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REFLEXIÓN SOBRE LA ÉPOCA MODERNA: ¿ETERNO RETORNO MÍTICO? Ruth Aguilar La incurable tensión,…, entre “mythos” y “logos” …expresa muy adecuadamente el profundísimo …desgarramiento interior de la cultura occidental… Ll. Duch. Relación mito-logos La reflexión sobre el mito ha sido una constante desde el surgimiento de la cultura occidental. Los presocráticos griegos, en gran medida, inician la tradición de pensamiento que aborda las cuestiones fundamentales de la existencia humana y parten de la crítica al mito. Desde ese momento y a lo largo de la configuración de Europa como cultura, una buena parte de la producción intelectual se ha centrado en la interpretación del mito. Ya desde los griegos se tenía la expectativa de reducir el mito al logos, labor incansable para los occidentales. Aunque, sorprendentemente, también ha ocurrido un proceso de mitificación de lo considerado racional en una etapa inmediatamente anterior (Duch, 1998: 46). Para poseer una perspectiva más precisa acerca del mito es esencial realizar una caracterización del mismo, sustentada en estudios previos que le han conferido profundidad 1
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RETORNO MÍTICO

Apr 11, 2023

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Leonel Toledo M
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Page 1: RETORNO MÍTICO

REFLEXIÓN SOBRE LA ÉPOCA MODERNA: ¿ETERNO RETORNO MÍTICO?

Ruth Aguilar

La incurable tensión,…, entre “mythos” y “logos” …expresa muy adecuadamente el profundísimo

…desgarramiento interior de la cultura occidental…Ll. Duch.

Relación mito-logos

La reflexión sobre el mito ha sido una constante desde el

surgimiento de la cultura occidental. Los presocráticos

griegos, en gran medida, inician la tradición de pensamiento

que aborda las cuestiones fundamentales de la existencia

humana y parten de la crítica al mito.

Desde ese momento y a lo largo de la configuración de Europa

como cultura, una buena parte de la producción intelectual se

ha centrado en la interpretación del mito. Ya desde los

griegos se tenía la expectativa de reducir el mito al logos,

labor incansable para los occidentales. Aunque,

sorprendentemente, también ha ocurrido un proceso de

mitificación de lo considerado racional en una etapa

inmediatamente anterior (Duch, 1998: 46).

Para poseer una perspectiva más precisa acerca del mito es

esencial realizar una caracterización del mismo, sustentada

en estudios previos que le han conferido profundidad

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analítica. López Saco (2004) realiza una revisión que

considero fundamental acerca de la conceptualización del

mismo, partiendo de una distinción histórica sobre su uso en

el pasado y el papel que desempeña en el presente. Con lo que

logra establecer una definición contemporánea desde donde

parte esta reflexión. La cual consiste en asumirlo como

…forma general, impersonal y colectiva de experimentar lasrealidades

humanas y las estructuras vitales del pensamiento del hombre

(López

Saco, 2004: 78).

Una de las primeras consideraciones a tomar en cuenta, desde

dicha definición, es lo imprescindible de la figura mítica

en la actividad humana, más allá de las pretensiones de su

superación, documentada desde los griegos, como ya se ha

mencionado. Desde ese ángulo, López Saco nos plantea el

proceso de transformación del mito de ser un elemento

cognitivo a un transmisor cultural actual; cuya verdad se

soporta en la validez para la auto-comprensión humana en el

territorio de lo simbólico y, en consecuencia, dentro del

ámbito de la subjetividad (2004: 79-82). En esos términos es

que para este autor el mito deviene un mediador, a través de

su objetivación lingüística, en tanto proceso cotidiano de

hominización. Así, se constituye en cosmovisión, en una

filosofía vital (2004: 83-86).

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El elemento sustancial al que remite el mito es la

imaginación, aspecto que vino siendo negado desde la

configuración hegemónica del pensamiento científico

occidental apoyado en el empirismo analítico. No obstante, el

curso de nuestra historia nos ha mostrado que ello ha dado

lugar a un falso dualismo entre ambas concepciones, ya que el

aspecto constituyente de nuestro ser humanos se encuentra en

esa síntesis entre sujeto y objeto-mundo, tal como lo

sostiene Fernández Pichel (2010). Éste escritor señala que,

basándose en Gilbert Durand (1960) y Mircea Eliade (1983), es

posible definir el papel esencial que posee el mito como

portador de la imagen y el símbolo, en ese sentido recupera

lo planteado por C. Jung (2004) y se apoya en la afirmación

de C. Castoriadis (1999) que denomina homo symbolicus a la

defensa de la contribución fundamental de la imaginación en

el devenir humano, especialmente por el aporte de la

representación.

