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Rodríguez - Saber Dar Muerte

Oct 12, 2015

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Rodríguez - Saber Dar Muerte
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  • SABER DAR MUERTE. EL ARTE DEL DUELO EN JORGE LUIS BORGESAuthor(s): FERMN RODRGUEZReviewed work(s):Source: Latin American Literary Review, Vol. 36, No. 71 (JANUARY - JUNE 2008), pp. 99-131Published by: Latin American Literary ReviewStable URL: http://www.jstor.org/stable/20789585 .Accessed: 08/04/2012 15:47

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  • SABER DAR MUERTE. EL ARTE DEL DUELO EN JORGE LUIS BORGES

    FERM?N RODR?GUEZ SAN FRANCISCO STATE UNIVERSITY

    El don de la p?rdida

    El don que se recibe y que se acepta sin reparos tiene para Borges el doble filo de la ambig?edad -una ambig?edad trabajada siempre por la iron?a (la iron?a, por ejemplo, de recibir "a la vez los libros y la noche," seg?n declara estoicamente Borges en el "Poema de los dones"). Entre la atracci?n irresistible y el tormento, la doble valencia del don sostiene como procedimiento muchas de sus ficcio nes. En "El poeta y la escritura" -una conferencia de 1982-, Borges

    reconstruye la g?nesis de algunas de ellas. Borges comenta que recibe "La memoria de Shakespeare," su ?ltimo cuento, en un sue?o: "Me

    despert? de un sue?o confuso y record? una frase (se lo cont? a Maria

    Kodama); esa frase era (creo que la o? en ingl?s): m about to sell

    you Shakespeare's memory', 'Estoy a punto de venderle la memoria de Shakespeare.' No s? cu?l era el resto del sue?o, el contexto se ha perdido para siempre, pero me qued? esa frase: 'la memoria de

    Shakespeare'" (2). Hay algo muy alem?n, muy f?ustico, en la frase so?ada, sim

    plificada (y traducida) por el olvido, de la que surge "La memoria

  • de Shakespeare" -un texto crepuscular de Borges, escrito en 1980/ Sin la destreza verbal ni los continuos y peque?os asombros de sus ficciones m?s logradas, "La memoria de Shakespeare" es una version

    (o inversi?n) postrera, grave y melanc?lica, de esa jubilosa entrada a la literatura de ficci?n que, de creerle a Borges, tuvo lugar reci?n en 1939, con "Pierre Menard, autor del Quijote".1 Si Pierre Menard, un escritor franc?s de segunda l?nea, disc?pulo de Val?ry, pretend?a llegar al Quijote sin querer ser Cervantes (sin querer dejar de ser Pierre

    Menard, un escritor simbolista del siglo veinte), Hermann Soergel, el oscuro acad?mico alem?n que narra "La memoria de Shakespeare," acata un destino opuesto: ser William Shakespeare, despu?s de reci bir el don de su memoria personal.2 El resultado es decepcionante: Soergel entra en posesi?n de un material trivial y fragmentario, que va tomando y desalojando de a poco sus recuerdos y su lengua.

    La posesi?n de una memoria es un enunciado ambiguo. Se trata de poseer tanto como de ser pose?do. La persona de quien Soergel recibe el ambiguo don comienza por confesarle la equivocidad del hecho de 'tener' una memoria: "Tengo, a?n, dos memorias. La m?a

    personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden.

    Hay una cara de mujer que no s? a qu? siglo atribuir" (395). Tener

    y ser tenido: la confusi?n es irreductible. La memoria heredada es al mismo tiempo la caverna de la memoria de Shakespeare, donde resuenan, con ?speras erres y vocales abiertas, sus voces queridas,

    fragmentos de textos, melod?as olvidadas, rostros amados -material

    in?til para acceder a una obra-; tanto como nuestro recuerdo inflado de Shakespeare, el peso de su fama en la memoria de sus herederos, el car?cter monumental de su obra -que lectores como Soergel llegan a confundir con la literatura misma.

    Los muertos desplazando a los vivos, succionando su tiempo, aplastando el presente... ?No se trata, a fin de cuenta, de la consumaci?n

    de cierto conjuro -a saber, la invocaci?n sumisa del pasado con fines de conservaci?n; el presente atado a una tradici?n que, desde el pasado,

    Excepto que se indique lo contrario, todas las obras citadas de Borges per tenecen a Obras completas. 3 vols. (Buenos Aires: Emec?, 1989).

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 101

    condena al heredero a repetir? En memoria de Shakespeare, Soergel queda bajo la posesi?n de un don del que ser? imperioso deshacerse antes que el caudal de Shakespeare inunde y tome posesi?n de las estructuras de su experiencia. La tarea ahora es otra: dejar de recordar, tratar de olvidar a Shakespeare escuchando a Bach, asaltado de tarde en tarde por "peque?as y fugaces memorias." del otro. "De tarde en tarde -concluye Soergel- me sorprenden peque?as y fugaces memorias

    que acaso son aut?nticas" (399). Soergel renuncia a ser Shakespeare para conquistar una zona de penumbras donde lo mismo y lo otro (lo que es propio y lo que es ajeno, lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje, el alem?n y el ingl?s, el pasado y el presente, los vivos y los muertos) se confunden, se superponen sin anularse, al

    punto de volver imposible la distinci?n categ?rica entre uno y otro. En la est?tica borgeana, esa l?nea de sombra entre lo propio y

    lo ajeno resulta particularmente productiva -una tierra de nadie cuya indecisi?n deriva de la doble gravitaci?n de lo mismo y de lo otro; una orilla por la que fragmentos de textos ajenos vuelven como re cuerdos personales.3 En esa distancia maniobran escritores menores

    como Pierre Menard. Menard, que no puede concebir el universo sin una l?nea de Poe, sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, puede sin

    embargo imaginarlo sin el Quijote -un libro que para un simbolista de N?mes, es contingente y hasta innecesario. "Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautolog?a (...) Mi

    recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indife

    rencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito" (448). El Quijote de Menard no proviene ni del recuerdo ni del olvido, sino de una zona de la memoria donde ondula lo recordado a medias -un borde productivo, poroso, contaminado de palabras y escrituras ajenas.4

    Como en "La memoria de Shakespeare", la palabra "inolvidable" est? en el origen de cuentos como "El Zahir" y "El Aleph," textos de Borges donde la posesi?n de un objeto intensamente deseado se convierte en insoportable. "?Qu? ocurrir?a si hubiese algo realmente inolvidable?" -contin?a pregunt?ndose Borges en "El poeta y la escritura" (2). "Pens? que ser?a terrible no poder olvidar algo, estar

  • 102 Latin American Literary Review

    reflexionando continuamente en eso; entonces se me ocurri? que

    para los efectos literarios de mi relato conven?a que ese algo fuera

    aparentemente com?n" -una moneda de 20 centavos en el caso de "El

    Zahir"; o un punto en el espacio que concentrara el universo, perdido en un s?tano de un arrabal de Buenos Aires, en el caso de "El Aleph." Respecto de "El Aleph," comenta Borges: "En este cuento yo part? del

    concepto de la eternidad; es la idea (desde luego, quiz?s falsa) de que puede existir en el cual est? contenido todo el pasado, todos nuestros

    ayeres, como dice Shakespeare, y todo el porvenir: todo el tiempo en un solo instante. Y llev? esa idea a una categor?a menos importante, el espacio, y pens? en un punto en el cual estuvieran contenidos todos los puntos del mundo y as? escrib? el cuento 1 Aleph'; es la misma idea de un don precioso que resulta terrible."

    Pero el don no s?lo es ambiguo por este deslizamiento de lo

    precioso a lo terrible, sino porque aparta a quien lo recibe de una ausencia dolorosa: sobre la otra cara del don se inscribe siempre una

    p?rdida. Antes de que el don se le imponga a alguien con el peso de lo inolvidable, cierta ausencia domina y bloquea la memoria. Lo que acosa la memoria no s?lo es el don -la memoria de Shakespeare, la

    moneda de 20 centavos de "El Zahir" o el Aleph dilapidado por Daneri en malos versos-, sino tambi?n los muertos queridos -el hermano

    de Soergel que muri? en la Primera Guerra, Teodolina Villar o Bea triz Viterbo-, seres amados que el narrador ha perdido y que el don

    desaloja del recuerdo. La lista de personajes de Borges en posici?n de herederos, de depositarios de cierto pasado inolvidable al que consagran su memoria, es extensa. Puede tratarse de la memoria de

    Shakespeare, de una mujer amada o de una tradici?n cultivada sin ostentaci?n -me refiero a Juan Dahlman, el protagonista de "El Sur." Con mayor o menor ?nfasis, Hermann Soergel, Carlos Argentino Daneri, el Borges narrador de "El Aleph" y "El Zahir," son poseedores de restos de una experiencia pasada que atesoran para s?, a veces con

    dolor, siempre con nostalgia. El punto de partida de sus historias no es la acogida del objeto fant?stico, sino un estado de duelo previo a recibir el don -como si el trabajo del duelo fuera la condici?n del

    obsequio. Una ausencia, m?s o menos cercana, m?s o menos concreta,

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 103

    trabaja en ellos, resisti?ndose al olvido y encadenando la memoria a la repetici?n de im?genes.

    Los multiples retratos de la amada que desfilan ante Borges en cada visita a la casa de Beatriz, antes y despu?s de su muerte, son la manifestaci?n de este proceso. Consagrado con obstinaci?n a la memoria de Beatriz, a la idolatr?a de sus im?genes ("Cambiar? el universo pero yo no, pens? con melanc?lica vanidad"), repasa Borges: "Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz , con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comuni?n de Beatriz; Beatriz, el d?a de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco despu?s del

    divorcio, en un almuerzo del Club H?pico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pequin?s que le regal? Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el ment?n..." (617). Tiempo despu?s Borges recibe la visi?n del Aleph, que describe seg?n una enumeraci?n an

    ticipada por la evocaci?n de la serie de rostros de Beatriz. En el caso de "El Zahir," los recuerdos de Borges del rostro

    amado de Teodolina Villar tambi?n tienen la forma de im?genes fotogr?ficas. Pero esta vez no se trata de una serie de retratos de fa milia -puntos singulares de la vida de Beatriz-, sino de im?genes que circulan p?blicamente, obstruyendo la portada de revistas mundanas o decorando anuncios de cremas y de autom?viles. De esa colecci?n

    inestable de efigies en constante metamorfosis, cambiando al ritmo de la moda, Borges retiene un rostro: el de Teodolina muerta. Por la misma ?poca que Benjamin, Borges descubre el secreto parentesco entre la moda y el cad?ver. "En los velorios -escribe-, el progreso de la corrupci?n hace que el muerto recupere sus caras anteriores.

