos momentos Francisco presenta a Jesucristo como un peregrino, un sin techo ni hogar que, según un texto evangélico preferido por Francisco al decir de los biógrafos, «no tiene donde reclinar la cabeza». Desde que, en la Encarnación, el Verbo del Padre, «siendo Él sobremanera rico (2 Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5), el camino y condición de Jesús irá, por el despojo y la desapropiación, hasta la desnudez de la cruz, pasando por una vida expuesta de tal modo a la pobreza, que se ve obligado a vivir de limosna y en la desinstalación del que no tiene techo ni hogar. Según el P. Schmucki, la presentación que la Regla (1

R 9,3-8) hace de la mendicidad de Cristo y, sobre todo, de la de la Virgen, sin ningún texto evangélico que la respalde, estaría influenciada por la piedad popular de entonces y quizá también por los evangelios apócrifos. Con Él, junto a Él, está María, su Madre..., contemplan los dos textos a que nos estamos refiriendo (OfP 15,3; 1 R 9,3-5). Tampoco ella, por tanto, tiene donde reclinar la cabeza. También ella, como Jesús, debe mendigar el sustento para vivir. Es la «pobrecilla», dice Celano; según éste y los demás biógrafos, Francisco la contempla compartiendo la pobreza y el desamparo de su hijo. Por el camino de la contemplación de la pobreza desinstalada y sin abrigo de Jesús, en la que la Virgen su Madre está implicada como primera y principal seguidora, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana, que tienen que ver con el seguimiento de la pobreza y humildad de

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Jesucristo, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que, a su vez, ésta se ilumina; los siguientes: a) Centralidad de la compasión hacia los leprosos y marginados en la experiencia cristiana de Francisco: punto de partida de su proceso de conversión es la misericordia con los leprosos. Y la compasión hacia todo el que sufre será actitud permanente que lo acompañará toda su vida, y que tendrá su justificación definitiva y suprema en la vida y pobreza de Jesucristo, hecho leproso por nosotros, y de su santísima Madre. b) Centralidad de la pobreza en la vida del Evangelio: la pobreza, como inseguridad y escasez, en seguimiento de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, tiene en el texto de 1 R 9,3-6, a que nos venimos refiriendo, una de sus primeras formulaciones y uno de los testimonios de su centralidad. Con ello, la vida de despojo y humillación de Jesús como forma de vida de los Hermanos Menores, está también inspirada y acompañada por la existencia de María como seguidora de la vida a la intemperie y en comunión con los pobres de su Hijo. 3. Consagrada por el Santísimo Hijo La confesión cristiana de Francisco no separa nunca la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, de la gloria que Él tiene en común con el Padre. El Jesús hermano en la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, el Jesús pobre y con los pobres, es el mismo que es la Palabra del Padre, que es igual al Padre, que tiene, vive y obra en comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Por eso, al levantar sus ojos hacia la Virgen, la contempla también bajo la acción de su Hijo que, al igual que el Espíritu, la consagra junto con el Padre. Dice así Francisco en el Saludo a la Virgen: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». El texto tiene un indudable tono intemporal que lo distingue de los comentados hasta ahora. Como si nos acercase al secreto y a la intimidad inaccesible de Dios, subrayada ésta además por el doble «santísimo» que acompaña a los nombres del Padre y del Hijo. Es el misterio e impenetrabilidad de los designios de Dios, aunque se le contemple en su comunicación a los hombres, en nuestro caso, a la Virgen santa y gloriosa que Francisco, como veremos, subraya con frecuencia. El texto, además, presenta al Hijo amado en la comunión de personas de la Trinidad, en la que el Padre es siempre el origen y principio y el que tiene la iniciativa, y que aquí aparece junto con el Hijo y el Espíritu Santo, eligiendo y consagrando a la Virgen. En la acción y comunicación consagrante por parte del Santísimo Hijo amado detenemos ahora nuestro comentario. Según el texto a que nos referimos, la contemplación de Francisco sabe que, antes de la acción de María que concibe al Hijo de Dios y que lo da a luz, está la acción y comunicación del Hijo a su Madre, que la consagra, la prepara y capacita como Madre suya, para descender luego del trono real a su seno materno (Adm 1,16). En su concisión, el texto no deja margen para ulteriores desarrollos. Pero cuanto la teología se atreve a decir al hablar de que «cuando el Hijo de Dios, obediente y acorde con el Padre, elige y prepara personalmente como Madre suya a esa mujer elegida por el Padre, entonces ella, hecha por la gracia y el poder de Dios pura apertura y disponibilidad, puede ya concebir a este Hijo, que es su Hijo. Él se confía a ella, se siembra en ella; Él, que es la vida y en cuanto la vida que es, la hace así su Madre, y luego, por ella y desde ella, se entrega a toda la humanidad como la vida nueva » (R. Schulte), está dicho aquí de una forma sencilla y casi visual: el Hijo amado, en la comunión de Personas de la Trinidad, unge y consagra a su Madre, como está ungida y consagrada la capilla de Santa María de los Ángeles. María, dice Francisco, es también obra de su Hijo. Obra, además, conseguida y perfecta, como cantan los aves del Saludo, y el

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ave de otro escrito haciendo eco al evangelista: «¡Salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo! (Lc 1,28)» (ExhAD 4). Obra que alcanza su plenitud en la glorificación de María, la santa Reina coronada. De nuevo Francisco, al contemplar la acción y comunicación del Hijo amado del Padre a la Virgen santa y gloriosa, nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que se refieren a su confesión de Jesús como el Hijo amado del Padre; desde ellos parte su contemplación mariana y desde ellos ésta, a su vez, se ilumina. Son: a) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad y Unidad: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que son y viven en comunión. ¡Siempre el Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo! Siempre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo actúan y se comunican en la comunión de Personas de la Trinidad, como ha sucedido en María, «elegida por el santísimo Padre y consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». b) Su visión de Jesucristo como el Hijo del Padre: el Jesús de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es, sobre todo y antes que nada, el Hijo queridísimo del Padre, el Hijo amado que le descubrió al Pobrecillo que, sólo por el Hijo y en su experiencia filial, se conoce y se alcanza al Padre, y que la actitud ante Él no puede ser otra que la del Hijo, en quien la Virgen y nosotros somos hijos del Padre. c) La primacía y anterioridad de la acción de Dios: Francisco es consciente de que sólo el Señor da la gracia de comenzar a hacer penitencia, de que Él es quien conduce a los leprosos, de que el Señor es quien hace y dice todo bien. Por eso también para la Virgen vale lo que debe ser principio incuestionable en la vida evangélica del Hermano Menor: tanto se tiene cuanto Dios da (Adm 19). Tampoco a ella le estaba permitido gloriarse en nada (Adm 5). La gloria de la Virgen gloriosa, como la nuestra, es Dios, el Padre que nos ha comunicado su gloria en Jesús. II. VENIMOS DEL PADRE Y A ÉL VAMOS Fijos los ojos en Jesús, el crucificado de san Damián, y siguiendo sus huellas, Francisco y sus hermanos contemplaron en Su rostro, humillado y glorioso, la relación viva, entrañable y gozosa que tiene con el Padre, de quien es la Palabra, la sabiduría y el Hijo amado y queridísimo, y de quien nos ha revelado el nombre, pues sólo por Él conocemos al Padre que habita en una luz inaccesible. Y así supieron que Dios es su Padre, que de Él ha salido y hacia Él va, que con Él vive en comunión de conocimiento y de amor, que Él lo ha enviado al mundo para su salvación, que ha querido, por el santo amor con que nos amó, que su Hijo naciera de santa María Virgen (1 R 23,3), que de Él ha recibido su amor, sus discípulos y su mensaje, que por Él ha sido entregado a la muerte de cruz para nuestro bien y salvación, y que por Él fue acogido con gloria y así está sentado a la derecha del Padre santísimo en los cielos, eternamente vencedor y glorioso, y orando y dando gracias al Padre por nosotros y en nuestro lugar. Así descubrieron en el rostro del Padre los dos rasgos más salientes que lo identifican y con los que se manifiesta también, como veremos, en su comunicación a la Virgen y en su relación con ella; por una parte, su transcendencia: es el Altísimo, el Santísimo, el Rey sumo; y por otra, su cercanía: es al mismo tiempo el Padre del santo amor, y el que elige y consagra a María (SalVM 2). Descubrieron también que el Padre ha creado todas las cosas por medio de su Hijo único con el Espíritu Santo. Supieron además, gozosa y alborozadamente, que tenían un Padre en el cielo, de quien eran hijos por el Espíritu del Señor que mora en los que perseveran en penitencia y en los que hacen la voluntad del Padre en seguimiento de Jesús, el Hijo amado. Y, en fin, sus ojos y sus manos se alzaron al Padre como el final y término hacia donde todo se dirige y va a dar.

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Así es el rostro personal y la comunicación gratuita y salvadora del Padre de nuestro Señor Jesucristo, santo y grande, que Francisco y sus hermanos fueron descubriendo tras las huellas de Jesucristo, en comunión con su experiencia filial e impulsados por el Espíritu del Señor. Por eso, no es de extrañar que Francisco, cuando contemple a la Virgen gloriosa y beatísima, la vea bajo la acción del Padre y en relación con Él. Todo cuanto la Virgen es y todo cuanto de ella cabe decir, desde la fe, arranca del Padre, de quien, por Jesucristo, venimos y hacia quien vamos. También ella podía decir: «¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener en el cielo un Padre!» El fervor mariano del siglo XII, contexto inmediato de la confesión de fe de Francisco, fijó también su atención en la acción y comunicación del Padre a María y en la relación entre ambos. Son los puntos que pasamos a exponer. 1. La acción del Padre en María La acción y comunicación gratuita y salvadora del Padre, origen y principio de la Trinidad y de su manifestación y comunicación a los hombres, a la Virgen santa y gloriosa, la expresan los escritos en los siguientes textos: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!» (SalVM 1-3). «Esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, la anunció el altísimo Padre desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). «Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1 R 23,3). No nos interesa hacer ahora una exégesis detallada de estos textos, sino únicamente recoger y subrayar el protagonismo del Padre en su acción y comunicación salvadora, que ellos destacan con precisión. En el primero, de una forma directa: «elegida por el Padre» y «consagrada por Él» (SalVM 2). En los otros dos, de una manera indirecta, ya que las acciones de las que se hace responsable al santísimo Padre del cielo: anunciar su Palabra y hacer nacer al Hijo, no recaen sobre la Virgen directamente. Pero los tres presentan a María bajo la acción del Padre y en dependencia absoluta y radical de su designio y amor salvador y generoso. Por lo tanto, también la Virgen santa María, gloriosa y beatísima, comienza en el nombre del Padre y de su acción y comunicación, en la escucha de su anuncio-revelación y en la corriente del santo amor con que nos amó. También la persona y la existencia de María aparece implicada en el quehacer salvador del Padre, tiene que ver con la salvación de todos, y es también, como el descenso del Hijo amado del Padre, nacido de su seno, para la salvación de todos. Lo dicen expresamente los dos últimos textos aducidos, en los que la acción y comunicación del Padre a la Virgen tiene que ver con su acción salvadora, que abraza desde la creación a la parusía, y tiene origen y fuente en su santo amor. La Virgen tampoco es sólo para sí, sino que lo que importa en ella sobre todo es su contribución al designio salvador del Padre: ser la casa que albergue al Hijo salvador y redentor, y que haga posible la casa de Dios en la humanidad, según sugiere el título de Virgen-Iglesia. María es la persona-Iglesia que hace posible la comunidad-Iglesia.

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Acción y comunicación salvadoras y gratuitas del Padre, que elige y consagra a María, contempladas en la comunión de Personas de la Trinidad, en la que el Padre tiene la primacía de origen y principio sin principio, como acostumbra a contemplar Francisco. En consecuencia, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son los protagonistas principales de la elección y consagración de María, como lo son de la salvación. A ella se comunican, en ella actúan, y por ello María puede ser proclamada como la «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), ya que es palacio, tabernáculo, casa, vestido, esclava y Madre del Hijo, Hijo que tomó la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en su seno (2CtaF 4). También la Virgen, por lo tanto, comienza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que han creado todas las cosas, que nos han redimido y que, por sola su misericordia, nos salvarán. También ella está expuesta y sometida al quehacer salvador de cada una de las Personas de la Trinidad, en la que el Padre es el centro y polo absoluto, y la fuente y origen del designio salvador, en el que también ella se ha visto arrastrada y envuelta. Por eso se explica que Francisco, a la hora de la acción de gracias «por estas cosas», suplique humildemente «a la gloriosa Madre y beatísima siempre Virgen María», la primera entre todos los ángeles y santos, que dé gracias al Padre, como a Él le agrada (1 R 23,6). Es la misma estampa que Francisco presenta de María en el Saludo a la Virgen. También en él María aparece como glorificadora del Padre, en la comunión de Personas de la Trinidad, sólo que en pasiva. La Virgen aparece en él como la obra cumbre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en cuanto palacio, tabernáculo, casa, vestido, esclava y Madre del Hijo en la comunión de Personas de la Trinidad (SalVM 2-5), y por ello como epifanía de su grandeza y de su amor. Dios se ha cubierto de gloria en María, canta en definitiva Francisco. 2. Elegida y consagrada por el Padre El resultado de la acción y comunicación del Padre en María lo señalan los escritos del Pobrecillo con dos participios: elegida y consagrada. Primero, ELEGIDA, la acción de elegir, de escoger, de preferir entre otros, que es el sentido que el verbo elegir tiene en los escritos, que a Francisco le podía sonar de sus lecturas bíblicas del Misal y del Breviario, y que la Antífona del Oficio de la Pasión traduce así: «No ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti». Singularidad por lo tanto de la Virgen, excelencia sobre toda mujer, que el mismo texto de la antífona que comentamos enraíza en las relaciones de María con cada una de las Personas de la Trinidad, y que también e indudablemente enfatiza y singulariza: nadie como ella está relacionada con las Personas de la Trinidad. En segundo lugar, CONSAGRADA. El vocablo habla de ofrecer un objeto a Dios, de hacerlo sagrado o de dedicar algo a Dios. Por lo tanto, el término, en el Saludo a la Virgen, obliga a pensar en la consagración o dedicación de los lugares sagrados a Dios y a su culto, ya que la Virgen es saludada en él como palacio, tabernáculo, casa, morada, al fin, del Hijo de Dios, de quien es Madre. La Virgen santa María se contempla, pues, como objeto y destinataria de la acción del Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, que la preparan, habilitan y consagran para ser lugar que «tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), según la probable secuencia de ideas entre los versos 2 y 3 del Saludo. Como decíamos en nuestro anterior trabajo, en la imagen de María que se desprende de lo dicho hasta aquí destaca sobre todo la acción del Padre que despliega, manifiesta y comunica su amor santo en favor del hombre a través de la creación, de la vida y pobreza de Jesucristo, y de la habitación del Espíritu del Señor que nos hace hijos del Padre, y hermanos, madres y esposos de Jesús; y que, en la Virgen, según la contemplación de Francisco, se concreta en su elección y consagración, en el anuncio-revelación del Padre y en su voluntad de que su Hijo naciera de la Virgen

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por el santo amor con que nos amo. Por eso hay que decir que, al fin, Francisco más que hablar de María o de alzar su admiración hacia ella, de lo que habla y lo que le estremece es el Dios bien, todo bien, sumo bien, el único bueno, el Padre de ternura e intimidad inefable para su queridísimo Hijo y, desde Él y por Él, para con los hombres y, entre ellos, sin comparación con ninguna creatura, para con la Virgen Santa y gloriosa. Por eso, «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!»

