RODOLFO RABANAL El apartado PLANETA Biblioteca del Sur te
RODOLFO RABANAL
El apartado
PLANETA
Biblioteca del Sur
te
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BIBLIOTECA DEL SUR Novela
Diseño cubierta: Mario Blanco Diseño de interior: Alejandro Ulloa
Escaneo y corrección: Juan Andre
© 1994, Rodolfo Rabanal
Derechos exclusivos de edición en castellano
reservados para todo el mundo: © 1994, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.
independencia 1668, Buenos Aires
© 1994, Gaipo Editorial Planeta
ISBN 950-742-495-4 Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Impreso en la Argentina
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera
alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
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Prólogo a la edición de 1994
Veinte años después Empecé a escribir El apartado en los días de Semana Santa de 1974, pero la novela
no se llamaba todavía El apartado, ni de ninguna otra manera. Hasta ese
momento, me manejaba con un par de referencias codificadas para que el cuaderno
del borrador inicial no se me confundiera con otros parecidos. El cuaderno era uno
de tapas azules que todavía conservo, donde el texto original con las notas
preliminares está escrito a lápiz.
El verdadero comienzo lleva la fecha del 11 de abril y en mis diarios de la época he
consignado observaciones alrededor del proyecto. El hábito un poco inexplicable y
mecánico de llevar diarios tiene la ventaja de avivar la memoria en lo que se refiere
a datos y emociones perdidas. Pero las observaciones a las que me refiero son
entradas de circunstancia, hay un par de citas esperanzadas y una breve frase
invocativa que se repite cuatro veces: "Cómo empezar, me pregunto". Y eso es más
o menos todo. Lo que importa, en todo caso, es que esa tarde del 11 de abril me
senté ante la Olivetti que diez años antes me había regalado mi padre y ya no la
dejé hasta una hora muy avanzada. Sé, aunque vagamente, que apenas si pude
dormir.
En los días que siguieron escribí a un ritmo sostenido sin que nada distrajera ese
ímpetu. Como en un sueño, el libro avanzaba empujado por un viento de felicidad
que hoy envidio. Hacía el primero de mayo había producido setenta páginas
definitivas que se apilaban a la derecha de mi mesa de trabajo. Aproximadamente
otras tantas habían ido a parar al canasto.
Yo acababa de cumplir 33 años y me sentía envuelto en una nube de supersticiones.
La famosa edad de Cristo se erguía ante mí como la sanción de un ultimátum. Era
el límite para mi autoindulgencia y el confín de mis romances literarios más o
menos libertinos y viciados de postergaciones.
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Por fortuna, estas cláusulas aplastantes no eran formuladas de modo consciente; se
arrastraban por debajo de mis días como se arrastra el rumor del agua por debajo
de los muelles. Pero allí estaban, y yo sabía, aunque de manera oscura, que ahora
debía escribir este libro hasta el final.
Y así lo hice cada mañana y cada noche de aquel otoño. Cada mañana le dedicaba
un par de horas a mi cuaderno en las mesas tranquilas del fondo del café Augustus.
Ese café ya no existe, pero entonces se encontraba casi en la esquina de Florida y
Paraguay. Llegaba a las nueve y me iba a las once. Rara vez mis amigos ocupaban
las mesas del fondo. Casi todos preferían el entrepiso abalconado o la barra, por lo
tanto, ocupando esa zona, yo me aseguraba una cierta privacidad.
Pero una mañana, al levantar la vista del cuaderno, vi que el poeta Miguel Ángel
Bustos me observaba en silencio, de pie junto a mi mesa. Siempre andaba con
libros costosos bajo el brazo, ediciones de La Pléiade o impecables volúmenes
ingleses. Su modo de saludar consistía en hacer una broma que no dejaba de
involucrarlo. Era mordaz pero bondadoso y esa peculiaridad no tan frecuente entre
los mordaces lo hacía queríble. En aquellos años parecia haberse distanciado un
tanto de la poesía en beneficio de concepciones utópicas vinculadas con la idea,
obsesiva, de la injusticia en el mundo. Sin embargo, seguía siendo un gran lector y
un gran curioso de todo lo que tuviera que ver con la literatura.
Desde luego, no tuve más remedio que hablarle de la novela que estaba
escribiendo. No es que no me gustara hablar de lo que estaba haciendo, sino que
prefería no hacerlo por mera cabala. Le dije que estaba "metido" en algo que era un
libro. Me pareció que le hizo gracia enterarse de mi proyecto. Entre los profundos
y abundantes surcos que dibujaban su cara, los ojos azules le bailaban al borde de
la risa, o del sarcasmo. En nuestro grupo, hacía un año que todo el mundo estaba a
punto de escribir un libro sin que nadie lo escribiera realmente. Lo que se hacía era
hablar hasta el cansancio del libro que cada uno tenía en su cabeza. Y ahora
resultaba que yo, en efecto, tenía una novela entre las manos, un work in progress,
como solíamos decir no sin algún esnobismo.
Después de un par de gruesas medialunas de manteca, tibias y aromáticas, y una
vuelta doble de café con crema, Miguel Ángel se ofreció a leerla. Le advertí que sólo
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tenía unas setenta páginas terminadas. Me contestó que si él no era capaz de juzgar
una novela en setenta páginas más le valdría dedicarse a la filatelia o al pronóstico
meteorológico. Y entonces prometí el original y él juró que lo leería el fin de
semana.
Esa mañana aprendí que detrás de cada libro siempre hay más de una persona. En
mi caso, de no haber sido por Miguel Ángel Bustos, y de no haber mediado el
entusiasmo editorial de Enrique Pezzoni, es muy probable que la novela jamás
hubiera aparecido, o que lo hubiera hecho mucho más tarde. El impulso de fabricar
una novela que acabaría siendo ésta había nacido tres años antes, en las vacaciones
veraniegas de 1970. Vivía entonces en una casa que daba al mar y podía leer y
nadar todo el tiempo que quisiera, de modo que cuando no nadaba leía, y leía a mis
anchas a quienes ya eran mis autores preferidos, los poetas ingleses románticos
Keats y Shelley, el torturado Malcolm Lowry, Gide en su diario, Rilke y, sobre todo,
T. S. Eliot, Samuel Beckett, James Joy-ce, Ezra Pound y algunos ensayos de Ossip
Mandelstam. Todos ellos me llevaron al taciturno Dante Alighieri. De modo que
también leí La Comedia.
Fue bajo el influjo de esas lecturas como imaginé la aventura marginal e
insignificante de un héroe irrisorio, de un héroe apaleado que vegeta en su
Purgatorio suburbano, hasta que lo tienta el Infierno y logra, en fin, atisbar una
situación y un espacio que no sabemos si conforman Cielo.
Mientras el sol ardía en la playa y el viento norte golpeaba los postigos de las
ventanas, yo dibujaba la fantasía de un cuarto blanco en cuyo interior un hombre
de edad incierta fabulaba una conjetura imprecisa. Su propósito era salir de allí y
llegar a otra parte, sin embargo era incapaz de hacerlo. Esa fue la primera visión
que tuve de El apartado, pero me tomó más de dos años averiguar que en ese tenso
vacío cabía una historia que fuera, al mismo tiempo, el testimonio de esa ausencia.
Cuando Bustos leyó la copia ya encarpetada, que no la primera mitad del libro,
arregló una entrevista con Enrique Pezzoni en la Editorial Sudamericana. Hablar
ahora de Bustos y Pezzoni no salda la deuda que tengo con ellos pero me permite
honrar sus memorias. Otros, que también nos han dejado, como Alberto Girri,
Martha Lynch, Sara Gallardo, Beatriz Guido y Emir Rodríguez Monegal favorecie-
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ron con su aprobación desinteresada la difusión de esta primera novela y me
alentaron con su beneplácito y reconocimiento a seguir escribiendo.
Enrique Pezzoni había dirigido la revista Sur como el heredero dilecto de Victoria
Ocampo. En mayo de 1974 ya no ocupaba ese cargo ni era el
Benjamín preferido de aquella mujer fundante. Ahora fumaba unos aromáticos
cigarrillos importados y sucedía a Paco Porrúa en la dirección editorial de
Sudamericana. En esos tiempos era un hombre elegante y resuelto, tan lleno de
vivacidad y elocuencia que hasta la ansiedad que brillaba en el fondo de su mirada
pasaba a segundo plano.
Recuerdo que la mundana facilidad de sus gestos, la animada ligereza de su
conversación y los rápidos cambios a que la sometía me comunicaron la impresión
de estar recibiendo un ambiguo mensaje sobre los perfiles festivos de la literatura y
la exclusividad peligrosa del talento.
Esa tarde, que debió de ser la del lunes seis de mayo de 1974, mis esperanzas y
temores me impidieron adivinar que protagonizaba un encuentro decisivo para mi
vida de escritor.
Como en el duro negocio del boxeo, Miguel Ángel Bustos se había convertido en mi
sparring y patrocinaba mi nombre. Yo, casi correspondiendo a esa parodia
deportiva, llevaba un suéter de cuello alto color tabaco que me lijaba la piel de la
garganta con una persistencia irritante. Mi incomodidad y tensión eran tan grandes
que empecé a perder la sensación de realidad.
En tanto ellos dos cambiaban estocadas amistosas en registros opuestos: Miguel
Ángel con su humor ácido, su voz ronca, sus sentencias catastróficas dichas como al
pasar; Enrique, en su tono descreído, lleno de notas altas, mechando anécdotas
sociales repentinas para dejarlas caer al instante en medio de un estallido de risa.
De modo que allí estábamos: un tutor estelar, un poeta "maldito" y un escritor
desconocido e inédito.
Sobre la mesa, las setenta páginas mecanografía? dentro de una carpeta de
cartulina verde parecían el expediente judicial de mi vida. La novela no tenia título.
Tampoco antecedentes que la respaldaran. Hasta ese momento, era una apuesta de
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Bustos. Las manos de Pezzoni ni siquiera se habían posado sobre ella, de modo que
estaba allí como una isla en medio de un mar dormido. De paso, yo me sentía como
un náufrago. Quebrados los primeros hielos y luego de concederle una ojeada
cuidadosa a la primera página, Pezzoni se comprometió a leerla en diez días.
Miguel Ángel se atrevió a pedirle que respetara el plazo y a mí me pareció excesivo
que lo hiciera. Pezzoni lo miró por detrás de un vaharada de humo —iba por el
tercer cigarrillo— y le pregunto si acaso era mi agente, Bustos dijo que sí y los dos
no tuvimos más remedio que reírnos.
El viejo edificio de Sudamericana parecía un loft neoyorquino en San Telmo
montado para un escenario de Scorsese. Con sus ascensores montacarga y las
grandes vigas de hierro a la vista, la solidez de la estructura hizo que me resultara
frágil e ilusoria la hipotética solidez de mi libro, de mi libro todavía a medias.
Afuera, la tarde era clara y fresca. Bustos y yo salimos de allí y cruzamos Plaza
Dorrego. El se sentía pleno de confianza, y yo, por cabala y delicadeza, evité decirle
que todo me sonaba a disparate.
Enrique Pezzoni no pudo ser puntual pero me telefoneó para advertírmelo. El
veredicto le tomó una semana más, siete días suplementarios que para mí fueron
un suplicio. Al cabo, tuvimos la segunda entrevista.
Asistí sin mi sparríng y sin mi suéter deportivo. Esta vez me abrigué en un
sobretodo y usé corbata. Recuerdo que Pezzoni lucía un corbatón búlgaro y un
anillo de sello de plata que era como un escudo de luz flotando peligrosamente en
el aire. Al verme entrar con las manos vacías me preguntó por qué no había traído
el resto de la novela. Le contesté que en esos quince días no había podido escribir
una línea. Pidió que me sentara, ordenó café por el intercomunicador y esgrimió un
paquete recién abierto de cigarrillos importados que olían de una manera
intimidatoria.
—La novela es muy buena —dijo— y quiero saber cómo sigue.
—También yo quiero saberlo —comenté sin vacilar y sintiéndome repentinamente
feliz. El aroma virginia del tabaco empezó a resultarme maravilloso. Expliqué que
estaba bloqueado y que no había podido trasponer la página 99. Panne d'écriture,
dijo él. Y contó algo que una vez había dicho Victoria Ocampo sobre el problema y
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que ahora no recuerdo. No sé cómo, pasamos a hablar, con admiración y
malevolencia, de Vladimir Nabokov, a quien él había traducido:
—Un tipo intratable. Me lo presentaron en Nueva York y ni siquiera me miró.
Después, tampoco sé muy bien por qué, menciono a Donleavy y a Gide y mientras
hablábamos de autores yo sólo deseaba que hablara de mi libro y fue entonces que
me preguntó por el título.
—He conseguido uno —murmuré—, El apartado. Me miró tristemente, prendió
otro cigarrillo y confesó que ese título no le decía gran cosa. Lo repitió por lo bajo
tres veces y, al fin, concedió con la condición de que fuera provisorio.
Después de los cafés acordamos una fecha de entrega y logré treinta días. Me
aseguró que firmaríamos el contrato de edición no bien leyera el resto. Era
razonable.
Nos despedimos con un apretón de manos y volví a cruzar la plaza Dorrego
envuelto en un impulso de dicha que me llenaba de pavor. Ahora me preguntaba si
podría seguir adelante o si todo terminaría en aquellas primeras páginas
producidas casi en un sueño. Un aforismo de Kafka se plasmó en mi memoria: "A
partir de cierto punto, ya no existe probabilidad alguna de retorno. Ese es el punto
que es preciso alcanzar". En silencio, deseé haber alcanzado ese punto en el que un
libro se completa y se cierra, superada la prueba maligna del hastío, la descreencia
o la fatiga.
Desde ya, el título original acabó por imponerse sin que yo hiciera ningún esfuerzo
por sostenerlo. Simplemente, a Pezzoni terminó por gustarle.
Estábamos a fines de mayo y la Argentina era un tembladeral. Perón había
empezado a morir y López Rega a reinar. La realidad de todos los días tenía los
tonos de una pésima novela gótica o de una pesadilla, que también podía ser gótica.
Mi propia situación en la revista donde trabajaba era inestable. Era el tiempo de los
asesinos y la hora de los secuestros. Los atentados y las amenazas de muerte
constituían el menú de la vida cotidiana. Encendidas asambleas sindicales
parecidas a conciliábulos de guerra prometían una reivindicación costosa en un
futuro en llamas.
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Sin embargo, y a pesar de tales circunstancias, era posible escribir y fue en medio
de ese clima que terminé El apañado, sabiendo que lo haría a cualquier precio y
que mientras estuviera trabajando en él, la realidad del país no alcanzaría a
herirme. Hoy siento que viví inmerso en una actividad puramente gozosa y que,
como nunca antes, entendí en esos días que escribir es, en definitiva, abrazar un
juego cuyas reglas van siendo establecidas a medida que se avanza en él.
La novela fue editada un año después, en octubre de 1975, apenas unos meses antes
de que todo un mundo conocido se desmoronara como un castillo de naipes sin que
nadie hiciera nada por evitarlo.
Cabe una última nota: salvo la eliminación de unos pocos adjetivos, nada he
cambiado del texto original. Es verdad que un libro es incesantemente mejorable y
puede soportar renovadas escrituras, pero es verdad también que esa mera
posibilidad tornaría efímero todo afán de conclusión y quizá impracticable todo
proyecto literario.
La determinación de no alterar en nada lo que escribí en noventa días hace veinte
años, obedece también al deseo de respetar el genuino perfil de ese primer libro,
aceptando sus imperfecciones y ocasionales aciertos, del mismo modo que uno
termina aceptándose a si mismo.
Rodolfo Rabanal Abril de 1994
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PRIMERA PARTE
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Cómo empezar. Cómo asegurar que a partir de aquí, o de ahora, algo se inicia,
porque nada había antes y esto es, por lo tanto, el mismo principio de todo. Y luego,
cómo decirlo en este tiempo definido por la impaciencia, frente a tal estado de
cosas, me pregunto. Sin embargo, avanzaremos en la medida .de lo posible. No,
detesto esta frase; diremos mejor: Y sin embargo, sospecho que no puedo ya hacer
otra cosa, porque de lo contrario, y es probable que eso fuera lo mejor, todo
acabaría por pasar definitivamente sin dejar la menor traza, la mínima muestra de
su sagrada torpeza, ni el más insignificante polvo deshaciéndose en el aire.
De acuerdo. No mencionaré ahora a mis tres amores; no diré que tuve tres —
número suficiente para cualquiera—, no diré tampoco que uno era más hermoso
que el otro ni que los tres, a su debido tiempo, se mostraron iguales de horribles.
No hablaré de mis hijos, si es que los tuve. No hablaré de ellos porque sospecho que
soy tan estéril como una roca y porque, si los hubo, volaron muy pronto como
pajaritos, vaya a saber adonde. De cualquier manera, me refiero especialmente a
mis tres amores, todo eso vendrá cuando sea necesario. O no vendrá nunca, poco
importa ahora. Menos, en todo caso, que los famosos y humillantes vértigos
horizontales.
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Sí, las imágenes se desplazaban rápidamente, aunque no de un modo caótico, de
izquierda a derecha, guardando curiosamente el orden de la escritura occidental en
sucesivos e ininterrumpidos disparos que hacían que el mundo girara sólo para mí,
único acreedor de tan tenebroso privilegio. Y ya que estamos en eso, diré además
que en aquellos momentos debía apretarme los ojos, apagar la visión bajo el peso
oscuro de las manos, respirar profundamente, aflojarme y hundirme acuclillado,
pegado al suelo bendito para no caer desde la altura de mi cabeza y volar o rodar,
tan inerte como un pobre trozo de materia.
Un vértigo plano. ¿Es posible? Lo juro. Y con él, el miedo a la muerte, no
exactamente un miedo pavoroso, sino más bien la escalofriante percepción de un
fin sólo trágico por su carácter irrevocable. Tan irrevocable y prolongado, por otra
parte como la propia vida, lo cual bastaba, imaginen, para alentar posteriormente
la miserable convicción de la inutilidad absoluta de todo esfuerzo, de toda aventura
y aun del mismo pasado.
Después —esto es hoy, o mejor: todavía—, cuánto deseé el musgo tibio, la maleza
muelle y tupida, sutilmente ensortijada y espesa del jardín —no diré de el jardín, no
podría—; el liquen oscuro de aquel sitio, que crece debajo del césped apretado, al
del pasto caliente y de las plantas besuconas a la sombra móvil de los astrágalos en
el sol temprano de alguna mañana. Un gran deseo, por llamarlo de algún modo.
Pálidos intentos de la mente por rehabilitar su necesidad de coherencia, por
desajustar las claves que ligan la utilidad al fin, el placer a la justicia, la libertad al
despojamiento, etcétera.
Ahora bien. Un pájaro canta al atardecer. Está posado en la rama negra del ciruelo,
finamente delineado sobre un tapiz de luz tenue por efecto seguramente de la
limpieza del aire en la última hora del día. La claridad contra la que se destaca la
rama permite detallar el perfil de sus nervaduras menores empenachadas de hojas
negras, trémulas, transparentes. La atmósfera exhibe la variante del espectro en
una irisación que puede ir del celeste al malva en el lapido curso de una ojeada. El
pájaro, esbelto como un hornero —tal vez sea un hornero—, estira el cráneo no
mayor que una nuez y tiende el cuerpo horizontal girando apenas hacia el poniente.
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Pero ésta es la primera visión de lo imaginario y no otra cosa; la segunda, nacida de
un remoto placer infantil, consiste en verlo caer limpiamente abatido por el balín
de un riflle. Y la visión se apaga entre las cuatro paredes sin que, a pesar de los
denodados esfuerzos, podamos restituir la figura del hornero con vida.
Ha oscurecido. Los papeles vuelan a ras del empedrado, arremolinados con restos
de envoltorios deshechos, o sueltos en grandes hojas desplegadas que se levantan
súbitamente, planean un instante y, con alguna vacilación, vuelven a caer
sostenidas a media altura o arrastradas por la brisa en busca de un camino incierto.
Al arañar el pavimento crujen delicadamente, crepitan o se abandonan a una
especie de quejido áspero y prolongado. En la plazoleta —aún no he hablado de
ella— amontonada contra el borde de adoquines, arde la basura. Es un plácido
anochecer de otoño con calles desoladas debido a algún feriado (sospecho que se
trata de Semana Santa) de más de dos días. Ahora, muchos estarán mirando la
televisión, ya que hay programas casi durante las veinticuatro horas. Son
programas de encuestas y adivinanzas con premios mayúsculos. Después vienen los
noticiosos y al fin las películas. Los que ya no pueden conciliar el sueño, o salir a
trabajar, o hacer el amor; los que ya no pueden enfrascarse en la lectura minuciosa
de los diarios porque su atención es volátil o porque sus ojos no alcanzan a
distinguir las letras; los que ya no soportan su propia soledad ni tienen ánimo
siquiera para masturbarse; los que, en fin, no pueden ya cambiar dos palabras con
nadie porque se complican en discusiones sangrientas, todos ellos Se benefician
con estos programas.
En esta pieza —alguien hizo alusión a la doble cámara de las delicias y de los
tormentos— sólo hay una ventana. No he descubierto por aquí televisor alguno y el
que hubo otrora (pero esto debió haber sido en otra habitación) se lo llevaron hace
ya mucho tiempo, tanto, que no recuerdo el interés que podían suscitar en mí los
programas de entonces, si bien es cierto que he pasado horas sentado frente al
aparato como lo hubiera hecho, supongo, delante del fuego de haber tenido alguna
vez una chimenea propia, una fogata o, en fin, la posibilidad de hacer llamas sin
incendiar la casa. De cualquier forma, nada importa la cuestión de los televisores.
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Sólo importa el principio y el garrapateo de mi caligrafía sinuosa, insegura, de
alturas y extensiones irregulares, supongo, idénticas a las distonías de mi voz,
aunque ahora hable poco, es decir casi nada si vamos a ser honestos. No hay
demasiadas posibilidades de hablar cuando se duerme la mayor parte del tiempo y
cuando uno, al fin, se impone una tarea seria. Por otro lado, al margen de mis
distracciones con mis tres amores —a quienes ya no veo sino aisladamente—, y
aparte de las charlas que tenía con Under (no es su nombre —no era—, pero todos
lo conocen por él) casi no converso con nadie. Podría decirse que veo a mis padres
a veces, pero estas entrevistas ocurren entre períodos tan espaciados que no
merecen ser computadas. Y es lamentable, porque con ellos, creo, podría hablar
bastante, por lo menos una o dos horas empleándolas a fondo, cosa que nunca
logré hacer con nadie, ni siquiera con mis padres. Diremos entonces que estoy solo.
Pero no totalmente.
Porque demoro en salir, porque habitualmente paso la mañana convaleciendo en la
cama —quizá debiera decir lecho, pero no—, porque permito que los mensajes se
atasquen debajo de la puerta (si bien ya casi no hay mensajes), porque
prácticamente no saludo a los vecinos y porque, al fin, terminarán por descubrir
estas anotaciones, sé muy bien que muy pronto desconfiarán de mí. Dirán que mi
vida es una invención de mi espíritu, que ya no vale la pena preocuparse por
alguien que no se cuida a sí mismo (¡Dios, si habré oído ese verso!) y al cabo,
después de tomarse la engorrosa molestia que exige meditar la cosa unos segundos,
decretarán la inexistencia de mi historia. Y entonces, a partir de esa convicción —
convicción que quizás no valga la pena refutar con argumentaciones racionales—
entrarán a saco, levantarán los pocos muebles, plumerearán el polvo acumulado
por mi tolerancia, revolverán los papeles, quemarán la ropa y acaso, en un gesto
olímpico, en un gesto que los redima de toda pasión destructiva, de su única
pasión, resuelvan dejarme de lado. Les oigo decir Pobre diablo y los veo seguir con
lo suyo. Y yo, una vez más liberado de todo asedio, del último, observaré en el
espejo del baño la cara archiconocida y veré que envejece, se marchita; su juventud
no tiene el brío de los trigales en verano; bajo la piel, el odioso hastío ensaya su
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aparición meticulosa. Pero veamos, puede ocurrir que mis temores sean tan sólo
fantasmas y, en ese caso, estaríamos exagerando con respecto a las tendencias
homicidas de mis vecinos. A veces exagero, es cierto. De todas maneras, tampoco
existen verdaderas razones para confiar ciegamente en ellos.
Pero antes de seguir adelante, precisaré algunos detalles. El primero es que me
llamo Pablo; presumiblemente, con un poco más de ingenio hubiera podido
encontrar algún otro nombre más vistoso, pero dadas las actuales condiciones
Pablo me parece apropiado y nada comprometedor. El segundo de los detalles no lo
es en absoluto: se trata del entorno, del cubículo que me abriga y protege, de esta
especie de fuera del mundo que sin embargo propende endemoniadamente a
convertirse en el mundo mismo. Estoy hablando de mi pieza. No ocupo una pieza
privilegiada, y no sé si las habrá en esta casa. No es, quiero decir, una suite de hotel
internacional según imagino esos lugares. Es una habitación regular, blanca —creo
que es blanca o blancuzca, por lo menos—, con una ventana que da al vacío y un
cortinado espeso que me guarda de ese vacío. Decir vacío no es justo: si uno
descorre el cortinado (grueso paño color musgo pútrido) —si Pablo lo descorre,
aunque para ello deba pasar mucho tiempo— verá, abajo, una plazoleta
aproximadamente triangular embaldosada con grandes losas de cemento y
adornada con quince arboles flacos, de troncos negros y copas altas. En el centro, la
fuente luce una tosca réplica del Ángel del Candelabro, de Della Robbia o, en todo
caso, un angel que trata de semejarse al Della Robbia.
Aguzando la vista podrá distinguir —lo distingue invariablemente— el grueso
deterioro que el hollín, las lluvias y la incontrolable suciedad de las palomas
produjeron en el bronce. Observará también que el que emana de la fuente es negra
y aceitosa, agua de mundo que va a servirse en la pila enverdecida por el grumo del
fondo y en cuya superficie suele flotar todo tipo de desperdicio, desde corrugosos
envases de papel hasta profilácticos. Hacia el sudoeste de la plazoleta, digamos en
la base del triángulo, se levanta un monumento a la madre, una curiosa madre
campesina a la manera soviética, con faldas largas y pañuelo en la cabeza; nada que
ver con las verdaderas madres de este mundo, esos encantos frágiles, de bulliciosos
traseros ajustados y ojos llenos de melancolía y promiscuidad.
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En fin, más allá, no hay más que muros y balcones; edificios irregulares,
techumbres pintadas por el óxido, encofrados a medio armar, paredes destruidas o
apenas levantadas. Así durante kilómetros y kilómetros, supongo. Podría agregar
que, también al sudoeste, cruzando la calle que da forma a la base de la plazoleta,
está el parque. De allí viene un cierto aire al atardecer, y en el otoño, las hojas secas
que queman en los senderos despiden un humo azul desvaído y romántico. Cuánto
conozco este parque... He dormido allí en el tiempo de los vértigos, en los tiempos,
creo, inmediatamente anteriores a este cuarto. También con ella estuve entre las
plantas, fijos los dos como muertos en el rosedal, bajo el falso emparrado, mirando
la punta negra de los cipreses, y ella con aquella blusa de escote redondo. Recuerdo
que solía inclinarse para recoger algo, quizá una piedra, y exhibía su nuca delicada
y blanca, la piel como la de un niño, transparentando las vértebras de la base del
cuello.
Dejemos eso. Es muy poco ya lo que podría decir sobre ella y no es mucho lo que
recuerdo, por otra parte. Exceptuando ciertos olores característicos (axilas, pelos) y
el detalle de las vértebras cervicales, sumado quizá a la atractiva amplitud del pubis
y al Memo remate del cóccix, no me ha quedado gran cosa. Puedo afirmar que con
el tiempo, aun los deliciosos chasquidos íntimos, aun esos leves y rítmicos
cácheteos húmedos tienden a confundirse incorporándose a la experiencia global.
Tampoco sé ahora su nombre, lo he olvidado con todo el resto porque hablo de un
flirt anterior a los tres grandes amores. Vivíamos entonces tiempos de ilusión y
estrechez de conciencia y los muertos no se amontonaban a diario, como ocurre
hoy día, por cualquier parte. Se podía pasear y hacer las porquerías al amparo de
los árboles sin que nadie viniera a molestar. Curioso, pero recuerdo que su padre
era peluquero. La idea del peluquero me enferma. No sé por qué pero es así, me
enferma.
Por entonces yo dormía, como dije, en el parque porque creo que estaba algo
enamorado del grupo escultórico "La Aurora"; no de todo el grupo, sino
particularmente de la ninfa —que quizá sea Venus desligándose de los mantos y
tules de las tinieblas—, esa belleza opulenta y fuerte que mira al sudeste, el tórax
erguido, apenas inclinado o torcido a la derecha, el vientre suelto, adelantado sobre
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el conjunto del cuerpo unos apreciables centímetros. Apenas si me interesaba el
campesino con sus bueyes o la pareja del pedestal, medio hundida entre las olas.
Mis ojos, todavía lagañosos, se prendían de aquel mármol pretendiéndolo tibio
como la carne y seguían morosámente las saliencias y depresiones deliciosas, la
pesadez empinada de los pechos, el valle que se escurre desde la convexidad del
vientre hasta el límite que da nacimiento a los muslos. Qué bien vivía entonces...
Después, como ya he dicho, empezaron los malditos vértigos.
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Deben de haber pasado días y días desde el último punto y aparte. Sé que ha llovido
y que ha salido el sol y que, luego, volvió a llover con más fuerza hasta que, una
mañana, sopló el pampero y trajo el frío. Afortunadamente, nada ha cambiado en
mi cuarto: la atmósfera interior, ligeramente teñida de azul y rosa, pero en la
sombra sedante del blanco, si es que me explico, es la misma. Tomar sol, tomar sol,
si algo me agrada es echarme al sol y buscar su tibieza no siempre accesible. Pero,
de todos modos, no es fácil salir de aquí. Tendría que bañarme, afeitarme,
vestirme, bajar a desayunar, hablar con Beata, cruzar a la plazoleta e iniciar,
despacio, el trayecto de casi trescientos metros exactos que la separan del centro
del parque, donde se yergue la ninfa de "La Aurora".
Hace un año o dos, no sé, practicábamos ese ejercicio con Under. Era otoño y
Under había vuelto del Brasil. Tenía la piel oscura y arenosa de quien ha vivido
mucho tiempo a la intemperie, en permanente contacto con el sol de los trópicos.
Recuerdo que cuando bajamos al bar de Beata él echó una ojeada al cielo
parcialmente plomizo y a los árboles oscuros de la plazoleta y sonrió
estremeciéndose. Había en la calle charcos de agua producidos por la lluvia de la
noche, y la luz fría se reflejaba en ellos pálida y temblorosa.
Es escandaloso, pero me aburre retomar la lúgubre historia de Under; no, no es
solamente escandaloso y no es exacto que me aburra. Ocurre que todo tiende a
mezclarse como si, digamos, Under fuera Pablo y éste no tuviera ya ningún derecho
o —lo que es peor— ninguna necesidad de hablar de sí mismo a fin de comprender
lo que acaso sea mejor que quede incomprendido, congelado en alguna parte —o
tiempo— igual que el resto, es decir mis trabajos de entonces, mis fugas, mis
antiguas casas y mis tres grandes amores.
Porque la amistad con Under se remonta al tiempo fáustico de mi vida, cuando
todavía, como he dicho, nadie moría acribillado a balazos en cualquier esquina de
esta enorme e incompleta ciudad. Más tarde, cuando Under volvió de Brasil y trajo
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aquella cara sombría como de ají ennegrecido y melancólico, supe que el viejo idilio
estaba disuelto. Yo, como tantos otros, había dejado mi trabajo, harto de pretender
salarios llamados dignos y de no conseguirlos y harto también de viajar horas en
los colectivos arrumbado como un fardo. Sí, si vamos a hablar honestamente, creo
que dejé de trabajar porque el mero hecho de volver a casa me planteaba itinerarios
difíciles. Una hora, por lo menos, haciendo extrañas combinaciones en el
subterráneo que, a la larga, terminaban siempre por desorientarme. Y después, la
cola interminable en la parada del colectivo para luego viajar parado, entre cuerpos
gruesos e indiferentes, palpado, estrujado, sofocado, con el cuello tendido hacia
arriba a fin de percibir un poco de aire. Pero además —no debo ocultarlo— nuestra
oficina fue transformándose de a poco en un lugar deplorable. La luz, que al
principio no había sido todo lo mala que puede llegar a ser una iluminación
indirecta entre paneles de vidrio opaco, empezó a escasear progresivamente. Al fin,
nuestros ojos eran incapaces de soportar aquel nervioso parpadeo eléctrico en
medio de una especie de penumbra esponjosa. Paralelamente, los depósitos
sanitarios dejaron de funcionar y los baños se convirtieron en letrinas hediondas
donde la mierda se amontonaba durante días enteros. Esta observación no significa
que yo sea en extremo delicado, pero imaginen una situación como la nuestra si es
que se desea comprender lo que digo. Para colmo, también dejaron de funcionar los
acondicionadores de aire. Fue así, pues, que un día dejé de ir.
En eso estábamos cuando volvió Under. Al verme preguntó qué había sido de mi
mujer y de mis hijos y yo contesté qué mujer y qué hijos. Esto pareció
desconcertarlo y se hundió en lo que aparentaba ser un silencio reflexivo. Discreto
como era no intentó averiguar más cosas y seguimos sentados a la mesa del bar de
Beata, la mesa que está pegada al vidrio —al menos lo estaba antes— que da a la
calle y a través del cual puede observarse en toda su extensión la plazoleta, sus
quince árboles, la fuente con el Della Robbia y la estatua insípida con la gruesa
madre soviética.
"No sé a qué vine", murmuró en algún momento. Habló de Brasil sumariamente
destacando que su vida allí había sido un infierno bastante colorido. Cuando
sonreía —lo estoy viendo— sus labios finos dejaban al descubierto la ausencia de
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 20
dos dientes, los incisivos creo, en el maxilar inferior. De tal modo que las hilachas
de medialuna quedaban prendidas en el hueco, colgando asquerosamente del labio
de abajo cada vez que tragaba una de ellas. Advertido, absorbía el resto de comida
subsumiéndose la boca con chillido exasperante. Luego, para respirar a su gusto,
abría las fauces como quien bosteza, y uno podía distinguir el sucio bolo de
alimentos rodando entre sus muelas. No, no era el mismo Under de otros años.
Por decir algo, hablé de mis mareos. Entonces puso sus manos en mi frente y me
observó las pupilas: "Es terror", dijo. "¿Terror?"
"En efecto. No se puede vivir en estado de pérdida. Me di cuenta no bien llegué."
Yo había perdido el trabajo y mi padre había rematado el negocio; tanto él como yo
vivíamos de lo que quedaba de todo eso. "A mí ya no me preocupa la muerte", dijo
con un aire de fatiga infinita. Pocas veces, creo, me sentía tan viejo, desolado e
innecesario como aquella mañana. Supongo que fue entonces cuando decidí odiar a
Under como sólo puede odiarse a una mala sombra.
Siento que será necesario bajar a la calle, alzar el cubrecama, poner los pies en el
suelo y proceder a una rápida higienización corporal. Tengo necesidades, claro está,
y de todo tipo, sólo que fui reduciéndolas, domándolas, para acomodarme a esta
situación de carencia. Aun morir, según Under, debería ser una disciplina. Sufrir,
padecer el escarnio y el ultraje, pueden ser formas éticas absolutamente
soportables: "Una conducta que niega la existencia del dolor —decía—, no hace más
que conferirle relieves tenebrosos". Mientras lo odiaba, yo tomaba en cuenta sus
palabras. En tanto él, se rascaba los eccemas que herían sus sobacos. Las palmas de
sus manos supuraban y el pellejo estaba siempre en permanente formación.
Decía, entonces, que debo bajar y tomar el sol, dulce y moribundo, del invierno,
que no lastima los ojos ni resquebraja la piel, el sol austero y límpido que se vierte
como un licor sobre las viejas losas roídas de la plazoleta. No creo que deba
justificar mi encierro con el antiguo y mohoso argumento del miedo. El miedo ha
pasado. No, no ha pasado del todo, pero sí en gran parte; ahora se ha transformado
en libertad, pero esto es excesivamente complicado y difícil de explicar; miedo igual
a libertad. Yo mismo no lo entiendo, o lo entiendo a medias mientras me esfuerzo
por salir del sueño, por liberarme de las ominosas túnicas de la noche, tal cual lo
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hace la ninfa de "La Aurora" y tal cual lo hacía Amanda, Amanda. Hablaremos de
ella más adelante. La ninfa de "La Aurora" era, es, la mismísima Amanda.
¿Estaremos ya en fecha patria? No me atrevo a descorrer las cortinas, y sin
embargo, habrá que salir.
He pensado en visitar a mis padres, en darles un alegrón si es que todavía les queda
alguna capacidad para alegrarse ante la presencia del hijo. Habrá que arrastrarse
hasta allí, golpear la puerta, esperar con el frío en el estómago, verlos aparecer,
besarlos en las mejillas, hablar. La última vez —no sé cuándo fue, pero mucho
antes, estoy seguro— tía Alba estaba con ellos. Papá trataba de acercársele, se
pasaban contraseñas picarescas y reían entrecerrando los ojos. Tía Alba hacía la
siesta en la habitación del fondo cada vez que venía de su quinta de las afueras.
Éramos una familia pobretona pero con parientes presuntuosos, eso hay que
decirlo. Una tarde de enero tía quemó incienso de durazno y se echó a dormir; mi
madre odiaba el incienso porque le atribuía significados esotéricos; Alba reía con
unos hermosísimos dientes blancos y firmes entre sus labios doblemente firmes y
tiernamente despectivos. Así eran, lo juro. Entonces me dijo mi padre que fuera
despacio y que sacara los palitos de incienso sin que ella se diera cuenta,
suponiendo que estuviera dormida. La pieza, era la del fondo, sí, estoy seguro,
estaba a oscuras y el perfume adentro era tan delicado como el color de los
antebrazos de Alba.
La última vez —de esto hace ya mucho—, los tres ancianos ya no hablaban del
incienso. Reían como urracas bonachonas, con ojos lagrimeantes y mejillas
acaloradas. Me sirvieron un té y hablamos, de la mejor manera posible, de todo
aquello cuya significación es siempre engorroso ubicar, charla parental, plagada de
paréntesis y reiteraciones. El té estaba caliente y tía se quemó la lengua, lo cual
provocó una pequeña algarabía —qué bien lo recuerdo— con la consecuente corrida
de ella hasta el baño para mojarse la boca y los lamentos semijocosos de mi madre,
reprochándole de paso su imprudencia.
Luego Alba volvió y habló de sus hijos y de las profesiones que éstos ejercen. Su
cuerpo, con los años, se había hinchado arriba y abajo; el pecho era ahora casi
enorme y las caderas tan grandes como hemisferios. Tras la pátina vidriosa de los
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ojos, brillaba sin embargo una vieja luz verde, una resplandeciente lucecita de
licencia y arrojo, una chispa astuta e indomable que era, a qué dudarlo, su indeleble
marca de fábrica.
En el corredor, cuando yo me retiraba ya un poco despavorido y angustiado,
ansioso por escapar de aquel húmedo calor y de aquella atmósfera de flojedad y
despropósito, Alba, tan vivaracha como siempre y pesada ahora como un carro, me
interceptó proponiéndome juguetones gestos de silencio y complicidad. "Hay aquí
algunas arruguitas, murmuraba abrazándome contra su pecho, sí, sí, ya aparecen."