    En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodolina Villar fue

    m?gicamente la que fue hace veinte a?os; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarqu?a, la falta de imaginaci?n, las limitaciones, la estolidez. M?s o menos pens?: ninguna versi?n de esa cara que tanto me inquiet? ser? tan memorable como ?sta; conviene que sea la ?ltima, ya que pudo ser la primera. R?gida entre las flores la dej?, perfeccionando su desd?n por la muerte" (590). Borges sale del ve

  • 104 Latin American Literary Review

    lorio, entra a un almac?n, pide una ca?a y recibe el Zahir. Estos tenaces monumentos de la memoria, cuya sustancia es

    el tiempo, hechos de perfiles, de variaciones de una misma imagen, ?no describen bien las circunstancias del duelo -esto es, un desfile circular de im?genes que el que muri? dej? en nosotros, grabadas como heridas en alg?n nivel de la memoria? Cu?ndo hablamos de

    duelo, ?no hablamos b?sicamente de un asedio de im?genes, del fan t?stico poder de unas im?genes que sobreviven en nosotros y que, de

    alg?n modo, nos miran? Dichas im?genes, cuyo poder proviene de la ausencia que recubren, tienen un estatuto singular. Ya no son simples representaciones reproductivas de un objeto o de un acontecimiento

    pasado, que la representaci?n vuelve a presentar. El poder de imitaci?n de la im?genes resulta p?lido y remoto frente a la pulsaci?n de este tipo de im?genes que suplementan la presencia con un plus de intensidad.5

    Es sobre el fondo de im?genes de este tipo que viene a alojarse el don. El don suplementa el trabajo del duelo, incrust?ndose en la memoria y desplazando de su superficie toda otra imagen que no sea la suya.6 Pero en este relevo, lo que comienza como una liberaci?n del yo, sustra?do del dolor por la brusca extinci?n de la memoria del objeto, termina imponi?ndose como una nueva esclavitud. El

    acoso recrudece con una intensidad in?dita que termina por ocupar el horizonte entero de su ser. La ausencia del otro -cierto acoso del

    ausente seg?n una l?gica espectral del duelo- deviene presencia monol?tica del don, id?ntica a s? misma, impermeable al olvido. Ni Hermann Soergel, ni Carlos Argentino Daneri,7 ni el Borges de "El

    Zahir," pueden pensar en otra cosa que no sea en el don. Un duelo

    interminable, sin muerte: eso es lo que otorga el don. Cambia el ob

    jeto, pero la estructura del acoso se mantiene intacta. Sin embargo, la virulencia del acoso recrudece. Lo que el re- de la representaci?n pierde en t?rmino de presencia, lo gana en t?rminos de intensidad. El

    cortejo circular de im?genes toma con el don la forma de una espiral de dolor expandi?ndose por la memoria. Cada vuelta, cada retorno del objeto a la memoria, devuelve una imagen recargada de dolor, investida por un suplemento de ausencia abrumadora.

    Bajo la presi?n del duelo el lenguaje se estremece. Cautivo del

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 105

    retrato de Beatriz, Borges lanza ante su imagen un llamado conmove

    dor: "Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges" (624). La apasionada y tard?a declaraci?n del narrador de "El Aleph" frente al retrato de Beatriz est? marcada, a modo de una letan?a, por la repetici?n cada vez m?s intensa del nombre propio de Beatriz. Cada repetici?n del nombre arranca una nota cada vez m?s aguda de la escala del dolor.

    Se trata de un conjuro, de un gesto de atracci?n cautivo del otro, cuyo nombre, arrancado para siempre de la presencia viva, vuelve una y otra vez con la recrudescencia propia del duelo. El nombre crece so

    bre el vac?o de referente. Muerta Beatriz, su nombre se levanta de la

    superficie de la memoria como un espectro: un ser flotante y vaporoso, evanescente pero tenaz. La muerte cort? el lazo que une el nombre

    propio al referente -un nudo m?s ajustado que el del nombre com?n, porque esquiva la generalidad del concepto. Pero la estructura de la referencia -el gesto de apuntar, de indicar, de invocar- permanece

    intacta, dirigida ahora hacia un objeto deseado, inalcanzable. Poco despu?s Borges ve el Aleph, ese punto en el espacio donde,

    tal como le anuncia Daneri, "podr?s entablar un di?logo con todas las

    im?genes de Beatriz" (624). A la repetici?n exponencial del nombre, le sigue la famosa enumeraci?n del Aleph. La espiral del duelo trae en cada vuelta im?genes m?s y m?s dolorosas de Beatriz: "vi un c?ncer en el pecho," "vi en un caj?n del escritorio (y la letra me hizo temb

    lar) cartas obscenas, incre?bles, precisas, que Beatriz hab?a dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la

    reliquia atroz de lo que deliciosamente hab?a sido Beatriz Viterbo, vi la circulaci?n de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificaci?n de la muerte," "vi mi cara y mis visceras, vi tu cara,

    y sent? v?rtigo y llor?" (626). La pendiente del dolor desata el lazo

    imaginario del sujeto con la imagen idolatrada de Beatriz para hundirse en lo real del cuerpo sexualizado y enfermo, trabajado por el tiempo y la muerte. Lo que comenz? como repetici?n de un nombre termina como un testimonio fugaz de los confines de lo humano, all? donde la red simb?lica que sostiene el cuerpo se deshace en fragmentos de

    ?rganos y funciones vitales. Ese l?mite en el que el fantasma desapa

  • 106 Latin American Literary Review

    rece para dejar aparecer en su lugar, bajo su ropaje, al cad?ver, no es otro que el de cierta experiencia de anticipaci?n de la muerte, cierta

    presencia de la muerte demasiado pr?xima de la vida, inscripta en la memoria, hacia la que la posibilidad de repetici?n del nombre, de

    alg?n modo, ya apuntaba. Hay que pasar a trav?s del otro, a trav?s de la muerte que le

    ocurre al otro y que nos llega a trav?s de la huella que su nombre

    deja en la memoria para hacer esta experiencia. En este sentido, ?qu? es llevar un nombre, sino esta posibilidad necesaria del nombre de

    desprenderse de su portador y de habitar m?s all? de su presencia, en la memoria de los vivos? ?Qu? es un deudo entonces sino alguien que lleva inscrito en s? los nombres amados? Pero nosotros, los que estamos en memoria de los muertos, nunca somos nosotros mismos, nunca somos "en s?." "Soy yo, soy Borges:" la repetici?n apasionada del nombre de Beatriz contamina al propio narrador, que tambi?n se nombra a s? mismo en forma dividida -o mejor dicho, que se divide al nombrarse. ?Cu?l es el significado entonces de este "s? mismo," sino una identidad desajustada, lanzada por la repetici?n hacia la

    muerte? Es Borges quien desde ahora lleva el nombre de Beatriz y la singularidad de los gestos, los tonos y afectos que lo impregnan. ?Qu? significa entonces "llevar un nombre," sino la certeza de que el nombre puede funcionar m?s all? de nuestra presencia viva, en la ausencia absoluta, irreparable, de lo que nombra?

    La memoria de Carriego

    Un conjunto de im?genes conjuradas por un nombre propio, rondando como fantasmas la memoria de los vivos: tal es la estructura del duelo, el trabajo virtual de inscripci?n de la muerte en la vida, que escinde para siempre la supuesta presencia original y del original. Tal vez los fantasmas no retornen m?s que para comunicar este secreto:

    que la muerte es contempor?nea de la vida, no su m?s all?; que cada

    repetici?n la apunta y la anticipa. La correspondencia entre el nombre y la memoria est? plant

    eada por Borges desde su obra m?s temprana. De hecho, su primer

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 107

    libro narrativo lleva por t?tulo un nombre propio: Evaristo Carriego ( 1930). Escribe Borges en la primera l?nea de la "Declaraci?n" inicial: "Pienso que el nombre de Evaristo Carriego pertenecer? a la ecclesia visibilis de nuestras letras, cuyas instituciones piadosas (...) contar?n definitivamente con ?l. Pienso tambi?n que pertenecer? a la m?s verdadera y reservada ecclesia invisibilis, a la dispersa comunidad de los justos, y que esa mejor inclusi?n no se deber? a la fracci?n de llanto de su palabra" (103). Seg?n un movimiento t?ctico que justifica al libro -un libro que de alg?n modo cierra sus atolondrados a?os vanguardistas-, Borges se incluye en esa "dispersa comunidad de los justos" como depositario del nombre de Carriego. Lo que se discute desde el pr?logo es cu?l es la manera leg?tima -"esa mejor inclusi?n"- de estar en memoria de Carriego. No son piadosos chan

    tajes sentimentales (Borges no los inclu?a en la literatura sino en el

    delito) lo que quedar? de su obra, sino una geograf?a imprecisa que hasta ese momento nadie hab?a poetizado, que Carriego testimonia

    por primera vez. Carriego es el primero en atestiguar los suburbios de Buenos Aires -"el primero, es decir el descubridor, el original" (142)-, sin que su testimonio sea para Borges una representaci?n.