(SalVM 1). O dicho de otra forma y con un tema que configura toda su experiencia cristiana: Francisco de lo que habla es de la pobreza de María, vacío para Dios; eso la define, sólo eso es ella ante Dios, y así se identifica ella en su Canto, el Magníficat. Contemplando la acción y comunicación del Padre a María, en la comunión de Personas de la Trinidad, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con su visión de Dios, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que ésta, a su vez, se ilumina; los siguientes: a) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad y Unidad: a ella nos hemos referido en el apartado anterior y a él remitimos. b) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como transcendente en su ser y obrar: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es el entera y radicalmente diferente, el indecible e incomparable con nadie ni nada, el altísimo y santísimo, ante quien no cabe otra cosa que la adoración rendida y absoluta, el silencio admirativo y la entrega incondicional en acción de gracias y en donación de gracia. Frente a este misterio de la transcendencia de Dios, acorralada por Él, coloca Francisco a María, también santa y gloriosa porque «elegida por el santísimo Padre del cielo y consagrada por Él, con su santísimo Hijo y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2). c) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como comunicación entre ellos y hacia el hombre: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es también el Dios bien, todo bien, sumo bien, el único bueno, que hace y dice todo bien, que nos ha creado, nos ha redimido y por sola su misericordia nos salvará (1 R 23,8). El Dios que da y se nos da en su Hijo y en el Espíritu Santo. El Dios amor y caridad, el Dios gran limosnero, ante quien no es posible otra cosa que la acción de gracias y el don rebañador y absoluto. Ante Él, envuelta y habitada por su ternura, por su acción y comunicación, contempla Francisco a María, «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), y que, junto con el Hijo queridísimo y el Espíritu Santo, y con todos los ángeles y los santos, da gracias por estas cosas (1 R 2 3,6). d) La visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como gratuito y de balde: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es el Dios que obra como a Él le place, que por el santo amor con que nos ha amado, quiso que su Hijo naciera de la Virgen, y que lo entregó a la cruz, no por Él sino por nuestros pecados y para nuestro bien. Ante Él no cabe más que confesar que todo es gracia, y que dar gracias es la actitud justa y debida. Ante el que hace y dice todo bien, contempla también Francisco a María como la que es y tiene en la medida en que Dios le da, según cantan el Saludo a la Virgen y la Antífona del Oficio de la Pasión, y como la que vive ante el Padre dando gracias y pidiéndola para los hombres. e) La primacía y principalidad del Padre de nuestro Señor Jesucristo: en la confesión cristiana de Francisco, el Padre es la fuente de la Trinidad, origen del Hijo y del Espíritu Santo; Él ha creado todas las cosas; de Él somos hijos en el Espíritu. Él es también el término y final de todo: hacia Él va el Hijo, a Él se dirige su acción de gracias y la del Espíritu Santo, y la de María y la de todos los ángeles y

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santos, y también la fe, esperanza y caridad de todos los fieles y hombres (1 R 23,1-10). Ante Él coloca también Francisco a la Virgen santa y gloriosa: bajo su acción y en relación con Él como esclava e hija. f) La paternidad de Dios Padre sobre los hombres: en la confesión y experiencia cristiana de Francisco, la paternidad del Padre de nuestro Señor Jesucristo sobre los hombres se contempla y admira en las relaciones entre el Padre y el Hijo amado. Cómo Dios es Padre y cómo somos hijos ante Él, sólo se aprende en la contemplación de la paternidad de Dios Padre sobre el Hijo amado y en la contemplación de la filiación del Hijo para con su Padre. Cuando Francisco contempla a María como hija del Padre, hay que colocar dicha contemplación, aunque él no lo diga expresamente, dentro del contexto de sus escritos, en los que la paternidad de Dios sobre los hombres está vista en su fuente, en la relación de paternidad y filiación entre el Padre y el Hijo. María tampoco tiene otra fuente ni origen de su filiación que esa. 3. María, hija y esclava del Padre La acción y comunicación gratuita y salvadora del Padre a la Virgen, en la comunión de Personas de la Trinidad, crea entre Él y María unas relaciones que tienen su raíz en dicha comunicación, y que Francisco expresa con los nombres de «hija y esclava» que le da en la Antífona del Oficio de la Pasión. Nombres que hay que leer y pronunciar a la luz del contexto de sus escritos. En ellos, la expresión «siervo de Dios» supone la convicción de que todo es y depende de Dios, y de que, por tanto, no cabe otra actitud ante Él que la de estar a su entera disposición, la de no gloriarse de nada y la de alegrarse de todo el bien que Dios hace y dice; son precisamente las actitudes de María frente a Dios que destaca el Magníficat. E «hijo de Dios» lo es quien tiene el Espíritu del Señor y quien hace, en seguimiento de Jesús, la voluntad del Padre. Y dichos nombres, tal como aparecen en la antífona, señalan además, en la relación de servicio y filiación de la Virgen hacia el Padre, estos dos aspectos: a) María es hija y esclava del Padre por gracia y don: ni María ni nadie pertenece a Dios ni puede tener relación con Él, sin la gracia y comunicación previa de Dios a ella. Lo ha dejado dicho ya Francisco, por lo que se refiere a María en el Saludo a la Virgen, y lo proclama además su visión de lo cristiano, en la que la respuesta del hombre a Dios está provocada y urgida por su comunicación inefable a nosotros en la humillación de Jesús. b) María, hija esclava del Padre, en cuanto consentimiento personal y actitud existencial de ella frente al don y a la gracia de ser hija y esclava suya. Dimensión que los nombres a que nos referirnos no hacen explícita ni desarrollan, pero que indudablemente expresan por sí mismos, y que, leídos además a la luz de la Carta a los fieles (2CtaF 48-49) y del Saludo a la Virgen, permiten desentrañar su contenido y afirmar que María, igual que los verdaderos penitentes, en los que mora el Espíritu del Señor, es hija del Padre, cuyas obras hace. Mucho más teniendo en cuenta la constante y repetida visión de lo cristiano de Francisco, en la que la respuesta, el seguimiento, la vida en penitencia, son consecuencia obligada y urgente de la confesión de Dios Trino, trascendente y cercano, en su comunicación generosa a nosotros en Jesucristo. Porque Dios es don, al hombre no le queda otro remedio que dar y darse. La imagen de María que nos ofrece Francisco desde su contemplación de las relaciones de servicio y filiación que ella tiene con el Padre, aunque no nos permite pormenorizar sus rasgos, es suficiente para poder afirmar con seguridad la dimensión consentidora y responsiva de María, que no admite parangón en este mundo (OfP Ant 1). Con ello Francisco ha dicho todo lo que la teología no acaba de decir sobre la fe, la disponibilidad y la pasividad-activa de María hija y esclava, que le obligaban a rezar: «Ruega por nosotros».

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III. EN EL ESPÍRITU SANTO Siguiendo a Jesús en sus huellas de entrega y humillación hasta la cruz, Francisco y sus hermanos fueron descubriendo que la confesión cristiana es también confesión del Espíritu del Señor y su santa actividad. Descubrieron que el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo, vive y reina en comunión con el Padre y el Hijo, y que es uno con ellos en la «suma Trinidad y santa Unidad», en la «perfecta Trinidad y simple Unidad»; que da gracias al Padre junto con el Hijo; que obra juntamente con el Padre y el Hijo; que, con el Espíritu Santo, el Padre ha creado todas las cosas por medio de su Hijo; que, junto con el Padre y el Hijo, es creador, redentor y salvador; que nos da a conocer al Padre invisible y la divinidad del Hijo de Dios en la carne humilde de Jesús y en el pan y el vino eucarísticos, y le conocemos también a Él; que morando en nosotros, nos hace hijos del Padre y hermanos, madres y esposos de Jesús, el Hijo amado del Padre; que nos purifica, ilumina y enciende para seguir las huellas de Jesús hacia el Padre; que activa en nosotros su santa operación: la oración pura, la humildad y paciencia en la persecución y enfermedad, el amor a los que nos persiguen, reprenden y acusan, o que con su gracia e iluminación infunde en los corazones de los fieles las santas virtudes para hacerlos, de infieles, fieles a Dios; que la caridad del Espíritu obliga a servirse y obedecerse mutuamente; y que, por ello y al fin, el Espíritu del Señor nos abre el camino de las huellas de Jesús, opuesto al camino que la carne prefiere y ama. Y así y en consecuencia, los escritos hablarán de la caridad del Espíritu, de la obediencia del Espíritu, de la paz del Espíritu, de la pobreza del Espíritu, de la vida del Espíritu, de la sabiduría espiritual, y dejarán la impresión, en el uso frecuente y abundante de los términos espíritu y espiritual, de que la vida del Evangelio o la vida de los verdaderos penitentes está transida y ungida toda ella por y del Espíritu Santo. Así es el rostro personal y la comunicación gratuita y salvadora del Espíritu del Señor, del Espíritu Santo, que Francisco y sus hermanos fueron descubriendo y profundizando al paso y prisa del seguimiento de las huellas de desapropiación y humillación de Jesucristo, el Hijo amado del Padre, impulsados precisamente por el Espíritu Santo, opuesto al espíritu de la carne que «quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres. Y éstos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron su recompensa" (Mt 6,2)» (1 R 17,11-13). Con ello confesaban y proclamaban que sobre todas las cosas está el deseo del Espíritu del Señor y su santa operación (2 R 10,8-12); que el Espíritu Santo tiene la primacía en la vida del Evangelio en cuanto que, gracias a Él, el acontecimiento salvador del santo amor del Padre, que quiso que su Hijo naciera de la Virgen y que fuéramos redimidos por su cruz, sangre y muerte (1 R 23,3), es suceso ininterrumpido y habitual en nosotros por la habitación y morada del Espíritu del Señor. Desde esta confesión del Espíritu Santo y de su comunicación a los hombres que nos introduce en la vida de comunión de la Trinidad, es lógico que Francisco, al contemplar a María, la vea también bajo la acción del Espíritu Santo en la comunión de Personas de la Trinidad, y unida esponsalmente a Él. Aunque los textos que hacen referencia a estos puntos son pocos y tan escuetos que apenas permiten otra cosa que tomar nota de ellos, son, sin embargo, el testimonio suficiente de que la contemplación de Francisco ha acertado a ver a María en su relación con el Espíritu Santo, por quien el acontecimiento de la salvación se nos comunica y nos llega: por Jesucristo venimos del Padre y hacia Él vamos en el Espíritu. O, como dicen los teólogos, sólo en el Espíritu Santo el Padre es nuestro Padre por Jesús; sólo en el Espíritu Santo el Hijo es nuestro hermano en su filiación de y para el Padre.

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También en este punto Francisco estuvo precedido por la abundante y fervorosa contemplación del siglo XII de la acción del Espíritu Santo en María y de la relación que dicha acción establece entre ambos." Son los dos puntos que pasamos a exponer. 1. María bajo la acción del Espíritu Santo Dice Francisco en el Saludo a la Virgen: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito: que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 1-3). El texto proclama que la consagración de María es obra también del Espíritu Santo, en la comunión de Personas de la Trinidad, en la que la primacía de origen e iniciativa pertenece al Padre, como ya hemos indicado que subraya Francisco. También María, por tanto, comienza en el nombre del Espíritu Santo y con su acción y comunicación. El texto, como ya queda indicado, no permite ir más allá en el comentario. Pero afirma y proclama con seguridad que la acción y comunicación de Dios a María es acción de las tres Personas de la Trinidad; que su plenitud de gracia y todo bien abarca y se extiende a las santas virtudes que el Espíritu Santo ha infundido en ella y que también infunde en los creyentes para hacerlos, de infieles, fieles a Dios (SalVM 6); y dice también, teniendo en cuenta el contexto de los escritos resumido al principio de este apartado, que la acción y comunicación del Espíritu Santo a María, en la comunión de Personas de la Trinidad, va enderezada y dirigida a hacerla hija del Padre y Madre del Hijo, como le sucede al cristiano en el que mora el Espíritu del Señor (2CtaF 48-53). Con ello Francisco dice sencilla pero suficientemente cuanto el magisterio y la teología han dicho y seguirán diciendo sobre la acción del Espíritu Santo en María. Otra vez la ermita de Santa María de los Ángeles sería el punto de referencia, concreto y pobre, que le ayudaría a contemplar la consagración de María por el Espíritu Santo. Y de nuevo sus labios se abrirían a la alabanza: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!». 2. María esposa del Espíritu Santo También la acción y comunicación consagrante del Espíritu Santo a María, en la comunión de Personas de la Trinidad, crea y hace surgir una relación entre ambos. Es su esposa, dice la Antífona del Oficio de la Pasión. Francisco no expresa esta ilación entre acción consagrante y relación esponsal, pero lo que llevamos dicho a lo largo de estas páginas permite afirmarla. Tampoco se entretiene en explicar su contenido. Y aunque el nombre de esposa habla de unión, de intimidad y de fecundidad, apenas hay nada en el texto que comentamos ni en los demás escritos de Francisco que permita entretenerse en esa dirección. Únicamente cabe recordar que el Espíritu Santo, según la contemplación de Francisco que hemos desarrollado al principio de este apartado, es quien nos relaciona y une con el Padre y con el Hijo amado, y quien realiza la comunión entre los hermanos de la fraternidad. Desde este contexto, rápidamente señalado, se puede afirmar que, cuando Francisco llama a María esposa del Espíritu Santo, no hace otra cosa que proclamar la unión íntima y profunda de María con el Espíritu Santo, desde la que Él puede realizar su tarea salvadora de unirla con el Padre como hija, y con el Hijo como Madre. Unión en la que tampoco tiene comparación con nadie, y que haría repetir una vez más a Francisco: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!». La imagen de María que la contemplación de Francisco esboza según la exposición que acabamos de hacer de sus relaciones con el Espíritu Santo, puede parecer pobre en comparación con la «alta temperatura pneumatológica» de la mariología actual. Y aunque no había por qué esperar de él una exposición más rica y precisa, quisiéramos anotar lo siguiente: los escritos de Francisco no ofrecen una teología completa del Espíritu Santo; apuntan sólo unos temas y sin ninguna pretensión teológica además. En ellos está claramente confesada, como hemos visto, la comunión del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo en su ser y en su acción en la creación, en la redención, en la divinización y en la

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salvación definitiva y última. También está claramente confesada su santa operación, aunque no en toda su extensión y amplitud. Pero su relación con el Padre y con el Hijo, si bien se confiesa, no tiene el desarrollo que consiguen las relaciones entre el Padre y el Hijo. Otra cosa: los escritos tampoco se refieren a los dos momentos de la historia de la salvación en los que, según la presentación que hace de los mismos san Lucas, el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen: el Pentecostés anticipado de María (Lc 1,35: la Anunciación) y el Pentecostés de la Iglesia (Hch 1,8), que, al decir de los teólogos, la constituyen en pneumatófora. Sin embargo, cuando Francisco afirma que también el Espíritu Santo, en la comunión de Personas de la Trinidad, consagra a la Virgen, aunque no señale ninguno de los dos momentos a que nos acabamos de referir, está proclamando lo esencial y fundamental de las relaciones entre el Espíritu Santo y María, tanto más si se tiene en cuenta el texto de la Carta a los fieles (2CtaF 48-53), donde el Espíritu Santo aparece uniéndonos con el Padre y con el Hijo; el texto mencionado permite afirmar que en esa dirección hay que entender la acción consagrante del Espíritu Santo en la Virgen, como hemos expuesto. Por el camino de la contemplación de la acción del Espíritu Santo en María y de la relación entre ambos, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con el Espíritu del Señor, con el Espíritu Santo, desde los que su contemplación mariana arranca y desde los que, a su vez, se ilumina: a) Centralidad del Espíritu Santo, en su experiencia cristiana: Francisco ha acertado a ver que, sin el Espíritu del Señor, el acontecimiento salvador del santo amor del Padre en Jesús no sucede y se realiza en nosotros. Como en María, el Espíritu Santo cierra y concluye la comunicación salvadora de Dios a nosotros. b) La actividad del Espíritu del Señor: la confesión y experiencia cristiana de Francisco es consciente de que el Espíritu del Señor es el responsable último de toda actividad cristiana, de toda operación en seguimiento de Cristo. Es el Ministro General de la Fraternidad de Hermanos Menores (2 Cel 193). Como la Virgen santa y gloriosa no es Madre de Dios por sí ni ante sí, tampoco el Hermano Menor puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo. Y como la Virgen santa y gloriosa está adornada de las santas virtudes que el Espíritu Santo ha infundido en ella, también los Hermanos Menores, en cuanto creyentes, reciben del Espíritu Santo las santas virtudes que, de infieles, los hacen fieles a Dios (SalVM 6). CONCLUSIÓN Quizá la mejor conclusión de estas páginas sería ponernos de rodillas y recitar, como a veces hace Francisco, el gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que se han volcado sobre la Virgen santa y gloriosa en su comunicación salvadora en Jesucristo, en su vida y pobreza. Ahí, en la comunicación salvadora de Dios trino en Jesucristo, ha colocado Francisco a María. Y aunque pudiera parecer que, al contemplarla bajo la acción de las tres Personas de la Trinidad y en relación con ellas, la ha levantado a una altura inalcanzable, en realidad lo que ha hecho ha sido situarla en el descenso de Dios hasta nosotros en Jesucristo, en la absoluta cercanía de Dios en el Emmanuel, que revela al máximo la vecindad salvadora de Dios Uno y Trino. Indicado con lo que acabamos de decir el centro y blanco donde ha dado la contemplación mariana de Francisco, pasamos a señalar los puntos principales que, según creemos, han quedado claros a lo largo de la exposición: 1) La estructura trinitaria de la comunicación salvadora de Dios. La comunicación salvadora de Dios en Jesucristo tiene, según se desprende de toda la exposición, una estructura trinitaria y, por lo tanto y en consecuencia, también la vida cristiana consiste, ante todo y sobre todo, en la relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Por eso, la Virgen de la contemplación de Francisco ha

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sido «elegida por el santísimo Padre del cielo y consagrada por Él con el santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2), y es hija y esclava del Padre, Madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo (OfP Ant 2). 2) María y el designio salvador de Dios. La contemplación de Francisco ha colocado resuelta y decididamente a María en la comunicación salvadora y gratuita de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador, redentor y salvador, al confesar que la Palabra del Padre ha recibido la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de María. En la historia de la entrega de Dios al hombre, María, además de no estar ausente, tiene en ella una función única y singular: ser la Madre del Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación. En el designio salvador de Dios, esa es la importancia suprema e insustituible de María, cuya respuesta y colaboración responsable al mismo cantan de maravilla los nombres de hija y esclava del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo que le da Francisco en la Antífona del Oficio de la Pasión. Con ello ha dejado claro Francisco que María no es un «aparte» independiente en la historia de la salvación, sino que está dentro de ella, está implicada en ella y ha sido envuelta también en el amor santo del Padre, que quiere la salvación de todos. En la comunión de los santos, María prosigue, según la contempla Francisco, su compromiso en la salvación dando gracias al Padre por sus intervenciones salvadoras e intercediendo ante Él para que nos alcance su perdón salvador. 3) María y Jesucristo, el Hijo amado del Padre. Francisco ha destacado, en su contemplación de las relaciones de María con Jesucristo, el Hijo amado del Padre, los siguientes puntos: María ha sido consagrada por el Hijo creador, redentor y salvador en la comunión de Personas de la Trinidad; la Palabra del Padre ha recibido en el seno de la Virgen la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad; el Padre ha querido que su Hijo naciera, para nuestra salvación, del seno de María; la Palabra del Padre ha querido escoger en este mundo la pobreza junto con María su madre, y tanto Él como la Virgen han sido pobres y huéspedes y han vivido de limosna; María es madre del Hijo amado del Padre, y María ha sido coronada como reina junto a su Hijo, rey del universo. Con ello, Francisco ha destacado la relación única y singular que María tiene con Jesucristo, el Hijo amado del Padre, desde su maternidad. Nadie es tan relativa a Jesucristo como ella, nadie tan inevitable junto a Él, nadie tan cristocéntrica. Ha destacado también que todo lo que María es y todo cuanto es desde Dios y para Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tiene origen y raíz en el hecho de ser la madre de Jesús. Al fin, eso es lo que canta y celebra el Saludo a la Virgen. Y ha destacado por fin la implicación de María en la vida y pobreza de Jesús como consecuencia de su vinculación a Él. Implicación que pone de manifiesto además la fe de María, su seguimiento tras de Jesús, su hijo, la acogida responsable y activa que los nombres del Saludo a la Virgen también, implícitamente, proclaman y cantan. 4) María y el santísimo Padre del cielo. Francisco ha destacado, en su contemplación de las relaciones entre el Padre y la Virgen santa y gloriosa, los siguientes puntos: el Padre creador, redentor y salvador ha elegido y ha consagrado a María; el Padre, por medio del ángel san Gabriel, le anuncia su Palabra, tan digna, santa y gloriosa; el Padre, por el santo amor que nos ha tenido, quiere que su Hijo nazca de la Virgen para nuestra salvación; la Virgen es hija y esclava del Padre. Con ello Francisco destaca el protagonismo del Padre en María, en su persona y en su vida, impidiendo en consecuencia una visión de María excesivamente centrada en Cristo solo. Y destaca también, al afirmar que es hija y esclava del Padre, el protagonismo de María, su postura activa y responsable, su entera comunión con el querer del Padre en seguimiento de Jesús, obra y actividad del Espíritu del Señor que mora en los verdaderos penitentes, según 2CtaF 48-53. Comunión con el Padre que María continúa en la comunión de los santos, dando gracias al Padre por sus intervenciones en la historia de la salvación, e intercediendo ante Él por nosotros.

