# 08 | FEBRERO-MARZO, 2014 | LITERATURA Y ARTE | GRATIS MULA BLANCA Literatura: Alejandro Badillo (6) Poesía: Mario Benedetti (16) | Chris Torrance (11) | Galo Ghigliotto (22) | Luis Eduardo García (26) Arquitectura: Estudio Macías Peredo (14) Reseñas: Cordiox, Voces Paranoicas, Nina (28) | El Lobo de Wall Street (30)
Mula Blanca 8 – Revista bimestral de poesía, literatura, arte y cultura.
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# 08 | FEBRERO-MARZO, 2014 | LITERATURA Y ARTE | GRATISMULA BLANCA
Literatura: Alejandro Badillo (6)
Poesía: Mario Benedetti (16) | Chris Torrance (11) | Galo Ghigliotto (22) | Luis Eduardo García (26)
Arquitectura: Estudio Macías Peredo (14)
Reseñas: Cordiox, Voces Paranoicas, Nina (28) | El Lobo de Wall Street (30)
MULA BLANCA
DIRECCIÓN: José Luis Bobadilla
EDICIÓN LITERATURA: Ricardo Cázares
DISEÑO: Radjarani Torres
DIRECCIÓN COMERCIAL: Abel Ibáñez Galván
PUBLICIDAD: Josué Ríos
SITIO WEB: Alberto Iván Hernández Ruíz
REDES SOCIALES: Beatriz Ladrón de Guevara
DIRECCIÓN: Tamaulipas 153-C, Colonia Hipódromo Condesa,
México. D.F., C.P. 06179.
# 08 | FEBRERO-MARZO, 2014 | PUBLICACIÓN GRATUITA
N° de certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: en trámite.
mulablanca.comPara obtener información sobre los colaboradores incluidos en este número visita:
La poesía, como escribió Emilio Adolfo Westphalen, transita por vías soterradas.
De un lugar a otro, por medios y caminos muy distintos, los poemas encuentran sus
lectores. Mario Benedetti, homónimo del famoso escritor uruguayo, es un poeta italiano
con algunos libros publicados. La serie “Lágrimas” pertenece a su libro Pitture nere
su cara y gracias a su traductor, José Molina, podemos leer algunos de sus versos
en estás páginas. Cuando Molina me acercó sus traducciones sentí inmediatamente que
debían ser compartidas con nuestros lectores. Los poemas poseen una densidad y hondura
infrecuentes y considero que significarán una ampliación del horizonte poético de
lo que se lee y se escribe nuestro país. Lo mismo sucede con los poemas de Chris
Torrance, poeta inglés poco conocido, y Galo Ghigliotto, poeta, narrador y editor
chileno, autor de Valdivia, un poema-río imperdible. Luego de leer con entusiasmo Dos
estudios a partir de la descomposición de Marcus Rothkowitz le escribí a Luis Eduardo
García, poeta mexicano que generosamente aceptó la solicitud de publicar en esta
revista material inédito. Las fotografías que acompañan los textos son de un proyecto
del Estudio Macías Peredo, jóvenes y destacados arquitectos de Guadalajara.
José Luis Bobadilla
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Puebla (IMACP)
Bellas Artes (UPAEP)
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UNA PALABRAAlejandro Badillo
Frente a una sombra hay un cadáver. No
siempre ha sido así. No siempre ha estado
en esta posición, con los brazos abiertos
y los dedos encallados en la tierra. Los
pies están cerca de un árbol: sus raíces,
desencajadas, tienen ramas que parecen
manos queriendo alcanzar nubes. Pero ya no
hay nubes, han desaparecido, como animales
en repentina migración, pájaros devorados
por su propio miedo. Un día antes habría
caminado por algún pueblo cercano: la
lumbre de sus ojos habría perfilado la
silueta de una mujer, la habría seguido, la
habría deseado. Quizás, en su ingenuidad,
mientras pateaba una piedra y su respiración
convocaba sombras, pensaba en un boleto
de autobús, un brindis por las moscas que
miraban el abismo de un vaso lleno de ron.
Ahora está aquí, junto al árbol, como una
piedra esperando el desgaste, una imposible
marea. El calor desbasta la tierra. Los
segundos crecen, se vuelven pesados como
gotas que superan sus límites. El sol avanza
en el polvo: nubes ocres flotan y enmarcan la
escena.
