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carecieras de cuerpo y sólo fueras una acumulación de calor y de luz. Tú eres la luz misma; y
yo, ¿qué soy ahora?»
Aunque eterno, me retuerzo como una pavesa en ese resplandor.
Pero la atmósfera de la habitación había cambiado. Luchina y Jeannette se despedían con
unas frases corteses. Nicolás no les hacía caso. Se había vuelto hacia la ventana y se estaba
incorporando como si le llamara una voz secreta. La expresión de su rostro era indescriptible.
¡Sabía que yo estaba allí!
En un abrir y cerrar de ojos, salté por la resbaladiza pared hasta el tejado.
Pero todavía podía oírle allá abajo. Volví la cabeza y observé sus manos desnudas en el
alféizar. Y, a través del silencio, pude oír su pánico. ¡Había notado que yo estaba allí! Era mi
presencia lo que había percibido, igual que yo percibía aquella presencia en los cementerios.
¿Pero cómo, se decía, podía estar allí Lestat?
Me sentía demasiado conmocionado para hacer nada. Me sujeté del canal del tejado, me
tendí sobre éste, y advertí cuando se marchaban las muchachas y Nicolás se quedaba a solas.
Y mi único pensamiento fue: ¿qué era, por todos los demonios, esta presencia que Nicolás
había percibido?
Me refiero a que yo no era ya Lestat, sino un demonio, un poderoso y voraz vampiro. Y,
pese a ello, Nicolás notaba mi presencia, la presencia de Lestat, el hombre al que había
conocido.
Era algo muy distinto a cuando un mortal veía mi rostro y balbuceaba mi nombre, lleno de
confusión. Nicolás había reconocido en mi naturaleza monstruosa algo que él conocía y
amaba.
Dejé de escuchar sus pensamientos y, sencillamente, permanecí tendido en el tejado.
Pero supe que, abajo, Nicolás se estaba moviendo. Supe cuándo cogía el violín colocado
sobre el pianoforte y cuándo se asomaba de nuevo a la ventana.
Y me cubrí los oídos con las manos.
Pese a ello, me llegó el sonido. Surgió del instrumento y desgarró la noche como si fuera un
elemento reluciente, distinto al aire, la luz y la materia, que pudiera ascender hasta las propias
estrellas.
Atacó las cuerdas y casi pude verle con los párpados cerrados, meciéndose a un lado y a
otro con la cabeza inclinada sobre el violín como si quisiera fundirse con la música, hasta que
se borró de mí toda sensación de su presencia y sólo quedó el sonido, las notas largas y
vibrantes, los escalofriantes glissandos y el violín cantando en su propio idioma hasta hacer
que pareciera falsa cualquier otra forma de hablar.
Sin embargo, conforme avanzaba, la canción se convirtió en la esencia misma de la
desesperación, como si su belleza fuera una horrible coincidencia, una extravagancia sin un
ápice de verdad.
¿Expresaba esto lo que Nicolás creía, lo que siempre había creído cuando yo le hablaba
largo y tendido sobre la bondad? ¿Era él quien se lo hacía decir al violín? ¿Estaba, tal vez,
creando deliberadamente aquellas notas largas, puras y líquidas, para decir que la belleza no
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significaba nada porque surgía de su desesperación, y que tampoco tenía nada que ver, en el
fondo, con tal desesperación, pues ésta no era hermosa y la belleza era, por tanto, una terrible
ironía?
No supe qué responder, pero el sonido se extendió más allá de Nicolás, como siempre
había sucedido. Se hizo mayor que la desesperación. Se transformó sin esfuerzo en una lenta
melodía, como el agua que busca su camino en la ladera de la montaña. Se hizo aún más rica
y oscura y pareció haber en ella algo indisciplinado y rebelde, enorme y sobrecogedor.
Permanecí tendido de espaldas en el tejado, con la mirada puesta en las estrellas.
Puntos de luz que los mortales no habrían podido ver. Nubes fantasmales. Y el sonido
penetrante y desgarrador del violín finalizando la pieza lentamente, con una exquisita tensión.
No me moví.
En silencio, entendí el idioma que hablaba el violín. ¡Ah, Nicolás, si pudiéramos volver a
hablar...! Si pudiéramos continuar «nuestra conversación»...
La belleza no era la perfidia que él imaginaba, sino más bien una tierra inexplorada donde
uno podía cometer mil errores fatales, un paraíso salvaje e indiferente sin postes indicadores
que señalaran lo bueno y lo malo.
Pese a todos los refinamientos de la civilización que conspiraban para producir arte —la
mareante perfección de un cuarteto de cuerda o la irregular grandeza de los lienzos de
Fragonard—, la belleza era algo salvaje. Era tan peligrosa y anárquica como había sido la
Tierra eones antes de que el hombre tuviera el primer pensamiento coherente en la cabeza o
escribiera el primer código de comportamiento en tablillas de arcilla. La belleza era un Jardín
Salvaje.
Entonces, ¿por qué tenía que dolerle que la música más desesperada estuviera llena de
belleza? ¿Por qué tenía que hacerle mostrarse cínico, triste y desconfiado?
El bien y el mal eran meros conceptos elaborados por el hombre. Y el hombre era mejor,
realmente, que aquel Jardín Salvaje.
Pero tal vez, en lo más profundo de su ser, Nicolás siempre había soñado con una armonía
de todas las cosas que yo había considerado imposible desde el primer momento. El sueño de
Nicolás no era la bondad, sino la justicia.
De todos modos, ya no volveríamos a discutir tales cosas frente a frente. Nunca
volveríamos a estar en la posada. Perdóname, Nicolás. El bien y el mal existen todavía, y
seguirán existiendo. En cambio, «nuestra conversación» ha terminado para siempre.
Sin embargo, en el mismo instante en que me retiraba del tejado y me alejaba en silencio de
la He de Saint Louis, ya sabía lo que me proponía hacer.
No quise reconocerlo, pero ya lo sabía.
La noche siguiente, ya era tarde cuando llegué al boulevard du Temple. Venía de saciarme
a gusto en la Ile de la Cité y el primer acto de la representación en la Casa de Tespis ya estaba
avanzado.
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Me había vestido como para presentarme en la Corte, con brocados de plata y, sobre los
hombros, una capa de terciopelo color espliego hasta la rodilla. Llevaba una espada nueva con
empuñadura de plata bellamente tallada, las habituales hebillas grandes y adornadas en los
zapatos, y el lazo, los guantes y el tricornio de costumbre.
Llegué al teatro en un carruaje alquilado pero, no bien hube pagado al cochero, tomé el
callejón trasero hasta la puerta de artistas, como siempre había hecho.
Al instante, me envolvió la familiar atmósfera del teatro, el olor de la espesa base de
maquillaje y de los trajes baratos, llenos de sudor y perfumes, y el polvo. Alcancé a ver un
fragmento del escenario iluminado, refulgente tras la confusión de enormes decorados, y
escuché un estallido de carcajadas en la sala. Una trouppe de acróbatas —vestidos de bufones
con mallas rojas, gorras puntiagudas y cuellos colgantes con cascabeles en los extremos—
esperaba al intermedio para salir a actuar.
Me sentí aturdido y, por un instante, tuve miedo. El recinto me producía la sensación de
lugar cerrado y peligroso, pero resultaba maravilloso volver a estar en él. Y también crecía
dentro de mí una sensación de tristeza. No; de pánico, en realidad.
Luchina me vio y soltó un chillido. Por todas partes se abrieron las puertas de los pequeños
y atestados camerinos. Renaud corrió a mi encuentro y me estrechó la mano con fuerza.
Donde momentos antes no había más que madera y tela, apareció un pequeño universo de
excitados rostros humanos, caras llenas de sudor y rubor, y me descubrí apartándome de un
candelabro humeante mientras decía apresuradamente:
—Mis ojos... Apagad eso.
—Apagad las velas. Le duelen los ojos, ¿no lo veis? —repitió Jeannette con voz urgente.
Noté sus labios húmedos entreabiertos contra mi mejilla. Me rodeaba todo el mundo, incluso
los acróbatas, que no me conocían, y los viejos pintores y carpinteros del teatro, que tantas
cosas me habían enseñado.
—Llamad a Nicolás —dijo Luchina, y estuve a punto de gritar «¡No!».
Los aplausos sacudían el viejo local. El telón fue bajado desde ambos lados del escenario y,
al instante, mis viejos compañeros actores corrieron a mi encuentro mientras Renaud llamaba a
brindar con champán.
Mantuve las manos sobre los ojos como si, cual basilisco, fuera a matar a cualquiera con
sólo mirarle. Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas y comprendí que debía enjugarlas
antes de que nadie viera caer las gotas sanguinolentas. Sin embargo, estaban tan cerca de mí
que no podía alcanzar el pañuelo y, presa de una súbita y terrible debilidad, pasé los brazos en
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torno a Jeannette y Luchina y apreté el rostro contra el de ésta última. Eran como dos aves, de
huesos llenos de aire y corazones como alas batientes; por un segundo, mi oído de vampiro
escuchó correr la sangre por ellas, pero tal cosa me pareció una obscenidad. Me limité a
rendirme a los besos y caricias, olvidando el latir de sus corazones, y a asirme a ellas, a oler su
piel empolvada, a notar de nuevo la presión de sus labios.
—¡No sabe lo preocupados que nos tenía! —retumbó la voz de Renaud—. ¡Y, luego, todas
esas historias sobre su buena fortuna!
Batió palmas y anunció:
—¡Atentos todos! ¡Todo el mundo! Éste es monsieur de Valois, propietario de este gran
establecimiento teatral...
Continuó con un montón de frases pomposas y festivas, arrastrando a actores y actrices
para que me besaran la mano, supongo, o el pie. Yo seguí sujeto con fuerza a las muchachas,
como si, de soltarlas, fuera a estallar en pedazos. Entonces oí a Nicolás y supe que estaba
apenas a un palmo de mí, mirándome, y que se alegraba demasiado de verme para seguir
mostrándose dolido.
No abrí los ojos pero noté en el rostro el contacto de su mano, que luego me sujetó por la
nuca con fuerza. Debían haberle abierto paso y, cuando al fin llegó a mis brazos, me recorrió
una ligera convulsión de terror, pero la luz era allí mortecina y yo me había saciado a
conciencia para estar cálido y tener un aspecto humano. Pensé desesperadamente que no
sabía a quién rezar para que el engaño funcionase. Y, entonces, sólo quedó Nicolás y nada
más me importó.
Levanté la vista a su rostro.
¡Cómo describir el aspecto que tienen los humanos a nuestros ojos! Ya he intentado hacerlo
un poco, al explicar la belleza de Nicolas la noche anterior como una mezcla de movimientos y
colores. Pero no podéis imaginar qué significa para nosotros la visión de la carne viva. Por una
parte están esos millones de colores y pequeñas configuraciones de movimientos que dan
forma a las criaturas vivas en las que nos concentramos. Pero este resplandor se confunde
totalmente con el olor de la carne. Hermosura: ésa es la impresión que nos produce cualquier
ser humano, si nos detenemos a pensarlo. Incluso los viejos y los enfermos, los mendigos a los
que nadie vuelve la mirada en la calle. Todos son bellos como flores en el momento de abrirse,
como mariposas surgiendo eternamente del capullo.
Pues bien, todo esto vi cuando miré a Nicolás, cuando olí la sangre que latía dentro de él y,
por un embriagador instante, sólo sentí amor; un amor que borró todo recuerdo de los horrores
que me habían deformado. Todos mis perversos éxtasis, todos mis nuevos poderes con sus
gratificaciones, me parecieron irreales. Tal vez sentí también una profunda alegría al advertir
que aún podía amar, si alguna vez había dudado de ello, y que se quedaba confirmada una
trágica victoria.
Me embriagó todo el viejo consuelo mortal, y había podido cerrar los ojos y perderme en la
inconsciencia llevándole conmigo, o así me pareció.
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Pero algo más se agitó en mi interior, y cobró fuerzas tan deprisa que mi mente discurrió
aceleradamente para ponerse a su paso y negarlo cuando ya casi amenazaba con salirse de
control. Y supe muy bien de qué se trataba: era algo monstruoso y enorme y tan natural para
mí como ajeno me era el sol. Quería a Nicolás. Le quería tanto como a cualquier presa con la
que hubiera pugnado en la Ile de la Cité. Quería su sangre fluyendo en mis venas, quería su
sabor y su aroma y su calor.
El teatro se estremeció de gritos y risas, mientras Renaud ordenaba a los acróbatas que
continuaran con el intermedio y a Luchina que abriera el champán. Pero nosotros estábamos
lejos de todo en nuestro abrazo.
El fuerte calor de su cuerpo me hizo entrar en tensión y retirarme, aunque no parecí
moverme en absoluto. Y de pronto me enloqueció la idea de aquel al que amaba tanto como a
mi madre y mis hermanos, aquel que me había inspirado la única ternura que había sentido
nunca, era una ciudadela inconquistable, asido firmemente a la ignorancia frente a mi sed de
sangre cuando tantos cientos de víctimas se me habían entregado.
Era para esto para lo que yo servía ahora. Era aquél el camino que debía recorrer. ¿Qué
representaban aquellos otros, los ladrones y asesinos que había abatido en la selva de París?
Era esto lo que deseaba. Y la grande, pasmosa posibilidad de la muerte de Nicolás estalló en
mi cerebro. Tras los párpados cerrados, la oscuridad se había vuelto rojo sangre. La mente de
Nicolás vaciándose en aquel último instante, rindiendo su complejidad junto con su vida.
No podía moverme. Notaba su sangre como si la estuviera absorbiendo y dejé descansar
los labios contra su cuello. Cada partícula de mi ser decía: «Tómale, llévatelo lejos de este
lugar, lejos de todo, y sáciate de él, sáciate de él hasta..., hasta...». ¿Hasta cuándo? ¡Hasta
que esté muerto!
Me aparté y le separé de mí. A nuestro alrededor, todos vociferaban y alborotaban. Renaud
gritaba algo a los acróbatas, que seguían pendientes de lo que pasaba. Fuera, el público exigía
el número del intermedio con unas palmadas acompasadas. La orquesta ensayaba el animado
sonsonete que acompañaría la actuación de los acróbatas. Músculos y huesos me empujaban
y se me clavaban. El lugar se había convertido en un degolladero, maloliente por los efluvios de
todos aquellos seres destinados al sacrificio. Noté unas náuseas demasiado humanas.
Nicolás parecía haber perdido el dominio sobre sí mismo, y, cuando nuestros ojos se
encontraron, percibí las acusaciones que emanaban de él. Noté su pesadumbre y, peor aún, su
casi desesperación.
Me abrí paso entre todos ellos, dejé atrás a los acróbatas con sus cascabeles y no sé por
qué me encaminé hacia las bambalinas en lugar de hacia la puerta de artistas. Quería ver el
escenario. Quería ver al público. Quería penetrar más profundamente en algo para lo cual no
tenía nombre ni palabra.
Pero en esos instantes estaba loco. Decir que «quería» o que «pensaba» carece de sentido.
El pecho se me alzaba y volvía a descender agitadamente y la sed era como un gato
arañando para salir. Y, mientras me apoyaba en el poste de madera junto al telón, Nicolás,
dolido y sin entender nada, se me acercó otra vez.
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Dejé que hirviera en mí la sed. Dejé que desgarrara mis entrañas. Seguí agarrado al poste
y, en un gran recuerdo, vi a todas mis víctimas, la escoria de París, eliminadas del arroyo; y
comprendí la locura del plan de acción que me había propuesto, la falsedad que encerraba, y
cuál era mi verdadera naturaleza. Qué sublime estupidez era haber llevado conmigo aquella
miserable moralidad, haber decidido dar cuenta solamente de los condenados. ¿Qué buscaba?
¿Tal vez salvarme a pesar de todo? ¿Por quién me había tomado, por un probo colega de los
jueces y verdugos de París, que ejecutan a los pobres por delitos que los ricos cometen cada
día?
Había probado un vino fuerte, en jarras desportilladas y agrietadas, y ahora el sacerdote
estaba ante mí al pie del altar con el cáliz de oro en las manos, y el vino de éste era la Sangre
del Cordero.
Nicolás estaba hablando rápidamente:
—¿Qué sucede, Lestat? ¡Dímelo! —exclamó, como si los demás no pudieran oírnos—.
¿Dónde has estado? ¿Qué ha sido de ti? ¡Lestat!
—¡Salid al escenario! —gritó Renaud a los boquiabiertos acróbatas. La trouppe pasó al trote
junto a nosotros y penetró en el humeante resplandor de las luces del proscenio, iniciando una
serie de saltos mortales.
La orquesta convirtió los instrumentos en trinos de pájaros. Un destello de rojo, unas
mangas de arlequín, el tintineo de los cascabeles, gritos de la multitud: «¡Dadnos espectáculo!
¡Vamos, enseñadnos algo de verdad!».
Luchina me besó y contemplé su blanco cuello, sus manos como la leche. Vi las venas del
rostro de Jeannette y el suave cojín de su labio inferior cada vez más cerca. El champán,
servido en decenas de copas, corría por las gargantas. Renaud improvisaba una especie de
discurso acerca de nuestra «sociedad» y de que la pequeña farsa de aquella noche no era sino
el principio y que pronto seríamos el mejor teatro de los bulevares. Me vi a mí mismo
representando el papel de Lelio y oí de nuevo la tonadilla que le había cantado a Flaminia,
hincado de rodillas.
Ante mí, unos pequeños mortales daban volteretas pesadamente y el público rugía cuando
el jefe de la trouppe hizo un gesto procaz con sus posaderas.
Sin darme tiempo a pensar en lo que hacía, me encontré en pleno escenario.
Estaba en el mismo centro, notando el calor de las luces y el escozor del humo en los ojos.
Contemplé las abarrotadas galerías, los palcos separados por mamparas, las filas y filas de
espectadores hasta la pared del fondo. Y escuché mi voz mascullando a los acróbatas la orden
de que se marcharan.
Las risas me resultaron ensordecedoras: los comentarios jocosos y los gritos que acogieron
mi presencia eran espasmos y erupciones y detrás del rostro de cada espectador distinguí con
toda claridad una calavera sonriente. Mis labios tarareaban la cancioncilla que había
interpretado en mi papel de Lelio, sólo un fragmento de la tonada, el mismo que había repetido
luego en mis expediciones por las calles, «hermosa, hermosa Flaminia». Lo repetí una y otra
vez, hasta que las palabras formaron un sonido ininteligible.
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Por encima del tumulto se oían insultos a voz en grito.
—¡Que siga la función! —dijo una voz—. ¡Veamos qué haces, además de enseñarnos tu
linda cara!
Desde la galería, alguien arrojó una manzana mordisqueada que golpeó la tarima a poca
distancia de mis pies.
Me desabroché la capa violeta y la dejé caer. Hice lo mismo con la espada de plata.
La canción se había convertido en un murmullo incoherente tras mis labios cerrados, pero el
frenético verso seguía martilleándome en la cabeza. Vi las tierras vírgenes de la belleza con
toda su rudeza brutal, como las había percibido la noche anterior mientras Nicolás tocaba el
violín, y el mundo moral me pareció un desesperado sueño de racionalidad que no tenía la
menor posibilidad en aquella jungla fétida y exuberante. Fue una visión y, más que entender,
me limité a ver. Sólo pensé que yo formaba parte de ello, tan natural como la gata con su
expresión exquisita e impávida en el momento de clavar las uñas en el lomo de la rata chillona.
—«Mi linda cara» es la de una Parca —medio murmuré— que puede apagar todas las
«breves velas», todas las almas palpitantes que llenan esta sala.
Pero las palabras ya quedaban, en realidad, fuera de mi alcance. Flotaban quizás en algún
estrato donde existía un dios que entendía los colores de los dibujos de la piel de una cobra y
las siete gloriosas notas que formaban la música que surgía del violín de Nicolás, pero nunca el
principio más allá de la fealdad o la belleza: «No matarás».
Cientos de rostros grasientos me miraban desde la penumbra. Pelucas andrajosas y falsas
joyas y sucios aderezos, pieles como el agua fluyendo sobre huesos torcidos. Una multitud de
mendigos harapientos, mancos y jorobados, lanzaba silbidos y abucheos desde la galería, con
sus apestosas muletas bajo el brazo y los dientes del mismo color que las piezas de las
calaveras que uno encuentra entre el polvo de las tumbas.
Extendí los brazos, doblé la rodilla y empecé a dar vueltas como saben hacer los acróbatas
y los bailarines, girando y girando sin esfuerzo sobre los dedos de un pie, cada vez más
deprisa, hasta detenerme en seco; entonces me doblé hacia atrás e inicié una serie de
volteretas en círculo, seguidas de varios saltos mortales, imitando todo lo que había visto hacer
a los volatineros en las ferias.
De inmediato surgieron los aplausos. Me sentía tan ágil como lo había estado en el pueblo,
y el escenario me resultaba pequeño y engorroso. El techo parecía venírseme encima y el
humo de las luces del proscenio me cercaba. La tonadilla a Flaminia volvió a mis labios y
empecé a cantarla en voz alta mientras daba vueltas y saltos y giros de nuevo. Después,
mirando al techo, ordené a mi cuerpo que se levantara al tiempo que flexionaba las rodillas
para saltar.
En un instante, rocé las vigas y volví a caer sobre las tablas grácilmente y sin hacer ruido.
Unos jadeos se alzaron entre el público. La pequeña muchedumbre que se apretaba en las
alas del teatro estaba asombrada. Los músicos del foso, que habían permanecido en silencio
todo el tiempo, se miraban entre ellos. Desde su posición, podían comprobar que no había
cable alguno.
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Pero yo volvía a elevarme otra vez para delicia del público, esta vez dando saltos mortales
durante todo el ascenso, de nuevo hasta más allá del arco pintado, para descender luego en
giros todavía más lentos y gráciles.
Gritos y vítores se alzaban sobre los aplausos, pero, tras los decorados, todo el mundo se
había quedado mudo. Nicolás estaba al borde mismo del escenario y sus labios pronunciaban
en silencio mi nombre.
«Tiene que ser un truco, una ilusión.» De todas partes me llegaban comentarios parecidos.
Los espectadores pedían a sus vecinos que mostraran su asentimiento. El rostro de Renaud
brilló delante de mí por un instante con la boca abierta y los ojos entrecerrados.
Pero yo me había puesto a bailar de nuevo y, esta vez, la gracia de la danza ya no
interesaba al público. Lo advertí porque el baile se convirtió en una parodia, con cada gesto
más amplio, más largo y más lento de lo que podría haber ejecutado un bailarín humano.
Alguien lanzó un grito desde las bambalinas y una voz le mandó callar. Y entre los músicos
y los ocupantes de las primeras filas de butacas se alzaron unos gritos. Los espectadores se
estaban poniendo nerviosos y cuchicheaban entre ellos, pero la chusma de las galerías
continuó batiendo palmas.
De pronto, corrí hacia el público como si fuera a recriminarle su falta de sensibilidad.
Algunos espectadores se sobresaltaron tanto que se incorporaron y trataron de escapar por los
pasillos. Uno de los cornos de la orquesta dejó caer el instrumento y salió gateando del foso.
Capté la agitación, la ira incluso, en sus rostros. ¿Qué eran todos aquellos trucos? De
repente, habían dejado de divertirles; no podían comprender cómo los hacía, y en mis
ademanes serios había algo que les daba miedo. Por un terrible instante, noté su desamparo.
Y percibí su destino.
Una gran horda de esqueletos rechinantes envueltos en carne y harapos, sólo eso eran; y,
pese a ello, hacían derroche de atrevimiento y me lanzaban gritos con irreprimible orgullo.
Levanté las manos lentamente para exigir su atención y me puse a cantar en voz muy alta y
firme la tonadilla de Flaminia, mi hermosa Flaminia, entonando un mal pareado tras otro y
dejando que la voz se hiciera más y más sonora, hasta que, de pronto, la gente empezó a
ponerse en pie frente a mí, gritando, pero seguí cantando todavía más alto hasta enmudecer
cualquier otro sonido con un insoportable rugido y verles a todos, a los cientos de
espectadores, derribando los bancos de butacas y llevándose las manos a los costados de la
cabeza.
Sus bocas eran muecas, gritos mudos.
Se produjo un tumulto de gritos y maldiciones mientras todos Pugnaban por abrirse paso
hacia las puertas. Las cortinas fueron arrancadas de sus barras y algunos hombres se dejaron
caer desde las galerías para ganar la calle.
Detuve la terrible cantinela.
En un resonante silencio, me quedé contemplando los cuerpos débiles y sudorosos que
escapaban torpemente en todas direcciones. El viento soplaba por las puertas abiertas y noté
una extraña frialdad en las extremidades, junto a la impresión de tener los ojos de cristal.
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Sin mirar, cogí la espada y me la coloqué al cinto otra vez; después, con un dedo, levanté la
capa, arrugada y llena de polvo, por el cuello de terciopelo. Estos gestos parecieron tan
grotescos como todo lo demás que había hecho y no le di ninguna importancia a que Nicolás
estuviera luchando por desasirse de dos de los actores, que le sujetaban temiendo por su vida
mientras él pronunciaba una y otra vez mi nombre.
Sin embargo, algo entre todo aquel caos captó mi atención. Me pareció importante —
terriblemente importante, en realidad— que en uno de los palcos abiertos hubiera una figura
puesta en pie que no hacía el menor intento por escapar, o ni siquiera por moverse.
Me volví lentamente y le miré frente a frente, retándole, me pareció, a quedarse allí. Era un
anciano, y sus empañados ojos grises me taladraban con terca indignación; mientras le miraba
fijamente, me oí a mí mismo emitiendo un poderoso rugido con la boca muy abierta. El sonido
parecía surgir del fondo de mi alma y se hizo más y más potente hasta que los pocos
espectadores que aún quedaban abajo volvieron a cubrirse los oídos, paralizados; incluso
Nicolás, que corría hacia mí, se encogió ante el doloroso sonido, asiéndose la cabeza entre las
manos.
Y, pese a todo, el anciano continuó inmóvil en el palco, terco e indignado y con una mirada
colérica, frunciendo el entrecejo bajo la peluca gris.
Di un paso atrás, crucé de un salto el vacío local y fui a aterrizar en el mismo palco, frente al
hombre. A pesar de sus esfuerzos, se quedó boquiabierto y con los ojos horriblemente
desorbitados.
Parecía desfigurado por la edad, con los hombros hundidos y las manos deformes, pero la
viveza de sus ojos no reflejaba vanidad ni concesión alguna. Cerró la boca con fuerza, echando
hacia adelante la barbilla. Y sacó de debajo de la levita una pistola con la que me apuntó,
sosteniéndola con ambas manos.
—¡Lestat! —gritó Nicolás.
Pero el disparo sonó y la bala me dio de pleno. No me moví. Permanecí de pie, tan firme
como antes lo había estado el viejo, y el dolor me atravesó y cesó, dejando tras su estela una
terrible tensión en todas mis venas.
De la herida manó sangre. Manó como nunca la había visto hacerlo. Me empapó la camisa
y noté que también se derramaba por mi espalda. La tensión se hizo cada vez más fuerte y una
especie de escozor empezó a extenderse por la superficie de mi espalda y de mi tórax.
El anciano me observó, desconcertado. Le cayó la pistola de la mano, inclinó la cabeza
hacia atrás con los ojos cerrados y el cuerpo encogido como si le hubieran extraído el aire, y se
derrumbó en el suelo.
Nicolás había subido corriendo las escaleras y entraba en aquel instante en el palco. De su
boca surgía un murmullo histérico, convencido de haber sido testigo de mi muerte.
Y permanecí callado, escuchando mi cuerpo en esa terrible soledad que me había
acompañado desde que Magnus me hiciera un vampiro. Y supe que las heridas ya habían
desaparecido.
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La sangre estaba secándose en mi chaleco de seda y en la espalda de mis ropas
desgarradas. El cuerpo me latía donde me había atravesado la bala y mis venas seguían vivas
con la misma tensión, pero la herida ya se había cerrado.
Y Nicolás, volviendo a sus cabales al verme, advirtió que estaba ileso aunque la razón le
decía que tal cosa era imposible.
Le aparté a un lado y me dirigí a las escaleras. Nicolás se lanzó contra mí y le repelí de un
empujón. No podía soportar su olor ni su presencia.
—¡Aléjate de mí! —exclamé.
Pero él se acercó de nuevo y me pasó el brazo por el cuello. Tenía el rostro congestionado
y un horrible sonido surgía de su garganta.
—¡Suéltame, Nicolás! —le amenacé. Si le sacudía con excesiva fuerza le desencajaría los
brazos o le rompería el espinazo.
Romperle el espinazo...
Nicolás soltó un gemido, tartamudeó y, durante una atormentadora fracción de segundo, los
sonidos que emitía fueron tan terribles como los de mi yegua en la montaña, mientras
agonizaba aplastada en la nieve como un insecto.
Apenas supe lo que hacía cuando me desasí de sus manos.
Cuando salí al bulevar, la multitud se dispersó gritando. Renaud se adelantó corriendo hacia
mí, a pesar de las manos que intentaban disuadirle.
—¡Monsieur! —Me tomó la mano para besarla y se detuvo al ver la sangre.
—No es nada, mi querido Renaud —le dije, muy sorprendido de la firmeza de mi voz y de su
suavidad. Sin embargo, cuando me disponía a hablar de nuevo, algo me distrajo. Algo a lo que,
me dije vagamente, debía prestar atención. Pese a ello, continué diciendo—: No le dé
importancia, mi querido Renaud. Es sangre falsa, nada más que una ilusión. Todo ha sido una
ilusión, un truco teatral. El drama de lo grotesco: sí, de lo grotesco.
Y de nuevo surgió aquella distracción, algo que podía percibir entre todo aquel tumulto de
gente apretándose para acercarse, pero no demasiado. Nicolás, desconcertado, me miraba con
intensidad.
—Siga con sus obras —decía yo al empresario, casi incapaz de concentrarme en mis
palabras—. Siga con los acróbatas, las tragedias y sus representaciones más civilizadas, si lo
prefiere.
Saqué del bolsillo un fajo de billetes y lo deposité en su mano vacilante. Arrojé unas
monedas de oro al pavimento. Los actores se lanzaron a recogerlas con cierto temor. Pasé la
mirada por la multitud para descubrir el origen de aquella extraña distracción, para saber qué
era aquello. No se trataba de Nicolás, que me contemplaba con el ánimo abatido desde la
puerta del teatro desierto.
No, era algo a la vez familiar y desconocido, que tenía que ver con las tinieblas.
—Contrate los mejores actores —hablaba casi balbuciendo—, los mejores músicos, los
grandes pintores de decorados.
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Más billetes. Mi voz recuperaba ya su firmeza, la voz de un vampiro; distinguí de nuevo las
muecas y las manos en alto, pero todos temían que les viera taparse los oídos. «¡No existe
límite, NINGÚN LÍMITE, a lo que puedes hacer aquí!»
Me alejé, arrastrando la capa y acompañado del desagradable sonido de la espada, mal
envainada. Algo surgido de las tinieblas.
Y, cuando me adentré apresuradamente en la primera calleja y empecé a correr, supe que
lo que había oído, lo que me había distraído, había sido sin la menor duda la familiar presencia,
esta vez entre la multitud.
Lo supe por una sencilla razón: Ahora estaba corriendo por las callejuelas poco concurridas
más deprisa de lo que podía hacerlo cualquier mortal, y la presencia mantenía las distancias.
¡Y la presencia era más de una!
Hice un alto cuando estuve seguro de ello.
Sólo estaba a una milla del bulevar, y la sinuosa calleja en la que me encontraba era más
estrecha y oscura que ninguna de las que había recorrido nunca. Entonces los escuché hasta
que, brusca y conscientemente, parecieron enmudecer.
Yo estaba demasiado nervioso y me sentía demasiado mal como para ponerme a jugar con
ellos. Estaba demasiado desconcertado y grité la vieja pregunta:
—¿Quién va? ¡Hablad! —En las ventanas próximas, los cristales vibraron. Los mortales se
agitaron en sus pequeñas alcobas. Allí no había ningún comentario—. Respondedme, hatajo
de cobardes. ¡Hablad, si tenéis voz, o apartaos de mí de una vez por todas!
Y entonces supe, aunque no sabría explicar cómo, que ellos podían oírme y responderme,
si querían. Y supe que aquello que había percibido repetidamente era la irreprimible evidencia
de su proximidad y de su intensidad, que no podían ocultar. En cambio, sí podían poner un velo
sobre sus pensamientos, y así lo habían hecho. Quiero decir con ello que poseían inteligencia,
y también palabras.
Exhalé un largo y profundo suspiro.
Su silencio me atormentó, pero mil veces me afligía lo que acababa de suceder y, como
tantas veces había hecho en el pasado, les volví la espalda.
Las presencias me siguieron. Esta vez me siguieron y, por muy deprisa que yo avanzara, se
mantuvieron siempre a la misma prudente distancia.
Y no dejé de percibir su extraña, trémula y átona presencia hasta que llegué a la place de
Gréve y entré en la catedral de Notre Dame.
Pasé el resto de la noche en la catedral, acurrucado en un rincón en sombras junto al muro
de la derecha. Estaba hambriento debido a la sangre perdida, y cada vez que se acercaba un
mortal sentía una fuerte tensión y un intenso escozor donde había recibido la herida.
Sin embargo, esperé.
Y cuando se acercó una joven mendiga con su hijito, supe que había llegado el momento.
La mujer vio la sangre seca e insistió, casi frenética, en acompañarme al hospital cercano, el
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Hotel Dieu. Tenía el rostro demacrado por el hambre, pero trató de incorporarme con sus
débiles brazos.
La miré a los ojos hasta que vi helarse su mirada. Noté el calor de sus pechos
sobresaliendo bajo los harapos. Su cuerpo suave y apetitoso se apoyó contra el mío,
ofreciéndoseme, y la envolví en mis brocados manchados de sangre. La besé, aspirando su
calor mientras apartaba las sucias ropas de su garganta, y me incliné a beber con tal habilidad
que el niño dormido no llegó a darse cuenta. Después abrí con dedos temblorosos la sucia
camisa del chiquillo. Aquel tierno cuellecito también fue mío.
El éxtasis fue imposible de describir. Hasta entonces había gozado todo el placer que podía
proporcionarme la fuerza. En cambio, aquellas víctimas habían sido mías en el acto más
parecido a la entrega amorosa. La misma sangre parecía más cálida en su inocencia, más rica
en su bondad.
Después contemplé a mis víctimas, durmiendo juntas el sueño de la muerte. Aquella noche,
la catedral no había sido un santuario para ellas.
Y supe que mi visión del jardín de belleza había sido una visión real. En el mundo había
propósito, sí, y leyes, e inevitabilidad, pero todo ello sólo tenía que ver con la estética. Y en
aquel Jardín Salvaje, los seres inocentes como mis víctimas estaban destinados a los brazos
de un vampiro. Mil cosas más pueden decirse del mundo, pero únicamente los principios
estéticos pueden ser verificados, y sólo ellos permanecen iguales.
Ahora ya estaba preparado para volver a casa. Y, cuando salí al aire de la madrugada, supe
que había caído la última barrera entre el mundo y mi apetito.
Ahora, ya nadie estaba a salvo de mí, por inocente que fuera. Y eso incluía a mis
apreciados amigos del teatro de Renaud. E incluía a mi querido Nicolás.
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Quise que se marcharan de París. Quise que desaparecieran los carteles y que las puertas
cerraran; quise que se hicieran el silencio y la oscuridad en el teatrillo donde había conocido la
mayor y más sostenida felicidad de mi vida mortal.
Ni siquiera una docena de víctimas inocentes en una noche podía hacerme dejar de pensar
en ellos, ni eliminar el dolor que sentía dentro. Todas las calles de París me conducían a su
puerta.
Y me invadía una terrible vergüenza cuando pensaba en mi actuación ante ellos. ¿Cómo
podía haberles asustado de aquel modo? ¿Por qué necesitaba probarme a mí mismo con tal
violencia que jamás podría volver a ser parte de ellos?
No. Yo había comprado el local de Renaud. Y lo había convertido en el lugar de más éxito
del bulevar. Ahora, lo cerraría.
Con todo, no se trataba de que nadie sospechara nada. Ellos habían creído las excusas
simples y estúpidas que les había dado Roget, que si acababa de regresar de las calurosas
colonias del trópico y que si el buen vino de París se me había subido a la cabeza. De nuevo,
mucho dinero para compensar los perjuicios.
Sólo Dios sabe qué pensaron realmente, pero el hecho fue que la noche siguiente
continuaron con el espectáculo de costumbre. Y las hastiadas multitudes del boulevard du
Temple encontraron, sin duda, una docena de explicaciones lógicas a la confusión producida.
Bajo los castaños había cola.
Únicamente Nicolás se negaba a aceptar todo aquello. Se había lanzado a beber y se
negaba a volver al teatro y a seguir estudiando música. Cuando Roget se presentaba de visita,
le recibía con insultos. Frecuentaba los peores cafés y tabernas y deambulaba solitario por las
calles nocturnas más peligrosas.
Bueno, eso tenemos en común, me dije.
Roget me puso al corriente de todo esto mientras yo paseaba por la habitación a
conveniente distancia de la vela de su mesa. Mi rostro era una máscara que ocultaba mis
auténticos pensamientos.
—El dinero no significa mucho para ese joven, monsieur —me dijo el abogado—. Él mismo
me ha recordado que ha tenido mucho en su vida. Dice cosas que me inquietan, monsieur. No
me gustan sus palabras.
Roget parecía un personaje de un cuento infantil con su gorro y su camisa de dormir,
descalzo y con las piernas al aire; porque, una vez más, le había despertado en plena noche y
no le había dado tiempo de peinarse o tan siquiera de ponerse las zapatillas.
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—¿Qué palabras son ésas? —pregunté.
—Habla de brujería, monsieur. Dice que usted posee poderes extraordinarios. Habla de La
Voisin y de la Chambre Ardente, un viejo proceso de brujería de tiempos de El Rey Sol. Era
una bruja que preparaba hechizos y pócimas para miembros de la Corte.
—¿Quién creería ahora semejante basura? —repliqué, aparentando absoluta incredulidad,
aunque, a decir verdad, se me había erizado el vello de la nuca.
—Murmura cosas amargas, monsieur —continuó Roget—. Que la especie de usted, como
él dice, siempre ha tenido acceso a grandes secretos. Habla repetidamente de un lugar de su
pueblo, llamado el lugar de las brujas.
—¡Mi especie!
—Dice que usted es un aristócrata, monsieur —añadió Roget con cierta incomodidad—.
Cuando un hombre está enfadado como lo está monsieur de Lenfent, estas cosas llegan a ser
importantes. Sin embargo, no comenta sus sospechas con otros. Sólo me las cuenta a mí. Dice
que usted comprenderá por qué le desprecia. ¡Por negarse a compartir con él sus
descubrimientos! Sí, monsieur, sus descubrimientos. No deja de hablar de La Voisin, de cosas
entre el cielo y la tierra para las cuales no hay explicaciones racionales. Y afirma saber ahora
por qué gritaba y lloraba usted en ese lugar de las brujas.
Por un instante, no fui capaz de mirar a Roget. ¡Era una deliciosa perversión de todo el
asunto! Y, sin embargo, daba justo en la diana. Qué soberbio, y qué absolutamente irrelevante.
A su modo, Nicolás tenía razón.
—Monsieur, es usted el más amable de los hombres... —empezó a decir Roget.
—Ahórrese, por favor...