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5) María y el Espíritu Santo. Sobre este punto las afirmaciones directas y claras de Francisco son dos: primera, el Espíritu Santo, creador, redentor y salvador, consagra también a María en la comunión de Personas de la Trinidad, y, segunda, la Virgen es esposa del Espíritu Santo. Afirmaciones que, leídas a la luz de 2CtaF 48-53, permiten afirmar, nos parece, que igual que el Espíritu del Señor relaciona y une a los verdaderos penitentes con el Padre como hijos y con el Hijo como hermanos, madres y esposos, la consagración de María por el Espíritu Santo la une con el Padre como hija y esclava, y con el Hijo como madre. Con ello Francisco subraya el protagonismo del Espíritu Santo en María, en su persona y en su vida, impidiendo en consecuencia una visión de la Virgen excesivamente polarizada hacia Jesucristo. Y al afirmar la unión esponsal de María con el Espíritu Santo, destaca también el protagonismo de María, su acogida fiel y entregada, su colaboración responsable en la fe a la obra consagradora del Espíritu Santo en ella. 6) María y la gratuidad de la salvación. La comunicación salvadora de Dios tiene origen, confiesa Francisco, en el santo amor del Padre. Es por lo tanto gratuita e incondicional. Y así es también María, gratuita, incondicional: «Elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito, que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 2-3). 7) María, dichosa y beatísima. Los adjetivos «dichosa» y «beatísima», que acompañan en los escritos el nombre de María, son sin duda repetición del lenguaje litúrgico o del lenguaje popular, por lo que no tendrían un especial relieve en la contemplación mariana de Francisco. Pero el uso que hace Francisco del adjetivo «dichoso», «bienaventurado», en otros lugares de sus escritos, con la intención indudable de subrayar la dicha de quien está abierto a la alegría de la salvación de Jesús, obliga a pensar, nos parece, que, cuando Francisco llama a María «dichosa» o «beatísima», está proclamando también que nadie ha participado de la alegría de la salvación como ella, la Madre del Salvador y Redentor, la Virgen dichosa y beatísima.

[Sebastián López, O.F.M., María en la comunicación salvadora del Dios Trino en Jesucristo, según S. Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 48 (1987)

La Inmaculada Concepción «Dios inefable, (...) habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano que había de derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado, en el misterio escondido desde todos los siglos, culminar la primera obra de su bondad por medio de la encarnación del Verbo (...), eligió y señaló desde el principio y antes de todos los siglos a su unigénito Hijo una Madre, para que, hecho carne de ella, naciese en la feliz plenitud de los tiempos; y tanto la amó por encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con señaladísima benevolencia ». Como nos indican las anteriores palabras de Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es un maravilloso misterio de amor. La Iglesia lo fue descubriendo poco a poco, al andar de los tiempos. Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido como dogma de fe. Y no es extraño, porque Dios lo reveló obscuramente, y ello en dos momentos decisivos de la historia del mundo y en dos instantes extremos de la vida de Cristo. Y los hombres somos lentos en comprender, en descifrar el íntimo significado de las cosas. En los albores de la creación, luego que Adán pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todos al misterio de tristeza, al pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en brazos al hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer quedaría íntimamente asociada al Redentor en una lucha que había de terminar con la derrota satánica. Si el

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demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer debelaría al demonio por el hombre y con el hombre. No era ya noche, sino que comenzaban los levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se acercó a una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo: «Alégrate, la llena de gracia, el Señor es contigo». Dijo Dios a la serpiente: «Pondré enemistades entre Ella y tú». Y ahora el ángel, como un eco, penetrando en el alma de María a través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender más, cuando vino Cristo al mundo y la Revelación se hizo palpable. Los primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora, glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora en su delicioso villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de un asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de Ella, Madre de Dios, circundada por un halo de celestial ternura. Otro día las pajas del heno se habían transformado ya en leños duros y clavos atormentadores. Los labios de Él bebían sangre, sudor y lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de pie, sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la compañera del Redentor, la Corredentora. Y así la contemplaban discípulos acobardados, soldados indiferentes, chusma. Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de los Santos Padres primero, de los teólogos medievales después, fueron desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el llena de gracia a la luz del pesebre y el pondré enemistades al fulgor del Calvario. Fueron comprendiendo que la dignidad de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio de corredentora exige la inmunidad de la mancha original, a fin de poder merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de la culpa. Todavía hoy siguen estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la concepción de María, y, al analizar sus raíces y su contenido, renuevan la escena de Belén: asombro y más asombro ante la profundidad del misterio. Cuando la Iglesia tuvo plena, formal, explícita conciencia de que la limpia concepción de María era doctrina contenida en la Revelación y, por tanto, objeto de fe, pasó a definirla como tal. Y nos dijo Pío IX: «Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y, por consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que afirma que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano». Así, con toda la densidad de concepto -cada palabra encierra una indispensable idea- y con toda la sobriedad de estilo -dureza y línea escueta- propias de una definición dogmática, venía el Papa a enseñarnos que la Inmaculada Concepción es un misterio de amor. Porque no sólo nos definió que la Virgen fue preservada del pecado de origen, sino que lo fue por los méritos de la pasión de Jesús. Para llegar a entender plenamente estas palabras con toda la preñez de sentido histórico que contienen, sería menester remontarnos a los principios de las disputas teológicas sobre la Inmaculada; sería necesario desempolvar infolios sin término, recorrer el proceso de las ideas que fueron a desembocar en el cuadro justo de la definición dogmática. Porque si bien el sentimiento del pueblo cristiano proclamaba fuertemente la inocencia de la Madre de Dios, si a todos era manifiesta la conveniencia de atribuir a María tal privilegio, los teólogos, que representan en la Iglesia el papel de la razón, a la que corresponde la a veces enojosa tarea de frenar impulsos sentimentales carentes

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de fundamento objetivo, de medir críticamente los motivos de asentimiento a una cualquier doctrina o los de su repulsa, los teólogos, decimos, no sabían cómo conciliar dos cosas aparentemente contradictorias: la gloria de Cristo y la pureza de su Madre. Estaban claros los términos del problema: Cristo es redentor del género humano, su gloria brota de la cruz. Cristo nos amó en cruz y las flores de su amor son rosas de pasión. El influjo de Cristo sobre todos los hombres se realiza implicado en el misterio de iniquidad; sufrió por salvarnos de la culpa y merecernos la gracia; su acción santificante viene precedida y condicionada por la previa remisión del pecado. Si María fue siempre pura, si no lo contrajo, Cristo no sufrió por Ella. Si no sufrió por Ella, la rosa más hermosa de la humanidad escapa del rosal de su pasión, del riego generoso de su sangre. Ni el influjo santificador de Cristo se extiende a su Madre, ni es Redentor universal del género humano al sustraérsele la bendita entre las mujeres. ¡Gloria de Cristo!... ¡Pureza de María!... Claro que todas estas cosas, en apariencia distantes, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, el ser y la nada, la bondad y el pecado, la fuerza y la flaqueza, se unen siempre por un aglutinante de ilimitada potencia: el amor. Cuando Duns Escoto formula la definitiva solución del problema lo hace con trazos sencillos. Podría resumirse así: es más glorioso para Cristo preservar a María que extraerla del pecado; sufrir en la cruz para evitar que contrajese la culpa que no para limpiarla después de manchada, pues ello encierra un beneficio mucho mayor. Los escolásticos, ya lo sabemos, no eran amigos de ciertos aspectos sentimentales del querer y no prodigan la palabra «amor», sino que se atienen a describirlo con macizos conceptos, a desentrañar su esencia. Tenían que venir los Pontífices a Aviñón y esparcirse por Europa el gusto de lo provenzal; tenía que venir Lulio a escribir teología y filosofía en forma de novela, de poema, de apólogo. Las fórmulas escuetas se llenarían de colorido y de sentimiento palpitante, se describirían los amores divinos con palabras entrañablemente humanas, hasta que el barroco, rebasando toda medida y pisando los umbrales de la irreverencia, no se hiciera de melindres al comparar a la Virgen con Venus o Juno y a Jesucristo con un fiero Marte o un Cupido travieso. La Inmaculada Concepción de María es una obra de perfecto amor, una perfecta glorificación de Cristo. La preservó del pecado porque la amó más que a nosotros, a Ella, bendita entre las mujeres. Pero vamos más allá. El hecho de la preservación de la culpa es sólo uno de los aspectos de la gracia inicial de la Virgen. Ya en aquel momento era un abismo de belleza. Como decía Pío IX, la Virgen fue «toda pura, toda sin mancha y como el ideal de la pureza y la hermosura; más hermosa que la hermosura, más bella que la belleza, más santa que la santidad y sola santa, y purísima en cuerpo y alma, la cual superó toda integridad y virginidad y Ella sola fue toda hecha domicilio de todas las gracias del Espíritu Santo y que, a excepción de sólo Dios, fue superior a todos, más bella, santa y hermosa por naturaleza que los mismos querubines y serafines y todo el ejército de los ángeles, para cuyas alabanzas no son en manera alguna suficientes las lenguas celestes y terrenas». La gracia es belleza: participación de la naturaleza divina, del ser de Dios, quien es la belleza por esencia, y la pureza, y la santidad, y la ternura, y el goce. En el instante de su concepción recibió María una gracia superior a la de todos los santos, querubines y serafines; participó de la belleza, de la pureza, de la santidad divinas, como a ninguna otra criatura ha sido dado, excepción hecha de Cristo.

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Murió Jesucristo en la cruz no solamente para preservarla de la culpa, sino para darle toda la gracia y la hermosura de que era capaz, para hacer de Ella la perfecta mujer. La amó, se dio a Ella en el dolor para hacer de Ella perfecta Madre, la perfecta compañera en la obra redentora. La Concepción Inmaculada de María no es, en resumen, sino la flor de un dolorido amor, dolor de amor en flor. La doctrina inmaculista sobrepasa en belleza a toda consideración humana. El amor y la hermosura alcanzan cumbres no logradas por Platón ni por el Renacimiento, ni mucho menos por los vacíos estetas de nuestro inconsistente mundo actual. La mayor gloria de Cristo se cifra en la belleza espiritual de una mujer -madre y compañera-. Su sangre dio fruto perfecto al injertarse en las venas de la raza humana, en una mujer. Cristo, en una palabra, nos enseñó cómo se ama a la mujer. La mujer no es para el hombre, discípulo de Cristo, solamente una compañera en el oficio de procrear y de educar los hijos, o en la tarea de llevar serena y acompasadamente las cargas de la vida. Mucho menos es un objeto de placer egoísta. La mujer es un objeto de amor, pero de un amor tal y como lo entendió Cristo. Nos enseñó Cristo que amar es darse. Vino al mundo para darnos la gracia, pero nos la dio de su plenitud; a comunicarnos lo que Él era. Hijo de Dios, vino a darnos una participación de su filiación divina. Dios hecho carne, vino a divinizar la carne nuestra. Estábamos en pecado, carentes de gracia y de hermosura, llenos de horror y fealdad, y vino a regalarnos de la suprema belleza que es Él. Y a María en sumo grado. Fue divinamente bella en intensidad -más que toda criatura- y en extensión temporal, siempre, siempre limpia, sin que en momento alguno fuese manchada. Pero este darse se realiza en cruz. Se abren los brazos y se abre el corazón, mas los brazos quedan prendidos por los clavos y el corazón es rasgado por una lanza. Después de la culpa es ley que el amor florezca en dolor; que el darse cueste dolor; que el darse entrañe sacrificio. Antes del pecado era goce, reflejo del goce inefable inherente a ese darse continuo que constituye la vida interna de la Santísima Trinidad. Luego del pecado, la entrega del hombre a las criaturas para comunicarles algo de su perfección interna mediante el trabajo cuesta sudor de la frente. La mutua entrega del hombre y la mujer sólo fructifica a través del dolor. Cristo pudo comunicarse a nosotros, darse, en goce. Pudo redimirnos con un solo acto de su voluntad, pero quiso ser igual a nosotros, obedeciendo a la ley del amor, que es asimilativa; quiso experimentar hasta lo sumo lo que nos cuesta a nosotros amar de veras -sufrir, morir-; quiso beber hasta las heces el cáliz del verdadero amor. Y el fruto acabado de tal dolorido amor fue la mujer perfecta. Se entregó a Ella en dolor no solamente para salvarla de la culpa, sino para preservarla, para darle una pureza y una santidad totales. Y éste es, sencillamente, el paradigma. Cuando el Espíritu Santo quiere enseñar a los hombres cómo deben amar a las mujeres, inspira a San Pablo aquellas palabras: «...como también Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla..., a fin de hacerla aparecer ante sí gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada». Nosotros podemos concretar esta doctrina en la Santísima Virgen, dándole una novedad y profundidad de sentido de extraordinario valor. Dado que la Virgen María es prototipo de la Iglesia, podríamos decir: Amad a la mujer como Cristo amó a María, sacrificándose por Ella para que fuese gloriosamente santa e inmaculada en su presencia, para que careciese de toda mancha y fealdad en el espíritu. El hombre ha de entregarse a la mujer y por la mujer, no para satisfacer deseos de un placer cualquiera, sino para glorificarla en su presencia dándole pureza, para elevar su espíritu, para hacerla santa.

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La mujer es para el hombre, ante todo, un contenido de valores espirituales a perfeccionar mediante la entrega. Esta entrega se hará muchas veces en cruz. El amor sólo florece en sacrificio: sacrificio de renuncia al placer siempre que éste amenace con arrastrar a la culpa, con ahogar al espíritu; sacrificio de la tolerancia hacia las debilidades del vaso más flaco; de la comprensión hacia sus exigencias íntimas; del respeto por la que es compañera y no sierva en las luchas de la vida y posee un alma bañada en la sangre de un Dios. Ir comunicando -amorosamente, sacrificadamente, cotidianamente- a la mujer la plenitud de valores que puede encerrarse en los sueños de un hombre. Sacrificarse por ella hasta conseguir que llegue a ser lo que se sueña que sea. Y el ideal de la mujer, María. Aspire la mujer a parecerse a Ella en la plenitud de la pureza y de la gracia. Si las mujeres se esfuerzan por reflejar en sí mismas el ideal de María, sus almas rebosarán de gracia y santidad. Y en sus cuerpos morará el pudor y sabrán de la gracia inédita de la virgen cristiana, que tanto encierra de flor, de trino, de nieve, de rayo de luna. Y otra vez la hermosura casta florecerá en la tierra y el amor humano volverá a comprender su misión primitiva de conducir a los hombres a Dios. Sueñe el hombre a la mujer que Dios le depare cual otra María. Si los hombres se dejan invadir por el hálito divino que irradia la figura de María, si la graban fuertemente en su corazón, si comprenden que Ella es la Mujer, la bendita entre las mujeres, el prototipo de lo femenino, verán cómo su luz ilumina y transforma las figuras de todas las mujeres -las madres, las novias, las esposas, las hijas-, las idealiza, las endiosa. Y entonces el hombre tendrá fuerza para sacrificarse por la mujer como Cristo se sacrificó por María, hasta hacerla aparecer gloriosa de inocencia, de santidad, de fecundidad espiritual. La Inmaculada Concepción no es solamente una gloria de María. Se ha convertido para nosotros en ejemplo, en poema, en canto de belleza. Nos ha descubierto lo que tiene de perfecto, de grande, de sublime, el humano amor. Nos ha desvelado el secreto de amar.

