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Petrilla Honoré de Balzac Obra reproducida sin responsabilidad editorial
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Petrilla - ataun.eus¡sicos en Español/Honoré de... · DE BALZAC. Cierto día de octubre de 1827, al amane-cer, un joven de unos diez y seis años, y que por sus trazas parecía

Mar 01, 2020

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Petrilla

Honoré de Balzac

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Petrilla

A la señorita Ana de Hanska

¿Cómo voy, querida niña, a dedicar a usteduna historia llena de melancolía? A usted, que es laalegría de una casa; a usted, cuya pelerina blanca orosa revuela entre los macizos de Wierzchoæniacomo un fuego fatuo que su padre y su madre si-guen con mirada enternecida... ¿No tendré quehablarla de desventuras que una jovencita adorada,como usted lo es, no ha de conocer jamás, porquesus lindas manos podrían en su día consolarlas? Estan difícil, Ana, encontrar para usted en la historiade nuestras costumbres una aventura digna de serleída por sus ojos, que el autor no podía elegir; perotal vez al leer ésta que le envío se dará usted cuen-ta de lo dichosa que es.

Su viejo amigo,

DE BALZAC

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Cierto día de octubre de 1827, al amane-cer, un joven de unos diez y seis años, y que porsus trazas parecía lo que la moderna fraseologíallama tan insolentemente un proletario, se detuvo enuna plazuela que hay en el bajo Provins. A aquellashoras pudo observar, sin ser observado, las diferen-tes casas situadas en la plazuela, que forma unrectángulo. Los molinos emplazados en las vías deProvins estaban ya en marcha. Su ruido, multiplica-do por los ecos de la ciudad alta, en armonía con elaire vivo, con las alegres claridades de la mañana,subrayaba la profundidad del silencio, que permitíaoír el paso de una diligencia por la carretera a unalegua de distancia. Las dos líneas más largas decasas, separadas por la fronda de los tilos, presen-tan sencillas construcciones, en que se revela laexistencia pacífica y definida de sus moradores. Nohay en aquel paraje ni señales de comercio. Apenasse veían en aquella época las lujosas puertas co-cheras de las gentes ricas; si las había, rara vezgiraban sobre sus goznes, a excepción de la delseñor Martener, un médico que necesitaba tener uncabriolé y usarle con frecuencia.

Algunas fachadas aparecían adornadas deguirnaldas de pámpanos; otras, de rosales, cuyostallos subían hasta el primer piso, cuyas ventanas

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perfumaban con sus grandes flores. Un extremo dela plaza llega hasta la calle Mayor de la ciudad baja.El otro está cortado por una calle paralela a la calleMayor y cuyos jardines se extienden a la orilla deuno de los dos ríos que riegan el valle de Provins.

En este extremo, el más apacible de la pla-za, el joven obrero reconoció la casa que le habíanindicado: una fachada de piedra blanca, surcada deranuras que imitan hiladas y cuyos balcones, dedelgadas barandillas de hierro adornadas de rose-tones amarillos, se cierran con unas persianas gri-ses. Sobre esta fachada, que tiene piso bajo y pri-mer piso, tres ventanas de guardilla surgen del te-cho empizarrado y en el cual gira una veleta nueva.La veleta representa un cazador disponiéndose adisparar sobre una liebre. Se sube al postigo de lacasa mediante tres escalones de piedra. A un ladode la puerta, un tubo de plomo escupe las aguas delservicio doméstico a un arroyo y anuncia la cocina;al otro lado, dos ventanas cuidadosamente cerradascon postigos grises, en los que había unos caladosen forma de corazón para dejar que entrase unpoco de luz, le parecieron las del comedor. Sobrelos escalones de piedra, y por bajo de las ventanas,vense los tragaluces de las cuevas, cerrados conportezuelas de palastro, pintadas y perforadas con

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presuntuosas recortaduras. Todo era entonces nue-vo. En aquella casa, restaurada, y cuyo lujo todavíafresco contrastaba con el viejo exterior de todas lasdemás, un observador habría adivinado en el actolas ideas mezquinas y el perfecto bienestar del pe-queño comerciante retirado. El joven contemplóaquellos pormenores con una expresión de placermezclado de tristeza; sus ojos iban de la cocina alas guardillas con un movimiento que denotabadeliberación. Los rosados fulgores del Sol señala-ron, en una de las lumbreras del desván, una corti-na de indiana que las demás lumbreras no tenían.La fisonomía del joven se puso entonces entera-mente alegre; retrocedió algunos pasos, se recostóen un tilo y contó, cen ese tono lánguido peculiar enlas gentes del Oeste, esta romanza bretona, publi-cada por Bruquière, un compositor a quien debemosdeliciosas melodías. En Bretaña, los jóvenes de lasaldeas entonan este canto, bajo la ventana de losreciéncasados, la noche de la boda:

Dicha os deseamos en el matrimonio,

señora casada,

y al señor esposo.

Os han enlazado, señora casada,

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con un lazo de oro

que sólo la muerte desata.

Ya no iréis al baile ni a los juegos nuestros.

Guardaréis la casa:

nosotros sí iremos.

Habéis aceptado vuestro compromiso.

Fiel a vuestro esposo,

amarle es preciso.

Tomad este ramo que mi mano os da.

¡Ay! Vuestros vanos honores

pasarán como estas flores

Esta música nacional, tan deliciosa como laadaptada por Chateaubriand a ¿Se acuerda de ti,hermana mía?, cantada en medio de un pueblo dela Brie Champañesa, debía de ser para una bretonamotivo de imperiosos recuerdos: tan fielmente pin-taba las costumbres, el candor, los lugares de aquelviejo y noble país, donde reina no sé qué melancol-ía, producida por el aspecto de la vida real, queconmueve profundamente. Esa facultad de desper-tar un mundo de cosas graves, dulces o tristes por

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medio de un ritmo familiar y a menudo jubiloso, ¿noes el carácter de esos cantes familiares que son lassupersticiones de la música, si se quiere aceptar lapalabra superstición como significativa de todo loque queda después de la ruina de los pueblos ysobrenada en sus revoluciones? Al acabar la prime-ra estrofa, el obrero, que no cesaba de mirar a lacortina de la guardilla, no vio en ella movimientoalguno. Mientras cantaba la segunda, la indiana seagitó. Cuando hubo dicho las palabras «recibid esteramo», apareció el rostro de una joven. Una manoblanca abrió con precaución la reja, y la joven sa-ludó con una inclinación de cabeza al viajero, en elmomento en que él terminaba el melancólico pen-samiento expresado en estos dos versos tan senci-llos:

¡Ay! Vuestros vanos honores

pasarán como estas flores.

De pronto, el obrero mostró, sacándola dedebajo de su chaqueta, una flor de un amarillo do-rado, muy común en Bretaña y sin duda encontradaen los campos de Brie, donde no abunda: la flor dela aulaga.

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-¿Conque es usted, Brigaut?-dijo la jovenen voz baja.

-Sí, Petrilla, sí. Estoy en París y voy dandola vuelta a Francia; pero soy capaz de establecermeaquí, puesto que está usted.

En aquel momento rechinó la falleba de unbalcón del primer piso debajo de la habitación dePetrilla. Mostró la bretona el más vivo temor y dijo aBrigaut:

-¡Escápese!

El obrero saltó como una rana asustadahacia el recodo que hace un molino de la calle quedesemboca en la calle Mayor, arteria de la ciudadbaja; pero, a pesar de su presteza, sus zapatosferrados, al resonar en los guijarros del pavimento,produjeron un sonido fácil de distinguir entre los delmolino y que pudo oír la persona que abría elbalcón.

Aquella persona era una mujer. Ningúnhombre abandona las dulzuras del sueño matinalpara escuchar a un trovador de chaqueta: sólo auna mujer la despierta un canto de amor. En efecto,una mujer era, y una solterona. Cuando hubo abier-to las persianas, miró con un gesto de murciélago

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en todas direcciones, y sólo pudo oír vagamente lospasos de Brigaut, que huía. ¿Hay algo más horriblede ver que la aparición matinal de una solterona feaa la ventana? Entre todos los espectáculos grotes-cos que regocijan a los viajeros cuando atraviesanlos pueblos, ¿no es éste el más desagradable? Esdemasiado triste, demasiado repulsivo para reírsede él. Aquella solterona con el oído tan alerta sepresentaba desprovista de los artificios de toda cla-se que solía emplear para embellecerse: sin el rode-te de cabellos postizos y sin gorguera. Llevaba esehorrible saquete de tela negra con que las soltero-nas se envuelven el occipucio y que asomaba bajola cofia de dormir, levantada por los movimientosdel sueño. Tal desorden daba a aquella cabeza elaspecto amenazador que los pintores atribuyen alas brujas. Las sienes, las orejas y la nuca nadaocultas dejaban adivinar su carácter árido y seco;sus profundas arrugas estaban subrayadas portonos rojos, desagradables a la vista y que acen-tuaba más aún el color casi blanco de la chambra,atada al cuello con cordones retorcidos. Los boste-zos de la chambra entreabierta dejaban ver un pe-cho comparable al de una vieja campesina pocopreocupada de su fealdad. El brazo, descarnado,

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hacía el efecto de un bastón en el cual se hubiesepuesto una tela.

Vista en la ventana, aquella señorita parec-ía de alta estatura a causa de la fuerza y la exten-sión de su rostro, que recordaba la inusitada ampli-tud de algunas caras suizas. Su fisonomía, cuyosrasgos pecaban por falta de conjunto, tenía porcarácter principal una sequedad de líneas, una acri-tud de tonos, una insensibilidad en el fondo quehabrían producido desagrado a cualquier fisonomis-ta. Aquella expresión, visible en el momento en quela describimos, se modificaba habitualmente graciasa una especie de sonrisa comercial, a una estupidezburguesa capaz de imitar tan bien a la bondad, quelas personas con quienes vivía la señorita podíanmuy bien tomarla por un ser excelente. Poseíaaquella casa pro indiviso con su hermano. El her-mano dormía tan tranquilamente en su alcoba, quela orquesta de la Opera no le habría despertado, ¡yeso que el diapasón de la tal orquesta es célebre!La solterona sacó la cabeza fuera de la ventana;alzó a la guardilla sus ojuelos, de un azul pálido yfrío, de pestañas cortas y párpados hinchados casisiempre en los bordes; intentó ver a Petrilla, peroluego de haber reconocido la inutilidad de su ma-niobra, se volvió a su dormitorio, con un movimiento

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semejante al de una tortuga que esconde la cabezadespués de haberla sacado del caparazón. Laspersianas se cerraron, y ya no turbó el silencio de laplaza más que el paso de los aldeanos que llegabano el de los vecinos madrugadores. Cuando hay unasolterona en una casa, los perros de guarda soninútiles; no ocurre el menor suceso que ella no veay no comente y del cual no saque todas las conse-cuencias posibles. Así, aquella circunstancia iba adar motivo a graves suposiciones: a abrir uno deesos dramas obscuros que se desarrollan en familiay que no por permanecer secretos son menos terri-bles, contando con que me permitáis aplicar la pa-labra drama a esta escena doméstica.

Petrilla no se acostó de nuevo. Para ella, lallegada de Brigaut era un acontecimiento enorme.Durante la noche, edén de los desgraciados, olvida-ba sus enojos, las incomodidades que durante todoel día tenía que soportar. Como le sucede al héroede no sé qué balada alemana o rusa, su sueño leparecía una vida feliz y el día un mal sueño. Al cabode tres años acababa de tener por vez primera undespertar agradable. Había sentido en su alma elcanto melodioso de los recuerdos poéticos de suinfancia. La primera estrofa la oyó en sueños todav-ía; la segunda la hizo levantarse sobresaltada; a la

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tercera dudó, porque los desgraciados son de laescuela de Santo Tomás; a la cuarta estrofa,habiéndose acercado en camisa y con los pies des-calzos a la ventana, vio a Brigaut, su amigo de lainfancia. ¡Ah, sí! Aquélla era la chaqueta de faldon-cillos bruscamente cortados y cuyos bolsillos bailo-tean sobre los riñones, la chaqueta de paño azulclásica en Bretaña; el chaleco de basto paño deRuan, la camisa de lino cerrada con un corazón deoro, el gran cuello arrollado, los pendientes, losgruesos zapatos, el pantalón de lino azul crudodesigualmente desteñido, todas esas cosas, en fin,humildes y fuertes que constituyen el traje de unbretón pobre. Los grandes botones blancos, deasta, del chaleco y de la chaqueta hicieron palpitarel corazón de Petrilla. Al ver el ramo de aulaga, laslágrimas arrasaron sus ojos; luego, un horrible terroroprimió en su alma las flores del recuerdo un instan-te abiertas.

Pensó que su prima había podido oírla le-vantarse e ir a la ventana, adivinó a la solterona ehizo a Brigaut aquella seña de espanto a la cual eljoven bretón se apresuró a obedecer sin compren-der nada. Tan instintiva sumisión, ¿no pinta uno deesos afectos inocentes y absolutos que hay de sigloen siglo en esta tierra, donde florecen, como los

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áloes en la Isola bella, dos o tres veces en cienaños? Quien hubiera visto a Brigaut escapar habríaadmirado el heroísmo más candoroso con el mássimple de los sentimientos. Santiago Brigaut eradigno de Petrilla Lorrain, que terminaba su año de-cimocuarto: ¡dos niños! Petrilla no pudo menos dellorar cuando le vio alzar el pie con el susto que sugesto le había comunicado. Luego fue a sentarse enuna mala butaca, ante una mesita sobre la cualtenía el espejo. Púsose allí de codos, con la cabezaentre las manos, y permaneció pensativa duranteuna hora, ocupada en recordar la Marisma, el barriode Pen-Hoël, los peligrosos viajes emprendidos porun estanque en una barca que el pequeño Santiagodesataba para ella de un viejo sauce, luego, losrugosos rostros de su abuelo y su abuela, la dolien-te cabeza de su madre y la hermosa fisonomía delcomandante Brigaut. ¡Toda una infancia sin cuida-dos! Fue un sueño más: alegrías luminosas sobreun fondo grisáceo. Tenía Petrilla los hermosos ca-bellos rubios en desorden bajo la gorrita ajada du-rante el sueño; una gorrita de percal y puntillas queella misma se había hecho. Flotaban en sus sienesrizos escapados de los papillotes de papel gris. Dela nuca le pendía una gruesa trenza aplastada. Lablancura excesiva de su rostro denotaba una de

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esas horribles enfermedades de muchacha a la cualha dado la medicina el gracioso nombre de clorosisy que priva al cuerpo de sus colores naturales, turbael apetito y anuncia grandes desórdenes en el orga-nismo. Su cuerpo tenía el mismo tono de cera. Elcuello y los hombros explicaban con su palidez dehierba marchita la delgadez de los brazos. Los piesde Petrilla parecían debilitados y empequeñecidospor la enfermedad. La camisa, que sólo le cubríahasta media pierna, dejaba ver nervios fatigados,venas azuladas, carnes empobrecidas. El frío queestaba sufriendo le puso los labios de un hermosocolor violeta. La triste sonrisa, que echó atrás lascomisuras de sus labios, descubrió unos dientesmenudos de fino marfil, lindos dientes transparentesque armonizaban bien con sus delicadas orejas; sunariz, un poco afilada pero elegante, con el corte desu rostro, muy gracioso a pesar de su perfecta re-dondez. Toda la animación de aquella cara encan-tadora estaba en los ojos, cuyo iris color tabaco deEspaña salpicado de puntitos negros brillaba conreflejos de oro en derredor de una pupila profunda yviva. Petrilla debía de haber sido alegre; ahora es-taba triste. Su perdida alegría, permanecía aún enla vivacidad de los contornos del ojo, en la graciaingenua de la frente, en el trazo de la breve barbilla.

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Sus largas pestañas se dibujaban como pincelessobre los pómulos demacrados por el sufrimiento. Elblanco de la piel, prodigado en demasía, hacía máspuros los detalles y las líneas de la fisonomía. Laoreja era una pequeña joya escultórica; la hubieseiscreído de mármol. Petrilla sufría de muchos modos.Eso tal vez os hace desear su historia. Hela aquí:

La madre de Petrilla era una señorita Auf-fray de Provins, hermana de padre de la señoraRogron, madre de los poseedores actuales deaquella casa.

Casado en primeras nupcias a los diez yocho años, el señor Auffray contrajo nuevo matri-monio hacia los sesenta y nueve. De su primer ma-trimonio tuvo una hija única, bastante fea y quecasó a los diez y seis años con un posadero deProvins llamado Rogron.

De su segunda mujer, el bueno de Auffraytuvo aún otra hija, y ésta encantadora. Así se dabael caso bastante extraordinario de que hubiese unaenorme diferencia de edad entre las dos hijas delseñor Auffray: la primera tenía cincuenta años alnacer la segunda. Cuando su anciano padre le diouna hermana, la señora Rogron tenía dos hijos ma-yores.

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A los diez y ocho años, la segunda hija delenamoradizo viejo contrajo matrimonio de inclina-ción con un oficial bretón apellidado Lorrain, capitánde la Guardia imperial. El amor suele engendrarambición. El capitán, que deseaba llegar pronto acoronel, entró en campaña. Mientras el jefe de ba-tallón y su esposa, felices con la pensión que leshabían destinado los señores de Auffray, brillabanen París o corrían por Alemania a merced de lasbatallas y de las paces imperiales, el viejo Auffray,antiguo abacero de Provins, murió a los ochenta yocho años, sin haber tenido tiempo para dejar nin-guna disposición testamentaria. Su herencia fue tanbien manejada por el antiguo posadero y por sumujer, que absorbieron la mayor parte y no dejarona la viuda del buen Auffray más que la casa deldifunto, situada en la plaza, y unas fanegas de tie-rra. La viuda, madre de la joven señora de Lorrain,no tenía, a la muerte de su marido, más que treintay ocho años. Como muchas viudas, concibió la mal-sana idea de volverse a casar. Vendió a su hijastra,la vieja señora Rogron, las tierras y la casa quehabía obtenido en virtud de su contrato matrimonial,para casarse con un médico joven apellidado Ne-raud, que le devoró la fortuna. Dos años despuésmurió ella del disgusto y en la miseria.

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La parte de la herencia de Auffray quehabría podido volver a la señora de Lorrain desapa-reció, pues, casi toda y se redujo a unos ocho milfrancos. El comandante Lorrain murió en el campodel honor, en Montereau, dejando a su viuda, deveintiún años, con una hija de catorce meses, sinotra fortuna que la viudedad a que tenía derecho yla herencia que pudiera obtener de los señores deLorrain, comerciantes al por menor de Pen-Hoël,pueblo vendeano enclavado en el país que llamanla Marisma. Los Lorrain, padre y madre del militarmuerto, abuelo y abuela paternos de Petrilla Lorrain,vendían la madera necesaria para las construccio-nes, pizarras, tejas planas y curvas, cañerías, etc.Su comercio, fuese por incapacidad o fuese porpoca suerte, iba mal y apenas les daba para vivir.La quiebra de la célebre casa Collinet, de Nantes,causada por los acontecimientos de 1814, que pro-dujeron una baja repentina en las mercancías colo-niales, acababa de arrebatarles veinticuatro milfrancos que tenían depositados allí. Así es que sunuera llegó en buena ocasión, porque aportaba unaviudedad de ochocientos francos, cantidad enormeen Pen-Hoël. Los ocho mil francos que su cuñado ysu hermana la Regron le enviaron, después de mildificultades acarreadas por la distancia, se los con-

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fió a los Lorrain, tomando, de todas suertes, unahipoteca sobre una casita que poseían en Nantes,alquilada en cien escudos y que apenas valía diezmil francos.

La joven señora de Lorrain murió tres añosdespués del segundo y funesto casamiento de sumadre, en 1819, casi al mismo tiempo que ella. Erafrágil, menuda y delicada, y el aire húmedo de laMarisma la perjudicó. La familia del marido, por nodejarla escapar, le aseguró que en ningún otro lugardel mundo hallaría un país más sano ni más agra-dable que aquél, testigo de las proezas de Charette.Fue tan mimada, cuidada y contemplada, que sumuerte constituyó el más grande honor para losLorrain. Algunas personas pretenden que Brigaut,un antiguo vendeano, uno de aquellos hombres dehierro que sirvieron a las órdenes de Charette, deMercier, del marqués de Montaurán y del barón deGuénic en las guerras contra la República, habíainfluido mucho en la resignación de la joven viudade Lorrain. Si esto fue así, ciertamente era digno deun alma excesivamente amante y abnegada. Por lodemás, todo Pen-Hoël veía que Brigaut, respetuo-samente llamado el comandante, porque habíatenido este grado en los ejércitos católicos, se pa-saba los días y las noches en la sala, junto a la viu-

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da del comandante imperial. En los últimos tiemposel cura de Pen-Hoël se permitió dirigir algunas indi-caciones a la Lorrain anciana; le rogó que casara asu nuera con Brigaut, prometiéndole que el coman-dante sería nombrado juez de paz del cantón dePen-Hoël gracias a la protección del vizconde deKergaronët. La muerte de la pobre joven hizo estasindicaciones inútiles. Petrilla quedó con sus abue-los, que le debían cuatrocientos francos de interéspor año, cantidad que, naturalmente, aplicaban a sualimentación y vestido. A los viejos, menos aptoscada día para el comercio, les salió un competidoractivo e ingenioso, contra el cual se desataban eninjurias, pero sin hacer nada para defenderse de él.El comandante, su consejero y amigo, murió seismeses después que su amiga, acaso de dolor, talvez a consecuencia de sus heridas: había recibidoveintisiete. El mal vecino, a fuer de buen comercian-te, procuró arruinar a sus rivales para librarse detoda competencia. Hizo que se prestase dinero a losLorrain bajo su firma, previendo que no podríanreembolsarlo, y los obligó en sus últimos días aliquidar. La hipoteca de Petrilla fue supeditada a lade su abuela, que se atuvo a sus derechos para quesu marido no careciese de un pedazo de pan. Sevendió la casa de Nantes en nueve mil quinientos

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francos, y en la operación hubo que gastar mil qui-nientos. Los ocho mil francos restantes fueron aparar a la señora Lorrain, que los colocó en unahipoteca a fin de poder vivir en Nantes, en una es-pecie de Beaterio, llamado San Jacobo, donde losdos ancianos hallaron mesa y cuidado por un esti-pendio módico. En la imposibilidad de conservar asu lado a su arruinada nieta, los viejos Lorrain seacordaron de los Rogron y les escribieron. Los Ro-gron de Provins habían fallecido. La carta de losLorrain a los Rogron parecía, pues, destinada aperderse; pero si hay algo en nuestra vida que pue-da suplir a la Providencia, ¿no es ese algo la admi-nistración de Correos? El espíritu del Correo, in-comparablemente superior al espíritu público, so-brepasa en facultad de invención al de los máshábiles novelistas. Cuando el Correo posee unacarta, que le vale de tres a diez sueldos, y no en-cuentra inmediatamente al que ha de recibirla, des-pliega una solicitud financiera cuyo semejante no sepuede hallar sino en los acreedores más intrépidos.Va, viene, huronea en los ochenta y seis departa-mentos. Las dificultades sobreexcitan el ingenio delos empleados, que a menudo son personas cultasy que se lanzan entonces a la rebusca del descono-cido con tanto ardor como los matemáticos de la

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Oficina de las longitudes: registran todo el reino. Almenor vislumbre de esperanza las oficinas de Parísse vuelven a poner en movimiento. Con frecuenciaos sucede quedar estupefactos al ver los garabatosque cruzan el dorso y el vientre de la carta, glorio-sos testimonios de la persistencia administrativa conque el Correo ha sido revuelto. Si un hombre hubie-ra emprendido lo que el Correo acaba de realizar,habría perdido diez mil francos en viajes, en tiempoy en dinero para recobrar doce sueldos. El ingenioque tiene el Correo es, decididamente, mayor que elque conduce. La carta de los Lorrain dirigida al se-ñor Rogron, de Provins, fallecido un año antes, fueenviada por el Correo al señor Rogron, hijo de aquély mercero en la calle de Saint-Denis, de París. Enesto se ve resplandecer el ingenio del Correo. Unheredero siempre está más o menos preocupadopor saber si ha recogido la herencia íntegra, sinolvidar algún crédito o algún harapo. El fisco lo adi-vina todo, incluso los caracteres. Una carta dirigidaal viejo Rogron, de Provins, ya fallecido, tenía quepicar la curiosidad de Rogron hijo, de París, o de laseñorita Rogron, su hermana, porque eran los here-deros. De este modo el fisco pudo cobrar sus se-senta céntimos.

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Los Rogron, a quienes los viejos Lorraintendían las manos suplicantes, en la desesperaciónde tener que separarse de su nieta, habían, pues,de ser los árbitros del destino de Petrilla Lorrain.Ahora es indispensable explicar sus antecedentes ysus caracteres.

Rogron padre, el posadero de Provins aquien el viejo Auffray dio en matrimonio la hija quehabía tenido en su primera mujer, era un personajede rostro arrebatado, nariz venosa y a cuyas meji-llas había Baco aplicado sus pámpanos rojizos ybulbosos. Aunque grueso, bajo y ventripotente, depiernas crasas y manos macizas, tenía la finura delos posaderos suizos, a los cuales se parecía. Sucara representaba vagamente un vasto viñedo ape-dreado por el granizo. No era, ciertamente, hermo-so, pero su mujer se le asemejaba. Jamás hubopareja más adecuada. A Rogron le gustaba la bue-na vida y que le sirvieran lindas muchachas. Perte-necía a la secta de los egoístas de talante brutal,que se entregan a sus vicios y hacen su voluntad ala faz de Israel. Ávido, codicioso, indelicado, obliga-do a costearse sus caprichos, se comió sus ganan-cias hasta el día en que le faltaron los dientes. Lequedó la avaricia. En los días de su vejez vendió laposada; arrebañó, como se ha visto, casi toda la

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herencia de su suegro y se retiró a la casita de laplaza, comprada por un pedazo de pan a la viudade Auffray, abuela de Petrilla. Rogron y su mujerposeían unos dos mil francos de renta, procedentesdel arriendo de veintisiete parcelas de tierra situa-das en los alrededores de Provins y los interesesdel precio de su posada, vendida en veinte mil fran-cos. La casa del honrado Auffray, aunque, en muymal estado, fue habitada tal como estaba por losantiguos posaderos, que se guardaron como de lapeste de poner mano en ella: a las ratas viejas lesgustan las grietas y las ruinas. El antiguo posaderose aficionó a la jardinería y empleó los ahorros enaumentar el jardín; le extendió hasta la orilla del río,dándole la forma de un paralelogramo encajadoentre dos muros y terminado por un empedrado,donde la naturaleza acuática, abandonada a símisma, desplegaba las riquezas de su flora. En loscomienzos de su matrimonio, los Rogron, habíantenido, con dos años de intervalo, una hija y un hijo;como todo degenera, los hijos salieron horrorosos.Criados en el campo por una nodriza ya bajo precio,los desgraciados muchachos volvieron con la horri-ble educación aldeana, después de haber clamadomuy a menudo y durante mucho tiempo por el pe-cho del ama, que se iba al campo dejándolos ence-

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rrados en una de esas habitaciones negras, húme-das y bajas que sirven de vivienda al campesinofrancés. Con tal ejercicio, las facciones de los mu-chachos se hicieron más bastas; su voz se enron-queció; la madre no sintió al verlos muy halagado suamor propio, e intentó corregirles las malas costum-bres con un rigor que, junto al del padre, parecíaternura. Se les dejaba corretear por los patios, cua-dras y dependencias de la posada o por las callesdel pueblo; se les azotaba algunas veces; otras selos enviaba a casa de su abuelo Auffray, que losquería muy poco. Esta injusticia fue una de las ra-zones que animaron a los Rogron a quedarse con lamayor parte de la herencia de aquel miserable viejo.Sin embargo, Rogron llevó a su hijo a la escuela, ya fin de librarle de quintas le compró un sustituto:uno de sus carreteros. Cuando su hija Silvia cumpliótrece años, la colocó en París como aprendiza deuna casa de comercio. Dos años después mandó asu hijo Jerónimo Dionisio por el mismo camino.Cuando sus amigos, sus compadres los carreteroso sus contertulios le preguntaban qué pensabahacer de sus hijos, Rogron explicaba su sistemacon una brevedad que tenía, sobre la de otros pa-dres, el mérito de la franqueza.

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-Cuando estén en edad de comprenderme,les pegaré un puntapié, ya sabéis dónde, y les diré:¡A hacer fortuna! -respondía, bebiendo o limpiándo-se la boca con el envés de la mano.

Luego miraba a su interlocutor guiñando losojos con malicia.

-¡Qué diablo! No son más bestias que yo -añadía-. Mi padre me dio tres puntapiés y yo no lesdaré más que uno; él me puso un luis en la mano yyo les pondré dos; serán más felices que yo, por lotanto. Así se hacen las cosas. Y luego, cuando yomuera, quedará lo que quede; ya sabrán encontrar-lo los notarios. ¡Estaría bueno que se molestara unopor los hijos!... Los míos me deben la vida; los healimentado y no les pido nada; no están en paz,¿eh, vecino? Yo empecé siendo carretero, y ello nome ha impedido casarme con la hija de ese misera-ble viejo de Auffray.

Silvia Rogron fue enviada, con cien escu-dos de pensión y como aprendiza, a la calle deSaint-Denis, a casa de unos negociantes naturalesde Provins. Dos años más tarde estaba a la par; sibien no ganaba nada, sus padres no pagaban nadapor su habitación y su alimento. Eso es lo que en lacalle de Saint-Denis se llama estar a la par. Otros

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dos años después, durante los cuales le envió sumadre cien francos para sus gastos, Silvia tuvo cienescudos de sueldo. De ese modo alcanzó su inde-pendencia desde la edad de diez y nueve años laseñorita Silvia Rogron. A los veinte era la segundaencargada do la Casa Julliard, comerciante en ma-dejas de seda, en el Gusano chino, calle de Saint-Denis. La historia de la hermana fue la del hermano.El pequeño Jerónimo Dionisio Rogron entró en casade uno de los mas ricos merceros de la calle deSaint-Denis, la Casa Guépin, llamada Las tres rue-cas. Si a los veintiún años era Silvia primera encar-gada, con mil francos de sueldo, Jerónimo Dionisio,mejor ayudado por las circunstancias, se vio a losdiez y ocho primer dependiente, con mil doscientosfrancos, en casa de los Guépin, otros naturales deProvins. El hermano y la hermana se veían todoslos domingos y días de fiesta; los pasaban divirtién-dose económicamente: comían fuera de París, ibana ver Saint-Cloud, Meudon, Belleville, Vincennes.Hacia fines del año 1815 reunieron sus capitales,amasados con el sudor de sus frentes, unos veintemil francos, y compraron a la señora Guenée lacélebre tienda de la Hermana de familia, una de lasmás acreditadas en mercería al por menor. La her-mana se encargó de la caja, el escritorio y las cuen-

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tas. El hermano fue a la vez dueño y primer depen-diente, como Silvia fue durante algún tiempo supropia primera encargada. En 1821, al cabo decinco años de explotación, la competencia entre losmerceros era tan viva y animada, que el hermano yla hermana apenas habían podido amortizar la tien-da y sostenerla en su antiguo crédito. Aunque SilviaRogron no tenía entonces más que cuarenta años,su fealdad, el constante trabajo y cierto aire ceñudo,que provenía de la disposición de sus facciones, lahacían representar cincuenta. A los treinta y ochoaños Jerónimo Dionisio Rogron tenía la cara másboba que jamás un tendero haya podido presentar asus clientes. Tres profundos surcos cruzaban sufrente aplastada, deprimida por la fatiga; sus cabe-llos grises cortados al rape expresaban la indefinibleestupidez de los animales de sangre fría. En la mi-rada de sus ojos azulados no había ardor ni pensa-miento. Su cara, redonda y chata, no despertabaninguna simpatía; ni siquiera traía la risa a los labiosde los que se entregan al examen de las variedadesdel parisiense; entristecía. Era, en fin, como su pa-dre: gordo y pequeño; pero sus formas, desprovis-tas de la brutal robustez del posadero, acusaban enlos menores detalles una debilidad ridícula. La ex-cesiva coloración del padre había sido substituida

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en él por esa flácida lividez propia de los que vivenen trastiendas sin aire, en esas cabañas enrejadasque se llaman cajas, enrollando y desenrollandohilo, pagando o recibiendo, hostigando a los depen-dientes o repitiendo las mismas cosas a los parro-quianos. El escaso talento de los dos hermanoshabía sido enteramente absorbido por el manejo desu comercio, por el debe y el haber, por el conoci-miento de las leyes especiales y los usos de la pla-za de París. El hilo, las agujas, las cintas, los alfile-res, los botones, los útiles de sastre, en fin, la in-mensa cantidad de artículos que componen la mer-cería parisiense habían llenado su memoria. Lascartas que era necesario escribir y contestar, lasfacturas, los inventarios, habían absorbido toda sucapacidad. Fuera de su negocio no sabían nada; nisiquiera conocían París.

Para ellos, París era una cosa extendida,como los géneros en un escaparate, en derredor dela calle de Saint-Denis. Su angosto carácter habíatenido por todo campo la tienda. Sabían admirable-mente importunar a sus dependientes y dependien-tas y cogerlos en falta. Su dicha consistía en vertodas las manos, agitadas como patas de ratón,sobre los mostradores, manejando el género u ocu-padas en envolver de nuevo los artículos. Cuando

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oían siete u ocho voces ocupadas en pronunciaresas frases rituales con que los dependientes res-ponden siempre a las observaciones de los com-pradores, el día les parecía hermoso, el tiempo ex-celente. Cuando el azul del cielo reavivaba a París;cuando los parisienses se paseaban sin cuidarse dela mercería, «¡Mal tiempo para la venta!», decía elimbécil patrón.

La gran ciencia de Rogron, que le hacía ob-jeto de la admiración de los aprendices, era la deliar, desliar y volver a liar y confeccionar un paquete.Rogron podía, mientras hacía un paquete, mirar loque pasaba en la calle o vigilar hasta lo más pro-fundo de su almacén; todo lo tenía ya visto cuando,al presentar el envoltorio a la compradora, decía:«Aquí tiene usted, señora. ¿No desea alguna otracosa? Sin su hermana, aquel cretino se habríaarruinado. Silvia tenía buen sentido y talento paravender. Dirigía a su hermano para las compras enfábrica y le hacía ir sin piedad al último rincón deFrancia para encontrar unos céntimos de economíaen un artículo. La sutileza que en mayor o menorcantidad posee toda mujer la había puesto ella alservicio del negocio, no al del corazón. ¡Una tiendaque pagar! Este pensamiento era el pistón que hac-ía funcionar su máquina, comunicándole una espan-

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tosa actividad. Rogron seguía siendo primer depen-diente; no podía abarcar el conjunto de sus nego-cios; el interés personal, principal vehículo del alma,no le había hecho avanzar un paso. Solía quedarsepasmado cuando su hermana, previendo el fin de lamoda de un artículo, mandaba venderle con pérdi-da; y después admiraba a Silvia como un simple. Norazonaba ni bien ni mal; era incapaz de razonamien-to, pero tenía motivos para subordinarse a su her-mana y se subordinaba por una consideración quehabía encontrado fuera del comercio: «Es la herma-na mayor», decía. Tal vez una vida solitaria, reduci-da a la satisfacción de las necesidades, sin dinero niplaceres durante la juventud, explicaría a los fisiólo-gos y a los pensadores el porqué de la brutal expre-sión de aquella cara, la debilidad mental, la actitudnecia de aquel mercero. Su hermana le impidiósiempre casarse, temiendo quizá perder influenciaen la casa y viendo una causa de gastos y de ruinaen una mujer infaliblemente más joven y, sin duda,menos fea que ella. La estupidez tiene dos manerasde ser: se calla o habla. La estupidez. muda es so-portable; pero la de Rogron era parlanchina. Habíatomado la costumbre de regañar con dureza a losdependientes, de explicarles las minucias del co-mercio y de la mercería al pormenor adornando la

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descripción con esos burlas toscas que constituyenla jerga tenderil. Escuchado a la fuerza por su mun-dillo doméstico, contento de sí mismo, acabó porhacerse una fraseología propia. Aquel charlatán secreía orador. La necesidad de explicar a los parro-quianos lo que quieren, de sondear sus deseos, dedespertarles el deseo de lo que no quieren, desatala lengua del vendedor al menudeo, el cual acabapor poseer la facultad de vender frases de esascuyas palabras no encierran idea alguna pero quetienen éxito. Además, explica a los compradoresprocedimientos poco conocidos, de donde le vieneno sé qué momentánea superioridad sobre su clien-tela; pero una vez que ha salido de las mil y unaexplicaciones que necesitan sus mil y un artículos,se queda, en cuanto al pensamiento, como un pezsobre paja y al sol. Rogron y Silvia, aquellos dosmecanismos subrepticiamente bautizados, no ten-ían, ni en germen ni en acción, los sentimientos quedan al corazón su vida propia. Sus naturalezas eranexcesivamente fibrosas y secas, endurecidas por eltrabajo, por las privaciones, por el recuerdo de losdolores de un largo y duro aprendizaje. Ni el uno niel otro compadecían una desgracia; eran no yaimplacables, sino intratables para las personas quese veían embargadas por alguna dificultad. Para

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ellos, la virtud, el honor, la lealtad, todos los senti-mientos humanos consistían en pagar regularmentesus billetes. Desalmados y sórdidos, ambos herma-nos tenían una horrible reputación en el comerciode la calle de Saint-Denis. Sin sus relaciones conProvins, a donde iban tres veces al año, en las épo-cas en que podían cerrar la tienda durante dos otres días, no habrían tenido dependientes ni depen-dientas. Pero Rogron padre les enviaba todos losinfelices destinados por sus padres al comercio;hacía para ellos la trata de aprendices en Provins,donde por vanidad ponderaba la fortuna de sushijos. El que más y el que menos, cegado con laperspectiva de tener a su hija o su hijo bien instruidoy vigilado y con la probabilidad de verle algún díasucediendo a los Hijos de Rogron, enviaba al chicoque le molestaba en casa a la de los solterones.Pero en cuanto el aprendiz o la aprendiza, a cienescudos de pensión por barba, hallaban el modo deabandonar aquella galera, huían con una alegríaque acrecentaba la terrible celebridad de los Ro-gron. El infatigable posadero les descubría a diarionuevas víctimas. Desde los quince años, Silvia Ro-gron, habituada a disfrazarse para la venta, teníados caretas: la fisonomía amable de la vendedora yla fisonomía natural de las solteronas amojamadas.