A lo anterior habría que agregar la perspectiva antropológica

donde destacan B. Malinowski (1994) y C. Lévi-Strauss (1995),

quienes defienden la función socializante y simbólica del

mito. Lo cual puede complementarse con la caracterización de

la mitificación espacial tal como lo analiza J. M. Català

Domènech (2000), quien la concibe como una duplicidad de lo real,

lo que agrega una connotación orientadora ante la experiencia

que se nos presenta desenfocada (Català Domènech, 2000: 58-

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60). En el campo sociológico es E. Morin (2001), quien

destaca la función eufemizante de la imaginación en una

estrategia defensiva ante los embates de la temporalidad, el

otro componente orientador en la categorización moderna, que

nos remite a nuestra finitud humana. Con lo que se

complementa lo afirmado por López Saco acerca del tránsito al

uso contemporáneo del mito.

En ese tenor se ha estudiado una dimensión de la temporalidad

centrada en su concepción actual, lo que constituye uno de

los pilares del pensamiento moderno: la idea de progreso. A

dicho propósito resulta revelador el argumento desarrollado

por G. Zaid (s/f) donde documenta cómo tiene su origen en el

texto bíblico cristiano y obedece a las necesidades de la

transformación material, productiva, propia del capitalismo

moderno; por lo que surge enfatizando su carácter gradual. En

buena medida, debido a su punto de partida, la noción de

progreso se vuelve fácilmente mítica, en virtud de la

elaboración de la que fue objeto desde el siglo XVIII, por el

pensamiento ilustrado y el vínculo estructural que establece

en el conjunto del pensamiento moderno. Así pasa de ser

concebida en el cristianismo como escala del

perfeccionamiento espiritual a definición de cambio para

mejorar, lo cual, históricamente, resulta en nuestro presente

bastante cuestionable (Zaid, s/f: 476-475).

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La necesidad del mito responde al estado de cosas producto de

su creación, que se le presentan al ser humano como un

ofuscamiento provocado por la imparable marcha de su vida, a

lo que enfrenta con la búsqueda de configurarse cada vez

remitiéndose a los orígenes. Es un acto de adaptación al

entorno, integrando los aspectos más discordantes de la

realidad personal y colectiva; en donde posee un peso

decisivo la comprensión de la existencia humana centrada y

configurada por la historia.

Desde el marco de interpretación de occidente, el hombre

posee una fuerte inclinación a las invenciones del espíritu

en tanto formas innovadoras de reclasificación de datos ya

conocidos, cuya funcionalidad quedó obsoleta. Con ello se

constituye una prueba de la continuidad del mundo. De esta

manera se configura una conciencia simbólica humana que se

caracteriza por la búsqueda de sentido mediante la creación

religiosa, artística, filosófica, amorosa y, sobre todo, a

partir de la esperanza.

Así, el mito es un elemento con el cual se busca conciliar

los aspectos contrarios que se presentan en la vida, a la

manera de una teodicea. Por lo que con el atributo de lo

mítico el ser humano busca arribar a un estado de

reconciliación, liberación y tranquilidad mediante el cual

actualice su nostalgia del origen. Ello trae como

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consecuencia que parezca como si cada cierto tiempo la

humanidad enfrenta regresiones, retrocesos a formas superadas

de pensamiento y acción.

En el caso que nos ocupa, la época moderna, frente a la

sensación de crisis de la cultura occidental se presenta un

acto de renovación mítica salvaje que sorprende y le es

incómodo a un periodo caracterizado por el dominio del

mercado, la tecno economía y, en especial, la híper-

racionalización de las relaciones humanas. Dado que como

señala Picht la verdadera superstición de la modernidad

consiste en creer que, finalmente, nos hemos liberado del

mito (Duch, 1998: 37).

De ahí que desde el discurso científico, ese acomodo de lo

mítico, resulte fuertemente incongruente. Lo que se traduce

en cierta perplejidad, apenas insinuada, cierto sentimiento

de carencia, un interrogante decisivo y plenamente

existencial, que tiene muy poca relación con la materialidad

gramatical del discurso lógico (Duch, 1998).

Para poder dar cuenta del señalamiento de Ducht habría que

considerar la problemática de la otredad y su abordaje hoy,

bastante discutido (T. Todorov (1991), E. Lèvinas (1993), J.

Habermas (1999), M. Aguiluz (2009), O. Sabido (2012), entre

otros). Respecto a ello es pertinente señalar que se vincula

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con la denominada crisis de las identidades; la que puede asociarse,

como lo hace F. Oliván (2003), a la pérdida de los límites;

de acuerdo con el argumento de este último al perder de vista

la noción de frontera, en buena medida alimentada por los

mitos. En la modernidad no sabemos quién es el otro, y al

actuar de esa forma dejamos de percibirnos como nosotros, con

lo que nuestra identidad se limita a nuestra condición de

mortales.