    Como poeta, como escritor, Borges participa de una concepci?n moderna de la literatura que sobre fines del siglo XIX descubri? en los confines del lenguaje el abismo que separa las palabras de las cosas. Lector de Poe, de Mallarm?, sabe que la literatura moderna se

    constituye sobre el duelo infinito de un objeto que retrocede ante el

    lenguaje. La muerte de la cosa penetra la palabra representativa, que hunde bajo el peso de su generalidad la particularidad perdida para siempre del objeto. Quien fue hasta el l?mite del lenguaje para consta tar esta insuficiencia, escribe a partir de una doble distancia: alejado fatalmente de las cosas, el escritor deber? distanciarse tambi?n de la s?ntesis representativa de los conceptos, que satura y empobrece el

    lenguaje cotidiano. Esc?ptico, formado en la filosof?a del lenguaje del

    praguense Fritz Mauthner,8 Borges sabe que el lenguaje es incapaz de

    agotar la expresi?n de la realidad, siempre m?s sutil y compleja que el

    signo encargado de representarla. Por eso Borges confiaba en el poder evocador de la palabra po?tica, en el espesor emotivo del nombre.

  • 108 Latin American Literary Review

    "Pienso que las palabras hay que conquistarlas, vivi?ndolas" -escribe

    Borges en El tama?o de mi esperanza, uno de sus textos de juventud (132). "Que nadie se anime a escribir suburbio -continua- sin haber caminoteado largamente por sus veredas altas; sin haberlo deseado y padecido como una novia; sin haber sentido sus tapias, sus campitos, sus lunas a la vuelta de un almac?n, como una generosidad." La pal abra envaina cierta realidad vital que solo pueden reconocer quienes participaron de ella. Dicha experiencia es irrepresentable, y solo puede ser aludida por un lenguaje figurado que m?s que significar, se?alar?a un horizonte de experiencias comunes. "Conozco las costumbres y las almas/ y ese dialecto de alusiones/ que toda agrupaci?n humana va urdiendo" -se jacta Borges en "Llaneza," un poema de Fervor

    de Buenos Aires (42). Eso es el lenguaje: un dialecto de alusiones amasadas colectivamente, un repertorio restringido de indicios de una realidad heter?clita, siempre m?s amplia que el nombre.

    Quien participa de dicho dialecto, forma parte de cierta econom?a verbal que le permite prescindir de la definici?n.9 Desde el momento en que la palabra es una representaci?n compartida, podemos aban

    donarnos a la repercusi?n del nombre. Comparada con esta resonan

    cia vital que la palabra difunde por la memoria, cualquier definici?n resultar?a tautol?gica. De esta certeza, Borges extrae su "profesi?n de fe literaria" -suerte de credo est?tico que reza: "toda literatura es

    autobiogr?fica, finalmente" ( 1993,128), no porque ceda a las efusiones de un yo, sino por el espesor vital que encierran sus palabras. Un verso

    aut?ntico lleva en s? el dibujo no siempre manifiesto de un destino

    "bosquejado siempre por s?mbolos que se avienen con su idiosincracia

    y que nos permite rastrearlo" (130). Este destino puede ser "fingido, arquet?pico" -esto es, el destino de un personaje literario como el

    Quijote o Mart?n Fierro-, o "personal," como las autobiograf?as o la

    poes?a l?rica. "Yo solicito lo ?ltimo," reclama Borges. No existe una entidad tal como el lenguaje, sino sujetos individu

    ales que usan el lenguaje; no existen, por lo tanto, las palabras como

    conceptos separados de lo que nombran. Los nombres son unidades ficticias que le inventamos a la realidad y que reprimen la colecci?n de percepciones heterog?neas someti?ndolas a una forzosa unidad.

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 109

    "En lugar de contar fr?o, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos pu?al; en sustituci?n de alejamiento de sol, decimos atardecer" (47). En este lenguaje cuyo relieve y espesor proviene del uso y la experiencia, ?qu? lugar tiene el nombre propio? Si el nombre propio se dirige a una singularidad, si es una referen cia a una realidad particular m?s que una convenci?n significativa, el nombre propio se convierte en el modelo mismo de un lenguaje que repudia toda generalizaci?n o abstracci?n. De alguna manera, todo sustantivo deviene nombre propio, desde el momento que a la

    manera de un pronombre, evoca sin significar una franja concreta de

    experiencia compartida.10 Esta reflexi?n sirve de punto de partida de Evaristo Carriego.

    Borges reconoce que el "liviano archivo mnemonico -intenci?n de la voz, costumbres de su andar y de su quietud, empleo de los ojos-" que constituye la memoria de Carriego es dif?cilmente comunicable: "?nicamente la transmite la palabra Carriego, que demanda la mutua

    posesi?n de la propia imagen que deseo comunicar" (113). Lo que se cifra en ese nombre es inimaginable para quienes nunca conocieron a

    Carriego. A ellos -a nosotros- no les basta la menci?n de su nombre

    para evocarlo. Adem?s, esa memoria no resulta del todo confiable, ya que est? constituida por "recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas m?nimas desviaciones originales habr?n oscuramente crecido, en cada ensayo" (113). De contar con esa imagen, ser?a imposible determinar qu? hay de propio y qu? hay de ajeno en ella.

    ?C?mo asegurar entonces la transmisi?n de un nombre del pasado al presente? En un ejercicio de an?lisis sobre unos versos de Cervantes

    perdidos en el Quijote, Borges trata de definir lo po?tico. Sabe lo que es la poes?a -es decir, es capaz de reconocerla-, pero quiere ir m?s

    lejos: "No me basta con suponerla, con palpitarla; quiero inteligirla tambi?n" (199). Borges corta los versos, indaga palabra por palabra (En el y silencio, de la, noche, cuando ocupa, el dulce sue?o), para concluir que lo po?tico de esos versos no es obra de Cervantes, sino del lenguaje, de cierta inercia del idioma. La poes?a puede confiarse a lo que Borges llama el "misteriosos prestigio de las palabritas," pero no una biograf?a.

  • 110 Latin American Literary Review

    El g?nero le impide al biografo abandonar el nombre de Carriego a su resonancia afectiva. Pero con id?ntico celo, la biograf?a no puede recurrir a la generalidad del lenguaje, insuficiente para dar cuenta de la particularidad de una vida. El nombre propio no es un concepto, porque establece con lo que nombra una intimidad no generalizable. Por eso, por que no transporta un sentido, parece intraducibie. Pero desde el momento en que posee una forma legible, repetible, el nom bre propio puede desprenderse de su portador y funcionar como un nombre com?n. La paradoja que toda biograf?a debe ejecutar ("Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no

    pertenecieron m?s que a un tercero") guarda una estrecha relaci?n con

    este estatuto ambivalente del nombre propio, adherido por un lado a una singularidad como uno m?s de sus atributos, al mismo tiempo que susceptible de repetici?n y de inscripci?n -capaz por lo tanto de funcionar como un nombre com?n en la ausencia absoluta de lo que nombra.11 Esta vocaci?n de sombra del nombre, esta posibilidad del nombre de separarse de su soporte corporal para flotar entre los vivos como un significante m?s, nos deja en el borde de la vida, asomados en la muerte. Cierta experiencia de la finitud, cierta anticipaci?n de la

    muerte, se juega en el acto de llevar un nombre. Por eso se dice que el nombre se?ala la muerte en la vida, porque corre hacia la muerte

    m?s r?pido que nosotros, los que creemos inocentemente que lo ll evamos, cuando es el nombre el que nos lleva hacia el fin.12 Por eso

    lo que una biograf?a debe resolver no es cierta ausencia relativa de

    Carriego -cierta ausencia reparable por una representaci?n m?s o me

    nos adecuada-, sino su nunca haber estado all?, incluso para quienes

    compartieron su presencia. "?C?mo fue aquel Palermo o c?mo hubiera sido hermoso que fuera?" -reconoce Borges en el pr?logo (101). La

    pregunta desestabiliza el pacto biogr?fico, porque inscribe la ficci?n en el coraz?n de un relato cuyas im?genes desfilan entre el recuerdo de c?mo fue Carriego y c?mo hubiera sido hermoso que fuera.

    Ni la singularidad de im?genes incomunicables, ni la generalidad de los conceptos, pueden resolver la cuesti?n. Pero si la sola invocaci?n del nombre de Carriego no alcanza para despertar sus im?genes entre

    quienes no lo conocieron, la literatura podr?a reparar esta insuficiencia

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 111

    por un recurso al mito -esto es, creando recuerdos falsos. As? como el

    tango cumple con la misi?n de darle a los argentinos la certidumbre de un pasado ap?crifo, la biograf?a -la literatura- podr?a falsificar el recuerdo, haciendo pasar por propias memorias de lo que podr?a haber

    sido, transformando lo que no se tuvo en materia literaria. Borges confiesa que "no suelo o?r El Marne o Don Juan sin recordar con

    precisi?n un pasado ap?crifo, a la vez estoico y orgi?stico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo" (162). Igualmente, no deber?amos leer Evaristo Carriego sin evocar minuciosamente patios y conventillos, peleas y guitarras, esquinas suburbanas rosadas por el crep?sculo, morosos carros ar

    rastr?ndose sobre un fondo de bald?os y tapias decr?pitas. "Importa que mi lector se imagine un carro" -solicita Borges al

    comienzo del cap?tulo sobre las inscripciones en los costados de los carros ( 113). La mutua posesi?n de la imagen que se desea comunicar

    parece ser la condici?n sobre la que va a edificarse la lectura de esas

    part?culas m?viles de literatura que Borges arranca de la realidad.