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Su fisonomía postiza tenía una mímica maravillosa;todo en ella sonreía; su voz, tornándose dulce yembaucadora, seducía comercialmente a la parro-quia. Su verdadera cara era la que se mostró en lapersiana entreabierta: habría puesto en fuga al másresuelto de los cosacos de 1815, a quienes, sinembargo, les gustaban todas las francesas.

Cuando la carta de los Lorrain llegó, losRogron, de luto por su padre, habían heredado lacasa poco menos que robada a la abuela de Petri-lla, tierras compradas por el ex posadero y algúncapital procedente de préstamos usurarios o hipote-cas sobre bienes de campesinos a quienes el viejoborracho esperaba expropiar. Su balance anualacababa de terminarse. La propiedad de la Herma-na de familia estaba pagada. Los Rogron poseíanunos sesenta mil francos de mercancías almacena-das, unos cuarenta mil en caja o en cartera y elvalor de la tienda. Sentados en la banqueta de ter-ciopelo de Utrecht, verde a listas y embutida en unnicho cuadrado detrás del escritorio, frente al cualhabía otro escritorio semejante para la primera de-pendienta, el hermano y la hermana se consultabansobre sus intenciones. Todo mercader aspira a laburguesía. Realizando su comercio, los hermanostendrían unos ciento cincuenta mil francos, sin con-

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tar la herencia del padre. Colocando en Deudapública el capital disponible, cada uno obtendría detres a cuatro mil libras de renta, aunque destinasena restaurar la casa paterna el valor del comercio,que les sería pagado sin duda en el plazo debido.Podían, pues, irse a Provins, a vivir juntos en unacasa de los dos. La primera dependienta era hija deun rico granjero de Donnemarie, cargado de nuevehijos, y que tuvo que buscarles colocación porquesu fortuna dividida en nueve partes era poca cosapara cada uno. En cinco años, siete de los hijoshabían muerto; la primera dependienta se habíatransformado, pues, en un ser tan interesante, que,Rogron intentó, aunque en vano, hacerla su mujer.La señorita manifestaba a su amo una aversión quedesconcertaba toda maniobra. Además, Silvia no seprestaba de buen grado y hasta se oponía a la bodade su hermano. Quería que una muchacha tan astu-ta como aquélla fuera su sucesora comercial y queel matrimonio de Rogron quedase para Provins.Nadie entre los transeúntes puede comprender elmóvil de las existencias criptogámicas de algunostenderos; se les mira y se pregunta: «¿De qué ypara qué viven? ¿Adónde van? ¿De dónde vie-nen?» Se pierde uno en las insignificancias cuandose las quiere explicar. Para descubrir el poco de

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poesía que germina en esas cabezas y vivifica esasexistencias es necesario ahondar en ellas, y enseguida se encuentra el fondo en que todo descan-sa. El tendero parisiense se nutre de una esperanza-más o menos realizable y sin la cual evidentementeperecería: éste sueña con edificar o administrar unteatro; aquél tiende a los honores de la alcaldía; unopiensa en una casa de campo a tres leguas deParís, con una especie de parque donde colocarestatuas de yeso policromado y surtidores que pa-recen cabos de hilo, y en todo lo cual gasta el dine-ro locamente; otro aspira a los mandos superioresde la Guardia nacional. Provins, ese paraíso terre-nal, excitaba en los dos merceros el fanatismo quetodas las bellas ciudades de Francia inspiran a sushabitantes. Digámoslo en honor de la Champagne:este amor es legítimo. Provins, una de las ciudadesmás encantadoras de Francia, rivaliza con el Fran-gistán y el valle de Cachemira; no sólo contiene lapoesía de Saadi, el Homero persa, sino queademás ofrece virtudes farmacéuticas a la cienciamédica. Los cruzados trajeron rosas de Jericó aeste delicioso valle, donde por azar adquirieronnuevas cualidades sin perder nada de sus colores.Provins no es sólo la Persia francesa; podría tam-bién ser Baden, Aix, Bath; ¡tiene aguas! He aquí el

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paisaje que de año en año veían los dos merceros yque a menudo se les aparecía, sobre el suelo enlo-dado de la calle de Saint-Denis. Después de haberatravesado las llanuras grises que hay entre Ferté-Gaucher y Provins, verdadero desierto pero produc-tivo, un desierto de trigo, llegáis a una colina. Depronto veis a vuestros pies una ciudad regada pordos ríos; bajo la roca se extiende un verde valle deencantadoras líneas y fugitivos horizontes. Si pro-cedéis de París, tornáis a Provins a lo largo, pasan-do por esa eterna carretera de Francia, con su ciegoy sus mendigos, que os acompañan con sus lasti-meras voces cuando os ponéis a examinar el pinto-resco e inesperado paisaje. Si procedéis de Troyes,entráis por la parte llana del país. El castillo, la ciu-dad vieja y sus antiguas murallas aparecen escalo-nadas en la colina. La ciudad joven se extiendeabajo. Hay el alto y el bajo Provins; primero, unaciudad aérea, de rápidas calles, de hermosos as-pectos, rodeada de caminos excavados cruzadospor torrenteras, poblados de nogales y cuyos an-chos surcos aran la roca viva de la colina; ciudadsilenciosa, atildada, solemne, dominada por lasimponentes ruinas del castillo; luego, una ciudad demolinos regada por el Voulzie y el Durtain, dos ríosde Brie, angostos, lentos y profundos; una ciudad

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de hospederías, de comercio, de burgueses retira-dos, arada por las ruedas de las diligencias, de lascarretelas y de los vehículos de carga. Estas dosciudades, o esta ciudad, con sus recuerdos históri-cos, la melancolía de sus ruinas, la alegría de suvalle, sus deliciosas barrancas llenas de setos en-marañados y de flores, sus riberas festoneadas dejardines, excita de tal modo el amor de sus hijos,que éstos se conducen como los auverneses, lossaboyanos y los franceses; si salen de Provins parabuscar fortuna, vuelven siempre. El proverbio o«Morir en la cama», hecho para los conejos y paralas personas fieles, parece ser la divisa de los hijosde Provins. ¡Así los dos Rogron no pensaban másque en su pueblo! Mientras vendía hilo, el hermanoveía la ciudad alta; cuando amontonaba cartulinasllenas de botones, contemplaba el valle; enrollandoy desenrollando cinta, seguía el curso brillante delos ríos. Mirando a sus anaqueles, subía por loshondos caminos adonde antaño iba, huyendo de lacólera de su padre, a comer nueces y atracarse dezarzamoras. Sobre todo, la placita de Provins era laque ocupaba su pensamiento; pensaba embellecerla casa; soñaba con la fachada, que quería recons-truir; con los dormitorios, con el salón, con la sala debillar, con el comedor y con la huerta, que imagina-

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ba transformada en un jardín inglés, con arriates,grutas, juegos de agua, estatuas, etc. Las habita-ciones en que dormían el hermano y la hermana, enel segundo piso de la casa de París, de tres balco-nes y seis pisos, alta y amarilla, como tantas otrasde la calle de Saint-Denis, no tenían más mueblesque los estrictamento necesarios; pero no había enParís quien poseyese mobiliario más rico que aquelmercero. Cuando andaba por la ciudad quedábaseextático ante los bellos muebles expuestos y lostapices, telas y cortinajes de que llenaba su casa. Ala vuelta decía a Silvia:

-En tal tienda he visto un mueble de salónque nos convendría.

Al día siguiente compraba otro, y siempreasí. En el mes corriente devolvían los muebles delmes último. No habría habido presupuesto parapagar sus reformas arquitecturales; lo quería todo, ydaba siempre la preferencia a las últimas invencio-nes. Cuando contemplaba los balcones de las ca-sas de nueva construcción; cuando estudiaba lostímidos ensayos de su ornamentación exterior, leparecían las molduras, las esculturas y los dibujosfuera de su lugar adecuado.

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-¡Ah! -exclamaba-. ¡Cuánto mejor harían enProvins que aquí estas cosas tan bonitas!

Cuando en el umbral de la puerta rumiabael desayuno, apoyado en la portada, con los ojosembobados, veía una casa fantástica, dorada por elsol de sus sueños, se paseaba por su jardín, escu-chaba el murmullo de su surtidor, que se desgrana-ba en perlas brillantes sobre la blanca taza de pie-dra. Jugaba en su billar, plantaba flores. Silvia, porsu parte, cuando estaba con la pluma en la mano,reflexiva y sin acordarse de gruñir a la dependencia,era que se contemplaba recibiendo a los burguesesde Provins y se miraba, adornada de gorros maravi-llosos, en las lunas de su salón. Ambos hermanosempezaban a encontrar malsana la atmósfera de lacalle de Saint-Denis, y el hedor de las inmundiciasdel mercado les hacía desear la fragancia de lasrosas de Provins. Tenían a la vez una nostalgia yuna manía, contrariados por la necesidad de vendersus últimos cabos de hilo, sus ovillos de seda y susbotones. La tierra prometida del valle de Provinsatraía tanto más a aquellos hebreos, cuanto querealmente habían padecido durante mucho tiempo yatravesado anhelantes los arenosos desiertos de lamercería.

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Recibieron la carta de los Lorrain cuandose hallaban en plena meditación inspirada por elbello porvenir. Los merceros no conocían apenas asu prima Petrilla Lorrain. La cuestión de la herenciade Auffray, arreglada hacía mucho tiempo por elviejo posadero, había ocurrido durante su instala-ción, y Rogron hablaba muy poco de sus capitales.Enviados en edad temprana a París, los hermanosno se acordaban casi de su tía Lorrain. Les hizofalta una hora de discusiones genealógicas pararecordar a su tía, hija del segundo matrimonio de suabuelo Auffray, hermana de padre de su madre.Cayeron en la cuenta de que la señora Lorrain erahija de la señora Neraud, muerta de pesar. Enton-ces juzgaron que el segundo matrimonio de suabuelo había sido para ellos una cosa funesta,puesto que ocasionó el reparto de la herencia deAuffray entre el fruto de dos mujeres. Por otra parte,habían oído a su padre, siempre un poco chabaca-no y posadero, algunas recriminaciones. Los dosmerceros examinaron la carta de los Lorrain através de aquellos recuerdos poco favorables a lacausa de Petrilla. Encargarse de una huérfana, deuna muchacha, de una prima que, a pesar de, todo,sería su heredera si ninguno de ellos casaba, eracosa que merecía discusión. La cuestión fue estu-

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diada en todos sus aspectos. Ante todo, ellos nohabían visto nunca a Petrilla. Luego, sería fastidiosotener que custodiar a una muchacha soltera. ¿Nocontraerían obligaciones respecto de ella? Si no lesconvenía, no podrían devolverla. Por último, ¿nohabría que casarla? Y si Rogron encontraba sumedia naranja entre las herederas de Provins, ¿nosería mejor que guardase sin fortuna para sushijos? Según Silvia, la mujer apropiada para suhermano sería una muchacha estúpida, rica y feaque se dejara gobernar por ella. Los dos mercerosse decidieron a negarse. Silvia se encargó de larespuesta. La corriente de los negocios fue lo bas-tante considerable para retrasar la carta, que noparecía urgente. La solterona no volvió a pensar enella desde que la primera dependienta accedió atratar de la adquisición de la Hermana de familia.Silvia Rogron y su hermano marcharon a Provinscuatro años antes del día en que la llegada de Bri-gaut iba a dar tanto interés a la vida de Petrilla. Peroel proceder de estas dos personas en su provinciaexige una explicación tan necesaria como la de suexistencia en París, porque Provins no había de sermenos funesto para Petrilla que los antecedentescomerciales de sus primos.

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Cuando un pequeño negociante que ha idode provincias a París regresa de París a provincias,vuelve siempre con algunas ideas que luego se lepierden entre las costumbres de la vida provincianaen que se sumerge y en la cual se abisman susveleidades de renovación. De ahí esos ligeros cam-bios lentos, sucesivos, con que París acaba porarañar la superficie de las ciudades departamenta-les y que señalan esencialmente la transición del extendero al provinciano enaltecido. Esta transiciónconstituye una verdadera enfermedad. Ningún ten-dero pasa impunemente de su charlatanería habi-tual al silencio, de su actividad parisiense a la inmo-vilidad provinciana. Cuando estas buenas genteshan hecho algo de fortuna, gastan una parte en supasión largo tiempo reprimida, y en esto empleanlas últimas oscilaciones de un movimiento que nopodría detenerse a voluntad. Los que no habíanacariciado una idea fija viajan o se lanzan a lasocupaciones políticas de la municipalidad. Unos vande caza o a pescar. Otros se hacen usureros comoRogron padre, o accionistas como tantos descono-cidos. Ya conocéis el tema Silvia y Jerónimo: teníanque satisfacer su regia fantasía de manejar la llana;construirse su casa encantadora. Esta idea fija pro-porcionó a la plaza de Provins la fachada que aca-

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baba de examinar Brigaut y produjo la distribucióninterior del lujoso mobiliario de aquella casa. El con-tratista no puso un clavo sin consultar a los Rogron,sin someter a su firma los planos y los presupues-tos, sin explicales ampliamente al pormenor la natu-raleza del objeto en discusión, el sitio en que sefabricaba y sus diferentes precios. En cuanto a lascosas extraordinarias, bastaba que hubiesen sidoempleadas en casa de la señora Julliard, la joven, oen casa, del señor Garceland, el alcalde. Una seme-janza cualquiera con uno de los burgueses ricos deProvins decidía siempre el combate en favor delcontratista.

-Puesto que el señor Garceland tiene eso,¡póngalo! -decía la señorita Rogron-. Debe de estarbien, porque es hombre de buen gusto.

-Silvia, nos propone el contratista óvalos,en la cornisa del pasillo.

-¿A eso lo llama usted óvalos?

-Sí, señorita.

-¿Y por qué? ¡Vaya un nombre singular!Nunca lo he oído.

-¿Pero los ha visto usted?

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-Sí.

-¿Sabe usted latín?

-No.

-Pues bien: quiere decir huevos; los óvalosson huevos.

-¡Son ustedes graciosos los arquitectos! -exclamaba Rogron.

-¿Pintamos el pasillo? -decía el contratista.

-¡De ningún modo!-exclamaba Silvia-. ¡Qui-nientos francos más!

-¡Oh! El salón y la escalera son demasiadobonitos para no pintar el pasillo -decía el contratista-. La señora de Lesourd pintó el suyo el año pasado.

-Sin embargo, su marido, como fiscal, pue-de ser trasladado de Provins.

-¡Bah! Algún día será presidente del Tribu-nal decía el contratista.

-¿Y qué va usted a hacer entonces del se-ñor Tiphaine?

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-El señor Tiphaine tiene una mujer bonita yno hay que preocuparse de él. El señor Tiphaine iráa París

-¿Pintarnos el pasillo?

-Sí. Así, al menos, verán los Lesourd quesomos tanto como ellos -decía Rogron.

El primer año del establecimiento de losRogron en Provins fue empleado enteramente enestas deliberaciones, en el placer de ver trabajar alos obreros, en las sorpresas y enseñanzas de todogénero que del trabajo se deducían y en las tentati-vas que ambos hermanos hicieron para entablaramistad con las principales familias de la población.

Los Rogron no habían frecuentado nuncala sociedad; no habían salido de su tienda; no co-nocían absolutamente a nadie en París; tenían sedde los placeres del trato social. A su regreso a Pro-vins encontraron primero a los señores de Julliard,los del Gusano chino, con sus hijos y sus nietos;luego, a la familia de los Guépin, o mejor el clan delos Guépin, cuyo nieto poseía todavía Las tres rue-cas; por último, a la señora Guénée, que les habíavendido la Hermana de familia y cuyas tres hijasestaban casadas en Provins. Aquellas tres grandes

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razas -los Julliard, los Guépin y los Guénée- seextendían por la ciudad como la grama por unapradera. El alcalde, señor Garceland, era yerno delseñor Guépin. El cura, señor ábate Péroux, era elpropio hermano de la señora Julliard, que era unaPéroux. El presidente del Tribunal, señor Tiphaine,era hermano de la señora Guénée, la cual firmaba:«Nacida Tiphaine».

La reina de la ciudad era la hermosa seño-ra de Tiphaine, la joven, hija única de la señoraRoguin, acaudalada esposa de un antiguo notariode París, de quien no so hablaba nunca. Delicada,linda y espiritual, casada en provincias por imposi-ción de su madre, que no quería tenerla junto a sí yla había sacado del colegio unos días antes de laboda. Melania Roguin se consideraba en Provinscomo desterrada y se conducía admirablementebien. Ricamente dotada, aun tenía bellas esperan-zas. En cuanto al señor Tiphaine, su anciano padre,había hecho a su hija mayor, la señora de Guenée,tales anticipos de herencia, que una tierra de ochomil libras de renta, situada a cinco leguas de Pro-vins, tenía que corresponderle a él. De ese modo,los Tiphaine, que al casarse contaban con una rentade veinte mil libras, sin contar el puesto ni la casade él, debían algún día reunir otras veinte mil. «No

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son desgraciados» se decía. La grande y únicapreocupación de la señora de Tiphaine era conse-guir que nombrasen diputado a su marido. El dipu-tado se convertiría en juez de París, y desde esecargo esperaba ella hacerle ascender pronto alTribunal Supremo. Para eso explotaba el amor pro-pio de todos y se esforzaba en agradar, y, lo que esmás difícil, lo conseguía. Dos veces por semanarecibía a toda la burguesía de Provins en su hermo-sa morada de la ciudad alta. Aquella joven de vein-tidós años no había dado un paso imprudente en elresbaladizo terreno en que se había colocado. Sa-tisfacía todas las vanidades; halagaba las aspira-ciones de cada cual. Grave con las personas serias,juvenil con las muchachas, esencialmente madrecon las madres, alegre con las señoras jóvenes ydispuesta a servirlas, amable para todos; una perla,en fin, un tesoro: el orgullo de Provins. Todavía nohabía pronunciado una palabra, pero todos los elec-tores de Provins esperaban a que su querido presi-dente tuviese la edad para nombrarle. Cada uno deellos hacia de él su hombre, su protector. Estabanseguros de su talento. ¡Ah! El señor Tiphaine llegar-ía; sería ministro de Justicia y se cuidaría de Pro-vins.

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Véase por qué medios la venturosa señorade Tiphaine había llegado a reinar en la pequeñaciudad de Provins. La señora de Guénée, hermanadel señor Tiphaine, después de casar a su primerahija con el señor Lesourd, fiscal; a la segunda con elmédico, señor Martener, y a la tercera con el señorAuffray, notario, había contraído segundas nupciascon el señor Galardón, el recaudador de contribu-ciones. Las señoras de Lesourd, Martener y Auffrayy su madre vieron en el presidente Tiphaine el hom-bre más rico y más capacitado de la familia. El fis-cal, sobrino político del señor Tiphaine, tenía el ma-yor interés en que su tío fuese a París, para que-darse él con la presidencia del Tribunal de Provins.De tal suerte, las cuatro señoras -la de Galardónadoraba a su hermano -formaron la corte de la se-ñora de Tiphaine, a la cual pedían en toda ocasiónparecer y consejo. El hijo mayor de los Julliard, ca-sado con la hija única de un rico labrador, concibióuna pasión súbita, secreta y desinteresada por lapresidenta, aquel ángel descendido de los cielosparisienses. La avisada Melania, incapaz de crearsedificultades con un Julliard, pero muy capaz demantenerse en su situación de Amadís y de explotarsu necedad, lo aconsejó que emprendiese la publi-cación de un periódico, al cual ella serviría de Ege-

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ria. Desde hacia dos años, pues, Julliard, cada vezmás poseído de su romántica pasión, publicaba unahoja, que se llamaba La Colmena, diario de Provins,y que contenía artículos literarios, arqueológicos ymédicos, hechos en familia. Los anuncios del distri-to cubrían los gastos. Los abonados, en número dedoscientos, procuraban la ganancia. Aparecían enél estrofas melancólicas, incomprensibles en Brie, ydirigidas ¡¡¡A Ella!!!, así, con tres admiraciones. Deeste modo, el joven matrimonio Julliard, que canta-ba los méritos de la señora Tiphaine, había juntadoel clan de los Julliard con el de los Guénée. Desdeentonces el salón del presidente se había converti-do, naturalmente, en el primero de la ciudad. Lapoca aristocracia que hay en Provins forma un solosalón en la ciudad alta, en casa de la anciana con-desa de Bréautey.

Durante los seis primeros meses de sutrasplantación, favorecidos por su antigua amistadcon los Julliard, los Guépin y los Guénée, y apro-vechándose de su parentesco con el señor Auffray,el notario, sobrino segundo de su abuelo, los Ro-gron fueron recibidos primero por la señora de Ju-lliard madre y por la señora de Galardón; despuésllegaron, con bastantes dificultades, al salón de lahermosa señora de Tiphaine. Todo el mundo quiso

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estudiar a los Rogron antes de admitirlos en su ca-sa. Era difícil rechazar a unos comerciantes de lacalle de Saint-Denis, nacidos en Provins y que hab-ían vuelto a esta ciudad a comerse sus rentas. Noobstante, el objeto de toda sociedad será siempreamalgamar gentes de fortuna, de educación decostumbres, de conocimientos y de caracteres aná-logos. Y los Guépin, los Guénée y los Julliard eranpersonas situadas más alto y más antiguas en laburguesía que los Rogron, hijos éstos de un posa-dero usurero que había merecido reproches por suconducta privada y por su proceder en el asunto dela herencia de Auffray. El notario Auffray, el yernode la señora de Galardón, nacida Tiphaine, sabía aqué atenerse: los asuntos se habían arreglado encasa de su predecesor. Aquellos antiguos negocian-tes regresados a Provins al cabo de doce años sehabían puesto, en cuanto a instrucción, trato socialy maneras, al nivel de la buena sociedad, a la cualimprimía la señora de Tiphaine cierto aire de ele-gancia, algo de barniz parisiense. Todo allí erahomogéneo; todos se comprendían y cada unosabía conducirse y hablar de un modo agradable atodos. Conocían sus respectivos caracteres y esta-ban acostumbrados los unos a los otros. Una vezrecibidos en casa del alcalde, señor Garceland, los

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Rogron tuvieron la presunción de haberse colocadoen poco tiempo entre lo mejor de la ciudad. Silviaaprendió a jugar al boston. Rogron, incapaz de jugara ningún juego, en cuanto dejaba de hablar de sucasa daba vueltas a los pulgares y se tragaba laspalabras; pero sus palabras eran como una medici-na; parecían atormentarle mucho; se levantaba,hacía ademán de querer hablar, se sentía intimida-do, volvía a sentarse, y sus labios se agitaban concómicas convulsiones. Silvia dejó cándidamente versu carácter en el juego. Enredadora, quejumbrosasiempre que perdía, insolentemente alegre cuandoganaba, discutidora, importuna, impacientó a susadversarios, a sus contertulios y se convirtió en elazote de la reunión. Devorados por una envidianecia y franca, Rogron y su hermana tuvieron lapretensión de representar un papel en una ciudadsobre la cual doce familias tenían extendida su redde apretadas mallas; donde todos los intereses,todas las vanidades formaban algo así como unpiso resbaladizo, en el cual los recién llegados hab-ían de mantenerse con mucha atención para nochocar con algo o resbalarse. Suponiendo que larestauración de la casa les hubiese costado treintamil francos, los Rogron reunían diez mil libras derenta. Se creyeron riquísimos; abrumaron a sus

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amistades con los anuncios de su futuro lujo y deja-ron ver su mezquindad; su crasa ignorancia, susestúpidos celos. El día en que los presentaron a laseñora de Tiphaine, que ya los había observado encasa de la señora de Garceland, de su cuñada, lade Galardón y de la señora de Julliard madre, lareina de la ciudad dijo confidencialmente a Julliardhijo, que había dejado salir a todo el mundo y sehabía quedado a solas con el presidente y con ella:

-¿Se han prendado ustedes todos de esosRogron?

-Por mi parte-dijo el Amadís de Provins-puedo asegurar que a mi madre la aburren, y mimujer no puede resistirlos. Cuando Silvia, hacetreinta, años entró de aprendiza en casa de mi pa-dre, mi padre no podía aguantarla.

-Pues yo tengo muchas ganas -dijo la her-mosa presidenta, poniendo el piececito en la barradel hogar de la chimenea- de hacer saber que misalón no es una posada.

Julliard alzó los ojos al techo, como paradecir: «¡Dios mío! ¡Cuánto ingenio! ¡Cuánta, sutile-za!

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-Quiero que mi sociedad sea escogida; y siadmitiese a los Rogron no lo sería ciertamente.

-No tienen corazón, ni ingenio, ni modales -dijo el presidente-. Cuando después de haber ven-dido hilo durante veinte años, como ha hecho mihermana, por ejemplo...

-Tu hermana, amigo mío, no haría mal pa-pel en ningún salón -dijo, en un paréntesis, la seño-ra de Tiphaine.

-Si se tiene la estupidez de seguir siendomercero -prosiguió el Presidente-; si no se sabedesbastarse; si se toman las cuentas del champañapor facturas de vino de pasto, como esos Rogronhan hecho esta noche, lo mejor es quedarse encasa.

-Son hediondos-dijo Julliard-. Parece queno hay en Provins más casa que la suya. Quierenabrumarnos a todos. Después de todo, apenas tie-nen de qué vivir.

-Si fuese sólo el hermano, se le sufriría -replicó la señora de Tiphaine-; no es molesto. Condarle un rompecabezas chino permanecería tranqui-lo en un rincón. Se le iría todo el invierno en buscaruna combinación. Pero la señorita Silvia... ¡Qué voz

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de hiena constipada! ¡Qué patas de langosta! Nodiga usted nada de esto, Julliard.

Cuando Julliard se marchó, la mujer dijo asu marido:

-Mira, ya son bastantes los indígenas aquienes tengo que recibir. Esos dos acabaríanconmigo. Si lo permites nos privaremos de ellos.

-Eres la dueña de tu casa -contestó el pre-sidente-; pero nos buscaremos enemigos. Los Ro-gron se lanzarán a la oposición, que hasta ahora notiene consistencia en Provins. Rogron se ha hechoya visita del barón Gouraud y del abogado Vinet.

-¡Bah! -dijo Melania sonriendo-. Entonceste prestarán un servicio. Donde no hay enemigos nohay triunfo. Una conspiración liberal, una asociaciónilegal, una lucha cualquiera te destacarían mejor.

El presidente miró a su mujer con una es-pecie de admiración temerosa.

Al día siguiente, en casa de la señora deGarceland, todo el mundo se decía al oído que losRogron no habían caído bien en casa de la señorade Tiphaine, cuya frase sobre la posada alcanzó unéxito inmenso. La señora de Tiphaine tardó un mes

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en devolver su visita a la señorita Silvia, insolencia,que en provincias es muy notada. Silvia tuvo, en lapartida de boston en casa de la señora de Tiphaine,una escena desagradable con la señora de Julliardmadre, a causa de una miseria que su antigua pa-trona le hizo perder, como dijo ella, malignamente yadrede. Jamás Silvia, que gustaba de hacer a losdemás malas jugadas, pudo concebir que se la co-locase a la recíproca. La señora de Tiphaine pro-curó en lo sucesivo arreglar las partidas antes quellegasen los Rogron, de manera que Silvia se vioobligada a errar de mesa en mesa viendo jugar alos demás, que le clavaban miradas bajas llenas depicardía. En casa de la señora de Julliard madre seempezó a jugar al whist, juego que desconocía Sil-via. La solterona acabó por comprender que estabaen mala situación, aunque no adivinaba los motivos.Se creyó objeto de la envidia de toda aquella gente.Pronto los Rogron dejaron de ser solicitados entodas las casas, pero persistían en pasar las vela-das en sociedad. Las personas delicadas se burla-ron de ello sin hiel, dulcemente, haciéndoles decirenormes patochadas sobre los óvalos de su casa ysobre cierta bodega que no tenía par en Provins.Sin embargo, cuando su casa quedó terminada, losRogron dieron algunas comidas suntuosas, tanto

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por devolver los obsequios recibidos, como por os-tentar su lujo. La gente asistió por pura curiosidad.La primera comida fue para las principales persona-lidades: los señores de Tiphaine, en cuya casa, noobstante, no habían comido los Rogron ni una solavez; los de Julliard, padre e hijo, madre y nuera; elseñor Lesourd; el señor cura y la señora de Ga-lardón. Fue una de esas comidas de provincias enque se está a la mesa desde las cinco hasta lasnueve. La señora de Tiphaine había importado enProvins las altas modas de París, donde las perso-nas elegantes dejan el salón después de tomar elcafé. Tenía reunión en su casa e intentó evadirse;pero los Rogron siguieron al matrimonio hasta lacalle, y cuando estupefactos de no haber logradoretener al señor presidente y a la señora presidenta,los otros convidados les explicaron el buen gusto dela señora de Tiphaine y la imitaron con una celeri-dad cruel para provincias.

-¡No ven nuestro salón iluminado! -dijo Sil-via -. ¡Y la luz es lo que le hace más hermoso!

Los Rogron habían querido preparar unasorpresa a sus huéspedes. A nadie se le habíapermitido ver aquella ya célebre casa; de suerte quelos contertulios de la señora de Tiphaine esperaban

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con impaciencia a los convidados para conocer sujuicio sobre las maravillas del palacio Rogron.

-¡Vaya! -dijo la menuda señora de Marte-ner-. Ya han visto ustedes el Louvre. Cuéntenlotodo.

-Todo será como la comida: poca cosa.

-¿Cómo es?

-Pues bien -dijo la señora de Tiphaine-: esapuerta cancela, cuyos travesaños de bronce doradoya conocen ustedes y nosotros hemos tenido queadmirar a la fuerza, da entrada a un largo pasilloque divide la casa con bastante desigualdad, puestoque la parte derecha no tiene más que un balcón ala calle y la izquierda tiene dos. Por el lado deljardín el corredor termina en la puerta vidriera de laescalinata por donde se baja a un macizo decésped donde se alza un pedestal que soporta elbusto de Espartaco en yeso pintado de color debronce. Detrás de la cocina, el contratista ha arre-glado, bajo la caja de la escalera, una pequeñadespensa, que también se nos ha obligado a visitar.La escalera, toda ella pintada de mármol portor,consiste en una rampa que gira sobre sí misma,como las que se usan en los cafés para comunicar

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el piso bajo con los entresuelos. El tal cachivachede madera de nogal, de una ligereza peligrosa, conbalaustrada adornada de cobre, nos ha sido mos-trado como una de las siete maravillas del mundo.Debajo está la puerta de los sótanos. Al otro ladodel pasillo, dando a la calle, está el comedor, quecomunica por una puerta de dos hojas con un salóndel mismo tamaño cuyas ventanas dan el jardín.

-¿No hay, pues, antesala? -dijo la señorade Auffray.

-La antesala es, sin duda, ese largo pasillodonde se está entre dos aires -respondió la señorade Tiphaine-. Se ha tenido -prosiguió- la idea emi-nentemente nacional, liberal, constitucional y patrió-tica de no emplear más que maderas de Francia.Así, el piso del comedor es de nogal, figurando pun-to de Hungría. Los aparadores, la mesa y las sillasson también de nogal. Los balcones tienen cortinasde indiana blanca encuadradas de cenefas rojas yrecogidas con vulgares abrazaderas rojas y exage-rados alzapaños adornados de rosetones de colordorado mate y que resaltan sobre un fondo rojizo.Estas magníficas cortinas cuelgan de unos basto-nes terminados por palmas extravagantes sujetaspor garras de león de cobre estampado. Por cima

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de uno de los aparadores se ve un reloj de los quese usan en los cafés, suspendido de una especie deservilleta de bronce dorado, una de esas ideas queencantan a los Rogron. Han querido que yo admira-se semejante capricho y no se me ha ocurrido decir-les sino que, de poner una servilleta en derredor deun reloj, el comedor era el sitio más indicado. Sobreel mismo aparador hay grandes lámparas, pareci-das a las que adornan la caja en las buenas fondas.Encima del otro hay un barómetro excesivamenteadornado y que parece representar un papel impor-tante en la existencia de los hermanos; Rogron lomira como miraría a su novia. Entre los dos balco-nes han colocado una estufa de losa blanca, empo-trada en un nicho horriblemente rico. En las paredesbrilla un magnífico papel rojo y oro, como se vetambién en los restaurantes, y en ellos lo ha elegidoRogron indudablemente. La comida se nos ha ser-vido en vajilla de porcelana blanca y oro; los platosde postre, de azul claro con flores verdes; pero hanabierto uno de los aparadores para enseñarnos otravajilla, de arcilla, para diario. Enfrente de cada apa-rador hay un gran armario para la mantelería. Todoestá lustroso, limpio, nuevo, lleno de tonos chillo-nes. Yo, todavía sería capaz de aceptar el comedor:tiene su carácter y, por desagradable que éste sea,

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pinta muy bien el de los dueños de la casa; pero nohay modo de aguantar allí cinco de esos grabadosnegros contra los cuales el ministro del Interior deb-ía presentar una ley y que representan a Ponia-towski entrando en el río Elster, la defensa de labarrera de Clichy, a Napoleón apuntando un cañónpor sí mismo y a los dos Mazeppa, todos puestosen grandes marcos dorados cuyo vulgar modeloconviene a grabados tales, capaces de hacer quese tome odio al éxito. ¡Oh, cuánto más me gustanlos pasteles de la señora de Julliard, que represen-tan frutas; esos excelentes pasteles de la época deLuis XV, que están en armonía con aquel antiguo yamable comedor, de maderas grises y un poco car-comidas, pero que tienen el carácter provinciano yhacen juego con la maciza plata familiar, con laporcelana antigua y con nuestras costumbres! Lasprovincias son las provincias y se ponen ridículascuando quieren imitar a París. Me dirán ustedes, talvez, que yo soy orfebre; pero prefiero este viejosalón del padre de mi marido, con sus gruesos cor-tinones de seda verde y blanca, con su chimeneaLuis XV, con sus tremós contorneados, sus antiguosespejos de perlas y sus venerables mesas de juego;mis viejos vasos de Sevres, con su viejo azul ymontados en cobre viejo; mi reloj de flores imposi-

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bles; mi araña rococó y mis muebles de tapicería atodos los esplendores de su salón.

-¿Cómo es?-dijo el señor Martener, con-tentísimo con el elogio que la hermosa parisienseacababa de hacer, con acierto, de las provincias.

-El salón es de un soberbio rojo; el rojo dela señorita Silvia cuando se enfada porque ha per-dido una miseria.

-El rojo-Silvia -dijo el presidente, cuya frasequedó incorporada al vocabulario de Provins.

-¿Las cortinas de los balcones...? ¡Rojas!¿Los muebles...? ¡Rojos! ¿La chimenea...? ¡Mármolrojo portor! ¿Los candelabros y el reloj...? Demármol rojo portor montados en bronce, de unatraza vulgar, pesada; los rosetones del techo, roma-nos, con ramas de follaje griegas. Desde lo alto delreloj nos mira imbécilmente, a la manera de losRogron, un león inofensivo, llamado león de adornoy que durante mucho tiempo constituirá el descrédi-to de los verdaderos leones. El tal león rueda bajouna de sus patas una gruesa bola, detalle de lascostumbres de los leones de adorno; se pasa lavida con una bola negra en la pata, exactamentecomo un diputado de la izquierda. Acaso sea un

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mito constitucional. La esfera del reloj es abigarra-da. El espejo de la chimenea tiene uno de esosmarcos vulgares, mezquinos, aunque nuevo. Perodonde resplandece el talento del tapicero es en lospliegues, en forma de radios, de una tela roja, quearrancan de un alzapaños colocado en el centro dela chimenea: un poema romántico compuesto ex-presamente para los Rogron, que se extasían en-señándolo. Del centro del techo pende una arañacuidadosamente envuelta en un sudario de percali-na verde, y con razón, porque es de pésimo gusto.El bronce, de un tono agrio, está adornado con file-tes de oro bruñido más detestable aún. Debajo de laaraña, una mesa de té redonda, de, mármol aunmas portor que lo demás. En la mesa, una bandejatornasolada, de brillo metálico, en la cual relucen lastazas de porcelana pintada -¡y qué pintura!- agrupa-das en derredor de un azucarero de cristal talladocon tanta arrogancia que nuestros nietos abriránojos de a palmo admirándolo y viendo los círculosde cobre dorado que le festonean y sus costados,como los de una sobrevesta de la Edad Media, y sutenacilla para el azúcar, que probablemente nuncase usará. Este salón está forrado de un papel rojo,imitando terciopelo, y los entrepaños, encuadradosen varillas de cobre, sujetos en los ángulos con

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enormes palmas. En cada entrepaño hay una lito-cromía, con marcos recargados de festones de es-cayola que imitan a nuestras hermosas maderasesculpidas. El moblaje, de casimir y raíz de olmo, secompone clásicamente de dos canapés, dos poltro-nas, seis butacas y seis sillas. La consola está em-bellecida con un jarrón de alabastro que llaman a loMédicis, colocado bajo una campana de cristal ycon la ya famosa licorera. Se nos ha hecho notar¡que no hay otra licorera igual en Provins! Los va-nos de los balcones están cubiertos con magníficoscortinajes, dobles de seda roja y tul, y delante decada uno hay una mesa de juego. La alfombra esde Aubusson, y también para ella han echado manolos Rogron al fondo rojo con rosas, el más vulgar delos dibujos corrientes. Parece un salón deshabitado;no hay en él libros ni grabados, ni esos objetos me-nudos que suele haber en las mesas -dijo mirando asu mesa, cargada de objetos de moda, álbumes,lindas cosillas que le regalaban-. No hay flores nininguna de esas nonadas que se renuevan. El salónes frío y seco como la señorita Silvia. Buffón está enlo cierto: «el estilo es el hombre», y no hay duda deque los salones son un estilo.

La hermosa señora de Tiphaine continuósu descripción epigramática. Juzgando por aquel

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botón de muestra, todos se figuraron las habitacio-nes que los hermanos habitaban en el primer piso yque enseñaron a sus invitados; pero nadie podríaimaginarse las estúpidas invenciones que el espiri-tual maestro de obras había sugerido a les Rogron.Las molduras de las puertas, las contraventanasmodeladas, los adornos de escayola de las corni-sas, las lindas pinturas, las manos de cobre dorado,las campanillas, los tubos de las chimeneas, desistema fumívoro; las ingeniosidades que evitabanla humedad, los cuadros de marquetería simuladaen la escalera, la vidriería y la cerrajería superfina,todos esos caprichos, en fin, que aumentan el pre-cio de una construcción y que placen a los burgue-ses habían sido prodigados desmedidamente.

