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Pantaleón, en todo como un león
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Pantaleón, en todo como un león - fundaupel.files.wordpress.com · en la cama, antes de dormirse, desea-ba con todo su corazón que, por la mañana, al despertarse, se encontrara

Jan 27, 2019

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Pantaleón,

en todo como un león

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Pantaleón, en todo como un león

Todos los derechos reservados.Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley,cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obrasin contar con autorización de los titulares de propiedadintelectual. La infracción de los derechos mencionadospuede ser constitutiva de delito contra la propiedadintelectual.

Edición adaptada - © Colegial Bolivariana, C.A. Rif: J-00007102 (Adaptación de un libro de Pearson Educación España)

Adaptación: © Departamento Editorial de Colegial Bolivariana, C.A.

ISBN: Depósito Legal:

Edición original© 2006, PEARSON EDUCACIÓN, S.A.www.pearsoneducacion.com

ISBN: 978-84-205-5190-6

© del texto: Carmen Gómez Ojea© de las ilustraciones: Irene Fra Gálvez

Equipo editorial:Editora: Ana M.a Maestre CasasTécnico editorial: Esther Martín González

Coordinación de producción: José Antonio Clares

Impreso en Venezuela - Printed in Venezuela

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Carmen Gómez Ojea

Pantaleón,

en todo

como un leónIlustraciones de

Irene Fra

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1.  ¡Qué asco de mundo!

Pantaleón tenía ocho años, y no legustaba ser pelirrojo, pero lo que másrabia le daba era su nombre. No lehacía ni pizca de gracia llamarsePantaleón. Le horripilaba. Por eso,cuando alguien le hacía la temidapregunta de «¿cómo te llamas?», seponía colorado, agachaba la cabezay contestaba con un hilito de voz yentre dientes. Era terrible llamarse deaquella forma. A él le hubiera encan-tado que le hubieran puesto Nacho,como a su hermano pequeño, y tenerel cabello oscuro como él, y no colo-rado como las llamas de una hogue-ra, y no verse obligado a aguantarque la gente de clase, sobre todoEnrique y sus amigos, que eran los

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que mandaban en todos los demás,lo apodase Pantalón, Zana, Zana -horio y Zanahoria. Cuando pasabaeso, sentía con pavor que sus ojos sellenaban de lágrimas. Pero apretabafuerte, muy fuerte, los dientes y asíconseguía que éstas no se le escapa-ran de los lagrimales y se pusieran acorrer por sus mejillas, mojándole lacara, porque, en ese caso, además lollamarían llorón y niñita, y los otros,incluso Beatriz, Leticia, Inés y Lucas,que no se burlaban de su pelo ni de sunombre y lo querían, quizá se rieranigualmente de él, y eso sí que ya no lopodría aguantar. Se moriría allí mis-mo de repente de tanta pena. Nopodría sufrir también las burlas desus amigos, los únicos que hacíanque, cada mañana, no fingiera dolo-res de barriga o de cabeza o no se

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metiera debajo de la cama o en cual-quier otro escondite de la casa parano ir al colegio a padecer aquella tor-tura.Por todo esto Pantaleón era muydesgraciado. No le consolaba lo másmínimo que el peluquero le asegura-ra que su pelo era muy sano, abun-dante, dotado de un brillo precioso,del color del sol de las tardes más her-mosas del verano. A él le parecía elmás feo y desagradable del mundo.Muchas noches, cuando estaba yaen la cama, antes de dormirse, desea -ba con todo su corazón que, por lamañana, al despertarse, se encontraracon la felicidad inmensa de que se lehubiese vuelto negro o rubio o cas-taño o incluso que se le hubiera caídoy en su cabeza, como una bola debillar, no hubiera quedado ni un solo

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cabello rojo. También, en más de unaocasión estuvo tentado a echarsebetún con el que papá limpiaba loszapatos, pero pensó que le quedaríatodo pegajoso y aquello no resultaría.Preferiría mil millones de veces sercalvo a llevar encima aquella pelam-brera roja que tanto lo hacía padecerpor las risitas y las palabras deEnrique y su pandilla, peores que sile metieran agujas y alfileres por losoídos. Tampoco le servía de consuelo quesu madre le hubiera contado que sellamaba así en recuerdo de su abue-lo, el papá de papá, que se habíamuerto muy poco antes de que élhubiera nacido y que había sido unmédico excelente, al que la genteapreciaba mucho, porque curaba conmucho amor a los enfermos que iban

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a verlo para que los sanara. Además,aquel abuelo, al que no había llegadoa conocer, también tenía el pelo igua-lito al suyo. Él no quería ser médico. De grandese teñiría la cabeza de negro oscuro,negro profundo como un pozo, comolas noches sin luna ni estrellas ni tansiquiera iluminadas por el rayito deluz de un farol, y sería juez. Los jueces eran los que hacían lasleyes y mandaban mucho. Cuando éllo fuera, prohibiría que la gentepudiera ponerle a otro el nombre quele diera la gana, aunque fuera el deun abuelo buenísimo, y todo el mun-do podría escoger cómo quería lla-marse. Pensó en los bebés, comoNacho, que no sabían hablar y queno podían decir si querían llamarseJuan, Julio o Ana o Teresa, porque

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no conocían ninguna palabra y nom-bres tampoco, claro. Bueno, en esecaso, hasta que pudieran elegir elnombre que les gustara, el papá y lamamá podrían llamarlos como qui-sieran, hasta algo tan atroz inclusocomo Pantaleón, total, después detodo, cuando uno era tan pequeño le daba lo mismo que lo llamaran deuna forma o de otra. Al menos, él norecordaba que en el tiempo en quetenía solamente meses como Nachollorara al oír su nombre. Había em -pezado a lamentarse de ello después,cuando fue al colegio y se encontrócon Enrique y su cuadrilla.No entendía por qué había tenidotan mala suerte y ser el único de lacasa al que le hubiera caído encima ladesgracia de aquel color de pelo y detal nombre.

