LA TRANSFORMACIÓN DEL COSMOS (Extracto de Cosmos y Psique de Richard Tarnas) I DOS PARADIGMAS DE LA HISTORIA Nos hallamos en un umbral extraordinario. No se necesita visión profética para reconocer que vivimos en uno de esos raros momentos de la historia, como el final de Antigüedad Clásica o el comienzo de la Edad Moderna, que alumbraron, a través de gran tensión e intensa lucha, una transformación verdaderamente fundamental de los supuestos y principios subyacentes de la visión del mundo. En medio de la multitud de debates y de controversias que pueblan la escena intelectual, lo que se discute es nuestra comprensión básica de la realidad: el papel del ser humano en la naturaleza y en el cosmos, el estatus del conocimiento humano, el fundamento de los valores morales, los dilemas del pluralismo, el relativismo, la objetividad, la dimensión espiritual de la vida, la dirección y el sentido -en caso de haberlos- de la historia y la evolución. El resultado de este momento crucial de la historia de nuestra civilización es profundamente incierto. Algo está muriendo y algo está naciendo. Lo que está en juego es muy valioso, tanto para el futuro de la humanidad como para el de la Tierra. No hace falta pasar aquí revista a la multitud de formidables y apremiantes problemas -globales y locales, sociales, políticos,
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LA TRANSFORMACIÓN DEL COSMOS
(Extracto de Cosmos y Psique de Richard Tarnas)
I
DOS PARADIGMAS DE LA HISTORIA
Nos hallamos en un umbral extraordinario. No se necesita visión profética para reconocer que
vivimos en uno de esos raros momentos de la historia, como el final de Antigüedad Clásica o el
comienzo de la Edad Moderna, que alumbraron, a través de gran tensión e intensa lucha, una
transformación verdaderamente fundamental de los supuestos y principios subyacentes de la
visión del mundo. En medio de la multitud de debates y de controversias que pueblan la escena
intelectual, lo que se discute es nuestra comprensión básica de la realidad: el papel del ser
humano en la naturaleza y en el cosmos, el estatus del conocimiento humano, el fundamento de
los valores morales, los dilemas del pluralismo, el relativismo, la objetividad, la dimensión
espiritual de la vida, la dirección y el sentido -en caso de haberlos- de la historia y la evolución.
El resultado de este momento crucial de la historia de nuestra civilización es profundamente
incierto. Algo está muriendo y algo está naciendo. Lo que está en juego es muy valioso, tanto
para el futuro de la humanidad como para el de la Tierra.
No hace falta pasar aquí revista a la multitud de formidables y apremiantes problemas -
globales y locales, sociales, políticos, económicos, ecológicos- que afronta el mundo de hoy. Se
los ve en todos los titulares de nuestros diarios, revistas mensuales e informes anuales sobre la
situación mundial. El gran enigma del momento actual es que contamos con recursos sin
precedentes para abordar esos problemas y, sin embargo, es como si algún contexto de mayor
alcance o más profundo, alguna fuerza invisible, nos negara capacidad y decisión para hacerlo.
¿Cuál es ese contexto de mayor alcance? Algo esencial parece faltar a nuestra comprensión,
algún factor, o conjunto de factores, poderoso pero intangible. ¿Somos capaces de reconocer las
condiciones más fundamentales en las que podrían hundir sus raíces nuestros numerosos
problemas concretos? ¿Cuáles son los problemas subyacentes más importantes que afrontan el
pensamiento y el espíritu humano de nuestra época? Si observamos en particular la situación
«occidental», centrada en Europa y Estados Unidos, pero que hoy en día afecta de distintas
maneras y en profundidad a toda la comunidad humana, distinguimos tres factores
particularmente importantes.
En primer lugar, la gran desorientación y carencia de fundamento que, desde el punto de vista
metafísico, impregna la experiencia humana contemporánea: la ausencia, ampliamente sentida,
de un orden más vasto, adecuado y públicamente accesible, de finalidad y de significado, una
metanarración orientativa que trascienda las diferentes culturas y subculturas, y un modelo
general de sentido capaz de proporcionar a la existencia humana colectiva el necesario alimento
de coherencia e inteligibilidad.
En segundo lugar, el profundo sentido de alienación que afecta al yo moderno: me refiero no
sólo al aislamiento personal del individuo en la moderna sociedad de masas, sino también al
extrañamiento espiritual de la psique moderna en un universo desencantado, así como, en el nivel
de la especie, a la escisión subjetiva que separa al ser humano moderno del resto de la naturaleza
y el cosmos.
Y en tercer lugar, la necesidad crítica, tanto por parte de los individuos como de las
sociedades, de una visión más profunda de esas fuerzas y tendencias inconscientes, creativas y
destructivas, que tan poderoso papel desempeñan en la conformación de la vida humana, la
historia y la vida del planeta.