Se puede jugar con el punto de
observación: inicia en el cabello revuelto
y sigue con la camisa hecha jirones. Hay
sangre coagulada en el estómago: una cauda
roja, relieves casi imperceptibles para
la vista y que invitan al regodeo del
tacto. Es previsible un balazo y la muerte
casi instantánea. Un quejido y las manos
a la tierra o al asfalto caliente. Unos
temblores y, al fin, silencio. Entonces
el sol descubre una mancha circular, la
tela quemada por la diminuta combustión.
Y vuelven las moscas, su imagen y su
vuelo de infinitas nervaduras. Es verdad,
sólo hay una imagen turbia, como mirar un
rostro velado por nubes, pero debe haber un
vínculo entre todo: el boleto de autobús,
las piedras y el vaso nublado por alguna
sombra: una mano en aproximación, un ademán
que vuela sin orden y que vuelve al punto de
origen, tal vez un suspiro o un parpadeo.
Tal vez, incluso, dependiendo del punto de
observación, se pueden añadir más elementos:
una palabra imaginada, un movimiento en
apariencia gratuito pero que echó a andar
un mecanismo que desembocó en la muerte.
Por el momento sólo existe el cadáver
endureciéndose bajo el sol, bocarriba,
afianzados los ojos al vértigo del cielo y
a su vacío.
Una palabra, llega una morosa, de muchas
letras, sumergida en un murmullo opaco. A
veces se intuye su inicio y esta sensación
es suficiente para delinear la boca del
hombre, sus labios ahora inermes pero que,
en un punto del pasado, tenían un temblor
vivo, un principio brillante que se fue
desgastando hasta acabar en un silencio
concreto, casi sólido, como el que ahora
da forma a este cadáver de piel caliente,
asediado por el tiempo y es probable que
la combustión iniciada por la bala siga en
los órganos internos que se desbaratan,
pierden consistencia, quedan como edificios
a punto del colapso, elementos sostenidos
apenas por su memoria y, entonces, llega
la certeza del humo, el tránsito de varios
cigarros en la penumbra y el hombre regresa
en las horas para estar ahí, inmóvil, como
un animal aturdido por el polvo, esperando
una bocanada de luz en el techo, concentrado
en el vaso frente a él y en una mosca que
dibujaba círculos desordenados y el caos,
por alguna razón, iba a las voces que
buscaban protagonismo. Se puede pensar –
mientras una gota de sangre resbala de los
cabellos y cae en la tierra– que la derrota
del cuerpo no es total, porque ahora se
ha liberado de la conciencia y su perfil
que naufraga es un objeto más, que, poco a
poco, crea un equilibrio con las cosas que
lo rodean: el cuervo que mira la muerte
desde una rama, la piedra que interroga las
afiladas ramas y sus sombras.
Una risa grave y profunda debe haber
tenido este hombre. Quizás, en el bar que
se reconstruye, que emerge como la proa de
un barco que combate la marea, la risa del
hombre rompía con el murmullo, con el calor
y una mosca dejaba el vaso para posarse en
un cenicero. Las manos, entonces, buscaron
un cigarro que moría lentamente para dar una
última bocanada y miró el humo displicente,
con un orgullo absurdo que contrastaba
con la indiferencia que lo sofocaba: los
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profundos rasgos de un viejo atrás de una
botella de whisky, un aparato de radio que
ponía en juego un bolero interrumpido por
la estática. El murmullo en el bar comenzó
a perder fuerza, a sucumbir como el cadáver
que, para este instante, cede ante una
segunda muerte que se nutre del calor y la
materia se vuelve maleable, dispuesta a
la degradación. En poco tiempo sólo habrá
una huella, huesos alejándose entre sí,
convirtiéndose en una memoria confusa que se
pierde.