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Mamá se llamaba Rosa, papá,Antonio, y su hermano, Ignacio, bue-no, Nacho. Y en el resto de la familiano había nadie que tuviera un nom-bre que hiciera sufrir y diera vergüen-za, como le ocurría a él. Y ademásninguno era pelirrojo. El cabello detodos ellos era normal y corriente. Elsuyo, en cambio, había tenido quesalirle del mismo tono de fuego delde aquel abuelo, cuyo nombre lehabían puesto, sin pensar para nadaen lo mal que iba a pasarlo por culpade Enrique, Ángel, Felipe y Ricar do,que eran los peores de la clase, los quelo trataban fatal, aunque a vecesRicardo lo defendiera un poco, perosólo cuando le daba chicle o un cho-colate o un par de caramelos. Menos mal que tenía a Bea, a Leti,a Inés y a Lucas, que jugaban con él

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durante el recreo. No podía moles-tarse porque se callaran siempre quelos otros lo llamaban Zana oPantalón. Él tampoco decía ni mu yaguantaba, intentando no ponerse allorar, porque era precisamente eso loque querían Enrique y los de su gru-pito: ver sus lágrimas. Todo el mundole tenía miedo a Quique, y hacía loque él quería. Lo obedecían sin que-jarse, ya que era el de más estatura y elque más alto saltaba, el que metíamás goles, y encima iba a cumplirnueve años, y el resto tenía sólo ochorecién cumplidos. El mundo era un asco por culpa delos mandones abusadores y altaneros,se dijo Pantaleón con amargura. Si almenos pudiera contárselo todo amamá, pero no. Estaba seguro deque las cosas se pondrían aún peor

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para él y por eso no se atrevía. Aveces ella lo miraba fijamente y lepreguntaba:—¿Qué te pasa? Estás raro. Nosé… Me preocupas. ¿No vas a decír-melo?Pero él se callaba o se encogía dehombros y aguantaba las lágrimas, odecía:—No me pasa nada, de verdad. Esque a lo mejor voy a ponerme enfer-mo. O me va a salir un grano. ABeatriz le salió uno muy grande en laboca y le dio fiebre y tuvo que que-darse en casa, sin ir al colegio unmontón de días.Mamá entonces movía la cabezacomo si no lo creyera, y él se sentíafatal por aquel secreto que no podíacontarle, para que Quique no sepusiera furioso y le hiciera, en ven-

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ganza, algo horrible; y, además, segu-ro que los otros le llamaríanchismoso y acusete.

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2.  Las cosas podían ser peores

Las cosas estaban así. A veces Pan ta -león no podía más y entonces sedesa hogaba con sus amigos, los únicos de la clase que no lo insul -taban.—No sé por qué ésos me tratanasí. Yo jamás les hice nada. Y, enci-ma, a Ricardo le doy siempre todo loque me pide…—Pero él sí te defiende —le recordóLucas.—Sólo a veces —se quejó él—. Yyo no paro de darle caramelos y chi-cles y bolsas de papitas… También ledi el bolígrafo nuevo con forma depez y tuve que decir en casa que lohabía perdido.

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—Bueno, anda, fue mucho peor lo que les hicieron en el autobús a dosde los pequeños, cuando les rom -pieron los cuadernos y les co mieronlos sándwiches —añadió Le ticia.—Son unos bestias —afirmó Bea -triz—. A mí me caen fatal. Ya po díanmarcharse a otro colegio.—Venga, vamos a jugar a algo, queva a acabar el recreo y no hicimosmás que estar aquí quietos —dijoInés con aire de estar cansada deaquella conversación.—Claro, si te lo hicieran a ti, yave rías cómo estarías, peor que yo,seguro…—Bueno… No sé cómo estaría.Pero podían hacerte cosas peores,como pegarte o halarle del pelo o …—Sí, claro, también podrían em -pujarme por las escaleras para que

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me cayera y se me rompiese la cabe-za. Pero si me hacen cosas peores,cosas como ésas, me haré el enfermo,o el muerto, para no volver nuncamás aquí —dijo Pantaleón conamargura.—Venga, venga —Lucas trató deanimarlo—. Ni Zanahoria ni Pan -talón son insultos-insultos, comoimbécil, marrano, caracerdo, gor-dinflón, cuatro ojos, o así. Entonces sonó el timbre y tuvieronque volver al aula. A Pantaleón no leimportó la cara que le puso Inés,acusándolo mudamente de que, porculpa de sus lamentaciones, nohubieran jugado a nada durante elrecreo.

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3.  El castigo

Aquella noche, se sintió más confor-tado, pensando que una zanahoria, alfin y al cabo, era un vegetal, comouna fruta, aunque no fuera una man-zana ni una pera. Se parecía en elcolor a una naranja, y las personas lacomían y, además, la profe habíadicho que era muy buena para la vis-ta. Y tampoco un pantalón era algoasqueroso como los pañales sucios deNacho. Mientras todo siguiera como hastaentonces podría ir soportándolo sinllorar, llorando únicamente por den-tro, porque en algunos momentossentía allí, muy en el interior delpecho, algo que lo aplastaba, llenán-dolo de una tristeza muy honda, tan-

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to que le hacía pensar que igual erasu corazón que lloraba.Pero aquella mañana, nada másponer un pie en el colegio supo queno iba a vivir un día bueno ni tran-quilo, al observar que ya en la fila desubida al aula, Quique y los otroscuchicheaban, lo miraban y se reían. Empezó a ponerse nervioso y a sen-tir la boca seca y el estómago tan fríocomo si acabara de tragarse un cubi-to de hielo.Cuando se sentó, oyó risitas a sualrededor, pero siguió a lo suyo. Ade -más, la profesora acababa de entrar yse sintió amparado por su presencia.Al cabo de un tiempo, Raquel, sucompañera de mesa, le pasó el pape-lito que acababa de escribir para quelo leyera: «Tienes algo en la espalda».

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Se echó una mano atrás y consi-guió quitarse una hoja de cuadernoque Quique o uno de los otros lehabía pegado en la sudadera, sin quese diera cuenta.

«SOY PANTALÓNZANAHORIO, EL MOMIO

DE LA CLASE».