    ?Pero entonces no es redundante la descripci?n que sobreviene inme diatamente despu?s de esa petici?n de principio? Con el estilo de la

    memoria, escribe Borges: "No cuesta imagin?rselo grande, las ruedas traseras m?s altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que est?, los labios distra?dos en un silbido o con aviso parad?jicamente suaves a los tironeadores caballos." El procedimiento es notorio: la

    descripci?n se disfraza de evocaci?n compartida. Borges no describe un carro a la manera del realismo, sino una representaci?n atribuida

    veros?milmente a la memoria del lector. Pero es el p?rrafo y no el lector el que impone la imagen a la que se finge aludir; es el p?rrafo el

    que funda el recuerdo que simula ser revivido por la simple menci?n de la palabra "carro". Imponer una visi?n que termina por modificar la realidad del pasado, darle una memoria al que no la tiene, al que nunca estuvo all?: a la literatura no le basta con adelantarse a la re

    alidad, quiere tambi?n adelantarse a su recuerdo. Por eso no es el copioso y entreverado estilo de la realidad -apto

    para la novela realista- el que conviene a la biograf?a, sino el estilo

  • 112 Latin American Literary Review

    del recuerdo, "cuya esencia no es la ramificaci?n de los hechos, sino la perduraci?n de rasgos aislados" (105). Dicho estilo opone al recuento ca?tico de los hechos propio del realismo una econom?a de otro tipo, basada en el montaje cinematogr?fico. En lugar de "tejer insensatamente una cr?nica de infinitesimales procesos," tal como

    proceder?a la novela, Borges dispone en su narraci?n "una continui dad de figuras que cesan" puntuada por "significativos momentos." El procedimiento prepara la descripci?n del Aleph, hecha de una enumeraci?n de puntos intensivos en lugar del insensato inventario mim?tico que intenta levantar Carlos Argentino Daneri en su poema "La Tierra."

    De este modo, Borges evita la paradoja en la que incurre toda cr?tica biogr?fica realista -ese g?nero que Soergel lamentaba no saber escribir. En un rese?a del a?o 1937 sobre una biograf?a de Rudyard Kipling, recopilada en Textos cautivos, observa Borges: "El proceso, bien visto, no deja de ser parad?jico. El tiempo acumula experiencias sobre el artista, como sobre todos los hombres. A fuerza de omisiones

    y de ?nfasis, de olvido y de memoria, ?ste combina algunas de ellas y elabora as? la obra de arte. Despu?s la cr?tica desteje laboriosamente

    la obra y recupera (o finge recuperar) la desordenada realidad que lo motiv?. Repone el caos primordial, es decir" (161). Al caos de la realidad -l?mite hacia el que tiende el realismo- , Borges opone un orden narrativo en el que el olvido interviene tan copiosamente como el recuerdo. En lugar de deshacer esa trama, su vida de Carriego dispone sobre una l?nea de sombra un orden discontinuo de cosas m?nimas

    que la memoria retiene y detiene al borde del olvido, capturando esa ?ltima luz crepuscular que irradia el objeto antes de desaparecer.

    Seg?n Evaristo Carriego, tal es el estilo del recuerdo, "natural de nuestra ignorancia" (105), que compensa nuestra falta de memorias de

    Carriego. La ficci?n de la memoria procede entonces por la recolec ci?n de trozos de duraci?n -"frecuencias de su vivir" encadenadas en un montaje textual. Im?genes insignificantes, sublimes monumentos

    m?nimos a los que Borges se refiere como "sencilleces"13 -"la copa

    grande de guindado oriental o ca?a de naranja en el vecino almac?n de Charcas y Malabia," o "el cortar un gajito de madreselva al orillar

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 113

    una tapia" (119)- apuntalan, antes que un efecto de realidad, un mel anc?lico "efecto de memoria" capaz de subsanar eventuales defectos de la representaci?n. La trivialidad de esos actos, su car?cter comunistico

    -subraya Borges- en el sentido de compartidos y repetidos por to

    dos, conjuran la amenaza de p?rdida y de olvido. Declara entonces

    Borges: "Esas frecuencias que enunci? de Carriego, yo s? que nos lo acercan. Lo repiten infinitamente en nosotros, como si Carriego perdurara disperso en nuestros destinos, como si cada uno de nosotros fuera por unos segundos Carriego. Creo que literalmente as? es, y que esas moment?neas identidades (?no repeticiones!) que aniquilan el

    supuesto correr del tiempo, prueban la eternidad" (120). Identidades, repeticiones de lo mismo, consuman esa abolici?n del

    tiempo que Borges conjetura a lo largo de toda su obra -una intuici?n

    que le fue dada por la contemplaci?n ext?tica de una tapia rosada, retenida para siempre en "Nueva refutaci?n del tiempo" y "Sentirse en muerte." En esos instantes -en la lectura de esos instantes-, Borges confiaba en un inevitable y fulgurante "devenir Carriego," antes de recaer en el flujo del tiempo. Pero no es la compacta memoria de

    Shakespeare -la misma que abrum? y aplast? a Soergel bajo el peso muerto de sus detalles ociosos, la misma que conden? a Soergel a ser

    Shakespeare-, lo que se transmite en estas identidades moment?neas, sino una memoria porosa, incandescente, hecha con los restos dis

    persos de un yo astillado por la herencia que guarda. Herencia que por cierto no escapa de este astillamiento general, herencia que no

    se transmite sin dividirse. La identidad entre pasado y presente no es un estado permanente de la memoria progresivamente ocupada por el otro, sino un roce moment?neo, una intuici?n fugaz que se afirma

    por un instante antes de desparecer. La memoria de Shakespeare, por ejemplo, que Soergel hered? como un macizo don, se transmite ahora bajo la forma de una lectura. Pregunta Borges inmediatamente

    despu?s de haber refutado el tiempo: "?Los fervorosos que se entregan a una l?nea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?" ("Nueva refutaci?n del tiempo" 141). Es la lectura de un fragmento, la repetici?n de una l?nea, lo que asegura la herencia y su transmisi?n intermitente. ?De que est? hecha la memoria de un escritor o de un

  • 114 Latin American Literary Review

    lector, si no es de citas semienterradas, recordadas a medias; si no es

    de experiencias ajenas vividas como propias o de vivencias propias atribuidas a otro?

    Lo que la memoria de Carriego recoge es una dispersi?n -una

    dispersi?n que la biograf?a debe mantener como tal, sin someterla a una unidad. As? parece que lo entendi? Carriego, pretende Borges, "en una de sus callejeras noches finales; yo imagino que el hombre es poroso para la muerte y que su inmediaci?n lo suele vetear de hast?os y de luz, de vigilancias milagrosas y previsiones." Trans mitir una imagen de Carriego depende entonces de establecer estas frecuencias que "lo repiten infinitamente en nosotros" -nosotros que estamos en memoria de Carriego, los que recibimos la memoria ajena de Carriego, los que a partir de una lectura guardamos su nombre adherido al liviano archivo de im?genes que "lo confiesan y aluden"

    (120). Convertirnos en la escena de una repetici?n, en el espacio de resonancias de un nombre: tal es el efecto de una biograf?a.

    El arte del bi?grafo descansa sobre la imprecisi?n, esa lucidez terminal que ba?a la memoria del otro con el aura rosada de lo que est? por desaparecer, de lo que no deja de desaparecer en un pro

    longado duelo que esquiva tanto los excesos como los defectos de la memoria, los m?ximos y m?nimos de intensidad entre los cuales oscilaba el melanc?lico Hermann Soergel. Ni la presencia obstinada de un recuerdo insepulto, ni la ausencia sin huellas de un objeto neutralizado por el duelo, describen adecuadamente el estado de la herencia. El heredero no es el que pretende mantener intactos los

    significantes del pasado, agit?ndolos como fantasmas en contra del

    presente (a menudo corresponde a la instituci?n universitaria propa gar estas alarmas). Tampoco es el espacio cerrado donde alguien o

    algo desaparece sin dejar rastros, donde el muerto vuelve a morir en el olvido. El heredero es la orilla donde se efect?a un paso, el borde donde tiene lugar una transmisi?n.

    En un breve texto sobre la memoria como archivo de vivencias, Borges especula acerca de la obstrucci?n de ese puente entre pasado y futuro que sobreviene con la muerte. Se trata de "El testigo," uno

    del texto de El hacedor donde aparece esta tristeza de estar en nombre

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 115

    de otro, sobre la interrupci?n de la herencia: "En el tiempo hubo un d?a que apag? los ?ltimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Jun?n

    y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ?Qu? morir? conmigo cuando yo muera, qu? forma pat?tica o deleznable

    perder? el mundo? ?La voz de Macedonio Fern?ndez, la imagen de un caballo colorado en el bald?o de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el caj?n de un escritorio de caoba?" (174). La muerte

    aparece en este texto como una reserva de experiencias que se apagan, como una p?rdida irreparable de memoria.

    Y es para diferir ese l?mite que el escritor construye con palabras una memoria artificial que funciona a base de repeticiones. El truco

    conversado, tal como se lo reconstruye en Evaristo Carriego, ofrece

    el modelo de este artefacto. El truco constituye un universo cerrado donde el tiempo cronol?gico no pasa, separado de la vida por f?r reas reglas que cada mano actualiza y repite. Acriollados de golpe, los jugadores "se aligeran del yo habitual. Un yo distinto, un yo casi

    antepasado y vern?culo, enreda los proyectos del juego" (145). La

    repetici?n borra el yo individual, la repetici?n es el borramiento del yo individual, que se ampl?a a muchedumbre. Ser hablado por generacio nes de fantasmas criollos que se agrupan para plantar un ?truco!, ser arrastrado por una lengua colectiva que se apodera de cada grito, de cada voz, de cada dicho, es la experiencia instant?nea, llena de d?as, del truco. La memoria tiene la forma del truco -un grumo de tiempo estancado por la repetici?n. Inmerso en esta memoria artificial, "todo

    jugador, en verdad, no hace ya m?s que reincidir en bazas remotas. Su juego es una repetici?n de juegos pasados, vale decir, de ratos de vivires pasados. Generaciones ya invisibles de criollos est?n como enterradas en ?l: son ?l, podemos afirmar sin met?foras" (147). La literatura remueve las tierras de esa memoria, excava en el tiempo y en la historia para extraer de ella vastas series de repeticiones.

    Identidades, no repeticiones, advert?a Borges. Esas identidades

    fulgurantes en las que se afirma, por unos segundos, lo mismo; esas

    repeticiones moment?neas de algo ?nico, arrancadas del tiempo, a las que Borges confiaba la eternidad, ?no son restos de un idealismo

    trasnochado, que la escritura desmiente? Desde el momento en que

  • 116 Latin American Literary Review

    se trata de experiencias confiadas al lenguaje, ?puede hablarse de una

    repetici?n de lo mismo, sin p?rdidas, sin desv?os, sin trituraci?n del aura? ?Recibir fragmentos de Carriego es muy diferente de recibir el monumento de Shakespeare? S? para cierta versi?n psicologizante de la memoria, no para una memoria inseparable de la escritura.