Nadie quiso ir a los saraos de los Rogron,cuyas pretensiones abortaron. Razones para rehu-sar no faltaban: todos los días estaban dedicados ala señora Garceland, a la señora Galardón, a lasseñoras Julliard, a la señora de Tiphaine, al subpre-fecto, etc. Los Rogron creyeron que para hacerseamistades bastaría dar de comer; acudieron a sucasa algunos jóvenes bastante burlones y los ami-gos de comer, que los hay en todas partes del mun-do; pero todas las personas serias dejaron de ver-los. Asustada por la pérdida de los cuarenta mil

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francos que la casa, su querida casa, se había tra-gado sin provecho, Silvia quiso desquitarse a fuerzade economías. Renunció, pues, a escape a las co-midas, que costaban de treinta a cuarenta francos,sin contar los vinos, y que no realizaban su espe-ranza de hacerse una sociedad, creación tan difícilen provincias como en París. Despidió a la cocineray tomó una muchacha del campo para los trabajosrudos. Ella so encargó de cocinar por sí misma ypor gusto.

Catorce meses después de su llegada ca-yeron, pues, los hermanos en una vida solitaria y sinocupación. Su destierro de la sociedad había en-gendrado en el corazón de Silvia un horrible odiocontra los Tiphaine, los Julliard, los Auffray, los Gar-celand; en suma, contra la sociedad de Provins, queella llamaba la pandilla y con la cual ya no tuvo másque un trato muy frío. Habría querido oponer otrasociedad a aquélla: pero la burguesía inferior estabaexclusivamente compuesta de modestos comercian-tes, libres solamente los domingos y días de fiesta,o de gentes mal conceptuadas, como el abogadoVinet y el médico Neraud; de bonapartistas inadmi-sibles, como el coronel barón de Gouraud, con loscuales Rogron había entablado torpemente relacio-nes, aunque ya la alta burguesía intentó prevenirle.

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El hermano y la hermana se vieron, por consiguien-te, obligados a quedarse en el rincón de su estufa,en su comedor, recordando sus negocios, las carasde sus parroquianos y otras cosas igualmente agra-dables. Antes que terminase el segundo invierno yapesaba sobre ellos el hastío de un modo horrorosoy pasaban mil fatigas para matar el tiempo.

Al acostarse por la noche decían: «¡Ya hapasado una más!» Estiraban la mañana permane-ciendo en el lecho; se vestían con lentitud. Rogronse afeitaba por sí mismo todos los días; se exami-naba el rostro y hablaba a su hermana de los cam-bios que creía notar en él; discutía con la criadasobre la temperatura del agua caliente; iba al jardíny miraba si las flores habían brotado; se acercaba ala orilla del río, donde había construido un quiosco;observaba el maderamen de su casa. ¿Juntabanbien los tablones? ¿Se había agrietado alguno?¿Se mantenían bien las pinturas? Regresaba parahablar de los temores que le inspiraba una gallinaenferma o de un sitio en que la humedad hacíaperennes las manchas; se lo contaba a su hermana,entretenida en hacer que hacemos, en poner lamesa, en torturar a la criada. El barómetro era elmueble más útil para Rogron: le consultaba sin mo-tivo, le daba palmaditas familiarmente como a un

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amigo, y luego decía: «¡Mal tiempo hace!» Su her-mana respondía: «¡Bah! Hace el tiempo de la esta-ción.» Si alguien iba a visitarle, Rogron ponderabala excelencia del instrumento. El almuerzo les ocu-paba otro rato. ¡Con cuánta lentitud masticabanaquellos dos seres cada bocado! Así es que sudigestión era perfecta; no tenían que temer uncáncer del estómago. Hasta el mediodía gastabanel tiempo en leer La Colmena y El Constitucional.Pagaban la suscripción del periódico parisiense porterceras partes con el abogado Vinet y el coronelGouraud. Rogron llevaba por sí mismo los periódi-cos al coronel, que vivía en la plaza, en casa delseñor Martener, y cuyos largos relatos le causabanun placer inmenso. Por eso Rogron se preguntabapor qué podía el coronel ser peligroso. Tuvo la ne-cedad de hablarle del ostracismo que se le habíaimpuesto y de contarle las murmuraciones de lapandilla. Dios sabe cómo el coronel, tan temible conla pistola como con la espada, y que no temía anadie, puso a la Tiphaine y a su Julliard y a los mi-nisteriales de la ciudad alta, gentes vendidas alextranjero, capaces de todo por alcanzar cargos,que, cuando las elecciones, leían en los boletinesde votación los nombres que les convenían, etc.

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A eso de las dos, Rogron emprendía unpaseíto.

Se ponía muy contento cuando un tenderose hallaba en el umbral de su puerta y, le deteníadiciendo: «¿Cómo va, amigo Rogron?». Charlaba ypedía noticias de la ciudad. Escuchaba y refería asu vez los chismorreos de Provins. Subía hasta laciudad alta o paseaba por los caminos, según eltiempo. En ocasiones encontraba viejos que pasea-ban como él. Aquellos encuentros eran aconteci-mientos felices. Había en Provins personas desilu-sionadas de la vida de París, sabios modestos quevivían con sus libros. Figuraos la actitud de Rogroncuando escuchaba a un juez suplente llamado Des-fondrilles, más arqueólogo que magistrado, quehablaba con el señor Martener padre, hombre ins-truido, y le decía, mostrándole el valle:

-Explíqueme usted por qué los ociosos deEuropa van a Spa mejor que a Provins, cuando lasaguas de Provins tienen una superioridad reconoci-da por la medicina francesa, una acción y una fuer-za ferruginosa digna de las cualidades medicinalesde nuestras rosas.

-¡Qué quiere usted!-replicaba el hombreinstruido-. Es uno de esos caprichos inexplicables.

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Hace cien años era desconocido el vino de Burde-os; el mariscal Richelieu, una de las figuras másgrandes del último siglo, el Alcibíades francés, fuenombrado gobernador de Guyena; tenía el pechodestrozado; todo el mundo sabe por qué; el vino delpaís le restaura, le restablece. Burdeos adquiereentonces cien millones de renta y el mariscal en-sancha el territorio de Burdeos hasta Angulema,hasta Cahors; cuarenta leguas a la redonda. ¿Quiénsabe dónde terminan los viñedos bordeleses? ¡Y elmariscal no tiene en Burdeos una estatua ecuestre!

-¡Ah! -respondía el señor Desfondrilles-. Sien este siglo o en otro sucede una cosa análoga enProvins, se verá, yo así lo espero, bien sea en laplacita de la ciudad baja, bien en el castillo, en laciudad alta, algún bajorrelieve de mármol blancoque reproduzca la cabeza del señor Opoix, el res-taurador de las aguas minerales de Provins.

-Querido amigo: tal vez la rehabilitación deProvins sea imposible -decía el anciano señor Mar-tener- Esta ciudad ha quebrado.

Al oír esto, exclamaba Rogron con los ojosmuy abiertos:

-¡Cómo!

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-Fue antaño una capital que luchó victorio-samente con París, en el siglo XII, cuando los con-des de Champagne tenían en ella su corte, como elrey Renato tenía la suya en Provenza -replicaba elhombre instruido.- En aquel tiempo, la civilización, laalegría, la poesía, la elegancia, las mujeres, en su-ma, todos los esplendores sociales no estaban ex-clusivamente en París. Las ciudades se reponen desu ruina tan difícilmente como las casas de comer-cio. De Provins sólo nos queda el perfume de nues-tra gloria histórica, el de nuestras rosas y una sub-prefectura.

-¡Ah, lo que sería Francia si hubiese con-servado todas sus capitales feudales! -decía Des-fondrilles-. ¿Pueden los subprefectos reemplazar ala raza poética, galante y guerrera de los Thibault,que habían hecho de Provins lo que Ferrara fuepara Italia, lo que fue Weimar en Alemania y lo quehoy querría ser Munich?

-¿Provins ha sido una capital?-exclamabaRogron.

-Pero ¿de dónde sale usted? -le contestabael arqueólogo Desfondrilles.

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El juez suplente hería entonces con la con-tera de su bastón el suelo de la ciudad alta y decía:

-¿Pero usted no sabe que toda esta partede Provins está edificada sobre criptas?

-¡Criptas!

-Sí, señor, criptas; criptas de una altura yuna extensión inexplicable. Son como naves decatedral y tienen columnas.

-El señor está escribiendo una gran obraarqueológica, en la cual piensa explicar esas singu-lares construcciones -decía el viejo Martener viendoque el juez había entrado en su asunto favorito.

Rogron volvió muy satisfecho de que sucasa estuviese construida en el valle. Las criptas deProvins les ocuparon cinco días en exploraciones ehicieron el gasto de la conversación de los soltero-nes durante varias noches. Por este sistema, Ro-gron aprendía todos los días algo del viejo Provins,de las alianzas familiares o de las añejas noticiaspolíticas, y luego se lo refería a su hermana. Cienveces durante el paseo, y aun varias veces a lamisma persona, preguntaba: «Bueno, y ¿qué sedice? ¿Qué hay de nuevo?» De vuelta en casa setendía en un canapé del salón, como un hombre

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abrumado de cansancio, aunque no tenía más queel de su propio peso. Hacía tiempo hasta la hora decomer yendo veinte veces del salón a la cocina,mirando la hora, abriendo y cerrando las puertas.Mientras el hermano y la hermana tuvieron reunio-nes a que asistir, llegaban fácilmente a la hora deacostarse; pero cuando se vieron reducidos a sucasa, la noche era para ellos un desierto que forzo-samente había que atravesar. Algunas veces, laspersonas, que de regreso a su domicilio pasabanpor la placita oían gritos en casa de los Rogron,como si el hermano asesinase a la hermana: eranlos horribles bostezos de un mercero en el últimogrado de aburrimiento. Aquellas dos máquinas, noteniendo nada que triturar entre sus ruedas mo-hosas, chirriaban. El hermano habló de casarse, afalta de otra distracción; pero se sentía envejecido,cansado; le horrorizaba una mujer. Silvia, que com-prendió la necesidad de una tercera persona encasa, se acordó entonces de su pobre prima, porquien nadie les había preguntado, porque en Pro-vins se creía que la señora Lorrain y su hija habíanmuerto. Silvia Rogron no perdía nunca nada; ¡erademasiado solterona para que se le extraviase algo!Hizo como que había encontrado casualmente lacarta de los Lorrain a fin de hablar del asunto con

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toda naturalidad a su hermano; éste se sintió casifeliz ante la posibilidad de tener una jovencita encasa. Silvia escribió en términos medio comercialesy medio afectuosos al viejo Lorrain, excusándosepor su retraso con la liquidación de sus negocios, sutrasplantación y su establecimiento en Provins.Mostrábase deseosa de tener consigo a su prima, ydaba a entender que un día Petrilla sería herederade doce mil libras de renta si el señor Rogron no secasaba. Habría que haber sido un poco bestia sal-vaje, como Nabucodonosor encerrado en el Jardínde Plantas, sin más alimento que la carne facilitadapor el guardián, o negociante retirado sin depen-dientes a quien martirizar, para comprender la im-paciencia con que los hermanos esperaron la llega-da de su prima Lorrain. Tres días después de enviarla carta ya se preguntaban cuándo llegaría su pri-ma. Silvia creyó encontrar en su pretendida protec-ción a la prima pobre un medio de conseguir que lasociedad de Provins volviera sobre su acuerdo.

Fue a casa de la señora de Tiphaine, quelos había herido con su reprobación y que queríacrear en Provins una alta sociedad, como en Gine-bra, a anunciar la llegada de su prima Petrilla, la hijadel coronel Lorrain, deplorando sus desgracias y

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mostrándose dichosa de poder ofrecer a la sociedaduna joven heredera.

-Bastante ha tardado usted en descubrirla -respondió irónicamente la señora de Tiphaine, quepresidía su tertulia sentada en un sofá junto al fue-go.

Con algunas palabras dichas en voz bajamientras se daban los naipes, la señora de Garce-land recordó la historia de la herencia del viejo Auf-fray. El notario explicó las iniquidades del posadero.

-¿Dónde está esa pobre niña?-preguntócortésmente el presidente.

-En Bretaña -dijo Rogron.

-Pero Bretaña es grande -observó el fiscal,señor Lesourd.

-Su abuelo y su abuela nos escribieron...¿cuándo, querida?-dijo Rogron.

Silvia, ocupada en preguntar a la señora deGarceland dónde había comprado la tela de su ves-tido, no previó el efecto de su respuesta y dijo:

-Antes de la venta de nuestro estableci-miento.

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-¡Y ha contestado usted hace tres días, se-ñorita! -exclamó el notario.

Silvia se puso roja, como los más encendi-dos carbones de la chimenea.

-Hemos escrito al establecimiento de SanJacobo -replicó Rogron.

-Hay allí, efectivamente, una especie dehospicio para ancianos -dijo el juez, que había sidojuez suplente de Nantes-; pero la niña no puedeestar allí, porque no se admite más que a personasde más de sesenta años.

-La niña está allí con su abuela -dijo Ro-gron.

-Tenía una fortunita: los ocho mil francosquo su padre de ustedes..., no, quiero decir suabuelo, le dejó -dijo el notario, equivocándose adre-de.

-¡Ah! -exclamó Rogron con aire estúpido,sin comprender el epigrama.

-¿No conocen ustedes entonces la situa-ción ni la fortuna de su prima hermana? -preguntó elpresidente.

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-Si el señor hubiese conocido eso no habr-ía dejado a la niña en una casa que no es sino unhospital decente -dijo severamente el juez-. Re-cuerdo ahora que vi vender en Nantes, por expro-piación, una casa que pertenecía a los señoresLorrain, y la señorita Lorrain perdió todo derecho; elasunto pasó por mis manos.

El notario habló del coronel Lorrain, que siviviese se asombraría de ver a su hija en un esta-blecimiento como el de San Jacobo. Los Rogron seretiraron entonces, diciéndose para sus adentrosque el mundo era muy malo. Silvia comprendió elpoco éxito que su noticia había alcanzado: habíaperdido la estimación de todos y no podría ya volvera rozarse con la alta sociedad de Provins.

Desde aquel día los Rogron no disimularonsu odio a las grandes familias burguesas de Pro-vins. El hermano cantó a la hermana todas las can-ciones liberales que el coronel Gouraud y el aboga-do Vinet le habían hecho aprender y en las cualesse mortificaba a los Tiphaine, los Guénée, los Gar-celand, los Guépin y los Julliard.

-Pero, oye, Silvia, no comprendo por qué laseñora de Tiphaine reniega del comercio de la callede Saint-Denis, cuando lo mejor que tiene procede

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de allí. Su madre, la señora de Roguin, es prima delos Guillaume, del Gato que pelotea, que cedieronsu establecimiento a José Lebas, su yerno. Su pa-dre es ese notario, ese Roguin que quebró en 1819y causó la ruina de la Casa Birotteau. De modo quela fortuna de la señora de Tiphaine es robada. ¿Quévamos a decir, si no, de la mujer de un notario quesalva sus bienes y permite que su marido haga unabancarrota fraudulenta? ¡Muy decente! ¡Ah! Y casóa su hija en Provins a causa de sus relaciones conel banquero du Tillet. ¡Y esas gentes tienen orgu-llo!... En fin, ése es el mundo.

El día en que Dionisio Rogron y su herma-na Silvia se pusieron a despotricar contra la pandillapasaron sin saberlo a la situación de personajes yse vieron en camino de tener sociedad; su salón ibaa convertirse en centro de intereses que buscabanun teatro en que manifestarse. El ex mercero tomó,al llegar a este punto, proporciones históricas y polí-ticas, porque, siempre sin saberlo, dio fuerza y uni-dad a los elementos, hasta entonces flotantes, delpartido liberal de Provins. Veamos cómo. Los prime-ros pasos de Rogron fueron observados con curio-sidad por el coronel Gouraud y por el abogado Vi-net, a quienes habían unido su aislamiento y sucomunidad de ideas. Aquellos dos hombres profe-

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saban el mismo patriotismo por las mismas razones:querían ser personajes. Pero si bien estaban dis-puestos a ser jefes, les faltaban soldados. Los libe-rales de Provins eran: un antiguo soldado converti-do en cafetero; un posadero; el señor Cournant,notario, competidor del señor Auffray; el médicoNeraud, antagonista del señor Martener; algunaspersonas independientes, colonos desparramadospor el distrito y poseedores de bienes nacionales. Elcoronel y el abogado, gozosos de atraerse a unimbécil cuya fortuna podía servirles de ayuda en susmaniobras, que aportaría dinero a sus suscripcio-nes, que en algunas cosas tomaría la iniciativa ycuya casa sería el centro popular del partido, apro-vecharon la enemistad de los Rogron con los aristó-cratas de la ciudad. El coronel, el abogado y Rogrontenían ya establecido un ligero lazo: su suscripciónen común a El Constitucional; no había de serledifícil al coronel Gouraud hacer del ex mercero unliberal, aunque Rogron supiese tan poco de políticaque ni siquiera conocía las hazañas del sargentoMercier, a quien tomaba por un colega.

La próxima llegada de Petrilla aceleró la flo-ración de los codiciosos pensamientos que la avari-cia y la necedad de los dos solterones habían inspi-rado. Al ver que Silvia había perdido toda probabili-

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dad de encajar en la sociedad de los Tiphaine, elcoronel concibió un secreto pensamiento. Los milita-res viejos han contemplado tantos horrores en tan-tos países, tantos cadáveres desnudos y crispadosen tantos campos de batalla, que ninguna fisonomíalos asusta; y Gouraud puso los puntos a la fortunade la solterona. Era un hombre pequeño y grueso.Llevaba enormes aretes en las orejas, ya pobladasde una enorme espesura de pelos. Sus anchaspatillas encanecidas eran de las que en 1799 sellamaban aletas. Su rostro, gordo y colorado, estabaun poco curtido, como el de todos los escapados deBeresina. El abultado vientre formaba en su parteinferior ese ángulo recto que caracteriza a los viejosoficiales de caballería. Gouraud había mandado elsegundo de Húsares. Sus mostachos grises oculta-ban una enorme boca, que nunca había comido,sino devorado. Un sablazo le había partido la nariz;de ahí que su voz fuese sorda y profundamentegangosa, como la que se atribuye a los capuchinos.Tenía manos pequeñas, cortas y anchas, de esasque hacen decir a las señoras: «Tiene usted manosde grandísimo pícaro.» Sus piernas parecían delga-das para el torso. En aquel ágil corpachón se agita-ba un espíritu sutil, la más completa experiencia delas cosas de la vida, oculta bajo la aparente indo-

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lencia de los militares, y un absoluto menospreciode los convencionalismos sociales. El coronel Gou-raud tenía la cruz de oficial de la Legión de Honor ydos mil cuatrocientos francos de retiro; en conjuntomil escudos de pensión por toda fortuna.

El abogado, alto y flaco, tenía por único ta-lento sus ideas liberales y por único ingreso losproductos, bastante menguados, de su bufete. EnProvins los abogados defienden por sí mismos suscausas. El Tribunal, por lo demás, escuchaba pocofavorablemente al abogado Vinet por razón de susopiniones. Por eso los colonos más liberales, encaso de litigio, se dirigían, mejor que a Vinet, a otroabogado que disfrutase de la confianza del Tribunal.Se decía que Vinet había seducido a una muchacharica de los alrededores de Coulommiers y obligadoa sus padres a dársela en matrimonio. Su mujerpertenecía a la familia de los Chargebœuf, antiguafamilia noble de Brie, cuyo nombre viene de la proe-za de un jinete en la expedición de San Luis a Egip-to. La muchacha había incurrido en el disfavor desus padres, los cuales tenían dispuesto, a sabien-das de Vinet, dejar toda su fortuna a su hijo mayor,con la obligación, sin duda, de transmitir una partede ella a los hijos de su hermana. Así fracasó laprimera tentativa ambiciosa de aquel hombre. Vién-

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dose acosado por la miseria y avergonzado de nopoder dar a su mujer las apariencias convenientes,el abogado hizo inútiles esfuerzos para entrar en lacarrera del ministerio público, pero la rama rica de lafamilia de los Chargebœuf no quiso apoyarle. Comopersonas de moralidad, aquellos realistas desapro-baban un casamiento forzado. Además, su tituladopariente se llamaba Vinet; ¿cómo proteger a unplebeyo? Cuando el abogado quiso, pues, servirsede su mujer para aproximarse a sus parientes, to-dos ellos, uno a uno, fueron rechazándole. La seño-ra de Vinet no encontró buena acogida más que encasa de una Chargebœuf, pobre viuda cargada deuna hija y habitantes las dos en Troyes. Un día Vi-net se acordó del buen acogimiento que estaChargebœuf había hecho a su mujer. Repelido portodo el mundo; lleno de odio contra la familia de sumujer, contra el Gobierno, que le negaba un puesto;contra la sociedad de Provins, que no quería admi-tirle, transigió con su miseria. Su amargura se acre-centó y le dio energías para resistir. Se hizo liberal,adivinando que su suerte estaba adscrita al triunfode la oposición, y vegetó en una mala casucha de laciudad alta, de la cual su mujer salía muy poco.Aquella joven, destinada por su nacimiento a mejorsuerte, permanecía absolutamente sola en el hogar

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con un niño. Hay miserias noblemente aceptadas yalegremente soportadas; pero Vinet, roído por laambición, sintiéndose culpable de la desgracia deuna joven seducida, disimulaba un sombrío furor; suconciencia se ensanchó y admitió todos los mediospara llegar al fin. Su juvenil rostro se descompuso.Algunas personas se espantaban, a veces, en elTribunal viendo su faz viperina, de cabeza aplasta-da, boca hendida, ojos que relumbraban a través delos lentes; oyendo su vocecilla persistente y agriaque atacaba a los nervios. Su color confuso, mezclade tonos amarillos y verdes, anunciaba su ambicióndevorada, la continua quiebra de sus cálculos, susocultas miserias. Sabía discutir y hablar; no carecíade viveza ni de imágenes; era instruido, artificioso.Acostumbrado a verlo todo a través de su deseo dellegar, podía convertirse en un hombre político. Unhombre que no retrocede ante nada, con tal quetodo sea legal, es muy fuerte; de ahí provenía lafuerza de Vinet. Aquel futuro atleta de los debatesparlamentarios, uno de los que habían de proclamarel reinado de la Casa de Orleans, tuvo una influen-cia horrible sobre la suerte de Petrilla. Por el mo-mento quería procurarse un arma fundando un pe-riódico en Provins. Después de haber estudiado adistancia, con la ayuda del coronel, a los dos solte-

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rones, el abogado acabó por contar con Rogron.Esta vez calculaba sobre seguro, y su miseria iba acesar al cabo de siete dolorosos años durante loscuales había sufrido más de un día sin pan. El díaen que Gouraud anunció a Vinet en la placita quelos Rogron rompían con la aristocracia burguesa yministerial de la ciudad alta, el abogado le dio en elcostado un codazo significativo.

-Lo mismo le da a usted -dijo- una mujerque otra, bonita o fea; debe usted casarse con laseñorita Rogron y luego podríamos organizar aquíalgo...

-Pensaba en ello; pero van a traer consigoa la hija del pobre coronel Lorrain, su heredera.

-Haga usted que testen a su favor. ¡Ah!Tendría usted una casa bien montada.

-Ante todo veremos a esa pequeña -replicóel coronel con un acento de truhán, de profundomiserable, propio para demostrar a un hombre de lalaya de Vinet cuán poca cosa era una muchacha alos ojos de aquel soldadote.

Desde que sus abuelos entraron en la es-pecie de asilo donde su vida se iba acabando tris-temente, Petrilla, joven y altiva, sufría tan horrible-

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mente de vivir de la caridad, que fue dichosa al en-terarse de que tenía parientes ricos. Al saber que semarchaba, Brigaut, el hijo del comandante, su com-pañero de la infancia, convertido en aprendiz decarpintero en Nantes, vino a ofrecerle la suma ne-cesaria para hacer el viaje en coche: sesenta fran-cos, todo el tesoro de sus propinas de aprendiz,penosamente amasado. Petrilla lo aceptó con lasublime indiferencia de las verdaderas amistades yque significaba que en el caso recíproco le habríaofendido que le dieran las gracias. Brigaut había idotodos los domingos a San Jacobo a jugar con Petri-lla y consolarla. El vigoroso obrero había hecho yael delicioso aprendizaje de la protección completa yabnegada al objeto involuntariamente escogido denuestros afectos. Más de una vez Petrilla y él, sen-tados los domingos, en un rincón del jardín, habíanbordado en el velo del porvenir sus proyectos infan-tiles; el aprendiz de carpintero, cabalgando en sugarlopa, corría el mundo y hacía una fortuna paraPetrilla, que le esperaba. Hacia el mes de octubredel año 1824, época en que terminaba su año on-ceno, Petrilla fue confiada por los dos viejos y eljoven obrero, horriblemente melancólicos, al con-ductor de la diligencia de Nantes a París, con elruego de que en París la trasladase a la diligencia

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de Provins y de que velase por ella. ¡Pobre Brigaut!Corrió como un can detrás de la diligencia y miran-do a su amada Petrilla mientras pudo. A pesar delas señas que le hacía la bretoncita, corrió hastauna legua más allá de la ciudad; y cuando se sintióagotado, sus ojos enviaron a Petrilla una miradamojada de lágrimas. Petrilla también lloró cuandodejó de verle; se asomó a la ventanilla y todavía ledivisó, plantado en la carretera, mirando cómo huíael pesado carruaje. Los Lorrain y Brigaut tenían taldesconocimiento de la vida, que la bretona al llegara París no tenía un solo sueldo. El conductor, aquien la niña hablaba de sus parientes ricos, pagópor ella los gastos del hotel en París y se los cobróal de la diligencia de Provins, encargándole queentregase la niña a sus parientes y que les pidiese aellos el reembolso. Cuatro días después de su sali-da de Nantes, hacia las nueve de la mañana de unlunes, un viejo y gordo conductor de las Mensajer-ías reales cogió a Petrilla de la mano y, mientras sedescargaban en la calle Mayor los artículos y losviajeros consignados a la Administración de Pro-vins, la llevó, sin más equipaje que dos vestidos,dos pares de medias y dos camisas, a casa de laseñorita Rogron, cuyas señas le dio el director de laAdministración.

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-Buenos días, señorita y la compañía -dijoel conductor-. Le traigo una prima suya, esta queusted ve, y que es muy linda por cierto. Tiene ustedque darme cuarenta y siete francos, aunque la pe-queña no trae peso; firme usted la hoja.

La señorita Silvia y su hermano se entrega-ron a su alegría y a su asombro.

-Dispensen -dijo el conductor-, pero el co-che está esperando; firmen la hoja, denme mis cua-renta y siete francos con sesenta céntimos... y loque ustedes quieran para el conductor de Nantes ypara mí, que hemos cuidado de la pequeña como sifuese nuestra hija. Hemos anticipado el gasto de sucama, de su alimento, de su viaje a Provins y algu-nas cosillas más.

-¡Cuarenta y siete francos con sesentacéntimos! -dijo Silvia.

-No irá usted a regatear -exclamó el con-ductor.

-¿Y la factura? -dijo Rogron.

-Déjate de hablar y paga -dijo Silvia a suhermano-; bien ves que no hay más remedio.

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Rogron fue a buscar los cuarenta y sietefrancos y doce sueldos.

-¿Y no hay nada para mi compañero y paramí? -dijo el conductor.

Silvia sacó cuarenta sueldos de su viejobolso de terciopelo, casi lleno de llaves.

-Gracias, guárdeselo -exclamó el conduc-tor-. Preferimos haber cuidado a la pequeña porgusto.

Cogió su hoja y salió, diciendo a la criadagordiflona:

-¡Vaya una casa! ¡No sólo en Egipto haycocodrilos!

-¡Qué grosera es esta gente! -dijo Silvia,que lo había oído.

-¡Pero si han tenido cuidado de la pequeña!-respondió Adela, poniéndose en jarras.

-No tenemos que vivir con él -dijo Rogron.

-¿Dónde va usted a acostarla? -preguntó lasirvienta.

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Así fue la llegada y recepción de PetrillaLorrain a casa de sus primos, que la miraban em-bobados. Fue arrojada allí como un paquete, sintransición entre la deplorable habitación que ocupa-ba en San Jacobo junto a sus abuelos y el comedorde sus primos, que le pareció el de un palacio. Seencontraba allí cortada y vergonzosa. A cualesquie-ra que no fuesen los ex merceros, la bretoncita leshabría parecido adorable, con su falda de burdopaño azul, su delantal de percalina rosa, sus toscoszapatos, sus medias azules, su pañoleta blanca, lasenrojecidas manos metidas en mitones de punto delana roja bordados de blanco que e1 conductor lehabía comprado. Verdaderamente, el gorrito bretónrecién planchado en París -se le había ajado en eltrayecto desde Nantes- servía como de aureola a sualegre semblante. Aquel gorro nacional de fina ba-tista guarnecido de una puntilla almidonada y enca-ñonada merecería una descripción; tan coqueto es ytan sencillo. La luz, tamizada por la tela y la puntilla,produce una penumbra, una dulce semiclaridad queenvuelve el rostro y le da esa gracia virginal quebuscan los pintores en su paleta y que LeopoldoRobert acertó a encontrar para la cara rafaélica dela mujer que tiene un niño en brazos en el cuadrode Los segadores. Bajo aquel marco festoneado de

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luz brillaba un rostro blanco y rosa, candoroso, ani-mado por la más perfecta salud. El calor de la pielbordeaba de fuego las lindas orejitas, los labios, lapunta de la fina nariz y, por contraste, reforzaba lablancura de la tez.

-Y qué, ¿no nos dices nada? -dijo Silvia-.Yo soy tu prima Rogron, y éste es tu primo.

-¿Quieres comer? -preguntó Rogron.

-¿Cuándo saliste de Nantes? -preguntó Sil-via.

-Es muda -dijo Rogron.

-Pobre pequeña; no trae nada de ropa -exclamó la gordiflona Adela, desatando el lío hechocon un pañuelo del viejo Lorrain.

-Abraza a tu primo -dijo Silvia.

Petrilla abrazó a Rogron.

-Y a tu prima -dijo Rogron.

Petrilla abrazó a Silvia.

-Está atontada por el viaje esta pequeña -dijo Adela-; quizá necesite dormir.

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Petrilla sintió súbitamente por sus primosuna invencible repulsión, sentimiento que hastaentonces nadie le había inspirado. Silvia y la sirvien-ta fueron a acostar a la bretoncita en la habitacióndel segundo piso, donde Brigaut había visto la corti-na de indiana blanca. Había allí un lecho de colegia-la, con dosel pintado de azul, del que pendía unacortina de indiana; una cómoda de nogal, sin piedrade mármol; una mesita de nogal; un espejo; unamesa de noche, vulgar, sin puerta, y tres malassillas. Las paredes, aguardilladas, de la fachadaestaban forradas de un mal papel azul salpicado deflores negras. El piso, pintado y lustrado, helaba lospies. No había más alfombra que una pequeña deorillo para los pies de la cama. La chimenea, demármol común, estaba adornada con un espejo,unos candelabros de cobre dorado y un vulgarjarrón de alabastro, donde bebían dos pichones,que eran las asas. Este jarrón procedía del dormito-rio de Silvia en París.

-¿Estarás bien aquí, nena? -dijo Silvia.

-¡Oh, es muy bonito! -contestó la niña consu voz argentina.

-No es descontentadiza -dijo la obesa cria-da refunfuñando-. ¿Calentarnos la cama? -añadió.

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-Sí -dijo Silvia-; quizá estén húmedas lassábanas.

Adela, al traer el calentador, trajo tambiénuna de sus gorras de dormir. Petrilla, que hastaentonces había dormido en sábanas de basta telabretona, se quedó sorprendida de la finura y suavi-dad de las sábanas de algodón. Cuando dejó a lapequeña instalada y acostada, bajó Adela y no pudomenos de exclamar:

-El equipaje no vale tres francos, señorita.

Desde que se decidió por la economía, Sil-via obligaba a la criada a permanecer en el comedorpara que no hubiese en la casa más que una lum-bre y una luz. Pero cuando iban a visitarlos Vinet yel coronel Gouraud, Adela se retiraba a la cocina.La llegada de Petrilla dio animación a la noche.

-Habrá que hacerle un equipo mañana -dijoSilvia-. No tiene nada.

-No tiene -dijo Adela- más que los zapato-nes, que pesan una libra.

-En su país se usan así -dijo Rogron.

-¡Cómo miraba su habitación! Y eso que noes muy bonita para una prima de usted, señorita.

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-Buena es; cállese usted. Ya ha visto ustedque está encantada.

-¡Dios mío, qué camisas! La deben de ara-ñar la piel. Pero nada de esto sirve -dijo Adela, va-ciando el paquete de Petrilla.

Señor, señora y sirvienta estuvieron hastalas diez ocupados en decidir de qué percal y de quéprecio se harían las camisas; cuántos pares de me-dias se comprarían; de qué tela y cuántas serían lasenaguas y cuánto vendría a costar el ajuar de Petri-lla.

-No lo haces por menos de trescientosfrancos -dijo Rogron, que recordaba los precios delas cosas y los sumaba de memoria gracias al hábi-to que tenía de hacerlo.

-¿Trescientos francos? -exclamó Silvia.

-Sí, trescientos francos. Echa la cuenta.

Los dos hermanos volvieron a empezar.Salían los trescientos francos, sin hechuras.

-¡Trescientos francos de una redada! -decíaSilvia al acostarse, abrumada por la idea que expre-sa con bastante ingenio esa frase proverbial.

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Petrilla era uno de esos hijos del amor aquienes el amor ha dotado con su ternura, su viva-cidad, su alegría, su nobleza, su abnegación; nadahabía hasta entonces adulterado ni ajado su co-razón, de una delicadeza casi salvaje; y la acogidade sus primos se lo oprimió dolorosamente. Bretañahabía sido para ella el país de la miseria, pero tam-bién el del cariño. Los viejos Lorrain fueron los co-merciantes más inhábiles, pero también las perso-nas más amantes, más francas, más cariñosas delmundo, como todas las personas sin cálculo. EnPen-Hoël, su nieta no tuvo otra educación que la dela Naturaleza. Petrilla, a su albedrío, andaba enbarca por los estanques, corría por el pueblo y porlos campos, en compañía de Santiago Brigaut, sucamarada, absolutamente como Pablo y Virginia.Obsequiados, acariciados los dos por todo el mun-do, libres como el aire, se entregaban a las milalegrías de la infancia: en verano iban a ver pescar,cazaban insectos, cogían ramilletes y hacían jardi-nes; en invierno hacían resbaladeros, edificabanalegres palacios, pintaban monigotes en la nieve ohacían bolas de nieve con las cuales se apedrea-ban. Todo el mundo los quería y en todas partes selos acogía con sonrisas. Con la hora de aprenderllegaron los desastres. Falto de recursos por la

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muerte de su padre, Santiago fue por sus parientescolocado de aprendiz en casa de un carpintero don-de le alimentaban de caridad, como más tarde aPetrilla en San Jacobo. Pero hasta en aquel hospi-cio particular la linda Petrilla fue tiernamente cuida-da, acariciada y protegida por todos. La pequeñue-la, acostumbrada a tanto afecto, no encontró en losparientes tan deseados, tan ricos, aquel ambiente,aquellas palabras, aquellas miradas, aquellas ma-neras que todo el mundo, incluso los extraños y losconductores de las diligencias, habían tenido paraella. Su asombro, ya grande, aumentó con el cam-bio de atmósfera moral. El corazón siente de prontofrío o calor como el cuerpo. Sin saber por qué, lapobre criatura sintió ganas de llorar. Estaba fatigaday se durmió. Habituada a levantarse temprano, co-mo todos los niños criados en el campo, Petrilla sedespertó al día siguiente de su llegada dos horasantes que la cocinera. Se vistió; anduvo por la habi-tación, que caía encima de la de Silvia; miró la pla-za; fue a bajar y se quedó estupefacta ante la belle-za de la escalera; examinó en todos sus pormeno-res los alzapaños, los cobres, los adornos, las pintu-ras, etc. Luego bajó; no pudo abrir la puerta deljardín; subió otra vez; volvió a bajar cuando Adelase hubo despertado, y salió al jardín; tomó posesión

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de él; corrió hasta el río; se quedó embobada anteel quiosco y entró en él. Tuvo para ver y paraasombrarse de lo que veía hasta que su prima Silviase levantó. Durante el desayuno, su prima le dijo:

-¿Eras tú la que desde el amanecer anda-ba saltando por la escalera y haciendo tanto ruido?

Me has despertado de tal modo, que no hepodido ya conciliar el sueño. Tienes que ser pruden-te y agradable y divertirte sin ruido. A tu primo no legusta el ruido.

-Ten cuidado también con los pies -dijoRogron-. Has entrado con los zapatos enlodados enel quiosco y has dejado allí las señales. A tu primale gusta mucho la limpieza. Una niña tan grandecomo tú debe ser limpia. ¿Es que no eras limpia enBretaña? ¡Verdad es que cuando fui allá a comprarhilo me daba lástima ver a aquellos pobres salvajes!Lo que no le falta es apetito -añadió Rogron, miran-do a su hermana-; parece que no ha comido en tresdías.

Así, desde el primer momento, Petrilla sesintió herida por las observaciones de sus primos;herida sin saber por qué. Su natural franco y recto,abandonado hasta entonces a sí mismo, ignoraba la

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reflexión. Incapaz de averiguar en qué consistía lafalta de sus primos, sus propios sufrimientos iban aaclarárselo lentamente. Después del desayuno, losRogron, gozosos con el asombro de Petrilla y de-seosos de verla pasmada, le mostraron su hermososalón para que aprendiese a respetar las suntuosi-dades. A consecuencia de su aislamiento e impul-sados por la necesidad moral de interesarse poralgo, los solterones acaban por reemplazar los afec-tos naturales con afectos ficticios; por amar a losgatos, los perros, los canarios, a la criada o al direc-tor espiritual. Así, Rogron y Silvia habían contraídoun inmoderado amor a su moblaje y a su casa, quetan caros les habían costado. Silvia llegó a ayudar aAdela por las mañanas, pareciéndole que la criadano sabía limpiar bien los muebles, sacudirlos o cepi-llarlos y mantenerlos como nuevos. Pronto aquellalimpieza constituyó una de sus obligaciones. De esemodo, los muebles, lejos de perder su valor, ¡gana-ban! Servirse de ellos sin desgastarlos, sin man-charlos, sin arañar sus maderas, sin disipar su bar-niz: tal era el problema. La ocupación se convirtióluego en una manía de la solterona. Reunió en suarmario trapos de lana, cera, barnices, cepillos;aprendió a manejarlos tan bien como un ebanista;tenía sus plumeros, sus rodillas; lustraba el suelo

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sin temor de hacerse daño; ¡era tan fuerte! La mira-da de sus ojos azules, rígida y fría como el acero,se deslizaba hasta por debajo de los muebles entodo momento; más fácilmente habríase hallado ensu corazón una cuerda sensible que una pelusabajo un sillón.