Estas condiciones, todas ellas en intrincada interconexión e interpenetración, rodean e
impregnan nuestra conciencia contemporánea como la atmósfera en la que vivimos y respiramos.
Consideradas con mayor perspectiva histórica, constituyen el precioso poso de muchos siglos de
extraordinario desarrollo intelectual y psicológico. La inquietante paradoja de este largo
desarrollo es que estas problemáticas condiciones parecen haber surgido de las cualidades y
logros más progresistas, liberadores y admirados de nuestra civilización y estar sutilmente
entretejidas con ellas.
Todo observador sensible afronta una paradoja relativa al carácter y el destino de Occidente.
Por un lado, reconocemos en la civilización y el pensamiento de Occidente un cierto dinamismo,
un impulso luminoso, heroico, e incluso una nobleza. Comprobamos esto en los grandes logros
de la filosofía y la cultura griegas y en los profundos afanes morales y espirituales de la tradición
judeo-cristiana. Lo vemos encarnado en la Capilla Sixtina y en otras obras maestras
renacentistas, en el teatro de Shakespeare, en la música de Beethoven. Lo reconocemos en el
brillo de la revolución copernicana y en la larga secuencia de deslumbrantes avances científicos
que, tras su huella, tuvo lugar en muchas disciplinas. Lo vemos en los titánicos vuelos espaciales
de hace una generación, que llevaron hombres a la Luna, o, más recientemente, en las especta-
culares imágenes del vasto cosmos que llegan del telescopio Hubble y que han abierto
perspectivas sin precedentes que nos remontaban miles de millones de años y de años luz en el
tiempo y en el espacio, hacia los orígenes mismos del universo. Y no es menor la claridad con
que lo encontramos en las grandes revoluciones democráticas de la modernidad y en los
vigorosos movimientos emancipadores de nuestra propia era, todos con profundas raíces en la
tradición intelectual y espiritual de Occidente.
Pero al mismo tiempo, si tratamos de percibir una realidad más amplia más allá de la
narración heroica tradicional, no podemos dejar de reconocer la sombra de esta gran
luminosidad. La misma tradición cultural y la misma trayectoria histórica que produjo esos
nobles logros ha sido también causa de inmenso sufrimiento y muerte para muchas otras culturas
y pueblos, para muchas personas en el seno de la propia cultura occidental y para muchas otras
formas de vida sobre la Tierra. Además, Occidente ha desempeñado el papel central en la
producción de una crisis que crece de manera sutil y que parece inexorable: una crisis de
complejidad multidimensional que afecta a todos los aspectos de la vida, del ecológico y
económico al psicológico y espiritual. Decir que nuestra civilización global se está haciendo
disfuncional apenas da a entender la gravedad de la situación. Para muchas formas de vida en la
Tierra, la catástrofe ya ha comenzado, pues nuestro planeta experimenta la mayor extinción de
especies desde la desaparición de los dinosaurios. ¿Cómo podemos dar sentido a esta tremenda
paradoja del carácter y el sentido de Occidente?
Si examinamos los principales debates de la cultura intelectual postradicional de nuestro
tiempo, podemos ver detrás de muchos de ellos dos paradigmas fundamentales, dos grandes
mitos, de naturaleza diametralmente opuesta, en relación con la historia humana y la evolución
de la conciencia humana. Como auténticos mitos, estos paradigmas subyacentes no sólo
representan creencias meramente ilusorias o arbitrarias fantasías colectivas, ingenuas ilusiones
contrarias a los hechos, sino más bien las estructuras arquetípicas de significado que influyen en
nuestra psique cultural y dan forma a nuestras creencias hasta el punto de que constituyen los
verdaderos medios con los que construimos algo como un hecho. De modo invisible constelan
Sartre, Camus. Del racionalismo y el empirismo del siglo XVII al existencialismo y la astrofísica
del siglo XX, la conciencia humana se ha descubierto cada vez más emancipada, aunque también
cada vez más relativizada, desarraigada, interiormente aislada del mundo espiritualmente opaco
que trata de comprender. En el cosmos moderno, el alma no tiene hogar. El estatus del ser
humano en su ubicación cósmica es fundamentalmente problemático: solitario, accidental, efíme-
ro, inexplicable. La orgullosa originalidad y autonomía del «hombre» han costado demasiado
caro. El hombre es una brizna insignificante arrojada en medio de un inmenso cosmos sin
finalidad, un extraño en tierra extraña. La autoconciencia humana no encuentra su fundamento
en el mundo empírico. Lo interior y lo exterior, la psique y el cosmos, son radicalmente
discontinuos, mutuamente incoherentes. Como dice el famoso resumen de la cosmología
moderna de Steven Weinberg, «cuanto más comprensible parece el universo, tanto menos
sentido parece tener». En un cosmos inmenso e indiferente al sentido humano, con un sujeto
humano descentrado y accidental como fuente última de todo significado, un mundo con sentido
nunca puede ser otra cosa que una intrépida proyección humana. De esta manera, la revolución
copernicana establece la matriz esencial para el mundo moderno, con todas sus ramificaciones
desencantadoras. El más celebrado de los logros intelectuales modernos es a la vez el momento
decisivo de la alienación, el gran símbolo del extrañamiento cósmico de la humanidad.