El corredor une la puerta de entrada con el living a lo largo de un pasillo de unos
tres metros donde jamás hay luz, sencillamente porque mi padre olvidó una vez
cambiar la bombita. Alba, tía Alba, me había, pues, acorralado a mitad de camino
entre la salida y la sala donde mis padres vivían y viven casi durante todo el día, y
desde allí, en la oscuridad, y por encima de su carnoso hombro hacia el que trataba
ella con sus manos de bajar mi cabeza, vi a mi madre que nos miraba retorciéndose
de celos. El aliento de Alba —me hablaba en la cara— tenía un fuerte matiz acre, de
vinos rancios y digestiones dificultosas. "¿Y esta barba de días, tan áspera y
desprolija?", me amonestaba entre mimos. Vi las barritas de incienso de durazno
envaradas en un vaso estrecho sobre la vieja mesa de noche, al lado de la enorme
cama de la pieza del fondo. Tía Alba estaba acostada y sólo llevaba encima una fina
enagua de seda. Estaba acostada pero despierta, canturreando, y al verme susurró
algo juntan-.do los labios, unas palabras ininteligibles pero almibaradas, procaces,
envolventes. Me acosté a su lado y ella se incorporó para hacerme lugar, un mínimo
de lugar para un chico de diez años. Luego, advertida de que llevaba todavía el pelo
recogido en lo alto de la cabeza, aflojó la hebilla que lo sujetaba y lo dejó caer
lentamente, avivándolo con las manos. Ya no recuerdo si sonreía o hablaba, pero su
mirada era seria en la penumbra de la pieza y yo sentí fuertemente el aroma
delicioso de su pelo. Y ella, viendo lo mucho que me gustaba olería, inclinó un poco
la nuca, me dio a medias la espalda y permitió que yo acercara mi nariz y mi boca
hasta las mismas nacientes del cabello que, con sus manos, volvió a recoger hacia
arriba dejando así libre el cuello redondo y alto.
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Ah, brutal y primera erección. Por más que hagas no podrás olvidarlo, duro y fino
aún como el índice de un jovencito, tenso, limpio y venoso, sacudido por los
temblores del miedo y del placer, excitado acaso, quién sabe, por la gran culpa. Si
es que no ha muerto, me refiero a la buena tía Alba, no me desagradaría saber de su
vida. Tal vez saliendo, yendo a la casa de mis viejos pueda yo saber algo de ella y de
sus antiguos amoríos de cuando todavía era la única gran hembra de la parentela.
Pero cómo salir. Todavía estamos en el principio, en los garabatos costosos e
iniciales. Todavía vivimos en la duda. Tentaciones. Una de ellas, la de dejar,
abandonar, sucumbir; la de ser parte constitutiva del derrumbe, la de calar en el
hondo musgo fresco y tibio, en la ensortijada y sedosa pelambre oscura del jardín,
oliendo los aromas lechosos, experimentando en la carne la carnosidad porosa de la
otra carne. Y la otra, la de no ceder, la de no abandonar, la de emerger a través del
derrumbe, a través de la malla de líquenes tentaculares despegándonos de sus ven-
tosas.
Debo pensarlo cuidadosamente: pies en el piso, ajustar el pijama, echarme el pelo
hacia atrás, caminata hasta el baño, etc. Luego, abrigos. Tengo el suéter de cuello
volcado, el pantalón de paño, el gabán oscuro, la bufanda. Bajaré, entraré al bar de
Beata, compraré cigarrillos, pediré un café con leche al fiado y miraré un rato la
plazoleta. Siempre hay jovencitas con sus criaturas, lindas, firmes, melancólicas,
solitarias, buenos traseros, Dios mío.
Y entonces, armado ya de algún ánimo (quizá estemos en fecha patria, lo intuyo)
emprenda primero una caminata probatoria de mi arrojo hasta la estatua de "La
Aurora", y después, probado ya mi arrojo, sepultado ya mi sucio miedo, salga en
dirección a la casa de mis padres. Lo haré, estoy seguro; no sé si hoy, pero lo haré.
Esos pobres viejos esperan la visita de su único hijo. No soy su único hijo pero es
como si lo fuera; los otros, mis hermanos, volaron alto y lejos y sonríen ahora con
dentaduras aguerridas y blancas, con dentaduras de triunfadores en algún punto de
este mundo. Así que yo, digamos, soy el único.
He podido comprobar que el unicato es una condición absolutamente arbitraria,
independiente de cualquier intención deliberada por parte de los buenos
progenitores. De otro modo, ¿por qué ellos —hablo de mis padres— iban a esperar
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de mí un futuro brillante? ¿Qué indicio en mi persona los inclinaba hacia ese tipo
de delirios? Y yo, para ser consecuente con tales tendencias, jamás les hablé de mis
mareos ni de mi vida en el parque; jamás mencioné ante ellos mis tres grandes
amores ni mi amistad con Under. Puedo jurarlo, esa lánguida parejita de padres
vive en la total inocencia. ¿Habrían acaso soportado el hecho ominoso de que su
hijo, el único, pasara la mayor parte del tiempo tendido entre las plantas, mirando
el sol a través del follaje delicado de la primavera? ¿Habrían soportado acaso el
hecho más ominoso aún de que su primogénito —no sé si lo soy, pero vale de todas
maneras— haya sido arrastrado igual que un muñeco a este cuarto, a esta pieza de
esta casa cuya pertenencia hoy me parece más propia, o tanto, por lo menos, como
la de mi piel? ¿Habrían soportado acaso el hecho ultrajante, altamente ultrajante,
de que su pobre hijo haya sido allanado, vituperado, sacudido y humillado en plena
noche y en su propia pieza por quienes se llamaban a sí mismos los Severos
Guardianes del Orden?
¿Admitirían mi amor por la ninfa? ¿Y mi amor por Amanda? ¿Comprenderían
ellos, tan ajenos a toda pasión oscura, que mi amor por Amanda no requería de ella
una virtud proporcional a la calidad de mi sentimiento? Presiento que a veces es
mejor no salir. Todo esto, un buen día, puede escapárseme frente a ellos. Y además,
¿de qué modo podrían tolerar mi notable envejecimiento? Sólo su ceguera —porque
han de estar bastante cortos de vista a esta altura— les permitiría seguir viendo en
esta cara gris y flaca la lozanía anonadada de otrora. Qué incordio. Sigamos, de
todas maneras.
Hablábamos de Under, de la mañana famosa en el bar. Aquella mañana fría de un
otoño que ha pasado, en días próximos a una festividad patria. Lo bueno de Under
—quizá sólo bueno para él, se entiende— es que no tiene padres. Acaba de
ocurrírseme. Ni padres ni hermanos ni mujer ni hijos, si bien es cierto —muy
posible, al menos— que debió tener varias mujeres y algunos hijos, no una chorre-
ra, pero sí un discreto número. De cualquier forma, nadie que le llorara o que
padeciera su pérdida como un lánguido y miserable luto y que, al fin de todo,
debiera preocuparse por su tumba o sus cenizas, según los casos. "No quiero que mi
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vida estropee con mis asuntos la vida de los demás." Sus terribles y arrevesados
asuntos. Jamás supe, en definitiva, qué misterios encerraban sus vueltas por todas
partes, sus reuniones secretas e interminables, aquellos mensajes cifrados y todo el
absurdo repertorio de nombres falsos con que protegía y confundía su identidad.
Cuando en el otoño volvió del Brasil, Under hablaba de su propia muerte como
quien se refiere a las muelas o al reuma y, al parecer, la estaba planificando
cuidadosamente, tan cuidadosamente como se urde un negocio, un asalto o un
programa de actividades políticas. Estábamos en el café engullendo ruidosamente
medialunas y él se babeaba incapaz de manejarse con sus dos dientes de menos.
"Estuve a punto de perder también este ojo", dijo señalando el derecho. Observé
que el ojo lagrimeaba copiosamente y que sobre la comisura izquierda soportaba
una película de lagañas. No era para nada el mismo Under de los viejos tiempos.
Creo haberlo dicho pero siento la necesidad de repetirlo. Por otro lado, ¿no estaba
aquella córnea excesivamente amarilla? Después de todo, no sólo yo envejecía.
Deseo aclarar que por entonces ya vivía yo en esta pieza a la que me habían traído
no hacía mucho, aunque pasara la mayor parte del tiempo en el parque, por lo
menos todo el tiempo que me permitían pasar los vigilantes. Mi vida se me aparece
ahora, con respecto a aquella época tal vez dichosa, como vivida por otro. No hacía
gran cosa, pero una peculiar idea de intensidad poblaba abundantemente mi
nadería.
Como un ángel, si se me permite la analogía, pasaba yo las horas contemplando a la
ninfa del parque. Sentado frente a "La Aurora", recorriendo con mis ojos las
deliciosas y bien modeladas carnes de la estatua, no le temía siquiera a los
escondites del follaje. Ni me distraía —no me avergüenza confesarlo— la ocasional
aparición de alguna pareja, o de una muchacha solitaria empeñada en un paseo
vago. Por otra parte, ya podían atacarme las pandillas del atardecer que yo ni
siquiera me hubiera inmutado. Estaba sereno, si es que alguna vez lo estuve. Y la
serenidad, como es sabido, se muestra ciega para la violencia. A veces, de un modo
imperceptible, la ninfa movía ligeramente su cabeza, ya fuera que yo me ubicara a
su derecha o izquierda para mejor contemplar sus flancos. Después, las veces que
allí estuvimos con Amanda, no volvió a moverse, es cierto. Pero lo que quería decir
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—suelo irme por las ramas muy fácilmente— es que Under, el discreto, suspendió
con su arribo mis paseos solitarios; nada menos que él, él, que no quería perturbar
a nadie con sus asuntos personales. Así son las cosas.
Hay que agregar, sin embargo, que Under no apreció debidamente la calidad de "La
Aurora", cuando nos llegamos hasta la escultura aquella bendita mañana de las
medialunas chorreantes. A su juicio, Edmond había sido un torpe imitador de
Rodin, por lo tanto, el grupo escultórico había resultado una insalvable chapucería.
Pero Under —lo digo en su apoyo— visitó una sola vez a la ninfa, una sola y única
vez, esa tal mañana fría, casi helada, con un cielo parcialmente plomizo como el de
ahora, próxima a una festividad patria de gran trascendencia nacional, etcétera.
¿Diré cómo ocurrió? Haremos lo posible, nada más que eso. Cuando Under dijo
aquello del terror referido a mis mareos y agregó después aquello otro de las
pérdidas generalizadas, mencionó también su propia muerte con un dejo de
sombrío orgullo.
"Podría ocurrir —anunció— que muriera hoy mismo, y eso estaría en el cuadro de
lo previsible." Yo estaba obsesionado por su larga cara de ají negro y su boca
nerviosa, enorme y móvil, y fue probablemente por eso que presté más atención a
los gestos que a las palabras. Under no reparó en mi actitud y si lo hizo no
demostró mayores preocupaciones porque volvió a repetir, ahora en voz más baja y
como si hablara para sí:
—Podría ocurrir. Yo no me sorprendería. De no haber sido por la seriedad de sus
ojos, más bien por la seriedad de su ojo izquierdo, sano y brillante, ya que el otro, el
derecho, era como he dicho una suerte de cuajón irritado al que difícilmente se le
hubiera podido atribuir una expresividad más o menos significativa. De no haber
sido, entonces, por la expresividad seria y grave de ese único ojo, su
comportamiento habría resultado ridículo.
Todo lo que supe siempre de Under se reduce a un largo intercambio de ideas
prolongado, con interrupciones, por años y años. Antes, en la juventud lejana, él
había sido un brillante conversador no por la abundancia de sus palabras sino por
la certeza de sus juicios. Nadie, que yo sepa, supo alguna vez tanto de fútbol como
Under; Under conocía de memoria los planteles de todas las divisiones de los
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equipos en vigencia desde la misma aparición de los campeonatos profesionales.
Por lo demás, el fútbol no le interesaba gran cosa; prefería correr en las horas de la
mañana enfundado en un buzo, sudando copiosamente como un animal. Era un
fondista extraordinario. Uno de sus fuertes era la aritmética, asignatura en la que
brillaba como una estrella. Gran jugador de ajedrez, podía también pasarse las
horas armando y desarmando un mecano. Debo decir que Under caía mal al
principio; su sabiduría, su experiencia, se presentaban silenciosamente como una
amenaza de pedantería transmisible en su mirada de águila, su vieja mirada de
águila altanera, si vamos a llamar a las cosas por su nombre. Por eso quizá no
duraba en los trabajos; lo despedían o se iba por las suyas. Fue fundidor,
talabartero, oficinista y repartidor de embutidos, y en todos los casos pudo hacer
carrera y sobresalir como el más apto. Esta facilidad irreprimible, a la que él
llamaba en un exceso de conciencia crítica mi puta madrina, lo coronaba de
soledad y de sospechosa soberbia. Por fin, un día, creo que fue después de los
embutidos, dejó todo y se armó de otros propósitos. Under era un político, tenía
ideas claras con respecto a lo que debería ser la maltrecha realidad social, y esas
ideas claras, obsesivas, le impedían emprender el camino llamado del éxito. La sola
idea de competir le aterraba, sencillamente. En esos tiempos, más o menos, lo perdí
de vista. Supe sin embargo que la policía lo había apaleado y que después lo
llevaron preso al Sur, de donde escapó finalmente, vestido de campesino o de
gitana, no lo sé bien. El hecho es que nunca tuvo lo que vulgarmente se conoce por
domicilio ni nada propio que valiera algo: vivía en hoteluchos de mala muerte,
saltaba de una pensión a otra o se arrimaba, cuando podía, a los trenes de carga del
ferrocarril.
Ahora, en el bar de Beata, me confesó apretando los dientes que no era más que un
pobre individualisla sin verdaderas convicciones revolucionarias. "Soy —dijo— un
tipo arruinado, con un lío de ideas avejentadas en la cabeza." Comentó, además,
que a su puso sólo había dejado ruinas y desamparo, lo cual me pareció inmodesto,
melancólico y teatral. Y de pronto, salió con aquello:
"Me conmueve el otoño", susurró.
"Y eso qué tiene... Viniendo de Brasil.-.."
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Me clavó el ojo sano en los míos y curvó la boca en una sonrisa amarga, en una
sonrisa amarga pero emperradamente triunfal. Yo estaba aprendiendo a odiarlo en
un curso de escasas horas. "¿No te das cuenta...?" "¿De qué?", pregunté. Contestó:
"Es un sentimiento decadente".
Era un disparate. Me parecía que estaba bromeando o bien tomándome el pelo por
algún motivo que mi poco alcance no lograba atrapar. Y enseguida agregó que no se
arrepentía de nada y que ya nadie podía modificarlo ni hacer nada que valiera la
pena por su asquerosa conciencia de traidor, etcétera, etcétera.
Parapetada detrás del mostrador, Beata nos observaba en silencio, masticando
despacio con sus grandes mandíbulas blancas. Beata es una mujer mirona,
aplicada, tranquila. La enorme cara de jamón reposaba en las palmas de las manos.
Un momento antes, lo recuerdo ahora claramente, había comentado a propósito de
no importa qué circunstancia: "Se vienen los fríos". Fue entonces cuando invité a
Under a salir. "Vamos a dar un paseo", le dije, y él, vaya una maldita intuición, no
parecía querer aceptarlo. Yo quería llevarlo hasta "La Aurora", mi secreto bien.
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3
En este punto, escasamente distante del principio donde todas las penurias
convergían en un cómo empezar, me asalta ahora la tentación primera, a saber, la
del abandono. Dejar que el escombro tape al escombro y que la noche purificadora
haga por sí misma la obra que nosotros no nos atrevemos a consumar. Si todo el
bien se redujera a una salida, los caligramas de este cuaderno —excúseseme la
inadecuada apropiación— muy pronto terminarían por borrarse algún día. Pero la
salida... Veremos ¿y para qué? Sin embargo, bien sé, habría un objetivo cualquiera,
siempre es fácil inventar un fin y seguirlo a ciegas. Yo he inventado a mis padres,
tal vez con la misma impudicia e indiferencia con que ellos me inventaron a mí.
Luego, siguiendo un mismo plan de equidad y propensiones aparecieron Under, tía
Alba, los tres amores, etcétera. Pero ninguno, entiéndase bien, vale más que yo,
aquí cancelado, guardado, dudando entre el sueño y la vigilia y obstinado en las
líneas, arguméntales de este cuaderno. Ninguno.
Con todo, no hablo de mí, porque si lo hiciera, el tiempo que me ha sido concedido
resultaría mezquino, insuficiente. O mejor, para hablar de mí habría que
remontarse al principio, al balido inicial, a la vejiga amarillenta e inflada que me
sostuvo en su interior hasta que empecé a patear en procura de un reventón que
terminara con todo y empezara de una buena vez. Me voy por las ramas.
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Hagamos de cuenta que se trata de una empresa seria. No es como afeitarse o
escarbarse las muelas con palitos, no. Si yo lo dudara, juro que la sospecha
insidiosa de mis vecinos arrasaría con mis sucios jugueteos. Atisban, acechan,
huelen, carroña de humanidad y civismo. Pongamos aquí un punto.
El anonadamiento empieza alrededor de los ojos, en las órbitas, para luego
difundirse en dos direcciones opuestas, excéntrica una, concéntrica otra. La pri-
mera tiende la placidez animal hacia las comisuras, gana de inmediato los
parietales y asciende como una nube hacia la frente. La segunda, atómica, nuclear,
cubre la esclerótica con un fino telón de ceguera. Como la niebla, o como la lluvia,
pero sumémosle a ello el silencio. Un silencio óptico. Tal vez los animales conozcan
este sentimiento, y los imbéciles de la especie, o los muertos. De cualquier manera,
la tentación de permanecer en él indefinidamente es muy grande.
Hagamos algo. Entiendo que debo andar por el épsilon. O sea que falta bastante
para rozar siquiera el sigma. Ni qué hablar pues del ocaso irremediable, de la
cumbre —o abismo— que significa el psí. Serán tramos duros, escarpados, de ahí
mis vacilaciones y temores, mis pretextos. No puedo, sencillamente, retomar
nuestro paseo con Under así como así. Me deprime, no resisto hablar de su
asquerosa dentadura; de su piel de pergamino negro veteada de pliegues
blancuzcos, salitrosos; de sus turbulentos deseos viscerales indiscriminadamente
dirigidos a la pluralidad del mundo animal. No puedo hacerlo sin antes nombrarla
a ella. La Vaca Sagrada, miel y áspid.
¿En qué momento apareció, antes o después de Under; antes, después o al mismo
tiempo?
Suponen bien al pensar que no me refiero exactamente a la ninfa, ni a tía Alba, ni a
la muchachita deliciosa cuyo nombre no recuerdo pero que tenía, eso sí, tan
delicadas y puras vértebras cervicales. Hablo de Amanda, primero de los tres
grandes amores, aunque no en un orden cronológico. Debieron haberse cruzado —
quiero decir Under y ella— aquella fría mañana después del desayuno en el café de
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Beata, como no sea que se hayan visto —nada más que visto, desde luego— la
semana que precedió a nuestro paseo alrededor de "La Aurora".
Si bien es cierto, como ustedes ven, que me resulta prácticamente imposible
obtener alguna pista válida hacia ese encuentro fortuito, no lo es menos que su
elucidación aclararía aproximadamente la fecha de nuestra primera entrevista. Con
todo, a qué agitarnos. Poco importan las fechas si uno no piensa en la vieja
influencia astral y su secuela de emporcados sometimientos. Y yo no pienso, no
quiero pensar. Porque, sea como fuere, mis días con Amanda están caracterizados
por la proficuidad táctil, las exploraciones visuales y olfativas profundas, qué digo
profundas, profundísimas, y el deleite gustativo. El deleite. De tal forma que, haya
habido o no un encuentro entre ella y Under; haya o no ocurrido aquél en igual
fecha, los tiempos sensibles fueron otros, diversos por la calidad de sus naturalezas
y, si bien convergentes en algún sentido, claramente opuestos, Dios santo.
Creo disponer de dos o tres versiones de aquella aparición, verdadero coup de
foudre luego del cual incurables escoriaciones marcan nuestra piel. No, no creo que
disponga de tres versiones. Lo mejor será entonces empezar con una. Ella llevaba
un cuaderno de tapas verdes y vestía un honesto traje de calle. No era un traje de
calle típicamente salvacionista o algo por el estilo; eso hubiera sido tan
desalentador como un responso. Su vestido, llamémosle así, estaba compuesto por
una falda larga, gris, plisada, y una casaca corta en bolero del mismo tono. Debajo,
una pulcra blusa de poplín blanco, completaba el atuendo. Ni colgaduras no
gitanerías que proclamaran de viva voz hábitos licenciosos y la costumbre alegre e
imprudente de saltar de cama en cama. Su oficio de entonces, creo sospecharlo,
consistía en levantar encuestas sociales o en algo tan inútil y monótono como eso;
de todos modos poco importa, porque ella ha hecho de todo en su vida; tan inquieta
es, digamos. Una mujer vivaz, de larga mirada profunda, de ojos perezosos, vean
ustedes, y sin embargo tan activa, tan inquieta, con aquellos ojos violetas, creo que
eran violetas. Ojos de párpados densos y extendidos horizontalmente no hasta el
punto de parecer una belleza oriental porque no podría decirse que lo fuera, pero sí
hasta el punto de parecer irremediablemente atractiva. Bien, el caso es que nos
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conocimos y nos pusimos a caminar juntos no habiendo nada mejor que hacer en
aquella ocasión. Entonces era yo un gran caminante (creo haber omitido ese
detalle), porque el ejercicio de las caminatas volvía valioso cualquier rincón
miserable cuando, al fin de un largo tramo (digamos un día, un día y medio) las
piernas ya no daban más y uno sólo quería caer y caer. Así fue que caminamos un
día entero sin que ninguno de los dos diéramos muestras de cansancio. Siempre
que nos deteníamos era porque ella decía conozco un sitio muy tranquilo para
tomar algo, pero como yo respondiera hay otro que supongo mejor una o dos
cuadras más allá el raid continuaba. En fin, cuando llegó la noche estábamos en el
parque, cerca de la estatua de "La Aurora", en un café que no era el de Beata pero
que se le parecía bastante. Había cortinitas floreadas en las ventanas, y las mesas
eran redondas con tapas de cartón prensado.
Ella habló primero. Dijo algo acerca de los placeres sencillos y de inmediato se
refirió al franco entendimiento de las personas cuando en ellas queda un gramo de
cristianismo o de budismo o de cualquier otra religión humanista y piadosa. Yo
asentía; primero porque estaba cansado, segundo porque muy poco o nada sé de
religiones y, tercero, porque ante las mujeres, máxime ante ciertas mujeres, soy
terriblemente parco. Y Amanda, como digo, tenía aquel par de ojos violetas, creo,
de párpados largos y ligeramente densos. Por otro lado, era una mujer grande y
sólida. Y yo estaba en la época en que me conmovían las mujeres grandes y sólidas.
Todo eso ha pasado. Qué miseria. Muy pronto también pasó la insustancial pero si
se quiere encantadora charlatanería a propósito del beneficio de las religiones en
las costumbres humanas. Empecé por confesar mi agnosticismo, palabra que tuvo
su efecto porque tan pronto como la oyó hizo silencio y me miró de un modo dulzón
y distante. Luego dije, para no agobiarla, que si bien sentía una cierta aversión por
los curas y sus prácticas, ésta no llegaba, gracias al mismo relativismo que
profesaba, a configurar una verdadera fobia. Creo que ni relativismo ni fobia fueron
términos demasiado felices, porque pestañeó con fuerza y yo volví a caer en el
campo privilegiado de sus anchas y distendibles pupilas. Pero me equivoqué,
porque de inmediato comenzó a sonreír con indulgencia y a mirarme como las
madres miran a sus criaturas cuando éstas, de pura casualidad, hacen una gracia
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inocente, producto de su ignorancia. No importa, dijo, no importa todo eso. Lo
bueno es no ser ateo; todo lo otro es válido en la medida que no te lleve al ateísmo.
Me sentí reconfortado, allí había alguien capaz de tolerar mis torpezas, de justificar
mis carroñas, de ver blanco donde yo era negro. Ah, corazón de madre. Qué
íntimos nos pusimos entonces, mientras la madrugada de otoño tendía su tul
liviano, pálido, fino como la pata de una hormiga en un trozo de vidrio.
"De chica jugaba con los botones de mi saco —decía ella—; los tocaba y después me
los llevaba a la boca. Les daba brillo con la lengua."
Hubo otras confesiones minúsculas en las que supimos precipitarnos. Y ella,
relamiéndose, me preguntaba:
—Ah. ¿Pero hacías eso?
—Y sí —contestaba yo. Ningún crimen del cual avergonzarnos a excepción de
admitir que los dos habíamos empezado a masturbarnos alrededor de los once
años; nada que pudiera producirme vértigos, en verdad. Sin embargo, ciertos
detalles magnificados quizá por la hora, o mejor por la influencia que la hora
ejercía sobre mis párpados, me resultaron alarmantes ya que, pertenezca esta
observación al orden de mis manías o no, confirmaban una suerte de coincidente
continuidad en el carácter de mis relaciones con aquellas personas a las que, ya
fuera por una razón u otra, suelo manifestar un apego inmediato.
En el caso de mi querida Amanda, Vaca Sagrada y Áspid, neutralizadora de mis
horrendos vértigos y encarnación de La Ninfa, nada hubiera podido sorprenderme
tanto como el viraje que, en, el curso de la noche, hizo desde su defensa de la
religiosidad severa a la charla pueril y traviesa, mechada de miraditas frívolas y
licenciosas. Porque, en efecto, ¿qué peligrosa elasticidad habría, capaz de permitir
semejante convivencia de caracteres en un temperamento que al principio me
había parecido quizá demasiado entero, de una sola pieza y más bien obstinado en
ciertas categorías espirituales no fácilmente compartibles?
Qué peligrosa elasticidad habría, digo, que diera lugar ahora a nuevas y
desconcertantes mutaciones y cómo, en el espacio de ese cambio, podría yo mane-
jarme con alguna felicidad. Esto es fundamental. Porque algunas variaciones de
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ánimo iban acompañadas de sutiles modificaciones fisonómicas, no meramente
expresivas, que afectaron primeramente la calidad específica de su mirada, una
mirada que se admitía justiciera y sabia, violeta como una tempestad sofocada y
que luego se tornó en violeta anodino, casi esquivo, algo más húmedo y chispeante,
pero del todo superficial. También la boca, si vamos a ser francos. El labio inferior,
borde de tiernas promesas, se aniñó sumiéndose bajo el imperio del labio superior,
ansioso y brillante de saliva. Reconozco, sin embargo, que la verdadera revelación
no se había operado todavía en su faz menos esperada.
Admito que la mujer, todas aquellas que yo conocí, por lo menos, presenta con más
frecuencia una inclinación marcada por las mutaciones que las que puede
presentar el hombre. Sólo que Amanda no era, no es, una mujer como todas y ni
siquiera como todas las que conocí, empezando por mi madre. Porque, en efecto,
qué quiso significar cuando, mucho después, ya en la cama de mis grandes
ilusiones de perezoso, se acercó a mi oreja para murmurarme que debía volver a
salir, por lo cual se veía obligada a dejarme solo en plena noche ya que, lo
recordaba ahora de pronto, un trabajito había quedado pendiente. Qué quiso
significar, me preguntaba yo entonces porque ya no me lo pregunto hoy, eso está
claro, pero entonces, imaginen, en nuestra primera noche, cuando terminaba de
salir de su cálido y acolchado estuche por primera vez en la vida. Yo no lo sabía
entonces, pero puedo jurar que aquella tercera develación de su persona fue entre
todas la más siniestra, la más terrible, la que, en definitiva, despertó en mí
sospechas oscuras y disparatadas, de esas que parecen absurdas a la luz del día.
Me pregunto ahora si mi indolente afectividad —me deslizo, me dejo arrastrar,
como vulgarmente se dice— estará condenada a apegarse a la caprichosa y posesiva
afectividad de los mulantes. Dios, nada hay más complicado y engorroso que el
amor. Porque podría uno preguntarse con todo derecho qué relación sensata habría
entre esta mujer de la que hablo (la fanática, la pueril y la siniestra) y aquella otra
que más tarde buscaba organizar una vida familiar acomodándose a los modelos
incorruptibles y grises, a los modelos cuya sustancia parece abrevar fuera de este
mundo. Según su proyecto, la pareja debía transformar su ruinosa monotonía en
pequeñas secuencias de placeres inofensivos, así como sus pocos momentos de
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verdadero placer —suponiendo que los haya— en experiencias excepcionales y pri-
vilegiadas. Es cierto que tal organización no llegó nunca a concretarse, pero juro
que lo decía como el más inmediato de los planteos en medio de una serie de
planteos impracticables. Yo la miraba anonadado. Qué imaginación demostró tener
entonces: "La pieza va a estar hecha un chiche —prometía—; cocinaré cosas ricas y,
a la noche, con todo en orden, te esperaré con la mesa tendida".
Yo, suponía ella, llegaría de mi trabajo fresco y animado, gracias a la convicción de
haber hecho una elección justa. Así es que llegaría dispuesto a comer acompañando
la mesa con charlas amables que prepararían luego el clima del café y de la
televisión.
Porque miraríamos televisión, a qué dudarlo. Al fin, claro está, después de las
abluciones nocturnas, nos meteríamos en la cama. Y yo, básicamente crédulo por
entonces, devoraba aquellos delirios con la misma fruición que ponía en tragar los
postres de limón y chocolate preparados por mi madre. Qué vida.
Diré, tan sólo para precisar, que después de nuestros escarceos infantiles en el café
que tenía las mesas de cartón prensado y ya en el último tramo de la que fue
nuestra primera noche, caminamos todavía unas cuadras, muy juntos ahora,
surcando el costado norte del parque, en la calle solitaria y fría y de interminable
perspectiva. El frío que parecía surgir como un aliento de la frondosidad, hizo que
yo me arrimara a Amanda buscando el abrigo y la protección de su cálido costado,
búsqueda a la que ella respondió tierna y asistencialmente pasándome el brazo por
el hombro, exactamente como lo hubiera hecho un viejo cámara da.
Incesantemente, a pesar del sueño y la pereza me preguntaba yo qué haríamos
ahora y adonde iríamos a terminar, en qué agujero al amparo de los vientos y de los
policías que custodian la moral pública. Pero me lo preguntaba, hay que decirlo, no
como una verdadera preocupación sino más bien como una curiosidad, curiosidad,
por otra parte, ociosa, formulada en mi interior a la manera de un juego de ritmos
versificados y a veces como una musiquita reiterativa tomada de algún tema
popular. Y esa pregunta me entretuvo durante el camino.
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Después cruzamos la plazoleta —que por entonces yo sólo conocía de vista— a la
altura del monumento a la madre campesina, flanqueamos la fuente cuyo ángel
desconocía yo que fuese un Della Robbia o algo parecido a eso, y cruzamos a la
vereda de enfrente. Según creí entender, aquella era su casa sólo a medias, o en
parte, casa —habitación más que casa— de la que disponía a gusto pero no de
forma permanente. "En tiempos difíciles como éstos —comentó mientras metía la
llave en la cerradura de la puerta de entrada— siempre conviene tener más de un
rincón." Me pareció crítico, por no decir descabellado, pero a esa altura de la noche
no me sentía capacitado para hacer grandes comentarios, grandes elogios o
grandes preguntas. Me daba lo mismo un rincón u otro con tal de que en cualquiera
de ellos hubiera una cama decente en la que estirar los huesos. Y la había, por
supuesto.
De modo que lo primero fue la puerta, donde la llave giró dos veces en el tambor de
la cerradura, y de inmediato dos escalones y un corredor oscuro y largo. No pude
precisar en qué piso se detuvo el ascensor, pero el nuevo corredor era también
largo y oscuro con el agregado de un par de curvas confusas y el agravante del piso
desnivelado. Por ahí me torcí el tobillo y más allá estuve a punto de caer, pero ya
estábamos ante la puerta del cuarto que Amanda procedió a abrir lentamente. Una
vez adentro encendió una lámpara. Era un velador de pie de mármol veteado con
una bombita de cuarenta bujías envuelta en una pantalla naranja y dispuesto en la
mesa de noche, a la derecha de la cama, de esta misma cama, digámoslo.
La luz desnudó parcialmente el centro de la pieza replegando la sombra a los
rincones. No había nada fuera de lo común, a pesar de la excesiva limpieza y del
hecho de que todo apareciera tan pulcramente dispuesto. La cama era esta misma
cama, con los pies apuntando al baño y el lado izquierdo paralelo a la ventana; las
sillas —tres en total—, no eran sino estas mismas sillas forradas en cuerina verde;
allí estaba esta mesa y también este ropero. "Sí, habíamos entrado al lugar donde
todavía estoy, esclavo quizá de mi pereza, de mi pasión o de mi absoluta falta de
pasión, sólo que era la primera vez —la primera noche— y las cosas resultaban
alentadoras y novedosas como en tiempo de vacaciones.
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Sin vacilar, sin preocuparme por las formas y vestido como estaba, me eché en la
cama que, oh bendición, se hundió suavemente como un bote de goma en el agua.
Hubiera resultado innecesario y engorroso, a esas horas, deshacernos en cortesías,
máxime cuando el sueño y las confidencias nos habían hecho almas gemelas.
Por eso, Amanda —asumiendo ahora lo que podríamos llamar su faz mundana y
social, pero en lo que estas dos categorizaciones tienen de impudicia y tolerancia—
dejó que yo me extendiera cuan largo soy y cerrara por un momento mis irritados
párpados, mientras que ella, canturreando por lo bajo tonaditas alegres, iba
librándose de sus prendas sin ninguna urgencia, y a medida que lo hacía plegaba la
ropa y la colocaba sobre la mesa. Cuando estuvo desnuda —vi también que había
aflojado la espesa cabellera roja—, su gran corpacho blanco pasó frente a mí en
dirección al baño, con la densidad y la soltura de una madonna fresca, habituada a
moverse como los animales, rápido y en silencio sobre sus pesadas piernas de
campesina. Ya en el baño oí el ruido del agua del lavabo y la escuché hacer buches,
diez o quince, según alcancé a contar. Dios mío, me sentí como un miserable conejo
acorralado por un lobo.
Cuando salió del baño —juro que era La Ninfa desprendida de su pedestal— fue
inútil que yo me fingiera dormido. Se aplicó cuidadosamente a sacarme primero los
zapatos y después los pantalones, preguntándome con voz de terciopelo si aquello
estaba bien o si podía estar mejor, y si esto era así o de algún modo distinto, si no
representaba para mí un esfuerzo suplementario levantar las piernas horizon-
talmente y luego flexionar las rodillas y si no consideraba ventajoso librarme
también del gabán y, por supuesto, de la camisa, etcétera. A todo lo cual contestaba
yo con suaves gruñidos soñolientos, dispuesto ya a caer en medio de aquella oscura
fosa, fosa rojiza de bordes blandos y húmedos tapada por un amoroso bosquecillo
de seda negra.
Cuando me desperté, su boca aplicada a mi oreja murmuraba aquel mensaje
siniestro, indebido, mensaje al cual aún hoy pretendo restarle toda realidad:
"Tengo que terminar un trabajito, lo siento". Aunque, reflexionando sobre la
cuestión creo que en verdad oí decir vuelvo pronto estás en tu casa amor. De todos
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modos, oí otra vez el ruido de la llave en la cerradura, sus botas en el piso, los pasos
en el corredor, el ascensor llegando y después, silencio total. Me dormí rápido.
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Robustas mujeres de piel mate, cuellos cortos, redondos; cabezas pesadas y anchas;
ojos horizontales, adormecidos, soñadores o estúpidos; pechos como melones;
vientres altos, curvados como el medioperfil de un bombo; traseros abultados, fir-
mes, de nalgas protuberantes; piernas algo arqueadas, gruesas, de corvas marcadas
y pantorrillas salientes. Sólo a mujeres de ese tipo amó Under, y amar no es la
palabra adecuada. Nunca creyó en los sentimientos ni en los gestos físicos que
componen el ceremonial del amor. El quería entrar y salir, nada más que la fricción
y, en ocasiones, el juego de manos, la violencia, el castigo demencial. Las molía a
golpes, literalmente. No quería saber nada con señoritas. En el fondo les temía,
intuyendo quizá el poder superior que guardan algunas de las más débiles señoritas
de este mundo.
Prefería a las sirvientas, muchachonas sumisas, sufridas, analfabetas o algo
alocadas. A las que, cuando padecía una de sus crisis de impotencia, se daba el
gusto de aporrear de lo lindo, compensando de ese modo "la burla humillante de su
naturaleza".
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En Brasil tuvo una; venía casi todos los días y hacía la limpieza en su cuartucho
miserable. Under permanecía echado en el catre, despatarrado, fumando un
cigarrillo tras otro. La mujer, era una mulata, sacudía la ropa, abría la puerta y la
ventana, pasaba el plumero y barría el piso bajo la mirada firme y obsesiva de
Under. Eran sus mejores momentos, los que añoraba a su regreso. A media
mañana, la mujer tomaba un respiro y Under la hacía subir al catre; la muchacha
acudía obediente, callada, esperando órdenes. Un día, él sufrió una de aquellas
crisis. Había viento cálido y se oía el quejido angustioso de las bisagras de la
puerta; Under llamó a la muchacha, ésta dejó la escoba, se desvistió y subió al
catre.
Pero todo fue inútil, no había manera de lograr una erección. La muchacha tuvo un
acceso de risa, tal vez sólo le causó gracia que aquel hombrón luchara en vano.
Under le preguntó de qué se reía y ella no contestó, apenas sabía hablar, sólo
mostraba los dientes y gruñía. Under le dijo entonces que se preparara a llorar y le
propinó una paliza formidable.
La mulata abandonó la casa arrastrándose, llena de magullones y con la cara en un
estado lamentable. Under la oía alejarse gimiendo y llorando y maldiciendo.
Entonces pudo aliviarse con sus manos y se quedó dormido. Un golpe violento, que
atribuyó a la tormenta, lo sacó del sopor una hora después. El cielo estaba negro y
empezaban a caer las primeras gotas de una lluvia que duraría toda la noche.
Under se incorporó ajustándose los pantalones y se encaminó a la puerta. En el
contraluz morado de la tormenta el contorno de un hombre ocupaba buena parte
del vano; era un negro alto, de musculatura concreta y motas blanquecinas.
Llevaba puesto un pantalón de género ordinario y un saco de pijama. En aquella
oscuridad era imposible distinguir su rostro, pero el negro se identificó como el
padre de Trinidad, Trinidad era la mulata aporreada, su hija del alma, dijo el negro.
En ese preciso momento estallaron dos truenos y se precipitó el vendaval. Under
preguntó qué buscaba y el negro lo derribó de un puñetazo; Under dijo fuera y el
negro le aplicó una patada en el vientre; Under gritó y trató de incorporarse, pero el
negro volvió a tirarlo a golpes. Under pensó en la muerte y la boca se le llenó de una
espuma verdosa y amarga; el odio hubiera podido levantarlo de allí pero el negro
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parecía tener mucho más odio que él, o, por lo menos, un odio de más elevado
voltaje. Under sintió que le rompían el brazo, que le aplastaban los ojos y le
hundían las costillas. Después, cuando la lluvia caía batiendo el techo como si se
tratara de una cerrada descarga de fusiles, otros negros entraron y entre todos lo
llevaron al catre, lo volvieron de cara, le bajaron los pantalones del pijama y lo
violaron una, dos, tres y cuatro veces.
Esa fue su aventura tropical, su temporada de relumbre y miseria, su vida oscura en
Brasil. Vaya locura. Aquello pasó en Brasil, pero, según su memoria, las cosas no
quedaron ahí.
Cuando cesó la lluvia, dos días después, Under remontó de su infierno y cargó la
pistola. La tierra parecía hollada por los puercos, rezumaba calor y olores dulces.
Under dejó su casa y salió en dirección a la villa más próxima. La humedad
ascendía del lodo a los palmares y caía de éstos en forma de espeso rocío. Los
chicos jugaban en el barro, las mujeres fregaban la ropa tumbadas de boca sobre el
borde de los piletones, el aire zumbaba embalsamado de perfumes graves,
orgánicos. Under caminaba como un atleta, sabiendo de antemano que estaba
marchito, que habían quebrantado su orgullo, que era menos que una pobre puta,
pero que, a la postre, era él mismo, dueño de su terror y de su furia, ciego pero cal-
mo como un justiciero, como un hombre de honor, si cabe la expresión. Iba a
borrar la mancha aunque nada en el mundo pudiera ya quitarla de donde había
sido impuesta. La venganza, a fin de cuentas, es un gesto inútil pero inevitable y
como tal no admite historias. Se pone en marcha a través de la conciencia estrecha
y sigue adelante, sólo exige que la conciencia se estreche, se afine, se limite, es todo
lo que en verdad exige. Iba a borrar la mancha, la mancha que quizá ni la muerte
borre.
"Yo caminaba como Gary Cooper en A la hora señalada, con las piernas tensas,
bien afirmadas en el suelo, ligeramente separadas aunque quizá por un motivo muy
distinto, admitamos."