Desde ese ángulo el mito es la integración explicativa de la

extrañeza y perplejidad que produce la vida misma. Es

importante destacarlo frente a la reducción que representa el

racionalismo occidental que, en el fondo, es el

aniquilamiento de la dimensión humana del hombre. Desde esa

aspiración el mito intenta establecer un tipo de inmediatez en

la relación clave y fundante de la modernidad occidental: la

de sujeto-objeto. Con ello siempre realiza una empresa de

fundamentación y legitimación, aspira a un tipo de

justificación de las relaciones y de las instituciones que

regulan la vida humana en un determinado tiempo y espacio.

A propósito de lo anterior es pertinente asumir la

caracterización de dicho proceso que realiza Ángel Enrique

Carretero Pasín (2006), citando a Hans Blumenberg (2003:11),

recupera el término de absolutismo de la realidad, el cual

significa la necesidad de dominar la angustia vital, suscitada

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por esa realidad avasalladora, desasosegante que produce gran

inseguridad (2006:108). Lo cual coincide con lo señalado

previamente en este planteamiento. En ese sentido el mito se

asume como una imagen primordial construida para atenuar ese

miedo humano. Desde esa percepción adquiere una connotación

de orden religioso, propiamente espiritual, que logra

establecer cierto rango de seguridad en un ámbito subjetivo

como lo es la imaginación.

Ello ha generado reflexiones tendientes a racionalizar,

objetivar, dicho suceso como es el caso del trabajo de C.

Castoriadis (1994), el cual afirma que el mito ofrece un

grado de regularidad vía el otorgamiento de un sentido del

mundo (Carretero cita a Castoriadis, 2006). Desde ese ángulo

ofrece la posibilidad de crear y re-crear un universo de

significación que permita sortear el absolutismo de la realidad. Esta

mención sobre un miedo humano primigenio remite a una lectura

moderna de corte psicoanalítico en un sentido social. Lo que

impulsa a tomar en cuenta las implicaciones de dicha postura

y eso es lo que se pretende plantear en este trabajo.

Mediante ese enfoque se nos exterioriza, tal como lo sostiene

Carretero (2006), el mito como una lógica sentimental, afectiva y

emotiva. Aunque aquí considero que debe tomarse con reserva

dado que dicha explicación contiene un intento de re-conducir

el fenómeno al territorio de la objetivación analítica, quizá

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por emplear las nociones procedentes de nuestra formación

científica. El propio autor trata de mostrar la distinción

cuando acuña el término de componente antropológico a lógico, donde

es posible establecer que la dimensión sentimental es el

sustrato de la experiencia mítica (ibíd.)

Congruente con esa interpretación Carretero (2006), cita a E.

Cassirer (1997), que establece el término de lógica simpatética

para caracterizar esa otra forma que nos constituye y que le

lleva a considerar el mito como un “sentimiento general de la

vida” (Cassirer, 1997: 126). Razón por la cual C. Lévi-

Strauss (1968), indicó que el mito se vuelve, al no poder

subsumirlo al marco conceptual racional, un desafío

permanente a la razón (186-210).

En ese tenor podemos citar a Rene Girard (1998), quién afirma

que el mito busca la instauración de un orden protector del

acontecer del mundo (97-126). Se trasluce de esta manera un

deseo por colmar la duda y la indecisión a través de una

justificación racional, la pretensión, en última instancia,

de poner orden en el desorden. De alguna forma, siguiendo a

Georges Gusdorf, se puede establecer que “Si la mitología es

una primera metafísica, la metafísica debe ser comprendida

como una mitología segunda” (1979: 339).

En una lectura antropológica se considera que lo imaginario, el

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mito, surge del despliegue cultural de una imaginación humana

que anhela trascender la facticidad de lo real (Carretero, 2006:

110); se busca, finalmente, construir formas simbólico-

culturales que doten de significado al mundo. En esta

interpretación se concibe que la relación entre la humanidad

y el mundo esté mediada por dichas simbolizaciones. Así, la

impronta mítica parece comprender toda construcción cultural

humana.

En buena medida ello explica la condición fabuladora de la

humanidad, donde converge su condición creativa con la

capacidad de imaginación. Eso se conforma en un universo

ficcional, el cual, en nuestra modernidad, por su configuración

histórica, ha sido subestimado, e incluso negado, dejando de

lado el componente eufemístico que le otorga la facultad

creadora. Desde esa perspectiva es que se delinea una

determinada percepción temporal que sitúa en el pasado una

memoria mítica y al futuro le adscribe la utopía, con lo que

el presente se circunscribe al terreno de la fabulación

(Bergson, 1996; Bachelard, 1997; Durand, 1971). Con ello, las

mitologías implican una abolición de la temporalidad profana,

una instauración de un universo temporal diferente en donde

el hombre trata de contrarrestar el terror de la historia (Mircea

Eliade, 2000b: 135-156).

