de FUEGO PÁJAROS trilogía íntegra LUIS ALBERTO ZOVICH Las líneas paralelas se juntan en el infinito, igual que los universos, en algún lugar del espacio tiempo, en este multi- verso paralelo que nos contiene. El tiempo es una construc- ción impuesta, nada más, no es lineal por más que creamos que sí lo es. Si viajáramos en línea recta por nuestro univer- so en algún momento volveríamos al punto de partida, a pe- sar de que las líneas rectas y los universos se tocan y se cru- zan en algún lugar. De eso se trata este libro, esta trilogía, universos multidi- mensionales que se cruzan, el nuestro oficialmente tiene once (según prestigiosos estudios científicos), pero ¿cuántas tiene en realidad?, ¿cuántas líneas temporales cruzamos? So- mos un instante en la eternidad, pero ¿cuántas son las eter- nidades?
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de FUEGOPÁJAROS
trilogía íntegra
LUIS ALBERTO ZOVICH
Las líneas paralelas se juntan en el infinito, igual que los universos, en algún lugar del espacio tiempo, en este multi-verso paralelo que nos contiene. El tiempo es una construc-ción impuesta, nada más, no es lineal por más que creamos que sí lo es. Si viajáramos en línea recta por nuestro univer-so en algún momento volveríamos al punto de partida, a pe-sar de que las líneas rectas y los universos se tocan y se cru-zan en algún lugar.De eso se trata este libro, esta trilogía, universos multidi-mensionales que se cruzan, el nuestro oficialmente tiene once (según prestigiosos estudios científicos), pero ¿cuántas tiene en realidad?, ¿cuántas líneas temporales cruzamos? So-mos un instante en la eternidad, pero ¿cuántas son las eter-nidades?
trilogíaPÁJAROS DE FUEGO
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EL LIBRO DE LOS MUERTOS DE AMOR
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.PÁJAROS DE FUEGO
LUIS ALBERTO ZOVICH
Clan Destino
Luis Alberto ZovichPájaros de fuego. Trilogía íntegra
Literatura argentinaCiento setenta y cuatro páginasDiecinueve por catorce centímetros
descifrables y sonidos guturales que alertaban y escandali-
zaban a los transeúntes.
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Pedro apuró el paso intentando perderse entre la gen-
te, aunque no lograba distanciarse mucho, el otro no le
perdía pisada.
Entró al banco, detrás de él entró el otro, pero tardó
como diez minutos en zafar de la puerta giratoria. Cuan-
do lo logró, Pedro regresaba de hacer sus trámites, mien-
tras él estaba apoyado contra los vidrios, a punto de vomi-
tar, atrozmente mareado.
Pedro aprovechó la ocasión para escabullirse al minis-
terio de economía, allí estuvo más de dos horas ocupado
en sus negocios y contactos. Sus operaciones se mezcla-
ban en una intrincada madeja política, filo mafiosa, que
tenía que mantener día a día, debía alimentar sus redes de
información, pues quien maneja la información maneja
el poder y hace buenos negocios.
Cuando salió se encontró con el otro, sentado en las
escaleras blancas y semicirculares; gesticulando y balbu-
ceando babosas incoherencias. Apuró el paso y cruzó la
calle escuchando las frenadas y los insultos que el otro
provocaba.
Atravesó la plaza mientras el otro corría detrás de las
palomas, chocaba con los transeúntes y se peleaba emi-
tiendo sus habituales sonidos guturales. Dos policías lo
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miraban pisar el pasto y saltar encima de los bancos, a la
vez que él les sacaba la lengua. Luego chapoteó en la fuen-
te y corrió a revolcarse en el arenero.
Pedro entró en un bar y se sentó a la mesa con una pe-
riodista que lo reporteaba para un medio importante.
Promediando la entrevista, una visión lo llenó de fu-
ria; del otro lado del vidrio el otro le hacía gestos obsce-
nos. El pelo y la cara eran una masa informe de arena y
barro, y la ropa chorreando agua; mientras todos se reían
y comentaban socarronamente.
Pedro interrumpió el reportaje y salió enfurecido
rumbo al automóvil. Lo puso en marcha, maniobró para
salir y, cuando se disponía a acelerar, debió frenar brusca-
mente. El otro apareció en el techo, con su cabeza colgan-
do hacia abajo en el parabrisas, los ojos desorbitados y
una sonrisa dulce en su sucia cara.
Esa misma mañana partió en tren rumbo al norte. Su
camarote parecía una armería, revólveres, un fusil, balas,
cuchillos de caza, mira telescópica, mochila, equipos va-
rios. En su cara un gesto distendido y alegre, ese fin de
semana se dedicaría a seguirle las pisadas a un poderoso
jaguareté en las sierras centrales misioneras.
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Pero sobre todo, su mayor felicidad era estar solo, ale-
jarse del otro, se sentía libre, respiraba aliviado, sin tener
que soportar esa carga implacable y ridiculizante.
La felicidad duró poco, había transcurrido sólo una
hora cuando escuchó el revuelo de gente que gritaba y se
reía. Se asomó al pasillo y vio sus ojos. El otro estaba colga-
do del pasamanos haciendo piruetas y malabares, con la
misma camisa y el mismo pantalón, pero mucho más su-
cios y rotos.
Cuando vio a Pedro corrió hacia él gritando cosas
ininteligibles. Él se encerró en su camarote decidido a no
asomar la nariz hasta llegar a destino; pero Pedro igual
que Pedro tuvo que negarlo tres veces ante un guarda esa
madrugada.
El amanecer estaba despejado y apacible, salió al pa-
sillo y esperó a que el tren se detuviera. El otro se tiró del
tren aún en marcha y rodó por el pedregullo dando vuel-
tas y vueltas; desde el andén lo miraron entre divertidos y
asombrados.
Un borracho corrió a ayudarlo y se alejaron, balbu-
ceando caminos zigzagueantes rumbo al recodo de las
vías.
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En tanto Pedro subía a la camioneta acompañado por
Raúl Rojas, su amigo y guía en las sierras, y partían por un
camino de tierra.
Mientras bajaban el equipo de la camioneta, el otro
saltó de la caja y le quitó la gorra al peón que los ayudaba.
Otro de los peones se reía del hecho y recibió como res-
puesta una patada en el trasero.
Aquella siesta resultó un infierno para Pedro, que in-
tentaba dormir un rato, necesitaba descansar, pues las ca-
cerías suelen ser agotadoras. Daba vueltas y se revolvía en
la cama, pero el otro hacía mucho ruido, gruñía y se reía,
saltaba, aplaudía y se colgaba de las vigas del techo.
Pedro maldecía su destino, tener que soportar a toda
hora y en todo lugar a esa bestia idiota, que lo ponía en ri-
dículo ante el mundo, y era objeto de censura por parte de
la mayoría de sus amigos, que le recriminaban el hecho de
tener que cargar con semejante pariente.
A media tarde partieron hacia la zona del Cerro Azul;
bajaron por un cañadón entre las sierras, caminando sigi-
losos para no alertar al monte adormecido entre helechos
y musgos.
Tras una hora de caminata, se encontraban a media
falda observando con los prismáticos unas manchas en la
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maleza que parecían ser las del jaguareté. Decidieron en-
tonces separarse para tenderle una celada. El guía bajó, fu-
sil en mano, hacia un grupo de coníferas y se escabulló en
el sotobosque.
Pedro cruzó unos trescientos metros de pinares y se
sentó sobre una saliente de piedra, vigilando la zona y bus-
cando una señal de la bestia.
Le pareció ver una sombra sigilosa, creyó oír un rugi-
do lejano, entre atemorizado y excitado supuso que el ani-
mal se alejaba, corrió para salirle al cruce antes que gane
altura. Miró buscando al guía, pero no lo encontró.
De pronto se vio solo y desorientado, no sabía bien
qué hacer, siguió corriendo desesperado, ansioso y sin
pensar; sus pies volaban sobre el sendero acolchado de
hojas.
No vio más que la pared de ramas, cañas y helechos.
No vio el precipicio que cortaba con filosos cuchillos el
sendero y sus viboreantes recodos.
Sólo veía los azules profundos del cielo y el cerro, y los
verdes de allá abajo. No escuchó el grito del otro, sólo es-
cuchó el estampido de su fusil cuando se le escapó el tiro.
Despertó viendo la cara asombrada y contrariada,
muy contrariada del otro sobre él. Los oídos le zumbaban,
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el viento le pareció más frío. Comenzaron a caminar por
un sendero que desconocían, monte abajo.
Todo daba vueltas a su alrededor; oyó el canto atur-
dido de los chingolos al atardecer y vio un horizonte de
jotes carroñeros volando rumbo a la oscuridad.
Ya no le importaban los gruñidos del otro, sus manos
y sus piernas adormecidas pesaban toneladas.