Eso decía el cartel. Se puso muycolorado mirando aquellas letrasmayúsculas escritas con rotuladorrojo, rojo como su pelo.Se dio cuenta de que Quique, quese sentaba muy cerca de su sitio, esta-ba furibundo, pero no le decía nada a Raquel por haberle avisado, debidoa que era prima de Ricardo, ademásde muy bella. Por eso, se dijo que sinduda debía ya estar tramando hacer-

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le a él otra cosa peor todavía. Y no seequivocaba. Pues en aquel mo mento,Enrique a media voz, desde el otrolado del pasillo, le ordenó:—Pégatelo.La profesora se hallaba de espaldas,de cara al pizarrón, escribiendo lasdiferentes formas del presente delverbo ‘roer’ y volvió la cabeza parapedir silencio. Pantaleón se hizo el sordo a laorden de Quique y continuó escri-biendo: Royo, roo, roigo…—Que te lo pegues…La profesora dejó la tiza y preguntóquién había hablado en voz alta inte-rrumpiendo la clase.El silencio general fue la respuesta.Ella insistió, amenazando con que,si el culpable continuaba mudo, sequedarían sin recreo.

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—Dice Quique que fuiste tú, Zana—le dijo el de delante.—Venga, Zanahorio, di que fuistetú —insistió el de atrás.—Dilo ya, Pantalón, o, si no, verás…—le amenazó Quique impaciente.—¿Qué ocurre? —preguntó la pro-fesora—. No quiero murmullos nicomentarios ni charlas, sólo que elculpable de la interrupción se levantey lo diga. Es así de rápido y sencillo.Pantaleón permanecía con la cabe-za gacha, los ojos fijos en la mesa yestrujando nerviosamente el papelque se había despegado de la espalda.—De parte de Quique —le susurróuno del otro lado del pasillo— que, sino dices que fuiste tú, te vas a acordar.Así que, vale más que le hagas caso…Pantaleón se mordió los labios, sepasó una mano por los ojos porque

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los sentía húmedos y no quería pornada del mundo llorar, ni que le salie-ra de ellos una sola lágrima, y selevantó.—¿Por qué te pones de pie tú? —quiso saber la profesora extra ñada.—Fui yo.—¿Sí? Bueno… Pues muy malhecho. No esperaba de ti una cosaasí. En fin… Ya sabes lo que te espe-ra: te quedarás aquí, mientras losdemás se van al recreo, para quereflexiones y pienses sobre lo quehiciste y no lo repitas.Cuando se quedó en el aula, solocon la profesora que se puso a corre-gir los cuadernos de ejercicios, se dijoque lo que le había pasado era peorque todos los insultos, y que no iba apoder aguantar una cosa más comoaquélla sin llorar, porque le estaba

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costando un trabajo terrible conse-guir que las lágrimas no se le escapa-ran. Menos mal que era viernes, y nimañana ni pasado había colegio.

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4.  Doña Terita

Al día siguiente, cuando volvía a casacon su madre y con su hermanoNacho que iba en su cochecito depaseo, se encontraron en el portalcon doña Terita, la vecina del piso deabajo, que iba a salir con un perro. Pantaleón, que no conocía al ani-mal, empezó a acariciarlo.—Hola, pequeño —le dijo.—No es pequeño, sino peque-ña. Está conmigo desde ayer y se lla-ma Mi Lady. Mira cómo mueve el rabito en señal de amistad. Creoque le gustas. Así que, por la tarde,puedes venir a casa, a jugar un rati-to con ella, si es que no tienes otracosa mejor que hacer y te provoca,claro.

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—¿Puedo? —le preguntó ansiosa-mente Pantaleón a su madre.Ella no dijo nada y asintió con lacabeza.La vecina pareció muy contenta.—Pues ya está. Ven a la hora quequieras. A mí los relojes me impor-tan un pito. Los tengo todos parados.Jamás los miro. Hasta luego.Pantaleón sospechó que aquello amamá no le había hecho demasiadagracia. Y se convenció de que, enefecto, era así, cuando poco después,todavía en el ascensor, la oyó decir:—Nada más entrar, ve a lavarte lasmanos. Has tocado a ese perro y losperros pueden tener pulgas y conta-giar enfermedades.Pantaleón no quiso recordarle quea él la gripe que había tenido y queno se le había curado del todo, se lo

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había contagiado Nacho que no eraun perro y jamás había tocado a uno,a no ser el perro de peluche que teníaen la cuna, pero ése no pegaba pulgasni gripes. Sin embargo, se calló para nomolestarla, no fuera a suceder que no le dejara ir a jugar con Mi Lady,porque estaba claro que la vecina no le caía bien. Por eso sintió unsobresalto cuando ella empezó adecir:—En cuanto a lo de ir a esa casa…La verdad, no me hace ni poquito degracia. Doña Terita es muy buenapersona, pero rara, extravagante.Bueno, en fin…Respiró aliviado. Aquello de «bue-no, en fin» quería decir que al finallo dejaba. Por eso le dio las gracias yun beso.

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5.  Una casa de cuento

Bajó las escaleras saltando de dos endos los peldaños. Llamó al timbre y alinstante le abrió la puerta una niñade su edad poco más o menos.—¿Quién eres? —le preguntó laniña.—Soy Pantaleón —le respondió él.—Bueno, yo soy Mariammo. ¿Aqué vienes?—A jugar con Mi Lady.En esto se oyó la voz de doñaTerita.—Pasa, Pantaleón —decía— ade-lante, adelante.Pantaleón siguió a Mariammo porel pasillo.Qué bárbaro. En la habitación,donde en su casa estaba el cuarto de

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estar, doña Terita tenía una granja.Había tres gatos, dos gallinas, unpato, un loro y un conejo, aparte deMi Lady que fue corriendo a salu-darlo.—Bueno, ¿qué? Da la impresiónde que te hubieras quedado mudo.Dime hola por lo menos.—Hola —le dijo a doña Terita—.Es que…—Ya, ya sé. No esperabas esto, ¿ver-dad? No sospechabas que hubieratantas criaturas como éstas en unpiso. Pues aún no has visto a Carla ya don Magnus. Pero antes quiero queconozcas a esta gente.A continuación, doña Terita diodos palmadas.—Atención, queridas, escuchen,queridos, voy a presentarles a Pan -taleón. Vive arriba. Es mi amigo y

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desde ahora va a serlo de Mariammoy también de ustedes.Luego le pasó a él un brazo por loshombros.—Mira —señaló al gato negro—.Es Catón, un sabio. Me ayuda a llevarlas cuentas de la casa.Catón maulló.—Te dice —aclaró doña Terita—que está encantado de conocerte.Ahora dile tú algo.Pantaleón dudó.—Le digo lo mismo —musitó alfin, muy emocionado.—Ésta —doña Terita se refirió algato gris— es Chata, más dulce quela miel, aunque un poco presumida.Chata dio unas vueltas como si bai-lase y Pantaleón le dijo lo mismo quea Catón. Doña Terita siguió con laspresentaciones.