Después de lo que se había dicho en casade la señora de Tiphaine no podía Silvia retrocederante los trescientos francos. Así, pues, durante laprimera semana Silvia estuvo completamente ocu-pada y Petrilla constantemente distraída con el en-cargo y prueba de los vestidos, el corte de camisasy enaguas y el trabajo de las costureras. Petrilla nosabía coser.

-¡Bonita educación le han dado! -dijo Ro-gron-. ¿No sabes, entonces, hacer nada, corcitamía?

Petrilla, que sólo sabía querer, hizo, por to-da respuesta, un gestecillo mimoso.

-Entonces, ¿en qué empleabas el tiempoen Bretaña? -prosiguió Rogron.

-Jugaba - respondió ella candorosamente -.Todos jugaban conmigo. Mi abuela, mi abuelo y los

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demás me contaban cuentos. ¡Ah! Me querían mu-cho.

-¡Ah! -respondió Rogron- De modo quehacías lo más cómodo.

Petrilla no comprendió esta gracia de la ca-lle de Saint-Denis y abrió mucho los ojos.

-Es tonta de capirote -dijo Silvia a la señori-ta Borain, la costurera más hábil de Provins.

-¡Es tan pequeña! -respondió la costureramirando a Petrilla, que la miraba poniendo un hoci-quito malicioso.

Petrilla prefería las obreras a sus parientes;era amable para ellas; las miraba trabajar; les decíafrases agradables, esas flores de la infancia queRogron y Silvia oían con recelo porque les gustabaproducir a los subordinados un saludable terror. Lasobreras estaban encantadas con Petrilla. Sin em-bargo, no terminó el equipo sin que hubiese terriblesinterjecciones.

-¡Esta chiquilla nos va a costar un ojo de lacara -decía Silvia a su hermano-. A ver si te estásquieta, niña. ¡Qué demonio! No es para mí, sinopara ti -decía a Petrilla, cuando le tomaban medida

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de alguna prenda-. ¡Deja trabajar a la señorita Bo-rain, que tú no le vas a pagar el salario! -decíacuando le veía pedir algo a la primera costurera.

-Señorita -decía la costurera Borain-, ¿co-semos esto con punto atrás?

-Sí, hágalo usted sólidamente; no tengoganas de estar haciendo un ajuar como éste a cadapaso.

Se hizo con la niña lo que con la casa. Pe-trilla tenía que ir tan bien puesta como la niña de laseñora de Garceland. Tuvo brodequines de moda,de piel bronceada, como la niña de Tiphaine. Tuvomedias de finísimo algodón; un corsé de la mejorcorsetera; un vestido de reps azul; una linda peleri-na forrada de seda blanca, para competir con lapequeña de la señora de Julliard, la joven. Del mis-mo modo la ropa interior se hizo en armonía con laexterior; tanto temía Silvia el examen y el golpe devista de las madres de familia. Petrilla tuvo bonitascamisas de madapolán. La señorita Borain dijo quelas niñas de la subprefecta llevaban pantalones depercal bordados y guarnecidos de puntilla; lo mejor.Petrilla tuvo pantalones con volantes de encaje. Seencargó para ella una preciosa capa de terciopeloazul forrado de raso blanco, semejante a la de la

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pequeña Martener. Así se transformó Petrilla en lamás deliciosa niña de Provins. El domingo, al salirde la iglesia, todas las señoras la besaron. Las se-ñoras de Tiphaine, Garceland, Galardón, Auffray,Lesourd, Martener, Guépin y Julliard se enamoraronde la bretoncita. Aquel triunfo exaltó el amor propiode la vieja Silvia, que no había hecho el bien porPetrilla sino por su propia vanidad. Sin embargo,Silvia había de acabar por sentir el éxito de su pri-ma; y véase cómo sucedió: las señoras enviabanpor Petrilla, y ella, creyendo triunfar así, la dejaba ir.Buscaban a Petrilla para que fuese a jugar y hacercomiditas con las otras niñas. Petrilla logró, pues,mejor acogida que los Rogron. A Silvia la molestabaque aquellas señoras enviasen por la niña y nofuesen personalmente a buscarla. La cándida criatu-ra no ocultó cuánto gozaba en casa de las señorasde Tiphaine, Martener, Galardón, Julliard, Lesourd,Auffray y Garceland, cuyo trato contrastaba con eldesagrado de sus primos. Una madre habría sidofeliz viendo disfrutar a su hija; pero los Rogron hab-ían adoptado a Petrilla porque les convenía y nopara favorecerla; sus sentimientos, lejos de ser pa-ternales, estaban manchados de egoísmo y de unaespecie de explotación comercial.

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El hermoso equipo, los lindos vestidos defiesta y los de diario empezaron a hacer desgracia-da a Petrilla. Como todos los niños, libres en susjuegos y acostumbrados a seguir las inspiracionesde su imaginación, gastaba atrozmente los zapatos,los vestidos y, sobre todo, los pantalones de encaje.Cuando una madre reprende a su hijo no piensamás que en él; su palabra es dulce y no sube detono sino cuando se ve obligada o el niño ha proce-dido mal; pero en la magna cuestión de los vestidos,los escudos eran la primera razón de ambos primos;se trataba de ellos y no de Petrilla. Los niños tienenel olfato de la raza canina para los actos de quieneslos dirigen: huelen admirablemente si se los quiereo se los tolera. Los corazones puros perciben mejorlos matices que los contrastes; un niño no com-prende todavía el mal, pero sabe cuándo se hiere elsentimiento de lo bello que la naturaleza ha puestoen él. Los consejos que se acarreó Petrilla sobre lacompostura que deben observar las jovencitas bieneducadas, sobre la modestia y la economía, eran elcorolario de este tema principal: «¡Petrilla nos arrui-na!» Aquellas reprimendas, que tuvieron un resulta-do funesto para Petrilla, hicieron a los dos soltero-nes volver a sus antiguos hábitos comerciales, deque su establecimiento en Provins les había aparta-

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do y en los cuales su natural iba a expansionarse ya florecer de nuevo.

Acostumbrados a dirigir, a hacer observa-ciones, a mandar, a reñir a los dependientes, Ro-gron y su hermana languidecían por falta de vícti-mas. Los espíritus estrechos necesitan el despotis-mo para ejercitar los nervios, como las almas gran-des sienten sed de igualdad para el ejercicio delcorazón. Los seres mezquinos se manifiestan lomismo por la persecución que por la beneficencia;pueden demostrar su poder mediante un imperiosobre los demás, cruel o caritativo, pero caen dellado a que los impulsa su temperamento. Añadid elvehículo del interés y tendréis el enigma de la ma-yoría de las cosas sociales. Desde entonces Petrillase hizo extremadamente necesaria para la existen-cia de sus primos. Desde que llegó, los Rogronhabían estado ocupadísimos en el equipo, y luegoentretenidos por la novedad de su pequeña comen-sal. Toda cosa nueva, sea un sentimiento o sea unaposesión, necesita establecer costumbre. Silviaempezó por llamar a Petrilla pequeña mía; luegosuprimió el pequeña mía y lo dejó en Petrilla a se-cas. Los regaños, al principio agridulces, se hicieronvivos y duros. Ya en ese camino, el hermano y lahermana avanzaron rápidamente; ¡ya no se aburr-

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ían! No fue el complot de seres malos y crueles,sino el instinto de una tiranía imbécil. Los dos her-manos se creyeron útiles a Petrilla como antes secreían útiles a sus aprendices. Petrilla, cuya sensibi-lidad verdadera, noble, excesiva, era el antípoda dela aridez de los Rogron, sentía horror por los repro-ches; la afligían tan vivamente, que en seguida mo-jaban dos lágrimas sus bellos ojos puros. Tuvo queluchar mucho para reprimir su adorable vivacidad,que tanto gustaba fuera de casa y que desplegabaentre sus amiguitas; pero en casa, hacia el fin delprimer mes, empezó a permanecer pasiva. Y Ro-gron le preguntó si estaba enferma. Al oír esta ex-traña interrogación, Petrilla corrió al extremo deljardín para llorar allí, a la orilla del río, en el cualcaían sus lágrimas como ella misma había de caerun día en el torrente social. Un día, a pesar de sucuidado, se desgarró el hermoso vestido de reps encasa de la señora de Tiphaine, adonde había ido apasar el día jugando. En seguida se deshizo enlágrimas, previendo la reprimenda que le esperabaen casa.

Le preguntaron y dejó escapar, entre lágri-mas, algunas palabras sobre su terrible prima. Lahermosa señora de Tiphaine tenía reps parecido yreemplazó por su propia mano el ancho del vestido.

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La señorita Rogron supo la partida que, según suexpresión, le había jugado la endemoniada chiquilla.Desde entonces no permitió a Petrilla volver a casade aquellos señores.

La vida de Petrilla en Provins iba a dividirseen tres muy distintas fases. La primera, aquella enque experimentó una especie de dicha con la mez-cla de frías caricias y ardientes reproches de susprimos, duró tres meses. La prohibición de ir a casade sus amiguitas, fundamentada en la necesidad deque empezase a aprender todo lo que debía saberuna joven bien educada, cerró la primera fase de lavida de Petrilla en Provins, el único período de suexistencia que le pareció soportable.

Los movimientos interiores que la estanciade Petrilla producía en los Rogron fueron estudia-dos por Vinet y por el coronel con la precaución delzorro que se propone entrar en un gallinero y sienteinquietud al ver en él un ser extraño. Los dos ibande tarde en tarde, por no despertar el recelo deSilvia; hablaban con Rogron aprovechando diferen-tes pretextos y se iban enseñoreando de él con unareserva y una habilidad que el gran Tartufo hubieseadmirado. El coronel y el abogado estuvieron encasa de los Rogron la noche misma del día en que

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Silvia se negó a enviar a Petrilla a casa de la señorade Tiphaine en términos muy ásperos. Al saberesto, se miraron los dos como personas que conoc-ían bien la vida de Provins.

-Decididamente, esa señora ha queridomolestar a usted. Hace tiempo que anunciamos aRogron lo que ha sucedido. Con esas gentes no seva ganando nada bueno.

-¿Qué puede esperarse de un partido anti-nacional? -exclamó el coronel, retorciéndose losbigotes e interrumpiendo al abogado-. Si hubiéra-mos intentado apartarlos a ustedes de ellos, habríanustedes pensado que teníamos motivos de odiopara hablar así. Pero ¿por qué, señorita, si lo gustajugar al boston, no ha de hacerlo usted en su casapor las noches? ¿Es imposible reemplazar a creti-nos como ese Julliard? Vinet y yo sabemos el bos-ton y acabaremos por encontrar otro que haga elcuarto. Vinet puede presentar a usted a su esposa,que es amable, y además es una Chargebœuf. Us-ted no hará lo que esos macacos de la ciudad alta;no exigirá trajes de duquesa a una buena señora desu casa a quien la infamia de su familia obliga ahacérselo todo por sí misma y que reúne el valor deun león y la dulzura de un cordero.

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Silvia Rogron sonrió al coronel, dejando versus largos dientes amarillos. El coronel aguantómuy bien aquel horrible fenómeno y hasta adoptóun aire halagador.

-Si no somos más que cuatro, no podremosjugar al boston todas las noches -respondió.

-¿Qué quiere usted que haga un veteranocomo yo, sin más ocupación que comerse su retiro?El abogado siempre está libre por la noche.Además, tendrá usted gente, se lo prometo -añadiócon cierto retintín misterioso.

-Bastaría -dijo Vinet -ponerse francamenteen contra de los ministeriales de Provins y hacerlesfrente; vería usted cuánto se la quería en la ciudad;tendría usted gente de sobra. Haría usted rabiar alos Tiphaine oponiendo estos salones a los suyos.Nos reiremos de los demás, ya que los demás seríen de nosotros. En cuanto a ustedes, la pandillano guarda disimulo.

-¿Cómo? -preguntó Silvia.

En provincias hay siempre más de unaválvula por donde se escapan los chismorreos deuna sociedad sobre la otra. Vinet estaba enteradode todos las cosas que se dijeron acerca de los

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Rogron en los salones de donde los dos mercerosestaban definitivamente desterrados. El juez suplen-te, el arqueólogo Desfondrilles, no pertenecía aningún partido y, como algunos otros personajesindependientes, contaba todo lo que oía. Vinet sehabía aprovechado de aquellas charlas. El malignoabogado envenenó, al repetirlas, las bromas de laseñora de Tiphaine. Al revelar las burlas a que Ro-gron y Silvia se habían prestado, encendió la cóleray despertó el espíritu de venganza en aquellas natu-ralezas secas que necesitaban un alimento para susruines pasiones.

Días después, Vinet llevó a su mujer, per-sona bien educada, tímida, ni fea ni guapa, muydulce y muy penetrada de su desventura. La señorade Vinet era rubia, un poco marchita por los cuida-dos de su pobre casa y vestida con mucha senci-llez. No había mujer que pudiese parecer mal juntoa Silvia. La señora de Vinet soportó los aires deSilvia y se doblegó como persona habituada a do-blegarse. En su frente abombada, en sus mejillas derosa de Bengala, en su mirada lenta y tierna se veíala huella de esas profundas meditaciones, de esepensamiento suspicaz que las mujeres acostumbra-das a sufrir sepultan en el silencio absoluto. La in-fluencia del coronel, que desplegaba para Silvia

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gracias cortesanescas, aparentemente nacidas desu brusquedad militar, y la del diestro Vinet alcanza-ron en seguida a Petrilla. Encerrada en casa o sa-liendo sólo en compañía de su vieja prima, Petrilla,aquella linda ardilla, sufrió constantemente el «¡Notoques a eso!», y aguantó continuos sermones so-bre la manera de conducirse. Petrilla tenía la cos-tumbre de encorvarse un poco; su prima quería quefuese tiesa como ella, que parecía un soldado pre-sentando armas a su coronel; a veces, le daba lige-ros golpes en la espalda para obligarla a enderezar-se. La libre y alegre hija de la Marisma aprendió areprimir sus movimientos, a parecer un autómata.

Una noche, que señaló el comienzo del se-gundo período, Petrilla, a quien los tres contertulioshabituales no habían visto en el salón durante lavelada, vino a besar a sus parientes y a saludar alas visitas antes de acostarse. Silvia tendió fríamen-te la mejilla a la encantadora criatura como paralibrarse de su beso. El gesto fue tan cruelmentesignificativo, que Petrilla rompió a llorar.

-Te has molestado, Petrilla? -dijo el atrozVinet.

-¿Qué le ocurre a usted? -le preguntó seve-ramente Silvia.

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-Nada -dijo la pobre niña, yendo a besar asu primo.

-¿Nada? -replicó Silvia-. Sin razón no sellora.

-¿Qué tiene usted, preciosa mía? -dijo laseñora de Vinet.

-¡Mi prima rica no me trata tan bien comomi pobre abuela!

-Su abuela de usted se quedó con su fortu-na -dijo Silvia- y su prima le dejará la suya.

El coronel y el abogado se miraron con di-simulo.

-Prefiero que me roben y me quieran -dijoPetrilla.

-Bueno; pues volverá usted al sitio de don-de ha venido.

-Pero ¿qué ha hecho la pobre niña? -dijo laseñora de Vinet.

Vinet lanzó a su mujer una terrible mirada,fría y fija; mirada de personas que ejercen un domi-nio absoluto. La infeliz ilota, siempre castigada por

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el delito de no tener lo único que se quería de ella,una fortuna, volvió a coger sus cartas.

-¿Que qué ha hecho? -exclamó Silvia, al-zando la cabeza con un movimiento tan brusco quelos alhelíes amarillos de su gorra se agitaron-. Nosabe qué inventar para contrariarnos; ha abierto mireloj para enterarse del mecanismo, ha tocado elvolante y ha roto el muelle real. La señorita noatiende a nada. Estoy todo el día recomendándoleque tenga cuidado con todo y es como si se lo dije-se a esta lámpara.

Petrilla, avergonzada de que la riñesen enpresencia de extraños, salió suavemente.

-Yo me pregunto cómo se podrá domar laturbulencia de esta niña -dijo Rogron.

-Pues ya tiene edad para ir a un colegio -dijo la señora de Vinet.

Una mirada de Vinet impuso silencio a sumujer, a quien se había librado bien de confiar susplanes y los del coronel sobre los solterones.

-Vean ustedes lo que tiene el cargar conhijos ajenos -exclamó el coronel-. Podrían ustedes

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todavía tenerlos propios, usted o su hermano. ¿Porqué no se casan ustedes, uno u otro?

Silvia miró al coronel con mucho agrado;por primera vez en su vida tropezaba con un hom-bre a quien no le pareciese absurdo verla casada.

-Pero la señora de Vinet tiene razón -dijoRogron-. Así estaría tranquila Petrilla. ¡Un maestrono costará gran cosa!

Silvia estaba tan preocupada con las pala-bras del coronel, que no contestó a su hermano.

-Si usted quisiera dar no más que su ga-rantía para el periódico de oposición de que hablá-bamos el editor responsable serviría de profesorpara su primita; tomaríamos a ese pobre maestro deescuela, víctima de las intrusiones del clero. Mi mu-jer tiene razón: Petrilla es un diamante en bruto, quees necesario pulimentar -dijo Vinet a Rogron.

-Creí que era usted barón -dijo Silvia al co-ronel, mientras daba cartas y después de una largapausa durante la cual todos los jugadores permane-cieron pensativos.

-Sí; pero nombrado en 1814, después de labatalla de Nangis, en la que hizo milagros mi regi-

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miento, no tuve el dinero ni la protección necesariospara poner las cosas en regla en la Cancillería.Ocurre con mi baronía lo mismo que con el gradode general, que se me dio en 1815: tiene que veniruna revolución para que me los devuelvan.

-Yo daría mi garantía resguardándola conuna hipoteca -dijo, al fin, Rogron.

-Eso puede arreglarse con Cournant -replicó Vinet- El periódico traerá el triunfo del coro-nel y hará el salón de ustedes más poderoso que elde los Tiphaine y consortes.

-¿Cómo será eso? -dijo Silvia.

Cuando el abogado, mientras su mujer da-ba cartas, explicaba la importancia que Rogron, elcoronel y él adquirirían mediante la publicación deuna hoja independiente consagrada al distrito deProvins, Petrilla en su cuarto se deshacía en lágri-mas; su corazón y su inteligencia estaban acordes;su prima le parecía más en falta que ella misma. Lahija de la Marisma comprendía instintivamente quela caridad y la beneficencia deben ser absolutas.Aborrecía sus hermosos vestidos Y todo lo que sehacía para ella. Se le vendían los beneficios dema-siado caros. Lloraba de despecho de haberse en-

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tregado a sus primos, y formaba, ¡pobre criatura!, elpropósito de conducirse de tal manera que los redu-jese al silencio. Ahora pensaba cuánta había sido lagrandeza de Brigaut al darle sus economías. Secreía en el colmo de la desventura y no sabía queen aquel momento se decidía en el salón una nuevadesventura para ella. En, efecto, días más tardePetrilla tuvo un maestro de primeras letras; tuvo queaprender a leer, escribir y contar. La educación dePetrilla produjo enormes estragos en casa de losRogron. Había tinta en los muebles, en las mesas,en los vestidos; plumas desparramadas por todaspartes; libros rotos, desencuadernados. Se lehablaba ya -¡y en qué términos!- de la necesidad deganarse el pan, de no ser una carga para nadie. Alescuchar aquellos horribles avisos, Petrilla sentía undolor en la garganta; se contraía violentamente; sucorazón latía de un modo precipitado. Tenía quecontener las lágrimas, porque se le pedía cuenta desus lágrimas como de una ofensa inferida a la bon-dad do sus magnánimos parientes. Rogron habíahallado al fin el modo de vivir adecuado a sus cos-tumbres; reñía a Petrilla como antaño a sus depen-dientes; iba a sorprenderla en sus juegos para obli-garla a estudiar; le hacía repetir las lecciones; era elferoz jefe de estudios de la pobre niña. Silvia, por su

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parte, consideraba como un deber el enseñar aPetrilla lo poco que sabía de labores. Ni Rogron nisu hermana tenían dulzura en el carácter. Aquellosespíritus estrechos, que además hallaban un placeren importunar a la infeliz pequeñuela, pasaron in-sensiblemente de la dulzura a la más extremadaseveridad. Fundábase su severidad en la supuestamala fe de la niña, que, habiendo empezado dema-siado tarde, tenía el entendimiento entorpecido. Losmaestros de Petrilla desconocían el arte de dar alas lecciones una forma apropiada a la inteligenciadel alumno, en lo cual está la diferencia entre laeducación privada y la pública. La falta estaba,pues, no tanto en Petrilla como en sus parientes.Por cualquier cosa la llamaban bestia y estúpida,tonta y torpe. Petrilla, constantemente maltratada depalabra, no veía en sus parientes más que miradasfrías. Adquirió la actitud embobada de las ovejas; nose atrevía a hacer nada, al ver sus actos mal juzga-dos, mal acogidos, mal interpretados. Para todoaguardaba el capricho arbitrario, las órdenes de suprima; los propios pensamientos los guardó para síy se encerró en una obediencia pasiva. Empezarona disiparse sus brillantes colores. A veces se queja-ba. Cuando su prima le preguntó:

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-¿Dónde te duele?-, la pobre pequeña, quesentía dolores generales, contestó:

-Me duele todo.

-¿Se ha visto nunca que duela todo? Si ledoliese a usted todo se habría usted muerto -respondió Silvia.

-Le duele a uno el pecho -decía Rogron amanera de epílogo-; le duelen las muelas, la cabe-za, los pies o el vientre; pero nunca se ha visto quele duela a uno todo a un tiempo. ¿Qué quiere decirtodo? Dolerle a uno todo es no dolerle nada. ¿Sa-bes lo que estás haciendo? Pues hablar sin decirnada.

Petrilla acabó por callarse al ver que suscandorosas observaciones de jovencita, las floresde su espíritu naciente eran acogidas con lugarescomunes que su buen sentido encontraba ridículos.

-¡Te quejas y tienes un apetito de fraile! -ledecía Rogron.

La única persona que no chafaba aquellapreciada flor tan delicada era la gordiflona criadaAdela. Adela calentaba la cama de la niña, pero aescondidas desde el día en que, sorprendida cuan-

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do proporcionaba a la niña aquel mimo, fue reñidapor Silvia.

-Hay que enseñar a los niños a ser duros;hacerles un temperamento fuerte. ¿Nos va mal a mihermano y a mí? Usted haría de Petrilla una remil-gada.

Las caricias de aquel ángel eran recibidascomo fingimientos. Las rosas de cariño que se alza-ban tan frescas, tan graciosas en aquella tiernaalma y que querían desbordarse de ella eran impla-cablemente aplastadas. Petrilla recibía los más du-ros golpes en el sitio más tierno de su corazón. Siintentaba, a fuerza de mimos, ablandar aquellasferoces naturalezas, se la acusaba de hacerlo porinterés.

-Di en seguida lo que quieres -exclamababrutalmente Rogron-; esas zalamerías no las hacesen balde.

Ni la hermana ni el hermano admitían el ca-riño, y Petrilla era todo cariño. El coronel Gouraud,deseoso de complacer a la señorita Rogron, le dabala razón en todo lo concerniente a Petrilla. Vinettambién apoyaba a los dos hermanos en cuantodecían contra la pequeña; atribuía todas las supues-

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tas faltas de aquel ángel a la testarudez del carácterbretón, contra la cual era inútil toda buena voluntad.Rogron y su hermana eran así adulados, con ex-trema sutileza, por aquellos dos cortesanos quehabían acabado por obtener de Rogron la garantíapara El Correo de Provins y de Silvia cinco mil fran-cos en acciones. El coronel y el abogado se pusie-ron en campaña. Colocaron cien acciones de a qui-nientos francos entre los electores propietarios debienes nacionales -a quienes los periódicos libera-les hacían concebir temores-, entre los colonos yentre las personas llamadas independientes. Logra-ron también extender sus ramificaciones por el de-partamento y aun más allá, en algunas comunaslimítrofes. Cada accionista era, naturalmente, unsuscriptor. Luego, los anuncios judiciales y otros sedividieron entre La Colmena y El Correo. El primernúmero del periódico insertó un pomposo elogio deRogron. Se le presentaba como el Laffitte de Pro-vins. Cuando el espíritu público tuvo una dirección,se pudo ver que las próximas elecciones serían muyreñidas.

La hermosa señora de Tiphaine se deses-peró. Leyendo un artículo dirigido contra ella y con-tra Julliard, decía:

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-He olvidado, por desgracia, que al lado deun tonto hay siempre un bribón, y que la necedadatrae siempre a un hombre listo de la especie de loszorros.

Desde que el periódico flameó en veinte le-guas a la redonda, Vinet tuvo una levita nueva, bo-tas, un chaleco y un pantalón decentes. Se encas-quetó el famoso sombrero gris de los liberales y sele pudo ver la ropa blanca. Su mujer tomó una cria-da y apareció vestida como correspondía a la espo-sa de un hombre influyente; tuvo bonitos sombreros.Porque le convenía, Vinet fue agradecido. Él y suamigo Cournant se convirtieron en consejeros delos Rogron, a los cuales prestaron grandes servi-cios. Los arrendamientos hechos por Rogron padreen 1815, en circunstancias desgraciadas, iban aexpirar. La horticultura se había desarrollado enor-memente en torno de Provins. El abogado y el nota-rio lograron un aumento de mil cuatrocientos fran-cos en las rentas de los Rogron mediante arriendosnuevos. Vinet ganó dos litigios, relativos a planta-ciones de árboles, contra dos comunas, y en loscuales se trataba de quinientos álamos. El dinero delos álamos y el de las economías de los Rogron,que llevaban tres años colocando seis mil francosen negocios de gran interés, fue habilísimamente

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empleado en la compra de varios terrenos. Por últi-mo, Vinet acometió y realizó la expropiación dealgunos campesinos a quienes Rogron padre habíaprestado dinero y que en vano se habían matado acultivar y mejorar las tierras para pagarlas. La men-gua que la construcción de la casa había producidoen el capital de los Rogron fue compensada sobra-damente. Sus bienes, situados en los alrededoresde Provins, elegidos por su padre como saben ele-gir los posaderos, divididos en parcelas, la mayor decinco fanegas, arrendados a gentes de positivasolvencia, propietarios todos de algunos trozos detierra y con hipoteca para la seguridad de los con-tratos, produjeron en el San Martín de noviembre de1826 cinco mil francos. Los impuestos eran decuenta de los colonos y no había ningún edificio quereparar o asegurar de incendios. Los hermanosposeían cada uno cuatro mil seiscientos francos encinco por ciento, y como este valor estaba por cimade la par, el abogado les aconsejó que los vendie-ran y empleasen en tierras, prometiéndoles, conayuda del notario, que en el cambio no perderían unmaravedí de interés.

Al fin de este segundo período, la vida fuetan dura para Petrilla, la indiferencia de los visitan-tes, las estúpidas riñas y la falta de cariño de sus

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primos se hicieron tan corrosivas, de tal modo sent-ía el soplo frío y húmedo de la tumba, que concibióel atrevido proyecto de irse a pie, sin dinero, a Bre-taña para volverse a reunir con su abuela y suabuelo Lorrain. Dos acontecimientos se lo impidie-ron. El buen Lorrain murió, y Rogron fue nombrado,por un consejo de familia, tutor de su prima. Si laabuela hubiera muerto, primero es de creer queRogron, aconsejado por Vinet, habría reclamado losocho mil francos de Petrilla y dejado al abuelo en laindigencia.

-Pero usted puede heredar a Petrilla -le dijoVinet con una sonrisa espantosa-. ¡No se sabequién vive ni quién muere!

Iluminado por esta frase, Rogron no dejóen paz a la viuda de Lorrain, deudora de su nieta,hasta que la obligó a asegurar a Petrilla el usufructode los ocho mil francos mediante una donación intervivos, cuyos gastos fueron abonados por él.

Petrilla se sintió extrañamente conmovidapor aquel duelo. En los momentos en que recibía elhorrible golpe, se trató de preparar su primera co-munión, otro acontecimiento cuyas obligaciones laretuvieron en Provins. Aquella ceremonia necesariay tan sencilla iba a producir en los Rogron grandes

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cambios. Silvia supo que el señor cura Peroux pre-paraba a las niñas de Julliard, Lesourd, Garceland yotras. Se picó y quiso que a Petrilla la preparase elvicario Habert, superior del ábate Peroux, un hom-bre que pasaba por pertenecer a la congregación,muy celoso de los intereses de la Iglesia, muy temi-do en Provins y que, bajo una absoluta severidad deprincipios, ocultaba una gran ambición. La hermanade este sacerdote, soltera, de unos treinta años,tenía en la ciudad una hospedería de señoritas. Losdos hermanos se parecían: los dos flacos, amarillos,pelinegros, atrabiliarios. Como bretona criada en lasprácticas y en la poesía del catolicismo, Petrillaabrió el corazón y los oídos a la palabra del impo-nente presbítero. Los sufrimientos predisponen a ladevoción, y casi todas las jóvenes, movidas porinstintiva ternura, se inclinan al misticismo, el ladoprofundo de la religión. El sacerdote sembró, pues,el grano del Evangelio y los dogmas de la Iglesia enun terreno excelente. Cambió por completo las dis-posiciones de Petrilla. Petrilla amó a Jesucristo,presente en la comunión, como a un celeste prome-tido; sus sufrimientos físicos y morales adquirieronun sentido; aprendió a ver en todas las cosas eldedo de Dios. Su alma, tan cruelmente herida enaquella casa, sin que ella pudiera acusar a sus pa-

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rientes, se refugió en la esfera a que se elevan to-dos los desgraciados en alas de las tres virtudesteologales. Abandonó, pues, sus ideas de fuga.Silvia, asombrada de la metamorfosis operada enPetrilla por el señor Habert, sintió curiosidad. Desdeentonces, sin dejar de preparar a Petrilla para laprimera comunión, el señor Habert conquistó paraDios el alma, hasta allí extraviada, de la señoritaSilvia. Silvia se hizo devota. Dionisio Rogron, en elcual el supuesto jesuita no pudo hincar el diente,porque a la sazón el espíritu de Su Majestad liberalel difunto Constitucional I podía más sobre algunosnecios que el espíritu de la Iglesia, Dionisio perma-neció fiel al coronel Gouraud, a Vinet y al liberalis-mo.

La señorita Rogron hizo, naturalmente,amistad con la señorita Habert, con la cual simpa-tizó perfectamente. Las dos solteronas se amaroncomo dos hermanas que se aman. La señoritaHabert se brindó a tener consigo a Petrilla, paraevitar a Silvia los enojos y las dificultades de unaeducación; pero los dos hermanos contestaron quela ausencia de Petrilla les dejaría en casa un vacíodemasiado grande. La adhesión de los Rogron a suprimita pareció excesiva. Al ver que la señoritaHabert se introducía en la plaza, el coronel Gouraud

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y el abogado Vinet atribuyeron al vicario, en interésde su hermana, el plan matrimonial formado por elcoronel.

-Su hermana quiere casarle a usted -dijo elabogado al ex mercero.

-¿Con quién? -dijo Rogron.

-Con esa institutriz, esa vieja sibila -exclamó el coronel acariciándose los grises mosta-chos.

-No me ha dicho nada -respondió Rogroncándidamente.

Una soltera absoluta como Silvia tenía queprogresar en el camino de la salvación. La influenciadel presbítero iba a aumentar en aquella casa, apo-yada por Silvia, que disponía de su hermano. Losdos liberales, que se asustaron, con razón, com-prendieron que si el presbítero había resuelto casara su hermana con Rogron, matrimonio infinitamentemás adecuado que el de Silvia con el coronel, im-pulsaría a Silvia a las más violentas prácticas reli-giosas y conseguiría que Petrilla fuese a un conven-to. Podían, pues, perder el fruto de diez y ocho me-ses de esfuerzos, de vilezas y de halagos. Concibie-ron un odio atroz y sordo contra el presbítero y su

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hermana; y, sin embargo, sintieron la necesidad deestar a bien con ellos para seguirlos más de cerca.El señor y la señorita de Habert, que sabían jugar alwhist y al boston, empezaron a ir todas las noches acasa de los Rogron. La asiduidad de los unos excitóla asiduidad de los otros. El abogado y el coronelpresintieron que se hallaban frente a frente de ad-versarios tan fuertes como ellos; presentimiento quetuvieron asimismo el sacerdote y su hermana. Surespectiva situación era ya un combate. Así como elcoronel hacía gustar a Silvia la inesperada dulzurade una petición de mano, porque Silvia había aca-bado por ver en Gouraud un hombre digno de ella,la señorita Habert envolvió al ex mercero en la gua-ta de sus atenciones, de sus palabras y de sus mi-radas. Ninguno de los dos partidos podía pronunciaresa gran palabra de alta política: «¡Compartamos!»Cada uno quería su presa. Por lo demás, los dosastutos zorros de la oposición de Provins, oposiciónque crecía, cometieron el error de creerse más fuer-tes que el sacerdote; dispararon primero.

Vinet, atenazado por los ganchudos dedosdel interés personal, fue en busca de la señorita deChargebœuf y de su madre. Las dos mujeres pose-ían unas dos mil libras de renta y vivían penosa-mente en Troyes. La señorita, Betilda de

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Chargebœuf era una de esas magníficas criaturasque creen en los matrimonios por amor y cambiande opinión hacia los veinticinco años, al ver quesiguen solteras. Vinet supo persuadir a la señora deChargebœuf de que debía juntar sus dos mil fran-cos con los mil escudos que él ganaba desde lafundación del periódico e irse a vivir en familia aProvins, donde Betilda se casaría -aseguró- con unimbécil llamado Rogron y podría, siendo, como era,tan espiritual, rivalizar con la hermosa señora deTiphaine. La adhesión de la señora y la señorita deChargebœuf a la casa y a las ideas de Vinet dio lamayor consistencia al partido liberal. Aquella alianzaconsternó a la aristocracia de Provins y al partido delos Tiphaine. La señora de Breautey, desesperadade ver tal extravío en dos mujeres nobles, les rogóque fuesen a verla. Lamentó las faltas cometidaspor los realistas y se puso furiosa contra los de Tro-yes cuando supo la situación en que se hallaban lamadre y la hija.

-¡Cómo! ¿No ha habido un noble hidalgoque se case con esta preciosa joven, nacida paraser una castellana? -decía-. ¡La han dejado granar-se para que venga a caer en brazos de un Rogron!

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Removió todo el departamento sin encon-trar un hidalgo capaz de casarse con una muchachacuya madre no tenía más que dos mil libras de ren-ta.

El partido de los Tiphaine y el subprefectose dedicaron también, pero demasiado tarde, a labusca de aquel desconocido. La señora de Breau-tey lanzó terribles acusaciones contra el egoísmoque devoraba a Francia, fruto del materialismo y delimperio que las leyes habían otorgado al dinero. ¡Lanobleza no era ya nada! ¡Los Rogron, los Vinetdaban la batalla el rey de Francia!

Betilda de Chargebœuf tenía sobre su rivalno sólo la ventaja de una incontestable belleza, sinola del arte para vestirse. Era de una blancura res-plandeciente. A los veinticinco años, sus hombros,completamente desarrollados, y sus bellas formastenían una exquisita plenitud. La redondez de sucuello, la pureza de sus muñecas y sus tobillos, lariqueza de su cabellera, de un elegante color rubio;la gracia de su sonrisa, la forma distinguida de sucabeza, el corte y el aire de su tipo, sus hermososojos bien colocados bajo una frente bien dibujada,sus movimientos nobles y de alta educación y sutalle todavía esbelto, todo se armonizaba. Tenía

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manos lindas y pies breves. Su salud le daba, talvez, el aspecto de una bella joven posadera, «peroesto no podía ser un defecto a los ojos de Rogron»,dijo la hermosa señora de Tiphaine. La señorita deChargebœuf hizo su presentación vestida con bas-tante sencillez. Su traje de merino castaño festo-neado con bordados verdes era descotado; perouna pañoleta de tul bien estirada, con cordonesinteriores, cubría sus hombros, su espalda, entrea-brióndose, no obstante, por delante, aunque estabasujeta por un sévigné. Bajo aquel delicado tejido, lasbellezas de Betilda eran aún más coquetas, másseductoras. Al llegar se quitó el sombrero de tercio-pelo y el chal y dejó ver sus bonitas orejas adorna-das con pendientes de oro. Llevaba una crucecitade oro sujeta al cuello por una cinta de terciopeloque le ceñía y se destacaba como el anillo negroque la fantástica naturaleza pone en la cola de losgatos de Angora blancos. Sabía todas las maliciasde las muchachas casaderas: mover las manospara arreglarse los rizos que no se han desarregla-do; enseñar las muñecas al rogar a Rogron que leatase un puño, a lo cual el infeliz, deslumbrado, senegaba brutalmente, ocultando así sus emocionesbajo una falsa indiferencia. La timidez del únicoamor que el ex mercero había tenido en su vida

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tomó las apariencias del odio. Silvia y CelesteHabert lo interpretaron equivocadamente; no así elabogado, el hombre superior de aquella sociedadestúpida, que no tenía más adversario que elpresbítero, ya que el coronel era y fue largo tiemposu aliado.

Por su parte, el coronel se condujo desdeentonces con Silvia como Betilda con Rogron. Semudaba de ropa interior todas las noches; se pusocuellos de terciopelo, sobre los cuales se destacababien su rostro marcial, aun más subrayado por laspuntas del blanco cuello de la camisa; adoptó elchaleco de piqué blanco y se encargó un nuevoredingote de paño azul, en el cual brillaba su rosetaroja, todo ello con el pretexto de honrar a Betilda.Dejó de fumar desde las dos de la tarde. Se peinócuidadosamente los grises cabellos sobre el cráneode color ocre. Tomó, en fin, la apostura de un jefede partido, de un hombre que se disponía a mar-char, a tambor batiente, contra los enemigos deFrancia, contra los Borbones en fin.

El satánico abogado y el sagaz coronelhicieron al señor y a la señorita de Habert una juga-rreta más cruel aún que la presentación de la bellaBetilda de Chargebœuf, a quien en casa de los

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Breautey y en el partido liberal se juzgaba diez ve-ces más bella que la hermosa señora de Tiphaine.Aquellos dos grandes políticos de pueblo hicieroncreer a todo el mundo que el señor Habert iba parti-cipando de sus ideas. Provins habló en seguida deél como de un sacerdote liberal. Enterado pronta-mente el obispo, el señor Habert fue obligado aretirarse de las reuniones de los Rogron; pero suhermana siguió yendo. El salón de los Rogronquedó desde entonces constituido y fue una poten-cia.