    Quiz? la palabra "memoria" no sea la m?s adecuada para describir ese ligero archivo mn?mico que compone la biograf?a, ese campo verbal construido por la declinaci?n de un nombre. Pero lo que se repite en este archivo, ?es lo mismo? ?Se puede revivir un instante, el mismo instante, eternamente, sin p?rdida, sin restos? Los fervorosos que se

    entregan a una l?nea de Shakespeare son, literalmente, Shakespeare, pero a la manera de Pierre Menard. Desde el momento en que es "una l?nea de Shakespeare" lo que permite el contacto, desde el momento en que es una lectura lo que desbarata el tiempo, una diferencia ir reductible amenaza la repetici?n desde adentro. Por culpa de ella, es

    ut?pico pretender "ser" Carriego, aunque uno pueda volverse Carriego moment?neamente sin dejar de ser Borges. En este sentido, ser, de

    alguna manera, Carriego y llegar a -digamos- Las misas herejes es menos arduo que seguir siendo Borges y llegar al otro lado de cierta

    verja con lanzas a trav?s de la falta de experiencias de Borges.

    Saber perder

    La memoria de Carriego transmitida por Borges no es ajena a la estructura del duelo. Los primeros rasgos de Carriego que nombra son extra?dos de discursos f?nebres de sus amigos, los que guardan y repiten sus im?genes. Pero el duelo por Carriego es apenas una declinaci?n de una p?rdida m?s amplia, la de Buenos Aires del siglo diecinueve. Lo que falta es una ciudad que ya no existe, objeto prin cipal de esta aflicci?n.14 Sin embargo, aunque se trate de un relato

    que toma del duelo sus acentos, no es lo negativo lo que marca el tono de estas p?ginas. El efecto del duelo es la disoluci?n de cierto shock que resulta de una desaparici?n s?bita. El l?mite al que tiende es el olvido o el recuerdo indiferente de im?genes despojadas de su

    poder de afecci?n. Por el contrario, la memoria de Carriego que cui

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 117

    tiva el relato no renuncia a la intensidad del recuerdo. Cada detalle

    que la biograf?a recorta est? all? como una puntada de deseo -deseo

    que no se resigna a abandonar su objeto. ?Se puede hablar entonces de cierto duelo afirmativo, de cierto trabajo que no busca dejar caer su objeto en el olvido, sin que esa presencia agonizante se adue?e de la totalidad de la memoria? Los fugaces "devenir Carriego" que experimenta Borges representan una suerte de contacto mutuo entre

    el borde m?s exterior de dos identidades asint?ticas que se tocan en esos puntos de intensidad.

    Las "peque?as y fugaces memorias," acaso aut?nticas, que de tarde en tarde sorprend?an a Hermann Soergel como restos dispersos del otro en su propio destino, no son esencialmente distintas de estos

    puntuales "devenir Carriego." Pero esas puntadas de la memoria

    que en Soergel tienden a apagarse, son las que Evaristo Carriego mantiene activas. Soergel tem?a esos momentos en el que las dos memorias mezclaban sus aguas -momentos en los que "el gran r?o

    de Shakespeare amenaz?, y casi aneg?, mi modesto caudal" (1989, 398); momentos en que la identidad personal se eclipsa. Pero mien tras el heredero se mantenga en la orilla del otro, no hay riesgo de volverse Carriego para siempre. En otras palabras: no hay riesgos de

    que el zanj?n de Carriego crezca y anegue al todav?a discreto caudal de memorias del joven Borges.

    Pero una paradoja enmarca todo este esfuerzo de rememoraci?n

    y de repetici?n. Lo perdido no s?lo es lo que desapareci? del pre sente, sino lo que nunca se tuvo en el pasado.15 "Yo cre?, durante

    a?os, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me cri? en un jard?n, detr?s de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses" (101): la confesi?n pone la biograf?a en el campo de la creencia y del deseo, no en el de la experiencia y el testimonio. ?C?mo recuperar entonces lo que nunca se tuvo, lo que quedaba al otro lado de la verja, ese Palermo de fines del siglo di ecinueve poetizado por Carriego, al que Borges nunca perteneci?? Transformando lo que no se tiene en mito, apropi?ndose est?ticamente de la p?rdida.

  • 118 Latin American Literary Review

    Esta afirmaci?n de la p?rdida y del duelo como motor de su

    po?tica aparece desparramada en varios momentos de su obra. "S?lo se pierde lo que realmente no se ha tenido" -postula Borges en "Nueva refutaci?n del tiempo" (141). La frase pide ser invertida

    ("Nunca se pierde lo que realmente se ha tenido"), pero antes de transformarla como a un negativo fotogr?fico, conviene detenerse en lo que parad?jicamente se afirma en ella. Para una po?tica que pone en juego el duelo y la p?rdida, que se dedica morosamente a perder y a reconstruir una memoria enrejada, "no haber tenido," lejos de ser una carencia, deviene un melanc?lico don, un mundo insospechado de

    experiencias posibles. Pulido por el tiempo, el argumento reaparece con mas nitidez en "Posesi?n del ayer," uno de sus ?ltimos textos: "S?lo el que ha muerto es nuestro, s?lo es nuestro lo que perdimos (...) No hay otros para?sos que los para?sos perdidos" (482).

    No es la p?rdida del don lo que reorienta el duelo, sino el don de la p?rdida como mito de fundaci?n de una po?tica. Para escribir hay que saber perder. Tal parece ser la tarea de las generaciones segundas, destinadas a heredar y a venir despu?s en memoria de alguien. Para ellas, la p?rdida no es una fatalidad, sino una tarea. Su problema no

    es tanto dejar de tener o de perder algo como de inscribir la ausencia de determinada manera. Porque perder pierde cualquiera, pero no todos son capaces de extraer de all? una obra. La ausencia trabaja,

    produce sentido, obra.16

    Si no hay otros para?sos que los para?sos perdidos, entonces Evaristo Carriego es menos un imposible proyecto de recuperaci?n que una experiencia de la p?rdida en obra, una experiencia que triunfa cuando fracasa, que gana cuando pierde. Como en el arte de velar de Baudelaire -donde una mujer que nunca se tuvo se pierde entre la multitud-, el texto de Carriego es el espacio donde en cada esquina, en cada bald?o, en cada jir?n de la orilla, algo o alguien no deja de

    desaparecer, tan inalcanzable como el horizonte.

    ?Pero qu? es lo que no se ha tenido, lo que ondulaba al otro lado de la verja con lanzas, en ese campo abierto por la imaginaci?n y el deseo? "Vida y muerte le han faltado a mi vida" -admite Borges en el Pr?logo de Discusi?n, dos a?os despu?s de publicar Evaristo

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 119

    Carriego (?li). Vida y muerte son intensidades que faltan en los d?as

    y las noches pobladas de libros. Y la intensidad, fundamentalmente, proviene de saber dar y recibir muerte. Por eso la historia se desplaza progresivamente del duelo como aflicci?n, hecho de intensidades

    puntuales, al duelo a punta de cuchillo, a la euforia del coraje como

    pura relaci?n de fuerzas, encarnada en el mito del guapo -ese pura presencia, esa pura afirmaci?n en la que se cifra la felicidad de matar y de morir peleando. No es el punto de vista quejoso del tanguera -suerte de versi?n criolla del esclavo nietzscheano- el que a?ora Borges, sino la voluntad de poder que se expresa en el compadre, que sobrevive en las arremetidas de la milonga y de los primeros tangos, tanto como en algunos versos de Carriego. Porque el conocimiento directo

    que Borges ten?a de las orillas era harto inferior a su conocimiento

    nost?lgico y literario -tal como el laborioso criollismo cultivado por Juan Dahlmann, el h?roe de "El Sur." Palermo es entonces el mundo a?orado del coraje, el legado al que Borges aspira, y que recibi? de los versos de Carriego. Claro que esta herencia no supone una recepci?n pasiva, sino un gesto selectivo y filtrante: como sucesor de Carriego, Borges se abstuvo firmemente de seguir las huellas de "la costurerita

    que dio aquel mal paso" y de comentar "su contratiempo org?nico sentimental" (128), para optar por la intensidad vital de los guapos y los rumbos instant?neos del pu?al y el entrevero. Como la memoria, como la traducci?n, la herencia est? hecha de ?nfasis y omisiones.

    Pero la orilla es algo m?s que el otro lado de la vida de literato, desterrado en una ?poca donde los h?roes ya se extinguieron; la orilla es el espacio desde el que Borges se asoma al siglo XIX -el pasado heroico que le toc? perder- y a su literatura, la poes?a gauchesca, es

    tableciendo con ella una relaci?n de traducci?n en el interior mismo de la lengua. El mito de las orillas, encarnado en el guapo, reescribe el mito de la pampa, en cuyo interior se aloja el gaucho. En "La pampa y el suburbio son dioses," uno de los ensayos de El tama?o de mi es

    peranza (23), Borges releva el mapa literario cuyas fronteras pretende desplazar. Escribe: "Al cabal s?mbolo pampeano, cuya figuraci?n humana es el gaucho, va a?adi?ndose con el tiempo el de los orillas: s?mbolo a medio hacer." Mundo estable y antiguo, afirmado por el

  • 120 Latin American Literary Review

    peso de la tradici?n, la pampa es un mito pleno, atestado de voces. La

    orilla, en cambio, es un s?mbolo inconcluso, apenas poblado por los

    primeros tangos y la poes?a de Carriego. Miembro de una generaci?n segunda, Borges entendi? muy temprano que el aut?ntico heredero es el que recoge del pasado lo inconcluso, lo inacabado, lo interrumpido. En buena medida, su herencia depende de saber reconocer en esos

    signos indecisos un deseo latente insatisfecho, cumplido apenas a

    medias, y convertirlo en motor de su literatura. De esta manera, a trav?s de estos desplazamientos, el pasado

    heroico sobrevive traducido, transformado en la materia significante de una obra que encuentra en el duelo su reserva de sentido. Sea como relaci?n de fuerza entre la memoria y el olvido, sea como diferendo f?sico o intelectual, el duelo es la posibilidad misma de sentido, lo

    que pone en marcha una historia. Las ficciones de Borges son la met?dica declinaci?n de un saber del cuerpo y sus pasiones, un saber dar la muerte -saber incorporarla a la vida, saber transmitirla como un don, saber darla y recibirla en el lenguaje de las armas. Sin duelo, sin antagonismo, no hay relato.