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El otro gato se llamaba Soleil, por-que era francés y un sol. Pita y Poneran las dos gallinas. Ambas le dieronuna gran bienvenida. Incluso Ponpuso un huevo para regalárselo.—Mira qué detalle —exclamócomplacida doña Terita—. Te loregala como recuerdo. Pero serámejor que te lo cenes. Así que, agá-rralo y guárdatelo.Pantaleón lo envolvió con sumocuidado en un par de pañuelos depapel y se metió el envoltorio conmucha delicadeza en el amplio bolsi-llo de su pantalón.Doña Terita prosiguió. El pato sellamaba Jerjes. Era un poco mandón,pero muy bondadoso. El conejo eraBo, que en francés significaba bello,porque era muy guapo y había nacidoen Francia como Soleil. Y el nombre

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del loro era Monseñor. Era serio, edu-cadísimo y hablaba como si su picofuera de oro. Aquella tarde estabasilencioso porque le dolía la garganta.—Bien —agregó doña Terita—ahora debería presentarte también alas plantas. Pero lo haré otro día, por-que están durmiendo la siesta y sepondrían de mal humor si las des-pierto. Tampoco te llevaré, de mo -men to, a que conozcas a Carla y adon Magnus. Prefiero que nos sente-mos y que charlemos un pocoMariammo, tú y yo.Así lo hicieron, y doña Terita le co -mentó a Pantaleón que, desde hacíaalgún tiempo, lo encontraba triste.—Pero si estoy muy contento…—protestó él.—Ahora sí, pero, siempre que teencuentro en el portal o en el ascen-

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sor y hablamos, lo estás, y mucho.¿Tienes celos de tu hermanito?—¿De Nacho? Pero si lo quie romucho, más que mucho, muchísimo.—A lo mejor le duele la barriga —observó Mariammo—. A mí,cuan do la barriga me duele por comerde masiada mermelada de higos paradesayunar, se me pone la cara triste.Pantaleón denegó con la cabeza.—Casi nunca me duele nada ynun ca desayuno mermelada de nin-guna clase, sino una manzana, un plá-tano, jugo de naranja, pan y queso.—Muy sano —exclamó doña Te -rita—. Un desayuno excelente. Peroinsisto en que estás triste. Tienes unapena muy grande dentro que te subea los ojos y yo te la he visto última-mente, en muchas ocasiones. Ahoraque, si no quieres decírmela…

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Pantaleón empezó a morderse loslabios.—Es bueno hablar, cuando se tieneun pesar —continuó doña Terita—.Guardarlo es malo, porque no pode-mos con él y el esfuerzo nos hacedaño.—Yo no guardo nada de eso. Notengo nada que guardar, porque…—Porque ¿qué? Vamos, dilo.—Porque no me pasa nada.—Mírame.Pantaleón levantó la vista de laalfombra y miró a doña Terita.—No me mientas. Dime que noquieres decírmelo y dejaremos yaesta conversación. —No es nada.—Eso no es cierto. Es algo y grave.Lo sé. Y voy a decirte por qué: por-que en tus ojos veo los míos de cuan-

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do tenía tus años. En tu cara me veo amí misma. Yo, para que lo sepas, erauna niña fea, muy bajita y regordeta,con un pelo que recordaba a las plu-mas de una gallina negra, y sufríamucho, porque mis compañeras meinsultaban y se burlaban de mí, y yo,en cambio, por dentro me sentíabella, aunque el espejo me dijera locontrario. Pero encontré también agente buena que me quiso tal comoera y que me convenció de que esabelleza mía escondida era verdad. Séque a ti te sucede algo parecido. Cá -llate, si quieres, pero no me digas queno es así. No quiero oír otra mentira.Pantaleón permaneció en silencio.—Tienes que decirle la verdad —leindicó Mariammo muy seria—. Do -ña Terita sabe lo que le pasa a todo elmundo, porque fue hada.

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Ella movió la cabeza diciendo:—No le hagas caso, lindo. Es unaexagerada. Bueno, ahora les propon-go que jueguen al escondite y que seaMariammo la que vaya a esconderse.Pantaleón contará hasta quinientosantes de ir a buscarla. Así, ella tendrátiempo suficiente para elegir unbuen escondite. Venga, Mariammo,vete ya.

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6.  La verdad

En cuanto salió Mariammo, doñaTerita se acercó a Pan taleón y le aca-rició la cara, sin decirle nada.A él se le llenaron los ojos de lágri-mas.—Ahora estamos solos tú y yo.Puedes contarme lo que te pasa, por-que las criaturas seguro que tambiénconocieron tu pena nada más verte.Son muy listas.—No es nada… Sólo que Quique yotros de clase me insultan. Me llamanZana, Zanahorio, Zanahoria,Pantalón…Y ayer me pusieron uncartel en la espalda…Y me castigaronsin recreo porque, cuando me loquité, va Quique y me dice que me lo ponga otra vez y como no le hice

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caso, gritó casi, y la profesora pre-guntó quién había sido y él se calló y tuve que decir que había sido yo, yno voy a poder ir al colegio, porqueme harán cosas peores, cosas horri-bles y lloraré y no quiero llorar, por-que es lo que ellos quieren…—¿Se lo has contado a tu mamá?Pantaleón denegó con la cabeza.—Ya. Yo tampoco le conté a la míalo que me hacían a mí. No queríaapenarla y además tenía miedo deque las otras se vengaran, si las casti-gaban. Conseguí librarme de susinsultos de un modo muy sencillo.Verás, cuando me insultaban, me dicuenta del gran poder que tienen laspalabras. Pueden hacer mucho bien,como dar consuelo, ánimo, alegría ysatisfacciones, y también causarmucho daño. Así que, decidí usarlas