Se puede asumir que a través del mito este ser humano busca,

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consciente de su finitud, un espacio para alcanzar su

trascendentalidad (George Simmel, 2000; Roger Caillois, 1938;

Clément Rosset, 1993). En la medida que cumple con su

propósito, no sólo dota de significado a lo real, se vuelve

real (Morin, 1998). Ese paso denota la fuerza de la

dimensión mítico-cultural; ya que con el trastocamiento de lo

imaginario en real, parece perder sentido el límite entre

esos dos aspectos que, supuestamente, distinguen el ámbito

cognitivo humano.

Por lo que la complementariedad de logos y mythos es

importante para el mantenimiento del irrenunciable derecho a

la diferencia, incluyente del auténtico diálogo entendido como

discurso de correspondencia y complementariedad, un saber

discernir que involucra una irrupción de la sabiduría

empleando el discurso mítico.

La modernidad ante el mito

Es particularmente destacable el hecho de que la modernidad

surge como un movimiento intelectual frente al acto mítico,

el encantamiento del mundo, existente en Europa hasta la Edad

Media. Una reflexión sobre los procesos que dieron lugar a

su conformación como época obliga a tener en consideración

una serie de aspectos que incluyen al propio mito y su

asunción discursiva.

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La relación del mito con el logos y los procesos de

legitimación que la acompañan permiten encontrarnos con el

resultado de la desintegración de la síntesis newtoniana, la

cual ha minado la fe en una realidad objetiva susceptible de ser

descubierta por medio de una desinteresada búsqueda de la verdad

(Torrance, 2006: 325).

El sentido de la búsqueda espiritual

Habría que tener presente que un aspecto esencial es la

búsqueda espiritual en cuanto continua interrelación entre el

individuo y una realidad más amplia en la que él trasciende

su existencia personal; la que no es menos característica de

la experiencia visionaria tribal que de la indagación

científica o de cualquier empeño creativo (Torrance, 2006:

330-331).

La realidad de la búsqueda se sitúa en un ámbito de

conocimiento objetivo continuamente en ampliación, pero

intrínsecamente provisional y siempre dirigido al futuro como

horizonte humano; con lo que postula y afirma toda búsqueda

por superar las limitaciones del yo, la necesidad de

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trascendencia visionaria de lo dado que la búsqueda encarna,

y en lo que reside su verdad. La realidad objetiva de la

trascendencia a la que aspira la búsqueda es un producto de

la conciencia humana en su mayor extensión, el lenguaje, pues

es a través de él como surge la modalidad de lo potencial y

se origina la dimensión trascendente del futuro (Torrance,

2006: 333).

Hay que tener en consideración que esa perspectiva futurista

involucra un ciclo que comprende tres fases que parten del

desequilibrio como comienzo; para arribar a una fase

intermedia, caracterizada por un estado transicional de la

búsqueda indeterminada; y, finalmente, arribar a la

resolución en un nuevo equilibrio. El reconocer un límite

potencial es pensar en herramientas para una posible

trascendencia, que permita salir del callejón sin salida de

lo dado, aportando siempre un paso adelante en busca de lo

desconocido transformativo y siempre futuro (Torrance, 2006:

341)

Al mismo tiempo se presenta como origen de la modernidad el

Romanticismo entendido como descubrimiento del mundo

histórico. Con lo cual la perspectiva del discurso científico

que asigna carácter de mito a todo lo que no se puede

verificar mediante experiencia metódica, se enfrenta a una

construcción que subsume el desencantamiento del mundo del

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que habla M. Weber a una Ley del desarrollo de la historia

que conduce necesariamente del mito al logos; esto es la imagen

racional del mundo. A lo que el romanticismo responde que esa

visión histórica es cuestionable, dado que representa una

visión lineal y progresiva, cuando en realidad se trata de un

hecho histórico situado; por ende, no es irreversible.

Ante esa interpretación de la realidad por parte de la

modernidad, vía el discurso científico, el romanticismo

diagnostica una enfermedad del presente consistente en

destruir el horizonte cerrado por un exceso de historia:

haber acostumbrado al pensamiento a tablas de valor siempre

cambiantes. Con lo que se olvida la antigua experiencia de la

crítica del mito griega, con Platón especialmente, donde la

vieja verdad y la nueva comprensión se incorporan. El aporte

del cristianismo fue hacer una crítica del mito en el

pensamiento moderno que llevó a considerar la imagen mítica

del mundo como concepto contrario a la imagen científica del

mundo, las hizo excluyentes y opuestas.

De esta manera la racionalidad del aparato civilizador

moderno es, en su núcleo central, una sinrazón racional, una

especie de sublevación de los medios contra los fines. Dado

que la razón que relega al mito al ámbito no vinculante de la

imaginación lúdica se ve expulsada demasiado pronto de su

posición de mando. Tenemos ante sí la dependencia efectiva

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de la razón del poder económico, social y estatal. Con lo que

la razón sólo es en cuanto que es real o histórica. De tal

forma que el romanticismo al criticar las ilusiones de la

razón ilustrada adquiere positivamente un nuevo derecho:

unido al impulso ilustrado hay también un movimiento

contrario de la vida que tiene fe en sí misma, un movimiento

de protección y conservación del encanto mítico en la misma

conciencia; hay el reconocimiento de su verdad, más allá de

la ciencia, en donde se representan los grandes poderes

espirituales y morales de la vida. Es la dimensión

espiritual.