—Verá, monsieur de Lenfent dice cosas fantásticas, cosas que no debería mencionar ni
siquiera en estos tiempos. Dice que vio cómo una bala le atravesaba el cuerpo y que debería
estar muerto.
—La bala no me alcanzó —repliqué—. Roget, no continúe con esto. Haga que se vayan de
París todos esos cómicos.
—¿Que se vayan? —preguntó el abogado—. ¡Pero si ha invertido muchísimo dinero en esa
pequeña empresa...!
—¿Y qué? ¿A quién le importa eso? Envíelos a Londres, a Drury Lane. Ofrezca a Renaud la
cantidad suficiente para comprar un teatro en Londres. Desde allí podrán viajar a América,
actuar en Santo Domingo, Nueva Orleans y Nueva York. Hágalo, monsieur. No me importa
cuánto cueste. ¡Cierre de una vez mi teatro y consiga que la compañía se marche de la ciudad!
Así desaparecería el dolor, ¿no era eso? Dejaría de verles a todos apiñados a mi alrededor
tras las bambalinas, dejaría de pensar en Lelio, el chico de provincias que se encargaba de
vaciar los orinales y disfrutaba con ello.
Roget parecía profundamente tímido. «¿Qué debería parecerle», me dije, «trabajar para un
lunático bien vestido que le pagaba el triple de lo que cualquiera le daría, para luego hacer caso
omiso de sus consejos y opiniones profesionales?».
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«Nunca lo sabré» me respondí a mí mismo. «Jamás volveré a saber qué significa ser un
humano mortal.»
—En cuanto a Nicolás —añadí—, le convencerá usted de que viaje a Italia, y ahora voy a
explicarle cómo.
—Monsieur, resulta difícil persuadir a su amigo incluso de que se cambie de ropas.
—Esto será más sencillo. Ya sabe usted que mi madre está muy enferma. Pues bien,
convenza a Nicolás de que la lleve a Italia. Es una idea perfecta: él podría muy bien estudiar
música en los conservatorios de Nápoles, y precisamente es allí donde debería ir mi madre.
—Es cierto que su amigo mantiene correspondencia con ella... Le tiene un gran afecto.
—Precisamente. Convénzale de que ella no podría hacer ese viaje sin su compañía.
Ayúdele a efectuar todos los preparativos, monsieur. Nicolás debe abandonar París y le
encargo a usted que se ocupe de ello. Le doy de plazo hasta final de semana y entonces
volveré para tener noticias de su marcha.
Naturalmente, aquello era exigir mucho del abogado, pero no se me ocurría nada más. Los
comentarios de Nicolás sobre actos de brujería no me preocupaban, desde luego, puesto que
nadie los creería, pero yo estaba convencido de que, si no abandonaba París, Nicolás iría
perdiendo la razón poco a poco.
Con el transcurso de las noches, tuve que luchar conmigo mismo todas las horas que
pasaba en vela, para reprimir el impulso de ir a verle, de arriesgarme a un último contacto con
él.
Me limité, pues, a aguardar a la fecha marcada; sabía muy bien que estaba perdiendo para
siempre a Nicolás y que éste jamás averiguaría la causa de nada de cuanto había sucedido.
Yo, que una vez había elevado mi voz contra la insensatez de nuestra existencia, le expulsaba
ahora de la ciudad sin la menor explicación. Era una injusticia que tal vez le atormentaría hasta
el final de sus días.
«Es mejor eso que la verdad» dije mentalmente a Nicolás. Quizás ahora comprendía un
poco mejor todas nuestras ilusiones. Y si Nicolás podía convencer a mi madre de viajar a Italia,
si ella estaba todavía a tiempo de emprender el camino...
Mientras, pude comprobar personalmente que la Casa de Tespis cerraba sus puertas. En un
café cercano, oí comentar la partida de la compañía con rumbo a Inglaterra. Esta parte de mis
planes quedaba, por tanto, cumplida.
Fue cerca ya del amanecer del octavo día cuando, finalmente, acudí de nuevo a la puerta
de Roget y llamé a la campanilla.
El abogado me abrió más pronto de lo que yo esperaba, con un aire nervioso y aturdido bajo
su acostumbrada camisa de dormir blanca de franela.
—Me empieza a gustar su indumentaria, monsieur —dije cansadamente—. Creo que no
confiaría en usted ni la mitad de lo que confío si me recibiera con camisa, calzones y levita...
—Monsieur —me interrumpió Roget—, ha sucedido algo totalmente inesperado...
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—Antes de nada, respóndame: ¿Han llegado sin novedad a Inglaterra Renaud y los demás?
—Sí, monsieur. Ya se encuentran en Londres, pero...
—¿Y Nicolás? ¿Ha acudido junto a mi madre en la Auvernia? Dígame que sí, que ya se ha
marchado.
—¡Déjeme explicar, monsieur! —exclamó el abogado. Tras esto, guardó silencio. Y, de
forma absolutamente inesperada, vi la imagen de mi madre en su mente.
De haber reparado en ello, habría sabido a qué se refería Roget. Que yo supiera, el
hombrecillo no había puesto jamás sus ojos en mi madre. Entonces, ¿cómo podía tener su
imagen en la cabeza? Sin embargo, en aquellos momentos, yo no razonaba. De hecho, la
razón me había abandonado.
—¿No habrá...? No me estará usted diciendo que ya es demasiado tarde, ¿verdad? —
murmuré.
—Monsieur, permítame ir a por el abrigo... —dijo Roget sin aclarar nada, al tiempo que
hacía sonar la campanilla.
Y de nuevo capté en su mente la imagen de mi madre, su rostro enjuto y pálido, tan
vividamente que no pude soportarlo.
Agarré a Roget por los hombros.
—¡Usted la ha visto! ¡Está aquí!
—Sí, monsieur. Está en París. Lo llevaré hasta ella inmediatamente. El joven de Lenfent me
informó que venía, pero no he podido dar con usted, monsieur. Nunca sé cómo ponerme en
contacto con Usted. Su madre llegó ayer.
Yo estaba demasiado abrumado para responder. Me hundí en el sillón y las imágenes que
guardaba de mi madre resplandecieron en mi cabeza con un fuego tal que eclipsó todo cuanto
emanaba del hombrecillo. ¡Está viva y en París! ¡Y Nicolás aún seguía en la ciudad, y estaba
con ella!
El abogado se acercó a mí y alargó el brazo como si fuera a tocarme:
—Adelántese usted mientras me visto, monsieur. Su madre está en la He de Saint Louis,
tres puertas a la derecha de monsieur Nicolás. Tiene que acudir enseguida.
Le dirigí una mirada estúpida. En realidad, ni siquiera le veía. Estaba viendo a mi madre.
Quedaba menos de una hora para el amanecer y el regreso a la torre me llevaría tres cuartos,
por lo menos.
—Mañana..., mañana por la noche... —creo que murmuré. Me vino a la memoria un verso
de Macbeth, de Shakespeare—: «... Mañana y mañana y mañana...».
—¡Monsieur!, ¿no lo entiende? Su madre no hará ningún viaje a Italia. Ella ha hecho su
último viaje viniendo aquí a verle.
Al comprobar que no respondía, me asió con sus manos y probó a sacudirme. Nunca había
visto al abogado de aquella manera. En aquel instante, a sus ojos, yo era un muchacho y él era
un adulto que tenía que devolverme a mis cabales.
—Le he buscado alojamiento, enfermeras, médicos, todo lo que pudiera necesitar —
explicó—. Pero no consiguen que su estado mejore. Es usted quien la mantiene viva, monsieur.
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Quiere verle antes de cerrar los ojos por última vez. Olvídese de la hora y acuda a su lado. Ni
siquiera una voluntad tan fuerte como la de su madre puede obrar milagros.
No le pude responder. Era incapaz de coordinar un pensamiento coherente.
Me puse en pie y fui hasta la puerta, arrastrando al hombrecillo conmigo.
—Vaya a verla ahora mismo —le ordené—. Dígale que estaré con ella esta próxima noche.
El abogado sacudió la cabeza, enojado y disgustado, y trató de volverme la espalda.
No dejé que se soltara.
—Vaya inmediatamente, Roget —insistí—. Permanezca con ella todo el día, ¿entiende
bien?, y ocúpese de que espere..., ¡de que espere mi llegada! Esté atento a si se duerme. Si
empieza a agonizar, despiértela y háblele. ¡Pero no permita que muera antes de que yo me
presente!
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Tercera parte
Viático para la marquesa
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n la jerga propia de los vampiros, yo soy un madrugador. Me levanto cuando el sol
apenas se ha hundido tras el horizonte y el cielo todavía está envuelto en el
resplandor rojizo del crepúsculo. Muchos vampiros no se levantan hasta que la
oscuridad es total y, por tanto, tengo una ventaja tremenda en este aspecto, y en que deben
volver a sus tumbas una hora, o más, antes que yo. No lo he mencionado hasta aquí porque
entonces no lo sabía, ni sería un detalle de importancia hasta mucho después.
Pero, la noche siguiente, yo cabalgaba ya camino de París cuando el cielo aún parecía
arder.
Antes de introducirme en el sarcófago me había ataviado con las mejores galas que poseía,
y, a lomos de mi montura, perseguía ahora el sol poniente en dirección a París.
La ciudad parecía arder, tan aterradora y brillante era la luz para mí, hasta que por fin crucé
al galope el puente detrás de Notre Dame, entrando en la He de Saint Louis.
No había pensado qué haría o diría a mi madre, ni cómo le ocultaría mi secreto. Sólo sabía
que tenía que verla y estar con ella mientras aún tuviera tiempo. No me atrevía a pensar
abiertamente en su muerte. El hecho tenía la rotundidad de una catástrofe y pertenecía al cielo
encendido. Y tal vez me dominaba un impulso propio de un común mortal: la creencia de que,
si podía satisfacer su último deseo, de algún modo tendría el horror bajo mi control.
La noche absorbía ya las últimas gotas de sangre de la luz cuando encontré la casa en el
quai.
Era una mansión bastante elegante. Roget había escogido bien. Un criado me esperaba a la
puerta para acompañarme al piso superior. En el rellano de éste salieron a mi encuentro dos
doncellas y una enfermera.
—Monsieur de Lenfent está con ella, monsieur —dijo ésta—. Su madre ha insistido en
vestirse para verle. Y ha querido sentarse junto a la ventana para contemplar las torres de la
catedral. Le ha visto llegar a caballo por el puente, monsieur.
—Apague todas las velas de la estancia, menos una —le ordené—. Y dígales a monsieur de
Lenfent y a mi abogado que salgan.
Roget salió al instante; luego, apareció Nicolás.
También él se había vestido especialmente para ella, con un brillante traje de terciopelo
rojo, su habitual camisa fina de lino y guantes blancos. Su reciente caída en la bebida le había
dejado más delgado, casi macilento, pero eso hacía más vivida su hermosura. Cuando
nuestras miradas se encontraron, la suya reflejaba un rencor que me destrozó el corazón.
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—La marquesa se encuentra un poco más fuerte hoy, monsieur —me informó Roget—, pero
tiene fuertes hemorragias. El doctor dice que no...
Se detuvo y volvió el rostro a la alcoba de la enferma. Capté con claridad sus pensamientos.
Mi madre no pasaría de aquella noche.
—Hágala volver a la cama, monsieur. Lo antes posible.
—¿Por qué tengo que hacerlo? —repliqué con voz mortecina, casi en un murmullo—.
Quizás ella prefiera morir junto a la maldita ventana. ¿Por qué diablos no?
—¡Monsieur! —me imploró Roget en un cuchicheo.
Quise decirle que se marchara con Nicolás.
Pero algo me estaba sucediendo. Penetré en el pasillo y miré hacia la alcoba. Ella estaba
allí dentro. Noté un profundo cambio físico en mi interior y me vi incapaz de moverme o decir
algo. Ella estaba allí dentro y se estaba muriendo de verdad.
Todos los pequeños sonidos del piso se convirtieron en un zumbido. Vi, a través de la
puerta de doble hoja, una hermosa alcoba, una cama pintada de blanco con dosel dorado y
unas cortinas del mismo dorado en las ventanas y, en los cristales superiores de éstas, el
firmamento con las últimas y levísimas hebras rosadas de las nubes. Pero todo resultaba
confuso y ligeramente horrible: tanto el lujo que yo había querido proporcionarle como el hecho
de que ella estuviera a punto de sentir que su cuerpo se colapsaba. Me pregunté si tal cosa la
enloquecía o si la hacía reír.
Apareció el doctor, y la enfermera se acercó a decirme que sólo quedaba una vela
encendida, como había dispuesto. El olor de las medicinas llegó hasta mí mezclado con un
perfume a rosas y me di cuenta de que estaba oyendo los pensamientos de mi madre.
Sentía yo como el sordo palpito de su mente mientras esperaba, de sus huesos doloridos y
sus músculos flacos. Para ella, estar allí sentada con las máximas comodidades en el mullido
sillón tapizado de terciopelo significaba un dolor insoportable.
¿Pero qué era lo que pensaba, bajo aquella desesperada expectación? «Lestat, Lestat,
Lestat...»: eso fue lo que escuché. Y, más profunda todavía, una súplica:
«Que el dolor sea aún más intenso, porque sólo cuando sea realmente insoportable desearé
morir. Ojalá el dolor se haga tan terrible que me alegre de morir y no sienta tanto miedo. Ojalá
sea tan insoportable que no sienta miedo.»
—Monsieur —el doctor me tocó en el brazo—, dice que no quiere recibir al sacerdote.
—No..., no lo recibirá.
Ella había vuelto el rostro hacia la puerta. Si no entraba inmediatamente, ella se levantaría
para venir hacia mí, por mucho que le doliera.
Me pareció estar paralizado, pero, pese a todo, me abrí paso entre el doctor y las
enfermeras, penetré en la estancia y cerré las puertas.
El olor de la sangre.
Estaba sentada a la pálida luz violácea de la ventana, bellamente vestida de tafetán azul
marino, con una mano en el regazo y la otra en el brazo del sillón, y con su espesa cabellera
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amarilla recogida detrás de las orejas, con dos cintas rosas de modo que los rizos se
desparramaban sobre sus hombros. En sus mejillas había un levísimo toque de colorete.
Durante un espantoso momento, me pareció que la estaba viendo cuando yo era un
chiquillo. Era muy hermosa. Ni el tiempo ni la enfermedad habían alterado la simetría de su
rostro ni la belleza de su cabello. Una sobrecogedora sensación de felicidad se adueñó de mí
en ese instante, la cálida ilusión de que era mortal otra vez, de que había recuperado la
inocencia y de que estaba de nuevo con ella, y de que todo estaba bien, de que todo estaba
real y verdaderamente bien.
La muerte y el miedo no existían, y sólo estábamos ella y yo en su alcoba, y ella me tomaría
en sus brazos. Me detuve.
Había llegado muy cerca de ella y la vi llorar cuando levantó la cabeza. El vestido parisino le
apretaba demasiado en la cintura y tenía una piel tan fina e incolora en el cuello y las manos
que no pude soportar su visión, mientras sus ojos se alzaban hacia mí desde una cara que
parecía casi amoratada. Olí en ella la muerte. Olí la putrefacción.
Pero estaba radiante, y era mía; era la misma de siempre, y así se lo dije en silencio con
todas mi fuerzas: que era tan hermosa como en mi primer recuerdo de ella, cuando todavía
llevaba sus viejas ropas finas y se vestía con sumo detalle y me llevaba encima de su regazo a
la iglesia en el coche.
Y en aquel extraño momento en que le daba a conocer todo aquello, lo mucho que la
quería, me di cuenta de que ella me oía, y me respondía que ella me amaba y siempre me
había amado.
Era la respuesta a una pregunta que no había llegado a hacer. Y ella se dio cuenta de la
importancia del hecho: sus ojos eran serenos, inalterados.
Si llegó a advertir lo extraño de la situación, de aquel poder hablarnos sin palabras, no lo
exteriorizó en absoluto. Seguramente no lo llegaba a comprender del todo. Debía haber notado
únicamente una efusión de amor.
—Ven aquí para que pueda verte como eres ahora —me dijo.
La vela estaba junto a su brazo, en el alféizar. Con gesto parsimonioso, la apagué con los
dedos. Vi que fruncía el entrecejo bajando sus rubias cejas, y sus ojos azules se abrieron un
poco mas mientras observaba mi figura, el brillante brocado de seda y el encaje que había
escogido para lucir ante ella, y la espada que llevaba al cinto con su empuñadura enjoyada,
bastante imponente.
—¿Por qué no querías verme? —preguntó—. He venido a París para eso. Vuelve a
encender la vela.
Pero en sus palabras no había ánimo de reprimenda. Yo estaba allí, a su lado, y eso le
bastaba.
Me arrodillé a sus pies. Tenía pensada una vulgar conversación mortal sobre si debía viajar
a Italia con Nicolás, pero, antes de que pudiera hablar, con toda claridad, se adelantó a decir:
—Demasiado tarde, querido mío. No completaría jamás el viaje. Ya he hecho suficiente
camino.
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Una punzada de dolor la hizo detenerse, ciñéndola por el talle donde le apretaba el vestido
y, para ocultarme su sufrimiento, puso una cara muy inexpresiva. Cuando lo hizo, parecía una
muchacha, y, de nuevo, olí en ella la enfermedad, el deterioro de sus pulmones y los coágulos
de sangre.
Su mente fue presa de un pánico desbocado. Quería decirme a gritos que tenía miedo.
Quería rogarme que la cogiera en mis brazos y me quedara con ella hasta que todo hubiera
pasado, pero no pudo hacerlo, y, para asombro mío, advertí que ella pensaba que la
rechazaría. Que era demasiado joven y atolondrado para comprender nada.
Aquello era la agonía.
Ni siquiera fui consciente de que me apartaba de ella, pero me había retirado al otro lado de
la estancia. Pequeños detalles estúpidos se me incrustaron en la conciencia: las ninfas jugando
en la pintura del techo, los elevados tiradores dorados de las puertas y la cera fundida de las
blancas velas, en forma de frágiles estalactitas que deseé desprender y estrujar en mis manos.
El lugar me pareció horrible, adornado con exceso. ¿Le desagradaría a ella? ¿Preferiría estar
de nuevo en aquellas desiertas estancias de piedra?
En todo momento pensaba en ella como si hubiera «mañana y mañana y mañana...». Volví
la vista a ella, a su majestuosa figura sujeta al alféizar. El cielo había oscurecido tras ella, y una
nueva luminosidad, la de las lámparas de la casa, de los carruajes que transitaban y de las
ventanas cercanas, rozó suavemente el pequeño triángulo invertido de su fino rostro.
—¿No puedes contármelo? —dijo en voz baja—. ¿No puedes decirme cómo ha sucedido?
Nos has proporcionado a todos una gran felicidad, pero, ¿qué tal te va a ti? ¡A ti!
Incluso el mero hecho de hablar le causaba dolores.
Creo que estuve a punto de engañarla, de crear alguna potente emanación de contento y
satisfacción gracias a los poderes que había adquirido. Estaba dispuesto a contar mentiras
mortales con una habilidad inmortal, a hablar y hablar y a tratar de que cada palabra fuera la
más perfecta. Sin embargo, algo sucedió en el silencio.
No creo que permaneciera callado más de un instante, pero algo cambió dentro de mí. Se
produjo un cambio asombroso. En un instante, vi una vasta y aterradora posibilidad, y, en ese
mismo momento, sin titubeos, tomé una decisión.
Una decisión que carecía de palabras, planes o preparativos. Si alguien me hubiera
preguntado en aquel momento, habría negado tenerlos. Habría dicho: «No, nunca, nada más
lejos de mis pensamientos. ¿Por quién me habéis tomado, qué clase de monstruo creéis que
soy...?». Y, sin embargo, la elección estaba hecha.
Entendí algo absoluto.
Las palabras de mi madre se habían desvanecido por completo; volvía a ser presa del
miedo y de los dolores, y, a pesar de éstos, se incorporó del sillón.
Vi cómo resbalaba de sus piernas el cobertor y me di cuenta de que venía hacia mí y que yo
debía evitarlo. Vi sus manos cerca de mí, extendidas adelante para tocarme, y lo siguiente que
supe fue que ella había saltado hacia atrás como si la arrastrara un viento impetuoso.
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Tras retroceder unos pasos arrastrando los pies por la alfombra, chocó contra la pared más
allá del sillón. Sin embargo, rápidamente recobró la compostura como obligándose a ello, y en
su rostro no hubo ningún temor, aunque el corazón le latía aceleradamente. Su reacción fue
más bien de asombro, y, después, de desconcertada calma.
Si algo pensé en ese instante, no sé qué sería. Me acerqué a ella con la misma decisión
que ella había mostrado al avanzar hacia mí. Midiendo todas sus reacciones, me aproximé
hasta quedar a la misma distancia que nos separaba cuando ella había dado el salto hacia
atrás. Mi madre me miraba la piel y los ojos; de pronto, alargó la mano y me tocó el rostro.
«¡No estás vivo!» Tal fue la aterradora exclamación que surgió silenciosamente en su
mente. «Estás cambiado en otra cosa, pero NO ESTÁS VIVO.»
Sin palabras, respondí que no. No era como ella pensaba, y le envié un frío torrente de
imágenes, una sucesión de instantáneas de lo que había pasado a ser mi existencia. Escenas,
cortes del tejido de la noche parisina, la sensación de una cuchilla rajando el mundo sin el
menor sonido.
Ella exhaló el aliento con un ligero siseo. El dolor descargó el puño en sus entrañas y abrió
las garras. Mi madre tragó saliva y apretó los labios para ocultar su agonía, mirándome con
ojos verdaderamente ardientes. Por fin había comprendido que aquella comunicación no eran
meras sensaciones, sino auténticos pensamientos.
—¿Cómo, entonces? —quiso saber.
Y, sin pensar muy bien lo que estaba haciendo, le expliqué la historia paso a paso: la
ventana rota por la que había sido arrebatado por la figura fantasmal que me había acechado
en el teatro, los sucesos de la torre y el intercambio de sangre. Le hablé de la cripta donde
dormía, del tesoro, de mis andanzas, de mis poderes y, sobre todo, de la naturaleza de mi sed.
El sabor de la sangre, la sensación que producía, lo que significaba que todas las pasiones y
toda la voracidad se concentraran en aquel único deseo, y que éste sólo obtuviera satisfacción,
una y otra vez, bebiendo y matando.
La enfermedad la devoraba por dentro, pero mi madre ya no notaba el dolor. Me miraba
fijamente, y los ojos eran lo único que quedaba de ella. Y aunque yo no había tenido intención
de revelar tales cosas, descubrí que había tomado su frágil figura entre mis manos y que me
estaba dando la vuelta de modo que la luz de los carruajes que circulaban con estruendo por el
quai me diera de pleno en el rostro.
Sin apartar los ojos de ella, extendí una mano para agarrar el candelabro de plata del
alféizar, y, levantándolo lentamente, doblé el metal con los dedos hasta dejarlo retorcido y lleno
de bucles.
La vela cayó al suelo.
Mi madre puso los ojos en blanco un instante, se deslizó hacia atrás apartándose de mí, y,
al tiempo que se agarraba de las cortinas de la cama con la mano izquierda, escapó de sus
labios, en un gran acceso silencioso, un borbotón de sangre procedente de sus pulmones. Vi
cómo sus fuerzas cedían hasta quedar de rodillas mientras la sangre manchaba todo el
costado del lecho adoselado.
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Contemplé el objeto de plata retorcido que tenía yo en las manos, aquel metal retorcido que
no significaba nada. Lo dejé caer y observé a mi madre, la vi luchar contra la inconsciencia y el
dolor, limpiarse de pronto la boca con gestos torpes en las sábanas, como un borracho
vomitando, mientras iba derrumbándose hasta el suelo, incapaz de sostenerse.
Yo estaba de pie ante ella, contemplándola, y su pasajera angustia dejó de tener
importancia frente a la propuesta que le hice en aquel preciso instante. Una vez más, no hubo
palabras sino sólo mudos pensamientos, y una pregunta, más inmensa de lo que podría
formularse nunca en voz alta: ¿Quieres venir conmigo ahora? ¿QUIERES INTRODUCIRTE EN
ESTO CONMIGO?
No te oculto nada, ni mi ignorancia ni mi miedo ni el simple pánico a fallar si lo intento. Y ni
siquiera sé si puedo trasmitir mi naturaleza más de una vez o cuál es el precio a pagar por
hacerlo, pero correré el riesgo por ti, y los dos lo descubriremos juntos, sean cuales sean el
misterio y el terror que pueda guardar, como he descubierto solo todo lo demás.
Y ella, con todo su ser, respondió que sí.
— ¡Sí! —exclamó de pronto en un grito casi ebrio, con una voz que quizás había sido
siempre la suya, pero que yo no había escuchado nunca. Sus párpados se cerraron con fuerza
mientras volvía la cabeza a derecha e izquierda—. ¡Sí!
Me incliné hacia adelante y besé la sangre que surgía de sus labios abiertos. El contacto me
provocó un hormigueo en las extremidades y la sed estalló impetuosa. Mis brazos se cerraron
en torno a su cuerpo liviano y la levantaron más y más, hasta que los dos estuvimos en pie,
abrazados junto a la ventana, y el cabello le caía por la espalda; un nuevo acceso de sangre
brotó de sus pulmones, pero ahora ya no tenía importancia.
Nos envolvieron todos los recuerdos de mi vida con ella, formando en torno a nosotros un
velo que nos aislaba del mundo: los tiernos poemas y canciones de la infancia, la sensación de
su presencia sin palabras cuando sólo había un parpadeo de luz en el techo sobre sus
almohadas, y el aroma de su piel embriagándome y su voz acallando mis sollozos, y luego el
odio que había sentido por ella y la necesidad de su presencia, y su alejamiento tras un millar
de puertas cerradas, y sus crueles respuestas, y el terror que me había producido y su
complejidad y su indiferencia y su energía indefinible.
Y en todo instante, surgiendo con fuerza en el flujo de pensamientos, la sed. Una sed no
abrasadora, pero que daba calor a cada imagen de mi madre hasta convertirla en sangre, en
madre, en amante, en todas las cosas, en todo cuanto yo había deseado jamás, bajo la cruel
presión de mis labios y mis dedos. Hundí mis colmillos en ella, noté cómo jadeaba y se ponía
tensa y advertí que mi boca se abría, glotona, para recoger toda la sangre caliente cuando ésta
manó de su cuello.
Su corazón y su alma se abrieron de par en par. En su interior no tenía edad alguna, no
había un solo instante. Mi razón se nubló Y parpadeó y dejaron de existir mi madre, mis
triviales necesidades Y mis despreciables temores; ella era, simplemente, quien era. Era
Gabrielle.
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Y toda su vida acudió en su defensa: los años y años de sufrimiento y soledad, la
consunción en aquellas cámaras húmedas y vacías a las que había sido condenada, los libros
que eran su solaz, los hijos que la habían devorado y abandonado, y el dolor y la enfermedad,
sus últimos enemigos, que simulaban ser sus amigos con la promesa de liberarla. Y más allá
de palabras e imágenes surgían el latido secreto de su pasión, su asomo de locura, su negativa
a la desesperación.
Yo seguía sosteniéndola, manteniéndola en pie, con los brazos cruzados detrás de su fino
cuello y acunando su cabeza entregada en mi mano. Cada vez que la sangre brotaba de su
garganta, yo emitía un gemido estentóreo que formaba una canción al compás de los latidos de
su corazón. No obstante, éste estaba perdiendo fuerzas demasiado deprisa. La muerte se
acercaba y la mujer se resistió a ella con todas sus fuerzas, hasta que yo, en un último
esfuerzo por contenerme, la aparté de mí sin soltarla y la sostuve, inmóvil, frente a mí.
Me sentí desfallecer. La sed deseaba el corazón de mi presa. Aquella sed no era ningún
invento de algún alquimista. Y me quedé allí inmóvil, con los labios abiertos y los ojos borrosos
mientras la sostenía lejos de mí, como si en mi interior hubiera dos seres, uno que quisiera
estrujarla y otro que deseara cuidarla y protegerla.
Sus ojos, muy abiertos, parecían ciegos. Por un instante, se hallaba en algún lugar más allá
de todo sufrimiento, donde no existía más que dulzura e incluso algo que podía ser
comprensión. Sin embargo, a continuación, la oí llamarme por mi nombre.
Me llevé la muñeca derecha a los labios, me reventé una vena a mordiscos y apreté la
herida contra sus labios. Ella no se movió mientras la sangre se derramaba en su lengua.
—Bebe, madre —dije frenéticamente mientras apretaba el brazo con más fuerza todavía. Y
noté como si ya hubiera empezado a producirse algún cambio.
Sus labios vibraban, su boca se adhirió a mí y el dolor me sacudió de pronto, envolviendo mi
corazón.
Su cuerpo se estiró, se puso en tensión, y su mano izquierda me asió la muñeca mientras
tragaba el primer sorbo. Y el dolor se hizo más y más intenso hasta casi hacerme soltar un
alarido. Lo noté como un chorro de metal fundido que corriera por mis vasos, extendiéndose
por todas las fibras de mi cuerpo. Pero sólo era ella que tiraba de mí, que me chupaba, que me
quitaba la sangre que yo acababa de sacarle. Ya volvía a mantenerse en pie por sí misma y su
cabeza apenas se apoyaba en mi pecho. Me invadió un profundo entumecimiento mientras ella
seguía chupando con gran vehemencia y noté que el corazón se me desbocaba ante esa
sensación de aturdimiento, potenciando mi dolor al tiempo que aumentaba su sed con cada
nuevo latido.
Chupó y chupó cada vez con más ímpetu, cada vez más deprisa, y noté que me asía muy
fuerte, con un renovado vigor en su cuerpo. Pensé en obligarla a apartarse, pero no lo hice, y,
cuando las piernas me fallaron, fue ella quien tuvo que sostenerme. Me sentía mareado y la
habitación me daba vueltas, pero ella continuó con lo suyo, y un vasto silencio se extendió en
todas direcciones a partir de mí hasta que, sin ninguna voluntad ni convicción, la aparté de un
empujón.
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Dio unos pasos inseguros y se detuvo ante la ventana con sus largos dedos extendidos
sobre la boca abierta. Y antes de volverme y derrumbarme sobre un sillón cercano, contemplé
con detalle por unos instantes su cara pálida y me pareció ver cómo su cuerpo se hinchaba
bajo la ligera tela de tafetán azul marino. Sus ojos eran dos globos de cristal que captaban la
luz.
Creo que en aquel instante murmuré «Madre», como un vulgar mortal, antes de cerrar los
ojos.
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Estaba sentado en el sillón. Me pareció que llevaba dormido toda una eternidad, pero no
había dormido un solo instante. Estaba en el castillo, en el hogar de mi padre.
Busqué a mi alrededor el atizador del fuego y mis perros, y si quedaba un poco de vino, y
entonces advertí las cortinas doradas a los lados de las ventanas y la parte de atrás de Notre
Dame recortada contra el cielo estrellado. Y la vi a ella.
Estábamos en París. E íbamos a vivir para siempre.
Ella tenía algo entre las manos. Otro candelabro. Un mechero de yesca. Estaba de pie, muy
erguida, y sus movimientos eran rápidos. Prendió una chispa y la aplicó a las velas una a una.
Las llamitas se avivaron y las flores de papel pintado de las paredes se alzaron hasta el techo y
las bailarinas de éste se movieron por un instante para, rápidamente, quedar paralizadas de
nuevo formando un círculo.
Me volví hacia ella. Estaba frente a mí con un candelabro a su derecha y la cara blanca y
perfectamente tersa. Las bolsas oscuras bajo sus ojos habían desaparecido, y, de hecho, todos
sus pequeños defectos e imperfecciones se habían borrado, aunque no sabría deciros de qué
defectos podría tratarse. A mis ojos, ahora era perfecta.
Las arrugas que le había dado la edad se habían reducido, y, al mismo tiempo,
curiosamente, se habían hecho más profundas, de modo que tenía pequeñas arrugas
gestuales en el rabillo de ambos ojos y otra muy fina a cada lado de la boca. En los párpados
conservaba sólo unas pequeñísimas bolsas —lo cual realzaba su simetría, la sensación de que
su rostro se componía de triángulos—, y sus labios mostraban el tono rosa más pálido que se
pueda imaginar. Tenía el aspecto delicado de un diamante cuando atrapa un rayo de luz. Cerré
los ojos y volví a abrirlos, y comprobé que todo aquello no era una ilusión, igual que tampoco lo
era el silencio de ella. Y advertí que su cuerpo había experimentado cambios aún más
profundos. Volvía a tener la plenitud de su juventud. Los pechos que la enfermedad había
marchitado, ahora abultaban sobre el tafetán azul marino del corsé, con una piel de un rosa tan
pálido y sutil que habría podido reflejar la luz. Pero su cabello resultaba aún más asombroso,
porque parecía tener vida propia. Eran tantos los colores que se movían en él, que casi parecía
retorcerse; millones de finísimas hebras agitándose en torno a su rostro y su garganta, de un
blanco impoluto.
Las marcas de la garganta habían desaparecido.
Ya no quedaba nada por hacer, salvo el acto final de valor. Mirarla a los ojos.
Mirar con aquellos ojos de vampiro a otro ser como yo, por primera vez, desde que Magnus
saltara a la hoguera.
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Debí hacer algún ruido, porque ella reaccionó ligeramente. Gabrielle. Desde ese instante,
aquél era el único nombre con que podría llamarla.
—Gabrielle —le dije. Jamás la había llamado así, salvo en alguno de mis pensamientos más
íntimos, y vi que me sonreía.
Me miré la muñeca. La herida había desaparecido, pero la sed gritaba en mi interior. Las
venas me respondían como si les hubiera hablado. Miré a Gabrielle y vi que movía los labios en
una ligera mueca de hambre. Y ella me dirigió una extraña expresión cargada de intención
como si dijera «¿no me entiendes?».
Pero no escuché nada. Silencio. Sólo la belleza de sus ojos mirándome de frente, y acaso el
amor con el que nos contemplábamos, pero acompañados de un silencio que se extendía en
todas direcciones, que no ratificaba nada. No podía entenderlo. ¿Estaba cerrándome su
mente? La interrogué en silencio, pero no pareció captar mi pregunta.
—¡Ahora! —exclamó, y su voz me sobresaltó. Era más suave y sonora que antes. Por un
instante volvimos a estar en la Auvernia, caía la nieve y ella me cantaba, y el eco repetía la
nana como en una gran cueva. Pero esto había muerto.
—Vamos... —dijo—. Acabemos con todo esto, deprisa... ¡Ahora! —Asintió con la cabeza
para persuadirme, se acercó y me tiró de la mano—. Mírate en el espejo —susurró por fin.
Pero yo sabía bien lo que vería. Le había dado más sangre de la que le había extraído a
ella. Estaba debilitado. Ni siquiera me había saciado antes de acudir a verla.
Con todo, estaba tan sorprendido por el sonido de sus palabras, la breve visión de la nieve
cayendo y el recuerdo de la canción infantil, que, por un instante, no respondí. Observé sus
dedos que tocaban los míos. Vi que nuestra carne era idéntica. Me incorporé del sillón y tomé
sus dos manos, y luego toqué sus brazos y su rostro. ¡Lo había hecho y seguía vivo! Y ella
estaba conmigo ahora. Había llegado a aquella terrible soledad y estaba allí, junto a mí. De
pronto, no tuve otro pensamiento que abrazarla, estrecharla contra mí y no permitir que nunca
se fuera.
La levanté del suelo, la mecí en mis brazos y juntos dimos vueltas y vueltas.
Ella echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír inconteniblemente, cada vez más alto, hasta
que le cubrí la boca con la mano.
—Con esa voz puedes hacer añicos todos los cristales de la estancia —le susurré, con la
vista vuelta hacia la puerta, tras la cual estaban Nicolás y Roget.
—¡Pues que se hagan añicos! —replicó, y en su expresión no había nada de humorístico.
La deposité de pie en el suelo. Creo que nos abrazamos una y otra vez, casi como dos tontos.
No pude contenerme de hacerlo.
Pero había otros mortales en el piso. El doctor y las enfermeras se hallaban también tras la
puerta, cavilando sobre si debían entrar o no.
Vi que Gabrielle miraba a la puerta. Ella también los oía. Entonces, ¿por qué no podía
escucharme a mí?
Se apartó de mi lado mientras pasaba su mirada de un objeto a otro. Asió de nuevo el
candelabro y lo acercó al espejo, donde se contempló a su luz.
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Comprendí lo que le estaba sucediendo. Necesitaba tiempo para ver y calcular con su
nueva visión. Pero teníamos que salir del piso.
Escuché la voz de Nicolás a través de la pared, urgiendo al médico a que llamara a la
puerta.
¿Cómo iba a hacer para salir de allí y librarme de ellos?
—No, por ahí no —dijo ella al ver que miraba hacia la puerta.
Sus ojos repasaban la cama, los objetos colocados sobre la mesa. Se acercó a la cama y
sacó sus joyas de debajo de la almohada. Las examinó y volvió a guardarlas en una gastada
bolsa de terciopelo. Después, ató la bolsa a la falda de modo que se perdiera entre los pliegues
de la ropa.
Había un aire de importancia en aquellos pequeños gestos. Comprendí que aquello era lo
único que le importaba de la estancia, aunque su mente no me lo reveló ni por un instante.
Estaba despidiéndose de sus cosas, de los vestidos que había traído consigo, de su querido
cepillo de plata y su peine, de los libros manoseados de la mesilla junto a la cama.
Llamaban a la puerta.
—¿Por qué no por ahí? —me preguntó—, y, volviéndose hacia la ventana, abrió los cristales
con gesto enérgico. La brisa movió las cortinas doradas y le levantó el cabello junto a la nuca,
y, cuando se dio la vuelta, me estremecí al contemplar la cabellera enmarañada en torno al
rostro, los ojos muy abiertos y llenos de mil y un fragmentos de color y una luz casi trágica. Vi
que no le tenía miedo a nada.
La tomé en mis brazos y, por un instante, no la dejé desasirse. Hundí el rostro en sus
cabellos, y, de nuevo, lo único que me pasó por la cabeza fue que estábamos juntos y que ya
nada nos separaría jamás. No entendía su silencio, la razón de que no la oyera, pero tuve la
certeza de que no era cosa suya, y creí que tal vez pasaría. Ella estaba conmigo. Y aquél era el
mundo. La muerte era mi comandante y podía entregarle mil víctimas, pero a ella se la había
arrebatado de las manos. Lo dije en voz alta. Dije otras cosas desesperadas y sin sentido. Los
dos éramos idénticos seres terribles y mortíferos que vagábamos por el Jardín Salvaje y traté
de inculcarle con imágenes el sentido de aquel Jardín Salvaje, pero no importaba que no lo
entendiera.
—El Jardín Salvaje —repitió las palabras en tono reverencial, con una suave sonrisa en los
labios.
Me retumbaba en la cabeza. Noté que me besaba y me murmuraba no sé qué cuchicheo
como acompañamiento de sus pensamientos.
—Pero ahora ayúdame —me dijo—. Quiero verte hacerlo. Ahora. Después nos queda la
eternidad para abrazarnos. Vamos.
La sed. Debía estar ardiendo. Yo necesitaba sangre imperiosamente y ella ansiaba
probarla, de eso estaba seguro. Porque recordé que yo lo había deseado desde la primera
noche. En aquel instante, me sorprendió que el dolor de su muerte física..., los fluidos
evacuando su cuerpo..., pudiera aminorarse si primero bebía.
Hubo nuevas llamadas a la puerta, que no estaba cerrada.