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como un escudo protector. Cuandome llamaban Teterita, porque eraredonda y panzuda como unapequeña tetera, empecé a darles lasgracias, diciéndoles que me encanta-ba que me hubieran puesto ese sobre-nombre, porque me encantaba el té.Otras veces me reía a carcajadas. Larisa, ¿sabes?, también es excelente.Suele ser una buena arma dejar a lagente con la boca abierta, cuandosuponen que nos van a hacer llorar.En otras ocasiones las llamaba, porejemplo, onagros y acémilas. Nosabían lo que significaban esas pala-bras y cuando se enteraban de quequerían decir asnos salvajes y bestiasde carga se quedaban sorprendidas, ydejaron de insultarme. Tú puedeshacer lo mismo con ese Quique y losdemás. Ya me contarás si te da resul-

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tado. Ahora debes ir a buscar aMariammo. Creo que ya casi tuvistetiempo de haber contado hasta mil.

A Pantaleón se le habían quitadolas ganas de jugar de lo aliviado ycontento que se sentía, después dehaberle contado su pena secreta adoña Terita. Además, estaba segurode que Mariammo se había escondi-do en el cuarto que en su casa se uti-lizaba para guardar maletas, su bicinueva y la otra que se le había que-dado pequeña y que un día sería paraNacho, los adornos del árbol deNavidad y las figuritas del Nacimien -to y cosas así.Antes de llegar, oyó algo que lerecordó a un mugido de vaca. Huy,no, qué va. No podía ser. Pero sí era:allí ante sus ojos redondos como un

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par de platos debido a la sorpresa,había una vaca moviendo la bocacomo si masticara chicle y menean-do el rabo como el péndulo del relojdel recibidor de su casa.—¿Por qué tardaste tanto en venira buscarme? Conté hasta seiscientosnoventa y tres, por si no lo sabes.Pantaleón se había quedado sinhabla ante la vaca.—Es Carla —le explicó Mariam -mo—. Yo entiendo lo que dice cuan-do muge; me enseñó doña Terita.Ahora no tiene ganas de hablar ni deque le hablen. Así que, vamos.—¿Adónde?—A que veas a don Magnus.Don Magnus era un burro que, alverlos, rebuznó un par de veces.—Buenas tardes, don Magnus —di jo Mariammo, indicándole a

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Pan taleón que hiciera lo mismo.—Buenas tardes, don Magnus —re pitió Pantaleón.Entonces don Magnus empezó apegar coces al aire y a patear el suelocomo si estuviera muy enfadado.—Dice que eres un maleducado —le tradujo Mariammo— porqueesperaba que la visita le trajera unregalo.Pantaleón estaba enmudecido ydesolado.—¿Quién es la visita?—Tú eres la visita —le aclaró Ma -riammo triunfante—. Así que dileinmediatamente que el próximo díale traerás de regalo lo que más le gus-ta: una zanahoria azul.—Las zanahorias no son de esecolor —exclamó él, más aturdido—.Son como mi pelo.

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—Pero se pintan. Y ¿por qué tie-nes el pelo rojo y la cara blanca?—Porque mi padre y mi madre ymi hermano y toda mi familia tienenla cara así, y mi pelo es rojo como elde mi abuelo que ya se murió y tam-bién se llamaba Pantaleón. Y ¿porqué tú eres negra?—Porque mi mamá lo es. Se llamaNiegún y es la madre más bondadosay bella del mundo.—También mi mamá es bella ybuena.—Vamos —dijo Mariammo enco-giéndose de hombros, como si no leimportara o no creyera lo que élacababa de decirle.

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7.  El Clan de las Criaturas

Doña Terita les preguntó qué habíanestado haciendo.—Visitamos a Carla y a don Mag -nus. Carla no nos dijo ni mu y donMagnus se molestó porque Pantaleónno le llevó ningún regalo.—Bueno, bueno, ya se sabe que esun poco delicado y cascarrabias. Peroahora que Pantaleón acaba de ente-rarse de que en esta casa viven criatu-ras como Carla y don Magnus debodecirle algo. Verás, querido niño, esmuy importante que guardes ensecreto, sin contárselo a nadie, lo quehas visto en esta casa. Que te cuenteMariammo qué pasaría si la gente seenterara.

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Mariammo pareció muy feliz de serla encargada de contárselo.—Pues si dijeras que aquí estánCarla y don Magnus, vendrían losguardias y se llevarían a las dos cria-turas presas y a doña Terita lepondrían una multa enorme y no lequedaría ni un céntimo para pagar-me la carrera de medicina, porqueella me quiere mucho, más que a ti,pues es mi madrina y no la tuya, y yovoy a ser médica como mi mamá queopera corazones en el hospital.—Mariammo, creo que has habla-do de más. Por otra parte, estoy segu-ra de que Pantaleón no dirá nada.Venga, querido, dime que no meequivoco.—No lo diría ni aunque me metie-ran en un pozo lleno de culebras —afirmó él en tono rotundo.

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—Pues entonces perteneces ya alClan de las Criaturas.En ese momento, sonó el timbre.—Es mamá, que viene a buscarme—dijo Pantaleón—. Ya voy yo aabrirle. Adiós, Mariammo, adiós,doña Terita, y gracias por invitarme.—Vuelve el sábado, hijo. Y no olvi-des nada, nada —subrayó doñaTerita— de lo que te dije.

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8.  Jamás traidor ni sabandija

Cuando se metió en el cuarto debaño para bañarse como todas lasnoches, sintió algo frío y pegajoso enuna pierna por dentro del vaquero. «¡El huevo!», se dijo horrorizado.Qué desastre. Se le había despachurrado, ponién-dole la ropa perdida, pues, aparte delpantalón, también la ropa interior yla camiseta estaban hechos un asco. Se desnudó y se puso a lavar lastres prendas en el lavabo, pero ledaba la impresión de que, por másque frotaba, el pringue seguía allí.Lo mejor era meterlas en la bañera ydecirle a mamá que se le habían caí-do sin querer al agua.