Entonces destaca un rastro rojizo en
los labios. Parece una anomalía, un punto
de fuga que llama la atención en el gesto
detenido del cadáver. No es sangre. Le falta
consistencia a este trazo apenas visible y
que, con un acercamiento, se revela como
la huella de un lápiz labial. Queda más
nítida la imagen del hombre y un previsible
encuentro que terminó con un beso, un
contacto que tuvo la suficiente fuerza para
dejar una impronta, un instante parecido al
fugaz viaje de una mosca. El hombre buscó en
el ámbito algo que le recordara el rostro
de una mujer. El viejo, perezoso, salió de
la lenta órbita del whisky y tal vez rió,
pero el hombre no atendía los movimientos
que sucedían a su alrededor, enfrascado en
la imagen que parecía completar segundo
a segundo, con cada parpadeo, con cada
latido. Pudo haberla conocido días antes,
en las calles abandonadas del pueblo y él
le preguntó por una dirección. El encuentro
empezó con reticencias: en aquel lugar las
palabras se decían a cuentagotas, nadie
hablaba más de lo necesario. Sin embargo,
contra toda posibilidad, aquel primer
contacto detonó una plática en un café y el
café, a su vez, los llevó a una cita en un
hotel de paredes amarillas y cuartos con
ventiladores averiados que parecían insectos
detenidos y expectantes. Volvía con la
imagen el calor de aquel día, un calor que
uniformaba el sonido de los autos y que, de
alguna forma, creaba vínculos, simetrías
en las sombras que propagaban las casas.
Pagaron un cuarto y subieron las escaleras
en silencio, como si estuvieran realizando
un acto prohibido y él la desvistió con
urgencia, con un pulso que iba en ascenso y
que contagiaba todo su cuerpo. Ella, desnuda
y secreta, se sentó en el borde de la cama y
se quedó ahí, apenas parpadeando, fingiendo
desinterés aunque sólo bastó un momento para
que la espera se transformara en un anzuelo,
una provocación que se reafirmaba en el
tiempo y que condensaba un poco de odio,
desprecio porque sabía que él no era el
indicado, que sólo estaba ahí para aliviar
su soledad y después del sexo estarían en
silencio, rodeados de sus respiraciones que
semejaban una desordenada e irremediable
marea, mirando la luz que entraba por la
ventana y que iluminaba a medias las sábanas
revueltas, la ropa desperdigada en un
pequeño sillón y los zapatos en el límite
acuoso de la penumbra.
Ella, aún en la cama, lo tuvo que haber
mirado con un evidente rastro de duda,
cubierta apenas por una sábana luida y él
la imaginó descalza en la alfombra de rombos
grises y negros, recuperando su soledad
pero, al mismo tiempo, su desconfianza.
Ella, adivinando el pensamiento, se levantó
de la cama y le habló con palabras oscuras,
como pronunciadas bajo el agua, con ecos que
moldearon una despedida. Él debió inclinar
la cabeza, buscando por instinto un poco
de aire fresco en la atmósfera caliente.
Después trató de recuperar la iniciativa
mirando la boca que reafirmaba lo dicho
apretando los labios, intentando romper lo
poco que había podido construir en ella:
intuir el olor de su piel, la fugaz visión
de un lunar cerca de la ingle, los densos
pezones y la absurda seguridad de que algo
cambiaría, que el ablandamiento de su
cuerpo mientras la penetraba iba más allá
de lo físico, del natural deseo alimentado
por noches en las que ella fumaba, miraba
el techo y se sentía un poco enferma por
estar sola, por las gotas de lluvia o los
relámpagos que postergaban la oscuridad
absoluta; por eso recorría la habitación
para agotar el tiempo y caminaba en círculos
remedando el vuelo obsesivo de un mosquito
y pensaba que la espera de alguien, con los
años, se transformaría en una locura que en
algún punto se volvería atroz y definitiva;
una locura que la haría hablar con las
paredes, con objetos cuya inmovilidad
aceleraría su destrucción. Pero ella no
dijo nada, quizás por un orgullo cuyo peso
se evidenció en la manera de cubrir sus
pechos mientras los ojos se entretenían en
el polvo que flotaba en una amplia franja de
luz. Entonces le dijo del bar, de la mesa
que compartía con un vaso lleno de ron y la
promesa de un nuevo encuentro.
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El cadáver muestra, además del surco de
sangre, alguna arruga, marcas en la frente
que nacieron por las largas caminatas
bajo el sol corrosivo. Un cuervo mira con
evidente complacencia la sombra de un árbol
y su avance entre las piedras. Quizás este
mismo cuervo siguió a la mujer mientras el
hombre empezaba su naufragio en el bar y
se internaba en la frágil memoria de los
objetos: el último malabar de un cigarro, la
vida inútil de una servilleta. Un bebedor
presumió algún disparate motivado por el
ron mientras los otros aplaudían y daban
voces que los devolvían a un mundo anterior,
un mundo en el que el alcohol es guía y no
remedio. El hombre apuró un trago y sintió
una gota de sudor perderse en la frente.