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Trepé al alféizar de la ventana, le tendí la mano y, de inmediato, la tuve en mis brazos. No
pesaba nada, pero noté la firmeza, la tenacidad de su abrazo. Con todo, cuando vio la calleja a
sus pies, la altura de la pared y el quai al fondo, pareció titubear por un segundo.
—Échame los brazos al cuello —le dije— y agárrate fuerte.
Escalé las piedras llevándola colgada sobre el vacío, con su rostro levantado hacia el mío,
hasta que alcanzamos las resbaladizas pizarras del tejado.
Después la tomé de la mano y tiré de ella, corriendo más y más deprisa sobre los canalones
y las chimeneas, cruzando a saltos las estrechas callejas, hasta que alcanzamos el otro
extremo de la isla. Había esperado escuchar en cualquier momento un grito, o notar que me
agarraba con más fuerza, pero ella no tenía el menor miedo.
Al detenernos, permaneció erguida y silenciosa contemplando los tejados de la Rive
Gauche y el río salpicado de miles de oscuras barcas llenas de seres andrajosos; por un
instante, pareció que gozaba simplemente del viento que alborotaba sus cabellos. Habría
podido caer extasiado contemplándola, estudiando cada uno de los aspectos de su
transformación, pero me dominaba una inmensa urgencia por llevarla a recorrer la ciudad, por
enseñarle todas las cosas que yo había aprendido. Ahora, ni ella ni yo sabíamos qué era el
agotamiento físico, y Gabrielle no estaba sobrecogida por ningún horror como había sido mi
caso cuando Magnus se había arrojado a la hoguera.
Un carruaje se acercaba a buena velocidad por el quai, muy escorado hacia el río y con el
cochero agachado hacia adelante, tratando de mantener el equilibrio sobre el elevado
pescante. Tomé de nuevo la mano de Gabrielle y le indiqué el vehículo cuando lo tuvimos
cerca.
Saltamos cuando pasó por debajo y aterrizamos sin hacer ruido en la capota de cuero. El
cochero, atareado, ni siquiera se volvió. Sujeté a mi compañera, ofreciéndole apoyo, hasta que
los dos estuvimos bien colocados, dispuestos para saltar del vehículo cuando lo decidiéramos.
Hacer aquello con ella resultaba indescriptiblemente apasionante.
Atravesamos al galope el puente y dejamos atrás la catedral, abriéndonos paso entre la
multitud en el Pont Neuf. Escuché de nuevo la risa de Gabrielle y me pregunté qué pensaría la
gente de los pisos superiores si nos veía, dos figuras vistosamente ataviadas que se sostenían
en el techo inestable del carruaje como un par de chiquillos traviesos encima de una balsa.
El carruaje cambió de dirección y continuó su marcha apresurada hacia Saint Germain-des-
Prés, dispersando a la muchedumbre a nuestro paso y bordeando el cementerio de les
Innocents, con su insoportable hedor, hasta adentrarse por unas calles estrechas de elevados
edificios de viviendas.
Por un instante, percibí el fulgor mortecino de la presencia, pero desapareció tan deprisa
que dudé de mí mismo. Volví la cabeza y no pude captar de nuevo el tenue resplandor.
Entonces me di cuenta con extraordinaria claridad de que Gabrielle y yo podríamos hablar
juntos sobre aquella presencia, que podríamos conversar juntos sobre cualquier cosa y que
podríamos hacerlo todo juntos. Aquella noche era, a su modo, tan cataclísmica como la noche
en que Magnus me había transformado. Y apenas acababa de empezar.
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El barrio que cruzábamos ahora era perfecto. Volví a asir la mano de Gabrielle, tiré de ella
para saltar juntos del carruaje y aterrizamos en la calzada.
Mi compañera contempló desconcertada las ruedas del vehículo, que desaparecieron de la
vista casi al instante. La apariencia de Gabrielle, más allá de sus cabellos revueltos, resultaba
imposible: una mujer arrancada de su tiempo y de su lugar, vestida solamente con unas
chinelas y un vestido, libre de cadenas, libre para ir y venir a su antojo.
Penetramos en un angosto callejón y corrimos juntos, cogidos por el talle. De vez en
cuando, la observaba, y veía que sus ojos recorrían las paredes que se alzaban sobre
nosotros, la multitud de ventanas cerradas por entre cuyas persianas se filtraban pequeños
rayos de luz.
Yo sabía qué era lo que ella veía, qué eran los sonidos que captaban sus oídos. En cambio,
seguí sin oír nada procedente de ella y me asustó un poco la idea de que quizás estuviera
cerrándose deliberadamente a mis tanteos.
Gabrielle se detuvo. Por la expresión de su rostro comprendí que estaba sufriendo el primer
espasmo de su muerte.
La animé y le recordé en breves palabras la visión que le había mencionado antes.
—Será un dolor poco duradero, nada en comparación con el que has soportado hasta hoy.
Desaparecerá en cuestión de horas; tal vez menos, si podemos beber enseguida.
Ella asintió, más impaciente que asustada ante tal posibilidad.
Fuimos a salir a una plazoleta. En la verja de una vieja casa vi a un joven que parecía
esperar a alguien, con el cuello de su abrigo gris levantado para protegerse el rostro.
¿Sería Gabrielle lo bastante fuerte para reducirle? ¿Tendría ella tanta fuerza como yo? Era
el momento de comprobarlo.
—Si la sed no te empuja a hacerlo, es aún demasiado pronto para ti —le indiqué.
La miré de nuevo y me recorrió un escalofrío. Su mirada de concentración era tan fija, tan
resuelta, que resultaba casi puramente humana; y sus ojos estaban ensombrecidos por la
misma sensación de tragedia que ya había percibido antes. Gabrielle no se perdía un solo
detalle. Sin embargo, cuando avanzó hacia el hombre, no hubo en ella nada de humano. Se
convirtió en un puro depredador, como sólo puede serlo una fiera, aunque siguiera ofreciendo
el aspecto de una simple mujer caminando lentamente hacia un hombre; mejor aún, de una
dama abandonada en plena calle, sin capa ni sombrero, ni acompañantes, que se acercaba a
un caballero como si se dispusiera a pedirle ayuda. Todo esto era Gabrielle.
Me sobrecogió de espanto verla avanzar por los adoquines de la calle como si ni siquiera
los rozara, comprobar cómo todas las cosas, incluso los mechones de su cabello mecidos por
la brisa en una dirección y otra, parecían de algún modo sometidas a su dominio. Me dio la
impresión de que, con aquel paso inexorable, mi nueva congénere podría hasta haber
atravesado las paredes.
Me retiré a un rincón en sombras.
El hombre se fijó en la mujer que se le aproximaba, se volvió hacia ella con un ligero crujido
del tacón de la bota sobre los adoquines, y la mujer se puso de puntillas como para
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cuchichearle algo al oído. Me pareció verla vacilar por un instante. Tal vez se sentía
ligeramente horrorizada. De ser así, ello indicaba que la sed no había llegado a su punto
culminante. Pero, si realmente tuvo alguna duda, ésta no duró más de un segundo. Muy pronto,
vi que tenía apresado al hombre que éste era impotente para resistirse. También yo estaba
demasiado fascinado como para hacer otra cosa que observar.
Sin embargo, de pronto me vino a la cabeza que no había avisado a Gabrielle acerca de lo
del corazón, que no debía llegar hasta el extremo de dejar de latir. ¿Cómo podía haber
olvidado algo así? Corrí hacia ella, pero ya había soltado a su presa, y el joven se había
derrumbado junto a la tapia con la cabeza ladeada y el sombrero caído a sus píes. Estaba
muerto.
Gabrielle se quedó mirándole y aprecié el efecto de la sangre en su interior, calentándola e
intensificando el rosado de su piel y el rojo de sus labios. Cuando me miró, sus ojos eran un
destello violeta, reflejo casi exacto del color que tenía el cielo cuando yo había entrado en su
alcoba aquella noche. Continué contemplándola en silencio mientras ella observaba con un aire
de curiosidad y asombro a su víctima, como si no terminara de aceptar lo que veía. Volvía a
tener el cabello enredado, y lo aparté de su rostro.
Se deslizó entre mis brazos y la conduje lejos de su víctima. Ella volvió la cabeza un par de
veces y, por fin, miró resueltamente hacia adelante.
—Por esta noche, es suficiente. Tenemos que regresar a la torre —le dije. Deseaba
enseñarle el tesoro y estar a solas con ella en aquel reducto seguro; deseaba estrecharla en
mis brazos y consolarla si empezaba a perder el dominio de sí misma. De nuevo, los espasmos
agónicos la asaltaban. Allí, en la torre, podría descansar a mi lado junto al fuego.
—No, no quiero ir todavía —replicó—. El dolor no durará mucho, tú me lo has prometido.
Quiero que pase pronto y luego seguir aquí. —Alzó la vista hacia mí y sonrió—. Vine a París
para morir, ¿recuerdas? —añadió en un susurro.
Todo a nuestro alrededor distraía su atención: el muerto envuelto en su abrigo gris y
desplomado junto a la tapia, el reflejo del cielo en la superficie de un charco, el paso de un gato
por la parte superior de una pared cercana. La sangre seguía moviéndose en el interior de
Gabrielle, llenándola de una sensación de calor.
Así su mano y la insté a seguirme.
—Tengo que beber —le expliqué.
—Sí, claro —susurró ella—. Esa presa debería haber sido para ti. Debería haberme dado
cuenta... Además, incluso en estas circunstancias, tú eres el hombre...
—El hombre famélico —añadí con una sonrisa—. No caigamos en el desatino de inventar
unas normas de urbanidad para monstruos.
Solté una carcajada. La habría besado, pero algo me distrajo de pronto y le apreté la mano
con demasiada fuerza.
A lo lejos, en la dirección de les Innocents, escuché la presencia con más nitidez que nunca.
Gabrielle permaneció tan muda como yo, y, ladeando lentamente la cabeza, se apartó el
cabello del oído.
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—¿Oyes eso? —le pregunté. Ella levantó la vista hacia mí al instante.
—¡Es otro! —exclamó. Entrecerró los ojos y volvió a mirar en la dirección de la que procedía
el efluvio—. ¡Proscritos! —añadió en voz alta.
—¿Qué?
Proscritos, proscritos, proscritos. Sentí una oleada de aturdimiento, como si recordara algo
salido de un sueño. Un fragmento de un sueño. Pero era incapaz de pensar con claridad, pues
me había desgastado mucho transformando a la mujer en uno de mi especie. Era necesario
saciar mi sed.
—Eso nos ha llamado proscritos —dijo ella—. ¿No lo has oído?
Tras esto, volvió a prestar atención a las lejanas palabras, pero la presencia había
desaparecido ya, y ninguno de los dos volvimos a captarla; incluso dudé de si sería cierto que
había captado aquel nítido pensamiento, proscritos, ¡pero había parecido muy real!
—Sea lo que sea, no importa —afirmé—. Jamás se acerca a más de esta distancia. No
obstante, mientras pronunciaba estas palabras, me di cuenta de que en esta ocasión la
presencia había resultado más virulenta que nunca y deseé alejarme enseguida de les
Innocents—. Sea lo que sea, eso vive en los cementerios —murmuré—. Tal vez no pueda vivir
en otro lugar... por mucho tiempo.
Antes de que pudiera terminar la frase, no obstante, volví a sentir de nuevo la presencia y
me pareció que se expandía y rezumaba más malevolencia de la que nunca antes había
apreciado en ella.
—¡Está burlándose! —susurró Gabrielle.
Estudié su expresión y comprendí, sin la menor duda, que ella captaba la presencia con
mucha más claridad que yo.
—¡Desafíale! ¡Llámale cobarde! —indiqué a mi compañera—. ¡Exígele que salga!
Gabrielle me dirigió una mirada de sorpresa.
—¿De veras es eso lo que quieres? —me preguntó en un leve susurro. Vi que era presa de
un ligero temblor y la ayudé a sostenerse mientras se llevaba una mano al vientre como si
sufriera un nuevo espasmo.
—Dejémoslo entonces —respondí—. No es el momento adecuado. Ya volveremos a oír esa
voz más adelante, cuando casi nos hayamos olvidado de que existe.
—Ahora ha desaparecido —añadió ella—. Pero ese ser nos odia...
—Alejémonos de aquí —insistí en tono despectivo. Después, pasando el brazo en torno a
su cintura, la obligué a acelerar el paso.
Guardé para mí lo que estaba pensando, lo que me preocupaba mucho más que la
presencia y sus trucos de costumbre. Si Gabrielle podía escucharla igual que yo, o con más
nitidez todavía, era que poseía todos mis poderes, incluida la capacidad para emitir y recibir
imágenes y pensamientos. ¡Y, sin embargo, no podíamos oírnos entre nosotros!
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Encontré una víctima no bien cruzamos el río y, tan pronto como la hube escogido, me di
entera cuenta de que todo cuanto había hecho a solas hasta entonces, lo seguiría haciendo en
adelante con Gabrielle. En esta ocasión, ella podría observar mi actuación y sacar enseñanzas
de ella. Creo que la intimidad de la experiencia hizo que me subiera la sangre al rostro.
Mientras atraía a mi presa a la salida de la taberna, mientras jugaba con el desgraciado
hasta volverle loco y luego daba cuenta de él, fui consciente de que estaba haciendo
ostentación delante de mi madre, añadiendo a la cacería un poco más de crueldad, un toque
casi travieso. Y cuando saboreé la muerte, ésta tuvo tal intensidad que me dejó exhausto
durante un rato.
A ella le encantó la escena. Lo observó todo como si pudiera absorber la visión del mismo
modo en que absorbía la sangre. Nos abrazamos de nuevo y la tomé en mis brazos y noté su
calor igual que ella notó el mío. La sangre invadía mi cerebro y los dos nos quedamos
apretados el uno contra el otro, como dos estatuas ardientes en la oscuridad. Incluso la fina
envoltura de nuestras ropas nos parecía extraña.
Tras esto, la noche perdió toda dimensión normal. De hecho, sigo recordándola como una
de las noches más largas que he pasado en toda mi vida inmortal.
Fue una noche interminable, vertiginosa e insoldable, y hubo momentos en los que deseé
tener alguna defensa contra sus placeres y sus sorpresas, pero no encontré ninguna.
Y, aunque repetí su nombre una y otra vez para acostumbrarme, ella ya no era realmente
Gabrielle para mí. Era, simplemente ella, la que había necesitado toda mi vida con todo mi ser.
Era la única mujer a la que había amado siempre.
Su muerte real no se prolongó mucho.
Buscamos un sótano vacío y nos quedamos en él hasta que todo hubo terminado. Y allí la
sostuve entre mis brazos y le hablé mientras sucedía. Volví a contarle, esta vez con palabras,
todo lo que me había sucedido.
Le hablé con detalle de la torre y repetí todo cuanto Magnus me había dicho. Le expliqué
todas las manifestaciones de la presencia y cómo casi me había acostumbrado a ella y el
desprecio que me inspiraba y mi decisión de no perseguirla. Probé una y otra vez a enviarle
imágenes mentales, pero resultó inútil. No hice ningún comentario al respecto. Ella tampoco,
pero siguió mis explicaciones con mucha atención.
Le comenté las sospechas de Nicolás, quien, por supuesto, no le había mencionado nada al
respecto. Añadí que ahora aún temía más por él. Otra ventana abierta, otra habitación vacía, y,
esta vez, varios testigos para corroborar lo extraño que resultaba todo el asunto.
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Pero no importaba: ya me ocuparía de contarle a Roget algún cuento que resultara
convincente. Ya encontraría algún medio de engatusar a Nicolás, de romper la cadena de
sospechas que le vinculaba a mí.
Ella pareció ligeramente fascinada por todo aquello, pero, en realidad, no le importaba. Lo
único que le interesaba era lo que se abría ante ella desde aquel momento.
Y, cuando el proceso de su muerte hubo concluido, no hubo modo de detenerla. No había
muro que no pudiera escalar, ni puerta que no quisiera abrir, ni tejados demasiado inclinados.
Era como si no creyese de veras que viviría eternamente, sino que pensara que se le había
concedido únicamente aquella noche de vitalidad sobrenatural y que debía conocer y llevar a
cabo todas las cosas antes de que la muerte viniera a reclamarla al amanecer.
Traté en múltiples ocasiones de convencerla para que volviéramos al refugio de la torre, y,
con el transcurso de las horas, se adueñó de mí un agotamiento espiritual. Necesitaba reposar
allí, meditar sobre lo sucedido aquella noche. Abriría los ojos y, por un instante, lo único que
vería sería oscuridad.
Ella, en cambio, sólo deseaba experimentar, vivir aventuras.
Me propuso entrar en las viviendas privadas de los mortales a buscar la ropa que le hacía
falta, y se echó a reír cuando le confié que siempre había adquirido mi indumentaria como era
debido.
—Podemos oír si una casa está vacía —replicó ella. Avanzaba con rapidez por las calles
con la vista puesta en las ventanas de las mansiones a oscuras—. Y también podemos oír si
los criados están despiertos.
Aunque nunca había probado una cosa semejante, me pareció muy coherente, y pronto me
encontré siguiéndola por las estrechas escaleras de servicio y los pasillos enmoquetados,
sorprendido de lo fácil que resultaba y fascinado por los detalles de las estancias informales en
las que vivían los mortales. Descubrí que me gustaba tocar los objetos personales: abanicos,
cajitas de rapé, el periódico que había estado leyendo el amo de la casa, sus botas junto al
fuego. Era tan divertido como asomarse a las ventanas.
Pero su propuesta tenía un fin concreto. En el vestidor de la señora de una gran casona de
Saint Germain, encontró una fortuna en ropas elegantes a la medida de sus renovadas y
abundantes formas. Le ayudé a despojarse del viejo vestido de tafetán y a ponerse otro de
terciopelo rosa, tras lo cual procedió a recogerse los rizos de su cabellera bajo un sombrero de
plumas de avestruz. De nuevo, me sorprendió su aspecto y la sensación extraña, fantasmal, de
vagar junto a ella por la casa amueblada en exceso y llena de aroma a mortales. La vi recoger
unos objetos de la mesa del vestidor. Un frasco de perfume y unas tijeritas de oro. Después, la
vi mirarse en el espejo.
Le acerqué mis labios de nuevo y no me rechazó. Éramos unos amantes besándose. Y ésa
era la imagen que ofrecíamos juntos, dos pálidos amantes, mientras descendíamos a toda
prisa la escalera de servicio y nos perdíamos por las calles nocturnas.
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Vagamos por la Opera y la Comedie antes de que cerraran, y luego acudimos al baile del
Palais Royal. A ella le encantó la manera como los mortales nos veían sin vernos, cómo se
sentían atraídos por nosotros y, a la vez, se engañaban por completo.
Más tarde, mientras explorábamos las iglesias, oímos la presencia con gran claridad; pero
enseguida la perdimos otra vez. Escalamos campanarios para contemplar nuestro reino, y, más
tarde pasamos un rato apretujados en abarrotadas cafeterías por el mero gusto de sentir y oler
a los mortales que nos rodeaban, de intercambiar miradas secretas, de reírnos en voz baja,
tete a tete, Gabrielle cayó en un estado de ensoñación contemplando la columna de vapor que
se alzaba del tazón de café y las capas de humo de cigarrillo que flotaban alrededor de las
lámparas.
Más que ninguna otra cosa, le gustaban las calles oscuras y vacías y el aire fresco. Quiso
encaramarse a las ramas de los árboles y subirse de nuevo a los tejados. Se maravilló que yo
no recorriera siempre la ciudad utilizando los tejados o cabalgando sobre las capotas de los
carruajes, como habíamos hecho un rato antes.
Poco después de medianoche, estábamos en el desierto mercado caminando cogidos de la
mano.
Acabábamos de escuchar otra vez la presencia, pero ninguno de los dos pudo distinguir en
ella un estado de ánimo como la vez anterior. Aquello me tenía desconcertado.
No obstante, todo cuanto nos rodeaba resultaba asombroso todavía para mi compañera: la
basura, los gatos que cazaban ratas, la extraña quietud, el hecho de que los rincones más
oscuros de la metrópoli no representaran peligro alguno para nosotros. Sobre todo, esto último.
Tal vez era eso lo que más le agradaba, que pudiéramos pasar por delante de las guaridas de
ladrones sin que nuestra presencia fuera advertida, que pudiéramos derrotar fácilmente a
cualquiera lo bastante estúpido como para molestarnos, que fuéramos a la vez visibles e
invisibles, palpables y absolutamente intangibles.
Yo no le daba prisas ni le hacía preguntas. Simplemente, me dejaba llevar por ella, me
sentía satisfecho, y, a veces, me descubría sumido en mis pensamientos acerca de aquel
bienestar tan poco familiar para mí.
Y cuando un joven agraciado, de constitución delgada, surgió a caballo entre los tenderetes
cerrados del mercado, lo contemplé como si fuera una aparición, alguien llegado de la tierra de
los vivos a la tierra de los muertos. El muchacho me recordó a Nicolás por su cabello oscuro y
sus ojos pardos, y por la expresión entre inocente y meditabunda de su rostro. No alcanzaba la
edad de Nicolás y era un joven muy estúpido, me dije, por andar a solas por el mercado a
aquellas horas.
Sin embargo, no me di perfecta cuenta de lo estúpido que era hasta que Gabrielle se movió
hacia adelante como un gran felino de piel rosada y sin hacer ningún ruido, le derribó de la
montura.
Me estremecí. La inocencia de las víctimas no le preocupaba en absoluto. Ella no padecía
mis batallas morales. Pero tampoco yo las libraba ya, de modo que, ¿cómo podía juzgarla?
Con todo, la facilidad con la que mató al joven, rompiéndole el cuello con gesto grácil cuando el
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pequeño sorbo de sangre que tomó de él no le habría causado la muerte, me enfureció a pesar
de la extrema excitación que me produjo contemplar la escena.
Era más fría que yo. Era mejor en todo, me dije. «No muestres piedad», había dicho
Magnus. ¿Significaba eso que matáramos aunque no tuviéramos necesidad de hacerlo?
Un instante después, quedó desvelado por qué había actuado de aquel modo. Allí mismo,
se arrancó el ceñidor de terciopelo rosa y los faldones para ponerse las ropas del joven. Lo
había escogido por su talla de ropa.
Y, para describirlo con precisión, diré que, al ponerse las prendas de su víctima, Gabrielle
se convirtió en el muchacho.
Se puso sus medias de seda color crema y sus calzones escarlata, la camisa de encaje y el
chaleco amarillo y, por encima, la levita escarlata. Incluso cogió la cinta escarlata del cabello
del joven.
Dentro de mí, algo se rebeló ante aquella transformación mágica al verla de pie, tan gallarda
con su nueva indumentaria y con su larga cabellera cayéndole todavía sobre los hombros, más
parecida ahora a la melena de un león que a los deliciosos y femeninos rizos que lucía
momento antes. En aquel instante, deseé destruirla. Cerré los ojos.
Cuando volví a mirarla, la cabeza me daba vueltas al pensar en todo lo que habíamos visto
y hecho juntos. No pude soportar por más tiempo estar tan cerca del cuerpo sin vida.
Ella se recogió toda su rubia melena con la cinta escarlata y dejó que sus largos bucles le
colgaran a la espalda. Extendió su vestido rosa sobre el cuerpo del joven para cubrirlo, y se
puso al cinto su espada, desenvainándola y volviéndola a guardar. Finalmente, se puso encima
la capa de color crema de su víctima.
—Vámonos ya, querido —me dijo, dándome un beso.
No pude moverme. Sólo quería volver a la torre y estar junto a ella. Me miró, me apretó la
mano para animarme y, casi al instante, la vi echar a correr.
Tenía que probar la libertad de sus nuevas piernas y me encontré corriendo tras ella a toda
velocidad para darle alcance.
Era algo que no me había sucedido, por supuesto, persiguiendo a ningún mortal. Parecía
volar, y la visión de su figura pasando como una centella entre los tenderetes cerrados y los
montones de basura me hizo casi perder el equilibrio. Me detuve de nuevo.
Ella volvió sobre sus pasos y me besó.
—No hay ninguna auténtica razón para que siga vistiéndome como antes, ¿no crees? —me
preguntó, como si estuviera dirigiéndose a un chiquillo.
—No, claro que no —respondí. Tal vez era una bendición que no pudiera leer mis
pensamientos. Yo no podía dejar de admirar sus piernas, tan perfectas bajo las medias de color
crema. Ni el modo en que la levita ceñía su cintura de avispa. Su rostro era una llama.
Recordad que en esa época nunca se le veían así las piernas a una mujer. Ni se le
marcaban el vientre y los muslos bajo los calzones de seda.
Pero ahora ya no era en realidad una mujer, como yo tampoco era un hombre. Por un mudo
instante, el horror de la situación me invadió de nuevo.
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—Vamos, quiero subir otra vez a los tejados —me propuso—. Quiero ir al boulevard du
Temple. Me gustaría ver el teatro, ése que compraste y luego hiciste cerrar. ¿Me lo enseñarás?
—Mientras lo preguntaba, sus ojos me estudiaban.
—Claro que sí —respondí—. ¿Por qué no?
Nos quedaban un par de horas de aquella noche interminable cuando al fin volvimos a la He
Saint Louis y llegamos al quai bañado por el claro de luna. Al fondo de la calle empedrada vi a
mi yegua, atada donde la había dejado.
Escuchamos con cuidado por si había algún rastro de Nicolás o de Roget, pero la casa
parecía desierta y a oscuras.
—Sin embargo, están cerca —cuchicheó ella—. Creo que un poco más allá...
—En casa de Nicolás —dije—. Y desde allí podría haber alguien atento a la yegua. Algún
criado, apostado para vigilar por si volvemos.
—Será mejor dejar esa montura y robar otra.
—No, ésa es mi yegua —repliqué, pero noté que su mano apretaba la mía con más fuerza.
Percibimos de nuevo a nuestra vieja amiga, la presencia, y esta vez se movía por el Sena,
al otro lado de la isla y en dirección a la Rive Gauche.
—Ya se ha ido —murmuró ella—. Vámonos. Robaremos otro caballo.
—Espera. Voy a intentar que la yegua me obedezca y venga aquí. Que rompa las bridas.
—¿Puedes hacerlo?
—Ya veremos.
Concentré toda mi voluntad en la yegua, ordenándole en silencio que se encabritara y se
soltara de sus ataduras y acudiera donde yo estaba.
En un segundo, la yegua corveteaba y tiraba de las bridas. Después, se incorporó sobre las
patas traseras, y la tirilla de cuero se rompió.
El animal se acercó a nosotros pateando los adoquines con estrépito y saltamos a su lomo
inmediatamente. Gabrielle fue la primera en montar y yo me coloqué detrás de ella, asiendo lo
que quedaba de las riendas al tiempo que azuzaba a la yegua, lanzándola a galope tendido.
Al cruzar el puente, percibí algo detrás de nosotros, una conmoción, un tumulto de mentes
humanas.
Sin embargo, nosotros ya nos habíamos perdido en la oscura cámara de resonancia de la
Ile de la Cité.
Cuando llegamos a la torre, encendí la antorcha de resina y llevé a Gabrielle a las
mazmorras. No quedaba tiempo para mostrarle la cámara superior en aquel momento.
Mientras descendíamos por la escalera de caracol, sus ojos se pusieron vidriosos y miraron
a su alrededor con aire indolente. Sus ropas escarlata brillaban contra las piedras oscuras.
Advertí un ligerísimo gesto de desagrado cuando notó la humedad.
El hedor de las mazmorras inferiores la trastornó, pero le indiqué con suavidad que aquello
no tenía nada que ver con nosotros. Una vez estuvimos en la enorme cripta, el olor quedó
aislado por la sólida puerta claveteada de hierro.
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La luz de la antorcha llenó la estancia y descubrió las arcadas bajas del techo y los tres
grandes sarcófagos con sus imágenes perfectamente talladas.
Ella no dio muestras de miedo. Le dije que debía comprobar si podía alzar la tapa del que
escogiera para ella. Tal vez necesitara mi ayuda.
Estudió las tres figuras esculpidas y, tras unos instantes de reflexión, se decidió no por el
sarcófago de la mujer, sino por el que tenía el caballero de armadura grabado en la tapa de
piedra. Poco a poco, corrió ésta hasta poder asomarse a su interior.
No poseía la misma fuerza que yo, pero sí la suficiente.
—No tengas miedo —le dije.
—No, de eso no tienes que preocuparte —respondió ella con suavidad. En su voz había un
delicioso tonillo de irritación, junto a un matiz de tristeza. Mientras pasaba los dedos sobre la
piedra, pareció perdida en ensoñaciones.
—A estas horas —musitó—, tu madre ya habría muerto y la habitación estaría llena de
malos olores y del humo de cientos de velas. Piensa lo humillante que es la muerte. Unos
extraños le habrían quitado la ropa, la habrían bañado y vuelto a vestir...; unos extraños la
habrían visto, demacrada e indefensa, en su último sueño. Otros, en los pasillos, cuchichearían
por lo bajo comentarios sobre su buena salud, sobre si nunca había habido la más leve
enfermedad en sus familias, no, ninguna tisis entre los suyos. «La pobre marquesa», estarían
diciendo. Y se preguntarían si había dejado algún dinero, para sus hijos tal vez. Y cuando la
vieja entrara a recoger las sábanas sucias, seguro que robaría una de las sortijas de la mano
de la muerta.
Asentí. «Y ahora» quise decirle, «estamos en cambio en esta cripta junto a las mazmorras y
nos disponemos a acostarnos en lechos de piedra sin otra compañía que las ratas. Pero esto
es infinitamente mejor que lo otro, ¿verdad? Vagar eternamente por el territorio de las
pesadillas tiene su oscuro esplendor».
La vi pálida y aterida. Con aire soñoliento, sacó algo del bolsillo.
Eran las tijeritas de oro que había cogido de la casa en la que habíamos entrado en el barrio
de Saint Germain. El objeto centelleó como una pequeña joya a la luz de la antorcha.
—No, madre —dije, y me sobresalté al oír mi propia voz, que rebotó con el eco en los arcos
del techo, demasiado aguda. Las figuras de los otros sarcófagos tomaron el aspecto de testigos
implacables. El dolor que sentí en el corazón me dejó aturdido.
Un sonido malsano, un chasquido de metal, un corte, y sus cabellos cayeron al suelo en
grandes mechones.
—¡Oh, madre!
Ella contempló su melena en el suelo, la esparció en silencio con la punta de la bota; luego
alzó la mirada hacia mí y me encontré ahora con un hombre joven cuyo cabello corto se rizaba
contra su mejilla. Sin embargo, los ojos se le estaban cerrando. Extendió la mano hacia mí, y
las tijeras le cayeron de los dedos.
—Ahora, a descansar —susurró.
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—Sólo es el sol naciente —respondí para animarla. Advertí que perdía fuerzas antes que
yo. Me dio la espalda y se dirigió al sarcófago. La tomé en brazos y cerró los ojos. Empujando
un poco más hacia un lado la tapa del sarcófago, la deposité en su interior dejando que sus
fláccidos miembros adoptaran una postura natural y grácil.
Sus facciones ya dormidas se habían dulcificado, y los cabellos enmarcaban su rostro con
los rizos de un muchacho.
Muerta parecía; muerta, roto el hechizo.
Continué mirándola.
Hinqué los dientes en la punta de la lengua hasta sentir el dolor y probar la sangre caliente
de la herida. Después, inclinado sobre ella, dejé que la sangre cayera hasta sus labios en
pequeñas gotas brillantes. Sus ojos se abrieron. Añiles y brillantes, se alzaron hacia mí. La
sangre fluyó a su boca entreabierta y, muy despacio, levantó la cabeza al encuentro de mi
beso. Mi lengua penetró en su boca. Sus labios eran fríos. Los míos, también. La sangre, en
cambio, era cálida y fluyó entre nosotros.
—Buenas noches, querida mía —dije—. Mi oscuro ángel Gabrielle.
Cuando me separé de ella, volvió a caer en el silencio y la inmovilidad. Corrí la piedra sobre
ella.
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No me gustó despertar en la negra cripta. No me gustó el frío del ambiente, aquel ligero
hedor procedente de las celdas inferiores, la sensación de que allí era donde yacía todo lo
muerto.
Me embargó un temor. ¿Y si no despertaba? ¿Y si sus ojos no se volvían a abrir? ¿Qué
sabía yo lo que había hecho?
No obstante, me pareció un acto de soberbia, una obscenidad, mover otra vez la tapa del
ataúd y contemplarla mientras dormía como había hecho la noche anterior. Una sensación de
vergüenza propia de mortales se adueñó de mí. En nuestra vieja casa, jamás habría osado
abrir su puerta sin llamar, o apartar las cortinas de su lecho.
Despertaría. Era preciso que lo hiciera. Y era mejor que levantara la losa por sí misma, que
supiera despenarse sola y que la sed la empujara a hacerlo en el momento adecuado, como
me había empujado a mí.
Dejé para ella encendida la antorcha en la pared y salí un momento a respirar aire fresco.
Después, sin cuidarme de cerrar puertas y verjas que abría a mi paso, subí a la cámara de
Magnus a contemplar cómo se difuminaba el crepúsculo en el cielo.
La oiría al despertarse, me dije.
Debió transcurrir una hora. La luz azulada se desvaneció, aparecieron las estrellas, y la
distante ciudad de París encendió sus miles de pequeños reclamos luminosos. Dejé el alféizar
donde había estado sentado tras los barrotes de hierro, fui hasta el baúl y empecé a escoger
joyas para ella.
Las joyas le seguían gustando. Al dejar su habitación mortuoria, se había llevado sus viejas
joyas de familia. Prendí las velas para rebuscar entre las piezas, aunque en realidad no
necesitaba la luz. La iluminación me resultaba hermosa. Era hermosa en las joyas. Y encontré
algunas piezas muy delicadas para ella: alfileres tachonados de perlas que podría lucir en las
solapas de su levita masculina, y anillos que parecerían varoniles en sus manos pequeñas, si
era eso lo que deseaba.
De vez en cuando, me detenía a escuchar por si ella venía. Y luego me recorrió aquel
escalofrío. ¿Y si no despertaba? ¿Y si para ella todo se había reducido a aquella noche? El
terror se desbocó dentro de mí; y el mar de joyas del baúl, la luz de la vela danzando sobre las
gemas talladas en facetas, los engastes de oro, no significaron nada.
Pero seguí sin oírla. Escuché el viento en el exterior, el grave y suave rumor de los árboles,
el silbido débil y distante del mozo de cuadra, el piafar de los caballos.
A lo lejos sonó la campana de una iglesia.
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Entonces, de improviso, me asaltó la sensación de que alguien me observaba. Era una
sensación tan extraña para mí que estuve a punto de ser presa del pánico. Me volví, casi
tropezando con el baúl, y miré hacia la boca del túnel secreto. Allí no había nadie.
Nadie en el pequeño cuarto privado a la luz de la vela, que hacía juegos de sombras en las
piedras y en la torva expresión de Magnus en la tapa del sarcófago.
Por fin, miré directamente delante de mí hacia la ventana cerrada por los barrotes.
Y la descubrí mirándome.
Parecía flotar en el aire, sujeta con ambas manos a los barrotes, y sonreía.
Estuve a punto de soltar un grito. Retrocedí unos pasos, al tiempo que todo mi cuerpo
quedaba bañado en sudor. De pronto, me avergoncé de que me hubiera pillado tan
desprevenido, de haber reaccionado con aquel sobresalto.
Ella permaneció inmóvil, sin dejar de sonreír, y su expresión fue pasando gradualmente de
la serenidad a la malevolencia. La luz de las velas hacía sus ojos demasiado brillantes.
—No está bien que andes asustando a otros inmortales de esta manera —le dije.
Ella respondió con una risa más franca y fácil de la que había tenido en vida.
Me recorrió una sensación de alivio al verla moverse y articular sonidos. Me di cuenta de
que estaba ruborizándome.
—¿Cómo has llegado ahí? —le pregunté. Me acerqué a la ventana, pasé las manos entre
los barrotes y la sujeté por las muñecas.
Su boquita era todo risa y dulzura. Su cabello, una gran melena resplandeciente en torno al
rostro.
—Escalando la pared, naturalmente —respondió—. ¿Cómo pensabas?
—Bueno, vuelve a bajar. No puedes pasar entre los barrotes. Iré a tu encuentro.
—En eso tienes mucha razón —murmuró ella—. Me he asomado a todas las ventanas.
Reunámonos en las almenas de arriba. Será más rápido.
Se puso a escalar otra vez, colocando con agilidad las botas en los barrotes, y pronto
desapareció.
Era toda exuberancia, como lo había sido la noche anterior mientras bajábamos juntos las
escaleras.
—¿Por qué estamos aquí todavía? —me preguntó—. ¿Por qué no nos vamos ya a París?
En su deliciosa figura había algo extraño, algo que no encajaba... ¿Qué podía ser?
En aquel momento ella no quería besos, ni siquiera conversación, en realidad. Y aquello
tenía algo de doloroso para mí.
—Quiero enseñarte la cámara interior —le dije—. Y las joyas.
—¿Las joyas? —repitió ella.
Desde la ventana no las había visto, porque la tapa del baúl le había ocultado su contenido.
Penetró delante de mí en la sala donde se había inmolado Magnus y pronto gateaba por el
túnel.
Cuando vio el baúl, quedó paralizada de asombro.
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Se echó el cabello hacia atrás con gesto algo impaciente y se inclinó para estudiar los
broches, los anillos, los pequeños adornos tan parecidos a sus piezas heredadas, de las cuales
se había ido desprendiendo una a una mucho tiempo atrás.
—Vaya, debió estar siglos para acumularlas —comentó—. Y qué obras tan delicadas. Sabía
escoger lo que quería, ¿verdad? Vaya criatura debió ser.
De nuevo, con gesto casi de furia, apartó a un lado su melena. Sus cabellos parecían ahora
más pálidos, más luminosos, más vigorosos. Era una visión gloriosa.
—Las perlas, míralas —le dije—. Y esas sortijas.
Le mostré las que había escogido para ella. Cogí su mano y le puse los anillos en los dedos.
Éstos se movieron como si tuvieran vida propia, como si sintieran placer, y estalló de nuevo en
risas.
—¡Ah!, qué magníficos demonios somos, ¿verdad?
—Cazadores del Jardín Salvaje —respondí.
—Entonces, vamos a París —propuso ella con una leve mueca de dolor en el rostro. La sed.
Se pasó la lengua por los labios. ¿Sería yo para ella la mitad de fascinante que lo que ella lo
era para mí?
Se apartó el cabello de la frente una vez más, y sus ojos se hicieron más oscuros con la
intensidad de sus palabras.
—Esta noche querría saciarme rápidamente y luego salir de la ciudad, internarme en los
bosques. Salir donde no hubiera hombres ni mujeres cerca. Perderme donde sólo estuviera el
viento y los árboles en sombras y las estrellas en el cielo. Bendito silencio.
Acudió de nuevo a la ventana. Su espalda era erguida y estrecha, y sus manos, a los
costados, parecían vivas con las sortijas de piedras preciosas. Y, al surgir de los gruesos puños
de una prenda de hombre, aquellas delicadas manos suyas parecían aún más finas y
exquisitas. Debía estar contemplando las altas nubes envueltas en sombras y las estrellas que
titilaban a través de la capa púrpura de niebla vespertina.
—Tengo que ir a ver a Roget —dije con un suspiro—. Tengo que ocuparme de Nicolás,
contarles alguna mentira sobre lo sucedido ayer.