Pedro de Alcántara Martínez, O.F.M., La Inmaculada Concepción, en Año Cristiano,

Tomo IV, Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp. 564- 571 DISCÍPULOS DE JESÚS CAPÍTULO VIII LA MADRE DE JESÚS María no es una especie de añadidura piadosa y sentimental al evangelio. Su persona forma parte esencial de la vida de Jesús y de su misión. En ella Dios ha realizado cosas que nos afectan a todos. Y, además, a través de ella Dios nos quiere decir cosas que importan mucho a nuestra vida. En una palabra, María es también, junto a Jesús, evangelio de Dios para nuestra salvación, «Buena Noticia» para la humanidad. Ante todo, porque es la madre de Jesús y, como tal, el lugar donde se realizó el misterio de la encarnación. Su función maternal nos permite descubrir la verdad del Verbo de Dios que asume la naturaleza humana, sin destruirla, en la unidad de la persona divina. Y por esta relación tan íntima con el misterio de Cristo, María ocupa también un lugar privilegiado y único en la vida de la Iglesia y de cada uno de los creyentes. Ella es la primera y la más perfecta discípula de Cristo, modelo de fe y espejo en que se mira todo el pueblo de Dios. Ella, por voluntad expresa de Cristo, es también la madre de todos los discípulos, a los que acompaña en su peregrinación por este mundo hasta la identificación plena con Cristo.

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1. Elegida desde toda la eternidad «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva (Gál 4,4-5). Con estas palabras, que constituyen el texto mariano más antiguo del Nuevo Testamento, San Pablo explica el cumplimiento del plan divino de salvación; un plan concebido desde toda la eternidad, que abarca a todos los hombres y en el que María ocupa un lugar privilegiado. En efecto, si es verdad que Dios «nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4), estas palabras se aplican de manera especial a la mujer destinada a ser madre del Autor de la salvación. Desde toda la eternidad Dios escogió a una hija de Israel para ser la madre de su Hijo. 2. Hija de Sión «Al sexto mes, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una joven prometida a un hombre llamado José, de la estirpe de David; el nombre de la joven era María» (Lc 1,26-27). En esta joven judía de Nazaret se cumplen todas las promesas de esa etapa preparatoria, prevista en el plan divino de salvación, que es el Antiguo Testamento. Así lo reconoce la propia Virgen cuando, al dar gracias a Dios por las maravillas que ha obrado en ella, afirma que, de este modo, Dios «auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia para siempre» (Lc 1,54-55). No es extraño, pues, que la misión de María la veamos anunciada y preparada a lo largo de toda la Antigua Alianza. Ya en los albores de la humanidad es insinuada proféticamente en la promesa dada a nuestros primeros padres caídos en el pecado (cf. Gén 3,15). Será también prefigurada en todas aquellas historias de mujeres en las que Dios muestra la fidelidad a su promesa escogiendo lo que se consideraba impotente y débil: Sara, Ana, Débora, Rut, Judit, Ester… En ella se reflejará la fe contra toda esperanza de Abraham y la fidelidad de David, sus antepasados. Ella será la verdadera «virgen que concebirá y dará a luz un hijo, cuyo nombre será Emmanuel» (Is 7,14). Y ella encarnará la humildad y la confianza de los «pobres de Yahvé», que todo lo esperaban de Dios. Por todo ello, María es la excelsa «hija de Sión» en la que, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación. En María culmina el Antiguo Testamento y comienza el Nuevo. 3. Llena de gracia «Y entrando el ángel a donde ella estaba, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). Para ser la Madre del Salvador, María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante. El Padre la ha bendecido «con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1,3), más que a ninguna persona creada. Cuando el ángel Gabriel la llama «llena de gracia», como si este fuera su verdadero nombre, está manifestándole una predilección especial de Dios, que ha elevado su ser por la participación plena en la vida divina, convirtiéndola en «mujer nueva». Y como esta plenitud de vida divina es incompatible con el pecado, María fue preservada de la herencia del pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente. Esta santidad singular que recibió desde el principio de su ser, le vino toda ella de Cristo. Ella fue redimida de la manera más sublime en atención a los méritos futuros de su Hijo. De modo que María recibió la vida sobrenatural de Aquel al que ella misma iba a dar la vida natural. 4. Madre de Dios «El ángel le dijo: No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1,30-32). El que María concibe como hombre y se hace verdaderamente su hijo según la carne, no es otro que

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el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Con ello Dios realiza la plenitud de su donación, ya que se da a sí mismo haciéndose uno de nosotros. El Verbo, que desde siempre estaba en Dios y era Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn 1,1-14). Y esto sucedió en las entrañas de María, que vivió el privilegio misterioso y tremendo de «engendrar a quien la creó», como canta la Iglesia. Por eso, ya Isabel la saludó como «la Madre de mi Señor» (Lc 1,43), y la Iglesia confiesa que es verdaderamente «Madre de Dios». La maternidad divina de María es el origen y la explicación de todos sus privilegios, y el fundamento de su misión única en la historia de la salvación. Para ser Madre de Dios, el Eterno la predestinó, la eligió y le concedió la plenitud de gracia. Por ser Madre de Dios, María es instrumento y cauce de la entrega de Dios a la humanidad, portadora de la salvación, Madre de los hombres, y especialmente de los creyentes. 5. Siempre Virgen «María dijo al ángel: ¿Cómo será esto, si yo no conozco varón? El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,34-35). Jesús fue concebido sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo, como explicó también un ángel a José, con quien María estaba prometida: «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Las palabras del ángel sugieren la explicación de esta obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humana: la concepción virginal de Jesús es el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra, y, además, por iniciativa absoluta de Dios. Por eso Jesús no tiene más Padre que a Dios: es Hijo de Dios en sus dos naturalezas, la divina y la humana. Con ello se anuncia también el nuevo nacimiento de los hijos de Dios por adopción, que somos nosotros. Nuestra participación en la vida divina tampoco nace «de la sangre, ni de deseo carnal, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1,13). La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado también a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María: «Virgen antes del parto, en el parto y después del parto.» Esta virginidad perpetua es un signo de la fe de María, es decir, de su entrega total y exclusiva a Dios. 6. Modelo de fe «Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc

1,45). La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios; la fe de María, proclamada en estas palabras de Isabel en la visitación, indica cómo ha respondido a este don la Virgen de Nazaret. Ya en el momento de la anunciación María responde a la palabra divina proclamada por el ángel con la entrega de todo su ser: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»

(Lc 1,38). Por medio de la fe, María se confió a Dios sin reservas y se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Esto fue como su bautismo. Pero ese momento culminante de la anunciación no fue más que el inicio de todo un camino de fe, en el que María tuvo que ir reconociendo progresivamente con humildad «cuán insondables son los designios de Dios e inescrutables sus caminos» (Rom 11,13). Así, en el anuncio de Simeón (cf. Lc 2,34-35),

en la persecución de Herodes (cf. Mt 2,13), en el exilio (cf. Mt 2,15) y en la pérdida del niño (cf. Lc 2,41-52), María aprende, meditando los acontecimientos en lo hondo de su corazón, que tendrá que vivir su obediencia de fe en el sufrimiento, al lado del Salvador que sufre, y que su misión será oscura y dolorosa. Y este abandono total en el Dios imprevisible culminará para ella al pie de la cruz, cuando tenga que acoger con fe el desconcertante misterio del total rebajamiento de Dios en la muerte de su Hijo. Aquí vivió de forma plena la verdad de su bautismo: la participación en la muerte de Cristo.

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Esta fe de María, que la convirtió en Madre del Hijo, hizo también de ella la primera discípula de Jesús y el modelo viviente para la Iglesia y para todo cristiano. Como ella y con ella, todos los demás discípulos, incorporados por el bautismo al destino de Cristo, escuchamos con fe la palabra de Dios, la acogemos, la proclamamos y la testimoniamos, e interpretamos a su luz los acontecimientos de la vida, entregándonos con total confianza en manos de Aquel que, por caminos oscuros y muchas veces dolorosos, nos construye y conduce. 7. Madre de todos los hombres «Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto quería, dijo a la madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya» (Jn 19,26-27). Esta escena emocionante nos descubre otra gran verdad sobre María: de su maternidad divina ha surgido su maternidad respecto a todos los hombres en el orden de la gracia. Ella, en efecto, colaboró de manera totalmente singular en la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres; y esta maternidad perdura hasta la plena realización de todos los escogidos, como nos enseña la misma palabra de Dios. Ya en el primer episodio de la actividad pública de Jesús, las bodas de Caná, la vemos incorporada a la misión salvífica de Jesús abogando en favor de las necesidades y privaciones de los hombres, «No tienen vino» (Jn 2,3), e indicando las exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder de Jesús, «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Pero es al pie de la cruz, en el momento culminante de la salvación, donde María es entregada por Jesús como madre a todos y a cada uno de sus discípulos, y, en ellos, a todos los hombres, destinatarios de la entrega sacrificial de Jesús. Esta nueva maternidad de María es fruto del nuevo amor que maduró en ella junto a la cruz por medio de su participación en el amor redentor de su Hijo. Porque la misión maternal de María hacia los hombres no oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino que muestra su eficacia, como proclamó el Concilio Vaticano II: «Todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia» (Lumen gentium, 60). En otras palabras, es Cristo quien nos ama y nos salva a través de la solicitud maternal de María. 8. Aclamada por todas las generaciones «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Esta predicción de la misma Virgen en el «Magníficat» se cumple efectivamente en el amor y la veneración con que el pueblo cristiano de todos los tiempos y latitudes ha honrado a María. La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. Ciertamente, este culto se dirige fundamentalmente al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, reflejando así el mismo plan salvador de Dios. Pero, como María ocupa un puesto singular dentro de este plan salvador, el culto cristiano dedica también una atención singular a la Virgen María. Manifestación de este culto mariano son las numerosas fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios, las bellísimas oraciones con que la tradición se ha dirigido constantemente a ella, y las múltiples devociones con que el pueblo cristiano honra la presencia y protección de la que considera su Abogada. La devoción a María es, ante todo, derivación del culto al único Mediador, Cristo, y, a su vez, es instrumento eficaz para incrementarlo. Este es el sentido de esa doble fórmula acuñada por una espiritualidad ya secular: «A Jesús por María y a María por Jesús»; expresión sencilla y admirable de

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la unidad inseparable de Madre e Hijo. Sólo desde María entendemos el misterio de Jesús, y sólo desde Jesús entendemos la importancia de María. Por otra parte, el culto y devoción a María nos hace recordar constantemente la misión del Espíritu Santo, autor de la encarnación, de su santificación y de la nuestra. Francisco de Asís tuvo el atrevimiento sublime de llamar a María «Esposa del Espíritu Santo». Y, por último, el amor a María contribuye a fortalecer en nosotros el amor a la Iglesia, ya que nos hace sentir más profundamente los lazos que nos unen a todos los creyentes y percibir la misión de la Iglesia en el mundo como continuación de la solicitud maternal de María. El Concilio Vaticano II la proclamó como «miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia», como «prototipo y modelo de la Iglesia» y como «Madre de la Iglesia». Es decir, lo que fue María en el hogar de Nazaret, lo sigue siendo en esta nueva familia universal que reúne a todos los hermanos de Jesús. María Santísima Y El Espíritu Santo En San Francisco De Asís En los últimos decenios se ha escrito mucho sobre el cristocentrismo/ teocentrismo del Poverello, pero no se ha prestado suficiente atención al lugar excepcional reservado a la Madre de toda bondad en la espiritualidad del Seráfico Padre, que en muchos aspectos fue determinante para el siglo XIII, mediante las tres Órdenes por él fundadas. ¿Debemos decir entonces que S. Francisco es un innovador en mariología? Respondemos con franqueza: «Sí y no»; no tememos decir: «En gran parte, no», porque tomó muchos elementos de la espiritualidad tradicional y del ambiente en que vivía; pero enseguida hay que rectificar esa afirmación con una respuesta positiva: «Sí», porque, además de los elementos con que se encontró y que asimiló convenientemente, añadió otros personalísimos suyos, bajo el influjo de su carisma propio, que todo lo informa y unifica. Hay múltiples afinidades entre S. Francisco y los escritores espirituales que le precedieron, por ejemplo, S. Pedro Damiani, S. Bernardo y sus hijos, y no es éste el lugar para repetir lo que otros han dicho o escrito al respecto. Para demostrar cómo S. Francisco expresó de manera personal y propia la espiritualidad común, baste reproducir un texto. En la Regla no bulada, después de dar gracias a Dios por la creación, lo contempla en el misterio de la redención, y dice: «Padre santo y justo..., te damos gracias también [antes lo había hecho por la creación y ahora lo hace por la encarnación] porque, al igual que por tu Hijo nos creaste, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María, y que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte» (1 R 23,3). Al parecer, la expresión «María esposa del Espíritu Santo», que se encuentra en la Antífona del Oficio de la Pasión, es propia y específica de san Francisco, si bien hay que añadir de inmediato, en honor a la verdad, que la doctrina encerrada en esa expresión se encuentra ya en autores anteriores, incluso en los Santos Padres. Lo que parece propio de Francisco es, en cambio, el contexto trinitario que sirve de fondo temático a la afirmación del Poverello. A continuación analizaremos estas afirmaciones nuestras, para facilitar una interpretación y valoración exacta de su significado. Para desarrollar ordenadamente la materia, estudiaremos en la primera parte del trabajo la devoción mariana de S. Francisco en su vida y en sus escritos, reservando para la segunda el título mariano por él festejado: «Esposa del Espíritu Santo».

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I. ASPECTOS PRINCIPALES DE LA DEVOCIÓN DE FRANCISCO A MARÍA 1. Cristo en el contexto trinitario La lectura crítica de los Escritos de Francisco nos revela cada vez más que el Poverello ve y vive de una manera muy expresiva a Jesucristo como Hijo del Padre en el Espíritu Santo. En los Escritos se comprueba, en primer lugar, que Francisco, cuando habla de Cristo, casi siempre lo llama Señor, Dominus, el título o nombre divino usado por el Santo más que ningún otro, más incluso que el de Dios. También se comprueba que el Señor Jesucristo, por cuanto me consta, es siempre y sin excepción visto y vivido como Dios-Hombre, es decir, en su unidad de Persona divina, como Hijo encarnado, Verbo del Padre. Francisco hace explícito este criterio vital en diversos aspectos de la vida evangélica concreta, pero siempre en relación directa con el Espíritu Santo. En la primera Admonición afirma con pensamientos joánicos y paulinos que, siendo Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) «Espíritu», sólo en el Espíritu es posible ver al Padre en el Hijo; el Espíritu (Santo) es el que da vida (divina). En el Espíritu los Apóstoles vieron en Cristo-hombre-histórico al Hijo del Padre, y en ese mismo Espíritu nosotros debemos ver y recibir en el Cuerpo y Sangre del Señor al verdadero Hijo de Dios-Padre. En la Admonición 8, Francisco explica el texto paulino de 1 Cor 12,3: «Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo», en el sentido de que Él es el autor de todo bien. Además, para Francisco, las santas palabras o las palabras divinas escritas de la Biblia son «espíritu y vida» (Jn 6,63-

64), por cuanto contienen el Espíritu que es el que vivifica y da vida. El Poverello sentía una gran predilección por esas palabras de Juan: «espíritu y vida», expresión que aplicaba también a los teólogos y a cuantos explican las palabras divinas, porque así nos administran espíritu y vida (cf. Test

13). En la Admonición 7, comenta el texto de S. Pablo: «La letra mata, pero el espíritu vivifica»; la letra, sin el Espíritu vivificante, es letra muerta (2 Cor 3,6). En efecto, las palabras divinas son palabras del Verbo, del Padre y del Espíritu Santo, y como tales son espíritu y vida (cf. 2CtaF 3). La unión íntima con la Santísima Trinidad, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la inhabitación trinitaria, es obra del Espíritu del Señor que se posa en nosotros haciéndonos hijos del Padre, esposas del Espíritu Santo, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. 2CtaF 48-53). Esta inhabitación hace realidad en nosotros la oración de Jesús en la Última Cena: «Que todos sean uno como nosotros...» (Jn 17,11). El cap. 17 de san Juan es el texto evangélico más citado y vivido por Francisco. Tal vez por esto Francisco es todavía hoy el santo más ecuménico. En su Carta a los fieles, en línea con Jn 17, habla de nuestra santificación en la unidad (1CtaF 1,14-19; 2CtaF 56-60). Y en sus oraciones y cartas Francisco se siente siervo y ministro de todos los hombres y de toda la creación, por cuanto unido íntimamente al Señor en su misterio pascual total y universal como Dominus universitatis, Señor del Universo (CtaO 27). Este Espíritu del Señor, o sea, del Padre y del Hijo, deseable sobre todas las cosas, es quien, según la Regla bulada, realiza en nosotros la oración con puro corazón, la humildad en las persecuciones, la paciencia en las enfermedades y también el amor a los enemigos; el Espíritu del Señor Jesucristo es el corazón de la vida evangélica concretizada en la Regla de los hermanos (cf. 2 R 10,8-10). Toda reforma o renovación de la Orden se inspira siempre en este texto central. Aún pensando, no sin dolor, en la influencia del joaquinismo en la Orden, me parece igualmente probable que el mismo Francisco, tal vez sin pretenderlo, constituyó, con su vida y doctrina evangélica, «pneumatológica y mariana» -permítaseme la expresión-, una respuesta católica y apostólica al fascinante profeta escatológico del Espíritu Santo. Francisco, en efecto, fiel al Concilio