    La minuciosa elaboraci?n de un duelo atraviesa historias muy diferentes entre s? tales como "El Sur," "La muerte y la br?jula," "El Aleph," "El fin," "El muerto," "Guayaquil" o "Los te?logos." Pero esta suerte de condici?n general de la trama no hace de la obra de Borges un l?nguido inventario de negaciones y carencias. Cierta vindicaci?n de la p?rdida aleja al duelo de una concepci?n negativa del sentido. Morir "en una pelea a cuchillo, a cielo abierto

    y acometiendo" (530) es la liberaci?n que transforma la agon?a de Juan Dahlmann -cierto duelo que recae sobre s? mismo, f?cilmente

    rebajable al miedo, al sentimentalismo, a la autocompasi?n-, en la afirmaci?n de una muerte a?orada. El mismo desplazamiento lleva a Borges del culto apasionado por la imagen de Beatriz Viterbo al duelo po?tico con Daneri, que se juega en torno a la descripci?n del

    Aleph. En "La muerte y la br?jula," Red Scharlach extrae su plan de venganza contra Erik L?nnrot de las pesadillas de su agon?a -un duelo secreto a trav?s de una ciudad on?rica, como revancha por la detenci?n de su hermano. En "Los te?logos" se invierte la f?rmula:

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 121

    al duelo interpretativo entre Aureliano y Juan de Panonia, que lleva a Juan a la muerte, le sucede el vac?o que su ausencia instala en Au reliano y que colma sus ?ltimos d?as.

    El duelo representa una tensi?n m?xima de fuerzas antag?nicas que se afirman al diferir. En este sentido, entre el heredero y el du elista hay un parentesco secreto. Ambos est?n encadenados a cierta

    repetici?n, acosados por la memoria constante del otro de la que in tentan deshacerse antes de que su peso los destruya. Su tarea consiste

    en transformar esa mansa sumisi?n a la repetici?n de lo mismo en una

    experiencia liberadora. Para ello, hay que saber dar muerte y saber dar la muerte, hay que saber matar y transmitir, matar al transmitir. De un momento del duelo al otro, de ese estado de fuerzas menguante de un yo agobiado por la pena, a su expansi?n liberadora en la lucha y el

    conflicto, hay un paso que los personajes de Borges no dejan de dar. Emma Zunz no narra sino el devenir de un conflicto, cuyas etapas son estados del deseo. El cuento comienza con Emma arrojada al duelo

    por la noticia del suicidio de su padre. Desde ese d?a, Emma recibe en herencia su memoria, que ocupan la totalidad de su experiencia y se apoderan de sus d?as: "La muerte de su padre era lo ?nico que le hab?a sucedido en el mundo, y seguir?a sucediendo sin fin" (564). El plan que madura en ella reorienta la muerte recibida hacia su jefe Aaron Loewenthal, su secreto adversario ("Loewenthal no sab?a que ella sab?a; Emma Zunz derivaba de ese hecho ?nfimo un sentimiento de poder" -comenta el narrador).

    Emma logra convertir la desolaci?n del duelo interminable en un desaf?o dirigido al otro, en memoria de su padre. El paso que logra dar Emma, que bien podr?a ser aquel que inmortaliz? a la costurerita, v?ctima indefensa de un acoso incontenible, representa en cambio un aumento de poder, un gesto de coraje que se afirma, parad?jicamente, al identificarse con una v?ctima. En el momento en el que Emma fabrica la violaci?n que, desplazada, volver? veros?mil la muerte del

    Loewenthal, pregunta el narrador: "?En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pens? Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para m? que pens? una vez y que en ese momento peligr?

  • 122 Latin American Literary Review

    su desesperado prop?sito. Pens? (no pudo no pensar) que su padre le hab?a hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hac?an. Lo pens? con d?bil asombro y se refugi?, en seguida, en el v?rtigo" (566). Pero la posibilidad de actuar depende de poder romper por un instante con la estructura del acoso. Pensar en el muerto, quedar cap turada por un instante en el v?rtigo de una repetici?n que empuja en su cuerpo desde el fondo de la historia familiar, pone en peligro todo el proyecto. Emma se impone cierto par?ntesis reparador, que apaga por un momento la memoria de su padre y que le permite completar su acto. Pero como en todo duelo, Emma no repite porque olvida

    (concepci?n negativa del duelo, que lo pone del lado de la represi?n), sino que olvida porque repite -repite lo que su padre le hab?a hecho a su madre, repite el gesto de romper el billete tal como lo hab?a hecho con la carta. De esa repetici?n vertiginosa que se apodera de su cuerpo, de esa moment?nea identidad con la madre (la madre a la

    que poco antes no hab?a podido recordar), Emma logra arrancar una diferencia que le permite crear cierta memoria falsa de los hechos, memoria "que se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero

    el odio. Verdadero era el ultraje que hab?a padecido; s?lo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios" (568). Ese

    desplazamiento de circunstancias y de nombres que no excluye el cambio de nombre del padre (Emanuel Zunz-Manuel Maier), ese deslizamiento de identidades que puede equipararse a una traducci?n, consuma el duelo y viene a hacer justicia.

    Pero la justicia no puede clausurarse ah?, en un simple acto de

    venganza. Como Red Scharlach o el moreno de "El fin," ambos en memoria de un hermano, como Tadeo Isidoro Cruz en memoria de su

    padre, Emma Zunz da la muerte de su padre a Loewenthal. Cada uno de ellos, a su manera, est? acosado por una memoria ajena, y viene, en nombre de otro, a hacer justicia. ?A qu? vuelven, a fin de cuenta, los fantasmas, si no es por justicia? ?Por qu? acechan a los vivos, si no es en busca de una reparaci?n que les permita terminar de morir? Desde Hamlet acosado por el espectro del padre, el heredero tiene la tarea de un justiciero encargado de responder por los muertos, de

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 123

    hacer justicia en su nombre. ?Pero basta con la venganza para hacer

    justicia y enterrar por fin a los fantasmas? ?Basta con dar la muerte

    y olvidar? ?Y si en lugar de esta clausura se tratara de exceder la

    l?gica compensatoria por medio de un gesto de traducci?n? Como la muerte de su padre, la justicia deber?a seguir sucediendo sin fin. Esa es la herencia que un duelo transmite, una memoria de una justicia posible, una justicia por ser y por hacer que el heredero recibe como un don -el don de lo inconcluso, lo que est? a medio hacer, lo que se debe retomar y traducir.

    En este sentido, el fin de "El fin" -el cuento en el que Borges traduce el Mart?n Fierro- es ejemplar. Despu?s de haberle hecho a Fierro la cosa horrible que Fierro le hab?a hecho a su hermano en La ida

    -provocarlo y asesinarlo de una pu?alada-, despu?s de limpiar como

    aqu?l el fac?n ensangrentado en el pasto y de alejarse con lentitud, el moreno retoma el destino del que acaba de matar: "Cumplida su tarea de justiciero, ahora era n?die. Mejor dicho era el otro: no ten?a destino sobre la tierra y hab?a matado a un hombre" (521). Un menor, un segundo, un deudo, hace justicia familiar vengando con la muerte de Fierro el asesinato de su hermano. Mata al h?roe al repetirlo, as? como en "El fin" Borges se olvida por un momento de la condici?n definitiva de "cl?sico" -de ley de una literatura- de Mart?n Fierro para poder hacer con ?l una nueva justicia.17

    La educaci?n del olvido

    La posesi?n y posterior renuncia de la memoria de Shakespeare por parte de Soergel tiene la forma del trabajo negativo del duelo: como veremos pronto, Soergel comienza a traducir al "enemigo" Shakespeare para olvidarse de su hermano muerto en la guerra. El

    agobiante peso de una idea que se vuelve fija, la dolorosa retirada del deseo de un objeto que se desvanece, la sustituci?n de un objeto por otro, van trazando una l?nea donde la intensidad se transforma y cambia de signo. A la sobrecarga de los recuerdos ajenos sobreviene el olvido de un objeto que se deshace en la escritura, seg?n un trabajo del duelo que contornea y desgasta el peso de las representaciones

  • 124 Latin American Literary Review

    movilizadas por la escritura.

    Textos como "La memoria de Shakespeare", tanto como "El

    Aleph" o "Funes el memorioso", recuerdan que en Borges el prob lema no es la memoria, sino el olvido. ?C?mo olvidar, por ejemplo, a Shakespeare, c?mo olvidar la tradici?n sin dejar de hacer justicia? Ser Shakespeare, estar sometido al peso de su memoria y repetirlo sin diferencias ni posibilidad de olvido, condena al melanc?lico Her mann Soergel al yugo de un duelo interminable. No es casual que la educaci?n del olvido que emprende Soergel (t?cnicas para borrar la memoria de Shakespeare, que invierten las que hab?a utilizado para despertarla) comience con un t?mido gesto de insumici?n, traicionando su memoria por el estudio de William Blake, un "disc?pulo rebelde de Swedenborg"." ?A qu? renuncia Soergel cuando transmite la me moria de Shakespeare? El traspaso, que tiene lugar por tel?fono (el detalle t?cnico no es secundario: presagia modos de almacenamiento

    y de registro impensables para los l?mites de la memoria humana), ocurre no sin nostalgia -nostalgia "del libro que yo hubiera debido escribir y que me fuera vedado escribir y el temor de que el hu?sped, el espectro, no me dejara nunca" (398). Ayudado por la m?sica de

    Bach (la m?sica, un arte del presente puro, hecho de un tiempo fuera del tiempo, sin pasado; la m?sica, tambi?n, de un alem?n), Soergel declara finalmente haberse librado del otro, aunque alguna vez sea

    Shakespeare el que sue?a por ?l. En posesi?n del don de la memoria de Shakespeare, ?qu? libro

    hubiera debido escribir? Previsiblemente, como ya se dijo, se trata de una biograf?a, pero el ?rido Soergel desconoc?a el arte de narrar una historia, desconoc?a los mecanismos de un g?nero. "No s? narrar

    -confiesa resignado. No s? narrar mi propia historia, que es harto m?s extraordinaria que la de Shakespeare." Dicha biograf?a, de ser escrita, ignorar?a lo esencial: el modo en el que ese "material deleznable"

    y trivial que le proporciona la memoria de Shakespeare, destilado, se transforma en Hamlet, en Macbeth o en Othelo. La memoria per sonal de Shakespeare no sirve para nada, o s?lo sirve para vanos y

    melanc?licos fines eruditos.