Aquí nos topamos con el núcleo de nuestra crisis contemporánea. Pues este contexto
cosmológico poscopernicano continúa enmarcando el esfuerzo actual por forjar un nuevo
paradigma de la realidad, pese a que ese contexto está completamente en desacuerdo con las
profundas transformaciones que hoy se requieren. Aunque muchas de las ramificaciones
poscopernicanas (cartesianas, kantianas, darwimanas, freudianas) han sido objeto de disputa y de
crítica y, en una u otra medida, replanteadas, el gran punto de partida de toda la trayectoria de la
conciencia moderna permanece intacto. La metaestructura cosmológica que implica todo el resto
está todavía tan sólidamente establecida que es incuestionable. Las ciencias físicas de los últimos
cien años han abierto una amplia ventana a la naturaleza de la realidad al disolver todos los
viejos absolutos, pero la Tierra todavía se mueve, aunque ahora junto con todo lo demás, en una
explosión posmoderna de flujo sin centro. Se ha trascendido a Newton, pero no a Copérnico, que
más bien se ha extendido en todas las dimensiones.
A pesar de los extraordinarios esfuerzos realizados para deconstruir la mentalidad moderna y
marchar hacia una nueva visión, ya sea en ciencia, filosofía o religión, nada ha llegado a
cuestionar la gran revolución copernicana en sí misma, primer principio y fundamento de la
mentalidad moderna. Hoy la mera idea de hacerlo es tan inconcebible como lo era antes de 1500
la idea de que la Tierra se moviera. Esta fundamentalísima revolución moderna, junto con sus
más profundas consecuencias existenciales, sigue predominando y determinando, sutil aunque
globalmente, el carácter de la mentalidad contemporánea. La realidad continuamente implacable
de un cosmos sin propósito coloca una barrera invisible, pero eficaz, a todos los intentos por
reconstruir o atemperar las diversas consecuencias alienantes poscopernicanas, desde el dualismo
sujeto-objeto de Descartes a la evolución ciega de Darwin. Una línea recta de desencantamiento
va de la astronomía y la biología a la filosofía y la religión, como en la conocida sinopsis de la
condición humana que enunció Jacques Monod en el siglo XX: «El antiguo pacto se ha hecho
trizas: el hombre sabe por fin que está solo en la inmensidad insensible del universo, de la que
surgió únicamente por casualidad».
Desde el punto de vista cosmológico, los diversos movimientos que hoy en día aspiran a un
mundo humanamente significativo y con resonancias espirituales han tenido lugar en un vacío
atomista. En ausencia de algún desarrollo verdaderamente novedoso que rebase el marco
existencial definido por la revolución copernicana, estas iniciativas nunca pueden ser más que
audaces ejercicios de interpretación en un medio cósmico que les es ajeno. Ninguna revisión de
la filosofía ni de la psicología, de la ciencia ni de la religión, es suficiente para forjar una nueva
visión del mundo si no se da un giro radical en el nivel cosmológico. Tal como está en este
momento, nuestro contexto cósmico no sustenta la anhelada transformación de nuestra visión del
mundo. No parece posible ninguna auténtica síntesis. Esta enorme contradicción que
invisiblemente rodea al paradigma emergente es lo que le impide alcanzar una visión coherente y
efectiva del mundo.
Como ha reconocido una larga línea de pensadores, de Pascal a Nietzsche, los vastos espacios
cósmicos sin sentido que rodean el mundo humano se oponen silenciosamente a él y subvierten
su significado. En semejante contexto, es fácil considerar toda la imaginación humana, toda
experiencia religiosa y todos los valores morales y espirituales como idiosincrásicas
construcciones humanas. A pesar de los muchos, profundos e indispensables cambios que se han
producido en la mente occidental contemporánea, nuestro contexto cosmológico sigue
sosteniendo y reforzando el doble vínculo básico de la conciencia moderna: nuestras más
profundas aspiraciones espirituales y psicológicas son fundamentalmente incoherentes con la
verdadera naturaleza del cosmos tal como lo revela la mente moderna. «No sólo no estamos en el
centro del cosmos -dice Primo Levi-, sino que somos ajenos al mismo: somos una singularidad.
El universo nos es extraño y nosotros somos extraños en el universo.»