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Lateranense IV que había condenado a Joaquín de Fiore, vivió la unidad de la vida trinitaria en la creación, redención y salvación de la humanidad y del cosmos, inspirado como estaba por el único y por el mismo Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Este Espíritu del Señor fue enviado por el Padre mediante el Hijo, quien nació de una vez para siempre del Espíritu Santo y de la Virgen María hecha «Iglesia». El Apóstol afirma que «el Señor (o sea, Cristo) es el Espíritu, y que donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17). Se trata de la libertad que nos libera del espíritu de la carne y del mundo, afirma Francisco, para que, «por la caridad del Espíritu», nos sirvamos y obedezcamos unos a otros de buen grado, siguiendo las huellas de Cristo que se entregó espontáneamente a sus enemigos y perseguidores (cf. 1 R 5,13-17; Gál 5,13). En esta caridad del Espíritu precisamente, se practica la verdadera obediencia de nuestro Señor Jesucristo que da la vida por el Padre y por los hermanos; Francisco la llama obediencia caritativa o también obediencia del Espíritu, y nos hace siervos y súbditos de toda humana criatura, más aún, de toda criatura a secas, para que, en cuanto el Señor se lo permita, puedan hacer de nosotros lo que quieran (SalVir 14-18; Adm 3,6; 2CtaF 47-49; 1 R 16,6). 2. María en contexto trinitario Francisco jamás separa a la Madre del Hijo, después de haberla visto en el Crucifijo de San Damián estrechamente unida a su hijo Jesús. Y, en efecto, Francisco la ve siempre en el contexto trinitario del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los biógrafos del Poverello son unánimes en exaltar su fervorosa devoción mariana. Escuchemos al primero de ellos que, hacia el año 1245, escribe en el capítulo titulado: «Su devoción a nuestra Señora, a quien encomendó especialmente la Orden»: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana»

(2 Cel 198). Pero es necesario remontarse a los primeros años de la vida nueva de Francisco. Después de su conversión (y tal vez incluso antes), frecuentaba él el santuario de Santa María de los Ángeles, y a raíz de los incidentes de Rivo Torto estableció allí su residencia (cf. 1 Cel 44; LP 56). Para Francisco, la Porciúncula con su santuario mariano era el centro y cabeza de la Orden que había fundado, y desde el principio encontró allí la encarnación viva de su devoción a la Madre de Dios. Para penetrar en el misterio del amor de Francisco a la Virgen y en su vinculación con el santuario de Santa María de los Ángeles, hay que tomar en consideración un aspecto psicológico del Poverello, que explica su comportamiento tanto interno como externo. Siendo de naturaleza sensible y empujándolo la gracia en aquella dirección, Francisco intuye el nexo sobrenatural entre el símbolo y su realidad, entre la metáfora y la cosa significada, con el resultado de que tanto en sus expresiones como también en su comportamiento «unifica» y hasta casi «identifica» lo que una mente ordinaria «distingue». Ya en la Sagrada Escritura encontramos casos semejantes, por ejemplo en san Pablo y en san Juan cuando hablan del espíritu: a veces el significado es ambivalente y puede significar sea la persona del Espíritu Santo, sea los dones del Espíritu Santo, sea simplemente el espíritu que en el alma se opone a la carne o al espíritu maligno. Más aún, el mismo Jesús habló en sentido «ambivalente», por ejemplo, cuando dijo a los judíos: «Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré»; los judíos entendieron que hablaba del templo de Jerusalén, pero el evangelista explica que «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,19-21). Este método de combinar dos cosas diversas bajo una misma perspectiva estaba muy difundido en la Edad Media.

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Eso mismo sucede en S. Francisco. Santa María de los Ángeles era para él no sólo la iglesita que había reparado y que tanto amaba, sino también la persona misma de María, que estaba presente en aquel santuario, rodeada de sus Ángeles. Además, en sus dos plegarias marianas llama a estos Ángeles «santas virtudes» o «virtudes de los cielos», término éste que también es ambivalente; en efecto, para Francisco, la palabra «virtudes» designa a los seres espirituales que llamamos ángeles; pero no sólo esto, porque, pasando del sentido personal al real, o más bien, contemplando en una misma perspectiva dos realidades sobrenaturales distintas, las «virtudes» significan para él tanto las virtudes «angélicas» como las virtudes «infundidas en los corazones de los fieles» (cf. SalVM 6; OfP Ant). Era necesario profundizar en ese nexo entre la Porciúncula y la devoción del Seráfico Padre a la Virgen para comprender el sentido profundo de su devoción mariana. Fruto de sus meditaciones a los pies de Santa María de los Ángeles son las dos oraciones trinitario-marianas compuestas por él en honor de la Virgen y que han llegado hasta nosotros. Ofrecemos sus textos y las comentamos. a) El «Saludo a la bienaventurada Virgen María» (SalVM) "Salve [en latín Ave], Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia, y elegida por el santísimo Padre del cielo, que te consagró con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito, en la que estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya; y vosotras todas, santas virtudes, que por la gracia e iluminación del Espíritu Santo sois infundidas en los corazones de los fieles, para que de los infieles hagáis fieles a Dios». En otro estudio hemos intentado probar que S. Francisco compuso sus dos oraciones marianas en la Porciúncula, a los pies de Santa María de los Ángeles y en honor suyo. Aunque faltan argumentos externos convincentes en favor de esta tesis, el examen interno de los textos prueba casi invenciblemente que el Sitz im Leben, que el contexto vital de ambas oraciones es el santuario predilecto del Poverello, y, por tanto, mientras no haya prueba en contrario, así lo tenemos por cierto, sin temor a ser tachados de temerarios. En concreto, el Saludo fue compuesto por Francisco casi ciertamente en y para Santa María de los Angeles, la abogada-patrona-protectora de la Orden, la Porciúncula, casa-iglesia-madre de los Hermanos Menores, para celebrar a la Virgen hecha y consagrada iglesia por la Santísima Trinidad, iglesia de la que todos nosotros participamos mediante el Espíritu Santo. Lo primero que sorprende en el Saludo es el Ave (= Salve) dirigido a la Virgen, repetido siete veces, que hace pensar espontáneamente en el Ave del ángel Gabriel en la Anunciación (Lc 1,28); pero hay otras varias cosas que queremos subrayar.

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1. El primer Ave abarca varios títulos marianos, entre los cuales el cuarto es el más misterioso: «Ave... Maria, quae es virgo ecclesia facta», o sea: «Salve... María, que eres virgen hecha Iglesia». Esta es la lectura del texto que debe considerarse como la primitiva y original, y así la ha recogido el P. Esser en su edición crítica de los Escritos de S. Francisco. Las ediciones anteriores daban la siguiente lectura: «quae es virgo perpetua, electa...», «que eres Virgen perpetua, elegida...». Es claro que los errores difundidos por los joaquinitas sobre la Iglesia «carnal» y la Iglesia «espiritual» daban a la expresión «Virgen hecha Iglesia» un sentido equívoco, que había que evitar a toda costa, sustituyendo dicha expresión por otra que fuera válida para todos los Hermanos y para todas las personas devotas. De hecho, algunos Hermanos «espirituales» se adhirieron a los principios joaquinitas de Gerardo de Borgo San Donnino. Para Francisco hay tanta afinidad entre María y la Iglesia, que las considera místicamente en una perspectiva donde se confunden en una realidad contemplada por nuestro Seráfico Padre a través del símbolo de Santa María de los Ángeles; su éxtasis le hace dar a María este título extraordinario, para encarnar su propio ideal. Hay autores anteriores a Francisco que formularon ya esa misma ecuación o equiparación: María y la Iglesia o la Iglesia y María, a causa del nexo íntimo que une a ambas. Pero el título concreto y extraordinario de que venimos hablando no pertenece al uso común ni al uso litúrgico, sino que más bien procede del mismo Francisco, «ignorante e iletrado», sin formación científica, bíblico-patrística y teológico-escolástica, pero inspirado por el Espíritu del Señor, autor de las sagradas letras o palabras divinas, como decían ya los teólogos de su tiempo (cf. 2 Cel 102-104). Según el P. Esser, al afirmar semejante casi-identificación entre la Madre-María y la Madre-Iglesia, Francisco quiere insinuar que su Orden, bajo la protección e impulso conjunto de esas dos madres, debe realizar una misión «materna» en el mundo y en las almas, mediante su ideal evangélico y el carisma que lo consagra; la maternidad fecunda de la Iglesia debe ser un elemento constitutivo de la fraternidad franciscana. Y ni siquiera los hermanos laicos están excluidos de esta misión materno-apostólica (cf. 2 Cel 164). 2. Tras celebrar a María como Reina, Madre de Dios y Virgen hecha Iglesia, Francisco la saluda proclamándola «elegida por el Padre celestial» y «consagrada por la Santísima Trinidad». La palabra «consagrar» es rara en los Escritos de san Francisco, y los autores estudian su sentido preciso. A nuestro parecer hay que tomarla en sentido litúrgico: se consagra un obispo, una virgen, una iglesia, un cáliz... Aquí, en el contexto tanto local (santuario de la Porciúncula) como psicológico-místico (S. Francisco ante María = Iglesia), el sentido es: «Tú, María, eres consagrada por el Padre Eterno de un modo más sublime que este santuario bendito, porque te ha hecho madre virginal de su Hijo y tabernáculo de su Espíritu». Nuestra explicación se basa en el simbolismo que abarca a María, consagrada como virgen-madre, y a su santuario, consagrado antiguamente en honor de la Asunción de la Virgen y de los Ángeles, al menos según la más antigua tradición. Luego le dice que tiene la plenitud de la gracia y del bien, y la saluda como palacio, tabernáculo, casa, vestidura y esclava de Dios. 3. La plegaria del Poverello se concluye con el saludo: «Salve, Madre suya y vosotras todas, santas virtudes...». En la atmósfera de la Porciúncula, estas «santas virtudes», contempladas junto a la Virgen-Madre, designan a los Ángeles que la rodean y, al mismo tiempo, a las virtudes infusas, cuyos mediadores, según la concepción dionisiana, son los espíritus celestiales. Por otra parte, aquí las virtudes personificadas designan a los Ángeles (a causa de la relación explícita entre María y esas «virtudes vivientes»), mientras que, en el Saludo a las virtudes de san Francisco, las «virtudes todas» representan a las damas de honor, al servicio de su reina: la sabiduría. Según algunos manuscritos atendibles, el texto del Saludo a la Virgen diría: «eius sanctae virtutes», «sus santas virtudes», o sea, las virtudes de María, que se in infunden en los corazones de los fieles por obra del Espíritu Santo.

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Según esta lectura, el Saludo concluiría diciendo que todos los fieles participan en la gracia, bienes y virtudes de María, madre de Dios, en el Espíritu Santo, como don de Él, convirtiéndose así, también ellos, en Iglesia mediante el Espíritu Santo. Hemos procurado dar una explicación coherente al Saludo, ilustrando su Sitz im Leben bajo todos los aspectos: de lugar, de tiempo, de la atmósfera devocional difundida y del carisma vitalmente manifestado en el culto mariano de san Francisco. Esta misma coherencia buscaremos al comentar brevemente su otra oración mariana. b) La Antífona del Oficio de la Pasión «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo sumo Rey el Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros con san Miguel arcángel y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro. Gloria al Padre. Como era». Siguiendo el uso vigente en las Órdenes monásticas, Francisco añadió al Oficio divino, del que era devotísimo, el Oficio de Beata, que él ordenó de acuerdo con un rito especial, diverso según los tiempos litúrgicos, y que en la tradición manuscrita ha recibido el nombre de Oficio de la Pasión del Señor. Dentro de este Oficio de la Pasión, que más bien es un oficio del misterio pascual del Señor, se encuentra la Antífona de la Virgen. Según las rúbricas del Oficio de la Pasión, Francisco recitaba la Antífona en todas las horas, que son siete, antes y después del salmo correspondiente, compuesto por él mismo para celebrar los misterios del Verbo encarnado. Consiguientemente, la recitaba 14 veces al día. La Antífona hacía, además, de capítula, himno, versículo y oración. En este Oficio de la Pasión gloriosa, Francisco, junto con María, hija-esclava, esposa, madre, se une íntimamente al Hijo del Padre santo-santísimo (Jn 17,11 = Padre santo, título joánico, inserto 13 veces en los salmos de Francisco), al Hijo sufriente-resucitado, Buen Pastor-Cordero inmolado-exaltado, con toda la creación del cielo y de la tierra. También santa Clara recitaba frecuentemente este Oficio, que ella llama de la Cruz (cf. LCl 30). ¿De qué fuente tomó nuestro Santo esta Antífona, que es una joya de oración mariana? Hoy sabernos con certeza que ya existía, un siglo antes, en la liturgia de la fiesta de la Asunción, si bien su origen se remonta a tiempos muy anteriores, al menos si formaba parte del Oficio primitivo de la Asunción, del siglo VIII. En cualquier caso, Francisco transformó intencionadamente la antífona antigua para adaptarla a su devoción personal hacia Santa María de los Angeles. De hecho, introdujo en ella una triple ampliación, y también alguna reducción. La antífona primitiva es ésta: «Virgo Maria, non est tibi similis nata in mundo in mulieribus, flores ut rosa, odor ut lilium: ora pro nobis ad tuum Filium». Las variaciones introducidas por Francisco son:

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1. Al título «Virgen María» le añade, además del «santa» inicial, la relación única con las tres Personas de la Santísima Trinidad, llamándola hija y esclava del Padre, madre de Jesucristo y esposa del Espíritu Santo; al mismo tiempo, suprime las metáforas de la rosa y del lirio, por quedar demasiado pálidas ante los títulos sublimes antes referidos, que además las absorben. 2. Al implorar la intercesión de María, añade la de san Miguel, la de las virtudes de los cielos y la de todos los santos: ¡Francisco estaba ante Santa María de los Ángeles! 3. Amplía la fórmula final: en lugar de «ruega por nosotros a tu Hijo», Francisco dice: «ruega por nosotros ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro». El título «Señor y maestro» aparece en un solo texto bíblico: Jn 13,13-14, relato del lavatorio de los pies. Presentar a Cristo, que lava los pies de los discípulos en la última Cena, como Siervo, como Señor y Maestro de Francisco y de todos los hermanos «menores», es una invitación a convertirse en siervos y ministros de todos los hombres y de todas las criaturas. Del título «esposa del Espíritu Santo» trataremos en la segunda parte de este trabajo. Baste por el momento insistir en una característica especial de la devoción del Poverello, a saber: su costumbre de transformar un texto litúrgico conocido en una oración personal que brota de su corazón rebosante de amor. En sus Escritos pueden encontrarse varios ejemplos de esto, así: la Paráfrasis del Padrenuestro, los salmos del Oficio de la Pasión, el Adoramus te (Test 5). ¿Qué juicio global sobre las dos oraciones de Francisco se puede deducir de lo dicho hasta ahora? En síntesis se puede deducir que estas oraciones, en su redacción final debida al Poverello, sin ser originales en sentido pleno, presentan caracteres exquisitamente personales, que merecen ser destacados: 1. En ambas oraciones María constituye el centro, como fin querido por Francisco para alabarla e invocarla. Por eso, la elogia con títulos y expresiones que ilustran el lugar excepcional de María en el designio de Dios respecto a la creación y a la salvación. Ella es por excelencia la elegida y consagrada por el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, la llena de gracia y de todo bien, etc. 2. En ambas Francisco pone de relieve el nexo único que une a María con cada una de las tres Personas divinas. 3. En ambas exalta a María como superior a la Iglesia triunfante de los Ángeles (virtudes de los cielos) y también de los Santos, como afirma en la Antífona del Oficio de la Pasión, mientras que en el Saludo insiste en la relación entre María y la Iglesia militante («hecha Iglesia»). 4. En ambas, si recogemos los indicios convergentes sin prejuicios, sentimos la cercanía, más aún, la presencia mística de Santa María de los Ángeles, en su santuario de la Porciúncula, que Francisco quiso que fuera el centro y cabeza de su Orden. 5. En resumen, tanto el Saludo a la Virgen como la Antífona del OfP nos hacen percibir la devoción excepcional y característica de Francisco a María, devoción que no supone daño alguno para su teocentrismo o cristocentrismo, por cuanto María aparece siempre única y totalmente como obra maestra de la gracia redentora y mediadora de su Hijo en el Espíritu Santo. Francisco es el hombre evangélico que siente siempre y profundamente que todo bien viene del único y total Bien, el Padre (Lc 18,19), «por sola su misericordia» (1 R 23,8) y «por sola su gracia» (CtaO 52). Para completar la fisonomía mariana del Poverello, hemos de llamar la atención sobre algunos otros puntos que, a nuestro parecer, los autores dejan demasiado en la sombra. Omitimos lo referente a las

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prácticas devotas del Santo, que los autores tratan de manera concorde cuando comentan 2 Cel 198 y LM