Pensó en la mujer y en un viaje a la costa
para olvidar todo, para entrar al ámbito de
lo corporal, de lo inmediato: el único sitio
en el que se reconocían, en el que eran
sinceros. Tal vez así la podría retener.
Pensó en su cuerpo renovado con cada
caricia, como un palimpsesto que desdibuja
las huellas de besos pasados para hacer
espacio al deseo presente. El péndulo de un
reloj iba y venía. Sólo habría que ir a la
estación de autobuses y comprar los boletos,
escoger dos asientos y mirar el paisaje
cambiante, cerros disueltos en la lejanía y
en la lenta espuma de las nubes.
El cadáver gana dureza: su gesto se
fija como si estuviera grabado en piedra.
Las mandíbulas parecen hundirse, abrevar
del filo del sol hasta desaparecer por
completo. Es inevitable volver a la marca
del lápiz labial y a la boca cuya ansia
dejó una huella, una clave efímera, casi
volátil, como el paso de un ave en el
agua. Y la mujer entró al bar y quizás
el cuervo merodeó por un tejado de color
rojo y extendió un poco las alas para
después permanecer inmóvil, con el pico
apenas abierto y displicente. El hombre
ponía un pensamiento sobre otro, dirigía
su atención a la luz que desbordaba el
horizonte irregular de vasos. Convocó la
mirada de los bebedores, el paso de la
mujer. Entró y bebió el silencio con los
ojos mientras el hombre la seguía recordando
en el hotel, tratando de reconstruir el
momento después del amor, cuando ella se
concentró en el techo y su rostro, por un
segundo, se volvió viejo, porque el deseo
se había agotado pronto y sólo quedaba un
espacio para llenar con frases vacías, para
recuperar el ventilador y mirar sus aspas
como un gesto detenido. Y el hombre alzó
la vista y sintió un hueco que se expandía
cuando ella se sentó y le dio un beso en
la mejilla, un beso que apenas dejó su
impronta de provocación y deseo. Entonces
el hueco en el pecho del hombre se colmó y
su mente se llenó de fuego. Pidió un par
de tragos de ron y ella cruzó las piernas.
Los vasos llegaron lentos y las manos de
ambos se buscaron en la mesa y ella sumergió
la mirada en el alcohol esperando en su
transparencia, inútil refugio, como si
estuviera desnuda otra vez ante ese hombre
que le devoraba el cuerpo con la mirada,
protegida apenas por unas sábanas luidas.
Comenzaron a hablar. A la distancia, para
un remoto habitante de la barra, la escena
prometía esperanza: la mujer acercaba su
lejanía y el hombre salía de su sombra. Sin
embargo, la feliz perspectiva acabó pronto:
ella le dijo que era un error estar ahí, que
el instante construido en el hotel no debía
ramificarse porque perdería su fuerza. Él
pidió razones, pero ella apretó los labios
dejando que el ron descendiera y abrasara su
respiración. Los bebedores se desdibujaron
en las lejanas mesas y, por un instante,
parecieron un sueño. Igual de inaprensibles
eran las razones de la mujer y el hotel
desapareció porque el hombre rescataba,
obcecado, el boleto de autobús, pulía en sus
palabras la vida en un pueblo en la costa
y ellos dos olvidados de todo, atendiendo
sólo al amor, a las indecisas siluetas sobre
la arena y a los despojos arrojados por
la marea. Eso era él en su ofuscación: un
despojo sometido a la mirada de la mujer que
tomaba su bolsa, dejaba unos pesos junto a
su vaso y emprendía la huída en medio de un
coro de voces que acicateaban la escena. Él
la siguió por la calle. Pero ella se alejaba
de él, de ella misma, del mundo.