Hacia mediados de aquel año, las intrigaspolíticas se agitaron en el salón de los Rogron tantocomo las matrimoniales. Si los intereses sordos,agazapados en los corazones, libraron combatesencarnizados, la lucha política alcanzó una funestacelebridad. Todo el mundo sabe que el MinisterioVillèle fue derribado por las elecciones de 1826. Enel colegio de Provins, Vinet, candidato liberal, aquien el señor Cournant había proporcionado elcenso mediante la adquisición de una haciendacuyo pago quedó pendiente, estuvo a punto de de-rrotar al señor Tiphaine. El presidente no tuvo másque dos votos de mayoría. A las señoras de Vinet yChargebœuf, a Vinet y al coronel, se sumaban al-gunas veces en el salón el señor Cournant y su

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esposa y el médico Neraud, un hombre cuya juven-tud había sido borrascosa, pero que tomaba la vidaen serio; decíase de él que se había dado al estudioy, según los liberales, valía más que el señor Mar-tener. Los Rogron no comprendían su triunfo, comono habían comprendido su ostracismo.

La hermosa Betilda de Chargebœuf semostraba horriblemente desdeñosa con Petrilla,porque Vinet se la había hecho considerar comoenemiga. El interés general exigía el abatimiento dela pobre víctima. La señora de Vinet no podía hacernada por aquella niña atropellada por una pugna deintereses que ya había acabado por comprender. Ano quererlo imperiosamente su marido, ella no habr-ía ido a casa de los Rogron, porque sufría demasia-do viendo maltratar a la linda criaturita, que se apre-taba contra ella adivinando una secreta protección yle pedía que le enseñase tal o cual punto de costurao algún bordado. Petrilla demostraba así quetratándola con dulzura era capaz de aprender ycomprender a maravilla. Por fin, como ya no era útil,la señora de Vinet dejó de ir. Silvia, que todavíaacariciaba la idea del matrimonio, acabó por ver enla niña un obstáculo. Petrilla tenía casi catorceaños; su blancura enfermiza, síntoma de que lasolterona no se cuidaba, la hacía muy bella. Silvia

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concibió entonces la idea de convertir a Petrilla enuna sirvienta para indemnizarse de los gastos quele ocasionaba. Vinet, que llevaba la voz cantante delos Chargebœuf, la señorita Habert, Gouraud, todoslos contertulios influyentes aconsejaron a Silvia quedespidiese a la gordiflona Adela. ¿No iba a servirPetrilla para cocinar y limpiar la casa? Cuandohubiese mucho trabajo se le aliviaría llamando alama de llaves del coronel, mujer muy entendida yuna de las buenas cocineras de Provins. Petrilla -dijo el siniestro abogado- debía aprender a guisar,encerar los pisos, limpiar, ir a la compra, conocerlos precios de las cosas. La pobre pequeña, tanabnegada como generosa, se ofreció espontánea-mente, sintiéndose dichosa con ganar así el panque comía en aquella casa. Adela fue despedida.Petrilla se quedó sin la única persona que tal vez lahabría protegido. A pesar de su fuerza, desde aquelinstante se aniquiló física y moralmente. Los dossolterones tuvieron para ella mucho menos mira-miento que para una criada. ¡Les pertenecía! Se lareñía por futesas: por un poco de polvo olvidado enel mármol de la chimenea o en un globo de cristal.Aquellos objetos de lujo que tanto la habían admira-do se le hicieron odiosos. A pesar de que procurabahacerlo todo bien, su inexorable prima encontraba

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siempre motivos para reprenderla. En dos años norecibió Petrilla un halago, no oyó una palabra afec-tuosa. Su felicidad consistía en no ser amonestada.Soportaba con una paciencia angelical la acritud deaquellos solterones que desconocían en absolutolos sentimientos dulces y que a diario le hacíansentir su dependencia. La vida que la joven llevabaentre los dos merceros, como entre las planchas deuna prensa, aumentó su enfermedad. Experimentótan violentas perturbaciones internas, secretos dolo-res de tan súbita explosión, que su desarrollo sedetuvo irremediablemente. Sufriendo dolores espan-tosos, pero nunca declarados, llegó, pues, al estadoen que la vio su amigo de la infancia al saludarladesde la plazoleta con la trova bretona.

Antes de entrar en el drama doméstico quela llegada de Brigaut produjo en la casa de los Ro-gron es necesario, para no interrumpirle, explicar elestablecimiento del bretón en Provins, ya que él fue,en cierto modo, un personaje mudo de esta historia.Brigaut, al escaparse, no se asustó sólo de la señaque le había hecho Petrilla, sino también del cambioexperimentado por su amiguita.

Apenas la habría reconocido a no ser por lavoz, los ojos y los ademanes, que le recordaban a

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su compañera de la infancia, tan vivaz, tan alegre y,sin embargo, tan tierna. Cuando se vio lejos de lacasa, sintió que le temblaban las piernas y que lecorrían escalofríos por la espalda. No había visto aPetrilla, sino su sombra. Subió a la ciudad alta pen-sativo, inquieto, hasta que encontró un sitio desdedonde podía verse la plazoleta y la casa de Petrilla;las contempló con dolor, sumido en pensamientosinfinitos, como una desventura a la cual se arrojauno sin saber dónde tendrá su límite. ¡Petrilla sufría,no era feliz, echaba de menos su Bretaña! ¿Quétenía? Todas estas preguntas pasaron y volvieron apasar por el corazón de Brigaut, desgarrándole, y lehicieron comprender cuánto quería a su hermanaadoptiva. Es muy raro que las pasiones perdurenentre niños de distintos sexos. La deliciosa novelade Pablo y Virginia, como la de Petrilla y Brigaut, noresuelven el problema que plantea este hecho moraltan extraño. La historia moderna no ofrece más quela illastre excepción de la marquesa de Pescaire ysu marido: destinados el uno al otro por sus padresdesde la edad de catorce años, se adoraron y secasaron; su unión dio el espectáculo, en el sigloXVI, de un amor conyugal infinito sin nubes.Habiéndose quedado viuda a los treinta y cuatroaños, la marquesa, bella, espiritual, universalmente

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adorada, rehusó el amor de reyes y se sepultó enun convento, donde no veía ni oía más que a lasreligiosas. En el corazón del pobre obrero bretón sereveló el amor súbitamente. Petrilla y él se habíanprotegido tanto mutuamente; él había experimenta-do tanta alegría al procurarle el dinero para el viaje,había estado a punto de morir por seguir a la dili-gencia, ¡y Petrilla no lo sabía! Aquel recuerdo había,a menudo, dado calor a las frías horas de su peno-sa vida durante aquellos tres años. Se había per-feccionado por Petrilla; había aprendido su oficiopor Petrilla; por Petrilla había ido a París con elpropósito de hacer fortuna. Cuando llevaba en Parísquince días, no resistió el deseo de verla; habíacaminado desde el sábado por la noche hasta lamañana de aquel lunes. Pensaba volver a París,pero la conmovedora aparición de su amiguita loclavaba en Provins. Un admirable magnetismo,todavía discutido a pesar de tantas demostraciones,obraba sobre él sin que él se diera cuenta. Corríanlágrimas de sus ojos, en tanto que otras lágrimasobscurecían también los de Petrilla. Para ella, él erasu Bretaña, su infancia feliz; ¡para él, ella era lavida! A los diez y seis años, Brigaut no había apren-dido a dibujar ni perfilar una cornisa; ignoraba mu-chas cosas; pero con lo que sabía ganaba cuatro o

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cinco francos diarios. Podía, pues, vivir en Provins,donde viviría cerca de Petrilla; acabaría de aprendersu oficio, tomando por maestro al mejor carpinterode la ciudad, y velaría por su amiga. Tomó su reso-lución en un instante. Corrió a París; liquidó suscuentas, recogió su libreta, su equipaje y susherramientas. Tres días después estaba colocadoen casa del señor Frappier, el mejor carpintero deProvins. Los obreros activos, disciplinados, enemi-gos del ruido y de la taberna son tan escasos, quelos maestros siempre desean un joven como Bri-gaut. Para terminar la historia del bretón en estepunto diremos que al cabo de quince días era jefede los obreros. Frappier le dio alojamiento y comidaen su casa y le enseñó el cálculo y el dibujo lineal.Este carpintero vive en la calle Mayor, a cien pasosde la plazoleta alargada en cuyo extremo, estaba lacasa de los Rogron. Brigaut enterró su amor en sucorazón y no cometió la indiscreción más leve. Laseñora de Frappier 1e contó la historia de los Ro-gron; le dijo cómo se las había arreglado el viejoposadero para lograr la herencia del buen Auffray.Brigaut se hizo con informes sobre el carácter deRogron y su prima. Sorprendió a Petrilla por la ma-ñana en el mercado con su prima y se estremeció alverla llevar al brazo una cesta llena de provisiones.

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Para volver a verla, fue el domingo a la iglesia, don-de Petrilla lucía todas sus galas. Allí vio por vezprimera que Petrilla era la señorita de Lorrain. Petri-lla advirtió la presencia de su amigo, pero le hizouna seña misteriosa para invitarlo a permaneceroculto. En aquel gesto hubo un mundo de cosas,como en el que quince días antes le había hechopara que se pusiera en salvo. ¿Qué fortuna notendría que acumular Brigaut en diez años parapoderse casar con su amiga de la infancia, a quienlos Rogron habían de legar una casa, cien fanegasde tierra y una renta de dóce mil libras, sin contarsus ahorros? El perseverante bretón no quiso tentarfortuna sin haber adquirido previamente los conoci-mientos que le faltaban. Entre instruirse en París oinstruirse en Provins, mientras sólo se tratase deteoría, prefirió quedarse cerca de Petrilla, a quienademás quería explicar sus proyectos y la especiede protección con que podía contar. No quería, porúltimo, dejarla sin haber penetrado el misterio deaquella palidez que ya empezaba a atenuar la vidaen el órgano de donde deserta postreramente: enlos ojos; sin saber de dónde provenían aquellossufrimientos que le daban el aspecto de una mu-chacha inclinada bajo la guadaña de la muerte ypróxima a caer. Aquellas dos señas conmovedoras,

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que no desmentían su amistad, pero que exigían lamayor reserva, llenaron de terror el alma del bretón.Evidentemente, Petrilla le ordenaba que la esperasey que no intentase verla, porque en esto había peli-gro para ella. Al salir de la iglesia, Petrilla pudo diri-girle una mirada, y Brigaut vio sus ojos llenos delágrimas. Antes habría hallado el bretón la cuadratu-ra del círculo que adivinar lo que desde su llegadaacontecía en casa de los Rogron.

No sin vivos temores bajó Petrilla de suhabitación la mañana en que Brigaut surgió en me-dio de su sueño matinal como otro sueño. Paralevantarse, para abrir la ventana, la señorita Rogrontenía que haber oído aquel canto y aquellas pala-bras que en los oídos de una solterona sonaban apalabras comprometedoras; pero Petrilla ignorabalos hechos que tenían a su prima tan alerta. Silviatenía razones poderosas para levantarse y paracorrer al balcón. Desde hacía ocho días, extrañosacontecimientos secretos y crueles sentimientosagitaban a los principales personajes del salón Ro-gron. Aquellos acontecimientos desconocidos, cui-dadosamente ocultos por una y otra parte, solíanrecaer como un frío alud sobre Petrilla. Ese mundode cosas misteriosas, a las cuales habría que llamarlas inmundicias del corazón humano, yace en el

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fondo de las más grandes revoluciones políticas,sociales o domésticas; pero, al hablar de ellas, aca-so conviene mucho explicar que su traducción alge-braica, aunque verdadera, es infiel desde el puntode vista de la forma. Esos cálculos profundos nohablan con tanta brutalidad como los expresa lahistoria. Querer interpretar los circunloquios, lasprecauciones oratorias, las largas conversacionesen que el espíritu obscurece de propio intento la luzque lleva en sí, o la melosa palabra diluye el venenode ciertas intenciones, sería emprender un libro tanlargo como el magnífico poema llamado ClarisaHarlowe. La señorita Habert y Silvia tenían las mis-mas ganas de casarse; pero la una tenía diez añosmenos que la otra, y las probabilidades permitían aCeleste Habert pensar que toda la fortuna de losRogron vendría a sus hijos. Silvia llegaba ya a loscuarenta y dos años, edad en que el matrimoniopuede ofrecer peligros. Al confiarse sus ideas, parapedirse mutuamente aprobación, Celeste Habert,advertida por el vengativo ábate, había ilustrado aSilvia sobre los supuestos peligros de su posición.El coronel, hombre violento, de una salud militar,muchachote de cuarenta y cinco años, practicaríaprobablemente la moral de todos los cuentos dehadas: Fueron felices y tuvieron muchos hijos.

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Aquella felicidad infundió miedo a Silvia; tuvo miedode morir, idea la más espantosa para los solterones.Pero había subido el Ministerio Martignac, segundavictoria de la Cámara que derribó al de Villèle. Elpartido Vinet alzaba el gallo en Provins. Vinet, queya era el primer abogado de la comarca de Brie,ganaba lo que quería, según la expresión popular.Era un personaje. Los liberales profetizaban su ad-venimiento: sería diputado, fiscal de la Más que. Encuanto al coronel, llegaría a alcalde de Provins. ¡Ah!¡Reinar como reinaba la señora de Garceland! ¡Serla mujer del alcalde! Silvia no resistió a tal esperan-za; quiso consultar a un médico, aunque semejanteconsulta la cubriese de ridículo. Aquellas dos muje-res, la una victoriosa de la otra y segura de condu-cirla a su antojo, inventaron uno de esos lazos quetan diestramente saben preparar las mujeres acon-sejadas por un presbítero. Consultar al señor Ne-raud, el médico de los liberales, antagonista delseñor Martener, era cometer una falta. CelesteHabert ofreció a Silvia esconderla en su tocador yconsultar para sí misma sobre aquel punto al señorMartener, médico de su hospedería. Cómplice o node Celeste, Martener respondió a su cliente que elpeligro existía ya, aunque débil, en una soltera detreinta años.

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-Pero la constitución de usted -dijo paraterminar- le permite no temer nada.

-¿Y si fuese una mujer de cuarenta añoscumplidos? -dijo la señorita Habert.

-Una mujer de cuarenta años, casada y queha tenido hijos no puede temer nada.

-¿Pero una señorita virtuosa, como la seño-rita Rogron, por ejemplo?

-¡Virtuosa! No hay duda -dijo Martener-. Enese caso, un parto feliz es uno de esos milagrosque Dios suele hacer, pero pocas veces.

-¿Y por qué? -dijo Celeste Habert.

El médico contestó con una descripción pa-tológica espantable: explicó cómo la elasticidad queda la naturaleza en la juventud a los músculos y alos huesos no existe ya a ciertas edades, sobre todoen las mujeres que por su profesión han hecho vidasedentaria durante mucho tiempo, como la señoritaRogron.

-¿De modo que pasados los cuarenta añosuna soltera virtuosa no debe ya casarse?

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-O esperar; pero entonces ya no es matri-monio, sino una asociación de intereses. ¿Qué iba aser si no?

De la entrevista, resultó, pues, claramente,seriamente, científicamente y razonablemente quepasados los cuarenta años una soltera virtuosa nodebía casarse. Cuando el señor Martener hubosalido, la señorita Celeste Habert encontró a la se-ñorita Rogron verde y amarilla, con las pupilas dila-tadas; en fin, en un estado lamentable.

-Entonces, ¿ama usted mucho al coronel? -le dijo.

-Todavía tenía esperanza -contestó la sol-terona.

-¡Espere usted entonces! -exclamó jesuíti-camente la señorita Habert, convencida de que eltiempo haría justicia al coronel.

No obstante, la moralidad de aquel matri-monio era dudosa. Silvia fue a sondar su concienciaen el fondo del confesonario. El severo confesorexplicó las opiniones de la Iglesia, que no ve en elmatrimonio más que la propagación de la humani-dad, que reprueba las segundas nupcias y castigalas pasiones sin objeto social. La perplejidad de

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Silvia llegó a su colmo. Aquellos combates interioresdieron una fuerza extraña a su pasión, que adquiriópara ella el inexplicable atractivo que desde lostiempos de Eva han tenido siempre para las muje-res las cosas prohibidas. La turbación de la señoritaRogron no podía escaparse al ojo clarividente delabogado.

Una noche, después del juego, Vinet seacercó a su querida amiga Silvia, la cogió de la ma-no y fue a sentarse con ella en un sofá.

-A usted le ocurre algo -le dijo al oído.

Ella inclinó tristemente la cabeza. El abo-gado dejó que se marchase Rogron; se quedó solocon ella y la hizo confesar su secreto.

«¡Bien jugado, ábate! ¡Pero has jugado pormí!», se dijo interiormente después de oír todas lasconsultas secretas que había tenido Silvia y entrelas cuales la última era la más grave.

El astuto zorro judicial fue más terrible aúnque el médico en sus explicaciones: aconsejó elmatrimonio, pero no antes de diez años, para mayorseguridad.

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El abogado juró que toda la fortuna de losRogron sería para Betilda. Se frotó las manos, se leafiló el hocico y corrió a reunirse con la señora y laseñorita de Chargebœuf, a quienes había dejadocamino de casa, acompañadas de un criado provis-to de una linterna. Vinet, médico del bolsillo, contra-balanceaba perfectamente la influencia de Habert,médico del alma. Rogron era poquísimo devoto; demodo que el hombre de leyes y el hombre de loshábitos negros se encontraban en iguales condicio-nes. Al enterarse de la victoria de la señorita Habert,que esperaba casarse con Rogron, sobre Silvia,vacilante entre el miedo de morir y la alegría de serbaronesa, el abogado vislumbró la posibilidad deeliminar al coronel del campo de batalla. Conocía aRogron lo bastante para encontrar un medio dehacerle casarse con la hermosa Betilda. Rogron nohabía podido resistir los ataques de la señorita deChargebœuf. Vinet sabía que la primera vez queRogron se viese solo con Betilda y con él quedaríadecidido el matrimonio. Rogron había llegado alpunto de no apartar los ojos de la señorita Habert;tanto miedo le daba mirar a Betilda. Vinet acababade ver cuánto amaba Silvia al coronel. Comprendióel desarrollo de semejante pasión en una solterona,roída además por la devoción; en seguida dio con el

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medio de perder al mismo tiempo a Petrilla y al co-ronel, con la esperanza de que el uno le desemba-razase del otro.

Al siguiente día, después de la Audiencia,encontró, como de costumbre, al coronel paseandocon Rogron.

Siempre que aquellos tres hombres ibanjuntos su reunión hacía hablar a la ciudad. Aqueltriunvirato, que causaba horror al subprefecto, a lamagistratura y al partido de los Tiphaine, era untribunal que envanecía a los liberales de Provins.

Vinet redactaba el Correo por sí solo; era lacabeza del partido; el coronel, gerente responsabledel periódico, era el brazo; Rogron, con su dinero,era el nervio y se le consideraba como lazo deunión entre el Comité director de Provins y el Co-mité director de París. A oír a los Tiphaine, aquellostres hombres estaban siempre maquinando algocontra el Gobierno, en tanto que los liberales losadmiraban como defensores del pueblo. Cuando elabogado vio a Rogron camino de la placeta, llama-do a casa por la hora de comer, cogió al coronel delbrazo para impedirle que le acompañara.

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-Vaya, coronel -le dijo-, voy a quitarle a us-ted un gran peso de los hombros; se casará ustedmejor que con Silvia; arreglándoselas bien, se ca-sará usted, dentro de dos años, con Petrilla Lorrain.

Y le contó los efectos de la maniobra deljesuita.

-¡Vaya una cosa inesperada y cómo hacrecido! -dijo el coronel.

-Coronel -prosiguió Vinet gravemente-, Pe-trilla es una criatura encantadora; puede usted serdichoso el resto de sus días, y tiene usted una saludtan hermosa, que este matrimonio no tendrá parausted los inconvenientes de las uniones despropor-cionadas; pero no crea usted fácil este cambio deuna suerte horrible por una suerte agradable. Hacerde una novia una confidente es operación tan peli-grosa como en el oficio de usted pasar un río bajo elfuego enemigo. Sagaz, como coronel de Caballeríaque es, usted estudiará la posición y maniobrarácon la superioridad que hasta ahora hemos tenido yque nos ha valido nuestra situación actual. Si un díayo soy fiscal, usted podrá mandar las tropas deldepartamento. ¡Ah! Si hubiera usted sido elector, yaestaríamos más adelantados; yo habría compradolos votos de esos dos empleados, haciendo que no

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les importase la pérdida de sus plazas, y habríamostenido mayoría. Yo me sentaría ahora junto a losDupin, los Casimiro Perier, y...

El coronel pensaba en Petrilla desde hacíamucho tiempo, pero había ocultado su pensamientocon profundo disimulo; la brutalidad con que tratabaa Petrilla no era, pues, más que aparente. La niñano se explicaba por que el pretendido camarada desu padre la trataba tan mal en público, mientrasque, si la encontraba sola, le pasaba la mano por labarbilla y le hacía una caricia paternal. Desde laconfidencia de Vinet, relativa al terror que inspirabaa Silvia el matrimonio, Gouraud había buscado oca-siones de encontrar sola a Petrilla, y, cuando lahallaba, el rudo coronel se tornaba mimoso como ungato; le decía cuán valiente había sido su padre ycuánto había ella perdido con su muerte.

Días antes de la llegada de Brigaut, Silviahabía sorprendido a Gouraud y Petrilla. Los celosinvadieron su corazón con una violencia monástica.Los celos, pasión eminentemente crédula, recelosa,es la más dominada por la fantasía; pero no da in-genio, lo quita; y a Silvia tal pasión tenía que inspi-rarle extrañas ideas. Silvia imaginó que el hombreque acababa de dirigirse a Petrilla cantando aquello

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de señora casada era el coronel. Creía tener razónpara atribuir].e aquella cita porque desde hacía unasemana el trato. de Gouraud le parecía cambiado.Aquel hombre era el único que, en la soledad enque ella había vivido, se cuidó de ella; ella le obser-vaba, pues, sin quitarle ojo y con todo su entendi-miento; y a fuerza de entregarse a esperanzas,alternativamente florecientes o destruidas, habíahecho de él una cosa tan absorbente que le produc-ía el efecto de un espejismo moral. Según una bellaexpresión vulgar, a fuerza de mirar solía ocurrirle nover nada. Repelía y combatía, unas veces victorio-samente y otras no, la suposición de aquella rivali-dad quimérica. Establecía un paralelo entre ella yPetrilla: ella tenía cuarenta años y el cabello gris;Petrilla era una jovencita, deliciosa de blancura, conojos de una ternura capaz de reanimar un corazónmuerto. Había oído decir que a los hombres de cin-cuenta años les gustan las jovencitas como Petrilla.Antes de que el coronel se hiciese amigo de losRogron y comenzase a frecuentar su casa, Silviahabía oído en el salón de los Tiphaine cosas rarassobre el coronel Gouraud y sus costumbres. Lassolteronas viejas tienen en amor las exageradasideas platónicas que profesan las jóvenes a losveinte años; han conservado doctrinas absolutas,

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como todos los que no han experimentado la vida ycomprobado cómo la fuerza mayor de la sociedadmodifica, lima y hace fracasar todas esas hermosasy nobles ideas de la juventud. A Silvia le martillabael cerebro la idea de ser engañada por el coronel.Después de ese rato que todo solterón desocupadopasa en el lecho, desde que se despierta hasta quese levanta, la solterona se puso a pensar en símisma, en Petrilla y en la romanza cuya voz matri-monio la había despertado. Como necia que era, envez de observar a los enamorados a través de laspersianas, había abierto el balcón sin comprenderque Petrilla la oiría. Si hubiera tenido la vulgar astu-cia del espía, habría visto a Brigaut y el drama fatalque empezó entonces no habría existido.

Petrilla, a pesar de su debilidad, quitó losbarrotes de madera que cerraban los postigos de laventana de la cocina, los abrió y los enganchó; lue-go fue a abrir igualmente la puerta del corredor quedaba acceso al jardín. Cogió los diferentes plumerosnecesarios para limpiar la alfombra, el comedor, elpasillo, las escaleras, en fin, para, limpiarlo todo conun cuidado y una exactitud que ninguna criada,aunque fuese holandesa, habría puesto en su traba-jo; ¡le repugnaban tanto las reprimendas! La dichapara ella consistía en ver los ojuelos azules, pálidos

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y fríos de su prima, no satisfechos, porque no loparecían nunca, sino solamente tranquilos una vezque habían paseado por todas las cosas su miradade propietaria, esa mirada inexplicable que ve loque se ha escapado a los ojos más observadores.Petrilla tenía ya la piel sudorosa cuando volvió a lacocina para ponerlo todo en orden y encender loshornillos a fin de poder llevar a las habitaciones desus primos lumbre y agua caliente para el tocado;¡ella, que no la tenía nunca para sí! Puso los cubier-tos para el desayuno y encendió la estufa de la sala.Para todos aquellos servicios iba algunas veces a lacueva en busca de pequeños haces de leña, y asídejaba un sitio fresco para entrar en uno caliente,uno caliente para entrar en otro frío y húmedo. Es-tas transiciones súbitas, hechas con el apresura-miento de la juventud, y con frecuencia, para evitaruna palabra ruda, para obedecer una orden, agra-vaban irremediablemente el estado de su salud.Petrilla no sabía que estaba enferma. Sin embargo,empezaba a sufrir; sentía apetitos extraños, queocultaba; le gustaban las ensaladas crudas y lasdevoraba en secreto. La inocente niña ignoraba porcompleto que su estado constituía una enfermedadgrave que requería las más grandes precauciones.Si antes de la llegada de Brigaut, aquel Neraud, que

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podía reprocharse la muerte de la abuela, hubierarevelado este peligro mortal a la nieta, Petrilla habr-ía sonreído; encontraba demasiada amargura en lavida para no sonreír a la muerte. Pero desde hacíaunos instantes, Petrilla, que unía a sus padecimien-tos corporales los de la nostalgia bretona, enferme-dad moral tan conocida que los coroneles se pre-ocupan de ella cuando tienen bretones en su regi-miento, tenía cariño a Provins. Aquella flor de oro,aquel canto, la presencia de su amigo de la infanciala habían reanimado, como una planta que llevamucho tiempo sin agua reverdece después de unaabundante lluvia. Quería vivir; ¡no creía haber sufri-do! Se deslizó tímidamente en la habitación de suprima; encendió el fuego; dejó allí un calentador deagua; cambió algunas palabras; fue a despertar asu tutor, y bajó a coger la leche, el pan y las demáscosas que llevaban los proveedores. Permaneció unrato en el umbral de la puerta, con la esperanza deque a Brigaut se le ocurriese volver; pero Brigautcaminaba ya por la carretera de París. Había yaarreglado la sala, y estaba ocupada en la cocina,cuando oyó que su prima bajaba la escalera. Laseñorita Silvia Rogron apareció con su bata de ta-fetán color carmelita, su gorra de tul adornada conlazos, su flequillo postizo bastante mal colocado, su

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camisola por debajo de la bata y los pies en suschancletas. Pasó revista a todo y fue luego a buscara su prima, que la esperaba, para saber lo que sehabía de poner de desayuno.

-¡Ah! ¿Está usted aquí, señorita enamora-da? -dijo a Petrilla, con un tono semialegre y semi-burlón.

-¿Cómo, prima mía?

-Ha entrado usted en mi habitación comouna hipócrita y ha salido la mismo; sin embargo,debía usted figurarse que tenía que hablarla.

-¿A mí...?

-Esta mañana le han dado a usted serena-ta, ni más ni menos que a una princesa.

-¿Una serenata? -exclamó Petrilla.

-¿Una serenata? -dijo Silvia, imitándola-. Ytiene usted un novio.

-¿Qué es un novio, prima?

Silvia esquivó la respuesta y añadió:

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-¿Se atreve usted a decir, señorita, que noha estado bajo nuestras ventanas un hombrehablándole a usted de matrimonio?

La persecución había enseñado a Petrillalas artimañas necesarias a los esclavos, y contestórápidamente:

-No sé qué quiere usted decir.

-¡La hipócrita! -dijo Silvia.

-¡Prima mía...! -dijo humildemente Petrilla.

-Tampoco es verdad que se ha levantadousted y ha ido, con los pies desnudos, a la ventana,lo cual le costará una enfermedad? ¡Y le estará bienempleado! ¿Y no ha hablado usted con su enamo-rado?

-No, prima.

-Sabía que tenía usted muchos defectos,pero no le conocía el de mentir. ¡Piénselo ustedbien, señorita! Tiene usted que decirnos y explicar-nos a su primo y a mí la escena de esta mañana; sino, su tutor tomará medidas rigurosas.

La solterona, devorada por los celos y lacuriosidad, procedía por intimidación. Petrilla hizo lo

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que las personas que sufren más de lo resistible:guardó silencio. Para los seres atacados, el silencioes el único medio de triunfar; el silencio anula lascargas cosacas de los envidiosos, las salvajes es-caramuzas de los enemigos; da una victoria aplas-tante y completa. ¿Qué hay más completo que elsilencio? Es absoluto: ¿no es éste uno de los mo-dos de ser de lo infinito?

Silvia examinó a Petrilla furtivamente. Laniña se ponía colorada; pero su rubor, en vez de sergeneral, se dividía en placas desiguales en lospómulos, manchas ardientes de un tono significati-vo. Al ver aquellos síntomas de enfermedad, unamadre habría cambiado en seguida de tono; habríasentado a la niña en sus rodillas; le habría pregun-tado; habría, desde mucho antes, admirado milpruebas de la completa, de la sublime inocencia dePetrilla; habría adivinado su enfermedad y com-prendido que los humores y la sangre, desviados desu cauce natural, se lanzaban sobre los pulmones,después de haber trastornado las funciones digesti-vos. Aquellos elocuentes manchas le habrían reve-lado la inminencia de un peligro mortal. Pero unasolterona, en quien no se habían despertado lossentimientos que la familia desarrolla; que no habíaconocido los cuidados de la infancia ni las precau-

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ciones que exige la adolescencia, no podía tener laindulgencia ni la compasión que inspiran los milacontecimientos de la vida conyugal. Los sufrimien-tos de la miseria habían encallecido su corazón envez de enternecerle.

«¡Se ruboriza, luego está en falta!», se dijoSilvia.

El silencio de Petrilla fue, pues, interpreta-do en el peor sentido.

-Petrilla -dijo Silvia-, vamos a hablar antesde que baje su primo. Venga usted -añadió con untono más dulce-. Cierre la puerta de la calle. Si vie-ne alguno, llamará y le oiremos.

A pesar de la húmeda neblina que se alza-ba del río, Silvia llevó a Petrilla por el paseo arenosoque serpenteaba entre los macizos de césped, has-ta el borde de la terraza pedregosa, muelle pinto-resco, poblado de lirios y plantas acuáticas. La sol-terona cambió de sistema; quiso apoderarse dePetrilla por la dulzura; la hiena iba a hacerse gata.

-Petrilla -le dijo-, ya no es usted una niña;va usted a cumplir pronto catorce años y no seríasorprendente que tuviese usted novio.

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-Pero, prima -dijo Petrilla, alzando los ojoscon angelical dulzura hacia la cara agria y fría de suprima, que había tomado su antiguo aspecto, devendedora-, ¿qué es un novio?

Silvia no consiguió definir exactamente ycon decencia lo que es un novio. Lejos de ver enaquella pregunta el efecto de una adorable inocen-cia, la tomó por falsedad.

-Un novio, Petrilla, es un hombre que nosquiere y desea casarse con nosotras.

-¡Ah! -dijo Petrilla-. En Bretaña, cuando seestá de acuerdo con un joven, se le llama prometi-do.

-Bueno; pues piense usted, pequeña mía,que no hay ningún mal en que confiese usted sussentimientos por un hombre. El mal está en el se-creto. ¿Acaso le ha gustado usted a alguno de loshombres que vienen a casa?

-No lo creo.

-¿Ama usted a alguno?

-A ninguno.

-¿Con toda seguridad?

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-Con toda seguridad.

-Míreme usted, Petrilla.

Petrilla miró a su prima.

-Sin embargo, esta mañana le ha llamado austed un hombre desde la plaza.

Petrilla bajó los ojos.

-Ha ido usted a la ventana, la ha abierto yha hablado.

-No, prima; quise ver qué tiempo hacía y vien la plaza un campesino.

-Petrilla, desde su primera comunión haganado usted mucho; es usted obediente y piadosa;quiere usted a sus parientes y a Dios; estoy conten-ta de usted y no se lo decía por no estimular suorgullo...

¡Aquella horrible mujer tomaba por virtudesel abatimiento, la sumisión, el silencio de la miseria!Una de las cosas más dulces que pueden consolara los que sufren, a los mártires, a los artistas, de lapasión divina que les imponen la envidia y el odio,es encontrar el elogio donde siempre hallaron lacensura y la mala fe. Así, Petrilla alzó a su prima los

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ojos enternecidos y se sintió a punto de perdonarletodos los dolores que le había causado.

-Pero si todo eso no fuese más que hipo-cresía; si yo hubiera de ver en usted una serpiente aquien he prestado el calor de mi seno, ¡sería usteduna infame, una horrible criatura!

No creo tener nada que reprochame - dijoPetrilla, sintiendo que se le contraía horriblemente elcorazón ante el súbito tránsito de la alabanza ines-perada al terrible acento de la hiena.

-¿Sabe usted que una mentira es un peca-do mortal?

-Sí, prima.

-Pues bien, está usted ante Dios -dijo lasolterona, mostrándole con un gesto solenme losjardines y el cielo-. Júreme que no conocía a esecampesino.

-No juraré -dijo Petrilla.

-¡Ah! ¡No era un campesino, viborilla!

Petrilla escapó, como una corza asustada,a través del jardín, espantada por aquel problema

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moral. Su prima la mandó volver, con una voz terri-ble.

-Están llamando -dijo ella.

-¡Ah, qué hipocritilla! Tiene el alma llena deartificios; y ahora ya tengo la seguridad de que esaculebrilla se ha enroscado al coronel. Nos ha oídodecir que es barón. ¡Ser baronesa! ¡Estúpida! ¡Oh!Yo me desembarazaró de ella poniéndola de apren-diza, y pronto.

Silvia se quedó tan absorta en sus pensa-mientos que no vio a su hermano que cruzaba eljardín mirando los estragos que la helada habíahecho en sus dalias.

-¡Eh, Silvia! ¿En qué estás pensando ahí?Creí que mirabas a los peces; los hay que algunasveces saltan fuera del agua.

-No -dijo ella.

-Bueno; ¿y has dormido bien?

Y se puso a contarle lo que había soñado.

-¿No me encuentras la cara emborronada?

Otra palabra del vocabulario Rogron. Des-de que Rogron amaba -pero no profanemos esta

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palabra-; desde que deseaba a la señoritaChargebœuf, se preocupaba mucho de su aspectoy de sí mismo. Petrilla bajó en aquel momento laescalinata y anunció desde lejos que estaba listo eldesayuno. Al ver a su prima, la tez de Silvia se cu-brió de manchas verdes y amarillas; toda su bilis sepuso en movimiento. Observó el corredor y le pare-ció que Petrilla debía haber lustrado el suelo.

-Lo haré, si usted quiere -respondió aquelángel, ignorante del peligro que este trabajo tienepara una joven.

El comedor estaba irreprochablementearreglado. Silvia se sentó, y durante todo el desayu-no sintió la necesidad de cosas en que no habríapensado en su estado normal y que pedía parahacer que se levantase Petrilla, eligiendo los mo-mentos en que la pobre criatura se sentaba paraseguir comiendo; pero no le bastaba con importu-nar; buscaba un motivo de reproche y se encoleri-zaba interiormente de no encontrar ninguno. Sihubiera habido huevos frescos, se habría quejadodel mal condimento del suyo. Apenas respondía alas necias preguntas de su hermano y, sin embargo,no dejaba de mirarle. Sus ojos huían de los de Petri-lla. Petrilla era muy sensible a estos manejos. Trajo

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el café en una cubeta de plata, donde calentaba laleche al baño de maría. Los hermanos mezclabanallí mismo con la leche el café puro, hecho por Sil-via, en la dosis conveniente. Cuando la solteronahubo preparado minuciosamente la alegría que ibaa disfrutar, afectó ver un ligero poso de café; lo co-gió con afectación, lo miró, se inclinó para verlomejor. Estalló la tormenta.

-¿Qué tienes? -dijo Rogron.

-Tengo... que la señorita ha echado cenizaen mi café. ¡Como es tan agradable de tomar elcafé con ceniza!... Pero no es sorprendente; no sepuede hacer bien dos cosas a un tiempo. ¡Bastantepensaba ella en el café! Esta mañana podía habervolado un mirlo por la cocina y no se habría dadocuenta; ¿cómo iba a ver que volaba la ceniza? Yluego, se trata del café de su prima... ¿qué le impor-ta?

Siguió hablando en este tono mientras pon-ía en el borde del plato el polvillo de café que sehabía escapado a través del filtro y algunos granosde azúcar que no se disolvían.

-Pero, prima, si es café... -dijo Petrilla.

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-¡Ah! ¿Soy ya la que miente? -exclamó Sil-via mirando a Petrilla y fulminándola con el horriblefulgor que despedían sus ojos cuando estaba enco-lerizada.

Las organizaciones que no ha desgastadola pasión tienen a su servicio una gran abundanciade fluido vital. Ese fenómeno de la excesiva claridadde los ojos en los momentos de ira se había esta-blecido tanto mejor en la señorita Rogron cuantoque antaño, en su tienda, había tenido ocasiones deemplear el poderío de su mirada abriendo desmesu-radamente los ojos siempre para imprimir a los infe-riores un saludable terror.

-Le aconsejo a usted que no me desmienta.¡Usted, que merecería levantarse de la mesa e irsea comer sola en la cocina!

-¿Qué os ocurre a las dos? -exclamó Ro-gron.- Estáis esta mañana ásperas como crines.

-La señorita sabe lo que me ocurre conella. Le dejo tiempo para que tome una resoluciónantes de hablarte, porque soy con ella más buenade lo que merece.

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Petrilla, para esquivar los ojos de su prima,que le aterraban, miraba a la plaza a través de loscristales.

-Me escucha como si hablase con esteazucarero. Sin embargo, tiene el oído bien fino;habla desde lo alto de una casa y responde a cual-quiera que esté en la calle... ¡Es de una perversidadtu recogida! De una perversidad sin nombre, y notienes nada bueno que esperar de ella. ¿Te enteras,Rogron?