El pathos3 y la paradoja característicos de nuestra situación cosmológica reflejan una profunda
escisión en el seno de la cultura y la sensibilidad modernas. Pues la experiencia moderna de una
separación radical entre lo interior y lo exterior -de una conciencia subjetiva, personal y con
propósito, incoherentemente inserta en el universo objetivo, inconsciente y sin propósito a partir
del cual ella misma ha evolucionado- se expresa en la polaridad y la tensión entre el
Romanticismo y la Ilustración en nuestra historia cultural. De un lado de esta escisión, nuestro
yo interior considera preciosas nuestras intuiciones espirituales, nuestra sensibilidad estética y
moral, nuestra devoción por el amor y la belleza, el poder de la imaginación creadora, nuestra
música y nuestra poesía, nuestras reflexiones metafísicas y experiencias religiosas, nuestros
viajes visionarios, nuestros atisbos de una naturaleza dotada de alma, nuestra íntima convicción
de que en nosotros mismos podemos encontrar la verdad más profunda. En la cultura moderna,
ese impulso interior ha sido transmitido por el Romanticismo, en el sentido más amplio del
término, de Rousseau a Goethe, Wordsworth y Emerson hasta su renacimiento, democratizado y
globalizado, en la contracultura a partir de los años sesenta. En el impulso y en la tradición del
Romanticismo encontró el alma moderna una profunda expresión psicológica y espiritual.
Del otro lado de la escisión, esa alma ha habitado en un universo cuya naturaleza esencial
estaba plenamente determinada y definida por la Revolución Científica y la Ilustración. En
3 Concepto ético referido a todo lo recibido por la persona, biológica y culturalmente. «todo lo que se siente o experimenta: estado del alma, tristeza, pasión, padecimiento, enfermedad».
efecto, el mundo objetivo ha estado regido por la Ilustración; el mundo subjetivo, por el
Romanticismo. Juntos han constituido la visión moderna del mundo y la compleja sensibilidad
moderna. Se puede decir que lo que sostiene al alma moderna es la fidelidad al Romanticismo,
mientras que el pensamiento moderno debe su lealtad más profunda a la Ilustración. Una y otro
viven en nosotros, plena aunque antitéticamente. Por eso, en las profundidades de la sensibilidad
moderna hay una insoportable tensión de opuestos. De aquí el pathos desgarrado que subyace a
la situación moderna. La biografía del alma moderna se ha dado por entero en el interior del
cosmos desencantado de la Ilustración, desde el cual se percibe toda la vida y la lucha del alma
moderna como «meramente subjetiva». Nuestro ser espiritual, nuestra psicología, se ve
contradicha por nuestra cosmología. Nuestro Romanticismo se ve contradicho por nuestra
Ilustración; nuestro interior, por nuestro exterior.
Por detrás de la división Ilustración/Romanticismo en la alta cultura (reflejada en el mundo
académico por las «dos culturas» de la ciencia y las humanidades) asoma la escisión cultural más
profunda y antigua entre ciencia y religión. Tras la Revolución Científica, muchos individuos de
sensibilidad espiritual han encontrado recursos que les han ayudado a abordar la condición
humana en el contexto cosmológico moderno en forma que, en mayor o menor medida, respon-
dían a sus anhelos religiosos y necesidades existenciales. Paradójicamente, parece ser que es
precisamente este contexto, con su supresión absoluta de todos los órdenes heredados de
significado cósmico, el que ha contribuido en nuestro tiempo a hacer posibles una libertad, una
diversidad y una autenticidad de respuestas religiosas sin precedentes. Estas respuestas han
adoptado una multitud de formas: la búsqueda del viaje espiritual individual inspirado en
diversas fuentes, el salto personal a la fe, la vida de servicio ético y compasión humani taria, el
giro hacia el interior (meditación, plegaria, retiro monástico), el compromiso con las grandes
tradiciones místicas y prácticas orientales (hindú, budista, taoísta, sufí) o procedentes de culturas
indígenas y chamánicas (norteamericanas, centroamericanas, sudamericanas, africanas,
australianas, polinesias, europeas antiguas), la recuperación de diversas visiones y prácticas
gnósticas y esotéricas, la búsqueda de la exploración psicodélica y enteogénica, la devoción por
la expresión artística creadora como senda espiritual, o el compromiso renovado con formas
revitalizadas de tradiciones, creencias y prácticas judías y cristianas.
Pero todos estos compromisos se han producido en un cosmos cuyos parámetros básicos han
sido definidos por la epistemología y la ontología decididamente no espirituales de la ciencia
moderna. Debido a la soberanía de la ciencia sobre el aspecto exterior de la cosmovisión
moderna, estos nobles viajes espirituales se realizan en un universo al que, consciente o
inconscientemente, se le atribuye una naturaleza esencial por completo indiferente a esas
búsquedas. Esas múltiples sendas espirituales pueden proporcionar, y de hecho proporcionan,
profundo sentido, consuelo y apoyo, pero no han resuelto la escisión fundamental de la
cosmovisión moderna. No pueden remediar la honda división latente en toda psique moderna. La
naturaleza misma del universo objetivo convierte cualquier fe o ideal espiritual en valerosos
actos de subjetividad, siempre vulnerables a la negación intelectual.