La casa de Trinidad era un rancho como los demás; iguales paredes, igual techo.
Under llamó a la puerta invocando el nombre de la mulata. Temblando, la misma
Trinidad salió a atender. Under la hizo a un lado y entró. Suelo de tierra apisonada,
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muebles viejos, amontonados, paredes cubiertas de retratos y santerías. Un olor
acre a sudor se mezclaba con el olor del guiso. El ambiente estaba en penumbra. Un
solo ventanuco dejaba filtrar al interior la luz radiante y ciega de la mañana. Under
se llevó por delante una silla de paja que rebotó en la pared produciendo un ruido a
madera seca; dio cuatro pasos rápidos y se metió en la pieza donde el negro grande,
el padre de Trinidad, reposaba despatarrado en el catre. Vestía una camiseta sin
mangas y llevaba puesto el pantalón pijama. Under dijo buenos días y el hombre
tuvo la relampagueante idea de brincar hacia el costado de la cama, hacer tierra y
saltar quizá sobre Under, pero el hecho es que sólo movió las pupilas dejando en
blanco buena parte de sus ojos. Al decir buenos días Under disparó tres veces y las
balas fueron a enterrarse en el duro abdomen del negro. Trinidad gritaba en la sala.
Under la tomó de los pelos y la arrastró a la calle. Quería saber quiénes eran los
delicados amiguitos de papá, quiénes eran y dónde estaban en ese momento, ya
fuera en sus casas o en sus trabajos, donde sea que se les pudiera encontrar no al
mediodía, no a la tarde, no a la noche, no mañana, sino ahora mismo, que quede
claro, ahora mismo, así que al trote que hay mucho que hacer, que los vecinos se
encarguen del muerto y que preparen la fiesta, usted y yo, vamos a buscar a los
chicos amigos de papá.
Los chicos negros amigos de papá estaban jugando felices a la pelota en un potrero
al borde de la villa. Eran tres y llevaban los lustrosos torsos desnudos. Muy
probablemente habrían oído los disparos, pero los disparos eran frecuentes en la
zona, así que siguieron jugando a la pelota en su picado de tres, pródigo en
exquisitos malabares, gambetas y cabeceos hasta el mismo momento en que llegó
Under sujetando con su mano izquierda a la pobre y aterrada Trinidad. Y mientras
los chicos jugaban —tendrían veinte años— cerca de allí se oía un disco de Alternar
Dutra. El disco era melódico y la mañana radiante, el cuadro de los muchachos
jugando tenía algo de aéreo en sus vuelos vitales en medio de un terreno sudoroso,
donde la humedad se levantaba en forma de niebla esfumando las piernas de los
futbolistas. Además Trinidad no era una fea mulata, era más bien una muy linda
mulata cobriza, con grandes probabilidades de llegar a los cuarenta en forma,
ancha pero todavía fresca. Under debió entonces sospechar que su conciencia
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vengadora empezaba a jugarle una mala pasada, ya que dejó de ver lo que veía y
miró a quienes habían hecho de él algo mucho más lamentable de lo que podría
hacerse de una pobre puta, y no vaciló. Los primeros cuatro disparos dieron en dos
de los jugadores que, luego de una sorprendida y sorprendente cabriola, cayeron en
la niebla embadurnados en su propia sangre. El quinto y sexto balazo Atravesaron
el pecho y la cabeza del tercer muchacho bastante antes de que el pobre entendiera
lo que estaba ocurriendo en aquel lugar tan familiar e idílico. Así fue que cayó de
espalda, con la boca y los ojos abiertos en tanto la sangre se desprendía a borboto-
nes de su frente. Under nunca había matado a nadie, pero aquella mañana se
despachó a cuatro personas en menos de media hora, lo cual también a él, desde
luego, empezó a parecerle irreal y liberador, tan irreal y liberador como un sueño
donde el ejercicio de todas las libertades tenía lugar sin la conciencia del dolor.
Tomó, pues, a Trinidad de la mano y se la llevó a su casa. Trinidad temblaba como
una hoja pero era incapaz de gritar. Seguía temblando todavía mientras hacía la
valija de su patrón. Under debió dudar entre llevársela (pero dónde) y dejarla, pero
al fin optó por irse solo.
¿Habría matado realmente a esas personas? Nadie jamás pudo probarlo después de
aquella mañana en el bar de Beata, próximos como estábamos a una gran fecha
patria y próximos a nuestro paseo hasta la estatua de "La Aurora". Sea como fuere,
no hubiera deseado escuchar esa historia, ni sospecharla ni inventarla. No hubiera
deseado tampoco aquel encuentro con Under, del mismo modo que no busqué su
aparición ni participé activamente en los hechos posteriores a nuestro desayuno.
Mis planes de vida, llamémoslos así, buscaban desesperadamente el lado opuesto,
la negación última de aquella otra vida, vida de perro si la hubo, vida vagabunda
quizá como la mía pero tan distinta, tan diversa en su contenido y en sus objetivos.
Under, lo creo, conocía demasiado bien sus objetivos y actuaba con una particular
impudicia. Era admirable, en algún sentido estrictamente limitado, se entiende.
Pero su parte admirable era infinitamente menor que el resto en nada admirable.
No sé por qué debo hablar de él, no sé por qué desde hace horas lleno este
cuaderno con su nombre y sus historias como si su nombre y sus historias tuvieran
para alguien una especial importancia. Acabaremos con esto muy pronto, quizá
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cuando golpeen la puerta, cuando yo abra y alguien entre, tal vez ella, o Beata, o
alguna otra. O bien un tipo, algún loco perdido que no tenga nada mejor que hacer.
Cruzamos primero a la plazoleta con un andar despacioso, como si la simple
mecánica de caminar se hubiera transformado en una actividad delicada y
sometida, vaya a saber por qué arbitrio, a la deliberada elección de cada paso, y una
vez allí nos detuvimos un momento junto a la fuente con el ángel Della Robbia. Era
una mañana fría, seca ahora que soplaba el viento oeste, y los charcos que había
dejado la lluvia en el pavimento se rizaban suavemente en la superficie. Las
palomas picoteaban aquí y allá buscando pequeñas inmundicias, granitos o trozos
de cal. Una madre joven, tocada con una cofia de lana, llamaba a su hijo. El chico
corría detrás de las palomas espantándolas con briosos movimientos de piernas y
brazos. Pero las palomas no se preocupaban demasiado: emprendían un breve
vuelo, apenas un aleteo instintivo y volvían a posarse sobre las lajas del piso.
El chico ululaba, saltaba, daba brincos, reía. Llevaba un pantalón largo de lana, un
suéter y una campera corta. Sus manitos se destacaban nítidas en el aire puro y
plomizo; debería tener unos cinco años. Al fin, la madre dejó de llamarlo, eligió un
sector seco en uno de los bancos de mármol, se sentó y encendió un cigarrillo.
Llevaba un libro y una bolsa de hacer las compras; dispuso la bolsa y el libro a su
costado, cruzó las piernas enfundadas en pantalones, dejó que el brazo izquierdo
reposara sobre el muslo de su pierna derecha y fumó sosteniendo el cigarrillo con la
mano derecha, una mano pálida, larga, semejante a la mano de... Una mano
semejante en todo caso.
Y al fumar juntaba los labios y levantaba un poco la barbilla, una barbilla
ciertamente orgullosa y delicada, en todo de acuerdo con los estrechos huesos del
cráneo: finos y bien modelados maxilares, órbitas de arcos cerrados, sutilmente
dibujadas bajo la piel tersa, de un tono carne pálida apenas azulenca. Imaginé la
transparencia de sus pequeñas vértebras cervicales, la insinuación pudorosa de los
omóplatos, la elegante longitud del húmero.
Parecía aburrirse o soñar, al tiempo que no quitaba del niño su mirada vigilante, al
tiempo que no dejaba de sostenerse en una apostura que sólo puede nutrirse de
una insensata seguridad, de una irracional y absurda valentía que poseen quizá
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únicamente las mujeres jóvenes y bellas, madres por añadidura. Qué razón habría,
si no, para no curvar la espalda de cansancio, para mantener la cabeza suavemente
reclinada pero cómoda, qué razón, me pregunto. Miré a Under, a mi lado. Expuesto
a la impecable limpieza de la luz de otoño parecía un indio viejo, de pelos escasos y
enmarañados, cutis correoso con visibles retículas de desgaste y fisuras blanduzcas,
largas, atravesando el rostro en puntos extremos. Con los ojos hundidos en cuencas
demasiado profundas y bordeadas de venas, aquella cara descarnada, cara larga de
pan flauta tostado, resultaba tan cómica como inquietante, cuando no
desoladamente triste. Trinidad, pensé recordando a su víctima brasileña, Trinidad,
y creí descubrir en la fisonomía de Under el desencanto melancólico de los
asesinos. Y si es que en verdad era un asesino, nadie sospechaba que yo compartía
mi asiento con un monstruo vengador, nadie. Podíamos aproximarnos a la joven
madre y entablar con rila una charla a propósito de chicos y palomas y la muchacha
jamás sospecharía que uno de sus interlocutores había matado a cuatro hombres y
que, entre todas sus desgracias, había sido además violado como una doncella.
Volví a mirar a Under: el ojo sano estaba surcado en la esclerótica por finos trazos
rojizos casi convergentes con respecto al centro de la pupila. La nariz larga, de
montura estrecha y propor-cionalmente ancha en la base, desnudaba sin
ocultamientos una sensibilidad nerviosa, otrora exquisita. La barba de días ponía
en sus mejillas negras y hundidas un tono gris, sucio, de abandono. Éramos viejos y
ni siquiera añorábamos la escandalosa juventud. Añorábamos algo, otras cosas,
pero no exactamente la juventud. Luego, la juventud así llamada, la juventud alegre
y audaz, ésa no había existido.
La- madre dejó el banco y llamó al hijo. El hijo estaba acuclillado, observando algo
entre las losas. Era un chico que tenía una hermosa cabeza de pelos rubios y largos
volcados sobre la cara. La mujer se acercó a él y, sin agacharse, miró hacia donde su
hijo miraba. Tuvieron un diálogo breve, apuntado por la rotación del niño que
levantaba la cabeza para mirar a su madre y la volvía a la posición originaria para
seguir observando lo que le había llamado la atención. La madre metió el libro
dentro de la bolsa de hacer las compras, introdujo el antebrazo en los aros del
sostén de la bolsa y dijo vamos Alejandro, no ves que está muerto pobrecito. El
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niño preguntó ¿muerto? dos o tres veces sin dejar de mirar ahora aquello que
estaba muerto y que, a partir de la confirmación de su madre, le resultaba mucho
más grave y novedoso. Seguro, afirmó ella. Estaba erguida, cruzada ahora de
brazos, mirando lo que el niño miraba en una suerte de espacio silencioso en el que
ellos, la madre y el hijo, eran las dos figuras esenciales, consistentes pero también
ligeras, equilibradas en un campo profundo y mudo. El gris azul de las losas (un
gris azul que incluía las variaciones pardas y ocres no como oposiciones cromáticas
sino como delicadísimas degradaciones) reproducía en un tono más áspero y
granuloso el aire plomizo y celeste del cielo, claramente visible entre las ramas
negras y vacías de los árboles.
No quise mirar a Under, inmóvil también él a mi derecha, el perfil congelado, roído
por la atmósfera invasora —por el espacio que crecía alrededor de nosotros—, preso
en la dirección propuesta por el grupo que componían la mujer y el niño. La mujer
volvió a decir está muerto pobrecito. Y el chico preguntó ¿muerto? pero sin volver
la cabeza hacia arriba y atrás en busca de los ojos de su madre, como lo había hecho
un momento antes. Alejandro, no lo toques, dijo la madre. El chico había extendido
el dedo índice de su pequeña mano derecha, una mano rosada y fresca como un
damasco, pero volvió el dedo al puño y guardó el puño entre el vientre y las piernas
ocultando ambas manos de todo roce. Habrá caído de un árbol, dijo la madre; oído
lo cual, Alejandro levantó la cabeza de largos cabellos rubios volcados sobre la
frente y miró el ramaje vacío de los árboles. Después, la muchacha lo tomó de un
brazo obligándolo suavemente a partir. Vamos, le dijo. Era visible que el chico no
deseaba irse todavía. Por cualquier motivo que fuese, necesitaba seguir observando
aquello que estaba muerto y que, presumiblemente, habría caído de un árbol, dos
circunstancias que Alejandro buscara acaso relacionar con una tercera, origen de
todo y clave del misterio.
La mujer se movía ya en dirección a la estatua de la madre campesina, despacio y
distraídamente, con ese andar suelto y despreocupado que parece indicar muy bien
que el hecho fantástico de estar en la tierra sometido a un presente cuya virtud
suele ser desconocida, no merece interrogantes ni desvelos mayores que los que
ofrece la eventual curiosidad de Alejandro. La mujer, entonces, se movía despacio
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pero irrevocablemente resuelta a no ceder, a no volverse, resolución que encajaba
perfectamente con su apostura serena y bella y con la concreta y delicada arqui-
tectura de sus jóvenes huesos. Por fin, el niño echó una última mirada a aquello que
tanto lo había sorprendido, se incorporó, miró vina vez más y dio un trote alegre y
jovial en línea recta hasta donde la madre lo estaba aguardando. Cruzaron la calle
en el cruce del ángulo Este de la plazoleta y siguieron camino por la larga vereda
del parque, hacia abajo, hacia el Sur. Under y yo dejamos el asiento al borde de la
fuente con el ángel Della Robbia y fuimos a ver, allí entre las losas, aquello que
había estado observando el niño.
Era un pájaro esbelto como un hornero —tal vez fuera un hornero— y estaba
tendido al pie del árbol, entre briznas de ramas menores, hojas amarillas y papeles.
Tanto el cuerpo como el plumaje, marrón y terso, estaban intactos, pero en la
pequeña cabeza no mayor que una nuez se advertía la presencia de un agujerito
negro localizado exactamente encima del ojo izquierdo. El agujerito era oscuro y
rojizo con reborde de plumas húmedas, aunque la sangre de la órbita se había
coagulado y puesto negruzca. A juicio de Under, le habían tirado con un rifle de aire
comprimido no hacía mucho tiempo. Se inclinó como antes lo había hecho
Alejandro y tomó al pájaro por el extremo de una de las alas; la cabeza del animal
cayó suavemente de costado y Under lo volvió recostándolo sobre el lomo. El
cuerpo conservaba todavía la tibieza y la elasticidad de la vida que acababa de
perder. Pude verlo claramente posado en la rama más alta del árbol —que no era un
ciruelo— cantando al amanecer de ese día como lo había hecho seguramente el
atardecer de la víspera, quizá entonces en el ciruelo finamente delineado sobre un
tapiz de luz tenue por efecto seguramente de la limpieza del aire en la última hora
de la tarde. La claridad contra la que se destaca la rama permite detallar el perfil de
sus nervaduras menores empenachadas de hojas negras, trémulas, transparentes.
La atmósfera exhibe la variante del espectro en una irisación que puede ir del
celeste al malva en el rápido curso de una ojeada. El pájaro estira el cráneo no
mayor que una nuez y tiende el cuerpo horizontal girando apenas hacia el naciente.
Pero es ésta la segunda visión de lo imaginario y no otra cosa; la tercera, posición
de un tirador emboscado en alguna terraza, constituye la búsqueda frustrada de un
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 47
niño (Alejandro) al mismo tiempo que la irremediable constancia de una sospecha,
de un temor mecánico nacido al abrigo de una visión anterior y llevada a cabo
durante la observación de un cuadro profundo y nítido, compuesto por una joven y
su niño rubio en la plazoleta donde Under y Pablo, sin saber muy bien qué hacer,
sin entender demasiado el sentido último de este reencuentro al cabo de los años,
dudaron ante la idea de seguir adelante.
De todos modos, ¿por qué no seguir? Frente a una común carencia de objetivos,
hubiera sido tan válido como permanecer allí. Tan válido como absurdo. Si
hubiéramos optado por lo segundo, habríamos vuelto al bar de Beata para mirar
ociosamente la calle desde la ventana. Beata nos observaría con su afable sonrisa
silenciosa y quizá nos trajera una ginebra en dos vasitos limpios y pesados.
Hablaría acaso del tiempo, de la fecha patria y de la muerte civil, pero sería como
escuchar la voz dulce e inconsecuente del hogar, su ronroneo desgastado por la
rutina familiar y el tema fastidioso y amoroso de lo inmediato. Después, con un
poco de suerte, Under me tendería su mano asesina y nos despediríamos hasta
cualquier otro momento ubicado vaya a saber en qué nublada distancia. Más tarde,
con otro poco de suerte, Amanda ocuparía su silla. Puedo verla envuelta en una
capa de paño con esclavina de gamuza; los grandes ojos violetas mirándome a
través del vaho de un puchero caliente, a mediodía, Dios santo.
Es verdad que el pájaro habría muerto de todos modos, y es cierto que también
Under habría muerto o desaparecido allí o en cualquier otra parte sobre la
superficie de este mundo. Pero ¿habría sido yo el testigo atribulado de esa
certidumbre? Y, en última instancia ¿por qué asegurar que habría muerto y desapa-
recido de todos modos? No hablemos del destino, esa farsa; sólo hay movimientos,
movimientos sutiles, imprecisos, zigzagueantes, curvos, circulares, arrepentidos,
resueltos. Luego, dos movimientos se encuentran. A veces, más de dos, y en esos
casos reina la confusión, la terrible y fatigosa confusión.
La insignificancia de los hechos que preceden el desenlace de una situación
llamada trágica, p de un acontecimiento cuya naturaleza revista en el, orden de las
fatales, constituye el verdadero mérito del presente, mérito casi siempre oculto,
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clave y signo de lo absoluto que la observación, dispersa y agitada por el
sentimiento de lo futuro, descuida y desoye en la ceguera de su ansiedad.
Sabido es que Under no tenía ningún motivo especial ni interés manifiesto en
seguir la dirección propuesta por Pablo antes que cualquier otra. Aparentemente, le
hubiera dado lo mismo salir o quedarse en el bar, cálido ya a esa hora, a buen
recaudo de la intemperie. De cualquier forma, y por más seria que haya sido su
duda, no manifestó, ya afuera, deseos de volver, si bien es cierto que aquel pájaro
muerto en la plazoleta le pareció de signo tan adverso que, para enmendarlo,
envolvió el cuerpo en papel de diario y se lo metió en uno de los bolsillos de la
campera a fin de darle sepultura en el parque. Aun así, aquel signo no debió ser lo
suficientemente sugestivo como para plantearle la necesidad de volver o de
abandonar toda idea de paseo. No debió serlo porque, a pesar de todo, él y Pablo
cruzaron la avenida y se internaron por los senderos de granza rumbo al corazón
del parque, allí donde se alza "La Aurora", cuya ninfa presenta a los ojos de Pablo
un sutil nerviosismo carnal, como si el mármol, traspasado por la mirada obsesiva
del deseo y del amor, pugnara por resignar su naturaleza original.
Los dos están parados frente a la estatua y dan sal-titos para activar la sangre y
sacarse de encima el frío del otoño avanzado. Under lleva las manos en los bolsillos,
uno de los cuales contiene todavía el paquete con el pájaro muerto, y mira el grupo
escultórico. Hay un jardinero que amontona hojas secas y ramas con un rastrillo en
una de las zanjas próximas; el hombre fuma y los mira de tanto en tanto. Hacia el
fondo, pasando la enredadera, se ven los juegos en un patio de rústico pavimento
cercado por altos plátanos.
Aquel niño en el subibaja tal vez sea Alejandro, y la joven que en el otro extremo de
la tabla impulsa con sus manos el balancín quizá sea su madre.
¿Será posible?
El jardinero enciende un fósforo que se apaga, luego otro y otro y, al fin, una
llamita salta y se difunde entre los papeles y las hojas amarillas del montón. El
primer humo azul se levanta débilmente, hace cabriolas, se pierde. A una buena
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distancia, por la alameda, en el extremo sur, otro jardinero empuja un rodillo
apisonando las piedras del sendero. Qué gran silencio por todas partes... Los ruidos
de la ciudad no llegan hasta aquí sino en la forma de un murmullo lejano,
amortiguado por la espesura del jardín.
Under dice que Edmond resultó ser un mal imitador de Rodin.
Pablo, ofendido, opina que su amigo no entiende nada, aunque él tampoco sepa de
esculturas.
Estás ciego, dice Under. Discuten. El odio de Pablo hacia Under es el odio que
siente un enamorado hacia quien difama a su amada. Loco y ciego, repite Under
riéndose. Y le pide que se quede con su estatua mientras él va a enterrar al pobre
pájaro. Por mí, responde Pablo, pueden enterrarse los dos juntos. Under se aleja
haciendo bromas. Se lo ve cruzar el primer cerco de ligustro, luego entra en un
bosquete. Pasa los canteros que encuadran el rosedal y se pierde en una espesura
de fresnos y arbustos altos. Pablo, solo, enciende un cigarrillo, se sienta en un
banco (en el que mira de frente a la ninfa), se arrebuja en su abrigo y contempla
entornando los párpados. Contempla y sueña, según su predilección. En el patio de
juegos, el niño corre junto a otro niño; se persiguen simulando un tiroteo, se
emboscan, apuntan, disparan, uno de ellos finge caer, cae.
Se oyeron cuatro o cinco disparos seguidos, hubo corridas, voces precipitadas. Las
madres recogieron a sus niños y miraron hacia todas partes buscando el lugar
donde aquello, algo siniestro, estaba ocurriendo. Los jardineros, el de la fogata y el
otro, el del rodillo, abandonaron sus tareas y levantaron la cabeza.
Se miraron el uno al otro abriendo mucho los ojos, y el que había estado
encendiendo la fogata dijo: "Son tiros", "...Y qué tiros", completó el que había
venido empujando el rodillo. El primero abandonó el rastrillo al borde de la zanja,
junto a la hoguera, y dijo vamos a ver cómo fue antes de que se amontone la gente.
Y los dos trotaron hacia donde se habían oído los tiros. Pablo, que había estado
contemplando a la ninfa en una clara transfiguración fantástica donde había lugar
para degustar el tono alucinante de la carne cuando sólo se trataba del mármol,
buscó con la mirada al chico que parecía ser Alejandro, pero ni él ni su joven madre
estaban ya en el patio de los juegos. Dos de las hamacas seguían sin embargo
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columpiándose vacías y cada vez más lentas, y el chirrido de las cadenas laterales
iba perdiendo su rigor hasta volverse suave y aislado. No había nadie. Pablo se
incorporó como pudo, esforzándose por vencer el frío que endurecía las plantas de
sus pies y sintiendo sobre los ojos el peso que precede a sus vértigos horizontales.
Indeciso ante la opción de moverse en cualquier dirección, se quedó allí parado
durante un momento buscando el ánimo que lo empujara hasta la espesura de
fresnos y arbustos altos, de un verde ennegrecido y duro. Alguien pasó corriendo,
saltando sobre canteros y macizos; se oían voces y el golpe opaco de la carrera
sobre el césped.
Un grupo más bien numeroso —abundaban los muchachones desocupados, los
viejos y algunos corredores de fondo que se entrenan desde temprano— rodeaba en
parte el sector del incidente formando una especie de herradura. Murmullos, pala-
bras nerviosas, opiniones susurradas: cómo habrá ocurrido; lo de siempre, qué
desgracia. Pablo alargó la cabeza por encima de su solapa levantada y trató de
mirar entre los espacios que dejaban los otros cuerpos. En el centro del
semicírculo, de pie, un vigilante flaco, muy joven todavía como para hacer fl teatro
de la autoridad, pálido y por añadidura resfriado, pedía a los curiosos que no se
acercaran demasiado. Un vecino de Pablo encendió un cigarrillo y preguntó qué
pasa. Un muerto, contestó una voz. Otra voz, de soprano constipada, dijo no van a
terminar nunca, Dios mío; con que sigamos así no va a quedar nadie vivo, eso digo.
A dos metros del policía, en el suelo, podía distinguirse un bulto grande y largo
totalmente cubierto con bolsas de harpillera y papeles de diario ensangrentado. Era
imposible averiguar de quién se trataba.
Un tercer jardinero, en voz baja, intentaba contar lo que había visto: "...Y yo vi que
entraba un auto por ahí, a la derecha; era un auto verde, un Ford, creo. Y bajaron
tres tipos, sí, eran tres, bajaron y le tiraron a quemarropa, a menos de tres metros,
sí, ni tres metros... El muerto estaba buscando algo en el suelo, estaba por
agacharse en ese momento así que pienso que no se dio cuenta ni los vio venir. Fue
todo muy rápido, cosa de segundos". Un chico de no más de once años tenía una
versión parecida: "El tipo, digo el muerto, venía de allí para este lado despacio,
mirando el suelo, me parece. Yo no vi bajar a los del auto, pero oí los tiros y
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después vi cómo subían al auto, pero los vi de atrás, y subían y salían a todo lo que
da".
Retírense, pedía el vigilante sonándose la nariz con un pañuelo arrugado y sucio.
Vamos, no se junten, decía, qué hacen, a ver usted, vamos.
Pablo retrocedió hasta alcanzar un lugar vacío.
Hubiera querido encontrar a Alejandro o al chico que se le parecía. Era un chico
hermoso, tanto como su madre o como, digamos, la madre de Alejandro. Dónde
estarían ahora, alegrando qué espacio infinitamente más bello que éste, por Dios.
Con ellos las cosas se verían de otro modo. Tal vez fueran a hamacarse al patio de
los juegos todas las mañanas y entonces él cuidaría que no hubiera por allí pájaros
muertos ni hombres sombríos dispuestos a darles sepultura.
Se acordó de Under y empezó a temblar. Bien, Under había desaparecido, eso era
suficiente para tranquilizarse, adiós Under, viejo asesino vagabundo, viejo actor,
adiós. Ahora los árboles se deslizaban horizontalmente de izquierda a derecha
siguiendo el curso de la escritura occidental. Pablo se sentó en el pasto húmedo,
frío, y hundió los ojos en las manos; temblaba como un pobre diablo y temía salir
disparado como una enorme piedra agujereada, o un pedazo de materia
indiscernible, o cualquier cosa por el estilo. Qué miedo sentía.
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SEGUNDA PARTE
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1
La realidad exterior no experimenta cambios notables. Ha pasado algún tiempo,
eso es todo. Es probable que las paredes de enfrente insinúen alguna mácula nueva
o que Beata tenga más canas, no muchas más, de todas maneras. Según parece, la
plazoleta tiene ahora un nuevo visitante, es un mendigo que se sienta sobre el
parapeto de la fuente y allí se queda al sol durante horas. Suele mojarse la cara en
el agua oscurecida con la punta negra de los dedos. Cerca de mediodía prepara su
almuerzo. Saca entonces de una bolsa de lona unos trozos de pan, un poco de
queso, algún salame y empieza a masticar lentamente; para eso levanta la cabeza
como si algo le preocupara entre el ramaje de los árboles. Además, mueve las
mandíbulas guardando un orden rítmico irreprochable. Al poco tiempo, las
palomas—que lo han visto— trotan a su alrededor o se desprenden de las cornisas
próximas en demanda de migajas. Picotean pedacitos de costras que él les alcanza
con la mano abierta y, a veces, hasta trepan a sus rodillas. Es un espectáculo
tedioso y sutilmente repulsivo, ante el cual la mayor parte de la gente pasa
fingiendo indiferencia.
Todos sospechan que un día el pobre diablo quedará muerto junto al Della Robbia,
y las palomas, primero tímidamente pero enseguida más osadas, intentarán
devorarlo sin contemplaciones.
Con todo, lo exterior no exhibe grandes cambios. Es cierto que no cesa de haber
víctimas y que, en cualquier esquina, alguien siempre es abatido a balazos. En todo
caso, habría que hablar de cambios cuantitativos en un marco habitual de
relaciones violentas. Pero para qué hablar. No estoy describiendo lo que ocurre
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afuera no sólo porque hoy las cortinas están corridas sobre el vidrio de la ventana,
sino porque además esa tarea me parece sencillamente imposible. Por otro lado, es
cierto que las cortinas están corridas y la luz no ha entrado todavía. Inclusive los
ruidos llegan hasta aquí amortiguados, ruidos de una continua y feroz estridencia,
ruidos que produce la cotidiana batalla de la vida en esta ciudad atolondrada.
Bendita sea esa batalla, sí. Y estos ruidos llegan, decía, taponados por un
compasivo paño, reducidos a un medio tono opaco, quedo y sin matices como el
golpe de la lluvia lejana cuando la lluvia ya es familiar al oído y se la escucha desde
un rincón tibio. Chatos, pues, y deslucidos, giran sin vigor en el vacío hasta
aplastarse muellemente en la alfombra. Lo que recojo, entonces, no es más que un
comentario, un bisbiseo, la noción inaudible de un saxo o el remoto acorde de un
chelo.
Quietud, tranquilidad, así debe ser la vida de las víboras: una siesta sin tormentos
digestivos, una espera sin ansiedad. Mientras no me ahogue, en tanto no
experimente la atroz fuga hacia atrás de la cabeza ni sienta el desplazamiento del
estómago hacia el plexo ¿qué puedo temer? El miedo, aquel terrible miedo, iba
desaparecido. Ahora reflexiono, ah sí, el gran placer, el único gran placer, la
reflexión. Y si me canso cosa que ocurre fatalmente— dejo de hacerlo, ya está. Es
como entretenerse con una caricia cuyo fin sea la consabida explosión sino la
monótona y delicada caricia misma. Trabajo de años, trabajo de sabios, eso es.
En principio, hay que deponer el solemne orgullo y luego limitar los deseos,
aplastarlos de a poco, seducirlos, meterlos abajo, lejos, liquidarlos. No es facil ni
grato, no sé siquiera si es justo o necesario, digo sólo que se trata de una tarea y no
sé si yo mismo, a fin de cuentas, la cumplo convenientemente, soy inestable, volátil,
perezoso, cambio de idea a medida que cambia la luz y la luz cambia aunque se
trate siempre de un mismo orden de cambio.
En ocasiones me pregunto ¿vendrá Amanda? ¿Qué ha sido de ella? O bien me digo,
habría que dar una vueltita, aprovechar el sol dulce del otoño a mediodía e intentar
una buena fuga hacia dónde, no sé muy bien hacia dónde, y quizá no valga la pena
preocuparnos por la meta difusa de una fuga aún más difusa.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 55
Porque adonde huir y para qué. Fui acostumbrándome al cuidado que me prestan
las mujeres, a su protección, a sus voces y ya no puedo pasarme sin ellas aunque
ocurra a veces que siento verdadera necesidad de suprimirlas y de escapar lejos. Sin
embargo, cuando la presencia de alguna de ellas no es muy regular en seguida me
pregunto —como lo hago ahora— ¿dónde estará?, ¿cuándo vendrá?, ¿qué será de
Tal?
Amanda es díscola, sinuosa, pero al fin siempre está de vuelta; su temperamento la
aleja y la acerca como el péndulo se acerca y aleja de la vertical. Beata, la dulce y
confortable Beata, tiene en cambio la fidelidad de las rocas, también parece
consistente e invulnerable como ellas. Diría que Beata se ausenta en su mutismo.
Es la mujer que cierra la boca y observa; una muía o un oráculo, según los casos. Si
las abandonara, en el caso supuesto de ensayar una fuga exitosa, sé muy bien que
mi madre y quizá tía Alba estarían aguardando en el extremo opuesto, y ¿vale el
deseo de verlas un momento el riesgo de ser sometido por dos viejitas besuconas?
Sé que no podría ya dejarlas, dicharacheras ancianas, sé que nuestras vidas se
convertirían en un forcejeo fatigante e inútil. Con ellas, vino volvería
inmediatamente a lo de siempre: idilio, reproches, arrepentimientos, idilio, y no
hay quien pueda tolerar ese tren demasiado tiempo sin violentarse.
Sólo valdría la pena salir en busca del chico Alejandro y una vez hallado jugar con
él o verlo jugar y salir después a pasear por ahí para explicarle las cosas. A la larga,
nada puede ser más reconfórtame que una familia, pero una familia de inicio, no
una familia de fin, si me explico. De todos modos no sé, no sé. Cómo podría
reconocerlo. Debe tratarse de una fantasía, de una de las tantas.
Creo que me salgo del tema, que me voy por las ramas, es todo lo que sé hacer,
salirme de tema. Qué fastidio. Qué pereza. La pereza, mi pasión. El pensamiento y
la memoria son como anguilas tropicales, suponiendo que las haya. Mi Dios, qué
deslizamiento, habrá que parar y dejar que todo siga igual o dar unos pasos en el
sentido clásico, esto es avanzar palmo a palmo, ejercitar los codos y las rodillas
como inmejorables puntos de apoyo. Avanzar, reptar entre marañas de tupidos
asfódelos y afiebrados líquenes.
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Debo de andar por la kappa o la lambda, no lo sé muy bien porque me he
desentendido de ese tonto y presuntuoso ordenamiento interno que me había
impuesto al principio, cuando estábamos en el momento del cómo decirlo en este
tiempo definido por la impaciencia y la ceguera. De todas maneras quizá me
equivoque y estemos ya muy cerca de la sigma —hermosa letra—, con lo cual mi
tarea abordaría su más plena madurez. Mejor sería terminar. Mejor sería no hablar
de ningún tipo de madurez, eso es incomparablemente difícil y caprichoso.
Cuando Under murió o desapareció —situación jamás esclarecida
convenientemente—, Amanda y Beata no permitieron que yo saliera disparado
como un vil pedazo de materia. Se preocuparon, tendieron mis brazos y manos y
aliento y cobijaron a Pablo en la calidez de sus pechos. En situaciones complicadas
nada mejor que el pecho de las mujeres. Ellas ponen las cosas en su lugar. Yo era la
cosa, y el lugar, este cuarto ilusoriamente inviolable, pero no solamente este cuarto
sino más bien ellas mismas, las madonnas, sus cuevitas tibias y sedientas, si se me
permite.
—En tiempos tan duros —razonaba Beata—, en tiempos en que la vivienda escasea
y el trabajo no abunda, usted, amoroso angelito, tiene su rincón y su sustento.
—Es un afortunado —completaba Amanda acariciando mi frente febril, abstraída.
No debían esforzarse para convencerme; mi recurso era pasivo y me abstenía de
toda resistencia. Exhibía una sonrisa ambigua y expresaba una sospecha:
—Estoy enfermo —contestaba.
—Pronto sanarás —replicaba Amanda— y saldremos a pasear por ahí.
A lo cual mi respuesta invariable era un asentimiento silencioso, moviendo la
cabeza de arriba para abajo en el sentido de la afirmación ritual.
Tiempo idílico, si lo hubo, puesto que me parecía haber recobrado la situación
privilegiada del lactante que crece merced a su madre. Las dos lo eran en alguna
medida, ya que ambas daban de ellas lo mejor que a mis ojos tenían. Durante
varios días fue Beata quien subió la comida evitando así que yo me molestara
bajando al bar. Acompañaba los platos —nunca más de dos— con un poco de vino
que traía disimulado en un termo, como si fuera leche o té. Por muchos días más,
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 57
fue Amanda quien cuidó de lo que ella llamaba mi estado espiritual y mis pequeños
achaques físicos, tonterías incómodas como pueden ser la diarrea, la fiebre
intestinal o la náusea sumadas, en ocasiones, al dolor de oídos. Amanda era de ver-
dad una enfermera eficiente y activa. Qué bien lo hacía todo... Solía llegar al
atardecer, descorría apenas la cortina color musgo pútrido y dejaba que la luz del
ocaso enrojeciera un poco un sector de la habitación. Yo adoraba esa mancha
geométrica alargada sobre la alfombra, de un naranja encendido, que reflejaba en
las paredes tonos fogosos pero nunca hirientes.
¿De qué hablábamos entonces? No puedo recordarlo por más que me esfuerce
porque con ella las conversaciones eran sugeridas por susurros, miradas,
exclamaciones, silencios, risas, gestos, caricias. Amanda se movía por la pieza
arreglando algún detalle y en tanto lo hacía inventaba un tema, un tema cuyo
desarrollo jamás alcanzaba su fin. Cuando la mancha rojiza perdía sus contornos y
empalidecía, y la ventana se teñía de un azul cada vez más oscuro, ella empezaba a
desvestirse prolijamente y se metía en la cama para darme calor. "Un hombre
necesita calor", decía. Yo tenía los pies fríos y me castañeteaban los dientes, pero
cuando ella se hacía un lugar a mi lado, empezaba a caldearme como si me metiera
dentro de un plumón. Los dientes paraban de castañetear y la boca se me cerraba
en un trazo de deleite, no demasiado firme, pero sí conciso.
La tarde del mismo día que murió o desapareció Under sin dejar huella alguna más
que la presumible y escandalosa forma bajo papel de diario y arpillera, en el
parque, Amanda quiso que fuéramos al cine. Mis vértigos, que me habían aplastado
en la cama hasta bien entrada la tarde, pasaron cuando ella y Beata sujetaron mi
frente con sus tiernas manos asistenciales y me dieron a beber un licor dulzón y
exquisito que, según parece, había preparado Beata ese mismo día. Repuesto
entonces acepté la idea del cine y la sugerencia de Beata: "Trate de olvidar, después
de todo no ha pasado nada que a usted pueda comprometerlo". Aquel consejo me
resultó sabio y salí a la calle como si toda mi vida, hasta el último minuto anterior a
ese acto despreocupado y banal, no hubiera sido más que humo y fábula.
Daban Juana de Arco, no la de la Falconetti sino la de Ingrid Bergman, y mientras
los ingleses preparaban la pira donde quemarían a la dulce doncella, nuestras
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manos se entrelazaban en la oscuridad. Qué juego, qué ardor. El hermoso rostro de
la Bergman se distorsionaba como el de Laocoonte a medida que las llamas lamían
sus lindos pies, y nuestras manos —verdaderos gatos en celo— iban de aquí para
allá, de allá para aquí encendidas ellas también como llamas. Friccioné su
metacarpo, recorrí con la yema de los dedos los frágiles nudos de sus falanges;
dibujé con la punta de mis uñas el contorno de las suyas siguiendo el curso
determinado en la base por las cutículas. Eso le hacía gracia: sonreía de perfil, sin
mirarme, mordiéndose el labio inferior pulposo y largo. Seguí adelante; pellizqué
sus nudillos, volví el dorso para deleitarme con los pulpejos tan tiernos, digamos,
como la primera carne de un durazno maduro; cosquilleé la zona anterior de sus
muñecas activando el ritmo del pulso; ascendí por el antebrazo haciendo marchar
los dedos como soldados moribundos, a la rastra. En el pozuelo de cóndilo —Dios,
qué zona— el pulgar y el índice imitaron el pico de un ave.
Y estábamos mudos como lo están las gaviotas a cierta hora de la tarde cuando
nadan en pareja a la deriva. La gran deriva del fuego. A la deriva en medio de una
atmósfera de encierro, achocolatada, cremosa, húmeda. Mi contento no tenía
límites. Al fin, su mano hasta el momento relativamente sumisa o pasiva, explorada
por la mía como un guante, practicó una repentina maniobra —tan deliciosa— y,
apropiándose de los dedos que discurrían sobre su piel, los apretó entre los suyos,
más bien largos, más bien flacos, para llevarlos al lugar donde ardía el núcleo de la
hoguera. Qué romance. Tan sorprendidos estábamos, y mudos, lo repito, como si
nunca antes nos hubiéramos visto o indagado o tocado como es habitual tocarse
entre mujeres y hombres. Supongo que la película empezó una vez más ante
nuestras pupilas veladas, aturdidas. Qué agonía. Vi la cabeza rapada de Ingrid
Bergman; una perfecta cabeza de ángel, redonda y proporcionada como pocas, tan
bella como la de la ninfa de "La Aurora", tan tierna y cálida como la de Amanda. Y
ella, mientras apretaba, decía que era gomosa y tersa, dura y esquiva como la cabe-
za de un hongo. La llamaba mi cucurucho, entre chasquidos que iban y venían, que
ascendían y bajaban, que rodaban y estallaban, digamos, tal como harían las olas
pequeñas al chocar y lamer un ángulo obtuso de piedra en la pared interior de un
espigón.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 59
Y al amanecer, cuando la cama es más que nunca el cuerpo mismo del que en ella
reposa, cuando los sueños y las pesadillas son más profundos y coloridos, cuando,
en fin, parece un desatino la idea de reanudar el día, ella se iba. Era rápida y
silenciosa, no se rodeaba de barullo ni encendía luces crudas: como un roce de gato
sobre la felpa, fugaz y certero, así era la evidencia de su movimiento. Después, con
la misma delicadeza, dejaba caer un beso sobre mi frente y salía. Yo volvía a
dormirme, no muy seguro de que se hubiera ido del todo, envuelto todavía en su
olor y calor.