El sendero era algo lejano y confuso, el sendero casi
no existía, el sendero claro, casi plateado y los costados ne-
gros y fríos. A los costados la nada y de ella surgieron los
seis cazadores de la Secta del Olvido, quienes cual impia-
dosos lebreles arrancaban a dentelladas la tierna memoria
del otro.
La luz al final del camino se hizo más intensa y obligó
a los perseguidores a esconderse entre los oscuros
pliegues que conectan a los universos como los fuelles a
los vagones del tren.
Por el sendero caminaban los dos, arrastrando cade-
nas, pateando muertos y serpientes, ojos y cuencas vacías.
Más adelante la luz; la luz esperando en la cima; el viento
los empujaba con fuerza hacia ella.
Temblando de frío se detuvieron frente a la luz. Una
voz de trueno dijo:
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—Ha llegado la hora de devolver al polvo lo que es del
polvo y a Dios lo que es de Dios. ¿Tú qué eres? —preguntó
la voz.
—Un animal superior —contestó Pedro.
—¿Y tú? —volvió a preguntar la voz
—Yo soy yo —contestó el alma.
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UN DÍA EN LA VIDA DE...
Fausto Núñez Cabeza de Vaca algunos años atrás vio por
primera vez a la bestia, pesaba más de setecientos kilos y
según pudo apreciar era negra con manchas grises, gran-
des garras y colmillos gigantes. Su vida cambió para siem-
pre a partir de aquel día.
Fue una madrugada de niebla cuando corrió para
auxiliar a Otto Galik y su esposa Mara, que gritaban deses-
perados. Llegó tarde, ambos ya estaban muertos, pudo re-
conocer a Otto por un pedazo de dentadura en el que es-
taban intactos sus dos dientes de oro. «Pobre Otto —pen-
só— tanto cuidaba sus dientes y allí estaban, desechados
por la bestia».
Mara estaba fuera de la muralla que rodeaba la casa,
se la podía reconocer a simple vista, sólo tenía un profun-
do y gran zarpazo en el cuello.
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La casa del «gallego» Fausto estaba construida a media falda sobre las Sierras Centrales a orillas del Río Uru-guay. Cercada por una muralla perimetral de piedra ne-gra, de unos tres metros y medio de alto. A la vez otro mu-ro interno, igual de alto y a unos catorce metros del prime-ro, completa un segundo perímetro.
El terreno entre ambos muros estaba desmontado,
apenas crecían algunos yuyos. Parecía más bien una pe-
queña estepa cubierta por exfoliante, minada de trampas,
clavos de punta, explosivos caseros, y pozos camuflados
con palos de punta en el fondo.
Un pasadizo empalizado unía la casa de Fausto con la
de Otto, estaba sólidamente construido y rodeado de
alambres de púas. Aunque todas las prevenciones parecen
pocas a la hora de caminar por él y recorrer los trescientos
metros que separan a ambas casas; el monte es cerrado, es-
peso, profundo y oscuro.
En los últimos años el dosel de la selva se redujo. Los
vientos del noroeste aumentaron tanto en los últimos
veintiocho años que fueron transformando la selva en un
monte más bien achaparrado y de no más de siete metros
de altura.
La casa de Fausto tenía un mirador en la planta alta
desde donde se puede ver el río y los edificios semi-
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destruidos de Panambí, la otra orilla y la muralla que im-
pide ingresar a territorio brasilero. La muralla mide unos
siete metros de alto y se pierde en el horizonte a sur y nor-
te.
La excusa fue que servía de barrera protectora contra
los vientos de más de ciento cuarenta kilómetros por hora
que soplan del noroeste producto de la deforestación en
la región.
También se ven las sierras brasileras cubiertas por el
mismo monte achaparrado, y en la media falda hacia el
norte se puede ver el enorme edificio abandonado donde
funcionaban los bioreactores. Emergiendo sobre el mon-
te que lentamente se lo va devorando con sus verdes e im-
placables fauces, cubriendo cada panel de células foto-
voltaicas.
El gallego Fausto llegó a Panambí con la primera ola
de inmigrantes luego de desatarse la peste. Vivía a orillas
del Ebro, río que separa España de Portugal, y nunca pu-
do estrenar oficialmente el título de ornitólogo, ya que
abandonó Europa ni bien se gra-uó.
Su amigo y vecino Otto Galik llegó cinco años más
tarde, en dos mil veintiocho, huyendo de la Tercera Gue-
rra cuando Rusia invadió Austria y otras naciones. Su
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esposa Mara era obereña, hija de franceses, y arquitecta.
Otto manejaba un autobús en Viena.
Habían construido las dos casas a pocos kilómetros
de Panambí, previendo un futuro complejo, caótico y sin
leyes. No era difícil imaginar lo que ocurriría ya que los
acontecimientos a todo nivel lo dejaban entrever. Por eso
tomaron tantas precauciones, por eso tanta paranoia,
tanto esmero por defenderse de las bandas que azotaban
la región.
Fausto era primo de Rumildo Núñez Cabeza de Vaca,
con quien había mantenido correspondencia antes de ve-
nir a la Argentina, pero nunca lo pudo hallar a pesar que
hizo lo imposible por encontrar el pueblo donde vivía.
En la boletería del tren en Posadas, tubo que comprar
un pasaje hasta San Nicéforo, una estación que quedaba
unos treinta kilómetros más allá, pues en los boletos no fi-
guraba Arroyo de los Amantes. Le dijeron que diez kiló-
metros después de pasar la localidad de Las Guayubiras
había una curva pronunciada, un recodo en las vías, y a
un kilómetro de allí estaba Arroyo de los Amantes.
Pero luego del recodo el tren siguió a la misma velo-
cidad, Fausto se aprestó a bajar pero el tren no se detuvo.
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Por la ventanilla vio un lugar descampado, con algu-
nos árboles desperdigados. Vio una antigua iglesia en rui-
nas, semicubierta por la niebla; más allá un tabacal que se
extendía unos mil metros hacia el oeste.
Al llegar a San Nicéforo debió esperar más de dos días
a que pase el próximo tren, pues nadie supo decirle como
llegar por otro medio. Al volver sacó pasaje hasta Las Gua-
yubiras. A pesar de sus esfuerzos sólo vio del otro lado de
las vías un montón de tumbas oscuras y abandonadas,
pobladas de lagartos y lagartijas.
A unos mil quinientos metros hacia el este el humo
de un horno de ladrillos se recortaba en el horizonte.
—Usted sacó pasaje hasta Las Guayubiras —respondió
con parquedad el guarda rollizo y de ojos claros, cuando
Fausto le dijo que bajaba en Arroyo de los Amantes.
Miró desesperado por la ventanilla y sólo vio un poco
de pedregullo y una hermosa canilla de bronce, con extra-
ordinarios arabescos labrados, tirada sobre las piedras, un
hilo de oxido se perdía contra el riel.
Ese día se despertó antes del amanecer, en realidad
los rayos, los truenos, los relámpagos y la ferocidad de la
lluvia, lo mantuvieron despierto casi toda la noche a pesar
que era cosa de todos los días en los últimos años.
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Esa madrugada la tormenta era particularmente vio-
lenta y con vientos de más de setenta kilómetros por hora.
Fausto se calzó las viejas botas de goma compuesta, los
pantalones también de caucho compuesto tipo Whedel,
la capa larga y ballesta en mano se dirigió al río por el pa-
sadizo fortificado, a revisar las trampas y líneas de pesca.
La ballesta era pequeña y tenía una recámara con sie-
te flechas, su recarga era automática. La había copiado de
un libro sobre armas chinas que le regalara su hija menor
antes de cruzar el río junto a su madre hace ya unos vein-
ticinco años. Luego se construyó la muralla, sus otras dos
hijas viven o vivían en las montañas neuquinas.
Llovía con intensidad, pero Fausto era constante y
terco, y estaba acostumbrado a que llueva sin parar duran-
te meses. «Las cosas se deben hacer igual aunque llueva o
truene», se decía a sí mismo mientras caminaba por el pa-
sadizo hacia el río.
Eran más de las siete de la mañana, pero aun no se
veía bien, los densos nubarrones y la lluvia formaban una
cortina oscura. Sabía que esa era la hora indicada, el mo-
mento más seguro del día para arriesgarse a salir, las fieras
nocturnas ya no merodeaban y las diurnas aun no se atre-
vían.
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Bajó hasta la orilla con cuidado, aunque el pasadizo
tenía el suelo adoquinado con piedras rugosas para evitar
los resbalones. La empalizada se abría a centímetros de la
orilla y se extendía unos siete metros para cada lado crean-
do una pequeña playa cerrada, que tenía un muelle de pie-
dras de no más de siete u ocho metros de largo.
Las aguas estaban agitadas y se fundían con la cortina
de lluvia, que arrasaba el río y el horizonte en medio de un
amanecer oscuro y tormentoso.
A pocos metros de la orilla pudo adivinar el movi-
miento zigzagueante y cadencioso de un grupo de anacon-
das.