Sólo manteniendo tenazmente entre paréntesis la realidad de esa contradicción y, por tanto,
asumiendo un compromiso con lo que en esencia es una forma de compartimentación y negación
psicológica, puede el yo moderno encontrar algo que se parezca a la totalidad. En esas
circunstancias, una visión del mundo integrada, que es la aspiración natural de toda psique,
resulta inalcanzable. Una conciencia incipiente de esto subyace a la reacción de los
fundamentalistas religiosos ante la modernidad, su rígido rechazo a unirse a la aventura espiritual
patentemente imposible de la era moderna. Pero para la sensibilidad contemporánea más
plenamente receptiva y reflexiva, con sus múltiples compromisos y su atención a la dialéctica
más amplia de las realidades de nuestro tiempo, es imposible ignorar tan fácilmente el conflicto.
El problema de esta condición disociativa no estriba únicamente en la disonancia cognitiva o
en el desasosiego interior. Ni es solamente la «privatización de la espiritualidad», tan
característica de nuestro tiempo. Dado que el contexto cosmológico general en el que tiene lugar
toda actividad humana ha eliminado cualquier fundamento duradero de valores trascendentes -
espirituales, morales o estéticos-, el vacío resultante ha potenciado los valores reductores del
mercado y los medios de comunicación de masas hasta colonizar la imaginación humana
colectiva y quitarle toda profundidad. Si la cosmología está desencantada, el mundo tiende a
verse lógicamente de modo utilitario, y la mentalidad utilitaria comienza a configurar toda
motivación humana a nivel colectivo. Lo que eran medios para fines más amplios se convierten
irremisiblemente en fines en sí mismos. El impulso a obtener cada vez mayores beneficios
económicos, poder político y capacidad tecnológica se convierte en el impulso dominante que
moviliza a los individuos y a las sociedades hasta que estos valores, pese a las reivindicaciones
en sentido contrario, desplazan a todas las demás aspiraciones.
El cosmos desencantado empobrece la psique colectiva globalmente y pervierte su
imaginación espiritual y moral. En semejante contexto, todo puede ser objeto de apropiación.
Nada es inmune. Los majestuosos paisajes naturales, las grandes obras de arte, la música
venerada, el lenguaje elocuente, la belleza del cuerpo humano, países y culturas distantes, los
momentos extraordinarios de la historia, el despertar de una profunda emoción humana, todo se
convierte en instrumento de publicidad para manipular la respuesta del consumidor. Porque en
un cosmos desencantado no hay literalmente nada sagrado. El alma del mundo se ha extinguido.
Por tanto, los antiguos árboles y bosques pueden verse nada más que como madera en potencia;
las montañas, tan sólo como depósitos de minerales; las costas y los desiertos, como reservas de
petróleo; los lagos y los ríos, como herramientas de ingeniería. Los animales se perciben como
mercancías cosechables, las tribus indígenas como molestas reliquias de un pasado definitiva-
mente muerto, las mentes infantiles como blancos de mercadotecnia. En todos los niveles
cosmológicos importantes se ha negado por completo la dimensión espiritual del universo
empírico, y con ella, cualquier fundamento general públicamente sostenible de sabiduría y freno
moral. El plazo breve y la cuenta de resultados manda sobre todas las cosas. Ya sea en política,
en el mundo de los negocios o en el de los medios de comunicación, el mínimo común
denominador gobierna cada vez más el discurso y los valores del todo. Con su obsesión miope
por metas mezquinas e identidades estrechas, los poderosos terminan ciegos ante los
sufrimientos y las crisis más generales de la comunidad global.
En un mundo en el que el sujeto se siente vivir en -y contra- un mundo de objetos, es más
fácil que los otros pueblos y culturas se perciban simplemente como otros objetos, inferiores en
valor a uno mismo, objetos a ignorar o explotar en beneficio de nuestros fines personales; y lo
mismo con respecto a otras formas de vida, biosistemas o el planeta en su conjunto. Además, la
angustia y la desorientación subyacentes que impregnan las sociedades modernas ante un cosmos
sin sentido crean un adormecimiento colectivo y una desesperada hambre espiritual, que
conducen a una insaciable y adictiva búsqueda de más bienes materiales para llenar el vacío
interior y producir un tecnoconsumismo maníaco que canibaliza el planeta. De la desencantada
visión moderna del mundo se desprenden consecuencias terriblemente prácticas.