En las horas posteriores, el territorio quedaba libre para Beata. Yo bajaba al café y
pedía el desayuno. El día arrancaba con la morosidad reconcentrada de un caracol,
yo podía imaginar a Amanda recorriendo las horas de sus misteriosas actividades,
la imaginaba hablando por lo bajo junto a alguna cama de enfermo, subiendo a
automóviles, entrando a otros cafés que tal vez yo desconociera. Buscaría datos
entre multitudes indiferentes, arrancaría una respuesta de una boca cerrada, parca,
inhábil. Pero ¿haría sólo eso? Su vocación asistencial, que tan bien cumplía conmi-
go, sería ejercitada con otros del mismo modo, con otros tan necesitados como yo
que habrían tenido la suerte de toparse con ella en su camino. Pero eran
suposiciones, sospechas ociosas y sin fundamentos. Amanda y Under parecían vivir
en terrenos subterráneos, igualmente difusos, apartados de una realidad fácilmente
asible.
Beata, en cambio, estaba allí, como un monolito. No era imaginativa o no
demostraba serlo, prefería el retiro a la espectacularidad, el orden a la tenebrosa
entropía. Las medialunas que me servía a la mañana eran las más crocantes y
tibias; su sonrisa —hablo de la sonrisa de la mañana— era la primera que le dedi-
caba al mundo y yo estaba en el medio. Qué cuidados, qué atenciones. A veces
irrita, cansa, deprime.
Una de esas mañanas me mostró su cuaderno. Aquel era su más caro secreto.
Curiosa tarea la de llevar un registro personal de los muertos. Naturalmente, se
trataba de un cómputo selectivo, porque sólo tenía en cuenta a las víctimas de la
violencia. Utilizaba —utiliza— un cuaderno escolar de tapas blandas, cuyas hojas
había dividido en dos partes iguales mediante una raya vertical trazada al medio. A
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 60
la izquierda de la raya anotaba el nombre de la víctima, su edad —cuando los
diarios la dan— y la filiación política, si es que el muerto la tenía y si ese dato había
sido consignado claramente. "En poco tiempo más —me dijo—, voy a necesitar un
cuaderno nuevo." Lo aseguraba enarcando las cejas, con una sonrisa discreta y algo
torcida que, con algunos evidentes esfuerzos, intentaba ser dulce, inofensiva. Le
pregunté por qué lo hacía y me contestó que le parecía asombroso que la gente se
matara con tanta frecuencia.
2
En los ratos de ocio, cuando Amanda ya se ha desocupado y vuelve, al atardecer,
me pregunta por mi niñez. Quiere retomar la primera conversación para que nos
adentremos en nuestra vida, pero es tan difícil. Ya no recuerdo mi niñez. Recuerdo
sí algunas cosas y quizá no las más importantes. Han pasado siglos desde entonces
y la sensación que experimento ante ese pasado es tal vez parecida a la que suele
sentirse frente a un pantalón, una camisa, o un guante usados hace mucho tiempo.
La sorpresa de que aquello haya sido alguna vez tan familiar y propio, es más viva
que el recuerdo y más desoladora.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 61
Ella me ha preguntado qué recuerdo guardo de antiguas vestimentas, de juegos,
paseos o viajes infantiles, pero me he quedado mudo y ella, decepciona-da, me
acompañó en mi mudez.
Poco después, sin embargo, me acordé de mi madre. Una mirada algo bizqueante
de Amanda y quizá el modo de pararse frente a la ventana, me hicieron acordar cíe
ella. Lejana y entrañable imagen: es como si una noche, al entrar en nuestro
dormitorio, encontráramos la lámpara de cabecera encendida en el rincón más
alejado del cuarto. No hay nada nuevo y, sin embargo, todo ha sido trastrocado. Si
no lo he dicho (aunque creo que sí), mi madre se llamaba Elisa, y en el ocaso de su
juventud tuvo un amante. Los dos se veían en la penumbra de los cines y allí,
silenciosos, tensamente discretos, entrelazaban sus manos, ahogaban palabras y se
pasaban mensajes escritos en los espacios blancos de alguna revista. A veces, yo
estaba sentado en la butaca inmediata a la de mi madre, devorando chocolate y
clavando las uñas en la cuerina del asiento.
Yo estaba enamorado de Elisa, quizá porque ella me había confesado que, de haber
sido una niña, se buscaría para novio un chico como yo. Ahora podía comprender,
sí, que cerca del ocaso de su juventud, con pavor y vacilaciones, ella había
intentado terminar con sus miedos y ser otra de la que había sido hasta entonces.
Pero cómo serlo. No había sido educada para la libertad. Todos la creía feliz siendo
como era, todos pensaban que era bella y joven y que la vida estaba por delante,
pero un insensato sueño de brillantez y atenciones roía su espíritu y ella era la
primera en aceptar que sus quimeras no eran más que polvo. Así, un buen día,
arrepentida y atemorizada, dio media vuelta y abandonó sus entrevistas
clandestinas, sus mensajes ingenuos al margen de las revistas, sus proyectos
tímidos y secretos acerca de una vida que nos comprendiera a todos pero también a
su amante.
" ¿Y entonces?", preguntó Amanda.
"Entonces nada", dije yo.
"Pero ¿no pasó nada, no ocurrió nada?"
"Creo que empezó a envejecer a partir de ahí, lentamente, con una franca
resignación, creo."
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 62
"Y su amante, ¿qué se hizo de él?"
Jamás lo vimos, jamás supimos nada de su vida. Era para mí un perfil nítido en la
penumbra de un cine, pero un perfil burilado por mi odio. Creo que sólo yo lo vi y
creo que todavía hoy podría reconocerlo si lo viera. Aquella historia dejó perpleja a
Amanda. Ya era de noche y volvía a acordarme de mi madre y de lo bueno que
sería, quizá, hacerle una visita.
Pero Elisa... Qué diré de ella. Puedo recordarla con una blusa de seda japonesa
escotada y floja; el pelo negro y largo recogido en lo alto, de la cabeza y armado con
una banana. Me gustaba su nuca blanca y redonda, pero me irritaba que otros la
vieran del mismo modo que yo la veía. Debería haber sido un regalo para mí solo,
pero no lo era; los otros no estaban ciegos. Nadie estaba ciego. Bien, no nos escape-
mos. Pero antes diré que Elisa rara vez me llevaba a los parques.
Ningún gran parque cercaba nuestro barrio, y el más próximo estaba a veinte
cuadras. No había ningún gran parque en aquel suburbio terroso e indisciplinado
en el que crecí y donde ella, mi madre, pasaba la mayor parte de los días
sacudiendo el polvo que cubría los muebles. La suciedad la sacaba de quicio. Ella
andaba todo el tiempo con el pelo envuelto en un turbante, resoplando porque
nosotros y la basura de la calle le dábamos un trabajo enorme. Odiaba el viento que
levantaba polvaredas grandes como nubes. El viento sacudía dos altas palmeras
que se alzaban a los fondos de la casa, detrás del patio que lindaba con el gallinero
de la vecina Antonia, y cuando el viento las sacudía, durante las tormentas del
sudeste, las viejas hojas color verde tierra chasqueaban como las alas rotas de un
pájaro gigante que se debatiera en medio de su agonía. Qué bien lo recuerdo ahora.
El mundo entero se venía abajo, pero antes gemía, aullaba, sacudía sus plumas
carniceras y lanzaba lúgubres socorros.
En el centro de la vorágine, enceguecida por el polvo, Elisa nos ordenaba a los
gritos que entráramos a la sala. "Vamos, gritaba, entren pronto antes que un
pedazo de cualquier cosa les caiga encima y los desnuque." La luz de la sala me
parecía más pobre cuando había tormentas del sudeste; sucedía como si la negrura
del cielo y el polvo oscuro de la calle, levantado en remolinos y trombas, debilitara
el filamento vacilante de las lamparitas eléctricas y amenazara con extinguirlas.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 63
La tempestad, la furia del aguacero ametrallando los techos de zinc acanalado y la
granizada que volvía inútil todo diálogo, tenían sus compensaciones; Elisa y la
abuela, si es que estaban en un buen día, preparaban tortas de azúcar para la hora
del mate y si nuestra suerte nos acompañaba hasta era posible que no nos enviaran
al colegio.
Cómo detestaba yo el colegio... Su olor a ventosidad infantil y a tinta reseca me
ponía los pelos de punta; prefería estarme en casa e imaginar que las manchas de
agua en la pared medianera eran formas vivas, perros o gnomos, caballeros
andantes o castillos medievales.
En fin, los grandes parques estaban lejos de aquel agujero donde fermentó nuestra
niñez, y hacerles una visita significaba toda una movilización. Cuando así ocurría,
Elisa nos lavaba las orejas y peinaba, nos cambiaba de ropa y nos ponía zapatos.
Eso era, pues, ir a los parques: abandonar las zapatillas deportivas y los pantalones
jardineros por un atuendo de marica. Cuánto dolor.
Y cuando salíamos (ya fuese a los parques o a cualquier otro lugar), ella se calzaba
aquellos zapatos de tacos muy altos que me fascinaban por no entender quizá cómo
lograba sostenerse y andar airosa sin tropezar ni perder el equilibrio. En el parque,
mientras mis hermanos y yo jugábamos (he dicho que no soy el único hijo de la
familia), ella buscaba un banco próximo y desde allí nos vigilaba. Solía distraerse
ojeando una revista o conversando con alguna mujer en situación similar a la suya,
pero en ningún momento nos desatendía, y a veces nos pegaba un grito y nos
llamaba para recomendarnos más cuidado en las hamacas o para decirnos
cualquier otra trivialidad por el estilo.
Después, a la vuelta, los hombres la miraban, y cómo. Siempre la miraban. Yo
intervenía derritiéndome de celos y furia; insultaba, o amenazaba con ojos de
pequeño asesino.
Qué furia inútil la mía. Imagino la figura de aquel Otelo en miniatura, pegado a la
cintura de su madre, codeando y pateando al primer tipo que se atreviera a
acercarse. Pero Elisa, educada en el más firme culto del disimulo, seguía lo más
campante, como si los ojos húmedos de impudor que la recorrían fueran tan sólo
una brisa benigna que soplara sobre su cuerpo. Yo hubiera deseado preguntarle por
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 64
qué no se indignaba, por qué no se volvía y los echaba con un insulto redondo y
voluminoso o les cruzaba la cara de un revés. Por qué no lo hacía. Qué pregunta
inútil habría sido. Porque si yo tenía el ánimo de sugerirle que alguien la miraba,
que la seguía, que le hablaba, ella me respondía como si descendiera de un sueño o
de una torre muy alta. Sus ojos oscuros y lánguidos, deslumbrados por un destello
dichoso, sonreían para preguntarme con cierto fastidio: "Pero ¿se puede saber qué
te pasa?".
A la noche, entre las sábanas frescas, los malestares de mi celosía se borraban como
por encanto. Más dulce que nunca, Elisa venía hasta mi cama para dedicarme un
par de minutos. Con el pretexto de arroparme, se inclinaba un poco sobre mí y me
cosquilleaba la garganta diciéndome hombrecito, hombrecito, joya de su madre. Y
entonces se despedía con un beso y me deseaba un buen sueño. Yo rezaba un
padrenuestro y tres avemarías, pero precipitadamente, salteando oraciones, cada
vez más precipitadamente, cada vez con más urgencia por acabar con aquello y
dormir, dormir profundamente en el seno tibio de mi madre.
De nada sirve recordar esto, aunque Amanda se enternezca y sonría con los ojos
violetas humedecidos por la emoción. Al amanecer, de todos modos, se va —se
iba— a cumplir con su trabajo, aquel bendito y misterioso trabajo que le llevaba el
día en zonas del mundo donde yo no estaba.
3
Beata, en cambio, jamás pregunta por mi niñez. Ni quiere tampoco averiguar por
qué no trabajo, ni saber si un día, a la mañana, saldré por fin a buscar empleo.
Tampoco le preocupa conocer la mezquina durabilidad de mi renta o indagar en el
apoyo que, gracias a sus misteriosos desempeños, Amanda le presta a mis
deficitarias finanzas. Me refiero, naturalmente, a los días inmediatamente
posteriores a la muerte o desaparición de Under. Escribo ahora en tiempo presente
porque el uso del pasado propende a que uno se forme de las cosas una idea
inmodificable, tendencia nefasta que rehusó contar entre mis tantas debilidades y
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agachadas por ser de todas ellas la peor, la más paralizante e incorregible de las
tendencias habidas y por haber. Además, si es que todavía debo luchar contra algo
(esto es empujar, empujar siempre un poco más) es posible que ese algo sea la
inmovilidad, porque el caso es que abrigo aún la esperanza de salir y emprender un
viaje, una caminata, una visita o como quiera que se llame la mudanza que —lo sé—
rematará con esta larga hibernación.
Sigamos pues con Beata, a quien también le basta con el presente, con las
agitaciones desmedidas de una actualidad cuyo cómputo trágico consigna proli-
jamente en un cuaderno escolar. El hecho es que, sin esperar una pregunta de su
parte, le he hablado de Alejandro, para saber si ella lo ha visto acaso jugar en la
plazoleta. Pero me ha dicho que no, que ha visto a muchos otros chicos y que tal vez
entre ellos estuviera Alejandro a quien, por otro lado, no cree conocer pese a mi
precisa descripción. Tampoco está segura de haber visto a su madre; madres como
ella hay a montones y, prácticamente, son todas entre sí muy parecidas, bonitas y
bien cuidadas, vestidas a la moda, con rasgos limpios e inteligentes, orgullosos y
desenvueltos.
En su lugar, dijo haber visto a otras personas que, a su juicio, no habían ido a mirar
a las palomas, aunque las mirasen. Por lo que ella podía inferir, la presencia de los
desconocidos parecía alarmante ya que, para confirmar sus temores, habían vuelto
esa mañana muy temprano. Los ojos de Beata echaron entonces un par de rápidas
miraditas oblicuas en dirección a la calle y como viera que nadie se aprestaba a
entrar al negocio, me invitó a pasar a la trastienda.
La trastienda es un subsuelo lindero con el bar, al que se desciende por una puerta
de una sola hoja y de no más de un metro cincuenta de altura, situada detrás del
mostrador. Un espejo mural colgado frente a la puerta de la trastienda permite
controlar desde ésta la entrada del café. Cuando Beata se encuentra abajo ocupada
en algún quehacer doméstico y personal, deja la puerta abierta y mira de tanto en
tanto lo que ocurre arriba. La sala, abajo, es pequeña y está amueblada de acuerdo
con un criterio convencional aunque pasado de moda. En un armario de caoba
vieja, sobre la tapa de mármol, hay una tetera matrona con un motivo de pimpollos
azules y enlaces de guirnaldas. Flores artificiales de género y helechos de hilo
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 66
prensado, adornan el centro de mesa. Tres sillas, un sofá-cama, un placard
empotrado y una lámpara de pie, completan el mobiliario. Cuando bajamos, rei-
naba allí un confortable silencio que nos obligó a bajar la voz. Un perfume a base de
manzanas estacionadas, que me recordó no sé qué otro ambiente en algún otro
lugar, hace ya mucho tiempo, flotaba suavemente en la atmósfera. Beata me pidió
que me sentara mientras ella preparaba un té. Me ubiqué en el sofá enfundado con
una colcha gruesa y floreada, de color granate, y me distraje observando el haz de
luz que penetraba desde el bar, casi tan nítido como un reflector. Ella daba vueltas
por la salita en busca de tazas y platos. "Usted, querido —decía—, no vio ni oyó
nada, recuerde." "No —decía yo—, no vi ni oí nada, de veras que no vi nada."
"Además —agregaba ella—, usted tampoco sabe nada, jamás supo nada. ¿De
acuerdo?" Estuve totalmente de acuerdo.
Ella sacudía la cabeza, una cabeza atractiva y amplia, de abundantes cabellos
castaños peinados a dos bandas y recogidos en un rodete. "Santo cielo —
exclamaba—, es mejor no ver nada." Sugerí que sus preocupaciones quizás fueran
infundadas; no es posible, dije, sospechar repentinamente de unos tipos que un día
visitan una plaza y toman el sol. "Si sólo se tratara de eso", opinó ella.
El té estaba listo y Beata trajo un platito con scones dorados y calientes; arrimó las
tazas, una de las cuales —que eligió para ella en un gesto de deferencia— estaba
desportillada en el borde. "¿Lo toma con limón?" Yo lo prefería sin limón. Me serví
dos cucharadas de azúcar y las revolví despacio. Con un suspiro, en el que había
tanta inquietud como resignación, depositó el trasero en el sofá, a mi lado. Yo
estaba cómodo, tan cómodo, digamos, como puede estarlo un extranjero no
demasiado consciente de la situación que lo rodea. Beata volvió con su historia.
"Vinieron temprano y recorrieron la placita —dijo—, y después, uno de ellos se
cruzó a tomar un café. Le serví un café doble y le vendí cigarrillos; el tipo pagó sin
decir nada, pero no dejaba de mirar por todos los rincones. Tuve miedo."
Contesté que podían ser ideas, tal vez Beata necesitara trabajar menos y descansar
más, dar paseos y dejar de lado esa tarea suya, tan curiosa, me refiero al cómputo
de los muertos. Aceptó sacudiendo la cabeza como una niña arrepentida, pero dijo
que no se confiaba demasiado, que ella tenía olfato y que su olfato nunca la
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defraudaba. Traté de llevarla a un terreno razonable y empecé diciendo que sus
sospechas no tenían, hasta ahora, una base concreta exceptuando, con todo
respeto, su intuición u olfato. Agregué que si las personas que había visto buscaban
alguna información relacionada con el caso de Under, habían equivocado el
camino, porque a menos que el equivocado fuera yo, Under no había vivido en la
casa ni en el vecindario siquiera una hora en toda su vida. Por otra parte, añadí que
cuando ocurrió la desaparición o muerte, yo estaba frente a la estatua de "La
Aurora" y Under se había alejado bastante, quizá una cuadra a juzgar por el sitio
donde había caído el desgraciado que tanto podía ser él como no serlo. De ese
modo, nadie había podido vincularme con él ya que, además, nadie nos había visto
juntos mucho tiempo en el parque. Recordé al jardinero, pero el jardinero no nos
había mirado para nada; estaba ocupado encendiendo una fogata de hojas secas, de
espaldas a nosotros y cuando Under se fue el jardinero seguía todavía inclinado, de
espaldas, procurando avivar el fuego. Por otro lado, las personas que se
encontraban en el patio de los juegos para chicos no parecían haberse apercibido
de nuestra existencia. Y aunque lo hubieran hecho, y aun en el caso de que el
jardinero nos hubiese observado, ¿cómo podían saber, esos testigos ocasionales,
dónde viviría yo, desconocido fugaz en una mañana fría y nublada? Por último,
nadie más que Amanda y ella, Beata, nos habían visto juntos, y hasta era posible
que Amanda no nos hubiera visto —eso me cuesta recordarlo—, porque Amanda no
estuvo esa mañana.
Sonreí satisfecho y Beata me miró perpleja. "Dios mío —exclamó tomándose la
cabeza entre las manos—, Dios mío..." "¿Qué le pasa ahora?", pregunté; me miró
con los ojos llenos de lágrimas: "¿Pero no se da cuenta?". Dije que no, que no me
daba cuenta. "Soy yo la única sospechosa, que Dios me ampare." Hice todo lo que
estaba a mi alcance para calmarla. "Juro que usted es una de las personas de más
confianza que haya habido en mi vida", exclamé. "No me diga eso —sollozaba—, no
me lo diga así, querido mío, se lo ruego."
La obligué a beber su té y le acerqué el platito de scones. Con un movimiento
indeciso de su mano, tomó uno y se lo llevó a la boca; lo tuvo allí, en la punta de los
labios, un largo momento, incapaz de resolverse a tragarlo, pero al fin, cerrando los
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ojos, lo engulló casi totalmente. Alzaba la cabeza, bajaba los párpados y masticaba
con la boca cerrada, cuidando que no se escaparan migajas entre sus labios
apimpollados. "¿Ha visto? —le dije—. Ahora tome un poco de té, vamos." Tomó la
taza y dio un trago largo y sonoro pasándose luego la lengua por los labios. Los
colores de sus mejillas se encendieron y le volvió el brillo a los ojos. "Mi querido —
dijo—, yo no quisiera que le hicieran daño, eso es todo, lo juro. Quizá fuera
prudente de su parte desaparecer por una semana. Yo podría... Tal vez aquí
mismo... por todos los santos, no me haga caso. Soy muy simple, como habrá
advertido." Habló entonces de su soledad, explicó que se ayudaba con la pensión de
su marido, un aviador civil muerto hacía años cuyo retrato estaba por allí colgado,
en un rincón de la pared, entre el armario y la escalera. "La viudez —dijo
refiriéndose a las mujeres en general— nos vuelve solitarias y generosas, pero
nuestra generosidad es siempre mal interpretada, entonces una resuelve ser avara y
economiza hasta los sentimientos." Agregó que había enviudado en lo mejor de la
vida, en la flor de la edad, con toda su salud y su fuerza no agotadas todavía y que
había metido esa fuerza y esa salud dentro de un cofre, bajo llave. "Y no me faltan
pretendientes, créame, pero yo no voy a juntarme con un cualquiera: tuve un
hombre y el que se acerque a mí tendrá que ser tan hombre como el finado."
Entonces volvió a sollozar sujetándose la cabeza entre las manos, inclinándose
como si buscara algo en el piso. Por proporcionarle consuelo, dije que la entendía y
que estaba conmovido pero que, al fin, la vida siempre reserva algún premio para
quienes perseveran. Ofrecí mi amistad y agregué que ella era para mí una especie
de segunda naturaleza protectora, amén de otros disparates por el estilo que, sin
embargo, dado el clima emocional, supongo, sonaban en mi interior como
verdaderos sentimientos, muestras de mi equidad y capacidad conmiserativa, o de
lo que tal vez pudiera llamarse naturaleza piadosa y sensible hasta el extremo de
compartir el dolor difícil de una viuda. En fin, terminé reconfortado en mi propia
vanidad y comuniqué a Beata que ahora debía irme, suplicándole antes que dejara
de lado sus temores y sospechas, a menos que hubiera un fundamento irrecusable,
etcétera. "Lo acompaño", dijo ella levantándose y haciendo sonar la taza encima del
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platito: era tan grande y floreciente y llena de salud que conmovía como puede
conmover una chica campesina, tosca y desfachatada.
A medio subir, en la escalera que conduce a la puerta que comunica con el negocio,
advertí que sus ojitos seguían húmedos. Tomé entonces una de sus manos entre las
mías y la retuve durante cinco segundos. No debí hacerlo, porque ella, obedeciendo
a un impulso que no pudo controlar, se echó sobre mí llenándome la cara de besos.
Sin dejar de besarme explicaba que sólo yo la había comprendido, aunque no
totalmente, o no en todos los sentidos, ya que ella no era una estopa insensible sino
más bien una brasa que sólo espera el soplo que la avive, la mano que revuelva las
cenizas y aparte los trocitos fríos para permitir que los otros se enciendan, etcétera.
Qué hermoso y cálido discurso. Juro que nadie me había dicho nunca algo
semejante, ninguno de mis tres amores, si vamos a ser claros. Y después, es decir
inmediatamente, aquello de que ella guardaba tiernos y ardientes encantos (desde
hacía tanto, pero tanto tiempo) para alguien que los mereciera y, al parecer, era yo
quien, repentinamente, los merecía en su apertura inaugural.
Qué hacer. Uno de mis pies, el izquierdo, creo, se apoyaba en el peldaño más bajo
de la escalera, mientras el otro estaba asentado en. el tercero. Con la espalda contra
la pared y el cuerpo visiblemente desnivelado, no podía sostener a Beata de manera
elegante o, digamos mejor, aproximadamente efectiva, menos aún cuando ella,
dueña de la iniciativa, inmovilizaba mis brazos entre los suyos. Resignado, no tuve
más remedio que permitir que asumiera a su antojo la actitud que por naturaleza e
historia debía pertenecerme exclusivamente, al menos en el principio de los
escarceos. El caso es que tampoco me resultaba fácil respirar, ya que mi cabeza
había quedado a un palmo por debajo de la suya, de manera tal que tenía la boca
pegada a la parte baja de sus pechos, precisamente donde su endemoniado suéter
resultaba ser más peludo e irritante para mi nariz y garganta.
Aprovechando una pausa que ella se tomó para procurarse aliento, torcí la cara
librándome de la pelusa, a punto ya de caer en un ataque de tos y en parte
sofocado, percibiendo además la temible amenaza cíe uno de mis odiosos vértigos,
y respiré profundamente, actitud que ella, cegada por el ofuscamiento, confundió
sin duda con un suspiro pasional. Tuve tiempo, sin embargo, para invitarla a ocu-
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par el sofá ya que parecía imposible postergar lo que no había sido mi propósito
iniciar. Pero entonces, soltándome un momento y arreglándose los pelos
enmarañados, opinó que el sofá no era el lugar más indicado porque desde allí,
adoptáramos la posición que adoptásemos, no podría ella ver el espejo del bar y
controlar así la entrada. Contra todo lo que pueda suponerse, aquella resolución de
carácter práctico me pareció saludable y los dos nos pusimos de inmediato a buscar
un sitio desde el que, sin desatender el acto en el cual iríamos a zambullirnos
irremediablemente, no perdiéramos de vista el espejo.
No había demasiado que ver, a excepción del piso, cuya dureza y frialdad me
atemorizaban de antemano. También Beata dudó un momento antes de decidirse,
pero su vacilación no reconocía los mismos motivos que la mía: "Desde el suelo —
razonó— apenas se alcanza a divisar la línea superior del espejo y eso es lo mismo
que nada". Permanecimos en silencio, desorientados y mirando las paredes y el
techo como si la solución pudiera venirnos de allí. La posibilidad —a mi juicio
razonable— de cerrar por un rato el negocio, no entraba en el entendimiento de
Beata: "Prefiero avisar desde aquí que se me espere un poco, antes de cerrar a esta
hora". Vaya criterio. Por mi parte, sentí que empezaba a descomponerme. ¿Sería el
olor de las manzanas estacionadas?
Intenté entonces sugerir una postergación de nuestro entretenimiento, pero no fue
más que arrancar con la frase para que ella, ruidosa y alegremente, se sentara en la
mesa con las piernas colgando sobre el piso. "Ya está, dijo, ¿te das cuenta?" Dije
que sí, sin duda, y me preparé. "Espero que entiendas, mi tesoro —se excusó ella
levantándose la falda hasta la cintura—, pero será mejor que no me desnude,
porque no sé cómo haría para vestirme si llegara a entrar alguien." Naturalmente,
también entendí aquella sabia precaución, poco me importaba que lo hiciera
desnuda o cubierta con una frazada a condición de que todo empezara de una vez o
se suspendiera definitivamente.
La idea de que yo debía mantenerme de pie como si fuera un soldado de guardia o
un operario artesanal ligado a la mesa de trabajo, estuvo a punto de deprimirme.
No sólo le faltaría a aquello la comodidad que suele exigir, sino que además, y era
esto lo peor, sería duro para mis vértebras y quizás fatal para mis riñones. Sea
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como fuere, no tenía más que seguir la gravedad de los instintos y abocarme a la
tarea, así que me acerqué a la mesa cuanto más pude y traté de imaginar que
aquella mujer en posición decúbito dorsal encima de una tabla con mantel de hule
no era Beata, la dulce y atenta Beata dueña del bar que está en la planta baja del
edificio donde vivo, sino la ninfa, o alguna otra, inclusive Amanda, ya no sé quién
ni importa, pero de todos modos, mi tierno y oscuro amor en alguna de sus
caprichosas reencarnaciones.
4
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Los fríos verdaderamente rigurosos coincidieron con la proximidad de la fiesta
patria. Uno o dos días antes, la temperatura bajó a cero grado y subió a seis al
mediodía. En la plazoleta, según vi, el mendigo había preparado un fuego con
maderas de embalaje y cartones; seguía alimentando a las palomas, envuelto en
andrajos cada vez más confusos y mugrientos. A la mañana, si yo no deseaba bajar,
Beata subía a traerme la leche. A través de las cortinas el aire era azul y humoso y la
atmósfera estaba suspendida en una suerte de frágil cristalización. Beata echaba la
leche caliente en una tazona blanca y dejaba tres medialunas en un plato. Luego,
antes de retirarse, se estrechaba contra mí y me besaba fugazmente. Yo la veía salir
de la pieza, presurosa, arreglándose el pelo y sacudiendo con fuerza sus vigorosas
caderas. Cuando se iba, sentía yo todavía la punta helada de su nariz y la tibieza de
la boca en la mía. Amanda estaba ausente y, de noche, yo soñaba con ella. Beata no
pretendía intervenir en mis sueños y dejaba que me manejara a mi antojo.
Naturalmente, yo no manejaba mis sueños sino que ocurría todo lo contrario, pero
al fin me dormía y cesaban las angustias.
En la plazoleta, el mendigo desfilaba como un soldado para tres pequeños
espectadores que imitaban con la boca el sonido del clarín. Empeñado en repre-
sentar fielmente el paso marcial, el mendigo pisoteaba sus propios andrajos y
tropezaba como un borracho, entonces los chicos reían y le arrojaban piedras. La
función terminaba escandalosamente. El mendigo seguía marcando el paso unos
segundos y al fin se desplomaba junto a la fuente. Yo corría la cortina y volvía a la
cama. Pensaba en mis padres. Estaba seguro que mi madre hubiera querido
presenciar el desfile militar, porque esos espectáculos siempre le atrajeron. Pero
dudaba que mi padre consintiera en acompañarla; él preferiría el rincón de su casa
donde quizá encendiera el televisor para, de ese modo, complacer a Elisa.
Podía ocurrir también que tía Alba y Elisa se comunicaran entre ellas y decidieran
ir las dos por su cuenta, pero mi madre rara vez dejaba solo a su marido. Podía
ocurrir, sin embargo, que Alba insistiera. De todos modos, ¿adónde podrían ir esas
dos buenas ancianas? ¿Llegarían al lugar indicado? Puedo imaginarlas pidiendo
indicaciones a los transeúntes, las dos tomadas del brazo, subiendo o bajando de
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colectivos equivocados, espantadas en medio del fragor del tráfico. No, no creo que
se hubieran largado solas.
En cuanto a mí, muy poco me importan los desfiles, antes bien me aburren y
descolocan como si viera en ellos la ostentación de una violencia potencial encami-
nada a desbaratar mi quietud. De todas maneras, estábamos cerca de la celebración
y el aire olía ya a banderas desplegadas y marchas estridentes, cuando, a contrapelo
de mi dicha —debería decir de mi fortuna— aparecieron aquellos tipos a quienes
tanto temía Beata.
Estuvieron haciendo averiguaciones por el barrio y se movían discretamente, sin
alarmar, cosa extraña, sin ostentar su poderío y su licencia. Volvieron al café de
Beata y hablaron con ella. Mientras hablaban, la miraban en los ojos de un modo
persistente y colérico, como si la pobre fuese culpable de las molestias que ellos
debían tomarse. Mencionaron a una tal Andrea, y Beata sacudió los hombros.
Vamos a volver, le dijeron, el tipo que buscamos es un asesino y el que guarda a un
asesino es cómplice y tan culpable como el otro, buenas noches. Buenas noches,
dijo Beata y bajó a la trastienda a prepararse un té. Más tarde supimos que habían
detenido a dos personas en el parque, ¿es que ya no podremos ir al parque?
A la noche, Beata subió a mi pieza. Estaba pálida y temblaba, se sentó junto al
calefactor y se quedó allí un buen rato sin decir palabra. Comenté que jamás había
oído el nombre de Andrea vinculado con Under. Maldito Under meternos en este
lío. No me gustó su cara, dijo Beata refiriéndose a él, cara avinagrada, recelosa, mi
Dios, no me falló el olfato para nada, no.
¿Estarían buscándome? ¿Querrían hablar conmigo? La idea me resultaba
descabellada: todo lo que yo podía decirles de Under no les serviría de nada, ni
siquiera conocía su vida actual a excepción del disparate de Brasil, historia de la
cual, a veces, dudaba como si no hubiera sido más que un cuento inventado por él
para pasar el rato.
"Comamos algo", propuso Beata: "Estoy muerta de frío".
Bajamos a la trastienda y ella preparó fideos a la manteca. Había dos calefactores
encendidos y el rumor del gas quemándose me sonó acogedor y reconfortante.
Mientras comíamos, ella encendió el televisor y vimos una película de acción y
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violencia. Después tomamos café y ginebra y la película seguía, pero Beata se
arrimó a mí y empezó a hacerme cosquillas. "Disfrutemos", dijo. Esta vez era de
noche y el negocio estaba cerrado de forma tal que ya no era necesario hacer
equilibrio al borde de la mesa, así que abrimos el sofá y nos metimos bajo las
frazadas. En la televisión pasaban otra película que yo alcanzaba a seguir con un
ojo mientras Beata gesticulaba en la penumbra, incansable, rítmica, hecha un
borbotón de palabras infantiles y perversas y embebida, allá abajo, en una
espumante mucosidad parecida al cumis, la famosa leche fermentada de yegua.
Así, a la larga, fuimos durmiéndonos y olvidando todos los miedos. Cuando
desperté, el televisor reproducía un temblor blanco, cruzado de rayas brillantes,
horizontales; fui a apagarlo, me vestí despacio y salí. Eran alrededor de las tres de
la mañana *y hacía un frío espantoso. Tomé el ascensor y subí a mi piso. El
ascensor hacía un ruido intolerable a esa hora, en aquel silencio. Cuando llegué vi
que la luz del corredor estaba apagada, salí del ascensor y me encaminé a tientas
hasta la puerta de la pieza.
Era tarde para volver atrás, porque allí, justo delante de la puerta, brillaban las
brasas de dos cigarrillos. "No meta ruido, me dijeron, y abra pronto." A pesar del
temblor de mis manos encontré la llave y pude hacerla girar en la cerradura.
Aquellos asquerosos me empujaron sin ninguna delicadeza y entré disparado yendo
a dar contra la cama porque la cama estaba allí, de otro modo hubiera seguido
hasta la ventana quizá estrellándome contra los vidrios. Los tipos encendieron la
luz y pude verlos. Eran dos, uno alto y otro más bajo y robusto; estaban abrigados y
llevaban bufandas alrededor del cuello; uno de ellos, el más bajo, usaba sombrero.
El más alto tenía pómulos anchos, pálidos y un tic en el ojo izquierdo; advertí
también que movía el cuello como si los tendones le resultaran insoportables. Sus
ojos iban de un lado a otro sin parar nunca en ninguna parte, incapaces de fijarse
en algo por más de dos segundos. El más bajo y robusto tenía ahora las manos
metidas en los bolsillos y me miraba como para comerme. Ojos torvos, negros,
sombreados por cejas espesas y rectas. Al fin ¡novio su boca aplastada, de labios
morados y me soltó un insulto. Estaba enfurecido. El más alto lo miraba de tanto
en tanto; era evidente que el más bajo hacía de jefe. Mi Dios, qué monstruos. Con
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una voz que debió salirme del estómago, pregunté de qué se trataba y volvieron a
insultarme. El más alto, ante un gesto del otro, empezó a revolver todo. No hay
mucho que revolver ni nada valioso que llevarse, así que a los pocos minutos el alto
estaba otra vez ocioso, haciendo bailar los ojos como presa de un ataque. “El más
bajo se sacó el sombrero y arrimó una de las tres sillas y se sentó a mi lado. Lo
primero que dijo fue comunista de mierda, a lo que respondí que estaba equivocado
porque yo no era comunista ni lo había sido nunca. Entonces volvió a decirme
comunista de mierda pero esta vez acompañándose con un formidable revés que
me torció la cara. La mejilla derecha me ardía como si estuvieran quemándomela.
El alto dijo no hay nada, qué hacemos. El jefe no pareció escucharlo. "No hay
nada", repitió el subalterno. El jefe movió la cabeza fastidiado. "Habrá algún rincón
de mierda", dijo. El alto se rascó la barbilla y parpadeó velozmente; debería pensar
en algún rincón debajo del piso o dentro de las paredes, como sucede en las
películas porque el muy puerco volvió a poner las cosas patas arriba y palpó debajo
de la alfombra y en las paredes. A todo esto, el jefe seguía mirándome como se yo
fuese el último canalla de la tierra, el último gusano malparido con que podía
toparse un hombre decente. Respiré hondo para no perder la cabeza. Pensé que
debía hacer algo sin saber qué, tal vez inventar una historia o ponerme a hablar de
lo que ellos quisieran sin reparar en nada. Con su voz ronca y áspera, el jefe dijo
que si no era comunista debería ser simpatizante porque mis compañías eran
pésimas, asquerosas y repugnantes, compañías de un maricón comunista y no de
una persona decente y patriota. Me acordé del desfile, era ridículo. Pero pregunté a
qué compañías se refería y como respuesta obtuve otro revés, más fuerte y colérico
que el anterior. El alto sacudió el cuello como si le hubieran pellizcado la garganta.
Me sacaba de quicio. Sentí que el tercer golpe me marearía hasta la náusea y enton-
ces todo se echaría a perder. El alto se hurgaba la nariz y tosía; volvió a repetir que
no había nada y el jefe, enfurecido, le contestó que ya había oído y que no era sordo
para que le dijeran las cosas tres veces.
—A ver si hay ginebra, por lo menos —ordenó después.
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Yo no recordaba si había ginebra o cualquier otra bebida alcohólica, pero por lo
visto, parecían prescindir de mis servicios al respecto, porque el alto se metió de
inmediato en la cocina y oí que rebuscaba en la alacena.
—En esta casa no hay un carajo de nada —gritó.
—Ni ginebra... —musitó el jefe.
Traté de disculparme, pero él dijo qué clase de maricón comunista era que ni
siquiera tenía un poco de ginebra. Alcancé a decir que tal vez se hubiera terminado,
lo cual no le sonó gentil ni de buenas maneras porque repitió sus insultos
agregando además que era un roñoso que no merecía vivir. Qué par de miserables,
qué escoria. Cómo odié a Under, cómo odié su memoria y el hecho
desafortunadamente casual de habernos conocido. El jefe repitió aquello de las
malas compañías y yo me soplé la nariz. Parecía una escena grotesca de la vida
escolar representada tristemente por adultos degradados. Cuándo terminaría.
—Aquí hace frío —dijo el alto.
Me ordenaron que prendiera la estufa y fui a buscar fósforos a la cocina seguido por
el del tic. Volví, encendí la estufa y estuve a punto de preguntarles si no gustarían
un café, quizá pudiéramos entendernos, quizá todo se aclarara hablando de buen
modo. Pero sus intenciones eran otras, no querían café. El jefe me obligó a
sentarme en la cama y reinició su interrogatorio. Volví a decir que no era comunista
y recibí a cambio otro golpe. No sentí el principio del vértigo pero me acordé de mi
madre. La mejilla se me estaría partiendo como un trozo de tierra seca. El jefe se
tomó un descanso y pidió un cigarrillo que el subordinado le alcanzó
precipitadamente.
—Queremos irnos pronto a casa —murmuró el jefe aproximando su cara hedionda
a la mía—, queremos ir a dormir un poco, ¿entendiste?
Contesté que sí con la cabeza y el tipo siguió:
—Ahora vas a decirme dónde está Andrea. Vas a decirme dónde lo metiste, y
rápido.
El alto se acercó trayendo unas postales insignificantes y un par de revistas
atrasadas. "Hay esto", dijo. El jefe tomó los papeles, les echó una ojeada y los arrojó
lejos. El alto sacó un cigarrillo y se arrimó a la ventana; se le movía el cuello como
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si le estuvieran haciendo cosquillas en la garganta. Era terrible. El jefe volvió a
pronunciar el nombre de Andrea, pero a partir de ese momento se largó a hablar
atropelladamente, escupiendo y cortando las palabras, barajando nombres para mí
desconocidos, citando calles y lugares distantes, y mientras decía todo eso no
paraba de insultarme, pero sus insultos eran mecánicos, partes constitutivas del
discurso enfurecido, pausa y tono de una obsesión. Dejé de darles importancia y
sólo escuche aquel nombre: Andrea.