-¿Qué es eso tan grave que ha hecho? -preguntó el hermano a la hermana.

-¡A su edades empezar bien pronto! -exclamó la solterona, rabiosa.

Petrilla se levantó para retirar el servicio, afin de hacer algo, porque no sabía qué actitud adop-tar. Aunque aquel lenguaje no era nuevo para ella,nunca había podido acostumbrarse a sufrirle. Lacólera de su prima le hacía pensar que había come-tido algún crimen. Se preguntó cuál no sería el furorde su prima si estuviese enterada de la fuga deBrigaut. Tal vez la privarían de la amistad de Bri-gaut. Tuvo a la vez los mil pensamientos de la es-clava, tan rápidos, tan profundos, y resolvió guardar

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silencio absoluto sobre una cosa que en concienciano le parecía nada mala. Hubo de oír palabras tanduras, suposiciones tan ofensivas, que al entrar enla cocina se le contrajo el estómago y tuvo un horri-ble vómito. No se atrevió a quejarse; no estaba se-gura de que la cuidasen. Volvió al comedor pálida,amarilla; dijo que no se encontraba bien y subió aacostarse, deteniéndose en cada escalón, creyendoque había llegado su última hora.

-¡Pobre Brigaut! -pensaba.

-Está enferma -dijo Rogron.

-¡Enferma, ella! ¡De condición! -dijo Silviade modo que su prima la oyese-. ¡No estaba enfer-ma esta mañana, no!

Este último golpe aterró a Petrilla, que seacostó llorando y pidiendo a Dios que se la llevasede este mundo.

Desde hacía un mes, Rogron no tenía quellevar El Constitucional a casa de Gouraud. El coro-nel iba obsequiosamente a buscar el periódico, acharlar un rato y se llevaba a Rogron de paseo sihacía buen tiempo. Segura de ver al coronel y depoder preguntarle, Silvia se vistió con coquetería. Lasolterona creía estar atractiva poniéndose un vesti-

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do verde, un pequeño chal amarillo de Cachemiracon cenefas rojas y un sombrero blanco adornadode menudas plumas grises. A la hora en que el co-ronel solía llegar se estacionó en el salón con suhermano, a quien había obligado a permanecer debata y zapatillas.

-¡Hace buen tiempo, coronel! -dijo Rogronal oír los pesados pasos de Gouraud-. Pero no es-toy vestido; mi hermana quería salir y me ha hechoquedarme en casa; espéreme usted.

Rogron dejó a Silvia sola con el coronel.

-¿Adónde piensa usted ir, que se ha puestohecha una divinidad? -preguntó Gouraud, que nota-ba cierto aire solemne en el ancho rostro granulosode la solterona.

-Quería salir; pero como la pequeña noestá bien, me quedo.

-¿Qué tiene?

-No sé; ha dicho que quería acostarse.

La prudencia, por no decir la desconfianza,del coronel estaba alerta constantemente por elresultado de su alianza con Vinet. Evidentemente elabogado se había llevado la mejor parte. El aboga-

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do redactaba el periódico, mandaba en él comodueño y aplicaba los ingresos a la redacción, mien-tras que el coronel, editor responsable, ganaba muypoca cosa. Vinet y Cournant habían prestado a losRogron servicios enormes; un coronel retirado nopodía hacer nada por ellos. ¿Quién iba a ser dipu-tado? Vinet. ¿Quién era el gran elector? Vinet. ¿Aquién se consultaba? ¡A Vinet! El coronel conocíatan bien como Vinet la fuerza y la profundidad de lapasión que en Rogron había encendido Betilda deChargebœuf. Aquella pasión iba haciéndose insen-sata, como todas las últimas pasiones de los hom-bres. La voz de Betilda hacía estremecerse al sol-terón. Absorbido por sus deseos, Rogron los oculta-ba; no se atrevía a esperar una boda semejante.Para sondar al mercero, el coronel le había dichoque iba a pedir la mano de Betilda. Rogron habíapalidecido al verse ante un rival tan temible; se hab-ía vuelto frío para Gouraud y casi le mostraba odio.Así, Vinet reinaba de todas las maneras en aquellacasa, en tanto que el coronel no estaba unido a ellamás que por los lazos hipotéticos de una afecciónmentida por su parte y que en Silvia no estaba to-davía declarada. Cuando el abogado le reveló lamaniobra del presbítero, aconsejándole que rom-piese con Silvia y pusiera los ojos en Petrilla, Vinet

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halagó la inclinación del coronel; pero al analizar elsentido íntimo de aquella proposición, al examinarbien el terreno en derredor de sí, el coronel creyónotar en su aliado la esperanza de enemistarle conSilvia y de aprovechar el miedo de la solterona paraconseguir que toda la fortuna de los Rogron fuese amanos de Betilda de Chargebœuf. Así, pues, cuan-do Rogron le dejó a solas con su hermana, la pers-picacia del coronel recogió todos los pequeños indi-cios que delataban la inquietud de pensamiento deSilvia. Adivinó el plan que ella había formado deestar sobre las armas y a solas con él durante unmomento. El coronel, receloso ya de que Vinet lehabía jugado una mala pasada, atribuyó la confe-rencia a alguna secreta insinuación de aquel micojudicial; se puso en guardia como cuando practicabaun reconocimiento en país enemigo: la mirada fijaen el campo, atento al menor ruido; el espíritu aler-ta, la mano en las armas. El coronel tenía el defectode no creer una sola palabra a las mujeres; y cuan-do la solterona puso a Petrilla sobre el tapete y dijoque se había acostado al mediodía, pensó que Sil-via la había castigado en su habitación por celos.

-Se va haciendo muy mona esa pequeña -dijo negligentemente.

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-Será muy bonita -respondió la señoritaRogron.

-Ahora debía usted enviarla a París, a unalmacén -añadió Gouraud-. Allí haría fortuna. Encasa de las modistas se ven ahora jóvenes muybellas.

-¿Es esa su opinión de usted? -preguntóSilvia con voz turbada.

-«Bueno, ya estoy en el ajo, pensó el coro-nel. Vinet habrá aconsejado que el día de mañanacasen a Petrilla conmigo, para perderme ante estavieja bruja.» ¿Pues qué quiere usted hacer de ella?-dijo en voz alta-. ¿No ve usted a una muchachanoble, de incomparable belleza, bien emparentada,cómo Betilda de Chargebœuf, reducida a quedarsepara vestir imágenes? Nadie la solicita. Petrilla notiene nada; no se casará nunca. ¿Cree usted que lauventud y la belleza pueden signilicar algo para mí,por ejemplo; a mí que, capitán de caballería en laGuardia imperial desde que el emperador creó suguardia, he estado en todas las capitales y he cono-cido a las mujeres más hermosas de esas mismascapitales? La juventud y la belleza abundan mucho,son muy comunes y no sirven para nada... No mehable usted de ellas. A los cuarenta y ocho años -

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prosiguió, añadiéndose algunos -, cuando se hasufrido la derrota de Moscú, cuando se ha hecho laterrible campaña de Francia, se tienen los riñonesun poco estropeados; yo soy un viejo formal. Unamujer como usted me cuidaría, me mimaría; y sufortuna, unida a mis pobres mil escudos de retiro,me proporcionaría para la vejez un bienestar con-veniente; yo la preferiría mil veces a una remilgada,que me causaría infinitas molestias y tendría treintaaños y pasiones cuando yo tuviese sesenta y reu-matismos. A mi edad se calcula. Vea usted, dichosea entre nosotros, a mí no me gustaría tener hijossi me casara.

Durante esta parrafada, Gouraud había leí-do con claridad en la cara de Silvia, y la exclama-ción de ella acabó de convencerle de la perfidia deVinet.

-¿De modo -dijo ella- que no ama usted aPetrilla?

-¿Pero está usted loca, mi querida Silvia? -exclamó el coronel-. ¿Intenta nadie cascar avella-nas cuando no tiene dientes? A Dios gracias, estoyen mi juicio y me conozco.

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Silvia no quiso mezclarse en la cuestión, yle pareció más discreto hacer hablar a su hermano.

-Mi hermano -dijo- tenía la idea de casar austedes.

-Su hermano no puede haber tenido unaidea tan incongruente. Hace unos días, para cono-cer su secreto, le dije que amaba a Betilda, y sepuso blanco como ese cuello que lleva usted pues-to.

-¿Ama a Betilda? -dijo Silvia.

-¡Como un loco! Y la verdad es que Betildano quiere más que su dinero -¡Toma, Vinet!, pensóel coronel-. ¿Cómo ha podido, pues, hablar de Petri-lla? No, Silvia -dijo, cogiéndole una mano y es-trechándosela de cierta manera-, puesto que me hahecho usted hablar de estas cosas...-se acercó aSilvia-. Pues bien...-le besó la mano; era coronel decaballería y tenía el valor acreditado-, sépalo usted:no quiero tener otra mujer que usted. Aunque estematrimonio parezca de conveniencia, por mi parteyo siento cariño por usted.

-Pues era yo la que quería casarle a ustedcon Petrilla. Y si yo le diese mi fortuna... ¿Eh?¿Quétal, coronel?

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-Pero yo no quiero ser desgraciado en micasa y ver dentro de diez años a un joven pisaverdecomo Julliard rondando a mi mujer y dirigiéndoleversos desde el periódico. ¡Soy demasiado hombrepara eso! Jamás haré un matrimonio desproporcio-nado por la edad.

-Bueno, coronel, ya hablaremos de eso se-riamente -dijo Silvia, lanzándole una mirada que ellacreyó impregnada de amor y que se parecía bastan-te a la de una ogresa.

Sus labios fríos y de un violeta crudo se es-tiraron sobre los dientes amarillos y creyó sonreír.

-Ya estoy aquí -dijo Rogron, y se llevó alcoronel, que saludó cortésmente a la solterona.

Gouraud decidió apresurar su matrimoniocon la solterona y convertirse así en dueño de lacasa, prometiéndose desembarazarse -gracias a lainfluencia que ejercería sobre Silvia durante la lunade miel- de Betilda y Celeste Habert. Durante elpaseo dijo a Rogron que se había burlado de él elotro día; que no tenía ninguna aspiración al corazónde Betilda, porque no era lo bastante rico para ca-sarse con una mujer sin dote. Luego le confió suproyecto: había elegido a su hermana desde hacía

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mucho tiempo teniendo en cuenta sus buenas cua-lidades; aspiraba, en fin, a ser su cuñado.

-¡Ah, coronel! ¡Ah, barón! Si no hace faltamás que mi consentimiento, se casarán ustedes enel plazo que permita la ley -exclamó Rogron, felizcon verse libre de aquel tremendo rival.

Silvia pasó toda la mañana en su departa-mento calculando si habría allí sitio para un matri-monio. Resolvió edificar un segundo piso para suhermano y arreglar convenientemente el primeropara ella y su marido; pero se prometió también -fantasías de toda solterona- someter al coronel aalgunas pruebas para formar juicio sobre su co-razón y sus costumbres antes de decidirse. Le que-daban dudas y quería asegurarse de que Petrilla notenía trato alguno con el coronel.

Petrilla bajó a la hora de la comida paraponer la mesa. Silvia había tenido que guisar y sehabía manchado el vestido, gritando: «¡Maldita Pe-trilla!» Era evidente que si Petrilla hubiera preparadola comida, Silvia no se habría manchado de grasasu vestido de seda.

-¡Hola! ¡Ya está aquí la damisela! Es ustedcomo el perro del herrador, que duerme al pie de la

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fragua y se despierta al ruido de las cacerolas. ¡Ah!¡Y quiere usted que la creamos enferma, embusteri-lla!

Esta idea: «No me ha confesado usted laverdad de lo que ocurrió esta mañana en la plaza;luego miente usted en todo lo que dice», fue comoun martillo con el que Silvia había ya de golpear sindescanso en el corazón y en la cabeza de Petrilla.

Con gran asombro de Petrilla, su prima lamandó vestirse para la reunión de la noche. La ima-ginación más alerta se queda muy por debajo de laactividad que imprimen las sospechas en el espíritude una solterona. En tales casos, la solterona aven-taja a los políticos, a los abogados, a los notarios ya los usureros. Silvia pensó consultar a Vinet des-pués de examinar bien cuanto había en derredorsuyo. Quiso tener a Petrilla a su lado para saber,por la actitud de la pequeña, si el coronel habíadicho la verdad. Las señoras de Chargebœuf llega-ron las primeras. Siguiendo el consejo de su cuñadoVinet, Betilda había redoblado su elegancia. Vestíaun delicioso traje azul de pana, una pañoleta claracomo siempre, pendientes imitando racimos, degranates y oro; los cabellos rizados, su cruz de oropendiente de una cinta ceñida al cuello, zapatitos de

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raso negro, medias de seda grises y guantes de pielde Suecia; a lo que había que añadir sus aires dereina y sus coqueterías de soltera dispuesta a apo-derarse de todos los Rogron. La madre, serena ydigna, conservaba como la hija cierta impertinenciaaristocrática, con la cual las dos mujeres lo encubr-ían todo y por donde asomaba su espíritu de casta.Betilda estaba dotada de un talento superior quesólo Vinet había sabido adivinar al cabo de llevarambas damas dos meses en su casa. Cuando logrómedir la profundidad de aquella muchacha despe-chada por la inutilidad de su juventud y de su belle-za, e instruida por el desprecio que la inspiraban loshombres de una época en que el dinero era el únicoídolo, exclamó sorprendido:

-Si me hubiese casado con usted, Betilda,estaría hoy en camino de ser ministro de Justicia.Me llamaría Vinet de Chargebœuf y, en vez de serliberal, figuraría en la derecha.

Betilda no deseaba casarse con ningún finvulgar; no se casaba por ser madre ni por tenermarido; se casaba para ser libre, para tener un edi-tor responsable, para llamarse señora y poder obrarcomo los hombres. Rogron para ella era un nombrey esperaba hacer algo de aquel imbécil: un diputado

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que votase y cuya alma sería ella; necesitaba ven-garse de su familia, que no había hecho caso deuna muchacha pobre. Vinet, al aprobar y admirarsus ideas, las había extendido y fortalecido mucho.

-Querida prima -le decía, explicándole la in-fluencia que tenían las mujeres y mostrándole laesfera de acción propia de ella-, ¿cree usted queTiphaine, un hombre de ínfimo valer, llega por símismo al Tribunal de primera instancia de París? Laseñora de Tiphaine es quien ha hecho que se lenombre diputado; ella es quien le lleva a París. Sumadre, la señora de Roguin, es una astuta comadreque hace lo que quiere del famoso banquero DuTillet, uno de los compadres de Nucingen, y los dosunidos a los Keller; y estas tres casas prestan servi-cios al Gobierno o a sus hombres más influyentes.Los ministerios están en excelente relación conestos lobos cervales de la banca, que así extiendensu poder a todo París. No hay razón para que Tip-haine no llegue a presidente de cualquier Audiencia.Cásese usted con Rogron y le haremos diputadopor Provins cuando yo me aseguro la elección porotro distrito del departamento del Sena y el Marne.Entonces tendrán ustedes una Recaudación gene-ral, una de esas plazas en que no hay que hacermás que echar firmas. Seremos de la oposición, si

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triunfa; pero si siguen los Borbones, ¡ah, con quésuavidad nos inclinaremos hacia el centro! Además,Rogron no vivirá eternamente, y usted se casarácon un título. En fin, búsquese usted una buenaposición y los Chargebœuf nos servirán. La miseriade usted, como la mía, debe de haberle enseñadolo que valen los hcrmbres; hay que servirse de elloscomo se sirve uno de los caballos de posta. Unhombre o una mujer nos llevan de tal a tal etapa.

Vinet había hecho de Betilda una pequeñaCatalina de Médicis. Dejaba a su mujer en casa,dichosa con sus dos hijos, y acompañaba siempre alas señoras de Chargebœuf a casa de los Rogron.Llegó en todo su esplendor de tribuno champañés.Tenía ya entonces bonitas antiparras de oro, unchaleco de seda, una corbata blanca, un pantalónnegro, botas finas y una levita negra hecha enParís, un reloj de oro, una cadena. En vez del anti-guo Vinet, pálido y flaco, arisco y sombrío, el Vinetde ahora tenía la prestancia de un hombre político;caminaba, seguro de su fortuna, con la seguridadpropia del hombre del Palacio de Justicia que cono-ce todos las cavernas del derecho. Su astuta cabe-zuela estaba tan bien peinada, la rasurada barbillale daba un aspecto tan pulido, aunque frío, queparecía agradable, dentro del género de Robespie-

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rre. Verdaderamente, podía ser un delicioso fiscal,con su elocuencia elástica, peligrosa y asesina, o unorador de una sutileza al estilo de Benjamín Cons-tant. La acritud y el odio que le animaban antes sehabían convertido en pérfida dulzura. El veneno sehabía convertido en medicina.

-Buenos días, querida; ¿cómo va? -dijo laseñora de Chargebœuf a Silvia.

Betilda fue derecha a la chimenea; se quitóel sombrero, se miró al espejo y puso el lindo pie enla barra de la lumbre para que se lo viese Rogron.

-¿Qué lo sucede a usted, caballero? -le di-jo, mirándole-. ¿No me saluda usted? ¡Está bien! ¡Yse pone una para usted trajes de terciopelo!...

Llamó a Petrilla para que le pusiese sobreuna butaca el sombrero. La jovencita se lo cogió delas manos y ella se lo dejó coger como si se tratasecon una doncella. Los hombres pasan por ser muyferoces, y los tigres también; pero ni los tigres, ni lasvíboras, ni los diplomáticos, ni los hombres de justi-cia, ni los verdugos, ni los reyes, pueden, en susmás grandes atrocidades, imitar las crueldadesdulces, las dulzuras envenenadas, los despreciossalvajes de las señoritas entre sí cuando las unas

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se creen superiores a las otras en nacimiento, enfortuna, en gracias, y cuando se trata de matrimo-nio, de prerrogativas o de las mil rivalidades de lamujer.

El «gracias, señorita» que dijo Betilda a Pe-trilla fue un poema en doce cantos.

Ella se llamaba Betilda y la otra Petrilla.Ella era una Chargebœuf ¡y la otra una Lorrain!¡Petrilla era bajita y enfermiza! ¡Ella, alta y llena devida! A Petrilla la mantenían de caridad. ¡Betilda ysu madre gozaban de independencia! ¡Petrilla lleva-ba un vestido de algodón con toca y Betilda hacíaondular el terciopelo azul del suyo! ¡Betilda tenía loshombros más hermosos del departamento y brazosde reina! ¡Petrilla tenía los omoplatos y los brazosdescarnados! ¡Petrilla era Cenicienta y Betilda elhada! ¡Betilda iba a casarse; Petrilla iba a morirsoltera! ¡Betilda era adorada y a Petrilla no la queríanadie! Betilda tenía buen gusto, iba peinada maravi-llosamente. ¡Petrilla ocultaba sus cabellos bajo unagorrita y no sabía nada de modas! Epílogo: Betildalo era todo; Petrilla no era nada. La altiva bretonacomprendía bien este poema.

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-Buenos días, pequeña -le dijo la señora deChargebœuf desde lo alto de su grandeza y con elaire impertinente que le daba la nariz remangada.

Vinet llevó al colmo aquella sarta de inju-rias, mirando a Petrilla y diciendo en tres tonos dife-rentes:

-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Qué hermosa estamos estanoche, Petrilla.

-¿Hermosa? -dijo la pobre niña-. No es amí, sino a su prima a quien hay que decírselo.

-¡Oh! Mi prima siempre lo está -respondióel abogado-. ¿No es así, amigo Rogron? -añadióvolviéndose al dueño de la casa y estrechándole lamano.

-Sí -respondió Rogron.

-¿Para qué hacerle decir lo que no piensa?Nunca me ha encontrado de su gusto -replicó Betil-da sin quitarse de delante de Rogron-. ¿No es cier-to? Míreme.

Rogron la miró de pies a cabeza y cerrósuavemente los ojos, como un gato cuando le ras-can la cabeza.

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-Es usted demasiado hermosa; demasiadopeligrosa de ver -dijo.

-¿Por qué?

Rogron miró los tizones y guardó silencio.En aquel momento entró la señorita Habert, seguidadel coronel. Celeste Habert, convertida en el enemi-go común, no contaba más que con Silvia; perotodos le prodigaban tantas más atenciones y cortes-ías cuanto más le minaban el terreno. Así, estabaindecisa entre aquellas pruebas de interés y la des-confianza que su hermano procuraba despertar enella. El vicario, aunque alejado del teatro de la gue-rra, lo adivinaba todo. Cuando comprendió que lasesperanzas de su hermana estaban muertas, setransformó en uno de los más terribles antagonistasde los Rogron. Todo el mundo se figurará a la seño-rita Habert con decir que, aunque fuese dueña yarchidueña de un colegio, siempre parecería unainstitutriz. Las institutrices tienen una manera pecu-liar de ponerse el gorro. Así como las inglesas vie-jas han adquirido el monopolio de los sombreros deturbante, las institutrices tienen el de estos gorros;las flores que los adornan son más que artificiales;como los tienen mucho tiempo en los armarios, sonsiempre nuevos y siempre viejos, incluso el primer

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día. La felicidad de estas mujeres consiste en imitara los maniquíes de los pintores; se sientan sobre lascaderas más que sobre la silla. Cuando se las hablagiran en bloque sobre el busto en vez de volversimplemente la cabeza; y cuando crujen sus vesti-dos está uno a punto de creer que los resortes desus mecanismos han chirriado. La señorita Habert,ideal de este género de mujeres, tenía los ojos se-veros, la boca arrugada, y bajo su barbilla, surcadatambién de arrugas, las bridas del gorro, fláccidas yajadas, iban y venían siguiendo sus movimientos.Tenía un pequeño adorno: dos limares, grandes yobscuros, poblados de pelos, que dejaba crecercomo clemátides desmelenadas. Por último, tomabarapé y lo tomaba sin gracia. Se pusieron al trabajodel boston. Silvia tenía enfrente a la señorita Habert,y el coronel se puso a su lado, frente a la señora deChargebœuf. Betilda permaneció cerca de su madrey de Rogron. Silvia colocó a Petrilla entre ella y elcoronel. Rogron desplegó la otra mesa de juego,por si iban Neraud, Cournant y su mujer. Vinet yBetilda sabían jugar al whist, que es a lo que juga-ban los señores de Cournant. Desde que aquellasseñoras de Chargebœuf, como decía la gente deProvins, iban a casa de los Rogron, brillaban en lachimenea las dos lámparas, entre los candelabros y

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el reloj, y las mesas estaban alumbradas con bujíasde a cuarenta sueldos la libra, pagadas, por supues-to, con las ganancias del juego.

-Vamos, Petrilla, coge tu labor, hija mía -dijo Silvia a su prima con pérfida dulzura, viéndolamirar el juego del coronel.

En público afectaba siempre tratar muybien a Petrilla. Aquella infame farsa irritaba a la lealbretona y le hacía despreciar a su prima. Petrillacogió su bordado; pero, mientras daba puntadas, nodejaba de mirar el juego del coronel. Gouraud noparecía darse cuenta de que hubiese una jovenzue-la a su lado. Silvia lo observaba, y aquella indiferen-cia comenzaba a parecerle excesivemente sospe-chosa. Hubo un momento durante la velada en queSilvia emprendió una importante jugada. El cestilloestaba lleno de fichas y contenía además veintisietesueldos. Habían llegado los Cournant y los Neraud.El viejo juez suplente Desfondrilles, a quien el minis-terio de Justicia encomendaba funciones de juez deinstrucción, considerándole con la capacidad de unjuez, pero a quien no se reconocía talento en cuantopretendía ser juez de plantilla y que desde hacíados meses se había separado del partido de losTiphaine para unirse al de Vinet, estaba ante la

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chimenea, de espaldas al juego y con los faldonesde la levita levantados. Contemplaba aquel magnífi-co salón, en el que brillaba la señorita deChargebœuf, porque parecía que aquella decora-ción roja había sido hecha expresamente para real-zar su belleza admirable. Reinaba el silencio; Petri-lla miraba jugar la puesta reunida en el cestillo, y laatención de Silvia había sido absorbida por el in-terés de la jugada.

-Juegue usted ésa -dijo Petrilla al coronelindicándole una carta.

El coronel inició una jugada de oros y logróel as.

-No es legal la jugada. Petrilla ha visto mijuego y el coronel se ha dejado guiar por ella.

-Pero, señorita -dijo Celeste Habert-, eljuego del coronel era ése.

Desfondrilles sonreía viendo la escena. Eraun hombre agudo y que había acabado por encon-trar divertida la pugna de intereses que había enProvins, donde representaba el papel de Rigaudinen la Casa de lotería, de Picard.

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-Ese era el juego del coronel -dijo Cour-nant, sin saber de qué se trataba.

Silvia lanzó a la señorita Habert una deesas miradas de solterona a solterona, atroz y falsa.

-Petrilla, usted ha visto mi juego -dijo cla-vando los ojos en su prima.

-No, prima.

-Yo miraba a todos -dijo el juez arqueólogoy puedo certificar que la pequeña no ha visto másque el juego del coronel.

-¡Bah! -dijo Gouraud, espantado-. Las niñassaben mirar a todas partes con disimulo.

-¡Ah! -dijo Silvia.

-Sí -añadió Gouraud-, ha podido mirar eljuego de usted para hacer una picardigüela. ¿No esasí, hermosa niña?

-No -dijo la leal bretona-; soy incapaz deeso; y en tal caso me habría interesado por el juegode mi prima.

-Demasiado sabe usted que es una embus-tera, y además una estúpida -dijo Silvia-. Después

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de lo ocurrido esta mañana, ¿cómo se puede darcrédito a sus palabras? Es usted una...

Petrilla no dejó que su prima terminara ensu presencia lo que iba a decir. Adivinando un to-rrente de injurias, se levantó, salió del salón sin luzy subió a su cuarto. Silvia se puso pálida de rabia ymurmuró entre dientes.

-Me las pagará.

-¿Paga usted la puesta? -dijo la señora deChargebœuf.

En aquel momento, la pobre Petrilla se dioun golpe en la frente con la puerta del corredor, queel juez había dejado abierta.

-¡Bien! ¡Bien hecho! -exclamó Silvia.

-¿Qué le ha sucedido? -preguntó Desfon-drilles.

-Nada que no merezca -respondió Silvia.

-Ha debido de hacerse daño -dijo la señori-ta Habert.

Silvia intentó no pagar la puesta, levantán-dose para ir a ver lo que había ocurrido; pero laseñora de Chargebœuf la detuvo.

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-Pague usted primero -dijo riéndose-, por-que al volver ya no se acordará usted de nada.

Esta proposición, fundada en la mala feque la ex mercera ponía en sus deudas de juego yen sus embrollos, obtuvo el asentimiento general.Silvia volvió a sentarse; no se pensó más en Petri-lla, y aquella indiferencia no le chocó a nadie. Du-rante toda la noche, Silvia tuvo una preocupaciónconstante. Cuando terminó el boston, cerca de lasnueve y media, se sumió en una poltrona, junto a lachimenea, y no se levantó ya más que para despe-dir a los contertulios. El coronel la torturaba; no sab-ía qué pensar de él.

«¡Los hombres son tan falsos!», dijo mien-tras se dormía.

Petrilla se había dado un golpe terrible conla puerta, contra la cual chocó su cabeza, a la alturade la oreja, en que las jóvenes se apartan los cabe-llos para hacerse los rizos. Al día siguiente se viofuertes cardenales.

-Dios la ha castigado a usted -le dijo suprima a la hora del desayuno-; me ha desobedecidousted; me ha faltado al respeto que me debe no

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escuchándome y dejándome con la palabra en laboca; no tiene usted sino lo que merece.

-Sin embargo -dijo Rogron-, habrá que po-nerle una compresa de agua y sal.

-¡Bah! No será nada, primo -dijo Petrilla.

La pobre niña creía haber encontrado unaprueba de interés en la observación de su tutor.

La semana acabó como había empezado:entre continuos tormentos. Silvia llegó a hacerseingeniosa, y llevó los refinamientos de su tiraníahasta los extremos más salvajes. Los illineses, lospieles rojas, los mohicanos habrían podido aprenderen ella. Petrilla no se atrevió a quejarse de vagossufrimientos, de dolores que sentía en la cabeza. Elorigen del descontento de su prima era el no haber-le revelado lo de Brigaut, y, con una testarudez muybretona, Petrilla se obstinaba en guardar un silenciobastante explicable. Cualquiera comprenderá ahoracuál fue la mirada que la niña echó a Brigaut, aquien creía perdido para ella si le descubrían y alcual, por instinto, quería tener cerca de sí, consi-derándose dichosa con saber que estaba en Pro-vins. ¡Qué alegría para ella la de ver a Brigaut! Lemiró como el desterrado mira de lejos a su patria;

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con la mirada del mártir que dirige al cielo sus ojosvidentes, capaces de penetrar en él durante el su-plicio. La última mirada de Petrilla fue tan perfecta-mente comprendida por el hijo del comandante, quemientras acepillaba las tablas o abría el compáspara tomar medidas y ajustar las maderas, se de-rretía los sesos buscando el modo de ponerse enrelación con ella. Brigaut acabó por armar una ma-quinación de excesiva simplicidad. A cierta hora dela noche, Petrilla le echaría una carta atada al ex-tremo de una cuerda. En medio de los horriblessufrimientos que causaba a Petrilla su doble enfer-medad -un tumor que se la estaba formando en lacabeza y el desarreglo de su constitución-, se sentíasostenida por el pensamiento de establecer comu-nicación con Brigaut. Un mismo deseo agitabaaquellos dos corazones. ¡Separados, se entendían!A cada golpe recibido en el corazón, a cada dolorque experimentaba en la cabeza, Petrilla se decía:«¡Brigaut está aquí!» Y ya sufría sin quejarse.

El primer día de mercado que siguió a suprimer encuentro en la iglesia, Brigaut acechó a suamiguita. Aunque la vio temblorosa y pálida, comouna hoja de noviembre próxima a caer de la rama,no perdió la cabeza; se puso a comprar frutas a lamisma vendedora que proveía a la terrible Silvia, y

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deslizó una carta en las manos de Petrilla con todanaturalidad, bromeando sobre el género y con elaplomo del más taimado, como si no hubiera hechonunca otra cosa; tanta sangre fría puso en su ac-ción, a pesar de la sangre caliente que silbaba ensus oídos y le salía hirviendo del corazón, des-trozándole las venas y las arterias. Por fuera tuvo laresolución de un forzado veterano, y por dentro lostemblores de la inocencia, absolutamente comoalgunas madres en sus crisis mortales cuando seven entre dos peligros, entre dos precipicios. Petrillasufrió los mismos vértigos que Brigaut; cogió el pa-pel y lo guardó, apretándolo en su mano, en el bolsi-llo del delantal. Las rosetas de sus pómulos se pu-sieron al rojo cereza de loa fuegos violentos. Ambosniños experimentaron, sin darse cuenta, sensacio-nes bastantes a mantener diez amores vulgares.Aquel momento les dejó en el alma un vivo manan-tial de emociones. Silvia, que no conocía el acentobretón, no podía ver en Brigaut un enamorado, yPetrilla regresó a casa con su tesoro.

Las cartas de los dos pobres niños habíande servir de piezas de convicción en un horribledebate judicial, porque sin estas fatales circunstan-cias nunca habrían sido conocidas. He aquí lo quePetrilla leyó aquella noche en su cuarto:

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«Mi querida Petrilla: A media noche, a lahora en que todos duermen, pero en la que yo ve-laré por ti, estaré todos las noches al pie de la ven-tana de la cocina. Puedes echar por la tuya unacuerda suficientemente larga para que llegue hastamí, lo cual no hará ruido, y atarás a ella lo que ten-gas que escribirme. Yo te contestaré por el mismomedio. Sé que ellos te han enseñado a leer y escri-bir, esos miserables parientes que debían hacertetanto bien y te hacen tanto mal. ¡Tú, Petrilla, la hijade un coronel muerto por Francia, reducida por esosmonstruos a servirles en la cocina!... ¡Ahí han ido aparar tus lindos colorea y tu hermosa salud! ¿Quéha sido de mi Petrilla? ¿Qué han hecho de ella?Bien veo que no estás a gusto. ¡Oh, Petrilla! Volvá-monos a Bretaña. Yo puedo ganar allí para dartetodo lo que necesites; podrás tener tres francosdiarios, porque yo gano cuatro o cinco y con treintasueldos me basta. ¡Ah, Petrilla, cómo he rogado aDios por ti desde que he vuelto a verte! Le he pedi-do que me dé todos tus sufrimientos y deje para titodas las alegrías. ¿Qué haces tú con esos que teretienen a su lado? Tu abuela es más que ellos.Esos Rogron son venenosos; te han robado laalegría. Tu manera de andar por Provins no es lamisma con que andabas por Bretaña. ¡Volvamos a

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Bretaña! Yo estoy aquí para servirte, para hacer loque mandes, y tú me dirás lo que quieres. Si necesi-tas dinero, tengo para nosotros sesenta escudos;tendré el dolor de mandártelos por la cuerda en vezde besar con respeto tus queridas manos al poner-los en ellas. ¡Ah! Ya hace mucho tiempo, queridaPetrilla, que el azul del cielo se ha enturbiado paramí. No he tenido dos horas de placer desde que tedejé en aquella maldita diligencia, y cuando te volvía ver como una sombra, la bruja de tu parienta turbónuestra felicidad. En fin, tendremos el consuelo,todos los domingos, de rogar a Dios juntos y tal vezasí nos oiga mejor. Hasta luego, Petrilla, hasta lanoche.»

La carta conmovió de tal modo a Petrilla,que estuvo más de una hora releyéndola y mirándo-la, pero pensó con dolor que no tenía con qué es-cribir. Emprendió, pues, el difícil viaje de su guardillaal comedor, donde podría hallar tinta, una pluma,papel, y logró realizarle sin despertar a su terribleprima. Momentos antes de la media noche tenía yaescrita esta carta, que fue también citada en el pro-ceso:

«Amigo mío, ¡oh, sí!, amigo mío, porquenadie me quiere más que tú y mi abuela. Que Dios

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me lo perdone, pero sois también las dos únicaspersonas a quien quiero, tanto a la una como a laotra, ni más ni menos. Era yo demasiado pequeñapara haber podido conocer a mi mamaíta; pero a ti,Santiago, a mi abuela y también a mi abuelo -Diosle tenga en el cielo, porque sufrió mucho con suruina, que era la mía-, en fin, a los dos que habéisquedado os quiero tanto como desgraciada soy.Así, para que supieráis cuánto os quiero sería ne-cesario que supieseis cuánto sufro; y no quiero quelo sepáis: os daría demasiada pena! ¡Se me hablacomo no hablamos nosotros a los perros! ¡Se metrata como la última de las últimas! Yo me complaz-co en examinarme ante Dios y no veo que les hayahecho ningún daño. Antes que tú me cantases lacanción de las casadas, yo reconocía en mis dolo-res la bondad de Dios, porque como le pedía queme llevase de este mundo y me sentía muy mala,me decía: «¡Dios me oye!» Pero puesto que estáaquí, Brigaut, quiero que nos vayamos a Bretaña, areunirnos con mi abuela, que me quiere, aunqueellos la acusan de haberme robado ocho mil fran-cos. ¿Puedo yo tener ocho mil francos, Brigaut? Sison míos, ¿podrías tú hacerte cargo de ellos? Peroson mentiras. Si tuviésemos ocho mil francos noestaría mi abuela en San Jacobo. No he querido

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turbar los últimos días de esa santa mujer contándo-le mis tormentos; la harían morir. ¡Ah, si ella supieraque hacen lavar la vajilla a su nieta, ella que medecía: «Deja eso, bonita mía», cuando en sus horasde desgracia quería yo ayudarla... «Deja, deja eso,hermosa mía, que te vas a estropear tus lindas ma-necitas.» ¡Ah! ¡Bonitas tengo ahora las uñas! Mu-chas veces no puedo llevar el cesto de la compra,que me sierra el brazo al volver del mercado. Sinembargo, no creo que mis primos sean malos; es sumanía de reñir siempre. Y, según parece, no puedodejarlos.

Mi primo es tutor mío. Un día que quise es-caparme porque sufría demasiado, y se lo dije, miprima Silvia me dijo que me perseguirían los gen-darmes, que la ley ayudaba a mi tutor; y yo he com-prendido bien que los primos no reemplazan anuestro padre y a nuestra madre, como los santosno reemplazan a Dios. ¿Qué quieres, mi pobre San-tiago, que haga con tu dinero? Guárdale para nues-tro viaje. ¡Oh, cómo pensaba en ti y en Pen-Höel yen nuestro gran estanque! Allí tuvimos nuestrasúltimas dichas; últimas, porque me parece que voymal. ¡Estoy muy enferma, Santiago! Siento en lacabeza dolores agudísimos, y en los huesos, en laespalda y en los riñones no sé qué tengo que me

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mata; no tengo apetito más que para comer sucie-dades: raíces, hojas; me gusta el olor de los pape-les impresos. Hay momentos en que lloraría si estu-viese sola, porque no me dejan hacer nada a migusto y ni para llorar me dan permiso. Tengo queesconderme para ofrecer mis lágrimas al que nosha dado esto que llamamos nuestras aflicciones.¿No es Él quien te inspiró la buena idea de venir acantar bajo mis ventanas la canción de las casa-das? ¡Ah, Santiago! Mi prima, que te oyó, dijo queyo tenía un novio. Si quieres ser mi novio, ayúdame;te prometo quererte siempre como hasta ahora yser tu servidora fiel.

»PETRILLA LORRAIN

Me querrás siempre, ¿verdad?»

La bretona había cogido en la cocina unacorteza de pan, que agujereó para incrustar en ellala carta y dar aplomo a la cuerda. A media noche,después de abrir la ventana con excesivas precau-ciones, echó la carta y el pan, que no podía hacerningún ruido al chocar con la pared o con las per-sianas. Sintió que Brigaut tiraba de la cuerda, larompía y se alejaba depués a pasos de lobo. Cuan-do llegó al centro de la plaza, Petrilla pudo verleconfusamente a la luz de las estrellas; él la contem-

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plaba a la luz reflejada por la bujía. Los dos niñospermanecieron así durente una hora. Petrilla le hac-ía señas para que se marchase; él echaba a andar;ella se quedaba quieta; él volvía a su sitio, y Petrillalo volvía a mandar que saliese de la plaza. Variasveces se repitieron estas maniobras, hasta quePetrilla cerró la ventana, se acostó y apagó la vela.Ya en el lecho, se durmió feliz, aunque sufría: teníala carta de Brigaut bajo la almohada. Durmió comoduermen los perseguidos, con un sueño embelleci-do por los ángeles; ese sueño envuelto en atmósfe-ras de azul y oro llenas de los divinos arabescosque entrevió y pintó Rafael.