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Así lo hizo. Puso el tapón deldesagüe, abrió los grifos y, ya, que seremojaran bien.Luego tiró al inodoro las cáscarasdel huevo y se metió en la bañera. Mamá llegó para saber si ya seestaba bañando y, nada más enterar-se de lo que había pasado con laropa, lo llamó niño-desastre y des-cuidado, y se fue presurosa en buscade una ponchera para llevarse laropa chorreando y meterla en lalavadora, pero pronto volvería a versi se había lavado bien el cuello y lasorejas.Qué feliz era por haberle contadosu secreto a doña Terita y por perte-necer al Clan de las Criaturas. Lo úni-co malo era que aquel secreto teníaque permanecer oculto, porque de locontrario dejaría de ser un secreto.

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Qué lástima. ¡Con lo que le hubieragustado hablarles de las criaturas quevivían con doña Terita a Inés, Leticia,Beatriz y Lucas! Pero no podía ser. Siaquello se sabía, sucedería lo que lehabía dicho Mariammo, y él sería untraidor, y ser un traidor era peor quellamarse Pantaleón. Era como ser unasabandija.Mamá apareció de nuevo. Loaclaró como siempre y mientras él seponía el pijama y las pantuflas nodejó de mirarlo fijamente.—Te encuentro raro… No sé… Nome estarás ocultando nada, ¿verdad?Pantaleón sintió que sus mejillasardían. Menos mal que mamá no lonotó o, si se dio cuenta, sin dudapensó que el rubor se debía al aguacaliente y al calor del cuarto debaño.

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—Creo que estás creciendo muydeprisa y que ya tienes tus secretitos.¿A que no me equivoco?Pantaleón le dijo que sí con lacabeza. Ella lo abrazó con muchocariño, como si le emocionara que éltuviera secretos. Si supiera que teníados y que ninguno le gustaría en elcaso de que los descubriera…

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9.  En todo como un león

La mañana de aquel lunes, a la horadel recreo, Pantaleón estaba hacien-do carreras a la pata coja en el patiocon Bea, Leti, Inés y Lucas. En esto, lapelota, con la que Enrique y otrosestaban echando un partido cerca, seescapó rodando hasta donde seencontraban ellos. Pantaleón le diouna patada para devolvérsela a losjugadores e inexplicablemente aque-llo a Enrique le sentó fatal, peor quesi se la hubiera tirado a la cara, por-que al instante lo vio dirigirse a élcomo una fiera.Según se le acercaba quemando defuror y con aquella cara de rabia,Pantaleón sintió que encogía, quedisminuía de tamaño, como le había

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sucedido a su sudadera verde quehabía salido de la lavadora tan reducida, que no le entraba por lacabeza ni siquiera a Nacho; pero lapena fue que no se hizo diminutodel todo, casi invisible, para escon-derse en el agujero del suelo, pordonde entraban y salían las hormi-gas, tan tranquilas y felices, almenos mucho más que él, porquesólo se llamaban hormigas todasellas, de modo que ninguna podíaburlarse del nombre de las otras ysin duda no había en el hormigueroningún «hormigo» tan desagrada-ble como el mismo Enrique que fuequien lo sacó con violencia de aque-llos pensamientos. Primeramente lo agarró por loshombros y empezó a sacudirlo a lobruto. Vaya fuerza que tenía. A Pan -

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taleón le dio la impresión de que ibaa desencajarle la cabeza del cuello.¿Y si sucedía eso y se ponía tambiénella a rodar como la pelota, y enton-ces Enrique y los demás comenza-ban a darle puntapiés…? Después,¡zas! Sintió en la cara el calor delgolpe, y al mismo tiempo experi-mentó un inesperado bienestar y seencontró extrañamente aliviado. Sedijo que lo peor, lo que más temíaya había pasado. Y además la cache-tada que acababa de darle Enriqueno le dolía tanto como había pen-sado. Al menos no más que lo lla-mara Zana, Zanahoria y Pantalón.In cluso por dentro le ardía muchomenos. No le causaba aquella viejaamargura ni aquella tristeza inmen-sa. Qué gusto que, de repente, aquelpeso tremendo que lo aplastaba en

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su interior y que a veces le hacía sos-pechar que su corazón lloraba,hubiera desaparecido dejándole trasde sí con su marcha aquella sensa-ción tan grata, que le permitía res-pirar y mirar por primera vez defrente y sin pestañeos de nerviosis-mo a Enrique.—No me pegues nunca más, ¿eh?—le dijo muy despacio, sin que lavoz le temblara—. Y no vuelvas allamarme Zana, ni Zanahoria, niZanahorio, ni Pantalón.Enrique se había quedado comouna estatua, quieto, muy quieto, ycon la boca abierta.Toda la gente de clase había he cho un corro alrededor de ellos.Estaban los dos justo en el centro de un círculo de ojos que los con-templaban, esperando en un pesado

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y expectante silencio a ver quésucedía.—Dale, Quique —gritó Ricardo,aumentando la tensión y la tempera-tura del ambiente.Pantaleón se volvió hacia él.—Y tú no vuelvas a pedirme chi-cles ni gominolas, porque no volveréa darte ni un maní, para que te ente-res —le advirtió.Ricardo también se quedó de pie-dra, sin saber qué decir.—Venga, Enrique —le animó Feli -pe muy excitado.—Pégale, para que no se alce —gritó Ángel.—No seas gallina, Quique —gritódesgañitado otro.—Vamos, dale otro golpe para queaprenda a no tocar tu balón —agregó el de más allá.

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—No me da la gana —dijo Enri -que con calma.—¡Gallina, gallina, gallina! —co -rearon unos cuantos.—¡Basta! ¡Se acabó!Al escuchar estas palabras, pro-nunciadas en aquel tono sin unatisbo de broma que ya conocían,todos se volvieron a un tiempoimpulsados por la voz de la pro -fesora que guardaba el recreo y que era además la tutora de todosellos.—Suban al aula. Tenemos quehablar —les advirtió muy seria.Obedecieron en silencio, pensan-do cada uno para sí que Pantaleón, aquien todo el mundo considerabaun poca cosa, con su nombrecitoridículo y su pelo de zanahoria,había sido el primero de todos en

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enfrentarse y pararle los pies aEnrique, el gallito mandamás de laclase. Y él sólo pensaba en el sába-do, para contárselo a doña Terita.