—¿Andrea? —pregunté.
—Sí, Andrea. Vamos, antes que te mate.
—No conozco a ningún Andrea, lo juro. No conozco a nadie que se llame Andrea.
—Voy a dejarte inútil —amenazó el jefe.
Quién es Andrea, pronto, dónde está, dónde lo metiste. Dos golpes seguidos,
violentos; visión parcialmente nublada. Veo, por ejemplo, que el alto se alza hasta
el cielo raso y en el lugar del jefe hay dos, distorsionados, vociferantes. Otro golpe.
Me acuerdo de mi madre, dulce Elisa. Y de Amanda, Amanda... También de Beata:
"Usted no sabe nada, no recuerda nada, no vio nada". Y yo no sé nada, no recuerdo
nada, no vi nada. Otro golpe con la mano abierta sobre la nariz. Se agudiza la
ceguera. Aparece un fenómeno de distanciamiento y ajenidad, es altamente
curioso, ocurre como si éste no fuera mi cuarto ni el tiempo el presente: esta
miseria está ocurriendo en otra parte, en otro tiempo. Voy a desmayarme. Debe de
haber sangre en mi cara; quizá en las cejas y en la nariz, o en la boca; espero que no
sangren las orejas, eso es el fin. Andrea, repite la bestia que tengo en frente;
Andrea, vamos, dónde está, dónde lo metiste, dónde. La mejilla se ha entumecido y
pueden seguir pegando hasta que caiga a pedazos, ya no es mía.
—Se desmayó —dice el alto, pero lo oigo a pesar de todo. Se hace un silencio y el
jefe me observa, se acerca, percibo su cara negra y babosa cerca de la mía; percibo
su aliento. El alto dice dejemos todo como está, este mierda no sabe nada ni conoce
a nadie; hubiera hablado, no es ningún corajudo, se ve a simple vista. Bueno, dijo el
jefe. Yo pensé lo mismo: bueno. Entonces metieron la mano en la ropa y se llevaron
unos pocos pesos que tenía guardados en el bolsillo interior del saco. Después,
como despedida, escupieron.
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5
Ya no sé si seguiré adelante con el cuaderno. La historia me va resultando
engorrosa a medida que se complica. Tendría muy poco interés consignar aquí con
detalles naturalistas la progresiva quiebra de mi doble pareja y el papel que las dos
mujeres desempeñaron en esos días de dudas y temores persecutorios. Por otro
lado, no bien aproximo una lupa al asunto, lo veo pequeño, insustancial; nada
singular con que marcar un gran amor que a los ojos del mundo pasa como otros
tantos, chato, presumible, inadvertido. Por otra parte, ¿qué puede significar el
hecho de haber recibido unos golpes porque algunos imbéciles sospecharon en mí
conexiones inexistentes? Al fin y al cabo no era la única paliza que había recibido
en mi larga vida, ni la primera humillación, ni la última. Necesitaba olvidar pero
ocurre que es imposible olvidar. Se recuerda y se desea, eso es todo.
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Sería hora de ponerle fin y salir a dar una vuelta suburbana por esas calles rumbo a
una que yo sé, allá, más bien hacia el Sur, punto cardinal de una dicha tan triste,
pero tan triste e irremediablemente perdida que pensar en ella me crispa. Es
posible entonces que desmonte la casa y haga las valijas, ya nada me retiene.
Amanda no asoma las narices como antes, y Beata es un asunto terminado. Un
asunto terminado, aunque nada termine nunca, como cualquiera sabe. Pero esos
mecánicos ritos del amor, me refiero a la penetración y a las caricias, a las salidas y
a las entradas, muy pronto acaban por convertirse en gestos universales. La cosa es
idéntica, siempre idéntica; no hay hoyos singulares, Dios mío, no los hay así uno se
mate buscando. Y en la oscuridad menos aún. En la oscuridad lo propio se desplaza
y queda el hoyo y la mucosa y las palabras —ni siquiera ellas pueden presumir de
excepcionales—, y el que está arriba bien podría ser el que está abajo, un otro
idéntico salvando quizá ciertas penurias del aliento o algún mínimo rasgo
inventado por la costumbre, fiel como la piedra.
Y luego, qué había en Beata que no tuviera Amanda, y qué en Amanda que faltara a
Beata... A lo sumo grados diversos de perversidad e imaginación, una voluntad
incorruptible que las hacía deseables para alguien que, como yo, siente la pasión de
la pereza como una de las pasiones más fuertes del espíritu. Todo lo demás era
fantasía.
Pero he de estar en la mitad —diríase ómicron o pi— y quizá algo surja de este
parloteo porque siento ahora una comezón, un escozor que parece ordenar vamos,
adelante, apoyar los codos, estirar el vientre un tramo más, un tramo más, fuerza. Y
ahí va el lápiz. Intentos de la inteligencia por reordenar lo que se descompone,
búsqueda azul de la felicidad aun en situaciones de las cuales sólo podría extraerse
una cómica y lamentable ventosidad de borracho, para ser gráfico.
Pero no. Sólo puedo hablar de una sensación. Vayamos por partes. La protección
que depara cierto tipo de intimidad no exige el menor orgullo. Somos cuidados,
alimentados, nutridos en nuestros peculiares sueños, mecidos y olvidados en
nuestras mismas demandas por esa asistencia de rigor materno que calcula el
estallido de nuestro apetito y el tope de nuestra saciedad; que sabe en qué
momento despertaremos y cuándo, dulcemente, nos vencerá el sueño aunque
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afuera suenen los tambores de la fiesta. Así, pues, luego de la paliza, las dos me
tuvieron como a un niño: a una le pagaría con mi tolerancia, dejándole la pieza
libre en noches frías mientras ella, ah Dios, se fregaba con cualquier taxista. A la
otra debía pagarle con mi fidelidad, una cárcel de temores y prevenciones
agobiantes. Estaba en manos de una vidente que sólo me creía a salvo en la cama,
cual un enfermo a perpetuidad, cual un muerto que debía revivir a hora fija merced
a sus incesantes masajes de soñadora. Juro que eso pasó, eso al menos. Pero no se
olvida. No puedo olvidar la primera vez que Amanda me pidió que dejara la pieza
libre por una noche. Qué es el amor sino resentimiento, egoísmo lacerado, un sexo
en penitencia, vamos. Cuando me pidió el cuarto añoré el verano, las noches
calientes de enero en el parque y la brisa removiendo las plantas; uno podía orinar
en el césped mientras las parejas fornicaban en la sombra. Qué tiempos. Si hubiera
hecho calor mi humillación se hubiese reducido a la mitad y mi olvido hubiera
aumentado un cuarto, dos tercios, no sé. Pero hacía frío, el típico frío húmedo de
esta ciudad jodida. Qué es el amor sino amparo, complicidad y defensa ante la
amenaza de la intemperie; cobijo y corrupción en el tibio menjunje de la ternura,
no otra cosa.
Bueno, resumamos, me pidió la pieza que ella misma me había ofrecido, donde ella
me había cuidado cuando yo temía por mis huesos; me la pidió y no le importó
nada, ni el frío ni la memoria. ¿No recordaba nuestras tardes en el cine? ¿No
recordaba sus proyectos de matrimonio? No, no recordaba nada. Sólo yo
recordaba. Para mí seguía siendo la Venus de "La Aurora", un bien material donde
afincar mis terrores de inmaterialidad, donde detener mis vértigos; un bien en el
cual la brusca y malsana historia de Under encontraba su aromática sepultura. Qué
es el amor sino terror infantil conjurado, límite de todas las torturas infligidas por
la indiferencia, qué es sino eso. Y bien, necesitaba ahora su pieza y yo, el elegido,
debía partir, salir a la noche, perderme por las calles al alcance quizá de aquellos
peligrosos visitantes que me molieron a golpes; expuesto como una paloma a las
garras del gavilán, con todo mi miedo a cuestas, un miedo que pesaba como debe
pesar la mochila de un soldado raso en tiempos de práctica guerrera. Como los
perros. Desde luego que resistí, manejé algunos argumentos vergonzosos, aludí a
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mi estado de salud, pretexté que la noche avivaría mi catarro, manifesté tener
sueño. Dios, sólo me faltaba rogar como una criatura. Ella estaba de pie en el
espacio libre entre el baño y el extremo de la cama, hermosa como el diablo, de
rojo, los cabellos sueltos arrollándoseles como llamas en el declive de los hombros;
los ojos violetas y relampagueantes de fastidio me consideraban como se considera
a un resorte salido de lugar. Bien, fui vistiéndome despacio, furioso y triste, lúgubre
y a punto de romper a llorar como un cretino. Ella me observaba sin hablar,
fumando impaciente; no sé si sonreía, pero sus labios denotaban una suave
curvatura en los extremos, no recuerdo si para arriba o para abajo, no quiero
tampoco recordarlo, seamos francos.
Al fin, ya listo, con la vieja bufanda color crema que un día me tejiera mi madre y
las manos bien guardadas en los bolsillos, me preparé a salir. Antes, sin embargo,
hice un último intento disfrazando una súplica. No sé dónde ir, dije. Por todos los
santos, musitó, no compliquemos las cosas; estarás solo unas pocas horas. Sí,
insistí, pero ¿adónde voy? Beata te hará un lugarcito, sugirió no sin malignidad.
Estoy harto de Beata, dije. Bueno, contestó, están los cines, los cafés... Abrí la
puerta con el corazón helado. Son las obligaciones, mi tesoro, dijo ella. Salí al
pasillo, tomé el ascensor, cerré la puerta de reja con un golpe deliberadamente
violento y bajé. La odiaba, lo juro. Qué es el amor sino odio, odio hacia lo amado
perdido o perdible, odio por amar aquello que nos desprecia, odio hacia quien
amamos; qué es el amor sino odio por la propia debilidad que nos hace amar
aquello que deberíamos despreciar, qué es sino eso.
Qué fracaso, qué noche. Me escurrí cuidando que Beata no me viera y crucé a la
plazoleta presa de curiosidad, rencor y amargura, tan deprimido como nunca lo
estuve. Y allí, cerca de la fuente donde reposa el mendigo, me senté a esperar,
embozado, diluido en la sombra, tal cual lo haría un vigilante o un cornudo, según
los casos. Y no esperé demasiado. Un taxi enorme, con los guardabarros traseros
destartalados, se detuvo frente a la entrada de la casa y a los pocos minutos,
enmarcada en la luz del porch, roja y altiva, apareció Amanda. Hacía breves señas
al conductor del auto inclinándose un poco para mirar el interior. Un tipo de
campera bajó del taxi, cerró la puerta con llave y fue a su encuentro. Vi perfecta-
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mente cómo le pasaba el brazo por la cintura y de qué modo ella lo besaba en la
boca. El entusiasmo que puso en arrimarle el hocico me atravesó los intestinos. La
oí reír, fruncida como la seda entre dedos caprichosos. Dios, qué escándalo. Fijo
junto a la fuente del ángel Della Robbia, advertí que estaba temblando como si me
hubiera venido la fiebre; temblaba a los sacudones, dando pequeños saltos sobre el
banco, incapaz de controlarme. Tenía el corazón helado pero no sentía frío.
Entonces cerré los ojos y traté de relajarme: uno, dos, tres, cuatro, cinco... No
ocurre nada, me decía, no hay nada, nada, sólo una nube, una nube que se difunde,
que agranda despacio sus contornos, que se vuelve cada vez más algodonosa y
sorda, que flota, flota. El frío del corazón, sin irse del todo, cedió una buena parte al
resto del cuerpo y lo sentí en los pies. De allí pasó a las rodillas y de ellas a las
ingles. Luego, en forma de brisa polar recorrió el vientre, se coló en la curva de los
riñones y ascendió por la canaleta inferior de la espalda. Lo tuve en los omóplatos,
en los hombros, en el cuello. Las orejas estaban rojas, ardían de frío.
Abrí los ojos. Soledad, silencio. Estaba donde había muerto el hornero y donde
Alejandro, hoy tan inalcanzable, se anonadó quizá por primera vez en su vida. Volví
a ver a su madre, la chica cuyas vértebras cervicales deberían ser tan delicadas
como las de aquella otra, mi simple flirt de antaño, y añoré no haberla conocido.
Nostalgia de una familia en arranque. Productos fantasmales del escarnio en la
noche, nada más. Un bulto negro se movió en el parapeto de la fuente; respiraba en
sueños, oí un quejido y después otra vez el silencio. El mendigo dormía allí,
envuelto en infinitas capas de trapos mugrientos. Juro que lo envidié.
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En principio diré que no vacilo en seguir adelante porque si bien es cierto que tuve
serias dudas al comienzo, no lo es menos que ahora se han disipado como a veces
se disipa de a poco una tormenta qué temíamos inminente. Es probable que todo se
deba a un amanecer radiante azulando los cristales en la mañana que precede a un
feriado nacional; al hombre suelen bastarle minúsculos estímulos de las más
diversas naturalezas para arrastrarse otro poco y suponer que se desliza por el
camino de la gloria. He comprendido a tiempo que no podemos pasarnos sin
observar de cerca algunos puntos concernientes a la curiosa actitud de Amanda,
inescrupulosa ejecutora de su libertad hasta el extremo de permitirse desplantes
tales como la magnanimidad y el atropello, ignorando las consecuencias que esos
virajes de conducta operan en el otro. Pero tampoco he de olvidar que fue ella
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quien vino a visitarme en la mañana posterior a la paliza, encontrándome a medio
camino entre dos reinos, despatarrado y manchado de sangre aquí y allá, en medio
de un revoltijo que hablaba de una lucha que sin embargo no hubo pero que debía
haber habido si yo, como ya dije, hubiera tenido algo de carácter.
Ya otras veces me habían escupido y orinado en los zapatos. Esos juegos de
humillación y desprecio son más frecuentes de lo que creen quienes llevan una vida
como la gente. También otras veces me habían despojado de lo poco que llevaba
encima, pero ésta era la primera vez que me apaleaban hasta el punto de postrarme
durante días, la mayor parte de los cuales —debo añadir— pasé a oscuras, per-
fectamente tendido en posición horizontal, esto es boca arriba y sin mayores
intentos en el sentido de meterme los dedos en la nariz o de rascarme las parles
como ocurre comúnmente.
Amanda, pues, abrió la puerta, dio un grito e inició de inmediato el rosario de
cuidados que me llevaron a un progresivo restablecimiento.
Durante horas que me parecieron días, yo no hacía otra cosa que dormir, no con el
sueño llamado de los justos, pero sí aplastado en un sopor profundo al que la fiebre
me llevaba sin remedio. Pero cada vez que despertaba preguntaba por Andrea.
Como es natural, Andrea no estaba allí, y Amanda —a quien yo no atinaba a
reconocer— me pedía que volviera a dormirme. Habré tragado pastillas y tolerado
inyecciones, no sé cuántas. Sea como fuere, me parecía flotar en un atardecer
perdurable cuya niebla se filtraba misteriosamente en el cuarto.
Creo no equivocarme al decir que yo me había refugiado en la cabeza. A partir del
primer sueño provocado por los calmantes, las sensaciones que me emparentaban
con el mundo fueron replegándose gradualmente hacia las partes superiores en
detrimento del resto. Ajeno a mis brazos y a mis piernas —ni qué hablar, por
ejemplo, de los dedos de los pies— la existencia del espacio dejó de tener sentido
como no fuera por la percepción luminosa de aquella suerte de atardecer
perdurable, silenciado por la niebla.
Luego, para decirlo de un modo aproximadamente comprensible, yo, o lo único que
cuenta de uno mismo, vivía en la cabeza y allí estaba instalado. El bueno de mi
padre siempre nos recomendaba cuidarnos el cráneo porque decía que sus huesos
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eran los más débiles de la ya frágil estructura humana. Supongo ahora que estaba
en lo cierto, pero durante aquel período de horas que pudieron ser días, el concepto
de fragilidad no debilitaba la convicción suprema de que todo yo habitaba en mi
cabeza. Como una hormiga en el interior de una fruta luminosa —he aquí que
pienso en una granada cuando en realidad hace muchísimos años que no veo ni
como una— yo recorría mi cerebro. Este fenómeno, que ocurría cuando cesaban los
dolores y dejaba de existir ¿el cuerpo, muy poco tenía que ver con esas absurdas
fantasías científicas de hombres minimizados al tamaño de una pulga que ingresan
a las meninges de alguien y las visitan en calidad de exploradores. Yo, por el
contrario, me paseaba por una ciudadela de placer y calma de la cual había sido
desterrada la ansiedad. En aquella ciudadela nadie buscaba ampararse, porque la
dicha estaba en el aire, en las plantas, en los salones sin techos donde se vivía
envuelto en la dulzura de la perfección. No había muerte ni arte, y la vida consistía
en una creación permanentemente en proceso a lo largo de etapas cada vez más
agradables, más lúcidas, más íntegras.
Yo, hormiga viajera, me arreglaba, pues, al letargo como el líquido se amolda al
continente. A veces alguien sacudía el frasco y todo el interior se agitaba y removía
cayendo en una confusión última e irreparable. Pero entonces amanecía: allí estaba
la blancura de la pared y la mano que se adelantaba a nutrirme. Yo sabía que debía
volver a la ciudadela para continuar con mi propio y apasionante proceso, pero la
vigilia me ponía en la boca una pregunta mecánica:
¿Dónde está Andrea?
A lo que se me respondía:
¿Qué Andrea?
Me resultaba intolerable explicar todo de nuevo, contar paso a paso la invasión de
mi cuarto, la andanada de golpes que recibí sin ánimo de evitarlos o de retribuirlos,
y la seguidilla de preguntas demenciales a la que había sido sometido. Tenía la
impresión de que aquella peripecia había sido ya contada y que, en consecuencia,
todo el mundo estaba al tanto de mi infortunio. Por otro lado, en mis sueños
tomaba forma la sospecha de que yo debía saber algo, algo que no alcanzaba a
recordar pero que estaba en mí del mismo modo que ahora estaba yo en mi cabeza
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sin que nadie lo advirtiera. Qué embrollo. Resumiendo, volvía a dormirme
tragando suavemente una cucharada de puré o un sorbo de jugo de fruta, pero la
ciudadela tardaba en mostrarse. En ocasiones me figuraba que Andrea, el
desconocido, me esperaba en alguna parte. ¿Era hombre o mujer? La fiebre lo
vestía de negro: saco largo tipo levitón, gastado en los codos y lustroso en las
solapas; pantalones anchos, camisa con pechera, bufanda de seda blanca, sombrero
de calle algo bohemio, de ala ancha, también negro, con un lazo gris perla a mitad
de la cinta del mismo color. Andrea fumaba con boquilla y despedía el humo
haciendo anillos. Me miraba desde un punto fijo, sentado en la vieja carrocería de
un automóvil arrojado al montón de los desperdicios. De tiempo en tiempo, metía
la mano en el capot y sacaba una pieza, la exhibía y la tiraba al costado. Así
desprendió la dínamo, desarmó el carburador, sacó la bomba de nafta y jugó con
las bujías. La niebla del descampado en que ambos parecíamos estar, me impedía
precisar sus facciones, pero me miraba, eso lo sé. Después, podía advertir que
caminaba rápidamente, con cierta rigidez, pero de todos modos de prisa. Ya no sé si
escapaba o me seguía. No recuerdo que yo me moviera, no recuerdo que ensayara
estrategias escapatorias o que buscara ponerme fuera del alcance de sus ojos. El
hecho es que, a pesar de todo, andábamos; él rígido y algo encorvado, en la niebla,
la cara vuelta hacia mí; y yo quizás fijo en el centro de un (.-je. Otras veces era yo
quien me movía, pero este acto tomaba la forma de un deslizamiento a ras del
suelo, reptando, apoyado en los codos pero sin experimentar escozor alguno, sino
como si mi cuerpo nadara en la tibieza de un medio espeso, digamos enlodado.
Mis interrogantes con respecto a Andrea en el transcurso de la pesadilla se
limitaban a los términos simples de un esquema persecutorio, de modo tal que la
cuestión consistía en saber si lo buscaban por malo o por bueno o porque tampoco
ellos —quienes lo buscaban— sabían de qué lado estaba. Por otra parte, ignoraba
quién era y qué cosas pretendía de mí. Un hecho, sin embargo, se destacaba como
significativo: en mis sueños, el tal Andrea componía una figura siniestra de la que
era mejor alejarse. Además, jamás nos hablábamos.
Cuando al fin desperté del sopor, los ojos violetas de Amanda estaban muy cerca de
los míos. Yo venía de aguas profundas, verdosas, y traía conmigo la sensible
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deformación de un mundo irrespirable para quienes se debaten en la superficie. Me
sentí, pues, como un náufrago a salvo, resucitado pero sabiendo que la realidad de
la vida, en el reino de la conciencia, exige el precio de la desnudez y el
apartamiento.
Los ojos de Amanda se alejaron y la figura salió de foco. Respiré hondo y me
incorporé a medias apoyando la espalda en la almohada; tenía dolores pero ya no
más agudos; disminuían hasta convertirse en una sensación nerviosa bastante
tolerable. El cuerpo retomaba el sentido del espacio y yo me retiraba de mi cabeza. .
Amanda se había arrimado a la ventana y fumaba mirando a través de los vidrios.
La llamé para preguntarle si tenía partes rotas, quebradas; siempre temo que se me
rompa algo, no confío en mis huesos. Pero ella me tranquilizó con un desusado
tono de enfermera, afable y seco, que me sorprendió mucho. A su juicio, yo estaba
intacto y sólo podía quejarme a causa de unos cuantos magullones. Le hice conocer
el episodio de la visita de los tipos y dije además que se habían confirmado las
sospechas de Beata en el sentido de que Under nos había traído mala suerte. De
inmediato pasé a hablar del tal Andrea y narré mis sueños detallando sus
movimientos y circunstancias como si se tratara de un suceso real.
Amanda me escuchaba con atención, muy seria y preocupada. Cuando hube
terminado se levantó de la silla y se dirigió al baño sin hacer comentarios; abrió la
canilla del lavabo y estuvo allí unos minutos haciendo buches. Cuando salió, como
la notara extraña, le pregunté qué le ocurría, pero ella se encogió de hombros
limitándose a prescribirme tranquilidad y reposo por un día más.
No soy tonto. O por lo menos no lo soy de un modo irrecuperable, o sea que no me
exigió demasiado esfuerzo entrever que las cosas habían cambiado. Desde alguna
otra punta que no era la mía, estaban tironeando a Amanda y el hilo corría vertigi-
nosamente pidiendo espacio y soltura, metros y metros. Cómo corría. Me vi de
pronto otra vez solo, un cuerpo que ocupa una dimensión temporal en un espacio
excesivamente amplio y que va y viene, cíe aquí para allá, arreglándose quizás a un
par de ideas para no extraviarse o tal vez para extraviarse sin ignorarlo. Quise saber
si temía que los policías nos hicieran una segunda visita y se pusieran más duros
que en la primera. Contestó que, de acuerdo con lo que se podía inferir de mi
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relato, había que descartar esa posibilidad. Se equivocaron, dijo, y cuando se
equivocan les basta con una vez. ¿Y si no encuentran a Andrea?, pregunté. Puede
ser que Andrea no exista y que todo haya sido un cuento, conjeturó. Respondí que
mis golpes no eran un cuento. Nadie duda de tus golpes, dijo. Dios, prescindía de
mí aun teniéndome en cuenta. Me hablaba como se le habla a quien se va a dejar
para siempre, midiendo las palabras y pronunciándolas como si se las dirigiese a
un pizarrón.
Es innecesario agregar que esa noche la pasó afuera, obligada, según explicó, por su
trabajo, al que debía atender con todo el dolor de su alma o de su corazón, ya no sé.
Vi cómo se ponía el abrigo y se arreglaba el pelo en el espejo del baño y deseé que
sus negocios, de los que no tenía yo noticia alguna ni quería tenerla en ese
momento, fracasaran estrepitosamente sin importarme las consecuencias de ese
fracaso. Si las cosas parecían terminar sin que nada estuviera claro,
deshilachándose de un día para otro, lo mejor que podía pedirse era el fracaso, el
gran fracaso en toda la línea.
Naturalmente, después vino la historia de los taxis, ya que hubo otros y yo debí
volver a salir en plena noche dejando las sábanas vergonzosamente tibias.
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Amanda apareció con su primer cliente cuando yo estaba ya repuesto y vuelto a lo
que usa en llamarse un estado normal de salud. Esto significa que, aparte del
eterno catarro, de algunas esporádicas amenazas de vértigo y de ciertos trastornos
digestivos tolerablemente espaciados, podía sostenerme en mis piernas y andar por
ahí sin mayores riesgos, más o menos como todo el mundo. Lo cual no indica que,
al verme obligado a dejar la tibieza de la cama no experimentara en mi alma —
llamémosla alma— el violento desgarrón del destete con su complicada secuela de
angustias y furias impotentes.
Sin embargo, dudo en llamar a esa noche la primera de mi infortunio, no porque no
haya sido la primera en que me sentí verdaderamente despechado, sino porque en
lo concerniente a desdichas acumulo ya una discreta experiencia. Además, aquella
noche en poco se diferenciaba de otras largas noches de vagabundeo solitario a las
que antaño había estado habituado. Pero en tanto que antes erraba con el corazón
vacío y el ánimo más bien indiferente, ahora debía hacerlo bajo la piel del
expulsado, lamentando lo que presentía perdido y arrepentido de no haber
valorado justamente aquello que ahora me rechazaba. En resumen, apartado del
calor y de la seguridad, añoraba los mimos de Amanda adjudicándoles cualidades
exquisitas que quizá nunca tuvieron. Para colmo, a la carencia de ellos venía a
sumarse el terror que me producía pensar en mis agresores, listos a agarrarme en
cualquier esquina.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 90
La niebla fría, el humo desprendido de las quemas de basura del Bajo Flores,
contribuían a que todo pareciera más siniestro e inhóspito. Por otra parte, mi
permanencia en la pieza me había convertido en un sedentario y no me resultaba
atractivo emprender caminatas hasta barrios distantes como había hecho en otros
tiempos. Me sentía tan viejo como cuando Under confesó sus debilidades en el bar
de Beata.
La tentación dolorosa de quedarme al lado de la fuente, con los ojos puestos en la
ventana —donde la luz ya se había apagado—, era tan poderosa como la de
alejarme. Los vigilantes y los cornudos, supongo, conocerán muy bien el tortuoso
placer de confirmar la evidencia del fracaso sin perder ningún detalle.
Sea como fuere, ¿en qué otra cosa podía creer esa noche? Hice un último esfuerzo y
abandoné la plazoleta.
A caminar, a caminar. Debía ordenar mis músculos para lanzarlos a una armoniosa
acción de conjunto desesperadamente impropia a esa hora y a esa altura de mi vida
sedente, flotante, a lo sumo tan sólo gesticular y genital, seamos claros. De ahí,
pues, lo costoso de todo aquello, aun para alguien que ha querido la marcha como
se quiere a una amante.
Al principio, las articulaciones crujen entorpecidas, trastornadas por una exigencia
que interrumpe violentamente su cómodo camino hacia la atrofia. Cada músculo
eleva su quejosa resistencia. Las pantorrillas buscan reunir desesperadamente la
vieja firmeza. Pero de inmediato ya todo está en marcha, como se puede, del mejor
modo, en un muy bajo nivel de rendimiento, pero en marcha.
El calor de la vida abrasa las fibras musculares y el dolor punza la carne donde ésta
trabaja con más apli-1cación. Quizá podríamos correr, ensayar primero un trote,
punta y talón punta y talón; el empeine se levanta, las canillas se endurecen, los
tobillos quieren flaquear, uno avanza con la boca seca y la nariz fría... Y después
¿por qué no una carrera? ¿Me echaría a correr como un loco calle abajo rumbo a
cualquier parte?
Me faltaba el aire, tenía que levantar los brazos por encima de la cabeza y respirar
hondo; luego expulsaba el aire por la boca y dejaba reposar los brazos n los
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costados. Empecé a toser y a marearme; ya no sentía frío y la ropa me pesaba como
si cargara un fardo de cien kilos. El pobre corazón daba saltos de títere en el centro
del pecho. Me detuve en una esquina y me senté en el cordón de la vereda; dos
gatos gordos que rebuscaban en un tacho de basura salieron espantados. Dios,
había que reflexionar un poco, encontrar un rumbo, darle sentido al paseo, orientar
un plan para el inmediato futuro. Ahora volvía a enfriárseme el cuerpo y mañana
me dolerían las piernas. Con semejante estado físico, los policías me agarrarían tan
fácilmente como a una criatura de dos años.
Medio muerto de frío, me levanté y retomé la marcha. Las calles estaban solitarias,
no había negocios abiertos y las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas
como si se temiera a la peste. No era tarde, faltaban dos horas para la medianoche.
Y un siglo para que el sol saliera otra vez.
Muy pronto llegué a la boca del subte, más pronto de lo que había supuesto, según
mis imprecisos cálculos. En la zona, los bares y las pizzerías estaban animados y la
gente se agrupaba frente a las vidrieras que exhibían comidas. El colorido
espectáculo de los pollos rotando en los broches de spiedo me recordó súbitamente
que no comía desde hacía horas. Había también sardinas en lata, trozos de asado y
pasteles fritos. Recreé el sabor de las sardinas en su baño dorado de aceite y
después pasé a degustar la carne roja, tierna y jugosa. Uno podía caer en el
desorden de un banquete caótico y solitario, al menos en su imaginación. La mía, lo
juro, empezó a funcionar en ese sentido y en seguida la demanda del hambre se
tradujo en un intrincado murmullo de las tripas.
Me arrimé al mostrador de acrílico y pedí dos porciones de pizza y un vaso de vino
blanco. El bullicioso aire de encierro, vaporoso entre las amplias paredes de vidrio,
sofocaba y aturdía con la fuerte mezcla de olores aceitosos y la estridencia de
cubiertos cayendo en los fregaderos y golpeando en las bandejas y mesas de
fórmica. Un mozo fatigado y soñoliento llenó el vaso con un vino descolorido que se
volcó sobre el borde. La pizza quemaba el paladar y yo apagaba el ardor con
sucesivos sorbos. No era un vino estupendo ni mucho menos, antes bien era un
vino bastante ordinario pero reconfortante de todas maneras.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 92
Devoré la pizza en pocos minutos y después encargué un postre. Me trajeron una
manzana insípida, chata, medio carbonizada y embebida en un vino tan malo como
el que terminaba de tomar. Mordisqueé un poco y dejé el resto apartando el plato
de latón en el que venía servida. Salí de la pizzería con la intención de tomar
inmediatamente un café sentado a una mesa, leyendo el diario o alguna revista
ilustrada. No me atrevía a bajar al subte y viajar hasta el centro. Hubiera querido
que el cine viniera a mí, con el café, la estufa, los chocolates y los cigarrillos.
Hubiera querido además que toda una buena parte del pasado se esfumara como se
esfuma un sueño. Pensar que debía proponerme alguna tarea de autoconservación
me parecía exagerado y aburridor, además de impracticable. Estaba a punto de
desesperarme pero controlé mis nervios imaginando que aquel paseo era del todo
ordinario. Entré en un café, compré el diario y me senté a la mesa, milagrosamente
limpia, en oposición al piso, cubierto de servilletas de papel, pisadas húmedas,
escupitajos y puchos. Ojeé el diario sin encontrar nada que consiguiera atraparme a
excepción de la» historietas. Hubiera deseado leer una novela entretenida y espesa
hasta que me viniera sueño, pero de pronto recordé que no tenía dónde dormir, a
excepción de la calle, los cuarteles salvacionistas o los calabozos de las comisarías.
Mi Dios, no podía soltar mis pensamientos porque entonces todo se desbarrancaba
sin remedio. Naturalmente, estaba la casa de mis viejos, allá en el Sur; sí, era fácil
decirlo. La casa de los buenos viejos. Pero ¿me atrevería a golpearles la puerta? Np
podía presentarme así como así. Era inadmisible. Quedaba el recurso de la mentira,
podía inventar una historia cualquiera, una historia que nos agradara a todos y que
a ellos no les provocara congoja. Pero no tenía ánimos para inventar historias.
Bien, no diré lo que ocurrió esa noche, porque esa noche no ocurrió nada más.
Tomé al fin el subte y llegué al centro y caminé por calles atestadas sin decidirme
por ningún cine, por ningún teatro. No conocía a nadie ni hubiera sabido de qué
hablar en el caso de que encontrara a algún conocido. No había remedio. Habría
terminado buscando el calor de alguna tipa, lo sé, habría pagado por seguir
acortando esa estúpida noche. Pero no soporto los besos aguardentosos, el aliento
cargado de vino y la parodia ronca de la pasión. En realidad, tampoco soporto una
serie infinita de cosas relacionadas con lo mismo. Al fin, terminaría agotado,
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 93
aburrido y triste durmiendo junto a la frialdad de un culo anónimo. Nada hay
menos alentador. Acaso me asaltaran. Siempre he temido que me vuelen de encima
lo poco que llevo, y no es porque sea asquerosamente apegado a la plata. No, no es
por eso. Podía ocurrir también que me metiera en uno de esos espectáculos de
desnudos o que entrara a las revistas, y me masturbara como hacen otros infelices.
Nadie ignora que la soledad y la masturbación van juntas y no es que,
personalmente, le tema a la masturbación más que a la soledad. Pero no hubiera
querido terminar la noche deseando a una de esas muñecas entalcadas para quien
mi vida tendría seguramente menos importancia que cualquiera de las plumas o
lentejuelas de su vestido. Qué asco.
No era el momento oportuno para hacer nada, ni siquiera para emborracharme,
porque tampoco suelo emborracharme si bien eso me ha ocurrido quizá media
docena de veces en lo que va de mi larga existencia. Así es todo, y así era aquella
noche. Me quedaba el recurso de volver caminando a casa, cuadras y cuadras con
las manos en los bolsillos y la nariz y las orejas congeladas. No, esa idea me
parecían impracticable. Entonces, sin pensarlo más, subí a un ómnibus, busqué
uno de los últimos asientos y me entregué a un sueño intermitente.
En una época podía dormirme en cualquier parte, ya fuera de pie o sentado, lo
mismo daba. Todo consistía en entrecerrar los ojos y aflojar las tensiones olvidando
las sombras y luces prodigadoras de amenazas diversas. Intenté recobrar aquella
antigua disposición de clausura y algo, no digo mucho, conseguí.
En realidad no dormía, pero soñaba mientras el ómnibus sacudía su esqueleto por
las calles empedradas, meciéndome un poco bruscamente pero de todos modos
facilitándome el acceso a un estado de-pasividad y confianza sin el cual es
imposible alentar la menor idea de reposo.
Soñé primero con que estaba lloviendo muy suavemente y que la lluvia se
escuchaba sin ninguna estridencia, como un terso rasguño sucesivo, tanto a los
costados como arriba y abajo de la carrocería. Esta lluvia envolvente fue sin
embargo desapareciendo y volví a percibir la luz acuosa y fatídica que iluminaba el
interior. Un hombre de cuello rechoncho y cabeza abultada se ubicó en un asiento
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 94
próximo al mío. Olía de una manera desagradable y temí que su presencia
arruinara mi disposición tan cuidadosa y difícilmente recobrada.
Al rato, una mujer metida en pieles vino a sentarse a mi lado; llevaba la cabeza
envuelta en un pañuelo primorosamente atado con un moño detrás de la oreja
izquierda. Tenía ojos claros como un cielo lavado, pero no eran débiles. Su
proximidad, la conciencia de que ella por lo menos existía en el mismo terreno en
que prosperaba la fealdad, me alentó a seguir soñando. Cerré los ojos e imaginé que
la luz del coche era roja y no amarillenta ni grisácea. Una luz rojiza, suave,
acolchada, con franjas de un amarillo vivo y triunfal en los extremos del espectro.
Me desperté y miré a través de la ventanilla; la noche era todavía negra, y las calles,
lejos ya del centro, estaban vacías como si la ciudad hubiera sido abandonada. Un
borracho subió al ómnibus cantando el Himno; nos pedía que nos pusiéramos de
pie mientras él entonaba las viejas estrofas. Mi vecina de asiento le echó una ojeada
despavorida, luego me miró a mí y comentó en voz baja: "Hoy es feriado nacional".
Al fin, el borracho decidió sentarse y dejó de cantar. Yo comenté que había olvidado
totalmente la cuestión del feriado, pero ella no me escuchó; por el contrario, se
ajustó el pañuelo y se arrebujó en el tapado de piel como para dormir aislarse de
cualquier amenaza exterior. No fui yo, después de todo, quien había abierto el
fuego, de modo que me sentí con derecho a ofenderme y manifestárselo, pero creí
necesario pasar por alto la afrenta ya que, una disputa a esa hora y en un ómnibus
me parecía absolutamente inútil. Así que, sacrificando mi comodidad y la primera
impresión satisfactoria que me había llevado de la mujer, cambié de lugar.
Ahora estoy seguro que nunca debí hacerlo, porque ella me clavó sus ojos cielo con
una obstinación que sólo pueden sostener el odio o el amor más apasionado. Qué
extraña gente, Dios... ¿Es que debí excusarme, rogarle que olvidara mi ofensa ya
que, por lo que parecía, era mucho más grave que la que ella me había infligido?
Volví a mi anterior butaca y dije: "Ruego que deje de mirarme". Ahora me encaró
de frente e hizo una mueca con la boca: "¿Pero quién lo mira a usted? ¿Quién cree
usted que es para que lo miren?". Le pedí que no levantara la voz porque no era
necesario que los demás pasajeros se enteraran, pero ella agregó que el mundo
estaba lleno de degenerados como yo y que no iba a tolerarme a su lado ni un
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 95
segundo más. "No tiene por qué insultarme", protesté. "Déjese de charlas", ordenó
ella, "y váyase antes de que arme un escándalo y lo mande preso". Tenía carácter y
era evidente que estaba loca, presa de un tipo de locura que tiende a transformar
todo acto en un acto agresivo y violento. Mi Dios, si hubiéramos vivido en otro siglo
juro que la habría destripado allí mismo. El chofer levantó la cabeza y preguntó
"Qué pasa ahí". Contesté que no pasaba absolutamente nada, pero la mujer dijo:
"Ahora pretende
f decir que no pasa nada, qué descaro...". El hombre cíe la cabeza abultada se torció
cuanto pudo y nos miró con ojos y boca descompuestas. Era horrible,
sencillamente. Uno no sabía si sonreía o lloraba, o si estaba a punto de hacer
alguna mueca cómica o extremadamente dolorosa. "Vamos", dijo tragándose la
mitad de las palabras, "parece mentira, gente grande. Deje a la señora tranquila,
vamos". Contesté que yo no había molestado a nadie y que me parecía exagerado
que todo el mundo se metiera. "No se haga el estúpido", vociferó ella, "y váyase de
una vez". El borracho se incorporó y empezó a cantar el Himno. Una verdadera
pesadilla.
Volví entonces a cambiar de asiento. Me fui ahora al extremo opuesto, sobre el
costado izquierdo del ómnibus, de forma tal que la Furia metida en pieles y yo
quedábamos en una misma línea pero a una distancia respetable uno del otro.
Como el borracho seguía cantando el chofer creyó conveniente poner orden y
vociferó: "Cállese la boca porque lo voy a bajar a patadas". El borracho dijo que él
era un patriota y que nadie lo iba a bajar a patadas de ninguna parte porque lo que
cantaba era el Himno y no versos de murga. Pero se fue callando a pesar de todo y
pronto volvió a sentarse murmurando cosas por lo bajo. El hombre de la cabeza
abultada y la cara descompuesta se acomodó mejor en su lugar y prescindió del
resto.
El viaje siguió en silencio, aunque para mí ya no era el mismo viaje, pues me
habían escamoteado los sueños y mi situación era ahora aflictiva, tanto, por lo
menos, como al principio de la noche. Por una de esas insufribles coincidencias
que suele depararnos el azar, la Piedra del Escándalo bajó del ómnibus en al
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misma esquina que yo. Naturalmente, le cedí el paso, pero ella rehusó mi
cortesía, de modo que me lance el primero dejándola atrás con sus rezongos.
Con paciencia, esperé a que amaneciera.
TERCERA PARTE
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 97
1
En la plenitud del invierno, se anticipa bajo la palidez de la tierra el brote que
traerá la primavera. Puedo sentirlo a pesar del humo terso y azul, de la luz de
cristal empañado en el oro virgen y enfermizo de la mañana. Puedo sentirlo a pesar
de las viejas que, cubiertas de trapos oscuros, madrugan para la primera misa.