La naturaleza moral tenía tanto imperio enaquella naturaleza física, que a la mañana siguientePetrilla se levantó alegre y ligera como una alondra,radiante y feliz. Un cambio tal no podía escaparse alos ojos de su prima, que en aquella ocasión, en vezde gruñir, se puso a observar con la atención deuna urraca. «¿De dónde le viene tanta dicha?», fueun pensamiento de celos y no de tiranía. Si el coro-nel no la hubiera tenido preocupada, habría dicho aPetrilla como otras veces: «¡Es usted muy turbulen-ta o muy despreocupada de lo que se le dice!» Lasolterona resolvió espiar a Petrilla como las soltero-

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nas saben espiar. Aquel día fue sombrío y mudocomo el momento que precede a la tempestad.

-¿Ya no está usted enferma, señorita? -dijoSilvia en la comida-. ¡Cuando yo te decía que todoeso lo hacía para atormentarnos! -exclamó dirigién-dose a su hermano, sin esperar la respuesta dePetrilla.

-Al contrario, prima, tengo así como fiebre...

-¿Fiebre de qué? Está usted alegre comoun pinzón. ¿Tal vez ha vuelto usted a ver a alguien?

Petrilla se estremeció y bajó los ojos al pla-to.

-¡Tartufa! -exclamó Silvia-. ¡Con catorceaños y qué aptitudes tiene ya! ¡Va usted a ser unadesgraciada!

-No sé qué quiere usted decirme -repusoPetrilla, alzando a su prima los hermosos ojos cas-taños llenos de luz.

-Hoy -dijo Silvia- se quedará usted en elcomedor trabajando, con una vela. Está usted de-masiado en el salón y no quiero que me mire ustedel juego para aconsejar a sus favoritos.

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Petrilla no pestañeó.

-¡Disimulada! -exclamó Silvia, saliendo delcomedor.

Rogron, que no comprendía las palabrasde su hermana, dijo a Petrilla.

-Pero ¿qué os sucede a las dos? Procuracomplacer a tu prima, Petrilla; es muy indulgente,muy dulce, y si se pone de mal humor contigo segu-ramente has hecho algo malo. ¿Por qué disputáis?A mí me gusta vivir tranquilo. Fíjate en la señoritaBetilda. Debías tomarla por modelo.

Petrilla podía soportarlo todo porque Bri-gaut había de ir, sin duda, a media noche a llevarlesu respuesta; y aquella esperanza era su premio.¡Pero ya estaba gastando sus últimas fuerzas! Nodurmió; estuvo en pie, oyendo dar las horas en losrelojes y temiendo hacer ruido. Por fin dieron lasdoce; abrió suavemente la ventana y echó unacuerda que había hecho atando varios cabos. Oyólos pasos de Brigaut, retiró la cuerda y leyó la cartasiguiente, que la colmó de alegría:

«Mi querida Petrilla: Si sufres tanto, no tecanses esperándome. Me oirás gritar como gritanlos chuanes. Afortunadamente, mi padre me enseñó

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a imitar su grito. Gritaré, pues, tres veces, y asísabrás que estoy abajo y que tienes que echarme lacuerda; pero no vendré hasta dentro de unos días.Espero darte una buena noticia. ¡Oh, Petrilla! ¡Morir!Pero ¿piensas en eso? Todo mi corazón ha tembla-do; sólo de pensarlo he creído que era yo quien semoría. No, Petrilla mía, no morirás; vivirás feliz, ybien pronto estarás libre de tus perseguidores. Si nolograse lo que intento para salvarte, iría a hablar ala justicia y diría a la faz del cielo y de la tierra cómote tratan tus indignos parientes. Estoy seguro deque sólo te quedan unos días de padecer. ¡Tenpaciencia, Petrilla! Brigaut vela por ti como cuandoíbamos a patinar por el estanque y te retiré de aquelgran agujero donde estuvimos a punto de morir losdos. Adiós, mi querida Petrilla; dentro de unos díasseremos felices, si Dios quiere. ¡Ay! No quiero decir-te la única cosa que se opondría a nuestra reunión.¡Pero Dios nos quiere! Dentro de unos días, portanto, podré ver a mi amada Petrilla en libertad, sinpreocupaciones, sin que me impidan mirarte, por-que tengo mucha hambre de verte, ¡oh, Petrilla!¡Petrilla que se digna quererme y me lo dice! Sí,Petrilla, seré tu novio, pero cuando haya ganado lafortuna que mereces; hasta entonces no quiero ser

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para ti más que un abnegado servidor de cuya vidapuedes disponer. Adiós.

»SANTIAGO BRIGAUT.»

Véase ahora lo que el hijo del comandanteno decía a Petrilla. Brigaut había escrito la siguientecarta a la señora de Lorrain, a Nantes:

«Señora Lorrain: Su nieta va a morir, ani-quilada por los malos tratamientos, si usted no vienea reclamarla; me ha costado trabajo reconocerla, ypara que pueda usted por sí misma formar juicio, leenvío adjunta la carta que he recibido de Petrilla.Aquí se dice que se ha apoderado usted de la fortu-na de su nieta y usted debe defenderse de estaacusación. Si puede, venga en seguida; todavíapodemos ser dichosos, mientras que más tardeencontrará usted a Petrilla muerta.

Soy, con todo respeto, su afectísimo servi-dor,

»SANTIAGO BRIGAUT.

»Casa del señor Frappier, carpintero. CalleMayor Provins.»

Brigaut temía que la abuela de Petrillahubiese muerto.

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Aunque la carta del que ella, en su inocen-cia, llamaba su novio fuese casi un enigma para labretona, creyó en ella con toda su fe virginal. Sucorazón experimentó la sensación que experimen-tan los viajeros del desierto cuando distinguen a lolejos un pozo rodeado de palmeras. Dentro de po-cos días iba a cesar su desventura; Brigaut se lodecía. Durmió tranquila con la promesa de su amigode la infancia y, sin embargo, al juntar la segundacarta con la primera tuvo un triste pensamiento,tristemente expresado.

«¡Pobre Brigaut -se dijo-. No sabe en quécepo he metido los pies.»

Silvia había oído a Petrilla; había tambiénoído los pasos de Brigaut debajo de su ventana. Selevantó, se precipitó a examinar la plaza a través delas persianas y vio, a la luz de la Luna, un hombreque se alejaba hacia la casa donde vivía el coronel,y ante la cual se estacionó Brigaut. La solteronaabrió muy suavemente la puerta, subió, se quedóestupefacta al ver luz en el cuarto de Petrilla, mirópor el ojo de la cerradura y no pudo ver nada.

-Petrilla -dijo-, ¿está usted mala?

-No, prima -respondió Petrilla sorprendida.

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-Entonces, ¿por qué tiene usted luz a me-dia noche? Abra usted. Necesito saber lo que hace.

Petrilla fue a abrir con los pies descalzos, ysu prima vio la cuerda, que Petrilla, no temiendo sersorprendida, se había olvidado de guardar. Silvia seapresuró a cogerla.

-¿Para qué le sirve a usted esto?

-Para nada, prima.

-¿Para nada? Bueno. ¡Siempre mintiendo!Por ese camino no irá usted al paraíso. Vuélvase aacostar; tiene usted frío.

No preguntó más y se retiró, dejando a Pe-trilla aterrorizada por aquella clemencia. En vez deestallar, Silvia había repentinamente decidido sor-prender al coronel y a Petrilla, apoderarse de suscartas y confundir a los dos amantes que la enga-ñaban. Petrilla, inspirada por el peligro que lo ame-nazaba, se cosió las cartas al forro del corsé, cu-briéndolas con un retazo de indiana.

Allí acabaron los amores de Petrilla y Bri-gaut.

Petrilla se alegró mucho de la resolución desu amigo, porque las sospechas de Silvia se desva-

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necerían cuando no encontrasen de qué alimentar-se. En efecto, Silvia pasó tres noches en pie, y du-rante tres veladas estuvo espiando al inocente co-ronel, sin ver ni en el cuarto de Petrilla, ni en la ca-sa, ni fuera de la casa nada que delatase la inteli-gencia de los dos. Envió a Petrilla a confesar, yaprovechó aquel momento para registrarlo todo enla habitación de la niña, con el hábito y la perspica-cia de los espías y de los guardas de consumos delas afueras de París. No encontró nada. Su furorllegó al apogeo de los sentimientos humanos. Sihubiera estado allí Petrilla, es seguro que la habríapegado. Para una mujer de su temple, los celoseran más una ocupación que un sentimiento; vivía,sentía latirle el corazón, experimentaba emocionesque hasta entonces no había conocido; el más lige-ro movimiento la desvelaba; escuchaba los ruidosmás leves; observaba a Petrilla con una preocupa-ción sombría.

-¡Esta miserable me matará! -decía.

Las severidades de Silvia para con su pri-ma llegaron a la más refinada crueldad y empeora-ron el deplorable estado en que Petrilla se encon-traba. La pobre niña tenía todos los días fiebre y susdolores de cabeza se hicieron intolerables. Al cabo

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de ocho días, los visitantes de los Rogron pudieronver su rostro tan dolorido, que, a no impedírselo lacrueldad de sus intereses, habrían tenido compa-sión; pero el médico Neraud, aconsejado quizá porVinet, estuvo una semana sin ir. El coronel, sabien-do que inspiraba sospechas, temió comprometer sumatrimonio si mostraba el menor interés por Petrilla.Betilda explicaba el cambio de la niña atribuyéndoloa una crisis prevista, natural y sin peligro. Al fin, undomingo por la noche, estando Petrilla en el salón,lleno a la sazón de gente, no pudo resistir tantosdolores y se desmayó. El coronel fue el primero quelo vio; fue a cogerla en brazos y la llevó a un sofá.

-Lo ha hecho adrede -dijo Silvia, mirando ala señorita Habert y a los que jugaban con ella.

-Le aseguro a usted que su prima está muymala.

-En los brazos de usted se encontraba muybien -dijo Silvia al coronel con una horrible sonrisa.

-El coronel tiene razón -dijo la señora deChargebœuf-; debe usted llamar a un médico. Estamañana, al salir de la iglesia, todo el mundo habla-ba del estado de la señorita Lorrain, que es visible.

-Me muero -dijo Petrilla.

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Desfondrilles llamó a Silvia y le dijo quedesabrochara el vestido de su prima. Silvia acudió,diciendo:

-¡Son jeremiadas!

Desabrochó el vestido y, cuando iba a aflo-jar el corsé, Petrilla encontró fuerzas sobrehumanasy se incorporó, exclamando:

-¡No, no! Iré a acostarme.

Silvia había palpado el corsé y había nota-do los papeles. Dejó que Petrilla se marchara y dijo:

-Y ahora, ¿qué dicen ustedes de su enfer-medad? Son farsas. Ustedes no pueden figurarse laperversidad de esta niña.

Cuando terminó la velada, retuvo a Vinet.Estaba furiosa, y quería vengarse. Estuvo groseracon el coronel cuando la saludó para despedirse. Elcoronel lanzó a Vinet una mirada profundamenteamenazadora, como si le señalase en el vientre elsitio en que le iba a poner una bala. Silvia rogó aVinet que se quedase. Cuando estuvieron solos, ledijo:

-¡Jamás en mi vida me casaré con el coro-nel!

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-Ahora que ha tomado usted esa resolu-ción, puedo hablar. El coronel es amigo mío, peroyo lo soy de ustedes más que de él; Rogron me haprestado servicios que no olvidaré nunca. Soy tanbuen amigo como implacable enemigo. Una vez enla Cámara, se verá hasta dónde soy capaz de lle-gar, y Rogron será recaudador general, hecho pormí... Pues bien: ¡júreme que nunca revelará nuestraconversación!

Silvia hizo un signo afirmativo.

-Ante todo, ese valiente coronel es más ju-gador que las mismas cartas.

-¡Ah! -dijo Silvia.

-A no ser por las dificultades que esa pa-sión le ha creado, tal vez sería mariscal de Francia -prosiguió el abogado-. Así, devoraría la fortuna deusted. Pero es un hombre de mucho fondo. No creausted que los esposos tienen o no tienen hijos a suarbitrio. Los hijos los da Dios, y usted sabe lo que leocurriría si los tuviese. No; si quiere usted casarse,espere a que yo sea diputado y podrá usted hacerlocon ese anciano Desfondrilles, que será presidentedel Tribunal. Para vengarse, case usted a su her-mano con la señorita de Chargebœuf; yo me encar-

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go de obtener su consentimiento; ella tendrá dos milfrancos de renta y emparentarán ustedes con losChargebœuf como yo. Créame usted: losChargebœuf nos tendrán un día por primos.

-Gouraud quiere a Petrilla -fue la respuestade Silvia.

-Es muy capaz -repuso Vinet-, y es tambiéncapaz de casarse con ella cuando usted muera.

-Un bonito cálculo -dijo ella.

-Se lo he dicho a usted: es un hombre astu-to, como el diablo. Case usted a su hermano, anun-ciando que va usted a permanecer soltera paradejar su fortuna a sus sobrinos o sobrinas; así casausted de un golpe a Gouraud y a Petrilla y verá us-ted la cara que pone él.

-¡Ah, es verdad! -exclamó la solterona-. ¡Yason míos! Ella irá a un almacén y se quedará sinnada. No tiene un céntimo. Que haga lo que noso-tros: ¡que trabaje!

Vinet se marchó, después de haber metidosus planes en la cabeza de la solterona, cuya testa-rudez conocía. Silvia acabaría por creer que el plan

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era invención suya. Vinet encontró en la plaza alcoronel, que le esperaba fumando un cigarro.

-¡Alto! -dijo Gouraud-. Usted me ha de-rrumbado, pero en mis ruinas hay bastantes piedraspara enterrarle a usted.

-¡Coronel!

-¡No hay coronel que valga! Voy a ponermefrente a usted. Ante todo, no será usted diputado.

-¡Coronel!

-Dispongo de diez votos, y la elección de-pende de...

-Pero, coronel, escúcheme ¿No hay másen el mundo que esa vieja de Silvia? He intentadojustificarle a usted; está usted acusado de escribir aPetrilla; Silvia le ha visto a usted salir de casa amedia noche para ponerse debajo de sus ventanas.

-¡Bonita invención!

-Va a casar a su hermano con Betilda y de-jará su fortuna a sus sobrinos.

-Pero ¿tendrá hijos Rogron?

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-Sí -dijo Vinet-. Pero le prometo a ustedbuscarle una mujer joven y agradable con cientocincuenta mil francos. ¿Está usted loco? ¿Podemosenfadarnos nosotros? Las cosas, bien a mi pesar,se han vuelto contra usted; pero usted no me cono-ce.

-Bueno -replicó el coronel-, hay que cono-cerse. Cáseme usted con una mujer de cincuentamil escudos antes de las elecciones, y si no, hemosterminado. No me gusta la gente de mal dormir, yusted se ha llevado para sí toda la manta. Buenasnoches.

-Ya verá usted -dijo Vinet, estrechando lamano al coronel afectuosamente.

A eso de la una, los tres gritos claros y dis-tintos de un mochuelo resonaron en la plaza. Petrillalos oyó entre su sueño febril, se levantó sudorosa,abrió la ventana, vio a Brigaut y le arrojó un ovillo deseda, al cual ató una carta. Silvia, agitada por losacontecimientos de la noche y por sus indecisiones,no dormía. Creyó que se trataba efectivamente deun mochuelo.

-¡Pájaro de mal agüero!... Pero, ¡hola! ¡Pe-trilla se levanta! ¿Qué le ocurre?

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Y como oyera abrir la ventana de la guardi-lla, corrió precipitadamente a su balcón y oyó elroce del papel de Brigaut a lo largo de sus persia-nas. Se ató los cordones de la camisa y subió rápi-damente al cuarto de Petrilla, a quien encontró des-atando la carta.

-¡Ah, están ustedes cogidos! -exclamó lasolterona, yendo a la ventana y viendo a Brigaut,que escapaba a todo correr. Va usted a darme esacarta.

-No, prima -dijo Petrilla, que en una deesas inmensas inspiraciones de la juventud y soste-nida por su alma, se elevó hasta la grandeza deresistencia que admiramos en la historia de algunospueblos entregados a la desesperación.

-¡Ah! ¿No quiere usted? -exclamó Silvia,avanzando hacia su prima y mostrándole su horriblemáscara, llena de odio y gesticulante de furor.

Petrilla retrocedió apretando la carta en lamano, que cerraba con una fuerza invencible. Al veraquello, Silvia agarró con sus manos, como pinzasde langosta la delicada, la blanca mano de Petrilla yquiso abrírsela. Fue un combate terrible, un comba-te infame, como todo lo que atenta al pensamiento,

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único tesoro que Dios pone fuera de todo poder yconserva como sagrado lazo entre Él y los desgra-ciados. Aquellas dos mujeres, moribunda la una y laotra llena de vigor, se miraron fijamente. Los ojos dePetrilla lanzaban a su verdugo la mirada del templa-rio que recibía en el pecho los golpes de péndulo,en presencia de Felipe el Bello, que no pudo soste-ner aquel rayo terrible y huyó enloquecido. Silvia,mujer y celosa, respondió a aquella mirada magné-tica con relámpagos siniestros. Reinaba un horriblesilencio. Los dedos apretados de la bretona oponíana las tentativas de su prima una resistencia igual ala de un bloque de acero. Silvia torturaba el brazode Petrilla y se esforzaba por abrirle los dedos; ycomo no lo conseguía, le clavaba inútilmente lasuñas en la carne. Por fin, arrebatada por la rabia, sellevó aquel puño a la boca para morder los dedos yvencer a Petrilla por el dolor. Petrilla seguíaarriesgándose a todo con la terrible mirada de lainocencia. El furor de la solterona aumentó hasta talpunto, que la cegó; cogió el brazo de Petrilla y sepuso a golpear el puño contra el marco de la venta-na, contra el mármol de la chimenea, como cuandose quiere cascar una nuez para obtener el fruto.

-¡Socorro! ¡Socorro! -gritó Petrilla- ¡Me ma-tan!

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-¡Ah, gritas, y te he cogido con un amanteen medio de la noche!

Y golpeaba sin piedad.

-¡Socorro! -gritó Petrilla, que tenía el puñoensangrentado.

En aquel instante sonaron violentos golpesen la puerta. Igualmente agotadas, las dos primasse detuvieron.

Rogron, que se había despertado, inquieto,sin saber lo que sucedía, se levantó, corrió a lahabitación de su hermana y no la vio; tuvo miedo,bajó, y fue casi derribado por Brigaut, a quien segu-ía una especie de fantasma. En el mismo momento,los ojos de Silvia vieron el corsé de Petrilla; recordóque había palpado papeles en él; saltó sobre élcomo un tigre sobre su presa; se rodeó con el corséel puño y se lo mostró a Petrilla, sonriendo, como unpiel roja sonríe a su enemigo antes de arrancarle lapiel del cráneo.

-¡Ah, me muero! -dijo Petrilla cayendo derodillas- ¿Quién me salvará?

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-¡Yo! -exclamó una mujer de cabellos blan-cos, en la cual vio Petrilla una vieja cara apergami-nada, donde brillaban dos ojos grises.

-¡Ah, abuela! Llegas demasiado tarde -exclamó la pobre niña, deshaciéndose en llanto.

Petrilla se dejó caer en el lecho, sin fuer-zas, aniquilada por el abatimiento que sigue, en unenfermo, a una lucha tan violenta. El descarnadofantasma cogió a Petrilla en brazos, como las nodri-zas cogen a los niños, y salió con Brigaut, sin decira Silvia una palabra, pero lanzándole, con una mi-rada trágica, la más majestuosa acusación. La apa-rición de la augusta anciana, con su traje bretón,encapuchonada con su cofia, que es una especiede pelliza de paño negro, acompañada del terribleBrigaut, espantó a Silvia: creyó haber visto a lamuerte. La solterona bajó, oyó que la puerta secerraba y se encontró cara a cara con su hermano,que le dijo:

-¿No te han matado?

-Acuéstate -dijo Silvia-. Mañana por la ma-ñana veremos lo que hay que hacer.

Se volvió a la cama, descosió el corsé yleyó las dos cartas de Brigaut, que la dejaron con-

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fundida. Se durmió en medio de la más extrañaperplejidad, convencida de que su conducta habíade tener terribles resultados.

Las cartas enviadas por Brigaut a la señoraviuda de Lorrain la habían encontrado llena de in-efable alegría, que su lectura turbó. La pobre sep-tuagenaria padecía de no tener a Petrilla a su lado yse consolaba de haberla perdido creyendo habersesacrificado al interés de su nieta. Tenía uno de esoscorazones siempre jóvenes que sostienen y animanla idea del sacrificio. Su anciano esposo, cuya únicaalegría consistía en la nieta, había echado muchode menos a Petrilla; la buscaba todos los días en suderredor. La marcha de la niña fue para él uno deesos dolores de que los viejos acaban por morir.Cualquiera puede imaginar la felicidad de la pobrevieja, confinada en un asilo, cuando se enteró deuna de esas acciones raras que todavía ocurren enFrancia. Después de sus desastres, Francisco JoséCollinet, jefe de la Casa Collinet, marchó a Américacon sus hijos. Tenía demasiado corazón para viviren Nantes arruinado y sin crédito y rodeado de lasdesgracias que su quiebra había causado. De 1814a 1824, el animoso negociante, con la ayuda de sushijos y de su cajero, que le siguió fielmente y le faci-

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litó los primeros fondos, empezó valerosamente ahacer otra fortuna.

Al cabo de inauditos trabajos, coronadospor el éxito, volvió, once años más tarde, a buscarsu rehabilitación en Nantes, dejando a su hijo mayoral frente de la casa transatlántica. Encontró a laseñora Lorrain, de Pen-Höel, en San Jacobo y fuetestigo de la resignación con que la más desventu-rada de sus víctimas soportaba la miseria.

-Dios le perdone a usted -le dijo la vieja-, yaque, encontrándome casi al borde de la sepultura,me da usted los medios de asegurar la dicha de minieta. ¡Pero a mi pobre marido no podré rehabilitarlenunca!

El señor Collinet llevaba a su acreedora elcapital y los intereses según la tasación comercial:unos cuarenta y dos mil francos. Sus otros acreedo-res, comerciantes activos, ricos, inteligentes, sehabían sostenido, mientras que la desgracia de losLorrain le pareció irremediable al viejo Collinet, queprometió a la viuda rehabilitar la memoria de sumarido, puesto que sólo se trataba de otros cuaren-ta mil francos. Cuando la Bolsa de Nantes conocióaquel rasgo de generosidad reparadora, quiso admi-tir en su seno a Collinet, sin esperar la sentencia del

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Tribunal de Rennes; pero el negociante rehusóaquel honor y se sometió a los rigores del Códigode Comercio. La señora de Lorrain había, pues,recibido cuarenta y dos mil francos la víspera deldía en que el correo le llevó las cartas de Brigaut. Aldar a Collinet el recibo, sus primeras palabras fue-ron:

-¡Podré, pues, vivir con mi Petrilla y la ca-saré con ese pobre Brigaut, que hará fortuna con midinero!

No podía estar tranquila; iba de un lado pa-ra otro; quería marchar a Provins. Así es que, alrecibir las fatales cartas, se echó a la calle comouna loca, buscando los medios de ir a Provins conla rapidez del relámpago. Marchó en el correo,cuando le explicaron la celeridad gubernamental deaquel coche. En París tomó el coche de Troyes; alas once y media había llegado a casa del señorFrappier, donde Brigaut, al ver la sombría desespe-ración de la anciana bretona, le prometió llevarle enseguida su nieta, explicándole en pocas palabras elestado de la niña. Estas pocas palabras asustarontanto a la abuela, que no pudo vencer su impacien-cia y corrió a la Plaza. Cuando Petrilla gritó, aquelgrito hirió a la bretona, como a Brigaut, en el co-

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razón. Habrían despertado a toda la ciudad si Ro-gron, temeroso, no les hubiera abierto. Aquel gritode la joven en plena angustia dio a la abuela súbi-tamente tanta fuerza como espanto; llevó a su ama-da Petrilla a casa del señor Frappier, cuya mujerhabía arreglado aceleradamente la habitación deBrigaut para la abuela de Petrilla. En aquella pobrecasa, en una cama medio deshecha, fue depositadala enferma, que en seguida se desvaneció, conser-vando todavía el puño cerrado, lacerado, sangrante,clavadas las uñas en la carne. Brigaut, Frappier, sumujer y la anciana contemplaron a Petrilla en silen-cio, presos todos de un asombro indecible.

-¿Por qué tiene la mano ensangrentada? -fue la primera palabra de la abuela.

Petrilla, vencida por el sueño que sigue alos grandes esfuerzos, y sabiendo que estaba librede toda violencia, abrió la mano. La carta de Brigautapareció como una respuesta.

-Le han querido quitar mi carta -dijo Bri-gaut, cayendo de rodillas y recogiendo las frasesque había escrito para decir a su amiguita que sa-liese callando de la casa de los Rogron.

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Besó piadosamente la mano de aquellamártir.

Ocurrió entonces algo que hizo temblar alos carpinteros, y fue que vieron a la anciana Lo-rrain, espectro sublime, en pie a la cabecera de suniña.

El terror y la venganza derramaban su ex-presión fulgurante por los miles de arrugas que sur-caban su piel de amarillento marfil. Aquella frente,cubierta de ralos cabellos grises, expresaba la cóle-ra divina. Con ese poder de intuición que tienen losviejos cuando están cerca de la tumba, leía toda lavida de Petrilla, en la cual, además, había pensadodurante todo el viaje. Adivinó la enfermedad queamenazaba de muerte a su niña querida. Dos grue-sas lágrimas, trabajosamente nacidas de sus ojosblancos y grises, de los cuales habían las penasarrancado pestañas y cejas, dos perlas de dolor seformaron, dándoles una espantosa frescura, sehincharon y rodaron por las descarnadas mejillassin mojarlas.

-¡Me la han matado! -dijo al fin, juntando lasmanos.

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Cayó de rodillas, haciendo con ellas un rui-do seco en el piso, y se puso, sin duda, a hacer unapromesa a Santa Ana de Auray, la más poderosa delas Vírgenes de Bretaña.

-¡Un médico de París! -dijo a Brigaut-. ¡Co-rre, Brigaut, corre!

Cogió al artesano por los hombros y le hizoandar con un gesto de mando despótico.

-Yo iba a venir, Brigaut -exclamó volviéndo-le a llamar-. Mira: soy rica.

Desanudó el cordón que unía en el pecholos dos lados de su corpiño, sacó un papel, en elcual estaban envueltos cuarenta y dos billetes deBanco, y dijo:

-¡Toma lo que necesites! Trae el mejormédico de París.

-Guarde eso -dijo Frappier-; ahora no pue-de cambiar un billete; yo tengo dinero. La diligenciava a pasar y encontrará un sitio en ella; pero antes,¿no sería mejor consultar al señor Martener, quenos indicaría un médico de París? Tenemos tiempo,porque la diligencia aun tardará una hora.

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Brigaut fue a despertar al señor Martener yle trajo consigo; el médico no se sorprendió poco desaber que la señorita Lorrain estaba en casa de losFrappier. Brigaut le explicó la escena que acababade ocurrir en casa de los Rogron. La charla de unamante desesperado dio a conocer al médico aqueldrama doméstico, pero sin que pudiera sospecharsu horror ni su trascendencia. Martener dio a Bri-gaut la dirección del célebre Horacio Bianchon, yBrigaut partió con su maestro en busca de la dili-gencia, cuyo ruido se oía ya. El señor Martener sesentó; examinó primero las equimosis y las heridasde la mano, que colgaba por fuera del lecho.

-¡Estas heridas no se las ha hecho ella! -dijo.

-No; la horrible mujer a quien yo tuve ladesgracia de confiarla la asesinaba -dijo la abuela-.

Mi pobre Petrilla gritaba: «¡Socorro! ¡Memuero!» de un modo que habría enternecido el co-razón de un verdugo.

Pero ¿por qué? -dijo el médico, tomando elpulso a Petrilla-. Está muy enferma -añadió, acer-cando a la cama una luz-. ¡Ah! Difícilmente la salva-remos -prosiguió, después de examinar el rostro-.

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Ha debido de sufrir mucho, y no me explico cómono la han cuidado.

-Yo pienso -dijo la abuela- acudir a la justi-cia. Unas personas que me pidieron mi nieta porcarta diciéndose ricas, con doce mil libras de renta,¿tenían el derecho de convertirla en cocinera y obli-garla a hacer trabajos superiores a sus fuerzas?

-No han querido ver la enfermedad más vi-sible a que las jóvenes están expuestas y que exigelos mayores cuidados -exclamó el señor Martener.

Petrilla se despertó, a causa de la luz conque la señora de Frappier alumbraba su cara y delos horribles sufrimientos que la reacción moral desu lucha lo producía en la cabeza.

-¡Ah, señor Martener, qué mala estoy! -dijocon su delicada vocecita.

-¿Dónde le duele a usted, amiguita? -dijo elmédico.

-Aquí -dijo ella, poniéndose un dedo en lacabeza, por encima de la oreja izquierda.

-¡Un tumor! -exclamó el médico, despuésde palpar despacio la cabeza y de preguntar a Petri-lla sobre sus dolores-. Tiene usted que decírnoslo

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todo, hija mía, para que podamos curarla. ¿Por quétiene usted así la mano? Usted no se ha hecho talesheridas.

Petrilla refirió candorosamente su combatecon su prima Silvia.

-Hágala usted hablar -dijo el médico a laabuela- y entérese bien de todo. Yo esperaré a quellegue el médico de París, y él y yo nos reuniremosen consulta con el cirujano-jefe del hospital. Meparece muy grave todo esto. Voy a encargar quetraigan una poción calmante, que dará usted a laseñorita para que duerma; necesita dormir.

Cuando se quedó sola con su nieta, la an-ciana bretona le hizo revelarlo todo, empleando elascendiente que sobre ella tenía, diciéndole que eralo bastante rica para los tres y prometiéndole queBrigaut se quedaría con ellas. La pobre criaturaconfesó su martirio, sin adivinar que iba a dar oca-sión a un proceso. Las monstruosidades de aque-llos dos seres sin corazón, ignorantes de lo que esfamilia, descubrían a la vieja mundos de dolor tanextraños a su manera de pensar como podían serlolas costumbres de las razas salvajes de las costum-bres de los primeros viajeros que penetraron en lassabanas de América.

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La llegada de su abuela y la certidumbre deque en lo sucesivo estaría con ella, y rica, adorme-cieron el pensamiento de Petrilla como la pociónadormecía su cuerpo. La anciana bretona veló a sunieta besándole la frente, los cabellos y las manos,como las santas mujeres debieron de besar a Jesúsal colocarle en el sepulcro.

A las nueve de la mañana el señor Marte-ner fue en busca del presidente, a quien contó laescena de la noche anterior entre Silvia y Petrilla, yluego las torturas morales y físicas, las sevicias detodo género que los Rogron habían infligido a supupila, y las dos enfermedades mortales que a con-secuencia de aquellos tratamientos se habían apo-derado de la joven. El presidente llamó al notarioAuffray, uno de los parientes de Petrilla por la líneamaterna.

En aquellos instantes estaba en su apogeola guerra entre el partido Vinet y el partido Tiphaine.Las hablillas que los Rogron hacían correr por Pro-vins sobre los conocidos amoríos de la señora deRoguin con el banquero Du Tillet, sobre las circuns-tancias de la bancarrota del padre de la señora deTiphaine, un falsario -decían-, hirieron más viva-mente a los Tiphaine porque se trataba de maledi-

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cencias y no de calumnias. Eran heridas en el co-razón; atacaban a los intereses en lo vivo. Aquellasmurmuraciones, repetidas a los partidarios de losTiphaine por las mismas bocas que comunicaban alos Rogron las burlas de la hermosa señora de Tip-haine y de sus amigos, alimentaban los odios, com-binados para lo sucesivo con la cuestión política.Las irritaciones que producía entonces en Francia elespíritu de partido, cuyas violencias fueron excesi-vas, se juntaba dondequiera, como en Provins, conlos intereses amenazados y con las individualidadesinteresadas y militantes. Cada bando aprovechabaardorosamente lo que podía perjudicar al bandorival. La animosidad de los partidos se mezclaba,tanto como el amor propio, en los asuntos más pe-queños, que de ese modo tenían a veces exagera-do alcance. Una ciudad se apasionaba por cuales-quiera luchas y les daba toda la amplitud de undebate político. Así, pues, el presidente vio en lacausa entre Petrilla y los Rogron un modo de abatir,de desconceptuar, de deshonrar a los dueños deaquel salón donde se que trazaban planes contra lamonarquía, donde había nacido el periódico deoposición. Fue llamado el fiscal. El señor Lesourd,el señor Auffray, a quien se nombró tutor subrogadode Petrilla, y el presidente examinaron con el mayor

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secreto, secundados por el señor Martener, el planque debía seguirse. El señor Martener se encargóde decir a la abuela de Petrilla que presentase suquerella al tutor subrogado. El tutor subrogado con-vocaría el consejo de familia y, armado con el dic-tamen de los tres médicos, pediría primeramente ladestitución del tutor. Planteado así el asunto, llegar-ía al Tribunal, y el señor Lesourd vería entonces elmodo de llevarlo a lo criminal, provocando un pro-ceso. A eso del mediodía, todo Provins estaba soli-viantado por la extraña noticia de lo que había pa-sado durante la noche en la casa Rogron. Los gritosde Petrilla habían sido oídos vagamente en la plaza,pero habían durado muy poco; nadie se había le-vantado; únicamente algunos preguntaron:

-¿Han oído ustedes ruido y gritos a la una?¿Qué sería?

Las suposiciones y los comentarios habíanabultado tanto el horrible drama, que la multitud seagolpó ante la tienda de Frappier, al cual pedíantodos informes; el buen carpintero pintó la llegadade la pequeña a su casa, con el puño ensangrenta-do, los dedos destrozados. Hacia la una de la tarde,la silla de postas del doctor Bianchon, con el cualvenía Brigaut, se detuvo ante la casa de Frappier,

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cuya esposa fue al hospital para avisar al señorMartener y al cirujano-jefe. Las suposiciones de laciudad se vieron sancionadas por este hecho. Seacusó a los Rogron de haber maltratado cruelmentea su prima y de haberla puesto en peligro de muer-te. Vinet recibió la noticia en el Palacio de Justicia;lo dejó todo y corrió a casa de los Rogron. Los doshermanos acababan de desayunar. Silvia vacilabaen contar a su hermano su arrebato de la noche, yse dejaba abrumar a preguntas, sin contestar másque: «Eso no te importa.» Iba y venía de la cocina alcomedor para evitar la discusión. Cuando se pre-sentó Vinet estaba sola.

-¿No se ha enterado usted de lo que pasa?-preguntó el abogado.

-No -dijo Silvia.

-Pues, según van las cosas, con motivo delo de Patrilla, va usted a sufrir un proceso criminal.

-¡Un proceso criminal! -exclamó Rogron,que entraba en aquel momento-. ¿Por qué?¿Cómo?

-Ante todo -dijo el abogado mirando a Sil-via-, explíqueme usted, sin ocultar nada, lo que hasucedido esta noche, y como si estuviera usted en

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presencia de Dios, porque se habla de amputar lamano a Petrilla.

Silvia se puso lívida y se estremeció.

-¿Ha ocurrido, pues, algo? -preguntó Vinet.

La señorita Rogron contó la escena, inten-tando excusarse; pero, acosada a preguntas, con-fesó los hechos graves de aquella horrible lucha.

-Si no hubiera usted hecho más que fractu-rarle los dedos, el asunto sería de la incumbenciade la policía correccional; pero si hay que cortarle lamano, irá a la Audiencia; los Tiphaine harán todo loposible por llevarlo hasta allí.

Silvia, más muerta que viva, confesó suscelos y, lo que fue más amargo de decir, la falta defundamepto de sus sospechas.

-¡Qué proceso! -dijo Vinet-. Ahí pueden us-tedes acabar, porque muchas personas los aban-donarán, aunque lo ganen. Si no triunfan ustedes,tendrán que marcharse de Provins.

-¡Oh, querido Vinet, usted, que es tan granabogado -dijo, espantado, Rogron-, aconséjenos,sálvenos!

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El astuto Vinet llevó al colmo el terror deaquellos dos imbéciles, y declaró formalmente quela señora y la señorita de Chargebœuf vacilarían envolver a su casa. Verse abandonados de aquellasdamas era una terrible condena. En fin, al cabo deuna hora de magníficas maniobras, se acordó que,para decidirse Vinet a salvar a los Rogron, era ne-cesario que apareciese a los ojos de Provins con uninterés extraordinario. Por lo tanto, aquella mismanoche se anunciaría la boda de Rogron con la seño-rita de Chargebœuf. El domingo se publicarían lasamonestaciones. Inmediatamente se haría el con-trato en casa de Cournant, acto al que asistiría Sil-via para, en consideración a aquella alianza, hacera su hermano donación inter vivos de todos susbienes. Vinet hizo comprender a los dos hermanosla necesidad de tener extendido el contrato dos otres días antes de la boda, a fin de comprometer alas señoras de Chargebœuf a los ojos del público ydarles un motivo para seguir visitando la casa de losRogron.

-Firmen ese contrato, y yo me comprometoa sacarlos a ustedes del mal paso -dijo el abogado-.Habrá una lucha terrible, pero yo emplearé en ellatodo lo que soy, y ustedes me deberán otro granfavor.

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-¡Oh, sí! -dijo Rogron.