Ella se volvió y, de pronto, su rostro pareció pequeño y frío, con la expresión que a veces
ponía en casa cuando desaprobaba algo. Aunque, en realidad, nunca volvió a mirar de aquella
manera.
—¿Para qué contarles nada de mí? —preguntó—. ¿Por qué molestarse en pensar en ellos
un solo instante más?
Aquello me dejó asombrado, aunque no fuera una completa sorpresa para mí. Quizá lo
venía esperando. Quizá lo había percibido en ella desde el primer momento, en sus preguntas
no formuladas.
Quise preguntarle si no significaba nada para ella que Nicolás hubiera estado junto a su
lecho mientras agonizaba. Sin embargo, qué sentimental, que mortal sonaría aquello. Qué
absolutamente estúpido.
Pero no era estúpido.
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—No pretendo juzgarte —continuó. Cruzó los brazos y se apoyó en la ventana—:
Sencillamente, no lo entiendo. ¿Por qué nos escribías? ¿Por qué nos mandabas regalos? ¿Por
qué no cogías ese fuego blanco de la luna y te ibas con él donde te apeteciera?
—¿Y dónde querría yo ir? —repliqué—. ¿Lejos de todos los que he conocido y amado? No
quería dejar de pensar en ti, en Nicolás, incluso en mi padre y mis hermanos. He hecho lo que
quería —afirmé.
—Entonces, ¿la conciencia no tuvo nada que ver con ello?
—Si sigues tu conciencia, haces lo que quieres —sentencié—. Pero era algo más sencillo
todavía. Quería que tuvieras la riqueza que te entregaba. Quería... que fueras feliz.
Permaneció meditabunda un largo instante.
—¿Habrías preferido que me olvidara de ti? —exclamé. La pregunta sonó dolida, irritada.
Ella no respondió inmediatamente.
—No, claro que no —dijo al fin—. Y, de haber estado en tu lugar, yo tampoco te habría
olvidado. Estoy segura de ello. Pero, ¿y los demás? A mí no me importan absolutamente nada.
Jamás volveré a cambiar una palabra con ellos. Jamás volveré a ponerles los ojos encima.
Asentí con la cabeza, pero me repugnó lo que decía. Me daba miedo.
—No puedo superar la idea de que he muerto —añadió ella—. De que estoy absolutamente
desligada de todas las criaturas vivientes. Puedo ver, tocar, oler... Puedo beber sangre. Pero es
como si fuera algo que no se puede ver, que no puede afectar a las cosas.
—Pues no es así —repliqué—. ¿Y cuánto tiempo crees que te sostendrá ese ver, ese tocar,
ese oler y ese beber, si no hay amor, si no hay nadie contigo?
La misma mueca de incomprensión.
—¡Oh!, ¿por qué me molesto en decirte todo esto? —continué—. Estoy contigo. Estamos
juntos. No sabes lo que era esto cuando estaba solo. ¡No te lo puedes imaginar!
—Te perturbo y no es mi intención —dijo ella entonces—. Cuéntales lo que quieras. Tal vez
seas capaz de inventar una historia creíble. No sé. Si quieres que vaya contigo, iré. Haré lo que
me pidas. Pero tengo una pregunta más que hacerte. —Bajó la voz y añadió—: Supongo que
no tendrás intención de compartir el poder con ellos...
—No, jamás.
Moví la cabeza como para expresar que la idea era increíble. Mis ojos recorrían las joyas y
pensé en todos los regalos que había mandado, en la casa de muñecas. Les había enviado
una casa de muñecas. Pensé en los actores de Renaud, a salvo al otro lado del Canal.
—¿Ni siquiera con Nicolás?
—¡No! ¡Dios, no!
La miré. Ella asintió ligeramente, como aprobando mi respuesta. Y se apartó los cabellos de
la frente una vez más con gesto distraído.
—¿Por qué no con Nicolás?
Quise que aquello terminara de una vez.
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—Porque es joven —contesté— y tiene una vida ante él. No está al borde de la muerte. —
Ahora me sentía más que inquieto. Me sentía desgraciado—. Con el tiempo, se olvidará de
nosotros...
Quise decir: «... de nuestra conversación».
—Podría morir mañana —protestó ella—. Un carruaje podría arrollarle en cualquier calle...
—¿Acaso quieres que lo haga? —exclamé, lanzándole una mirada de rabia.
—No, no quiero que lo hagas. Pero, ¿quién soy yo para decirte qué hacer? Estoy tratando
de comprenderte.
Los cabellos largos y vigorosos le habían resbalado nuevamente de los hombros y,
exasperada, los asió con ambas manos.
Entonces, de pronto, lanzó un profundo sonido siseante y su cuerpo se quedó rígido. Tenía
el cabello recogido en dos largas colas y las contemplaba fijamente.
—Dios mío —susurró. Y luego, en un espasmo, soltó los cabellos y lanzó un grito.
El sonido me paralizó. Envió un destello de dolor blanco que me atravesó la cabeza. Jamás
había oído un grito igual. Y volvió a emitirlo como si estuviera ardiendo. Se había derrumbado
contra la ventana y seguía gritando aún más fuerte mientras se miraba el cabello. Hizo ademán
de tocárselo, pero rápidamente retiró los dedos, como si el contacto la quemara. Y se debatió
contra la ventana, gritando y retorciéndose a un lado y otro como si tratara de escapar de su
propia cabellera.
—¡Basta! —grité. La así por los hombros y le di una sacudida. Ella jadeaba. Al instante,
descubrí de qué se trataba. ¡El cabello le había vuelto a crecer! Le había crecido de nuevo
mientras dormía y lo tenía tan largo como antes. Y hasta más tupido, y más lustroso. ¡Era
aquello lo que no encajaba y que yo había notado sin saber concretarlo! Y lo que ella acababa
de advertir.
—¡Basta, basta ya! —volví a gritar en voz más alta. Su cuerpo se agitaba con tal violencia
que yo apenas podía sujetarla entre mis brazos—. ¡Te ha vuelto a crecer, eso es todo! —
insistí—. Es una cosa natural en tu nuevo estado, ¿no lo ves? ¡No sucede nada!
Ella jadeaba, tratando de calmarse; se llevó los dedos a los cabellos y emitió un nuevo grito
como si tuviera llagadas las yemas de los dedos. Intentó separarse de mí y luego se tiró de la
melena con expresión de puro terror.
Le di una nueva sacudida, esta vez más enérgica.
—¡Gabrielle! —exclamé—. ¿No lo entiendes? ¡Te ha vuelto a crecer y así sucederá cada
vez que te lo cortes. No hay nada de horrible en ello. ¡Detente ya, por el amor de Dios!
Me dije que, si no se calmaba pronto, yo también empezaría a desvariar. De hecho, ya casi
estaba temblando tanto como ella.
Sus gritos cesaron y se convirtieron en pequeños jadeos. Nunca la había visto de aquella
manera en todos los años que había vivido con ella en la Auvernia. Me dejó que la condujera
hacia el banco junto a la chimenea, donde la obligué a sentarse. Se llevó las manos a las
sienes e intentó recuperar la respiración normal mientras mecía el cuerpo lentamente hacia
adelante y hacia atrás.
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Eché un vistazo a mi alrededor en busca de unas tijeras, pero no encontré ninguna. Las
tijerillas de oro habían caído al suelo de la cripta subterránea. Saqué mi navaja.
Gabrielle sollozaba ahora en voz baja, con el rostro entre las manos.
—¿Quieres que te lo corte otra vez? —le pregunté.
No respondió.
—Escúchame, Gabrielle. —Le aparté las manos del rostro y añadí—: Si quieres, te lo
volveré a cortar. Te lo cortaré cada noche y lo quemaremos. Eso es todo.
De pronto, me dirigió una mirada tan perfectamente serena y controlada que no supe qué
hacer. Gabrielle tenía el rostro bañado en la sangre de sus lágrimas, que también le había
salpicado las ropas. Todas sus ropas estaban manchadas de sangre.
—¿Lo corto? —volví a preguntar.
Su aspecto era exactamente el de alguien a quien hubieran golpeado hasta hacerle sangrar.
Tenía los ojos muy abiertos y asombrados, y de ellos manaban lágrimas de sangre que corrían
por sus tersas mejillas. Y, mientras la miraba, las lágrimas cesaron de fluir y tomaron un color
oscuro al secarse y formar una costra sobre su piel blanquísima.
Le limpié el rostro meticulosamente con mi pañuelo de encaje. Luego fui por la ropa que
guardaba en la torre, las prendas que me había hecho confeccionar en París y que había
llevado a la torre para tenerlas a mano.
Le quité la chaqueta. Ella no hizo ningún movimiento para ayudarme o detenerme y le
desabroché la blusa de lino que llevaba.
Vi sus pechos, absolutamente blancos salvo los delicados pezones, de un levísimo tono
rosado. Tratando de no mirarlos, le puse una camisa limpia, y la abroché rápidamente.
Después le cepillé el cabello, lo cepillé largo rato, y, renunciando a cortarlo con la navaja, le
hice una larga trenza y volví a ponerle la levita.
Noté cómo iba recuperando las fuerzas y la compostura. No parecía avergonzada de lo
sucedido, ni yo quería que lo estuviera. Ella estaba sólo meditando sobre lo ocurrido, pero no
dijo nada. Ni hizo ningún movimiento.
Decidí entretenerla.
—Cuando era pequeño, solías hablarme de los lugares donde habías estado y me
enseñabas grabados y vistas de Nápoles y de Venecia. ¿Te acuerdas de aquellos libros de
imágenes? Y también tenías diversos objetos, pequeños recuerdos de Londres y San
Petersburgo, de todos los lugares que habías visitado.
Ella no respondió.
—Quiero que vayamos a todos esos sitios. Quiero verlos ahora.
Deseo verlos y vivir en ellos. Y quiero ir más lejos todavía, a lugares que, cuando era un
vulgar mortal, jamás había soñado visitar.
En su rostro hubo un pequeño cambio de expresión.
—¿Sabías que me volvería a crecer? —preguntó con un hilillo de voz.
—No. Quiero decir, sí. Quiero decir, no lo sé. Debería haber caído en la cuenta de lo que
sucedería.
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Tras esto, permaneció un largo instante mirándome con la misma expresión inmóvil y
apática.
—¿No te.., no te da miedo nunca... nada de todo esto? —inquirió por fin. Su voz sonaba
gutural, extraña—. ¿No hay nunca... algo que te detenga?
Tenía la boca abierta, perfecta, con todo el aspecto de una boca humana.
—No lo sé —respondí en un suspiro, impotente—. No veo por qué.
Sin embargo, pese a mis palabras, me sentía confuso. Volví a proponerle que se cortara el
cabello cada noche y lo quemara. Así de sencillo.
—Sí, quemarlo —suspiró—. De lo contrario, llegaría un momento en que llenaría todas las
estancias de la torre, ¿no es eso? Sería como el cabello de Rapunzel del cuento infantil. Sería
como el oro que la hija del molinero tenía que hilar de entre la paja en el cuento de
Rumpelstiltskin, el enano malvado.
—Escribiremos nuestros propios cuentos, amor mío —respondí—. La lección que debes
aprender de esto es que nada puede destruir lo que eres ahora. Todas las heridas que recibas
sanarán. Eres una diosa.
—Y la diosa tiene sed —añadió ella.
Horas más tarde, mientras caminábamos del brazo como dos estudiantes entre la
muchedumbre de los bulevares, el asunto ya había caído en el olvido. Nuestros rostros estaban
sonrosados, y nuestra piel, caliente.
Pero no la dejé para ir a ver al abogado, ni ella insistió en su deseo de salir a la tranquilidad
y el silencio del campo abierto, sino que permanecimos juntos en todo momento. De vez en
cuando, un ligerísimo indicio de la proximidad de la presencia nos hacía volver la cabeza.
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Alrededor de las tres, cuando llegamos a las caballerizas, advertimos que nos acechaba la
presencia.
Durante media hora o tres cuartos de hora, dejamos de sentirla otra vez. Después, el
apagado murmullo volvió de nuevo. Aquel juego me estaba poniendo furioso.
Y, aunque tratamos de captar algún pensamiento inteligible en aquella presencia, lo único
que logramos distinguir fue una sensación de malevolencia y algún esporádico tumulto como el
espectáculo de las hojas secas desintegrándose en el rugido de las llamas.
Gabrielle se alegraba de estar camino de la torre otra vez. No era que la extraña presencia
la inquietara, sino que se alegraba de poder disfrutar, como antes había dicho, de la quietud y
el vacío de los campos.
Cuando tuvimos ante nosotros el campo abierto, cabalgamos tan deprisa que el único
sonido que nos acompañó fue el del viento. Creí oírla reír, pero no estuve del todo seguro. A
Gabrielle le gustaba la caricia del viento tanto como a mí, le encantaba el nuevo brillo de las
estrellas sobre las sombrías colinas.
A pesar de todo, me pregunté si durante la noche habría habido momentos en que llorara
interiormente sin que yo lo advirtiera. En ciertos momentos de nuestras correrías, se había
mostrado silenciosa y lúgubre, y sus ojos habían vibrado como si estuviera llorando, aunque no
asomó a ellos la más mínima lágrima.
Creo que estaba profundamente sumido en estos pensamientos cuando nos acercamos a
un espeso bosque que se extendía a lo largo de las orillas de un riachuelo poco profundo y, en
el momento más inesperado, la yegua se encabritó y se desvió hacia un lado.
Lo hizo tan de improviso que casi me arrojó de la silla. Gabrielle se sujetó con fuerza de mi
brazo derecho.
Yo atravesaba cada noche aquella arboleda, salvando el estrecho puente de madera que
cruzaba la corriente. Me encantaba el sonido de las herraduras de mi montura sobre la madera
y la subida por la inclinada ribera. Y la yegua conocía perfectamente el camino. Esta vez, sin
embargo, el animal no quería seguirlo de ninguna manera.
Relinchando y amenazando con encabritarse de nuevo, la yegua dio media vuelta por su
propia iniciativa y emprendió el galope en la dirección contraria a la que llevábamos, volviendo
hacia París hasta que, haciendo uso de toda la fuerza de mi voluntad, logré dominarla y
obligarla a detenerse por fin.
Gabrielle tenía la cabeza vuelta hacia el pequeño bosque, hacia la masa de ramas oscuras
mecidas por el viento que ocultaba a la vista el riachuelo. Y en ese instante, tras el leve aullido
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del viento y el suave rumor de las hojas susurrantes, se dejó sentir una vez más el nítido latir
de la presencia entre los árboles.
Los dos la captamos a la vez, sin duda, pues mis brazos rodearon a Gabrielle con más
fuerza y ella asintió, asiéndome la mano.
—¡No sigas avanzando hacia eso! —me gritó.
—¡Cómo que no! —respondí, tratando de dominar nuestra montura—. Quedan menos de
dos horas para el amanecer. ¡Desenvaina la espada!
Ella intentó volverse para decirme algo, pero yo espoleaba ya al animal para que siguiera
avanzando y Gabrielle sacó la espada como acababa de decirle, con su delicada mano cerrada
en torno a la empuñadura con la misma firmeza que un hombre.
Naturalmente, la presencia huiría tan pronto como alcanzáramos la arboleda, de eso estaba
seguro.
Me refiero a que aquel ser infernal no había hecho jamás otra cosa que volver la espalda y
escapar. Y a mí me enfureció que hubiera espantado a mi yegua y que estuviera asustando a
Gabrielle.
Con un seco picar de espuelas y toda mi fuerza de convicción mental, azucé a la montura a
todo galope hacia el puente.
Apreté el arma en mi mano. Me incliné hacia adelante cubriendo a Gabrielle. Vomitaba rabia
como si fuera un dragón y, cuando las pezuñas de la yegua golpearon la madera hueca sobre
el agua, ¡vi por primera vez aquellos demonios!
Unos rostros blancos y unos brazos lechosos encima de nosotros, entrevistos apenas un
segundo, de cuyas bocas surgían los chillidos más espantosos mientras sacudían las ramas
mandándonos una lluvia de hojas.
—¡Malditas seáis, jauría de arpías! —grité cuando alcanzamos la inclinada ladera del otro
lado. Gabrielle, sin embargo, lanzó un alarido.
Algo había caído sobre la yegua detrás de mí, y el animal estaba resbalando en la tierra
húmeda, y el ser me había cogido del hombro y del brazo con el que pretendía utilizar la
espada.
Volteando ésta por encima de la cabeza de Gabrielle y descargándola por mi costado
izquierdo, herí con furia a la criatura y la vi salir volando, una confusa mancha blanquecina en
la oscuridad, mientras otro de aquellos seres saltaba hacia nosotros con manos como garras.
La hoja de Gabrielle cortó de un tajo el brazo extendido y vi cómo éste saltaba en el aire. La
sangre manaba de él como de una fuente. Los gritos se convirtieron en un gemido lacerante.
Deseé hacerlos pedazos a todos con mi espada y obligué a la yegua a dar la vuelta con
demasiada brusquedad. El animal se encabritó y estuvo a punto de caer, pero Gabrielle se
había sujetado de su crin y la condujo de nuevo hacia el camino despejado.
Mientras galopábamos a toda prisa hacia la torre, pudimos oír los gritos de las criaturas
aproximándose y, cuando la yegua quedó exhausta, la abandonamos y continuamos corriendo,
cogidos de la mano, hacia las verjas.
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Me di cuenta de que debíamos cruzar el pasadizo secreto hasta la cámara interior antes de
que las criaturas pudieran escalar el muro exterior. Era preciso que no nos vieran sacar la
piedra de su sitio.
Cerrando las verjas y las puertas a nuestro paso lo más deprisa que pude, conduje a
Gabrielle escaleras arriba.
Cuando llegamos a la estancia secreta y hubimos colocado la losa de nuevo en su sitio,
escuché sus aullidos y chillidos y los primeros sonidos de sus zarpas al pie de la torre.
Tomé un haz de leña y lo coloqué bajo la ventana.
—Deprisa, la leña menuda —dije.
Pero ya había media docena de rostros blancos en los barrotes. Sus chillidos resonaban
con un eco monstruoso en la pequeña estancia. Por un instante sólo pude contemplarlos
mientras retrocedía.
Se agarraban de la reja de hierro como murciélagos, pero no lo eran. Eran vampiros, y
vampiros como nosotros, con forma humana.
Unos ojos oscuros que nos miraban bajo unas greñas de cabello hirsuto. Unos aullidos cada
vez más potentes y feroces. Unos dedos con costras de suciedad adhiriéndose a la reja. Las
ropas, hasta donde podía ver, no eran más que harapos descoloridos. Y el hedor que
despedían era el de las tumbas.
Gabrielle arrojó la leña menuda junto a la pared y se apartó de un salto mientras las manos
intentaban agarrarla. Las criaturas descubrieron sus colmillos y emitieron terribles chillidos. Las
manos pugnaron por asir la leña y lanzarla contra nosotros. Todas juntas tiraron de los barrotes
como si pudieran arrancarlos de la piedra.
—¡El mechero! —grité. Agarré uno de los pedazos de madera más recios y lancé con él una
estocada al rostro más cercano, arrancando a la criatura de la pared con facilidad. Eran seres
débiles. Oí su grito mientras caía, pero las demás habían cerrado sus manos en la madera y
luchaban conmigo ahora mientras yo desalojaba a otro de aquellos pequeños y sucios
demonios. Para entonces, sin embargo, Gabrielle había encendido ya la leña.
Las llamas se alzaron y los aullidos cesaron en un frenesí de lenguaje inteligible:
—¡Es fuego! ¡Atrás, abajo, alejaos, idiotas! Abajo, abajo. ¡Los barrotes están calientes!
¡Apartaos enseguida!
¡Era francés, correcto y normal! En realidad, era una sarta cada vez mayor de maldiciones
peculiares de alguna región.
Estallé en carcajadas, adelantando el pie y señalando a las criaturas mientras miraba a
Gabrielle.
—¡Caiga sobre ti una maldición, blasfemo! —gritó una de ellas. El fuego lamió sus manos
en ese instante y el ser aulló, cayendo hacia atrás.
—¡Caiga una maldición sobre los profanadores, sobre los proscritos! —escuché gritar desde
abajo. Los aullidos aumentaron rápidamente de intensidad hasta convertirse en un verdadero
coro—. ¡Malditos sean los proscritos que osan entrar en la Casa de Dios!
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Pero todos aquellos seres se retiraban de la ventana, descendiendo hacia el suelo. Los
troncos más gruesos estaban ya encendidos y las llamas, con un rugido, se alzaban hasta el
techo.
—¡Volved a la tumba de donde habéis salido, fantasmas de pacotilla! —exclamé, dispuesto
a arrojarles encima la leña encendida si volvían a acercarse a la ventana.
Gabrielle permaneció inmóvil con los ojos entrecerrados, visiblemente concentrada.
Los gritos y aullidos continuaron elevándose desde el pie de la torre, en un renovado coro
de maldiciones contra quienes quebrantaban las leyes sagradas y, con sus blasfemias,
provocaban la ira de Dios y de Satán. Las criaturas trataban de forzar las puertas y ventanas de
la planta inferior, o malgastaban inútilmente sus fuerzas arrojando piedras contra el muro.
—No pueden entrar —comentó Gabrielle con voz grave y monocorde y con la cabeza
ladeada en gesto de atención—. No pueden forzar la verja.
Yo no estaba tan seguro de ello. La verja estaba oxidada y era muy vieja. No quedaba otro
remedio que esperar.
Me dejé caer al suelo, apoyado en el costado del sarcófago con los brazos en torno al
pecho y la espalda doblada hacia adelante. Ya no me sentía con tantas ganas de reír.
Ella también se sentó con la espalda contra la pared y las piernas extendidas hacia
adelante. Tenía la respiración algo acelerada y se le estaba soltando la trenza. Era como el
capuchón de una cobra en torno a su rostro, con unos mechones sueltos que le caían en las
blancas mejillas. Sus ropas estaban llenándose de hollín.
El calor del fuego era insoportable. El humo despedía un leve resplandor en la estancia sin
ventilación y las llamas se alzaban hasta hacer desaparecer la noche. No obstante, Gabrielle y
yo no teníamos dificultades para respirar el escaso aire disponible y nuestros únicos
padecimientos fueron el miedo y el agotamiento.
Y entonces, poco a poco, me di cuenta de que ella tenía razón acerca de la verja. Las
criaturas no habían conseguido derribarla y las oí retirándose.
—¡Que la cólera de Dios castigue a los profanadores!
Cerca de los establos se produjo una leve conmoción, y vi mentalmente cómo mi pobre
caballerizo, aquel muchachito mortal de cortas luces, era arrancado de su escondite presa del
terror. La rabia que sentía se redobló. Las criaturas me enviaron imágenes de sus propios
pensamientos mientras daban muerte al desgraciado. ¡Malditos fueran!
—Quédate quieto —me dijo Gabrielle—. Es demasiado tarde.
Sus ojos se abrieron primero mucho, y volvieron a entrecerrarse. Enseguida, recuperó su
aire pensativo. El muchacho, aquel pobre mortal miserable, estaba muerto.
Percibí su muerte como si, de pronto, hubiera visto elevarse de los establos un pajarillo
oscuro. Gabrielle irguió la cabeza como si también ella lo estuviera viendo y volvió a dejarla
caer como si hubiera perdido la conciencia, aunque no era así. Escapó de su boca un murmullo
que me sonó a algo así como «terciopelo rojo», pero pronunció las palabras entre dientes y no
capté bien las palabras.
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—¡Os daré vuestro merecido por esto, pandilla de rufianes! —exclamé en voz alta,
dirigiendo la amenaza a las criaturas—. Estáis perturbando mi casa y pagaréis por ello.
Pero sentía mis brazos cada vez más pesados. El calor del fuego era casi narcotizante. Los
numerosos y extraños sucesos de la larga noche estaban cobrándose su tributo.
Entre el agotamiento y el resplandor del fuego, me fue imposible calcular la hora. Creo que
caí dormido por un instante y me desperté con un escalofrío, sin saber cuánto tiempo había
transcurrido.
Alcé la vista y distinguí la figura de un joven no terrenal, de un muchacho exquisito, dando
pasos por la cámara.
Naturalmente, sólo se trataba de Gabrielle.
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Mientras deambulaba arriba y abajo por la estancia, Gabrielle daba la impresión de una
energía casi desenfrenada. Sin embargo, toda esta energía quedaba contenida en una
hermosura inalterada. Se dedicó a pisotear los maderos y a contemplar los restos ennegrecidos
de la pequeña pira durante unos momentos, antes de recuperar el control de sí misma. Eché un
vistazo al cielo. Nos quedaba una hora tal vez.
—Pero, ¿quiénes son? —preguntó, plantada ante mí con las piernas separadas y las manos
en dos claros gestos de impaciencia—. ¿Por qué nos llaman proscritos y blasfemos? —exigió
saber.
—Te he contado todo lo que sé —repliqué—. Hasta esta noche no creía que poseyeran
caras, manos ni voces de verdad.
Me puse en pie y me sacudí el polvo de la ropa.
—¡Nos maldecían por entrar en las iglesias! —insistió ella—. ¿No lo has captado en las
imágenes que surgían de ellos? Y no saben cómo es posible que entremos. Ninguna de esas
criaturas se atrevería a hacerlo.
Por primera vez, observé que estaba temblando. Había en ella otros pequeños signos de
alarma: los tics nerviosos de la piel en torno a sus ojos, el gesto con el que volvía a apartar de
su frente los mechones sueltos de su cabellera.
—Gabrielle —le dije, tratando de poner una voz autoritaria y tranquilizadora—, lo importante
ahora es salir de aquí enseguida. No sabemos cuándo se levantan esas criaturas, ni cuánto
tiempo pasará desde el ocaso hasta que se presenten de nuevo. Tenemos que encontrar otro
escondite.
—La cripta de la mazmorra —propuso ella.
—Es una trampa peor aún que ésta, si consiguen pasar la puerta. —Miré de nuevo al cielo y
saqué la piedra que ocultaba el pasadizo—. Vamos —le dije.
—Pero, ¿adonde? —Era la primera vez que parecía casi frágil en toda la noche.
—A un pueblo al este de la torre. Es absolutamente obvio que el lugar más seguro para
nosotros es la propia iglesia del pueblo.
—¿Serías capaz? ¿En la iglesia?
—Naturalmente. ¡Como bien has dicho, esas pequeñas bestias jamás se atreverían a
entrar! Y las criptas bajo el altar serán profundas y oscuras como cualquier tumba.
—¡Pero, Lestat: descansar bajo el altar!
—Madre, me asombras —repliqué—. ¡Si hasta he dado cuenta de mis presas bajo el techo
de la mismísima Notre Dame!
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Pero me vino a la cabeza otra idea más. Fui al baúl de Magnus y rebusqué en el tesoro.
Saqué dos rosarios, uno de perlas y otro de esmeraldas, ambos con el crucifijo de costumbre.
Gabrielle me observó con la cara pálida, contraída.
—Mira, tú coge éste —le dije entregándole el de esmeraldas—. Llévalo encima. Y, si
volvemos a encontrarnos con esas criaturas, muéstrales el crucifijo. Si estoy en lo cierto,
saldrán huyendo al verlo.
—Pero, ¿encontraremos un lugar seguro en la iglesia?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? ¡Volveremos aquí!
Noté que el miedo se concentraba en su interior e irradiaba de ella, mientras, titubeante,
observaba las estrellas apagándose en el cielo. Había traspasado el velo que la conducía a la
promesa de ser eterna y ya volvía a estar en peligro.
Rápidamente, le quité el rosario de la mano, la besé y deslicé el objeto en el bolsillo de su
levita.
—Las esmeraldas representan la vida eterna, madre —murmuré.
Volvía a parecerme el muchacho de antes, allí plantada con el último resplandor del fuego
dibujando apenas el perfil de la mejilla y de los labios.
—Tenía razón en lo que he dicho antes —susurró—. No le tienes miedo a nada, ¿verdad?
—¿Qué importa eso? —respondí, encogiéndome de hombros. La tomé del brazo y la llevé
hacia el pasadizo—. Nosotros somos aquellos a quienes temen los demás, recuérdalo.
Cuando llegamos a los establos, vi que el muchacho había recibido una muerte horrible. Su
cuerpo descoyuntado yacía retorcido en el suelo sucio de heno como si un titán lo hubiera
arrojado allí. Tenía una fractura en la nuca, y, para burlarse de él, al parecer, o tal vez para
burlarse de mí, le habían vestido con una elegante levita de terciopelo rojo propia de un
caballero. Terciopelo rojo. Éstas eran las palabras que ella había murmurado mientras las
criaturas cometían el crimen. Yo sólo había visto la muerte. Aparté la vista del muchacho.
Todos los caballos habían desaparecido.
—Pagarán por esto —prometí.
Tomé de la mano a Gabrielle, pero ella contempló el cuerpo del desdichado muchacho
como si le atrajera contra su voluntad. Después me miró a mí.
—Siento frío —musitó—. Estoy perdiendo fuerza en los brazos y las piernas. Debo llegar
enseguida a un lugar oscuro, es preciso. Lo siento.
La conduje a toda prisa hacia el camino, subiendo la ladera de la colina cercana.
Por supuesto, en el cementerio del pueblo no había pequeños monstruos aulladores.
Tampoco yo había esperado encontrarlos. La tierra de las viejas tumbas no se había removido
desde hacía mucho tiempo.
Gabrielle no quiso seguir discutiendo el asunto conmigo.
La ayudé a llegar a la puerta lateral de la iglesia y rompí en silencio la cerradura.
—Estoy aterida y me escuecen los ojos —repitió en un susurro—. Un sitio oscuro...
Pero, cuando me dispuse a conducirla adentro, interrumpió la frase.
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—¿Y si las criaturas tienen razón? —preguntó—. ¿Y si no debemos entrar en la Casa de
Dios?
—Palabrerías y estupideces. Dios no está en la Casa de Dios.
—¡No...! —gimió ella.
Crucé la sacristía tirando de ella y la conduje ante el altar. Se cubrió el rostro con las manos
y, cuando alzó la vista, lo hizo hacia el crucifijo que remataba el sagrario. Dejó escapar un
profundo jadeo. Sin embargo, no era de esa visión de lo que protegía sus ojos cuando volvía el
rostro hacia mí, sino de las cristaleras de vidrios de colores. ¡El sol que yo aún no podía notar
en absoluto estaba ya quemándola a ella!
La tomé en brazos como había hecho la noche anterior. Tenía que encontrar una antigua
cripta que no hubiera sido utilizada en muchos años. Corrí hacia el altar de la Santísima Virgen,
donde las inscripciones estaban casi borradas por el paso del tiempo, y, arrodillado, hundí las
uñas en torno a una losa y la levanté rápidamente para descubrir un profundo sepulcro
ocupado por un único ataúd carcomido.
La hice bajar al interior del sepulcro conmigo y coloqué de nuevo la losa en su lugar.
La oscuridad se hizo total, y el ataúd se hizo astillas bajo mi peso, de modo que mi mano
derecha fue a posarse sobre una calavera. Noté también la dureza de otros huesos bajo mi
pecho. Gabrielle habló como si estuviera en trance:
—Sí, lejos de la luz.
—Estamos a salvo —susurré yo.
Aparté los huesos e improvisé un nido con la madera podrida y el polvo, demasiado antiguo
para conservar olor alguno a cuerpo humano putrefacto.
Pero tardé una hora o tal vez más en conciliar el sueño.
No dejaba de pensar una y otra vez en el mozo de cuadra, hecho un guiñapo y arrojado allí
en el suelo con aquella elegante levita de terciopelo rojo. Yo había visto antes aquella levita,
pero no lograba recordar dónde. ¿Era tal vez una de las mías? ¿Habrían conseguido penetrar
en la torre? No, eso era imposible. Seguro que no habían entrado. ¿Se habrían procurado una
prenda idéntica a una de las mías? ¿Hasta aquel punto habrían llegado para burlarse de mí?
No, ¿cómo podrían hacer algo semejante criaturas como aquéllas? Y, sin embargo, aquella
levita... Había algo en ella que...
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Cuando abrí los ojos, escuché unos cantos dulcísimos y deliciosos. Como tantas veces
sucede con la música, incluso con los fragmentos más preciados, el cántico me devolvió a la
infancia, a cierta noche de invierno en que todos los miembros de la familia habíamos bajado a
la iglesia del pueblo y habíamos estado durante horas entre las velas encendidas, respirando el
humo penetrante y sensual del incienso mientras el sacerdote recorría el recinto con la custodia
en alto.
Después de esa primera, un millar más de Bendiciones del Santísimo habían grabado en mi
mente la letra del viejo himno;
O Salutarís Hostia
Quae caeli pandis ostium
Bella premuní hostilia,
Da robur, fer auxilium...
Y allí tendido en los restos del ataúd destrozado bajo la losa de mármol blanco del altar
lateral de aquella gran iglesia de pueblo, con Gabrielle asida a mí, incluso en la quietud del
sueño, me di cuenta poco a poco de que encima de mí había cientos y cientos de humanos que
entonaban aquel mismo himno en aquel instante.
¡La iglesia estaba llena de gente! Y no podríamos salir de aquel maldito nido de huesos
hasta que todos los mortales la hubieran abandonado.
Noté cómo se movían algunos bichos en la oscuridad que me envolvía. Aprecié el olor del
esqueleto destrozado sobre el que yacía. Pude oler también la tierra, y notar la humedad y el
rigor del frío.
Las manos de Gabrielle eran unas manos muertas que se agarraban a mí. Su rostro era
inflexible como el hueso.
Traté de no darle vueltas a todo aquello y quedarme absolutamente inmóvil.
Encima de mí, cientos de humanos respiraban y jadeaban. Tal vez un millar de ellos. Y
ahora entonaban el segundo himno.
«¿Qué viene ahora?» me dije desconsoladamente. «¿La letanía, las bendiciones?»
Precisamente aquella noche, de todas las noches, no disponía de tiempo para quedarme allí
recordando. Era preciso salir de allí. La imagen de la levita de terciopelo rojo volvió a mi mente
con una irracional sensación de urgencia y con un destello de dolor igualmente inexplicable.
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Y, de repente —o eso me pareció—, Gabrielle abrió los ojos. Por supuesto, no lo vi, pues la
oscuridad era total. Lo noté. Aprecié que sus miembros volvían a la vida.
Pero apenas se había movido, cuando se quedó otra vez rígida de alarma. Le tapé la boca
con la mano.
—Guarda silencio —le susurré. Noté cómo la dominaba el pánico.
Todos los horrores de la noche anterior debían estar volviendo a Gabrielle, y ahora se
encontraba en un sepulcro junto a un esqueleto destrozado, debajo de una losa que apenas
podría levantar.
—¡Estamos en la iglesia! —le informé en un nuevo susurro—. Estamos a salvo.
Llegó a mis oídos el cántico. Tantum ergo Sacramentum, Veneremus cernui.
—¡No, es una Bendición del Santísimo! —dijo Gabrielle con un jadeo. Intentaba dominarse y
seguir quieta, pero, de pronto, perdió el control y tuve que asirla con fuerza por ambas
muñecas.
—Es preciso que salgamos de aquí —suplicó—. ¡Lestat, por el amor de Dios, el Santísimo
Sacramento está expuesto en el altar!
Los restos del ataúd de madera crujieron y se quebraron sobre la losa del fondo
haciéndome caer encima de mi compañera y aplastándola bajo mi peso.
—Quédate quieta y callada, ¿me oyes? No tenemos más remedio que esperar.
Sin embargo, su pánico estaba contagiándome. Noté los fragmentos de hueso crujiendo
bajo mis rodillas y percibí el olor de la tela putrefacta. Parecía que el hedor a muerte penetraba
por los muros del sepulcro, y me di cuenta de que no soportaría seguir encerrado entre aquel
olor.
—No podemos quedarnos aquí —jadeó—. No podemos. ¡Tengo que salir! —Me lo pedía
casi gimoteando—. ¡Lestat, no puedo!
Empezó a palpar las paredes, y luego la losa que nos cubría. Escuché un sonido puro,
átono, que escapaba de sus labios.
Encima de nosotros, el cántico había cesado. El sacerdote habría vuelto a subir los
peldaños hasta el altar y estaría elevando la custodia con ambas manos. Se volvería hacia los
feligreses y alzaría la Sagrada Hostia para bendecirlos. Gabrielle, por supuesto, lo sabía. Y, de
pronto, Gabrielle se volvió como loca, agitándose debajo de mí hasta casi arrojarme a un lado.
—¡Esta bien, escúchame! —susurré, incapaz de controlar aquello por más tiempo—. Vamos
a salir, pero lo haremos como verdaderos vampiros, ¿me oyes? En la iglesia hay un millar de
personas y vamos a darles un susto de padre y señor mío. Yo levantaré la piedra y
apareceremos los dos a la vez. Cuando lo hagamos, levanta los brazos y pon la mueca más
horrible que se te ocurra y lanza alaridos si puedes. Eso les hará retroceder en lugar de
lanzarse sobre nosotros y conducirnos a la cárcel. Después, echaremos a correr hacia la
puerta.
A Gabrielle le faltó tiempo hasta para responder, pues ya estaba debatiéndose y golpeando
con los talones la madera podrida.
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Me incorporé, di un fuerte empujón con ambas manos a la losa de mármol y salté del
sepulcro como acababa de decir que haría, levantando la capa en un enorme arco.
Fui a caer en el piso del coro, envuelto en el resplandor de las velas, y emití el grito más
potente de que fui capaz.
Cientos de mortales se pusieron en pie delante de mí. Cientos de bocas se abrieron para
gritar.
Emitiendo un nuevo alarido, así de la mano a Gabrielle y me lancé hacia ellos saltando la
barandilla del comulgatorio. Ella me acompañó con un delicioso gemido muy agudo, levantando
la mano izquierda como una zarpa mientras yo tiraba de ella por el pasillo central. El pánico se
generalizó: hombres y mujeres sujetaban a sus niños y lanzaban chillidos sin dejar de
retroceder.
Las pesadas puertas cedieron al instante, abriéndose al cielo oscuro y al viento racheado.
Empujé a Gabrielle delante de mí y, volviéndome, lancé el aullido más agudo de que fui capaz.
Puse al descubierto mis colmillos ante la grey espantada y angustiada. Incapaz de determinar
si parte de la feligresía se lanzaba en nuestra persecución o si caía hacia mí debido al pánico,
me llevé la mano al bolsillo y sembré de monedas de oro el suelo de mármol.
—¡El demonio arroja monedas! —chilló alguien.
Gabrielle y yo huimos a toda velocidad, atravesando el cementerio y los campos. En
cuestión de segundos, ganamos el bosque y capté el olor de los establos de un caserón que se
alzaba ante nosotros más allá de los árboles.
Me quedé quieto y concentrado, casi doblado por la cintura, y llamé a los caballos. Después
corrimos hacia ellos y escuchamos el sordo golpeteo de sus herraduras contra los pesebres.
Salvando de un salto el seto bajo, con Gabrielle a mi lado, arranqué la puerta de sus
goznes, al tiempo que un caballo castrado de fina estampa salía al galope de su caballeriza
destrozada. Saltamos a su lomo. Gabrielle se acomodó delante de mí y le pasé el brazo en
torno a su cintura.
Clavé los talones en el animal y nos perdimos en el bosque en dirección sur, hacia París.
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Intenté elaborar un plan mientras nos acercábamos a la ciudad, pero, para ser sinceros, no
estaba nada seguro de cómo proceder.
No había modo de evitar a aquellos pequeños monstruos repulsivos. Cabalgábamos hacia
una batalla y la situación no era muy distinta a la mañana en que saliera a matar los lobos,
confiado en que mi rabia y mi voluntad me ayudarían a vencerlos.