    Pero hay una obra "invisible" donde Soergel hab?a tenido

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 125

    la oportunidad de elaborar una distancia respecto del ingl?s y de

    Shakespeare unos a?os antes de recibir el don de su memoria. En su modesto curriculum, Soergel incluye un texto "invisible" que esta blece con Shakespeare y el ingl?s relaciones de traducci?n. Se trata de una traducci?n de Macbeth al alem?n que el propio Soergel, en

    1917, emprendi? y abandon?. "No la conclu?; comprend? que el ingl?s dispone, para su bien, de dos registros -el germ?nico y el latino- en tanto que nuestro alem?n, pese a su mejor m?sica, debe limitarse a uno solo" (393). Sometido a la tradici?n, el moderado Soergel no

    puede tolerar la posibilidad de divergir con la lengua original de

    Shakespeare.18 Haber tenido la memoria de los antiguos d?as de Shakespeare

    superpuestos a los suyos le ense?? a Soergel que fechas y lugares son

    superfluos. "No dir? el lugar, ni la fecha -dice Soergel, distrayendo de los detalles del congreso en el que recibe el ambiguo don-; s? harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades" (393). Sin

    embargo, un detalle del texto contradice el desprecio de Soergel por la exactitud hist?rica. Se trata de la precisa referencia de Soergel a la

    muerte de su hermano Otto Julius, "que cay? en el frente occidental en 1917" -a quien Soergel intenta olvidar por medio de Shakespeare. En efecto, la traducci?n inconclusa de Macbeth comienza en ese momento, "para no seguir pensando en la muerte de mi hermano."

    La indiferencia de Soergel por las fechas desde?a el hecho de que su amor por Shakepeare es contempor?neo de la guerra entre Alemania

    e Inglaterra -guerra que se lleva la vida de un ser querido, Otto Julius

    (un nombre por cierto shakespiriano). Como en "Tema de traidor y del h?roe", donde un traductor de Shakespeare al ga?lico "traiciona" la letra de Julius Caesar y de Macbeth, utiliz?ndola para los fines de la independencia de Irlanda, el amado Shakespeare se convierte otra vez, por circunstancias hist?ricas, en "el enemigo ingl?s."

    Reponer el contexto de traducci?n que Soergel tiende a sos

    layar supone releer el texto como una cadena de sombras, en la que cierto recuerdo abrumador o doloroso que acosa la memoria debe ser destituido o dome?ado por un recurso al olvido -con palabras de

    ? El subrayado es nuestro.

  • 126 Latin American Literary Review

    Borges, por una "educaci?n del olvido." Soergel traduce Macbeth

    para olvidarse de la muerte de su hermano soldado. No sabemos el resultado de esa melanc?lica maniobra; s? sabemos que la traducci?n fracasa: Soergel se rinde ante el doble registro del ingl?s y declara al alem?n vencido, en la misma ?poca en que Alemania cae der rotada por Inglaterra. Lo que comienza como un sometimiento de su lengua a la lengua amada -que es al mismo tiempo la lengua del

    enemigo- termina pocos a?os despu?s, en Londres, con el ambiguo don de la memoria de Shakespeare. El don precioso se vuelve terrible, y sobreviene un nuevo duelo, el de la memoria de Shakespeare. Con esa memoria ocurre lo mismo que con la de su hermano: en cierto

    modo, hay que olvidarla, deshacerse de ella, retransmitirla. En otras

    palabras: traducirla. ?No es la traducci?n la supervivencia de cierto

    "original", cierta vida despu?s de la muerte por la que un texto rompe con su presente vivo, con las formas de presencia (presencia de un texto para una conciencia, para un deseo, para una clase), para alojarse en otras lenguas, en otras lecturas; para modificar otros destinos?19

    De no mediar este gesto de traductor, el asedio recomenzar?a. La

    simple sustituci?n -Shakespeare por su hermano, Bach por Shake

    speare- no asegura ning?n alivio. La negaci?n de la negaci?n -que el muerto vuelva a morir en la memoria- no asegura nada, salvo m?s

    repetici?n, un retorno a?n m?s penoso. Tal vez no alcance con oponer la vida a la muerte; tal vez la muerte debe incluirse en la vida de de terminada manera, evitando tanto una reca?da en el yo -el mecanismo

    narcisista del duelo, de acuerdo con Freud- como el sometimiento de la memoria a la esclavitud de un nuevo ?dolo o ideal. Esas "peque?as y fugaces memorias," acaso aut?nticas, acaso falsas, acaso propias,

    que sobre el final del cuento sorprenden a Soergel de tarde en tarde, parecen auspiciosas, en tanto representan un principio de desgaste de lo que hasta ahora hab?an sido opresivos monumentos de la memoria, pesados como l?pidas. En cada uno de esos flashes, se insin?a una orilla borrosa que relaciona lo propio y lo ajeno, un borde poroso que permite intercambios, pr?stamos, contrabandos. Deshacerse de la

    memoria de Shakespeare significa entonces la posibilidad de elaborar una distancia hecha de auspiciosas perversiones, desv?os y traiciones

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 127

    de un texto anterior. Significa traducirlo.

    NOTES 1 Borges considera a "Pierre Menard, autor del Quijote" como un punto de

    inflexi?n de su obra. La an?cdota es conocida: en 1938, Borges recibe un fuerte en la cabeza que lo obliga a guardar cama durante un mes. Consumido por la fiebre, Borges teme haber perdido sus facultades literarias. Para comprobarlo, recurre a un m?todo de verificaci?n indirecto: decide escribir "algo que no hubiera hecho nunca anteriormente," que no hiciera del fracaso posible algo definitivo. En lugar de poemas o rese?as, Borges decide escribir un cuento. El resultado feliz de este

    tanteo con la impotencia es "Pierre Menard, autor del Quijote." 2Declara Soergel en "La memoria de Shakespeare": "Shakespeare ser?a m?o,

    como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De alg?n modo yo ser?a Shakespeare" (395).

    3 Bordeando "La memoria de Shakespeare," Ricardo Piglia (1995) ve con lucidez este punto de diferencia y de diferenciaci?n en t?rminos de una tensi?n

    ut?pica "entre los que no es de nadie y es an?nimo y ese uso privado del lenguaje al

    que hemos convenido en llamar literatura." Desde Sarmiento, la literatura argentina est? atravesada por esta tensi?n entre una precisa localizaci?n (el barrio, la lengua familiar) y a la vez, los grandes estilos extranjeros. Ver Ricardo Piglia, "Memoria

    y tradici?n," en Ana Pizarro (comp.), Modernidad, posmodernidad y vanguardias. Situando a Huidobro. Santiago de Chile: Fundaci?n Vicente Huidobro, 1995.

    4 Acerca del uso de la cita en Borges, ver Sylvia Molloy, Las letras de Borges (Rosario: Beatriz Viterbo, 1999). Seg?n Molloy, la pr?ctica de la cita en Borges produce una operaci?n de distanciamiento sobre la lectura. "La cita reconocible es una convocaci?n que re?ne, bajo el auspicio de la cultura, al autor de la cita, al

    que lo cita y al lector. Pero Borges sacude el andamiaje reuniendo citas conocidas, desconocidas e inventadas: esto es m?s que discutir los l?mites de esas cultura: es

    suprimirlos." 5 En un texto de 1993 en memoria de su amigo muerto Louis Marin -fil?sofo

    y cr?tico de arte, autor de Des pouvoirs de V image-, Jacques Derrida (2001) trata de

    pensar el modo en el que el trabajo del duelo produce un tipo de representaci?n que suplementa la p?rdida de la presencia viva con un plus de intensidad. Del trabajo virtual del duelo -"the mourning that follows death but also the mourning that is

    prepared and that we expect from the very beginning to follow upon the death of those we love"-, estrechamente ligado a la imagen, Derrida -via Marin- extrae esta particular din?mica: "When Marin asks about this re- of representation, about the substitutive value that this re- indicates at the moment when that which was

    present is no longer present and comes to be re-presented, and when he then takes the example of the disappearance of the present as death, it is not in order to track

  • 128 Latin American Literary Review

    a re-presentation or an absolute substitution of representation for presence, but also to detect within it an increase, a re-gaining of force or a supplement of intensity in

    presence, and thus a sort of potency or potentialization of power for which the schema of substitutive value, of mere replacement, can give no account." (148-149).