A las once y media, el abogado tenía ple-nos poderes para el contrato y para la marcha delproceso. A mediodía, el presidente recibió una de-manda de Vinet contra Brigaut y la señora viuda deLorrain por haber arrancado a una menor del domi-cilio de su tutor. De esta manera, el audaz Vinet secolocaba en actitud de agresor y colocaba a Rogronen la de un hombre irreprochable. En ese sentidohabló en el Palacio de Justicia. El presidente dejópara las cuatro el oír a las partes. Es inútil decirhasta qué punto estaba la ciudad de Provins soli-viantada con aquellos acontecimientos. El presiden-te sabía que a las tres habría terminado la consultade los médicos y quería que el tutor subrogado sepresentase, en nombre de la abuela, con el dicta-men. El anuncio del casamiento de Rogron con labella Betilda de Chargebœuf y de las concesionesque Silvia hacía en el contrato enajenó súbitamentedos personas a los Rogron: la señorita Habert y elcoronel, que vieron sus respectivas esperanzasfallidas. Celeste Habert y el coronel permanecieronostensiblemente unidos a los Rogron, pero sólopara perjudicarlos con más seguridad. Así, en cuan-to el señor Martener reveló la existencia de un tu-mor en la cabeza de la pobre víctima de los merce-

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ros, Celeste y el coronel hablaron del golpe quePetrilla se había dado la noche en que Silvia laobligó a marcharse del salón, y recordaron las crue-les y bárbaras exclamaciones de la señorita Rogron.Refirieron las pruebas de insensibilidad que habíadado la solterona ante los dolores de su pupila. Deesta suerte, los amigos de la casa, aparentandodefender a Silvia y a su hermano, dejaron sentadaslas cosas graves que habían ocurrido en la casa.Vinet había previsto esta tempestad; pero ya la for-tuna de los Rogron iba a ser para la señorita deChargebœuf, y él se prometía verla habitar, dentrode unas semanas, la hermosa finca de la plaza yreinar con ella en Provins, porque ya meditabaaliarse con los Breautey para el logro de sus ambi-ciones. Desde el mediodía hasta las cuatro de latarde, todas las mujeres del partido de Tiphaine, lasGarceland, las Guépin, las Julliard, Galardon,Guénée y la subprefecta mandaron por noticias dela señorita Lorrain. Petrilla ignoraba en absoluto elruido que sus desgracias habían armado en la ciu-dad. En medio de sus grandes sufrimientos, expe-rimentaba una dicha inefable viéndose entre suabuela y Brigaut, los objetos de su cariño. Brigauttenía constantemente los ojos llenos de lágrimas yla abuela acariciaba a su nieta. No hay que decir

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que la abuela, en su conversación con los treshombres de ciencia, no omitió ninguno de los deta-lles que había obtenido de Petrilla sobre su estanciaen casa de los Rogron. Horacio Bianchon expresósu indignación en términos vehementes. Espantadode semejante barbarie, exigió que fuesen llamadoslos demás médicos de la ciudad; de modo que Ne-raud fue convocado y se le invitó, como amigo deRogron, a contradecir, si había lugar, las terriblesconclusiones de la consulta, que, desgraciadamentepara los Rogron, fue redactada con unanimidad.Neraud, a quien ya se inculpaba de haber hechomorir de pena a la otra abuela de Petrilla, se encon-traba en una posición falsa, de lo cual se aprovechóel avisado Martener, encantado de aniquilar a losRogron y de comprometer a aquel señor Neraud, suantagonista. Es inútil reproducir el texto de la con-sulta, que constituyó una de las piezas del proceso.Si los términos de la medicina de Molière eranbárbaros, los de la medicina moderna tienen la ven-taja de ser tan claros que la explicación de la en-fermedad de Petrilla, aunque natural y desgracia-damente común, dañaría los oídos.

La consulta era, por lo demás, resoluciónperentoria, que el nombre del célebre Horacio Bian-chon autorizaba. Terminada la audiencia, el presi-

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dente permaneció en su sitial al ver a la abuela dePetrilla, acompañada del señor Auffray, de Brigaut yde un público numeroso. Vinet estaba solo. Estecontraste impresionó al público, al cual se unieronmuchos curiosos. Vinet, que conservaba puesta latoga, elevó hacia el presidente su rostro frío, ase-gurándose en los verdes ojos las antiparras. Luego,con su voz débil y monótona, expuso que genteextraña se había introducido, con nocturnidad, encasa del señor y la señorita Rogron y había arreba-tado de allí a la menor Lorrain. El tutor debía man-tener su derecho y reclamaba su pupila. El señorAuffray se levantó, como protutor, y pidió, la pala-bra.

-Si el señor presidente -dijo- quiere ente-rarse de este dictamen, emanado de uno de losmédicos más sabios de París y de todos los médi-cos y cirujanos de Provins, comprenderá hasta quépunto es insensata la reclamación del señor Rogrony cuán graves eran los motivos que indujeron a laabuela de la menor a arrebatársela inmediatamentea sus verdugos. He aquí los hechos: un dictamen,suscrito unánimemente por un ilustre médico deParís, llamado a toda prisa, y por todos los médicosde esta ciudad, atribuye el estado casi mortal enque se halla la menor a los malos tratamientos que

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le han hecho sufrir el señor y la señorita de Rogron.El consejo de familia será convocado, en derecho,en el plazo más breve y consultado sobre la cues-tión de si el tutor debe ser destituido de su tutela.Nosotros pedimos que la menor no vuelva al domici-lio de su tutor y sea confiada al miembro de la fami-lia que el señor presidente quiera designar. Vinetquiso replicar, y dijo que se le debía comunicar eldictamen médico, para discutirle.

-No será comunicado al señor Vinet -dijocon severidad el presidente-, pero sí al fiscal de SuMajestad. Está oída la causa.

El presidente escribió al margen de la de-manda la disposición siguiente:

«Considerando que de un dictamen emitidopor unanimidad por los médicos de esta ciudad ypor el doctor Bianchon, miembro de la Facultad deMedicina de París, resulta que la menor Lorrain,reclamada por Rogron, su tutor, se encuentra en-ferma de extrema gravedad a consecuencia de losmalos tratamientos y de las sevicias ejercidos sobreella en el domicilio del tutor, y por la hermana delmismo,

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»Nos, presidente del Tribunal de primerainstancia de Provins,

»Resolviendo la demanda, ordenamos que,hasta la deliberación del consejo de familia, quesegún la declaración del protutor será convocado, lamenor no sea reintegrada al domicilio tutelar y sítransferida a la casa del protutor;

»Subsidiariamente, teniendo en cuenta elestado en que se halla la menor y las señales deviolencia que, según el dictamen de los médicos,existen en su persona, designamos al médico direc-tor y al cirujano-jefe del hospital de Provins paravisitarla; y en el caso en que la sevicia sea compro-bada, queda reservada la acción del Ministeriopúblico, sin perjuicio del procedimiento civil em-prendido por el señor Auffray, protutor.»

Esta terrible disposición fue leída por elpresidente Tiphaine en voz alta y clara.

-¿Y por qué no enviarlos en seguida a gale-ras? -dijo Vinet-. ¡Y todo este ruido por una chiquillaque andaba en amoríos con un aprendiz de carpin-tero! Si el asunto sigue así -exclamó insolentemen-te, pediremos otros jueces, por motivos de recusa-ción legítima.

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Vinet salió del Palacio de Justicia y visitó alas personas principales de su partido para explicar-les la situación de Rogron, que jamás había dado niun papirotazo a su prima y en quien el Tribunal -dijo- no veía al tutor de Petrilla, sino al principalelector de Provins.

Según él, los Tiphaine armaban mucho rui-do para nada. La montaña pariría un ratón. Silvia,mujer eminentemente prudente y religiosa, habíadescubierto unos amoríos entre la pupila de suhermano y el chico de un carpintero, un bretón lla-mado Brigaut. Este pillastre sabía muy bien que lamuchacha iba a heredar una fortuna de su abuela, yquería seducirla -¡Vinet se atrevía a hablar de se-ducción!- La señorita Rogron, que poseía cartas enlas cuales resplandecía la perversidad de la chiqui-lla, no era tan censurable como querían dar a en-tender los Tiphaine. Pero si Silvia había cometidoalguna violencia para apoderarse de una carta, locual, por otra parte, estaba justificado por la irrita-ción que le había causado la testarudez de la breto-na, ¿de qué se podía culpar a Rogron?

El abogado hizo del proceso una cuestiónde partido y supo darle color político. Desde aquellanoche hubo divergencias en la opinión pública.

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-El que no oye más que una campana, noconoce más que un son -decían las personas pru-dentes-. ¿Han oído ustedes a Vinet? Pues explicamuy bien las cosas.

Se consideró inhabitable para Petrilla la ca-sa de Frappier, porque el ruido produciría a la en-ferma dolores de cabeza. Tanto médicamente comojudicialmente era necesario el traslado de la niña acasa del protutor. El traslado se hizo con precaucio-nes inauditas, calculadas para producir un granefecto. Se la colocó en una camilla con colchón queconducían dos hombres y junto a la cual iba unaenfermera con un frasco de éter en la mano; segu-ían la abuela, Brigaut y la señora de Auffray con sudoncella. En las puertas y en los balcones habíagente que presenciaba el paso del cortejo. Verdade-ramente, el estado en que se encontraba Petrilla, sublancura de moribunda, todo daba ventajas inmen-sas al partido contrario de los Rogron. Los Auffrayprocuraron demostrar a toda la ciudad cuánta razónhabía tenido el presidente para dictar su disposi-ción. Petrilla y su abuela fueron instaladas en elsegundo piso de la casa del señor Auffray. El nota-rio y su mujer les prodigaron los cuidados de la másgenerosa hospitalidad; emplearon en ello hasta lujo.

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Petrilla tuvo a su abuela por enfermera, y elseñor Martener fue a visitarla con el cirujano aquellamisma tarde.

Desde aquella noche empezaron las exa-geraciones por una y otra parte. El salón de losRogron se vio lleno. Vinet había hecho lo posibleentre sus partidarios para conseguirlo. Las dos se-ñoras de Chargebœuf comieron con los Rogron,porque aquella misma noche se iba a firmar el con-trato. Por la mañana había Vinet anunciado los avi-sos legales en la Alcaldía. Dijo que el asunto dePetrilla era una miseria. Si el Tribunal de Provins loresolvía apasionadamente, otro Tribunal más altosabría apreciar los hechos -decía él -, y los Auffrayse mirarían mucho antes de meterse en un procesosemejante. La alianza de los Rogron con losChargebœuf influyó enormemente en algunas gen-tes, para quienes los Rogron estaban limpios comola nieve y Petrilla era una chiquilla excesivamenteperversa, una serpiente que los Rogron habíanabrigado en su seno. En el salón de los Tiphaine, setomaba venganza de las horribles maledicenciasque el partido de Vinet venía propalando desdehacía dos años; los Rogron eran unos monstruos, yel tutor iría al banquillo. Para los de la plaza, Petrillaiba muy bien; para los de la ciudad alta, se moría

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irremisiblemente; para los de casa de Rogron, teníaunos arañazos en la muñeca; para los de casa deTiphaine, tenía los dedos destrozados y le iban acortar uno. Al día siguiente, El Correo de Provinspublicaba un artículo extremadamente hábil, bienescrito, una obra maestra de insinuaciones mezcla-das en consideraciones judiciales y en el que seeximía ya a Rogron de responsabilidad. La Colme-na, que se publicaba dos días después, no podíacontestar sin caer en la difamación; pero dijo que,en un asunto como aquél, lo mejor era dejar que lajusticia siguiera su curso.

El consejo de familia fue formado por eljuez de paz del cantón de Provins, como presidentelegal; los Rogron y los Auffray, como parientes máspróximos, y el señor Ciprey, sobrino de la abuelamaterna de Petrilla. Como adjuntos figuraron elseñor Habert, confesor de Petrilla, y el coronel Gou-raud, que siempre se había hecho pasar por cama-rada del comandante Lorrain. Se aplaudió mucho laimparcialidad del juez de paz, que incluía en el con-sejo de familia al señor Habert y al coronel, a quie-nes todo el mundo creía muy amigos de los Rogron.Dada la gravedad de la circunstancia en que sehallaba, Rogron pidió la asistencia del abogadoVinet al consejo de familia. Por medio de aquella

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maniobra, evidentemente aconsejada por Vinet,Rogron consiguió que el consejo de familia no sereuniese hasta fines de diciembre. Para entonces, elpresidente y su mujer vivían en París, a consecuen-cia de la convocatoria de las Cámaras, de modoque el partido ministerial se encontró sin jefe. Vinethabía ya preparado sordamente al señor Desfondri-lles, juez de instrucción, para el caso en que elasunto fuese a lo correccional o a lo criminal, comoel presidente había intentado. Durante tres horasdefendió Vinet el asunto ante el consejo de familia;estableció unos amoríos entre Petrilla y Brigaut, afin de justificar la severidad de la señorita Rogron;demostró que el tutor había procedido lógicamenteal dejar a su pupila bajo el gobierno de una mujer;sostuvo la no participación de su cliente en la mane-ra como había entendido Silvia la educación dePetrilla. A pesar de los esfuerzos de Vinet, el conse-jo acordó por unanimidad quitar a Rogron la tutela.Se nombró tutor al señor Auffray y protutor al señorCiprey. El consejo de familia oyó a Adela, la sirvien-ta, que acusó a sus antiguos amos; a la señoritaHabert, que contó las crueles frases pronunciadaspor Silvia la noche en que Petrilla se dio el tremen-do golpe, que oyeron todos, y la observación quehabía hecho sobre la salud de Petrilla la señora de

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Chargebœuf. Brigaut adujo la carta que había reci-bido de Petrilla y que probaba la inocencia de losdos. Se demostró que el deplorable estado en quela menor se hallaba era consecuencia del descuidode su tutor, responsable de todo lo concerniente asu pupila. La enfermedad de Petrilla había impre-sionado a todo el mundo, incluso a las personas dela ciudad ajenas a la familia. Se mantuvo, pues,contra Rogron la acusación de sevicia. El asunto ibaa hacerse público.

Aconsejado por Vinet, Rogron se opuso aque el Tribunal homologase el acuerdo del consejode familia. El Ministerio público intervino teniendo encuenta la creciente gravedad del estado patológicoen que se encontraba Petrilla Lorrain. El curiosoproceso no se vio hasta marzo de 1828.

Ya para entonces se había celebrado elcasamiento de Rogron con la señorita deChargebœuf. Silvia habitaba el segundo piso de lacasa, donde se habían hecho arreglos para alojarla,y con ella la señora de Chargebœuf, porque el pri-mer piso se destinó entero a la señora de Rogron.La hermosa señora de Rogron sucedió desde en-tonces a la hermosa señora de Tiphaine. La influen-cia del matrimonio fue enorme. Ya no se iba al salón

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de la señorita Silvia, sino al de la hermosa señorade Rogron.

Sostenido por su madre política, y apoyadopor los banqueros Du Tillet y Nucingen, el presiden-te Tiphaine tuvo ocasión de prestar servicios al mi-nisterio; fue uno de los oradores más estimados delcentro; le hicieron juez del Tribunal de primera ins-tancia del Sena, y consiguió que su sobrino Lesourdfuese nombrado presidente del Tribunal de Provins.Aquel nombramiento molestó mucho al juez Des-fondrilles, siempre arqueólogo y más suplente quenunca. El ministro de Justicia colocó a uno de susprotegidos en el puesto de Lesourd. El ascenso deTiphaine, no produjo, pues, ninguno entre el perso-nal del Tribunal de Provins. Vinet aprovechó muyhábilmente esta circunstancia. Siempre había dichoa las gentes de Provins que estaban sirviendo deescabel a las grandezas de la astuta señora deTiphaine. El presidente engañaba a sus amigos. Laseñora de Tiphaine despreciaba in petto a la ciudadde Provins y no volvería nunca a ella. El padre delseñor Tiphaine murió; su hijo heredó las tierras delFay y vendió su hermosa casa de la ciudad alta alseñor Julliard. Esta venta demostró que no pensabavolver a Provins. Vinet tuvo razón. Vinet había sido

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profeta. Estos sucesos ejercieron gran influencia enel proceso relativo a la tutela de Rogron.

Así, el espantoso martirio infligido brutal-mente a Petrilla por dos imbéciles tiranos y queponía al señor Martener, con anuencia del doctorBianchon, en el caso de proceder a la horrible ope-ración del trépano; aquel tremendo drama, reducidoa las proporciones judiciales, caía en el inmundolodazal que en el Palacio de Justicia llaman la for-ma. El proceso se arrastraba de aplazamiento enaplazamiento, entre las sutiles e inextricables mallasdel procedimiento, detenido por las trabas de unabogado odioso, en tanto que Petrilla, calumniada,languidecía y sufría los dolores más espantosos queconoce la Medicina. ¿No era necesario que explicá-ramos aquellos singulares cambios de la opiniónpública y la lenta marcha de la justicia antes devolver a la estancia en que Petrilla vivía, en quePetrilla moría?

Tanto al señor Martener como a la familiaAuffray los sedujo en pocos días el carácter adora-ble de Petrilla, así como el de la vieja bretona, cu-yos sentimientos, ideas y modales estaban impreg-nados de un antiguo color romano. La matrona pa-recía una mujer de Plutarco. El médico quería dis-

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putar una presa a la muerte, porque desde el primerdía, tanto él como el médico de París considerarona Petrilla perdida. Entre la enfermedad y el médico,a quien alentaba la juventud de Petrilla, hubo unode esos combates que sólo los médicos conocen ycuya recompensa, en caso de éxito, no está ni en elprecio venal de sus cuidados ni en el enfermo, sinoen la dulce satisfacción de la conciencia y en no séqué palma ideal e invisible que recogen los verda-deros artistas con el contento que les produce lacertidumbre de haber hecho una obra bella. Elmédico tiende al bien, como el artista tiende a lobello, impulsado por un admirable sentimiento quellamamos la virtud. Aquel combate de todos los díashabía extinguido en el médico provinciano las mez-quinas cóleras de la lucha entablada entre el partidode Vinet y el partido de los Tiphaine, como sueleocurrirles a los hombres que se encuentran frente afrente con un gran mal que remediar.

El señor Martener había empezado su ca-rrera queriendo ejercer en París; pero la atroz acti-vidad de esta ciudad, la insensibilidad que acabapor producir en el médico el espantable número deenfermos y la multiplicidad de casos graves habíanaterrado su alma dulce y hecha para la vida de pro-vincias. Sentía, además, el yugo de su hermosa

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patria. Volvió, pues, a Provins para casarse allí yestablecerse y cuidar, casi afectuosamente, a unapoblación que podía considerar como una granfamilia. Mientras duró la enfermedad de Petrilla noquiso hablar de la enferma. Su repugnancia a res-ponder cuando le pedían noticias de la pobre jovenera tan visible, que se acabó por no preguntarle.Petrilla fue para él lo que debía ser: uno de esospoemas misteriosos y profundos, grandes en eldolor, que se suele encontrar en la existencia de losmédicos. Experimentaba por aquella delicada jovenuna admiración en cuyo secreto no quería que pe-netrase nadie.

Este sentimiento del médico se transmitió,como todos los sentimientos verdaderos, a los se-ñores de Auffray, cuya casa se hizo dulce y silen-ciosa mientras Petrilla estuvo en ella. Los niños, quetanto, habían jugado antes con Petrilla, se pusieronde acuerdo, con esa generosidad de la infancia,para no ser ruidosos ni importunos. Pusieron sudicha en ser juiciosos porque Petrilla estaba mala.La casa del señor Auffray está en la ciudad alta,más abajo del las ruinas del castillo; fue edificadaen un espacio que dejó libre la demolición de lasantiguas murallas. Sus habitantes disfrutan de lavista del valle y de la ciudad mientras se pasean por

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un huertecillo cerrado por gruesos muros, en cuyaparte exterior tocan los tejados de las otras casas.En un extremo de la terraza está la puerta-ventanadel señor Auffray. En el otro se alzan un emparradoy una higuera, bajo los cuales hay una mesa redon-da, un banco y unas sillas pintadas de verde. Se dioa Petrilla una habitación colocada encima del des-pacho de su nuevo tutor. La señora de Lorraindormía allí, en un catre de tijera, al lado de su nieta.Desde su ventana podía, pues, Petrilla ver el magní-fico valle de Provins, que apenas conocía. ¡Salía tanraras veces de la fatal casa de los Rogron! Cuandohacía buen tiempo, le gustaba ir, apoyada en elbrazo de su abuela, hasta el emparrado. Brigaut,que ya no se ocupaba en nada, iba a ver a su ami-guita tres veces al día; estaba devorado por un do-lor que le hacía sordo a las cosas de la vida; ace-chaba, con la habilidad de un perro de caza, al se-ñor Martener; le acompañaba siempre y salía conél. Difícilmente podríase imaginar las locuras quehacían todos por la amada enfermita. La abuela,ebria de dolor, ocultaba su desesperación y mostra-ba a la nieta el mismo rostro sonriente que en Pen-Höel. En su deseo de hacerle la ilusión de aquellospasados tiempos, le arreglaba y le ponía la gorrabretona con que Petrilla llegó a Provins. Le parecía

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que así la joven enferma se parecía más a sí mis-ma; estaba Petrilla deliciosa de ver con la cara ro-deada por aquella aureola de batista bordeada dealmidonada puntilla. Su cabeza, blanca, con la blan-cura del biscuit; su frente, en la cual el sufrimientoimprimía una apariencia de pensamiento profundo;la pureza de las líneas demacradas por la enferme-dad; la lentitud de la mirada y la fijeza de los ojos,todo hacía de Petrilla una admirable obra maestrade melancolía. Así, todos servían a la niña con unaespecie de fanatismo. ¡La veían tan tierna, tan dul-ce, tan cariñosa! La señora de Martener habla en-viado su piano a casa de su hermana, la señora deAuffray, pensando divertir a Petrilla, a quien lamúsica maravillaba. Era un poema verla oír un trozode Weber, de Beethoven o de Hérold, con los ojosen alto, silenciosa y echando, sin duda, de menos lavida, que sentía escapársele. El cura Péroux y elseñor Habert, que le daban los consuelos religiosos,admiraban su piadosa resignación. ¿No es unhecho notable, y en el cual deben fijar su atenciónlos filósofos y los indiferentes, la seráfica perfecciónde los jóvenes que llevan entre la multitud la señalroja de la muerte, como los arbolillos jóvenes enuna selva? Quien haya visto una de esas muertessublimes no podrá seguir siendo o volverse incrédu-

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lo. Esos seres exhalan como un perfume celeste;sus miradas hablan de Dios; su voz es elocuentecuando dice las cosas más insignificantes, y a me-nudo suena como un instrumento divino expresandolos secretos del porvenir. Cuando el señor Martenerfelicitaba a Petrilla por haber cumplido alguna pres-cripción difícil, aquel ángel decía en presencia detodos, ¡y con qué miradas!:

-Deseo vivir, querido señor Martener, notanto por mí como por mi abuela, por Brigaut y portodos ustedes, que se afligirían con mi muerte.

La primera vez que salió a pasear, en elmes de noviembre, al hermoso sol de San Martín,acompañada de todos los de casa, le preguntó laseñora de Auffray si estaba fatigada.

-Ahora -dijo- que no tengo que soportarmás sufrimientos que los que Dios me envía, puedoresistir. Encuentro fuerzas para sufrir en la dicha deverme querida.

Esa fue la única vez que, de un modo indi-recto, recordó su horrible martirio en casa de losRogron, de los cuales no hablaba nunca; y como elrecuerdo tenía que serle tan penoso, los demástampoco le hablaban de ellos.

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-Querida señora Auffray -dijo una vez,hallándose a la hora del mediodía en la terraza,contemplando el valle, iluminado por un hermososol y adornado con los bellos tintes rojizos del oto-ño-, mi agonía en casa de ustedes me da una felici-dad que no he conocido en estos últimos tres años.

La señora de Auffray miró a su hermana, laseñora de Martener, y le dijo al oído:

-¡Cómo habría querido!

Efectivamente, el acento y la mirada de Pe-trilla daban a su frase un valor indecible.

El señor Martener sostenía corresponden-cia con el doctor Bianchon y no intentaba nada im-portante sin su aprobación. Esperaba ante todo, darlibre curso a la naturaleza de Petrilla; luego, hacerque el tumor de la cabeza derivase por la oreja.Cuanto más vivos eran los dolores de Petrilla, másesperanza tenía él. Obtuvo en el primer punto pe-queños éxitos, y ya esto fue un gran triunfo. Duranteunos cuantos días Petrilla recobró el apetito y tomócosas sustanciosas, por las cuales había sentidohasta entonces la repugnancia característica de suenfermedad; cambió el color de su tez, pero el esta-do de la cabeza era horrible. Martener pidió, pues,

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al gran médico, su consejero, que fuese a Provins.Bianchon fue; estuvo allí dos días y decidió haceruna operación; sintiendo por la niña la misma solici-tud de Martener, fue por sí mismo en busca delcélebre Desplein. La operación fue, pues, hecha porel más grande cirujano de los tiempos antiguos ymodernos; pero aquel terrible arúspice dijo a Marte-ner, al marcharse con Bianchon, su discípulo prefe-rido:

-No se salvará si no es de milagro. Como leha dicho a usted Horacio, ya ha empezado la cariesde los huesos. ¡A esa edad son los huesos tan tier-nos!

La operación se había verificado en loscomienzos del mes de marzo de 1828. Durante todoel mes, aterrado por los espantosos dolores quesufría Petrilla, Martener hizo varios viajes a París;allí consultaba con Desplein y Bianchon, a los cua-les llegó a proponer una operación semejante a lalitotricia, y que consistía en introducir en la cabezaun instrumento hueco, por medio del cual se inten-taría la aplicación de un remedio heroico para dete-ner los progresos de la caries. El audaz Desplein nose atrevió a intentar aquel golpe de mano quirúrgicoque la desesperación había inspirado a Martener.

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Así, cuando el médico regresó de su último viaje aParís, los amigos le encontraron apenado e indeci-so. Una noche fatal tuvo que anunciar a la familiaAuffray, a la señora de Lorrain, al confesor y a Bri-gaut, reunidos, que la ciencia no podía hacer yanada por Petrilla, cuya salvación estaba sólo en lasmanos de Dios. Fue una consternación horrorosa.La abuela hizo un voto y rogó al cura que todas lasmañanas, al alba, antes de la hora de levantarsePetrilla, dijese una misa, que oirían ella y Brigaut.

El proceso continuaba. Mientras moría lavíctima de los Rogron, Vinet la calumniaba ante elTribunal. El Tribunal aprobó el acuerdo del consejode familia, y el abogado apeló en el acto. El nuevofiscal hizo una requisitoria que determinó una ins-trucción. Rogron y su hermana tuvieron que ponerfianza para no ingresar en la cárcel. La instrucciónexigía el interrogatorio de Petrilla. Cuando el señorDesfondrilles fue a casa de los Auffray, Petrilla es-taba en la agonía; tenía al confesor a su cabecera eiba a ser sacramentada. En aquel mismo momentosuplicaba a la familia, reunida en su alcoba, queperdonase a sus primos, como lo hacía ella, dicien-do, con un admirable buen sentido, que el juicio deaquellas cosas sólo correspondía a Dios.

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-Abuela -dijo-, lega todos tus bienes a Bri-gaut -Brigaut se deshacía en lágrimas- y deja milfrancos a esa buena de Adela, que me calentaba lacama a escondidas. Si ella hubiera continuado encasa de mis primos, yo viviría...

A las tres de la tarde, el martes de Pascua,con un día hermoso, dejó aquel angelito de sufrir.Su heroica abuela quiso velarla durante la noche,con los sacerdotes y coserle la mortaja con susviejas manos arrugadas. Al anochecer, Brigaut salióde casa de los Auffray y bajó a casa de Frappier.

-¡Pobre muchacho! No necesito pedirte no-ticias -le dijo el carpintero.

-Sí, Frappier, todo se acabó para ella, perono para mí.

El obrero echó a las maderas que había enel taller una mirada a la vez sombría y perspicaz.

-Te comprendo, Brigaut -dijo el buen Frap-pier-; aquí tienes lo que necesitas.

Y le enseñó dos tablas de encina, gruesasde dos pulgadas.

-No me ayude usted, señor Frappier -dijo elbretón-; quiero hacerlo todo por mí mismo.

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Brigaut pasó la noche acepillando y ajus-tando el féretro de Petrilla, y más de una vez le-vantó, de un solo garlopazo, una tira de maderamojada con sus lágrimas. El buen Frappier, fuman-do, le miraba trabajar. No le dijo más que estocuando le vio ajustar las cuatro tablas:

-Haz la tapa de corredera; así los pobresparientes no oirán clavar...

Al ser de día, Brigaut fue a buscar el cincnecesario para forrar la caja. Por una extraordinariacasualidad, las hojas de cinc le costaron exacta-mente la misma suma que había dado a Petrillapara su viaje de Nantes a Provins. El valerosobretón, que había resistido el horrible dolor de hacerpor sí mismo el ataúd de su amada compañera deinfancia, al ver reflejados en las fúnebres planchastodos sus recuerdos, no tuvo fuerzas para sufriraquella coincidencia; desfalleció, y no pudo cargarcon el cinc; el hojalatero le acompañó, y le ofreció ircon él para soldar la cuarta hoja una vez que elcuerpo estuviese depositado en el féretro. El bretónquemó la garlopa y todas las herramientas que hab-ía utilizado; liquidó sus cuentas con Frappier y sedespidió de él. El heroísmo con que aquel pobremuchacho se ocupaba, como la abuela, en rendir

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los últimos tributos a Petrilla le hizo intervenir en laescena suprema que coronó la tiranía de los Ro-gron.

Brigaut y el hojalatero llegaron a casa deAuffray con tiempo para decidir, por la fuerza bruta,una infame y horrible cuestión judicial. La cámaramortuoria, llena de gente, ofreció a los dos obrerosun singular espectáculo. Los Rogron se habíanalzado horrendos junto al cadáver de su víctimapara torturarla aun después de muerta. El cuerpo,sublime de belleza, de la pobre niña yacía sobre elcatre de la abuela. Petrilla tenía los ojos cerrados,los cabellos en bandós, el cuerpo envuelto en unagruesa tela de algodón.

Ante el lecho, con los cabellos en desordeny el rostro encendido, la vieja Lorrain gritaba:

-¡No, no! ¡No se hará eso!

A los pies del lecho estaban el tutor, Auf-fray, el cura Péroux y el señor Habert. Los ciriosardían todavía.

Delante de la abuela se hallaban el cirujanodel hospicio y el señor Neraud, apoyados por elespantoso y melifluo Vinet. Con ellos estaba unalguacil. El cirujano tenía puesto el delantal de di-

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sección. Uno de los ayudantes había abierto suestuche y le ofrecía un bisturí.

Aquella escena fue interrumpida por el rui-do del ataúd, que Brigaut y el hojalatero dejaroncaer, porque Brigaut, que iba delante, se quedóparalizado de espanto ante el aspecto de la abuelaLorrain, que lloraba.

-¿Qué pasa? -dijo Brigaut poniéndose allado de la anciana y apretando convulsivamente unformón que llevaba en la mano.

-Pasa -dijo la vieja-, pasa, Brigaut, quequieren abrir el cuerpo de mi niña, henderle la ca-beza, abrirle el corazón después de su muerte comohicieron durante su vida.

-¿Quién? -dijo Brigaut con una voz capazde romper el tímpano de los hombres de justicia.

-Los Rogron.

-¡Por el santo nombre de Dios!

-Un momento, Brigaut -dijo el señor Auf-fray, viendo a Brigaut blandir el formón.

-Señor Auffray -dijo Brigaut, tan pálido co-mo la joven muerta-, le escucho porque es usted el

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señor Auffray; pero en este momento no escuchar-ía...

-¿Ni a la justicia? -dijo Auffray.

-¿Pero es que hay justicia? -exclamó elbretón-. ¡La justicia es ésa! -añadió amenazando alabogado, al cirujano y al alguacil con su formón,que relumbraba al sol.

-Amigo mío -dijo el cura-, la justicia ha sidoinvocada por el abogado del señor Rogron, porqueéste está bajo el peso de una acusación grave, y nose puede negar a un inculpado los medios de justifi-carse. Según el abogado del señor Rogron, si estapobre niña ha sucumbido al tumor de la cabeza, suantiguo tutor no debe ser perseguido, porque estáprobado que Petrilla ocultó durante mucho tiempoque se había dado un golpe...

-¡Basta! -dijo Brigaut.

-Mi cliente... -dijo Vinet.

-Tu cliente -exclamó el bretón -irá al infier-no, y yo al patíbulo; porque si alguno de vosotroshace el intento de tocar a la que tu cliente ha mata-do, si el practicante no se guarda el bisturí, le matoaquí mismo.

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-Hay rebeldía, y vamos a informar al juez -dijo Vinet.

Los cinco extraños se retiraron.

-¡Oh, hijo mío -dijo la vieja levantándose ysaltando al cuello de Brigaut-, enterrémosla en se-guida, porque volverán!...

-Cuando esté soldada la caja quizá no seatrevan -dijo el hojalatero.

El señor Auffray corrió a casa de su cuña-do, el señor Lesourd, para ver si arreglaba el asun-to. Vinet no quería otra cosa. Muerta Petrilla, el pro-ceso relativo a la tutela, que no había sido juzgado,quedaba extinguido, sin que nadie pudiese hacernada en favor ni en contra de los Rogron; la cues-tión quedaba indecisa. El astuto Vinet había previstobien el efecto que su demanda iba a surtir.

Al mediodía, el señor Desfondrilles informóal Tribunal sobre la instrucción relativa a los Rogron,y el Tribunal, motivándolo perfectamente, declaróque no había lugar.

Rogron no se atrevió a presentarse en elentierro de Petrilla, al cual asistió toda la ciudad.

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Vinet había querido llevarle, pero el antiguo mercerotuvo miedo de excitar un horror universal.

Brigaut salió de Provins después que viorellenar la fosa de Petrilla y se marchó a pie a París.Elevó una solicitud a la delfina para que, en consi-deración al nombre de su padre, se le admitiese enla Guardia real, y fue admitido en seguida. Cuandola expedición a Argel, volvió a escribir a la delfinapara que se le permitiese tomar parte en ella. Erasargento, y el mariscal Bourmont le nombró subte-niente. El hijo del comandante se portó como unhombre deseoso de morir. La muerte ha respetadohasta ahora a Santiago Brigaut, que se ha distingui-do en todas las expediciones recientes sin recibiruna herida. Hoy es jefe de un batallón de línea. Nohay oficial más taciturno ni mejor que él. Fuera delservicio, está siempre casi mudo; pasea solo y vivemecánicamente. Todo el mundo adivina en él, yrespeta, un dolor desconocido. Posee cuarenta yseis mil francos, que le legó la anciana señora deLorrain, fallecida en París en 1829.

En las elecciones de 1830 Vinet fue elegidodiputado. Los servicios que ha prestado al Gobiernole han valido el cargo de fiscal general. Es ya tal suinfluencia, que siempre será diputado. Rogron re-

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caudador general en la misma ciudad donde Vinetejerce sus funciones; y, por un azar sorprendente,Tiphaine es, también allí, presidente de la Audien-cia, porque se ha adherido sin vacilar a la dinastíade julio. La ex bella señora de Tiphaine vive enbuena inteligencia con la bella señora de Rogron.Vinet está a partir un piñón con el presidente.

En cuanto al imbécil de Rogron, dice frasescomo ésta:

-Luis Felipe no será verdadero rey hastaque pueda hacer nobles.

Esta frase no es suya, evidentemente. Suvacilante salud permite a la señora de Rogron espe-rar que se casará pronto con el general marqués deMontriveau, par de Francia, que manda el departa-mento y que la galantea. Vinet pide cabezas con lamayor tranquilidad; jamás cree en la inocencia deun acusado. Este fiscal de pura sangre pasa por seruno de los hombres más amables de su oficio, y notiene menos éxito en París y en la Cámara; en lacorte es un delicioso cortesano.

Según le prometió Vinet, el general barónde Gouraud, ese noble despojo de nuestros glorio-sos ejércitos, se ha casado con una señorita Matifat,

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de veinticinco años, hija de un droguero de la callede los Lombardos y cuya dote era de cincuenta milescudos. Manda, como le profetizara Vinet, un de-partamento próximo a París. Ha sido nombrado parde Francia a causa de su comportamiento cuandolos motines ocurridos bajo el Gobierno de CasimiroPerier. El barón de Gouraud fue uno de los genera-les que tomaron la iglesia de Saint-Merri, feliz conzurrar a los paisanos, que le habían vejado durantequince años, y su ardor ha sido recompensado conel cordón de la Legión de Honor.

Ninguno de los personajes que fueroncómplices de la muerte de Petrilla siente el menorremordimiento. El señor Desfondrilles sigue siendoarqueólogo; pero con la mira puesta en sus eleccio-nes, Vinet se ha cuidado de que le nombren presi-dente del Tribunal. Silvia tiene una pequeña corte yadministra los bienes de su hermano; presta dineroa un interés muy alto y no gasta mil doscientos fran-cos anuales.

De cuando en cuando, en la plazoleta,cuando un hijo de Provins llega de París para esta-blecerse allí y sale de casa de la señorita Rogron,algún antiguo partidario de los Tiphaine dice:

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-Los Rogron, tuvieron hace tiempo unacuestión desagradable a causa de una pupila...

-Una cuestión de partido -responde el pre-sidente Desfondrilles-. Se inventaron monstruosida-des. Por bondad de alma, recogieron en su casa aaquella Petrilla, que era una jovencita muy linda ysin fortuna; en el momento de su desarrollo tuvounos amoríos con un aprendiz de carpintero, y parahablar con él subía con los pies descalzos a la ven-tana. ¿Comprende usted? Los dos amantes se en-viaban cartas acarameladas por medio de unacuerda. Hágase usted cargo de que, dada su edadpeligrosa, y en el mes de octubre o noviembre, nohacía falta más para que cayese enferma una mu-chacha que ya tenía mal color. Los Rogron se con-dujeron admirablemente y no reclamaron la parteque les correspondía de la herencia de la mucha-cha; se lo dejaron todo a la abuela. La moraleja deesto, amigos míos, es que el diablo nos castigasiempre que hacemos un bien.

-¡Ah, eso es otra cosa! Frappier me lo hacontado de muy distinto modo.

-Frappier consulta más con su bodega quecon su memoria -dice entonces uno de los concu-rrentes al salón de la señorita Rogron.

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-Pero el anciano señor Habert...

-¡Oh! Ese... ¿conoce usted su asunto?

-No.

-Pues bien: quería casar a su hermana conel señor Rogron, el recaudador general.

Dos hombres se acuerdan todos los díasde Petrilla: el médico Martener y el comandanteBrigaut. Los únicos que conocen la espantosa ver-dad.

Para dar a esto proporciones inmensas,basta recordar, transportando la escena a la EdadMedia y a Roma, que una joven sublime, BeatrizCenci, fue llevada al suplicio por razones e intrigasanálogas a las que llevaron a Petrilla a la tumba.Beatriz Cenci no tuvo más defensor que un artista,un pintor.

Hoy, la historia y los vivientes, bajo la fe delretrato de Guido Reni, condenan al Papa y hacende Beatriz una de las más conmovedoras víctimasde las pasiones infames y de los partidos.

Convengamos, entre nosotros, en que lalegalidad sería para los bribones una cosa excelen-te si no existiera Dios.

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Noviembre 1839.

FIN