El sol declina en el cadáver y le opaca
sus reflejos. El blanco que resta en la
mirada se vuelve un confuso amarillo. A lo
lejos, para un observador ocasional, podría
parecer un relieve más del terreno, un
sedimento acumulado por el tiempo. La sangre
ya no busca su curso natural: permanece
inmóvil como quieta ceniza, como la huella
remanente del fuego. Sin embargo, a pesar
de la corrupción, a pesar de las moscas que
zumban y se regodean, el cuerpo mantiene
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una voluntad por perdurar, por estar ahí
con su inútil testimonio, con la historia
que se degrada y se pierde y el beso sigue
ahí, en la mejilla, casi brillante, como un
acto acabado de realizar, como cuando la
alcanzó en la calle y detuvo su huída, y
en ambas voces hubo algo definitivo, algo
que los devolvió, por un momento, al cuarto
de hotel, cuando él exploraba la marea
de luz que dejaban las cortinas sobre sus
pechos y había cierta distancia que ella
marcaba con pestañeos lentos, un límite
que complementaba con la respiración que
sustituía las palabras y con los brazos
y manos que se endurecían para buscar un
espacio propio, un ámbito predecible y
solitario. Y mientras ella besaba su mejilla
en la calle desierta, mientras el cuervo
volaba hacia tierra de nadie, él se detuvo
en el segundo en el que ya no pudo seguirla
tocando, el instante en el que sólo pudieron
mirar aquel ventilador averiado, como si
fuera un objeto de otro mundo, y entonces
comprendieron que la culpa era del calor,
de la humedad que evidenciaba el transcurso
del tiempo y que se extendía como una bestia
caliente, deshilvanándose como el humo del
cigarro que ella deseaba fumar para romper
esa burbuja que los envolvía. Entonces,
el último beso ocurrió en dos lugares: en
la calle desierta y en la cama de aquel
hotel de ventiladores detenidos. Quizás
ella elaboró, en ambos escenarios, el mismo
gesto, una sonrisa triste y resignada,
una sonrisa que parecía venir del fondo
de un espejo. Los labios, en la calle
desierta, quedaron un poco abiertos, como
si contuvieran el impulso de una palabra y
él sólo pudo estar ahí, inmóvil, náufrago
de algo que nunca llegaría, como si midiera
en silencio la distancia hasta su cuerpo y
ella regresó a su primitiva condición, a
emparentarse con el polvo y la fija mirada
de él, un poco incrédula, la siguió por la
acera mientras buscaba esa palabra y tuvo la
terrible certeza de que tampoco había sido
dicha en el hotel y que, quizás, no sería
pronunciada nunca porque no existía.
El hombre regresó al bar y lo vieron
deambular entre las mesas, buscando en
el horizonte de vasos, en el declive
irrevocable del sol, un rostro que no se
le escapara, una certeza para nombrar en
las noches de lluvia cuando la derrota
adquiriera matices profundos, y volvió a la
mesa que había ocupado antes y pidió más
tragos de ron. Estuvo bebiendo largo rato,
habitado por la sed y la sombra, y el bar
se transformó en una caldera, en una cueva
incendiada por las crecientes voces de los
parroquianos. Quizás estuvo ahí, mirando la
orilla de la noche y el indeciso aliento
de los focos, extraviada su mente en los
hielos que se disolvían circulares en el
ardor del alcohol y llegaron más tragos que
entumecieron las ideas, la vida breve de
sus pensamientos. Como toro de lidia, buscó
fuerzas sondeando su derrota, y, al quinto
o sexto trago de ron, levantó la vista de
la mesa y pensó que, si había perdido todo,
no valía nada la pena. Sus dedos dejaron
un último reflejo en el vaso y se levantó
buscando alguien que pagara los dolorosos
saldos de su desgracia, que lo redimiera de
una vez por todas. Tambaleante se acercó a
la barra, los ojos indagaron entre el humo
candidatos para su revancha, alguien que
resumiera en su semblante la posibilidad
de un cambio en su destino, una variación
que lo salvara de esa noche aborrecible.
En la barra pensó en un insulto que echara
a andar la espiral de la violencia y el
socorro llegó cuando una voz lo interrogó
con burla. El hombre volteó y alejó como
pudo la fatiga del alcohol hasta ubicar a
la silueta que lo invocaba y que, en ese
momento, estaba ahogada por la penumbra.