La pequeña campana de alarma casi no se oía debido
al sonido del agua y los truenos. Un gran relámpago ilumi-
nó el cielo, la muralla brasilera y la superficie del río, el
viejo reconoció inmediatamente la silueta que se recorta-
ba en las aguas del Uruguay a unos setenta metros de la
costa.
Una barcaza enganchada en el cable de fibra de carbo-
no iridiscente que cruzaba el río a unos setenta centíme-
tros sobre la superficie. El cable estaba allí, justamente pa-
ra atrapar eventualmente alguna embarcación a la deriva,
tenía un dispositivo que permitía aflojarla y dejar pasar a
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una embarcación tripulada. Ya que se la podía accionar
mediante otro cable más fino, y sólo debía ser jalado hacia
la orilla brasilera.
El sistema estaba instalado desde veintiún años atrás,
cuando la región cambió de manos. Los coreanos trajeron
con ellos muchos sistemas simples, casi rudimentarios,
pero efectivos, de control y captura de toda clase de naves,
vehículos, animales y personas.
La pierna derecha le sangraba, algo adormecida pero
no recordaba cómo y en qué momento se lastimó. Fausto
se quedó sentado en el piso más de media hora, bajo la llu-
via, hasta recuperar fuerzas.
Decidió que intentaría capturar la barcaza que seguía
trabada en el cable, dedujo que estaba a la deriva y no te-
nía tripulantes. «Pero tal vez sí tenga víveres o algo que me
sea útil», pensó. Además parecía medir más de catorce me-
tros y con seguridad más de setenta centímetros de alto, lo
que delataba una buena embarcación.
La lluvia seguía implacable y el viejo pensaba la estra-
tegia a seguir. Por lo tanto revisó la ballesta, y se reincorpo-
ró aun temblando, accionó la palanca y la puerta de palos
se levantó lentamente. Cojeando lentamente llegó hasta
el muelle, a rastras subió a la torreta de piedras al pie del
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muelle. Quitó la lona que cubría el arpón y realizó una
mínima inspección del mecanismo. Encendió el sistema
láser de mira telescópica y apuntó a la barcaza, mientras
agradecía contar con un sistema de alta tecnología que se
mantenía operable después de tantos años y en las peores
condiciones. Pulsó el disparador y el garfio de tres garras
del arpón cayó dentro de la barcaza.
El gallego se mantuvo expectante mientras el sistema
de poleas remolcaba la nave, usando una fina y resistente
cuerda. En pocos minutos la barcaza estuvo en el pequeño
muelle. A pesar de la lluvia, Fausto pudo ver que se tra-
taba de una nave de asalto con motor a combustible sóli-
do, cubierta en su interior con planchas de polímero an-
tibalas. El escudo distintivo aun estaba reconocible, un
águila con las alas extendidas sobre el hemisferio sur con
sus garras sobre Sudamérica y se podía leer 5ta Flota
U.R.C.C. «Unión de Repúblicas Capitalistas Coreanas».
Fausto vio con asombro los esqueletos en el piso de la bar-
caza, aun conservaban parte de sus uniformes camufla-
dos, desgarrados por jotes. Los esqueletos lucían blancos,
limpiados a fondo por avispas y hormigas carnívoras. Es-
parcidos también estaban los fusiles, buenas armas y bue-
nos GPS.
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—Seguro que aun funcionan sus baterías —se dijo con
cierta excitación—. Vamos a por el arnés para remolcar las
armas hasta la casa —volvió a gritar bajo la tormenta.
Un rugido ensordecedor cortó el aire empapado por
la lluvia y todo se detuvo. Un silencio profundo de pronto
cubrió el monte, no llovía, el viento estaba calmo y ni un
sólo relámpago se veía a lo lejos, sólo el sonido del agua
que se escurría por las hojas de los árboles y helechos. El
segundo rugido de la bestia quebró la mañana, cientos de
pájaros empapados huyeron agitando el monte, cubrien-
do el horizonte, salpicando agua contra el río. Las piernas
de Fausto se aflojaron temblorosas, paralizado por un ins-
tante pensó «¡A por un fusil!, seguro que están cargados».
La bestia rugió por tercera vez, erizando la selva, helando
la savia de los cedros, con un rugido de mil truenos. Las
nubes dejaron caer el agua y huyeron apresuradas. Rayos,
relámpagos y truenos atravesaron como flechas el corazón
del río. Una tormenta aun más oscura, más negra, desató
toda su furia sobre el río Uruguay provocando pequeños
tsunamis que zarandeaban la barcaza donde estaba para-
petado el anciano. Quitó el seguro del Halcón 7.7 y ape-
nas jaló el gatillo soltó una ráfaga de balas casi sin produ-
cir ruido.
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—Joder, esto sí que es un arma —dijo mientras desen-
fundaba unos prismáticos con censor de calor y comenza-
ba a barrer el monte con ellos buscando a la bestia.
La tormenta oscura y cerrada no le impedía ver los es-
pectros de calor de los animales en la espesura del monte.
—¡Ahí estas joputa!, —exclamó Fausto al encontrar la
silueta de la bestia, barranca arriba, agazapada sobre la
muralla externa de la casa.
Casi sin pensar tomó el fusil y apuntó desde abajo ha-
cia arriba como había aprendido. Jalando el gatillo con
suavidad, pero con firmeza. La andanada de balas cortó
todo a su paso. El viejo no pudo ver si había acertado, de
todos modos estaba seguro que sí, la mira láser no falla.
«¡Hostias! Creo que no debería llevar el equipo a la ca-
sa, por lo menos no todo, antes voy a revisar cuántos pane-
les de combustible tiene esa barca», pensó. Y la idea de
marcharse hasta Vilcabamba produjo en él una adrenali-
na, una sensación de alegría y alivio inexplicables.
Hacía muchos años que soñaba con llegar hasta el
valle de Vilcabamba, las últimas comunicaciones a través
de internet mostraban que allí aun podían vivir en paz y
tranquilidad. El valle estaba aislado y era de difícil acceso,
más aun después que sus habitantes cortaran las vías que
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comunican el valle con el resto del país. Allí vivían, por lo
menos hasta que se terminó internet, su esposa y su hija
menor casada con un diseñador ecuatoriano. Desde el fin
de las comunicaciones satelitales, Fausto no volvió a saber
nada de su familia y llevaba años dando vueltas en su cabe-
za la idea de llegar hasta Vilcabamba. Pero descartó ha-
cerlo por tierra, pues estaba seguro que perecería rápida-
mente en las garras de alguna bestia. Además ya estaba
muy viejo para emular a su ancestro Alvar Núñez Cabeza
de Vaca, que cruzó EE.UU., desde el Atlántico al Pacífico,
ida y vuelta. Y desde Santa Catalina hasta Cataratas del
Iguazú. Fausto al igual que Alvar en el horóscopo olmeca
era Caminante de los Montes, pero sabía que jamás po-
dría llegar por tierra a Vilcabamba.
Bajo la lluvia subió a la barcaza, a simple vista com-
probó que la cantidad de celdas de combustible sólido al-
canzaban para recorrer unas doce mil millas de navega-
ción a todo motor. Calculó que significaban unos veinte
mil kilómetros, por lo tanto no lo dudó. La oportunidad
que estuvo esperando durante años por fin llegaba.
—¡Josdeputa, vosotros la habéis cagado para todos y
ahora sólo sois un montón de huesos descarnados! Depre-
dadores vencidos. ¡Para esto jodíais con que cuidáramos el
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agua! ¿Los recursos naturales? —gritaba Fausto en medio
de la tormenta, mientras arrojaba los esqueletos de los sol-
dados al río.
Apretó el botón de encendido y escuchó el zumbido
de las turbinas retroalimentadas, le sonaron como un ca-
dencioso ronroneo en sus oídos. Sus manos temblaban,
pero no de viejas, la emoción y el nerviosismo se apodera-
ban velozmente de él. Fausto respiró profundo para rela-
jarse y poder pensar tranquilo. Decidió amarrar la barca
al sistema de amarre ideado por Otto que preveía las creci-
das y las bajadas del río.
Con uno de los fusiles 7.7 terciado en la espalda, as-
cendió la barranca hasta llegar a la muralla externa utili-
zando el cable carril. Pasó por ambas puertas de la recáma-
ra, las cerró y caminó hasta la casa por el pasadizo.
«La naturaleza está recuperando terreno perdido gra-
cias a Rigel», pensó. Giró para ver al pasadizo y sintió que
lo estaban observando.
Fausto comprendía por experiencia que significaba
ese sentimiento, ese presagio de saberse vigilado, en otras
oportunidades había sufrido ataques de animales y huma-
nos, esa sensación la reconocía con toda seguridad. Presu-
roso recurrió a un parche de piel sintética que guardaba
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para situaciones extremas y que no sólo detiene la hemo-
rragia, sino que también sella y cauteriza las heridas pro-
duciendo un rápido cicatrizado.