Apenas habíamos entrado entre las casas de campo que salpicaban Montmartre cuando
escuchamos durante una fracción de segundo su leve murmullo, nocivo como un vapor tóxico.
Gabrielle y yo nos dimos cuenta de que debíamos beber enseguida para estar preparados
cuando se produjera el encuentro.
Nos detuvimos en una de las pequeñas alquerías, cruzamos con sigilo el huerto hasta la
puerta trasera y encontramos en el interior al hombre y a su esposa, dormitando ante una
chimenea.
Cuando hubimos terminado de beberlos, salimos de la casa al pequeño huerto, donde nos
detuvimos un instante a contemplar el cielo gris perla. No se oía la presencia de nadie más.
Sólo la quietud, la claridad de la sangre fresca y la amenaza de la lluvia en las nubes que se
congregaban sobre nosotros.
Me volví y ordené en silencio al caballo que acudiera a mí. Mientras sujetaba las riendas,
miré a Gabrielle.
—No veo más solución que entrar en París —le dije— e ir directamente al encuentro de
esas bestias. Y hasta que aparezcan y estalle de nuevo la guerra, hay otras cosas que debo
hacer. Tengo que pensar en Nicolás y debo hablar con Roget.
—No es momento para esas tonterías de mortales —replicó ella.
Aún llevaba el polvo del sepulcro de la iglesia adherido a la tela de la capa y a sus rubios
cabellos: le daban el aspecto de un ángel arrastrado por la tierra, un ángel caído.
—No dejaré que se interpongan entre mí y lo que deseo hacer —declaré.
Ella exhaló un profundo suspiro.
—¿Quieres conducir a estas criaturas a tu querido monsieur Roget? —preguntó.
Era una posibilidad demasiado horrible para correr el riesgo.
Empezaban a caer las primeras gotas de lluvia y sentí frío a pesar de la sangre recién
bebida. En un momento empezaría a llover con fuerza.
—Está bien —reconocí—. No se puede hacer nada hasta que terminemos esto de una vez.
Monté de nuevo y tendí la mano a Gabrielle.
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—Las heridas no hacen más que espolearte, ¿verdad? —comentó, estudiándome—.
Intenten lo que intenten esas criaturas, no conseguirán otra cosa que darte fuerzas.
—¡Vaya, esto sí que me parece una tontería propia de mortales! ¡Vamos allá! —repliqué.
—Lestat —dijo ella entonces con voz seria—, al muchacho de la cuadra le pusieron aquella
levita de caballero después de matarle. ¿Te fijaste en la prenda? ¿No la habías visto antes?
Aquella maldita ropa de terciopelo rojo...
—Yo sí la había visto —continuó—. La vi durante horas en mi lecho de muerte en París. Era
la levita de Nicolás de Lenfent.
Me quedé mirándola un largo instante, pero creo que no la percibí en absoluto. La rabia que
crecía dentro de mí era absolutamente muda. Sería rabia hasta que tuviera pruebas de que
debía ser pena, pensé. Después, dejé de pensar.
Me di cuenta, difusamente, de que Gabrielle aún no tenía idea de lo fuertes que podían ser
nuestras emociones, del efecto paralizante que podían tener. Creo que moví los labios, pero no
salió de ellos sonido alguno.
—No creo que le hayan matado, Lestat —me dijo.
Intenté de nuevo decir algo. Quería preguntarle por qué lo pensaba así, pero no pude y
seguí con la vista fija en el huerto.
—Creo que está vivo y le tienen prisionero —continuó—. De lo contrario, habrían dejado ahí
su cuerpo, y no se habrían molestado con el mozo de cuadra.
—Es posible. Tal vez no... —Tuve que obligar a mis labios a formar las palabras.
—La ropa era un mensaje.
No pude soportarlo por más tiempo y estallé:
—Voy tras ellos. ¿Quieres regresar a la torre? Si fracaso en esto...
—No tengo ninguna intención de dejarte —contestó ella.
La lluvia caía con intensidad cuando llegamos al boulevard du Temple, cuyos adoquines
mojados reflejaban la luz de un millar de farolas.
Mis pensamientos se habían solidificado en estrategias que eran más producto del instinto
que de la razón. Me sentía más dispuesto que nunca para una lucha, pero era preciso conocer
bien nuestra situación. ¿Cuántas criaturas de aquéllas había? ¿Qué querían, en realidad?
¿Capturarnos y destruirnos, o sólo asustarnos y ahuyentarnos? Era preciso que contuviera mi
rabia; debía recordar que eran seres infantiles, supersticiosos, y que fácilmente se dispersarían
asustados ante mi presencia.
Cuando llegamos a los elevados edificios de viviendas próximos a Notre Dame, sentí y oí su
presencia en las cercanías. Sus vibraciones me llegaban como un destello plateado que se
desvanecía casi con la misma singular rapidez.
Gabrielle irguió el cuerpo, sentada sobre el caballo, y noté su mano zurda en torno a mi
muñeca. Vi la derecha en la empuñadura de su espada.
Habíamos entrado en una callejuela serpenteante que formaba un recodo ante nosotros
antes de perderse en las sombras. El martilleo de las herraduras hendía el silencio y traté de
que no me pusiera nervioso el reiterado sonido.
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Los dos las vimos, al parecer, en el mismo instante.
Gabrielle se apretó contra mí y reprimí un jadeo para que las criaturas no pudieran
interpretarlo como una demostración de miedo.
Encima de nosotros, a ambos lados del angosto callejón, aparecían sus rostros lechosos
justo sobre los aleros de los edificios, como un leve resplandor contra las nubes del cielo y el
inaudible caer de la lluvia plateada.
Azucé la montura hacia adelante en un estruendo de pezuñas arañando y golpeando los
adoquines. Arriba, las criaturas correteaban como ratas por los tejados. Sus voces se alzaban
en un leve aullido que los mortales no podían escuchar.
Gabrielle dejó escapar un grito cuando vio sus pálidos brazos y piernas descendiendo los
muros delante de nosotros; detrás, escuché el sordo rumor de sus pies sobre el empedrado.
—¡Adelante! —grité. Saqué la espada y la descargué sobre dos de las figuras harapientas,
que habían saltado a interceptarnos el paso—
¡Apartaos de mi camino, condenadas criaturas! —exclamé, escuchando sus gritos a mis
pies.
Por un instante, observé unos rostros angustiados. Los que nos acechaban arriba
desaparecieron y los que llevábamos detrás parecieron cejar en su empeño. Continuamos
adelante rápidamente, poniendo metros entre nosotros y nuestros perseguidores, hasta que
llegamos a la desierta place de Gréve.
Sin embargo, las criaturas se estaban reagrupando en los alrededores de la plaza, y esta
vez pude captar sus pensamientos inteligibles. Una de ellas preguntaba qué poder era aquél
que poseíamos y por qué debían tener miedo: otra insistía en seguir acercándose a nosotros.
En aquel instante, una especie de fuerza surgió de Gabrielle; no me cupo ninguna duda de
ello, pues vi claramente cómo retrocedían cuando ella les lanzó su mirada mientras cerraba la
mano en la empuñadura de su espada.
—¡Detente, mámenles a distancia! —me masculló en un susurro—. Esas criaturas están
aterrorizadas.
De inmediato, la oí soltar una maldición, pues, volando hacia nosotros desde las sombras
del Hótel-Dieu, venían por lo menos seis más de aquellos pequeños demonios, con sus
delgadas extremidades blancas apenas cubiertas por harapos, el cabello al viento y unos
horribles gemidos surgiendo de sus bocas. Los recién aparecidos instigaron a los demás, y la
malevolencia que nos rodeaba se hizo más y más intensa.
El caballo se encabritó y casi nos arrojó al suelo. Las criaturas le estaban ordenando
detenerse, igual que yo le mandaba seguir adelante.
Tomé a Gabrielle por la cintura, salté del caballo y corrí a toda velocidad hasta la puerta de
Notre Dame.
Un horrible barboteo irónico se alzó silencioso en mis oídos, lleno de gemidos y de gritos y
de amenazas:
—¡No te atreverás! ¡No lo harás!
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Una malevolencia como el calor de un alto horno se abrió sobre nosotros mientras sus pies
nos cercaban, arrastrándose y chapoteando. Noté cómo sus manos luchaban por asir mi
espada y mi capa.
Sin embargo, yo estaba seguro de lo que sucedería cuando alcanzáramos la iglesia. Con un
último esfuerzo, empujé a Gabrielle delante de mí y juntos cruzamos las puertas del pórtico de
la catedral para ir a caer en sus losas cuan largos éramos.
Gritos. Unos gritos secos y horribles alzándose en el aire y luego un gran tumulto, como si la
turba entera hubiera sido dispersada por un cañonazo.
Me incorporé trabajosamente, riéndome de las criaturas. No obstante, no me quedé a oír
más tan cerca de la puerta. Gabrielle estaba también ya en pie y tiraba de mí; juntos, nos
internamos corriendo en la nave en sombras, pasando un arco tras otro hasta llegar cerca de
las mortecinas velas del santuario. Allí buscamos un rincón oscuro y vacío junto al altar lateral y
nos arrodillamos codo con codo.
—¡Igual que los condenados lobos! —exclamé—. ¡Una maldita emboscada!
—Chist, cállate un momento —dijo Gabrielle, asiéndome a mí—. O mi corazón inmortal
estallará.
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Después de un largo rato, noté que se ponía tensa, con el rostro vuelto hacia la plaza.
—No pienses en Nicolás —me dijo—. Están esperando ahí fuera y nos oyen. Escuchan todo
lo que pasa por nuestras mentes.
—¿Pero qué están pensando? —susurré—. ¿Qué está pasando por las suyas?
Pude darme cuenta de su concentración.
La estreché contra mí y miré resueltamente hacia la luz plateada que entraba de las lejanas
puertas abiertas. Ahora, también yo podía oír a las criaturas, aunque sólo captaba un apagado
murmullo que procedía de toda la jauría reunida allí fuera.
Sin embargo, mientras contemplaba la lluvia, se adueñó de mí la sensación de paz más
absoluta. Resultaba casi sensual. Me pareció que podíamos rendirnos a aquellos seres, que
era estúpido seguir resistiéndose a ellos. Todo se resolvería si, simplemente, salíamos y nos
entregábamos a ellos. No torturarían a Nicolás, a quien tenían en su poder; no le arrancarían
los miembros uno a uno.
Vi a Nicolás en sus manos. Sólo llevaba los calzones y la camisa, pues le habían quitado la
levita. Y escuché sus gritos mientras le descoyuntaban los brazos. Grité «¡No!», y me llevé la
mano a la boca, para no llamar la atención de los mortales que ocupaban la iglesia.
Gabrielle alzó la mano y me rozó los labios con los dedos.
—No sé lo que están haciendo —dijo en un susurro—. Sólo es una amenaza. No pienses en
él.
—Entonces, todavía está vivo —cuchicheé.
—Eso quieren hacernos creer. ¡Escucha!
Surgió de nuevo la sensación de paz, la invitación —sí, eso era— de unirnos a ellos, la voz
diciendo: «Salid de la iglesia. Rendíos a nosotros, os acogeremos y no os haremos ningún
daño si salís».
Me volví hacia la puerta y me puse en pie. Gabrielle me imitó con gesto nervioso,
haciéndome una nueva advertencia con la mano. Su cautela era tal que parecía no querer ni
siquiera dirigirme la palabra mientras mirábamos el gran arco de luz plateada.
«Estás mintiéndonos» dije mentalmente. «¡No tienes ningún poder sobre nosotros!» Era una
arrasadora corriente de desafío que se agitaba a través de la lejana puerta. «¿Rendirnos a
vosotros? Si lo hacemos, ¿qué os impedirá retenernos a los tres? ¿Por qué habríamos de
salir? Dentro de la iglesia estamos a salvo: podemos escondernos en sus sepulcros más
profundos. Podríamos cazar entre los fieles, beber su sangre en capillas y nichos tan
habilidosamente que jamás nos descubrirían, mandando a nuestras víctimas a morir un rato
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después en la calle, confundidas y sin saber qué les había sucedido. ¿Qué haríais entonces,
vosotros que ni siquiera podéis cruzar la puerta? Además, no creemos que tengáis a Nicolás.
¡Mostrádnoslo! Traedlo a la puerta para que hablemos.»
Gabrielle estaba inmersa en un torbellino de confusión. Me miraba, desesperada por saber
qué les estaba diciendo. Ella, en cambio, captaba claramente los pensamientos de las
criaturas, cosa que a mí me resultaba imposible mientras les enviaba aquellos impulsos
mentales.
Parecía que la intensidad de la voz se había reducido, pero no había cesado.
Y continuó como antes, como si yo no hubiera contestado y sólo fuera una salmodia que
volvía a prometernos una tregua. Y ahora parecía hablar también de una sensación de éxtasis,
de que todos los conflictos quedarían resueltos y desaparecerían en el inmenso placer de
unirnos a ella y a las criaturas. La voz volvía a ser sensual y hermosa.
—¡Sois todos unos miserables cobardes! —exclamé. Esta vez pronuncié las palabras en
voz alta para que Gabrielle pudiera oírlas también—. Traed a Nicolás a la iglesia.
El murmullo de las voces decreció en intensidad. Continué hablando, pero al otro lado de la
puerta se hizo un silencio hueco como si muchas de las voces se hubieran retirado y sólo
quedara ahora un par de ellas. A continuación, escuché unos leves y caóticos fragmentos de
discusiones, unos indicios de rebelión.
Gabrielle entrecerró los ojos.
Se hizo un silencio total. Ahora sólo quedaban en el exterior de la iglesia algunos mortales
que cruzaban la place de Gréve avanzando contra el viento. No me había pasado por la cabeza
que las criaturas pudieran retirarse. ¿Qué podíamos hacer ahora para salvar a Nicolás?
Parpadeé. De pronto me sentía muy cansado, casi abrumado de desesperación, y me dije
confusamente: «¡Esto es ridículo, yo nunca me desespero! Eso les sucede a los otros, no a mí.
Yo sigo luchando no importa lo que suceda. Siempre».
Y, en mi agotamiento y mi cólera, vi a Magnus saltando a la pira, y la mueca de su rostro
antes de que las llamas le consumieran, reduciéndole a cenizas. ¿Era aquello producto de la
desesperación?
La idea me paralizó. Me causó el mismo horror que cuando el hecho se había producido en
la realidad. Y tuve la extrañísima sensación de que alguien más me estaba hablando de
Magnus. ¡Por eso me había venido a la mente su recuerdo!
—Muy listo... —susurró Gabrielle.
—No hagas caso. Está jugando con nuestros propios pensamientos —le advertí.
Pero cuando dejé de mirarla para observar la puerta abierta que tenía detrás, vi aparecer
una pequeña figura, perfectamente material. Pertenecía a un joven, no a un hombre maduro.
Deseé profundamente que fuera Nicolás, pero enseguida me di cuenta de que no era así.
La figura era más baja que Nicolás, aunque de constitución más robusta. Y no era humana.
Gabrielle emitió un leve murmullo de asombro que, en aquel lugar, sonó casi como una
oración.
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La criatura no vestía como los hombres de la época, sino que llevaba una túnica con cinto,
muy elegante, y medias en sus piernas bien torneadas. Las mangas, muy holgadas, le
colgaban a los costados. En realidad, iba vestido como Magnus, y, por un instante, tuve la loca
impresión de que éste había vuelto por algún arte de magia.
Una idea estúpida. La criatura era, como ya he dicho, un muchacho que llevaba el cabello
largo y rizado. Le vi penetrar con paso resuelto y nada afectado en la catedral, a través de la
luz plateada. Titubeó un instante, y, por la inclinación de la cabeza, me pareció que miraba
hacia arriba. Después, se acercó a nosotros cruzando la nave sin que sus pies hicieran el
menor ruido sobre las piedras.
Entró en el círculo de luz de los cirios del altar lateral en que nos hallábamos. Sus ropas de
raso negro, hermosas en otra época, estaban desgastadas por el paso del tiempo y salpicadas
de suciedad. Su rostro, en cambio, era radiante, pálido y perfecto, la imagen misma de un dios,
de un Cupido pintado por Caravaggio, seductor y etéreo, con el cabello castaño rojizo y los ojos
de color pardo oscuro.
Abracé a Gabrielle con más fuerza, al tiempo que miraba al joven. Nada me desconcertó
tanto de aquella criatura inhumana como el modo como nos miraba. Estaba inspeccionando
hasta el menor detalle de nuestras personas. Después extendió el brazo con mucha delicadeza
y tocó la piedra del altar que tenía al lado. Contempló el altar, su crucifijo y sus santos, y volvió
a concentrar la mirada en nosotros.
A sólo unos metros de nosotros, nos contempló tiernamente, con una expresión que era
casi sublime. Y surgió de los labios de aquella criatura la misma voz que había oído antes,
invitándonos, incitándonos a entregarnos, insistiendo con indescriptible dulzura en que
debíamos amarnos todos, él y Gabrielle, a quien no llamó por su nombre, y yo.
Había algo de infantil en su modo de enviarnos la invitación, allí plantado delante de
nosotros.
Me mantuve firme ante él. Por puro instinto. Noté que mis ojos se volvían opacos como si se
hubiera levantado un muro que cegara las ventanas de mis pensamientos. Y, pese a todo, sentí
tales deseos de aquel ser, tales deseos de entregarme a él y de seguirle y de dejarme conducir
por él, que todos mis anhelos del pasado parecían reducidos a la nada. La criatura era un
absoluto misterio para mí, como lo había sido Magnus. Pero aquel ser, aquel joven, era
indescriptiblemente hermoso y parecía guardar en su interior una profundidad y una
complejidad infinitas, de las que Magnus había carecido.
La angustia de mi vida inmortal me atenazó. «Ven a mí» dijo la voz. «Ven a mí porque sólo
yo y ¿os que son como yo pueden poner fin a la soledad que sientes.» La voz tocó un pozo de
inexpresable tristeza, sondeó las profundidades de la melancolía, y la garganta se me secó con
un rígido nudo donde debía tener la voz. Y, pese a todo, me mantuve firme.
«Nosotros dos estamos juntos» repliqué, cerrando mi abrazo en torno a Gabrielle. Luego
pregunté al ser: «.¿Dónde está Nicolás?». Hice la pregunta y me concentré en ella, sin hacer
caso a nada de cuanto oía o veía.
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El joven se humedeció los labios; un gesto muy humano. Y, en silencio, se acercó aún más
a nosotros hasta quedar a no más de dos palmos, sin dejar de mirarnos alternativamente.
Entonces, nos habló con una voz muy diferente a una voz humana.
—Magnus —dijo. El tono era moderado, halagador—. ¿Se arrojó al fuego como dices?
—Nunca he dicho tal cosa —respondí. El sonido humano de mi propia voz me sobresaltó,
pero me di cuenta de que se refería a mis pensamientos de unos minutos antes—. Es cierto, se
arrojó a la hoguera —añadí. ¿Para qué engañar a nadie en ese detalle?
Traté de penetrar en su mente. Él se dio cuenta de que lo hacía y lanzó contra mí unas
imágenes tan extrañas que solté un jadeo.
¿Qué era lo que había visto por un instante? No supe reconocerlo. El infierno y el paraíso, o
ambos en uno, vampiros bebiendo sangre de las propias flores que colgaban de los árboles,
pendulantes y palpitantes.
Sentí una oleada de disgusto. Era como si el ser hubiera penetrado en mis sueños más
íntimos como un súcubo.
Pero se había detenido. Cerró ligeramente los ojos y bajó la mirada con una vaga expresión
de respeto. Mi disgusto le dejaba atónito y abrumado. No había previsto tal respuesta, no había
esperado tal... ¿tal qué? ¿Tal fuerza?
Eso era, y me lo estaba haciendo saber de un modo casi cortés.
Le devolví la cortesía: dejé que me viera en la estancia de la torre junto a Magnus y recordé
las palabras de éste antes de arrojarse al fuego. Le permití conocer cuanto había sucedido allí.
Él asintió, y, cuando dije las palabras que Magnus había pronunciado, aprecié un ligero
cambio en su rostro, como si su frente se alisara o toda su piel se estirase. Pero no me ofreció
un conocimiento similar de sí mismo, en correspondencia.
Al contrario, para gran sorpresa mía, apartó la mirada de nosotros y la dirigió al altar mayor
de la catedral. Pasó por delante de nuestra posición, ofreciéndonos la espalda como si no
tuviera nada que temer de nosotros y nos hubiera olvidado por el momento.
Avanzó hacia el gran pasillo central y lo recorrió lentamente. No obstante, su modo de andar
no parecía humano; se movía de una sombra a la siguiente con tal rapidez que parecía
desvanecerse y reaparecer. En ningún momento quedaba visible a la luz. Y aquella multitud de
almas congregada en la iglesia sólo tenía que verle fugazmente para que, al instante, se
esfumara de nuevo.
Me maravilló su habilidad, pues de eso se trataba. Sentí curiosidad por comprobar si podía
moverme como él y le seguí al coro. Gabrielle avanzó detrás de mí sin hacer el menor ruido.
Creo que a ambos nos resultó más sencillo de lo que habíamos imaginado. El joven, en
cambio, quedó visiblemente sobresaltado cuando nos vio a su lado.
Y su propio desconcierto me permitió entrever por un momento su gran debilidad: su orgullo.
Se sentía humillado por el hecho de que nos hubiéramos acercado a él con aquella rapidez y
de que fuéramos capaces, al propio tiempo, de ocultarle nuestros pensamientos.
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Pero lo peor estaba aún por llegar. Cuando se dio cuenta de que yo había captado
aquello..., cuando vio que lo había revelado durante una fracción de segundo..., se sintió
doblemente furioso. Un calor fulminante, que no era en absoluto calor, emanó de él.
Gabrielle emitió un pequeño chasquido de desdén. Sus ojos centellearon en los de él por un
instante, en un destello de comunicación entre ellos que me excluía. El inhumano joven pareció
de nuevo desconcertado.
Sin embargo, por dentro estaba librando una batalla aún mayor, que yo trataba de entender.
Contempló a los fieles que le rodeaban, el altar y los símbolos del Todopoderoso y de la Virgen
María que encontraba donde ponía la vista. Era un perfecto dios pagano sacado de
Caravaggio. La luz jugaba en la dura palidez de sus facciones inocentes.
Luego me pasó el brazo por la cintura, deslizándolo bajo mi capa. Su contacto era muy
extraño, muy dulce y seductor, y la belleza de su rostro era tan hipnotizadora que no me moví.
Con el otro brazo, tornó por el talle a Gabrielle, y la visión de los dos juntos, ángel con ángel,
me distrajo.
«Debéis venir» dijo.
—¿Por qué? ¿Adonde? —quiso saber Gabrielle. Noté una inmensa presión. El joven trataba
de obligarme a caminar contra mi voluntad, pero no podía. Me planté en el suelo de losas y vi
cómo se endurecía la expresión de Gabrielle al volverse hacia él. De nuevo, se hizo patente el
asombro del extraño desconocido. Se puso hecho una furia y no pudo ocultárnoslo.
Así que había subestimado nuestra fuerza física igual que nuestra fuerza mental... Muy
interesante.
—Debéis venir ahora —insistió, dirigiéndome toda la gran fuerza de su voluntad, que
identifiqué con demasiada claridad como para dejarme engañar por ella—. Salid y mis
seguidores no os harán daño.
—Nos estás mintiendo —repliqué—. Has enviado lejos a tus seguidores con la intención de
hacernos salir antes de que vuelvan, porque no quieres que te vean abandonando la iglesia.
¡No quieres que sepan que puedes entrar en ella!
Gabrielle volvió a lanzar una de sus risas burlonas y despectivas.
Planté la mano en el pecho del extraño joven e intenté apartarle a un lado, pero descubrí
que era tan fuerte como Magnus. Sin embargo, me negué a sentir temor.
—¿Por qué no quieres que te vean? —susurré, mirándole fijamente.
El cambio que experimentó resultó tan inesperado y espantoso que me descubrí
conteniendo la respiración. Su rostro angelical pareció marchitarse, sus ojos se abrieron y en
sus labios se formó una mueca de consternación. Todo su cuerpo se puso totalmente
deformado como si intentara no rechinar los dientes ni apretar los puños.
Gabrielle se apartó de él y me eché a reír. No era mi intención hacerlo, pero no pude
evitarlo. El aspecto del joven era aterrador, pero también resultaba muy divertido.
Con asombrosa rapidez, aquel horroroso espejismo —si de tal cosa se trataba— se
desvaneció, y nuestro interlocutor recuperó su plácido aspecto anterior. Incluso volvió a mostrar
la misma expresión sublime. Mediante un sostenido flujo de pensamientos, me hizo saber que
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me consideraba infinitamente más fuerte de lo que había supuesto en un principio, pero que las
demás criaturas se asustarían al verle salir de la iglesia y que, por tanto, debíamos abandonar
ésta enseguida.
—Mientes otra vez —susurró Gabrielle.
Y me di cuenta de que aquel ser tan orgulloso no nos perdonaría nada. ¡Qué Dios amparara
a Nicolás si no conseguíamos engañarle!
Di media vuelta, así de la mano a Gabrielle y echamos a andar por el pasillo hacia las
puertas principales. Gabrielle miró al extraño ser y luego volvió los ojos hacia mí con aire
inquisitivo y el rostro tenso y pálido.
—Paciencia —susurré. Al mirar atrás vi al joven lejos de nosotros, de espaldas al altar
principal, contemplándonos con unos ojos tan enormes que su aspecto me pareció horrible,
repulsivo y fantasmal.
Cuando llegué al vestíbulo de la catedral, emplacé a las otras criaturas con toda la fuerza de
mi mente y, al tiempo que lo hacía, murmuré las palabras entre dientes para que Gabrielle
supiera qué estaba haciendo yo. Invité a las criaturas a regresar y entrar en el recinto sagrado
si lo deseaban, les dije que nadie ni nada les haría daño y que su líder estaba ya en el interior,
junto al altar mayor, absolutamente ileso.
Repetí las palabras en voz más alta, insistiendo en la invitación con mis pensamientos, y
Gabrielle se sumó a mis esfuerzos repitiendo las frases al unísono conmigo.
Noté que el joven se acercaba a nosotros desde el altar mayor, hasta que, de pronto, le
perdí la pista. No me di cuenta del momento en que reaparecía detrás de nosotros.
De improviso, se materializó a mi lado y, al tiempo que arrojaba al suelo a Gabrielle, me
agarró e intentó levantarme del suelo para lanzarme fuera de la iglesia.
Me resistí a ello, y, repasando desesperadamente cuanto podía recordar de Magnus —su
rara manera de andar y los extraños movimientos de la fantasmal figura—, logré lanzarle, no al
suelo como sucedería con un sólido y pesado mortal, sino directamente por los aires.
Como ya sospechaba, el extraño ser salió despedido en un salto mortal, estrellándose
contra la pared.
Los humanos mortales se agitaron en los bancos. Vieron un movimiento y escucharon unos
ruidos, pero el causante ya había desaparecido una vez más. En cuanto a Gabrielle y a mí, en
la penumbra no nos distinguíamos de otros jóvenes caballeros.
Hice un gesto a Gabrielle para que se apartara de donde estaba. El joven reapareció
entonces, embistiendo directamente hacia mí, pero me di cuenta de lo que iba a suceder y salté
a un lado.
A unos cinco metros de mí, caído en el suelo, le vi mirarme con auténtico temor reverencial,
como si yo fuera un dios. Sus largos cabellos castaños rojizos estaban revueltos y me
contemplaba con sus enormes ojos pardos abiertos como platos. Y, pese a la dulce inocencia
de sus facciones, sus pensamientos volvían a volcar sobre mí un ardiente chorro de órdenes,
diciéndome que yo era débil, imperfecto y estúpido, y que sus seguidores me arrancarían los
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miembros uno a uno tan pronto reaparecieran. Capté imágenes de Nicolás y amenazas de que
asarían a mi joven amante a fuego lento hasta la muerte.
Solté una carcajada en silencio. Aquello era tan ridículo como las peleas en la vieja
Commedia dell'arte.
Gabrielle pasaba la mirada alternativamente de uno a otro.
Envié nuevas invitaciones a los demás, y esta vez, cuando lo hice, les oí responder,
curiosos e inquisitivos.
—Entrad en la iglesia —repetí una y otra vez, incluso cuando su líder se levantó y volvió a
cargar contra mí con una rabia ciega y torpe. Gabrielle le sujetó al mismo tiempo que yo, y,
entre los dos, le redujimos hasta inmovilizarle.
En un momento de absoluto terror para mí, trató de clavarme los colmillos en el cuello. Vi
sus ojos redondos y vacíos mientras los afilados colmillos quedaban al descubierto al retirar los
labios. Le repelí de un empujón y volvió a desvanecerse.
Advertí que las demás criaturas se estaban acercando.
—¡Vuestro líder está aquí dentro! ¡Comprobadlo! —les grité—. Y cualquiera de vosotros
puede penetrar también en la iglesia. No sufriréis daño alguno.
Oí un grito de advertencia de Gabrielle. Demasiado tarde. Se alzó ante mí como si surgiera
del propio suelo y me golpeó en la mandíbula, llevando mi cabeza hacia atrás de modo que mis
ojos miraron el techo de la iglesia. Y, antes de que pudiera recuperarme, descargó un golpe
preciso en mitad de mi espalda que me envió por los aires a través de la puerta abierta hasta
las piedras de la plaza.
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Cuarta parte
Los Hijos de las Tinieblas
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o pude ver otra cosa que la lluvia, pero capté las voces de las criaturas a mi
alrededor. Y a su líder dando la orden. —Esos dos no tienen ningún gran poder —les
decía con unos pensamientos que resultaban de una curiosa simplicidad, como si
fueran dirigidos a niños vagabundos—. Cogedles prisioneros.
—Lestat —dijo Gabrielle—, no te resistas. Es inútil tratar de prolongar esto.
Comprendí que tenía razón, pero yo jamás me había rendido a nadie y, arrastrándola
conmigo frente al Hótel-Dieu, me dirigí al puente.
Nos abrimos paso entre la multitud de capas húmedas y carruajes salpicados de barro, pero
las criaturas ganaban terreno detrás de nosotros. Corrían tan deprisa que resultaban casi
invisibles para los mortales y apenas mostraban ahora el menor temor a nuestra presencia.
La cacería terminó en las calles oscuras de la Rive Gauche.
Los blancos rostros aparecieron delante y detrás de nosotros como diabólicos querubines,
y, cuando traté de desenvainar la espada, noté sus manos en mis brazos.
—Acabemos ya —escuché decir a Gabrielle.
Conseguí agarrar con fuerza la espada, pero no pude impedir que las criaturas me
levantaran del suelo. Lo mismo hicieron con Gabrielle.
Y, en un torbellino ardiente de imágenes espantosas, supe adonde nos conducían. A les
Innocents, distante muy poco de allí. Ya podía distinguir el resplandor de las hogueras que
ardían cada noche entre las hediondas fosas comunes, de las llamas de las que se creía que
dispersaban los efluvios.
Cerré el brazo en torno al cuello de Gabrielle y grité que no podía soportar aquel hedor, pero
las criaturas nos condujeron rápidamente a través de la oscuridad, cruzando las verjas y
pasando ante las blancas criptas de mármol.
—Seguro que vosotros tampoco podéis soportarlo —dije, pugnando por desasirme—. ¿Por
qué, pues, vivís entre los muertos cuando estáis hechos para alimentaros de los vivos?
Me entró tal repulsión, que no pude continuar mis esfuerzos por hablar ni por liberarme. A
nuestro alrededor había cuerpos en diversos estados de putrefacción, e incluso de los
sepulcros más ricos surgía aquel hedor.
Y, al internarnos en la parte más oscura del cementerio y penetrar en un enorme sepulcro,
me di cuenta de que también a las criaturas les repugnaba el olor tanto como a mí. Percibí su
desagrado, y, pese a ello, vi que abrían la boca y ensanchaban los pulmones como si lo
quisieran devorar. Gabrielle, a mi lado, estaba temblando con los dedos hundidos en mi cuello.
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Atravesamos otra puerta, y luego, a la mortecina luz de una antorcha, descendimos por
unos peldaños de tierra.
El hedor creció en intensidad, Parecía rezumar de las paredes de barro. Incliné la cabeza
hacia adelante y vomité un hilillo de sangre reluciente en los escalones excavados a mis pies.
La sangre desapareció mientras continuábamos adelante con rapidez.
—¡Vivís entre las tumbas! —exclamé, furioso—. Decidme, ¿por qué sufrís ya el infierno por
propia voluntad?
—¡Silencio! —cuchicheó muy cerca de mí una de las criaturas, una hembra de ojos oscuros
con pelos de bruja—. ¡Blasfemo! ¡Profanador maldito!
—No muestres tanto aprecio por el demonio, querida —repliqué en tono burlón. Estábamos
frente a frente—. ¡A menos que te ofrezca una visión más digna de contemplar que la del
Altísimo!
La criatura se echó a reír. O más bien empezó a hacerlo, pero se detuvo como si la risa no
le estuviera permitida. ¡Qué reunión más alegre e interesante iba a ser aquélla!
Continuamos bajando y bajando a las entrañas de la tierra.
La luz vacilante, el ruido de los pies desnudos sobre el suelo, los sucios harapos rozándome
la cara. Por un instante vi una calavera sonriente, luego otra, y, tras ésta, un montón de
cráneos que llenaban un nicho en la pared.
Intenté desasirme y mi pie golpeó otro montón de huesos, que cayeron con estruendo
escaleras abajo. Los vampiros me sujetaron con más fuerza y trataron de sostenernos a los
dos más en alto. Pasamos ante el repugnante espectáculo de unos cadáveres putrefactos
sujetos a las paredes como estatuas, con los huesos cubiertos de telas también podridas.
—¡Esto es demasiado repulsivo! —mascullé con los dientes apretados.
Habíamos llegado al pie de las escaleras y nos conducían por una gran catacumba. Llegó a
mis oídos el grave y rápido batir de unos timbales.
Delante de nosotros ardían unas teas, y, por encima del coro de lastimeros gemidos, me
llegaron otros gritos, lejanos pero llenos de dolor. Y entonces, algo ajeno a aquellos lamentos
misteriosos atrajo mi atención.
Entre toda aquella fetidez, aprecié la proximidad de un mortal. Era Nicolás y estaba vivo, y
pude percibir la vulnerable corriente de sus pensamientos mezclada con su olor. Y en sus
pensamientos había algo terriblemente extraño. Era un caos.
No tuve modo de saber si Gabrielle lo había captado.
De pronto, las criaturas nos arrojaron juntos al suelo y se apartaron de nosotros.
Me puse en pie y ayudé a Gabrielle a incorporarse. Vi que estábamos en una gran cámara
abovedada, apenas iluminada por tres antorchas que sostenían otros tantos vampiros,
dispuestas en un triángulo cuyo centro ocupábamos.
Había algo grande y oscuro al fondo de la cámara: olía a madera y brea, a humedad, a ropa
enmohecida, a mortal vivo. Nicolás estaba allí.
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A Gabrielle se le había soltado por completo el lazo del cabello y éste le caía sobre los
hombros mientras seguía clavando sus dedos en mí y miraba a nuestro alrededor con ojos que
parecían tranquilos y cautos.
De todas partes se alzaban lamentos, pero las súplicas más desgarradoras procedían de los
otros seres que habíamos oído antes, de unas criaturas enterradas en lo más profundo de la
tierra.
Y comprendí entonces que eran vampiros sepultados que gritaban, que lanzaban alaridos
suplicando sangre, suplicando perdón y la libertad, suplicando incluso el fuego del infierno. El
griterío era tan insoportable como el olor.
No me llegaron verdaderos pensamientos de Nicolás, sólo el tenue brillo informe de su
mente. ¿Estaría soñando? ¿Se habría vuelto loco?
El retumbar de los timbales sonaba muy fuerte y muy próximo; pese a ello, los gritos
superaban a veces su estruendo, una y otra vez, sin ritmo ni aviso. Los gemidos de los más
próximos a nosotros cesaron, pero los timbales continuaron batiendo y su sonido surgió de
pronto del interior de mi cabeza.
Tratando desesperadamente de no llevarme las manos a los oídos, miré a mi alrededor.
Se había formado un gran círculo y ante nosotros estaba una decena, al menos, de aquellas
criaturas. Vi jóvenes, viejos, hombres y mujeres, un muchacho..., y todos ellos vestían restos
de ropas humanas.
Estaba la mujer a la que había hablado en la escalera, con su cuerpo bien formado cubierto
por una túnica asquerosa y sus vivaces ojos negros brillando como gemas en el fango mientras
nos estudiaban. Y detrás de ellos, de aquella avanzada, había un par en las sombras
golpeando los timbales.
Elevé una muda súplica pidiendo fuerzas. Traté de oír a Nicolás sin pensar realmente en él.
Hice un voto solemne: «Os sacaré a todos de aquí, aunque de momento no sé exactamente
cómo».
El ritmo de los timbales se hizo más lento hasta convertirse en una desagradable cadencia
que convirtió mi extraña sensación de miedo en una garra que me atenazaba la garganta. Uno
de los que portaban antorchas se acercó a nosotros.
Aprecié la expectación de los demás, una patente excitación mientras las llamas se
acercaban a mi rostro.
Arranqué la tea de manos de la criatura, retorciéndole la derecha hasta que hincó las
rodillas. Con una seca patada, le envié rodando por el suelo y, cuando los demás se lanzaron
contra mí, moví la antorcha en un amplio arco obligándoles a retroceder.
Luego, desafiante, arrojé la antorcha al suelo.
Aquello les pilló por sorpresa y noté un súbito silencio. La expectación había desaparecido,
o más bien se había transformado en algo más paciente y menos volátil.
Los timbales sonaron insistentemente, pero parecía como si aquellos seres no hicieran caso
de su retumbar. Tenían la vista puesta en las hebillas de nuestros zapatos, en nuestro cabello y
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en nuestros rostros, con tal expresión de inquietud que parecían amenazadores y feroces. Y el
muchacho, con una mueca atormentada, extendió la mano para tocar a Gabrielle.
—¡Vuelve atrás! —dije con un siseo. Y el muchacho obedeció, recogiendo la antorcha del
suelo mientras lo hacía.
Sin embargo, yo estaba seguro ya de una cosa: estábamos rodeados por la envidia y la
curiosidad, y ésa era la mejor ventaja que poseíamos.
Miré uno tras otro a aquellos seres, y, con gestos muy pausados, empecé a limpiarme el
polvo y la suciedad de la levita y de los calzones. Alisé la capa y enderecé los hombros. Luego
me pasé una mano por el pelo y crucé los brazos sobre el pecho, la imagen misma de la
dignidad y la rectitud; y paseé la mirada a mi alrededor.
Gabrielle me dirigió una ligera sonrisa. No había perdido la compostura y tenía la mano en
la empuñadura de la espada.
El efecto de todo esto en aquellos seres fue de general asombro. La mujer de ojos oscuros
estaba embelesada. Le hice un guiño. Habría quedado encantadora si alguien la hubiese
metido bajo una cascada durante media hora y así se lo dije sin palabras. Dio dos pasos atrás y
se apretó los harapos sobre los pechos. Interesante. Muy interesante; sí, señor.
—¿Qué explicación tiene todo esto? —inquirí, mirando a aquellos seres uno por uno como
si fueran el único. Gabrielle lanzó de nuevo su leve sonrisa.
—¿Qué representa que sois? —exigí saber—. ¿La imagen de unos fantasmas que arrastran
las cadenas por cementerios y antiguos castillos?