La profesora se quedó de pie jun-to a su mesa. Esperó a que todos sesentaran en sus sitios. Seguía muyseria, aunque no parecía propia-mente enfadada. Pantaleón se dijoque tenía la cara que se le ponía amamá cuando Nacho o él estabanen fermos.—Bien. Creo que aquí ha estadopasando algo que no está bien, queno está nada bien, que está muy, peroque muy mal. Es algo que me preo-cupa y me disgusta sobremanera. Porlo que he podido ver con mis propiosojos, un alumno de este curso que tie-ne un nombre que todos conocen y

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que es Enrique, le pegó a otro com-pañero que se llama Pantaleón, conel consentimiento de los demás yanimado por unos cuantos para quesiguiera golpeándolo, y, por lo quepude oír, sé además que Enrique sededica a llamarlo Zanahoria y Pan -talón y que, para colmo, la mayoríalo imita.»No está nada bien burlarse de los demás y hacer daño al prójimo.Insultar o usar una palabra para bur-larse de alguien es un acto cruel, unaagresión, y causa tanto daño comoun pisotón. Por si no lo saben, lesdiré que Pantaleón es un nombreque a mí me encanta. Y me gustaporque sé lo que significa. Enriqueno lo sabe y todos los que se ríen deese nombre tampoco, y seguro quetampoco lo sabe el mismo

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Pantaleón. Pues bien, ese nombresignifica «el que es en todo comoun león», o sea, el que tiene elcorazón de un león por ser valiente,y que es bello como un león, que esun animal precioso. Todos los nom-bres quieren decir algo. Por ejemplo,el de Enrique, que se portó muy malcon Pantaleón, aunque creo que yano va a volver nunca más a llamarloZana ni Zanahoria ni Pantalón nitampoco a pegarle, es lo mismo que«hombre dueño de muchas tie-rras», el de Leticia «alegría», el deInés «corderita», el de Beatriz «laque hace feliz», el de Felipe «el queama a los caballos», el de Lucas«luminoso», el de Ricardo «muyrico», el de Ángel «mensajero», elde Raquel, «cordera», y el mío deElvira «luna nueva»…

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Al final, todo el mundo quería lla-marse Pantaleón o Pantaleona, por-que ningún nombre significaba algomejor que rey de la selva.

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10.  ¡Qué gusto da dormirse sin miedoa despertar!

Pantaleón aquella noche se metió enla cama feliz. Su nombre no le parecíatan horroroso, aunque no acabase degustarle del todo, quizá porque suanimal favorito era el perro, a pesarde que llamar perro a alguien era uninsulto y de los graves. Si los perroslo supieran igual lloraban o puedeque alguno gruñiría bravo… Era mejor que los pobres no se enteraran… Bostezó. Qué bueno era tenersueño y ponerse a dormir sin estardespachurrado por el peso de un nue-vo mañana lleno de sobresaltos, espe-rando siempre el insulto, al que

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nunca hubiera podido acostumbrar-se, y la risita burlona, que siempre lehubiese hecho llorar por dentro. Cerró los ojos sin desear con todassus fuerzas, como acostumbrabahacer, que su pelo se volviera negromientras dormía. Incluso por pri-mera vez se sentía contento detenerlo como el abuelo Pantaleón,porque la profe Elvira, después dehaberles contado la historia de susnombres, lo había llamado para quese le acercara. Entonces él hizo loque le mandaba y ella le puso unamano en la cabeza y comenzó arevolverle el pelo, mientras le decía atoda la clase que siempre había dese-ado ser pelirroja y tener el cabellorojo y brillante, como el de su abue-la, una mujer maravillosa que se lla-maba también Elvira y que le había

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enseñado que la vida sería muy abu-rrida si todo fuera del mismo color,y que resultaba más divertido que eltrigo fuera primero verde y luegodorado, y que el cielo por el día aveces fuera azul y otras gris, y sehiciera negro cuando el sol seescondía por el oeste, y que la pielde la gente fuera como el carbón ocomo la canela o como la leche otirando a amarilla, y que lo queimportaba de unos ojos no era quefueran oscuros como la noche o cla-ros como el mar de los días soleados,sino que fueran alegres y risueños.Por la mañana, al mirarse al espejomientras se lavaba los dientes, aPantaleón su pelo no le pareció tanrojo como siempre, pero lo de sucolor ya no le importaba ni unpimentón rojo ni verde. Lo único

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que le interesaba es que era martes yya faltaba menos para que fuerasábado y poder ir a casa de doñaTerita.

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11.  El poder de las palabras

Pantaleón estaba muy contento, sinaquel peso dentro y sin tener que ver-se obligado a aguantar las lágrimaspara no llorar. En el recreo jugabacon todo el mundo y nadie lo llama-ba Zanahoria, Zanahorio, Zana niPantalón. Entre Enrique y él todo parecíaolvidado, aunque a veces le daba laimpresión de que no lo insultaba pormiedo a que la profe Elvira lo casti-gara y que a veces cuchicheaba conRicardo y los otros, mirándolo nomal, mal, pero bien tampoco y conrisitas burlonas. Sin embargo, pensa-ba que nadie podía obligar a otro aque lo quisiera, ni se podía prohibir

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a la gente secretear con sus amigos:bastaba con que las personas nohicieran que otra se sintiera el sermás desdichado del mundo. A él nole interesaba el cariño de aquellapandilla y tampoco se avergonzabade no sentir por Quique y los de subanda lo mismo que hacia Beatriz,Inés, Leticia y Lucas. Pero esto noimpedía que en ocasiones temieraque todo volviera a ser como antes,aunque a continuación se dijera confirmeza que, si una vez se habíaenfrentado a quienes lo maltrataban,podría hacerles frente y defendersenuevamente.Y así el viernes, que era el día enque todo el mundo estaba más pesa-do que las moscas, como decía la pro-fe Elvira, cuando iban camino delgimnasio, Enrique, animado por los

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suyos, se dedicaba a empujar a Carlos,el más bajito de la clase.—Venga, enano, salta, salta comoun duende —le decía a cada empellónque le daba.—Métele una patada —le indicóRicardo— ya verás cómo salta.—Eso —siguió Felipe—. Ya veráscómo pega un salto y se queda pegadoen el techo.—Vamos, Quique —lo animó Ángel.Cuando Carlos iba a recibir el pun-tapié, Pantaleón que, como losdemás, estaba observando lo quepasaba, con voz firme y alta, pero singritar, dijo:—No le pegues, acémila.—¿A quién le dices eso? —pre-guntó Quique incrédulo.—A ti, onagro, más que onagro —le contestó Pantaleón secamente.