    6 En "La aflicci?n y la melancol?a," Freud opone el trabajo "normal" del

    duelo, como elaboraci?n exitosa de una p?rdida, al mecanismo "patol?gico" de la

    melancol?a, un trabajo inacabado por el cual el sujeto persiste en su identificaci?n narcisista con el objeto perdido. Esta fidelidad postuma a un objeto que se resiste a desaparecer, define la melancol?a. Ver Sigmund Freud, "La aflicci?n y la melan

    col?a," en El malestar en la cultura y otros ensayos (Madrid: Alianza, 2000). 7 "Comprend? que [Danen] no era capaz de otro pensamiento que de la per

    dici?n del Aleph," comenta resignado el narrador de "El Aleph" (624) 8 "Solo podr?is pensar lo que pod?is captar en palabras," sostiene Fritz Mau

    thner. Nominalista estricto, Mauthner sostiene la identidad entre las fronteras del

    pensamiento y del lenguaje. Los conceptos no son entidades metaf?sicas abstractas, sino nombres o descripciones id?nticos a las palabras, edificados sobre una base

    perceptual compartida. Para una reconstrucci?n del pensamiento de Mauthner y su contexto de intervenci?n en la Viena de principios de siglo, ver Alian Janik

    Stephen Toulmin, La Viena de Wittgenstein (1998), especialmente el cap?tulo 5,

    "Lenguaje, ?tica y representaci?n." Acerca de la relaci?n entre Mauthner y el joven Borges, ver Jorge Panesi, "Borges nacionalista", en Cr?ticas (Buenos Aires: Norma, 2001 ). Comenta Panesi: "Impl?cita revalorizaci?n del lenguaje popular y declarada

    oposici?n hacia los conceptos, la teolog?a y los dioses conceptuales abstractos de la filosf?a o del nacionalismo, esta teor?a legitima en Borges su af?n por construir una literatura con las im?genes o las sensciones elementales y pasajeras, patrapadas por medio de met?foras" (134).

    9 Tratar un nombre com?n como si fuera un nombre propio es la aspiraci?n de todo poeta joven. As? lo entiende Borges, que reconoce en el reflejo verbal de "definir por en?sima vez los hechos eternos" una marca de inexperiencia po?tica. Escribe Borges, comentando los primeros textos de Evaristo Carriego: "No hay versificador incipiente que no acometa una definici?n de la noche, de la tempestad, del apetito carnal, de la luna: hechos que no requieren definici?n porque ya poseen nombre, vale decir, una representaci?n compartida" (121).

    10 En "Historia de los ecos de un nombre," un ensayo de Otras inquisiciones,

    Borges reconoce en los nombres propio restos de una concepci?n m?gica del len

    guaje, por la cual las palabras no son signos arbitrarios sino parte vital de lo que definen: "El salvaje oculta su nombre para que a ?ste no lo sometan a operaciones m?gicas, que podr?an matar, enloquecer o esclavizar a su poseedor. En los conceptos de calumnia y d? injuria perdura esta superstici?n, o su sombra; no toleramos que al sonido de nuestro nombre se vinculen ciertas palabras. Mauthner ha analizado

    y ha fustigado este h?bito mental" (128). Todo el arte de injuriar de Borges saca

    partido de esta superstici?n. 11 Que el nombre propio es susceptible de traducci?n, lo demuestra la litera

    tura del propio Borges. Los nombres pueden entrar en relaciones de duplicaci?n

  • El arte del duelo en Jorge Luis Borges 129

    (Red Sharlach-Erik Lonrot, en "La muerte y la br?jula" -un texto construido en teramente sobre el valor sem?ntico del nombre propio); pueden deslizarse de una

    lengua a otra (Pedro Dami?n-Pier Damiani, en "La otra muerte"), o desdoblarse

    (en "El jard?n de los senderos que se bifurcan," "Albert" nombra al mismo tiempo un personaje y una ciudad).

    12Me refiero, entre otros, a la reflexi?n de Jacques Derrida en "Firma, aconteci miento y contexto" sobre la relaci?n entre firma, nombre propio y muerte, entendida como forma general de la repetici?n. Jacques Derrida, "Firma, acontecimiento y contexto", en M?rgenes de la filosofia (Madrid: C?tedra, 1988). 13 "Me qued? mirando esa sencillez. Pens?, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta a?os" -escribe Borges en "Nueva refutaci?n del tiempo" acerca de la visi?n de cierta tapia rosada (1974b, 143). 14 "El duelo es, por lo general, la reacci?n a la p?rdida de un ser amado o de una abstracci?n equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc.:" sin ser abstracta, la ciudad puede agregarse a la enumeraci?n de Freud (232).

    15 "Melancholy would be not so much the regressive reaction to the loss of

    the love object as the imaginative capacity to make an unobtainable object appear as if lost" -explica Giorgio Agamben en Stanzas. Word and Phantasm in Wester Culture (1993, 20). La artima?a del melanc?lico consiste en dar por perdido lo

    que nunca se tuvo, transformando la falta (lo que no se tiene ni nunca se tuvo) en p?rdida (lo que alguna vez se tuvo y ya se perdi?). Ver tambi?n Slavoj Zizek,

    "Melancholy and the Act" (2000). 16 En El factor Borges, Alan Pauls reconstruye con exquisita precision esta est?tica de la p?rdida. Escribe Pauls: "A los 27 a?os, Borges comprende que no basta con 'no tener' (no haber vivido la patria chica); que es preciso 'perder' (ex perimentar la nostalgia). Porque perder no es una fatalidad sino una construcci?n, un artefacto, una obra: algo que requiere tanto cuidado y dedicaci?n como un verso o una argumentaci?n literaria. Para 'no tener' s?lo hacen falta un estado de cosas

    desfavorable, una injusticia, una desgracia. Es apenas el primer paso. Perder, en

    cambio, s?lo pierden los artistas, que por medio de la nostalgia convierten en mito todo aquello que no tienen" (2000, 15). 17 En literatura no hay primera vez: el concepto de texto definitivo solo per tenece a la religi?n o al cansancio -sostiene Borges en "Las versiones hom?ricas".

    Hay, sin embargo, efectos de original, producto de la repetici?n y del h?bito. Tal es el caso de los cl?sicos, textos que abordamos sabi?ndolos. Cl?sico no es el libro que re?ne determinado conjunto de atributos espec?ficos, sino un modo de leer un texto como invariable: "No hay un buen texto que no parezca invariable y definitivo si lo practicamos un n?mero suficiente de veces" -escribe Borges en "Las versiones

    hom?ricas", uno texto de 1932 sobre la traducci?n (240). En El g?nero gauches co. Un tratado sobre la patria, Josefina Ludmer abre la posibilidad de pensar que Borges permanece fiel al texto de Hern?ndez porque lo traiciona -esto es, redime su condici?n antagonista, pre-can?nica, al volver a abrir la distancia que separa la

    justicia con la ley. Borges usa el Mart?n Fierro en contra de s? mismo: si, como h?roe nacional y como canon literario, Mart?n Fierro constituye en la d?cada del '30 la

  • 130 Latin American Literary Review

    representaci?n de la ley, el Moreno y "El fin" se ponen afuera de la ley. Hern?ndez era para Borges lo que Borges es para nosotros: la literatura misma, un cl?sico o un libro sagrado, capaz de inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Ver Josefina Ludmer, El g?nero gauchesco. Un tratado sobre la patria (Buenos Aires:

    Sudamericana, 1988), pp. 233-236. 18

    Incapaz de traicionar el original, Soergel recuerda como traductor a su

    compatriota Enno Littman, traductor alem?n de las 1001 Noches. En "Los traduc tores de las 1001 Noches", Borges critica la correcta y decepcionante traducci?n de Littman. En Littman "no hay otra cosa que la probidad de Alemania. Es tan poco, es poqu?simo. El comercio de las Noches y de Alemania debi? producir algo m?s"

    (412). En este sentido, la honestidad de Soergel es superior a la de Littman: ante el

    riesgo de desv?o, ante la m?s m?nima imposibilidad de empobrecer al ingl?s original de Shakespeare, renuncia a la traducci?n. Se olvida del hecho de que en el gesto de traducir importa menos llevar que traer un texto de una lengua a otra -traerlo a otra tradici?n, a otra literatura; injertarlo en otra serie hist?rica. Borges imagina lo que podr?a haber sido un traducci?n de las 1001 Noches deformada -esto es,

    enriquecida- por la tradici?n fant?stica de la literatura alemana, por los juegos y pesadillas de un Kafka. En tiempos de guerra, cuando el viejo orden europeo se deshace entre conspiraciones, intrigas y muertes a una escala inaudita, ?no hubiera sido m?s que oportuno para Soergel traer al alem?n del siglo XX los fantasmas isabelinos del regicidio que recorren Macbeth?

    19 La traducci?n proyecta a una obra m?s all? de la vida del original -una sobrevida que Walter Benjamin (2000) identifica con la historia. "Just as the ma nifestation of life are intimately connected with the phenomenon of life without

    being of importance to it, a translation issues form the original -not so much from its life as from its afterlife. For a translation comes later than the original, and since the important works of world literature never find their chosen translators at the time of their origin, their translations marks their stage of continued life". Esta vida y sobrevida de una obra de arte no debe entenderse en un sentido meta forico: no hay vida o naturaleza al margen de un proceso hist?rico: "The concept of life is given its due only if everything that has a history of its own, and is not

    merely the setting for history, is credited with life". Ver Walter Benjamin, "The Task of Translator." In Selected Writings. Vol. I. Ed. Marcus Bullock and Michael W. Jennings. Trad. Harcourt Brace Javonavich (Cambridge: Harvard University Press, 2000), pp. 254-255.

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    Issue Table of ContentsLatin American Literary Review, Vol. 36, No. 71 (JANUARY - JUNE 2008), pp. 1-144Front MatterWHICH WAY DID HE GO? IDENTITY, CULTURE AND NATION IN ALEJO CARPENTIER'S "CONCIERTO BARROCO" [pp. 5-23]BUENOS AIRES 1919: ARBEIT MACHT FREI? [pp. 24-52]AGAINST "INDIGENISMO": JOS NGEL ESCALANTE, CULTURE AND ANDEAN MODERNITY [pp. 53-74]A TIGER IN THE TANK: A LITERARY GENETICS OF THE MEXICAN AXOLOTL [pp. 75-98]SABER DAR MUERTE. EL ARTE DEL DUELO EN JORGE LUIS BORGES [pp. 99-131]BOOK REVIEWSReview: untitled [pp. 133-136]Review: untitled [pp. 137-139]Review: untitled [pp. 139-142]Review: untitled [pp. 142-144]

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