Las criaturas se miraron entre ellas con creciente inquietud. Los timbales habían dejado de
sonar.
—La niñera que tuve me asustaba muchas veces con cuentos de seres así —dije—. Me
decía que podían saltar en cualquier instante de las armaduras del castillo para llevarme con
ellos gritando. —Pisé el suelo con energía y avancé hacia las criaturas—. ¿Es ESO LO QUE
SOIS?
Todos se encogieron y retrocedieron.
Todos, menos la mujer de ojos negros, que no se movió.
Lancé una risa por lo bajo.
—Y vuestros cuerpos son como los nuestros, ¿no es eso? —pregunté pausadamente—.
Finos, sin defectos. Y en vuestros ojos percibo muestras de mis propios poderes. Muy
extraño...
Surgía de ellos una gran confusión, y los aullidos procedentes de la tierra parecían más
amortiguados, como si los sepultados estuvieran escuchando a pesar de su dolor.
—¿Os divierte mucho vivir entre un hedor y una suciedad como éstos? —pregunté—. ¿Es
por eso por lo que lo hacéis?
Temor. De nuevo, envidia. ¿Cómo habíamos podido escapar a su destino?
—Nuestro amo es Satán —dijo la mujer de ojos oscuros con brusquedad. Su voz era
cultivada. Seguramente había sido una mujer de buena posición cuando era mortal—. Y
servimos a Satán como es nuestro deber.
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—¿Por qué? —repliqué con cortesía.
A nuestro alrededor hubo muestras de consternación.
Una ligera imagen de Nicolás. Agitación sin orden ni concierto. ¿Habría oído mi voz?
—Traerás la cólera de Dios sobre todos nosotros con tu actitud desafiante —dijo el
muchacho, el más joven de todos, que no debía tener más de dieciséis años cuando fue
convertido en lo que era—. En tu vanidad y tu perversidad, haces caso omiso de las Leyes
Oscuras. ¡Vives entre mortales y vas a lugares iluminados!
—¿Y por qué no lo hacéis vosotros? —pregunté—. ¿Acaso vais a subir al cielo con vuestras
alitas blancas cuando terminéis este período de penitencia? ¿Es eso lo que os promete Satán?
¿La salvación? Yo, en lugar de vosotros, no confiaría en ello.
—¡Serás arrojado al fondo del infierno por tus pecados! —dijo otro miembro del grupo, una
mujeruca menuda con aspecto de bruja—. Perderás el poder para seguir haciendo el mal en la
Tierra.
—¿Y cuándo se supone que ha de suceder eso? —repliqué—, ¡Llevo medio año siendo lo
que soy y ni Dios ni Satanás me han molestado! ¡Eres tú quien me importuna!
Se quedaron paralizados por un instante. ¿Cómo era posible que no hubiéramos caído
fulminados al entrar en las iglesias? ¿Cómo podíamos ser lo que éramos?
Era muy probable que pudiéramos dispersarles y derrotarles en aquel mismo instante, pero,
¿qué sería de Nicolás? Si al menos sus pensamientos hubieran sido coherentes, habría podido
hacerme una imagen de qué había exactamente bajo el gran lienzo negro enmohecido del
fondo.
Clavé la mirada en los vampiros.
Madera, brea...; una hoguera, sin duda. Y aquellas malditas antorchas...
La mujer de ojos oscuros se adelantó hacia nosotros. No había malevolencia en ella, sólo
fascinación. Pero el muchacho la empujó a un lado, enfureciéndola, y se aproximó tanto que
noté su aliento en el rostro.
—¡Bastardo! —exclamó—. Tú eres obra de Magnus, el proscrito, en desafío del pacto y de
las Leyes Oscuras. Y, llevado por la precipitación y la vanidad, le has dado el Don Oscuro a
esta mujer, igual que te fue dado a ti.
—Si no te castiga Satán —murmuró la mujer—, lo haremos nosotros, como es nuestro
deber y nuestro derecho.
El muchacho señaló la hoguera cubierta por el lienzo negro e hizo un gesto a los demás
para que se retiraran.
Los timbales volvieron a sonar, rápidos y potentes. El círculo se amplió y los portadores de
las antorchas se acercaron al lienzo.
Dos de entre los demás desgarraron la tela casi descompuesta, el gran lienzo de sarga
negra del cual se levantó una nube de polvo sofocante.
La pira era tan grande como la que había consumido a Magnus.
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Y encima de ella, encerrado en una tosca jaula de madera, estaba Nicolás, arrodillado y
caído contra los barrotes. Nos miró sin vernos y no aprecié en su rostro ni en sus pensamientos
señal alguna de que nos reconociera.
Los vampiros sostuvieron en alto las teas para que le viéramos bien y noté que la
expectación aumentaba de nuevo a nuestro alrededor, como cuando nos habían llevado a
aquella cámara.
Gabrielle me advertía con la presión de la mano que mantuviera la calma. Su expresión no
había cambiado un ápice.
Noté unas marcas azuladas en el cuello de Nicolás. La pechera de encaje de su camisa
estaba tan sucia como los harapos de las criaturas, y en sus calzones podían verse diversos
sietes y rozaduras. De hecho, Nicolás estaba cubierto de magulladuras y consumido hasta el
borde de la muerte.
El miedo estalló silencioso en mi corazón, pero me di cuenta de que era eso lo que querían
ver aquellos seres y sellé la emociones dentro de mí.
La jaula no era nada, me dije. Podía romperla. Y sólo había tres antorchas. La cuestión era
saber en qué momento moverse y cómo. No pereceríamos de aquella manera, desde luego
que no.
Me descubrí, observé fríamente a Nicolás y estudié con la misma frialdad los haces de leña
menuda y los troncos grandes toscamente partidos. Surgió dentro de mí una gran cólera. El
rostro de Gabrielle era una perfecta máscara de odio.
El grupo pareció darse cuenta de ello y se apartó ligerísimamente de nosotros, para volver a
acercarse luego, lleno de confusión e incertidumbre.
No obstante, algo más estaba sucediendo. El círculo de las criaturas se estrechó aún más a
nuestro alrededor.
Gabrielle me tomó el brazo.
—Viene el amo —murmuró.
En algún lugar de la cámara se había abierto una puerta. El sonido de los timbales creció en
intensidad; dio la impresión de que los sepultados en la tierra entraban en un paroxismo de
súplicas, rogando el perdón y la liberación. Los vampiros que nos rodeaban reanudaron su
frenético griterío y tuve que hacer un gran esfuerzo para no llevarme las manos a los oídos.
Un poderoso instinto me dijo que no debía mirar al recién llegado, pero no pude resistirme y,
lentamente, volví la cabeza hacia él para medir sus poderes.
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El amo de las criaturas avanzaba hacia el centro del gran círculo, de espaldas a la hoguera,
acompañado de una extraña mujer vampiro.
Y cuando lo miré a la luz de las antorchas, sentí la misma conmoción que había
experimentado al verle entrar en Notre Dame.
No era sólo su belleza, sino la sorprendente inocencia que reflejaba su rostro juvenil. Se
movía con tal rapidez y tal ligereza que era imposible determinar el momento en que sus pies
daban un paso. Sus ojos enormes nos miraron sin odio, mientras su pelo, pese a la suciedad,
despedía unos leves destellos rojizos.
Traté de leer su mente, de saber qué era aquel ser, por qué una criatura tan sublime
mandaba sobre aquellos tristes fantasmas cuando tenía todo el mundo a su disposición. Intenté
de nuevo descubrir algo que ya casi había averiguado cuando aquella criatura y yo habíamos
estado cara a cara en el altar de la catedral. Si lo descubría, tal vez podría derrotarle, y ésa era
mi intención.
Creí verle responder, dirigirme una silenciosa contestación, un destello del paraíso en la
misma boca del infierno en su expresión inocente, como si el diablo aún conservase el rostro y
la forma del ángel que era antes de la caída.
Pero allí sucedía algo muy raro. El amo no pronunció una sola palabra. Los timbales
retumbaron ansiosamente, pero no se produjo una reacción unitaria entre las criaturas. La
mujer de ojos oscuros no se unió a los demás en el coro de lamentos, y otros de aquellos seres
vampíricos habían enmudecido también.
En ese instante, la mujer que había entrado con el amo, una extraña criatura ataviada como
una reina de la antigüedad con una túnica harapienta y un ceñidor bordado en la cintura, se
echó a reír.
El aquelarre, o como quiera que llamaran a la reunión, quedó comprensiblemente
desconcertado. Uno de los timbales dejó de sonar.
La criatura de aspecto de reina se rió cada vez más fuerte. Su blanca dentadura brillaba tras
el sucio velo de sus cabellos enredados.
Había sido una mujer hermosa en su tiempo. Y no era su edad de mortal lo que la había
ajado. Más bien tenía el aspecto de una loca: su boca en una mueca horrible mientras sus ojos
miraban frenéticamente lo que tenía delante; su cuerpo arqueado súbitamente con las
carcajadas, como había hecho Magnus al danzar en torno a su pira funeraria.
—Os lo advertí, ¿verdad? —gritó—. ¿Sí o no?
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Al fondo de la cámara, detrás de la mujer, Nicolás se agitó en su jaula. Noté que la risa se
escarnecía en él, y noté también que mi camarada me miraba fijamente y que en sus facciones
asomaba un destello de razón pese a su mueca distorsionada. El miedo pugnaba con la
malevolencia dentro de él, y a esa lucha se unía una maraña de asombro y de casi
desesperación.
El joven de cabellos castaños rojizos miró a su acompañante, la reina vampiro, con
expresión inescrutable. El muchacho de la antorcha dio un paso adelante y gritó a la mujer que
callara de una vez. A pesar de sus andrajos, el porte del muchacho era ahora muy distinguido.
La mujer le volvió la espalda y nos miró cara a cara. Pronunció sus palabras en una especie
de cántico, con una voz ronca y asexuada que dio paso a otra risa restallante.
—Mil veces lo he dicho y no habéis querido escucharme —declaró. La túnica vibraba a su
alrededor como si estuviera temblando—. Y me habéis llamado loca, víctima de mi tiempo,
Casandra errante corrompida por una vigilia demasiado larga en esta Tierra. Pues bien, ya veis
que mis predicciones se han cumplido una por una.
El amo no hizo ademán alguno de responder.
—Y ha tenido que llegar esta criatura —prosiguió, acercándose a mí con una horrible mueca
cómica en el rostro, igual a la que había visto en Magnus—, este alocado caballero, para
demostrároslo de una vez por todas.
Emitió un siseo, hizo una profunda respiración y se quedó inmóvil, muy erguida. Y en aquel
momento de absoluta quietud, se transfiguró en una hermosa mujer. Deseé peinarle el cabello,
lavárselo con mis manos, vestirla con ropas modernas y verla en el espejo de mi época. De
hecho, mi mente enloqueció por un momento ante la idea de restituirle su belleza y de borrar
todo rastro de su nefasto disfraz.
Creo que, por un instante, la noción de eternidad ardió dentro de mí, y supe qué era la
inmortalidad. Todo era posible en la eternidad, o, al menos, así me lo pareció en aquel
momento.
Ella me observó y captó mis visiones y el encanto de su rostro se hizo aún más intenso,
pero el frenesí volvió a crecer y oí gritar al muchacho:
—¡Castiguémosles! ¡Apliquémosles el juicio de Satán! ¡Encendamos la hoguera!
Sin embargo, nadie se movió en la inmensa cámara.
La mujer emitió, con los labios cerrados, una salmodia misteriosa con la cadencia de unos
versos. El amo continuó impasible. El muchacho harapiento, en cambio, avanzó hacia nosotros,
dejó los colmillos al descubierto y alzó la mano como una zarpa.
Le quité la antorcha de la mano y, con gesto de indiferencia, le di un empujón en el pecho
que le envió más allá del círculo de andrajosos, resbalando hasta la leña menuda apilada junto
a la hoguera. Apagué la antorcha pisándola contra el suelo.
La reina vampiro soltó una carcajada estridente que pareció llenar de terror a los demás,
pero la expresión del amo no varió un ápice.
—¡No pienso quedarme a esperar ningún juicio de Satán! —declaré, pasando la mirada por
el círculo de criaturas—. ¡A menos que me traigáis aquí al propio Satán!
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—¡Sí, hijo, díselo! ¡Oblígales a responder! —intervino la mujer con voz triunfal.
El muchacho se había incorporado nuevamente.
—Ya conocéis sus faltas —rugió mientras se adelantaba otra vez al círculo. Se le veía
furioso y rezumaba poder, y me di cuenta de que era imposible juzgar a ninguno de aquellos
andrajosos por la forma mortal que conservaban. El muchacho, bien podía ser un anciano; la
mujeruca, una joven inexperta; y el aniñado líder, el más viejo de todos ellos.
—¡Ved aquí! —continuó, acercándose aún más con un intenso brillo en los ojos al notar la
atención de los demás—. Este maldito no ha sido novicio aquí ni en ninguna parte; no ha
suplicado ser acogido ni ha hecho votos a Satán. No ha entregado su alma en el lecho de
muerte. ¡En realidad, no ha muerto nunca! —Su voz se hizo más sonora y aguda—. ¡No ha
sido enterrado ni se ha levantado de la tumba como un Hijo de la Oscuridad! ¡Al contrario, se
atreve a deambular por el mundo bajo la apariencia de un ser viviente! ¡Y hace negocios en el
propio centro de París como un mortal más!
Unos chillidos respondieron desde las paredes. Los vampiros del círculo, en cambio,
permanecieron callados mientras el muchacho les miraba; su mandíbula temblaba.
Alzó los brazos y emitió un alarido. Un par de criaturas le secundó. El rostro se le desfiguró
de rabia.
La vieja reina vampiro estalló en otra carcajada, y me miró, mientras su sonrisa aparecía
aún más desquiciada.
El muchacho, no obstante, no se dio por vencido. Me señaló y dijo:
—Busca el calor del fuego: ¡rigurosamente prohibido! —me acusó a gritos, pateando el
suelo y tirándose de la ropa—. ¡Acude a los mismísimos emporios del placer carnal y se
relaciona allí con mortales al ritmo de la música! ¡Incluso baila con ellos!
—¡Basta ya de desvaríos! —le interrumpí. Aunque, en realidad, deseaba seguir
escuchándole.
El muchacho se precipitó hacia mí, apuntándome con el dedo muy cerca de mi rostro.
—¡Ningún ritual puede purificarle! Ya es demasiado tarde para los Juramentos Oscuros,
para las Bendiciones Oscuras...
—¿Juramentos Oscuros? ¿Bendiciones Oscuras? —Me volví hacia la vieja reina—. ¿Qué
dices tú a todo esto? Tú eres tan vieja como Magnus cuando se arrojó a la hoguera... ¿Por qué
padeces y toleras que esto continúe?
Los ojos se movieron de pronto en su cabeza como si únicamente ellos tuvieran vida, y, de
nuevo, empezó a surgir de su garganta aquella risa loca.
—Nunca te causaré daño, joven mío —respondió al fin—. A ninguno de los dos —añadió, a
la vez que lanzaba una dulce mirada a Gabrielle—. Has tomado la Senda del Diablo hacia una
gran aventura. ¿Qué derecho tengo yo a intervenir en lo que te tienen reservado los siglos
futuros?
La Senda del Diablo. Era la primera frase de alguno de aquellos seres que sonaba como un
clarín en lo más profundo de mi ser. Se adueñó de mí una rara euforia con sólo contemplar a la
mujer. A su modo, parecía la hermana melliza de Magnus.
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—¡Oh, sí, soy de la misma edad que tu progenitor! —Al sonreír, sus blancos colmillos
rozaron apenas el labio inferior para desaparecer a continuación. Dirigió una mirada al amo,
que la observó sin el menor interés ni emoción—. Ya estaba aquí —prosiguió—, en este
aquelarre, cuando Magnus, el alquimista, el astuto Magnus, nos robó nuestros secretos...,
cuando bebió la sangre que le daría la vida eterna de un modo como el Mundo de las Tinieblas
no había conocido jamás. Y ahora han transcurrido tres siglos, y Magnus te ha concedido a ti,
bello joven, su Don Oscuro, puro y concentrado.
Su rostro se convirtió de nuevo en aquella máscara cómica, sonriente y burlona, tan
parecida a la de Magnus.
—Muéstramelo, hijo —añadió—, muéstrame la fuerza que él te dio. ¿Sabes qué significa ser
convertido en vampiro por alguien tan poderoso y que nunca había otorgado a nadie el Don
Oscuro hasta ese instante? ¡Aquí está prohibido, hijo, que alguien de su edad trasmita su
poder! Pues, de hacerlo, el neófito nacido de él podría vencer fácilmente a este hermoso amo y
a todo su grupo.
—¡Basta ya de desvaríos mal concebidos! —interrumpió el muchacho.
Sin embargo, todo el mundo estaba atento a las palabras de la vieja reina vampiro. La mujer
de ojos oscuros se nos había aproximado para ver mejor a la anciana, olvidando por completo
cualquier temor o resentimiento hacia nosotros.
—Hace cien años, ya habrías dicho suficiente —rugió el muchacho a la vieja reina,
levantando la mano para exigirle silencio—. Estás loca como todos los viejos. Ésa es la muerte
que sufres. Os repito que este proscrito debe ser castigado. Cuando él y la mujer que ha
creado sean destruidos delante de todos nosotros, el orden quedará restaurado.
Con furia renovada, se volvió hacia las otras criaturas.
—Yo os digo que vagáis por esta Tierra como todos los engendros malignos, por la voluntad
de Dios, para hacer sufrir a los mortales por su Divina Gloria. Y la voluntad de Dios puede
destruiros si blasfemáis, y puede arrojaros a las calderas del infierno en este mismo instante,
pues sois almas condenadas y vuestra inmortalidad sólo os es concedida al precio del
sufrimiento y el tormento.
Un coro de gemidos se alzó entre el grupo, sin mucha convicción.
—Aquí está por fin —intervine entonces—. Aquí tenemos toda vuestra filosofía... ¡y toda ella
está fundada en una mentira! ¿Así que os acobardáis como campesinos, sumidos ya en el
infierno por vuestra propia voluntad, atados con cadenas más fuertes que las de cualquier
mortal, y ahora queréis castigarnos porque no obramos igual? ¡Precisamente por eso, seguid
nuestro ejemplo!
Parte de los vampiros nos contemplaba en silencio, mientras otros se volcaban en nerviosas
conversaciones que surgían a nuestro alrededor. Una y otra vez, miraban a su amo y a la vieja
reina.
Pero su amo no decía nada.
El muchacho pidió orden a gritos:
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—Y no le basta con profanar lugares sagrados o con vivir como un mortal. Esta misma
noche, en un pueblo de las afueras, ha aterrorizado a todos los fíeles de una iglesia. París
entero comenta este horror, habla de fantasmas que salen de las tumbas de debajo del altar.
¡Son él y esa mujer vampiro en la que ha obrado el Rito Oscuro sin consentimiento ni
ceremonia, del mismo modo en que él fue creado!
Se oyeron jadeos y nuevos murmullos, pero la vieja reina lanzó un grito de placer.
—¡Son faltas muy graves! —continuó el muchacho—. Insisto en que no pueden quedar sin
castigo. ¿Y quién de vosotros no ha oído hablar de sus burlas en el escenario de ese teatro del
bulevar, del cual es propietario como lo sería un mortal? ¡Allí mismo ha hecho ostentación de
sus poderes como Hijo de las Tinieblas ante un millar de parisinos! ¡Así es como el secreto que
hemos protegido durante siglos ha sido violado para diversión suya y de una masa de gente
vulgar!
La vieja reina se frotó las manos y ladeó la cabeza mientras me miraba.
—¿Es verdad todo eso, hijo? ¿Has ocupado un palco de la Opera? ¿Has estado ante las
luces del proscenio del Théàtre Francaise? ¿Has bailado con los reyes en el palacio de las
Tullerías, llevando por pareja a esta hermosura que has creado con tanta perfección? ¿Es
cierto que has recorrido los bulevares en una carroza dorada?
Continuó riéndose sin cesar mientras sus ojos observaban de vez en cuando a las otras
criaturas, dominándolas y subyugándolas como si emitiera un rayo de luz cálida.
—¡Ah, qué clase y qué dignidad! —continuó—. ¿Qué sucedió en la gran catedral cuando
entraste? ¡Cuéntamelo!
—¡Absolutamente nada, señora! —declaré.
—¡Faltas gravísimas! —rugió el muchacho vampiro, ultrajado—. Alarmas como éstas bastan
para levantar contra nosotros a toda una ciudad, e incluso un reino. Durante siglos hemos
cazado víctimas con todo sigilo en esta metrópolis, sin dar lugar más que a vaguísimos
rumores sobre nuestro gran poder. ¡Somos fantasmas, criaturas de la noche destinadas a
alimentar los temores de los hombres, y no demonios delirantes!
—¡Ah, esto es realmente sublime! —entonó la vieja reina mientras alzaba los ojos al techo
abovedado—. Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí arriba.
He oído sus voces, sus nuevas músicas como canciones de cuna acompañándome en mi
tumba. He imaginado sus fantásticos descubrimientos y he conocido su valentía en lo más
recóndito de mi mente. Y, aunque ese mundo me excluye con sus formas deslumbrantes,
añoro la existencia de alguien con la fuerza suficiente como para deambular por él sin miedo,
para recorrer la Senda del Diablo en su propio seno.
El muchacho de ojos grises estaba ya a mi lado.
—Prescindamos del juicio —propuso, lanzando una agria mirada a su amo—. Encendamos
la hoguera ahora.
La reina se apartó de mi camino con un gesto exagerado, al tiempo que el muchacho
alargaba el brazo para tomar la antorcha más próxima; salté sobre él, le arranqué la tea de la
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mano y le levanté del suelo como un guiñapo, mandándole de un empujón hasta una de las
paredes de la cámara. Luego, apagué la antorcha a pisotones.
Sólo quedaba, pues, una tea encendida. La asamblea fue presa de un absoluto desorden:
varias criaturas corrieron a ayudar al muchacho, mientras otros hacían comentarios en voz
baja, pero su amo permaneció absolutamente inmóvil, como sumido en un sueño.
Y, mientras duraba la confusión, me lancé hacia adelante, escalé la pira y abrí la puerta de
la jaula de madera.
Nicolás tenía el aspecto de un cadáver viviente, con los ojos soñolientos y la boca retorcida
como si me sonriera, lleno de odio, desde el otro lado de la tumba. Le saqué a rastras de la
jaula y le bajé al suelo de tierra. Se hallaba en un estado febril y, aunque no lo tuve en cuenta y
lo habría ocultado de haber podido, me apartó de un empujón mientras mascullaba unas
maldiciones por lo bajo.
La vieja reina presenció con fascinación la escena. Miré a Gabrielle, que lo observaba todo
sin un ápice de temor. Saqué el rosario de perlas del chaleco y, dejando colgar el crucifijo,
coloqué el rosario en torno al cuello de Nicolás. Este miró con estupor la crucecita y luego
rompió a reír. En su carcajada, grave y metálica, eran patentes el desprecio y la malevolencia.
Era un sonido totalmente opuesto al que emitían los vampiros. Se apreciaba en él la sangre
humana, la consistencia humana, rebotando con el eco en las paredes. De pronto, Nicolás, el
único mortal entre los presentes, parecía rubicundo, caliente y extrañamente impoluto, como un
niño arrojado entre muñecas de porcelana.
La asamblea estaba más revuelta que nunca. Las dos antorchas, apagadas, seguían en el
suelo.
—Ahora, según vuestras leyes, no le podéis hacer daño —proclamé—. Y, sin embargo, ha
sido un vampiro quien le ha colocado esa protección sobrenatural. Decidme, ¿cómo se
entiende eso?
Ayudé a Nicolás a avanzar y Gabrielle extendió enseguida los brazos para sostenerle entre
ellos.
Nicolás aceptó el gesto, aunque miró a Gabrielle como si no la reconociera. Incluso alzó los
dedos para tocarle el rostro. Ella le apartó la mano como habría hecho con la manita de un
bebé, y mantuvo la vista fija en el líder y en mí.
—Si vuestro amo no tiene nada que deciros, yo sí —continué entonces—. Id a lavaros en
las aguas del Sena y a vestiros como humanos si aún recordáis cómo se hace, y haced presas
entre los hombres como es vuestro evidente destino.
El derrotado muchacho vampiro volvió al círculo dando trompicones y apartando con
aspereza a los que le habían ayudado a incorporarse.
—¡Armand! —imploró al silencioso amo de cabellos castaño rojizos—. ¡Pon orden en la
asamblea! ¡Armand, sálvanos!
Mi exclamación silenció las suyas:
—¿Para qué, por todos los infiernos, os concedió el diablo belleza, agilidad, ojos que ven
visiones, mentes que pueden hacer hechizos?
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Los ojos de las criaturas, de todas ellas, estaban fijos en mí. El muchacho gritó de nuevo el
nombre de Armand, pero fue en vano.
—¡Desperdiciáis vuestros dones! —insistí—. ¡Pero aún, desperdiciáis vuestra inmortalidad!
No existe en el mundo nada más contradictorio y carente de sentido, salvo los propios mortales
que viven dominados por las supersticiones del pasado.
Se hizo un absoluto silencio. Pude oír la lenta respiración de Nicolás. Noté su calor. Aprecié
su aturdida fascinación, luchando con la propia muerte.
—¿No tenéis astucia? —pregunté a los presentes, con voz atronadora en el silencio—. ¿No
tenéis habilidad? ¿Cómo he podido yo, un huérfano, tropezar con tantas posibilidades cuando
vosotros, nutridos como estáis por esos maléficos padres —hice una breve pausa para mirar al
amo y al furioso muchacho—, vais a tientas como seres ciegos, recluidos bajo tierra?
—¡El poder de Satán te arrastrará al infierno! —gritó el muchacho con todas las fuerzas que
le quedaban.
—¡No haces más que repetir eso! —repliqué—. ¡Y, como todos pueden ver, sigue sin
suceder!
¡Audibles murmullos de asentimiento!
—Si realmente pensaras que pudiera suceder —añadí—, no os habríais molestado en
traerme aquí.
Voces más altas mostrando su acuerdo.
Eché una mirada a la pequeña figura solitaria del joven a quien llamaban amo. Todos los
ojos se volvieron de mí a él. Incluso la desquiciada reina vampiro le miró.
Y, en el silencio, le oí susurrar:
—La asamblea ha terminado.
Hasta los atormentados seres encerrados tras las paredes callaron.
Y el amo habló de nuevo.
—Idos todos. Id ahora. La reunión ha terminado.
—¡Armand, no! —suplicó el muchacho.
Pero los demás retrocedían ya, oculto el rostro tras las manos y murmurando. Los timbales
fueron dejados a un lado, y la única antorcha encendida fue colgada en la pared.
Observé al líder de las criaturas, convencido de que sus órdenes no estaban destinadas a
dejarnos en libertad.
Y después de obligar en silencio al muchacho a marcharse con los demás, cuando sólo
quedó a su lado la vieja reina, volvió una vez más la mirada hacia mí.
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Vacía e iluminada por el débil y lóbrego resplandor de la única antorcha, la gran cámara
bajo la inmensa cúpula parecía aún más sobrenatural, ocupada sólo por los dos vampiros que
nos miraban.
En silencio, estudié la situación: ¿Abandonarían el cementerio aquellas criaturas, o
aguardarían en lo alto de las escaleras? ¿Me permitirían sacar con vida a Nicolás de aquel
lugar? El muchacho no se alejaría, pero era un ser débil. La vieja reina no nos haría nada. El
único obstáculo real era, pues, el llamado «amo». Sin embargo, ahora tenía que contenerme y
no ser impulsivo.
Mi oponente seguía mirándome sin decir nada.
—¿Armand? —dije en tono respetuoso—. ¿Puedo dirigirme a ti por ese nombre? —Me
acerqué un poco más, buscando el menor cambio en su expresión—. Evidentemente, tú eres el
líder de estas gentes y quien puede explicarnos todo esto.
No obstante, las palabras no lograron enmascarar mis sentimientos. Estaba apelando a él,
le estaba pidiendo que me explicara cómo había conducido a las pobres criaturas a todo
aquello. Precisamente él, que parecía tan anciano como la vieja reina y dotado de una
profundidad que las criaturas no alcanzaban a entender. Le recordé plantado ante el altar de
Notre Dame con aquella expresión etérea en el rostro. Y me descubrí perfectamente reflejado
en él, en la posibilidad que representaba, en aquel anciano que había permanecido en silencio
durante toda la escena.
Creo que en ese instante busqué en él, por un segundo, un hálito de sentimientos humanos.
Era aquello lo que pensaba que el conocimiento me revelaría; y el mortal que había en mí, el
ser vulnerable que había gritado en la posada ante la visión del caos, preguntó:
—Armand, ¿qué significa todo esto?
Pareció que sus ojos pardos vacilaban, pero, a continuación, su rostro se transformó
sutilmente en una expresión de rabia y retrocedí unos pasos.
No podía aceptar lo que me decían mis sentidos. Los súbitos cambios que el ser había
sufrido en Notre Dame no eran nada en comparación con éstos. Y yo jamás había conocido
una encarnación tan absoluta de la malevolencia. Incluso Gabrielle se apartó de él y levantó un
brazo para proteger a Nicolás. Volví atrás hasta que estuve a su lado, y nuestros brazos se
rozaron.
Pero, de modo igualmente milagroso, la expresión de odio se borró de su rostro, y éste
volvió a ser el de un tierno y lozano joven mortal.
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La vieja reina vampiro lanzó una sonrisa casi lánguida y se mesó los cabellos con sus
blancas zarpas.
—¿Recurres a mí en busca de explicaciones? —preguntó.
Dirigió una mirada a Gabrielle y a la ofuscada figura de Nicolás, apoyado en su hombro, y
volvió a concentrarse en mí.
—Podría hablar hasta el fin de los tiempos —murmuró— y no me bastaría para explicarte lo
que acabas de destruir aquí.
Me pareció que la vieja reina emitía alguna risita burlona, pero estaba demasiado
concentrado en él, en su suavidad al hablar y en la gran rabia que se agitaba tras las palabras.
—Estos misterios han existido desde que el mundo es mundo. —Armand parecía
empequeñecido en la inmensa cámara; la voz surgía de su boca sin esfuerzo y los brazos le
colgaban a los costados—. Desde los tiempos más remotos, nuestra especie ha vivido
rondando las ciudades de los hombres, haciendo nuestras víctimas entre ellos durante la
noche, como Dios y el diablo nos ordenaron hacer. Somos elegidos de Satán, y los admitidos
en nuestras filas han de someterse a prueba primero, a través de un centenar de crímenes,
para que se les conceda el Don Oscuro de la inmortalidad.
Se acercó un poco más a mí y vi brillar la luz de la antorcha en sus pupilas.
—Todos ellos han aparentado morir delante de sus seres queridos —continuó—, y sólo
gracias a una pequeña infusión de nuestra sangre han podido soportar el terror del ataúd
mientras aguardaban nuestra llegada. Entonces, y sólo entonces, han recibido el Don Oscuro,
para volver a ser sellados en la tumba inmediatamente, hasta que la sed les da la fuerza
necesaria para escapar de su angosta caja mortuoria y revivir.
Su voz se hizo un poco más potente, más resonante.
—Lo que conocían esas criaturas en sus cámaras tenebrosas era la muerte. La muerte y el
poder del mal; eso es lo que más claro tenían en la cabeza cuando se alzaban, cuando
rompían el ataúd y las puertas de hierro que mantenían cerradas sus cámaras. Y ay del débil,
del que no podía salir de su tumba, de esos cuyos lamentos atraían mortales al día siguiente...,
pues nadie respondía por la noche. Con ellos no mostrábamos piedad.
»Pero los que se alzaban... ¡Ah!, ésos eran los vampiros que recorrían la Tierra, sometidos
a prueba y purificados, Hijos de las Tinieblas nacidos de la sangre de un novicio, nunca del
gran poder de un anciano maestro, con el objeto de que el tiempo proporcionara a cada uno la
sabiduría necesaria para utilizar los Dones Oscuros antes de que éstos se desarrollen por
completo. Y sobre estos Hijos de las Tinieblas se establecieron las Leyes de la Oscuridad: vivir
entre los muertos, pues somos cosas muertas, regresar cada noche a la propia tumba o a una
muy próxima, huir de los lugares iluminados, atraer a las víctimas lejos de la compañía de otros
para darles muerte en lugares hechizados y profanos. Y honrar siempre el poder de Dios, el
crucifijo en el cuello y los sacramentos. Y nunca jamás entrar en la Casa de Dios, so pena de
que Él le prive a uno de sus poderes y le envíe al infierno y ponga fin entre ardientes tormentos
a su reinado en la Tierra.
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Hizo una pausa. Miró por primera vez a la vieja reina y dio la impresión, aunque no pude
cerciorarme por completo, de que la visión de su rostro le ponía furioso:
—Tú te burlas de estas cosas —le dijo—. ¡Magnus también se burlaba ! —Se puso a
temblar y continuó—: ¡Una actitud propia de su locura, como lo es de la tuya, pero te aseguro
que no entiendes estos misterios! ¡Los haces añicos como si fueran de cristal, pero no tienes
ninguna fuerza, ningún poder, salvo la ignorancia! ¡Los quebrantas, y eso es todo!
Apartó los ojos de ella, vacilando como si quisiera añadir algo, y paseando la mirada por la
inmensa cripta.
Escuché una levísima cantinela en los labios de la vieja reina.
Estaba canturreando algo para sí y empezó a mecerse adelante y atrás con la cabeza
ladeada y los ojos soñadores. Una vez más, parecía hermosa.
—Para mis hijos, es el final —susurró el amo—. Todo está hecho y terminado, pues ahora
saben que pueden desobedecer cualquier mandato; acabó todo lo que nos unía, todo lo que
nos daba fuerzas para soportar la existencia como seres malditos, terminaron todos los
misterios que nos protegían aquí.
Me miró una vez más.
—¡Y tú me pides explicaciones como si fuera algo inexplicable! ¡Tú, para quien la ejecución
del Rito Oscuro es un acto de insolente codicia! ¡Tú, que lo has efectuado con el mismo vientre
que te llevó! ¿Por qué no también a éste, al violinista del diablo, a quien adoras de lejos cada
noche?
—¿No te lo había dicho? —cantó la reina vampiro—. ¿No lo habíamos sabido siempre? No
hay nada que temer de la señal de la Cruz, ni del agua bendita, ni de la mismísima Hostia... —
Repitió las palabras cambiando la melodía que susurraba, y añadió a continuación—: Y los
viejos ritos, y el incienso, el fuego, los juramentos pronunciados, cuando creíamos ver al
Maligno en la oscuridad, susurrando...
—¡Silencio! —la interrumpió el amo, bajando la voz y llevándose casi las manos a los oídos
en un gesto extrañamente humano. Tenía el aspecto de un chiquillo, casi perdido. ¡Oh, Señor,
que nuestros cuerpos inmortales pudieran ser prisiones tan diversas para nosotros, que
nuestros rostros inmortales fueran tales máscaras de nuestras verdaderas almas...!
Cuando volvió a fijar sus ojos en mí, pensé por un instante en que iba a producirse otra de
aquellas espantosas transformaciones o en que estallaría en otro incontrolable episodio de
violencia, y me preparé.
Pero advertí que estaba implorándome en silencio.
¿Por qué se había producido aquello? Se esforzaba en que su voz saliera de su garganta al
repetirlo en voz alta, mientras intentaba dominar la ira.
—¡Explícamelo tú! ¿Por qué tú, con la fuerza de diez vampiros y la osadía de un infierno
lleno de diablos, abriéndote paso por el mundo con tu camisa de brocado y tus botas de cuero?
¡Lelio, el actor de la Casa de Tespis, representándose sobre el escenario en el bulevar! ¡Dímelo
tú! ¡Dime por qué!
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—Fue la fuerza de Magnus, su genio —cantó la vieja mujer vampiro con la sonrisa más
melancólica.
—¡No! —replicó su compañero sacudiendo la cabeza—. Te dijo que va más allá de cuanto
se pueda decir. No conoce límites y, por tanto, carece de ellos. Pero, ¿por qué?
Se acercó un poco más a mí. No pareció andar, sino que aparentó quedar enfocado con
más claridad, como sucedería con una aparición.
—¿Por qué tú —preguntó—, con tu osadía al recorrer sus calles, al forzar sus cerraduras, al
llamarles por el nombre? ¡Vistes como ellos, te peinas como ellos! ¡Hasta juegas en sus mesas!
Vives engañándoles, abrazándoles, bebiéndoles la sangre apenas unos metros de donde otros
mortales ríen y bailan. ¡Tú, que rehuyes los cementerios y apareces en las criptas de las
iglesias! ¿Por qué tú? Irreflexivo, arrogante, ignorante y desdeñoso... ¡Dame tú la explicación!
¡Respóndeme!
El corazón me latía a toda prisa. Tenía el rostro ardiendo, latiéndome con la sangre. Ahora
no le tenía ningún miedo, pero sentía una rabia incomparable con la de cualquier mortal y no
entendí muy bien la razón.
Su mente...; había deseado romperle en pedazos la mente..., y ahora oía, surgiendo de él,
aquella superstición, aquel absurdo. El amo no era ningún espíritu sublime que comprendiera lo
que sus seguidores eran incapaces de entender. No se trataba de creer, sino de algo mil veces
peor: ¡Él había confiado en que las cosas fueran así!
Y entonces me di perfecta cuenta de qué era aquel ser: no era un ángel ni un demonio, sino
una entidad forjada en una época oscura, cuando los primigenios planetas del Sol recorrían la
bóveda celeste, y las estrellas no eran más que pequeñas linternas que representaban dioses y
diosas en la noche cerrada. Una época en que el hombre era el centro de este gran mundo en
el que deambulamos, un tiempo en que para cada pregunta había habido una respuesta. Eso
era aquel ser, un hijo de tiempos antiguos en que las brujas bailaban a la luz de la Luna y los
caballeros combatían contra los dragones.
Ah, pobre niño perdido, merodeando en las catacumbas bajo la gran ciudad en un siglo
incomprensible. Tal vez su forma mortal era más adecuada de lo que había supuesto.
Pero no había tiempo de lamentarse por él, por hermoso que fuera. Los enclaustrados tras
las paredes sufrían por orden suya. Y en cualquier momento podía hacer volver a los que había
ordenado abandonar la cámara.
Yo tenía que pensar una respuesta que él pudiera aceptar. No bastaba con la verdad. Tenía
que presentar ésta poéticamente, como lo habrían hecho los pensadores de la antigüedad, de
una época anterior al advenimiento de la era de la razón.
—¿Quieres una respuesta? —dije en un susurro. Mientras ponía orden en mis
pensamientos, casi pude percibir una advertencia de Gabrielle y el temor de Nicolás—. No soy
experto en misterios ni dado a filosofías, pero es bastante evidente qué ha sucedido aquí.
Me estudió con franca extrañeza.
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—Si tanto temes el poder de Dios —continué—, no te serán desconocidas las enseñanzas
de la Iglesia. Debes saber que las formas de la bondad cambian con las eras y que en el cielo
hay santos de todas las épocas.
Vi que prestaba manifiesta atención a mis palabras, animado por los términos que yo estaba
usando.
—En la antigüedad —proseguí—, había mártires que apagaban las llamas que pretendían
quemarles, místicos que levitaban por los aires mientras escuchaban la voz de Dios. Pero el
mundo ha cambiado, igual que cambian los santos. ¿Qué santos hay ahora, salvo obedientes
curas y monjas? Construyen hospitales y orfanatos, pero no invocan a los ángeles para que
arrasen al enemigo o domen a la bestia feroz.