En cierto sentido, la ambición de emanciparnos como sujetos autónomos mediante la
objetivación del mundo se ha vuelto completamente contra nosotros y nos obsesiona al convertir
también el yo humano en objeto, efímero efecto colateral de un universo azaroso, átomo aislado
en la sociedad de masas, dato de una estadística, presa pasiva de las demandas del mercado,
prisionero de la moderna «jaula de hierro» autoconstruida. De ahí la famosa profecía de Weber:
Nadie sabe quién vivirá en esta jaula en el futuro, o si al final de este tremendo desarrollo
surgirán profetas completamente nuevos o habrá un gran renacimiento de viejas ideas y antiguos ideales,
o ninguna de las dos cosas, sino mecanizada petrificación, adornada con una suerte de engreimiento
convulsivo. Pues de la última fase de este desarrollo cultural se podría decir, sin faltar a la verdad: «Espe-
cialistas sin espíritu, sensualistas sin corazón: esta nulidad se imagina que ha alcanzado un nivel de
civilización jamás conocido hasta entonces».
Definido finalmente por su contexto de desencanto, el yo humano también está
inevitablemente desencantado. En última instancia, al igual que todas las cosas, se convierte en
un mero objeto de fuerzas materiales y causas eficientes: una marioneta sociobiológica, un gen
egoísta, una máquina de transmisión cultural, un artefacto biotecnológico, un instrumento
inconsciente de sus propios instrumentos. Pues la cosmología de una civilización refleja toda
actividad, motivación y autocomprensión humana que tenga lugar dentro de sus parámetros, y a
la vez influye en todo ello. Es el continente de todo lo demás.
En consecuencia, la cosmología se ha convertido en la cuestión inminente de nuestro tiempo.
¿Cuál es el impacto último del desencantamiento cosmológico sobre una civilización? ¿Qué
consecuencias tiene para el yo humano, año tras año, siglo tras siglo, vivir la existencia como un
ser consciente y con propósito en un universo inconsciente y sin propósito? ¿Cuál es el precio de
la creencia colectiva en la absoluta indiferencia cósmica? ¿Cuáles son las consecuencias de este
contexto cosmológico sin precedentes para el experimento humano y, en realidad, para todo el
planeta?
Friedrich Nietzsche reconoció con la máxima intensidad todas las implicaciones del desarrollo
moderno y experimentó en su propio ser la inevitable perplejidad de la sensibilidad moderna: la
del alma romántica a la vez liberada, desplazada y atrapada en el vasto vacío cósmico del
universo científico. Mediante el uso de una simbología hipercopernicana para representar la
vertiginosa aniquilación del mundo metafísico y la muerte de Dios producida por la mente
moderna, y reflejando la combinación peculiarmente trágica de voluntad de auto-determinación y
destino inexorable, Nietzsche captó el pathos de la crisis existencial y espiritual de finales de la
era moderna:
¿Qué hicimos al desatar esta Tierra de su Sol? ¿Hacia dónde va ella ahora? ¿Adónde nos movemos
nosotros? ¿Alejándonos de todos los soles? ¿No estamos cayendo continuamente? ¿Hacia atrás,
hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Existe todavía un arriba y un abajo? ¿No
estamos vagando como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del vacío? ¿No hace ahora
más frío que antes? ¿No cae constantemente la noche, y cada vez más noche?
Si volvemos a observar el diagrama que ilustra la diferencia entre la experiencia primordial
del mundo y la moderna teniendo muy en cuenta el efecto de la situación poscopernicana y
posnietzscheana, vemos el grado extremo de diferenciación y alienación del ser humano en el
cosmos a finales de la era moderna (Figura 4). La fuente de todo sentido y finalidad en el
universo se ha vuelto infinitesimalmente pequeña y extremadamente periférica. La isla solitaria
de sentido humano es ahora tan incoherente, tan accidental, tan efímera, tan fundamentalmente
extraña con respecto a la vasta matriz que lo rodea, como para llegar, en muchos sentidos, a ser
insoportable.
Cosmovisión primordial
Cosmovisión tardomoderna
En el cosmos tardomoderno poscopernicano y posnietzscheano, el yo existe como isla infinitesimal y
periférica de sentido y aspiración espiritual en un vasto universo sin propósito y sin ningún significado al
margen de los creados por el yo humano.