Despacio, desentumeciéndose, algo ha empezado a moverse, a arrastrarse, llevando
y trayendo un peso de aquí para allá a lo largo de las calles. Situemos la escena:
estoy en un bar, sentado junto a la ventana. He salido.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 98
Mientras observo cómo se hunde el medallón de crema en el café, trato de quitarme
el frío de los dedos endurecidos, con sus franjas de pellejo reseco en la base de las
uñas. Es una operación infinitamente lenta —me refiero a la crema en el café—,
delicada. Al principio, la cucharada de azúcar flota un instante en la base corrugosa
de la crema, que a su vez deriva en el círculo de café; pero, insensiblemente, los
bordes próximos a los granos de azúcar se abren y estallan, cediendo despacio a un
peso para el cual la tensión de superficie resulta insuficiente.
Simultáneamente —hablo ahora de mis dedos—, froto los nudillos del puño
izquierdo contra la palma abierta de la mano derecha, y luego los de ésta contra la
palma de la mano izquierda. Procuro no separar los muslos por debajo de la mesa y
crispo los dedos de los pies dentro de los zapatos. Es un ejercicio de tensiones en
equilibrio acompañado por el calmo hundimiento del azúcar en la crema y de la
crema en el café. Todo se hunde en el minúsculo calor del pocillo. Debo habituarme
al frío si quiero emprender el viaje. Porque ahora se terminó, estoy en camino.
No más visiones desde la alta ventana; atrás quedaron el cuarto de Amanda y su
silencio de ostra, tan tibia, tan cuidadosamente aligerada de las cargas opresivas
del mundo. Qué modo de añorar. Me pregunto quién registrará ahora la luz y el
silencio, el sonido y la sombra, quién. Ella, sin duda. Pero quién más. Poco importa
una vez tomada cierta decisión en el sentido de abandonar lo que más nos ata.
Cabellos de la mujer y pereza, dos sólidas pasiones.
Lejos de todo, libre. Bueno, es un modo de decir —uno se abriga con las palabras—.
En verdad, tan sólo me consta que el camino, ya iniciado, es largo y engorroso,
acaso inútil, pero absurdamente irremediable. No me pregunten por qué.
Es seguro que haré un rodeo. Trazaré trayectorias abombadas y semicirculares en
torno a la meta. Habrá que tomar un tren, o hacer dedo. Lo último puede encerrar
algún atractivo frugal y absolutamente imprevisible. Pero dudo que lo haga: hay
tipos que vienen esperando desde hace tiempo que alguien los acompañe en su
viaje solitario para contarles su vida en una charla insufrible, y yo no soportaría
a/un charlatán. No tomo en cuenta los otros riesgos porque ésos no me preocupan:
soy pobre, bien poco se me puede robar. Podría recibir una paliza, es cierto, pero si
ejercito las piernas podré correr en ese caso. Podrían agregarse algunos otros
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 99
inconvenientes relacionados con el viaje a dedo, pero sería tedioso enumerarlos. No
creo que nadie quiera violarme, por ejemplo.
De todos modos, una considerable parte del trayecto la haré a pie —si hace buen
tiempo—, porque, como dije antes, antaño fui un gran caminante. Por otro lado, no
creo que demore más de un día con su tarde y su noche. Calculando que el primer
tramo lo efectúe en tren y ómnibus, a la hora del almuerzo estaré a medio camino, y
a partir de ese momento me largaré a pie. Espero que haya árboles y campos
abiertos, es el tipo de cosa que me alienta.
Así que, según mis cálculos, habré de llegar a la hora de la comida, como un buen
hijo, como cualquier cuzco bien amaestrado. La hora de la comida. Famoso
instante rodeado de una curiosa y firme liturgia familiar. Se nos exigía puntualidad
para la ocasión, además de las manos limpias. A la hora de la comida, anunciaba mi
padre, los quiero ver a todos aquí. Mi Dios, qué corridas hacíamos para llegar a
horario... Ustedes me van a matar, se quejaba Elisa cuando alguno de nosotros se
aparecía a los postres. Qué escándalo soberbio. El viejo nos clavaba unos ojos
furiosos y melancólicos, inciertamente situados en un humor que tanto podía
inclinarse a la condena como a la súplica. Supongo que eso lo sacaría de las casillas.
Qué rigor, qué tiempos. Inclusive la abuela se mostraba ofendida; había que verla,
con sus labios duros, muy apretados, y las miraditas de reojo que nos dirigía. Una
familia como pocas, sin que vaya en esto ninguna jactancia de mi parte. De qué
podríamos jactarnos.
Ahora bien, en más de una oportunidad me he preguntado para qué partir, para
qué ir en busca de lo que apenas echará luz sobre todo, si es que echa alguna luz.
No obtuve respuesta. Me dije: "Quizá sea la promesa del álbum, la necesidad
nostálgica de hojear ese viejo libraco de fotografías y de cartas...". No me parece sin
embargo un motivo muy fuerte. Un álbum familiar de unas sesenta páginas a razón
de diez fotos por página hacen un total de seiscientas fotos amarillentas, la mayor
parte de ellas conocidas y medio marchitas por el efecto de los años. No sé por qué
un álbum me sacaría a la carrera. No debe ser sólo eso. De todos modos no quiero
salir como una bala y llegar con el corazón en la boca. No se trata de una carrera, lo
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dije, no hay premio alguno esperando en la meta. No es eso. No sé en verdad qué
es.
En lo hondo de mi espíritu —hay allí tantas cosas— alborota la tentación de
quedarme, de estacionar mis huesos en los mullidos redondeles de Beata y
claudicar de una vez por todas, sea cual fuere la suerte que ese acoplamiento me
depare. Nada milagroso, digamos, me liga a ella, como no sea una cierta idea —
bastante rebatible— sobre fundamentos que confieran a mi pereza un marco
discretamente seguro. Pero la rutina de los días en el bar, el tedio de los
anocheceres últimos con su dosis de televisión y sopa de verdura, sumados a la
convicción de que aj su lado nada grave podía ocurrir —flaca convicción, por otra
parte—, no dejan de ser alicientes ponderables. Sin mencionar, desde luego, los
aspectos puramente emocionales, ya que en ese sentido ella huele tan bien como
cualquier otra.
Llegó a decirme que me amaba, y eso no es poco, mucho menos para alguien tan
sacudido como yo, tan llevado de las narices, si se quiere. Pero llegó a decirlo. Y en
ese momento temí por mi propia vida, como si mi vida valiera mucho más que la de
ella, pero así somos. Me lo dijo y me quedé mudo, tan mudo como un escolar
pescado en falta y puesto en evidencia en medio de toda la clase. No me mires así,
sollozó, hablo en serio. Está bien, contesté, qué bueno... Cómo qué bueno,
preguntó. Me encogí de hombros y sonreí. Nunca supe qué responder a esas cosas.
Pero después, cuando uno ha aceptado, cuando uno ha dicho sí con su grasienta
sonrisa tantas veces empleada en vano, tantas veces ultrajada, no queda más que el
sueño redentor, la vuelta a lo imaginario para que la tremenda futilidad de todo
permanezca tolerable allá en la superficie.
Vean qué tentación, dárseme tan fácilmente. Insaciable amiga, adentro-afuera-
adentro-afuera. Beata no es lerda ni corta, si es que hablamos con justicia.
Así es que mi espíritu sigue aceptando el fregadero, mi último oficio reconocido.
No era difícil si uno ponía empeño en no romper nada. Me bastaba con controlar
un poco mis temblores funcionales. El primer día destrocé cinco tazas de desayuno
y dos pocillos de café; pero ella fue tolerante, prefirió reír. La segunda vez hice
añicos un par de vasos irrompibles y eché tres cucharas en el incinerador. Con el
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 101
tiempo, fui sin embargo templando el oficio y pronto obtuve mi primer récord: una
docena de vasos con sus pocillos respectivos, perfectamente V lavados, enjuagados
y secos. Mis vacilaciones instrumentales, la complicada respuesta de mis reflejos y
los temblores de las manos, redujeron su frecuencia notablemente y sólo quedó una
especie de aleteo esporádico en los músculos superficiales.
Mis tareas empezaban al mediodía, con el lavado de la comida, y se prolongaban
hasta la tarde, momento en que llegaban los colegiales y devoraban salchichas en
grandes cantidades. A la noche, nunca había más de tres o cuatro parroquianos que
comían su cena en silencio y se iban sin hacer sobremesa. A juicio de Beata, las
cosas marchaban muy bien con un hombre en la casa. Se la veía, es cierto, más ani-
mada que nunca, estado que se tradujo en su abandono del cómputo de los
muertos: ya no necesitaba entretenerse con argumentos macabros. Inclusive can-
taba, mi Dios, ya lo creo que cantaba. Arremetía siempre con el tango "Madreselva"
sin equivocar una estrofa. Cómo aburría. Al parecer, sus recursos artísticos no
pasaban de allí, aunque a veces diera un salto abrupto hacia los planos más
prestigiosos de Aída.
Pero entonces, la ópera se tornaba irreconocible, abrumadoramente irregular y
como aullada por una jauría de perros. No había remedio. En tanto, yo fregaba
como jamás lo había hecho en mi vida, hasta el punto que llegué a conocer el olor
de los distintos detergentes como en otra época los diversos perfumes de las flores
salvajes. Qué decadencia. Y no es que me queje.
Admito que lagrimeo cuando pienso que acaso haya perdido irremediablemente
aquella humilde situación. Lagrimeo por mí, es verdad, pero lagrimeo de todos
modos. Vivíamos en la trastienda y dejábamos que el vecindario hablara. Ya no era
necesario vigilar la entrada del negocio para dedicarnos a nuestros jugueteos. No es
especialmente agradable recordarlo con este frío, en este bar que no es el de ella,
pero de cualquier manera, no había necesidad de recurrir a aquellas incómodas
piruetas de las primeras veces. Evoco, por ejemplo, los baños calientes y tiemblo.
Una gran mujer desnuda en medio de los vapores de la ducha, es algo que encierra
cierto encanto. De espaldas, Beata siempre me hacía pensar en La mujer del loro,
de Chantron; sólo faltaban el espejo de luna sostenido por un bastidor, la silla
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tapizada de rojo y la pared del estudio cubierta de retratos. Por supuesto, también
faltaba el loro, pero a ninguno de los dos nos interesaba tenerlo. En fin, llegué
inclusive a olvidarme de Amanda. No es que la hubiese olvidado totalmente, sino
que partes de una estaban misteriosamente incluidas en la otra. Con todo, hubiera
deseado hacer un viaje con Amanda, kilómetros y kilómetros cruzando la noche de
invierno de un extremo al otro. Amanda era la viajera; Beata jamás podría
entenderse a sí misma en el terreno de los desplazamientos.
No creo haberlo dicho, pero adoro viajar, o así era al menos antaño, cuando nada
podía detenerme ni amarrarme a sitio fijo, porque mis días estaban definidos por el
movimiento, e iba de un lado a otro, deslumbrado por el cielo y la llanura que me
llevaban al mar, siempre al mar —odio la montaña—, igual que un arroyo se
precipita en el curso del río, y éste en la infinitamente amplia generosidad del mar.
Así yo.
De todas maneras, no miento cuando dijo que hubiese deseado viajar con Amanda,
abrigados en el interior cálido de un coche que atravesara parajes de una
intolerable inhospitalidad; parajes entrevistos desde las ventanillas cerradas, cuyos
vidrios nublados de aliento proporcionaran la sensación engañosa del esfumado y
la imprecisión como atributos de la materia. Bien se sabe que no hubo tal paseo y
que éste, al fin, habré de emprenderlo lejos de su compañía. Pero no quiero irme
por las ramas. Decía que casi no la recuerdo.
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Para qué partir, me pregunto. Tal parece ser el problema en el momento mismo de
haber tomado una determinación en sentido afirmativo. Hubo algunos progresos,
seguramente, de otro modo jamás habría podido alinear mis temores en el paredón
de las ejecuciones y hacer fuego. Es posible sin embargo que algún terror sobreviva,
sabemos cómo son las rosas en materia de ejecuciones tardías: generalmente se
yerra algún tiro, se dispara a locas, un poco al montón. Por otra parte, seamos
justos, en lo que a mí concierne nunca me caractericé por disponer de un pulso
privilegiado. No olvidemos además la salud, la edad, el estado emocional y algunas
otras miserias que nunca faltan. Hubo, pues, ciertos progresos, pero cuánto
costaron... Todo mi ser propende a la gravedad como una piedra al caer en el agua;
yo me voy al fondo, al limo sereno e inmóvil que se apelmaza en la penumbra
subacuática lejos de los resplandores de la superficie. Y cómo salir de allí. Cómo
contrariar tal determinación de la naturaleza sin producir en ella inquietantes
mutaciones, cambios que —uno nunca sabe—, a la larga, podrían funcionar como
una carga negativa.
Después, en los momentos decisivos, todo cuenta. Aun el vuelo de una polilla
alrededor de una lámpara; aun el rincón menos distinguido de la cueva donde
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llevamos adelante nuestra vida soñolienta. Ni que hablar de las formidables
tentativas de Beata por apartarme de un camino cuyo trámite la excluye. En su
estilo de limitadas posibilidades, puso a prueba todos los argumentos; agotó su
gama. Dios mío, el aplicado cuerno de caza de la domesticidad persiste todavía en
mis oídos con el más dulce de los sones.
Admitamos, sin embargo, que tal vez no hubiera salido nunca de no haber mediado
el breve —y extraño— mensaje de Elisa; tan insólito, tan inesperado... Y no sólo
porque ella jamás escribió carta alguna, sino porque el motivo de la tarjeta —aparte
de indicar el curioso cambio domiciliario— resultó ser algo tan fútil como sólo
puede serlo un viejo álbum de fotos de la familia. Sin puntuación —su ortografía ha
sido siempre calamitosa— y con la letra pueril y cuidada de mi madre, la esquela
decía lo siguiente:
Te guardamos el álbum de la parentela para que veas si hay algo de interés
quiero decir cartas o algunas fotos de ustedes cuando chicos y más jóvenes que
quien sabe quieras llevarte para tener con vos. Un beso enorme de tu madre
(vacío) Estamos en el kilómetro 100 estación Los Robles la colonia se llama el
Buen Orden casa número 70 calle 18. Tu padre muy bien y yo igual Te esperamos.
Qué extravagancia. Llegó la hora, le dije a Beata. Qué hora, preguntó ella, tu madre
no anuncia la muerte de nadie. Razonaba con justicia, admitamos. Pero la pobre
Beata no conoce a la familia. Llegó la hora, repetí, jamás habrían dejado su casa si
no se sintieran verdaderamente mal. Tendré que ir a verlos, dije. Tanto tiempo
postergando esto, Dios, tanto tiempo. Uno no cree que esas cosas terminen por
ocurrirle; se tiende a idealizar el final hasta situarlo más allá de la realidad, en una
región donde el dolor y la vergüenza, o la cobardía no existen. Entonces rompí un
par de vasos —porque estaba en el bendito fregadero— y Beata se escandalizó más
de la cuenta. Fue una suerte que no rompiera una docena, dije clavándole una
mirada de sarraceno.
Beata bajó la cabeza y la emprendió con el mostrador: lo repasaba con un trapo
húmedo, de rejilla, una y otra vez hasta sacarle brillo. El trabajo la obligaba a
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inclinarse sobre la mesada, de modo que aquella posición, sumada a las vigorosas y
acompasadas sacudidas que le imprimía a su torso el movimiento de los brazos,
hacía que un mechón de pelo le cubriera los ojos, un mechón que la cegaba y que
ella volvía rápidamente a su lugar empujándolo con el dorso de la muñeca
izquierda. Era terca, casi primitiva en su testarudez, y esa extraña cualidad —
diríase incorrupta— encendía en mí furores homicidas. En realidad, yo sólo estaba
enojado con mi madre, porque ella se había anticipado a mi propia resolución de
viajar llamándome, metiéndome sugestivamente en un compromiso que todo mi
espíritu rechazaba como a la peor de las calamidades.
Esa noche comimos sin hablarnos, como un par de asnos agotados y ofendidos por
las trastadas de la vida, pero hacia el fin de la cena —con queso como postre y un
café más negro que el petróleo— empecé a enumerar mis pertenencias de acuerdo
con un mínimo programa de necesidades. Llevaría un bolso de cuero que se cuelga
de los hombros en bandolera a la manera de las viejas carteras escolares, y en él
metería todo. O sea: dos mudas de ropa interior, un pantalón —tengo sólo dos—,
tres suéteres, las zapatillas de suela de goma, cuatro pares de medias de lana —
sufro el frío en los pies y uso dos pares a un tiempo—, un tarro de Nescafé y otro de
leche en polvo por si me diera por pernoctar, el cuaderno en que escribo todo esto,
tres lápices con sacapuntas, una birome, un cortaplumas, mis viejos guantes cuero
forrados en el interior con piel de cordero, bufanda —la misma que tejiera Elisa
veinte a atrás—, el cepillo de dientes y las pastillas antidiar cas, además de las
píldoras digestivas.
Quedaba tan sólo reunir mis ahorros, y no era tarea difícil. Separé lo que supuse
necesario y dejé el resto a Beata con el objeto de que lo administrara hasta mi
regreso. El legado la puso tan feliz que me ofreció un queso fundido envuelto en un
sobre del polietileno, dos libras de chocolate y una caja de galletas de maíz. El
queso es para tus padres, explicó, Ya veremos, dije, todo depende de mí apetito.
Qué exagerado, rió, ni que fueras a la China. Cada viaje que emprendo, contesté, es
como un viaje a la China, Ella se divertía oyéndome; pensaba seguramente que yo
bromeaba o que me burlaba de ella más o menos amigablemente.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 106
Al fin, arrimó la silla y se sentó a mi lado. Por des cuido, los botones superiores de
su blusa estaban desprendidos y algo, no pude saber qué, se deslizo
misteriosamente entre sus pechos. De pronto sentí que acariciaba mi barba crecida
recorriéndola a contrapelo. Era enternecedor. Cuando estuvimos en la cama debí
prometer que volvería. Quiero que lo jures, pidió. No era una orden, sino más bien
un ruego quedo y salvaje, si consigo explicarme. Sí, lo juro, alcancé a decir, y
entonces ella se deslizó debajo rápida y silenciosa, tan rápida y silenciosa como una
esponja que se escurriera bajo una roca. Y yo entré, siempre dispuesto no bien
tocaba, entré y calé cuanto pude, uno a fondo, dos; uno a fondo, dos. En realidad
me hizo entrar ella. La sensación del agua huyendo por el sumidero en el último
remolino, un vértigo y una fuga. Júramelo, pedía. Juro, decía yo un poco
ridiculamente. Qué mar oscuro, qué cripta con fondo de barro; yo me hundía, me
hundo sin remedio. Después, más tarde, me reencontré con un sueño, o pesadilla.
Lo mismo da. Soñé que viajaba en ómnibus tratando cíe apresar una visión que me
sacara de mi condición de pasajero.
Viajábamos a través de la ciudad en plena noche, cruzando suburbios oscuros que
se desplazaban como cintas a medias luminosas al costado de una gran avenida. La
mujer de las pieles —cuyo hermoso perfil me había seducido casi hasta
paralizarme— volvía a tener conmigo un altercado a propósito de algún irreparable
y estúpido malentendido, liberado vaya a saber por qué diabólico mecanismo ajeno
a mis íntimas intenciones. El equívoco obligaba a la mujer a abandonar el asiento
que compartíamos en tibia vecindad por otro más alejado y fuera de mi alcance.
Pero desde allí, sus ojos claros seguían mirándome agitados por el odio o el
disgusto, o algún sentimiento del todo desafortunado. Yo trataba de cerrar los
párpados, o bien de mirar resignadamente la noche, al otro lado de la ventanilla.
Pero esto no acarreaba ningún consuelo.
Tampoco faltaba el borracho que cantaba el Himno, sólo que ahora se mantenía
callado y tieso en su lugar. Para colmo, Under era el conductor del vehículo, pero le
faltaban la oreja izquierda y el brazo derecho, lo cual le confería a su facha un
aspecto siniestro y repulsivo. Supuse, naturalmente, que la mutilación era el
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producto del asesinato; alguien se habría encargado de cortarle esas partes, lo que
para mí equivalía a la muerte.
En tanto, mi padre había hecho lo posible para deslizarse a mi lado, en el hueco
todavía tibio que había dejado la mujer de las pieles. Mi padre usaba un viejo saco
de corderoy y una bufanda de lana; no había acertado con los colores y su ropa
desentonaba de un modo notable. Por otra parte, no conseguía animar sus rasgos,
plenos de cansancio y honda fatiga o desilusión, por lo que me pareció. Las mejillas
lucían una barba de dos días, desordenada y débil además de blanca; inclusive las
cejas mostraban un aspecto hirsuto, enmarañado, con surcos de pelos débiles
también, y largos. Trataba de explicarme que la decisión del viaje a la colonia de
ancianos —según lo anunciara Elisa en su tarjeta— obedecía al mutuo deseo de
ambos de hacer como hacen los elefantes viejos cuando se sienten abatidos e
inútiles. Los hijos están lejos, decía, y cada uno en lo suyo; tu madre y yo debemos
arreglarnos los dos solos hasta el final. Aquello era muy triste e irritante, así que
hice como que no lo escuchaba y me distraje mirando a la mujer de las pieles que
ahora se había sacado el abrigo y bailaba en el pasillo del ómnibus, mientras el
borracho entonaba para ella una canción frívola. Yo conocía los versos y la música y
podía repetirla mentalmente mientras mi padre continuaba hablando. No era un
espectáculo edificante, porque ella, prácticamente desnuda, se mostraba a los ojos
libidinosos de un tipo que jamás podría merecerla, de tal modo que sólo mis ojos,
fijos en el objeto adorado, podrían disimular la obscenidad.
Mi padre se había tapado la cara con las manos y sacudía la cabeza lentamente. No
comprendo este mundo, murmuró, ya no entiendo las cosas que pasan, créeme. Le
pregunté por qué motivo deseaban que revisara el álbum de fotos. Son ideas de tu
madre, dijo, ideas de una mujer vieja y sentimental, como comprenderás. A mí
jamás se me habría ocurrido entregártelo. Es mejor no mirar esas fotos; no deparan
más que tristeza, cuando no cosas peores.
Nada más que por desviar el rumbo de la conversación, le pregunté por su salud,
por sus piernas y su cintura. Ya no tengo cintura, contestó con un gesto de alivio.
Parecía normal que lo hubieran liberado de la cintura. Enseguida agregó: No
soporto a las mujeres que bailan en los ómnibus. En mis tiempos, eso se hacía en
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otra parte. Todo ha decaído. Qué convencional era mi padre... Sentí que sus años -
—ya abundantes, casi demasiados— sólo habían servido para agravar sus pobrezas
juveniles. Lo peor había cumplido un proceso de agregación, de suma y bloqueo.
¿Dónde estaba la sabiduría de los viejos?
De repente, refiriéndose siempre a la mujer de las pieles, me preguntó: Al fin, no
llegaron a nada, ¿no es verdad?
Ahí estamos, contesté, más o menos como todo el mundo.
Tu madre y yo, empezó a decir él... Pero en ese momento Under dejó el volante y se
acercó a nosotros. Por sus gestos, era evidente que quería saludar a mi padre. Es
mejor que finjas cordialidad, le advertí por lo bajo, el pobre está bien muerto. Mi
padre asintió y saludó a Under con un movimiento de cabeza. Under preguntó por
la familia. Cómo está Elisa, dijo, siempre tan buena y generosa. Siempre, dijo mi
padre. Tras lo cual, el mutilado volvió a su puesto arrastrándose como podía. No,
no estaba muerto, dijo mi padre. Pero sí, rectifiqué, si yo mismo vi cuando lo
mataban. Vos no viste nada, sugirió mi padre apretando los párpados, en eso
habíamos quedado. Era cierto, yo no había visto nada.
Under lloriqueaba ahora, y Amanda, que había dejado de bailar, lo consolaba
acariciándole el agujero donde debía encajar la oreja. Era una escena tierna. Mi
padre preguntó en voz alta cuánto faltaba todavía para llegar y Under contestó que
no demasiado, pero que una buena parte del camino estaba minado, por lo que era
imprescindible hacer rodeos, buscar atajos y, a veces, girar en redondo sin mayores
esperanzas. Cielo bendito, dijo mi padre, no son tiempos para andar por la calle.
Cuándo se acabará todo esto, cuándo pondrán orden de una vez por todas. Vivimos
en guerra, anunció el borracho, los blancos contra los negros, y éstos contra
aquéllos; a ver si me dice de qué color es usted. A mí me parece saberlo, sí, uno
huele que usted es uno de ésos...
Por la ventanilla, en la oscuridad del suburbio, distinguimos nuestra antigua casa.
Papá se acercó al vidrio y frunció el ceño. Sacudía la cabeza. Ahí nacieron todos
ustedes, indicó, yo era un muchacho entonces, casi un chico, y tu madre... Me volví
para comentarle que ya no sentía verdadera nostalgia ni por la casa ni por el tiempo
pasado y que, cuando quería recordar mi niñez, no podía hacerlo sino después de
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un gran esfuerzo. Cuando seas viejo, añadió él, recordarás con mayor facilidad, y
todos los días, casi todas las horas, principalmente de noche, en la cama. Porque el
sueño no llega y cuando viene ya ha pasado un buen rato.
Por favor, cambiemos de tema, interrumpí, yo también soy viejo, más de lo que
parece, o no, quizá menos, pero viejo de todas formas y tampoco me resulta fácil
dormir, aunque quisiera hacerlo todo el día. La vida es ya bastante miserable como
para que vengas ahora a recordarme la vejez y sus peripecias... Pero mi padre se
había ido y no se lo veía por ninguna parte.
La mujer de las pieles me propuso una reconciliación alegando que la conducta de
los hombres es a veces sumamente misteriosa y que, en la mayoría de los casos, no
se llega a expresar aquello que verdaderamente se siente y tan sólo se comunica
una parodia de la verdad, un bosquejo torpe y equívoco que engendra
malentendidos por doquier. En efecto, dije, en ocasiones un mero gesto revela lo
que las palabras encubren, y otras no hay gesto que nos redima del sentido de
ciertas palabras. Qué complicados somos, se quejó ella suspirando. Bastaría con la
sencillez natural para vivir mejor, ¿no cree? Sí, dije, lo creo, pero las palabras,
querida, somos un montón de palabras, pero ella, separándose un poco se echó a
reír. Qué chico tan tonto, ¿no te has dado cuenta que soy tu madre? Sí, me había
dado cuenta, pero ya era tarde: la máscara se soltó en el instante del beso, pero el
placer de sentir sus labios requería una continuidad disolvente, impersonal, una
permanencia y crecimiento en el placer que ya no podía preocuparse por una mera
cuestión de identidades. Madre mía, musité, la naturaleza del placer se caldea en la
confusión; su fuente, esencialmente profunda, abomina de toda claridad. Al diablo,
dijo ella, me voy a bailar, no soporto a los tipos pedantes. La llamé a los gritos y
quise levantarme, pero no pude moverme de donde estaba sentado.
Como si se tratara de un muñeco de yeso al que mutilaran para divertirse una
banda de chicos salvajes, Under, el pobre y dañino Under, tenía ahora una pierna
menos. Sus ojos, como cuajones de cera caliente, empezaban a derretirse sin que
nadie pudiera evitarlo. Se ve que estamos de suerte, dije, con semejante conductor
no llegaremos a ninguna parte. Los muertos se descomponen, dijo Elisa dejando de
bailar. No, expliqué, papá dijo que Under no estaba muerto. Ah, tu padre, se burló
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ella, siempre tan distraído... Es incapaz de distinguir una mosca en su nariz, y con
los años se pone peor. Aproveché entonces para decir que no me agradaba la idea
que habían tenido de irse a una colonia de ancianos. Mi madre se arrebujó
coquetamente en sus pieles —ya que ahora volvía a tenerlas— y se observó las uñas
bien cuidadas, esmaltadas hasta la luna de las cutículas y recortadas en forma
ojival. Es un lugar como cualquier otro, dijo, además, me queda tiempo para
disfrutar sin ocuparme de nada. Bastante padecí con todos ustedes como para que
ahora quieran decirme qué es lo bueno y qué es lo malo. Ya no era Elisa, sino
Amanda, ninfa de "La Aurora" y cálida Venus de entrecasa. Observé sus labios
rojos, más delgado el inferior que el superior, levantado éste hacia la base de la
nariz en un caprichoso gesto de soberbia. Le rogué que volviéramos a vivir juntos,
que yo sabría perdonar ciertos errores, ciertas trastaditas muy propias de todo el
mundo. Me contestó -que yo no soportaría sus amoríos con Under. Ustedes, los
hombres, son unos pobres animales egocéntricos, musitó, y nunca adivinan dónde
está la verdadera clave de la integridad familiar. Hago este viaje, dije, para que no
volvamos a separarnos y sin embargo no me das ninguna seguridad. ¿Qué tendré
que hacer, Dios mío? Como toda respuesta volvió a bailar en el pasillo del ómnibus
mientras cantaba una canción que decía Etcétera Etcétera Etcétera.
A todo esto, Under se había convertido en un saco de ropa vieja, amontonada en el
asiento del conductor, aunque con un poco de atención era posible todavía
distinguir lo que había quedado de su cara, esa mancha de cera no era gran cosa y
mucho menos algo parecido a un rostro humano. De todos modos, la marcha de
aquel mamarracho de ómnibus no cesaba, y Amanda, girando en redondo como
una danzarina india, me echaba besos con la mano, para recordarme de paso que
no olvidara hojear el álbum de fotografías. No hay que despreciar las reliquias
familiares, gritó sacudiendo primorosamente las caderas.
Yo hubiera querido escabullirme bajo las cobijas de mi cama para clausurar todo
aquel bochorno de humillación y escarnio. Y en efecto, allí me vi de pronto, bien
arropado en la vieja cama de los tiempos inmemoriales, y Elisa, apenas cubierta
con su bata de noche, venía a desearme buen sueño. Cuando se aproximó para
besarme, reclinándose sobre la cama, percibí que olía a crema de belleza y vi que la
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abiertas solapas de su bata descubrían enteramente su seno. Esta noche, murmuró,
voy a darle a mi tesoro nada más que un besito. Y estiró el cuello juntando los
labios en forma de pico. Fue un beso superficial, estragado por una incómoda
noción de higiene.
Entonces la increpé duramente. Ella estaba ahora parada al lado de la mesa del
comedor de diario y vestía un tailleur azul claro con un delicado ornamento de
falsos helechos en el ojal. Yo estaba sofocado por la carrera. ¿Qué es esto, grité, son
horas de irse? Vine a las corridas para verte, traje flores que recogí en el camino y
compré las cocardas que tanto te agradan. ¿Es ésta tu forma de pagarme?
Torció la cara bajando los ojos para evitar mi mirada en una confusa actitud de
despecho y coquetería adulta. Qué bella estaba, Dios mío, no recuerdo haber visto
nada más hermoso en toda mi vida que aquel perfil de un mate claro, con los ojos
azules en sombra y el pelo rojizo huyendo un poco hacia atrás para despejar la fría
palidez de las orejas y de la frente. Ya no era posible rogar, tomé una espada de lata
y le atravesé el pecho. Pero Amanda —porque era ella— se puso a reír a causa de mi
juego. Aparentemente, podía tolerar una estocada como podría tolerar el golpe de
una pluma.
Sin embargo el chasco no alcanzó a despertarme; restaba todavía una secuencia en
cuyo desarrollo hubo lugar para que la vieja casa con el patio y la palmera de los
fondos, admitiera una insólita salida al parque. Entre los árboles —plátanos y
cedros— un sendero serpeaba, borrado de neblina, hasta la estatua de "La Aurora".
Y allí, a la entrada del camino, alguien guardaba la puerta.
Reconocí una silla remotamente familiar; era una ele esas que se usaban antes en
las viejas cocinas, armada en madera blanca con tapa y respaldo de paja cruda, bien
trenzada y amarillenta. Mi abuela la ocupaba acercándola al brasero que siempre
ardía desde la mañana hasta la tarde no bien empezaban los fríos. Pero ahora no
era ella quien estaba sentada allí guardando la entrada del sendero: alguien pare-
cido tanto a Under como a mi padre se acurrucaba juntando las rodillas para darse
calor; al verme me hizo señas para que me acercara, advirtiéndome sin ; embargo
que no era conveniente pasar al otro lado. Para qué, decía, es una actitud
caprichosa y torpe... Mi ánimo estaba harto de aquellas continuas metamorfosis
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con sus inciertos intercambios de roles, así que levanté el tono de la voz
anunciando que era hora de que me dejaran tranquilo hacer a mi gusto, ya que yo
estaba allí mucho antes de que ellos —no puedo precisar a quiénes me refería
cuando aludí a ellos— llegaran. Me contestaron que mi conducta dejaba mucho que
desear, que estaba deformada por pueriles caprichos y plagada de intenciones
indecentes.
Voy a aplastarlos, grité sorprendido ante mi propia resolución. A quiénes,
preguntaron. A ustedes, respondí. Sin embargo no fue necesario que hiciera nada:
el ser parecido a Under y a mi padre empezó a reducirse de tamaño y a cambiarse
en una criatura de mocos; no había dejado la silla y sus piernitas se sacudían en el
aire, tan cortas aún que no tocaban el suelo. No me engañan, grité, no me engañan.
La criatura lloraba como un marrano, pero le pregunté de todos modos dónde se
había metido Amanda, dónde por amor de Dios, y rápido antes de que empezara a
los golpes. Al preguntar por Amanda no me refería exclusivamente a ella aunque de
una manera inexplicable no pensara en más de una persona. Pero no obtuve
respuesta alguna, porque Under, o mi padre transformado en criatura, poco
importa, ya no era él ni estaba allí para responderme. Y después, aunque quise
llegar hasta la estatua de "La Aurora" no pude hacerlo. En medio de aquella cerrada
neblina fui perdiéndome y equivocando el camino.
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3
Estábamos en la puerta del bar y Beata —ah, saludable rusticidad— me miraba
dulcemente. Le faltaba una cofia en la cabeza para que su aspecto fuera d de un
retrato holandés. Poco antes, había dicho: "Tendré que volver a entretenerme con
mi lista de accidentados". Dije que sí, pero ya no creía que lo hiciera, y no porque
faltaran muertos. Sencillamente Beata no era lo que había sido al principio. En el
umbral del bar, dueña y moza de servicio, se me figuró como la viva imagen del
inviolable pertrecho feménino: cabellos lisos peinados a dos bandas; frente amplia
y luminosa; una mirada indolente, de seda oscura humedecida de sol. ¿Qué
catástrofe podría alterarla? Sus ojos parecían saber más de lo que ella misma
sospechaba.
"Saludos a tus padres", dijo.
"Espero que no se pongan pesados", dije.
Nos dimos un beso fraterno y me fui. No hay nada mejor que los besos fraternos
para ciertas ocasiones. En la plazoleta, desde la fuente, me volví para saludarla con
una mano en alto, pero ya no estaba. El mendigo metió la cabeza entre las manos y
se rascó los piojos. Adelante, me dije, nada de lloriquear. Los buenos ancianos
esperan. De más está decir que todo me parecía horrible.
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4
Al principio, no sabía cómo iría a arreglármelas con el paisaje. Ocurre que me atrae
y me repele con la misma intensidad; no soy un hombre de campo, lo cual no
quiere decir que me provoque terror, o náusea, o cualquier otra indisposición
semejante. Sucede que mi relación con las grandes extensiones es soñolienta,
debido quizás a la presencia del horizonte.
Y, por lo que parecía, el tren me había dejado en el centro mismo de la esfera. Bajé
al andén, estiré las piernas, respiré hondo y sentí de inmediato que el frío me
calaba los huesos. El último vagón se achicaba ya en la luz deslumbrante de la
mañana y en la estación —en fin, un cobertizo con la casa del encargado, y el andén,
no otra cosa— era yo el único pasajero. Un tipo enfundado en un sobretodo gris,
con gorra negra de visera y guantes de lana, vino a saludarme. Era el jefe de la
estación y me consideraba ojeándome sin mayores delicadezas. Le expliqué que iba
a la colonia de Buen Orden y que necesitaba saber qué camino debía tomar. El
hombre asintió moviendo la cabeza de arriba abajo e indicó con la mano un grupo
de árboles bajos, próximos a la salida del sendero que conducía al andén. Ahí está
el camino, dijo, es de tierra. Buen Orden se encuentra a unos cuarenta kilómetros
de aquí, pasando un bosque que va usted a encontrar siguiendo siempre derecho en
la dirección que le digo. No hay manera de perderse.
El hombre daba saltitos para entrar en calor y yo me puse a imitarlo, de modo que
los dos estuvimos dando saltos en el andén. Hay un grado bajo cero, dijo, está
helando por todas partes. Pero a mediodía ya va a ver cómo calienta.
Pregunté si no había algún vehículo para llegar a Buen Orden y me contestó que el
suyo estaba destartalado, que si no me hubiera llevado gustoso. Para certificar lo
que decía me hizo dar la vuelta alrededor del edificio y me mostró el auto del que
hablaba. No tenía ruedas y estaba elevado sobre unos caballetes. Lo arreglo de a
poco, comentó. Dije entonces que me largaría caminando si no había más remedio.
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Y bueno, subrayó, yendo despacio se llega. Además, si acaso lo encuentra alguien
tal vez lo levante, nunca falta quien lo haga. Me preguntó si llevaba apuro. Contesté
que sí, pero que no me corrían. Tengo preparado un mate cocido, si gusta. El
hombre había advertido mi total carencia de peligrosidad y se ponía hospitalario.
Acepté pensando que el mate me revolvería los intestinos, pero la idea de algo
caliente me alentó a aceptarlo.
Por aquí, dijo el hombre. Entramos en una cocinita oscura donde ardía un fuego de
carbón. El mate cocido estaba listo y el jefe de la estación sirvió dos tazas.
Aproveché para calentarme los pies y las manos junto al fuego; me enfundé los pies
en un doble par de medias y cambié los zapatos por las zapatillas deportivas.
Cuando salga, comentó el hombre, no vaya a distraerse con el viento, siga siempre
despacio pero sin parar; la cosa está en llegar al bosque.
Según dijo, el bosque pertenecía al Estado y habían dispuesto en él algunas cabañas
de alquiler. Hay animales vistosos a los que está absolutamente prohibido cazar,
agregó. Luego añadió que los viejos de la colonia se atrevían a veces a dar un paseo
por ahí, pero con el buen tiempo. De acuerdo con sus cálculos, cruzar el bosque me
iba a llevar un par de horas si no me desviaba del sendero principal. De lo con-
trario, aclaró, podría pasarse el día entero dando vueltas hasta encontrar la salida.
También siguiendo sus cálculos, la travesía hasta Buen Orden me tomaría todo el
día "a menos que prefiera pasar la noche en la tapera, pero no se lo recomiendo si
no tiene fuego".
Antes de irme le ofrecí chocolate, que aceptó, y nos despedimos. El me deseó buen
viaje.
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5
El paisaje. Cómo describir todo esto —me resulta cómodo usar ahora el tiempo
presente—, cómo traducir esta realidad de manera límpida. Mi vocabulario es
limitado, pero aun en el caso de que no lo fuera, ¿qué agregarían las palabras a lo
que ya es, a lo que fue antes que ellas, por encima y por debajo de ellas? Quizá
debamos callar, o rumiar sonidos ininteligibles despojados de toda finalidad
descriptiva. Y sin embargo, no creo que sea posible; tal vez convenga murmurar
siguiendo las tonalidades monótonas del viento, las vibraciones que produce en los
pastos altos. Acaso todo consista en tomar un ritmo o una cadencia e incorporarla
al fluir del pensamiento. Pero el murmullo terminaría por adormecerme y de ese
modo no llegaría nunca, y el camino, largo de por sí, se prolongaría hasta un
extremo descorazonador.
He medido los pasos desde que salí de la estación, al solo efecto de ocuparme en
algo, pero luego de un tiempo la cuenta se enredó hasta disolverse y ya no hubo
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modo de reanudarla. Creo haber abandonado cerca del mil, con lo cual me declaro
afortunado. Bien, mil pasos por un terreno corrugoso en el que los grandes
roedores han cavado hoyos donde cabría un chico de diez años. Mil pasos sobre un
suelo erosionado por el viento y endurecido por la escarcha templaron mis pobres
pantorrillas medio entumecidas de frío. Ahora siento el aire cortante en las
mejillas, en la nariz y en la boca, la que, en lo posible, deberá seguir cerrada. Podría
pescarme un catarro.