No advertí el menor cambio en él, pero continué mi argumentación.
—Lo mismo sucede con el mal, evidentemente. Cambia de forma. ¿Cuántos hombres de
esta época creen en la Cruz que tanto asusta a tus seguidores? ¿Crees que los mortales de la
superficie hablan entre ellos del cielo y del infierno? ¡Sus conversaciones son sobre filosofía y
sobre ciencia! ¿Qué les importa a ellos si los fantasmas rondan un cementerio cuando cae la
oscuridad? ¿Qué importa un puñado más de muertes en una retahíla de asesinatos? ¿Qué
interés puede tener eso para Dios, para el demonio o para el propio hombre?
Escuché de nuevo la risa de la reina vampiro.
Armand, en cambio, permaneció callado e inmóvil.
—Incluso vuestro territorio está a punto de seros arrebatado —proseguí—. El cementerio en
el que os ocultáis va a ser eliminado de las calles de París. Ni siquiera los huesos de vuestros
ancestros han perdido su carácter sagrado de esta época secularizada.
De pronto, el rostro de Armand perdió su hieratismo, incapaz de ocultar su desconcierto...
—¿Les Innocents destruido? —susurró—. ¡Estás mintiendo...!
—Jamás miento —respondí sin pensarlo mucho—. Al menos, no le miento a la gente que no
quiero. Los parisinos no desean seguir soportando el hedor de los camposantos en sus
proximidades. Los símbolos de los muertos no les importan tanto como a vosotros. En unos
cuantos años, mercados, calles y viviendas ocuparán este terreno. Comercio. Sentido práctico.
Así es el mundo del siglo XVIII.
—¡Basta! —susurró él—. ¡Les Innocents lleva existiendo tanto tiempo como yo!
En sus facciones juveniles se reflejaba la tensión. La vieja reina parecía inalterada.
—¿No te das cuenta? —dije con voz tranquila—. Estamos en una nueva era que requiere
una nueva maldad. Y yo soy esa nueva maldad. —Hice una pausa observándole—. Yo soy el
vampiro adecuado a esta época.
Armand no había previsto un argumento semejante y, por primera vez, vi en él un destello
de terrible comprensión. Era el primer asomo de verdadero miedo.
Efectué un leve gesto de aceptación y continué mi exposición, midiendo muy bien las
palabras.
—Comparto tu opinión de que el incidente de anoche en la iglesia del pueblo fue más bien
vulgar. Y peores aun fueron mis acciones en el escenario. Pero todo eso fueron desatinos
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causados por la ignorancia, y sabes muy bien que no son el origen de tu rencor. Olvídalos por
un momento y trata de hacerte una idea de mi belleza y de mi poder. Intenta verme como el ser
maléfico que soy. Recorro el mundo al acecho con mi disfraz de mortal y soy el peor de los
enemigos, el monstruo que tiene el mismo aspecto que cualquier hombre corriente.
La mujer emitió una larga risotada y percibí una cálida emanación de amor procedente de
ella. De Armand sólo me llegó una sensación de dolor.
—Piensa en eso, Armand —insistí con cautela—. ¿Por qué debería la Muerte acechar
siempre en las sombras? ¿Por qué debería la Muerte aguardar al otro lado de la verja? No
existe alcoba o salón de baile en los que no pueda entrar. Soy la Muerte junto al fuego del
hogar, la Muerte de puntillas por el corredor, eso es lo que soy. Háblame de los Dones
Oscuros, pues los estoy utilizando. Soy el Caballero de la Muerte vestido con sedas y encajes,
llegado para apagar las velas. Soy el cancro en el seno de la rosa.
Nicolás emitió un leve gemido.
Creo que oí suspirar a Armand.
—No hay rincón donde puedan ocultarse de mí —afirmé— esos hombres descreídos e
ineptos que se proponen destruir les Innocents. No existe ninguna cerradura que pueda
impedirme el paso.
Armand me miró en silencio, con aspecto triste y calmado. Sus ojos se habían oscurecido
un poco, pero no estaban nublados por la rabia o la malevolencia. Permaneció un instante sin
hablar, y al fin murmuró:
—Una espléndida misión, esa de acosarles sin piedad mientras vives entre ellos. Pero
sigues siendo tú quien no lo entiende.
—¿A qué te refieres? —quise saber.
—No podrás soportar el mundo, la vida entre los hombres mortales. No conseguirás
sobrevivir mucho tiempo.
—Claro que sí —repliqué—. Los viejos misterios han dado paso a un nuevo estilo. ¿Quién
sabe qué vendrá a continuación? No existe ningún romanticismo en lo que tú eres. ¡En cambio,
cuánto hay de romántico en mi modo de vida!
—Es imposible que seas tan fuerte —dijo él—. No sabes lo que estás diciendo. Acabas de
nacer a esta nueva existencia y eres aún muy joven.
—A pesar de ello —terció la vieja reina—, este hijo nuestro es muy fuerte, como también lo
es su hermosa acompañante recién renacida. Son dos seres diabólicos con grandes
aspiraciones y posibilidades.
—¡Pero no pueden vivir entre los mortales! —insistió Armand.
Su rostro enrojeció por un instante. Sin embargo, ahora no era mi oponente, sino más bien
un anciano dubitativo y curioso que pugnaba por comunicarme alguna verdad fundamental. Y,
al mismo tiempo, parecía un niño que me implorara. Y en esa lucha radicaba su esencia, padre
e hijo, suplicándome que atendiera a lo que tenía que decirme.
—¿Por qué no? Repito que mi lugar está entre los hombres. Es su sangre lo que me hace
inmortal.
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—¡Ah, sí, inmortal! Lo eres, pero todavía no has empezado a comprender qué significa eso
—comentó—. No es más que una palabra. Estudia el destino de tu creador. ¿Por qué se arrojó
Magnus a las llamas? Se trata de una verdad ancestral entre nosotros, y tú ni siquiera la has
intuido. Vive entre los hombres, y el transcurso de los años te conducirá a la locura. Ver a los
demás envejecer y morir, ver el ascenso y la decadencia de los reinos, perder todo lo que uno
entiende y aprecia..., ¿quién puede soportar todo eso? El tiempo te conducirá a una
desquiciada desesperación, a una furia sin sentido. ¿No lo entiendes? Tu protección, tu
salvación, está entre tu propia raza inmortal, en el comportamiento de siempre, que permanece
inmutable.
Hizo un alto, sorprendido de haber utilizado aquella palabra, «salvación», que reverberó en
la estancia, modulada de nuevo por sus labios.
—Armand —intervino la vieja reina con su suave cantinela—, la locura puede afectar a los
ancianos que conocemos, tanto si siguen las viejas costumbres como si las abandonan. —Hizo
un gesto como si fuera a atacarle con sus blancas zarpas y emitió una risotada chillona
mientras él la contemplaba fríamente—. Yo me he regido por las viejas costumbres el mismo
tiempo que tú y estoy loca, ¿no es así? ¡Tal vez sea por eso por lo que las he observado tan
escrupulosamente!
Armand sacudió la cabeza en un airado gesto de protesta. ¿No era él la prueba viviente de
que las cosas no tenían que terminar necesariamente como ella decía?
Pero la vieja reina se acercó a mí y me asió por el brazo, haciéndome volver el rostro para
mirarla.
—¿Magnus no te contó nada, hijo? —me preguntó. Noté que surgía de ella un inmenso
poder.
—Mientras los demás merodeaban por este lugar sagrado —continuó—, yo crucé sola los
campos nevados en busca de Magnus. Ahora poseo una fuerza tan extraordinaria que es como
si tuviera alas. Subí hasta su ventana para encontrarle en su cámara y paseamos juntos por las
almenas, invisibles a todos salvo a las lejanas estrellas.
Se acercó aún más a mí y aumentó la presión de su mano.
—Magnus conocía muchas cosas. Y eso de que la locura es tu enemiga no es cierto, si eres
realmente fuerte. El vampiro que abandona su grupo para habitar entre humanos, tiene que
hacer frente a un infierno horrible mucho antes de que llegue la locura: ¡Poco a poco,
inevitablemente, desarrolla un irresistible amor por los seres humanos! ¡Llega a comprenderlo
todo por el amor!
—Suéltame —repliqué en un susurro. Su mirada me sujetaba con la misma firmeza que su
mano.
—Con el paso del tiempo, llega a conocer a los mortales más de lo que éstos puedan
conocerse entre ellos —prosiguió ella, impávida, levantando las cejas—, hasta que al fin llega
el momento en que no puede soportar seguir quitando vidas, seguir causando sufrimientos, y
únicamente la locura o la muerte pueden calmar su dolor. Éste fue el destino de los antiguos de
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quienes me habló Magnus. ¡Magnus, que padeció todas las aflicciones imaginables en sus
últimos tiempos!
Me soltó por fin y se apartó, retrocediendo como si fuera una imagen vista por un catalejo
invertido.
—No puedo creer lo que dices —susurré, pero el sonido se pareció más a un siseo—.
¿Magmas? ¿Amor por los mortales?
—Claro que no lo entiendes —dijo ella con su sonrisa esculpida de bufón.
También Armand la observaba como si no la comprendiera.
—Mis palabras no tienen senado para ti en este momento —añadió—, ¡pero tienes todo el
tiempo del mundo para descubrírselo!
La risa, una risa aulladora, arañó el techo de la cripta. Del interior de los muros surgieron
nuevos gritos. La vieja reina echó la cabeza hacia atrás sin detener sus risotadas.
Armand la miraba con expresión horrorizada. Era como si viera surgir de ella aquellas risas
como un chorro de luz deslumbradora.
—¡No! ¡Todo eso es mentira, es una repugnante simplificación! —repliqué. De pronto, la
cabeza había empezado a latirme—. ¡Quiero decir que esa idea de amar es una noción nacida
de una moralidad idiota!
Me llevé las manos a las sienes. Dentro de mí estaba creciendo un dolor letal que nublaba
mi visión y aguzaba mis recuerdos de la mazmorra de Magnus, de los prisioneros mortales que
habían muerto entre los cuerpos putrefactos de los condenados que les habían precedido en la
hedionda cripta.
Me dio la impresión de estar torturando a Armand igual que lo hacía la vieja reina con su
risa. Una risa que continuó sin pausas, alzándose y descendiendo de volumen. Armand levantó
las manos hacia mí, como si quisiera tocarme pero no se atreviera.
Todo el éxtasis y todo el dolor que había conocido en los últimos meses se juntaron dentro
de mí. De pronto me sentí a punto de estallar en rugidos como hiciera aquella noche en el
escenario del teatro de Renaud. Aquellas sensaciones me llenaron de espanto y me encontré
de nuevo murmurando en voz alta balbuceos sin sentido.
—¡Lestat! —me susurró Gabrielle.
—¿Amar a los mortales? —repetí. Miré fijamente el rostro inhumano de la vieja reina, lleno
de súbito horror al observar sus negras pestañas, como púas en torno a sus ojos brillantes, y
su carne como mármol animado—. ¿Amar a los mortales? ¿Y tú has tardado trescientos años
en llegar a ello? —Dirigí una mirada iracunda a Gabrielle y añadí—: Yo les he amado desde la
primera noche que pasé cerca de ellos. Mientras bebo su vida, su muerte, siento amor por
ellos. Dios santo, ¿no es ésta la esencia misma del Don Oscuro?
Mi voz iba aumentando de volumen como la noche de mi actuación en el teatro.
—¡Ah!, ¿qué sois vosotros para no sentir lo mismo? ¿Qué seres abominables sois para que
el compendio de vuestro saber sea la mera capacidad de sentir?
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Retrocedí unos pasos apartándome de ellos y contemplé la tumba gigante en que nos
hallábamos, la tierra húmeda que formaba la bóveda sobre nuestras cabezas. La cámara
estaba transformándose de un lugar material en una alucinación.
—¡Dios! —añadí—, ¿perdéis la razón con el Rito Oscuro, con vuestras ceremonias y con la
manía de encerrar a los novicios en sus tumbas, o ya erais monstruos cuando estabais vivos?
¿Cómo es posible que uno sólo de nosotros no quiera a los mortales cada vez que respira?
No hubo respuesta, salvo los gritos inconexos de los hambrientos seres enterrados.
Ninguna respuesta. Salvo el mortecino latido del corazón de Nicolás.
—Bien, sea lo que sea, escuchadme —dije, señalando con el dedo a Armand primero, y
luego a la vieja reina.
—¡Yo no le he prometido mi alma al diablo para que me hiciera lo que soy! Y cuando creé a
ésta, fue para salvarla de los gusanos que devoran los cadáveres en lugares como éste. Si
amar a los mortales es el infierno de que hablas, ya estoy en él. He encontrado mi destino. Me
he abandonado a él y todas las cuentas están saldadas.
La voz se me había quebrado. Estaba jadeando. Me pasé las manos por los cabellos.
Armand pareció brillar tenuemente al acercarse a mí. Su rostro era un milagro de aparente
pureza y asombro.
—Seres muertos, cosas muertas... —dije—. No os acerquéis más. ¡Hablar de locura y de
amor en este lugar hediondo! Y ese viejo monstruo, Magnus, encerrándoles en la mazmorra.
¿Cómo podía amar a sus cautivos? ¡Igual que quiere un niño a las mariposas mientras les
arranca las alas!
—No, hijo, crees que lo entiendes, pero no es así —dijo la vieja reina con su imperturbable
cantinela—. Apenas acabas de iniciar ese amor. Sientes lástima por ellos, eso es todo —
añadió con una leve risa cadenciosa—. Y también por ti, por no poder ser a la vez humano e
inhumano, ¿no es eso?
—¡Es mentira! —repliqué. Me acerqué más a Gabrielle y le pasé el brazo por la cintura.
—Ya lo entenderás todo del amor —continuó la vieja reina— cuando seas un ser depravado
y repulsivo. Esto es tu inmortalidad, hijo. Una comprensión cada vez más profunda de su
naturaleza.
Y, alzando los brazos hacia el techo, emitió un nuevo aullido.
—¡Malditos seáis! —exclamé. Agarré a Gabrielle y a Nicolás y les conduje hacia la puerta
del fondo—. Los dos estáis ya en el infierno y ahora me propongo dejaros en él.
Tomé a Nicolás de brazos de Gabrielle y corrimos por las catacumbas hacia las escaleras.
La vieja reina lanzaba agudas y frenéticas carcajadas a nuestra espalda.
Y, humano como Orfeo tal vez, me detuve y volví la cabeza.
—¡Apresúrate, Lestat! —me cuchicheó Nicolás al oído, mientras Gabrielle gesticulaba
desesperadamente para que la siguiera.
Armand no se había movido y la vieja seguía a su lado, sin dejar de reír.
—¡Adiós, hijo valiente! —exclamó—. ¡Recorre con audacia la Senda del Mal! ¡Cabalga por
ella todo el tiempo que puedas!
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El aquelarre de pálidas criaturas se dispersó como fantasmas asustados bajo la lluvia fría
cuando aparecimos de improviso, surgiendo del sepulcro. Y, desconcertados, nos vieron pasar
a toda prisa hasta dejar atrás les Innocents y perdernos por las calles de París.
Al cabo de unos minutos, en un carruaje robado, abandonábamos la ciudad y nos
internábamos en el campo.
Conduje el carruaje sin dar un respiro a los caballos, pero me sentía tan mortalmente
agotado que mis fuerzas sobrenaturales parecían una mera entelequia. Tras cada arboleda y
cada recodo del nuevo camino esperaba encontrar a los repulsivos demonios rodeándonos de
nuevo.
De algún modo, conseguí en una posada la comida y la bebida que Nicolás necesitaría, y
unas mantas para que no se enfriara.
Nicolás cayó inconsciente mucho antes de que llegáramos a la torre y le conduje escaleras
arriba a la celda de alto techo donde Magnus me había tenido primero.
Vi su garganta hinchada y amoratada todavía tras el festín que se habían dado con él. Y,
aunque dormía profundamente cuando le dejé en el lecho de paja, noté en él la sed, la terrible
ansia que me había embargado después de que Magnus bebiera de mí.
En fin, tenía vino en abundancia para él cuando despertara, y comida en abundancia. Y
supe, aunque no podría explicar cómo, que Nicolás no moriría.
Apenas pude imaginar cómo pasaría las horas diurnas, pero estaría a salvo una vez mi
mano diera la vuelta a la llave en la cerradura. Y, pese a lo mucho que Nicolás había
representado para mí en el pasado o lo que pudiera significar en el futuro, no podía permitir que
ningún mortal deambulara libremente en mi guarida mientras dormía.
Estos fueron los únicos pensamientos que pude ordenar en mi cabeza. Me sentía como un
mortal caminando en sueños.
Estaba contemplando todavía a Nicolás, escuchando sus vagos y confusos sueños —
sueños sobre los horrores de les Innocents—, cuando entró Gabrielle. Había terminado de
enterrar al desgraciado mozo de cuadra y parecía otra vez un ángel lleno de polvo, con el
cabello tieso y enredado y lleno de una delicada luz irisada.
Tras contemplar a Nicolás un instante, me arrastró fuera de la estancia. Cuando hube
cerrado la puerta, me condujo a la cripta junto a las mazmorras. Una vez allí, me estrechó entre
sus brazos y se apoyó en mí, como si también estuviera al borde del colapso.
—Escúchame —dijo por fin, apartándose y levantando las manos para acariciarme el
rostro—. Le sacaremos de Francia tan pronto como despertemos. Nadie dará crédito a sus
desquiciadas historias.
No respondí. Apenas podía entender sus razonamientos ni sus intenciones. La cabeza me
daba vueltas.
—Juega al titiritero con él —insistió Gabrielle—. Mueve los hilos como hiciste con los
actores de Renaud. Puedes enviarle al Nuevo Mundo.
—Duerme —musité. Besé su boca abierta. La sostuve con los ojos cerrados. Vi la cripta de
nuevo, escuché las voces extrañas, inhumanas. Y aquello no tendría fin.
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—Cuando se haya ido, podremos hablar de esos otros desgraciados —añadió ella con
calma—. O si abandonamos inmediatamente París por un tiempo...
Dejé de sostenerla, me alejé de ella hasta topar con el sarcófago y descansé un instante
apoyado en su tapa. Por primera vez en mi vida inmortal, añoré el silencio de la tumba, la
sensación de que todas las cosas estaban fuera de mi control.
En ese instante, me pareció que Gabrielle añadía algo más: «¡No hagas eso!».
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Cuando desperté, escuché sus gritos. Estaba golpeando la puerta de roble, maldiciéndome
por tenerle prisionero. El estruendo llenó la torre, y su olor me llegó a través de los muros de
piedra: un aroma apetitoso, muy apetitoso, un olor a carne y sangre vivas, a su carne y a su
sangre.
Gabrielle dormía, inmóvil.
«A/o hagas eso.»
Una sinfonía de malevolencia, una sinfonía de locura atravesando las paredes, una filosofía
esforzándose por abarcar las imágenes horrendas, las torturas, por envolverlas de lenguaje...
Cuando salí a la escalera, fue como quedar prendido en el torbellino de sus gritos, de su
olor humano.
Y, confundidos con él, todos los olores que recordaba: el sol de la tarde en una mesa de
madera, el vino tinto, el humo del pequeño hogar.
—¡Lestat! ¿Me oyes? ¡Lestat!
Un tronar de puños contra la puerta.
El recuerdo de un cuento de hadas de la infancia: el gigante dice que huele a sangre
humana en su guarida. Horror. Yo sabía que el gigante iba a encontrar al humano. Podía oírle
avanzar tras el humano, paso a paso. Yo era el humano.
Pero ya no.
Humo y sal y carne y sangre bombeada.
—¡Esto es el lugar de las brujas! ¿Me oyes, Lestat? ¡Esto es el lugar de las brujas!
El mortecino temblor de los viejos secretos entre los dos, el amor, las cosas que sólo
nosotros habíamos conocido y sentido. Bailamos en el lugar de las brujas, ¿puedes negarlo?
¿Puedes negar algo de lo que ocurrió entre nosotros?
Sacarle de Francia, enviarle al Nuevo Mundo... Y luego, ¿qué? ¿A pasar el resto de su vida
como uno de esos mortales ligeramente interesantes, pero en general aburridos, que han visto
algún espíritu y hablan incesantemente de ello, sin que nadie les crea? ¿A sumirse
progresivamente en la locura? ¿A terminar siendo uno de esos chiflados que resultan cómicos,
de esos que dan lástima incluso a rufianes y matones, cubierto con un sucio gabán y tocando el
violín para la gente de las calles de Puerto Príncipe?
«Vuelve a jugar al titiritero con él», recordé que había dicho Gabrielle. ¿Eso era yo, un
titiritero? «Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias.»
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Pero él conoce el lugar donde reposamos, madre. Conoce nuestros nombres, el nombre de
nuestra raza...; sabe demasiado de nosotros. Y jamás aceptará por las buenas viajar a otro
país. Y ellos le perseguirán; ellos jamás permitirán que siga con vida.
¿Dónde estarían ahora?
Subí las escaleras envuelto en el torbellino de los atronadores gritos de Nicolás y, desde
una de las ventanas aseguradas con barrotes, eché un vistazo a la tierra que se abría a mis
pies. Ellos vendrían otra vez. Tenían que hacerlo. Al principio yo estaba solo, luego la tuve a
ella a mi lado... ¡y ahora les tenía a ellos!
Pero, ¿cuál era el quid del asunto? ¿Que él lo quería? ¿Que había gritado una y otra vez
sobre que yo le había negado el poder?
¿O era, más bien, que ahora tenía en mis manos la excusa que necesitaba para traerle a mí
como había deseado desde el primer momento? Nicolás mío, mi amor. La eternidad espera.
Todos los grandes y espléndidos tesoros de estar muerto esperan.
Continué subiendo las escaleras hacia él y la sed empezó a cantar dentro de mí. Al infierno
con sus gritos. La sed cantaba y yo era un instrumento de su canto.
Y los gritos de Nicolás se habían vuelto inarticulados, reducidos a la pura esencia de sus
maldiciones, a un sordo insistir en el sufrimiento que llegaba hasta mí sin necesidad de sonido
alguno. Las sílabas inconexas que surgían de sus labios tenían algo de divinamente carnal,
como el lento paso de la sangre por su corazón.
Levanté la llave, la introduje en la cerradura y Nicolás calló. Sus pensamientos retrocedieron
y se recogieron en su interior como si un océano fuera aspirado y concentrado en las delicadas
y misteriosas espirales de una única concha.
Mi amor por él, los meses dolientes y torturadores de añoranza de él, la terrible e
inconmovible necesidad humana de su presencia, la lujuria... Entre las sombras de la estancia
traté de verle a él, y no al ser enloquecido que era ahora. Traté de ver al mortal que no sabía lo
que se decía mientras él me lanzaba una mirada de odio.
—¡Tanto hablar de la bondad! —decía con voz ronca y agitada—. ¡Tanto hablar del bien y
del mal, de lo que era correcto y lo que era equivocado! ¡Tanto hablar de la muerte, oh, sí, de la
muerte, del horror, de la tragedia...!
Palabras. Transportadas por la corriente cada vez más crecida de su odio. Palabras como
flores abriéndose en la corriente, con los pétalos cada vez más separados, hasta
desprenderse.
—... y lo has compartido con ella. El hijo del noble concedió a la esposa del noble su gran
regalo, el Don Oscuro. Quienes viven en el castillo comparten el Don Oscuro; ellos nunca
fueron arrastrados al lugar de las brujas donde se ven los charcos de sebo humano en el suelo,
al pie de la estaca quemada. No, mata al anciano que ya no puede ver y al muchacho idiota
incapaz de arar un campo. ¿Y qué nos da a nosotros ese hijo del noble, ese matalobos, ese
que se echó a gritar en el lugar de las brujas? ¡Una moneda del reino! ¡Con eso nos debemos
contentar!
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Estaba tembloroso, con la camisa empapada en sudor. Entre el desgarrado encaje de la
pechera, un destello de carne firme. Una visión tentadora la de su torso, menudo pero lleno de
fuertes músculos como los que tanto gustan de representar los escultores, con las tetillas
sonrosadas destacando en la piel oscura.
—Ese poder... —Farfullaba como si se hubiera pasado el día entero repitiendo aquellas
palabras con la misma intensidad, como si no tuviera importancia, en realidad, que yo estuviera
presente en aquel momento—. Ese poder que hacía inútil cualquier mentira, ese poder oscuro
que se cernía sobre todas las cosas, esa verdad que arrasaba...
No. Ninguna verdad. Palabras.
Las botellas de vino estaban vacías; los platos de comida, también. Me fijé en sus brazos
enjutos, tensos y preparados para la lucha —pero, ¿qué lucha?—, en los mechones de cabello
castaño escapados de su coleta, en sus ojos enormes y nublados.
De repente, le vi aplastarse contra la pared como si quisiera atravesarla para apartarse de
mí, llevado por un vago recuerdo de las criaturas bebiendo de él, de la parálisis y el éxtasis que
había experimentado; sin embargo, inmediatamente, volvió a adelantarse, tambaleándose y
extendiendo las manos para sostenerse, asido a objetos que no estaban allí realmente.
Pero su voz había callado.
Y algo se quebró en su rostro.
—¡Cómo pudiste ocultármelo! —susurró.
Percibí pensamientos de viejas leyendas mágicas y luminosas, de un gran estrato
sobrenatural en el que vivían todos los seres oscuros e incorpóreos, de una borrachera de
conocimientos prohibidos en la que las cosas naturales habían perdido toda importancia. Ya no
había milagro alguno en la caída otoñal de las hojas de los árboles, en el sol iluminando el
huerto.
No.
El aroma surgía de él como un incienso, como el humo y el calor de los cirios de una iglesia.
El corazón latía bajo la piel de su pecho desnudo. El vientre duro y plano brillaba de sudor, de
un sudor que impregnaba el grueso cinto de cuero. La sangre salada. Apenas podía controlar
mi respiración.
Pero los dos respirábamos. Respirábamos y percibíamos sabores y olores y éramos presa
de la sed.
—No has entendido nada. —¿Era Lestat quien hablaba? Parecía el susurro de otro
demonio, de otro ser repulsivo para el cual la voz era una imitación de la voz humana—. No
has comprendido nada de lo que has visto y oído.
—¡Yo habría compartido contigo todo cuanto tuviera! —Con un nuevo acceso de rabia,
alargó el brazo hacia mí y susurró—: ¡Fuiste tú quien no entendió nunca nada!
—Toma tu vida y huye con ella. Vete.
—¿No ves que ésta es la confirmación de todas las cosas? ¡Esa maldad pura, sublime...!
¡Su existencia es la confirmación!
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En sus ojos había una expresión de triunfo. De pronto, adelantó aún más el brazo y cerró la
mano sobre mi rostro.
—¡No te burles de mí! —respondí. Le golpeé con tal fuerza que retrocedió unos pasos,
ofendido y silencioso—. Cuando me fue ofrecida, la rechacé. Te aseguro que la rechacé. Hasta
mi último aliento, la rechacé.
—Siempre has sido un estúpido —replicó—. Ya te lo decía.
Pero advertí que estaba desmoronándose. Estaba temblando, y su rabia se trasmutaba
rápidamente en desesperación. Levantó los brazos una vez más y luego se detuvo.
—Creías en cosas que no eran importantes —dijo en tono casi calmado—. Entonces había
algo que no supiste ver. ¡Es imposible que ahora sigas sin darte cuenta de lo que posees!
La nube que cubría sus ojos se condensó en lágrimas al instante. Bajo su expresión
ceñuda, surgían de él unas mudas palabras de amor.
Y se adueñó de mí una terrible timidez. Me sentí embargado por el poder, silencioso y letal,
que tenía sobre él, y por la certeza de que él reconocía tal poder. Y el amor que sentía por él
aumentó aún más esa sensación de poder, convirtiéndola en turbación y bochorno, que
súbitamente se transformaron en otra cosa.
Estábamos otra vez tras las bambalinas del teatro; estábamos en el pueblo de la Auvernia,
en la pequeña posada. Olí en él no sólo la sangre, sino su repentino terror. Nicolás había
retrocedido un paso, y aquel simple movimiento avivó en mí las llamas en igual medida que la
visión de su rostro contraído.
Se hizo más pequeño, más frágil. Y, pese a ello, jamás había parecido más fuerte, más
atractivo, que en aquel instante.
Cuando acorté la distancia que nos separaba, desapareció de su rostro toda expresión. Sus
ojos adquirieron una prodigiosa claridad y su mente empezó a abrirse como lo había hecho la
de Gabrielle; por un instante, como una llamarada, surgió un recuerdo de los dos juntos en la
buhardilla, hablando y hablando a la claridad del reflejo de la luna en los tejados cubiertos de
nieve, o deambulando por las calles de París, pasándonos el vino con la cabeza agachada
contra las primeras ráfagas de viento invernal, siempre tan alegres, incluso en la miseria,
incluso en el misterio —la verdadera eternidad, el auténtico infinito—, en aquel misterio mortal.
No obstante, el momento se desvaneció en la expresión trémula de su rostro.
—Ven a mí, Nicolás —susurré. Adelanté ambas manos para atraerlo—. Si lo quieres, tienes
que venir...
Vi a un ave planeando frente a una ensenada, sobre el mar abierto. Y había algo aterrador
en el ave y en las olas interminables que sobrevolaba. La vi remontar el vuelo más y más
arriba, y el cielo se volvió de plata, y luego, gradualmente, la plata se desvaneció y el
firmamento quedó oscuro. La oscuridad de la tarde, ya nada que temer, nada en absoluto.
Bendita oscuridad. Pero ésta sólo caía, gradual e inexorablemente, sobre aquella única y
pequeña criatura que graznaba al viento sobre el gran páramo que era el mundo. Ensenadas
vacías, arenas vacías, mares vacíos.
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Todo cuanto alguna vez había contemplado, escuchado o sostenido con placer en mis
manos, había desaparecido o no había existido jamás, y el ave, planeando en círculos,
continuó su vuelo alzándose lejos de mí, o, para ser más exactos, lejos de nadie, abarcando
todo el paisaje, sin historia ni sentido, en la lisa negrura de uno de sus ojillos.
Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié cada trago
deslizándose por mi garganta y calmando aquella sed insondable. Y quise decir «sí, ahora lo
entiendo, ahora comprendo lo terrible, lo insoportable, de esta oscuridad». No lo sabía. No
podía saberlo. El ave volando sin reposo a través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre
el mar sin límites. Dios santo, basta. Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor
que el desesperado relincho de la yegua caída en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al
cabo, y el corazón —aquel corazón delicioso que era todos los corazones— estaba allí, de
puntillas contra mis labios.
Ahora, amor mío, ahora es el momento. Puedo engullir la vida que late en tu corazón y
mandarte al olvido en el que nada puede ser nunca comprendido o perdonado, o puedo traerte
a mí.
Le aparté de mí. Le estreché contra mí como un amante apasionado. Pero la visión no cesó.
Sus brazos me rodearon el cuello. Vi su rostro mojado, sus ojos en blanco. Entonces sacó la
lengua y lamió con ansia el corte que había preparado para él en mi garganta. Sí, con ansia,
con avidez.
Pero basta, por favor, que cese esta visión. Que se detenga ese remontar el vuelo, esa gran
panorámica de la tierra descolorida, ese graznido que no significa nada frente al aullido del
viento. El dolor no es nada comparado con esta oscuridad. No quiero..., no quiero...
Pero se iba disolviendo. Desaparecía lentamente.
Y, por último, todo quedó consumado. El velo de silencio había caído sobre él, como
sucediera con Gabrielle. Silencio. Se separó de mí, pero tuve que sostenerle, pues casi no se
mantenía en pie, con las manos en la boca y la sangre derramándose por la barbilla. Tenía la
boca abierta, y de ella surgió un sonido seco; a pesar de la sangre, un sonido seco.
Entonces, detrás de él y más allá de la visión del mar metálico y del ave solitaria que era su
único espectador, vi a Gabrielle en el umbral de la estancia, su cabello era el velo de oro en
torno a los hombros de una Virgen María, cuando, con la expresión de más infinita tristeza en el
rostro, musitó:
—El desastre, hijo mío.
A medianoche, quedó evidenciado que Nicolás no hablaba ni respondía a voz alguna, ni
hacía el menor movimiento por sí mismo. Permanecía inmóvil e inexpresivo allí donde le
dejábamos. Si la muerte le causaba daño, no dio ninguna muestra de ello. Si su nueva visión le
complacía, se lo guardó para él. Ni siquiera la sed le impulsó a actuar.
Y fue Gabrielle quien, después de observarle en silencio durante horas, le tomó de la mano,
le aseó y le puso ropas limpias. Escogió un gabán negro de lana, una de las pocas prendas
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oscuras de mi vestuario, y una camisa blanca de lino que le daba el extraño aspecto de un
joven clérigo, un poco demasiado serio, algo ingenuo.
Y, al contemplarles en el silencio de la cripta, tuve la absoluta certeza de que los dos podían
escuchar sus mutuos pensamientos. Sin una palabra, ella le guió en el trance. Sin una palabra,
le mandó a sentarse en el banco junto al fuego.
Finalmente, Gabrielle anunció:
—Ahora debe salir de caza.
Y, cuando volvió los ojos hacia él, Nicolás se levantó sin mirarla, como tirado de una cuerda.
Aturdido, los vi alejarse y escuché sus pasos en los peldaños de la escalera. Luego salí tras
ellos furtivamente y, asido a los barrotes de la verja principal, los vi alejarse a campo traviesa
como dos espíritus felinos.
El vacío de la noche era un frío permanente que se adueñaba de mí, que me atenazaba. Ni
siquiera el fuego del hogar logró calentarme cuando regresé a él.
Allí tenía el vacío y la quietud que me había dicho a mí mismo que deseaba: sí, estar solo
después de la espantosa lucha que había sostenido en París. Y, con la quietud, llegó la
comprensión de algo que me estaba dando zarpazos en las entrañas como un animal furioso:
me di cuenta de que ahora no podía soportar la presencia de Nicolás.
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La noche siguiente, cuando abrí los ojos, supe lo que debía hacer. No importaba si podía
soportar su presencia o no. Yo le había convertido en lo que ahora era, y tenía que encontrar el
modo de despertarlo de su estupor.
La cacería no le había cambiado, aunque, aparentemente, había bebido y matado bastante
bien. Ahora dependía de mí protegerle de la repulsión que sentía por él: era preciso que fuera a
París y le trajera la única cosa que podía hacerle reaccionar.
Lo único que Nicolás había amado mientras estaba vivo era su violín. Tal vez el instrumento
sirviera para despertarle. Se lo colocaría en las manos y él querría tocarlo de nuevo, querría
tocarlo con su nueva habilidad, y todo cambiaría y el hielo de mi corazón se derretiría de algún
modo.
Tan pronto como Gabrielle despertó, le conté lo que me proponía hacer.
—Pero, ¿y los demás? No puedes volver a París tú solo.
—Claro que puedo —respondí—. Tú eres necesaria aquí, a su lado. Si esas molestas
criaturas aparecieran por aquí, podrían atraerle a campo abierto, en el estado en que se
encuentra. Y además, quiero saber qué sucede bajo les Innocents. Quiero asegurarme de si
realmente gozamos de una tregua.
—No me gusta que vayas —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Te aseguro que si no creyera
que debemos hablar otra vez con Armand, que tenemos cosas que aprender de él y de la vieja
dama, me inclinaría por abandonar París esta noche.
—¿Y qué es lo que nos pueden enseñar? —repliqué con frialdad—. ¿Que es cierto que el
Sol gira en torno a la Tierra? ¿Que la Tierra es plana?
Con todo, la amargura de mis palabras me hizo sentir avergonzado. Una de las cosas que
podían revelarme era por qué los vampiros que yo creaba podían escuchar sus mutuos
pensamientos y a mí me resultaba imposible. Sin embargo, me sentía demasiado abrumado
por mi aversión hacia Nicolás para pensar en todo aquello.
Me limité a contemplar a Gabrielle y pensar en lo espléndido que había resultado ver cómo
se obraba en ella el Rito Oscuro, verla recuperar su belleza juvenil, convertirse de nuevo en la
diosa que había sido para mí cuando era un niño. Ver cambiar a Nicolás había sido también
verle morir.
Quizá sin leer las palabras en mi mente, ella comprendió perfectamente mis pensamientos.
Nos abrazamos dulcemente.
—Ten cuidado —musitó.
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Debería haber acudido directamente al piso a buscar el violín, y aún me quedaba ir a ver a
mi pobre Roget y contarle una sarta de mentiras. Y aquello de abandonar París..., cada vez
parecía el plan más adecuado para nosotros.
Pero, durante horas, lo único que hice fue vagar. Cacé por las Tullerías y los bulevares,
comportándome como si la asamblea bajo les Innocents no existiera, como si Nicolás estuviera
todavía vivo y a salvo en alguna parte, como si París entero fuera mío de nuevo.
Con todo, ni un solo instante dejé de estar atento a la presencia de las criaturas. Pensaba
en la vieja reina. Y, por fin, les oí donde menos lo esperaba, en el boulevard du Temple,
cuando me acercaba al teatro de Renaud.
Me extrañó que estuvieran en los lugares de luz, como ellos los denominaban. Sin embargo,
en cuestión de segundos, identifiqué a varios de ellos ocultos detrás del teatro. Y en esta
ocasión no había en ellos malevolencia, sino sólo una desesperada animación al percibir mi
proximidad.
Entonces vi el rostro lechoso de la mujer vampiro, la mujer hermosa de ojos oscuros y
cabellos de bruja. Estaba en el callejón junto a la puerta de artistas y se asomó por un instante,
llamándome por señas.
A lomos de mi montura, titubeé por unos instantes. El bulevar mostraba su habitual actividad
en una noche de primavera: cientos de paseantes entre el tráfico de carruajes, grupos de
músicos callejeros, prestidigitadores y saltimbanquis, los teatros iluminados con sus puertas
abiertas para invitar a la multitud. ¿Por qué habría de dejarlo todo para hablar con aquellas
criaturas? Presté atención. En realidad eran cuatro y estaban aguardando desesperadamente
mi aparición. Eran presa de un miedo terrible.
Muy bien, pues. Tiré de las riendas de la yegua y penetré en el callejón hasta llegar al
fondo, donde encontré a los cuatro acurrucados juntos contra la pared de piedra.
El muchacho de ojos grises estaba allí, cosa que me sorprendió, y mostraba una expresión
de desconcierto. Detrás de él distinguí a un hombre vampiro alto y rubio junto a una mujer
hermosa, ambos cubiertos de harapos como dos leprosos.
Fue la mujer de ojos oscuros, la que se había reído de mi pequeña broma en la escalera de
la cripta de les Innocents, quien rompió el silencio:
—¡Tienes que ayudarnos! —susurró.
—¿Yo? —Intenté dominar a la yegua, que mostraba su disgusto por la compañía—. ¿Por
qué habría de ayudaros?
—El amo está destruyendo la asamblea —dijo ella.
—Está destruyéndonos... —añadió el muchacho, sin mirarme. Tenía los ojos fijos en las
piedras del muro y capté de su mente imágenes de lo que estaba sucediendo, de la hoguera
encendida y de Armand arrojando al fuego a sus seguidores.
Traté de quitarme aquello de la cabeza, pero las imágenes me llegaban ahora de todos
aquellos seres. La mujer de ojos oscuros clavó éstos en los míos en un intento de hacer más
detalladas las imágenes: Armand enarbolando un gran madero chamuscado y conduciendo a
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los demás hacia las llamas, para luego empujarles a la pira con el propio madero mientras sus
víctimas pugnaban por huir.