El romanticismo, con su crítica al racionalismo Ilustrado,

recupera el sentido espiritual de los mitos, gracias a lo

cual surge el modo de pensar historiográfico, genealógico,

que permite al punto de vista empírico de la ciencia

fusionarse con el pensamiento histórico gradualmente. Con lo

que se pretendió la mitologización, es decir, hacer una

ciencia del mito llevada al terreno de la psicología. Cuya

indagación se basa en un hecho de la conciencia, que

contempla a la imaginación como creadora de mitos; tomando

como objeto de estudio el lenguaje y los aspectos del culto.

En esa dimensión se pretendió subsumir al mito mediante el

logos. Aunque el punto central es el hecho incontestable de

que la capacidad soñadora del alma humana sigue siendo su

poder más fuerte. Así que no se trata de quién se impone a

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quién, sino de cómo funcionan de manera complementaria

Son respuestas consumadas en las cuales la existencia humana

se comprende a sí misma sin cesar. Lo racional de tales

experiencias es justamente que en ellas se logra una

comprensión de sí mismo; y se pregunta si la razón no es

mucho más racional cuando logra esta auto-comprensión en algo

que excede a la misma razón (Gadamer, 1997: 14-22).

La mitificación de la racionalidad: búsqueda de sentido

Con este proceso se obliga a tener en consideración una

reacción en sentido opuesto mencionada por M. de Diéguez

(1991), señalando al estilo socrático que no sólo nada se

sabe, sino que nada podrá saberse nunca porque nuestros

saberes no pertenecen a la realidad; es decir, a la

naturaleza y la materia, sino al mundo interior que forjamos

en nuestro intercambio con la muda realidad.

El punto de partida de la crítica de Diéguez sigue los pasos

del romanticismo cuando apunta que es un mito racionalista

afirmar que la realidad, entendida como materia y naturaleza,

responde a una determinada concepción lógico-matemática.

Profundizar en esta identificación conlleva el descubrimiento

de los mecanismos inconscientes que subyacen a la creencia de

que el mundo tiene un lenguaje matemático oculto. A lo que se

responde que no existe tal lenguaje sino que el ser humano ha

proyectado sobre el mundo su lenguaje más exquisito, su

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lenguaje de belleza, bondad y orden con tal de evitar el

miedo irreprimible al caos y a la nada.

Esto conduce a Diéguez a indicar que la pretensión de

universalidad de la modernidad occidental es una muestra de

las pretensiones de poder que dan consistencia a la realidad

individual y social humana, dado que nos vemos necesitados

del orden del mundo material para tranquilizar nuestra

existencia, sino sobre todo del orden social para asegurar la

convivencia. Así la pretensión de las teorías epistemológicas

de justificar el conocimiento universal y necesario remite a

la necesidad psicológica que la sociedad tiene de justificar

la obligatoriedad del poder.

Con ello establece como tarea fundante de su labor indagar

sobre la certeza de la racionalidad occidental, a saber, la que

nos asegura que el mundo posee una legalidad inherente y que

nuestra labor, como seres racionales, consiste en determinarla.

La creencia fundamental de la racionalidad es que tanto la

materia como nosotros poseemos inteligibilidad. De esta

manera el mito es que la materia puede volverse inteligible; a

lo que le sigue una cadena de razonamiento que va del ideal

de causalidad, vuelto, determinismo traducido en legalización

científica. La que contiene como trasfondo una idealidad

suprema: la lógica, es decir, el principio de identidad; todo

se remite, en última instancia, al logos racional. Donde el

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referente central es lo racional, la razón ciega e interna al

mito será la palabra. En ese momento el pensamiento descubre

que él mismo no es razón, por lo que decide autodenominarse

inteligencia.

La respuesta es una conformación de dicha conciencia como una

imagen objetiva, la cual es unificada por el sistema

simbólico, estructurado lingüísticamente, hoy

comunicativamente, que lleva del conocimiento al re-

conocimiento. Al refractarse como icono, la conciencia toma

el carácter de ser el único lugar donde la realidad puede

proyectarse en forma no estandarizada ni codificada por el

sistema simbólico. Es decir, para salir de la transfiguración

del cuerpo en objeto, su cosificación, es necesario que se

mitifique.

Por tanto, adquiere viabilidad el marco del lenguaje, como

sistema simbólico que da sentido a una presentación que se

vuelve re-presentación, para sortear el vacío, el vaciamiento

de sentido cotidiano del individuo-sujeto-objeto simultáneo.