9,3. Todos sabemos que Francisco quiso que María fuese la Protectora de su Orden. El texto latino de Celano al respecto es muy expresivo: Ordinis Advocatam ipsam constituit: «La constituyó Abogada de la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, a los hijos que estaba a punto de abandonar. ¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de totora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198). Por otra parte, en 1223/24, algo después de la aprobación de la Regla bulada (29-XI-1223), como resulta del contexto, queriendo que los hermanos simples se encontraran a gusto en su Orden, que debía ser lo mismo para pobres e iletrados que para ricos y sabios, Francisco hacía esta reflexión: «En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico» (2 Cel 193). Así pues, a la cabeza de la Orden tenemos: El Espíritu Santo como ministro general y María Santísima como abogada y protectora. Esta conexión del Espíritu Santo y de María la descubrimos de nuevo a través de otro hecho histórico. Al principio, o sea, hasta 1223, el Capítulo general debía celebrarse normalmente todos los años por los ministros cismontanos y cada tres años por todos los ministros, en la fiesta de Pentecostés, junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula. También aquí encontrarnos unidos al Espíritu Santo y a María, o sea, según la concepción de Francisco, al Ministro general y a la Abogada-Protectora de su Orden. Ahora bien, en ninguna Orden del siglo XIII encontramos una coincidencia semejante, y la que se da en nuestro caso la hemos de atribuir, no a la casualidad, sino a la intención del Fundador, que quiso confiar el gobierno de su Orden al Espíritu Paráclito y a Santa María de los Ángeles. En aquellas asambleas solemnes, el santuario de la Porciúncula se transformaba en el Cenáculo de Jerusalén, donde los ministros y los custodios se reunían en oración, como los discípulos, alrededor de María, la esposa del Espíritu Santo. Y así, casi espontáneamente, pasamos a la segunda parte de nuestro estudio. A modo de conclusión podemos decir que si bien Francisco en su devoción a María Santísima sigue en gran parte las tradiciones de los grandes «santos marianos» que le precedieron, le añade, sin embargo, diversas notas personales que hacen de él un «santo mariano» distinto, digno de admiración y de veneración. Aunque no podemos seguirlo en sus simbolismos y en las aplicaciones que hace de los mismos, que reflejan la Edad Media, sí debemos unirnos como él a la persona viva de María Madre y Virgen, medianera de gracia y de caridad apostólica, modelo de conformidad a Cristo en pobreza, humildad y amor de sacrificio, maestra y educadora que nos enseña cómo podemos y debemos actuar hoy el ideal franciscano sin compromisos: todo eso constituye la quintaesencia del culto mariano del Seráfico Padre, y vale para todos y para cada uno de nosotros sus hijos. II. MARÍA, ESPOSA DEL ESPÍRITU SANTO Como ya hemos indicado, el título «Esposa del Espíritu Santo», dado por Francisco a la Virgen en la Antífona de su Oficio de la Pasión, merece una consideración especial, por cuanto señala una cima alcanzada en la historia de la Iglesia, a la vez que constituye un punto de partida. Conviene, pues, hacer un bosquejo histórico en tres partes: la historia de este título hasta san Francisco, su importancia en el culto mariano del Poverello, y sus ulteriores vicisitudes hasta nuestros días. Es cierto que a algunos teólogos dogmáticos no les gusta el mencionado título por varios motivos que no vamos a analizar aquí; desde su punto de vista, no les falta razón. En efecto, el denominativo

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«Esposa del Espíritu Santo» ha sido y sigue siendo aplicado, incluso por un mismo escritor, no sólo a María, sino también a la Iglesia, al alma cristiana, a un grupo de fieles, etc. Y así resulta que al Espíritu Santo se le dan muchas esposas. Por otra parte, a María se la llama también Esposa del Padre celestial, del Verbo Encarnado considerado como Dios y como hombre, y hasta de la Santísima Trinidad, sin hablar de san José, de quien fue la esposa virginal; y ante el hecho de que ese «vínculo conyugal» espiritual se aplica de tantas y tan diversas formas, los teólogos dogmáticos prefieren términos más claros y que tengan un sentido único. Pero en la teología espiritual, o sea, ascético-mística, el título «María, Esposa del Espíritu Santo» es explicado en un sentido perfectamente ortodoxo y que en la actualidad se hace cada día más frecuente. Es evidente que ese título no hay que entenderlo en sentido propio (escriturístico literal); se trata de un puro sentido metafórico, pero fundado en analogías que tienen un sustrato bíblico real, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, del mismo modo que también Jesús es llamado «Cordero de Dios» y «León de la tribu de Judá», etc. Por eso, su uso es legítimo en espiritualidad y en teología mística, en relación con experiencias místicas. Comencemos, pues, a esbozar la historia en tres etapas. 1. Antes de Francisco Por cuanto sabemos, el primero en saludar a María como Esposa del Espíritu Santo, aunque no literalmente, fue el poeta latino Prudencio, nacido en España y muerto después del año 405. En su Liber apotheosis tiene este versículo (v. 572): Innuba Virgo nubit Spiritui, «La Virgen no desposada se desposa con el Espíritu». Pero este primer testimonio permaneció en la sombra, tal vez a causa del carácter poético de la expresión nubere Spiritui y también porque la Iglesia de entonces tenía que combatir con mayor urgencia los errores cristológicos del arrianismo. Habrá que esperar cuatro siglos para ver despuntar en Occidente otro protagonista del misterioso título mariano. Entre tanto, en Oriente, aparecen dos: un Pseudo-Olimpio, del siglo V, y Cosmas Vestitor, del siglo VIII; éste podría ser el primero en llamar indirectamente a María «Esposa del Espíritu Santo». El Ps. Metodio Olimpio (PG 18,345c), en un sermón de Simeón y Ana, explica que María, al presentar a Jesús en el templo, no estaba obligada al rito de la purificación, porque ya antes el Espíritu Santo se había desposado con ella y la había santificado. Cosmas Vestitor, en un sermón de san Joaquín y santa Ana, presenta a Joaquín deseoso de tener descendencia, deseo que Dios escuchó y así Joaquín engendró a la esposa del Espíritu Santo: «(Ioachim) Spiritus sancti sponsam genuit» (PG 106,1006b). En Occidente, el título mariano reaparece hacia la mitad del s. VIII; lo encontramos en un sermón para la fiesta de la Asunción, de un Pseudo-Ildefonso, hoy identificado bien sea con S. Ambrosio Autperto, OSB (784), bien sea con S. Pascasio Radberto, OSB (860). En dicho sermón, el Espíritu Santo invita a María con estas palabras del Cantar de los Cantares: «Ven del Líbano, esposa mía» (4,8): «Ideo Spiritus sanctus (Mariam) invitabat, dicens: ...Veni de Libano, sponsa mea» (PL 96,266b). Aunque en los dos siglos siguientes los testimonios referentes al título nupcial de la Virgen faltan casi por completo, sin embargo, en el estado actual de la investigación, parece cierto que dicho título se fue propagando imperceptiblemente por los diversos países. En efecto, a principios del siglo XII (o incluso antes) sucedió un hecho extraño en los Países Bajos. Un cierto Tanchelmo o Tanchelino (1115) se desposó públicamente con María santísima, poniendo su mano en la mano de una estatua de la Virgen; y para justificar su gesto decía que todo cristiano puede identificarse con el Espíritu Santo recibido en el bautismo y, consiguientemente, tomar también él a María por Esposa. No fue ésta la única rareza que predicó aquel hereje, contra quien combatieron S. Norberto (1134) y los Premonstratenses por él fundados. De cualquier modo, en dicho acontecimiento se puede ver que el título de María Esposa del Espíritu Santo estaba ya difundido por todas partes en Occidente.

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El mismo siglo XII nos ofrece otros cuatro protagonistas del título nupcial de María: un benedictino y tres cistercienses. No nos detenemos en el primero, Gofredo de Vendôme (1134), porque en un mismo contexto llama Esposo de María tanto al Verbo encarnado en ella (sponsus et filius) como al Espíritu Santo, al que dice «marido de María», «maritus Spiritus sanctus» (PL 157,267b). Los tres cistercienses son más claros y explícitos. El beato Amadeo de Lausana (1159), al describir cómo María fue adornada con los siete dones, afirma que la Virgen se unió al Espíritu Santo en alianza nupcial, «Spiritui sancto foedere maritali copulata est» (PL 188,1309a). Y queriendo ilustrar este nexo nupcial entre María y el Espíritu Santo, comenta las palabras de Gabriel a la Virgen en la Anunciación: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, para cubrirte con su sombra; tú gozarás de una suavidad inmensa, tú serás gratificada con el ósculo celestial, «tú te desposarás con un tal Esposo, y por un tal Marido serás fecundada», «Tali Sponso (= Spiritui Sancto) coniungeris, a tali marito fecundaberis» (PL 188,1318a). El otro cisterciense, Nicolás de Clairvaux (1176), bajo el seudónimo de Bernardo, en un sermón sobre la Asunción de la Virgen, describe con dos expresiones la relación entre María por una parte y el Hijo de Dios y el Espíritu Santo por la otra: María jamás conoció lecho de pecado (Sab 3, 13); «como Virgen fue singularmente consagrada al Hijo de Dios, y de especial modo desposada con el Espíritu Santo», «Virgo Dei Filio singulariter consecrata, specialiter sancto coniugata Spiritui» (PL 144,719b). El tercer autor de este grupo que vamos a examinar es el famoso cisterciense calabrés Joaquín de Fiore (1202), que presagió el tercer estadio de la historia, el reino del Espíritu Santo, que tendría que suceder al reino del Padre (Antiguo Testamento) y al reino del Hijo (Nuevo Testamento). Ahora bien, María, unida íntimamente al Espíritu Santo, es la indicada por Joaquín como Madre-Genitrix espiritual de la Iglesia santa y renovada de la edad tercera. Joaquín no usa explícitamente la expresión Esposa del Espíritu Santo, pero su explicación simbólica de la edad tercera la contiene implícitamente del modo más formal. Así, en el centro de la tabla XII en torno a la Paloma (= Espíritu Santo), leemos estas palabras: «Oratorio de santa María Madre de Dios y de la santa Jerusalén -sede de Dios-, esta casa será madre de todos», afirmación clara de que el Paráclito se servirá de María-Esposa como Madre de la nueva Iglesia espiritual, en oposición a la Iglesia carnal. 2. Con san Francisco Así llegamos a san Francisco, que desde joven, cuando según su propia expresión todavía «estaba en pecados» (Test 1), creció en la atmósfera devocional del siglo XIII. La gracia del Espíritu Santo lo transformó en una nueva criatura, como se complace en subrayar san Buenaventura, que lo llama servus Mariae, esclavo de María, por cuyos méritos concibió en su santuario de Santa María de los Ángeles «el espíritu de la verdad evangélica», sobre la que fundará la «Regla y vida de los Hermanos Menores» (LM 3,1). Por devoción a la Madre del Señor Jesús, ayunaba desde la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción, titular de su iglesita predilecta (LM 9,3). En esta misma iglesita, la Madre de toda bondad le sirvió de mediadora para obtener de la misericordia de Jesús la indulgencia de la Porciúncula. Ya hemos hablado de las dos oraciones en que Francisco invoca a María en un contexto trinitario, insistiendo en la relación excepcional entre ella y las tres Personas de la Santísima Trinidad: hija-esclava del Padre, madre del Hijo, y esposa del Espíritu Santo. En cuanto a este último título, Esposa del Espíritu Santo, no parece exagerado afirmar que Francisco fue el primero en aplicárselo a María de forma explícita. Todos sus predecesores tienen locuciones equivalentes, pero no la invocación directa y precisa, con esa fórmula expresa; el que más se acercó a esa formulación fue el Pseudo-Ildefonso, quien, como hemos visto más arriba, pone en labios del Espíritu Santo esta invitación a

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María: «Ven del Líbano, esposa mía». Con san Francisco, pues, comienza la serie de autores que, desde el siglo XIII hasta nuestros días, glorifican a la Madre de Dios con este título realmente nuevo. Hay que tener en cuenta además que, como hemos indicado, Francisco recitaba 14 veces al día la Antífona del Oficio de la Pasión, en la que se encuentra ese título. Y esto mismo hacían sus hermanos y Clara cuando recitaban el dicho Oficio. De esta manera, tanto el Poverello como sus seguidores tuvieron que profundizar en la propia vida nupcial, en unión con la de la Virgen. Es lo que revelan los Escritos. Francisco se preocupó de inspirar a sus hermanos, incluidos los laicos más humildes, que tal vez no recitaban el Oficio de la Pasión, la devoción al Espíritu Santo. De hecho, las palabras de la Regla bulada: «...por encima de todo los hermanos deben anhelar tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8-9), se dirigen, en el contexto inmediato, más a los hermanos laicos que a los clérigos. Por otra parte, Francisco ordena en la Regla que los hermanos laicos reciten siete Padrenuestros por cada una de las cuatro horas menores y por completas (1 R 3,10; 2 R 3,3). Ahora bien, otras asociaciones religiosas aprobadas por la Santa Sede imponían a sus miembros «recitar por cada una de las horas del Oficio divino siete Padrenuestros, por los siete dones del Espíritu Santo»; Francisco debía conocer esta costumbre y por lo mismo nos parece que no es temerario pensar que él quiso que todos sus hermanos invocaran diariamente al «Espíritu septiforme», del que María es la mediadora. Sus Escritos nos demuestran que Francisco tenía un concepto muy amplio de la relación esponsal entre Dios y sus criaturas: si en las oraciones marianas venera en la Virgen la intimidad con la Santísima Trinidad, en otros lugares subraya igualmente la relación estupenda entre las tres Personas divinas y cada una de las almas que trata de vivir según el espíritu y no según la carne (Rom 8,12-13). La vida evangélica como tal lleva consigo la unión íntima personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y Francisco propone a los penitentes que vivían en el siglo el ideal evangélico del que participan también sus hermanos religiosos. Escribe en su Carta a los fieles: «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 48-50; 1CtaF 1,6-7). El mismo Francisco hace un comentario sublime de sus palabras, que cada uno debería revivir en su propia existencia: «Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y somos hermanos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; somos madres cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros. ¡Oh, cuán glorioso, santo y grande es tener en el cielo un padre! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable es tener un tal Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal hermano e Hijo! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros, diciendo: Padre santo...» (2CtaF 51-56; 1CtaF 1,8-14). En los primeros años de la conversión de Clara, Francisco escribe para ella y para sus hermanas de San Damián, en la Forma de vida, unas palabras que reflejan la unión esponsal entre el Espíritu Santo y María con términos perfectamente paralelos a los de la Antífona del Oficio de la Pasión: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y esclavas del Altísimo sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio de Jesucristo, quiero y prometo...» (FVCl 1; RCl 6,17).

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Señalemos de paso que la palabra esposo («sponsus») aparece en los Escritos de san Francisco tres veces en cada una de las redacciones de la Carta a los fieles, cuyo texto hemos citado más arriba; en las Cartas de santa Clara a santa Inés de Praga, aparece otras cuatro. La palabra esposa («sponsa») aparece una sola vez en los Escritos de Francisco, y es precisamente en la Antífona del OfP; en las Cartas de Clara se repite nueve veces. Y el verbo desposarse («desponsare») aparece una sola vez en los Escritos de Francisco, concretamente en la Forma de vida, que acabamos de citar; en los Escritos de Clara aparece tres veces, dos en las Cartas y una en su Regla. Sin temor a exagerar podemos decir que Francisco «vivía» con plenitud lo que enseñaba a sus hermanos, a las clarisas y a los cristianos de buena voluntad, los penitentes laicos, para demostrarles que la unión esponsal que él exaltaba entre Dios, uno y trino, y María, debe ser el gran manantial de la caridad evangélica y apostólica, o sea, de nuestra maternidad espiritual en la Santa Madre Iglesia. La unidad de amor personal, o sea, filial, esponsal, fraterno y materno con las tres Personas divinas, es un don especial y una santa operación del Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Esta santa Madre-Iglesia, consagrada en María por el Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, como llena de gracia y de todo bien, está constituida por todos los creyentes. Francisco se convenció de ello desde el momento en que el Cristo crucificado-vivo-resucitado de San Damián le dijo: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo (tota destruitur)» (2 Cel 10). Esta casa de Cristo crucificado-resucitado somos todos en María, hecha Iglesia, y lo somos siguiendo sus huellas en el Evangelio, en pobreza y humildad, firmes en la fe católica y sujetos a la santa Madre Iglesia (cf. 2 R 12; Test 14-15). El Testamento y las Cartas de santa Clara dan fe de que también ella vivía fuertemente impelida por esa maternidad mística, mediante el buen ejemplo. Véase al respecto su Testamento, vv. 3-4, 6-7, 11-12. Las Cartas, por otra parte, insisten particularmente en el tema de los desposorios místicos; así, por ejemplo, en la primera a santa Inés de Praga, Clara alaba su opción por la pobreza: «uniéndoos con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo»; poco más adelante le dice: «pues sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo», aludiendo claramente a Mt 12,49 y a un texto de la Carta a los Fieles de Francisco, antes citado; e insiste de nuevo: «habéis merecido ser hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la Virgen gloriosa». En la tercera Carta, le dice Clara a Inés: «Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró un tal Hijo... La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente en su seno: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre en tu cuerpo casto y virginal...». Por otra parte, cuatro de los testigos del Proceso de canonización de Clara insisten en la presencia y acción del Espíritu Santo en la Dama pobre de San Damián (3,20; 10,8; 11,3; 20,5). Recordemos también que el Crucifijo de San Damián, contemplado y vivido por Francisco y luego por Clara, es un icono de inspiración oriental siríaca, pintado en Umbría, que representa a Cristo en su misterio pascual total: el Cristo, Hijo del Padre, encarnado-crucificado-resucitado, unido a la Iglesia del cielo y de la tierra; el Cristo joánico, lleno de luz y de gloria, vencedor de la muerte y del pecado; el Cristo, Cordero inmolado y exaltado, digno de toda alabanza, gloria, honor y bendición por parte del cielo y de la tierra. Y así lo celebró Francisco en su vida, en profundo sufrimiento y gloria a la vez, es decir, en perfecta alegría. Su Oficio de la Pasión, que contiene la Antífona de la Virgen, es la prueba más convincente de ello. Aún podríamos decir muchas cosas de la enseñanza de Francisco sobre «el Espíritu del Señor y su santa operación» que, según la voluntad del Santo, «debemos anhelar por encima de todo» (2 R 10,8-9). En efecto, sus Admoniciones son una mina de consideraciones que, tomadas en su conjunto, constituyen un compendio valiosísimo de vida espiritual.