Figura 4
Sin embargo, quizá la propia severidad y el autocontradictorio absurdo de esta situación sea
precisamente lo que sugiere la posibilidad de otro enfoque. Durante mucho tiempo la mente
moderna se enorgulleció de su repetido éxito en la superación de las distorsiones
antropomórficas en su comprensión de la realidad. Constantemente ha tratado de expurgar su
cosmovisión de todo antropocentrismo ingenuo y toda proyección autogratificante. Cada
revolución en el pensamiento moderno a partir de Copérnico, cada gran intuición asociada a un
nombre canónico de la gran procesión -de Bacon y Descartes, Hume y Kant, a Darwin, Marx,
Nietzsche, Weber, Freud, Wittgenstein, Heidegger, Kuhn y todos los posmodernos- produjeron,
cada una a su manera, una nueva revelación esencial de un prejuicio inconsciente que había
cegado hasta entonces la mente humana en su afán de comprender el mundo. La consecuencia
clave de este desarrollo epistemológico moderno y posmoderno, no sólo prolongado, sino
también de incomparable complejidad, ha sido obligarnos, de un modo cada vez más perentorio,
a reconocer que nuestros supuestos y principios más fundamentales (que durante largo tiempo
parecieron tan evidentes que escapaban a nuestra conciencia) conforman imperceptiblemente
este mundo que consideramos indiscutiblemente objetivo. Así lo reconoció Paúl Feyerabend,
filósofo de la ciencia posterior a Kuhn:
Un cambio en los principios universales produce un cambio del mundo en su totalidad. Al hablar
de este modo ya no suponemos un mundo objetivo al que nuestras actividades epistémicas no
afectan para nada, salvo cuando penetran los confines de un punto de vista particular. Concedemos
que nuestras actividades epistémicas pueden ejercer una influencia decisiva incluso sobre lo más
sólido del amueblamiento cosmológico, que pueden, por ejemplo, hacer desaparecer los dioses y
sustituirlos por agregados de átomos en el espacio vacío.
Llevemos, pues, nuestra estrategia de reflexión crítica sobre nosotros mismos un paso más
adelante, decisivo y tal vez inevitable. Apliquémosla al supuesto fundamental y punto de partida
de la visión moderna del mundo -un supuesto muy arraigado que sigue influyendo sutilmente
sobre el giro posmoderno-, según el cual ningún significado ni finalidad que la mente humana
perciba en el universo existe en éste de manera intrínseca, sino que es construido y proyectado en
él por la mente humana. ¿No podría ser éste el engaño final, el más globalmente antropocéntrico
de todos? Pues el hecho de suponer que, en última instancia, la fuente exclusiva de todo sentido y
finalidad en el universo se centra en la mente humana, que es por tanto absolutamente única y
especial y, en este sentido, superior al cosmos entero, ¿no es acaso un acto extraordinario de
hybris humana, literalmente, una hybris de dimensiones cósmicas? ¿No lo es suponer que el
universo carece por completo de lo que nosotros, los seres humanos, descendientes y expresión
de ese universo, poseemos de modo tan preeminente? ¿No lo es suponer que, de alguna manera,
la parte difiere radicalmente del todo y lo trasciende? ¿No lo es fundar toda nuestra visión del
mundo en el principio de que toda vez que los seres humanos perciben una organización
cualquiera de significado psicológico o espiritual en el mundo no humano, un signo cualquiera
de interioridad y mente, una sugerencia cualquiera de orden coherente con finalidad y de sentido
inteligible, éstos deben entenderse únicamente como construcciones y proyecciones humanas,
arraigados en última instancia en la mente humana y nunca en el mundo?
Tal vez este completo vaciamiento del cosmos, este absoluto privilegio otorgado a lo humano,
sea el último acto de proyección antropocéntrica, la forma más sutil, pero prodigiosa, de
autoexaltación humana. Tal vez la mente moderna ha estado proyectando a escala cósmica la
ausencia de alma y de mente, filtrando y evocando sistemáticamente todos los datos de acuerdo
con sus supuestos de autoexaltación, en el mismo momento en que creíamos estar «limpiando»
nuestra mente de «distorsiones». ¿Hemos estado viviendo en una burbuja de aislamiento cósmico
que nosotros mismos hemos producido? Tal vez el mero intento de desantropomorfizar la
realidad de una manera tan simple y absoluta sea él mismo un acto de supremo
antropocentrismo.
Es imposible refutar con éxito esta crítica del antropocentrismo oculto que impregna la visión
moderna del mundo. Sólo las anteojeras de nuestro paradigma, como ocurre invariablemente, nos
han impedido reconocer la profunda inverosimilitud de su supuesto subyacente más básico. Pues
cuando hoy contemplamos la inmensidad del cielo estrellado que rodea nuestro preciado planeta,
y cuando observamos la larga y variadísima historia del pensamiento humano en todo el mundo,
¿no debemos pensar que, en la extraña originalidad de nuestro afán por restringir a nosotros
mismos todo sentido e inteligencia con finalidad, y en la negación de uno y otra al gran cosmos
en cuyo seno hemos emergido, estamos malinterpretándonos radicalmente nosotros mismos y
percibiendo erróneamente el cosmos? Tal vez la mayor revolución copernicana aún esté en cierto
sentido incompleta, en desarrollo. Tal vez sea hoy por fin posible reconocer una forma de
prejuicio antropocéntrico largo tiempo oculta y cada vez más destructiva en sus consecuencias, y
de esta manera abrir la posibilidad de una relación más rica, más compleja, más auténtica entre el
ser humano y el cosmos.