Fausto resolvió marcharse antes del atardecer, ya no
quería arriesgarse más. Cada día aparecía un peligro nue-
vo, a pesar que en los últimos siete años no volvió a ver se-
res humanos, ni soldados coreanos, ni vecinos, ni brasile-
ros patrullando la frontera. Los animales se apoderaron
de la región y algunos mutaron volviéndose mucho más
grandes y peligrosos. Hizo dos listas, una con todo lo que
pudiera caber en la mochila que le permitiera caminar
desde el Pacífico hasta el valle de Vilcabamba, incluyendo
un fusil ultra liviano. Cargó calzado, remedios, abrigo, un
colchón inflable, una pequeña carpa, alimentos enlata-
dos. Debía recorrer mil cuatrocientos kilómetros aproxi-
madamente por el río, tres mil quinientos por el Atlántico
y siete mil por el Pacífico hasta Ecuador. Incluyendo el
estrecho de Magallanes, que no es tan estrecho porque la
mayoría de las islas habían desaparecido por el incremen-
to del nivel de los mares. Además también estaban sumer-
gidas bajo las aguas kilómetros y kilómetros de costa, en
muchas partes el mar avanzó más de setenta kilómetros
tierra adentro, cubriendo llanuras, depresiones y ciuda-
des.
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Fausto desarmó los dos puercoespines, así bautizó
Otto Galik a los dos carros que construyeron para recorrer
los pasadizos. Constaban de una placa de madera de dos
metros y diez centímetros de alto, por un metro y cuarenta
centímetros de ancho, con pequeños hierros de punta de
catorce centímetros de largo, diseminados a manera de
púas, por toda la placa montada al frente de los carros de
dos ruedas, que usaban a modo de arietes de defensa para
desplazarse por los pasadizos y no dejaban ningún resqui-
cio por el que pudiera atacar algún animal o humano.
Dejó colgando de su hombro el fusil, tenía la certeza
de estar siendo observado. Estaba seguro, su percepción
no le había fallado nunca, por eso también colgó del cin-
turón el cuchillo que recogió de la barcaza. Además, cargó
mantas, una linterna con baterías retroalimentadas, to-
das las provisiones que tenía en casa, toda la carne ahuma-
da, y con un gran esfuerzo, ayudándose del cable carril,
cargó siete bidones de agua de setenta litros cada uno.
Fausto se calzó la mochila, tomó el fusil con la mano
izquierda, realizó un último recorrido por la casa, con lá-
grimas en los ojos pero feliz y excitado, por fin intentaría
navegar hasta Ecuador rodeando Sudamérica.
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Cerró la puerta tras de sí bajo la lluvia y se encaminó
por el pasadizo rumbo al muelle, atento al entorno, toda-
vía sentía esa inquietud de sentirse observado. Pensaba
navegar toda la noche, a pesar de que estaba muy cansado.
La barca estaba pintada con un material de última genera-
ción que la hacía prácticamente invisible, ya que reflejaba
el agua y presentaba para quien estuviera mirando, una
imagen similar al agua, era como si fuera parte del río. Sus
motores silenciosos eran imperceptibles a más de siete
metros de distancia.
Pero Fausto no quería arriesgarse durante la travesía
por el río, no tenía certeza de que podría encontrar: otras
trampas, bandas armadas, animales acuáticos y terrestres
peligrosos. La lista era inquietante y bastante extensa; por
lo tanto navegaría sin parar, para llegar al Atlántico lo an-
tes posible. Luego, en el mar, su plan era navegar cerca de
la costa, pero no demasiado cerca, para evitar sorpresas y
naufragios.
Abrió la puerta de la recámara del pasadizo en el mu-
ro externo y bajo una intensa lluvia percibió el olor de la
bestia mojada. Inmediatamente recordó a Otto despeda-
zado y Mara ensangrentada con un profundo zarpazo en
el cuello. Se le vino a la memoria aquel olor a perro
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mojado que dejó el aguará guazú mutante y se detuvo en
seco, paralizado entre el miedo y la certeza de comprender
que clase de olor estaba sintiendo. Con un movimiento
lento activó la mira del fusil y comenzó a buscar bajo la
lluvia torrencial, truenos y relámpagos agitaban la selva
adormecida y empapada. El viento nordestino arrojaba
las gotas con ferocidad en su cara. Fausto no entendía del
todo lo que estaba viendo, el visor del fusil le mostraba
una mancha roja de calor que lo abarcaba todo. La bestia
cubría todo su campo de visión, estaba cerca, tan cerca
que podía sentir su jadeo a pesar de la tormenta, el color
del pelaje se confundía entre la empalizada y la lluvia bajo
la penumbra del anochecer.
Jaló con premura el gatillo del 7.7 pero las balas no
salieron, bajó el fusil comprobando que a pesar de su ex-
celente diseño se había trabado. Arrojó el arma a un costa-
do, dio media vuelta y corrió rumbo a la casa mientras es-
cuchaba a la bestia rugir y arremeter contra la segunda
puerta de la recámara.
Trabó aterrorizado la primera puerta sin mirar atrás,
el aguará mutante estaba dentro del pasadizo al otro lado
de la recámara del muro interponiéndose entre él y la bar-
caza, bufando, gruñendo, rugiendo, aullando. Sus rugidos
93
tapaban los truenos oscureciendo abruptamente la selva
temblorosa.
Fausto corrió por la oscuridad de la casa, de memoria
recorrió el pasillo y manoteó la ballesta que había dejado
sobre la mesa de la cocina. Buscó siete flechas más que
estaban sobre un mueble, sabía de memoria donde esta-
ban, las tomó con cuidado por que estaban impregnadas
de curare.
Volvió apresurado hacia afuera mientras tanteaba el
mecanismo de la ballesta para comprobar que esta sí fun-
cionaba.
No tuvo tiempo de pensar una estrategia, ni siquiera
de apuntar, levantó la ballesta en un acto reflejo y en el
umbral de la puerta de su casa apretó el gatillo.
Las siete flechas de la recámara salieron una tras otra
en fracciones de segundos y se fueron clavando una al la-
do de la otra en el pecho de la bestia que estaba ya a tres
metros y medio de la puerta de la casa.
Retrocedió hasta dentro del dintel, mientras los col-
millos de la bestia alcanzaban a desgarrarle la mano dere-
cha cercenando dos dedos. Fausto cayó de espaldas, segu-
ro que esos eran los instantes finales de su dura y solitaria
vida.
94
Pero la bestia se derrumbaba ahogada por el curare
que paralizaba su sistema respiratorio, el gallego se arras-
tró hacia el interior de la casa, se hizo un torniquete con
una cuerda, se aplicó cicatrizante y se vendó la mano lo
mejor que pudo.
La lluvia seguía arreciando y entraba en la casa que
continuaba con la puerta abierta. El olor de la bestia lo
impregnaba todo. Afuera el corazón de la bestia dejaba de
latir, mientras sus fauces inertes y abiertas dejaban ver
todos sus dientes. Los colmillos aterradores brillaban con
el resplandor de cada relámpago.
La noche cubría con sus negras alas de jote cada rin-
cón del monte. Fausto pateó las costillas de la bestia muer-
ta mientras pasaba apoyándose en el fusil a modo de mu-
leta. El esfuerzo hecho en las últimas horas se cobraba su
precio con mucho dolor en la pierna mordida por la ana-
conda, aun al límite de sus fuerzas estaba decidido a llegar
a la barcaza y poner proa al sur.
—¡Maldito! Aquí te pudres —dijo temblando, mien-
tras sorteaba las puertas de la recámara que estaban tira-
das y rotas—, uno de nosotros tenía que salir de aquí y ese
no eres tú. Otto y Mara están ahora en paz.
95
Se deslizó hasta la orilla, abordó la barcaza que rolaba
en el muelle, dejó la ballesta junto a la palanca del timón,
acomodó la mochila y encendió por unos minutos las lu-
ces de la nave. Sólo para asegurar las dos placas de madera
con púas de acero como techo sobre la parte descubierta
de la nave a modo de escudo.
Bajo la tormenta nordestina soltó las amarras de la
barcaza que se bamboleaba con el oleaje mientras la com-
pañera del aguará guazú corría barranca abajo intentando
vengar su muerte y capturar una presa humana. Fausto no
se percató, pero de todos modos ya estaba en medio del
río.
Esa noche Fausto Núñez Cabeza de Vaca debió tomar
una dosis extra de pastillas y café de su propio invernade-
ro para mantenerse atento al río. El motor de la barcaza
no hacía ruido, apenas un zumbido imperceptible. Aun-
que, a pesar de navegar río abajo, no podía evitar los chas-
quidos contra el agua. A ciento cuarenta kilómetros por
hora la nave se comportaba como un deslizador.