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3. Después de san Francisco El nuevo título mariano Esposa del Espíritu Santo, cuya formulación expresa y concreta es de san Francisco, ha permanecido vivo en la tradición de la Iglesia. No se hicieron esperar los autores que lo comentaron, y en los siglos siguientes se multiplicaron de tal manera, que no es posible ofrecer el elenco completo de los mismos. Por eso nos limitaremos a los escritores de la familia franciscana, pero sin pretender ser exhaustivos. En la segunda mitad del siglo XIII aparece el Speculum beatae Mariae Virginis (Quaracchi 1904, 130-140) de fray Conrado de Sajonia (1279), quien por tres veces hace el elogio de la Esposa del Espíritu Santo, con una insistencia y un fervor nunca vistos: «María es la bellísima esposa del Espíritu Santo, ...la esposa de la Suma Bondad»; «He aquí la esposa del Espíritu Santo, María...: he aquí la esposa del Sumo Consolador...»; «¡Oh María, el Señor está contigo: el Señor, de quien eres la hija, más noble que cualquier otra; el Señor, de quien eres la madre, más admirable que todas las demás; el Señor, de quien eres la esposa, más amable que todas las demás...». Casi al mismo tiempo que el Espejo de fray Conrado se difundió un Libellus de corona Virginis Mariae (PL 96, 285-318), bajo el pseudónimo de S. Ildefonso, pero que según los últimos estudios es de un hermano menor (Ricardo de San Lorenzo). Varias veces describe el nexo esponsal entre el Espíritu Santo y María, explicando el título «Esposa del Espíritu Santo» con elocuentes elogios: «¡Oh santísima madre de Cristo, tú eres... el bellísimo y virginal tálamo del Verbo encarnado del Padre, ...la hija carísima del sumo Padre, la esposa amantísima del Espíritu Santo, señora y reina de los ángeles y de los hombres!». Este mismo autor llama también a María esposa del Padre y esposa de Cristo. Fray Juan de Caulibus (s. XIII-XIV) estuvo animado por el mismo espíritu que los dos autores anteriores. En sus Meditationes vitae Christi, que pronto se atribuyó a san Buenaventura, no duda en proclamar a la Virgen «elegida por Dios Padre como hija, por el Hijo como madre y por el Espíritu Santo como esposa». Mención especial merece el «sello del generalato» más antiguo que se conoce de la Orden franciscana. Es el del beato Juan de Parma (Ministro general 1247-1257). En un documento de 1254 se ve en dicho sello la venida del Espíritu Santo sobre María Santísima y los apóstoles, debajo de los cuales se ve la figura de un hermano menor en oración, sin aureola, que presumiblemente representa al Ministro general, más que a san Francisco. Juan de Parma quiso representar al vivo al Espíritu Santo como Ministro general de la Orden y a María la Abogada de la misma Orden y medianera de los siete dones del Espíritu Santo. En los siglos XIV y XV no encontramos autores franciscanos que celebren a María como Esposa del Espíritu Santo. Bernardino de Bustis (1513/15), en su Mariale, después de exaltar las extraordinarias prerrogativas de María, concluye sus alabanzas con una triple invocación, que recuerda la de Francisco: «¡Oh hija del eterno Padre! ¡Oh madre de la divina Majestad! ¡Oh esposa del Paráclito!» Casi contemporánea de Bernardino de Bustis fue la beata Bautista de Varano, clarisa (1524). Sus obras espirituales contienen dos elogios de María como Esposa del Espíritu Santo; el primero, en forma de oración: «¡Oh Virgen de las vírgenes, María.... hija de Dios, madre de Jesucristo, esposa del Espíritu Santo...!»; el otro aparece en una novena a la Virgen, en la que la tercera Persona de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, expone a las otras dos Personas el deseo de la Virgen de morir para volver a ver a su Hijo: «Mi esposa se derrite como cera al fuego por amor: enviemos por Ella».

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A principios del siglo XVII, dos capuchinos festejan a María con el referido título. San Lorenzo de Brindis (1619), en un sermón para la Visitación de la Virgen, dice de María: «Ella es reina del cielo, señora de los Ángeles, emperadora del paraíso, hija del sumo Padre, madre del Hijo unigénito de Dios, esposa del Espíritu Santo»; y en otro sermón sobre la visión apocalíptica de la Mujer vestida de sol, explica el título mariano con palabras audaces que hay que entender en su sentido espiritual-místico (maritus-uxor). De un modo más sencillo, Tomás de Olera (1631), en su opúsculo sobre la Vida, muerte y asunción de María, la saluda como Esposa del Cantar de los Cantares y Esposa del Espíritu Santo. En la misma línea se encuentra san Carlos de Sezze (1670): «...el Padre la eligió como amadísima hija suya, el Hijo como carísima madre suya y el Espíritu Santo como dilectísima esposa suya...» (Opere complete III, Roma 1967, 534). Otros franciscanos y franciscanas habrán escapado a nuestra investigación. Viniendo a nuestro tiempo, nos parece que quien mejor ha penetrado y actualizado para la mentalidad de nuestros contemporáneos el significado del título «Esposa del Espíritu Santo» es san Maximiliano M. Kolbe (1941). Creemos que sólo un don carismático muy elevado le hizo descubrir el nexo teológico entre los varios misterios que él describe en sus tratados. 4. Consideración conclusiva Respecto al valor actual del título «María, Esposa del Espíritu Santo», hemos de decir que nos encontramos ante un hecho que nadie puede negar: la reseña histórica que hemos esbozado, que no es completa ni exhaustiva, demuestra que ese título ha sido usado con piedad consciente, basada en textos bíblicos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, por muchos escritores sagrados desde la Edad Media hasta nuestros días, así como también por santos canonizados y por doctores de la Iglesia; baste recordar algunos nombres: Roberto Belarmino, Lorenzo de Brindis, Alfonso M. de Ligorio, Luis M. Griñón de Monfort, Carlos de Sezze, Maximiliano M. Kolbe, etc. Desde luego, si se tienen en cuenta las definiciones dogmáticas y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, el peligro de abusar de ese título queda en su mayor parte conjurado. Una confirmación autorizada de ello la tenemos en el uso que han hecho y hacen los Papas: León XIII, Pío XII, Pablo VI, y Juan Pablo II. Por otra parte, la costumbre de llamar a María hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo se ha hecho tan universal, que forma parte integrante del sensus fidelium; desde hace mucho tiempo, en el rezo del santo Rosario se acostumbra en numerosas naciones añadir a las tres Avemarías introductorias o después del Gloria de cada decena, el saludo a las tres Personas divinas, que es un eco permanente de la Antífona del Oficio de la Pasión de san Francisco: «Dios te salve, María, hija de Dios Padre, Dios te salve, María, madre de Dios Hijo, Dios te salve, María, Esposa del Espíritu Santo...». Por todo ello, no nos parece exagerado decir que el título «Esposa del Espíritu Santo», aplicado a María, ha venido a formar parte del magisterio ordinario de la Iglesia; sin embargo, no se encuentra en los documentos del Concilio Vaticano II, en los que el Espíritu Santo nunca es llamado «esposo», ni María «esposa», mientras que la relación «esposo-esposa» se aplica veintiuna veces a Cristo y a su Iglesia. Para mayor gloria del Espíritu Santo y de su Esposa inmaculada María, lo que procede no es pretender retirar del uso el mencionado título, sino más bien ilustrarlo y explicar su sentido correcto, en la pastoral mariana.

[Pyfferoen, Ilario - Van Asseldonk, Optato, O.F.M.Cap., María Santísima y el Espíritu Santo en San Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 47 (1987) 187-215]

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San Francisco y la Virgen María Francisco «rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198). Esta afirmación de Tomás de Celano nos invita, en primer lugar, a la modestia: si el amor que Francisco profesaba a María es «indecible», quiere decirse que nos hallamos ante un misterio que no podemos llegar a comprender; es imposible abarcarlo con nuestras palabras e ideas. El secreto de Francisco no se deja penetrar fácilmente en ningún sector. Se entra en él poco a poco, sin conseguir nunca la impresión de haberlo descifrado exhaustivamente. El autor nos indica al mismo tiempo en qué dirección debemos buscar: Francisco ama a María con un «amor indecible» por la relación singular que María mantiene con Aquel a quien se dirige el apasionado amor del Poverello: Cristo. ¡Es la Madre del Hijo de Dios! Francisco va de golpe a lo esencial: María está referida por entero a su Hijo. De ahí que su contemplación y devoción no separen jamás a María de Jesús. Postura tradicional y única base sólida para un amor recto y auténtico a María. I. CÓMO CONSIDERA FRANCISCO A MARÍA 1. María y la Encarnación ¿Cómo percibía y admiraba Francisco, ya más concretamente, la maternidad divina de María? «Por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad», decía Tomás de Celano (2 Cel 198). Escribe Francisco: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4; cf. OfP 15,3). Francisco engloba así a María en su contemplación de la humanidad de la encarnación. Para comprender cómo Francisco pone sus ojos en el misterio de la encarnación, es preciso remontarse a la experiencia de dulzura vivida en el momento de su conversión (1). Experiencia del Altísimo, del Señor de la majestad que se abaja hasta el extremo de hacerse en Jesús nuestro Hermano; del Omnipotente, que viene a compartir en Jesús nuestra fragilidad; del Santísimo, que desciende a ocupar un puesto entre los pecadores; del infinitamente digno, que se humilla en su Hijo hasta el extremo de condividir nuestra abyección. Es la revelación, en Jesús, del ágape divino. Dios manifiesta hasta dónde llega su amor. Había creado al hombre a su imagen y semejanza. El hombre, con su ingratitud, se había apartado de él. Dios muestra entonces que su amor a su criatura es santo, es decir, completamente otro, infinitamente más fiel que el que brota del corazón del hombre: «Al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María...» (1 R 23,3). María está en el centro de este misterio de humildad y de amor: de ella ha tomado el Hijo de Dios nuestra carne, nuestra debilidad y fragilidad; por medio de ella se ha hecho Hermano nuestro, ese Hermano a quien contempla Francisco extasiándose: «¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal hermano y un tal hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y más que todas las cosas deseable!» (1CtaF 13; cf. 2CtaF 56). Se comprende que englobe a María en su amor sin medida a su Señor. «Por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella» (LM 9,3): por medio de ella ha venido a nosotros, pecadores, el que nos trae la misericordia, la ternura del Padre. 2. La «Paupercula Virgo», la «Virgen pobrecilla» El misterio de la encarnación es misterio de humildad y también, por tanto, de pobreza. Francisco apenas puede apartar de él su mirada interior (cf. 1 Cel 84-85). Y una vez más asocia a María a su

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amor a Cristo pobre. «Siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Siguiendo pues a san Pablo, Francisco señala expresamente esta opción deliberada, expresión de amor. Una pobreza sólo soportada sería signo del pecado del mundo, que excluye a los pobres del reparto de los bienes. A más de esto, Celano llama a María: paupercula Virgo, «la Virgen pobrecilla», la «poverella» (2 Cel

200), expresión de la que es muy lógico pensar que se remonta al mismo Francisco. Este poner de relieve la pobreza de María, en unión con la de su Hijo, tiene su explicación en la contemplación intensa del misterio de Navidad: «No recordaba sin lágrimas la penuria que rodeó aquel día a la Virgen pobrecilla» (ibíd.). La pobreza caracteriza la vida de María a lo largo de toda su trayectoria: «Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente..., fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos...» (1 R 4-5). Este pensamiento conmueve a Francisco: «Una vez que se sentó a comer le dijo un hermano que la Santísima Virgen era tan pobrecilla, que a la hora de comer no tenía nada que dar a su Hijo. Oyendo esto el varón de Dios, suspiró con gran angustia, y, apartándose de la mesa, comió pan sobre la desnuda tierra» (TC 15; cf. 2

Cel 200). En una palabra: «Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su Madre» (LM 7,1). Y por eso saca la conclusión de que «la pobreza es la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su Madre» (ibíd.; cf. 2 Cel

200). Cristo es «el que ha de vivir eternamente y está glorificado» (CtaO 22). Pero desde el día en que Francisco se solidarizó con los leprosos y «practicó con ellos la misericordia» (cf. Test 2), comprendió que podía seguir encontrando a Cristo pobre en la persona de cualquier pobre. También aquí asocia espontáneamente a María a su Hijo: «Cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85; cf. LM 8,5). Celano comenta: «El alma de Francisco desfallecía a la vista de los pobres...; en todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83). Y cada día se renueva para él en la Eucaristía la maravilla de la encarnación: «Ved que diariamente se humilla (el Hijo de Dios), como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote» (Adm 1,16-18). En resumen, no podremos extrañarnos de verle formular su proyecto de vida: «Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza» (UltVol 1-2) (2). 3. María, elegida y consagrada por la Trinidad María está tan íntimamente vinculada al misterio de la encarnación que Francisco la contempla en el designio eterno de Dios, cuyo centro es la Encarnación. Hay que tener en cuenta al respecto sobre todo las oraciones que le dirige, y que sorprenden por la seguridad teológica de un hombre sin cultura especial. Refiriéndose a ellas, escribe Celano: «Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana (2 Cel 198). Reproducimos las dos oraciones que han llegado hasta nosotros. Saludo a la bienaventurada Virgen María (SalVM) 1¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen convertida en templo (virgen hecha iglesia), 2y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito;

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3que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien! 4¡Salve, palacio de Dios! ¡Salve, tabernáculo de Dios! ¡Salve, casa de Dios! 5¡Salve, vestidura de Dios! ¡Salve, esclava de Dios! ¡Salve, Madre de Dios! 6¡Salve también todas vosotras, santas virtudes, que, por la gracia e iluminación del Espíritu Santo, sois infundidas en los corazones de los fieles, para hacerlos, de infieles, fieles a Dios! Antífona del Oficio de la Pasión (OfP Ant) Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros, junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes del cielo y con todos los santos, ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro. Con palabras sencillas y tradicionales, Francisco expone la síntesis de lo que la fe puede afirmar de María, en base a la Escritura. Destaquemos: -- en primer lugar, las afirmaciones doctrinales centrales sobre María, Madre de Dios y Virgen, punto de partida de cualquier reflexión sobre María (SalVM 1; OfP Ant 1-2); -- seguidamente, la insistencia en un doble título derivado de la maternidad divina y que representa también un homenaje: María es Reina (SalVM 1), pues es «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial» (OfP Ant); María es «Domina», Señora (SalVM 1). Si el primero de estos títulos es tradicional, el segundo refleja un aspecto original de Francisco: como el caballero honra a su Dama y vive para ella, Francisco «ofrecía a María los afectos de su corazón» (offerebat illi affectus -2 Cel 198); -- la fe en la elección de María, «elegida por el santísimo Padre del cielo» (SalVM 2); su misión corresponde a su elección por Dios desde toda la eternidad; -- la certeza de que esta elección ha desembocado en su consagración por toda la Trinidad: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2). La Antífona aclara la relación de María con cada una de las tres divinas personas. María es «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant 2). Con el P. Efrén Longpré puede advertirse que Francisco no habla de purificación y de santificación de María, sino únicamente de su consagración; afirma que María tuvo desde siempre la plenitud de la gracia y todo bien (SalVM) y que no ha nacido entre las mujeres ninguna semejante a ella (OfP Ant). Así, ilustres defensores del dogma de la Inmaculada Concepción han podido evocar estos textos como particularmente acordes con dicho dogma (3). Es menester dejarse impregnar por la mirada de Francisco, que contempla a María en su relación con los Tres que son Dios, y por el clima de infinito respeto que se desprende de estas oraciones, para adivinar a través de palabras tan sencillas la solidez de su doctrina mariana y, a la vez, algo de la profundidad y delicadeza de su amor hacia la Virgen. En el Saludo a la bienaventurada Virgen María, Francisco despliega su veneración a María en una especie de letanía, de Laudes, en que enumera los atributos de la Madre de Dios. Esta letanía

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requeriría no pocas observaciones interesantes. Advirtamos simplemente la acumulación de términos que presentan a María como teófora, que lleva y contiene a Dios: Palacio de Dios, Tabernáculo de Dios, Casa de Dios, Vestidura de Dios. La lectura del v. 1 retenida por la última edición crítica: «quae es virgo ecclesia facta», cobra mayor credibilidad: María, «hecha iglesia», elegida y consagrada por Dios, es Palacio, Tabernáculo, Casa, Vestidura de Dios... Además, la enumeración va en el sentido de una humildad creciente y de una ascendente intimidad (¡de Palacio a Vestidura!), para desembocar en el triunfo de la humildad: «Esclava de Dios», convertida en «Madre de Dios». Profundísima expresión poética del lugar de María en este misterio del anonadamiento del Verbo que se hace hombre y permanece entre nosotros. La parte final del Saludo hace pensar en el Saludo a las Virtudes. Por lo demás, este último escrito lleva en varios de los buenos manuscritos el título de: Las Virtudes (o bien, Saludo de las Virtudes) con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa. II. MARÍA Y LA VOCACIÓN EVANGÉLICA FRANCISCANA 1. Alumbramiento del espíritu del Evangelio por los méritos de María ¿Hasta dónde se remonta en la historia de Francisco su «amor indecible» a la Virgen María? Es imposible determinarlo con precisión absoluta. Encontramos la primera manifestación en su celo por restaurar la capillita de la Porciúncula. ¿En qué estadio de su evolución se encontraba entonces Francisco? La experiencia de la «dulzura» (Test 3) le había permitido presentir ya el alcance del misterio de la encarnación; posteriormente, la revelación del Crucificado, vinculada a su heroica experiencia con los leprosos (LM 1,5), le había hecho descubrir el amor sin límites del Señor en su pasión; el mandato del crucifijo de San Damián le había confiado una tarea provisional; y el conflicto con su padre había desembocado en su «salida del siglo» (Test 3). Francisco ignoraba todavía cuál sería su vocación definitiva. Ni el servicio a los leprosos, ni la reparación de iglesias le parecía que debían agotar lo que el Señor esperaba de él. En espera de nuevas luces, se consagra sin embargo con entusiasmo a estos cometidos. Después de restaurar la iglesia de San Damián, emprende la restauración de la de San Pedro. Concluidas dichas obras, Francisco dirige la mirada hacia la capilla de la Porciúncula, en la planicie de Asís. También este antiguo santuario se hallaba en ruinas. «Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo. Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión» (1 Cel 21; cf. LM 2,8). De este modo es como aflora la primera manifestación de amor a María en la vida de Francisco: no fija su residencia en San Damián ni en San Pedro, sino en la Porciúncula, revelando así su devoción a Nuestra Señora. Había adquirido la certeza de que la Virgen prefería esa minúscula iglesia entre todas. Y cuando le parece que una certidumbre es inspirada por Dios, habla de ella en términos de «revelación» (cf. Test 14. 23): «El dichoso Padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19; cf. TC 56). Pero volvamos al hilo de los acontecimientos. Francisco repara iglesias durante cerca de tres años, a la vez que atiende también a los leprosos. Es un período de dura prueba, de búsqueda de su propio camino. Tiene que acostumbrarse a su vida tremendamente penosa de pobre desprovisto de todo, abandonado a la benevolencia o a la malevolencia de las gentes a quienes mendiga su subsistencia y los materiales necesarios para llevar a cabo sus obras de reparación (4). Aunque sabe que está en