La inteligencia ve sólo signos, observa el acto significante del

ser humano que ha construido el mito racional de occidente y

cuyo mito, a su vez, es el signo hablante; observa el acto de

fabricarse significantes, y especialmente el acto de elaborar

lo racional. De esta manera la inteligencia se acuerda del vacío

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que la habita y que ella habita, por lo que el mito racional

de occidente busca, él también, el sentido. Por este motivo

transformamos nuestras abstracciones en entes de razón,

gracias a ese mecanismo los universales, las abstracciones ya

mencionadas, a los que denominamos orden, ley, justicia remiten a su

vez a las motivaciones profundas que están en la base de la

que llamamos certeza y verdad, con lo cual nos convertimos en

constructores de una razón totémica, máscara de nuestra

política.

La razón da valor moral a la certeza basada en la generalidad

nombrándola regla, con lo que constituye un acercamiento a la

ley, lo que presupone orden. En un juego de palabras que

otorgan a la regla la responsabilidad de ser garante de la

buena conducta del universo, con lo que adquiere valor

legitimador. En tanto que el orden es el templo de la razón

cosmo-política.

A ello se añade una característica muy europea de la

racionalidad que plantea acertadamente Lévy-Bruhl cuando

indica que siempre consideramos a nuestra ignorancia

provisional, que hay causas ocultas ¡y las hallaremos! tarde o

temprano! Nos domina la idea de que la naturaleza está

intelectualizada de antemano, es orden y razón; de tal manera que

nuestra cotidianidad implica una tranquila y perfecta

confianza en la universalidad de las leyes naturales

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(Diéguez, 1991). Por tanto, el sabio del siglo XIX estaba

convencido de que había descubierto el sentido real, por ende

racional, del mundo. Así el pensamiento científico se armaba

de un saber teórico inconscientemente dogmático, sus progresos

en el orden de la verificación fortalecían, fortalecen, sin

cesar sus errores teóricos y filosóficos. Con lo que nos

encontramos que a lo largo del siglo XX se construyó el orden

social apoyado en el orden racional; es decir, en el ámbito

inteligible del cosmos, gracias al aporte esencial de la

lógica.

El relato de la modernidad

Para poder concretar su proceso como reivindicación de sí

misma, el acudir al lenguaje es un recurso consustancial a su

propia existencia en tanto época moderna. Por ello es

interesante tener en consideración un elemento básico desde

esa perspectiva como es el caso de quienes han asumido la

tarea de teorizar acerca de la modernidad realizando una

proyección de su propia estructura retórica. En última

instancia dicha teoría no es mucho más que un significante

que se indica a sí mismo y cuya forma es su contenido.

El aspecto central deviene, pues, una narrativa donde la re-

escritura y la generación del efecto de asombro y convicción

apropiado para el registro de un cambio de paradigma. Esa re-

escritura es postulada como la huella y la abstracción de un

conocimiento y un trauma históricos reales, susceptibles de

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considerarse equivalentes a la misma acompañada de una

sobrecarga de lo social en su forma más concreta, tal como es

el caso localizado del tránsito del feudalismo al

capitalismo.

Desde ese ángulo es inevitable considerar a la modernidad

como una categoría narrativa. Con ello resulta fructífero

acudir a un momento esencial de la misma cuando R. Descartes

postula una suspensión, al estilo fenomenológico de la epoché,

en torno al surgimiento del cogito, que lo exhibe como una

construcción. Sí se lo considera desde la reinterpretación de

M. Heidegger el cogito asume el carácter de una representación.

Hay que tener presente que Descartes, como fundador de la

escisión entre sujeto y objeto constituyente de la

modernidad. Así, Descartes se vuelve el que da lugar al

idealismo filosófico moderno y, al mismo tiempo, al

materialismo filosófico moderno; con lo cual puede

inscribirse el acta de nacimiento del sujeto moderno (Jameson,

2002: 46).

Aunque existe el problema de que la presentación en la

conciencia se denomina cogito, al ser éste un ente construido,

carece de representación, por lo que la conciencia es

irrepresentable. La cual conduce a postulados como el de E.

Kant, quien a la conciencia le otorga el nombre de nóumeno,

el cual no puede representarse en cuanto es aquello para y

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por lo cual se representan las representaciones, su

antecedente. La conciencia y el sujeto sólo son

representables por medio de la falta de dirección del mundo

objetal históricamente producido. El aspecto moderno del

cogito es la extensión por lo que si hay algún intento de

causalidad en este comienzo, pretendidamente, absoluto, el

objeto es entonces el que constituye al sujeto frente a sí

mismo, junto con su distancia respecto de ese sujeto y

viceversa; en ello radica la separación de sujeto y objeto.