Con la mano derecha vendada y pendiendo de un
pañuelo a la altura del pecho, no podía distraerse ya que
no era muy hábil con la izquierda y debía, además, prestar
mucha atención a la pantalla del radar, censores externos
96
y controles de distancia, velocidad y propulsores. Planea-
ba cruzar Corrientes y Entre Ríos para finalmente desem-
bocar en el estuario del Río de la Plata y virar al sur cos-
teando el Atlántico. Atrás quedaban muchos años de so-
ledad y lucha por la supervivencia, años de aprendizaje y
dolor; sus ojos estaban mojados por la felicidad que le
producía recorrer otra vez el camino.
Atento, concentrado en pilotear la nave con preci-
sión; no podía pensar en el futuro. Ignoraba que le lleva-
ría más de tres años llegar al valle de Vilcabamba, y que no
llegaría cruzando el estrecho de Magallanes al sur sino el
estrecho de Panamá. Tampoco sabía que sus genes modifi-
cados le permitirían vivir cincuenta y dos años más, hasta
los ciento cuarenta junto a su familia.
97
TIGRES BAJO LA LLUVIA
El jaguareté acecha en las sombras del monte dormido,
busca con la mirada a la criatura que se abre camino en la
maleza. Por el sonido sabe que es humano y usa machete,
puede ver su aura, es oscura, muy oscura, pocas veces per-
cibió aura tan negra.
La tormenta que se viene trae el aroma de la selva hu-
medecida, inundada, con el viento también llega hasta
sus narices ese olor inconfundible que tienen los huma-
nos. A pesar de que con los truenos y la lluvia se confunde
un poco el sonido metálico del machete, el jaguar sabe
que la bestia con su largo brazo de trueno anda tras él.
Conoce muy bien esa piel verde camuflada, de su per-
seguidor. Se agazapa en el follaje a media sierra, en una
saliente, desde allí puede perder de vista al humano, pero
no dejará de percibir su olor.
99
Aunque borrosa, su aura es inconfundible, él la perci-
be más allá de sus sentidos, sabe hacia donde se dirige, co-
noce el trillo que el «aura negra» está buscando. Por ese
mismo trillo suele pasar otro humano bastante más pe-
queño, pero que también tiene un largo brazo de trueno.
Su aura también es oscura, aunque refleja otra cosa
que no es precisamente oscuridad. Tiene un halo de do-
lor, de soledad, de desorientación.
Más de una vez se topó con el pequeño, su mirada no
parece humana, sino más bien felina. Tiene en sus ojos y
en su olor mucho de la raza jaguar, seguramente corre por
sus venas la misma sangre de las criaturas de la selva.
A veces no percibe a tiempo la presencia de ese peque-
ño y selvático humano, ni por sus pisadas, ni por su olor,
ni por su aura, entonces se topan en el senderito.
A veces el pequeño suele estirar su largo brazo de true-
no, pero sólo es un acto reflejo. Se pone en alerta pero no
le arroja fuego, tampoco corre espantado, sólo se queda
allí, con la mirada fija. Esos segundos eternos en que se
cruzan, el jaguareté está seguro que a ese pequeño sólo le
falta una larga y peluda cola para avanzar y olfatearse con
él.
100
En medio de la lluvia torrencial, sintió rugir un brazo
humano. Instantáneamente creyó que el aura negra había
arrojado fuego; pero sus ojos vieron caer al verde camu-
flado en medio del trillo, a orillas del abismo, la sangre
brotaba del cuello, las garras delanteras crispadas, los ojos
grandes de la sorpresa, inmóvil, boqueando como un pez
fuera del río.
Momentos más tarde se acercó al verde camuflado, el
pequeño humano. Con cierto recelo, aunque decidido,
agazapado, parecía que clavaría sus garras en el pecho del
aura negra. Pero sólo le quitó su largo brazo de trueno, su
piel verde y las garras de sus patas traseras. Y lo dejó allí,
bajo la lluvia con su otra piel, más clara, sangrando.
La sangre del aura negra se mezclaba con el agua de
lluvia y formaba arroyitos que caían por el precipicio.
El pequeño se fue temblando por el sendero, arras-
trando la piel y el largo brazo de trueno del muerto, ya no
era oscura su aura, sólo reflejaba dolor y alivio a la vez.
Él se quedó lamiendo la mano del humano. Prepa-
rándolo, mientras con la sangre, se escurrían también el
aura y la energía oscura, abismo abajo.
101
AURA NEGRA
Desde la lomada observaba a los jotes planear en círculos,
a cada nuevo giro, más y más se unían al vuelo, cada vez
más se lanzaban en picada hacia el suelo. Él no podía ver a
través de la espesura del monte, pero percibía que la carro-
ña estaba en ese largo claro, allí cerca de las vías.
Se acercó sigiloso al claro y encaró decidido la banda-
da que se agitaba sobre el cadáver, allí vio que se trataba de
un humano.
Él lo conocía, lo había visto muchas veces después del
medio día merodeando ciertas madrigueras humanas.
Con ese extraño sombrero de ala ancha que estaba tirado
en el pastizal. Con su exudación de energía oscura, con su
negra aura, oculto en la maleza, acechando a los más débi-
les, a los indefensos.
103
Los otros humanos le temían a ese aura negra, con un
miedo reverencial, como si se tratase de un enviado del
destino.
Los jotes no querían apartarse del cadáver, tubo que
rugir, mostrar los dientes, tirar algún zarpazo para que se
apartaran dando saltitos, negándose a volar.
La cara estaba toda picoteada, sin ojos, sin lengua, sin
labios, solamente quedaban restos de la nariz. El cuerpo
semidesnudo, rasgado, despellejado e infecto de moscas,
hormigas y avispas carnívoras.
Olfateó la carne y dio dos pasos hacia atrás, el olor era
repulsivo, intolerable. Ya no tenía aura, era sólo un poco
de huesos y carne en medio del pasto, en medio del claro.
Pero no se atrevía a sentir ese mal sabor de los aura negra,
además ya no tenía hambre; y la última vez estuvo días y
días enfermo.
Los jotes gritaban y encaraban reclamando su presa,
intentando ejercer el derecho que les otorgaba el hecho
de ser cientos contra uno.
Él decidió retirarse sin entender ni media palabra de
lo que decían los carroñeros. El chillido agudo del centi-
nela en lo alto de los cedros anunciaba que el de las gran-
des garras se retiraba. En el monte el silbido de alerta de
104
horneros y chingolos iba marcando el camino que seguía.
Rodeó la madriguera grande y plagada de humanos y
se detuvo en el borde del tabacal, a pocos metros estaban
las vías y le seguía ese lugar sin vegetación, esa tierra yerma
llena de extrañas piedras enmohecidas, custodiadas por
pequeños lagartos que vomitaban fuego.
No comprendía para qué tantos guardianes, esos hue-
sos no se moverían jamás de debajo de la tierra, porque
eran sólo eso, un montón de huesos malditos, confinados
en una prisión de tierra muerta.
105
TEORÍA DE LA INCERTIDUMBRE
Aquel día, como siempre, despertó antes del atardecer y
percibió que algo alteraba la eterna rutina de luces y som-
bras, y se sintió inquieta y algo asustada. Tal vez por eso de-
cidió trasponer la puerta y salir al exterior, lejos de la segu-
ridad del hogar, cosa que rara vez hacía, pero algo la im-
pulsaba a salir.
Notó que el piso estaba cubierto de polvo, una capa
espesa y rojiza tapaba las baldosas. Buscó la luz que solía
filtrarse a esa hora por debajo de la puerta, pero no la vio,
el polvo cubría todo, cada resquicio, cada pequeña ranu-
ra. Un sentimiento de temor cruzó ligeramente su cuerpo
de lado a lado. Dudó y se quedó parada en medio de la ha-
bitación sin saber que hacer.
Por un instante casi eterno se vio sola en la casa en
107
penumbras a pesar que afuera todavía era de día. Percibía
cosas que obnubilaban sus sentidos y sus sentimientos
mezclados que la empujaban a salir.
No se sentía tan segura como para atravesar la puerta,
así que prefirió la ventana de espeso y oscuro cortinado.
Afuera recibió como primera sensación un baño de
luz entre anaranjada y violeta. No entendía ese cambio de
color, acostumbrada a un sol brillante y abrasador.
Corrió por la vereda hacia el camino entre los euca-
liptos, cruzó la calle y llegó al anden de la vieja estación.
Todo le resultaba extraño, mucho polvo flotando en
el aire, el silencio, la ausencia de viento, la solitaria esta-
ción.
Siguió el hilo de agua hasta la canilla en la pared. La
canilla era de bronce labrado en extraordinarios arabes-
cos y estaba extrañamente girada hacia arriba, pero ella no
lo notó. De pronto una ráfaga de viento levantó remoli-
nos de polvo enrareciendo aun más el atardecer.
Miró las vías distraídamente sin prestar atención, a
unos mil metros doblaban abruptamente hacia el noreste
bordeadas por una frondosa arboleda. Era como si el
monte se tragara la línea férrea cortándola abruptamente
y creando un paisaje surrealista del que solía emerger el
108
tren del atardecer inundando de humo y aceite el anden.