*
Por mucho tiempo la mente moderna ha dado por supuesto que hay pocas cosas más
categóricamente distantes entre sí que el “cosmos” y la “psique”. ¿Qué puede ser más exterior
que el cosmos? ¿Qué puede ser más interior que la psique? Pero hoy estamos obligados a
reconocer que tal vez psique y cosmos son las categorías cuyo entrelazamiento es más
prometedor, las más profundamente interdependientes. Nuestra comprensión del universo afecta
a todos los aspectos de nuestra vida interior, desde las más elevadas convicciones espirituales
hasta los detalles más pequeños de nuestra experiencia cotidiana. A la inversa, las profundas
disposiciones y el carácter de nuestra vida interior impregnan y configuran por completo nuestra
comprensión del cosmos entero. La relación psique y cosmos es un matrimonio misterioso que se
sigue desplegando, una interpenetración y al mismo tiempo una fértil tensión de opuestos.
Parece que tenemos una elección. Hay muchos mundos posibles, muchos significados posibles
que viven en nosotros en potencia, que se mueven a través de nosotros, a la espera de ser
realizados. No somos meros sujetos solitarios y aislados en un universo sin sentido de objetos a
los que podemos y debemos imponer nuestra voluntad egocéntrica. “Tampoco somos pizarras en
blanco o recipientes vacíos condenados a representar pasivamente los procesos inexorables del
universo (o de Dios) o de nuestro medio ambiente, nuestros genes, raza, clase o género, nuestra
comunidad sociolingüística, nuestro inconsciente, o la fase de evolución en que nos
encontramos. Somos más bien participantes autoreflexivos y autónomos insertos en un drama
cósmico en el que cada uno es nexo creativo de acción e imaginación. Cada uno es un
microcosmos responsable del macrocosmos creativo, un despliegue de realidad complejamente
coevolutiva. En una medida decisiva, la naturaleza del universo depende de nosotros.
Sin embargo, no es menos cierto que nuestra naturaleza propia y maravillosamente compleja
depende del universo y en él está integrada. ¿No debemos considerar que la interpenetración de
la naturaleza humana es fundamental, radical? Me parece muy improbable que todo lo que
identificamos en nosotros como específicamente humano -la imaginación, la espiritualidad, todo
el espectro de emociones humanas, la aspiración moral, la inteligencia estética, el discernimiento
y la creación de significado narrativo y coherencia significativa, la búsqueda de belleza, la
verdad y el bien- apareciera súbitamente ex nihilo en el ser humano como una singularidad
ontológica accidental y más o menos absurda en el cosmos. ¿No es este supuesto, que de una u
otra forma sigue impregnando implícitamente la mayor parte del pensamiento moderno y
posmoderno, tan solo el residuo no examinado del ego monoteísta cartesiano? ¿No es mucho
más plausible que la naturaleza humana, en todas sus creativas profundidades y cumbres
multidimensionales, surja de la verdadera esencia del cosmos, y que el espíritu humano sea el
espíritu mismo del cosmos, tal como se modifica a través de nosotros y tal como lo
representamos? ¿No es más probable que la inteligencia humana, en toda su brillantez creativa,
sea en última instancia la inteligencia del cosmos, que expresa su brillantez creativa? ¿Y que la
imaginación humana se base en última instancia en la imaginación cósmica? ¿Y por último, que
este espíritu, inteligencia e imaginación más amplios vivan en nosotros y actúen a través del ser
humano reflexivo, que haría las veces de recipiente único y encarnación del cosmos: creativo,
impredecible, falible, autotrascendente, integrante del todo y a la vez incluso esencial al todo?
Interrogantes y problemas como éstos nos impelen a dirigir con renovada mirada la atención
tanto hacia fuera como hacia dentro. No solamente hacia dentro, como es habitual que hagamos
cuando buscamos sentido, sino también hacia fuera, como raramente ocurre porque hace mucho
que consideramos nuestro cosmos vacío de significado espiritual e incapaz de responder a esa
búsqueda. Sin embargo, nuestra mirada hacia fuera debe ser distinta de lo que era. Tiene que ser
trasmutada por una nueva conciencia de nuestro interior. Los interrogantes y los problemas con
que nos hemos encontrado aquí nos obligan a explorar más profundamente la naturaleza del yo
que trata de comprender el mundo. Nos urgen a distinguir más claramente aún cómo nuestra
subjetividad, ese periférico islote de sentido en la vastedad cósmica, participa sutilmente en la
configuración y constelación del universo que percibimos y conocemos. Nos impulsan a
examinar ese lugar misterioso en que sujeto y objeto se entrecruzan de modo tan intrincado y
preñado de consecuencias: el decisivo punto de encuentro de la cosmología, la epistemología, la
psicología, la filosofía y lo trascendente.
Extractos de:
Richard Tarnas, Cosmos y Psique: Indicios para una nueva visión del mundo.