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—¿Qué es eso que me llamas?—Entérate tú. Yo no soy tu profe.—Te voy a dar una…—¿Una? ¿Una qué?—Una castaña*.Pantaleón empezó a reírse.—Dame dos. Me encantan las cas-tañas y también las galletas.Todos los demás, salvo Quique y sugrupito, corearon con las suyas la risade Pantaleón. Fue una victoria total.Tenía razón doña Terita.

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* Golpe.

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12.  Adiós, doña Terita

Por la mañana, al despertarlo, mamálo estrechó contra su corazón envol-viéndolo en su inconfundible olor aflo res que le hacía pensar que entra-ba en el bosque encantado de loscuentos.—Verás, cielo, hoy no podrás ir acasa de doña Terita.Sintió el corazón asustado. Pero nopudo decir nada, porque se le habíaquedado la lengua como un trapo y laboca seca.—Doña Terita, como sin dudasabes y no me contaste, tenía en supiso un montón de animales…—No son animales, son criaturas,para que te enteres.

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—Bueno, es igual… Era algo quese comentaba y un vecino fue adenunciarla. Así que ayer mismo,cuando estabas en el colegio, tuvoque irse… Pero antes vino a casa ydejó algo para ti…Le dio un sobre. Pero las lágrimasle impidieron leer lo que decía. Luegomamá lo besó y se fue. Y Pantaleón sepuso a llorar todas las lágrimas quetenía dentro. Cuando ya no le que-daba ni una y los ojos le quemaban, sesecó la cara con las manos.

A la atención de Pantaleón,miembro del Clan de las Criaturas,

de su amiga María Teresa.

Dentro había un par de hojas:

Querido Pantaleón, sé que en estemomento estás triste, porque no vas a

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vernos hoy a la criaturas ni a Ma -riammo ni a mí. También yo estoymuy apenada por ello. Pero tenemosque estar contentos por habernosconocido. Podía haber ocurrido queeso no sucediera y que nunca hubié-ramos coincidido en el por tal o en elascensor o que, nos hubiésemos visto,pero no nos gustáramos, porque yo tepareciera una vieja chiflada y tú a míun niño sin imaginación, de esos queno quieren que haya en su cabezahadas ni en su corazón duendes.Querido Pan ta león, no llores. Lo quesucedió tenía que ocurrir. Además yahabía tomado la decisión de buscar-les a Carla y a don Magnus otrolugar más cómodo. Ella ya no eraaquella ternerita que una madruga-da subí a mi casa envuelta en una

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tela de saco. Se la compré a su dueñoporque iba a sacrificarla.Ni él era aquel burrito que llegó a

mi vida de forma parecida. Su amoquería matarlo porque tenía un ojomás alto que otro. Le pregunté cómole sentaría a él si yo le pusiera unasoga al cuello para llevarlo al mata-dero por ser cojo. No me contestó, peroquiso vendérmelo. Por las no ches, lossacaba a la terraza para que tomaranel aire. Pero un vecino los vio y corrióa denunciarme. Vinieron los guardiasy… En este momento están en el pra-do de una excelente mujer que se con-virtió encantada en su madrina. Lasotras criaturas, incluidas las plantas,están conmigo en casa de una amiga.Me iré con ellas muy pronto a vivircon mi hermana Circe, que tiene unacasita en la montaña.

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Mariammo está tan acongojada yllorosa como tú. Pero estoy segura deque volveremos a vernos y tendremosmuchas cosas que contarnos. No olvi-des lo que te dije de las palabras.Sirven de consuelo si estamos tristes, ytambién nos dan alegría y son escu-dos protectores cuando nos atacan congolpes o con insultos. Me imagino queconoces el lugar al que debes ir a bus-carlas: los libros. Lee, querido mío.Siendo lector no serás más bello, nimás alto, ni meterás más goles, perotendrás tu jardín secreto, tu mundopropio, y serás fuerte cuando algo teaflija.No sé si sabrás que Pantaleón en

griego quiere decir «en todo como unleón». Ignoro también si sabes que elvaliente y forzudo Sansón que es unpersonaje de la Biblia, cuya gran

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fuerza residía en su larga me lena, erapelirrojo, lo mismo que Ricardo, unrey de leyenda, a quien su puebloquería con locura y llamaba Corazónde León. Te lo cuento para que sepasque Pantaleón es un nombre como untalismán y que muchos héroes tuvie-ron un pelo como el tuyo.No me olvides. Un beso de tu

amiga.Terita.

Pantaleón estrechó contra elcorazón las hojas, como si estuvieraabrazando a la misma doña Terita.Así lo encontró su madre, intrigadaporque estuviera tanto tiempo sinsalir del cuarto.—No me digas que sigues llorando—exclamó.

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—Sí… Pero no. Ahora ya no llorode pena.Y era verdad, porque doña Terita ysus palabras siempre estarían a sulado como un escudo protector.

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Índice

1. ¡Qué asco de mundo! . . . . . . . . . . 52. Las cosas podían ser peores . . . . . 163. El castigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194. Doña Terita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285. Una casa de cuento . . . . . . . . . . . . 326. La verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 427. El Clan de las Criaturas . . . . . . . . 508. Jamás traidor ni sabandija . . . . . . 539. En todo como un león . . . . . . . . . 5710. ¡Qué gusto da dormirse sin miedo a despertar! . . . . . . . . . . . . . 69

11. El poder de las palabras . . . . . . . . 7312. Adiós, doña Terita . . . . . . . . . . . . . 78