El polvo quedó suspendido en el aire, la ráfaga de
viento se había marchado tan furtivamente como había
llegado.
Se detuvo al borde del anden solitario y silencioso, no
se escuchaba el canto de los pájaros. Buscó con la mirada
en el pastizal, en los galpones, en el recodo allá lejos.
Ese día no había ni rastros de la mujer que caminaba
siempre sola por la estación con la mirada perdida, espe-
rando que llegue el tren, esperando verlo surgir del reco-
do como si estuviese saliendo de otro mundo, de otro uni-
verso.
Aquella mujer de la que todos en el pueblo decían
que estaba loca y que en realidad buscaba algo que había
perdido tiempo atrás: sus sueños, su destino, su amor.
Caminó desorientada hasta el final del andén, se de-
tuvo justo en el borde, miró el abismo que se abría entre
ella y los durmientes. Siguió con la mirada el paso a nivel
que se recortaba en el horizonte hacia el sur, entre pasti-
zales y pedregullo; a lo lejos el tabacal se mecía apenas con
la brisa.
Una absoluta calma reinaba en el pueblo, demasiada
calma, demasiada soledad para un sólo día.
109
Más allá del paso a nivel se podían ver las tumbas del
Cementerio de los Malditos, allí, al sudeste del pueblo ha-
bían sido enterrados todos aquellos que de algún modo
fueron instrumento de la Secta del Olvido. Como el tigre
Juan Turco, asesino evadido de la cárcel, que mató a Jorge
Núñez Cabeza de Vaca para quitarle a su esposa, la abori-
gen Iryapú.
Jorge era un español oriundo de Galicia, casado con
Iryapú, una guaraní de Arroyo de los Amantes, y padre de
un niño, Rumildo «Garra de Jaguar».
Iryapú murió de tristeza dos años después de la muer-
te de Jorge y ambos fueron enterrados en el cementerio de
los Muertos de Amor.
Juan Turco fue hallado muerto en el monte a unos
diez kilómetros de Arroyo de los Amantes devorado casi
por completo por un jaguar, luego que muriera desangra-
do de un tiro en el cuello.
Todas las tumbas habían sido cavadas de manera tal
que quedaban parcialmente bajo las vías, para que el tren
les quite la paz cada día, removiendo y quebrando cada
uno de sus huesos bajo la tierra.
En el Cementerio de los Malditos está enterrado en-
tre otros, el Moncho Atila, que cazaba pájaros de fuego y
110
fue enterrado con dos piedras en los ojos para que en el
más allá no pudiera verlos, sus manos fueron atadas con
la misma gomera que usaba para cazarlos.
También fue a parar allí el gringo Arturo, que murió
picado por una víbora cuando intentó abrir una picada
que atravesaría la zona del Arroyo Sagrado.
Está allí, además, Tiburcio Cevallos, el come hormi-
gas, que fue enterrado con la boca cosida. Y Bill Remem-
ber... fue uno de los espías que tramó el complot para ase-
sinar a Anthony Firebird por una disputa amorosa.
Se rumoreaba en el pueblo que incluso está enterra-
do allí el rengo Ernesto, cuyo fantasma recorre la estación
las noches de lluvia reclamando el perdón de su enamora-
da de toda la vida, Amada Ferreira, la hija de Francis Bon-
pland.
Pero esa tarde nadie caminaba por el andén, ni siquie-
ra Miriham, la loca de las vías, que solía hacer resonar sus
tacones rumbo al recodo. No flotaba su vestido con la bri-
sa, ni su pelo negro, ni su perfume.
El banco de pino paraná seguía allí, solitario, espe-
rando, a la sombra de los ligustros casi... marchitos extra-
ñamente retorcidos sobre él, esperando el regreso de Al-
berto, el gran amor de Miriham, que un día tomó el tren
111
para no volver.
Entonces emprendió el regreso a la casa, pero confun-
dió el camino, tomó por otro sendero, los mismos pastos,
el mismo cerco de alambre ladeado, los mismos árboles.
Pero por alguna razón desembocó en la otra esquina de la
plaza.
La desesperación se adueñó de sus sentidos, apuró
los pasos buscando la casa, aquella vieja oficina de correos
con sus paredes desnudas, de ladrillos roídos, sus yuyos
floreciendo en los dinteles de puertas y ventanas, sus na-
ranjos cargados, la pila de leños interrumpiendo la vere-
da.
Con sus sentidos ateridos de frío y temor, y sus ojos
casi ciegos no encontraba el rumbo.
Un profundo cielo estrellado, recargado de estrellas
no tan lejanas. El pueblo desierto y silencioso; no se ha-
bían encendido las luces de la calle ni de las casas, no la-
draban los perros, ni cantaban los pájaros de fuego, ni los
grillos, ni las chicharras. Las calles vacías, ningún paisano
a caballo haciendo rechinar las espuelas; ningún chico ju-
gando, ni borrachos en el bar «La Papa Grossa». Ni el viejo
flaco atendiendo los surtidores de combustible en la vere-
da. Tampoco había caballos atados al palenque.
112
Percibió un fuerte y fétido olor a carne en descompo-
sición que ni siquiera podía taparse con el olor del kerose-
ne derramado en la cuneta. No quiso saber de donde pro-
venía el olor, no le interesaba saber de algo tan ajeno a su
vida, tan distante a su apuro por volver a casa, a la seguri-
dad del hogar.
Tropezó entre los juegos del arenero en medio de la
plaza, cruzó en diagonal rápidamente la calle y se zambu-
lló por el ventanal del que había salido un par de horas
antes. Sin noción del tiempo transcurrido, sin preguntas,
sin querer saber nada.
Sólo respondía a sus sentidos, tenía hambre y sólo
buscaba comida en medio de la oscuridad de la casa. Hur-
gó en la bolsa del pan y halló unas tostadas viejas, se trope-
zó con una manzana que ya no estaba muy comestible, del
horno salía un persistente olor a grasa de pollo frío. Tan
frío como el aire que penetraba por la ventana cortando el
aliento; no comprendía porque tanto frío y en esa época
del año.
Esa noche se la pasó dando vueltas por la casa. De la
cocina al comedor, de allí a la oficina, a revisar las cartas
apiladas y cubiertas de polvo, hurgando entre los cajones,
caminando por el patio, mirando hacia la plaza a oscuras,
113
dando vueltas y más vueltas en absoluta soledad.
Nada encajaba en su rutina, sentía que todo estaba
extrañamente alterado. Pero ella no se cuestionaba nada,
no sentía curiosidad por saber, aunque sentía que ya nada
sería igual.
No sabía absolutamente nada del cruce de estrellas,
¿Qué puede saber una cucaracha de una fisura espacio–
temporal tan grande que hace que el tiempo no sea lineal?
¿Qué puede saber una cucaracha sobre la Secta del Olvi-
do?
Ese amanecer escuchó el canto de los pájaros de fuego
sin sospechar que ellos habían estado toda la noche libran-
do una terrible y casi decisiva batalla.
114
PÁJAROS DE FUEGO
Dedicado
a mi hermanaMaría del Carmen.
ARROYO DE LOS AMANTES
La antropóloga comenzó a excavar con minuciosidad,
junto a sus dos ayudantes. Una intensa melancolía inva-
día el alma de Francis, buscaba sacar fuerzas del fondo de
su espíritu, no se sentía en condiciones psíquicas, ni físi-
cas de encarar tremenda tarea. Había arribado al amane-
cer, entumecida por el viaje de cuatro días en un tren de
carga. Hasta allí, un pueblito sin nombre, en medio de la
selva. Presionada por el gobierno, querían un dictamen
en no más de tres días. Pero su mente estaba demasiado le-
jos, del otro lado del mar. A pesar del tiempo y la distan-
cia, no había podido superar aquella separación, aquel
fracaso amoroso. Aun, por todo su ser corría su ser corría
esa nostalgia, esa mezcla dolor e impotencia, esa inmensa
marejada de desamor.
121
Luego de dos días de excavaciones bajo la lluvia, no
habían obtenido nada, sólo raíces, piedras y barro.
Los enviados del gobierno, un ingeniero y el jefe de la
policía provincial presionaban desde la superficie. Fran-
cis agotaba sus fuerzas y las de sus ayudantes en el fondo
de aquella pequeña grieta, abierta desde sus propias al-
mas. Al atardecer un haz de luz iluminaba el agua que co-
menzaba a acumularse en lo profundo de la excavación,
pensó que la luz que se colaba entre los árboles del monte
encontraba en el agua un conducto ideal para crear esa
luminosidad. Sintió una especie de energía surgir del
fondo del pozo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, se
estremeció por un abrumador sentimiento de paz, de sus
ojos brotaron lágrimas y se sintió confundida, experimen-
taba algo que desconocía.
—Les pasa a todos los que llegan hasta aquí —dijo Isi-
dora, la curandera de la aldea— no temas, Ñanderú te
acompaña en esta tarea.