Si miro en redondo, la marcha rectilínea pierde sentido: siento que podría
trastabillar, bandearme, caer sobre los bordes de la ruta sin que esos accidentales
trastornos modificaran el camino. Percibo entonces que mi situación me ubica en el
centro de una esfera. Podría marearme y salir disparado. Arriba, lo celeste
blancuzco gira y gira obedeciendo a las diversas rotaciones de la esfera; de allí,
donde el sol suele apagarse tras súbitas formaciones de nubes, desciende el viento.
No es un huracán, pero sopla por lo bajo aplastando los pastos y los cardos,
torciéndolos hasta el suelo y levantando un polvo seco y fino que por momentos se
me mete en los ojos. No, no es una delicia. Tal vez me falte el sentido de lo bucólico,
o quizá ocurra que el sentido de lo bucólico no es más que un producto imaginario,
como mis murmullos.
Que vengan ahora a hablarme de los prados en flor y de las alegres excursiones al
aire libre. Sabré qué decirles. Les hablaré del cansancio en las pantorrillas y de los
dolores en el arco del pie; les diré que el frío acaba por ponernos la nariz como una
ridícula remolacha insensible. Les hablaré también de las rachas de viento y de lo
hermoso que es imitar la posición de las vacas, con el culo en alto, los antebrazos en
tierra y la cabeza entre las manos. No diré que se me enfrían las nalgas porque eso
sería decir poco. Habría que mencionar la descarga de pedregullo que pugna por
perforar los fundillos, mientras la ráfaga helada, libre para recorrernos de un
extremo a otro, se cuela por debajo de los testículos y acaricia la vejiga. Mi Dios,
debí inclinarme tres veces durante la travesía, y después, cuando todo pasa, esa
urgente necesidad de hacer pis. Supongo que podría llegar a ser delicioso en
situaciones normales, pero aquí, juro que no lo es. En principio, la mera exposición
del pajarito constituye ya un problema: el frío lo contrae, como se sabe, y cuando al
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fin uno se pone a orinar jamás adivina parai dónde podrá partir el chorro. En
definitiva, me he mojado como un cochino. Pero el jefe de la estación dijo que no
me distrajera, que siguiera adelante, adelante. Todo sea por esos ancianitos.
A mediodía, un cierto calor me llenó de consuelo y esperanzas. Llegué a la tapera
del ramal abandonado y entré. Es una casilla ferroviaria, de ladrillos y tejas, pero
en ruinas. De todos modos, uno puede protegerse y está visto que aquí hicieron
fuego no hace mucho: en un rincón, la tierra está oscurecida y quedan todavía
restos de leña apagada. Me puse entonces a la tarea y junté ramas secas, cuantas
pude, para encender mi propia hoguera. No era un montón muy lúcido, pero
serviría. Trajiné un poco con los fósforos y al fin, Santo Dios, una llamita. Entonces
preparé una comida, nada del otro mundo: café con leche, chocolate y galletas con
un trozo de queso. La situación me exaltó de todos modos. Hay algo perdidamente
romántico en el hecho de bastarse uno a sí mismo.
Es como si dijéramos: ya no necesito que me canten el arrorró; ni siquiera es
preciso que me arrimen unas buenas nalgas. Ilusiones, naturalmente, pero quizá
hagan falta mientras uno camina y camina sin nadie que le zumbe en el costado. El
café con leche como en los mejores tiempos y el queso y el chocolate compusieron
una atractiva mezcla. Tragué despacio, tomándome todo el tiempo necesario para
que el fuego me calentara los huesos y la comida avivara la fría languidez de la
mañana. Después, ya repuesto, volví a descalzarme y arrimé los pies a las brasas. El
jefe de la estación había estado en lo cierto; al mediodía el sol calentaba con más
fuerza y ya casi rio hacía frío aunque estuviéramos en lo más crudo y despiadado
del invierno.
Supuse que era hora de partir, pero preferí atrasar el viaje unos minutos y fumar
sin apuro un cigarrillo. Estaba solo como una estaca, tal vez como nunca lo estuve
antes, porque no es lo mismo estarse solo en una pieza oyendo que el mundo
ronronea afuera incesantemente mientras uno cavila sobre los beneficios de la
meditación. No, esto es muy distinto. Podía oír a los pájaros y podía escuchar el
ruido minúsculo de la brisa en los yuyos. Escuchaba inclusive la delicada quemazón
del papel del cigarrillo y hasta el paso finísimo de un ave —no sé cuál—, picoteando
afuera, en el suelo. Mi Dios, no era un mal sitio para quedarse, quiero decir que uno
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bien podría establecerse en la dimensión temporal del mediodía y hacer de ella una
especie de eternidad. Arde el fuego y hay sol, el hambre ha sido saciada, para qué
buscar más trastornos, qué importancia puede tener un estúpido álbum familiar y
la cháchara más o menos cloqueante de los viejos, qué motivos habría para
abandonar la plenitud tibia de esta hora y salir de nuevo, trepar la tarde y ascender
a los planos donde el frío volviera a ser cruel, anticipando el espanto de la noche a
la intemperie... Quizás no resultaría difícil refaccionar esta casilla; habría que
completar las paredes, cerrar el techo, apisonar el suelo, instalar un tanque de
agua. Alguien podría vivir aquí, sin duda.
Qué desatino. Lo bucólico —o como se llame— empezaba a hacer estragos en mi
licenciosa imaginación. Entonces volví a calzarme, reuní mis pertenencias, me
incliné respetuosamente sobre las brasas y salí. Un sol cabrío despertaba olvidados
tufos en los estercoleros amontonados en las banquinas.
Y bien, no diré más sobre el resto. Qué estorbo. El viento y las polvaredas en la
cara, en los pelos y en los ojos principalmente. Al fin, ya en la tarde, el bosque. Las
perdices volaban pesadamente y hasta es posible que haya visto un ciervo, pero no
estoy tan seguro. Lo mismo vale para las liebres de pelaje oscuro, los pavos salvajes
y algún zorro que quizá haya saltado de un arbusto a otro. Sabemos ya lo que es un
bosque —un cierto espanto en el mismo corazón de la belleza—, así que seguí la
recta señalada por el jefe de la estación Los Robles y ni siquiera torcí la cabeza
cuando me chilló una lechuza.
Mi corazón clamaba por cuatro paredes en la tortuosa ciudad de nuestras ilusiones,
pero ya era tarde: a mis espaldas la noche se cerraba como el interior de un horno
apagado; Amanda ocuparía mi casa con alegres invitados y Beata volvería a sentir
nostalgia, de su aviador perdido. Apreté el paso y dejé atrás los últimos árboles.
Qué caras pondrían mis padres al verme. Qué cosas dirían. Tantos años habían
transcurrido, tanto silencio había corrido entre nosotros. Suponiendo que el
silencio corra y se agrande igual que un río.
La colonia de Buen Orden era un caserío ordenado según el insufrible y
archiconocido diseño de dameros, con jardines y calles arboladas, una plaza con
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rondpointy quioscos en los ángulos, un cine al aire libre, un teatro y algunos
comercios. Desde luego, había también un sanatorio con su discreta morgue, y una
comisaría. Jamás faltan esas instituciones. Llegué de noche, medio muerto de frío y
lleno de polvo hasta la garganta. Casi sin vacilar, entré en el que parecía ser el único
lugar animado: un café-bar-restaurante-hotel con puertas circulares de vidrio y
altas ventanas abalconadas que daban a la plaza principal.
El salón rebosaba de tiernos viejitos parlanchines, más o menos agrupados en
sillones de descanso y en mesas de comedor. Qué multitud, una verdadera
comunidad centenaria. Y al entrar, doscientos ojitos acuosos me miraron como
hubieran mirado a Cristo. Me sentí como el pavo de la fiesta mientras en el
estómago se me producía un delicioso vacío. ¡Y aquel olor! Cómo decirlo... Menta y
polvo de arroz, colonia barata, talco y lavanda alcanforada. El siglo XIX me estaba
juzgando; de todos modos, di un paso adelante con mis sucias zapatillas de deporte
y avancé sobre el presuntuoso alfombrado roído por la polilla.
6
Flotaba en el aire algo parecido al Rondó en La Menor, de Mozart, deshilachado
por un cotorreo de alturas diversas que ni siquiera mi presencia, con toda su carga
de novedad, consiguió disminuir del todo. Procuré entonces deslizarme
paralelamente al mostrador del bar, siempre en busca de asidero y evitando, en lo
posible, la franca exposición de mi cara. Un clima de agua mineral y abstinencia
mechaba a veces el básico perfume de espliego y alcohol puro, infiltrándose entre el
pobre Mozart —difundido seguramente desde algún altoparlante empotrado en el
cielo raso— y la parla que emergía de mesas y sillones. En las paredes decoradas
con motivos pastorales, la luz se hacía tenue, desfalleciente e incapaz de descubrir
en detalle los cuadros de baños termales y las inscripciones de aforismos antiguos
referidos a la preservación de la salud. Sea como fuere, traté de interesarme en
aquellas tonterías con la esperanza de que todos me olvidaran. Una burda columna
dórica hacia el final del corredor que, siguiendo la línea del bar, parecía llevar
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directamente a una trastienda de cocina y depósito, me sirvió de apoyo y refugio. Y
desde allí, como lo haría un fugitivo que de pronto cayera en medio de una
asamblea, pero que se procurara de inmediato un rincón excéntrico e inadvertido,
traté de fisgonear el conjunto. Acaso mis padres participaran del cónclave. Jamás
creí que llegaran a ser tan viejos. ¿Sería éste el lugar que habían elegido para
morir?
Los jóvenes de hace un siglo murmuraban entre sí. Rumor de costras pisoteadas; la
cascara de un huevo aplastada minuciosamente una y cien veces. Eso eran sus
voces. Y después, si se quiere, un aleteo de papel madera y celuloide, o mica; el
castañeteo quebradizo de dentaduras postizas y desencajadas, medio sueltas
merced a la inevitable retracción de las encías. Por lo tanto, una masticación
ruidosa, aunque en el aire, una masticación que sólo se las veía consigo misma por-
que ya no podía estarse quieta.
Las palabras, ininteligibles, se fundían en el croar de las prótesis; se perdían en el
tumulto pedregoso del roer de una tostada. Alguna borrasca bronquial débil pero
incontenible, redondeaba el cuadro sonoro. Qué música. Nunca me pareció tan
claro como entonces que el hombre, hacia el final de su vida, produce una serie
irritante de ruiditos minúsculos e ininterrumpidos que son, quizás, su propia
manera de expresar el disgusto.
Vi cómo algunos sorbían la sopa. Se llevaban la cuchara a la boca con dubitativa
lentitud, como si la acción demandara un cálculo extremadamente difícil y que el
menor descuido podría desbaratar. Porque la cuchara, en su breve pero infinito
trayecto del plato a los labios, temblaba un poco y parecía suspenderse un instante
a mitad de camino, próxima a desprenderse, con toda su carga, de los flacos dedos
que la sostenían. Qué acción riesgosa, qué maniobra. Jamás creí que costara tanto
acercar a los labios un poco de sopa, o de cualquier otra cosa. Ah, qué sencillo es
decir labios... Ya no había labios propiamente dichos. Mejor sería hablar de
rebordes veteados por surcos verticales, más o menos concéntricos respecto de la
depresión de la boca. La boca —ya que estamos en eso—, puesta a sorber
ruidosamente, ¿no era acaso un pequeño hoyo movedizo? Movedizo, descarnado y
oscuro como el peor de los agujeros imaginables, si se tiene en cuenta que a través
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de él, válgame Dios, la vida se escapa al fin dando un silbido. No exactamente un
silbido, claro está. Dejemos el asunto.
¿Pero qué decir de la vaporosa nube de pelambres más o menos desflecadas? Sin
duda, vi algunas cabelleras todavía decorosas —quizá envidiables—, pero eran
pocas. La mayoría ostentaba hilachas blanquísimas o de un amarillo desteñido;
copos de fino algodón que sólo el capricho mantenía firmes en la sospechosamente
tersa coraza del cráneo.
A mi costado izquierdo, una voz grave preguntó en qué podía serme útil. Me volvía
para toparme con un Toro de ojos enrojecidos y camisa de pechera. Según dijo, era
el gerente de la casa y estaba metido en un trabajo de locos porque esa noche
cumplían años un par de pensionistas. Expliqué de inmediato —y en un tono muy
urbano— que yo estaba de visita en la colonia, ya que mis padres pasaban allí una
temporada. Agregué que, al llegar, las luces de la sala me habían llamado la
atención y entré creyendo que se trataba de un restaurante o algo parecido, de for-
ma tal que los motivos de mi presencia en el lugar obedecían a las obvias
necesidades de alguien que termina de arribar a un pueblo: hacer una comida y
descansar un poco antes de dedicarse a sus negocios.
No sé si mi breve discurso sonó tan urbano como yo mismo lo oía, porque el señor
gerente, poco menos que enchalecado en su traje de satén oscuro, dejó que sus ojos
colorados y hundidos en prominentes lonjas de carne, desaprobaran
ostensiblemente mis zapatillas deportivas repujadas de barro y tiznadas por el
polvo del camino. Esas maliciosas pupilas tampoco aprobaron el resto de mi facha:
denunciaban a las claras que los descuidos de mi atuendo resultaban tristemente
sospechosos.
Pero cuando estaba a punto de contestarme, una vivaracha sesentona se nos acercó
desplegando las deliciosas arrugas de su sonrisa, ante lo cual el Toro resopló
exhalando una cálida vaharada alcohólica al tiempo que practicaba una
imperceptible inclinación de cabeza. La señora Kirchschaeger, anunció dominando
la tormenta de su voz. La señora Kirchschaeger me tendió entonces la mano con el
evidente propósito de que la besara, cosa que hice quizá un poco atropelladamente
ya que no estoy habituado a ese tipo de tratamiento social. Por otra parte, aquella
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mano estaba fría como las algas, era blanca y las venas azules se destacaban tanto
como la relevante profusidad de anillos que blindaban los dedos de apariencia
artrítica. No era el colmo de la fortuna besuquear aquel esqueleto. Entretanto, el
gerente había aprovechado la oportunidad para despegarse de mí y correteaba
ahora por detrás del mostrador, gordo y rojo como un jabalí desollado, tan vital que
resultaba una amenaza en medio de aquella asamblea de centenarios.
Madame Kirchschaeger, que vestía un ridículo chiffon plateado —tan plateado
como su arreglada melena estilo Mae West— me había acorralado contra la
columna de abominable dórico, enderezándome un incomprensible discurso de
bienvenida mechado de jadeos y suspiros de fatigada emoción. No pude com-
prender bien de qué hablaba, pero sus vagos gestos teatrales no reprobaban mis
zapatillas sucias: ni siquiera las había visto, como no había visto el resto de mi
figura. Desentendiéndome de lo que ella decía, volví a repetir lo que ya había dicho
anteriormente al Toro, añadiendo esta vez que quizá mis padres estuvieran allí
participando del festejo o de lo que fuera, pero que, de todos modos, aquello no me
preocupaba porque yo conocía su domicilio y ya mismo —si es que no los veía entre
los invitados— me dirigiría a su casa. Pero madame Kirchschaeger abrió muy gran-
des los pequeños ojitos celestes y negó vigorosamente con la plateada cabeza. No,
no, dijo, usted comerá antes de irse, se lo ruego.
Insistí con la cuestión de mis padres a fin de esgrimir un- pretexto razonable y
escapar a la avasallante solicitud de la casa, ya que la idea de tragar un bocado en
aquella clínica de gerentes me revolvía el estómago. Pero la señora Kirchschaeger
no estaba dispuesta a largarme: que yo viajara en plena noche para visitar a mis
ancianos progenitores la emocionaba considerablemente, por lo que creyó
apropiado precipitarse en un gárrulo discurso acerca de la paternidad y la escasa
devoción filial. Afortunados aquellos padres, decía, que, como los míos, tienen hijos
capaces de recordarlos y atenderlos en un mundo plagado de ingratitud e
indiferencia.
Argüí que mi dedicación dejaba bastante que desear y que nuestras entrevistas eran
sumamente espaciadas y silenciosas. ¿Qué importaba eso? La señora Kirchschaeger
no quería por nada del mundo desprenderse de sus elogiosas argumentaciones: A
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veces, contestaba, basta con un gesto de afecto, con una palabra de aliento o una
demostración de ternura. Ah, son pequeñeces que operan milagros,.. Cualquier
padre lo sabe.
Y bien, siguió cambiando súbitamente el tono lacrimoso por otro mucho más
entusiasta y comedido, ahora mismo prepararemos una mesita por aquí; supongo,
hijo mío, que usted estará hambriento como un lobo... Ya verá lo bien que le
sentará nuestra comida; nada de salsas ni de platos complicados: cositas livianas
pero nutritivas; nada de alcohol, aunque quizá podríamos a usted servirle un poco.
¿Ha dicho que ha venido caminando desde la estación? ¡Es formidable! Espere un
poco querido, espere un poco. Voy a llamar a esa condenada chica... ¡Marcial
¡Marcial ¿Dónde te metiste? ¿Se puede saber?
No era fácil adivinar en dónde había estado Marcia, pero su abundante pelo rubio
apareció revuelto y su guardapolvo —muy ceñido, bastante sucio y alen-
tadoramente corto— desacomodado como por los efectos de una lucha cuerpo a
cuerpo. Había que ver lo que era esta Marcia. No tendría más de veinte años, edad
irrisoria en aquel palacio de la decrepitud, y lucía con desparpajo su revoltosa
figura. Con su cara redondita, arrebatada y burlona y su porte provocativo de
princesa del arrabal, daba a entender que los viejos la tenían hasta la coronilla, que
la aburrían y maltrataban con sus asquerosas exigencias, a ella, nada menos.
Rápidamente trajo un cubierto y preparó una mesa junto a la aborrecible columna
de falso dórico, y mientras ejecutaba esos menesteres —rápidamente he dicho, pero
con desgano y sin poner ningún cuidado— no cesaba de mascar chiclets y de
ojearme de arriba abajo socarronamente, como diciéndome: Te das importancia
pedazo de vago, o algo mucho peor, si es que no me equivoco.
Cuando salió en busca de la comida, comprendí las causas de su desaliño: el Jabalí
la había cercado detrás de la mampara de la cocina y allí se fregaban como dos
buenos puercos; ella se reía metiéndole al Toro los codos en la barriga y él daba
manotones por todas partes, pellizcando aquí y allá como un verdadero desaforado.
Se veía que estaban apurados y que querían sacar un rápido partido del encuentro.
El gerente resoplaba como una locomotora y sus ojitos de chancho fulguraban
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enmelados por el deseo. En cuanto a ella, reía con la boca cerrada e inflaba sus
mejillas como si fueran a reventar. Qué gente.
La aparición de la señora Kirchschaeger puso precipitado fin al furtivo idilio y
Marcia, más desarreglada que antes, más alborozada y socarrona, salió rumbo a la
cocina. Pude observar que la señora Kirchschaeger la retaba rigurosamente, pero
no entendí qué decía. Por su lado, el Jabalí bajó la cabeza y se dedicó a arreglar
unas copas en la estantería del mostrador. Cuando la señora volvió, le clavó los ojos
en silencio y él le devolvió una mirada de niño pescado en culpa que daba lástima.
Mi Dios, qué complicado parecía ser aquello. Seguro que madame Kirchschaeger
haría también de las suyas con aquel galán; después de todo, su decrepitud no era
tanta y conservaba algunos fuegos.
Conservaba también el arte exquisito de la simulación, lo cual me hizo pensar que
en su juventud lo habría ejercido en alto grado. Porque cuando arrimó una silla a la
mesa y me habló sin que viniera a cuento de su mocedad austríaca, parecía* haber
olvidado por completo el incidente. Según dijo, había vivido en el paraíso de las
buenas costumbres, gozando de una existencia libre y amena y sobre todo,
bailando, como una Pavlova o tal vez como una Duncan, lo último más que lo
primero ya que, según aclaró, se vivía entonces aquel estilo milagroso, consistente
en la exaltación pánica merced a la cual el cuerpo resplandecía como el más
delicioso objeto de la naturaleza, etcétera. Todavía hoy, agregó quizá coqueta-
mente, soy capaz de levantar las piernas. A mi edad, hijo mío, eso puede parecer
osado o ridículo, pero juro que la disposición no me falta. Lo más cruel de la edad,
continuó, reside en que el espíritu sigue tan vivo como siempre y tienta al cuerpo,
aguijoneándolo y provocándolo... Pero el cuerpo ya no es el mismo y se resiste,
admite que debe ser mesurado en su capacidad expresiva, claudica de a poco. Es
eso lo que pasa. Y sin embargo, suspiró, aún hoy podría levantarme y dar giros.
Contesté que lo creía así y que me alegraba de aquella permanencia de su
disposición y que entendía, además, todo lo que había dicho respecto de la edad, ya
que yo mismo advertía tales miserables resistencias. Ella me preguntó entonces si
era cierto todo lo que acababa de decirle en cuanto a que me alegraba por su
disposición. Naturalmente que era cierto. ¿Por qué no habría de alegrarme?
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Entonces, propuso, vamos a festejarlo con un vinito. Sí, sí tengo por ahí un viejo
vino del Rhin, una verdadera joya que me reservo para ocasiones especiales, y ésta
es una de ellas, ya lo creo.
Volví a asentir sin demasiada convicción en momentos en que la camarera traía la
bandeja con la cena: un arroz blanco salpicado apenas con pimienta, una ensalada
de apios al queso, un buñuelo de carne asada y una banana frita. Vaya banquete.
Los ancianos coreaban el happy birthday desgañitándose inútilmente.
Aquella claridad significaba que estaba amaneciendo. Era una luz color perla en la
roseta de una ventana redonda como un ojo de buey. Distinguí un techo alto, claro,
paredes despintadas y un armario negro, todavía preso en el rincón de la noche.
Tardé en advertir que me encontraba acostado en un sofá forrado en cuero. Traté
de incorporarme, pero la pereza me lo impidió. El vino del Rhin navegaba en mi
sangre a todo vapor; la cabeza me dolía en alguna parte y los ojos no soportaban el
esfuerzo de mirar. Volví a cerrarlos y recordé las piruetas de la señora
Kirchschaeger sellando su discurso de memorias juveniles con una borrachera de
señorita antigua. Juro que fue deprimente, hasta el punto que yo mismo abusé del
vino, cuando en realidad no es mi costumbre hacerlo.
Cuando llegué al país, había dicho ella, nadie comprendió mi arte. Puse una escuela
de danza pero la gente se escandalizaba, decían que mis técnicas eran indecentes.
¡Indecentes! Debí cerrar... Qué lucha, qué soledad. Yo movía la cabeza y
entrecerraba los ojos. Tiene que haber sido duro, decía de tiempo en tiempo.
¡Durro, enfatizaba la señora Kirchschaeger, durrísimo!
Arrebolada como un sol, Marcia nos miraba juzgándonos lastimosamente. La risa
le saltaba por los ojos; hacía guiños por detrás de la dueña de casa, inflaba el pecho
y pasaba por delante sacudiendo el trasero. Juro que aquellos ojos vivos y fogosos
no hubieran reprobado un manotón en las nalgas, o un beso en las mejillas
saludables; lo malicioso de su sonrisa, el revoltijo de su atuendo, ceñido a la cintu-
ra, abierto en el pecho y corto lo suficiente como para mostrar los muslos, no
parecían hablar de otra cosa. El Jabalí gruñía y acercaba otra botella de vino rubio,
tan rubio como los cabellos de la indecente camarera, o como lo habían sido,
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quinientos años antes, los de la buena señora Kirchschaeger, que ahora se
incorporaba vacilando, Dios mío, daba un par de pasos en busca de una posición
adecuada y anunciaba su número. Ya no sabía yo si mi desesperación tenía que ver
con el vino o con la descabellada pretensión artística de la vieja dama. En un
arranque de lo que supuse sería genuina inspiración, la señora Kirchschaeger oyó la
voz de su espíritu e hizo oídos sordos a la de sus articulaciones: estiró los brazos,
alzó la cabeza, abrió las piernas y dio un salto. Indudablemente algo no anduvo
bien del todo en aquel paso que debía haber sido afortunado, casi glorioso, porque
la pobre cayó al suelo dando con el trasero en el piso. Qué escándalo. El Toro corrió
a socorrerla y la alzó en vilo como una muñeca, depositándola nuevamente en la
silla. La vieja bailarina se echó entonces a llorar igual que una criatura.
Tengo un vino triste, gemía, un vino muy triste, hijo mío. Pero juro que antaño no
era así. No, no era así, Dios y yo lo sabemos. Ah, tengo fotos, verá usted que no
miento... Verá usted qué hombres tuve a mi lado, noche a noche. Es mejor que se
vaya a la cama, recomendó el Jabalí tratando de ser discreto pero efectivo. Por esta
noche ya tiene bastante, susurraba. ¿De veras?, preguntaba ella. De veras,
contestaba el Jabalí adornándose de una seriedad estúpida. Vamos, invitaba, la
llevaré a su pieza. Usted no se mueva, por favor. Antes, aconsejaba ella, debemos
hospedar al señor, que ha sido tan gentil, tan delicado. El Jabalí me miraba
buscando la delicadeza aludida. Yo traté de desviar la vista. No me sentía nada bien
y hubiera deseado escapar de allí para siempre y verme otra vez en el parque, frente
a "La Aurora", esperando el regreso de Amanda y la aparición esperanzada de
Alejandro. También mi vino, si vamos al caso, era triste, tristísimo.
Déjelo usted por mi cuenta, había dicho el gerente refiriéndose a la cuestión de mi
hospedaje, y mientras lo decía cargaba en brazos a la pobre y desvalida señora
Kirchschaeger para llevarla al dormitorio. Me duele un poco aquí, se quejaba ella
inclinando su cabecita ebria en la inmensa pechera del Toro. Mi Dios, qué escena;
seguramente ella exigiría alguna compensación esa noche, acaso un par de caricias
no demasiado bruscas, y el Jabalí accedería rumiando su disgusto. No quería
imaginarlo.
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Para entonces, la asamblea de ancianos se había disuelto; quedaban tres o cuatro, a
lo sumo, cloqueando o dormitando en los amplios y profundos sillones próximos a
los ventanales, pero tan pequeños eran que casi ni se los veía. La camarera, entre
bostezos y tarareos, cerraba las puertas principales y acomodaba las sillas
demasiado separadas de sus correspondientes mesas, o bien muy juntas, con los
respaldos reclinados contra el canto de la mesa respectiva y las patas traseras en el
aire. Por retenerla un poco a mi lado, pregunté dónde quedaba la calle 70, a lo que
contestó que ese número de calle no existía, ya que no había tantas. Se trataría
seguramente de la calle 7, y esa quedaba muy cerca de allí, a unas cinco cuadras de
la plaza. Se me ocurrió entonces que quizá el número que Elisa había atribuido a la
casa correspondiera en realidad al de la calle, y pregunté si existía la calle 18. La
camarera dijo que sí, que había una calle 18 y hasta una calle 20, pero no una calle
70, que de dónde había sacado yo eso. Le conté que mi madre lo había escrito en
una tarjeta, a lo que respondió que mi madre seguramente se había equivocado.
Estuve de acuerdo y me pareció que íbamos por buen camino con la ventaja
adicional de que mi pregunta parecía plenamente justificada, aparte de que yo lo
creyera o no. Y aparte de que ella lo creyera o no, cosa que resultaba dudosa ya que
no se le borraba de la boca aquella inquieta y tonta sonrisa. Agradecí su
información y me mostré curioso —no demasiado— con respecto a su situación en
el hotel.
Se encogió de hombros y dijo que trabajaba allí como podía haberlo hecho en
cualquier otra parte. Cuando pueda reunir los pesos necesarios, comentó, los plan-
to y se terminó. Le pregunté a dónde pensaba irse, y me dijo que a la ciudad. Quería
trabajar en el centro y vestir decentemente, ir al cine de tarde en tarde y salir con
amigos. No me parece que sea pedir demasiado, dijo. No, contesté, en realidad está
muy bien. Imagino, dije, que no debe ser muy cómodo moverse entre viejos todo el
día. Volvió a sacudir los hombros. Aburren, dijo lacónicamente, pero no traen
problemas, por lo menos mientras no se enfermen y mueran. Pero en esos casos,
todo se hace muy rápido: se llama al sanatorio y listo, ellos se encargan de avisar a
la familia si es que la hay, o de enterrarlos aquí si no la hay. Los enfermos y los
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muertos, sin embargo, la ponían mal. Había que admitirlo: Me deprimen, se quejó.
Y el olor, dije, el olor a viejo... Una se acostumbra, una se acostumbra a todo.
El Jabalí interrumpió nuestro diálogo: Venga, dijo, voy a llevarlo a su cuarto. La
señora ha dicho que la cuenta está saldada, así que no debe preocuparse. Agradecí y
me fui detrás de aquel inmenso armatoste de hombre que se balanceaba al caminar
como un barco se balancea en el agua, aunque con menos dulzura, se entiende.
Llegué pues a este sofá forrado en cuero oscuro, donde encontré una frazada tan
gruesa que parecía una lona de campamento y, sin desnudarme, me eché dispuesto
a dormir. Pero mientras me dormía —eso al menos creo— oí ruidos y voces en
alguna parte muy próxima. Parecían provenir de una pieza vecina, pero no atinaba
a ubicarla debido a mi desconocimiento de la casa. De todos modos, los ruidos me
desvelaron y entonces no me resultó demasiado difícil identificar ciertas voces,
reconocer los significativos murmullos semisofocados, propios de una actitud
inequívoca. Gruñidos, jadeos, grititos, risas, chirriar de la cama, golpes más o
menos aislados. No había forma de retomar el sueño.
Ella decía cosas y él bufaba o blasfemaba, Señor, con qué violencia, con qué
empuje. En verdad, no era tan tedioso aquel inmundo asilo, y ella no perdía
oportunidad mientras esperaba volar lejos. En cuanto a él, en verdad sería un toro,
o un jabalí, o lo que diablos fuera, presto siempre a desenfundar ya para un lado
como para el otro.
Traté de taparme la cabeza con la frazada para escapar del ominoso sonido —no sé
cómo podría llamarlo—, pero la porquería que los ocupaba era más fuerte que mis
pobres intentos elusivos. En la oscuridad, podía figurarme la escena como si la
iluminaran cien reflectores. Me incorporé y, a tientas, salí al corredor: los jadeos
eran aquí tan escandalosamente próximos que el drama parecía estar
desarrollándose sobre la alfombra; para colmo, la oscuridad era total, así que me
volví resignado. Pero no había llegado a la puerta de mi cuarto, cuando los cantos
cesaron de golpe y a mi lado, la voz de la señora Kirchschaeger me heló el corazón.
Los soporto, hijo mío, susurró pegándose a mi oreja, los soporto noche a noche y
siempre digo: mañana los despido, pero después no tengo fuerzas para hacerlo. Ay,
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Dios mío, qué débiles somos los artistas, débiles y tolerantes, víctimas de nuestra
propia indulgencia...
No podía verla, pero la olía y sentía en la piel de mi oreja su bisbiseo, lacrimoso,
entrecortado por una respiración ansiosa, reseca. Permanecí de pie junto a la pared
del corredor, apretando con mi mano el pomo de la puerta. Creo que me puse a
temblar. La señora Kirchschaeger dijo: Entremos, querido, usted necesita dormir.
Sí, dije yo, sí, necesito dormir porque mañana, creo haberle dicho, debo visitar a
mis padres. Oh, sí, sí, susurró ella, sus padres, mañana, claro está, los verá usted y
ellos se sentirán dichosos de contar con un hijo que viaja a pie para venir a verlos. A
mí, en cambio, ¿quién viene a verme?, ¿quién? ¡Nadie, nadie, nadie en el mundo se
acuerda de la bella Elsa Kirchschaeger!
Por Dios, rogué, no se abrume con ideas... Debe de haber alguien que la recuerde,
estoy seguro... ¿Abrumarme?, dijo ella, oh, sí, un poco, nada más que un poco; es
que detesto las noches en soledad mientras ellos, esa gata puerca e inculta y ese
bruto, ese estúpido animal, se burlan de mí sin siquiera cuidarse, en nombre de la
decencia... Hablábamos en voz muy baja, silbando las palabras, yo medio aterrado
y ella curiosamente exaltada, diría enfurecida, cada vez más cerca de mi oreja, y no
sólo de mi oreja, cada vez más untuosamente cerca, si he de ser honesto con este
agitado cuaderno. Por romper aquel encantamiento, dije que no creía que se
burlaran de ella, a lo que la señora Kirchschaeger contestó que no se hubieran
burlado cuarenta años atrás. Pero qué digo, se exaltó, cuarenta, estoy perdiendo la
cabeza. Tan sólo quince años atrás, oiga bien lo que digo hijo mío, quince años
nada más y yo era una diosa. Elsa Kirch era mucho, pero muchísimo más que esa
miserable ratita desvergonzada cuando tenía el doble de su edad, sí, el doble.
Mi mano derecha se aferraba al pomo de la puerta de la pieza buscando vanamente
una salida. Cuánto hubiera dado por estar junto a Beata, en la trastienda del bar; ya
no hablo de Amanda, ya no hablo de aquel gran amor de la ninfa en los tiempos
primeros y desprovistos de engaño. Cuánto hubiera dado por estar lejos de aquellas
manos frías, ávidas y diestras —porque eran las tres cosas a un tiempo— que
trepaban por mi ropa como sutiles arañas, buscando aquí y allá, en los pliegues
íntimos, bajo la tricota, en la cintura. La voz de la señora Kirchschaeger sonaba
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ahora ligeramente enronquecida, más viva y urgente: Entremos, sugería en un tono
que encerraba tanto el ruego como la orden, entremos. La oscuridad, querido, suele
regalarnos instantes de magia; ella hace posible lo que a la luz del día resultaría
monstruoso. Ah, ¿cómo haríamos para vivir sin un poco de oscuridad sabiamente
distribuida? Mientras se es joven no importa: la juventud, querido mío, no le teme
a la luz y a veces arde totalmente por exponerse demasiado. Pero los viejos... Con
ellos es distinto. Y además, ¿cómo soportaríamos la muerte sin la oscuridad total?
Vamos ahora, será muy fácil y lindo; Elsa Kirch jamás defrauda a un hombre, y
menos en la oscuridad.
Sólo entonces estuvieron saldadas las cuentas y no antes, como había pretendido el
gerente.
7
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Los últimos bosquejos se vuelven costosos. La tentación de sucumbir reanima las
tendencias perezosas, disociantes: el limo del fondo se agita con una pesadez
delicada, densa de fiebre y sueño. Todo tira hacia abajo, hacia los helechos peludos
que cobijan una vida sin sangre, una vida de lentísimas palpitaciones vegetales en
un ámbito de sombría luz verde. Debemos andar por la ipsilon, letra amarilla, pero
de un amarillo sonoro y encendido, casi naranja. El tramo hasta omega exige tan
sólo un poco de aliento, un esfuerzo más bien corto, reptando siempre, codos en
tierra con la alfalfa en la nariz y el barro tibio en las rodillas. Bendito cuaderno. Mis
padres preguntaron qué llevaba ahí. El cuaderno, dije. Ah, contestaron. Su
curiosidad, con los años, había disminuido en un ochenta por ciento; la próxima
visita, me dije, los mostrará en el nirvana de la indiferencia: ojos blancos,
asentimiento mecánico, sonriente. Punto. Elisa me miró y dijo para qué el
cuaderno, pero fue nada más que eso, no una pregunta sino la vaga afirmación en
forma interrogativa de algo que quizá años atrás le hubiera preocupado hasta
llevarla a hurgar entre sus páginas. Santo cielo, cómo la comprendí... Al fin, allí
estábamos, desguarecidos como al principio, pero sin un futuro brillante que
sirviera de empuje.
¿Y tu familia, hiciste familia?
Oh, muy bien, sí, tuve dos mujeres y al fin, claro, me quedé con una. Elisa hace
gestos de desaprobación. Mi padre sonríe y sacude la cabeza: Ustedes siempre
fueron algo difíciles, de chico se veía que tu camino iba a estar plagado de
acontecimientos. Yo le decía a tu madre: no es un chico como los otros. Lo mismo
tus hermanos. Gente muy personal, sí, muy personal.
¿Cómo es la casa?, pregunta Elisa.
La casa es... Bueno, la casa está bien, muy bien, cómoda sobre todo y en un buen
lugar. Hoy día no es sencillo conseguir algo.
Todo está por las nubes, dice mi padre. Elisa asiente y repite por las nubes.
Hablemos de ustedes, digo yo, cómo anda la salud y qué tal este lugar. Es un lindo
lugar. Es un verdadero jardín, dice mi padre, y barato, por nada, si hay que decir las
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cosas como son. Lo tenemos por todo el mes; un mes ahora y otro en verano, si
llegamos al verano. Y por qué no, le digo, por qué no. Mi madre interviene: La
manía de que se va a morir... Aburre con eso desde hace un tiempo. ¿Te das
cuenta?
Y mi padre: No exageres, ¿acaso no somos un par de viejos? ¿Y qué pueden esperar
un par de viejos como nosotros, se puede saber? Pero no me tiene triste, te lo juro.
Es sólo el convencimiento.
¿El convencimiento?
Desde luego, me dice, cuando uno se convence ya no se preocupa, tiene los días por
delante pero sabe que es inútil querer cambiar las cosas, hay que dejarlas y
aceptarlas como vienen. Yo me digo: estoy todavía en el mundo pero al mundo le
importa poco que yo esté o no; bueno, le pago con la misma moneda, y en paz.
Figúrate, exclama Elisa, oigo esa cantilena todo el tiempo, de la mañana a la noche,
dale que dale. Se ha puesto más derrotista que nunca. Ah, pero no lo escucho, no
vayas a creer, eso es lo que él querría, que yo viviera pegada a sus talones y me
arrancara los pelos pensando las pamplinas que él piensa. Nada de eso. Me voy por
ahí con las amigas; porque sabrás que me relacioné con un par de chicas de mi
edad, sí señor. Y vamos de paseo, sí, cómo no, cuando tu padre se queda aquí
leyendo o arreglando algo, nosotras nos vamos a recorrer la plaza y a mirar
vidrieras; después tomamos el té en el hotel. A veces, cuando está bueno el tiempo,
hacemos excursiones hasta el bosque.
A mi padre le divierte que Elisa corretee con las chicas de su edad: Salen de
conquista, bromea, tu madre y las otras, bien aconsejadas seguramente por la
austríaca del hotel. Habráse visto, rezonga mi madre. Pero ya no hay litigios; los
años de pugilato pasaron para ellos, ¿qué pasión podría atormentarlos?
La única pasión es la pasión de la pereza, pasión heredada, pasión grande entre
todas, poseedora como el amor, tenaz como él, pero más sabia, más concesiva. Mi
madre entró en la casa: estará preparando el café, o el mate. Viven tomando mate.
Mi padre me observa, busca en mi piel todo aquello que no deseo que descubra. Al
fin, anuncia: ¿No te enteraste, verdad? Digo que no. De tu tía Alba, dice, ha muerto.
Vuelvo a repetir la pregunta y él contesta: Sí, murió la pobre, sin sufrimientos, de
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un día para otro, fácilmente. Tu madre no puede oír hablar de ella; no quiere
convencerse, se calla, baja la cabeza y dice está bien, dejemos la cosa.
Para ella, dice mi padre, tu tía era alguien que importaba, las dos se entendían y se
querían a rabiar. ¿Será cierto, me pregunto, que se querían a rabiar? Jamás lo creí,
jamás creí que entre ellos se amaran desesperadamente.
Mi padre se incorpora, camina hasta la verja de entrada, porque esta casa tiene un
jardín al frente, con dos naranjos que flanquean el sendero de acceso y un cerco de
ligustro enredado de violetas. La luz de la tarde decrece, me pongo a su lado,
guardamos silencio. Mi madre nos llama para tomar el café. Está refrescando, dice,
vengan adentro. Le digo entonces que en su carta había escrito 70 en vez de 7 y dice
que no, que debo haberme equivocado, que ella escribió la cifra como correspondía.