En ese sentido el objeto es resultado de un proceso histórico

específico: el de la producción universal de un espacio

homogéneo. El punto de partida para construir un comienzo

tiene que contemplar el hecho de que las mitificaciones

románticas, especialmente las de Fichte y Schelling, trataron

de re-conceptualizar esos inicios, con lo que se acercaron a

una respuesta coherente para esa búsqueda debido a que sólo

los mitos primordiales proponen alguna alusión

representable. La versión del comienzo absoluto de la

modernidad es un relato y, en consecuencia, un mito, si se

sigue el significado etimológico del término griego.

La versión heideggeriana de este comienzo específico donde

cada aspecto, sujeto y objeto, produce al otro al producirse

a sí mismo en un único y mismo momento trata de sobreponerse

a la solución racional. Ya que sujeto y objeto resultan de

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este acto inicial de posicionamiento a través de la

separación y, a su vez, de separación a través del

posicionamiento. Con lo que el carácter de problema narrativo

planteado por cualquier forma de relación obliga a hacer

igual justicia a la diferencia entre dos cosas al mismo

tiempo que permite afirmar su unidad dentro de la relación,

por momentánea y efímera que sea.

Para Heidegger la representación es la solución, aunque

subraya la interacción mutua. De esta manera dicha

representación es clave para interpretar el cogito, que no se

limita a concebirlo como únicamente un pensar, sino que

adquiere ahora una significación más amplia: un poner algo

frente a nosotros, un posicionamiento del objeto de forma que

éste se reorganiza en torno al hecho de ser percibido; también puede

entenderse como traer una cosa ante uno mismo y por lo tanto

imaginarla, percibirla, pensarla, intuirla; según Heidegger,

tomar posesión de ella, con lo que la forma del objeto es su

percepción, antes no tiene existencia previa con esa forma.

Lo que Heidegger llama representación es el modo de construir

el objeto de una manera específica: por ejemplo la

perspectiva renacentista en pintura (Jameson, 2002: 48).

La era de la representación es el reino del subjetivismo

metafísico occidental, propone cierta construcción de lo real

entre otras concebibles, en ese sentido adquiere la dimensión

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de contingente. El objetivo desde Heidegger busca construir la

certeza, siguiendo a Descartes, mediante la construcción

preliminar de la duda. Sólo a través de esa certeza recién

alcanzada puede surgir históricamente una nueva concepción de

la verdad como corrección, es decir, puede aparecer la modernidad.

(Jameson, 2002: 49)

Heidegger encuentra una fórmula cartesiana alternativa para

dar cuenta del sujeto: la introducción de la auto-conciencia

en la construcción del objeto por representación: el yo que

parece acompañar el cogito y la concentración en el objeto

representado también debe aprehenderse como una construcción.

Aquí se postula, desde Heidegger, la emergencia del sujeto en

tanto la construcción del objeto de la representación con un

carácter perceptible abre formalmente un lugar desde el cual

se supone que esa percepción se produce; el sujeto es ese

lugar estructural o formal, y no alguna especie de esencia o

sustancia. Con lo que podemos concluir que el objeto produce

al sujeto, y no a la inversa como lo proponían los románticos

Fichte y Schelling.

Hay que tener presente que el cogito cartesiano se asume como

objeto de liberación de forma narrativa, como emancipación

del contexto teológico medieval, al sustituir la certeza de

la salvación por una certeza laica. Desde esa perspectiva es

liberación para obtener certidumbre mediante su propio saber,

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o para decirlo de otra manera, mediante la certidumbre de lo

mismo que se podía saber. Y eso sólo podía suceder si el ser

humano decide por sí y para sí mismo lo que según él podía

saberse y cuál habría de ser el significado de saber y de

seguridad de lo sabido, es decir, de la certidumbre. El problema

metafísico de Descartes se convirtió en proporcionar el fundamento

metafísico a la liberación del hombre para la libertad como autodeterminación

segura de sí misma.

El cogito de Descartes en la teoría heideggeriana de la

modernidad indica que es la palabra empleada a un nuevo

reordenamiento de sujeto-objeto en una relación específica de

conocimiento, e incluso de dominación, entre uno y otro; el

objeto sólo llega a ser al ser conocido o representado, y el sujeto,

sólo cuando se convierte en el lugar y el vehículo de esa

representación.

Según Jameson (2002) el cogito es un fracaso porque la conciencia

no puede representarse de ninguna forma. Por lo que el cogito

debe leerse como un primer intento, todavía inigualado, de

verter la conciencia como tal y transmitir ese objeto único en

su pureza. La conciencia como experiencia, en el sentido de

representación teatral, no puede representarse, es

irrepresentable.

Por lo tanto, no puede aceptarse ninguna teoría de la

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modernidad en términos de subjetividad. Pues si las

representaciones de la conciencia no son posibles, resulta

evidente que las teorías que intenten situar y describir la

modernidad desde el punto de vista de los cambios y

mutaciones en la conciencia están igualmente viciadas de

nulidad.