Francis alzó la cabeza y vio a Isidora sentada en el bor-
de.
—No dejes de buscar, los amantes están enterrados en
este lugar —dijo mientras la antropóloga trepaba la impro-
visada escalera. La curandera era una aborigen de rasgos
122
dulces y unos cuarenta años— Estás autorizada por nues-
tros ancestros a buscar la verdad, a encontrar los restos de
los amantes enterrados aquí, donde nace la vertiente, en
este lugar Ñanderú también creó los pájaros de fuego que
custodian el corazón de los enamorados y los protegen de
las Bestias Demoledoras de Huesos y de la Secta del Olvi-
do.
Francis surgió a la superficie embarrada y sofocada
por el intenso calor, agotó sus últimas fuerzas en trepar la
escalera, su mente convertida en un remolino de pensa-
mientos y cosas inconexas, los días anteriores a su viaje al
país, el recuerdo de ese amor turbulento, el dolor de la se-
paración, la ilusión de volver algún día y reencontrarse
con él. El clima lluvioso y pesado de la selva en pleno vera-
no, las duras condiciones en que estaba trabajando, la ur-
gencia oficial por resolver el conflicto con los aborígenes
que impedían el avance del tendido de las vías hacia el
norte.
Seguía sin entender porque tanta resistencia de los
aborígenes a que las vías pasen por la zona de la vertiente,
descreía completamente la historia de los amantes perse-
guidos por una secta de seres grises, provenientes de otra
dimensión. Se sentía contrariada, estaba arrepentida de
123
haber aceptado la responsabilidad de dictaminar sobre la
veracidad de los hechos de esa pareja de jóvenes que deso-
bedecieron el mandato del consejo de ancianos y huyeron
a lo profundo de la selva para salvar su amor, hacía ya
unos setecientos años.
Un inmenso pico de tucán asomaba entre el follaje,
Francis se inquietó, jamás había visto un tucán, pero algo
le decía que eso que estaba viendo era exagerado.
—Ellos fueron perseguidos por aquellos que no en-
tendían que el amor es más importante que todas las pala-
bras y las cosas que Ñanderú creó —dijo Isidora, mientras
una niebla melancólica envolvía el alma de la antropólo-
ga.
«El amor es el todo, es el universo mismo, el amor ya
no volverá a mi vida», pensó Francis.
—Ñanderú mismo sepultó con sus manos a los aman-
tes perseguidos y muertos por los integrantes del consejo
—añadió Isidora— sus restos están allí en el fondo del po-
zo, debes seguir buscando, ayúdanos a salvar este lugar,
queremos que se mantenga a salvo de los curepy y su bes-
tia de hierro. Que nada perturbe la pureza de la zona sa-
grada, aquí está nuestra esencia, aquí se manifiesta nues-
tro padre.
124
Ese atardecer escuchó por primera vez el canto de los
pájaros de fuego, sus trinos estremecieron su espíritu, y
los rincones más profundos de su alma.
Por el sendero apareció Faustino Ferreira, el jefe de la
Policía de la Provincia, con cierta dosis de altivez, secun-
dado por varios uniformados, fusil en mano.
—Doctora, aquí no hay nada —dijo el jefe de policía—
mañana vamos a proceder a desalojar a los revoltosos y
pondremos rigurosa custodia para que los trabajos conti-
núen, aun faltan cerca de sesenta kilómetros para que las
vías se extiendan hasta la Capital y no vamos a tolerar más
retrasos. Tiene hasta las siete horas de mañana, luego de-
berá retirarse.
Eran las seis de la tarde y Francis estaba agotada e in-
dignada, el jefe policial no le había permitido decir una
sola palabra.
—Vamos a tomarnos una hora para descansar un po-
co y luego seguiremos excavando hasta donde podamos
—dijo abatida.
Decidieron trabajar con rapidez, dejando de lado la
metodología sistemática de la antropología.
Desde el atardecer la selva fue invadida por el sonido
de miles de criaturas nocturnas. Pero por sobre todas ellas
125
se distinguía nítido el canto de los pájaros de fuego con
sus más de trescientas cincuenta melodías de amor. El
canto era sostenido, penetrante, provocaba convulsiones
en el alma de quienes lo escuchaban, encendía las pasio-
nes y los sentimientos, reviviendo el amor. Los pájaros de
fuego estaban allí para impedir que regrese de las tinieblas
la Secta del Olvido.
Francis estaba obsesionada, el canto de los pájaros de
fuego había atravesado su piel de científica escéptica y lle-
gado a su corazón de mujer. Esa noche se había convenci-
do de la veracidad de la historia de los amantes y estaba
dispuesta a defender la postura de los aborígenes aún a
costa de su propia libertad.
Al amanecer se escuchaba el paso del batallón, más
de cien policías marchaban desde el anden de la estación
recién construida, rumbo al sitio de excavación. Sus pasos
resonaban en el pedregullo mojado por la llovizna, retum-
baban en los galpones del ferrocarril y en el alma de todos.
Las manos de Francis estaban llenas de barro y las uñas ro-
tas, su cuerpo mostraba un notable cansancio, un deterio-
ro que iba más allá de lo físico, pero siguió escarbando
mientras avanzaba la fuerza policial.
126
Entonces a un lado, en lo profundo de la excavación
se topó con la calavera de Anahí. Continuó desenterran-
do con las manos sangrantes los dos esqueletos, fusiona-
dos en un abrazo, sus huesos unidos eternamente.
Estaba arrodillada en el fondo del pozo, la precaria es-
calera casi no llegaba a la superficie, una persistente lloviz-
na formaba pequeños charcos. Ella tomó la calavera de
Anahí con sus manos embarradas, pero la calavera perma-
necía blanca y brillante, un rayo de luz descendió sobre
Francis.
La antropóloga emergió de la excavación, empapada
y al límite de sus fuerzas, y con las yemas de los dedos san-
grando.
—¡Señor! Antes de disparar una sola bala, le ruego
que venga y vea esto —gritó al jefe del batallón.
Ferreira avanzó con cierta indiferencia mezclada con
un poco de soberbia. Isidora vio aparecer sobrevolando so-
bre el policía, el fantasma del Chamán que persiguió a los
amantes, con su horda de bestias, listos para destruir y de-
moler los huesos de los enamorados, ni bien Ferreira diera
la orden de reprimir. Francis sólo tuvo la sensación de que
algo fuera de toda lógica estaba pasando, sintió temor al
ver la cara desencajada de Isidora. Los manifestantes que
127
rodeaban el lugar se apartaron permitiendo el paso de Fe-
rreira, que sin dudar, sin inmutarse bajó al fondo del poso
haciendo temblar la débil escalera.
Nadie supo que pasó en el fondo de la excavación pe-
ro el jefe de policía salió minutos después temblando y
con el asombro reflejado en sus ojos. Del fondo del pozo
surgía una luminosidad tenue, un rayo partió con su filo
la mañana en dos, el estruendo sacudió la selva como po-
cas veces y del pozo surgieron dos pájaros de fuego.
—¡Repliéguense inmediatamente! — ordenó Ferreira.
La tropa dio medio giro sobre sus tacos y marchó
rumbo a la estación mientras el fantasma del Chamán y
sus bestias desaparecían en la llovizna.
—Aquí nadie va a cortar un solo árbol, ni una rama
—dijo con firmeza mientras se alejaba.
Los manifestantes se quedaron allí, empa-pados sin
atinar a decir una sola palabra. Francis lo alcanzó antes de
que recorra la mi-tad del senderito entre la zona sagrada y
la es-tación.
—¿Eso quiere decir que se va a respetar la voluntad de
los aborígenes? —preguntó.
—Doctora, ¿cuántos años calcula usted que llevan allí
esos esqueletos?
128
—Es difícil establecerlo con exactitud pe-ro yo diría
que más de seiscientos.
—Así fueran veinte años nada más, hay motivos
suficientes como para dejarlos don-de están. Mientras me
quede un soplo de vi-da la zona sagrada y los amantes
serán custo-diados y respetados a como de lugar —res--
pondió profundamente conmovido y sin sa-ber aun que
sus palabras sellarían su destino y el de Francis.
En menos de una semana se enamorarían de por
vida. A él lo sancionarían por desviar el trazado de las vías
y crear el recodo a unos mil metros de la estación. Y sería
trasladado de Posadas a «Arroyo de los Amantes», así se-ría
bautizado el lugar, en calidad de comisa-rio del Pueblo.
Francis por fin había conoci-do el amor y encontrado su
alma gemela, a pesar de que jamás se había imaginado que
sería de ese modo y en medio de la selva.
Cuentan los paisanos que murieron feli-ces y de
viejos, y sus huesos están enterrados abrazados a orillas
del arroyo y Ferreira se-guirá siendo el guardián del lugar
por toda la eternidad.