Es posible, digo, tal vez me haya equivocado. La mucama del hotel me sacó del
error. ¿La mucama?, pregunta mi madre. Sí, contesto. Se llama Marcia, dice mi
padre, y nos hace las compras de fin de semana. Qué loca es, añade Elisa, qué loca y
fresca es esa chica. A tu padre no le cae mal del todo, he de decirte.
En el país de los ciegos, dice mi padre, el tuerto es... Tomamos el café despacio,
hablando ahora del tiempo, de lo frío que ha sido el invierno, del viento y de las
lluvias. Aquí, dice Elisa, una se levanta a las mañanas y ve todo blanco de escarcha.
Pero tenemos una calefacción formidable. Y también televisor. No falta nada en
esta casa, se preocuparon por todo.
Te mostraré la ropa que trajimos, me dice. No vas a molestarlo mostrándole la
ropa, rezonga mi padre. Elisa me mira. ¿Qué, te molesta? Digo que no, en verdad ya
todo me da igual, podríamos hablar de cualquier cosa sin que nada llegara a ser
fundamental. Yo los escucho y observo, ellos hablan y muestran. Parecen
viejísimos.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 135
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Me cedieron la habitación chica. En las paredes se ven tres cuadros con los motivos
convencionales de la cacería inglesa: jinetes detrás del zorro y damas de Ingres,
tersas y apimpolladas. Hacia la izquierda, según se entra, dispongo de una pequeña
mesa adosada a la pared con cajonera y lámpara. Un buen lugar, tranquilo y limpio.
La cama es de una plaza, mullida, confortable. Elisa la dejó lista plegando las
sábanas sobre la parte superior del cubrecama. La habitación de ellos está al lado,
pared por medio.
A la noche, después de la comida, mi padre enciende el televisor porque pasan un
partido de fútbol. Ha traído también algunos libros, una docena aproximadamente:
novelas de suspenso y un par de obras teatrales. Mi madre acopia sus revistas en la
sala de estar, en el hueco de un repisa empotrada que exhibe también una jarra con
flores. A un costado, cerca de las revistas, está el álbum familiar: tapas de cuero
verde oscuro con fileteado de oro, hojas de cartulina marrón claro y una cinta
púrpura como señalador. Ah, dice ella, pero sí, aquí está el álbum del que te hablé;
a ver si le das una mirada. A mí me resultó divertido; a tu padre, en cambio, le
pareció deprimente. Me lo llevo a la cama, digo, y lo miro antes de dormirme.
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Primera noche. En medio del silencio aplico la oreja a la pared y trato de escuchar.
No es mucho lo que se oye, pero mi padre dice: Me gustaría conocer a la mujer. Por
qué no la trajo... No creo que se trate de nada serio, sospecha Elisa. No me
preguntes por qué, pero no lo creo. ¿Y cómo lo ves, en general? Bueno, no se lo ve
mal del todo; tuvo épocas peores. Nunca le dio importancia a la ropa, si te referís a
eso. Mi padre corrige: No hablo de la ropa, quise decir la cara, la expresión y el
aspecto general, en fin. Se lo ve más viejo. Miren quién habla, bromea Elisa. Por
favor, dice él, hablemos bajo, podría oírnos. Es verdad, admite Elisa. Y ya no vuelvo
a oír nada, a excepción de la tos de mi padre, una o dos veces. Me tienta la idea de
irrumpir en la habitación y despacharme con toda la historia, de cabo a rabo, como
se dice. Incluyendo las vacilaciones y las dudas, los temores y las exaltaciones,
exactamente como lo haría un hijo acaso por única vez. Pero no, ya está; he
frangollado una comedia ambigua al uso de las aspiraciones de la parentela y no
diré más. Ni siquiera tengo ganas de hojear el álbum.
Segundo día con su noche.
Mi madre sentada al sol, cerca del naranjo de la entrada, zurce. Mi padre ha vuelto
de una breve caminata. Voy a preparar el mate, anuncia. Alborozada, Elisa aplaude.
Un hombre haragán que al fin va a hacer algo útil, bromea. Qué gente
desvergonzada, protesta mi viejo desde la cocina. Se divierten, pienso. Luego lo
digo: Se divierten, eh. Elisa me mira: Hacemos lo que está a nuestro alcance, y no
es mucho, pero nos basta. ¿La paz encontrará sus raíces en la resignación? Pero
Elisa no ha perdido su combatividad; con holgura distribuye su vendaval crítico sin
mirar a quién: Me imagino que tu padre te habrá contado lo de Alba, murmura sin
levantar la vista de su labor. Digo que sí, y agrega: Seguro que te pidió que no
hablaras delante de mí. ¿No es cierto? Sí, claro. Ah, suspira, el pobre... Admitamos
que es una delicadeza de su parte; supone que mi dolor es mayor que el de él, y te
digo que exagera. Cree que soy más débil que él, y se equivoca. Además, toda la
familia pensó siempre lo mismo; inclusive Alba, que Dios la tenga en la gloria;
inclusive ella, te diré, me miraba un poco como diciendo la pobrecita ésta. Vos la
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querías. Sí, la quería. Y ella sentía por vos un cariño muy grande, si hasta creo que
me despertaba celos... Bah, pamplinas de madre, pero siempre te tenía en la boca.
Pero qué días, Virgen santa... Fuimos con tu padre y nos quedamos allí hasta el
entierro, los dos. Estaba la parentela, de parte de ella, ni que decir: parecían
diputados o príncipes, qué sé yo... Y los pocos de los nuestros, un puñadito, una
verdadera lástima, y cada cual con sus ñañas. Dios nos ampare. De paso, tus
hermanos no se hicieron ver, como de costumbre... Y de vos no teníamos noticias.
A veces pienso en ustedes y me desespero. Le pregunto por qué. Me mira con ojos
coléricos: ¿Por qué? ¿Es necesario que lo repita? Mi Dios, si te hace el gusto... Mira
a tu padre, por ejemplo, dando la lata con sus enfermedades imaginarias y con su
tristeza y todo lo demás...
Ahora Elisa protesta contra todo el mundo. Yo esperaba encontrarla discretamente
extinguida, serena como un racimo de pasas en un centro de mesa pequeño-
burgués, casi muda. Pero nada de eso: la vejez le aviva los nervios, la pone en vilo.
No pide que se le aconseje o se le apruebe, pide tan sólo que se le escuche.
Exactamente como madame Kirch, casi exactamente como todo el mundo. Siempre
tiene algo que decir en contra de la prole, pero su modo de estar en contra no
refleja encono ni verdadera enemistad; su modo de estar en contra es su peculiar
manera de estar a favor.
Mi padre aparece con el primer mate. Elisa aparta su labor; el buen tiempo
prolonga la extraña tibieza de la tarde hasta el momento en que el sol se oculta. Es
el veranito de San Juan, dice mi padre olfateando el aire. Se huele a primavera,
confirma Elisa. Recuerdo que de joven me estremecía pensar en la primavera; y
todavía ahora, esos días radiantes, esos días...
Mi padre me observa y repite la pregunta —casi ritual, inútil— que hizo a mi
llegada: Pero qué te trajo hasta aquí, si se puede saber...
La tarjeta de ella, digo. Pero agrego: No, no sólo la tarjeta... También mi temor y mi
pereza. Soy un hombre indeciso. Elisa hace un gesto de descreimiento y protesta:
No empecemos con rarezas, por favor. Mi padre encuentra su oportunidad: En eso
nos parecemos, dice. Pero jamás renuncies a tu condición. A veces se llega lejos
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precisamente porque se vacila... Elisa interviene con fastidio-. A la larga, desde
luego.
Imagino que haremos un grupito inmejorable aquí sentados, al atardecer, los tres
hablando de naderías ya dichas otras veces hace años, hace muchos años.
Imagino que yo estoy cada vez un poco más allá del naranjo, a cuya sombra Elisa
reposa, idealmente presta a secar mis lágrimas, a responder sabiamente a mis
preguntas... Un poco más allá descubro los ojos grises de mi padre escudriñando en
mi cara los atisbos olvidados de juventud que quizá lo ayuden a recobrar la suya
propia. En qué nos parecemos este hombre y yo. ¿Puedo sentir su mirada como si
fuera la mía mirándome apasionadamente? ¿Puedo esperar que esos ojos hablen y
me absuelvan y me digan que todo no ha sido más que un error reparable, un error
pequeño en el inmenso error del universo? ¿Qué vine a hacer, Dios mío? Aquí
estoy, callado, aceptando el episodio y sin esperar de él nada mejor, nada que no
sea él mismo. Qué complejo. Pronto empezaré a aburrirme, mi silencio se volverá
agresivo, la incomodidad cundirá entre ellos, tan bien que se los ve, uno en el otro
como una vieja pieza mecánica. Yo, padres, soy vuestra excrecencia. Sonaría
ridículo. Tanto como hablarles de Under y de Amanda, de la extraña muerte o
desaparición de aquel desgastado cuervo y de la paliza que su extraña muerte o
desaparición me valió.
Me voy mañana, digo.
¿El trabajo?, pregunta mi padre.
Sí, contesto. Elisa sorbe el mate: No te olvides de mirar el álbum, dice.
Y dale, contesta mi padre. No, no me olvido digo yo.
Segunda noche.
He encendido la lámpara, que difunde una luz límpida y brillante en la penumbra
azul del anochecer. Mis padres salieron a dar su paseo habitual; tal vez se vean con
la señora Kirch y ella nos invite a todos a comer en el hotel. Juro que no lo
toleraría. Ahora la casa está en silencio; puedo oír el gotear espaciado de una
canilla y un gato que maúlla afuera. Hojeo al fin el álbum.
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La iconografía familiar exhibe ramales absurdos: por ahí, sin que uno sepa por qué,
aparece algún tío de mi madre, en polainas y trajeado de calle según la moda de
principio de siglo. Parece un figurín retocado a lápiz con su fondo de Rosedal
brumoso y amarillento. Otra foto muestra a Elisa y sus hermanas en la típica pose
del gateo con el traste al aire, sobre almohadones afelpados con bordes de cretona.
Verdaderas reliquias. Luego, la muchachada en el Delta, la muchachada de tíos
abuelos, digamos. Y sin que la secuencia siga un orden aproximadamente
cronológico, me veo a mí mismo a los doce o trece años; camisa de cuello largo,
corbata de moño minúsculo, traje oscuro probablemente azul. No había gran cosa
en la cara de ese chico, aparte de una cierta rencorosa soledad en la mirada,
ofendida quizá por la estúpida exigencia del fotógrafo obligándola a fijarse en el
pajarito. Cara larga que más tarde, con el incesante correr de los años, se iría
alargando aún más hasta el extremo de presentar cierta pesadez mandibular, cierta
irritante inseguridad en la zona maxilar inferior.
Pómulos altos, tanto como para destacar las cuencas oscuras por debajo de los ojos.
Un aire de disgusto y fastidio, digamos como si oliera a podrido cerca de allí. Esta
noche nada tengo que ver con ese muchacho: las potencias de degradación que
habitaban en él sin emerger a la superficie se desarrollaron después totalmente.
Madame Kirch, quién lo hubiera dicho, ha roto el último delicado lazo con este
niño. Pasemos de largo.
Mis hermanos: Cora con su vestido de comunión y carita de futuros pecados; tierna
aún, deliciosa, comprometida hasta los tuétanos con su papel de inocente ángel
deglutidor de sagradas hostias. Otras más sustanciosas engulliría más tarde, sí
señor. Qué será de ella, juro que me vinieron ganas de verla. En otra foto, los tres:
Pablo, la niña y el varoncito menor. Unas joyas. El menor nunca anduvo con
vueltas; muy pronto percibió que el prestigio familiar tenía bases endebles. Qué
bien hizo las cosas; sin estudiar geometría, encontró el camino más corto entre dos
puntos distantes. Qué luz. Fue el beneficiario de la debilidad, lo cual no es ser poco.
¿Y las abuelas de ambas partes? Allí están empollando en el centro de una chorrera
de nietos más o menos recordables. No es una mala foto. No tan buena como ésta,
la especial de tía Alba en lo mejor de su carrera. La verdadera hembra, si llamamos
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a las cosas por su nombre. Se la ve en la playa posando indolentemente; un bretel
del traje de baño acaba de deslizarse sobre su hombro izquierdo y ella ha advertido
el roce sobre su piel tostada. El incidente le arrancó una sonrisa y el gesto
automático de sostenerlo con la mano derecha, gesto que ha conferido un delicioso
relieve a sus pechos, destacando, de paso, la opulencia griega de los hombros.
Válgame Dios, dicen que ha muerto.
A un costado, mi prima Amalia a los diez años, creo. Era la criatura precoz del
grupo y jugábamos juntos por los rincones menos transitables. Una tarde se cortó
el dedo con un pedazo de vidrio y me lo acercó para que yo le chupara la sangre.
Recuerdo de qué modo sus ojos me pedían que lo hiciera. Yo estaba tenso como
una culebra y ella, en cambio, parecía relajarse en la soñolencia de un bienestar
cuyo sentido a mí se me escapaba. Hubo luego otras pequeñas audacias
incidentales, medio azarosas y medio deliberadas; por ejemplo la vez aquella que
trató de quitarme un vaso, en la quinta, y nos pusimos a luchar como diablos.
Amalia quería llegar lejos; no sé si lo logró.
Dando vuelta la página, tío Pedro. Primer muerto importante de la familia, un
hombre de fortuna, o de bien, como se decía entonces. Veo sus bigotes retintos,
arreglados con esmero y bien teñidos. Qué final. Después de quebrar, después de
dejar cuantiosas deudas y propiedades hipotecadas, pegó un salto y se derrumbó
del todo. Fue él quien nos hizo saber por qué los hombres miran siempre las
piernas a las mujeres: "Si una mujer tiene hermosas piernas —declaraba— seguro
que sabe comportarse en la cama". Juro que yo no encontraba la relación, pero me
perturbaba, y cómo. Su muerte fue un escándalo porque se lo encontró junto a una
tipa, es decir, junto a una tipa que no sólo era su secretaria personal, sino que
además era la más íntima amiga de su mujer. Por entonces, yo tendría veinte años y
ya no jugaba con Amalia. En realidad, yo ya había dejado de jugar. De todos modos,
nunca supe jugar. Pero poco importa.
Tiene razón mi padre: en el álbum no hay nada que ver, a excepción quizá de un
par de cartas y fotos no demasiado viejas. Algunas de estas cartas y fotos son para
mí absolutamente desconocidas. Unas líneas de mi hermana terminan diciendo:
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"Roberto y yo deseamos que ustedes estén bien de salud y de ánimo, lo mismo que
nosotros aquí en las sierras. Un abrazo para Pablo y el nene. Cora". Otra carta dice:
"Amor mío, no veo la hora de que termine esta quincena horrible lejos de vos y de
todo lo que nos rodea y nos es común a los dos. Anoche fui al cine y vi una película
de Gregory Peck y Jennifer Jones; me pareció bárbara pero después me sentí muy
triste y desolada. Toda tuya, Florencia".
¿A quién podría interesar esto?
Una tercera, remitida a la dirección de mis padres pero dirigida a mí, y que yo, sin
embargo, nunca tuve en mi poder, dice:
"Te diré, Pablito, que todo marcha mejor, o bien a secas y sin remordimientos.
Como sabrás, aquí es Carnaval, lo cual quiere decir que vivimos en, un loquero de
excitación y despropósito. Para no desairar a un grupo de amigos, acepté
disfrazarme de Mandrake. Verás por la foto que te mando con ésta que no se trata
en rigor de Mandrake: más bien parezco un villano del cine mudo, con boquilla de
hueso y bufanda de seda blanca. Bajé a Río porque estoy dispuesto a divertirme un
poco y a olvidar algunas cosas del pasado: en principio, quiero tomar distancia de
la organización (no quiere decir que esté quebrado) porque ya hay cosas que no
entiendo o que ellos no entienden de mí. Después, ¿por qué no gozar un poco de la
vida?, ¿qué hay de malo en eso? Y la vida, si uno la atiende de tanto en tanto, suele
ser generosa. A propósito, en la otra foto te presento mi último hallazgo; estaba
escondida en medio de una murga de turistas, nada más que de paso porque
también ella es compatriota, y yo, oh afortunado, la encontré. Tipa notable, de
veras. Como no podía ser de otro modo, también estuvo metida en algunas cosas de
peso, pero actualmente vive un período de revisión bastante agudo, lo que no
perturba el idilio en absoluto. Espero que la conozcas algún día y charlemos los tres
juntos hasta la salida del sol (frase ilegible, borroneada, de una caligrafía caótica) ...
Ahora escribo desde la cama y siento que pude zafarme del mundo y penetrar en
una dimensión donde el cuerpo no jode. Ella está aquí arreglando unas ropas; se
trajo la valija, de modo que estuvimos de mudanza toda la mañana. No es una
mulata, pero me agarró totalmente (otra frase ilegible, larga, con tachaduras
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inclusive, luego, la despedida) ...y espero que estés bien y hagas algo conveniente
en todos los sentidos, hasta la vuelta, un abrazo fuerte de Andrea!"
Acabo de cerrar el álbum con un gesto torpemente delicado, innecesario. Y luego
me metí en la cama. Mi corazón brinca como si estuviera a punto de estallar. Esta
no es más que una frase estúpida: no es que mi corazón esté a punto de estallar.
Algo ocurre en todo mi cuerpo, desde las piernas, digamos, hasta la cabeza. Un
serpenteo acompañado por la sensación de desprendimiento e inconsistencia típica
que precede a mis grandes vértigos. Por momentos, temo que los mareos me
arrojen contra una de las paredes del cuarto. Espero no estropear nada. Espero.
No, no espero nada a excepción de que no ocurra. Semejante revelación —me
refiero a la carta—, denuncia de mi ignorancia, la profundidad de mi estupidez,
porque ¿acaso no recordaba yo que Andrea era uno de los nombres de guerra de
Under, del mismo modo que Under era. otro de sus nombres de guerra? Las fotos y
la carta tendrán a lo sumo una antigüedad de tres años, pero eso no importa. Aquí
tengo la foto de su último hallazgo: sentada en la arena de Copacabana, Amanda
luce su cuerpo dorado, crocante, apenas cubierto por una bikini. Al dorso, Andrea-
Under ha escrito lo siguiente: "¿Qué te parece?".
9
Tercer día.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 143
Alguien dijo: más vale que la primera ola se rompa sobre algunas palabras inútiles.
Perdería mi tiempo si quisiera exponer a Marcia la hipótesis número uno, o sea la
que sostiene que Amanda intentó salvar a Under porque sabía que querían matarlo.
Y lo sabía, porque ella integraba el grupo de sus agresores. Su encuentro con él en
Brasil no fue imprevisto, como sí lo fue su enamoramiento.
Pero sería inútil. Marcia ha servido el café con leche y se ha retirado. Yo miro la
calle desierta y el cielo limpio. La colonia de Buen Orden duerme mientras vigilo la
mañana. Ha llovido toda la noche pero ahora brilla un sol rojizo, apretado en el
centro de una roseta de nubarrones que huyen hacia el Este. Bajo el plantío de la
plaza —¿salvia, beleño, borraja?— la tierra es negra y pegajosa. Cuando venía hacia
aquí, me detuve a mirar atentamente el suelo enmarañado, y descubrí lombrices
carnosas, cascarudos robustos como guijarros y caracoles de tierra húmeda que
dormitaban entre los tallos descoloridos. El bosque, a un paso de la colonia, debe
de hervir de vida minúscula y fangosa. La tentación de confundirme con esa vida
nada tiene que ver con la idea del suicidio. Es una perspectiva vital, aunque un
poco soñolienta, la que de pronto ofrece la ilusión de vivir aquí una existencia
compartida entre el bosque y la colonia.
Acaso podría recurrir a los caracoles y al berro como alimentación cotidiana. Sé
muy bien que podría masticar caracoles sin armar ningún escándalo. Por otro lado,
¿quién me negaría un vaso de leche tibia, una taza de chocolate, o un churrasco a
las perdidas? No la señora Kirch, seguramente. Luego, el lugar es tranquilo,
cómodo, silencioso; los viejos no hacen ruido ni levantan del suelo demasiado
polvo. Inclusive es posible que entre ellos haya alguno lo demasiado sabio como
para resultar interesante.
Pensé estas cosas mientras caminaba rumbo al hotel en procura de un desayuno
solitario, y las pienso ahora mientras devoro despacio las gruesas medialunas que
trajo Marcia. No hubiera podido hablar con mis padres y explicarles a ellos la
segunda hipótesis, aquella que sostiene que Amanda entregó a Under a una muerte
segura. Despechada, abandonada, con sus ideas revueltas y ya sin demasiadas
convicciones, advirtió a sus ex compañeros de lucha sobre el peligro que Under
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 144
significaba fuera de la organización, presuntamente al servicio del enemigo.
Aquellos, entonces, no vacilaron en ajusticiarlo.
¿Pero cómo decirlo a mis padres? Conocieron a Under pero no saben nada acerca
del significado de la carta. Así es que lo escribo aquí, sobre los bordes finales del
cuaderno, en la upsilon amarilla que flamea a medida que el sol se enciende. Mi
perezosa imaginación quiere suponer que Amanda jamás amó a Under, y quizá esté
en lo cierto, por lo cual, con alguna facilidad desecha la segunda hipótesis y
encuentra para sí un consuelo. Pero esa variante no descarta mi papel de
humillado, ya que ¿no era acaso indispensable localizarme antes para dar con él?
Y ahora, cuando ya no quedan medialunas en el plato aparte de unas cuantas
migajas oscuras, me hago otra pregunta que tampoco puedo compartir con mis
padres, ni con Marcia. ¿Ha muerto Under?
Si fue así, ¿por qué aquellos dos brutos, el jefe y su asistente, vinieron a buscarlo y
me molieron los huesos convencidos de que yo sabía algo, o que lo ocultaba o que,
quizá, era el mismísimo punto clave del asunto? O bien estaban al tanto de que
Under se les había escurrido como una anguila entre las rejas, o bien ignoraban
todo lo que era necesario saber el respecto. Pero si preguntaban por él, es porque lo
suponían con vida. Qué desastre.
Y si no ha muerto, como a veces me inclino a creer, lo más probable es que él, viejo
zorro, haya aprovechado los beneficios que esa muerte anónima vino a ofrecerle,
para inventarse la suya propia y hacerse humo.
Luego, en este caso, me parece irremediable que tarde o temprano Amanda desee
encontrarlo y vuelva a ponerse en acción. E intentará comunicarse conmigo
esperando que el milagro se repita una vez más. Mi papel, lo sé, no es el más
afortunado: seré nuevamente la rampa de acceso, no alguien, sino algo donde otros
confluyen. Háyanse amado o no, quiero decir. Poco importa el amor probable entre
ellos, el amor pasado, las hazañas tropicales y las esperanzas que cada uno de ellos
habrá alentado respecto del otro. Poco importa. Sólo atino a pensar que la soledad
quedaría atrás definitivamente. O quizá me equivoque y todo este viaje inmundo y
sentimental no haya servido de nada, a menos que consideremos agradable
consolar a una antigua bailarina austríaca.
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De todos modos, la última pregunta no tiene respuesta: no sé si Under está vivo o
muerto. Pero bastante tengo con mi vida para preocuparme por la de él. Es un
asunto terminado, quizá como todo lo demás.
Pagué el desayuno y dejé la mesa. Marcia vino sacudiendo el trasero y haciendo
muecas; debe de ser tonta hasta lo insospechable. Vestida de mañana, con un fino
traje de cazadora, la inefable señora Kirchschaeger me saluda desde el fondo de la
sala. Buenos días. ¿Cómo está usted? ¿Qué buen tiempo, ha visto? ¿Y la tormenta
de anoche? Terrible. ¿Cómo están sus padres? Magníficamente bien. Cuánto me
alegro. Me despido porque hoy a la tarde dejo la colonia. ¿Tan pronto? Sí, sí, mis
ocupaciones...
Pero qué pena... Precisamente yo había pensado —vea qué tontería—, pero había
pensado que quizá le agradara quedarse para el inicio de la temporada,
ayudándome un poco con todo esto, no es demasiado, no sería demasiado. Usted ya
ha visto el lugar: el aire es inmejorable, la zona es alta, la tranquilidad... Cuánto lo
agradezco, realmente, pero usted sabrá comprender... Sí, claro, fue nada más que
una suposición mía, ¿entiende? Una suposición entre tantas otras suposiciones.
Adiós señora Kirchschaeger, adiós. Es probable que algún día volvamos a vernos,
sí, lo presiento. Cómo bailan sus ojitos de azul oriental, cómo aletean sus pestañas,
uno dos, arriba abajo. Y los ojitos dicen el tiempo huye y la carne perece, se afloja,
pierde consistencia, el corazón depone su ímpetu y la llama de la vida vacila como
la llama de una vela bajo la brisa... Más tarde. ¿Qué es más tarde? Un beso en la
mejilla, eso es. Todo podría concluir aquí.
Rodolfo Rabanal- el apartado Página 146
10
Mis padres se quedaron presintiendo la primavera en las plantas del jardín. Elisa
cree ver ya algunos retoños delicadísimos en alguna parte. Habla de las hormigas
que pronto empezarán a salir de la tierra y mi padre dice que no está muy seguro
sobre los efectos que en su salud provoca el buen tiempo. Es un caso extraño, dice,
verdaderamente es un caso extraño. Anoche ha soñado con que se quedaban en
esta casa y la hacían propia. Ya no me iría, dice. Elisa a veces añora su hogar, pero
quizá podría habituarse. Necesitamos tan poco, agrega.
Al despedirnos, mi madre me besó en la mejilla controlando por primera vez su
tendencia a hacerlo en la boca. Luego dijo que la señora Kirch me enviaba sus
saludos y que si yo quería volver siempre tendría un lugar en su casa. No hablamos
del álbum pero les hice saber que le había dado una buena ojeada y que no había
encontrado nada fuera de lo previsible en un álbum familiar. Mi Dios, qué viejos
parecían mis padres, y qué pequeños e inofensivos.
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11
Hubiera sido torpe golpear a la puerta de Beata y decirle aquí estoy. Seguramente
tendrá compañía; alguien que le friegue las copas y también todo lo otro. Es justo.
Esta idea —pero quizá no haya sido sólo esta idea— me detuvo ante los primeros
árboles del bosque, a la salida de la colonia de Buen Orden. Hay ideas que
movilizan y otras que detienen; las mías, habitualmente, pertenecen a la segunda
serie.
Hacía calor a pesar de la época, y se veía que las plantas querían crecer y ponerse
verdes y cubrir el suelo. La primavera empujaba por debajo de sus tallos, también
eso se veía. Además, había lago hinchado en la tierra. Tal vez las raíces sofocadas de
savia penetraran las fisuras calientes por debajo de la Superficie. Los animalitos
corrían o se deslizaban, daban saltos y pegaban grititos entre la maleza. Un discreto
alboroto. Los pájaros cantaban y volaban lanzándose como flechas unos sobre los
otros, quizá para hacer el amor, o litigar, o vaya a saber qué. Había un pájaro azul,
totalmente azul, con el pico renegrido y la cabeza erguida y soberbia. Entre todos,
agitaban las hojas y las primeras flores silvestres del bosque. El sol me calentaba el
lomo como si estuviéramos en verano. Así que fui despojándome de abrigos y
quedé en camiseta, tan fresco y desprendido como el mejor. Era un sol espléndido y
brillaba arriba, navegando suntuosa y lentamente entre el ramaje más alto de los
árboles. Un gran día. Y eso me detuvo, se entiende. Por otro lado me aquerencio
fácilmente y siempre me cuesta muchísimo salir de un lugar para ir a otro. De
modo que anduve vagando y recogiendo plantas hasta encontrar un sitio que me
pareció apropiado para echar una siesta y encender fuego, y allí me quedé.
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Lo primero que hice, una vez que el fuego estuvo listo, fue quemar la carta de
Under. Ardió enseguida y los pedacitos carbonizados volaron entre los yuyos.
Cenizas. Nada. Todo se perdió en el aire dorado y azuloso. La foto de Amanda la
aseguré con un alfiler de gancho al bolsillo interior del gabán; pase lo que pase, no
se desprenderá de allí fácilmente. Tendrían que arrancármela. ¿Pero quién podría
hacerlo? ¿Qué utilidad podría tener una foto anónima? Sólo la maldad se haría
cargo de semejante hurto. Después, cuando la foto estuvo bien firme en mi bolsillo
interno, me aquieté y miré el fuego. Las ramas secas se quemaban con chasquidos
nítidos, como de cartílagos rotos, y el aire se crispaba en vibraciones de calor. Un
conejo, o algo parecido a un conejo, se detuvo a una distancia prudente y me
observó con las orejas paradas. Creo que fui durmiéndome.
...Cuánto tiempo ha pasado. El bosque, con su dudoso encanto, postergó mi
regreso, cambió mis planes inmediatos, halagó mi pereza con sus fáciles rincones
mullidos, tiernos. De todos modos, pronto me iré. Puede ocurrir que me vean y me
despidan confundiéndome con un vago o un mendigo. Quizá venga la policía y me
haga preguntas. Todo se complica muy rápido para un hombre de ciudad. Piden
documentos, quieren saber, inquieren por el trabajo, y si no hay trabajo sospechan
lo peor, siempre lo peor. Además, seamos francos, los caracoles no son un manjar
muy digestivo, y el queso que me dio Beata ya se termina. La única forma de
prolongar la estadía consiste en moverse lo menos posible, pero eso me debilita y
luego ni siquiera tengo voluntad de andar un rato y arrancar berros. También como
berros. Todo crudo, pisado o molido, a la manera primitiva, supongo. Al principio
el paladar rechaza la sustancia sin aderezo, pastosa, pero después, con los días, se
acostumbra y le descubre su genuino sabor.
Ayer maté un conejo, o una liebre, mi Dios, qué tremendo. Significó una prueba, lo
juro. El animalito se había encandilado con el fuego y yo hice un rodeo silencioso,
me acerqué cuanto pude y de allí zas, le di en la cabeza con una piedra. Pateaba un
poco y sacudía las orejas, pero estaba liquidado. Confieso que me conmovió. Pero al
fin estuvo bien muerto y empecé a desollarlo. Me acordaba de una clase de zoología
práctica y seccioné la piel a la altura de las patas y de allí empecé a tironear con
fuerza y método. La piel fue saliendo como un forro; parecía un guante, lo juro. La
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carne era roja. El conejito me dio más pena aún porque sin la piel uno tiende a
suponer que se mueren de frío. Después, con la hoja del cortaplumas fui cortando
los pedazos y metí todo en el fuego. Qué desastre. Una buena parte se quemó,
directamente.
No fue el gran plato que esperaba gustar, ni mucho menos, pero comí carne de mi
propia caza y de mi propia cocina. No sé qué diablo quise demostrar con eso: era
más fácil viajar un poco hasta el hotel, sacudir las manos y decirle a la vieja
austríaca me muero de hambre madame, estoy dispuesto a todo por uno dé sus
sabrosos platos. Nada más que eso. Qué fácil. No, no me jacto de haber matado a
un pobre conejo.
...Pero estaba diciendo que el buen tiempo, la precipitada primavera que nos cayó
encima, proporcionaron esta ilusión insular con su suerte de reencontrada
disolución. Y me fui quedando. Fueron días al sol, con la espalda en la tierra y la
barriga al aire, dorándoseme, como la frente y las mejillas hundidas en la palidez.
Cuánto dormí. A veces me despertaban algunas voces no muy próximas y entonces
descubría que los viejitos estaban de picnic por ahí no más, en algún claro. Hacían
rondas alegres y masticaban pacientemente su merienda, riendo o conversando en
su tono mesurado. A través de la ligera bruma que suele bajar con la tarde, no era
posible distinguir sus rasgos; sin embargo, dos o tres veces me pareció ver a la
buena señora Kirchschaeger danzando en el césped ante la silenciosa atención del
Toro. Pero pudo haber sido otra mujer y el Toro otro hombre, algún policía,
digamos. No sé, por este lado no hay jóvenes, quiero decir tipos de cuarenta o
cincuenta años, a excepción del rubicundo Jabalí resollante. Sea como fuere, ella
daba pasos de aquí para allá, envuelta en la luz pálida del sol de la tarde, y cuando
terminó de bailar se llevó las manos al pecho y lloró. Fue emocionante. El Toro, sin
embargo, seguía impávido como un bruto, el ancho culo bien dispuesto en el suelo
y las manos —garras gordas— apoyadas en los muslos. No quise intervenir porque
hubiera resultado embarazoso para ella. La pobre no hacía buena figura cuando le
daba por bailar. El lagrimeo del final —vaya misterio— tornaba la escena
sumamente emotiva, aunque no para el Jabalí, que siguió donde estaba, con el
morro alto y la gruesa barbilla levantada. La señora Kirch —porque supongo que no
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podía ser otra— serpeaba entre la hierba hasta alcanzar una de las manos que el
Toro le tendía. Parecía un salvataje, o la parodia de un salvataje. Cuánta miseria.
En otra oportunidad oí risas provenientes del sector más espeso del bosque, allí
donde el terreno cae en suave declive y los árboles se abovedan hasta formar una
especie de gruta. Las risas eran alegres y vigorosas y de una blancura
inconfundible. Marcia andaba por allí haciendo de las suyas. El Toro —ahora se
trataba de él sin ninguna duda— la perseguía con las manos extendidas como para
asirla del traste movedizo. Y ella corría y daba saltos entre los matorrales y luego se
escondía detrás de un árbol y llamaba al imbécil emitiendo un quejido que a mis
oídos sonaba como esto: ¡uhjú-uhjú-uhjú...! El se detenía un instante y hacía que
escuchaba, pero en verdad trataba de tragar aire desesperadamente, a grandes
bocanadas y como si fuera a ahogarse; tenía las mejillas enrojecidas y la frente
pálida, perlada de sudor. La veleidosa seguía emitiendo los curiosos ruiditos hasta
que, cansada, abandonaba su escondite y se presentaba como si fuera la octava
maravilla del mundo, caminando despacio pero moviéndose sinuosamente como
una vampiresa del cine. Qué encuentro. El Toro abría la boca y entrecerraba sus
asquerosos ojitos de cerdo, faltándole poco para babearse. Luego empezaba el
rosario de porquerías. Había que verlos, qué juguetees. Aquello era una clase
magistral de perversidad, lo juro. Dos buenos puercos.
En fin, no estaba del todo mal el teatro del bosque. Hablo en pasado porque mi
proyecto de partir sigue siendo el mismo, permanece en vigencia desde el principio
y sé muy bien, gracias a él, que muy pronto dejaré estas plantas y estas soledades
para no volver quizá nunca más. Habrá que reunir voluntad —y la voluntad es lo
primero que se dispersa— y salir; despacio en el primer momento, casi
distraídamente, diríase cortejando a la voluntad de quedarse con seductora astucia,
por lo menos hasta el momento que en el espíritu se destiña la impresión de lo
habitual.
Y el cambio se advierte: un día notamos que la llanura, nuestro próximo paso, ya no
nos deprime ni acobarda y hasta vemos que hay en ella playas de luz a las que
valdría la pena explorar y que, en el confín, reverberando en el temible horizonte,
late lo que buscamos, aquello mismo que nos espera y que un día nos vio partir. Es
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curioso cómo un pensamiento de este tipo consigue aflojar las amarras que nos
ligaban a tal o cual sitio de manera aparentemente irremediable. Actúa entonces el
mecanismo del olvido, sabio y oportuno recurso del alma, que borra las sensaciones
de confortabilidad originadas por la costumbre. A partir de ese punto, ya todo
puede abandonarse, aun lo más caro y entrañable. Qué asco.
Por lo pronto, he fabricado ya algunos pretextos que me ayuden a abandonar mi
morada del bosque. Uno de ellos es que un día Elisa o mi padre lleguen a
descubrirme y si eso ocurre me pedirán seguramente que vuelva con ellos. Imagino
la escena: ruegos, o bien la comedia de indiferencia que Elisa pondría en
funcionamiento. El viejo se sumaría al teatro con alguna de sus artimañas
hipocondríacas, y al fin, todos terminaríamos por perder la paciencia.
Otro de mis argumentos en pro del viaje, gira alrededor de la antigua bailarina
vienesa, ya que me expongo también a que me vea la señora Kirch y me reconozca a
pesar de mi barba crecida y del pelo que, aunque no abundante, se ha puesto
igualmente largo, enmarañado y espeso. No dudo que un encuentro semejante
haría vacilar mis planes, porque los absurdos argumentos de la señora Kirch no
dejan de sonar como el canto de las sirenas. Es persuasiva e inagotable, ha
aprendido que la paciencia consigue siempre aquello que para la ansiedad resulta
inalcanzable. A su favor juegan pétreos siglos de dominio, la maldita experiencia, si
ustedes quieren. Ella sabe ser dulce y desinteresada pero no deja de morder la pre-
sa; lo hace tiernamente, con dulzura y resignación, pero sin pausa. Y uno se apiada
y se deslumbra, porque su apestosa sabiduría está plagada de artificios. Siglos de
supervivencia y rapiña, si es que me explico, hacen que uno tienda a abandonarse,
un poco por aburrimiento y otro poco por incapacidad discursiva, inopia que la
vieja bailarina interpreta como irreversible concesión.
Estas son las cosas que me digo mientras preparo el fuego y sueño con la comida
del mediodía, y desisto, cada mañana, de partir de una vez por todas. Sea como
fuere, ya no quedan hojas en blanco en el cuaderno —por lo demás, ajado y sobado
como aquellas antiguas libretas de almacén—, ni demasiada tinta en la birome. No
hablo del lápiz porque, si alguna vez lo traje, debo haberlo perdido hace tiempo. Un
lápiz es lo que más fácilmente se pierde o se deteriora o se gasta. Desposeído pues
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de tales instrumentos (¿y qué es un hombre sin sus instrumentos?) cesaré en la
descripción del mundo —árboles, movimientos, sensaciones, memoria—, inútil
disciplina si no se la toma por el lado del ordenamiento de lo imaginario. Y mi
descripción se volvería rumor, pensamiento inexpresivo, o quizá —en el mejor de
los casos— zumbido dotado de ciertas variedades tonales. No vayan a creer que
hablo de música.
...y entonces, cuando llegue la hora de la carencia absoluta de instrumentos,
cuando ya no haya nada que agregar al balbuceo gráfico porque no hay con qué
agregar, no habrá modo de dar cuenta de todo esto (¿intentará Amanda buscar a
Under a través de Pablo y, suponiendo que esté vivo, tratará Under de reconquistar
lo que quizá nunca fue suyo pero que pareció serlo, ese gran amor, el primero
aunque no en el orden cronológico?), no habrá modo de explicar la urgencia de la
primavera, el brote poco menos que salvaje de esas florcitas amarillas y negras que
crecen por todas partes, aquí y allá. Y todo se perderá, se disgregará como, trocitos
de papel quemado volando sobre la corola de los brezos y las medallas de los
girasoles, confundiéndose en las camas de helecho y en los canteros de prímulas,
hasta deshacerse en el temblor del aire, en el vapor de la tierra, en el humo y en la
nada. Así, quien hablaba, callará; quien llevaba un nombre dejará de tenerlo y se
hundirá en el crujiente semillar de las legumbres, en el humus y en el limo sedoso
que enturbia delicadamente la nitidez de las raíces. O bien, irá a perderse arrojado
como vil pedazo de materia.
De modo que si no se actúa más bien rápidamente en un sentido excéntrico, el
orgullo y la pereza terminarán el trabajo. Porque habrá un día en que resulte
irrisorio hacer un esfuerzo para recoger los berros, o para hurgar en el barro en
procura de sabrosos caracoles de humedad, y entonces qué. Uno se echará
santamente boca arriba y se pondrá a esperar, y quizá ocurra que llegue alguien —
un guardabosque, un policía o uno de los ancianitos— y empuje un poco con la
punta del pie todo el montón silencioso: aquí un zapato, más allá un abrigo, y que
diga: ¿Y esto, qué hacemos con esto? Y otro, supongamos que haya un
acompañante, conteste: Nada, nada, qué vamos a hacer. Eso es, nada. Un sol
ardiente y la luz ciega. Que el viento sople por encima.
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ÍNDICE
PROLOGO A LA EDICIÓN DE 1994
Veinte años después .............................................3
PRIMERA PARTE ……………………………12
SEGUNDA PARTE ………...…………………63
TERCERA PARTE…………………………..117