La luna era alta y coronaba con luz las
bocas de los vasos. El hombre supo que
era su oportunidad y contestó de mala
manera al agresor. Llegaron los golpes,
palabras como lanzas y el demonio del ron
acabó por envenenar todo. Se sujetaron de
las camisas. Los bebedores, como diablos,
hicieron valla con sus gritos y el sudor y
el forcejeo que terminó en el suelo fueron
un suceso en expansión, fichas que empujaron
a otras fichas hasta que las camisas
quedaron hechas jirones y los enemigos se
levantaron para buscar espacio y, también,
nuevas perspectivas, resuello. Entonces,
el de la pregunta, embebido también por el
intercambio de golpes, sacó una pistola y
la empuñó en dirección a su oponente: el
hombre sintió la descarga y un dolor en el
estómago que comenzó a desgarrarlo desde lo
profundo. El bar se abandonó de pronto a la
incertidumbre y salieron, espantadas, las
primeras bandadas de bebedores. Algunos,
los menos, curiosearon los últimos momentos
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del hombre que parecía estar conforme con su
muerte, clavados los ojos en el techo como
si estuviera a cielo abierto, como si la
breve bocanada de un foco, su resplandor,
le revelara la palabra no dicha, la última
imagen de ella en el hotel, cuando cruzó el
umbral de la puerta y el espacio remanente
fue habitado por su olor, una esencia que
permaneció en el ámbito, casi flotando, como
esperando ser encendida por la memoria.
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TRES POEMASChris TorranceTraducción del inglés: José Luis Bobadilla
LOVE POEM (for L.H.)
the geraniums are of a lovely, most perfect crimson
this year
even more striking than before
in previous summers
& as always, I think of you
year by year writing poetry as
wonderful, fragile & quick
as flowers
“you infest me”,
I said, & again
I really like you
I love you
most strange, most
disconcerting of lilies, most abstract
of fine delineation
& yet most concretely
expressful of feeling, restrained
(it is a pity the sense of this
is so restrained: )
with the change of light at
sunset of course the colour deepens
but seems more luninous still:
& so I come again
to the perennial problem
of just how to love you
& again can only think
that loving you is not grasping you
at all
which is in itself
a form of knowledge of you:
which I am most privileged to receive.
Bristol, August, 1969.
POEMA DE AMOR (Para L.H.)
los geranios son, del más perfecto y lindo rojo
este año
incluso más notables que antes
en veranos previos
& como siempre, pienso en ti
año con año escribo poemas
delicados, maravillosos y súbitos
como flores
“tu me contagias,”
dije, y otra vez
me gustas mucho
te amo
más extraña, más
desconcertante que las lilas, más abstracta
de una fina delineación
& más concretamente
expresiva, contenida
(es una pena que el sentido de todo esto
sea tan restringido: )
con el cambio de luz al
atardecer desde luego el color se ahonda
aunque pareciera más luminoso todavía:
& de este modo vuelvo
al problema perene
de simplemente cómo amarte
& de nuevo sólo puedo pensar
que hacerlo no es de ningún modo
tocarte
que es en sí
una forma de conocerte:
la cual soy privilegiado en recibir
Bristol, Agosto, 1969.
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BLONDE WAVES
The kestrel, swinging and hovering
reminds me of a child’s kite
country people will call any hawk “a kite”
which takes my head up to the skies
the bones of sheep swimming into the soil
the cow and her calf distantly afloat in dried reed beds
pivoted & looned. A snipe hoots,
peels of our chimney at dawn
the woods wait
for rain to burst the buds
April, 1971
OLAS RUBIAS
El cernícalo batiéndose & planeando
me recuerda el papalote de un niño
la gente de campo llama a cualquier halcón “un papalote”
lo que me hace mirar al cielo
los huesos de las ovejas nadan en el barro
la vaca y su cría a la distancia flotan en secas camas de caña
dan vueltas & se desquician. Una agachadiza grita,
pedazos de nuestra chimenea en el atardecer
el bosque aguarda
la lluvia para que exploten los retoños
Abril, 1971
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STRAIGHT FROM SLEEP
straight from sleep
to chase sheep from the garden
a bloody, dead blackbird on the doormat
‘mid thousands of feathers & catspew
the word jumps
from this to that
to brake the ennui
of my own tense control
all goes into the melting pot of acid
over the hill kicking a dead lambskin
what to do with all this energy, lambent, unreconciled
at atmosphere almost of terror
the planet helpless with mirt
gold coins rolling in the streets
the skylark’s interminable raga
borne aloft on shivering wings
Mid-May 1971
AL DESPERTAR
Al despertar
persigo ovejas del jardín
un mirlo sangrante, en el tapete de entrada
entre miles de plumas & adormideras
el mundo salta
de aquí a allá
para quebrar el tedio
de mi tenso control propio
todo cayendo en el caldero de ácido
colina arriba pateando un cuero muerto de oveja
qué hacer con toda esta energía, chispeante, irreconciliable,