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BINARIAS
Desde la puerta del bar, Joseph, el iraní, miraba extasiado
los movimientos de la bandada y recordaba aquella otra
bandada que volaba en línea recta huyendo de un tiroteo
entre facciones rivales, hacía más de cuarenta años a ori-
llas del Tigris, recordaba que se juró a sí mismo huir como
esos pájaros en busca de paz.
El viejo flaco que atiende los surtidores de combusti-
ble, le dijo que eran pájaros de fuego y se aprestaban a
volar miles de kilómetros hasta la cordillera. El iraní re-
cordaba en la vereda del bar, aquella otra vereda con for-
ma de rambla, aquel otro río que apenas recordaba. Las
balas, sus rodillas sangrando, las balas, los gritos de su ma-
dre llevándolo en brazos, las balas, su sangre y la sangre de
su madre, las balas, el horizonte nublado de pájaros hu-
yendo.
131
Miriham estaba sentada sobre el tronco de un árbol
caído a un costado del recodo de las vías, observando los
movimientos ondulantes de la bandada de pájaros, tra-
tando de comprender como es que pueden volar tan jun-
tos. Como hacen para maniobrar al unísono y sin chocar
entre sí. Tal vez los pájaros saben que son parte de un mis-
mo espíritu, guiados por una fuerza invisible y poderosa
que va más allá de las leyes de la física y que sincroniza el
vuelo a la perfección. Atardecía y la bandada de pájaros de
fuego era una inmensa nube que se desplazaba veloz y en
círculos, haciendo los últimos ajustes para poner rumbo
noroeste.
En el recodo estaba el vórtice, justo entre dos dur-
mientes cuyos nudos semejaban ojos de tigre. Ella lo sa-
bía, incontables veces puso sus pies allí para ser absorbida
y conducida a otro universo, donde la estrella binaria de
Rigel se podía ver en el firmamento, antes de su implo-
sión.
Miriham Ferreira era hija de Amada Ferreira, y el ren-
go Ernesto. Su bisabuelo era el mítico comisario Faustino
Ferreira y su bisabuela Francis Bompland. Se había gana-
do el apodo de «la loca de las vías» a fuerza de caminar por
132
los rieles cada atardecer, haciendo equilibrio con los bra-
zos en cruz. Aquella tarde entró en el vórtice y desembocó
en el mismo recodo, entre los mismos durmientes y a la
misma hora. Caminó de vuelta decepcionada y un poco
confundida. Se sentó en el banco de la estación con la mi-
rada triste y pena en el alma, a la sombra de los ligustros
medio marchitos y extrañamente retorcidos.
Entre el humo y la tenue claridad del atardecer, se de-
tuvo el tren.
—Va en la dirección contraria —pensó— a esta hora de-
bería pasar rumbo al sur.
Se vio a sí misma parada en el andén, pegada al vidrio
de una ventanilla, del otro lado Alberto, su gran amor; se
vio llorando. Un guarda rollizo y de ojos claros, hizo sonar
su silbato anunciando que el tren partía.
—A veces recuerdo cuanto te amaba —dijo Alberto— a
veces, cuando escucho cantar los pájaros de fuego.
Un primer tirón movió los vagones y ella se quedó so-
lita en el banco de la estación, envuelta en la nostalgia del
amor perdido. Vio al pasar, a su amigo Zenón, en una de
las ventanillas.
Algo está mal, pensó, Zenón murió hace tiempo, en
aquel accidente en el Paraná, algo está mal, ambos mori-
mos hace tiempo en aquel accidente en el río.
133
DIEZ MUERTOS
Frank Firebird cruza la calle Bompland por la línea peato-
nal, con la lentitud de un caracol, aparenta más de ochen-
ta años y usa un bastón con filigranas de plata y oro, su
vestimenta es la de un lord inglés. Hace unos quince años
vino a América del Sur desde Londres y nunca más se fue,
aquí se enamoró de las cataratas y la tierra misionera. Po-
cos meses después trajo a su familia, incluidos sus hijos y
nietas.
Llovizna, Puerto Iguazú está casi desierto, de vez en
cuando algún transeúnte hace retumbar sus pasos por la
vereda. Son más de las seis de la mañana del domingo y
Frank sube lastimosamente la loma hasta la esquina de Pe-
rito Moreno y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, arrastra sus
cien kilos y su corpulenta estatura doblado como un jun-
co.
135
Se sienta en los escalones de la vereda de Perito More-
no y mira hacia el pool Bahía que todavía está abierto, sa-
be que a esa hora sale de allí, Kurt Albrigth. El anciano ex-
trae de entre su perramus un pequeño álbum de fotos, se
esfuerza en reconocer las caras mientras el yankee Al-
brigth sale tambaleante del pool. Frank lo mira, mira la
foto en el álbum y vuelve la vista a Kurt, sus ojos se hume-
decen, se le acelera el corazón.
«Es él», se dice.
Mientras el yankee le pregunta:
—¿Se siente bien Sir?
—Sólo es el esfuerzo de la subida —responde temblo-
roso a la vez que se pasa la mano por la blanca cabellera— a
mi edad los problemas físicos se magnifican.
—¿Quiere que lo acompañe?, a esta hora y con esta llo-
vizna no debería andar solo.
Los últimos parroquianos salen del pool, mientras se
bajan las persianas, suben al auto y enfilan rumbo al cen-
tro. Firebird no presta atención, no escucha a Kurt, en su
mente esta pasando una película a toda velocidad. Re-
cuerda a su madre sentada en la reposera, recuerda aquel
suburbio de Londres, su juventud, su casamiento con
Emma, el nacimiento de Anthony, su primogénito, sus
136
vacaciones en San Sebastián, aquellos días de verano, los
bombardeos alemanes, el nacimiento de sus nietas, su re-
tiro del ministerio, el viaje a la Argentina, la muerte de
Anthony, su dolor...
—Ya pasó, estoy bien —dice mientras se reincorpora
con lentitud.
La vereda está mojada y en semipenumbras, el yankee
lo toma de un brazo para ayudarlo a levantarse. A lo lejos
suena la sirena de un barco en el río Iguazú, que está cu-
bierto por una densa niebla.
Frank Firebird se yergue como un ciprés, alto y corpu-
lento sobre el primer escalón de la vereda de Perito More-
no y Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Con firmeza desenvai-
na de su bastón un fino y largo estilete, una especie de es-
padín de acero que clava en la espalda de Albrigth con
precisión quirúrgica. La sirena del barco ahoga el grito,
un aullido corto, mientras el yankee se desploma bajo la
llovizna con la mirada llena de asombro y la cara desenca-
jada. La caída es casi instantánea, escaleras abajo.
Kurt no alcanza a entrar en el túnel de luz. Fuerzas
oscuras lo jalan hacia el fondo del abismo; entre aullidos
y gritos de dolor de otros que, como él, se queman en
la oscuridad. Rápidamente pudo reconocer a sus seis
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compañeros muertos, todos ellos espías, agentes secretos. Dos de ellos, Abdel y David, asesinados en un pasillo en-tre callejones, en el centro de Ciudad del Este. Otro, Eduard, en Garganta del Diablo, en un apacible atarde-cer. Bill Remember murió en Arroyo de los Amantes. Bob y Jacobo murieron, uno en Foz do Iguaçú cerca del bata-llón y el otro en medio del Puente de la Amistad. Todos, como él, aun portaban clavados en sus espaldas, finos esti-letes al rojo vivo, brillando en la oscuridad.
Frank sacó el estilete de la espalda del muerto, limpió la sangre en la ropa ensangrentada de Kurt, mientras a lo lejos, sonaba por tercera vez la sirena del barco ya en aguas del Paraná. Abandonó la escena del crimen con premura casi irreconocible, calle abajo. La espalda recta, los movi-mientos ágiles, cruzó Bompland. Por momentos parecía otro, más joven y vigoroso, nadie lo asociaría con el ancia-no lento y encorvado que minutos antes reptaba loma arriba.
Llegó a Perito Moreno y Avenida Brasil, aun llovizna-
ba; desde el bar de las Siete Bocas, Pedro Piedrabuena y Jo-
seph, el escultor iraní, sentados en una mesa en la vereda,
lo saludaron alegremente.
—Hola amigo, pareces un pollo mojado —dijo Piedra-
buena.
—Tienes el piloto embarrado en el culo —agregó Jo-
seph, se levantó de la silla y señaló con el índice derecho el
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cielo— más de media bandada tomó rumbo a Cataratas.
Frank alzó la vista y miró por un instante el vuelo de
los pájaros de fuego.
—¿Joseph, ya no vives en Arroyo de los Amantes?
—preguntó con una sonrisa amplia mientras cruzaba Ave-
nida Brasil y caminaba unos diez metros para subir a su ca-
sa.
Emma aun dormía, se quitó el perramus, encendió la
cocina y puso una cafetera casi llena en el fuego. Mientras
preparaba las tostadas sintió una sensación de alivio co-
mo no había sentido en su vida. Todo se mezclaba, dolor,