—¡Dios santo, si vosotros erais doce! ¿No podíais defenderos?
—Lo hemos hecho y aquí estamos —expuso la mujer—. Armand echó al fuego a seis de
nosotros y los demás pudimos huir. Aterrorizados, buscamos lugares de descanso extraños
para pasar el día. Es algo que no habíamos hecho nunca, esto de dormir lejos de nuestras
tumbas sagradas. No sabíamos qué nos sucedería. Y, cuando hemos despertado, le hemos
encontrado allí. Ha conseguido destruir a dos más, de modo que sólo quedamos nosotros.
Incluso ha abierto las cámaras profundas y ha quemado a los hambrientos. Después ha
provocado derrumbamientos para cegar los túneles que conducen a nuestro lugar de reunión.
El muchacho alzó los ojos lentamente.
—Tú nos has hecho todo esto —susurró—. Tú nos has destruido a todos.
La mujer se colocó delante de él.
—Tienes que ayudarnos —suplicó—. Forma una nueva asamblea con nosotros. Ayúdanos
a existir como lo haces tú —añadió, mientras dirigía una mirada impaciente al muchacho.
—¿Pero y la anciana, la gran dama? —inquirí.
—Fue ella quien lo empezó todo —respondió el muchacho con voz amarga—. Se arrojó a la
hoguera voluntariamente. Dijo que iba a reunirse con Magnus. No dejaba de reírse, y fue
entonces cuando el amo echó a los otros a las llamas mientras los demás huíamos.
Incliné la cabeza. De modo que la vieja reina ya no estaba. Y todo lo que había conocido y
presenciado se había ido con ella, y lo único que había dejado era aquel joven perverso,
vengativo y necio que creía a pies juntillas en lo que ella había sabido falso.
—Tienes que ayudarnos —repitió la mujer de ojos oscuros—. Armand está en su derecho,
como amo de la asamblea, de destruir a los débiles, a los que no pueden sobrevivir.
—No podía permitir que la asamblea cayera en el caos —añadió la otra mujer vampiro, que
permanecía detrás del muchacho—. Sin la fe en las Leyes Oscuras, los otros habrían vagado
por el mundo sin saber qué hacer, despertando la alarma entre el populacho mortal. Pero si tú
nos ayudas a formar una nueva asamblea, a perfeccionarnos de nuevas maneras...
—El amo nos destruirá —murmuró el muchacho—. Nunca nos dejará en paz. Esperará el
momento en que nos separemos y...
—No es invencible —intervino el otro vampiro—. Y ha perdido toda convicción, recordad
eso.
—Y tú tienes la torre de Magnus, un lugar seguro... —añadió el muchacho con voz
desesperada, al tiempo que alzaba los ojos hacia mí.
—No, no puedo compartirla con vosotros —respondí—. Tenéis que ganar esta batalla
vosotros solos.
—Pero seguramente podrás guiarnos... —propuso su compañero.
—No me necesitáis —insistí—. ¿Qué habéis aprendido ya de mi ejemplo? ¿Qué habéis
aprendido de las cosas que dije anoche?
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—Aprendimos más de lo que hablaste después con él —replicó la mujer de ojos oscuros—.
Te oímos hablarle de una nueva maldad, de una maldad para estos tiempos, destinada a
moverse por el mundo bajo un perfecto disfraz mortal.
—Entonces, adoptad el disfraz —dije—. Tomad las ropas de vuestras víctimas y quedaos el
dinero que lleven en los bolsillos. Entonces podréis moveros entre los humanos como yo. Con
el tiempo, podéis acumular suficiente riqueza como para adquirir vuestra propia pequeña
fortaleza, vuestro santuario secreto. Entonces dejaréis de ser mendigos o fantasmas.
Pude observar la desesperación en sus rostros. Sin embargo, seguían mis palabras con
atención.
—Pero nuestra piel, nuestro timbre de voz... —protestó la mujer.
—Podéis engañar a los mortales. Es muy fácil. Sólo es preciso un poco de habilidad.
—¿Y cómo empezamos? —preguntó el muchacho, cabizbajo, como si sólo tomara en
consideración todo aquello a regañadientes—. ¿Qué clase de mortales podemos fingir ser?
—¡Escoge tú mismo! Mirad a vuestro alrededor. Disfrazaos de gitanos, si queréis; eso no
debería costaros demasiado... O, mejor aún, de mimos —añadí, volviendo los ojos hacia las
luces del bulevar.
—¡Mimos! —repitió la mujer de ojos oscuros con una pequeña chispa de excitación.
—Sí, actores. Artistas callejeros. Acróbatas. Haceos acróbatas. Seguro que los habéis visto
alguna vez. Podéis pintaros la cara con maquillaje para artistas y así pasarán desapercibidos
vuestros gestos y expresiones faciales extravagantes. No podríais escoger otro disfraz más
perfecto que ése. En el bulevar encontraréis todo tipo de mortales que habitan en la ciudad.
Aprenderéis todo cuanto necesitáis saber.
La mujer se echó a reír y miró a los otros. El hombre estaba sumido en profundos
pensamientos, la otra mujer meditaba y el muchacho parecía inseguro.
—Con vuestros poderes, podéis haceros prestidigitadores y saltimbanquis con facilidad —
insistí—. Para vosotros, no sería nada. Podríais tener miles de espectadores sin que nadie
adivinara nunca lo que sois.
—No fue eso lo que sucedió contigo en el escenario de este pequeño teatro —replicó con
frialdad el muchacho—. Tú llenaste de terror sus corazones.
—Porque así lo decidí —expliqué con una punzada de dolor—. Ésta es mi tragedia. Pero
puedo engañar a cualquiera cuando me lo proponga, y vosotros también.
Me llevé una mano al bolsillo y saqué un puñado de coronas de oro, que entregué a la mujer
de ojos oscuros. Ella tomó las monedas entra ambas manos y las contempló como si le
quemaran. Después levantó la vista y vi en sus ojos la imagen de mí mismo en el escenario del
teatro de Renaud, realizando aquellas descomunales proezas que habían hecho escapar al
público del local.
Pero la mujer tenía otra idea en la cabeza, pues sabía que el teatro estaba abandonado y
que me había ocupado de enviar lejos a la compañía.
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Y, por un instante, estudié su muda petición. Dejé que mi dolor se redoblara y me
atravesara, al tiempo que me preguntaba si mis interlocutores lo advertirían. Aunque, en fin de
cuentas, ¿qué importaba eso en realidad?
—Sí, por favor —dijo la mujer. Levantó su mano y tocó la mía con sus dedos blancos y
helados —. ¡Déjanos entrar en el teatro! ¡Por favor! —Volvió la cabeza y miró en dirección a la
entrada de artistas del local.
Dejarles entrar. Dejarles bailar sobre mi tumba.
Sin embargo, allí debían quedar todavía viejos trajes y disfraces, restos del vestuario de una
trouppe que había pasado a disponer de todo el dinero del mundo para renovar su
indumentaria escénica. Aún debía haber viejos cubos de pintura blanca, y agua en los
barreños. Mil y un tesoros abandonados con las prisas de la partida.
Me sentí aturdido, incapaz de pensar en todo aquello. Me resistía a rememorar todo lo que
había sucedido en aquel teatro.
—Está bien —asentí, y aparté la vista como si algo me hubiera distraído—. Podéis entrar en
el teatro si queréis. Podéis utilizar todo lo que hay dentro.
La mujer se me acercó aún más y, de pronto, apretó sus labios sobre el revés de mi mano.
—No olvidaremos esto —musitó—. Me llamo Eleni, este muchacho es Laurent, el hombre
de ahí es Félix y la mujer que está junto a él, Eugénie. Si Armand intenta algo contra ti, será
como si nos lo hiciera a nosotros.
—Espero que os vaya bien y prosperéis —respondí y, cosa extraña, mis palabras eran
sinceras. Me pregunté si alguno de ellos, con todas sus Leyes Oscuras y sus Ritos Oscuros,
había deseado realmente aquella pesadilla que todos compartíamos. En realidad, habían sido
arrastrados a ella igual que me había sucedido a mí. Y ahora, para bien o para mal, todos
éramos Hijos de las Tinieblas.
—Pero sed cautos en vuestro comportamiento —les advertí—. No traigáis nunca aquí a
vuestras víctimas, ni cacéis en las inmediaciones del teatro. Actuad con cautela y proteged la
seguridad de vuestro refugio.
Eran las tres pasadas cuando crucé el puente de la Ile de Saint Louis. Ya había perdido
demasiado tiempo. Ahora debía encontrar el violín.
Pero, no bien me acerqué a la casa de Nicolás en el quai, vi que algo iba mal. Las ventanas
estaban desnudas. Todas las cortinas habían sido arrancadas y, sin embargo, el lugar estaba
lleno de luz, como si en el interior ardieran cientos de velas. Era muy extraño. Roget no podía
todavía haber tomado posesión del piso, pues no había transcurrido el tiempo suficiente para
dar por hecho que Nicolás había tenido algún mal encuentro.
Me encaramé rápidamente al techo y descendí por la pared hasta la ventana del patio;
comprobé que allí también habían quitado las cortinas.
Y vi encendidas todas las velas de los candelabros y de los brazos de luz de las paredes.
Incluso las había sujetas con su propia cera sobre el piano y escritorio. La sala estaba
completamente revuelta.
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Todos los libros habían sido sacados de los estantes, y algunos volúmenes estaban hechos
pedazos; sus páginas rotas. Incluso los libros de música habían sido esparcidos hoja por hoja
sobre la alfombra, y todos los cuadros estaban colocados sobre las mesas junto con otros
pequeños objetos: monedas, billetes, llaves...
Tal vez las criaturas diabólicas habían arrasado la casa al llevarse a Nicolás. Pero entonces,
¿quién había encendido las velas? Aquello no encajaba.
Presté atención. No había nadie en el piso, o eso parecía. Pero en ese instante escuché
algo; no pensamientos, sino un leve sonido. Fruncí el entrecejo, concentrándome, y me di
cuenta de que estaba oyendo pasar unas páginas. Luego oí caer algo al suelo y nuevos ruidos
de pasar páginas; un ruido áspero, de hojas apergaminadas. Después, el estruendo del
presunto volumen arrojado al suelo.
Entreabrí con todo sigilo la ventana. Los ruidos continuaron, pero no capté ningún olor a
humano, ni asomo alguno de pensamientos.
Sin embargo, allí había sin duda un olor extraño. Un olor más penetrante que el del tabaco y
el de la cera de las velas. Era el mismo hedor de la tierra del cementerio que impregnaba a los
vampiros.
Más velas en el pasillo. Velas en la alcoba, y el mismo desorden: libros abiertos y arrojados
al suelo en descuidados montones, ropa de cama hecha un revoltijo, cuadros apilados sin
ningún orden, armarios vaciados, cajones arrancados de las cómodas...
Pero no logré dar con el violín por ninguna parte.
De otra de las habitaciones seguía surgiendo el sonido de unas manos que pasaban hojas a
toda prisa.
Fuera quien fuese —y, por supuesto, supe enseguida de quién tenía que tratarse—, no le
importaba un comino mi presencia. No se había detenido ni para tomar un aliento.
Avancé por el pasillo, me detuve a la puerta de la biblioteca y me encontré mirándole
mientras él seguía su trabajo.
Era Armand, por supuesto, pero yo no estaba preparado para la imagen que presentaba allí.
La cera de las velas caía por el busto de mármol de César y se derramaba sobre los
brillantes colores de los diferentes países en el globo terráqueo. Y los libros formaban
montañas sobre la alfombra, salvo los del último estante del rincón, donde ahora se encontraba
Armand vestido todavía con sus viejos harapos y con el cabello lleno de polvo, sin hacerme el
menor caso mientras su mano pasaba página tras página, sus ojos fijos en las palabras que
tenía delante, sus labios entreabiertos; su expresión, la de un insecto concentrado en masticar
la hoja en la que se ha posado.
Un aspecto absolutamente horrible el suyo. ¡Estaba absorbiendo todo cuanto contenían los
volúmenes!
Finalmente, dejó caer el que tenía en las manos y tomó otro, lo abrió y empezó a devorarlo
de la misma manera, moviendo los dedos de una frase a otra con sobrenatural celeridad.
Advertí que Armand había examinado todo cuanto contenía el piso con aquella misma
voracidad, incluidas la ropa de cama y las cortinas, los cuadros descolgados de sus ganchos, el
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contenido de armarios y cómodas, pero que era en los libros donde estaba adquiriendo más
conocimientos. Por el suelo había obras de todo tipo, desde La guerra de las Gaitas de Julio
César a novelas inglesas contemporáneas.
Con todo, no era su aspecto el único horror. Estaba también el caos que estaba dejando a
su paso, el absoluto desprecio por las cosas que tocaba.
Y su absoluto desprecio hacia mí.
Terminó de revisar el último libro, o dejó de prestarle atención, y empezó a revolver los
viejos periódicos apilados en un estante bajo.
Me descubrí retrocediendo, retirándome de la estancia y apartándome de él con la vista fija
en su pequeña y sucia figura. Su cabellera castaña rojiza despedía tenues reflejos a pesar del
polvo, y sus ojos brillaban como dos llamas.
Aquel ser extraviado del inframundo tenía un aspecto grotesco entre las velas y el
vertiginoso colorido de la vivienda, pero, aun así, su hermosura era patente. No necesitaba las
sombras de Notre Dame ni la luz de las teas de la cripta para que resaltara su belleza y, bajo
aquella brillante luminosidad, había en él un aire de ferocidad que no le había observado
nunca.
Me sentí presa de una abrumadora confusión. Armand era a la vez peligroso y apremiante.
Podría haberme quedado mirándolo eternamente, pero un instinto imperioso me dijo: «Vete,
déjale este sitio si lo quiere. ¿Qué importa ya eso?».
El violín. Traté desesperadamente de pensar en el violín para dejar de contemplar el
movimiento de sus dedos sobre las palabras, la incansable concentración de sus ojos.
Le volví la espalda y fui al salón. Me temblaban las manos. Apenas podía soportar la idea
de saberle allí. Busqué por todas partes, pero no logré encontrar el violín. ¿Qué podía haber
hecho Nicolás con él? No se me ocurrió nada.
El paso de las páginas, el crujido del papel, el leve ruido del periódico al caer a suelo.
Decidí volver de inmediato a la torre.
Me disponía a pasar rápidamente ante la biblioteca, cuando, sin previo aviso, su mensaje
sin sonido habló en mi mente. Me detuve. Era como si una mano me asiera del cuello. Me volví
y le encontré mirándome.
«¿Qué hay de esos silenciosos hijos tuyos? ¿Les amas? ¿Te aman ellos?»
Ésa fue su pregunta, y su significado fue desentrañándose trabajosamente en mi cabeza
entre ecos interminables.
Hasta el último libro de los estantes se hallaba ahora por el suelo. Armand era un espectro
entre las ruinas, un visitante del diablo en quien él creía. Y, con todo, su rostro seguía siendo
muy tierno, muy juvenil.
«El Rito Oscuro nunca trae amor, ¿entiendes?, sólo trae silencio.» Sus conceptos parecían
más suaves en su insonoridad, más claros; el eco terminó de disiparse. «Nosotros decíamos
que era la voluntad de Satán que el maestro y el novicio no buscaran consuelo el uno en el
otro. Al fin y al cabo, era a Satán a quien servíamos.»
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Cada una de sus palabras penetró en mí. Cada una de sus palabras fue acogida por un
secreto y humillante sentimiento de curiosidad y de vulnerabilidad. Pero me negué a permitir
que se diera cuenta de ello y, furioso, exclamé:
—¿Qué quieres de mí?
Al hablar, fue como si se rompiera algo. Sentí más miedo de Armand en aquel momento que
en ningún instante de nuestras anteriores discusiones y enfrentamientos, y siempre he odiado a
aquellos que me hacen sentir miedo, a aquellos que conocen cosas que yo preciso saber, a
aquellos que tienen tal poder sobre mí.
—Es como no saber leer, ¿verdad? —dijo en voz alta—. Y a tu creador, a ese proscrito de
Magnus, ¿le importó para algo tu ignorancia? No te explicó ni siquiera las cosas más simples,
¿verdad?
No hubo el menor cambio en su expresión al hablar.
—¿No han sido siempre así las cosas? ¿Alguna vez has tenido a alguien que te enseñara
algo?
—Estás sacando esos argumentos de mis recuerdos... —repliqué. Estaba pasmado. Vi el
monasterio donde había estado de chiquillo, las filas y filas de volúmenes que no sabía leer, la
figura de Gabrielle inclinada sobre sus libros, de espaldas a todos nosotros—. ¡Basta!
Me pareció como si hubiese transcurrido muchísimo tiempo. Me sentía desorientado. Y
Armand continuó lanzando mensajes, esta vez en silencio.
«Esos que has creado nunca te dan satisfacción. En el silencio sólo crecen la desavenencia
y el resentimiento.»
Quise moverme, pero permanecí inmóvil. No podía hacer otra cosa que mirarle mientras
continuaba.
«Tú me deseas, y yo a ti, y sólo nosotros dos en todo este mundo nos merecemos
mutuamente. ¿No te das cuenta de ello?»
Sus mudos mensajes parecieron extenderse, ampliarse, como una nota de violín sostenida
por toda la eternidad.
—Esto es una locura —susurré. Recordé todas las cosas que me había dicho, las
acusaciones que había formulado contra mí, los horrores que las otras criaturas me habían
descrito sobre los desgraciados a los que había arrojado a la hoguera.
—¿Lo es? ¿Es una locura? —inquirió él—. Ve entonces con tus silenciosos hijos. En este
preciso instante se estarán diciendo lo que no pueden decirte a ti.
—Mientes... —murmuré.
—Y el paso del tiempo sólo acrecentará su independencia. Pero aprende por ti mismo.
Cuando quieras venir a mí, me encontrarás fácilmente. Al fin y al cabo, ¿dónde podría ir? ¿Qué
podría hacer? Tú me has vuelto a convertir en un huérfano.
—Yo no... —protesté.
—Sí, tú —insistió él—. Tú has sido el causante, tú diste con todo al traste. —Pese a las
recriminaciones, no aprecié cólera alguna en su voz—. Pero puedo esperar a que vengas a mí,
a que acudas a plantearme las preguntas que sólo yo puedo responder.
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Le contemplé durante un instante. No sé cuánto tiempo estuve así. Era como si no pudiera
moverme, como si no pudiera ver otra cosa que su figura, y comprendí que estaba
envolviéndome de nuevo la profunda sensación de paz que había conocido en Notre Dame, el
hechizo que ya había utilizado Armand contra mí. Sólo quedó una luz que le envolvía, y fue
como si se acercara a mí y yo a él, aunque ninguno de los dos nos movimos. Armand estaba
atrayéndome, arrastrándome hacia él.
Di media vuelta tambaleándome, perdiendo el equilibrio, pero logré salir de la sala. Corrí por
el pasillo, y pronto me escabullí de nuevo por la ventana para escalar la pared hasta el techo.
Instantes después, cabalgaba al galope por la Ile de la Cité como si Armand me persiguiera.
Mi corazón no moderó su frenético latir hasta que hube dejado atrás la ciudad.
El tañido de las campanas del infierno.
La torre se alzaba en la oscuridad contra las primeras luces del alba. Mi pequeño grupo ya
se había retirado a descansar en su cripta de las mazmorras.
No abrí los sepulcros para mirarles aunque sentía unos desesperados deseos de hacerlo,
de ver otra vez a Gabrielle y tocar su mano.
Subí solo hacia las almenas para contemplar el milagro ardiente del amanecer que se
aproximaba, de aquel momento que jamás volvería a ver completo. El tañido de las campanas
del infierno, mi música secreta...
Pero me llegaba también otro sonido. Lo advertí mientras subía la escalera y me maravilló
su capacidad para alcanzarme. Era una especie de canción suave y dulce, que llegaba a mí
como si salvara una distancia inmensa.
Una vez, hacía años, había escuchado a un joven campesino que venía cantando por la
carretera que partía del pueblo hacia el norte. El muchacho no se había fijado en si alguien lo
escuchaba, se había creído a solas en el campo abierto y su voz había poseído una fuerza
interna y una pureza que le habían conferido una belleza sobrenatural. Las letras de la vieja
tonada eran lo de menos.
Era ésta la voz que ahora me llamaba. Era la misma voz solitaria, alzándose sobre la
distancia que nos separaba para recoger en sí misma todos los sonidos.
Volví a sentir miedo, pero aun así, abrí la puerta de lo alto de la escalera y salí al exterior.
Percibí la brisa sedosa de la mañana y el parpadeo ensoñador de las últimas estrellas. El cielo
no era ya un dosel, sino más bien una neblina que se alzaba interminable sobre mí, y las
estrellas escapaban hacia arriba, haciéndose todavía más pequeñas entre la niebla.
Como una nota emitida en las altas montañas, la voz lejana se hizo más aguda, tocándome
el pecho en el lugar donde había posado mi mano.
La voz me traspasó como un rayo de luz rasga la oscuridad, canturreando: «Ven a mí. Todo
quedará olvidado sólo con que vuelvas a mí. Estoy más sólo de lo que he estado nunca».
Y, acompañando a la voz, llegó hasta mí una sensación de posibilidades sin límite, de
asombro y expectación, que traía consigo la visión de Armand plantado en solitario ante las
puertas abiertas de Notre Dame. El tiempo y el espacio eran meras ilusiones. Le vi envuelto en
una luz lechosa ante el altar principal, una figura ágil y veloz envuelta en regios harapos y sin
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otra expresión en sus ojos que la paciencia, hasta desvanecerse en un leve resplandor. En
aquel instante no existía ninguna cripta secreta bajo les Innocents. No existía la visión
espantosa de aquel fantasma andrajoso bajo la radiante luminosidad de la biblioteca de
Nicolás, arrojando los libros al suelo como si fueran cáscaras vacías al terminar de hojearlos.
Creo que me arrodillé y apoyé la cabeza contra las melladas losas del suelo. Vi la Luna
como un fantasma desvaneciéndose y el Sol debió tocarla, porque su brillo me hizo daño y me
obligó a cerrar los ojos.
Sin embargo, sentí al mismo tiempo una gran exaltación, un éxtasis. Era como si mi espíritu
pudiera saborear la gloria del Rito Oscuro, sin necesidad de derramar sangre, en la intimidad
de aquella voz que me hendía y buscaba la parte más tierna y más secreta de mi alma.
«¿Qué deseas de mí?» quise decirle. «¿Cómo puedes ofrecerme el perdón y el olvido
cuando hace tan poco sólo sentías por mí el rencor más profundo? Tu asamblea, destruida.
Esos horrores que no quiero imaginar...»
Todo esto quise decirle, pero, como antes, me resultó imposible articular las palabras. Y
esta vez me di cuenta de que, si me atrevía a intentarlo, la sensación de felicidad
desaparecería y me abandonaría, y que la angustia sería peor aún que la sed de sangre.
Con todo, aunque permanecí callado, envuelto en el misterio de aquel sentimiento, reconocí
imágenes y pensamientos extraños que no me pertenecían.
Me vi a mí mismo regresando a las mazmorras y tomando en mis brazos los cuerpos
inanimados de los dos monstruos de mi propia raza a los que tanto amaba. Me vi
transportándolos a la azotea de la torre y dejándolos allí, impotentes, a merced del sol naciente.
Las campanas del infierno repicaban en vano por ellos: tocaban alarma. Y el sol les consumía y
les reducía a cenizas con cabello humano.
Mi mente retrocedió ante todo aquello, se replegó en sí misma, presa del más desgarrador
desengaño.
—Basta, Armand —susurré. ¡Ah, cuánto me dolía aquella decepción, aquella reducción de
posibilidades...!—. Qué estúpido has sido al pensar que yo podría hacer tal cosa...
La voz se desvaneció, se apartó de mí y sentí la soledad en cada poro de mi piel. Era como
si me hubieran privado para siempre de cualquier cobijo y, en adelante, fuera a sentirme
siempre tan desnudo y desdichado como en aquel instante.
Y sentí en la lejanía una convulsión de energía, como si el espíritu que había creado la voz
estuviera enroscándose sobre sí mismo con una gran lengua.
—¡Traición! —exclamé en voz más alta—. Pero, ¡ah!, qué tristeza, qué error de cálculo.
¡Cómo puedes decir que me deseas!
Pero se había ido. Había desaparecido por completo. Y, presa de la desesperación, deseé
que volviera aunque fuera para luchar contra mí. Anhelé gozar de nuevo de aquella sensación
de posibilidad, de aquella deliciosa llamarada.
Y vi su rostro en Notre Dame, juvenil y casi dulce, como el de un santo pintado por
Leonardo.
Me invadió una terrible sensación de fatalidad.
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Tan pronto como Gabrielle despertó, la conduje lejos de Nicolás y le expliqué todo lo que
había tenido lugar la noche anterior. Le conté todo cuanto Armand había sugerido y dicho. Con
cierta incomodidad, mencioné el silencio que existía entre ella y yo, y le aseguré saber ahora
que tal situación no iba a cambiar.
—Debemos dejar París lo antes posible —dije por fin—. Esa criatura es demasiado
peligrosa. Y esas otras a las que he cedido el teatro...; ninguna de ellas sabe nada, salvo lo que
él les ha enseñado. Propongo que les dejemos París y tomemos la Senda del Mal, por usar las
palabras de la vieja reina.
Había esperado de ella una reacción de furia contra mí, y de malevolencia hacia Armand,
pero permaneció serena durante toda mi exposición.
—Quedan demasiadas preguntas por responder, Lestat —dijo al fin—. Quiero saber cómo
nació su asamblea. Y quiero conocer todo lo que Armand sabe de nosotros.
—Madre, estoy tentado de volver la espalda a todo eso. No me importa cómo se inició y
dudo que él mismo lo sepa.
—Te entiendo, Lestat —respondió ella con calma—. Créeme, te entiendo. Cuando todo
quede aclarado, estas criaturas me importarán menos que los árboles de este bosque o que las
estrellas que lucen ahí arriba. Preferiría estudiar las corrientes del viento o los dibujos de las
hojas al caer...
—Exacto.
—Pero no debemos precipitarnos. Ahora, lo importante es que los tres permanezcamos
juntos. Debemos ir juntos a la ciudad y prepararnos con tranquilidad para marcharnos juntos
más adelante. Y juntos también debemos trazar el plan para despertar a Nicolás con el violín.
Quise preguntarle por Nicolás, saber qué había tras su silencio, qué podía ella adivinar en
su mente. Sin embargo, las palabras se me secaron en la garganta y recordé, como lo había
hecho en todo instante, el comentario que Gabrielle había hecho en aquellos primeros
instantes: «El desastre, hijo mío».
Me pasó el brazo por la cintura y me condujo de nuevo hacia la torre.
—No tengo que leer tus pensamientos —dijo— para saber lo que dice tu corazón.
Llevémosle a París y busquemos el Stradivarius. —Se puso de puntillas para darme un beso y
añadió—: Ya estábamos juntos en la Senda del Mal antes de que sucediera todo esto, y pronto
volveremos a tomarla.
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Conducir a Nicolás a París resultó tan fácil como llevarle a cualquier otra parte. Como un
fantasma, montó a caballo y cabalgó a nuestro lado; únicamente su oscura melena y su capa,
batidas por el viento, parecían tener vida.
Cuando cobramos nuestras víctimas en la Ile de la Cité, advertí que no verle cazar y matar
me resultaba insoportable.
Y no me daba ninguna esperanza verle hacer aquellas cosas sencillas con la torpeza y
lentitud de un sonámbulo. Tal cosa sólo demostraba que podía continuar en aquel estado para
siempre, como nuestro silencioso cómplice, poco más que un cadáver resucitado.
Sin embargo, mientras recorríamos juntos las callejas, se adueñó de mí una sensación
inesperada. Ahora éramos tres, no dos. Éramos un grupo, una asamblea. Y si conseguía
reanimarle...
No obstante, lo primero era la visita a Roget. Tenía que presentarme solo ante el abogado,
de modo que les dejé esperando a unas cuantas puertas de la casa y, mientras golpeaba el
picaporte, tomé fuerzas para acometer la actuación más horrorosa de mi carrera teatral.
Pues bien, muy pronto iba a aprender una importante lección acerca de los humanos y de
su disposición a convencerse de que el mundo es un lugar seguro. Roget se mostró encantado
de verme. Estaba tan aliviado de encontrarme «vivo y en buen estado de salud» y de
comprobar que seguía requiriendo sus servicios, que, con grandes aspavientos de cabeza,
aceptó mis disparatadas explicaciones sin apenas darme tiempo a empezarlas.
(Y esta lección sobre la tranquilidad de los mortales no iba a olvidarla nunca. Aunque un
espíritu esté haciendo pedazos una casa, aunque haga volar los platos y las ollas, derrame
agua sobre los cojines o haga que los relojes suenen a todas horas, los mortales aceptarán
prácticamente cualquier «explicación natural» que se les ofrezca, por absurda que sea, antes
que la obvia explicación sobrenatural del suceso.)
También quedó claro casi desde el primer momento que el abogado creía que Gabrielle y yo
habíamos abandonado la alcoba de la casa por la puerta de servicio, una posibilidad en la que
yo no había caído hasta entonces. Así, pues, respecto a los candelabros retorcidos, lo único
que hice fue murmurar unas frases sobre si me había vuelto loco de dolor al ver a mi madre en
el lecho de muerte. Roget lo comprendió enseguida.
En cuanto a la razón de que me la llevara... En fin, Gabrielle había insistido en que la alejara
de todos y la llevara a un convento, donde ahora se encontraba.
—¡Ah, señor abogado, su mejoría es un milagro! —exclamé—. Si pudiera verla... Pero no
importa. Nos vamos de inmediato a Italia con Nicolás de Lenfent y necesitamos dinero en
efectivo, letras de crédito, lo que sea. Y un carruaje, uno grande para viajes largos, y un buen
tiro de seis caballos. Ocúpese de esto, que esté todo preparado para primera hora de la noche
del viernes. Y escríbale a mi padre diciéndole que nos llevamos a mi madre a Italia. Supongo
que mi padre se encuentra bien, ¿verdad?
—Sí, sí. Por supuesto, únicamente le he hecho llegar las noticias más tranquilizadoras...
—Muy prudente por su parte. Sabía que podía confiar en usted. ¿Qué haría yo sin su
colaboración? ¿Y qué me dice ahora de estos rubíes? ¿Podría convertirlos en dinero
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inmediatamente? También tengo unas monedas españolas para vender. Bastante antiguas,
creo.
Tomó nota de todo como un poseso, mientras todas sus dudas y sospechas se fundían bajo
el calor de mis sonrisas. ¡Estaba tan contento de tener algo que hacer!
—Conserve vacío mi local del boulevard du Temple —le ordené—. Y, naturalmente, quiero
que se encargue de todo.
El local del boulevard du Temple, el escondrijo de un grupo de vampiros harapientos y
desesperados, a menos que Armand los hubiera descubierto y los hubiera quemado como
viejos trajes de atrezo. Muy pronto encontraría la respuesta a aquel interrogante.
Bajé los peldaños hasta la calle silbando para mí de la manera más humana, satisfecho de
haber cumplido con aquella desagradable obligación. Entonces advertí que Nicolás y Gabrielle
no aparecían por ninguna parte.
Me detuve y observé con atención la calle.
Vi a Gabrielle en el preciso instante de escuchar su voz: una figura joven y varonil surgiendo
impetuosa de una callejuela, como si se acabara de materializar allí mismo.
—¡Lestat, se ha ido..., ha desaparecido! —exclamó.
No supe qué responder. Dije alguna estupidez, algo así como «¿Qué quieres decir,
desaparecido?», pero mis pensamientos casi ahogaban las palabras antes de que surgieran de
mi cabeza. Si hasta aquel instante había dudado de mi amor por él, me había estado mintiendo
a mí mismo.
—Le he dado la espalda y todo ha sido así de rápido, te lo aseguro —explicó ella, entre
apenada y furiosa.
—¿Has oído a alguien más...?
—No. A nadie. Sencillamente, todo ha sido demasiado rápido.
—Sí, siempre que se haya movido por sí mismo, que no se lo haya llevado...
—¿Armand? Habría notado su miedo si él hubiera intervenido —insistió.
—Pero, ¿estás segura de que Nicolás tenga miedo, de que sienta algo?
Yo estaba absolutamente aterrado y exasperado. Nicolás se había desvanecido en una
oscuridad que se extendía alrededor de nosotros como una rueda gigante en torno a su eje.
Creo que apreté los puños y debí hacer algún vago gesto de pánico.
—Escúchame —dijo—. Sólo hay dos cosas que dan vueltas y vueltas en su mente...
—¡Dímelas!
—Una es la hoguera de la cripta bajo les Innocents donde estuvo a punto de ser quemado.
La otra es un pequeño teatro..., unas luces, un proscenio, un escenario...
—El teatro de Renaud —murmuré.
Juntos, ella y yo éramos arcángeles. No tardamos un cuarto de hora en llegar al ruidoso
bulevar y, entre la animada multitud, pasamos ante la abandonada fachada del local de Renaud
para dirigirnos a la puerta de artistas.
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Los tablones estaban astillados, y las cerraduras, rotas. Sin embargo, no capté sonido
alguno de Eleni y de las demás criaturas mientras avanzábamos con sigilo por el pasillo que
rodeaba los bastidores. Allí no había nadie.
Quizás Armand había devuelto al redil a sus hijos, después de todo, y la culpa era mía por
no haberles acogido a mi lado.
No había nada, salvo la jungla de utillería, los grandes decorados pintados con el día y la
noche y la montaña y el valle, y los camerinos abiertos, aquellos abigarrados cuartuchos
donde, aquí y allá, un espejo reflejaba la luz que se filtraba por la puerta abierta que habíamos
dejado atrás.
Entonces, la mano de Gabrielle se cerró en mi manga. Con un gesto, señaló el escenario y,
por la expresión de su rostro, supe que no eran los otros. Quien estaba allí era Nicolás.
Me acerqué al lateral del escenario. El telón de terciopelo estaba corrido a ambos lados, y
distinguí claramente su figura en el foso de la orquesta. Estaba sentado en su lugar habitual,
con las manos cruzadas sobre los muslos. Tenía el rostro vuelto hacia mí, pero no advertía mi
presencia. Seguía con la mirada perdida, como siempre.
Y evoqué las extrañas palabras de Gabrielle la noche después de que la creara, respecto a
que no podía sobreponerse a la sensación de haber muerto y de no poder influir en nada en el
mundo mortal.
Su aspecto era translúcido, carente de vida. Era el aspecto mudo e inexpresivo con que uno
casi tropieza en las sombras de la casa encantada, casi fundido con el mobiliario polvoriento;
era, tal vez, el espanto más horrible de todos cuantos existen.
Miré si tenía el violín en el suelo apoyado en la silla y, al ver que no era así, me dije que aún
tenía una oportunidad.
—Quédate aquí y vigila —indiqué a Gabrielle. Sin embargo, el corazón se me desbocó
cuando alcé la mirada al teatro a oscuras, cuando me dejé embriagar por los viejos olores.
«¡Oh, Nicolás!» pensé. «¿Por qué has tenido que traernos aquí, a este lugar hechizado?
Aunque, ¿quién soy yo para preguntarlo? También yo volví, ¿no es cierto?»
Encendí la única vela que encontré en el camerino de la primera actriz. Por todas partes
había botes de pintura de teatro abiertos, y en las perchas colgaban aún numerosos trajes
desechados. Todos los camerinos por los que pasé estaban llenos de vestuario abandonado,
peines y cepillos olvidados, flores marchitas todavía en los jarrones y polvos de maquillaje
derramados por el suelo.
Volví a pensar en Eleni y los demás, y advertí que se apreciaba allí un levísimo aroma a les
Innocents. Distinguí unas huellas de pisadas de pies desnudos muy claras en el polvo. Sí, las
criaturas habían entrado. Y habían encendido velas, sin duda, pues el olor a cera parecía muy
reciente.
Fuera como fuese, no había entrado en mi antiguo camerino, la estancia que Nicolás y yo
compartíamos antes de cada actuación. Todavía estaba cerrada y, cuando la abrí por la fuerza,
me llevé una desagradable sorpresa. Todo seguía exactamente como lo había dejado.
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Estaba limpia y ordenada, incluso el espejo estaba libre de polvo, y encontré todas mis
pertenencias tal como las dejara la última noche que había pasado allí. Vi mi vieja capa
colgada de la percha, las viejas ropas que había traído del campo y un par de botas arrugadas.
Encontré también mis tarros de maquillaje para la escena en perfecto orden, y la peluca —que
sólo había lucido en el teatro— en su cabeza de madera. Las cartas de Gabrielle formaban un
pequeño montón; los ejemplares de periódicos ingleses y franceses en los que se mencionaba
la obra y una botella de vino aún medio llena, con el tapón seco, completaban el inventario.
Y allí, en la oscuridad bajo el tocador de mármol, cubierta en parte por un gabán negro
hecho un fardo, había una brillante caja de violín. No era la del instrumento que habíamos
traído del pueblo. No. En su interior debía estar el preciado regalo que le había comprado
después, con la «moneda del reino»: el violín Stradivarius.
Me agaché y abrí la tapa. Efectivamente, contenía el bello instrumento, delicado y dotado de
un oscuro brillo, abandonado allí entre todas aquellas cosas sin valor.
Me pregunté si Eleni y los demás se lo habrían quedado en el caso de haber entrado en el
camerino. ¿Habrían sabido reconocer su posible utilidad y su valor?
Dejé la vela por un instante, saqué con cuidado el violín y tensé las cerdas de crin del arco
como le había visto hacer mil veces a Nicolás. Luego llevé el instrumento y la vela otra vez al
escenario, me agaché y empecé a encender la larga serie de velas que formaba la batería de
luces del proscenio.
Gabrielle me contempló, impasible. Luego acudió a ayudarme.
Fue encendiendo una vela tras otra y prendió a continuación los candelabros de las
paredes.
Pareció que Nicolás se agitaba, pero tal vez fue sólo la creciente iluminación de su perfil, la
suave luz que emanaba del escenario y se extendía por la sala vacía. Los profundos pliegues
del terciopelo cobraron vida por doquier y los ornados espejuelos incrustados en el frontis del
anfiteatro y de los palcos se convirtieron en otras tantas luces.
Qué bello era aquel rincón, nuestro rincón. Había sido la puerta al mundo, cuando éramos
mortales. Y, finalmente, habría resultado la puerta del infierno.
Cuando terminé de encender las velas, me detuve un momento sobre el escenario y admiré
los pasamanos dorados, la nueva araña de luces que colgaba del techo y, arriba de todo, las
máscaras de la comedia y de la tragedia como dos caras surgiendo del mismo cuello.
El local parecía mucho más pequeño cuando estaba vacío. En cambio, ningún teatro de
París parecía más grande cuando estaba lleno.
Llegaba del exterior el ronco rumor del tráfico en el bulevar, finas voces humanas alzándose
de vez en cuando como chispas sobre el murmullo de fondo. Debía estar pasando un carruaje
pesado, porque todo cuanto contenía el teatro vibró ligeramente: la llama de las velas en los
reflectores, el enorme telón recogido a izquierda y derecha, el decorado con un jardín
bellamente dibujado y unas nubes en el cielo.
Pasé delante de Nicolás, que no me había dirigido la mirada un solo instante, y descendí la
escalerilla situada tras él hasta el foso de la orquesta. Me acerqué a su silla con el violín.