El relato de la modernidad no puede organizarse en torno a

las categorías de la subjetividad, en tanto conciencia y

subjetividad son irrepresentables, tal como lo hizo la

crítica posestructuralista en la década de los 60 del siglo

XX.

El retorno mítico

Hay una ruptura anterior a la ruptura cartesiana de la

representación, denominada romana o imperial, la cual se

refiere a la pérdida de la experiencia griega del ser. Se

reifica cuando la mentalidad romana se adueña de él mediante

su traducción al latín, en ese sentido la reificación alude

al proceso de traducción (Jameson, 2002: 57). Dado que esa

traducción es el traslado de la experiencia griega a otro

modo de pensamiento. Ahí empieza la inconsistencia del pensamiento

occidental, en la medida que la adopción de la palabra sin la

correspondiente experiencia de lo que dicen. Esto es para

Heidegger la reificación conceptual romana.

En este territorio podemos dar cuenta del pensamiento de N.

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Luhmann, para quien la reflexividad, como nombre codificado

de la autoconciencia, asume la denominación de auto-

referencia, en donde podemos detectar cómo las teorías del

lenguaje y la comunicación tienden a perpetuar las filosofías

de la subjetividad bajo disfraces científicos (Luhmann, 1996)

Es preciso tener presente que en la teoría weberiana la separación

se inscribe como el análisis propuesto por Taylor y la

administración científica: la disgregación de las partes entre

sí. Ahora, la separación del trabajo manual e intelectual se

completa mediante el paso del control y la planificación al

administrador y los expertos “científicos”, mientras que al

trabajador sólo le quedan los gestos segmentados y

repetitivos; lo que se denomina la razón instrumental, una razón

ahora orientada exclusivamente alrededor de los medios y no

de los fines. Hay que apuntar que Lukács marcó una especie de

segunda modernidad en la tradición weberiana y agregó la

modernidad de la situación del sujeto a la modernidad del

proceso racionalizador.

La diferenciación, entendida como la separación de procesos y

actividades de un proceso total, tiende a una diferenciación

cada vez más grande, sin ningún final a la vista. La

diferenciación no propone ninguna teoría de campo unificado

desde cuyo punto de vista la lógica de otros sistemas

sociales pueda pensarse con las mismas categorías que éste.

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La novedad del pensamiento Luhmann radica en la

transformación de anteriores rasgos empíricos de la modernidad

en el lenguaje de un proceso formal abstracto (Jameson, 2002:

82)

La diferenciación, según el punto de vista de Luhmann, consiste

de hecho en en la separación gradual y recíproca de ámbitos

de la vida social, su desprendimiento de una dinámica general

aparentemente global y mítica y su reconstitución como campos

distintos con distintas leyes y dinámicas. Jameson prefiere

hablar de autonomización, en vez de diferenciación.

La modernidad describe lo que obtiene dentro de un sistema

determinado y en un momento histórico dado y, por

consiguiente, no puede contarse con ella para hacer análisis

confiable de lo que la niega. De ahí que la teoría

sociológica de Luhmann se desenmascara como retórica

convencional del libre mercado e ideología de la

desregulación, al emitir sus críticas al Estado de bienestar

y al socialismo real con su control central del mercado. Con

ello se capta que persiste en su obra la ya antigua categoría

de la autoconciencia, aunque despersonalizada como reflexividad

del sistema.

Por lo tanto, ninguna teoría de la modernidad debe afirmar su

absoluta novedad como una ruptura y, al mismo tiempo, su

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integración a un contexto con el cual pueda postularse que

rompe. Para esta estructura se usa una situación, tomando en

cuenta que situación engloba el acto de mantener unidas dentro

de sí las características contradictorias de pertenencia e

innovación (siguiendo a Jaspers y Sastre filosóficamente). El

relato de la modernidad no puede organizarse en torno de las

categorías de la subjetividad; la conciencia y la

subjetividad son irrepresentables; sólo pueden contarse las

situaciones de la modernidad.

Ninguna teoría de la modernidad tiene hoy sentido a menos que

pueda aceptar la hipótesis de una ruptura posmoderna con lo

moderno. Así se desenmascara como una categoría puramente

historiográfica y, con ello, parece invalidar todas sus

pretensiones de ser una categoría temporal y concepto

vanguardista de innovación.

De tal manera que la modernidad se asume a sí misma como

mito, y mitifica todo lo que comprende; y en ese mundo que

fragmenta y deshumaniza, en el cual desde el modernismo del

movimiento romántico, durante el siglo XIX, es capaz de

mirarse auto- reflexivamente con el mismo sentido crítico con

que diseñó al periodo previo, la Edad Media. Con esa

perspectiva tanto analítica como crítica, es que ahora vuelve

sobre sus pasos, y en el mismo sentido cíclico que le criticó

al pasado busca los orígenes. Se impone esa relación

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complementaria entre mito y logos.

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