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paz, porque ha obedecido a Dios en todo, presiente que su Señor no le ha revelado todavía su vocación definitiva. Es un espacio de tiempo doloroso desde muchos puntos de vista. Y entonces Francisco se dirige a María: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada» (ut fieri dignaretur advocata ipsius) (LM 3,1). Durante este período crucial se encomienda pues a María para que ella sea su «advocata»: la que le proteja y, al mismo tiempo, interceda por él. San Buenaventura comenta en una magnífica frase el resultado de esta gestión: «Al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (ibíd.). Por tanto, el autor atribuye a la intervención de María el descubrimiento que Francisco hizo de su vocación, cuando oyó el evangelio de la misión. Todo hace pensar que no traiciona las convicciones del mismo Francisco. Francisco califica como una «revelación» la iluminación súbita que tuvo entonces: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). San Buenaventura lo interpreta como una concepción y un alumbramiento paralelos a la concepción del Verbo de Dios en María. La idea no es extraña a Francisco, como lo atestigua su comentario sobre nuestra función maternal en relación a Cristo (cf. 1CtaF 10; 2CtaF 53). Aquí la podemos comprender teniendo en cuenta el paralelismo entre Cristo y Francisco, su más fiel discípulo. Como el Verbo lleno de gracia y de verdad se ha encarnado en María para ser la revelación del amor del Padre, para ser, por tanto, en su Persona la Buena Nueva para los hombres, de igual modo el evangelio va a encarnarse en Francisco sin atenuaciones ni falsificaciones, recobrando en él toda su radical novedad y siendo de nuevo convincente para todos. Esa es la misión de Francisco, quien debe tal descubrimiento a los méritos de María, a quien ha tomado como «advocata». Se comprende la explosión de júbilo de Francisco, tras tan larga búsqueda de su propio camino: «Al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica"» (1 Cel 22). ¿Cómo no habría de reforzarse definitivamente su amor a María, a quien le debía tan gran favor? Como auténtico pobre, ¡qué gran sentido tenía Francisco de la gratitud! 2. María, «advocata» de la Orden de los Menores Francisco sigue confiándose a María, con los hermanos que pronto le ha dado el Señor. «Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza..., por eso la constituyó abogada (advocata) suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). La Orden naciente, por tanto, es puesta bajo el patronazgo de la Virgen María. Impresionado por el rápido y magnífico crecimiento de la Orden (señal de que Dios está actuando poderosamente en dicha obra), san Buenaventura atribuye tal desarrollo prodigioso a la solicitud de María: «Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo -movido por la gracia divina- a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento» (LM 4,5). Y san Buenaventura describe a continuación cómo el «Pregonero evangélico» consigue incrementar la Orden, e incluso suscita las otras dos Ordenes, con sus viajes misioneros a partir de la Porciúncula (LM 4,5-6). Sin embargo, Francisco espera de María algo más que el simple desarrollo numérico de la Orden. De la misma forma que él había concebido y dado a luz el espíritu de la verdad evangélica por los méritos de María, de igual modo le agrada referirse a ella en los casos en que entra en juego la fidelidad a la inspiración evangélica. Bastarán dos ejemplos para confirmárnoslo.

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El primero se refiere a la pobreza evangélica. Afluían de paso tantos hermanos a la Porciúncula que Pedro Cattani, vicario de san Francisco, le pidió permiso para retener parte de los bienes de los novicios y reservarlos para poder atender a las necesidades de dichos huéspedes. «Lejos de nosotros esa piedad, carísimo hermano -respondió el Santo-, que, por favorecer a los hombres, actuemos impíamente contra la Regla». «Y ¿qué hacer?», replicó el vicario. «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen -le respondió-, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; cf. LM 7,4). El segundo ejemplo apunta al amor a los pobres. Es la célebre historia de la madre de dos religiosos que se hallaba en una necesidad extrema y a quien los hermanos no tenían nada que poderle dar. Francisco ordena: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que agradará más al Señor y a la bienaventurada Virgen, su madre, que demos el Nuevo Testamento que el que leamos de él» (LP 93; 2 Cel 91). Así pues, en la vida concreta, a Francisco le gustaba asociar a María a Cristo como fuente de inspiración en las decisiones que afectaban a la fidelidad al Evangelio. La contemplación de la «paupercula Virgo», humilde y disponible, le ayudó ciertamente, así nos lo demuestran los ejemplos citados, a captar la revolución que el Evangelio ha aportado en el campo de lo «sagrado» en casos prácticos y cotidianos. Lo más sagrado no es el libro de la Palabra de Dios (¡que él quiere que se venere!), ni cuanto atañe al culto (¡que él quiere que sea decente, suntuoso incluso!), sino el hombre en su indigencia, con el que se solidariza el Dios del Evangelio. Como puede verse, pues, Francisco asocia por lo general a María a Cristo, cuyas huellas y pobreza quiere seguir. La referencia a María es particularmente explícita en el motivo de la mendicación, la cual es una forma privilegiada de la sequela, seguimiento, de Cristo humilde y pobre; esta referencia, además, está garantizada por un texto de la primera Regla: «Mis queridos hermanos e hijitos míos, no os avergoncéis de ir a pedir limosna, pues por nosotros el Señor se hizo pobre en este mundo. Por eso, a ejemplo suyo y de su santísima Madre, hemos escogido el camino de la auténtica pobreza. Esta es nuestra herencia, que ganó y dejó nuestro Señor Jesucristo para nosotros y para todos los que, siguiendo su ejemplo, quieren vivir en santa pobreza» (LP 51; cf. 1 R 9,4-9). Efectivamente, la sequela de Cristo pobre, unida a la manera como Francisco contempla la Encarnación (Cristo pobre y «paupercula Virgo»), es la nota característica del evangelismo franciscano. Por eso, en opinión de san Buenaventura, Francisco establece un paralelismo sorprendente entre la encarnación del Hijo de Dios en María, su Madre pobrecilla, y el nacimiento de los hermanos a la vida evangélica en la «paupercula religio» (la Orden pobrecilla): «Nacidos, por virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey, han de ser engendrados en una religión pobrecilla por el espíritu de pobreza» (LM 3,10). Esta afirmación figura sólo en la versión bonaventuriana de la parábola expuesta por Francisco ante el papa, cuando le pidió la aprobación pontificia de su Regla; aunque no aparece en las versiones más antiguas (la de Eudes de Chériton y la de 2 Cel 16), puede observarse con todo que las palabras puestas por Buenaventura en boca de Francisco evocan el pasaje ya mencionado de la Carta a los fieles (1CtaF 10; 2CtaF 53) (5). Las ideas bonaventurianas se acercan aquí al pensamiento de Francisco más de lo que a simple vista pudiera parecer. Pero con este punto estamos abordando ya la función ejemplar de María.

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III. LA FUNCIÓN EJEMPLAR DE MARÍA 1. Para la Orden de los Menores Para mejor comprender la función ejemplar de María en la vida de la Orden naciente, conviene volver una vez más a la Porciúncula. Una serie de textos nos recuerdan el cometido irreemplazable ejercido por María en el corazón de Francisco y, más en general, en las primeras generaciones de la Orden (2 Cel 18-19; LP 56; TC 56; cf. 1 Cel 106; LM 2,8). Recordando que la capillita restaurada por Francisco era su iglesia preferida, como lo era también, según él pensaba, de María misma, evocan el nacimiento de la Orden bajo la protección de María, incluso su alumbramiento por ella (EP 84). Ponen de relieve la armonía existente entre la pequeñez de la iglesita de la Porciúncula, la humildad de María y la Orden de los Menores. La pequeña residencia de la Porciúncula se convierte en el centro de la Orden: en ella se acoge a los nuevos hermanos; allí tienen lugar los Capítulos. Según Francisco, su comunidad debía ser el «espejo de la Orden», obligada a mantenerse siempre en la humildad y la pobreza. Poco antes de morir, recomendó de manera especialísima la Porciúncula a los hermanos, prohibiéndoles que jamás la abandonaran e imponiéndoles mantener siempre allí una comunidad modelo (1 Cel 106; EP 83). Francisco quiere pues que aquí florezca un cierto número de virtudes, actitudes y estilo de vida propio que, a través de ese «espejo», se deben refractar sobre toda la Orden. Hace gran hincapié en la minoridad: humildad, pobreza, trabajo con los pobres en los campos; recuérdese cómo Francisco quiso oponerse a la construcción por el municipio de Asís de una casa para el Capítulo (LP 56). A pesar de la función un poco particular de la Porciúncula como centro de la Orden, Francisco quiere que en ella reine un clima de silencio y de recogimiento protegido por la clausura, y una oración continua sostenida por el canto del Oficio. Es el programa de vida establecido en la Regla para los eremitorios, reforzado incluso con prescripciones sobre el ayuno y las vigilias. Varios pasajes de los textos sobre la Porciúncula son claramente eco de preocupaciones ulteriores. Pero si se lee el conjunto con un espíritu sanamente crítico, no puede evitarse la impresión de hallarnos ante un estilo de vida marcado todo él por actitudes marianas: oración, recogimiento, humildad, caridad. La Virgen es, tal vez más de lo que a veces se subraya, inspiradora de la conducta de Francisco. Y esto daría mayor crédito aún al título que algunos manuscritos dan al Saludo a las Virtudes: «Saludo de las virtudes con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa». 2. Para los hermanos sacerdotes Hay una categoría de hermanos a quienes Francisco propone más directamente a María como modelo: los hermanos sacerdotes. Conocida es la veneración de Francisco a los sacerdotes y la razón única de este respeto: son ministros de las Palabras, del Cuerpo y de la Sangre del altísimo Señor Jesucristo. Francisco ve en ellos a Cristo, por muy pecadores que sean, puesto que Cristo habla y actúa en ellos (Test 6-13). Ahora bien, él compara directamente el ministerio del sacerdote en la celebración eucarística a María, en cuyo seno se encarnó el Hijo de Dios (Adm 1,16-18). Y en la Carta a toda la Orden propone en consecuencia a María como modelo de los hermanos sacerdotes: «Escuchad, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno..., ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos, toma con la boca y el corazón y da a otros no a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación! Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima

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de todos, amadle, reverenciadle y honradle. Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo» (CtaO 21-25). ¡Magnífico llamamiento a la humildad de la fe y a la santidad! 3. Para todos los fieles Más allá de la Orden, Francisco propone a María como modelo a todos los fieles, al menos a aquellos que de alguna manera se sentían vinculados a él: «A todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a cuantos habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito» (2CtaF 1). Conocido es el célebre texto en que Francisco pone de manifiesto las maravillas de la vida cristiana: «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 47-53; cf. los versículos siguientes). Dos puntos interesan especialmente a nuestro tema. a) Francisco describe de manera admirable la función maternal del fiel respecto a Cristo (v. 53). Hagamos la transposición de esta doctrina: De la misma forma que María, la humilde sierva, permitió al Señor de la gloria hacerse en ella nuestro hermano, por el poder del Espíritu que se posó sobre ella, así también, por el poder del mismo Espíritu que se posa sobre él (vv. 48-50), quien sigue el camino de la minoridad (v. 47) puede llevar en sí, mediante el amor y la pureza y sinceridad de corazón, al Señor Jesús y alumbrarlo en los demás mediante su vida santa, que es obra del Espíritu en él (v. 53; cf. 2 R 10,9). Francisco expone aquí la vida cristiana de manera propiamente mariana: en cuanto a su naturaleza, es la vida de un ser que lleva en sí a Cristo; en cuanto a su eficacia, da a luz a Cristo en los demás. Con términos sencillos y luminosos Francisco describe todo el misterio de la Iglesia y de su maternidad, cuya figura es María. b) Para definir la relación con Dios de quien se compromete en el camino de la minoridad, cumple con rectitud la voluntad de Dios y permanece unido al Señor Jesús con un amor sincero, Francisco emplea los mismos términos que utiliza para expresar, con toda la tradición, la unión de María con Dios: el Espíritu se posa sobre él y hace en él su morada; es hijo del Padre celestial; es esposo, y hermano, y madre de Cristo. Lo que vale por excelencia de María, «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), vale también igualmente de cualquier fiel que toma en serio su vocación evangélica. Sí, María es verdaderamente la figura de la Iglesia. Y cualquiera que tome el camino que Francisco le traza, con fidelidad al Evangelio, está configurado a imagen de María, sea cual fuere su estado de vida, su misión, su profesión, su edad, su sexo... No hay diferencia esencial entre el fiel más humilde y la Virgen María. CONCLUSIÓN Expresiones del amor de Francisco a María Su profundísima comprensión del cometido llevado a cabo por la «paupercula Virgo» en el designio de salvación, condujo a Francisco, como hemos podido constatar, tanto a la contemplación admirativa de María consagrada por la Trinidad, como a recurrir a ella lleno de confianza a lo largo de todo su

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itinerario espiritual. No es, pues, extraño cuanto relata Tomás de Celano: «Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). De sus «Laudes», sólo ha llegado hasta nosotros el maravilloso Saludo. Al igual que otros fragmentos, nos demuestra la influencia de la liturgia en Francisco y, sobre todo, cómo su amor filial sabía también traducir en imágenes poéticas, sencillas y apropiadas, el Misterio de María, de manera que se sintiese impregnado por él incluso el hombre más rudo. De sus oraciones, ha quedado la Antífona del Oficio de la Pasión, presentada anteriormente junto con el Saludo. María es invocada también en el «confiteor» de la Carta a toda la Orden (CtaO 38) y en la petición de perdón de la Paráfrasis del Padrenuestro (ParPN 7). Esto es tradicional. Pero ya sabemos la intensidad de la oración de Francisco: ¡Reconocerse también pecador ante María, contar también con sus méritos para obtener perdón, no podían ser fórmulas recitadas distraídamente por Francisco! Por último, volvemos a encontrar a María en un aspecto original de la piedad de Francisco. Él es el pobre que se sabe constantemente colmado inmerecidamente por Dios, Soberano Bien y Autor de todo bien. De ahí su actitud fundamental de agradecimiento. Pero se siente, a la vez, tan indigno e incapaz de dar gracias por todo lo que Dios ha realizado y no cesa de realizar por los hombres y por él, Francisco, en particular, que ruega al Hijo amado que Él mismo, junto con el Espíritu Santo, dé gracias al Padre como a Él le agrada. Luego dirige la misma petición a María (y a todos los ángeles y santos) (1 R 23,5-6). ¡Admirable hallazgo: pedir a María que dé gracias a Dios por nosotros, pues nosotros nos reconocemos incapaces de hacerlo! (6). La piedad mariana de Francisco es fruto de la historia personal del Poverello, iluminada por la mejor doctrina tradicional, tomada sobre todo de la liturgia, y vivida con su personal sensibilidad hacia un determinado número de valores centrales del Evangelio. Por ello, y por su contenido, sigue siendo ejemplar. 1) TC 7. Francisco no aclara el contenido de esta experiencia mística. Se puede deducir por los efectos que produjo en él: mayor acercamiento a los pobres, beso al leproso, etc. Cf. TC 8-11. 2) De todos los textos en que Francisco formula su proyecto de vida, éste es el único en que asocia la pobreza de María a la de Cristo. No carece de interés advertir que Francisco se dirige aquí a Clara, quien considera de buen grado la pobreza de María unida a la de Cristo; cf. 2 R 6,6 y RCl 8,2; 2 R 12,4 y RCl 12,2; 1 R 9,1 y TestCl 13. ¿Se sentiría Francisco más cómodo con sus hermanas para explicitar el componente mariano de su orientación de vida? 3) Cf. Ephrem Longpré, François d'Assise et son expérience spirituelle, París 1966, pág. 63. 4) El relato de TC 22-24 no deja lugar a dudas sobre este rudo aprendizaje de la pobreza. 5) Cf. EP 84: «La Madre de Dios tuvo aquí el doble y glorioso alumbramiento de los hermanos y las señoras, por los que volvió a derramar a Cristo por el mundo». 6) A la oración, Francisco añadía el ayuno en honor de María, habitualmente desde la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción (LM 9,4), e incidentalmente en otros períodos (LP 118 presenta el caso en que, un año, ayunó desde la fiesta de la Asunción a la de san Miguel).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. X, n. 28 (1981) 53-65] .